Los Caballeros de La Mesa de La Cocina

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LOS

CABALLEROS

DE LA MESA

DE

LA COCINA

Traducción de María Mercedes Correa

Ilustraciones de Lañe Smith

Barcelona, Bogotá, Buenos Aires, Caracas,

Guatemala, Lima, México, Miami Panamá, Quito,

San José, San Juan, San Salvador, Santiago de Chile.

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CAPÍTULO UNO

—Deteneos, viles granujas. Preparaos para

morir.

—¿Estará hablando con nosotros? —

preguntó Pacho.

Eché una ojeada por todo el claro del

bosque. Un camino polvoriento iba de un lado a

otro del claro. Pacho, Sergio y yo estábamos en

un extremo. En el otro se encontraba un tipo

inmenso, montado en un caballo. Estaba vestido

de pies a cabeza con una armadura negra, como

las que se ven en los libros de caballeros y

castillos.

—Pues no se ven más viles granujas por

aquí—dije yo.

Sergio se limpió los lentes con la camiseta y

volvió a mirar al otro extremo del camino.

—Sí. Allí hay un caballero negro.

Con la luz del sol brilló una espada, muy

real y bastante afilada, que sacó el caballero.

—Y, además, parece como si estuviera

pensando hacernos daño —añadió Sergio.

—Oye, eso no es culpa mía —dije yo—. Le

dije a Pacho que no lo abriera.

—No es cierto —dijo Pacho

—Sí es cierto.

—No es cierto.

—Perdonen la interrupción, muchachos —

dijo Sergio—: ¿podemos continuar la discusión

más tarde? Me parece que ese furioso gigantón

de negro se está preparando para matarnos:

El Caballero Negro bajó su lanza y se cubrió

con el escudo.

—Este... Buenas, don señor caballero—dije

con voz fuerte para que se oyera al otro lado del

claro—. Me llamo Beto. Creo que mis amigos y

yo nos perdimos al ir hacia mi fiesta de

cumpleaños. Si usted fuera tan amable de

conducirnos hacia el teléfono más cercano...

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—Nadie pasa de aquí—dijo con voz áspera

el Caballero Negro.

—Si tan sólo nos indicara la dirección hacia

Nueva York nosotros seguiríamos nuestro

camino y...

—¡Nadie pasa de aquí!

—Creo que ya había oído eso antes —dijo

Sergio.

—Vuestro lenguaje y vestiduras me son

ajenos. Pienso que vuestras mercedes no sois de

por estos lares.

—¿Qué dijo? —preguntó Pacho.

—Dijo que nos vemos raros y que tal vez no

somos de por aquí —dije yo—. Y tiene razón,

señor caballero —grité (e hice especial énfasis en

lo de "señor", pues así hablan siempre en los

libros de caballeros)—. No somos de por aquí. Y

nos gustaría irnos cuanto antes. Así es que si

usted quisiera apartar esa cosa afilada...

—Silencio, infieles, o acaso encantadores,

de extrañas vestimentas y botas.

Los tres nos miramos. Estábamos vestidos

de pantalones de dril, camiseta y zapatos de lona.

Miramos al Caballero Negro. Tenía puestos

unos zapatos puntudos de metal, pantalones de

armadura, un abrigo de armadura con bisagras en

los hombros y en los codos, y un enorme casco

de metal que parecía una campana negra,

adornado encima con una suave pluma negra. El

caballo tenía un aspecto similar, cubierto con un

faldón negro, una silla negra tan grande como un

sofá y, para hacer juego, un casco negro con una

suave pluma negra.

—¿Vestimenta y botas extrañas? —dijo

Sergio—. Mira quién habla: el hombre enlatado

con plumas. Hasta el caballo lo viste de esa

manera.

—Basta ya de vuestros conjuros y

sonsonetes, malvados encantadores. Preparaos

para morir.

—Creo que me gustaba más el asunto ese de

"nadie pasa de aquí" que el de "preparaos para

morir" —dijo Sergio.

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El Caballero Negro bajó la visera de su

casco.

—Haz algo —dijo Pacho.

—¿Algo como qué? —pregunté.

—Pues... pues... ¡di algunas palabras

mágicas!

El Caballero Negro espoleó a su caballo, que

empezó a galopar.

—¿Por favor? ¿Gracias?

—No hablaba de esas palabras mágicas,

tonto. Verdaderas palabras mágicas. Como las

que usa tu tío Beto.

—¿Abracadabra?

El caballo aumentó la velocidad.

—Hocus-focus —grité—. Tin marín de do

pingué.

El Caballero Negro se precipitaba hacia

nosotros, apuntándonos con su lanza.

Estábamos a punto de morir, más de

doscientos años antes de haber nacido.

CAPÍTULO DOS

Antes de que llegue el caballero, creo que

debo explicar cómo resultaron tres tipos

normales frente a frente con la muerte enlatada.

Todo comenzó con mi fiesta de cumpleaños.

Mis dos mejores amigos, Pacho y Sergio, se

encontraban en mi casa. Estábamos sentados en

la mesa de la cocina, haciendo las cosas que se

hacen en los cumpleaños: comer golosinas, tomar

refrescos y mirar la bola de béisbol que me

regaló mi hermana.

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Mi mamá empezó a recoger todo el papel de

envolver para botarlo. En ese momento Sergio

encontró otro regalo.

—Mira, Beto, éste no lo habías visto.

Sergio tenía en la mano un pequeño regalo

rectangular. Estaba envuelto en un papel negro y

dorado.

—¿De quién es el regalo?

Mi mamá leyó la tarjeta e hizo cara de

desagrado.

—De tu tío Beto.

—¡Bravo!

Tío Beto era el mejor tío que cualquiera

pudiera tener. Era mago en un circo viajero. Sus

regalos siempre eran los mejores. El nombre

artístico de mi tío era "Beto el Magnífico". A mí

me decían Beto por él. "Antes de que empezara

con esas cosas", añadía siempre mamá.

La tarjeta dice: "Feliz cumpleaños, aprendiz

de mago. Ten cuidado con lo que deseas. Quizás

lo obtengas".

—Qué papel más extraño —dijo Sergio,

moviendo el regalo hacia adelante y hacia atrás.

—Apuesto que es una de esas cajas de

trucos para hacer desaparecer monedas —dijo

Pacho. Yo tomé el regalo.

—A lo mejor es una capa que hace que las

cosas desaparezcan.

—Eso habría servido mucho el año pasado.

La hubieras podido usar para desaparecer todos

esos conejos —dijo mamá, todavía con cara de

desagrado.

—Pues la verdad es que no fue culpa del tío

Beto —dije—. Yo di una orden equivocada.

—Bueno, ya, ábrelo —dijo Pacho.

Enseguida quité el papel negro y dorado.

—Es un... es un...

—Ay, es sólo un libro —dijo Pacho,

haciendo rodar mi bola de béisbol por la mesa.

En efecto era un libro. Pero no era como

ningún libro que yo hubiera visto antes. Era de

un azul tan profundo que casi parecía negro,

como el cielo en la noche. Tenía lunas y estrellas

doradas en el lomo y diseños serpenteantes

plateados por el frente y por detrás que parecían

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una escritura de

tiempos muy antiguos.

Me acerqué para ver un

poco más y leí el título.

El Libro.

—Gran nombre

para un libro —dijo

Sergio.

Mamá se sintió un

poco más aliviada.

—Oye, déjame ver

—dijo Pacho, que dejó

la bola en la mesa de la

cocina y me quitó el libro de las manos.

—Espera un minuto, Pacho. Ten cuidado.

Pacho abrió El Libro.

Había una ilustración de un hombre a

caballo, parado en un camino, al extremo de un

claro en el bosque. Estaba vestido de pies a

cabeza con una armadura negra, como las que se

ven en los libros de caballeros y castillos. No

tenía mucha cara de felicidad.

—¡Ufff! ¿No les parecería fantástico ver

caballeros y todas esas cosas en la vida real?

Espirales de un humo verde pálido

empezaron a rodear las sillas de la cocina.

—¡José Humberto! Cierra inmediatamente

ese libro y no hagas que salga más humo.

Yo tomé el libro enseguida y lo cerré

rápidamente.

El humo aumentó y cubrió la mesa, la

cocina y el refrigerador.

Mamá y la cocina desaparecieron.

Durante un breve segundo tuve esa

sensación que se tiene cuando uno sueña que va

cayendo. Luego la sensación y el humo

desaparecieron. Pacho, Sergio y yo estábamos

parados en el claro. Nos encontrábamos al final

de un camino. Del otro lado de éste estaba el

Caballero Negro.

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CAPÍTULO TRES

El Caballero Negro se precipitaba hacia

nosotros, apuntándonos con su lanza.

—Esperen. Ya sé qué hacer —dijo Pacho.

Nos tomó a ambos de los brazos y nos acercamos

los tres—, Ustedes permanezcan cerca. Cuando

cuente tres, Beto y tú, Sergio, saltan a la

izquierda. Yo voy a saltar a la derecha. A la

una...

El Caballero Negro estaba tan .cerca que yo

podía ver las correas de su armadura.

—A las dos...

Podía ver las hebillas de las correas.

—¡A las tres!

Todos saltamos. El Caballero Negro pasó

por el medio como una locomotora.

—Fallaste. Uno a cero.

Pacho volvió a pararse en el camino. Se

puso los pulgares en los oídos y movió todos los

demás dedos diciendo:

—Buu, buu, fallaste. Buu, buu, buu.

—Pacho, ¿estás loco? ¿Qué estás haciendo?

—grité—. Vámonos de aquí antes de que se

voltee con ese caballo.

—Precisamente eso es lo que queremos —

dijo Pacho—. Él es muy lento y pesado para

golpearnos. Vamos a cansarlo.

—Veamos, gigantón enlatado —continuó

Pacho—. Vuelve al ataque.

Sergio y yo permanecíamos quietos en el

camino.

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—Excelente idea, Pacho —dijo Sergio—.

Como no pudo matarnos la primera vez, le

daremos otra oportunidad. Me pregunto si su

madre le enseñó alguna vez que es de mala

educación apuntarle a la gente con objetos

punzantes.

—Portaos como hombres, desventurados

granujas —rugió el Caballero Negro, que se veía

de peor genio que antes.

—Sí, sí —gritaba Pacho—. Derrótanos,

hombre enlatado.

—Preparaos para morir, brujos deformes.

—Yo sé que ustedes dos son deformes, pero,

¿y yo qué? —dijo Sergio.

—Vuelve y juega a las tres —dijo Pacho—.

A la una...

El Caballero Negro galopaba hacia nosotros.

—A las dos...

Podíamos escuchar la silla de montar

chirriando y al caballo bufando y resoplando.

—¡A las tres!

La lanza pasó silbando por en medio de

todos.

—Fallaste. Dos a cero.

—Una más y habremos acabado —dijo

Pacho levantando del suelo un palo pesado.

Luego gritó—: Tu madre era una lata de sardinas.

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El Caballero Negro se volteó y levantó su

visera. Ya no parecía furioso. ¡Ahora se veía

realmente enloquecido!

—Encantadores del demonio. Asquerosos

brujos. No desvanezcáis en las brumas. Luchad y

morid.

—Me encantaría que dejara de decir esa

palabrita que empieza por eme —dijo Sergio.

El Caballero Negro espoleó su caballo.

—A la una-Una vez más dirigió su lanza

contra nosotros.

—A las dos...

El caballo tropezaba y resollaba. :

—¡A las tres!

Los tres saltamos. El caballo galopó

lentamente por entre nosotros y el Caballero

Negro pasó débilmente su lanza por encima de

nuestras cabezas. Pacho dio un brinco, y con su

palo golpeó con todas sus fuerzas la parte de

atrás del casco del Caballero negro.

¡¡Booonnngg!!

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El casco sonó como cientos de campanas de

iglesia.

El caballero se puso en pie, tambaleó y

finalmente cayó al suelo con un estruendo de

armadura. El caballo se detuvo y bajó la cabeza.

El pobre sudaba abundantemente y hacía

esfuerzos para respirar, pero se veía bastante

aliviado de no tener que cargar más a su pesado

pasajero.

—Muy bien. Éste ya quedó fuera de

combate —dijo Sergio—. Ahora lo mejor es que

nos vayamos de aquí, antes que a don gracioso le

dé por empezar otra vez con su cuento de

"preparaos para morir".

—No tenemos ninguna prisa —dije—. Con

esa armadura no podrá pararse sólito cuando

llegue el momento.

Pacho le dio al Caballero Negro otro golpe

con el palo y le puso un pie en el pecho.

—¡Salud, caballero Pacho! —dije.

—¡Salud, caballero... Aayei! —dijo Sergio.

—¿Caballero Ayei?

Sergio señaló hacia el extremo del claro.

Tres caballeros en sus monturas, empuñando

espadas, se dirigían hacia nosotros galopando por

el camino.

CAPÍTULO CUATRO

Los tres caballeros aceleraron la marcha. El

caballero que iba a la cabeza llevaba un escudo

blanco con una gran cruz roja. En la mano

llevaba una espada enorme que levantó sobre su

cabeza y... y... dijo:

—¡Salud, caballero Pacho!

—¡Salud, caballero Pacho! —dijeron los dos

caballeros que iban detrás.

—Uuuf —dijo Sergio.

—¿Uuuf? —preguntó el caballero alto con

la cruz roja en el escudo.

—Lo que quiere decir es uuf y saludos,

señores caballeros —dije yo—. Nos alegra

mucho verlos.

—Plazca al cielo, pero vuestras mercedes

habláis más extraño de lo que os vestís. Debéis

tener una magia poderosa para haber vencido al

Caballero Negro con un simple palo de roble.

El montoncito de armadura movió una

pierna y gimió.

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—Pues he de deciros que él ha vencido a

muchos de nuestros caballeros de la Mesa

Redonda.

—¿En serio? ¿La Mesa Redonda? —

exclamé.

—Así es, ¿Tenéis conocimiento de nuestra

hermandad?

—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó Pacho.

—Que si sabemos quiénes son —le susurré.

Luego le contesté al caballero—: Pues claro. ¿El

rey Arturo y todo ese jaleo? De sobra.

—¿Jaleo? ¿De sobra? ¿Qué ha dicho? —

preguntó el amigo del caballero de la cruz roja.

—Según mi parecer, tiene conocimiento de

nosotros —respondió el alto. —Seguro —dije—.

He leído mucho sobre ustedes, muchachos. La

espada en la piedra, Lanzarote, Ginebra, el mago

Merlín.

—¿Leído? ¿Podéis leer la palabra escrita, tal

como lo hace el mago Merlín? —Bueno, yo leo

sobre todo Supermán, Batman y el Hombre

Araña.

—¿El hombre araña? —preguntó el amigo

del caballero blanco.

—Libros de encantamientos o de ese género,

sin duda —dijo el caballero blanco—. A fe mía,

debe ser una señal. Vosotros tres, oh

encantadores, habéis sido enviados para

liberarnos de nuestros problemas. Yo soy el

caballero Lanzarote. Ellos son mis compañeros,

el caballero Parsifal y el caballero Gawain.

—¿Caballero Lanzarote? —pregunté

asombrado. Este tipo era el mejor caballero que

hubo jamás, exceptuando quizás a su hijo,

Galahad, y allí estaba frente a mí, pidiéndome

ayuda.

—Bueno, yo soy Beto... bueno, el señor

Beto el Magnífico —dije, adoptando el nombre

artístico de mi tío—. Ellos son mis compañeros:

el señor Pacho el Impresionante y el señor Sergio

el— eee... el Extraño.

Sergio me miró de una manera poco

agradable.

—Bienvenidos, encantadores. No tenemos

un momento que perder —dijo Lanzarote—.

Camelot está sitiado al Este por el dragón Smaug

y al Oeste por el gigante Bleob. Montad a la

grupa. Cabalgaremos inmediatamente.

—¿Eh? —exclamó Pacho, todavía con su

pose de héroe encima del pecho del Caballero

Negro.

—Dice que montemos con ellos y que

vayamos al castillo del rey Arturo para luchar

contra el dragón y el gigante.

—Fabuloso —dijo Sergio—. Nos invitas a

tu fiesta de cumpleaños, casi nos haces perecer a

manos de un caballero y ahora nos vas a meter a

pelear contra un gigante y un dragón. Acuérdame

de no volver a ninguna de tus fiestas de

cumpleaños, señor Beto el Magnífico.

Los tres nos subimos a la grupa con

Lanzarote, Parsifal y Gawain, respectivamente.

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—Pero si los dragones y los gigantes y esas

cosas no existen en la vida real —dijo Pacho.

—Pues yo tampoco creía que los caballeros

de la Mesa Redonda existieran de verdad —

dije—. Pero sí no lo son, entonces ¿con quién

estamos montando a caballo? ¿Y para dónde

vamos?

CAPÍTULO CINCO

Pacho, Sergio y yo estábamos en medio del

salón principal del castillo de Camelot. Las

antorchas chisporroteaban en los muros de piedra

que subían y se perdían en la oscuridad. Nos

rodeaban caballeros con sus damas, vestidos con

trajes y capas de todos los colores. Los perros y

los niños correteaban por entre la multitud.

—Bienvenidos, encantadores —dijo un

hombre alto y de apariencia seria. Tenía que ser

el rey Arturo. ¿Quién más podría llevar esa

corona y estar sentado en un trono en el centro de

Camelot?

—El caballero Lanzarote me ha dicho que

nos habéis liberado de esa plaga, el Caballero

Negro. ¿De qué manera puedo mostraros nuestro

agradecimiento?

—Le agradezco, su señoría, vuestra

majestad, señor —dije en el mejor español

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antiguo que podía hablar—. Principalmente fue

trabajo de Pacho.

Pacho levantó el palo e hizo una venia. La

gente decía ¡Ohh! y ¡Ahh!

—Tal vez usted pueda ayudarnos, rey, eh,

señor, majestad —dije yo—. Es que estábamos

en plena fiesta de cumpleaños en mi casa y nos

gustaría regresar antes de que se derrita el helado.

¿Sabe cómo se llega a Nueva York?

El rey Arturo empujó un poco hacia atrás su

corona y se rascó la cabeza.

—York, sí. ¿Pero Nueva York, Nueva

York...?

—Eso, Nueva York —dijo Sergio.

—Mmm... El nombre nada me evoca.

¿Merlín, conocéis el lugar?

Un hombre viejo con un traje azul oscuro y

un sombrero largo en forma de cono pasó al

frente. Nos miró detenidamente con unos ojos

verdes brillantes que me hicieron sentir un

ascensor en el estómago.

—No conozco Nueva York. Pero según mi

parecer estos tres son unos pobres encantadores

que no saben cómo encontrar su camino a casa.

La gente que estaba alrededor comenzó a

murmurar.

—Qué viejito más desagradable —susurró

Pacho—. ¿Quién le pidió que moliera las

narices? Creo que debería darle un buen palazo

para que no nos dé mar problemas.

—Otra genial idea del cerebro del señor

Pacho —susurró Sergio—. Golpear al mago del

rey. Seguro que no le va a importar. De pronto

hasta nos premie dándonos un sitio para quedar

nos toda la vida, como un calabozo, por ejemplo:

Me di cuenta de que empezábamos a perder

adeptos; Tenía que hacer algo, y rápido.

—Miren, nosotros sí somos magos de

verdad —dije—. Yo soy Beto el Magnífico:

La gente dijo ¡Ahh! De nuevo estaban con

nosotros.

—¿Quisierais mostrarnos algunos conjuros

para que nos divirtamos, señor Beto el

Magnífico? —pidió Merlín. Luego se quedó de

pie, dándonos una de esas miradas típicas de los

profesores cuando hacen una pregunta y saben

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que uno no podrá contestarla ni en un millón de

años.

—Sí, por favor; enséñanos un conjuro —

dijo la dama que estaba al lado del rey Arturo. La

reina Ginebra. ¿Cómo iba yo a decepcionar a la

reina?

—¿Conjuro, dijo? —las palmas de mis

manos sudaban mientras yo quemaba tiempo,

tratando de pensar—. Sí, un conjurito.

—¿Conjuros? Sí, claro, seguro —dijo

Sergio—. El señor Beto el Magnífico es un mago

excepcional.

Yo pensé en el tío Beto.

—¿Magia? Por supuesto. Tráiganme cartas.

El bufón de la corte trajo una baraja de

cartas con alocadas figuras. No tenían palos ni

números que yo pudiera adivinar, únicamente un

montón de figuras extrañas.

Barajé las cartas y me puse la baraja contra

la frente, como haría el auténtico Beto el

Magnífico en sus presentaciones.

—Sí. Estoy sintiendo el poder de las cartas

en este momento. ¿Alguien del público quisiera

ser mi voluntario?

La reina avanzó hacia el frente. Se detuvo

justo a mi lado y yo pensé que me iba a desmayar

al ver su gran belleza. Con razón Lanzare te

estaba loco por ella.

Barajé las cartas nuevamente y traté de

concentrarme en el truco.

—Es simplemente una baraja. No tengo

nada metido en la manga. Nada por aquí, nada

por acá.

Hice un abanico con las cartas volteadas

hacia abajo.

—Escoja una carta, cualquier caria.

Sergio refunfuñaba mientras Ginebra

escogía una carta.

—Muéstrele la carta a todo el mundo, por

favor.

Mientras todo el mundo .miraba la carta de

la reina, yo le eché una rápida ojeada a la carta

que iba poner justo antes de la carta de ella. Era

un tipo colgando de los pies.

—Ahora póngala de nuevo en la baraja.

Haré que las cartas me hablen y me digan cuál

fue la que usted escogió.

Barajé cuidadosamente de nuevo para que el

colgado siguiera al lado de la carta de la reina

Ginebra. Luego murmuré todas las palabras

mágicas que se me vinieron a la cabeza.

—Hocus-focus, abracadabra, ábrete sésamo.

Las cartas van a hablar.

Les di golpecitos a las cartas e hice gran

alboroto con eso de escuchar a cada una, tal

como lo hada el tío Beto. Todo el mundo estaba

en silencio. Le di un golpecito al colgado, luego

le di un golpecito a la siguiente carta, para

demorarme un segundito más, y la saqué.

—Su carta, majestad.

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—La carta del mago. Es verdad —dijo

Ginebra. La multitud nos aclamó. Ginebra me

besó y yo casi me derrito.

—Bien, señor. Un simple truquito —dijo el

aguafiestas de Merlín—. Pero, ¿podríais hacer un

encantamiento de verdad? ¿Un conjuro que

convierta a un hombre en sapo, o hacer que

desaparezca?

El reto flotaba por ahí

como un mal olor en una

cabina de teléfono. La gente

se quedó en silencio,

esperando nuestra respuesta.

De repente, un mensajero

entró apresuradamente por las

puertas del Gran Salón.

—¡Vuestra majestad,

vuestra majestad! El gigante

Bleob se encuentra muy cerca

de las puertas del castillo. Pide

que le den inmediatamente

tres doncellas para

comérselas.

El rey Arturo se veía preocupado. Las

doncellas que había entre la multitud se veían

peor aún.

Un nuevo mensajero se precipitó en el salón,

casi atropellando al primero.

—Han visto venir el dragón Smaug volando

desde el Este. Estará ante los muros del castillo

en pocos minutos.

—Aja—dijo de nuevo Merlín, con su

malvada voz de profesor y una sonrisa—. Esta es

una prueba perfecta para nuestros encantadores.

—Ve y golpéalo con tu palo. Al menos

estaremos a salvo del gigante y del dragón en el

calabozo.

Pacho levantó el palo.

—¡No, no! No podemos hacer eso —dije yo.

—¿Qué propones que hagamos, señor

Magnífico? —preguntó Sergio.

Miré a Merlín y después a la reina Ginebra.

—Creo que debemos ir y mirar si los

dragones y los gigantes son de verdad.

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CAPÍTULO SEIS

Probablemente ustedes han leído algo sobre

los gigantes en los cuentos de hadas, y quizás han

visto gigantes en dibujos animados y en libros de

historietas. Pero la experiencia verdadera sólo se

tiene cuando uno se encuentra de cerca con uno

de ellos. Después de que a uno le sucede eso,

créanme, uno puede sentirse perfectamente feliz

de no volver a encontrárselos.

Yo sabía que los gigantes eran grandes.

Lo que no sabía es que fueran tan

repugnantes.

Estábamos al otro lado del foso del castillo,

con el rey Arturo, Merlín y los caballeros de la

Mesa Redonda. Bleob estaba del otro lado. Su

sola vista era terrible. Pero más terrible era su

olor.

Medía por lo menos seis metros y no llevaba

ropa, excepto dos pieles de buey amarradas en la

cintura. Su cara, la más grande y horrible que yo

haya visto jamás, se escondía detrás de una mata

de pelo enredado y negro. Pedazos podridos de

carne y de huesos, babas gigantes y estiércol de

vaca atraían a una nube de moscas hacia su

barba. Si la sola imagen de Bleob no era

suficiente para hacerlo a uno llorar, con

seguridad el olor sí lo era.

Por primera vez en mi vida estaba sin habla,

y un poco mareado.

—Daos prisa con la magia —dijo Merlín—.

El aire viciado embota un poco los sentidos.

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Sergio me dio un codazo y me alcanzó un

palito que había separado por la mitad. Él y

Pacho ya se habían tapado la nariz con el gancho

casero de Sergio. Yo hice lo mismo,

rápidamente.

—Hola, señor gigante —dije hablando con

la nariz tapada—. ¿En qué te podemos ayudar?

¿Y saben qué contestó? Claro que no lo

saben, porque no estaban allá. Pues bien, les diré

la verdad. El gigante eructó. Fue un largo,

ruidoso, húmedo y totalmente repugnante eructo.

Parsifal y los tres caballeros que se

encontraban junto a él levantaron sus escudos,

pero ya era demasiado tarde y fueron arrollados

por la fuerza del horrible eructo. Los cuatro

quedaron desmayados.

—Dar a Bleob tres bellas damiselas ahora, o

Bleob aplastar castillo —dijo ustedes ya saben

quién.

Créanme que me produce un poco de asco

contarles lo que hizo después.

Digamos simplemente que cuando dio un

resoplido tumbó a otros dos caballeros. Y no usó

pañuelo.

Merlín nos miró con cara de dense prisa.

Yo pensé que ya no había forma de detener

al monstruo y estaba a punto de gritar “¡sálvese

quien pueda!” y salir corriendo cuando Sergio

dio un paso al frente.

—Oye, espera un momento, señor gigante

—dijo Sergio, subiéndose los lentes—. Tú no

puedes ir por ahí tratando de esa manera a los

caballeros de la Mesa Redonda.

Sergio señalaba con el dedo a los caballeros

que estaban tendidos y cubiertos con una gran

babaza verde.

—Somos tres magos poderosísimos y

podemos barrer el suelo contigo, si queremos.

Pero hoy estamos de buen genio. Por eso hemos

decidido darte la oportunidad de que tus sueños

de hagan realidad. ¿De acuerdo, amigos magos?

Pacho y yo miramos a Sergio, nos miramos

los dos y volvimos a mirar a Sergio otra vez. No

teníamos ni la menor idea de qué estaba diciendo.

Bleob se veía tan confundido como

nosotros.

—De acuerdo —dijimos.

—Como ustedes los gigantes de los cuentos

de hadas siempre están preguntándole

adivinanzas a la gente, hemos decidido darte una

oportunidad de salvar tu miserable pellejo si

contestas nuestra adivinanza. Si adivinas podrás

comerte a las tres bellas damiselas. Si no

adivinas, te vas y no vuelves nunca más, ¿de

acuerdo?

Bleob contestó de una manera demasiado

grosera para ser descrita. Nosotros nos apretamos

los ganchos y nos agachamos. Diez valientes

caballeros se cayeron como pines de bolos,

víctimas de un ataque de gas.

—Voy a tomarlo como un sí —dijo

Sergio—. A ver, dime: ¿por qué el gigante tenía

tirantes rojos?

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—¿Por qué gigante tenía tirante rojos? —

repetía Bleob lentamente para sí mismo. Levantó

un brazo para rascarse la cabeza y desató una

tormenta de moscas y produjo un asqueroso

remolino de olor de axila que rumbó a otros

cinco caballeros.

—Porque... porque... era color favorito de

gigante.

—Incorrecto —dijo Sergio—. Se ponía

tirantes rojos para sostenerse los pantalones.

Perdiste. Adiós.

Bleob sacudió la cabeza y se la rascó de

nuevo. Dos cabezas de pescado y un corazón de

manzana podrido cayeron de ella. Todo el mundo

tuvo que contener la respiración. Bleob se volteó

para irse.

Pacho y yo le dimos a Sergio una palmadita

en la espalda. Estábamos a punto de ir a tomarle

el pelo a Merlín cuando escuchamos un sonido

espantoso. Era otro de esos ruidos que hacían

temblar los huesos y castañetear los dientes:

otro... eructo.

—Oeer... Oigan. Esperan un momento.

Ustedes engañar Bleob. Gigantes no poner

tirantes.

El gigante enfurecido se volteó y se dirigió

hacia nosotros. Hasta los árboles temblaban.

—A Bleob no gustan personas que burlarse

de él. Bleob aplasta personas por burlarse de él.

Bleob pasó por el foso como si fuera un

estanque. Levantó un pie (que no voy a describir,

para no dañarles el apetito de toda una semana)

para aplastarnos a todos.

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CAPITULO SIETE

Todos salimos corriendo hacia el castillo.

Todos menos Sergio.

El señor Sergio el Extraño permaneció allí

con los brazos cruzados, frente al pecho, sin

moverse ni un solo centímetro.

—Quítate de ahí, Sergio —gritó Pacho.

El enorme pie sucio comenzó, a descender.

—Creo que ahora sí se volvió loco —dije—.

Todas esas adivinanzas y chistes malos le

secaron el cerebro.

Sergio se miró las uñas y dijo:

—Bueno, supongo que el dragón tenía la

razón. Debí haber creído lo que me dijo sobre los

gigantes.

El pie del gigante se detuvo en el aire, con

un dedo embarrado y mugriento a sólo unos

centímetros de la cabeza de Sergio. —¿Qué decir

dragón sobre gigantes?

—La verdad, no era algo muy agradable. No

creo que deba repetirlo.

Bleob dio un paso hacia atrás y se apoyó en

las manos y las rodillas.

—Decir a Bleob qué piensa dragón sobre

gigantes;

Sergio se inclinó hacia adelante y dijo el

siguiente secreto en voz alta:

—No le vayas a decir que yo te dije, pero

dijo que los gigantes son unos debiluchos

grandores.

—¡No!

—Sí. Y dijo que los gigantes son unas

gallinas que sólo pueden aplastar cositas

chiquitas como la gente.

—¡No!

—Lo digo en serio. Dijo que si alguna vez

pelearas con alguien de tu tamaño, como un

dragón, te dejarían fuera de combate.

—¡No! —rugió Bleob una vez más. Luego

levantó dos piedras del suelo con las manos.

—Gigantes más fuertes que nada. Aplastar

también dragones así.

20

Sergio nos guiñó el ojo y volteó

bruscamente la cabeza hacia el otro lado del

castillo.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Pacho.

—Mostrar un dragón a Bleob. Bleob mostrar

a ti como pelea un gigante.

—¿Quieres que te muestre un dragón ? —

dijo Sergio volteando bruscamente la cabeza otra

vez.

En ese momento entendí lo que Sergio

quería que hiciéramos.

—¡El dragón, señor Sergio! —grité—. El

dragón se acerca desde el Oeste.

Bleob se paró, se rascó la cabeza y eructó.

Parecía como si no supiera qué hacer.

—Pues, muy bien, amigo —dijo Sergio—.

Parece que hoy es tu día de suerte. Precisamente

hay un dragón al otro lado del castillo. Ésta es tu

oportunidad de mostrarle a un dragón lo que

puede hacer un gigante.

La idea de Sergio caló lentamente en la

cabeza del gigante.

—Ésa ser buena idea, hombrecito. Bleob

mostrar a dragón lo que hace gigante —dijo el

gigante, y se fue a darle la vuelta al castillo,

tumbando tres árboles y aplastando dos cabañas.

El suelo temblaba a cinco kilómetros a la

redonda.

Toda la gente que aún seguía en pie siguió a

Bleob (no muy de cerca) alrededor del castillo,

apenas a tiempo para ver al dragón Smaug

planear antes del aterrizaje. Tenía un aspecto

verdaderamente terrible: era grande, tenía una

horrorosa cabeza que despedía remolinos de

humo, tenía escamas de metal brillante, enormes

alas de cuero, un enroscado cuerpo de serpiente y

garras de hierro.

—Son de verdad —dijo Pacho con voz

entrecortada.

En cuanto Smaug tocó el suelo, Bleob se

abalanzó sobre él.

—¿Gallina? —dijo con un eructo, y luego

clavó sus dientes amarillos en el hocico del

dragón.

Smaug hundió sus garras de hierro en la

pierna de Bleob y agitó su cola llena de púas. Los

dos se enredaron en tal nube de árboles, polvo y

tierra que no se podía ver nada.

Pero sí podíamos oír lo que estaba

sucediendo.

21

Bleob eructó. Smaug lanzó una llamarada.

Cuando el gas del gigante se encontró con la

llama del dragón se produjo una explosión que

parecía una bomba atómica. La explosión nos

levantó del suelo e hizo temblar al reino entero.

—¡Pardiez! —gritaron el rey Arturo y los

caballeros, que estaban sentados.

—¿Qué dijo? —preguntó Sergio con una

sonrisa.

—Eso significa ¡bravo!, señor Sergio.

Hermosa palabra. Todos nos escondimos

debajo de un arco del castillo para esquivar los

pedazos de gigante frito y de carne de dragón que

llovían de todas partes.

—Habéis salvado a Camelot y al honor de

los caballeros de la Mesa Redonda —dijo el rey

Arturo—. Pedid cualquier cosa al alcance de mi

poder y será vuestra.

Una uña gigante del pie de Bleob cayó cerca

de nosotros.

—¿Qué le parece mandarnos de nuevo a

casa? —dijo Sergio. Los últimos pedacitos

cayeron en una lluvia fina.

Pacho y yo asentimos con la cabeza,

preguntándonos si alguna vez volveríamos al

hogar, dulce, normal, pacífico hogar.

CAPÍTULO OCHO

—No le quites los ojos a la bola —gritó

Pacho—. Junta un poco los pies. Sigue la bola.

No trates de matarla, sólo busca la bola. ¿Listo?

El escudero se veía totalmente confundido,

pero asintió con la cabeza y tomó el palo de roble

de Pacho, haciendo una imitación bastante buena

de la postura de bateador.

Pacho se encontraba parado en un montículo

junto a una torre alta y oscura del castillo.

—Bueno, voy a lanzar.

Pacho lanzó suavemente la bola hacia el

home del bateador. El escudero bateó con todas

sus fuerzas... y falló el golpe como por un

kilómetro.

Yo atrapé la bola y Sergio gritó:

—Tercer strike. Eso es un out.

Todos los muchachos saltaron de felicidad y

corrieron gritando por las bases.

—Un jonrón.

—Babe Ruth.

—Los tigres de Detroit.

Pacho se bajó del montículo y se dirigió

hacia el home, donde estábamos nosotros.

—¿Crees que les expliqué lo suficiente?

22

—Me parece que les habéis explicado

demasiado, señor Pacho —dijo Sergio.

Los muchachos seguían corriendo en círculo

por todas las bases, saltando y gritando cuando

pasaban por el home.

—¡Carrera!

—¡Ponchado!

—¡Hombre en primera!

—¡Ay, no! Qué horror—dijo Pacho—. Esto

no va a funcionar nunca. Tenemos que irnos de

aquí. Esto es como la Edad de Piedra. Esos tipos

del banquete de anoche ni siquiera habían oído

hablar de la televisión.

—No, qué sorpresa —dije—, teniendo en

cuenta que la televisión no será inventada sino

hasta dentro de doscientos años o algo así.

—¿Doscientos años? Yo no voy a poder

vivir doscientos años sin televisión —dijo Pacho.

—¿Y qué tal el olorcito de la gente de

anoche? —añadió Sergio—. Creo que tampoco

se han inventado la ducha todavía.

—No sé —dije—. A lo mejor el olor

provenía de la comida.

Los escuderos dejaron de correr y se

sentaron en el césped, alrededor de nosotros.

—¿Noveno inning?

—¿Cuarta bola?

—¿Saque al umpire?

—Muy bien, muchachos. Se acabó el juego

—dijo Pacho.

Sergio miró los muros del castillo.

—No hay televisión, no hay hamburguesas.

Somos tres tipos del siglo XX atrapados en la

Edad Media. Puntaje: escuderos de la Mesa

Redonda, 28; trío de los atrapados, 0.

—Oye, ese nombre está bueno. Acuérdame

del nombre si salimos vivos de ésta.

—A propósito, ¿cómo vamos a salir de ésta?

Yo lanzaba nuestra bola de béisbol hacia

arriba.

—Si al menos alguien me hubiera dejado

leer mi libro mágico, yo quizás lo sabría.

—Sí, ya. Dichoso libro mágico —dijo

Pacho—. Yo apenas toqué tu ridículo libro. Y no

me digas que vamos a salir de aquí con magia.

Eso sólo sucede en los libros tontos.

Sergio volvió a mirar alrededor. Los

escuderos también miraron a su alrededor.

—Pues si entramos aquí con magia... ¿por

qué no habríamos de salir de la misma manera?

23

—Exactamente —dije—. Todo lo que

tenemos que hacer es encontrar a alguien que

sepa de magia.

Echamos una ojeada a los muchachos que

estaban sentados alrededor de nosotros. Ninguno

tenía un aspecto especialmente mágico.

—Olvídense ya de esa palabrería mágica. El

rey Arturo nos dijo que nos haría caballeros de la

Mesa Redonda esta noche. Hagamos algo útil

mientras sea de día. Beto, tú lanzas, yo bateo.

Mañana les explicamos cómo funciona el

televisor,

Sergio cerró los ojos.

Yo me fui caminando hacia el montículo.

Los pájaros cantaban y el sol brillaba tibiamente.

Era agradable estar en Camelot, pero Pacho tenía

razón. Teníamos que salir de la Edad Media antes

de que nos empezáramos a chiflar.

Sergio se acurrucó detrás del heme.

—Dale, Beto.

Yo tomé impulso y disparé mi mejor bola

rápida. Pacho movió el bate de roble y le dio a la

bola con todas sus fuerzas. La bola de cuero se

elevó por los aires...

—Sube... sube...

Luego desapareció por una de las ventanitas

de la torre oscura. Oímos el estruendo de vidrios

rotos. Tres rápidas explosiones encendieron la

torre. Llamaradas rojas, azules y amarillas

salían de las ventanas. Las llamaradas rodearon

la torre y formaron una nube. De ella llovieron

serpientes púrpura, estrellas blancas, dragones

rojos y cientos de

extrañas y

resplandecientes siluetas

que se disolvían en

cuanto tocaban el suelo.

—Magia —balbució

Sergio.

—¿Quién ha osado

perturbar mi trabajo? —

estalló una voz que llenó

el aire.

—Merlín —dijeron

un poco asustados los

escuderos. Todos

abandonaron el lugar.

-—Omnia uber sub

ubi —estalló de nuevo la

voz—. Dejaos ver,

demonios destructores, y

sentid la ira de Merlín.

La extraña nube

empezó a desaparecer.

Pacho, Sergio y yo

nos miramos.Supimos

inmediatamente lo que

debíamos hacer.

Corrimos.

24

CAPÍTULO NUEVE

Pacho, Sergio y yo nos arrodillamos ante el

rey Arturo en el gran salón. Él no podía

devolvernos a casa, así que pensó que lo menos

que podía hacer era nombrarnos caballeros de la

Mesa Redonda.

El rey Arturo nos golpeó ligeramente en el

hombro a cada uno con su espada, Excalibur. La

reina Ginebra y los caballeros observaban.

—Yo, por mi poder, os nombro caballeros

de la Mesa Redonda. Levantaos, caballero Pacho

el Impresionante. Levantaos, caballero Sergio el

Extraño. Levantaos, caballero Beto el Magnífico.

Los caballeros reunidos levantaron sus

espadas y dieron un grito de júbilo.

—Traed las armaduras para nuestros nuevos

caballeros.

Tres escuderos pasaron al frente llevando un

cargamento de espadas, escudos, armaduras y

una cota de malla para cada uno de nosotros.

A Pacho le brillaron los ojos.

—¡Espadas! ¡Armaduras! Después de todo,

estas cosas de la Edad Media son buenas.

En ese momento apareció el mago Merlín.

Llevaba su traje y susurraba algo en la oreja del

rey Arturo, sosteniendo nuestra bola de béisbol

en la mano.

—Estamos perdidos —dijo Sergio.

—Esto es pan comido —dijo Pacho—. Sí

llega a acercársenos lo desbarato con mi nueva

espada.

—No digas nada —dije yo—. Haz de cuenta

que nunca has oído hablar de béisbol.

El rey Arturo asintió con la cabeza. Merlín

levantó la cabeza y nos miró de nuevo con esos

penetrantes ojos verdes.

—Desde el momento en que llegasteis,

encantadores —dijo—, no he podido dejar de

pensar que veníais de un-lugar ty un tiempo que

yo no había visto jamás.

—No. Nosotros' tampoco habíamos oído

jamás hablar de béisbol.

Sergio gruñó.

—Cabeza de chorlito. ¿Por qué no nos

arrojas tú mismo al calabozo?

—Cállense un minuto, muchachos. Dejen

que hable el señor Merlín. El era... mejor dicho,

él es uno de los mejores magos que han existido

jamás.

Merlín m« hizo una venia de agradecimiento

y continuó.

25

—Cuando esta esfera de cuero llegó

mágicamente a mí esta tarde, lo recordé. Esta

esfera aparece en un libro muy antiguo y muy

extraño. Yo mismo no sé de dónde provino ese

libro. Quizás vosotros sabéis algo de este secreto.

Con estas palabras Merlín sacó de su traje

un libro delgado. Era de un azul tan profundo que

casi parecía negro, como el cielo en la noche.

Tenía lunas y estrellas doradas en el lomo, y

diseños serpenteantes plateados por el frente y

por detrás que parecían una escritura de tiempos

muy antiguos.

Antes de que ninguno de nosotros pudiera

decir una palabra, Merlín abrió el libro en un

lugar donde había un dibujo de unos muchachos

sentados alrededor de una mesa de la cocina,

observando una bola de béisbol.

Espirales de un humo verde pálido familiar

comenzaron a rodear los pies de Merlín, del rey

Arturo y de la reina Ginebra.

Todo el mundo decía ¡Ohh! y ¡Ahh!,

pensando que se trataba de otro truco de magia.

Merlín sonreía.

El humo aumentó y lo cubrió todo.

26

CAPÍTULO DIEZ

—Mira, José Humberto, vete afuera con esa

bomba de humo y asfíxiate solo con esos

ridículos trucos mágicos, porque ya me tienes

harta. ¿Me entendiste? El humo empezó a

desaparecer lentamente. Estábamos de nuevo

sentados en la mesa de la cocina como si nunca

nos hubiéramos ido.

Mamá recogió un montón de papel de

envolver y salió rápidamente murmurando:

—Beto el Magnífico, cómo no. Beto el

Tonto le iría mejor. Beto el Totalmente

Irresponsable. Una máquina de hacer humo

disfrazada de libro. Es el colmo. ¿Qué clase de

regalo es ése para un muchacho?

Ni Pacho, ni Sergio ni yo movimos un

músculo. Ninguno hizo un solo movimiento hasta

que yo dije:

—¿Merlín?

—Caballero Negro —respondió Pacho.

—Bleob y Smaug —dijo Sergio.

Los tres nos miramos. Miramos el libro que

estaba en mis manos, la bola de béisbol que

estaba en la mesa y luego nos miramos de nuevo.

Pacho sacudió la cabeza.

—Imposible. Esa cosa no puede ser de

verdad.

—No estoy tan seguro —dijo Sergio,

limpiando los restos de humedad que quedaban

en sus lentes.

Yo tampoco estaba muy seguro.

Luego me metí una mano al bolsillo.

Sentí que había algo y lo saqué. Era una

carta, una carta de esa antigua baraja que tenía

toda clase de dibujos extraños.

Se la mostré a ellos.

—Es la carta del mago que sacó la reina

Ginebra —dijo Sergio.

—Beto, prométenos que nunca vas a volver

a desear nada —dijo Pacho.

27

Miré detenidamente los diseños serpentantes

plateados y los dibujos de las estrellas y lunas

doradas del libro azul como la noche. Por un

brevísimo segundo me pareció que podía leer lo

que decía.

—No lo haré —prometí—. Bueno, por lo

menos no hasta que haya leído El Libro.

FIN

contraportada

Los caballeros de la mesa de la cocina

Por medio de un libro mágico, y' sin siquiera

sospechorla, Pacho, Beto y Sergio se ven

envueltos en una cortina de humo y transportados

a la corte del rey Anuro, en plena Edad Media.

Deben enfrentarse a sucios gigantes, a feos

dragones y a la ira del mago Merlín. Conocen a

la bella reina Ginebra y al valiente caballero

Lanzarote. Plena de humor, esta narración

mantiene al lector pendiente de cada loca

aventura de los tres chicos quienes, finalmente,

pueden volver a su tiempo y a su casa.

Jon Scieszka

Jon Scíeszka Es profesor en una escuela de

Manhattan, Nueva York. Vive en Brooklyn con

su esposa y sus dos hijos y es autor de otros

libros sobre el trío de Pacho. Beto y Sergio.

El ilustrador, Lane Smith. colabora con

periódicos y revistas. Ha sido premiado por la

sociedad de Ilustradores de Nueva York. .