Los Dos Compadres

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  • 7/23/2019 Los Dos Compadres

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    Pgina de Rubn M. Campos

    Prosa Modernista

    LOS DOS COMPADRES

    Fermentaba en todo su esplendor la verbena de Diciembre, en Chilpancingo, y la vasta plazoleta de San

    Mateo, desierta el resto del ao, burbujeaba a la sazn de una multitud embriagada y alegre.Les puestecitos de aguas frescas, de frutas, de buuelos, de enchiladas, abran angostas calles apretadas de

    paseantes, y de desde quiera se alzaban en el declinar de la tarde luminosa y lmpida, las canciones

    quejumbrosas del Sur....

    Chilenas interminables, zamacuecas jacarandosas en tono menor, malagueas llevadas la montaa por los

    chaquetasrealistas del tiempo de la insurgencia y adaptadas para cantar los romances de nuestros guerrilleros

    temblaban en el aire zumbante con la greguera de los vendimieros y volaban a perderse en las sierras

    aureoladas de luz de oro.

    Entre la multitud aglomerada semejante a un panal de abejas, aparecan, dispersas al ocaso, las morenas

    surianas en flor, las hechiceras criollas de palidez tentadora y trenzas de azabache

    Pero yo me haba abstrado, beba solo en un puestecito un vaso de chicha y me despert de mi ensueo lacontemplacin de dos surianos que se hallaban sentados cerca de m.

    Era un par de viejos lisiados.

    El uno mostraba hendidas su mejilla izquierda y su nariz de un sablazo mal cicatrizado; al alzar el brazo para

    beber, vease que lo mova con dificultad. El otro, tena en perpetua tensin una pierna baldada y su mano

    derecha estrellada por un balazo.

    Platicaban tranquilamente, con voz pausada, ajenos a la fiesta que haca crisis bajo el crepsculo dorado, y al

    verlos as, en tal fraternidad de viejos camaradas, ninguno se imaginara el tremendo drama que haba surgido

    veinte aos antes, entre los dos.

    Frisaban entonces en los treinta aos, eran los dos fuertes y temidos, valientes y audaces, no se haban

    ensombrecido el uno al otro, jams haban chocado en su vida aventurera y para sellar su alianza haban

    encompadrado.

    Antonio Gutirrez haba sido premiado por su joven esposa con un hijo, y convid a Jaime Rosales para que

    lo llevara a la pila bautismal.

    La fiesta fue suntuosa. Los amigos satlites de los dos temibles campeones asistieron a las casa de Gutirrez;

    se bebi y se brind por los buenos tiempos, no lejanos entonces, en que solteros y calaveras, eran el espanto

    de los maridos y la tentacin de las casadas, y la unin fraternal entre los dos compadres se afianz ms y ms

    con los aos que templaban el bro de sus juventudes derrochadas en placeres.

    Los dos eran hombres cabales y cumplidos, respetados y temidos, montaban los mejores caballos, jugaban los

    mejores gallos, desmontaban partidas y solan tardamente armar espantables tremolinas en las ferias.

    En la feria de Tixtla fue donde conocieron los dos a una mujer, Zenaida, hembra jugada en amores y

    disputada de los machos ms fieros, y sucedi que a los dos compadres les llen el ojo.Gutirrez, en cuanto advirti que Rosales la cortejaba, le dej libre el campo. Rosales a su vez hizo lo mismo,

    y ambos a la expectativa y desconcertados de no ver progresar al rival, volvieron a la carga a un tiempo, sin

    decirse nada, y cuando quisieron atajar el mal descubierto, ya era tarde.

    Los dos estaban apasionados de la aventurera y se sintieron heridos en su vanidad y hostilizados por las

    puyas de sus amigos.

    Creyeron cada uno que el otro haba cometido traicin y felona y un odio mortal surgi sbitamente en su

    fiero corazn.

    Rosales fue ms afortunado y pase a la hembra en triunfo celebrado por sus amigos, ante los ojos de

    Gutirrez, que devor su ira y palideci de despecho.

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    El triunfo celebrse con una francachela, y pasada la fiesta, Rosales busc al vencido y le dijo:

    Compadre, parece que tenemos algo pendiente.

    S, compadre, y como entre hombres no hay explicaciones, esprame maana a las diez en los Puentes,

    armado y montado.

    Solos, por supuesto.

    Solos.

    Y sin ms palabras se separaron.

    Al da siguiente los dos llegaban por distintos caminos al lugar citado, montado en soberbios caballos yarmados de un rifle, una pistola, dos cartucheras respectivas para los dos calibres, y sus sables.

    Se saludaron desde lejos, rayaron sus caballos y sin ms ceremonias se dispusieron a matarse mutuamente.

    En sus cerebros haba la obsesin de matar, y convertidos en fieras por el choque tremendo de su rivalidad y

    su prestigio, hallaron tcitamente la solucin de su problema en la muerte.

    El ardo de la caza mutua los embriag y los enfureci. Se disparaban con la rebelda de matar antes que

    morir, cuando su vida con sagacidad inaudita, quebrando los caballos que resoplaban espantados, tendindose

    sobre los cuellos y barrindose sobre las ancas en movimientos elsticos de centauros.

    Con el barboquejo calado, los sombreros jaranos arriscados sobre los ojos chispeantes, se buscaban el blanco

    humano, desdeaban el blanco del bruto porque en su hidalgua suriana consideraban deshonroso desmontar

    a su adversario.

    Cuando hubieron agotado los tiros de rifle, echaron mano a las pistolas y la lucha sigui ms encarnizada

    Con la puntera ms fcil de adquirir, Rosales hiri primero a Gutirrez en el brazo izquierdo. A la distancia lo

    vio flaquear, pero sbitamente liarse las riendas y seguir disparando. Con el dolor y la rabia, Gutirrez dirigi

    un tiro certero a su adversario y le hiri en un muslo, y despreciando el peligro, enardecidos con la sed de

    venganza, fueron acortando la distancia y se dispararon locamente a quemarropa.

    Rosales agot primero un renuevo de cinco tiros, y comprendiendo la inutilidad de cargar otra vez y el

    peligro de la proximidad, desenvain el sable y ech sobre Gutirrez. El vencido en el lance de amor

    desenvain tambin posedo de un furor satnico, y la lucha se trab feroz y espantosa, fue una lucha de

    demonios, una apopleja de odios frenticos, y se acribillaron a sablazos.

    El machete de Gutirrez hendi transversalmente el rostro de su rival y a la vez que Rosales le henda el

    hombro, derribndolo en tierra.Los dos adversarios cayeron al mismo tiempo, y cuando quisieron arrastrarse para aniquilarse mutuamente,

    las fuerzas les haban abandonado, las hemorragias los vencieron y quedaron sobre el campo, moribundos y

    satisfechos, mientras los caballos heridos huan espantados, hasta que levantaron a los rivales por la tarde.

    El escndalo producido fue espantoso. Los tribunales los procesaron y los sentenciaron; del hospital pasaron

    a la crcel, y cosa extraa!, despus de luchar entre la vida y la muerte, apenas entrados en la convalecencia,

    un mismo pensamiento los asalt a los dos.

    Extinguido el odio, satisfecho el orgullo, se preguntaron a la vez a s mismos: Es que realmente l me

    traicion!

    Y he aqu que, apenas dado de alta Antonio Gutirrez, fue, vacilante y arrepentido, al lecho de Jaime Rosales

    y le dijo:Oye, compadre, t creas que yo me haba retirado de Zenaida!

    S, compadre, y t?

    Yo tambin.

    A medida que surga la explicacin, sus ojos marchitos brillaban de alegra.

    Es decir, que lo pasado, pasado?

    Lo pasado, pasado, compadre, perdname!

    Y se abrazaron radiantes de jbilo para no separarse ya nunca.