Lima Imaginada - Protzel

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Lima imaginada / Imaginarios de la tradición y la modernidad Por Javier Protzel Durante siglos los limeños le prestaron tan poca atención a su vecino mar como a la cordillera de los Andes, confines occidental y oriental de la ciudad puestos por la naturaleza. El desierto costeño la apretaba por el norte y el sur. Infundía en los habitantes de lo que hoy es el Centro Histórico un clima de cierto aislamiento y particularidad cultural, pese a la convivencia temprana de indígenas, españoles y esclavos africanos, y a su condición de haber sido sucesivamente y por muchas generaciones de sus habitantes de entonces, sede de un virreinato y de una republica independiente de gran extensión y variados acervos. Todo ello cambió a lo largo del siglo XX en que Lima devino, gracias a una intensa inmigración provincial, en ciudad nacional, confluyendo en ella “todas las sangres” del país, por utilizar el título de la novela de José María Arguedas. La diversidad de miradas, recorridos y experiencias de la capital del Perú es irreductible a un todo unitario y ordenado. Tanto más justificado el rótulo en plural de “imaginarios urbanos” que nombra a este proyecto. A falta de hacer grandes generalizaciones, me propongo exponer aquí tres consideraciones principales, que pese a estar lejos de abarcar todo el tema, singularizan a Lima y me sirven para empezar. Primero, la sucesión de destrucciones, renovaciones y ampliaciones de la ciudad que ha ido enterrando la memoria colectiva como en capas geológicas y configurando una particular relación entre lo que fue y lo que realmente es, vale decir entre la realidad y el mito, por ejemplo el desarrollo del imaginario tradicional criollo como una reacción frente a la experiencia de la modernidad. Segundo, el marcado contraste económico entre la capital y aquello que los peruanos llamamos ‘el interior’ de la república, vale decir el extremado centralismo que ha propiciado un interminable proceso de inmigración y urbanización. Tercero, la separación contemporánea entre la esfera privada y una esfera pública bastante diversa,

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Construcción de imaginarios urbanos y sus arquetipos, en Lima de 1990 al 2000

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Lima imaginada / Imaginarios de la tradición y la modernidadPor Javier Protzel

Durante siglos los limeños le prestaron tan poca atención a su vecino mar como a la cordillera de los Andes, confines occidental y oriental de la ciudad puestos por la naturaleza. El desierto costeño la apretaba por el norte y el sur. Infundía en los habitantes de lo que hoy es el Centro Histórico un clima de cierto aislamiento y particularidad cultural, pese a la convivencia temprana de indígenas, españoles y esclavos africanos, y a su condición de haber sido sucesivamente y por muchas generaciones de sus habitantes de entonces, sede de un virreinato y de una republica independiente de gran extensión y variados acervos. Todo ello cambió a lo largo del siglo XX en que Lima devino, gracias a una intensa inmigración provincial, en ciudad nacional, confluyendo en ella “todas las sangres” del país, por utilizar el título de la novela de José María Arguedas. La diversidad de miradas, recorridos y experiencias de la capital del Perú es irreductible a un todo unitario y ordenado. Tanto más justificado el rótulo en plural de “imaginarios urbanos” que nombra a este proyecto.

A falta de hacer grandes generalizaciones, me propongo exponer aquí tres consideraciones principales, que pese a estar lejos de abarcar todo el tema, singularizan a Lima y me sirven para empezar. Primero, la sucesión de destrucciones, renovaciones y ampliaciones de la ciudad que ha ido enterrando la memoria colectiva como en capas geológicas y configurando una particular relación entre lo que fue y lo que realmente es, vale decir entre la realidad y el mito, por ejemplo el desarrollo del imaginario tradicional criollo como una reacción frente a la experiencia de la modernidad. Segundo, el marcado contraste económico entre la capital y aquello que los peruanos llamamos ‘el interior’ de la república, vale decir el extremado centralismo que ha propiciado un interminable proceso de inmigración y urbanización. Tercero, la separación contemporánea entre la esfera privada y una esfera pública bastante diversa, jerarquizada y a menudo inhóspita. Mientras la experiencia compartida del espacio urbano se ha empobrecido, limitándose a ocasiones puntuales que convocan a la colectividad en lugares y barrios que pueden servir de ágora, dentro de la calidez del hogar los medios de comunicación y otros recursos de información han ido generando sentidos, percepciones y aspiraciones comunes, así como proveyendo a la gente de redes sociales.

De la Colonia a la República: orígenes del criollismo limeño

Refirámonos a la primera consideración con una reflexión historiográfica. Desde mucho antes de la llegada de los españoles, las etnias que habitaban los valles del Rímac, el Lurín y el Chillón le temían a la furia del dios Pachacámac al sentir el suelo temblar. No obstante, por su clima benigno, su entonces boscosa vegetación y su proximidad al mar, Francisco Pizarro escogió el pequeño curacazgo del Rímac gobernado por Taulischusco, para fundar la Ciudad de los Reyes. El conquistador le dio ese primer nombre a la actual capital del Perú, en homenaje a la llegada de los Reyes Magos un

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lejano mes de enero de 1535 en el que quizá se dejó bañar por la misma luz cruda de la mañana veraniega de hoy. En 1655, ciento veinte años después, un terremoto sembró el pánico, y en 1687 otro mucho más fuerte virtualmente destruyó la pequeña villa de menos de 30.000 habitantes. Un tercero, en 1746, terminó con las obras de restauración del anterior y devastó el puerto, llamado posteriormente El Callao. Por ello, los vestigios arquitectónicos de Lima remontan a lo sumo a mediados del siglo XVIII, habiendo prácticamente desaparecido o quedado en ruinas todo lo anterior. No obstante, de acuerdo con el historiador Juan Günther[1], en Lima nació el barroco hispanoamericano, pues en ella se formaban los alarifes que trabajarían después en otras zonas de América del Sur. Antes del terremoto de 1746 había 43 iglesias y más de 200 adoratorios y capillas particulares, dada la gravitación de la Iglesia y del poder virreinal. Contraste por lo tanto entre la visión devocional del mundo infundida con ese estilo barroco triunfante y la magnificencia de la corte del extenso virreinato, y la precariedad de las edificaciones, dado lo inacabado de las reconstrucciones y las pésimas condiciones de vivienda y sanitarias. Una brecha diría yo fundacional separa la nostalgia limeña de un pasado esplendoroso que sin conocerse a ciencia cierta se deja adivinar, y un presente más banal y problemático. Este desfase entre la mistificación y la realidad será de una manera u otra arrastrado a lo largo de más de tres siglos. Ni las obras públicas borbónicas y afrancesadas promovidas por el Virrey de Amat y Junyent desde la séptima década del XVIII ni aquéllas republicanas, ubicables dentro de la herencia colonial del siglo XIX, que desemboca en el XX lo cierran. Podría decirse que la historia de Lima está marcada por momentos de auge urbanístico y euforia festiva seguidos de periodos más largos de caída, pobreza y lento restablecimiento.

Además de los altibajos de cada ciclo económico, esto se ha debido a terremotos, guerras, revoluciones, y en el siglo XX, a las transformaciones culturales provocadas con la voluminosa inmigración andina, la consiguiente expansión de la urbe y valgan verdades, la gestión de algunos alcaldes que alentaron la demolición de un patrimonio irrecuperable en el casco viejo, en nombre de una visión miope de la modernidad. Nada de esto es sin embargo ajeno a un factor sencillo e insoslayable, los materiales de construcción y el espacio habitable. Recordemos que en la región de Lima como en la mayor parte del litoral peruano escasea la piedra. Hasta entrado el siglo XX había sólo dos materiales predominantes: el adobe y la quincha, una mezcla de madera y caña de carrizo cubierta de barro, empleado en la mayor parte de los cascos de palacios, iglesias y viviendas modestas. Con ciertas excepciones (como la Iglesia y el convento de San Francisco, verdadera ciudadela religiosa en el siglo XVII), las construcciones de quincha no resisten los embates del tiempo (aunque contrariamente al sentido común pueden sobrevivir a los sismos según su altura y la calidad del suelo). Poco a poco los temblores y los años trajeron abajo sinnúmero de monumentos que le dieron fama y orgullo a Lima. La mayor parte de aquellos que quedaron –balcones, miradores, iglesias, fachadas– han sido fortalecidos o apuntalados, y generalmente conservados, deviniendo en emblemas e islotes del pasado. De ahí que el criollismo, forma cultural limeña por excelencia desarrollada desde la penúltima década del siglo XIX y cuyos restos reciclados llegan hasta los inicios de éste, contenga un imaginario que añora y esencializa

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cierto espíritu virreinal y republicano que se destruye, y en su cara negativa, recusa la modernidad.

A medida que el tiempo transcurre, la memoria va guardando selectivamente algunos elementos y olvidando otros, aquéllos cuyo recuerdo no es pertinente. La conciencia ilumina ciertas escenas pretéritas dejando otras en la penumbra, como los reflectores de un teatro, y los hechos se rearticulan como una narrativa casi inevitablemente ideológica. Cada momento del presente “explica” entonces el pasado según su circunstancia histórica y no al revés. Esa narrativa consta de versiones eclécticas, distorsionadas y contradictorias. La supervivencia posterior a 1920 de rasgos de mentalidad antigua articulados a nuevos problemas inherentes fue acompañada de una reelaboración del criollismo tradicional que lo convirtió en una utopía retrospectiva, un discurso sobre una sociedad convivial que décadas y hasta centurias atrás habría compartido un repertorio simbólico urbano de creencias, alegrías y gustos originales, que en el presente se iban borrando. Empero, esta estética de la desaparición elaborada por una parte de la élite literaria vino de mucho más atrás. La obra del escritor José Gálvez es un ejemplo más cercano de esa actitud. En sus colecciones de crónicas (1921, 1935) hace referencia a tres momentos distintos. El primero es el presente, el de la conciencia y la escritura, impregnado por la nostalgia de “la Lima que se va”; el segundo es el evocado, situado en una infancia transcurrida en la pobreza generalizada con su “(…) dejo romántico y dolorido” en medio de la calidez familiar posterior a la derrota en la guerra con Chile (1879-1883). Y el tercero es un tiempo anterior, mítico, “de grandes bailes, de suntuosas tertulias, de elegantes paseos” del ciclo guanero (1840-1875), que permitió a la naciente oligarquía gozar de un insólito lujo y expandir los confines antiguos de la ciudad derribando las murallas edificadas por disposición del Duque de la Palata. Desde el desánimo de la postguerra del Pacífico añora lo que no vivió, fabulando “(…) las jaranas [fiestas con canto y alcohol] de antaño [que] sí eran jaranas (…) en huertas arregladas con el genuino gusto nacional. Ahí las cadenetas, las banderas, los quitasueños alteraban con los sauces y las flores del país (…) y durante aquélla se comía, se cenaba y se dormía prolongándose la parranda varios días. Según antiquísima costumbre, el pisco, que era del bueno y legítimo, se guardaba en botijo de barro, y se echaba la llave de la huerta al botijo [pero] la pobreza de un lado, el aumento cada vez más creciente de la clase media y la falta de espíritu fueron haciendo decaer gradualmente estas costumbres…”[2]. Y ese recuerdo remite a épocas doradas aún anteriores de calesas, esclavos y santos, imaginadas y relatadas, es cierto, en las leidísimas Tradiciones Peruanas[3] de Ricardo Palma, el escritor más notable del siglo XIX y apóstol de la mitología criolla limeña.

Ahora bien, el auge de estos escritores se debió precisamente a la nostalgia provocada por la naciente experiencia de la modernidad burguesa. La magnitud de la modernización de fines del siglo XIX fue siendo percibida como el ocaso del criollismo. De las 456 hectáreas que ocupaba la ciudad a fines del siglo XVIII ésta se extendió a 1.292 en 1908, también con una mayor miscigenación biológica, muestra del cruce más frecuente de fronteras

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étnicas y culturales, dándole a la ciudad un panorama más variopinto y seguramente conflictivo por el persistente racismo. La población de origen africano había disminuido a 5% (fue de 42% en el siglo XVII), mientras las colonias china y japonesa alcanzaban el 8% del total. El 10% de la población era de origen europeo, la mitad proveniente de Italia. Más allá de la retracción de la raigambre hispánica[4] lo más notable de este periodo fue el cambio de costumbres, relacionado con la ampliación de la urbe, habilitado ya con servicios de transporte que no podían hacerse a pie[5]. A las longevas y sedentarias redes sociales de barrio (chinganas, corralones, pulperías) con sus fuertes identidades criollas se les yuxtapusieron las redes más extensas de la ciudad ampliada, con formas culturales nuevas, cosmopolitas, que permitían al citadino perderse en el anonimato mezclándose con la muchedumbre e ir construyéndose como un sujeto más libre que camina entre iguales. La tensión entre unas y otras creó mayor conciencia acerca del declive de las más antiguas después de su larga supervivencia. Puede decirse entonces que la autoconciencia del criollismo surgió de los escombros de la guerra, como forma cultural urbana mediadora materializándose en la calle “(…) como agente histórico del cambio: el pueblo ocupa ahora el espacio abandonado de la tradición y desde sus ruinas reconstruye la precaria salud social”[6].

Visibilizar las particularidades del criollismo provocaba luchas simbólicas, ya sea exacerbando su representación pública, ya sea criticándolo, pues lo más “auténtico” se convertía entonces en lo opuesto a lo moderno, pues como señala Ortega “el espacio de lo nacional está identificado con la tradición venida a menos, con el mercado de la pobreza”, y “(…) la calle no es un espacio vacío ni uno pasivo, es un nuevo agente social que produce y reproduce una forma cultural en proceso” (1986: 100-101). El éxito de la obra literaria de Ricardo Palma en su época sería indicador de la institucionalización de un imaginario urbano criollo que “(…) era un espejo limeño en que distintos públicos tenían la ilusión de ser uno solo (…)” (Ortega 1986: 71

La experiencia burguesa y la nostalgia del criollismo

Por el contrario, del lado de la élite modernizante se hacía preciso combatir esa encarnación del anacronismo, erradicar la “inmoralidad” de sus costumbres, entre ellas el trasnoche y el alcohol jaranistas, acompasado por el naciente “vals criollo” de zonas populares como Barrios Altos y Abajo el Puente. Se criticaba además la pereza, el rentismo y el deseo de ostentación de las clases altas mismas, señales de su atraso. Se abolió la circulación pública de tapadas (luego de antiguos intentos)[7] y los balcones barrocos (decisión de Federico Elguera, Alcalde de 1901 a 1908), favoreciéndose en cambio el carácter formativo y disciplinario atribuido a los espectáculos públicos y al deporte. El teatro, la ópera, y otras formas de entretenimiento europeas debían presuntamente llevar a comportamientos respetuosos hacia el prójimo, a anhelar el progreso y a imitar las costumbres y modales sofisticados de la metrópolis, en suma a ser más “civilizados”, del mismo modo en que la introducción de las prácticas deportivas (el sport, por cierto de origen inglés) como el fútbol, la natación y el ciclismo, destinados a

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vigorizar el organismo e impartir disciplina, aboliéndose aquéllas consideradas bárbaras como jugar con agua en carnavales. Esta postulación del progreso por las minoritarias élites limeñas de adoptar los estilos de vida avanzados de Occidente venía inevitablemente acompañada de connotaciones clasistas y racistas, como lo podían atestiguar las incipientes luchas obreras, la satanización de la presunta sensualidad desatada de los negros y el mayoritario rechazo a la inmigración china, acusada de fomentar la extendida cultura del opio.

A fin de cuentas el empeño “civilizador” de inicios del siglo XX no era verdaderamente una novedad, si se recuerda las orientaciones modernizantes introducidas desde fines del siglo XVIII. Sí se modificaba substancialmente era el marco localista de la visa social, y el acceso creciente al consumo llegado de ultramar, tanto en materia de espectáculos como en materia de práctica deportiva, en particular la futbolística, muy acogida por la población negra, “(…) que funcionaba como un canal por el cual lo negroide se insertaba en lo nacional”[8]. Si la heterogeneidad étnica siguió siendo característica del espacio, hacia 1910 la inmigración indígena a Lima ya estaba andando, por el magnetismo de las mejoras económicas, aunque autoidentificándose como mestiza en la ciudad. Hubo un fluido mestizaje socio-cultural, más que biológico, que dio visibilidad a los andinos, lo mismo que a gente europea arribada al Callao cuya iniciación en el Perú era generalmente de labores modestas, por lo que “(…) se hizo cada vez más difícil saber a primera vista quién era quién (…)” según ha planteado David Parker.[9] Se impusieron por lo tanto nuevas necesidades de diferenciación simbólica entre “gente decente” y “gente del pueblo” siendo la adopción de un habitus moderno estadounidense la estrategia de distinción destinada a mantener el elemento señorial del criollismo. Los caserones de la Avenida Arequipa serían los emblemas del mantenimiento de esa mentalidad, y los chalets surgidos desde los años veinte, que seis o siete décadas después serían imitados en los pueblos jóvenes, serían una prueba de la complejidad de la construcción simbólica de la ciudad. En un plano más profundo las medidas “civilizatorias” para cambiar las costumbres no calaron mucho en las mentalidades de una población la mayor parte de la cual además era pobre y carente de motivación

Después de 1920 la expansión urbana se prosiguió. De las 1.292 hectáreas de 1908 la superficie aumentó a 2.037 en 1931 (sin considerar los nuevos balnearios) y la población de 140.000 a 273.000. Con las amplias avenidas que a manera de ejes conectaron el centro antiguo con los “balnearios del Sur” gracias a la bonanza del oncenio de Augusto Leguía (1919-1930) mutó la pequeña villa que durante siglos se había recorrido a pie. Pobladas con jardines por cuyas calles anchas corría el automóvil, devenido en moneda corriente, y a las que llegaba la marcha silenciosa del tranvía, San Isidro, Miraflores, Breña y Jesús María, eran las nuevas localidades de las clases medias y altas[10] en las que se imponía la influencia norteamericana en materia de vivienda, educación y vestido. El acceso de las clases superiores a la música y al cine foráneo, y en general a relaciones interpersonales más permisivas y menos pautadas por la tradición ampliaban el horizonte de vida, trayendo el deseo individual a un primer plano, y haciendo de la vida algo

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más imprevisible y riesgoso. Esta experiencia de la modernidad burguesa era equivalente a escala mucho más reducida a lo que estaba ocurriendo desde antes en los países metropolitanos. No cabía duda por consiguiente acerca del declive de la Lima criolla señorial con remanentes de esclavitud. El aspecto cuantitativo del cambio espacial traía consecuencias cualitativas. Tras haber vivido en contigüidad espacial desde la Colonia, las clases sociales pasaban a ocupar lugares separados, con lo cual se ahondaban aún más las diferencias y las apariencias. Algunos cifras más. En el censo de 1940, la superficie capitalina superaba las 5.600 hectáreas, gracias a la expansión mesocrática hacia sus chalets del sur, mientras por el contrario la plebe quedaba en el centro. Lo que era de un lado ampliación de la superficie por habitante y de áreas verdes, por el otro resultó lo inverso. El viejo Cercado de Lima padeció una terrible densificación, inducida ya por las primeras inmigraciones serranas, dando lugar a innumerables tugurios.[11]. La Alameda de los Descalzos paseo afrancesado del siglo XVIII, lucía descuidada, rodeada por basura y por unos 30 callejones, la mitad de cuyas familias vivía en una sola habitación[12]. Lejos de detenerse ahí, el hacinamiento en tugurios siguió su progresión, pues hasta las oleadas de inmigrantes serranos de los años cincuenta ocuparon casonas, fincas y callejones del centro. En 1950 había 300.000 personas viviendo en tugurios y en 1961 572.000, respectivamente el 24,5 y el 31% del total de la metrópolis.[13]

Si bien la obra de Palma es relativamente conocida del gran público, le tocó a los medios masivos popularizar y cristalizar desde los años treinta ese imaginario criollo en las clases medias costeñas y parte de las populares de origen andino hasta muy avanzada la segunda mitad del siglo pasado. Esto ocurría como si el auge del criollismo fuese una mirada retrospectiva desde el presente burgués moderno hacia un pasado idealizado, que como tal no existió. La radio, la industria del disco y el uso de un nuevo espacio público permitió la difusión del vals criollo de tercera generación, admitido ya por todos los círculos sociales peruanos. En los valses de conocidas compositoras de los años cincuenta a los ochenta como Chabuca Granda y Alicia Maguiña hubo una “relectura” de la tradición criolla que le imprimía un acento aristocrático del en realidad había carecido. Se estableció así una confusa narrativa de un tiempo pasado mejor en el que se mezclaba épocas, personajes y gustos distintos, quizá algunos enteramente ficticios. La izquierda intelectual cuyo gran mentor fue Sebastián Salazar Bondy respondió a ese mito desde los años sesenta llamándolo “la Arcadia colonial”[14] por enmascarar el racismo y la supervivencia de valores señoriales enmascarados por las imágenes de una sociedad bonachona, alegre y reconciliada, nada de lo cual impidió que esas prácticas simbólicas de lo criollo hayan conservado cierto carácter identitario, pese a que la mayor parte de los limeños actuales esté poco familiarizada con ese imaginario. Los imaginarios urbanos son entidades porosas, entremezcladas, mutantes en el tiempo, y siempre de contornos inciertos. Con esa salvedad debo distinguir, y de modo únicamente didáctico, cuatro imaginarios limeños contemporáneos, dos en declive y dos emergentes.

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Primero, el criollismo, ligado a la herencia colonial, que llega tan lejos como a reivindicar a la afamada villa hispanizante de virreyes, palacios y calesas. Lo característico de ella sería su permanente mirada a un pasado mitificado. Sus emblemas serían la música (el vals, la marinera), la cocina típica conservada y cierta mentalidad local laxa, transgresiva y decimonónica, pero libre y orgullosa de sí hasta la omnipotencia. Cumplió un rol de matriz cultural actualmente en declive.

Segundo, y frente al criollismo, está el imaginario progresista pero subalterno aparecido hace poco más de medio siglo con una desbordante inmigración de origen campesino que refuncionalizó en la ciudad una parte de su acervo de origen, y gracias a su laboriosidad, prácticamente construyó una ciudad nueva, que marcó de otro modo marcándole sus propios escenarios y usándola con otras temporalidades

Tercero, el imaginario de la “modernidad burguesa” en las acepciones que reciben en los textos de Peter Gay y Marshall Berman[15]. Fue un proceso de cambio de unas ocho décadas empezado a fines del siglo XIX en el cual las clases medias adoptaron un habitus cultural post-hispánico imitativo de lo anglosajón y lo francés (o cuando menos aspirante a serlo). El criollismo limeño se convirtió en objeto de evocación a la vez que encarnación de un rasgo oprobioso de la peruanidad, del cual se esperó que una modernidad poco vislumbrada nos liberase. Desde los años cincuenta consiguió cierta centralidad cultural, diferenciándose políticamente de la mentalidad oligárquica, consolidando a las clases medias como las principales productoras de discurso sobre la identidad nacional.[16] Esta transformación limeña estaba asociada con la movilidad social y espacial aparecida al cambiar la urbe de escala y disminuir el arraigo barrial. Las posiciones sociales, más mediadas por el dinero, generaban estratificaciones oscilantes, aumentando el peso de las apariencias. De ahí que las visiones orientadas hacia el futuro se impusiesen sobre las conservadoras.

Y en cuarto lugar, los imaginarios de la cultura popular emergente desde los años ochenta, llamada también cultura chicha o combi. Asimila elementos de la modernidad criolla mesocrática, frente a los cuales mantiene una actitud ambivalente e imitativa, adoptando comportamientos transgresivos que han dado lugar al estereotipo del achorado, aunque también sea heredera del ethos andino de la laboriosidad y de la vida comunitaria.

La andinización. Construcción de la ciudad popular

Precisamente el declive de la mitología criolla me lleva a la segunda consideración, que es la urbanización inducida por las oceánicas inmigraciones de la sierra andina a la costa desde la quinta década del siglo pasado. Este proceso modificó substancialmente sus parámetros demográficos, arquitectónicos y geográficos, y peor aún que el centralismo -de los más extremos del continente-, acentuó la lamentable primacía de Lima sobre el resto del país, vale decir su diferencia poblacional con respecto a la segunda ciudad (casi 10 veces más poblada que Arequipa), macrocefalia

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que la ubica en un lugar especial a escala del continente. Desde el censo de 1908, casi un siglo exacto, se estima que la población de la capital peruana se multiplicó 47 veces; y sólo un 12% aproximadamente de su hectareaje actual estaba ya urbanizado en 1960. Prácticamente se fundó una nueva ‘ciudad popular’ extramuros, en los conos norte, este y sur de la capital en base a la población inmigrante venida de la cordillera. Casi hasta la actualidad, la mayor parte de la urbanización resultante de esa migración interna invadió y ocupó terrenos eriazos, práctica predominante que la distingue de otras ciudades, salvo de Caracas.[17] Es una secuencia de invasión y ocupación de tierras públicas y privadas seguida de regularización ante el Estado la que ha originado la singularidad urbanística de la Lima contemporánea. Física y culturalmente es una ciudad nueva. Contrariamente a lo acontecido en otras ciudades latinoamericanas, en este caso las invasiones fueron toleradas y no contenidas, a falta de políticas de vivienda consistentes, pues éstas eran motivadas por el clientelismo electoral[18]. Al mismo tiempo que la población creció explosivamente con la barriada, la superficie limeña aumentó. De las aproximadamente 9.000 hectáreas urbanizadas de la Lima de 1960 se ha pasado a casi 80.000 en 2007, de las que cerca del 40% son barriada, calculándose que si en 1961 ya el 17% de los limeños moraba en barriadas, esto llegó a fin de siglo a más de 38%, aunque bajo mejores condiciones de infraestructura.

Todo ello resulta un elemento indispensable para el estudio de los imaginarios urbanos, pues la ausencia de inversión estatal y privada la ciudad popular le puso su impronta peculiar. Las decisiones de deslinde de espacios públicos y de vías de acceso y su ejecución han estado a menudo a cargo de asociaciones de pobladores, así como la autoconstrucción de viviendas conducida por maestros de obras y realizadas a menudo mediante pactos de reciprocidad vecinal originados en la costumbre ancestral andina. Proveyeron, por cierto, de un hábitat de bajo costo a cientos de miles de familias, cumpliéndose un sueño de ciudadanía y ascenso social, pero al costo de un trazo urbanístico cercano al ortogonal de la ciudad colonial serrana, disonante con respecto al contemporáneo limeño, vale decir que el encuentro intercultural le ha dado connotaciones ideológicas y racistas a las percepciones del urbanismo. Después de las primeras etapas de asentamiento, se pasó de la choza de esteras a viviendas edificadas en el así llamado “material noble” (ladrillo y cemento) iniciando una era de durabilidad de lo popular, y caracterizándose progresivamente por sus imitaciones estilísticas de las viviendas de clase media criolla de la ciudad consolidada, aunque con rasgos vernáculos, como la profusión de algunos detalles decorativos (rejas multiformes, tejados, relieves romboides en los muros exteriores, ventanas redondeadas, balaustradas de connotaciones coloniales y el empleo inusual de ciertos materiales (mayólica de colores intensos en las paredes exteriores), así como mezclas del chalet suizo y francés (introducido en Lima desde los años veinte) con la ortogonalidad funcionalista vigente para clases altas y medias desde los cincuenta, más reminiscencias coloniales aparecidas en los años setenta, de origen aristocrático y provinciano. Esta hibridación peruana de lo tradicional de inspiración barroca y lo moderno no constituiría propiamente una arquitectura nacional[19], en contraste con la vivienda popular criolla tradicional ya sea multifamiliar

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(callejón, solar, quinta) o unifamiliar de un solo piso (“casa americana” de principios de siglo). Pese a la adecuación de ésta última al medio ambiente costeño, es una forma dejada de lado, cediéndole el paso a la colocación de lo que el arquitecto Jorge Burga Bartra llama el artefacto, es decir el ornamento exterior imitativo, indicador público de ascenso social y afirmación de identidad[20].

Empero, no es éste sólo un asunto de fachadas, pues denota nuevas mentalidades populares, recordando que alrededor del tercio de las superficies habitadas de Lima fueron autoconstruidas o edificadas precariamente. A menudo los nuevos barrios han adolecido de un deficiente planeamiento, con escasas áreas de uso público (parques, plazas). O bien lo originalmente previsto lo coparon o invadieron las residencias particulares. Concebidas como unifamiliares, éstas son ya sea sub-divididas en dos más, desde el frontis hasta el traspatio, ya sea ampliadas en altura, lo cual provoca un irónico hacinamiento en áreas semi-desérticas de escasa densidad. Se construye dos o tres pisos más para los hijos que se casan, o bien, el espacio destinado al aparcamiento es habilitado para un negocio familiar[21]. Los inmuebles resultan sobrepoblados y abigarrados entre sí, marcándose la heterogeneidad de sus estructuras debido al incierto proceso de edificación, alargado en el tiempo. Recorriendo zonas pobres es frecuente ver inmuebles con un segundo piso de materiales y estilo diferentes a los del primero, notándose las huellas de momentos distintos de la historia urbana reciente. Quizá haya un tercer piso apenas enladrillado del que sobresalgan las varillas metálicas que sostendrán la estructura de una futura habitación. El trabajo de albañilería marca también derroteros de historias familiares y mutaciones culturales. La desigualdad es ostentada: los inmuebles levantados en altura con profusión de vidrio y aluminio, pintados con colores llamativos como torres erguidas frente a la chatura del resto de la manzana pueden ser señales de éxito económico. Por un contrasentido urbanístico coexisten un hábitat densificado con lugares baldíos e inhabilitados por escasez presupuestal. Por la distribución irracional del espacio contrasta el intenso tráfico humano de los estrechos inmuebles apretujados uno al lado del otro con la tierra de nadie del frente, sin tránsito y de pisos afirmados y polvorientos.

No obstante la prosperidad de muchos, las condiciones de vida del habitante medio de los conos han sido difíciles, sobre todo en las primeras etapas. Una capacidad de supervivencia endurecida por jornadas de trabajo prolongadas en ambientes a menudo hostiles y arriesgados, sin energía eléctrica ni condiciones mínimas de salubridad, castigada además por las inclemencias de un medio ambiente semi-desértico. A diferencia de la tradicional molicie criolla destaca la voluntad andina de progreso. La economía informal de la ciudad popular debe ser entonces apreciada por su capacidad de organización colectiva para resistir frente a la urbe moderna mediante formas productivas en involución que han mantenido tareas semi-artesanales, o simplemente bajo auto-explotación. Son frecuentes los casos de comerciantes y talleristas que valiéndose de sus lazos de paisanaje, compadrazgo y parentesco se insertan en la economía limeña, como lo documentaron los trabajos de Golte y Adams[22] en los que se aprecia las

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huellas de la vida dura en el campo transmutada en alta capacidad de trabajo residiendo en Lima[23]. Pese al notable rendimiento de los sectores inmigrantes la discriminación étnica y racial no ha cesado, incentivando lazos comunitarios y afanes de superación, que en buena parte han desembocado en una mejoría económica, sobre todo en la primera generación con respecto a la predecesora. Junto con el espacio, la estructura social se ha modificado y anchado, pues los individuos emergentes adquirieron una visión diferente de su ubicación, aflojando la antigua estructura estamental. Lima es por lo tanto indisociable de lo que Rafael Tapia identifica como la “cultura empresarial chola” cuya siguiente generación, más francamente emergente, volcada al racionalismo individualista y al consumo tendería no obstante a cierto etnocentrismo social, pues se perfila “(…) la imagen de un armazón o un núcleo valorativo comunitario y una envoltura individualista porosa y abierta hacia el exterior”[24].

Iniciado ya el siglo XXI, la dinámica económica de la barriada ha conducido a la consolidación urbana de la mayoría de las barriadas establecidas hasta los ochenta, sin que por ello dejen de predominar la pobreza y el deterioro, tugurizándose algunas de las primeras zonas invadidas. Pese a la ausencia de espacios públicos y a la aparición de nuevos asentamientos marginales, los centros comerciales a la americana se hacen presentes en los conos norte y sur. Lima vista hoy es un espectáculo continuo de gente viajando de un lado a otro, con no menos de cinco millones de desplazamientos diarios en medio de un caos vehicular casi generalizado en que cientos de miles de conductores apurados transgreden sistemáticamente las reglas. Entonces me pregunto, ¿sigue existiendo esa ‘ciudad popular’ de raigambre andina tan estudiada por las ciencias sociales durante los años ochenta? ¿Hasta qué punto la “cultura empresarial chola” más bien se ha capilarizado en otras zonas del tejido urbano? ¿No es ésta más bien una naciente modernidad urbana tercermundista cuya proyección debe ser apreciada en el largo plazo? De lo contrario ponerle etiquetas a un sector social determinado puede llevar a confundir lo transitorio con lo permanente, expresando más bien un rechazo etnófobo a los descendientes de quienes fueron inmigrantes[25].

Definitivamente hay desfases entre las visiones sobre la ciudad y su realidad. Por el tamaño y la rapidez de los cambios, se sesga la visión del conjunto ajustándose al ángulo del observador. Y es que el “punto de vista” podría ser también una metonimia reduccionista que reduce la ciudad a sus volúmenes y espacios visibles, en detrimento de la vida de los habitantes, de sus desplazamientos y recorridos, de sus predilecciones y aversiones[26]. La petición epistemológica de deslocalizar los estudios urbanos, se debe a los usos contemporáneos del espacio y del tiempo merced a las tecnologías de la información como al desplazamiento permanente de la gente, cuyo tiempo gastado diariamente en el transporte aumenta proporcionalmente al espacio ocupado en la urbe por los medios de transporte.

Las valoraciones que sus habitantes le den son parte de la permanente construcción social de la realidad objetiva, incontrolable proceso de cooperación y conflicto en el cual la memoria colectiva va filtrando lo heredado y reciclándolo, lo cual no ocurre sin el concurso de los medios de

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comunicación. Lima la hispana y criolla, se convirtió en ciudad de “todas las sangres”, sin que para el sentido común de sus ciudadanos sea precisamente un encuentro intercultural armonioso o nivelador, sino uno vigoroso e incluso belicoso contacto entre distintas zonas geográficas y orígenes étnicos, todos ellos nacionales. Por su centralismo y a diferencia de otros países, Lima es el punto geográfico y cultural de convergencia de lo nacional, pues sólo en ella convive gente proveniente de todas las regiones, ya sea manteniendo su diversidad, o bien ensayando modos distintos de apropiársela simbólicamente.

Si los limeños eran en 1940 el 10,4% de los peruanos, la proporción pasó al 18,7% en 1961, al 24,7% en 1972 y a 28,6 en 1993. En 2005 era de 28,5%.[27] Al andinizarse, Lima se convirtió en la primera ciudad quechuahablante del país. Pese a que el torrente inmigratorio ha amainado, sigue siendo una inmensa localidad parte de cuya población no se siente pertenecer a ella. La proporción de quienes nacieron fuera de la capital sigue siendo elevada: de 44,6% de inmigrantes sobre el total de la ciudad en 1961, se pasó a un pico de 45,8% en 1972, y a 36,2% en 1993. En 2004 había descendido a 31,0%[28], y según nuestra sondeo el 34% de los entrevistados señaló ser haber nacido fuera de la ciudad. Por ello me parece muy aventurado pensar en Lima como un todo dentro del cual los ciudadanos se integran. Es normal en consecuencia que haya sentimientos encontrados hacia una ciudad que puede ser percibida tanto como acogedora y cómoda, como hostil e impracticable.

Hibridaciones e imaginarios de una nueva ciudad

Esto nos ubica en nuestra tercera consideración en la cual emplearemos algunos cuadros de nuestra encuesta. Tal como mencioné al principio, el corte relativamente abrupto entre la esfera pública y la privada nos da más de una clave. Lo ilustran los barrotes de metal que protegen a la mayor parte de las viviendas limeñas - ricas y pobres, centrales y periféricas - además de la profusión de policías particulares y demás sistemas de vigilancia. La extensión de estas marcas ciudadanas denota una temor generalizado a los robos y asaltos y la peor calificación a la ciudad en todas sus zonas (25,2%). Sin embargo contrasta la percepción de ciudad peligrosa entre los más adinerados (55%) con respecto a los más pobres (30%). Teóricamente la seguridad personal estaría más expuesta en los niveles inferiores (viven, transitan ahí) que en los más altos (están protegidos por sonoras alarmas, gruesas rejas, perros, guachimanes y circulan en auto). Será entonces que la inseguridad es función del mayor o menor atractivo que cada sujeto exhiba para ser presa de delincuentes, como si los más pobres estuviesen totalmente exonerados de ser víctimas de asalto y robo. No debe sorprender por lo tanto que la inseguridad sea un asunto de percepciones y ubicación social como de hechos.

Opiniones cuyo curso en aumento lo veríamos en un rápido paseo, advirtiendo cómo la arquitectura de chalet o de la denominada “casa americana” de hace medio siglo no tenía rejas metálicas o muros protectores,

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a diferencia de las construcciones posteriores a los años setenta en que la forma arquitectónica cambió para adecuarse a la idea del refugio doméstico. Se les ha ido adosando elementos a los cuales se añadieron alarmas, reflectores con sensores especiales, y por supuesto mayor cantidad de vigilantes privados[29]. La lógica misma de las invasiones, guiada por intereses particulares, y la insolvencia económica del Estado facilitaron la escasez de lugares públicos de encuentro, fortaleciendo así la búsqueda de una casa propia y una vida tranquila, alejada del ruido y el desorden. La marcada tendencia popular a endeudarse adquiriendo bienes electrodomésticos forma parte de esa aspiración al confort de las clases medias antiguas, que no debe ser confundido con el deseo de pertenecer a ellas. Equipándose con radios, posteriormente con televisores, después con teléfonos fijos y móviles[30] y más adelante con computadoras conectadas a Internet han convertido al espacio privado en un búnker familiar. Paralelamente, la proporción de espacio público de interacción y convivencia tiende a reducirse con respecto al de simple tránsito y contigüidad impersonal, y por supuesto a fragmentarse. Toma dentro del tejido urbano la forma de un archipiélago disperso de lugares relativamente jerarquizados entre sí dentro de los cuales la población se distribuye según origen, estrato socio-económico y también edad.

Estos escenarios dispersos son reconocidos por la mayoría, y entre ellos prima el viejo Centro Histórico. La Plaza de Armas y sus dos notables edificaciones, el Palacio de Gobierno y la Catedral son los dos sitios que más identifican a la ciudad. Pero esa percepción está, a no dudarlo, estratificada: en el nivel socio-económico más alto de nuestra muestra (el 5% superior de la población) hay el doble de menciones específicas a la Plaza de Armas que en el nivel más bajo (un 17% de la población), constituido no sólo por la gente más pobre y menos educada sino la menos integrada al movimiento de la ciudad como conjunto. Además, es un contraste entre estratos de origen criollo y gente de origen inmigrante. Esto queda corroborado comparando las menciones según el origen. Quienes declararon ser hijos de padres limeños identifican más a la ciudad con la Plaza de Armas, la Catedral y Palacio de Gobierno que los provincianos. Diferencias menores significativas por asociarse con la memoria histórica. Algo similar ocurre al buscarse una identificación de emblemas más precisa preguntando por dos lugares representativos de la arquitectura limeña. No todos logran mencionar los dos lugares, aunque la frecuencia sea bruscamente menor en el nivel más bajo, además de un bajo coeficiente de (39%) de “no sabe” y “no contesta”. Éste último realza al contrario el inmenso volumen de concreto armado del actual local del Museo de la Nación, típico ejemplo de arquitectura monumental militarista[31].Hay una correlación entre educación, conocimiento ordinario y percepciones de la ciudad. El Centro Histórico es identificado como valor arquitectónico en su conjunto por los niveles de mayor índice educativo, lo cual es más nítido con las menciones al Palacio de Torre Tagle. No obstante, las clases altas se muestran deslumbradas frente a la arquitectura moderna y a sus símbolos, en ese sentido más desdeñosas hacia el pasado: el centro comercial Jockey Plaza, el Hotel Marriott, el complejo de entretenimiento Larco Mar y el Centro Empresarial de San Isidro son para ellos lo más representativo de la arquitectura limeña (que además

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frecuentan más que el centro). Pero a la inversa, son los niveles bajos y muy bajos (D,E) quienes más van a lugares en donde se aprende algo (menciones significativas al Gran Parque de Lima y al Museo de la Nación), lo cual no impide las apreciaciones insólitas. Lo arquitectónicamente característico no guardaría relación con el patrimonio histórico-monumental de la ciudad sino con lo reciente y funcional, aquello que connota progreso y la asemeja al primer mundo, merced a lo cual las vías expresas y los nuevos centros comerciales son muy mencionados. El hecho de que se mencione una por encima de otras - en los cinco niveles socio-económicos e in crescendo a medida que se desciende socialmente - inaugurada poco antes de aplicarse el cuestionario (la Avenida Grau) es muestra de una memoria corta basada en la experiencia inmediata o en las agendas periodísticas.

Estas diferencias son aún más claras en las marcas y calificaciones de los limeños. Los sitios preferidos por la mayoría estadísticamente popular (aproximadamente el 69% inferior de la muestra) son los parques y las áreas verdes. Explicable por la sequedad de los conos periféricos y la exigüidad de las viviendas más modestas. Pero notemos que esto no data de hoy; se trata de la tradición de cierto deseo de apropiación popular de la ciudad capital, un deseo de marca simbólica. En los años cincuenta el paisaje dominical de una Lima más hispánica era el del día de asueto de la primera generación de inmigrantes: obreros fabriles los varones, empleadas domésticas las mujeres. El Campo de Marte y el sevillano Parque de la Reserva eran visitados por familias enteras, las mujeres vestidas aún con los faldones serranos y las llicllas en la espalda para cargar a los bebes. Había en ese empeño una búsqueda de contacto con la naturaleza y recuperación de la quietud. Esa huida del asfalto era también una voluntad de afirmación ciudadana emulando a las clases superiores u ocupando espacios antes monopolio de aquéllas. Esto se ha reproducido en áreas populares cuyo ornato está mejorando, y el actual alcalde provincial y los distritales cosechan puntos de popularidad en las encuestas habilitando y manteniendo parques y jardines. El otro polo social que no solía frecuentar los jardines públicos hasta inicios de este siglo acude a los rehabilitados malecones de Miraflores para contemplar el océano desde los acantilados y arrecifes como en los años cincuenta. El baño de mar a la usanza europea y las imponentes vistas del Océano Pacífico que nos regala la bahía del Callao constituyen una antigua experiencia limeña que remonta al siglo XIX. Las sucesivas hornadas de inmigrantes serranos nunca habían visto el mar, accediendo al baño de mar apenas hacia la sexta década del siglo pasado. Desde entonces los sectores populares iniciaron sus incursiones, ocupando dominicalmente arenas consideradas propias por las clases altas y medias, emprendiéndose luchas simbólicas que enfrentaban costumbres sumamente distintas[32]. Estas diferencias aparecen en la encuesta, pues para el nivel socio-económico alto que dispone de mucho más facilidades la playa es lo que más le gusta de Lima.

Inmediatamente después de la inseguridad, junto a “violencia” y “las pandillas” el peor aspecto de la capital por mayoría (30,4%), le sigue el caos vehicular y después la suciedad de las calles. El Estado dimitió a inicios de los años noventa de su función de proveer un sistema de transporte

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adecuado a su creciente población. Las líneas de ómnibus contaban entonces con un número insuficiente de unidades, la mayor parte obsoletas, algunas con más de 30 años de edad. Contaminantes además, por el maligno humo negro de sus antiguos motores diesel que han ido cubriendo el centro de Lima de una capa gris de suciedad que provoca en el habitante que recorre sus calles abigarradas y ruidosas el deseo de salir de ellas. Aparte de provocar daños al aparato respiratorio dos veces superiores a los del centro de Santiago de Chile y un número de enfermedades mayor que la ya abultada cantidad de víctimas de accidentes de tránsito, los embotellamientos son perennes y van mucho más allá del centro, pues se descuidó la provisión de un espacio público moderno y literalmente viable, pues el trazo de calles y avenidas es antiguo y lo nuevo ha seguido con frecuencia el trazo de los años cuarenta. A inicios de los noventa cuando el entonces presidente Fujimori emprendió su reforma ultraliberal Lima contaba con seis millones y medio de habitantes. Para reducir los gastos del Estado, el régimen fujimorista despidió a decenas de miles de empleados públicos, al mismo tiempo que abrió la importación –por supuesto desde el Japón– de camionetas usadas de tipo rural para que cualquier interesado –a la sazón muchos empleados públicos que quedaron sin trabajo– prestase servicios públicos de transporte urbano con muy poco trámite afiliándose a una línea. Igual fue con los taxis. Cualquier persona hasta el día de hoy puede fácilmente poner un rótulo de plástico que diga “taxi” en la ventana delantera y lanzarse a buscar clientes en su coche, evitando el trámite de ley. En Lima hay aproximadamente medio millón de automóviles, de los cuales no menos de 210.000 son taxis, y más de 100.000 camionetas rurales, a lo que se añaden los ómnibus. Justo es reconocer que el alcalde Castañeda (el personaje con que más se identifica a Lima en todas las categorías estadísticas, por encima de Chabuca Granda y Francisco Pizarro) intenta mejorar esta situación, pero la impresión que queda, a juzgar por nuestro estudio, es de una gran insatisfacción. Mientras la molestia por la contaminación se expresa dos veces más en los sectores bajos, el fastidio con el tráfico es superior en los altos.

Pese a ello, este predicamento es vivido por todos, imprimiéndole un tamiz negativo al conjunto de la experiencia urbana, que ayuda a explicar mejor ese corte tan claro entre espacio público y espacio privado. Yo diría que el humo del centro histórico, y el polvo y la arena de las periferias funcionan como tamices contemporáneos que filtran las idealizaciones urbanas. Retrotrae a la vivienda modesta con jardín a su natural condición semi-desértica, y degradan lo que queda de la vieja utopía retrospectiva criolla. Y por otro lado, en medio de la lucha por la supervivencia esa separación de lo privado y lo público se manifiesta en el comportamiento anómico. Lo que es racional para el interés privado de un individuo, digamos, apurado conduciendo su taxi o su camioneta rural, resulta inconveniente para la racionalidad de la convivencia pública. El apuro del conductor –hastiado, es verdad, por los embotellamientos– lo convierte en un transgresor sistemático de las reglas de tráfico, llevando al caos vehicular a una espiral. Ése es el marco de la llamada cultura combi, así llamada por inspirarse en la irresponsabilidad y el desprecio de las camionetas rurales o combi, y también de los taxis hacia las normas de tránsito. Este discurso, común entre las clases medias y altas,

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critica esa sistemática laxitud respecto al orden cívico y la virtual dimisión del Estado de hacerlo respetar. Sin embargo, esta actitud es a fin de cuentas también compartida por esos mismos sectores en otras dimensiones de la vida social, pues siendo herederos de la antigua mentalidad criolla señorial, se sienten eximidos de aceptar la universalidad de la ley. En suma, si los más pobres suelen hacer agresivamente caso omiso de las normas urbanas en nombre de necesidades de supervivencia (concientes además de la indiferencia o la ineficacia de la autoridad) o bien por ignorancia, en muchos afortunados todavía habita un fantasma colonial del racismo. Interpreto una idea de Gonzalo Portocarrero: a diferencia del siglo XIX en que el ideal religioso y el “qué dirán” de la pequeña localidad constreñían a interiorizar preceptos morales, tiñendo a las infracciones de culpa, la intensa secularización en el siglo XX marcó una diferencia, sin que ello significase suprimir los rasgos centrales del carácter criollo. La fragilidad institucional republicana condujo a la inestabilidad política y al desgobierno, pues la norma pública fue tomada por optativa y no obligatoria. Disipado el halo religioso colonial quedó sin embargo presente en una sociedad siempre jerárquica, pobre y desigual, el atractivo de lo vedado, y el goce consiguiente de la trasgresión, de “sacar la vuelta”, de obtener aunque sea una mínima ganancia en el comportamiento cotidiano a costa de burlar las reglas establecidas. No importa cuán importante haya sido la modernización urbana, los comportamientos que van de lo prohibido a lo adulón guardan algo de su núcleo localista tradicional bajo otras formas culturales.[33]

La expresión “cultura combi” está emparentada con una noción más general que es la de una “cultura chicha”, un modo a mi parecer peyorativo de nombrar a las culturas populares emergentes. Además de ser una bebida alcohólica serrana, la chicha (o cumbia andina)es un género musical de gran popularidad desde fines de los setenta que fusiona variedades de música vernácula serrana con ritmos tropicales como la cumbia colombiana. Los andinos inmigrantes tomaron poco de los significantes del viejo imaginario criollo, o en todo caso los resignificaron mezclándolos con sus acervos andinos y lo que toman prestado de la modernidad burguesa. Por lo tanto esa cultura chicha, a menudo tan despreciada por gente de origen criollo, es un producto nuevo, netamente representativo de la Lima de hoy. Sebastián Salazar Bondy no llegó a verla en Lima la horrible (1964) pero sí atisbó un “kitsch nacional” genérico, caracterizándolo por ser esencialmente falso y mentiroso que, más allá de la retórica criolla, desemboca en un repertorio simbólico seudo-vernáculo. Empero este kitsch se proyecta en formas culturales emergentes valiosas y auténticas. Su encanto de fusión intercultural radica precisamente en el desborde de la apropiación popular sobre el objeto original que se pretende imitar. Esto va desde el panel de colores fosforescentes sobre fondo negro que anuncia conciertos populares hasta los materiales de connotación funcional y contemporánea (aluminio, vidrio tensado) de las fachadas, mezclados con puertas y balaustres neobarrocos. Esta estética que llamaríamos post-criolla en el plano de los significantes, mas no en el de las mentalidades, es importante en el aspecto contemporáneo de la capital. Pero también hay una dosis de criollismo en el estilo chicha, ya no en el imaginario andino sobre Lima de la primera generación inmigrante, sino en sus herederos. Siguiendo a Portocarrero,

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¿cómo no admitir que la tolerancia frente a la trasgresión, o lo inverso, la prepotencia, no se trasvasen a los nuevos limeños subalternos “(…) al migrante andino que en el nuevo medio urbano se acriolla o se aviva y entonces ya es capaz de aprovecharse de los que son ahora lo que él antes fue"?[34] El achoramiento (gesto amenazante, violencia verbal), característico de cierto sujeto limeño hijo de inmigrantes es también una afirmación de libertad que corre paralelo al ethos andino de la laboriosidad comunitaria y de familia extensa que tanto se ha destacado al estudiarse la economía informal.

Regresando al cuestionario, el 43% de los limeños autodefine su carácter “agresivo”, 31% “alegre”, y algo más del 20% “sereno” y “melancólico”. Muy pocos no contestan. Además de aparejarse con las observaciones sobre la inseguridad, la agresividad de la gente lleva a que los limeños perciban a su ciudad uniformemente “peligrosa” (74,6%), “cansada” y “triste”. Sólo un 4% la califica de “vital”.

El centro antiguo de Lima ocupa un lugar controversial en la imaginación de los limeños. Entre sus cualidades está su condición de ser la zona más limpia de la ciudad (sobre todo en los niveles socio-limeños bajos de limeños), pero al mismo tiempo la de ser la segunda más sucia, después del distrito originalmente obrero de La Victoria. Se le considera el lugar más alegre (junto con Barranco, conocido por su intensa vida nocturna) pero también el más triste, aunque esto último se distribuya, también con La Victoria y los tres conos periféricos. Llama a la atención esa dispersión en las respuestas cuando se trata de señalar atributos negativos. Podrían explicarla el prejuicio o la ignorancia que origina opiniones que reproducen referencias vagas u ocurrencias reseñadas en la televisión, en la medida en que resulta muy difícil al habitante conocer de primera mano espacios tan extensos. Por otro lado, no me cabe duda acerca de que los procesos de elaboración de estos imaginarios urbanos ocurren dentro del hogar y con información de segunda mano, en particular desde los años ochenta en que se consolidó la gran audiencia popular de una televisión que por ser nacional no dejaba de ser capitalina. Ganados por la lógica de los flujos de información y entretenimiento, pocos son los lugares públicos que brinden una experiencia efectiva: una fiesta religiosa, un estadio, un centro comercial, algunos parques y playas de paseo dominical, eventualmente un restaurant o un concierto. Pero sobre todo los interminables recorridos –topográficos o virtuales– que conectan los nodos de la red de lo cotidiano. Será por ello que hay un desfase entre la identificación de lo que propiamente se denomina limeño y lo realmente vivido. Llama a la atención que el género musical más identificado con Lima sea el vals criollo (59%) contra 8% para la música andina, 8,2% para la chicha o cumbia andina, 7,8% para la salsa, sumando 13,8% los géneros llamados internacionales, incluyendo desde el rock hasta el bolero pasando por el jazz y la música clásica, mientras los géneros más escuchados son la salsa y las distintas variedades de chicha y tecnocumbia.

Aprecio esta disociación entre la apreciación cognitiva y la preferencia subjetiva (se sabe que la música criolla caracteriza a Lima, pero se escucha y

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baila chicha, tecnocumbia y salsa). Al encontrarla de otro modo en la escasa asociación de lugares públicos con aquellas personas que hubiesen devenido en sus emblemas. Mencioné más arriba que Luis Castañeda, actual alcalde de Lima es siete veces más mencionado como el personaje que más identifica a Lima que la compositora Chabuca Granda y dieciséis veces más que la cantante Eva Ayllón. Veinticuatro veces más que el Señor de los Milagros y Santa Rosa de Lima. Para el espacio público se designa lugares con carga simbólica que remiten a un origen remoto pero que se relaciona a menudo con experiencias poco intensas. Y a la inversa, en el espacio de los medios sí hay identificaciones y proyecciones encarnadas en divas y divos: futbolistas, actores, cantantes, políticos, periodistas y demás personajes entrevistados o comentados en los talk y gossip shows.

A propósito de la práctica religiosa, el catolicismo estaría perdiendo terreno frente al alza de las diversas iglesias evangélicas, aunque es imposible generalizar. La práctica religiosa ocupa siempre un lugar importante dentro del habitus cultural por ser colectiva, comunal y anclarse fuertemente en la memoria histórica. Después de dos generaciones inmigrantes todavía se sigue celebrando a los santos patrones de los lugares de origen, mediante performances públicas (procesiones, ferias, misas), evocándose aquello lejano en el espacio y en el tiempo. Como señala Gisela Cánepa, el reencantamiento del espacio público por esta gente aún enraizada en su provincia que teatraliza su identidad tiene además una connotación política. Los autodenominados residentes en Lima (y no limeños) presionan para llevar sobre los hombros las figuras de culto a la Plaza de Armas y a la Catedral, afirmando un deseo de centralidad[35]. Apreciamos no obstante un declive del culto, pues prácticamente el 73% declara asistir poco o nunca a la iglesia, tendencia más pronunciada en el nivel muy bajo. Son unas cinco veces más los practicantes ancianos que los jóvenes de 18 a 24, y casi el doble que los adultos de 25 a 40 años. No aparecen diferencias notables al contrastarse los lugares de origen. Del 34,1% que manifiesta una afiliación religiosa activa hay una mayor frecuencia de gente de los niveles más bajos, cuyas necesidades de afirmar su fe en la trascendencia son probablemente más intensas. La encuesta ha corroborado el predominio del catolicismo entre los limeños (63,7 de las afiliaciones religiosas activas), pero que va descendiendo a medida que se llega a los estratos más bajos.

Es obligatoria una referencia breve al lugar del comer entre los limeños, pues parece ser un asunto de mucha autoestima, reforzada aún más por el aprecio internacional que está ganando la cocina peruana. Pero esto no significa que se le asuma como una gastronomía muy sofisticada. Casi el 45% declara comer principalmente comida casera, y el 68% la prefiere, sobre todo en los niveles de menor ingreso. La cocina “criolla” le sigue de cerca, aunque pienso que bajo el rubro de “comida casera” hay numerosos platos criollos y regionales que por su sencillez y presentación, no se les considera dentro de los menús “criollos” servidos en restaurantes, a diferencia de los antonomásticos tamales, ceviche o anticuchos. Queda claro que aquello que corresponde al genérico “comida internacional” es predilección de un minúsculo 1,3%. Si bien es cierto que el 74,4% acostumbra comer en casa los fines de semana, el 19,2% de toda la muestra declara frecuentar algún

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restaurante, lo cual marca definitivamente una tendencia, aunque sea cierto que los estratos de mayor poder adquisitivo lo hacen casi cuatro veces más que los de menor presupuesto.

Pese a no sentirse en el mejor de los mundos, los limeños advierten una mejoría constante en la ciudad desde 2004 al 2009, pues más de la mitad de los entrevistados de otro sondeo la califica de “bonita” y “muy bonita”, disminuyendo las de “fea” y “muy fea” de 15,2% a 5,7% de 2004 a 2009. Esto sería atribuible a la mayor limpieza e iluminación de la ciudad, así como a las obras públicas de vialidad, parques y ornato, sobre todo en las zonas populares que van perdiendo su antigua fisonomía de barriada, y al boom casi general de la construcción de viviendas inducido por el ciclo expansivo que la economía exportadora peruana conoce desde inicios de siglo. Probablemente se trata menos del embellecimiento como tal (pues la ciudad íntegra no puede cambiar en el corto plazo) que de la reducción de aquellos espacios baldíos y polvorientos que dan una impresión de abandono y suciedad, así como de la culminación de muchas viviendas que por falta de dinero habían permanecido por años a medio construir con su aspecto de cajones color ladrillo. En el sentido común habría entonces cierta asociación entre modernización y belleza. Independientemente de sus estilos y de los paisajes que los volúmenes arquitectónicos y monumentales generen, los espacios que, por un lado, muestran una urbanización consolidada, dotada del equipamiento anteriormente privativo de las clases altas y medias, y por otro, aquéllos que propicien una convivialidad cómoda y segura (por ejemplo los nuevos centros comerciales en los conos periféricos) merecen un juicio favorable, sea o no calificable de kitsch. Preguntados acerca de cómo imaginan Lima dentro de 20 años, casi la cuarta parte responde “más moderna” y un 15% “cáotica”. Sigue, es cierto, “ordenada”. Y mucho más atrás, con menos del 1% aparece “más bonita”. Esto es congruente con el borrado - o en su defecto el disimulo - de las señales de pobreza, fealdad o atraso, que virtualmente se ha convertido en una política pública. En 2008 dos acontecimientos con sede en Lima, las citas cumbres de América Latina, el Caribe y la Unión Europea, y posteriormente la de los países de la Cuenca del Pacífico motivaron un operativo gigante de reparación y parchado de calzadas, de lavado y pintura de los lugares por donde transitarían los Jefes de Estado, así como la declaración de días feriados no laborables a las fechas de las reuniones para que no se viesen los congestionamientos vehiculares que le dan mala fama a la capital peruana.

Termino señalando que el culto al éxito personal y la salida de la pobreza son los motores de la cultura limeña actual. Los nutre un imaginario popular que condensa algunas figuras étnicas andinas heredadas y una apropiación sui generis de la modernidad burguesa limeña de origen europeo, en evolución desde fines del siglo XIX. Sin embargo, a través de ella, y mediante el sentido común elaborado en la retórica publicitaria y en el periodismo sensacionalista, se filtran, invertidos, los vestigios del viejo imaginario criollo, que aún pesan. Se trasluce así en la colectividad cierto sentimiento culposo por no terminar de dejar el atraso, pero manteniendo la diferencia cultural. El mecanismo fácil de compensación es la autosatisfacción con el mérito individual, propio o ajeno. En la última pregunta del cuestionario dos de cada

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tres entrevistados creen ser mal o muy mal percibidos por el resto de los latinoamericanos. Sentimiento que los historiadores de las mentalidades atribuirían a una memoria de larga duración, que remonta a más de siglo y medio atrás. Yo diré que actualmente Lima sigue en lo suyo: febrilmente buscándose a sí misma, imaginándose.

[1] LOHMANN VILLENA, G. y GÜNTHER DOERING, J. Lima. Madrid, MAPFRE, 1992. [2] GÁLVEZ, José. Una Lima que se va. Lima. Editorial Euforión, 1921. pp. 71-72, y Estampas limeñas. Segunda serie de Una Lima que se va. Lima,E. Bustamante y Ballivián, 1935.[3] PALMA, Ricardo. Tradiciones peruanas. Buenos Aires, Espasa.Calpe, 1968.[4] JOFFRÉ, Gabriel Ramón. El guión de la cirugía urbana: Lima 1850-1940. En Ensayos en ciencias sociales. Lima, UNMSM/ Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales, 2004. p. 22. MUÑOZ CABREJO, Fanni. Diversiones públicas en Lima 1890-1920. La experiencia de la modernidad. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú. 2001. p. 168.[5] Hubo transporte urbano tirado por mulas a partir de 1878, con recorridos circunscritos a los límites del Cerro San Cristóbal, el Parque de la Exposición (el actual Gran Parque de Lima) y la Alameda de los Descalzos. Los ferrocarriles eléctricos de Lima al Callao y a Chorrillos fueron inaugurados en 1904, dándose fin al anterior sistema a tracción animal. Dos años después la misma Empresa Eléctrica Santa Rosa dotó de tracción eléctrica al Ferrocarril Urbano de Lima, fusionándolo con sus otros servicios con los que constituiría las Empresas Eléctricas Asociadas hasta 1934, en que se creó la Compañía Nacional de Tranvías. [6] ORTEGA, Julio. Cultura y modernización en la Lima del 900. Lima CEDEP, 1986. p. 99.[7] El uso de la saya y el manto para ocultar en público la identidad fue típico de la mujer limeña desde fines del siglo XVI y sus últimos rastros remontan a la primera mitad el siglo XX. De origen probablemente morisco, este atuendo, único en América Latina, permitía juegos públicos de insinuación y seducción que denotaban una incipiente libertad femenina. [8] MUÑOZ, Fanni, op. cit., pp. 132-145; STOKES, Susan C. Etnicidad y clase social: los afroperuanos de Lima 1900-1930. EnSTEIN, S. (ed.) Lima obrera 1900-1930. T. II Lima, El Virrey, 1987. p. 235). Los afro-peruanos, étnicamente los más antiguos de la Lima fundada, compartían el hábitat popular con población indígena, mestiza y asiática, salvo en el barrio de Malambo cuya población negra llegaba a ser la mitad. STOKES, Susan C., op. cit., pp. 194-195. Originalmente Malambo fue una zona donde se establecieron indígenas yungas pescadores de camarones. A los camaroneros se añadieron los africanos. Malambo fue una cárcel de esclavos y refugio de leprosos a fines del XVI y posteriormente refugio de ciegos y tullidos, cuando se fundó un hospital. Era un lugar “de mala muerte” TEJADA R. Luis. Malambo. En PANFICHI, A. y PORTOCARRERO SUÁREZ, F. (eds.) Mundos interiores. Lima 1950-1950. Lima, CIUP, 1995.pp. 148-151.

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[9] PARKER, David. Los pobres de la clase media. Estilo de vida, cnsumo e identidad en una ciudad tradicional. En PANFICHI, A. y PORTOCARRERO SUÁREZ, F. (eds.) Mundos interiores. Lima 1950-1950. Lima, CIUP, 1995. p. 167. [10] Aparte del “ferrocarril inglés” que unió Lima con el Callao desde 1851, sólo hubo transporte urbano tirado por mulas a partir de 1878, con recorridos circunscritos a los límites del Cerro San Cristóbal, el Parque de la Exposición (el actual Gran Parque de Lima) y la Alameda de los Descalzos. Los ferrocarriles eléctricos de Lima al Callao y a Chorrillos fueron inaugurados en 1904, dándose fin al anterior sistema a tracción animal. Dos años después la misma Empresa Eléctrica Santa Rosa dotó de tracción eléctrica al Ferrocarril Urbano de Lima, fusionándolo con sus otros servicios con los que constituiría las Empresas Eléctricas Asociadas hasta 1934, en que se creó la Compañía Nacional de Tranvías.[11] Los tugurios limeños son viejas casas céntricas subdivididas por tabiquerías para ser alquiladas. Es una forma de vivienda popular que coexistió con los antiguos callejones y corralones de origen colonial. Calderón Cockburn señala que la tugurización no se debió sólo al alquiler de las casonas céntricas. Por el atractivo de la renta inmobiliaria hubo también construcción de “corralones” en terrenos que anteriormente habían sido huertas en Barrios Altos, el Rímac y La Victoria, entre otros distritos. op. cit., pp. 79-80.[12] En los 44 callejones de Malambo había un inodoro por cada 168 personas y una ducha por cada 162 ROMERO, Óscar. Un espacio urbano libre: La Alameda de los Descalzos. En PAZ SOLDÁN, C. E. (ed.) Lima y sus suburbios. Lima, UNMSM, 1957. pp. 96-100; CALDERÓN COCKBURN, Julio. La ciudad ilegal.Lima en el siglo XX.Lima, UNMSM, 2005. pp. 81-82. De 1920 a 1940 el centro se sobrepobló, pasando de alrededor de 132.000 a unas 169.000 personas. GÜNTHER DOERING, J. op. cit. pp. 265-266.[13] CALDERÓN COCKBURN, Julio. Op. Cit., p. 83. [14] SALAZAR BONDY, Sebastián. Lima la horrible. Lima, PEISA, 1974. [15] BERMAN, Marshall Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. México, Siglo XXI, 1988; y GAY, Peter. The Bourgeois Experience, Victoria to Freud. Education of the Senses. Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1984.[16] FULLER, Norma. El papel de las clases medias en la formación de la identidad nacional. FULLER, N (ed.) Interculturalidad y política. Desafíos y posibilidades. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2002.[17] Me refiero a Ciudad de México, Río de Janeiro, Sao Paulo y Managua, entre otras. Si bien en éstas, hubo inicialmente invasiones de tierras, los mercados ilegales las reemplazaron. Éstos funcionaban mediante mecanismos de cooptación política o de especulación mafiosa. En Lima fue gente provinciana, pero también limeña la que, bajo la presión demográfica, dejó el hacinamiento de sus tugurios para ocupar áreas baldías más amplias pero carentes de equipamiento elemental. CALDERÓN COCKBURN, Julio. op. cit., pp. 29-42. [18] Estas relaciones clientelistas fueron posibles por la baja conciencia política y bajo nivel de organización de los recién llegados, en especial

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durante la dictadura del General Odría. Además, la derecha que le sucedió estimó acertado fomentar la pequeña propiedad individual entre estos inmigrantes, pues según ella constituiría un antídoto eficaz contra el comunismo, percibido como una amenaza.[19] RODRÍGUEZ COBOS, Luis . 1983. Arquitectura limeña: paisajes de una utopía. Lima, Colegio de Arquitectos del Perú. pp. 81-84.[20] BURGA BARTRA, Jorge. Arquitectura popular en Lima. En Quéhacer, n. 81. Lima, DESCO, 1993. pp. 33-34.[21] BURGA BARTRA, Jorge. El ocaso de la barriada. Propuestas para la vivienda popular. Lima, Ministerio de Vivienda/ UNI, 2006. pp. 38-41.[22] GOLTE, Jürgen & ADAMS, Norma. Los caballos de Troya de los invasores. Estrategias campesinas en la conquista de la gran Lima. Lima, IEP, 1987, pp. 33-35. Los autores han estudiado en detalle el vínculo entre la ciudad y su hinterland en base a historias de vida de comuneros del departamento de Lima mismo. [23] La salvaguarda de la unidad familiar en tanto defensa afectiva y material hace germinar un ethos de laboriosidad y ascetismo (convertir el sufrir en requisito del logro, postergando el goce) que enfatiza el mandato generacional haciendo converger el propósito de éxito con la lealtad a la memoria familiar. NEYRA, Eloy “Cuando no trabajo me da sueño”: raíz andina de la ética del trabajo. En PORTOCARRERO, G. (ed.) Los nuevos limeños. Sueños, fervores y caminos en el mundo popular. Lima, Sur/TAFOS, 1993.[24] TAPIA, Rafael. Individuación y comunidad en la cultura empresarial chola peruana. En PORTOCARRERO, G. (ed.) Las clases medias. Lima, TEMPO/Sur, Oxfam, 1998. p 341.[25] Señala Gisela CÁNEPA que los “(…) Discursos hegemónicos han sido efectivos en configurar y naturalizar un discurso racializado sobre los migrantes andinos,. Tal constructo es objetivado en la figura del pequeño empresario emergente, reduciendo su agencia a su función como fuerza de trabajo. Al mismo tiempo que la migración hacia las ciudades de provincia y hacia Lima en particular ha sido destacada como un mecanismo para la transformación cultural y política de grupos e individuos, atribuyéndosele un sentido democratizador, la configuración discursiva del fenómeno ha contribuido a reproducir una geografía de identidad centralista”. En http://www.guamanpoma.org/cronicas/12/3_geopoetica.pdf (18 de octubre de 2008).[26] VEGA-CENTENO, Pablo. 2004. De la barriada a la metropolización. Lima y la teoría urbana en la escena contemporánea. En VVAA. Perú Hoy. Lima, DESCO. pp. 59-51.[27] Fuente: INEI. Perú en cifras. Indicadores demográficos. Población.[28] Fuente: INEI. Encuesta Nacional de Hogares. Lima, 2004.[29] Al extremo que el guachimán (anglicismo quechua del watchman inglés que vigilaba las minas) se ha convertido en un personaje típico de todos los días. [30] Por razones que sería ocioso presentar aquí, la red peruana de telefonía fija fue sumamente restringida hasta iniciados los años noventa. El trámite para conseguir una línea nueva podía tomar varios años. El nudo gordiano de la falta de teléfonos fue roto en esa década al privatizarse la Compañía Peruana de Teléfonos y concederle el servicio a Telefónica de España.

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[31] Construido en la década del setenta para albergar el Ministerio de Pesquería del régimen del general Velasco Alvarado.[32] El exclusivo balneario de Ancón, lugar de veraneo desde fines del siglo XIX a 40 kilómetros al norte del centro de la ciudad, fue siendo ocupado los domingos por miles de familias bañistas provenientes de las barriadas, que acudían llevando consigo ollas con su almuerzo dominical, mientras las familias huían a otras playas inaccesibles, o bien se hacían a la mar en sus yates y veleros.[33] PORTOCARRERO, Gonzalo. La transgresión como forma específica de goce del mundo criollo. En LÓPEZ M., S., PORTOCARRERO, G., SILVA-S., R., VICH, V. (eds.) Estudios culturales. Discursos, poderes, pulsiones. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2001. pp. 542-544.[34] Ibidem. p. 542.[35] Ver CÁNEPA KOCH, Gisela. La ciudadanía en escena: fiesta andina, patrimonio y agencia cultural. En CÁNEPA K., G y ULFE, M.E. (editoras) Mirando la esfera pública desde la cultura en el Perú. Lima, CONCYTEC, 2006.

Bibliografía

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Textos en línea

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