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41 Capítulo 12 Los braceros desaparecen. La revolución agrícola en el Valle* 1 John McBride Presentación El texto de McBride dista mucho de ser un trabajo académico y un informe adminis- trativo. Se trata más bien de una memoria, escrita en forma de cartas a un primo, en donde se relata el proceso de cambio que se dio en el Valle del Río Grande, al pasar de la utilización de mojados, a la contratación de braceros y la mecanización casi completa de la cosecha y el procesamiento del algodón. Además de proporcionar la visión del otro lado y la perspectiva del granjero norteamericano dedicado al cultivo del algodón, el texto de McBride pone en eviden- cia los conflictos que se suscitaron en Texas, por la larga tradición de utilizar mano de obra indocumentada (mojados) y su resistencia a utilizar braceros. Por otra parte, demuestra los límites que se dan entre el rendimiento en la utilización de mano de obra barata y la mecanización. Este precario equilibrio puede romperse en cualquier momento y se termina de manera definitiva con la dependencia de mano de obra. Algo similar sucedió con el cultivo del betabel, que pudo mecanizar la recolección y reducir al mínimo los requerimientos de mano de obra. Por otra parte, el texto hace referencia directa a la operación wetback en el estado de Texas y cómo se rompió con el mito de que era prácticamente imposible deportar a la mayoría de trabajadores indocumentados. Un tema tabú del que prác- ticamente no se habla en los textos anteriores. Fue la deportación masiva la que obligó a los rancheros texanos a utilizar braceros y posteriormente fueron las presio- nes del Departamento del Trabajo y del Cónsul mexicano para elevar los salarios las que motivaron la mecanización casi total de la cosecha y procesamiento del al- godón. La buena prosa del autor, su conocimiento del tema y su espíritu crítico y autocrítico le dan un sabor de autenticidad al mismo tiempo que seriedad al texto. El autor reconoce el gran aporte de los mojados a la economía texana y al mismo tiempo cómo el gobierno, a partir de la Ley 78, fuerza a los cultivadores texanos a Versión original en inglés: Vanishing bracero: valley revolution., The Naylor Company Book Pu- blishers of the Southwest San Antonio, Texas, 1963. Traducción de Elvira Maldonado, 83 páginas, 23 centímetros. Ubicado en la Biblioteca Pública de Nueva York.

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Capítulo 12

Los braceros desaparecen. La revolución agrícola en el Valle*1

John McBride

Presentación

El texto de McBride dista mucho de ser un trabajo académico y un informe adminis-trativo. Se trata más bien de una memoria, escrita en forma de cartas a un primo, en donde se relata el proceso de cambio que se dio en el Valle del Río Grande, al pasar de la utilización de mojados, a la contratación de braceros y la mecanización casi completa de la cosecha y el procesamiento del algodón.

Además de proporcionar la visión del otro lado y la perspectiva del granjero norteamericano dedicado al cultivo del algodón, el texto de McBride pone en eviden-cia los conflictos que se suscitaron en Texas, por la larga tradición de utilizar mano de obra indocumentada (mojados) y su resistencia a utilizar braceros. Por otra parte, demuestra los límites que se dan entre el rendimiento en la utilización de mano de obra barata y la mecanización. Este precario equilibrio puede romperse en cualquier momento y se termina de manera definitiva con la dependencia de mano de obra. Algo similar sucedió con el cultivo del betabel, que pudo mecanizar la recolección y reducir al mínimo los requerimientos de mano de obra.

Por otra parte, el texto hace referencia directa a la operación wetback en el estado de Texas y cómo se rompió con el mito de que era prácticamente imposible deportar a la mayoría de trabajadores indocumentados. Un tema tabú del que prác-ticamente no se habla en los textos anteriores. Fue la deportación masiva la que obligó a los rancheros texanos a utilizar braceros y posteriormente fueron las presio-nes del Departamento del Trabajo y del Cónsul mexicano para elevar los salarios las que motivaron la mecanización casi total de la cosecha y procesamiento del al-godón. La buena prosa del autor, su conocimiento del tema y su espíritu crítico y autocrítico le dan un sabor de autenticidad al mismo tiempo que seriedad al texto. El autor reconoce el gran aporte de los mojados a la economía texana y al mismo tiempo cómo el gobierno, a partir de la Ley 78, fuerza a los cultivadores texanos a

� Versión original en inglés: Vanishing bracero: valley revolution., The Naylor Company Book Pu-blishers of the Southwest San Antonio, Texas, 1963. Traducción de Elvira Maldonado, 83 páginas, 23 centímetros. Ubicado en la Biblioteca Pública de Nueva York.

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dejar las prácticas semifeudales a las cuales estaban acostumbrados desde tiempo inmemoriales.

El texto fue traducido por Elvira Maldonado. Muchos términos técnicos fueron imposibles de traducir y se respetó la versión inglesa original. En otros casos, el estilo coloquial y las expresiones locales, obligaron a retomar el sentido de la frase y hacer una traducción libre. Finalmente se realizaron algunas modificaciones de formato.

Jd

Prefacio

Esta historia fuE prEparada especialmente para O.C. McBride, Jr., por su primo, para que le sirva como material de referencia si en un momento de ira, estupidez o borrachera decide cambiar su rancho ovejero por una desmotadora de algodón. Las mentiras, calumnias e irreverencias invalidan esta historia para cualquier otro propósito. Claro que si puede servir para algo diferente, el autor no tendría objeción alguna en que se utilizara. Todo desmotador tiene que aprender a mentir un poco. En cuanto a las calum-nias, como la situación financiera del autor es suficientemente conocida, cualquier demanda por calumnia sería ridícula. Las irreverencias me tienen absolutamente sin cuidado.

Introducción

Esta pequeña historia fue escrita como resultado de una asidua correspon-dencia entre el suscrito y su primo preferido, el señor O.C. McBride, dueño y gerente de una desmotadora de algodón al norte de Littlefield, Tex. En esta correspondencia buscaba explicarle la diferencia que existe entre la producción y el desmote del algodón en el Valle del Río Grande (Lower Rio Grande Valley) y las Planicies (High Plains). Algunos párrafos de mis dos primeras cartas pueden servir de introducción.

27 de marzo de 1962Querido Oke: “La revolución agrícola hacia la mecanización” es relativamente vieja

entre los cultivadores de algodón y los desmotadores del oeste de Texas. En casi todos los lugares el algodón ha sido cosechado de manera mecánica desde hace varios años. Si no fuera así, los miembros de las cooperativas no podrían hacerlo. Aquí en el Valle,1 en cambio, esa revolución ha sido una

1 Se refiere al Valle del Río Grande, en Texas (N. del T.).

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experiencia personal, reciente y drástica. Se dio de forma repentina y, de-bido a la intervención de varias agencias gubernamentales, se asemejó a un golpe de estado. Hasta hace pocos años, casi todo el algodón era recogido manualmente apenas abría y era comprado por los desmotadores a precio de mayoreo y revendido, en muchos casos, directamente a los compradores de los molinos a precio del momento. Hace menos de seis años, mi mayor competencia provenía de una desmotadora cuyo único equipo de lavado y secado eran una Jembo y una Super Mitchells.

En 1958, menos de un diez por ciento de nuestra producción se cose-chaba de manera mecánica. En 1959 entre el quince y el veinte por ciento; en 1960 entre el cincuenta y el sesenta por ciento; en 1961 el setenta y cin-co por ciento y todo indica que para 1962 más de un noventa por ciento de la producción será cosechada mecánicamente. Esto ha significado un cam-bio drástico para la industria. Desde 1959 no he visto a ninguno de nuestros viejos compradores de los molinos desmotadores. El competidor que te mencioné, el que tenía la Jembo y la Super Mitchells ya ha añadido una torre de secado, una limpiadora inclinada, papooses2 para su Mitchells y tres limpiadoras de borra. Y él ya no es la principal competencia.

Obviamente, entre los principales factores que explican la diferencia entre la producción y el desmote de algodón de esta región y el oeste de Texas están el clima y los periodos de crecimiento de las plantas. Otro factor, conocido desde hace tiempo, pero poco entendido hasta ahora, es la dife-rencia del crecimiento de las plantas de algodón en la zona del delta y en las tierras planas. El que se hayan desarrollado diferentes semillas, denomi-nadas Delta y Pineland nos habla de esta diferencia. Podrían perfectamente llamarse variedades Delta y Plainsland. El algodón crece más en la zona del delta y las tierras bajas que en las planicies y tierras altas. Nuestros proble-mas acá en el Valle son más parecidos a los de Arkansas y Mississippi que a los del área costera de Bend (Coastal Bend Area), a menos de cien millas al norte de donde estamos.

Hacia 1949, cuando el trabajo de la cosecha empezó a desaparecer y sus costos se elevaron, la diferencia en el crecimiento de las plantas hizo nece-sario cambiar hacia la cosecha mecánica, proceso que fue más problemático en la zona del delta que en las planicies. Yo no soy una autoridad en la “Revolución agrícola” pero dudo mucho, aunque no lo haya visto, que el señor Chet Huntley haya podido abarcar el tema en su programa de una

2 Bolsa cuya forma es similar a la utilizada por los indios para llevar a los niños en la espalda, de ahí toma su nombre (N. del T.).

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hora en la televisión. Sin embargo, como estoy en contacto con la produc-ción de algodón en el oeste de Texas3 y el Valle del Río Grande y he hecho viajes a Stoneville, Mississippi en 1949 y 1956, creo que soy capaz de escri-bir una buena historia acerca de esa Revolución en lo que se refiere a la producción y el desmote del algodón.

Cuando el trabajo en las Planicies (High Plains) empezó a escasear y encarecerse, ellos, con su algodón adaptable de deshojado natural, pudie-ron cambiar a un sistema de corte en tiras. En las Planicies bajas (Lower Plains), el escaso crecimiento de la planta del algodón hizo posible la adap-tación al snapping, lo que atrajo a la mano de obra sobrante y atenuó el cambio. Aquí en el Valle teníamos a los mojados4 para retrasar nuestra “re-volución”. En cambio, los pobres del Delta del Mississippi no tenían nada y tuvieron que iniciar esa revolución a principios de los años cincuenta.

En 1948, varias personas hicimos un viaje a Stoneville, Mississippi, fi-nanciados por la Asociación de Desmotadores de Algodón de Texas (Texas Cotton Ginners Association). Allí nos enseñaron los laboratorios de desmo-te en donde estaban probando todo tipo de maquinaria y acababan de terminar una serie de experimentos con una limpiadora de borra con la que no estaban plenamente satisfechos. Después nos llevaron a la Tri-State Del-ta Agriculture Experiment Station donde estaban haciendo demostraciones de un cultivo a gran escala y habían empezado a ensayar con un recolector de algodón del tipo spindle. Nos enseñaron las granjas y el área alrededor de Stoneville. La vista era asombrosa: miles de acres de tierra bellamente cultivada, una enorme plantación de algodón cuya altura llegaba hasta la rodilla. A un lado del camino se veía un gran campo en el cual estaban abriendo a toda velocidad nuevas líneas de cultivo; del otro lado, pequeños lotes de diez acres eran trabajados por jornaleros que usaban un tipo de arado de una sola reja tirado por mulas. De vez en cuando veíamos a lo largo del camino diferentes tipo de máquinas e instrumentos. Era un bello y próspero país algodonero.

En 1956, Swift and Company financió el viaje de varios desmotadores del Valle, que incluía dos días en Stoneville. Viajé por mi cuenta para recoger a Jack en Waco y me reuní con el grupo en Shreveport. El primer día en Sto-neville los del laboratorio de desmote nos dictaron una conferencia y respon-dieron, a medias, nuestras dudas relacionadas con el control de humedad y

3 La empresa mencionada se encontraba en la región de las Planicies (N. del T.).4 Apelativo con el que se denominaron, a partir de la década de 1920, los mexicanos que entra-

ban a los Estados Unidos cruzando a nado el Río Grande (N. del T.).

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la utilidad de las limpiadoras de borra. Nos enseñaron los experimentos que estaban realizando en ese momento y dijeron que cuando los concluyeran podrían responder mejor nuestras preguntas. El segundo día asistimos a otra conferencia dictada por uno de los grupos de la estación experimental que acababa de terminar una serie de experimentos con las máquinas cosechado-ras disponibles en el mercado en ese momento. Los resultados mostraban que las máquinas, cuyo diseño era básicamente adecuado pero que habían sido construidas de manera apresurada, necesitaban algunas modificaciones y, manejadas por trabajadores sin experiencia, podían producir más estragos que algodón. Sin embargo, con algunas mejoras en la construcción, unas cuantas modificaciones y en manos de gente experimentada cualquiera de esas máquinas podía ser una buena cosechadora. Nos dijeron, también, que muchos fabricantes estaban haciendo los cambios necesarios, para producir máquinas más eficientes. Lo único que les hacía falta a los desmotadores era encontrar una mejor manera de limpiar la cosecha.

Al terminar las conferencias, Jack y yo nos separamos del grupo y, de regreso a casa, viajamos a través del corazón de la zona del delta por el Mississippi hasta Vicksburg. Para mí, la vista resultó sobrecogedora. Esa hermosa tierra de granjas ya no estaba cubierta de algodón, sino de pasto. Las casas de los arrendatarios estaban vacías, arruinadas y, la mayor parte de ellas, a punto de caerse. Las desmotadoras habían desaparecido. Muchas de éstas, modelo 1948, se habían convertido en cascarones de concreto, de donde la maquinaria había sido probablemente sacada después de alguna venta forzada. Aunque se veían todavía algunas plantaciones de algodón, la animada actividad que yo había visto en 1948 ya no existía. Para mí, viejo profesional del desmote manual, esas eran cicatrices de una revolución y anuncio de cambios drásticos en la vida, como serían los monumentos del Vicksburg Battlefield Memorial para un historiador aficionado de la Guerra Civil, como Jack.

Ese viaje por el delta del Mississippi me causó una enorme impresión que se ha repetido varias veces después. Pero en esa ocasión me insensibili-cé con whisky asumiendo la actitud del viejo G.I.: “Eso no puede sucederme a mí.” A mi regreso me dediqué a construir más casas para braceros, nivelar más tierra, planear una huerta y construir una nueva oficina.

Perdimos a nuestros mojados en 1954 un poco después de la visita que nos hicieron tu padre y tú a principios de la temporada de desmote. Esa pérdida, los pocos años que pudimos volver a tener braceros y el cambio a la cosecha mecánica se han convertido en una de las experiencias más inte-resantes y caóticas de mi carrera tanto militar como civil. Intentaré contár-

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tela en mis próximas cartas, quizá después podremos comparar notas y así descubrir cómo ofrecer mejores servicios a nuestros consumidores. Mejor aún, podríamos encontrar la manera de persuadir a los miembros de las cooperativas para que paguen impuestos.

Sinceramente,John.

ContenidoI. El fin de una era. Fait accompli –Nos robaron.II. ínterin de braceros y confusión. Sauve qui peut –Hemos cambiado.III. Hostigamiento y errores. C’est plus qu’un crime, c’est un faute –Tonteamos.IV. Vendetta con un cruzado. Affaire d’honeur –Lo intentamos.V. Adiós braceros. Coupe de grace –Renunciamos.VI. Máquinas y maquinaria. J’y suis, j’y reste –Todavía aquí.

I. El fin de una era.

Fait accompli –Nos robaron

14 de abril de 1962Querido Oke:

Mucho antes de 1954 el Valle del Río Grande había sido bendecido con un suministro inagotable de mano de obra barata: los mojados. Ahora, algu-nos economistas de viejo cuño dicen que eso fue un prerrequisito para el progreso y la prosperidad. Todavía estamos tratando de demostrar que el Valle podía prosperar sin ellos; pero una cosa es segura: los mojados, en verdad, ayudaban.

Justo al sur del Río Grande, en el área de Reynosa-Matamoros, vive un millón y medio de mexicanos. Excepto para algunos terratenientes, propie-tarios de clubes nocturnos, etcétera, el ingreso per capita de esos mexicanos es ínfimo. Muchos de ellos estaban dispuestos a arriesgar, lo hicieron con frecuencia, sus vidas cruzando el río por unas cuantas semanas de trabajo en las cosechas o cualquier otro empleo en las granjas. Aunque el pago re-sultaba bajo en relación a nuestros estándares, para estos trabajadores representaba, muchas veces, el total de su ingreso anual en México. Esta situación no era privativa del Valle, pero el diccionario Webster nos da el crédito por el nombre que se les dio, distinción de la que estamos orgullo-sos. Durante el periodo de cosecha, en especial la de algodón, los mojados cruzaban el río en grupos y se las arreglaban para llegar o ser transportados para trabajar en nuestras granjas.

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El Servicio de Inmigración parecía incapaz de hacer algo al respecto, parecía ser una situación irremediable. Los chotas locales (cazadores de moja-dos de la patrulla fronteriza) acorralaban un grupo de unos cuarenta mojados en nuestra pobre granja, los metían en sus camionetas y autobuses y los lle-vaban a McAllen, desde donde los deportaban; con el único resultado de que un número igual volvía a atiborrar camiones y autobuses que los llevaban de nuevo a Raymondville. Con la excepción de algunas correrías y deportaciones que resultaban sobre todo molestas, los chotas se daban por contentos con ubicarse unas cincuenta o setenta y cinco millas al norte para establecer pues-tos de control en los escasos caminos que llevaban más allá de la frontera y de ese modo evitar que los mojados se infiltraran en los trabajos más industria-les disponibles en el norte. A ellos se les permitía vagabundear por los cami-nos vecinales del Valle sin casi molestarlos.

Nuestro valle es uno de los lugares más baratos para vivir de Estados Unidos durante el invierno, si a uno le gusta vivir así. Muchos trabajadores industriales del norte se enferman y jalan sus enormes traileres hasta nuestro valle, para pasar uno o dos meses de invierno en nuestro clima sub-tropical, aquí gastan sus cheques de compensación por desempleo. Dicen que les resulta incluso mejor que quedarse en casa y recibir su sala-rio completo. Disculpa esta digresión, porque ellos no tienen que ver con nuestros problemas laborales. En realidad no aportan nada en el trabajo de la recolección de la cosecha invernal de vegetales, más bien diría que nos roban. No son siquiera el tipo de turismo deseable. Se limitan a cobrar su cheque en nuestra oficina local de la Texas Employment Commission, (tEc) oficina que casi nunca hizo nada por nuestros trabajadores en la era de los mojados.

Ahora bien, durante los meses de invierno hemos tenido siempre una cuota excesiva de trabajadores en las granjas. Cuando nuestro algodón empezaba a abrirse, alrededor del 1o. de julio, la mayoría de ellos se había ido al norte a recolectar algodón o a realizar algún otro trabajo sin tener que competir con los mojados. Los que se quedaban eran, sin duda, buenos cosechadores de algodón, pero cuando éste comenzaba a abrir, hacia me-diados de julio, en el área costera del Bend, todos desaparecían. Empeza-ban a ir de un lado para otro en busca de las primeras recolecciones que resultaran en sus predecibles, aunque insensatos, viajes anuales al norte pasando por Lamesa hasta Lubbock. Seguramente te acordarás del artícu-lo que apareció en el periódico de Lubbock a fines de los años cuarenta acerca de un recolector de algodón viejo y enfermo de quien se dice que cuando estaba recibiendo la extremaunción dijo al padre: “no puedo irme

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al cielo todavía. Antes tengo que ir a Lamesa”. El sacerdote le respondió que él también tenía que ir allí.

Por estas razones, la cosecha de algodón del Valle había llegado a de-pender totalmente de los mojados, lo que parecía satisfactorio a todos los interesados. Incluso los chotas limitaban sus correrías para mantener la población de mojados necesaria para cosechar nuestro algodón cuatro o cin-co veces. Algunos granjeros que creyeron tener visión de futuro compraron las recién inventadas máquinas cosechadoras de algodón. Su inversión fue tan cuantiosa que les costó mucho admitir que habían comprado elefantes blancos y aguantaron hasta que lograron encontrar novatos a quienes ven-dérselas. Otros intentaron el deshojado y despalillado. Pero como los des-palilladores que usaron eran baratos, la aventura convirtió en un completo desastre lo que podía haber sido una buena plantación de algodón. Así, esta aventura fue abandonada casi desde el principio.

Con el uso de mojados la cosecha de algodón no era un problema serio y los desmotadores del Valle estaban más que dispuestos a asumirlo. Cada desmotadora disponía de casi mil mojados por temporada y contrataba uno o dos trabajadores de campo para organizar los camioneros e ir de rancho en rancho llevando mojados y reemplazando a aquellos que, con tan poca consideración, eran deportados por la chota. El alojamiento no era proble-ma. Un terreno de unos diez acres desbrozado del pasto y habilitado con lienzos alquitranados se convertía en habitación de lujo para centenares de mojados y había muchos terrenos disponibles. El productor seleccionaba a alguien de confianza y, si no confiaba en nadie, recurría a quien recibía la cuota más alta por la venta al por mayor para darle las instrucciones nece-sarias y encargarle la cosecha de su algodón. El productor solía acudir tres o cuatro veces a la desmotadora durante la temporada, sólo los minutos necesarios para revisar el algodón, del cual ya se había deducido el precio de la recolección.

Esto llegó a ser un estilo de vida. Nuestro algodón tempranero y de alta calidad era muy popular entre los que tenían molinos domésticos y las granjas de algodón se convirtieron en un negocio muy próspero, que podía ser manejado por cualquiera. Todo productor de algodón con una buena parcela de tierra se hacía miembro del Country-club de los granjeros. Los pecados más comunes y reprobables de un granjero eran rentar tierras de su vecino y piratearle a sus mojados. La renta en efectivo sobre bases compe-titivas llegó a ser común. Hubo varias amenazas e intentos por sacar a los mojados del Valle. Algunos desmotadores, incluyendo el suscrito, se protegie-ron contra estas amenazas organizando asociaciones de cosechadores para

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contratar braceros. Esos intentos y amenazas fracasaron y todos aceptamos a los mojados como parte integrante de nuestro esquema de trabajo.

En 1953, cuando el General Eisenhower se convirtió en el Presidente Eisenhower e hizo una revisión general de su trabajo, consideró que el cru-ce masivo del río representaba una flagrante violación de nuestras leyes de inmigración. Entonces nombró al ex general Joseph M. Swing Comisionado de Inmigración y le ordenó limpiar la frontera sur. En ese momento, muy pocas personas del Valle prestaron atención a esto. Los que teníamos expe-riencias previas con generales y conocíamos la reputación de Eisenhower para escogerlos, estábamos consternados. Pero muy pronto dejamos de pre-ocuparnos ya que sabíamos que se trataba de una tarea irrealizable, incluso para los generales. En la primavera de 1954 escuchamos el rumor de que el general Swing estaba logrando deshacerse de mojados en California y Arizona, pero no nos angustiamos. California y Arizona tenían vallas fron-terizas y enormes zonas desérticas que separaban a México de sus granjas; nosotros sólo teníamos al lodoso Río Grande.

En 1954 la cosecha de algodón comenzó temprano en nuestra región. Hacia el día 10 de julio todas las desmotadoras estaban trabajando al no-venta por ciento de su capacidad. En ese momento alrededor de setenta mil mojados vivían en el Valle. Un buen día, hacia las 4:00 p.m., nuestro mayor-domo, el señor Everett Crenshaw, entró a la oficina con cara de preocupa-ción. Acababa de regresar de McAllen, donde había asistido a un almuerzo ofrecido por la Asociación de Cultivadores y Transportistas de Texas (Texas Vegetable Growers and Shippers Association –tvgsa), cuyo orador invitado fue el antes mencionado general Swing. En la sesión de preguntas que hubo después del discurso, un miembro irrespetuoso de la tvgsa le preguntó al general Swing si realmente pensaba que podía deshacerse de los mojados del Valle. Como la pregunta despertó la ira del militar ya no sé si lo que pre-ocupó a nuestro trabajador fueron las palabras usadas por el General o la manera en que las dijo. Sus palabras fueron: “Cuando el Presidente Eisen-hower me encargó este trabajo sus órdenes fueron que limpiara la frontera con México. ¡Justamente eso es lo que pienso hacer!”

Y, bien, este fue el primer encuentro de nuestro trabajador con los ge-nerales. Él, durante años, había llevado grupos de mojados para las desmo-tadoras y las distribuidoras de vegetales. Y si él estaba alarmado, se suponía que yo también debería estarlo. Pero yo tenía meses de haber dejado de angustiarme por esas cosas y no pensaba volver a hacerlo. Estaba seguro de que el general Swing estaba desinformado, se había enojado y había alardeado un poco. Era evidente que si iba a intentar algo, lo haría pronto ya que

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habíamos visto aparecer muchos chotas nuevos en nuestra área. Yo no esta-ba preocupado pero un mayordomo es alguien muy importante en el des-mote y el señor Crenshaw era uno de los mejores. Era necesario calmarlo y ahuyentar sus preocupaciones. Esto fue a principios de la semana. Para complacerlo, adelanté gestiones en nuestra asociación de productores y solicité trescientos braceros para el lunes siguiente. Tenía toda la intención de anular la orden el lunes siguiente a que el general Swing hubiera hecho el ridículo. Pero no lo hice y más bien presumí, lo más rápido que pude, de lo lúcido y precavido que había sido.

Durante el último año de la guerra con Japón fui Oficial de Radio del Cuartel General de la 5a. Fuerza Aérea y tuve la oportunidad de observar de cerca muchas acciones militares desde la confortable posición del que dice “¡ya lo sabía yo!” Había visto unos embrollos maravillosos y campañas planeadas y ejecutadas de manera brillante pero nunca había visto algo parecido a lo que hizo el general Swing para sacar a los mojados del Valle.

La campaña comenzó el miércoles después del mencionado almuerzo y no fue muy diferente de las viejas cacerías de conejos en el oeste de Texas. La fuerza principal de chotas se formó en dos filas, una se extendía unas diez millas hacia el sur hasta un punto llamado San Manuel, a veintidós millas al oeste de Raymondville. La otra, diez millas al sur de San Perlita, una pequeña comunidad a doce millas de aquí. En medio, había numerosos exploradores con aviones, camiones ligeros y jeeps. El miércoles estuvo de-dicado a la exploración y las filas apenas se movieron. El desmote bajó un poco porque muchos de nuestros trabajadores salían corriendo a esconder-se en la maleza cuando veían los aviones, camiones y jeeps porque tenían que cuidarse para no ser capturados y deportados. Eso les dio pistas a los chotas exploradores para ubicar sus escondites.

El jueves las dos líneas comenzaron a acercarse y poco después los ex-ploradores empezaron a llenar sus camioncitos con mojados. El desmote bajó un veinticinco por ciento ese día porque muchos de los trabajadores no sa-lieron de los terrenos donde vivían. Supimos que unos C-46 habían llegado a una pista naval de aterrizaje cerca de Bayview y que dos barcos transpor-tadores habían anclado en Puerto Isabel, todos manejados por chotas.

El viernes todas las desmotadoras de Raymondville estuvieron paraliza-das. Las filas empezaron a converger y la captura de mojados comenzó en serio. De pronto empezamos a ver muchos autobuses grandes, todos con-ducidos por chotas, que parecían brotar de la nada. Transportaban a los mojados que eran atrapados y los llevaban a uno de los tres puestos de con-centración que se instalaron: uno, en la pista de aterrizaje en donde los

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metían en los C-46 que los trasladaban a algún lugar en México; otro, en el muelle de Puerto Isabel donde estaban los barcos transportadores que se los llevaban en un crucero a Veracruz; y el otro, en la zona FM 1432 en la es-quina noroeste de nuestra pobre granja, a cuatro millas y media al suroeste de Raymondville. Aquí los metían en autobuses enormes que emprendían el viaje hacia diferentes rumbos, desde McAllen, Texas, hasta Nogales, Ari-zona. Desde ese día, que yo sepa, ni una mota de algodón del Valle ha sido cosechada por mojados.

Para efectos prácticos, el sábado fue el último día de la campaña. Las dos principales fuerzas de chotas se reunieron en la esquina de nuestra pobre granja. Los dos barcos transportadores levaron anclas repletos de desventu-rados mojados; los C-46 fueron y vinieron todo el día. En nuestra pobre gran-ja llenaban rápidamente los autobuses: cada tres minutos llegaba uno vacío y salía otro cargado de gente. Había de cuatro a seis autobuses haciendo ese trabajo al mismo tiempo. Para un mojado, la perspectiva de tener que cami-nar a su casa, desde aquí menos de cincuenta millas, hasta un lugar alejado en Veracruz o Nogales era más terrorífica que la de un piloto de la Segunda Guerra Mundial que en 1943 hubiera tenido que atravesar a pie la selva de Nueva Guinea desde un lugar ubicado unas trescientas millas atrás de los japoneses hasta Finschaven. La “cacería de conejos” efectuada por los chotas había cubierto sólo una pequeña parte del Valle pero su eficaz operación de viernes y sábado desembocó en la deportación de poco menos de veinte mil mojados. Simultáneamente, más de cuarenta mil mojados cruzaron el puente de manera voluntaria para jamás volver a mojar sus espaldas.

Después del sábado, la mayoría de los chotas desapareció dejando la tarea de limpieza en manos de los patrulleros locales, los que se encargaron de recoger a las pocas familias que habían sido dejadas a propósito y que tenían miedo de llegar a la frontera y también a algunos vaqueros que esta-ban en los ranchos más alejados. De ese modo, en cuatro cortos días termi-nó para siempre la era de los mojados en nuestro Valle. Todavía, después de ocho años es difícil de entender la brusquedad y decisión con que se llevó a cabo esa campaña. Si Herr. Ulbricht hubiera contado con los servicios de una persona tan eficaz como el General Swing, el muro de Berlín nunca habría sido construido.

Como esa campaña representaba la puesta en marcha de una ley pro-mulgada por el Congreso de Estados Unidos, la resistencia de la población local fue escasa. Aunque se criticaron ciertos allanamientos, esto terminó rápidamente, sin importar si aquellos habían sido realizados con o sin orden judicial. Papá nos instruyó a James y a mí para que le disparáramos a cual-

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quier chota que traspasara la zona de servidumbre FM 1432 de nuestra pobre granja. Aunque James tenía un rifle y una pistola en la oficina de la desmotadora, nunca nos habíamos tomado la molestia de cargarlas. Si hu-biéramos seguido en serio las instrucciones de papá, no hubiéramos dispa-rado un solo tiro ya que no se podía encontrar ni una huella al sur de la zona de servidumbre. Fue impresionante ver cómo los chotas no enfrenta-ron resistencia alguna, menos aún armada, a pesar de que en apenas cuatro días cambiaron de manera drástica e irreversible la vida de más de un mi-llón de personas.

Muchos dicen que ese sábado terminó el negocio rentable de las granjas algodoneras en el Valle. Yo no pienso así, pero ya no es un negocio fácil y las rentas en efectivo de las cosechas de algodón se convirtieron en cosa del pasado.

Se puede decir algo más sobre el General Swing: durante todo el zafarran-cho no se supo de ningún chota que hubiera sido deportado por error.

Sinceramente.

II. Ínterin de braceros y confusión.

Sauve qui peut –Hemos cambiado

29 de abril de 1962Querido Oke:

Con la pérdida de nuestros mojados en julio de 1954, la única alternati-va para que el algodón no se pudriera en el campo, era empezar a contratar braceros. Creo que nada ni nadie hubiera podido ayudarnos ese año, ni siquiera si las recién inventadas máquinas recolectoras de algodón hubieran sido sometidas a un control eficiente, lo que evidentemente no sucedió; ni si las desmotadoras del Valle hubieran estado equipadas para despepitar el algodón recogido a máquina, lo que evidentemente no sucedió; ni si los productores del Valle hubieran estado en condiciones de financiar la com-pra de máquinas necesarias para reemplazar a los mojados, lo que evidente-mente no sucedió; incluso si los fabricantes de maquinaria agrícola hubie-ran podido enviar suficientes máquinas hacia el Valle tampoco nos habría ayudado. Muchos de los productores que habían comprado maquinaria con anterioridad empezaron a hacer alarde de su clarividencia. Alarde que re-sultó siendo una mera estrategia de venta porque los que disponían de al-gún dinero y creyeron este palabrerío terminaron siendo propietarios de una desmotadora de algodón usada. Aunque se hizo algún esfuerzo por atraer trabajadores agrícolas estadounidenses esto no tuvo mucho éxito

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porque aunque los desplazamientos de los trabajadores migratorios nativos son fáciles de predecir, son difíciles de justificar e imposibles de modificar. Nuestra cosecha estaba a punto de abrir cuando perdimos a nuestros moja-dos. La única manera de evitar un desastre era contratar rápidamente mu-chos braceros.

Yo tenía alguna ventaja sobre mis competidores ya que durante varios años había trabajado con braceros en Lamesa. Además, tenía la suerte de haber pedido trescientos braceros el martes anterior a la andanada del general Swing. La mía fue la primera solicitud de braceros para levantar la cosecha de algodón en 1954. El viernes, tercer día de la campaña, parecía que el General Swing no iba a poder terminar totalmente con el uso de los mojados; pero también que iba a estropear cualquier plan que hiciéramos para utilizarlos en la cosecha de algodón de 1954. El viernes en la tarde, el señor James McBride, nuevo gerente de la asociación de productores, llevó un montón de papeles a la oficina de la tEc para solicitar otros tres-cientos braceros. Allí fue agradablemente sorprendido con la noticia de que se trataba del segundo pedido hecho en el Valle y que el lunes siguien-te, a más tardar el martes, habría la posibilidad de contratar seiscientos braceros adicionales. Como la tEc tenía poco trabajo en esta región, no abría sus oficinas el día sábado. El lunes, cuando abrieron, había largas filas de recién nombrados gerentes de la asociación de productores espe-rando para solicitar braceros; cuando se dispersaron las filas, la oficina de la tEc había recibido pedidos por más de sesenta mil braceros y no tenía capacidad para conseguirlos en una semana. Por esta razón, durante esos días, mi pequeño molino produjo más pacas de algodón que cualquier otra desmotadora del Valle.

Esto no es tan sorprendente como parece. La captura masiva de mojados había sido realizada en un área relativamente chica y cercana a Raymond-ville y Lyford. Las cosas sucedieron con una velocidad y agresividad tales que todos quedamos en estado de shock. Las gentes de otras partes del Valle apenas sabían lo que había pasado aquí y no se dieron cabal cuenta del problema en el que estaban hasta el domingo cuando todos sus mojados se escabulleron a través de los puentes del río Bravo. Como nuestra granja era uno de los puntos de concentración de mojados fuimos testigos excepcio-nales de las tácticas inhumanas utilizadas por el general Swing y como la batida duró un fin de semana, nuestra posición privilegiada nos regaló un viernes que, dadas las circunstancias, equivalía casi a una semana de venta-ja frente a los otros desmotadores del Valle, es decir pudimos adelantarnos en la consecución de braceros.

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También gozamos de otra ventaja: nuestros braceros resultaron ser exce-lentes recolectores de algodón. Muchos de ellos habían sido mojados –todos hombres– del Valle que, con mucha cordura se fueron a Monterrey el viernes para regresar el lunes como braceros. Esos seiscientos braceros cosecharon casi tanto algodón como los novecientos mojados que habíamos perdido. No había mujeres ni niños entre ellos y los chotas no interfirieron en su trabajo. Los otros productores y desmotadores del Valle no corrieron con la misma suerte. Antes de completar el último pedido de los 60,000 braceros, ya se había agotado la fuente de recolectores y algunos de los últimos que llegaron no eran tan buenos como los míos. El cambio repentino de mojados por bra-ceros fue una bendición para mi negocio. Mientras mi desmotadora trabaja-ba día y noche las de los demás estaban silenciosas. De repente, descubrí que tenía muchos productores amigos, algunos de ellos eran directores de coo-perativas y no me habían dirigido la palabra durante años.

Si apenas podíamos encontrar casa para trescientos braceros, imagínate para seiscientos. Describimos casas imaginarias para poder obtener la auto-rización para los braceros, pero no llegamos a construirlas. Teníamos la es-peranza de que los hombres del usEs (United States Employment Service) no aparecieran por ahí y se dieran cuenta de ese descuido. O, si lo hacían, como habían vivido varios años en el Valle y con poco trabajo, serían conscientes de la emergencia ocasionada por la incursión del General Swing y dejarían pasar el descuido a propósito. Este curso de acción resultó más que seguro.

Es posible que el párrafo anterior te haya inducido a creer que conse-guimos seiscientos braceros una semana y que los otros cultivadores y des-motadores del Valle consiguieron sus 59,400 la semana siguiente. Si este es el caso, estás más que equivocado. El fatídico lunes después de la movida del General Swing filas enormes se formaron desde las 9:00 de la mañana frente a las puertas de las oficinas de la tEc. En esas filas había gerentes recién nombrados de la asociación de productores. Había también desmo-tadores y posibles gerentes de asociaciones, en ciernes, buscando informa-ción acerca de cómo establecer rápidamente una asociación. Había también granjeros que se daban cuenta de que los desmotadores en quienes ellos confiaron no sabían cómo conseguir braceros para cosechar su algodón. Algunos de esos granjeros, de manera individual, improvisaron habitacio-nes y solicitaron suficientes braceros para atender sus desmotadoras. En ese tiempo había pocas asociaciones aprobadas en el Valle y sólo unos cuantos desmotadores y granjeros habían contemplado la posibilidad de usar bra-ceros. La cosecha de ese año en el Valle fue la primera buena cosecha en mucho tiempo y ya la mitad del algodón había abierto en el campo. De

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repente, no hubo máquinas ni manos para seguir con la cosecha. No puedo, ni lo intentaré, describir la confusión y ansiedad que se sintió. Esto lo dejo a tu imaginación, que es mejor que mi capacidad para describir, pero debes llevarla hasta el límite para que te acerques a comprender la situación. Era un caos. Me avergüenzo de admitirlo, pero mis amigos granjeros y yo asu-mimos una posición medio burlona y presuntuosa.

Supongo que estás familiarizado con el Programa de Braceros. Hace años oí rumores de que estabas intentando usarlos en tu condado. Pero si no es cierto, entonces no estás familiarizado con el trabajo con braceros por eso voy a tratar de explicártelo brevemente.

La Ley Pública 78 fue aprobada hace muchos años y garantiza el uso de mexicanos, conocidos hasta entonces y de ese momento en adelante como braceros, que podían ser importados y utilizados como trabajadores del campo en caso de urgente necesidad y cuando la mano de obra local no fuera suficiente. Esa Ley ha sido prorrogada cada tres años y modificada año tras año. La prórroga se ha obtenido gracias a los esfuerzos del Departa-mento de Agricultura por ayudar a los granjeros pobres, siempre lentos en aprender a vivir con poca mano de obra. Las modificaciones se han hecho por varias razones, pero sobre todo para satisfacer los caprichos del señor Robert C. Goodwin, Director del Servicio de Empleo del Departamento del Trabajo de Estados Unidos (usEs). El señor Goodwin no solía esperar las reformas de la Ley para satisfacer sus caprichos. La Ley, sus modificaciones y la interpretación del usEs son publicadas cada año, ellos determinan cómo y bajo qué condiciones pueden conseguirse y usarse los braceros. El recluta-miento de braceros, sobre todo para la cosecha, ha sido realizado a través de asociaciones aprobadas, organizadas y reconocidas. Los miembros de las asociaciones pueden contratar y movilizar braceros a su antojo. En cambio, si un granjero contrata a un bracero de manera individual, éste debe traba-jar exclusivamente para él. Además la organización y aprobación de una asociación exige varios meses de trabajo y un papeleo tal que fácilmente llenaría tres botes de basura.

En 1954 el procedimiento diseñado para contratar y usar braceros era más o menos el siguiente: la necesidad de braceros debe ser certificada en la oficina local de la tEc y aprobada por la Oficina Distrital del usEs. Esto era casi automático porque la mayoría de gerentes de la tEc era muy efi-ciente para predecir la cantidad de trabajadores necesarios e incluso la disponibilidad de los mismos. El granjero –o el gerente de la asociación– presentaba una solicitud a la tEc adjuntando las evidencias que sustentaban la necesidad de braceros, las especificaciones de vivienda y disponibilidad

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de equipo necesario para recibir el número de trabajadores solicitado. La tEc certificaba y enviaba la solicitud al Centro de Recepción de Braceros correspondiente, manejado por el Departamento de Inmigración, que en 1954 se localizaba al sur de Harlingen. El personal de Inmigración recluta-ba a los braceros, casi siempre del interior de México, para no privar de trabajadores baratos a los algodoneros del área de Reynosa-Matamoros. Los braceros eran transportados al Centro de Recepción donde se les hacían los contratos con el productor o asociación que los había solicitado quien a su vez los conducía a sus plantaciones. El Departamento de Trabajo, a través de su oficina y sus interventores en el área, supervisaba el trabajo, los con-tratos, la vivienda, el pago, etcétera. Así pues en 1954, exceptuando la aprobación de la necesidad de trabajadores, que ya se había conseguido, el Departamento de Trabajo no hizo su aparición en el escenario sino cuando los braceros ya estaban en los campos. Las solicitudes, el reclutamiento y la contratación de braceros eran responsabilidad de la tEc y del Departamen-to de Inmigración.

La tEc sabía que no había disponibilidad de viviendas adecuadas, pero aceptaba la ficción de vivienda y contrataba braceros en cantidades. Una persona con apenas diez acres de algodón podía fácilmente, contratar cien-tos de braceros. Las descripciones de las viviendas correspondían, muchas veces, a los hoteles locales. Vale la pena mencionar que nuestros hoteles en 1954 no eran de primera clase, pero sus propietarios no estaban dispuestos a que se llenaran de braceros, aunque les habría convenido hacerlo. Las casas reales eran “casas de algodón”, tiendas de campaña, lugares de alma-cenamiento de vegetales; casi cualquier cosa, hasta cierto punto estos cober-tizos de paja y lona en verdad, eran los mismos que se utilizaban para los mojados.

El general Swing debe haber estado muy consciente de sus capacidades. En años anteriores, durante el mes de julio, su Centro de braceros al sur de Harlingen permanecía prácticamente inactivo razón por la que requería de muy poco personal, sólo en el mes de agosto comenzaban a contratar braceros para Arkansas y Mississippi. Este año ampliaron el centro, lo dota-ron de personal suficiente para poder contratar y manejar miles de braceros a principios de julio antes de que la armada chota hiciera su irrupción en el Valle. La Ley Pública 78 está claramente en contra de la contratación de mexicanos que hubieran entrado de manera ilegal en Estados Unidos. Mu-chos mojados habían logrado entrar pero temían salir de sus cobertizos. In-cluso, corriendo el riesgo de generar un incidente fronterizo, se seguía animando a los granjeros a realizar su propio reclutamiento en el área de

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Reynosa-Matamoros y a llevarlos al centro para ser contratados. Algunos de nuestros braceros de 1954 podían haber sido doctores o dueños de clubes nocturnos en Reynosa. Supe de algunos que eran abogados y esta situación no se presentó exclusivamente en 1954.

El general Swing seguramente tomó por sorpresa al Departamento de Trabajo o las atribuciones de éste no incluían la vigilancia de los contratos de braceros en el Valle. Había un Supervisor de área y uno o dos asignados a la oficina de McAllen; no tengo ni la menor idea si alguno de ellos se movió de su escritorio una sola vez. Si llegó a hacer el más mínimo esfuerzo, evidentemente fue después de que nuestra cosecha de algodón terminara y los braceros estuvieran ya de nuevo en México o en Arkansas.

El clima seco permaneció, nuestro algodón fue cosechado, desmotado y vendido y los tallos de algodón fueron destruidos antes de que concluyera el plazo del 31 de agosto. No hubo cuatro o cinco recolecciones, pero el algodón fue cosechado y quizá la mayor pérdida que sufrieron los produc-tores de algodón del Valle fue la de su cordura.

Ningún chota fue deportado por error en la redada, pero muchos bra-ceros fueron contratados más de una vez en la siguiente campaña de con-tratación; muchos de ellos llevaban tarjetas de identificación I-100, cada una con nombre diferente. Uno de mis clientes, el señor Roy Shapiro con-siguió una I-100. Por su nombre puedes darte cuenta de que no se trataba de un bracero; era sólo una broma que muestra la cooperación que recibi-mos del Centro. Se ha dicho que en septiembre había productores en la oficina de la tEc buscando la manera de contratar braceros, mucho después incluso de que sus vecinos hubieran arado los campos.

La campaña tragicómica de las últimas seis semanas de nuestra cosecha de 1954 fue tan activa y caótica como cualquier periodo similar en las revo-luciones que he estudiado.

Puedes estar seguro de que en los años siguientes el usEs no pasó por alto el Valle. Se construyeron muchas casas y se improvisaron otras tantas levantando tabiques y techos de lona alquitranada sobre los cobertizos, las empacadoras de vegetales y los hangares disponibles. Se formaron mu-chas asociaciones y para julio de 1955 el Valle estaba preparado para utilizar braceros de manera adecuada. Durante varios años ese fue el método usado para cosechar el algodón. Las exigencias del Departamento de Trabajo cada día fueron más estrictas, además afinaron sus sistemas de revisión, lo que significó una simple molestia más en los costos de la cosecha. Los costos del uso de braceros para la cosecha no eran prohibitivos. Nuestra cosecha con mojados costaba entre 30.00 y 35.00 dólares por paca; con braceros fue de

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38.00 en 1954 y subió a 40.00 en 1958. La Ley Pública 78 establecía los precios de los contratos teniendo como base posibles acuerdos o el “salario mínimo” lo que fuera más alto en el momento. El contrato se establecía a partir de 2.05 dólares por quintal y, para nuestro agrado, cada año la tEc determinaba que el precio establecido debía ser 2.05 dólares, a pesar de la falta de cooperación de muchos granjeros y desmotadores del Valle.

El incremento del costo se debió, en parte, al hostigamiento del Depar-tamento de Trabajo cuyas exigencias y control sobre la aplicación de las mismas cada año fueron más estrictas. Pero la mayor parte del incremento se debió al deterioro en la calidad de nuestros braceros. “Bracerear” (si es que se me permite usar esta palabra) se convirtió en una profesión para los mexicanos. Puesto que tomaba algo de tiempo y dinero el ser “reclutado”, los buenos recolectores no estaban dispuestos a desperdiciar esos esfuerzos por unas cuantas semanas de trabajo abriéndose camino dentro de nuestras cosechas de algodón en el Valle a 38º de temperatura para ganar 2.05 dó-lares por quintal y preferían esperar hasta finales de agosto para ser “reclu-tados” para recolectar algodón en Arkansas por 2.65 dólares o ganar inclu-so un poco más de dinero pasándose al oeste de Texas. Nuestra necesidad de mano de obra para la recolección creció de seiscientos trabajadores en 1954 a casi mil en 1958, a pesar del incremento de mano de obra local y la introducción de algunas máquinas. Uno de nuestros braceros de 1955 podía recolectar cinco pacas de algodón durante su contrato y los de 1958 apenas llegaban a cuatro.

El conocimiento que obtuve de mi experiencia con braceros me dio ventajas adicionales sobre mis competidores; ventaja que utilicé durante unos años para apoyar mi negocio del desmote. Mientras mis competidores tenían que padecer con sus asociaciones y preocuparse por cómo y cuántos trabajadores conseguir, nosotros contratábamos rápidamente la cantidad de braceros que podíamos alojar y nos dedicábamos a cosechar el algodón de los miembros de nuestra asociación, quienes a su vez eran mis clientes (si no lo eran, sabían que tendrían que esperar mucho tiempo para que su algodón fuera cosechado). Aunque la Ley Pública 78 impide negociar con braceros no hay nada en contra de que las asociaciones admitan nuevos socios. Nuestra lista de miembros de la asociación creció igual que la de clientes para el desmote.

En 1956 uno de mis competidores se pasó de listo: hizo cliente a un tipo antes de que fuera miembro de la asociación. Ser sorprendido hacien-do esto en 1956 conllevaba un “que esto no vuelva a suceder” de parte del supervisor. En este caso, mi competidor recibió no menos de cuatro avisos

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en cuatro semanas, pero su reacción fue mandar al carajo al supervisor, y se encontró sin braceros a mitad de la cosecha. Casi de inmediato se quedó sin un solo cliente, tuvo que vender su desmotadora y comprar una en Bula. Aquí estaba acabado.

En general, el uso de braceros fue satisfactorio entre 1955 y 1958. El algodón tempranero de primera clase fue bien pagado por nuestros com-pradores habituales y muchos productores de algodón prosperaron. Pero algunos no tuvieron la misma suerte y esto lo atribuyeron a la pérdida de mojados, pero yo sospechaba –y lo confirmé– que el problema había tenido que ver con un uso indiscriminado de trabajadores e insecticidas durante la siembra más que con el incremento del costo de recolección. El uso de mano de obra era un hábito, no un factor importante en los costos de producción. En la era de los mojados muchos granjeros disponían de una buena dotación de ese tipo de trabajadores en el Club Campestre. Usaban no menos de cuatro caddies para jugar nueve hoyos de golf: uno para que cargara la bolsa, dos para que fueran y vinieran por las cervezas de la casa club, uno para que les prendiera los cigarros y les tuviera la cerveza mientras jugaban.

El insecticida representaba un costo importante de la producción y era una trampa diabólica de las compañías locales de empacado y distribución que se llamaban a sí mismas empresas químicas. Ellas contrataban entomó-logos para que les dijeran a los granjeros que sus siembras tenían pulgones y otras plagas para así venderles insecticidas poderosos que las mataban, pero que acababan además con los insectos benéficos, las serpientes, etcé-tera. Una vez que el insecticida era utilizado, la trampa estaba tendida y el granjero tenía que batallar con el gorgojo el resto del año. Algo me dice que el costo ha subido hasta 60.00 dólares por paca. Mientras las compañías se enriquecían, sus clientes se empobrecían. Puedes imaginar el resultado: el efecto bumerang. Las compañías químicas están ahora en un dilema: tienen que seguir tendiendo trampas para poder vender pero los únicos que muer-den el anzuelo son los granjeros que ya han adquirido con ellos deudas que difícilmente pueden pagar.

Así, por varios años y, aunque de manera confusa, los braceros sustitu-yeron a los mojados. No los aceptábamos como algo fijo, pero pensábamos recurrir a ellos durante un buen rato. Hacia 1958 muchos granjeros del centro del Valle habían adquirido máquinas construidas más recientemente y estaban contentos. No tenían opción diferente a la de seguir adelante sin contar con las ventajas de precio acordadas a los molinos domésticos y si tenía en su desmotadora la maquinaria necesaria para obtener buenos pre-

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cios, la única compañía interesada en ese algodón era la Commodity Cor-poration. Sólo el bajo costo de recolección compensaba el sacrificio. Era una especie de cara y sello.

En 1958 el señor Goodwin mostró un interés especial en nuestro Valle, por tanto, las campanas empezaron a doblar anunciando la muerte del em-pleo de braceros como recolectores de algodón, pero muchos de nosotros sólo oímos un tintineo. Si el señor Goodwin hubiera sido tan directo y be-nevolente como el General Swing o si hubiéramos podido predecir el futu-ro y hubiéramos cambiado a la cosecha mecánica todos habríamos estado mejor y habríamos sido más felices. Pero pensábamos que el señor Ed Mc-Donald de Dallas estaba organizando el Programa Bracero y, por lo tanto, esperábamos ver a nuestros compradores el año siguiente; y ninguno de mis clientes estaba realmente preparado para financiar la compra de maquina-ria costosa. Yo tampoco estaba listo para hacer frente a la adquisición de equipo adicional para mi desmotadora y poder competir con el algodón cosechado de manera mecánica. De cualquier modo, en ese momento hu-biéramos podido hacerlo, mucho mejor que cualquier año posterior.

Sinceramente.

III. Hostigamiento y errores.

C’est plus qu’un crime, c’est un faute –Tonteamos

20 de mayo de 1962Querido Oke:

Poco después de nuestra cosecha de algodón de 1957 el señor Robert C. Goodwin, director de la Oficina de Seguridad Laboral del Departamento de Trabajo (Bureau of Employment Security of the Labor Department –BEs) inició una campaña para impedirnos contratar braceros para la recolección. Creo que he llamado a esta oficina Servicio de Empleo de Estados Unidos (usEs) y puede que haga lo mismo más adelante. En lo que a este relato respecta, una y otra son lo mismo, incluyendo al director en Washington, al Director del Distrito en Dallas, al representante de área y a los funcionarios de McAllen. Creo que la BEs es la organización madre que presta dos servi-cios: el usEs y el Servicio de Compensación de Desempleo (Unemployment Compensation Service –ucs). Este último “servicio” no tuvo nada que ver con nuestra revolución, a menos que éste hubiera sido el motivo de la cam-paña del señor Goodwin. Alguien dijo que el interés especial del señor Goodwin no era que nos deshiciéramos de nuestros braceros, sino mantener las tareas agrícolas del Valle con suficientes trabajadores como para que los

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nombres García, González y Guerra permanecieran en los registros de la tEc de McAllen y fuera de los registros del ucs en Detroit, en donde estaban interfiriendo con las operaciones del señor Reuther.

Desde el principio he tenido miedo a escribir sobre esta parte de nues-tra Revolución, pero es parte de la historia y debe ser contada, a menos que me levante y la deje. Si en realidad no hubiera querido hablar de ello de-bería haber terminado justo después de describir la campaña en que el general Swing se deshizo de nuestros mojados. Esa fue una campaña franca de carácter militar que duró cuatro días y cuyos detalles fueron fáciles de describir e interesantes de leer. Hacer el recuento de ellos sólo supuso unas cuantas lágrimas. En cambio, la campaña del señor Goodwin duró casi cua-tro años y tuvo la forma de un hostigamiento cuasi-legal que sacó a los pobres braceros del mercado. Los detalles de esta campaña fueron sinuosos, difíciles de describir lo que, estoy seguro, no facilitará su lectura. Me casta-ñetean los dientes haciendo el recuento de ellos, lo que pone en peligro mi prótesis dental de 150.00 dólares, pero aquí va.

A nosotros nunca nos gustó dirigir una asociación de cosechadores y desde hacía muchos años habíamos dejado el asunto de los braceros a La-mesa, al Cowboy Boyd y su asociación. En el Valle había algunas asociacio-nes que no eran controladas por los desmotadores, pero tenían problemas para mantenerse fuera de la lista negra del usEs, es decir, la lista de perso-nas y asociaciones que carecían de permiso para contratar braceros porque infringían las reglas. Algunos de los gerentes de esas asociaciones indepen-dientes eran lo que tú llamarías “víboras semi-acuáticas” y no queríamos ser parte de ellos. Por lo tanto, nosotros nos hicimos cargo de la nuestra y nos fue bastante bien.

James fue un excelente gerente y tenía muchos amigos en la tEc y en el Centro de Inmigración de Braceros que había sido trasladado a Hidalgo. Él parecía disfrutar de su trabajo, especialmente cuando se trataba de contra-tar mano de obra local. Hay que decir que un centro de braceros no es un lugar agradable para trabajar, pero, cuando James regresaba de sus viajes de contratación, podías darte cuenta de que había pasado más tiempo en Reynosa que en Hidalgo. Los pocos amigos que tenía en el usEs aquí hace tiempos fueron despedidos, transferidos o renunciaron indignados. Muchos oficiales del usEs lo respetaban y creo que, debido a su tamaño y a su ruda actitud militar, muchos en realidad también le temían. Pero pronto perdi-mos la ventaja que habíamos ganado gracias a nuestra experiencia previa, puesto que algunos de nuestros competidores empezaron a ser muy sagaces. En varias ocasiones James entró a la oficina de la tEc con su montón de

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papeles un poco menos de una hora después del primero de una docena de gerentes, y esta pequeña diferencia podía significar una demora de una semana o más en la llegada de nuestros braceros.

Más o menos en 1957 empezamos a cometer errores, no tanto en el manejo de braceros como en los cultivos y el desmote. Esa primavera sem-bramos cuarenta acres de cítricos; lo que no se vio como error sino hasta la helada de enero de este año y no tuvo nada que ver con nuestra Revolución. Las equivocaciones han sido tan numerosas y serias que, si le añadimos dos cosechas desastrosas, un huracán y las heladas desde que dividimos la em-presa familiar en 1960, es un milagro que James y yo sigamos trabajando. Ciertamente no sería así si no hubiéramos contado con el apoyo de Lamesa y nuestros estados financieros muestran que si la cosecha de algodón de este año no es excelente, posiblemente nadie nos podrá ayudar. Retomo el tema inicial.

La primera advertencia de la campaña del señor Goodwin llegó en for-ma de una Declaración de Política Pública emanada en la BEs y fue puesta en circulación a través de cada una de sus oficinas. La primera declaración vino de Washington y no estaba firmada, pero tenía la fecha del 21 de mayo de 1958. Las otras no venían en papel membreteado, no tenían fecha ni firma pero decían exactamente lo mismo. Todavía hay muchas de esas por ahí y puede que te adjunte una si llego a enviarte este relato. La declaración decía que el señor Goodwin estaba en desacuerdo con lo del salario prees-tablecido puesto en vigor por la Ley Pública 78 y con la manera en que la tEc lo había fijado en 2.05 dólares por quintal. Además planteaba que de ese momento en adelante la persona que usara braceros tendría que pagar a destajo lo que le permitiría al noventa por ciento de sus trabajadores ga-nar cincuenta centavos por hora. En caso contrario, se le quitarían los bra-ceros. Ésta se convirtió en la infame política 90-10 y en la plataforma de la campaña del señor Goodwin.

A principios de la primavera dos supervisores llevaron a cabo una revi-sión exhaustiva de nuestra nómina de pagos de dos semanas, entre ellas la del 1o. de agosto de 1957. Se resistían a decirnos nada, pero de lo poco que hablaron y por la forma en la que revisaban las cuentas inferimos que esta-ban verificando si el noventa por ciento de nuestra cuadrilla había ganado cincuenta centavos la hora y fuimos aprobados. En realidad no nos sorpren-dió mucho recibir la “Declaración de Política Pública” lo que sí nos sorprendió enormemente fue enterarnos de que veintiuna de las veintidós asociaciones activas en 1957 habían reprobado. Esto demuestra el deterioro de la calidad de los braceros del Valle en tres años.

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La BEs ya había publicado un folleto que contenía la Ley Pública 78 (enmendada), su interpretación y el Contrato Estándar de Trabajo. Pero allí no se mencionaba nada del 90 ni del 10. Esa Declaración de Política Públi-ca levantó una enorme polvareda entre estas veintiuna asociaciones y mu-chos otros habitantes del Valle que acusaron al usEs de varias cosas, pero sobre todo de no estar actuando dentro de la ley, pero ellos parecían un tanto inseguros de los fundamentos legales de la medida y decidió que la política 90-10 fuera voluntaria en la recolección de 1958. Lo de voluntario es un decir. Todos contrataron a sus braceros a 2.05 dólares por quintal; la tEc encontró que ese era el salario prevaleciente y que fue el que se pagó en la recolección de la estupenda cosecha de 1958. Esto aparte de los ochenta y cinco centavos por quintal para la asociación y la tarifa de trans-porte. Todos creyeron que el usEs se había echado para atrás y que los productores del Valle habían ganado. Decir que estábamos equivocados es un eufemismo ridículo.

Nuestro estado financiero al 30 de abril de 1959 muestra que después de que la BEs anunciara la política 90-10 y antes de la temporada de reco-lección de julio de 1958 construimos una casa para braceros que nos costó dos mil seiscientos dólares. No sé si esto fue un error o un acto de autode-fensa. La reglamentación relacionada con la vivienda se había hecho cada vez más estricta y pocos de nuestros clientes se animaban a comprar nuevas máquinas cosechadoras de algodón. La última vez en la que se hicieron con-tratos amañados de braceros para la recolección del algodón fue en 1951 y significó solamente un incremento de cinco centavos. Además, construimos un cobertizo lo suficientemente alto como para que cupieran dos o tres co-sechadoras si es que comprábamos más en el futuro. Ese estado financiero muestra mucho más que la construcción de una casa. Muestra que tuvimos un buen año pero que no hubo reducción en nuestra deuda, lo que es siem-pre un error. No pienso adjuntar copia de ese estado financiero, aunque todavía tenemos muchas copias disponibles. Yo era reacio a mostrárselo a nuestros banqueros, aunque ellos querían verlo y tener una copia.

Regreso a la campaña. Durante la primavera de 1959 los supervisores del usEs volvieron a revisar las nóminas de pago de las asociaciones de pro-ductores de algodón del Valle y aplicaron la regla 90-10. Veintidós reproba-ron y nueve pasaron (una renunció) y estuvimos de nuevo entre las que aprobaron. Los representantes del usEs se dieron cuenta de que las veinti-dós asociaciones reprobadas no habían subido sus tarifas voluntariamente, asunto que les resultaba bastante desagradable, pero no les aplicaron nin-guna sanción para forzarlos a hacer un reembolso, en lugar de esto decidie-

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ron que esas veintidós asociaciones tendrían que contratar a los braceros por 2.35 dólares por quintal durante la temporada de 1959. Durante la primavera nuestra asociación recibió varias cartas largas de Ed McDonald, el director del Distrito en Dallas, con una nota adjunta del propio Ed en la que señalaba que la misiva era sólo para nuestra información y que no se aplicaba a nosotros porque habíamos cumplido el requerimiento 90-10. Esas cartas representaban una cara de la sorda disputa entre las veintidós asociaciones y el señor McDonald.

El otro lado lo oíamos a diario porque no sólo los gerentes y los miem-bros de las veintidós asociaciones estaban enojados, sino todos los demás productores y desmotadores del Valle. Las asociaciones tenían que pagar 2.35 dólares a sus braceros, pero la Ley Pública 78 obligaba a ofrecer, pri-mero, ese salario a recolectores norteamericanos y cualquier estudio encon-traría que el salario prevaleciente era de 2.35 dólares. Estábamos más que enojados. ¿Cómo determinó usEs que la diferencia era de exactamente treinta centavos por paca entre las veintidós asociaciones reprobadas y las nueve aprobadas? Nos lo preguntamos con muchísima frecuencia y nunca supimos la respuesta, parecía más bien que se la habían sacado de la manga, pero era inflexible en su determinación de hacer cumplir su norma, la que parecía que sólo podría ser detenida en la Corte Federal, lo que era posible ya que el folleto anual del usEs para 1959 no decía nada acerca del 90-10.

Durante muchos años acá en el Valle, cuando los granjeros se enojaban, el señor C.B. Ray, Gerente del Valley Farm Bureau, quien se había autoerigi-do en su líder, se unía, con cierto retraso, a la sonora protesta y se hacía presente con alguna estratagema encaminada a respaldar sus casi continuas campañas de afiliación o a la consecución de fondos. En 1959 el señor Ray asumió realmente una posición y hacia el primero de mayo decidió hacerse oír, entonces empezó a ser citado en los periódicos. El sugirió que los desmo-tadores aportaran diez centavos por paca de algodón de la temporada 1958 a fin de reunir dinero para poner una demanda contra el señor McDonald. Los desmotadores recuperarían esos diez centavos en la cosecha de 1959. Resulta innecesario decir que el señor Ray manejaría el dinero. Después de un tiempo fue a proponer lo mismo a los directores de la Asociación de Des-motadores de Algodón del Valle (Valley Cotton Ginners Association –vcga).

Yo conocía al señor Ray desde antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando era gerente del Dawson County Farm Bureau y era otra “víbora semi-acuática”. Ni siquiera me molesté en mencionarlo a los directores de la asociación de desmotadores ya que ellos lo conocían muy bien por-que llevaba muchos años en el Valle. A muchos les desagradaba tanto su

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forma de proceder que ni siquiera se molestaban en pagar sus deudas con el Farm Bureau. Ciertamente no les gustaba la idea de ayudarle a reunir diez centavos por paca; se trataba en total de trescientas mil pacas. Pero él, los tenía en el bolsillo, por así decirlo, ya que había sobornado a algu-nos de los miembros de la asociación que contaban con asignaciones de terreno considerables ofreciéndoles hacer los contactos con los desmota-dores y ya le habían pagado una buena suma para que lo hiciera. Los directores aceptaron apoyar esa movida con dos condiciones: que se nom-brara un comité de no más de cinco personas, tres deberían ser elegidos por ellos y ser parte de la vcga, para manejar del dinero y dirigir las acciones legales.

El señor Ray pareció estar de acuerdo con esas condiciones y con la ayuda de la vcga se reunieron treinta mil dólares en poco tiempo. Des-pués de eso, el señor Ray se silenció y ya no volvió a aparecer en la pren-sa. Parecía demasiado tarde para tomar alguna acción en contra del señor McDonald antes de la cosecha de 1959. El señor Ray no llegó a conformar el comité ni dio a los desmotadores un informe o explicación satisfactoria acerca de lo sucedido con el dinero. Un año después, me dijo por teléfo-no que los desmotadores habían dado solamente miserables veintiocho mil dólares (28 grandes) que había utilizado para contratar un despacho de abogados en Austin para que se encargara de la demanda. Llegó, in-cluso, a afirmar que se necesitarían unos miles de dólares más cuando la demanda llegara a la Corte. Sus afirmaciones eran totalmente huecas y no se sostenían por ningún lado porque había buenas firmas de abogados en el Valle, especialistas en legislación laboral, y que hubieran podido llevar el caso a la Corte Suprema por la mitad de ese precio. De hecho, sí contrató esa firma pero parece que inicialmente estaba poco dispuesta a hacer algo al respecto y su esfuerzo final no tuvo efecto alguno, pero dejemos este tema para un poco más tarde. El señor Ray se mudó a El Paso hacia finales de 1960.

La política del usEs prevaleció y en julio de 1959 veintiuna asociacio-nes contrataron a sus braceros por 2.35 dólares por quintal y otras nueve asociaciones lo hicieron a 2.05 dólares por quintal (una renunció). Los productores independientes que contrataban su propia mano de obra y cuyas nóminas de pago no habían sido revisadas fueron reprobados y te-nían que contratar trabajadores a 2.35 dólares o afiliarse a alguna de las nueve asociaciones. Muy pocos lo hicieron ya que todos esperaban que el precio se nivelaría en 2.35 dólares en cuestión de días, mucho antes de que pudiera ser contratado un camión de braceros. Muchas de las nueve

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asociaciones cobraban el mismo precio por cosechar, pero dejaban la di-ferencia de treinta centavos en depósito. Trabajamos durante más de tres semanas antes de que una encuesta revelara que el salario prevaleciente era de 2.35 dólares. Esperamos hasta el fin de la cosecha para reintegrar el depósito a nuestros asociados y esto tuvo efecto publicitario, era como una especie de dividendo en efectivo de una cooperativa. Esto fue un error. Debimos haber mantenido ese depósito en reserva para cubrir los honorarios legales.

De este modo, el usEs subió, exitosamente, el precio de la cosecha de algodón con braceros a más de cuarenta y cinco dólares por paca, sin em-bargo, no fueron muchos los granjeros del área de Raymondville los que decidieron abandonar el uso de braceros para asumir el costo de la recolección mecánica de algodón. Le vendí a Dewey Truelock casi un tercio del algodón que desmoté en 1959 a treinta y seis centavos por libra para mi algodón de julio. Dewey sólo rechazó veinticinco pacas, quince de las cuales habían sido cosechadas mecánicamente y las había desmotado hacia el 25 de julio; las otras diez eran de una sección extremadamente seca del Valle y pude veri-ficar un poco después que el algodón estaba demasiado seco.

Antes de que empezara la temporada de 1959 y después de que fue evidente que la recolección de algodón iba a ser a 2.35 dólares por paca para el bracero, financié a dos de mis clientes para que construyeran cober-tizos que podían convertirse en casas de braceros. El plazo para el reembol-so total era de cinco años, pero los términos del mismo dependían total-mente del uso de braceros en el futuro. Este fue un error craso y fue difícil de justificar en su momento. Yo creía que en el usEs estarían satisfechos con ese incremento de treinta y cinco centavos por unos cinco años al menos. Aquí me equivoqué porque el señor Goodwin estaba algo menos que satis-fecho. También pensé que había asegurado casi mil acres de tierra para algodón por varios años. Otra equivocación.

James había sido muy diligente en la administración de nuestra aso-ciación y en el cumplimiento de las reglas del usEs. En 1959 nuestra asociación no tenía mancha alguna en el registro del usEs. Estábamos orgullosos de nuestro récord y creíamos que eso nos colocaba en una bue-na posición en la lista de asociaciones respetadas y confiables del Depar-tamento de Trabajo. Otra equivocación; en realidad esto nos colocó en posición privilegiada en la lista de objetivos de la segunda fase de la cam-paña del señor Goodwin. Todas y cada una de las semanas de la tempora-da de cosecha de 1959 teníamos en nuestras oficinas dos supervisores re-visando nuestra nómina de pagos y dos o más días en el campo, haciendo

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preguntas a nuestros jefes de grupo y a los braceros. No nos importaba que revisaran la nómina, porque sabíamos que estaba completa y creíamos que estaba en orden.

Uno de los hombres era descortés, maleducado y un sátrapa en poten-cia; cuando James no estaba en las oficinas usaba un lenguaje ordinario y grosero que molestaba a la muchachita encargada de la nómina y la corres-pondencia de la asociación. Durante el segundo examen de la nómina, la muchacha estalló en llanto y manifestó su desconcierto abiertamente, casi gritando en una mezcla salvaje de inglés y español y terminó sugiriendo al tipo que hiciera las preguntas insidiosas directamente a James. No lo hizo. Este último procuraba estar fuera de las oficinas el mayor tiempo posible durante las inspecciones porque ignoraba cuál sería el castigo por pegarle a un supervisor, quien, a su vez, no parecía estar interesado en ser el cau-sante de dicha sanción porque a partir de ese momento se portó casi correc-tamente. Después de la explosión de la chica, los dos hombres tomaban los papeles de la nómina y se salían de la oficina de la asociación para hacer la revisión en una mesa vacía que yo tenía en mi oficina, y escasamente le di-rigían la palabra a alguien.

Los interrogatorios que hacían a nuestros trabajadores eran bastante desconsiderados, a veces pasaban hasta cuatro horas planteando pregun-tas tanto al jefe de grupo como a los integrantes del mismo, espacio de tiempo en el que no se cosechaba ni un copo de algodón. Puedes imaginar lo que esto significaba para un productor impaciente y ansioso por ver que su cosecha se reflejara en una nota de depósito. Estábamos a la expectati-va esperando alguna reacción y suponíamos que ésta vendría de parte de Tony Troppy, un holandés impulsivo, miembro de la asociación que vivía justo al sur del campo de golf y de quien se sabía disparaba sobre las ca-bezas (no demasiado lejos de éstas) de los caddies que se metían en su huerto de melones. Pero quien reaccionó fue Frank Guymon pidiendo a estos señores, con mucha cortesía, acortar sus cuestionarios y les advirtió que si no lo hacían era posible que ni siquiera se tomara la molestia de consultar con su abogado cuáles eran sus derechos antes de empezar a golpearlos. Esto fue tan efectivo como cualquier estallido violento de Tony y, de ahí en adelante, las sesiones de preguntas se redujeron a menos de treinta minutos.

Durante la cosecha, ni después de la misma, estos supervisores ni nin-gún otro oficial del usEs sugirieron siquiera qué estaban buscando ni qué habían encontrado. Descubrimos lo que estaban haciendo en su segunda inspección al ver cómo interrogaban a Lucas Barbosa, un jefe de grupo

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bastante torpe. Un resumen de la sesión de preguntas-respuestas podría ser el siguiente:

Supervisor: ¿Por qué García trabajó sólo ocho horas el miércoles mien-tras el resto de grupo laboró diez?

Lucas: García ganó sólo cuatro dólares.Supervisor: ¿Cómo determinaste las horas de García?Lucas: Dividí cuatro dólares por cincuenta centavos.Supervisor: ¿Por qué hiciste eso?Lucas: Porque el señor Crenshaw me dijo.Supervisor: ¿Quién es el señor Crenshaw?Lucas: El mayordomo de la asociación.Esta sesión se llevó a cabo el jueves y James me la contó esa misma noche.

Sabíamos que podía ocasionar problemas ya que ese mismo día James había tenido una reunión con Jack Funk, miembro de un grupo de productores y desmotadores del Valle que se hacía llamar el Comité de Trabajo del Valle que estaba esforzándose por entenderse con los del usEs. Se habían reunido con el señor Ed McDonald el día anterior en Edinburg y éste les dijo que se estaban manipulando los cálculos del pago por horas y la forma de reflejar-lo en las nóminas y que él ya tenía una vaga idea de ello. También les dijo que si esto no se corregía de inmediato se iba a enojar y simplemente podría ponernos a todos en la lista negra. El comité prometió hacerlo y de inme-diato procedieron a tratar de informar a todo el mundo lo más rápidamen-te posible. Ese fue el motivo de la reunión de ese día de Jack Funk con James y otros gerentes.

Esa noche y la mayor parte del día siguiente nos dedicamos a diseñar uno de los métodos más precisos e infalibles de control de tiempo que yo haya visto en mi vida y para preparar y enviar a los jefes de grupo un ins-tructivo detallado y preciso para su uso. Se lo presentamos a los supervisores en su siguiente visita y estuvieron de acuerdo en que era muy bueno, pero no hicieron más comentarios durante el resto de la temporada. Creíamos que nos habíamos reivindicado pero estábamos equivocados.

Hasta ese momento nuestras instrucciones para el control de tiempo habían sido un poco imprecisas. Solicitamos a los conductores de los auto-buses y camiones que se mantuvieran alerta para identificar a los braceros que no lograban ganar cinco dólares al día porque pasaban demasiado tiempo sentados a la sombra de algún camión y que nos informaran si algún grupo tenía demasiados braceros que no fueran buenos recolectores. Podía-mos transferirlos a otros grupos mejores o regresarlos a Hidalgo para poder mantener nuestro récord 90-10. Sabíamos que en otras asociaciones se ha-

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bía hecho algo de trampa, pero era la primera vez que teníamos conoci-miento de que sucediera en la nuestra. Ciertamente, James ni yo habíamos sugerido nunca ningún tipo de manipulación de los tiempos en la elabora-ción de la nómina. El señor Crenshaw se ofreció a testificar en la Corte que él no le había dicho eso a Lucas ni a nadie. En realidad no necesitaba ni le convenía cometer perjurio, creo más bien que le dio a Lucas las instruccio-nes de manera apresurada y sin tomar en cuenta su torpeza, lo que hizo que todo fuera malinterpretado. Después supimos que Pete Días admitió haber hecho trampa con el número de horas de uno de los hombres de un grupo de 15 personas, pero también admitió haberlo hecho por iniciativa propia. La ironía de todo esto es que en ambos casos, si no se hubiera hecho tram-pa, los dos grupos habrían logrado también la meta de 90-10.

Durante los años anteriores, los miembros y jefes de grupo de nuestra asociación habían hecho, de manera individual, cientos de nóminas de pago, de las cuales menos de un sesenta por ciento habían sido correctas. Muchas de las primeras nóminas ni siquiera contenían el número de horas trabajadas. Muchos de nuestros asociados les habían pagado a los braceros la tasa de trabajo por hora por realizar labores diferentes a la recolección sin tomarse la molestia de elaborar una nómina. Muchos dejaban pasar los meses y ela-boraban las nóminas basándose en sus imprecisos recuerdos. En el usEs no estaban satisfechos con ese procedimiento pero no lo consideraban demasia-do importante. Sin embargo, sí consideraban que un total de cinco borrones en la columna de horas en la nómina de tres braceros era de gran relevancia, aunque nuestra asociación tenía más de cuatrocientos braceros trabajando en ese momento. Como a esos tres braceros se les pagaba por paca a ellos no les importaba el número de horas registrado en sus formularios. Si se les hubiera pagado por hora trabajada, al usEs no le hubiera interesado. Para el usEs esos cinco borrones constituían unos de los pecados más graves de la asociación; de hecho, lo consideraron casi un crimen. Si quieres saber el castigo por tener cinco tachaduras, tienes que ver mi última carta en la que relato el traslado de uno de mis competidores a Bula.

Pensamos que todo estaba arreglado ya que durante la última semana de la temporada de desmote de 1959 los supervisores no se aparecieron. Fueron reemplazados por un representante de la oficina de Impuestos que revisó nuestras declaraciones de renta desde 1956. Por primera vez disfruté que un inspector estuviera en mi oficina, aunque tuve que despedir a Edwin Matthews porque cometió un gravísimo error en la declaración de 1956.

A principios de 1959 me salió una hernia abdominal. El doctor me dijo que iba a ser molesta, pero no peligrosa. Me dijo también que continuara

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con el desmote y que cuando tuviera un par de semanas libres él y un cole-ga me harían la intervención en un momento, era cuestión de hacer un remiendo. Yo pensaba que podía dejarlo para la primavera siguiente, pero varios de mis amigos me aconsejaron que lo hiciera en el otoño o me acos-tumbraría a posponerlo. Decidí seguir el consejo y así dedicaría la prima-vera a jugar golf. Entonces, después de enviar el limpiador de borra, los camiones, el remolque y el grupo de desmotadores a Lamesa, y de desha-cerme del hombre de los impuestos, me fui a Lamesa a despedir a Edwin y a ver cómo le estaba yendo a Jack antes de ingresar al hospital.

Dejé de fumar y de beber y me permití tres semanas para dejar de toser y temblar (y tener un poco más de ánimos) antes de ingresar a un hospital local. Los médicos me hicieron el remiendo y me dejaron en tan buena forma que en una semana ya estaba manejando alrededor de nuestras gran-jas. Pero antes de poder volver a viajar, empecé a padecer de flebitis en el antebrazo derecho y me tuve que quedar en Raymondville otras cuantas semanas. Pasé la mayor parte del tiempo sentado sólo en la oficina, soste-niendo mi brazo en posición vertical.

Lo bajé lo suficiente como para contestar una carta del señor Ed McDo-nald en Dallas, en la que me informaba que sus supervisores habían encon-trado que nuestra asociación no había cumplido con los requerimientos en tres ocasiones en el mes de julio pues se habían encontrado tres errores en nuestras nóminas, según él había evidencia de que dichos errores habían sido cometidos de manera intencional lo que era muy delicado. También me pedía explicación o evidencias a favor nuestro. Le contesté diciéndole que todo era un error. Le aclaré que cualquier infracción a las reglas era el resultado de una mala interpretación de las instrucciones y que ciertamente no eran intencionales, además le mostré que habíamos tomado las medidas necesarias para asegurarnos de no cometer más infracciones de esa natura-leza y que las decisiones tomadas habían contado con la aprobación de sus supervisores en su momento.

Yo había visto al señor McDonald unas cuantas veces y sabía que era una persona bastante razonable para ser funcionario del Departamento de Tra-bajo. Creí que con esa respuesta concluía el asunto. No fue así. Antes de que pudiera usar mi brazo derecho para jugar golf, el señor McDonald respon-dió a mi carta diciendo que mi explicación era insuficiente y que si no tenía más evidencia a favor nuestro, iba a considerar la posibilidad de incluirnos en su lista negra. Añadió que podíamos apelar a Washington.

No parecía una carta del señor McDonald pero, desde hacía tiempo ninguna de sus cartas parecían de él. Empezaba a molestarme, por lo

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cual le escribí una larga carta, ampliando mi misiva anterior, diciéndole que si no se sentía satisfecho con mis explicaciones yo estaba dispuesto a apelar a Washington. Su pronta respuesta parecía un respiro de alivio: decía que sus abogados consideraban que mi carta representaba una ape-lación y que estaba enviando el expediente completo al señor Goodwin en Washington.

Pensé que esto arreglaba todo con el señor McDonald. Empaqué mi ropa y me fui con mi familia a pasar las fiestas de Navidad en Lamesa y Lubbock. Cuando regresé, James había firmado recibos por dos cartas reco-mendadas del señor McDonald. La primera era sólo una nota remitiendo los resultados de mi apelación ante el señor Goodwin. La nota del señor Goodwin se parecía más a las últimas cartas del señor McDonald que éstas a las que había escrito Ed antes. Su posición era férrea, estaba convencido de la gravedad del asunto e insistía en que éramos unos irresponsables que debíamos ser castigados por nuestros errores. La siguiente carta, fechada tres días después, decía de que a la luz de los hallazgos del señor Goodwin si, en un plazo diez días, yo no presentaba nueva y contundente evidencia a nuestro favor, iba a considerar seriamente incluirnos en la lista negra para siempre.

No sabía qué hacer. Intenté hablar con el señor McDonald, pero me tuve que conformar con su subalterno, el señor Ed McFarland, quien no quiso proporcionarme ningún tipo de información nueva, se limitó a re-petir que estábamos en serios problemas. Cuando le pregunté qué podía hacer, me recomendó que hablara con el abogado de la asociación y me colgó. La asociación no tenía abogado pero me di cuenta de que iba a necesitar uno muy pronto si quería seguir siendo una asociación. Me de-diqué a buscar el mejor abogado que se pudiera encontrar… y lo más pronto posible. Ya había cometido suficientes errores tonteando con el Departamento de Trabajo. Cualquier nueva equivocación debería contar con una buena asesoría legal. Creo que ésta describe suficientes equivoca-ciones por un buen rato.

Sinceramente.P.D. Te adjunto copia de la Declaración de Política Pública del Departa-

mento de Trabajo.

Departamento de TrabajoOficina de Seguridad LaboralWashington 25, D.C.Declaración de Política Pública de la Oficina de Seguridad Laboral

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Acerca de

Tarifas a ser pagadas a trabajadores mexicanos por trabajo a destajo (em-pleados bajo la Ley Pública 78) cuyo salario promedio por hora es hoy menor a 50 centavos.

Como condición para autorizar la contratación de ciudadanos mexi-canos en actividades retribuidas con base en pago a destajo, se espera que los contratistas establezcan salarios básicos a niveles competitivos norma-les para los trabajadores mexicanos cuyo ritmo de producción esté dentro de los límites aceptables normales y apliquen remuneraciones promedio que no sean inferiores a 50 centavos por hora. Para uniformar su com-prensión y administración el Departamento de Trabajo considerará que este principio general se ha cumplido cuando al menos un 90 por ciento de los trabajadores mexicanos bajo cualquier contratista gane al menos 50 centavos por hora.

En los casos en que menos del 90 por ciento de los trabajadores mexi-canos de un contratista refleje un promedio de 50 centavos la hora por cada periodo de dos semanas en la nómina, al contratista se le dará la opor-tunidad de demostrar que más del 10 por ciento no trabajaron de manera diligente y no cumplieron con su responsabilidad según el Artículo 15 del Contrato estándar de trabajo. En caso de que el contratista no pueda de-mostrar el cumplimiento de este principio general y si falla al tomar las medidas correctivas necesarias para asegurar el cumplimiento futuro de este principio, sus trabajadores serán transferidos a otro lugar o regresarán a México con los gastos pagados por el contratista.

La responsabilidad de asegurar que el pago a destajo sea adecuado queda en manos del contratista y no será relevado de esta responsabilidad con el argumento de que no ha recibido la información pertinente y ade-cuada del Departamento de Trabajo o sus agentes.

21 de mayo de 1958.

IV. Vendetta con un cruzado.

Affaire d’honeur –Lo intentamos

13 de junio de 1962Querido Oke:

Cuando decidí que nuestra asociación iba a necesitar un buen abogado, busqué la asesoría de mi amigo el señor Bob Hutchinson, gerente del mo-lino de aceite de algodón. Hice esto porque el suyo era de los únicos moli-nos cuyos trabajadores no estaban sindicalizados y por tanto no tenían que enfrentar negociación directa con los líderes sindicales. Bob me informó

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que el Valle contaba con uno de los mejores abogados laboralistas del ramo cuyo nombre era Scott Toothaker. Llamé por teléfono a la oficina del señor Toothaker en McAllen y una voz femenina respondió “Ewers, Toothaker, Elick, Jones y Abbott, ¿en qué puedo servirle?” Solicité que me comunicara con el señor Toothaker pero me dijo que estaba en Albuquerque, Nuevo México, y que no regresaría sino una semana más tarde. Le dije que no podía esperar una semana y me proporcionó un número telefónico para contactar al señor Toothaker en Albuquerque.

Me costó casi un día entrar en contacto con el señor Toothaker pero cuando lo logré le informé cuáles eran nuestras dificultades y me dijo que creía estar en condiciones de ayudarnos. Me sugirió hiciéramos una cita cuando él estuviera de regreso en el Valle, pero le dije que no podía esperar tanto tiempo. Me aseguró que su oficina estaba en condiciones de solicitar una prórroga al señor McDonald y, en efecto, dos días después recibimos una carta procedente de Dallas en la que se nos informaba que nos otorgarían un plazo de 10 días para presentar nuevas evidencias. Así pues, a mediados de enero de 1960, James y yo hicimos un paquete con nuestros archivos, nuestras nóminas y toda la documentación adicional que consideramos podría ser necesaria y nos dirigimos a McAllen para hablar con el señor Toothaker.

La cita fue bastante corta y nos dijo que en realidad estábamos en serias dificultades, pero que no éramos los únicos en el Valle. De hecho, según él, de las treinta asociaciones del Valle, la nuestra era la segunda en enfrentar dificultades con McDonald y eso que apenas estaba empezando. Dijo que creía poder ayudarnos pero que sus honorarios serían trescientos dólares en total, lo que no incluía cualquier posible acción frente a la corte federal. Obviamente yo no quería tener que ver nada con ésta y los honorarios me parecieron bastante elevados, pero no teníamos alternativa. Después de llegar a un acuerdo en relación con los honorarios, el señor Toothaker llamó a su colega, el señor Jim Abbott y conversamos un poco más. Una vez con-cluida esta sesión, James, el señor Abbott y yo pasamos a la oficina de este último. Nunca más volvería a ver al señor Toothaker. Me pareció un poco arbitraria la situación porque el señor Abbott ocupaba una posición de bajo nivel dentro de la organización, pero mi impresión fue bastante equivocada. Jim Abbott es el mejor abogado laboralista en ejercicio y el que lleva con más eficacia los negocios ante la corte federal. Scott Toothaker tiene una muy buena reputación dentro de los circuitos en los que se mueve, pero en lo que tiene que ver con llevar negocios en la corte federal, Jim Abbott es el más conocido, más respetado, más apreciado y más temido de quienes

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tienen el privilegio de ser reconocidos como abogados por el Juez Federal, señor Joe Ingraham. Y el Juez Ingraham preside el estrado en las Cortes de dos Distritos Federales.

Jim y yo tuvimos muchas reuniones muy extensas a principios de la primavera de 1960. Él conocía muy bien tras de qué andaba el Departamen-to de Trabajo y estaba bastante bien enterado de cuáles eran las minutas de todas sus actividades. Me explicó que éramos los segundos en la lista de asociaciones a punto de ser ubicadas en la lista negra por el mismo problema. En esta lista estaban todas y cada una de las asociaciones del Valle que ha-bían trabajado activamente en la recolección de algodón, sólo había dos o tres con tantas acusaciones en contra que no había necesidad alguna de aplicarles el mismo método. Nuestro caso era, en cierta forma, único porque habíamos cometido muy pocos errores y siempre de forma involuntaria. Nos explicó que Scott y él sabían que lo que andaban buscando era una asociación que hubiera contratado braceros a 2.05 dólares por quintal pero que de todas maneras pasaran la prueba del 90-10. En nuestro caso, de hecho, habían encontrado un caso, pero desafortunadamente tenía el estig-ma de las cinco tachaduras que, irónicamente, eran innecesarias. Nos dijo que trataría de sacarnos del problema pero que no tenía muchas esperanzas de lograrlo sin llevar todo el asunto a la corte y que consideraba que el nuestro iba a ser un caso perfecto para poner de presente que las tácticas utilizadas por el Departamento de Trabajo eran un tanto arbitrarias y tenían un pequeño tinte de ilegalidad. El usEs en cada uno de los casos había vio-lado sus propias reglas al no notificar inmediatamente al inculpado para darle la oportunidad de tomar medidas correctivas. Ganar una demanda contra el usEs por esta razón no sólo sería una victoria moral que nos daría un margen de tiempo porque lo que ellos harían sería sacar esta regla de su nuevo instructivo. Nuestro caso parecía ser uno de los que ganaría por sus propios méritos y obligaría al usEs a esperar a que el Congreso aprobara las leyes que ellos estaban respaldando, antes de ponerlas en vigor.

Le pregunté si no valdría la pena que pensáramos en realizar un viaje a Dallas para tratar de buscar un acuerdo con el señor McDonald. Me respon-dió que si tenía un fondo para gastos deducibles en la declaración de renta, realmente podríamos pasar unos días agradables en Dallas, pero que no lo-graríamos nada con el señor McDonald puesto que ya no era él quien dirigía el show porque hacía ya mucho tiempo que el señor Goodwin había asumido el control personal de las operaciones del usEs en el Valle. También dijo que si yo tenía una buena reserva para este tipo de gastos podíamos pasárnosla bien en Washington, pero que no teníamos la más mínima posibilidad de hacer

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mover ni un milímetro al señor Goodwin con quien Jim había tenido la opor-tunidad de hablar muchas veces y lo describía como una persona testaruda, que se había autoerigido en cruzado convencido de que el Valle era un con-dado de millonarios semifeudales en el que los terratenientes no se molesta-ban en robar a los aparceros pobres pero que usaban a los braceros como mano de obra barata y esclavizada. Dijo que el usEs estaba contemplando la posibilidad de exigir que se pagaran 2.65 dólares por quintal para la recolec-ción de algodón durante la cosecha de 1960 y que tenían muchas formas de lograrlo a menos que alguien los enfrentara en los tribunales. Jim afirmó que todos los desmotadores estaban en la misma y que por unos honorarios mí-nimos podía llevar mi caso y echarle la bronca al usEs. Al menos podría de-tener la campaña del señor Goodwin por uno o dos años.

Ahora todo esto fue haciéndose evidente durante un periodo en el que, dos por dos, muchos desmotadores y gerentes de las asociaciones fueron llegando con sus problemas a la oficina de Jim, y la idea de hacer que mi caso sirviera para medir nuestras fuerzas en la corte federal fue tomando más y más fuerza en mi cabeza así como en la de muchos des-motadores del Valle. De hecho, llegué a convertirme en una especie de mascarón de proa de la causa de los desmotadores del Valle contra el De-partamento de Trabajo; así con Jim Abbott dando la pelea, me enfrenté con el señor Goodwin en un duelo frontal en la corte federal de Browns-ville. Pero en mi primera conversación con Jim, yo ni siquiera consideraba la posibilidad de ir a la corte.

En estas primeras sesiones, Jim me informó que la lista negra del señor Goodwin la encabezaba la asociación del señor Wayne Bonham en Hargill. Las infracciones de Wayne eran evidentes, intencionales y necesarias para llegar a una cifra que medianamente se acercara a la regla del 90-10, inclu-so si se tenía como tope el pago de 2.35 dólares por quintal. Wayne no tenía intención alguna de tratar de ganar una victoria moral frente al usEs y dejó que el señor McDonald incluyera su asociación en la lista negra sin hacer el más mínimo enfrentamiento, después de esto le solicitó a Jim Abbott le organizara una nueva asociación. Jim estaba pasando las duras y las madu-ras tratando de hacerlo puesto que si alguno de los supervisores o cualquier otra persona en el Departamento de Trabajo llegaba siquiera a sospechar que la nueva asociación simplemente era un sustituto de la vieja, el señor McDonald se rehusaría a reconocerla o aprobarla. La Ley del 78 tiene reglas para quitar la aprobación a las asociaciones existentes pero para detener la aprobación de una nueva lo único que se necesitaba era del capricho del señor McDonald.

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Después de las primeras conversaciones con Jim, le dije que asumiera el caso y le entregué los primeros trescientos dólares para correspondencia, pero le dije que no quería ni pensar en llevar mi caso a la corte. Yo había prestado mis servicios de jurado en la corte de Brownsville y aunque paga-ban bien, las sillas eran muy duras y yo sabía que en esta corte no pagaban a los querellantes. Creí tener un camino de salida que el señor Bonham no había pensado siquiera. Mi amigo Max Dreyer, un desmotador en Santa Perlita, tenía su propia asociación a la que había logrado salvar de peligro varios años atrás, pero había dejado de utilizarla para empezar a hacer par-te de una asociación que no tenía nada que ver con las desmotadoras. Yo sabía que la asociación de Max todavía estaba aprobada y si lograba conse-guir quién me la dirigiera, p.e. Max y unos cuantos desmotadores más de los alrededores, yo dejaría que el señor McDonald se saliera con la suya. Max estaba totalmente de acuerdo, lo mismo que dos desmotadores de aquí. Max no estaba para nada satisfecho con la forma en la que la asocia-ción independiente lo estaba tratando, y esta asociación estaba a punto de sufrir la misma suerte que la mía, al igual que las de los otros dos desmota-dores. Creí, también, tener la persona precisa para dirigir la asociación de Max. Se trataba de Ernest Drawe, quien vendía seguros para braceros y tenía una oficina para éstos en Raymondville. Todo mundo sabía que Ernie era un tipo muy honesto, además le interesaba el trato porque veía la posibili-dad de vender algunos de sus seguros por esta vía, pero no estaba del todo convencido de hacerlo. Ernie temía caer en desgracia con el usEs, lo que significaría que no podría seguir vendiendo sus seguros y este negocio había sido, hasta el momento, bastante productivo.

Jim realmente retribuyó mis trescientos dólares pues envió una carta tras otra a Dallas. Sus cartas eran muy serias, razonables y hacían ver al señor McDonald muchos elementos importantes, principalmente que el usEs no tenía respaldo jurídico en nuestro caso. Todo fue en vano porque las respuestas que recibió fueron bastante cortantes y dejaban ver que el señor McDonald iba a colocarnos en la lista negra de todas maneras. Jim lo amenazó con demandar varias veces, pero el señor McDonald parecía estar provocándolo para que llegaran al enfrentamiento en la corte. Hacia el primero de abril, nuestro caso estaba perdido, al menos a nivel de corres-pondencia. Teníamos que ir a la corte o callarnos. Yo estaba teniendo mu-chas dificultades tratando de poner en marcha la asociación de Max, pues-to que no podía aparecer oficialmente en nada relacionado con ella si no quería que las cosas se arruinaran desde el principio. Había recibido ciertos guiños aprobatorios de la asociación de desmotadores. Había mencionado

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la idea de conseguir el apoyo de la vcga para nuestro caso, como caso de prueba a Jim Whitfield, uno de mis amigos de golf, quien era uno de los directores de la vcga; a lo que me respondió que no tenía la menor duda de que la vcga me respaldaría si decidía ir a la corte. Tanto el molino de aceite de algodón como la prensadora habían ofrecido ayuda si fuera nece-sario. Jim me dijo que tendría que pagarle otros setecientos dólares para preparar el caso, volar a Houston y conseguir una orden de entredicho temporal contra el señor McDonald. Decidí que iba a ser una buena apues-ta y le dije que procediera. Incluso temporal, la orden contra el señor Mc-Donald posiblemente iba a dejarnos tranquilos al menos hasta que termi-nara la cosecha de 1960 y, para entonces, quizá yo habría logrado convencer a mis clientes para que abandonaran la idea de utilizar braceros. Obviamen-te, cuando eso sucediera, el señor McDonald ya se habría retirado o renun-ciado molesto y habría sido reemplazado por el señor Tracy Murrell, quien posteriormente nos confesó, a Jim y a mí, que no había sido sino un testa-ferro del señor Goodwin en lo que al Valle se refería. Así que recibí un telegrama del señor Murrell el 15 de abril en el que decía que podíamos conservar nuestros braceros, hasta que la corte federal de Houston tomara alguna determinación en lo relacionado con la demanda presentada ese día. El trabajo de Jim había sido rápido y eficaz.

Nos calmamos y esperábamos que la demanda y una orden permanen-te contra el señor McDonald salieran posiblemente en noviembre próximo. Mientras tanto, teníamos la tarea de lograr que la asociación de desmota-dores estuviera de acuerdo con asumir los costos. Incluso setecientos dólares era una suma considerable para mí y más de lo que quisiera pagar por el honor de que mi nombre entrara a formar parte de los registros de casos de la corte federal. Jim estaba haciendo un trabajo muy bueno vendiendo la idea a cada nuevo desmotador y gerente de asociación que iban a consul-tarle su problema, pero nada cuajaba en forma definitiva. Alrededor del primero de mayo, la asociación de desmotadores realizó su reunión de dis-trito en el Motel Echo de Edinburg. Normalmente no asisto a estas reunio-nes, pero este año sí lo hice, con la esperanza de que en alguna forma iba a lograr persuadirlos de compartir mis costos legales. Conversé con varios de mis amigos desmotadores en el Echo antes de que empezara la reunión, pero la sensación era la de estar hablando en el desierto.

La reunión empezó con un almuerzo, seguido de unos pocos discursos de varios representantes de diferentes asociaciones relacionadas con el des-mote de algodón. Tampoco me sentí muy bien en el almuerzo porque tuve la sensación de que no había interesado a nadie en mí, ni en mi causa con-

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tra el señor Murrell y los demás. Después del almuerzo y los discursos, todos los que no eran desmotadores se fueron y nos encontramos en lo que hemos denominado reuniones confidenciales de los ejecutivos, en donde cada quien puede decir lo que se le antoje. El primero en ocupar el estrado fue el señor Jim Walsh de Mission, quien es un maestro en oratoria cuando no está en peligro ni sus palabras pueden ser citadas por otros. Empezó afir-mando que el señor Ray nos había traicionado a todos. (Esto era cierto puesto que sólo unos pocos de los desmotadores de cooperativas se habían atrevido a añadir diez centavos por paca en sus cupones de desmote en 1959.) Dijo que el señor Ray no había hecho consulta alguna con los des-motadores relacionada con ninguna acción legal en proceso. El señor Walsh continuó su ataque feroz e insultante contra el señor Ray el que arrancó un copioso aplauso de los presentes y terminó con una moción afirmando que este grupo nunca jamás tendría nada que ver con C.B. Ray y que nunca jamás tendría nada que ver con demandas judiciales que no estuvieran bajo el control total del grupo. Moción que fue respaldada de inmediato y apro-bada en forma sonora y contundente. Creí que mi caso había fracasado pero resolví quedarme un rato más.

El señor Walsh continuó: “Tenemos ahora otro caso en el que creo todos deberíamos interesarnos, y es el caso McBride.” Con una oración muy flo-rida describió a John McBride como luchador y valeroso defensor de la li-bertad que se enfrentaba solitario al Departamento de Trabajo de los Esta-dos Unidos. Dijo que yo era uno de los miembros más leales de su grupo y que no había pedido ayuda alguna al verme atacado por el Departamento del Trabajo, sino que más bien había puesto la cara y había luchado sin dudarlo y que mi lucha era, en gran medida, la lucha de todos los miembros de este grupo. Dijo que si el grupo no podía asumir sus propias luchas en-tonces era un grupo que no valía la pena, por decir lo menos. Añadió, “Demonios, tenemos más de seiscientos dólares en el banco y ¿cómo vamos a usarlos? ¿para pagar banquetes como el de hoy? Qué caray, los molinos de aceite siempre han estado dispuestos a pagar estas comidas.” Esta aren-ga fue respondida con un fuerte aplauso y terminó con una propuesta ex-traña, si tenemos en cuenta la perorata anterior. El señor Walsh pidió que se aprobara una resolución acordando que la asociación pagaría los costos de mi caso en la corte federal pero que ésta sería la única vinculación de la asociación de desmotadores. Sustentó su propuesta afirmando que Jim Abbott y yo estábamos haciendo un buen trabajo y que, si se sabía que la asociación de desmotadores estaba apoyando el caso, era posible que Jim subiera sus honorarios. Esto fue aprobado con menos emoción.

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Y bien, todo lo anterior no fue sino palabrería hueca. Los presentes no necesitaban que se les contara que el señor Ray no era su amigo y que lo mejor que podían hacer era evitar tratos con él. Todos sabían esto y no se iban a meter para nada con él si lograban evitarlo. También, todos cono-cían perfectamente mi caso puesto que estaban en las mismas y Jim Abbott les había dicho, uno por uno, que apoyar mi caso en la corte era la única posibilidad que tenían para poder usar braceros otro año, que era lo que la mayoría, incluyéndome yo, quería. También todos sospechaban que si la asociación de desmotadores no asumía los costos era posible que ese “valeroso defensor de la libertad” simplemente dejara de lado su lucha permitiendo así que el señor McDonald procediera a colocarlos a todos en la lista negra. Es posible que yo tomara el mismo camino, porque estaba empezando a tener buenos resultados con la organización de la asociación de Max Dreyer.

Después de la reunión, llamé a Jim Abbott y le dije que estaba casi se-guro de obtener alguna ayuda de los desmotadores. Fui muy cuidadoso en mi encuentro con él pues estaba tratando de no violar la confidencialidad de la “reunión secreta de los ejecutivos”. Esto fue innecesario porque si Jim tenía cómo seguirle la pista al asunto en las oficinas principales de la BEs en Dallas, también sabía lo que estaba pasando en Edinburg. Supo todo lo que pasó en la reunión antes de que yo pudiera localizarlo por teléfono, de he-cho, quizá habría podido predecir el resultado de esta reunión mucho antes de que la misma hubiera tenido lugar.

Logré poner en funcionamiento la asociación de Max, la que quedó en forma. A Ernie Drawe se le dio el encargo de dirigirla desde su oficina aquí en Raymondville. Jim Abbott consideraba que era una muy buena idea, simplemente como medida protectiva. Pero no esperaba que las diligencias para instaurar un juicio de entredicho permanente concluyeran antes de que nuestra cosecha de algodón terminara porque el juez Ingraham estaba un poco retrasado en sus casos puesto que estaba a cargo de dos cortes dis-tritales. Jim creía que íbamos a ganar, pero me sugirió hiciera algunos con-tratos en nuestra asociación porque si el caso salía antes, él creía que esto le daría más valor a nuestra causa. Así pues firmamos con algunos clientes en las dos asociaciones e hicimos nuestro propio pedido de braceros. Nuestros amigos de la oficina local de la tEc tuvieron que ajustar un poco las reglas, sólo un poquito. Teníamos que restringir el número de braceros que íbamos a contratar, pero no creímos que íbamos a necesitar más de trescientos por-que algunos de mis clientes habían comprado recolectoras mecánicas y contratar recolectores custom-operated era más barato que utilizar braceros.

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La única razón que nos hizo pensar que necesitaríamos tantos fue que la primavera de 1960 fue muy seca y buena parte del algodón de la tierra seca no tendría los tallos suficientemente fuertes como para que la recolec-ción mecánica fuera exitosa.

El juez Ingraham empezó a aplicar justicia con mucha rapidez y nuestro casó salió hacia finales de junio de 1960. Este juicio en particular, como su-pongo sucede con la mayoría de los casos civiles, estaba representado funda-mentalmente por el cruce de muchísima correspondencia entre las partes antes de la audiencia misma. El demandante presenta su alegato en forma de un sumario sucinto, que de sucinto no tiene nada. El defensor obtiene una copia de este sumario, en otro formato sucinto, que es incluso menos sucinto y el demandante recibe copia del mismo. El demandante, entonces, presenta su refutación, que es todavía más larga y contiene muchas adiciones que consisten en documentos explicatorios con copia para el defensor, quien a su vez presenta su defensa que consiste en más documentos aún. Los dos se reúnen y resumen un poco todo esto, para lo cual redactan una serie de cláusulas y deciden abordar el caso concentrándose en unos pocos puntos importantes. El juicio en sí es un ritual más corto en el que a las dos partes se les asignan dos periodos definidos de tiempo para presentar sus alegatos y refutaciones y para explicar los puntos más importantes. El juez, en su turno, toma toda esta montaña de correspondencia para su consideración durante un periodo indefinido y finalmente redacta su decisión, la que es enviada a las partes interesadas antes de dar lectura formal en la corte.

Jim dedicó mucho tiempo explicar todos los alegatos, los puntos legales y las cláusulas que aplicaban a nuestro caso, pero francamente, la mayor parte de este papeleo estaba fuera de mi alcance. Entendí lo suficiente como para darme cuenta de que Jim en realidad merecía el pago asignado y es-taba llevando muy bien el caso. Así, hacia finales de junio de 1960 yo ya había hecho todo lo que podía y me dispuse simplemente a ir a Brownsville para ver a Jim y al señor William Butler, abogado del Departamento de Trabajo, presentando sus alegatos y refutaciones ante el juez Ingraham. El asunto fue conocido como el caso CA1354 (Brownsville Division), de la Aso-ciación de Mercadeo de las granjas McBride (McBride Farms Marketing Association) contra Charles E. Johnson y Tracy C. Murrell.

Nos presentamos a las 10:00 a.m. y el juez Ingraham anunció que cada una de las partes dispondría de veinte minutos para presentar su alegato y su correspondiente refutación. Él esperaba concluir hacia medio día porque tenía asuntos importantes que atender en la tarde. Jim se tomó cerca de diez minutos para presentar su alegato y lo hizo muy bien. Dijo que, aunque no

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renunciaba al derecho de tratar este caso por sus propios méritos, con el fin de no tomar demasiado tiempo de la corte, había planteado que la acción inicial del predecesor de Johnson y Murrell era ilegal según lo estipulado en el Artículo 30 del Contrato Estándar de Trabajo, que era el artículo que estaba siendo invocado para tratar de incluirnos en la lista negra. Dijo que este Artículo, redactado por el Departamento de Trabajo, afirma específica-mente que cuando se encontrara una infracción, el empleador sería infor-mado inmediatamente permitiéndole tomar medidas correctivas, si era posible. Que este mismo artículo establece que en el periodo de los diez días inmediatamente después de que la infracción se identificara, el Represen-tante del Área (el señor Johnson) y el cónsul de México deberían tomar una decisión conjunta y que el empleador sería notificado inmediatamente de la gravedad de la infracción. Siendo así que la infracción fue identificada en julio, la determinación conjunta tomada en septiembre y su representado no había sido notificado sino hasta el 30 de noviembre, el asunto debería ser declarado nulo y el procedimiento improcedente. También añadió que habíamos tomado las medidas correctivas en julio, aun cuando no se nos había notificado que estábamos cometiendo ninguna infracción a la regla. El juez Ingraham iba siguiendo toda esta presentación en el alegato escrito que había presentado Jim e hizo muchos movimientos de cabeza que pare-cían señales de asentimiento, pero no dijo nada. Cuando Jim se sentó yo casi creí que el juez iba a aplaudir.

El abogado del Departamento de Trabajo hizo una presentación muy pobre, en mi opinión. Su alegato incluyó todos los temas. Dijo que no se podía tratar ese caso en esta instancia porque para sacarnos de la lista negra había que pedir la aprobación de México. El juez Ingraham le recordó que su orden de entredicho judicial nos había sacado de la lista negra y que México no tenía nada que ver con eso. Su alegato continuó afirmando que dado que nosotros habíamos firmado el contrato, habíamos acordado acatar los ha-llazgos conjuntos y, ante todo, no teníamos derecho a demandar. El juez dijo que si un ciudadano particular no tenía derecho a llevar a la corte un caso contra las acciones arbitrarias de los burócratas, en realidad habíamos perdido la República. El señor Butler continuó y sostuvo durante treinta minutos su alegato cuando lo que más le convenía a su caso era que se sentara. Uno de los elementos del alegato del señor Butler parecía tener sen-tido en mi opinión y era que no podíamos beneficiarnos de un entredicho judicial a los señores Murrell y Johnson sino que teníamos que incluir al señor Goodwin en nuestro juicio. Yo sabía que el señor Goodwin estaba dirigiendo todo el show. Jim me lo había dicho.

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Jim al impugnar el caso planteó que la imputación que se había hecho era que la principal decisión que se buscaba era determinar si el procedi-miento inicial era o no legal y si no lo era nada más importaba. Explicó que el señor Goodwin solamente había revisado la infracción y que el señor Murrell era quien estaba tratando de incluirnos en la lista negra. Citó tres o cuatro casos similares en los que la Suprema Corte había apoyado entre-dichos judiciales contra administradores de correo locales, guardabosques y otros relacionados con la puesta en práctica de políticas dictadas por sus jefes en Washington. Dijo que una orden de entredicho judicial que le im-pidiera al señor Murrell incluirnos en la lista negra nos proporcionaría el alivio que necesitábamos. No recuerdo cuál fue la impugnación del señor Butler. De todos modos yo no estaba demasiado interesado, puesto que la razón principal por la que estaba llevando el caso a juicio era para que tan-to yo como mis amigos en la asociación de desmotadores pudiéramos utili-zar braceros otro año y el juicio en sí nos proporcionaba esto, cualquiera que fuese el dictamen.

La audiencia importante del juez en la tarde tenía que ver con unos cubanos que habían sido descubiertos entrando armas de contrabando y los representantes de la prensa estaban presentes. Como el juez no terminó esa tarde el asunto de los cubanos, los representantes de la prensa decidieron utilizar su tiempo y tomaron muchos datos relacionados con nuestro caso, lo mismo hicieron los de la televisión. Esta es la mejor publicidad que he recibido desde que he estado en el negocio del algodón. Decir Departamen-to del Trabajo en el Valle es como decir una mala palabra.

Después de que el juez Ingraham decidió llevarse el promontorio de papeles y dejar el caso en estudio y nos despidió, Jim y yo caminamos len-tamente hacia un lugar cerca de la Corte para tomarnos un café. El señor Murrell iba en la misma dirección y cuando nos presentaron dijo: “Enton-ces, ¡usted es el acusado!” Jim le recordó que en realidad yo era el deman-dante en ese momento y el señor Murrell se rió y dijo que él era más un mascarón de proa que un defensor. Se nos unieron varios para el café, entre ellos solo reconocí al señor C.B. Ray. ¡Justo estaba sentado frente a él en la mesa! El señor Ray y otro señor, que resultó ser su abogado, empezaron felicitando a Jim por haber llevado el caso a esta corte. Afirmaron que el juez Ingraham era mucho más conservador que cualquiera de los jueces de Washington. Jim los calló diciendo que por lo que él sabía el nuestro era el único de su especie en haber llegado a la corte, aunque había oído ciertos rumores relacionados con una buena cantidad de dinero que se había reco-gido para algo similar unos cuantos meses atrás. Terminamos el café en

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silencio. Jim era tan bueno en una mesa tomando café como en la corte. El señor Ray fue quien pidió la cuenta ¡y me dio los diez centavos de cambio que me correspondían!

Estábamos tan confiados que contratamos los trescientos braceros en nuestra asociación, pero llovió bastante en julio de 1960 lo que nos retrasó y pronto nos dimos cuenta de que íbamos a necesitar más braceros. Le con-sulté a Jim Abbott quien me dijo que el juez Ingraham estaba planeando tomar vacaciones y que probablemente no lograría producir su decisión en relación con nuestro caso en unos cuantos meses. Estaba seguro de que ga-naríamos pero cualquier decisión a la que se llegara podría ser apelada. Así solicité doscientos braceros más para nuestra asociación.

Estábamos recibiéndolos y asignando grupos cuando me llamó Jim para decirme que el juez había desestimado nuestro caso por falta de jurisdic-ción. Creo que él imaginó que mi presión arterial se había subido muchísi-mo porque me dijo: “Siéntate. He logrado que se otorgue una orden de entredicho judicial mientras se falla una apelación que iba a presentar en New Orleans. Creo que esto es mejor que una orden de entredicho contra al señor Goodwin.” Dijo que tenía que presentar esta apelación en el lapso de diez días y yo le respondí que procediera. La asociación de desmotadores me respaldó en esta decisión. Todavía pienso que lo que el juez Ingraham quería era despejar su escritorio antes de salir de vacaciones y esta fue la salida más rápida que encontró.

Nuestra apelación fue emparejada con un “caso acompañante” también desestimado por el juez Ingraham, pero era un caso totalmente diferente al nuestro. La apelación fue negada, pero incluso en la forma en la que se negó ésta parecería como si los jueces estuvieran interesados en que el caso prosiguiera su curso. Jim Abbott me escribió inmediatamente diciéndome que le gustaría hablar conmigo acerca de nuestro caso, pero estábamos en junio de 1961, y yo estaba en el hospital en Nueva York y apenas si podía hablar con mi doctor. Cuando estuve en condiciones de hablar con Jim, le dije que no podía pagar ni siquiera a mi médico que por tanto no podía incurrir en más gastos para seguir adelante con este caso. Sabía que la aso-ciación de desmotadores no estaría interesada, porque en el momento en cuestión, estaban todos hartos de pensar en contratar braceros.

Creo que el resultado de nuestra vendetta fue un empate, y un empate en una batalla con el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos no es como para avergonzarse. En cierta forma sugerí que ya no estaba intere-sado en este caso y que la asociación de desmotadores solamente lo estaría si se podía prolongar el uso de los braceros. Todo lo anterior es lo más pa-

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recido que puede haber a una mentira colosal. Muchos de los desmotadores del Valle, incluyéndome yo, seguíamos con mucha intensidad todo el pro-ceso; incluso Ed Bush llegó a expresar su deseo de ver que lleváramos el proceso hasta donde fuera necesario. Sin embargo, muchos desmotadores, entre ellos yo, dudábamos de la conveniencia de continuar invirtiendo di-nero para que el caso se tratara en Washington, en donde el señor Goodwin podría tener unos cuantos amigos. Yo se que Jim Abbott estaría interesado en llevar el asunto hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos, y no sólo por lo que respectaba a los honorarios. Jim nos cobró menos de 2,500 dó-lares por llevar todo el asunto, y teniendo en cuenta el trabajo que le invir-tió como el prestigio tanto suyo como de su firma, esto resultaba baratísimo. Jim está convencido de que el objetivo de la corte federal es proteger a los individuos del abuso poco ético de los burócratas y él es el Special Master del Tribunal del Distrito de los Estados Unidos (United States District Court) para el Sur de Texas. Los desmotadores del valle pueden haber per-dido a John McBride como su “luchador por la libertad” por incompare-cencia del adversario pero Jim Abbott está dispuesto a luchar en cualquier momento para defender a cualquier persona.

Sinceramente.

V. Adiós braceros.

Coupe de grace –Renunciamos

17 de junio de 1962Querido Oke:

Puede parecerte divertido pensar que los desmotadores se comprome-tieron más en serio con los problemas de la explotación de la tierra que los granjeros mismos, también puedes preguntarte por qué nos metimos tan a fondo en este lío. Ante todo, para nosotros no hay nada de divertido en todo ello y también nos hemos preguntado con frecuencia por qué nos com-prometimos tanto. Creo que ya te mencioné que todo empezó en los días de los mojados, cuando los problemas de explotación de la tierra difícilmente se consideraban problemas. Pagar por la recolección del algodón es uno de los muchos servicios que los desmotadores le prestan a sus clientes. De hecho los desmotadores han tenido algo que ver en casi todos los servicios, tretas, mordidas y artilugios en que podamos pensar para conseguir negocios para el Valle. El precio que se cobra aquí por el desmote de una paca de algodón está razonablemente por encima del costo real del mismo y si un desmota-dor pudiera trabajar cerca de cuatro mil pacas al año, sin proporcionar

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ninguno de estos “servicios”, lograría muy buenos beneficios. Pero esto pa-rece ser imposible y muchos desmotadores que han rehusado proporcionar cualquiera de estos servicios han tenido que ver inactivas sus desmotadoras unas cuantas cosechas e, incluso, algunos, se han visto obligados a trasladar-se a otros lugares. Es más, estos “servicios” se han vuelto demasiado costosos y desagradables para los desmotadores e, incluso, algunos de los que fueron muy generosos en financiarlos han sufrido la misma suerte.

Hay más que suficientes desmotadoras para satisfacer las necesidades del Valle y algunas se han ido a otras partes. Una persona que no conoce a fondo la situación puede observar la modalidad de trabajo que tienen algu-nas de las desmotadoras reconstruidas por las cooperativas año tras año y pueden conjeturar que aquí no hay suficientes desmotadoras. Esto tampoco tiene nada de divertido. Un número considerable de desmotadores del Va-lle trataron de evitar el pago de estos “servicios” simplemente comprando las cosechas de algodón por acres en el campo. Mi predicción a largo plazo, la que siempre se ha confirmado, es que cualquiera que empiece a comprar negocios, pronto tendrá sólo negocios comprados y el precio se incrementa en forma tal que llega el momento en el que se queda sin nada, o al menos su negocio deja de ser rentable. El señor Clinton, “la Mangosta” Manges probablemente quedará en nuestra historia como el último desmotador en comprar desmote por acres. También se desplomó y ¡a toda velocidad! Cuando sus tres desmotadoras fueron vendidas ya en la puerta del Palacio de Justicia este año, muchos granjeros todavía tenían los cheques que les había dado para pagar sus últimas cosechas de algodón. Les es imposible hacer efectivos estos cheques, también parece que les va a ser imposible recu-perar sus cosechas aunque han hecho todo lo que pueden. Muchos de estos granjeros le han amenazado en diversas formas, a la fuerza, o con posibles demandas y sin embargo él parece próspero aunque todo aquello con lo que tiene que ver, está en quiebra. Es una de esas personas que no aprendió nunca el significado de la palabra ganancia, pero que disfruta manejando enormes sumas de dinero.

Creo, que a partir de mi última carta puedes predecir que los días de uso de los braceros aquí se hicieron cada vez más limitados en 1960, pero todavía hay algo que debo decirte al respecto. Trataré de resumirlo en esta carta. He escrito muchísimo más de lo que pensaba acerca de los braceros, pero es que el asunto fue largo, muy largo.

En 1960, todas las personas que usaban braceros como recolectores de algodón habían aprendido a obtener la autorización y cómo ordenar brace-ros lo más rápidamente posible, pero el procedimiento se volvió tan com-

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plicado en 1960 que sólo se lograron las autorizaciones después del 4 de julio. Como el precio del contrato había subido a 2.35 dólares por quintal, cuando ya estuvieron listas todas las órdenes el número de braceros solici-tado no alcanzó a 20,000. Todo empezó bastante bien y el centro de brace-ros empezó a enviar cerca de doscientos braceros al día. Puesto que los pedidos llegaron casi simultáneamente, el centro empezó a racionar pro-porcionalmente el número de envíos a las asociaciones y a los granjeros individuales que habían presentado sus solicitudes. Cuando cerca de la mi-tad de solicitudes habían sido satisfechas, ocurrió algo extraño que, yo creo, fue determinante para el paso siguiente de la campaña del señor Goodwin. Un miércoles en la tarde, el cónsul de México, encargado de firmar estos contratos, empezó a amenazar con dejar de firmarlos a menos de que el precio se subiera a 2.50 dólares por quintal, y a partir del jueves, efectiva-mente, no firmó ni uno más. Esto suscitó un nuevo alboroto; los granjeros y los desmotadores del Valle juraron que no contratarían ni un solo bracero a este precio, entonces la contratación se detuvo completamente. Hay quie-nes piensan que el señor Goodwin no tuvo nada que ver en esto, pero yo no creo que hubiera sido una mera coincidencia que las oficinas de la tEc re-cibieran una orden del usEs el viernes en la mañana según la cual no se autorizaba la contratación de un solo bracero más para la recolección de algodón a un precio menor a 2.50 dólares por quintal.

Ahora bien, esta orden no hubiera significado gran cambio si los des-motadores y los granjeros hubieran cumplido su promesa ya que todos ha-bían recibido la autorización de hacer las contrataciones a 2.35 dólares por quintal. Desafortunadamente, no es costumbre de los granjeros, ni de los desmotadores de aquí ni de los de ninguna otra parte, unirse en situaciones como ésta, especialmente cuando todos están un poco retrasados en la re-colección. Muy pocos de nosotros esperábamos que esta situación se prolon-gara hasta el sábado, pero para nuestra gran sorpresa, duró una semana entera y casi provoca una revolución en México. Las filas de mexicanos es-perando ser reclutados como braceros se hacían cada día más largas y ni uno solo de los recolectores mexicanos se había mostrado insatisfecho con el pago de 2.05 dólares por quintal. Siendo así que el precio de recolección ya era bastante alto, esta situación hubiera sido única para que los granjeros y los desmotadores se hubieran unido. Algunas personas aquí realmente cre-yeron que la situación iba a mantenerse también y se enviaron representan-tes a la ciudad de México para discutir el problema con las autoridades. Si las cosas se hubieran sostenido unos diez días, quizá el cónsul de México habría dado pie atrás y los granjeros, los desmotadores y los braceros mis-

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mos, hubieran logrado ganar su protesta. Muchos desmotadores, sin embar-go, sabían que las cosas no se sostendrían diez días puesto que conocían perfectamente cuál era la posición del ya mencionado señor Manges.

“La Mangosta” se había metido en la grande comprando superficies en acres y necesitaba que este terreno estuviera representado en recibos pen-dientes antes de que sus cheques empezaran a amontonarse en exceso. Una de las cosas relacionadas con el desmote, que es una característica particular de nuestro Valle, es que una vez que una desmotadora empieza a trabajar, por lo general el algodón y la semilla empiezan a venderse con mayor rapidez de la que son comprados y que la mano de obra y la recolección son paga-das, lo que genera un balance de crédito bancario artificial, por lo general bastante alto, también. Clinton y su antiguo tutor, Ashley Downing, se ha-bían aprovechado de esto para aumentar sus compras de superficies por acre en cantidades tales que iban mucho más allá de su verdadera capacidad financiera, esto si las cosas hubieran sido diferentes. Los eventos se sucedie-ron en forma tal que los recibos empezaron a circular por su oficina con rapidez. La mayoría de las superficies en acres compradas por el señor Manges constituían material ya quemado y listo para la recolección y no podía ser recolectado con máquinas. Si podía conseguir braceros y lograr que su algodón circulara en su desmotadora entonces podría empezar a comprar un mejor algodón que pudiera ser recolectado con máquinas. Ne-cesitaba conseguir sus braceros lo más rápido posible porque si no sus cheques iban a empezar a rebotar antes de lo esperado, lo que podía significar que no pudiera comprar este último algodón.

Casi todos sabíamos que una vez que se contratara un solo bracero por la suma de 2.50 dólares por quintal, la represa se iba a romper y habría un aluvión de contratos a 2.50 dólares lo que haría de éste el precio en muy poco tiempo. Ciertamente ninguno quería ser el primero ni el último en presentar su pedido, porque todos estaban retrasados en su recolección. Esto fue lo que hizo que el señor Goodwin decidiera ponernos en un dilema. Una vez que la represa se rompiera, no iba a ser posible presentar una nue-va solicitud sin ir a las oficinas de la tEc a solicitarlo. A nuestros amigos allí tampoco les gustaba la idea de la locura que significaría la avalancha de solicitudes que se vendría después de la rotura de la represa. Así, nuestros amigos, una vez más suavizaron tenuemente las reglas y nos ayudaron a solucionar nuestro predicamento. Nadie había solicitado el número de bra-ceros a los que tenía derecho porque nadie pensó que iba a necesitar tantos. Por tanto las nuevas solicitudes no eran sino una especie de duplicado de las que ya estaba en las oficinas y los empleados de la tEc mantuvieron esas

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solicitudes en el archivo de pendientes esperando que se presentara la si-tuación. Las oficinas de la tEc pasaron la mayor parte del viernes y casi todo el sábado procesando estas solicitudes y ubicándolas en el archivo de espera, en algunos casos le daban al gerente de la asociación su copia exi-giéndole prometer no utilizarla antes de que las oficinas de la tEc recibieran la notificación correspondiente. Durante varios días, todos tenían una soli-citud para recibir braceros con contratos de 2.35 dólares por quintal y te-nían un duplicado ya en sus manos o en las oficinas de la tEc por contratos a 2.50 dólares por quintal, sin hacer nada con ninguno de los dos, esperan-do que Clinton o el cónsul de México abrieran la compuerta. Ésta no se abrió sino hasta la tarde del jueves siguiente.

El centro de braceros tuvo mucho movimiento durante esta semana, aunque ningún bracero fuera contratado. El centro estaba lleno de toda clase de personas, además de los empleados del mismo. Había reporteros, gerentes de las asociaciones e individuos interesados, todos ellos observan-do atentamente a dos personas: al cónsul de México y a Raúl López, un latinoamericano que pesaba 250 libras y era el gerente de la asociación que estaba a cargo de contratar mano de obra para la Mangosta. Los dos suda-ban muchísimo. Ni James ni yo estuvimos en el centro esta semana pero Ernie Drawe, que pasó la mayor parte de su tiempo allí, nos informaba por teléfono día a día lo que estaba pasando. Lo mismo sucedió muchas veces todos los días. Al Cónsul se le notaba lo mucho que lo afectaba la presión que se estaba ejerciendo sobre él a través del correo y de llamadas telefóni-cas desde México, empezaba a ceder y parecía que iba a firmar, pero luego recibía otra llamada telefónica de algún lugar que lo calmaba y le permitía relajarse un poco. Raúl recibía muchas llamadas y todo sabían que eran de la Mangosta, después de hablar se deslizaba hacia el mostrador para pre-sentar su nueva solicitud. Lo seguían muy de cerca muchos otros gerentes y algunos reporteros, sin embargo, el imbécil simplemente no tenía el coraje de presentarla. Tuvo que haber sido una comedia maravillosa. Hacia las 3:00 p.m. el jueves siguiente, un ranchero se acercó al mostrador y presen-tó una solicitud de tres braceros para ser usados como vaqueros a los que se les pagaría cincuenta centavos por hora. Raúl no se tomó el tiempo de ve-rificar qué tipo de solicitud se había presentado, pensó que la compuerta se había abierto y presentó su solicitud de recolectores de algodón a 2.50 dó-lares por quintal, entonces sí se abrieron las compuertas.

Ernie nos informó lo sucedido inmediatamente, pero tuvo problemas para comunicarse con nosotros. Jack Funk nos había convocado a una re-unión en el Hotel White Wing para informarnos del éxito sorprendente que

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nuestra gente estaba teniendo en la ciudad de México. James se salió de esta reunión temprano, fue a las oficinas de la tEc, reclamó su nueva solicitud, corrió a Hidalgo y la presentó justo antes del cierre del centro ese día. De hecho, el centro mantuvo las oficinas abiertas varios minutos por insinuación del señor Drawe para permitir a James llegar a presentar su nueva solicitud.

No sé qué le pasó a Raúl porque ya no se le ve más por aquí. La Man-gosta se vio en problemas ese año y casi no pudo ni pagar a sus braceros su última semana de trabajo. La asociación de Raúl también dejó de existir. El cónsul de México sufrió una depresión severa menos de un año después. También los reporteros fueron más cuidadosos que Raúl al verificar de qué tipo había sido la primera solicitud y todos informaron que el primero había sido Raúl. Clinton amenazó con demandar a alguien pero creo que nunca lo hizo.

Y bien, nunca aumentamos el salario a los primeros braceros que había-mos contratado, lo que era legal, también, porque los representantes de la tEc no se aparecieron a supervisarnos durante varias semanas y cuando lo hicieron encontraron que el salario prevaleciente era 2.35 dólares. Tampoco cobramos dos precios diferentes por la recolección este año, ni hicimos el tonto con reservas especiales y utilizamos la diferencia para cubrir los costos legales. En realidad ésta no fue una suma considerable porque no utilizamos los braceros en su totalidad para la recolección del algodón sino más bien para quebrar el algodón quemado que no podía ser recolectado a máquina y el precio para este trabajo en nuestros nuevos contratos seguía siendo el mis-mo de 1951, es decir 1.55 dólares por quintal. No sabemos si estos braceros llegaron a ganar 50 centavos por hora porque nunca lo verificamos. Nadie lo hizo. No habíamos recibido la visita de ningún supervisor del usEs desde agosto de 1959 y en realidad fue una gozada que nos dejaran tranquilos.

Todo lo anterior significó un alza en nuestros costos de recolección, porque utilizar braceros a más de cincuenta dólares por paca era prohibiti-vo. Sabíamos ese fatídico jueves de julio de 1960 que usar braceros para la recolección de algodón en el futuro iba a ser ridículo. Lo que necesitábamos era algo para interesar a nuestros clientes granjeros, que solían prestar po-ca atención a los diferentes costos antes de entrar en quiebra o dejar de cultivar algodón. No se necesitan braceros porque hay máquinas para reco-lectar algodón a un costo de treinta dólares por paca, y todo el jaleo con el señor Goodwin había logrado modificar los hábitos migratorios de nuestros trabajadores campesinos hasta el punto de que estuvieron dispuestos a que-brar el algodón seco que se quemaba. Conseguimos unos pocos braceros para nuestra cosecha de 1961, pero sólo porque llovió mucho y los necesi-

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tábamos para quebrar el algodón. Esto lo hicimos a través de la asociación de Max Dreyer, la que gerenciaba Ernie Drawe, y este último armó un follón tal con el usEs que los supervisores que lo visitaron, por cierto, los más ra-zonables de su especie, le aconsejaron deshacer totalmente la asociación con lo que posiblemente lograría que la olvidaran y eso le permitiría a él seguir vendiendo seguros para braceros.

Mientras hacíamos fuerza para que sucediera algo que convenciera a algunos de nuestros granjeros menos observadores de que la idea de usar braceros para la recolección de algodón era ridícula, fue precisamente nues-tro viejo, cruzado el señor Goodwin, quien nos proporcionó lo que realmen-te estábamos necesitando. Envió al señor Jerry Holleman a dirigir una reunión en McAllen para decidir si se debería asegurar un pago de setenta centavos por hora a los braceros, con ciento por ciento de retroactividad. Y bien, esta reunión fue ridícula, en primer lugar, porque el señor Goodwin ya ha-bía afirmado que esto debería estar sucediendo varias semanas antes de la venida de Jerry. Éste montó un show tan ridículo que logró alborotar el avispero entre los granjeros. Llegó, incluso, a afirmar en público que su función aquí no era ni siquiera considerar qué podían pagar los granjeros. Logró enfurecerlos de tal forma que todos marcharon hacia nuestras ofici-nas del tEc para solicitarles que certificaran que no se necesitaba ningún bracero para la recolección de algodón aquí. La situación se oficializó y se hizo definitiva. Simplemente, adiós braceros y ¡bravo!

Al pobre Jerry parecía gustarle su trabajo pero no pudo vivir con veinte mil dólares al año y tuvo que renunciar. Dijo que el señor Estes le había dado mil dólares para ayudarlo. La próxima reunión del distrito de la Aso-ciación de Desmotadores del Valle a la que asista, creo que trataré de lograr que el señor Walsh pida la aprobación de una resolución por medio de la cual le otorguemos a Jerry una medalla.

Sinceramente.

VI. Máquinas y maquinaria.

J’y suis, j’y reste –Todavía aquí

1o. de julio de 1962Querido Oke:

En una ocasión afirmé que necesitábamos de los braceros para la reco-lección de algodón en nuestra cosecha de 1954; un poco después, dije que no necesitaríamos braceros en 1962; lo que significa que algo tuvo que su-ceder en ese lapso además de nuestros jaleos con el señor Goodwin. Real-

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mente pasaron muchas cosas, pero no creo que sea necesario decir dema-siado al respecto. Una afirmación simple: los granjeros del Valle decidieron utilizar máquinas para recolectar el algodón de calidad superior y utilizar mano de obra local o migratoria para quebrar el algodón quemado y los desmotadores del Valle invirtieron, cada uno de ellos, cincuenta mil dólares o más para limpiar la maquinaria, los traileres y los otros utensilios necesa-rios para manejar correctamente este tipo de recolección de algodón. Esto quizá se asemeja a tu propia experiencia competitiva al tratar de mejorar la lectura de las tarjetas verdes para los bultos que tu desmotadora empaca. No fue así de simple y nuestras experiencias son un poco diferentes, por tanto me permito aventurar una cierta elaboración.

Ignoro si estas máquinas para recolectar el algodón son utilizadas ma-yoritariamente en tu región, porque la gran cosecha de 1953 que te ayudé a desmotar fue efectuada casi en su totalidad y en forma muy satisfactoria con despalilladoras que son menos costosas que las máquinas tipo spindle. Otra cosa, antes de 1959, primer año del experimento de los planes “A” y “B”, las tarjetas verdes eran muy poco usadas para el mercadeo de nuestro algodón. Los granjeros del Valle han vendido su algodón a precio de mayo-reo más que con el sistema de las tarjetas verdes. El algodón había sido revendido principalmente utilizando las muestras reales y, hasta cierto pun-to, a precio de gin run, pero casi nunca antes de 1959 se había vendido ni una porción de nuestro algodón utilizando el sistema de las tarjetas verdes. Ahora bien, he gastado un poco menos en maquinaria que la mayoría de mis competidores pero si el sistema de las tarjetas no hubiera entrado nun-ca en nuestro ámbito de mercadeo, quizá habría gastado menos y todavía tendría la capacidad para desmotar mi parte de algodón en el Valle.

La máquinas tipo spindle que empezaron a aparecer en el mercado hacia 1958 ya tenían mejoras interesantes tanto que se logró un muy buen traba-jo en la recolección del algodón. Pero hubo muy poco cambio en el proceso de recolección con las máquinas más viejas. La mayoría de los cambios es-taban encaminados a hacer las máquinas más seguras y más fáciles de ope-rar. Unos pocos de mis clientes ya tenían algunas de las máquinas anteriores incluso en los tiempos de los mojados y estaban satisfechos con el trabajo que hacían cuando se las manejaba correctamente. Sin embargo, estos clientes empleaban más tiempo atendiendo sus máquinas que recolectando algo-dón. Era muy difícil mantenerlas funcionando. Una semilla de ébano o de mezquite podía hacer estragos en una de estas máquinas si se llegaba a in-troducir dentro de los ejes de la misma. Sacar esta semilla requería de horas enteras y su reparación se llevaba un día o más. Incluso una hoja de maleza

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podía detener la maquinaria y sacarla de allí tomaba horas. Un granjero me contó la aventura que fue liberar una serpiente cascabel que se quedó atra-pada entre el engranaje de una de estas máquinas. Ésta obviamente dejó de funcionar. La maquinaria había maltratado mucho la serpiente, pero toda-vía seguía viva, y de lo único que puedes estar seguro es de que la máquina estuvo detenida un buen periodo. Si hubiera sido mía, creo que se habría quedado inactiva durante toda la estación.

La máquinas construidas más recientemente eran mucho más fuertes y tenían un sistema de seguridad que detenía la máquina antes de que una semilla pudiera introducirse en el centro de la maquinaria dañándola, ade-más la misma podía ser removida sin perder demasiado tiempo. Una hoja de maleza también podía detener una de estas máquinas, pero generalmen-te podía ser removida con rapidez. Además, la mayoría de los granjeros habían aprendido a no cortar estas hojas de maleza. Cuando se dejan crecer verdes y erectas, es posible que se metan dentro de los ejes sin ningún im-pedimento y sigan verdes y erectas. Supongo que una cascabel no podría detener ninguna de las máquinas recién construidas porque no he tenido noticia de que nadie haya tenido que parar el trabajo por esta razón.

Ahora, una de las partes más importantes de cualquiera de estas máqui-nas es la mano que guía la rueda motora, es decir el operador. Parece ser que la diferencia entre tener un operador entrenado y hábil y uno poco preparado y poco hábil era como la diferencia que hay entre el día y la no-che. Los granjeros que compraron las primeras máquinas y las personas que las vendían sabían muy poco acerca de las mismas, y aprender a manejar una o entrenar a un operador era un largo y costoso proceso de ensayo y error. Algunos de los operadores de las primeras máquinas eran muy malos y le dieron a su gremio una inmerecida reputación negativa. Las máquinas construidas más recientemente contaban con dirección automática asistida y los hombres encargados de su venta las conocían perfectamente. Cuando James compró su máquina en 1960, sólo fue cuestión de unas horas hacer de él un excelente operador. Una de las tareas más importantes que debe realizar un operador es ser capaz de mantener la recolectora centrada en líneas aparejadas.

Todas estas máquinas necesitan agua para limpiar los ejes. Se necesita muy poca agua para realizar esta labor, pero muchos tenían la idea de que el agua ayudaba a que los ejes agarraran mejor el algodón y la utilizaron en exceso. El resultado era que la recolección se hacía todo un lío y limpiar y desmotar este algodón era un trabajo bastante difícil. Alguna parte del ma-terial recolectado por estos operadores amantes del agua se tardaba mucho

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en poder pasar por mi desmotadora porque era necesario añadirles secado-res previamente. Cuando James compró su máquina, ya ésta venía con un implemento en el que se medía la cantidad exacta de agua, y esto dejó de ser un problema. También, ya se han dado instrucciones claras de cómo limpiar a fondo estas máquinas, preferiblemente dos veces al día, con el fin de lograr resultados óptimos. Los primeros operadores, por lo general, prácticamente no se molestaban en limpiarlas en toda la estación.

Uno de los problemas más desconcertantes relacionados con el uso de estas máquinas ha sido cómo y cuándo deshojar el algodón que va a ser re-colectado. Se creía que la deshojada era imperativa si se esperaba que el al-godón recolectado a máquina produjera altos grados. Y un buen trabajo de deshoje era imposible de lograr. Cuando esto sucedía, la primera recolección a máquina resultaba tan limpia como si se hubiera recolectado a mano, sin embargo en la segunda recolección se molían las vainas espinosas muertas y el algodón recolectado no venía limpio. Si el deshoje se hacía demasiado pronto, el efecto producido era similar al de una helada temprana sobre el algodón tardío en tu región y la segunda recolección difícilmente se justifi-caba. Algunos de los granjeros en el Valle alto intentaron esperar hasta me-diados de agosto para hacer el deshojado y recolectaron su algodón solamen-te una vez, pero esta práctica resultó demasiado peligrosa para el área de Raymondville en donde el rocío matinal suele ser muy denso y hay buenas posibilidades de que llueva a finales de agosto. También demostró tener sus inconvenientes en el alto Valle, cuando las lluvias intensas de agosto de 1960 les impidieron totalmente a algunos de estos granjeros llevar a cabo su reco-lección de algodón, incluso habiendo logrado una muy buena cosecha.

Hay un deshojador disponible para la venta y es aplicado por las mis-mas personas que venden insecticidas. James ha podido comprobar que sus predicciones relacionadas con la presencia temprana de insectos, en la ma-yoría de los casos, son un mito. Por tanto, tenía la sospecha de que la nece-sidad de hacer este deshojado para la recolección mecánica también lo era. Así cuando compró su máquina en 1960 nunca se preocupó por deshojar su algodón, simplemente puso manos a la obra en su recolección. Funcionó perfecto. Su primera recolección no fue de la misma calidad que la del al-godón que había sido deshojado, pero tampoco su segunda recolección fue de una calidad tan baja como la del algodón deshojado y no había hecho la inversión que implicaba el deshojado, ni tuvo que enfrentar la pérdida de producción que éste causa. Muchos granjeros han abandonado la idea del deshojado, exceptuando a finales de agosto cuando se debe cumplir con ciertas reglamentaciones para el arado.

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Hay algo más acerca del uso de estas máquinas que me dificultó con-vencer a algunos de mis clientes para que las usaran: cuando el algodón es recolectado a mano o a máquina, algunos de los copos de algodón se que-dan en el campo y tienen la forma de pequeñas “motas”. Cuando el algo-dón es recolectado a mano, estas motas permanecen entre los abrojos y son casi imperceptibles, pero una máquina deja hileras de estas motas a todo lo largo de los tallos, lo que se ve espantoso. Hace mucho que sabemos que estas motas representaban sólo una pequeña pérdida de algodón, pero muchos clientes eran muy difíciles de convencer. Un cliente compró una máquina al tiempo con James y la puso a funcionar en una parcela de al-godón de tierra seca que estaba más o menos abierto en tres cuartas partes. Después de poner en marcha la máquina, pasó por el Mecca Café a com-prar un café que le duró varias horas. Cuando regresó a mirar la máquina funcionando se encontró con estas ristras de motas y su presión arterial sufrió un cambio radical. Antes de tomar cualquier acción drástica consul-tó con mi desmotadora y descubrió que su máquina estaba recolectando más de media paca por acre. Siendo así que sus estimativos eran que la producción total de esta tierra sería cerca de media paca por acre y no todo estaba abierto, estaba seguro de que no se estaba desperdiciando mu-cho algodón. Contrató unos cuantos hombres por horas para recoger las ristras de motas en el campo que había sido recolectado a mano y se dio cuenta de que los recolectores habían dejado más algodón en el campo que la máquina. Esto se convirtió en tema de conversación permanente en nuestros cafés y el resultado fue que pudimos persuadir a muchos clientes, reticentes hasta ese momento, de que contrataran un buen operador para la recolección de su algodón. Les sugerimos a estos clientes estar lejos de sus campos hasta no haber reclamado sus cheques, con el fin de reducir los riesgos de ataques cardiacos.

Así, el operador de una máquina recolectora de dos líneas podría espe-rar recolectar únicamente cien acres de algodón en tiempo normal a prin-cipios de los años cincuenta y el resultado siempre sería dudoso, y no podía esperar una gradación promedio mejor. Debido a las muchas mejoras en las máquinas y a un número considerable de experimentos de ensayo y error, el mismo operador, utilizando una máquina construida después, puede as-pirar ahora a recolectar más de trescientos acres de algodón durante una estación normal, teniendo casi certeza de los resultados y también puede esperar una gradación promedio no menor al estricto low middling, el que tiene muy buena venta aquí; y la utilización de estas máquinas para recolec-tar nuestro algodón es muy exitosa.

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En lo que respecta a las contrataciones locales para arrancar el rema-nente quemado, el follón con el señor Goodwin hizo que los pocos recolec-tores que solían desaparecer a mediados de julio decidieran quedarse en el Valle durante la estación de recolección. Algunos de los trabajadores que suelen iniciar su migración rumbo al norte han decidido iniciar su ruta migratoria en nuestro Valle en donde se quedan hasta mediados de julio, época en la que por lo general concluye el trabajo con los remanentes que-mados. Muchos negros procedentes del este de Texas se quedan ahora en julio y casi todo el mes de agosto antes de regresar a casa. He convertido en hoteles cuatro de mis casas de alojamiento para braceros. La adaptación simplemente ha consistido en añadir particiones de hierro recubiertas en tela. El cupo de tres de ellos se llenó con negros y el otro con latinoameri-canos procedentes de Robstown.

Ahora bien, es evidente que nosotros no consideramos estas masas ciu-dadanas como habitantes permanentes en el Valle; el señor Goodwin tiene sus ojos puestos sobre ellos y él parece estar en mejores relaciones con Jfk y con Lyndon de lo que estaba con ddE y con Dick. No es sino dejarle al tiempo que dicte lo que va a suceder puesto que es bien posible que estos trabajadores migratorios enfrenten la misma suerte de los braceros, pero hemos tenido experiencias muy exitosas con el uso de las despalilladoras y los remanentes quemados. Nuestro vecino, el señor Streb, ha producido una despalilladora que es un cepillo de nylon que parece funcionar bastante bien con cualquier tipo de algodón. Streb ha tenido que trabajar duro en la producción de muchos de estas despalilladoras, pero hace poco entregó la producción a una firma en Kansas y estamos seguros de que cuando el señor Goodwin haga su aparición para “mejorar las condiciones de los pobres trabajadores migratorios” nosotros estaremos en condiciones de utilizar estos cepillos para trabajar los remanentes quemados. Es posible que la despalilladora de Streb reemplace desmotadora tipo spindle.

Así pues, a pesar del general Swing y del señor Goodwin, el cultivo del algodón en el Valle sigue siendo un negocio rentable. James logró una muy buena cosecha este año, incluso los estimativos más conservadores prevén una producción de paca y media por acre y lo ha logrado con un costo de menos de treinta dólares por acre. Ha vendido este algodón a precio de mayoreo de treinta y tres centavos por libra, lo que te permite ver que la cosecha será muy rentable. Hemos conservado la mayor asignación de su-perficie en acres en el país e incluso nuestros banqueros creen que la pro-ducción de algodón representa el futuro más importante de la agricultura del Valle. Creo que teniendo en cuenta el tipo de clima de nuestra región,

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puedo decir que tengo suficiente experiencia como para esperar que mi pequeño negocio de desmote de algodón siga siendo exitoso.

Unas cuantas palabras relacionados con el cambio de mi desmotadora quizá sean necesarias. Incluso en los días de los mojados los vendedores de maquinarias para las desmotadoras tenían el siguiente grito de batalla: “estamos preparándonos para lograr un algodón recolectado a máquina”. Estos vendedores promocionaban en primera instancia las limpiadoras de borra. A veces pienso que ellos lograron vender más la idea de la necesidad de tener limpiadoras de borra que desmotadoras. La limpiadora de borra Moss ha sido la más popular y muchos granjeros ignoran qué es una lim-piadora de borra pero insisten en afirmar que una desmotadora debe tener el sello distintivo de Moss.

Puedes estar seguro de que no había limpiadora de borra en mi desmo-tadora cuando la compramos al señor Brett, quien no instaló ninguna adi-ción a la desmotadora durante los cuatro años que fue propietario de la misma, bueno exceptuando un motor eléctrico. Yo le instalé unas cuantas limpiadoras de aire en 1952 porque me gustó cómo funcionaban en Lame-sa, aunque no aportaban casi nada al algodón tipo tarjeta verde. Después de esto y durante muchos años me resistí, al igual que el señor Brett, a ins-talar maquinaria nueva en la desmotadora. Me he ganado la fama de recha-zar la idea de comprar nueva maquinaria para el desmote, reputación que, tal vez, merezco. También se me tacha de saber qué iba a hacer antes de empezar a hacerlo. Reputación que no me merezco en absoluto porque la mayoría de las veces no tenía idea de lo que estaba haciendo.

Entre mi competencia, hay algunos que instalaron estas limpiadoras de borra y se mostraron muy satisfechos con la mejora en la clase de su algodón. Pocos de sus clientes se dieron cuenta de los resultados que estos limpiadores generaban porque la limpieza es algo relativo. Esto no afectó casi nada mi negocio, porque todo el algodón era comprado por las des-motadoras a precio de mayoreo; de hecho, esto me ayudó un poco, porque algunos de los granjeros en realidad valoraron su limpieza. Quizá tu pien-ses, como muchos vendedores de maquinaria lo han sugerido, que yo debería instalar estos limpiadores y beneficiarme de la mejora en el grado de algodón. Siendo así que nuestro algodón fue revendido utilizando muestras reales, la mejora en el grado no parece implicar una diferencia considerable. Sigue sorprendiéndome tanto a mí como a mi agente comer-cial que mi algodón se venda mejor que el de la competencia; de hecho, los compradores parecían considerar que estas limpiadoras de borra ha-cían más daño que provecho al algodón. Todo coincidía con la opinión de

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Charley Merkle, del laboratorio del desmote, en relación con la calidad del algodón. La diferencia estaba en que Charley se rehusaba a aceptar que el daño era causado por las limpiadoras de borra. El se limitaba a afirmar que las pruebas demostraban en la mayoría de los casos que la mejora en la gradación del algodón resultante del uso de las limpiadoras de borra no compensaba la pérdida en peso. Charley sospechaba, lo que logró probar después, que el daño era ocasionado por una utilización excesiva de secadores, cuyo uso adecuado mejora más la gradación que las limpiadoras de borra.

No podíamos evitar las tarjetas verdes para el mercadeo de una buena parte de nuestro algodón, así para mi propia protección, entre 1956 y 1958, instalé una buena cantidad de maquinaria con el fin de prepararme para el algodón recolectado a máquina. Instalé una limpiadora tipo sierra (no de marca Moss), una máquina stick, una secadora de torre grande y una unidad de control de alimentación de las máquinas. Me siento más orgulloso de esta última que de todas las otras máquinas de mi desmotadora. Con ella se aumentó la capacidad total de la misma cerca de un 20% y se eliminaron casi por completo las obstrucciones. Así, hacia 1959, yo creía tener mi des-motadora totalmente equipada para competir con un algodón recolectado a máquina. Sabía que tenía el equipo suficiente para competir con cualquier desmotadora de la zona de Raymondville.

El señor Don Stone, uno de mis competidores, ha operado con mucho éxito una desmotadora en Willamar ya hace unos cuantos años. Hace mu-cho tiempo Don logró el control de varios miles de acres de tierra seca muy buena en la parte este de Willacy County. Entró en sociedad con Jack Funk, y tomó en arrendamiento dos desmotadoras en Sebastian. Don y Jack tra-bajan la mayor parte de sus tierras directamente, pero arrendaron una buena porción de la misma a unos granjeros poderosos con lo cual asegu-raron buenos negocios para sus tres desmotadoras. Trabajan su algodón en Willamar, cuya planta en 1959 tenía exactamente el mismo equipo que la mía. Jack manejaba las dos desmotadoras en Sebastian, que tenían dos lim-piadoras de borra Moss en línea, y desmotaron todo el algodón de sus clientes allí. La cosecha de algodón de tierra seca en 1959 fue mejor aquí y Jack tuvo más algodón para desmotar que el que podía manejar las dos plantas de Sebastian. A mediados de la estación se vio obligado a prestar algunos de sus clientes a sus competidores. Entre ellos me prestó a Ocono Brook, mi amigo y antiguo compañero de golf.

Ocono había comprado dos máquinas nuevas y diez traileres ese año, y cuando empezó a desmotar su algodón conmigo ya había logrado deshojar

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el suyo y completar la primera recolección. Estaba muy complacido con estas máquinas, porque en su primera recolección había producido algodón all middling. El señor May, quien había vendido y atendido estas máquinas, las había revisado antes de que Ocono empezara su segunda recolección conmigo. Mi molino produjo algodón strict low middling con la procedencia de las primeras pacas de su segunda recolección. Ocono siguió al señor May y le aumentó el agua a las máquinas pensando que con esto iba a mejorar el algodón. Mi planta producía tanto low middlings como corrientes al pro-cesar este algodón. El señor May quien iba detrás del señor Ocono le bajó el agua a las máquinas con lo cual mi planta empezó a producir de nuevo los strict lows. En realidad yo no le presté mucha atención a esto, porque sabía que el señor Ocono no iba a ser un cliente regular mientras el estuvie-ra rentando ochocientos acres de buena tierra de Don y yo creía que mi planta era tan buena como cualquier otra. Ocono estaba demasiado ocupa-do para prestarle mucha atención a esto, y pensaba igual que yo. Había desmotado cerca de cien pacas conmigo antes de recoger unas muestras y tarjetas verdes para enviar algodón con unas ventas anteriores. Pero casi explota cuando vio estas muestras y estas tarjetas verdes y dejó de desmotar en mi planta inmediatamente. Trabajó casi con todas las otras desmotadoras del condado sin quedar satisfecho nunca, y terminó vendiendo a la Man-gosta el resto de su algodón al contado y en el campo.

El señor May le explicó a muchos de mis clientes el error que había cometido Ocono al utilizar un exceso de agua y que el algodón de la segun-da recolección, o el algodón deshojado siempre es peor que el de la prime-ra recolección. Mis clientes estaban satisfechos con mi planta, pero yo tenía ciertas sospechas, al igual que Ocono, en relación con la diferencia que im-plicaban las limpiadoras de borra en línea (de las que yo carecía). Ocono observó, lo mismo que yo, que las muestras de mi planta salían con muchas más astillas que las trabajadas en las plantas de Sebastian. Mientras yo esta-ba ocupado cuidando mi brazo derecho ese invierno, un grupo de expertos desmotadores, dirigidos por Charley Merkle de los laboratorios en Missis-sippi, visitaron el Valle. Ofrecieron una serie de conferencias en Welsaco y dedicaron dos días a visitar las plantas que se lo solicitaban. Explicaron que algunos experimentos habían comprobado que las limpiadoras de borra en línea hacían un trabajo excepcionalmente bueno en la limpieza del algodón recolectado a máquina. Parece que la primera limpiadora hace todo el daño en lo que respecta a pérdida de peso, mientras que la segunda limpia estas pequeñas astillas generando una mínima reducción en el peso. Charley vi-sitó mi planta y me felicitó por no haber comprado toda la maquinaria que

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habían estado ofreciendo en los últimos años, pero con mucho tacto me sugirió que necesitaba otra limpiadora de borra.

Esta fue una de las razones de mis múltiples problemas durante la pri-mavera de 1960 cuando el señor McDonald estaba intentando poner en la lista negra nuestra asociación. Yo sabía que la recolección manual estaba a punto de terminar y que tenía que instalar una limpiadora si no quería perder buena parte de mi negocio de desmote. Charley le había dicho a todos mis competidores lo mismo, y casi todos iban a tener limpiadoras en línea instaladas para la cosecha de 1960. Nosotros acabábamos de terminar la sociedad familiar y no había dinero disponible. La limpiadora que yo necesitaba costaba cerca de 12,000 dólares y no tenía ni la más remota idea de cómo iba a hacer para comprar una.

Instalé otra limpiadora y una Moss. Smokey Haley, el gerente de la des-motadora más grande de Lyford, trabajaba antes con la Compañía Hard-wick-Etter vendiendo maquinaria para desmotadoras. Smokey decidió que toda la maquinaria Murray, Mitchell y Moss de su planta grande debía ser descontinuada y reemplazada por equipo Hardwick-Etter. Esto me permitió comprar una limpiadora Moss casi nueva por 7,000 dólares. Smokey instaló más de 200,000 dólares en equipo Hardwick-Etter en su enorme desmota-dora cooperativa ese año, pero no aumentó considerablemente su capaci-dad. Empezó a trabajar de nuevo con Hardwick-Etter en 1961.

Cuando empezamos nuestra cosecha de algodón en 1960, mi desmota-dora estaba totalmente equipada para trabajar el algodón recolectado a máquina. Ese año compré un medidor de humedad pequeño, y este peque-ño instrumento de 200 dólares me dio una educación que valía muchísimo más. Con la utilización de este medidor, logré concebir un método de control de secado que me permitió desmotar algodón con un contenido óptimo de humedad de entre 6 y 6 ½ por ciento en planta aunque la semilla de algodón en los traileres variaba en contenido de humedad entre 7 y 12%. Además, gracias al mismo, conseguí unos cuantos nuevos clientes. Las lluvias empe-zaron temprano en 1960 y el medidor indicó que una parte del algodón recolectado a máquina mostraba más de 12% de humedad. Mi secadora grande no logró hacer que este algodón más húmedo alcanzara una hume-dad óptima, entonces se hizo evidente la necesidad de otra secadora. Powell Stewart, quien debía algún dinero a Wayne Bonham, se atrasó en su recolec-ción ese año y le pidió a James ayuda para recolectar algodón en sus lotes. Como logré vender los low middlings que yo desmoté a un precio mayor que el que obtuvo Wayne en la venta de sus strict low middlings, pude establecer distancias con él sin producir demasiados estragos.

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En 1961 pude comprar una secadora casi nueva de una desmotadora que había estado fuera de funcionamiento varias estaciones y que estaban vendiendo pieza por pieza en lugar de desplazarse a otro lugar. La secado-ra fue muy barata y cuando la tuve instalada mi pequeña desmotadora logró estar tan bien equipada como cualquier otra en el condado. ¡Demonios! ¿Por qué te estoy contando todo esto? Tú estuviste en mi planta el año pa-sado y comentaste que estaba totalmente equipada. En realidad, me costó tanto instalar los recogedores de polvo y los recolectores de basura requeri-dos por la comisión ciudadana de Raymondville como el que me había costado la instalación de la maquinaria de limpieza para satisfacer a mis clientes. Una crisis política suele surgir cada dos años y la comisión ciuda-dana pasa una nueva ordenanza relacionada con el tratamiento de las basu-ras de los desmotadores de algodón. ¿Conoces de algún buen lugar para vender ladrillos que sirvan para construir asadores? Tengo más o menos 2½ cargas de ladrillos procedentes de un incinerador cuya utilización fue pro-hibida a partir de la última crisis.

Nuestra revolución prácticamente se acabó y James y yo seguimos aquí. Creo que nuestros acreedores nos dejarían partir si quisiéramos hacerlo. Tanto nosotros como ellos pensamos que nuestro futuro es promisorio, lo mismo que el del cultivo y desmote del algodón en toda la zona del valle bajo del Río Grande.

Hablando de desmote, contraté un grupo para limpiar mi pequeña desmotadora el jueves pasado. Ayer desmotamos cinco pacas y estaremos en total funcionamiento muy pronto. Quizá lo mejor es que deje de escribir historia y me dedique al desmote, porque si no lo hago es posible que mi planta se quede inactiva algún tiempo en la presente estación, lo que de seguro no complacería a mis acreedores. Nuestros hoteles no se están lle-nando como esperábamos y es posible que tenga que escribir otro capítulo el año que viene.

Sinceramente.

Post Data: Conclusión

29 de julio de 1962Querido Oke:

Bueno, por fin encontré en dónde detenerme. Espero que la mezcolan-za de informaciones contenidas en este recuento sea ilustrativa. Espero que te diviertas leyendo algunas partes del mismo. Yo he disfrutado escribiendo, pero la verdad no era mi intención que se extendiera hasta la cosecha de

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este año. De hecho, estoy seguro de haber perdido muchos cientos de pacas en el desmote porque mi empeño en escribir esta historia me hizo descuidar a veces mi trabajo.

El primer capítulo fue un experimento. Fue la parte más fácil y también el único capítulo que logré escribir en un domingo. Muchos lo han leído y sus comentarios fueron muy alentadores. James se quejó porque según él yo estaba pintando la escena con brocha gorda. Quizá habría debido decir con una escoba gigante. Creo que lo mismo aplica a todo el relato. He dejado fuera más sucesos y eventos de los que he descrito. Quizá debería decir que hice un recuento de las campañas y omití muchas de las batallas y las esca-ramuzas. Como le dije a James, no estaba dispuesto a recoger todos los pequeños detalles de esta historia.

A Bill Kegler, un pastor de la región que fue capellán de los marinos en la Segunda Guerra Mundial, pareció gustarle mucho el primer capítulo y me recordó que Lo que el viento se llevó había sido una opera prima. Yo le respondí que escribir en detalle esta historia requeriría más investigación de la que Margaret Mitchell hizo nunca y que el resultado sería tan largo que, a su lado, Lo que el viento se llevó no sería sino un cuento corto.

Todo este palabrerío me tendió una trampa y empecé a tratar de com-pletar un relato, sin importar de qué tipo. Creí que podría concretarlo en un par de cartas cortas. Cuanto más escribía, más recuerdos venían a mi memoria y la trampa se fue haciendo más y más grande hasta que me en-contré en una especie de desierto del que nunca iba a lograr salir.

Entre tanto, aunque el final ya se vislumbra, nuestra Revolución todavía no concluye. Tenemos más algodón quemado este año que en 1960 y se trata de un muy buen algodón también. No hay suficiente como para sacar el 10 por ciento de ello. Muchos granjeros han comprado algunas despali-lladoras V-22 al señor Streb y con la ayuda de un desecativo están realizando un trabajo estupendo con su algodón, después de haber recibido un buen entrenamiento. Con el fin de estimular este movimiento, muchos de los des-motadores del Valle, incluyendo al suscrito, han comprado algunas de estas despalilladoras y están alquilándolas a los granjeros. No se lo digas a nadie, porque si logramos manejar esto con cuidado el despalillado podría ser un servicio adicional que nuestro Valle puede ofrecer en forma competitiva.

Hemos tenido varios operadores que manejan las despalilladoras con-vencionales pero que no han logrado mucho. Estoy seguro de que muchos de mis clientes cuyos campos son de tierras secas estarán sembrando este tipo de algodón el año que viene. Una cosa es segura, voy a tener que meter nueva maquinaria a mi desmotadora para poder atender el forraje

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y las toneladas extras que estas despalilladoras generan, pero dudo que pueda realizar una inversión considerable. De verdad me gustaría tener buena parte de los miles de dólares que gasté tratando de preparar y de utilizar ciudadanos como recolectores de algodón para realizar ahora esta inversión. Tenemos cerca de trescientas manos y, aunque todas ellas han estado recogiendo, ciertamente no traen mucho algodón. Un grupo de cerca de cincuenta negros están recogiendo más de lo que todos los demás logran juntar.

Creo que estamos demostrando que el algodón que cultivamos aquí puede ser cosechado mecánicamente ya con una máquina recolectora o con una despalilladora. Lo que es más importante aún, estamos convenciendo a la mayoría de nuestros clientes de que ellos pueden hacer sus cosechas de algodón mucho más rentables si lo cosechan mecánicamente. Esta estación parece que va a ser tan confusa como la de 1954. Sin embargo, creo que toda esta confusión servirá para que el cultivo y el desmote de algodón sea cada vez más rentable para el Valle.

Los rumores que inundan mi oficina en esta estación me hacen pensar en la descarga banzai que tuvo lugar muy cerca de mí en Dagamis, P.I. en 1944. Todavía nos quedan muchas batallas por librar, pero creo que estamos realizando nuestra última campaña. Al menos, ya no dependemos de la mano de obra para la recolección de nuestro algodón. Creo, primo, que esto ya es mucho.

Sinceramente.