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LOS AMIGOS DE ART Lolita Bosch Noemí Villamuza CUENTOS DE TODAS LAS ARTES DEL MUNDO edebé

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LOS AMIGOS DEARTLolita Bosch Noemí Villamuza

CUENTOS DE TODAS LAS ARTES DEL MUNDO

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LOS AMIGOS DE ARTCUENTOS

DE TODAS LAS ARTES DEL MUNDO

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© Texto: Lolita Bosch, 2011© Ilustraciones: Noemí Villamuza, 2011

© EDEBÉ, 2011Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

Dirección del Proyecto: Reina DuarteDiseño: Joaquín Monclús

Primera edición, octubre 2011

ISBN 978-84-683-0284-3Depósito Legal: B. 23981-2011Printed in SpainImpreso en España

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

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edebé

LOS AMIGOS DE ARTCUENTOS

DE TODAS LAS ARTES DEL MUNDO

Lolita BoschIlustraciones de Noemí Villamuza

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1. Lithaar Athu Ura y los cuentos de las mil y una noches . . . . . . . . . . . . . . . . 9

2. Pintú Rha y los lémures . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

3. Muss Sika y el ruido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

4. Fut Graffiah y los recuerdos del otro lado del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

5. Arkita Ktuura o la selva de los uros sobre el agua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

6. Si Neh y la cajita de metal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43

7. Teeatt Zrouh, el niño supercontagioso. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

8. Pua Sia o la belleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

9. Op Hera, la niña que sabía hacer de todo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

10. Dan Sah o los tres dioses de los tres vientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71

11. Askkult Tura o todas las cosas tienen que estar quietas . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

Cartas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82

Índice

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En nuestro mundo hay dos tipos de cosas: las que son iguales

y las que son únicas. Y este libro está dedicado

a las cosas que son únicas. Y a todos los niños y niñas

que las descubren constantemente.

Pero este libro, además, está dedicado a todos los perros

del mundo. Porque siempre tratan de contarnos cosas,

aunque a veces nosotros no sepamos escucharlos.

Y también a mi pueblo de Albons, un lugar increíble

en el que cualquier cosa es posible cuando eres un niño...

¡O una niña!

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Lithaar Athu Ura y los cuentos de las mil y una noches

A mí, había un amigo de Art que me gus-

taba mucho. Lithaar Athu Ura. ¿Habéis oído hablar de él? ¿No? Yo tampoco sabía quién

era hasta que Art me contó su historia. La contaba a menudo. Y siempre empezaba

di ciendo:

—Lithaar Athu Ura era un niño marroquí, de piel bronceada, cabellos rizados, ojos

grandes, labios rojos y nariz puntiaguda...

—Pero no tan puntiaguda como la de Pinocho —exclamaba yo, siempre que Art me

contaba este cuento—, porque Lithaar Athu Ura nunca decía mentiras.

—No —sonreía Art—, Lithaar Athu Ura se inventaba cuentos, que es muy distinto...

Y entonces volvía a empezar:

Cuando yo era pequeña vivía en un pueblo pequeño. Y en mi pueblo pequeño los niños y las niñas pasábamos las horas escuchando las historias que nos contaba nuestro amigo Art.

Art no sabía ni leer ni escribir. Pero por las tardes, en nuestro pueblo pequeño, cerraba un poco los ojos como si echara la siesta y recordaba a los amigos que alguna vez había tenido, había imaginado, o se había inventado.

Y entonces nos contaba sus vidas...

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Lithaar Athu Ura era un niño marroquí, de piel bronceada, cabellos rizados, ojos

grandes, labios rojos y una nariz un poco puntiaguda..., no mucho.

Vivía en una casa delante del mar y todas las tardes, sentado sobre la gran roca que

había en medio de su jardín, Lithaar Athu Ura inventaba cosas que no habían pasado.

Y se concentraba tanto, pero tanto, tanto, que parecía que nada podría distraerlo.

Aunque no era así, porque cuando las barcas de los pescadores regresaban al puerto al

atardecer, Lithaar Athu Ura se ponía de pie sobre la roca y gritaba:

—¡Ey! ¡Pescadores! ¡Soy yo, Lithaar Athu Ura!

Y los pescadores hacían sonar unas bocinas que llevaban atadas a las barcas para

asustar a los tiburones: BOOOOOOOOC, BOOOOOOOOC. Y Lithaar Athu Ura, de pie

sobre la gran roca de su jardín, las imitaba: BOOOOOOOOC, BOOOOOOOOC.

Lithaar Athu Ura vivía en un pueblo feliz, donde siempre hacía buen tiempo, porque cerca

del mar nunca hiela, y donde la gente estaba contenta de no tener que pasar frío ni hambre.

El mar que veía desde su jardín estaba lleno de peces y los pescadores ganaban suficiente

dinero como para mantener a las familias.

Sí, Lithaar Athu Ura vivía en un pue-

blo feliz..., muy feliz. Hasta que un día, de

pronto, sin que nadie lo esperara, ¡PA-

TAPUM!, estalló una tormenta que pa-

recía que no fuera a terminar nun-

ca. El cielo se puso negro, negro,

negro, como si fuera una noche sin

luna, los relámpagos caían sobre el

puerto, ¡XXXXXXXAK!, y los true-

nos hacían tanto, pero tanto ruido,

¡BROMMMMMMM!, que las bocinas

para asustar tiburones, BOOOOOOOC,

BOOOOOOOC, no se escuchaban.

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Y aquel día los pescadores se tuvieron que quedar en tierra sin salir a pescar. Y

Lithaar Athu Ura no pudo subir a la roca de su jardín a saludarlos y a imitar el ruido de

las bocinas para asustar tiburones, BOOOOOOOOC, BOOOOOOOOC.

Y además, aquel día, claro, nadie ganó ni un céntimo con la pesca porque nadie

pudo trabajar.

Ni tampoco al día siguiente. Porque cuando los habitantes del pueblo de Lithaar

Athu Ura se despertaron, vieron el mismo cielo negro que el día anterior, tan oscuro

como una noche sin luna, y los mismos relámpagos sobre el puerto, ¡XXXXXAK!, y escu-

charon aquellos truenos, ¡BROMMMM!, y retruenos, ¡REBROMMMM!, tan fuertes, pero

tan, tan fuertes, que no hubieran dejado escuchar las bocinas para asustar tiburones,

BOOOOOOOOC, BOOOOOOOOC, si los pescadores hubieran podido salir a pescar.

¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Los habitantes del pueblo pedían al cielo que aquella tormenta no

durara muchos días, que escampara pronto, y que cada uno pudiera volver a hacer sus

cosas..., pero nada de todo esto ocurrió.

Y poco a poco, aquel pueblo que había sido tan feliz se fue convirtiendo en un

pueblo triste y oscuro, como muchas noches sin luna. Y las familias se quedaron sin pesca

y sin dinero. Y Lithaar Athu Ura, claro, dejó de sentarse en la roca de su jardín a inventar

historias y a saludar a las barquitas que volvían al puerto al atardecer. Porque ya no había

barquitas ni atardecer.

El mundo era ahora muy distinto.

Y como se sentían muy, pero muy, pero muy preocupados con todo lo que esta-

ba ocurriendo, los pescadores y las familias decidieron convocar una reunión urgente.

Y abrigados como si fuera el invierno más frío del mundo y tapados como si aquella lluvia

no se tuviera que terminar nunca, todos fueron a la cooperativa de los pescadores. Que-

rían saber por qué estaba ocurriendo todo aquello tan misterioso y qué podían hacer si

no dejaba de llover, si el cielo se había vuelto negro como las noches sin luna, y los re-

lámpagos, ¡XXXXXAK!, parecía que hubieran de quemar las barquitas, de tan cerca

como caían.

¡Pero no podían hacer nada!

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Excepto quedarse en sus casas y aburrirse mientras veían pasar el tiempo. Dejar de

trabajar y empezar a preocuparse por el dinero. Asustarse con los rayos, ¡XXXXXAK!, y los

truenos, ¡BROMMMM! Y echar de menos aquellos días tan soleados de antes, cuando iban al

mar, saludaban a Lithaar Athu Ura al regreso, BOOOOOOC, BOOOOOOC, y vaciaban tan-

to pescado de las barquitas que todo el mundo tenía dinero para vivir. ¡Y ahora no había

nada que pudieran hacer! Porque ahora el pueblo era triste, oscuro y desgraciado. Y los ha-

bitantes sufrían y sufrían, mientras deseaban que todo aquello acabara pronto. Muy pronto.

—En lugar de preocuparnos —dijo una mujer mayor—, deberíamos averiguar por

qué nos está pasando todo esto.

—Tiene razón —repuso su marido—. No recuerdo haber visto una tormenta igual

en toda mi vida.

—Sí, es cierto —aseguró el jefe de los pescadores—. ¿Pero cómo podemos descubrir

por qué está lloviendo como si esto fuera el infierno?

—¿Habéis pescado los peces más pequeños? —preguntó una niña.

—No —dijo el jefe de los pescadores.

—Y no habéis sido avaros ni ruines, ¿verdad que no? —quiso saber uno de los pocos

hombres del pueblo que no era pescador.

—¡Claro que no! —protestó el jefe de los pescadores.

—Entonces no lo entendemos —dijo la mujer mayor que quería saber por qué

estaba pasando todo aquello.

—¡Qué desastre! —lloraba el jefe de los pescadores.

Y tenía razón: pobres pescadores, pobres familias, pobre Lithaar Athu Ura, pobre

pueblo. ¡Qué desastre!

—¿Sabéis qué debe de haber pasado? —exclamó Lithaar Athu Ura de repente.

—¿¡Qué!? —preguntaron a la vez los pescadores y las familias, con una brizna de

esperanza.

—Seguro que con las bocinas habéis asustado a algún tiburón pequeño y los tiburo-

nes grandes se han enfadado —dijo.

—¡Sí, hombre! —protestó el jefe de los pescadores.

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—De verdad —dijo, muy serio, Lithaar Athu Ura—. Una vez yo me inventé un

cuento donde pasaba una cosa igual.

—¿Y qué hacían los personajes de tu cuento? —preguntó la mujer mayor.

—Nada, no podían hacer nada. Hubieron de pasar mil y una noches de oscuridad

y de pobreza. Pero si somos valientes y podéis soportarlo, al cabo de mil y una noches

de oscuridad y de tristeza, volverá el sol, se irán los relámpagos y dejarán de retumbar los

truenos... exactamente como pasaba en mi cuento.

—¡No puede ser! —se quejaron algunos pescadores.

—Pues en mi cuento, las cosas pasaban así —dijo Lithaar Athu Ura.

—¿Y qué hacía la gente, durante mil y una noches de oscuridad? —quiso saber

una mujer.

—Se contaban cuentos —contestó Lithaar Athu Ura.

—¡Pero los cuentos son para los niños pequeños! —protestó el jefe de los pes-

cadores.

—No, los cuentos son el mejor remedio del mundo contra el aburrimiento, contra

las preocupaciones y contra la tristeza, y también son la única manera divertida de esperar

a que pase el tiempo.

—¿Y explicaron mil y un cuentos distintos? ¿Uno cada día? —preguntó un niño

con una sonrisa muy grande.

—Sí —dijo Lithaar Athu Ura, contento de que a aquel niño le hubiera gustado su idea.

—¡Pero nadie sabe tantos cuentos! —protestó una niña.

—No —les dijo Lithaar Athu Ura—. Pero los podemos inventar...

Así que en aquel pueblo, donde antes hacía sol y los pescadores salían cada día al mar y

pescaban mucho y ganaban dinero y lo repartían entre todos, estuvo oscuro durante mil

y un días. Lithaar Athu Ura tenía razón. Y los pescadores y las familias, durante mil y un

atardeceres, se reunieron en la cooperativa del pueblo a explicarse cuentos. Siempre

había alguien que inventaba uno nuevo. Algunos eran muy buenos y otros muy malos.

Había cuentos divertidos y aburridos. Unos hacían reír y otros hacían llorar. Pero lo con-

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siguieron. Se contaron mil y un cuentos. Día tras día. Sin cansarse nunca. Cada tarde,

los pescadores, las familias y Lithaar Athu Ura iban a la cooperativa abrigados como si

fuera el invierno más frío del mundo, y tapados como si aquella lluvia no fuera a ter-

minar nunca. Entonces se sentaban todos juntos alrededor del fuego y alguien contaba

un cuento.

Hacía tiempo que no comían pescado, que no veían el sol y que los niños y las niñas

no jugaban en la calle... Sino que cuando se reunían por las tardes, cada uno llevaba lo que

tenía de comida en su casa y lo compartía: un poco de trigo, sémola, verduras que crecían

bajo la lluvia o algún queso de cabra que un habitante del pueblo había guardado para

el invierno siguiente. Y así, contándose todos aquellos cuentos, consiguieron que el tiempo

pasara más deprisa.

Y una tarde, cuando una niña terminó de contar el cuento de un bebé que sabía

hablar con los perros, de repente, sin que nadie lo esperara, se dejaron de escuchar esos

truenos tan escandalosos. Y entonces todos salieron a la calle y se pusieron muy contentos

de que hubiera dejado de llover y comenzaron a bailar abrazándose los unos a los otros.

—¡Lo hemos conseguido! —gritaban.

—¡Han pasado mil y una noches!

—¡Los tiburones ya no están enfadados con nosotros!

—¡Viva!

Entonces fueron todos juntos al puerto y vieron que las bocinas de asustar tiburones

que colgaban de las barquitas era lo único que los relámpagos habían quemado. Y los pes-

cadores prometieron que nunca más volverían a asustar a los tiburones pequeños. ¡Nunca

más! Y mientras celebraban que aquella noche tan larga se había terminado, el jefe de los

pescadores pidió la palabra:

—Dejadme hablar, por favor, amigos. Os quiero preguntar una cosa.

Y todos se callaron para escuchar lo que aquel hombre tenía que decir:

—Ahora que ha vuelto el sol, y que podemos volver a pescar y a ganar dinero, ¿ya no

nos reuniremos por las tardes a contarnos cuentos? —preguntó el jefe de los pescadores,

un poco triste.

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—Tiene razón —dijo una niña—. Está muy bien que haya amainado la tormenta,

pero era muy bonito contarnos un cuento cada tarde...

—Sí, a mí me gustaba mucho —gritó un niño.

—¡Lithaar Athu Ura! ¡Lithaar Athu Ura! —clamaron los pescadores—. ¿Cómo se

termina el cuento de las mil y una noches que inventaste? ¿Nunca más se vuelven a contar

cuentos?

—¡Claro que sí! —exclamó el niño—. ¿O acaso pensáis que ahora podríais dejar de

hacerlo? ¿Acaso no os habéis divertido?

—¡Sí! —gritaron las familias.

—¿Y no os gusta contar cuentos y que os los cuenten? —preguntó Lithaar Athu Ura.

—¡Sí! —gritaron los pescadores.

—Entonces probad a pasar un día sin cuentos... Es mucho más difícil que pasar un

día sin sol y sin pesca.

Y todo el pueblo se echó a reír.

Y a partir de aquel día, al regresar del mar, los pescadores, las familias y Lithaar Athu

Ura se reunían en la cooperativa a contarse cuentos. Y muy pronto la noticia se supo en

toda la comarca y la gente de los pueblos vecinos se acercaba a escuchar los cuentos que

contaban las familias, los pescadores y Lithaar Athu Ura. Y les gustaban tanto, pero tanto,

tanto, que los escribían para leérselos a sus familias cuando volvían a casa.

Y así, y sólo así, fue como se inventaron los libros.

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