LITERATURA MEXICANA E IBEROAMERICANA MATERIAL DE …...libro de Clifford Geertz La interpretación...

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1 UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO ESCUELA NACIONAL PREPARATORIA PLANTEL# 7, EZEQUIEL A. CHÁVEZ LITERATURA MEXICANA E IBEROAMERICANA MATERIAL DE LECTURA MTRA. XÓCHITL PONCE PRIMER PARCIAL Ciclo escolar 2019-2020 NOMBRE: ________________________________________ GRUPO: ________________________

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

ESCUELA NACIONAL PREPARATORIA

PLANTEL# 7, EZEQUIEL A. CHÁVEZ

LITERATURA MEXICANA E

IBEROAMERICANA

MATERIAL DE LECTURA

MTRA. XÓCHITL PONCE

PRIMER PARCIAL

Ciclo escolar 2019-2020

NOMBRE: ________________________________________

GRUPO: ________________________

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UNIDAD 2: LA IDENTIDAD NACIONAL Y LA OTREDAD

CUESTIONARIO INTRODUCTORIO

-¿Qué es identidad?

-¿Es importante tener una identidad?

-¿Puede tenerse una identidad sin estar consciente de

ello?

-¿Hay distintos tipos de identidad?

-¿Puede cambiar la identidad a través del tiempo, el lugar

y las circunstancias?

-¿Puede perderse la identidad debido a factores externos?

-¿Qué es la identidad cultural?

-¿Cuál es tu identidad cultural?

-¿Qué papel tiene la literatura en la conformación de la

identidad cultural?

-¿Es la literatura mexicana parte de tu identidad cultural

personal?

-¿La cultura prehispánica es parte de nuestra identidad

cultural actual?

-¿Forma la cultura prehispánica parte de tu identidad

personal?

ANTOLOGÍA DE TEXTOS

TEXTO 1: La cultura como identidad y la identidad

como cultura (fragmento) /Gilberto Giménez 1

[…] Los conceptos de identidad y de cultura son

inseparables, por la sencilla razón de que el primero se

construye a partir de materiales culturales. No puedo

desarrollar aquí, por supuesto, todo el proceso histórico

de formación del concepto de cultura en las ciencias

sociales. Diré simplemente que hemos pasado de una

1 Disponible en: https://perio.unlp.edu.ar/teorias2/textos/articulos/gimenez.pdf

recuperado el 5 de agosto de 2019.

concepción culturalista que definía la cultura, en los años

cincuenta, en términos de “modelos de comportamiento”,

a una concepción simbólica que a partir de Clifford

Geertz, en los años setenta, define la cultura como

“pautas de significados”. Por consiguiente, Geertz

restringe el concepto de cultura reduciéndolo al ámbito de

los hechos simbólicos. Este autor sigue hablando de

“pautas”, pero no ya de pautas de comportamientos sino

de pautas de significados, que de todos modos

constituyen una dimensión analítica de los

comportamientos (porque lo simbólico no constituye un

mundo aparte, sino una dimensión inherente a todas las

prácticas). Vale la pena recordar el primer capítulo del

libro de Clifford Geertz La interpretación de las culturas

(1992), donde afirma, citando a Max Weber, que la cultura

se presenta como una “telaraña de significados” que

nosotros mismos hemos tejido a nuestro alrededor y

dentro de la cual quedamos ineluctablemente atrapados

(p. 20).

Pero demos un paso más: no todos los significados

pueden llamarse culturales, sino sólo aquellos que son

compartidos y relativamente duraderos, ya sea a nivel

individual, ya sea a nivel histórico, es decir, en términos

generacionales (Strauss y Quin, 1997: 89 ss.). Así, por

ejemplo, hay significados vinculados con mi biografía

personal que para mí revisten una enorme importancia

desde el punto de vista individual e idiosincrásico, pero

que ustedes no comparten y tampoco yo deseo compartir.

A éstos no los llamamos significados culturales. Y

tampoco son tales los significados efímeros de corta

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duración, como ciertas modas intelectuales pasajeras y

volátiles.

A esto debe añadirse otra característica: muchos de estos

significados compartidos pueden revestir también una

gran fuerza motivacional y emotiva (como suele ocurrir en

el campo religioso, por ejemplo). Además, frecuentemente

tienden a desbordar un contexto particular para

difundirse a contextos más amplios. A esto se le llama

“tematicidad” de la cultura, por analogía con los temas

musicales recurrentes en diferentes piezas o con los

“motivos” de los cuentos populares que se repiten como

un tema invariable en muchas narraciones. Así, por

ejemplo, el símbolo de la maternidad, que nosotros

asociamos espontáneamente con la idea de protección,

calor y amparo, es un símbolo casi universal que

desborda los contextos particulares. Recordemos la

metáfora de la “tierra madre” que en los países andinos se

traduce como la “Pacha Mama”.

En resumen: la cultura no debe entenderse nunca como

un repertorio homogéneo, estático e inmodificable de

significados. Por el contrario, puede tener a la vez “zonas

de estabilidad y persistencia” y “zonas de movilidad” y

cambio. Algunos de sus sectores pueden estar sometidos

a fuerzas centrípetas que le confieran mayor solidez, vigor

y vitalidad, mientras que otros sectores pueden obedecer

a tendencias centrífugas que los tornan, por ejemplo, más

cambiantes y poco estables en las personas, inmotivados,

contextualmente limitados y muy poco compartidos por la

gente dentro de una sociedad.

Pero lo importante aquí, como ya señalamos, es tener en

cuenta que no todos los repertorios de significados son

culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y

relativamente duraderos.

Las consideraciones precedentes pueden parecer un

tanto abstractas, pero basta un breve ejercicio de

reflexión y autoanálisis para percatarnos de su carácter

concreto y vivencial. En efecto, si miramos con un poco de

detenimiento a nuestro alrededor, nos damos cuenta de

que estamos sumergidos en un mar de significados,

imágenes y símbolos. Todo tiene un significado, a veces

ampliamente compartido, en torno nuestro: nuestro país,

nuestra familia, nuestra casa, nuestro jardín, nuestro

automóvil y nuestro perro; nuestro lugar de estudio o de

trabajo, nuestra música preferida, nuestras novias,

nuestros amigos y nuestros entretenimientos; los espacios

públicos de nuestra ciudad, nuestra iglesia, nuestras

creencias religiosas, nuestro partido y nuestras ideologías

políticas. Y cuando salimos de vacaciones, cuando

caminamos por las calles de la ciudad o cuando viajamos

en el metro, es como si estuviéramos nadando en un río

de significados, imágenes y símbolos. Todo esto, y no otra

cosa, son la cultura o, más precisamente, nuestro

“entorno cultural”.

Pero necesitamos dar un paso más para destacar lo

siguiente: por una parte, los significados culturales se

objetivan en forma de artefactos o comportamientos

observables, llamados también “formas culturales” por

John B. Thompson (1998: 202 y ss), por ejemplo, obras de

arte, ritos, danzas…; y por otra se interiorizan en forma

de “habitus”, de esquemas cognitivos o de

representaciones sociales. En el primer caso tenemos lo

que Bourdieu (1985: 86 ss.) llamaba “simbolismo

objetivado” y otros “cultura pública”, mientras que en el

último caso tenemos las “formas interiorizadas” o

“incorporadas” de la cultura.

Por supuesto que existe una relación dialéctica e

indisociable entre ambas formas de la cultura. Por una

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parte, las formas interiorizadas provienen de experiencias

comunes y compartidas, mediadas por las formas

objetivadas de la cultura; y por otra, no se podría

interpretar ni leer siguiera las formas culturales

exteriorizadas sin los esquemas cognitivos o “habitus” que

nos habilitan para ello. Esta distinción es una tesis

clásica de Bourdieu (1985: 86 ss.) que para mí desempeña

un papel estratégico en los estudios culturales, ya que

permite tener una visión integral de la cultura, en la

medida en que incluye también su interiorización por los

actores sociales. Más aún, nos permite considerar la

cultura preferentemente desde el punto de vista de los

actores sociales que la interiorizan, la “incorporan” y la

convierten en sustancia propia. Desde esta perspectiva

podemos decir que no existe cultura sin sujeto ni sujeto

sin cultura.

Estas consideraciones revisten considerable importancia

para evaluar críticamente ciertas tesis “postmodernas”

como la de la “hibridación cultural”, que sólo toma en

cuenta la génesis o el origen de los componentes de las

“formas culturales” (v.g. en la música, en la arquitectura y

en la literatura), sin preocuparse por los sujetos que las

producen, las consumen y se las apropian

reconfigurándolas o confiriéndoles un nuevo sentido. Bajo

este ángulo, la tesis carece de originalidad, ya que

sabemos desde Franz Boas que todas las formas

culturales son híbridas desde el momento en que se ha

generalizado el contacto intercultural. Es una tesis

trillada de lo que suele llamarse “difusionismo” en

Antropología. Pero las formas interiorizadas de la cultura

se caracterizan precisamente por la tendencia a

recomponer y reconfigurar lo “híbrido”, confiriéndole una

relativa unidad y coherencia. Con otras palabras, no se

puede interiorizar lo híbrido en cuanto híbrido, ni

mantener por mucho tiempo lo que los psicólogos llaman

“disonancias cognitivas” salvo en situaciones

psíquicamente patológicas.

Resumamos lo expuesto de la siguiente manera: la

cultura es la organización social del sentido, interiorizado

de modo relativamente estable por los sujetos en forma de

esquemas o de representaciones compartidas, y

objetivado en “formas simbólicas”, todo ello en contextos

históricamente específicos y socialmente estructurados,

porque para nosotros, sociólogos y antropólogos, todos los

hechos sociales se hallan inscritos en un determinado

contexto espacio-temporal.

La cultura como operadora de diferenciación

El siguiente paso es mostrar cómo las identidades se

construyen precisamente a partir de la apropiación, por

parte de los actores sociales, de determinados repertorios

culturales considerados simultáneamente como

diferenciadores (hacia afuera) y definidores de la propia

unidad y especificidad (hacia adentro). Es decir, la

identidad no es más que la cultura interiorizada por los

sujetos, considerada bajo el ángulo de su función

diferenciadora y contrastiva en relación con otros sujetos.

En efecto, ya Immanuel Wallerstein (1992: 31 ss.)

señalaba que una de las funciones casi universalmente

atribuida a la cultura es la de diferenciar a un grupo de

otros grupos. En este sentido representa el conjunto de

los rasgos compartidos dentro de un grupo y

presumiblemente no compartidos (o no enteramente

compartidos) fuera del mismo. De aquí su papel de

operadora de diferenciación.

Ahora podemos entender por qué los conceptos de cultura

y de identidad constituyen una pareja indisociable. Y

también podemos entender que la concepción que se

tenga de la cultura va a comandar la concepción

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correspondiente de la identidad. Si soy, por ejemplo,

“posmoderno” y concibo la cultura como esencialmente

fragmentada, híbrida, descentrada y fluida, mi concepción

de la identidad también revestirá los mismos caracteres.

Tal es el caso del sociólogo polaco Zigmunt Bauman

(1996; 2000; 2004), quien en varios de sus ensayos

considera que en la sociedad posmoderna todo es

“líquido” (“globalización líquida”, “sociedades líquidas”,

“amores líquidos”, “identidades fluidas” etc.), negando de

este modo toda estabilidad a los procesos sociales.

TEXTO 2: El perfil del hombre y la cultura en

México/ Samuel Ramos (fragmento)

I EL INDÍGENA Y LA CIVILIZACIÓN

El habitante de la capital de México olvida con frecuencia

que dentro del país coexisten dos mundos diversos que

apenas se tocan entre sí. Uno es primitivo y pertenece al

indio, el otro civilizado y es del dominio del hombre

blanco. Pero este último puede encontrar ese dualismo

con sólo examinar su propia conciencia en donde se

agitan sin armonizarse un impulso primitivo y otro

civilizado, a veces en conflicto dramático. Keyserling

observó ese dualismo psicológico en la América del Sur,

como un refinamiento, que el hombre posee, a pesar de su

fondo primitivo. Es sin duda un fenómeno extraño, que

debe considerarse como rasgo universal del carácter

hispanoamericano.

Por supuesto, el alma del indio puro no participa de este

dualismo, pero con su presencia lo crea en la civilización

del país. El indio está allí todavía ante nosotros más

enigmático que nunca. Se le ha atribuido, a priori, un

espíritu semejante al del blanco, sólo que de un desarrollo

retrasado. Sería pues una raza en minoría de edad a la

que hay que tratar como a los niños. Sin embargo, una

más atenta observación psicológica desmiente este punto

de vista. Si el espíritu indígena no difiere en esencia del

hombre blanco, ¿por qué esa indiferencia desconcertante,

ese desprecio y aun la resistencia que opone a la

civilización que a ojos vistas es superior a la suya? Tal

actitud no puede interpretarse como el signo de una

inferioridad mental, pues los numerosos indígenas que

viven en la sociedad de los blancos demuestran tener la

misma capacidad de éstos para la civilización superior.

En diversas profesiones, cargos políticos y ramas de la

cultura han descollado indios de pura sangre. ¿No

constituyen estos hechos la más rotunda prueba de que el

indio es apto para asimilar la civilización? Sí, pero

prueban nada más que esa aptitud sólo aparece cuando el

individuo es separado del grupo social en que ha nacido.

Mientras permanece en el medio indígena, prevalece en el

individuo la conciencia colectiva que, fundida y

solidarizada con sus costumbres tradicionales, siente que

todo elemento extraño de civilización es incompatible con

su naturaleza. Aquí se manifiesta una reacción

característica de las culturas indígenas americanas, de la

mayor importancia para comprender su espíritu.

En las comunidades primitivas la cultura y la vida forman

un todo inseparable, de manera que cada uno de los

detalles en la conducta de los individuos, en el trabajo, en

el hogar, en la vida pública, hasta en su apariencia

personal se consideran importantes para mantener la

unidad del conjunto. Por ello tales comunidades son tan

rebeldes a las innovaciones, sobre todo cuando vienen de

fuera. Para el hombre blanco un traje, un instrumento es

simplemente un objeto útil del que puede renunciar en un

momento dado si se le ofrece otro distinto que le preste

mejores servicios. Para el indio las propiedades útiles de

las cosas, y de los instrumentos que fabrica, existen en

cuanto que están en relación mística con el todo. Antes de

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la conquista, los indios atribuían la invención y

establecimiento de todo cuando era benéfico en la vida a

ciertas deidades civilizadoras, como Kukulkan entre los

mayas; entonces el abandono a la sustitución de un

procedimiento técnico o una costumbre tradicional tiene

el sentido de un sacrilegio. El indio actual ha perdido el

recuerdo de su historia, pero el mecanismo inconsciente

de sus actos sigue operando en la misma forma.

El espíritu indígena poseía cierta tolerancia para admitir

la influencia de razas afines, como en el caso de los

mayas al ponerse en contacto con los aztecas. Pero

cuando se enfrenta con la civilización europea en el siglo

XVI su actitud de espíritu cambia por completo. Podría

atribuirse la resistencia, que todavía ahora oponen los

indígenas a la civilización, al resentimiento secular contra

la raza dominadora que los ha maltratado y humillado. No

se puede esperar que el indio tenga simpatías por la

civilización de los hombres que han causado su desgracia.

Sin embargo, estos motivos históricos no bastan para

explicar las dificultades que se presentan en la tarea de

civilizar al indio.

En el supuesto de que la conquista se hubiera realizado

con procedimientos humanitarios y la dominación colonial

hubiera sido menos dura, en una palabra, si la raza

blanca no se hubiera hecho odiosa al indígena, aun en

este caso, resistiría a adoptar la civilización. Es que para

ello existen motivos psicológicos especiales.

“Parece existir cierta uniformidad en todas las razas

primitivas para interpretar la aparición del hombre

blanco. Por lo general es considerado como un gran

hechicero cuya presencia acarrea males. En el mito de

Quetzalcóatl el hombre blanco adquiere las proporciones

de una deidad. Los aztecas presentían que la llegada del

hombre blanco sería para ellos una catástrofe. El

primitivo es incapaz de separar en su pensamiento, las

virtudes de un instrumento o de una máquina, del ser

que los ha fabricado. Los instrumentos y máquinas que el

blanco usa deben su eficacia a que la sociedad en que vive

está en relación con una potencia mística extraordinaria.

Así que esos instrumentos son buenos para los blancos

pero no para ellos”. Sólo en tanto que el individuo está

incorporado a su grupo social que tiene la protección de

ciertas divinidades, son eficientes los instrumentos que

usa. Aquí se muestra la concepción sintética que el

primitivo tiene del mundo. Los objetos fabricados se

integran al conjunto místico de la civilización y la

sociedad, de manera que separados de ese todo dichos

objetos pierden sus virtudes. Este mecanismo psicológico

explica el misoneísmo del alma indígena, su

impermeabilidad a las innovaciones de la cultura

moderna. Solo una coacción externa puede obligar al

indígena a cambiar sus costumbres o su técnica. Pero en

cuanto esa coacción cesa de obrar, el indio vuelve a sus

procedimientos. Si el indio queda en libertad de escoger,

desconcierta observar que, teniendo dos modelos, uno

indígena, tosco e incómodo y otro extranjero,

perfeccionado y más eficiente, prefiere siempre sus

propios modelos. También los efectos de las máquinas

modernas son explicados por principios mágicos cuyo

secreto sólo el blanco posee; por eso el indígena tiene que

elegir sus utensilios deficientes. “En esta reacción de los

indígenas para valorizar las técnicas superiores a las

suyas, se revela que en el fondo de todos sus

pensamientos y sus actos, el sentido religioso es la nota

dominante de su alma”.

TEXTO 3: La identidad / Elena Poniatowska

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Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.

Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó: -Ya sé, le voy a regalar mi nombre.

TEXTO 4: El carácter de los mexicanos / Francisco

Xavier Clavijero (fragmento)

Las naciones que ocupaban estas tierras antes de los

españoles, aunque muy diferentes entre sí en su lenguaje,

y parte también en sus costumbres, eran casi de un

mismo carácter. La constitución física y moral de los

mexicanos, su genio y sus inclinaciones, eran las mismas

de los acolhuas, de los tlaxcaltecas, de los tepanecas y de

las demás naciones, sin otra diferencia que la que

produce la diferente educación. Y así, lo que dijere de

unos, quiero que se entienda de los demás.

Varios autores así antiguos como modernos, han

emprendido el retrato de estas naciones; pero entre tantos

no he hallado uno que sea exacto y en todo fiel. La pasión

y los prejuicios en unos autores y la falta de conocimiento

o de reflexión en otros, les han hecho emplear diversos

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colores de los que debieran. Lo que yo diré va fundado

sobre un serio y prolijo estudio de su historia, y sobre el

íntimo trato de los mexicanos por muchos años. Por otra

parte, no reconozco en mí cosa alguna que pueda

preocuparme en favor o en contra de ellos. Ni la razón de

compatriota inclina mi discernimiento en su favor, ni el

amor de mi nación o el celo del honor de mis nacionales

me empeña a condenarlos; y así diré franca y

sinceramente lo bueno y lo malo que en ellos he

reconocido. Son los mexicanos de estatura regular, de la

cual se desvían más frecuentemente por exceso que por

defecto; de buenas carnes y de una justa proporción en

todos sus miembros; de frente angosta, de ojos negros y

de una dentadura igual, firme, blanca y tersa; sus

cabellos tupidos, gruesos y lisos; de poca barba y rala y

de ningún pelo (por lo común) en aquellas partes del

cuerpo que no recata el pudor.

El color de su piel es ordinariamente castaño claro. No

creo que se hallará nación alguna en que sean más raros

los contrahechos. Un mexicano corcovado, un estevado,

un bizco, se puede mirar como un fenómeno. Su color, su

poca barba y sus gruesos cabellos, se equilibran de tal

suerte con la regularidad y proporción de sus miembros,

que tienen un justo medio entre la hermosura y la

deformidad; su semblante ni atrae ni ofende; pero en las

jóvenes del otro sexo se ven muchas blancas y de singular

belleza, a la cual dan mayor realce la dulzura de su voz, la

suavidad de su genio y la natural modestia de su

semblante. Sus sentidos son muy vivos, especialmente el

de la vista, la cual conservan entera aún en su

decrepitud. Su complexión es sana y su salud robusta.

Están libres de muchas enfermedades que son frecuentes

en los españoles; pero en las epidemias, que suele haber

de tiempo en tiempo, son ellos las principales víctimas; en

ellos empiezan y en ellos acaban. Jamás se percibe de la

boca de un mexicano aquel mal aliento que produce en

otros la corrupción de los humores o la indigestión del

alimento. Son de complexión flemática, pero su salivación

es rara y muy escasas las evacuaciones pituitosas de la

cabeza. Encanecen y encalvecen más tarde que los

españoles, y no son muy raros entre ellos los que arriban

a la edad centenaria. De los demás casi todos mueren de

enfermedad aguda. Son y han sido siempre muy sobrios

en la comida; pero es vehemente su inclinación a los

licores espirituosos.

En otro tiempo la severidad de las leyes los contenían en

su beber; hoy la abundancia de semejantes licores y la

impunidad de la embriaguez los han puesto en tal estado,

que la mitad de la nación no acaba el día en su juicio; y

esta es sin duda la principal causa del estrago que hacen

en ellos las enfermedades epidémicas; a lo cual se allega

la miseria en que viven, más expuesto que otro alguno a

recibir las malignas impresiones, y una vez recibidas, más

destituidos de los me· dios para corregirlas. Sus almas

son en lo radical como las de los demás hombres, y están

dotados de las mismas facultades. Jamás han hecho

menos honor a su razón los europeos que cuando

dudaron de la racionalidad de los americanos.

La policía que vieron los españoles en México, muy

superior a la que hallaron los fenicios y cartagineses en

nuestra España, y los romanos en las Galias y en la Gran

Bretaña, debía bastar para que jamás se excitare

semejante duda en un entendimiento humano, si no

hubieran contribuido a promoverla ciertos intereses

injuriosos a la humanidad. Sus entendimientos son

capaces de todas las ciencias, como lo ha demostrado la

experiencia. Entre los pocos mexicanos que se han

dedicado al estudio de las letras, por estar el común de la

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nación empleado en los trabajos públicos y privados,

hemos conocido hábiles geómetras, excelentes

arquitectos, doctos teólogos y buenos filósofos, y tan

buenos (hablo de la Filosofía Arábiga que se enseñaba en

nuestras escuelas), que en concurso de muchos hábiles

criollos llevaron el primer lugar, de los cuales aún viven

algunos que podría nombrar. Muchos concediendo a los

mexicanos una gran habilidad para la imitación, se la

niegan para la invención. Error vulgar que se ve

desmentido en la historia antigua de la nación.

Su voluntad es sensible a las pasiones, pero éstas no

obran en sus almas con aquel ímpetu y furor que en

otras. No se ven regularmente en los mexicanos aquellos

transportes de ira, ni aquellos frenesíes del amor que son

tan frecuentes en otras naciones. Son lentos en sus

operaciones y de una flema imponderable en aquellas

obras que necesitan de tiempo y de prolijidad. Son muy

sufridos en las injurias y trabajos, y muy agradecidos a

cualquier beneficio, cuando la continua experiencia de

tantos males no les hace temer algún daño de la mano

benéfica. Pero algunos poco reflexivos, confundiendo el

sufrimiento con la indolencia y la desconfianza con la

ingratitud, dicen ya como proverbio, que el indio ni siente

agravio ni agradece beneficio.

Esta habitual desconfianza en que viven los induce

frecuentemente a la mendicidad y a la perfidia, y

generalmente hablando, la buena fe no ha tenido entre

ellos toda la estimación que debiera. Son por su

naturaleza serios, taciturnos y severos, y más celosos del

castigo de los delitos, que del premio de las virtudes. El

desinterés y la libertad son de los principales atributos de

su carácter.

El oro no tiene para ellos todos los atractivos que tiene

para otros. Dan sin dificultad lo que adquieren con sumo

trabajo. Su desinterés y su poco amor a los· españoles les

hace rehusar el trabajo a que éstos los obligan, y esta es

la decantada pereza de los americanos. Sin embargo, no

hay gente en aquel reino que trabaje más, ni cuyo trabajo

sea más útil ni más necesario.

El respeto de los hijos a los padres y de los jóvenes a los

ancianos, es innato a la nación. Los padres aman

demasiado a sus hijos; pero el amor del marido a la mujer

es mucho menor que el de la mujer al marido. Es común

(no general) en los hombres, el inclinarse más a la mujer

ajena que a la propia. El valor y la cobardía en diversos

sentidos se alternan de tal suerte en sus ánimos, que es

difícil el determinar cuál de los dos prevalezca. Se

avanzan con intrepidez a todos los peligros que les

amenazan de parte de las causas naturales; pero basta a

intimidarlos el ceño de un español. Aquella estúpida

indiferencia respecto de la muerte y de la eternidad, que

algunos autores creen trascendental a todos los

americanos, sólo se verifica en aquellos que por falta de

instrucción no han formado idea del juicio de Dios.

Su particular afecto a las prácticas exteriores de la

religión, degenera fácilmente en superstición, como

sucede a los idiotas de todas las naciones cristianas. Su

pretendida adhesión a la idolatría, es una quimera forjada

en la desarreglada imaginación de algunos ignorantes.

Uno u otro ejemplo de algunos serranos no es bastante

para infamar a todo el cuerpo de la nación. Finalmente,

en la composición del carácter de los mexicanos, como en

la del carácter de las demás naciones, entra lo malo y lo

bueno, pero lo malo podría en la. mayor parte corregirse

con la educación, como lo ha mostrado la experiencia.

Difícilmente se hallará juventud más dócil para la

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instrucción, como no se ha visto jamás mayor docilidad

que la de sus antepasados a la luz del Evangelio. Por Jo,

demás no puede dudarse que los mexicanos presentes no

son en todo semejantes a los antiguos, como no son

semejantes los griegos modernos a los que existieron en

tiempos de Platón y de Pericles. La constitución política y

religión de un Estado, tiene demasiado influjo en los

ánimos de una nación. En las almas de los antiguos

mexicanos había más fuego, y hacían mayor impresión las

ideas de honor. Eran más intrépidos, más ágiles, más

industriosos y más activos, pero más supersticiosos y más

inhumanos.

TEXTO 5: Creación de las cosas

Los dos grandes dioses, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl,

hicieron bajar del cielo a la Señora de la Tierra (Cipactli).

Era un monstruo grandioso, lleno de ojos y bocas en todas

sus coyunturas. En cada articulación de sus miembros

tenía una boca y con sus bocas sinnúmero mordía, cual

muerden las bestias. El mundo está lleno de agua, cuyo

origen nadie sabe. Por el agua iba y venía el gran Monstruo

de la Tierra. Cuando la vieron los dioses, uno a otro se

dijeron: es necesario dar a la tierra su forma. Entonces se

transformaron en dos enormes serpientes. La primera asió

al gran Monstruo de la Tierra desde su mano derecha hasta

su pie izquierdo, en tanto que la otra serpiente, en que el

otro dios se había mudado, la trababa desde su mano

izquierda hasta su pie derecho. Una vez que la han

enlazado, la aprietan, la estrechan, la oprimen, con tal

empuje y violencia, que al fin en dos partes se rompe.

Suben la parte inferior y de ella hacen el cielo; bajan la

parte superior y de ella forman la tierra. Los demás dioses

veían y se llenaban de vergüenza al pensar que ellos

mismos nada semejante habían podido hacer.

Entonces, para resarcir a la Señora de la Tierra del daño

enorme que los dioses le habían hecho, bajaron todos los

demás a consolarla y darle dones. En recompensa le

concedieron que de sus carnes saliera cuanto el hombre

necesita para sustentarse y vivir sobre el mundo. Hicieron

que sus cabellos se mudaren en hierbas, árboles y flores.

Su piel quedó convertida en la grama de los prados y en las

flores que la esmaltan. Sus ojos se transformaron en

cuevas pequeñas, pozos y fuentes. Su boca, en cuevas

enormes, su nariz en montes y valles.

Ésta es aquella diosa que llora algunas veces por la noche,

anhelando comer corazones de hombres y no quiere quedar

en silencio en tanto que no se los dan, y no quiere producir

frutos, si no es regada con sangre humana.

Descendieron un día los dioses a una caverna, en donde el

Príncipe-Niño estaba yaciendo con la diosa Flor-Preciosa.

De su connubio nació un dios llamado dios del Maíz. Fue

sepultado en la tierra este dios recién nacido y de su cabello

brotó el algodón; de una de sus orejas, una muy buena

semilla que es el quelite y de la otra el chicalote; de su nariz

fue formada la planta que llaman chía. De sus dedos brotó

una planta que yace bajo la tierra y es el camote; de sus

uñas, el maíz largo, base del humano sustento, y del resto

de su cuerpo, mil otros variados frutos, que los hombres

siembran y cosechan.

Hecho esto, aún dijeron todos los dioses: triste vivirá el

hombre si no hacemos para él algo que le produzca alegría.

Es menester crear algo que le haga tomar amor a la Tierra,

para que cante y baile, para que nos sirva y alabe. Oyó

aquello el dios del Viento y se puso a cavilar en dónde

podría hallar lo que los dioses pedían. Vino a su memoria

el recuerdo de una hermosa doncella llamada Meyahuel.

Voló hasta el lugar donde aquella virgen vivía, unida a otras

11

muchas que una vieja abuela suya guardaba. Era ésta

muy vieja y rendida por los años, tenía por nombre

Tzitzímitl. Cuando el dios del Viento llegó todas estaban

dormidas, pero él fue a despertar a Meyahuel y le dijo: en

busca tuya vengo, porque he de llevarte al mundo. La

doncella consintió en ir con él a la tierra. Entonces el dios

del Viento la tomó sobre sus espaldas y bajó con ella a la

tierra.

Cuando tocaron la tierra inmediatamente se transformaron

en un hermoso y corpulento árbol, que se abría en dos

grandes ramas. Una era el Sauce Precioso, y era la rama

del dios del Viento; la otra era el Árbol Florecido, y era la

rama de la doncella. Llegó, entretanto, la hora en que la

vieja guardiana dejara su sueño. Cuando no vio junto a

ella a su nieta comenzó a dar grandes gritos. Pero la

doncella no apareció. Entonces la vieja abuela, llena de ira,

convocó a todas las deidades que se llaman Tzitzime, y

todas ellas unidas bajaron a la tierra en busca de la

doncella y del dios del Viento, que había venido a robarla.

Cuando la tierra tocaron todos aquellos dioses, el árbol se

desgajó y una rama cayó hacia un lado separada de la otra,

que cayó al lado opuesto. Cuando la anciana vio la rama

Árbol Florecido, reconoció inmediatamente a su nieta y

llena de furor, la destrozó y fue dando a cada deidad una

parte de sus miembros. Los dioses los devoraron. La rama

Sauce Precioso, que era la del dios del Viento, no fue tocada

por los dioses, sino que quedó allí abandonada. Cuando

los dioses malévolos regresaron a sus alturas, entonces el

dios del Viento recobró su antigua forma, y comenzó a

recoger los huesos de la doncella esparcidos por la tierra, y

los fue enterrando por los campos. De ellos brotó una

planta, que abre sus aspas al viento, y que produce el vino

blanco que beben los hombres. Bueno es y deleitoso, y si

embriaga, no es por él mismo, sino por las raíces que le

mezclan y que le dan embriagadora virtud.

TEXTO 5: Leyenda de los soles

Introducción. La cultura náhuatl formó una rica

literatura mediante la cual transmitía en plenitud su

concepto del mundo, de sus divinidades, de los hombres y

su origen, y de sus valores tradicionales y las creaciones

de su fantasía. Esa literatura se ha conservado en parte,

pese a la continua destrucción de que ha sido víctima.

Buena parte de ella contiene relatos míticos referentes al

principio del cosmos, las fuerzas naturales divinizadas, la

cual revela la intensa actitud épica de la imaginación

creadora del pueblo náhuatl, dotado de una inmensa

capacidad poética envuelta de ficciones. El texto conocido

como Leyenda de los Soles forma parte de una serie de

poemas sacros que se cantaban en el Calmecac y es

revelador del mito cosmogónico más importante del

pueblo nahua. Este texto fue recogido de viejos

informantes hacia 1558, mas su origen y antigüedad van

muy atrás, hacia remotas épocas. La literatura náhuatl,

manantial inagotable para reconstruir y recrear poesía e

historia de remotos ancestros, al igual que la literatura

maya quiché, no han sido estudiadas con rigor metódico,

conocimiento y capacidad sino hasta hace pocos años.

Los mejores trabajos en este aspecto son los múltiples de

Ángel María Garibay K y los de Miguel León Portilla.

Poemas solares (Leyenda de los soles). Es de noche; aún

no brilla el sol, aún no hay aurora. Se reunieron los

dioses, se juntaron en consejo allá donde es ahora

Teotihuacan. Unidos, se dijeron: "Ea, dioses, venid acá,

¿quién toma a su cargo, quién se echa a cuestas el oficio

de ser sol, de hacer aurora?" Entonces el que habla y se

presenta delante es el Dios del Caracol. Dijo a los dioses:

"¡Dioses, seré yo!" Una vez más hablaron los dioses y

dijeron: "¿Quién otro más?" Inmediatamente juntos todos

se miran unos a otros, se detienen en mirarse unos a

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otros, unos a otros se dicen: ''¿Cómo ha de ser esto?

¿Cómo hemos de ser nosotros? Nadie se atrevía a

ofrecerse como otro más; antes, todos tienen miedo,

retrocedían, y ni uno solo se presentaba delante.

Había uno llagado de su cuerpo que estaba atento,

prestando oído, en tanto que se hacía la discusión. A ese

mismo al momento llamaron los dioses: “¡Eh, Purulento,

tú serás el otro!” Él, de buen grado acató el mandato, con

toda voluntad lo acogió diciendo: "Bien está, dioses, una

gran merced me habéis hecho." Entonces se pusieron a

hacer penitencia: por cuatro días ayunaron el Purulento y

el Señor del Caracol. Fue entonces cuando se encendió el

fuego. Ya arde allá el fogón, el fogón que llaman Roca de

los Dioses. Los instrumentos de penitencia del Señor del

Caracol eran todos de gran precio: en vez de ramas de

abeto, tenía plumas de quetzal; en vez de bola de grama

para clavar las espinas, tenía una bola de oro; en vez de

espinas comunes, tenía espinas de jade, y la sangre

coagulada, la sangre sucia que queda en la herida, era

coral, y el incienso que ofrecía, el más rico de los

inciensos. En cambio, el Purulento en vez de ramas de

abeto, tenía carrizos verdes; brotes de caña verdes,

recogidos en manojos, todas ellas nueve por estar de tres

en tres; en lugar de bolas de grama tenía bolas de hoja

seca de pino y sus espinas de sacrificio con que se sacaba

sangre eran verdaderas espinas de maguey, y lo que le

salía al sangrarse, era en realidad su propia sangre, y en

lugar de incienso ofrecía la raedura de sus llagas mismas.

A uno y a otro se le hizo una montaña, en la cual

estuvieron haciendo su penitencia por espacio de cuatro

días con sus noches. Cuando llegó a su término la cuarta

noche de penitencia, fueron a arrojar luego, fueron a

echar lejos de sí sus ramas de abeto y todo aquello con

que habían estado haciendo su penitencia. Esto se hizo

al llegar el término de su penitencia, cuando llegada la

noche tenían que entregarse a su oficio, habían de

mudarse en dioses. Cuando la noche llegó, las ropas les

distribuyen, ya los atavían, ya los engalanan. Al Señor

del Caracol le dieron un morrión de blancas plumas de

garza, de forma cónica, y su almilla de rica tela; pero al

Purulento, solamente le dieron papel: una peluca de papel

con que ceñir su cabeza, una tiara de papel y un

taparrabo de papel.

Llegada así la media noche, todos los dioses se pusieron

en torno al fogón que llaman Roca de los Dioses, en el

cual por cuatro días había estado ardiendo el fuego. Se

pusieron de ambas partes, se pusieron en dos filas, y en

medio colocaron, hicieron parar a los dos, al llamado

Señor del Caracol y al llamado Purulento. Los pusieron

con el rostro dirigido hacia el fuego, los pararon con la

cara vuelta hacia el fuego del fogón. Entonces alzan la

voz los dioses y al Señor del Caracol dijeron: ¡Ea, pues,

Señor del Caracol, échate, arrójate al fuego! Él va

inmediatamente a arrojarse dentro del fuego; pero cuando

llegó ante él el ardor era insoportable, insufrible,

intolerable, como que por mucho tiempo el fogón había

estado ardiendo, se había hecho un fuego abrasador. Él

entonces sintió miedo, se detuvo a medio camino,

retrocedió, volvió atrás. Y va otra vez a lanzarse, haciendo

todo el esfuerzo para arrojarse con ímpetu, para dar

consigo en el fuego; pero no pudo atreverse a ello. No

bien hubo llegado a él el ardor de la fogata no pudo menos

que retroceder y echarse a huir: ¡no lo podía soportar!

Cuatro veces lo intentó y no pudo soportar el fuego. No

pudo arrojarse al fuego, por fin. Y solamente cuatro veces

se permitía hacer la prueba.

Cuando tal cosa vieron los dioses, luego gritaron al

Purulento: ahora tú, es tu turno, Purulentillo, anda pues.

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El Purulento hizo un ímpetu y de un solo empuje se lanzó

atrevido, hizo violencia a su corazón y cerró los ojos para

no sentir el miedo; por nada se amedrentó, no se detuvo

en la carrera, no volvió atrás, sino que al punto se dejó

caer, de una vez se lanzó impetuosamente al fuego. En

un momento se abrasa en llama, estrepitosamente

chisporrotea y resplandece mientras arde, su carne en el

fuego cruje. Cuando el Señor del Caracol vio al otro que

ya estaba ardiendo, también él se lanzó al momento y

también se abrazó en llamas.

Y es fama que entonces entró también el Águila al fuego,

se fue en pos de ellos, se abalanzó al fuego, en el fuego se

metió, y se quemó enteramente: por eso tiene el plumaje

todo oscuro y requemado. Y también se metió el Tigre,

pero no se quemó mucho cuando en el fuego cayó:

solamente se chamuscó, se pintó con el fuego, no del todo

se quemó, a medias sintió los efectos del fueto: por esto

solamente itene la piel manchada, como teñida de itnta;

manchado en parte y salpicado de color negro. Y dicen

que desde entonces se tomó de ahí la ley de llamar y dar

nombre a los valientes en la guerra: Águila-Tigre. Primero

se menciona el Águila, porque ella fue la primera en

lanzarse al fuego y sólo entonces el Tigre la siguió y por

esto en una voz se llama el guerrero valiente Águila- Tigre.

Cuando al fuego se hubieron arrojado ambos,

enteramente ardieron hasta consumirse. Entonces los

dioses todos se sentaron a esperar por dónde había de

salir el Purulento que se había lanzado el primero, para

ser el sol, para dar ser a la aurora. Cuando hubo pasado

largo tiempo de que así estuvieron esperando, comenzó a

enrojecerse el cielo, por todas partes rodeaba el horizonte

la aurora, la claridad de la luz. Dicen que entonces los

dioses todos se arrodillaron para esperar por qué rumbo

había de salir el que se había convertid en sol. A todos

lados miraban, por todas partes fijaban la vista. Estaban

el círculo dando vueltas. No tenía concierto su palabra,

no convenían en su razonamiento, nada de lo que decían

resultaba verdadero. Unos pensaban que por el Norte

habría de salir y hacia allá tenían el rostro; otros

pensaron que por el Poniente, o por el Sur, y en estos

puntos fijaron la vista. Por todos los puntos opinaron que

saldría, como que por todo el rededor estaba la claridad

envolviendo el cielo.

Unos hubo que estuvieron mirando hacia el Oriente y

dijeron: por aquí precisamente tiene que salir, por allí ha

de salir el sol. Verdadera y mucho fue la palabra de

quienes allá miraron y allá con el dedo señalaron. Los

que veían al Oriente eran el dios del Viento (Ehécatl),

Nuestro Señor el del Anillo (Anahuatlitecu), el Señor del

Espejo Rojo Humeante (Tezcatlipoca) y también las

Serpientes de Nube (Mimichcoa).

Y al fin salió el Sol, al fin se puso delante, rojo

enteramente, cual si de color hubiera sido teñido. Una

vez salido, se estuvo contoneando de un lado a otro.

Nadie podía verle el rostro, mortificaba los ojos, mucho

resplandecía y lanzaba de sí rayos. Su irradiación llegó a

todas partes, a todas partes penetró su calor. En pos de

él salió el Señor del Caracol, y le iba siguiendo en el

mismo punto del Oriente, al lado del que en sol se había

mudado. Tal como habían caído en el fuego, el uno en

pos del otro, así del fuego salieron, siguiendo el uno al

otro. Y según la fama narra, la luz de ambos era igual.

Cuando los dioses miraron que era igual el resplandor con

que ambos relucían, otra vez hicieron consejo entre sí y

dijeron: ¿Cómo ha de ser? ¿Cómo ha de hacerse esto?

¿Acaso los dos unidos irán siguiendo el camino? ¿Acaso

han de relucir con igual luz ambos? Y todos los dioses

dieron la sentencia: ¡Sea, hágase esto! Entonces uno de

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ellos salió corriendo, hirió la cara del Señor del Caracol,

golpeándolo con un conejo, y así le estragó la cara, la hirió

tal cual hoy se mira.

Cuando los dos (el Señor del Caracol y el Purulento) se

presentaron a la vista, tampoco podían moverse, no

podían seguir su ruta, sino que permanecían en pie, fijos,

estaban parados, sin ánimo de moverse. Por esto de

nuevo los dioses dijeron ¿Cómo vamos a vivir? No se

mueve el Sol, ¿hemos de vivir tal vez confundidos con los

hombres? No, que ellos resuciten, aunque nosotros

muramos. Que medren y suban, aunque muramos todos.

Entonces el dios del Viento se puso a hacer su oficio y dio

muerte a todos los dioses. Un dios hubo, sin embargo,

que, como la fama cuenta, se resistía a morir. Era Xólotl,

que decía: ¡Oh dioses, que yo no muera! Y entre tanto

lloraba, lloraba tanto que los ojos se le inflaron, se le

hincharon los párpados. Y cuando a él llegó la Muerte, él

se lanzó a huir corriendo ante ella. Se escabulló y fue a

refugiarse entre las matas del maíz verde. Allí tomó el

aspecto de las que tienen doble tallo. Pero, visto entre las

matas, otra vez se echó a huir frente a su perseguidor, y

se fue a meter entre los magueyes, y también se convirtió

en maguey de doble corazón. Pero aun allí fue visto y de

nuevo huyó y se fue a meter al agua, y se convirtió en

ajolote: pero allí le atraparon y le dieron la muerte.

TEXTO 6: Huehuetlahtolli

Hombres

Hijo mío, muy amado, nota bien las palabras que te

quiero decir y ponlas en tu corazón, porque las dejaron

nuestros antepasados, los viejos y viejas, sabios y

avisados, que vivieron en este mundo. Es lo que nos

dijeron y lo que nos avisaron y encomendaron que lo

guardásemos como en cofre y como oro en paño, porque

son piedras preciosas muy resplandecientes y muy

pulidas, que son los consejos para bien vivir, en que ni

hay raza ni mancha: son muy limpios. Dijéronlos los que

perfectamente vivieron en este mundo. Son como piedras

preciosas que se llaman chalchihuites y zafiros muy

resplandecientes delante de nuestro señor, y son como

plumas ricas, muy finas y muy anchas y muy enteras.

Nota, hijo mío, lo que te digo. Mira que el mundo ya tiene

este estilo de engendrar y multiplicar, y para esta

generación y multiplicación ordenó dios que una mujer

usase de un varón y un varón de una mujer; pero esto

conviene se haga con templanza y con discreción. No te

arrojes a la mujer como el perro se arroja a lo que ha de

comer; no te hayas a manera de perro en comer y tragar

lo que le dan, dándote a las mujeres ante de tiempo.

Aunque tengas apetito de mujer, resístete; resiste a tu

corazón hasta que ya seas hombre perfecto y recio. Mira

que el maguey si lo abren de pequeño para quitarle la

miel, ni tiene substancia ni da miel, sino piérdese; ante

que abran al maguey para sacarle la miel le dejan crecer y

venir a su perfección, y entonces se saca la miel. De esta

manera debes de hacer tú, que ante que llegues a mujer

crezcas y embarnezcas y seas perfecto hombre, y entonces

estarás hábil para el casamiento y engendrarás hijos de

buen[a] estatura y recios y ligeros y hermosos y de buenos

rostros, y tú serás recio y hábil para el trabajo corporal, y

serás ligero y recio y diligente. Y si por ventura

destempladamente y ante de tiempo te dieres al deleite

carnal, en este caso dijéronnos nuestros antepasados que

el que así se arroja al deleite carnal queda desmedrado;

nunca es perfecto hombre y anda descolorido y

desainado. Andarás como cuartanario, descolorido,

enflaquecido; serás como un muchacho mocoso y

desvanecido y enfermo, y de presto te harás viejo

arrugado. Y cuando te casares, serás así como el que coge

15

miel del maguey, que no mana porque le agujeraron antes

de tiempo, y el que chupa para sacar la miel de él no saca

nada, y aborrecerle ha y desecharle ha. Así te hará tu

mujer, que como estás ya seco y acabado, y no tienes qué

darle, dices: "no puedo más"; aborrecerte ha y desecharte

ha porque no satisfaces a su deseo, y buscará otro,

porque tú ya estás agotado. Y aunque no tenía tal

pensamiento, por la falta que en ti halló, hacerte ha

adulterio; y esto porque tú te destruiste, dándote a

mujeres y antes de tiempo te acabaste.

Nota otra cosa, hijo mío, que ya te cases en buen tiempo y

en buena sazón toma mujer. Mira que no te des

demasiadamente a ella, porque te echarás a perder;

aunque es así, que es tu mujer y es tu cuerpo, conviénete

tener templanza en usar de ella, bien así como del

manjar, que es menester tomarlo con templanza. Quiero

decir que no seas destemplado para con tu mujer, sino

que tengas templanza en el acto carnal. Mira que no sigas

al deleite carnal, porque pensarás que te deleitas en lo

que haces y que no hay otro mal en ello; sábete que te

matas y te haces gran daño en frecuentar aquella obra

carnal. Dijeron los viejos que serás en este caso como el

maguey chupado, que luego se seca, y serás como la

manta, que cuando la lavan hínchase de agua, pero si la

tuercen reciamente, luego se seca. Así serás tú, que si

frecuentares la delectación carnal, aunque sea con tu

mujer solamente, te secarás y así te harás mal

acondicionado y mal aventurado y de mal gesto, ni a

nadie querrás hablar, ni nadie querrá hablar contigo;

andarás afrontado.

Nota un ejemplo de este negocio: un viejo, muy viejo y

muy cano, fue preso por adulterio, y fuele preguntado que

siendo tan viejo cómo no cesaba del acto carnal.

Respondió que entonces tenía mayor deseo y habilidad

para el acto carnal, porque en el tiempo de su juventud

no llegó a mujer, ni tampoco en aquel tiempo tuvo

experiencia del acto carnal, y que por haberlo comenzado

después de viejo estaba más potente para esta obra.

Quiérote dar otro ejemplo y nótale muy bien, para que te

sea todo como una mochila para que vivas castamente en

este mundo: siendo vivo el señor de Tezcoco, llamado

Nezahualcoyotzin, fueron presas dos viejas que tenían los

cabellos blancos como la nieve, de viejas, y fueron presas

porque adulteraron; hicieron traición a sus maridos, que

eran tan viejos como ellas, y unos mancebillos

sacristanejos tuvieron acceso a ellas.

El señor Nazahualcoyotzin, cuando las llevaron a su

presencia para que las sentenciase, preguntóles, diciendo:

"Abuelas nuestras, decidme, ¿es verdad que todavía tenéis

deseo del deleite carnal? ¿Aún no estáis hartas, siendo

tan viejas como sois? ¿Qué sentíais cuando eran mozas?

Decídmelo, pues que estáis en mi presencia por este

caso". Ellas respondieron: "Señor nuestro y rey, oiga

vuestra alteza, vosotros los hombres cesáis de viejos de

querer la delectación carnal por haber frecuentádola en la

juventud, porque se acaba la potencia y la simiente

humana, pero nosotras las mujeres nunca nos hartamos

ni nos enfadamos de esta obra, porque es nuestro cuerpo

como una sima y como una barranca honda que nunca se

hinche; recibe todo cuanto le echan, y desea más y

demanda más, y si esto no hacemos, no tenemos vida".

Esto te digo, hijo mío, para que vivas recatado y con

discreción, y que vayas poco a poco y no te des prisa en

este negocio tan feo y tan perjudicial.

Mujeres

Lo segundo es que mires que te amo mucho, que eres mi

querida hija. Acuérdate que te traje en mi vientre nueve

16

meses, y desde que naciste te criaste en mis brazos; yo te

ponía en la cuna y de allí en mi regalo, y con mi leche te

crie. Esto te digo porque sepas que yo y tu padre somos

los que te engendramos, madre y padre, y ahora te

hablamos doctrinándote. Mira que tomes nuestras

palabras y las guardes en tu pecho.

Mira que tus vestidos sean honestos y como conviene;

mira que no te atavíes con cosas curiosas y muy labradas,

porque esto significa fantasía y poco seso y locura.

Tampoco es menester que tus atavíos sean muy viles o

sucios o rotos, como son los de la gente baja, porque estos

atavíos son señal de gente vil y de quien se hace burla.

Tus vestidos sean honestos y limpios, de manera que ni

parezcas fantástica ni vil. Y cuando hablares, no te

apresurarás en el hablar, no con desasosiego sino poco a

poco y sosegadamente. Cuando hablares, no algaras la

voz ni hablarás muy bajo sino con mediano sonido. No

aldelgazarás mucho tu voz cuando hablares o cuando

saludares, ni hablarás por las narices, sino que tus

palabras sean honestas y de buen sonido, y la voz

mediana; no seas curiosa en tus palabras.

Mira, hija mía, que en el andar has de ser honesta; no

andes con apresuramiento ni con demasiado espacio,

porque es señal de pompa andar despacio, y el andar

deprisa tiene resabio de desasosiego y poco asiento.

Andando llevarás un medio, que ni andes muy deprisa ni

muy despacio, y cuando fuere necesario andar deprisa,

hacerlo has así; por eso tienes discreción. Para cuando

fuere menester saltar algún arroyo, saltarás

honestamente de manera que ni parezcas pesada y torpe,

ni liviana. Cuando fueres por la calle o por el camino no

lleves inclinada mucho la cabeza o encorvado el cuerpo, ni

tampoco vayas muy levantada la cabeza y muy erguida,

porque es señal de mala crianza. Irás derecha y la cabeza

poco inclinada. No lleves la boca cubierta o la cara con

vergüenza; no vayas mirando a manera de cegajosa; no

hagas con los pies meneos de fantasía por el camino;

anda con sosiego y con honestidad por la calle.

Lo otro que debes notar, hija mía, es que cuando fueres

por la calle, no vayas mirando acá ni acullá, ni volviendo

la cabeza a mirar a una parte y a otra; ni irás mirando al

cielo, ni tampoco irás mirando a la tierra. A los que

topares, no los mires con ojos de persona enojada, ni

hagas semblante de persona enojada. Mira a todos con

cara serena. Haciendo esto no darás a nadie ocasión de

enojarse contra ti. Muestra tu cara y tu disposición como

conviene y de la manera que conviene, de manera que ni

lleves el semblante como enojada ni tampoco como

risueña. Mira también, hija, que no te des nada por las

palabras que oyeres yendo por el camino, ni hagas cuenta

de ellas, digan lo que dijeren los que van o vienen. No

cures de responder ni cures de hablar, mas hace como

que no lo oyes ni lo entiendes, porque haciendo de esta

manera nadie podrá decir con verdad: "dijiste tal o tal

cosa".

Mira también, hija, que nunca te acontezca afeitar la cara

o poner colores en ella, o en la boca, por parecer bien,

porque esto es señal de mujeres mundanas, carnales. Los

afeites y colores son cosas que las malas mujeres y

carnales lo usan, y las desvergonzadas que ya han

perdido la vergüenza y aun el seso, y andan como locas y

borrachas; éstas se llaman rameras. Y para que tu marido

no te aborrezca, atavíate, lávate y lava tus ropas, y esto

sea con regla y con discreción, porque si cada día te lavas

y lavas tus ropas, decirse ha de ti que eres limpia y que

eres demasiado regalada.

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Hija mía, éste es el camino que has de llevar, porque de

esta manera nos criaron tus señoras antepasadas de

donde vienes. Las señoras nobles, ancianas y canas y

abuelas, etc., no nos dijeron tantas cosas como yo te he

dicho; no nos decían sino algunas pocas palabras. Decían

de esta manera: "Oíd hijas nuestras, en este mundo es

menester vivir con mucho aviso y recato. Oye esta

comparación que ahora diré, y guárdala, y de ella toma

ejemplo y dechado para vivir. Acá en este mundo vamos

por un camino muy angosto y muy alto y muy peligroso,

que es como una loma muy alta y que por lo alto de ella

va un camino muy angosto, y a la una mano y a la otra

está gran profundidad, hondura sin suelo, y si te

desviares del camino hacia la una mano o hacia la otra,

caerás en aquel profundo; por tanto conviene con mucho

tiento seguir el camino".

Hija mía muy tiernamente amada, palomita mía, guarda

este ejemplo en tu corazón, y mira que no te olvides que

éste te será como candela y como lumbre todo el tiempo

que vivieres en este mundo. Sólo una cosa, hija mía, me

resta por decirte para acabar mi plática. Si dios te diere

vida, si vivieres algunos años sobre la tierra, mira hija mía

muy amada, palomita mía, que no des tu cuerpo a

alguno; mira que te guardes mucho que nadie llegue a ti,

que nadie tome tu cuerpo. Si perdieres tu virginidad, y

después de esto te demandare por mujer alguno y te

casares con él, nunca se habrá bien contigo ni te tendrá

verdadero amor, siempre se acordará de que no te halló

virgen, y esto te será causa de gran aflicción y trabajo.

Nunca estarás en paz; siempre estará tu marido

sospechoso de ti.

¡Oh, hija mía muy amada, mi palomita! Si vivieres sobre

la tierra, mira que ninguna manera te conozca más que

un varón. Y esto que ahora te quiero decir, guárdalo como

mandamiento estrecho. Cuando fuere dios servido de que

tomes marido, estando ya en su poder, mira que no te

altivezcas; mira que no te ensoberbezcas; mira que no le

menosprecies; mira que no des licencia a tu corazón para

que se incline a otra parte; mira que no te atrevas a tu

marido; mira que en ningún tiempo ni en ningún lugar le

hagas traición, que se llama adulterio; mira que no des tu

cuerpo a otro, porque esto, hija mía, muy querida y muy

amada, es una caída en una sima sin suelo, que no tiene

remedio ni jamás se puede sanar, según el estilo del

mundo. Si fuere sabido y si fueres vista en este delito,

matarte han, echarte han en una calle para ejemplo de

toda la gente donde serás por justicia machucada la

cabeza y arrastrada. De éstas se dice un refrán: "Probarás

la piedra y serás arrastrada, y tomarán ejemplo de tu

muerte". De aquí sucederá infamia y deshonra a nuestros

antepasados, señores y senadores, de donde venimos, de

donde naciste, y ensuciarás su ilustre fama y su gloria

con la suciedad y polvo de tu pecado. Asimismo perderás

tu fama y tu nobleza y tu generosidad; tu nombre será

olvidado y aborrecido. De ti se dirá el refrán que fuiste

enterrada en el polvo de tus pecados.

Y mira bien, hija mía, que aunque nadie te vea, ni tu

marido sepa de lo que pasa, vete dios, que está en todo

lugar. Enojarse ha contra ti, y despertará la indignación

del pueblo contra ti, y se vengará como él quisiere, o te

tullirás por su mandado, o cegarás, o se te podrirá el

cuerpo, o vendrás a la última pobreza, porque te atreviste

y te arrojaste contra tu marido. O por ventura te dará la

muerte y te pondrá debajo de sus pies, enviándote al

infierno. Nuestro señor misericordioso es; pero si hicieres

traición a tu marido, aunque no se sepa, aunque no se

publique, dios que está en todo lugar, él hará en venganza

de tu pecado que nunca tengas contento ni reposo ni

tengas vida asosegada, y él provocará a tu marido que

18

siempre esté enojado contra ti y siempre te hable con

enojo.

Mira, hija mía, muy amada, a quien amo tiernamente,

mira que vivas en el mundo con paz y con reposo, con

contento, esos días que vivieres; mira que no te infames;

mira que no amancilles tu honra; mira que no ensucies la

honra y fama de nuestros señores antepasados de los

cuales vienes; mira que a mí y a tu padre nos honres y

nos des fama con tu buena vida. Hágate dios muy

bienaventurada, hija mía primogénita, y llégate a dios, el

cual está en todo lugar.

TEXTO 7: Canto de la huida/ Nezahualcóyotl

(De Nezahualcóyotl cuando andaba huyendo del señor de

Azcapotzalco)

En vano he nacido,

En vano he venido a salir

De la casa del dios a la tierra,

¡yo soy menesteroso!

Ojalá en verdad no hubiera salido,

Que de verdad no hubiera venido a la tierra.

No lo digo, pero…

¿qué es lo que haré?,

¡oh príncipes que aquí habéis venido!,

¿vivo frente al rostro de la gente?

¿qué podrá ser?,

¡reflexiona!

¿Habré de erguirme sobre la tierra?

¿Cuál es mi destino?,

yo soy menesteroso,

mi corazón padece,

tú eres apenas mi amigo

en la tierra, aquí

¿Cómo hay que vivir al lado de la gente?

¿Obra desconsideradamente,

vive, el que sostiene y eleva a los hombres?

¡Vive en paz,

pasa la vida en calma!

Me he doblegado,

Sólo vivo con la cabeza inclinada

Al lado de la gente.

Por eso me aflijo,

¡soy desdichado!,

he quedado abandonado

al lado de la gente en la tierra.

¿Cómo lo determina tu corazón,

Dador de la Vida?

¡Salga ya tu disgusto!

Extiende tu compasión,

Estoy a tu lado, tú eres dios.

¿Acaso quieres darme la muerte?

¿Es verdad que nos alegramos,

que vivimos sobre la tierra?

No es cierto que vivimos

Y hemos venido a alegrarnos en la tierra.

Todos así somos menesterosos.

La amargura predice el destino

Aquí, al lado de la gente.

Que no se angustie mi corazón.

No reflexiones ya más

Verdaderamente apenas

De mí mismo tengo compasión en la tierra.

Ha venido a crecer la amargura,

19

Junto a ti a tu lado, Dador de la Vida.

Solamente yo busco,

Recuerdo a nuestros amigos.

¿Acaso vendrán una vez más,

acaso volverán a vivir;

Sólo una vez perecemos,

Sólo una vez aquí en la tierra.

¡Que no sufran sus corazones!,

junto y al lado del Dador de la Vida.

TEXTO 8: Selección de fragmentos de poesía azteca

Me siento fuera de sentido, lloro, me aflijo y pienso, digo y recuerdo: Oh, si nunca yo muriera, si nunca desapareciera… ¡Vaya yo donde no hay muerte, donde se alcanza la victoria! Oh, si nunca yo muriera, si nunca desapareciera… Nezahualcóyotl

Sobre las flores canta el hermoso faisán: ya sus cantos desata el Dueño del mundo, y sólo le responden sus propias aves. Son las aves rojas bellas que cantan. Un libro de pinturas es tu corazón: Viniste a cantar, oh poeta, y tañes tu atabal. Es que en la primavera deleitas a los hombres.

Nezahualcóyotl

¡Démonos gusto, amigos míos: vengan aquí los abrazos! En tierra florida andamos andando y no hay quien pueda ponerle fin. La flor y el canto se tienden allá en la Casa del Sol.

Sólo por breve tiempo en la tierra vivimos: No será así siempre: espera la región del Misterio… ¿Hay ahí alegría? ¿Hay ahí amistad? ¡Ah no, que sólo en la tierra vinimos a conocernos! Tecayehuatzin

Haciendo círculos de esmeralda está tendida la ciudad: Irradiando esplendores, cual pluma de quetzal,

está México. Junto a ella van y vienen las barcas: son los jefes guerreros. Una niebla florida se tiende sobre las gentes. ¡Es tu casa aquí, oh autor de la vida!: ¡Tú reinas aquí, oh padre nuestro! […] Por los cuatro rumbos enciende la aurora la voz del Guerrero […] Anónimo de Tenochtitlan

Sobre su escudo, de vientre pleno, fue dado a luz el Gran Guerrero. Sobre su escudo de vientre pleno, fue dado a luz el Gran Guerrero. En la Montaña de la Serpiente es capitán, junto a la Montaña de la Serpiente es capitán, junto a la montaña se pone su rodela como máscara. ¡Nadie a la verdad se muestra tan viril como él! La tierra va estremeciéndose traviesa:

¿Quién se pone su rodela como máscara? Anónimo

Brotaron, brotaron flores: Abiertas se yerguen delante del sol. Ya te responde el ave del dios: Tú en su busca vienes:

20

“Cuántos son tus cantos, tanta es tu riqueza: Tú a todos deleitas, cual trepidante flor.” Por todas partes ando, por todas partes grito, yo el cantor. Bellas olientes flores se están esparciendo en el patio florido, entre las mariposas. […] Monencauhtzin

¡Esmeraldas son: turquesas tu greda y tus plumas, oh dador de la vida! Dicha y riqueza de los príncipes es la muerte al filo de la obsidiana, la muerte en la guerra. Anónimo

Oye un canto mi corazón: me pongo a llorar; me lleno de dolor. ¡Nos vamos entre flores: tenemos que dejar esta tierra: estamos prestados unos a otros: iremos a la Casa del Sol! ¡Póngame yo un collar de variadas flores: en mis manos estén; florezcan mis guirnaldas!

Tenemos que dejar esta tierra: estamos prestados unos a otros: nos vamos a la Casa del Sol! Nezahualcóyotl

TEXTO 9: Visión de los vencidos (Fragmento)

En los caminos yacen dardos rotos,

los cabellos están esparcidos.

Destechadas están las casas,

enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas,

y en las paredes están los sesos.

Rojas están las aguas, están como teñidas,

y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de

salitre.

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,

y era nuestra herencia una red de agujeros.

Con los escudos fue su resguardo, pero

ni con escudos puede ser sostenida su soledad.

Hemos comido palos de colorín (eritrina),

hemos masticado grama salitrosa,

piedras de adobe, lagartijas, ratones, tierra

en polvo, gusanos . . .

Comimos la carne apenas sobre el fuego estaba puesta.

Cuando estaba cocida la carne de allí la arrebataban, en

el fuego mismo, la comían.

Se nos puso precio. Precio del joven, del sacerdote, del

niño y de la doncella.

21

Basta: de un pobre era el precio sólo dos puñados de

maíz,

sólo diez tortas de mosco; sólo era nuestro precio veinte

tortas de grama salitrosa.

Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, todo eso

que es precioso, en nada fue estimado.

TEXTO 10: Chac Mool/ Carlos Fuentes

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco.

Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido

de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la

tentación burocrática de ir, como todos los años, a la

pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los

sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria

en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro

anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro,

sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero

ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía,

¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre

Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió

que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en

la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile

en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy

pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino

de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos

la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy

temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto

estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo

acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos

con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a

ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera.

Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras

desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de

Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras

pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos

pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México.

Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el

cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel

mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a

vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida

privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba

con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá

sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus

deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni

“Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue

corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.

“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado,

amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco

pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y

al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a

los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta.

Entonces todos estábamos en un mismo plano,

hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión

peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la

batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su

baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos

de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y

aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades

duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío.

No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se

quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que

pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables

tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos

quedamos a la mitad del camino, destripados en un

examen extracurricular, aislados por una zanja invisible

22

de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En

fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -

también hay, como barricada de una invasión, una fuente

de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos

antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados

de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía,

con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo

distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me

querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda

y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos

y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club.

Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi

memoria los años de las grandes ilusiones, de los

pronósticos felices y, también todas las omisiones que

impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder

meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún

rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes

se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a

dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de

madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que

eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina,

apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En

ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran

recompensa de la aventura de juventud debe ser la

muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros

secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las

ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil,

gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos

encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta;

en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo

no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira,

parece evidente. Llegan los españoles y te proponen

adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el

costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado.

Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un

sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu

vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido

conquistado por budistas o por mahometanos. No es

concebible que nuestros indios veneraran a un individuo

que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta

que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le

arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a

Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido,

sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una

prolongación natural y novedosa de la religión indígena.

Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio,

son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a

los hombres para poder creer en ellos.

“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas

de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas,

ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en

Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste

relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo

con estos temas. Por cierto que busco una réplica

razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe

me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno

de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.

“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la

oficina, con la consiguiente perturbación de las labores.

He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio

mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia

para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos

en torno al agua. Ch...”

“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré

el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una

pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante

asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente,

23

pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo

del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de

tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas

de la sangrienta autenticidad de la escultura.

“El traslado a la casa me costó más que la adquisición.

Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras

reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida.

Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su

elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la

oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y

su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El

comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en

la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una

expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé

correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el

piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac

Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron.

Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la

oficina.”

“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas,

torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”

“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible.

Pensé en ladrones. Pura imaginación.”

“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué

atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la

tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han

colado, inundando el sótano.”

“El plomero no viene; estoy desesperado. Del

Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es

la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las

coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han

cesado: vaya una cosa por otra.”

“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama.

Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la

escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los

ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el

domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado

cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso

más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no

puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para

mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana.

Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé

qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el

sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”

“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula.

Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una

hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se

distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo,

seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez

que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise

creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la

Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es

puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he

echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza

de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”

“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el

Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la

consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el

torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos

los siento de goma, siento que algo circula por esa figura

recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el

Chac Mool tiene vello en los brazos.”

24

“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en

la oficina, giré una orden de pago que no estaba

autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención.

Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros.

Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o

delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”

Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que

tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada.

La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita

por otra persona. A veces como niño, separando

trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse

en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato

continúa:

“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto

lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y

más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o

estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real

bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en

un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos,

presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el

paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de

que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor

en su mano... ¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la

quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola

aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos

desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio,

sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol

marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado

de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina,

memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día

tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte

que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida,

se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí,

mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y

presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación:

el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color

en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme

que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos

tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer,

por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad

espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de

que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se

escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a

dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando

volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a

horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí

la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz

parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.

“Casi sin aliento, encendí la luz.

“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su

barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi

bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular.

Los dientes inferiores mordían el labio superior,

inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la

cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac

Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”

Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de

la Secretaría, con una recriminación pública del Director

y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí

pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al

Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus

servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer

llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí

mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de

ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna

depresión moral debía producir la vida en aquel caserón

25

antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y

empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes

siguientes son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un

gluglú de agua embelesada’... Sabe historias fantásticas

sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de

los desiertos; cada planta arranca de su paternidad

mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus

niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo

tolerar es el olor,

extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de

las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente,

Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y

puesto físicamente en contacto de hombres de otros

símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la

tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y

haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es

artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará.

Él sabe de la inminencia del hecho estético.

“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el

vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa

ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su

parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de

por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días,

bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”

“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde

ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos

del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí

la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las

lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con

las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a

esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo

el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro

seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he

pedido que no empape más la sala.”

“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba

a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como

su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de

hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese

brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo:

soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo

dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete;

era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil;

pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los

años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y

se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde.

El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca,

desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido

mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no

llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”

“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa.

Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y

antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué

varias veces a su puerta, y como no me contestó, me

atrevía a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde

el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas,

y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha

permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos:

huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba

en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica

los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha

obligado a telefonear a una fonda para que diariamente

me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la

oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el

día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago.

26

Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos

cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por

agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento

huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no

sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas...

Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería

estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la

oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos

helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”

“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra

vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para

moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado,

contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme,

por más dios de la tempestad y el trueno que se le

considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas

para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún

líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos

intermedios amables durante los cuales relataba viejos

cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento

concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto

a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac

Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una

criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y

lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes

parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac

cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos

sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga

fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también

me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que

yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es

posible que desee matarme.”

“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para

huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para

conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se

avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme,

nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos

pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda.

Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin

mis baldes de agua.”

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más

en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México

pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso

de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las

nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía

explicarme la locura de mi amigo. Contraté una

camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y

después de allí ordenar el entierro.

Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura,

la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de

casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más

repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir

las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada

de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de

estar teñido.

-Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...

-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el

cadáver al sótano.

TEXTO 11: La tona / Francisco Rojas González

Crisanta descendía por la vereda que culebreaba entre los

peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el rio, de

aquel rio bronco al que tributaban los torrentes que,

abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban

arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte.

Tendido en la hondonada, Tapijulapa, el pueblo de indios

pastores. Las torrecillas de la capilla, patinadas de

27

fervores y lamosas de años, perforaban la nube

aprisionada entre los brazos de la cruz de hierro.

Crisanta, India joven, casi niña, bajaba por el sendero; el

aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al

peso de un tercio de lefia; la cabeza gacha y sobre la

frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus

pies —garras a ratos, pezuñas por momentos—

resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o

se asentaban como extremidades de plantígrado en las

planadas del senderillo… Los muslos de la hembra,

negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la

enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba

de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez..

La marcha se hacía más penosa a cada paso; la mu-

chacha deteníase por instantes a tomar alientos; mas

luego, sin levantar la cara, reanudaba el camino con

ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.

Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al

impulso, vacilaron. Crisanta alzo por primera vez la

cabeza e hizo vagar los ojos en la extensión.

En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de

angustia; sus labios temblaron y las aletas de su nariz

latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india

buscó las riberas; diríase llevada por su instinto, mejor

que inspirada por un pensamiento. El rio estaba cerca, a

no más de veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en

las márgenes, desató el “mecapal” anudado a su frente y

con apremios depositó en el suelo su fardo de leña; luego,

como lo hacen todas las zoques, todas:

La abuela,

la madre,

la hermana,

la enemiga,

remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajosa,

para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las

manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas.

Entonces se esforzó al lancetazo del dolor. Respiró

profunda, irregularmente, tal si todas las dolencias

hubiéransele anidado en la garganta. Después hizo de sus

manos, de aquellas manos duras, agrietadas y rugosas de

fatigas, utensilios de consueto, cuando las paso por el

excesivo vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos

escurrían lágrimas que brotaban de las escleróticas

congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó

después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta

la entrepierna ardorosa, tumefacta y de ahí los separó por

inútiles… Luego los encajo en la tierra con fiereza y así los

mantuvo, pujando rabia y desesperación… De pronto la

sed se hizo otra tortura… y allí fue, arrastrándose como

coyota, hasta llegar al rio: tendiose sobre la arena, intento

beber, pero la náusea se opuso cuantas veces quiso pasar

un trago; entonces mugió su desesperación y rodó en la

arena entre convulsiones. Así la halló Simón su marido.

Cuando el mozo llego hasta su Crisanta, ella lo recibió con

palabras duras en lengua zoque; pero Simón se había

hecho sordo. Con delicadeza la levanto en brazos para

conducirla a su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la

falda de la loma. El hombrecito depositó en el petate la

carga trémula de dos vidas y fue en busca de Altagracia,

la comadrona vieja que moría de hambre en aquel pueblo

en donde las mujeres se las arreglaban solas, a orillas del

rio, sin más ayuda que sus manos, su esfuerzo y sus

gemidos.

Altagracia vino al jacal seguida de Simón. La vieja

encendió un manojo de ocote que dejo arder sobre una

olla; en seguida, con ademanes complicados y posturas

28

misteriosas, se arrodilló sobre la tierra apisonada, rezó un

credo at revés, empezando por el “amen” para concluir en

el “…padre, Dios en creo”; formula, según ella, “linda”

para sacar de apuros a la más comprometida. Después

siguió practicando algunos tocamientos sobre la barriga

deforme.

—No te apures, Simón, luego la arreglamos. Esto pasa

siempre con las primerizas… ¡Hum, las veces que me ha

tocado batallar con ellas…! —dijo.

—Obre Dios —contestó el muchacho mientras echaba a la

fogata una raja resinosa.

- ¿Hace mucho que te empezaron los dolores, hija?

Y Crisanta tuvo por respuesta solo un rezongo.

—Vamos a ver, muchacha —siguió Altagracia—: dobla tus

piernas… Así, flojas. Resuella hondo, puja, puja fuerte

cada vez que te venga el dolor… Más fuerte, más… Grita,

hija…!

Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron

hilachos, rugió hasta enronquecer y sangró sus puños a

mordidas.

—Vamos, ayúdame muchachita —suplicó la vieja en los

momentos en que pasaba rudamente sus manos sobre la

barriga relajada, pero terca en conservar la carga…

Los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su

habilidad, toda su experiencia, todas sus mañas en los

frotamientos que empezaban en las mamas rotundas,

para acabar en la pelvis abultada y lampiña.

Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rincón de

la choza; entre sus piernas un trozo de madera destinado

a ser cabo de azadón. El chirrido de la lima que aguzaba

un extremo del mango distraía el enervamiento, robaba

un poco la ansiedad del muchacho.

—Anda, madrecita, grita por vida tuya… Puja,

encorajínate… Dime chiches de perra; pero date prisa…

Pare, haragana. Pare hembra o macho, pero pronto…

¡Cristo de Esquipulas!

La joven no hacía esfuerzo ya; el dolor se había apuntado

un triunfo.

Simón trataba ahora de insertar a golpes el mango dentro

del arillo del azadón; de su boca entreabierta salían

sonidos roncos.

Altagracia sudorosa y desgreñada, con las manos tiesas

abiertas en abanico, se volvió hacia el muchacho, quien

había logrado, por fin, introducir el astil en la argolla de la

azada; el trabajo había alejado un poco a su pensamiento

del sitio en que se escenificaba el drama.

—Todo es de balde, Simón, viene de nalgas —dijo la vieja

a gritos, mientras se limpiaba la frente con el dorso de su

diestra

Y Simón, como si volviese del sueño, como si hubiese sido

sustraído por las destempladas palabras de una región

luminosa y apacible:

-¿De nalgas? Bueno… ¿y’hora que?

La vieja no contesto; su vista vagaba por el techo del jacal.

De ahí —dijo de pronto—, de ahí, de la viga madre cuelga

la coyunda para hacer con ella el columpio… Pero pronto,

muévete —ordeno Altagracia.

No, eso no –gimió él

29

Anda vamos a hacer la última lucha… Cuelga la coyunda

y ayúdame a amarrar a la por los so bacos.

Simón trepo sin chistar por los amarres de los muros

pajizos e hizo pasar la jarcia sobre el morillo horizontal

que sostenía la techumbre.

—Jala fuerte… fuerte, con ganas. Hum, no pareces

hombre…! Jala, demonio.

A poco Crisanta era un títere que pateaba y se retorcía

pendiente de la coyunda.

Altagracia empujo al cuerpo de la muchacha… Ahora

más que pelele, era una péndola de tragedia, un pezón de

delirio…

Pero Crisanta ya no hacía nada por ella, había caído en

un desmayo convulsivo.

—Corre, Simón —dijo Altagracia con acento alarmado–, ve

a la tienda y compra un peso de chile seco; hay que

ponerlo en las brasas para que el humo la haga toser. Ella

ya no puede, se está pasando… Mientras tú vas y vienes,

yo sigo mi lucha con la ayuda de Dios y de María

Santísima… Le voy a trincar la cintura con mi rebozo, a

ver si así sale… ¡Corre por vida tuya!

Simón ya no escuchó las últimas palabras de la vieja;

había salido en carrera para cumplir el encargo.

En el camino tropezó con Trinidad Pérez, su amigo el peón

de la carretera inconclusa que pasaba a corta distancia de

Tapijulapa.

—Aguadarte, hombre, saluda siquiera —grito Trinidad

Pérez.

—Aquella está pariendo desde antes de que el sol se

metiera y es hora que todavía no puede —informo el otro

sin detenerse.

Trinidad Pérez se emparejó con Simón, los dos corrían.

Le está ayudando doña Altagracia… Por luchas no ha

quedado.

¿Quieres un consejo, Simón?

—Viene…

—Vete al campamento de los ingenieros de la carretera.

Allá está un doctor que es muy buena gente llámalo.

-¿Y con qué le pago?

Si le dices lo pobres que somos, el entenderá…. Anda,

déjate de Altagracia.

Simón ya no reflexiono más y en lugar de torcer hacia la

tienda, tomó por el atajo que más pronto lo llevaría al

campamento. La luna, muy alta, decía que la media noche

estaba cercana.

Frente al médico, un viejo amable y bromista, Simón el

indio zoque no tuvo necesidad de hablar mucho y, por

ello, tampoco poner en evidencia su mal español.

¿-porque se les ocurrirá a las mujeres hacer sus gracias

precisamente a estas horas? —se preguntó el doctor a sí

mismo, mientras un bostezo ahogaba sus últimas

palabras… Mas luego de desperezarse, añadió de buen

talante—: Por qué se nos ocurre a algunos hombres ser

médicos? Iré, muchacho, iré luego, no faltaba más…

¿Esta buena el camino hasta tu pueblo?

—Entrando por la zurda, es la casita mis repegada a la

loma.

30

Cuando Simón llegó a su choza, lo recibió un vagido largo

y agudo, que se confundió entre el cacareo de

Las gallinas y los gruñidos de Mit-Chueg, el perro amarillo

y fiel. Simón sacó de la copa de su sombrero un gran pa-

ñuelo de yerbas; con él se enjugó el sudor que le corría

por las sienes; luego respiro profundo, mientras empujaba

tímidamente la puertecilla de la choza.

Crisanta, cubierta con un sarape desteñido, yacia

sosegada. Altagracia retiraba ahora de la lumbre una gran

tinaja con agua caliente, y el médico, con la camisa

remangada, desmontaba la aguja de la jeringa

hipodérmica.

—Hicimos un machito —dijo con voz débil y en la

aglutinante lengua zoque Crisanta cuando miro a su

marido. Entonces la boca de ella se ilumin6 con el brillo

de dos hileras de dientes como granitos de elote.

-¿Macho? —preguntó Simón orgulloso—. Ya lo decía yo…

Tras de pescar el mentón de Crisanta entre sus dedos

toscos e inhábiles para la caricia, fue a mirar a su hijo, a

quien se disponían a bañar el doctor y Altagracia. El

nuevo padre, rudo como un peñasco, vio por instantes

aquel trozo de canela que se debatía y chillaba.

Es bonito —dijo–: se parece a aquella en lo trompudo —y

señaló con la barbilla a Crisanta. Luego, con un dedo

tieso y torpe, ensayó una caricia en el carrillo del recién

nacido.

—Gracias, doctorcito… Me ha hecho uste el hombre más

contento de Tapijulapa.

Y sin agregar mis, el indio fue hasta el fogón de tres

piedras que se alzaba en medio del jacal. Ahí se había

amontonado gran cantidad de ceniza. En un bolso y a

puñados, recogió Simón los residuos.

El médico lo seguía con la vista, intrigado. El muchacho,

sin dar importancia a la curiosidad que despertaba,

echóse sobre los hombros el costalillo y así salió del jacal.

– ¿Qué hace ése?- inquirió el doctor

Entonces Altagracia habló dificultosamente en español:

-Regará a Simón la ceniza alrededor de la casa… Cuando

amanezca saldrá de nuevo. El animal que haya dejado

pintadas las cenizas será la tona del niño. Él llevará el

nombre del pájaro o la bestia que primero haya venido a

saludarlo; coyote o tejón, chuparrosa, liebre mirlo

asegún…

-¿Tona has dicho?

-Sí, tona, ella lo cuidará y será su amiga siempre, hasta

que muera.

-Ajá -dijo el médico sonriente-, se trata de buscar al

muchacho un espíritu tutelar…

-Sí aseguró – la vieja – ése es el costumbre depo’aca… -

Bien, bien; mientras tanto bañémoslo para que el que ha

de ser su tona lo encuentre limpiecito y buen mozo.

Cuando regresó Simón con el bolso vacío de cenizas. Halló

a su hijo arropadito y fresco, pegado al hombro de la

madre. Crisanta dormía dulce y profundamente… El

médico se disponía a marcharse.

-Bueno Simón –dijo el doctor- estás servido. –Yo quisiera

darle a su mercé más que juera un puñito de sal…

-Deja hombre, todo está bien… Ya te traeré unas

medicinas para que el niño crezca saludable y bonito…

31

-Señor doctor –agregó Simón con acento agradecido-

hágame su mercé otra gracia, sí es tan bueno.

- Dime hombre,

-Yo quisiera que su persona juera mi compadre… Lleve

usté a cristianizar a la criatura, ¿Quere?

-Sí, con mucho gusto, Simón, tú me dirás. El miércoles,

por favor, es el día que en qué viene el padre cura-.

—El miércoles vendré… Buenas noches, Simón… Adiós,

Altagracia, cuida a la muchacha y al niño…

Simón acompañó al médico hasta la puerta del jacal.

Desde ahí lo siguió con la vista. La bicicleta tomó los

altibajos del camino gallardamente; su ojo ciclópeo se

abría paso entre las sombras. Un conejo encandilado

cruzó la vereda.

Puntual estuvo el médico el miércoles por la mañana.

La esquila llamó a misa; los zoques, vestidos de limpio,

aguardaban en el atrio. La chirimía tocaba aires alegres.

Tronaban los cohetes. Todos los ahí reunidos, hombres y

mujeres, esperaban ansiosos la llegada de Simon y su

comitiva bautismal.

Por allá, hacia la loma, se miró al grupo que se dirigía a la

iglesia. Crisanta, fresca y rozagante, cargaba a su hijo

seguida de Altagracia, la madrina. Atrás de ellas, Simon y

el médico charlaban amigablemente…

-¿Y qué nombre le vas a poner a mi ahijado, compadre

Simón?

Pos vera uste, compadrito doctor… Damián, porque así

dice el calendario de la iglesia… y Becicleta, porque esa es

su tona, así me lo dijo la ceniza…

—¿Conque Damián Bicicleta? Es un bonito nombre,

compadre…

—Axcale —afirmó muy categóricamente el zoque.

TEXTO 12: Hículi hualula / Francisco Rojas González

— “El Tío”, fue él… El Tío —declaró la mujeruca entre

gemidos, cuando sus ojos vidriosos miraban el rostro del

cadáver de un hombre joven y membrudo. Frente a ella,

solemne y áspero, el patriarca de Tezompan escuchaba.

La mujer, presa de locuacidad histérica, no paraba la

lengua:

—Anoche llegó borracho… decía cosas horribles; entonces

dudo más de tres veces del tío. Por fin, ahogado en

mezcal, acabo por dormirse. Esta mañana amaneció

tieso… Fue que lo provoco, si, dudó más de tres veces del

poder del Tìo, ese del que solo usted, por ser el más viejo y

el más sabio, puede pronunciar su nombre.

El patriarca se mantuvo unos momentos silencioso, la

mujer lo miraba expectante. Luego, silabeando

claramente, dijo la palabra vedada a todos los labios

excepto a los de él:

—Hiculi Hualula cuando se le provoca es perverso,

vengativo, malo; en cambio…

El viejo cortó la oración apenas iniciada, quizá porque

recordó que yo estaba presente, yo, un extraño que desde

hacía una semana venía atosigando con mis

impertinencias de etnólogo a la arisca población huichola

de Tezompan… Mas ya era tarde, el extraño término había

quedado escrito en mi libreta; ahí estaba: “Hiculi

Hualula”, insólita voz que solo estaba permitido

pronunciar al más viejo y más sapiente.

32

El patriarca tuvo para mí una mirada recelosa,

comprendió que había cometido una grave indiscreción y

trató de remediar en alguna forma su ligereza, siempre

que con ello no quebrantara las leyes inmutables de la

hospitalidad. Entonces el anciano dijo a la mujer breves

palabras en su lengua indígena. Ella se volvió hacia mí y,

sin dejar de verme con sus ojos pequeños y enrojecidos,

dio suelta a una perorata en huichol, ese idioma rígido, de

sonoridades exóticas y que yo apenas si conocía a

través de las eruditas disquisiciones de los filólogos…

Cuando acabo su exposición, la reciente viuda, anegada

en lágrimas, se echó sobre el pecho del difunto y tuvo

sacudimientos y sollozos conmovedores.

El anciano patriarca pasó tiernamente su mano sobre la

cabeza de la mujer; después vino hasta mí, para decirme

lleno de cortesía:

—Buena es que la dejemos sin más compañía que su

pena.

Me tomó por un brazo y con ademan considerado guióme

hasta la puerta del jacal; pero ahí me detuve decidido, no

podía abandonar el sitio sin ahondar en el enigma de la

palabra que, escrita en la libreta de apuntes, demandaba

mi atención profesional imperativamente.

–¿Que es el Hículi Hualula? —pregunte sorpresiva y

secamente.

El viejo soltó mi brazo, dio un paso atrás, su mirada

tornóse chispeante y en sus labios se dibujó una mueca

desagradable:

—Por su salud, señor, no lo repita. El nombre del Tio solo

yo puedo pronunciarlo sin incurrir en su enojo.

—Necesito saber quién es él, cuáles son sus poderes, sus

atributos.

El hombre no hablo más, se mantuvo inconmovible, con

los ojos vagos, sumidos, tal si miraran hacia adentro,

igual que las patéticas deidades ancestrales…

En vano insistir; el hombre se había cerrado en un

mutismo caustico, pero de tal manera angustioso, que

decidí abandonar ese camino de indagación, más por

piedad que por temores. Sin embargo, me creí desde ese

instante mayormente obligado a penetrar hasta el fondo

del enigma.

Entendía entonces que la cola clarificación del misterio

que aprisionaba el terminajo, significaría el éxito completo

de mi empresa y que ignorarlo, en cambio, representaría

nada menos que el fracaso.

Lo anterior explicara muy bien la obsesión de que fui

víctima durante varios dias. Con la seguridad de que una

investigación directa careceria de eficacia y acaso traería

efectos adversos, decidí circundar la incógnita con una

serie de pesquisas discretas, cuyos cabos, atados

prudentemente, podrían otorgarme resultados más

satisfactorios…

Pero una mañana en que el rigor calenturiento de las

tercianas me había tundido más fieramente que de

ordinario, mi templanza saltó hecha añicos y volví a

lanzarme por el sendero de la irreflexión: doña Lucía, la

mestiza, preparaba en mi obsequio una tisana de quina;

cerca de ella, en los fogones domésticos, tres o cuatro

mujeres huicholas se hallaban entregadas a la

pulverización del maíz tostado para el pinole. Cuando

dona Lucia, gorda y bonachona, me alargaba el jarro con

33

el amargo compuesto, vino a mis labios, incontenible y

bruscamente, la cuestión:

—Dona Lucia, ¿sabe usted qué o quién es el Hículi

Hualula?

La mujer hizo un gesto de espanto, llevóse el índice a los

labios y, sin alcanzar resuello, volvió a mirar a las indias,

quienes tapándose los oídos y armando atroz aspaviento

salían del jacal horrorizadas.

La mestiza, dando muestras de gran inquietud, tomó

entre sus manos regordetas mi diestra y luego,con acento

mejor de conmiseración que de reproche, me dijo:

—Par favor, señor, no diga nunca esa palabra… Ahora me

ha causado usted un gran perjuicio, mis criadas se han

ido y no regresaran a esta casa donde se ha pronunciado

el nombre del Tío indebidamente, hasta que la luna nueva

deshaga con su luz el hechizo.

—Usted lo sabe, doña Lucia, dígame quién es, que es, en

donde está…

La mujer, sin agregar una palabra, me dio la espalda;

luego se echó sobre un metate para arremeter la labor que

las huicholas dejaron inconclusa.

Esa misma tarde tuve que ir hasta una sementera para

recoger la letra en huichol de una balada agrícola. El

campesino que iba a pronunciarme la canción me

esperaba recargado contra un lienzo de alambre espigado

que protegía la labor; era la suya una milpa hermosa;

altas, gruesas y verdinegras matas de maíz se estremecían

al paso del aire templado; el hombre se sentía orgulloso y

su buen humor era patente. Se trataba de un indio

pequeño y seco como un cañuto de otate; hablaba poco,

pero sonreía mucho, dijeráse que no desperdiciaba una

oportunidad para lucir su magnífica dentadura.

—Bonita milpa, Catarino —dije por saludo.

—Si, bonita —contestó.

—¿Abonaste el terreno?

—No lo necesitaba, es bueno de por sí… Y con la ayuda de

Dios y del Tío, pues las milpas crecen, florean y dan

mucho maicito —dijo en tono simple, como se dicen los

refranes, las sentencias más vulgares o las plegarias.

Yo sentí correr por mi cuerpo un cosquilleo y a punto

estuve de caer nuevamente en necedad.

—¿El Tío dijiste? —pregunte con exagerada indiferencia—.

Ese del que no se debe pronunciar el nombre? que es

bueno con quien lo respeta.

Había en la cara del huichol tal serenidad y en sus

palabras tanta y tanta confianza y fe, que se me antojo

perversidad aun el solo intento de arrancarle el secreto.

De todos modos, en aquella tardecita avancé un poco en

el esclarecimiento del misterio: el Tío era bueno cuando

otorgaba la vida, pero el Tío era malo cuando causaba la

muerte.

Poco tiempo tardé en apuntar las palabras de la “canción

de la siembra”, agradecí a Catarino sus atenciones y

emprendí el regreso a Tezompan.

En el camino alcance a Mateo San Juan, el maestro rural;

era un buen chico, huichol de pura raza. A las primeras

palabras cruzadas con él, se descubría su inteligencia;

pronto también se percataba uno del anhelo del joven por

mejorar la condici6n económica y cultural de los suyos.

34

Mateo tenía especial interés en informar a los extraños

que había vivido y estudiado en México, en la Casa del

Estudiante Indígena allá en la época de Calles.

Mateo San Juan era accesible y comunicativo. Esa tarde

paseaba, pues había terminado a buena hora sus labores

docentes. En sus manos jugueteaba una hermosa

chirimoya. Cuando me vio partió entre sus dedos el fruto

y obsequioso me brindo una mitad. Seguimos juntos

saboreando el dulzor de la chirimoya, y el no menos grato

de la buena compañía.

Sin embargo, yo no era leal con Mateo San Juan, mis

palabras todas tendían a llevar la conversación hacia el

punto de mi conveniencia, hacia el sitio de mis intereses.

No fue una empresa difícil que digamos abordar el tema;

el mismo Mateo dio pie para ello, cuando hablo de las

muchas dificultades que al extraño se le ofrecen antes de

penetrar en la realidad del indio: “Nos es más fácil a

nosotros comprender el mundo de ustedes, que a los

hombres de la ciudad conocer el sencillo cerebro de

nosotros”, dijo Mateo San Juan un poquito engreído con

su frase.

—¿Que es el Hículi Hualula? —pregunté decidido.

Mateo San Juan me miró serenamente y hasta advertí en

sus labios un leve repliegue de ironía.

—No es raro que “el misterio” haya cautivado a usted:

igual ocurre a todos los forasteros que averiguan su

existencia… Yo le aconsejaría ser muy discreto at tratar

ese asunto, si no quiere encontrarse con resultados

desagradables.

—Así sospecho, pero yo no descansare hasta conocer el

fondo de esa preocupación… Usted sería un informante

ideal, Mateo San Juan —dije un poco turbado ante la

actitud del maestro.

—No espere usted de mi ninguna luz en torno del Tio… -

¡Que pase usted buena tarde, señor investigador! —Y

diciendo eso, acelero su paso hasta tomar un veloz

trotecillo.

—Eh, Mateo, espere —grite repetidas veces, más el

maestro rural no detuvo su marcha y acabe por perderse

de vista en un recodo del camino.

Llego el sábado y con él mi única esperanza; estaba en

Tezompan el cura de Colotlán, quien semana a semana

hacia visita a la jurisdicción de su parroquia. Cuando el

anciano sacerdote se apeó de su mulo tordillo y antes de

que se despojara de su guardapolvo de holanda, ya estaba

yo en su presencia, suplicándole que me escuchara breves

momentos. El clérigo amablemente se puso a mis

órdenes.

—Solo —dije— que necesito hablarle en extrema reserva.

—Bien —repuso el cura—, en la sacristía estaremos solos

el tiempo que sea necesario.

Y ahí, en aquel silencioso ambiente, el cura me dijo todo

lo que había podido indagar en torno del Tío. —En verdad

esa cuestión logró interesarme hace tiempo, más el

hermetismo de esta gente nunca me permitió adentrar

todo lo que hubiera deseado en la misteriosa

preocupación: Tío le dicen, porque lo suponen hermano

de Tata Dios y es para ellos tan poderoso, que el pueblo

entero puede dormir tranquilo si se sabe bajo su

protección… Pero el Tío es cruel y vengativo, con su vida

pagara quien lo injurie o pronuncie su nombre…

35

Esto último queda reservado tan solo al más viejo de la

comunidad. Bajo el amparo del Tío, los huicholes viajan

confiados, pues creen que contando con sus influencias,

las serpientes se apartarán del camino, los rayos

descargaran a distancia y todos los enemigos quedaran

maniatados. No hay enfermedad que resista al Tío y solo

mueren los hombres que no se encuentran en gracia de

él… Lamento, amigo mío –concluyó el clérigo—, no poder

darle mayores datos, pues ahora mis esfuerzos se cifran,

mejor que en conocer detalles de la diabólica creencia, en

arrancarla de los corazones de esos infelices…

“Y bien —me dije cuando a solas hice balance de las

informaciones proporcionadas por el cura—, lo poco que

sé del Tío apenas si es un aguijón para meterme en el

misterio y hacer de él algo preciso y claro…” Pero

comprobé que el tiempo destinado a la investigación de

los huicholes terminaba; dentro de dos días debería estar

con los coras y por ello abandonar, quizá para siempre, el

esclarecimiento de la incógnita.

Tímidos golpes a la puerta suspendieron mi soliloquio. Sin

esperar la venia, Mateo San Juan penetro en el jacal que

me servía de habitación y laboratorio. El profesor rural

venia entonces un gesto cómicamente enigmático; venia

envuelto hasta la barbilla en una frazada solferina y el ala

de su sombrero de palma caíale sobre los ojos; saludo con

voz un poco trémula. Aquella actitud me hizo sentir que

algo importante se avecinaba. Mateo permaneció en pie,

no obstante la invitación afectuosa que le hice para que

tomara asiento en uno de los bancos rústicos que

amoblaban mi choza.

—He pensado mucho lo que vengo a hacer; he calculado

el paso que voy a dar, porque no quiero ser egoísta. El

mundo entero, y no solo los huicholes, debe disfrutar de

las mercedes del Tio, gozar de sus efectos y apreciarlo en

todas sus bondades…

— ¿Entonces, está usted dispuesto a…?

—Si, a pesar de que con mi revelación pongo en peligro el

pellejo.

—No creo, Mateo San Juan, que todo un maestro rural

sienta pavor supersticioso, tal y como lo experimentan el

común de los indígenas.

—Del Tío no tengo temores, sino de sus “sobrinos”. Pero,

repito, no quiero ser ruin; la humanidad debe ser

favorecida con las virtudes del Tío…

—Sea más explícito, por favor, basta ya de preámbulos.

—Cuando la ciencia —continuo Mateo sin alterarse—

ponga a su servicio al Tío, entonces todos los hombres

habrán alcanzado, como nosotros los huicholes, la alegría

de vivir; acabaran con los dolores físicos, terminará su

cansancio, se exaltaran saludablemente las pasiones, al

tiempo que un sueño luminoso los llevará hasta el

paraíso; calmaran su sed sin beber y su hambre sin

comer; sus fuerzas renacerán todos los días y no habrá

empresa difícil para ellos… Sé que la ciencia del

microscopio, de la química con todas sus reacciones,

lograrían prodigios el día en que pusieran al alcance de

todos las virtudes del Tío… Del Tío que es estimulante de

la amistad y del amor, suave narcótico, sabio consejero;

que con su ayuda, los hombres se harían mejores, porque

nada los uniría más que la mutua felicidad y el completo

entendimiento. El Tío hace tierno el corazón y liviano el

cerebro…

—No voy por lo pronto a México —informé—; pero esta

misma tarde saldrá mi ayudante a Colotlán llevando al Tío

36

y por correo registrado lo reexpedirá a México, con una

carta mía para el Instituto Biológico, donde lo examinaran

y estudiaran a fondo.

—Que todo sea para bien, señor investigador.

—Gracias de nuevo, Mateo San Juan. Ha realizado usted

una buena acción.

Esa misma tarde, de acuerdo con lo planeado, mi

ayudante, un joven mestizo de Colotlán, salió con el

encargo de mandar al Tío perfectamente asegurado por la

vía postal. Un poco más tarde, yo debería partir para la

región de los coras, donde haría una fugaz visita para

revisar ciertas informaciones dudosas… Pero antes quise

despedirme del buen maestro rural.

Llegué a su choza. Una viejecita india, humilde y

temerosa, estaba en la puerta rodeada de vecinas que la

confortaban. Cuando me miro, dijo palabras trémulas y

ahogadas:

—Fue el Tío… sí, fue el Tío que no perdona…

—Lleno de tremendas dudas penetre en el jacal. Ahí

tendido en una estera de palma estaba mi amigo Mateo

San Juan; su cara desfigurada a golpes y su cuerpo

molido a palos daban compasión. El plegó su cara

deforme para recibirme con una sonrisa:

—Las pobres mujeres —dijo— creen que fue el Tío, pero

fueron los “sobrinos”, como yo me lo temía.

Cuando regrese a México, mi primera visita fue para el

Instituto de Biología. Ahí desconocían por completo al Tío,

supuesto que jamás llegó ninguna encomienda postal de

mi remisión. Hice después una pesquisa en el correo con

resultados también negativos. Como siguiente gestión,

escriba una carta a mi ayudante de Colotlán.

Esperé la respuesta un par de semanas; al no recibirla, la

urgí por telegrama. Este Ultimo si recibió contestación: el

joven, en una misiva afligida y cobardona, me suplicaba

dramáticamente que nunca volviera a tratarle nada

“respecto a lo que se contrae su estimable carta”, pues la

prueba que había experimentado en ocasión de mi visita

“estuvo a punto de ser fatal para el suscrito”.

En falla mi ayudante, escribí a Mateo San Juan. La carta

me fue devuelta sin abrir. Insistí y los resultados fueron

idénticos a los primeros.

El último recurso era el señor cura de Colotlán. A el

escribí con mayor confianza; le hablaba con claridad y le

encarecía que me enviara de nuevo a Hículi Hualula.

Pocos días después me llego una lacónica carta del

sacerdote: Mateo, impresionado por la gente de su pueblo,

había “perdido la tierra, al engancharse como bracero; las

últimas noticias que se habían tenido de él, decían que

estaba en Oklahoma, trabajando como peón de vía…” “Y,

respecto a su encarguito —continuaba la carta del cura—,

lamento en verdad no poderlo satisfacer, pues ello traería

aparejados trastornos, escándalo y agitaciones que mi mi-

nisterio, mejor que provocar, está para prevenir. Tocante

a su proyecto de un nuevo viaje por estas latitudes, le

aconsejo, si aprecio le tiene a la vida, no intentarlo

siquiera.”

La derrota ha sido para mí desquiciante, la inquietud ha

madurado en manía y esta ha producido ofuscamientos y

los ofuscamientos han tornado La forma de hechos

alarmantes… Lo he visto en sueños, si, trajeado con las

suntuosas galas que llevan los huicholes en sus

ceremonias al Padre Sol….. Ha pasado junto a mí y me ha

guiñado el ojo; cuando le hable por su nombre, Hículi

37

Hualula ha ruido ruidosa y roncamente, mientras lanzaba

a mis pies escupitajos solferinos.

La tarde en que lo descubrí dirigiendo el tránsito de

vehículos en los cruceros de las avenidas Juárez y San

Juan de Letrán, estaba magnifico: el rostro pétreo

inconmovible, aliñado con un bezote de turquesa, la testa

tocada con un penacho de plumas de guacamayo, los pies

con sandalias de oro y su índice horrible, hecho de carne

verde de nopal y armado con una uña de púa de maguey,

me señalaba, al tiempo que por la boca escurrían

espantosas imprecaciones en huichol…

Alguien me ha dicho que quien me condujo a la Cruz Roja

había escuchado de mí estas palabras:

“El Tío… fue el Tío que no perdona”, al mismo tiempo que

mis ojos vagaban imbécilmente… Que entonces mi

voluntad era nula y mi pulso alterado…

El médico receto bromurados, reposo y baños tibios…

TEXTO 13: Bendayuuze / Andrés Henestrosa

Sucedió ante los ojos de una mujer la plenitud de su

vientre, pero los ayes no se encontraron […]. Cuando se

unieron sus exclamaciones fue aquella noche en que el

niño, con apenas tres meses de vida, desde el vientre de la

madre habló y lloró.

La mujer despertó a su compañero y, llena de espanto, le

contó el suceso.

-No podemos hacer nada; duerme, y si otra vez habla y

llora, pediremos a los viejos la palabra que nos explique la

causa.

Así fue y aquellas cosas no se repitieron hasta que al niño

le faltaban treinta días para nacer. Sin embargo, no

recurrieron a los viejos. Esta vez el hijo explicó que por

ser orden alta la que obedecía no debían temer y terminó

diciendo que al nacer sabrían lo demás.

Desde entonces una ansiedad los tomó del brazo y con

ella se pusieron a vivir. Y se hicieron más largas las

horas. Cada vez que un día se desplomaba sobre el mar,

y por los montes volvía trotando la noche, los padres

sentían un gran regocijo porque el nacimiento se

acercaba. Y se echaban a dormir en tanto el nuevo día

llegaba, y haciéndose delgado se colaba entre las palmas

del jacal. Despiertos, se uncían al trabajo hasta que la luz

rendía los ojos y la tarde pagaba en oro las fajinas y la

noche a dos manos repartía la plata de sus astros. Así

fueron viendo pasar los días y en uno de ellos, a la hora

en que el sol no permite sombras a las gentes porque les

mira a la mitad de la cabeza, la esposa dio a luz.

Decididamente aquella niña era loca, pues ¿cómo se le

ocurría nacer cuando no puede decirse si el sol irá a la

derecha o a la izquierda?

Y sus padres no ocuparon el aceite para alimentarla, ni

las tijeras, ni el ajo, ni la escoba, ni el humo de alhucema

para alejar a las brujas. La niña había nacido grande;

traía largos cabellos; en los surcos de los labios dientes

blancos como el maíz tierno; y hablando claramente dijo:

-Diuxi haga el favor de pagarte por haberme guardado en

tu vientre mientras nacía. No necesitaré de la luz de tus

senos y hoy mismo me iré a la montaña-. Y levantando el

índice señaló un cerro que se tendía a lo lejos. -Aunque

volveré al pueblo no seré vista jamás y tan sólo se oirá la

música que me acompañe.

Y su primer paso cayó como punto final de la

conversación. Nadie la siguió sino con los ojos, y al

perderse de vista las miradas retrocedieron a encerrarse

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bajo los párpados. El miedo les recorrió como un agua

helada de la cabeza a los pies.

El tiempo dejó regadas entre ellos varias semanas, y en

una hora idéntica a aquella en que la niña naciera,

resolvieron, después de pensarlo mucho, ir a buscarla.

Untaron con una extensa mirada la montaña y sin hablar

soltaron los primeros pasos. Caminaron tan de prisa que

el sol no tuvo tiempo para calentarlos y el pedazo de

tiniebla de los árboles sólo conseguía por unos segundos

apagar la sombra de sus cuerpos. Cuando la tierra

comenzó a arrugarse y en vez de arena tuvo piedras, tal

un camino que envejeciera, se alegraron grandemente; eso

indicaba la cercanía de la niña. Unos pasos más y la

tierra se enarca. El descanso les muestra entonces las

rodillas y en ellas se sientan y recogen unos granos de

reposo. Después, en un unánime ímpetu, inician la

ascensión, y antes que el cansancio los retuviera de

nuevo, llegaron a la parte más alta. Allí, sobre una piedra,

la niña cavaba un pozo. Levantó lo ojos para verlos y en

los hilos de sus labios se tendió una sonrisa. El asombro

les subió a los ojos y en sus bocas se agrupó el silencio.

Conteniendo el aliento, esperaron.

A la mitad de la piedra desmenuzada, la niña, como si se

persiguiera a sí misma, giraba, giraba. Súbitamente brotó

agua del hoyo y la criatura, sin moverse del centro, como

antes, dio vueltas y vueltas hasta tornarse culebra, y el

agua, girando en torno suyo, le subió hasta la cabeza.

Otra vez el miedo los bañó con sus aguas frescas. Y

vieron a su hija hacerse lluvia; y sin seguir caminos

deshizo los árboles y buscó el pueblo; sus primitivos

cabellos se soltaron y cada uno fue un hilo de agua. Y era

como si llevaran la lluvia colgada de los hombros.

Desde ese día la lluvia viene de la montaña y camina al

compás de una música. Y se cumplió la profecía: oímos la

música, pero no vemos a la niña.

Y cuando llega de noche el viento, siempre aliado suyo,

aparta una ráfaga, y la ráfaga al pie de las puertas,

imitando a la serpiente originaria, se enrosca y silba.

TEXTO 14: La tierra del faisán y del venado /

Antonio Mediz Bolio

Todos los que han vivido en el Mayab han oído el dulce nombre de la princesa Sac-Nicté, que quiere decir: Blanca Flor. Ella era como la luna apacible y alta que a todo mira con tranquilo amor; como la luna que se baña en el agua quieta, en la que todos pueden beber su luz. Ella era como la paloma torcaz, que, cuando canta, hace suspirar a todo el monte, y era como el rocío que cae sobre las hojas y las llena de frescura y claridad. Ella era como el algodón de plata, que vuela por el viento y adorna el aire, y como el resplandor del sol, que hace nueva la vida. Y era por eso la flor que florece en el mes de Moan, la alegría y el perfume del campo. La princesa Sac-Nicté, cuando tenía cinco años, dio de beber a un caminante una jícara de agua fresca. Y mientras se la daba, mirase en ella, y el agua reflejó su mirar y su rostro. En el agua de la jícara broto una flor. Cuando la princesa Sac-Nicté tenía dos veces cinco años, iba por el maizal y vino una paloma y se posó en su

hombro. Ella le dio granos de maíz en la palma de la mano, la besó en el pico y la soltó a volar por el aire. Cuando ella tuvo tres veces cinco años, vio al príncipe Canek, que se sentaba entonces en el señorío de los ltzaes. Y ardió su corazón con la llama del sol nuevo. Toda

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la noche de ese día durmió con una sonrisa en la boca y despertó como si en su cuerpo y en su alma se hubiera encendido una luz alegre. Ella sabía que su tiempo era llegado. Para la flor escondida vienen los soles de Moan, que la abren y le dan el precioso color, y viene el viento claro del amanecer, que mueve los perfumes. Así la princesa Sac-Nicté floreció sobre la tierra del Mayab, cuando fue el día en que su destino tomo forma. La gran piedra antigua que fue escrita en la oscuridad dice como sucedió. Y se canta así ahora, con voz que tiembla. A la soberana ciudad de ltzmal, fue el príncipe Canek para purificarse ante el rostro del Señor Zamná, según la costumbre, porque iba a reinar en Chichén, sobre los ltzaes. El príncipe tenía torcido el ánimo y flojo el corazón. Así subió las veintiséis escaleras del Templo y palideció ante la cara del Padre de sus hermanos. Sus piernas de cazador temblaban cuando bajo, y sus brazos de guerrero estaban caídos. La Serpiente Negra vio entonces a la princesa Blanca Flor, y se retorcido su vida. Allí fue, donde la gran plaza de ltzmal estaba llena de gente que había llegado de fiesta, de los cuatro rumbos del Mayab, para ver al príncipe. Todos los que estaban cerca vieron lo que paso. Vieron la sonrisa de la princesa y su mirada llena de resplandor. Vieron al príncipe cerrar los ojos y apretarse el pecho con las manos frías. Pero no vieron la flecha que vino de arriba y se clavó en los dos al mismo tiempo, y los dejó juntos, unidos el uno con el otro, para cumplir la voluntad de los dioses altos. Esa voluntad no la habían comprendido los hombres. Porque habeís de saber que la princesa de mayapán estaba dada por designio de su padre, el rey poderoso que se llamaba Hunacel, al joven Ulil, príncipe de Uxmal, que era de los Uitzes y heredero de la alianza de las tres ciudades.

En ltzmal estaban los tres grandes señores el día de la purificación, y allí se vieron y se inclinaron unos ante otros. La princesa Sac-Nicté brillo sobre ellos como la luna clara. Y escogió la vida del príncipe Serpiente Negra para levantarla a la luz y a su dulzura. Gran día fue para la tierra del Mayab. Príncipe Canek, ¿Que sabías tú cuando la miraste...? ¡Grande señorío del ltzá! ¡Toda grandeza estaba triste y el brillo de tu antigua luz se apagaba, y tu serpiente negra se arrastraba en lo oscuro, cuando apareció frente a ti la princesa Sac-Nicté, y fue como si alumbrará una estrella en el corazón de tu príncipe! iChichén-ltzá, casa blanca del Santo Sol: estabas lóbrega cuando ella vino a consumar tu suerte! iPero no lo sabías! Han venido los mensajeros de Uxmal ante el rey Canek y le han dicho: "Nuestro señor Ulil, príncipe de Uxmal, pide a la grandeza del rey de los itzaes que vaya a sentarse a la comida de sus bodas con la princesa Sac-Nicté, y sea allí su amigo y aliado, en su casa y en su poder. Y el rey Canek ha respondido, con la frente llena de sudor y las manos apretadas: "Decid a vuestro señor que me verá ese día. Otra embajada vino, a la mitad de la noche, cuando el rey de los ltzaes estaba solo y dolorido, y miraba las estrellas en el agua para preguntarles. Vino un enanillo viejecillo y dijo al oído del rey: 11La Flor Blanca está esperándote prendida entre las hojas frescas; ¿has de dejar que otro la arranque para él? Y se fue el viejecillo, por el aire o por debajo de la tierra. Nadie le vio sino el rey, y nadie lo supo. En las piedras esculpidas en donde se escribía el tiempo, fue grabada y pintada de colores la figura de la princesa Sac-nicté, la que no se olvida nunca en la tierra de los mayas. A su lado pusieron el rostro del príncipe Ulil, que iba a ser su esposo, y abajo escribieron los antiguos palabras bonitas que Yian quería decir: "De

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estos vendrá la grandeza del Mayab, y en ellos se asentara la paz y la abundancia de la tierra." En la grande Uxmal pusieron estas piedras y las coronaron de flores. Príncipe Canek, ¿qué buscas desesperado en la sombra? Fuiste al secreto del templo y preguntaste al dios y no mereciste que te respondiera. Sientes que tu amor está en lo que es demasiado alto, porque la princesa Sac Nicté es para ti como una estrella lejana, aunque tú eres un príncipe y aquí abajo estas igual a ella. Príncipe Canek, quieres alcanzar para ti el lucero de la mañana; ¿quieres arrancar para ti la flor blanca del Mayab? ¿Qué dirías, príncipe de los ltzaes, si supieras lo que está escrito en la oscuridad? La Serpiente Negra será salvada, porque la mujer purísima en cuyos ojos miran los dioses ha querido mirarla con dulzura. El pueblo que es hijo de los hombres que fueron santos, será libre del castigo y cambiará su rumbo. Está encendida la luz que ha de conducir a los ltzaes por el camino nuevo y por la nueva peregrinación. ¡Qué dirías, príncipe Canek, si lo supieras? En la fiesta de las bodas de la princesa Zac-Nicté con el príncipe Ulil se esperó tres días al señor de Chichén ltzá, sin que llegara. Pero el príncipe Canek llegó a la hora en que era precisa. Salió, de pronto, en medio de Uxmal, con sesenta de sus guerreros principales, y subió al altar en donde ardía el incienso de la boda y los sacerdotes estaban cantando. Estaba vestido de guerra y con el signo de ltzá sobre su pecho. –iltzalán! iltzalán! –gritaron como en el campo de combate. No lo gritaron tres veces; ni un solo brazo se había levantado contra ellos, cuando ya se había cumplido todo. El príncipe Canek entró, como un viento encendido, y alzó a la princesa Sac-Nicté y la arrebató en sus brazos delante de todos. Nadie pudo impedirlo. Cuando quisieron

verlo, ya no estaba allí. Quedó solo el príncipe Ulil frente a los sacerdotes y junto al altar. La princesa se perdió a los ojos, arrebatada por el rey, que vino como un relámpago. ¡Allá van los guerreros del ltzá con su señor, que se lleva abrazada a la princesa SacNicte! Todos se van y desaparecen, y así se acaba la fiesta de las bodas. Las calles y las plazas están llenas de gente, que canta embriagada de balche y no sabe lo que ocurre. guardias del príncipe Ulil perdieron sus armas y no las encuentran. lQuién está armado en Uxmal en día de gran fiesta? -iltzalán! iltzalán! -gritaron los del príncipe Canek cuando el robo a la princesa frente al altar de las bodas, adornada con flores y con los zarcillos de las desposadas. Cuando sueñan los caracoles y los címbalos y la rabia del príncipe Ulil grita por la calles, para convocar a los hombres de guerra, ya nadie ve al señor de los ltzaes, ni queda huella de él; ni de la princesa, ni de ninguno de los suyos. i Príncipe Canek, arrebataste la estrella y arrancaste la flor! iCuando iba a lucir la mañana del desposorio, apagaste el fuego virgen y te llevaste la luz de los Mayas! Así estaba dicho en la voz que no se escucha, y así se cumplió. Había ido el príncipe Canek desde su ciudad de Chichén hasta la grande Uxmal, sin que nadie lo viera. Fue por el camino oculto que hay por debajo del suelo, de un templo a otro templo, de un lugar a otro lugar, en esta tierra santa de los Mayas. Estos caminos se ven ahora de vez en cuando. Antes solo los conocían aquellos que los debían conocer. Por el camino ancho y fresco que va desde Chichén de los ltzaes hasta Uxmal, en la piedra de abajo del suelo, fue el príncipe Canek a buscar a la princesa que tenia que ser suya por mandato de los dioses. De Mayapán fue la princesa con todos los señores de la sangre de Cocom y con su padre el rey Hunacel y una procesión brillante que recorrió el camino, llenándolo de cantos. Hasta más allá de la puerta de Uxmal fue con muchos nobles y guerreros el príncipe Ulil a recibir a la que era su prometida, y cuando la vio, la vio llorando.

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Todos los demás estaban alegres y danzaban por las calles y las plazas, porque ninguno sabía lo que iba a suceder. Las plumas de faisán y las cintas alegres resplandecían entre las armas. Todo el camino, hasta el palacio de los reyes, estaba adornado con plantas y con mástiles pintados de colores brillantes. En Uxmal se hacia la fiesta del desposorio, y todos bebían y gritaban de contento cuando pasaron los príncipes que se iban a casar. Porque nadie sabía lo que iba a suceder. Los sacerdotes viejos que podían saberlo, estaban encerrados en sus celdas altas de los templos, para no hablar delante de los hombres. No se podía torcer la voluntad de arriba, que ya había mandado que sucediera en el Mayab otra cosa de la que estaban las gentes. ¡Pronto se vio lo que estaba escrito en lo oscuro, y otro camino tomaron las cosas para todos! Tres días de fiesta grande se dieron a los señores en Uxmal, que resonaba de alegría. Era ya el día tercero y la Luna era grande y redonda como el Sol. Era el día bueno para la boda de un príncipe, según la regla del cielo. De todos los reinos de cerca y de lejos habían venido a Uxmal convidados de gran alcurnia; reyes, y también hijos de reyes. Vinieron del Imperio de Xibalbá, y trajeron tapires sagrados cargados de ofrendas y adornados con joyas.Vinieron de Chacnohuothan, en nombre del rey de Tulha, catorce embajadores que trajeron nueve venados blancos, con los cuernos y las pezuñas de oro. Vinieron de Copan siete grandes señores en andas de concha de tortuga y trajeron bandejas de plumas de quetzal radiante. Vinieron de Nachancaan un príncipe y tres sacerdotes, que trajeron un libro de los horóscopos, hecho por la sabiduría de sus sabios, y muchos collares de esmeraldas. Vinieron de Yaaxchilan veinte guerreros jóvenes con embajada de sus reyes, y trajeron aceite de olor y arracadas de oro. Vinieron de Zacquí, la ciudad blanca y dulce, y trajeron pájaros enseñados a cantar como música del cielo. Y de todas partes llegaron embajadores, presentes y mensajes,

de todos los señores de la tierra. Menos de Chichén-ltzá y del rey Canek, principal entre los principales. Se le espero hasta el tercer día, pero no vino ni mando noticia suya. Pareció extraño, y trajo inquietud al corazón de los grandes, pero no al de la princesa. Porque ellos no sabían. Y ella sabía y esperaba. En la noche del día tercero de las fiestas se puso el altar del desposorio, y no había llegado el señor de los ltzaes, ni hombre suyo venía por el camino. No esperaron los que no sabían. ¡Princesa Sac-Nicté, flor blanca del Mayab, luz de la luna, paloma torcaz, agua transparente, hija del lucero de la tarde: estás viendo llegar la hora de tu destino! Estas vestida de los colores puros y adornada de flores, y vas a ser dada a un hombre delante del altar. Pero otro es el camino que han abierto para cumplir la voluntad de arriba. Lo que no pasa en mil años puede pasar en un instante. Todo es que suspire en el viento un dios, y el rumbo del viento cambia. Tú lo sabes y esperas, princesa Sac-Nicté, que has puesto tu corazón en un hombre triste. Príncipe Canek ¿qué buscas deseperado en la sombra? Fuiste al secreto del templo y preguntaste al dios y no mereciste que te respondiera. Sientes que tu amor está en lo que es demasiado alto, porque la princesa Sac-Nicté es para tí como una estrella lejana, aunque tú eres un príncipe y aquí abajo estás igual a ella. Príncipe Canek, quieres alcanzar para tí el lucero de la mañana; ¿quieres arrancar para tí la flor blanca del Mayab? ¿Qué dirías, príncipe de los ltzaes, si supieras lo que está escrito en la oscuridad? La Serpiente Negra será salvada, porque la mujer purísima en cuyos ojos miran los dioses ha querido mirarla con dulzura. El pueblo que es hijo de los hombres que fueron santos, será libre del castigo y cambiará su rumbo. Está encendida la luz que ha de conducirla a los ltzaes por el camino nuevo y por la nueva peregrinación. ¿Qué dirías, príncipe Canek, si lo supieras? En la fiesta de bodas de la princesa Sac-

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Nicté con el príncipe Ulil se esperó tres días al señor de Chichén-ltzá, sin que llegara. Pero el príncipe Canek llegó a la hora precisa. Salió, de pronto, en medio de Uxmal, con sesenta de sus guerreros principales, y subió al altar en donde ardía el incienso de la boda y los sacerdotes estaban cantando. Estaba vestido de guerra y con el signo de ltzá sobre su pecho. -iltzalán! iltzalán! -gritaron como en el campo de combate, levantando sus lanzas.iltzalan! iltzalan! -gritaron como en el campo de combate. No lo gritaron tres veces; ni un solo brazo se había levantado contra ellos, cuando ya se había cumplido todo. El príncipe Canek entró, como un viento encendido, y alzó a la princesa Sac-Nicté y la arrebato en sus brazos delante de todos. Nadie pudo impedirlo. Cuando quisieron verlo, ya no estaba allí. Quedó solo el príncipe Ulil frente a los sacerdotes y junto al altar. La princesa se perdió a sus ojos, arrebatada por el rey, que vino como un relámpago. iAIIá van los guerreros del ltzá con su señor, que se lleva abrazada a la princesa Sac-Nicté! Todos se van y desaparecen, y así se acaba la fiesta de las bodas. Las calles y las plazas están llenas de gente, que canta embriagada de balché y no sabe lo que ocurre. Las guardias del príncipe Ulil perdieron sus armas y no las encuentran. ¿Quién está armado en Uxmal en día de gran fiesta? -iltzalán! iltzalán! -gritaron los del príncipe Canek cuando el robó a la princesa frente al altar de las bodas. Adornada con flores y con los zarcillos de las desposadas. Cuando suenan los caracoles y los címbalos y la rabia del príncipe Ulil grita por las calles, para convocar a los hombres de guerra, ya nadie ve al señor de los ltzaes, ni

queda huella de él; ni de la princesa, ni de ninguno de los suyos. ¡Príncipe Canek, arrebataste la estrella y arrancaste la flor! iCuánto iba a lucir la mañana del desposorio apagaste el fuego virgen y te llevaste la luz de los Mayas! Así estaba dicho en la voz que no se escucha, y así se cumplió. Había ido el príncipe Canek desde su ciudad de Chichén hasta la grande Uxmal, sin que nadie lo viera. Fue por el camino oculto que hay por debajo del suelo, de un templo a otro templo, de un lugar a otro lugar, en esta tierra santa de los Mayas. Estos caminos se ven ahora de vez en cuando. Antes solo los conocían aquellos que los debían conocer. Por el camino ancho y fresco que va desde Chichén de los ltzaes hasta Uxmal, horadado en la piedra de abajo del suelo, fue el príncipe Canek a buscar a la princesa que tenía que ser suya por mandato de los dioses. Así vio el rostro del príncipe Ulil el tiempo que dura un parpadeo, y robo la tórtola dulcísima, cuando ya la iban a poner en el nido que no le estaba destinado. No cayó ni una gota de sangre; pero la fiesta de estas bodas acabo tristemente para el príncipe Ulil y para el rey de Mayapan, Hunacel el muy grande. Porque ninguno de ellos conocía la voluntad de arriba. iAsi debía ser! ¡Ah, la venganza que va a caer sobre Chichén, que está débil y cansada del suave dormir, de los juegos alegres y de los besos ardientes! Hay una hora para los ltzaes y ya llegó. Ya se llenó la medida de un tiempo. Se aguzan las armas otra vez en el Mayab y se levantan los estandartes de la guerra. iSe juntan Uxmal y Mayapán contra elltzá! En los caminos hay polvo de pisadas y en los aires hay gritos. Sobre la casa de los guerreros suena día y noche el címbalo ronco y truena el caracol.

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¿Qué va a ser de ti, ciudad de Chichén, dormida en el suelo de tu príncipe? Castigada has de ser; pero tienes la Flor Blanca, que es la luz y gloria del Mayab, y tu castigo será tu salvación. He aquí como los ltzaes dejaron sus casas y sus templos de Chichén, la segunda vez en su tiempo, y abandonaron la ciudad bella de sus padres, que esta recostada a la orilla del agua azul, y huele como la miel de flores bajo el sol que enciende la vida. Todos se fueron llorando, una noche, con la luz de los luceros. Todos se fueron en fila, con las estatuas de los dioses y los libros de los templos. No quedó en Chichén más que el silencio que tiembla. La princesa Blanca Flor llenó de fuerza el corazón del príncipe Serpiente Negra y abrió sus ojos para ver el camino. Delante de los hijos delltzá iba el príncipe Canek, caminando por el sendero abierto en medio del monte, envuelto en un manto blanco, sin corona de plumas en la frente. A su lado iba la princesa Sac-Nité, que resplandec(a como la Luna. Ella levantaba su mano y señalaba el camino, y todos iban detrás. Un día llegaron al lugar tranquilo y verde, junto a la laguna quieta, en donde está el sagrado Petén, lejos de todas las ciudades. Y allí pusieron el asiento del reinado y edificaron las casas sencillas de la paz. Volvieron a los tiempos antiguos y la Serpiente Negra sintió renacer sus alas y se levantó otra vez por el aire. Para el Itzá brilló sobre el cielo la luz de siete colores, que es la princesa Sac-Nicté, que está sonriendo a los hombres de la tierra. Ella reino sobre los corazones y los hizo puros y blancos. Así, hasta que poco a poco se acabó el ltzá, al fin del tiempo marcado, como la flor del Sol, que lo sigue todo el día y se muere cuando el día se apaga. Se salvaron así los ltzaes, por el amor a la princesa Blanca Flor, que entró en el corazón del último príncipe de Chichén para apartar el castigo. Solitaria y callada quedó

Chichén-ltzá, en medio del bosque sin pájaros, porque todos volaron tras la princesa Sac-Nicté. Llegaron a ella, numerosos y enfurecidos como avispas, los ejércitos de Uxmal y de Mayapan y no encontraron ni el eco de un suspiro en los palacios vacíos y en los templos sin dioses. Entonces, su ira puso el fuego del incendio sobre las casas de los ltzaes, y marcaron con el filo de sus hachas las puertas abiertas, y derribaron los altares. Y se volvieron de allí para que la vida del Mayab siguiera como debía seguir. Chichén-ltzá quedó sola y muerta, como está hoy,

abandonada desde ese tiempo antiguo, junto al agua azul

del gran pozo de la vida y junto al agua roja del gran pozo

de la muerte, como fue fundada. Uno está a un lado y otra

está al otro lado de la gran ciudad, en la que ya nadie

habla, sino la voz escondida que nadie les escucha. ¡Algún

día se escuchará! En el mes de Moan, cuando la vida se

renueva sobre el mundo, brota la flor blanca en el Mayab

y adorna de color los árboles y llena el aire de suspiros

olorosos. El hijo del Mayab la espera siempre y dice con

toda la ternura de su corazón, el nombre dulcísimo de la

princesa Sac-Nicté.

TEXTO 15: Xojobal Jalob te’. Ruperta Bautista

Luna celeste

Protege sendero de ancianos

de tibio corazón.

Ofrece un ramo de estrellas florecientes,

en el otro lado de la oscuridad.

Se desprende del fogón celeste,

platica en silencio la luna.

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Su alma pertenece a la aldea

de luciérnagas del cielo.

En pequeñas gotas absorbe el color del astro

descansando entre las nubes.

Mensajera de la tranquilidad.

En la permanencia de la noche sonríe.

Telar luminario

Lluvia de fuego enramándose

al oído de los árboles.

Las llamas se hilan en los cerros color purpúreo,

se extienden sus arterias.

Teje canto fuerte

en el estómago de la tierra.

Estrella circular encendida en su corazón.

En la vena se incrusta el telar del trueno,

entidad del fuego se forja en su cuerpo.

Con sus dedos hila y teje

la luz que cruza el cielo.

Serpiente celeste

Cabalga en las nubes,

remolinándose en el aire infinito,

refunde en el atisbo del astro.

Se desliza en los versos silenciosos del cielo,

penetra cortinas de luz,

abren las ventanas del día.

Desciende en líquenes celestes,

serpentea en las ramas del árbol de la lluvia,

el trueno habla en el núcleo de ese árbol.

Sentados en el parlamento de sonidos

los espíritus del agua sonríen,

escuchan el anuncio de los hombres edad de tiempo.