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Los Cuadernos de Asturias CARTA ABIERTA A PEDRO CARAVIA SOBRE NUESTRA GENERACION Manuel Granell Muñiz N os solemos olvidar del aire que oxi- gena nuestras vidas, de la poluta car- ga que lo enrece. Y sospecho que poco saben los jóvenes del peculiar aire histórico respirado en España tras la guerra civil, pues no pece preocuples la necesidad de un diagnóstico a ndo del trauma de esa generación golpeada por el sismo bélico. Al menos, se sigue manejando e emente el mismísimo concepto de generación. Este viejo concepto -ya realzado por egipcios y griegos, según nos recuerda Voltaire-, se revita- lizó enormemente entre nosotros, ya hace más de medio siglo, al adelantarlo el maestro Ortega, en El tema de nuestro tiempo (1923), como categoría del acontecer, como requisito del humano autoha- cerse. Al igual que Worringer al auscult la en- traña del arte, Ortega vio en dicho nómeno una «sensibilidad vital» expresada como voluntad que decide y manda, se constituye en «gozne» de los movimientos históricos. Pues las generaciones «nacen unas de otras» sin repetirse, se infieren dos vertientes: una receptiva, saturada de tradi- ción; otra abierta al turo, filoneísta. Ambas ver- tientes son consustancies, pero suele predomi- nar una de eas, a veces con extraordinio vigor. Desde luego, no entiende por generación la mera suma de individuos, sino cierta unidad orgánica, uha «variedad humana» cuyos miembros «vienen al mundo dotados de ciertos cacteres típicos, que les prestan una fisonomía común». Tal ti- pismo no unorma a sus miembros, pues conviven en ella «los pro y los anti»; sin embargo, dichos antagonistas, «por mucho que se derencien, se parecen más todavía». No en vano «pertenecen a una misma especie» y cada generación va impul- . sada cual «un proyectil biológico». De ahí estas distinciones: épocas de senectud o de juventud, y épocas en las cuales predominan los vones o subyuga a todos la acia menina. Este enque de Ortega está aquejado, sin duda, por cierto des- liz biológico que aún se estilaba en esos años, en secuela a la justificada reacción contra el atomi- cismo científico de toda la modernidad. Conse- mos, por lo demás, que resulta muy útil como herramienta histórica. Por ejemplo, Johannes Bü- hler, al esdiar la Vida y Cultura en la Edad dia, de 1931, distingue tres períodos medieva- les en base a uno de los aspectos orgánicos, la edad, y ordena así: períodos de la senectus, de la iuventus y de la virtus. Afirma, pa justificarse: «Lo que innde a los múltiples nómenos de un 64 período cierto equilibrio armónico interno, cierta ponderación y tónica, es el ritmo de vida inhe- rente a cada época. Más que lo que suele llamarse carácter de una época -concepciones filosóficas e ideológicas, orden social y estat, el estado de la ciencia y de la técnica, y demás cosas del mismo tipo-, es dicho ritmo de vida lo que determina la esencia de los tiempos». En modo alguno cabe neg esta pregnancia de lo intrabiológico en los comportamientos. Si las generaciones eren es- trictamente carnales, sería la única variable a con- siderar. Pero se nde a lo somático lo psíquico, y ya el flanco visible de este ndirse -por vago que pezca- no toleraría dicha presunción. Mucho menos lo tolera el comportamiento rmal de las generaciones en cuanto humanas, pues a t sesgo se desembozan sus orígenes en el estrato más alto de nuestra estructura ontológica, precisamente el que cuenta de veras para nuestra promoción en vilo. Como organismos, estían determinadas; poco importí rzado cumplimiento de su destino los obstáculos que hallaren a su paso. Y nada más lejos de la verdad. Así como los indivi- duos hemos de ir haciendo constante y laboriosa- mente nuestras vidas, con todos sus peli os y trenzando los tres cabos de la cuerda vital -los cabos del azar, del destino, de la libertad-, así están las generaciones en plena encrucijada del quehacer, condenadas a la libertad y trabajo, creciendo en el haber de sus propias resoluciones. No sobrará alguna demora para iluminar cruda- mente este decir. Hagamos un corte histórico cualquiera. Surge de pronto una multitud de vivientes. Aunque to- dos pertenecen a la especie hoo, advertimos que no actúan de modo idéntico; y también, que, no obstante sus unicidades, tienden a comportarse de acuerdo a ciertos intereses comunes. A los ectos de nuestro análisis de las generaciones, se distin- guen cuatro grupos por razón de edad: niños, jó- venes, hombres maduros y ancianos. El antago- nismo ya mencionado se produce entre los dos grupos intermedios, los remente actuantes; y a modo de instancias opuestas, la resistencia/ y la insistencia[, dentro de la dinámica del acontecer. No es vano calificar; ya se verá en su momento. En la enaña de cada instcia tampoco existe unanimidad: las decisiones se discuten y se pe- lean, no muy limpiamente a veces. Suelen pes con exceso las pasiones; y por su parte, el espíritu tiene que buscarle las vueltas a impulsos ciegos y tenaces. En sus empujes y jadeos hay de todo, pues desde la animalitas crecemos y con nuestra parte de naturaleza la heredamos; pero también alienta el conato que incoó el transcender la evo- lución biológica y sigue dejando sus logros paso a paso bajo el signo de la libertad. Esos logros se llevan a cuestas y se defienden, pues constituyen el haber humo, lo añadido sobre la animalitas pa encubrirla; go que no se hereda, se tradita. Es que lo humano en el hombre no es natura, acabado y percto esquema esencial, gratuita-

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Los Cuadernos de Asturias

CARTA ABIERTA A

PEDRO CARA VIA

SOBRE NUESTRA

GENERACION

Manuel Granell Muñiz

N os solemos olvidar del aire que oxi­gena nuestras vidas, de la poluta car­ga que lo enrarece. Y sospecho que poco saben los jóvenes del peculiar aire

histórico respirado en España tras la guerra civil, pues no parece preocuparles la necesidad de un diagnóstico a fondo del trauma de esa generación golpeada por el sismo bélico. Al menos, se sigue manejando alegremente el mismísimo concepto de generación.

Este viejo concepto -ya realzado por egipcios y griegos, según nos recuerda Voltaire-, se revita­lizó enormemente entre nosotros, ya hace más de medio siglo, al adelantarlo el maestro Ortega, en El tema de nuestro tiempo (1923), como categoría del acontecer, como requisito del humano auto ha­cerse. Al igual que Worringer al auscultar la en­traña del arte, Ortega vio en dicho fenómeno una «sensibilidad vital» expresada como voluntad que decide y manda, se constituye en «gozne» de los movimientos históricos. Pues las generaciones «nacen unas de otras» sin repetirse, se infieren dos vertientes: una receptiva, saturada de tradi­ción; otra abierta al futuro, filoneísta. Ambas ver­tientes son consustanciales, pero suele predomi­nar una de ellas, a veces con extraordinario vigor. Desde luego, no entiende por generación la mera suma de individuos, sino cierta unidad orgánica, uha «variedad humana» cuyos miembros «vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les prestan una fisonomía común». Tal ti­pismo no uniforma a sus miembros, pues conviven en ella «los pro y los anti»; sin embargo, dichos antagonistas, «por mucho que se diferencien, se parecen más todavía». No en vano «pertenecen a una misma especie» y cada generación va impul­. sada cual «un proyectil biológico». De ahí estas distinciones: épocas de senectud o de juventud, y épocas en las cuales predominan los varones o subyuga a todos la gracia femenina. Este enfoque de Ortega está aquejado, sin duda, por cierto des­liz biológico que aún se estilaba en esos años, en secuela a la justificada reacción contra el atomi­cismo científico de toda la modernidad. Confese­mos, por lo demás, que resulta muy útil como herramienta histórica. Por ejemplo, Johannes Bü­hler, al estudiar la Vida y Cultura en la EdadMedia, de 1931, distingue tres períodos medieva­les en base a uno de los aspectos orgánicos, la edad, y ordena así: períodos de la senectus, de la iuventus y de la virtus. Afirma, para justificarse: «Lo que infunde a los múltiples fenómenos de un

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período cierto equilibrio armónico interno, cierta ponderación y tónica, es el ritmo de vida inhe­rente a cada época. Más que lo que suele llamarse carácter de una época -concepciones filosóficas e ideológicas, orden social y estatal, el estado de la ciencia y de la técnica, y demás cosas del mismo tipo-, es dicho ritmo de vida lo que determina la esencia de los tiempos». En modo alguno cabe negar esta pregnancia de lo intrabiológico en los comportamientos. Si las generaciones fueren es­trictamente carnales, sería la única variable a con­siderar. Pero se funde a lo somático lo psíquico, y ya el flanco visible de este fundirse -por vago que parezca- no toleraría dicha presunción. Mucho menos lo tolera el comportamiento formal de las generaciones en cuanto humanas, pues a tal sesgo se desembozan sus orígenes en el estrato más alto de nuestra estructura ontológica, precisamente el que cuenta de veras para nuestra promoción en vilo. Como organismos, estarían determinadas; poco importarían al forzado cumplimiento de su destino los obstáculos que hallaren a su paso. Y nada más lejos de la verdad. Así como los indivi­duos hemos de ir haciendo constante y laboriosa­mente nuestras vidas, con todos sus peligros y trenzando los tres cabos de la cuerda vital -los cabos del azar, del destino, de la libertad-, así están las generaciones en plena encrucijada del quehacer, condenadas a la libertad y al trabajo, creciendo en el haber de sus propias resoluciones. No sobrará alguna demora para iluminar cruda­mente este decir.

Hagamos un corte histórico cualquiera. Surge de pronto una multitud de vivientes. Aunque to­dos pertenecen a la especie horno, advertimos que no actúan de modo idéntico; y también, que, no obstante sus unicidades, tienden a comportarse de acuerdo a ciertos intereses comunes. A los efectos de nuestro análisis de las generaciones, se distin­guen cuatro grupos por razón de edad: niños, jó­venes, hombres maduros y ancianos. El antago­nismo ya mencionado se produce entre los dos grupos intermedios, los realmente actuantes; y a modo de instancias opuestas, la resistencia/ y la insistencia[, dentro de la dinámica del acontecer. No es vano calificar; ya se verá en su momento . En la entraña de cada instancia tampoco existe unanimidad: las decisiones se discuten y se pe­lean, no muy limpiamente a veces. Suelen pesar con exceso las pasiones; y por su parte, el espíritu tiene que buscarle las vueltas a impulsos ciegos y tenaces. En sus empujes y jadeos hay de todo, pues desde la animalitas crecemos y con nuestra parte de naturaleza la heredamos; pero también alienta el conato que incoó el transcender la evo­lución biológica y sigue dejando sus logros paso a paso bajo el signo de la libertad. Esos logros se llevan a cuestas y se defienden, pues constituyen el haber humano, lo añadido sobre la animalitaspara encubrirla; algo que no se hereda, se tradita.Es que lo humano en el hombre no es natura,acabado y perfecto esquema esencial, gratuita-

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mente recibido, sino producto del hombre mismo mediante su azacanado quehacer. Lo humano está en marcha, en histórico avance y siempre en peli­gro de perderse. No venimos de una humanitas; vamos a ella proyectándola desde necesarias deci­siones libres.

Cada uno de nosotros está en su cuerpo, en su cárcel, recluso en su individualidad. Tal hic et nunc constituye nuestro requisito primario, y justo como atadura única e irrepetible con la naturaleza. Este nudo de entrada a la existencia es heredado e irrenunciable mientras se viva. Por eso llamo a este requisito somato-psíquico del hombre el «aquí-propio». Aunque natural, en cuanto tam­bién va ligado estrechamente a otros aspectos de

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lo humano, a nuestra estructura ontológica, lo ca­lifico de existenciario. Del «aquí-propio», en efecto, procede el primer impulso. A diferencia del animal, que pertenece a su habitat, el hombre ex-siste. En vez de un tener con el cual se tran­sita(per) por el ahí, el sto del sistere consiste en un enhestar como reacción a una carencia, a un no­tener. El ex que tal sto -de pie, enhiesto- halla ente sí, le es inhóspito, hostil. Existir implica un ex-su/are o estar fuera, en lo ajeno, impropio, por efecto de un ex-silire, de un saltar de sí al extus radicalmente otro. O sea, carece de ámbito pro­pio, de habitat. Para remediarlo, el sto del sistere construye habitáculo idóneo, a su imagen y seme­janza. La existencia álzase así en dos instancias, la re-sistencial, especificada en el ahí humano que encubre y substituye al inhóspito ex, y la in-sis­tencial, siempre vigilante, en vela. En tal dialéc­tica se resume todo. Para subsistir y crecer, re­nueva lo resistencia! en sucesivas humanitates que irán conformando la ambicionada humanitas perfecta. De otro modo: lo puesto insistencial­mente en el ahí no se queda en simple producto, estricta cosa, por sutil y humana que fuere, sino que le sirve de alma mater para el propio crecer. La treta del sto consiste en repetir la fórmula natural a su modo, superándola. El animal se rei­tera idéntico a lo largo del tiempo, carece de his­toria. El hombre «es» historia en la superación de su anima/itas. Historia de sí mismo, hijo de su quehacer. Y en reafirmada voluntad de ser, en forzosa libertad. Lo así puesto en el ahí no se incorpora necesariamente, por herencia, sino me­diante libre decidir, por traditio; transmisión en la cual hay un entregar, pero que sólo se perfecciona en un recibir, aceptar. No es de nadie, mas se ofrece a todos. Por eso puede calificarse tal ahí de mostrenco. y como ya no es cosa, sino parte de lo humano, requisito ontológico, tenemos el segundo existenciario estructural, que llamo «ahí-mostren­co».

Desde el aquí, el hombre pone ahí la humanitas superadora. Es quehacer calificable de divino, pues diríase que Dios nos creó creadores, aunque con notable disparidad. Dios crea existencias; el hombre debe comenzar creando esencias para rea­lizarlas luego mediante el material a mano. No es la nuestra una creatio ex nihilo, sino una creatio ex aliquo. Esto significa que la creación de huma­nidad en el hombre, suscitada por alguna dificul­tad en el ahí, necesita pasar por un ámbito de característica ideal, fuera de todo espacio y tiempo, que por mera correspondencia con el aquí y el ahí, denomino el allí. En tal allí se perfila la esencia o estofa ideal solucionadora de la dificul­tad. La llama o voca, lapro-yecta, para ob-yectar­la luego en el ahí. De suyo se advierte que no es fácil dicha tarea; pero, en principio, todo hombre posee el afán vocacional, aunque poquísimos lo ejerzan y menos aún gocen de solercia ob-yectora para imponerlo. Siendo de todos en principio, debe entenderse como requisito. Tenemos así el

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tercer existenc1ano estructural, que llamo «allí­vocado». En ellos reside la clave de lo humano.

Los individuos, por tanto, pro-ponen pro-yectos esenciales en histórica competencia para su ab­yección en el «ahí-mostrenco». En esta actividad creadora se prepara la autocreación, pues lo puesto ahí arrastra consigo algo más que espíritu objetivado, constituye una subjetividad, un sujeto exterior, sin conciencia, claro está, pero con au­téntica garra categorial aprehensiva y rectora cuando se incorpora, desde el ahí, al aquí, a las unidades somato-psíquicas, a las conciencias. Cada yo deriva así de una nostridad. Por media­ción del quien o centro espiritual, desde luego; y condicionado desde el mí o centro somático. Baste indicarlo. Ese quien es lo más inmediata­mente sujetual de nosotros mismos, el centro del tercer estrato ontológico, el que de veras nos torna humanos. Prefiero llamar ethos lo así auto­creado, por la sencilla razón de que los griegos vieron a su modo el humanizador proceso y utili­zaban, con la ambigüedad propia del caso, dicho término. Decían ethos (con eta, e larga) para de­signar el ámbito donde mora el hombre, y ethos (con épsilon, e breve) para lo característico e indi­vidualizador que de esa morada deriva. El ethos o morada de la pólis era así previo al ethos o perfil espiritual de cada ciudadano. Justamente, Aristó­teles creó el adjetivo ethicós, que conservamos, en base a ambos vocablos. La moral aristotélica, y en general la griega, no puede comprenderse a fondo sin relacionarla con la política o ciencia de la pólis. Sin duda por el milenario esfuerzo indivi­dualizador del Occidente, se fue olvidando el et­hos como morada; y el ethos como carácter se malentendió, unas veces por mera conducta o comportamiento exterior, otras por específico sis­tema vigente de preferencias axiológicas. Con ra­zón denuncia Heidegger, al finalizar su Carta so­bre el Humanismo, que hemos degradado la no­ción de ethos desde lo ontológico a lo moral. Ma­yor degradación se produce con la ya famosa eto­logía de K. Lorenz y demás estudiosos del com­portamiento animal, quienes vuelcan así la huma­nitas en la animalitas. Muy respetables dichos estudios; pero, respetemos ante todo lo humano. Es de justicia reivindicar el término ethos.

Lo humano se reduce a ethos, un producto arti­ficial que funciona, ambiguamente y en constante salto, tanto en la realidad exterior como en lo interior del ente biológico llamado bípedo im­plume. Y exterior, no sólo en mera cosa o espíritu objetivado, sino como auténtico espíritu objetivo -sin los metafísicos prejuicios de Hegel, claroestá-; sujeto exteriorizado que siendo placenta detodos los sujetos psíquicos, constitúyese en preg­nante nostridad -unidad categorial previa a losyoes, no mera suma o nosotros-. Bien entendidoque dicha unidad no es única, desde luego. Y queno consiste en el despliegue dialéctico de una se­milla o embrión, según se sustenta en la metafísicahegeliana -última manifestación de la sustancia

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energética de Leibniz-. Contra el escolástico ope­rari sequitur esse, el esse sequitur operari de la única metafísica posible en nuestro histórico nivel. Con frase de Léquier: «Hacer; no devenir, sino hacer; y haciendo, HACERSE». Y el único agente posible, el hombre. Un hombre que no «es», pues está en marcha hacia el vocado ser de sí mismo. No deviene desde ningún implícito ser, se lo va haciendo en su camino. No hay más Ser -ya lo dijo Fichte en 1797, en la Segunda Introducción a la Teoría de la Ciencia-, no hay más Ser que el «derivado» de la humana actividad. ¿ Y el autor de este ser con minúscula? Ni «el» Hombre, término universal, ni nadie de carne y hueso, por forzosa que sea la cooperación carnal. ¿Quién, pues? Al­guien siempre olvidado: el hombre histórico, este enano a hombros del colectivo cuerpo de sus an­tepasados.

Larga demora, al roturar. Pero, ¿no era necesa­rio para clarificar al máximo el concepto de gene­ración, encarnarlo impletivamente, justificar, en consecuencia, la tesis mantenida de entrada, la del dramático desgarramiento sufrido por la nuestra? Una vez clarificado el concepto, no se juzgará hiperbólica dicha tesis. Las generaciones son ám­bitos éthicos donde el hombre histórico se voca en la polémica de sus amanuenses -llamémosles así, tal como Hegel llamó a los filósofos que trabajan para el Espíritu-; es decir, de los hombres de carne y hueso en edad creadora y de vigoroso futurizar. Por la generación se produce la autén­tica búsqueda del humano ser. Enérgeia que va dejando su érgon por el camino, encapsulando en este producto de la actividad lo sujetual de la enérgeia. Lo mismo que en la obra de arte, por cuya entraña alienta, para quien sepa verla, la estética de donde procede. Sin la generación y su incesante búsqueda del vocado ser, el hombre se detiene en su marcha ontológica, está en peligro de regresar, pues lo humano -ser en vilo- al igual que la flecha cae cuando no avanza. Dijo Aristóte­les que sólo se conoce bien lo que se ve nacer. Se apresa a fondo la idea de generación cuando se observa que, pese a su confundirse con la colec­ción de individuos, no es un nosotros, un plural; ni tampoco se hereda, no se impone determina­damente. Según ya sabemos, la categoría que fun­ciona al caso es el traditar, en modo alguno el heredar. Siendo así, hemos de mantener sus notas básicas: el deliberar y el decidir. O sea: la bús­queda de lo mejor y la libertad para realizarlo. Se delibera entre todos y entre todos se decide, pues el hombre histórico se gesta en el ágora, de cara al cielo. Para avanzar, hacer venir (in-venio) o inventar el ser, los amanuenses del hombre histó­rico deben con-versar, dia-logar, de-cidir.

En el «ahí-mostrenco», que es obra humana, artificio para la evolución segunda, la humaniza­dora, se aprecian tres dimensiones, que mencio­naré de pasada. En profundidad, la dimensión sin­tagmática, las reliquias de lo que el hombre ha sido, en sus variados grados de obsolescencia, que

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aún presionen el presente. En la superficie, el ethos-morada; es decir, el vigor de lo recién creado históricamente, pero ya con el apremio de lo real, de lo sólido, vigente, y en lo cual estamos, justo como habitáculo que se topa, ruda realidad. La tercera dimensión, que nos viene del futurizar, perfila la humanitas emergente, todavía sujeta a reajustes, sin la reciedumbre que la creencia de todos en ella obtendrá conforme muestre su efica­cia. En esta dimensión tercera se verifica el diá­logo ontologizador, la theoría «histórica» de una generación, que devendrá, tras el agua regia de la praxis, novísimo basamento, realidad que nos aprisiona. Naturalmente, dialogan los individuos carnales. Mas por todo lo dicho, ya se advierte

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que tales individuos no son copias idénticas de un hombre universal e invariable, del «ser racional en general» que Kant afirmó con tanta fibra filosó­fica. Y ya que cito a Kant, lo aprovecharé en mi servicio. Junto al indicado error kantiano, achaca­ble a su falta de sentido histórico, emergía su genialidad con la famosa tesis trascendental. Todo, en efecto, se conjuga entre lo dado y lo puesto, entre una materialidad sin estructura, sin orden, y un ordenar formal que torna la realidad inteligible. Las formas a priori para el percibir, el conocer y el pensar, constituyen el requisito fun­damental de lo humano. Sólo que Kant, aunque confesó que tal a priori era adquirido previamente a la experiencia, creyó que provenía de la impreg­nación de la oculta cosa en sí en nuestra mente, «de la acción misma del espíritu», para un «coor­dinar» «según leyes permanentes» (Disertación del 70, final del § 15). Por eso consideró dichas formas universales e inmutables. Introduciendo el tiempo en lo humano, se adelanta, contra la razón pura, la evolución de la razón. No en el sentido de que sea un explicitarse predeterminado -a lo Leibniz-, sino un constante hacer y deshacer, rec­tificar para perfeccionar, que el hombre histórico trabaja en su lucha permanente. Desde la Feno­menología, Scheler había reconocido cierta incor­poración de contenidos eidéticos en el espíritu del hombre, justo en cuanto formas aprehensoras, ca­tegorías, y llamó funcionalización dicho proceso categorizador. Pero su obsesión de lo eidético cegó a este embriagado de esencias, como le cali­ficó Ortega, para el exacto comprender. No sólo se funcionalizan esencias -de aceptarlas-, sino conceptos, generalizaciones abstractas de las co­sas. Basta al caso que, por haber probado su efi­cacia se adentren en nosotros con el credular vi­gor de cuanto nos parece axiomático. Pues bien: el hombre de Kant, historizado, provisto de un apriórico perfil -apriórico por previo a toda expe­riencia posterior a su funcionalización-, clave del percibir, conocer y pensar, y cuyo sistema formal se modifica, se enriquece y perfecciona a lo largo de su experiencia humana por obra de sí mismo, es justamente ese sujeto en marcha que designaba con la expresión hombre histórico. Implica un es­píritu sin enclave corpóreo ni conciencia, de ex­traordinario vigor pregnante, sin embargo, pues se adueña de los hombres de carne y hueso, les es­boza desde sus supuestos, les pone a medrar desde su axiomática, para tesaurizarse y ascender ontológicamente. Los hombres dialogan, se co­munican, pero en base a esa axiomática formal --digámoslo así- que es la del espíritu vigente en el hombre histórico. Husserl dijo poéticamente de nuestro ensimismarnos: el silencioso diálogo del alma. Un silente meditar progresa en el ánimo generacional bajo la gárrula agitación de las en­crucijadas. Y entra en juego dialéctico el «allí-vo­cado», pro-vocando, en su salto a lo ideal, el corazón vigoroso de la realidad emergente.

No hay retórica en las líneas anteriores. Ese

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gigantesco sujeto exterior, nuestra nostridad, está hecho a golpes de decisiones cardiales. Como todo lo grande, por lo demás. Les grandes pen­sées viennent du coeur, nos advirtió Vauvenar­gues. Ya lo sabía Pascal y lo repetirán Scheler y Ortega, entre otros. Pues tal espíritu no es un absoluto, se va perfilando desde un punto de par­tida y en marcha sin metro o norma trascendente, de-cidiendo, cortando ( decidere viene de caedere) desde su parecer, su voluntad racionalizadora. No es ratio, lógos -mero instrumento, de hecho-, sino noüs, nóesis, intellectio. Visión iluminadora; perspicacia, que dijo Descartes. Pero cuya luz sale del propio ver, por obra del acucioso mirar. Actividad de un sujeto, no graciosa epifanía. Así avanza la dialéctica vital en el fluir histórico. Es subjetividad en marcha ontológica, que se ade­lanta desde su propio perfil formal en la coyun­tura, se reafirma desde su preguntar. Ingresa ínte­gramente en su demanda, pone en la balanza todo su peso sujetual. Tal sujeto se contrapone total­mente al de la lógica estricta, la clásica y la mate­mática, que se juega desde el sujeto ninguno, desde el espíritu cualquiera, como dice Bachelard, en virtud de la cuádruple reducción que en su axiomática postula: «no importa quién, acerca de no importa qué, no importa dónde, no importa cuándo». Este inhumano logro, llamado lógica, nos sirve, claro está, de maravilloso instrumento clarificador, de insobornable guía entre las cosas, pero se mella al intentar comprender al hombre y su itinerante aventura. Percibir, conocer, pensar -y no digamos en la auténtica meditación funda­mentadora-, implica un poner del sujeto para con­formar lo dado. Ya lo saben ·hasta los físicos; ymuy bien, por cierto. Sus investigaciones no tie­nen por objeto la Naturaleza en sí, sino la Natura­leza sometida a la interrogación de los hombres.Son palabras de Heisenberg. La intervención delobservador sobrepasa al simple manipular. Cadaenfoque mental depende de la previa postura ( deponere) de la mente. La tesis (de títhemi) conllevael poner de base. Collingwood postuló, por estaingerencia inevitable del sujeto, una lógica de pre­guntas y respuestas, no de estrictas y absolutasproposiciones. No hay proposiciones contradicto­rias -afirma en su Autobiografía-, a menos querespondan a la misma pregunta. También Spenglerhabía visto que el filósofo no es libre de elegir suscuestiones, pues pertenece a su época y cadaépoca sufre su temática. No hay temas eternospor mucho que se empleen las mismas palabras.«La inmortalidad de los pensamientos ... es unailusión. Lo esencial es el hombre que en ellos serealiza». Y este hombre lo es de una situación.Con las propias palabras de Spengler: «Pregunta yrespuesta son ... una misma cosa. Toda gran pre­gunta, que lleva en su seno el apasionado deseo deuna determinada respuesta, posee la exclusivasignificación de un símbolo vital. No hay verdadeseternas. Toda filosofía es expresión de su tiempoy sólo de él. No hay dos épocas que tengan las

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mismas intenciones filosóficas -claro es que me refiero a la verdadera filosofía y no a minucias académicas-» (Decadencia, Introd., § 15). Pues bien: si no existe, en rigor, «la» Lógica, sino sólo un proceso logificante que inventa instrumentos reductores, ni tampoco existe «la» Filosofía, sino sólo reiterados e· incansables esfuerzos para ilumi­nar las sombras, debe resultarnos sospechosa cualquier recaída en la tesis de la razón absoluta. Me permito al caso unas líneas de mi libro La Vecindad Humana, en su § 29: «Hoy ya estamos obligados a rebelarnos contra todo pensar o todo conocer de idéntica raíz racionalista -es decir, utópica-, pues en modo alguno se trata de activi­dades absolutas, cerradas en sí a cal y canto, sino de quehaceres situados, insaltables de su sombra vital, forzosamente intencionales por sus dos ca­ras o extremos: la objetiva, sin duda alguna, claro está; pero, conjugada con ella, también la otra, la subjetiva, justo la de mayor monta. Y ya sabemos del histórico crecimiento de funcionalizaciones en la razón preguntante. Aunque de las cosas vinie­ren cual pulcro descubrimiento, siempre alienta la razón al graduado nivel de sus logros, siempre explaya desde su altura las preguntas. En rigor, es el hombre histórico quien se agazapa en el hondón de cada preguntar concreto. Por tanto, una razón que cuenta y mide desde el propio caudal, en exacto balance de largo operar con preguntas y respuestas». Y terminaba así dicho parágrafo: «Porque hay hombre, hay realidad, ese orden con que se topa el hombre. Este es el ente privilegiado de veras: un quien cercado por lo resistencia! que reacciona insistencialmente. Conoce y piensa por­que, de, a, sobre ... las cosas, tiene que conocer y pensar el qué, justamente en cuanto recurso, trampa o engaño para salvarse del extus, para vivir, sobrevivir» .

Hombre itinerante y crecimiento de la razón. Logicidad que es invención (in-venio) desde las cosas, precisamente para refinar el instrumento del conocer y del pensar y así penetrar con mayor perspicacia por la realidad. Más que un instru­mento, todo un instrumental. Distingo en La V e­cindad Humana: «in-ex-sistenciar», «con-sisten­ciar», «re-sistenciar», «per-sistenciar», «des-sis­tenciar». Sólo lo menciono para sugerir la maraña del proceso hacedor. El hombre emplea dicho ins­trumental en función de las tres dimensiones de su enfrentamiento con la realidad, que resumo en tres verbos: creer, pensar y crear. Tres dimensio­nes que se conjugan dialécticamente. Por el creer se asienta el hombre en la realidad cuya fuerza resistencia! de él deriva; el pensar -motivado desde el «in-ex-sistenciar» que resta vigor en lo creído- inventa o hace venir un pro-yecto a ob­yectar; al crear realidad, la antítesis ha cubierto la tesis, lo nuevamente creído es síntesis, un novum. Por fuerza se fundamenta el hombre en sus creen­cias. Y si le fallan, las renueva para no perecer. De otro modo: el existir del hombre no gravita sobre la razón; racionaliza para creer. Y este pro-

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ceso se origina en un previo dudar -la otra cara en la moneda de la fe-. Pregunta desde una dificul­tad, incertidumbre o problema que de pronto le sale al paso, le detiene, le obliga a ensimismarse para pensar y restablecer su confianza en el ahí donde está. Tal pregunta no se formula de modo abstracto, con independencia del ámbito y desde una razón absoluta, aunque en el responder se pretende razonar con todo rigor e incluso se aspira a refinar la razón. No es la cabeza, sino el cora­zón, quien se adelanta velis nolis en dicho juego. Pero, entendámonos. Desde la decadencia del ro­manticismo a nuestros días, cuando se menciona el corazón y la sensibilidad suelen resbalar las mentes a la intransferible y enclaustrada estofa

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que lagrimea o goza por los oscuros fondos del alma. Tal enfoque enturbia la comprensión de lo humano. Y sería injusto atribuirlo a Rousseau y a los románticos. Para Rousseau el sentimiento era el principio mismo de la vida espiritual, y no sim­ples estados subjetivos y de estricta reacción so­mato-psíquica. Por su parte, los románticos ale­manes insisten en definir al artista por su senti­miento del infinito. La exaltación de lo íntimo, del yo interno, es para Schleiermacher, por ejemplo, la puerta abierta al reino del espíritu, justo me­diante una intuición profunda y entrañable» que en nada semeja el proceso racional, por cuanto es inmediato y total lo intuido. Desde tal sentir, nos dice en sus Monólogos: «el hombre es una obra de arte permanente». Entre lo enclaustrado e inco­municable, pasivo, y la actividad que encara el universo y comunica bajo luz espiritual, eviden­temente hay enorme distancia. Y sin embargo, repito, hoy se sufre una grave confusión al res­pecto. No estaban en ella los romanos. Distin­guían anima y animus. Con la primera apuntaban a lo somático e intrabiológico, pues significa san­gre, olor, respiración, vida animal. Con el segundo término caben numerosísimos vocablos castella­nos, como deseo, inclinación, corazón, senti­miento, brío, y otros semejantes, pero también conciencia, entendimiento, razón natural, espí­ritu ... Queda un resto de tal diferencia en nuestra lengua al comparar animado y animoso, que nos aclara la torpe confusión de ánima y ánimo. No puedo insistir. Baste recordar que aún persiste, nada menos que en el pensar de Hegel, cierta «ley del corazón» que universaliza la pura singulari­dad, la conciencia de sí (Fenomenología del Espí­ritu, VI, A, a, 111). Pues bien: parece evidente que al reconocer la enorme fuerza de las creencias, su real imposición en nosotros, justo como dimen­sión primaria, tendremos que confesar que el hombre, antes que ens cogitans o ens creans, se nos aparece como ens credens.

El vigor de esta raíz de lo humano se conserva en el habla. Y para resumirlo he recurrido, en El Futuro es Nuestro (del volumen El Hombre, un Falsificador), a un hermoso vocablo castellano, por desgracia obsoleto: acordarse. Lo prefería a sindéresis -de largo reconocimiento en la filosofía cristiana, y usado por el P. Gracián-, en base al juego etimológico que desde el término corazón se advierte en nuestra lengua. Afirmaba entonces: «Por reiterado empeño del habla, de cor, corazón, se, dispersan numerosos vocablos alusivos a nues­tra humanidad en vilo ... Siempre que lo humano de veras sale al paso, yérguese a su lado lo cor­dial. Es que todo se adelgaza, en definitiva, por el enérgico nudo, como concordia unas veces, otras en discordia. El hombre recuerda, acuerda e in­cluso se trascuerda. Cuando su razón no puede habérselas por sí sola, las corazonadas acuden al quite. Con sus adláteres apela a cordura o se des­corazona ante el desacuerdo. Recordar es imagen sucinta de un retornar al corazón lo ido en el

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tiempo. Retorno, claro está, motivado en su efica­cia, pues testifica para el insobornable decidir. Bien entendido que éste no mira atrás únicamente. Si 'cada presente se hace un pasado a su imagen' -advierte Gusdorf-, sólo cobra sentido desde elporvenir: 'el recuerdo no es más que el anverso dela esperanza'. Todo entra en juego, pues. Y esaunidad total gravita en el centro o nudo. Al trasluzde estas precisiones adelántase de por sí un voca­blo muy nuestro, de. castellanía cabal: acordarse.No se agota semánticamente en recordar ni acor­dar; acucioso de riqueza, llama a cordura, templapreferencias, propicia un dialéctico reencuentrocon lo propio. El acordarse desdeña cosas y suce­sos, toca en la puerta de la propia persona. Poreso me complace ensalzarlo como símbolo de lohumano. Ahora bien: obsérvese que no aspira asimple coherencia lógica, no cura de razón, aun­que sí de razones. Desde luego, todo debe pesarsey medirse pulcramente... mientras se pueda. Laratio que pesa y mide sólo vale en las mensura­ciones al uso, reconocidas, ya ponderadas; de he­cho, es tosca secuela a otra más sensible balanza,presta en el acordarse. Quien con ésta mide, vibrade pie, íngrimo y solo, pero alerta. Por su acor­dado coraje, tal kardía deviene centro diamantinoal decidir y cortar. La thésis o posición, el tajoque todo juicio conlleva por silente que fuere,brota de su vigor. Paradójicamente, este inextensonudo refleja -cual gota al sol- todo el universohumano». Pero, al hilo del tiempo, claro es, en lassucesivas vigencias de ese vigor. Y para más altatarea que la del diario afán. Añadía, en el textocitado: «La tarea del sto y su kardía no se agotaen subsistir; quiere supra-sistir, potenciarse». Elreconocimiento del primado del hacer sobre el serinvolucra un forzado esfuerzo de superación, untrascender indomable. Por eso terminaba mi análi­sis del vocablo considerado en dicho texto conestas palabras: «Ahora sí que se ilumina a fondonuestro apretado acordarse. Gravita más al futuroque al pasado, memoriza al buen anticipar, siem­pre en acuciosa búsqueda de providencias y re­medios ... Acordarse enreda un curioso trascenderque se afinca dentro para irrumpir fuera. Propiciaun autohumanizarse que parece hecho de imposi­bles. Y en verdad -confesémoslo- no proviene delo posible a secas, sino de algo más sutil, aunqueen presiones y violencias se encarne: lo 'posibili­tado'. Con el anticipar del acordarse, el hombre

· -único ente de cara al futuro- puede dar el ser acuanto aún no sea ni se apreste a serlo de por sí.En suma: su osada pretensión consiste en torcerleel cuello a lo imposible. A su modo lo logra. Y essu deber intentarlo, por mucho que le sirva deamargura».

Pues bien: para este hercúleo trabajo que so­brepasa la capacidad individual, que compete alhombre histórico, hay que situarse en plena en­crucijada de cada generación, de cara a las pre­guntas que acicatean el corazón enorme del mo­mento y su circunstancia; y sin fórmulas, recetas,

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consignas ni palabrerías: palpando las cosas mis­mas y escuchando a los otros sobre sus experien­cias afines. Pese a lo aparente, no hay retórica en este decir. Estoy describiendo -lo intento, al me­nos- algo que se nos oculta tenazmente por su misma naturalidad e inmediatez a la conciencia: nuestra actitud vital en cuanto copartícipes de una generación. Para especificarlo mejor, acaso con­venga partir de la postura vital más opuesta, la de una sofisticada y antinatural soledad. Esta sin duda favorece la meditación individual y logra limpias construcciones teóricas. Pero si la theoría no salta de la soledad a la polvareda de la plaza pública, verificándose en los golpes, no contará en la praxis histórica, le faltará garra para el refor­mador decidir. A solas, sólo se zanjan ilusorias cuentas con el universo, se pierde el pulso vital, el vigor que genera vigencias en el futuro emergente. Tras este comparar con la soledad, otra sugeren­cia complementaria: la del juego infantil. No asombre, pues también el niño ex-sis te. Trátase de un gozoso aprendizaje orientado al futuro, en ám­bito imaginario y siempre proclive a éambios y mutaciones, sin curarse de presiones reales, des­deñando con maravilloso desenfado las limitacio­nes de lo posible, la inercia de lo sólito, para mejor atravesar el espejo y vivir crédulamente lo increíble. Y siempre en compañía. El niño, cuando queda aislado, habla en voz alta con invi­sibles compañeros. Es que, en lo humano, alienta una presencia calificable de radical. Ex-sistir es coexistir. Ciertamente, cada sto del sistere sufre su ex carnal, su cárcel, su unicidad, su insaltable nudo de entrada al extus inhóspito. Pero en nues­tro salir siempre hallamos ese extus recubierto por estofa tejida con incontables nudos ajenos. Lo inhóspito se pliega así bajo nuestro pie, se torna atopadizo. Al ser lanzados al ahí, encontramos el prójimo, el cercano, allegado. El palpitar humano no es un absoluto, sino un encuentro de pulsacio­nes desiguales, enfrentadas a veces, pero siempre acordes para participar en equipo, precisamente aquí y ahora, en la concreta y comunal situación. Se ha dicho que en las pinturas medievales cada personaje está a solas con la divinidad, aislado de sus congéneres. Y al revés, que en la pintura velazqueña no sólo comunican los personajes como en los cuadros renacentistas, sino que el medium mismo del comunicar, la luz, el fluyente ámbito donde las figuras viven, se adelanta a nuestra mirada, justo como protagonista. Tal se­ría, apresada en imagen, la generación. Plural pal­pitar de presencias que se comunican, coadyuvan, se contagian. Digamos que dia-logan, de entender esta palabra en su étymon originario: yo habio (légo) a través (diá) de algo. Y no conmigo mismo, claro está, pues al dialogar con-verso. Recorde­mos otra vez la sugerencia .de origen. Conversar viene de conversari, que era morar-con, vivir en compañía; de donde, trato, comercio, comunica­ción. Presencia radical y múltiple que conversa, dialoga sobre el ámbito que les compete por suyo,

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para el justo y eficiente decidir. Una generación sólo existe en plena encrucijada y de cara a todos los vientos, gozando la enérgeia deljugar. Ahora los juegos son, innegablemente, de más alto nivel existencial que los infantiles o los de los juglares; en vez de la risa, a esta altura se busca reunir, sojuzgar, subyugar (dejugum, yugo, y no dejocus, juego, broma). Ya no es exactamente jugar, sino conjugar. Pero vibra en el fondo de ambas activi­dades la presencia radical del ex-sistir, y puede afirmarse, por tanto, que coinciden sutilmente en empuje y finalidad. Si una generación no dialoga, no conversa, no intenta con-jugarse bajo el yugo común de un libre decidir, habrá incumplido su misión, la ínsita en el mismísimo encontrarse ori-

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ginario. Y entonces, al debilitarse la originalidad, pierde originalidad, enmudece, inerte y mimética. Podrá permanecer aún en el paisaje, pero sólo bajo la trágica luz de los árboles calcinados por el rayo.

Ya se le ha agotado a nuestra generación su piel de zapa. Y a se la puede juzgar, en consecuencia, con fundada intelección, cual se juzga a los muer­tos. Aunque quiso, no pudo cumplir su misión; se quedó estéril. No habría de lamentar demasiado de atenernos al ritmo normal en la pesada carreta de la Historia. Al fin y al cabo, no sería la pri­mera ni la última generación desertora. Lo grave es que tal deserción -si fuere de justicia este cali­ficar- se produjo en la coyuntura más desfavora­ble y de modo que su mal se agiganta en las consecuencias. Me explicaré.

Estamos atravesando mundialmente, sin con­ciencia plena de ello, una crisis profundísima, cual no ha podido haber otra en toda la historia del hombre. Para precisarlo con máxima concisión, diré que está germinando un nuevo sintagma his­tórico, exactamente el cuarto, y justamente a es­cala planetaria y con sofisticadas técnicas destruc­tivas. Pero, limitémonos a la crisis, en sí. En éstas, se toman irremediables los errores, pues no queda tiempo para rectificar. Y a había observado Miche­let hacia 1870 -y le servirá de base a Daniel Ha­lévy para su Ensayo sobre la aceleración de la Historia, de 1948- «que l' allure du temps a tout a fait changé», ha doblado su paso de manera ex­traña. Por tales días, hacia 1868, cuando redac­taba sus Reflexiones sobre la Historia Universal, siente lo mismo Burckhardt. Con las crisis -nos dice- «el proceso universal adquiere súbitamente una espantosa celeridad; desarrollos que, por lo general, requieren siglos, cruzan ante nosotros como raudos fantasmas». Ya no se ve pasar el desfile de la Historia al tempo maestoso habitual, cuando se reajustaban las cargas sobre la marcha y cabían otras oportunidades. Si una generación se rendía, otra ocupaba su puesto de combate. Pero, a tempo molto vivace sólo cabe acertar. ¿Qué sucede, entonces, tras ese vacío inesperado? Me limitaré, amigo Caravia, a nuestros intereses, los filosóficos. Apoyándonos en el renacer de la filosofía durante el mando de nuestros mayores, estábamos prestos a conversar, a dialogar con afán progresista. Y de pronto, un silencio de la generación en cuanto tal. Con decir paladino: fue­ron silenciadas unas voces, mientras otras pro­clamaron viejas posiciones reiteradamente supe­radas, sin vigencia en las almas, sin auténtico ca­lor nacional, pese a denominarse nacionalistas. Tú has detectado muy bien -pues has vivido todos estos años en España- cuán lastimosa ha sido la consecuencia: la generación que nos sigue, deso­rientada y recelosa, sintiéndose sus miembros como potros cerreros, dispúsose a excursionar por otros predios que los propios, por donde les lleva­ran las corrientes en moda. Les ayudó al caso el tenaz prejuicio racionalista -del cual ya se había

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liberado hasta el mismísimo Husserl-, el supuesto de la razón absoluta, de una filosofía universal, eterna. Hoy es forzoso reconocer, sin embargo, que para filosofar en serio hay que partir con fe de lo más auténtico e insobornable -sin que esto sig­nifique una afirmación de psiquismo individual, justo por cuanto he adelantado en esta carta-. Sólo se filosofa a fondo desde el hombre históricoasimilado en cada quien. El resto, solos de flauta. Con razón sostuvo Ganivet, en su Idearium: «La filosofía más importante de cada nación es la suya propia, aunque sea muy inferior a las imitaciones de extrañas filosofías». Ganivet supo verlo así pQrque, como escultor de su alma, sintió que «los pueblos tienen personalidad, estilo o manera, como los artistas». Lo cual se complementa con mi tesis: porque el auténtico filosofar, en cuanto necesarias trans-ciencia, apremiante meta-física, colabora a fondo en el existencial hacer. De otro modo: sólo se puede operar en el «ahí-mostrenco» desde cierto «ahí-propio» -llamémoslo así- donde se perfila lo colectivo, la nostridad regional o na­cional. Quédase en dislate un afán meditador desde la cuádruple reducción que originó el viejo enfoque lógico. Y aparte de imposible, sería inútil. El filósofo de casta no vive en enrarecida torre de marfil.

Nuestra «deserción» deja inermes hasta cierto punto las nuevas generaciones, todavía más ex­puestas que la nuestra a la compulsiva aceleración de la historia. Inermes, digo, porque se les ha regateado un factor importantísimo para el equili­brado decidir generacional: el peso de la tradición en su exacto grado de vigencia, de vigor. No insis­tiré por razones de brevedad. Tú sabes, por lo demás, que he tocado el tema en mi Charla con elUltimo Criollo, al hilo de las tres notas que de­sembozan el ethos americano. En cambio, y como final, mencionaré otra anomalía, otra amenaza, otro peligro que avanza velozmente desde la ex­plosión demográfica y la planetización de los pro­blemas: el imperialismo violento, desenfrenado, de la juventud. La plétora juvenil del mundo en­tero ya pretende entregar el mando a hombres con poco más de treinta años, mientras vigilan quienes aún viven detrás del espejo, en la ingrávida uto­pía. Nihilistas ante todo, desdeñan pro-yectos y ob-yecciones. Margaret Mead, buena conocedora de culturas primitivas y de barrios marginales en Nueva York, trató el tema ya hace una década. «Nuestra crisis· actual -comenta en Cultura yCompromiso- ha sido atribuida, tanto a la abru­madora celeridad del cambio como al derrumba­miento de la familia, tanto a la decadencia del capitalismo como al triunfo de la tecnología sin alma; y en repudio total, a la definitiva quiebra del Sistema». Pero -añade la autora- «tras estos aser­tos se observa un conflicto más fundamental». Se refiere, justamente, a esa pletórica presencia ju­venil que desborda el planeta y abre honda sima generacional. Distingue tres tipos culturales, un poco aristotélicamente, como dos viciosos extre-

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mos de un virtuoso equilibrio. Las culturas primi­tivas son post-figurativas por el predominio de los ancianos. Muy escasas las sociedades ca-figurati­vas, donde tienen vigencia, de acuerdo a la oca­sión, dos estilos, dos mandos, dos edades. Y he aquí que ahora comienza a imponerse por doquier -incluso dentro de las contemporáneas culturasprimitivas- una nueva presión, que llama pre-figu­rativa, en la cual se desdeña la experiencia vital yel mando pasa a manos juveniles. Recordemosque durante el siglo XII, y ya por los años queAbelardo explicaba en la colina de Santa Geno­veva, una juventud jubilosa recorría los caminos,cantaba a coro en las tabernas. Pero eran jóvenesde los nuevos burgos, sedientos de saber paramedrar socialmente. De ellos, de su espíritu librey racionalista, fue tomando cuerpo la ciencia, enel sentido moderno del vocablo. Algo muy dife­rente mueve a los jóvenes actuales. «Lo que de­sean -testimonia la antropóloga- es, en ciertaforma, partir de cero. No entusiasma a esta gene­ración de jóvenes un cambio . ordenado, evolu­tivo». La exactitud y realismo del enfoque, pareceevidente. Y estremecedor. Es de temer que elmundo quede en manos del nuevo aprendiz debrujo; y precisamente cuando la técnica de nues­tro elevado nivel científico riza el rizo de su mara­villosa -y peligrosísima- eficacia.

Grave responsabilidad la nuestra. Es decir, la generacional. Porque nosotros, tú y yo, y muchí­simos más sin duda, hemos ido cumpliendo en los límites de nuestra libertad y posibilidades (1). Pues se cumple desde la autenticidad de conciencia,_ siendo dueños absolutos de �nosotros mismos. ._�

Vale, compañero y amigo.

(l) Con decaidísimo estado de ánimo, quienes vivían enexilio interno -expresión que tiene su sentido-, sobre todo durante la década del cuarenta. Así se advierte en el siguiente soneto del poeta asturiano Manuel Cristóbal, fechado en 1940. Cristób.il me perdonará la cita, ya que dicha composición, poéticamente, es de muy escaso interés. Pero tiene indudable valor documental por la concisión, pulcritud e intensidad ex­presiva que sólo puede hallarse en la lírica. Dice así:

¡Cuánto soñar estéril! ¡Qué avatares / impuestos por el viento del destino! / ¡Cuánto anhelo de ser torció el camino/ por los disparaderos más dispares! / Desviado en mi ruta, dilapido / las horas de mis caras ilusiones / en los viles oficios y ocasiones / que azares alienantes me han servido. / Pues ur­gencias vitales me presionan, / a la diaria tarea me dispongo / sin ninguna ilusión, con brazo inerte. / Y así pasa la vida y se arrinconan / los sueños del ayer mientras me pongo / a pensar en la hora de la muerte. /.

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