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121 LIBROS AURELIO ALONSO De socialismo se trata* E l simple enunciado del título del ensayo de Luiz Bernardo Pericás Che Guevara y el debate económico en Cuba, podría inducirnos a pensar en lo mucho que se ha escrito sobre el tema del modelo y esperar otra muestra de la her- menéutica guevariana. Pero un prefacio cargado de provocadores cuestionamientos, escrito por Luiz Alberto Moniz Bandeira, advierte al lector que no se va a encontrar con un ejercicio más de interpretación de su obra y su quehacer eco- nómico, aunque por supuesto los incluye como parte inseparable. Los agudos juicios de Moniz Bandeira bastarían para desencadenar, por sí solos, una polémica, pero no es este el lugar ni el momento. También podría haberse escogido, con no menos justificación, un título referido a la discusión acerca de la transición socialista, en un plano integral, y no referirlo puntualmente al pensamiento económico. En rigor, las valoracio- nes de Pericás en torno al debate sobre el modelo económico se concentran en el segundo tercio de la obra, después que ha dedicado más de cien pá- ginas a colocar al Che en el panorama revolucionario del comienzo de los años sesenta. Hitos de los cuatro años que ante- ceden a la diferenciación madurada de proyectos de construcción y la definición fundamentada de una opción original. En estos primeros capítulos destaca, entre otras cosas, el peso específico del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (Inra), caracterizado como «institución poderosa que funcionaba casi como un gobierno paralelo», dada la concentración que propiciaba a las nue- vas estructuras (en especial, los departamentos de Industrialización y de Comercialización), embriones orgánicos de la economía socialista. El autor selecciona momentos significativos de la involución de la relación económica con los Estados Unidos, desde la reducción de los pre- cios pagados por el azúcar, recomendada desde * Luiz Bernardo Pericás: Che Guevara y el debate econó- mico en Cuba, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada. Revista Casa de las Américas No. 279 abril-junio/2015 pp. 121-128

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L I B R O S

AURELIO ALONSO

De socialismo se trata*

El simple enunciado del título del ensayo de Luiz Bernardo Pericás Che Guevara y el

debate económico en Cuba, podría inducirnos a pensar en lo mucho que se ha escrito sobre el tema del modelo y esperar otra muestra de la her-menéutica guevariana. Pero un prefacio cargado de provocadores cuestionamientos, escrito por Luiz Alberto Moniz Bandeira, advierte al lector que no se va a encontrar con un ejercicio más de interpretación de su obra y su quehacer eco-nómico, aunque por supuesto los incluye como parte inseparable. Los agudos juicios de Moniz Bandeira bastarían para desencadenar, por sí solos, una polémica, pero no es este el lugar ni el momento. También podría haberse escogido, con no menos justifi cación, un título referido a la discusión acerca de la transición socialista,

en un plano integral, y no referirlo puntualmente al pensamiento económico.

En rigor, las valoracio-nes de Pericás en torno al debate sobre el modelo económico se concentran en el segundo tercio de la obra, después que ha dedicado más de cien pá-ginas a colocar al Che en

el panorama revolucionario del comienzo de los años sesenta. Hitos de los cuatro años que ante-ceden a la diferenciación madurada de proyectos de construcción y la defi nición fundamentada de una opción original. En estos primeros capítulos destaca, entre otras cosas, el peso específi co del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (Inra), caracterizado como «institución poderosa que funcionaba casi como un gobierno paralelo», dada la concentración que propiciaba a las nue-vas estructuras (en especial, los departamentos de Industrialización y de Comercialización), embriones orgánicos de la economía socialista.

El autor selecciona momentos signifi cativos de la involución de la relación económica con los Estados Unidos, desde la reducción de los pre-cios pagados por el azúcar, recomendada desde

* Luiz Bernardo Pericás: Che Guevara y el debate econó-mico en Cuba, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada. Re

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principios de enero de 1960 por los asesores de la Casa Blanca. Precisa cómo «el gobierno cubano trató de mantener relaciones normales con los Estados Unidos, que endurecían sus posiciones cada vez más», y deja ver con claridad la presión que esta hostilidad ejercía sobre los pasos hacia una opción desarrollista independiente en la Isla. Entre estas presiones quedan bien caracteriza-das las que se ingeniaron desde los organismos de Bretton Woods para trabar fi nancieramente los proyectos cubanos. No obstante, recuerda también cómo el Che reconoce los errores co-metidos por los revolucionarios en los cargos de dirección como la principal causa del revés económico, juicio riguroso este, cuando el hosti-gamiento económico recién comenzaba y la fuga de profesionales dejaba desprovisto de técnicos al país. Recuerda que de trescientos ingenieros agrónomos emigraron doscientos setenta, una proporción mayor que la de los médicos, que siempre citamos.

En estos primeros capítulos muestra igualmente cómo el crecimiento industrial fue apreciable en los tres primeros años, y la introducción de la planifi cación económica que «más allá de los aspectos técnicos era una medida política»; des-taca, en suma, cómo desde esta temprana etapa «el tránsito al socialismo se fue delineando como algo casi necesario». El objetivo de industrializar el país se colocó en un plano primario, ya que parecía una perogrullada que allí radicaba la posibilidad de un despegue económico nacional. Aquel «esfuerzo colosal de industrialización» supuso la inversión de ochocientos cincuenta mi-llones de dólares en nuevas industrias entre 1960 y1963. Pero la concentración de las inversiones en la expansión industrial, unida a los efectos del cambio en la estructura de la propiedad de la tierra,

explican –en su criterio– la caída de las zafras azucareras en esos años, que pagó por el creci-miento económico reportado. Se había desatendido peligrosamente la principal fuente de ingresos del país. Recuerdo que la toma de conciencia de esta situación en el Ministerio de Industrias se expre-saba en una frase que se hizo popular: «vamos a tener que hacer la industrialización a caballo sobre un saco de azúcar». La experiencia de la caída que la subexplotación azucarera provocaba en la balanza de pagos fue un costoso llamado sobre las complejidades de los cambios de estrategia.

Este primer revés económico (resultante, como todos, de la interacción de causas externas e internas) tuvo un efecto social inmediato que se tradujo, entre otras cosas, en la introducción del racionamiento de bienes de consumo a la pobla-ción. El «pleno empleo», objetivo prioritario de justicia social, cuando no cuenta con un sostén económico productivo seguro, desemboca en una inevitable escasez de bienes de consumo. Y el propio Che consideraba, y reiteró más de una vez, que no sería posible una economía próspera si casi la mitad de la población queda fuera del mercado de consumo.

En las nuevas inversiones, y sobre todo en la renovación de las existentes, se revelaba otro problema: toda la esfera productiva, basada en equipamiento estadunidense, tenía que sufrir una reconversión a la tecnología que existía en el sis-tema soviético. Ni me molestaré en extenderme (tampoco lo hace el autor) tratando de calcular el inmenso costo de esta complicación. Además, la importación de equipos raras veces lograba sincronizarse con la construcción de fábricas, y la depreciación de la maquinaria adquirida y alma-cenada en espera de ser puesta en funcionamiento se convirtió en una enfermedad crónica. Apunta

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Pericás que a fi nales de 1964 solamente un cin-cuenta por ciento de la capacidad de maquinaria importada estaba funcionando, debido a problemas de mantenimiento, reparaciones y organización.

Esta ubicación histórica de las estrategias y los problemas para hacer funcionar un proyecto de desarrollo económico planifi cado, antes de hablar propiamente de un debate en torno al modelo económico a seguir, me parece esencial para entender al Che, a la década, al país, e in-cluso al socialismo.

En el momento de elaboración del primer plan cubano [1961-1965] el gobierno revo-lucionario ya tenía en las manos un sector industrial con un valor estimado de dos mil seiscientos millones de dólares, cuarenta y tres bancos, treinta compañías de seguros, la industria de la pesca [incipiente aún], el sector minero [llamado a convertirse en el segundo, después del azúcar], el sector habitacional, el sistema de transportes, así como el 95 % de la tierra [agraria].

Vista en abstracto, la estructura de la propiedad hacía propicio un despegue, pero el resto de la realidad cargaría el trayecto de obstáculos que harían ilusorias las metas.

El recorrido de Pericás en estos años tempra-nos es más amplio, por supuesto, que lo que aquí intento resumir, como ha de descubrir el lector.

El centenar de páginas que sigue se inicia con el debate económico en la Unión Soviética y Eu-ropa Oriental, bien documentado y refl exionado con seriedad, a pesar de que lo voy a pasar por alto por razones de espacio, para dedicar unas líneas a aspectos del tema del debate económico cubano en el análisis de Pericás.

La socialización de la propiedad centralizada en manos del Estado y el plan de la economía son los dos componentes que con más fuerza tras-mitió la experiencia socialista soviética al resto de los proyectos que le siguieron en el pasado siglo, incluido el cubano. En el primer caso, con una tendencia marcada a magnifi car la propiedad estatal entre las formas de propiedad social. No creo acertado afi rmar, sin embargo, que el Che concibiera su sistema reducido a una economía estatal excluyente como modelo deseable. De hecho, el Minind que él dirigió detentaba el se-tenta por ciento de la producción industrial del país, y era conocida incluso su resistencia a que la economía socialista creciera nacionalizando y administrando «chinchales». Me inclino a pensar que admitía que no todo tenía que quedar en poder del Estado, y creo que ese debiera ser un mito a desmontar cuando pretendemos estudiar su pensamiento económico. A diferencia de lo que se refi ere a los medios fundamentales de pro-ducción, los cuales tendrían que ser precisados de manera específi ca en cada experiencia socia-lista. Sin embargo, tampoco fueron promovidas en la industria, como lo fueron en la agricultura, las cooperativas de producción ni otras formas de propiedad social no centralizadas. Personal-mente estimo que el Che ni siquiera tuvo tiempo sufi ciente para experimentar y mucho menos para perfeccionar su propuesta.

En todo caso, lo que lo anima a optar por lo que llamó Sistema Presupuestario de Financiamiento se basa en el rescate de un rasgo organizativo de la producción capitalista, más que en un rechazo. Operar con el Estado en cuerda monopólica. Por lo visto, de las armas del capitalismo se hacía tan importante rescatar las valiosas, como identifi car y descartar las «melladas».

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Trataba de aprovechar la experiencia organiza-tiva de las principales empresas nacionalizadas, como los enclaves de la Standard Oil (ESSO) y la Compañía Cubana de Electricidad, según observa el autor, aprendiendo técnicas que «servirían de base tanto para el desarrollo del capitalismo como del socialismo».

Operando con reglas monopólicas la empresa estatal socialista, el Che percibía la posibilidad de una inserción más competitiva en el mercado mundial. Como había observado Juan Noyola –citado al respecto por Pericás– en varios de sus trabajos, la mayor parte del comercio mundial tiene lugar entre los países industriales, y muy especialmente entre sus empresas transnacio-nales. Es algo que hoy se hace transparente en el funcionamiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que entonces existía en forma incipiente, sin los poderes que hoy os-tenta, como acuerdo internacional (GATT). La vertiente fi nanciera del bloqueo norteamericano se levantaba, sin embargo, como un muro frente a esta posibilidad.

En el caso cubano, el potencial de recursos en manos del Estado como una sola empresa de producción azucarera no era reductible a la simple suma de los intereses de un centenar de empresas privadas, en pugna por las ganancias. El fortalecimiento que el sistema presupuestario de fi nanciamiento (SPF) permitía a los sectores de punta debía ponerlos, igualmente, en el con-texto de la economía planifi cada, en condiciones de dar cobertura a inversiones en nuevos sectores cuyos resultados no podían ser inmediatos, o a paliar la incidencia social de las quiebras.

La versión más estricta del cálculo económico –la propuesta económica alternativa– supone, como regla, la quiebra, es decir, prescindir de la

empresa no rentable, cuya subsistencia, cuando se trata de una necesidad social de primer orden, tiene que plantearse por la vía del subsidio del Estado. Pero creo que hay que reconocer que, en el caso cubano, ni en el SPF ni bajo el cálculo económico –modalidad que defendían Carlos Rafael Rodríguez y los demás partidarios de este sistema, la cual iba a regir la economía cubana desde los setenta– prescindir de la empresa no rentable fue un canon. Tampoco debe serlo en el futuro, aun si se logra evitar el pecado inverso, el de ser demasiado dispendiosos con los sub-sidios por motivaciones sociales (evitar a toda costa el desempleo), con descuido del resultado económico.

La diferencia de la propuesta del Che se vin-culaba fundamentalmente al peso que otorga el sistema de cálculo económico a la ley del valor y a los dispositivos de mercado en la economía socialista. Aunque en uno y otro caso se trataba de sistemas de planifi cación central de la economía, la diferencia principal radicaba en el papel que se atribuía al plan como elemento central e integrador del sistema, y el espacio dejado al mercado. A mi juicio, el problema esencial para el Che no era si la ley del valor funcionaba o no, sino si sería legítimo su funcionamiento para las relaciones entre empresas socializadas (estatales), que constituían la expresión de la relación socialista dentro del conjunto de la economía.

El problema es que el debate sobre la ley del valor trasciende el ordenamiento interior de la economía de un proyecto-país y se remite al signifi cado que adquiere en las relaciones ex-teriores. Es decir, en la inserción del país en el mercado a escala internacional. «Para el Che el subdesarrollo sería el resultado del intercambio desigual entre los países productores de materias

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primas y los países desarrollados», motivo por el cual el propósito de industrializar se plantea como constante, más allá de los reveses, sean estos coyunturales o no. Y este es un hecho que se halla también en el fondo del debate, y lo lleva al reclamo de un comercio solidario entre los países socialistas industriales y los subde-sarrollados, que no sea sujeto a la ley del valor.

En la arena internacional, esta tesis del Che encontró su principal contendiente en el econo-mista francés Charles Bettelheim, quien «creía que en todos los países socialistas, independien-temente de su nivel de desarrollo, continuarían existiendo las categorías mercantiles». Pericás considera a las posiciones de Guevara cercanas, en esta cuestión, a las de Bujarin y Preobrajenky a los comienzos del régimen nacido de la Re-volución de Octubre, quienes veían el ordena-miento socialista de la economía en términos de subdivisiones dentro de una gran empresa en manos del pueblo.

Dejo aquí el tema del debate económico, para terminar centrado en el contenido de los capítulos fi nales, titulados «El socialismo y el hombre nue-vo» y «Che Guevara y las tendencias marxistas», en los cuales el autor remonta la mirada hacia ese panorama que los economistas a veces descuidan o se limitan a manejar, en tanto se subordinan a las dinámicas de la economía. Y que considero esencial para entender el pensamiento de quien dijo, en una entrevista con el periodista francés Jean Daniel, en 1963, que el desarrollo económi-co no le interesaba si no se producía acompañado de la desalienación del hombre.

Comienza Pericás por recordar que la idea del hombre nuevo y el esfuerzo por establecer una conciencia colectiva por oposición al pen-samiento individualista liberal se puede seguir

desde Marx y Engels «hasta Mao Tsé-tung y otros pensadores socialistas», y estima que las obser-vaciones de Lenin sobre la moral comunista «se acercan mucho a las concepciones de Guevara». Se hace interesante seguir el curso de estas ideas sobre una nueva moral, tan vitales en Lenin y en Trotski, las cuales involucionan hasta llegar a la caricaturización más burda en el seno del socialismo soviético, como se nos muestra aquí: «Los científi cos de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética llegaron hasta el punto de decir cómo sería la vida del hombre nuevo comunista en el siglo XXI, así como las principales características tecnológicas de la época», en el marco de las cuales tendría lugar su desenvolvimiento. Nada de eso podía sostenerse con seriedad en el rigor de una tradición verdaderamente científi ca, y mostraba la trivialidad de pensamiento a la cual habían sido llevadas la teoría y la práctica del socialismo.

«Para que se pueda comprender en la práctica al hombre nuevo de Guevara» –afi rma Pericás– «es necesario explicar tres momentos funda-mentales que componen esta idea: el sistema de incentivos, el trabajo voluntario y la emulación socialista». No solo es una manera acertada de abordar las contribuciones de la concepción hu-manista del Che a partir de políticas concretas, sino de evitar que las mismas queden sujetas a una reducción economicista a la que con fre-cuencia se les somete.

Concede relevancia a la búsqueda de una periodización, que Carlos Rafael Rodríguez fi jaba en dos etapas: una inicial, muy corta, democrático-nacional, y otra socialista. Cita también la propuesta por Sergio de Santis, en tres etapas: una primera redistributiva, la segunda de transición al socialismo y la tercera, socialista, sellada por la asunción explícita del marxismo-

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leninismo como ideología revolucionaria en 1961. Las deja expuestas con los elementos que las justi-fi can sin optar por una u otra, como hace con la dis-cusión en torno a la validación de los conceptos de revolución permanente (Trotski) o ininterrumpida (Lenin), más afi nes a la visión de continuidad dominante en el enfoque guevariano. Resultaba tal vez temprano y, en consecuencia forzado, adscribirse entonces a periodizaciones.

En este punto me parece de interés la refe-rencia del autor a Florestán Fernandes, cuando señala: «la Revolución debía generar su fi losofía política: el núcleo de ideas que marcaría su sen-tido histórico y, al mismo tiempo, su potencial utópico», y más adelante añade que «después que la conciencia socialista se universaliza y hegemoniza, surge el nuevo hombre y la nueva sociedad. La interacción de los dos engendra una civilización [...] que conduce al socialismo al apogeo y lo agota».

Es evidente que en el pensamiento de Marx la dimensión del problema humano estuvo siempre en el centro de sus preocupaciones. Su coloca-ción en el cuerpo teórico puede haber variado durante su vida, admite el autor, «pero él siem-pre mantuvo la idea de la posibilidad de crear un hombre completo». «Ni Marx ni Guevara al hablar del hombre nuevo, querían utilizar el término para proyectar la imagen remota de una sociedad idílica, fantasiosa, un mundo hecho de abstracciones».

En el contexto de la polémica cubana –que conectaba con la que tenía lugar entre los marxis-tas europeos– el tema que mayor visibilidad alcanzó fue el de la estimulación del trabajo. En este caso, Pericás acude a la caracterización de la tesis de Bettelheim, quien consideraba que «el comportamiento de los hombres no sería

determinado por la conciencia sino por su in-serción en determinado proceso de producción, fundamentalmente infl uenciado por la fase de desarrollo en que se encontraban las fuerzas productivas». De manera que el sistema de esti-mulación, como todas las políticas económicas, debía ajustarse a esa situación en la cual los incentivos materiales resultaban primordiales.

El punto de vista de Guevara oponía el criterio de que «los estímulos materiales podrían crear una burocracia dentro de los órganos estatales y de las empresas industriales de manera general, así como grupos elitistas y tecnocráticos que se convertirían en una casta parasitaria dentro de la sociedad socialista en construcción». Al tiempo que aclara que el Che «no negaba la necesidad objetiva del estímulo material, solo insistía en que no podría ser la palanca impulsora del desarrollo del Estado socialista».

Pericás acude a una cita del economista belga Ernst Mandel, cercano a las posiciones del Che en esta polémica, para rescatar una relación no excluyente entre la estimulación moral y la ma-terial, que pusiera a la segunda en función del desarrollo de la primera, en lugar de otorgarle un primado sistémico. El condicionamiento dentro del cual Guevara veía funcionar el estí-mulo moral quedó muy claro en algunas de sus intervenciones registradas en las discusiones del Ministerio de Industrias, como la siguiente: «Pensar que un país entero va a responder a estímulos superiores teniendo hambre, eso a mí me parece un sueño [...] hay una cantidad de necesidades que son vitales y esas hay que satisfacerlas, si no las satisfacemos difícilmente podamos avanzar».

Otro elemento al cual el autor reconoce un peso decisivo en la visión guevariana del hombre

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nuevo se encuentra en su valoración del trabajo voluntario, para el cual a partir del Che valdría consagrar el uso de la mayúscula. La coyuntura creada por la urgencia de volver al azúcar sin una oferta de fuerza de trabajo para la cosecha convirtió al trabajo voluntario en un recurso indispensable, y la combinación de la estimula-ción material y moral a aquellos cortadores de caña, verdaderos héroes del trabajo socialista hasta que la zafra pudo ser mecanizada en más de un noventa por ciento. Pero, más allá de la coyuntura, lo que trascendía era el surgimiento de una nueva fi losofía del trabajo como reali-zación, de interés personal o social, en ningún caso constreñida a la concepción capitalista de la mercancía fuerza de trabajo, y en consecuencia, al salario como medio de explotación.

Pericás describe como en panoplia la diversi-dad de las formas de trabajo sin remuneración en las cuales el carácter de prestación voluntaria constituía ya una manifestación de desarrollo de una conciencia ajena al individualismo. Creo poder asegurar que las conductas ejemplares de aquellos años constituyen la base formativa de los efectos de solidaridad que han predominado en el internacionalismo de los profesionales cubanos hasta nuestros días.

Con razón afi rmaba el Che, en 1964, que «el trabajo voluntario no debe mirarse por la im-portancia económica que signifi que hoy para el Estado: el trabajo voluntario, fundamentalmente, es el factor que desarrolla la conciencia de los trabajadores más que ningún otro». El desarrollo de la conciencia se convirtió para él en el factor que «permitiría un acceso más rápido al socia-lismo». La iniciativa de articular esta práctica formativa en un sistema de emulación socialista buscaba precisamente dar visibilidad al reco-

nocimiento de la participación social destacada por la magnitud de la entrega, por encima de los intereses individuales.

El capítulo dedicado a la relación con las «tendencias marxistas» constata lo que podría llamarse una iniciación netamente ortodoxa, incluso estalinista, hacia mediados de los cin-cuenta, cuando el Che vivió en Guatemala y México, lo cual no le resultó incompatible con su compromiso pleno, convencido, con el proyecto fi delista en la Sierra y después de la victoria. Estima Pericás que «la desilusión de Guevara con los soviéticos comenzó en el año 1962, con la Crisis de los Misiles». Y a continuación valora su «decepción con el equipamiento industrial adquirido por Cuba en el bloque socialista», para concluir que «Guevara iba perdiendo, poco a poco, su fe en la burocracia de la URSS», cuya oposición a la lucha armada en la América Latina marcaba una seria diferencia con Cuba, porque además era replicada dogmáticamente por los partidos comunistas de la región. Ya en 1964, con criterios económicos propios sobre la transición socialista, las discusiones sostenidas durante una visita a la Unión Soviética contri-buyeron a sus conclusiones de que el país de los soviets «se convertiría en un futuro en un país capitalista, en caso de que continuara en el curso de sus reformas». Fue una apreciación del Che que tuvo su expresión más acabada en la exten-sa y meditada carta enviada a Carlos Quijano, director del semanario Marcha en Uruguay, con el título de El socialismo y el hombre en Cuba.

El Che, que ha ganado el reconocimiento de un espacio propio en la tradición auténtica del pensamiento marxista, ha sido «muchas veces malinterpretado, tanto por los marxistas ortodoxos, quienes lo acusaban de trotskista, como por

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algunos grupos trotskistas, que lo veían como prosoviético».

No son pocos los aspectos y los matices que aporta Pericás a la comprensión del pensamiento del Che que me veo obligado a pasar por alto. He querido mostrar, sobre todo, la medida en que este ensayo consigue volver a su estudio dejando en claro que no se trata de algo consumado en su totalidad. Que vale la pena volver al Che, reditarlo para garantizar su acceso a otras generaciones, pro-mover el debate y profundizar en la investigación de su obra y de su vida, repleta de irreverencia comprometida y de confi anza en las capacidades del ser humano para transformar este mundo con-trovertido y transformarse a sí mismo.

SUSEL GUTIÉRREZ TORRES

Vida en La Pirámide*

«Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme y la segunda tratando de

dormirme. Me pregunto si habrá una tercera parte». Así se cuestiona Antonio (Tony) Góngora al inicio de Arrecife, y es precisamente en esa tercera parte de la vida de su protagonista donde tiene lugar la trama de esta novela del escritor mexicano Juan Villoro, merecedora en 2014 del Premio de narrativa José María Arguedas, que otorga anualmente la Casa de las Américas.

Conocido ya por los lectores cubanos, la des-treza narrativa de Villoro, su detallado juicio ensayístico y su exquisita crónica periodística le han valido numerosas distinciones –entre las que destacan el Premio Herralde por su novela El testigo en 2004, el Premio Internacional de Periodismo Vázquez Montalbán por Dios es redondo en 2006, y el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso en 2012– que sitúan su nombre en lo más alto de las letras hispanoame-ricanas contemporáneas.

Entre hoteles semidesiertos, en las costas de la fi ccional ciudad Kukulkán –ubicada en la Riviera maya– se levanta La Pirámide, paraíso artifi cial que, con el miedo como recurso natural, ofrece a sus huéspedes experiencias de riesgo con peligros controlados, pero que los acercan al México siniestro de las noticias con «cuer-

* Juan Villoro: Arrecife, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de narrativa José María Arguedas.

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pos mutilados, rostros rociados de ácido, ca-bezas sueltas, una mujer desnuda colgada de un poste, pilas de cadáveres» (60), convertido ahora en exótica atracción turística para hombres y mujeres hastiados que se recrean con minidosis de salvajis-mo, pero siempre desde

la seguridad que ofrece el simulacro.La aparición del cuerpo sin vida de un buzo

altera la cotidianidad del lugar y funciona como detonante que descubre una extensa red de corrupción contada en primera persona por la voz de un atípico narrador que ha perdido gran parte de sus recuerdos por el abuso de las drogas. Mientras un investigador de homicidios indaga el crimen en clave policiaca, Tony lo hace en cla-ve moral. Así, nuestro desmemoriado narrador no solo va dando sentido a las pistas dispersas que esclarecerán los secretos ocultos, sino que recupera retazos de su pasado, a través de con-versaciones con su amigo Mario Müller, que resultan un método de cuestionable legitimidad para implantar memoria.

La Pirámide, especie de microcosmos sustraí-do del entorno, ofrece numerosas posibilidades expresivas. Y es que la estrategia de delimitar el espacio narrativo a ámbitos muy defi nidos y con-cretos no es ajena a Villoro; lo hace, sin ir más lejos, en su primera novela, El disparo de argón, circunscrita a una clínica oftalmológica de la Ciudad de México. Este recurso, herencia quizá del/homenaje al Cortázar de Los premios, don-de un crucero que reúne a sus pasajeros con el pretexto de un sorteo se torna espacio narrativo

por excelencia, le permite vigilar de cerca –por así decirlo– a sus personajes: al dúo de amigos compuesto por Tony y Mario, otrora miembros del grupo de rock Los Extraditables, rezagos de la contracultura de los años sesenta, convertidos uno en musicalizador de sonidos para peces, en gerente el otro; al resto del personal del hotel, desde su dueño, el Gringo Peterson, marcado por los tintes trágicos de un destino dejado a una suerte que lo maltrató con triunfos, pasando por Sandra, la profesora de yoga y coreógrafa de pretendidos secuestros y falsos encuentros con la guerrilla, hasta llegar al antipático jefe de seguridad, Leopoldo Támez, típico oportunista y escalador social; sin olvidar a los extravagantes y algo estereotipados huéspedes de paso.

Novela futurista sin ciencia fi cción, como la ha califi cado el periodista mexicano Carlos Puig, Arrecife desprende un hálito que la emparienta a ratos con narraciones distópicas. A medio cami-no entre realidad y símbolo, la atmósfera de la no-vela se asocia a la representación de la violencia, simulada o no, y desde ese trasfondo refl exiona sobre la búsqueda del miedo como paranoia re-creativa, la ecología como negocio rentable en el mundo contemporáneo, nuevas formas de colo-nialismo sustentable, el narcotráfi co y el lavado de dinero en sociedades alienadas. De la mano de estos argumentos, surgen atemporales temas de la condición humana como la ética, la frontera entre el bien y el mal, el camino a la redención, el valor de la amistad contra toda adversidad y la nostalgia de la familia –constante en la obra del autor– como fuerza salvadora, baluarte último de resistencia ante la devastación y el caos.

Los habitantes del resort, ya sean trabajadores o huéspedes, tienen en común una discontinua rela-ción con el pasado, con lo que ya fue: «Resultaba

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insólito hablar del pasado en La Pirámide. Todos estábamos ahí porque algo se había jodido en otra parte. Una de las más agradables conven-ciones del hotel era que nadie sentía curiosidad por la vida anterior» (15). Sin embargo, Mario rompe con ese protocolo de acción, con esa ley no escrita cuando trata de implantar a Tony recuerdos recuperados –y acaso algo falsea-dos– desde su propia memoria. Lo hace con la urgencia agónica de los moribundos llamados a cumplir una meta; la suya, salvar al amigo, retribuirle lo que en su temprana juventud Tony hiciera por él. Como resultado, Góngora sufre un cambio de piel; el «Hombre de Confi anza» (73), el gris musicalizador de peces desdeñosos de la vida, adopta a Irene, la hija de Müller, y se convierte en alguien necesario, elevándose como personaje gracias al deber ser impuesto por el amigo y a la familia que este le regala como acto último de amistad.

Esa negación del pasado que se experimenta en las instalaciones turísticas, aisladas por cercas electrifi cadas camufl adas por naturaleza artifi cial, se opone a la visión de México exhi-bido como un «país que se parece demasiado a sí mismo. Ofrece pasado, pasado y pasado. Guitarras, atardeceres y pirámides» (59). De ahí la original idea de Mario de ofrecer a los nuevos turistas algo completamente novedoso, algo que los demás no hayan visto ni experi-mentado y los llevara a soñar, anhelar y sentir cosas distintas.

De igual manera que el protagonista se en-frenta a episodios que no llega a ubicar del todo en su memoria bajo las categorías de sucesos reales, implantados por Mario o imaginacio-nes delirantes producidas por el efecto de las drogas, se difuminan también las fronteras

entre ilusión y realidad en los acontecimien-tos presentados en el hotel, escenario de una especie de realidad alterna donde no todo es lo que parece, o mejor, donde lo que parece no es siempre todo lo que es.

La novela está signada por esa teatralidad, por las apariencias, por el pretending. Todos desem-peñan un rol y actúan de acuerdo a él: Mario es a un tiempo el entrenador de la memoria de su amigo y el Der Meister del orden, del control y del miedo en el hotel; Tony es el Hombre de Confi anza, cuya mera presencia es tranquiliza-dora; los huéspedes participan en simulacros, acaso felices de ser engañados en encuentros con actores pagados para interpretar narcos y mer-cenarios. En La Pirámide, incluso las serpientes adoptan disfraces, máscaras que les permiten ser lo que realmente no son. «Hasta las víboras actúan» (66), pensó Tony en una excursión al ver una falsa coralillo imitar los anillos de especies venenosas para lograr sobrevivir. El hotel mismo se disfraza bajo símbolos venerados y la ciudad bañada por las costas del mar Caribe adopta el nombre de la deidad maya Kukulkán.

Organizada en torno a pasajes continuos con pequeñas divisiones entre sí, los constantes diálogos, inteligentes y dinámicos, otorgan a la novela un pulso narrativo y un ritmo que la hacen avanzar casi cinematográfi camente, aunque su escritura no alcance la complejidad narrativa y la profundidad argumental de El testigo ni sus personajes cobren vida propia, como los más entrañables protagonistas de sus crónicas. Sí cumple, no obstante, la ardua responsabilidad de recrear anécdotas serias con la dosis justa de hilaridad, como cuando describe con las señas del absurdo el totalmente verosímil encuentro entre Tony y el guardia de una base militar:

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–¿Ode va? –preguntó como si no tuviera lengua.En ese sitio solo se podía ir a un lugar, pero tuve que decir que iba a la base. El soldado solicitó mi nombre.–Antonio Góngora, servidor –respondí, con amabilidad arcaica. El soldado sacó un cuaderno arruinado por la humedad. Anotó las placas del vehículo y mi nombre. Pidió que deletreara «servidor». Dije que no era un apellido sino una fórmula de cortesía. Me vio con la desconfi anza de su ofi -cio. Me resigné a deletrear «servidor» [144].

Con su acostumbrada brillantez en el tra-tamiento del lenguaje, Villoro consigue una narración entretenida, con rasgos de policial y novela negra, plagada de referencias a la cultura contemporánea, a sucesos de la historia reciente y episodios capitales de la historia de México como la matanza de Tlatelolco y las hazañas del subcomandante Marcos. No se ausentan ciertos guiños intertextuales que conectan la lec-tura con otros de sus textos. Los Extraditables hacen pensar irremediablemente en la banda homóloga, Fusifi ngus Pop, mencionada como elemento autobiográfi co en Tiempo transcurri-do. Crónicas imaginarias; el joven que llevaba consigo dinero para préstamos de urgencia en épocas anteriores a la aparición de los cajeros automáticos parece antecedente directo del personaje que anima la deliciosa crónica «El prestamista», incluida en el volumen ¿Hay vida en la Tierra?

En Arrecife nada queda suelto, ningún elemen-to es gratuito. La trama consigue unir todos los personajes y situaciones por medio de sutiles lazos y relaciones de causa-efecto, como la

que involucra al buzo muerto y a su verdugo, descubierto hacia las últimas páginas de la novela, aunque hacerlo no signifi que necesariamente cas-tigarlo o apresarlo, sino compartir con el narrador interrogantes morales como la posibilidad de sentir simpatía por un asesino.

El fi nal, que algunos podrían llamar feliz, parece más bien un gesto de esperanza. La muerte de Mario representa también la muerte simbólica de Tony y, a su vez, un nuevo comienzo. No es interés de Villoro develar lo que sucede más allá de la última página cuando Tony, la pequeña Irene y Laura, la niñera –personaje que aparece de forma tardía y destaca el papel de las redes de solidaridad que se están creando en albergues y refugios para mujeres víctimas de violencia–, toman un avión rumbo a los Estados Unidos.

Laura dio unos pasos hacia los bultos. Luego se detuvo y se volvió hacia mí, interrogán-dome con la mirada.–Estoy muerto –le dije. –¿Otra vez? –sonrió. –Para siempre –contesté, y fui con ella [225].

La ilusión irrumpe de la mano de esta familia formada, accidentalmente, por miembros débi-les y lastimados que se las arreglan para seguir adelante. Si bien es cierto que no hay felicidad en la novela, al menos se anuncia como una po-sibilidad, como esa de la que habla el epígrafe de Malcolm Lowry y que anuncia un mañana mejor en una tierra corrompida hasta la ignominia. c

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YENYS LAURA PRIETO VELAZCO

Piedad Bonnett. El verso pare luz y eso consuela*

No es la soledad o la muerte el origen de su escritura. La vida que penetra es solo para

reconocerse en su desgarradura, y las palabras son llaves que muestran la intimidad misteriosa del mundo. Se mantiene ajena al grito, pero no a su eco. Conoce su oscuridad y la revisa, mientras pule en el poema las formas de la luz. Lo cierto es que no podemos defi nir exactamente cuál es el núcleo esencial de su poesía. Cicatriz o be-lleza. Remate o puntada. Desgaste o perfección. Son solo algunos de los caminos que subyacen en el hilván poético de la colombiana Piedad Bonnett, quien con su libro Explicaciones no pedidas –premio de poesía José Lezama Lima 2014– ofrece una obra que «cura con cenizas».

El nudo que se deshace y la mujer que se deshabita son imágenes que sintetizan la poesía de Piedad, «algo persistente y callado» que amalgama en su matriz al «ser listo para el amor» y el recuento. Resiste entonces, con la dignidad que le otorgan las palabras, el punto exacto de la maduración, la decantación fi nal.

El tiempo interno de este libro transcurre entre la soledad y el (des)anclaje; la pérdida

frontal y el axioma que la sustantiva; la voluntad de (re)conocerse y la vocación fi nal para rasgar lo oscuro a golpe de memorias y poder así parir la luz. Si preguntamos a la autora dirá que, en el arte, no espera el hallazgo sino la búsqueda, y que no quiere parecerse demasiado a sí

misma. Atrapar ese perpetuo movimiento del yo es el reto que trasluce su escritura. Pero cae en una trampa virtuosa, la de acudir perennemente a los retratos.

Sus páginas dan cabida a un sujeto lírico que adquiere noción de sí mismo a través de la revi-sión incisiva. En este libro se pondera la intuición poética y, mediante la revelación de lo cotidiano y la acumulación de las experiencias vitales, Piedad penetra el espacio más íntimo para re-galar una obra que tiende al universalismo. Son versos que revelan y esconden, que se cuecen en ese rejuego entre lo que se nombra y lo que se presiente.

La poeta colombiana crea un universo de imágenes a partir de la correlación entre ideas simples, y construye un paisaje para los afectos; aunque le confi eso, es un texto para contemplar de lejos, atenuando los remordimientos y el caos interior. Lo digo porque solo así puede uno salir ileso, «serenamente», de su escritura.

El libro se estructura a partir de cuatro puertas o cauces principales –La divina indiferencia, Cuatro historias minúsculas, La inocencia del sueño y Explicaciones no pedidas– y transita por diversos estadios que la llevan en un viaje a través de los arabescos de la memoria.

* Piedad Bonnett: Explicaciones no pedidas, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de poesía José Lezama Lima.Re

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La primera sección se teje desde la revelación del ojo triste, habla del deterioro de la espe-ranza por el transitar cotidiano, las esquirlas de la ausencia, y ahonda en la evocación de lo perdido. Esa huella está presente en «Las fotos», donde escribe: «No le digo a mi hermana lo que en su fondo sabe: / que lo que quiere atar allá se queda, / que en su maleta / ya se comienza a derretir la nieve / que no hay segundos tiempos, / que escribimos historias con fl ores disecadas y mariposas muertas / que asfi xian con su polen nuestros días».

La vida aparece refl ejada como una secuencia reiterada, que va del tedio a los pequeños mila-gros hasta terminar en la anulación. Piedad se abre al poema entre versos traslúcidos, alejados de cualquier trascendentalismo impostado. Los aconteceres de la poeta se infi ltran en el sustrato del poema y transgreden la frontera de lo anecdó-tico para trocarse en una verdad más universal. «No hay cicatriz, por brutal que parezca, / que no encierre belleza», escribe en «Las cicatrices», y pacta con la herida, como una forma de perpetuar el aprendizaje y de tributar a la mirada interior que se sostiene sobre la ausencia.

La palabra aparece entonces como arquitrabe del vacío y su horror. «El miembro / que el bis-turí ha arrancado limpiamente... / se resiste a no ser», dirá en «Dolor fantasma». La amputación (de lo que daña) se convierte en acto fallido ante la permanencia de la punzada, reconocimiento de las diversas formas de la muerte, de su di-mensión irrevocable y la incapacidad del sujeto lírico para el acto pleno de sanación.

«Como el molusco / los poetas tenemos una belleza extraña / que atrae y que repugna», ad-vierte Bonnett en «Perlas». Allí revisa su propia circunstancia creadora para deslindar algunas

zonas que le interesan a su poesía: la memoria y su fondo amargo; las simas de la existencia y, más allá de esas certezas, defi ende el poder conco-mitante del poema. «Una hermosa señal de que no estamos solos / de que somos del mundo, para el mundo».

Ese pacto que se propone con el lector nace de un diálogo sereno, revelador. Cree en la imperfección de la palabra, por eso la descalza y la desnuda. No le admite galas o remiendos.

La segunda zona del cuaderno alimenta una mirada trágica. En ella el dolor se disfraza con una ironía inmovilizadora a través de poemas como «El mundo ancho y ajeno», donde se tras-luce la sensación de fracaso ante la modernidad y sus vicios, al mostrar la impotencia, la apatía y el aislamiento del ser contemporáneo. «Nadie sabe otra cosa / salvo que saltó por la pequeña ventana de su cuarto... / Ah, sí, la noticia dice una cosa más: / que los empresarios de la fábrica han puesto mallas en todas las ventanas / para evitar más suicidios. / Leo la noticia en Google, en mi computador portátil / por donde veo el mundo ancho y ajeno».

«Telón», «Ofelia» y «Devórame», por su parte, revisan los simulacros de los amantes y las máscaras del amor. Tal parece que una de las mayo-res preocupaciones de Bonnett es estar conectada con el tiempo en sus muchas versiones. La ve-mos construir sus versos sobre esa nebulosa que llama herencia y en ella deposita los andamios interiores de su poesía. También asegura, como Borges, que la originalidad no existe, pero no re-nuncia a intentar su propio camino. Le interesa, sobre todo, la cualidad anticipatoria del poema.

En «La inocencia del sueño» hay una interroga-ción a lo desconocido, a los móviles del pensamiento y la acción (in)conciente. En esta ocasión, su

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poética se mueve por espacios oníricos donde cuestiona los límites entre irrealidad, locura y muerte. Su poema «Mester de cetrería» lo confi rma: «Uno salta al vacío desde el frágil balcón de su locura... / Yo soy el negro sol que los orbita. / Con mis manos los palpo, como un ciego / que en ellos se descifra».

«La inocencia del sueño», «Visión» y «Hos-pital» tributan a la intención poética de poner en solfa los límites de la razón y sus antípodas. «Mis sueños se han poblado de enfermeras. / Hoy bajan / hasta las líneas negras del poema / y allí cantan / como aves sin color / sus músicas funestas».

La cuarta parte, «Explicaciones no pedidas», comienza con una salutación al acto de la crea-ción poética, a las palabras. El poema que da título al libro deviene declaración sobre el ofi cio de poeta, ese que ha nombrado como una labor «absurda» ya que, según refi ere, el poema es, simplemente, una explicación no pedida. «Por ti la gravidez, / el fondo, / el tuétano / caer como plomada», expresa Piedad, y se asume deudora de esa escritura que es fuente de «amor intran-sitivo», de luz y de milagro.

«El perseguidor», «Encuentro fortuito», «En technicolor» y «Un cuento antiguo», ofrecen un cierre al libro, desde las dicotomías del amor y sus semillas. Reaparece la posibilidad de aupar, entre los versos, una promesa de salvación. «Los empleados del hotel no oyen lo que resuena en ese cuarto: un crepitar de incendio, un canto amargo / que va hacia atrás / hacia su propio origen. / Alguien allí nos cuenta un cuento antiguo, / al-guien solloza y reza / pidiendo un par de alas».

Explicaciones no pedidas ahonda en los misterios del mundo (el amor y la muerte), mientras interroga con las mismas preguntas

que han atizado los poetas desde los orígenes de la escritura. Para Piedad, lo más importante es explorar siempre la correlación de las múl-tiples respuestas. El poema como espacio de reconstrucción obsesiva del tiempo también se convierte en vía para encubrir o distanciar el dolor. «Mi dolor es cerrado como un huevo / un tambor, un olvido, una garganta / donde se asfi xia aleteando el miedo».

Este cuaderno se cuece en la ambigüedad de nombrar sin nombrar (la angustia, la añoranza, la duda existencial, la curación, la ausencia). Bonnett potencia la capacidad de resonancia del poema y deposita en él una buena dosis de silencio. (Asegura que este cuaderno pertenece sobre todo al silencio donde los otros pueden ubicar su propio sentido.) No aspira a ser, por tanto, verdad absoluta; sino artilugio contra la sed, paraje próximo donde sostener alguna for-ma de supervivencia. Escueta tal vez, pero no renunciable y como ella misma ha referido, lo hace con «una poesía lacónica, al puro hueso».

Manifi esta la extraña cualidad de poder hablar a gentes muy distintas. Pulsa las cuerdas de la realidad solo para demostrar la imposibilidad del poema de suplir ese espacio de vida que se repliega y reconstruye en su interior. Con este cuaderno Bonnett se reafi rma como una singular hacedora de versos, cercana al ejercicio creativo de otros autores contemporáneos con los cuales se identifi ca como Fabián Casas, Yolanda Pantin o Fabio Morábito.

Desde la publicación de su primer libro, De círculo y ceniza (1989), mención de honor en el Concurso Hispanoamericano de Poesía Octavio Paz, y revisando títulos como Nadie en casa (1994), El hilo de los días (1995), Ese animal triste (1996), el libro de poemas de amor

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Todos los amantes son guerreros (1997) y Las herencias (2008), ha continuado reafi rmándose como una de las voces más representativas de la poesía colombiana contemporánea. Sus ocho poemarios dan fe de la trasmutación de su voz, pues revelan que su creación poética se ha tras-formado a través de los años, como ella misma. «Siete estómagos tiene el poema... / lo rumian, lo maceran / lo disuelven / fi nalmente lo excretan / A veces –quién creyera– su materia ilumina».

Al fi nal siempre queda la inmensa luz de sus versos como derroteros que incitan a la búsqueda de una promesa de salvación (de la memoria, de la palabra, del poema). Aprendan, nos dice Piedad, esto que canto es silencio, murmullo pletórico de voces que al fi nal no son más que su propia circunstancia abismándose.

Defi ende la imperfección fi losa de la palabra, su aguijón punzante para depurar(nos). Esa es la idea que anida también en «El que hace el trabajo sucio». Hay una fe en la capacidad de depuración que solo el verso tiene, a pesar de su carácter dentado y de los riesgos que implica poner la mirada en el «amargo alimento».

Explicaciones no pedidas deviene lección de supervivencia. La autora defi ende una sereni-dad cosida en la violencia de la (des)esperanza, pero siempre pautada para esperar la luz, o al menos una cierta conformidad que nace en el conocimiento; por eso nos dice en «La piedra»: «Dios está muerto / hace tanto / y el destino es tan solo una máscara que el vacío se pone. / Solo puedo acariciar la piedra, su fría contundencia / reconocer / su modo impenetrable de ser contra mi mano».

En poemas como «Desgarradura» –donde la noción de pérdida y ausencia se vuelve asfi xia de la voz, quejido ahogado «para que no tras-

torne / el silencio que ronda por la casa»– es donde su poesía cobra mayor hondura. No hay disfraz posible ante la herida que Piedad reve-la, conectada irremediablemente con su propio drama personal. La evocación del ser amado, del «útero vacío», la llevan a la sublimación de un tiempo anterior, al diálogo con una imagen que persiste en la memoria. «El mundo, de momento, no te duele / Todo es tibio esta vez, caricia pura, / como una prolongada primavera».

Ya lo dije. En este cuaderno no cabe el llanto. Menos el grito. Pero sí su eco, su reverberación. La fragmentación de una luz que se dispersa en cristales (de miedo/ausencia/tiempo). El poema que se abre como las puertas de una casa es solo un pretexto para encontrar, más allá de la «male-ta de ropa sucia, el cepillo de dientes / los libros recién comprados», una palabra que se amplía a partir de «lo crudo, lo incompleto, lo que nunca podemos o sabemos terminar».

El nudo que se deshace, la mujer que se deshabita, o mejor, los hilos imprecisos y humanos que aspiran a engrosar la madeja del poema, nombran la obra de Piedad Bonnett. No es la desgarradura ni el golpe; la derrota o el silencio, el núcleo de su escritura. Ya lo confi rman sus versos, «lo oscuro pare luz y eso consuela». c

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MAITÉ HERNÁNDEZ-LORENZO

Margarita, hay cosas peores, pero este libro no*

Cosas peores, así titula la narradora colombia-na Margarita García Robayo su cuaderno de

cuentos, ganador por unanimidad del Premio Casa 2014. Al fi nal del certamen, a los cinco jurados de esa edición se les veía contentos y satisfechos. «Está buenísimo», me dijo Emerio Medina, el escritor cubano premiado dos años antes por La bota sobre el toro muerto, un pu-ñetazo limpio a la literatura dócil y comodona. Si Emerio afi rmaba que estaba bueno, lo estaba. Lo leí así. Y lo leí dos veces.

Siete relatos, breves y rotundos. Desde el primero hasta el último. Es un libro de cuentos, queda claro, pero García Robayo conoce bien sobre cuestiones de dramaturgia. Es un hecho. En la manera en que están hilvanadas sus pá-ginas indica que sí, conoce cómo construir una narración que contenga, en sí misma, sucesivas microhistorias, situaciones, caracteres recóndi-tos y palpables, perfi les complejos y sinuosos, cuadros que componen un fresco total, detalles que no escapan al ojo de un espectador ávido frente a un escenario. Escondido, un personaje penetra a fondo esas vidas: la muerte y con ella, la desesperanza, la soledad, el hastío.

«Un punto rojo sobre un fondo negro», el primero, pareciera que va a prepa-rarte para otros asuntos comunes y gastados, fal-tos de sorpresa: la infi deli-dad, el triángulo perpetuo del amor, algo así. Pero la cosa no queda en esos términos facilones. Por el oscuro hueco del diminuto

patio donde Pedro y Rosario fuman, donde se van conociendo hasta llegar, en una excelente elipsis, a la voluptuosidad de los cuerpos –más bien del cuerpo de ella–; repito, por ese oscu-ro orifi cio se descomponen los «píxeles» que integran la pantalla de la soledad y la apatía de ambos personajes. Perdidos en un hotel de aeropuerto, luego de un trágico accidente, ambos esbozan un desarraigo idéntico al no lugar que es una terminal aérea. En proscenio, ellos también están a punto de volverse no personas, a perderse en ese «punto rojo» por donde se escurren sin ninguna esperanza.

Así se abre este volumen, solo que el lenguaje con el cual Margarita describe ese hastío no se hace denso, sino que se aligera, se vuelve aire, se naturaliza. Sin ningún esfuerzo, con una extraordinaria capacidad para mostrar esas situaciones casi absurdas o fortuitas, la autora va pincelando cuidadosamente su estilo.

Como decía, uno de los personajes es la muerte que se cosifi ca en diferentes tonalidades, situa-ciones, experiencias y variables. Especialmente en «Algo mejor que yo», «Sopa de pescado» y «Los álamos y el cielo de frente» la vivencia directa o indirecta de la muerte está zanjada. Esa triada articula una zona del libro que habla

* Margarita García Robayo: Cosas peores, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de cuento.Re

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directamente de la agonía, los espejismos que provoca, el acecho de la muerte y el misterio que la envuelve.

«Algo mejor que yo» evoca el suicidio real, pero también el simbólico corporeizado en la relación fi lial, en los desplazamientos de afec-tos, en la búsqueda de compensaciones ante la pérdida y la desazón. Un padre y una hija descolocados, desfasada su relación debido a la muerte de un ser querido. Cómo remplazar ese «accidente» familiar, cómo resolver el dolor que lacera y no sucumbir frente al espejo, sin más, un día detrás del otro, sin mejores opciones que la restauración de una memoria compartida. En cambio, «Sopa de pescado» es una descripción formidable de la agonía. «Mientras agoniza», Aldo Villafora cree ver la vida, cree ver a sus seres queridos, duerme, despierta y construye su realidad plena de temores, de angustias que no vienen del miedo a morir, sino del pavor a la vida misma, al mismo amor. Es un fl ashazo ex-celente de un momento de alucinación, recurso tan llevado y traído en la literatura, en el que nos confundimos tal como lo hace su protagonista, se desdibujan las orillas de lo real y lo irreal, y acudimos a la profundidad de su pensamiento y su imaginación. El triángulo se cierra con «Los álamos...», que lo esconde todo, metafórica y li-teralmente. Nada se exhibe, ni siquiera el vientre colgando de la joven madre sin hijo. No queda claro qué ha sucedido, pero acudimos al resulta-do de un largo proceso de tensiones, complejas relaciones, violencia verbal, dominio y sujeción, como suelen ser las historias familiares. Es un silencio elocuente del cual el lector elabora sus conclusiones más allá de la anécdota, de un dato puntual. Aquí otra vez la vena azul debajo de la piel blanca, puede leerse.

Sin embargo, en «Cosas peores» y «Como ser un paria», la muerte acecha y confi rma su presencia de un modo tajante. Ambos protago-nistas están enfermos, sin esperanza de mejoría pero, curiosamente, desde sus imposibilidades, maniobran para continuar la vida tal y como la vida misma se las ha dado. Pero en el ínterin comprueban no solo la fi nitud vital, sino aquella que está en los afectos y sentimientos, en oca-siones, tan despiadados como la muerte misma. Emparentados por personajes y situaciones similares: en el primero, la obesidad de un niño de padres divorciados y madre sobreprotectora comprime la atmósfera y en el segundo, el hijo sobreprotector hacia la madre en fase terminal; los cuentos dejan, en cambio, un sabor a vida es-peranzador más allá de las fatales circunstancias.

En ese desfi ladero, barranco abajo, se cuela «Lo que nunca fuimos». Este relato, sentido quizá fuera de tono en el cuerpo más avanzado del vo-lumen, nos expone una (dis)pareja que dialoga/refracta/entronca con la del primer cuento, «Un punto rojo sobre un fondo negro». De alguna manera, sin serlo explícitamente, pudieran ser ese hombre y mujer, abstractos en su propia relación.

Un dúplex construido a fuerza de un amor inconsistente, casi infantil, caprichoso y ma-nipulador. Sin embargo, en sus más profundos lazos, algún guiño nos hace sospechar de un extraño simulacro de doble sumisión y poder. Como Jerónimo en el último relato, una especie de víctima y victimario a la vez. Dualidades ex-trañas como son también las de la vida misma, intervienen en un juego de refl ejos distorsiona-dos, similar a la ilustración de cubierta, Hombre solo, del también colombiano Luis Caballero.

Una nota de perplejidad cierra el cuaderno con ese último cuento justamente, «Los álamos

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y el cielo de frente». Aquí el lector tendrá que agenciarse cómo terminar una historia donde queda en entredicho la violencia sicológica y física, el suicidio, la victimización, el dominio y la sujeción. No es casual que sea este el últi-mo relato, como si nos estuvieran invitando a reconstruir estas pequeñas historias desde las primeras páginas.

Al valor literario de una palabra que se torna gesto entrecortado, fi jeza, se añade una predis-posición hacia lo cinematográfi co. Logramos dibujar, a fuerza de precisión y de ritmo, una pantalla por donde van desfi lando, uno tras otro, los rostros desgajados, convulsos, de cada uno.

García Robayo domina los detalles, las pe-queñas costuras que engarzan un borde con otro, una costra de suciedad, herida, una vena azul en la blanca piel (imagen que se repite más de una vez en varios relatos), una profundidad dolorosa en esas pequeñas situaciones extremas, agonizantes, de sus personajes.

Todos llevan un dolor a cuestas. Es un libro de expiación que quizá la mano de una mujer en sus múltiples instancias, madre, hija, her-mana, amante, artista, enferma, puede moldear hundiendo el dedo en los ojos, en el vientre, en el corazón.

Breve, angosto y punzante. Sí, hay cosas peores, Margarita, pero tu libro no es una de ellas.

IANELA RODRÍGUEZ QUINTERO

Lezama Lima y la incógnita del «pensar latinoamericano»*

¿Existe una literatura latinoamericana, un ensayo, una fi losofía, una crítica, una pro-

ducción teórica netamente continental? Cuántas veces estas preguntas han invadido nuestras cátedras y editoriales y cuántas respuestas no se han formulado al respecto. Son interrogantes que no desaparecen, porque América es un terri-torio simbiótico y su historia de colonialismo, independencia y globalización, al tiempo que nos contrasta nos homologa con Occidente, de manera que siempre tendremos quienes se con-centren en el humanismo universal de todos los procesos socioculturales y aquellos que prefi eran marcarlos con sus circunstancias específi cas. Pero, si antes nos cuestionábamos lo original de nuestras ideas o la autenticidad que garantiza la refl exión acerca de los problemas continentales, si buscábamos una unidad de motivos y com-promisos sociales y poéticos entre los letrados, pareciera que ese activismo va quedando atrás y la discusión se ha ido orientando hacia un aspec-to más básico y cotidiano: la forma de nuestro pensar, hacia los mecanismos y procedimientos

* Carlos Orlando Fino Gómez: José Lezama Lima: estética e historiografía del arte en su obra crítica, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de ensayo artístico-literario.

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que distinguen su expre-sión. Los fl ujos migrato-rios nos han obligado a oír que pensamos como latinoamericanos, a ex-pensas de cualquier idea que se exprese. No re-sulta anómalo entonces que la incógnita alcance las universidades y los académicos se planteen como criterio de inda-

gación la realidad de un proceder cognoscitivo propio, de una racionalidad distintiva en nuestras fi guras cumbres.

Entre las más recientes publicaciones del Fondo Editorial Casa de las Américas se en-cuentra el libro José Lezama Lima: estética e historiografía del arte en su obra crítica. Un texto que además de alzarse en enero de 2014 con el premio de la institución en la categoría de ensayo artístico-literario, se anuncia como el primero de su autor dentro de una trayectoria que espera demostrar que sí existen verdaderos teóricos y estetas en la América Latina, aunque con una producción que funciona desde proce-deres singulares, híbridos y aún en vías de des-codifi cación. El profesor Carlos Orlando Fino Gómez, doctorado en Arte y Arquitectura por la Universidad Nacional de Colombia, asume uno de los proyectos más peliagudos que encierra la crítica cultural en este lado del Atlántico: el reto de traducir y validar para la disciplina teórica la propuesta hermenéutica de José Lezama Lima; el desafío que signifi ca traspolar un conoci-miento poético cabal y plenamente orquestado en la imaginería artística y la metáfora literaria a un sistema teórico-argumentativo compacto

sobre la estética y la historiografía del arte. Por su naturaleza misma, este cometido siempre engendrará resultados disonantes, artifi ciales e incompletos.

La investigación se articula a partir del análisis de ciento cuatro textos que el poeta, entre los años 1935 y 1974, consagrara al estudio de las artes; la selec-ción incluye cartas, palabras de inauguración, comentarios, perfi les periodísticos, conferencias, críticas de arte, editoriales y ensayos. Bajo este corpus común se disecciona el volumen en dos unidades temáticas, cada una introducida por un prólogo que reseña sus respectivas divergencias metodológicas; al respecto nos cuenta su autor: «Mi intención es la del cartógrafo, que no es más que un nauta, un viajero» (15). «La razón es de índole arqueológica: mi labor es la del restaurador [...]. Como restaurador pretendo mostrar su edifi cio teórico –catedral orgánica–, por ello, mi misión tiende a dilucidar la obra que se encuentra en el sustrato» (187).

Orientada a descodifi car y exponer una teo-ría general de la estética, la primera parte del libro viene a componerse de tres capítulos que despliegan las macrodirectrices del quehacer refl exivo del escritor de Paradiso: su teoría del arte, de la imagen y su sistema poético. En «Teoría del arte: la búsqueda de la sustan-cia plástica» se desmiembra su concepción acerca de la producción artística y un tópico relativo a la transvaluación de lo sensible y la noumenología del cuerpo, que es como Fino Gómez bautiza su disyunción primigenia con la fenomenología hegeliana del espíritu. La distancia entre el ser y el existir, para Lezama, se dirime mediante la consustancialización del creador con su cuerpo y con el mundo, una do-ble posesión que le viabiliza artizar la materia

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y producir la obra de arte, en tanto sustancia plástica particularizada.

[M]uy tempranamente, advierte que este conocimiento no puede generarse a partir de una sola imagen –por armónica que sea–, sino a partir de una red de imágenes asociadas a metáforas que constituirán «un sistema poético», o la manifestación espacio-temporal de un conocimiento poético del mundo [72].

De la singularidad del conocer lezamiano, de

la forma en que se estructura en un conocimien-to y de cómo este deriva en un sistema poético mediante la reposición de la metáfora, versan los próximos apartados. Un discernimiento que pasa por desconstruir las tres variantes princi-pales de su imago mundi: la imagen como un absoluto o la totémica; la que se sabe imagen, que es la representada, y la imagen como la última de las historias posibles, que promulga las narrativas de la Historia como la posibilidad única de lo real. A través de ese trayecto se irán compendiando los puntos neurálgicos circunscri-tos alrededor del sujeto metafórico, del lenguaje plástico coral y de la habitabilidad del paraíso. El ensayista colombiano reformula esta plataforma cultural en dos espacios tópicos, similar a la tradición europea: en una teoría social del arte y en una teoría de la recepción.

Entre las consecuencias de este emplazamiento del contenido en otra forma y en otro espacio crítico, se entrevé una imagen de Lezama que a muchos intelectuales cubanos les podrá parecer, por algunos enfoques y matices, desautomatizante y dialógica. La exégesis lo engalana con cierta vis política y de participación social, con una

carencia de ambigüedades y un esclarecimiento ideológico que no estamos habituados a leer desde los imaginarios nacionales. Y, hemos de admitir, pocas cosas se agradecen tanto como el acto de inducir el cuestionamiento de nuestros propios encuadres hermenéuticos, en especial cuando se trata de una fi gura tan versátil.

En su segundo escenario el volumen se pro-pone legitimar un juego cosmogónico caracte-rizado por los académicos como fabulador y oscuro, dicho no sin gran admiración, aunque para separarlo del discurso científi co-social. «La expresión americana» sitúa el razonar de la poesía, sus hipérboles y metamorfosis como fuerza motriz de la Historia, y describe así para las etapas de la cultura universal un horizonte propicio a las comparaciones sincrónicas; asi-mismo, la propuesta logra exteriorizar un tejido que enlaza naturaleza y cultura. Carlos Orlando Fino Gómez, en aras de dirimir las pugnas y estereotipos entre críticos literarios y críticos de arte, prioriza un personaje de la literatura para demostrar la existencia de una historiografía latinoamericana de las artes. La decisión es plausible porque realza un territorio poco visi-tado por los analistas del poeta; no obstante, la sustantivación deja notar ligeras oquedades en el trazado general de las especulaciones teóri-cas, precisamente por la displicencia con que se abordan los aspectos literarios.

Para representar la perspectiva historiográfi ca de José Lezama Lima, se comienza desplegando la relación intrínseca que el cubano reconoce entre el tiempo y el espacio al momento de proyectar la noción misma de tiempo, y cómo esta concepción prescribe un método para tran-saccionar los disímiles espacios-tiempos de la Historia. Dispone, en efecto, una doctrina para

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repensar y reconstruir las relaciones en el de-venir de las culturas y las artes, de manera que se amplíen e inviertan los lazos de causalidad y condicionamiento que suscribe la teoría tra-dicional. Será el croquis de lo pluridimensional en la topología del tiempo histórico, aquello que al profesor colombiano le permitirá desbrozar, en su capítulo último, la arquitectura analítica y sintetizadora que sostiene la cosmogonía de las eras imaginarias. A su juicio, las eras ima-ginarias constituyen uno de los grandes aportes lezamianos a la forma de realizar y entender la Historia del Arte y de la Cultura.

La trans y supratemporalidad de este ángulo historiográfi co servirá luego de pretexto para trazar líneas de criterios, ideas e intuiciones esgrimidos por el escritor cubano durante sus disecciones críticas a los artistas plásticos o es-grimidos para acercarnos sus preceptos a otros referentes autorales, como sucede con Alejo Carpentier y el paisaje americano. Durante este recorrido se irán perfi lando los basamentos téc-nicos de los vocablos: sobrenaturaleza, mito, epifanía/visión, artista-organum, reoriginar, entre otros.

El abigarramiento y la sobreabundancia del universo lezamiano ha malacostumbrado a confi nar los estudios alrededor del literato a tesis específi cas sobre materias o argumentos nodales, y han sido escasos los investigadores que se plantean la totalidad como paradigma de búsqueda. José Lezama Lima: estética e histo-riografía del arte en su obra crítica deviene uno de esos títulos que, por su empeño totalizador, se tornará ineludible para el examen de la obra de Lezama. El propósito de extraer y organizar en un único andamiaje su raciocinio teórico, le dispensó al texto una visión amplia e integradora

que se mostrará útil para los iniciados y prolífera en el contrapunteo con la crítica. Carlos Orlando Fino Gómez no solo rescata a un imprescindible para el proyecto del «pensar latinoamericano», sino que también está revitalizando un debate sobre la producción teórica en la América Lati-na que va siendo hora de atizar desde todas las disciplinas humanísticas. c

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MARY YANETH OVIEDO

Manuela Sáenz vista por ojos de mujer*

Al leer el estudio de la joven académica ve-nezolana Mariana Libertad Suárez titulado

La loca inconfi rmable: apropiaciones feministas de Manuela Sáenz (1944-1963) es inevitable re-cordar cómo la historia de Manuela Sáenz estuvo desde el siglo XIX marcada por epítetos, insinua-ciones u omisiones. Ya en 1997, María Mogollón y Ximena Narváez1 habían establecido el silencio que existe sobre Sáenz tanto en la historia como en la literatura entre 1860 y 1944. Son varios los estudios hechos sobre el boom literario que se desencadenó acerca de la heroína ecuatoriana a partir de la pasada década del cuarenta, pero ninguno había prestado la sufi ciente atención a las narrativas escritas exclusivamente por mujeres en este período. Es así como el libro de Suárez, que mereció el premio de estudios sobre la mujer convocado por la Casa de las Américas, en 2014, llena un vacío desde una renovada perspectiva en el análisis de la historia y el debate de género. La profesora Mariana Libertad Suárez es doctora en Filología Hispánica y en Ciencias de la Informa-ción de la Universidad Complutense de Madrid, investigadora adscrita al centro de estudios Post-

doctorales de la Universi-dad Central de Venezuela y becaria del Programa José Carlos Mariátegui, y ha sido también galardo-nada, entre otros, con el Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas en 2009.

El análisis que Suárez propone constituye un

aporte significativo no solo al estudio de las representaciones que la heroína ecuatoriana ha inspirado sino también a la investigación de na-rrativas que antes no habían sido abordadas desde un feminismo profundo y renovado, que afi anzan la presencia de Sáenz en el imaginario de nuestro continente. Con una diversa representación inter-nacional, el corpus recopilado por Suárez para su análisis consta de cinco obras escritas por mujeres que se aproximan en la temática, la fecha y el lugar de producción, a saber: La Libertadora: el último amor de Simón Bolívar (1944), de la hispano-panameña Concha Peña; Coeur de héros, coeur d’amant (1950), escrita por la haitiana Emmeline Carriès Lemaire; Manuela Sáenz: la Divina Loca (195?), de la venezolana Olga Briceño; Amor y gloria: el romance de Manuela Sáenz y Simón Bolívar (1952), de la peruana María Jesús Alvara-do; y Manuela Sáenz: biografía novelada (1963), escrita por la ecuatoriana Raquel Verdesoto. Los trabajos escritos sobre Sáenz que durante el período en estudio gozaban de mayor divulgación fueron los escritos por hombres como Alfonso Rumazo González,2 Vicente Lecuna, Alberto Miramón o

2 Rumazo y no «Rumanzo» como aparece en este vo-lumen.

* Mariana Libertad Suárez: La loca inconfi rmable: apro-piaciones feministas de Manuela Sáenz (1944-1963), La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de estudios sobre la mujer.

1 Manuela Sáenz: presencia y polémica en la historia, Quito, Corporación Editora Nacional. Re

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Víctor von Hagen. Suárez recupera a estas autoras y sus obras proponiéndolas como «territorios en disputa entre las identidades nacionales y de gé-nero» que darán luces para defi nir «el proceso de autoimaginación» que las escritoras representan en un punto crítico en el cual se delimitan y con-cretan los procesos de ciudadanía de las mujeres en Latinoamérica (23).

El libro consta de seis partes que exploran las apropiaciones feministas de cada una de ellas, partiendo de su necesidad de revisar y reconstruir un pasado histórico delineado principalmente por una hegemonía masculina. La primera parte «Un pasado en el lenguaje» (15-24), explica, a partir de un epígrafe de la Lógica del sentido de Gilles De-leuze, cómo desde la «proliferación de fi cciones de archivo» durante los primeros cincuenta años del siglo XX, las mujeres intelectuales inscriben los procesos de obtención de derechos civiles en la producción de narrativas que emplean «algunas variantes de la lógica feminista» (22). La segunda parte, «Lo que quedó de mujer (¿quiénes escri-ben?)» (25-82), presenta un amplio panorama de las diferencias de subjetividades de las autoras basadas en el momento histórico de producción de las obras, indagando sus líneas de pensamien-to a través de diversos escritos y actividades por ellas desempeñadas. En la tercera, «De tapices y experiencias: qué territorio intervienen» (83-96), examinan las maneras en que las mujeres recuperan y escriben el pasado para trasmitir el conocimiento histórico. La cuarta, «Cuando se siente el porvenir: desde dónde escriben» (97-128), estudia los lugares de producción y la ausencia, en muchos casos, de las mujeres en el escenario de la política y la redefi nición de los Estados latinoamericanos. Le sigue «El orden de la locura: cinco lecturas feministas» (129-228),

donde Suárez nos presenta el análisis concreto sobre el corpus y, a manera de conclusión, «De reenmascaramientos y feminizaciones» (229-242).

Dos décadas son abarcadas por el corpus seleccionado, que no solo intenta enmarcar la vida literaria, intelectual, social y política de sus autoras sino que ubica zonas de contacto entre ellas a pesar de que desarrollaban sus actividades en distintos países de Latinoamérica, el Caribe, e incluso España. Este hecho plantea una cosmovi-sión femenina que, aunque tiene distintos puntos de origen, converge en inquietudes evidentes en la implicación que tiene cada una de ellas con el trabajo continuo para conseguir penetrar los proyectos nacionales respectivos. La producción y publicación de estas cinco obras entre 1944 y 1963 no supone una simple coincidencia. Como lo expresa Suárez, más bien es el refl ejo del proceso de asentamiento de la «intelectualidad femenina» de aquel momento histórico que res-pondía a tres necesidades:

[L]a codifi cación de [los] valores que se defendían en el segundo tercio del siglo XX […]; la formación de sujetos que abrieran el aparato jurídico que debía regir los nuevos proyectos nacionales y [...] la creación de un «discurso de grupo» que [...] dependiendo del país de origen, les allanara el camino a las mujeres letradas para acceder a los espacios de poder ya instituidos [19].

Como resultado, la escritura de estas autoras constituye un desafío al discurso historiográfi co hegemónico que desde el siglo XIX había mo-delado las guerras de Independencia como un proceso masculino, mestizo y elitista, en el cual

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las mujeres, tanto escritoras como protagonistas, no tenían cabida.

Suárez establece un hilo conductor entre las cinco autoras, como feministas e intelectuales que, de una u otra forma, estaban involucradas con los procesos de ciudadanía femenina de sus respectivos países. Por una parte, este hilo conductor se teje dentro del campo cultural y se relaciona directamente con los referentes intelectuales en los que cada una se apoya, agen-ciando distintos signifi cados según el país. Por otra, rastrea las mediaciones que llevan a cabo sobre la recuperación de la historia «ofi cial». Sus perfi les están vinculados al mismo tiempo por su afi nidad y por formas distintas de abordar el feminismo latinoamericano, y Suárez contempla como procesos paralelos, de acuerdo al perío-do estudiado, tanto la apropiación de Manuela Sáenz como la lucha por los derechos civiles de las mujeres.

Como lo explica ampliamente la académica venezolana, las difi cultades enfrentadas por las mujeres radicaban principalmente en una reiterada oposición de la sociedad a que partici-paran, o compartieran, al nivel de los hombres, la vida y las responsabilidades públicas. Con argumentos justifi cados en la herencia de una tradición colonial y católica se pretendían mi-nimizar y desfi gurar las demandas por el acceso a la educación, al voto y a tomar decisiones con respecto a su propio cuerpo y al hogar. Este es un aspecto de gran complejidad ya que los procesos en Panamá, Haití, Venezuela, Perú, Ecuador y España, aunque persiguieran los mismos fi nes, tuvieron distintas etapas, y Suárez devela al lector las difi cultades, retos y estado de cosas en cada uno de los países a través de la expansión del territorio literario, enlazando su situación

social, política y cultural. Los argumentos de oposición se difundieron ampliamente tanto en los textos legales como en la prensa y la publi-cidad del momento. A lo largo de este segmento se puede apreciar el profundo y sobresaliente trabajo de investigación de archivo realizado por Suárez, pues recoge pruebas contundentes –y en ocasiones sorprendentes– de esta resistencia como, por ejemplo, el artículo de José Carlos Mariátegui quien, en 1915 y bajo el seudónimo de Juan Croniquer, publicó con respecto a las feministas peruanas:

Yo no concibo a la mujer abandonando el ritmo encantado de su vida quieta y tornán-dose vocinglera, correcalles y exaltada como uno de nuestros capituleros criollos [...] la prefi ero frívola y loca que adoptando el ade-mán hierático y doctoral de la mujer letrada [...] piense el lector cómo he de detestar a esas marimachos desgreñadas, empeñadas en la conquista de un derecho tan prosaico y vulgar como el voto [122].

La lectura crítica de Suárez argumenta que, en gran parte debido a la resistencia de la hegemo-nía patriarcal, las mujeres buscaron «estrategias de evasión del poder» recreando la vida de las heroínas aceptadas por la historia «ofi cial», desde una perspectiva femenina que interpretara y, a su vez, representara «prácticas sociales ge-neradoras de nuevas subjetividades» por medio de las cuales las mujeres podían establecer los valores de su ciudadanía (128). En este aspec-to radica la selección de un corpus que, hasta ahora, no había gozado de la misma visibilidad de la que disfrutaron los autores canónicos sobre Sáenz ya mencionados. Suárez recupera

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estas cinco narrativas sobre Sáenz y entrelaza los planteamientos señalados sobre las autoras, siguiendo un rigor conceptual con claridad y una fl uidez expositiva que en sí misma es refl e-jo de l’écriture féminine. A partir de distintos momentos de Sáenz, cada obra reconstruye su vida guardando un acuerdo en que es un suje-to deseante. Asimismo, el análisis del corpus se basa en varios ejes conceptuales, como los tomados del artículo «El deseo de las mujeres según parámetros androcéntricos» de Annalisa Mirizio, sobre la reconstrucción del personaje a través del binomio «saber-poder» (164), la caracterización que implica otros conceptos como el «deseo-amor-sexualidad» femeninos (168) y el cuerpo como texto (181) que, a su vez, buscan restructurar la identidad e intervenir los espacios de poder. A través de la narrativa de estas autoras, se descentra el sentido de la Historia ofi cial ya que, de manera estratégica, ellas eluden la censura impuesta, permitiéndoles poner en diálogo la escritura con sus propósitos políticos y así subvertir la hegemonía patriarcal y legitimar su posición en cada momento histórico.

El libro cierra con una extraordinaria síntesis sobre lo expuesto, refrendando varios aspectos. En primer término, «el proceso de revisión del personaje», que no implica su reivindicación sino «un proceso de apropiación ideológica del metarrelato continental». En segundo lugar, re-vela cómo las cinco narrativas se anticipan con-ceptualmente a la discusión posestructuralista entre «feminismo de la igualdad» y «feminismo de la diferencia», y formula la individualización del «relato histórico desde una subjetividad heroica femenina» (233), penetrando el saber histórico a través del lenguaje y la experiencia, «lo que conduce a la resemantización de la fun-

dación» de Latinoamérica (240). Por último, las cinco autoras desconstruyen el sujeto histórico de Manuela Sáenz demostrando que todavía a mediados del siglo XX los confl ictos de la iden-tidad femenina en el ámbito cultural y político estaban por resolverse.

No puedo concluir este comentario sin reco-mendar la lectura de La loca inconfi rmable a todo aquel que esté interesado en ahondar sobre los desarrollos del feminismo latinoamericano a través de la rescritura de la historia, y del fascinante personaje que nunca dejará de ser Manuela Sáenz. c

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VIVIAN MARTÍNEZ TABARES

Blanco con sangre negra: escena contra la barbarie*

En fecha tan reciente como el 19 de abril, me-dios de prensa de todo el mundo informaron

de un naufragio ocurrido en aguas del Canal de Sicilia, en el que desaparecieron alrededor de setecientas personas procedentes de África. Con ellas, sumaban ya más de mil quinientas las fallecidas en similares circunstancias en lo que va de 2015. Y en 2014, al menos doscientos dieciocho mil inmigrantes y refugiados cruzaron el Mediterráneo en bote –según datos difundidos por la ofi cina del Alto Comisionado de las Na-ciones Unidas para los Refugiados (Acnur)–, de los cuales unos tres mil quinientos perecieron en plena travesía. La mayor parte de los despachos noticiosos no se refi eren a las causas, ligadas a siglos de explotación y saqueo.

Sobre circunstancias similares, vistas desde una perspectiva individual y simbólica, trata Blanco con sangre negra, la pieza teatral del mexicano Alejandro Román Bahena ganadora en su género del Premio Casa de las Américas 2014, por veredicto del jurado que integraron los dramaturgos Ignacio Apolo, de Argentina, y el venezolano Gustavo Ott, la dramaturga y traductora chilena Soledad Lagos, el director

y gestor colombiano Jaiver Jurado, y el crítico, inves-tigador y profesor cubano Osvaldo Cano.

La argumentación reco-gida en el acta de premia-ción reconoce a Blanco con sangre negra como una «propuesta de gran riesgo, que desafía con su lenguaje poético el canon

existente», distinguida

por la potencia de sus imágenes; por tratarse de una literatura dramática de gran profun-didad, que provoca a sus realizadores y, en su instancia fi nal, al público; por entretejer un tema contemporáneo y político con una refl exión sobre el arte, dialogando con su época y desafi ando las propuestas estéticas.

A mediados de la década pasada, el archipié-lago canario fue epicentro de la tragedia de las pateras salidas del continente africano, y Blanco con sangre negra parte de un hecho real que, convertido en noticia, dio la vuelta al mundo desde la isla canaria de Tenerife, cuando en 2009 un emigrante llamado Moszi llegó a sus costas como parte de un naufragio y su primer acto fue solicitar asilo, para escapar de las condiciones de violencia que padecía en su aldea natal en Benin, y de la persecución sufrida por su condición de negro albino.

El dramaturgo singulariza la caracterización del personaje central con esa particularidad, producida por falta de pigmentación en la piel, que ha causado contra los negros albinos graves vejaciones y maltratos, pues si bien en algunos

* Alejandro Román Bahena: Blanco con sangre negra, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de teatro.Re

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lugares de África se piensa que cruzarse con uno de ellos puede ser de buen augurio, en otros, sus extremidades son consideradas preciados ingredientes para la preparación de pócimas que, entre otras bondades, otorgan la facultad de hacerse ricos a quienes las ingieren, como ocurre en Tanzania, según una creencia difundida por sanadores y brujos. Si la conjetura es remota, lo actual es que los albinos son perseguidos por cazadores profesionales que lucran con los frutos del acto de barbarie.

El dramaturgo construyó su obra a partir del momento en que Moszi, ya en las Islas Canarias, solicita asilo y al ser entrevistado por un agente de inmigración, descubre en la pared tras él un cartel con la reproducción del Guernica, de Pi-casso, que al africano se le antoja una recreación vívida del horror que acaba de dejar atrás, y que le provoca la evocación de pasajes dantescos en su tierra. Moszi ha perdido a sus dos hermanos, asesinados por los cazadores, y no puede dejar de pensar en incendios, en cuerpos mutilados y en la peripecia de su propia travesía de moribundo a tra-vés del desierto y el mar, dentro de la cual sus seres queridos emergen como narradores fantasmas.

Pero la trama no queda ahí. Román Bahena entrecruza esa línea argumental con otra, distan-te en el tiempo y el espacio, aunque motivada por semejantes expresiones de odio y crueldad. Desde la propia escena inicial aparece otro per-sonaje, una mujer llamada Dora Maar, la amante de Pablo Picasso que le inspirara uno de sus cuadros más famosos, Dora Maar au Chat, que viene para recrear el momento durante el cual el gran artista pinta el Guernica, en medio del horror de la Guerra Civil Española.

Las dos historias convergen en Blanco con sangre negra en un juego paralelo que trasciende

distancias geográfi cas y temporales. Mientras Moszi revive la pesadilla que deja ver el punto de vista crítico, Dora Maar relata cómo Picasso, sumido en una crisis creativa, despertó de su marasmo con el bombardeo del ejército fran-quista a Málaga, para emprender la gran obra contra la guerra. La mujer real había fotografi ado el proceso de creación y los distintos estadios del cuadro, que Picasso fi nalizaría a mediados de 1937, y desde entonces el Guernica se conver-tiría en un símbolo del horror de la guerra y de la tragedia de la muerte de víctimas inocentes. El personaje femenino teatral se mueve entre daguerrotipos y faunos, pero cuestiona el sentido de la fl or reventada, del rostro descompuesto, de la bailarina rota, del toro confundido y del ca-ballo herido, porque «Nada tiene sentido en este mundo bajo la sombra de la guerra»; revolotea entre Madrid y los cafés de París, mientras Dora du Maar au Chat le recuerda al toro de Málaga sangrante. Y los «Gritos de niños –gritos de mujeres– gritos de pájaros / gritos de maderas y piedras…» pasan de su boca a la del negro albino en singular hermandad y se prolongan en el espacio y el tiempo.

La violencia ejercida por el poder colonial, la discriminación racial y política, el exilio como única escapatoria y la belleza del arte como pa-liativo al horror se manejan con maestría por este joven dramaturgo, que revela su compromiso con la sociedad al devenir cronista de su tiempo, pues el lector infi ere cuánto de la violencia que asuela a México, con desapariciones forzadas y muertos, afl ora detrás de las preocupaciones del escritor al construir la trama.

La pieza seduce por la calidad poética de su lenguaje, hermoso y capaz de estimular la ima-ginación del lector y de hacerle visualizar los

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pasajes de cada personaje en su viaje a la memo-ria. En el discurso teatral de Blanco con sangre negra no hay acotaciones; las palabras de Moszi, de Dora du Maar y su alter ego pictórico Dora du Maar au Chat, de La Mujer que Llora, de Kama-ria y Tadjou, los hermanos de Moszi asesinados a sus catorce y nueve años, respectivamente, y hasta las del agente migratorio, cuya abuela le trasmitió la visión ardiendo de la Guernica real, fl uyen para traducir recuerdos, y describen con metáforas e imágenes escenas de horror, a la vez que provocan una refl exión esencial sobre el ser humano ante la barbarie contemporánea, y también sobre la función del arte.

El discurso reta a la puesta en escena, pletórico de imágenes y con una estructura fragmentaria en la que la acción, no tradicional, se descompo-ne en una palabra múltiple, alternativa y a la vez coral. Los seres no dialogan con un propósito de intercambio, sino que sus monólogos se cruzan en breves tiradas que conforman otro Guernica, teatral y humano, actual y vivo. Entre ellos no hay antagonismos, pero sí agón, contra un orden social y político inhumano.

Alejandro Román Bahena recibió su Premio con apenas treintiocho años de edad. Nacido en México, se formó en el Centro de Arte Dramá-tico y Estudios Escénicos Especializados Seki Sano, en Cuernavaca, Morelos, y ha obtenido becas de dramaturgia en su país y en España. A pesar de su juventud ha escrito numerosas obras, y acumula premios con ellas, entre las que pueden citarse Coppertone, Suite 777, Cielo rojo, Línea de fuego, La Misa de Gallo, El cruce, Aullido de mariposas, Sangre caliente, Ánima sola, y más. Sus piezas se han representado en distintos estados de México y también en Ale-

mania, Argentina, Bélgica, Canadá, Colombia, los Estados Unidos y Francia.

Con el Premio Casa de las Américas 2014 ganado por Blanco con sangre negra, Alejan-dro Román Bahena se inserta en un contexto latinoamericano donde encontrará puntos de diálogo y activos interlocutores para su brillante imaginario.

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FRANK PADRÓN

Ruidos en el sistema*

Teatralizar el peculiar mundo de Miami resulta una tarea harto compleja, sobre todo desde la

perspectiva de un cubano que –con todo y su ex-periencia «primermundista», comoquiera que el autor radica gran parte del tiempo en España– no «respira» cotidianamente la humedad («todo es la humedad», dice un personaje) de una ciudad que «han inventado [los cubanos]... a su antojo».

Tras un par de lecturas intensas de Sistema. Una trama inconveniente, de Abel González Melo (1980), sentí no solo la incómoda humedad de la «ciudad inventada» por tantos coterráneos, sino la torcedura y sinuosidad de todo un mundo que a escasas noventa millas se proyecta de modo tan distinto a esta Habana que por allá, sin embargo, han querido reproducir agregándole confort y brillo, supliendo (o intentando hacerlo) con abundancias materiales un aire –no solo literal– simplemente inimitable, imposible de «clonar».

No por gusto la pieza –mención de honor en el Premio Casa de las Américas del pasado año– iba a llamarse en algún momento como la ciudad fl oridana, incluso transcribiendo la fonética de su nombre: Mayami; mas, al margen de los títu-los –y aunque prefi ero aquel, nada desacertado resulta el que defi nitivamente quedó–, lo admi-rable es la manera en que el dramaturgo, a quien debemos más de una obra estimable en nuestra

escena contemporánea,1 ha logrado radiografi ar los intríngulis de tipos, situa-ciones, relaciones que si bien salpican más de una gota de universalidad al caso que presenta, ofrecen sin dudas un polisémico retrato de una ciudad, una sociedad, un modo de encarar la vida, con tintes

sui géneris.El propio González Melo comenta la génesis

de la obra, apenas reducida a una noticia que descubrió en internet sobre la detención de un famoso pintor cubano –residente en La Habana–, quien de paso por Miami fue encarcelado bajo la sospecha de pedofi lia.

Sobre el hecho se edifi có Sistema..., pero lejos del morbo sensacionalista o la reconstrucción «policiaca» que aquel pudo generar, el dramatur-go elabora una complicada e inextricable red de posibilidades que aporta uno de los principales códigos de la obra: la ambigüedad. El artista y su esposa, otro matrimonio recién instalado en Miami cuyo pequeño hijo deviene centro del confl icto, la galerista española que «mueve» la obra del pintor en los Estados Unidos, una sicóloga y un policía son los personajes que interactúan, madurando con sus vínculos una trama de dobleces, hipocresías, ocultas intencio-nes, mentiras o verdades a medias que aportan al drama buena parte de su riqueza y polisemia.

Uno como lector siente que en lo que dicen o insinúan –pero sobre todo en lo que callan–

* Abel González Melo: Sistema. Una trama inconveniente, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Mención de teatro.

1 Entre ellos: Chamaco (llevada al cine, representada y editada en varios países), Nevada, Talco, Por gusto... González Melo es también crítico, poeta y narrador. Re

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todos ocultan algo, de ahí que González Melo evite juicios o «palabras fi nales»; le interesa menos descubrir la «verdad» o incitarnos a hacerlo que su-gerir todo ese mundo interior de cada ser que desfi la por su peligroso escenario, de modo que la pieza no comulga con los recursos del thriller o el policiaco sino que se inserta con propiedad en los notables dramas sicosociales que nos ha legado el teatro desde la antigüedad.

Esa complejidad en los sentimientos y deseos, anhelos y secretas intenciones –crisis de la pa-reja protagónica, patetismo de los anfi triones intentando «miamizarse»2 a toda costa (algo que ilustra perfectamente la mixtura lingüística con inserciones del inglés ad usum en el español de la pareja anfi triona), insinuado lance lésbico entre la marchante y la esposa del pintor, rarezas en la conducta del niño ¿realmente víctima?– muestra un mapa de sutilezas y matices que fi gura entre lo mejor de Sistema.

Ello encuentra una correspondencia morfoló-gica en el trabajo con el tiempo dramático, lo cual confi ere a la estructura del texto una condición caleidoscópica, de puzzle; desde la escena inicial (preconfl icto) en el breve diálogo-encuentro entre Arturo, el pintor, y Kevin, el niño, que a la vez cierra la obra (aunque un tanto más desarrollada, pero sin que se ofrezcan más que sugerencias, en lo absoluto certezas o conclusiones de lo que

realmente fue o pudo haber sido), asistimos a un tiempo fragmentado, entrecortado, que mezcla las escenas acronológicamente aunque ello sin gratuidad o ánimos de alarde experimentalista. Tal discontinuidad permite al espectador obser var los acontecimientos y las «esquinas» de cada persona-je desde diversos ángulos, completando entonces lo insinuado y sugerido en momentos anteriores.

Todo Sistema es una radiografía inteligente de la manipulación; esos hombres y mujeres se mueven y actúan buscando algo que no es exactamente lo que dicen o aparentan; incluso, ciertas frases sueltas permiten realizar lecturas otras o posibles a lo que los propios sucesos van (re)presentando; digamos, la afi ción a ver cine porno –incluso «porno gay»– por los «falsos primos» de Arturo y Dora (Sara y Maikel), lo cual se contradice con las preocupaciones del padre acerca de Kevin, y ciertos hábitos extra-ños vinculados a su encierro excesivo y hasta actitudes desconcertantes respecto al perro, a la vez que se emiten otras claves3 para evaluar el caso en sí, sobre todo mediante las palabras fi nales del niño ante el pintor.

Así ocurre con la relación de la galerista y abogada Joanna con Arturo y Dora, pletórica de intereses tanto profesionales como personales según el caso, pero siempre condicionada por

2 La visión de Miami, sin embargo, no es única; eviden-temente hay diferencias raigales entre ambas parejas, incluyendo su concepción de la «ciudad alternativa»; al falso «nuevo riquismo» impostado, aparencial y ridículo de Maikel y Sara, se opone la condición de plaza artísti-ca (en el caso de Arturo) o de negocio (en la «pacotilla» que su mujer carga para vender en la Isla); en cualquier caso, el rechazo de estos últimos a los primeros puede resumirse en una frase del pintor: «¡No resisto a esta gente! ¡No es el Miami que me gusta!» (54).

3 La ambigüedad alcanza incluso las relaciones de los padres con el niño; ante la pregunta sorpresiva de Dora sobre los besos dados a Kevin por Sara y Maikel, esta última responde: «Aquí todos nos besamos en la boca». DORA: ¿Pero un pico, no, un beso de piquito? MAIKEL: Sí, claro, de piquito» (49). Otros momentos aportan claves igualmente ricas en su polisemia, como cuando la sicóloga Greta responde al padre al fi nal de un altercado acerca de los hechos: «Y Kevin no parece estar en shock. Creo que sabe perfectamente de qué trata este asunto» (39).

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lo utilitario y pragmático de ambas partes, o las propias quebraduras que en tanto pareja exhiben ciertas discusiones entre Arturo y Dora; por su parte, el gesto de los padres de Kevin, quienes «montan» toda la reunión en su casa con el objetivo de pedir dinero a los bien establecidos coterráneos, pudiera estar de algún modo conec-tado –aun cuando sostengan lo contrario– con el objetivo fi nal de la denuncia al pintor presunta-mente por abusar del niño.

El doble y triple sentido, las imágenes que tropológicamente comentan o aluden a diversas realidades, abundan en la pieza; digamos, el intercambio lúdicro entre uno de los cuadros que exhibe la exitosa exposición de Arturo en Miami («El niño en la jaula») y la apreciación de Sara, que apunta no solo al meollo de la si-tuación donde, como sabemos, Kevin es la pieza fundamental, sino a la pobreza en la recepción estética de su madre.

Un aspecto conseguido se relaciona también con la manipulación pero no exactamente perso-nal sino política; bien sabidas son las tensiones de vieja data que existen entre Cuba y los Es-tados Unidos –ojalá fi nalmente eliminadas o al menos suavizadas–, mas por debajo de ellas hay otras mucho más crispantes y enconadas, que son las de muchos cubanos de ambas orillas, o para decirlo más concretamente y en términos de geopolítica, entre La Habana y Miami; de modo que el caso de un artista que se mantiene a caballo entre ambos mundos, específi camente la «pose» «de comunista y disidente a la vez» (29), cuya pintura gusta a los miamenses porque, según Joanna, «esas cosas entre el realismo socialista y la abstracción neurótica se prestan a un millón de lecturas» (29), defi ne una actitud que trascien-de, sobre todo en los últimos tiempos, el caso

individual e incluso sus presuntos contactos con la realidad.

Como mismo, fabulando un poco más, en la isla fi ccionada se ofrece un enfoque mediático del suceso siguiendo la habitual retórica ofi cia-lista acerca de las relaciones confl ictivas entre las dos naciones enfrentadas y los lugares comu-nes para referirse al «enemigo del Norte», que convierten la actitud ante el pintor en un nuevo «problema político», o una variante del eterno.

En tal sentido, si en algo considero debió profundizar el autor es en la huella que este tipo de acontecimiento suele tener en la prensa y los medios locales; se alude muy tangen-cialmente a ello,4 cuando en el caso «real», por ejemplo –y en tantos de cualquier tipo re-lacionados con artistas, políticos, deportistas o cualquier fi gura pública que viva o lo haya hecho en Cuba–, el despliegue mediático constituye un verdadero metarrelato que, por tanto, daría hasta para una obra-otra.

Mas, de cualquier manera, Sistema ofrece sufi -ciente tela para cortar y refl exionar sobre tantos temas y problemas que se desprenden de un suce-so con tales variedad y cantidad de velos como para hacer rabiar de envidia a la propia Salomé, y Abel González Melo, con la sapiencia y el ofi cio que una obra ya consolidada y ejemplar ha desarrollado, logra acercarnos a ellos con la rashomónica perspectiva de muchas verdades o quizá otras tantas mentiras que bifurcan el camino hacia aquellas.

Una cuidadosa edición de Nisleydys Flores permite que la lectura –de por sí tan fl uida como

4 Ver p. 87, donde Joanna lee una página de un periódico que, según comenta Arturo, manipula sus palabras refi riéndose a la confesión de culpabilidad, las cuales afi rma no haber dicho.

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es habitual en este escritor– resulte doblemente provechosa, en lo cual lleva buena parte también el diseño de Ricardo R. Villares, incluyendo la ilustración de cubierta a cargo del español Javier Chavarría, expresiva y sintética desde su minimalismo.

Como escribiera uno de los miembros del jura-do que evaluó la pieza, Gustavo Ott, «González Melo ha sacado de una nota de prensa sobre un hecho de connotaciones criminales ocurrido en Miami, una metáfora de los confl ictos políticos e ideológicos que defi nen la Latinoamérica de hoy».5

5 Nota de contracubierta.

ROBERTO ZURBANO TORRES

Un libro contra el miedo o el capítulo desconocido de la diáspora afrocaribeña en Montreal*

Para Silvia Valero, con quien atravesé tormentas de nieve, pasiones e ideas en el gélido Montreal caribeño

Para entender los caminos del latinoamerica-nismo y del caribeñismo del último medio

siglo es menester revisar las corrientes de ida y vuelta que se han generado desde nuestros países hacia Norteamérica y viceversa, provocadas por sucesivas oleadas migratorias que, con mayor o menor impacto, en su diversidad (política, económica, cultural, clasista, racial, étnica, reli-giosa, sexual, etcétera) han coloreado los mapas, no solo demográfi cos, de los Estados Unidos y Canadá. Si bien en los Estados Unidos estos fe-nómenos han sido bastante estudiados, son insu-fi cientes cuando se aborda a Canadá, un espacio históricamente diferenciado que frecuentemente queda a la sombra de su vecino imperial. Poco sabíamos sobre el protagonismo canadiense, particularmente de la ciudad de Montreal, en la construcción de un pensamiento caribeño de izquierda y de un movimiento antirracista que surge y se expande en los años sesenta del siglo pasado por varias islas del Caribe inglés

* David Austin: Miedo a una nación negra. Raza, sexo y seguridad en el Montreal de los años sesenta, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2014. Premio de literatura caribeña en inglés o creol.

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y francés, y se concentra en la ciudad canadiense, donde coinciden durante aquellos años importantes líderes políticos e intelectuales del Caribe. Luego dichos líde-res, pensamientos y luchas se insertarían en sus respec-tivas islas, y enriquecerían las vidas cotidiana y polí-tica de ellas.

Abordar con distancia crítica y mesurada pasión historiográfi ca dos importantes acon-tecimientos que resumen la singularidad de un período, una ciudad y su población negra y caribeña, ha sido el objetivo de la investigación que el ensayista de origen jamaicano David Austin (Londres, 1970) despliega con rigor en su libro Miedo a una nación negra. Raza, sexo y seguridad en el Montreal de los años sesenta, con el cual obtuvo el año pasado el Premio Casa de las Américas en literatura caribeña en inglés o creol. Expresa la necesidad de este premio, al cual robustece por la profunda y actualizada comprensión del Caribe contemporáneo. Desde el primer capítulo su autor nos ubica:

La efervescencia de la época se encarna en esos dos eventos signifi cativos: el Congreso de Escritores Negros, una de las reuniones más importantes de las fi guras radicales y na-cionalistas negras internacionales de la épo-ca, y lo que se conoció como el Incidente de la universidad de Sir George Williams, hoy llamada Concordia, una protesta y ocupación (por estudiantes negros) que rápidamente asumió implicaciones más allá del entorno universitario. Estos acontecimientos marca-

ron un momento decisivo histórico que puso de relieve muchos problemas acuciantes de nuestros días: cuestiones de raza, género y seguridad, entre otros […]. Ambos aconte-cimientos capturaron los titulares nacionales e internacionales como actos de militancia, por parte del negro, en los que se puso de relieve la opresión racial en Canadá [19-20].

Debemos leer este libro como el lector-detec-tive que prefi ere Salman Rushdie: con una lupa y un lápiz rojo, pues encontraremos decenas de evidencias, nombres, fechas y códigos epocales en el camino, y solo al fi nal hallaremos la ver-dadera conjunción de tales datos; así habremos andado un itinerario de ida y vuelta, revueltas y explicaciones que nos colocan frente a una valiosa información analizada con respecto a los modos de la lucha antirracista en toda Norteamérica, así como la impronta caribeña al interior de esta lucha y las propias contribuciones y limitaciones del antirracismo, el panafricanismo y el indepen-dentismo dentro de nuestras islas; constataremos los intercambios y préstamos entre Norteamé-rica, el Caribe y África en un momento en que los procesos de descolonización comienzan a tener una mirada crítica y autocrítica, y la variable raza ocupa un lugar clave no solo para el pensamiento antirracista sino para cualquier proceso emancipatorio del planeta.

El marxismo negro, el proceso de descoloniza-ción en África y el Caribe, el Civil Right Move-ment en los Estados Unidos, y la Revolución Cu-bana son los marcos que producen esta movida de orgullo racial, conciencia caribeña y vocación libertaria en la ciudad de Montreal, sin obviar que esta urbe quebecoise tiene su propia historia con respecto a los negros que la fueron poblando

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y haciéndose visibles (es decir, imprescindibles) ya en la mitad del siglo XIX, poco antes de que el underground railroad o tren subterráneo trasladara a tierras canadienses muchos esclavos provenientes del sur de los Estados Unidos. No se trata de idealizar la esclavitud ni el racismo en Canadá, sino de marcar las condiciones sociales que permitieron un contexto de mayor toleran-cia en su modelo de orden racial. Una notable bibliografía se ha dedicado a explicar la historia de las sucesivas migraciones negras, sus desti-nos, su visibilidad y sus aspiraciones, las cuales convierten al Montreal de los años sesenta en el centro generador de las primeras políticas negras que tienen lugar como parte del debate regional y global impulsado por los negros caribeños, que alcanzó entonces gran repercusión en Canadá, los Estados Unidos, Gran Bretaña y el Caribe.

En el envés de estas problemáticas caribeñas La Habana era, entonces, el núcleo fundacional de un internacionalismo temprano hacia países de África, primero, y Latinoamérica más tarde, que marcaría la política exterior cubana. Sin dudas, la fi gura más prominente de la Revolución que piensa y ejerce las tareas más controversiales de una agenda geopolítica de la izquierda del mo-mento fue Ernesto Che Guevara, con estremece-dores discursos como En el balcón afroasiático, su entusiasmo por la publicación de Frantz Fanon en Cuba, sus giras por varios países de lo que comenzaba a llamarse el Tercer Mundo y, sobre todo, su incursión guerrillera en África. La presencia en Cuba de fi guras como Ben Bella, Amílcar Cabral, Sekou Toure, Stokely Carmi-chael y otros líderes panafricanistas expresaba aquel ambiente de esperanza y lucha universal. De todo eso se hablaba con verdadero entusias-mo en las páginas de la hoy olvidada revista

Tricontinental, verdadero órgano de difusión del pensamiento descolonizador, su conciencia internacionalista y las ideas de sus principales líderes, así como de los movimientos políticos y armados que protagonizaban la insurgencia mundial de entonces.

A los lectores más jóvenes les resultará curiosa la desconexión entre la Revolución Cubana, su temprana impronta internacionalista en África y las dinámicas independentistas caribeñas, escasas de referencias cubanas más allá de la admiración por sus líderes y el reconocimiento del proceso revolucionario, pero eso es algo que también se explica en el libro desde una visión crítica de la experiencia cubana de los sesenta. Este volumen describe además, con fi no respeto, aquel debate, sus argumentos, contrargumentos y hasta los escasos momentos de contacto polí-tico e ideológico entre La Habana y los líderes caribeños de Montreal.

Mientras tanto, la ciudad canadiense se defi nía, ya a fi nales de la década del sesenta, como nú-cleo generador de un fenómeno apenas abordado y recientemente conocido por los movimientos negros, la historiografía latinoamericana y los estudios de la diáspora africana en este hemisfe-rio: la singularidad de una tradición antirracista y, a su vez, anticapitalista, de raíces marxistas, y proyección internacional desde y hacia el Ca-ribe del siglo XX. Dicha vocación caribeñista desborda las barreras lingüísticas y geográfi cas del Caribe insular y nos revela una plataforma libertaria que rebasa el estudio de la esclavi-zación y sus efectos para aceptar el desafío de una independencia y modernidad negrocaribeña propias en el sistema-mundo contemporáneo. El marxismo caribeño del siglo XX, anterior al proceso de independencia en la región, viene

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a explayarse en los años sesenta por diversos caminos, en atinadas aplicaciones y en útil ins-trumento de las luchas sociales de la región, ya sea desde dentro de las islas –donde no pocas veces las fi guras marxistas alcanzaron el poder político y administrativo de sus países– hasta llegar a infl uir en importantes espacios de sig-nifi cativa población caribeña como los Estados Unidos, Canadá, Francia e Inglaterra.

El libro de David Austin constituye una saga política tejida a partir de dos acontecimientos históricos que marcaron la vida política de Mon-treal y de Canadá con pocos meses de diferencia entre uno y otro, sus antecedentes y sus conse-cuencias, así como las lecciones que dejan para el presente y el futuro de las luchas antirracistas, teniendo en cuenta la capacidad con que se reci-clan los racismos y su interdependencia con otras formas de opresión social. Su autor nos revela uno de los momentos menos conocidos de las luchas anticoloniales y las del negro –y el papel de la diáspora en la conformación de la política y la historia canadiense. Aquí se elabora una cartografía política e intelectual de las fuerzas que desarrollaron tal proceso en esa región de Canadá y se describe la presencia de personali-dades, organizaciones, ambientes y capacidades políticas que produjeron dos momentos o situa-ciones revolucionarias del siglo pasado, no por desconocidas, menos signifi cativas.

En la década de los sesenta, Montreal era caldo de cultivo de las ideas radicales, un lugar donde intelectuales como C.L.R. Ja-mes, Albert Memmi, Immanuel Wallerstein, Walter Rodney, Lloyd Best, Andre Gunder Frank, Gustavo Gutiérrez, Salvador Allende y, por supuesto, Stokely Carmichael –entre

otros teóricos y políticos que vivían allí, pa-saron una temporada o por lo menos hicieron visitas signifi cativas– tuvieron gran repercu-sión mediante sus escritos. Los fi lósofos y escritores franceses Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre causaron resonancia inte-lectual y política especial en Quebec, y las ideas de Marx, el marxismo y el pensamiento anticolonial encontraron terreno fértil en los cafés, los sitios de reuniones y los pasillos de las universidades de Montreal. Los escritos de Aimé Césaire, Frantz Fanon y Édouard Glissant, de Martinica, desempeñaron un pa-pel de particular importancia en el desarrollo político e intelectual de Quebec [20].

Esta referencia al campo intelectual de la ciudad describe una concentración de ideas revolucio-narias, de sujetos marxistas y de la izquierda en su más amplio espectro con que alcanzan la dinámica organizativa y movilizativa que alarmó a la policía y a las fuerzas de seguridad canadienses de entonces. Consecuentemente, estas desplegaron un cuidadoso dispositivo de seguimiento, infiltración y hostilidad contra las diversas organizaciones políticas y sociales creadas por los negros caribeños en Montreal, las cuales promovían la mayor parte de las ac-ciones políticas e intelectuales de esa población. Dichas organizaciones logran en aquellos años una alta visibilidad política en Quebec, por lo cual sus miembros comienzan a ser vigilados como subversivos y posibles criminales. A partir de los documentos ya desclasifi cados por la po-licía política canadiense, David Austin establece un diálogo con los textos (discursos, editoriales, programas y debates) del congreso de escritores negros, así como con la prensa de la época, junto

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a la evaluación posterior de los protagonistas y participantes de los incidentes de Sir George, a quienes el autor logra entrevistar cuarenta años después. Este libro es resultado de una rigurosa in-vestigación que constantemente se cuestiona sus propios métodos, fuentes y enfoques analíticos.

Vale señalar que este autor se ha dedicado durante años a reconstruir la historia intelectual del Caribe en Montreal, rastreando importantes biografías políticas como las de C.L.R. James o Alfi e Roberts. Su interés atraviesa especializa-ciones, fi guras y períodos, desbordándolos en un intenso tejido de temas antirracistas, económicos, panafricanistas y afrodiaspóricos a los cuales relaciona e interroga con agudeza. Conocí a David Austin en casa de la legendaria Kari Levitt, en enero de 2009; conservo una foto de la tar-de en que me atravesó con una de sus preguntas fi losas sobre el apoyo de Cuba a los procesos y movimientos revolucionarios del Caribe en los sesenta y setenta, que él consideraba escaso comparado con el ofrecido a África y la América Latina. Son preguntas-herramientas que permiten razonar desde distintos ángulos y momentos del tema. Este es también un volumen que interroga al pasado agudamente desde un compromiso con el futuro, razón por la cual hallaremos preguntas como las que siguen:

¿Cómo habrían cambiado las perspectivas contemporáneas de los años sesenta de los actores negros de haberse cumplido sus ob-jetivos, si hubiésemos vivido en una sociedad más igualitaria y si la euforia que caracterizó a la independencia en el Caribe y en África se hubiese traducido en esperanzas y sueños cumplidos para la gran mayoría de la pobla-ción negra? [21]. ¿Dónde encaja Canadá en

los debates sobre la diáspora negra? [57]. ¿Cómo puede el sufrimiento y el relativo privilegio de los blancos pobres tener priori-dad sobre las vivencias de los negres reales? [105]. ¿Cómo podemos postular la idea de una sociedad posracial cuando no compren-demos la raza y cuando tantos negros en el continente americano y en Europa languide-cen en prisiones o viven en ese espacio liminal y libidinal entre la sociedad civil y el sistema judicial? [263].

La idea de realizar otro congreso de escritores negros en Montreal no era un simple proyecto literario, sino que daba continuidad a los dos congresos anteriores celebrados en 1956 y 1959 en París y Roma, respectivamente, los cuales se insertaron en las batallas culturales del momento y defi nieron nuevos caminos del pensamiento crítico caribeño, africano y panafricanista hasta entonces escasamente reconocidos por la mirada euro-céntrica. Las coordenadas de dicho pensamiento crítico no eran solamente culturales. (Repárese, además, en que la fecha del primer congreso es también la de la independencia de Ghana.)

Muchas fi guras caribeñas que habían participa-do en uno u otro congreso coincidían en la impor-tancia de celebrar la tercera edición en el Caribe. Recuerdo que el sueño del pensador antirracista y marxista cubano Walterio Carbonell, quien participó en el Congreso de París, era celebrar la tercera edición en la Cuba revolucionaria, empe-ño en el cual insistió infructuosamente durante varios años con las autoridades cubanas. Quien fi nalmente logra realizar un primer congreso de Escritores Negros en la América Latina fue el novelista afrocolombiano Manuel Zapata Olivella, casi diez años después del Congreso

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de Montreal. Dichos congresos signifi caban la vindicación y legitimación de lo que Roger Bas-tide llamó las culturas negras de las Américas y su articulación al contexto político-económico latinoamericano y caribeño en el cual reside la mayoría de la diáspora africana, marcado por las consecuencias materiales e ideológicas de la esclavización, pero también por la mayor contri-bución de los valores africanos al llamado Nuevo Mundo. Socializar el debate sobre el racismo y la exclusión social de las poblaciones negras, así como legitimar las artes y las literaturas que las expresan, eran las principales misiones de estos encuentros, aunque no las únicas.

La celebración del congreso de escritores ne-gros de Montreal reveló la problemática racial como una cuestión local y global al mismo tiem-po. La participación de un considerable número de líderes del movimiento antirracista de Canadá, el Caribe y los Estados Unidos lo defi nió como un congreso político muy crítico del racismo y el capitalismo y con un claro afán propositivo de enfrentar sus causas y consecuencias. Junto al incidente de Sir George, ambos aconteci-mientos revelaron dos cuestiones emergentes, una coyuntural y la otra en el largo plazo. La primera es la existencia de un contexto racista, diferente al de los Estados Unidos, pero igual-mente paternalista, opresivo y capaz de actos de violencia como la brutalidad policial contra los estudiantes negros y la condena judicial a dichos jóvenes caribeños por exigir sus derechos. Por otro lado, la emergencia de un debate teórico sobre y al interior del Caribe que aún no ha con-cluido; un debate sobre la cuestión racial, pero también sobre la independencia y la diáspora. Este partió de un grupo de demandas raciales pero en su evolución se convirtió en un debate

sobre la distribución de la riqueza, la invisibili-dad de las historias negras y la falta de políticas raciales adecuadas con que enfrentar un futuro lleno de desigualdades para la mayor parte de la población negra en la región. El último capítulo de este debate es la política de reparaciones afrodescendientes.

Este libro dedica dos capítulos a describir puntualmente los sucesos y evalúa cada una de las acciones y los emplazamientos epocales, al tiempo que destaca las ideas y las discusiones que tuvieron lugar. Incluso muestra también el lado más oscuro del evento cuando refi ere que «[e]l congreso no estuvo exento de tensiones y difi cultades. Entre los temas y cuestiones plantea-dos se destacaron dos. Uno fue el tema de género, presente en ausencia en tanto apenas se debatió y, el otro, fue la presencia de blancos que no solo se planteó, sino que provocó una escisión entre los participantes en el congreso» (156).

Por su parte, los incidentes de Sir George Williams se reconstruyen según las entrevistas de algunos de sus participantes, más de cua-renta años después de aquel evento de racismo académico, y repasando la bibliografía que ha reseñado el suceso. En dicha reconstrucción el autor halla una síntesis ejemplar cuando recono-ce: «[d]esnudados del romanticismo que suele rodear al incidente, los recuerdos de Sir George son instructivos en función de cómo pudiéramos llegar a comprender los inmensos desafíos que son parte del trabajo político y de la construcción de un movimiento» (199). Desde esa distancia refl exiva y a través de un afi lado cuerpo teórico, Austin valora luces y sombras del incidente: «Sir George, a su manera, continuaría desafi an-do la narrativa dominante del Canadá libre de racismo: una verdad falsa que no concordaba

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con la historia y el legado del colonialismo, y la práctica de la esclavitud de Canadá» (179).

Es duro saber cuánto dolor y sangre costó llegar a esta conclusión que puso en solfa el discurso nacio-nalista canadiense que, a fuerza de compararse con el estadunidense, exhibía una dulce tolerancia ante los negros. El incidente de Sir George Williams, demuestra la falacia de tal argumento. También las narrativas nacionalistas que tradicionalmente abordan la cuestión racial en la América Latina y el Caribe han agotado sus argumentos ante las viejas y nuevas problemáticas raciales que seguimos en-frentando. Estas narrativas ofrecieron un valioso análisis histórico y social de los negros en cada una de nuestras naciones, pero explican insufi ciente-mente cómo la dominación global afecta nuestros contextos, reproduciendo en ellos las mismas fór-mulas dominantes que solo cambian en color local, coyunturas políticas y expresiones culturales. Cada historia nacional recoge vergonzosamente uno o varios sucesos que demuestran el carácter racista y excluyente de las narrativas nacionales, más allá de las formas, duración, estructura o mezquindad con que se hayan manifestado y a través de sus distintos modos de marginación que van, gradualmente, desde la indiferencia, pasando por la resistencia y la hostilidad, hasta llegar a la violencia. La raíz esclavista de nuestras culturas nacionales todavía ofrece sus fl ores racistas, aunque esta verdad re-sulte escamoteada entre el paternalismo y la farsa historicista de los nuevos racismos del siglo XXI.

Miedo a una nación negra desborda los aná-lisis nacionalistas, al mostrar la interrelación y el diálogo político de sujetos caribeños y norteamericanos en pos de objetivos comu-nes. También David Austin revisa una amplia bibliografía historiográfi ca, literaria y teórica, agregando presupuestos críticos para identifi car

y desmontar las estructuras racistas, erigiendo su análisis sobre el panafricanismo, el marxismo y la crítica descolonizadora como instrumentos muy efi caces. El libro explica al racismo des-de su articulación histórica trasatlántica y lo coloca entre las estructuras del poder como un mecanismo utilísimo para la exclusión social y la marginación política y económica de una con-siderable parte de la población, tramposamente denominada minoría. Al rebasar las visiones nacionalistas se percibe claramente cómo el mismo modelo de dominación se repite de un país a otro sin misericordia y cómo las fuerzas conservadoras y discriminadoras de cada país se reparten las ganancias de este juego nacional e internacional que tan bien conocen bajo las mismas reglas de exclusión, unas veces refi nadas y otras violentamente «justifi cadas».

También este libro habla de la biosexualidad o política biosexual, término que

se refi ere a un miedo primigenio al negro basado en la esclavitud y el colonialismo, y en la recurrente necesidad de disciplinar y controlar el cuerpo del negro para forzarlo en particular, a acatar los códigos raciales que rigen sus relaciones con otros grupos [...]. El miedo engendrado por las políticas negras en Montreal en 1968-1969, y en años posterio-res, nos recuerda el lugar destacado que la raza sigue ocupando en nuestra conciencia y su papel en la opresión racial en nuestra vida cotidiana [27-28].

Valdría la pena reparar en las fuentes teóricas que utiliza el autor en este valioso ejercicio de conciencia crítica que es Miedo a una nación ne-gra, pues se trata de una vasta lista bibliográfi ca

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que marca, desde el rigor histórico y conceptual, un compromiso con el discurso antirracista y descolonizador que se viene elaborando en el Caribe inglés dentro y fuera de las islas, es decir, también en Inglaterra y los Estados Unidos. Por momentos echamos de menos la presencia de ciertos textos del Caribe español o francés, pero la pertinencia de los citados nos satisface.

Este libro se reconoce dentro de una tradición del pensamiento afrocaribeño que asume la mú-sica como una de las formas más solidarias de la espiritualidad. Por eso aquí se unen Toussaint Louverture, Bob Marley, C.L.R. James, Miriam Makiba, Walter Rodney y Public Enemy; se trata de una genealogía que reconstruye lo espiritual en una perspectiva futura. El título surge de un disco de hip hop: Fear of a Black Planet, de Public Enemy, uno de los paradigmas del rap de fuerte conciencia social que el autor aprecia mucho, pues sus discos identifi can el racismo como una expresión colonial que devino instrumento conciente del capitalismo, muy difícil de iden-tifi car y combatir, incluso desde la izquierda misma, pues según su autor «[l]a incapacidad de la izquierda para aceptar la raza históricamente ha impedido la construcción de un movimiento de izquierda sostenible. Canadá adolece de los mismos “blues de solidaridad”» (29).

Vale la pena destacar, fi nalmente, la crítica que en este libro recibe el pensador francés Michel Foucault, por la omisión en su valioso estudio sobre las cárceles de la experiencia que conoció en la penitenciaría de Attica, en el estado de Nue-va York, donde estuvo en abril de 1972. Ángela Davis lamenta el silencio de Foucault sobre esas referencias carcelarias, y Brady Thomas Heiner habla de «injusticia epistémica» ante la manera

en que el francés borra de su importante obra las experiencias y lecturas teóricas afroesta-dunidense que lo ayudaron a convertirse en un paradigma del pensamiento del siglo XX. «La cuestión es de poder y de control del co-nocimiento» –afi rma David Austin. «Foucault parece haber desplegado su estatura y el poder de la academia francesa para borrar la memoria de las luchas negras y las teorías surgidas de esta experiencia» (262).

Casi al fi nal del libro aparecen propuestas a considerar dentro de lo que el autor llama sen-tido de comunidad y políticas de solidaridad entre sujetos y organizaciones que persisten en la batalla contra la discriminación y la opresión raciales, a la vez que nos advierte:

[a]ún no hay en el horizonte una sociedad posracial. Lejos de ello, la economía política del racismo persiste y continúa infl igiendo dolor y sufrimiento y eclipsando las oportu-nidades de vida del pueblo de ascendencia africana y de otros grupos racializados. También continúa siendo un obstáculo para la solidaridad política que atraviesa líneas raciales [266].

El libro no termina, pues sus páginas fi nales se abren a una discusión sobre el futuro en la cual también el lector es protagonista. Un lector sin miedo a pensar el mundo porvenir. Un lector cimarrón que imagine un mundo sin racismos y sin miedo, como este que David Austin nos im-pulsa a construir y celebrar desde ahora mismo. Mañana será tarde.

En Centro Habana, junio de 2015 c

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