Los Cuentos Del Abuelo Beto

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LOS CUENTOS DEL ABUELO BETO PRÓLOGO No hay época más inolvidable y hermosa como son los días de nuestra infancia, pues hay escenas que pueden estar representadas por palabras, acciones, imágenes y fenómenos que se nos graban de una manera indeleble en nuestra memoria. Yo creo que tengo vagos recuerdos a partir de los cuatro años, y luego unos más claros a partir de los cinco, ya no sólo relacionados con el entorno familiar, sino con la naturaleza, pues vienen a mi mente imágenes de los copiosos inviernos, pero que para nosotros los cipotes significaba una oportunidad para darle rienda suelta a nuestras energías, pues era precisamente cuando correteábamos por calles empedradas y amplios solares como venaditos mojados y friolentos, pero eso nos alegraba. Los veranos con sus frescas brisas y sus fuertes y helados vientos los que aprovechábamos para lanzar al aire los coloreados barriletes. Pero hay algo que nos impresionaba en ese tiempo – digo esto porque hasta la naturaleza ha cambiado con el deterioro del medio ambiente – eran las bellas salidas del sol sobre los verdes cerros y por las noches un límpido 5

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LOS CUENTOS DEL ABUELO BETO

PRÓLOGO

No hay época más inolvidable y hermosa como son los días de nuestra infancia, pues hay escenas que pueden estar representadas por palabras, acciones, imágenes y fenómenos que se nos graban de una manera indeleble en nuestra memoria.

Yo creo que tengo vagos recuerdos a partir de los cuatro años, y luego unos más claros a partir de los cinco, ya no sólo relacionados con el entorno familiar, sino con la naturaleza, pues vienen a mi mente imágenes de los copiosos inviernos, pero que para nosotros los cipotes significaba una oportunidad para darle rienda suelta a nuestras energías, pues era precisamente cuando correteábamos por calles empedradas y amplios solares como venaditos mojados y friolentos, pero eso nos alegraba. Los veranos con sus frescas brisas y sus fuertes y helados vientos los que aprovechábamos para lanzar al aire los coloreados barriletes.

Pero hay algo que nos impresionaba en ese tiempo – digo esto porque hasta la naturaleza ha cambiado con el deterioro del medio ambiente – eran las bellas salidas del sol sobre los verdes cerros y por las noches un límpido cielo azul estrellado. Quiero decirles que yo presencié el más grande espectáculo de una Lluvia de Estrellas que se haya dado en esta región del Continente Americano (Este acontecimiento sucedió el 4 de Diciembre de 1942).

De ahí en adelante fui protagonista de los juegos sanos de la época los que considero muy valiosos – aunque en la actualidad parezcan muy ingenuos – porque nos permitieron fomentar valores como el respeto y la amistad.

No hay ninguna duda que el aspecto cristiano nos ayudó de gran manera, ya que nuestros padres nos exigían a asistir a los actos

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religiosos y nos enseñaban que el principio de la Sabiduría era el temor a Dios por lo que debíamos ser obedientes y bien portados. Pero si hay algo que nos intrigó en nuestra niñez y adolescencia y despertó tanta curiosidad y sensaciones encontradas fue todo lo concerniente con las cosas sobrenaturales.

Si los cuentos sencillos nos agradaban por su feliz final, las historias de espantos nos sugestionaban sobre todo cuando las exponían con tanta veracidad. Esta curiosidad por lo desconocido casi siempre se gestó en el seno familiar aunque a veces era tema también de barriada. En ese tiempo todo se prestaba para que los relatos se volvieran más enigmáticos e impactantes, ya que la luz de nuestras calles era apenas un tenue foquito y la de nuestras casitas un ennegrecido candil.

Bien recuerdo que al entrar la noche, mis padres hacían un alto a las duras faenas del día y buscaban un lugar con cierta comodidad para descansar y comentar algo casi siempre relacionado con sus labores, o proyectando una nueva actividad para el futuro; pero al final siempre había tiempo para la convivencia familiar y, en este momento, era cuando nosotros los hijos con la compañía de uno o más amiguitos vecinos agudizábamos los oídos para escuchar las historias en labios de mi padre, mientras mi madre se entretenía en la costura manual.

Mi progenitor tenía una manera muy peculiar para narrar sus propias anécdotas y las de otros, tanto que nosotros los cipotes entrábamos en un estado de expectación, pero sin demasiado temor, ya que él mismo preparaba el terreno para que nosotros pudiéramos asimilar con cuidado lo que él pretendía enseñar con sus relatos. Y fue en este ambiente familiar donde surgieron los más variados cuentos incluyendo los famosos personajes de la mitología salvadoreña con versiones parecidas, pero no iguales; pues de todos es sabido que estas historias han pasado de generación a generación desde tiempos inmemoriales y que su escenario han sido los pueblos y la campiña de nuestra querida tierra Cuscatleca.

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LA MITOLOGÍA: PARTE DE NUESTRA CULTURA

Creo que todos los países del mundo tienen sus propias historias y características especiales que los hacen únicos. La enseñanza por el mito debe ser parte de nuestra educación; pero que se haga con vocación y una metodología adecuada, porque quiérase o no, es parte fundamental de la Identidad de los pueblos y, si no hay Identidad, sería como algunas comidas sin sal.

OPINION MUY PERSONAL

Yo pienso que el crear relatos, no sólo sea producto de la imaginación para establecer preceptos que rijan la conducta del hombre. Si nosotros analizamos detenidamente el recorrido de la humanidad veremos que es muy complejo y lleno de grandes misterios donde la Ciencia y la Religión no se ponen de acuerdo. Recordemos que en el contexto religioso se habla de ángeles y demonios por lo que no podemos descartar que algo tuviera que suceder para que se les diera vida a los Personajes de la Mitología.

La mayoría de los intelectuales sostienen que todos estos sucesos tuvieron eco debido al grado de ignorancia e ingenuidad de nuestros antepasados; pero yo les digo: que no necesitamos que pasen más de cincuenta años para que se diga algo igual de nosotros, pero nuestra convicción seguirá siendo el argumento que vimos cosas verdaderas y otras que fueron más allá de nuestra razón.

EL AUTOR

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DEDICATORIA A MI PADREJOSÉ DEL TRÁNSITO ARIAS RODRÍGUEZ

Mi padre fue un campesino, que aprendió el oficio de albañil, y por ello, se trasladó al pueblo donde había más oportunidades de trabajo, pero su amor por el campo era tan grande, que siempre hizo el esfuerzo por poseer algún terrenito o finquita, para tratar de producir algo que ayudara para el consumo de la casa.

De él heredé la atracción por el campo, pues desde muy pequeño lo acompañé por veredas y caminos de la campiña entablando largas pláticas y en donde él me hablaba como padre, como hermano y como amigo. Él era tan abierto y sincero que no siempre me habló de sus bondades, sino que me expresó las cosas malas que había cometido en su vida, pero recalcó que hay que ser lo más bueno que se pueda, porque lo malo al final nos causa mucho pesar.

Pues de este hombre, a quien recuerdo con infinito amor, escuché las historietas que juntamente con las mías les transmitiré para que ustedes, mis adorados hijos, nietos, sobrinos y amiguitos disfruten “Los Cuentos del Abuelo Beto”

LA ZIGUANABA

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Mi padre me contaba que siendo muy joven aprendió a tocar la guitarra, y además, le gustaba el baile, sobre todo si se trataba de valses y tangos ejecutados en marimba, o sextetos de cuerdas donde había guitarras, violines, contrabajo y a veces se incorporaba concertina, o algún instrumento de viento como el clarinete. En esa época, me decía mi padre, estaba en apogeo grandes compositores como el mejicano, Juventino Rosas; el guatemalteco, Mariano Valverde; los salvadoreños, Felipe Soto, David Granadino y José Cabrera Valencia; sin faltar por supuesto el zorzal criollo, Carlos Gardel.

Estas cualidades de músico y bailador, combinadas con el de ser trabajador y de carácter jovial, fue motivo para que gozara de muchas amistades, especialmente de las muchachas quienes sentían una gran simpatía por él.

El tiempo pasaba entre trabajo y alegrías los fines de semana; y fue precisamente un día de éstos, me contaba mi padre, en que tuvo una gran sorpresa, pues bailaba con Rosita muy pegaditos, cuando ella le dijo con voz temblorosa, que lo que sentía por él no era un sentimiento de amiga, sino algo más. Mi padre le contestó: – pues no te has equivocado, porque lo mismo siento yo por ti. A partir de ese momento la flecha de Cupido hizo blanco perfecto en los dos. Mi padre amaba tanto a Rosita que le propuso casorio. Rosita les comunicó a sus papás, pero ellos rechazaron la oferta por considerar a mi padre un don juan, pensando en que jamás haría feliz a su hijita.

Mi padre tenía la esperanza de que los padres de Rosita lo aceptaran algún día, pero todo fue inútil ya que el tiempo pasaba y no obtenía ninguna respuesta positiva. Fue entonces que Rosita tomó la decisión de irse con el amor de su vida, pues le importaba poco las murmuraciones de las hipócritas comadronas, aunque pensaba en el dolor que causaría a sus padres; pero aun con todo su pesar acordó con mi padre el día y la hora en que se fugarían. Rosita tendría que estar segura que sus padres dormían y que llevaría únicamente la ropa necesaria, y que mi padre la estaría esperando pegado al poste de la esquina sur como a unos cuarenta metros de su casa.

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El día llegó: ¡Era una noche de verano en que la luna lucía esplendorosa y acompañada por millares de estrellas, la noche parecía estar de día! Y aunque la luz de las calles era muy tenue por tratarse de unos farolitos con una llamita de carburo, la luna llena lo compensaba todo. El reloj del pueblo que estaba en la torre del Cabildo dio las doce campanadas; segundos después la puerta se abrió lentamente y apareció Rosita, y enseguida cerró con suavidad, por cierto, llevaba puesto el vestido floreado y una pequeña maleta entre sus brazos. – ¡oh, qué pasa! – dijo mi padre al ver a Rosita, con su andar respingón, tomar el camino en sentido contrario. Inmediatamente mi padre salió tras ella y a pesar que hacía un gran esfuerzo por alcanzarla no lo lograba y no porque Rosita corriera, en ese afán ya habían recorrido casi cuatro cuadras y desde luego habían llegado a las orillas del pueblo donde comenzaban los cafetales.

En ese tiempo los finqueros acostumbraban a cercar sus propiedades con alambre espigado, pero lo extraño no era eso, sino que lo ponían de ocho o diez hilos, lo que significaba que el cerco quedaba muy tupido y demasiado alto, por lo que le era muy difícil a una persona escalarlo y mucho más difícil pasar entre las hebras. – ¡Chispas! – dijo mi padre cuando vio a Rosita al otro lado, de frente, como retándolo a pasar. Mi padre pudo verla claramente, pues la luna alumbraba como para reconocer a una persona, sobre todo cuando se está frente a frente. Mi padre comprendió que su delicada Rosita no podía haber pasado en un ¡zaas! sin haberse lastimado, o por lo menos haber rasgado su largo y vueludo vestido. – Mi padre se dijo en sus adentros: ¡Ésta no es Rosita! – Yo tengo un secreto y lo pondré en práctica, y fue cuando y con fuerte voz exclamó: – ¡No me voy contigo, María! No había terminado de pronunciar el nombre de María, cuando lo estremecieron unas sarcásticas y terroríficas carcajadas seguidas de la estampida de aquel ser maligno entre los cafetales mecidos por un fuerte y helado viento.

Mi padre quedó atónito, paralizado, percibiendo al mismo tiempo un fuerte olor a cacho quemado; y como pudo sacó un puro de su bolsillo y no pudiendo encenderlo optó por mascar una porción. Bastante

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aturdido emprendió el regreso, pero no podía ubicar donde quedaba su casa. Se sentó en una acera y poco a poco fue tomando conciencia, y fue de esta manera que llegó a su casa prendido en calentura lo que le mantuvo postrado durante dos días. Fue hasta el tercer día, ya repuesto, que habló con Rosita; ella pensó que mi padre estaba enojado porque le había fallado, contándole que su madre no había dormido en toda la noche. Mi padre no le comentó lo sucedido, ni le mostró ningún disgusto, – pero se dijo en sus adentros: – ¡Esta desgraciada!, refiriéndose a la Ziguanaba, es capaz de tomar la figura de otra mujer y llevárselo a uno al infierno. – ¡Que me salió la Ziguanaba es la pura verdad! Pero que me casé o no con Rosita es otra historia, concluyo mi padre.

LA CHANCHA EMBRUJADA

Mi padre me contaba que Santiago de María a finales del siglo diecinueve era un pueblo bastante pequeño, ya que el centro era el único que estaba delineado,

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pues el resto de casas que lo rodeaban estaban en desorden y distantes una de otra, pero con amplios solares donde la gente lo aprovechaba para cultivar hortalizas, granos y árboles frutales.

Era una vida muy bonita en esta comunidad separada, donde todos se conocían y convivían en armonía, pues a pesar de su pobreza lo compensaba su laboriosidad, permitiéndoles lo necesario para su alimentación, además, si no había dinero hacían uso del trueque, o sea cambiando una cosa por otra. Eran muy solidarios, ya que cuando una persona fallecía los demás estaban prestos a ayudarle a la familia del doliente.

En la velación y novenario del difunto una familia proporcionaba el pan, otros el café; la familia Martínez, las gallinas para hacer el sopón y los tamales; los Mendoza ponían el maíz y elaboraban al mismo tiempo las tortillas; y los Jiménez, que eran expertos en lo que hacían, colaboraban con el chaparro y la chicha. Esta era la rutina de la vida de la comunidad aledaña al pueblo, pero que en nada cansaba ni era tediosa, pues por el contrario se respiraba tranquilidad y aire puro y los atardeceres como los amaneceres eran tan reconfortantes que llenaban de energías la vida de sus pobladores.

Los años pasaban y pasaban, pero de repente y como si el tiempo se detuviera, una mañana de julio, la paz en aquellos corazones se interrumpe, pues los sembríos de algunos vecinos aparecen destrozados, trillados y mascados; daño que no se le puede atribuir a un humano por la forma de perjuicio, ni tampoco se tiene la certeza del animal que lo pudo haber causado.

Todos se ponen de acuerdo en integrarse en grupos y turnarse por las noches porque es de la única manera para averiguar quién hace el daño. Los días pasan y cuando tenían treinta y cinco lunas de estar en vela deciden suspenderla, pues creen que lo sucedido pudo ser algo esporádico o casual. Pero al transcurrir diez días de completa paz vuelve a repetirse los destrozos en otras parcelas. Lo más extraño es que no se oyen ruidos…, y esto empieza a inquietar y desesperar a la comunidad, por lo que optan hacer el

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mismo trabajo, pero cambiando un poco de estrategia, o sea que no lo divulgan y por otra parte el grupo se divide en menos miembros y guardando el mayor sigilo para no ser descubiertos; pero el resultado es el mismo…, y es entonces que cunde el pánico en el vecindario, sintiéndose impotentes ante el extraño caso.

Algunos se preguntan ¿Qué puede ser?... ¿Será un espíritu maligno?... O será un vivo que no es de aquí y que se da cuenta del momento oportuno para hacernos daño… Las conjeturas revoloteaban por la comunidad y el desánimo se apoderaba cada vez más de la gente a tal grado que ya no querían sembrar; pero una mañana que estaban reunidos un buen grupo de vecinos hablando sobre el mismo asunto aparece Juanito, un hombre como de cincuenta años, que desde niño sufría retardo mental, pero a pesar de su limitación era muy obediente y servicial y dirigiéndose al grupo, en un momento de luzaso mental, – les dice – ¿Por qué no hablan con mi tatita Dionisio?, pues ustedes saben que tiene ciento siete años de edad, y que en su juventud estudió la Magia Blanca… Mi tatita es un buen hombre y los puede sacar de apuros… Al oír estas palabras de Juanito, todos agacharon la cabeza en señal de aprobación y en el momento decidieron visitar al anciano Dionisio a quien le guardaban mucho respeto y cariño. Ya estando con él le comentaron todo lo sucedido aunque el anciano dado su experiencia esotérica no lo ignoraba.

– Levantó su mirada y con sus ojos fijos en ellos y con autoridad les dijo: – tomen en cuenta mis recomendaciones y háganlas como yo les digo: – Yo sé que todos ustedes son muy católicos y desde luego tienen agua bendita. Cada quien regará su parcela en forma de cruz y con una palmita del Domingo de Ramos, caminarán de norte a sur y de oriente a occidente haciendo el mismo proceso…; hagan esto y después me cuentan. Los visitantes se retiraron y esa misma tarde hicieron todo como se los había indicado el tatita Dionisio. Además, les había recomendado que no se desvelaran, pues al momento de querer hacer el daño el mismo hechor los iba a despertar. Dicho y hecho, pues entre las doce y la una de la madrugada oyeron el corretear de un animal endiablado que subía y bajaba y que corría de aquí para allá. Y fue

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entonces que se levantaron todos y ven aquel horrorizante espectáculo; se trataba de una enorme chancha peluda, con un enorme hocico babeante, gruñendo y lanzando mordiscos, queriendo meterse en los sembríos, pero había algo que se lo impedía por lo que su rabia aumentaba. Fue entonces que los espectadores se armaron de valor y decidieron entrar en acción y haciéndose de garrotes y machetes se lanzaron sobre el enfurecido animal, pero sus garrotazos y planazos de machete no hacían blanco en la endiablada tunca…, todo golpe lo esquivaba y respondía con mordiscos y al final emprendió la retirada internándose en el monte y la oscuridad de la noche.

Esta escena se repitió una y otra vez hasta que acordaron visitar nuevamente al tatita Dionisio; y él con una leve sonrisa les dijo: – mucho se han tardado, no hay duda que tienen pequeño el cerebro, esto fue un fraternal saludo y luego sentencio: – Vayan por Eulalia y me la traen, pues ella es la única que los puede sacar de este embrollo.

Eulalia era una mujer octogenaria, pero dado a una vida ordenada que había llevado, tenía los atributos para llevar a cabo tan delicada misión. Los emisarios llevaron a Eulalia ante el tatita, quien les suplicó que lo dejaran a solas con la recomendada. El virtuoso anciano preparó a Eulalia con ritos y brebajes y luego la hizo poseedora de un garrote de corazón de guayabo previamente curado.

Esa misma noche todos estaban intrigados para ver qué pasaría con la elegida anciana, pues algunos dudaban que por su avanzada edad no sería capaz de desempeñar la difícil misión. Pero fue todo lo contrario, ya que al solo sonar las doce campanadas del reloj del cabildo apareció la chancha más inquieta que nunca…, y fue entonces que salta Eulalia quien corriendo como una quinceañera y con el garrote en mano enfrenta a la enloquecida chancha… La gente observa y entra en suspenso…, parece que en el ambiente no hay aire…, pues da la impresión que nadie respira…Eulalia y la chancha están frente a frente. Los ojos de la criatura maligna parecen dos encendidas brazas, en cambio los de la retadora se muestran apacibles pero con firmeza. Enseguida el animal

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se lanza con fiereza, pero Eulalia esquiva y al mismo tiempo y en sentido contrario al uso normal de los brazos coloca el primer garrotazo a la enfurecida criatura. La lucha se vuelve encarnizada. Pero mientras la chancha sólo logra rasgar las vestiduras y dar unos leves aruños a Eulalia, ésta en cambio no falla garrotazo tras garrotazo…, y es aquí donde comienza el lloriqueo del animal, pues la lucha se ha vuelto desigual, ya que Eulalia golpea y golpea en tanto la chancha va perdiendo fuerza y agresividad… Pasan unos minutos y lo que en días anteriores parecía invencible, hoy se da a la fuga berreando con la cola entre las patas como el más débil perrito.

La tranquilidad y la alegría vuelven a la comunidad, pues sus sembríos crecen exuberantes augurándoles buena cosecha. Los días transcurren en completa calma, pero extrañan la ausencia de Tencha, ya que tienen días sin verla por lo que alguien se encarga de ir a visitarla; pero que sorpresa se lleva al verla en cama y toda golpeada, pareciera que una ceiba le hubiera caído encima; tiene la cara y la cabeza inflamada y los brazos parecen los de Trucutú. Cuando el visitante le pregunta porque está así, ella le responde que hacía como tres días por andar buscando unos pollos ya noche, había caído en el barranco de la quebrada, y como no había nadie en la casa, ya que vive sola, llego arrastrándose lo que fue motivo para golpearse más.

La noticia corrió como pan caliente, pero el tatita Dionisio llamó a los hombres y mujeres más prudentes de la comunidad, y les instó, a que suplicaran a los demás a no hacer comentarios, sino que por el contrario ayudaran a Tencha a recuperarse, porque solamente haciendo el bien el mundo puede cambiar, ya que ella al vivir sola y no tener ningún apoyo, había desarrollado un resentimiento con la comunidad, por lo que recurrió a la Magia Negra para vengarse.

Las cosas se hicieron como el tatita Dionisio lo pidió: Tencha se restableció completamente y la amistad y armonía reinó en la comunidad.

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LA CARRETA BRUJA

Esta historia se remonta allá por el año de 1932 en el caserío número uno del cantón “San Juan Dos” en las faldas del costado oriente del volcán Tecapa, Alegría, Departamento de Usulután.

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Era una comunidad no tan numerosa, tranquila, donde por supuesto, se conocían unos a otros. La ocupación principal de esta gente era y sigue siendo hasta hoy en día todo lo que gira alrededor del café, pues es un producto que necesita asistencia todo el año; además, la posición geográfica del lugar motiva a seguir en ello.

Este caserío en el tiempo que nos referimos únicamente tenia vía de acceso procedente de Santiago de María, como a unos tres y medio Kilómetros de distancia, donde se podía transitar hasta en carreta aunque con alguna dificultad; pero esta vía llegaba hasta dicho caserío, ya que siguiendo hacia arriba el terreno era muy escabroso, por lo que se deduce que la erupción de este volcán – de cuya fecha no hay registro – pudo ser de gran magnitud. Esta comunidad guarda en sus habitantes rasgos ancestrales, al igual que el fruto de su mestizaje, y es de éste precisamente que sale nuestra protagonista que lleva por nombre “Brígida”; una mujer soltera, con veintiocho años de edad, pero que en su rostro y cuerpo mantiene la belleza y andar coqueto de una adolescente.

Toda esta gente se entrega religiosamente a sus tareas diarias, pero al atardecer los hombre mayores se dirigen a sus jacales a ayudar a sus mujeres en las tareas del hogar; en tanto los jóvenes buscan el lugar común de descanso como es el frondoso amate y sus gruesas raíces que se encuentra en el centro del caserío; y allí da comienzo la tertulia donde cada uno va exponiendo en su propio estilo sus hazañas y experiencias; mientras por el camino va un buen grupo de guapas mujeres con sus cántaros y calabazos para acarrear el agua; y aun cuando el recorrido es bastante distante, no les resulta cansado, ya que van en una gran algarabía, pues se escuchan risas, gritos, picantes chistes y negros comentarios de la vida íntima de algunas personas de la comunidad, pero la que más sobresale en este sentido es Brígida, ya que para eso tiene una lengua muy especial, capaz de hacer de una hormiga un elefante y de una hoja un árbol. Estas escenas se repiten todos los días, excepto el día domingo que lo dejan para viajar al pueblo y asistir primero a los actos religiosos y luego efectuar sus compras. Las mujeres luciendo sus típicos vestidos y los hombres su sombrero de palma y sus empavonados corvos en

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bonitas vainas adornadas. Y mientras las mujeres ya en el mercado van de puesto en puesto cotizando precios, los hombres se dan una vueltecita por el estanco para echarse un par de tragos del famoso guaro usuluteco y así olvidarse un poco de las penas y las duras faenas de la semana. Comienzan haciendo un pequeño círculo acurrucados o sentados en pesadas piedras, y en el centro colocan la pacha de guaro, unos cuantos jocotes ácidos y un par de tajadas de limón para evitar que el trago les queme la garganta.

A medida que van consumiendo el levantamuertos se dan las primeras reacciones. – Romilio es el primero en romper el hielo diciendo: – miren compañeros, esa condenada de la Brígida, me trae de cabezas, pues por mucho que hago por apartarla de la mente, no puedo ¿Qué dicen Ustedes? – Alfredo, responde: – aunque no lo crean yo estoy igual. De momento hay un silencio, pero luego habla Pedro, que es uno de los mayores del grupo y dice: – Yo sé que esa mujer es capaz de embrujarnos a todos, pero a ninguno de nosotros nos conviene ya que nos haría infelices, pues es muy chambrosa, mentirosa, calumniadora, criticona, curiosa y hace alarde de su belleza, cosa que no le negamos; pero es mejor juntarse con una buena mujer aunque no tenga mucha atracción física.

En esta oportunidad hubo un silencio mayor, pero fue el mismo Romilio quien sentencio diciendo: – Echémonos otro trago y olvidémonos de esa desgraciada.

En tanto a estos les agarraba la noche, Brígida ya se encuentra en su vivienda ubicada en el lugar donde comienza la llamada “Montaña”. Ella vive con una señora octogenaria a la que le llama abuela; pero la realidad es que esta señora recogió a Brígida cuando era muy pequeña, ya que su madre murió y su padre prácticamente la abandonó por irse con una mujer.

Brígida es muy trabajadora, pero su peor defecto es ser chambrosa, pues en el cantón no se le escapa nadie.

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La vida en este lugar continuaba y la rutina se quebraba cuando llegaba la época de la recolección del café en los meses de noviembre, diciembre y enero que concuerdan con las festividades de Navidad y Año Nuevo y que por cierto son los meses más fríos del año.

En este tiempo hay mayor flujo de gente y el transporte del café a los beneficios se hace exclusivamente en carretas, labor que duraba casi siempre toda la noche por lo escabroso de los caminos, lo que a veces era necesario cuartear para subir las empinadas y prolongadas cuestas, ocasionando pérdida de tiempo, ya que se tenía que enyugar y desenyugar.

Estas estampas de los primeros tres meses de verano eran los más alegres, ya que había la oportunidad que el campesino economizara algunos centavos y pudiera alimentarse mejor, pues la recolección del grano de oro se lo permitía. A Brígida le encantaba esta época, ya que se hacía de buena ropa y prendas para lucirlas en su hermoso cuerpo y coquetear con mayor prestancia.

Pasados estos meses de verano la vida se volvía más monótona lo que Brígida aprovechaba para inventar una nueva y desalentadora historia y hacerla correr por el caserío como la más grande de las verdades. Pero el tiempo no embalde pasa, pues al final las leyes nos cobran y con una cuarta más.

Pues resulta que a finales de Junio, ya entrado el invierno, en esas raras noches en que hay luna, Brígida no podía conciliar el sueño aun llegada la media noche, pues por mucho que cambiaba la almohada y su cuerpo de posición, no lograba dormirse… ¡De repente!... y bastante impresionada escuchó en el silencio de la noche el bolongoneo de una carreta que venía de arriba hacia abajo… ¡Cosa extraña!, pues en el invierno se paraba el movimiento de carretas, y si acaso lo hacía alguna para acarrear leña era esporádicamente y durante el día, y lo más raro era que venía de arriba, pues ella había estado allí todo el día y no había visto subir ninguna carreta. – ¡Que pasa Dios mío! –dijo Brígida. El temor se apoderó de ella, pero al mismo tiempo la

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curiosidad hizo que ella se pusiera en pie… Sentía que las piernas se le doblaban, pero sacando fuerzas de flaqueza se encaminó a un pequeño hoyo en la pared por el que se veía la calle; el golpe de las ruedas cuando caen de piedra en piedra; el chirrido de los ejes y el crujir de la cama cuando va muy cargada se hacían cada vez más fuertes.

Brígida, tambaleante, fijó su cabeza en el hueco con sus ojos desorbitados; un sudor frío le corría de pies a cabeza. – Jamás he sentido tanto miedo – dijo Brígida en sus adentros. Sus ojos más abiertos que nunca empezaban a presenciar el espectáculo más horrendo y fantasmagórico de su vida. Pues al despuntar la cuesta venía una carreta y en cuyo timón no se veía bueyes, sino que era halada por tres parejas de mujeres agarradas de tres palos cruzados sobre el timón y a la altura de sus cinturas. Iban vestidas con harapos, desmechadas y con rostros calavéricos, pero lo peor era que en la cama de la carreta se veían unas figuras femeninas grotescas que se reían y se burlaban de ellas sobre todo cuando dos hombres encapuchados y con túnicas negras, uno a cada lado del timón, descargaban sus látigos sobre las espaldas de las mujeres que arrastraban la carreta.

Lo más impactante para Brígida fue cuando el dantesco espectáculo estaba frente a su casa, pues pudo reconocer claramente a dos de las mujeres, ya muertas, que halaban la carreta, y que además levantaron sus cabezas y fijaron sus ojos en el portillo como diciéndole a Brígida, sino cambias te tocará lo mismo. Brígida no pudo resistir más y se desplomó quedando como muerta.

Las horas pasan y el canto de un gallo cercano despierta a la abuela, y lo primero que hace es ver la cama de Brígida como siempre lo hacía; y al comprobar que no está, se sienta sobre la cama y pasa su mirada por todo el cuarto y ve a Brígida tendida en el suelo. – ¡Hija qué te pasa!, y olvidándose de su vejez caminó con pasos seguros e inclinándose sobre Brígida, nuevamente exclamó: ¡Hija qué te pasa… qué te pasa!, y tomándola por los brazos la sacude una y otra vez; pero luego vio que Brígida resollaba y dio

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gracias a Dios. Brígida abrió lentamente los ojos y pudo ver el bondadoso rostro de la abuela. Se sentía débil, pero su mente estaba lúcida. Poco a poco se fue recuperando y enseguida preparó el desayuno para ella y la abuela.

El día expiraba y las sombras de la noche caían y fue cuando la abuela la interpeló a Brígida diciendo: – ¿Qué te pasó realmente anoche? – nada abuela, simplemente me desmayé; me sentí débil antes de llegar a la olla para beber agua. – ¿No será que ya metiste la pata? – no abuela…, te aseguro que estoy como Dios me trajo al mundo. La anciana aceptó la respuesta como cierta y no insistió más.

Brígida tomó la decisión de confesarse con el cura del pueblo y aprovechó el domingo en que iba a misa y así fue. Desde ese día Brígida cambió totalmente. Se le veía tranquila, amable y su boca nunca más se abrió para vociferar palabras obscenas y levantar falsos testimonios. Logró la sincera amistad de la comunidad, y fue precisamente Romilio quien se le acercó primero para pedirle algo más, pero ella intuyendo le dijo: – Romilio estoy dispuesto a casarme con vos, pues yo siempre te he amado aunque nunca te lo dije.

De las palabras a los hechos: en el caserío se dio el mejor casorio donde abundó de todo…; lo que en otras palabras se puede decir que estuvo a todo mecate… Los cónyugues fueron muy felices y procrearon muchos hijos…

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EL CADEJO

El siguiente relato tuvo su escenario en el cantón “Batres”, Santiago de María, Departamento de Usulután; y el protagonista de esta historia es mi amigo Santos Serpas, cariñosamente apodado el “Ñarro” a quien conocí hace más o menos quince años cuando él andaba rondando los cincuenta años, y por azar de la vida se vino a vivir a mi barrio, y poco a poco fuimos haciendo una buena amistad, ya

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que vi en él a un hombre honrado, sincero y muy servicial; además, tenía una sonrisa a flor de labios, cualidad que lo hizo ganar muchos amigos y amigas.

Era un hombre sin ninguna preparación, pues su trabajo era el de leñador, ya que desde muy pequeño, me decía, había trabajado en fincas de café, pero descubrió que el negocio de la leña era más rentable, pues en ese tiempo, todo mundo, inclusive los de la ciudad, cocinaban con fuego de leña.

Al principio la acarreaba en el lomo, pero luego se fue haciendo de algún picachito – aunque nunca tuvo uno nuevo – siempre fue una garnachita que más o menos lo sacaba de apuros. Cierta vez logro comprar un camioncito “MADE IN USA” de aquéllos gastones de gasolina que usan los vaqueros del oeste; pero lo más importante era que él se sentía muy feliz con su nueva adquisición; tal es que como estaba bastante despintado optó por pintarlo, pero para que le saliera más barato no buscó un taller, sino que él juntamente con uno de sus hijos consiguieron un compresor y demás implementos y se pusieron a darle el color original, pero el resultado no fue el deseado, quedando el camioncito con un rosado extravagante por lo que la majada del barrio lo bautizaron como “La Quinceañera”, nombre que llevó hasta sus últimos días útiles, pero su recuerdo será imperecedero en la comunidad.

Con este hombre no todo era trabajo, ya que por las noches en horas tempranas, o los fines de semana, nos juntábamos él y otros amigos para pasar un rato ameno, saboreando una deliciosa taza de café con pan y comentando a la vez los problemas diarios y experiencias de nuestras vidas.

Pues de este hombre traslado a ustedes uno de los relatos acerca del cadejo cuando apenas el Ñarro tenía diecisiete años y sus cuitas de amor eran los caminos y veredas del cantón Batres.

– Quiero decirles, menciona el Ñarro, que yo no conocí al cadejo buscando novia, sino que el caso se dio en forma fortuita lo que me traumó por mucho tiempo.

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La historia comienza un día martes del mes de noviembre de 1950, como a eso de las nueve de la mañana en que andaba merodeando por los estrechos caminos que rodeaban una finca donde se me había informado que había bastante leña suelta, cuando me encontré con un amigo que era mucho mayor que yo y, desde luego nos pusimos a platicar; allá cuando teníamos largo rato, apareció otro hombre que venía en sentido contrario del que yo llevaba y, que por cierto, era de mí también conocido, aunque no amigo… ¡De repente! ..., el amigo que estaba conmigo afianzó fuertemente el corvo y se dirigió hacia el hombre que venía en sentido contrario, pero éste que no llevaba nada en sus manos para defenderse, intento correr, pero fue imposible ya que los cercos de alambre espigado no se lo permitieron y fue abatido a machetazos. – ¡Yo me quede inmóvil!..., esperando que el autor de tan horrendo crimen también me quitara la vida para silenciar al único testigo. – ¡Vaya! – me gritó: – vámonos a juir que ya nos metimos en un chanchullo. – A mí no me quedó más remedio que hacerle caso, y aún con las piernas temblorosas emprendimos la retirada. Y es aquí, precisamente, donde comienza una de las experiencias más impactantes de mi vida.

Los días eran extenuantes recorriendo la extensa montaña y cafetales del más grande felino como es el cerro “El tigre”, lleno de precipicios y quebradas y donde había algunos animales salvajes y serpientes venenosas.

Durante el día el paisaje se veía verde, color de esmeralda, pero por las noches una oscuridad completa a no ser cuando el cielo estaba estrellado o había luna.

La falta de agua, pues recordemos que el suceso se dio en días de verano y la escasez de alimentos al mismo tiempo, nos hacían consumir raíces y plantas para poder sobrevivir; pero algunas veces fue necesario acercarnos a los caseríos buscando la forma de obtener algún alimento y agua potable sin ser descubiertos, ya que todos sabemos que en ese tiempo la Guardia Nacional no les daba tregua a los criminales y maleantes, pues los

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perseguía día y noche. El frío y la lluvia hacían mella en nosotros, ya que fuimos fugitivos durante varios meses, pero que oportunamente nos hicimos de algunos aperos a través de un pariente.

– Pero a lo que quiero llegar – dijo el Ñarro, con voz pausada, es lo que vos, Beto, me has preguntado sobre el cadejo.

– Quiero decirte que yo no conocía a ese animal y pensaba que eran cuentos de los viejitos; pero ahora estoy reteseguro que yo lo vide con mis propios ojos varias veces a ese diablo.

Resulta que una de tantas noches cuando ya casi me quedaba dormido, vi aparecer: al principio sólo podía ver dos chibolas color rojo muy encendidas en el aire, pero a medida que se acercaban y ya acostumbrado a la oscuridad, pude reconocer que no se trataba de un perro negro, sino de algo más por lo que sentía, pues el cuerpo se me erizó de pies a cabeza; pasó por mi lado y luego se acercó a mi amigo a la altura de su pecho y me pareció que lo tocó con una de sus patas para despertarlo, pero él sin inmutarse, cogió el sombrero y lo puso boca arriba y el animal se echó en él. – Vos me podés preguntar como un animal del tamaño normal de un perro puede caber en la copa de un sombrero; pero lo que yo te puedo decir es que el animal se acomodó fácilmente. – Yo no estando conforme con aquella escena, me acerqué a mi amigo y jaloneándole de la camisa le pregunté que era aquello; – él me contestó: es un animalito que en lugar de hacernos daño nos cuida, pero seguí insistiendo, por lo que él en forma cortante me dijo: – dejá de tanta babosada… ¡Lo que estás viendo es el cadejo negro y no jodás más! No me quedó más remedio que tratar de dormir lo que me costó mucho.

Estas escenas se dieron en repetidas ocasiones, sobre todo en aquellas noches tenebrosas y donde el miedo hacía de mí una fácil presa, quizás dado a mi corta edad o tal vez por la forma en que comenzó esta pesadilla. – Pero quiero decirte algo que a mí me cuesta entender, y es que este animal le avisaba con un silbido o lo despertaba cuando había el peligro de que la Guardia Nacional

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llegara. Era en esos momentos que él me levantaba y me obligaba a que nos internáramos en lo más profundo del monte.

El tiempo transcurría y las cosas eran iguales, pero tomé valor y la firme decisión de escaparme cuando él se descuidara, y así fue, pues al final pude librarme… Llegué al cantón y la gente ya sabía que mi amigo era el asesino; pues no hay crimen perfecto, ya que el día de la tragedia andaba por allí, y en el mismo negocio de la leña, y con mucho sigilo, una persona que lo vio todo.

– El cadejo existe – dijo el Ñarro, moviendo la cabeza hacia abajo…, y el negro es él que ayuda a los malos para que se los gane más luego el diablo.Estos ojitos que se los van a comer los gusanos cuando me muera… ¡Son testigos que lo vieron!

LA DAMA DE BLANCO

El testigo ocular de la siguiente historia es el mismo que la escribe. Resulta que allá por el año de 1974, yo trabajaba en la bella ciudad de Usulután en el Instituto Regulador de Abastecimientos (IRA), planta N0. 2.

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Pero antes quiero decirles que tengo gratos recuerdos de esta Cabecera Departamental, ya que me acogió en su seno y me dio grandes satisfacciones y en la que dejé muy buenos amigos a quienes nunca olvidaré. Recuerdo aquellas temporadas cuando se recolectaban los granos básicos de nuestra alimentación; eran tres meses de duro trabajo, pero aun con todo siempre tratamos de dar lo mejor de nosotros. La ciudad de Usulután llegó a ser el centro del llamado “Granero de El Salvador” cuando nuestro país estuvo por mucho tiempo a la vanguardia de las naciones centroamericanas en lo que a producción de granos se refiere. Esta ciudad tiene una bella historia plagada de hazañas y de grandes personajes que han sido los sólidos cimientos de su desarrollo. El haber vivido en esta próspera ciudad ha marcado en mi existencia un ciclo que me ha ayudado a moldear con más acierto mi persona. Y es precisamente en ésta, y lugar de trabajo, donde he tenido una de mis experiencias que puede considerarse sobrenatural, ya que durante muchos años he tratado de hallarle una explicación dentro de lo razonable, pero hasta ahora no lo he logrado. Dicho suceso se remonta allá por el año de mil novecientos setenta y cuatro, un día viernes del mes de junio. Estaba bastante cargado de trabajo y decidí quedarme después de las cinco de la tarde para ponerme al día. Pero resulta que por tratarse de un día viernes en que termina la jornada laboral de la semana, un par de amigos y compañeros de trabajo me habían hecho la invitación para asistir a cierto lugar y disfrutar un poco entre las siete y ocho de la noche, expresándoles que a esa hora me era imposible, por lo que acordamos que pasarían por mí como a eso de las diez.

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Los amigos se hicieron presentes a la hora fijada, pero al verme enfrascado en tanto papeleo decidieron esperarme, lo que coincidió con un fuerte aguacero que termino justamente faltando diez minutos para la media noche, y en el momento que yo también estaba arreglando los papeles para dejar todo en orden; lo que quiere decir que llovió prácticamente durante dos horas. Cuando salimos de la oficina y nos encaminábamos a la portería se escuchaban latidos y aullidos de perros que provenían del trayecto que viene del Rio Molino. Cuando llegamos a la portería para hacerle saber al señor portero de nuestra salida, nos abrió y nos quedamos platicando con él, comentando lo fuerte del chaparrón y lo anegado que quedaba la calle de enfrente, pues el agua corría como río. Pero había algo que nos llamaba mucho la atención, y era que la latición y aullido de los perros cada vez se oía más cerca… ¡De repente…! Sale una figura de la penumbra procedente de la calle que viene del Rio Molino, y entra al cono de luz que proyectaban dos potentes reflectores colocados en la entrada principal de la planta y que abarcaban un espacio de treinta metros más o menos. Fue algo impactante…, algo que nos dejó petrificados…; ver aparecer una elegante dama de piel blanca, ya entrada a la tercera edad y vestida completamente de blanco; su cabeza la cubría un velo que dejaba ver su blanca cabellera y su hermoso rostro; su vestido era de mangas largas y le llegaba a la altura de los zapatos que también eran blancos; en la mano izquierda llevaba un ramo de flores rojas naturales que nos parecieron que eran rosas, y en su mano derecha una vela que por cierto iba encendida a pesar de la brisa fresca de la noche.

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Ya dijimos, la calle parecía como un río donde el agua se colaba de piedra en piedra, lugar que nosotros conocíamos muy bien y que para pasar en esas circunstancias teníamos que caminar sobre las piedras para no mojar los ruedos de nuestros pantalones; por lo que nos asombraba que aquella mujer caminara con firmeza, pues de lo contrario, los charcos al ser pisoteados ensuciarían la parte inferior de su vestido, lo cual, no sucedía, ya que su traje se veía impecable. Al pasar el cono de luz la extraña mujer y entrar de nuevo a la penumbra de la calle, sacamos fuerzas de flaqueza que unida a nuestra curiosidad nos hizo abocarnos a la calle para seguir presenciando tal espanto. Pero la cosa no se quedó ahí, ya que uno de mis compañeros llamado René, intempestivamente salió tras la Dama de Blanco y vimos que se colocó a la par de ella y luego regresó temblando como un niño; no podía hilvanar palabras y sus zapatos y pantalón estaban completamente lodosos. Le dimos algunos masajes y fue recuperándose poco a poco. Al recobrar la conciencia le preguntamos qué había sucedido: – Él contestó: – Yo le dije: – Señora ¿Dónde va?... – Ella me respondió: – Voy al Cementerio a visitar a un hijo. – De lo demás no me acuerdo… – dijo René. Nosotros nos olvidamos definitivamente de irnos de juerga y empezamos a hacernos conjeturas sobre la impactante visión

juntamente con el señor portero, un hombre de respeto y mucho mayor que nosotros. Los cuatro coincidimos en que si se trataba de una loca, debería tener una apariencia acorde a las circunstancias, sobre todo si venía de los caseríos de la Laguna del Palo Galán o del Rio Molino, pues no hay duda que tenía que haber pasado por lugares completamente oscuros y pantanosos donde pudo enlodarse, ya que había caído una fuerte tormenta; y si se trataba de una persona lúcida o cuerda como decimos, pudo haberle

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pasado lo mismo. Además, no creíamos que una mujer dotada de conciencia emprendiera tan loca aventura. El tiempo ha pasado y sobre mis espaldas hay muchos años, pero mis razonamientos siguen girando sobre la firme posición que tuvimos los cuatro aquella noche tenebrosa del mes de junio de mil novecientos setenta y cuatro.

EL GNOMO

El protagonista de este relato es el mismo que la escribe.

Esta historia sucedió allá por el año de mil novecientos setenta y ocho, entre los caseríos uno y dos del “Cantón san Juan Dos” en las faldas del costado oriente del Volcán Tecapa, jurisdicción de Alegría, Departamento de Usulután.

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Pues resulta que estos lugares los he recorrido desde que era un muchacho, ya que mi padre tenía dos finquitas; una en el primer caserío y la otra en el segundo caserío de dicho cantón, con una distancia entre sí de dos kilómetros.

Yo soy de la ciudad de Santiago de María, y para llegar al primer terrenito tenía que caminar tres kilómetros, para luego dirigirme al segundo, cosa que para mí ya era normal, pues estaba acostumbrado y dado a mi juventud no sentía mayor cansancio, a pesar que eran diez kilómetros prácticamente los que recorría, ya que tenía que regresar a casa.

Pues sucede que un día del mes de abril del año arriba apuntado, como a eso de las diez de la mañana; ya estando en la primera finquita y ver los trabajos que se estaban haciendo, dispuse visitar la segunda; cuando había recorrido un cuarto de kilómetro más o menos, empecé a perderme, no obstante que la vereda estaba trillada y acostumbrado a transitarla, no importando que el zacate amargo – como se le llama – estuviera demasiado crecido, pues en ese tiempo llegaba a alcanzar una altura de uno setenta y cinco metros, lo que también por lo seco del tiempo era fácil presa del fuego.

Este trayecto ya era parte de la sabana donde sólo hay zacate y árboles de pino, y donde el viento sopla con fuerza por la considerable altura sobre el nivel del mar.

No sé cómo me salí de la vereda y comencé abrirme paso con el corvo por delante, empujando el zacate y soportando los latigazos por el fuerte viento.

Habían momentos en que me desesperaba, pues sentía que la ancha sabana me tragaba y los brazos desfallecían, ya que la tupida zacatera cada vez se hacía más intrincada. En este laberinto me encontraba cuando sucede lo inesperado: ¡Me hallo en un círculo limpio como de dos metros de diámetro, y en él, un hoyo, como de ochenta centímetros de ancho, poco profundo, con tierra suelta, y sobre él, una mujercita del tamaño de una

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enana completamente desnuda! ¡Tenía el cabello largo y negro sobre el rostro, y se bañaba con tierra, recogiéndola con un guacal y derramándosela sobre la cabeza. No pude ver su rostro ni sus pechos, pues además de tener su cara tapada la agarré de espaldas!.

Tal hallazgo me impresionó, y por algunos segundos perdí el aliento… Me recupero de pronto y sin pensarlo le hago la siguiente interrogante… ¿Por qué te estás bañando con tierra?..., a lo anterior no hay respuesta; el ser extraño no se inmuta, ni siquiera se le ve la más leve reacción…, prácticamente me ignora…, por lo que comienza a apoderarse de mí una rara sensación y un helado frío recorre mi cuerpo; pero sacando fuerzas reacciono, y ordenando mis pensamientos voy dando pasos de espalda hacia atrás; y luego de haber recorrido un prudente trecho, enderezo mi cuerpo y emprendo el camino a pasos agigantados, hallando muy cerca y de manera sorpresiva la vereda conocida. El susto es tan grande que opto por regresar a mi casa, y cuando llego les cuento lo sucedido a mis padres… Mi papá poniéndome uno de sus brazos sobre mi hombro me dice: – Yo también hijo, cuando era joven, vi cosas extrañas en ese cerro.

El resto de la tarde la pasé dándole vuelta a todo lo que me había sucedido, pues no podía creer semejante cosa; por lo que me hice el propósito de ir el siguiente día, para reconocer el terreno y ver las causas de mi extravío. La noche pasó, y levantándome muy temprano, me dirigí al pequeño comedor donde me esperaba mi madre con el desayuno… La saludé y luego me entregué a consumir los sagrados alimentos. Al terminar tomé mi machete, pero antes de partir, ella me dijo: – Hijo, ten mucho cuidado en el camino…, y yo, con un movimiento de cabeza, agradecí su consejo y emprendí el viaje. Al llegar a mi destino me dispuse a examinarlo minuciosamente, pero no encontrando nada anormal, me encaminé a la segunda finquita, y después de ver lo que se había hecho, regresé a casa sin ningún problema.

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Los años han transcurrido y sigo pensando que esas cosas van más allá de nuestra razón, ya que yo conozco perfectamente ese lugar y su gente, y jamás vi mujer alguna que tuviera esa estatura y aspecto.

Los Gnósticos aseguran que la tierra, el agua, el fuego, el aire y las plantas, tienen sus elementales; y que los de la tierra se llaman “Gnomos” y que a veces se materializan; Si eso es así, no hay duda que eso es lo que yo vi.

EL CIPITIO

Este hecho sucedió un verano del año mil novecientos cincuenta y dos en el Cantón “El Llano”, jurisdicción de Jucuapa, Departamento de Usulután; aunque este lugar está más cerca de Santiago de María, pues se encuentra como a cuatro kilómetros sobre la carretera que de ésta conduce a la ciudad de El Triunfo – Villa el Triunfo en ese entonces – a la orilla de la carretera Panamericana.

Este lugar al que nos referimos es muy conocido por sus terrenos bastante planos y por el cultivo del maíz y frijol, pero que en el tiempo

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de esta historia se dedicaban mucho más a la siembra de caña de azúcar, por lo que había un par de moliendas que trabajaban muy fuerte.

El testigo de esta historia es un amigo mío que tiene mucho tiempo de haber fallecido y que nos conocimos cuando estudiábamos la primaria en la “Escuela Urbana Mixta”. Él se llamaba Francisco Avilés y su padre del mismo nombre, quien era dueño de una de las moliendas a las que hemos hecho alusión. En el tiempo de este relato estudiábamos el tercer grado en el centro ya mencionado y ubicado en la ciudad de Santiago de María.

Francisco era un buen amigo, y todos los años en el tiempo de la zafra, invitaba a toda la escuelita a su molienda (éramos como ciento cincuenta entre alumnos y maestros). Este paseo era el más esperado por todos nosotros durante el año, y lo disfrutábamos a las mil maravillas ya que el lugar se prestaba.

Ese día pasábamos chupando caña, miel de espuma y sin ninguna restricción. También había una bonita cancha de fútbol donde improvisábamos un torneo; y al regresar a nuestras casas se nos daba una botella de la rica miel como complemento.

Quiero decirles que este viaje lo hacíamos a pie. Caminábamos en fila india y a la par iban los maestros. La caminata era segura pues se tomaban todas las precauciones, además el tráfico vehicular en ese tiempo era menor.

Con Francisco llevábamos una amistad muy estrecha y sincera, y coincidíamos que tal vez no éramos los alumnos más inteligentes del grado, pero sí, los más aplicados.

De esta manera el tiempo pasaba tranquilo y nuestro pasatiempo eran los juegos sanos, el deleitarnos en la naturaleza y la curiosidad por lo desconocido, ya que en ese tiempo se hablaba mucho de brujerías y apariciones de espantos.

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Pues un día de tantos en que nos encontrábamos enfrascados en esta clase de comentarios, fue cuando surgieron las siguientes interrogantes:

– Francisco ¿Qué sabes del Cipitío?, pues la gente dice que en las moliendas se aparece y que le gusta jugar en la ceniza y comérsela.

– Mira Beto, yo no lo he visto en persona, pero de lo que estoy seguro es haber visto sus huellas.

– Oíme Francisco, y cómo es eso.

– Poné atención Beto.

– Yo te voy a contar lo que hace como dos años sucedió en la molienda. Como sabemos la zafra es prácticamente en el verano, y yo con mi papá y otros hermanos nos quedábamos durante ese tiempo en la molienda, aunque nuestro domicilio está en el Cantón Marquezado. – Quiero decirte Beto, que a nosotros nos agradaba de gran manera permanecer en la molienda, ya que el convivir con toda aquella gente trabajadora era sensacional. Pues durante el día el ir y venir de un par de carretas acarreando caña, y luego ver girar las aspas de madera del trapiche, impulsadas por una yunta de bueyes, para mover el engranaje de hierro que masca la caña y sacar el jugo. El fogonero que mantiene permanentemente el horno encendido, y los encargados de darle el punto a la miel en los peroles, para luego verterla en un tablón de madera donde se encuentran los moldes.

Esta operación era la misma por la noche, con la diferencia que había algo especial, como era la música y las hermosas lunas llenas; mientras algunos trabajadores esperaban su turno se dedicaban a los diferentes juegos de naipe, en tanto otros entonaban melancólicas canciones evocando amores y tiempos pasados. Mi padre les permitía que se echaran un par de tragos de chaparro para mantener las energías, pero nunca que se

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emborracharan. Nosotros, mis hermanos y yo, si acaso los acompañábamos, era hasta las diez de la noche, porque nuestro progenitor nos mandaba a dormir.

Pues fue una de estas noches que aconteció lo inesperado. El reloj de pared que estaba ubicado en un lugar muy protegido, acababa de dar las doce campanadas, cuando se escucharon unos gritos que provenían de la galera donde se depositaba la ceniza… Casi todos reconocieron que él que gritaba era Cristóbal, un joven de veinticinco años; seis de los hombres que estaban esperando turno corrieron con machete en mano pensando que algo malo le pasaba al joven amigo…; cuando llegaron al lugar encontraron a Cristóbal tomándose la cabeza y temblando de miedo…, uno de los que llego a auxiliarlo le preguntó – ¿Qué te pasa Cristóbal? Alguien te atacó, o ¿Qué fue lo que viste?... Allí, allí, allí estaba, dijo Cristóbal, con voz entrecortada, estaba bañándose y comiendo ceniza…; se reía y me miraba como burlándose de mí…, me hacía señas y se tiraba de panza sobre la ceniza. – Era como un niño desnudo, con un enorme sombrero de palma, abdomen abultado y con los pies al revés. Yo había oído el cuento, pero nunca me imaginé que lo vería.

– No es lo mismo oír que verlo… ¡Dios santo!..., de verdad que da miedo. A la bulla y al gran desparpajó que se armó nos despertamos y nos dirigimos al lugar, desde luego que no lo vimos, pero sí vimos que la ceniza estaba removida y acercando una lámpara de tres pilas a cierto espacio de la ceniza, pudimos comprobar huellas de pies de niño. Mi padre ordenó a dos de los mozos que se quedaran vigilando la galera el resto de la noche para comprobar en el día lo que habíamos visto. Al amanecer fuimos con mi padre al lugar y las huellas allí estaban; pero sucedió que al transcurrir un par de horas los rastros desaparecieron como por arte de magia.

– Ves Beto… No lo vi, pero allí estaban marcados sus piecitos. A pesar del tiempo sigo recordando a mi querido amigo y la experiencia que él tuvo relacionada con uno de los personajes más emblemáticos de la Mitología Cuscatleca.

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EL JINETE SIN CABEZA

Esta impresionante historia sucedió en el Cantón “El Jocote”, jurisdicción de Mercedes Umaña, Departamento de Usulután, un 15 de enero de 1959.

La protagonista de este suceso es hoy día una buena señora, de carácter fuerte, amable y muy servicial.

Dice ella que aunque vive en la ciudad, sus raíces las tiene en la campiña, por lo que ama todo lo que está relacionado con la tierra y la naturaleza.

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Doña Carmen describe su lugar de origen con tantos detalles que da gusto escucharla: en primer lugar habla de personas dibujando sus rasgos físicos y su carácter; y en cuanto a su entorno natural pinta chozas, árboles, quebradas, lo mismo que las bondades y limitaciones de los terrenos para producir, pues lo que se da en mayor abundancia es el maicillo, necesitando el maíz y la ganadería el aporte de la asistencia técnica.

Pues es en este apartado lugar del suelo cuscatleco, donde nace y crece la protagonista de tan incomparable historia; recorriendo los secos y polvorientos caminos, y sin embargo hay perfume de flores silvestres y el olor dulzón de frutas propias del lugar.

Dice la agraciada Doña Carmen, que en ese entonces tenía como diez años, edad donde se experimentan el gozo y el amor por la vida, pues ya hay una formación de la personalidad y la conciencia capaz de conocer y reconocer lo bueno y lo malo, lo natural y lo sobrenatural de la existencia humana.

Prosiguiendo con este relato, Doña Carmen nos dice que como a eso de las siete de la noche, pasó por nuestra casa la señora Candelaria Alfaro, quien era amiga de la familia, invitándonos a que la acompañáramos al rezo del Señor de Esquipulas en casa de los Gonzáles. Mi madre le expresó que tenía algunas dificultades por lo que no podía asistir, pero a continuación le dijo: – te voy a prestar a Carmen para que te acompañe.

La señora Candelaria era una mujer como de unos treinta y cinco años, honrada y trabajadora por lo que mi madre no dudó en mandarme con ella. Además, le acompañaban sus dos hijas: Ana de nueve años y Elvira de seis, por lo que yo me sentí muy motivada.

Iniciamos el viaje a la casa del rezo que estaba como a dos kilómetros de distancia; sintiendo el camino relativamente corto, quizás por la bullanga que llevábamos mis dos amiguitas y yo. Al llegar a la casa de los Gonzáles nuestra alegría fue mayor ya que había música de cuerdas, cohetes de

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vara, de aquéllos que se elevan al cielo describiendo una curva de humo blanco, y que luego después, se oye un par de centellazos; también había mucha gente conocida, pues allí estaba ña Juana y sus tres hijos; ña Cipriana y su ahijado Dionisio; ño Narciso y muchísimas personas más.

Nosotros los cipotes y los jóvenes disfrutábamos con la música de moda, pero los mayores también dejaban escapar hondos suspiros, cuando escuchaban canciones de antaño como los valses: Lágrimas de Amor, Alejandra y románticos boleros como Un Viejo Amor.

Se estaba en un ambiente de total algarabía cuando resuena una fuerte voz indicando que va a comenzar el rezo al Cristo Negro de Esquipulas, por lo que aquella gente guarda silencio y se dispone a rezar. Esta actitud de reverencia se mantuvo por más de dos horas, o sea el tiempo que duró dicha devoción.

Al terminar el acto especial, siguió la música y la tamaleada, ricas viandas de pan, y el caliente, aromático y delicioso café de palo; también había algo fuertecito para aquéllos que lo deseaban.

El tiempo avanzaba y nosotros los cipotes la pasábamos muy bien, cuando de repente escuchamos la voz de ña candelaria llamándonos, pues ya era la hora de irnos. De inmediato nos despedimos de los amigos más cercanos, y emprendimos el regreso a casa; el reloj marcaba cerca de las doce de la noche.

La noche era como el día, pues había una hermosa luna que lo dejaba ver todo. Las sombras de los árboles se proyectaban sobre el suelo formando figuras caprichosas, mientras las inquietas luciérnagas se escapaban como encendidas pavesas.

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Habíamos caminado como veinte minutos, y nos encontrábamos a mitad del camino, cuando empezamos a escuchar un fuerte viento, dando la impresión que se trataba de una tormenta con huracán.

El lugar que transitábamos era prácticamente un angosto callejón, donde solamente había espacio para una carreta, y que cuando se encontraban dos en sentido contrario, una de ellas buscaba un lugar factible para apartarse y dejar que la otra pasara.

Pues por aquí íbamos y nos extrañaba el fuerte ruido, y no concebíamos que en una noche de verano con una hermosa luna se diera un fenómeno como tal… ¡Pero que impactante y aterrador fue ver aquella diabólica aparición en medio de un huracán!. Se trataba de un desbocado caballo negro cubierto con un manto negro, y cuyo jinete vestía también de negro, pero donde comienza la nuca, sólo se le veía el cuello blanco de la supuesta camisa, mas no la cabeza.

Doña Candelaria, en un afán desesperado, tomo a sus niñas para que se agarraran de los matochos del paredón, y lo mismo hice yo sintiendo el roce infernal de la fantasmagórica visión… Pasó como pasa un ciclón siguiendo el camino por el que habíamos pasado nosotras.

Fue tan fuerte aquella escena, que quedamos temblando como conejitas asustadas, y corriendo por nuestros cuerpos un sudor helado. Nos tomó algunos minutos recuperar nuestra conciencia… Y fue entonces que Doña Candelaria con voz entrecortada y temblorosa nos dijo: – Cerca de aquí hay unos familiares de apellidos Torres, pues allí nos quedaremos ya que no estamos en condiciones para seguir. Al llegar a la casa de dichos familiares, les contamos lo sucedido y ellos confirmaron haber oído el extraño ruido, y que no se habían atrevido a abrir ninguna puerta porque sintieron mucho temor.

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– Allí pasamos el resto de la noche sin poder conciliar el sueño totalmente, pues lo que vimos fue una pesadilla que nos acompañó esa noche y muchas más.

Él que escribe este escalofriante relato, pregunta a Doña Carmen después de cincuenta y tres años del suceso, y ella responde: – ¡Confirmo lo que vi, y es algo que jamás olvidaré!

LA CUEVA DE LOS MURCIELAGOS

Esta cueva de origen volcánico, se encuentra en el Caserío La Rivera, Santiago de María, Departamento de Usulután. Su nombre le viene por ser el hábitat de cientos de murciélagos.

Otros datos acerca de esta cueva son los siguientes: su boca de entrada es relativamente pequeña, pues tiene más o menos 1.25 metros de ancho por 1.50 metros de alto; pero su interior se amplía a un promedio de 3.50 metros de ancho, por 3.0 metros de alto. Su ambiente es oscuro, húmedo y frío.

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El aire no ha faltado hasta donde ha sido posible llegar. Las lámparas Cóleman y de mano no funcionan, ya que su círculo de iluminación es muy reducido. La luz con la cual se ha entrado es la generada por las antorchas de gas y gasolina, lo que comprueba que en su interior no hay otra clase de elementos inflamables.

Algunos aseguran que esta caverna cruza el volcán Tecapa; otros, que conduce a las profundidades del mismo; pero la mayoría nos inclinamos por la primera versión, ya que de no ser así, se darían claros indicios de actividad interna, como se dan en los municipios de Alegría y Berlín, donde están los famosos ausoles que generan la Energía Geotérmica.

La erupción del coloso Tecapa no se encuentra registrada, en ninguno de los archivos de nuestra historia, pero algunos hipotéticamente la fijan entre los 500 años antes de J.C. y 500 años después de J.C.. Lo cierto es que esta cueva, está plagada de misteriosas historias. A veces pensamos que esta caverna sirvió de refugio para los primeros pobladores de la región, ya sea para guarecerse de fenómenos naturales como la lluvia y huracanes, al igual que del inminente peligro de animales salvajes.

Lo más fantástico de este escenario, son los enigmáticos relatos de aquellos protagonistas a partir del siglo XX. Una de estas historias la recogí de un popular personaje ya fallecido, cuando en 1930, él andaba rondando los 20 años de edad; todo mundo lo llamaba “Mantequita”, por lo que estoy seguro que la mayoría no supo su verdadero nombre. Mantequita por dedicarse a los juegos prohibidos casi siempre estuvo al margen de la ley, siendo este el motivo para que la Guardia Nacional anduviera constantemente tras él. Este personaje conocía todos los escondrijos que se hallaban en los cerros del Tigre y Oromontique, pero sus favoritos eran las impenetrables cuevas del Tecapa, y todo, por lo accidentado del terreno, por la tupida selva que camuflaba sus estrechas entradas, y los laberintos en su interior que él detectaba fácilmente, y siendo de estas cavernas su preferida, “La Cueva de los Murciélagos”.

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Yo conocí a Mantequita en su senectud, y desde luego ya era un hombre tranquilo y con mucha apertura, lo que aproveché para preguntarle cosas muy personales.

Me contaba de la manera que conoció esta misteriosa cueva. – Pues, resulta, me decía: – que huyendo de la justicia, y después de esconderme en algunos lugares aledaños, opté por penetrar por primera vez a esta cueva a la que le tenía un poco de temor, ya que había oído decir que se trataba de una cueva muy profunda, oscura y peligrosa, por la existencia de serpientes e insectos venenosos. Mantequita era un hombre extremadamente listo, por lo que tomando las providencias del caso, se internó en sus profundidades, reconociendo que éste era el más seguro escondite.

En cierta ocasión, le pregunté si le tenía miedo a los muertos… Y esta pregunta surgió, ya que por voz pública se sabía que había cometido más de un homicidio, pero él sin mostrar ningún asombro me respondió: – Mirá, los muertos no salen, ya que están bajo nueve cuartas de tierra…; los que joden son los vivos y por eso cargo esta cuchilla, este empavonado y esta treinta y ocho… No hubo más respuesta y yo también me quedé callado.

Con los días se llegó otro momento oportuno y le pregunté: – ¿Cuál ha sido su experiencia más aterradora durante su loca juventud? – Fijate que lo más fregado que me ha pasado fue precisamente en esa Cueva de los Murciélagos. – Pues sucede que una noche cuando me disponía a dormir…, empiezo a oír voces, risas y gritos cada vez más cerca y fuerte… Esto me parecía que era de gente civil y no de autoridades, pero me extrañaba que no portaran antorchas ya que era la única forma para entrar. ¡De repente! Mi mente y cuerpo fue invadido por una extraña sensación…, y aunque no veía nada, aquel ruido como de tambores y la mezcla de voces, risas y gritos, me imaginaba como un Ritual Indígena alrededor de una hoguera. No sé cuanto tiempo duró esta impresión, pero al día siguiente amanecí con un fuerte dolor de cabeza y una fiebre que quebraba mis huesos… Tomé un par de mejorales, por lo que más

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tarde me sentí bastante aliviado. – Quiero decirte que yo siempre cargaba una alforja, donde andaba medicina, gas, trapos, fósforos, mechero y sin faltarme el reloj de bolsillo, marca “Ferrocarril”.

Esta es parte de la historia de “Mantequita” con relación a la “Cueva de los Murciélagos”.

Otro de los relatos me los proporcionó el carismático “Calón”. Un mecánico dental, ya fallecido, a quién le teníamos mucho aprecio, pues a pesar de sus vicios, tenía un bonito carácter: era muy risueño, le gustaba la música y como amigo era excelente. Me decía que en sus años de escuela, cuando estaba en sexto grado, y juntamente con otros tres amigos, se decidieron a entrar a la oscura Cueva de los Murciélagos, aun con todos los peligros que esta aventura acarreaba; pues sabían que al solo poner un pie adentro, se exponían al roce y choque de cientos de murciélagos, y que la forma de defenderse era agitar las antorchas, también corrían el riesgo de ser mordidos por una serpiente venenosa o picados por alacranes.

Todos estos temores pasaban por sus mentes antes de entrar, pero su determinación firme, les permitió, abrirse paso por el húmedo terreno agitando una par de antorchas a las que los nudos de murciélagos, esquivaban para buscar la salida. A medida que incursionaban en la cueva, la cantidad de murciélagos disminuía, hasta oírse solamente la combustión de las antorchas y sus temblorosas voces tratando de ubicarse en aquel desconocido ambiente.

Calón me contaba, que ellos iban dejando estacas, como marcas para facilitar su regreso. Luego agregó: – Llegamos a un lugar donde en la pared derecha de la cueva, se encontraba una mano esculpida en alto relieve con el dedo índice como señalando algo, y que de la punta, salía un chorrito de agua que caía en una pequeña poza también esculpida en piedra.

Después de ver esto, y apreciar las estalactitas y estalagmitas, cosas que nos impresionaron mucho, tomamos el acuerdo de

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regresar. Al salir consultamos el reloj, y las agujas marcaban las cuatro de la tarde. – ¡Esto es insólito! – dijo Calón… Pues entramos a las once de la mañana y consideramos que estuvimos adentro un poco más de una hora y no cuatro… Mientras viva, seguiré pensando en esta aventura, y me haré la idea de la posibilidad de haber entrado a otra dimensión…

Este es el testimonio del carismático Calón, con relación a la “Cueva de los murciélagos”.

El siguiente y extraordinario relato, lo obtuve de mi buen amigo y excelente maestro Elvis Del Cid, quien siempre ha estado involucrado en actividades Sociales y Culturales en beneficio de la Comunidad.

Elvis me cuenta que para Semana Santa en marzo de 1978, cuando él tenía 12 años, decidió, juntamente con un puñado de amigos, adentrarse en la misteriosa “Cueva de los Murciélagos”, haciéndose de los implementos necesarios que consistían en:

2 largas cuerdas unidas.

2 galones de gasolina.

4 antorchas.

1 cumbo vacío “Ceteco” del grande.

Todos iríamos con zapatos tenis.

El líder del grupo Víctor Alemán coordinó la misión de la manera siguiente: Chamba mono llevaría la delantera con la cuerda amarrada a la cintura, luego seguiría el resto del grupo tomados de la cuerda para mayor seguridad, y cuyo extremo quedaría amarrado a una piedra afuera de la cueva. Después de estos preparativos, nos dimos a la tarea de incursionar en lo desconocido, afrontando al inicio el embate de cientos de murciélagos y sorteando numerosos bichos, y raros hongos propios de las cavernas.

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Al rato de caminar llegamos a un lugar espacioso donde notamos algo extraño, pero la cuerda ya no alcanzaba, por lo que se mandó a un miembro hacia la salida para que soltara la cuerda de la piedra y se quedara tomado de la punta a la entrada. Hecho esto, se logró llegar al lugar, pero cual fue nuestra sorpresa al encontrar una pila circular, tallada en piedra como de unos 50cms. de diámetro y 1.25 mts. de alto, llena de agua cristalina súper caliente, y dentro de ella se hallaba una daga o espada recostada en sus paredes, como de 85 cms. de largo, tomando en cuenta su hoja y su larga empuñadura separada por un corto crucero. Dicha daga se encontraba engrillada con una cadena que iba, desde la empuñadura y crucero, hasta el fondo y centro de la pila donde se incrustaba.

También debo mencionar, que en el fangoso suelo de aquel espacio, se encontraban enormes huellas de pies humanos, pero que no la podemos atribuir a cosas sobrenaturales, ya que en esta clase de terreno, toda huella tiende a expandirse por causa de peso o fuerza.

Este es el extraordinario relato de mi amigo Elvis.

Mientras exista este legendario lugar, se seguirán escuchando, Enigmáticos Relatos

EL FANTASMA DEL BORDON

Esta historia sucedió en un mesón del Barrio de Concepción de Santiago de María, Departamento de Usulután, allá entre los años de 1948 y 1957.

Pues se trata de una familia de apellido Jiménez, compuesta por diez miembros: el padre, la madre y ocho hijos; tres jovencitos y cinco jovencitas, con edades que oscilaban entre dos y dieciséis años. De los ocho hijos de este grupo familiar, solamente la menor de las jovencitas, nació en el lugar del que se hace alusión, ya que el resto de ellos nacieron en otra parte del mismo barrio, pero por razones personales se trasladaron a esta nueva morada. Dicho mesón tenía una superficie de mil doscientos cincuenta metros

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cuadrados; construcción de bahareque y adobe; con nueve piezas a orilla de calle, diez cuartos interiores y dos servicios sanitarios de fosa, siendo el piso de todas estas viviendas de tierra.

Esta familia se estableció en la primera pieza a orilla de calle viniendo de sur a norte. La acera que rodeaba parte de este mesón era lo único de cemento y tenía una longitud de setenta y cinco metros, y finalizando con un feo portón que servía de acceso a los cuartos interiores.

Es en este escenario donde se gesta esta historia; lugar con su entorno de mesón bullanguero: con sus gritos, pleitos, desacuerdos, riñas de cipotes, juegos, risas, llantos, miseria y dolor; pero porque no decirlo también, que había más de algún día, como por milagro, de calma y armonía donde se suavizaban las asperezas y se entraba a la reconciliación; donde por las noches se reunían los cipotes para darle rienda suelta a los juegos tales como el Salta Burro, Patada de Mula, Ladrón Librado y con las niñas Arranca Cebollas, Anda el Anillo, Doñana y otros… Pero al final y bastante sudados, como para descansar, buscábamos al “Chato”, “El Cuenta Cuentos”…, para que los deleitara con su manera muy peculiar de narrar las hazañas de los héroes de los famosos cuentos, así como las más escalofriantes historias de espanto, las que los cipotes escuchaban con mucha expectación y apretujándose unos con otros para sentir mayor seguridad.

Los nombres de la familia Jiménez comenzando por los padres y los hijos por mayoría de edad eran los siguientes: Don Juan y Doña Inés, luego Pedro, Susana, Lorena, Carlos, Salvador, María, Romilia y Dinora. Siendo estas personas las que “El Fantasma del Bordón” atormentó por mucho tiempo, con excepción de la niña menor, que por su corta edad, no era consciente de lo que ocurría en aquel ambiente.

Comenzaremos diciendo que habían pasado dos años desde que la familia Jiménez, se instalara en este lugar en completa calma; cuando inesperadamente y en ciertas noches, empezaron a suscitarse algunas anormalidades como era el tocar y empujar puertas. Estos sucesos que se

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consideraban extraños y que al principio se daban en forma esporádica, se fueron haciendo más frecuentes. Pero el caso fue más allá, una noche de noviembre, en que solamente se encontraban seis de los hermanos, pues sus padres y dos de los hermanos mayores se hallaban fuera de la ciudad realizando un trabajo que les llevaría un buen tiempo.

Sucede que eran cerca de las doce de la noche. – Lorena despierta sobresaltada y poniendo su boca en uno de los oídos de Carlos comienza a llamarlo suavemente: – ¡Despierta Carlos, despierta, no ves que tengo mucho miedo! – Carlos despertó y dijo: – ¿Qué te pasa? a lo que Lorena respondió: – poné atención y vas a oír que alguien se pasea en el andén apoyándose de un bordón, y se oye claramente cuando lo deja caer. – Carlos agudizó los oídos y comprobó lo expresado por su hermana, y es cuando él también comienza a sentir fuertes escalofríos y se juntan en un abrazo fraternal y escuchando como los pasos y el golpe del bordón se desvanecían a medida se alejaban, pero que también aumentaban de intensidad cuando regresaban. Los dos se acostaron juntitos arropados de pies a cabeza, rezando y rezando y escuchando el ir y venir de aquel espanto, hasta que el canto de un gallo anunciaba un nuevo día y haciendo que aquella burleta desapareciera.

Durante el día a Lorena y a Carlos se les veía muy cansados y con profunda ansiedad; y tal era su desconcertante situación que decidieron contarles lo sucedido al resto de sus hermanos que estaban en la casa, con excepción de Dinora, ya que era la tierna de la familia y respetaban su inocencia. Los días transcurrían y quienes tomaban las riendas de la casa eran Lorena y Carlos por ser los mayores en esta oportunidad; desde luego que sus padres les dejaban todo lo necesario para alimentarse y solventar otros compromisos.

El Fantasma del Bordón no tardó en presentarse nuevamente, por cierto fue un domingo siete de la siguiente semana y lo hizo con mayor fuerza, pues los cinco hermanos que dormían en la cama de sus padres fueron testigos esta vez de que el Fantasma del Bordón no sólo se paseó

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por la acera, sino que se le oyó salir primero de la pieza que ellos habitaban. Embozados los cinco y sudando a gotas y con la niña dormida en la cuna a lado de la cama, sentían que las horas se les hacían largas, pero por fin pudieron conciliar el sueño para despertar con los primeros rayos del sol.

Este hecho paranormal perturbó a esta la familia durante nueve años, y aunque a veces no era muy recurrente, la verdad es que había épocas con mayor ímpetu y frecuencia. Por lo que vamos a relatar dos casos que fueron muy significativos por la actitud del fantasma; pues él escogía los miembros de la familia para que fueran los únicos en darse cuenta de sus desmanes, ya que podían estar todos en la casa y mientras dormían profundamente, uno o más despertaban súbitamente para ser testigos de lo que él hacía. Pero hay algo que debe quedar muy claro y es que los padres y los dos hermanos mayores, Pedro y Susana, fueron los últimos en sufrir en carne propia los embates del fantasma, lo que sirvió para comprobar todo lo dicho por el resto de los hermanos, ya que durante mucho tiempo no les habían creído, aduciendo que todos los comentarios que se hacían al rededor del caso eran cosa de cipotes.

Resulta que una noche estando despiertos los padres y los dos hermanos mayores, y que recién habían llegado del cine de ver una tuzada, empezaron a escuchar una lastimera súplica que procedía de la puerta que daba al patio, supuestamente era la voz de un anciano que decía: – ¡Un poquito de agua por favor – un poquito de agua por favor – un poquito de agua por favor! El padre que todavía se encontraba descansando en una hamaca y que claramente veía la puerta del patio, dijo: – ¡Oyeron lo que yo oí!… Por supuesto dijeron los que estaban despiertos. Al oír por cuarta vez aquella súplica, el padre inmediatamente se levantó y cruzando el corredor abrió la puerta para auxiliar al supuesto anciano… Pero su sorpresa fue la de encontrarse con un profundo silencio y un helado viento que envolvió su cuerpo, y regresando comentó –¡Que cosas más no habrán sufrido mis hijos!.

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El tiempo pasaba inexorablemente, lleno de afanes y preocupaciones, cosas que son propias de un hogar y en que el fantasma se presentaba de vez en cuando en forma moderada para no romper la rutina.

Pero resulta que una noche de verano, en que el suave susurro de los cafetales deleitaban los oídos de aquella familia y donde todo parecía estar en armonía, empieza a escucharse el ir y venir de aquel fantasma paseándose por toda la acera del mesón con más ímpetu que nunca; pues al llegar a la pieza de la familia comenzó a golpear con su bordón y en forma violenta un poste de hierro del alumbrado eléctrico, y luego se dirigió a la puerta, la que empujó furiosamente haciendo que la gruesa y maciza tranca de madera cediera y las dos hojas de la puerta quedaran de par en par produciéndose tremendo ruido al impactar con las paredes. En seguida se oyó al fantasma cruzar la improvisada sala y bajar al corredor por una grada de sólida madera, haciendo rebotar su bordón en ella; avanzó por el corredor y abrió estruendosamente la puerta del patio golpeando cuanta piedra encontraba a su paso. Don Juan que era el patriarca de la casa, saltando de la cama en ropas menores empuñó fuertemente el machete y se lanzó como una fiera al ver que su prole estaba en peligro, por supuesto que todo esto ocurrió en segundos…, y tanta era su rabia que no necesitó abrir las puertas, pues ya estaban abiertas y buscó al fantasma como quien busca una aguja en un pajar, por dentro y por fuera, pero no vio a nadie… Cerró y aseguró las puertas y sentándose sobre el borde de la cama, dijo a su esposa Inés: – Mañana después del desayuno recojan los tiliches ya que nos vamos a mudar muy cerca de aquí, o sea a la pieza a orilla de calle que tiene la Niña Rosa, puede que no quepamos del todo, pero es preferible vivir amontonados que seguir sufriendo esta pesadilla.

Poco tiempo después Don Juan se encontró con una anciana octogenaria que había sido inquilina en dicho mesón, y a las preguntas que él le hacía, ella respondió: – No hay duda Don Juan, que el fantasma que los asustaba era el finado Don Jerónimo, pues este señor era el dueño del mesón. Cuando yo lo conocí, ya era un hombre de la tercera edad, que acostumbraba pasearse por la acera de su propiedad, apoyado de un bordón durante la mañana

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y en las primeras horas de la noche, y la pieza que habitaba era la que ustedes ocupaban. No hay duda que él estaba tan apegado a este mundo, que murió creyendo que le estaban usurpando lo que era suyo, por lo que les declaró una guerra total.

Los años han pasado como el viento… El viejo mesón está, hoy día, parcelado, y donde estaban aquellas ruinosas viviendas, hoy se levantan magníficas construcciones.

Los protagonistas de tan espeluznante historia están vivitos y coleando, con excepción de sus padres que ya fallecieron. Pedro, que es el mayor, tiene ochenta años y Dinora, la menor, cincuenta y cinco; aunque sabemos que ella no fue víctima del fantasma.

En días muy especiales se reunen todos…, y cuando vienen los recuerdos hay suspiros nostálgicos y alguien de ellos comenta: – ¡Fueron tiempos muy bonitos, pero algunas veces, “Enigmáticos y Extraños”

EL CARBUNCO

Esta historia se dio allá por el año de 1950, en un humilde hogar situado muy cerca del cementerio de la población de Mercedes Umaña, Departamento de Usulután.

El testigo ocular de esta historia, ya falleció y llevaba el nombre de Baltazar, pero sus amigos simplemente le decían “Balta”.

Balta nació en Santiago de María, donde convivía con sus padres y hermanos, pero tenía una tía materna que residía en el lugar al

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inicio mencionado, y que a pesar de las vicisitudes de la vida, habían formado una familia cimentada en principios y valores cristianos.

Balta era un buen amigo, muy trabajador, que sabía el oficio de albañil, y que además, cantaba y tocaba la guitarra por lo que gozaba también de la simpatía de las muchachas. Amaba entrañablemente sus raíces, por lo que tenía muy buenas relaciones con sus familiares, y en base a este sentimiento llegó la ocasión de visitar a dicha familia, y que bonito fue su recibimiento…, pues aunque no estaba programado el día que llegaría, se notó la alegría de su Tía, esposo y sus hijos. Inmediatamente su Tía Marta, señalando a su hija Sofía, le dijo: – ¡Retorcele el pescuezo a la gallina negra para hacer el sopón! Lorenzo, su esposo – Voy a buscar la leña más sequita, agregó simplemente.

En tanto Balta se enfrascó en una bulliciosa plática con sus primos Ismael y Rogelio… Llegó la hora del almuerzo y sentados en cómodas sillas y una amplia mesa de laurel, empezaron a tomar la caliente y deliciosa sopa de gallina negra acompañada de verduras y sin faltar por supuesto, las ricas tortillas de maíz negrito.

Entre risas y recuerdos se respiraba un aire de armonía, propio de un auténtico hogar.

Llegó la tarde, se sirvió la cena y después el padre y la madre se fueron a preparar el lugar, donde dormiría su simpático visitante; mientras Balta y sus primos Ismael, Rogelio y Sofía se encaminaron al pie del viejo amate, que se levantaba a un extremo de la casita y enseguida se sentaron en dos enormes tentáculos y haciendo pareja unos frente a los otros… La charla dio comienzo de la manera más animada, en la que salieron a relucir sus travesuras de niños y los juegos que más les encantaban, así como la curiosidad por los cambios en los psicológico y anatomía que acompaña a la adolescencia, pues a estas alturas ellos ya eran adultos jóvenes entre los veintitrés y veintisietes años y desde luego con otras aspiraciones.

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La charla cada vez se tornaba más motivada: Se contaron chistes, anécdotas, y al final venían los aplausos y las carcajadas. De esta manera pasaron un par de horas, pero de repente hubo un silencio…, lo que aprovecho Sofía para decir: – Miren, porque no le cuentan a Balta lo que hemos visto en dos ocasiones…, tal vez él puede darnos una explicación… Balta bastante intrigado preguntó: – ¿De qué se trata? No saben Ustedes que yo soy capaz de hablar hasta con los muertos. Rogelio toma la palabra: – Mirá primo Balta, pues hace como cinco meses, hay por agosto de este año, vimos por segunda vez un extraño bolado… Sucede que esa noche nos acostamos temprano, pues nos sentíamos muy agotados por la dura faena del día. Sería como a eso de la una de la madrugada – dijo Rogelio, cuando desperté y vi la luz que se colaba por las rendijas de la puerta, ventana y el hueco que hay entre la pared y el techo de la casa…; un poco asustado le hablé a toda la familia…, nos pusimos de pie y tomamos todas las precauciones… No se oía ningún ruido, pues veíamos únicamente que la luz se corría de un lado a otro dentro de la casa, dando la impresión que la cosa que la producía se movía.

Todo esto fue igual a la primera vez, con la diferencia que en esa oportunidad no salimos por temor, pero en cambio en ésta y armados de valor empuñamos nuestros machetes y abrimos la puerta dispuestos a cualquier cosa…¡Pero que sorpresa! Ya que lo que vimos fue una bola de luz que lo iluminaba todo, alejándose y perdiéndose en la oscuridad de la noche. Pero queremos que sepás primo Balta, que el temor que sentíamos antes de ver aquello, desapareció, por lo que hubiéramos deseado verlo cuando estaba en el patio. – ¿Qué nos decís? – preguntó Ismael a Balta. – Balta dijo: –Lo que yo sé es que el Carbunco, es un fenómeno natural y que se da donde hay volcanes; es una energía que se libera, o sea que sale del interior de ellos en forma de una bola de luz, pero no quiero decir más, porque pueda que al verlo un día cambie de opinión. Rogelio, pausadamente corroboró: – Mirá Balta, mucha gente asegura haber visto bajar del volcán de Alegría o Tecapa, esa bola de luz y llegar a estos lugares… Pero ojalá hoy que estás aquí, Balta, se diera este

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fenómeno… Hubo un prolongado silencio…, parecía que todo lo dicho hubiese tocado las fibras internas de aquellos jóvenes.

Llegó la hora de dormir; se dieron recíprocamente las buenas noches. Balta saludó a su Tía Marta y a su esposo Matías y todos se dispusieron a dormir. Era un veinte de Diciembre, con una noche apacible estrellada y sombras de montes y volcanes creando un nocturno panorama evocador.

Un viejo reloj de mesa marcaba la una de la madrugada, cuando Ismael despertó de súbito y como antes, vio la luz que se colaba por las rendijas de la puerta, ventana y el hueco que hay entre la pared y el techo de la casa. Esta vez, Ismael no dudó…, y al primero que despertó fue a su primo Balta y después lo hizo con el resto de la familia, dirigiéndose todos a la puerta y abriéndola, se encontraron con aquel radiante espectáculo: – Miren, dijo la Tía Marta – ¿Qué dicen de esto?... Nadie contestó, había un silencio total… Estaban embelesados, en un estado contemplativo; pues ver aquella bola de luz danzando y esparciendo más luz, y convirtiendo aquel patio en un escenario de ensueño, donde las sombras de los árboles, se unían a una fiesta de la luz, en verdad, era algo maravilloso…

Luego la bola de luz se encaminó por un costado de la casita y bajó por la cañada desvaneciéndose poco a poco en la distancia.

El grupo familiar quedó envuelto en una penumbra, pues la única luz que había era la llamita de un candil carretero que colgaba de una de las vigas. Todos entraron callados buscando sus camas y pronto se durmieron.

El día amaneció radiante y al llamado de la Tía Marta, todos se acercaron a la mesa para desayunar. Balta dio un par de sorbos de café y dijo: – Créanme que jamás había visto algo como lo de anoche…Retiro lo dicho ayer; hablé de un fenómeno, pero eso va más allá… Lo que vimos anoche parecía tener vida…; vieron la forma cadenciosa en que se movía,

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también saltaba y saltaba como un niño cuando juega… Por ratos se acercaba a nosotros y nunca sentimos calor y su luz no era cegadora… Esto no puede ser un fenómeno, concluyó Balta. Todos hicieron un movimiento de cabeza en señal de aprobación.

Por la tarde, Balta se despidió de su Tía y su esposo Matías, y sus primos lo acompañaron a Mercedes Umaña para tomar el bus que lo llevaría a Santiago de María. Antes de subir a la camioneta les dio un fuerte abrazo a cada uno de ellos y alzando su mirada al cielo exclamó: – ¡Gracias Señor, por tener una familia como ésta y por darnos a conocer cosas que son parte de Nuestro Misterioso Mundo!.

EL DUENDE

Los hechos sobrenaturales se seguirán dando mientras exista el hombre, pues los extraordinarios avances tecnológicos durante el siglo de las luces (siglo XX) y comienzos del siglo veintiuno, no han sido barreras para que los fantásticos personajes de nuestra mitología sigan actuando.

El caso que vamos a relatar es prácticamente reciente, ya que se dio a partir del año dos mil en el Caserío “El Marío”, Cantón El Talpetate, Nueva Esparta, Departamento de la Unión.

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Esto le sucedió a una jovencita llamada Lucita de 12 años, quien a temprana edad mostraba una belleza incomparable: de piel blanca, cabello rubio, ojos color miel, nariz y boca bien formada que le daban realce a su rostro de delicadas líneas, y un cuerpo que insinuaba una perfecta figura escultural.

Lucita estaba por terminar la primaria, y asistía al Centro Escolar “Caserío el Trapichito”. Este lugar de estudio estaba como a un Kilómetro de su casa, por lo que el recorrido lo hacía por veredas y callejones poblados de árboles, monte y maleza. Casi siempre caminaba sola, aunque a veces se le unía en el trayecto más de alguna amiga o amigo. Su casa, en la que convivía únicamente con su madre y abuela materna, estaba situada en una loma, en medio de un nutrido bosque, lo que hacía de aquel lugar un ambiente frío y solitario.

Lucita era una excelente estudiante, servicial, alegre e inquieta; y fue precisamente en esta etapa de su vida que empezó a experimentar cosas extrañas.

Ella acostumbraba que después de cumplir con las tareas escolares y las de su casa, bajaba a la quebrada “Los Sorto”, la que estaba cubierta de árboles de tamarindo y a los que subía para ver los carros que pasaban por la carretera. Esto, puede decirse, que era casi a diario, y de repente, empezó a sentir un agradable olor a monte frotado y frutas, cosa que se repetía, por lo que decidió contarle a su madre: – Mirá mamá, ya días vengo sintiendo un agradable olor a monte frotado y a frutas, en tiempo que no hay cosecha y sobre todo cuando estoy en la quebrada. La madre malhumorada respondió: – ¡Dios Mío! Como podés decir que eso es agradable. – yo pienso hijita, que el olor a monte machacado y el de frutas más si están muy maduras, es nocivo, por lo que no entiendo eso de agradable… Después de esto no hubo más comentarios y cada quien se entregó a lo que tenía que hacer. Los días pasaban, como alguien dijo: “El tiempo sigue su marcha en Moscú y en todo el mundo” . Y el caso del agradable olor seguía envolviendo a Lucita, hasta que un día su sorpresa fue

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mayor; Lucita se encontraba arriba de uno de los árboles disfrutando del paisaje y del sabor agridulce del fruto del tamarindo, ya que estaba en plena madurez, el cual al apretujarlo con la mano o con los dientes produce un chasquido como cuando se rompe el cascarón del huevo.

Lucita saboreaba el fruto y con un fuerte apretón de labios dejaba escapar la semillita que sonando de rama en rama, caía para perderse entre la hierba. En esto estaba cuando sintió el suave impacto de cascaritas del delicioso fruto… Sobresaltada giro su mirada a su alrededor…, pero no vio a nadie. A medida que pasaba el tiempo y cuando no había cosecha de tamarindo, ya no eran cascaritas las que le lanzaban, sino piedritas o arenillas, lo mismo que hojas picaditas, o pétalos de florecitas silvestres, pero en todo caso no veía a nadie; por supuesto, que todos estos hechos se dieron en un periodo de más de tres años, ya que Lucita estaba por egresar del Tercer Ciclo.

En una ocasión en que se encontraba en uno de los árboles de la quebrada, como acostumbraba, sintió el roce de florecitas, y al volver su mirada vio en una de las ramas del árbol que estaba a la par, a un hombrecito muy pequeño, como de unos veinticinco centímetros de estatura, que le sonreía; su contextura física era perfecta de acuerdo a su tamaño, además, estaba completamente desnudo, pero las menudas hojas de la rama le cubrían sus partes íntimas. Ella muy perturbada e inconscientemente, bajó del árbol y ya en el suelo lo siguió viendo entre la hierba…; el hombrecito bailaba y la miraba muy sonriente…; el color de su piel era muy raro, tomándolo posiblemente del lugar donde se encontraba, a manera de camuflaje.

Lucita muy pensativa regresó a su casa tratando de que su madre no lo notara. Lucita no dejaba de sentir cierto temor, pero la curiosidad la dominaba, dando lugar a que estas escenas se repitieran una y otra vez. Cierto día cuando el hombrecito había jugado con ella como en otras veces, empezó a invitarla con señales a que bajara por la vereda que conducía a la parte más profunda de la quebrada…, tomando él primeramente el camino, y

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dejando bellas flores perfumadas como huellas de la ruta a seguir… Lucita bastante nerviosa y temblorosa, pero con el gusanito de la curiosidad, se atrevió a seguir aquella desconocida ruta…, pero cuando había dado un par de pasos por la misteriosa senda, oyó la voz de su madre que la llamaba, lo que la hizo reaccionar, desistiendo de tan loca aventura.

Lucita se dirigió a su casa y su madre Lucía al verla llegar le dijo: – Te llamaba porque últimamente te estás tardando más de la cuenta. Lucita comprendió que su madre estaba en lo cierto, y todo porque el enigmático personaje la estaba seduciendo, por lo que tomando conciencia se hizo el propósito de no bajar más a la quebrada. El caso no terminó aquí, ya que a menudo encontraba montecito y pétalos de florecitas en la cama, al igual que sentía el leve impacto de arenilla, piedrecitas y florecitas cuando estaba en su casa o viajaba a la escuela. En repetidas ocasiones vio al hombrecito muy risueño cruzarse por el patio, y en todo momento trató de cubrirse sus partes íntimas, ya con una hojita o ramita; pero lo extraño era, que otras personas no se percataban de lo que ocurría aunque estuvieran con ella.

Los días pasaban y Lucita comenzó a experimentar un cambio en su conducta: su madre Lucía, notó que su hija ya no era la muchacha alegre, que la tristeza cada vez la embargaba, que no se concentraba en las pláticas y que se le veía muy deprimida; por lo que un día en la quietud de una tarde de verano, la llamó para que en la intimidad de la salita juntamente con la abuela Rosario, una anciana de noventa años, quien había perdido la visión, les contara en confianza que le atormentaba para encontrarse en tan deplorable situación, pues ellas harían todo lo posible para ayudarla.

Lucita se acomodó en el sofá junto a su abuelita, mientras su madre en el sofá de enfrente, y en seguida la cuestionó de la manera siguiente: – Dime hijita ¿Qué te pasa?… Lucita inhalando y exhalando aire lentamente se dispuso a contestar: - Miren Madre y Abuelita – Mi caso comenzó cuando tenía escasos doce años y ahorita estoy por cumplir los quince…, lo que quiere decir que son tres largos años de estar inmersa en esta misteriosa

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historia… De esta manera, Lucita fue contando paso a paso y con los más mínimos detalles todo lo que sucedió durante ese tiempo. – Si me he metido en este rollo, dijo Lucita: – en parte por curiosidad y otro porque este pequeño personaje jamás ha sido agresivo hasta hoy; nunca he visto en él la intención de hacerme daño… No sé si en aquella oportunidad, de haber bajado al fondo de la quebrada…, posiblemente, no estaría contando el cuento. – En verdad, esto es irrazonable… Estoy a punto de volverme loca…, por favor, ayúdenme.

Habían pasado dos largas horas, madre y abuela se habían mantenido en un profundo silencio…Lucía mira a su madre Rosario, como reconociendo que por su edad y experiencia, tenía toda la autoridad para dar una opinión acertada y un consejo para solucionar el caso. La abuela Rosario había perdido completamente la visión, pero sus oídos habían percibido claramente todo lo comentado por su nieta.

– Óyeme Lucita – dijo la abuela Rosario: – Él que te está perturbando es el duende, y por lo tanto, te voy a dar la cura: – Yo te conozco perfectamente y sé de tu belleza. Además, desde muy tierna te ha gustado andar aseadita… Pero de hoy en adelante cuando vayas al baño irás masticando chicle, y si es posible toma una tortilla con frijoles o arroz y te la comes cuando estés adentro. Recordá que el duende es asqueroso y esto te dará resultado.

Lucita hizo tal como se lo había ordenado su abuela. En ese tiempo ella terminó el Tercer Ciclo y la mandaron a la ciudad para que estudiara el bachillerato; estando allí, tuvo su primer novio, siendo estos los motivos para no ver más al extraño personaje. En la actualidad, Lucita es una bella señora de veinticuatro años de edad, casada y con dos retoños… Y cuando visita su casa de campo y baja a la quebrada, sólo siente el agradable olor a monte frotado y frutas maduras, mas el misterioso personaje vaga en una estela de recuerdos que se pierde entre valles y montañas de aquel bello paisaje.

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EL TIGRE DE LAS RAYAS NEGRAS

Esta historia se remonta a los albores del siglo XX, cuando en la región oriente del volcán Tecapa, o sea al poniente de la población de Santiago de María, no se había incentivado el cultivo del café, por lo que se encontraba cubierta por espesa selva y extensa sabana. Este hermoso lugar reúne las condiciones de un perfecto mirador, ya que por su considerable altura sobre el nivel del mar, puede contemplarse un maravilloso panorama enmarcado al final por la franja azul del Océano pacífico.

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Pues en este espléndido escenario nace y crece Lupe, el protagonista de tan bonita historia. El grupo familiar del aludido personaje era pequeño, pues únicamente contaba con su madre Marta, de unos cuarenta años y dos hermanos menores: Teófilo de 11 y Rosaura de 9; su padre, Teodoro, recién había muerto. Lupe andaba pateando los 18 años y era él juntamente con su madre los que respondían por el hogar. En ese tiempo prácticamente no había trabajos remunerados en esta zona, por lo que sus habitantes se mantenían de lo que cultivaban alrededor de sus viviendas, y lo que obtenían a través de la caza de aves y animales selváticos tales como venados, chanchos de monte, cabras, conejos, tepezcuintles, mapaches, cusucos, taltuzas, tacuacines, garrobos y otros.

También había animales como serpientes venenosas, tigrillos, ocelotes, pumas y panteras a los que se les temía por considerarlos salvajes, por lo que no se atrevían a cazarlos. Lupe no necesitaba internarse mucho en la selva para conseguir leña o pequeños animales para su alimentación, pero cuando se trataba de presas de mayor tamaño (venados, chanchos de monte, cabras) si lo tenía que hacer, ya que esta clase de animales por lo general son escurridizos e inquietos. Nuestro protagonista estaba muy familiarizado con aquel ambiente, y a él, le agradaba transitar por aquellos parajes naturales, siempre con la debida precaución para no tropezarse con aquellos animales predadores.

Las familias de esta comunidad no estaban tan cercanas unas de otras, por lo que era casual que algunos de sus miembros se encontraran en la profundidad de la montaña, pero cuando se trataba de la celebración alusiva a un Santo, enfermedad o deceso de alguno de ellos, inmediatamente acudían a ayudarse.

Resulta que en una ocasión, ya bastante tarde, Lupe se encontraba en el lugar llamado “La Joya de la Ziguanaba”, colocando una trampa para cazar venados, cuando inesperadamente aparece Ignacio, un viejo amigo de Lupe…La alegría fue mutua, y después de comentar algunas cosas de

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la vida, y como dos buenos amigos, entraron en un acuerdo: – Lupe le dijo: – Vamos a poner dos trampas, una suficientemente separada de la otra, reconociendo cada uno de nosotros la suya, por lo que regresaremos mañana calculando estar aquí a las ocho de la mañana, y el resultado dependerá de la suerte. – Juega, dijo Ignacio, y en seguida se despidieron con un fuerte apretón de manos.

Lupe llego a su choza y les contó a su madre y hermanos el feliz encuentro que había tenido con Ignacio, y el compromiso de reunirse al siguiente día en el mismo lugar y hora señalada. El nuevo día llegó y Lupe emprendió el camino al lugar citado con su amigo. Ambos llegaron a la hora fijada, y cual fue la sorpresa de aquellos amigos al ver en las trampas dos excelentes ejemplares vivitos y coleando, tratando de soltarse de las sogas que sujetaban un par de sus patas. – Ignacio exclamó: – Dios es grande, pues él sabe que esto es necesario para alimentar a nuestras familias. – Fijate, Lupe, que yo venía pensando, que si en mi trampa había presa, y en la tuya no, la iba a compartir con vos. – Lupe sonrió y agregó ¡Que cosa! No hay duda que somos amigos, ya que el mismo pensamiento traía yo.

Después de soltar los animalitos y sujetarlos nuevamente en forma adecuada para no lastimarlos, los llevaron a un lugar para que reposaran, mientras ellos platicaban un poco antes de partir. – Mirá, Lupe – dijo Ignacio: – No sé si vos has visto un enorme tigre, color café rojizo, frente y pecho de color blanco, con rayas negras en todo el cuerpo. – Te pregunto porque yo ya lo vi hace como un año, y sé que vos como yo, nos metemos por todos lados de esta montaña. – ¿Dónde lo viste? Dijo Lupe – allá por el plan de Quemela – contestó, Ignacio, y luego agregó: – pero fijate que he subido dos veces últimamente y no lo he vuelto a ver.

Lupe quedó pensativo y dijo: – Hasta hoy no me he topado con un animal como el que mencionas; yo siempre pensé que esa clase de animales no habían aquí; no hay duda que da mucho temor, pero al final, arrieros somos y en el camino andamos. Después de hacer algunos comentarios se

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despidieron, y acto seguido, cada quien se echó su venado al hombro tomándolo por las patas.

El tiempo transcurría y la tranquilidad era el aliciente de todas aquellas familias alrededor del Volcán Tecapa. Cierta mañana de marzo, Lupe decidió subir al Plan de Quemela, pues sabía que en ese tiempo estaba la cosecha de los ricos aguacates micos, por lo que preparó el material que consistía en una cuerda, saco de yute, morral, puñal y su inseparable machete.

Lupe vivía en la parte baja de una de las faldas de dicho volcán, por lo que llegar a Quemela implicaba esfuerzo, ya que tenía que escalar una empinada sabana para luego llegar al extenso plan cubierto por gigantescos árboles, entre ellos los de aguacate; una embejucada ramazón de árboles más pequeños y maleza. Todo este complejo natural –hoy diferente– formaba el entorno del cráter que rodea la laguna de Alegría.

Al llegar al lugar, Lupe buscó el árbol con mejores frutos y le entró de lleno a la tarea. Al final y ya en tierra, el saco quedó completamente lleno de aguacates. Cuando se disponía a emprender el camino de regreso, no muy lejos, escuchó un fuerte gruñido y le pareció que se trataba de un animal muy grande… Fue entonces que se acordó lo que le había comentado su amigo Ignacio… Empuñó fuertemente el machete y se acercó sigilosamente a la tupida bejuquera de donde procedía el gruñido, y al apartar un poco los bejucos que le estorbaban, pudo ver claramente al enorme tigre echado sobre el tronco de un viejo árbol caído.

Su corazón palpitaba aceleradamente y se le hacía inconcebible semejante hallazgo… Sacó fuerzas de flaqueza y retrocedió sin hacer el menor ruido como todo un experto cazador…, se alzó el saco al hombro, tomó el morral con los demás implementos y se condujo por el sendero por el que había llegado. Lupe devoraba el camino a pasos agigantados, mas su mente era una pantalla de cine mudo donde estaba congelada la imagen que sus ojos habían presenciado.

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Llegó a su casa y su madre le ofreció comida, pero él le expresó que se acostaría para descansar un poco. Ya tiñendo la tarde despertó y consumió los alimentos que le había servido su madre, y luego, paso a paso fue contando lo acontecido en el plan de Quemela, por lo que su familia quedó muy sorprendida. La noche llegó y todos se entregaron al sueño.

La luz del nuevo día aparece, y lo primero que hizo Lupe, fue abrir un largo y rústico baúl, y sacar una vieja escopeta y cinco cartuchos, que no hacía mucho tiempo los había comprado en la población de Santiago de María. Esta escopeta era de un solo cartucho, y cuando era disparada dejaba escapar un chorro de humo.

Dicha arma era una herencia del abuelo paterno, por lo que también fue usada por su padre Teodoro. Ese día, Lupe, se dedicó a limpiar cuidadosamente dicho artefacto y calentar al sol los cartuchos, para que en el momento dado, no se fueran a soplar. Los días pasaban, y Lupe no descartaba la idea de volverse a encontrar con aquello que le robaba el sueño.

Un día treinta de abril, cuando los primeros rayos del sol comenzaban a calentar el patio del jacal, tomó su corvo, puñal y la escopeta ya cargada y los cinco cartuchos en el morral, y emprendió el viaje hacia el Plan de Quemela. Caminaba absorto en sus pensamientos por lo que cuando acordó ya estaba en el lugar. Lo primero que hizo fue buscarlo donde lo había visto, pero no lo encontró… Con la escopeta entre sus manos y el dedo en el gatillo, fue ampliando el círculo de búsqueda… ¡De repente!…, lo vio sentado en un gran lajón, calentándose con los rayos del sol que se colaban por las copas de los centenarios árboles de montaña… Apoyó la culata de la escopeta en su hombro derecho y cerrando su ojo izquierdo, fijó con el ojo derecho la línea imaginaria con la punta de la mira, y cuyo blanco era el corazón del animal.

Tomó aire y lo contuvo, y cuando se disponía a jalar el gatillo…, sintió una corazonada y aflojó el dedo índice de su mano derecha, dejando escapar en seguida el aire de sus pulmones… Por primera vez, Lupe había reconocido la perfección de aquel ejemplar: su tamaño, forma y colores le

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daban el toque de un bello animal. Además, le parecía pasivo e inofensivo, por lo que de salvaje, no se percató en ese momento.

Lupe regresó a su casa muy pensativo, pero con el alma tranquila, y al ver a su madre la abrazó y le dijo: – Mamá, no pude matarlo… Su madre alzando los brazos al cielo exclamó: – ¡Gracias, Señor, por haberme escuchado!, y en seguida le dijo a su retoño: – hay animales feroces que también son criaturas de Dios, ya que son parte de su creación y por lo tanto tienen derecho a la vida…, sentenció su madre.

El tiempo pasó y Lupe no volvió a ver aquel bello ejemplar. Cuando se le preguntaba sobre él…, Lupe decía: – ¡Que lo vi en el Plan de Quemela es un hecho! ¡Que haya muerto de viejo, puede ser! ¿Pero, dónde están sus restos? Más bien creo, decía Lupe – que esos cazadores furtivos como son los gringos, lo cazaron y se lo llevaron para venderlo por buena plata.

EL PARTIDEÑO

No hay duda que los relatos del Partideño son muy conocidos en toda Centroamérica, pues además se asegura que tal personaje era salvadoreño, lo cual lo creemos, ya que aquí, por doquier se escuchan sus hazañas.

Quiero decirles que en la parte norte del Departamento de Usulután, se encuentran importantes poblaciones como California, Tecapán, Santiago de María, Alegría, Berlín, El Triunfo, Jucuapa, etc. donde se hallan lugares que están relacionados a la vida aventurera de este

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carismático individuo, pues a lo mejor le servían para descansar un poco y tomar nuevas energías para proseguir su peligrosa misión.

Pues en California a poco tiempo podemos estar en la cima del Volcán de Usulután, y contemplar la enorme roca que está sobre este coloso, a la que más de una vez subió el Partideño para ubicarse mejor, y ver de que manera llegaría a los terratenientes de las ricas haciendas, y así, hacerse su propio mapa mental.

Al poniente de Tecapán, están las famosas pilas abastecidas por el nacimiento de agua al pie de un pretil, y en cuya cúspide está una pequeña caverna con dos argollas incrustadas en sus paredes, donde se supone que el Partideño colgaba su hamaca.

En el Caserío La Rivera, al poniente de Santiago de María, existe una piedra como de un metro de diámetro, y en su cara está grabada en bajo relieve una zapatía y al pie el nombre de “Partideño”; algunos aseguran, que esto lo hacía para dejar huellas de su presencia, y otros que era señal de un entierro (dinero, joyas u otra cosa de valor). Muy cerca de aquí, está la misteriosa cueva de los Murciélagos, la que también le servía de refugio; y no muy lejos de este lugar se encuentra un rico nacimiento de agua al pie de un acantilado, sitio que visitaba el legendario Robin Hood Salvadoreño para saciar su sed, asear y refrescar su vigoroso cuerpo.

Ahora, para darle mayor crédito a lo anterior, voy a relatar la siguiente historia que obtuve de Doña Cástula Jiménez, cuando tenía 81 años, y yo, él que la escribe, 19 años.

Según Doña Cástula, era originaria del Cantón Los Chapetones, Tecapán, Departamento de Usulután. Decía haber nacido en 1876, y una de las experiencias que más le había impactado en su vida, era la que tuvo a la edad de 20 años. Pues contaba que los fines de semana, solían hacer sus compras en Santiago de María, ya que siempre fue un pueblo muy próspero donde había los que las comunidades de la región necesitaban.

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En esta época el transporte se hacía a través de bestias y carretas, pero no todos contaban con estos medios, por lo que la mayoría lo realizaba a pie. Doña Cástula comenta que al salir de sus casas, viajaban en grupos de mujeres acompañadas de algunos hombres de las que estaban viviendo en parejas, pero al regresar lo hacían casi siempre solas, ya que éstos se quedaban en el pueblo echándose los tragos, o se rezagaban en el camino por el mismo motivo.

En el grupo integrado por Cástula, también estaban Rosario, Gertrudis, Rosa, Dorotea y Julia. Continuando la plática, Doña Cástula me dice: – Recuerdo que era un fresco domingo de diciembre en que una carreta nos había conducido de Santiago de María a Tecapán, y que de allí lo hicimos a pie cargando nuestros pesados canastos, pues venían bien topados, ya que en ese tiempo se compraban bastantes alimentos con poco dinero… Bien tengo presente que veníamos por el trayecto más plano que conducía al Cantón, como a eso de las cuatro de la tarde, cuando nos alcanzó un hombre que no nos era conocido, pero que por su aspecto, tampoco nos infundió temor.

Era de mediana estatura, de complexión fuerte, moreno, ojos negros y de rasgos faciales bien trazados; su cabello por lo que su sombrero texanos dejaba ver, también era negro. Vestía una camisa manga larga a cuadros negros y celestes; pantalón gris oscuro tipo vaquero; su ancho cincho como sus botas de color café, y sobre uno de sus hombros una alforja de cuero color marrón.

Al estar entre nosotras y con voz varonil nos saludó así: – ¡Buenas tardes guapas mujeres!… Me parece que vienen bastante cansadas y hay razón, ya que la carga se nota que es pesada por su volumen. – Al acercarme a ustedes, también me pareció oír algo raro…Dorotea fue la primera en abrir la boca: – ¡Gracias a Dios que apareció Usted!…, porque nosotras veníamos muertas de miedo… Todo mundo habla de ese salteador llamado Partideño…; dicen que es un gran malo y que hace cosas terribles. Dorotea calló y el silencio duró algunos minutos mientras seguían caminando.

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Al llegar a un espacio amplio y cubierto de suave grama, el acompañante con un movimiento felino y puñal en mano, se colocó frente al grupo de mujeres, y ordenándoles que bajaran sus canastos y se sentaran. Amenazante y sobando la ancha hoja del puñal con la mano izquierda, les dijo: – Quiero que cada una de Ustedes, repita paso a paso lo que expresó respecto a ese mal hombre. En ese momento aquellas mujeres sentían que el alma se les iba, que sus vidas pendían de un hilo…

Rosario, aspirando hondamente y espirando suavemente se acomodó para hablar: – Dicen que es violador de mujeres sin respetar edades…Luego le tocó el turno a Gertrudis: – Que no solamente le roba a la gente pobre sus centavitos, sino que les roba su ropita y sus alimentos. – Ahora te toca a ti… ¿Cómo te llamás? – Preguntó el extraño hombre. – Mi nombre es Rosa: – A mí me han contado que degolla a los viejitos y a los niños. Julia, no necesitó que aquel hombre dirigiera hacia ella su escudriñadora mirada. – Yo me llamo Julia: – Por comentarios que me han llegado, aseguran que a los hombre bravos y que se creen machos, les pega un tiro en la cabeza, o los deja colgados a la orilla de los caminos. Además, dicen que posee poderes sobrenaturales, ya que es capaz de convertirse en mata de guineos o volar en forma de pajarito para cruzar los abismos.

El turno final era de Cástula, la mujer más joven y bonita del grupo, pero ésta permaneció callada y el extraño hombre lo sabía, ya que ella no había comentado absolutamente nada.

Después de todo esto hubo un profundo silencio… Aquel hombre, envainó su arma blanca, y la introdujo en la pretina de su pantalón cubriéndola al mismo tiempo con la falda de su camisa.

Se le veía triste, pero luego alzando su mirada hacia las mujeres les dijo: – Yo, soy el Partideño, y no todo lo que han dicho es cierto… Yo no soy un violador; Yo no les hago daño a los ancianos y niños; Yo no les robo a los pobres; y con los hombres machos les digo: – si me buscan como

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amigo me hallan, mas si me quieren hacer daño les respondo de la misma manera…

Mi odio es con los ricos, ya que amparados en su poder explotan y esclavizan al pobre…; con tal de satisfacer su ego, son capaces de fraguar intrigas y matar.

Un mal nacido perteneciente a esta casta raptó, abusó y acabó con la vida de mi adorada novia. Yo soy amante de la justicia, por lo que no permito que se le robe y se les haga daño a los pobres. Por eso vago por montañas y riscos robando a los poderosos para ayudar a los pobres… En seguida bajó su alforja y abriéndola, fue dándole a cada una de las mujeres tres paquetillos en billetes de a cinco, haciendo un total de trescientos pesos, los que nerviosamente agarraron las mujeres.

Después de este gesto, les dijo: – ¡Que Dios les guarde y recen por mí! Tomó su alforja y se la echó al hombro, y tomando un atajo se perdió entre el verdor de la montaña. Esa misma noche aquellas mujeres se reunieron para rezar por aquel extraño hombre.

Doña Cástula me dice: – Rezamos algunos años juntas, pero luego por cosas del destino nos separamos, sin faltar por supuesto, la oración en la intimidad de nuestros hogares.

Quiero decirle que todas mis amigas ya murieron, pero yo, sigo orando por aquel hombre… Al levantar su cabeza la noble anciana y fijar su mirada en mí, pude ver dos gruesas lágrimas que bajaban por sus mejillas…

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El HOMBRE DE NEGRO

Durante la década de 1880 se inicia la “Fiebre del Grano de Oro” en Santiago de María, donde todo mundo creía que este grano era el único medio para llegar a enriquecerse, abriéndose de esta manera, un nuevo capítulo en la historia de este pueblo, que traería como resultado la división de clases y el fomento de los antivalores, tales como: el robo, ambición, envidia y avaricias; cada quien quería tener dinero y hacerse de propiedades, no importando las formas lícitas o ilícitas para lograrlo.

Y es precisamente en este escenario, que aparece el señor de las tinieblas como El Hombre de Negro, llamado así, porque vestía completamente de negro, comenzando por el sombrero de copa y en seguida la

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camisa, chaleco, capa, pantalón y sobrebotas también negras, y donde únicamente las espuelas eran grandes y brillantes.

Su presencia física realmente impresionaba, dado a su elevada estatura y mirada penetrante; de piel un tanto cenizosa; su cara alargada y orejas puntiagudas; pómulos salientes y de pronunciada nariz; boca de movimientos mentirosos que dejaban ver su ordenada y blanca dentadura. Este raro hombre también montaba un brioso caballo negro, con una adornada montura y riendas de lujo, que reflejaban el buen gusto de su jinete. Todo este conjunto de detalles y características, provocaban una sensación de recelo en aquéllos que lo habían visto un poco de cerca.

Cuenta la historia que a este hombre de negro (el diablo) se le veía cruzar toda la comarca a través de los polvorientos caminos y sinuosos senderos de las montañas. En noches tenebrosas aparecía en caseríos y pueblos, donde el resonar de los cascos herrados de su brioso caballo rompía de tajo el silencio pueblerino. Hay quienes dicen haberlo visto en noches de estrellas y luna, imponente, sobre riscos y acantilados, dejando escapar burlonas carcajadas transportadas por el eco en la inmensidad del espacio.

Ya en 1935, muchos de aquéllos que se habían dedicado al cultivo de café, eran ricos hacendados, pero hay gente que asegura que algunos de ellos hicieron pacto con el hombre de negro por su exagerada prosperidad.

Y es aquí donde surge la leyenda de Emigdio de Paz, un joven de 20 años, jornalero por herencia, quien vivía en compañía de su abuela materna, una anciana de 90 años llamada Isidora, abatida por los años y las enfermedades. Ellos residían en un solarcito ejidal como de media manzana situado entre el cantón San Juan Uno, jurisdicción de alegría y el Caserío La Rivera de Santiago de María, Departamento de Usulután.

Emigdio era huérfano, pues su madre murió cuando él tenía 10 años y su padre cuando andaba rondando los 15. Él se

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desempeñaba como mozo en los trabajos de las grandes fincas, por lo que las conocía como la palma de su mano. Moverse por el Cerro Verde, el Tigre, el Oromontique y el Tecapa era una cosa normal. Emigdio tenía muchos amigos y compañeros de trabajo, pero con quien más se llevaba era con Rutilio, pues eran vecinos y habían compartido tristezas y alegrías desde su infancia.

Los fines de semana se quedaba en casa para ayudar a su abuela; después se ocupaba de limpiar el solarcito ya que lo tenía cultivado de palitos de café, jocote de corona y otros arbolitos frutales. Por la tarde invitaba a su amigo Rutilio para acarrear agua del nacimiento que se encontraba como a kilómetro y medio de sus viviendas.

El tiempo del recorrido al manantial y su permanencia en él, les permitía a los amigos conversar y confiarse mutuamente algunos sentimientos e inquietudes. En una de estas ocasiones, Emigdio le dice a su amigo: –Mirá Rutilio…, nosotros núnca vamos a pasar de zope a querque… Esta pobreza que vivimos es agobiante…Esos seis pesos que ganamos a la semana, sólo nos sirven para los frijoles… y vos ¿Qué decís?. – Mirá Emigdio: – Yo, lo único que te puedo decir es que estamos bastante jóvenes, y algún día podemos tener una oportunidad. – Yo no creo en eso, pues para más fregar no sabemos ler ni escribir – díjole Emigdio, además, con ese pedacito de terreno pedregoso que tenemos no vamos a pasar de los dos saquitos de café al año. – Yo te aseguro que si hablamos con el hombre de negro, ése que tanto mencionan nuestras abuelas, nos hacemos ricos en dos cuetazos ¿Ay ve? – ¡Que Dios me libre de eso! – díjole Rutilio y agregó: – ¡ni que estuviera loco! santiguándose a la vez.

A partir de ese día, Emigdio, un joven alegre y comunicativo, se volvió un muchacho taciturno; si acaso hablaba en el trabajo era exclusivamente lo relacionado a sus labores, por lo que todos se extrañaban de su comportamiento, pero Rutilio sabía perfectamente que una fuerte obsesión se había apoderado de su amigo, como era la imperiosa necesidad de contactar con el hombre de negro.

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Emigdio empezó a frecuentar los lugares más solitarios de la región; salir en noches de luna u oscuras era indiferente; recorrer escabrosas caminos, acantilados y quebradas era lo mismo. También optó por viajar al nacimiento de agua solo y en horas avanzadas de la noche. Los meses pasaban, pero no hubo que esperar mucho, pues una noche clara de verano cuando Emigdio llenaba su cántaro en el manantial, sintió una extraña sensación y la presencia de algo sobrenatural… Al voltearse y fijar su mirada en la cúspide del risco de enfrente, vio al hombre de negro, firmemente de pie, con los brazos extendidos y sus ojos como dos brasas al rojo vivo, y a un lado su brioso caballo resoplando y lanzando ruidosas chispas, al choque de los cascos en el cascajoso suelo.

Esta impactante escena duró poco tiempo, pero a Emigdio le pareció una eternidad. Sin estar del todo consciente tomó el cántaro y se dirigió a su choza… Al llegar y aún confuso, trató de no despertar a su abuela, y entre desvaríos se quedó dormido hasta que los tiernos rayos de sol al penetrar por el destartalado techo lo despertaron. Se levantó y tomando un guacal lo introdujo en una olla que contenía agua fresca, con la cual se enjuagó la boca y luego derramó un chorro sobre el rostro para lavárselo… En seguida se encaminó hacia la ennegrecida cocina donde se encontraba la abuela, y ésta al verlo le dijo: – ¿A qué horas viniste? – no sé abuela, pero creo que era de madrugada. La abuela sirvió el desayuno y no hubo más comentarios. Tan pronto terminó de desayunar agarró el machete y mirando a su abuela le dijo: –Voy a ir a dar una vuelta, tal vez encuentro unas varas largas y macizas para arreglar el techo. En la mente de Emigdio solamente revoloteaba aquella visión, por lo que su firme decisión era confirmar los hechos.

Al llegar al lugar lo examinó minuciosamente sin encontrar ninguna huella o rastros, por lo que dedujo que todo aquello era obra del mero diablo. Se sentó en una cómoda piedra y respirando lenta y suavemente se dijo en sus adentros: –En la próxima cerramos el trato. Momentos después tomó rumbo a la montaña hallando las varas que necesitaba y llegó a casa y se puso a reparar el techo.

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El tiempo pasaba, hasta que una noche de julio Emigdio despertó sobresaltado, ya que una fuerte tormenta acompañada de viento, relámpagos y truenos sacudían el rancho, pero, además, una fuerza se apoderaba de él obligándolo a emprender el camino hacia el manantial. A Emigdio no le quedó más remedio que aceptar aquel mandato diabólico y de esta manera llegó al manantial. Ya estando allí pudo contemplar el más siniestro y escalofriante espectáculo: un viento huracanado servía de marco a la fuerte lluvia, constantes truenos, rayos y relámpagos que dejaban ver la clara imagen sobre el risco del hombre de negro y a un lado su brioso corcel.

Emigdio sumergido en la más horrible pesadilla, se llevó inconscientemente la mano derecha al pecho, tomando fuertemente el crucifijo que su madre le había puesto desde niño y, ¡Eh aquí! La lucha entre el bien y el mal.

Emigdio, sin dejar de asirse al crucifijo, recobró la calma, y aunque la tormenta continuó furiosamente, él regresó a su humilde vivienda, encontrando a su abuela de rodillas con una vela entre sus manos y frente a una estampa en la que aparecía María al pie de la cruz. La abuela al verlo llegar le dijo: – ¡Siempre he rezado por ti, Hijo Mío! – Emigdio, con voz entre cortada respondió: – Abuela, es mejor estar pobre, pero con Dios y no ricos y sabiendo que nuestra alma le pertenece al diablo eternamente…

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