Lo Que No Fue

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NOEL COWARD LO QUE NO FUE ESCENA I La escena en la confitería de la estación Empalme Milford. A la izquierda del escenario, un mostrador curvo con vitrinas conteniendo sándwiches, tortas, etc. Hileras de tazas de té y los vasos colocados simétricamente dan idea de la fantasía imaginativa de Myrtle. Bote-Hitas de soda y agua tónica están colocadas formando círculos y cuadrados. Igualmente, las tortas se hallan dispuestas unas sobre otras en los estantes de vidria en un disciplinado muestrario. Hay una máquina para preparar té caliente, una especie de samovar cilíndrico. Para las horas en que se permite el despacho de bebidas alcohólicas, se ven las usuales canillas de tirar cerveza, y la pared de atrás del mostrador, excepto en el espacio de una puerta, está ocupada por estantes de espejo que sostienen botellas, pilas de chocolates, paquetes de cigarrillos, etc. Hay dos ventanas en la pared posterior; los cristales inferiores están esmerilados y los superiores elegantemente cubiertos con papel de color, especial para vidrio. Otra ventana similar en la pared de la derecha, que forma un ligero ángulo. En ésta se ve, también, una puerta que da a la plataforma. Hay tres mesas contra la pared del fondo, una estufa en el rincón y dos mesas más contra la pared de la derecha; luego sigue la puerta y otra mesa junto a ella. Varios carteles y calendarios enmarcados y flores artificiales. MYRTLE BACOT es una viuda rolliza, imponente. Usa peinado alto y su expresión bastante vivaz, excepto en aquellos momentos en que la domina su sentido de lo refinado. BERYL WATERS, su ayudante, es bonita pero se ve eclipsada, río sólo por el resplandor natural de Myrtle, sino por su firme autoridad. El telón se levanta alrededor de las 17,25 de una tarde de abril. Los rayos de sol pasan a través de la ventana de la derecha, iluminando alegremente los adornos del mostrador. Un JOVEN, que lleva un impermeable, está terminando su té en una de las mesas del fondo y leyendo un diario de la tarde. 1

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Lean, David 1945 Brief Encounter - Coward, Noel - [Still Life]

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NOEL COWARD

LO QUE NO FUE

ESCENA I

La escena en la confitería de la estación Empalme Milford. A la izquierda del escenario, un mostrador curvo con vitrinas conteniendo sándwiches, tortas, etc. Hileras de tazas de té y los vasos colocados simétricamente dan idea de la fantasía imaginativa de Myrtle. Bote-Hitas de soda y agua tónica están colocadas formando círculos y cuadrados. Igualmente, las tortas se hallan dispuestas unas sobre otras en los estantes de vidria en un disciplinado muestrario. Hay una máquina para preparar té caliente, una especie de samovar cilíndrico.

Para las horas en que se permite el despacho de bebidas alcohólicas, se ven las usuales canillas de tirar cerveza, y la pared de atrás del mostrador, excepto en el espacio de una puerta, está ocupada por estantes de espejo que sostienen botellas, pilas de chocolates, paquetes de cigarrillos, etc.

Hay dos ventanas en la pared posterior; los cristales inferiores están esmerilados y los superiores elegantemente cubiertos con papel de color, especial para vidrio. Otra ventana similar en la pared de la derecha, que forma un ligero ángulo. En ésta se ve, también, una puerta que da a la plataforma. Hay tres mesas contra la pared del fondo, una estufa en el rincón y dos mesas más contra la pared de la derecha; luego sigue la puerta y otra mesa junto a ella. Varios carteles y calendarios enmarcados y flores artificiales.

MYRTLE BACOT es una viuda rolliza, imponente. Usa peinado alto y su expresión bastante vivaz, excepto en aquellos momentos en que la domina su sentido de lo refinado.

BERYL WATERS, su ayudante, es bonita pero se ve eclipsada, río sólo por el resplandor natural de Myrtle, sino por su firme autoridad.

El telón se levanta alrededor de las 17,25 de una tarde de abril. Los rayos de sol pasan a través de la ventana de la derecha, iluminando alegremente los adornos del mostrador.

Un JOVEN, que lleva un impermeable, está terminando su té en una de las mesas del fondo y leyendo un diario de la tarde.

LAURA JESSON está sentada a la mesa del primer plano tomando té. Es una atractiva mujer de unos treinta años. Sus ropas no denotan gran elegancia, pero evidencian estar elegidas con gusto. Se muestra exactamente como lo que es: una mujer casada, agradable, coman, algo pálida, pues no es muy fuerte, y con ese encanto personal proveniente de un natural bondadoso, buen carácter y conciencia razonadora. Está leyendo un libro de los que se prestan en las bibliotecas circulantes, que en ocasiones le hace sonreír. En la silla que está a su lado hay

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varios paquetes, que prueban que ha estado de compras.

STANLEY llega del andén. Viste un uniforme verde y raido; lleva una bandeja, sujeta con correas, a los Hombros. Va hacia el mostrador y se dirige a Myrtle con el debido respeto.

STANLEY.— Se me acabaron las galletitas, señora Bagot, y necesito algunos Nestlés más, de los comunes.

MYRTLE (revisando la bandeja).— Déjame ver.

STANLEY.— Una vieja del tren de las cuatro y diez me preguntó si tenía un helado de barquillo. ¡Cómo me reí!

MYRTLE.— No veo que haya nada de risible en eso. Es una pregunta muy natural con un día tan lindo.

STANLEY.— ¿Por qué me tomó por un heladero? (Beryl lanza una risita.)

MYRTLE.— Cállate, Beryl, y tú, Stanley, no seas tan impertinente. Ya eras impertinente cuando empezaste a trabajar conmigo y has seguido siéndolo cada vez más desde entonces. Aquí están. (Le da algunos paquetes de galletitas y chocolates Nestlé.) Vete ahora.

STANLEY (alegremente).— Muy bien. (Hace un guiño a Beryl y sale.)

MYRTLE.—Y tú, Beryl Waters, ¿te acuerdas que estás en horario de trabajo?

BERYL.— Yo no hacía nada.

MYRTLE.— Exactamente. Estás ahí riéndote como u»a tonta. ¿Preparaste esa lista?

BERYL.— Sí, señora Bagot.

MYRTLE.— ¿ Dónde está ?

BERYL.— La puse en su escritorio.

MYRTLE.— ¿Dónde está tu trapo de limpieza?

BERYL.— Aquí, señora Bagot.

MYRTLE.— Bien. Ve y limpia la mesa tres. Desde aquí veo las migas que tiene encima.

BERYL.— Es porque comieron escones.

MYRTLE.— No te importe que sean escories u otra cosa; haz lo que te digo y no discutas. (Beryl va a limpiar la mesa tres. Entra Albert Godby. Es un inspector de boletos, aproximadamente entre los 30 y 40 años.)

ALBERT.— ¡Hola!

MYRTLE.— Aquí llega un desconocido.

ALBERT.— No pude venir ayer.

MYRTLE (conteniéndose).— Estaba preocupada por lo que hubiera podido pasarle.

ALBERT.— Tuve un altercado.

MYRTLE (preparándole el té).— ¿Con quién?

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ALBERT.— Vi a un tipo salir del compartimiento de primera clase y cuando fue a mostrar su boleto era de tercera; yo le dije que tendría que pagar el excedente y entonces él se molestó y tuve que dar cuenta del caso al señor Saunders.

MYRTLE.— ¡Mucho haría él!

ALBERT.— Lo retó bien fuerte.

MYRTLE.— Tendría que verlo para creerlo.

ALBERT.— No es tan malo el señor Saunders; después de todo, no se puede esperar mucho humor de un hombre que tiene un solo pulmón y una mujer diabética.

MYRTLE.— Se me ocurrió que algo tendría que marchar mal cuando usted no venía.

ALBERT.— Hubiera venido más tarde para explicarle, pero tenía una cita y tuve que irme en cuanto terminé el trabajo.

MYRTLE (con frialdad).— Ah, naturalmente.

ALBERT.— Un conocido mío se va a casar.

MYRTLE.— Muy interesante, por cierto.

ALBERT.— ¿Qué le pasa?

MYRTLE.— No sé a qué se refiere.

ALBERT.— De pronto se ha vuelto muy poco cordial.

MYRTLE (sin hacer caso).— Beryl, date prisa, pon un poco de carbón en la estufa, mientras estás allí.

BERYL.— Sí, señora Bagot.

MYRTLE.— Temo estar perdiendo el tiempo en charlas inútiles, señor Godby.

ALBERT.— ¿No va a ofrecerme otra taza de té?

MYRTLE.— Tomará otra taza de té cuando haya terminado ésa. Beryl se la servirá. Yo tengo que atender mis cuentas.

ALBERT.— Preferiría que me la sirviera usted.

MYRTLE.— El tiempo y la naranjada no esperan a nadie, señor Godby.

ALBERT.— No sé por qué está usted malhumorada, pero, por si tengo alguna culpa, le pido excusas.

MYRTLE.— Usted no me entiende. Yo no... (Entra Alec Harvey. Frisa en los 35 años. Usa bigote y lleva impermeable y chambergo, y una valijita. Su porte es sereno y firme.)

ALEC.— Una taza de té, por favor.

MYRTLE.— Cómo no. (La llena en silencio.) ¿Torta o pastel ?

ALEC.— No, gracias.

MYRTLE.— Son tres peniques.

ALEC (pagando).— Gracias. (Recoge su taza de té y la lleva a una mesa. Se saca el sombrero y se sienta. Laura echa una mirada al reloj, recoge sus paquetes despaciosamente y sale hacia la plataforma. Beryl vuelve a su puesto detrás del

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mostrador.)

BERYL.— Minnie no ha tocado su leche hoy.

MYRTLE.— ¿Se la puso en el suelo?

BERYL.— Sí, pero no entró aquí.

MYRTLE.— Ve al fondo y mira si está en el patio.

ALBERT (conversador).— ¿Le gustan los animales?

MYRTLE.— En su lugar.

ALBERT.— Mi casera tiene manía por los animales: dos gatos, uno de raza y otro común, y en la cocina tres conejos en una conejera, que por derecho pertenecen a su hijo más pequeño. Y uno de esos perros con cara de tontos, con el pelo sobre los ojos.

MYRTLE.— No sé a qué raza se refiere usted.

ALBERT.— No creo que ni él mismo lo sepa. (Se oye un ruido sordo a lo lejos y el sonido de una campana.)

MYRTLE.— Es el tren a vapor. (Se oye un gran estrépito cuando el expreso pasa por la estación.)

ALBERT.— ¿Qué hay de mi otra taza? Tengo que irme. El 17,43 entrará dentro de un minuto.

MYRTLE.— ¿Quién está en el control? (Le sirve otra taza de té.)

ALBERT.— El joven Williams.

MYRTLE.— Está usted descuidando su trabajo, eso es lo que está haciendo.

ALBERT.— Un poco de descanso nunca hizo mal a nadie. (Entra Laura apresuradamente, sosteniendo el pañuelo contra el ojo.)

LAURA.— Por favor, ¿puede darme un vaso de agua? Me ha entrado algo en el ojo y quiero lavármelo.

MYRTLE.— ¿Quiere que le mire yo?

LAURA.— No se moleste. Creo que el agua lo limpiará.

MYRTLE (tendiéndole un vaso de agua).— Tome. (Myrtle y Albert la miran en silencio mientras se lava el ojo.)

ALBERT.— Un trozo de carbonilla, seguramente.

MYRTLE.— Un señor que yo conozco perdió la vista de un ojo porque le entró un grano de arena.

ALBERT.— Es doloroso, muy doloroso.

MYRTLE (mientras Laura levanta la cabeza).— ¿Mejora?

LAURA (evidentemente dolorida).— Parece que no. ¡Oh! (Alec se levanta de su mesa y se acerca.)

ALEC.— ¿Puedo ayudarla?

LAURA.— ¡Oh, no; gracias! Es solo algo que me entró en el ojo.

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MYRTLE.— Pruebe tirando hacia abajo el párpado todo lo que pueda.

ALBERT.— Y, mientras, suénese la nariz.

ALEC.— Por favor, permítame ver. Soy médico.

LAURA.— Es usted muy amable.

ALEC.— Vuélvase hacia la luz. Ahora mire arriba; ahora, hacia abajo. Ya lo veo. Quédese quieta. (Toma la punta de su pañuelo y rápidamente opera con él.) Aquí está.

LAURA (parpadeando).— ¡Oh, Dios, qué alivio! Era dolorosísimo.

ALEC.— Es como un granito de arena.

LAURA.— Fue cuando pasó el expreso. Se lo agradezco mucho.

ALEC.— No es nada. (El sonido de una campana en el andén.)

ALBERT (tragando su té).— Ahí está. Tengo que correr.

LAURA.— Qué suerte que estuviera usted aquí.

ALEC.— Cualquiera habría podido hacerlo.

LAURA.— No importa, fue usted y le estoy muy agradecida. Ahí está mi tren. Adiós. (Le tiende la mano y él la toma gentilmente. Sale seguida por Albert Gobdy, que co-rre. Alec la sigue con la mirada por un momento y luego vuelve a su mesa. Ruido del tren que entra trepidando.)

ESCENA II

El escenario es el mismo y la hora casi también la misma.

Han pasado cerca de tres meses desde la escena anterior, y estamos en julio.

MYRTLE resplandece con un claro guardapolvo. El aspecto de BERYL no ha cambiado. Todas las mesas están desocupadas.

MYRTLE (ligeramente descansada de sus tareas).— Está muy bien, le dije; eso de esperar siempre que yo haga esto o aquello, pero ¿qué saco yo con ello? No puede pretender que sea cocinera, ama de llaves y sirvienta durante el día, y amorosa esposa por la noche porque usted lo quiera así. ¡No, de ninguna manera! En el mar hay tan buenos peces como pescadores, me dije, y preparé mis maletas y lo dejé al instante.

BERYL.— ¿Y nunca regresó?

MYRTLE.— Nunca. Fui a casa de mi hermana, en Folkestone, por una temporada; luego me asocié con una amiga y abrimos un salón de té en Hythe.

BERYL.— ¿Y qué fue de él?

MYRTLE.— Está bien muerto desde hace tres años.

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BERYL.— ¡Qué me cuenta!

MYRTLE.— Así que, como ves, todo lo que la adivina me dijo, sucedió. Primero, las espadas que se encuentran: un viaje repentino. Luego, la reina de carreau y el diez: eso significaba mi amiga y el salón de té. Después, el as de espadas tres veces seguidas. (Entra Stanley.)

STANLEY.— Dos masitas y una manzana.

MYRTLE.— ¿Para?...

STANLEY.— Unas personas del andén.

MYRTLE.— ¿Por qué no vienen ellas aquí?

STANLEY.— ¡ Qué sé yo! (Hace un guiño a Beryl.)

MYRTLE.— ¿Tienes algo en el ojo?

STANLEY.— Me baila solo de vez en cuando nada más.

BERYL (con una risita.).— ¡Qué terrible!

MYRTLE.— ¡ Cuándo aprenderás a portarte bien! Aquí están tus masitas. Beryl, basta de risitas y alcánzame una manzana del estante. (Beryl obedece.) No, de esas de adelante, tonta. Toma. (Saca una de las de atrás para no romper la simetría.)

STANLEY.— Esa tiene un agujerito.

MYRTLE.— Diles que vengan y elijan ellos mismos, si son tan exigentes.

STANLEY.— Muy bien.

MYRTLE.— No sé por qué a la gente le gusta comer en el andén. Ah, y dile al señor Godby que no olvide su té.

STANLEY.— Está bien, señora Bagot. (Sale cuando entran Alec y Laura. Laura lleva un traje de verano; Alec, uno de franela.)

ALEC.— ¿Té o limonada?

LAURA.— Té, creo que en realidad es más refrescante. (Se sienta a la mesa de al lado de la puerta. Alec va al mostrador.)

ALEC.— Dos tés, por favor.

MYRTLE.— ¿Torta o pastel?

ALEC (a Laura).— ¿Torta o pastel?

LAURA.— No, gracias.

ALEC.— ¿Esos brioches son frescos?

MYRTLE.— Por supuesto, son de esta mañana.

ALEC.— Déme dos. (Myrtle pone dos brioches en un plato, mientras Beryl ha servido dos tazas de té.)

MYRTLE.— Son ocho peniques.

ALEC.— Muy bien. (Paga.)

MYRTLE.— Lleva el té a la mesa, Beryl.

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ALEC.— Yo llevaré los brioches. (Beryl lleva el té y Alec la sigue con los brioches.)

ALEC.— Coma uno de estos. Son frescos de esta mañana.

LAURA.— Hacen engordar.

ALEC.— Yo no creo en esas tonterías. (Beryl vuelve al mostrador.)

MYRTLE.— Voy a revisar las cuentas. Avísame cuando venga Albert.

BERYL.— Está bien, señora Bagot. (Beryl se sienta detrás del mostrador con una revista. "Peg's Paper".)

LAURA.— Debo reconocer que tienen buen aspecto.

ALEC.— Fueron unas de mis primeras pasiones, y no se me ha ido con los años.

LAURA.— ¿Le gusta leche en el té?

ALEC.— Sí, ¿a usted no?

LAURA.— Sí... afortunadamente.

ALEC.— El servicio de las estaciones es un poco arbitrario.

LAURA.— Yo no me quejaba.

ALEC (sonriendo).— ¿Usted se queja alguna vez? ¿Está alguna vez un poco seria, enojada o malhumorada?

LAURA.— Claro que sí, no precisamente enojada, pero a veces me pongo seria.

ALEC.— No la puedo imaginar así.

LAURA.— Realmente no veo porqué.

ALEC.— No sé. Hay ciertos signos, generalmente se da uno cuenta.

LAURA.— ¿Los labios estirados, las líneas en el mentón y los ojos muy juntos?

ALEC.— Usted no tiene ninguna de esas cosas.

LAURA.— Dígame, ¿alguna vez se sintió culpable? Yo sí.

ALEC (sonriendo).— ¿Culpable?

LAURA.— Usted debería sentirse más culpable que yo; en realidad, esta tarde abandonó su trabajo.

ALEC.— Trabajé por la mañana. Un poco de descanso nunca dañó a nadie. ¿Por qué tendríamos que sentirnos culpables ninguno de los dos?

LAURA.— No lo sé; es una especie de instinto, como si estuviéramos permitiendo que suceda algo que no tendría que suceder.

ALEC.— ¡Qué simpática es usted!

LAURA.— Cuando yo era niña, en Cornaualles —vivíamos en Cornaualles—, mi hermana May y yo solíamos salir por la ventana del dormitorio en las noches de verano, bajar hasta la pequeña bahía y nadar. Hacía muchísimo frío, pero nos sentíamos muy aventureras. Nunca me hubiera atrevido a hacerlo yo sola, pero el compartir el peligro lo justificaba. En realidad, ahora me siento exactamente igual.

ALEC.— Sírvase otro brioche. Pero, cuidado, son muy perjudiciales.

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LAURA.— ¡Usted se burla de mí!

ALEC.— Sí, un poco, pero también me burlo de mí mismo.

LAURA.— ¿Por qué?

ALEC.— Porque sentí como un pequeño remordimiento cuando usted mencionó lo de culpable.

LAURA.— ¿Lo ve?

ALEC.— No hemos hecho nada malo.

LAURA.— Claro que no.

ALEC.— Un encuentro accidental; luego otro encuentro accidental, luego un pequeño almuerzo, luego el cine. ¿Hay algo más simple que eso, más natural?

LAURA.— Después de todo somos personas mayores.

ALEC.— Yo nunca me veo como un adulto. ¿Y usted?

LAURA (con firmeza).— Sí, yo sí. Soy una respetable señora casada, con su esposo, un hogar y tres hijos.

ALEC.— Pero debe existir alguna parte de usted, allí, en sus profundidades, que no siente así. Algún pequeño espíritu que aún quiere salir por la ventana, que todavía desea chapotear un poco en el mar. peligroso.

LAURA.— Quizás nadie llegue a ser nunca un adulto del todo.

ALEC.— ¡Qué simpática es usted!

LAURA.— Ya me lo dijo antes.

ALEC.— Pensé que tal vez no me hubiera oído.

LAURA.— Sí que lo oí.

ALEC (suavemente).— Yo también soy una persona respetable, ¿sabe? Tengo un hogar, y mujer, y chicos, y responsabilidades. También tengo mucho trabajo por realizar y muchos ideales puestos en él.

LAURA.— ¿Cómo es ella?

ALEC.— ¿Madeleine?

LAURA.— Sí.

ALEC.— Pequeña, morocha, algo delicada.

LAURA.— ¡ Qué extraño! Pensé que sería rubia.

ALEC.— ¿Y su marido, cómo es?

LAURA.— De estatura mediana, cabello castaño, bondadoso, poco emocionable, y no tiene nada de débil.

ALEC.— Ha dicho eso con orgullo.

LAURA.— ¿Sí? (Baja la vista.)

ALEC.— ¿Qué le pasa?

LAURA.— ¿Qué me pasa? ¿Qué podría pasar?

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ALEC.— De repente se alejó.

LAURA (alegremente).— Pensé que nos estábamos portando tontamente.

ALEC.— ¿Por qué?

LAURA.— ¡ No sé! En realidad somos tan desconocidos.

ALEC.— Una cosa es cerrarse la ventana, y otra bajarla de golpe sobre mis dedos.

LAURA.— ¡Perdón!

ALEC.— Por favor, ¡vuelva otra vez!

LAURA.— ¿Hace mal el té?; quiero decir, ¿es peor que el café?

ALEC.— Si ésta es una entrevista profesional, mis honorarios son una guinea.

LAURA (riendo).— ¡Es casi la hora de su tren!

ALEC.— Odio pensar en él, que se acerca e interrumpe nuestra reunión.

LAURA.— Ahora estoy realmente arrepentida.

ALEC.— ¿De qué?

LAURA.— De haber sido desagradable.

ALEC.— No creo que usted pueda ser nunca desagradable.

LAURA.— Me dijo hace un momento algo sobre su trabajo y los ideales que ello entraña, ¿cuáles son esos ideales?

ALEC.— Es una historia larga.

LAURA.— Supongo que todos los médicos deben tener ideales, de lo contrario el trabajo sería inaguantable.

ALEC.— No puedo creer que quiera hacerme hablar de mi trabajo.

LAURA.— ¿Usted viene aquí todos los jueves?

ALEC.— Sí. Vengo de Churley y paso un día en el hospital. Stephen Lynn que se recibió conmigo, es el médico principal aquí. Lo reemplazo una vez por semana, lo cual le da a él la oportunidad de ir a Londres y a mí de observar y estudiar los pacientes del hospital.

LAURA.— ¿Es eso una ventaja?

ALEC.— ¡Claro!, porque yo soy especialista.

LAURA.— ¿De qué?

ALEC.— Medicina preventiva.

LAURA.— ¡Ah, comprendo!

ALEC (riendo).— Me temo que no.

LAURA.— Estaba tratando de ser inteligente.

ALEC.— La mayoría de los médicos buenos —especialmente cuando son jóvenes—, tienen sus sueños particulares. Eso es lo mejor que poseen, pero, a veces, se profesionalizan demasiado y se estrangulan y... ¿no la aburro?

LAURA.— No, no entiendo del todo, pero no me aburre.

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ALEC.— Lo que quiero decirle es esto: todos los médicos buenos tendrían que ser en primer lugar entusiastas. Tienen que poseer como los escritores, los pintores y los curas, un sentido de vocación, un deseo profundamente arraigado, desprovisto de todo sentimentalismo, de hacer el bien.

LAURA.— Sí, eso lo entiendo.

ALEC.— Bueno, es evidente que un medio para prevenir una enfermedad vale por cincuenta maneras de cuidarla. En eso consiste mi ideal. La medicina preventiva en realidad no tiene mucho que ver con la medicina; está relacionada con las condiciones, condiciones de vivienda, de sentido común y de higiene. Yo, por ejemplo, me he especializado en neumoconiosis.

LAURA.— ¡Caramba!

ALEC.— No se alarme, es más sencillo de lo que parece; no es otra cosa que un lento proceso de fibrosis del pulmón debido a la inhalación de partículas de polvo. En este hospital hay espléndidas oportunidades para observar curaciones y tomar notas, debido a la proximidad de las minas de carbón.

LAURA.— De repente usted parece más joven.

ALEC (cortando).— ¿De veras?

LAURA.— Casi un niño.

ALEC.— ¿Por qué dice eso?

LAURA (mirándolo fijo).— No sé. Sí, lo sé.

ALEC (suavemente).— Dígamelo.

LAURA (con pánico en la voz).— ¡Oh, no! No podría. Usted me estaba hablando de las minas de carbón.

ALEC (mirándola en los ojos).— La inhalación de polvo de carbón. Ésa es una forma específica de la enfermedad que se llama antracosis.

LAURA (hipnotizada).— ¿Cuáles son las otras?

ALEC.— Chalicosis, que proviene del polvo de metal, de las obras siderúrgicas.

LAURA.— Sí, claro, siderúrgicas.

ALEC.— Y silicosis, polvo de piedra, de las minas de oro.

LAURA (casi en un susurro).— Entiendo. (Se oye el sonido de una campana.) Ahí está su tren.

ALEC (bajando la vista).— Sí.

LAURA.— No debe perderlo.

ALEC.— No.

LAURA (otra vez el pánico en la voz).— ¿Qué le pasa?

ALEC (con un esfuerzo).— Nada, absolutamente nada.

LAURA (sociable).— Ha sido un gran placer. He pasado una tarde muy agradable.

ALEC.— Me alegro mucho. Yo también. Le pido perdón por haberla aburrido con esas largas palabras médicas.

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LAURA.— Me siento torpe y estúpida por no poder entender más.

ALEC.— ¿La veré otra vez? (Se oye el ruido de un tren que se acerca.)

LAURA.— Es en el otro andén, ¿ verdad ? Tendrá que correr. No se preocupe por mí. El mío llega dentro de cinco minutos.

ALEC.— ¿La veré otra vez?

LAURA.— Claro que sí. Podría visitarnos en Ketchweorth algún domingo. Es un poco lejos, pero estaríamos encantados de recibirlo.

ALEC (intensamente).— Por favor, por favor. (Se oye el tren que se detiene.)

LAURA.— ¿Qué?

ALEC.— El jueves próximo a la misma hora.

LAURA.— No no puedo. Yo...

ALEC.— Por favor, se lo pido con toda humildad.

LAURA.— ¡Va a perder el tren!

ALEC.— Está bien. (Él se levanta.)

LAURA.— ¡Corra!

ALEC (tomándola de la mano).— Hasta el jueves.

LAURA (agitada).— Estaré.

ALEC.— Gracias, querida. (Sale corriendo, chocando con Albert Godby que entra en ese momento.)

ALBERT.— ¡Eh, eh! Despacito. (Se acerca al mostrador. Laura se queda inmóvil, mirando fijamente hacia adelante, mientras se va haciendo la oscuridad.)

ESCENA III

Estamos en octubre. Han pasado tres meses desde la escena anterior. La confitería está vacía, salvo MYRTLE, que está agachada poniendo carbón, en la estufa.

Entra ALBERT GODBY; al ver su posición, algo vulnerable, le da una palmada en las nalgas. Ella se levanta inmediatamente.

MYRTLE.— ¡Albert Godby, cómo se atreve usted!

ALBERT.— No pude resistir.

MYRTLE.— Le agradeceré que deje las manos quietas.

ALBERT.— Está ruborizada. Es maravillosa cuando se enoja. Parece el ángel de la venganza.

MYRTLE.—Ya le voy a dar, ángel de la venganza; tomarse esas libertades...

ALBERT.— Pensé que después de lo que me dijo el lunes pasado no le importaría

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una palmadita amistosa.

MYRTLE.— Olvide lo del lunes pasado; ahora estoy en mi trabajo. Lindo hubiera sido que el señor Saunders estuviera en ese momento mirando por la ventana.

ALBERT.— Si el señor Saunders tiene la costumbre de mirar por la ventana, ya es hora de que vea algo que valga la pena.

MYRTLE.— ¡Vergüenza debiera darle!

ALBERT.— Es mi buen humor. No se enoje conmigo.

MYRTLE (retirándose atrás del mostrador).— ¡Buen humor!

ALBERT (cantando).— Hoy cumplo 21 años

Hoy cumplo 21 años

Tengo la llave de la puerta de casa

Nunca cumplí antes 21 años.

MYRTLE.— No haga tanto ruido; se oirá desde el andén.

ALBERT (cantando).— Imagínese usted sobre mis rodillas

y té para dos y dos para el té.

MYRTLE.— Mire Albert Godby, de una vez por todas: ¡quiere portarse bien!

ALBERT (cantando).— "A veces soy feliz,

a veces estoy triste."

Éste es uno de mis momentos felices.

MYRTLE.— Tome, aquí está su té, y quédese quieto.

ALBERT.— De cualquier manera, todo es culpa suya.

MYRTLE.— No sé a qué se refiere.

ALBERT.— Estaba pensando en esta noche.

MYRTLE.— Si no aprende a portarse bien no habrá esta noche ni ninguna otra noche.

ALBERT (cantando).— "Estoy enamorado de nuevo y llega la primavera. Estoy enamorado de nuevo escucha cómo vibran las cuerdas de mi corazón."

MYRTLE.— ¿Quiere callarse la boca?

ALBERT.— Déme un beso.

MYRTLE.— No haré tal cosa.

ALBERT.— Sólo uno chiquitito, aquí, por encima del mostrador. (La toma del brazo.)

MYRTLE.— ¡Albert, quieto!

ALBERT.— ¡Vamos, sea buenita!

MYRTLE.— Suélteme al instante.

ALBERT.— Uno nada más. (Luchan un instante, volcando al suelo una pila de masitas.)

MYRTLE.— ¡Mire mis tortas por el suelo! (Albert se agacha para levantarlas. Entra

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Stanley.)

STANLEY.— Justo a tiempo, o "nacido en una sacristía".

MYRTLE.— Te callas y ayudas al señor Godby a levantar las masitas.

STANLEY.—Obedezco al punto. (Ayuda a Albert. Entran Alec y Laura. Ella va a la mesa de costumbre. Alec al mostrador.)

ALEC.— Buenas tardes.

MYRTLE (pomposamente).— Buenas tardes.

ALEC.— Dos tés, por favor.

MYRTLE.— ¿Torta o pastel?

ALEC.— No, gracias, sólo té.

ALBERT (entablando conversación).— Buen tiempo.

ALEC.— Muy agradable.

ALBERT.— Pero se siente un poco el aire fresco. (Myrtle que ha servido las dos tazas de té, se vuelve hacia Stanley.)

MYRTLE.— ¿Qué haces ahí papando moscas?

STANLEY.— ¿Dónde está Beryl?

MYRTLE.— A ti no te importa. Deberías estar en el andén 4, y bien que lo sabes.

ALBERT (reflexivo).— ¡Sueño de amor juvenil! (Mientras tanto, Alec ha llevado las dos tazas de té y se sienta.)

STANLEY.— Esta tarde han pegado un saque a los chocolates con nuez; necesito algunos más.

MYRTLE (mirando la bandeja).— ¿Cuántos te quedan?

STANLEY.— Nada más que tres.

MYRTLE.— Toma seis más y no te olvides de anotarlos.

STANLEY.— Está bien. (Stanley pasa atrás del mostrador, recoge los seis chocolates y sale silbando.)

ALEC.— No quise ser desatento.

LAURA.— No tiene importancia. (Entra un joven y se acerca al mostrador.)

JOVEN.— Un café con leche y un sándwich de roast beef.

MYRTLE.— Nos quedamos sin roast beef. ¿ Es lo mismo jamón?

JOVEN.— Sí, lo mismo da. (Alberto hace un guiño a Myrtle por sobre su taza de té. Myrtle sirve una taza de café con leche al joven y saca un sándwich de una de las campanas de vidrio.)

ALEC.— No podemos separarnos de este modo.

LAURA.— Creo que sería mejor si lo hiciéramos así.

ALEC.— ¿Lo dices en serio?

LAURA.— Estoy tratando de sentirlo. Estoy haciendo un gran esfuerzo.

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ALEC.— ¡Oh, querida mía!

LAURA.— No, por favor, no.

MYRTLE (al joven).— Cuatro peniques, por favor.

JOVEN.— Gracias. (Paga y lleva el café y el sándwich a una mesa cerca de la estufa.)

ALBERT.— Está convenido para esta noche, ¿verdad?

MYRTLE.— Tendré que pensarlo.

ALBERT.— No se olvide que es de Claudette Colbert.

MYRTLE.— Mucho voy a disfrutar de Claudette Colbert con usted cuchicheándome todo el tiempo al oído.

ALBERT.— Me portaré como un santo. (Entra Beryl con tapado y sombrero y va detrás del mostrador.)

ALEC.— A nada conduce querer eludir la verdad, querida. Somos amantes, ¿no es así? Suceda o no, somos amantes en nuestros corazones.

LAURA.— ¿No ves que es un error, un error terrible?

ALEC.— Veo la verdad, sea mala o buena.

BERYL (quitándose el tapado).— El señor Saunders quiere verlo, señor Godby.

ALBERT.—¿Para qué?

BERYL.— No sé.

MYRTLE.— Es mejor que vaya, Albert, ya lo conoce usted.

ALBERT.— Sé que es un loco de atar, si es eso lo que me quiso usted decir.

MYRTLE.— ¡Cállese, Albert, delante de Beryl!

BERYL.— No se aflija por mí.

MYRTLE.— Vamos, termine el té.

ALBERT.— No hay paz para los malvados.

MYRTLE.— Vamos...

ALBERT.— ¡ Pero volveré!

MYRTLE (irónica).— ¡Qué alegría! (Sale Albert. Myrtle se retira al fondo del mostrador. Beryl sale y regresa cargada con varios paquetes de comestibles. Ella y Myrtle pro-ceden a apilarlos sobre el mostrador.)

ALEC (apremiante).— No hay peligro de que Stephen regrese hasta muy tarde. . . nadie sabrá nada.

LAURA.— Es tan furtivo amarse en esta forma. .. tan vulgar... mejor no amarse nunca que amarse así.

ALEC.— Ya es demasiado tarde para no amarse. Ten valor; estamos en la misma encrucijada. Seamos generosos uno con el otro.

LAURA.— Para eso no se necesita valor. Para ir furtivamente a casa de otro, amarse en secreto, todo el tiempo sobre nosotros, pesando el horror de que se averigüe. Sería más valiente decirse adiós ahora y no volver a verse más.

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ALEC.— ¿Tendrías tú tanto valor? Yo no.

LAURA (sin aliento).— ¿No podrías?

ALEC.— Escucha, querida; esto es algo que nunca pasó antes. Antes hemos amado y hemos sido felices y desdichados, y nos hemos sentido contentos y tristes; pero esto es diferente. Algo hermoso y extraño y desesperadamente difícil. No podemos medirlo con los valores de nuestras vidas ordinarias.

LAURA.— ¿Por qué debe ser tan importante? ¿Por qué permitir que sea tan importante?

ALEC.— No podemos evitarlo.

LAURA.— Sí podemos. Podemos si somos lo suficientemente fuertes.

ALEC.— ¿El negarnos algo que es fuerte y real? ¿Algo que todos nuestros instintos desean? ¿No sería una debilidad y no una fuerza, el tratar de escapar a tan enorme deseo?

LAURA.— ¿Para ti es tan real, tan enorme?

ALEC.— ¿Tú no sientes que es así?

LAURA.— Es tan difícil, tan violento. Me siento perdida.

ALEC.— No digas eso, querida.

LAURA.— ¡Me es tan difícil el amarte! Soy una extraña en mi hogar. Las cosas familiares, las cosas comunes que he conocido durante años, como las cortinas del comedor y el barrilito de madera que guarda los bizcochos, con tapa de plata, y una acuarela que pintó mi madre en San Remo, todos me parecen extraños, como si pertenecieran a otra persona. Cuando te dejo, cuando vuelvo a casa, estoy más sola que nunca en mi vida. El otro día pasé por la puerta de mi casa de largo, sin darme cuenta y tuve que retroceder, y cuando entré parecía retirarse de mí. Toda mi vida parecía retirarse de mí y yo no sé qué hacer.

ALEC.— ¡Oh, querida!...

LAURA.— Yo los quiero igual, es decir, a Fred y a los chicos, pero es como si no fuera yo, como si yo estuviera mirando a otra persona. ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Te pasa lo mismo a ti, o es más fácil para los hombres?

ALEC.— No sé.

LAURA.— Por favor, querido, no seas tan desdichado. Yo no me quejo, de veras que no.

ALEC.— Supongo que el estar enamorado nunca ha sido fácil para nadie.

LAURA (alargando su mano para tomar la de él).— Sólo nos quedan unos minutos; no quiero deprimirte.

ALEC.— No es nada fácil para mí tampoco, querida, te aseguro que no.

LAURA.— Ya lo sé, ya lo sé. Sólo necesitaba que me tranquilizaras.

ALEC.— Durante todo el viaje de regreso en el tren, te estrecho entre mis brazos. Estoy enojado cada minuto que no estoy solo para poder amarte sin interrupción. Cuando se abre la puerta de mi consultorio el corazón me salta pensando que

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puedes ser tú. Estoy agradecido a uno de mis pacientes, porque tiene neuritis y le doy un tratamiento de rayos. Se queda acostado tranquilamente asándose y yo pue-do estar contigo en la sombra, detrás de la lámpara.

LAURA.— ¡Qué tontos somos! ¡Qué insoportablemente tontos!

ALEC.— Viernes. .. sábado... domingo... lunes... martes... miércoles...

LAURA.— Jueves.

ALEC.— ¿De acuerdo?

LAURA.— Sí, claro que sí.

ALEC.— No pases otra vez de largo por tu casa. No te dejes despreciar por ella. Entra con fuerza y mira a esa maldita acuarela fijamente hasta dominarla.

LAURA.— Muy bien. Y no dejes a tu pobre neurítico demasiado tiempo asándose, puede ampollarse. (La continuación de la escena se, ahoga por la entrada de dos soldados, Bill y Johnnie. Van hasta el mostrador.)

BILL.— ...tardes, señora.

MYRTLE (ampulosa).— Buenas tardes.

BILL.— Un par de tragos, por favor.

MYRTLE.— Lamento mucho, pero no es hora de despachar bebidas.

JOHNNIE.— Vamos, señora; usted tiene una cara bondadosa.

MYRTLE.— Eso no tiene nada que ver.

BILL.— Oculte un par de tragos detrás de esos viejos sándwiches.

MYRTLE.— Esos sándwiches son frescos de esta mañana y no haré tal cosa.

BILL.— Sea buena.

JOHNNIE.— Nadie lo sabrá.

MYRTLE.— Lo lamento mucho, les aseguro, pero va contra los reglamentos.

BILL.— Podría servirlos en tazas de té.

MYRTLE.— Me está pidiendo que infrinja la ley, joven.

JOHNNIE.— Creo que estoy a punto de resfriarme. Hemos estado todo el día en prácticas de tiro. Usted no puede permitir que el ejército se resfríe, ¿no es cierto?

MYRTLE.— Pueden tomar todo lo que quieran después de las seis.

BILL.— Un corazón de piedra, eso es lo que usted tiene, señora; un corazón de piedra.

MYRTLE.— No sea impertinente.

JOHNNIE.— Tengo la garganta como la jaula de un loro; escuche. (Hace unos ruidos con la garganta.)

MYRTLE.— Tome una limonada o un ginger-beer.

BILL.— No puedo ni verla. Me la ha prohibido el médico. Mi estómago está de lo más raro desde que estuve en las trincheras. Usted no le daría a un niño ácido carbónico, ¿verdad? Ése es el efecto que me produce la limonada.

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MYRTLE.— ¡Vamos!

JOHNNIE.— Es cierto. Es un veneno para él. Le produce unos ruidos de lo más horribles. A usted no le agradaría que le sucediera nada desagradable en su elegante confitería.

MYRTLE.— La licencia que tengo no me autoriza a servir bebidas alcohólicas fuera de hora. Se terminó.

JOHNNIE.— Somos soldados, somos capaces de sacrificar nuestras vidas por usted y nos niega un trago.

MYRTLE.— No quisiera que me metieran en enredos, ¿ verdad ?

BILL.— Una oportunidad, señora, nada más. (Ambos se ríen a carcajadas.)

MYRTLE.— Beryl, dile al señor Godby que venga un momento, ¿quieres?

BERYL.— Sí, señora Bagot. (Sale de atrás del mostrador y va hacia la puerta del andén.)

BILL.— ¿Quién es ése?

MYRTLE.— Ya van a ver. ¡ Atreverse a entrar aquí y decirme impertinencias!

JOHNNIE.— Vamos, vamos, no sea malita.

MYRTLE.— Hágame el favor de callarse.

BILL.— Cállate, Johnnie.

JOHNNIE.— ¿Y en qué quedan esos tragos, señora?

MYRTLE.— Ya les he dicho que no puedo servir bebidas alcohólicas fuera de hora.

JOHNNIE.— Vamos, madre, sea buena.

MYRTLE (perdiendo la paciencia).—Yo le voy a dar, ¡impertinente!

BILL.— ¿A quién está llamando impertinente?

MYRTLE.—A usted; y haga el favor de irse de acá inmediatamente. Está molestando a los clientes y diciendo cosas ofensivas.

JOHNNIE.— ¡Eh! ¿Dónde está el incendio? ¿Dónde está el incendio? (Entra Albert Godby seguido de Beryl.)

ALBERT.—¿Qué pasa aquí?

MYRTLE (con dignidad).— Señor Godby, estos caballeros me están molestando.

BILL.— ¡No hemos hecho nada!

JOHNNIE.— Lo único que hicimos fue pedir un par de tragos.

MYRTLE.— Me han insultado, señor Godby.

JOHNNIE.— No hicimos tal cosa. Fue una bromita, nada más.

ALBERT (lacónicamente).—Afuera los dos.

BILL.— Tenemos el derecho de quedarnos acá todo lo que queramos.

ALBERT.— Ya oyó lo que dije. Afuera.

JOHNNIE.— ¿Qué es esto? ¿Un país libre o una maldita escuela dominical?

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ALBERT (con firmeza).—Yo revisé sus boletos a la entrada. Su tren llega dentro de un minuto. Andén número 2. Fuera.

JOHNNIE.— Vea...

BILL.— Vamos, Johnnie, no discutas con este pobrecito.

ALBERT (violento).— ¡Afuera! (Bill y Johnnie van hacia la puerta. Johnnie se vuelve.)

JOHNNIE.— Chau, madre. Y si esos sándwiches fueron hechos esta mañana, usted es Shirley Temple. (Salen.)

MYRTLE.— Gracias, Albert.

BERYL.— ¡Qué coraje hablarle a usted en esta forma!

MYRTLE.— Cállate Beryl. Sírveme un trago de "Tres Estrellas". Me han descompuesto.

ALBERT.— Tengo que volver a la entrada.

MYRTLE (con gracia).— Lo veré más tarde Albert.

ALBERT (con un guiño).— Muy bien. (Sale. Suena una campana. Beryl trae a Myrtle un vaso de cognac.)

MYRTLE (tomándolo a sorbos).— La verdad es que Albert Godby será un poco pequeño, pero es un caballero. (Ella y Beryl se retiran una vez más detrás del mostrador y continúan con el arreglo de botellas, galletitas, etc. Se oye un tren que entra en la estación.)

LAURA.—Ahí está tu tren.

ALEC.— Lo perderé.

LAURA.— Por favor, vete.

ALEC.— No.

LAURA (juntando y separando las manos).— Quisiera poder pensar claramente. Quisiera poder saber... realmente saber, lo que debo hacer.

ALEC.— ¿Tienes confianza en mí?

LAURA.— Sí, tengo confianza en ti.

ALEC.— Quiero decir, no de una manera convencional, sino auténtica.

LAURA.— ¡ Sí!

ALEC.— Todo conspira contra nosotros. Todas las circunstancias de nuestras vidas... tienen que seguir sin cambiar. Somos personas decentes; tú y yo debemos seguir siendo decentes. Encerremos este amor nuestro con una fuerza real y que esa fuerza signifique que no sufra nadie más que nosotros mismos.

LAURA.— ¿Tendremos que sufrir nosotros?

ALEC.— Sí, cuando llegue el momento.

LAURA.— Muy bien.

ALEC.— Todo lo que hay de vulgar en nuestro amor furtivo, todo lo secreto, puede ser justificado si somos lo suficientemente fuertes como para guardarlo dentro de

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nosotros mismos, límpido e intocado por nadie que pueda llegar a saberlo o siquiera a sospecharlo. Algo nuestro para siempre, digno de ser recordado.

LAURA.— Muy bien.

ALEC.— No hables más. Yo me voy ahora. Vuelvo al departamento de Stephen. Te esperará allí. Si no vienes, sabré que no estabas dispuesta del todo, que necesitabas un tiempo más para conocer tu corazón querido. Ésta es la dirección. Escribe en un papelito mientras el rápido trepida en la estación. Se levanta y sale rápidamente sin volver a mirarla. Ella se queda mirando fijamente el papel, luego busca dentro de su bolso un cigarrillo. Lo enciende. Suena la campana del andén.)

MYRTLE.— Ahí está el de las 5.43.

BERYL.— Habría que poner más galletitas aquí en medio.

MYRTLE.— Quedan algunas en el estante. (Beryl busca otro paquete de galletitas y lo alcanza a Myrtle. Se oye el 5.43, el tren de Laura, que entra en la estación. Laura se queda sentada fumando su cigarrillo; de repente se levanta, recoge su cartera rápidamente y se dirige a la puerta. Se detiene, y vuelve nuevamente hacia la mesa; suena el pito del tren, que se pone en movimiento. Ella pone el papelito con la dirección en su cartera y sale, tranquila, mientras se apagan las luces de las escena.)

ESCENA IV

Alrededor de las 9,45 de un atardecer de diciembre. Hay solamente dos luces encendidas en la Confitería, pues es casi la hora de cerrar.

Al iniciarse la escena el escenario está vacío. Se oye el ruido de un rápido que pasa por la estación.

BERYL entra por la puerta del fondo con varios pedazos de muselina con los que va cubriendo las cosas que están sobre el mostrador. Tararea. Entra STANLEY. Ha dejado su uniforme y viste traje de calle.

STANLEY.— ¡Hola!

BERYL.— Me asustaste.

STANLEY.—-¿Vas caminando hasta casa?

BERYL.— Tal vez.

STANLEY.— ¿Quieres que te espere?

BERYL.— Tengo que regresar en seguida.

STANLEY.—¿Por qué?

BERYL.— Me está esperando mamá.

STANLEY.— ¿No puedes decirle que te hicieron quedar hasta más tarde?

BERYL.— La última vez le dije eso.

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STANLEY.— Díselo otra vez. Explícale que hubo prisas a último momento.

BERYL.— No seas loco. Mamá no es tan tonta.

STANLEY.— Sé buena, Beryl. Te vas de aquí cinco minutos antes y dices que te hicieron quedar cinco minutos más. Eso nos da un cuarto de hora.

BERYL.—¿Y qué pasará si vuelve la señora Bagot?

STANLEY.— No volverá. Fue en busca de unas palmaditas y unas cosquillas de nuestro buen Albert.

BERYL.— ¡Stan, qué cosas se te ocurren!

STANLEY.— Te espero afuera.

BERYL.— Bueno. (Stanley sale. Beryl sigue canturreando y arreglando el mostrador. Entra Laura. Está pálida y parece desdichada.)

LAURA.— Una copa de cognac, por favor.

BERYL.— Ya vamos a cerrar.

LAURA.— Ya lo veo, pero todavía no han cerrado del todo, ¿verdad?

BERYL (hosca).— ¿Tres Estrellas?

LAURA.— Sí, está bien.

BERYL (levantándose).— Son diez peniques.

LAURA (sacando dinero de su cartera).— Tome. Y... ¿No tendría una hoja de papel y un sobre?

BERYL.— Eso lo puede conseguir en el puesto de librería.

LAURA.— Está cerrado. Por favor, es muy importante. Se lo agradecería tanto.

BERYL.— Bueno, espere un momento. (Sale. Laura bebe su cognac en el mostrador. Es evidente que trata de controlar sus nervios. Beryl vuelve con una hoja de papel y un sobre.)

LAURA.— Muchísimas gracias.

BERYL.— Cerramos dentro de unos minutos, ¿sabe?

LAURA.— Sí, lo sé. (Lleva las hojas y el cognac a la mesa de al lado de la puerta y se sienta. Mira fijamente el papel durante un momento, toma otro sorbo y comienza a escribir. Beryl la contempla con exasperación y sale por el fondo. Laura titubea en su escritura. Luego pierde el control y hunde el rostro entre las manos. Entra Alee. Mira perdido a su alrededor y luego la ve.)

ALEC.— ¡Gracias a Dios, oh, querida!

LAURA.— Por favor, vete. Por favor, no digas nada.

ALEC.— No puedo dejarte ir así.

LAURA.— Es necesario. Será mejor. Créeme que sí.

ALEC (sentándose a su lado).— Eres terriblemente cruel.

LAURA.— Me siento tan degradada.

ALEC.— Fue un accidente que él regresara más temprano. Pero no sabe que eras tú, 20

ni siquiera te vio.

LAURA.— Escuché las voces en la sala. Bajé furtivamente las escaleras y pude salir. Me sentía como una prostituta.

ALEC.— Por favor, querida, no hables así. Por favor.

LAURA (amarga).— Supongo que se habrá reído, después que se le pasó el fastidio. Supongo que habrán hablado de mí como hombres de mundo.

ALEC.— No hablamos de ti. Hablamos de una persona desconocida que no pertenecía en absoluto a la realidad.

LAURA (desesperada).— ¿Por qué no le dijiste la verdad? ¿Por qué no le dijiste quién era yo y que éramos amantes? Amantes secretos, desvergonzados, que usaban su departamento como una casa de mala nota porque no teníamos adonde ir y temíamos ser descubiertos? ¿Por qué no le dijiste que éramos vulgares, bajos y sin valor. ¿Por qué no...?

ALEC.— ¡Basta, Laura, domínate!

LAURA.— Es la verdad. ¿No ves que es la verdad?

ALEC.— No es la verdad. Sé cómo te sientes y estoy terriblemente apenado. Yo también estoy destrozado, pero en realidad no tiene importancia este... este maldito accidente desdichado. Sólo fue mala suerte... no nos puede afectar a nosotros, en realidad. Tú y yo conocemos la verdad, sabemos que nos queremos de verdad. Eso es todo lo que importa.

LAURA.— No es todo lo que importa. Hay otras cosas que importan también. Importan el respeto de sí mismo y la decencia. No puedo seguir así.

ALEC.— ¿Podrías realmente decirme adiós?... ¿No volver a verme jamás?

LAURA.— Sí, si tú me ayudas. (Guardan silencio durante un momento. Alee se levanta y empieza a caminar. Se detiene y se queda mirando fijo un almanaque que está en la pared.)

ALEC (en tono bajo, de espaldas a ella).— Te quiero, Laura. Te amaré siempre hasta el fin de mi vida. Toda la vergüenza que el mundo pueda echar sobre nosotros, no podrá destruir esa verdad. No te puedo mirar en este momento porque sé una cosa... sé que esto es el principio del fin, no del fin de mi amor por ti... sino el fin de nuestra unión. Pero que no sea inmediatamente, querida, por favor, todavía no.

LAURA.— Está bien. Todavía no.

ALEC.— Sé lo que sientes; me refiero a lo de esta tarde, a su lado brutal. Sé del esfuerzo de nuestras dobles vidas, de nuestras vidas separados el uno del otro. El sentirse culpable de estar haciendo daño es un precio demasiado alto, ¿no es cierto? Quizás demasiado grande para pagar por las pocas horas de felicidad que hemos conseguido. Sé todo eso porque a mí me ocurre otro tanto.

LAURA.— Puedes mirarme ahora. Estoy bien.

ALEC (volviéndose).— Tengamos cuidado. Preparémonos. Un corte repentino, aunque sea una maravilla de valor, sería demasiado cruel. No podemos violentar tanto a nuestros corazones y a nuestras almas.

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LAURA.— Muy bien.

ALEC.— Yo me iré.

LAURA.— Sí.

ALEC.— Pero todavía no.

LAURA.— No, por favor, todavía no. (Entra Beryl con sombrero y tapado.)

BERYL.— Lo lamento pero es la hora de cerrar.

ALEC.— ¿Ya?

BERYL, — Tengo que echar llave.

ALEC.— Esta señora toma el tren de las 22.10. Se siente mal y hace mucho frío en el andén.

BERYL.— La sala de espera está abierta.

ALEC (acercándose al mostrador).— Óigame. Me haría un gran favor si nos dejara quedar unos minutos más.

BERYL.— Lo siento, pero va contra el reglamento.

ALEC (dándole un billete de 10 chelines).— Por favor, váyase y vuelva para cerrar cuando llegue el tren.

BERYL.— Tendré que apagar las luces. Alguien puede verlos y creer que tenemos abierto.

ALEC.— Sólo por unos minutos. ¡Por favor!

BERYL.— ¿No tocará nada, verdad?

ALEC.— No tocaré nada.

BERYL.— Entonces está bien. (Apaga las luces. La lámpara del andén ilumina a través de la ventana, de modo que la escena no queda completamente a oscuras.)

ALEC.— Muchas gracias. (Beryl sale por la puerta que da al andén, cerrándola tras de sí.)

LAURA.— Sólo unos minutos.

ALEC.— Fumemos un cigarrillo, ¿quieres?

LAURA.— Yo tengo. (Recoge su cartera de la mesa.)

ALEC (sacando un cigarrillo).— No, toma de los míos. (Enciende cuidadosamente.) Bueno, quiero que me prometas una cosa.

LAURA.— ¿Qué?

ALEC.— Prométeme que por desdichada que te sientas y por todo lo que puedes pensar durante esta semana, te encontrarás conmigo el jueves próximo, como de costumbre.

LAURA.— En el departamento no.

ALEC.— No, en el café del cine a la misma hora. Alquilaré un coche. Iremos afuera, al campo.

LAURA.— Está bien. Te lo prometo.22

ALEC.— Tenemos que hablar. Tengo que explicarte.

LAURA.— ¿Que te vas?

ALEC.— Sí.

LAURA.— ¿Adonde? ¿Adonde puedes irte? ¡No puedes abandonar tu trabajo!

ALEC.— Me han ofrecido un puesto...; no te lo iba a contar... No pensaba aceptarlo. Pero ahora sé que es la única salida.

LAURA.— ¿Adonde?

ALEC.— Muy lejos. A Johannesburgo.

LAURA (desesperada).— ¡Oh, Dios mío!

ALEC (apresurado).— Mi hermano está allí. Van a abrir un nuevo hospital. Quiere que yo ingrese en él. En realidad es una gran oportunidad. Llevaré a Magdalena y a los chicos. La idea me ha estado trabajando durante tres semanas, la necesidad de tomar una decisión en uno u otro sentido. No se lo dije a nadie, ni siquiera a Magdalena. No podía soportar la idea de dejarte, pero ahora me doy cuenta que la separación sucederá pronto, de cualquier manera... casi se está produciendo ya.

LAURA (sin tono).— ¿Cuando te irás?

ALEC.— Dentro de unos dos meses.

LAURA.— Es bastante pronto, ¿verdad?

ALEC.— ¿Quieres que me quede? ¿Quieres que rechace la oferta?

LAURA.— No seas tonto, Alec.

ALEC.— Haré cualquier cosa que tú quieras.

LAURA.— Es poco bondadoso de tu parte, querido, dejarme decidir a mí. (Repentinamente hunde su cabeza en los brazos y estalla en sollozos.)

ALEC (abrazándola).— ¡Oh, Laura, por favor, no!

LAURA.— Ya me pasará. Déjame un minuto.

ALEC.—Te amo... Te amo.

LAURA.— Lo sé.

ALEC.— Sabíamos que sería doloroso.

LAURA (incorporándose).— Estoy portándome como una tonta.

ALEC (dándole su pañuelo).— Toma.

LAURA (sonándose).— Gracias. (Suena la campana del andén.)

LAURA.— Ahí está mi tren.

ALEC.— ¿No estás enojada conmigo, verdad?

LAURA.— No, no estoy enojada. Creo que no estoy de ninguna manera. Sólo me siento cansada.

ALEC.— Perdóname.

LAURA.— ¿ Perdonarte qué ?

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ALEC.—Todo. En primer lugar por haberte conocido... Por haberte quitado un carbón del ojo... Por haberte amado. Por haberte traído tanta desdicha.

LAURA (tratando de sonreír).— Te perdonaré si tú me perdonas. (Se oye el ruido del tren entrando en la estación. Entra Beryl. Laura y Alee se levantan.)

ALEC.— Te acompañaré hasta el tren.

LAURA.— No, por favor, quédate aquí.

ALEC.— Bien.

LAURA (suavemente).— Buenas noches, querido.

ALEC.— Buenas noches, querida. (Ella sale apresuradamente al andén, sin volverse.) El último tren para Churley no ha salido todavía, ¿verdad?

BERYL.— No sabría decirle con seguridad.

ALEC.— Iré a la sala de espera. Muchísimas gracias.

BERYL.— Tengo que cerrar, ahora.

ALEC.— Está bien. Buenas noches.

BERYL.— Buenas noches. (Se oye partir el tren mientras él sale al andén. Beryl cierra cuidadosamente la puerta con llave, luego retrocede al interior, mientras van bajando las luces.)

ESCENA V

Entre las 17 y las 17,30 de una tarde de marzo. MYRTLE está detrás del mostrador; BERYL, agachada frente a la estufa poniendo carbón. Entra ALBERT.

ALBERT (alegremente).— Un té, por favor, dos terrones de azúcar, un brioche y rápido.

MYRTLE.— ¿Y a usted qué le pasa?

ALBERT.— Beryl, retírate.

MYRTLE.— No empiece a mandar a Beryl; usted no tiene ningún derecho.

ALBERT.— Ya me oíste, Beryl, retírate.

BERYL (con una risita).— ¡Qué me dice!

MYRTLE.— Vete un minuto adentro, Beryl.

BERYL.— Sí, señora Bagot. (Sale.)

MYRTLE.— Bueno, Albert, pórtese bien. No quiero qué toda la estación se ría de nosotros.

ALBERT.— ¿De qué podrían reírse?

MYRTLE.— Aquí está su té.

ALBERT.— ¿Cómo se siente?

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MYRTLE.— No ande con tantas vueltas. ¿Cómo habría de sentirme?

ALBERT.— Pensaba, no más. (Se inclina hacia ella.)

MYRTLE.— ¡Cuidado, entra alguien!

ALBERT.— Son sólo Romeo y Julieta. (Entran Laura y Alee. Laura va a la mesa, Alee al mostrador.)

ALEC.— Buenas tardes.

MYRTLE.— Buenas tardes, ¿lo de siempre?

ALEC.— Sí, por favor.

MYRTLE (despachando té).— Afuera hace un tiempo bastante primaveral, ¿no?

ALEC.— Sí, bastante. (Paga. Recoge los tés y los lleva a la mesa. Algo en sus maneras lo obliga a Albert a hacer una mueca por encima de su taza de té a Myrtle. Alec se sienta y él y Laura sorben su té en silencio.)

ALBERT.— Hablé con el señor Saunders.

MYRTLE.— ¿Qué dijo?

ALBERT.— A decir verdad, estuvo bastante decente. Dijo que le parecía bien. (Entra Mildred apresuradamente. Es una chica rubia, con el uniforme de la estación.)

MILDRED.— ¿Está Beryl aquí?

MYRTLE.—¡Pero Mildred!, ¿qué ocurre?

MILDRED.— Su madre. Está mal otra vez. Llamaron por teléfono a la boletería.

MYRTLE.— Está adentro. Es mejor que vayas. Pero no sé lo digas a gritos, díselo con cuidado.

MILDRED.— Dijeron que sería mejor que fuera para allá en seguida.

MYRTLE.— Yo sabía que iba a pasar esto. Quédate acá, Mildred; yo misma se lo diré. En seguida vuelvo, Albert. (Myrtle desaparece en las trastienda.)

ALBERT.— Es mejor que usted vuelva al quiosco, ¿verdad?

MILDRED.— ¿Cree que morirá?

ALBERT.— ¿Y yo qué sé?

MILDRED.— El señor Saunders cree que sí, a juzgar por lo que dijo el médico en el teléfono.

ALBERT.— ¿ Cómo sabe que era el médico ?

MILDRED.— El señor Saunders dijo que era.

ALBERT.— Siempre se está enfermando esa vieja.

MILDRED.— ¿Le parece que Beryl querrá que yo la acompañe?

ALBERT.— No puede; no quedará nadie para cuidar de las revistas.

MILDRED.— El señor Saunders dijo que yo podría ir, si fuera necesario.

ALBERT.— Bueno, está bien, vaya a buscar su sombrero y no alborote tanto. (Regresa Myrtle.)

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MYRTLE.— Se va en seguida. ¡Pobrecita!

ALBERT.— Mildred la acompañará.

MYRTLE.— Me parece muy bien, Mildred, vaya.

MILDRED (a mitad de camino de la puerta).— ¿Y mi sombrero?

MYRTLE.— ¡Qué importa el sombrero! Salga por este lado. (Mildred sale por el fondo.)

MYRTLE.— ¡Pobre criatura! Ha estado esperando esto durante semanas. (Asoma la cabeza por la puerta.) Mildred, dile a Beryl que no es necesario que vuelva esta noche. Yo cerraré.

ALBERT.— ¡Eh, no puede ser! Tenemos que ir a ver "Melodías de Broadway 1936".

MYRTLE.— ¡Qué vergüenza, Albert! En un momento de vida o muerte pensando en las Melodías de Broadway 1936.

ALBERT.— Pero escuche, Myrtle.

MYRTLE.— Anoche soñé con un coche fúnebre y siempre que sueño con coches fúnebres sucede algo. Ya va a ver.

ALBERT.— Tengo las localidades reservadas.

MYRTLE.— Mande a Stanley a cambiarlas cuando vaya para su casa. Vuelva cuando termine su servicio y le prepararé un poco de cena aquí.

ALBERT (malhumorado).— Todo el mundo revolucionado y tanto lío por...

MYRTLE.— ¡Me asombra, Albert ¡Realmente me asombra! Vamos, termine su té y vuelva al control. (Se va al otro extremo del mostrador. Albert toma el té apresura-damente.)

ALBERT (colocando su taza sobre el mostrador.).— ¡Oh, las mujeres! (Sale con pasos pesados hacia la plataforma.)

ALEC.— ¿Estás bien, querida?

LAURA.— Sí, estoy bien.

ALEC.— Quisiera pensar en algo que decir.

LAURA.— No importa el no decir nada.

ALEC.— Perderé mi tren y esperaré para acompañarte al tuyo.

LAURA.— No, por favor, no. Yo te acompañaré a tu andén, lo prefiero.

ALEC.— Bueno.

LAURA.— ¿ Crees que nos volveremos a ver, alguna vez ?

ALEC.— No sé. (Su voz se quiebra.) No por unos años, por lo menos.

LAURA.— Los chicos serán grandes. Pienso si alguna vez se encontrarán y se conocerán.

ALEC.— ¿No dejas que te escriba, aunque sea de vez en cuando?

LAURA.— No, por favor. Nos prometimos no hacerlo.

ALEC.— Quiero que sepas esto: que estarás conmigo durante años y años. Lejos, 26

hacia el futuro. El tiempo consumirá el sufrimiento de no verte, poco a poco se alejará el dolor. Pero el amarte y tu recuerdo no se irán nunca. Quiero que entiendas eso.

LAURA.— No sé.

ALEC.— Es más fácil para mí que para ti. Lo comprendo; yo por lo menos tendré cosas nuevas que mirar, trabajos nuevos que cumplir. Tú tienes que seguir entre las cosas familiares. ¡Se me parte el corazón por ti!

LAURA.— Estaré bien.

ALEC.— Te amo con todo mi corazón y toda mi alma.

LAURA (en voz baja).— Quisiera morir. ¡Si pudiera morir!

ALEC.— Si muriera te olvidarías de mí. Quiero que me recuerdes.

LAURA.— Sí, ya lo sé. Yo también lo quiero.

ALEC.— Adiós, amor de mi vida.

LAURA.— Adiós, amor de mi vida.

ALEC.— Todavía tenemos algunos minutos.

LAURA.— ¡Gracias a Dios! (Entra Dolly Messiter apresuradamente a la confitería. Es una mujer bien vestida, de modales ligeros. Está cargada de paquetes. Ve a Laura.)

DOLLY.— ¡Laura! ¡Qué agradable sorpresa!

LAURA (atontada).— ¡Oh, Dolly!

DOLLY.— Querida, he estado de compras hasta quedar rendida. Parece un chiste, ¿no? Tengo los pies destrozados, y la garganta reseca. Pensé tomar el té en lo de Spindle, pero tenía terror de perder el tren. Siempre pierdo los trenes y llego tarde a comer y Bob se pone desagradable durante días enteros. ¡Ay, Dios mío! (Se deja caer en una silla.)

LAURA.— El doctor Harvey.

ALEC (poniéndose de pie).— Mucho gusto.

DOLLY (dándole la mano).— Encantada. ¿Sería tan amable de alcanzarme una taza de té? No creo poder arrastrar mis pobres huesos hasta el mostrador. Tengo, también, que comprar bombones para Tony, pero puedo hacerlo después. Aquí tiene seis peniques.

ALEC (rechazándolos con un ademán).— ¡No, por favor! (Va cansado hasta el mostrador, consigue otra taza de té de Myrtle, la paga y vuelve a la mesa. Mientras tanto, Dolly continúa hablando.)

DOLLY.— Querida, ¡qué hombre buen mozo! ¿Quién es? ¡Eres una sorpresa! Telefonearé a Fred mañana por la mañana y te armaré un lío. ¡Qué suerte! Hace siglos que no te veía y tenía la intención de visitarte, pero Tony estuvo con sarampión. ¿Sabes? Yo tuve todo ese enredo con Phillis, ¡pero, claro, tú no sabes! De repente se fue, y me dejó plantada, querida, no sin un mes de preaviso, sin ni siquiera una hora.

LAURA (haciendo un esfuerzo).— ¡Oh, qué terrible!

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DOLLY. — Te diré, a mí nunca me gustó mucho, pero a Tony, sí. Tony la adoraba y... pero no importa. Te contaré todo en el tren. (Alec vuelve a la mesa con el té. Se sienta.)

DOLLY.— Muchísimas gracias. Sin duda le han puesto demasiado leche, pero no deja de ser refrescante y no se puede pedir más en una confitería de estación. (Lo prueba.) ¡Oh, caramba! No tiene azúcar.

ALEC. — Está en el platillo.

DOLLY. — ¡Pero, claro! ¡ Qué tonta soy! Laura, qué bien estás. Qué lástima que no supe que venías hoy. Podríamos habernos combinado, almorzar juntas y charlar un buen rato. Detesto salir de compras sola. (Se oye la campana en el andén.)

LAURA. — Ese es su tren.

ALEC. — Sí, ya sé.

DOLLY. — ¿Usted no viene con nosotras?

ALEC. — No, voy en sentido opuesto. Mi consultorio está en Churley.

DOLLY.— ¡Qué interesante! ¿Qué clase de médico es usted? Quiero decir: ¿es usted especialista, o solamente un médico familiar?

ALEC. — Por el momento, soy clínico.

LAURA (abatida). — El doctor Harvey se va a Sudáfrica la semana próxima.

DOLLY.— ¡Pero, querida, qué cosa emocionante! ¿Va a operar a los zulúes? Siempre asocio el África con los zulúes, pero puede ser que me equivoque. (Se oye el ruido del tren de Alec que se acerca.)

LAURA. — Sí, debe irse.

ALEC. — Debo irme.

ALEC. — Adiós. (Dolly y él se estrechan las manos. Alec mira rápidamente a Laura una sola vez, luego le aprieta una mano al costado de la mesa y sale apresuradamente, mientras se oye al tren entrar en el andén. Laura permanece inmóvil.)

DOLLY. — Tendrá que correr, debe cruzar hasta el otro andén. ¿Cómo lo conociste?

LAURA. — Un día se me entró carbonilla en el ojo y él me la sacó.

DOLLY. — ¡Qué romántico, querida! Siempre me entran cosas en los ojos y ninguna persona atractiva me presta la menor atención. ¡Ah, y esto me hace acordar. ¿Te enteraste de lo de Harry y Lucy Jenner?

LAURA (prestando oído a la partida del tren). — No. ¿Qué le pasó?

DOLLY. — ¡Querida, se van a divorciar! Por lo menos creo que van a conseguir una separación conyugal, como se dice; más tarde, el divorcio. (Parte el tren y el sonido se va perdiendo a lo lejos.) Parece que existe una horrible señora, no sé cuántos, en Londres, con la que Harry mantiene relaciones desde hace siglos. Tú sabes que a cada rato tenía que ir a Londres por asuntos de negocios. Bueno, según parece, la hermana de Lucy lo vio a Harry con esa mujer en la Tate Gallery, ¡justo allí! Se lo dijo por carta a Lucy y, poco a poco, se supo todo el asunto. (Campana en el andén.) ¿Ese es nuestro tren? (Se dirige a Myrtle.) ¿Me puede decir si este es el tren para

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Ketehworth?

MYRTLE. — No, es el rápido.

LAURA. — El tren de enlace.

DOLLY.— ¡Ah, sí. Ese no para, ¿verdad? Los trenes rápidos son la pasión de Tony. Los conoce a todos por su nombre. De qué punto a qué punto van y cuánto tardan en llegar. ¡Ah, caramba! No debo olvidarme de sus chocolates. (Se levanta de un salto y va hasta el mostrador. Laura permanece inmóvil.) Unos chocolates, por favor.

MYRTLE.— ¿Común o con leche?

DOLLY. — Común, creo... o no, quizá será mejor con leche. ¿Tiene con almendras?

MYRTLE. — De leche con almendras. ¿De un chelín o de seis peniques?

DOLLY. — Déme uno común y otro de leche con almendras. (Se oye el ruido del rápido que se acerca. Laura se levanta rápidamente y sale apresurada al andén. El rápido pasa a toda velocidad por la estación mientras Dolly termina de comprar y paga su chocolate. Regresa a la mesa.)

DOLLY.— ¡Oh! ¿Dónde se ha ido?

MYRTLE (mirando por encima del mostrador). — No la vi salir. (Regresa Laura con aspecto pálido y tembloroso.)

DOLLY.— ¡Querida! No podía imaginarme dónde te habías metido.

LAURA. — Sólo quise ver pasar el rápido.

DOLLY. — Pero, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal?

LAURA. — Me siento un poco descompuesta.

DOLLY.— ¿Tiene un poco de coñac?

MYRTLE. — Lo lamento, pero no estamos en horario.

DOLLY. — Pero si alguien se siente mal... enfermo.

LAURA. — En realidad, me siento bien. (Se oye la campana en andén.)

LAURA. — Ese es nuestro tren.

DOLLY.—Un trago de coñac te mejorará. (A Myrtle.) Por favor.

MYRTLE. — Está bien. (Sirve el coñac.)

DOLLY. — ¿Cuánto es?

MYRTLE. — Diez peniques.

DOLLY (pagándolo). — Aquí tiene. (Lleva el coñac a Laura, que se ha vuelto a sentar.) Toma, querida.

LAURA (aceptándolo). — Gracias. (Mientras lo toma, se oye el tren que entra en la estación. Dolly empieza a recoger los paquetes, mientras cae el

TELÓN

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