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LOS DEMONIOS DE ETHAN

Olivia Kiss

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SINOPSISEthan es un hombre que tiene las cosas bajo control y una

vida independiente dedicada a la empresa de marketing quefundó junto a sus mejores amigos. Sin embargo, todo da ungiro cuando debe hacerse cargo de la tutela de su hermanapequeña y, además, asistir a terapia para demostrar que estácapacitado para asumir esa responsabilidad.

Lisa es psicóloga y sabe que no debería sentirse atraída porsu paciente, pero lo hace, a pesar de la lengua afilada de Ethany su irónico sentido del humor. Conoce los demonios de supasado y sabe que en su interior hay mucho más de lo quemuestra.

Pero está prohibido.

Muy prohibido.

¿O no?

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PRIMERA PARTEETHAN

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1

A pesar de que me consideraba a mí mismo bastanteinteligente, no me hizo falta gastar más de un veinte por cientode mi capacidad cerebral para deducir que tener que asistirobligatoriamente a veinte sesiones de terapia era una pésimaidea. No, no sólo pésima, sino incluso ridícula.

Nunca había ido al loquero. Ni falta que me hacía. Estabaperfectamente bien. Era una persona cuerda, uno de esoshombres con dos dedos de frente. O vale, sí, a veces un dedo,en ciertas ocasiones… solo un dedo. De cualquier modo, ¿erajusto que se me condenase a aquello por un pequeño errorinsignificante?

Confía en mí, la respuesta es no.

Así que, cuando finalmente llegó el día acudí al centroindicado y, tras saludar a una joven de recepción, avancé apaso rápido por el pasillo principal. Después, todavía confuso,permanecí durante un largo minuto contemplando la placa decolor bronce que destacaba sobre la puerta. No sé qué esperabaencontrar exactamente, pero desde luego aquel edificio teníapinta de ser el lugar más aburrido sobre la faz de la tierra. Dehecho, no es que tuviese pinta, es que lo era. Eso tampoco fueninguna sorpresa. No abrí la boca consternado antes deexclamar: hostia, ¡pensaba que ir al psicólogo sería unajodida fiesta!, porque desde hacía dos meses era plenamenteconsciente de que, cuando abriese la puerta de la consulta, loúnico que sentiría sería apatía e indiferencia.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió, al menos hasta queLisa Everline dejó sus anotaciones a un lado, metió elbolígrafo que sostenía en un reluciente bote de cristal y posósus ojos en mí. Sus penetrantes y profundos ojos marrones,grandes, levemente rasgados y repletos de curiosidad.

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Noté una sacudida en la entrepierna al contemplar el iniciode su escote, que se perdía en el interior de la vaporosa camisablanca que llevaba puesta. Los botones de la prenda, queadornaban la parte superior, parecían estar sufriendo a causade la tirantez. Pobres botones.

Ella no pareció percatarse de qué era lo que había captadomi atención y, ajena a todo, curvó lentamente sus apetecibleslabios hasta terminar formando una amable sonrisa. El tipo desonrisa creada exclusivamente para que los tíos nos volvamoslocos: tímida, sutil y con un toque dulce pero atrevido almismo tiempo, de modo que es fácil confundirla con unainvitación sensual.

Puede que, de hecho, esa fuese precisamente su intención;esbozar una sonrisa con mil matices, lo suficientementeenigmática como para que las dudas comenzasen a despertar.Quizá era el tipo de chica que te dice: ven aquí, pero cuandollegues márchate o eres un cabrón al que odio, pero, eh, nodejes de coquetear conmigo. En resumen, mujeres destinadas alograr que, tarde o temprano, termines con una camisa defuerza, cuyo rasgo principal era que jamás lograrías deducir oadivinar qué era lo que realmente esperaban de ti; si una nochete pedían chocolate blanco, a la mañana siguiente exigiríannegro. Eran un callejón sin salida.

La otra posibilidad era que me estuviese pasando facturallevar dos meses sin follar.

—Bienvenido, Señor Donovan. Siéntese, por favor —mepidió mi nueva psicóloga, señalando vagamente con el brazoel sillón negro que había al otro lado de la mesa.

Resoplé.

Más allá de ponerme cachondo con una ridícula sonrisa, loúnico que estaba haciendo allí era perder el tiempo.

Sin embargo, obedecí. Como un buen perro domesticado,atravesé la consulta dando grandes zancadas, posé mi manoderecha sobre el mullido respaldo del sillón, lo rodeé y mesenté. Después, manteniéndome de brazos cruzados, ignoré su

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atenta mirada y me dediqué a contemplar la inexistentedecoración de la estancia.

Era inexistente porque básicamente allí dentro no habíanada más allá de una mesa, dos sillas, material de papelería yuna atractiva psicóloga. Estaba bien pensado para que elpaciente, posición en la que me encontraba en esos momentos,no pudiese distraerse. Claro, que quizá ella no contaba con queestaba tan desesperado que me sobraba mirarla (y desnudarlamentalmente) para mantenerme entretenido durante horas.Quizá incluso días.

De cualquier modo, me vi obligado a clavar mis ojos enLisa Everline, mientras intentaba centrarme y reflexionarsobre cuál era la mejor forma de afrontar la situación.

Tú puedes, tío, me dije, dándome ánimos. Y omití darmeuna palmadita en el hombro a mí mismo porque hubiesequedado demasiado raro.

Barajaba tres opciones, aunque todas ellas tenían pros ycontras.

Alargar las cosas o irse por las ramas conllevaba el riesgode perder efectividad si el receptor debía esforzarse porentender las partes importantes del mensaje. Tantear el terrenoantes de actuar me dejaba en una posición algo indecisa y esonunca era conveniente. Pero, en cambio, ir directo a la acciónsin previo aviso, aunque fuese algo atrevido, podía jugar a mifavor dado que no dejaba lugar a dudas y además la pillabadesprevenida.

—Me alegra conocerle Señor Donovan —comenzó a decir,mientras toqueteaba con los dedos la esquina de una carpetaque, probablemente, contenía mi expediente—. Según tengoentendido, usted está aquí porque…

Alcé un dedo en alto, interrumpiendo su discurso debienvenida. Sentada sobre su silla, manteniendo la espaldarecta, me miró con sus preciosos ojos castaños, confundida,parpadeando en exceso. Aproveché esos segundos deincertidumbre para inclinarme hacia delante, apoyando los

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brazos sobre la mesa de la consulta con naturalidad, como sime encontrase en mi propio despacho.

—Lisa, ¿verdad? —pregunté amablemente.

Esperé a que asintiese con la cabeza, pero no lo hizo.

—Para usted, Señorita Everline —me corrigió.

—De acuerdo, como quiera —sonreí lentamente—. ¿Mepermite explicarle mi versión de los hechos?

Ella se recostó sobre su silla y entrecerró los ojos, pero semantuvo en silencio, invitándome a que continuase hablando.

—Existe una razón bastante simple por la cual meencuentro ahora mismo aquí, perdiendo mi valioso tiempo. —Miré distraídamente el reloj deportivo que colgaba de mimuñeca, para darle más énfasis al importante asunto deltiempo—. El problema, Señorita Everline, es el sistema. Elsistema judicial, más concretamente —le mostré mi sonrisamás deslumbrante—. Comprendo que este es su trabajo,créame. Por encima de todo, valoro a las personas que seesfuerzan e intentan cumplir con sus obligaciones. Sinembargo, todo sistema tiene sus fallos, por perfecto que puedaparecer a simple vista. Y ahí es donde entro yo —apunté y mepermití dejar una leve pausa que le diese más dramatismo alasunto. Tres, dos, uno…—: No debería estar aquí. Se hanconfundido conmigo. Espero que usted sea lo suficientementeprofesional como para notificar de este error. Si necesita querealice algún tipo de prueba psicológica para salir de dudas, loharé encantado.

Nos miramos fijamente durante casi un minuto.

Finalmente, ella volvió a adoptar una postura más fría, másmecánica, irguiendo la espalda. Cruzó una pierna sobre la otray, aunque desde mi posición pude advertir el movimiento, nollegué a distinguir la longitud exacta de su falda por culpa dela mesa que se alzaba entre ambos como una barrera decontención. Y eso amigos, eso… es sumamente importante. Lamedida de una falda es un asunto casi de vida o muerte.

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Porque unos centímetros de más o de menos pueden decir unmundo sobre la persona que lleva esa prenda.

¿Era prudente, tradicional, clásica…? ¿O la cosa tiraba máshacia una personalidad atrevida, moderna y rompedora? Si lafalda acababa por encima de la rodilla, entraba en la segundacategoría. Y eso era algo bueno, el hecho de que Lisa Everlineestuviese dispuesta a correr riesgos, porque parecía másprobable que me permitiese saltarme aquellas veinte sesionesde estúpida terapia. Quizá deseaba rebelarse contra el sistema.Y yo le ayudaría a hacer realidad sus osadas fantasías, porsupuesto que sí.

—Señor Donovan, le hablaré claro, dado que deduzco quees usted una persona práctica —dijo—. El ochenta por cientode mis pacientes afirman en la primera sesión que no deberíanestar aquí y niegan tener ningún problema —explicó conestoicismo, como si ella fuese una distinguida profesora y youn mocoso incapaz de multiplicar uno por cero—. De modoque le aconsejo que empecemos cuanto antes. Si perdemos unasesión, tenga en cuenta que deberé notificarlo para que la horade dicha sesión se recupere en otro momento.

—Entiendo…

Me levanté del sillón, agobiado, y comencé a aflojarme elnudo de la corbata mientras caminaba de un lado a otro de laconsulta. Apenas se entreveía el exterior por el pequeñoventanal que había en la pared derecha, frente a la puerta de laentrada. Empezaba a sentirme abrumado por toda la situación,ya era suficientemente malo tener que aguantar las visitassemanales de la asistenta social, como para ahora añadir alpack una psicóloga cero indulgente y nada empática.

Respiré hondo. Tenía que cerrar los ojos, contar hasta cincoy expulsar el aire lentamente para lograr tranquilizarme.Porque cuando conseguía calmarme, era una persona derecursos y millones de ideas danzaban por mi menteintentando hacerse oír.

—Señor Donovan, ¿quiere sentarse? —preguntó.

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Me giré hacia ella tras recuperar el control. Tenía que darlela vuelta a la situación, utilizando una estrategia diferente, sí.

Sonreí.

—Por favor, llámeme Ethan —le pedí, al tiempo que meacercaba nuevamente hacia la mesa tras la que la jovencontinuaba acomodada. No se había movido ni un jodidomilímetro; era como una estatua de hielo—. Señor Donovansuena muy… distante. Y tengo el presentimiento de quenosotros vamos a ser grandes amigos —ella frunció el ceñoante mi última afirmación, pero eso no me detuvo. Me senté enmi sitio, tras sacar la cartera del bolsillo de mi pantalón ydejarla frente a ella—. Dígame, ¿cuánto quiere?

Advertí cómo la mandíbula de Lisa Everline se tensabaligeramente, con sus expresivos ojos fijos en la pequeñabilletera marrón.

—¿Se da cuenta de que esto puede costarle muy caro,Señor Donovan? —siseó. Qué poco receptiva era esa chica—.Le aconsejo que guarde la cartera, si no quiere que incluya ensu expediente lo que acaba de ocurrir.

Negué con la cabeza.

—¿Cuántas veces voy a tener que repetirte que me llamespor mi nombre de pila? —Protesté, perdiendo los nervios yabandonando los formalismos—. Y joder, ¿cuál esexactamente tu problema? Te doy la oportunidad de cobrar unextra por no hacer absolutamente nada, ¡es casi como si tehubiese tocado la lotería! —insistí—. Firmas que vengo a lassesiones, pones en mi evaluación que soy un tío cojonudo yhaces tu buena acción del día. Piénsalo —deposité sobre lamesa una tarjeta de mi empresa—. Ahí tienes mi número.Dame un toque cuando tengas una respuesta, tómate el tiempoque necesites.

Lisa Everline clavó sus ojos en mí. Tenía esa insólitacapacidad de poder matar con una simple mirada; no era fácilconseguir la intensidad necesaria como para lograr ese efectoconcreto.

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—Mi respuesta es no —concluyó tajante, sin dejar nisiquiera una diminuta rendija abierta para que la duda pudieseacomodarse en ella. Un no rotundo y definitivo—. Y como haconsumido el tiempo de esta sesión, tendremos querecuperarla.

—¿Qué? ¿Cómo? —la miré sorprendido.

—Ya me ha oído —abrió de golpe la carpeta que teníasobre la mesa—. Bien. Empecemos.

Emití una irritante carcajada.

¿Pero quién se creía que era?

La evalué una vez más, intentando pensar, intentando quelas piezas encajasen.

El cabello castaño caía por sus hombros, largo, ondulado.Ondulado no del estilo dejo que se seque al aire; ondulado deltipo me paso media hora frente al espejo intentando darleforma. Iba maquillada de un modo natural, pero estratégico,potenciando sus puntos fuertes e intentando ocultar las ojerasque se entreveían levemente bajo sus ojos. Y en general estababuena, sí, aunque tenía toda la pinta de ser la típica que sabeque lo está, pero finge no darse cuenta y se solidariza con susamigas menos agraciadas dado que, claro, ¡la vida le ha puestoun montón de trabas por tener que comprarse sujetadores de latalla cien! Y ese tipo de mujeres me sacaban de quicio porque,joder, aprovecha lo que Dios te ha dado y déjate de chorradas.

Yo podía ser un poco obtuso, o quizá hasta algomanipulador, pero gilipollas no era, y mucho menos enreferencia a conocer a las mujeres.

Llevaba toda la vida estudiando el comportamiento de lagente y, más concretamente, el del género femenino. Al fin yal cabo, de eso trataba mi trabajo; detectar cómo las personas,generalmente mujeres, reaccionaban ante ciertos estímulos yatacar sus puntos débiles para conseguir un propósito concretoque, en esencia, siempre era el mismo: que comprasen elproducto que promocionábamos y anunciábamos. Y otra cosano, pero vender a este público era bastante sencillo; bastaba

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invocar la palabra mágica COMPRAR, para lograr un subidónde adrenalina y que mi trabajo estuviese hecho.

Continué evaluando a Lisa, preguntándome qué habíafallado en mi ecuación. Y entonces me di cuenta de lo másevidente: era joven. Demasiado joven, de hecho. Eso solopodía significar una cosa: que acabase de terminar la carrera yllevase poco tiempo ocupando aquel puesto, de modo quequisiese demostrar lo buena y fantástica que era en su trabajo.

Estaba jodido.

Ya me podría haber tocado una psicóloga a la que le faltasepoco para jubilarse y estuviese hasta los cojones de su trabajoy solo desease perder de vista a los pacientes y largarse a suputa casa.

Me levanté del sillón, malhumorado.

—Vale, tú ganas —le sonreí falsamente—. Pero no esperesque me quede aquí media hora más perdiendo el tiempo, siesta sesión no va a contar para nada y vamos a tener querepetirla. Me voy.

Ella suspiró.

—Ethan, siéntate, por favor.

No sé si fue el tono de su voz al pronunciar mi nombre,como con cierta delicadeza, o el hecho de que me sentíaderrotado, pero mis dedos no llegaron a tocar el pomo de lapuerta. Me quedé allí, delante a la superficie de madera claraque dirigía hacia la salida, muy quieto, respirando lentamente,saboreando cada bocanada de aire…

Supe que también se había puesto en pie cuando escuché elrepiqueteo de unos zapatos de tacón. Lisa me rodeó sin prisa,hasta que consiguió estar frente a mí, manteniendo unadistancia prudencial entre ambos. Tenía la mirada clavada enel suelo de la consulta, así que lo primero que vi fue su faldanegra. Por encima de la rodilla. No estaba fino en missuposiciones.

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—Si te sientas y te muestras colaborativo, la sesión contarácomo válida —cedió, hablando con una calma antinatural quea mí solo conseguía ponerme más nervioso—. Empecemosdesde cero.

Alcé la cabeza y la miré. Ella sonrió afectuosamente y metendió la mano.

—Me llamo Lisa Everline —dijo, sorprendiéndome—. Ydurante las siguientes diez semanas seré tu psicóloga. Mealegra conocerte, Ethan.

Dubitativo, casi por inercia, estreché su pequeña manoentre la mía; no la sacudí de arriba abajo, sino que la mantuveatrapada entre mis dedos sin moverme, advirtiendo la suavidadde su piel y el extraño aroma de la colonia que usaba; unamezcla entre algo cítrico o tropical, fresco.

Noté que Lisa empezaba a sentirse incómoda cuando elmomento se alargó en exceso y el silencio se tornó demasiadodenso, así que la solté bruscamente y me di la vuelta,caminando hacia el escritorio, dispuesto a comenzar desdecero, tal como ella había dicho. Y no porque quisiese, noporque necesitase estar allí, no porque me importase unamierda todas las tonterías que tenía que decirme, sino porquebásicamente no me quedaba otra opción. De momento. Hastaque se me ocurriese un plan mejor cosa que, tarde o temprano,pasaría.

Lisa presionó el pequeño botón del bolígrafo hasta que lapunta salió y comenzó a escribir en un folio, apoyándose sobreuna carpeta negra. Después, cuando terminó, su mirada volvióa centrarse en mí. Antes de que se decidiese a hablar, sus ojosadquirieron cierta calidez.

—¿Eres consciente de por qué estás aquí, Ethan?

El corazón me martilleaba furiosamente en el pecho, comosi desease escapar a otro cuerpo, a otro lugar, lejos de mímismo. A pesar de ello, me encogí de hombros con aparenteindiferencia.

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—Bueno, deduzco que puede tener algo que ver con elhecho de que intentase matar a mi padre.

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El salón de la casa, que comunicaba con la cocina, olía apescado y especias; una cena deliciosa que Ethan estabadeseando devorar. Sin embargo, su padre todavía no habíaterminado de preparar la guarnición de verduras y el salmóncontinuaba asándose en una cazuela al fuego.

El niño, cansado de jugar solo, dejó a un lado las piezasdel puzzle, que llevaba un buen rato esforzándose porterminar, y se acercó a su madre que, sentada en el sofá, seacariciaba la enorme barriga con ambas manos,deslizándolas suavemente de arriba abajo. Ethan tambiénposó sus manos allí y permaneció muy quieto, a la espera desentir algún movimiento repentino.

—Puedes hablarle.

Él alzó la cabeza y se hundió en la calidez de su mirada.

—No me oirá.

—Claro que sí —su madre le revolvió el cabello—. Pruebaa ver. Debe de estar muy aburrida aquí dentro, sin nadie conquien jugar…

El pequeño clavó sus ojos grisáceos en la abultadabarriga, apenas protegida por una vaporosa camisa a rayasblancas y azules, e instantes después desvió la mirada hasta supadre que, con una tímida sonrisa en sus labios, picabacebolla sobre la repisa de la cocina que comunicaba con eldiminuto salón. Parecía estar produciendo una rítmicamelodía que se repetía cada vez que el cuchillo golpeabasobre la tabla de madera de cortar. Desde que tenía uso derazón, a Ethan le parecía agradable, y extrañamente relajante,ver cómo los alimentos se convertían en un sinfín de trocitos,después de que la afilada hoja de acero se encargase deacariciarles suavemente. No tenía interés por aprender ahacerlo él mismo en un futuro próximo; prefería ver cómodesempeñaba esa tarea un tercero, porque así podía disfrutarplenamente del momento.

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—Ethan, cielo, acércate —insistió su madre.

Se puso de puntillas para lograr subir al sofá sindificultades, a pesar de que seguía convencido de que suhermana no podía escucharle. No era la primera vez que lehablaba; lo había hecho incluso cuando la barriga de mamáapenas mostraba un leve abultamiento y, sin embargo, esebebé nunca le había contestado. El silencio era su únicarespuesta.

Se inclinó y, con delicadeza, apoyó la oreja sobre el vientrede su madre, mientras ésta le acariciaba la mejilla. Habíaalgo relajante en la forma en la que su madre le tocaba, noestaba seguro de si se debía a la suavidad de su piel, alagradable aroma a plantas aromáticas que emanaba o a algomás que escapaba de su comprensión.

—Hola, hermana —susurró, sintiéndose algo torpe alllamarla así. No le quedaba más remedio; todavía no habíanencontrado el nombre perfecto para ella—. Ya sé que no tegusta hablar… —dudó durante unos segundos, haciendo unaleve pausa—, o puede que no sepas hacerlo. Todavía eresdemasiado pequeña… —giró un poco la cabeza para mirar dereojo a su padre que, sin dejar de sonreír, continuabapreparando la cena—. Así que cuando salgas de ahí, teprometo que te enseñaré a hablar, ¿de acuerdo? —esperópacientemente—. ¿No piensas contestar?

Su madre se movió en el sofá, inclinando el torso haciadelante.

—Recuerda que todavía no sabe hablar, Ethan.

Él permaneció en silencio durante unos segundos y,finalmente, estalló en una risueña carcajada, advirtiendo quesu madre tenía razón.

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2

Al llegar a casa, encontré a Sarah tirada en el sofá en una delas posiciones más extrañas (y probablemente, incómodas) delmundo. Con los pies sobre el respaldo, el cuerpo a mediasentre los cojines y la cabeza colgando. Es decir, estaba viendola televisión del revés.

Típico de mi hermana: hacer las cosas más simples de unmodo retorcido y complejo, como si alguien le fuese a darpuntos extra por ello.

Aunque, en realidad, cualquier cosa que hiciese me parecíala mar de rara. No estaba acostumbrado a convivir con unaadolescente. Ni con una mujer. Ni con nadie, para resumir.

—¿Cómo ha ido el día? —preguntó alegremente.

—Mal —atajé—. ¿Por qué no te sientas como las personasnormales?

—Estoy bien así.

Suspiré hondo, armándome de paciencia.

Me quité la chaqueta y la dejé sobre el respaldo de una delas sillas del salón, junto a la corbata, mientras me preguntabapor qué mi hermana estaba viendo en esos momentos BobEsponja. No es que estuviese muy al día en los programas quepodían gustar a una chica de diecisiete años, pero estaba casiseguro de que la etapa de los dibujos animados quedaba muyatrás. Sarah rio descontroladamente cuando un calamardeforme apareció en la pantalla. El calamar estaba haciendouna hamburguesa. Fruncí el ceño.

—¿Ya has comido? —pregunté.

—No queda comida.

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Fui a la cocina y abrí la nevera. Sarah tenía razón, estabamedio vacía, como si desease conjuntar con el resto de la casa.No me gustaba tener cosas por el medio, así que elapartamento era un espacio abierto, sin trastos, dondepredominaba el color blanco, con detalles grises y negros. Loprimero que hizo Sarah en cuanto puso en pie en casa, fueprotestar por la falta de color. Según su criterio decorativo, enpalabras textuales era frío, poco acogedor y demasiadomoderno.

Traducción: era un apartamento cojonudo.

—Vale, pues me cambio y bajamos al restaurante decomida china —le dije.

No respondió, aunque sí por hecho que su silencio era un sí.

Me dirigí a la habitación y me quité el traje, antes deponerme algo más cómodo. María, la mujer que limpiaba miapartamento desde el mismo día que lo adquirí, había dejadosobre la cama varias camisetas planchadas y perfectamentedobladas. Cogí la primera que pillé y me la puse.

Cuando salí, Sarah ya estaba esperándome frente a la puertade salida, con el móvil entre las manos, tecleandofrenéticamente como si estuviese mandando un código paradesactivar una bomba nuclear y la humanidad dependiese de larapidez con la que lograse enviar ese mensaje. Pero no.Probablemente el contenido sería algo así como Tía, no sabesqué fuerte, ¡qué fuerte!, que el chico más cguay del insti me hamirado, ¿te lo puedes creer? Ah, y ya he conseguido esepintauñas color coral del que hablamos. Ya sabes, coral. Nadaque ver con naranja o rosa, en absoluto, solo un imbécilconfundiría esa gama cromática.

—Vamos —la insté, sacudiendo las llaves con la mano.

Durante todo el trayecto (ascensor, dos calles, un giro a laderecha, otra calle más, entrada del restaurante) Sarahcontinuó escribiendo en su teléfono. ¿Lo bueno? Tenía unacapacidad increíble para no chocar con nada, hacer dos cosas aun mismo tiempo y seguir mi acelerado ritmo al caminar. Una

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crack. ¿Lo malo? El pim pim pim que sonaba cada vez que lellegaba un nuevo mensaje me estaba sacando de quicio.

Un camarero nos guio hasta una de las mesas que estabanlibres y ambos nos acomodamos en los acolchados asientos,uno frente al otro. Cogí la servilleta de tela, que instantes antesformaba una ridícula rosa sobre el plato vacío, y la dejé a unlado bajo los cubiertos, arrugándola a propósito con los dedos.

—Sarah, deja ya el móvil y decide qué vas a pedir —le dije,tras tenderle la carta.

Sorprendentemente, me hizo caso. Poco me faltó paraanunciar a gritos a los demás comensales que mi hermanahabía acatado una orden a la primera, sin que tuviese querepetírselo hasta la extenuación. Era un hecho insólito, dignode rememorar cuando tuviese ochenta años, pequeñosmocosos, voy a contaros un momento muy especial, quetodavía hoy consigue emocionarme: hubo un día en el quevuestra abuela decidió hacerme caso. Ocurrió en el verano de2019 y fue…

—Quiero tallarines —decidió Sarah. Cerró la carta, la dejóa un lado y me sonrió—. Oye, hoy tenías la cita con lapsicóloga, ¿verdad?

La ignoré deliberadamente y continué leyendo.

Arroz tres delicias, bolitas de pollo, Ternera conalmendras…

—¿Cómo es esa psicóloga? —insistió.

—¿Seguro que quieres tallarines otra vez? —Tanteé,intentando dejar el otro tema de conversación relegado a unlado—. Deberías comer más proteínas…

—Prefiero los tallarines —repitió—. ¿Y qué tal ha ido lasesión?

Incapaz de escapar de sus garras, la miré y me prepararépara responder porque, una cosa tenía clara, cuando una mujerformula una pregunta, tarde o temprano, ésta deberá sercontestada (quieras o no, eso es lo de menos). Da igual cuántas

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vueltas le des o si tomas veinte desvíos porque el destino seráel mismo, no importa que le digas ahora no quiero hablar,porque una frase así no arreglará nada, sino que lo complicarátodo mucho más. Acepta tu papel. Elimina cualquier esperanzade escabullirte. Contesta. Y punto.

—Ya te lo he dicho antes.

—¿Cuándo? —preguntó frunciendo el ceño.

—Antes. Al llegar a casa.

—No me acuerdo —protestó—. ¿Puedes volver arepetírmelo?

—Mal, Sarah. Ha ido mal —respondí con más brusquedadde la esperada.

Al instante me arrepentí, en cuanto vi cómo ella presionabalos labios y desviaba la mirada, incómoda y dolida. El pitidoque produjo su móvil cuando llegó un nuevo mensaje, logróromper la tensión del momento.

—Lo arreglaré, no te preocupes. Todo irá bien.

Asintió con la cabeza, todavía desanimada.

El camarero llegó para tomarnos nota, dándome un respiro.Cuando lo apuntó todo, le tendí ambas cartas y se marchó pordonde había venido.

Tamborileé con los dedos sobre la mesa.

—¿Y cómo es la psicóloga? —preguntó Sarah, nuevamenteal ataque—. Quiero decir, ¿de qué tipo…? —Tosió levemente;todavía seguía algo resfriada después de pasar casi una semanaen cama por culpa de una gripe—. ¿Se parece a Irina? —preguntó esperanzada.

Irina, nuestra amable e increíble asistenta social. Siempreconforme. Siempre anhelante por escuchar mi repertorio deexcusas baratas. Siempre dispuesta a garabatear mis mentirassobre el expediente para echarnos una mano. La mejor mujerdel universo.

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—No, no se parece en nada. Es todo lo contrario. Ella es…—comencé a decir y dejé la frase a medias, sin saber cómoacabarla. Todavía no había decidido en qué categoría meter aLisa Everline—. Ya sabes, la típica responsable quisquillosaque no tiene sentido del humor.

—Bueno, no te ofendas, es que tampoco es fácil pillar tusentido del humor.

Nos sirvieron los platos que habíamos pedido y amboscomimos en silencio, más interesados en escuchar lasconversaciones de los demás clientes que había a nuestroalrededor que en continuar hablando entre nosotros.

Porque, definitivamente, un nosotros sonaba como algodistante, todo lo contrario a la palabra que podría englobar ados personas unidas. No existía ningún nexo entre ambos, másallá del mero hecho de que éramos hermanos y de un sucesoterrible que ambos queríamos olvidar y del que evitábamoshablar.

Desde hacía dos meses, Sarah vivía conmigo.Compartíamos el mismo Estado, la misma ciudad, el mismoapartamento. Y a veces, solo a veces, parecíamossincronizarnos, como si realmente sí existiese ese utópiconosotros. Pero el momento siempre era efímero y, tarde otemprano, volvía a pisar tierra firme.

Era consciente de lo poco que conocía a Sarah. Nosllevábamos doce años de diferencia. Cuando ella era pequeña,sí que pasamos una buena época juntos, como dos hermanosde verdad. Pero todo eso quedó en el olvido cuando, al cumplirlos dieciocho años, me marché a la universidad. No miré atrás.No valoré todo lo que dejaba. ¡Tenía tantos grandes planes…!¡Tantas ganas de vivir lejos de aquel pueblo en el que mesentía acorralado!

En ningún momento pensé en Sarah. Nunca me planteé quésería de su vida, porque en aquellos momentos solo pensaba enla mía. Ella tenía seis años por aquel entonces, así que lo másprobable es que ni siquiera pudiese recordar cómo fue aquelperiodo durante el que convivimos en la misma casa. Porque

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después de mi huida, apenas nos veíamos una vez al año, porfiestas concretas o la cena de Navidad e incluso, en ciertasépocas, ni siquiera eso. Además, tampoco es que durante esetiempo nos comunicásemos demasiado, más allá de las típicasllamadas por cortesía en las que tan solo se pregunta ¿Qué talestás? y el otro siempre contesta que bien, independientementede si es verdad o mentira.

Y ahora allí estábamos, dos extraños comiendo tallarines yternera, a la espera de descubrir qué rumbo tomarían las cosas.Rumbo que, dicho sea de paso, no dependía de nosotros, sinode un estúpido sistema judicial, una asistenta social y unaexasperante psicóloga.

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—Ethan, ¡recoge las cosas! —Se quejó su madre, trasentrar en la habitación haciendo un gran esfuerzo por notropezar con los juguetes, la ropa y los trastos que cubrían elsuelo de madera—. ¡Qué desastre!

Él, tirado en la cama mientras leía un comic, la miró dereojo y se incorporó.

—Mamá…

—¿Sí? —ella abrió el armario y comenzó a organizar elinterior de éste.

—¿Te gusta el nombre de Sarah?

Se giró hacia su hijo, con la mirada ausente, mientrascontinuaba doblando un jersey de cuello ovalado. Sarah, se leantojaba suave, el modo en el que la S inicial se deslizaba porlos labios al pronunciarla.

—¡Es precioso, Ethan!

—Podría llamarse así —señaló la barriga de su madre conla barbilla, alzando levemente el mentón—. Como la heroínadel comic. Es una guerrera.

Su madre le echó un vistazo rápido a la cubierta del comicque Ethan acababa de dejar abierto sobre la cama, antes delevantarse para ayudarla a recoger. Le observó en silencio, altiempo que éste se peleaba con el cuello de una camisa que nocolocar adecuadamente. Sonrió.

Sarah. Sarah y Ethan. Sus pequeños.

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3

Cambiar de vida no es fácil, sobre todo si ese cambio no esalgo puntual, sino una reestructuración brutal desde losmismísimos cimientos. Antes de la llegada de mi hermana,tenía una vida perfecta, una vida sin sobresaltos ni grandesproblemas. Y me gustaba. Me gustaba no tener ningunaresponsabilidad, pensar solo en mí mismo, disfrutar delpresente sin plantearme qué haría al día siguiente…

La irrupción de Sarah en mi mundo había sido… uhmm,déjame pensarlo un poco más, no encuentro una palabra quepueda definir exactamente cómo me afectó. Porque después delo que había ocurrido, el primer sentimiento que se apoderó demí fue la rabia. Una rabia que iba más allá de lo racional; eraalgo profundo, anclado. A veces, creía que jamás lograríadesprenderme de la ira que parecía recorrer mis venas alcompás del bombeo de la sangre; la notaba fluir a través de uncamino despejado que yo mismo le había preparado, sinningún obstáculo a la vista que le impidiese avanzar…

Pero un día se marchó. Bueno, en realidad, más quemarcharse, esa rabia se transformó en melancolía; abandonó suforma y dejó atrás su anterior piel para darle la bienvenida aun sentimiento más doloso, punzante de un modo diferente. Lafuria provoca que todo se magnifique, similar a la sensación deque te atraviesan con un hierro el corazón de un golpe seco. Latristeza, en cambio, se asemeja más a una tortura; como si teclavasen diminutos alfileres por todo tu cuerpo, hasta que nopuedes soportarlo más.

Poco después, llegó el momento de conmoción. Creo que,definitivamente, esa fue la peor etapa, dado que lo único quehacía, durante veinticuatro horas al día era preguntarme ¿Porqué? Y es sumamente desquiciante cuestionarte algo sobre loque no puedes encontrar una respuesta. No una mínimamente

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razonable, claro está. Así que mi estado se convertía en unbucle sin fin del que no sabía cómo salir.

De modo que, en resumen, durante el primer mes que Sarahestuvo en mi apartamento, apenas fui plenamente conscientede que había otra persona en casa. Una persona entera, todaella, con sus miedos e inseguridades, con una vida por delante,con millones de cosas por hacer…

No la veía realmente, era como tener una especie de velo enlos ojos que provocaba que todo estuviese borroso a míalrededor. Tampoco la escuchaba. El sonido de su voz,alegremente irritante, tan solo conseguía que me sintiese peor.No asimilaba que mi hermana, esa joven desconocida, hubieseirrumpido en mi mundo de un modo tan salvaje; para mí eraun fantasma, un espectro, algo irreal.

Porque si aceptaba su llegada, tendría que aceptar tambiénla razón por la cual ella estaba allí. Y esp era mucho máscomplicado.

Pero el día menos pensado, ocurrió.

Llevaba casi un mes instalada en casa cuando, allevantarme en plena madrugada, cansado de dar vueltas en lacama sin poder dormir, avancé por el pasillo y advertí que sehabía dejado la puerta de la habitación abierta.

Al asomarme, la vi allí tendida, sobre la cama, vestida consu pijama de nubes. Dormía relajada y tranquila, a pesar deque había dejado la luz de la lamparita de noche encendida. Yentonces fui consciente de por qué lo había hecho: teníamiedo.

Mi hermana tenía miedo.

Había estado tan ocupado pensando en mí mismo, en larabia, la tristeza y la conmoción, que me había olvidado lo másimportante. De ella.

No sé cuánto tiempo estuve mirándola, puede que fuesenhoras o tan solo minutos, pero sí sé que por primera vez en mivida me embargó un sentimiento protector y me di cuenta deque no podía seguir compadeciéndome de mí mismo por algo

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que ya había ocurrido y no podía cambiar. Tenía que empezara cuidar de ella. Compensarla, de algún modo.

A partir de ese mismo instante, enterré en algún lugarrecóndito de mi ser todos los sentimientos que hasta esemomento me habían zarandeado a su antojo. Bueno, todos no.Me quedé con uno: la culpabilidad.

Aquel día hacía calor. No era un calor agradable, sino debochorno, asfixiante. Ya llegaba tarde al trabajo y Sarahcontinuaba encerrada en el baño de casa haciendo quién sabequé, pero seguro que nada útil o interesante.

—¿Te falta mucho? —insistí por quinta vez consecutiva,esperando tras la puerta cerrada, como un guardaespaldas de laCorte Real que vela por la seguridad de la princesa, no vaya aser que ésta se caiga por el retrete.

—¡Un minuto!

Negué con la cabeza, consternado, mientras volvía a mirarel reloj que colgaba de mi muñeca. Diez minutos de retraso.Diez. ¡Cómo odiaba llegar tarde! ¿Qué iba a decir al entrar enla reunión?

Queridos e importantísimos clientes japoneses, lamento elretraso. Mi hermana estaba haciéndose unos bonitostirabuzones en el pelo, espero que puedan comprender unasituación tan… sustancial.

Empezaba a plantearme la idea de tirar la puerta abajo ysacarla a rastras de allí cuando, gracias a los cielos, Sarah saliódel servicio. No quise entretenerme más pegándole la bronca;así que esperé a que estuviésemos en el coche, camino a suinstituto, para desahogarme.

—La próxima vez que me hagas llegar tarde, te cambio decolegio y te mando a uno de monjas en el que lleven uniforme.Y así atajamos el problema de raíz.

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Presioné la bocina cuando el semáforo se puso en verde.¿Acaso nadie en esa ciudad tenía prisa?, ¿por qué demoniostardaban tanto en arrancar? En ocasiones, Miami eradesesperante.

—¡No serás tan cruel! Y, además, ¿qué más te da llegarantes o después? Eres tu propio jefe.

Aparté la vista de la carretera para clavar mis enfurecidosojos en ella durante unos instantes.

—Compromiso, Sarah. Compromiso. Y responsabilidad —siseé—. Busca en un diccionario esos términos y memorízatela definición, porque te hará falta saber qué significan siquieres tener un futuro.

Me abstuve de corregirla, dado que la empresa no era solomía, sino que la compartía con dos socios más. Escuché cómosuspiraba sonoramente, antes de apoyar la cabeza contra elcristal del coche y fijar la mirada en el lateral de la carretera.

—Lo siento, ¿vale? —se disculpó finalmente—. Es que…solo hace una semana que empezó el instituto y no quiero seruna marginada.

¿De qué mierdas estaba hablando ahora?

—¿Una marginada? —pregunté.

—Ya sabes, las chicas de aquí son diferentes, se maquillany hablan de marcas de ropa que ni siquiera conozco, no soncomo mis amigas del pueblo —dijo finalmente, con ciertadificultad, refiriéndose al que antes había sido su hogar; esacasa maldita donde ambos habíamos crecido.

Me esforcé por olvidar la imagen de aquel lugar. El oscurotejado a dos aguas, las malas hierbas que rodeaban la casa, elporche de madera con las vigas algo astilladas, la pintura verdedesconchada de las ventanas…

—¿Qué más te da lo que hagan esas chicas? Sé tú misma.

Oh, joder, hasta yo me sorprendí de que una frase tanprofunda saliese de mis labios. Como poco, me había ganadoun Premio Nobel. Qué nivel.

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—¡Casi no tengo ropa, Ethan!

—¿No has oído lo que acabo de decirte? —pregunté,frunciendo el ceño, consternado porque mi profundocomentario no hiciese mella en ella.

¿Qué quería?, ¿qué le recitase una poesía? Todos teníamosun límite.

Estacioné en doble fila frente al instituto y a Sarah le faltópoco para abrir la puerta cuando el coche todavía estaba enmarcha. ¿Pero qué demonios le ocurría?

—Olvídalo, ¡tú no puedes entenderlo! —me gritó.

Instantes después, cerró la puerta del copiloto con un fuertegolpe (¡mi pobre, pobre e inocente coche, joder!) y corrióhasta la puerta de la entrada principal, donde frenó alencontrarse con un grupito de chicas que formaban un perfectocírculo entre ellas, como si hubiesen ensayado conanterioridad cómo debían posicionarse para lograr la armoníade la pandilla, bajo un sistema de estratégica colocación.

Aparté la vista del instituto cuando la melodía de mi móvilcomenzó a sonar. Era Brian, uno de mis dos socios.

—¿Dónde estás?

—Ya sabes, haciendo unas horas extra como canguro deuna adolescente —bromeé, intentando quitarle hierro alasunto, teniendo en cuenta el retraso que llevaba.

—Estamos todos esperando —dijo, hablando en voz baja—. Date prisa. Para hacer tiempo, a Caden no se le ha ocurridonada mejor que preguntarles sobre si es verdad que losasiáticos tienen la polla pequeña —masculló entre dientes.

—¿Cómo dices? —continué hablando con el móvilmientras me incorporaba a la carretera, con la esperanza deque no me parase la policía.

—Creo que todavía está borracho después de la juerga quese pegó anoche. Pero tranquilo, antes de que empezase lareunión le he pedido al traductor que ignore todo lo que éldiga.

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—Sí, casi mejor… —me vi obligado a frenar cuando metopé con el coche más lento del mundo—. Luego hablamos,tengo que colgar —me despedí, preparándome para adelantaral vehículo que tenía delante.

Finalmente llegué a la reunión con veinte minutos deretraso cuando, habitualmente, solía aparecer con diez deantelación para dejarlo todo bien preparado. Me presenté antelos nuevos clientes, todos ellos vestidos con impolutos trajes y,por último, antes de sentarme, le tendí la mano al traductor yle dirigí una mirada asesina a Caden que, tirado sobre una delas sillas con la corbata colgando a un lado, tamborileaba conlos dedos sobre la mesa de cristal, ajeno a todo lo demás.

—Ya estamos todos. Empecemos —musitó Brian, con esasoltura innata que le caracterizaba, al tiempo que los demáscomenzábamos a hojear nuestros respectivos documentos.

Brian era el tipo de tío que siempre caía bien a todo elmundo.

Caía bien a los hombres, a las mujeres, a los niños, a lasabuelitas que deseaban que sus yernos se le pareciesen eincluso a los animales, que se acercaban siempre a él, deseosospor ser acariciados. Tenía algo especial. Un aura depositivismo, de energía, que conseguía contagiar a los quepululaban a su alrededor. Y daba igual si cometía un error, odos… o mil, porque cuando Brian pedía perdón, se acercaba ati, posaba una mano con firmeza sobre tu hombro y decía losiento, colega, todo lo que hubiese hecho quedaba en elolvido. Su adorable mujer, Amie, nunca conseguía enfadarsecon él durante más de diez minutos seguidos. Ése era el don deBrian, esquivar cualquier malentendido y salir victorioso delas peores situaciones posibles. Mi ídolo.

—Queremos que la campaña sea espectacular —comenzó adecir el único de mis socios que, en aquellos momentos, estabacapacitado para hablar—. Le aseguro que, si nosotrosllevamos este proyecto, no habrá mujer en una playa o piscinaque vaya sin maquillar —continuó—. La línea de cosméticos

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es increíble. Ahora tenemos que lograr convertir el productoen una necesidad vital.

El traductor empezó a realizar su función y los clientes leescucharon con atención. Después se dirigió a nosotros. Cadenbostezó. Le di una patada por debajo de la mesa y conseguíque, al menos, se incorporase en su silla y se sentase con laespalda recta. Mucho mejor.

—Quieren saber cómo pensáis enfocar la campaña.

—Vamos a empapelar esta ciudad—exclamé yo, mirandofijamente a Jian Shou, que era el principal socio de la empresajaponesa—. ¡Habrá anuncios por todas partes! —añadí,gesticulando con las manos—. Obviamente, haremos más máshincapié en los lugares cercanos a las zonas de baño. Nuestroprincipal objetivo es Miami para, después, extenderlo hacia lazona de California —expliqué—. Y, sobre todo, noscentraremos en realizar una campaña de marketing onlinediferente, divertida y que llame la atención. El spotpublicitario que tenemos pensado rodar, que contará con lapresencia de la modelo Amber Colwell y puede ver detalladoen los documentos, aparecerá en todas partes, incluidos losanuncios de Youtube. Y créame, la carrera de esa modelo estáa punto de despegar, así que es muy positivo el hecho de quenos hayamos adelantado a ello y contemos con su presenciapara este proyecto.

Hice un gesto casi imperceptible con la mano para indicarlea Brian que prosiguiese él. Inmediatamente, tomó el turno depalabra.

—Además, no es la primera campaña de cosméticos quehemos conseguido lanzar satisfactoriamente. Ya sabe que elaño anterior trabajamos con dos prestigiosas marcas del sector—apuntó, aunque ellos ya estaban al tanto de las referencias—. Créannos, será todo un éxito. Ya puedo verlo, un montónde carteles protagonizados por Amber Colwell con el esloganen grande: No permitas que el agua elimine tu belleza.

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Una hora y media más tarde, salimos de la reunión con uncontrato firmado bajo el brazo. En cuanto los japoneses semarcharon, Caden intentó escabullirse, escondiéndose en sudespacho, así que le seguí. Cerré la puerta al entrar.

—¿En qué demonios estabas pensando? —le abordé.

—Tío, no grites. Me duele la cabeza.

Abrió varios cajones de su escritorio, hasta que encontró loque estaba buscando. Cogió una pastilla, se la introdujo en laboca y le dio un trago de agua a una botella pequeña antes detragársela.

—¿Estás bien? —me senté en la silla que había frente a suescritorio.

—Sí. Genial. De puta madre.

—Ya veo…

—Oye, no me mires así —protestó, al tiempo que sedesabrochaba los botones de las mangas de la camisa—. Sé deuno que, al menos, ha llegado puntual —replicó—. Y no medes ningún sermón. Te recuerdo que, hasta hace dos meses, túy yo éramos exactamente iguales. Bueno, no, rectifico: tú eraspeor.

Me mordí la lengua.

En parte tenía razón. Solo en parte. Porque años atrás,cuando los tres éramos compañeros de la universidad y la ideade convertirnos en socios y tener una empresa de marketingera una mera fantasía, solíamos formar un trío perfecto y, enesencia, nuestra única pretensión en la vida era pasárnoslobien; cosa que sin duda logramos.

Pero después Brian conoció a Amie, cuando estábamos encuarto curso, y no tardó demasiado en encontrar unaestabilidad que no entraba en los planes que habíamos trazado.Ahora, él vivía en una realidad paralela a la nuestra, con sucomprensiva mujer y sus tres hijos mellizos —miedo, pánico,terror, sí—, disfrutando de una vida la mar de saludable,

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basada en una dieta macrobiótica, clases de yoga y libros defilosofía zen. Y todas esas modernas ideas las había adoptadoa raíz de Amie, evidentemente.

De modo que, durante los últimos años, no habíamos sidoexactamente un trío fuera del trabajo, sino más bien un dúo,formado con Caden y yo. Si algo había en Miami eran fiestasy, si algo nos gustaba a nosotros, era asistir a ellas. Adiferencia de Brian, no nos atábamos a ninguna mujer, sinoque todas nuestras relaciones eran efímeras, lo suficientementecortas como para que jamás tuviésemos que pasar el mal tragode conocer a unos supuestos suegros o vernos involucrados enentornos familiares ajenos. Era nuestro código. Una Bibliapersonalizada.

O al menos lo fue, hasta que Sarah llegó a mi vida.

Desde entonces todo había cambiado. Nada de chicas, nadade fiestas, nada de volver a las tantas o de hacer un viajerelámpago a las Vegas porque, sencillamente, me levantabauna mañana con ganas de escapar de la ciudad y malgastar unpoco de dinero. Nada. Ya nada. Ahora debía tener uncomportamiento ejemplar, como si estuviese en proceso deprácticas para entrar a formar parte de la parroquia del barrio.

Miré a Caden, repantingado en su sillón mientras escribíaalgo en el móvil, despreocupado, tranquilo, sin ningunaresponsabilidad importante que atender. Y, durante unossegundos, me permití sentir nostalgia por la vida que acababade perder.

—¿Tú no tenías ayer una cita con el loquero? —preguntó.

Me extrañó que se acordase, incluso a sabiendas de quefaltaba semanalmente dos mañanas al trabajo por culpa detener que cumplir con ese innecesario requisito. Más o menos,mis dos amigos estaban al tanto de lo que había ocurrido conmi hermana, sin entrar en detalles, claro está.

—Sí. Es una psicóloga, no un loquero.

Caden me miró distraído.

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—Es más o menos lo mismo, ¿no? —alzó una ceja en alto—. ¿Y cómo fue?

—Con la psicóloga mal, coño —protesté, hablandoatropelladamente. Llevaba dos días dándole vueltas y másvueltas a la primera sesión que habíamos tenido. Todavía nohabía encontrado el método perfecto para lograr escabullirme.

—¿Qué tiene el coño mal? ¡Joder, no has perdido el tiempo,Ethan! —soltó una risotada y puse los ojos en blanco.

—Mal, coma, coño —dije, hablando despacio—. Y no tieneni puta gracia.

—Ya, vale, ¡solo era una broma! —volvió a reír y, después,se incorporó levemente en su silla y suspiró hondo,mostrándose más serio—. Aprovechando que estamoshablando de coños… tengo que contarte algo. Es… bueno…puede ser un pequeño inconveniente.

Entrecerré los ojos cuando le miré.

—Suéltalo.

—Bueno, como sabes esta noche no he dormidodemasiado… pero eso no quiere decir que no haya pasado unbuen rato en la cama, tú ya me entiendes —bajó levemente elmentón—. Hubo una fiesta en un barco y Amber Colwellestaba allí y… joder, ¡tendrías que haberla visto! Estátremenda, colega.

Odiaba cuando se iba por las ramas, cuando para contarmeque un puto mosquito le había picado me relataba antes quémierda había cenado, qué había visto en la televisión, a quéhora se había ido a dormir y en qué jodido momento elmosquito había entrado por la ventana de su habitación,emitiendo un molesto zumbido.

Cualquier hecho que pudiese resumirse en una simple frase(no compuesta), Caden lo convertía en una novela (de variostomos). Y teniendo en cuenta lo mucho que le conocía, sabíalo que significaba esa expresión suya de <<te lo estoycontando, pero no quiero hacerlo, así que me tomo el tiempo

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que me sale de los cojones>>. Era una muy mala señal. Meolía lo peor.

—¿Te has acostado con Amber Colwell? —pregunté,alzando la voz e interrumpiendo su eterno relato.

—¿Qué? —abrió la boca, consternado, como si le estuvieseacusando de haber asesinado a un oso panda—. ¡No, porsupuesto que no!

¡Gracias a Dios! Esa modelo era nuestra salvación, teníaque protagonizar el anuncio del proyecto sí o sí. Su carreraestaba en auge. Dentro de un año, más o menos, contratarla seconvertiría en una misión suicida, teniendo en cuenta lospresupuestos que su agente empezaba a exigir.

—Bueno, ¿qué querías contarme, entonces? —le animé, yamás tranquilo.

—Pues… —se mordió el labio inferior, indeciso y volvió amirarme—. Que sí, que me la he tirado.

—¿Pero qué demonios te pasa? —me levanté de la silla,hecho una furia—. ¡Acabas de decirme que no lo has hecho!—gruñí, preso de la consternación.

Él también se puso en pie, llevándose las manos a la cabezay revolviéndose el cabello rubio todavía más de lo que yaestaba de por sí. Clavó la vista en el suelo, mientras se movíapor el despacho caminando de un lado a otro.

—La he cagado… —susurraba, como si hablase para símismo—. La he jodido bien, Ethan —continuó negando con lacabeza—. He huido. He salido de la habitación del hotel sinhacer ruido y he venido directo a la reunión. ¡No sabía quéhacer! —me miró—. Uff, si Brian se entera me mata.

Sonreí. No era una sonrisa alegre, sino amarga.

—Lo dudo. A no ser que puedas morir dos veces porque,créeme, estoy deseando ser el primero.

Suspiré hondo, ante la mirada abatida de Caden, e intentépensar en alguna solución. Lo primordial, sin duda, era queAmber Colwell no se desbancase del proyecto por culpa del

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idiota que tenía enfrente. Había que retenerla de algún modo,porque no estaba seguro de que fuese a gustarle la idea detrabajar para alguien que acababa de abandonarla como uncobarde. Y esa chica tenía trabajo de sobra, no nos necesitaba.Por el contrario, nosotros sí que la necesitábamos a ella.

—Ya lo tengo —apoyé las manos sobre la mesa de maderay me incliné hacia Caden que me miraba con atención—. Enmedio minuto te quiero fuera de aquí. Saldrás por esa puerta,pararás por el camino en Panther Coffee y comprarás unosdonuts, dos cafés o lo que te dé la real gana, ¿me sigues?

—Sí —asintió con la cabeza, para darle más énfasis.

—Vuelves a la habitación del hotel y te presentas con eldesayuno —le indiqué—. Te dirá que creía que te habíaslargado, ante lo cual le contestarás que tan solo te hasausentado para traer algo de comer. También te preguntará quepor qué no te has limitado a llamar al servicio de recepción delhotel. Y entonces, amigo mío, entonces es cuando tienes quelucirte. Piensa en alguna frase que te dé ganas de vomitar.Algo así como <<Amber, por ti sería capaz de recorrermemedia ciudad para conseguir el mejor café del mundo>>.

Caden sonrió y se llevó una mano al corazón.

—Qué bonito. Estás que te sales, Ethan.

—Déjate de bromas, esto es serio ¿vale? —dejé caer unamano sobre su hombro y presioné ligeramente con la punta delos dedos hasta notar que se tensaba ante el contacto—. Haz loque sea necesario, pero mantenla contenta, al menos hasta queterminemos de grabar ese dichoso spot.

—Hecho —musitó, al tiempo que se dirigía ya hacia lapuerta, caminado de espaldas—. Tú no te preocupes por nada;déjalo en mis manos. Relájate. Disfruta de la vida. Y confía enmí, lo tengo todo bajo control.

Cerré los ojos cuando escuché el portazo que produjo lapuerta al cerrarse. Respiré hondo. Me acerqué al gran ventanaldel despacho de Caden y contemplé cómo salía del edificio y

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subía en su coche, dispuesto a cumplir con lo que acabábamosde acordar. Más le valía hacerlo bien o estaríamos jodidos.

Y como últimamente cada pequeño detalle que rodeaba mivida estaba acompañado por la palabra jodido, no dejaba depreguntarme si realmente existiría toda esa mierda del karmade la que siempre hablaba Amie, la esposa de Brian. Quizá, encierto modo, debía pagar por todo lo malo, por todo el dañoque había hecho tanto directa como indirectamente durante losúltimos años; puede que el universo te permitiese vivirtranquilo durante equis tiempo, como si fuese una especie deperiodo de pruebas, para más tarde relegarte al lugar queverdaderamente merecías ocupar.

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Ethan cogió una de las galletas con pepitas de chocolateque reposaban sobre una bandeja, encima de la repisa de lacocina. La galleta todavía estaba caliente. La mordisqueósuavemente, aunque algunas migajas cayeron al suelo.

Clavó la mirada en el reloj que colgaba de la pared. Lasseis y diez minutos de la tarde.

Hacía menos de una hora que su padre se había llevado asu madre al hospital a toda prisa, cuando ésta se había puestode parto. Se suponía que Sarah no debía llegar hasta dossemanas más tarde, así que les había pillado a todos porsorpresa. Mientras tanto, tal como le había dicho su padre, lafunción de Ethan se limitaba a cuidar de la casa en suausencia y, en caso de que surgiese algún percance, llamarrápidamente a la Señora Evans, la única vecina que tenían aunos quinientos metros a la redonda; una mujer rolliza conabultados mofletes que vivía sola en su pequeño rancho, trasla muerte de su marido. Desde que tenía uso de razón, Ethanla había tratado como si fuese una especie de abuela, a faltade no tener familia más allá de sus padres, y disfrutabavisitándola y jugando con los animales que tenía.

Se sentía nervioso, sin dejar de preguntarse cómo sería elrostro de Sarah, así que cogió una segunda galleta y apoyó elcodo en la repisa mientras se la comía con parsimonia.

¿Le gustaría jugar con él?, ¿sería fácil enseñarla ahablar?, ¿de qué color serían sus ojos?, ¿le acompañaríacuando fuese al rancho de la Señora Evans?, ¿le gustaría leercomics…?

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4

Tras darme la bienvenida, Lisa Everline me observó dereojo mientras caminaba hacia mi sitio y me acomodaba en él.Esa es la gracia de la jerarquía. Uno aprende rápidamente cuáles su lugar, qué postura debe adquirir para parecer educado ypuntualmente interesado (sin pasarse, sin crear alarma),consiguiendo que la otra persona, la que ocupa el puesto másalto, el trono inalcanzable, se sienta orgullosa por lo muchoque has progresado en… bueno, en tres días. Pero no hay lugarpara la sospecha, porque en vez de denominarlo falsedad se lesuele llamar cambio de actitud.

Suena bien. Suena cojonudo.

Cambio de actitud me recuerda al comienzo del verano,cuando todo el mundo parece más alegre, mostrándoseentusiasta y agradecido ante la vida. Y me recuerda a elloporque, principalmente, es algo efímero. La honorable actitudes fingida. Al llegar el invierno, la gente vuelve a encerrarseen sus casas, a dejar que los problemas no solucionados brotende nuevo, a pensar que la vida es horrible.

Pero nos gusta. Nos gusta creer que existe ese famosocambio de actitud. Que una mañana te levantas siendo ungilipollas egoísta y al día siguiente eres bueno, tierno yadorable como un cachorrito bajo una tormenta.

Porque, en cierto modo, la palabra cambio conduce a laesperanza.

—Tienes buen aspecto, Ethan —dijo Lisa, con las manoscruzadas sobre la mesa.

Oh, joder, ella sí que tenía buen aspecto.

Intenté centrarme, pero fue en vano.

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—Sí. Me noto diferente —asentí con la cabeza—. Ya sabes,necesitaba un cambio de actitud.

Tal como había previsto, ella sonrió ante aquellas últimaspalabras, probablemente con satisfacción. Ya podía imaginarlahablando con sus amigas, con una humeante taza de café entrelas manos, al tiempo que comentaba: El otro día un pacienteintentó sobornarme, pero logré hacerme con el control de lasituación. Y ahora… ahora es una persona diferente, máshumano, más razonable. Ha aceptado que necesita terapia. Esun buen comienzo. El grupito entero la miraría con orgullo,diciéndole lo buena psicóloga que es. Quizá, incluso, algunade las chicas aplaudiría sin mucho ánimo o gritaría algo asícomo ¡Bien hecho, Lisa! Eres la mejor.

Ahrgg. Mi nueva vida era un infierno.

—¿De qué te gustaría que hablásemos? —preguntó.

—¿Puedo elegir el tema? —me rasqué el mentón pensativo—. Entonces deberíamos hablar sobre los Miami Dolphins.Esta temporada está siendo terrible. ¿Qué opinas tú? ¿Creesque la defensa necesita algún cambio?

Advertí que Lisa Everline se esforzaba por no reír, a pesarde que disimuló bien el gesto. Algo descolocada, dirigiórápidamente la mirada hacia mi expediente, mostrándose serianuevamente.

—Puedes elegir el tema, siempre y cuando esté relacionadocon lo que ocurrió. El suceso por el que estás aquí, Ethan —me instó.

—Ya. Imagino que te refieres a lo que ocurrió con mi padre—contesté con pesadez, mientras me quitaba una pelusaimaginaria de los pantalones vaqueros.

No sé si esperaba exactamente esa respuesta tan directa,porque se mordió el labio inferior, mostrándose indecisa.

—¿Te consideras una persona violenta? —preguntó, trashacer una veloz anotación en su libreta.

—¿Tengo pinta de serlo?

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—Quiero saber qué es lo que piensas tú, Ethan. No estoyaquí para juzgarte.

—¿De verdad? —la miré, fingiendo sorpresa—. Yo creoque esa es exactamente la razón por la que tengo que venir a tuconsulta. Para que me juzgues. Para que tú y tres asalariadosmás, que no me conocéis en absoluto, decidáis si meconsideráis apto o no para cuidar de mi hermana. ¿Meequivoco?

Respiré agitado, esforzándome por mantener el control. Ala mierda el cambio de actitud. A la mierda. Ésa era larealidad.

Ella no se inmutó.

—¿Eso es lo que piensas? —preguntó, pero no contesté.Ante el silencio, volvió a hablar—. De acuerdo. Respeto tuopinión. Y ateniéndome a ella, imagino que entonces lo másconsecuente sería que me dejases conocerte.

Me acaricié la mejilla con la mano, deslizándola arriba yabajo, notando el rastro punzante de la barba que comenzaba ahacer acto de presencia. Posé la vista en la diminuta ventanaque había en la consulta, desde donde tan solo se veía unresquicio del cielo azul de la mañana. Cuando logré reponermey que el ritmo de mi respiración se volviese acompasado, volvía mirarla.

—No quiero hablar de mi padre. No quiero que lo nombressiquiera.

Lisa asintió.

—Me parece bien.

Suspiré.

—Entonces, ¿qué quieres saber de mí?

—Supongo que sería razonable comenzar desde elprincipio.

—El principio… —susurré.

—Sí. Tu infancia. Tu vida.

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No dejaba de escribir en su libreta. Y eso me ponía muynervioso. Para empezar, porque todavía no había dicho nada,nada digno de mención, así que no entendía qué demoniosestaba apuntando.

—Como quieras —me encogí de hombros con indiferencia,a pesar de lo inquieto que me sentía en aquel momento—.Tuve una infancia medianamente feliz. Mi madre era unabuena mujer, de ese tipo de mujeres a las que les gusta horneargalletas de mantequilla con pepitas de chocolate para contentara todos los demás. El tipo de mujer que sabes que te acogerácon los brazos abiertos hagas lo que hagas —centré la miradaen la esquina de la mesa, al tiempo que me esforzaba pormantenerme impasible—. Después nació Sarah, mi hermana.Y ella murió en el parto. Supongo que fue una especie detrueque de Dios; él y su misterioso sentido del humor, ¡quécosas tiene! —me incorporé levemente en la silla—. Cuandocumplí los dieciocho me marché a la universidad. Monté unaempresa. Fueron unos años… agradables. —le señalé la libretaque sostenía entre las manos, apoyando la parte inferior en elborde de la mesa—. El resto de la historia la tendrá por ahí,escrita detalladamente en mi expediente. Y creo que eso estodo. Ya está. Ya he terminado.

Expulsé todo el aire que había estado conteniendo,respirando sonoramente. Lisa alzó una ceja en alto, un gestoapenas perceptible, una pequeña inclinación, una diminutaarruga en la parte baja de su frente… pero estaba ahí. Mis ojosfueron testigos de cómo cuestionaba, de cómo juzgaba, decómo hacía exactamente lo que había esperado que hiciese.

—Es un resumen de tu vida un tanto escueto, ¿no crees? —hizo una pausa—. ¿Hay algo más que quieras contarme,Ethan?

Cambié de postura, estirando los pies bajo la mesa,acomodándome todavía más. Ya que tenía que estar en aquelhorrible lugar, qué menos que sentirme como en casa. Encierto modo, para ella, para Lisa, lo era. Un pequeño santuariodonde confesar todos mis pecados, ese rincón en el quedesahogarse, un espacio de privacidad… Bobadas diversas.

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—No lo sé —alcé la mirada al techo, antes de descenderlade nuevo—. Si quieres te cuento cómo fue mi primer beso y eldía que cogí la primera borrachera. O mejor todavía, puedorelatarte aquella vez que nos pillaron a mí y a mis colegashaciendo pellas para irnos a romper unos cristales de una casaabandonada, ¡la bronca que nos cayó! ¡Ni te lo imaginas!

Sonreí afectuosamente. Ella volvió a escribir. Odiaba quehiciese eso.

—¿Qué es exactamente lo que estás apuntando? —pregunté, incorporándome un poco para ver si distinguía algo.

No logré ver nada, más allá de un montón de irregulareslíneas repletas de distorsionadas palabras, escritas con unacaligrafía pésima que, probablemente, ni aunque robase esalibreta y contratase a un paleógrafo conseguiría descifrar loque ponía.

Lisa pareció advertir mi intención y alzó todavía más elcuaderno.

—No te preocupes, solo anoto algunos detalles de interés—contestó.

—Ya… —volví a dejarme caer sobre el respaldo de mi silla—. Pues no me gusta.

Ella me miró con curiosidad, manteniendo los ojos másabiertos de lo habitual de un modo significativo, las largaspestañas aleteando suavemente como si estuviesensuspendidas en el aire, sus pupilas fijas en mí.

—¿Qué es lo que no te gusta exactamente?

—Que escribas en esa libreta. Acabo de decírtelo —puntualicé—. Me incomoda. No creo que haya dicho nada losuficientemente interesante como para ser digno de mención.

—Bueno, eso es discutible —suspiró hondo, mientraspresionaba de un modo compulsivo el pequeño botón quehabía en el extremo del bolígrafo, logrando que la puntasaliese para, instantes después, volver a esconderse—. Deacuerdo, hagamos una cosa. Yo dejo de escribir en esta libreta,

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pero a cambio tú te esmeras un poco más. Necesito quequieras colaborar, Ethan.

Asentí lentamente con la cabeza, casi a cámara lenta, altiempo que sopesaba cuál era su intención. Me preguntabadónde estaba el límite, hasta qué punto podía presionar a LisaEverline para que cediese. Hasta el momento había bajado laguarida dos veces: la primera, cuando se ofreció a que laanterior sesión contase como válida. La segunda, ahora,dispuesta a dejar sus inútiles anotaciones a un lado.

—Vale, aunque te aseguro que ya lo estoy haciendo.Créeme, me esfuerzo mucho —sonreí de un modo encantadory ella apartó la mirada.

—Retomemos el trabajo —dijo con cierta molestia—.Según el breve resumen que acabas de hacer sobre tu vida —ahí estaba, la pequeña puntillita, breve resumen dicho concierto retintín—, el único aspecto concreto que hasmencionado, ha sido el cambio que se produjo cuando tuhermana nació y tu madre falleció.

Y lo dijo así, tan felizmente, como quien alza la vista haciael cielo momentáneamente y comenta ¡Creo que hoy va allover! y acto seguido prosigue con sus tareas del día, regandolas plantas que se alinean en la repisa de la ventana.

—Yo en ningún momento he dicho que se produjese uncambio —maticé.

—No exactamente, pero más allá de cuando te marchaste ala universidad, es el único suceso de tu vida que te ha parecidoimportante citar.

Reí secamente, sin ninguna alegría.

—Mi madre murió. Creo que, evidentemente, es un hecho atener en cuenta —respondí con brusquedad—. De cualquiermodo, forma parte del pasado. No sé qué relevancia puedellegar a tener. Para mí, ninguna. Deberíamos centrarnos enSarah. En si me considera capaz de hacerme cargo de ella. Ésees el quid de la cuestión.

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Sin nada que escribir, lo único que Lisa Everline podíahacer era mirarme. Permitió que el silencio se filtrase en laestancia durante unos instantes, antes de retomar laconversación. La angustiosa e innecesaria conversación.

—¿Cómo te afectó lo que ocurrió?

—Pues joder, como a cualquier persona normal —siseé—.Lloré. Me enfadé. Y poco más —suspiré—. Era un crío, tansolo tenía… no sé, unos doce años.

—En aquel momento, ¿aceptaste bien la llegada de tuhermana a tu vida? —insistió, ahí, hurgando en la llaga.

Asentí con la cabeza como toda respuesta. Estabaempezando a cansarme de aquel viaje al pasado. Odiaba a laspersonas que buscaban excusas lejanas para justificarse. Yotenía muy claro qué había hecho bien y qué había hecho mal.Y las cosas que había hecho mal, bueno, no podían enterrarse,no podía poner una capa de cemento encima de toda esamierda y fingir que no estaba ahí. Prefería aceptar la realidad.Vivir con ello, aunque en ocasiones sintiese que me ahogaba.

—¿Os llevabais bien? —preguntó. Y en esta ocasión, lohizo con más dulzura, con un toque delicado en la punta de lalengua; como si hubiese conseguido introducirsemomentáneamente en mi cabeza y decidido reconducir el tonode la conversación.

—Sí, teníamos una relación normal —me quité unpadrastro que tenía en el dedo índice—. Ya sabe, lo típico;jugábamos, nos peleábamos… Duró poco tiempo. Como le hedicho, me marché a la universidad y, cuando eso ocurrió, ellasolo tenía seis años.

Lisa ladeó levemente la cabeza.

—¿Y a partir de entonces?

Fruncí el ceño.

—Explíquese —pedí, ajeno a lo que intentaba preguntarme.

—¿Cómo fue vuestra relación cuando tú te fuiste?

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—Bueno, pues una relación a distancia, evidentemente.

Reí, pero a Lisa no pareció hacerle demasiada gracia micomentario. Puse los ojos en blanco. Me esperaban diezaburridas sesiones por delante. Yo no veía la luz al final deltúnel, aquello parecía un camino oscuro y sin desvíos queestaba obligado a recorrer. Lo que no sé es cómo ellaconseguía no dormirse. Por el contrario, me prestaba unaexcesiva atención, como si tuviese enfrente al mismísimopresidente de los Estados Unidos.

—No mantuvimos una relación demasiado estrecha —contesté finalmente, cediendo ante su inquisitiva mirada—. Alprincipio llamaba más a casa, pero ella era demasiado pequeñacomo para que pudiese existir algún tipo de vínculo entrenosotros y yo…

—¿Por su edad? Quiero decir, ¿cree que eso fue lo quecondicionó el posterior distanciamiento?

La miré dubitativo, algo molesto porque acabase deinterrumpirme en mitad de una frase. Es decir, yo era elpaciente, el que tenía un supuesto problema; debería tenerderecho a hablar cuándo y cuánto me diese la real gana.

—Sí, probablemente sí —me encogí de hombros y fruncí elceño—. ¿Qué se le puede decir a una niña de seis años? Noteníamos nada en común.

Miré el reloj y extendí el brazo hacia ella.

—Ya es la hora —dije—. Bueno, en realidad, se pasa tresminutos —comencé a levantarme—. Imagino que me losrestará de la siguiente consulta, ¿verdad?

No lo decía de broma, en absoluto, iba completamente enserio, aunque a ella pareció hacerle gracia. Emitió unadeliciosa risita, no demasiado estridente, pero losuficientemente sonora como para que me llamase la atención.

—Ya veremos… —respondió risueña, al tiempo quetambién se levantaba, dispuesta a acompañarme hacia lapuerta.

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Avancé hasta ella y paré cuando acorté la distancia que nosseparaba. Debido a la diferencia de altura, tenía que agacharun poco la cabeza para que nuestros ojos se encontrasen. Antela proximidad, advertí nuevamente aquella agradable coloniacítrica que usaba.

—¿Cómo que ya veremos? —pregunté. Ella arqueósutilmente la espalda hacia atrás y mantuvo el mentón alzado,sosteniéndome la mirada—. Quedan diez sesiones. Si salgotres minutos tarde de cada una de ellas, cuando termine estaestúpi… esta estupenda terapia —corregí rápidamente—,habré permanecido en la consulta cincuenta y cuatro minutosmás de lo debido. Cincuenta y siete si contamos el día de hoy—me quedé absorto durante unos segundos contemplando suslabios entreabiertos y, después, volví a buscar sus ojos—.¿Nunca te han dicho que los pequeños detalles marcan ladiferencia?

Sonrió. No una sonrisa comedida, sino una de esas sonrisasamplias, que se escapan libremente cuando menos lo esperas.

—No te preocupes, Ethan. Te los restaré —contestó.

La observé mientras abría la puerta de la consulta parapermitirme salir. Aquel día, no había botones mártires en suropa, se había maquillado un poco más que en la anteriorconsulta y llevaba el cabello recogido en una coleta. Decualquier modo, dejando a un lado detalles que, en ese casoconcreto, no marcaban ninguna diferencia porque meimportaban bien poco, seguía atrayéndome como un imán.Con pelo suelto o recogido. Con escote o sin él.

O me remito a lo mismo, dos meses sin follar solo puedeconducir a trastornos mentales irreversibles. Era inhumano.Era cruel. Ya casi no recordaba la sensación de acariciar la pielsuave de una mujer, la curvatura de las caderas, lo mucho queme gustaba deslizar la mano por el contorno de la cintura…

Pensaréis que estoy exagerando. Pero no, no, esto es serio;no me tomo las cosas importantes a la ligera. Follar es buenoen todos los sentidos, ideal para la salud, los médicos lorecomiendan a todas horas y si no lo recetan por escrito es

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porque inexplicablemente no se considera moral, no porqueverdaderamente no deseen hacerlo (por el bien de suspacientes, para salvar vidas).

La miré una última vez y evité darle la mano paradespedirme, antes de salir de la consulta a toda velocidad.

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Ethan cerró los ojos con fuerza y, al volver a abrirlos,buscó con desesperación una mano a la que pudiese aferrarse.No había ninguna. Ninguna mano a su alrededor tendidahacia él.

Su padre, con los hombros hundidos, mantenía sus ojosacuosos y endurecidos en el ataúd de madera que se deslizabalentamente hacia abajo, alejándose de ellos. A su derecha, laSeñora Evans sollozaba; le temblaba la barbilla einnumerables nuevas arrugas parecían haber aparecido en surostro de la noche a la mañana. A Ethan le hubiese gustadopoder abrazar a aquella mujer que olía a canela mezclado conalgo dulce o, al menos, poder coger su mano y presionarle lapiel y los huesos de ésta hasta que la tristeza que le ahogabase repartiese entre los dos. Necesitaba compartir el dolor, perola Señora Evans tenía los brazos ocupados, sujetando a unbebé diminuto que él mismo había bautizado como Sarahsemanas atrás.

No había hueco para Ethan.

Apartó la mirada del ataúd cuando advirtió por el rabillodel ojo que su padre daba media vuelta y comenzaba acaminar hacia la salida del cementerio sin siquiera molestarseen despedirse de ellos. Tragó saliva despacio y clavó los ojosen el césped húmedo del suelo que contrastaba con loszapatos negros que su madre solo le dejaba ponerse en lasocasiones especiales.

—No te preocupes, hijo, se le pasará —le aseguró laSeñora Evans, en referencia a su padre. Las gafas de monturase deslizaban por su nariz aguilucha, pero no parecíapreocupada porque se le pudiesen caer al suelo. Se inclinóhacia él, con sus ojos celestes repletos de lágrimas—.Mientras tanto, tienes que cuidar de tu hermana, ¿de acuerdo,muchachito? Y yo te ayudaré.

Ethan asintió, a pesar de que tenía un nudo en el estómagoque no conseguía aliviar. La Señora Evans le sonrió con

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cariño y él volvió a fijar la vista en el ataúd de madera,admirando el brillo de éste y los ribetes de los laterales que loadornaban.

—Pero es su culpa —susurró, confuso.

La Señora Evans abrió la boca con consternación ydespués volvió a cerrarla. Tragó saliva despacio, antes dehablar.

—No es culpa de nadie, Ethan. Solo Dios sabe en qué basasus decisiones…

Él evitó fijar la mirada en el bulto que su vecina sosteníaentre sus brazos, cubierto por una sedosa manta rosa quedesprendía calor. El aroma que Sarah desprendía era nuevopara él, una mezcla entre algo limpio y un tanto dulzón.

—¡Dios no existe! —dio un paso hacia atrás, alejándose deambas—. ¡Dios no habría dejado que mamá muriese para queella pudiese llegar!

Y con el corazón latiéndole con fuerza, se dio la vuelta yechó a correr, escapando de aquella desconocida que le habíaarrebatado a la persona que más quería en el mundo. Sindarse cuenta, volvió sobre los pasos de su padre, siguiendo lashuellas que los zapatos de éste habían dejado sobre el barro.

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5

Me acerqué al sofá, donde Sarah leía tumbada, sosteniendoel libro con una sola mano, y le quité una patata de la bolsa defritos que reposaba a su lado, peligrosamente cerca de terminarvolcándose sobre la tapicería blanca.

—Oye, ten cuidado, no manches nada —dije, al tiempo quemasticaba enérgicamente—. Uhmm, ¿a qué saben? Estánbuenas.

—Cebolla y vinagreta —dejó el libro a un lado y me miróde arriba abajo, fijándose en la ropa deportiva que llevaba—.¿Te vas a correr?

—Sí, no tardaré mucho en volver —estiré los brazos en alto—. Después, iremos a comprar algo para cenar.

Sarah bostezó.

—María ha dejado la cena preparada. Ha estado cocinandoalgo en el horno.

Fruncí el ceño. Ni siquiera sabía que nuestro horno teníaalgún tipo de funcionalidad, más allá del pequeño botoncito enel que se veía el dibujo de una pizza que había logrado utilizarun par de veces. Además, María solo se encargaba de lalimpieza del apartamento, pero no de cocinar; principalmenteporque hasta la llegada de Sarah yo casi nunca comía en casa,solía hacerlo siempre fuera, en restaurantes, en el trabajo, decamino o en alguna fiesta.

Me dirigí hacia la cocina y cuando abrí la nevera encontréuna enorme bandeja donde descansaba un repugnante pescado,vestido para la ocasión con una capa de patatas e hilos decebolla.

Regresé al comedor.

—¿Por qué le has dejado que cocinase?

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—No lo sé —se encogió de hombros—. Cuando llegué delinstituto ya había terminado. Dice que deberíamos llevar unadieta más equilibrada.

—¡Estupendo! —sonreí falsamente—. ¡Lo que me faltaba!

—A mí no me mires, no tengo la culpa —se excusó,metiéndose otra patata en la boca.

Me despedí con la mano y salí del apartamento. En cuantomis zapatillas de deporte chocaron contra el suelo de lacalzada, comencé a correr en dirección hacia Bayfront Park,donde probablemente ya estaría esperándome Brian. Solíamosquedar en un punto intermedio cuando salíamos a correrjuntos. Yo vivía en el área noreste de Brickell, al lado de lacosta, en un barrio relativamente nuevo que había crecidomucho en los últimos años; mientras que Brian, más clásico,residía en una tranquila urbanización.

Cuando corría, me sentía bien.

Como si nada hubiese cambiado, como si siguiese siendo elmismo.

Era un espejismo agradable.

Y cuanto más me ahogaba, cuanto más rápido avanzaba ymás me costaba respirar, hasta el punto de sentir un leve picoren la garganta, más vivo me sentía.

Casi nunca contemplaba la ciudad que me rodeaba cuandocorría, a no ser que fuese por la playa. Normalmente centrabala mirada en el cielo y visualizaba las intrincadas siluetas delas nubes o la ausencia de ellas; cada día era un paisajediferente. No me gustaba observar a la gente que había a mialrededor ni ver lo que hacían. De hecho, prefería fingir que noestaban allí, que me encontraba solo en medio de la nada.

Una vez, tiempo atrás, cuando salimos de una discoteca alamanecer y paramos a desayunar en la terraza de una cafetería,Caden se quedó absorto durante cinco eternos minutosmirando la transitada calle que parecía perderse por elhorizonte y finalmente, tras volver en sí, me miró más serioque nunca y dijo: ¿No te preguntas constantemente cómo

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serán las vidas de las demás personas? No contesté, así quecreo que él dio por hecho que sí, que cuando tenía un rato libreme molestaba en imaginarme un montón de vidas anónimas.

Pero no era cierto. Yo siempre estuve demasiado encerradoen mí mismo como para dedicar un segundo de mi tiempo acuestiones de aquel tipo. Tampoco conseguía sentir ningúnresquicio de curiosidad por todos esos desconocidos con losque compartía aquel lugar denominado mundo. A lo largo demi vida, pocas personas habían logrado que desease indagarmás en ellas.

Siempre había tenido esa tediosa sensación, incluso cuandoera pequeño. Recordaba conversaciones, momentos de intrigapara los demás. Cuando alguien me decía: Es un secreto, nodebería contártelo, yo me limitaba a contestar vale, pues nome lo cuentes. Nunca insistía, nunca presionaba porque notenía intención de averiguarlo.

Hasta que Sarah apareció, claro.

Por eso su llegada era tan importante, por todo lo que habíaimplicado. No solo en los grandes cambios, en el hecho detener que esforzarme para fingir ser una persona diferente,sino también en las pequeñas cosas, ésas que pasan másdesapercibidas.

Ocurrió dos semanas atrás. Sarah estaba sentada en la mesadel comedor y sostenía entre los dedos un mechón de sucabello. Ajena a todo lo demás, como si se encontrase dentrode una burbuja, observaba las puntas del pelomomentáneamente y después enrollaba el mechón en el dedoíndice.

Al principio no le hice demasiado caso. Seguí a lo mío,viendo un partido de los Miami Dolphins mientras sosteníauna cerveza en la mano derecha. Sin embargo, conformecomenzaron a pasar los minutos, me fui notando más inquieto.No lograba concentrarme en el partido. Y todo por culpa deella, que proseguía toqueteándose aquel mechón de cabellouna y otra vez, como si estuviese haciendo algo concreto.

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Me levanté, me senté frente a mi hermana en la mesa y dejéla cerveza sobre la superficie de ésta con un golpe seco. Ellaalzó la vista y permaneció en silencio. Hubiese pagado más dedoscientos pavos por conseguir meterme en su cabeza ydespejar mis dudas pero, como no era algo que estuviese enventa, finalmente tuve que preguntarle: ¿En qué estáspensando?

Y he ahí el fin del Ethan antiguo, el Ethan que nunca sentíacuriosidad por nada ni nadie porque se bastaba con tenerse a símismo. La respuesta que Sarah me dio fue una estupidez(pensaba en la cartera que tenía que comprarse para iniciar elinstituto, en si sería más adecuado elegir una de color gris queotra rosa fucsia para que fuese más fácil conjuntarla). Pero,amigos, lo importante no era su contestación, loverdaderamente significativo era que, por primera vez en mivida, no por trabajo o por sentirme responsable de nadaconcreto, yo le había preguntado en voz alta a una persona queen qué estaba pensando.

—¡Eh! ¿Estás ciego o qué?

Me giré sobresaltado al escuchar la voz de Brian que,vestido con unas mallas negras y una camiseta amarilla neón,intentaba alcanzarme corriendo a trompicones. Frené en seco yme incliné, apoyando las manos sobre las rodillas, mientras meesforzaba por respirar. Cada día hacía más calor. Era casiinsoportable.

—No te he visto —dije, jadeando.

—Pues estaba ahí mismo, en la fuente —contestó, cuandologró posicionarse a mi lado—. ¡Venga, vamos, no te quedesahora ahí parado! —me instó, comenzando a correr.

Tomé una gran bocanada de aire, antes de seguirle.

Brian corría a un ritmo mucho más estable que el mío, singrandes acelerones, sin frenazos secos. Yo era excesivamentecambiante en ese sentido. Él era menos rápido, pero tenía másfondo.

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—Por cierto, gracias por encubrir a Caden —musitósarcástico—. A estas alturas, deberías saber que al pobrechaval no se le da bien mentir. Tiene una capacidad increíblepara hacer todo lo que no debe hacer, pero mentir… no, eso noes lo suyo.

Le miré de reojo, esforzándome por no reír.

—Ya, bueno, esperaba que no tuvieses que enterarte. Así tehubieses ahorrado los detalles.

—El muy capullo entrelaza los deditos cuando miente,como haría un niño pequeño, ¿te has fijado? —emitió unacarcajada estrangulada, a causa de que continuábamoscorriendo, e imitó el gesto que solía hacer Caden extendiendolos brazos frente a él.

—Lo importante es que Amber Colwell está contenta, ¿no?

Ambos reímos al unísono. No sé exactamente por qué razónlos hombres nos lo pasábamos en grande cuando uno de losnuestros estaba jodido. De un modo retorcido, resultabadivertida la situación en la que estaba metido Caden, el tío quesiempre hacía lo que quería cuando quería, ahora atado a losantojos de una caprichosa modelo; al menos hasta quegrabásemos el spot publicitario.

—Ayer la llevó a cenar —continuó hablando Brianfelizmente—. Y esta mañana me ha contado que, tras la cena,tuvo que dar un paseo por la orilla de la playa y hablar de lobonita y brillante que era la luna —negó con la cabeza, sindejar de sonreír—. Dice que Amber le preguntó que a qué lerecordaba la luna.

Giré un poco la cabeza para mirarle, sin aminorar el ritmo.

—¿Y qué contestó?

—Que le recordaba a un globo. Un globo gigante —estallamos nuevamente en carcajadas—. Pero después loarregló, contándole una historieta de un cumpleaños que pasósolo cuando era pequeño, porque sus padres estabandemasiado ocupados trabajando, donde por supuesto no había

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globos. Según me ha dicho, a Amber le impactó tanto el relatoque estuvo a punto de echarse a llorar.

—Conmovedor.

Cuadré los hombros cuando pasamos corriendo por al ladode un grupito de chicas, ataviadas con diminutos tops yajustados pantalones cortísimos que dejaban al descubierto sustorneadas piernas… ¡lo que habría dado por acercarme aalguna de ellas y decir cualquier chorrada que las hiciese reír!Tampoco es que normalmente me hiciese falta esforzarmedemasiado a la hora de ligar, era consciente de que el Señorme había tratado bien, genéticamente hablando. Siempre mehabía parecido majo. El hombre que vive ahí arriba, digo.Debía ser divertido ser él, premiar a unos, castigar a otros,poder colarse en los vestuarios de mujeres… Claro, eraTodopoderoso.

—Estás desesperado, ¿no? —Brian me dio un codazo,consiguiendo así que dejase de mirar al grupito de chicas.

¡Por supuesto que sí! Solo tenía veintinueve años, aún noestaba listo para morir en vida.

Bueno, al menos me quedaba mirar y alegrarme con lasvistas que, más o menos, era similar a darle tan solo unenvoltorio de plástico a un niño que quería un deliciosocaramelo. Qué crueldad.

—Date un respiro —me animó Brian— Te estás tomandodemasiado en serio lo de tu hermana.

Le dirigí una mirada asesina.

—Vale, sí, entiendo que debe ser complicado hacerte cargode una adolescente de golpe y de repente, pero tampoco hacefalta que te conviertas en un monje tibetano.

Me obligué a relajar la mandíbula.

—Mira, estoy estresado —expliqué, en busca de un poco dedesahogo—. Me vigila una asistenta social que se pasea por micasa dos veces a la semana, como mínimo —dije, cayendo depronto en la cuenta de que hacía varios días que no había visto

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a Irina y eso era raro. Sacudí la cabeza, centrándome en loimportante—. Además, el séquito lo completan una psicólogaque tiene algún tipo de fijación con las infancias de suspacientes y un juez que debería haberse jubilado hace veinteaños porque te juro, te juro Brian, que no sé cómo cojones esehombre sigue manteniéndose en pie; debe ser centenario,como poco —expulsé todo el aire de golpe y aumenté el ritmo—. Y todo eso sin contar con mi hermana, a la que no sé cómodebería tratar… no tengo ni idea —jadeé—. Hasta María estárara. Creo que quiere que cambie mi dieta o algo así.

Brian me miró dubitativo. Aunque hacía casi once años quenos conocíamos, no estábamos demasiado acostumbrados ahablar de nuestros problemas. Básicamente, solo habíamospasado dos etapas difíciles. La primera me ocurrió a mí,cuando una ex novia (según ella, evidentemente, porque por miparte nunca se me ocurrió pensar que fuésemos <<novios>>),sufrió un ataque de histeria cuando cortamos (es decir, cuandodejamos de vernos, porque obviamente no había nada quecortar) y se dedicó a hacerme la vida imposible. Todavíarecuerdo el día que apareció felizmente en mi despacho ylanzó volando por la ventana la pantalla de mi ordenador.Estaba completamente loca. Aún hoy en día siento unescalofrío cada vez que pienso en ella. No fue una épocaagradable, no.

La segunda etapa complicada, corrió a cargo de Brian ysucedió cuando, en una rutinaria visita a la ginecóloga, ésta lesdijo que Amie estaba embarazada de trillizos. Creo que entróen shock, era incapaz de procesar esa información. Pasó variassemanas vagando por el mundo como un alma en pena, sindejar de repetir trillizos, trillizos, trillizos. A mí siempre mehacía gracia que lo dijese tres veces, como si por cada uno delos bebés que estaban en camino se molestase en pronunciaresa palabra; un juego numérico muy divertido.

Más allá de esos dos baches y hasta la llegada de Sarah, norecuerdo tuviésemos grandes problemas. La vida nos habíatratado bastante bien.

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—¿Quieres que corramos más rápido? —preguntó Brian, alno saber de qué otra forma echarme una mano.

—Sí, casi mejor.

Aceleramos por el pequeño sendero, delimitado por hilerasde árboles, sin volver a hablar. Aquel día, el cielo era de unazul pálido y frío que se me antojaba distante. Todo locontrario a las nubes que lo surcaban, esponjosas y de unblanco brillante, como si estuviesen hechas de nata reciénmontada. Daba la sensación de que, si extendías un poco lamano, podrías apresarlas entre los dedos.

Apenas me di cuenta de que ya habíamos llegado a la casade Brian, cuando paramos en la entrada. Me apoyé en el muroexterior, recubierto por dentro de hiedra, e intentéestabilizarme, respirando hondo, preparándome para el caminode regreso.

—Entra —Todavía jadeando, Brian hizo una inclinacióncon la mano, señalando la casa—. Tómate algo.

—Creo que paso.

—¡Vamos! No me hagas avisar a Amie —me advirtió, asabiendas de que su mujer, de un modo u otro, siempreconseguía que hiciese lo que me pedía.

—De acuerdo —asentí con la cabeza, al tiempo que leseguía al interior de la propiedad y cerraba la verja de laentrada—. Pero espero que tengas algo más en la nevera quezumos orgánicos de esos…

Ya antes de entrar dentro de la casa se escuchaban los gritosinhumanos que retumbaban en las paredes. Brian me miró desoslayo cuando golpeó con los nudillos la puerta y me dedicóuna sonrisa torcida. Siempre hacía eso. Como si seavergonzase por lo que estaba a punto de descubrir. Yfrancamente, a mí me daba igual, no eran mis hijos. Cuandolos visitaba solo pensaba en divertirme un rato —otra cosa no,pero divertidos eran—, no me preocupaba que los vecinos seplanteasen hacer una recogida de firmas para expulsar a los

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trillizos del barrio —lo digo de coña, aunque todo es probable,nunca se sabe—.

Amie nos recibió con una sonrisa y, en cuanto puse un pieen la casa, los tres enanos se lanzaron sobre mí, gritando yriendo.

Matt, Mark y Mike tenían cuatro años —creo—, y no sabríadecir cuál era el más travieso de los tres. Bueno,probablemente Mark, sí, porque entre sus grandes aficionesestaba la de matar, aplastar o mutilar pequeños insectos;aunque los otros dos no se quedaban demasiado atrás.

—Niños, por favor, dejadle que respire —protestó Amie,intentando hacerse un hueco entre sus hijos para conseguirdarme un beso en la mejilla.

—Estoy sudando. Doy asco —le advertí.

Amie me ignoró.

—Me paso el día rodeada de mocos, cacas y sustancias noidentificables. Tranquilo, podré soportar un poco de sudor.

Reí, al tiempo que Mike saltaba sobre mi espalda como unmono y se asentaba ahí, apresándome el cuello con suspequeños bracitos con tanta fuerza que, en un principio, mepregunté si pretendía ahogarme. No, falsa alarma, solo era suforma de demostrar cariño o algo similar.

Avancé hasta la cocina con Mike colgado a mi espalda yMatt aferrado a mi pierna derecha, de modo que para dar unpaso tenía que levantarlo también a él. Y sí, en este casoestaba seguro de que su intención era hacerme caer.

—Qué desastre —escuché que susurraba Brian a mi espalda—. Matt, por favor, suelta al tío Ethan, ¿acaso quieres matarle?Vamos, ¡suéltale! —insistió, quitándomelo de encima.

¡Pues claro que quería matarme! ¡Menuda pregunta másestúpida!

Incliné la espalda hacia atrás para dejar a Mike sobre lamesa de la cocina como si fuese un saco de carga y me sequéel sudor de la frente. Yo los quería mucho a los tres. De hecho,

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eran los únicos niños que me gustaban del planeta tierra, peroaun así no sé cómo Brian y Amie podían soportar vivir en uncirco durante veinticuatro horas al día.

—¿Qué quieres tomar? —preguntó Amie, con la puerta dela nevera abierta. Llevaba el cabello rubio recogido en unmoño deshilachado, aunque aun así estaba guapa, y un pegotede… ¿chocolate?, adornaba su mejilla derecha. Antes de quepudiese comentárselo, Brian se acercó a ella con un pañuelo depapel en la mano y le limpió. Ella le sonrió agradecida.

Me removí incómodo entre los chiquillos, que ahorajugaban a desabrocharme los cordones de las zapatillas.Angelitos.

—Agua. Agua fresca.

—¿No prefieres un zumo?

—No sé, depende, ¿lleva colorantes y derivados?

—¡Por supuesto que no! —me miró divertida.

—Entonces agua. Gracias.

Amie rio, al tiempo que sacaba una jarra de la nevera yvolcó el agua en un vaso de cristal. Cuando me lo tendió,Mark me estiró del brazo, reclamando mi atención, yconsiguió que la mitad del contenido del vaso se derramasepor el suelo. Qué tierno.

—Matt, Mark y Mike, ¡os quiero fuera de la cocina encuanto cuente tres! —Gritó Amie, alzando un dedo en alto—.Uno…

—¿Y qué pasa si no lo hacemos? —preguntó Mike,mirándola dubitativo.

—Que tendréis que decirle adiós a la videoconsola —lecontestó Brian—. Y creedme, será una despedida dolorosa.

—Dos… —prosiguió Amie.

No hizo falta que llegase al tres antes de que ellosdesapareciesen de la cocina raudos y veloces. Me embargó unasensación extraña cuando se marcharon, el silencio cayó como

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un peso muerto, aplastándolo todo a su paso. Era raro. Cuandoestaban presentes empezabas a plantearte el suicidio, perocuando se marchaban les echabas de menos.

Matt, Mark y Mike. Yo mismo había elegido los nombres.Y no penséis que hice en serio lo de elegir que los trescomenzasen por la letra M y constasen de cuatro letras. Fueuna coña. Estaba borracho. Ocurrió durante una de las famosascenas que, a menudo, Brian y Amie celebraban en el jardín yse alargaban hasta las tantas de la madrugada. Lo dije a modode gracia, para fastidiar a mi amigo, ya que hacía poco quehabía descubierto que eran trillizos. Pero sorprendentemente aambos les gustó la idea y decidieron llamarles así. Esperaba nohaberles causado un trauma de por vida.

Antes de regresar a casa a la carrera, le expliqué a Amiequé tal me había ido con la psicóloga y tocamos algunospuntos referentes a Sarah, como el hecho de que,supuestamente, algún día tendría que llevarla de tiendas paracomprarse ropa. ¿Y por dónde empezar? ¿Tenía que ponerleun límite monetario? ¿Podía una adolescente comprarse lo quele diese la gana? ¿Cosas de marca o de tiendas pococonocidas? Según Amie, lo estaba haciendo terriblemente mal.Consideraba que por haberle comprado a mi hermana en laúltima semana un móvil, un equipo de música y un libroelectrónico, la estaba consintiendo. Yo no creía que fuerantampoco grandes caprichos, sino cosas vitales para subsistir enel mundo. ¡Ni que le hubiese regalado un Ferrari!

De modo que, cuando llegué a casa, me sentía todavía másconfundido que antes de salir a correr.

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—Tiene hambre —insistió Ethan, por segunda vezconsecutiva.

Su padre entreabrió los ojos lentamente; apenas dosrendijas negras que intentaban abrirse en hueco en medio dela oscuridad sin conseguirlo. Intentó incorporarse en el sofá,pero apenas levantó unos centímetros la cabeza antes devolver a dejarla caer hacia atrás, sintiendo que todo dabavueltas a su alrededor.

Ethan olfateó el aire, percibiendo nuevamente aquel olordesagradable que, cada vez con más frecuencia, su padredesprendía.

—Papá no se encuentra bien… —masculló con la bocapastosa—. ¿Puedes darle tú el biberón? Contigo se portamejor…

—¡Pero…!

Bufó, consciente de que ya no le escuchaba y de lo pocoque le servía protestar. Tras preparar el biberón, como llevabahaciendo desde hacía casi un mes, se dirigió hacia lahabitación de Sarah.

Las paredes estaban pintadas de un suave color rosa. Sicerraba los ojos, todavía podía recordar aquella tarde en laque los tres juntos se habían dedicado a decorar lahabitación. El momento parecía extrañamente lejano, casiirreal, como si en realidad lo hubiese leído o visto en algunaparte, pero no vivido en primera persona.

Apoyó la barbilla en el barrote de madera de la cuna, conlos ojos grises fijos en los azules de su hermana; ella los teníamuy abiertos, como si estuviese constantemente asustada, apesar de que sonreía todo el tiempo, curvando los labios de unmodo encantador.

Ethan suspiró, antes de inclinarse hacia ella y cogerla enbrazos, evitando respirar durante unos segundos para noadvertir aquel agradable aroma que Sarah siempre

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desprendía. La mano de la pequeña se aferró a uno de susdedos y él dudó, pero finalmente se apartó, logrando que losoltase, y se limitó a darle el biberón.

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Tercera sesión. Y ella estaba tan increíble como siempre.

Llevaba puesto un amplio vestido blanco que terminaba porencima de las rodillas y el cabello suelto, de un modo natural.Yo no sé qué mierda me pasaba, pero cuanto más la veía, másme gustaba. Puede que mi cerebro reaccionasefamiliarizándose con los rasgos de su rostro o algo así. Loúnico que sé es que, mientras Lisa me preguntaba diversaschorradas sobre mi pasado, tan solo pensaba en lanzar por losaires todos los papeles que había sobre la mesa y tumbarla allímismo. En mi imaginación, la idea era terriblemente tentadora.

Claro, que existía el problema de que era su paciente. Supaciente preferido, al parecer, porque no dejaba de intentarindagar, hurgar y remover la mierda de mi vida, sacando arelucir cualquier resto que hubiese dejado rezagado en elolvido.

Por otra parte, ¿para qué estaban las leyes si no era parasaltárselas? Hasta el momento no me había ido demasiado bienen ese aspecto, pero, ¿qué es la vida sin un poco de riesgo? Yocreo que lo que me ponía tan cachondo era precisamente laidea de que intentar ligar con ella estaba mal. Uhm… y megustaban mucho las cosas malas…

—Ethan, no me estás prestando atención —me dijo, con susrelucientes y brillantes ojos clavados en mí.

—Créeme, sí que lo estoy haciendo. No sabes cuánto —respondí sonriente.

Se removió levemente en su silla, cruzando una piernasobre la otra. No sé si pillaría la indirecta, pero parecía unpoco incómoda y, durante una breve fracción de segundo, creíver que su mirada descendía hasta mis labios y se quedaba allísuspendida.

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Creo que empezaba a sufrir alucinaciones. Puede que meafectase no solo mi celibato, sino también el hecho de llevardos meses durmiendo apenas unas horas al día. Irónico,¿verdad? El detalle de no dormir, pero no porque estuviesehaciendo algo sumamente interesante con alguien, no,sencillamente porque me era imposible. No conseguíaconciliar el sueño. Me levantaba unas mil veces durante lanoche, hasta que finalmente caía rendido poco antes de quesonase el despertador.

—Vale, prosigamos —suspiró hondo—. De modo quenormalmente te molestaba que tu hermana entrase en tu cuartoy tocase tus cosas.

—Sí, fíjate tú qué raro —repliqué sarcástico.

Vamos a ver, ¿a qué adolescente no le jodía que alguien seentrometiese entre sus asuntos o rompiese sus cosas? Es queno entendía, no tenía capacidad, para deducir a dónde queríallegar con todas aquellas preguntas sobre mi infancia.¿Intentaba demostrar que era un ser egoísta y violento porquea los quince años no deseaba compartir mis pertenencias conuna cría que, lo único que hacía, era morder, chupar o lamertodo lo que caía entre sus manos?

Estiré los brazos en alto, hasta hacer crujir la espalda. Loúnico bueno, es que cada vez me sentía más cómodo en elinterior de la consulta. Me llevé las manos a la cabeza y mesacudí el cabello, despeinándolo con los dedos.

—Ya lo he explicado —dije, ante la quisquillosa mirada deLisa—. Mira, quería a mi hermana. Teníamos una relaciónnormal, pero sencillamente me distancié. Era joven, no penséen las consecuencias, no… no se me pasó por la cabeza quepudiese ocurrir algo… que… —tomé una gran bocanada deaire—. Yo no…

Y me quedé ahí, titubeante. Advertí que me costaba respirary tiré la cabeza hacia atrás hasta posar la mirada en el techoblanco de la estancia. Pff, no sé cómo la conversación se habíadesviado hacia esa vertiente, pero no quería proseguir, almenos no por ese camino.

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—Adelante. Continúa —me instó Lisa.

Me presioné con los dedos el puente de la nariz, cerré losojos e intenté calmarme.

—No, creo que no —contesté.

—¿No? —vacilante, curvó una ceja en alto.

—No —repetí—. Ya estoy cansado de hablar del pasadouna y otra vez. Es una inutilidad. No puedo cambiar lo queocurrió, ¿por qué debería seguir dándole vueltas a lo mismo?¿Qué sentido tiene? —protesté—. Mi hermana vive ahoraconmigo. En mi casa. Bajo mis supuestas normas. Y digosupuestas porque todavía no se me ha ocurrido qué normasponer, ¡tengo pendiente hacer una especie de lista! —meexcusé. Lisa estaba… perpleja—. Con todos esos problemas,ahí, esperándome en cuanto pongo un pie en mi apartamento,me paso el día en esta consulta hablando sobre las galletas quepreparaba mi madre o la pieza de lego que Sarah me perdiócuando tenía dos años. No lo entiendo. Esto… —la señalé aella y después a mí mismo, alternativamente—, imagino quees algún truco psicológico o algo así, ¿verdad? Quiero decir,todas estas charlas que estamos manteniendo tienen trampa,¿no?

—Lo cierto es que no. Ethan, solo estamos en la tercerasesión. Ten paciencia.

—¿No podemos hablar del presente?

Me miró fijamente, mordiéndose de un modo delicioso ellabio inferior.

—Vale, de acuerdo.

—Bien, porque tengo diversas dudas —apoyé el brazosobre el respaldo de la silla para incorporarme y sentarmecomo una persona normal—. Por ejemplo, Sarah quierecomprarse ropa porque dice que no tiene nada. Aunque,créeme, lo de nada es muy relativo. Llegados a este punto,¿cuánto dinero debería darle?

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Lisa abrió la boca en un primer momento, pero segundosdespués volvió a cerrarla. Creo que acababa de romper todossus esquemas con la cuestión más sencilla que habíaformulado en todas nuestras sesiones. Porque definitivamente,mi duda era útil, tenía una funcionalidad, contrariamente atodo aquello que a ella solía inquietarle sobre mi pasado.

—Yo… bueno, Ethan, eso tendrás que decidirlo tú.

El silencio se convirtió en el tercer invitado a la sesión.

Entrecerré los ojos.

—El problema es que no lo sé. No sé si debo darle unsueldo mensual o mantenerla en la pobreza hasta que aprenda,con esfuerzo, a ganar su propio dinero.

—Diría que un término medio sería lo más adecuado —seapresuró a decir.

—Vale —asentí con la cabeza y me incliné un poco haciadelante—. ¿Y cuál es ése término medio? En dólares, quierodecir.

Sonrió. Era una sonrisa extraña, porque le temblabaligeramente el labio superior. A continuación, emitió unacálida risita, de esas que parecen hacerte cosquillas en losoídos y, después, sin previo aviso, como si fuese lo másnormal del mundo, prorrumpió en una carcajada. En serio.

Comenzó a reír, primero débilmente, para después pasar aser una risa descontrolada. Yo no hice absolutamente nada.Permanecí muy quieto, con la cabeza ladeada, intentandocaptar y retener en mi mente la imagen de Lisa Everlineriéndose. Sin embargo, cuando estaba intentando averiguarqué era exactamente lo que le había hecho tanta gracia, la risase transformó en una especie de lamento.

Estaba llorando.

No porque me hubiese confundido en un primer momento,no. Había empezado riendo. Y terminaba llorando.

Me convertí en una especie de estatua mientras ella setapaba el rostro con las manos y abría el primer cajón de su

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escritorio. Sacó una caja de pañuelos que dejó caerbruscamente sobre la mesa y cogió uno de ésta.

—Lo siento mucho —susurró, al tiempo que se limpiabacon el papel el arco bajo los ojos—. No sé qué me ha pasado.Perdona. Son… son los nervios.

—¿Nervios? —la miré consternado. No entendía nada—.¿Es por mi culpa?

Ella sorbió por la nariz una última vez y alzó las manos enalto.

—No, no, en absoluto. Esto no tiene nada que ver contigo—bajó el mentón—. Lo lamento; no es muy profesional pormi parte.

Me había dejado completamente paralizado. Nunca habíasido testigo de una explosión semejante de tantos sentimientoscontradictorios entre sí.

—Espera un momento —me pidió, ya más calmada,mientras volvía a inclinarse hacia un lado para abrir uno de loscajones.

Suspiré hondo y me puse en pie con decisión. Rodeé lamesa que, hasta ese momento, siempre se había interpuestoentre nosotros, y me acerqué hasta ella que, alarmada, me miródesde abajo.

—Dime qué puedo hacer —musité muy serio.

Lo dije de verdad, a pesar de que jamás, en toda mi vida,había consolado a nadie.

Me sonrió. Ya no lloraba, aunque seguía teniendo los ojosun poco enrojecidos.

—Gracias, Ethan, pero no te preocupes, ya estoy mejor —me aseguró—. Solo han sido…

—… los nervios —concluí, adelantándome a lo que iba adecir.

—Sí, eso mismo —asintió enérgicamente con la cabeza—.Pero te agradezco tu preocupación. Lamento lo ocurrido, ¡no

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pienses que suele ser algo habitual! —volvió a sonreír connerviosismo—. Ahora, por favor, vuelve a sentarte para quepodamos proseguir…

Apoyé una mano en la esquina de la mesa. Tuve laimpresión de que a Lisa le molestaba estar sentada mientrastenía a alguien de pie frente a ella, como si pensase que esedetalle la relegase a una posición de inferioridad.

—No es necesario que sigamos.

—Ethan, en serio, olvida lo que ha ocurrido —dijo concierta irritación—. Centrémonos de nuevo.

Abrí la boca, dubitativo, preguntándome si debía cambiarde táctica. Quizá si me portaba bien, si me convertía en elempollón de la consulta, mi actitud tendría algún tipo depremio, ¿no? Era bastante obvio. En la vida, siempre que sehacen cosas buenas, es por algo. No me vale la coletilla dehacerlo de forma <<desinteresada>>, ¿qué mierda es eso?,¿qué no tienes interés en conseguir nada? Va, no me jodas.Todos quieren algo, incluso aunque ese algo solo sea sentirsebien con ellos mismos. Egoísmo disfrazado de buenasintenciones.

—Oye, no estoy intentando escaquearme —dije finalmente,convencido de que seguir el camino de la bondad era locorrecto en aquel momento—. Solo te aconsejo queprosigamos en otro momento. Quedan veinte minutos desesión, puedo recuperarlos en la siguiente consulta. Si túquieres —concluí, mostrándome colaborativo y añadiendoaquel detalle final, para dejar que fuese ella quien tomase laúltima decisión, otorgándole la corona del reino, el poder deelegir.

Emitió un suspiro antes de ponerse en pie.

—De acuerdo —sonrió sin demasiada alegría.

¿Contaría para algo el buen acto que acababa de hacer?Esperaba que así fuese, que en cuanto saliese por la puerta dela consulta, abriese mi expediente y apuntase: Ethan acababade demostrar que tiene sentimientos y un corazón que vale su

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peso en oro. Lo considero totalmente apto para hacerse cargode la tutela de su hermana. De hecho, tengo tan clara miopinión, que voy a prescindir de las sesiones que quedan.

Le dirigí mi sonrisa más encantadora mientras recogía elteléfono móvil y la cartera que había dejado sobre la mesa alentrar en la consulta.

Esa sonrisa casi nunca solía fallarme. La había idoperfeccionando con el paso de los años, hasta el punto de quecomenzaba a ser insuperable. Todo un reto para mí mismo.

Le dije adiós con la mano, dispuesto a escabullirme de allílo más rápido posible, pero, antes de que saliese por la puerta,se puso en pie para despedirme. Se alisó la falda del vestido yalzó la cabeza para mirarme.

—Por cierto, antes de que te marches —se apresuró a decir—. Quizá lo correcto sería no plantearte cuánto dinerodeberías gastarte, sino pensar en qué prendas de ropa necesitatu hermana. Y a partir de ahí, bueno, hacer un presupuestoaproximado.

Vale. Creo que lo estaba pillando.

—Gracias —me giré nuevamente, aun cuando ya habíaatravesado el umbral de la puerta—. En serio, gracias.

Todavía parecía abatida cuando me di la vuelta y comencé arecorrer el largo pasillo del edificio donde estaba la consulta.Relegué a algún recóndito lugar de mi mente aquel rastro detristeza que acababa de vislumbrar en sus ojos y me despedí dela recepcionista levantando la mano en alto.

En el exterior hacía un calor sofocante y una humedad tanalta que, en ocasiones, tomar una bocanada de aire parecía unsuplicio. Caminé decidido hacia donde había aparcado elcoche, enfrente del edificio, y aceleré el paso cuando vi que unpolicía escribía felizmente una multa y la dejaba despuéssujeta al parabrisas del vehículo que estaba estacionado al ladodel mío.

Efectivamente, en cuanto me acerqué, descubrí que a mítambién me había dejado un regalito. Cogí la multa, estirando

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del papel con tanta fuerza que lo rasgué por un lado. Me dirigídecidido hacia el policía que, al verme, alzó la cabeza yentrecerró los ojos, a pesar de que la visera de la gorra leprotegía del sol.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó, arrastrando las palabras alhablar, como si estuviese sumamente cansado tras la jornadade trabajo porque, oye, no todo el mundo es capaz de escribircuatro multas de mierda en ocho horas.

¿Se puede odiar a una persona tras conocerle durante diezsegundos? Yo creo que sí.

—Evidentemente —respondí, alzando en alto el papelito—.Acabo de entrar ahí un momentito de nada —señalé el edificiodonde estaban las consultas—. Y al salir me he encontradoesto. ¡Solo han sido cinco minutos! —mentí.

¿Sinceramente? Me la soplaba la multa. Pero empezaba aestar harto del sistema. Harto. ¿Qué mierda de país era aquel?Y todavía más importante, ¿qué tenía contra mí? No le habíahecho nada. ¡Nada! Era injusto que se cebase conmigo. Desdebien pequeño, había pasado horas en el porche de casacontemplando la bandera que mi padre decidió colocar ahí undía que iba borracho, admirando cómo se ondeaba movida porel viento, con todas sus pequeñas estrellitas moviéndose al sonde las ráfagas de aire. Antes de marcharme a la universidad,me había tragado un millar de soporíferos discursos dediferentes presidentes, ¿y todo para qué? ¿No contaba mibuena actitud infantil hacia ese país?

—Llevaba estacionado en doble fila más de veinte minutos—me reprochó el policía, sin dejar de mascar cicle. Oh, joder,ojalá pudiese hacer que se lo tragase—. Lo siento. La ley esigual para todos.

Y una puta mierda.

—Oiga, me da igual. No pienso pagar esta multa —insistí—. Es injusto.

—No es mi problema.

¡Iba a…! ¡Iba a coger y…!

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Bueno, en realidad no iba a hacer nada, porque acababa dever a Lisa Everline caminando por la acera, tras salir de laconsulta, y el movimiento hipnótico de sus caderasbalanceándose había acaparado toda mi atención. Toda. Noveía nada más allá de sus largas piernas, que se movíanseductoramente al compás de sus pasos.

Escuché cómo el agente suspiraba con pesadez y volví atomar conciencia de dónde estaba cuando él intentóarrebatarme la multa de las manos.

—Mire, como no ha sido demasiado tiempo, si quierepuedo aplicarle un plus para que, si la paga esta mismasemana, se quede en la mitad —dijo, sorprendiéndome con suamabilidad.

Demasiado tarde. A esas alturas, mi interés había tomadoun desvío mucho más interesante. Ya me daba igual el sistema,aquel país que me odiaba, el agente y la multa. Todo quedósepultado en mi mente. Le sonreí al comprensivo hombre y lequité el papelito, antes de que pudiese escribir nada.

—¿Sabe qué? No importa. No se preocupe. Pagaré la multa—comencé a alejarme de él mientras continuaba hablando—.¡Y siga haciendo así de bien su trabajo! —concluí, sonriéndoley dejándole consternado.

Casi corrí por la acera hasta que la alcancé. Apoyé unamano en su hombro y Lisa se giró sobresaltada. Cuando seencontró con mi mirada, se llevó una mano al pecho, y sonrió.

—¡Me has asustado! —exclamó.

—Lo siento —rompí el contacto y me metí la mano en elbolsillo del pantalón. Mejor así, porque no controlabademasiado bien mis instintos cuando estaba con ella—. Te hevisto salir y me preguntaba si necesitarías que te acerque aalgún sitio. Tengo el coche ahí mismo.

Vale, puede que estuviese siendo un poco atrevido, peroaun así me sorprendió que ella titubease, cohibida, como si leacabase de proponer que follásemos en mi coche o algo peor.Cosa que, por cierto, hubiese sido una idea maravillosa.

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—Gracias Ethan, pero no —me fijé en sus mejillas,levemente sonrojadas—. La parada de autobús está cerca. Nosvemos el próximo día —dio un paso al frente—. ¡Disfruta delfin de semana!

Y así, sin más, prosiguió caminando por la acera condecisión, dejándome allí plantado. Ya, ya sé que era mipsicóloga, pero no estaba demasiado acostumbrado a que merechazasen con tal rotundidad. Permanecí durante unossegundos sin moverme, observando su trasero y descendiendola vista nuevamente hasta sus piernas que, a esas alturas, mehabía memorizado en la retina.

Finalmente, cuando desapareció al girar una esquina,regresé a donde estaba mi coche y, antes de subirme en él, medespedí con la mano del amable policía que, ajeno a todo,proseguía poniendo algunas multas más a otros coches queestaban estacionados en doble fila.

Aquella misma tarde me encontraba en el interior de ungigantesco centro comercial. Lo único bueno de esa situación,era que había aire acondicionado. Y ya está. No había ningunaotra cosa que pudiese ser calificada como <<positiva>>. Mihermana, por el contrario, no cabía en sí de felicidad. Noestaba seguro de que volviese a verla tan sonriente, ni siquieraen el día de su boda.

Horas antes, me había sentado con ella en la mesa delsalón, con un folio en blanco y un bolígrafo en la mano y,siguiendo el consejo que me había dado Lisa Everline, le habíapedido que me dijese qué necesitaba exactamente.

En versión resumida: un armario entero.

En versión extendida: dos pantalones cortos, un pantalónlargo, un chaleco (¿en serio?), dos pares de sandalias y un parde zapatillas de deporte, así como un conjunto de sport paralas clases de educación física. Más cuatro camisetas de mangacorta, una chaqueta impermeable (vale que en Miami había

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muchas tormentas de verano, pero no era para tanto),calcetines de talle bajo y de talle alto (ahí empecé a pensar enel suicidio), ropa interior. Y lo más importante, un putopintauñas azul.

Después, cuando todavía seguía consternado, habíaempezado a contarme no sé qué historia sobre unarepresentación de playbacks que haría en el instituto dentro deun mes, donde todas las chicas se vestirían de azul (uñasincluidas, por supuesto) y bailarían una canción de Rihanna. Yno me preguntéis qué mierda tenía que ver el color azul con lacantante de Barbados, porque no tengo ni idea.

La cuestión es que finalmente ambos habíamos ido juntosde tiendas, aunque probablemente tendríamos que contratarpor horas un tráiler para poder transportar a casa todo lo quenecesitaba comprarse.

Entramos en la primera tienda, donde el volumen de lamúsica se alzaba por momentos hasta el punto de agujerear elcerebro a sus clientes cosa que, seguramente, era lo quepretendían. Volverlos tontos para que siguiesen comprandomás. Conocía esa táctica.

Respiré hondo. El lugar estaba atestado de jovencitas quepululaban de un lado a otro revolviendo la ropa que había enlas estanterías y dejando después las prendas tiradas decualquier modo y en cualquier lugar (incluido el suelo). Mellevé una mano al pecho y presioné ligeramente cuandocomencé a notar una especie de ansiedad. No sé a qué se debíaexactamente, pero me ocurría a menudo; como si unas garrasme estrujasen el corazón y lo soltasen instantes después,liberándolo de golpe.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Sarah, alzando lacabeza para mirarme.

—Sí. Perfectamente —señalé con el brazo el perímetro dela tienda—. Venga, cuanto antes terminemos con esto…

Dejé la frase a medias, pero mi hermana pareciócomprender que si deseaba que el día de compras fuese

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fructífero no debía demorarse mucho más, porque rápidamenteavanzó entre el gentío y me dejó atrás.

La seguí como pude.

—Necesito unos pantalones vaqueros cortos —se acercó auna de las estanterías repletas de ropa, cogió algo que divisó yle gustó y se dio la vuelta para enseñármelo, sosteniendo entrelos dedos la prenda—. ¡Me encantan! —gritó ilusionada—.¿Qué opinas?

Incliné la cabeza ligeramente hacia un lado, sin dejar deobservar el diminuto trozo de tela, valorando si me estabatomando el pelo o la cosa iba en serio. Desgraciadamente, larespuesta correcta era la segunda opción.

—Lo que opino es que eso no son unos pantalonesvaqueros, sino más bien unas bragas vaqueras —apunté,esforzándome por controlar mi mal humor—. Y no piensopermitir que te pasees por la calle en bragas, ¿me hasentendido? —la insté—. Ahora, pórtate bien y vuelve a dejareso lejos de mi vista.

Sarah suspiró hondo y tiró de mala manera la prenda sobreuno de los mostradores, mientras reproducía lo que acaba dedecirle con voz de pato:

—Pórtate bien y vuelve a dejar eso lejos de mi vista —meimitó, moviendo la cabeza de un lado a otro. Después, mesostuvo la mirada—. ¿Cuándo dejarás de hablarme como situviese cinco años?

Resoplé molesto.

—No lo sé. Quizá cuando mentalmente no parezca que lostengas —sin poder aguantar más tiempo allí dentro, porquesentía que me ahogaba por momentos, la cogí del brazo ycomencé a caminar hacia la salida de la tienda, arrastrándola ami paso e ignorando sus quejidos. Cuando escapamos de aquellocal, la solté y la apunté con el dedo—. Te lo advierto Sarah,hoy no estoy de humor para juegos.

—¿Qué ocurre? ¿Te ha bajado la regla? —bromeó.

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Le dirigí una mirada afilada.

—Si quieres que te compre ropa, más te vale entrar entiendas normales o te prometo que tu armario empezará asentirse muy solo —ironicé.

Sarah bufó y señaló el local del que acabábamos de salir.

—Era una tienda de ropa normal —insistió.

—¿Tengo pinta de ser imbécil? —gruñí—. Eso de ahíparecía un jodido comercio de lencería. Y estaba lleno,llenísimo, de gente.

Se cruzó de brazos y permanecimos en silencio mientras losclientes del enorme centro comercial proseguían su camino,esquivándonos para entrar en el establecimiento que teníamosenfrente.

Sarah arrugó su pequeña nariz.

—¿Sabes? Da igual. No importa. Ya no quiero comprarmenada.

Puse los ojos en blanco.

—¡Vamos, no hagas que esto sea más difícil! —suspiréhondo. Estaba más calmado—. Mira, esa tienda de ahí tienebuena pinta —señalé un comercio que estaba unos metros másallá—. Va, no seas cría.

A pesar de que continuaba refunfuñando por lo bajo,conseguí que comenzase a caminar y llegásemos al lugar queacababa de señalarle. Afortunadamente, aquella tienda noestaba repleta de gente y, todavía mejor, en su interior había unamplio sofá que coronaba el centro de la estancia y querápidamente fue ocupado por mí. En cuanto me acomodé, soltétodo el aire que había estado conteniendo y saqué el móvil delbolsillo del pantalón para revisar los últimos correos.

Tan solo hicieron falta quince minutos para que Sarahregresase cargada de ropa, hasta el punto de que tuve queayudarla a llevar la mercancía a la zona de los probadores.Cuando se metió en uno de ellos, dudé sobre si regresar a miamado sofá, pero finalmente me quedé allí, con la espalda

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apoyada sobre una pared. Y ella pareció agradecer aquel gesto,porque no dejaba de salir del probador con diferentesmodelitos, preguntándome cuál me gustaba más o qué opinabasobre esto y aquello.

Yo asentía constantemente con la cabeza y le decía quetodo le quedaba muy bien, fuese lo que fuese. En primer lugar,porque era cierto. Sarah era guapa, no le hacía falta ponersemil tonterías encima para destacar lo evidente. Y en segundolugar, porque deseaba largarme de allí cuanto antes.

Solo puse pegas a un vestido que, en mi opinión, estaba malcatalogado en el etiquetado, puesto que parecía una camiseta.

—Era demasiado corto —le expliqué por tercera vez, traspasar por caja, mientras salíamos de la tienda cargados amboscon múltiples bolsas—. No vas a ponerte algo así para ir alinstituto.

Sarah se colocó un mechón de largo cabello tras la oreja.

—Ya lo sé. Pero me lo podría haber puesto para salir porahí —insistió.

Empezaba a pensar que ambos teníamos algo en común: lotestarudos que éramos.

—¿Salir por ahí a dónde? —pregunté.

—Pues no sé, a dar una vuelta —contestó, bajando el tonode voz—. La gente de mi edad sale también por las noches,¿sabes?

Más problemas. Más dilemas. Más cosas a las queenfrentarme.

No, no dejaría que saliese sola en plena noche por unaciudad como Miami. Estaba al tanto de cómo acababan loschavales jóvenes como ella. Solía encontrármelos al volver demadrugada, tirados por cualquier parte (normalmente en laplaya), con una botella de alcohol medio vacía en la mano ylos ojos enrojecidos. Todavía era demasiado pequeña,demasiado vulnerable…

—¿Te apetece tomar algo? —le propuse.

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Pero antes de que pudiese contestarme, ya estabaencaminándome hacia una cafetería. Dejé las bolsas en elsuelo y me senté en una de las sillas de madera.

—¿Me dejarás salir alguna noche? —insistió.

La miré fijamente. Ella, contrariamente a mí, habíaacomodado las bolsas de ropa sobre su regazo, como si fuesenun tesoro que debía proteger.

—Ya hablaremos de eso en otro momento —atajé. Noquería dar pie a otra discusión.

Una atractiva camarera nos atendió. Tenía la piel dorada,bronceada por el sol, y unos expresivos ojos completamentenegros. Me sonrió.

—¿Qué van a tomar?

—Para mí un café y ella…

—Un zumo de piña —prosiguió Sarah.

Clavé mi mirada en la camarera mientras ésta terminaba deapuntar el pedido en un aparatito electrónico. Nuestros ojosvolvieron a encontrarse cuando terminó la tarea.

—¿Desea algo más…?

Sonrisa encantadora en tres, dos, uno, ¡lista!

—Deseo muchas cosas —tanteé, mirándola fijamente, altiempo que escuchaba a Sarah suspirar sonoramente—. Pero,de momento, eso es todo.

—De acuerdo —la camarera sonrió más ampliamente,mostrándome su cuidada dentadura—. Pues si luego menecesita para algo más… —puntualizó, casi ronroneando—,ya sabe dónde encontrarme.

Se dio la vuelta grácilmente, provocando que su largacabellera se balancease, y caminó con seguridad hasta elinterior de la cafetería.

—¡Odio que hagas eso! —espetó Sarah.

Fruncí el ceño.

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—¿Qué haga qué?

—Ligar delante de mí. Me haces sentir incómoda.

—¡Solo estaba siendo simpático! Me nace de forma natural,no puedo evitarlo.

Sarah emitió una alegre carcajada.

—¿En serio? —me miró divertida—. Vale. Pues entonces,para demostrar mis buenos modales, voy a ir a decirle alcamarero de allí —señaló a un joven que atendía otra mesa—,que deseo muchas cosas —concluyó, haciendo el amago delevantarse, y pronunciando aquellas últimas palabras con untono sensual.

Alcé una mano en alto.

—Eh, eh, eh, quieta ahí —me apresuré a decir.

Sarah sonrió satisfecha, consciente de haber ganado labatalla. Nos sumimos en un silencio incómodo hasta que lacamarera regresó con el pedido. Al dejar el café sobre la mesa,me rozó el brazo a propósito. Me abstuve de decir nada, nisiquiera un sutil comentario para mantenerme en forma en elarte de ligar, dado que Sarah me estudiaba con atención, casicomo si me estuviese vigilando.

—¿Te has dado cuenta de que Irina lleva una semana sinvenir a casa?

Asentí con la cabeza, consciente de ello. No sabía quépodía haber ocurrido dado que, hasta la fecha, la asistentasocial solía pasarse por el apartamento unas dos veces a lasemana. Casi la echaba de menos. Era sumamente empática,nada que ver con Lisa Everline. No sé si influía el hecho deque estuviese embarazada, aunque apenas se le notaba labarriga, pero siempre parecía feliz, contenta con misexplicaciones, confiada en que todo iba bien con Sarah. Dehecho, a pesar de que ella sabía que María era la encargada delimpiar el apartamento, cuando le sugerí que no comentase eseaspecto en su evaluación para que, de ese modo, me hicieseparecer más autosuficiente, no puso ninguna objeción, sino

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todo lo contrario: prorrumpió en una carcajada y accedió apasar ese detalle por alto.

—Sí, es raro. No sé qué habrá pasado —dejé la taza de caféen el plato bruscamente, tras probarlo y quemarme la lengua.

—¿Y con la psicóloga cómo va todo?

—Bien, ahí estamos —contesté escuetamente—. Todavíano le he pillado el punto…

—Es que no tienes que pillarle ningún punto, Ethan —selimpió los labios con la servilleta de papel—. Simplementedebes terminar las sesiones lo mejor posible. Eso es todo.

Bufé.

—¡Yo no debería estar ahí! —protesté—. Lo que hice…bueno, tú sabes que…

—Sí, lo sé —sonrió débilmente—. Pero las cosas funcionanasí. No siempre puedes controlarlo todo.

Me concentré en continuar removiendo el café con lacucharilla, a pesar de que el azúcar se habría disuelto de sobra.El oscuro líquido formaba un pequeño remolino irregular.Después, a pesar de que continuaba estando caliente, me lobebí de un trago y me levanté todavía con la taza en la mano.

—Venga, vámonos ya —la insté.

—¿Por qué te ha entrado tanta prisa?

Me hizo caso, incorporándose, a pesar de que me mirabacomo si estuviese loco.

—Estoy cansado —expliqué—. Y mañana es elcumpleaños de Amie, así que me tocará ir a la cena. Necesitoun poco de relax.

Sarah me observó de reojo.

—Ah, vale, así que tú sí que puedes salir por las noches —refunfuñó.

—Obviamente.

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La miré consternado. No sé cómo se atrevía siquiera aponerlo en duda. Me esforcé por no reír. A veces era una chicamuy graciosa.

Por la noche, antes de irnos a la cama, ambos coincidimosen el servicio. Me fijé en que los dos, cada uno a un lado,poníamos la pasta dentífrica en el cepillo a un mismo tiempo.Yo de menta (de la de toda la vida). Ella de fresa (con unaespecie de purpurina brillante).

Nos miramos a través del espejo al tiempo que noscepillábamos los dientes. A pesar de la normalidad de lasituación, a mí se me antojaba extraña porque empezaba anotar cierta familiaridad, como si fuese lo más habitual elhecho de tener a una persona a mi lado, enjuagándose en ellavabo, en mi casa, pisando el mismo suelo de madera que yo.

Escupí la pasta de dientes y continué mirándola mientrasella terminaba.

—¿Te das cuenta de lo mucho que nos parecemos? —preguntó, con la boca ya limpia, inclinándose más hacia elespejo para mirarme desde ahí, a pesar de que me tenía al lado.

No contesté, porque la respuesta era más que evidente.

Ambos teníamos el cabello del mismo color, de un castañoclaro, y la piel ligeramente bronceada que contrastaba con losojos claros, donde residía la mayor diferencia entre nosotros.Los ojos de Sarah eran de un azul intenso, agradables, como site zambulleses en el mar. Los míos, por el contrario, seacercaban más al color gris, un gris algo frío y punzante.

Aparté la mirada del espejo y cogí una toalla para secarmelas manos.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches —Sarah sonrió y, pillándome porsorpresa, depositó un corto beso en mi mejilla derecha—. Lohe pasado bien. De compras, digo —apuntó—. Gracias.

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Y antes de que pudiese procesar su gesto de cariño yresponderle, ella desapareció del cuarto de baño y caminóhacia su habitación mientras tarareaba la alegre melodía deuna canción.

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Los primeros años fueron tan complicados que Ethan pensóque no sobrevivirían. Si no hubiese sido por la señora Evansno lo hubiesen conseguido. Fue ella quien cuidó de Sarahmientras él estaba en el colegio, la que se preocupaba porllevarla al médico y atender a la niña, que apenas era unbebé. Ethan tenía catorce años cuando su hermana cumpliólos dos. Mientras todos sus amigos se preocupaban tan solopor chicas, deportes o salir por ahí, él intentaba que su casano se derrumbase.

Su padre no lo ponía nada fácil.

Apenas trabajaba. De vez en cuando iba a ayudar a unagranja cercana que le pagaba algo o le daba comida, peronormalmente se pasaba el día pegado a una botella de cervezao durmiendo. Tenían una pequeña pensión porque habíapertenecido al ejército, pero apenas daba para cubrir losgastos más básicos.

—¿Puedes ocuparte de Sarah un rato? —le pidió Ethanuna tarde cuando la niña estaba llorando desconsoladamentepor algo relacionado con un juguete que había perdido.

—Déjala ahí —señaló la alfombra.

—Papá, está llorando…

—Pues hazte cargo tú.

—He quedado con unos amigos.

Su padre se encogió de hombros y fue a la nevera paraabrir otra cerveza. Ethan miró a la niña y supo que no iría aninguna parte. Otra vez. Nunca podía hacer planes. La señoraEvans la cuidaba durante tantas horas que a él le parecíaviolento pedirle más favores. Se acercó a su hermana,arrodillándose a su lado y la abrazó. La pequeña empezó acalmarse poco a poco mientras succionaba un chupetemorado. Ethan suspiró y aspiró el aroma infantil quedesprendía. Por un lado, a veces no podía evitar pensar quesu madre había muerto cuando ella llegó al mundo y que todo

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había cambiado desde entonces; su padre, su mundo, su vida.Además, quería ser un chico normal. Quería tener una familiaque le preparase un plato caliente y poder salir con susamigos o irse a estudiar a la biblioteca sin preocuparse pornada más. Pero, por otra parte, cuando veía sus redondos ojosazules que lo miraban con admiración, olvidaba todo lodemás.

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Me acerqué hasta la habitación de Sarah, con las dosperchas en la mano derecha. Estaba sentada en la cama ymovía la cabeza al son de la música que escuchaba por losauriculares. Cuando descubrió mi presencia, se los quitó.

Alcé ambas perchas en alto.

—¿Camisa negra o camisa blanca? —pregunté.

—Negra —respondió sin ningún atisbo de duda en su voz.

Fruncí el ceño, evaluando las prendas de ropa. No estabademasiado convencido.

—¿Estás segura?

—Totalmente —se dejó caer en la cama y estrujó laalmohada con las manos como si quisiese moldearla de algúnmodo—. El negro resalta el gris de tus ojos —explicó—. Y,además, la tela me parece más vaporosa.

—Vale, tampoco hace falta que me escribas un informe —reí—. Negra, entonces.

Desaparecí de allí y regresé a mi habitación para vestirme.Después, cuando estuve listo, me despedí de Sarah, trasrecordarle por tercera vez que había una pizza en la nevera, yconduje por las calles de Miami hasta la casa que compartíanBrian y Amie.

Había numerosos coches aparcados en la entrada queanunciaban la cantidad de gente que habría asistido alcumpleaños de Amie. Conseguí aparcar varias calles más lejosy entré sin llamar, puesto que la puerta principal no estabacerrada con llave.

Los invitados estaban reunidos en la parte de atrás. Esteaño, Amie se había esforzado con la decoración. Una enorme

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mesa rectangular presidía el centro del jardín, con platosrepletos de comida. Había luces led flotando en el agua de lapiscina y focos colgando de los árboles, otorgándole al lugaruna luminosidad tenue y agradable. No sé exactamente cuántagente se encontraba reunida en aquel jardín, pero desde luegomás de los esperados.

En cuanto distinguí a Brian y Amie a lo lejos, hablando conuna pareja que no conocía, me acerqué hasta ellos.

—¿Cómo está la cumpleañera? —Amie sonrió y nosfundimos en un abrazo—. Por lo que veo, mejor que bien.

—Más o menos —se sujetó de mi hombro con una manocuando se acercó para susurrarme al oído—. Invité a unascompañeras de yoga y, al final, terminó enterándose la claseentera, así que me vi obligada a repartir invitaciones paratodos —reí ante su comentario, aunque me esforcé por nomoverme, incómodo ante su proximidad—. Por ejemplo, ¿vesa esas dos chicas de allí? —me giré lentamente y seguí sumirada—. Ni siquiera sé cómo se llaman. Son nuevas. Vienena clase desde la semana pasada.

—Entiendo —sonreí—. Si las cosas fuesen diferentes, mehabría emocionado por ver a tantas de tus amiguitas juntas.

Amie me dio un cariñoso manotazo en la mano, al tiempoque reía y balanceaba en la mano derecha la copa dechampagne que llevaba.

—Pues tengo una amiga que te encantaría —me mirórisueña—. Es muy tú. Siempre controlándolo todo —moviólas manos de un modo extraño—. Déjame que te la presente.

—Gracias, pero creo que paso.

Afortunadamente, Brian dejó de hablar con la pareja deinvitados y se interpuso entre Amie y yo, dándome un fuerteapretón de manos. Me rodeó los hombros con un brazo yambos nos alejamos de allí, directos hacia la mesa de lacomida.

—Mira hacia allí —me pidió—. Hacia tu derecha, sí.

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Le hice caso, desviando sutilmente la mirada. Al fondo,cerca de un árbol, estaba Caden llevándose un canapé a laboca de golpe. A su lado, feliz y sonriente, se encontraba lamodelo Amber Colwell, cogiéndole la mano que tenía libre,apresándola entre sus dedos como si así estuviese anunciandoal resto de invitados que no pensaba soltarle jamás.

Reí, contemplando de reojo la escena, mientras cogía unacerveza del interior de la cubitera con hielos. Sacudí la mano,desprendiéndome de las gotitas de agua.

—Ha tenido que invitarla cuando la chica se ha enterado deque venía a una fiesta —me explicó Brian, llevándose a laboca una hoja de lechuga rellena de quién sabe qué—. Enserio, empiezo a preocuparme. No sé si Caden podrá soportartoda esa presión hasta que grabemos el spot. ¿Y si loadelantamos? —preguntó, hablando mientras proseguíamasticando.

Fruncí el ceño, no solo por las palabras de mi amigo, sinoporque no conseguía encontrar nada en aquella mesa que mepareciese apetecible y estaba muerto de hambre.

—No podemos hacer eso —respondí—. Mira, a mí tambiénme da pena el chaval, pero él se lo ha buscado. Lo soportará.Solo tiene que aguantar dos semanas más.

Descubrí una bandeja repleta de salchichas al otro lado dela mesa y me escabullí rápidamente para alcanzar mi futuracena, a pesar de que no creía tener competencia porque, desdeluego, casi todos los integrantes de la fiesta eran amigos deAmie y no parecían capaces de ingerir algo más fuerte que untrozo de apio.

Empecé a colocar varias salchichas sobre un plato, aunqueeso de cogerlas con unas pinzas de metal tenía su complejidad,porque eran muy escurridizas.

—¿Dónde están los diablillos? —pregunté, refiriéndome alos trillizos.

—¡No, no te atrevas a usar ningún diminutivo! —Brianalzó un dedo en alto a modo de advertencia, haciéndome reír

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—. No son diablillos. Son diablos, a secas. Y están en casa desu abuela. Temía que si les dejaba quedarse destrozasen lafiesta o tirasen a la piscina algún invitado.

Cogí una última salchicha, hasta que el plato estuvo losuficientemente lleno como para que no cupiese nada más.Perfecto.

—Pues habría sido un puntazo —Brian alzó una ceja enalto—. Lo de que tirasen a alguien a la piscina —aclaré y le diun codazo—. A propósito, ¿tienes algún tipo de pan dondepueda meter estas salchichas?

Él alzó la cabeza para contemplar la mesa de la comida entoda su longitud. Finalmente, negó con la cabeza.

—No, pero imagino que en casa habrá —cogió otrodiminuto canapé—. Entra y busca en la nevera.

Dejé a Brian atrás y me dirigí hacia el interior de la casa,sorteando a los invitados, manteniendo mi plato bien sujetoentre las manos, como si temiese que alguien fuese aarrebatarme mi cena. No es que estuviese mal de la cabeza, esque en casa de Amie era complicado encontrar algomínimamente decente que llevarse a la boca. No sé cómoBrian sobrevivía cada día.

Dentro de la casa reinaba el silencio. Cuando avancé por elpasillo principal, distinguí que la luz del cuarto de baño estabaencendida y asomaba bajo la rendija de la puerta. Me encogíde hombros y proseguí caminando hacia la cocina.

Estaba contemplando el plato de mi cena, preguntándome sien la nevera encontraría también alguna salsa aceptable,cuando la puerta del servicio se abrió de sopetón y el marco deésta me golpeó en el hombro.

—¡Mierda! —mascullé molesto con la persona que habíaestado a punto de lograr que mi cena cayese al suelo. Claroque aún no sabía quién era. Cuando bajé la mirada, mis ojos seencontraron con los de Lisa Everline. Me sorprendí tantocomo ella.

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—Lo siento. Ha sido sin querer —dijo confundida eincómoda, como si no supiese qué más hacer, añadió—: Noesperaba encontrarte aquí.

—Yo tampoco.

Sonreí. La fiesta empezaba a mejorar por momentos. Habíapasado de calificarla con un cinco justo, a convertirse en unnueve alto. Paseé mi mirada por la psicóloga, haciendo unrecorrido turístico. Un recorrido muy muy agradable. Llevabapuesto un vestido negro, ajustado, que resaltaba la curvaturade sus caderas. Cuando volví a ascender la vista hacia sus ojos,descubrí que parecía cohibida. No se me daba demasiado biendisimular a la hora de mirar. Simplemente… me dejaba llevar,disfrutaba del paisaje.

—Así que eres una de las amiguitas de Amie…

—Sí. Vamos juntas a clase de yoga.

Asentí con la cabeza. Debería haberlo pensado. Lisa teníatoda la pinta de ser una de esas chicas que están en paz con sulado zen. Señalé el plato que sostenía en la mano.

—Iba a buscar un poco de pan. Ya sabes, para poder cenarcomo una persona normal algo que no lleve alpiste, tofu ocosas deshidratadas. ¿Me acompañas?

Dudó. Lo vi en sus ojos, que se elevaron hacia el final delpasillo, como si buscasen la puerta de la salida. Sin embargo,terminó asintiendo y siguiéndome hasta la cocina. Encendí laluz, dejé el plato sobre la encimera y abrí la nevera. Estabarepleta de cosas, aunque ninguna parecía realmentecomestible. Finalmente, al fondo, encontré un poco de pan desándwich. Tendría que conformarme con eso, dadas lascircunstancias.

—¿De qué conoces tú a Amie? —preguntó Lisa.

—De toda la vida. —Abrí la bolsita del pan y la miré dereojo—. Coincidimos en la universidad. Su marido, Brian, esuno de mis mejores amigos y compartimos una empresa conotro socio más, que también está en la fiesta, esposado a unamodelo.

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Confundida, pestañeó de un modo encantador.

—¿Está esposado?

—No literalmente. Da igual, es una larga historia.

Abrí dos rebanadas de pan sobre un plato limpio y, cuandome incliné sobre la encimera para coger un cuchillo, nuestrosbrazos se rozaron. Lisa se apartó rápidamente, casi impulsadapor un resorte, como si el contacto quemase. Y lo cierto es quela sensación había sido parecida, como un chispazo. Mepregunté si habría notado lo mismo. Volví a echarle un rápidovistazo, antes de comenzar a cortar las salchichas.

—Así que debo suponer que, al igual que Amie, solo comescosas verdes, ¿no?

Lisa sonrió, algo más relajada. Fuera de la consulta, lehabría echado varios años menos, como si toda ella se relajasedejando a un lado el papel de psicóloga.

—No, no sigo una dieta tan estricta… Pero me gustapracticar yoga, tanto el cuerpo como la mente lo agradecen.Deberías probarlo. Te iría bien.

Prorrumpí en una carcajada.

—Creo que no es mi estilo.

Terminé de preparar el primer sándwich y aplasté un pocoel pan con la palma de la mano. Ladeé la cabeza y la miréfijamente.

—¿Quieres que te haga uno?

—Sí, está bien. —Me sonrió.

Vale, estaba preparándole un sándwich a mi psicóloga. Nosé si eso solía ser algo habitual en el mundo, pero a mí meparecía bastante normal porque, vamos a ver, fuera de laconsulta, tan solo éramos dos personas con un poco dehambre. Bueno, con un poco no. Yo tenía un hambre voraz, deella y de la comida. De todo. Aunque, si me hubiesen dado aelegir, evidentemente mi primer plato habría sido Lisa. Y elsegundo. Y el tercero. Y bueno… lo que aguantase el cuerpo.

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Le di el sándwich cuando terminé y rocé sus dedos. Notéuna sacudida en todo el jodido cuerpo. La miré entresorprendido y confuso y, después, intentando ignorar esaespecie de descarga, cogí los otros tres que había hecho paramí y ambos nos encaminamos hacia el exterior de la vivienda.Cuando salimos, Lisa parecía sentirse algo perdida, como si mipresencia en aquella fiesta la hubiese descolocado. Avanzamoshasta donde estaban nuestros amigos, todos reunidos bajo unode los focos de luz amarillenta que colgaban de los árboles.Brian reía sobre algo que Caden le estaba diciendo.

—¡Eh, hola! —Amie nos miró alternativamente—. Veo queos habéis adelantado. Ella es la chica de la que te hablé antes.La que quería presentarte. —Se giró hacia Lisa, que tenía carade circunstancias—. ¿A que Ethan es genial? Te dije que tecaería bien.

Nos miramos fijamente durante unos instantes, peroninguno de los dos dijo nada. Entonces comprendí que, quizá,por eso del secreto profesional ella no podía abrir la boca. Ydesde luego, no saldría de mis labios comentar que era mipsicóloga. Que fuese amiga de Amie era una gran ventaja.¿Para qué? Pues no lo sé, pero en aquellos momentos solopodía pensar en lo apetecibles que me parecían sus labiospintados de ese tono rojo. No me quedaba capacidad parapensar en qué era ético ni en qué era moral, solo era conscientede lo mucho que me gustaba. Estaba dispuesto a romper mivoto de celibato por ella.

—Oye, Amie, tus amigos cada día son más raros —se quejóCaden—. Uno de esos tipos me ha dicho que tengo el karmanegativo o algo así.

Amber Colwell rio a su lado, todavía sin saltarle de lamano. No sé cómo había podido cenar, todo el tiempo sujeta aCaden. O bueno, era modelo, podría soportar el hambre.

—No hace falta ser un místico para darse cuenta de eso —opinó Brian, provocando que los demás riésemos.

Le extendí una mano a Amber Colwell, presentándome. Apesar de que la habíamos contratado semanas atrás, todavía no

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habíamos coincidido, pues era su agente quien se habíaencargado de cerrar el proyecto. Ciertamente, no me extrañabaque Caden no hubiese logrado contenerse, en persona eratodavía más impresionante.

Ella estrechó mi mano y sonrió.

—Encantada de conocerte al fin, me han hablado mucho deti —me dijo con amabilidad—. Tengo ganas de que grabemosel spot. Presiento que va a quedar increíble.

—¿De qué trata el spot?

Me giré cuando escuché la voz de Lisa a mi espalda. Estabatan acostumbrado a verla en su faceta de psicóloga estirada yaburrida, que casi me sorprendió ver cómo le daba un sorbo auna copa de champagne, tras terminarse el sándwich que lehabía preparado con mis propias manos. ¡Cuantas más cosaspodría hacerle con las manos si ella quisiese!

—Es una campaña de maquillaje resistente al agua. YAmber protagonizará el anuncio —expliqué, señalando a lamodelo—. El objetivo es conseguir que más chicas quieranmaquillarse para ir a la playa o a la piscina —dije, intentandosonar muy profesional—. Nuestro eslogan es: No permitas queel agua elimine tu belleza.

Amie puso los ojos en blanco, mientras que Lisa me miróboquiabierta. Creo que había logrado impresionarla. Un puntopara mí.

—¿Maquillaje para ir a la piscina? —preguntó, frunciendoel ceño de pronto—. ¿Pero a quién se le ha ocurrido esabarbaridad?

La miré molesto.

—El eslogan es mío, ¿cuál es el problema? Suena bien,suena potente.

—No, no —balanceó una mano en alto—. El problema noes el eslogan, sino el producto. ¿No os parece un pocoexagerado?

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A pesar de que sonaba una alegre música de fondo, depronto el silencio se adueñó de todos nosotros. Los demás nosmiraban atentamente, como a la espera de que ocurriese algoporque, aunque Lisa hablaba en plural, el mensaje parecía irdirigido directamente a mí.

La miré confuso.

—¿No te gustaría poder maquillarte antes de darte un baño?—tanteé dubitativo.

—¡Claro que no! —me miró como si fuese un monstruo—.Es una idea ridícula. Las mujeres ya tenemos suficientepresión de cara a la sociedad como para añadir todavía más.Creo que es poco ético lanzar un producto así al mercado. Nosé, quizá podría influenciar a chicas jóvenes.

Eso quería yo. Influenciar a las chicas. No estabaentendiendo cuál era el problema. Y como no sabía qué másdecir, le di un bocado al último sándwich me quedaba.

—Ellos son así —se inmiscuyó Amie, señalando con eldedo a su marido, a Caden y a mí—. No intentes que tenganningún tipo de filosofía, más allá de la filosofía del dólar, claroestá. Normalmente suelen pisotear cualquier atisbo demoralidad, pero sí, definitivamente este es el peor proyectoque han tenido —concluyó, mirándonos de brazos cruzados.

—Pero si vais maquilladas ahora mismo —susurró Caden,en un tono bajo, como si no quisiese cabrearlas todavía más.

—¡Claro! ¡Es una fiesta! —exclamó Amber—. Pero eso nosignifica que queramos ir maquilladas las veinticuatro horasdel día.

¿Se podía ser más hipócrita? ¡Ella era la protagonista delspot publicitario!

—Pues no lo hagas, ¿quién te obliga? —preguntó Caden.

Y ahí es cuando vi que se estaba metiendo en un embrollodel que no podría salir. De modo que, dejando que él y Brianse encargasen de solucionarlo, di un paso hacia atrás, y luegootro y otro hasta que, finalmente, me giré y comencé a caminar

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hacia la mesa de la comida, ignorando la trifulca. Ojeé lamesa, poniéndome de puntillas para ver lo que había más allá.Bueno, quizá podría darles una oportunidad a los canapés detofu, ya que no había otra cosa más interesante.

Al girarme, descubrí que Lisa Everline me había seguido.

—Así que tu actitud a la hora de solucionar los problemases huir.

No sé si estaba contenta o enfadada. A esas alturas, mimente no daba para más.

—Sí. Y se me da bastante bien.

—Es decir, que empiezas tú el debate, pero, finalmente,escapas y dejas la conversación en manos de otros. Ya veo…

Dejé de caminar de golpe y ella evitó tropezar conmigo enel último momento, pero debido a mi brusco parón la distanciaque nos separaba era más bien escasa. Bajé un poco la cabezapara poder mirarla a los ojos porque, a pesar de que llevabatacones, seguía siendo bastante más alto que ella.

—¿Estás psicoanalizándome o algo así?

—Puede. Y a propósito, deberías decirle a Amie que soy tupsicóloga.

—No. Ni de coña.

—¿Por qué no?

—¡Díselo tú!

—Sabes que no puedo —siseó.

—Qué pena —respondí irónico. Le tendí uno de loscanapés de tofu—. ¿Quieres? Tiene pinta de no saber a nada,pero es una forma de engañar al estómago.

Se cruzó de brazos. Creo que no era consciente de que,cuando se mostraba así, seria y cabreada, me gustaba todavíamás. Como no contestó, me metí de golpe el canapé en la bocay mastiqué enérgicamente mientras ambos nos mirábamosfijamente. Ella, con cara de amargada. Yo, feliz. Muy feliz.

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—Por cierto, gracias por el consejo del otro día —dije,rompiendo el momento de tensión—. Casi muero en el centrocomercial, pero finalmente logré salir de allí junto a unosquinientos kilos de ropa.

Noté un cambio en su actitud. Me miró con interés, a pesarde que continuaba manteniendo los brazos cruzados en actituddefensiva, como si le diese miedo bajar la guardia ypermitirme traspasar esa barrera que mantenía entre nosotros.

—¿En serio? Me alegro por ti Es una buena noticia.

—Sí que lo es. Sarah está contenta.

Ella cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.

—De modo que la convivencia va bien, ¿no?

Entrecerré los ojos al mirarla con desconfianza.

—No me apetece dar una sesión gratuita.

—¡No! Yo no intentaba… —Se mordió el labio inferior—.Solo era curiosidad. Obviamente, nada de lo que hablemosfuera de la consulta puede utilizase para… para…

—… para quitarme la custodia de mi hermana —concluípor ella, cabreado— Vamos, no te cortes. Dilo directamente.

Suspiró hondo. Parecía agobiada.

—Sabes que no es así, Ethan.

Me encogí de hombros, ignorándola. Porque,evidentemente, me estaba mintiendo. Y joder, como odiabaque hiciese eso. Después, me incliné sobre la mesa y cogí unasegunda cerveza de la cubitera de hielos. La abrí y, sindespedirme de ella, me giré y comencé a caminar por elcésped del jardín. Esquivé a unas chicas que reían de un modoestridente y suspiré dramáticamente cuando advertí que Lisame seguía. Di la vuelta.

—Eres como una pequeña mosca, ¿no?

Ella me miró un poco avergonzada. Me parecía deliciosa.Absolutamente deliciosa toda ella. Pero había un límite y no

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tenía nada que ver con el hecho de que fuese o no mipsicóloga, sino con Sarah. No iba a permitir que me sonsacaseinformación a propósito, intentando encontrar algoreprochable; ya tenía suficiente con la etiqueta de personaviolenta que me había colocado en la frente el primer día queentré en su consulta.

—Lo siento —dijo y parecía sincera, con sus ojos brillantesclavados en los míos—. Pero creo que estás equivocado. Nadiequiere arrebatarte la custodia de tu hermana. Lo único quenecesitamos saber es si eres lo suficiente responsable comopara cuidar de ella. Y créeme, no debería estar diciéndote esto,pero daba por hecho que lo sabías.

—Tecnicismos.

Solo me hizo falta imaginar a mi hermana, perdida y sola,en una miserable casa de acogida, para que me costaserespirar. Me llevé una mano al pecho e inspiré hondo,intentando recuperar el control. Qué oportuno.

—¿Te encuentras bien?

Lisa ladeó la cabeza y me miró con preocupación.

—Sí. Mejor que nunca —conseguí decir.

Volví a tomar una gran bocanada de aire. El problema eraque, aunque respiraba, aunque era consciente de que eloxígeno llevaba a mis pulmones, eso no parecía ser suficiente;como si se estancase en algún punto y el proceso no llegase afinalizarse.

—Se llama ansiedad.

—No me ocurre nada. Estoy perfectamente.

—Me parece que no. Necesitas ayuda, Ethan.

—¿Te has mirado tú lo de los nervios?

Fue un golpe bajo sacar a relucir el percance ocurridodurante nuestra última sesión. Pero así había funcionadosiempre. Respondía a un ataque con otro ataque, como situviese que sobrevivir en la selva amazónica. Tampoco es que

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supiese defenderme de otro modo. No solía estar dispuesto aponer la otra mejilla. En mi opinión, la humidad tenía ciertasimilitud con la estupidez cuando se traspasaban ciertoslímites. De cualquier modo, se lo tenía merecido. No me gustóque comentase esa tontería sobre la ansiedad. ¿Qué mierda eseso? Sabía manejar perfectamente mis problemas; así lo habíahecho hasta entonces.

No estaba seguro de cuáles eran sus intenciones, de sipretendía ayudarme o joderme la vida. Con Irina, la asistentasocial, todo era más sencillo porque, sin lugar a duda, estabade mi parte y no se molestaba en disimularlo.

—Gracias, estoy mejor —dijo con un tono ácido.

Brian apareció entonces, rodeándome el cuello con lasmanos a modo de broma, como si estuviese estrangulándome.En realidad, poco le faltó, porque todavía me costaba respirar.Y casi agradecí que interrumpiese la incómoda conversaciónque estábamos manteniendo. Cinco minutos después, cuandotodos volvíamos a estar reunidos junto a otros invitados, Lisaanunció que se marchaba. Se llevó una mano a la frente, conun gesto de angustia previamente ensayado, y dijo que lacabeza le dolía horrores.

Clavé mis ojos en Lisa, evaluándola detenidamente antes dedecidir que su supuesto dolor de cabeza era fingido. Y duranteun fugaz segundo, ella me miró y fue consciente de que yosabía que mentía, razón por la cual apartó rápidamente la vistay se llevó un mechón de cabello tras la oreja, nerviosa. Eso eslo que la gente hace cuando miente: toca cosas. Sea lo que sea.Caden junta los deditos como un crío de cinco años, mihermana se rasca el brazo derecho de un modo obsesivo y susojos se vuelven huidizos en el último momento, Lisa setoquetea el cabello… todos tenemos un pequeño tic quetermina sacando a flote la verdad. Sin embargo, a pesar de queambos sabíamos que la verdadera razón de su marcha no eraun dolor de cabeza, ninguno de los dos dijo nada al respecto.

—¿Quieres una pastilla? —le ofreció Amie.

—No es necesario. Llamaré a un taxi.

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—Yo puedo acercarte —me ofrecí.

—Oh, gracias, pero…

—¡Sí, es una idea genial! —se inmiscuyó Amie animadaante la idea de hacer de Celestina o algo así, puesto que nosabía de qué nos conocíamos—. Además, vivís cerca.

—Perfecto. —Sonreí.

Lisa abrió la boca para intentar negarse de nuevo, perocomo vio que se había quedado sin excusas la cerró. Yo saquélas llaves del coche del bolsillo de mi pantalón y eché acaminar por el césped con ella siguiendo mis pasos. No dijenada hasta que llegamos al coche y subimos. Tenerla en elasiento del copiloto me resultó extrañamente satisfactorio.Metí la llave en el contacto y arranqué.

—No debería estar aquí —dijo ella.

—Pero estás. La vida es imprevisible…

—Eres mi paciente —insistió suspirando.

—Bueno, en teoría ahora mismo no lo soy, tan solo durantelos cincuenta minutos que dura la sesión. Además, somosadultos, ¿no? Creo que podemos entendernos.

—Supongo que sí.

—Entonces, en estos momentos tan solo somos Ethan yLisa, dos personas que han tropezado por casualidad en unafiesta. Me gusta —dije mirándola de reojo—. Es decir, eso locambia todo, ¿no crees?

—No te sigo.

—Digamos que entonces somos libres.

—No exactamente. Aun así, no veo qué cambia eso.

—¿De verdad? —La miré cuando paré en un semáforo enrojo—. Yo creo, Lisa, que lo cambia todo. ¿Ves? Paraempezar, puedo llamarte por tu nombre. Y estoy pensando queincluso… podría coquetear contigo. No pongas esa cara. Si no

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nos conociésemos y esta noche nos hubiese presentado Amie,me habrías gustado.

—Ethan, esto es muy poco adecuado.

Aceleré a fondo y puse una cadena de música.

—¿Por dónde vives? —le pregunté.

—Gira a la derecha en el siguiente cruce y luego todo rectohasta el final de la avenida. No tiene pérdida.

Seguí sus indicaciones. El silencio que nos envolvía eratenso, pero, curiosamente, estaba cargado de una electricidadadictiva. Tenía la sensación de que saltarían chispas ante elmínimo movimiento. Sentía su presencia a mi lado y la energíaque desprendía. Y estaba casi seguro de que Lisa podía notarexactamente lo mismo.

Cuando llegamos a su edificio, estacioné abajo.

—Gracias por traerme, de verdad.

—No hay de qué. Ha sido un placer.

Nos quedamos mirándonos en silencio unos segundos másde lo adecuado. Pensé que podría haberme inclinado y besarla,pero no lo hice, y ella abrió la puerta. Entonces, antes de quesaliese, la cogí de la muñeca con suavidad. Noté cómo seestremecía. Yo también sentí una sacudida en todo el cuerpoque me desconcertó.

—Solo una cosa más. ¿Sabes qué hubiese ocurrido si estanoche nos hubiesen presentado? Habría hecho lo imposiblepor conquistar a la chica más preciosa e interesante de toda lafiesta. Te habría llevado a casa, como ahora. Pero con unadiferencia…

—¿Cuál? —preguntó en un susurro.

—No subirías sola.

—Ethan…

—Aparcaría el coche e iría contigo. Te metería mano en elascensor, antes de llegar, porque soy un hombre impaciente y

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más con las cosas que me gustan. Luego acabaríamos en tuapartamento. Nos desnudaríamos a tirones por culpa de lasganas.

La mirada de Lisa estaba cargada de deseo y culpabilidad.

—No digas nada más —me pidió.

—Te daría tanto placer que todo el edificio nos oiría.Confía en mí, sé de lo que hablo. Me gusta salvaje e intenso. Ya ti también te gustaría.

—Tengo que irme…

—Buenas noches.

Lisa cerró la puerta del coche y lo rodeó por delante para iral portal del edificio. Cuando encajó la llave, me miró unaúltima vez por encima del hombro. Vi en sus ojos el deseo, lasganas y las dudas mezclándose en un cóctel explosivo. Meexcitó imaginar lo que podría pasar. Tenía la sensación de queentre nosotros sería como el choque de dos asteroides. Teníaalgo que me atraía como nadie ni nada lo había hecho antes.

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—No haré la inscripción.

—Tienes que hacerla, Ethan. Venga.

La señora Evans le había preparado un poco de té traspedirle que se quedase con ella tomándoselo en el porche.Ethan alzó la vista y contempló a la niña que corría de unlado a otro por el prado que se extendía frente a la granja dela bienintencionada mujer. Sarah había crecido mucho. Nohabía sido fácil, pero las cosas mejoraron cuando ella empezóa ir al colegio. Todo mejoraba cuantas menos horas pasasenen casa, porque en ese lugar solo quedaba ruina, tristeza ydestrucción.

—Es una tontería, si no puedo irme…

Todos sus amigos estaban mandando las solicitudes para ira la universidad, menos él. Era inútil. En primer lugar, notenían dinero. Sin embargo, incluso aunque le concediesenuna beca completa, no podía permitirse irse y dejar allí aSarah. Su padre había mejorado un poco en los últimos años,pero no lo suficiente. A veces tenía días buenos en los que casiparecía que volvía a ser el hombre que él había conocidoantes de la muerte de su madre. Pero otros sus demoniossalían a flote y el alcohol lo dominaba.

—Al menos deberías intentarlo.

—¿Por qué? —preguntó.

—Por ella. —La señora Evans señaló a Sarah con labarbilla, que jugaba ajena a todo—. Sé que ahora quizá no loentiendas, pero formarte para tener un futuro mejor esprimordial también para ella. Puede que algún día te necesitey tú podrás darle cualquier cosa.

—Pero no puedo dejarla…

—Tu padre está mejor. Y me tiene a mí. He estado pensadoque quizá podría pasar aquí más tiempo, no me importa quese quede a dormir alguna noche o que venga por las tardes.

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Me gusta su compañía. Ya sabes que es casi como una nietapara mí.

—No sé…

—Venga, Ethan, hazlo por mí. Mándala.

—De acuerdo. Lo haré.

—¿Me lo prometes?

—Sí, lo prometo.

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8

Las mesas del restaurante eran de un color cobrizo oscurode aspecto vintage, pintadas a mano dadas las pequeñasimperfecciones que se entreveían. Nos acomodamos en la zonamás cercana al ventanal que daba a la avenida Little Havana,desde donde se podía observar el tráfico y el lento caminar delos transeúntes.

—¿Qué vas a pedir? —tanteé, hojeando mi carta sindemasiado interés.

—No sé… uhm… pizza, quizá.

Se escuchó el pitido de su teléfono que indicaba que habíarecibido un nuevo mensaje.

—Así que pizza eh… —la miré de reojo—. ¿Y por qué noeliges algo más sano? Como… no sé, una ensalada o, mira,pollo al limón —le señalé el plato en la carta.

Sarah me miró frunciendo el ceño.

—No. Prefiero pizza.

—Vale, pues entonces pollo al limón con ensalada. Y no sehable más —concluí.

Molesto conmigo mismo, cerré la carta dando un golpeseco. En primer lugar, estaba cabreado por haberme dejadoinfluir por María y creer que estaba haciendo las cosas mal. Yen segundo lugar, por la inseguridad que me acechaba en cadacosa que tenía que ver con Sarah. Me sacaba de quicio nosaber si la dirección que tomaba era la correcta. Ojalá hubiesepodido pagar a un entrenador de adolescentes por horas.

Cuando el camarero llegó, ambos comenzamos a discutirfrente a él, pero finalmente lo convencí de que se olvidase dela dichosa pizza y trajese pollo para los dos. Al fin y al cabo,pagaba yo.

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—Pero ¿qué te pasa? —Sarah se inclinó sobre la mesa.

—Tienes que empezar a alimentarte bien —expliqué,repitiendo las palabras que María me había dicho media horaatrás.

—¡Tú siempre estás comiendo porquerías!

—¡Yo hago lo que me da la gana! —razoné, dando porzanjada la discusión. Esperaba que ese argumento fuese lobastante convincente.

Nos sirvieron la ensalada primero y ambos comenzamos acomer. Lo cierto es que no estaba demasiado acostumbrado acomer nada verde, así que esperaba que Sarah lo tuviese encuenta y lo apreciase.

—Por cierto, ¿te he dicho que ya tengo un plan con lapsicóloga?

Mastiqué enérgicamente, al tiempo que Sarah negaba con lacabeza.

Lo había decidido esa misma mañana. Estaba tirado en elsofá, intentando recordar los detalles de la noche anterior, conel rostro de Lisa Everline persiguiéndome en cada uno de mispensamientos, cuando de pronto la mejor idea del mundo sehabía colado en mi cerebro, reclamando mi atención. Porqueno era una idea más, sino una maravillosa idea doble.

Doble, porque si la llevaba a cabo no eliminaría solo unasunto pendiente, sino dos.

—No, pero me da miedo preguntar.

—Pues venga, ¡pregunta! ¡No te cortes! —la animé.

—¿Cuál es tu plan? —cuestionó finalmente, titubeando.

—Salir con ella —sonreí.

El tenedor se le cayó de las manos y golpeó contra el platode la ensalada. Proseguí comiendo, ignorando su rostroenrojecido.

—¿Te has vuelto loco?

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—Sí —volví a sonreír—. Loco por ella.

—¿Qué? ¿Te estás escuchando?

—Mira, no te preocupes —me limpié con la servilleta—.Es un plan perfecto. Ella me gusta. Yo le gusto a ella, créeme—aseguré—. Quedaremos un par de veces… Y finalmenteconseguiré que diga que soy el mejor tío que ha conocido entoda su vida. Asunto terminado. ¿Ganador?, Ethan. Así desencillo.

Sarah permaneció en silencio durante una eternidad,mirándome fijamente casi sin pestañear.

—Tú te drogas.

Me eché a reír.

El camarero interrumpió el momento cuando volvió aacercarse a nuestra mesa y dejó los dos platos de pollo allimón.

—Ethan, olvídate de eso. Quítate la idea de la cabeza. Te loruego —se llevó las manos a la frente—. En primer lugar,¿cómo conseguirías quedar con ella? ¡Es un plan estúpido!

—Es amiga de Amie —me llevé un bocado a la boca—.Coincidimos ayer por la noche en su fiesta de cumpleaños. Yno te preocupes por eso, lo tengo todo planeado. De hecho,esta misma mañana he hablado con Amie.

—¿Y…?

—Haremos una encerrona el próximo viernes.

—¿Una encerrona?

—Es lo que los tíos hacemos cuando queremos quedar conuna chica sin tener que pedirles una cita. Fácil, rápido ypráctico.

Sarah me observó en silencio, todavía sin tocar su plato.

—¿Y por qué estás tan seguro de que le gustas? —preguntó.

Me encogí de hombros.

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—Simplemente lo sé —aseguré.

En realidad, no estaba totalmente seguro, pero, bueno, megustaba arriesgar. Aunque había algo en su intensa forma demirarme y, más concretamente, en su afán por evitar cualquiertipo de contacto físico conmigo, que me daba pie a pensar enun posible interés por su parte.

—¡Pero es tu psicóloga!

—He ahí la gracia.

Sarah se removió incómoda en su silla y se apartó el largocabello de los hombros, dejando que cayese por su espalda.Indecisa, se mordió el labio inferior.

—Antes has dicho que te gusta.

Parpadeé confundido.

—¿Qué?

—La psicóloga. ¿Te gusta de verdad?

—Sí, bueno, me gustan muchas cosas —contesté—. Porejemplo, me gusta el pollo al limón que todavía no hasprobado. Y me gusta este restaurante, no está nada mal ¿no?

Sarah arrugó su pequeña nariz.

—¿Vas a jugar con ella? Eso es cruel, Ethan.

—¿Quién ha dicho eso? —suspiré hondo y dejé loscubiertos sobre la servilleta—. Oye, a los adultos, de vez encuando, nos apetece… pasar un rato divertido.

Bufó.

—No me hables como si tuviese cinco años, por favor —sequejó— Soy consciente de que eres el tipo de hombretotalmente alérgico al compromiso. Y no pasa nada. Eres mihermano. Te quiero, de todas formas.

Abrí la boca, sorprendido.

Sorprendido, no solo por su alarmante franqueza alhablarme, sino porque mi hermana acababa de decirme porprimera vez que me quería.

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—¿No contestas? —ladeó la cabeza cuando me miró—.Entonces, es verdad ¿no? Piensas aprovecharte de esa chica.

Dicho así sonaba como la mierda.

—No. No es eso —me defendí, molesto—. Y deja ya eltema.

—Lo has sacado tú.

—Por eso decido cuando se termina la conversación.

Terminamos de cenar y, a pesar de que Sarah intentó volvera hablar del mismo asunto una y otra vez, esquivé y hui detodas y cada una de sus preguntas como un profesional.

Regresamos a casa caminando en silencio por el lado de lacosta, que estaba menos transitado que el centro de la ciudad.

Odiaba que Sarah me hiciese replantearme mis principios.No por tener que reconsiderar ciertos detalles, sinosimplemente por pensar en ellos, cosa que ya erasuficientemente mala de por sí. Porque me gustaba mi vida. Yme gustaba mi forma de vivirla. Era molesto que alguienllegase, lo revolviese todo y sacase a la luz los asuntos que meesforzaba por colocar al fondo.

—¿En qué piensas?

La voz de Sarah rompió el silencio de la noche. Proseguícaminando, con las manos metidas en los bolsillos delpantalón. La miré de reojo.

—No pienso en nada, Sarah.

—¿Sabes que eso es imposible? —dio un pequeño saltitopara alcanzarme cuando le saqué ventaja—. El cerebro no dejade funcionar. Siempre está pensando en algo. Así pues… ¿enqué estás pensando?

—Créeme. Mi cerebro sí deja de funcionar —repliqué,hastiado.

Una alegre carcajada escapó de sus labios. Giramos unaesquina, dejando el mar a nuestra izquierda. Apenas estábamosa una manzana de distancia de llegar al apartamento.

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—¿Qué te hace tanta gracia?

—Tú —me miró risueña—. No entiendo por qué teesfuerzas tanto en parecer un tipo horrible.

—¡Yo no hago eso! —fruncí el ceño—. ¿Qué te hacepensar que…?

—¡Shh! —se llevó un dedo a los labios, interrumpiéndomey pidiéndome que guardase silencio—. ¿Has oído eso?

Miré a ambos lados de la calle, totalmente a oscuras yvacía, tan solo iluminada por las altas farolas que emanabanuna luz anaranjada sobre la calzada. Contemplé a mi hermanade reojo, que había comenzado a buscar algo a su alrededor,preguntándome si sería ella la que había empezado a tomardrogas. Quizá debía preocuparme. Y tener la primera charlasobre el tema. Sexo y drogas. Charla sobre sexo y drogas.Dios, no.

—Sarah, ¿te encuentras bien?

—¡Calla!

Parpadeé y tomé una gran bocanada de aire. No todos losdías tu hermana pequeña te ordena callar como si fueses unestúpido cabo y ella un sargento de la marina. Entrecerré losojos cuando vi que se acercaba a los cubos de la basura y seinclinaba y agachaba hasta casi posicionarse de cuclillas en laacera.

Me acerqué hasta donde estaba dando dos grandes zancadasque resonaron sobre el asfalto.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es monísimo!

Y entonces lo oí al fin: un maullido. Un delicado peroimpertinente maullido que se me incrustó en la cabeza deinmediato.

—¡No lo toques! —grité.

Pero ya era demasiado tarde. De una nauseabunda caja decartón, que reposaba al lado de la basura, Sarah sacó undiminuto y adorable gatito de color gris y lo aplastó contra su

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pecho como si llevase años buscando a su alma gemela en elmundo y, al fin, gracias a los cielos, lo hubiese encontrado enun contenedor. El gato me miró con los ojos entrecerrados, sinhacer el menor esfuerzo por apartarse de las garras de mihermana que, por supuesto, continuaba apresándolo confirmeza.

—Por favor, Sarah, vuelve a dejarlo en su caja —le pedí yevité mirar al gato mientras me colocaba bien los puños de lacamisa.

—¿Su caja? —mi hermana clavó sus brillantes ojos en mícuando se giró—. ¡Lo han abandonado, Ethan! Mírale, estátemblando —extendió el gato frente a mí y di un paso atrás.No joder, no pasaría por ahí—. No podemos dejarlo aquí.

—Créeme, sí podemos —aseguré—. Y es exactamente loque vamos a hacer.

Comencé a caminar calle abajo e ignoré las súplicas de mihermana que cada vez sonaban más distantes, conforme mealejaba de ella. Cerré los ojos unos segundos y suspiré hondo,esforzándome por no oír ni una palabra más. No cedería. Nometería un dichoso gato en el apartamento. Ya tenía suficienteresponsabilidad y un sinfín de problemas.

Sarah corrió a mi espalda y, cuando me alcanzó, posó unamano en mi hombro e intentó retenerme en vano.

—¡Por favor, por favor, Ethan! —rogó—. ¡Yo cuidaré deél! ¡Te prometo que no tendrás que hacer nada…! ¡Ni siquieranotarás que está en casa!

—No.

—¿Cómo puedes irte tan tranquilo? —preguntó, alzando lavoz—. ¿Acaso no tienes corazón?

Respiré hondo, notando la opresión en el pecho.

Sí tenía un corazón, aunque cada vez parecía encontrarsemás débil.

Dejé de caminar en seco y la miré fijamente, sujetándolapor los hombros.

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—Por última vez: no quiero mascotas —aclaré.

Pude ver el momento exacto, casi a cámara lenta, en el queuna lágrima caía por su mejilla. Pensé en enjuagar esa lágrima,pero me contuve. Me giré bruscamente, dejándola allí yrezando para que me siguiese sin rechistar más, cosa que porsuerte terminó haciendo.

Cuando entramos en el apartamento, dejé caer las llavessobre la repisa y la miré a través del espejo blanco que habíatras la puerta. Continuaba llorando en silencio.

—Oye, no te preocupes, seguro que alguien se lo lleva.

—No si todas las personas son como tú —replicó furiosa.

Me di la vuelta en la cama y, por sexta vez consecutiva,volví a mirar el reloj que descansaba sobre la mesita de noche.

Eran las cuatro.

Las cuatro de la madrugada y todavía no había logradodormir ni un miserable segundo. Me tumbé boca arriba,colocando los brazos bajo la cabeza, fijando la mirada en eltecho de la habitación y contemplando las sombras queformaba la luz que entraba por la ventana. Era lo únicoentretenido que podía hacer durante las noches de insomnio.Bueno, eso, y pensar en un pulgoso gato.

Joder. Joder.

Al final iba a ser cierto lo de que necesitaba unapsicóloga…

Me tapé con un brazo los ojos cuando el rostro de Lisa sedibujó en mi mente; me recreé en su amplia sonrisa, en lamirada curiosa, en el pronunciado escote, en sus piernastorneadas, en sus… bigotes blancos.

¡Joder, otra vez!

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No dejaba de escuchar un maullido en mi cabeza, unmaullido lastimero. Ni siquiera fantasear con que me tiraba ami psicóloga en la misma mesa de su consulta, me ayudaba aolvidarme del dichoso gato, lo cual era verdaderamentepreocupante porque pensar en ella siempre conseguía que meolvidase de… bueno, de todo en general.

Volví a darme la vuelta, agobiado. Odiaba el calor. Odiabano poder dormir. Y por supuesto, odiaba a ese gato gris.

Finalmente, sorprendiéndome a mí mismo, me encontrélevantándome de la cama a las cuatro y media de la mañana yponiéndome una camiseta limpia. Contemplé las luces de laciudad a través del amplio ventanal de comedor y, finalmente,tras emitir un suspiro exasperado, cogí las llaves de casa y salídel apartamento.

Las calles estaban igual de vacías y solitarias que horasatrás, al volver del restaurante. Agradecí el viento que soplabay lograba que las altas temperaturas no resultasen tansofocantes. Comencé a caminar más despacio conforme meacercaba a los contenedores donde Sarah había tropezado conaquel felino. Me incliné hacia la caja de cartón. Seguía ahí,despierto, sentado sobre sus patas traseras. Sus afilados ojosazules se clavaron en los míos y ambos nos miramos fijamentedurante más de un minuto.

—Miau.

Permanecí quieto, ignorando su maullido. Era diminuto.Cabía perfectamente en la palma de mi mano.

—¡Miau, miau!

Noté que se me tensaba la mandíbula. Di la vuelta ycomencé a caminar calle abajo para, finalmente, volver sobremis propios pasos hacia donde seguía estando el felino.

No, no podía llevármelo. Si lo hacía, estaría cometiendo unerror terrible.

Volvimos a mirarnos en silencio.

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—Está bien, gato —musité—. Hazme una señal. Búfame oalgo así. Tú no quieres venir conmigo, ¿verdad? No, noquieres.

El gato se puso en pie, volvió a maullar, se acercó hasta elborde de la caja e intentó escalar por la pared de cartón,impulsándose con sus patas traseras, como si intentasealcanzarme o… venirse conmigo… ¡maldito bicho! Aunque, asu favor, decir que era un bicho bastante agradable, de esosque te apetece acariciar incluso aunque no quieras. Y noquería. Yo no quería…

—Vale, ven aquí.

Suspiré hondo, agradeciendo que ningún vecino me viesehablar con un gato, me incliné y lo cogí del pescuezo. Caminéhacia el apartamento a toda prisa, con el gato balanceándose alcompás de mis pasos, manteniéndolo algo alejado de mí en unprincipio, aunque, poco a poco, la distancia se fue acortando y,finalmente, dejé que apoyase sus patitas en mi hombro.

Tras cerrar la puerta de casa y dejar al gato sobre el suelode madera, me pellizqué con los dedos el puente de la nariz. Elpequeño animal permaneció quieto durante unos instantes,observando su alrededor con una mezcla de miedo ycuriosidad. Inspiré hondo, procurando mantenerme calmado.

—Tu nuevo hogar, Gato —le expliqué.

Abrí la nevera, sin perderle de vista, y vertí un poco deleche en un cuenco. Había oído que no era bueno darleslácteos, pero no tenía nada más en la nevera; era eso o nada.Lo coloqué frente a él, que de inmediato lo miró con interés.

—Tu comida.

Me acerqué a la ventana y cogí una planta que estabacompletamente seca —María me la había regalado meses atrásy, por supuesto, jamás la había regado—. Arranqué el tallomuerto y removí un poco la tierra, antes de dejar la macetasobre el suelo.

—Y tu caja de arena moderna.

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Me arrodillé en el suelo de madera de la cocina y el animaldejó de beber leche y alzó la cabeza para mirarme con susintensos ojos azules. Se relamió de un modo muy gracioso.

—Espero que estés contento, Gato. Ya has conseguido loque querías —contemplé cómo levantaba una pata y se lamíael pelaje gris—. Bien. Ahora, quiero dormir. No rompas nada.Y no arañes nada. ¿Me has entendido? Vamos a llevarnos bien—concluí, tocándole la nariz con la punta del dedo índice—.Buenas noches.

Me miró con indiferencia, segundos antes de dar un granbostezo.

Finalmente, en cuanto me quité la ropa y me tumbé denuevo en la cama, pude dejar de pensar en Gato y volví aconcentrarme en Lisa Everline.

No es que fuese normal que me obsesionase hasta tal puntocon una sola persona. De hecho, era algo inaudito. Pero, claro,en mi mundo habitual ya habría intentado algo con esapersona, dado que no estaría en pleno celibato ni tendría nadaque perder, así que perfectamente durante la primera semanahubiese podido resolver el problema. Como ahora no podíahacerlo, no podía ir a por todas siguiendo el cauce natural delas relaciones, inevitablemente me encontraba en un puntomuerto. Ese punto no tenía ningún camino posible que trazar, ano ser… a no ser que evidentemente me la sudasen las normas.Y eso era, lógicamente, lo que pensaba hacer. Sí.

A la mierda las normas.

Encontraría otro desvío mejor.

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Lo aceptaron con una beca completa en una universidadque estaba en la otra punta del país. Al principio Ethan pensóen rechazarla, pero una voz en su interior muy parecida a lade la señora Evans, le susurraba que estaría cometiendo elpeor error de su vida si lo hacía. Ella tenía razón. Si queríadarle un buen futuro a Sarah, tenía que labrarse antes el suyoy aquella era una gran oportunidad.

Así que hizo las maletas. Lo dejó todo medianamenteprevisto. Su padre se afeitó esa mañana, se duchó y se pusoropa limpia. Ethan agradeció el gesto. Había acordado con laseñora Evans que ella se encargaría de llevar y recoger aSarah del colegio. El resto del tiempo, se ocuparían de ellaentre los dos.

—¿Ya es la hora? —le preguntó su padre.

—Sí. No quiero llegar tarde.

—Bien.

—Iré a buscar a Sarah.

La pequeña se había encerrado en la habitación cuandoesa mañana lo había visto sacar las maletas del dormitorio. Selo había explicado de todas las maneras, pero Sarah no sehabía tomado nada bien que su hermano mayor se marchase ala universidad y la dejase sola.

Llamó con los nudillos. Toc, toc, toc.

—¿Sarah? Vamos, sal.

—No quiero.

—Tengo que irme.

—Pues vete.

—¿Y no piensas despedirte?

Hubo un silencio largo, pero finalmente abrió. La pequeñatenía los ojos rojos después de haber llorado. Llevaba dostrenzas que se balanceaban a ambos lados de su bonito rostro.

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Se lanzó hacia su hermano y lo abrazó con todas sus fuerzas.Él intentó no llorar.

—No quiero que te vayas, Ethan.

—Volveré en unos meses, ¿vale?

—Quédate…

Se separó y miró a la niña.

—Escúchame bien, ahora tienes que ser fuerte, ¿deacuerdo? Eres una guerrera. Te prometo que todo irá a mejor.Quizá no en un año ni en dos, pero algún día… algún día tú yyo estaremos lejos de aquí.

Sarah volvió a abrazarlo tan fuerte que a él le partió elcorazón.

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10

Desperté al escuchar el desgarrador grito de Sarah y, casisin ser consciente de dónde estaba, salí corriendo de lahabitación.

—¡Es precioso! ¡Es el gato más bonito del mundo!

Oh, joder. ¡Qué susto me había dado!

Mientras contemplaba cómo Sarah, arrodillada en el suelo,abrazaba a su nueva mascota, me llevé una mano al pecho eintenté masajear la zona donde parecían darme ligerospinchazos. Cerré los ojos, al tiempo que caminaba hacia lacocina e intentaba respirar con normalidad.

—Gracias, Ethan, de verdad —mi hermana me alcanzó, conel gato todavía en brazos—. Es el mejor regalo del mundo. Teprometo que no te dará problemas, ¿verdad que no, pequeñito?—le hizo una carantoña al animal.

—Eso espero.

Le pregunté si también quería un vaso de leche y ellaasintió con la cabeza. El gato, bien protegido contra su pecho,clavó sus ojos azules en la caja de leche.

—Deberías mirarte lo del pecho… —musitó Sarah—. ¿Teduele?

—No —fruncí el ceño—. Yo no tengo que mirarme nada —le tendí su vaso de leche—. Date prisa en desayunar. Tengocita con la psicóloga y no quiero llegar tarde.

Bebió un sorbo y volvió a dejar el vaso de cristal sobre larepisa de la cocina. El gato maulló, exigiendo también algo decomer. Tras emitir un largo suspiro, vertí un poco de leche enel cuenco que le había asignado la noche anterior.

—¿Y cómo vamos a llamarle?

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Sarah dio un pequeño saltito y se sujetó a mi hombro,mientras ambos proseguíamos contemplando con atención alnuevo inquilino de la casa.

—Ya tiene nombre. Se llama Gato.

—¿Gato? —ladeó la cabeza, sin apartar sus ojos de mí.

—Sí.

—Ya, bueno, no te ofendas, Ethan, pero quizá deberíamospensarlo un poco más… —mi hermana se toqueteó las puntasdel pelo.

—A mí me gusta Gato —concluí, encogiéndome dehombros y terminando mi vaso de leche de un solo trago.

—¿Por qué?

—Porque es un Gato, evidentemente.

Sarah chasqueó la lengua.

—No sé cómo puedes ser tan simple.

—Yo prefiero considerarme práctico —sonreí—. ¡Venga,va, vístete!

Una vez ambos estuvimos listos, nos despedimos de Gato yconduje hasta el instituto de Sarah por las transitadas calles deMiami. Me esforcé por atender lo que mi hermana decía, cosabastante complicada dado que no dejaba de hablar de un sinfínde temas diversos, desde el veterinario al que lo llevaría esamisma tarde, hasta de algo relacionado con unos bailes en elinstituto. Yo solo podía pensar en lo mucho que habíacambiado mi vida, en el hecho de que tenía en mi apartamentouna mascota que, quizá, en ese mismo instante estabadestrozándolo todo con sus afiladas uñas, mientras conducíacon una adolescente sentada a lado.

Si meses atrás alguien me hubiese dicho que eso iba aocurrir, me habría reído en su cara sin parar. De hecho, todavíame entraba la risa cuando me embargaba la incredulidad.

—Deberías olvidarte de lo de la psicóloga —dijo Sarah.

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—Y tú deberías dejar de preocuparte. ¡Venga, baja!

—¡No hace falta que me eches!

—No hagas un drama de cualquier cosa como siem…

—Pero, ¿por qué no dejas de tratarme como a una cría?

—¿Quieres una respuesta? ¡Mira tu carné de identidad! Yahora, baja del coche, por favor, princesa Sarah, oh reina de ladelicadeza y la madurez—me burlé.

Ella presionó los labios hasta formar una rigurosa línearecta.

—Gracias, siervo —contestó secamente, al tiempo queabría la puerta del coche y ponía un primer pie sobre lacalzada.

Reí, llevándome una mano al estómago, sorprendido por sudescaro. Cada día me caía mejor esa chica. Me limpié unalágrima imaginaria de la comisura del ojo izquierdo.

—Páselo bien con sus amigas. Y tenga cuidado, no sea quese rompa alguna uña…

Con la puerta todavía abierta, mi hermana hizo unareverencia y me sonrió, provocando que volviese a estallar encarcajadas. Después, cerró con un golpe seco y, caminando deun modo elegante, todavía fingiendo ser una doncella de lacorte, se dirigió hacia la puerta del instituto. La contempléensimismado y, finalmente, tras negar con la cabeza, volví aincorporarme a la carretera y puse rumbo a la consulta de LisaEverline.

Ese día había algo diferente.

No era una persona especialmente dada a los cambios, asíque cuando algo no estaba en su lugar, lo advertía deinmediato. Cualquier pequeña modificación provocaba que seme revolviese el estómago. ¿Por qué variar algo que funciona

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a la perfección? Podía entender los cambios justificados, lasmejoras.

De hecho, cuando años atrás María me había comentadoque no tenía ningún sentido el lugar donde había colocado lanevera, en el lado opuesto a la puerta principal de la cocina,tras meditarlo durante un par de semanas, me había levantadocon decisión y la había arrastrado hasta el sitio donde ella mehabía propuesto ponerla. Y tenía toda la razón. La puerta seabría con más facilidad y dejaba más espacio para pasar. Esotenía sentido. Un cambio así, era razonable.

Pero, el hecho de que Lisa Everline decidiese cambiar suescritorio de buenas a primeras, sin molestarse siquiera enconsultarlo con sus pacientes, no tenía ningún sentido.

En primer lugar, fijé la vista en la mesa de la consulta,evaluando con una lentitud pasmosa todo aquello que noestaba allí una semana atrás. Había un pisapapeles con formade margarita, excesivamente colorido para mi gusto. En una delas esquinas, se encontraba un pequeño jardín zen de arena conun buda dorado en el centro, al lado de un rastrillo. En el botede cristal, había dos bolígrafos nuevos.

Tras lo que pareció una eternidad, clavé mis ojos en ellaque, como siempre, me observaba. Tenía las manosentrelazadas y apoyadas sobre el escritorio. También en ellahabía algo diferente y supe que los dos estábamos pensando enmis palabras antes de despedirla delante de su edificio. Intentémantener el control, pero me lo ponía muy difícil, porque eraabsolutamente deliciosa. Y yo quería saborearla.

—Me alegra volver a verte, Ethan. ¿Cómo te encuentras?

Me senté en mi sillón negro, frente a ella.

—Yo bien. Tu mesa, en cambio, parece haber sufridociertas… modificaciones.

—Sí, quería darle un aire nuevo.

—Ya veo.

—¿Te gusta?

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Cogí la margarita y la estudié con atención.

—No te ofendas, Lisa, pero la decoración no es tu puntofuerte.

Ella tosió, sorprendida, antes de inclinarse sobre la mesa.

—Llámame Everline, por favor.

Vaya, ya estaba otra vez la psicóloga profesional eintransigente.

—Señorita Everline, la decoración no es su fuerte —repetí,dejando el portapapeles a un lado. Ella suspiró sin apartar susojos de mí, reclinándose sobre el respaldo de su silla, con unapierna cruzada sobre la otra. Fijé la mirada en la agradablecurvatura de sus hombros, que quedaban al descubierto graciasa la camiseta de tirantes. Me habría gustado morder su piel.Eso era exactamente lo que me apetecía. Morderla, lamerla…

—De acuerdo, vamos a centrarnos en lo importante, Ethan—tosió para aclararse la garganta—. ¿Cómo van las cosas porcasa?

Le mostré mi sonrisa encantadora. Fingí mostrarmepensativo y ella esperó pacientemente, con los brazoscruzados, cumpliendo su anterior promesa de no escribir nadade lo que hablásemos durante la consulta.

—Bastante bien. Ha sido un fin de semana interesante,podemos decirlo así. El viernes fui a la fiesta de cumpleañosde una amiga —comencé a relatar—. Estuvo bien, quitando lacomida que era un asco. —Me fijé en sus labios presionadospara contener una sonrisa—. Y conocí a una chica preciosa.No podía quitarle los ojos de encima.

Lisa Everline tenía las mejillas sonrojadas, como si alguienhubiese restregado unas cerezas por ellas hasta colorearlassuavemente. Se movió con incomodidad.

—Ethan, para.

—¿He dicho algo malo?

—No me lo pongas difícil.

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—Como te decía, conocí a una chica… pero no pasó nada,puedes estar tranquila, fui un buen chico. La dejé en su casa yme marché a la mía. Y al día siguiente salí con mi hermana acenar, para ser sincero casi siempre acabamos comiendo fueraporque no se me da bien la cocina. Y de camino a casa ocurrióalgo inesperado.

—Sigue.

—Nos encontramos a un gato.

—¿Un gato?

—Sí, uno abandonado. Era diminuto. Yo por supuesto noquise llevarme a ese saco de pulgas a casa, pero mi hermanainsistió, llorando. Pese a ello, no cedí. ¿Y sabes quién terminóa las cuatro de la madrugada saliendo de casa para buscar aljodido gato?

Lisa volvió a apretar los labios para no reír, pero vi unbrillo en sus ojos. Me pregunté qué estaría sintiendo o quépensaría de mí. Probablemente le parecería un idiota.

—Yo. —Me señalé.

—Bien hecho.

—Es increíble. Mis días se han convertido en un circo.Cuando no estoy en terapia, estoy rescatando animalescallejeros. Ya casi no recuerdo cómo era mi vida normal.

Lisa agudizó el gesto y ladeó la cabeza.

—¿Y cómo era esa vida que tenías?

Ese Ethan murió. Y nadie se molestó en ir a su entierro.Fruncí el ceño, molesto por el desvío que tomaba laconversación. Me incliné en la silla, cogí el rastrillo con losdedos y comencé a remover la arena que había en el jardínzen, trazando diversas formas.

—Ethan, ¿no piensas responder?

Alcé la mirada hacia ella.

—Mi vida era genial.

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—¿Y desde que llegó Sarah no?

Entorné los ojos, un poco molesto.

—Ahora, simplemente es diferente. De hecho, esta mañaname lo he pasado bien. Con ella, quiero decir. Nos hemos reído.Ha sido… divertido —admití.

—Eso es interesante.

—Sí que lo es. Como también lo es que tenga un gato encasa, solo, libre para destrozar cualquier cosa que le plazca. Esprobable que, mientras me encuentro aquí en estaimprescindible sesión, ese gato se dedique a dormir en mipropia cama o a rajar las cortinas. ¿Ves a lo que me refiero conlo mucho que mi vida ha cambiado? Tengo una mascota. Nofui capaz de dejarlo en la calle. Es como si estuvieseenfermando.

—O mejorando —replicó ella.

—No, créeme, no es ninguna mejora convertirme en unalma caritativa. Eso implica más responsabilidades, másproblemas, más todo.

—Tienes veintinueve años, es lógico que empieces a estardispuesto a hacerte cargo de las cosas, a afrontarlas conmadurez.

—Veo que te has estudiado bien mi expediente.

—En eso consiste mi trabajo.

—¿Y tú qué edad tienes? Si no es una pregunta demasiadopersonal.

—Sí que lo es, Ethan.

Cruzó las piernas. Se la veía incómoda. Supongo que, a finde cuentas, no era tan sencillo separar esa línea entre lopersonal y lo laboral. La miré divertido.

—Vale, entonces deduzco que tienes más edad de la quesuponía o de la que crees aparentar. Qué interesante. ¿Treinta ytres? ¿Treinta y seis?

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Me mordí el labio inferior, pensativo, y apoyé losantebrazos sobre la mesa del escritorio, observando con interéscómo el enfado se apoderaba de ella. Lisa frunció el ceño yadvertí que, con la mano derecha, presionaba el borde de lamesa.

—Sabes que eso es un mito ¿verdad? Las mujeres nonecesitamos mentir sobre nuestra edad. Creo que a menudo loshombres tenéis una idea muy equivocada de las cosas.

—¿Todo esto tiene que ver con el maquillaje para el agua?Mira, si no quieres comprar el producto, no lo hagas, nadie teobliga.

Era consciente de que habíamos cruzado del todo la líneaque separaba ambas partes mezclando sucesos de la noche delfin de semana. Lisa presionó los labios y se rascó la nariz concierto nerviosismo. Oh, sí, me encantaba ver cómo laverdadera Lisa dejaba a un lado su disfraz y sacaba a relucir sutemperamento, mostrándose en todo su esplendor. Eraemocionante. Como ver una obra de teatro en la que, poco apoco, van apareciendo nuevos secundarios, nuevos detallesque captan la atención del espectador.

—Volvamos a retomar el tema de Sarah —dijo, aunquetodavía parecía enfadada—. Así que, por lo que cuentas, le hasdejado tener una mascota.

Clavé mis ojos en ella, con el corazón latiéndome fuerte.No sé por qué causaba esa sensación en mí, pero lo hacía.Seguir negándolo era una tontería. Esa chica tenía algo queconseguía despertarme del todo, incluso en el peor momentode mi vida. Echaba de menos esa sensación: apostar por algo eir a por ello sin dudar, sin tener en cuenta las consecuencias,sin pensar en nada más. Lanzarme al vacío de lleno.

—Tampoco te hace falta maquillarte. A mí me parece queestás preciosa de cualquier modo —solté a sabiendas de quesería como lanzar una bomba.

—Ethan, ¿a qué estás jugando?

—A nada. Lo siento.

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—Bien, porque esto es serio.

—Lo sé. De hecho, suponte que en este momentohubiésemos acabado todas las sesiones, ¿qué decisión tomaríassobre mí, sobre si puedo cuidar de Sarah.

Lisa inspiró profundamente y su mirada se ablandó unpoco.

—Confío en que estás capacitado para hacerlo,simplemente te falta un poco de práctica. Pero no práctica conella en sí, sino con las personas en general. No eres demasiadoempático; sin embargo, es algo que se puede trabajar.

Arqueé una ceja, un poco sorprendido.

—¡Claro que lo soy! Oye, por si no te ha quedado claro,ayer recogí a un gato del cubo de la basura, ¿haría algo asíalguien no empático?

Lisa se colocó un mechón de cabello tras la oreja condelicadeza, tomándose su tiempo antes de alzar el mentón paramirarme. Extendí los brazos a ambos lados, molesto por suaparente indiferencia. De repente me pregunté qué vería ellaen mí, no como psicóloga, sino como mujer. Y me di cuenta deque me importaba su opinión. Quería que viese a un hombreque valía la pena, aunque no tuviese ningún sentido que lodesease.

—De hecho, en estas tres semanas que llevamos trabajandojuntos, he visto algunas mejoras, Ethan. Creo que vamos por elbuen camino. Quiero que empecemos a centrarnos en tussentimientos. Si aprendes a asimilarlos y a conocerte, te serámás sencillo percibir también los de los demás. Es importantetrabajarlo.

—¿Sentimientos? —siseé con un gruñido.

—Sí, no son el mal. —Se río con suavidad.

—Ya, de acuerdo. —Me froté el mentón.

No estaba muy seguro de si me apetecía indagar en eso, enmis sentimientos. A lo largo de mi vida, me habíaespecializado en esconderlos. En realidad, no durante toda mi

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vida, pero sí buena parte de ella. De pequeño había sido unniño feliz, un niño normal. Al menos hasta la muerte de mimadre. Después todo cambió. Aquello que conocía quedó atrásy entendí que si quería sobrevivir tenía que aprender aponerme una máscara y a luchar en aquel mundo hostil. Loaprendí tanto que ya no sabía ser de otra manera.

Me levanté cuando terminó la sesión.

Ella empezó a recoger unos papeles.

—¿Necesitas que te acerque a casa?

—No es necesario, Ethan, gracias.

Noté que se sonrojaba un poco, probablemente al recordarmis palabras de la otra noche, esas que escondían la promesade lo mucho que habríamos disfrutado juntos.

—Sabes que me pilla de paso.

—Ethan…

—Vale.

Alcé las manos y luego las dejé caer con una sonrisa antesde alejarme de la consulta. Fui directo al trabajo. Cuandollegué, Brian estaba respondiendo una llamada y Cadentrabajaba en el ordenador. Me acerqué hasta su mesa.

—¿Cómo va todo? —le pregunté.

—Bien. —Cerró el portátil.

—¿Qué escondes?

—Nada.

—Caden, no sabes mentir.

—Solo hablaba con Amber…

—Veo que te has tomado en serio lo de hacerte pasar por sunovio enamorado. Bien, apenas queda una semana para grabarel spot. Entonces serás un hombre libre.

—No está tan mal. Es una tarea soportable.

—¿El qué? —Lo miré sin comprender qué decía.

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—Lo de ser su novio.

—No te acostumbres.

Me reí, porque sabía que eso no era posible. Brian siemprehabía sido el más sensato de los tres, estaba hecho para la vidaen familia, no disfrutaba ligando ni pasando una noche concada chica. Pero Caden… él era distinto, más en mi estilo. Losdos nos aburríamos con facilidad y nunca habíamos sentidonada especial por ninguna mujer. Yo había esperado alprincipio que ocurriese, que de repente mirase a alguien y mediese cuenta de que quería estar con esa persona, compartir mivida con ella. Pero no había pasado y no estaba muy seguro deque existiesen posibilidades de que fuese a ocurrir jamás.

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El primer año en la universidad fue increíble. Al principioEthan seguía sin estar convencido, llamaba a casa cada dospor tres, preocupado por cómo irían las cosas y la señoraEvans no dejaba de pedirle que no se preocupase tanto. Pero,conforme fueron pasando los meses, se relajó. Había conocidoa dos tíos con los que congeniaba como nunca había encajadocon nadie: se llamaban Brian y Caden. El primero erainteresante, reflexivo y resultaba fácil hablar con él. Elsegundo era alocado y muy divertido. Juntos formaban un tríoperfecto que pronto se hizo popular en el campus de launiversidad.

Ethan fue a fiestas, salió con chicas y aprobó los exámenes.

El primer año, regresó en verano a casa. El segundotambién. El tercero, sus amigos le propusieron irse de viajepor Europa y decidió hacerlo, ya que había estado haciendodurante el año algunos trabajillos para mandar dinero a casa,pero se dijo que podía gastar algo en sí mismo por una vez ypara variar. Fueron unas vacaciones increíbles. En cuarto,decidió quedarse en verano cuando le ofrecieron unasprácticas remuneradas. Metió en una cuenta corriente anombre de Sarah casi todo lo que ganó. En quinto, ya no seplanteó regresar y se buscó un apartamento en la ciudad. Yatan solo regresaba a casa en Navidad o alguna celebraciónespecial. Sarah parecía estar bien, crecía a pasosagigantados. Siendo sincero, Ethan reconocía que a menudono se acordaba de ella todo lo que debería. Estaba ocupadocreando una empresa nueva, viviendo la vida que siemprehabía deseado, ganando dinero y divirtiéndose como nunca. Aveces ella aparecía en su mente, pero en la vorágine del día adía cada vez se volvió menos relevante.

Sin darse cuenta, incluso las llamadas entre ellos seespaciaron conforme Sarah creció y entró en la adolescencia.Ethan no le dio importancia, pensó que era normal que fuesemás a su aire. Él también lo estaba haciendo, aunque, poraquel entonces, no era consciente de que se estaba olvidando

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de una parte importante de su vida y que, pese a todo el dineroque mandaba cada mes a casa de forma regular, eso no suplíaotras carencias mucho más profundas.

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11

La semana transcurrió con cierta normalidad que agradecí.Sarah parecía estar contenta en el instituto y cuando estaba encasa se pasaba el día pegada a Gato, acariciándolo o jugandocon él mientras veía la televisión tirada en el sofá. Maríasiguió insistiendo en preparar verduras o cosas sanas. Irinapasó por casa tras algunas semanas de ausencia e inspeccionóla casa con una sonrisa antes de despedirse mostrándose muysatisfecha con lo que había visto y la nueva mascota queteníamos. En el trabajo las cosas avanzaban adecuadamente;había cerrado un nuevo contrato publicitario y la cartera declientes no hacía más que aumentar. Así pues, mi vida erabastante aceptable, a pesar de esos cambios que no podíaevitar: como estar a cargo de una adolescente y no tener lalibertad de la que antes disfrutaba para salir por ahí cadasemana.

Sin embargo, aquel finde sí que lo haría. Amie me habíaechado una mano cuando la llamé diciéndole que meinteresaba su amiga. Se mostró al principio cauta.

—Es una muy buena chica, por eso te la quería presentar.

—Ya lo sé. —Abrí la nevera y cogí un zumo.

—Lo que quiero decir con esto, Ethan, es que sé cómo eresy que no te van las cosas serias, pero en este caso… quizá sealo mejor. Puede que lo que Lisa necesite sea divertirse unpoco, ¿sabes?, liberar tensión. De ahí que pensase en ti.

—¿Me tratas como a una especie de gigoló?

—No exactamente, pero… un poco sí.

Se echó a reír y no pude enfadarme con ella, aunque derepente me intrigó saber por qué pensaba que lo que Lisanecesitaba era aquello y no una relación estable.

—¿Qué le pasa a Lisa?

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—Nada —contestó.

—Venga, a mí no me engañas.

—No es de tu incumbencia, Ethan.

—Te pagaré lo que quieras si…

—A mí no puedes sobornarme. Tú limítate a salir con ella,hacer que se divierta, se sienta bien y pase un rato agradable,¿vale? Y que sepas que solo hago esto porque creo que a ellale irá bien, si fuese por ti te lanzaba a los lobos.

Me reí y anoté la dirección que me dio.

Una encerrona. Eso era lo que íbamos a hacer esa mismanoche de sábado. Cuando hablé con Sarah no se lo dije, pero leavise de que esa noche estaría fuera y de que no sabía a quéhora llegaría a casa. A ella no le importó en absoluto, tan solome preguntó si antes de irme podía comprarle un paquete depalomitas para hacer en el microondas.

Me arreglé a conciencia. Camisa oscura, pantalones que mesentaban bien, cabello peinado con los dedos y barba reciénafeitada. Hasta me eché colonia, que era algo que siempre seme olvidaba. Cuando me miré en el espejo, sonreí.

—¿Qué tal estoy? Sé sincera.

Sarah me miró y alzó las cejas.

—Admito que estás guapo.

—Gracias.

—¿Con quién has quedado?

—Mejor te ahorro los detalles.

Sarah suspiró largamente, posiblemente porque eraconsciente de cómo se llamaba mi cita. Me despedí de ella conun beso en la mejilla y bajé hasta el garaje para coger el coche.Fui a la dirección que me había indicado Amie. Era unrestaurante pequeño de comida italiana que estaba en una calleestrecha y poco transitada. Cuando entré, me recibieron unmontón de luces tenues. Las mesas estaban decoradas con

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manteles a cuadros rojos y velas. Se respiraba cierta intimidaden el ambiente.

La vi unos segundos después. Estaba sentada en una de lasmesas del fondo. Miraba su móvil con aire distraído mientrasbebía una copa de vino blanco que le habían servido. Meacerqué hacia ella un poco nervioso. Yo, nervioso, sí. PorqueLisa estaba guapísima con un vestido verde y me sentí un pocoalterado de repente, algo poco habitual en mí.

Cuando llegué frente a ella, alzó la vista.

—¿Ethan? —Estaba sorprendida.

—Estás preciosa —dije mirándola.

—¿Qué estás haciendo aquí…? —Pero de repente loentendió del todo y se silenció bruscamente. Cogió su pequeñobolsito de mano y se levantó—. Tengo que irme.

—No, espera, por favor.

La sujeté del brazo con suavidad.

—Amie me había dicho que había preparado una cita aciegas con un amigo suyo, un amable pediatra que llegó hacepoco a la ciudad, si hubiese sabido que eras tú… no habríavenido, evidentemente. Sabes que esto no está bien, Ethan.

—El problema es que a mí no me importa lo que esté bien ono, sino qué es lo que deseo. Y te deseo a ti —contestémirándola fijamente a los ojos y noté que su cuerpo seestremecía—. Solo una cena. Una cena para conocernos mejor.Dijimos que fuera de la consulta no somos nada, ¿no es cierto?

—Resulta poco ético.

—Estoy seguro de que eres una profesional losuficientemente buena como para separar lo personal de loprofesional dentro de la consulta.

—Ethan, no puedo…

—Quédate, Lisa.

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La vi debatirse en su interior. Deseé tan profundamente queno se fuese que me asustó sentir aquello. Finalmente, para misorpresa, Lisa dio un paso más y respiró hondo antes de volvera sentarse. Yo lo hice frente a ella con el corazón latiéndomecon fuerza mientras me preguntaba cómo era posible que conuna mirada me provocase tanto.

—¿Qué van a pedir? —preguntó el camarero.

—Yo la especialidad de la casa —dije.

—Raviolis de foie —contestó ella.

El hombre se marchó llevándose la carta y volvimos aquedarnos a solas. De repente temía decir o hacer cualquiercosa que pudiese romper el ambiente de la noche, así que tansolo me quedé callado, pero fue como si hablásemos ocompartiésemos algo importante. La vela ondeaba entrenosotros y nos observábamos como quien mira un regalo quedesea abrir pero que sabe que no puede tocar. Era excitante.Muy excitante.

—¿Por qué has hecho esto, Ethan?

—Tenía muchas ganas de verte.

—Sabes que no es… adecuado.

—Me gustan las cosas prohibidas. ¿A ti no? Le dan a lavida un poco de sabor. Creo que el mundo sería muy aburridosi nos limitásemos a hacer siempre lo correcto.

—Si todos fuesen como tú, viviríamos en la anarquía.

Le di un sorbo a mi copa de vino sin dejar de mirarla. Joder,era preciosa. Ni siquiera me resultaba guapa de un modoabrumador o explosivo, pero había en ella algo especial. Quizásería el brillo inteligente de sus ojos o los gestos que tantointentaba controlar. Me daba la sensación de que dentro de ellahabía mucho más y, por una vez en mi vida, me apetecíadescubrirlo, aunque no tuviese ningún sentido querer hacereso.

—¿Podemos comportarnos durante un rato como si nofuese tu paciente?

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—Está bien. —Dejó escapar el aire contenido justo cuandonos sirvieron los dos platos humeantes. Cogió su tenedor yprobó un ravioli, aunque estaba ardiendo.

—Te vas a quemar. —Me reí.

—Me muero de hambre.

—Yo sí que me muero de hambre —repliqué mirándola.

Se sonrojó y agachó la mirada cuando cogió la servilletapara limpiarse los restos de la salsa. Luego le dio un tragolargo a su copa de vino.

—Está bien, una pequeña tregua.

—Gracias. ¿De dónde eres?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Es evidente que tienes acento.

—Soy de un pueblo del interior. Uno de esos lugares dondetodo el mundo se conoce entre sí desde pequeño. Me mudéhace tan solo un año.

—¿Asuntos profesionales?

Pareció pensativa antes de contestar.

—No exactamente. Pero sí, me vino bien a nivel laboral. Enla gran ciudad todo es más fácil, incluido encontrar trabajo.Pasé las pruebas del Estado y el resto es historia.

—¿Y te gusta Miami?

—No está nada mal.

De repente me pregunté si pensaba quedarse aquíindefinidamente o tenía en mente marcharse a largo plazo. Nodebería importarme. Sacudí la cabeza, molesto conmigomismo. Tonterías así tan solo me distraían de mi objetivo. Ymi objetivo era Lisa.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó tras dar otro bocado con unapetito voraz que me encandiló de inmediato, porque megustaba la gente que apreciaba la gastronomía—. ¿Cómoterminaste siendo socio de una empresa de marketing?

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—No es una gran historia. Cuando acabé la carrera, Brian yCaden ya eran mis amigos. Decidimos juntar los ahorros queteníamos y apostarlo todo a una sola cara.

—Podría haber salido mal.

—Ya, pero no fue así. Y es mi forma de ser.

—¿La de apostarlo todo a una?

—Exacto. Cuando quiero algo o creo en algo… lo hago sinlimitaciones ni restricciones. No me gustan las medias tintasen ningún aspecto de la vida.

Lisa asintió mirándome a los ojos. Me gustaba eso, que noapartase la vista y que fuese capaz de sostenérmela como enuna especie de reto lleno de tensión.

—Alguien que sabe lo que quiere —comentó.

—¿Y tú? ¿Qué es lo que quiere Lisa Everline?

Se rio al escuchar mi pregunta y bebió más vino.

—¿La verdad? Me conformaría con una vida tranquila.Salud, hacer algo que me guste, tener una rutina… no pidomucho más. No soy una persona complicada.

La observé con una sonrisa. Ella también sonrió. Estuvimoscharlando un rato más de mi trabajo, del ocio en la ciudad, dela comida del restaurante… ningún tema peliagudo. Nonombró a mi hermana y yo no añadí nada más referente a suconsulta, porque no quería que recordase aquello que nosseparaba. En algún momento, los dos nos relajamos y estiré laspiernas bajo la mesa rozando las suyas. Se estremeció enrespuesta. Yo también sentí una sacudida a la que no supeponerle nombre.

Me adelanté cuando trajeron la cuenta.

—Paguemos a medias —dijo.

—No, la próxima tú.

Me di cuenta de que me gustó la idea de dejar aquel caminoabierto. Salimos del restaurante y caminamos por el paseo que

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estaba frente al mar. La temperatura había bajado, pero pese aello era una noche agradable. El viento sacudía el cabello deLisa y yo estaba deseando hundir los dedos en su pelo ybesarla.

—¿En qué piensas ahora? —preguntó.

—Mmm, tengo que cambiar el aceite del coche.

Se echó a reír y negó con la cabeza mirándome de reojo.

—No tienes remedio, ¿lo sabías?

No dije nada sobre que estuviésemos andando y ninguno delos dos hubiese comentado nada de irse a casa rápidamente.Estábamos bien allí, compartiendo esa noche sin pensar ennada más. Por un instante, me olvidé de todo. De que era mipsicóloga. De que de ella dependía parte de la tutela de mihermana. De los horribles últimos meses que había pasadollenos de problemas, líos y noches de insomnio.

—Te invito a una copa.

Se lo pensó unos segundos.

—Vale, pero pago yo.

—De acuerdo.

Acabamos en un local que estaba cerca. El ambiente eramuy animado. Había unos taburetes alrededor de una barrarústica y sonaba una música caribeña de fondo. Los clientesbailaban alrededor. Daban ganas de sumarse a la fiesta. Nossentamos cada uno en un taburete, los dos muy juntos. Misrodillas casi rozaban sus piernas. El vestido verde se le subiólo suficiente como para volverme loco. Más aún. Me di cuentade que hacía mucho tiempo que no salía con nadie que megustase tanto. Normalmente, cuando quedaba con algunachica, estaba deseando que la cena terminase para pasar alsiguiente punto, uno mucho más estimulante. Y con Lisatambién lo deseaba, cada centímetro de mi piel lo hacía, perome apetecía pasar tiempo con ella tomándome algo ohablando. Era estimulante, para variar. O sencillamentedistinto, no lo sé.

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Pedimos dos Martini.

—Así que esta noche pensabas que ibas a quedar con unpediatra recién llegado a la ciudad… —tanteé el terreno—.¿Qué es lo que buscas?

—No sé a qué te refieres.

—Sí lo sabes.

Lisa suspiró y sonrió.

—No quiero nada serio en estos momentos. Tan solo queríaeso, quedar con un desconocido, divertirme un rato y pasaruna noche agradable. Nada más.

—Y el resultado ha sido mucho mejor.

Ella se rio y me dio un manotazo en el brazo.

—Digamos que inesperado.

—Así que solo quieres un lío…

—Es una manera de decirlo. De cualquier modo, apuesto aque tú tienes más práctica en el tema. No me hace faltapsicoanalizarte para deducirlo.

—Muy graciosa. —Ella bebió un trago y le miré los labioshúmedos—. Quizá no me conozcas tan bien como crees.Puede que te sorprenda.

—¿De veras? ¿Eres de relaciones serias?

Me había pillado. Sonreí travieso y me acerqué a ella.

—No, pero no lo descarto.

—Estás mintiendo.

Cogí mi copa para escapar de su escrutinio, aunque parecíamás divertida que molesta. Después me incliné. Estábamos tancerca que apenas nos separaban centímetros.

—¿Y tú? ¿Lo eres?

—Sí —admitió.

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—Así que hubo alguien importante… —deduje y no sé porqué, pero me molestó. De repente me transformé en un críoceloso de quince años—. ¿Cuánto tiempo?

—Doce años.

—¡Joder!

—Desde los dieciséis hasta los veintiocho. Rompimos haceunos meses.

Noté que hacía un esfuerzo por contestarme y querealmente no estaba cómoda hablando del tema. Yo queríaindagar más, pero no que el ambiente se enrareciese.

—Eso es mucho tiempo.

—No cuando quieres a alguien.

—Supongo que tienes razón.

—¿Tú nunca te has enamorado?

Tuve mis dudas. No supe si ser sincero o mentir e irme porlas ramas. Me convenía más el engaño, pero no pude hacerlo yterminé confesando la verdad.

—No. Nunca.

—Qué triste.

Me molestó cómo lo dijo.

—¿Te apetece bailar?

—No lo sé, es tarde y…

—Venga, aprovechemos la noche.

Tiré de su mano y nos pusimos en pie. Lisa no parecíaconvencida mientras sorteábamos a la gente que habíaalrededor y nos acercábamos hacia el final del local. Lamúsica era pegadiza y animada. Tras levantarme, me di cuentade que el vino y la copa habían hecho su efecto; me sentía másliviano, como si nada importase y no tuviese ningunapreocupación a la vista. Lisa también parecía sentirse igual.

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Coloqué las manos en su cintura. Mi cuerpo reaccionó alinstante y el suyo también. Nos miramos fijamente y luego lasdeslicé un poco más abajo, hasta las caderas, conformeempezábamos a movernos al son de la música. Lisa se relajóen algún momento y me rodeó el cuello con las manos. Lapegué más a mí y su olor me llegó haciéndome enloquecer.

—Joder… —siseé bajito.

—¿Qué ocurre?

Sus caderas rozaban las mías al ritmo de la canción. Estabaexcitado, ansioso y un poco frustrado porque hacía mucho queninguna mujer me descolocaba así.

—Me estás matando lentamente.

—No sé qué es lo que…

Pero se silenció cuando en el siguiente movimiento notó miexcitación contra su pelvis. Dejó escapar un suspiro ahogado ysus labios permanecieron entreabiertos mientras me miraba.Era la imagen más erótica que había visto en toda mi visa.

—Voy a besarte.

—Ethan…

Pero su voz quedó silenciada cuando mis labios cubrieronlos suyos con fiereza. Lisa se sujetó a mis hombros con másfuerza para no caer. Nuestros cuerpos se apretaron tanto el unocontra el otro que nada podría habernos separado. Acabamosbesándonos como locos contra una pared. Hundí la lengua ensu boca y ella gimió alto, aunque no se la escuchó por el ruidode la música. Y fue perfecto. Ella era perfecta. No recordabaque ninguna mujer me hubiese excitado tanto con un simplebeso, pero sus labios me resultaron adictivos y el tacto de supiel era demencial. Me di cuenta en ese momento de que habíadeseado aquello desde el primer instante en el que la vi.

Sentí un vacío en el pecho cuando ella se apartó de golpe.

—No. No podemos… No puedo…

—Lisa, nadie tiene por qué enterarse…

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—Lo siento.

Pero antes de que pudiese terminar, ella dio media vuelta ysalió corriendo de allí. La seguía a paso rápido, no ya por elhecho de que hubiese interrumpido aquella maravilla quehabía sucedido entre nosotros, sino porque temía perderla devista y que estuviese sola de noche en aquella zona. La alcancéen la salida.

—Espera, Lisa. Hablemos.

Frenó y se giró hacia mí con los ojos brillantes por laslágrimas que estaba conteniendo. Al verla así, sentí unasacudida incómoda en el pecho.

—No hay nada de lo que hablar. Me he equivocado. Hecometido un error tremendo al que tendré que ponerleremedio, pero te agradecería que te mantuvieses alejado de mícuando no estemos en la consulta. Por favor.

—¿Qué tiene de malo esto?

—Ya lo sabes.

—Tú también lo deseas.

—Hay un trecho entre desear algo y poder hacerlo.

—Yo no veo la diferencia.

—Tú no respetas las normas.

—Ni tú tampoco.

Fue un golpe bajo. Lisa sacudió la cabeza y se alejó denuevo caminando a paso rápido. Aún sentía el sabor de suslabios en la boca mientras la seguía.

—Está bien, haremos las cosas a tu manera, pero deja quete lleve a casa, ¿de acuerdo? No hablaré si es lo que quieres.Ni siquiera te miraré.

Ella asintió, conforme. Una vez montamos en el coche, latensión lo llenó todo. Mantuve la vista fija en la carreteramientras conducía. Cuando llegamos a su edificio, parédelante. El seguro del coche estaba echado y Lisa resopló.

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—Abre, por favor.

Lo hice y ella salió.

Me quedé hasta que desapareció dentro del portal. Con lavista fija en la carretera desierta, me llevé una mano a loslabios, sorprendido al notar aún el tacto de ella, su deliciososabor. Y el problema era que de repente quería más. Muchomás.

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La última vez que Ethan había ido a la casa donde habíacrecido fue el verano anterior, cuando la señora Evans murióde un infarto. Sarah lo llamó y él acudió. Fue al funeral y sequedó un par de días antes de volver a marcharse. La empresaiba viento en popa y estaba tan implicado en ella que no teníatiempo para mucho más. Además, su padre parecía másentero, aunque no tenía nada que ver con el hombre que élhabía conocido antes de la muerte de su madre.

El tiempo fue pasando y las cosas le iban bien.

Hasta esa fatídica mañana. Su secretaria le dijo que teníauna llamada de una tal Erika Donovan. Él no conocía aninguna mujer que se llamase así y tenía mucho cuidado a lahora de dar su número. Aceptó la llamada. Cuando se puso alteléfono, una mujer con un acento que él reconocería encualquier parte empezó a hablar y a él le costó entender loque decía.

—Sarah está mal… Debería usted ocuparse de ella… No esjusto… —La oía de forma entrecortada, como si no hubiesecobertura—. Las heridas… al verla he pensado que debíasaberlo…

—Espere un momento, por favor. La llamo desde otra línea.

No estaba seguro de qué ocurría, pero había nombrado aSarah y empezó a preocuparse. Salió de allí y llamó al númerocon su propio móvil, desde el garaje de la empresa. La mujerrespondió al segundo tono. En esa ocasión se escuchaba bieny le dijo algo que no olvidaría jamás: su hermana Sarahestaba llena de cardenales y tenía algunas heridas. Erika erauna profesora sustituta con quien había hecho buenas migas,a pesar de que no había querido decirle quien le habíainfligido aquello. Le comentó que había llamado a losservicios sociales y que no tardarían en presentarse en sucasa.

Ethan apenas escuchaba nada. Fue como si su mente sequedase en blanco. Lo único que recordaba era colgar el

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teléfono, arrancar su coche y poner rumbo hacia allí como unrobot. Cuando llegó a su casa, Sarah estaba sola. Sesorprendió al verlo. Ethan la cogió de la mano y tiró conbrusquedad de la manga de su pijama para descubrir su pielllena de señales.

Fue como si se las acabasen de infligir a él. Un dolorintenso y profundo lo atravesó y notó un sabor ácido en laboca. Miró a su hermana a los ojos.

—¿Te lo ha hecho él?

—No. Yo…

—Sarah, dímelo.

Los ojos de su hermana se llenaron de lágrimas.

—Solo ocurre cuando bebe demasiado, ya sabes cómo sepone, pierde el control y no es él mismo. Y yo… yo… creo queme lo merezco. Puedo entenderlo. Ella murió por mi culpa…

—Dios mío.

Ethan se debatió entre abrazarla o golpear la pared quetenía al lado, pero estaba tan alterado que no consiguió hacerninguna de las dos cosas. Se sentía en shock. Su padre sehabía convertido en un alma en pena, sí, alguien que no seocupaba de sus hijos ni de sí mismo, pero jamás pensó quetambién había terminado siendo un monstruo, uno que él noreconocía.

—¿Desde cuándo…?

—Antes era algo puntual, pero desde que murió la señoraEvans y empecé a pasar más tiempo en casa la cosaempeoró… —Seguía llorando en silencio—. Lo siento.

—Tú no tienes nada que sentir, Sarah, cariño.

Ethan la sujetó de las mejillas cuando escuchó elchasquido de la puerta. Su padre entró en la casa. Y él perdióel control. Fue instantáneo. No lo había planeado, ni siquierasabía que tuviese dentro tanto odio y tanta rabia, pero encuanto lo vio lo dejó salir y lo siguiente que recordaba era que

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unos agentes de policía lo estaban sujetando como podíanmientras él forcejeaba para soltarse. Su padre estaba hechoun guiñapo en el suelo, con el rostro ensangrentado a pesar deque seguía respirando.

Él lo vio todo negro como si el mundo se acabase.

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SEGUNDA PARTE

LISA

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Había metido la pata hasta el fondo y más allá. ¿Qué digo?Estaba dentro de un pozo lleno de fango, debatiéndome sobrequé hacer. Lo correcto era explicar lo que había ocurrido ypedir que reasignasen su caso. Pero una parte de mí no queríahacerlo. Una parte terriblemente confusa, porque lo cierto eraque Ethan me importaba. Quería seguir al frente de su caso,quería ayudarlo y quería que pudiese hacerse cargo de la tutelade su hermana. Pero, además, la idea de no volver a verlo measustaba, porque me resultaba angustiante. ¿Cómo era posibleque me hubiese dejado llevar hasta ese punto?

Me di la vuelta en la cama. Era domingo. Al día siguientetenía consulta con él y aún no había tomado una decisión. Micabeza iba como una lavadora centrifugando a toda velocidad.No podía dejar de pensar en el beso que nos habíamos dado.Había sido el más intenso que podía recordar. Un beso salvaje,lleno de deseo contenido.

Supe desde el primer momento en el que lo vi que me daríaproblemas. En cuanto entró en mi despacho me estremecí.Todo mi cuerpo reaccionó ante su presencia como si loreconociese o nos hubiésemos visto en otra vida, aunqueaquello no tuviese ningún sentido. Su mirada grisácea eraprofunda, analítica y estaba cargada de desdén porque loúltimo que le apetecía era estar en aquel lugar. Era alto, con uncuerpo atlético y tenía una mandíbula marcada y varonil. Eltraje que vestía se ajustaba a todos sus ángulos. Nunca mehabía sentido tan atraída por un hombre antes siquiera deescucharlo hablar.

Yo estaba nerviosa, pero le sonreí antes de decirle:

—Bienvenido, Señor Donovan. Siéntese, por favor.

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Después tuve que aguantar su molesta actitud cuandoaseguró no necesitar todo aquello y, en última instancia,intentó sobornarme. Creo que jamás me había descolocadotanto un cliente como al verlo sacar la cartera. No supe si reíro cabrearme, pero opté por la segunda opción porque sabía queno podía dejarle ganarme terreno.

Y ahora ahí estaba, lamentándome porque había permitidoque me besara. Y peor aún, me había gustado demasiado.Tanto que me había faltado poco para no interrumpir el beso ydejarlo pasar al siguiente nivel y después… ¿ir a miapartamento? Supongo. Me estremecí al recordar sus palabrasla noche que me trajo en coche desde la casa de Amie.

Te daría tanto placer que todo el edificio nos oiría. Confíaen mí, sé de lo que hablo. Me gusta salvaje e intenso. Y a titambién te gustaría.

Esa promesa aún me atormentaba, porque lo deseaba de unamanera ilógica. Era mi paciente. No podía tocarlo. No podíagustarme. No podía sentir nada por él. Y estaba incumpliendotodas y cada una de las normas. Pero es que tenía algo…, algoespecial. No sabía ponerle nombre. Era la coraza con la que seprotegía lo que más me intrigaba de él. Había leído su informetantas veces que casi me lo sabía de memoria.

Varón que entra en la casa, encuentra a su hermana pequeñallena de cardenales y termina dándole una paliza al padre ycausante de ellas. Pese a que no era difícil empatizar con él, elestado necesitaba que pasase una serie de pruebas paraconfirmar que no se trataba de una persona habitualmenteviolenta, sino que había perdido el control de forma puntual.Yo estaba segura de ello. Lo veía en sus ojos. No era un malhombre, era… reservado, muy cerrado en sí mismo y lecostaba horrores hablar de sentimientos.

Me preguntaba cómo habría sido su infancia…

En ese instante me sonó el teléfono.

Era Daisy, mi mejor amiga desde que habíamos cursadojuntas los estudios de psicología en la facultad. Descolgué,

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todavía intranquila por lo que había hecho.

—¡Buenos días! ¿Cómo estás?

—Genial —mentí—. ¿Qué tal tú?

—Esta semana pongo rumbo a Londres. —Daisy erapsicóloga deportiva, la había contratado un equipo debaloncesto al que acompañaba en cada uno de sus partidos. Leencantaba su trabajo—. Solo quería asegurarme de que todoestaba bien.

Me sentí un poco culpable al darme cuenta de que mi amigaestaba preocupada por mí, pero por las razones equivocadas.No era Oliver lo que me rondaba la cabeza en esos momentos,sino Ethan. Le había hablado un poco de él en anterioresllamadas, pero sin entrar demasiado en detalles porque tenía lasensación de que me conocía mejor que nadie y no tardaría endescubrir que sentía algo por él.

—Sí, de verdad, no te preocupes por mí.

—Es que no dejo de pensar en ese… ese…

—¿Cabrón? —sugerí sonriendo con tristeza.

—Ese adjetivo es demasiado suave para él.

Me mordí el carrillo sin dejar de darle vueltas al problemaque tenía y me pregunté qué pasaría si se lo contaba a Daisy.Al fin y al cabo, estaba en la otra punta del país, conocía eloficio y era la persona más sincera del mundo. Lo único queme echaba atrás era el miedo atroz a que me juzgase, perosabía que tenía que afrontar las consecuencias.

—¿Puedo confesarte algo? Un secreto.

—Claro. Sabes que soy como una tumba.

—Y si te dijese que… —titubeé—. Que me gusta un pocouno de mis pacientes.

Hubo un silencio al otro lado.

—¿Cómo has dicho?

—No ha sido premeditado.

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—Te estás quedando conmigo. ¿Tú? ¿Precisamente tú, lachica a la que nunca le parece suficiente ningún hombre queconoce, vas y te enamoras de un paciente?

—Es que es… diferente. Nada adecuado, eso seguro. Y noestoy enamorada, no es eso. Es más bien una atraccióninexplicable. De hecho, sé que no es para mí.

—¿Y eso por qué?

—Porque es de los alérgicos al compromiso.

—Mira tú qué bien. Tienes un radar para los idiotas.

—Es que cuando lo tengo cerca… me cuesta hasta pensar—confesé bajito, como si pudiese escucharnos todo el edificioy revelar el secreto—. Y es imponente.

—Oh, joder, se trata de ese tal Ethan, ¿verdad? Del que mehablaste la última vez, el que está a la espera del juicio por latutela de su hermana.

—Sí. Dios mío, Daisy, ¿qué he hecho?

—No lo sé, dímelo tú.

—Nos besamos…

—¡¿Qué?!

Eso no había pensado contárselo, pero ya que le estabaconfesando lo que sentía, pensé que mejor abrirse del todo.Cogí aire e intenté serenarse antes de continuar.

—Fue anoche. Tenemos una amiga en común y nosconcertó una cita a ciegas. Y fue una noche maravillosa. Hayalgo entre nosotros, una especie de atracción que no habíasentido antes… Y no, no me digas que me estoy comportandocomo una cría tonta, porque eso, créeme, ya lo sé. Tengo quesacármelo de la cabeza cuanto antes.

—Lo que tienes que hacer es rechazar su caso.

—Pero… me preocupa.

—Ya me lo imaginaba.

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—¿Y si le toca alguien que no vea las cosas de la mismamanera? ¿Y si se lo asignan al señor Rowell? Estremendamente estricto, muy riguroso. Podría ser peligroso.

—Te estás implicando demasiado…

—No es eso, es que… ha debido de tener una vidacomplicada. Su padre no era un buen hombre. Y creo que él ysu hermana se merecen un respiro.

Mi amiga hizo una pausa al otro lado de la línea.

—Veamos, ¿cuánto tiempo es la terapia?

—Diez. Nos quedan unas semanas.

—Bueno, eso cambia un poco las cosas…

—¿De verdad lo crees?

—No sería lo mismo si fuese un paciente a largo plazo. ¿Yquién sabe? Quizá pueda surgir algo entre vosotros cuandotodo termine, ¿no crees?

—Lo dudo mucho…

No añadí que ya me había hecho a la idea de que Ethan noera un hombre que buscase nada serio. Pero la idea de pasaruna noche con él me hacía delirar. Me conformaba con eso. Afin de cuentas, apenas había experimentado nada igual antes.

—Mira, Lisa, lo que pienso es que es cierto que es pocoético que estés babeando por un paciente y que quizá lo mássensato sería derivar su caso, pero también entiendo que tepreocupe las consecuencias que tenga hacerlo y, además,¿sabes una cosa? Llevas toda tu vida siendo la chica perfecta,no va a pasar nada porque por una vez rompas las reglas.Todos hemos cometido alguna locura insensata.

Tragué saliva. Daisy tenía razón. Cuando colgué, me tumbéen el sofá con la vista clavada en la televisión, aunque enrealidad no estaba viendo lo que emitían.

Toda mi vida había sido la chica serena, sensata y calmada.

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Había sido una buena hija, de esas que siempre cumplen elhorario de queda, sacan buenas notas y jamás montan ningúnescándalo. Había sido una hermana generosa, una amiga fielde los míos y, pese a todo lo ocurrido, me había esforzado porser una novia ejemplar, aunque de poco había servido. En launiversidad, me limité a centrarme en mis estudios, aconseguir becas y a formar parte del grupo de teatro. Solo meemborraché una vez y juré que no lo haría más. Mis díashabían consistido en seguir una línea recta.

Ethan había sido un desvío imprevisto.

Y eso era preocupante y nada bueno.

Pero me resultaba tan excitante…

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Lisa tenía dieciséis años cuando conoció a Oliver. Eranuevo en el pequeño pueblo donde vivía, recién llegado deCalifornia a causa del trabajo de su padre. Tenía unosencantadores hoyuelos y una sonrisa que quitaba el aliento.Todas las chicas del instituto se volvieron locas por él encuanto entró en la clase y se presentó delante de todos. Pero,para su sorpresa, solo se fijó en ella.

Ocurrió cuando unos días más tarde anunciaron quepronto se celebraría el baile de otoño y que irían por parejas.Lisa estaba escribiendo en su cuaderno cuando él se le acercóal acabar la clase.

—Hola.

Ella levantó la vista.

—Hola…

—Me preguntaba… —Oliver se revolvió el pelo connerviosismo—. Me preguntaba si te gustaría ser mi pareja enel baile de otoño. Quizá ya te hayas comprometido conalguien, pero…

—No, estoy libre. —Le sonrió.

Unas semanas más tarde, él pasó por su casa pararecogerla. Su madre les hizo la típica fotografía bajo lasescaleras del rellano. Lisa estaba emocionada. Ella y su mejoramiga, Claire, llevaban toda la semana hablando del vestidoque llevarían, las canciones que sonarían y cosas por el estilo.Pero la noche fue mucho más perfecta de lo que podría haberimaginado. Oliver era… increíble. Olía tan bien… Y la mirabacomo si fuese única en el mundo. Se pasaron la nochepegados, con las manos entrelazadas. Lisa sentía que estabaflotando en una nube. Cuando todo terminó, él la acompañó acasa.

—Me lo he pasado muy bien —le dijo.

—Yo también —contestó ella sonrojada.

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Y en ese momento Oliver se inclinó y le dio su primer beso,el más maravilloso que pudiese haber imaginado. Lisa leentregó su corazón en ese mismo instante, delante de la puertade su casa.

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13

Todo mi cuerpo se estremeció en respuesta en cuanto élpuso un pie en la consulta. Me esforcé por mantenerme serena,pero era difícil. Vestía un traje oscuro, aunque no llevaba lachaqueta y se había aflojado el nudo de la corbata. La camisablanca la llevaba un poco arrugada por fuera del pantalón y susojos grises de clavaron en mí con una intensidad arrolladora.Respiré profundamente un par de veces.

—Buenos días, Ethan.

Traté de sonar indiferente.

Él se sentó en la silla de enfrente.

—Te noto distinta… ¿un fin de semana interesante?

Le dirigí una mirada de advertencia, porque si quería queaquello funcionase (y sí que quería) tenía que mantener lasdistancias. Terminé de escribir en mi libreta y la dejé a unlado. Luego me centré en él, preguntándome por dóndeempezar.

—¿Cómo van las cosas por casa?

—Bien, muy bien. O eso creo.

—¿Qué tal con Sarah?

—El otro día discutimos porque ella quería helado deturrón y yo de chocolate. Por si lo estás dudando, lo echamos acara y cruz y ganó ella. Y luego me pregunté, ¿por quédemonios no podemos comprar dos cajas? Y ella se enfadóporque lo consideraba trampa.

Sonreí levemente. Después me incliné hacia él.

—¿Notas a Sarah cambiada?

—Ya no tiene heridas.

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Lo dijo bajito, pero con tal contundencia que me estremecí.

—¿Quieres que hablemos de eso?

—No hay nada que hablar.

—Ethan, ¿qué sentiste cuando la viste ese día?

Él cogió aire de golpe y se echó hacia atrás reclinado en elrespaldo. Me miró como si no pudiese creerse que le hubiesehecho esa pregunta y sacudió la cabeza.

—¿Bromeas? Joder, sentí rabia. Una rabia inmensa.

—¿Te viste dominado por ella?

—Sí.

—¿Y qué piensas ahora?

Ethan se puso en pie. Yo estaba entre sorprendida ymaravillada de que por fin hubiésemos podido tocar ese tema,después de tantas sesiones dando vueltas y rodeándolo sinacercarnos. Había salido de repente, casi sin pretenderlo. Élcaminó de un lado a otro de la habitación. Parecía agobiado.Me entraron ganas de levantarme y consolarlo, pero sabía queno podía hacerlo. Me hubiese gustado abrazar a ese hombreque parecía tan fiero y que a mí me resultaba tan tierno sinrazón, porque era lo último que demostraba.

—Pienso… no lo sé… —Suspiró pesadamente—. No podíapensar en nada, ¿vale? No es que quisiese hacerle daño, es quequería… matarlo.

Me quedé sin habla. Él resopló.

—Joder, no pongas… no lo pongas en el expediente. Porfavor. Eso que acabo de decir, me gustaría que quedase entrenosotros. Lo que intento explicar es que tú no la viste. Estaballena de heridas. Y además creía merecerlas porque mi madremurió en su parto, como si eso la hiciese culpable de algo. Loúnico en lo que pude pensar cuando él entró fue en hacerledaño, mucho daño…

Sabía que no debía hacerlo, pero me puse en pielentamente.

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—¿Y luego te sentiste mejor?

—No. Me sentí y me siento como la mierda.

Presionó la frente contra el cristal de la ventana. Yo caminéhacia él como movida por un imán, porque había algo en sualma herida que me atraía peligrosamente. Apoyé una mano ensu hombro y todo él se estremeció.

—¿Por qué te sientes así?

—¿Podemos dejar la sesión ya?

—Por favor, continúa, lo estás haciendo muy bien.

—Esto no tenía que pasar —farfulló.

—¿El qué?

Se giró y me miró.

—Que me vieses así.

Vi que lo decía en serio. Por alguna razón, habíaconseguido entrar en él y eso lo descolocaba. La pasada noche,cuando cenamos juntos y nos tomamos esa copa, era Ethanquien llevaba el control de la situación y disfrutaballevándome al límite. Ahora ese era mi papel. Se habían giradolas tornas y él parecía incomodo y con ganas de huir.

—¿Por qué te sientes como la mierda?

—Porque nunca tendría que haber permitido que pasase.

—No fue por tu culpa.

—Sí lo fue. Yo soy el responsable.

—Ethan…

Cuando vi que tenía los ojos rojos, no pude resistirlo más.Me puse de puntillas y lo abracé. Él dejó que lo hiciese. Sabíaque era poco profesional por mi parte y que no estaba bien,pero sentí la necesidad de consolarlo en aquel momento tanduro para él. Estaba sufriendo. Lo notaba en cada gesto de surostro lleno de tensión.

—Tendría que haber estado allí para ella…

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—Y lo estuviste.

—No. Antes.

—No podías saberlo.

—Sí. La abandoné. La dejé a su suerte. Estaba demasiadoocupado con mi vida, mis cosas, mi empresa, mis amigos…Debería haber pensado en ella.

—La culpabilidad son piedras que nos impiden avanzar.

—Entonces estoy jodido. —Rio sin humor.

En esos momentos nos miramos fijamente y yo aparté mismanos de sus hombros, dándome cuenta de lo inadecuado dela situación. Pero él me retuvo sujetándome de las muñecas.No dijimos nada, solo nos quedamos respirando muy cerca.

—Gracias por esto —susurró él.

—No es nada, es mi trabajo.

Intenté alejarme otra vez, pero él me atrajo más.

—Lo que pasó el otro día entre nosotros… ese beso…

—No sigas, Ethan.

—Fue perfecto.

Nos quedamos callados. No pude evitar mirar sus labios,que me tentaban con tal intensidad que no sabía ponerlenombre a lo que me ocurría. Yo nunca había sido así. Mi largonoviazgo con Oliver había sido mucho más tranquilo ysosegado. Una de esas relaciones rutinarias, pero que al mismotiempo resultan confortables, como algo conocido.

—Ha sido una sesión muy… esclarecedora —dije con unnudo en la garganta, todavía muy cerca de él—. Si quierespuedes salir hoy un poco antes.

Ethan suspiró sonoramente y se apartó un poco.

—Bien.

—Nos vemos en la próxima sesión.

—Claro. Estaré impaciente.

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Se abrochó el botón del cuello de la camisa, me echó unaúltima mirada larga que me hizo estremecer, y salió. Soloentonces pude respirar. Me dejé caer en mi silla al notar queme temblaban las rodillas. No estaba segura de qué me ocurríacon ese hombre, pero hacía que volviese a sentirme como esaniña ilusionada de dieciséis años a la que le daban su primerbeso y no estaba segura de que eso fuese bueno, nada bueno.

Durante las siguientes horas del día, en las sesiones,conseguí centrarme y olvidar las sensaciones que Ethandespertaba en mí. Pero cuando el trabajo terminó y salí, mimente volvió a traicionarme. No dejaba de pensar en ese chicode doce años cuya madre había muerto al mismo tiempo queun bebé precioso llegaba a su hogar. ¿Cómo habríansobrevivido con un padre semejante? ¿Qué más se guardabaEthan en su interior? Ser testigo de la culpabilidad que cargabaera casi doloroso.

Monté en el autobús, fui a casa y cogí mi ropa de deporte.Después me acerqué hasta la clase de yoga a la que iba dosveces por semana dando un paseo. Cuando llegué, la profesoraaún no había aparecido. Amie me sonrió y estiré mi esterilla asu lado.

—¿Qué tal el día? —me preguntó sonriente.

—Genial. Pero necesito estirar los músculos.

Me dirigió una mirada significativa y carraspeó.

—¿Y cómo fue el sábado con tu cita?

—Mmmm… interesante. No apareció ningún pediatraencantador, ¿sabes? En su lugar vino un hombre de lo mástestarudo —comenté con ironía.

—Testarudo y atractivo.

—No voy a negarlo.

—¿Y fue… agradable?

—Supongo que sí.

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No estaba segura de si debía decirle a Amie que su amigoera mi paciente. En realidad, no me correspondía a mí hacerlo.Ethan me había arrastrado hasta una posición muy difícil. Memordí el labio con indecisión. Después terminé sacudiendo lacabeza.

—¿Por qué lo hiciste? —cuestioné.

—Pensé que te iría bien divertirte un rato después de lasúltimas noticias… Y confía en mí cuando te digo que Ethan esla persona adecuada para eso.

—Ya me lo imagino —dije entre dientes.

—Entonces… ¿no ocurrió nada?

—Pues no. Y no está bien lo de ir haciendo de Cupido porahí.

—Pero dijiste… dijiste que querías que te presentase aalguien.

—Ya, pero… —¿Cómo explicarle que Ethan hubiese sidoperfecto si no fuese mi paciente? Suspiré—. Lo sé. No meencontraba bien esa noche, aunque lo pasamos bien.

—Qué lástima.

La vi tan apenada que añadí:

—Bueno, en realidad… algo sí pasó. Pero fue una tonteríade nada. Un beso.

—¿QUÉ?

—Un beso muy corto —me apresuré a añadir.

—¡Buenos días, chicas! —exclamó la profesora de yogacon una sonrisa cuando entró en la sala—. Bien, idcolocándoos. Lamento la tardanza, empezamos ya.

—Exijo un café ahora luego y que me lo cuentes todo —siseó Amie mirándome con tanta curiosidad que me planteé sino hubiese sido mejor no decirle nada.

La clase de yoga avanzó sin contratiempos, pero me costóconcentrarme. Ethan estaba por todas partes, parecía que había

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llegado a mi vida para colarse por cada rincón y eso memolestaba. No estaba dispuesta a perder el control después delo mucho que me había costado encontrarlo. Seguí lasindicaciones de la profesora mientras intentaba relajarme.Cuando la clase iba a llegar a su fin, durante el corto periodode meditación, conseguí no pensar en nada y dejar la mente enblanco.

Al terminar, recogí mi esterilla.

Amie apareció frente a mí.

—¿La cafetería Mourt’s?

—De acuerdo.

Nos encaminamos hacia allí y nos sentamos en una mesa allado de la ventana por donde no dejaba de pasar gente, altratarse de una zona bastante céntrica. Amie pidió café y youna manzanilla. Me miró con una sonrisilla.

—¿Y bien? Tenía entendido que cuando Ethan daba alcancea su presa, es decir, besaba a alguien, era imposible escapar deél —se burló—. Esto es nuevo.

—¿Tienes muchas amigas que se hayan liado con él?

—¿Quieres que te sea sincera?

—Te lo agradecería.

—Pues sí. Tengo bastantes conocidas que han terminadocon él. Siempre líos esporádicos, por supuesto. Lo conocí en launiversidad cuando empecé a salir con Brian. Ya entonces eraconocido en el campus por su peculiar sentido del humor y suéxito entre las chicas. Por eso creí que podrías divertirte conél.

—Comprendo.

Le di un trago a la manzanilla porque me di cuenta de quetenía un nudo en la garganta. No debería importarme lo queEthan hiciese o dejase de hacer. Sacudí la cabeza.

—¿Y nunca salió en serio con ninguna?

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—No. Ethan no es el tipo de hombre del que hay queenamorarse. Más bien al revés. Está bien acercarse a élsiempre que sea para pasar el rato. Con esto no quiero decirque sea un mal hombre, en absoluto. Es… complejo.

—¿En qué sentido?

—No ha tenido una vida fácil. Y pese a esa actitud distanteque mantiene con todo el mundo, en el fondo es muy sensible.Casi tierno, diría yo.

Me pregunté si no debería detenerla. Las líneas quedelimitaban mi faceta laboral de la personal empezaban adesdibujarse cada vez más. Tenía la sensación de estarmetiéndome en la boca del lobo cada vez más. El problema eraque ya no encontraba la salida, porque era demasiado tardepara dar media vuelta y regresar.

—Parecía buena persona.

—Lo es. Y eso que ahora está pasando por un momentomuy difícil. —Saboreó su café y se echó hacia atrás—.Normalmente no suele estar tan tenso, quizá fue eso lo quenotaste raro en él. Tiene entre manos una situación delicada ymuy injusta.

—No, no fue eso… —Sacudí la cabeza con incomodidad—. Es que, como te he dicho, no me encontraba bien. El vinome sentó fatal, así que cuando me besó… bueno, no era elmomento adecuado. Pero fue amable. Me llevó a casa y nosdespedimos.

Amie me miró con cariño y suspiró.

—Y dime, ¿cómo estás tú después de lo de Oliver?

Escuchar ese nombre seguía dándome escalofríos.

—Bien. Está superado del todo. Quiero decir… fue solo, yasabes, la sorpresa inicial. Pero ¿sabes una cosa? He dejado desentir admiración por él y cuando eso ocurre se acaba el amor.Entonces ya no queda nada. Ahora solo es la persona que másme ha decepcionado en toda mi vida y poco más. Es triste,pero…

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—Eres demasiado benevolente —me cortó ella.

—¿Cómo debería actuar si no?

—Bueno, si dependiese de mí… le hubiese colgado de laspelotas. Y a ella le habría dado también un buen escarmiento.En serio, no te lo merecías, Lisa. Tú eres estupenda.

—Gracias.

Lo dije en serio.

Me había pasado meses como un alma en pena, siendo unespectro de lo que había sido años atrás, como si de repente noquedase nada de esa chica lista, entusiasta y llena de planes. Élno solo me había roto, sino que me había quitado la ilusión.

Una ilusión que de pronto volvía a prender, aunque notuviese que ser así. Porque Amie tenía razón: Ethan era elhombre perfecto para divertirse, no para encender una llamaque empezaba a cobrar fuerza lentamente, a pesar de lo muchoque intentaba apagarla.

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Decidieron irse a la misma universidad. Fueron unos añosmaravillosos. Oliver y ella estaban juntos todo el día, a pesarde que hicieron nuevas amistades en el campus. Ella seesforzaba por sacar buenas notas mientras que él se convirtióen el chico más sociable del curso. También continuaronmanteniendo sus relaciones de toda la vida, que eran fuertes yfirmes habiéndose forjado en el pueblo tan pequeño dondehabían vivido. Cuando llegaba el verano y regresaban a casa,todo volvía a ser como antes y a ella le encantaba estar allícon Claire, el grupo de siempre y sus padres.

Eran, sin duda, los mejores meses del año.

Entonces, Lisa volvía a sentirse como una niña nadando enel río, tomándose una cerveza en la taberna del pueblo otemerosa cuando Oliver la acariciaba en su habitacióntemiendo que sus padres pudiesen pillarlos. A veces tenía lasensación de que la vida le había dado una porción de suertedemasiado grande para lo que ella se merecía. Se lo dijo aOliver una noche, volviendo a casa.

—Creo que soy demasiado afortunada.

—¿Y eso por qué?

—Mírame. Estoy estudiando algo que me apasiona, tengouna familia que me quiere y me apoya, un novio guapo yencantador, una mejor amiga en la que confío a ciegas y unfuturo por delante.

—Es cierto. —Oliver le apretó la mano.

Ni un millón de años hubiese imaginado que todo esopudiese irse por la borda en un abrir y cerrar de ojos, como sihubiese vivido toda su vida dentro de una ilusión irreal.

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14

Me obligué a no reaccionar cuando Ethan entró en laconsulta. Había sido una mañana dura con otro paciente, peroverlo a él hizo que olvidase todo lo demás. Ese día llevabaunos vaqueros oscuros, negros, con una camiseta gris que seajustaba a su pecho. El cabello revuelto, como si acabase delevantarse. Y sus ojos tan claros como siempre.

Me miró de tal manera que me sentí como si fuese el platode su cena.

Él se sentó en su silla.

—Buenos días.

—Buenos días, Ethan. —Le eché un vistazo a su informe—. Nos quedan las últimas sesiones, pero debo decirte queestoy muy satisfecha con nuestro último encuentro. Creo quefue realmente esclarecedor. Te agradezco el esfuerzo, sé que esdifícil para ti.

—Bien, acabemos con esto cuanto antes.

Me abstuve de decirle que esa no era la actitud.

—Bien, me gustaría que retomásemos el tema donde nosquedamos. En concreto, fue en un sentimiento muy común ytraicionero. La culpa.

Ethan suspiró sonoramente, con actitud abatida, aunque aunasí me miraba a los ojos fijamente y parecía estar atento antecada uno de mis movimientos. Eso me ponía nerviosa y meexcitaba al mismo tiempo, de una manera incomprensible.

—Ya te lo dije, no hice bien las cosas…

—Creo que a todos sin excepción nos gustaría dar marchaatrás para poder cambiar algo de nuestras vidas. Es natural.Somos humanos, erramos, nos equivocamos. Precisamente poreso es fundamental aprender a deshacerse del peso de la culpa.

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Caminar llevándolo a cuestas puede ser agotador, tú lo sabesbien.

—¿Qué te gustaría cambiar a ti?

Me tensé al instante por su pregunta.

—No estamos hablando de mí.

—Ya, pero me interesa saberlo.

—No soy yo la paciente, Ethan.

Intenté mostrarme serena y firme, pero al mismo tiempoamigable. No quería echar por tierra los últimos avancesdespués de lo mucho que le había costado abrirse.

—Dime una cosa. Si te hago la misma pregunta cuandotermine la sesión y salgas por esa puerta, ¿me responderás?Dentro de treinta y cinco minutos habremos acabado.

—Ethan, ciñámonos al plan de hoy, por favor.

No pareció hacerle gracia, pero cedió. Me fijé en sus labios.Eran perfectos. ¿Cuántas chicas se habrían derretidomirándolos? Recordé lo que Amie había dicho sobre su famahabitual, incluso ya en la universidad. Aparté la mirada cuandoél me pilló.

—Tú también pareces distraída.

—La culpa, Ethan. La culpa es ese último escollo que seinterpone. Me gustaría saber algo: ¿también te sientes culpablepor lo que le hiciste a tu padre?

Fui así de cruda y directa para evitar más distracciones.

Ethan se puso rígido al instante, molesto.

—Me siento culpable por haber perdido el control… —Miró sus manos—. No quería que pasase eso. No quería… nodebería.

—Querer y deber son cosas distintas.

—Lo sé.

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Y ahí estaba el punto al que nos había dirigido todo, el másimportante, el que más iba a importar al juez cuando evaluaseel caso junto a todas las conclusiones del equipo.

Me incliné un poco en la mesa para mirarlo.

Casi recé para que su respuesta fuese no.

—¿Habías perdido antes el control así?

—No. —Resopló. —¡No, joder!

Se puso en pie. Parecía enfadado conmigo y tambiénconsigo mismo. Se echó el cabello hacia atrás y caminó de unlado a otro hasta que paró y respiró profundamente.

—Nunca he sido violento. Nunca. Y créeme, tendríamotivos para haber caído en eso. He conocido a chavales…chavales que por mucho menos han acabado en las calles, ¿deacuerdo? Cuando ves tanta mierda desde pequeño es difícilsalir de ahí. Tienes que quitarte la mugre de encima, tienes quereinventarte, aprender a sobrevivir por tu cuenta. No tuve unamadre que me leyese cuentos por las noches ni un padre queviniese a verme jugar en los partidos del instituto. Siempreestuve solo. Muy solo.

—Ethan…

Yo tenía un nudo en el pecho y también me puse en pie,pero lo hice despacio porque no estaba segura de si queríainterrumpir aquel momento. Él parecía otra persona, como side repente, de golpe, se acabase de abrir ante mis ojos. Nisiquiera sabía qué era lo que le había hecho romperse así, peroestaba fascinada y sorprendida.

—Déjame terminar —replicó secamente—. Mi infancia fueuna mierda. Ni siquiera creí que fuese a ir a la universidad ycuando al final lo hice fue liberador. Como escapar de unacárcel. El problema es que olvidé que en esa cárcel compartíacelda con otra persona.

Un silencio largo llenó la habitación.

—Eres demasiado duro contigo mismo.

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—Es lo que me merezco. Y sobre tu pregunta, esapregunta… no, no soy violento. Créeme, si lo fuese, le hubiesedado un buen golpe a mi padre mucho antes, a los catorce añosya hubiese sido capaz de tumbarlo. Ahora me pregunto si nodebería haberlo hecho para evitar todo esto… toda esta mierda—concluyó cabreado.

—No podías saberlo, Ethan.

Se desplomó en la silla poco después.

Estaba tan abatido, como si se hubiese vaciado, que decidícambiar el curso de la sesión e ir hacia algún tema mástranquilo. Daba la sensación de que había sacado parte de loque llevaba tiempo cargando. Me pregunté cómo se sentiría enesos momentos.

—¿Cómo van las cosas con tu hermana?

—Bien, bastante bien, cada vez mejor. Sarah es divertida.Se esfuerza en clase y más o menos la convivencia estáresultando más fácil de lo que pensaba.

—¿Cómo te gustaría que fuese el futuro?

Me miró un poco distraído, como sin fuerzas.

—No tengo grandes planes. Solo quiero que todo esteinfierno termine de una vez por todas. Después me gustaríacentrarme en la empresa y que Sarah terminase el curso yfuese a la universidad. Sí, eso es lo que quiero. Tengo dinero,puedo darle un buen futuro. Ella no tendrá que trabajar losfines de semana ni en verano, tan solo estudiar, divertirse consus amigas, conocer chicos, ir a alguna fiesta… el tipo decosas que hacen las chicas de su edad. Para eso es la juventud,para vivirla al máximo.

—Me parece un plan fantástico.

Ethan se removió con incomodidad en la silla.

—¿Te importa si hoy acabamos antes?

—De acuerdo, no hay problema.

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Lo dejé ir porque la sesión había sido esclarecedora, porqueél parecía a punto de querer huir como un tigre dentro de unajaula y porque tenerlo tan cerca y verlo tan desmoronadoempezaba a pasarme factura. Me daban ganas de levantarme yacercarme a él, de romper las barreras que inevitablementehabía entre nosotros… y eso no estaba nada bien. Así que,cuando lo vi salir a toda velocidad, casi fue un alivio.

Me tomé diez minutos de descanso hasta que llegase misiguiente paciente. Después la mañana transcurrió tranquila enuna rutina casi apacible, con el eco de Ethan ya lejano.

Esa tarde me fui a tomar un café sola. Leí un periódico quealguien había abandonado en una mesa y estuve echándole unvistazo a las redes sociales intentando no toparme con nadadesagradable, es decir, ninguna cosa relativa a Oliver. Pordesgracia, no fue así. Entre un montón de nuevaspublicaciones de amigos, los vi. Fue un instante, pero mi dedose quedó congelado en la pantalla del teléfono. Ahí estaba. Éltan guapo y alto, sonriente. Ella deslumbrante como una actriz.Juntos como si así hubiesen estado toda la vida, algorelativamente cierto. Tragué para deshacer el nudo de migarganta y lo quité.

Ya era tarde cuando regresé a casa. Pensé en pedir unapizza para cenar, pero al final deseché la idea. Se me había idoel apetito. Puse agua a calentar y me preparé un té con leche.Acababa de servírmelo en una taza cuando llamaron al timbre.

—¿Diga? —pregunté al telefonillo.

—Soy Ethan.

Me quedé paralizada.

Podría haberle dicho que tenía visita. O que no deberíaestar allí, en mi casa y cuando era tan tarde. O que era mejorque se fuese. Pero no hice nada de todo eso. En su lugar,apreté el botón y abrí, sintiendo un cosquilleo en la tripa.

Subió por las escaleras. Oí cada paso que daba.

Cuando apareció delante de mi puerta todavía respirabaagitado. Sus ojos se clavaron en los míos y todo él me pareció

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tan alto, misterioso y fascinante que me temblaron las piernasy el corazón empezó a latirme con fuerza.

—No puedo soportarlo más —susurró Ethan.

Y un segundo después su boca cubrió la mía. Me sujeté asus hombros. Él me alzó en brazos y entró en mi apartamento,escuché el clac de la puerta al cerrarse a su espalda. Mispiernas rodearon sus caderas, mis manos le quitaronrápidamente la chaqueta que cubría sus hombros y mis labiosse movieron sobre los suyos correspondiendo aquel beso.

Sabía que estaba mal, pero no podía pararlo.

Por una vez, me estaba saltando las normas.

—Joder… —Él tiró de mi camiseta.

Y cuando se arrodilló delante de mí y posó sus labios en miestómago, junto al ombligo, supe que estaba perdida. Misdedos se enredaron en su pelo y cerré los ojos.

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Muchos años después, Lisa siguió sintiéndose igual: casiculpable por tener una vida tan dichosa. Se mudó con Oliver aun piso en la ciudad cuando acabaron la universidad; habíasido la mejor de su promoción y consiguió encontrar trabajoen el hospital que siempre había tenido en el punto de mira.La única pega de aquello, fue que aquel verano no podríaregresar a casa. Y era una lástima, porque ahora que habíandecidido casarse y tenían fecha para la boda, le hubiesegustado poder celebrar la noticia junto a sus seres queridos,preparar una comida o algo así. Sin embargo, estaba tancontenta por tener la oportunidad de ayudar a la gente yllevar a cabo su labor, que cuando se despidió de Oliver lohizo con una sonrisa y un beso en la estación, antes de que élcogiese su autobús.

Ese verano se sintió algo sola sin él, pero aprovechó eltiempo libre para apuntarse a yoga, leer y pasear sola.Además, trabajaba tantísimas horas que tampoco le sobrabademasiado. Hacia mediados de verano, le comentaron quepodía tomarse cuatro días libres. Lisa decidió ir al pueblopara darles una sorpresa a todos. Cuando llegó, sus padres larecibieron contentísimos, saltando de emoción. Estuvo un ratocon ellos antes de comentarles que iría a buscar a Oliver.

—¿Cenaréis aquí? —preguntó su madre.

—Sí, de acuerdo, cuenta con nosotros.

Lisa montó en su coche y condujo hacia el otro lado delpueblo. Cuando llegó a la casa de los padres de Oliver,aunque hacía mucho que estos se habían mudado a la costafrancesa, llamó, pero como nadie contestó, cogió la llave quehabía bajo el felpudo y entró. En el piso de abajo no se oíanada. Pero, conforme subió las escaleras, empezó a escucharpequeños lamentos, como si alguien estuviese llorando.

No fue hasta que estuvo delante de la puerta de lahabitación de Oliver cuando se dio cuenta de que no eranlamentos, sino gemidos. Claire, su mejor amiga, se retorcía de

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placer mientras su novio la embestía con fuerza, ajeno alcorazón que en esos momentos empezó a romperse.

—¿Oliver? —Casi ni le salió la voz.

—¿Qué? —Él se apartó de Claire al instante, entreconfundido y sorprendido. Su amiga se tapó con la sábana yOliver se subió los pantalones—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Así que eso fue lo primero que dijo. No un “lo siento”, sinoun “¿qué estás haciendo aquí?”, como si la culpa de aquellofuese de ella. Lisa salió huyendo, con los ojos llenos delágrimas. Tropezó en las escaleras y cayó, doblándose eltobillo. Oliver iba detrás, con cara de pánico.

—Espera. ¿Estás bien?

—No me toques.

—Lisa, esto no es importante. Quiero decir… —se aturullóy se mesó el pelo—, que no siento por ella lo que siento por ti.Solo ha sido algo puntual.

Ella no lo escuchó. No podía escuchar nada. Con el piedolorido, cojeando, salió de aquella casa sin mirar atrás yechó a caminar calle abajo con el corazón hecho añicos y losojos anegados de lágrimas.

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TERCERA PARTE

ETHAN

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15

Había perdido completamente la cabeza.

Así que fui a su casa, llamé al timbre, la besé y despuésempecé a desnudarla. Cuando me arrodillé delante de ella yrocé con mis labios su ombligo supe que me había cedido elcontrol. Enredó los dedos en mi pelo y entonces yo decidí ir amás. Bajé sus pantalones y la ropa interior, todo a la vez.Deseaba tanto aquello que no lo pensé antes de separarle unpoco las rodillas y hundir mi lengua en ella. Lisa soltó ungemido de placer tan alto que pensé que despertaría a todo eledificio. Jugué despacio, degustándola, regodeándome en lascaricias. A ella le temblaban las piernas.

—Por favor… Por favor, Ethan…

Y finalmente la catapulte hasta el orgasmo.

Lisa gritó con fuerza. Yo no me aparté hasta que terminó.Entonces me puse en pie, con los labios húmedos de ella y lamiré fijamente a los ojos. Esperé mientras Lisa terminaba dedesnudarme con las manos temblorosas. Disfruté de aquelmomento entre nosotros, ansioso y con ganas de mucho más.Ella parecía aturdida y muy despierta a la vez.

Me incliné hasta su oído.

—¿Alguna vez te has quedado follando durante toda lanoche?

Ella tembló, supongo que de expectación.

—No.

—Bien.

La alcé. Me rodeó las caderas con las piernas y apoyó laespalda en la pared de atrás. Le di el preservativo que había

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sacado del bolsillo de mi pantalón y, después, me hundí en ellade una sola estocada. Los dos gemimos fuerte. Cerré los ojos,apreté los dientes. Nunca había deseado tan intensamente anadie. Era como si el mundo se redujese solo a ella. Empecé amoverme cada vez más rápido. Lisa arqueó la espalda y meclavó las uñas en los hombros. Ni siquiera sentí dolor, solo…placer. Todo era placer. Un placer arrollador.

Acabamos los dos a la vez.

Fue una locura.

—Dios mío. —A Lisa le temblaba la voz mientras nuestroscuerpos seguían encajados. Me aparté un poco de ella parapoder bajarla al suelo.

—¿Estás bien?

—Sí. Yo solo…

Noté que después del subidón de la atracción inicialcomenzaban a aparecer las primeras dudas. Una arruga surcósu frente y yo la abracé.

—Tranquila.

—No debería…

—La vida es demasiado corta como para estar pensandosiempre en qué es lo más correcto. A veces dejarse llevartambién lo es. Mírame.

Alzó la cabeza y lo hizo, aún confundida.

—Tendré que dejar tu caso…

—No. No quiero otro terapeuta.

—Pero, Ethan…

La sujeté de las mejillas.

—Nadie se enterará jamás. Nadie tiene por qué saberlo.Aquí solo estamos tú y yo, ¿de acuerdo? Además, solo quedancuatro sesiones. Será fácil.

—No podemos repetirlo —dijo con un hilo de voz.

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—Vamos a repetirlo justo en unos minutos.

Lisa abrió los ojos y luego se echó a reír ante mideterminación. Demonios. Aquello ya no tenía nada que vercon esa tonta idea inicial de lograr que la psicóloga estuviesede mi parte, aquello era mucho más, claro que jamás se lodiría. Volví a besarla lentamente, disfrutando de la humedad desus labios. Nos encendimos de nuevo de camino a suhabitación cuando ella bajó todas sus defensas y se rindió alfin.

Cuando acabamos por segunda vez, ella se levantó ycomentó que tenía que ir al baño. Me quedé en su cama,desnudo. Y pensando. No dejaba de darle vueltas a lo quehabía ocurrido aquella mañana en su consulta, cuando algo sehabía roto dentro de mí de repente. Las cosas que habíansalido por mi boca… Yo era un hombre reservado, nuncahabía hablado con nadie tan claramente sobre mi juventud ymi pasado. Me aterrorizaba haberlo hecho precisamente conella, pero es que había algo en su voz y en su forma demirarme que parecían empujarme hacia el borde, como sisupiese tocar las teclas adecuadas para abrirme. ¿Quésignificaba eso? ¿Y por qué se me había metido tanto en lacabeza hasta el punto de acabar saliendo de casa por la nochepara ir a buscarla?

Nunca había hecho una tontería semejante.

Cuando Lisa regresó del cuarto de baño se tumbó a mi ladoy me pasó una mano por el pecho. Me quedé paralizado alprincipio, porque me pareció una caricia íntima, pero luegoreaccioné y la atraje hacia mí antes de taparnos con las mantas.Nos quedamos callados. No podía dejar de acariciarle el pelocon la mano que tenía libre.

—¿En qué piensas? —me preguntó ella.

—En nada. Solo… estoy aquí.

Lisa suspiró y sonrió. Apoyó la cabeza en mi hombro.

—Sobre la sesión de hoy… fue increíble, Ethan. Esa formade abrirte y de dejar salir todo lo que tenías dentro… Me gustó

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ver tus sentimientos.

Me estremecí en respuesta. ¿Sentimientos? Yo no teníajodidos sentimientos. Lisa me abrazó más fuerte y a mí mehubiese gustado desear levantarme y largarme, pero en lugarde eso me sentí reconfortado. Me entraron ganas de quedarmea dormir allí con ella. ¿Qué demonios me estaba ocurriendo?Yo no era así. No era así en absoluto.

—Solo estaba enfadado —dije por orgullo.

—El enfado también es un sentimiento.

—Bien, entonces tengo mucho de eso.

Lisa se echó a reír y me acarició la mejilla como si fuese unniño pequeño entre sus brazos. Me sorprendió la ternura delgesto. Mirándola, pensé que era la mujer mas hermosa quehabía visto jamás. Eso y que iba a ser imposible que mecansase de ella. Normalmente cuando terminaba de hacerlocon alguien, me sentía como si me desinflase. Dejaba de tenerinterés. Con ella me había ocurrido lo contrario. Después de loque acababa de ocurrir entre nosotros, lo único que deseabaera volver a hacerlo una y otra y otra vez.

Eso me asustó. Fue como si sonase una alarma en micabeza.

—Debería irme ya —dije de repente.

—Claro. —Lisa me soltó de golpe.

Se puso en pie y cogió una bata que se anudó a la cintura.Me sentí como la mierda de inmediato, pero me levanté y fuial salón para buscar mi ropa. Cuando me vestí, me acompañóhasta la puerta. Estaba seria. Me dieron ganas de borrarle lasarrugas de la frente.

—Oye, Lisa, yo…

—No hace falta que digas nada.

—Es que…

—Lo entiendo, de verdad. Sé cómo eres, Ethan. Y no te lodigo como algo malo, sencillamente es lo que hay. Ha sido

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divertido. Buenas noches.

Me cerró la puerta en las narices.

Me quedé ahí delante como idiota durante un buen rato,hasta que me giré y me marché. ¿Qué acababa de ocurrir?Había tenido el mejor sexo de mi vida con una mujer que meparecía guapa, inteligente e interesante. Luego habíaempezado a sentirme mal por pensar precisamente en todo eso.Pero ella no había titubeado ni un instante.

Subí en el coche y conduje hacia casa.

No podía sacármela de la cabeza. Seguía pensando en ella yen su cuerpo perfecto cuando abrí la puerta y me encontré aSarah en el sofá viendo una serie de televisión.

—¿No es un poco tarde para que estés despierta?

—¿Y no es un poco tarde para que llegues ahora?

—Te recuerdo que solo uno de los dos es adulto. Yo.

—¿Dónde has estado? —Quiso saber.

—Con una amiga. No es asunto tuyo.

—¿Una amiga que es psicóloga?

—Mmmm… —Me quité la chaqueta.

—Vamos, que sí. No me lo puedo creer. ¿Eres conscientede lo mal que podría salir esta jugada? Podrías meternos en unlío terrible a los dos.

—Eso no pasará.

Fui a la cocina y me serví un zumo. Gato intentó escalarpor mi pierna. Mi hermana me siguió como si fuese unainspectora jefa del cuerpo de policía.

—¿Estáis juntos?

—No, solo… ya sabes…

—Os acostáis.

—Eso.

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—¿Y no has pensado en ella?

—¿Qué tengo que pensar?

—Podrías romperle el corazón.

“Antes me lo rompería ella a mí”, pensé de repente y esome asustó, porque no era algo que se me pasase jamás por lacabeza. Inspiré con fuerza.

—Lo dudo.

—Tienes menos sensibilidad que un felpudo.

—Oye, controla ese genio.

—¿Y si le gustas de verdad?

—No lo sé. Mira, Sarah, ahora mismo no tengo la cabezapara hablar de nada de todo esto, ¿vale? Es tarde y estoycansado, acuéstate ya, por favor.

Mi hermana gruñó por lo bajo antes de dejarme tranquilo.Me fui al baño y me di una ducha larga. Me estremecí alrecordar el tacto de su cuerpo. Era como si volviese a tenerquince años y fuese la primera mujer que tocaba o algo así.Patético. Pero ahí estaba yo, pensando en sus ojos… y en susonrisa… y en su voz… Cuando normalmente me limitaba apensar en tetas, piernas y la redondez de un trasero.

Salí de la ducha, me puse ropa cómoda y me metí en lacama. Di vueltas, muchas vueltas. Tantas, que cuando medormí ya era de madrugada y terminé soñando con cierta chicade mirada astuta y carnosos labios capaces de hacermeenloquecer.

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—Uno, dos, tres, ¡y acción!

Amber Colwell se movió con soltura por delante de lacámara mientras se acercaba hasta la piscina de agua turquesadonde estábamos grabando el anuncio. Se lanzó al aguatirándose cabeza. Llevaba un bikini diminuto de color amarilloque dejaba a la vista sus impresionantes curvas. Cuandoemergió del agua, se apartó el cabello hacia atrás dejando a lavista un rostro perfecto y maquillado en tonos rosas ymarrones. Miró a la cámara.

—No permitas que el agua elimine tu belleza.

—¡Y… corten! —gritaron.

Me alejé un poco de la zona de grabación. Visto enperspectiva, probablemente Lisa tenía razón en que aquellacampaña era una soberana tontería. A fin de cuentas, no megustaría que mi hermana se viese obligada a maquillarseincluso para ir a la jodida piscina. Suspiré. No sabía qué meestaba pasando. Nunca me habían importado ese tipo de cosas.Yo no era así, sencillamente porque no me las planteaba.

Caden apareció a mi lado y se cruzó de brazos.

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—¿Ella? Espectacular.

—Ya.

—En serio, se come la cámara y…

—Déjalo ya —masculló molesto.

Lo miré enarcando las cejas. No me había fijado hasta esemomento en que Caden parecía cansado, con ojeras y el ceñofruncido sin mucho humor.

—¿Se puede saber qué te pasa?

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—Nada. —Juntó los deditos.

—Sé cuándo mientes, Caden. ¿La has jodido con Amber, eseso? ¿Has dicho algo inapropiado? En fin, sea como sea,puedes estar tranquilo. Hoy terminamos con el anuncio y lacampaña, mañana puedes romper con ella, ¿de acuerdo?

—Ese es el problema.

Lo vi morderse la uña del pulgar.

—¿Cuál, exactamente?

—¿Y si no quiero que rompamos?

—¿Qué?

—Ya lo has oído. Ella… me gusta. Joder, me gusta mucho.Y esto de tener una relación, aunque solo hayamos estadojuntos unas semanas, es… diferente. Está bien.

—¿Dónde está mi amigo y qué has hecho con él?

—Lo digo en serio, Ethan.

Me pasé una mano por el pelo, un poco sorprendido, nosolo por el hecho de que a Caden le gustase Amber de verdad,sino, sobre todo, por su facilidad para aceptarlo. No habíaempezado a poner mil excusas ni la había alejado de él, tansolo se había dejado llevar por lo que sentía. En eso consistíanlos sentimientos, supongo. La voz de Lisa hablando de lomucho que a mí me costaba abrirme y dejarlos salir sonó enmi cabeza. Recordé la noche anterior, cuando lo único quedeseaba era quedarme en su cama y, en lugar de hacerlo, habíasalido casi corriendo sin mirar atrás. Hasta Caden tenía másinteligencia emocional.

—Pues sigue con ella —lo animé inseguro.

—Ese es el problema. Si sigo con ella… tengo que contarlela verdad. Debería decirle que si estas semanas he estado a sulado es porque no podíamos perderla para el anuncio, pero meacojona que se enfade y quiera romperlo todo.

—No se lo digas.

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—Esa no es una opción, Ethan.

Me demostró una vez más que el que tenía dos dedos defrente de los dos era él. Suspiré y miré de reojo a la modelo,que estaba haciendo otra toma.

—Pues tendrás que arriesgarte.

—Ya. —Caden suspiró hondo.

Los siguientes días fueron una sucesión de horas terribles yde poco sueño. Irina se acercó para hacernos una visita y todofue sobre ruedas. Yo intenté concentrarme en el trabajo para nopensar en todos los problemas que tenía encima y, sobre todo,en Lisa. Pero, por supuesto, no lo conseguí. De alguna maneraretorcida, ella lo había llenado todo. Había algo en su mirada yen su tono comprensivo que me atraía y me hacía abrirmecomo nadie más había logrado antes. Eso me atemorizaba deuna manera inexplicable.

Así que, durante esos días, cada vez que sentí el impulso decoger las llaves e ir a su apartamento de nuevo, me frené enseco. Sin embargo, cuando llegó la siguiente sesión, supe queno podía hacer nada por evitar verla. Me dirigí hacia laconsulta como quien va camino al purgatorio. Aparqué cerca ysubí en el ascensor.

—Buenos días, Ethan.

Su voz fue como un golpe.

—Buenos días —murmuré.

No tenía ni idea de qué cojones me estaba ocurriendo. Mesenté en mi sitio y la miré mientras ella terminaba de anotaralgo en una libreta. Estaba preciosa de una maneradeslumbrante. El cabello le rozaba los hombros y deseé irhacia ella, besarla y hacerla mía encima de esa misma mesa.Sentí que me excitaba solo al pensarlo. Estaba enfadadoconmigo mismo por ello. Se suponía que debía tener elcontrol, que solo iba a ser un lío divertido del que ademáspodía sacar cierto beneficio, no que acabaría comportándomecomo un adolescente hormonado y muy necesitado de afecto oqué sé yo.

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—¿Todo bien? —Me miró.

—Sí. —Casi fue un gruñido.

—Te noto un poco tenso.

—¿Yo tenso? —Me reí, lo que me faltaba. Sacudí la cabezacon ganas y me recosté en el asiento—. En absoluto. Estoyrelajado. Muy relajado. Bien, ¿de qué hablaremos hoy? ¿Desentimientos? ¿De mariposas? ¿de arco iris de paz?

Ella apretó los labios sin humor.

—No es gracioso.

Me encogí de hombros.

—Podemos hablar de lo que tú quieras —continuó Lisa—,de lo que te preocupe o, por ejemplo, lo que estés pensando enestos momentos.

—En estos momentos… —La miré fijamente—. ¿Quieresque sea sincero?

—Claro, siempre.

—Estoy pensando en lo mucho que me gustaría desnudartey follarte sobre la mesa.

—¡Ethan! —Sus pupilas se dilataron.

—Esa es la verdad.

—Sincero con filtros.

—Vale. Entonces, estoy pensando en el acto sexual.

A Lisa no pareció hacerle gracia. En realidad, no lo era.Pero al verla así, después de todos esos días de ausencia yganas, tenía la sensación de que estaba perdiendo la cabeza. Lasesión prosiguió sin más contratiempos, aunque era evidenteque ninguno de los dos podía apartar la vista del otro. Cuandoterminamos, pasé por su lado.

—¿A qué hora acabas? —pregunté.

—Antes de comer, ¿por qué?

—Te estaré esperando…

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Fue suficiente para que los dos respirásemos más agitados.Salí de allí y estuve un rato trabajando en el coche,contestando correos pendientes. Cuando llegó la hora decomer, me dirigí hacia su casa. Ella aún no estaba, pero la villegar caminando por la calle.

—No deberías estar aquí.

—Ya, pero estoy.

No dijimos nada más. Lisa encajó la llave en la cerradura yyo le aparté el pelo para besarle en la nuca. Nos faltó poco,muy poco, para hacerlo en el ascensor. De hecho, mientrassubíamos, mis dedos estaban dentro de su ropa interior y sumano apretaba mi erección de tal manera que pensé que podríaacabar antes de empezar. Ya en su piso, no llegamos adesnudarnos del todo antes de acabar en el sofá, haciéndolocon movimientos salvajes y rápidos, con un deseo que iba másallá de lo que había experimentado hasta entonces. Era comosi no tuviese suficiente con su cuerpo y quisiese más de ella,aunque aún no sabía qué. Y besarla era mi perdición. Colé lalengua en su boca cuando me corrí.

Después me quedé vacío, tumbado sobre ella, que estabatemblando.

Las oleadas de placer fueron remitiendo lentamente.

Lisa enredó sus dedos en mi pelo.

—Voy a dejar tu caso.

—¿Qué? ¡No!

—Shh, tranquilo. —Me abrazó—. Apenas quedan sesionesy ya has hablado de lo más importante. He preparado uninforme con todo ello. Un informe muy positivo, Ethan,porque pese a todo, pese a lo idiota que eres a veces, creo queeres un buen hombre y que estás capacitado para cuidar a tuhermana. Confía en mí, irá bien.

Escondí el rostro en su cuello, un poco confuso. De repenteme di cuenta de que entonces ya no me quedaría ningunaexcusa que decirme a mí mismo para seguir viéndola. Solo

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quedaría la verdad: quería pasar tiempo con Lisa. Iba más alláde mi situación, más allá de todo. Por primera vez en mi vida,tenía ganas de estar junto a una persona a todas horas del día.Quería hablar con ella, volver a salir a cenar como habíamoshecho aquella noche, llevarla de la mano cuando Amie hicieseuna de sus quedadas…

Sentí una intensa presión en el pecho.

Me ahogaba.

Me levanté.

—¿Ethan?

—No puedo… no puedo.

—¿Qué te pasa?

—No puedo respirar.

Lisa se colocó frente a mí. Parecía serena.

—Mírame. Cuenta hasta veinte conmigo, ¿de acuerdo? Loharemos a la vez. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… —Lo hicementalmente—. Seis, siete, ocho…

Me di cuenta de que poco a poco iba respirando mejor. Lasensación de presión en el pecho aflojó. Tenía las manos deLisa en las mejillas y lo único que deseaba era que no mesoltase. Nunca me había mostrado tan vulnerable con nadie.

—¿Mejor? —preguntó.

—Sí, joder.

—Se llama ansiedad, Ethan.

—Yo no tengo nada.

—Escúchame. Has pasado por situaciones muy difíciles sincompartirlas con nadie, y ahora todo esto de tu hermana… esnormal que no sepas cómo canalizar tanto.

Me quedé callado, sin saber qué decir.

—¿Y qué sugieres?

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—Creo que hay algo que podría ayudarte. ¿Has hecho yogaalguna vez?

—Demonios, ¡no!

—Venga, sígueme.

—¿Cómo?

Fui tras ella y subimos unas escaleras que conducían a unapequeña terraza. Desde allí se veía toda la ciudad. El vientoera templado. Me pidió que me quedase allí un momento ycuando regresó lo hizo con dos esterillas y una botella de agua.

—¿Qué pretendes?

—Te ayudará a relajarte, confía en mí.

Y eso hice, confíe en ella. Durante la siguiente hora, unamúsica instrumental nos acompañó mientras Lisa ibacambiando de postura y yo intentaba imitarla. En algúnmomento, no sé exactamente cuándo, sentí que dejaba depensar en nada. Allí solo estábamos nosotros en esa terraza enmedio de la ciudad.

Cuando acabamos, me miró sonriente.

—¿Tenía razón? —preguntó.

—Un poco. Solo un poco.

—Bien, me sirve con eso.

Recogimos las esterillas y bajamos.

—Yo debería haber ido a trabajar —comenté, pero entoncesla miré y me di cuenta de que no quería despedirme de ella,aún no—. Pero acabo de recordar que no hemos comido. Noalgo que sea comestible, al menos.

Lisa se sonrojó y cogió el teléfono.

—¿Pido algo para llevar?

—Perfecto.

Acabamos los dos en su sofá, relajados y comiendo unapizza cuatro estaciones mientras veíamos la televisión. Puede

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parecer poca cosa, pero para alguien como yo era inaudito.Jamás había tenido tanta intimidad con una mujer. Aquelloera… parecía una escena típica de una pareja en confianza.Sentí miedo. Pero también algo reconfortante.

—¿Todo bien? —Lisa me miró de reojo.

—Sí. Genial. Perfecto. Claro.

—Ethan, tranquilo.

Volvió a mirar la televisión.

—¿Por qué lloraste aquel día?

Lo solté así, de golpe. Hasta entonces me lo habíapreguntado muchas veces, pero siempre me repetía que nodebería tener tanta curiosidad por ella. Ahora, sin embargo, yaera inevitable. Necesitaba saberlo. Era como si después dehaber traspasado las barreras físicas entre nosotras, empezase aquerer ir más allá de las emocionales.

Lisa me miró entre sorprendida y asustada.

—¿A qué viene eso ahora?

—Bueno, tengo curiosidad. ¿Y por qué no? Tú mismasiempre hablas de abrirse, ¿no? De dejar ir nuestrossentimientos. Deberías aplicarte el cuento.

Ella cogió aire y lo dejó escapar despacio.

—De acuerdo, tienes razón… —cedió aún insegura—. Erapor la fecha. Ese día… digamos que iba a ser uno especial paramí y no fue así.

—No estás siendo nada detallista.

—Bien, dicho de otra forma: mi novio de toda la vida meengañó con mi mejor amiga. Los pillé juntos. Fue horrible.Todo en lo que había sustentado mi vida voló por los aires enapenas unos minutos. Nosotros… estábamos prometidos.

—Comprendo…

Lo que comprendía era que de repente odiaba a ese tío porhaber tenido la suerte de estar a punto de casarse con Lisa.

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¿Qué me pasaba? Estaba celoso sin razón. Y más que celoso,cabreado con él por haber sido un cabrón insensible y hacerledaño.

—Lo teníamos todo casi preparado. Habíamos reservadouna casa campestre para celebrar allí la boda y hasta losmúsicos estaban contratados. Y él… bueno, la fecha oficial erahace un par de semanas.

—El día que lloraste.

—Sí. La cuestión es que la boda no se canceló. Al menos,no la suya. Aprovechó los restos de lo que quedó de la nuestray ese mismo día se casó con Claire, la que había sido mi mejoramiga desde que íbamos a la guardería. Ahora son marido ymujer.

—Joder.

—No me malinterpretes, no me importa lo que haga Olivero deje de hacer. Ya no siento nada por él, solo decepción.Sencillamente el gesto fue… feo. Terrible. Podrían haberelegido otra fecha, otro lugar, otro todo… pero no. Y lo peores que vivimos en un pueblo muy pequeño, tenemos tantosamigos en común… tantas vivencias…

Vi que una lágrima se deslizaba por su mejilla, aunque ellahabía hecho todo lo posible por evitarlo. Me salió naturalinclinarme y abrazarla, pegándola contra mi pecho.

—No pretendo darte pena —gimoteó.

—Cállate ya —le susurré al oído.

—Es solo que quiero que sepas que sé lo que es esto.

Se apartó un poco, aún llorosa, y nos señaló a los dos.

—¿Esto? ¿A qué te refieres?

—A nosotros.

—¿Y qué es?

El corazón me latía tan rápido de repente que pensé que seme iba a salir del pecho. Respiré profundamente, incapaz de

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apartar los ojos de ella.

—Sé que jamás habrá nada real entre nosotros. Y con realme refiero a una relación de verdad. No tienes que sentirteculpable, soy consciente de lo que hay.

—Ya. —Tenía un nudo en la garganta.

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Me asignaron un psicólogo que tenía el cabello blanco yuna barba espesa que no podía dejar de mirar. Sin embargo, elhombre era agradable, casi simpático. No hurgaba como Lisa,sino que más bien dejaba que las horas pasasen sin hacer grancosa. Me quedaban tres sesiones con él y por fin todo aquellohabría terminado.

Así que, durante esas semanas, me limité a trabajar, salircon mi hermana a menudo y… visitar a Lisa. No sé en quémomento se convirtió en una adicción, pero el día que poralguna razón no podía verla me desesperaba tanto queterminaba llamándola por teléfono para preguntarle cualquiergilipollez.

—¿Qué has cenado?

—¿En serio, Ethan?

—¿Qué pasa?

Lisa se rio al otro lado de la línea.

—Pollo al limón, ¿y tú?

—Lasaña. He salido a cenar con Sarah.

—¿Todo bien?

—Sí, hemos estado hablando dos horas sobre la funciónescolar de fin de curso y es probable que me estalle la cabeza,pero sí, todo genial.

Lisa volvió a reírse y me di cuenta de lo mucho que megustaba conseguir que lo hiciese. Carraspeé y me recosté en lacama.

—Deberíamos hacer sexo telefónico.

—¿Bromeas?

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—Echo de menos mi sesión diaria.

—Haber venido a verme.

—Sabes que tenía una reunión a última hora. Eraimposible. Y créeme, me he pasado toda la reunión pensandoen lo mucho que me apetecía estar entre tus piernas.

—¿En serio? —Bajó el tono de voz.

—Sí. Se me ha puesto dura.

—¡Ethan! —Se rio fuerte.

—Lo digo de verdad. Estaba hablando con el gerente deuna empresa y estaba empalmado pensando en ti. Es tu culpa,por supuesto. Tuya y de tus dos redondeadas y maravillosas…—La puerta se abrió de golpe—. ¡Sarah! Llama antes deentrar.

—Dios mío. —Lisa soltó una carcajada.

—¿Con quién hablas? —preguntó mi hermana.

—No es asunto tuyo. ¿Qué quieres?

—No va el agua caliente.

—Bien, iré a ver. Dame un minuto.

Sarah cerró la puerta y yo volví a concentrarme en elteléfono con el corazón a mil y aún excitado. Lo que habríadado por tener a Lisa a mi lado, en la cama.

—Ha sido divertido —dijo ella.

—Ya, tengo que ir a mirar lo del agua.

—¿Nos vemos mañana?

—Sin falta.

Colgué y me quedé mirando el teléfono como un idiotaantes de levantarme para ir a solucionar lo que fuese queocurriese. Pues eso. Que estaba perdiendo la cabeza. Soñabacon ella, me excitaba al recordar lo que habíamos hecho losdías anteriores y hasta le estaba pillando el gustillo a practicaryoga cuando pasaba por su casa. Además, sentía un poco de

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envidia al ver a Caden con Amber, sobre todo después de quelo suyo fuese oficial del todo cuando éste le había contado laverdad y ella lo había perdonado. Cuando llegaba el fin desemana y todos hacían planes, Brian con Amie y los trillizos,Caden con su nueva (y primera) novia, a mí me entraban ganasde hacer lo mismo. El problema era que en mi caso estábamospendiendo de una cuerda que ponía límites a la relación.

Lo había pensado. Había pensado en pedirle quetuviésemos algo real. Pero me daba tanto miedo que lo veíaimposible. En primer lugar, ¿qué podía ofrecerle a una mujercomo Lisa? Nada. E incluso aunque se hubiese conformadocon mi presencia, con tenerme cerca, sabía que tarde otemprano cometería algún error y le haría daño. Y ella yahabía sufrido suficiente por culpa del imbécil de su exnovio,no necesitaba a otro tío con problemas. Porque eso era yo ysiempre lo había sido. Una persona con problemas. No viajabasolo, no llevaba una mochila vacía. Y darme cuenta de todo lomalo que arrastraba era… atemorizante. Me paralizaba. Volvíaa sentirme ansioso y perdido.

Al mismo tiempo, era consciente de que tarde o tempranoLisa se cansaría de mí, de aquello que teníamos. Ningunamujer se conforma con una relación a medias. Y cuando algose extiende en el tiempo… deja de ser un mero ligue.Teníamos fecha de caducidad.

No dejé de repetírmelo durante aquellas semanas, mientrasavanzaba en las sesiones hasta darlas por finalizadas e Irina sepasaba por casa de vez en cuando con una sonrisa, diciéndomeque pronto todo aquello habría llegado a su fin.

Cuando quise darme cuenta, el juicio iba a celebrarse enapenas unos días. La noche de antes, estaba intranquilo y muynervioso. Sarah me interceptó en el pasillo.

—Relájate, lo hemos hecho todo bien —dijo.

—Ya. Yo solo espero… bueno, eso, espero que esto acabeya.

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—Te preocupas demasiado, ¿lo sabías? Tengo un buenpresentimiento. Ya verás. ¿Sabes lo que deberías hacer enlugar de pasarte ahora toda la noche despierto y dando vueltaspor la casa para no dejarme dormir tampoco a mí?

—Qué —espeté secamente.

—Vete a ver a Lisa.

—Muy aguda.

—Lo digo en serio. Vete a verla y pasa un rato con ella.¿Sabes una cosa? Siempre que vuelves de su casa estás muchomás relajado, como si liberases el estrés. Lo que, ahora que lopienso, seguramente haces. Dios, no quiero saberlo. No me locuentes.

Sarah se tapó los oídos con las manos y yo me reí.

—Sí que lo hago —repliqué divertido.

—Deberías tener cuidado.

—¿Por qué?

—Porque si no te conociera… podría llegar a pensar que teestás enamorando de ella. Si no lo estás ya —añadió con unasonrisilla que me hizo enfadar—. Podrías quemarte.

—Yo no me enamoro.

—Eso no se decide, Ethan.

Sentí un escalofrío al preguntarme si no podría estar mihermana en lo cierto, si ya era demasiado tarde para darmarcha atrás… porque la idea de no volver a ver a Lisa meangustiaba tanto que me parecía impensable. Ahora mismonecesitaba que formase parte de mi vida. Y la echaba demenos a todas horas, como un idiota colgado.

¿Era eso enamorarse? Entonces estaba jodido.

Me pasé una mano por el pelo mientras mi hermana medejaba allí plantado y se tumbaba en el sofá para ver uno deesos programas musicales que tanto le gustaban. Pese al miedoque me daba estar adentrándome en un terreno peligroso, fui a

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mi habitación y cogí mi chaqueta. Me la puse en el salón, unpoco distraído aún.

—No llegaré tarde —dije.

—Por mí como si apareces por la mañana.

Mi hermana se echó a reír y yo me despedí de ella dándoleun beso en la frente antes de salir por la puerta. Estaba tannervioso por lo que ocurriría en apenas unas horas que, derepente, tenía la sensación de que solo estar cerca de Lisapodría aliviarme.

Conduje rápido por las calles de la ciudad hasta llegar a sucasa.

Cuando llamé, tardó un poco en contestar, pero me abrióenseguida y subí las escaleras de dos en dos, resoplando. Ellame esperaba bajo el dintel de la puerta, con una sonrisa y unabata corta que dejaba al descubierto sus piernas. Me parecióuna visión perfecta y le dije eso mismo al oído tras darle unbeso.

—Qué tonto eres. —Lisa se rio.

—Tan solo cuando te tengo delante.

Nos besamos más apasionadamente. Mis manos seperdieron por su cintura y sus caderas cuando entramos en suapartamento, pero me di cuenta de que, aunque estabadeseando desnudarla y hacerla mía, lo que realmente mereconfortaba en esos momentos era sentir su cuerpo tan cerca,su calor, su olor… toda ella.

—No deberías estar aquí, mañana es un día importante.

—Lo sé. Por eso mismo. Estaba… mal.

—¿Mal?

—Nervioso.

—¿Has tenido ansiedad?

—No, eso no. Pero necesitaba verte.

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Lisa hundió los dedos en mi pelo y me miró con una mezclade pena y cariño. Suspiró delicadamente y me acarició lamejilla sin dejar de observarme.

—¿A qué viene esa cara? —pregunté.

—No es nada. Solo…

—Dime.

—Nada.

—Te conozco. Sé cuándo te guardas algo.

—No es verdad, no sabes nada de mí…

Ella agacho la cabeza y le sujeté la barbilla para que memirase. De repente, al tenerla tan cerca de mí, con sus ojosdulces clavados en los míos, el corazón me empezó a latirrápido y atropellado. Noté que se me secaba la garganta.

—Sé lo suficiente. Sé que eres controladora yperfeccionista. Sé que te asustan los cambios pero que almismo tiempo eres valiente y terminas por enfrentarte a ellos.Sé que adoras tu trabajo. Sé que alguien te hizo daño y que porsu culpa te va a volver a costar confiar en otro hombre. Sé queeres considerada, empática y dulce. —Contuve el aliento, sindejar de mirarla—. Y sé que nunca he sentido nada parecidopor otra mujer.

—Ethan…

Ella parecía sorprendida.

—Lo digo en serio, Lisa.

—Pero tú… tú…

—Ya. Soy un idiota que no sabe cómo comportarse en unarelación porque jamás ha tenido una. Y soy el tipo de hombreque no desprende precisamente confianza, pero… tambiénpuedo ser muchas otras cosas. Contigo.

—¿Qué?

Lisa se mostró nerviosa, pero al mismo tiempo distinguí unpequeño resquicio de esperanza en sus ojos, una ilusión

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prendiendo lentamente.

—Lo que has oído. Quiero… quiero intentarlo.

No sabía de dónde salía todo eso. Minutos atrás me estabariendo cuando hablaba del tema con mi hermana,tomándomelo a broma, y de repente lo deseaba con todas misfuerzas. No quería que aquello que teníamos acabase cuandomañana se celebrase el juicio.

Lisa torció el gesto, molesta.

—No juegues con esto, Ethan.

—No estoy jugando.

Ella parecía estar debatiéndose. La cogí de las manos y tirécon suavidad hasta que la tuve pegada a mi pecho. Lisa inspiróprofundamente, aún nerviosa.

—Ya me han roto una vez el corazón…

—Lo sé. Pero dame una oportunidad.

Estaba siendo terriblemente egoísta, porque en el fondo nopodía estar seguro de que aquello fuese a salir bien y queninguno de los dos resultase herido en el camino, peronecesitaba que confiase en mí, por una vez yo también iba apermitirme hacerlo.

—Ethan…

Tenía los ojos un poco brillantes cuando me rodeó el cuellocon los brazos y me abrazó. La vi de pronto mucho másvulnerable de lo que se había permitido mostrarse hastaentonces. Me pregunté si no lo seríamos los dos en la mismamedida. Bajé la boca por su cuello, besándola con delicadeza,subiendo después para encontrar sus labios entreabiertosdispuestos a recibirme. Lisa gimió bajito y yo pensé que era elsonido más erótico, perfecto y dulce que había escuchadojamás.

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No me lo podía creer.

Seguía oyendo aquella voz ronca pero firme en mi cabezay, sin embargo, seguía incrédulo y temeroso, como si derepente alguien fuese a levantarse entre el público de losjuzgados para fastidiar el momento. Porque me habíanconcedido la custodia de mi hermana. Mi abogado me felicitóestrechándome la mano con una sonrisa. Yo estaba tanexultante que me sentía como si flotase o de repente fuese elhombre más afortunado del mundo. La condición era quedurante los primeros tres meses seguiríamos teniendo lasupervisión puntual de Irina para asegurarse de que todomarchaba según lo previsto. Me parecía un detalle más queaceptable.

—Enhorabuena, Ethan.

—Gracias a ti —le dije al abogado.

—Disfruta de lo que queda de día.

En cuanto salí de los juzgados llamé a Sarah, pero entoncescaí en la cuenta de que aún estaba en el instituto, así que no locogió. Pensé que me acercaría a la cafetería que había cerca decasa para comprarle esos dulces de coco que tanto le gustaban.Después marqué inmediatamente el número de Lisa, lleno deeuforia.

—¿Ya os han dicho algo? —Ella parecía nerviosa.

—¡Me la han concedido! Se acabó, toda esta pesadilla… seacabó.

—¡Dios mío, Ethan! ¡Felicidades! No sabes cuánto mealegro por ti.

—Gran parte es gracias a ti.

—No es cierto. Eres un buen hombre.

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—Gracias por todo, Lisa.

Después llamé a Amie porque Brian y Caden estaban enesos momentos en una reunión y no quería interrumpirloshasta que terminasen. Amie soltó un grito de alegría, tanentusiasta como siempre. Me hizo reír de inmediato.

—¡Tenemos que celebrarlo! —exclamó.

—No sé… —Me lo pensé—. Puede que tengas razón.

—Pues claro que la tengo, Ethan. Tú déjalo todo en mismanos. Es viernes, es perfecto. Esta noche en mi casa,haremos algo sencillo, una cena informal para los amigos.¿Qué te parece? Suena bien, ¿no? Te mereces divertirte unpoco después de estos últimos meses tan… complicados —dijo bajando el tono de voz.

Lo medité un poco más. No era lo que más me apetecía esanoche. En realidad, aunque sonase loco, había pensado enpedirle a Lisa que saliese a cenar conmigo y con mi hermana.Así podría presentarlas al fin. Pero pensé que también podríanconocerse directamente en la fiesta de Amie, quizá así seríaalgo más distendido.

—De acuerdo. Hagámoslo.

—Genial. Os espero a las siete. No llegues tarde.

—Bien. Una cosa más. ¿Puedes invitar a Lisa?

La oí chasquear la lengua y soltar algo por lo bajo.

—Solo si eres sincero conmigo respecto a ella. Para que losepas, me dijo que deseaba divertirse y vivir nuevasexperiencias, así que pensé que eras el candidato perfecto,pero, Ethan, es una chica que lo ha pasado mal, no quiero quejuegues con ella.

—No estoy jugando.

—¿Y eso significa…?

—Que me gusta de verdad.

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—¿He oído bien? ¿Ethan el nunca-me-enamoraré se hapillado por una chica? —Soltó una risita que me hizo gruñir—.No te lo tomes a mal. ¡Es fantástico!

—Bien. Nos vemos esta noche.

—Hasta entonces.

Colgó y solté un suspiro que había estado conteniendodesde que entré en los juzgados. Me sentía aliviado, pletóricoy feliz. Por un momento, mientras miraba el cielo azul deaquel día, pensé que todo era perfecto. El pasado pesabamenos, el presente brillaba y estaba deseando descubrir unfuturo nuevo y distinto junto a aquellas dos mujeres que, dealgún modo retorcido e inesperado, habían pasado a formarparte de mi vida: Lisa y Sarah.

Como me había tomado el día libre, aproveché las horasque me quedaban y me fui a casa para darme una ducha larga.Me di cuenta de que todavía no lo había hecho con Lisa bajo elagua y sonreí al caer en la cantidad de cosas en las que nosteníamos que estrenar. Ir al cine, hacerlo en algún sitiopúblico, una escapada de fin de semana, ir a la playa…

Fui a recoger a Sarah cuando llegó la hora de que saliesedel instituto. La vi entre un grupito de chicas de su edad ysonreí sin querer, porque así era como tendría que haber sidosu vida hasta entonces: relajada y sin preocupaciones, en esaépoca en la que aún no te exigen que seas responsable del todoo pienses en cosas relevantes. Se despidió de sus amigas encuanto me vio en doble fila y se acercó al coche casicorriendo.

—¿Cómo ha ido? —preguntó con un hilo de voz.

Me di cuenta en ese momento del miedo que tenía.

—Oficialmente, soy tu tutor legal.

—¡Ethan! —Se lanzó hacia mí y me abrazó.

Nos quedamos unidos durante unos segundos, disfrutandodel momento. Yo no era una persona especialmente cariñosa,

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pero de repente pensé que aquello no estaba tan mal. Podíabajar la guardia de vez en cuando sin salir herido.

—¡Qué alegría!

—Vamos a celebrarlo esta noche en casa de Amie. —Arranqué el motor y empecé a circular por las calles de laciudad—. Abre la guantera, te he comprado esos pastelitos decoco que tanto te gustan.

—¡Me muero de hambre! ¿Y quién irá?

—Mmm, sobre eso… bueno…

—¿Lisa? —dedujo rápidamente.

—Sí —contesté un poco inseguro.

—No tienes de qué preocuparte. Seré encantadora. Y estoysegura de que ella también me lo parecerá, porque el hecho deque te aguante ya es una virtud.

Me reí por lo bajo, pero no dije nada más. Ese día comimosjuntos en un italiano, pedimos ensalada y pasta con salsa a lapimienta. Brindamos con copas llenas de Coca-Cola y mesentía un hombre nuevo, como si en medio de todo aquelproceso infernal hubiese ido cambiando y aflojando poco apoco las riendas que antes no soltaba jamás.

Cuando quisimos darnos cuenta, ya eran las seis.

—¿Me queda bien este vestido?

—Sí, te favorece el verde —dije.

—Vale. Tú también estás bien.

Le dejé que eligiese que música poner por el camino.Cuando llegamos, una música suave flotaba en el ambiente yel jardín de Amie estaba lleno de lucecitas que colgaban de losárboles, con una mesa circular en medio del césped y decoradaa la perfección a la espera de sus comensales. Era la anfitrionaperfecta.

—¿Cómo has preparado todo esto?

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—Oh, tener trillizos te ayuda a organizarte bien. Por cierto,están durmiendo en el piso de arriba, así que no hagáis muchoruido. Podéis sentaos.

Era una celebración íntima y me alegré por ello. La últimavez que organizó mi cumpleaños sorpresa, invitó a un montónde amigos de la facultad y del trabajo, pero esa noche tan soloéramos Brian y ella, Caden que llegó cogido del brazo deAmber y Lisa.

Mucho mejor, aunque ella aún no había llegado.

—Me han contado un secretito —dijo Caden mirándomerisueño cuando se sentó a mi lado, con Amber sobre suspiernas y colgada de su cuello como si fuesen adolescentes.

—A ver qué vas a decir…

—Así que te has colgado por la amiga de Amie…

En ese momento caí en la cuenta de que todavía no le habíaconfesado que, durante buena parte del caso, había sido mipsicóloga. Me mordí el labio inferior.

—Nada de bromitas.

—Aquí el único que podría burlarse soy yo —intervinoBrian—. Los dos lleváis años metiéndoos conmigo y ahoramirad, babeando sin remedio.

—Toda la razón, cariño. —Amie lo apoyó.

—Sois como críos —dijo mi hermana riendo.

En ese momento llamaron al timbre. Me levanté como unresorte y seguí a Amie hasta la puerta principal. Allí estabaLisa, con un vestido negro y sobrio, mirándome fijamente. Sele escapó una sonrisa. Yo me acerqué a ella y le di un beso enla mejilla.

—Enhorabuena —me repitió bajito.

—Gracias —contesté sinceramente.

—Venga, que la cena se enfría.

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Nos reímos porque los dos sabíamos lo perfeccionista queera Amie cuando tenía invitados. Nos acomodamos todos en lamesa, con mis amigos prestando especial atención a Lisa.Cuando le había presentado a mi hermana, las dos se miraronsonrientes y con cierto cariño, a pesar de que no se conocíanhasta entonces. Supe que habían conectado de inmediato, quetodo sería fácil a partir de entonces… Miré a mi alrededor,sentado en esa mesa mientras Amie servía el primer plato, yme di cuenta de que no necesitaba nada más. Tenía a mifamilia, mi hermana, a mis amigos, a una chica brillante allado…

—¡Por Ethan y Sarah! —dijo Brian alzando su copa.

—¡Por ellos! —respondieron los demás.

La cena fue exquisita. La había encargado en un conocidorestaurante de la zona y todo estaba delicioso y tierno. Laconversación fluyó y también el vino. Sarah habló con Lisasobre su futuro laboral, comentándole que esperaba poder ir ala universidad y exponiendo sus dudas sobre qué quería hacery estudiar. Caden y Amber se pasaron la noche metiéndosemano como dos quinceañeros que no pudiesen reprimirse yAmie y Brian nos deleitaron contándonos las últimastravesuras de los trillizos.

Cuando quisimos darnos cuenta ya eran las tantas y tan soloquedaban los restos de la cena. Amie sacó el postre, unadeliciosa tarta de queso en porciones.

—¿Tienes nata? —preguntó Sarah.

—Sí, está en la nevera, espera.

—No, yo iré —me ofrecí.

Sarah se levantó también.

—Tengo que ir al baño.

Los dos nos encaminamos hacia la casa y dejamos atrás eljardín. En lugar de irse al servicio, Sarah me siguió hasta lacocina y me acorraló.

—Es encantadora —me dijo.

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—Lo sé. Demasiado para mí.

—Cierto. —Sonrió y se apoyó en el banco de la cocina—.Creo que, aunque todos estén sorprendidos, esto terminaríapasando tarde o temprano.

—¿De veras?

—Sí.

—Bien.

—Pero hay una cosa…

Me frené, con el bote de nata en la mano.

—Dime.

—Tienes que decírselo, Ethan.

—¿El qué? —Me hice el distraído.

—Ya lo sabes. Que todo empezó porque queríasconquistarla para que se pusiese de tu parte en el caso.Ninguna relación se sostiene sobre mentiras.

—Olvídalo.

No pensaba hacerlo, de ninguna manera. Mi hermanareplicó y yo seguí en mis trece, cabreado. Aquello me estabafastidiando la noche. Y sí, ya había decidido que jamás lecontaría ese pequeño detalle, porque era insignificante. Megustaba de verdad. No iba a perderla por una tonteríasemejante. Me lo llevaría a la tumba.

—A mí me gustaría saberlo.

—Ya. Pero tú no eres ella.

La esquivé, cansado de discutir, y fui hacia el jardínmientras ella se dirigía finalmente a los servicios. Cuandollegué, el hueco a mi lado donde Lisa había estado sentadatoda la noche estaba vacío y Amie se encontraba de pie y debrazos cruzados, mirándome con tal intensidad que me hizotemblar.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

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—Dímelo tú —escupió.

—¿Dónde está Lisa?

—Acaba de salir corriendo —contestó ella—. Ha entradoen casa un momento para ir a buscar esa nata que parecíasestar fabricando y cuando ha salido tenía lágrimas en los ojos.Ha cogido su abrigo y ha dicho que se tenía que ir. ¿Algo queexplicar?

—¡Joder! Mierda, Amie.

Me miró decepcionada.

—Te pedí que no le hicieses daño.

“Es que ella no tendría que haber escuchado eso”.

—Yo no… Yo no pretendía…

—Deberías ir a buscarla —me dijo.

Tenía razón. Dejé el bote de nata, me puse la chaqueta finaque había llevado esa noche y acordé con Caden que élllevaría a mi hermana a casa más tarde. Luego subí en micoche y fui directo a su apartamento. Por primera vez enmucho tiempo, estaba aterrado. ¿Y si la había perdido parasiempre? ¿Y si lo nuestro había fracasado antes de empezar?

Debía solucionarlo como fuese.

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Estaba tan jodido que me sentía como si un camión mehubiese pasado por encima. Varias veces. Durante días. Enrealidad, no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba delantedel televisor, autocompadeciéndome, comiendo comida basurapara llevar y dejando pasar el tiempo como si eso fuese asolucionar algo. Tan solo la presencia de Gato en mi regazome reconfortaba un poco. Me pasé una mano por la mejilla ydescubrí que llevaba la barba de varios días, algo inaudito enmí. A la mierda. ¿A quién le importaba?

A Lisa no, desde luego.

Se había negado a abrirme la puerta cada vez que habíaintentado ir a su apartamento, empezando por aquella noche enla que todo se torció. No contestaba a mis llamadas ni a mismensajes. Dudaba siquiera que le llegasen, para empezar. Asíque había intentado llegar a ella a través de Amie, perotampoco parecía muy dispuesta a ayudarme.

—¿Eres consciente de lo mucho que a ella le ha costadovolver a confiar en un hombre? Te da una oportunidad de oroy tú vas y la tiras por el retrete.

—Lo sé, pero no era mi intención…

—¿Tu intención? —Me gritó furiosa—. Soy tu mejor amigay no te has dignado a decirme que ella era tu psicóloga.Pensaba que nos contábamos las cosas, Ethan.

—Es que… joder… surgió así.

Me miró decepcionada y contra eso no pude hacer nada.

Así que ahora era una especie de zombi que vivía en el sofádel apartamento que compartía con mi hermana. Ella habíaintentado animarme de todas las maneras posibles. Alquilandouna película, poniendo música por las mañanas, insistiendo enque bajásemos a dar un paseo o a comer fuera… pero no podía

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fingir que estaba bien cuando me habían jodido el corazón. Yo,Ethan el-nunca-me-enamoro estaba en la mierda.

—No puedes seguir así eternamente —me dijo Sarah.

—No, pero quizá unos meses sí —contesté con dejadez.

—¿Y qué pasa con tu trabajo?

—Están Brian y Caden.

Me encogí de hombros con indiferencia.

—¿Sabes? Deberías ducharte. En serio.

Fue lo único en lo que le hice caso. Me levanté del sofá,tirando algunas patatas fritas por el camino, y me dirigí haciael cuarto de baño. Bajo el chorro del agua caliente, cerré losojos e intenté relajarme, pero cuando lo hacía solo veía surostro. Me imaginaba el dolor que habría sentido al escucharaquello… ¿Cómo podía explicarle que había sido una ideaabsurda y ridícula? O que ni siquiera había pensado en ellocuando todo avanzaba… Que en el fondo quizá era solo unaexcusa que me decía a mí mismo para no salir corriendo aldarme cuenta de que me estaba enamorando de ella.

Cuando me vestí después de salir de la ducha, mi hermanaestaba esperándome en la cocina, con una sopa caliente desobre que acababa de preparar.

—Come algo decente —me dijo.

Me pregunté en qué momento nos habíamos cambiado lospapeles y ella hacía de hermana mayor, pero no protesté. Mesenté a la mesa y empecé a bebérmela despacio.

—Tienes que arreglar este desastre.

—Ya. Qué fácil es decirlo —me quejé.

—En serio, debes recuperarla. No quiero verte más tiempoasí, como un alma en pena. Das lástima, de verdad. Jamás tehabía visto en este estado.

—Bien, estás siendo de mucha ayuda.

—No te enfades. Pensemos algo.

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—Ya he intentado contactar con ella de todas las manerasposibles y nada. Me ignora. Creo que ha bloqueado miteléfono. Lo único que me queda es plantarme en la puerta desu trabajo y esperar a que llegue, pero como Amie resaltó, esoes de estar un poco pirado y tampoco quiero incomodarlamás…

Me froté el mentón con las manos.

Debería afeitarme, desde luego.

—Escríbele.

—¿Qué?

—Sí, como a la antigua usanza. Mándale cartas. Seguro queabre el buzón y, créeme, cuando la tenga en la mano no seresistirá a abrirla. Dile lo que sientes. Sé sincero.

—Mmmm…

Me quedé pensativo mientras Sarah se levantaba y dejabasu cuenco en la pila de la cocina. Quizá podría funcionar. A finde cuentas, no me quedaban más opciones. Y aquellos díasestaba siendo largos, eternos y angustiosos.

Así que una hora más tarde, cuando mi hermana se marchó,me senté a la mesa del salón con papel y lápiz. Probablementehacía una eternidad que no escribía a mano, casi ni recordabacomo se trazaba, estaba tan acostumbrado a llevarlo todo en elordenador y el teléfono móvil que me resultaba extraño…

Querida Lisa…

No. Sonaba terrible. Como antiguo.

Lisa, solo quería decirte que…

Demasiado directo, casi frío.

En ese momento llamaron a la puerta. Fui a abrir. EranCaden y Brian. Los dos parecían preocupados a pesar delsemblante divertido que mostraban.

—Alguien nos ha contado que te habías convertido en unermitaño, pero necesitábamos verlo con nuestros ojos —dijo

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Caden haciéndose el graciosillo.

—Ahora te pareces al de la película de Náufrago.

—Se llama Tom Hanks —apunté—. Y os podéis ir a lamier…

—¡Espera! —Brian puso un pie entre la puerta y el marcopara que no pudiese cerrársela en las narices—. En realidad,venimos porque estamos… preocupados.

—Pues ya podéis dejar de preocuparos. Voy a recuperar aLisa.

—Lo que nos asusta es que estés así por una chica.

—¿Y qué pasa? ¿Me lo decís precisamente vosotros dos?

Se miraron entre ellos, un poco fascinados por todo.

—Entonces, ¿es cierto lo de que estás enamorado?

—Sí, joder, sí. Y necesito que ella lo entienda.

—Vale. —Brian me sonrió.

—Mi hermana ha tenido una idea cojonuda. Voy aescribirle cartas de amor, como en la antigüedad. ¿Qué osparece?

Caden soltó una brusca carcajada.

—Pues sí que estás pillado.

—Cállate o te daré una torta.

Los invité a unas cervezas que cogieron de la nevera.Estuvimos un rato dándole vueltas a lo de las cartas, pensandoen el mejor enfoque, pero yo ya había decidido que,sencillamente, quería ser yo mismo, sin filtros ni engaños. Asíque, cuando mis amigos se marcharon con la promesa de quela próxima semana me incorporaría al trabajo, volví asentarme a la mesa a escribir, rodeado de los papeles que habíadejado arrugados.

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Lisa, espero que ahora mismo estés leyendo esta carta yque no haya terminado en la papelera. No sé muy bien cómoempezar. Si quieres que te diga la verdad, estoy asustado. Meaterra no conseguir que me perdones y no poder dar marchaatrás para cambiar todo lo que he hecho. Pero quiero sersincero. Quiero serlo por ti y por mí, por los dos. Una vez medijiste en una de las consultas que tenía problemas a la horade hablar de mis sentimientos, ¿y sabes qué?, tenías razón.Cuando se trata de emociones me siento inseguro, como si mehiciesen débil y no me gusta sentirme vulnerable.

Tú haces que me sienta así.

Pero estos días me he dado cuenta de que eso no siempre esmalo. Sí, tus sentimientos dependen de otra persona, de susactos o su respuesta, pero también los hace más grandes yverdaderos.

Fui un imbécil. Sé que no vas a creerme, pero fue la excusaque me puse a mí mismo para no sentirme mal por quererconocerte y acercarme a ti. Te deseé desde el primer instanteen el que te vi, pero ahora entiendo que del deseo al amor hayun paso importante. Te empecé a querer cuando fuiconociéndote. Adoro el sonido de tu risa y cómo encajasconmigo y tus besos perfectos. Adoro que seas fuerte y quesiempre estés dispuesta a ayudar a los demás. Eres una mujerbrillante. Y yo un hombre lleno de imperfecciones que no pudoevitar enamorarse de ti por mucho que se dijo que aquello letraería problemas.

No sé cómo llegar hasta ti, pero necesito que me perdones.

Si existe alguna oportunidad, si aún quieres escuchar loque tengo que decirte… nos vemos esta noche en el paseo dela playa, frente al Ober Pint, a las diez. Te estaré esperando.

Tuyo, Ethan.

Después me dirigí a su casa y metí la carta en el buzón.Llamé a Amie y le pedí un último favor. Como aún seguíaenfadada, me hizo prometerle que haría de canguro para los

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trillizos una noche y acepté. Le rogué que se asegurase de queLisa abriese el buzón.

—¿Qué estás tramando?

—Nada. Solo es una carta.

—Mmmm, muy romántico.

—Gracias. —Me reí.

—Suerte, Ethan.

Le conté a Sarah el plan cuando volvió a casa y se mostróentusiasmada. Me ayudó a elegir la ropa para esa noche.Cuando me despedí de ella, estaba nervioso. Pero cuandollegué al paseo de la playa, casi no podía ni respirar. Tenía lasensación de que era mi última oportunidad, como si hubiesegastado todos los cartuchos.

Esperé con impaciencia. Era una noche templada.

Lisa no aparecía y ya eran las diez y veinte.

Media hora de retraso…

Tres cuartos de hora…

Me pasé una mano por el pelo, derrotado, y me senté en unpequeño muro que rodeaba el paseo. A lo lejos las olas rugíancon fuerza y la luna brillaba en el cielo. Me froté el rostro conlas manos. Bien. Pues eso era todo. Una historia que nisiquiera habíamos podido comenzar por culpa de mi propiaestupidez. Nunca averiguaríamos si podríamos haber tenido unfuturo juntos. Y, lo peor de todo, era que la había perdidotambién como amiga, porque de algún modo, entreconfidencias y charlas, se había convertido en eso.

—Ethan…

Su voz dulce llegó por mi espalda.

Me puse en pie de un salto y me giré. Lisa estaba allí,mirándome con una mezcla de deseo y desconfianza, como sisu corazón y su cabeza estuviesen batallando.

—Pensaba que no vendrías —dije.

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—Y yo. En realidad, llegué hace rato.

—¿Y por qué no te acercaste?

—Porque me marché.

—¿Cómo?

—Te vi a lo lejos y… no pude. Así que di media vuelta yme fui, pero luego me arrepentí y regresé… —Se frotó lafrente—. No lo sé, Ethan. Estoy confusa.

—Lo sé.

—Tu carta…

—Estaba siendo sincero.

—No sé si puedo confiar en ti.

—Puedes y voy a demostrártelo.

—Pero… os oí en la cocina… fue horrible.

Di un paso hacia ella y no se apartó. Despacio, como parano asustarla, alcé las manos y las posé en sus rosadas mejillas.Lisa me miró a los ojos. Parecía triste.

—Lo siento muchísimo. Fue una estupidez, una grande,pero te prometo que lo que siento es real, que todo lo quehemos vivido… también lo fue. Había algo en ti que me llamóa gritos desde el principio, cuando aún no sabía que me hacíasmejor persona.

—Eso no es cierto.

—Sí que lo es. Mira, Lisa, no puedo prometerte que novolveré a fastidiarla, porque los dos sabemos que soy tanidiota que es probable que ocurra. No puedo prometerte quetodo será perfecto o que no tendremos problemas. Pero sí teprometo que, si me das una oportunidad, me esforzaré cada díapor ser un hombre digno de ti.

—Ethan… —Tenía los ojos brillantes.

—No habrá más secretos…

—Ninguno más.

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—Ni mentiras —añadí.

Tenía un nudo en la garganta cuando Lisa se lanzó hacia míy me abrazó. Su pequeño cuerpo se apretó contra el mío ysentí que dejaba de respirar por un momento, pero que no mehacía falta hacerlo para sentirme vivo.

Cuando se apartó, deslicé la mano por su nuca.

—¿Esto significa que me perdonas?

—Sí. Una última oportunidad.

—Haré que valga la pena.

Ella me sonrió y yo me incliné y la besé apasionadamente.Y pensé que lo único que necesitaba para ser feliz era teneresos labios cerca cada día. De repente, las piezas de mi vidahabían ido moviéndose poco a poco, encajando. El pasadoquedaba atrás. El presente estaba lleno de felicidad. Y estabadeseando descubrir qué nos depararía el futuro.

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EpílogoTres años más tarde .

—¿Está todo listo? —pregunta Ethan por enésima vez.

—Creo que sí. A ver, chicos, escondeos detrás del sofá.

—Como si ahí cupiésemos todos —se queja Caden.

—Pues detrás de las cortinas, los muebles, la puerta, lo quesea…

Sarah regresaba para pasar el verano en casa después de losúltimos meses en la universidad. Estaba estudiandoperiodismo y aquel día era su cumpleaños. Ethan y Lisa habíandecidido darle una sorpresa cuando llegase al apartamento,después de hacerle creer que ninguno podía recogerla delaeropuerto y llevarla a casa.

Se escuchó la cerradura de la puerta.

Ethan se apretó más contra su chica detrás de la cortina,pero era complicado teniendo en cuenta el inmenso tamañoredondo de su barriga. Lisa le sonrió.

—¡¡¡SORPRESA!!! —gritaron todos a la vez.

Sarah se llevó un susto de muerte y con la mano en elpecho se echó a reír.

—¡Seréis…! —Negó con la cabeza.

Luego se vio envuelta en un montón de abrazos familiaresque le reconfortaron por dentro. Los últimos dos años en launiversidad habían sido increíbles, llenos de experiencias y denuevas amistades, pero no había nada como el calor del hogar,algo que Ethan había conseguido darle después de una vidaanhelándolo.

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Su hermano la estrechó con fuerza y ella le devolvió elabrazo, pero estaba deseando ver a Lisa después de tantosmeses de ausencia.

—¡Vaya! Estas enorme.

—Cuidado, está muy sensible —advirtió Ethan.

—Y tú no ayudas —le reprendió Lisa.

Brian y Caden rieron por lo bajo. Amie se alejó y empezó apreparar unas bebidas mientras los trillizos la seguían trasgastarle alguna que otra broma a Amber, que, contra todopronóstico, seguía colgada de Caden como el primer día y, enbreve, pasarían por el altar. En cambio, Ethan y Lisa habíandecidido saltarse ese paso e ir directos a por la idea de ser unomás. Había surgido natural, sin pensarlo demasiado, pero ahíestaba. Una niña que nacería en apenas un mes y que suspadres ya adoraban. Ethan se había pasado semanas pintando yarreglando la habitación que ocuparía para darle una sorpresa aLisa. Había quedado espectacular, con un arcoíris gigantescoen una de las paredes.

—¡Cuánto me alegro de veros a todos!

—No podíamos perdernos tu cumpleaños número veinte.Este es especial. Empiezas una nueva etapa —le dijo Lisasonriente.

Así que la tarde transcurrió entre cervezas y un poco depicoteo. Todos hablaron, rieron y se pusieron al día. CuandoEthan miro su reloj, eran las once de la noche y Lisa estababostezando a su lado. Los tiró a todos con la excusa de que suchica necesitaba descansar y recuperar las fuerzas. Los demásse rieron por lo protector que siempre era con ella, pero nopodía evitarlo. Solía asegurarse de que estuviese cómoda.

Tampoco tardaron en despedirse de Sarah, que se fue adarse una ducha, y en irse a su habitación, que estaba al fondode la casa. Le colocó unos almohadones en la espalda antes deque se tumbase. Ella le sonrió.

—Gracias.

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—No hay de qué.

—¿Sabes? Estoy deseando conocerla. —Lisa se acariciódespacio la tripa y él siguió los movimientos de su mano,embobado—. ¿No tienes ganas?

—Me muero de ganas —admitió Ethan.

—Será distinto. Todo cambiará…

—Sí, pero algunos cambios valen la pena.

La besó para acallar sus protestas y luego se tumbo a sulado y la abrazó. Posó la mano en su vientre y sintió a su hijadándole pequeñas pataditas. Cerró los ojos. Era perfecto.Aquello era perfecto. Y si le hubiesen dicho años atrás quealguien como él conseguiría encajar así con otra persona,nunca lo hubiese creído. Pero Lisa era su mitad. Su ángel. Unángel que había llegado para salvar a Ethan de todos susdemonios.

FIN