Lorris el Elfo - Laura Gallego García · parcialmente una gigantesca cueva, de la que surgía...

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Lorris el Elfo 3. Valnor el Vengador Laura Gallego García

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Laura Gallego García

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Capítulo I: "Fuego Azul"

Lorris cayó pesadamente al suelo. Sus piernas ya no

resistían más. Intentó ponerse en pie, pero cayó de nuevo. Cerró

los ojos y los puños, encogiéndose sobre sí mismo, esperando la

muerte.

Sin embargo, ésta no llegó. Lorris abrió los ojos,

desconcertado. Ya no oía a sus espaldas el rugido de furia del

Oso Bicéfalo.

Se atrevió a girarse y a echar un vistazo. El Oso Bicéfalo

había abandonado la persecución. Lorris vio que, algo más lejos,

Elga e Izan se habían detenido y volvían atrás para reunirse con

él.

Trató de levantarse, pero sólo consiguió quedarse sentado.

-¿Y esa pierna? -preguntó Elga jadeante cuando llegó

junto a él.

Temblaba como una hoja. Le ayudó a levantarse y el elfo

se quejó débilmente.

-Creí que no lo contábamos -suspiró-. No puedo creerlo.

¿Cómo hemos podido salir vivos de ésta?

Elga echó un vistazo atrás.

-Me gustaría saberlo a mí también -manifestó-. ¿Por qué

ese animal dejó de perseguirnos?

Lorris se encogió de hombros.

-Eh, ¿sabéis dónde estamos? -preguntó Izan, mirando a

todos los lados mientras se aproximaba a ellos.

-Ni idea -gruñó Elga-. ¿Otra vez en el Reino de los

Duendes?

Izan negó con la cabeza.

-No, encanto -dijo-. Nos encontramos en el Reino de los

Dragones.

Una exclamación ahogada surgió del interior del bolsillo

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de Lorris. Ona asomó su despeinada cabeza por ahí,

mortalmente pálida.

-¿En el Reino de los Dragones, dices?

-No le hagas caso -se burló Elga-. Éste no sería capaz de

encontrarse a sí mismo en una habitación vacía.

-Muy simpática -protestó Izan-. Hemos cruzado el arroyo,

y sabes perfectamente lo que dice el mapa que hay detrás: el

reino de los Dragones.

Lorris asintió, acariciándose la barbilla pensativo. Elga

abrió la boca para protestar, pero el elfo se le adelantó.

-Lo que dice Izan no carece totalmente de sentido -dijo.

-¡Pues, si estamos en el Reino de los Dragones -intervino

Ona, saliendo volando del bolsillo de Lorris-, deberíamos salir

de aquí inmediatamente!

-¿Por qué? -preguntó el elfo-. Ahrgan, el único dragón con

quien he tenido oportunidad de hablar, era bastante razonable.

-Ese dragón está domesticado -dijo Izan con desprecio-.

Fue la montura del Caballero Andric en las guerras contra los

enanos.

>>Cuenta la leyenda que cuando Andric murió, Ahrgan se

quedó en Liadar para protegerla y guardarla. De hecho, es el

único dragón que ha pasado por el Reino de los Humanos en

muchos siglos. Los auténticos dragones viven aquí en estado

salvaje, y son fieros y terribles. Ahrgan obedece sin rechistar las

órdenes del Gobernador de Liadar. ¡De un humano! Por muy

ejecutor que sea, sinceramente, no me da ningún miedo. Es un

cobarde.

-Así que Arhgan, el Gran Dragón Negro, el Guardián-

Ejecutor de Liadar, es un cobarde -retumbó una voz de trueno-.

¡Y es nada menos que un mosquito humano quien lo dice!

Lorris, Elga, Izan y Ona se volvieron a todos los lados,

temerosos. Detrás de una roca asomaba una serpenteante cola

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escamosa de color azul; entonces vieron que esa roca tapaba

parcialmente una gigantesca cueva, de la que surgía lentamente

la enorme cabeza de un dragón.

Los cuatro compañeros quisieron echar a correr, pero el

miedo les paralizó. Izan retrocedió unos pasos, tropezó con una

piedra y cayó hacia atrás, quedando sentado en el suelo.

El dragón azul elevó su cabeza muy por encima de ellos.

Su cresta se erguía amenazadora, como un aterrador conjunto de

agujas de hielo. Sus ojos negros brillaban, Lorris no supo decir

su de regocijo, de cólera o de odio.

El dragón salió despacio de su escondite. Era en realidad

un animal magnífico. Sus escamas azules relucían bajo los

últimos rayos de Arsis con un brillo metálico. Era bastante

joven, y su cuerpo era elástico y musculoso.

-Y bien, enano -dijo el dragón, bajando su cabeza hasta

Izan-. ¿Podrías repetir lo que acabas de decir? Me temo que no

te he oído muy bien.

-Yo... de... decía... -tartamudeó Izan.

El dragón ladeó la cabeza para escucharle mejor, en un

gesto burlonamente solícito.

-Decía que el Gran Dragón Negro, el Guardián-Ejecutor

de Liadar, es un cobarde -concluyó una voz serena-. Pero tienes

que disculparlo; es un humano ignorante que no conoce a

Ahrgan.

El dragón azul levantó bruscamente la cabeza y miró a su

alrededor. Lorris era el que había hablado.

-Escuchar las conversaciones ajenas es de muy mala

educación -hizo notar el elfo-. ¿No lo sabías?

-Yo no estaba escuchando -observó el dragón-. Se oía todo

desde mi cueva.

La atención del reptil dejó de concentrarse en Izan para

hacerlo en Lorris.

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-¡Uhm! -exclamó, y una vaharada de aliento ardiente los

envolvió-. ¿Qué clase de extraña criatura eres? ¡No, espera, no

me lo digas! -Alzó la cabeza para observar a Lorris desde todos

los ángulos-. ¡Vaya, un elfo!

Lorris retrocedió sorprendido.

-¿Cómo...?

-¿Cómo sé que eres un elfo? -concluyó el dragón-. Aún

soy joven, pero recuerdo a los elfos; mi abuela solía hablarme de

ellos. Yo sabía que, aunque no hubiera visto nunca uno, los elfos

seguían vivos... y en el Bosque.

La gigantesca criatura alzó un poco más la cabeza, hizo

una pausa y prosiguió:

-Los dragones tenemos fama de ser los más sabios de todo

Ilesan, elfo -añadió mirando a Lorris con curiosidad-. ¿Qué te

trae por aquí?

Lorris se repuso de la sorpresa inicial. El dragón parecía

amigable.

-Se me apareció en el Bosque una mujer humana -explicó

el elfo-. Me dijo que tenía que salvar a los míos, pero no me dijo

de qué. Me dio su lechuza para que me guiara, y, aunque hemos

perdido la lechuza, sabemos que se dirige al noreste, y que de

allí proviene el peligro que amenaza a los elfos.

-¡Ah! -exclamó el dragón-. De modo que eres tú quien ha

estado haciendo de las suyas en el Reino de los Enanos,

¿verdad?

Lorris lo miró sorprendido.

-¿También sabes eso?

-Algo hemos oído.

El dragón observó divertido a los cuatro visitantes.

-De manera que conocéis personalmente a Ahrgan, el

Guardián-Ejecutor de Liadar -dijo-. Bien, en su defensa diré que

está allí para vigilar a los humanos. Es un enviado especial del

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Reino de los Dragones. Y no es un cobarde. Tal vez chochee un

poco, pero hay que disculparlo; los años ya le pesan.

-Se conserva muy bien -se atrevió a decir Elga.

El dragón hizo un gesto jovial.

-Hace tiempo que no le veo -dijo-, pero supongo que

tienes razón. Por cierto, no me he presentado. Mi nombre es

Ifnan, "Fuego Azul" en la lengua Común. Vuestra historia es

extraña, pero no tengo la menor duda de que es real. Puede que

la lechuza quisiera llevaros al norte; no resulta descabellado.

Los dragones sabemos que de allí procede el mal que está

extendiéndose por Ilesan.

-¿Y no podéis hacer nada? -inquirió Izan.

-El único Reino que no podemos sobrevolar es el Reino de

los Darai -explicó Ifnan-. Está situado sobre una altísima meseta

entre las montañas. Es el país de las nieves perpetuas. Las

frecuentes tormentas de nieve hacen que los dragones pierdan el

rumbo, y que mueran congelados. Somos reptiles, criaturas de

sangre fría; necesitamos el sol para calentarnos.

Casi involuntariamente los cinco volvieron la cabeza hacia

la cordillera que se alzaba cerca de ellos, sombría y

amenazadora, tras la cual se ocultaba el Reino de los Darai.

-Con lechuza o sin ella, yo tengo que ir allá -murmuró

Lorris.

-Yo te acompañaré -dijo Elga.

Izan no despegó los labios.

-Nunca podríais cruzar la cordillera vosotros solos -dijo

Ifnan-. Es demasiado ancha y no vais bien equipados. En caso

de que lograrais pasar, tardaríais mucho tiempo.

Lorris no dijo nada. Ona dejó caer las alas, abatida.

-Aunque yo podría cruzaros al otro lado -añadió Ifnan

pensativo.

Todos se volvieron rápidamente hacia él.

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-¿Cómo? -preguntó Lorris.

El dragón azul rió alegremente y agitó sus membranosas

alas, levantando una gran polvareda. Alzó la cabeza hacia el

firmamento, donde ya aparecían las primeras estrellas, y dijo:

-¿Cómo? Volando.

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Capítulo II: “Vuelo accidentado”

-¡Volando! -repitió Izan-. ¿Sobre tu lomo?

Lorris se estremeció. Elga se encogió sobre sí misma.

-Nos llevarías... ¿al otro lado de las montañas? -preguntó

Lorris.

-Tan lejos como pudiera -aseguró Ifnan.

-¿Y por qué tendrías que hacerlo? -preguntó Izan,

desconfiado. Fuego Azul calló un momento. Luego dijo:

-Algo me dice que, si alguien puede detener a lo que sea

que viva en el Reino de los Darai, ése es el elfo. Créeme, amigo.

El sexto sentido de un dragón no suele fallar. El orden ha de

volver a Ilesan.

Lorris asintió.

-No sé si conseguiré llevar a cabo esta empresa -dijo-,

pero debo descubrir qué es esa amenaza que pesa sobre mi

pueblo.

Ifnan resopló suavemente en señal de asentimiento, y posó

una pata suya en el suelo para que el elfo pudiera subir a su

lomo.

Lorris y Elga cruzaron una mirada.

-¿Quieres que nos marchemos... ahora? -preguntó el elfo-.

Es de noche.

-Los dragones podemos orientarnos hasta dormidos por el

aire -dijo Ifnan-. Es nuestro elemento. Si partimos ahora, al

amanecer llegaremos al otro lado de las Montañas.

Lorris miró a Elga. Ésta asintió.

-Voy contigo.

El elfo ayudó a subir a la humana y trepó al lomo del

dragón tras ella. Ona se refugió en su capucha.

-¿Y tú, Izan? -preguntó Lorris al joven humano.

Izan lo pensó durante unos segundos.

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-Estaba pensando -dijo al fin-, que tal vez esa Dama de la

Lechuza tuya pueda contestar a mis preguntas sin respuesta. Sea

lo que sea lo que encontréis allí, quiero conocerlo.

Se acercó resueltamente al dragón y trepó por su pata

hasta sentarse a horcajadas sobre su lomo.

-¿Listos? -preguntó Ifnan alegremente-. ¡Agarraos bien y

no miréis hacia abajo!

Agitó las alas y poco a poco se elevó en el aire. Levantó

una inmensa polvareda que obligó a los jinetes a cerrar los ojos

y aferrarse fuertemente a su piel escamosa.

Lorris apenas podía respirar. Sintió un súbito vacío en el

estómago cuando el dragón levantó el vuelo. Sintió el viento

silbando en sus oídos, el azote de las alas de Ifnan al batir el aire

y el latido de la sangre que se agolpaba en sus sienes.

Cuando la ventisca se calmó un poco, se atrevió a abrir los

ojos.

Sobrevolaban la cordillera. Bajo la pálida luz de Irdinal

vio, muy abajo, un arroyo, y a la izquierda quedaba la

exuberante vegetación del Reino de los Duendes. Sintió que se

mareaba momentáneamente, pero pronto se repuso. Tras él, Izan

había alzado la cabeza y dejaba que el viento le azotara el rostro

y echara hacia atrás su cabello enmarañado y rebelde.

El joven humano estaba disfrutando plenamente con el

viaje. Siempre había deseado volar a lomos de un dragón, y

justamente la posibilidad que se le había presentado de cumplir

su deseo había sido lo que le decidió a acompañar al elfo en su

viaje al norte.

"Me siento libre", pensó. "Volar... ¡Cabalgar sobre un

dragón, a lomos del viento!".

Súbitamente pensó en Elga, y la miró de reojo.

La joven humana aún seguía fuertemente aferrada al

dragón, con los ojos cerrados. Izan le tocó en el hombro, y ella

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abrió los ojos con precaución.

Cuando se decidió a levantar la cabeza de la piel escamosa

del dragón, estuvo a punto de caerse del susto. Pero Izan la

sujetó, y ella pudo dar una mirada circular, asombrada.

¡El mundo era tan pequeño desde arriba...! Aunque abajo

sólo se veían oscuros y puntiagudos picachos, a ella le pareció

muy hermoso.

Elga perdió el miedo y, como Izan, dejó que el viento le

diera en la cara, y se sintió libre como un pájaro.

Ona apenas se atrevió a sacar la cabeza por el borde de la

capucha de Lorris. Si el elfo y los humanos ya eran grandes...

¡cómo debía de ser el enorme dragón para ella!

La noche transcurrió rápidamente. Elga se había dormido

apoyada en Izan, y Lorris daba cabezadas también. Cuando los

primeros rayos de Arsis bañaron la tierra, todos se despertaron y

se despejaron del todo.

Habían atravesado la cordillera. Se adentraban en una

tierra yerma, fría y sin vegetación.

-¡El Reino de los Darai! -anunció Ifnan al darse cuenta de

que sus pasajeros ya estaban despiertos.

Lorris no dijo nada.

Un viento helado los recibió. Conforme avanzaban hacia

el norte, el tiempo parecía empeorar.

-¿Hasta dónde nos vas a llevar? -le preguntó Lorris al

dragón, chillando para que pudiera oírlo.

-¡Tan lejos como pueda! -respondió éste.

Ya habían visto nieve coronando las montañas, pero,

conforme se adentraban más en aquel país, las estepas iban

presentando cada vez más manchas de nieve.

-¡No sé si podré seguir! -gritó entonces Ifnan, mirando

fijamente al frente. Los otros siguieron la dirección de su mirada

y vieron que el horizonte estaba cubierto de turbulentas nubes

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negras, que no presagiaban nada bueno.

-¡Tal vez deberíamos descender! -sugirió Elga.

El dragón negó con la cabeza, aunque se le notaba

preocupado.

-¡Aún puedo llevaros un poco más lejos! -respondió.

Lorris respiró profundamente, intranquilo, pero no dijo

nada. Al fin y al cabo, pensó, Ifnan era un dragón; sabía lo que

hacía.

Pero no tuvo en cuenta que era un dragón muy joven, que

no pasaba de los setecientos años. Era, por tanto, impulsivo y

más bien temerario... como el propio Lorris cuando abandonó el

Bosque.

-¡Nos dirigimos directos a la tormenta! -chilló entonces

Izan.

-¡Por las barbas del Hacedor! -gruñó el dragón, y una

bocanada de humo surgió de entre sus fauces-. ¡Está

extendiéndose demasiado deprisa!

Una ráfaga de aire helado ascendió hasta donde ellos

estaban, y zarandeó a Ifnan, que tragó aire y trató de mantenerse

derecho. Lorris, Elga, Izan y Ona se aferraron a donde pudieron

con todas sus fuerzas.

Los truenos retumbaban y los relámpagos iluminaban el

cielo totalmente encapotado. Los rayos caían muy cerca de ellos.

La nieve los azotaba como un látigo cruel, implacable, el viento

silbaba en sus oídos y nadie comprendía cómo se habían metido

allí, ni cómo la tormenta los había alcanzado tan rápidamente.

Aún no se habían repuesto de la primera embestida cuando

una nueva ráfaga, más violenta que la anterior, arrastró a Fuego

Azul hacia atrás.

Y el dragón se vio inmerso en un torbellino de nieve tan

furioso que no veía nada, y llegó a perder la noción del espacio

sin saber dónde estaba la tierra y dónde quedaba el cielo. Ifnan

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fue zarandeado, barrido literalmente, arrastrado de aquí para allá

por los vientos que constantemente cambiaban de dirección. El

dragón se olvidó de sus jinetes y comenzó a entablar una

desesperada lucha por sobrevivir.

El elfo, la fugaz y los dos humanos gritaron aterrados,

pero el furioso rugido de la tempestad absorbió sus voces. Ifnan

no sabía cómo salir de aquel torbellino, se había metido -aún no

comprendía cómo- en el corazón de la tormenta, y se rebelaba

contra su destino. ¡No podía morir! ¡Era demasiado joven!

Una ráfaga de viento más fuerte que las demás lo tumbó

de espaldas. Los cuatro jinetes resbalaron y, con un grito de

miedo e impotencia, cayeron, cayeron...

"Todo ha terminado...", fue lo único que pudo pensar

Lorris.

"¡No, no, no, no...!", quiso chillar Izan, pero no pudo.

"Quiero ir... a casa...", se dijo Ona.

Y Elga sólo pudo formar con los labios una palabra que no

llegó a pronunciar: "Padre..."

Perdido entre los vientos quedó Ifnan, Fuego Azul, el

dragón, luchando desesperadamente por la supervivencia en

mitad de la furiosa tempestad.

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Capítulo III: “El país de los hielos”

Izan fue el primero en abrir los ojos. Físicamente, era más

resistente que el elfo, y mucho más que la fugaz.

Se incorporó lentamente, con un gemido.

Habían caído sobre un inmenso montón de nieve blanda.

Sin duda eso, añadido al hecho de que no debían de estar a

mucha altura cuando cayeron, fue la causa de que estuvieran aún

con vida.

Lorris yacía inconsciente algo más lejos. Ona, que se

había agarrado a él hasta el último momento, seguía hecha un

ovillo dentro de su capucha.

Izan parpadeó. Le dolía la cabeza. Allí había algo que

fallaba... que no encajaba...

De pronto se hizo la luz en su mente. Sintió que se le

encogía el corazón. ¡La chica...! ¿Dónde estaba Elga?

Se puso en pie tambaleándose. Resbaló y cayó, y se

levantó de nuevo.

Nevaba todavía, pero muy suavemente. De todos modos,

hacía mucho frío, e Izan echó en falta una capa que lo abrigara.

Tiritando, se acercó a Lorris y se arrodilló junto a él.

El elfo estaba mortalmente pálido, y el muchacho temió

que hubiese muerto. Cogió a Ona con cuidado, y le hizo un

refugio con su propio pañuelo. La fugaz tenía algo más de color

que Lorris, aunque estaba fría como un témpano de hielo.

Ahora que Ona estaba caliente, Izan pudo poner boca

arriba al elfo. Le tanteó el cuello en busca de pulso, y contuvo el

aliento expectante.

Pudo sentir unas débiles palpitaciones que mantenían con

vida al elfo. Izan respiró aliviado y envolvió a Lorris en la capa

lo mejor que pudo.

Después miró a su alrededor en busca de un refugio donde

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pudieran ponerse a cubierto. Vio un poco más lejos una

montaña, y, con la esperanza de encontrar allí algún saliente o

grieta donde ampararse, se metió a Ona en el bolsillo, levantó a

Lorris y, como pudo, cargó con él y se dirigió hacia ella con

paso vacilante.

A Elga no se la veía por ningún sitio. Izan sabía que si

comenzaba a buscarla, Lorris y Ona morirían. Tenía que

ocuparse de ellos primero, porque no sabía si la humana estaba

cerca, ni siquiera si seguía con vida.

¿Y dónde estaría el dragón?

Izan se detuvo un momento y miró a su alrededor. La

inmensa mole azul de la criatura se vería desde muy lejos. Sin

embargo, él no la vio.

Deseó de corazón que Ifnan se hubiera salvado, y

reemprendió la marcha. El elfo pesaba poco, a pesar de su gran

estatura. En su bolsillo, Ona iba entrando en calor.

Al cabo de un par de horas alcanzaron la falda de la

montaña. Era en realidad un picacho rocoso no muy alto, una

isla en medio de un mar de nieve y hielo.

Izan, con Lorris a cuestas, comenzó a rodearla, en busca

de algún lugar donde refugiarse.

Tuvo suerte: una pequeña gruta se abría al pie de la

montaña. Izan se introdujo dentro con Lorris, elevando una corta

oración de gracias a Yalon, dios del Destino para los humanos,

diciéndose a sí mismo que sólo tenía que vigilar que la nieve no

cubriera la entrada.

La cueva era bastante espaciosa. Tras acomodar al elfo,

Izan comenzó a limpiarla de nieve. Se preguntó si podría

encender una hoguera.

Había visto un par de árboles de ramas desnudas fuera.

Dejó a Lorris un momento y salió de nuevo al exterior. Tras

aprovisionarse de leña y un par de piedras, entró en la gruta otra

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vez.

Dispuso las ramas en el suelo en forma de hoguera muy

pequeña y entrechocó las piedras hasta hacer brotar una chispa.

Las ramas no prendieron por estar mojadas, pero Izan lo

intentó una y otra vez hasta que una tímida llamita comenzó a

arder.

La llama se extendió y entonces Izan pudo contemplar

orgulloso su hoguera. Sacó a Ona de su bolsillo, le hizo una

especie de cama con el pañuelo y la dejó en el suelo cerca de

Lorris.

Poco a poco se fue caldeando el ambiente. Las mejillas de

la fugaz comenzaron a recuperar el color. La respiración de

Lorris se hizo más regular.

Izan se asomó afuera. Las dentelladas del hambre

comenzaban a devorar su estómago. Parecía que estaba dejando

de nevar. ¿Y si cogiera el arco del elfo y saliera de caza? Tal vez

encontrara alguna liebre...

-Izan.

El humano se volvió. Ona acababa de recuperar el sentido.

-Izan, ¿qué...? -empezó ella, sacudiendo la cabeza.

Miró a su alrededor.

-¿Dónde está Elga? -preguntó.

Izan se volvió de nuevo hacia la entrada de la cueva.

Contempló por unos instantes la nieve que caía suavemente y

respondió:

-No lo sé.

Creyó recordar vagamente que él mismo se había agarrado

al brazo de Lorris al caer del lomo del dragón. Tal vez por eso

había aterrizado tan cerca del elfo. Y Elga...

-No creo que la encontramos ya, Ona -dijo en voz baja.

-Caímos de la grupa de Ifnan -recordó la fugaz-. ¿Y

luego?

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-Caímos sobre la nieve -explicó Izan-. Tú, yo, y el elfo...

Cuando recuperé la consciencia, sólo estábamos nosotros. No sé

qué ha sido de Elga... ni me importa.

Ona no dijo nada. Dejó caer las alas. Izan la oyó suspirar

débilmente. El humano se levantó con cuidado para que su

cabeza no chocara contra el techo y cogió el arco y el carcaj que

el elfo llevaba a la espalda.

-Creo que podré. arreglármelas -murmuró.

-¿Qué vas a hacer?

-Ya no nieva -respondió Izan-. Voy a ver si cazo algo para

comer. Tú quédate con el elfo.

Ona asintió, apesumbrada. Veía el futuro muy negro. Se

envolvió en el pañuelo de Izan para protegerse del frío.

El humano salió de la cueva con el arco de Lorris. La

fugaz lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista.

Entonces, enterró la cara entre las manos y se puso a llorar

suavemente por la suerte de su amiga Elga.

Unas horas más tarde, Lorris abrió lentamente los ojos.

Aún tiritaba, pero, aparte de un buen resfriado, Ona no creía que

tuviera nada grave.

-¿Cómo te encuentras? -le preguntó al elfo.

Éste no respondió. Se incorporó con cuidado,

parpadeando, sacudió la cabeza y miró a su alrededor,

confundido.

-¿Qué...? ¿Dónde...? -empezó, pero las preguntas se

agolpaban en su mente y tuvo que detenerse un momento para

ordenar sus pensamientos y poder formularlas de una en una.

Ona se le adelantó. Le explicó lo poco que sabía por Izan

sobre lo que había sucedido.

En cuanto el elfo se enteró de que Elga se había perdido,

se levantó de un salto, olvidando dónde estaba, y se dio un golpe

monumental en la cabeza contra el techo. Tuvo que volver a

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sentarse, mareado.

-Deberías tener más cuidado -lo regañó Ona.

-Elga... -gimió Lorris-. ¿Ha ido Izan a buscarla?

-No -respondió Ona-. Me temo que sólo ha ido en busca

de algo con que llenar su estómago.

Lorris salió gateando de la cueva. Ona, tras comprobar que

sus alas ya se habían secado, le siguió volando.

Se tropezaron de narices con Izan, que volvía. Traía el

arco de Lorris en una mano y una perdiz blanca sujeta por las

patas en la otra.

-Ya estás bien -observó el humano.

Lorris asintió en silencio, y retrocedió para que Izan

pudiera entrar. Sus ojos se fijaron por casualidad en la perdiz

que el muchacho había cazado, y observó que no presentaba

ninguna herida de flecha, pero no dijo nada.

Izan tampoco. Prefería no confesar que no sabía usar el

arco largo del elfo, y que había matado al animal de una

pedrada, tras encontrarlo atrapado en un espino.

Entre los dos asaron la perdiz y saciaron su hambre.

-Soy partidario de seguir el viaje -dijo el elfo después de

una comida silenciosa-. Seguiremos hacia el norte.

-¿Cómo?-preguntó Izan malhumorado-. Ni siquiera sabes

dónde está el norte.

-Claro que lo sé. Está hacia allá.

Y Lorris señaló una dirección.

-¿Cómo lo sabes? -inquirió Izan con desconfianza.

-Por la posición de Arsis.

-¿Arsis?

-El sol -aclaró Ona.

-El cielo está encapotado -protestó Izan.

-No importa. Yo sé que Arsis está allí.

Tras una breve discusión, Lorris se salió con la suya.

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Aprovechando que había dejado de nevar, abandonaron su

seguro refugio y reemprendieron la marcha.

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Capítulo IV: "Fiebre"

Continuaron el viaje en silencio. Ninguno de los tres dijo

una palabra, ni siquiera cuando la montaña que les había servido

de refugio quedó atrás.

Ona podía sentir del desasosiego que reinaba en el interior

de sus dos compañeros. Lorris no lo disimulaba y, aunque Izan

en apariencia estaba tranquilo y sereno, cubierto su rostro por

una máscara de estoicismo, no podía engañarla; también el

humano estaba muy preocupado.

Se preguntó por qué. A Lorris le preocupaba Elga, de

aquello no cabía duda. Pero... ¿y a Izan?

La fugaz, sin embargo, no se atrevió a preguntar.

Viajaba acurrucada en la capucha de Lorris. Era

demasiado delicada como para viajar a la intemperie, con el

tremendo frío que hacía.

Pronto se puso a nevar de nuevo, con suavidad. Pero ni

Lorris ni Izan parecieron darse cuenta. Sólo avanzaban a través

del páramo nevado.

Apenas había pasado media hora cuando distinguieron un

bulto sobre la nieve, allá a lo lejos. Ahogando un grito, Lorris

echó a correr sin previo aviso, y Ona tuvo que aferrarse con

fuerza a la tela de la capucha. Izan continuó caminando sin

alterarse.

Cuando el humano llegó a la altura del elfo, lo encontró

arrodillado junto a Elga.

La muchacha yacía sobre la nieve mortalmente pálida. Sus

labios estaban azulados, y por un momento Izan temió que

hubiera muerto congelada.

-Vive -dijo Lorris en voz baja.

Se quitó la capa -Ona tuvo que salir bruscamente de ella- y

cubrió con ella a Elga. La alzó entre sus brazos con cuidado.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

-Quién sabe cuánto tiempo lleva aquí -dijo-. Tal vez unos

minutos más habrían sido mortales.

-Debemos llevarla a un sitio cálido -dijo Ona tiritando-.

¿Y si volviéramos a la cueva?

Lorris echó una mirada hacia atrás dubitativamente.

-Está demasiado lejos -zanjó Izan-. En alguna parte este

maldito país debe de estar habitado, ¿no?

Lorris no respondió. Cargó con Elga y prosiguió la

marcha. Ona se refugió en su bolsillo.

Izan los alcanzó. Mientras caminaba junto al elfo, miró el

rostro de Elga por encima de su hombro.

Pensó de pronto que podía morir, y, en un acto impulsivo,

se quitó la camisa que llevaba y se la echó por encima a la joven

humana.

Lorris lo miró estupefacto.

-¡Te vas a congelar! -le riñó-. No puedes quedarte así,

desnudo de cintura para arriba.

Izan se encogió de hombros.

-No me abrigaba mucho -dijo con indiferencia-. Y ella lo

necesitaba más que yo.

Lorris miró a Elga. El pelo, sucio y desgreñado, le caía

sobre la cara. El elfo deseó que estuviera consciente, para poder

apartárselo de un manotazo en aquel gesto suyo tan

característico. Bajo los ojos de la muchacha, podían apreciarse

dos marcas oscuras, debidas al cansancio y las noches sin

dormir. Estaba pálida y helada.

"Yo le he hecho esto", pensó el elfo estremeciéndose.

Sacudió la cabeza, estrechó con más fuerza a Elga entre sus

brazos y prosiguió la marcha, sintiéndose despreciable.

Afortunadamente, no fueron sorprendidos por ninguna

otra tormenta, y el tiempo fue favorable.

Elga, en las horas siguientes, fue entrando poco a poco en

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

calor. Sus mejillas recobraron el color, pero ella siguió

inconsciente.

Al caer la tarde se detuvieron en un claro de un

bosquecillo de coníferas, para descansar. Montaron allí el

campamento, y Lorris salió de caza.

Cuando volvió, Izan y Ona se quedaron boquiabiertos:

había matado un enorme oso gris.

-¿Te has vuelto loco? -protestó Izan-. ¿Qué esperabas

hacer con "eso"? Lorris no contestó enseguida. También había

traído un par de liebres, y las alzó en una mano para que el

humano las viera.

-Cenaremos "esto" -dijo.

-¿Y el oso? -preguntó Ona.

-Nos servirá para hacernos ropa de abrigo.

Izan refunfuñó algo y se arrimó más al fuego.

Elga, desde donde yacía envuelta en la capa de Lorris,

murmuraba palabras incomprensibles, consumida por la fiebre.

Ninguno dijo nada cuando Lorris comenzó a desollar el

oso con el cuchillo de Izan.

-Odio matar animales -dijo el elfo-, pero era necesario.

Cuando finalizó su tarea, limpió la piel con nieve y la

dividió en tres partes, cortando también un trozo pequeño para

Ona. Cubrió a la delirante Elga con una de las partes y devolvió

su camisa a Izan. El humano volvió a ponérsela sin una palabra.

Tampoco dijo nada cuando Lorris le puso por los hombros la

parte de abrigo que le correspondía.

-Será mejor que nos turnemos para hacer la guardia -le

dijo Lorris-. Yo haré el primer turno.

Izan asintió en silencio, se arrebujó en su capa de piel de

oso y se durmió. Unas horas más tarde, Lorris le despertó, y el

humano lo relevó. El fuego se estaba apagando; Izan echó unas

ramas más mientras Lorris caía en un sueño profundo y pesado.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Al cabo de un rato oyó gemidos, y se dio la vuelta. Vio

que provenían de un bulto al que identificó como la durmiente

Elga.

Se acercó en silencio y se sentó junto a ella.

La joven tenía los ojos abiertos, pero no pareció

reconocerle. Brillaban febrilmente, y el muchacho tuvo miedo

de pronto por lo que pudiera pasarle.

-Paaadre...-musitó ella.

Izan le tocó la frente con cuidado, y retiró la mano

inmediatamente. Ardía. Le levantó la cabeza y la apoyó en su

regazo, tratando de transmitirle algo de calor.

-Tranquila, niña -susurró-. Te pondrás bien.

Se sintió como un padre protector, o como una especie de

hermano mayor, aunque probablemente no tendría mucha más

edad que ella.

Pero sólo sabía que Elga estaba muy enferma, que podía

morir... recordó cómo lo había salvado de los duendes y pensó

que, de todas formas, le debía un favor.

-¿Padre? -repitió ella.

Era evidente que deliraba. Izan dirigió una rápida mirada a

Lorris para asegurarse de que dormía.

-Sí, Elga, estoy aquí -susurró tranquilizadoramente.

Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, pero no parecía

verle.

-Sabía que vendrías -afirmó por fin con un suspiro de

satisfacción.

Cerró los ojos y se acurrucó junto a él.

Y se durmió con un sueño reparador, sin pesadillas. Izan

no se atrevió a moverse por miedo a despertarla.

Cuando llegó la mañana, el joven humano apartó con

cuidado a Elga, se levantó y se acercó a Lorris.

El elfo seguía dormido. Izan lo despertó.

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Lorris se levantó parpadeando, y miró a su alrededor. El

rostro de Izan volvía a ser de piedra.

-Es hora de reemprender la marcha, elfo -dijo.

Lorris asintió. Despertó a Ona, que dormía hecha un ovillo

en su bolsillo, recogieron todo y continuaron su camino.

Al caer la tarde estalló una furiosa tormenta de nieve.

Quisieron buscar un refugio, pero todo lo que vieron a través de

la espesa cortina de nieve fue el vasto e interminable valle

blanco.

Izan oprimía con fuerza a Elga contra su pecho. El cuerpo

del humano, delgado y flexible, no la protegía mucho más que el

de Lorris, pero el elfo ya había cargado con ella durante toda la

mañana y ahora le tocaba el turno a Izan.

Lorris abría la marcha. Aquel extraño sexto sentido suyo

le permitía saber dónde estaba Arsis y dónde estaba el nordeste.

Izan ignoraba hasta dónde los había arrastrado la primera

tempestad cuando cabalgaban a lomos de Fuego Azul (¿qué

habría sido de él?), pero no le cabía duda de que el elfo

realmente los estaba llevando hacia el nordeste.

¿Entonces, por qué no encontraban nada?

Izan sacudió la cabeza y, protegiéndose los ojos con una

mano a la par que aferraba a Elga con el otro brazo, continuó la

marcha.

Se tropezó de narices con Lorris.

-¿Qué pasa? -jadeó-. ¿Por qué nos detenemos?

Lorris, sin una palabra, señaló al horizonte.

Entre la ventisca, Izan pudo distinguir una alta

construcción parecida a una torre.

-¿Qué es eso? -preguntó.

-¡No lo sé! -respondió Lorris-. ¡Pero tal vez allí puedan

salvar a Elga!

Izan asintió, y se pusieron en marcha de nuevo.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Capítulo V: "En el Oráculo"

Sin embargo, apenas unos momentos más tarde, la

tempestad arreció súbitamente, y Lorris se encontró solo en

mitad del páramo.

-¡Izan! -gritó.

No obtuvo respuesta. Miró a su alrededor desconcertado,

pero el furioso torbellino de nieve le impedía ver nada.

-¿Izan? -repitió Lorris.

Ona asomó la cabeza por el bolsillo del elfo.

-¿¡Qué pasa!? -chilló.

Lorris no la oyó, pero la fugaz adivinó por sus facciones lo

que había sucedido.

El elfo había perdido de vista, no sólo a Izan y Elga, sino

también la torre salvadora. Tenía una ligera noción de dónde

estaba Arsis, pero, como se habían desviado del camino al

avistar la torre, ahora se hallaba totalmente perdido, sin saber

hacia dónde ir.

-¡Izan, Elga! -gritó.

Siguió caminando sin rumbo fijo hasta que el cansancio lo

venció, y, rendido, cayó sobre la nieve. Ona no se atrevió a salir

de su bolsillo. Sólo un momento para tratar de llegar hasta el

rostro del elfo con la intención de despertarlo, pero el viento

estuvo a punto de arrastrarla, así que decidió quedarse en el

interior de su refugio de tela.

"No sé cuánto durará esto", pensó la fugaz."Si no nos

salvan pronto, moriremos congelados".

Y Ona se acurrucó en el bolsillo de Lorris y se encogió

sobre sí misma, para guardar el calor. Cerró los ojos y se sumió

en un extraño letargo.

* * *

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Izan había perdido de vista al elfo. "Con esa pierna no

habrá podido ir muy lejos", pensó. "Pero... ¿hacia dónde?

Protegiendo a Elga como podía de la ventisca, trató de

avanzar, pero no llegó mucho más allá. Tropezó y, agotado,

cayó de bruces sobre la nieve. Y allí se quedó, aún con un brazo

en torno a Elga con gesto protector.

* * *

Aron servía al Oráculo. Siempre había servido al Oráculo,

hasta donde podía recordar. Había llegado allí de niño porque

sus padres querían que recibiera una buena educación pero, una

vez alcanzó la mayoría de edad, prefirió quedarse allí en lugar

de volver al bullicioso Reino de los Humanos.

Ahora, Aran era ya anciano. Había dedicado toda su vida a

la reflexión y a la contemplación y, aunque muchos no pudieran

comprenderlo, Aron podía decir que era feliz.

En el país de las nieves perpetuas, el Oráculo era una

especie de refugio, un mundo aparte, resguardado de las

ventiscas, cálido y acogedor.

Pero aquel día había sucedido algo que había turbado la

paz del Oráculo.

Eran cuatro. Un elfo, dos humanos y un fugaz. Aron los

había visto acercarse desde la cúpula del Oráculo. En realidad,

de lejos no se había percatado de la presencia del fugaz, ni

tampoco de la identidad del elfo. Como, pese a la ventisca

provocada por los sacerdotes, seguían acercándose, Aron

decidió que podían aumentar la violencia de la tormenta.

Cuando los tres -los cuatro- cayeron al suelo agotados,

Aran sintió algo extraño. No era una certeza, sino más bien una

impresión, una premonición.

Corrió a informar a sus superiores y a solicitar permiso

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para rescatar a los viajeros, que yacían inconscientes, tal vez

muertos, al pie del Oráculo.

* * *

-...la ha salvado. No hay otra explicación. Sólo que resulta

muy extraño que...

-...¿un círculo de curación?

-...o de protección, tal vez...

Elga oía voces lejanas, que hablaban en susurros. Tuvo la

sensación de que se referían a ella.

Movió la cabeza con cuidado y trató de abrir los ojos. Las

voces susurrantes enmudecieron.

-Ya vuelve en sí -observó otra voz.

Elga gimió. Lo último que recordaba era que había

estallado la tormenta, y los cuatro -Lorris, Izan, Ona y ella-

habían caído del lomo del dragón, y luego... Luego, oscuridad.

Intentó levantarse. Una mano, suave pero firme, se lo

impidió.

-Debes descansar.

Elga miré a su alrededor. Estaba rodeada de personajes de

túnicas blancas. Había un anciano humano, un enano de barba

blanca, dos humanos jóvenes y una extraña criatura que, al

taparse con la capucha, no permitía ver su rostro, pero que

imponía respeto con su sola presencia.

-Qué... -musité Elga.

El encapuchado y el anciano humano cruzaron una

mirada. Éste despidió a los jóvenes, que salieron de la

habitación sin hacer ruido, y se volvió de nuevo hacia Elga.

-Has tenido suerte, muchacha -dijo-. Podías haber muerto

ahí fuera.

Elga ladeó la cabeza, mareada.

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-¿Dónde estoy? -preguntó.

-En el Oráculo -respondió el encapuchado.

-El Oráculo... -repitió Elga.

Había oído hablar del Oráculo. Todo cuentos infantiles.

En Raden, hablar del Oráculo era como hablar de algo lejano,

irreal.

El Oráculo, según se contaba, había sido el antiguo lugar

de reunión de los hechiceros más poderosos de la tierra. En el

Oráculo se habían discutido cuestiones trascendentales, y se

habían realizado los más atrevidos hechizos. Cuando la magia

desapareció del mundo, un grupo de sacerdotes de Kilian, diosa

del Conocimiento, se había encaminado allí para descubrir la

verdad acerca de la magia, y para poder restituirla al mundo.

A los sacerdotes fueron uniéndose eruditos, estudiosos e

interesados en el tema, y pronto el Oráculo había pasado de ser

antiguo centro de la Magia a ser centro del Conocimiento.

No se había sabido nunca qué era lo que los monjes del

Oráculo habían descubierto sobre la magia. Porque parecía

como si hubieran olvidado su propósito primitivo, y ahora se

dedicaran a todo tipo de cuestiones, dejando de lado la de la

magia. El Oráculo era donde se escribían los libros, donde se

encontraban todas las razas para llegar al Conocimiento, al Más

Allá.

Poco a poco, el Oráculo se había ido cerrando al exterior.

Era cierto que aún viajaba la gente hasta allí para hacer

preguntas o consultar sobre cuestiones importantes, pero las

tormentas de nieve lo hacían casi inaccesible y, además, se decía

que sólo entraba en el Oráculo quien dictaminaban sus

moradores que podía hacerlo.

"Si Izan estuviera aquí", pensó Elga. "Tal vez esta gente

podría resolverle todas sus dudas".

Se enderezó inmediatamente. ¡Izan! Izan, Lorris, Ona...

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¿dónde estaban? ¿Habrían sobrevivido a la caída?

-Mis amigos... -dijo vacilante.

-Están bien -dijo el enano con voz ronca-. Cansados, pero

están bien.

Elga respiró profundamente.

-Ese elfo que viajaba contigo -añadió el anciano-, ¿de

dónde viene, y a dónde va?

-No tan deprisa, Aran -susurró el encapuchado-. La joven

está cansada...

-No, no, en absoluto -interrumpió Elga-. ¿Dónde está

Lorris? ¿Puedo verle?

-El elfo está recuperándose de la larga exposición al frío y

la nieve.

-¿Y los demás?

-El humano ya se encuentra bien. La fugaz aún necesita

reposo.

-¿Izan? -dijo Elga-. ¿Puedo hablar con él?

El encapuchado, el enano y el anciano cruzaron una

mirada.

-Está bien -dijo el primero.

Elga se levantó con cuidado del lecho. El encapuchado ya

estaba en la puerta, indicándole que le siguiera. Elga lo hizo.

Tras ella marchaba el anciano humano. El enano se quedó en la

habitación.

Avanzaron por los pasillos del Oráculo en silencio.

Era una construcción de sólidos muros grises, y techos

altísimos abovedados. Grandes ventanales se abrían a los lados,

cubiertos de enormes cristales, que, sin embargo, no dejaban

pasar un solo sonido de la furiosa tormenta que se veía en el

exterior.

-Éste es el centro del Saber de Ilesan -dijo el humano con

voz grave, detrás de Elga-. Y por tal motivo los que vienen aquí

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lo hacen con ánimo de conocerlo todo, de descubrirlo todo. Yo,

por mi parte, tengo aún un misterio que aclarar: cómo lograste

sobrevivir a la congelación.

Elga se detuvo y se giró en redondo.

-¿Entonces no me han curado aquí?-preguntó.

-Lo habíamos discutido ya, Aron -intervino el

encapuchado sin volverse-. Se trata del amuleto.

-El amuleto -repitió Aron-. Niña, ¿de dónde has sacado

ese colgante?

Elga había olvidado por completo el amuleto que le había

dado Frela Darildia, la Reina de los fugaces.

-¿El medallón me salvó? -preguntó.

-Indudablemente -respondió el encapuchado-. Es mágico.

¿Cómo lo conseguiste?

-Me lo regaló... bueno, no importa. Es una larga historia.

-Es una larga historia -repitió Aron-. No lo dudo. Nos la

relatarás... en un momento.

Entraron en una amplia habitación con un enorme

ventanal. Junto a él, contemplando la nieve, asomado al exterior,

estaba Izan.

Se volvió cuando oyó que la puerta se abría.

-¡Vaya, la bella durmiente! -comentó con sarcasmo-.

¿Dónde está tu amigo, ése de las orejas puntiagudas?

Elga no respondió. Ya estaba acostumbrada a las

impertinencias de Izan y, en el fondo, era un alivio oírlas de

nuevo.

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Capítulo VI: "El poder de los elfos"

Lorris tardó algo más que los otros en recuperar la salud.

Ona, que había permanecido algo resguardada del frío en su

bolsillo, a pesar de su fragilidad terminó reponiéndose también.

El Oráculo resultaba un refugio cálido y acogedor. Los

cuatro amigos solían quedarse mirando a través de los

ventanales las ventiscas que azotaban el Reino de los Darai, y no

les entraban muchas ganas de volver a salir.

A menudo veían a más seres encapuchados, pero a

ninguno lograron verle la cara. A Lorris le recordaban a las

criaturas de negro que pululaban por Ilesan, y aquella idea lo

llenaba de inquietud.

El elfo, cuando se encontró mejor y vio que su pierna ya

estaba prácticamente curada, solicitó una entrevista con el

Superior del Oráculo. Los monjes de allí, entre ellos Aron, no

deseaban otra cosa.

En realidad, ambas partes tenían mucho de qué hablar.

Cuando los visitantes se hubieron repuesto del todo, se

celebró la reunión.

Asistieron a ella todos los monjes del Oráculo, con

excepción de los llegados recientemente y los acólitos. Elga,

Lorris, Izan y Ona pudieron ver allí a representantes de la

mayoría de las razas. Había humanos, enanos, seres

encapuchados, varios fugaces (dos ancianos, una fugaz ya

madura y uno joven como Ona), incluso dos duendes, y

absolutamente todos vestían las túnicas blancas

correspondientes a la pertenencia al Oráculo.

Lorris relató su historia con pelos y señales. Por primera

vez desde que salió del Bosque fue capaz de relatar todo lo que

había sucedido, incluido lo referente a Silvania, el Espejo

Sagrado y el juicio. Elga, que escuchaba la historia completa por

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vez primera, entendió de golpe muchas cosas acerca de su amigo

que hasta entonces habían escapado a su comprensión. Pero

también se percató de lo mucho que debía de haber cambiado el

elfo para poder hablar ahora de ello, teniendo en cuenta lo que le

dolía recordarlo.

El consejo guardó silencio durante la narración, y unos

largos minutos después de ella.

La criatura encapuchada que había atendido a Elga a su

llegada tomó la palabra.

-Mi nombre es Orial -dijo-, y soy el Superior del Oráculo.

Hemos escuchado tu historia, Lorris DeLendam, y sabemos que

no mientes. Ahora conocerás la nuestra, la historia del Reino de

los Darai, que afecta a todo Ilesan, y que te concierne también a

ti y a tu pueblo.

Lorris asintió.

-Yo mismo soy un darai -prosiguió Orial-. No conocéis

nada sobre nosotros allá fuera. No es de extrañar; no nos damos

a conocer.

Orial se quitó la capucha. Lorris, Elga, Izan y Ona

lanzaron una exclamación de asombro.

Nunca habían visto un darai.

Tenía la piel de un extraño azul pálido. Sus ojos eran

alargados, y sus pupilas eran azules, tan claras que parecían

transparentes. Su cabeza, absolutamente desprovista de cabellos,

era alargada y perfectamente redondeada. Transmitía e irradiaba

una extraña sensación de paz y sabiduría.

-Habéis venido aquí en busca de respuestas -prosiguió

Orial-. En el Oráculo encontraréis algunas... pero no todas.

>> Cuenta la leyenda que este gélido Reino fue ofrecido a

los darai por los dioses a cambio de una sabiduría especial, que

los situara por encima de las demás razas de Ilesan. Los darai

aceptaron, y por ello se les otorgó el derecho de ser centro de la

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magia del mundo. Por eso se creó aquí el Oráculo, y por eso

aceptamos vivir siempre entre las nieves. Fue lo que tuvimos

que pagar por la tranquilidad, por el aislamiento, por nuestra

innata sabiduría.

>>Al nordeste, en los confines del Reino de los Darai, está

el Palacio de Cristal. Allí vive Amaranda, la Hechicera, una

humana que ha encontrado el camino de la magia, al igual que

otros como Frela Darildia, Ordulkar o, en mayor grado, Valnor

el Vengador.

-¿Quién? -preguntó Lorris.

-Valnor el Vengador -repitió Orial-. En aquél a quien

Ordulkar servía. Es quien tiene atrapada a Amaranda en el

Palacio de Cristal, es quien busca a los elfos por todo el mundo,

es, en definitiva, quien siembra el terror en Ilesan.

Lorris se estremeció. Ahí tenía la respuesta.

Valnor. Valnor el Vengador.

-Tiene bajo su mando un ejército de darai renegados -

continuó Orial-, que visten túnicas negras y recorren Ilesan en

busca de los elfos.

-¡De manera que de eso se trata! -exclamó Elga-. ¡Darai!

¿Y de dónde han sacado tanto poder?

Orial rió desde las profundidades de su capucha, que se

había vuelto a poner.

-Todos los darai poseen esos poderes, Elga -dijo-. Es la

magia. Aunque no todos saben utilizarla. Valnor ha enseñado

algo a los suyos.

-¡Magia! -repitió Izan, levantándose de un salto-. ¿Qué es

la magia? ¿Cómo se domina? ¿Quién la posee?

Elga lo hizo sentarse sin contemplaciones. Aron frunció el

cerio. Orial no dijo nada.

Izan lamentó no haberse mordido la lengua.

-La magia -dijo entonces Orial, y se volvió de nuevo hacia

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Lorris-. Elfo, ¿qué sabes tú de la magia?

La mente de Lorris retrocedió en el tiempo. Evocó la

lejana Ysperel, con sus palacios de cristal. Recordó el Templo

de Arsis y el Espejo Sagrado.

-Poca cosa -confesó-. En el Reino de los Elfos, la única

magia era la magia de la naturaleza. El poder de los sacerdotes

les era otorgado por Arsis. Podían hacer que una cúpula vegetal

cubriera Ysperel por la noche... podían comunicarse con Arsis

mediante el Espejo Sagrado... podían... -al elfo no se le ocurría

nada más.

-Podían hacer muchas cosas más -intervino Aron con voz

grave-. Sólo que nunca lo intentaron. Sólo sabían lo que Arsis

les había enseñado.

-La magia desapareció del mundo -dijo Orial-. Eso dicen

todos. Pero en realidad, no desapareció. Los hombres la

olvidaron. La magia ha permanecido dormida todo este tiempo.

-¿Por qué? -preguntó Lorris-. ¿Qué sucedió?

-Un hechicero elfo y un hechicero humano -respondió

Orial-. Hace mucho, muchísimo tiempo. Ellos acumularon gran

cantidad de poder. Llegaron a ser casi tan poderosos como los

dioses.

>>Eso sucedió en la época en que la magia regía

absolutamente todo en el mundo. El hechicero elfo se procuró la

Corona del Poder, y el humano consiguió otro objeto mágico: el

Báculo Elemental. Ambos hechiceros quisieron dominar el

mundo, y lucharon entre ellos.

>>Fue una guerra terrible. Y lo peor fue que todas las

razas participaron en ella. Incluidos los darai. Incluidos los

dragones.

-¡La participación de los dragones, que hasta entonces

siempre habían sido imparciales, desequilibró la balanza. La

guerra se convirtió en una catástrofe. En la batalla final, ambos

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

hechiceros se destruyeron mutuamente. La cantidad de magia

liberada fue tal que el equilibrio del mundo se rompió.

>> Los dioses decidieron que nunca más cometerían el

mismo error. La magia fue restringida, y los objetos mágicos

desaparecieron del mundo. Los elfos se encerraron en el Bosque,

con un terror reverencial a la noche, puesto que había sido de

noche cuando la magia de los dos hechiceros se liberó y ellos

tuvieron que abandonar el mundo; además, de entre todos los

dioses, sólo Arsis, dios del sol, quiso acogerlos bajo su manto.

>>Los dragones jamás debieron haber entrado en la

guerra. Sin embargo, fueron los únicos que no sufrieron sus

consecuencias: debido a su longeva vida, aún conservan íntegra

su magia.

>>Para el resto de las razas, la magia pasó a ser

considerada como algo maldito.

>>Muchos siglos más tarde, tuvo lugar la llamada Guerra

del Tesoro, entre enanos y humanos, por un motivo estúpido: un

grupo formado por enanos y humanos había robado el tesoro de

un dragón, y más tarde se entabló una disputa sobre el reparto

del botín.

>>Los dragones también intervinieron en esta ocasión.

Los dragones rojos de Elidor, el país situado al sur de Ilesan, a

cuya raza pertenecía el dragón agraviado, se pusieron de parte

de los enanos, puesto que eran partidarios de devolver el botín;

los dragones de Ilesan apoyaron a los humanos, que querían

quedárselo, debido a que nunca aprobaron la costumbre de sus

congéneres elidorianos de acumular tesoros.

>>Ya habrás oído hablar de esa guerra. Fue una

escaramuza sin importancia comparada con la anterior, pero

sirvió para que se olvidara completamente la magia, y para que

todo lo anterior fuera considerado leyenda.

>>Con todo, la magia nunca llegó a desaparecer de Ilesan.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

>>Existen siete razas en nuestro continente. Tres de ellas

poseen magia innata. Una cuarta, sólo un poco. Otras dos,

pueden aprenderla. Y la última, no puede poseerla de ninguna

manera.

Los cuatro visitantes se miraron unos a otros con

incertidumbre. Hasta el momento habían desconocido por

completo esa parte de la historia de Ilesan, y les costaba

asimilarla.

-La raza que no posee magia -explicó Orial-, es la de los

enanos. Por ello siempre tuvieron que defenderse con armas, y

por ello desarrollaron tanto sus artes en herrería y fabricación de

armas.

>>Las dos razas que pueden aprenderla son los duendes y

los humanos. Utilizan para ello fórmulas mágicas, palabras que

ellos llaman "hechizos". Sin esos hechizos, no pueden convocar

la magia.

>>La cuarta raza, la que posee sólo un poco de magia, es

la de los fugaces. Es la magia de la luz. Es muy débil, pero es

magia al fin y al cabo, y no necesitan hechizos para convocarla.

>>En cuanto a las tres razas mágicas... Los dragones

poseen la llamada Magia Inferior. Es la Magia del Poder.

>>Los darai poseemos la llamada Magia Media. La Magia

del Pensamiento.

>>Y, finalmente, son los elfos los poseedores de la más

poderosa de las magias: la Magia Superior, la Magia de la Vida.

Lorris se quedó sin respiración por un momento. Miró

fijamente a Orial, tratando de asimilar todo aquello que estaba

escuchando.

-Pero tiene que haber un error -dijo-. Los elfos no somos

magos.

-La magia se olvidó hace mucho tiempo -le recordó Orial-.

Tanto los darai como los elfos han de reencontrarla. Los fugaces

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

ya la han recuperado, y los duendes y los humanos han olvidado

cómo aprenderla. Todos los libros de hechicería fueron

destruidos después de la Gran Batalla. Actualmente, los

dragones son los más poderosos, porque aún conservan íntegra

toda su magia, la Magia Inferior. Por tal motivo, Valnor se ha

establecido en el Reino de los Darai; es el único lugar al que los

dragones no pueden llegar.

>>Por eso también persigue a los elfos para que ninguno

de ellos pueda reencontrarse con la magia y derrotarlo. Y se ha

atraído a muchos darai a su lado, y les ha enseñado su magia,

para que la última raza mágica que le queda tampoco pueda

derrotarle.

-¿Y los darai que quedan? ¿No pueden hacer nada?

-Los darai oscuros son más numerosos que los que no se

han unido a Valnor -contestó Orial-. Además, los darai que

quedan son campesinos, tienen miedo y no saben cómo utilizar

su magia. Yo mismo lo he intentado; pero no sé cómo

encontrarla.

-Pero hay seres que poseen más poder del que deberían -

hizo notar Izan acaloradamente-. ¿Qué me dices de Frela

Darildia? ¿O de la misma Amaranda? ¿O de Ordulkar?

-Hay algunos que tienen el don de la magia aunque no les

corresponda -explicó Orial-. Es una forma que tienen los dioses

de mantener la magia en el mundo de forma que quede

equilibrada. Una dádiva divina a unos pocos escogidos. Como

un favor especial.

Elga miró de reojo a Izan. Éste mantenía el rostro

impenetrable. Lorris sacudió la cabeza.

-Me quedan tantas preguntas por hacer -dijo-. Apenas

puedo ordenarlas en mi mente.

-Lo comprendemos -respondió Orial-. Aunque no

podremos resolver todas tus dudas, puedes formular todas las

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

preguntas que quieras.

Pero fue Elga quien preguntó:

-¿Por qué Ordulkar y los suyos no se internaron en el

Bosque?

-Sencillo -respondió Izan con voz queda-. Temen a los

elfos. Y los elfos, mientras estén en el Bosque, no representan

ninguna amenaza.

-Pero, por ejemplo -dijo Lorris-, los dragones poseen

magia. Y las tormentas las provocan los monjes del Oráculo.

-Te equivocas -respondió Aron-. Sólo protegemos un

pequeño radio de acción alrededor del Oráculo. El resto de

tormentas son naturales.

-¿Cómo lo hacéis? -quiso saber Elga.

-Hay en el centro del Oráculo una enorme piedra redonda.

En ella, hay grabadas unas palabras. Mucho me temo que, junto

con ese medallón tuyo, la piedra sea uno de los últimos objetos

mágicos que quedan en Ilesan. Es, seguramente, un legado de

los magos que vivieron aquí hace tanto tiempo. Tiene la

propiedad de alterar el tiempo atmosférico en cierto radio que

rodea el Oráculo. Se usa simplemente rodeándola, apoyando las

manos sobre ella y pronunciando las palabras. Es una forma que

tenían los hechiceros de evitar visitas inoportunas, y que

nosotros empleamos de vez en cuando.

Sobrevino un tenso silencio, que finalmente rompió Orial.

-Si alguien puede derrotar a Valnor el Vengador, ése es un

elfo, y sin duda los dioses te han elegido a ti, Lorris DeLendam.

Lorris sintió que se le encogía el estómago. Maldijo el día

en que se le ocurrió desafiar sus creencias y salir al Bosque de

noche.

Y todo por una doncella elfa.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Capítulo VII: "Inen”

-Es lo único que puedes hacer -había proseguido Orial-.

Debes enfrentarte a Valnor, es tu destino. Porque Amaranda te

solicitó ayuda y, porque si no lo haces, el poder del Vengador se

extenderá por todo Ilesan... incluido el sagrado Bosque de los

elfos.

Y Lorris lo había aceptado. Más por amor a su Bosque que

por verdadero valor.

Ahora contemplaba pensativo el páramo nevado desde uno

de los ventanales del Oráculo.

Dentro de unas horas partirían hacia Inen.

Orial les había aconsejado que se dirigieran allá. Inen era

una aldea darai al pie de las montañas del norte, las que

limitaban con el Mar de Hielo que separaba Ilesan del

continente de Keminor. En Inen había varios darai insumisos

que habían provocado rebeliones con anterioridad. Si pasaban

por allí, lograrían reclutar a algunos voluntarios.

-Lorris...

El elfo volvió a la realidad. Elga estaba en la puerta.

-¿Algo nuevo? -preguntó al ver la expresión de la

muchacha.

-He estado hablando con Orial -respondió ella-. Me ha

contado que hace tiempo vino un humano al Oráculo, con una

pregunta que ellos no supieron responder. Le aconsejaron que

fuera a visitar a Amaranda.

-¿Qué más?

-Lorris, ese humano dijo que había dejado mujer y una

hija en Raden, en el Reino de los Humanos. Le he preguntado a

Orial cómo era, y la descripción coincide.

El elfo comprendió de pronto lo que Elga quería decir.

-¿Tu padre? -preguntó.

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Ella asintió.

-¿Y qué era lo que quería preguntar a Amaranda?

-Orial dice que no lo recuerda. Algo sobre el remedio a

una enfermedad. Pero no recuerda más.

Cayó entre ellos un incómodo silencio, que finalmente

Elga se atrevió a romper.

-Debo ir contigo -dijo-. Al Palacio de Cristal. A rescatar a

Amaranda. Tal vez ella sepa de mi padre.

Lorris supo que nada de lo que él dijera podría disuadirla

de su propósito.

-A propósito -añadió la muchacha-. Aron nos acompañará.

-¿Aron? -repitió Lorris-. ¿El anciano humano?

-Seré anciano, pero aún estoy en excelente forma física -

rezongó el propio Aron entrando en la habitación-. Todo está

dispuesto para partir. Yo os guiaré hasta Inen.

Los monjes del Oráculo les habían aprovisionado con

comida, agua y abundante ropa de abrigo. Apenas un par de

horas después, abandonaron el Oráculo en dirección al poblado

darai.

A Ona le habían ofrecido quedarse en el Oráculo hasta que

regresaran sus

amigos, pero ella no había aceptado. Estaba decidida a

acompañarlos hasta el final.

Izan, por su parte, no había preguntado nada más sobre la

magia, ni había relatado a los monjes su experiencia con la dama

del río, aunque Lorris le había aconsejado que lo hiciera. No dio

explicaciones de por qué seguía con ellos, aunque el elfo se

figuró que quería hablar personalmente con Amaranda, que

parecía encontrarse en la misma situación que él.

El viaje a Inen fue largo y penoso. Tuvieron que hacer

frente a tres ventiscas y tardaron varios días en llegar. Durante

las frías veladas al abrigo de solitarias rocas, Aron les contaba

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historias acerca del Oráculo y de los darai, que vivían entre los

hielos.

Ninguno de los cuatro hablaba mucho. Estaban cansados.

Lorris soñaba con Ysperel y el Bosque, olvidando a menudo que

era un desterrado y no podría volver a menos que su honor se

viera restablecido.

Elga veía muy lejana aquella tarde en que salvó al elfo de

los enfurecidos aldeanos de Raden. Había madurado mucho

desde que se marchara alocadamente de su pueblo "a vivir

aventuras". Y ahora, lo echaba de menos. Pero sólo el recuerdo

de su padre y la posibilidad de que Amaranda le diera alguna

pista sobre su paradero la animaba a continuar.

Ona sentía nostalgia del Reino de los Fugaces. Después de

su larga permanencia en el Reino de los Humanos se había

embarcado en una aventura de la cual tal vez no saldría con

vida. ¿Por qué lo había hecho? Ella estaba segura de que

Sithgel, la diosa Fugaz, así lo había querido.

Izan, por su parte, no echaba nada de menos. Su tío en

Aders no le inspiraba ninguna nostalgia. Pero, sin embargo...

Aron observaba prudentemente a sus cuatro acompañantes

y sonreía compasivamente, como si pudiera leerles el

pensamiento... y el corazón.

Después del largo viaje, por fin una tarde avistaron Inen.

Era una aldea grande, con casas de piedra. El humo de los

hogares se elevaba en columnas hasta el cielo gris, dando una

sensación acogedora, como si el poblado quisiera dar la

bienvenida al viajero.

Un grupo de darai salió a recibirles. Aran les hizo saber

quiénes eran y de dónde venían, y ellos inmediatamente les

abrieron las puertas. Y decidieron convocar una reunión al día

siguiente.

El modo de vida de los darai, sencillo y humilde, llamó

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mucho la atención a Lorris, y así se lo hizo saber a su anfitriona,

una agradable mujer darai llamada Ailen.

-Nosotros los darai -respondió ella-, vivimos entre las

nieves porque nuestros antepasados así lo decidieron. Alguien

tenía que ocupar este territorio hostil. Y, por supuesto, con el

tiempo aprendimos a amar nuestra tierra. Indudablemente,

podríamos llevar una vida mejor. ¿Pero para qué la queremos?

Los darai apreciamos más nuestra cálida lumbre, las nieves en el

exterior y nuestras humildes casas antes que las grandes

riquezas que despiertan la codicia de las demás razas de Ilesan.

Lorris pensó que la filosofía de los darai parecía lógica; él,

sin embargo, no habría sido capaz de soportar mucho tiempo

viviendo en aquel país helado, donde pocas veces podía verse a

Arsis en el firmamento.

Al día siguiente tuvo lugar la reunión de Inen.

Aron les expuso a todos la situación. Les habló de Valnor

y su odio a los elfos; habló de Lorris y su procedencia, sus

hazañas por los siete Reinos y de su enfrentamiento victorioso

con Ordulkar.

Los darai escucharon en silencio, inclinando sus cabezas

alargadas carentes de cabellos. Se hacían cargo de la situación.

-Todo eso lo comprendemos -intervino un darai, dando

una dubitativa mirada circular-. Y entendemos la decisión del

Oráculo. Pero... ¿podría un solo elfo derrotar al poderosísimo

Valnor el Vengador, el Hechicero?

-Valnor el Vengador es sólo uno -replicó Aron-. Sus

hombres son darai. Darai renegados, pero darai al fin y al cabo.

Y están desorganizados después de la caída de Ordulkar en el

Reino de los Enanos.

-Pero los darai oscuros poseen magia -objetó el otro.

-Y tú también -respondió Aron-. La Magia Media, la

Magia del Pensamiento.

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-Ellos saben utilizarla... Nosotros hemos empleado todas

nuestras energías en sobrevivir en este bloque de hielo. Hemos

olvidado la magia. Y no podemos aprenderla tan rápidamente.

-¡E1 elfo! -exclamó otro darai-. ¿El elfo sabe utilizar su

magia?

-Me temo que no -replicó Lorris.

Sobrevino un profundo silencio. Lorris se sintió

incómodo.

-Encontrará la magia -afirmó Aron-. La encontrará.

El darai que había hablado primero asintió.

-Cuando la encuentre -dijo-, le seguiremos donde sea.

Pero acudir ahora al encuentro de Valnor sería un suicidio.

Aron y Lorris cruzaron una mirada. Sabían que tenía

razón.

-Mostradme el camino de la magia -pidió Lorris en voz

alta.

Sorprendentemente, fue la voz de Izan, el humano, la que

rompió el silencio. Moviendo la cabeza, el muchacho dijo

quedamente:

-Eso, debes encontrarlo por ti mismo.

Nuevo silencio. Los darai asintieron gravemente.

-Dadme una semana -dijo Lorris-. Dadme una semana

para encontrarme a mí mismo y a la magia.

-¿Una semana? -repitió Elga-. Lorris, ¿qué quieres decir?

Lorris no respondió.

-No lo entenderías -murmuró Izan, y Elga le dirigió una

mirada irritada.

-No soy tan simple -protestó.

Izan negó con la cabeza.

-No me refería a eso -fue lo único que dijo.

Elga decidió ignorarlo.

Los darai se habían reunido en grupos pequeños y estaban

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deliberando. Elga se quedó mirándolos un buen rato, admirando

lo suave y delicado de sus movimientos, su palabras, sus

gestos...

Finalmente uno de ellos tomó la palabra, dirigiéndose a

Lorris:

-Conocemos a alguien que tal vez pueda ayudarte.

Lorris le miró interrogante, e incluso Aron pareció

sorprendido.

-Su nombre es Margai -prosiguió el darai-, y vive en Uk.

Es un niño a quien los dioses han otorgado más poder del que

debería tener.

-Un elegido -murmuró Lorris.

-Posee la Magia del Pensamiento más poderosa que jamás

hemos visto -prosiguió el darai-. Y sabe utilizarla.

-¿Un niño, has dicho?

-Apenas supera los seis años de edad. Pero su poder

telepático es increíble, y es más inteligente que muchos adultos.

-Y vive en Uk -concluyó Aron-. No sabía nada de él.

-Ha permanecido oculto hasta ahora. Por miedo a Valnor.

Si lo descubriera...

-En el Oráculo habría estado seguro -dijo Aran-. Es el

único lugar del Reino de los Darai al que Valnor no ha podido

acceder.

-¿Cuánto tardarían en ir a Uk a buscarlo y volver? -

intervino Lorris.

-Varios días -fue la respuesta.

Lorris, Izan y Elga cruzaron una mirada nerviosa.

-Cuanto más nos retrasemos, más crecerá el poder oscuro -

dijo la humana-. Y ni siquiera sabemos si ese niño podrá

ayudarte, Lorris.

-Tú eres nuestro as en la manga -dijo Izan-. Debes

prepararte para enfrentarte a Valnor. No importa cuánto tiempo

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necesites. Tómate el necesario. Elga miró fijamente a Izan.

-¿Y tú? -preguntó-. Esa mujer que se te apareció te dijo

que habías sido elegido. ¿Significa eso que posees magia?

-Significa eso que poseo magia -confirmó Izan con una

sonrisa cansada-. Y que no necesito de hechizos para invocarla.

Pero aún no ha llegado el momento. Todavía no. Es demasiado

pronto.

-¿¡Demasiado pronto para qué!? -casi gritó Elga-. ¡No me

vengas con acertijos ahora!

Lorris impuso paz con un gesto. Elga se calmó un poco.

-Es una situación difícil -dijo el elfo-. Nos vendrán bien

unos días de reflexión mientras llega Margai.

Sonrió para su coleto. Apenas unos meses antes, habría

dicho: "¿Reflexión...? ¿Qué diablos significa eso?".

-Puedes sentir la magia dentro de ti -afirmó Izan en voz

baja-. Lucha por salir al exterior, pero no sabe cómo. Ésa es la

fuente de todas tus dudas. Lorris lo miró sorprendido.

-¿Y tú? -inquirió-. ¿No sientes lo mismo?

Izan negó con la cabeza.

-Todavía no -respondió-. Siento que la magia está ahí.

Pero aún en calma. Todavía no es el momento.

Y Elga comprendió por fin.

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Capítulo VIII: "Ataque sorpresa"

Lorris miró largamente el pedazo de cristal que tenía entre

las manos. El fragmento de Espejo Sagrado que los sacerdotes

elfos jamás lograron encontrar, por más que lo buscaron. Lo

movió un poco para que la luz de Arsis, que se filtraba

tímidamente por entre las nubes cenicientas, se reflejara en él.

Recordó cómo lo había asistido en su lucha contra

Ordulkar, en la batalla final. Cómo otorgó a Cortacabezas y el

príncipe Kerin la fuerza suficiente como para atravesar el escudo

de protección y la armadura de arkal del tirano.

Y las palabras del enano al despedirse: "Tu dios está

contigo, elfo; no tienes nada que temer".

Lorris suspiró. ¿Imaginaría siquiera Kerin a lo que iba a

enfrentarse su amigo?

El elfo se hallaba completamente solo en el páramo, a

media hora de Inen. Desde la reunión con los darai, habían

pasado tres días. Los mensajeros que habían partido hacia Uk en

busca del niño elegido tardarían aún tres días más en volver.

Desde aquel día, Lorris se había aficionado a dar largos y

solitarios paseos desde el amanecer hasta el anochecer,

preocupado y meditabundo. No dejaba de interrogarse sobre la

magia y sobre su destino, que veía tan dudoso como cuando

salió del Bosque para adentrarse en lo desconocido.

Lorris sacudió la cabeza. Era como había dicho Izan. La

magia luchaba por salir al exterior en alguna parte de su ser,

pero no hallaba el camino.

Lorris recostó la espalda en el tronco del árbol bajo el cual

se había sentado. Se preguntó si no hubiera sido mejor quedarse

en Ysperel, sumido en la ignorancia y el terror a la noche, en

lugar de salir al Bosque en las Horas Oscuras en busca de la

verdad.

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"Antes creía que lo sabía todo", se dijo con amargura.

"Todos los elfos creen que lo saben todo, y están equivocados.

Sin embargo, cuanto más sé, menos entiendo. ¿Es eso posible?".

La mente de Lorris bullía de interrogantes. Cerró los ojos

un momento y evitó pensar en nada. Cuando los abrió, se dio

cuenta de que ya estaba atardeciendo.

Decidió volver.

Emprendió el camino de regreso a Inen despacio; no tenía

prisa.

Pero según iba acercándose a la aldea darai fue

apareciendo en su alma un extraño sentimiento de temor y

desasosiego, que fue aumentando a medida que se aproximaba.

"Es ridículo", pensó irritado.

Sin embargo, caminó más deprisa... y terminó por echar a

correr. Cuando llegó a Inen se detuvo bruscamente, paralizado

por el espanto.

La aldea había sido atacada. Las casas ardían, y el suelo

estaba sembrado de darai heridos o sin vida. En algún lugar,

entre el crepitar de las llamas, un niño lloraba, aumentando así el

caos que reinaba en la saqueada Inen. Lorris sólo pudo dar un

paso. La escena lo atraía y lo repelía a la vez.

-Esto... -murmuró.

Se le quebró la voz. De todas formas, se dijo, nadie podía

escucharlo.

-Esto es obra de los darai oscuros -completó una voz grave

detrás de él-. Obra de Valnor el Vengador.

Lorris dio media vuelta. Tras él estaba Aron. El anciano

humano parecía agotado.

-Qué... -musitó el elfo.

-Las tropas de Valnor llegaron a media tarde -respondió

Aron-. Te buscaban a ti, supongo. Afortunadamente, te alejaste

lo bastante como para que no pudieran percibir tu presencia.

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Lorris se giró en redondo de nuevo hacia la devastada

Inen.

-¿Han muerto... todos? -dijo con la garganta seca.

Aron sonrió.

-No -respondió-. Hay muchos supervivientes. Pero ha sido

una tragedia.

Lorris sintió que tenía un nudo en la garganta. Tuvo que

carraspear antes de hablar.

-Todo ha sido por culpa mía -afirmó-. Me buscaban a mí.

-Es el precio que hay que pagar -suspiró Aron-. Todo

héroe tiene que hacerse a la idea de que tarde o temprano

alguien pondrá precio a su cabeza.

-Es un precio... demasiado alto.

-Es pequeño en comparación con lo que Valnor haría si

dominara todo Ilesan. Lorris movió la cabeza.

-Todos tenéis vuestras esperanzas puestas en mí -dijo-.

Pero, ¿y si fallo?

-Quien no se arriesga no consigue nada, Lorris -sentenció

Aron-. Absolutamente nada. Hay que detener a Valnor, y hay

que detenerlo ahora. Amaranda te escogió a ti. Ella sabría lo que

hacía.

Lorris asintió en silencio, aún con su mirada puesta sobre

Inen.

-Si yo hubiera sabido... -musitó.

-¿El qué? No habría cambiado nada. Tenía que suceder

así.

Lorris se volvió bruscamente hacia Aron.

-¿Y mis amigos? ¿Están bien?

Aron no dijo nada. Echó a andar hacia la aldea darai y le

hizo una seña al elfo para que lo siguiera. Lorris obedeció.

Entraron en una casa que, al parecer, se había salvado del

ataque de las fuerzas de Valnor.

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Allí los darai habían organizado una especie de hospital

improvisado. Lorris, presa de un súbito temor, recorrió con la

vista las camas dispuestas para los heridos.

Su mirada se tropezó con Elga quien, sentada cobre una

cama, en apariencia bien físicamente, lloraba con desesperación.

Lorris se acercó casi corriendo (y tropezando con todo el

mundo).

-Elga...

Ella alzó el rostro bañado en lágrimas.

-Elga, ¿estás...?

-¡No encuentro a Izan, Lorris! -dijo ella-. Lo he buscado

por todas partes y no sé...

-Eh, vamos, tranquila...

Lorris la abrazó, incómodo.

-Tómala en serio -dijo de pronto una vocecilla en su oído-.

No es una loca histérica. Izan ha desaparecido.

Lorris reconoció la voz como la de Ona, que se había

sentado cómodamente en su hombro.

El elfo se separó un poco de la joven, y la miró fijamente.

-Está bien, Elga -dijo-. Voy a ir a buscarlo. ¿Dónde y

cuándo lo viste por última vez?

Elga se secó las lágrimas. Respiró hondo una, dos, tres

veces y tragó saliva.

-Ya estoy bien -dijo, pero le temblaba la voz.

-¿Qué ha pasado? -preguntó el elfo.

-Cuando llegaron los darai oscuros y su tropa, y se dieron

cuenta de que tú no estabas, empezaron a buscarme a mí. Izan

me llevó hasta un escondite y me hizo prometerle que, pasara lo

que pasara, no me movería de ahí. Dijo que los entretendría un

rato, y que se los llevaría lejos. Después, se marchó, y no lo

volví a ver.

En la tersa frente del elfo apareció una profunda arruga de

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preocupación.

-Se jugó la vida por mí, Lorris -murmuró Elga-. ¿Tú crees

que estará...?

Se le quebró la voz, pero esta vez se tragó las lágrimas.

-No, Elga -respondió Lorris-. Creo que está vivo. Y creo

que se encuentra en el Palacio de Cristal, prisionero de Valnor.

Elga se levantó de un salto, pero no dijo nada.

Juntos recorrieron Inen de parte a parte, en busca de Izan.

Un viejo darai confirmó la teoría de Lorris: había visto cómo las

huestes de Valnor se llevaban al joven humano consigo.

-El muy idiota -murmuró Elga, con los ojos llenos de

lágrimas-. Me esperaba de él cualquier cosa menos esa.

Dirigió una mirada suplicante a Lorris.

-¿Por qué tenía que haberse dejado capturar? -musitó.

El elfo se encogió de hombros.

-Porque es idiota -replicó en voz baja.

Recordó casi sin darse cuenta un juicio en la lejana

Ysperel, donde él mismo lo había dado todo por la mujer a la

que amaba.

"Te portas de una forma muy estúpida cuando estás

enamorado", le había dicho Larisa.

Cuánta razón tenía.

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Capítulo IX: "Y nunca te enamores"

Lorris dio un sonoro puñetazo sobre la mesa. Los darai

fueron guardando silencio.

-He convocado esta asamblea -dijo el elfo en voz alta-,

porque la situación es realmente grave. Hoy Inen ha sido

atacada, arrasada, devastada por las fuerzas del ser oscuro a

quien llamamos Valnor el Vengador.

>>Sé muy bien... todos sabemos muy bien... a quién

buscaban. Sabemos que, mientras yo siga aquí, los darai estarán

en peligro. Los Oscuros volverán, y no dejarán de buscarme

hasta que me encuentren.

>>Por tanto, he decidido que no puedo esperar tres días

más. Es demasiado tiempo. He de acudir al encuentro del

Vengador... ahora.

-Pero aún no dominas la magia -protestó uno-. ¡Ni siquiera

la has encontrado!

Los darai, de ordinario tan tranquilos y reposados, ahora

hablaban entre ellos en voz excesivamente alta, todos a la vez.

Lorris y Aron cruzaron una mirada. Podían sentir el

miedo, la confusión y la incertidumbre que reinaban en los

corazones de aquellas criaturas de los hielos.

El elfo tuvo que golpear la mesa de nuevo para que se

hiciera el silencio. Los darai fueron recuperando la compostura.

-Yo personalmente -dijo Lorris-, pienso que la magia es

como el valor. Una persona puede ser valiente y no saberlo,

porque no ha tenido la oportunidad de demostrarlo. Es en esos

momentos clave, que pocas veces se presentan, cuando la

valentía se manifiesta.

>>Yo sé que poseo magia. Si la información del Oráculo

es correcta, los elfos somos Magos Superiores, Magos de la

Vida. Y, yo soy un elfo.

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>>Y, como el valor, en el momento preciso se

manifestará. Sólo que aún no ha llegado ese momento.

Lorris no dijo más. No añadió que la magia de Arsis lo

había socorrido justo cuando más lo necesitaba en su lucha

contra Ordulkar.

-La magia es como el valor -repitió un darai en voz alta-.

¿Cómo puedes estar tan seguro?

-No lo estoy. Pero no tengo otra salida.

No mencionó para nada a Izan. Pero podía sentir a Elga

temblando junto a él, deseando que la reunión terminara para ir

a rescatarlo.

-Partiremos en cuanto todo esté listo -añadió.

Y esta vez, nadie se opuso.

Los darai estaban demasiado cansados.

Al amanecer todo estaba listo. Aron decidió acompañarles,

pero, tras el desastre de Inen, ningún darai se unió a la

expedición.

-Es como ir directos hacia un precipicio sin fondo -

comentó Lorris lúgubremente mientras salían de la aldea.

-Al menos en un precipicio sin fondo no te puedes

estrellar contra el fondo -filosofó Ona.

-Pero sería espantoso pasarse toda la vida cayendo -

observó Elga. Lorris permaneció en silencio mientras la humana

y la fugaz se enfrascaban en un debate sobre caídas, alturas y

fondos.

-Necesitan hablar de algo -dijo Aron en voz baja-.

Necesitan tranquilizarse.

Lorris asintió. Lo comprendía.

El tiempo colaboró con el viaje. No tuvieron que

enfrentarse con ninguna ventisca, al menos los dos primeros

días.

Al anochecer del segundo día, mientras Lorris hacía la

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guardia contemplando el fuego, y Aren y Ona dormían

profundamente, Elga se levantó y fue a sentarse junto al elfo.

-¿No tendrías que estar acostada? -la regañó Lorris.

-En realidad quería hablar contigo, Lorris.-dijo ella al cabo

de unos momento! de silencio.

Lorris ladeó la cabeza, sin apartar la vista de las llamas.

-¿De qué se trata?

-Últimamente todo sale mal por mi culpa -dijo Elga en voz

baja-. Me siento como una carga inútil que no trae más que

problemas. Debería haberme quedado en Raden.

-No digas tonterías -saltó Lorris-. Si no fuera por ti, yo no

estaría aquí ahora. Tú te has ocupado de toda la parte práctica

del viaje. La comida, el dinero, el equipaje... Tú organizaste (tú

solita) la rebelión de Denils, tú me ayudaste a escapar de los

duendes cuando yo casi no podía caminar, tú me libraste de los

aldeanos de Raden, tú has sido mi compañera de aventuras

desde que salí del Bosque... has hecho mucho, Elga. Más de lo

que deberías.

Elga no respondió. Lorris contempló largo rato su rostro,

brillante por las lágrimas, iluminado por el fuego.

-Te debo mucho -concluyó el elfo en voz baja.

Elga no hizo ningún movimiento. Era evidente que estaba

pensando en otra cosa y no le había oído.

-¿Qué te pasa, Elga? -preguntó Lorris-. Es algo más que

eso lo que te preocupa, ¿no? ¿Tienes... algún otro problema?

-Mi padre... -susurró ella.

Pero no lo dijo muy convencida, y Lorris lo notó.

-¿Y qué más? -insistió.

Ella seguía con la mirada fija en el fuego. Permaneció

callada durante un momento y luego murmuró:

-Estoy preocupada por Izan.

Lorris se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

llorar otra vez.

-Estás enamorada de él -observó.

Ella alzó la cabeza con brusquedad.

-No -dijo firmemente-. No, te equivocas.

Pero se levantó rápidamente y volvió a su sitio.

Lorris cerró los ojos. Sentía un dolor punzante en algún

rincón de su ser. Sabía que Elga mentía, y se dio cuenta de

pronto que realmente le importaba demasiado la relación de la

muchacha con Izan.

Era algo que no había sentido nunca por nadie, excepto

por Silvania.

"¡Pero no!", se rebeló su mente."¡No puedes haberte

enamorado de ella, Lorris, es una «humana»! Y tú eres un elfo.

Y ella está enamorada de otro, Izan, un humano".

Lorris gimió y se sujetó la cabeza con las manos.

Había roto la tercera regla: "Nunca te enamores".

¿Qué sentía Izan por Elga? ¿Lo mismo? Desde luego, más

de una vez Lorris se había sorprendido al ver al humano, que

parecía tener un corazón duro como el acero, tener detalles de

cariño, incluso tiernos con la muchacha.

Pero...

Lorris decidió olvidarlo.

Al fin y al cabo, antes que nada estaba su misión... y

Valnor el Vengador.

Al día siguiente, Elga se mostró más alegre y animada,

como si lo de la noche anterior no hubiera sucedido. Y Lorris

decidió no insistir en ello.

Al tercer día estalló una tormenta de nieve. Trataron de

continuar, pero fue completamente imposible, así que tuvieron

que refugiarse al abrigo de un enorme peñasco.

-¿Cuánto crees que nos retrasará esto? -le preguntó Lorris

a Aron.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

-No lo sé -fue la respuesta-. Depende de la duración de la

ventisca. Pero si continuamos ahora podemos perder el rumbo.

Lorris asintió. Elga y Ona no dijeron nada.

La tormenta no parecía amainar. Pasaron una, dos, tres

horas más. No hablaban, porque ninguno de los cuatro tenía

nada que decir.

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Capítulo X: "Margai"

Al cabo de cuatro horas, Lorris se puso en pie de un salto.

-No podemos seguir así -dijo-. Moriremos congelados. Yo

voto por que continuemos la marcha.

Aron alzó la cabeza y lo miró detenidamente.

-Perderemos el rumbo -dijo al fin.

-Viajamos hacia el nordeste, ¿no? -replicó Lorris,

impertérrito-. Arsis debe de quedar allí... -señaló un punto en el

firmamento-, luego tenemos que ir hacia allá...

-¿Cómo puedes estar tan seguro de dónde está el sol? -

quiso saber Aron, desconfiado.

-¡Él lo sabe!

Ona alzó el vuelo, brillando suavemente hasta quedar

suspendida delante del anciano.

-Él lo sabe -repitió.

-Creo que ya hemos descansado -concluyó Lorris-, así que

no hay problema, ¿no?

Miró a Elga y Ona inquisitivamente.

-No, no hay problema -confirmó la humana, y se levantó.

Aron se incorporó también con un suspiro de resignación.

Y prosiguieron la marcha.

Esta vez fue Lorris el guía. Tenían la ventisca en contra

pero, pese a todo, continuaron.

A media tarde Lorris creyó distinguir una luz a lo lejos, y

se detuvo.

-¿Qué pasa? -chilló Elga, que se había tropezado con él.

Lorris llamó a Aron y le indicó lo que acababa de

descubrir.

-No es el Palacio de Cristal -jadeó el humano-. Ni

tampoco una construcción darai. No hay nada habitado hasta el

Palacio, y todavía nos quedan varios días.

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-Podría ser una avanzadilla de las fuerzas de Valnor -

aventuró Elga.

-Podría ser -concedió Lorris-. De todas formas, voy a ir

allá.

-No es prudente -protestó Aron.

Lorris se encaró con él.

-Quien no se arriesga, no consigue nada -le recordó-. Y yo

quiero saber qué hay allí.

Aron no replicó. Elga cogió a Lorris del brazo.

-Yo estoy contigo -le dijo-. Voy contigo.

Lorris no respondió. Se puso en marcha, y todos lo

siguieron.

Según fueron acercándose, el resplandor se hizo más claro

y nítido. Era algo así como una campana de luz que ocultaba

algo dentro.

-Es una hoguera -observó Elga, deteniéndose sorprendida-

. ¡Una hoguera en mitad del páramo nevado y una tormenta de

nieve!

-¿Qué hay junto a la hoguera? -preguntó Lorris, achicando

sus ojos almendrados para ver mejor.

Elga siguió caminando, animada por su descubrimiento.

Lorris creyó distinguir junto al fuego una pequeña figura

sentada.

Al aproximarse más advirtió que se trataba de una

persona, tal vez un niño o alguien muy pequeño, un enano o un

duende. Alrededor de la figura y la hoguera había una especie de

campana luminosa de protección que parecía resguardarla del

frío, el viento y la nieve.

Se detuvieron a varios metros, temerosos. Entonces la

figura se levantó y se volvió hacia ellos, quitándose el manto

que la cubría.

-No os quedéis ahí parados -dijo-. Hace frío. Venid a

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guareceros de la tormenta.

Era un niño. Un niño darai.

Aron era el más sorprendido de todos.

-Tú...-fue lo único que pudo decir.

-Entrad dentro del escudo -insistió el niño-. Estaréis

calientes.

Lorris se llevó la mano a la espada en un movimiento

instintivo cuando el darai avanzó unos pasos, sin salir de su

refugio.

Pero Elga se adelantó.

-Espera, Elga -ordenó Lorris-. Quédate ahí.

La humana no le prestó atención, y siguió avanzando.

-¡Elga...!

Lorris quiso detenerla, pero la muchacha ya había cruzado

la barrera. El niño sonrió, contento.

-¡Vamos, Lorris! -lo animó Elga-. No pasa nada.

Se volvió hacia el niño darai.

-¿Cómo has hecho esto? -le preguntó.

Él se encogió de hombros.

-¡Magia! -rió.

-¿Cómo te llamas? -siguió preguntando Elga.

-Margai -respondió el niño.

Elga alzó la cabeza con sorpresa.

-¡Margai! -repitió-. Entonces...

Se volvió bruscamente hacia el elfo.

-¡Eh, Lorris! ¡Entrad! ¡Este niño es Margai, el elegido de

Uk! Lorris y Aron cruzaron una mirada sorprendida.

-¿Margai? -dijo Aron.

-¿Podría ser... un engaño de Valnor? -titubeó Lorris.

-Podría ser. Pero no lo creo. ¿Tú sientes su poder oscuro

procedente de ese nido?

-No -concedió Lorris-. Más bien es un poder benéfico.

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Sin pensarlo más, entró en dos zancadas dentro del escudo

protector. Aron y Ona le siguieron.

-Ya era hora -los regañó Margai-. Vosotros debéis de ser

los que van a enfrentarse con Valnor el Vengador, ¿no es así?

-Sí -respondió Lorris, sentándose desenvueltamente junto

al fuego-. ¿Y tú qué haces aquí?

-A Uk llegaron las noticias de la destrucción de Inen -

respondió el niño-. Y supe que os habíais ido. Así que salí a

vuestro encuentro.

-¿Tú solo? -preguntó Elga, incrédula.

-No necesito de nadie más -respondió Margai.

Lorris lo miró fijamente.

-Tú has descubierto la magia -observó-. Y, sin embargo,

conozco a un elegido que tiene el triple de años que tú y...

-... y su magia aún no se ha manifestado -concluyó

Margai-. No es extraño. Cada uno es como es. Cada magia tiene

su momento. Eso depende de la persona.

-Sabes mucho para tu edad -dijo Aron.

El niño no respondió. Se quedaron todos en silencio,

alrededor del fuego.

-¿Has venido para mostrarme el camino de la magia? -dijo

por fin Lorris.

-No exactamente. El camino de la magia tienes que

encontrarlo tú. Yo sólo te ayudaré un poco.

Lorris ladeó la cabeza.

-Peor es nada -comentó.

-¿No puedes hacer que se detenga la tormenta? -preguntó

Elga.

-Sólo soy un niño -protestó Margai-. No puedo

enfrentarme a las fuerzas de la naturaleza.

Elga no dijo más. Aron murmuró:

-Ya es de noche, supongo. Mejor será que durmáis. Yo

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haré la primera guardia.

-Venga, abuelito, que te caes de sueño -se burló Margai-.

No necesitamos vigilancia.

Lorris, Elga y Aron cruzaron una mirada que parecía

decir: "Al fin y al cabo, es sólo un niño".

-Soy sólo un niño -dijo Margai-. Ya lo sabía. Pero eso no

significa que sepa menos que vosotros.

Aron le dirigió una mirada sorprendida.

-¿Puedes leer el pensamiento?

-Por supuesto. ¿Qué clase de magia pensabas que era la

mía?

Siguió un silencio algo embarazoso. Finalmente Lorris

zanjó:

-Dormid todos. Yo haré la primera guardia y...

"Y veremos quién hace las demás", se dijo al ver cómo

Aron, Elga y Ona caían al suelo, agotados.

Margai siguió sentado, impasible, contemplando las

llamas. Lorris no le dijo nada.

Al día siguiente se despertó temprano.

La ventisca había finalizado. El fuego se había apagado...

y él se había quedado dormido. A su alrededor seguía estando la

campana protectora.

-¡Un, dos, tres...!

La cúpula se esfumó en el aire. Margai lo miraba

sonriente.

-Ya no la necesitamos -explicó-. Yo os guiaré hasta el

Palacio de Cristal.

Lorris quiso protestar, rebelarse contra la idea de que un

crío de seis años decidiera el camino. Sabía que las cosas

estaban mal, pero aquello era demasiado radical.

Sin embargo, suspiró y no dijo nada. Si aquel niño podía

formar un escudo protector a su alrededor, ¿qué más cosas

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increíbles podría hacer? Prefería no pensarlo.

Despertó a sus compañeros y se pusieron en marcha.

Elga se le acercó en silencio un rato después.

-Oye, Lorris -le dijo en voz baja.

Echó una rápida mirada hacia atrás para asegurarse de que

Margai seguía conversando animadamente con Aron y

prosiguió:

-Es un mocoso muy extraño. No sé si los dioses han hecho

bien otorgándole tanto poder a edad tan temprana. Intimida con

la mirada.

-Todos los darai intimidan con la mirada, Elga -dijo Lorris

incómodo.

-Pero éste lo hace de forma diferente. Casi da miedo. Es

muy poderoso, Lorris.

El elfo no dijo nada. En el fondo pensaba igual que ella.

Los niños son caprichosos, no tienen conocimiento... ¿y si se le

iba de las manos?

-Dejemos eso, Elga -dijo por fin-. Los dioses saben lo que

hacen.

-Supongo que sí -suspiró ella-. Pero no sé si fiarme de él.

Lorris no dijo más.

Siguieron hacia el nordeste durante dos días más. Pese a

que no fueron sorprendidos por ninguna otra tormenta ni se

tropezaron con ninguna avanzadilla de Valnor, Margai los

cubría todas las noches con su extraña cúpula protectora.

-Sólo pueden atravesarla los que tienen buenas intenciones

-decía el niño.

Los demás no estaban muy seguros de ello. Pero al menos

los protegía del frío y de la nieve. Ya era algo.

-Margai -le dijo un día Lorris-. ¿Qué piensas tú de Valnor?

Margai guardó silencio un momento. Luego dijo:

-Es muy poderoso. Podría haber sido elegido para la

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magia o podría no haberlo sido. En cualquier caso, sólo la magia

de los elfos podría contra un ser de esas condiciones.

-¿Y los elfos elegidos?

Ante esa pregunta, Margai echó a reír alegremente.

-Los dioses no son estúpidos -dijo-. Un elfo elegido podría

desafiarlos incluso a ellos. Un elfo elegido... podría dominar el

mundo.

Una mañana, al despertar Lorris y mirar al horizonte, se

quedó sin aliento. Allí, a lo lejos, entre picos de nieve, bañado

por la suave luz de la aurora, brillando magníficamente, estaba

el Palacio de Cristal.

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Capítulo XI: "Incursión en el Palacio de Cristal"

Lorris despertó a sus compañeros inmediatamente. Se

quedaron anonadados.

-Vaya -pudo decir Elga-. ¿Ese es el Palacio de Cristal?

Aron asintió.

-La morada de Amaranda -dijo.

-La morada de la Dama de la Lechuza -añadió Lorris-. El

final del viaje.

-El final del camino -dijo Margai.

Lorris se sintió incómodo. Era justamente lo que estaba

pensando. ¿Por qué aquel condenado crío no podía dejar de

meterse donde no le importaba?

-De modo que aquí nos llevaba Argéntea -dijo Ona.

-Argéntea -repitió Elga-. ¿Qué habrá sido de ella?

-De todas formas -dijo Lorris-, ahora el Palacio de Cristal

está en manos de Valnor el Vengador.

-Parece tan frágil...-observó Elga-. No me extraña que

quisiera construirse una fortaleza de arkal en el Reino de los

Enanos.

Nadie dijo nada durante unos minutos. Los cinco

compañeros cruzaron una mirada llena de incertidumbre.

-Bueno -dijo Lorris-. Y ahora, ¿qué?

-¿Qué? -repitió Elga, como si acabase de despertar de un

sueño-. ¿Qué quieres decir?

Lorris señaló el Palacio.

-Me imagino que eso estará custodiado, ¿no? -dijo-. Por

darai oscuros, seguramente.

Nadie respondió. Lorris echó un vistazo a su "tropa" y

sintió que se le caía el alma a los pies. "Un anciano, una

muchacha, un niño y una fugaz", pensó.

"¿Cómo vamos a desafiar a Valnor así? Necesitaremos

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guerreros y..."

-Te olvidas de la magia -observó Margai-. Te olvidas de

mi magia, y de tu magia.

Lorris le lanzó una mirada asesina.

Aron exhaló un profundo suspiro y se acercó al elfo

silenciosamente. Lorris se sintió reconfortado, de alguna

manera.

-Necesitaríamos un ejército -dijo.

-No, eso es justamente lo que no necesitamos -dijo Elga-.

Tal vez haríamos más daño a Valnor penetrando en el Palacio

sin ser advertidos.

-Eso es imposible -dijo Aron-. Valnor puede percibir la

magia. En cuanto entremos en su palacio, sabrá que hemos

entrado.

-Pero para entonces... ya estaremos dentro -hizo notar

Margai. -Creo recordar que hay una pequeña puerta trasera en el

Palacio -dijo el monje del Oráculo-. O, al menos, la había la

última vez que estuve aquí para presentar mis respetos a

Amaranda, antes de la llegada del Vengador.

-Podemos ver si está muy vigilada y tratar de entrar por

ahí -dijo Lorris.

-Yo puedo dar una vuelta al Palacio de Cristal, volando -se

ofreció Ona.

De momento era lo único que podían hacer, de modo que

aceptaron. Recogieron las cosas y se acercaron más al Palacio de

Cristal, pero siempre manteniéndose a una prudente distancia.

Aron y Ona se aproximaron algo más, y por fin Ona emprendió

el vuelo de reconocimiento.

-Valnor debe de saber ya que estoy cerca -musitó Lorris.

-Si es un gran hechicero, sin duda -asintió Margai.

No parecía asustado en absoluto. Es más, parecía incluso

que le divertía la misión.

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Pronto Aron y Ona regresaron de su expedición.

-Hay una puerta trasera -jadeó la fugaz-, custodiada sólo

por dos guardias.

-¿Darai? -inquirió Lorris.

-Parecen más bien humanos -señaló Ona.

-Dos guardias -comentó Elga.

-Podría con ellos -aseguró Lorris-. Bastarían un par de

flechas.

-¿Por qué dejar ese flanco desprotegido? -murmuró Aron.

-Nadie entra en el Palacio de Cristal sin que el Vengador

lo sepa -anunció Margai lúgubremente-. Dicen que se puede

entrar, pero no se puede salir. Lorris asintió.

-No tenemos más remedio -dijo-. Nos arriesgaremos.

¿Pero qué podemos hacer contra la magia de los darai oscuros,

que matan sólo con la mirada?

-No mirarles a los ojos -dijo Margai-. Es la única forma.

Ellos controlan mediante ondas mentales. Y las ondas mentales

las emiten a través de los ojos.

Lorris suspiró con resignación. No tenían más remedio

que creer a Margai.

Se pusieron en marcha hacia el Palacio de Cristal,

caminando por las montañas nevadas para ocultarse de la vista

de los servidores de Valnor el Vengador. En Inen se habían

provisto de túnicas encapuchadas blancas, que usaban los darai

para camuflarse entre las nieves de su gélido Reino. Sin

embargo, todos los servidores del Vengador vestían de negro.

Bordearon el Palacio de Cristal hasta que, ocultos en un

bosquecillo de coníferas, pudieron tener a la vista la puerta

trasera.

-En efecto, son humanos -observó Elga sorprendida-. ¿Por

qué humanos?

-Por lo que he podido observar -dijo Lorris-, todos sus

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guardianes son humanos. Sin embargo, se ve que utiliza a los

darai oscuros para otras tareas... como, por ejemplo, hostigar a

los otros darai o buscar elfos por todo Ilesan.

-Comprendo -asintió Elga.

Lorris preparó su arco.

-Has de ser muy rápido -indicó Margai-. De lo contrario,

uno de los dos escapará y dará la alarma.

Lorris no dijo nada. Apuntó al humano, se concentró y

disparó.

La flecha hendió el aire con un suave silbido... y se clavó

en el corazón del guardián, que cayó al suelo con un gemido.

Rápidamente, antes de que el otro pudiera reaccionar, Lorris

disparó una segunda flecha que dio en el blanco también.

En silencio, los cinco se acercaron.

-¿Cómo has podido atravesar la armadura? -murmuró Elga

cogiendo a Lorris del brazo.

El elfo tardó en contestar. Se hallaba ocupado despojando

a los guardias de sus armaduras negras.

-Las flechas -dijo al fin-. Regalo de Kerin, señora. Sus

puntas son de arkal.

-Debí suponerlo.

Lorris había terminado de desvestir a los guardias. Tendió

a Aron una de las armaduras y se puso él mismo la otra.

-Nos dividiremos -decidió-. Margai y yo, puesto que

poseemos magia, iremos en busca de Valnor. Vosotros tres, ya

que no la poseéis y corréis menos peligro de no ser descubiertos

si Ona no utiliza la suya, buscad a Izan. Debe de estar en los

calabozos, y los calabozos deben de estar en un sótano o algo

parecido.

-Cuesta trabajo creer que un sitio así tenga calabozos -

musitó Ona.

-Por fuera parece lo que siempre fue -dijo Aron mientras

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luchaba por ponerse el negro casco-. Pero aseguraría que por

dentro debe de ser...-logró ponerse el casco, y su voz sonó

extrañamente metálica e inhumana cuando dijo-: lo más

parecido al infierno... donde habita Valnor el Vengador.

Lorris no dijo nada. Ona tampoco.

-Es la hora -dijo Elga en voz baja.

Todos respiraron hondo y asintieron.

Y entraron en el Palacio de Cristal.

Por dentro, lo que antes fuera el palacio de Amaranda era

ahora un laberinto de espaciosos túneles. No podía negársele el

buen gusto a Valnor el Vengador, se dijo Lorris, y, aunque el

lugar rezumaba odio y maldad, se preguntó dónde había visto él

antes algo parecido.

Pronto vieron unas escaleras que iban hacia abajo.

Elga se detuvo.

-Creo que deberíamos separarnos aquí -dijo-. Es posible

que esto conduzca a las mazmorras de Valnor.

Lorris asintió, aunque apenas le había prestado atención.

-Tú también lo sientes, ¿verdad? -le dijo en voz baja

Margai-. Valnor sabe que estamos aquí.

-Sí, lo sabe -murmuró el elfo-. Y ambos sabemos que él lo

sabe. Se giró para ver a sus compañeros Aron, Elga y Ona, tal

vez -prefirió no pensarlo más- por última vez.

Un estremecimiento le recorrió por dentro al mirar a Elga.

-Tened cuidado -dijo con voz ronca, y se volvió

bruscamente y se alejó por el pasillo, seguido de Margai.

No volvió la vista atrás. No podía, no debía. No ahora.

El niño darai lo alcanzó enseguida. Lorris lo aferró

fuertemente de la mano, y Margai no dijo nada. El elfo dedujo

que ya habría leído en su mente cuál era su plan... si es que

había podido, dado el caótico mar de pensamientos que

albergaba la cabeza de Lorris en aquellos instantes.

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Capítulo XII: "Descenso al infierno"

Se tropezaron en mitad del pasillo con un par de centinelas

humanos. Uno de ellos bajó la vista para observar

detenidamente al niño darai.

-¿Y "eso"? -preguntó con voz acerada-. ¿Es uno de los

intrusos?

-Efectivamente -respondió Lorris procurando adoptar un

tono de voz marcial-. No sé dónde deben de estar sus

compañeros, pero sospecho que han subido a una de las torres...

de todas formas, imagino que nuestro señor querrá hablar con él.

-No es más que un mocoso darai.

-Un mocoso darai muy peligroso -apostilló Lorris-.

Nuestro amo tenía interés en él. Se rumorea que es un darai

elegido por los dioses para poseer magia.

El humano dejó de reír, y cruzó una mirada significativa

con el otro.

-Está bien, adelante -dijo-. Y no permitas que escape.

Lorris inclinó la cabeza y prosiguió su camino, con el

corazón latiéndole con violencia.

"¿Dónde diablos puede estar ese Valnor?", se preguntó,

aún temblando como un flan.

"En el salón del trono", le pareció que le contestaba la voz

de Margai.

Sacudió la cabeza. El caso es que no la había "oído", pero

aquella voz había resonado de alguna manera en su mente. Bajó

la vista hasta el niño darai, con sorpresa. Éste sonrió.

"Telepatía”, oyó de nuevo Lorris en su mente. "Es lo más

seguro:

Lorris respiró profundamente. Aquel renacuajo con cabeza

de huevo nunca dejaría de sorprenderle.

"-Y cómo llegamos al salón del trono?", pensó.

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"Guíate por la magia de Valnor", fue la respuesta. "¿No

puedes sentir su energía negativa? Sencillamente, sigue el

rastro".

Lorris no se molestó en responder. Tenía la molesta

sensación de que había un peligro en ciernes.

"¡Por ahí no!", chilló la voz de Margai en su mente.

Dio media vuelta con brusquedad, pero ya era demasiado

tarde. De nada le sirvió la armadura negra que le había

camuflado de los guardias humanos. Tras él sintió ya la

presencia de los darai oscuros, y la conocida voz sibilante le

heló la sangre:

"Elfo..."

* * *

Elga, Aron y Ona descendieron lentamente. Era una

escalera de caracol que daba vueltas y más vueltas en la

oscuridad.

Ona brillaba tenuemente (no se atrevía a más por miedo a

que su magia fuera detectada), iluminándoles el camino.

Apenas podían respirar. Según fueron bajando, el

ambiente fue caldeándose cada vez más, y la luz que se veía más

abajo fue aumentando, hasta que Ona apagó su brillo porque ya

no era necesaria.

-Qué diablos habrá allá abajo -susurró Elga, jadeante.

-El infierno -respondió Aron en el mismo tono.

Siguieron bajando. El calor era cada vez mayor, y Elga

pensó que realmente parecían estar descendiendo hasta el

infierno.

La escalera desembocaba en un largo túnel subterráneo.

Nada más pisarlo, los tres intrusos oyeron un prolongado aullido

de dolor.

Elga y Ona se estremecieron.

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-El infierno -susurró Aron para sí mismo.

Avanzaron con cautela por el corredor. A ambos lados

había celdas, de las que a veces salían ayes lastimosos. En cierta

ocasión, un humano mugriento de larga barba se abalanzó sobre

la reja de su calabozo con un estruendo de cadenas. Quiso

decirles algo, pero no pudo. Elga se apartó con presteza de la

sucia mano que trataba de apresar con presteza su túnica blanca.

Siguieron adelante.

Al final del pasillo vieron la procedencia de la luz: venía

de una gran sala que se abría al fondo.

Elga, Aron y Ona cruzaron una mirada.

-Deberíamos...-empezó Aron, pero una voz le interrumpió:

-¡Te he dicho mil veces que no sé nada, pedazo de cerdo

seboso! ¡Puedes decirle a ese gusano inmundo que tienes por

amo que se meta ese látigo donde le quepaayy...!

La protesta finalizó con el restallido de un látigo y un grito

de dolor. Elga miró a Aron con los ojos muy abiertos.

-¡Es Izan! -susurró-. Reconocería esa voz en cualquier

parte.

El látigo seguía sonando, y la voz de Izan seguía

quejándose.

-Le están torturando -musitó Aron.

Elga aferró la mano del anciano, angustiada.

-Tenemos que hacer algo -dijo Ona en voz baja.

Aron y Elga asintieron. Se acercaron más a la puerta, con

precaución, pero una voz ronca los detuvo:

-Por última vez, enano: ¿dónde se esconde ese elfo?

-Por última vez, barrigón: no tengo ni la más remota idea.

Tal vez esté escondido en el bolsillo de Valnor, ¿eh?

Nuevo restallido del látigo, más brutal todavía. Elga cerró

los ojos. Llegaron hasta la puerta de la sala de donde procedían

las voces, y se asomaron con cautela.

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Dentro, en el centro de la estancia, ardía un fuego

abrasador. Por allí cerca estaba Izan, atado por las muñecas y los

tobillos a dos columnas, con el torso desnudo. Junto a él, un

fornido humano empuñaba un látigo.

Aron dio una mirada circular a la estancia. Aquello era,

cómo no, una sala de tortura.

Elga, sin embargo, sólo tenía ojos para Izan.

El cuerpo del muchacho, cubierto de sudor, sangraba. Los

cabellos, antes rebeldes, le caían ahora lacios y sin vida sobre

los ojos, ahora cerrados. La boca, entreabierta, emitía débiles

quejidos con cada golpe. La cabeza le caía hacia delante, como

si no tuviera fuerzas para levantarla.

Elga no pudo soportarlo más. Cogió del brazo a Aron.

-Haz algo -dijo, parpadeando para que no se le saltaran las

lágrimas-. Por favor, haz algo.

Aron se bajó la visera del casco y, tras un breve titubeo,

entró con paso firme en la sala. A pesar de su avanzada edad,

estaba en buena forma, y al verdugo no se le ocurrió pensar que

aquel hombre no fuera de los suyos.

-¿Y bien? -le preguntó ceñudo a Aron, látigo en mano.

El anciano miró a Izan. El muchacho, que había abierto

los ojos al oírle entrar, presentaba en ellos, además del

cansancio y el dudar, un destello de desafío, visible entre los

mechones de cabello mojados por el sudor.

Aran sintió lástima por aquel joven a quien él mismo

había salvado de la muerte con anterioridad, al acogerlo en el

Oráculo.

-Valnor exige ver al muchacho -dijo el monje con voz

firme-. He de llevarlo ante él.

El otro lo miró con desconfianza.

-¿Y eso por qué? -preguntó.

Aran se encogió de hombros.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

-En vista de que tú no consigues sacarle la información

que nuestro señor desea -dijo desapasionadamente-, ha decidido

interrogarle él... personalmente.

-¿Y sólo un soldado para custodiarlo?

-Dudo que pueda escapar. Está ya medio muerto. Tú

ocúpate de maniatarlo bien, y yo me ocuparé del resto.

El humano seguía desconfiando, pero finalmente inclinó la

cabeza y exhaló un profundo suspiro.

-Está bien, puedes llevártelo -dijo-. Pero si escapa, tú

cargarás con las consecuencias.

Aron asintió. El otro desató a Izan, que parecía apagado, y

trató de atarle las manos a la espalda.

Pero súbitamente el muchacho pareció cobrar vida y se

revolvió con tanta furia que parecía estar completamente bien.

-¡Soldado ayúdame! -jadeó el verdugo, y Aron se

acercó rápidamente. Entre los dos lograron sujetar a Izan a duras

penas.

-¡Cerdos...! -gruñó el muchacho.

-Es peligroso -observó Aron.

-Y "está medio muerto" -ironizó el verdugo.

Aron no dijo nada. Tras asegurarse de que estaba bien

sujeto, hizo ademán de llevárselo.

-¡Eh, espera! -protestó el otro-. ¿Vas a llevártelo tú solo?

Ya has visto que es escurridizo como una anguila.

Aron jugueteó con el látigo que se le había caído al

verdugo. Se acercó para devolvérselo, pero, en lugar de eso, con

la rapidez del rayo, lo golpeó en la cabeza con el mango.

El humano cayó al suelo como un saco de patatas.

Aron dejó caer el látigo, aturdido. Elga y Ona se

precipitaron en la habitación. Los ojos de Izan se abrieron

desmesuradamente cuando Aron se quitó el casco.

-¡Izan! -exclamó Elga.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Comenzó a desatarlo, mientras el anciano se lamentaba:

-Oh, ¿qué he hecho? ¡Le he matado!

-No le has matado, abuelo -replicó Izan con dificultad-.

Sólo dormirá un par de horas. La verdad... nunca creí que

tuvieras tanta energía para tu edad.

Cruzó una mirada con Elga, que se había separado un

poco de él. Quiso decir algo, pero no pudo. Avanzó unos pasos,

pero sus piernas se doblaron y cayó al suelo.

Elga, con una exclamación, corrió junto a él.

-Aron -llamó.

El anciano se acercó.

Izan no parecía capaz de dar un paso más. Elga se sacó el

medallón de Frela Darildia.

-Dijiste que era un talismán de curación, ¿no? -le preguntó

a Aron.

-En realidad, parece tanto de protección como de curación

-respondió éste.

-¿Se necesita tener magia para usarlo? -siguió indagando

Elga.

-No.

-¿Cómo se utiliza?

-No lo sé.

Elga suspiró con resignación. Se quitó el talismán y,

titubeando, lo apoyó en el pecho de Izan.

-Por favor -pidió.

-Invoca a Sithgel -sugirió Ona con suavidad-. Es la diosa

de los fugaces. Supongo que ella le otorgó el talismán a nuestra

Reina.

-Por favor, Sithgel -dijo Elga-. Te lo ruego. Cúrale.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, y no vio el

tenue brillo que desprendía el medallón.

-Te lo ruego, Sithgel -repitió ella-. Cúrale.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Entre las lágrimas pudo ver, sorprendida, como una

especie de brillo dorado surgía del talismán, y recorría todo el

cuerpo de-Izan, curando todas sus heridas, cerrándolas como si

no hubieran existido.

-¡Es... increíble! -pudo decir Aron.

Elga no fue capaz de decir nada.

Cuando Izan se incorporó, mirando maravillado sus brazos

y su cuerpo curados, cruzó una mirada con ella.

No dijo nada, pero sus ojos hablaron por él.

-Hemos de salir de aquí -dijo entonces Ona, apremiante.

Aron se levantó con presteza y se enfundó el casco de

nuevo. Elga volvió a colgarse el medallón del cuello,

oprimiéndolo con fuerza en su mano derecha. Izan se puso en

pie de un salto; había recuperado todas las fuerzas.

Salieron al pasillo. Elga detuvo a Aron cogiéndole del

brazo.

-Esperad -dijo-. Me gustaría ver si mi padre está aquí.

Aron iba a decir que no tenían tiempo, pero Izan se le

adelantó:

-Por supuesto, Elga. No tardaremos nada.

Pero cuando doblaron una esquina encontraron una tropa

de humanos con armaduras negras esperándoles.

-Alto -se oyó una voz acerada.

Izan, Elga, Ona y Aran cruzaron una mirada.

Estaban atrapados.

-No deberías haber utilizado ese talismán -murmuró Izan-.

Valnor percibe la magia. Nos han atrapado.

* * *

Lorris y Margai habían sido apresados. Después de una

escaramuza en el corredor-, y a pesar de que habían tratado de

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

no mirarles a los ojos, los darai oscuros habían salido

vencedores -eran superiores en número-, y ahora los intrusos

avanzaban maniatados por los pasillos del Palacio de Cristal. No

les habían dicho a dónde les llevaban, pero Lorris ya se lo

figuraba: a la presencia de Valnor el Vengador.

Margai caminaba en silencio. No parecía asustado. En

realidad, no había parecido asustado ni una sola vez desde que

lo conocían. Lorris se preguntó por qué diablos tenía el chiquillo

tanta tranquilidad, sabiendo que estaba amenazado de muerte.

"Es un niño", lo disculpó Lorris sacudiendo la cabeza.

Sin embargo, en contra de lo que pensara el elfo, Margai

era perfectamente consciente del peligro que corrían.

Sólo que sabía que pronto tendrían una oportunidad frente

a Valnor... y tenía la corazonada -totalmente irracional, eso sí-

de que Lorris la aprovecharía.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Capítulo XIII: "La batalla final"

Cuando Lorris y Margai, conducidos por los darai oscuros,

llegaron al salón del trono, se encontraron con la desagradable

sorpresa de que Izan, Elga, Aron y Ona habían sido apresados

también, y, como ellos, ahora comparecían ante Valnor el

Vengador.

El elfo se concentró en la figura que se sentaba en el trono.

No sabría decir a qué raza pertenecía. Llevaba una larga

túnica, como los darai oscuros, con una capucha que le cubría

todo el rostro. Sólo eran visibles las manos, que apoyaba en los

brazos del trono, unas manos blancas y finas, de dedos largos.

"No parece un guerrero como Ordulkar", se dijo Lorris. "Parece

más bien..."

"Un poderoso hechicero", lo ayudó Margai

telepáticamente. "Muy poderoso". Lorris echó un rápido vistazo

al niño darai y vio por primera vez miedo en su expresión.

El elfo había sido testigo del poder de Margai. ¿Hasta

dónde podía llegar la magia de aquel hechicero tan poderoso?

Sacudió la cabeza y se adelantó un paso. Los darai oscuros

no hicieron el menor movimiento. Y entonces Valnor habló:

-Tú eres Lorris DeLendam -dijo.

Su voz resonó por todo el salón. Hablaba en Común, pero

con un extraño acento.

-Así es -afirmó Lorris con aplomo.

-El elfo -añadió Valnor.

-Así es -repitió Lorris-. Y tú eres Valnor el Vengador,

señor de los darai negros.

-Así es -se limitó a contestar Valnor-. Llevo buscándote

mucho tiempo.

-Lo sé. Aunque aún no comprendo por qué.

-Es sencillo. Para matarte.

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-Entonces, hazlo ya.

-No sin antes tener una pequeña charla contigo.

La voz de Valnor resonaba peligrosamente, y Lorris se

estremeció interiormente.

-Soy un hechicero de mucho. poder -prosiguió el

nigromante-. Iba extendiendo mi mano por todo Ilesan,

mediante mis darai oscuros y los guerreros que reclutaba.

Pretendía construir una fortaleza en el Reino de los Enanos, en

la ciudad de Ard. Había esclavizado a los enanos gracias a

Ordulkar, un humano a quien los dioses le otorgaron el poder de

la magia, y que se unió a mí, un guerrero bastante bueno, si me

permites la observación.

>>Sólo alguien con poder suficiente podía arrebatarme

todo eso. Sólo un elfo.

>>Sabía que Amaranda había enviado un mensaje al

Bosque, pero dudaba que alguien acudiera en su auxilio. Sin

embargo, tomé precauciones.

>>A pesar de ello, tú y tus amigos habéis sobrepasado

todas mis barreras. Habéis derrotado a Ordulkar, esquivado a

mis darai negros en Liadar -con la inestimable ayuda de Ahrgan,

el Dragón Negro, por supuesto-, habéis escapado de los duendes

(cuyo estúpido Rey, por cierto, es amigo mío), habéis

sobrevivido al gélido clima del Reino de los Darai, habéis

escapado a la destrucción de Inen...

>>¿Comprendes, querido Lorris DeLendam, que esto no

puede seguir así?

Lorris estaba tenso, preparado para cualquier cosa,

preguntándose a dónde quería llegar Valnor.

-En pago a todo el daño que me has hecho, a mí y a mi

obra -continuó Valnor-, exijo tu vida, la tuya y la de tus

amigos... y algo más.

El Vengador se levantó del trono y descendió unos

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cuantos escalones.

-Sé -dijo-, que cuando saliste del Reino de los Fugaces, no

te fuiste con las manos vacías. Sé que Frela Darildia, ese hada

entrometida, os dio un talismán mágico, una especie de cristal

ovalado...

Valnor extendió la mano.

-Dámelo -exigió.

Lorris se contuvo para no mirar a Elga, que se había

escondido tras Izan.

-No lo tengo -dijo con voz firme-. Lo perdí.

-¡Mientes! -exclamó el nigromante-. ¡Está aquí, en el

Palacio! Yo mismo he sentido su poder hace unos momentos.

Alguien lo ha utilizado.

-Repito que yo no lo tengo -insistió Lorris.

Valnor bajó la mano y volvió la vista hacia donde estaban

Izan Elga, Ona y Aron.

-Saliste solo del Bosque -dijo-, y has ido haciéndote

amigos por donde has pasado. Eres un héroe, Lorris.

>>Lástima que tus compatriotas no lo crean así, ¿verdad?

La mente de Lorris viajó vertiginosamente al pasado, y en

un segundo desfilaron por su memoria imágenes del Bosque, de

Ysperel, de los elfos, de los últimos días en su hogar.

Y el mandato de Amaranda la Hechicera, la Dama de la

Lechuza: "Salva al Bosque".

-¿Amaranda está aquí? -preguntó súbitamente.

Valnor se volvió de nuevo hacia él y lo observó

detenidamente. Luego dijo muy despacio:

-Sí, está aquí. Atrapada en otra dimensión. Dime, ¿qué fue

lo que te dijo?

Lorris sostuvo su mirada sin pestañear, pese a que donde

aquel ser debía de tener el rostro el elfo sólo podía ver negrura

sin fondo.

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-Me dijo que salvara al Bosque -respondió.

Valnor pareció sorprendido.

-¿Nada más? -preguntó.

-Nada más.

-¿No te dijo por qué me llaman "el Vengador"? ¿No te

dijo quién era yo? El tono de voz de Valnor había bajado

peligrosamente. Se acercó más a Lorris.

-¿Y no quieres saberlo? -siseó.

Lorris no respondió. Se mantuvo firme.

-Bueno -suspiró el nigromante-. Es una lástima.

-Eres... -dijo de pronto una voz.

Valnor se giró. Era Izan el que había hablado.

-¿Soy quién?

Pero el humano no dijo más.

-¿Qué tienes en contra del Bosque, Valnor? -preguntó

Lorris-. ¿Qué te hemos hecho los elfos?

Y entonces Valnor el Vengador se echó a reír. Y era una

risa plateada y cantarina, que, sin embargo, helaba la sangre,

porque estaba llena de odio.

-¡Los elfos! -dijo lleno de desprecio y rencor-. ¿Sabes tú,

Lorris DeLendam, lo que me han hecho los elfos?

Se acercó más a él.

-Lo mismo que a ti -dijo en voz baja.

Y entonces Lorris supo la verdad, supo quién era Valnor el

Vengador sólo un momento antes de que el nigromante se

quitara la capucha y dejara al descubierto los delicados rasgos

de un elfo.

-Eres un elfo -concluyó Izan.

-¡Un elfo! -exclamó Elga sorprendida-. ¿Cómo...?

-Valnis DeVian -dijo Lorris fríamente-. Recuerdo el

proceso. Yo era un niño, pero mis padres me llevaron a ver el

juicio porque lo más seguro era que te expulsaran del Bosque, y

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una cosa así no sucedía todos los días.

Lorris hizo una pausa.

-Valnis DeVian prosiguió-, cometió el más horrendo

crimen jamás cometido en el Bosque, mayor incluso que el de

romper el Espejo Sagrado de Arsis: mató a un elfo, segó una

vida elfa, hizo trizas el mandato de Arsis de no quitar nunca la

vida a un elfo, porque la vida es lo más sagrado que tenemos.

-Sin embargo, tú has quitado la vida a varios hombres -

observó Valnor.

-En defensa propia -apuntó Lorris-, o para evitar masacres

como la de Inen o el Reino de los Enanos. Pero tú mataste a un

elfo a sangre fría, y por un motivo injustificable: mataste a tu

hermano mayor sólo para obtener tú la herencia de tu familia.

Pero, aunque lo preparaste todo para que pareciera un accidente,

hubo un testigo, creo recordar...

Lorris hizo una nueva pausa, y continuó:

-Fuiste desterrado. Te expulsaron del Bosque.

Valnor asintió con una mueca de desdén en los labios.

-Tu memoria no te falla -dijo-. Ni siquiera los Nocturnos

me aceptaron entre ellos. Vine aquí a instruirme en la magia

junto a Amaranda, y, cuando ya supe controlar todo mi poder...

Valnor calló. Aron se estremeció recordando la última vez

que había visto a la sin par Amaranda, la Hechicera.

-Esperaba apoderarme de todo Ilesan para asestar el golpe

definitivo al Bosque -concluyó.

-No eres más que yo -dijo Lorris-. Ya no te temo. Pero tú

sí me temías a mí. A un elfo, poseedor de la Magia Superior,

como tú.

Un movimiento en la fila de guardias atrajo la atención de

todos. Elga, que había salido de detrás de Izan, se giró también.

Pero el guardia humano que había dejado caer su lanza la

recogió de nuevo y volvió a su lugar. Valnor le dirigió una

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mirada irritada.

Lorris pensó que había llegado la hora de la acción.

-De modo que quieres el talismán de Frela Darildia -dijo.

-Eso he dicho.

-Me temo que no tengo opción, ¿no?

-No.

Lorris, con movimientos cautelosos, rebuscó en su

saquillo, al tiempo que echaba una rápida mirada al ventanal que

se abría a un lado de la sala, por donde unos tímidos rayos de

Arsis se atrevían a entrar habiendo atravesado por un resquicio

las nubes plomizas.

Elga comprendió. Ona también. Izan y Aron supieron que

el elfo iba a hacer algo, y Margai lo leyó en su mente.

Lorris extrajo por fin un pequeño trozo de espejo.

-Sospecho que no lo tengo -dijo-. ¿Te vale esto?

Movió el espejito hasta que éste captó de pleno la luz de

Arsis.

-¡Ahora! -gritó Margai, y de pronto uno de sus escudos

protectores cubrió a todos sus compañeros.

Izan se puso en acción. Golpeó en el estómago a uno de

los guardias con el pie y le arrebató su espada. Lorris lanzó el

espejito al aire y Ona lo recogió volando. Elga se quitó el

talismán y trató de concentrar toda su energía en él.

Todo ello en cuestión de segundos. Los darai oscuros y los

guardias humanos reaccionaron tarde, pero cuando lo hicieron se

entabló una batalla encarnizada.

Sorprendentemente, uno de los guardias humanos parecía

combatir en favor de los compañeros, contra los demás guardias.

Ona se encogió sobre sí misma y, protegida por el escudo,

lanzó una de sus explosiones de luz, que se reflejó en el pedazo

de Espejo Sagrado, y aumentó el triple su intensidad.

Aquello cegó momentáneamente a sus enemigos.

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Izan y Lorris combatían codo con codo contra los guardias

humanos. Procuraban no salirse del escudo protector de Margai,

que los darai oscuros no podían traspasar con su Magia Media.

Mientras, Valnor el Vengador lo observaba todo desde su

trono, en el que había vuelto a sentarse. No le preocupaba lo

más mínimo. Sabía que no tenían ninguna oportunidad. El

mocoso darai no aguantaría un escudo tan grande tanto tiempo,

que además estaba siendo atacado por sus darai oscuros... y

entonces los compañeros estarían perdidos.

Sus ojos se posaron por casualidad en Ona y Elga; la

primera volaba con el trozo de espejo de Arsis hacia la ventana;

la segunda sostenía en alto el talismán de Frela Darildia.

Demasiado tarde se dio cuenta de su error. Se levantó de

un salto de su trono, pero ya era tarde: un potente rayo de luz de

Arsis se reflejó en el espejo, y Ona lo dirigió hacia el talismán

de Elga.

La humana, suplicando a Sithgel que le diera fuerzas,

dirigió el rayo hacia Valnor el Vengador.

Fue un potente rayo de energía que atravesó el talismán y

dio de lleno en la cabeza de Valnor.

Éste extendió inmediatamente las manos y formó un

escudo de protección a su alrededor.

Lorris lo advirtió.

-¡Por Arsis, "eso" le hace daño! -gritó.

Tiró la espada al suelo. Izan protestó:

-¡Lorris, no me dejes aquí!

Pero Lorris no lo oía. Sentía una especie de fuego dentro

de sí, el fuego de la ira, el recuerdo del miedo de los humanos,

de las súplicas de Amaranda, de los enanos esclavizados, de los

salvajes duendes, de Inen destruida. Por un momento se

preguntó qué pasaría si su Bosque, su amado Bosque, fuera

aniquilado por un loco asesino, y la ira se convirtió en rebeldía.

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"Basta", pensó, al ver que el escudo de Valnor se extendía

cada vez más, y amenazaba con llegar hasta Elga, que sostenía

el talismán, desesperada. "Basta".

Por el rabillo del ojo vio que Izan había recibido una

estocada en el brazo, que había sacado imprudentemente del

escudo. Que Margai se había sentado en el suelo, con los ojos

cerrados y las manos sujetándose la cabeza, tratando de

mantener el escudo por más tiempo; que Ona ya no aguantaba

tanto rato el peso del espejo, que era enorme para ella.

Súbitamente, sin saber lo que hacía, con los ojos llenos de

lágrimas, con el recuerdo de Izan torturado, de Elga moribunda,

de Ona capturada por los duendes, de Rak abatido por las

flechas, sintió que un fuego le abrasaba por dentro, y vio que sus

manos comenzaban a emitir un extraño resplandor,

hormigueante.

Extendió entonces las manos hacia Valnor con un grito

salvaje.

Un rayo de luz brotó de ellas y fue a chocar frontalmente

contra el escudo de Valnor, que retrocedió un poco.

Izan se quedó con la boca abierta. De no haber sido por el

escudo de Margai, que aún permanecía activo, habría recibido

una estocada por parte de alguno de los guardias.

-¡La magia! -exclamó-. ¡Elfo, has encontrado la magia!

El escudo de Valnor seguía extendiéndose, pese a haber

sido frenado momentáneamente por el ataque de Lorris.

-¡Izaaan!

Izan se volvió. Elga resistía con mucha dificultad. Era ella

quien le había llamado.

El joven humano vio el sufrimiento en su rostro. Supo que

no aguantaría mucho, y supo que debía ayudarla, o moriría.

O moriría.

Izan no podía soportar esa idea. Y, como en Lorris, la

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magia, la magia que le había sido otorgada por los dioses como

un privilegio especial, brotó espontáneamente de su interior,

despertó de su largo letargo, e Izan tiró al suelo la espada al ver

con sorpresa cómo de sus manos surgían dos potentes chorros de

energía, que el humano dirigió hacia Valnor.

Pero el Vengador seguía siendo demasiado fuerte.

-¡Margai! -gritó Lorris.

El niño darai levantó la cabeza y abrió los ojos. Protegidos

por el escudo, Izan, Lorris y el soldado rebelde habían acabado

con muchos darai oscuros y con la práctica totalidad de los

soldados humanos. Pero aún quedaban. ¿Podía retirar el escudo

para sumarse al ataque?

Vio que los servidores de Valnor habían dejado de atacar

y observaban la escena sorprendidos.

Y deshizo el escudo protector y concentró su poder

telepático en el elfo Valnor el Vengador.

Las fuerzas se igualaron. Ni siquiera entre todos lograban

destruir la defensa de Valnor.

Y entonces el nigromante dirigió una mano hacia Lorris,

y, formando aún el escudo con la otra, envió un rayo de fuego al

elfo de la Luz.

Lorris lo vio venir. Vio cómo de la mano de Valnor

surgían potentes llamaradas dirigidas hacia él, pero no sabía

cómo defenderse, y, por otro lado, la fuerza mágica lo mantenía

atado al rayo de ataque que estaba lanzando.

Cerró los ojos y trató de enviar más fuerza para romper el

escudo de Valnor, para que al menos sus compañeros pudieran

tener una oportunidad.

Súbitamente sonó un estallido.

Lorris abrió los ojos, sorprendido.

Alguien había interceptado el hechizo de Valnor. Alguien

se había sacrificado por Lorris, o por Ilesan, no habría sabido

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decirlo.

Era Aren, el anciano monje del Oráculo.

Lorris vio, entre las lágrimas, el cuerpo del humano yacer

humeante en el suelo. Valnor preparó un nuevo ataque, pero

Lorris no se percató de ello. Sólo podía ver a Aron, y pensar en

Aron, y que había muerto por él, que estaba muerto, muerto,

muerto...

-¡¡Noooo...!!

Su grito desgarrador resonó en todo el Palacio de Cristal.

Y pensó en Rak, que había muerto en el Reino de los

Enanos, a los pies de Ordulkar.

Ahora le tocaba el turno al bondadoso y pacífico Aron.

Aron, que lo había salvado de la tormenta.

Aron, que lo había acompañado en su misión.

Aron, que le había aconsejado tan sabiamente.

Rak había sido un guerrero.

¿Pero Aron...? Aron sólo era un pobre viejo pacífico, que

buscaba la luz y la verdad.

La rabia oculta de Lorris salió al exterior. La rabia por

Rak, por Aron, por tantos otros.

El rayo mágico triplicó su fuerza y su intensidad.

El escudo de Valnor se rompió, y el Vengador fue

alcanzado por los cuatro rayos mágicos: el de Izan, el de Lorris,

el de Margai y el formado por Elga y Ona con el Espejo de Arsis

y el talismán.

Con un alarido agónico, el Elfo Oscuro se desintegró ante

los ojos de todos. Y luego, el silencio.

Valnor el Vengador había muerto.

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Capítulo XIV: "Regreso al Bosque"

-Mira, Elga -dijo Lorris-. ¿Ves...? Eso es Ysperel.

La joven contuvo el aliento al ver los pináculos de oro y

cristal.

-Es precioso -dijo.

Lorris sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

-Es mi hogar -dijo-. Estoy en casa.

Izan bajó de un salto de la rama a la que se había subido.

-Se ve mejor desde arriba -afirmó-. Tienes razón: es una

belleza.

Lorris sonrió. Sintió que Ona se posaba suavemente en su

hombro, sin una palabra.

Había pasado un mes desde la batalla en el Palacio de

Cristal. Y tantas cosas... Lorris sentía que habían pasado siglos

desde que abandonara el Bosque, y tan sólo un par de días desde

la muerte de Valnor el Vengador.

Aron había muerto. Elga había tratado de salvarlo con su

talismán, pero ya era demasiado tarde: el anciano monje había

abandonado el mundo de los vivos.

Había sido una pérdida lamentable. Pero habían ganado

tantas cosas... el sacrificio de Aron no había sido en vano.

Amaranda, la Dama de la Lechuza, había sido liberada.

Los darai oscuros habían huido al norte, a los helados confines

de Ilesan, y nunca más regresarían; la Hechicera se ocuparía de

ello.

Y Elga...

El elfo miró a la humana con cariño. Izan le había pasado

un brazo por los hombros, y ambos contemplaban juntos la

maravillosa ciudad élfica, reluciente bajo los rayos de Arsis.

Ya no le importaba. Había cambiado mucho. Ahora veía a

Elga como una hermanita pequeña, y sabía que sería feliz junto

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a Izan.

Pero Elga había ganado algo más.

Lorris evocó el momento en que el soldado humano que

los había ayudado se había quitado el casco y había mirado a la

muchacha con contenida emoción. Ella al principio no lo había

reconocido, pero el elfo había notado al instante el asombroso

parecido físico entre ambos humanos.

El soldado era Reikan, el padre de Elga.

La madre de Elga padecía una enfermedad incurable. Él

había ido en busca del mítico Oráculo, para encontrar un

remedio a la enfermedad de su esposa. Orial le había aconsejado

que visitara a Amaranda, pero, una vez allí, la Hechicera le dijo

que era demasiado tarde: la madre de Elga había muerto.

Y Reikan se había quedado por un tiempo con Amaranda,

hasta la llegada de Valnor, en que tuvo que hacer creer al Elfo

Oscuro que prefería pasarse a su bando antes que morir. Y allí

se había quedado, esperando una oportunidad.

Ahora, el padre de Elga se había quedado en Raden. Y sus

amigos habían decidido acompañar a Lorris de nuevo a Ysperel.

Ahora era un héroe. Había limpiado su honor. Podía

volver. Y declarar contra Silvania.

-Hermosa tu ciudad, elfo.

Lorris reparó en la figura baja que se erguía junto a él, y

sonrió.

Kerin, ahora convertido en Rey de los Enanos. Los

compañeros habían tenido tiempo -por los pelos- de llegar a su

coronación. El Reino de los Enanos estaba siendo reconstruido

poco a poco, y Kerin había aceptado hacer un corto viaje hasta

el Bosque para acompañar a Lorris.

El elfo suspiró, recordando la tarea que se le había

encomendado ahora: hacer que los elfos volvieran a abrirse al

mundo. Tarea encomendada por Amaranda, por Orial, por Frela

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

Darildia e incluso por Ahrgan, el Guardián Ejecutor de Liadar

(quien, por cierto, les informó de que Ifnan, Fuego Azul, había

logrado salir de la tormenta y volver al Reino de los Dragones -

más muerto que vivo, eso sí-, y que se lo pensaría dos veces

antes de intentar sobrevolar el Reino de los Darai en lo

sucesivo).

Los elfos debían volver a abrirse al mundo.

Había hablado de ello con Evren, puesto que habían

pasado la noche en Kerohal, la Ciudad Nocturna, y con el Rey

de los Nocturnos.

Iba a ser difícil, pero, decidieron los tres, no era bueno que

los elfos siguieran viviendo en la ignorancia.

La magia volvería al mundo cuando los elfos regresaran a

él. Eso había dicho Amaranda.

Sabían que en adelante los dioses controlarían mejor la

magia para que no volviera a suceder un desastre como el

acontecido tanto tiempo atrás. Pero también sabían que los

dioses les otorgaban la magia de nuevo; les daban otra

oportunidad.

-Va a ser difícil -musitó-. Muy difícil.

-Todo lo que vale la pena es difícil -dijo Kerin.

-Tienes razón..-asintió Lorris.

Echó a andar sin una palabra más. La fugaz, el enano y los

dos humanos lo siguieron.

-Me ha dicho Orial que va a volver a transformar el

Oráculo en lo que fue antes -dijo entonces Izan-. El lugar de

reunión de los magos. Quiere instaurar una escuela de

hechicería.

-Gran idea -aprobó Lorris-; creo que me pasaré por allí

algún día.

Avanzaron sin prisas por el Bosque.

Lorris se sentía inmensamente feliz. Conocía cada árbol,

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

cada sendero, cada matorral. Había echado mucho de menos

todo aquello.

Pero aún le inquietaba volver a Ysperel, y enfrentarse...

-Te ayudaremos -dijo Elga-. Ya lo sabes. No tienes por

qué temer.

Lorris le sonrió. Del cuello de la joven pendía el amuleto

de Frela Darildia. Elga había querido devolvérselo, pero la

Reina de los Fugaces se lo había regalado.

Por fin alcanzaron los límites de Ysperel.

Pero grande fue la sorpresa de Lorris al ver que lo

esperaban tres filas de arqueros apuntándoles con sus flechas.

-¿Qué significa esto? -preguntó.

Ninguno contestó. Se oyó una voz hablando en élfico.

-Eres un proscrito, Lorris DeLendam. No puedes entrar en

la ciudad, y lo sabes.

En las puertas de Ysperel apareció el alcalde.

-Vengo a lavar mi honor -declaró Lorris-. A demostrar mi

inocencia.

-¿Ahora? ¡Es demasiado tarde!

Elga tiró de la manga de Lorris.

-¿Qué pasa? -le preguntó, pues no comprendía una sola

palabra. Pero el elfo no respondió.

-¡He venido a hablaros de lo que hay allí fuera!

-¡Oscuridad! ¡No queremos saberlo!

-¡He traído a seres de otras razas que viven fuera de los

límites del Bosque!

-¡Mientes! ¡Esas criaturas que te acompañan son seres

nocturnos!

Lorris iba a replicar, pero una voz se le adelantó:

-¡No! ¡Dice la verdad!

De entre las filas de arqueros salió una joven doncella elfa.

A Lorris se le cortó la respiración.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

La muchacha se dirigió al alcalde.

-He investigado en los textos antiguos -dijo-. Los que

hablan de la extinción de las razas. Hay ilustraciones de esas

razas, y estos seres que Lorris ha traído consigo concuerdan.

esos son humanos, eso es un enano y eso es un fugaz.

Le tendió un grueso libro abierto. Mientras el elfo lo cogía

y lo examinaba atentamente, la joven elfa se volvió hacia el

proscrito.

-Lorris -dijo.

Lorris suspiró de felicidad, y abrió los brazos.

-¡Lorris!

La joven, sin que nadie se lo impidiera, corrió a refugiarse

entre sus brazos. Lorris la abrazó con fuerza.

-Larisa -murmuró-. Oh, Larisa, cómo te he echado de

menos...

Los ojos de la elfa estaban llenos de lágrimas.

-¿Y eso? -comentó Izan, brillándole los ojos

maliciosamente-. No sabía que te esperaba una novia en tu

Reino, Lorris.

Lorris se removió, incómodo.

-Es mi hermana -declaró, e Izan se echó a reír.

Larisa se separó de él con los ojos muy abiertos.

-¿Hablas su idioma? -preguntó.

-¿No recuerdas las clases de Común, Larisa? Aquella

lengua perdida, muerta, que se suponía se hablaba antes de la

extinción de las razas...

Larisa ladeó la cabeza.

-Tienes muchas cosas que contarnos -dijo-. Padre y yo nos

las arreglaremos para que haya otro juicio y puedas decir la

verdad... porque esta vez la dirás, ¿no?

Lorris miró fijamente a su hermana.

-Sí, Larisa -dijo-. Esta vez la diré.

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

-Las cosas son más sencillas ahora -le confió Larisa-.

Silvania se ha confesado autora de la rotura del Espejo.

-¿¡Qué...!? ¿Cómo ha sido eso?

Larisa no respondió. Pero Lorris adivinó que había tenido

algo que ver con el asunto.

De todos modos, ya no importaba.

-Mira, Lorris -dijo Larisa-. Es padre.

Lorris dirigió la mirada hacia donde señalaba su hermana.

Junto al alcalde había aparecido la figura del duque DeLendam,

y los dos elfos consultaban el libro juntos.

Larisa dejó a Lorris por un momento para dirigirse a ellos.

Estuvo hablando un buen rato con ambos elfos, y finalmente le

hizo una seña a Lorris. Éste lo comprendió. Se volvió radiante

hacia sus compañeros.

-Vamos a tener un juicio -dijo.

* * *

Por primera vez en mucho tiempo, Lorris DeLendam era

feliz.

Pasaría a la historia élfica y probablemente mundial como

el elfo que lo cambió todo.

El juicio se había realizado. Lorris había contado la

verdad, llana y simple. Sus amigos estaban allí atestiguándolo

con su presencia.

Pero lo mejor había sido lo del Espejo.

Los sacerdotes lo habían recompuesto casi entero. Casi...

porque faltaba un pedazo.

Lorris, escoltado por los guardias elfos, el alcalde, el juez

y los sacerdotes había colocado el pedazo de espejo en su lugar.

Y todo entero había relucido mágicamente, y había

aparecido de pronto como nuevo, como si nunca se hubiera roto.

Y en el Espejo había aparecido una imagen de la historia

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de Ilesan. De la pelea de los dos hechiceros. Del éxodo de los

elfos. De la pérdida de la magia. De la supervivencia de las otras

razas en el exterior del Bosque.

El Supremo había sido el primero en caer de rodillas ante

el milagro, alabando a Arsis porque se había vuelto a comunicar

con los elfos.

El siguiente paso fue el contacto con los Nocturnos.

Silvania había confesado toda la verdad. Todo estaba

arreglado.

Lorris suspiró profundamente. Elga e Izan habían

marchado por todo el Reino de los Humanos anunciando la

llegada de los elfos.

Porque los elfos se estaban preparando para salir al

mundo.

Lorris todavía no creía que todo aquello estuviera

pasando. A menudo imaginaba que despertaría en su cama, de

día, y descubriría que nunca había salido de noche, y que nunca

saldría, porque era cierto lo que la tradición alfa decía. Pero se

frotaba los ojos y se daba cuenta de que no; de que estaba

despierto. Y daba gracias a Arsis por ello.

F I N

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Lorris el elfo III – © Laura Gallego García

ÍNDICE

LIBRO III

VALNOR EL VENGADOR

I. Fuego Azul.

II. Vuelo accidentado.

III. El país de los hielos.

IV. Fiebre.

V. En el Oráculo.

VI. El poder de los elfos.

VII. Inen.

VIII. Ataque sorpresa.

IX. Y nunca te enamores.

X. Margai.

XI. Incursión en el Palacio de Cristal.

XII. Descenso al infierno.

XIII. La batalla final.

XIV. Regreso al Bosque.