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LOS CABALLOS DE ABDERA DE LEOPOLDO LUGONES Marcos Ruiz Sánchez Francisca Moya del Baño Departamento de Filología Clásica (Universidad de Murcia) La ciudad tracia de Abdera era célebre por sus caballos. Sus habitantes porfiaban en la educación de este noble animal y esta pasión, cultivada duran- te largos años había producido efectos maravillosos. Los brutos habían adqui- rido las más sorprendentes habilidades en toda clase de juegos, tanto de circo como de salón y poco a poco habían ido adquiriendo rasgos casi humanos. Eran admitidos en la mesa; se creía que tenían gustos artísticos y estaban hasta tal punto amaestrados que disfrutaban de la mayor libertad. Así comienza el cuento L•s caballos de Abdera de Leopoldo Lugones. La inteligencia de los caballos al desarrollarse al par que su conciencia daba lugar en ellos a casos anormales de coquetería y de enamoramiento, eran caprichosos y en ellos se percibían ciertos conatos de rebelión. Ésta estallaría al fin. La primera noche de la sublevación contempló toda clase de desmanes de las bestias entregadas al pillaje y a la codicia. Los habitantes de la ciudad se refugian entonces en las murallas de la ciudadela. El asalto final es inminente y no hay posibilidad ni de luchar con las bestias ni mucho menos de obtener la victoria en la lucha. En este momento supremo una alarma repentina paraliza a las fieras. Los defensores de la ciuda- dela se vuelven hacia la dirección de la que viene el nuevo peligro y contem- plan un espectáculo tremendo. El cuento toca entonces a su fin, que transcribiremos en parte directamente: «Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia ¡a ciudad. Era una de esas fieras antidiluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan mons- truoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a la hojas teñidas de crepúsculo ¡as greñas de su melena. Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, ¡legaba en el hálito de la brisa su olor bravio. Inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol, casi hasta dorarse su gigan tesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades 353

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LOS CABALLOS DE ABDERA DE LEOPOLDO LUGONES

Marcos Ruiz Sánchez Francisca Moya del Baño

Departamento de Filología Clásica (Universidad de Murcia)

La ciudad tracia de Abdera era célebre por sus caballos. Sus habitantes porfiaban en la educación de este noble animal y esta pasión, cultivada duran­te largos años había producido efectos maravillosos. Los brutos habían adqui­rido las más sorprendentes habilidades en toda clase de juegos, tanto de circo como de salón y poco a poco habían ido adquiriendo rasgos casi humanos. Eran admitidos en la mesa; se creía que tenían gustos artísticos y estaban hasta tal punto amaestrados que disfrutaban de la mayor libertad. Así comienza el cuento L•s caballos de Abdera de Leopoldo Lugones.

La inteligencia de los caballos al desarrollarse al par que su conciencia daba lugar en ellos a casos anormales de coquetería y de enamoramiento, eran caprichosos y en ellos se percibían ciertos conatos de rebelión. Ésta estallaría al fin. La primera noche de la sublevación contempló toda clase de desmanes de las bestias entregadas al pillaje y a la codicia.

Los habitantes de la ciudad se refugian entonces en las murallas de la ciudadela. El asalto final es inminente y no hay posibilidad ni de luchar con las bestias ni mucho menos de obtener la victoria en la lucha. En este momento supremo una alarma repentina paraliza a las fieras. Los defensores de la ciuda­dela se vuelven hacia la dirección de la que viene el nuevo peligro y contem­plan un espectáculo tremendo.

El cuento toca entonces a su fin, que transcribiremos en parte directamente:

«Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia ¡a ciudad. Era una de esas fieras antidiluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan mons­truoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo ¡as greñas de su melena. Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, ¡legaba en el hálito de la brisa su olor bravio. Inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol, casi hasta dorarse su gigan­tesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades.

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Y de repente empezó a andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido.»

A pesar de su fuerza y de su número los caballos huirán en tropel, mientras en la fortaleza los asediados se dejan dominar por el pánico ante la nueva amenaza. Pero cuando el monstruo sale de la arboleda, no es un rugido lo que brota de sus fauces, sino un grito de guerra humano:

«¡Glorioso prodigio! Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la βάνα piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos estupendos. Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde: —¡Hércules, es Hércules que Ilegal».

Todo el cuento tiende hacia esta sorpresa final, cuidadosamente preparada por el narrador. La técnica es la del perspectivismo, hábilmente instrumentado mediante el recurso de la focalización1. Lo que se nos cuenta es lo que perciben los personajes, cuya visión está además limitada por la luz declinante del crepúsculo. El énfasis en las sensaciones, vista, olfato, oído, coincide con la predilección de la prosa modernista por tales refinamientos léxicos. La clave del enigma que el repentino giro de la narración implica es así retrasado hasta la última frase del relato.

Pero esta manipulación de la relación entre narrador, personaje y lector no contribuye tan sólo a la sorpresa. Constituye al tiempo la huella de una reescrirura y un procedimiento al servicio del significado del cuento.

La sorpresa final implica un cierto tipo de lector implícito, dotado de los suficientes conocimientos sobre la mitología griega como para identificar la figura de Hércules y la iconografía a él asociada, pero no los bastantes para conectar con el héroe la ciudad de Abdera y sus caballos.

El autor ha transformado profundamente, utilizándolo para sus fines el subtexto mitológico al que alude. La historia de los caballos y de la ciudad de Abdera está en la versión tradicional del mito conectada con el octavo trabajo de Hércules, que consistía en llevar a Micenas las yeguas antropófagas de Diomedes, el rey de Tracia, alimentadas con los cuerpos de los huéspedes del tirano.

La bibliografía sobre el punto de vista y la focalización en la narración es prácticamente inabarcable. Para el concepto y los distintos tipos (especialmente la focalización interna) remitimos, por ejemplo, a G. Cenette, Figures III, Senil, Paris, 1972, pp. 206-211.

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Dice el mito —lo sabemos por textos de Píndaro, Séneca, Diodoro, Higino— que Hércules, después de su llegada a Tracia, al país de los Bístones, subditos de Diomedes, se lleva las yeguas en dirección al mar. Acuden los Bístones, con Diomedes a la cabeza, y el héroe deja a los animales al cuidado de su favorito Abdero, enfrentándose él con sus enemigos y matando al propio rey. Entretan­to las yeguas habían devorado a Abdero, en cuyo recuerdo se funda la ciudad que lleva su nombre.

Huellas de la versión tradicional del mito se hallan diseminadas a lo largo del texto. Así, los nombres de Abdera y de los Bístones, pero sobre todo Lugones las esparce en un pasaje en que se hace referencia a oscuras fábulas que corrían entre las gentes:

«El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singular­mente bravios; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías.»

(Comprobamos que los animales son personajes auténticos con sus nom­bres propios).

Los cambios con respecto al mito no carecen tampoco de precedentes en la literatura antigua. Una fábula familiar a los estudiantes de lenguas clásicas cuenta la historia de los caballos bailarines de los sibaritas. Éstos amaban tanto a sus caballos y se jactaban de domarlos tan bien que los hacían incluso bailar en los banquetes. Sus enemigos los derrotarán al tocar en la batalla en lugar de sones militares música propia de los banquetes, con lo que los caballos empie­zan a danzar. Por otra parte el tema de las perversiones de la ciudad de hedonistas, apropiado al decadentismo de la literatura modernista y parnasiana, aparece también en el relato de Lugones sobre la destrucción de las ciudades bíblicas Sodoma y Gomorra, titulado La lluvia de fuego.

Este cuento de Lugones podía derivar de los textos clásicos que él, admira­dor de Homero y de Teócrito, conocía bien, pero sin embargo tiene un móvil más cercano, inmediato, la obra del poeta francés de origen cubano J.M. de Heredia, poeta parnasiano, del que Azorín diría que era un autor hispano que escribía por error en francés y cuyos sonetos recogidos en el volumen, Les Trophées, gozaban por aquel cr.íor.ces de merecida fama.

Heredia había escrito entre otros un ciclo de sonetos titulado Hercule el les centaures. Dos de ellos que tratan el tema del enfrentamiento entre el héroe y seres monstruosos y cuyos tercetos guardan no poca semejanza entre sí, cons­tituyen la inspiración más directa de la narración, que debió pensarse y estructurarse desde la sorpresa final, que se concreta en ese horreur gigantesque de l'ombre Herculéenne ya presente en Heredia.

En el primero de ellos se narra la victoria sobre el león de Nemea. Un

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pastor, testigo de los hechos, cree ver surgir del bosque, engañado por la luz del crepúsculo sangrante, a la enorme fiera:

Car l'ombre grandissante avec le crépuscule Fait, sous ¡'horrible peau quiflotte autour d'Hercule, Mélnnt l'homme π ¡a hete, un mostrueux héros.

En Fuite de centaures los centauros huyen mientras llega hasta ellos el olor bravio del león. En su loca carrera uno de ellos al girarse se llena de espanto:

Car il a vu la lime éblouissanteet pleine Allonger derríere eux, suprime épouvantail, La gigantesque horreur de l'ombre Herculéenne.

En estos sonetos, relacionados entre sí por numerosos ecos verbales y semánticos, están presentes los mismos motivos del cuento de Lugones: el olor percibido de la fiera, el engaño provocado por la luz equívoca del crepúsculo o de la luna, la equiparación entre el héroe y el animal y el espanto que provoca.

Los centauros, monstruos del deseo, encarnación del afán posesivo, eran con su naturaleza doble, mezcla de hombre y de animal un símbolo de energía vital muy del gusto de la poesía modernista2.

Tema tradicional de la literatura fantástica es, por otra parte, el de la rebe­lión de los animales, que desde la obra de Λ. Machen ha servido de argumento a varias obras de este tipo3. Los cuentos de Lugones son precisamente pioneros en el campo de la fantasía científica en castellano.

Pero sobre todo la focalización en el pasaje final es un procedimiento al servicio del significado del texto. Primero los caballos aparecían como perso­nas, luego las gentes de Abdera confunden a Hércules, al aproximarse éste a la ciudad, con una fiera: Una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas etc. Se trata de algo monstruoso; un animal que avanza entre la fronda; la luz del crepúsculo permite ver las greñas de su melena; el hálito de la brisa trae su olor bravio; su pecho hace abrirse a su paso la vegeta­ción y su aliento de fragua hace esperar un rugido:

El centauro aparece en la obra de Rubén Darío en el famoso Coloquio de los Centauros y en Palimpsestos. Sobre el símbolo del centauro en la poesía de Darío puede verse P. Salinas, Ensayos completos II, pp. 70-72, Madrid, 1981.1 ludias de I lerodi.i son visibles en estos textos, pero lo significativo es que en la escena repetida de los centauros que contemplan el séquito de Diana, Daño contamina el tema de los centauros con el de otro de los ciclos de Les Tropltecs, el de Artémis el les Nymphes, donde son los sátiros los que espían a las ninfas. Machen, Α., The Terror. A Fantasy, 1917. Trad. esp., E/ terror, Madrid, 1985.

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En la fortaleza, dice el narrador, reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras?

El error se debe naturalmente al atuendo de Hércules. El héroe va ataviado habitualmente, como se sabe, con la piel del león de Nemea, al que había vencido en una de sus primeras proezas.

Hércules descrito como un león no hace sino culminar la ironía latente y el humor soterrado del texto, que se hacen explícitos al final del texto, pues los sitiados dice el narrador:

Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo (al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar sus arcos, cuando el mons­truo salió de la alameda. No fue un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico «¡alalé! de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los «hoyohei» y los «hoyotohó» de la fortaleza.

Después de la risible referencia a las bestias civilizadas la erudita mención de los gritos de guerra griegos (hoyohei, hoyotohó) no hace sino confirmar el humor del pasaje.

Los decadentes humanos, acosados por tales bestias civilizadas serán así salvados por un hombre descrito como un animal, la bestia humanizada es batida por el hombre bestia.

Y, en efecto, la polaridad naturaleza-cultura constituye dentro de la mitolo­gía una de las matrices temáticas más importantes de la serie de mitos relacio­nados con Hércules4. Hércules es a la vez héroe cultural y civilizador, fundador de ciudades y ritos y mediador entre el hombre y el mundo de la naturaleza, apartado de las leyes y convenciones humanas. Su propia apariencia presenta numerosos aspectos que recuerdan los de un animal: su cuerpo peludo, el revestimiento con la piel del león, con cuya cabeza se cubre la suya propia y que lo hace semejante a un león rampante, su garrote, arrancado de un árbol en lugar de estar hecho artificialmente como una lanza o como las flechas. Su comportamiento es también el de un «hombre natural». Las restricciones socia­les al uso no existen para él y su libertad en el amor, la comida y el vino era proverbial.

Existe, por otra parte, una notable afinidad en el mito entre Hércules y los centauros, de quien es a la vez amigo y enemigo en las leyendas que a menudo

Cf. CS. Kirk, La naturaleza ¡le los mitos griegos, Barcelona, 1984, pp. 144-172. Sobre la polaridad naturaleza-cultura, cuya antigüedad en el pensamiento filosófico se remonta a los sofistas, en la mitología baste recordar ai|uí los estudios de Lévi-Slrauss.

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los relacionan. La polaridad naturaleza-cultura se encarna de forma plástica en la ambivalente figura del centauro. Hombres y bestias al mismo tiempo la mayoría de los centauros son incapaces de adaptarse a las convenciones socia­les y se inclinan decididamente hacia el componente animal de su naturaleza; el comportamiento brutal, la incontinencia sexual, la incapacidad de soportar los alimentos civilizados como el vino son sus rasgos más característicos. Baste recordar, por ejemplo, el famoso mito del banquete de los Lápitas. No falta, sin embargo, en la mitología la figura opuesta del centauro cerebral y civilizado, conocedor y amante de la música, educador de héroes, como Quirón lo fue de Aquiles, dotado de una sabiduría beneficiosa, cuyo origen se halla probable­mente en su íntima relación con la naturaleza. Con los centauros tendrá que vérselas Hércules en los mitos del buen centauro Folo y en los de Euritión y Neso.

También el caballo tiene siempre en la mitología griega un carácter ambi­guo, ser domesticado que conserva siempre en la imaginación helena algo de monstruoso y salvaje. La historia de las yeguas del tracio Diomedes coincide con las numerosas leyendas que circulaban en Grecia sobre caballos antropófa­gos.

Así, el error que hace a los habitantes de Abdera confundir a Hércules con un león, no sólo está, por tanto, en relación con la figura tradicional de Hércu­les en la mitología, sino que contribuye decisivamente al contenido del cuento. La matriz poética del texto es, en efecto, la polaridad entre hombre y animal, las resbaladizas fronteras entre lo salvaje y lo civilizado5. Los caballos humani­zados encuentran su contrafigura en el hombre animal, Hércules.

Se trata de un motivo recurrente a lo largo del texto. La pasión de los habitantes de Abdera por los cabellos hace intimar la relación entre el bruto y sus dueños. Los animales desarrollan gustos estéticos, la afición por la pintura, la coquetería, el amor por las damas hermosas, la pasión por los refinamientos culinarios. Los dueños se comunican con ellos a través de la palabra, don humano por excelencia; Los abderitanos constatan que la libertad contribuye a desarrollar las habilidades de sus favoritos; la domesticación se convierte en educación; existen entre las bestias conatos de sublevación y ansias de libertad y se lanzan contra sus dueños, que se la habían concedido. Durante la rebelión los animales dan muestras de crueldad y de lubricidad, etc.

Pero las cualidades y defectos humanos desanclados por los animales son también aquellas que la moral tradicional considera inferiores en el hombre, la sensualidad, el esteticismo, la codicia el ansia de poder, la crueldad. Los

Véase, por ejemplo, la descripción que hace el narrador de un caballo, que en medio de los desmanes propiciados por la noche de la sublevación recibe la muerte en el momento en que se encuentra preso de un ataque de lubricidad: Aquella bestia cmnvrtiila en fiera, con el resplan­dor humano y mn/nii/o de sus ojos incendiados de lubricidad.

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hipercivilizados ciudadanos de Abdera, auténticos sibaritas, como los habitan­tes de las ciudades bíblicas arrasadas por el fuego en otro de los cuentos del autor, encuentran así en sus caballos un espejo que refleja y deforma su propio carácter. La bestia es el espejo del hombre. Pero la moralidad tradicional al uso está lejos del cuento del autor argentino, pues la salvación de los seres huma­nos vendrá... del hombre convertido animal. La frontera es siempre tenue y bonosa. La alegría final va unida a una ironía soterrada y profunda; El otro rostro del ser humano, el heroico, se revela al final como un nuevo espejo6. Pero, sin duda, no se trata de una visión pesimista y desolada, aunque ésta se encuentre en cierto modo latente, no se trata de negar la posibilidad de una existencia humana superior o de virtudes más elevadas. La ironía es arma de doble filo, vuelta tanto hacia los personajes como hacia el lector. El humor es gozoso. Un cierto sentido lúdico impregna el texto. Si el fruto de la racionali­dad humana se torna en una pesadilla irracional, lo numinoso, irrenunciable para el ser humano reclama finalmente sus derechos, aunque teñido de irracio­nalidad. La figura animal y la vitalidad de Hércules superior a lo humano se revela en algún modo la respuesta al problema planteado por el cuento7.

El autor nos enfrenta a una serie de imágenes de lo animal y de lo humano que se reflejan mutuamente. La matriz humorística socava continuamente y justifica, en cierta medida, la literalidad del texto. Esta risa restringida se encuentra en la base del relato. El humor se hace a veces casi explícito, como, por ejemplo, al hablar de las muías convertidas en nodrizas para evitar los casos de infanticidio difundidos recientemente entre los equinos. Si los caba­llos actúan como cómico espejo del hombre, las muías lo son de los caballos:

Los asnos habían sido exterminados, y las mutas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los peños.

Notable resulta el contraste con la conclusión de otros tratamientos del tema de la rebelión de los animales en la literatura fantástica, como el de A. Machen (op. cit., p. 121):

Lo espiritual no es lo respetable, ni siquiera lo moral, no significa lo 'bueno» en el sentiih ordinario de la palabra. Lo que significa es la prerrogativa real del hombre, que lo distingue de los animales.

Durante siglos el hombre lia venido despojándose a s¡ mismo de sus ivstiduras reales y se ha limpiado del propio pecho el ungüento de la consagración. Una y otra vez ha declarado que no es un ser espiritual sino racional, o sea semejante a los animales sobre los que reinó una ivz como soberano. El hombre ha jurado que no es Orfeo sino Calibán.

Según Λ.Ε. Praschini, «Presencia viva de la antigua Crecía en la obra de Leopoldo Lugones», Argos, 6 (1982), pp. 7-30 (esp. p. 24): «Lugones señala en este cuento cómo una intervención sobrenatural, irracional si se quiere, pero cargada de sacralidad, puede vencer a una fuerza bruta por más razionalizada que ésta haya sido por obra de hombres».

La autolimitación del narrador, que restringe su poder omnisciente (y por tanto el de los lectores) adquiere así una función esencial, al servicio de la ironía dramática, hilarante y trágica al tiempo. Del mismo modo, la sensual prosa parnasiana, llena de vocablos que evocan el mundo de los sentidos, de helenismos y latinismos y de usos poco comunes de los términos (ejemplos de latinismos son, por ejemplo, tremendo, numen, estupendo, etc.) adquiere así un nuevo valor, en relación con la temática, al tiempo que su exquisitez, su solem­nidad adquiere una honda ambivalencia, como consecuencia del humor que paulatinamente la socava y la justifica.

La técnica no es muy distinta de la del cuento L• lluvia de fuego, donde Lugones inaugura igualmente en nuestra literatura un tema característico de la literatura fantástica. También allí el texto parte de un subtexto tradicional, y de nuevo la perspectiva narrativa se verá limitada intencionadamente, con el relato esta vez en primera persona. Los refinados sibaritas del cuento no están lejos de los habitantes de Abdcra y son tratados con igual humorismo. Se nos ofrece de este modo la otra cara de la moneda, la de la limitada perspectiva humana. También allí el mundo animal juega a la vez un papel a la vez cómico y trágico, como espejo, esta vez contrastante". El plano numinoso, lo sacral reclama también aquí sus derechos. Aunque, frente a la epifanía del cuento anterior, aquí se subraya la distancia, el misterio inexorable y trágico. Grecia y oriente eran para Lugones fuerzas opuestas (y permanentes) de nuestra civili­zación. El autor se recrea en la evocación de lo antinatural del prodigio ponien­do de relieve el cielo azul e imperturbable. Al mostrar lo que la tradición olvidaba, el efecto de la lluvia de fuego sobre los inocentes animales el autor simboliza plásticamente la tragedia:

El transporte de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de proveniencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal, y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa tremenda que causaba su padecer, ¡ahí... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cuál comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; como interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed...

8 Véase la descripción de los leones que huyen del desierto:

Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ¡jares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con Infiera cabezota, el rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre —todo aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos.

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Λ1 restringir la perspectiva de la narración el autor crea un cuadro tragicómico, pues los ignorantes personajes sólo pueden interrogarse ante el sentido de la catástrofe (que el lector conoce por la tradición omnisciente; el narrador hipercivilizado no es muy distinto en esto de los seres irracionales. Pero la paradoja narrativa podría formularse así: al cambiar la perspectiva de la narración ¿sigue ese sentido siendo el mismo? Evidentemente, no.

En Los caballos de Abdera Lugones confiere un nuevo sentido a la historia al recrearla. Porque los mitos no tienen dueño, pertenecen al insconsciente colec­tivo, cualquiera puede hacerlos suyos y en el camino de la transición los eslabones son muchos, un mito que ha vivido y florecido en la poesía de Heredia y que se ha hecho prosa, y de la mejor, en estas páginas.

Con este trabajo hemos querido rendir un modesto homenaje a la impor­tancia de la prosa modernista en el desarrollo de la narrativa breve hispano­americana y al papel en ésta de los cuentos de Lugones, que anticipan la moderna literatura fantástica en nuestra lengua. No en vano Borges, que le dedicaría una de sus obras más conocidas, El hacedor, sentía hacia él una clara admiración.

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