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Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano

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RETROSPECTIVA Y PERSPECTIVA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO DOMINICANOProducción general: Dirección de Información, Prensa y Publicidad de la Presidencia

Diseño y diagramación: ERAS Diseño Gráfico

Impresión: Editora Corripio

ISBN: 978-99458721-0-1

Santo Domingo, diciembre de 2009.

Todos los derechos de la obra están reservados. Queda prohibida su reproducción total o parcial, sea por medios mecánicos o electrónicos, sin la debida autorización.

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CAPITULO I

CAPITULO III

CAPITULO II

CAPITULO IV

contenidoLA VALIDACIÓN INTELECTUAL DE LA DICTADURA TRUJILLISTA:Peña Batlle, Joaquín Balaguer, Fabio Mota, Rodríguez Demorizi y Arturo Logroño

EL PENSAMIENTO LIBERAL CLÁSICO DOMINICANO:Juan Pablo Duarte, Francisco Espaillat y Francisco Gregorio Billini

EL PENSAMIENTO CONSERVADOREN EL SIGLO XIX:Tomás Bobadilla, Antonio Delmonte y Tejada, Manuel de Jesús Galván y Javier Ángulo Guridi

EL POSITIVISMO, HOSTOS Y LOS DISCÍPULOS:Pedro Henríquez Ureña, José Ramón López, Salomé Ureña, Félix Evaristo Mejía, Leonor Feltz, Pedro Bonó y Américo Lugo

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CAPITULO V

CAPITULO VII

CAPITULO VI

CAPITULO VIII

LAS RAÍCES IDEOLÓGICAS SOBRE LA CONDICIÓN DOMINICANA EN LOS PENSADORES CRIOLLOS:Antonio Sánchez Valverde, Andrés López de Medrano,José Núñez de Cáceres, Bernardo Correa y Cidrón y Ciriaco Ramírez

LAS ORIENTACIONES RECIENTES DE LA REFLEXIÓN INTELECTUAL

ANÁLISIS SOCIAL DE LA HISTORIA: CORRIENTES HISTORIOGRÁFICAS, MARXISMO, FUNCIONALISMO, HISTORICISMO, Y OTRAS QUE INFLUYERON CON POSTERIORIDAD A LA MUERTE DE TRUJILLO:Juan Bosch y Jimenes Grullón

MODERNIDAD Y POSTMODERNIDAD EN EL PENSAMIENTO DOMINICANO CONTEMPORÁNEO

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CRISIS DE LAS IDEAS Y UNA APUESTA POR LA ESPERANZA

La familia, el conglomerado esencial de la sociedad, ha sido golpeada por una crisis de valores. Una barahúnda social que afecta a toda la hu-manidad, en todos los órdenes. Una descomposición que se expresa de manera brutal a todas horas y todos los días.

Quienes hemos soñado con una sociedad con valores, vemos con asombro cómo el mundo parece dejarse arrinconar por hechos que aceptamos con la mayor naturalidad, a pesar de que en nuestros aden-tros sabemos que esos hechos, luego convertidos en acontecimientos mediáticos, nos pueden enrumbar por el abismo más profundo.

A pesar de que la mayoría coincide en construir una sociedad justa, humana, con valores morales y éticos, hoy subyace en la mente de cada historiador, científico o líder mundial la idea de que hay una crisis de paradigma.

Con la caída del Muro de Berlín y el Bloque Socialista, en 1989, el mundo ha sido unipolar. Esa unipolaridad, sin embargo, no ha resul-tado suficiente para que todos estemos seguros de que vivimos en una sociedad como la que aspiramos.

Todo lo contrario, desde hace un año, por ejemplo, a escala global se vive la crisis financiera más letal que ha conocido la humanidad. A pe-sar de los paquetes de estímulos inyectados a la principal economía, y

INTRODUCCIÓN

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la lenta recuperación derivada de esas inyecciones financieras, persiste una crisis estructural que nos llevará años superar.

Estos momentos de turbulencia global han llevado a más de un pen-sador a reflexionar sobre el origen de este desorden, dentro del orden mundial, y las perspectivas sobre el futuro de la sociedad, mientras en los templos cristianos se piensa si estamos en los albores del fin del mundo, un debate sobre el que no estamos en ánimo de ahondar.

Hay acontecimientos, empero, que nos indican que el mundo anda por derroteros que nos obligan, como ciudadanos con responsabilida-des públicas, a mantener la cabeza levantada y enfrentar aquellas fuer-zas que intentan instaurar una sociedad desigual e intrínsecamente injusta, basada en el caos.

Hay una crisis que se expresa en todos los ámbitos de la vida: en la economía, cuando observamos que un puñado de financistas genera una debacle financiera a escala planetaria, sólo por el egoísmo de llenar sus cuentas bancarias; se expresa en los deportes, cuando se descubre que un atleta utiliza mecanismos prohibidos para asegurar mejor rendi-miento; se manifiesta en la familia, cuando un hijo mata a su padre por absurdas diferencias de criterios; también en el que jura de rodillas ser-vir a Dios y, no saliendo bien del templo, se descubre con un escándalo cuyos detalles se convierten en una afrenta contra lo que dice profesar.

O cuando un servidor público se las arregla para evadir los contro-les que no le permiten utilizar en su beneficio los recursos que admi-nistra.

Nos quedamos perplejos cuando desde una sociedad en la que se pre-dica el respeto a los derechos humanos, se mantiene la doble moral de propiciar la guerra, para luego pasar factura a las empresas que después llegan a reconstruir el país que ellos mismos convirtieron en cenizas.

No sólo hay una crisis de paradigma en relación al tipo de organiza-ción económica y social a la que aspira la humanidad, también hay una crisis de valores éticos y morales, hay una crisis de las ideas.

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Esta crisis de las ideas no implica, sin embargo, el fin de la esperanza. Hemos aprendido de nuestros maestros, el profesor Juan Bosch y el pre-sidente de la República, doctor Leonel Fernández, que una crisis debe ser vista como una oportunidad para dar respuestas creativas, con el fin de perfilar una sociedad más humana, justa y civilizada.

Esa crisis de las ideas se ha expresado en nuestro país en el ámbito po-lítico. En todo el discurrir de nuestra historia vernácula, el pensamien-to dominicano ha tenido verdaderos íconos, identificados en hombres y mujeres que son nuestras figuras emblemáticas. En contraposición, estos ilustres hombres y mujeres fueron combatidos por los faltos de ideas, pesimistas consuetudinarios, que entregaron nuestro territorio en una tarea anexionista que no tiene parangón en la historia nacional.

Esa realidad nos lleva a reflexionar sobre la necesidad de que en estos momentos turbulentos de crisis global en todos los niveles, con una amenaza por imponer rancios proteccionismos, levantemos nuestros mejores valores, que son los autóctonos; descubramos nuestros mejo-res hombres y mujeres para empoderarlos en la gran tarea nacional: el Proyecto de Nación.

A propósito del 146 aniversario de la Restauración de la Repúbli-ca, celebrado este año 2009, nosotros, en la Dirección de Información, Prensa y Publicidad de la Presidencia y el Archivo General de la Na-ción, organizamos el “Festival de las Ideas”, propicia y afortunada ini-ciativa dirigida a exaltar el pensamiento político dominicano, desde la ruptura colonial hasta nuestros tiempos.

En su momento, organizamos ocho paneles sobre el pensamiento po-lítico dominicano, en alianza con siete universidades y la Fundación Global Democracia y Desarrollo, a fin de generar un debate conceptual y plural sobre nuestros grandes pensadores, a cargo de los principales historiadores y catedráticos, recogido en este libro para dejarlo como legado.

Sin lugar a dudas esta retrospectiva del pensamiento político do-minicano, vista por los pensadores contemporáneos, resumidos en un

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solo texto, servirá para que las generaciones presentes y futuras puedan aquilatar la forma de ver a nuestros hombres y mujeres emblemáticos, desde un análisis crítico y plural.

Este esfuerzo editorial no hubiese sido posible sin la colaboración y entrega de los pensadores, historiadores y catedráticos de univer-sidades, así como del personal del Archivo General de la Nación y la Dirección de Información, Prensa y Publicidad de la Presidencia de la República.

Como descendientes de los soldados independentistas de la Guerra Restauradora, debemos dar un paso adelante para asumir nuestro com-promiso histórico de rescatar nuestro pensamiento. Los desafíos que enfrentamos, como sociedad, se deben convertir en oportunidades para vencer, siempre con el ejemplo de Gregorio Luperón, Gaspar Polanco, Juan Bosch y Juan Pablo Duarte.

Rafael Núñez Secretario de Estado Director de Información, Prensa y Publicidad de la Presidencia

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EXPOSITORES: Andrés L. MateoBernardo VegaFranklin FrancoRichard Turits

COORDINADOR: Wilfredo Lozano

La validación intelectual de la dictadura trujillista

• Peña Batlle• Joaquín Balaguer• Fabio Mota• Rodríguez Demorizi• Arturo Logroño

CAPITULO I

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En la mesa principal figuran Richard Turits, Bernardo Vega, Julio Amado Castaños, rector de UNIBE, Wilfredo Lozano, Andrés L. Mateo y Franklin Franco.

El público escucha las conferencias del panel desarrollado el 11 de agosto de 2009 en la Universidad Iberoamericana (UNIBE).

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Cuando Tulio Halperin Donghi estudió las particularidades de las dic-

taduras latinoamericanas, en su libro “Historia contemporánea de América

Latina” se le acabaron todos los argumentos sociológicos al intentar des-

cribir el fundamento de la legitimación de la dictadura de Rafael Leónidas

Trujillo Molina en la República Dominicana. Su único punto de compa-

ración era el gobierno despótico de Anastasio Somoza. En ambos casos

el poder se transformó en un instrumento de acumulación capitalista. En

ambos casos las burguesías locales fueron postergadas. Ambas dictaduras

provenían de ejércitos formados por la intervención de tropas norteame-

ricanas. Pero ni siquiera la dinastía familiar de los Somoza es comparable

con el dominio absoluto del trujillismo de toda la estructura económica,

social y política de la República Dominicana.

La singularidad de la dictadura trujillista no reside, pues, en el uso po-

lítico del ejército como sostén de la dominación, factor común a muchas

otras dictaduras latinoamericanas. Ni tampoco en el carácter de fuente

de enriquecimiento personal del dictador en que se transformó el Estado,

porque es frecuente que las tiranías en el continente transformen el poder

en instrumento de conquista del predominio económico. Ni siquiera en la

subordinación que impuso a la burguesía como clase se halla esta singula-

CURIOSIDADES DE LA LEGITIMACIÓN DEL RÉGIMEN TRUJILLISTA“La masacre de ciudadanos haitianos ordenada por Trujillo en el 1937 opera como un mito de confirmación. En la historia cultural dominicana, la frontera es una línea épica. Al unir la masacre de 1937 con el mito fundacional de la reconstrucción de la ciudad de Santo Domingo de 1930, el trujillismo demuestra su determinación”.

Andrés L. Mateo

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ridad. La primera singularidad que resalta de la legitimación del régimen

trujillista es cómo la apropiación de la sociedad en su conjunto se realizó a

través de un “corpus” de legitimación cuya habla es el mito; y, en segundo

lugar, un hecho que no se ha estudiado todavía, y que atañe a la historia del

pensamiento dominicano, como lo es el matrimonio insólito que se produ-

jo entre el hostosianismo y el arielismo, para dar sustentación “ideológica”

al trujillismo.

Comencemos por establecer un hecho indiscutible: la dictadura de Tru-

jillo no se legitimó a partir de una ideología. Trujillo tenía dominio total del

ejército que había formado personalmente, luego de la retirada de las tro-

pas norteamericanas en el 1924. Logró el dominio pleno del poder político,

después de 1930, y dispersó por la violencia toda la oposición tradicional

organizada. Usando el aparato del Estado, en un tiempo muy breve, sus

riquezas personales tenían un peso específico superior al de toda la débil

burguesía nacional junta. Esta suma de factores permitió que el trujillismo

se alejara cada vez más de su base material, y que su gestión de Estado no

respondiera a la eficacia de un sistema en nombre del cual una clase ejerce

el poder.

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Sobre esa gigantesca deformación estructural, se articuló la economía con

la ideología, que se invistió también de esta deformación, y se impuso sobre

el país la simbología discursiva del régimen y sus valores fundamentales.

Todas las manifestaciones de la autoconciencia se redujeron a la exaltación

de la suficiencia triunfante del tirano. Fueron las hazañas milagrosas, sus

símbolos relacionados con la historia reciente, sus claves inscritas en la

lisura del misterio, sus combates solitarios, su signo de amparo, los que se

impusieron como ideología al resto de la débil burguesía dominicana, pri-

mero; y a la nación entera, después. Trujillo adoptó un modo superlativo de

significación, que en correspondencia con la deformación de la formación

social dominicana, sustituyó el papel de la ideología en el régimen. Siempre

con el telón de fondo de la violencia, este sistema mitológico se conformó

a partir de la deshistoricización, y usando el pasado como contraposición

al presente. Cada mito trujillista en particular era una respuesta satisfac-

toria a la decepción del pasado. Los mitos respondían siempre a una de

las decepciones que el pensamiento dominicano del siglo XIX había hecho

angustia existencial. Así, por ejemplo, el Mito Fundacional, que se origina

con la reconstrucción de la ciudad de Santo Domingo, luego del ciclón de

San Zenón, en el 1930, satisface una de las aspiraciones ideales del pensa-

miento del siglo XIX, y es el signo de apertura a la modernidad de la nación.

Mediante este mito fundacional se liquida la vieja polémica intelectual que

veía el progreso ligado al surgimiento de las urbes modernas, en contra-

posición a la barbarie rural. Con la reconstrucción de la ciudad de Santo

Domingo, el trujillismo abre la metáfora espacial en la que el campesinado

deja de ser el arquetipo de la formación del Estado nacional, y Trujillo pasa

a ser el “Padre de la Patria Nueva”.

La masacre de ciudadanos haitianos ordenada por Trujillo en el 1937

opera como un mito de confirmación. En la historia cultural dominicana,

la frontera es una línea épica. Al unir la masacre de 1937 con el mito funda-

cional de la reconstrucción de la ciudad de Santo Domingo de 1930, el tru-

jillismo demuestra su determinación. El lugar del crimen funciona como el

signo luminoso de una intención: Si hay Patria es por Trujillo, gracias a él

la nación ya no es dubitable en sus contornos. Desde el punto de vista de

la ideología, la masacre no es más que la materialización de un bello sue-

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ño interior, que la enseñanza de la historia había grabado como moral de

desquite en el corazón de los dominicanos. Con este hecho Trujillo arriba

a la fulguración del nacionalismo, a la demostración tranquila de recursos

extremos para salvar la patria.

Tanto el mito fundacional derivado de la reconstrucción, como el mito

de confirmación de la Masacre, son mitos sensoriales. Pero el sistema de

legitimación trujillista asumió también el mito de La Paz, de naturaleza

puramente psíquica.

Este mito se relaciona con la rápida movilidad del trujillismo en el terre-

no de la instrucción y la cultura, y servía para imponer y notificar un orden.

Se difundió profusamente en la llamada “Cartilla Cívica”, que fue un ins-

trumento de divulgación masiva del régimen, convirtiéndose en un mito

de interpelación que expresaba el pasado y nos liberaba de él. A lo que el

mito de la paz se oponía era a la antigua tradición levantisca de los caci-

ques y manigüeros que poblaron el siglo XIX dominicano, y principios del

XX. La Paz trujillista significaba la superación del generalato conchopri-

mesco, que va desde la muerte del general Mon Cáceres, en el 1911, hasta la

intervención norteamericana de 1916. En la “Cartilla Cívica” se puede leer

lo siguiente: “La paz es el mayor bien que puede disfrutar un pueblo. En la

paz todas las vidas están seguras (…) el Presidente trabaja incesantemen-

te por la felicidad de su pueblo. El mantiene la paz; sostiene las escuelas,

hace los caminos, protege el trabajo en toda forma, ayuda a la agricultura,

ampara las industrias; conserva y mejora los puertos, mantiene los hospita-

les; favorece el estudio y organiza el ejército para garantía de cada hombre

ordenado”. Como mito, “La Paz” no tiene ambigüedad posible, notifica el

orden, hace comprender las condiciones de la interactuación social, y se-

grega al opositor del partidario. Es, incluso, la condición de la felicidad

colectiva.

Los grandes temas del sistema mitológico del trujillismo se cierran con

el mito de la independencia económica, que funciona como un espesor de

equivalencias gloriosas, que transporta a Trujillo en un plano de igualdad a

la génesis misma de la patria. Mediante este mito de equivalencia Trujillo

une el idealismo social con el pragmatismo burgués. Mientras Duarte con-

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cibió la República como un ideal, Trujillo la ha hecho verdadera. Duarte es

el ideal convertido en pensamiento, y Trujillo hizo del pensamiento una

verdad.

Como los demás, este mito es también tributario de la historia, y en el

trujillismo conduce a una escisión memorable entre el burgués ético y el

burgués político. Surgió del pago de la deuda externa que Trujillo realizó

en el 1940, y la épica del régimen hace brotar la verdadera independencia

del país de su materialización.

Sobre estos mitos elaboró la ideología toda la legitimación del régimen,

inundó la vida cotidiana, pobló las determinaciones de la historia, habi-

tando el arte, la cultura, la educación, la religión. Al hacerse destrucción

esencial del pasado, el mitosistema del trujillismo alcanzó toda la colecti-

vidad. No había forma ingenua de la vida de relación que pudiera escapar

a su presencia opresiva. Tal como propiciaba la construcción perpetua de

su verdad absoluta, ni la familia, ni el amor, ni el pensamiento, dejaban de

estar condicionados por el peso aplastante de sus símbolos.

Por ello el trujillismo no tuvo definición ideológica. Los temas clásico de

lo que se considera “ideología del trujillismo”, se pueden representar en las

siguientes propuestas recurrentes: Mesianismo, Hispanismo, Catolicismo,

Anticomunismo, Antihianismo. Todos tienen una relación instrumental

demasiado inmediata con lo político, y una simplicidad tan rotunda en su

adulteración de la historia y de la realidad, que los hace colindar con la pro-

paganda, y no con la racionalización ideológica. En rigor, cumplen las dos

funciones. Pero en su referencialidad, se bautizan en el mito que acompaña

como un esplendor inalterable a la “Era” desplegándose en la historia. Cier-

tamente no hay ideología trujillista en sentido estricto, pero el trujillismo

“Básicamente, las ideas de Eugenio María de Hostos responden a un pensamiento racionalista, distanciado por su carácter de todo tipo de especulación ideal. Y aunque Hostos le inyecta a su positivismo una dosis de sublimidad argumental, el esqueleto teórico sigue siendo el racionalismo positivo. Todos sabemos que Hostos combinó el positivismo con el krausismo, y que esta influencia krausista le dará una particularidad a su visión positivista”.

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impuso su hegemonía ideológica fundada en la violencia sentida por todos

los sectores de clase, y consumida como un mito que transfiguraba la carga

política del mundo. Eran tantos los factores sobredeterminantes de lo so-

cial, económico y político, que la justificación ideológica echaba manos con

mayor frecuencia de la pasta divina de Trujillo, que de la racionalización de

clase que organiza una visión del mundo desde la ideología.

El otro elemento de esa singularidad atañe a la historia del pensamiento.

En el trujillismo se produjo el matrimonio insólito entre un pensamiento

racionalista y un pensamiento idealista, que se conjugaron para darle la

base a la “ideología del progreso”. Estos dos movimientos eran el hostosia-

nismo y el arielismo.

Básicamente, las ideas de Eugenio María de Hostos responden a un pen-

samiento racionalista, distanciado por su carácter de todo tipo de espe-

culación ideal. Y aunque Hostos le inyecta a su positivismo una dosis de

sublimidad argumental, el esqueleto teórico sigue siendo el racionalismo

positivo. Todos sabemos que Hostos combinó el positivismo con el krau-

sismo, y que esta influencia krausista le dará una particularidad a su visión

positivista. Desde esta perspectiva propondrá el único pensamiento de re-

generación social completo que tiene la historia de las ideas en nuestro

país. Otra cosa es, sin embargo, la práctica política a la que se vincula en la

República Dominicana. Desde la plataforma de la moral social que el hos-

tosianismo pregonó, sus encontronazos con la sórdida actividad política y

el partidarismo, no sólo son memorables desde el punto de vista que pro-

pone como sistema de regeneración posible de lo social, sino que alcanza

la estatura de martirologio, la frustración y el combate inútil del maestro,

a quien se ve partir despavorido frente a las atrocidades de la dictadura de

Ulises Heureaux. El positivismo hostosiano se enfrentó a dos dictaduras

y a las dos las venció. Pero fueron agobiantes los combates, incluyendo la

batalla postmorten que se desarrolló con motivo de la encuesta del diario

El Caribe, sobre “La influencia de Eugenio María de Hostos en la cultura

dominicana”, en el 1956.

El repliegue del normalismo hostosiano positivista y su expresión polí-

tica liberal dejó sin amparo de clase a los intelectuales. Y es en estas con-

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diciones que el arielismo llega a la República Dominicana. El libro “Ariel”,

de José Enrique Rodó, se publicó en el 1900, y su impacto casi inmediato

se hizo sentir vigorosamente en todo el continente. En la República Domi-

nicana este impacto fue notoriamente significativo, hasta el punto que la

primera edición del libro del maestro Rodó se publicó en nuestro país en

el 1901.

Contrario al fundamento racionalista del pensamiento positivista, el

arielismo descansaba en la especulación ideal. Pero el antimperialismo

pánfilo, el optimismo y el elitismo melancólico, hallaron en el país el caldo

de cultivo del nacionalismo como un credo de redención sublime. No pode-

mos olvidar que la esencia del mito trujillista es el nacionalismo, remonta-

do sobre la incertidumbre del ayer, tranquilizado por el bullicio y el alarde

de las conquistas logradas por el Príncipe. A partir de la propia frustración

positivista, las condiciones no pudieron ser más favorables para que se

regara como pólvora el nuevo lenguaje de la renovación que traía la prédica

americanista del maestro uruguayo, y el hostosianismo tomó nuevos aires,

luego de la estampida que Lilís provocó en su seno, asumiendo el lenguaje

alado del arielismo una especie de pacto con el idealismo, contrario a la

naturaleza racionalista del discurso positivo.

Los aires que el arielismo trajo consigo envolvieron a todo el mundo: las

juventudes pensantes sintieron que se alejaba la desesperanza, sobreveni-

da en sucesivas guerras fratricidas, luego de la muerte del tirano Ulises He-

reaux. Todo se tiñó de ansias inaguantables de transformación, y cuando se

produjo la intervención norteamericana de 1916, nada mejor que el rechazo

rodosiano a la “nordomanía”, y al paradigma norteamericano carente de

refinamiento espiritual que el arielismo exigía. Incluso, en el colmo de la

sublimización, el arielismo aportó el único mártir cultural que tiene la his-

toria dominicana. Me refiero a Santiago Guzmán Espaillat (dicho sea de

paso, noto su ausencia en este “Festival de las Ideas”), el héroe proverbial

del arielismo, más que un mártir político un franciscano de la desespera-

ción intelectual.

Lo curioso es que todas estas andanzas, teñidas por el martirio de la in-

adaptación entre práctica política e idealidad, acontecen en medio de un

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insólito maridaje entre racionalismo e idealismo filosófico. En un momento

determinado del acontecer nacional, pero sobre todo después, e incluso

durante la intervención norteamericana de 1916, nacionalismo, hostosia-

nismo y arielismo son una misma cosa. Hay ejemplos destacados en figuras

como Federico García Godoy y el propio Américo Lugo. El trujillismo cul-

minará la simbiosis de esta evolución histórica, añadiéndole el componen-

te despótico.

Lo cierto es que así aconteció. Nadie ha estudiado en detalle las particu-

laridades de este proceso, que tiene mucho que ver con la aventura espiri-

tual de la dominicanidad. Pero allí donde ese curioso matrimonio consumó

sus delirios, las desventuras del pensamiento político dominicano levanta-

ban su estatua.

El trujillismo fue un régimen muy teatral, muy escenográfico, muy san-

griento. Su legitimación tenía siempre el telón de fondo de la violencia,

pero estas dos singularidades, que constituyen el fundamento de su auto-

concepción, lo diferencian de toda la tradición despótica americana.1

1 La conferencia de Andrés L. Mateo también fue dictada en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, en el contexto de la celebración del “Festival de las ideas”.

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El golpe de Estado organizado por Trujillo contra el gobierno de Horacio Vásquez inicialmente se trató de justificar por los esfuerzos de Vásquez de quedarse en el poder por cuatro años más, después de seis años en el go-bierno, los últimos dos de los cuales eran de dudosa legitimidad.

Una vez devino en dictador, políticos e intelectuales trataron de justi-ficar el régimen enfatizando la paz, la tranquilidad, el orden y la conti-nuidad que proveía, en contraste con el período entre 1899 y 1916, cuando el país tuvo a diez presidentes. También citaron la existencia de una sola fuente de poder, en contraste con la época de los caciques regionales del pasado que tantas guerras intestinas habían provocado.

A partir de 1942, momento en que Trujillo y Elie Lescot, el entonces presidente de Haití, después de una larga amistad, devinieron en grandes enemigos, el dictador dominicano, por primera vez durante su régimen, au-torizó una campaña racista anti haitiana que perduraría hasta la caída de Lescot a principios de 1946. Esa campaña racista anti haitiana no volvería a ser autorizada. La misma, encabezada por un discreto opositor a Trujillo hasta 1942, el intelectual Manuel Arturo Peña Batlle, así como por Joaquín Balaguer, defensor de Trujillo desde 1930, utilizó como nueva justificación que el país necesitaba de un gobierno de mano fuerte para evitar que los

LA JUSTIFICACIÓN INTELECTUAL DE LA DICTADURA“La celebración del centenario de nuestra independencia en 1944 se convertiría, precisamente por eso, en una exaltación del anti-haitianismo. Trujillo hasta trató de matar a Lescot en 1945. Después de 1950, con gobiernos en Puerto Príncipe que no molestaban a Trujillo, el anti-haitianismo se reduce dentro del discurso trujillista, aunque no desaparece totalmente”.

Bernardo Vega

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haitianos, cuyo número entonces era mucho mayor que el de los domini-canos, cruzaran la frontera y ocuparan el país. Esa campaña anti haitiana coincidió con la diseminación de la ideología falangista de Francisco Fran-co, la cual enfatizaba el hispanismo y el catolicismo. Trujillo entonces re-presentaría la defensa de las raíces culturales del pueblo dominicano. Con la visita al Papa en 1954 y la firma de un concordato por parte de Trujillo, las vinculaciones con la iglesia católica se hicieron aún más estrechas y sacerdotes dominicanos y españoles defendieron y adularon públicamente a Trujillo. Los trujillistas también citaron la gran amistad del dictador con Estados Unidos y con los militares americanos, excepto durante el período 1944-1947, cuando se hizo evidente un distanciamiento del Departamento de Estado.

Muy brevemente, entre 1933 y 1936, algunos intelectuales y políticos vie-ron a Trujillo como un símil de Mussolini y Hitler.

A partir de 1941 , Trujillo también sería justificado como la persona que liberó al país, después de cuarenta años, del control de sus aduanas por parte de los Estados Unidos, argumento que cobró aún más fuerza a partir de 1947, cuando se repagó la totalidad de la deuda externa y el peso domi-nicano sustituyó al dólar como la moneda en circulación. La fijación, por

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acuerdo con Haití, de la frontera y luego su “dominicanización” a partir de 1936, a través del traslado de personas hacia esa zona, dotándola, además, de infraestructura física y militar, fue otro de los argumentos utilizados para defender al régimen, sobre todo entre 1940 y 1946.

Brevemente, entre 1946 y 1948, Trujillo trató de identificarse con el jus-ticialismo peronista. A partir de 1947 y hasta 1960 Trujillo sería defendido como el campeón del anticomunismo en América. Todo opositor fue de-finido como comunista. Esa propaganda fue útil para defender a Trujillo durante la administración republicana de Eisenhower (enero 1953-enero 1961), sobre todo entre congresistas ultraderechistas seguidores del ma-cartismo.

Las ideas de uruguayo José Enrique Rodó, autor de “Ariel” (1900), así como el “cesarismo democrático” (1920) del venezolano Vallenilla Lanz, influyeron en los autores que defendieron a Trujillo.

Así como la jerga trujillista no fue constante, sino que fue más hiperbó-lica a través del tiempo, más adulona, el “discurso”, es decir “la concepción teórica global de lo que significaba el trujillismo”, definitivamente tampo-co fue constante. El catolicismo, el anti-catolicismo, el hispanismo, el pro-haitianismo, el anti-haitianismo, el anti-comunismo, el pro-socialismo, el pro-norteamericanismo y el anti-americanismo, entre otros temas, tuvie-ron momentos en que fueron utilizados como argumentos justificativos del régimen, pero no fueron utilizados ni durante todo el tiempo, ni con la misma intensidad.

Entre 1930 y finales de 1937, por ejemplo, el anti-haitianismo no apa-rece en el discurso. Todo lo contrario: el que hablaba bien de Haití y de los haitianos era un buen trujillista durante esos años. El criticar al vecino país era “herejía política”, y consecuentemente, material vedado para su publicación. (Ver nuestra obra “Trujillo y Haití”, para evidencias concre-tas sobre lo anterior). Ese anti-haitianismo se intensificó entre 1941 y 1945, debido a la existencia de un nuevo Presidente en Haití, Elie Lescot, quien, aupado por Trujillo, luego lo traicionó una vez logró el poder. La celebra-ción del Centenario de nuestra independencia en 1944 se convertiría, pre-cisamente por eso, en una exaltación del anti-haitianismo. Trujillo hasta trató de matar a Lescot en 1945. Después de 1950, con gobiernos en Puerto

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Príncipe que no molestaban a Trujillo, el anti-haitianismo se reduce dentro del discurso trujillista, aunque no desaparece totalmente.

El enfatizar las esencias católicas de nuestra nación aparece en el discur-so tan solo a partir de 1938 y por tres razones diferentes:

1. La sustitución de dominicanos en la cúspide de la administración ecle-siástica nacional (Castellanos, Noüel), no admiradores de Trujillo, por un italo-norteamericano, monseñor Pittini, a quien la propia Embajada norte-americana reconoció como influenciado por las ideas fascistas.

2. El anti-haitianismo tenía que ser justificado, enfatizando cómo la reli-gión de los dominicanos difería del “vodú” de los haitianos.

3. La victoria franquista en España y la popularización de las ideas fa-langistas sirvieron para estimular la hispanidad y el catolicismo de los do-minicanos.

El anti-catolicismo se inicia en enero de 1960 como reacción a la Pastoral de ese mes y perdura hasta la muerte misma del dictador.

El hispanismo aparece a partir de 1939, porque forma parte del anti-hai-tianismo y busca explicar que nosotros somos “españoles” y no africanos y también por el surgimiento de las ideas falangistas en España y, además, como complemento del énfasis en el catolicismo.

El anti-comunismo aparece en el discurso tan sólo con el inicio de la guerra fría (1947) y perdura hasta 1960, pues el acuerdo coyuntural de no agresión entre Trujillo y Fidel Castro, de fines de ese año, obliga a un mutis. El pro-norteamericanismo se inicia en el mismo 1930, pero surgie-ron dos interludios de fuertes ataques a ese país: los años de 1945 a 1947, cuando Spruille Braden dominaba en el Departamento de Estado y atacaba a Trujillo y el período entre de 1959 y 1961 cuando Trujillo, estimulado por su hijo Ramfis, por Arturo Espaillat (“Navajita”) y por Johnny Abbes, obli-ga a un discurso rabiosamente anti-norteamericano, que incluye piquetes “espontáneos” frente a la Embajada de ese país, “foros públicos” contra sus funcionarios y salida de misiones militares.

El hablar del nazi-fascismo fue parte, aunque débil, del discurso entre 1933 y 1939. La eliminación del control financiero norteamericano se enfati-

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zó entre 1942 y 1947 y la dominicanización de la frontera entre 1935 y 1945. El celebrar la desaparición del “conchoprimismo” se inicia en el mismo 1930, pero se deja de enfatizar después de la Segunda Guerra Mundial.

En fin, que el único tema del discurso trujillista que sí fue constante du-rante los treinta y un años, lo fue un mesianismo que explicaba cómo el dictador era la figura añorada, esperada, que daría fin a las guerras intesti-nas y que fortalecía la nacionalidad.

Los principales intelectuales

También hemos creído útil mostrar los años durante los cuales algunos de los principales intelectuales dominicanos tuvieron influencia política y, consecuentemente, pudieron incidir sobre el discurso trujillista. Soy el pri-mero en reconocer la dificultad de definir quién fue o no fue un intelectual. En el caso dominicano y durante la Era de Trujillo, estamos hablando, en la gran mayoría de los casos, de abogados oradores-pensadores, más que de contribuyentes efectivos a la creación literaria. Sólo se incluyen a los prin-cipales intelectuales que en algún momento tuvieron influencia política.

Nótese, por ejemplo, cómo Manuel Arturo Peña Batlle sólo tuvo esa in-fluencia entre 1941 y 1953, período que coincidió, precisamente, con la eta-pa anti-haitiana, hispánica y catolicista, pero no porque él influyera para que fuese así, sino porque esos eran los temas requeridos por la coyuntura política del momento. Nadie como él, sin embargo, supo darle contenido a esas ideas. Si Peña Batlle hubiese pasado al trujillismo en 1930, por ejem-plo, en vez de sufrir once largos años como “desafecto”, no hubiese podido desarrollar su discurso anti-haitiano, sino sólo después de 1941, aún en el hipotético caso de que hubiese sido medularmente anti-haitiano desde su juventud. Su famoso discurso “El sentido de una política”, pronunciado en Elías Piña, en noviembre de 1942, el más anti-haitiano de todos, fue pro-nunciado pocos días después de que Lescot prohibiera el cruce de braceros haitianos hacia los ingenios dominicanos como una forma de presionar a Trujillo para que redujese sus esfuerzos por tumbarlo. El discurso de Peña Batlle fue la respuesta pública de esa medida.

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Su meta mensaje lo captó Lescot, mas no los dominicanos, quienes des-conocían la medida y cuán fuerte eran las tensiones entre los dos presiden-tes, tanto así que ellas preocuparon al presidente Roosevelt, quien trató, infructuosamente, por medio de cartas personales a ambos presidentes, de que se reunieran y, ante un testigo norteamericano, arreglaran, en 1944, sus diferencias personales.

Finalmente, está el caso del Dr. Joaquín Balaguer, cuya influencia políti-ca adquirió importancia tan sólo a partir de 1957, y terminó siendo el único intelectual con esa influencia durante los últimos cinco años del régimen y luego como presidente a partir de 1966. Su énfasis en la hispanidad, frente a los otros presidentes de América Latina en Guadalajara y Madrid, evi-dencia como parte de ese discurso de ayer perduró aún desaparecida la tiranía.

Manuel Arturo Peña Batlle

Peña Batlle es una figura trágica. Se le conoce esencialmente por lo que publicó entre 1941 y 1945, cuando la línea oficial trujillista era anti haitiana.

Pero durante el gobierno de Horacio Vásquez escribió mucho sobre te-mas políticos, así como durante la ocupación militar norteamericana. Su primer artículo lo publicó en 1922 cuando apenas contaba con 20 años de edad. En 1930 tenía 28 años y murió en 1954 con apenas 52 años.

Durante la ocupación fue nacionalista, favoreció la “pura y simple”, junto a Américo Lugo y Fabio Fiallo. Fue miembro fundador del Partido Nacio-nalista en 1924 y escribió muchos artículos entre 1922 y ese año. Se opuso a la convención de 1924 y fue perseguido y encarcelado. Con 23 años de edad viajó durante seis meses a Europa, regresando en 1926. Sin embargo, los nacionalistas pactaron y apoyaron la prolongación de Horacio Vásquez a partir de 1928. Fue miembro de la comisión fronteriza durante el gobierno de Horacio Vásquez y después de Emilio Morel es el dominicano que más artículos escribió durante ese gobierno, cuando tenía apenas entre 23 y 27 años de edad.

Entre 1930 y 1941 fue hostil a Trujillo, y en esa etapa casi no escribió nada. Doce días después del 23 de febrero de 1930 renunció de la comisión

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fronteriza, pero luego recapacitó y se volvió a incorporar a ella. Vivió un exilio interno. Mientras durante el gobierno de Horacio Vásquez escribió un libro y 29 artículos, entre 1930 y 1934 apenas publicó un libro y seis ar-tículos y éstos tenían que ver más bien con la intervención de 1916, sucesos en el exterior y temas laborales.

Hacia septiembre de 1934, Peña Batlle y su grupo seguían negociando el asunto fronterizo con los haitianos. En febrero de 1935 se llegó en principio a un acuerdo y poco tiempo después, para finalizar los detalles del diseño de la “Carretera Internacional”, que delimitaría parte de la frontera, Tru-jillo nombró nuevos miembros de la Comisión Delimitadora. Por primera vez desde el ascenso de Trujillo al poder, Peña Batlle dejaba de ser miembro de dicha comisión. ¿Qué había pasado? Pues simplemente ya Trujillo no permitía que para él trabajasen desafectos. Peña Batlle era de los pocos que, para esa época, había rehusado inscribirse en el Partido Dominicano. La exclusión de Peña Batlle de la comisión coincidió con el descubrimiento de un supuesto complot para asesinar a Trujillo que involucraba personali-dades de la talla de Amadeo Barletta, Oscar Michelena y Juan Alfonseca. La reacción de Trujillo fue la de sacar de la nómina gubernamental a los pocos desafectos que quedaban. Se intensificó la presión contra estos grupos y el 25 de marzo Peña Batlle se inscribía en el Partido Dominicano.

La represión en el mes de abril fue tal que Trujillo hasta ordenó el ase-sinato en Nueva York del principal exilado de entonces: Ángel Morales. Por equivocación fue asesinado Sergio Bencosme, su compañero de ha-bitación. Se organizaron “mítines de desagravio” por el atentado contra Trujillo. Peña Batlle hablaría en uno de ellos, tomando la palestra pública por primera vez en cinco años. Dijo: “Desde que imperiosas e ineludibles divergencias de concepto impusieron mi renuncia en el año 1926, del Par-tido Nacionalista, yo dejé de ser un factor visible en la política militante; después de esa época y hasta hoy, si bien es verdad que en el interregno mi nombre ha estado asociado al desarrollo de algunos acontecimientos de interés nacional, no es menos cierto que he vivido al margen de la lucha sin transgredir mi consigna de no participar de las contingencias de la política y de no turbar la tranquilidad de mi vida, que deseaba consagrar por entero a la estructuración de mi hogar y a la observación imparcial y fecunda de

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nuestras deficiencias y de nuestras necesidades colectivas. Desde el año 1926, yo no he sido, en el sentido preciso de la palabra, un político activo. De la política no espero ni deseo nada; antes que hombre de acción, soy hombre de pensamiento. Dentro de la tesitura y cuando todavía me encon-traba en el cumplimiento de imperiosas funciones oficiales, me sorprendió la llegada del General Trujillo al poder; entre él y yo no había mediado nin-guna circunstancia que me ligara ni a su política ni a su destino; creí pues lo más prudente, una vez clausuradas mis funciones, restituir a mi familia el calor de mi presencia y el fervor de mi cariño; así lo hice”.

Luego agregaría: “De Trujillo me han interesado en sus cuatro años de administración el sentido francamente Nietzscheziano que ha impreso al gobierno y, como secuela, el hondo arraigo nacionalista con que ha des-envuelto sus gestiones de gobernante. Ni por inclinación, ni por tempe-ramento, ni por educación libresca, yo soy un Nietzscheziano del gobier-no, ni un nacionalista cerrado; pero después de haberlo pensado mucho, después de haber enfocado con reposos todos los aspectos de la situación me formé el criterio de que las contundentes necesidades del momento en que el General Trujillo advino al gobierno, tal vez no hubieran podido conjurarse con éxito dentro de la ideología que hasta entonces sostuvie-ron nuestros hombres de Estado, sino mediante la adopción de un sentido nuevo y extraordinario de gobierno que sólo un hombre singular, hubiese podido imponer. Ese hombre fue Trujillo. Comprendí sin esfuerzo que era necesario reprimir ambiciones para contemplar el paso de aquel hombre a quien las circunstancias mismas habían tomado de la mano para colocarlo a la cabeza de los dominicanos, en los precisos instantes en que la Repú-blica, frente al cuadro pavoroso de la crisis, necesitaba fuerzas supremas y energías inagotables. Oponerse a la trayectoria de esas fuerzas y de esas energías, hubiese sido insensato y lo es todavía. Por eso me inscribí, hace apenas quince días, en las nutridas listas del Partido Dominicano”.

Peña Batlle sabía que no tenía ninguna coherencia defender o tratar de explicar, o justificar, a Trujillo fundamentándose en los valores de su ju-ventud, de su generación: el liberalismo hostosiano. A eso es a lo que se re-fiere Peña Batlle cuando menciona “la ideología que hasta entonces (1930) sostuvieron nuestros hombres de Estado”. Defender a Trujillo con las ideas

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positivistas tenía tan poco sentido como defender al comunismo con ideas que no fuesen las de Marx o Lenin. Sólo con la aceptación intelectual de la subversión de valores propugnada por el autor de “Así hablaba Zaratustra” podía esa defensa ser consistente con la realidad política dominicana de entonces. Cuando Peña Batlle pronunció esas palabras ¿era, en su fuero interno, todavía un opositor al régimen? ¿Estaba el angustiado y atrapado intelectual, en su intimidad, burlándose del régimen cuando describía al gobierno de Trujillo como nietzsceniano, es decir parecido al régimen de los “súper-hombres” que recientemente había surgido en Alemania? Los acontecimientos de los próximos días indicarían que lo de Peña Batlle en ese momento era una sutil burla al régimen, que posiblemente pocos cap-taron, pues no entendieron que estaba atribuyendo a Trujillo los nuevos valores que soplaban de la Europa de las dictaduras nacional-socialistas y fascistas.

Pero la presión política contra Peña Batlle continuó, como un reflejo de los serios problemas que Trujillo tenía en esos momentos en Washington, debido al apresamiento de Barletta. Ese incidente, así como el asesinato de Bencosme, también había provocado mucha publicidad negativa contra Trujillo en la prensa norteamericana. Para tratar de contrarrestarla, Truji-llo inició una campaña buscando demostrar que era “democrático”. Parte de la misma incluyó su anuncio de que no aceptaría la propuesta de que el nombre de la capital fuese cambiado por el de Ciudad Trujillo. De inme-diato “surgió” una campaña en la prensa dominicana por medio de la cual personalidades dominicanas pedían a Trujillo que aceptara la sugerencia. Todo era una comedia bien montada para tratar de demostrar a los norte-americanos que Trujillo se vería obligado a aceptar el cambio de nombre, debido a la presión de la “opinión pública” nacional. El único que se atrevió a no seguir la corriente y que dos días después del “gesto de desprendi-miento” de Trujillo escribió públicamente, felicitándolo por su decisión, fue Peña Batlle. (“En sensacional artículo habla sobre el alto gesto del Pre-sidente Trujillo el Lic. Peña Batlle”). Dijo que la “trasmutación de nombres, sin agregar nada a la obra del presente, sólo contribuiría a interrumpir la imponencia del pasado”. Jesús de Galíndez informa en su tesis que Peña Batlle le había comentado en 1940 que ese atrevimiento suyo por poco le costó la vida. La realidad fue que dio inicio a un período de seis largos años

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(julio 1935-septiembre 1941) durante los cuales el “exilio interno” de Peña Batlle fue más acentuado.

Durante esos seis años no publicó un solo artículo sobre temas políticos y apenas dos sobre temas culturales y legales. En 1937 publicó un libro so-bre Enriquillo y en 1938 otro sobre las devastaciones de 1605-1606.

Claudicó en 1941 coincidiendo con las ideas falangistas y precisamente en el momento que, por pleitos con Lescot, Trujillo ordena una línea oficial anti haitiana por primera vez en su régimen.

Arturo Logroño

Fue Canciller de Trujillo entre abril de 1933 y mayo del 1935, cuando cayó en desgracia por el incidente de Amadeo Barletta. Fue un destacado orador, con gran conocimiento de la retórica, pero sus discursos care-cían de sustancia. En 1934 publicó el libro “La primera administración del Generalísimo Trujillo Molina”, de 105 páginas. Es descriptivo sobre los progresos económicos durante ese período.

En 1939 publicaría un folleto, “Centenario de Luperón”, de apenas ca-torce páginas. En su juventud había publicado un texto de historia patria. Murió en 1949.

Es posible que en sus discursos aparezca alguna defensa inteligente so-bre el régimen de Trujillo, pero no consideramos que deba ser incluido con otras personalidades como Peña Batlle y Balaguer.

Emilio Rodríguez Demorizi

De los ciento treinta y tres libros que publicó este extremamente pro-lífico autor, apenas cinco tratan sobre el gobierno de Trujillo. Uno es una cronología sobre lo que hizo Trujillo casi cada día de su gobierno hasta 1955; otro, de 1956, es una bibliografía temática sobre lo que se había escri-to sobre Trujillo. En adición de esos dos textos muy útiles para cualquier historiador, publicó un libro de apenas treinta y tres páginas en 1956 ti-tulado “Trujillo y Cordell Hull” y un discurso, “Trujillo y las aspiraciones dominicanas”, en 1957, año en que también publicó “De política domínico-americana”, otro discurso.

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De los 301 artículos que publicó en revistas y periódicos tan sólo tres tratan sobre Trujillo: “Un año de gobierno. La obra culminante” (1943); “Trujillo y la expresión de la gratitud nacional” (1955) y “Un libro para gobernadores” (1960).

Tal vez el comentario más importante hecho por Rodríguez Demorizi sobre Trujillo está en su prólogo, escrito en 1954, a la obra de Peña Batlle “Política de Trujillo”. Allí enfatizó “el multiforme avance del país, la pujan-za de su economía, la liberalización de sus finanzas públicas, la victoria en las luchas internacionales, la providencial solución de los problemas domí-nico-haitianos y la activa, resoluta y ejemplar posición anti comunista”.

Sin embargo, no creo que sus ideas en defensa de Trujillo tuviesen algu-na originalidad o que puedan ser comparables con los aportes de Balaguer y Peña Batlle.

Dr. Fabio A. Mota

En 1936 publicó un folleto titulado “Neo-socialismo dominicano”, don-de, después de aclarar que esa conferencia estaba inspirada en artículos de Emilio A. Morel, dice que el gobierno de Trujillo representa “un neo-socialismo nacionalista inspirado en el dominicanismo; como el nazi, en el germánico puro, es un neo-socialismo”. Trujillo le dio acuse de recibo por su folleto.

En 1935 Mota había pronunciado los principales discursos de bienveni-da al profesor Adolfo Meyer, representante del gobierno de Hitler, quien visitaba el país. En 1939 Mota, en su obra “Prensa y tribuna” se refirió a Trujillo como “el doctrinario del neosocialismo dominicanista”.

Hasta 1939 Trujillo mantuvo relaciones abiertas con el régimen de Hit-ler, incluyendo la presencia de un ministro. Auspició la creación del “Ins-tituto Científico Domínico-Alemán” (1937-1939). En 1938 discutió un plan de emigración de unos cuarenta mil alemanes arios al país, al tiempo que el gobierno de Hitler se interesaba por los recursos mineros de República Dominicana. También mantuvo a importantes dominicanos en cargos di-plomáticos en Berlín, durante el régimen de Hitler.

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Sin embargo, una vez declarada la guerra en Europa los norteamericanos presionaron para la clausura del instituto, cuyo real objetivo era evaluar los recursos naturales del país. Siendo una dictadura como la de Hitler es obvio que Trujillo, quien hasta en un momento utilizó capotes como el del Hitler, emulara al líder nazista alemán. Ya antes, en 1933, el catedrático de derecho Leoncio Ramos había escrito un artículo en el “Listín Diario”, el cual el año siguiente fue reproducido por Joaquín Balaguer en su libro “Trujillo y su obra”, editado en Madrid, pero que no circuló en Santo Do-mingo, pues su edición fue destruida por el gobierno, donde dijo: “Si Italia le agradece su redención a Benito Mussolini, si Alemania fía su salvación en la energía y saber de Adolfo Hitler, si Estados Unidos presentan a la admi-ración del mundo la proeza administrativa de Franklyn Delano Roosevelt, el Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo es y debe ser un auténtico motivo de orgullo para todos los dominicanos”. Rafael Estrella Ureña había sido ministro dominicano durante el gobierno de Horacio Vásquez en Roma y cuando retornó al país se declaró abiertamente simpatizante de Mussolini, tanto así que la marcha desde Santiago hacia la capital de 23 de febrero de 1930 fue una copia de la marcha sobre Roma de Mussolini.

Joaquín Balaguer

Estando emparentado con la esposa de Trujillo en 1930, Balaguer fue de los oradores en su temprana campaña electoral de ese año y es probable que haya contribuido a la redacción del pronunciamiento de Estrella Ure-ña del 23 de febrero, el cual justifica el golpe de Estado como una forma de salvar al país del “naufragio económico” y “la bancarrota”, de la “dilapi-dación de recursos” por parte del gobierno de Horacio Vásquez, “la ruina del comercio”, el “estancamiento de la agricultura”, “la corrupción de las escuelas”, la “anarquía moral” y el “fraude en todos los sectores de la admi-nistración pública”. En contraste, Estrella Ureña prometía ofrecer al país la estabilidad económica, el sosiego moral y la protección que reclamaban el comercio y la industria.

En 1934 publicó en Madrid el antes referido texto “Trujillo y su obra”, donde enfatizó como defensa de Trujillo la desaparición del caciquismo y el politiqueo a cambio del establecimiento de un gobierno que se dedicaba a administrar.

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En 1944, con motivo del centenario, ganó un premio nacional que luego publicaría en Argentina en 1947 bajo el título de “La realidad dominicana”. Sería la única importante de sus obras que no editaría de nuevo después de 1966, aunque gran parte de la misma aparece en “La isla al revés”.

Otra importante contribución a su defensa a Trujillo aparece en su carta a directores de periódicos de Colombia en octubre de 1945; en su discurso de entrada a la Academia Dominicana de la Historia. “El azar en el proceso histórico dominicano”, donde describe que el país ha sido víctima de su destino y de su mala suerte hasta la llegada de Trujillo. También en otro discurso enfatizó la no alternabilidad en el poder, algo que él mismo pon-dría en práctica, con mucha eficiencia, a partir de 1966.

Peña Batlle, Balaguer y el Anti-haitianismo

De los argumentos de Peña Batlle y Balaguer defendiendo a Trujillo qui-siera concentrarme hoy en los que ambos publicaron dentro de la línea ofi-cial anti haitiana de 1942-1946.

Ni antes, ni después durante su régimen de 31 años, fue utilizado el anti haitianismo racista. Éste, pues, se debió a la enemistad personal del dic-tador dominicano y no a una creencia arraigada de los políticos e intelec-tuales dominicanos de la época. Tan sólo durante tres años y diez meses duró esa política. Si se analiza la obra de Rodríguez Demorizi, que recoge los artículos, libros y discursos durante los primeros 25 años del régimen trujillista y donde éstos aparecen clasificados por temas, veremos que de los abarcados bajo “Dominicanización de la frontera” suman 23 los publi-cados entre los siete años del período de 1939 a 1945, de un total de 32 para los veinticinco años. Bajo “Haití-Diversos” aparecen 10 entre 46. Tan sólo la “Cuestión fronteriza” y el “Incidente fronterizo de 1937” contienen más material fuera de esos siete años y es lógico, ya que la negociación de los límites fronterizos y la matanza tuvieron lugar antes de ese período.

En orden cronológico, los textos anti haitianos del período fueron:

1. El sentido de una política, de Manuel Arturo Peña Battle, de noviembre de 1942, dos meses después del decreto-ley de Lescot, prohibiendo el cruce de braceros haitianos.

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2. Las caricaturas del refugiado español José Olloza, (mayo 1943).

3. El artículo de Tomás Hernández Franco, en el primer número de los “Cuadernos Dominicanos de Cultura” (septiembre 1943).

4. Las cátedras de Carlos Sánchez y Sánchez (febrero 1944).

5. La Realidad dominicana, de Joaquín Balaguer (febrero 1944). Publicado en 1947.

6. La carta de Balaguer a la prensa colombiana (octubre 1945).

7. La carta de Peña Battle a Manach (noviembre 1945).

En El sentido de una política, Peña Battle enfatizó la inferioridad educacio-nal y racial de los haitianos, así como la alta tasa de crecimiento de su po-blación, por lo que no se les debería permitir que cruzasen la frontera.

El artículo de Hernández Franco apoya a Peña Battle por su antes citado pronunciamiento, explicando por qué los haitianos se sentían impelidos a cruzar la frontera y las razones por las cuales no convenía su presencia.

Sánchez y Sánchez también alude a la inferioridad racial del haitiano, su afán por no trabajar, es decir su pereza, y la alta tasa de crecimiento de su población. Propuso que emigrasen a África, bajo auspicio internacional.

Joaquín Balaguer, en “La realidad dominicana”, hace un análisis histó-rico de las relaciones entre los dos países, aunque en ningún momento cita la matanza de 1937. Atribuye a Trujillo el haber dado carácter de nación a su país y defiende la dominicanización de la frontera, al impedir el paso de haitianos por ella. Enfatiza el rápido crecimiento de la población haitiana, debido a su bajo nivel de vida y cultura. Su exceso de población, unido a lo reducido de su territorio, amenazaba a los dominicanos. Tan sólo su desarrollo económico reduciría ese peligro. Critica el “vudú” y su popula-ridad del lado dominicano de la frontera antes del advenimiento de Trujillo al poder, lo que había puesto en peligro el tradicional catolicismo de los dominicanos. Considera al negro haitiano como “tarado”, sucio y lleno de enfermedades transmisibles, en contraste con los “blancos” dominicanos de Baní y Jánico.

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Plantea que el haitiano es holgazán, a pesar de su resistencia física. Cri-tica a los braceros por quitarles empleo a los dominicanos y considera que en Haití existía un fuerte racismo. Si los dominicanos no actuaban, la isla llegaría a estar controlada por los haitianos, sería “indivisible”, pues el más prolífico absorbería al más débil. Alega que Trujillo logró impedir ese pe-ligro y por eso los dominicanos podían subsistir como pueblo español y cristiano. Cita que el principal problema dominicano lo era el de la raza.

En su carta a la prensa colombiana, Balaguer explica que Trujillo era necesario, porque sin su obra el país desaparecería como nación de origen hispano y cristiano. Menciona lo pequeño del territorio haitiano, su gran población y la gran fecundidad de la misma. El país se estuvo haitiani-zando, el vudú se estuvo expandiendo y la moneda haitiana había reem-plazado a la dominicana en los mercados. El campesino, influenciado por los haitianos, había adoptado costumbres no cristianas, como las uniones incestuosas, sobre todo cerca de la frontera. Lo ocurrido en 1937 había sido una acción defensiva de los campesinos contra los robos. Trujillo tenía que continuar en el poder para enfrentar el problema haitiano mientras éste persistiese, para así garantizar la supervivencia de los dominicanos como nación católica. Ese anti-haitianismo de Balaguer lo expresó en 1927 cuando apenas tenía 21 años de edad, en un artículo en el periódico “La Información”, donde dijo:

“Es menos alarmante, para la salud de la República, el soplo imperialista que nos llega de Estados Unidos que el oleaje arrollador del funesto mar de Carbón que ruge, y como león encadenado, en el círculo que opone a sus sueños de expansión la inmutabili-dad legal de las fronteras.

Hasta ahora sólo nos ha preocupado el imperialismo angloamericano. Pero el impe-rialismo de Haití, irritante y ridículo, tenaz y pretencioso, conspira con mayor terque-dad contra la subsistencia de nuestro edificio nacional, digno, sin duda, de más sólida y firme arquitectura…

…Somos pueblos vecinos pero no pueblos hermanos. Cien codos por encima de la ve-cindad geográfica se levantan la disparidad de origen y los caracteres resueltamente antinómicos que nos separan en las relaciones de la cultura y en las vindicaciones de la Historia.

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De ahí que no creemos en la mentirosa confraternidad domínico-haitiana. En el Pa-lacio Presidencial de Haití han habitado y habitan los peores enemigos de la viabilidad de nuestro ideal republicano…

…Pero contra el imperialismo haitiano, lo que necesitamos es realizar una completa y científica colonización del litoral fronterizo y establecer el servicio militar obligatorio para que cada ciudadano pueda ser un baluarte desde cuyas almenas se alce la bandera de la República desplegada a todos los vientos por la grandes del derecho armado”.

En su carta a Manach, Peña Battle le explica que debido al problema hai-tiano la República Dominicana no podía darse el lujo de tener un gobierno democrático. También cita el gran tamaño de la población haitiana y su alto crecimiento dentro de un pequeño territorio, sin capa vegetal.

Nótese cómo, con excepción de la sugerencia de Sánchez y Sánchez de una emigración a África bajo auspicio internacional, los antes citados tex-tos son bastante homogéneos en su análisis y también en sus prejuicios. Era la “línea oficial” típica de una dictadura. Esos argumentos son difíciles de encontrar en los textos de intelectuales y políticos dominicanos entre 1864 y 1929, período durante el cual, con excepciones, existió bastante li-bertad de expresión.

La línea oficial abarca la literatura

El tema haitiano estuvo sorprendentemente ausente en la literatura do-minicana previo al régimen de Trujillo. Como tema principal, en la nove-lística dominicana, no aparece, a pesar de que los dos países comparten una misma pequeña isla. Sin embargo, durante el período anti haitiano de Trujillo algunas novelas dominicanas también adoptaron la línea oficial anti haitiana.

Caonex (Argentina, 1949) del diplomático J. M. Sanz Lajara refleja la línea propagandística de Trujillo sobre Haití. Compay Chano (1949), de Miguel Alberto Román, está llena de insultos contra Haití y es pura propaganda trujillista, pues describe a los haitianos como salvajes, comedores de niños y una tribu de antropoides. La matanza de esa “masa negra” fue un acto de hateros defendiendo su tierra. En Trementina, clerén y bongó (1943), de Julio

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González Herrera, Trujillo es el que salva al país del peligro haitiano. Los dominicanos necesitaban a un hombre fuerte para enfrentar a Haití. El autor también defiende la matanza.

Después de Lescot abandonar el poder, la literatura dominicana durante el régimen de Trujillo, y también después de desaparecido éste, abandonó el tema anti haitiano.

El “problema haitiano” visto en restropectiva

Sesenta y cuatro años después de la política anti haitiana de Trujillo, es útil comparar las bases de su sustento ideológico de entonces con la reali-dad de hoy día.

1. LAS PROYECCIONES DEMOGRÁFICAS. Joaquín Balaguer en La realidad dominicana cita que la población haitiana de aquella época era de unos tres millones en comparación con los 1.9 millones de dominicanos, es decir que la haitiana excedía la dominicana en un 58%. Dada la mayor fecundidad de los haitianos, Balaguer preveía que la diferencia entre las dos poblaciones sería cada vez mayor, constituyendo una gran amenaza para los dominicanos.

Sin embargo, hoy día la cantidad de dominicanos y haitianos residentes en sus respectivas naciones, es probablemente la misma, alrededor de nue-ve millones en cada país. La mucho mayor mortalidad infantil en Haití y la debilidad de sus servicios de salud explica el error en las proyecciones demográficas de los antihaitianos de la década de los años cuarenta del siglo pasado.

2. LA NECESIDAD DE UN DICTADOR DOMINICANO. La ne-cesidad de un dictador como Trujillo fue justificada como imprescindible para enfrentar la presión migratoria haitiana. Trujillo desapareció en 1961, pero en ese entonces existía en Haití la dictadura de los Duvalier, la cual persistió hasta 1986. Durante esos veinticinco años, un cuarto de siglo de democracia en la República Dominicana, la migración haitiana fue mínima, ya que los militares de los Duvalier se ocupaban de impedir su paso por la frontera. Consecuentemente, no fue necesario un dictador dominicano para enfrentar el problema, tan sólo se requería de una dictadura en Haití.

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3. EL EFECTO DE LA MIGRACIÓN HAITIANA SOBRE LA RE-LIGIÓN Y LA HISPANIDAD. Desaparecida la dictadura de los Duva-lier, en Haití ha surgido un período de extrema inestabilidad política que ha provocado un gran éxodo de haitianos hacia la República Dominicana. Nosotros estimamos que hoy día un 15% de la población de la República Dominicana está constituido por haitianos, o por descendientes de hai-tianos y está repartida por todo el país. Sin embargo, los dominicanos ni practican el “vudú”, ni hablan creole. Todo lo contrario, el haitiano trata rápidamente de aprender el español y, según encuestas recientes hechas entre la población haitiana residente en el país, casi todos son cristianos, aunque no necesariamente católicos y practican su religión. Por otro lado, aproximadamente un 15% de los dominicanos son cristianos no católicos, pero ese cambio no ha sido el resultado de la gran migración haitiana.

4. LA NECESIDAD DE DOMINICANIZAR LA FRONTERA. Truji-llo construyó muchas obras en la frontera, llevó allí a muchos dominicanos y también a sacerdotes católicos extranjeros, bajo la premisa de que esa po-blación y esas obras servirían como un impedimento a la penetración hai-tiana. En retrospectiva, nos hemos dado cuenta de que la gran migración ilegal de Haití ha ocurrido por la frontera misma y a pesar de esa presencia de dominicanos. En otras fronteras, como la de Estados Unidos y México, los norteamericanos no han pensado en “americanizar” su frontera y más bien han optado por construir obstáculos físicos para impedir el cruce ile-gal, no barreras culturales. Costa Rica tampoco ha pensado que la forma de impedir la gran migración indocumentada de nicaragüenses es llevando a sus ciudadanos a vivir a la frontera. Es más, no conocemos de un país que haya logrado reducir la migración poblando la frontera.

5. LA PROMOCIÓN DE UNA MIGRACIÓN HAITIANA HACIA ÁFRICA. Unos cinco años después de surgir los textos anti haitianos de

“El impacto negativo de la presencia de tantos haitianos en la República Dominicana de hoy día es, pues, de carácter económico, no cultural. Sin embargo, el gobierno dominicano no somete a la justicia a ningún patrono por emplear haitianos indocumentados y cuando el gobierno deporta haitianos los productores agrícolas se quejan. Ese real peligro nunca fue citado por los anti haitianos de la dictadura y no lo podían citar si los declaraban ‘holgazanes’ ”.

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la época trujillista, se inició un proceso de emigración en todo el Caribe y que todavía persiste. Un 10% de la población de las islas más grandes, Cuba y La Española ya vive fuera de sus países. Un 10% de los dominicanos y un 10% de los haitianos residen fuera de su patria. En las islas más pe-queñas, las angloparlantes, esa proporción es mucho mayor llegando hasta un 35% en algunas de ellas. En Puerto Rico también se dio una emigración masiva en la década de los cincuenta. Ese 10% de la población haitiana se ha trasladado principalmente a Canadá, Estados Unidos y sobre todo a la República Dominicana. Muchos dominicanos arriesgan su vida tratando de cruzar el Canal de La Mona y lo mismo hacen haitianos que tratan de llegar a La Florida. Por eso, los guardacostas norteamericanos han coloca-do a la isla La Española “entre paréntesis” ubicando barcos en el Canal de La Mona y en el de Los Vientos, para impedir el éxodo hacia el territorio norteamericano de haitianos y dominicanos, por lo que hoy día práctica-mente la única opción que tiene el haitiano que quiere emigrar es cruzar la frontera dominicana, para quedarse allí o seguir hacia Puerto Rico o Do-minicana. Una población importante de haitianos vive en Surinam y en la Guayana Francesa, lugares que son los que más pudieran parecerse al África sugerida por Sánchez y Sánchez.

6. EL HAITIANO COMO HOLGAZÁN. Los textos anti haitianos de la época de Trujillo citan que el haitiano es un holgazán, a quien no le gusta trabajar. En 1990 el autor de este libro, en una conferencia ante la Asociación de Jóvenes Empresarios (ANJE) fue el primero en denunciar como la nueva gran presencia de haitianos en la República Dominicana, todos trabajando con mucho vigor en la recolección de cosechas de café, cacao, arroz, en la industria de la construcción y en el comercio informal, creaba una presión para que los salarios no aumentasen en la República Dominicana, se pospusiese la mecanización agrícola y empeorase la distri-bución del ingreso. Dije: “Yo, por lo menos, considero que a la República Dominicana no le conviene la presencia de esa mano de obra y que, con la ayuda de organismos de las Naciones Unidas, se debería promover una re-patriación pacífica y civilizada de los haitianos que estén ilegalmente en mi país. Mis argumentos se basan en razones puramente políticas, económi-cas y morales y no reflejan los prejuicios de tipo racial y social de nuestras generaciones pasadas... Desde el punto de vista económico, la presencia

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haitiana retrasa la transformación de la economía, mantiene esquemas de producción que deberían ir siendo sustituidos más rápidamente y detiene el crecimiento de los salarios reales. Publicaciones posteriores del Banco Mundial confirman esa aseveración nuestra en lo relativo al empeoramien-to en la distribución del ingreso. El impacto negativo de la presencia de tantos haitianos en la República Dominicana de hoy día es, pues, de carác-ter económico, no cultural. Sin embargo, el gobierno dominicano no some-te a la justicia a ningún patrono por emplear haitianos indocumentados y cuando el gobierno deporta haitianos los productores agrícolas se quejan. Ese real peligro nunca fue citado por los anti haitianos de la dictadura y no lo podían citar si los declaraban “holgazanes”. Otro efecto negativo sí fue mencionado por ellos y es el de la transmisión de enfermedades. La malaria, por ejemplo, fue eliminada durante la Era de Trujillo y ahora ha resurgido, traída por los inmigrantes haitianos.

7. EL IMPACTO DE LA MONEDA HAITIANA. Los escritores anti haitianos antes citados planteaban que el gourde había sustituido a la mo-neda dominicana en los mercados, antes de la llegada al poder de Trujillo. Hoy día, a pesar de tantos haitianos en territorio dominicano y también a pesar de Haití haberse convertido en el segundo mercado más importante de exportación para la República Dominicana, superado tan sólo por el norteamericano, el gourde prácticamente no circula en el país.

8. EL PELIGRO DE QUE LA REPÚBLICA DOMINICANA DE-SAPARECIERA COMO NACIÓN. Si la República Dominicana no con-tase con Trujillo los haitianos entrarían en masa al país y el país desapare-cería como nación. Ese fue uno de los principales argumentos de los anti haitianos de la Era. Hoy día, sin embargo, es Haití el país que es considera-do un “estado fallido” y que requiere de tutela internacional. Varios miles de soldados chilenos, argentinos y de varias docenas de otros países están en Haití bajo la sombrilla de las Naciones Unidas. Más bien podría decirse que el país que corre el peligro de desaparecer como nación es Haití, no la República Dominicana.

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Introducción

En los últimos cinco años se han publicado en nuestro país cerca de veinte obras que tienen como tema central la “Era de Trujillo”. Si bien en su mayor parte estos textos recogen ensayos de carácter historiográficos, también hay novelas, recopilaciones de cuentos y hasta narraciones ane-cdóticas, etc.

Y lo que es más significativo: algunas de esas obras, por cierto, de escaso valor científico o literario, han obtenido premios nacionales.

La información anterior delata la importancia que registra en nuestra historia la dictadura de Trujillo. Pero sí a lo ya señalado añadimos que no pocas de tales obras contienen concepciones apologéticas sobre el tirano y su régimen despótico, no es atrevido sostener que muchas de esas publica-ciones forman parte de una peligrosa campaña de manipulación ideológica dañina para la vida política presente y futura de los dominicanos.

Los anteriores párrafos explican las razones que me inclinaron, cuando recibí la invitación para participar en este importante evento, a dedicar mi intervención al examen, aunque resumido, del aspecto ideológico de aquel funesto gobierno, cuyas consecuencias no terminamos de superar y, tam-bién, a intentar una explicación sobre la peligrosa política de resurrección

Las raíces ideológicas de la dictadura de Trujillo y su proceso de resurrección“Trujillo, en consecuencia, aparece en la concepción de los ideólogos de su régimen como el padre, el guía, el Mesías salvador de su pueblo; un nuevo ‘Jesús’, pero con uniforme de gendarme.Anteriormente, refiere el mismo Peña Batlle, ‘el país vivió porque la mano de la Providencia lo sostuvo en medio de su catástrofe y porque esa mano invisible parece velar misteriosamente sobre su suerte azarosa’ ”.

Franklin Franco

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de la ideología trujillista y la rehabilitación de la figura central de la satra-pía que gobernó nuestra nación durante treinta años, campaña que han desarrollado con éxito los abogados del olvido y la impunidad.

-I-

Los dominicanos no conocieron durante casi un siglo de vida indepen-diente la existencia de partidos organizados. La conformación, en cambio, de grupos políticos sin programa ni estatutos que giraban en torno a la influencia de un jefe o caudillo nacional, quien a su vez basaba su poder en una estrecha red de influencias personales económicas y familiares que se extendía por casi todo el territorio nacional, fue lo común.

El primer esfuerzo dirigido a crear una organización política partidaria moderna se efectuó durante la crisis de septiembre-octubre-noviembre de 1916, antes de la primera intervención militar norteamericana, a petición del presidente provisional de la República, don Francisco Henríquez y Carvajal, momento en que se realizó un intento de forjar un gran partido unitario. Más tarde surgió en 1924 con programa político y estatutos, el Partido Nacionalista, que organizó Américo Lugo; pero su existencia fue efímera; apenas duró algunos años.

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Otros esfuerzos surgieron durante las elecciones de 1924 que ganó el caudillo Horacio Vásquez, pero no fue sino en 1931 cuando verdaderamen-te se estructuró, siguiendo el ordenamiento del estilo moderno, el primer partido con lineamientos programáticos y estatutarios definidos en nues-tro país: El Partido Dominicano, fundado por Trujillo y sus intelectuales; agrupamiento que copió casi textualmente, pero sólo momentáneamente y con fines exclusivamente electorales, la declaración de principios del Partido Nacionalista fundado por Lugo. Ese detalle constituye una prueba evidente del atraso político del país, y de la indigencia mental de los gru-pos económicamente poderosos, dueños del poder desde la fundación de la República en 1844.

Desde el punto de vista ideológico, el régimen de Trujillo elaboró un sis-tema armónico que se constituyó en la guía que le orientó, pero los plantea-mientos claves que justificaron esa dictadura, como veremos, aparecieron en nuestra realidad mucho antes, y resumen las ideas tradicionales de la oligarquía dominicana.

El advenimiento de ese gobierno, firmemente afianzado en una solida or-ganización militar fue además algo reclamado insistentemente por la gran generalidad de los ideólogos de esa misma oligarquía, quienes, sacudidos por las frecuentes crisis que padeció la República, anhelaron siempre el establecimiento de un régimen fuerte que impusiera orden en el país, que permitiera el disfrute tranquilo de sus tierras y negocios y al mismo tiempo la explotación de los trabajadores del campo y la ciudad.

En 1929, un año antes del advenimiento de la dictadura de Trujillo, por ejemplo, Federico C. Álvarez, uno de los pilares del grupo oligárquico de Santiago, en su ensayo: “Ideología política del pueblo dominicano” sos-tenía que los dominicanos mantenían la ilusión de que encontrarían “el amo, un buen déspota que realice por si solo todos los anhelos de justicia, libertad y prosperidad”.

Por todo ello hay que entender que la breve oposición a la dictadura, de parte de la oligarquía durante los primeros años, obedeció más a diferencias de cuestiones de mando y de usufructo del poder que a causas ideológicas. La oligarquía anhelaba un régimen fuerte, pero en manos de un miembro

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de su grupo y no de un advenedizo como Trujillo. Oportuno es señalar, en tal sentido, que la mayor parte de las críticas hechas a su régimen en los primeros momentos, se basaban más bien en la procedencia social de Trujillo y no en su pasado inmediato que permitía identificarlo como un gendarme brutal al servicio de los interventores norteamericanos.

Esta unidad ideológica del nuevo régimen con los ideales de los conser-vadores, que veremos con mayores detalles más adelante, explica a su vez, primero, la brevedad de la oposición de la oligarquía a Trujillo, y segundo, la masiva integración de este sector social, el cual, al cabo de poco tiempo, asumió las principales funciones públicas, llenando con su prestigio social los altos cargos burocráticos.

-II-

La República Dominicana, en la interpretación de los ideólogos de Tru-jillo, no estaba adecuada a la forma civilizada de vida democrática. Por ello “los métodos de disciplina, si se quiere exagerados, son imprescindibles en el vivir de los dominicanos” (Peña Battle, “Política de Trujillo”, Pág. 86, Co-lección Trujillo, Sto. Dgo. 1944). De ahí la necesidad de un régimen fuerte, que imponga orden.

“La democracia dominicana”, –en consecuencia– “debe ser una demo-cracia suigéneris. Y ello así, porque la democracia, como la entienden y la ejecutan algunos países, es lujo que no podemos gastarnos nosotros” (J. Balaguer, “El pensamiento vivo de Trujillo”. Pág. 4, Col. Trujillo, 1944).

Todo nuevo sistema ideológico aparece luego de un largo período de ges-tación, y su final consolidación obedece a profundos virajes históricos. En pocas palabras, es la consecuencia natural del surgimiento paulatino de fuerzas emergentes en el orden económico, social y político en la palestra de la historia que un día irrumpen en forma explosiva, casi siempre violen-ta. Por tales motivos, puesto que el advenimiento de Trujillo no significó ningún cambio en el orden económico-social del país, el sistema teórico que le sirvió de base registró la continuidad de las viejas elaboraciones del pensamiento de la oligarquía dominicana.

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Por esa razón la visión de la historia nacional elaborada por los principa-les pensadores de este reducido, pero influyente grupo de intelectuales que acompañó a Trujillo a partir de 1930, al igual y como ya habían expresado otros pensadores de la oligarquía, la dominicana refleja ser una historia azarosa y maldita.

Con anterioridad al establecimiento del gobierno de Trujillo, sostiene Fabio A. Mota: “Solo se nos vio apandillados para cohibir tentativas no-bles, o para menoscabar bien reputados merecimientos personales, o para derruir todo cuanto erigió la nobleza. Todo el mundo sabe aquí que de esa saña no escaparon ni siquiera los creadores de la patria, cuya gloria hemos puesto públicamente en tela de juicio”.

El propio Trujillo, en uno de sus discursos (escrito por uno de sus inte-lectuales), explica en estos términos la vida del país en los últimos años:

“Durante más de medio siglo, nuestro pueblo vio detenerse para él la marcha del progreso. Varias generaciones de dominicanos no conocieron sino el estupor de su inútil sacrificio, y el resultado se tradujo en una des-confianza general que hacía imposible todo esfuerzo de rehabilitación. La imposibilidad de gobernar no era, pues, un problema material susceptible de ser abordado con medidas exteriores, sino que tenía el carácter de una profunda dolencia moral que afectaba la psicología de nuestro pueblo. Y no fue sino en estas circunstancias como hube de asumir el poder, por primera vez, en agosto de 1930”.

En tales circunstancias, lo que llamó más poderosamente mi atención fueron las inexplicables disensiones que dividían a la familia nacional. La desconfianza y la duda habían hecho de nuestro pueblo un complejo labe-rinto de pasiones sobre el cual resplandecía, a veces, la luz de una espe-ranza que apagaba de continuo el torbellino de las más desmedidas y más torpes ambiciones” (Trujillo. “Discurso en 1938: Joaquín Balaguer, en el pensamiento vivo de Trujillo”, Pág. 89, Colección Trujillo, 1944).

Fue esa visión catastrófica sobre la historia dominicana la que permitió construir el gobierno de “mano dura” de Trujillo justificado, además, con argumentos providenciales. Por ese motivo para los intelectuales de ese

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régimen, la historia dominicana se divide en antes y después de 1930; es decir, antes y después del “Jefe”. Sólo a partir de esta última fecha, “esto es, después de cuatrocientos treinta y ocho años del Descubrimiento –expresa Balaguer–, es cuando el pueblo dominicano deja de ser asistido exclusi-vamente por Dios para serlo igualmente por una mano que parece tocada desde un principio de una especie de predestinación divina: la mano provi-dencial de Trujillo” (15). (“Dios y Trujillo”. Discurso de Balaguer. Abelardo R. Nanita. Biografía de Trujillo. Pág. 58, S. D. 1950).

Y en ese mismo orden, Peña Batlle sostiene: “En la personalidad de Tru-jillo y en el sentido de su obra hay la acumulación de fuerzas trascendenta-les, casi cósmicas, destinadas a satisfacer mandatos ineluctables de la con-ciencia nacional”. “Trujillo –continúa el citado autor– nació para cumplir un destino inminente, imponderable, fuera de toda previsión sentimental”. (Abelardo R. Nanita. “Biografía de Trujillo”, Pág. 59, S. D. 1950).

Trujillo, en consecuencia, aparece en la concepción de los ideólogos de su régimen, como el padre, el guía, el Mesías salvador de su pueblo; un nuevo “Jesús”, pero con uniforme de gendarme. Anteriormente, refiere el mismo Peña Batlle, “el país vivió porque la mano de la Providencia lo sos-tuvo en medio de su catástrofe y porque esa mano invisible parece velar misteriosamente sobre su suerte azarosa”. Pero ahora –continúa nuestro citado autor–, “es cuando por primera vez interviene una voluntad, ague-rrida, enérgica, que secunda la marcha de la República hacia la plenitud de su destino, la acción tutelar y bienhechora de Trujillo” (Peña Batlle, “Política de Trujillo”, Pág. 96. Col. Trujillo. 1944).

Con tales concepciones a cuestas, todos los mecanismos de propaganda del Estado fueron utilizados sistemáticamente por los intelectuales de la dictadura para enchufar en la mente de todo el pueblo esta visión casi teo-crática sobre el nuevo tirano y su dictadura.

Debemos señalar que el régimen puso marcado énfasis en introducir tales ideas en la educación nacional. Para tales fines fueron elaborados manuales oficiales de historia y de educación cívica para la enseñanza nacional en sus tres niveles. En uno de estos manuales, el más difundido, aparecen estos criterios dirigidos a caracterizar a los opositores:

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“Deben ver en cada revolucionario un enemigo de tu vida y de tus bienes”.

“Si por tu casa pasa un hombre que quiere alterar el orden, hazlo preso: es el peor de los malhechores. El criminal está en la cárcel, ha matado a un hombre o se ha robado alguna cosa. El revolucionario quiere matar a todos los que pueda y cogerse todo lo que encuentra, lo tuyo y lo de tus vecinos; ese es tu peor enemigo”. Este decálogo llegó, incluso, a ser usado en las escuelas primarias como material obligatorio de lectura.

-III-

El aparato ideológico de Trujillo, forjado en gran parte, como hemos expresado, con viejas elaboraciones de la intelectualidad de la oligarquía nacional, no permaneció estático. Si bien determinadas ideas nunca fueron modificadas, como la del culto a su personalidad y el providencialismo, al-gunas situaciones políticas externas influyeron en varias oportunidades, contribuyendo a modificaciones de matices.

Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, los primeros avan-ces de las fuerzas alemanas hicieron pensar a muchos de los ideólogos de la dictadura en la posibilidad del triunfo del fascismo. Por esta razón los intelectuales trujillistas trataron de adecuar su sistema ideológico a esta realidad; naturalmente, sin olvidar principios básicos que tenían como epicentro la exaltación forzosa de la personalidad de Trujillo. Se inicia así el período fascistoides de la ideología trujillista. El jefe entonces deviene en “doctrinario del neosocialismo dominicanista”, al decir de Fabio Mota, uno de los primeros ideólogos del extraño fascismo dominicano (Prensa y Tribuna, pág. 122). En “sus elocuentes discursos –declara Mota refiriéndose a Trujillo– que son la historia de esta luminosa reconstrucción, se encuen-tran los principios básicos de esta orientación”, en los cuales se presenta la ciencia del gobierno en tres aspectos urgentes:

“Política de Estructuración de la Entidad Pueblo”

“Política de Educación Cooperativista”

“Política de Profilaxis Social y de Eugenesia”.

Pero tales criterios constituyen más bien un escamoteo teórico frente

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a la posibilidad del triunfo del fascismo en aquella guerra. En tal virtud dada la prontitud con que pasaron estas quimeras, cuando el avance de la fuerza alemana comienza a ser frenado en Europa y África a partir de 1941 por los aliados encabezados en aquellas regiones por Inglaterra y Estados Unidos, Peña Batlle, “el más sagaz y decidido interprete de las ideas políti-cas de Trujillo”, según lo calificó Rodríguez Demorizi, en lo que parece ser un llamado al orden, oportunamente recuerda a todos sus compañeros, y naturalmente a Trujillo, que: “La suerte de nuestra nacionalidad está fatal e indisolublemente ligada a la de nuestra vecina del norte; los caminos de su éxito son los del nuestro, las rutas de su caída han de ser también la de la nuestra”.

El mismo fenómeno de adecuación ideológica según las conveniencias ocu-rrió años después, al final del mismo conflicto bélico. En este momento, la decisiva participación de la Unión Soviética dio pie, no solo a una seudolibe-ración momentánea del régimen, sino a su vez permitió otras modificaciones ideológicas, pero en dirección totalmente opuesta. En esta ocasión, el propio Trujillo en discurso escrito al parecer por el propio Peña Batlle, se encargó de introducirlas: “Nuestro país ofrece hoy una de las más avanzadas legislaciones de América, que ensancha sus proyecciones en lo social hacia principios socia-lizantes”. (J. Almoina. Yo fui Secretario de Trujillo. Pág. 142).

Y más adelante, en 1946, cuando por primera vez se organiza un partido de tendencia comunista, al ver el ímpetu que va tomando la ola opositora, el “Jefe” declara:

“Es bueno que repitamos el pensamiento de uno de los más eminentes tratadistas del socialismo moderno. El ideal del socialismo es grandioso y noble y yo estoy convencido de que su realización es posible; pero ese tipo de sociedad no puede fabricarse; tiene que crecer. La sociedad es un orga-nismo, no una máquina. Me parece, señores, que la República ha entrado en un alto clima de civilidad y que a lo largo de mi gobierno he demostrado que no solo sé desear, sino lograr que mi pueblo sea plenamente feliz. Em-pero yo columbro ya las doradas luces del porvenir. Hacia él he dirigido a la Nación Dominicana” (Almoina, obra citada. Pág. 302).

Pero esas poses progresistas fueron abandonadas inmediatamente. Es-tados Unidos decretó en 1947 el inicio de la “Guerra Fría”, momento en que

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el régimen retornó a su política anticomunista y terrorista con el inmediato apresamiento y asesinato de los principales líderes de las organizaciones Juventud Democrática y el Partido Socialista Popular. De la bárbara cam-paña de aquellos día apenas una docena de los dirigentes comunistas logró escapar y salvar la vida mediante el asilamiento en varias embajadas lati-noamericanas.

Sin embargo, en 1960, ya casi en el ocaso de la dictadura a causa del brusco cambio registrado en la política exterior norteamericana, y en con-secuencia, del retiro del apoyo de Estados Unidos a Trujillo, a causa del tremendo impacto que originó en todo el continente la llegada al poder de Fidel Castro y su Revolución Cubana, hechos que determinaron localmen-te el crecimiento de la oposición en el seno de la juventud y de la jugada maestra de la Iglesia reclamándole al gobierno respeto a los derechos hu-manos, el dictador intentó de nuevo retornar a la mascarada “progresista y socialista”, tratando, incluso, de establecer relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y creando aquí una emisora de radio “fidelista”, Radio Caribe, un pequeño grupo parlamentario izquierdista e iniciando con sus medios informativos una campaña terrible contra sus antiguos protecto-res: los norteamericanos y El Vaticano.

-IV-

Dentro del marco ideológico de la dictadura, podemos encontrar otros aspectos no inherentes exclusivamente a su sistema particular de gobierno y que expresan de manera más pura la continuidad del sistema general de creencias de la oligarquía dominicana en nuestra sociedad.

La continua vigencia de tales ideas en el seno del pueblo, reiteramos, ha sido la consecuencia de la sistemática campaña de tergiversación de la his-toria del país, proceso que se origina en la primera mitad del siglo XIX.

Los aspectos ideológicos de la dictadura, que quiero resaltar ahora, es-tán estrechamente vinculados entre sí y son los siguientes:

1.- La exaltación de la cultura hispánica y todo lo español en la formación de la nación dominicana.

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2.- El prejuicio racial expresado bajo el camuflaje de un nacionalismo antihaitiano.

La exaltación de los valores hispánicos fue una herencia procedente del pensamiento oligárquico recogida con toda fidelidad por el sistema ideo-lógico del trujillato. Incluso, desde el punto de vista personal, Trujillo in-tentó buscar su ascendencia española, al tiempo que mantenía permanen-temente una intensa campaña de propaganda dirigida a mostrar la unidad cultural entre nuestro país y su vieja metrópolis.

He aquí, por ejemplo y en pocas líneas, la interpretación oficial del régi-men sobre la Independencia Nacional.

Nuestra guerra de Liberación, iniciada de hecho en este Baluarte en el año de 1844 y continuada con arrojo sin igual hasta el año 1856, respondió a una doble finalidad:

La de alcanzar nuestra independencia y consolidar la vida de la Repú-blica y la de defender los valores espirituales de la cultura hispánica” (31) (Discurso de Trujillo ante el Altar de la Patria, en el Centenario de la Inde-pendencia. Febrero de 1944. Balaguer, obra citada, pág. 99).

El otro aspecto que tenemos que considerar, aunque sea brevemente, y que está estrechamente ligado al anterior, es el prejuicio racial. Ese este-reotipo surgido en América durante la época colonial, para justificar la esclavitud del negro, tiene en nuestro caso elementos que renovados, como lo fue la interpretación antojadiza de la historia nacional, y se constituyó en norte y guía del pensamiento atrasado de la oligarquía.

Pero hay que apuntar, ante todo, que dicho prejuicio no se expresó aquí de manera abierta, como generalmente se manifestó en otras sociedades, como en Norteamérica, sino de manera velada e hipócrita.

La intelectualidad de la oligarquía, como hemos dicho, manipuló la historia escrita del país, y sobre la base de las diferencias surgidas en el curso de la Independencia Nacional entre nuestro país y Haití, levantó un profundo sentimiento antihaitiano camuflado como nacionalismo (*), es-

*- Los dominicanos alcanzaron su independencia en 1844, después de 22 años de integración a la República de Haití, nación integrada mayoritariamente por descendientes de africanos, hecho que permitió a la oligarquía dominicana levantar concepciones “nacionalistas” antihaitianas racistas.

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tereotipo que fue utilizado para cimentar el prejuicio contra los propios dominicanos de la raza negra, la mayoría de la población.

Durante el régimen de Trujillo (y aún después) el antihaitianismo fue un elemento ideológico capital, justificado en la supuesta permanente amena-za de invasión haitiana a la República Dominicana. En el desenvolvimiento práctico de la vida política, este rasgo ideológico facilitó la organización de uno de los más poderosos ejércitos de América Latina. Y fue este ejército el principal sostén de la tiranía, pues sus miembros fueron adiestrados como instrumento de represión contra la población. Pero además, fue la exacer-bación sistemática de este prejuicio, excusado en la constante inmigración ilegal de trabajadores de ese país hacia el nuestro, condujo a la horrible matanza de cerca de diez mil haitianos, residentes en la frontera y pueblos cercanos, ordenada por Trujillo en 1937.

Genocidio salvaje que dos de los principales ideólogos del régimen, Ba-laguer y Peña Batlle, con elegantes argucias de interpretaciones históricas, aquí y en el extranjero, trataron inútilmente de justificar.

-V-

El proceso de resurrección de la ideología trujillista

Las clases poderosas crean, en determinados momentos de crisis, ciertas consignas particulares, específicas o coyunturales que expresan ideológi-camente sus expectativas políticas inmediatas; naturalmente, enmarcadas dentro de su concepción ideológica general.

Después de la muerte de Trujillo, por ejemplo, desde los primeros mo-mentos en que las presiones de las masas populares iniciaron con sus mo-vilizaciones el desmoronamiento de los remanentes de su dictadura y se conformó, como primer resultado de esas presiones, el gobierno provisio-nal del Consejo de Estado, creado bajo la tutela directa de Estados Unidos, junto a las promesas de establecer un nuevo orden democrático represen-tativo, los intelectuales al servicio de los grupos económicos y políticos del orden establecido, casi todos experimentados ex funcionarios de Trujillo,

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pero ahora muchos de los mismos convertidos en “sufridos” antitrujillistas, levantaron la consigna de “la culpabilidad de todos” frente a la tiranía.

Papel importante en la difusión de ese estereotipo lo jugó la cúpula de la Iglesia Católica. Algunos curas llegaron a decir, plagiando a la Biblia, que la dictadura significó un “pago de culpas” para lavar los pecados del pueblo. Actuaban de esa manera, seguramente, para justificar sus treinta años de apoyo a la tiranía.

Ese estereotipo o consigna apareció como respuesta de los cómplices de la satrapía a la demanda de casi todo el pueblo que exigía la destrujilliza-ción de las Fuerzas Armadas y la Administración Pública y castigo para los socios de Trujillo. Pero la que recibió el mayor apoyo de los sectores econó-micos poderosos del país fue la de “borrón y cuenta nueva”, aparecida casi inmediatamente después que la anterior.

Con esa consigna, que en cierta medida se derivaba de la primera, conver-tida en bandera de su campaña electoral, logró el Partido Revolucionario Dominicano ganar los comicios de diciembre de 1962 y llevar a la Presiden-cia de la República al profesor Bosch, su fundador y principal estratega.

Se conoce documentalmente que muchos trujillistas de mayor y menor cuantía, y no pocos socios comerciales e industriales del tirano, apoyaron con calor la candidatura de Bosch.

El fenómeno se comprende: esta última consigna, que vino acompañada del estereotipo de la “culpabilidad de todo el pueblo” libraba de culpa, es decir, decretaba la impunidad, no solo a los sicarios convictos y confesos de menor rango, involucrados en actividades represivas directas, sino, a su vez, a todos los intelectuales que fomentaron e hicieron posible el mante-nimiento de la tiranía, y al pequeño círculo de las diez o veinte familias de la centenaria oligarquía dominicana, que habían participado como socios junto al “Jefe” en la explotación del pueblo dominicano durante su dicta-dura.

Tales estereotipos ideológicos, a su vez, encajaban perfectamente den-tro de los planes estratégicos inmediatos del imperio, cuyos objetivos eran,

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después de la muerte de Trujillo, la rehabilitación y el mantenimiento en posiciones claves en el aparato del Estado, del experimentado grupo de servidores de la tiranía, como garantes del nuevo ordenamiento político “democrático representativo”, propósito que fue logrado y que permitió de paso alejar la posibilidad del surgimiento de cualquier acción revolu-cionaria.

Es decir, Estados Unidos se propuso (y lo consiguió) evitar por todos los medios el desmantelamiento de los aparatos de seguridad del Estado: ejército, policía, servicios de inteligencia etc., y mantener en la impunidad a todos los miembros del amplio equipo burocrático civil y militar trujillis-ta, altamente especializado en la represión. Tales propósitos fueron expre-sados por el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, a los pocos días de ser enterado del ajusticiamiento de Trujillo, cuando en una reunión con su Consejo de Seguridad que pasaba revista a la situación dominicana, a fin de trazar los lineamientos a su política imperial en nuestro país, seña-ló tajantemente:

“Hay tres posibilidades en orden decreciente de preferencia: un orden democrático decente, una continuación del régimen de Trujillo o un régi-men castrista. Debemos procurar la primera, pero no podemos realmente renunciar a la segunda, hasta que no estemos seguros de que podemos evi-tar la tercera”. (Carlos Ma. Gutiérrez. “El experimento dominicano”. Pág. 138. Editorial Diógenes. México. 1974).

En la dirección de apaciguamiento de los ánimos de las masas populares (elemento clave dentro de la estrategia de Estado Unidos), que en sus mo-vilizaciones callejeras (que en aquellos agitados días ocurrían a diario) y que exigían con calor justicia para los autores de crímenes y abusos contra el pueblo durante la dictadura, jugaron un papel muy importante la prensa escrita, radial, televisa y la alta jerarquía eclesiástica, que se dedicaron día tras día, como hemos expresado, a sumar su voz difundiendo las ideas de la “culpabilidad general” frente a la dictadura, en nombre de la “convivencia civilizada y pacífica”.

Lo anterior explica, en gran parte, no sólo la ayuda que le proporciona-ron subrepticiamente antiguos personeros trujillistas al PRD durante la

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campaña electoral de 1962, sino la importante integración de servidores del tirano en ese partido, incluso, como candidatos a senadores, diputados, síndicos y regidores. Hoy se conoce también que los altos mandos milita-res, entusiasmados con el “borrón y cuenta nueva”, emitieron directrices precisas ordenando a los miembros de las Fuerzas Armadas que sus fami-liares adultos votaran a favor de Bosch en las elecciones de 1962. Como estrategia electoral, en tal virtud, la consigna de “borrón y cuenta nueva” fue certera, pero como demostró el golpe militar de 1963 fue al mismo tiem-po trágica.

Es importante tener presente para los fines del análisis que la consigna de “borrón y cuenta nueva” fue asumida por el PRD desde los primeros días de su ingreso al país desde el exilio de sus representantes (Miolán, Silfa y Castillo) en julio de 1961, y que tal situación condujo a la Unión Cívica Nacional, organización supuestamente “apartidista”, fundada ese mismo mes, el día 17, a adoptar una posición absolutamente contraria, coinciden-te, paradoja de la historia, con los grupos más radicales de la izquierda. La UCN en tono airado comenzó a exigir la “destrujillización de las fuerzas armadas” y el envío a la justicia de los socios del tirano.

Sin embargo, por la forma precipitada o acelerada como se organizó en el país el PRD y por los propios errores cometidos por el movimiento demo-crático en esa época, (pues como se recordará el Movimiento 14 de Junio, principal fuerza de izquierda, que también surgió a la palestra pública a finales de julio, se abstuvo de participar en los comicios de 1962) el PRD registró un notable desarrollo inmediato y la integración en su seno de la clase media y media baja; de dirigentes obreros, de maestros, de profesio-nales democráticos y sobre todo de campesinos. Y esto influyó, de manera determinante, no solo en la conformación de su posterior gobierno, sino también en el nuevo cuerpo legislativo de la República; y lo que es más importante, en la orientación de la Constitución, que fue redactada en 1963 inmediatamente después de las elecciones; documento calificado con ra-zón como la más avanzada Carta Magna que registra la historia dominica-na desde la Independencia Nacional hasta nuestros días.

Debemos subrayar, sin embargo: si bien la estrategia electoral aplicada por el PRD en 1962 que puso acento en la consigna de “borrón y cuenta

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nueva” sumó un caudal importante de votos, no menos cierto es que su candidato, el profesor Bosch, también explicó en su jornada proselitista la necesidad que tenía la sociedad dominicana de originar cambios sociales y económicos profundos que favorecieron, como él mismo lo expresó, a los “hijos de Machepa”, es decir, a los desposeídos, e inauguró, asimismo, un nuevo estilo de comunicación con el pueblo. Ambas cosas, sin duda, con-tribuyeron también a la consolidación de su liderazgo triunfal.

Y lo que es más significativo aún: durante su mandato como gobernante, por primera vez los dominicanos disfrutaron de un régimen que mantuvo, durante sus escasos siete meses de duración, el más absoluto respeto a las libertades públicas y a los derechos humanos, y una honradez ejemplar en la administración de los fondos públicos.

Pese al notable avance logrado con la promulgación de la Constitución de 1963 y a la conducta democrática liberal del presidente Bosch, la con-signa de “borrón y cuenta nueva” actuó en el ambiente político nacional en aquel momento como una ponzoña envenenada e infecciosa, pues fue-ron los generales y coroneles trujillistas que él no quiso poner en retiro al asumir el poder en febrero de 1963, (rechazando los consejos de su amigo Rómulo Betancourt, presidente de Venezuela) quienes, obedeciendo cie-gamente las instrucciones del Pentágono, de la oligarquía dominicana y de la cúpula de la Iglesia Católica, encabezaron su derrocamiento en septiem-bre de 1963.

Y lo más trágico: fue la consigna de “borrón y cuenta nueva”, rehabili-tadora de los personeros del trujillato, que permitió, a su vez, después de la revolución de abril de 1965 y de la Segunda Intervención Militar de Estados Unidos en nuestro país, que el Departamento de Estado seleccionara al en-tonces exiliado con residencia en New York, Joaquín Balaguer, uno de los principales ideólogos de la tiranía, y por tanto cómplice de todos los crí-

“En diciembre primero de 1927, es decir, cuando apenas tenía 21 años de edad, escribió Balaguer, en el periódico La Información, de Santiago, un artículo que lleva por título: ‘El imperialismo haitiano’, donde sostiene que el ‘oleaje arrollador del funesto mar de carbón’ que asoma por la frontera, resulta más alarmante para la salud de la República, que ‘el soplo imperialista que nos llega de Estados Unidos’ ”.

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menes y abusos cometidos durante la “Era de Trujillo”, como el “hombre necesario” para la solución, según los asesores del presidente Johnson, de la “grave situación política dominicana”.

Como se conoce hoy en día, gracias a los documentos desclasificados de los archivos norteamericanos, Joaquín Balaguer, luego de sostener varias reuniones en Washington con los consejeros del más alto nivel del Pre-sidente de Estados Unidos, fue enviado a la República Dominicana en el marco de la Segunda Intervención Norteamericana, con el propósito de que preparara sus huestes para que participará como candidato en las elecciones nacionales que se efectuarían el año siguiente, durante el go-bierno provisional de García Godoy, impuesto a nuestro país por medio de las negociaciones a que obligó el imperio al gobierno constitucional del coronel Caamaño, compromiso que fue estableció en el Acta Institucional, firmada en septiembre de 1965.

Lo ocurrido en aquel fatal y fraudulento proceso electoral de 1966, im-puesto a nuestro país por Estados Unidos por medio de su “ministerio de colonias”, es decir, por la OEA, es bien conocido. Pero no está demás refres-car la memoria: Sólo el candidato de Washington, el doctor Joaquín Bala-guer, pudo actuar libremente durante la campaña; el profesor Juan Bosch, candidato del PRD y de la inmensa mayoría del pueblo, permanentemente amenazado de muerte, no pudo efectuar una sola concentración con sus seguidores; pero, además, para evitar cualquier duda, las tropas norteame-ricanas de la infantería de la marina, junto a tropas del Ejército Nacional ya depurado de constitucionalistas, salieron a las calles días antes de las elecciones, enarbolando la bandera del Partido Reformista, que no era otra cosa que el viejo Partido Dominicano de Trujillo resucitado, reunificado y reuniformado, incluso, con ayuda de la militancia en su ala juvenil, de la famosa “Guardia Universitaria”, fundada por el tirano en la década de los cuarenta, pero activa hasta el día de su muerte.

Como dato curioso sobre el proceso comicial de 1966, les ofrezco esta per-la: Santiago Rey, asesor electoral del sanguinario dictador cubano Fulgen-cio Batista, actuó en ese proceso como estratega del Partido Reformista.

El regreso al poder del doctor Balaguer, en 1966, no sólo significó la con-solidación plena de la resurrección de la ideología de la tiranía, cuestión

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que la consigna de “borrón y cuenta nueva” facilitó, sino también el re-torno –con otras modalidades a causa de las nuevas circunstancias– de los mismos métodos de dominación terroristas anticomunistas empleados por la dictadura de Trujillo.

Y en ese orden son elementos probatorios terminantes las estadísticas: sólo entre 1966 y 1974, cerca de dos mil dominicanos opositores al régimen de Balaguer, fueron muertos o desaparecidos, acusados de formar parte de movimientos subversivos atentatorios al orden establecido (“enemigos de la paz, la tranquilidad y el orden”, en palabras del gobernante) una buena parte de los cuales perdieron la vida en acciones presentadas ante la opinión pública, como consecuencia del “intercambio de disparos con las fuerzas del orden”, pero que todo el mundo identificaba como asesinatos vulgares.

Agréguese a lo anterior, los centenares de dominicanos que padecieron prisiones injustas y por tiempo indefinido sin ser enjuiciados; apresados por las más bajas acusaciones levantadas con expedientes fabricados por los propios cuerpos policiales; los centenares de presos políticos condena-dos por tribunales presididos por jueces venales; muchos de ellos oficiales de la Policía y el Ejército, disfrazados de jueces, y finalmente, los centena-res de deportados y los miles de jóvenes que se vieron obligados a abando-nar su patria para salvar la vida.

Como han pasado varias décadas de estas amargas experiencias, algunos jóvenes aquí presentes que me escuchan, (que no conocieron tales viven-cias, ni pudieron enterarse de lo aquí ocurrido en aquellos años durante sus días de estudiantes, pues el período de la “Era” fue desterrado como tema de los estudios escolares por muchos años) podrían pensar que exagero cuando identificó el marco ideológico de la tiranía de Trujillo con el que se exhibió el doctor Balaguer durante su largo mandato.

Precisamente para ellos, y también para los incrédulos, les expresó que en un momento en que su gobierno, a causa de los abusos y crímenes co-metidos contra la población, se sintió acosado por las permanentes pro-testas de los dominicanos, incluso, a nivel internacional, ese hombre, que identificó a nuestra Constitución como un “pedazo de papel” y a nuestro ambiente político como una “hoyo de cacatas”, escribió las siguientes pa-labras:

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“Los que abogan porque los derechos humanos se apliquen y se respeten de una manera absoluta, como si las garantías individuales no estuvieran también sujetas al cumplimiento de deberes iguales ineludibles por parte de cada interesado, no toman adrede en cuenta que nos hallamos en una época de desquiciamiento general en que todos los valores tradicionales se hallan en crisis, y en que el orden constitucional vive sujeto a una constan-te presión conspirativa”.

Pero en verdad, donde podemos encontrar mayor identidad entre las concepciones ideológicas de Trujillo y las del autor de “Tebaida Lírica” es en aquellos aspectos que abordan la cuestión del continuismo, o lo que es lo mismo, el reeleccionismo.

Cuando Balaguer fue funcionario de Trujillo (al igual que todos los ideó-logos de la dictadura) como hemos visto, siempre presentó al “Jefe” como un ser predestinado por la Providencia para regir los destinos de nuestro país.

El 25 de marzo de 1970, en el marco de su primera campaña reeleccio-nista, pronunció Balaguer las siguientes palabras sobre su proyecto con-tinuista:

“Yo soy, en cierto modo, señores, un instrumento del destino. El movimiento a favor de mi candidatura no lo he promovido yo, sino es el producto im-previsible de muchas circunstancias que han sido y continúan siendo aún ajenas a mi voluntad” (J. Balaguer, “Una Jornada Histórica”, pág. 10).

Sin embargo, donde podemos encontrar, no semejanza, sino igualdad entre el régimen de Trujillo (1930-1961) y el de Balaguer (1966-1978) (1986-1996) es en el manejo del rasgo ideológico racista de ambos gobernantes, estereotipo que se expresó siempre como nacionalismo, envuelto en la co-bertura del antihaitianismo.

Debo decir a quienes me escuchan que el examen de tal cuestión me con-dujo a dudar sobre si en verdad Balaguer fue trujillista y me hizo pensar, no pocas veces, que fue al revés: que Trujillo fue un sincero balaguerista.

Y es que el racismo de Balaguer se remonta tan temprano en su vida, que asoma ya con fuerza inaudita en los primeros años de su juventud, mucho

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antes de ingresar como mentor al proyecto político del sátrapa al que dedi-có con servil pasión gran parte de su vida.

En diciembre primero de 1927, es decir, cuando apenas tenía 21 años de edad, escribió Balaguer en el periódico La Información, de Santiago, un ar-tículo que lleva por título: “El imperialismo haitiano”, donde sostiene que el “oleaje arrollador del funesto mar de carbón” que asoma por la frontera, resulta más alarmante para la salud de la República, que “el soplo imperia-lista que nos llega de Estados Unidos”.

Por ese motivo clama a las autoridades de aquel entonces para que sea establecido el servicio militar obligatorio, para que “cada ciudadano pueda ser un baluarte desde cuyas almenas se alce la bandera de la República des-plegada a todos los vientos por la grandeza del derecho armado”. (Fer-nando Pérez Memén. “El joven Balaguer”. Págs. 219-200. Edit. De Colores. 2008).

El artículo en cuestión del casi adolescente escritor, que tiene el tono belicista de un cántico guerrero, sostiene también sobre Haití:

“Somos pueblos vecinos pero no pueblos hermanos. Cien codos por en-cima de la vecindad geográfica levantan la disparidad de origen y los ca-racteres resueltamente antinómicos que nos separan en las relaciones de la cultura y en las vindicaciones de la Historia. De ahí que no creemos en la mentirosa confraternidad dominico-haitiana (subrayado nuestro). En el Palacio Presidencial de Haití han habitado y habitan los peores enemigos de la viabilidad de nuestro ideal republicano” (Fernando Pérez Memén. “El joven Balaguer”. Pág. 219. Edit. De Colores. 2008).

Pero es durante el régimen de Trujillo, dictadura que él contribuyó a forjar cuando desarrolló a plenitud su más amplia colaboración en el pla-no del fortalecimiento de la tendencia ideológica racista seudonacionalista antihaitiana, primero como Ministro, y en tal virtud fue figura clave en el proceso de negociaciones internacionales que origino el genocidio de 1937 y generalmente (junto a Peña Batlle, que ingresó al tren del poder poco después) se desempeño como principal defensor y propulsor de ese rasgo aberrante de la cosmovisión fascistoide de esa tiranía.

Durante esos años escribió posiblemente su obra más acabada en esa dirección “La realidad dominicana”, editada en Buenos Aires, Argentina, en

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1947, y reeditada con ligeras modificaciones formales en 1982, bajo el título de: “La isla al revés”.

Pero en verdad el rasgo ideológico racista de Balaguer comenzó a mos-trarse de forma desnuda o como dice el pueblo “en cueros”, a mediados de la década de los años noventa del siglo pasado. Por esos días la resurrección de las concepciones ideológicas de la tiranía marchaban a campo abierto, y su figura política alcanzó los más altos honores al ser proclamado por el Congreso de la República, ¡Dios mío!, como “Padre de la Democracia”.

En aquel momento, como se recordará, cuando parecía que las leyes de la biología habían derrotado las infinitas pretensiones continuistas del gran estratega e ideólogo de Trujillo, con casi noventa años de edad y ciego, el hombre y su experimentado equipo de especialistas dominicanos y extran-jeros en fraudes electorales se prepararon con todos los medios legales e ilegales para enfrentar en las elecciones de 1994 a su principal contendien-te, el doctor José Francisco Peña Gómez, candidato del PRD, pero porta-dor, en la visión de Balaguer y la oligarquía, de dos males siniestros: el ser negro y lo que era más trágico, de origen haitiano.

En aquellos días los dominicanos fueron testigos de la utilización de los más inverosímiles mensajes propagandísticos sucios, racistas, agresivos a la dignidad humana, que registra la historia nacional. Las limitaciones de este ensayo escrito a manera de resumen me obligan a no entrar en muchos detalles, pero no debo dejar de resaltar que la figura de un mono, con un le-trero en el pecho, que llevaba el nombre del doctor Peña Gómez, recorrió al ritmo de alegres canciones festivas las calles de Santo Domingo.

Como todos debemos recordar, las acciones electorales fraudulentas de los reformistas, en 1994, provocaron, incluso, la intervención de podero-sas fuerzas extranjeras encabezadas por el ex presidente Carter, y por esa razón el ya anciano y ciego líder se vio obligado a establecer un acuerdo salomónico, que limitó su nuevo mandato, mediante una reforma cons-titucional a solo dos años, y a la renuncia definitiva a sus pretensiones reeleccionistas, y también a efectuar nuevos comicios en 1996.

Lo ocurrido en este último proceso comicial, en el que compitieron el doctor José Francisco Peña Gómez, por el PRD, y el doctor Leonel Fernán-

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dez, en representación del PLD, quien resultó ganador en la segunda vuelta electoral, es de fácil recordación, y por falta de tiempo, no voy a entrar en sus pormenores.

Pero justo es señalar que el rasgo ideológico racista antihaitiano de nue-vo hizo acto de presencia en esas elecciones de 1996 con la misma fuerza de 1994, ahora asumido también con singular fanatismo por el PLD, y que en consecuencia, el Frente Patriótico creado al calor de aquellos comicios, mediante el cual los discípulos de Balaguer y del profesor Bosch unieron sus fuerzas para impedir la llegada al poder del líder negro del PRD, acusó un rancio y amargo sabor racista.

Aunque es justo reconocer que en el triunfo del PLD influyeron otros factores políticos, que no hemos tratado en esta breve reseña dedicada fundamentalmente a cuestiones ideológicas, no es atrevido sostener que el racismo antihaitiano exhibió en los comicios de 1996 sus delirios de “blan-cura” más abominables.

Todo aquello fue el remate del proceso de resurrección de la ideología de la dictadura de Trujillo que hemos intentado analizar.

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Jorge Castillo era un anciano que residía en un pequeño pueblo cerca de La Romana, cuando yo lo conocí en 1992. Yo recababa testimonios de an-cianos campesinos a través de la República Dominicana para una investi-gación sobre la vida cotidiana durante la tiranía de Rafael Trujillo.1 Cuan-do expresé mi sorpresa por el fuerte respaldo a Trujillo que él evidenciaba, me respondió firmemente:

Fundamentos del despotismo: los campesinos, los intelectuales y el régimen de Trujillo“El extraordinario apoyo que concitó entre el campesinado el régimen de treinta y un años de Trujillo también había sido percibido por muchos observadores contemporáneos, entre los que se encontraba Juan Bosch, importante intelectual y entonces líder izquierdista de la comunidad de exiliados dominicanos, y quien posteriormente fue presidente de la República (1962-63)”.

Richard L. TuritsUniversidad de Michigan

1 Se entrevistaron 130 habitantes, en 20 de las 30 provincias del país, entre 1992 y 1994. A menos que se indique lo contrario, los entrevistados eran campesinos con edades comprendidas entre los 55 y 110 años. La gran mayoría de esas personas eran amigos o familiares, de amigos o conocidos míos de Santo Domingo, quienes me introdujeron con ellos directa o indirectamente, de ahí que la mayoría de las entrevistas comenzaron con cierto nivel de confianza previamente establecido. Aquellos entrevistados, que no me habían sido presentados previamente, los conocí en lugares públicos, como los colmados locales. La mayoría de las entrevistas se realizaron conjuntamente con el fenecido Ciprián Soler, entonces profesor de historia de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y amigo cercano mío por muchos años. Su habilidad para conducir las entrevistas resultó invaluable en el fomento de discusiones fructíferas con las personas que conversé. Aunque nuestro estilo de entrevistar variaba, tratamos siempre de comenzar con preguntas abiertas que permitieran a las personas enmarcar sus propias narrativas de los “días pasados”. De acuerdo a las respuestas y planteamientos de los entrevistados, continuábamos de manera más específica (como pedir ejemplos), y según el decurso de la entrevista, a veces inquiríamos sobre contradicciones en sus declaraciones, o sobre la posibilidad de interpretaciones alternativas. Nunca presionamos a la gente para que hablara sobre un tema específico, si estaban renuentes a ello. También he utilizado testimonios recopilados entre 1986 y 1988 en las regiones fronterizas dominicanas, con la colaboración de la historiadora Lauren Derby.

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No conociste a Trujillo. Por ejemplo, tú dices “Trujillo era un dictador, un desgraciado, un hijo de la gran puta”. Pero tú lo estás diciendo porque tú ves un mapa que hizo un hombre que no quería saber de Trujillo. Pero no es porque tú viste a Trujillo personalmente y viste lo que él hacía.... Us-tedes son unos niños para mí... Ustedes saben una historia porque estos grandes... tienen esa historia, porque ya no querían saber de Trujillo y le di-cen a ustedes: “No..., Trujillo era un desgraciado”. No señor..., en realidad, nosotros... los jodidos no íbamos a decir que [Trujillo era un desgraciado]... Los malos son los que lo siguen.2

En 1992 Castillo había desarrollado una opinión despectiva sobre los críticos intelectuales del régimen de Trujillo –así me percibió él a mí– crí-ticos que él creía vivían en un mundo de formulaciones abstractas divor-ciadas del conocimiento concreto y personal de la vida cotidiana bajo el régimen de Trujillo. Como sabemos, muchos intelectuales también han apoyado dictaduras, hasta aquellas que han impuesto violencia y terror ex-traordinarios como la de Trujillo, y como la de Hitler, Stalin y Pinochet. En esos casos quizás aplica también la crítica de Castillo, esto es que los inte-lectuales pueden vivir en un mundo de mapas, en la metáfora de Castillo, abstraídos de la vida cotidiana y del sufrimiento, lo que les permite pasar

2 El comentario de Castillo “ustedes son niños para mí”, se refiere a Ciprián Soler y a mí. Entrevista a Castillo, Catorce de Cumayasa, La Romana, 30 de diciembre de 1992. Como lugar de las entrevistas se indica primero la sección, seguida del municipio más cercano.

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por alto los crímenes ordenados por el Estado y las violaciones masivas a los derechos humanos. Apartados del contacto directo con el sufrimiento impuesto por las dictaduras, ellos piensan que algunos fines supuestamen-te reformadores y patrióticos justifican los medios, aunque esos medios resulten tiránicos, severos y sangrientos.

¿Cuál era entonces el mapa –la visión panorámica selectiva– de los in-telectuales que racionalizaron su apoyo y su incorporación a la dictadura? Mi investigación sobre el régimen ha arrojado luz sobre ese asunto.3 Esta investigación se enfocaba primariamente en las relaciones entre el Estado y el campesinado. Pero las defensas frecuentemente apasionadas que es-cuché sobre Trujillo, provenientes de ancianos campesinos a través de la República Dominicana, me llevaron a estudiar seriamente, e investigar, las políticas rurales que originalmente había subestimado como mera propa-ganda. Y descubrí que esas políticas habían sido formuladas e implemen-tadas en la década de 1930 por un puñado de respetables intelectuales y funcionarios civiles que trabajaban para el régimen de Trujillo y que apa-rentemente se habían dejado influenciar por una visión nacionalista-po-pulista que establecía un camino a la modernidad, no por la expansión de grandes plantaciones, generalmente propiedad de extranjeros, sino por la creación de pequeños agricultores comerciales dominicanos. Y las visiones de esos intelectuales y funcionarios coincidían convenientemente con la búsqueda de Trujillo de políticas estatales que fomentaran en gran medida un apoyo popular a su gobierno dictatorial. 4

De manera que comenzaré con lo que reveló mi investigación acerca de la aceptación popular, y específicamente campesina, que tenía Truji-llo. ¿Cómo pudo ese violento y corrupto tirano conquistar una acepta-ción popular para su régimen? El extraordinario apoyo que concitó entre el campesinado el régimen de treinta y un años de Trujillo también había

3 Richard Lee Turits, Fundamentos del despotismo: los campesinos, el régimen de Trujillo y la modernidad en la historia dominicana, Stanford, Stanford University Press, 2003.

4 Garrido, Roger y Tolentino a Trujillo, 3 de enero de 1935, Archivo General de la Nación (AGN), Secretaría de Agricultura, legajo 207, 1935; Turits, Fundamentos del despotismo, 95.

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sido percibido por muchos observadores contemporáneos, entre los que se encontraba Juan Bosch, importante intelectual y entonces líder izquier-dista de la comunidad de exiliados dominicanos, y quien posteriormente fue presidente de la República (1962-63). En 1991, Bosch recordaba haber advertido a otros exiliados revolucionarios que se embarcaron en una in-vasión a la República Dominicana a finales de la década de 1950 que: “Es-taban equivocados si creían que sólo enfrentarían al Ejército de Trujillo y a nadie más, porque en adición a los soldados, tendrían que combatir a los campesinos… ‘No crean’, les dije, ‘que el campesinado dominicano los va a apoyar. En treinta años Trujillo ha hecho muchas cosas…’ Y eso fue lo que ocurrió. El campesinado enfrentó a los patriotas que combatieron el trujillato, y en muchos casos fueron ellos, el campesinado, quienes entre-garon a los guerrilleros”.5 Los argumentos apasionados de Castillo y de otras personas sugieren que la lealtad del campesinado hacia Trujillo, una adherencia que impelía a un número de ellos a defender el régimen frente a los exiliados revolucionarios, subsistiría por décadas después del asesinato de Trujillo.

Los historiadores tienden a minimizar la evidencia del apoyo popular que tenían las políticas de Trujillo, a la luz de las características totalitarias e inhumanas de su régimen –y en algunos casos quizás también debido a criterios despectivos acerca de la racionalidad política del campesinado. Sin embargo, según he podido documentar en mi libro “Fundamentos del Despotismo”, los esfuerzos de Trujillo para lograr una forma de populismo rural y fomentar políticas paternalistas eran mucho más sustanciosos de lo

5 Juan Bosch, “Visión de la Era de Trujillo”, documento presentado en el Museo Nacional de Historia y Geografía, 2 de abril de 1991. Ver también Joseph Farland al Secretario de Estado, 14 de julio de 1959, RG59, 739.00; 26 de abril de 1960, No. 86.2-60, Agencia Central de Inteligencia (liberado para el autor bajo la Ley de Libertad de Información); embajada norteamericana al Secretario de Estado, 13 de julio de 1960, No. 7, RG59, 839.00/7-1360. El historiador Theodore Draper declaró que cuando él estuvo en República Dominicana, durante la Era de Trujillo, “descubrió que los campesinos lo adoraban (a Trujillo), que él pudo haber ganado elecciones honestas tan abrumadoramente como ganaba las arregladas, y que sólo parecían disgustados algunos intelectuales y otros dudosos personajes de clase media”. Ver Theodore Draper, Castro’s Revolution: Myths and Realities, Nueva York, Praeger, 1962, página 29. Esas declaraciones se tradujeron originalmente del español al inglés, y ahora se hace a la inversa.

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que previamente se había vislumbrado.6 Estaban sustentados por acciones concretas de parte del gobierno y por beneficios materiales, por lo menos para aquellos que, a cambio, estaban dispuestos a ofrecer su productividad y pregonar su lealtad. Específicamente el régimen distribuyó y preservó el acceso del campesinado a una gran parte del territorio nacional, mientras trataba a los campesinos como ciudadanos activos mediante una variedad de obligaciones civiles y rituales que los ataban al Estado.7 Más aún, el ré-gimen tuvo la posibilidad de elaborar políticas rurales efectivas en el marco de un discurso que no sólo aupaba el rol del campesinado en la nación, como nunca antes se había hecho, sino que también se hacía eco de las propias normas tradicionales del campesinado, sobre todo en lo referente a una economía moral profundamente enraizada en los derechos sobre la tierra.8

Las políticas territoriales del régimen de Trujillo incluían no sólo ase-gurar el libre acceso de los campesinos a la tierra, algo de lo que tradi-

7 Para interpretaciones similares, ver Pedro San Miguel, “La ciudadanía de Calibán: poder y discursiva campesinista en la Era de Trujillo”, en Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana (siglos XIX y XX)”, editores Raymundo González, Michiel Baud, Pedro San Miguel y Roberto Cassá, Madrid, Doce Calles, 1999, páginas 269-89; y Los campesinos, páginas 300-22. Para otras perspectivas sobre la distribución de tierras y la colonización bajo el régimen de Trujillo, ver Inoa, Estado y campesinos, 86-101; Pedro Mariñez, Resistencia, 87-88, y Agroindustria… 106-09; y Cassá, Capitalismo… 129-31.

8 Por “economía moral” me refiero al conocimiento popular de los derechos económicos, a las obligaciones habituales y a los límites de lo que, hasta los poderosos, pueden hacer. Ver E. P. Thompson, Customs in Common, Nueva York, The Free Press, 1991, esp. 343, 345; James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: subsistence and rebellion in Southeast Asia, New Haven, Yale Univ. Press, 1976.

6 Para una diferencia clara con la historiografía convencional, ver San Miguel, Los campesinos, esp. 315-16. Lowell Gudmundson ha argumentado que, aunque generalmente se ve como un fenómeno de la clase urbana y trabajadora en América Latina (como en Argentina y Chile), las iniciativas estatales populistas han resultado muy atractivas entre los campesinos agricultores durante las transiciones a producción agrícola intensiva, en un número de casos durante el período de 1850 a 1950 –en Costa Rica, Puerto Rico, el México ranchero y los países andinos Colombia y Venezuela–, según he podido encontrar en República Dominicana. Lowell Gudmundson, Costa Rica before Coffee: Society and Economy on the Eve of the Export Boom, Baton Rouge, Louisiana State Univ. Press, 1986, 153-60. Un comentario relacionado se encuentra en Catherine LeGrand, Frontier Expansion and Peasant Protest in Colombia, 1830-1936, Alburquerque, Univ. of New México Press, 1986, 122-23.

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cionalmente habían disfrutado, sino también tornar al campesinado en sedentario y concentrarlo, pues en ese entonces todavía estaba altamente disperso y ambulante, acostumbrado a la siembra de tumba y quema, al uso colectivo de los montes, y a la crianza libre en tierras sin cercas y de libre acceso. Al distribuir parcelas fijas y, además, proveer nuevas carreteras, materiales, créditos y canales de riego de los cuales dependen los agricul-tores sedentarios, el Estado encajó al campesinado en el rango de su propia visión, acceso y control efectivo.9

El apoyo de los campesinos a las políticas agrarias gubernamentales y su aceptación de un Estado nacional expansivo e intervencionista era, en par-te, una reacción a la onda de modernización económica y política que ya había comenzado a mover y transfigurar parcialmente el campo dominica-no desde principios del siglo XX. Más aún, esos cambios sucedieron a tres centurias de lo que se puede llamar modernidad abortada y vitalidad cam-pesina. A finales del siglo XVI colapsó, tan repentinamente como se había desarrollado, una sociedad esclavista de plantaciones agrícolas masivas que producía grandes cantidades de azúcar para los mercados europeos. A ese colapso siguieron unos trescientos años de estancamiento comer-cial. Eso abrió el espacio para que surgiera un campesinado independiente –constituido en su mayoría por antiguos esclavos y sus descendientes– que vivió durante generaciones de las siembras de corte y quema, así como de la explotación colectiva de los bosques y de la fauna silvestre, a lo largo y ancho de las vastas e indomables tierras, la mayoría de las cuales carecía de títulos de propiedad claros o definitivos.

9 La historia de las políticas rurales del régimen de Trujillo es consistente con la tesis del cientista político James Scott, en el sentido de que las intervenciones oficiales en nombre del desarrollo y el progreso funcionan para apuntalar el poder estatal y el control social (incluso si no conducen al avance económico). James Scoett, Seeing Like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition have Failed, New Haven, Yale Univ. Press, 1998, passim. De igual forma, la cientista política Merilee Grindle ha escrito sobre la reforma agraria en América Latina: “Las fuentes y efectos de las reformas difieren a través de la región, pero un resultado consistente en todos los países fue el incremento de la influencia del Estado en las condiciones políticas y económicas de las áreas rurales. Entonces, el Estado mismo fue uno de los principales beneficiados de las iniciativas de la reforma agraria”. Merilee Grindle, State and Countryside: Development Policy and Agrarian Politics in Latin America, Baltimore, John Hopkins Univ. Press, 1986, 8.

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Sin embargo, a principios del siglo XX los campesinos enfrentaron cambios ominosos en la tenencia de tierra y las relaciones de propiedad, que amenazaron con eliminar su libre acceso a la tierra y la existencia de grandes extensiones abiertas para la crianza libre y la siembra de tumba y quema. Durante el período de 1900 a 1930, antes del ascenso de Trujillo al poder, enclaves crecientes de agricultura comercial y el aumento del valor de la tierra en algunas áreas habían propiciado esfuerzos para encerrar, mensurar y reclamar tierras a través de todo el país. También se estable-cieron nuevas formas de propiedad privada mediante leyes promulgadas por la dictadura militar existente durante la ocupación norteamericana de 1916 a 1924. En 1930 miles de campesinos habían sido desplazados por las compañías azucareras norteamericanas, las cuales habían obtenido títulos de propiedad de vastas extensiones de tierra en la región Este del país, en-tre Santo Domingo y La Romana. Y en todo el país surgieron de la noche a la mañana reclamos de propiedades, cercas y otras formas de encerrar, con lo que se delimitaba o amenazaba el acceso de los campesinos a las tierras que anteriormente podían explotar sin títulos sobre ellas (tierras que por lo general antes no tenían propiedad clara o definitiva).

Al enfrentar esa crítica coyuntural, el régimen de Trujillo se embarcó en una campaña masiva para distribuir tierras e intervenir en el proceso de establecer títulos sobre ellas, en un esfuerzo por ganar lealtad política entre el campesinado y aumentar la producción agrícola, con el propósito de incrementar la auto-suficiencia –la producción de alimentos para las ciudades– y desarrollar las exportaciones agrícolas. Los líderes del Esta-do buscaron integrar al campesinado a su proyecto de modernización me-diante el ofrecimiento de tierras y, eventualmente, el otorgamiento de los derechos de propiedad sobre ellas, pues prácticamente ningún campesino tenía título de las tierras que explotaba. Esa campaña de distribución (de tierras) comenzó oficialmente en 1934 y se mantuvo bastante activa duran-te la década siguiente. Y a pesar de que continuó a lo largo del régimen, a finales de la década de 1940 el Estado empezó la distribución de parcelas principalmente través de las “colonias” (asentamientos agrícolas organiza-dos por el Estado, muchos en áreas remotas), en lugar de hacerlo a través del programa de distribución de tierras que generalmente otorgaba las par-celas en las mismas áreas donde vivían los campesinos. Se reporta que ha-

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cia 1958 la reforma agraria abarcaba casi medio millón de hectáreas (22%) de la tierra agrícola del país, tanto en las colonias como a través de la cam-paña de distribución de tierras, y que el número de beneficiados ascendía a 140,717 (ciento cuarenta mil setecientos diecisiete) campesinos, lo que equivalía al 31% de los terratenientes. 10 Y un gran número de campesinos obtuvieron títulos legales en base el derecho de posesión ininterrumpida (“prescripción adquisitiva”), en la medida en que el Estado mensuraba las tierras ocupadas y otorgaba sus títulos a través de todo el país.

Pero el Estado protegía las tierras de los campesinos sólo bajo la condi-ción de que ellos las hicieran productivas en la forma en que el gobierno demandaba. Inspectores oficiales monitoreaban las parcelas cedidas para asegurarse de que eran adecuadamente cultivadas. Y se implementó es-trictamente en todo el país una ley que había sido promulgada en 1920, que clasificaba como “vagos” a los campesinos que cultivaban menos de diez tareas (63 hectáreas) de tierra. Al mismo tiempo, el Estado proveía los equipos básicos y los insumos agrícolas, construía infraestructuras y mejoraba el acceso a los mercados. Todo como parte de una vigorosa cam-paña para eliminar las tradicionales prácticas itinerantes y de pasto de los campesinos.

10 Las estadísticas de 1958 incluyen las gestiones en la “distribución de tierras” y “colonización”, el primero representa la mayor parte de la tierra (308,144 hectáreas de un total de 496,079) y la vasta mayoría de los beneficiarios (115,829 del total de 140,717 personas). Para calcular los porcentajes, utilicé las cifras de 1960 sobre el total de las tierras agrícolas y los terratenientes. Las cifras de las colonias incluyen los terratenientes de las 26 colonias, a cuyos ocupantes se les habían adjudicado sus tierras oficialmente en 1953, como propiedad privada (en ese momento esas tierras dejaron de considerarse como colonias). Manuel Ramos, “La ciudad y el campo: medidas para contrarrestar la emigración rural”, Renovación 7, No. 26, julio-agosto 1960, 55-58; Quinto Censo Nacional Agropecuario, X. Dadas las limitaciones y tendencias estadísticas producidas bajo un gobierno dictatorial en una nación subdesarrollada, es lógico que las cifras provistas por el régimen no sean del todo confiables. Además, se amalgaman y simplifican los fenómenos complejos y variados, y algunas veces ambiguos. Más precisos y fiables que las cifras oficiales, resultan los innumerables registros de campaña de los archivos de la Secretaría de Agricultura. Más aún, esos datos fueron corroborados en el trabajo de campo que conduje con ancianos campesinos, incluyendo entrevistas con un número de beneficiarios de tierras reportados en los registros de la Secretaría. Al corroborar esas fuentes se confirma la distribución de tierras por toda la nación entre ocupantes y campesinos, lo que sugiere una historia no lejos de la que representan las estadísticas oficiales.

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Ese proceso de convertir las clases rurales populares en agricultores se-dentarios y (se esperaba) en productores exitosos, en lugar de campesinos que explotaban el monte, la vida silvestre y la crianza libre, requirió que muchos abandonaran aspectos de su cotidianidad a los cuales se habían resistido a renunciar en el pasado. Durante generaciones, la mayoría de los campesinos había preservado su alto nivel de autonomía, movilidad geo-gráfica y explotación de los montes y las grandes extensiones abiertas, a pesar de las legislaciones y políticas públicas que de diversas formas bus-caban tornarlos sedentarios, agricultores, o proletarios. Pero en los inicios del proceso de delimitaciones y desalojos que inició a principios del siglo XX, los campesinos eran obligados a trabajar en espacios de tierra cada vez más pequeños y de manera más eficiente, y desde luego se les amenazaba con dejarlos sin nada de tierra a menos que se avinieran a una alianza efec-tiva con el Estado. El programa de acceso protegido a la tierra, combinado con la asistencia agrícola y las nuevas infraestructuras y mercados, hicie-ron atractiva y factible la agricultura intensiva y sedentaria para la mayoría de los campesinos por primera vez en la historia dominicana.

Esas políticas rurales, del régimen de Trujillo, fueron concebidas por talentosos funcionarios públicos e intelectuales –como Rafael César To-lentino, Rafael Espaillat, Rafael Vidal y Rafael Carretero– quienes busca-ban desarrollar un prototipo alternativo para modernizar un modelo que había resultado atractivo a los pensadores dominicanos de las décadas precedentes.

Los líderes e intelectuales dominicanos habían preconizado la expan-sión agrícola comercial durante largo tiempo, pero durante el período de 1900 a 1930 un creciente número de ellos se desilusionó con el desarrollo comercial de las áreas del país que eran absorbidas por las plantaciones cañeras extranjeras. Nuevas formas de desempleo rural y escasez de ali-mentos en las ciudades amenazaron la estabilidad y bienestar económico y social del país, cuando corporaciones –la mayoría de propiedad estadouni-dense– desalojaban miles de campesinos, desplazaban terratenientes do-minicanos y traían decenas de miles de obreros inmigrantes procedentes de otros puntos del Caribe, para una industria azucarera en rápida expan-sión. Como respuesta, algunos de los principales intelectuales y figuras en el gobierno comenzaron a cuestionar si esas plantaciones e ingenios gigan-tes, controlados por propietarios y operados por trabajadores, en su mayo-

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ría foráneos, representaban realmente un progreso para el país y si podrían conducirlo hacia las formas de modernidad que ellos propugnaban. 11

Esos cuestionamientos surgieron, principalmente, en el contexto de una creciente agitación nacionalista generalizada. A principios del siglo XX al-gunas personas hasta expresaron dudas sobre la existencia de una genuina nación dominicana, dada su división rural-urbana, la autonomía de su cam-pesinado, el marcado regionalismo y las continuas guerras civiles, así como su manifiesta subordinación al poder y capital extranjeros.12 Las preocu-paciones nacionalistas fueron provocadas nuevamente en 1904, cuando Es-tados Unidos tomó control indefinido de las Aduanas dominicanas como parte del acuerdo para que el país pagara la enorme deuda externa que tenía (que fue ratificada en un acuerdo entre las dos naciones en 1907) y, sobre todo, cuando Estados Unidos ocupó el país desde 1916 a 1924. Bajo el fuerte yugo del control político norteamericano y de la rápida monopo-lización de tierras por parte de las empresas azucareras norteamericanas en la región Este del país, un grupo de pensadores inició una oposición a la expansión del comercio agrícola en manos foráneas y comenzó a promover el desarrollo en base a los pequeños agricultores dominicanos, y así preco-nizaban el modelo que ya representaba una parte importante de la región del Cibao.13 Tanto en la prensa, como en los círculos políticos, emergió

11 De hecho, tan temprano como en 1884 el intelectual y presidente Pedro Bonó condenó la entonces novedosa industria azucarera del país. Escribió: “Antes los campesinos eran pobres y toscos, pero al menos eran propietarios, ahora son proletarios más toscos y más pobres. ¿Qué forma de progreso es esa?”. También escribió: “He visto la transformación del Este, propiedades transferidas prácticamente sin costo para los nuevos ocupantes, que se ocultan bajo el pretexto del progreso. Progreso sería si lo que ocurre fuera progreso para los dominicanos”. Bonó, “Papeles”, 281, 327.

12 Mateo, Mito y cultura, 75-78. El prominente intelectual Santiago Guzmán Espaillat tituló una de sus presentaciones en 1908 “Does the Dominican Republic Constitute a Nation?”, Julio Jaime Julia, Guzmán Espaillat, el civilista, Santo Domingo, Taller, 1977, 20.

13 Durante el período 1900-1930, un número de escritores en República Dominicana contrastó el impacto de las plantaciones azucareras en el Este, con la exitosa expansión de las pequeñas agriculturas del Cibao. Por ejemplo, en 1906, el escritor Rafael Abreu Licairac definió las plantaciones azucareras extranjeras como “penetración pacífica” de “progreso”. Y en contraste con el desarrollo en el Este, Abreu ponderó los pequeños agricultores del Cibao como modelos alternativos de progreso, en contraposición con los enclaves azucareros extranjeros y con las prácticas de pasto supuestamente “atrasadas” y “nómadas” del campesinado, que prevalecían en la mayor parte del país. Él presentó el Cibao como el modelo a seguir por el resto del país para poner fin al estancamiento rural, mientras se consolidaba la integración nacional y se beneficiaba al campesinado.

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entonces una propuesta popular nacionalista alternativa para promover el desarrollo económico y la autonomía política. Mediante esa política los campesinos dominicanos, que todavía tenían una alta concentración en el pasto, serían transformados en agricultores sedentarios y productivos, en lugar de convertirse repentinamente en proletarios y migrantes urbanos, muchos de ellos desempleados.14

Esas ideas ganaron más aceptación luego de la ocupación norteameri-cana. Dos años antes de la salida de las fuerzas norteamericanas de ocupa-ción, durante la presidencia de Horacio Vásquez (1924-1930), el secretario de Agricultura, Rafael Espaillat, un cibaeño de clase media, sugirió que el Estado “colonizara” y distribuyera la mayor cantidad posible de tierras sin título, con el propósito de prevenir que fueran adquiridas por las empresas azucareras y fomentar así una economía en la que los dominicanos vivie-ran “independientes de la esclavitud económica que conlleva el trabajo por un salario determinado”.15 El periodista Rafael Vidal elogió los esfuerzos de Espaillat en promover esos pequeños agricultores, de manera que “el pulpo conquistador no penetre nuestra nación, bajo el disfraz de capital

“Ahí está la vida rural real con todas sus atracciones y ventajas, caracterizada por un trabajo remunerado, riqueza relativa, e independencia del productor… Mientras mayor sea la distribución de propiedades y mayor sea la diversificación de las siembras, más riqueza habrá disponible para avanzar hacia el progreso y bienestar general”. Rafael Abreu Licairac, La cuestión palpitante, Santo Domingo, Imp. Listín Diario, 1906, 27-32. Ver también su artículo anterior “La agricultura en el Cibao”, Eco de la Opinión, 2 de septiembre de 1893. Para un ejemplo de los años iniciales de Trujillo que contrapone el Cibao y el Este, ver Enrique Jiménez, Sobre economía social americana, Santo Domingo, 1932. Así, en lugar de descartar los campesinos por ser intrínsicamente primitivos e indolentes, o tratar de arrancarlos completamente de su existencia autónoma –como tradicionalmente habían hecho los intelectuales y líderes dominicanos–, comenzó a emerger una nueva tendencia de intelectuales liberales que buscaban un rol para el campesinado en el marco de una nación en modernización.

14 Un ejemplo de esa plataforma política es “Lo que ha hecho ‘La Opinión’ en dos años de intensa lucha por el prestigio, el engrandecimiento y el porvenir de la República”, La Opinión, 10 de enero de 1929. Ese proyecto también era apoyado por el Partido Nacionalista, formado en 1924 al final de la ocupación norteamericana. Ver Francisco Antonio Avelino, “Reflexiones sobre algunas cumbres del pasado ideológico dominicano”, Santo Domingo, n. p., 1995, 198-201; González, “Notas sobre el pensamiento socio-político dominicano”, 14-15.

15 Secretaría de Estado de Agricultura e Inmigración, Memoria 1926, Santo Domingo, 1927, 7-9, 21.

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extranjero”.16 Editores, periodistas y funcionarios del gobierno de Vás-quez demandaron nuevas leyes para impedir el incremento de inversionis-tas extranjeros y el latifundio, así como el monocultivo en nombre de la equidad social, del nacionalismo y de las políticas económicas con visión de futuro.17

En 1927 un importante editorialista dominicano denunció la expansión de las plantaciones azucareras norteamericanas y el supuesto crecimien-to económico que ellas representaban. El autor urgía a los ciudadanos a “defendernos de los lazos que (enmascara) el brillo del oro extranjero –¡so-lamente el brillo!–(sic)” y a “no engreírse en la ilusión de falsos mirajes, ni cometer la puerilidad de creer que el bullicio de una ciudad es ya un indicio de prosperidad económica”.18 Ese mismo año la legación norteamericana reportó: “Hay estudiosos de la economía del país que desde hace tiem-po miran con aprensión la expansión gradual de los intereses azucareros. Han citado a Cuba como ejemplo del desastre económico que resulta de la falta de diversificación industrial, de lo cual debe cuidarse aquí… Han favorecido los pequeños agricultores en contra de las grandes plantaciones azucareras. El Secretario de Estado de Agricultura, Sr. Espaillat, ha estado conspicuamente en ese grupo”.19

Tanto Espaillat, como Vidal y otros miembros de la nueva generación de pensadores reformistas, herederos de un movimiento intelectual que gra-dualmente ganó vigencia desde el cambio de siglo cuando el “progreso” se vislumbró en la República Dominicana, devendrían figuras claves en los inicios del régimen de Trujillo. Tras el ascenso de Trujillo al poder, las ideas de esos pensadores sobre la reforma agraria y sobre una modernidad alternativa emparejarían con un Estado poderoso y un dictador dispuesto a imponerlas.

16 Rafael Vidal, “Las hipérboles de ‘Patria’”, Listín Diario, 2 y 3 de septiembre de 1926. Esas declaraciones se tradujeron originalmente del español al inglés, y ahora se hace a la inversa.17 Ver “El Congreso Nacional debe votar leyes que nos pongan en guardia contra el latifundismo azucarero: es necesario que se nacionalicen la tierra, el subsuelo y aquellas industrias que existen en el país”, Listín Diario, 6 de agosto de 1927; “Notas editoriales: otro aspecto de la industria azucarera”, La Opinión, 5 de junio de 1928.

18 “El ejemplo de Cuba”, La Opinión, 6 de julio de 1927.19 Franklin Frost al Secretario de Estado, No. 566, 6 de agosto de 1927, RG59, 839.52.

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Uno de esos pensadores reformistas era Rafael César Tolentino. Como Espaillat, Tolentino era miembro de la pequeña clase media de Santiago y era un líder nacionalista importante, quien había sido perseguido du-rante la ocupación militar norteamericana debido a su oposición a dicha ocupación. A finales de la década de 1920 devino en notable periodista y director y propietario del periódico santiaguense de circulación diaria, La Información. Un editorial del periódico de Tolentino se hizo eco de la frase tradicional de los revolucionarios locales “hay que irse al monte”, y decla-raba en 1927 que: “Hay que irse al monte con las armas del machete y del arado. Nuestro estado de pobreza es el resultado de nuestro desequilibrio, de no ver la salvación del país en el único lugar en donde hay que buscarla: en el campo”.20

Los primeros funcionarios del gobierno trujillista se harían eco del lla-mado de Tolentino de acudir al campo para salvar la nación. En busca de una nación “moderna” –pero de una que se caracterizara por autonomía nacional y orden público, así como por crecimiento económico–, ellos pro-movían la idea de convertir a los campesinos libérrimos en pequeños agri-cultores comercialmente productivos, en lugar de impulsar el desarrollo en base a negocios agrícolas de gran escala y crecientes enclaves de inversión extranjera.21 Llama la atención el hecho de que esa visión alternativa de modernidad no sólo daría forma a la retórica, sino también a las propias políticas del régimen. Y es así como varios de los más destacados defen-sores de ese proyecto de desarrollo a través de los pequeños agricultores –entre los que se encontraban Tolentino y Espaillat–, fueron reclutados en

20 Citado en R. Emilio Jiménez, Trujillo y la paz, Ciudad Trujillo, Impresora Dominicana, 1952, 10-11; Enciclopedia Dominicana, Barcelona, Publicaciones Reunidas, 1978, 138.

21 A pesar de la expansión de la producción azucarera a gran escala en el Este, y de los cultivos en pequeña escala de café, tabaco y cacao que se hacían en el Cibao, en general la economía dominicana era rudimentaria cuando Trujillo asumió el poder. La mayoría de la población estaba formada por campesinos dedicados primariamente a la explotación de subsistencia, mientras que raramente se encontraban industrias fuera de la azucarera, dominada por los norteamericanos. La única universidad del país apenas tenía 169 estudiantes en 1920, a pesar de haberse fundado a principios del siglo XVI, y la capital, Santo Domingo, tenía una población de apenas 30,000. Hoetink, “The Dominican Republic”, 220; Juan Bosch, Composición social dominicana: historia e interpretación, Santo Domingo, Alfa & Omega, 1991, 377.

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el gabinete de Trujillo y, desde sus nuevas posiciones, tratarían de aprove-char el poder del régimen para realizar su visión reformista. Esos miem-bros del gabinete transformaron y concretaron la retórica populista de los inicios del gobierno de Trujillo, pues diseñaron e implementaron políticas de distribución de tierras, de asistencia agrícola y de intervención en el proceso de mensurar y sanear la tenencia de propiedades para proteger a los pequeños agricultores sin títulos sobre la tierra. Eso era un fructífero esfuerzo por promover la producción y la auto suficiencia agrícolas e in-tegrar, en lugar de dislocar y diezmar, el campesinado en los inicios del proceso de modernización.

Fueron esas políticas las que eliminaron las prácticas de pasto de los campesinos, que ayudaron a desarrollar la agricultura sedentaria, que guia-ron a los campesinos hacia los proyectos y expectativas del Estado nacio-nal y que los definieron, como nunca antes, como “hombres de trabajo” cuya labor agrícola, avance y valores eran fundamentales para la nación y su progreso. Al mismo tiempo, sin embargo, fueron esas mismas políticas, y los que las formularon, los que ayudaron a legitimar y proveer apoyo para esa horrenda y sangrienta dictadura personalista de Trujillo.

Tomemos a Tolentino, por ejemplo, a quien Trujillo nombró secretario de Agricultura y quien ayudaba a conducir las políticas hacia una nueva di-rección, en términos tanto de distribución de tierras, como de los derechos sobre ellas. Tolentino era uno de los principales impulsadores de las políti-cas que promovían el acceso de los campesinos a la tierra. En diciembre de 1933 hizo varias declaraciones públicas en las que, según el Departamento de Estado norteamericano, alentaba “la ocupación de tierras privadas por campesinos sin títulos de propiedad”, en las que se incluían los terrenos propiedad de la Compañía Azucarera Central Romana, de capital norte-americano. El Departamento de Estado recibió quejas en el sentido de que “mediante un reciente decreto presidencial se permite a los ciudadanos in-

“Las políticas para asegurar tierras a los campesinos e incrementar su producción ayudaron a hacer de la República Dominicana de Trujillo un país virtualmente auto suficiente en términos agrícolas (con la excepción del trigo), en contraste con el resto del Caribe y muchas partes de América Latina en el siglo XX, así como a expandir la agricultura de exportación”.

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vadir y ocupar tierras baldías en la República Dominicana”. Y la legación norteamericana en Santo Domingo reportó que sus fuentes estaban “confia-das en que cuando este asunto llegue a la atención del presidente Trujillo, el entusiasmo del Sr. Tolentino en defender el interés de los invasores y de las clases pobres en general, tomará una forma más racional”. Sin embargo, la poderosa familia Vicini, de ascendencia italo-dominicana y propietaria del mayor conglomerado azucarero después de los pertenecientes a las cor-poraciones norteamericanas, ya había protestado ante Tolentino, aunque sólo para recibir una defensa firme de “sus declaraciones y de la acción que tomaran los invasores en cumplimiento de las mismas”.22

No obstante, el Estado eventualmente se retractó. Las presiones del Central Romana forzaron a un reacio Tolentino a emitir una circular a las autoridades oficiales de las áreas azucareras de la región Este en la que se les pedía repudiar las “malas interpretaciones” a sus comentarios sobre “el plan para distribuir las tierras estatales, (así como) el interés del gobierno dominicano de mejorar las presentes condiciones de los campesinos (y) hacer un pequeño terrateniente de cada hombre de trabajo y de buena vo-luntad”. “Con frecuencia”, explicaba él, “este Departamento recibe protes-tas de parte de agricultores que ocupan tierras que han sido adjudicadas a favor de compañías azucareras… En ese sentido, se debe tener presente que las políticas agrarias que este Departamento ha puesto en práctica no pueden ser interpretadas en una forma que obstaculice el funcionamiento de la justicia”. 23 Y sin embargo, aunque aparentemente cedía ante los poderosos intereses azucareros extranjeros, el gobierno inauguraría ese mismo año una nueva política de distribución de tierras –promovida por Tolentino– que esencialmente implementaría en una amplia zona del país el planteamiento que Tolentino había promovido anteriormente. La dis-tribución de tierras, y la legalización de las tierras ocupadas, devendría en lo que se convertiría en la esencia de las políticas rurales subsecuentes, especialmente durante los años siguientes.

22 H. F. Arthur Schoenfeld al Secretario de Estado, No. 1473, 2 de marzo de 1934, “Occupation of Private Lands by Squatters”, memorándum de conversación con el juez Robert C. Round, consejero legal para el Central Romana Inc., RG59, 839.52/89.

23 Schoenfeld al Secretario de Estado, No. 1473, 2 de marzo de 1934 y circular anexa para Tolentino, RG59, 839.52/89.

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Los esfuerzos realizados a través de la reforma agraria y la idealización de la labor de los pequeños agricultores encajaban con las preocupaciones nacionalistas. En su reporte anual de 1936 el nuevo secretario de Agri-cultura, Rafael Espaillat, elogiaba la campaña de distribución de tierras como un “modelo de política nacionalista prudente, con imponderables beneficios para el bienestar, unidad e independencia de la República… Los pueblos despojados del dominio de su tierra son pueblos esclavizados”. El hecho de que Espaillat procediera de Santiago, al igual que Tolentino, po-dría explicar la visión de nación que ambos tenían, pues quizás estaban influenciados por el modelo de pequeña agricultura que ya se desarrollaba en gran parte del Cibao. Es interesante hacer notar que Espaillat había sido un firme opositor del general Trujillo, cuando el primero era miembro del gabinete de Vásquez. A principios de 1930, Espaillat incluso encabezó un esfuerzo fallido que buscaba persuadir al presidente Vásquez de que destituyera a Trujillo de su posición como jefe del Ejército.24 Sin embargo, ese hecho no impidió que Trujillo integrara a Espaillat a su gabinete (por el contrario, es concebible que eso lo motivara a hacerlo). Junto con Tolen-tino, Espaillat condujo el régimen de Trujillo por direcciones reformistas. De hecho, Espaillat hasta comparó la campaña de distribución de tierras con la reforma agraria de la Revolución Mexicana –entonces en pleno apo-geo bajo la dirección de Lázaro Cárdenas– y sus políticas a favor de los “más abandonados miembros de la ciudadanía mexicana: los indios y los agricultores pobres del país”.25

Aunque distaba mucho de la Revolución Mexicana, el gobierno de Tru-jillo y su reforma agraria resultaron relativamente atractivos y favorables a la preservación de un campesinado con libre acceso a la tierra. Y esas políticas simultáneamente ayudaron a modernizar la economía rural en la forma en que los intelectuales y estadistas reformistas habían propuesto y elogiado.

24 Cabot al Secretario de Estado, No. 1570, 10 de enero de 1930, RG59, 839.00/3344; Curtis al Secretario de Estado, No. 23, 6 de marzo de 1930, RG59, 839.00/3356.

25 República Dominicana, Secretaría de Estado de Agricultura y Trabajo, Memoria, 1935, Ciudad Trujillo, 1936, 268-69, 275-76; República Dominicana, Secretaría de Agricultura e Inmigración, Memoria, 1926, Santo Domingo, 1927, 7-9, 20-22; Curtis al Secretario de Estado, No. 23, 6 de marzo de 1930, RG59, 839.00/3356. Esas declaraciones se tradujeron originalmente del español al inglés, y ahora se hace a la inversa.

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Eran, sin embargo, otras acciones contradictorias y sustanciales del régimen que fomentaron el latifundio. La disposición del Estado y la ca-pacidad para promover desarrollo económico basado en la agricultura de menor escala, fueron desiguales en tiempo y lugar. Estaban limitadas tanto por la resistencia de las élites económicas (particularmente los intereses norteamericanos de la región Este), como por el propio engrandecimien-to de Trujillo, además de las fuerzas del mercado y lo limitado de los re-cursos.26 El contraste más evidente y opresivo con la idealización estatal del concepto de pequeño agricultor fue la expropiación masiva de tierras y la expansión azucarera en algunas áreas, tras la toma de control de los intereses azucareros extranjeros por parte del gobierno, en la década de 1950. Eso conllevó el desalojo de miles de campesinos así como la pérdida de vastas áreas de montes y pastos que se usaban colectivamente para la crianza libre en Monte Plata y en tierras cerca de Cotuí.27

El proyecto alternativo de modernidad, a través de la reforma agraria, estaba lejos de ser una transformación política radical, progresista, o con-sistente bajo el gobierno de Trujillo. Por otro lado, en el marco de la vasta perspectiva de la historia caribeña, la medida en que fue perseguido en mu-chos aspectos el modelo de pequeño agricultor durante el régimen fue de hecho relativamente radical, a pesar de la terrible ironía de haber ocurrido bajo una de las dictaduras más brutales y personalistas de la historia. Vale la pena recordar que hasta los líderes más revolucionarios y los episodios más dramáticos de la historia caribeña, entre los que se destacan aquellos de la revolución haitiana y también la abolición de la esclavitud en el Cari-be británico –y, quizás ni qué decir de las ocupaciones norteamericanas de

26 En el Este, los campesinos enfrentaron las más espantosas condiciones cuando Trujillo asumió el poder. Allí el Estado no podía, o no quería, superar la resistencia a sus políticas agrarias, principalmente por parte de los intereses extranjeros cuyas propiedades, en contraste con la mayoría de la tenencia de tierras del país, estaban en proceso de adjudicación definitiva de los títulos gracias a las leyes promulgadas por el gobierno militar norteamericano. Como resultado, en el corazón de la zona azucarera del Este miles de ocupantes fueron eventualmente desalojados. Así, en lugar de reflejar la recia voluntad y la incontrolable fuerza de Trujillo, parece que esos desalojos demostraron más bien los límites del poder y la discreción del Estado. Ver Turits, Fundamentos del despotismo, capítulo 4, esp. 130-42.

27 Ver Turits, Fundamentos del despotismo, 232-47.

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Haití, Cuba y la República Dominicana–, todos fracasaron en trascender las expectativas de modernidad tradicionales, a menudo racistas, en las que se presumía la agricultura comercial en gran escala como la única ruta hacia el progreso, e implícita, o explícitamente, se asumía que personas de ascendencia africana –a diferencia de los blancos–, eran incapaces de desa-rrollar una agricultura pequeña productiva y alcanzar de manera indepen-diente una producción con superávit. Ninguno de esos regímenes concibió una transición económica de esclavo a pequeño agricultor productivo, o de montero y campesino libre de ascendencia africana a pequeño agricultor productivo, que podría haber resultado atractiva para las masas rurales, como irónicamente esbozaron e implementaron, en un amplio sentido, los funcionarios del gobierno de Trujillo.

La historia de la extrema corrupción del dictador dominicano y su ma-quinaria de terror está bien documentada y no admite defensa posible. Sin embargo, al investigar las políticas públicas estatales y los testimonios de los campesinos, nos sorprendió encontrar bases materiales y culturales que ayudan a explicar la longevidad del despótico régimen de de Trujillo, específicamente sus proyectos de reforma agraria y modernidad alterna-tiva. Y esos proyectos ofrecen una explicación parcial, no sólo sobre la duración del régimen y la base social del campesinado, sino también de por qué prominentes intelectuales, aún de corte nacionalista-populista, así como muchos líderes cívicos, colaboraron con el régimen de Trujillo; más aún, esas figuras ayudaron a forjar las ejecuciones relativamente exitosas del Estado durante la dictadura –relativamente exitosas tanto en términos económicos como políticos–. Las políticas, para asegurar tierras a los cam-pesinos e incrementar su producción, ayudaron a hacer de la República Dominicana de Trujillo un país virtualmente auto suficiente en términos agrícolas (con la excepción del trigo), en contraste con el resto del Caribe y muchas partes de América Latina en el siglo XX, así como a expandir la agricultura de exportación.28 En última instancia, esos intelectuales estaban dispuestos a pasar por alto el terror estatal y las violaciones a los derechos humanos, con tal de asegurarse un lugar prominente en un Es-tado que, creían ellos, podría implementar con su conducción un proyec-

28 Ver Turits, Fundamentos del despotismo, 232-36, 273 n56.

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to de modernidad nacionalista y popular. El hecho de que ese proyecto pudo haber sido apoyado e implementado potencialmente sin recurrir a la sangrienta y abarcadora represión de la dictadura de Trujillo, es quizás algo que ellos nunca concibieron. Ese fallo en su imaginación era en parte un razonamiento auto-protector que les permitía acomodarse al régimen brutal, era en parte resultado de imaginar “mapas” de “progreso” en vez de enfrentar directamente el sufrimiento humano, y era en parte producto de la casi completa ausencia de democracia en la historia dominicana antes del régimen de Trujillo –y de hecho, durante décadas después de él–.

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EXPOSITORES: Manuel Núñez, Raymundo GonzálezJosé Guerrero

COORDINADORA: Reina Rosario

El pensamiento conservador en el siglo XIX

• Tomás Bobadilla• Antonio Delmonte y Tejada• Manuel de Jesús Galván• Javier Ángulo Guridi

CAPITULO II

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Panel conformado por José Guerrero, Manuel Núñez y Raymundo González, bajo la coordina-ción de Reina Rosario. Les acompaña, monseñor Agripino Núñez Collado, rector de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).

El público siguió con interés las exposiciones, realizadas en la PUCMM, el 12 de agosto de 2009.

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La imagen que se tiene de Manuel de Jesús Galván (1834-1910) se halla mediada por estereotipos que, andando el tiempo, han sustituido la ver-dadera naturaleza de sus convicciones. En los mentideros intelectuales la tesis predominante es la siguiente: Manuel de Jesús Galván es un escritor hispanó-filo, reaccionario, conservador, que apoyó la Anexión a España y que hay que poner en la picota. Esa es, desde luego, una visión impresionista, que, paradójicamente no encaja con las opiniones que se extraen de la correspondencia de Gre-gorio Luperón, Ulises Francisco Espaillat, José Martí y de otros contem-poráneos suyos, que expresaron unos pareceres muy distintos de esos que hoy tienen carta de vecindad.

¿Qué sabemos de Manuel de Jesús Galván?

De Galván sólo se conocía la excelente novela Enriquillo, la novela más importante del siglo XIX y las opiniones vertidas por los historiógrafos ac-tuales. En su caso, hemos asistido al proceso de invención del otro. Se trata de un proceso de demonización, que permite fabricar un personaje con las impresiones y las pasiones del presente. La labor editorial y las reve-laciones que se han realizado de esta figura no han logrado variar el juicio cuajado durante años de desinformación. Nosotros publicamos “Novelas

Manuel de Jesús Galván (1834-1910)“¿Por qué se produce el respaldo de Galván a la Anexión a España? Era tan vulnerable el Estado dominicano que surgieron dos grandes tendencias: los independentistas puros, que creyeron en que la única solución era la independencia, y que representa, de manera absoluta y casi única, el padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, y los que creyeron que debíamos ponernos bajo la tutela de un Estado protector. Participantes de esta idea fueron, en algún momento, los próceres trinitarios Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella”.

Manuel Núñez

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cortas”, en el año 2000, con un compendio de artículos de “La Razón”, per-teneciente a la colección documental del Archivo de D.Vetilio Alfau Du-rán. El Archivo General de la Nación (AGN) ha publicado este año cuatro volúmenes... Escritos iniciales, Ensayos, Artículos y Controversia histórica, co-rrespondencias y misiones diplomáticas, editadas por el documentalista An-drés Blanco Díaz, una labor inestimable. Existe, desde ya, una cantera de informaciones que podrían echar por tierra los juicios anteriores. Creemos que el enjuiciamiento de un personaje histórico no debe construirse sobre odios, resentimientos o sobre abstracciones ideológicas sino fundarse en la documentación. La historiografía no ha de escribirse contra nadie, sino para afirmar convicciones y principios, blindados con una documentación que obre como prueba irrefutable de cuanto afirmamos.

La palabra conservador se emplea como un sambenito descalificador. Se moteja como conservador al que cree en Dios, al que cree en la familia, en la tradición, en los valores nacionales, al que detesta los cambios bruscos, al que prefiere el orden a la fiesta revolucionaria. Un conservador puede, a la vez, ser partidario de la República o de la Monarquía; pero considera que la religión, las tradiciones, la cultura son los elementos esenciales de la cohesión social. Siente profunda desconfianza por las teorías abstractas y metafísicas. Prefiere la reforma, a la concepción de la ruptura. Galván

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encaja, en algunos aspectos, con la concepción que lo tilda de conservador sobre todo en su apego al sentido inicial de la vida dominicana. Pero si se mira desde otra vertiente, a la luz del comportamiento político asumido en otros momentos de su vida, podría ser tachado de liberal. No debemos juz-gar, pues, a Galván con los juicios y la mentalidad contemporánea. En las postrimerías del siglo XIX, los conservadores desconfiaban de la capacidad del pueblo para gobernarse, en muchos casos detestaban el voto y la opi-nión; se oponían a la libertad de cátedra, si ponía en entredicho el dogma religioso. Desde luego, hasta ahora, tal como veremos, al casar su biografía con estas perspectivas, ninguna empalma con Galván.

En 1852, estudia en el Colegio San Buenaventura. Son sus profesores el poeta Nicolás Ureña de Mendoza, Alejandro Angulo Guridi, Félix Ma. Del Monte, Tomás Bobadilla y el padre Gaspar Hernández, maestro de los jó-venes de La Trinitaria. No puede decirse, entonces, que estuviese inclinado al conservadurismo. Fueron sus condiscípulos el historiador José Gabriel García, el prócer Manuel Rodríguez Objío, Eugenio Perdomo, Mariano Cestero, ninguno lleva la esclavina de conservador, y todos sirvieron a los intereses de la nación desde una concepción nacionalista. No era Galván un hombre de abolengo. Era hijo natural de María Candelaria Galván y del comerciante Francisco Javier Abréu. No pertenecía, pues, a las familias linajudas que habían logrado enseñorearse desde los tiempos coloniales. Comenzó su labor de periodista desde muy joven, y en tal función llegó a director de El Oasis (1854-1856); director general de Correos (1858) nombra-do por el presidente Pedro Santana, secretario del Senado, secretario par-ticular del presidente Santana, ministro plenipotenciario ante las Cortes de La Haya y Copenhague (1859-1860). Posteriormente, ocupa el cargo de oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, y se casa con María Velásquez Objío.

Por sus vínculos con Santana, en 1861, apoya la Anexión a España. Su ideario político expresado en el lapso de tiempo que va de los 19 a los 26 años de Galván queda estampado en La Razón. Dos hombres se disputan el liderazgo absoluto de la primera República (1844-1861), el general Pedro Santana (1801-1864) y Buenaventura Báez (1812-1884). Santana gobernó 10 años en la primera República y Báez, seis. No representaban, sin embargo, ideales antagónicos. Ambos caudillos, el político y el militar, compagina-

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ban con el ideal anexionista. Representaban fuerzas políticas innegables: los propietarios de hatos, grupo social predominante, apoyaban a Santana y los exportadores de madera, del Sur, apoyaron a Báez. Los constructo-res del nuevo Estado no eran partidarios de la independencia absoluta, y consideraban que debían ponerse bajo la protección de una gran potencia europea. Hubo tres soluciones. La primera intentaba consolidar la sepa-ración de Haití mediante la intervención de un Estado protector, que nos pusiera a buen recaudo de las ambiciones haitianas. Luego entró en el can-delero la posibilidad de la cesión del territorio a trueque de una protección militar que impidiera que Haití volviese a enseñorearse del territorio na-cional y finalmente se impuso la anexión, es decir, considerar el país como provincia de ultramar de otro Estado más poderoso, que garantizase por su incorporación las fronteras del territorio nacional.

¿Por qué se produce el respaldo de Galván a la Anexión a España?

Era tan vulnerable el Estado dominicano que surgieron dos grandes ten-dencias: los independentistas puros, que creyeron en que la única solución era la independencia, y que representa, de manera absoluta y casi única, el padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, y los que creyeron que debíamos ponernos bajo la tutela de un Estado protector. Participantes de esta idea fueron, en algún momento, los próceres trinitarios Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella.

En 1844, al producirse la proclamación de la Independencia nacional, Galván tenía 10 años de edad. De 1844-1856, el país enfrenta las campañas militares de la guerra domínico-haitiana, comenzada en la Fuente del Ro-deo el 10 de marzo de 1844 y concluida en Sabana Larga en 1856.

Dos ideales llevaron a los hombres de ambos Estados a los campos de batalla. El ideario haitiano, expresado en la primera Constitución de 1805, vigente hasta 1874, era que la isla era una e indivisible; omitía el derecho a la autodeterminación de los dominicanos. La dominación haitiana de 1822-1844 era la expresión del deseo de anexionarse la porción oriental de La Española. Y el ideario dominicano, expresado el 6 de noviembre de 1844, proclama el deseo de autodeterminación del pueblo dominicano, y reco-noce los límites de la soberanía al hablar de la frontera y renuncia a todo

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intento de conquista de la República de Haití. Esas dos vertientes consti-tuyen la proyección geopolítica de los dos Estados.

La visión geopolítica del liderazgo de la época

El anexionismo surgió desde antes de nuestra declaración de Indepen-dencia en 1844. Buenaventura Báez (1812-1884), quien fungía como di-putado del Parlamento haitiano, en comandita con D. Tomás Bobadilla y Briones (1785-1855) estaba en negociaciones con los cónsules franceses para anexionar la parte oriental de la isla y la misma convicción se mani-fiesta en el caudillo Pedro Santana (1801-1864). Ambos personajes –San-tana y Báez– monopolizarán la opinión nacional desde la fundación del Estado en 1844 hasta el momento de la Anexión en 1861. En el caso de Báez, su influjo se prolonga hasta los primeros seis años de la Segunda República (1864-1916). Báez gobernó de 1868 a 1874. ¿A cuáles conclusiones nos llevan estas maniobras? Si los hombres más influyentes proyectaban entregarle la soberanía de la República a una potencia extranjera desde antes de nacer, podemos inferir que ya campaba por sus respetos una ideal anexionista. El anexionismo no era cuestión de gustos, ni obedecía a caprichos antinacio-nales ni a una animadversión contra la Independencia, sino a los desafíos geopolíticos que enfrentaban los dominicanos:

1. UNA FORMIDABLE SUPERIORIDAD MILITAR DE LOS HAI-TIANOS. Boyer llega a Santo Domingo encabezando un ejército de 12.000 soldados. La República Dominicana tenía 75.000 almas. Una proporción de un soldado por cada seis personas, incluyendo ancianos y niños. Los haitianos habían heredado los arsenales militares dejados por el ejército napoleónico, tras la fulminante derrota causada entre otras razones, por la fiebre amarilla que diezmó los mayores contingentes de soldados france-ses, más de 25.000, según se desprende de la obra “La Revolution de Saint Domingue”, escrita por oficial francés Pamphile Lacroix. Por lo demás, en 1844 el ejército haitiano constaba de 50.000 soldados, mientras los domi-nicanos, tanto en el ejército del Sur, como en el del Norte, apenas sumaban unos 10.000 soldados.

2. EL FACTOR ECONÓMICO. Haití heredó el aparato productivo de una de las colonias más ricas del continente. En su obra inconclusa “El Estado haitiano”, Peña Batlle hace un retrato cabal de la colonia de Saint

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Domingue, pocos antes de su Independencia: Si se quiere apreciar con exactitud el contenido de la economía de la colonia, son necesarios algunos datos estadísticos de la época. En 1789 existían en la parte francesa de Santo Domingo 451 establecimientos de azúcar blanca y 341 más que producían 93 millones de azúcar crudo. Existían 2810 plantaciones de café con una producción de 68 millones de libras y 3097 plantaciones de índigo, cuya producción llegaba a 1 millón de libras. El valor total de los productos exportados de la colonia se elevaba a 193 millones de libras tornesas por año. El monto de las importaciones que hacía la colonia de Francia y de los Estados Unidos era de unos 200 millones de libras. Se estimaba en 1000 millones de libras tornesas el valor de la propiedad privada radicada en la colonia. El movimiento comercial que todo esto representaba ocupaba más de 700 navíos franceses y extranjeros al año.

Este enorme aparato de riqueza descansaba sobre una organización social muy característica: en 1789 vivían en la colonia francesa 40.000 blancos, 40.000 libertos y 600.000 esclavos” (“Ensayos históricos”, Sto. Dgo. Taller, Pág. 152).

3. EL TERCER ASPECTO ERA EL FACTOR DEMOGRÁFICO. En 1844, Haití tenía una población de unas 800.000 personas y la República Dominicana podría alcanzar los 200.000 habitantes, es decir, que la pobla-ción haitiana era cuatro veces mayor. Le hubiera bastado a los haitianos una simple ocupación del territorio dominicano, para desdibujar las ca-racterísticas esenciales de la naciente nación dominicana. Estas circuns-tancias no se produjeron, porque el régimen implantado por Boyer, que obligada a una adscripción a la tierra y el régimen de trabajos forzados o corvee con vistas a mantener el funcionamiento de su poderosísimo ejérci-to, contuvo en sus linderos a la población esclava.

En los años de su dominación, Boyer prohibió en las circulares de 1824 y 1834 el empleo de la lengua española en los actos públicos, en la enseñanza y en toda la correspondencia judicial. Se repartieron grandes proporcio-nes de tierra entre los militares haitianos y se firmó con la compañía de J.Granville un acuerdo para la instalación de poblaciones de esclavos liber-tos estadounidenses en el territorio nacional. Los inmigrantes traídos por Boyer se instalaron en Samaná y en Puerto Plata. Basado en el conocimien-to de estas realidades, Buenaventura Báez y Pedro Santana nunca creyeron que podíamos llegar a constituir un Estado independiente. El anexionismo era la idea que se había fraguado en aquellos hombres que vieron como algo totalmente descabellado que, en condiciones tan adversas, los domi-

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nicanos se enfrascasen en un proyecto independentista. El anexionismo no se proyectaba en menoscabo de la idea nacional, sino de la idea de Estado. En aquel punto y hora, muchas naciones se hallaban manejadas por Esta-dos más poderosos, y ese proceso ha continuado. En 1947, al momento de fundarse la Organización de las Naciones Unidas, había una cincuentena de Estados independientes. En la actualidad, tenemos más de 180 Estados miembros.

La independencia dominicana obedeció fundamentalmente la necesidad de supervivencia cultural. Los dominicanos debieron luchar por su inde-pendencia para no desaparecer, pero el sentimiento de comunidad diferen-ciada, comunidad de destino existía desde mucho antes de la ocupación haitiana, y ese sentimiento que no pudo ser desarraigado por los ocupan-tes, era el que servía de base, para actuar y buscar soluciones distintas de las que ofrecía el Estado haitiano.

La segunda solución de los dominicanos fue la del fundador de nuestra nacionalidad Juan Pablo Duarte (1813-1876). Cuando había cumplido 25 años, en 1838, el Padre de la Patria funda la sociedad secreta La Trinitaria. A partir de ese momento, comienza en la historia dominicana a campar por sus fueros la idea de independencia. Era, hay que decirlo, tarea de románti-cos. La edad promedio de los trinitarios era 28 años. En 1843, se producen las revueltas en contra de la dictadura de Boyer en la ciudad haitiana de Los Cayos, los dominicanos organizados por las faenas conspirativas de Juan Pablo Duarte, quien había constituido las juntas populares en las provin-cias del Este para echar por tierra la dictadura boyerista, aprovechan esta oportunidad para proclamar la independencia nacional el 27 de febrero de 1844. Al leer las menudencias de nuestro esfuerzo de independencia nues-tros escolares, a los cuales se les ha omitido la historiografía militar, tienen la impresión de que se trató de una obra incruenta.

La independencia nacional se mantuvo merced a la determinación del ejército dominicano. El anexionismo se mantuvo en el candelero por las intenciones indeclinables del Ejército haitiano de apoderarse de la porción dominicana del territorio. Todo el esfuerzo de nuestras tropas se resume en las batallas libradas por hombres que mantuvieron vivo el ideal de una república libre del yugo extranjero. Antonio Duvergé (1807-1855), los her-manos José Joaquín (1808-1847) y Gabino Puello (1816-1847), María Trini-

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dad Sánchez (1794-1845) y otros. A todos los fusiló Santana. Y ese hecho le abrió las puertas al anexionismo. Fabré Geffrard logró atraerse a una parte de los patriotas, que, temerosos de sus vidas, se refugiaron en el territorio haitiano. Sin embargo, el objetivo del gobernante haitiano era adelantarse a los acontecimientos, produciendo anticipadamente una incorporación del territorio dominicano al Estado haitiano, tal como lo subraya el historiador haitiano Jean Price Mars (“La República de Haiti y la República Domini-cana”, v.III). Las causas que motivaron la Anexión a España pueden resu-mirse del modo siguiente:

La amenaza de caer, nueva vez, en manos de poderío haitiano. • Faustin Soulouque preparaba una gran invasión que tendría lugar en 1859. No se produjo porque Soulouque fue derrocado por Fabré Geffrard.

La deplorable situación económica del país, tras 12 años cabales • de guerra domínico hatiana. Galván expresa las ambiciones de los anexionistas. Lograr que la Corona Española invierta 500.000 duros en la construcción de industrias, ferrocarriles y en el desarrollo del comercio, tal como había acaecido en Cuba.

La mayoría de los artículos dados a la estampa en el periódico • anexionista La Razón, dirigido por Galván, se refieren al fomento de la industria, el ferrocarril, la agricultura, el trabajo; importación de inmigrantes laboriosos; la apertura de la universidad y al desarro-llo de la instrucción.

Se esperaba, parejamente, que España reiniciase la exportación de • maderas e impulsara la agricultura; la inversión económica española (Pág.99); asumir la deuda nacional y recoger las antiguas monedas por una nueva.

Que se le diera punto final a las luchas intestinas entre los caudillos • que habían dominado el escenario político. A saber: Buenaventura Báez y Pedro Santana.

Que el Estado español emprendiese la tarea de recuperar el terri-• torio de nuestra frontera ocupado por los haitianos. En efecto, los haitianos habían franqueado las fronteras de Aranjuez que prescri-

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bían que Haití poseía unos 21.085 km2. Una de las ambiciones de Santana era recuperar esos territorios fronterizos.

Galván enumera, concienzudamente, los problemas de Santo Do-• mingo: 1) la despoblación, la inseguridad, la incertidumbre produci-da por la guerra con Haití. De ahí la exigencia de que España invier-ta sus caudales en las infraestructuras necesarias para desarrollar a la nación.

El anexionismo fue la solución ensayada por el liderazgo político más influyente en aquel punto y hora. A Galván, que vivió en su infancia bajo la dominación haitiana y cuyos años mozos estuvieron marcados por las continuas invasiones haitianas y por el espantajo de una posible derrota a manos del copioso ejército haitiano, le parecía que, en vista de la debilidad de las fuerzas nacionales para ponerle coto a las invasiones del vecino, era necesario una anexión o un protectorado que, mediante la incorporación, impidiese el dominio haitiano. Al analizar a este hombre de letras, se ha producido una caricaturización, omitiendo los datos y las circunstancias de su entorno. Visiones maniqueas oponen liberales y conservadores. Li-berales, buenos y conservadores, malos.

A Galván se le llama conservador, reaccionario, por haber apoyado la Anexión. Se olvida que el prócer de la Independencia y de la Restauración Ramón Matías Mella (1816-1864) llegó en misión a España, en 1854, para gestionar: un protectorado o una anexión a la Corona, durante la guerra domínico haitiana como ministro plenipotenciario del General Pedro San-tana. Se olvida que Francisco del Rosario Sánchez (1817-1861) se hallaba vinculado a Buenaventura Báez, de cuyos gobiernos fue ministro y valedor, y que, en algún momento, para poner su pellejo a buen recaudo aceptó la Matrícula de Segovia.

“En todas sus intervenciones Galván se convierte en un defensor inteligente de los intereses de la nación. Se oponía radicalmente al control aduanero de los EE.UU. Wos y Gil fue derrocado en diciembre de 1903 y Galván renuncia al cargo de Canciller y se queda en EE. UU, luego pasa a Puerto Rico. Desde su exilio voluntario se opuso a la Convención Dominico Americana de 1907, refrendada durante el gobierno del presidente Ramón Cáceres”.

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Las relaciones de Galván con el General Santana

Durante los 17 años de la Primera República (1844-1861), Santana gober-nó durante 10 años. Era masón y, a la par, devoto de la Virgen del Carmen; era propietario de hato y engrandeció su hato con el matrimonio con la viuda Micaela del Rivero, mayor que él. Luego se caso, al enviudar, con Ana Zorrilla, sexagenaria, hermana de Dominga Zorrilla, con la que tuvo dos hijos naturales. Santana era un autócrata, y no creyó nunca que la Repú-blica Dominicana pudiera sobrevivir a los propósitos haitianos de imponer su soberanía. Había nacido en Hincha, que, por sucesivas incursiones hai-tianas, se hallaba bajo la soberanía de Haití. Y, al igual que Báez, creía que la única solución perdurable era incorporarse a una gran potencia extran-jera que mantuviera a raya el poderío haitiano. La anexión a la Corona de España se produjo en 1861. Pero todos los sueños de Santana se volvieron aguas de borrajas. Se esperaba demasiado de España. Tras el cambio de soberanía, se produjo un brevísimo paréntesis de optimismo. España cam-bio la moneda de una nación en ruinas; pero ninguno de los beneficios se hicieron presentes. Las contradicciones entre Santana y el mando español, que lo había nombrado capitán general, se produjeron de inmediato. Intro-dujeron métodos burocráticos que chocaron con la idiosincrasia del país; comenzó una política de intolerancia religiosa con las iglesias protestantes y con los masones, el propio Santana y Galván, ambos eran masones; se introdujo una política que mantenía ciertos ribetes racistas, no hay que olvidar que España mantenía la esclavitud en Cuba. Para Santana consti-tuyó un auténtico aldabonazo el momento en que el mando español pasó a retiro a 56 generales que lo habían apoyado durante la guerra de Indepen-dencia. En 1862, disgustado con las cancelaciones emprendidas por los españoles renuncia al mando, con la esperanza de que la crisis que ya había estallado en Capotillo, le diera nuevamente las riendas de la situación. Pero La Gándara, que le sustituye, se alegra de que éste haya dejado el campo libre. Sus contradicciones con el mando español, lo mantienen apartado y rebelde a las circunstancias. La Gándara considera que Santana debe pasar por un Consejo de Guerra. Propone al general Serrano, capitán general de Cuba, que se le embarque a La Habana o a Madrid. Santana, a chita ca-llando, desoye todas las recomendaciones que le hace el Capitán General de Santo Domingo. Entretanto, el Gobierno restaurador lanza un bando

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para que se fusilase dondequiera que se le encuentre. Los últimos días de Santana fueron trágicos, enemistado con los españoles y condenado por los dominicanos. Según el Dr. Delgado que lo atendió, cuando se hallaba en las últimas, falleció de un cólico hepático en 1864. Fue enterrado sin ceremo-nias, en el patio de la Guarnición. Posteriormente se le inhumó en la Iglesia de El Seibo, y finalmente se le exaltó al Panteón Nacional.

Habiendo cesado la influencia de Santana, su figura histórica fue someti-da al tribunal de la historia por el historiador José Gabriel García. En esos momentos se mantuvo una ardua polémica al través de los periódicos El Teléfono y El Eco de la Opinión en 1899, recogida por el historiador Vetilio Alfau Durán, con el título de la “Controversia Histórica”. En la misma Gal-ván califica como un error de Santana la Anexión a España: “condenamos la Anexión, lamentamos cada vez más la locura que la inspiró; pero no negamos ni destrui-mos la gloria de Santana, ni sus dignas ejecutorias ni merecidas preseas” (p.116, v.II); García, en cambio, trata de destruir la gloria militar de Santana, y hace in-ventario menudo de sus yerros. En realidad durante la polémica, se enfren-tan dos concepciones de la historiografía. Galván subraya preponderante-mente el papel de las personalidades en los acontecimientos, para éste el mando social lo ejercía Santana, y era éste el que determinaba el derrotero de los acontecimientos; García, en cambio, hace hincapié en los hechos y en los héroes militares. Aun cuando inicialmente se radica en Puerto Rico, tras la Restauración de la Independencia, Galván dará un vuelco a sus re-laciones políticas, que lo alejarán del influjo del Báez, caudillo anexionista superviviente y que lo harán condenar el proyecto de Anexión a los Esta-dos Unidos, santo y seña, del Gobierno baecista de los seis años.

La vertiente liberal

Tras la Restauración de la República en 1864, se vinculó al Partido Azul, de tendencia liberal, capitaneado por el prócer Gregorio Luperón, a quien sirvió como canciller. En Puerto Rico, donde se radicó tras la conclusión de la administración española, se vinculó a la España Liberal y a los grupos independentistas, y escribió en sus medios. En 1874 fue electo diputado en la Convención que redactaría la Constitución de la República. Se aso-cia a los que luchan contra el baecismo y se convierte en promotor de la candidatura de Espaillat, quien le nombra canciller de la República. Tras

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su derrocamiento, Galván acompaña a Espaillat en la decisión de asilarse en el Consulado de Francia. Firma el Manifiesto de Curazao, encabezado por el prócer Luperón; electo Presidente de la Sociedad Unión Nacional, que tenía como objetivo difundir la paz, la independencia, las libertades públicas, la democracia y el combate del caudillismo, el personalismo y los males de la República.

En 1880, preside la Comisión de los Miembros del Consejo de Estado, en función de Poder Ejecutivo envía el Proyecto de Ley para el estableci-miento de las Escuelas Normales; comparte con Hostos la Cátedra de De-recho Internacional en el Instituto Profesional; es nombrado en el Primer Gobierno Liberal de Heureaux, ministro plenipotenciario en Washington y allí recibe al prócer Luperón, y lleva a cabo varias misiones en defensa del interés nacional. Llevó a cabo las misiones diplomáticas más importantes de su época:

A) El arreglo de la cuestión domínico española (1880);

B) Elabora el tratado de reciprocidad comercial entre la Rep. Dominica na y los EE.UU., refrendado por el protocolo con el Secretario de Estado John Foster;

C) Gestiona la participación del país en la celebración del 4to Centena-rio del Descubrimiento;

D) Participa en el recibimiento a José Martí; en 1893.

Cuando el Gobierno de Heureaux, nacido en las pesebreras del Partido Azul, se volvió una dictadura intolerable, presenta renuncia irrevocable a U. Heureaux, al cargo de canciller. Fue tal el derrotero que tomó ese ré-gimen que Gregorio Luperón, que había sido su mentor político, tuvo que exiliarse en Saint Thomas para poner a salvo su vida.

En 1903, el presidente Alejandro Woss y Gil lo designa canciller de la República, y dirige las negociaciones con la San Domingo Improvement que ya tenía el control de las aduanas desde antes de 1899, cedidas por U. Heureaux a la Regie francesa. En todas sus intervenciones Galván se con-vierte en un defensor inteligente de los intereses de la nación. Se oponía radicalmente al control aduanero de los EE.UU. Wos y Gil fue derrocado

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en diciembre de 1903 y Galván renuncia al cargo de canciller y se queda en EE. UU., luego pasa a Puerto Rico. Desde su exilio voluntario se opuso a la Convención Dominico Americana de 1907, refrendada durante el gobierno del Presidente Ramón Cáceres. Consideraba que cederle las aduanas del país a los EE. UU., de resultas de las deudas contraídas por el Estado do-minicano, era una iniquidad.

Su muerte acaecida en San Juan (Puerto Rico) en 1910 constituyó una conmoción en la nación entera. El traslado de sus restos a Santo Domingo y su inhumación en la Catedral Primada en 1917, homenaje que los diarios de la época reseñan a tambor batiente como si con ello quisieren solven-tar una deuda antigua, fue un acto de duelo nacional. Ninguno de los con-temporáneos de Galván tiene la mala imagen del que posteriormente han transmitido a la posteridad los comentaristas e historiógrafos. Los comen-tarios de los que no se han detenido en sus prosas ni en los pormenores de su vida, le han eclipsado el conocimiento cabal de unas de las mentes mejor dotadas del siglo XIX.

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Con la venia de la coordinadora del panel, me permito, antes de iniciar esta ponencia, proponer una sugerencia a los organizadores del seminario, algo que expuse cuando fui consultado la primera vez y al invitarme a par-ticipar del mismo. Se trata del nombre de la actividad, o mejor, de darle un nombre más apropiado. En efecto, el término o el concepto de pensamiento llama a la reflexión, a la argumentación razonada, a la palabra reposada, al recogimiento y concentración del estudio, todo lo contrario de las signifi-caciones que pueden ser atributos del concepto festival, aun sea “Festival de las Ideas”. Ante todo, para decirlo brevemente, porque las ideas y los planteamientos que contiene el pensamiento que se discutirá en estos días de seminario han costado muchas vidas, muchos sufrimientos al pueblo dominicano a lo largo de su historia.

Introducción

Dicho esto paso a desarrollar mi exposición: Debido, en parte, a que mi reflexión en muchos puntos está todavía insuficientemente desarrollada y, en parte también, por el breve tiempo de esta exposición, no podré evitar que las ideas que esbozo aquí resulten a veces un poco confusas y en algu-nos casos ambiguas. Por eso quiero pedir disculpas y solicitar su indulgen-cia. Tal vez podamos luego subsanar un tanto estas deficiencias, con las preguntas y aclaraciones al final de las exposiciones.

Notas sobre el pensamiento conservador dominicano (siglos XIX y XX)“Muerto su líder y amigo Santana, el mismo Bobadilla que apoyó el proyecto de protectorado y cesión de parte del territorio a los Estados Unidos se opondrá militantemente al proyecto de anexión a ese país que realizara Buenaventura Báez. A decir de Guido Despradel, esta oposición se debía a que Báez era ‘su acérrimo enemigo’. Es decir, que se debía a una enemistad personal, no a una oposición de principios”.

Raymundo González

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Mi propósito consiste en presentar a través de un breve esquema una panorámica global del pensamiento conservador en nuestro país. Se tra-ta de una suerte de periodificación en tres grandes síntesis históricas o proyectos conservadores: 1) la síntesis “colonialista” que sustentó los pro-yectos autoritarios anexionistas (1843-1875); 2) la síntesis o reformulación liberal-conservadora o el proyecto de modernización autoritaria (1897-1936); 3) el proyecto despótico modernizante y tradicionalista (1937-1983), los cuales se corresponden con determinadas prácticas de poder, aunque no comentaré estas últimas, ya que son más conocidas y por razones de tiempo. Esbozaré, por último, una idea sucinta sobre la suerte actual del pensamiento conservador.

Voy a referirme estrictamente a lo que concierne al pensamiento domi-nicano, a los debates que se producen en nuestro suelo, aunque desde lue-go debe hacerse un esfuerzo comparativo más amplio que dé cuenta del intercambio y fluir de las ideas en el continente americano y no solo con relación a Europa. Las coyunturas políticas por sí solas remiten a los Es-tados Unidos y Europa, pero también debemos ver lo que sucede en los países latinoamericanos con los cuales se compara o hermana a la Repúbli-ca Dominicana. Por tanto, la imagen que saldrá de estas notas es un tanto recortada, pues la visión que presentamos es incompleta.

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Antecedentes

Sin duda, una de las fuentes del pensamiento conservador está dada en la situación colonial. La imagen del retorno al orden colonial seduce algunas mentes. Pero ese retorno no está planteado en Santo Domingo de manera contundente. Desde luego, Antonio Del Monte y Tejada fue partidario del dominio colonial español, eso está fuera de discusión, pero no es un propó-sito universal de los conservadores dominicanos después del 1844, había otras opciones (Francia, los Estados Unidos). Sin embargo, tenemos que referirnos a una condición, Edgardo Lander la llama “colonialidad” que, se-gún este autor, impregna incluso la modernidad latinoamericana,1 ese otro gran proyecto liberal. Esta condición tiene expresión en el pensamiento anexionista, como veremos más adelante.

Esa colonialidad remite desde luego a la época colonial. Pero en esta última el pensamiento no era único ni inconmovible, y así a fines del si-glo XVIII había en Santo Domingo varios planteamientos ideológicos en conflicto. Quisiera destacar solo dos que tuvieron expresión en proyectos políticos opuestos entre el último tercio del siglo XVIII e inicios del XIX.

Uno de ellos puede hallarse expresado tempranamente en la visión de la sociedad colonial que nos presenta el hatero banilejo Luis José Peguero en su Historia2 que circuló manuscrita a partir de 1762; nos habla allí refi-riéndose al trato entre los grupos sociales desiguales de “la llaneza natural de la Isla Española”, con lo cual define ese tratamiento nivelador (para no decir igualitario) que la sociedad patriarcal había desarrollado durante la colonia. Por supuesto, eso no significa que no hubiera diferencias sociales por motivo de origen, raza o riquezas, pero a Peguero le parecen que estas diferencias se han allanado gracias a la pobreza económica y al catolicismo que practica la población. Desde luego, como señala Hoetink, a veces la pobreza económica es motivo de que se endurezcan las fronteras sociales

1 Edgardo Lander, “Modernidad, colonialidad y posmodernidad”, Estudios Latinoa-mericanos, Año IV, No.8, jul-dic, 1997, pp.31-46.2 Luis Joseph Peguero, Historia de la conquista de la Isla Española o de Santo Domingo, tra-sumptada en 1762, 2 tomos (edición y estudio preliminar: Pedro Julio Santiago), Santo Domingo, ediciones del Museo de las Casas Reales, 1975.

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y no al revés. Pero dejemos aquí el punto y aceptemos el planteamiento de Peguero de “la llaneza natural” de la sociedad dominico-hispana. No obs-tante, los planteamientos de Peguero no gozaron en su época de simpatías en los sectores dominantes de la colonia; eso ocurrirá más tarde, cuando lo retome el regidor José de Heredia3 al presentar un plan de reconstrucción de la colonia en el año 1810, poco después de la derrota del resto de las fuer-zas napoleónicas en Santo Domingo. Y aun la podemos rastrear en la obra de Antonio Delmonte y Tejada.

En aquel momento, a finales del siglo XVIII, los sectores dominantes de la colonia favorecieron más bien otra propuesta que miraba más al cre-cimiento de la desigualdad y al enriquecimiento que a la estabilidad en la pobreza. Digamos que dicha propuesta está sintetizada como todo un programa en la obra más conocida del racionero de la catedral dominico-politana, Antonio Sánchez Valverde, “Idea del valor de la Isla Española”, publicada en Madrid en 1785. Tal proyecto no es obra únicamente suya, pero él es quien mejor lo expresa en dicha obra. En ella establece la causa de las diferencias de riqueza entre las colonias francesa y española de la isla y propone, en consecuencia, para superar la pobreza secular de la últi-ma, restablecer la plantación y consolidar la ganadería y la minería con la importación de esclavos en cantidades proporcionales al logro económico deseado.

Por muchas razones que no vienen a cuento, el intento fomentalista colonial fracasó en la segunda mitad del siglo XVIII. Y, más tarde, la Re-volución en la colonia francesa de Saint Domingue –de la que surgió la primera república latinoamericana en 1804– terminó con las aspiraciones a un restablecimiento de la plantación esclavista que trazaría una frontera con el atraso secular de la colonia española de Santo Domingo4. Su fracaso

3 Al respecto véase su informe en: Emilio Rodríguez Demorizi, Invasiones haitianas de 1801, 1805 y 1822, Ciudad Trujillo [Santo Domingo], Academia Dominicana de la Histo-ria, 1955.4 La clausura es válida incluso si se toma en cuenta que hubo intentos limitados de aplicación del proyecto esclavista durante la dominación francesa. El proyecto de Sánchez Valverde deberá esperar a la síntesis liberal-conservadora del siglo XX para ser revalorada. Para una discusión del pensamiento de Sánchez Valverde y su recupe-ración conservadora: Pedro L. San Miguel, La isla imaginada. Historia, identidad y utopía en La Española, Santo Domingo, Librería La Trinitaria, 1997.

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fue la oportunidad para la revalorizar el proyecto patriarcalista expuesto por Peguero, que entonces viene a ser reconocido como el cimiento de una sociedad pobre y ruda, apegada al hato, los cortes de madera y los conucos, tal como sobrevivió hasta la época de la Anexión a España.

Ambos son proyectos contrapuestos que avanzado el siglo XIX tomarán cuerpo en diferentes propuestas conservadoras. No en balde las obras de Delmonte y Tejada y Sánchez Valverde volvieron a editarse durante el pe-ríodo de la primera República y de la Anexión a España, respectivamente.

Primera formulación del proyecto conservador

Así las cosas, propongo la hipótesis de que en el siglo XIX hay una dé-bil estructuración del pensamiento conservador, esto es, como conjunto ideológico legitimador de una visión del país o de una forma de ejercicio del poder, por ello cuando los necesita se ve obligado a tomar prestado del pensamiento liberal formas y motivos. Fernando Ferrán ha reflexionado sobre este punto y lo ha denominado “barroco”5, acaso por esa tendencia a componer los opuestos de manera tortuosa y hasta galana. Esta debilidad no se corresponde, en ningún caso, con la preponderancia en la estructura-ción del poder en la sociedad que le tocó desempeñar a los grupos conser-vadores. En cierto modo, el peso de la tradición en el ejercicio del poder no deja de ser causa de la debilidad discursiva referida, ya que no era necesario argumentar lo que de hecho era reconocido en las prácticas sociales vigen-tes por largo tiempo.

Nuestro conservadurismo del siglo XIX es el anexionismo y el deseo de dependencia, como forma de perpetuarse en el poder del grupo dominan-te.6 “Anhelo de dependencia” lo llamó un investigador alemán.7 El reverso de este componente era la falta de fe en que el pueblo puede sostener su

5 Fernando Ferrán, “Imágenes de lo dominicano”, Ciencia y Sociedad, 1986.6 Véase: VV.AA., Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana. Siglos XIX y XX, Madrid, Doce Calles / Academia de Ciencias de la República Dominicana, 1999, en particular la “Introducción”.7 Detlev Julio K. Peukert, “Anhelo de dependencia. Las ofertas de anexión de la Repú-blica Dominicana a los Estados Unidos en el siglo XIX”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, Vol.23, 1986, pp.305-330.

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independencia que hay en los dirigentes políticos.8 Ante todo, es un pro-yecto del grupo que controla el poder del Estado. El caudillo es a la vez el jefe y garante del grupo en el poder. La lealtad del grupo depende de su fuerza para controlar el poder. Los requisitos para conseguir este control tienen que ver con la capacidad para solventar los gastos del gobierno y mantener las relaciones comerciales si no crecientes, al menos constantes. Pero las rentas del Estado eran precisamente insuficientes y, sobre todo, muy inestables. El interés del proyecto conservador estaba marcado, en consecuencia, por el doble objetivo de elevar y estabilizar las rentas del Estado, de modo que permitiera la permanencia del grupo dominante en el poder. El expediente anexionista ofreció variantes y combinaciones de ellas: la enajenación de parte del territorio (la venta o arrendamiento de Samaná, principalmente), el protectorado (a cambio de lo anterior o tam-bién de tratados comerciales ventajosos), la supresión de la república (y el grupo de poder quedaba como administrador colonial); el expediente del crédito público fue una necesidad inmediata al inicio de la República, pero se continuó de manera irresponsable en los gobiernos de Santana, como lo recuerda Juan Nepomuceno Tejera en sus Apuntes9; y lo mismo puede decirse de la ampliación del endeudamiento exterior inaugurado por Báez durante la dictadura de los Seis Años.10

El caso de Tomás Bobadilla expresa muy bien el carácter de este proyec-to. Promotor del protectorado francés desde antes de la fundación de la República.11 Lo mismo hizo de manera entusiasta con relación al protecto-

8 En el caso de los pensadores liberales de la primera república el componente popu-lista estuvo presente como rasgo distintivo. Es el caso de Duarte y Bonó, por ejemplo; véanse nuestros trabajos al respecto: “Notas sobre las concepciones populistas-liberales de Duarte y la independencia dominicana”, Clío, Año 77, No.175, pp.151-166; y Bonó, un intelectual de los pobres, Santo Domingo, Centro de Estudios P. Juan Montalvo, S.J., 1993.9 Véanse los dichos “Apuntes” en: Emilio Rodríguez Demorizi, Documentos para la historia de la República Dominicana, Vol. IV, Santo Domingo, Editoral del Caribe, 1981.10 Cfr. César Herrera, De Hartmont a Trujillo, 2da. ed., Santo Domingo, ediciones Banre-servas, 2009.11 Véase: Víctor Garrido, Política de Francia en Santo Domingo, 1844-1846, Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 1962.

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rado norteamericano promovido por Santana, como su jefe político. Oposi-tor a los revolucionarios del 7 de julio de 1857, pese a haber sido beneficiado con su libertad tras la caída de su enemigo Buenaventura Báez. Apoya la anexión a España, pese a su menor entusiasmo,12 y goza del nombramiento de juez de la Audiencia reinstalada en Santo Domingo por la reina Isabel II, quien también le otorgó un título nobiliario. Pero cuando las armas domi-nicanas (que para don Tomás no eran más que “partidas de bandidos que infestan esos lugares”) ya tenían prácticamente asegurado el triunfo sobre el ejército colonial, expresa Bobadilla: “Justamente esto sucede cuando yo quisiera estar fuera de aquí y no ver a ningún dominicano, porque ellos han hecho para siempre la ruina del país y no sabemos cuál será el desenlace del drama horroroso que se representa, pues las cosas van de peor a peor”. Y añade: “Cual que sea el resultado me alegra de su disolución”.13

Muerto su líder y amigo Santana, el mismo Bobadilla que apoyó el pro-yecto de protectorado y cesión de parte del territorio a los Estados Unidos se opondrá militantemente al proyecto de anexión a ese país que realizara Buenaventura Báez. A decir de Guido Despradel, esta oposición se debía a que Báez era “su acérrimo enemigo”. Es decir, que se debía a una enemis-tad personal, no a una oposición de principios. Algunas expresiones de Bobadilla en sus últimos escritos parecen darle la razón. Bobadilla era ya un anciano y los relevos del pensamiento conservador de ese momento, ya fueran santanistas o baecistas, no tuvieron la fuerza ni la influencia que Bobadilla alcanzó durante la primera república. Sin embargo, pudieron co-laborar después con la dictadura encabezada por Ulises Heureaux, pese a no ser de origen conservador.

Rafael Justino Castillo evaluó a finales del siglo XIX dichas prácticas de poder, con las siguientes palabras: “Por lo que a los dominicanos respecta,

12 Señala Guido Despradel Batista que “ante la insolente carta de su antiguo ami-go y confidente Pedro Santana, se alejó de su lado y le dejó libremente realizar sus tétricos designios parricidas”. Véase: Aut. Cit., “Don Tomás Bobadilla y la Revolución Restauradora”, Renovación, 30 de abril de 1971, en: Guido Despradel Batista, Obras, tomo II (edición de Alfredo Rafael Hernández), Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2009 (en prensa).13 Citado en: Guido Despradel Batista, Obras, tomo II (edición de Alfredo Rafael Her-nández), Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2009 (en prensa).

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la experiencia de más de medio siglo ¿no es bastante a demostrarnos que el falseamiento de las instituciones republicanas es causa de desmorali-zación, de degradación y atraso?” Y, en otro lugar, da cuenta de los meca-nismos de la dominación social: “…esos desgraciados campesinos, que los políticos empíricos consideran como siervos por naturaleza, a los que debe mantenerse bajo el doble yugo del fanatismo y de la sumisión incondicional a la autoridad. (…) Si aceptaron la anexión a España; si votaron la anexión a los Estados Unidos, fue porque el gobierno se lo ordenaba, y se les había enseñado que estaban obligados a hacer lo que quisiera el gobierno, y sa-bían que la desobediencia a las órdenes indiscutibles de éste se castigaba, legal o arbitrariamente, con pena de la vida”.14

La segunda síntesis o reformulación del proyecto conservador

El panorama intelectual de finales del siglo XIX está dominado en nues-tro país por dos grandes problemas. Estos se refieren a la necesidad de le-gitimación de una clase burguesa emergente, cuyos intereses comenzaban a ser claves ordenadoras del Estado; mientras, por otra parte, las persona-lidades que estaban llamadas a desempeñar el papel de ideólogos se man-tuvieron más o menos distantes del ejercicio directo del poder. Hoetink ha llamado a uno de estos problemas la cuestión del “panteón nacional” y su replanteamiento por los intelectuales tradicionales.15 Se trata del tema de la independencia nacional y sus héroes. En efecto, las dificultades del afianzamiento de la independencia dominicana era un tema obvio en el si-glo XIX: la búsqueda de un protectorado o de alguna forma de dependencia exterior que garantizara la separación de Haití era la mejor defensa que podía esgrimirse de la figura de, por ejemplo, un Pedro Santana, quien con-sumó la anexión a España, y de Buenaventura Báez, quien casi consigue la anexión a los Estados Unidos. Los “héroes” (el panteón) formaban un buen escudo para esconder los “anhelos de dependencia” de la clase dominante. La historiografía revisionista en dos momentos (al inicio y al final de la

14 Rafael Justino Castillo, “Política positiva”, Boletín del Archivo General de la Nación, Vol. XXIV, No.104, ene-dic 1962, p.217.15 Harry Hoetink, Santo Domingo y el Caribe. Ensayos sobre cultura y sociedad, Santo Domin-go, Fundación Cultural Dominicana, 1994, p.

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transición referida) ha sido estudiada por Roberto Cassá en las obras de Rafael Abreu Licairac y de Rafael Augusto Sánchez.16

El otro problema se expresó como una especie de “juicio al atraso”, esto es, el debate agrario,17 relacionado no solo con la transformación econó-mica capitalista que le era contemporánea, sino también con la cuestión de la paz, es decir, con el fin de las revoluciones. Este debate planteó la intervención de los intelectuales como fuente de legitimación del poder de aquella burguesía emergente. Los intelectuales discutieron los proble-mas de la reforma de la propiedad, para adecuarla a los requerimientos de la propiedad capitalista, de la conveniencia o no de los nuevos cultivos, y sobre todo de la necesidad de transformación de los modos de vida de los campesinos. Alrededor de esta problemática se trazó la gran promesa del progreso y el camino para alcanzarlo.

La reformulación del proyecto conservador tiene como antecedente el debate agrario, pero éste fue esencialmente un debate al interior del pen-samiento liberal. Así como el pensamiento conservador expresa en su fon-do un desprecio por el pueblo, en cuanto no lo cree apto para conservarse independiente por sí mismo, también el pensamiento liberal expresa su desprecio por el pueblo dominicano, aunque de manera distinta: se le culpa por “la indolencia campesina” que es leída por los liberales como desdén por el progreso. Hay varios aportes de este debate que repercuten en la

16 Roberto Cassá, “Revisionismo intelectual de la independencia dominicana”, Anuario de Estudios Americanos. Cassá estudia aquí las obras La independencia dominicana y sus prohombres, de Rafael Abreu Licairac, y Al cabo de los cien años, de Rafael Augusto Sánchez, dedicadas a evaluar los resultados de la independencia al cumplir cincuenta y cien años, respectivamente.17 Véase al respecto: Michiel Baud, “Los cosecheros de tabaco. La transformación social de la sociedad cibaeña, 1870-1930”, Santiago, PCUMM-CEUR, 1996; Cyrus Veeser, “A World Safe for Capitalism. Dollar Diplomacy and America’s Rise to Global Power”, New York, Columbia University Press, 2002, especialmente el capítulo 3.

“Así como el pensamiento conservador expresa en su fondo un desprecio por el pueblo, en cuanto no lo cree apto para conservarse independiente por sí mismo, también el pensamiento liberal expresa su desprecio por el pueblo dominicano, aunque de manera distinta: se le culpa por ‘la indolencia campesina’ que es leída por los liberales como desdén por el progreso”.

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reformulación del proyecto conservador como una síntesis ahora con ele-mentos provenientes del debate liberal sobre la reforma del hombre y la mujer del campo.

Señalemos una serie de elementos coincidentes. Me parece que el más importante de ellos era la creencia en el progreso como valor supremo. Los conservadores no sostuvieron antes ni ahora el retorno de la situación co-lonial y su sistema esclavista. Eso no era posible en Santo Domingo. La re-ticencia a la aprobación de la anexión por el gobierno español estuvo dada por la duda sobre la conveniencia de tener en Santo Domingo un régimen excepcional, por cuanto la esclavitud estaba abolida en Santo Domingo, y podría tener consecuencias en el resto de las Antillas españolas, Cuba y Puerto Rico donde el régimen esclavista estaba vigente.18 Sin embargo, el temor a un retorno a la esclavitud fue un estímulo en la lucha contra la Anexión.19

En cambio, los pensadores liberales tampoco confiaban enteramente en la capacidad del pueblo de convivir en paz y mantener el orden, ya que su ejercicio político más común era practicado en la forma de montoneras, la “guerra civil” permanente que enfrenta a los caudillos y el gobierno, que para Bonó era, en su fondo, expresión de la lucha del campo que se defendía de la explotación de la ciudad.20 El argumento de la guerra civil, la cues-tión de la paz para los liberales, va a encontrar su complemento apropiado en el pensamiento conservador que plantea la necesidad del orden y la ca-pacidad para imponerlo en una sociedad donde el genio civil era caracteri-zado como anárquico, levantisco y heroico. La capacidad a que se refiere se encontraba casi siempre resumido en un caudillo, un hombre providencial, “el hombre único”, investido por tanto de poderes ilimitados. En conse-cuencia, se desprecia el gobierno civil basado únicamente en la legalidad del orden constitucional.

18 Al respecto pueden verse las discusiones en la prensa y las cortes españolas en: Eduardo González Calleja y Antonio Fontecha Pedraza, Una cuestión de honor. La polémica sobre la anexión de Santo Domingo vista desde España (1861-1865), Santo Domingo, Fundación García Arévalo, 2005.19 Cfr. Emilio Cordero Michel, “José Contreras y la rebelión de Moca”, Clío. 20 Cfr. Emilio Rodríguez Demorizi, “Papeles de Pedro Fco. Bonó”, Santo Domingo, Acade-mia Dominicana de la Historia, 1964, pp.

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Las ideas positivistas en boga a finales del siglo XIX alimentaron asi-mismo argumentos antidemocráticos, en particular con relación a la ca-pacidad del pueblo dominicano para superar el atraso en que permanecía sumido. Tales planteos dieron preponderancia en el discurso a la cuestión de la civilización y el progreso, que la técnica y el capitalismo modernos mostraban en todo su esplendor. Así, se creó una sed de progreso que al mismo tiempo responsabilizaba a los campesinos del atraso del país. En 1897 José Ramón López los consideró una “raza degenerada” debido a sus malos hábitos alimenticios, y no encontró en ellos más que taras como la imprevisión, la violencia y la doblez.21 Emiliano Tejera llegó incluso a sentenciar que: “El revolucionario y el cerdo son los dos enemigos de la República”.22 Refiriéndose al campesino levantisco de las montoneras y a su sistema de vida basado en la crianza libre. Sólo un gobierno suficien-temente fuerte era capaz de aplicar un programa de reformas como el que requería la superación del atraso. De esta manera se producía un encuentro entre las tesis liberales y conservadoras.

He tomado el nombre para esta síntesis de un artículo escrito por José Ramón López, quien a principios del siglo XX se refirió a la necesidad de una síntesis liberal-conservadora; él mismo se inscribía en esta definición que perfiló durante el régimen de Cáceres: “En política –dice López– tene-mos dos escuelas tan apartadas que casi son hostiles entre sí: la liberal y la conservadora. Cada una es veraz en determinada época. La liberal cuando hay que echar por tierra instituciones corruptas, contrarias a las necesida-des biológicas y económicas de la humanidad. La conservadora si hay que mantener y sostener conquistas en el terreno de los principios, conquistas que extrañen*(sic) verdad, civilización, justicia”.23 Llamaba la atención sobre la necesidad que tenía el país de conservar lo recién adquirido y de

21 José Ramón López, La alimentación y las razas, en: El gran pesimismo dominicano, Santia-go, UCMM, 1975.22 Emiliano Tejera. Antología (selección y estudio preliminar de Manuel A. Peña Batlle), colección Pensamiento Dominicano, Ciudad Trujillo, 1950. También, Emiliano Tejera, “Párrafos de las memorias de Relaciones Exteriores de 1906 y 1907”, Clío,23 José Ramón López, Escritos dispersos, t.II (edición a cargo de Andrés Blanco Díaz), Santo Domingo, Archivo General de la Nación / Superintendencia de Bancos, 2005, p.67.

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hacer nuevas conquistas que permitieran avanzar en el camino del progre-so y la civilización, por lo que la fórmula liberal-conservador era, a su modo de ver, la más adecuada al momento que se vivía.

Una evaluación de la situación ideológica dominicana fue realizada por el abogado Federico C. Álvarez en 1929. Señaló respecto a la situación an-terior:

La tercera fomulación del proyecto conservador

Hemos esbozado cómo en el momento de esa síntesis entre proyecto liberal y conservador, este último pensamiento –al mismo tiempo que se nutría de la tradición liberal– se confrontó con la necesidad de legitimarse para justificar su hegemonía en la sociedad. En atención a ello, el pensa-miento conservador se reestructura y configura como discurso ideológico más o menos contundente durante el trujillato. Los más conocidos expo-nentes de ese discurso conservador son Peña Batlle y Balaguer. También aquí hay diferentes matices. Hay muchos trujillistas que no son necesaria-mente conservadores. Estoy pensando en el caso de Marrero Aristy, por poner un ejemplo. Hay otros muy conservadores, que tampoco adhieren completamente a los planteamientos de Peña Batlle o Balaguer, como es el caso de Max Henríquez Ureña.

Sus elementos básicos son los siguientes: a) el ejercicio autoritario del poder por parte de un jefe absoluto; b) el catolicismo y el hispanismo, como sustitutos de la tradición; c) el anticomunismo (me vienen a la mente los folletos del padre Montoya, “Cartilla Anticomunista” y otros, publicados en La Vega por los años 40); d) la legitimidad del logro (la obra) y e) el pregonado aliento divino del jefe absoluto (la persona).

Me detendré brevemente en el aspecto que se refiere a la legitimidad basada en el logro, la cual tiene sus antecedentes en la época colonial, y tiende así un puente con el conservadurismo del siglo XIX. Quiero, por tanto, destacar ese continuum, pues la sustentación ideológica y política de Trujillo y Balaguer, por poner dos ejemplos que tocan a la tercera síntesis conservadora que comentamos, tiene resortes que se remontan a la colonia. Se trata de una concepción de la legitimidad política como “pericia funcio-

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nal”, que en la época colonial ya era conocida como “despotismo ilustrado”. Peter H. Smith lo ha caracterizado de la siguiente forma:

“Esta noción de logro-pericia se basa en la pretensión de que la auto-ridad debe estar en manos de gentes que tienen el conocimiento, la peri-cia o la habilidad general para producir logros específicos –por lo general, aunque no siempre, logros económicos–. En este caso la autoridad deriva esencialmente de la deseabilidad del logro mismo; hay un compromiso con el objetivo, no con los medios. Se exige así, y presumiblemente se obtiene, la obediencia política por razones no políticas. La estructura política ‘per se’ pierde importancia. Los dirigentes están en libertad de adoptar cual-quier método, no importa lo represivo que sea, en tanto puedan demostrar progresos hacia el objetivo que se busca”.24

Es de esta manera como Peña Batlle y la mayoría de los autores que sirvieron a la dictadura han presentado a Trujillo. Se justificaba la obra (el logro del objetivo deseado) por la persona (que se convierte en merecedora del respeto y la obediencia) y viceversa. Y de esta manera también Balaguer se ha presentado a sí mismo, como “factor de equilibrio”, de “moderación”, pero sobre todo de logros. Esto último no se expresaba necesariamente con palabras, sino que lo venía haciendo continuamente con la práctica discur-siva de las inauguraciones de obras públicas en todo el territorio del país; y aun en la campaña electoral de 1986 de manera explícita: “Todo lo que está hecho, lo hizo Balaguer”, decía el eslogan que ponía en la boca de don Chencho.

A esta síntesis del proyecto conservador autoritario y, a la vez, moderni-zante se ha referido Roberto Cassá en el concepto de “matriz conservadora de consenso”,25 con que se refiere a la ideología de las clases dominantes dominicanas de los años posteriores a la dictadura de Trujillo, pero que también se había nutrido de esta dictadura. En cierto modo, no solo se ha

24 Aut. Cit., “Political Legitimacy” en Richard Graham y Peter H. Smith: New Appro-aches to Latin American History, Austin, University of Texas Press, 1974, p.238.25 Roberto Cassá, Los Doce Años: Contrarrevolución y desarrollismo, tomo I, Santo Domin-

go, Alfa y Omega, 1986.

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prolongado en los doce años, sino que sus prácticas se han perpetuado a pesar de las reformas que iniciara el propio Balaguer al permitir formas semicompetitivas de participación electoral.

A modo de conclusión

Para finalizar, pasaré a referirme muy rápidamente a algunos rasgos del pensamiento conservador en la coyuntura del presente. Aunque desde lue-go se trata de una evaluación todavía más limitada por razones obvias.

Entiendo que desde hace unas dos décadas asistimos a una nueva sínte-sis liberal-conservadora impulsada desde el sistema de partidos, especial-mente las tres fuerzas principales que han tenido en la práctica la capaci-dad para sortear y negociar –con mayor o menor margen– las situaciones de poder en el marco del sistema semicompetitivo, aunque con muchas dificultades por su propia crisis de legitimidad. En efecto, las transiciones en los partidos hacia nuevos liderazgos, tras el deceso de los líderes his-tóricos, ha erosionado (debilitándolas) las fuentes tradicionales de legiti-midad en tales organizaciones. Pero una tendencia global impulsada por el neoliberalismo conservador, que ha dado forma a la globalización del torno de siglo, ha indicado la tónica y el ritmo de los cambios. Esta última formulación o síntesis del proyecto conservador está en marcha. No obs-tante, al presente da síntomas de que puede ser abortada como tal síntesis liberal-conservadora con la aprobación de la nueva Constitución que se discute en el Congreso Nacional, que ya un crítico de tendencia liberal –me refiero al doctor Pedro Catrain– considera más propia del siglo XVII que del siglo XXI.

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El pensamiento conservador surgió en Europa como reacción a la Revo-lución Francesa y al imperio napoleónico a finales del siglo XVIII e inicios del XIX. El término lo aplicó F. de Chateubriand en 1819 a los que pensaban “volver al Antiguo Régimen”. Se opone a liberalismo, cuyo adjetivo se usó después del golpe de Estado de Napoleón (1799) y de la Constitución de Cádiz (1812).

El pensamiento conservador dominicano es de larga data. Se inició como reacción a los cambios sociales y políticos provocados por las revolucio-nes francesa y haitiana (1789-1793), la cesión a Francia de Santo Domingo (1795-1809) y el gobierno haitiano (1822-1844).

No es exclusivo del conservador dominicano guiar sus ideas y conductas por intereses económicos y coyunturas políticas. Se puede volverse liberal, o un patriota, traidor y viceversa.

La Reconquista contra Francia (1809), la Separación de Haití (1844) y la Anexión a España (1861) son productos del conservadurismo. El éxito de la primera República y su fracaso, apenas 17 años después de proclamarse como tal, lo son también de su pensamiento conservador.

Tomás Bobadilla, Antonio Del Monte y Tejada, Javier Ángulo Guridi y Manuel de Jesús Galván son conservadores “a la dominicana”. Raramente

EL PENSAMIENTO CONSERVADOR DOMINICANO “Los franceses se convirtieron en adversarios de los dominicanos, aunque les compraran el ganado desde dos siglos antes. Los haitianos invadieron a Santo Domingo en 1805 después que el gobernador francés prohibió el comercio con Haití y decretó la esclavitud en contra de su gente”.

“Yo quiero gobernar en familia”Pedro Santana

José G. Guerrero

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exponen los principios de sus ideas y prácticas porque se apoyan en la rea-lidad existente, a diferencia de los liberales y revolucionarios que necesitan explicar y anticipar los cambios en las ideas.

Aportaron tres componentes ideológicos del Estado dominicano inicial -hispanismo, antihaitianismo e indigenismo-, sin los cuales no se compren-de la identidad dominicana. De ahí, la necesidad del contexto histórico como referencia.

Revolución, Reconquista y Separación

La República Dominicana nació como una reacción a los cambios pro-ducidos por la Revolución Francesa y la haitiana. La primera inició la his-toria moderna y la segunda, la independencia y la lucha antiesclavista en América Latina.

En Francia, la revolución socavó las bases del sistema monárquico con-servador, sustentado por la nobleza y la Iglesia, anulando sus privilegios en 1789. La lucha social e ideológica se complicó por la invasión a Francia de Austria y Prusia, potencias absolutistas. Un grupo radical decretó el sufra-gio universal y la República. Contra la revuelta campesina de la Vandée, en marzo de 1793, duramente reprimida, se decretó la República como “única e indivisible”.

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Los “vientos borrascosos” de la Revolución Francesa impactaron a la co-lonia de Saint-Domingue, en el oeste de la isla de Santo Domingo, en aquel entonces, la más rica del mundo.

Los blancos esclavistas de Saint Domingue, apoyados por Inglaterra y España, declararon la secesión y reprimieron a mulatos libres y negros es-clavos. En 1793, comisionados franceses vencieron la reacción después de abolir la esclavitud. Dos años después, España cedió el resto de la isla a Francia, la cual fue ocupada por Toussaint Louverture en 1801, quien abo-lió la esclavitud.

Para retomar la situación de Saint Domingue, Napoleón Bonaparte res-tableció la esclavitud, apresó a Toussaint y envió un ejército de 22 mil sol-dados, pero éste fue derrotado. El 1º de enero de 1804, un ejército “indígena” de negros proclamó la República de Haití sobre “un desierto carbonizado”. Años después, Napoleón confesó: “una de las más grandes locuras…ha sido la de enviar un ejército a Santo Domingo…era imposible triunfar…soy cul-pable de no haber reconocido a la independencia de Saint Domingue” (en Franco, L. 1971: 302).

Haití se convirtió en la amenaza para las potencias y colonias esclavistas del mundo. Su país fue aislado como peste y su pueblo estereotipado como “negro comegente”.

Hispanismo

Santo Domingo fue cedido a Francia en 1795, los haitianos lo invadieron en 1805 y los criollos volvieron a ser españoles en 1809.

La identidad hispana en Santo Domingo es singular y antigua. Los crio-llos, en su mayoría negros y mulatos, descendientes de esclavos, se consi-deraban españoles desde que en el siglo XVII la miseria igualó socialmente a mulatos libres y blancos pobres, y facilitó a los esclavos su manumisión (Moya Pons 1981: 175-197), surgiendo lo que Juan Bosch llamó “democracia racial” y “pueblo de mulatos” (1999: 191). Sin bien la esclavitud española era patriarcal y nada comparable a la francesa, según Rubén Silié no se puede negar su carácter clasista y discriminatorio, ni la resistencia de los esclavos (1976: 83). Para acceder a un cargo, se exigía una prueba de “lim-

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pieza de sangre” que descartara antecedentes de negros, judíos o herejes (Cassá 2000: 14).

“Soy blanco de la tierra” le dijo un negro a un francés hacia 1785 afirman-do que era dominicano o español criollo, o “negro de mentira”, como lo ac-tualiza Federico Henríquez Gratereaux (1988: 76). Para la época, Antonio Sánchez Valverde registraba una población de “indios”, dos siglos después que estos desaparecieron. Un haitiano dijo en 1822 con cierta malicia que en Santo Domingo “no hay un mulato ni un negro que quiera serlo y funda su gloria en ser esclavo y español” (González 1974: 120). Que el hispanismo era dominante no significa que fuera el único sentimiento de identidad existente, como lo muestra la quintilla del padre Juan Vásquez, en 1803: “Ayer español nací, a la tarde fui francés, a la noche etíope fui. Hoy dicen que soy inglés: no se qué será de mí” (Del Monte y Tejada 1953: III: 237).

Los franceses se convirtieron en adversarios de los dominicanos, aunque les compraran el ganado desde dos siglos antes. Los haitianos invadieron a Santo Domingo en 1805 después que el gobernador francés prohibió el comercio con Haití y decretó la esclavitud en contra de su gente.

Esto dividió a los dominicanos en dos sectores: los que apoyaron a los franceses y enfrentaron a los haitianos y los que otros no. Los haitianos castigaron a los primeros con el incendio y degüello de Moca y Santiago, quemando en la iglesia al cura Juan Vásquez por llamarle “herejes y caníba-les” (Cordero Michel 1968: 90) y ahorcando en el Ayuntamiento a los con-cejales que le opusieron. Había otro sector compuesto por hateros blancos, mulatos y negros, muchos residentes en Santiago y Dajabón, con grandes haciendas en la región noroeste, que no se avino con los franceses, recibió armas de Haití para iniciar la reconquista hispánica, rechazó la indepen-dencia efímera y colaboró con la entrada de los haitianos en 1822. Este gru-po, numeroso y coherente, rechazó a Francia, siguió a España y negoció con Haití (Campillo 1980: 52-53).

A pesar del dolor causado por la cesión a Francia en 1795, la mayoría de los criollos no pudo embarcarse con las autoridades españolas, quienes sólo pudieron llevarse los documentos históricos y los restos de “algún difun-to” que luego se supo no eran los de Cristóbal Colón, sino los de su hijo o hermano. La ocupación de Santo Domingo en 1801 por Toussaint tomó a la

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gente festejando, y la de Dessalines en 1805, carnavaleando. Toussaint abo-lió la esclavitud, pero dejó intacta la estructura socio-política, a tal punto que cuando se marchó se le apreció tanto que “sólo le faltó el palio”, lo cual fue atestiguado por Antonio Del Monte y Tejada, el primer historiador dominicano. Las familias blancas se marcharon a Cuba, Puerto Rico y Venezuela llevando consigo a sus esclavos y documentos de propiedades. Según Juan Bosch, lo hicieron “por miedo a los cambios” (1999: 202). La mayor migración se produjo en 1805 y en 1822. En la primera se marchó Del Monte y Tejada, y en la segunda Javier Ángulo Guridi. Después de la incur-sión de Dessalines a Santo Domingo y la derrota de Napoleón en Trafalgar en 1805, la idea de volver a ser españoles se convirtió en una obsesión entre los hateros, tabaqueros, comerciantes y madereros (Bosch 1999: 191-202).

Las primeras ideas independentistas de Santo Domingo surgieron en la lucha contra Francia, pero fueron derrotadas por la Reconquista que de-volvió la colonia a España. Como el país quedó devastado y no mejoró la situación durante la “España Boba” (1809-1821), el término “español” se desacreditó (Moya Pons 2008: 137). Aprovechando la Constitución liberal de Cádiz y el proceso de independencia de América, se proclamó el Estado Independiente de Haití Español en noviembre de 1821, bajo el protectorado de Colombia (Bosch 1999: 219). Su existencia fue efímera porque los hate-ros hispanófilos y la pequeña burguesía tabaquera apoyaron un gobierno con Haití por su comercio con Estados Unidos e Inglaterra (Pérez Memén 1995: 11).

El presidente haitiano Boyer, que dese 1820 buscaba incorporar Santo Domingo a su gobierno, saludó la independencia de Núñez de Cáceres porque así podía lograr su objetivo sin entrar en conflicto con España. Un coronel haitiano en 1821, Carlos Arieu, proclamó ¡Viva la República Domi-nicana! (Rodríguez Demorizi 1955: 29). Muchos hispanófilos acusaron a Núñez de Cáceres de traidor a España y de confabulación con Boyer.

En 1822, los dominicanos estaban divididos en tres grupos: pro-haitiano, pro-colombiano y pro-hispano. Boyer entró a Santo Domingo en 1822, se-gún dijo el acta de separación, sin resistencia alguna: “ningún dominicano le recibió entonces sin dudar del deseo de simpatizar con sus nuevos con-ciudadanos” (1976: 88). Hasta comerciantes catalanes estuvieron a favor,

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excepto el padre de Duarte (García 1987: II: 85). Algunas medidas del go-bierno haitiano fueron liberales y revolucionarias, como la abolición de la esclavitud, la aplicación del Código Napoleónico y la repartición de tierras y cargos municipales. Según explica Wenceslao Vega, “fuimos regidos por la misma constitución y las mismas leyes, elegimos nuestros representan-tes ante las Cámaras Legislativas, tuvimos nuestros propios ayuntamien-tos y muchas de las autoridades de esta parte eran dominicanos. Así no creo que podíamos considerarnos colonia haitiana” (1976: 99).

El aumento de la población, la producción y el comercio creó un campe-sino libre y una pequeña burguesía urbana, de donde saldría un grupo libe-ral, encabezado por Juan Pablo Duarte, quien fue de los pocos que mantuvo el principio de la independencia hasta el final de su vida y el único que dijo “yo admiro al pueblo haitiano…” por abolir la esclavitud y constituir una nación soberana.

La Trinitaria parecía al principio un movimiento exclusivo de descen-dientes europeos. Duarte rompió su proyecto de Constitución que abolía “la aristocracia de la sangre” por ser “contraria a la unidad de raza” cuando fue combatido aclaradamente. Aconsejado por su tío José Diez, dio cabida a personas como Sánchez, Mella y los Puello que tenían influencia en las cla-ses sociales y, principalmente, entre la “gente de color” (Franco, F. 1997: 9). Pocas horas después de la separación surgieron en Guerra y en San Cristóbal motines porque se había difundido el rumor de que la esclavitud sería res-tablecida. Tomás Bobadilla aclaró la situación. Duarte no recordó agravios, mucho menos odio por el pueblo haitiano ni, como afirma Frank Peña, cayó en el antihaitianismo o en el racismo (1982: 59; Miniño 1994. 45).

Para Duarte, entre dominicanos y haitianos no era posible una fusión. Sus países tenían destinos diferentes, como lo habían tenido la colonia francesa y la española, una agrícola y de esclavitud intensiva y otra gana-dera y de esclavitud patriarcal. El gobierno haitiano no mejoró la situación dominicana, ni respetó sus tradiciones culturales ni la propiedad de la tie-rra. Usar el francés en documentos oficiales, permitir cultos evangélicos y prohibir fiestas y peleas de gallos eran “agresiones” a una cultura hispano-católica dominante. Eusebio Puello, haciéndose pasar por músico, repar-tirá el documento de la separación en fiestas y, posiblemente, carnavales.

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El general Bonet había advertido que la presencia haitiana modificaría los usos, costumbres y creencias de la “población nómade” dominicana (Gar-cía 1987: II: 83), aunque fueran los mulatos que gobernasen, para los cuales la religión, la vida familiar y el sistema de propiedad son la base de la so-ciedad. Boyer marginó del poder a los negros haitianos (Nicholls 1979: 96, 100). Una crisis europea en 1836 afectó al gobierno haitiano y en 1838, año de la fundación de La Trinitaria por Duarte, se registraron agitaciones en Haití y Puerto Rico. Desde esa fecha, según Bosch, existía una alianza entre la pequeña burguesía haitiana y la dominicana, que terminó derrocando a Boyer en 1843 (1999: 242).

Sin embargo, la alianza se rompió cuando los dominicanos liberales pa-saron a controlar las juntas populares municipales y se exigió reconocer el idioma español y la Iglesia Católica. Un haitiano llegó a exclamar: “es-tamos perdidos, la Independencia de los dominicanos es un hecho” (Moya Pons 1972: 151). La “facción” dominicana prohaitiana y el gobierno haitia-no, los obligaron a replegarse. Esa facción, conservadora por excelencia, fue denunciada por Duarte: “es y será siempre todo menos dominicana… antinacional y enemigo nato de todas nuestras revoluciones, y si no, véase ministeriales en tiempo de Boyer, luego riveristas, y aún no había sido el 27 de febrero, cuando se les vio proteccionistas franceses, más tarde anexio-nistas y después españoles” (2002: 16-17). En 1843, existían tres grupos po-líticos: independentista, prohaitiano y anexionista.

No es cierto, como afirma Marino Incháustegui, que la separación de Haití el 27 de febrero de 1844 fue obra de La Trinitaria (1976: 47). La célula revolucionaria fundada por Duarte, si no murió el mismo día de su creación –por la denuncia de uno de sus miembros-, no existía en 1840 o en 1844. Se llamaban filántropos, no trinitarios (Rodríguez Demorizi 1976: 96). Duarte fue estrella fugaz que asombró y se apagó en el exilio (Peña 1982: 60), pero resurgió a partir de 1871 con los discursos de Pedro Antonio Bobea, y de la Sociedad Republicana que trajo sus restos en 1884 y luchó para que fuera reconocido como padre de la patria, lo que hizo por decreto el presidente Heureaux en 1894, agregando a Sánchez y Mella.

La separación de Haití se produjo por un pacto entre conservadores se-paratistas –incluyendo a antiguos prohaitianos- y liberales independentis-

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tas, algunos de los cuales pasaron después al bando contrario. Implicaba un choque de ideas e intereses: “Santana simbolizaba la vieja sociedad jus-tificada por ideas conservadoras y absolutismo del poder. Condicionaba la separación de Haití al protectorado o anexión a una potencia extranjera. Duarte, por el contrario, simbolizaba la sociedad moderna, libre, soberana y democrática” (Pérez Memén 1995: 31-32).

Tomás Bobadilla solicitó el protectorado a Francia el 26 de mayo de mayo de 1844, aún cuando Haití estaba dividido por una guerra civil. Duar-te y su grupo respondieron con un golpe en su contra, pero Santana retomó el poder y “las cosas volvieron al orden, a su antiguo curso” (Rodríguez Demorizi 1938: 29). Para Bosch, el Estado dominicano no nació el 27 de fe-brero, sino en noviembre de 1844, cuando se constituyó el gobierno de San-tana (en Balcácer 1981: 74). El primer historiador dominicano, Del Monte y Tejada, afirmó que fue Santana quien fundó la República Dominicana (1953: III: 124).

El Cibao, donde Duarte tenía cierta popularidad, aceptó su desplaza-miento a fin de que el conflicto no pudiera ser aprovechado por los haitianos (Cassá 2000: 29). Exiliado Duarte y convertidos sus seguidores en santanis-tas y baecistas, una nueva tendencia liberal prosperó en la región cuando su principal ideólogo, Benigno Filomeno de Rojas, volvió al país en 1846 desde los Estados Unidos e Inglaterra e introdujo su visión en las constituciones de 1854 y 1858 (Campillo 1980: 55). Alguna diferencia debió tener Duarte con Rojas porque en 1865 lo llamó pro “yanqui” (Miniño 1994: 90).

No importa si el acta de Separación del 16 de enero de 1844 la redactó Bobadilla o, como afirma el historiador haitiano Madiou, Sánchez o Mella. Era una forma de restaurar el pasado hispánico, pues los haitianos pro-hibieron el idioma y la religión, lo único “que nos quedaba de españoles” (Doc. 1976: 91). La primera fiesta de la Independencia fue una corrida de toros (Guerrero 2003: 27). Se reconquistó la tierra, derechos, usos, cos-tumbres y el idioma de los antepasados. Fue una revolución moral y reli-giosa, y un hecho providencial porque “Dios lo decidió así”. Para políticos, militares y católicos la guerra contra Haití fue una cruzada religiosa. En 1856, se ponía como ejemplo el sacrificio de los padres por conservar la independencia ante la juventud formada en ideas e instituciones liberales (Pérez Memén 1995: 16-25).

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El propio término separación era conservador, aunque garantizaba “el sistema democrático y la libertad de los ciudadanos” (Doc. 1976. 93). To-davía en 1879, lo usó José Gabriel García, el padre de la historiografía do-minicana. Después se sustituyó por independencia, el cual para Santana, consumada la anexión a España, era “concepto vacío de sentido” (Pérez Memén 1995: 30). Independencia implicaba un proceso de total sobera-nía, mientras separación, mediatizada: se hacía una separación para luego buscar un protectorado o anexión. Al parecer sólo Duarte –y no todos sus seguidores- era partidario de la “independencia pura y simple”. W. Vega explica que no se usó independencia porque ésta se había realizado en 1821 y cuando la escisión no era de una metrópolis se llamaba separación (1977: 96). El término Restauración tampoco es venero liberal. Así se llamó la reacción antinapoleónica y el levantamiento del general Francisco Franco en España.

La primera república fracasó como proyecto de Estado y sociedad. El go-bierno republicano fue una “revolución hacia atrás”, como sucedió, según Hans A. Stager, en América latina: el poder colonial pasó al criollo sin cam-bios sociales significativos (Pérez Memén 1995: 173). A esto se debe quizás la abulia con que se celebran los símbolos patrios hasta en la actualidad. No es sólo una cuestión de educación deficiente o de juventud alienada. Celebramos carnaval, cuaresma y fechas patrias, como ningún otro país lo hace, por una razón política. Santana, en un momento de impopulari-dad o para enfrentar a la oposición, mandó o permitió que los días patrios se celebrasen con carnavales entre 1848 y 1852, de la misma manera que consintió, aún en contra de su gusto, que se festejara la promulgación de la Constitución con una corrida de toros, por tener un significado antihai-tiano (Guerrero 2003).

Una vez el país consolidado, se instrumentó la acusación de “negrofilia” contra dirigentes que fuesen populares entre la población negra y tuviesen cierta simpatía hacia Haití (Veloz Maggiolo 1996: 209). Eso hizo Santana para encarcelar durante diez años al general Manuel Mora en 1845 y fusilar a dos de los hermanos Puello en 1847.

La guerra contra Haití fue siempre la causa principal invocada para ex-plicar la pobreza de la República (Pérez Memén 1995: 385), de la misma

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manera que Haití justificaba sus invasiones porque una potencia extran-jera le podría hacer la guerra desde Santo Domingo. En 1852, Alejandro Ángulo Guridi culpó a los haitianos de nuestra pobreza, aunque habían sido echados hacía más de ocho años. La salvación del país la cifraba el sector dominante en el protectorado y la anexión. Haití fue derrotado mi-litarmente sin que el país perdiera la soberanía y la anexión a España se consumó en 1861, después que aquel perdió su última guerra en 1856 y de que se le había propuesto una tregua de cinco años (Rodríguez Demorizi 1938: 67). La anexión la consumó Santana para adelantarse a los baecistas que se habían hecho “españoles” con la “matrícula de Segovia” en 1855. Para Bosch, fue un acto del sector hatero ante la inevitable extinción de su po-der social y el traspaso de su poder político a la pequeña burguesía (1999: 249). Santana preparaba una invasión contra Haití (Marino 1976: 47).

El peligro de la guerra contra Haití le permitió a Santana consolidar su proyecto autoritario, mantener el ejército cohesionado en torno suyo, cons-tituirse en el único caudillo y justificar fusilamientos y persecuciones contra adversarios (Campillo 1976: 74-77). El artículo 210 de la Constitución, que convirtió a Santana en un déspota, lo justificó Juan Nepumoceno Tejera, uno de los fundadores de La Trinitaria, “ante los riesgos que comportaba la anar-quía frente a la asechanza haitiana” (Hernández, I. 2009: 120).

La tradición política dominicana hereda de la primera República: lide-razgos en crisis, poder de manera patrimonialista y paternalista, corrup-ción y el vicio de culpar al gobierno de todos los males (Pérez Memén 1995: 391-392). La tradición es el sedimento o lastre del pasado en el presente. Sólo se remueve, como dice Hostos, con cambios en la educación y en la moral social.

Antihaitianismo

Si este es el país de los mulatos, que niega a los negros y anhela ser blan-co, los es también de la pequeña burguesía, que niega su origen social y sueña con la burguesía. La economía y la sociedad tienen una especie de “selección natural” que permite a unos pocos ascender y condena a la ma-

“Se estudia el pasado para justificar el presente”D. Nicholls

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yoría a vivir en un equilibrio inestable permanente. La burguesía y el pro-letariado se formaron a partir de la Era de Trujillo, mientras la pequeña burguesía existía desde la ocupación haitiana.

Hasta Trujillo, la historia del país es la lucha entre los sectores de la pequeña burguesía dominicana por el poder del Estado. De ahí, la debili-dad de mantener un Estado soberano y las incoherencias de conservadores y liberales. Este es el gran aporte de Juan Bosch al estudio de la historia dominicana (1999: 236-248). En términos ideológicos, según Andrés L. Mateo, la subjetividad del pequeño burgués es un repliegue sobre sí mis-mo y cuando opina sobre el otro construye la biografía de sus fobias y sus filias. Porque es en la incapacidad de imaginar la otredad que naufraga. Los vituperios y odios que les confiere su condición de sitiado hacen su carac-terística fundamental (2009: 25). La pequeña burguesía no puede cons-truir el otro de otra manera. El haitiano será siempre “comegente” como dominador o dominado, como ciudadano o migrante, antítesis y campo de lo inconsciente donde se regocijan sus triunfos, se comprenden sus frus-traciones y se justifican sus fracasos. Según Franklin Franco, el absurdo, negativo y anticientífico antihaitianismo es profesado por la historiografía tradicional e incluso por defensores de la concepción materialista de la his-toria (1971: 6).

¿Qué hizo el gobierno haitiano de Boyer para que sea el período más es-pantoso de la historia dominicana? (en García 1971: 22). Para responder la pregunta es necesario separar historia (hechos concretos) e Historia (la reconstrucción ideológica posterior). La Historia construye una ideología con hechos del pasado e intereses del presente, la cual vela e invierte la realidad. Son hechos diferentes, la ocupación de Santo Domingo por Tous-saint en 1801, la incursión militar de Dessalines en 1805, la unificación del gobierno por Boyer en 1822, la migración laboral haitiana a partir de 1922 y la matanza de haitianos en 1937.

Toussaint fue “moderado y humano”, según Del Monte y Tejada (1953: III: 192), pero la crueldad de Dessalines en Santo Domingo no la defienden ni siquiera todos los haitianos. A Boyer los apoyaron conservadores domi-nicanos como Bodadilla y Joaquín del Monte. El terror de 1805 “encharca” al humano Toussaint y al pacífico Boyer. A éste se le achaca el cierre de la

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universidad, aún a sabiendas de que los dominicos habían salido del país dos años antes. Se sabe por sentencia judicial, que quienes mataron a las vírgenes de Galindo en 1823 eran dominicanos con el uniforme haitiano, algo que silencia el drama de Félix María del Monte en 1885. Nuestros dos primeros historiadores escribieron sus historias en el contexto del conflic-to dominico-haitiano. Del Monte y Tejada lo hizo exiliado en Cuba des-pués de la entrada de Dessalines a Santo Domingo, y José Gabriel García, cabo en una guerra contra Haití, se inició como escritor en El Oasis, órgano famoso por sus campañas contra el emperador Soulouque y el merengue, entre 1856 y 1857.

El terror de Dessalines y Cristóbal en Santo Domingo no tiene justifica-ción. También en Haití aplicaron el mismo esquema, por lo que sus muer-tes fueron júbilo popular. Para el dominicano Gaspar Arredondo, testigo de las matanzas de Moca y Santiago, era insoportable tener que bailar con una antigua esclava. Su testimonio es el de un dueño de esclavos que, por cierto, festejaba con haitianos tarde en la noche.

Trujillo convirtió el antihaitianismo intelectual y popular en un asunto de Estado después de la matanza de 1937. Para Andrés L. Mateo, lleva su-mergido la memoria de esa masacre (2004: 149). Eran muy diferentes las campañas haitianas y la matanza de Trujillo. No es sólo el número de muer-tos: el que los mató que saque sus cuentas. Es que no había una guerra y se había logrado un acuerdo fronterizo. Una maquinaria político-ideológica justificó el hecho convirtiéndolo en casi un acto patriótico. La historiogra-fía y los estudios folklóricos no se explican sin ese hecho. La historia del pasado fue reescrita por los mejores historiadores dominicanos con docu-mentos y archivos, y el historiador Peña Battle fue gestor del Programa de Dominicanización de la Frontera. Por supuesto, se acusó al exilio antitru-jillista de estar detrás de una conspiración haitiana. En una carta de Juan Bosch, enviada a Marrero Aristi y Emilio Rodríguez Demorizi, en 1943, les recrimina: “me he preguntado cómo es posible amar al propio pueblo y des-preciar al ajeno… ustedes consideran a los haitianos poco menos que ani-males, porque a los cerdos, a la vacas, a los perros no les negarían ustedes derecho a vivir” (Vega, B. 2007: 171). La carta fue publicada pensando que Bosch luciría como antidominicano.

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La guerra de la Restauración contra España, la verdadera Independencia dominicana según Hostos, contó con la ayuda haitiana de manera formal o clandestina (Hernández 1998: 18). Los anexionistas acusaron a los restau-radores de ser prohaitianos. “Soy la bandera dominicana”, exclamó Sánchez ante la crítica de que había entrado por Haití para combatir la anexión. La Restauración produjo el Partido Azul, de corte liberal, algunos de cuyos dirigentes como Gregorio Duperón y Ulises Heureaux, eran descendientes de haitianos. El “mañé” Lilís fue presidente porque Meriño, según Álvaro Caamaño, agregó el jus solis al jus sangunis, Luperón, Lilís y Trujillo, otro descendiente de haitiano, no fueron vanguardias del haitianismo.

Eso sí, cada grupo político dominicano, liberal o conservador, tenía su aliado correspondiente en Haití (Campillo 1980: 61). La lucha entre mu-latos y negros allá repercutía ideológicamente aquí. Todavía no se ha es-tudiado la influencia que tuvo en el pensamiento dominicano la leyenda mulata positiva que, entre 1847 y 1867, creó la leyenda negra negativa de Haití (Nicholls 1979: 84). No debió ser solo Del Monte y Tejada quien es-tudió a los historiadores haitianos mulatos como B. Ardouin, H. Dumesle, B. Lespinasse, E. Nau, J. St. Remy y B. Tonnerre. Las campañas mulatas en contra del vudú comenzaban en Haití y terminaban en Santo Domingo.

Es comprensible que la nación, el pueblo y el Estado dominicano ten-gan actitudes anti-haitianas. Santana, por ejemplo, quedó en la indigencia cuando su familia perdió sus propiedades en Hincha, ciudad donde nació y que hoy pertenece a Haití. Fue de Haití que nos separamos en 1844 y contra ese país realizamos cuatro campañas militares hasta 1856. Poste-riormente, la cuestión fronteriza quedó sin solución permanente hasta 1936. En este año, el antropólogo Melville Herskovits recogió en Mira-belais, pueblo fronterizo de Haití, opiniones muy favorables a Trujillo. Es por esto que la masacre de 1937 no se justifica. La campaña racial contra Haití, como bien lo demuestra Bernardo Vega (2007), la realizó Trujillo entre 1942 y 1947, cuando se opuso al gobierno de I. Lescot. La aminoró cuando se convirtió en el mayor dueño de ingenios del país e importador de braceros haitianos.

Las relaciones políticas y diplomáticas entre Haití y República Domini-cana nunca han sido buenas. La mejor época fue durante el primer gobier-

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no de Trujillo cuando se formó un Instituto Domínico-Haitiano y éste llegó a afirmar que “por sus venas corre sangre africana” y que se habían borrado muchos prejuicios y “quizás para siempre” malos entendidos, llegando in-cluso a besar la bandera haitiana. Los gobiernos dominicanos post-truji-llistas no han mejorado la cuestión. La matanza de Palma Sola en 1962 se justificó por práctica religiosa anti-católica y posible complot trujillista di-rigido desde Haití. El gobierno democrático de Bosch se comprometió a la lucha contra la dictadura de Duvalier. Por eso, un grupo de militares haitia-nos apoyó la Revolución de 1965 que intentaba reponerlo. La participación haitiana en ese evento patriótico, tema soslayado en las crónicas, no mejoró su estereotipo ni siquiera ante los militares y el pueblo que juntos lucha-ban contra la intervención norteamericana. Gregorio Urbano Gilbert, un patriota que enfrentó a los yanquis en 1916 y en 1965, escribía en un diario que editaba entre 1927-1930, que los haitianos eran “indeseables vecinos...de quienes nada bueno podemos esperar” (Del Castillo 1979: 37).

El gobierno autoritario de Balaguer (1966-1978) reeditó el acuerdo de importación de braceros haitianos y los utilizó en campañas políticas, al tiempo que promovía campañas ideológicas en su contra. Algo parecido implementan los gobiernos desde que los norteamericanos, durante la pri-mera intervención, trajeron para sus ingenios el primer contingente de haitianos y luego prohibieron la inmigración. La presión internacional, que según sectores dominicanos busca fusionar Haití y República Dominicana, como no resuelve el problema migratorio, intensifica el prejuicio antihai-tiano. El antihaitianismo reinante en el país no permite reaccionar ante las injustas acusaciones internacionales de racismo. Hay un largo trecho entre estereotipo, prejuicio y racismo. Estereotipos y prejuicios existen en el país contra negros y pobres -sin importar que sean haitianos o dominicanos-, y pueden justificar alguna discriminación. Racismo es una discriminación permanente basada en una ley que ampara violaciones de derechos por nacionalidad, cultura, género o condición soial. Los últimos dos casos de racismo en el mundo desaparecieron en 1965, en los Estados Unidos, y en Sur-África, en 1994.

Los medios de comunicación transmiten una imagen idealizada y etno-céntrica del blanco caucásico. Es lo que queremos ser, pero nunca seremos.

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Que los negros y mulatos quieran ser indios es un mecanismo de defensa social. Alíx se burlaba del mulato que se hace pasar por blanco olvidando “el negro detrás de la oreja”. Si en Santo Domingo nadie quería ser negro en 1789, menos ahora. Por eso es “casi natural” que el dominicano sea antihai-tiano. Ahí están la tradición conservadora y liberal, la política, la cultura, el folklore y la historiografía trujillista para explicarlo y justificarlo.

Según M. Incháustegui, Toussaint inició la haitianización del pueblo dominicano (1976: 44). Pero, es lo contrario: no son los dominicanos que se haitianizan, sino los haitianos que se dominicanizan. El problema no es ser antihaitiano o anti otra cosa, sino ser algo en contra que impida conocer lo propio. Para Veloz Maggiolo, el antihaitianismo profundiza la tendencia del dominicano a despreciar su pasado (1977:11), lo que se manifiesta en el desconocimiento de sí mismo y, sobre todo, del otro. Para Cassá, desvía la atención del pueblo de los reales problemas que confronta y la canaliza hacia objetivos de las clases dominantes (1976: 127). Debe pasar lo mismo con el anti dominicanismo en Haití. Los primeros antihaitianos fueron los negros esclavos que huyeron del régimen francés para ganar aquí la liber-tad y los funcionarios dominicanos que servían al Estado haitiano como el caso emblemático de Tomás Bobadilla y Briones, considerado el Maquia-velo o Fouché dominicano o la Caja de Pandora, de donde salieron todos los males.

Indigenismo

El El pensamiento dominicano, conservador y liberal, se conformó bajo la influencia del romanticismo, un movimiento político y estético que en los siglos XVIII y XIX nacionalizó el arte y la cultura, y defendió lo autóctono frente a lo foráneo. Fue un “grito de libertad” en la disyuntiva entre cosmo-politismo y nacionalismo, optimismo y pesimismo. En el arte, la imitación dio paso a un “yo creador” capaz de inventar una nueva realidad –pasada o imaginaria- hacia la cual huye y se refugia (Santiago, A. 2009: 18-56).

En Santo Domingo, el romanticismo parió el indigenismo, el movimiento intelectual y literario más auténtico y creativo del país. El antihaitianismo es concepto negativo y el hispanismo, un traje ajeno que no termina de cuadrar. Ninguno aporta algo nuevo. El primero es una negación y el se-

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gundo una imitación. ¿Por qué los hermanos españoles no nos reconocen como tales en España? Somos dominicanos, no españoles. El indigenismo ha creado valores nacionales. Para Manuel García Arévalo (1997), revaluó el pasado y legitimó las raíces ideológicas de la nación dominicana, crean-do una fórmula original, distinta de la haitiana y la española. Hoy se ma-nifiesta en casi todos aspectos de la vida cotidiana, en la literatura, artes plásticas y, en especial, en el gentilicio “indio”. Bien señaló Max Henríquez Ureña que pocos países de América tuvieron tanto cultores indigenistas como República Dominicana.

El indigenismo dominicano tiene cierta base histórica. La isla de Santo Domingo logró el mayor y más variado poblamiento aborigen del Caribe, razón por la cual los españoles la escogieron para su primera colonia en el Nuevo Mundo. El proyecto colonizador no pudo evitar la mezcla de in-dios y españoles –la “indianización de la conquista”, según Pérez Tudela-, ni la de estos con los negros esclavos africanos. El abandono de España y la pobreza casi igualó a blancos, mestizos, negros y mulatos. Para Vetilio Alfau Durán, la mezcla indo-afro-hispana hizo desaparecer la lucha racial. El idioma español de Santo Domingo conserva un léxico abundante abo-rigen, arcaísmos hispánicos y africanismos. La literatura dominicana del siglo XIX resucitó o revivió librescamente gran número de indigenismos ya olvidados, si es que alguna vez fueron conocidos (Alba 1976: 88).

No existe un estudio del término indio como categoría socio-racial en Santo Domingo. La conversión de negros en indios se vincula con derechos logrados por éstos, exención de la capitación y avance del mulato. Antonio Del Monte y Tejada describió mestizos, mulatos y zambos “con privilegio de indios”, sobre todo a partir del tratado con Enriquillo (1953: II: 67, III: 15). Para 1550, muchos ingenios registran indios, pero es probable que sean negros con ese nombre, porque sólo quedaban tres mil de aquellos, treinta años antes. Exquemelin describió en 1678 a esclavos medio amarillos o in-dianos, mestizos de indios y negros, llamados alcatraces (1971: 27). Moreau de Saint-Méry y Sánchez Valverde citaron entre 1785-1795 a criollos des-cendientes de indios. En 1795, se describió al criollo o negro “comegente” como indio. Al sargento Juan Díaz, presente en la Puerta del Conde el 25 de febrero de 1844, le decían “el indio”. Duarte vivió parte de su exilio en

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Venezuela cerca de la población indígena yanomama en San Carlos de Río Negro y Apure, entre 1845 y 1864, y en una poesía saludó la unidad de los “cobrizos” con la población. Baltazara de los Reyes, fallecida en 1867, era “de color indio” (Duarte, R. 2006:95). Aún así, para Moya Pons en esa épo-ca todavía los dominicanos no se llamaban “indios” (2008: 140). Sucedería en el siglo XX y en la época de Trujillo, cuando se falsificaron censos para mostrar más blancos que negros (Cassá 1976: 125).

Además de la etnicidad, el indigenismo dominicano aporta a la literatura y al folklore desde poco antes de la Independencia cuando Francisco Javier Ángulo Guridi escribió los poemas Maguana (1840) y La Cuita (1842) y, más tarde, La ciguapa (1866) e Iguaniona (1867). No sólo fue el primer in-digenista, como afirmó Max Henríquez Ureña, sino también precursor del folklore.

Dentro de la mitología dominicana, la ciguapa es el personaje principal. Según Bruno Rosario Candelier, Guridi fue quien creó esa leyenda mito-lógica dominicana de los aborígenes quisqueyanos (2002: 11). Existen di-ferencias entre la leyenda campesina de una mujer de pelo largo y pies al revés que vive en arroyos y campos, que seduce a los hombres, pero que es inofensiva y muere si se le atrapa, y la “ciguapa” de Guridi que puede ser macho y hembra, no tiene pies al revés y produce la muerte de los ena-morados. En esta versión, recogida el 4 de junio de 1860, entre Santiago y Puerto Plata, la ciguapa roba y mata. El enlace entre la “india” ciguapa y el dominicano estriba en su piel que es “dorada como verdadero indio” y su naturaleza idéntica a nosotros (en Rosario 2002: 17, 205).

La ciguapa ha sido recreada en la música, la escultura, el cuento y la no-vela. Se descarta que sea leyenda o mito aborigen, aunque un personaje mi-tológico guaraní tiene los pies al revés, y en náhualt cigualt es ave o mujer. Para Gabriel Atiles, vino en las naves con Colón, es decir, con la mitología europea. Pero, ¿por qué ningún cronista la menciona entre aborígenes y españoles? Un personaje semejante aparece en el norte de la India.

De todas maneras, el registro de Guridi de 1866 es tardío. Dos años des-pués, según Carlos Nouel (1884), se atrapó una mujer “salvaje” en la Sie-rra de Bahoruco, donde a partir del siglo XVI vivían indios y negros cima-rrones. Sólo en 1791 llegaron más de dos mil negros de los que se habían

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sublevado en el oeste (Cordero Michel 1968: 39). La mujer fue bautizada por el padre Billini, pero murió sin aprender español. En 1854, el haitiano Emile Nau asoció vienvienes del Bahoruco con indios de Enriquillo (1982: 276). Para Alejandro Llenas, médico y pionero de la antropología, la cigua-pa es reminiscencia de los indios ciguayos alzados, mientras para Guaroa Ubiñas –ciguapa y vienvienes- expresan el exterminio indígena y la per-secución del negro por el español. Más allá del contenido, la asociación ciguapa-vienvien indianiza a Santo Domingo y africaniza más aún a Haití. Aquí hay ciguapa, allá vien-vien. Al parecer, la ciguapa no existe en Haití, aunque existe un animal fantástico llamado Cigouave y una palabra creo-le –zi goaupe- que significa pequeño bribón. Pudo haber llegado desde el este.

La obra de Guridi es más patriótica que antropológica. Para Rosario Candelier, es escritor costumbrista que tuvo a la ocupación haitiana como hecho aglutinador, la independencia como motivo y el ideario romántico como modelo literario. Hizo del indio un símbolo de la patria, del amor a la tierra y la libertad (2002: 9-18). En su Iguaniona, una india se suicida para no entregarse a un español.

El indigenismo dominicano alcanzó un estatuto universal con la novela Enriquillo de Manuel de Jesús Galván (1879). Para Pedro Henríquez Ure-ña, es la primera y más exitosa novela dominicana, paradójicamente, del primer país de América donde desapareció el aborigen. Galván la concibió en París como “leyenda histórica dominicana”, pero fue cuando presenció la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, siendo funcionario español, en medio de vivas a España, que decidió escribirla (1990: 566). La edición completa se hizo en 1881 y fue muy popular durante el IV Centenario del Descubrimiento de América (1892), cuya celebración la coordinó una so-ciedad iberoamericana presidida por el autor.

Enriquillo es el mito social más creído del país. Si para Martí en 1884 era forma novedosa de escribir la historia, para Peña y Reynoso en 1897, era la historia misma. Es a través de Galván que se enseña la historia de Enriquillo (Gutiérrez 1999: 11, 136). Galván advirtió en ella un “fin moral positivo” en un siglo positivista que combatía iniquidades sociales (1990: 576). Las escuelas reproducen el mito en el imaginario social sin importar

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que Demorizi publicó una carta del cacique donde se presenta de manera diferente al de la novela (Clío 1959: 15-17). Hasta Pedro Henríquez Ureña llegó afirmar que su abuela paterna “tenía sangre de los últimos indios do-minicanos” que vivieron en Boyá con Enriquillo y de “algunos puros” del siglo XVIII (2000: 29-30).

La poesis literaria mantiene su vigencia a pesar de que en 1946 Fray Cipriano de Utrera demostró que Enriquillo no fue ningún rebelde social –para J. J. Pérez, Enriquillo se refleja en Espartaco y Lincoln-, ni fue en-terrado en Boyá, sino en Azua –Santana asignó una pensión a una “india” de allí “descendiente de Enriquillo”-, que murió como español y cristia-no –con el nombre de Enrique Vejo, según Deive-, y persiguió a indios y negros, por lo que su pueblo fue destruido por el negro cimarrón Lemba. Galván confundió Enriquillo con Guarocuya y lo hizo educar y cristianizar por franciscanos, cuando según Las Casas a este indio lo ahorcaron los es-pañoles por rebelarse en el Bahoruco.

Para Jacinto Gimbernard, Enriquillo es una novela romántica, indige-nista entre comillas, que cabalga en la historia y el conflicto cultural al librar su héroe “angustiosos combates internos en cuanto a su identidad y pertenencia” (1990: 16-186). Su rebeldía no es indígena, sino española. Es un indio idealizado como Jesús –lo advirtió Martí-, pero con su cultura relegada al fondo y la española en el centro. Para Pedro Conde, más que defensa aborigen, es loa a la hispanidad. La obra brillante, inteligente y reaccionaria reproduce la historia para falsearla. Como arma de doble filo, idealiza lo inexistente y niega lo existente (1978: 8-63).

Otra creación intelectual genial del indigenismo dominicano fue el tér-mino Quisqueya. Lo acuñó Pedro Mártir de Anglería en 1510, quien nunca estuvo en América. No lo mencionan los cronistas-testigos como Las Ca-sas y Oviedo. Aunque no hay pruebas de que era término aborigen, sirvió para alimentar el fervor nacionalista y la diferenciación de Haití, que sí es palabra indígena recogida por Colón, Chanca y Pané en 1494. Haití tuvo su nombre, Santo Domingo buscó el suyo.

Quisqueya, una “toponimia” colonial excepcional, se convirtió en bande-ra política e ideológica de la dominicanidad republicana. De Mártir (1510)

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pasó a Gómara (1550), a Herrera (1601), a Charlevoix (1731), a Muñoz (1793) y así sucesivamente. El primer autor criollo que la citó fue Antonio Sánchez Valverde (1785), cuyo libro se reeditó en 1853 y 1862, asociando “dominicano”, “español” e “indios”. De ahí, lo habrían tomado J. Ángulo Guridi (1862, 1866), Duarte (1864), Meriño (1867), Gabriel García (1867), Rodríguez Objío (1868), Castellanos (1874), Hostos (1875), J. J. Pérez (1877), Prud´homme (1883) y demás autores.

José Gabriel García, en Memorias para la historia de Quisqueya, o sea de la antigua parte española de Santo Domingo (1876) atribuyó a los geógra-fos dominicanos la gloria del “triunfo” del término que reprodujeron lite-ratos y poetas. Según Javier Ángulo Guridi, en su geografía escolar de 1862, Quisqueya nos pertenece por derecho histórico (en García Lluberes 1947: 90). El historiador Del Monte no conoció ese nombre; García lo plasmó en la Historia. En 1880, Hostos propuso sustituir el gentilicio “dominicano”, hispano-colonial, por quisqueyano: “nunca han debido llamarse domini-canos… y puesto que hay que buscar un nombre, el mejor es el indígena” (Rodríguez Demorizi 2004: I: 72). En Haití, según Oscar Mota, el término apareció en 1802, 1809, 1845, 1846, 1855 y 1870. La revista pedagógica del Archivo General de la Nación se llama Memorias de Quisqueya.

César Nicolás Penson negó en Cosas Añejas (1891), prologada por Gal-ván, que el término fuera indígena y propuso sustituir República Domini-cana por República de Quisqueya. En la nota 14 de su Vírgenes de Galindo se responsabilizó de su uso popular. Explicó la identidad nacional, según Juan Daniel Balcácer, sobre la base de una exclusiva herencia cultural his-pánica soslayando lo afro-hispánico. Fue “uno de los primeros pensadores de finales de siglo exponente de un marcado y entonces poco usual prejui-cio antihaitiano” (1997: 22). Quisqueya reapareció en la obra de Mártir en el IV Centenario del Descubrimiento de América (1892). En 1904, Apolinar Tejera ponderó, aún siendo fabuloso y erróneo, su fervor patriótico: “Ra-rísimo el literato dominicano que no haya empleado esta palabra, sobre todo, al memorar en raptos de cívico entusiasmo las glorias de la patria. El término es eufónico y en poesía viene como anillo al dedo. Pero no es indígena, sino hijo del error que se ha propagado a despecho de la verdad” (1976: 62-66).

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Parece cierta la afirmación de Marino Incháustegui de que las dife-rencias entre Haití y República Dominicana no permiten diálogo alguno (1976: 42). Ambas naciones, todavía no se ponen de acuerdo para acuñar un nombre único para la isla que comparten. Los haitianos la llaman isla de Haití y los dominicanos isla de Santo Domingo. Ante esa disyuntiva, los norteamericanos, aprovechando la ocupación militar de la isla, acuñaron el nombre latino de Hispaniola en 1918, el acuñado por Mártir para la Es-pañola de Colón. Por eso las frecuencias de radio del país comienzan con las siglas HI. Haitianos y dominicanos refutaron Hispaniola. Isla Española –no, isla La Española- la llamaron los españoles, aclara Balcácer.

De todos modos, Alcides García Lluberes desestimó como legítima la pretensión de justificar cualquier nombre como tradición aborigen, pues los indios no tenían un solo nombre para la isla entera: “Nuestra isla ca-recía de un nombre universal indo-americano, como no lo tenía tampoco el continente. El navegante de canoa no podía tener una visión geográfica global. El pueblo que ocupa la parte occidental de la isla tiene tanto dere-cho como el nuestro “a estudiar, amar y hacer suyo el remoto pasado que reconstruimos” (1947: 82). Chanca afirmó en 1494: “a esta primera parte que primero llegamos llaman Haytí, y luego Xamaná, Bohío donde ahora estamos… aquesta isla como es grande es nombrada por provincias”. Se re-fería a la costa de los haytís o haitises, según García Lluberes. El regional Haití de Chanca, lo generalizó Pané: “La isla llamada Española que antes se llamaba Ahití”. Si Haití fue por lo montañoso, era nombre particular, de la misma manera que Cibao era la Sierra de Jánico y se extendió a va-lles y costas, después que Toussaint creó el departamento oriental con ese nombre en 1801. Los españoles llamaron Haití a toda la isla, denominando el todo por la parte, “en virtud de la figura metonimia” (1947). El primer nombre hispano general de la isla fue La Española, acuñado por Colón el 9 de diciembre de 1492.

Colón nombró, entre 1496-1498, Santo Domingo a la ciudad primada de América, lo que confirmó Ovando en 1502, cuando la trasladó a la margen occidental del río Ozama. El nombre luego se extendió a toda la isla hacia 1550. De aquí se deriva el gentilicio “dominicano”, cuya mención históri-ca más antigua es de 1621. Según Sócrates Barinas, se le aplicó a las “cin-

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cuentenas” que entre 1621 y 1691 combatían a los franceses en el noroeste “porque venían de la ciudad de Santo Domingo” (2005: 5). Apareció en una novena de la Virgen de 1738 y los primeros criollos que lo mencionaron fueron Joseph Peguero (1762) y el canónigo Sánchez Valverde (1785). Fue ratificado por Ferrand (1808), la Junta de Cádiz (1812), y en 1821 por Kin-delán y Núñez de Cáceres (Balcácer 1978: 10-18). El gentilicio se plasmó en República Dominicana, ideada por Duarte en 1838 para nuestro Estado independiente y aclamada por el haitiano Arieu en 1821. Como no es usual que un gentilicio sea nombre propio, Pedro Henríquez Ureña propuso Re-pública de Santo Domingo. En la primera independencia se llamó Estado Independiente de Haití Español. Después de la muerte de Trujillo, se viene repitiendo el error, plasmado en la Constitución, de llamar a la capital con el nombre de Santo Domingo de Guzmán. Su nombre es Santo Domingo, a secas.

Hostos, rabioso enemigo de todo lo hispánico, propuso sustituir el nom-bre de Santo Domingo por evocar “al santo de las hogueras de carne huma-na, siniestro emblema de la colonización de España” (Rodríguez Demorizi 2004: I: 49). El movimiento pedagógico hostosiano, quizás el más influyen-te de los siglos XIX y parte del XX, diseminó Quisqueya entre profesores y alumnos. Las letras de nuestro himno nacional, escritas por el hostosiano Prud´homme, en 1883, comienzan con “Quisqueyanos valientes…”, a dife-rencia del primero –música de Juan Bautista Alfonseca y letra de Félix Ma-ría del Monte-, que llamaba “a las armas, españoles”. La canción Quisqueya del boricua Rafael Hernández, interpretada por el Trío Quisqueya entre 1924-1930, se llamaba originalmente Borinquen, aunque ésta en Puerto Rico no caló, mientras aquí sí.

Si Quisqueya no existió entre los aborígenes ni entre los españoles –sal-vo Mártir-, sí fue una invención republicana, posterior a la guerra de la Restauración. La verdad-realidad histórica no importa, sí la construcción intelectual que se popularizó y sirvió para la diferenciación de Haití. En República Dominicana, más que en cualquier parte, la Historia ha recons-truido la historia. Se puede decir que ha ocurrido dos veces: primero en los hechos y, luego, la definitiva, en las ideas.

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La categoría indio se ajusta bien al mulato predominante dominicano. Para Ernesto Sagás, después de todo, era más honroso ser descendiente simbólico de aguerridos indios que de un esclavo africano o un español agresor y derrotado. Ayudó somáticamente a blanquear al dominicano para hacerlo claramente distinto del haitiano. Indio pasó a ser equivalente de dominicano, mientras negro, de haitiano. Raza, nación y cultura se con-fundieron de manera inseparable (1997: 135-136).

El indigenismo se desarrolló paralelo a lo que Veloz Maggiolo llama la construcción de la imagen del “haitiano agredido y adulterado” en la lite-ratura dominicana y la defensa de la hispanidad. El primer haitiano adul-terado aparece en Guajiro y Papa Bocó, Un fandango en Dajabón (1874) de Juan Antonio Alíx, el decimero más popular del país. Allí el haitiano es co-megente, practica la brujería y es inferior. Después de 1884, según Bonó, el comegente del siglo XVIII se convirtió en el cuco-haitiano que rapta niños desobedientes. Para Marcio Veloz, el indio es un color inventado para en-cubrir la hibridez cuando la misma tiene el negro como base. No es retorno a la prehistoria ni reconocimiento al aborigen, sino comodín que esconde la hibridación que para muchos es vergonzosa (1977: 88-89).

A partir de 1955 la artesanía dominicana desarrolló el tema neo-indio y el Museo del Hombre Dominicano se inauguró en 1973 con una colección predominantemente aborigen. Cuando Bernardo Vega, ocho años después, incluyó la etnología actual y tres estatuas, una de las cuales representa al negro esclavo, recibió mensajes intimidatorios. García Arévalo insiste en que la categoría indio se corresponde al carácter mulato del pueblo domi-nicano, que no es blanco ni negro, y para Pedro Mir, es una fórmula prove-chosa de convivencia nacional (1977: 96).

La “identidad virtual aborigen” no es fenómeno exclusivo dominicano, pues también Cuba, Puerto Rico y Haití usaron conceptos similares. El indigenismo dominicano debió beber en fuente haitiana, pues la Indepen-dencia de Haití la realizó un “ejército indígena” y en su constitución de 1843 eran haitianos también los que descendían de indios. Igi Aya Bomgbe, convertida en Santo Domingo en grito de guerra aborigen “primero muerto que esclavo”, era un canto afro-haitiano del creole, inventado para com-

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placer al rey Enrique Cristóbal, quien se interesó en su homónimo caci-que Enriquillo (Gimbernard 1990: 19). El haitiano mulato Emile Nau, en su obra sobre los caciques de Haití (1854), afirma que en ambos lados de la isla persistían indios: “en el este, donde los hay en mayor número, indios, y del lado de acá ignes, corrupción de la palabra indio” (1982: 276). La única diferencia es que Cuba y Puerto Rico son naciones insulares, mientras la República Dominicana comparte una isla con Haití. Es por esto que Haití es inseparable –aunque sea como antítesis- en la definición nacional domi-nicana (Sagás 1997: 137).

En 2006, un intelectual dominicano observa “que los taínos aún caminan por las calles de Quisqueya” (Nova 2006: 11). Así, no es raro que negros de mentira se conviertan en blancos o indios de verdad.

Bobadilla, Del Monte, Guridi y Galván

Tomás Bobadilla, Antonio del Monte y Tejada, Francisco Xavier Ángulo Guridi y Manuel de Jesús Galván comparten ideas conservadoras en un Estado herido de muerte por el anhelo del proteccionismo y la anexión.

Si en la separación dominicana hubo un acuerdo transitorio de fuerzas políticas, cuyo equilibrio se rompió antes del 27 de Febrero de 1844, si la historia precedente estuvo matizada por un “conflicto identitario” según la quintilla del padre Juan Vásquez, si los caudillos políticos triunfantes oscilaban entre el protectorado francés, inglés, español y norteamericano y si varios de los trinitarios apoyaron la anexión a España diecisiete años después, es porque no había una clase social que sustentara un Estado y una nación. El único consenso claro era la separación política de Haití y la diferencia cultural entre haitianos y dominicanos.

Pedro Henríquez Ureña distinguió tres etapas de la nacionalidad domi-nicana: efímera o simbólica en 1821; real, pero no popular en 1844, e inte-lectual posterior a 1873. Para Hostos, el primer movimiento intelectual do-minicano coherente fue la Evolución de 1876. Casi cuarenta años después, Américo Lugo sustentaba la tesis de que el país no constituía un Estado ni una nación. Todo esto significa que no existe una República Dominicana hecha y derecha, sino que se construye históricamente.

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Las ideas conservadoras de Bobadilla, Del Monte, Guridi y Galván se anclan en intereses políticos y coyunturas. Son pioneros que construyen la dominicanidad sobre la negación de Haití en lo político, lo jurídico, lo religioso, lo ideológico y lo cultural. Crearon su primera plataforma ideoló-gica, aunque no la única, retomando el pasado colonial y fundiéndolo con ideas antihaitianas. Forjaron una dominicanidad en variados formatos: política, arte, literatura, folklore, música, educación, religión e ideología. El historiador Antonio Del Monte y Tejada escribió una historia que pue-de ser leída como literatura, según dijo Pedro Henríquez Ureña, mientras la lectura de Enriquillo de Galván pasa más como historia que literatura. Integraron la tradición popular y folklórica, y la devolvieron hecha mito e ideología. No fueron científicos a carta cabal, como Bonó y Hostos, los primeros pensadores propiamente dichos, que utilizaron categorías cien-tíficas para estudiar la realidad social dominicana.

En la teoría o en la práctica, el conservadurismo no está radicalmente separado de posturas liberales. Bobadilla apoyó el gobierno revolucionario de Haití e hizo oposición liberal a Santana desde el Congreso; Del Monte y Tejada consideró que el progreso social sólo era posible con un soberano ilustrado y liberal; Guridi fue restaurador y el primer autor que mencionó el comunismo, y Galván se acercó al Partido Azul, a instancias de Luperón, y hasta redactó una necrología de Duarte.

Lo mismo sucede con Duarte y Santana en la relación Estado-Iglesia. El primero no cuestionó el papel tradicional de la Iglesia en la sociedad, mientras el segundo no devolvió los bienes eclesiásticos que los haitianos habían expropiado e hizo jurar la Constitución al arzobispo Portes, el mis-mo que llamó a Duarte padre de la patria y, seis meses después, lo “exco-mulgó” (Moya Pons 1981: 293). Que Duarte no fuera tan liberal respecto a

“Los autores conservadores se critican y rechazan por sus posturas entreguistas y foráneas. No fueron dominicanos célebres, ni están en el libro, con ese nombre, de José Gabriel García (1875). El prohaitiano Bobadilla pasó a antihaitiano y antiduartiano, Del Monte y Tejada apoyó la anexión a España, J. Ángulo Guridi ondeó la bandera norteamericana y Galván llamó traidores a los restauradores”.

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la Iglesia, habría sido una herencia de su padre, quien hizo constar su fe en su testamento antes de morir (Peña 1982: 49).

La relación Iglesia y Estado se presta a manipulación espuria. En 1944, se adjudicó a la devoción duartiana por la Virgen de La Altagracia los colores de la bandera, olvidando que la que ondeó el 27 de Febrero fue “el pabellón haitiano dividido en cuadros por una cruz blanca”, ésta como símbolo cris-tiano (García 1982. 224). Para Leonidas García (1933), Duarte se basó, más que en Haití, en ideas liberales de la Revolución Francesa para concebir la Constitución y la bandera. Campillo Pérez identificó en nuestra primera Carta Magna 133 artículos casi idénticos a los de la constitución haitiana de 1843 (en Hernández 2009: 72). El lema trinitario Dios, Patria y Liber-tad, reclamado como suyo por Bobadilla en 1847 –lo que nadie aclaró en contra-, era masón, de esencia romana y sintetizaba los sectores del poder: Iglesia (auctoritas), Estado (imperium) y Pueblo (libertas). La Trinitaria duartiana quizás se relaciona con la “Orden de la Santísima Trinidad y de la redención de los cautivos”, fundada en el siglo XII, cuyos miembros usa-ban una cruz azul y roja sobre un fondo blanco y sus miembros aportaban parte de sus bienes para sus fines.

Los autores conservadores se critican y rechazan por sus posturas en-treguistas y foráneas. No fueron dominicanos célebres, ni están en el libro, con ese nombre, de José Gabriel García (1875). El prohaitiano Bobadilla pasó a antihaitiano y antiduartiano, Del Monte y Tejada apoyó la anexión a España, J. Ángulo Guridi ondeó la bandera norteamericana y Galván lla-mó traidores a los restauradores. Además, fueron separatistas, antihaitia-nos, defendieron el papel de la Iglesia Católica en la sociedad, vivieron un tiempo en el exilio, eran pro-hispánicos e indigenistas, partidarios de la sociedad tradicional y desarrollaron ideas y escribieron bajo el influjo del romanticismo.

Sus ideas tuvieron “efectos pertinentes” porque reflejan una sociedad tradicional en transición y una dominicanidad “familiar”, no diversa ni multi-étnica y se convierten en fuerza material en la historia, diría Marx, porque se crean, se practican, se institucionalizan y se reproducen a nivel social y popular. Sirvieron de apoyo a la historiografía que re-escribió la historia a imagen y semejanza de Trujillo, “padre de la historia nueva”.

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A pesar de su hispanismo y antihaitianismo, tenían una visión más posi-tiva de la cultura popular que los liberales. En la disyuntiva de la sociedad tradicional conservadora y la sociedad de élite liberal, en mayor o menor proporción según la época, se viene construyendo hegemónicamente la identidad nacional y cultural dominicana desde el siglo XVIII hasta hoy.

Si el pensamiento conservador ha sido y es la ideología dominante en la historia dominicana, desde sus inicios hasta la actualidad, debe ser materia de estudio prioritario para la historiografía.

La historia es un combate, se escribe siempre en el presente hasta prueba en contra y tiene múltiples interpretaciones.

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EXPOSITORES: Juan Daniel BalcácerAdriano Miguel TejadaHéctor Luis Martínez

COORDINADOR: José Chez Checo

El pensamiento liberal clásico dominicano

• Juan Pablo Duarte• Francisco Espaillat • Francisco Gregorio Billini

CAPITULO III

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El panel integrado por Héctor Luis Martínez, Juan Daniel Balcácer, José Andrés Aybar Sánchez, rector de la Universidad del Caribe (UNICARIBE), José Chez Checo y Adriano Miguel Tejada.

El público escucha atentamente a los expositores del panel efectuado el 13 de agosto, en UNICARIBE.

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Juan Pablo Duarte (1813-1876), el fundador de la conciencia nacio-nal, al decir de Manuel Arturo Peña Batlle, es, sin dudas, el principal exponente del pensamiento liberal clásico dominicano hacia media-dos del siglo XIX. Por consecuencia, conviene adentrarnos aunque someramente en los antecedentes históricos y doctrinales que sirvie-ron de inspiración para conformar su robusto pensamiento liberal, democrático y nacionalista.

Entre los especialistas en ciencias sociales existe consenso respec-to de que la raíces del liberalismo, en tanto que doctrina política, se encuentran en la Inglaterra de finales del siglo XVII con el Bill of Rights del 13 de febrero de 1689; en las 13 colonias de América del Norte, que el 4 de julio de 1776 proclamaron la Declaración de Independencia; en Francia, tras la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 16 de agosto de 1789; y en el resto de Europa, tanto en los albores como a lo largo del siglo XIX, debido al resquebrajamiento del Ancien Regime, como consecuencia del enfrentamiento entre el absolutismo monárquico confesional y los emergentes movimientos reformistas y revolucionarios en las nuevas urbes, tras el paso del feudalismo al capitalismo; circunstancias que dieron lugar al surgimiento de insos-pechadas realidades cualitativas en los ámbitos filosófico, político, económico, social y cultural.

Duarte y el pensamiento liberal dominicano“En España, Duarte fue testigo del legado de las luchas políticas progresistas que abogaban por la independencia de la ocupación francesa. Asimismo, el futuro fundador de la República Dominicana pudo entonces constatar la influencia que tuvo en esas generaciones de españoles la Constitución de Cádiz de 1812”.

Juan Daniel Balcácer

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El liberalismo, en tanto que doctrina política, inspiró, según Rodri-go Borja, la forma republicana de gobierno y la forma democrática de Estado, al tiempo que en el plano económico se fundamentó sobre el sistema capitalista de producción y distribución de bienes. Otro rasgo característi-co del liberalismo político, que se manifiesta a partir de la eclosión re-volucionaria primero en los Estados Unidos, tras la Declaración de Independencia, y luego en Francia, a raíz de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, es el nacionalismo.

Para la época en que comenzó a cristalizarse y, sobre todo, por su naturaleza revolucionaria y modernista, el nacionalismo es contrario al sistema absolutista que predominó durante el feudalismo. Tanto el liberalismo como el nacionalismo (y el sistema democrático de go-bierno), surgieron durante el período transcurrido entre 1789 y 1848; período que Eric Hobsbawn ha denominado acertadamente “la Era de la Revolución” porque supuso “la mayor transformación en la historia humana desde los remotos tiempos en que los hombres inventaron la agricultura y la metalurgia, la escritura, la ciudad y el Estado. Esta revolución, agrega el eminente historiador británico, “transformó y sigue transformando [desde entonces] al mundo entero”.

Pero, a fin de comprender y contextualizar objetivamente el con-tenido y alcance revolucionarios del pensamiento liberal preconizado por Juan Pablo Duarte a favor del colectivo dominicano de mediados

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del siglo XIX, permítaseme insistir en el tema del nacionalismo como doctrina política.

Se sabe que el liberalismo, lo mismo que el nacionalismo, es una doctrina política que tiene su punto de partida en los movimientos revolucionarios de finales del siglo XVIII tanto en Estados Unidos como en Europa, específicamente en Francia. En América Latina am-bos fenómenos tuvieron un impacto decisivo en el decurso de los mo-vimientos independentistas entre 1804 y 1825, mientras que en la pe-nínsula ibérica, las conmociones revolucionarias que estremecieron a los diferentes conglomerados étnicos que conformaban y conforman el pueblo español, el liberalismo y el nacionalismo se manifestaron a partir del movimiento independentista que se inició el 2 de mayo de 1808.

De acuerdo con los enciclopedistas franceses, la nación era el pueblo que se constituía en el Estado nación. La Nación, por su parte, es una entidad política definida por los límites del Estado; una unidad geo-gráfica identificada por fronteras naturales o por alguna otra caracte-rística territorial histórica; un pueblo autoconsciente de su identidad y unidad comunes; y, finalmente, un colectivo caracterizado por ras-gos afines como el lenguaje, origen étnico similar, religión y pasado histórico-cultural comunes.

En este punto conviene subrayar que de alguna manera esos fenó-menos sociales contribuyeron a inspirar y conformar el pensamien-to político liberal que asimiló y preconizó Juan Pablo Duarte, quien, cuando tuvo la oportunidad de viajar a Europa en el lapso 1824-1832, y radicarse en España, específicamente en Barcelona, ya tenía refe-rencias de que en la América hispánica se habían proclamado inde-pendientes los siguientes pueblos: Haití, 1804; Paraguay, Venezue-la, Ecuador, 1811; Colombia, 1813; Argentina, 1816; Chile, 1818; Perú, México y Santo Domingo, 1821; Confederación Centro Americana en 1825 (que luego se escindió en El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica); Brasil, 1822; y Bolivia, en 1825.

Durante su permanencia en el extranjero, Juan Pablo Duarte fue testigo de extraordinarias transformaciones revolucionarias que ex-

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perimentaron los Estados Unidos y Europa, especialmente España, que entre 1815 y 1848 fue estremecida por incesantes conflictos po-líticos escenificados por los defensores del antiguo régimen absolu-tista y por aquellos que luchaban por implantar la ideología liberal y el sistema económico de libre competencia por el que propugnaban las burguesías emergentes. Consecuentemente, en España se luchó contra la ocupación francesa; se abogó por la independencia del suelo español al amparo de una ideología renovadora que albergaba nuevas energías nacionales, inspirada en el romanticismo literario que en-frentó a sectores que posteriormente, en el caso de la parte española de la isla de Santo Domingo, no resultarían desconocidos para Duar-te: conservadores, que preferían mantener las cosas tal y como esta-ban; tradicionalistas y reformistas, que preconizaban una que otra reestructuración del sistema, pero, en esencia, sin introducir cambios sustanciales que beneficiaran al colectivo; y finalmente la clase de los liberales nacionalistas.

En España, Duarte fue testigo del legado de las luchas políticas progresistas que abogaban por la independencia de la ocupación francesa. Asimismo, el futuro fundador de la República Dominicana pudo entonces constatar la influencia que tuvo en esas generaciones de españoles la Constitución de Cádiz de 1812. Comprobó, también, la eficacia que desempeñó la masonería como artífice de los movi-mientos revolucionarios que presenció, al igual que un conjunto de sociedades patrióticas que luchaban por implantar, en contraposi-ción al decadente estado absolutista, un liberalismo económico y un romanticismo espiritual, cuyo ámbito de acción fueron Madrid y Bar-celona, especialmente esta última ciudad –donde Duarte estableció residencia– que fue “centro de la vorágine liberal…, y foco del único núcleo burgués importante de España”.

Se puede afirmar, pues, que una vez en España, Duarte también presenció la gestación del llamado partido carlista, aun cuando fue después de la muerte de Fernando VII en 1833 cuando se produjo el alzamiento de su hermano Carlos de Borbón, quien se oponía a la re-gencia de María Cristina de Borbón (madre de la niña Isabel II, here-dera del trono), y ya para esa época el futuro fundador de la sociedad secreta La Trinitaria había regresado a su país.

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Se ha dicho que el nacionalismo, en tanto que teoría o doctrina po-lítica, define claramente los conceptos de “pueblo” y “nación”, a los que atribuye un derecho natural a la auto emancipación y auto go-bernación; es decir, que las comunidades que habitan esos pueblos o naciones tienen pleno derecho para establecer, por sus propios recur-sos y potencialidades, un Estado nación soberano e independiente, basado en un sistema político que, a diferencia del absolutismo, que se sustenta en la monarquía, es de naturaleza democrática y se funda-menta principalmente en el gobierno de tipo republicano.

Si se estudian cuidadosamente los escasos documentos que se con-servan de Juan Pablo Duarte, tales como el Diario de su hermana, Rosa Duarte y Diez, algunas cartas dirigidas a sus compañeros de lucha y, en especial, su Proyecto de Constitución o Ley Fundamental, escrito entre marzo y julio de 1844, se podrá constatar cuan claramente defi-nidos aparecen, en el corpus doctrinal del líder del partido trinitario, los conceptos de nación, pueblo, soberanía nacional, independencia nacional y dominación extranjera.

A su regreso al país, Duarte encontró a su pueblo prácticamente en las mismas condiciones en que lo había dejado varios años atrás. El colectivo, contra su voluntad, desde 1822 formaba parte de la Re-pública haitiana; y habiendo tenido Duarte la oportunidad de ser testigo en Europa de las luchas libradas por grupos étnicos y cultu-rales distintos por constituirse en Estado nación independiente, es lícito conjeturar que el patricio era consciente de que entre las co-munidades dominicana y haitiana, diferentes en sus composiciones histórico-culturales, no era posible conformar una nación fusionada bajo las directrices de un solo gobierno. Lo que se imponía era una separación pacífica, si fuese posible, o violenta, si se producía algu-na resistencia por parte de los dominadores, para entonces proceder a la proclamación de una República libre e independiente de toda dominación extranjera. En su lucha redentora, Duarte encontró todo tipo de escollos y obstáculos y, al igual que los independentistas de Barcelona y Madrid, tuvo que enfrentarse a sectores que adversaban su proyecto revolucionario por considerar que los dominicanos no estaban en condiciones de proclamarse independientes sin la tutela

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de una potencia extranjera, ya fuera bajo la modalidad de un protec-torado o de la anexión.

Conviene resaltar que a su llegada al puerto de Santo Domingo, en el año 1832, cuando sus familiares y amigos fueron a recibirle, es fama que el Arzobispo de Santo Domingo, Tomás de Portes e Infante, le preguntó a Juan Pablo Duarte por lo que más le había impresionado durante su estada por Europa, y la respuesta del joven revoluciona-rio fue la siguiente: “Los fueros y libertades de Barcelona; fueros y libertades que espero demos nosotros un día a nuestra Patria”. Esa respuesta constituye una clara evidencia de que ya Duarte se había convertido en un auténtico nacionalista y en un romántico por excelencia. Su per-manencia en Barcelona, que como señalé anteriormente coincidió con un período de intensa actividad revolucionaria, le permitió conformar su pen-samiento liberal y nacionalista. En su Proyecto de Constitución, al referirse a los poderes del Estado, Duarte consideró que éstos debían ser cuatro y no tres. Además de los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo, el Patricio estimó apropiado incluir el Poder Municipal.

Sin duda, Duarte había estado influenciado por los postulados políticos de la Constitución de Cataluña de 1702; y si se analiza meticulosamente el proyecto de Ley Fundamental que nos legó el Padre de la Patria, se podrá advertir cierta coincidencia, en algunos de sus artículos (incluso en la forma en que están redactados), con la Constitución del Principado de Cataluña a que he hecho referencia. Existe consenso, además, entre los estudiosos de la vida de Juan Pablo Duarte, de que éste también tuvo conocimiento del texto de la Constitución de Cádiz de 1812 y es casi seguro que lo tuviera como modelo para redactar su célebre Proyecto de Ley Fundamental.

Duarte, es innegable, devino un fiel intérprete de las corrientes políticas más avanzadas de su época, que irradiaban hacia el llamado Nuevo Mundo desde la vieja Europa. La Declaración de Independencia americana, redac-tada entre otros por Thomas Jefferson, proclamó que los hombres poseen ciertos derechos inalienables, a saber: la vida, la libertad y la búsqueda de la fe-licidad. La función del gobierno, sentenciaba, consistiría en preservar esos derechos naturales y, en caso de no cumplir con esa sagrada misión, los gobernados, entonces, tenían el derecho de sublevarse.

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La Revolución Francesa, en cambio, tuvo repercusiones a escala uni-versal al proclamar los principios inmortales que darían sentido y alcance global a ese extraordinario fenómeno social y que servirían de fuente de inspiración para los demás pueblos del orbe que vivían bajo la égida del ancien regime y que padecían los rigores de la servidumbre feudal.

Mientras que la Declaración de Independencia americana hablaba del derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano preconizaba “los derechos natu-rales e imprescindibles” de todos los hombres en el sentido de “la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Los norteamericanos condicio-narían o, más bien, limitarían su consigna libertaria al afirmar que “todos los hombres nacen igualmente libres e independientes”; los franceses, en cambio, con mucha mayor precisión, proclamarían que “Los hombres na-cen y permanecen libres e iguales en derechos”.

Al referirse a los derechos inherentes al pueblo dominicano, esto es, a todos los ciudadanos oriundos de la parte española de la isla de Santo Do-mingo, Duarte concibió la independencia nacional como “la fuente y ga-rantía de las libertades patrias, la Ley Suprema del Pueblo Dominicano”. Además de que la nación dominicana, decía, era “la reunión de todos los dominicanos”, en su concepto el pueblo dominicano debía ser “siempre li-bre e independiente de toda dominación extranjera” y jamás “patrimonio de familia ni de persona alguna propia y mucho menos extraña”.

A diferencia del sistema monárquico, de naturaleza unipersonal y des-pótica, el tipo de gobierno que Duarte anheló para su pueblo era el demo-crático, republicano y representativo: “Puesto que el Gobierno se establece para el bien general de la asociación y de los asociados –escribió–, el de la Nación Dominicana es y deberá ser siempre y antes de todo, PROPIO y jamás ni nunca de imposición extraña bien sea ésta directa, indirecta, próxima o remotamente; es y deberá ser siempre POPULAR en cuanto a su origen, ELECTIVO en cuanto al modo de organizarle, REPRESENTATI-VO en cuanto al sistema, REPUBLICANO en su esencia y RESPONSABLE en cuanto a sus actos. Una ley especial determinará su forma…”

Como se puede constatar, el credo político liberal de Juan Pablo Duarte no concebía compromisos de ninguna especie; ni admitía intromisiones de

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poderes extranjeros, salvo que se tratara de diáfanas relaciones entre Esta-dos soberanos. Tampoco consentía en que a cambio de alguna ayuda –por perentoria que ésta fuese–, los dominicanos cedieran una sola pulgada de su territorio, porque ello constituía, según su particular cosmovisión, una precondición sine qua non para la ulterior ocupación de la isla completa. Esta percepción de Duarte coincidía con la tesis de los legisladores haitianos en tiempos de Toussaint Louverture. Ciertamente, ninguna potencia impe-rial de la época que en determinado momento ocupara una de las partes de la isla, no se conformaría hasta tanto extendiera su dominio sobre todo el territorio insular. Los ulteriores planes y acciones proditorias de Francia, In-glaterra, España y, finalmente, de Estados Unidos –a raíz de estos últimos proceder a la aplicación de la Doctrina Monroe –confirman esa tesis acerca de la inalienabilidad del territorio de la isla de Santo Domingo.

Se ha discutido mucho en torno de si en 1844, tras la proclamación de la República Dominicana, los dominicanos tuvimos o no independencia ple-na. Incluso ha habido eminentes pensadores dominicanos, como el doctor Pedro Henríquez Ureña, quienes han sostenido que la independencia na-cional se materializó luego de un largo proceso de gestación, nacimiento y desarrollo que se inició en 1821 y se cristalizó finalmente en 1874, cuando culminó la guerra de los Seis Años contra el general Buenaventura Báez y llegó a su término lo que el propio Henríquez Ureña denominó “el proceso de intelección de la idea nacional”.

No cabe dudas de que, como todo gran acontecimiento histórico, la independencia nacional no fue obra de unos cuantos hombres, ni mucho menos se materializó plenamente en un solo día. Se trató de un proceso social y político a través del cual el pueblo de Santo Domingo, o, lo que es lo mismo, el pueblo dominicano, fue adquiriendo conciencia de su verda-dera identidad cultural e histórica y de su genuina vocación por el sistema democrático, por el Estado nación libre e independiente bajo la modalidad de una República. Lo que no puede soslayarse es que el primer y más alto exponente del pensamiento liberal y nacionalista dominicano en el siglo XIX fue el general Juan Pablo Duarte, Fundador de la República y Padre de la Patria.

“Como se puede constatar, el credo político liberal de Juan Pablo Duarte no concebía compromisos de ninguna especie; ni admitía intromisiones de poderes extranjeros, salvo que se tratara de diáfanas relaciones entre Estados soberanos”.

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Estas palabras tienen que comenzar con una afirmación rotunda: Juan Pablo Duarte y Diez fue un hombre de su tiempo que vivió intensamen-te los cambios y el pensamiento político de su época, que supo asimilar y transformar en energía liberadora hasta crear la República Dominicana.

Ese sueño, que ya tiene 165 años de existencia, es la coronación de una vida dedicada a la libertad de su Patria y cuya permanencia en el concier-to de las naciones libres del mundo ofrece la mejor prueba de que Duarte no se equivocó. Su fe, en momentos en que muchos dudaban, es el mayor mentís a todos aquellos que pensaban que las debilidades de nuestro suelo en extensión, población y riqueza, hacían imposible el sueño de una Patria libre.

Establecido este punto, como observación inicial, pasaremos a analizar las ideas políticas y filosóficas dominantes en la época que a Duarte le tocó vivir, esto es, de 1813 a 1876, aunque hay que observar que sus ideas origina-les, las formuladas al regreso de su viaje por los Estados Unidos y Europa van a sufrir cambios apenas perceptibles, aunque las mismas, en el viejo continente, cambiaron mucho con el paso de los años.

El pensamiento y la acción de Juan Pablo Duarte “Cuando Duarte viene al orbe, la Revolución Francesa tenía 24 años de haber cambiado al mundo y un poco más la revolución americana. Cuando nace, el movimiento independentista de las naciones sudamericanas está en su apogeo y el vecino Haití hacía nueve años que se había librado de los franceses”.

Adriano Miguel Tejada¹

1 Profesor universitario, miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Historia. Director del Diario Libre.

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Cuando Duarte viene al orbe, la Revolución Francesa tenía 24 años de haber cambiado al mundo y un poco más la revolución americana. Cuando nace, el movimiento independentista de las naciones sudamericanas está en su apogeo y el vecino Haití hacía nueve años que se había librado de los franceses.

Duarte tendría nueve años cuando Jean Pierre Boyer oyó decir a José Núñez de Cáceres en los salones del viejo ayuntamiento de Santo Domin-go que: “Todos los políticos, trabajando por la Constitución de los Estados y por esta misma transmutación de diferentes pueblos en uno solo, han considerado siempre la diversidad de idioma, la práctica de una antigua legislación; el poder de las costumbres que han arraigado desde la infancia y la disimilitud de costumbres hasta en la alimentación y el vestido, como también puede tener una gran influencia en sus decisiones, la contigüidad de territorio y la proximidad de los límites. La palabra es el instrumento natural de comunicación entre los hombres: Si no se entiende por medio de la voz, no hay comunicación, y es ahí ya un muro de separación tan natural como invencible; como puede serlo la interposición material de los Alpes y de los Pirineos. En fin, yo no argumento: los hechos han tenido y tendrán siempre más eficiencia para persuadir que los razonamientos.

La historia nos cuenta que Duarte aprendió a leer y a escribir muy joven y que todos sus maestros le tenían afecto porque era aplicado y disciplinado. Tomó clases de filosofía y, atendiendo a su aplicación y a la estrechez del

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medio en que vivía, es que su padre, Juan José Duarte, decide aprovechar el viaje que realizaría un amigo de la familia, el comerciante Pablo Pujols, por Europa, pasando por los Estados Unidos.

Para esta época, 1829 Duarte tendría unos 16 años y va a emprender un viaje que será decisivo en la formación de sus ideas y en la configuración de su personalidad romántica, liberal y populista, en el buen sentido del término, como ha señalado el académico Raymundo Manuel González De Peña.

Como ha expresado este distinguido académico, “desde fines del siglo XVIII e inicios del XIX la antigua parte española de Santo Domingo ya se debatía en una crucial incertidumbre. Si lo dijéramos en términos actuales, tendríamos que decir que el conglomerado dominicano atravesaba por una crisis de identidad. La “célebre y popular quintilla… del padre Vázquez”, cura de San Rafael y Dajabón, pueblos de la frontera norte del país, la ex-presaba con los versos más elocuentes:

“Ayer español nací,

A la tarde fui francés,

A la noche etíope fui,

Hoy dicen que soy inglés:

¡No sé que será de mí!”

Es precisamente con esa carga emocional que Duarte encuentra en el na-cionalismo, expresión temprana del romanticismo, en el liberalismo y en el populismo español, la solución al problema teórico y esencialmente prácti-co de la identidad nacional. Los Estados Unidos y, particularmente Europa, le van a mostrar el camino de las ideas y de la acción revolucionaria.

¿Cuáles eran las ideas políticas en boga en esas naciones y cuáles va a aprovechar Duarte para su labor revolucionaria?

Cuando Duarte llega a Europa, las ideas de moda eran el liberalismo y el romanticismo. Este último movimiento va a influir decisivamente en el Patricio, pues como ha expresado don Emilio Rodríguez Demorizi en su opúsculo “Duarte Romántico, “todo en él se mueve dentro del ámbito más definidamente romántico: su vida en el Viejo Mundo en un momento ro-mántico culminante; su retorno a la Patria con el caudal de su experiencia

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romántica, en los oscuros días del cautiverio haitiano, para convertir toda esa experiencia en acción liberadora; su actividad revolucionaria, neta-mente romántica, animada por las nuevas armas del romanticismo: la poe-sía, los libros, el teatro, las sociedades conspirativas. En su constructiva rebeldía, se afirma en su magisterio, en sus angustiosos versos…, en su vida errabunda y en su soledad… en sus nostalgias, en su desolación… en todos los aspectos de su vida atormentada y miseranda, se manifiesta su acendra-do romanticismo”.

Juan Pablo Duarte, el hijo de Manuela Diez, tuvo el extraordinario pri-vilegio de ser espectador –directo o indirecto– del máximo escándalo ro-mántico de todos los tiempos: el estreno de “Hernani”. Quizás estaba en aquel momento singular en París; quizás, con mayores posibilidades, en Barcelona, pero siempre en un punto de febril agitación romántica…

Como se sabe, “la hora triunfal del romanticismo francés fue la del es-treno de “Hernani”, el 25 de febrero de 1830, verdadera batalla victoriosa librada contra los clasicistas… y que devino célebre hasta por detalles pin-torescos como el del chaleco rojo que Gautier ostentaba en la ocasión a manera de enseña desafiante contra los adversarios de Hugo”.

La repercusión que tuvo este movimiento en Duarte se puede notar en el testimonio de un conocedor de la vida de la época, quien afirmó que “los chalecos eran generalmente de color blanco y negro. Se comenzaron a usar de otros colores en el año 1832 cuando Duarte regresó de Europa y le trajo a sus amigos como obsequio unos muy finos que estaban de moda en París. A Felipe Alfau le regaló uno rojo muy elegante”… Era, sin dudas, el chaleco rojo de los románticos.

Jean Touchard, en su “Historia de las Ideas Políticas”, señala algunos rasgos del romanticismo político, entre los que podemos citar:

1. El sentido del espectáculo (del drama, el heroísmo, el sacrificio, la gran-deza, la sangre derramada).2. Una concepción sentimental y elocuente de la política.3. La piedad, piedad hacia los humildes.²

2 Touchard, Jean. Historia de las Ideas Políticas. Madrid. Editorial Tecnos.1987. Pág.402

y ss.

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El segundo elemento que influyó en Duarte es el liberalismo político, el cual es muy difícil presentar como una unidad monolítica, pero que en tiempos de Duarte significaba lo opuesto al despotismo, fundamento doc-trinal del gobierno representativo y de la democracia parlamentaria o re-presentativa.

Como explica Andrés Serra Rojas, en su “Ciencia Política”, el liberalis-mo político designa una forma de régimen político que se funda en estas nociones:

1. La afirmación de los derechos fundamentales del hombre y del ciudada-no, tal como se proclamaron en la Revolución Francesa.

2. Un sistema democrático basado en la elección de los gobernantes por los gobernados.

3. Exalta la libertad del ciudadano, que se expresa esencialmente por el voto.

4. Reconocimiento de la división de poderes en la estructura del Estado.

5. Una forma de régimen político que se funda en el parlamentarismo y en la pluralidad de los partidos políticos.

6. La concepción de un Estado árbitro a nombre del interés general.

7. Proclamación de la igualdad de todos ante la ley.³

Otra opción a considerar ha sido la reivindicada por el académico Gon-zález y que se define como el “populismo” suareziano vigente en España y América. El profesor Manuel Giménez Fernández ha planteado ya hace bastante tiempo la tesis de que: “la base doctrinal general y común de la insurgencia americana, salvo ciertos aditamentos de influencia localizada, la suministró … la doctrina suareziana de la soberanía popular, tendencia –perfectamente ortodoxa dentro de su inflexión voluntarista– de la teoría aquiniana del Poder Civil, que exige … una coyuntura existencial, para que revierta al común del pueblo la soberanía constitucionalmente entregada a sus órganos legítimos”.

Todavía a inicios del siglo XIX era patente, según Giménez Fernández: “la persistencia de la concepción populista frente al absolutismo oficial”.

3 Serra Rojas, Andrés. Ciencia Política. México. Editorial Porrúa. 1985. Pág. 715.

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Refiriéndose a la metrópoli española, tras la reacción conservadora que si-guió a Bayona (1808) que entronizó de nuevo el absolutismo (1820), triunfó el liberalismo anticlerical (1820) de las doctrinas populistas; se formaron dos síntesis doctrinales: una fidelista y otra republicana, la última triunfó políticamente. Ésta última es la que precisamente reivindica Duarte con sus planteamientos.4

La doctrina de Francisco Suárez, por su fuerte arraigo en el cristianismo, le va a dar a Duarte el trasfondo doctrinal para enmadejar el cristianismo, el republicanismo y el sentido ético de la actividad política.

Y Juan Isidro Jimenes Grullón se refiere a ese momento de Duarte y de la humanidad y aporta un dato significativo: “Cuando regresó al país, declaró que lo que más lo había impresionado durante su estancia en Europa fue-ron “los fueros y libertades de Barcelona”. Pues bien: se trata de conquistas logradas por Cataluña durante el Medioevo, y que los “carlistas” –muerto ya Fernando VII– defendieron, al igual que hicieron con la monarquía y la religión católica. Historiadores contemporáneos precisan, refiriéndose a este punto, que en la guerra civil desatada por el “carlismo” entonces, sus consignas básicas fueron: “Dios, Patria, Rey, Fueros”, principios político-religiosos de tipo tradicionalista que las masas campesinas sustentaban con fervor. Al fundar “La Trinitaria”, Duarte hizo uso de los dos prime-ros en calidad de lema, agregando los de libertad y República Dominicana. Evidentemente, sigue diciendo el sociólogo, el agregado era un producto del romanticismo liberal que él también sustentaba, pero el hecho de que apareciera junto a los otros demuestra que el lema respondió tanto a este último como al romanticismo histórico. Voy más lejos: estimo que lo que más contribuyó a que en su mente surgiera la idea de la nueva República fue precisamente el tipo de romanticismo recién citado”.5

Cuando se analiza en su conjunto el pensamiento del Padre de la Patria, los conceptos liberales, románticos, republicanos y nacionalistas, salen a relucir en la mayoría de sus frases y en sus versos.

4 Cf. Manuel Giménez Fernández. “Las doctrinas populistas en la independencia de América”. En Anuario de Estudios Americanos, Vol. III, Sevilla, 1946, p. 521. Citado por González.

5 J. I. Jimenes Grullón. “La ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte”. En VV.AA., Duarte y la Independencia Nacional, Santo Domingo, INTEC, 1975.

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Otros elementos importantes en las ideas políticas del Padre de la Patria son su acendrado catolicismo, al punto que un amigo le sugirió que adop-tara los hábitos sacerdotales, y su conocimiento de la masonería, de la que formó parte activa. El uso de códigos, señales y otros medios de comunicar-se y ocultar la identidad, forman parte de la tradición masónica.

Recordemos los principios fundamentales y comparemos brevemente con la visión del Patricio:

Sabemos que del romanticismo político surge el valor del drama perso-nal del heroísmo, del sacrificio, de la grandeza, y de la sangre derramada. Duarte, como puede apreciarse en estos párrafos, es un “varón de dolores”, como lo ha llamado uno de sus biógrafos.6 Por eso afirma, al regresar a la Patria en 1864:

“Arrojado de mi suelo natal por ese bando parricida que empezando por proscribir a perpetuidad a los fundadores de la República ha concluido por vender al extranjero la Patria, cuya independencia jurara defender a todo trance, he arrastrado durante veinte años la vida nómada del proscrito”.

“Sonó la hora de la gran traición..., y sonó también para mí la hora de la vuelta a la Patria: el Señor allanó mis caminos...”

Para concluir con: “Por desesperada que sea la causa de mi Patria, siem-pre será la causa del honor y siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre”.

Sobre la concepción sentimental y elocuente de la política, la encontra-mos en su conocida frase: “La política no es una especulación; es la Ciencia más pura y la más digna, después de la Filosofía, de ocupar las inteligencias nobles”.

Y la piedad hacia los humildes se hace patente en este otro párrafo de Duarte: “La Nación está obligada a conservar y proteger por medio de leyes sabias y… sin olvidarse para con los extraños, a quienes también se les debe justicia, de los deberes que impone la filantropía”.

6 Cf. Balaguer, Joaquín. El Cristo de la Libertad.

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Del liberalismo político, Duarte hace suya la afirmación de los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, tal como se proclamaron en la Revolución Francesa.

Y aquí vale la pena reflexionar sobre un tema tratado magistralmente por el Dr. Vetilio Alfau Durán. Se trata del concepto de la unidad de las razas.

Duarte comprendió que la independencia no podría tener lugar con ex-clusivismos y por eso incluyó el tema de la unidad de las razas en su pro-yecto de Constitución que rompió en un arrebato ante la incomprensión de sus compañeros de La Trinitaria sobre la importancia del concepto.

Como cuenta Rosa Duarte, “…casi todos eran muy jóvenes los que re-unidos el año 1838, el 16 de julio, a las once de la mañana a los sacrosantos nombres de: Dios, Patria y Libertad, República Dominicana; se proclama-ron en Nación Libre e independiente de toda dominación, protectorado, intervención e influencia extranjera, jurando libertad, la patria o morir en la demanda, declarando además, que todo el que contrariare de cualquier modo los principios fundamentales de nuestra institución política se co-loca ipso facto y por sí mismo fuera de la Ley, que la Ley no reconocería más nobleza que la de la virtud, ni más vileza que la del vicio, ni más aris-tocracia que la del talento, quedando para siempre abolida la aristocracia de sangre como contraria a la unidad de la raza, que es uno de los gran-des principios fundamentales de nuestra asociación política, combatido y desaprobado acaloradamente este gran principio fundamental de nuestras institución, Juan Pablo en un rapto de irritabilidad hizo pedazos la Consti-tución que estaba escribiendo. Afortunadamente yo recogí lo más esencial, digo lo más esencial por que para levantar el acta de nuestra independencia nacional, creo que los demás principios fundamentales aunque de sumo interés son secundarios y en vista de los que se han salvado, su falta no es tan lamentable”.

Por eso, el Patricio termina su composición que tituló “El Criollo” con los siguientes versos:

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“Los blancos, morenos,

Cobrizos, cruzados,

Marchando serenos,

Unidos y osados,

La patria salvemos

De viles tiranos,

Y al mundo mostremos

Que somos hermanos”.7

Otro elemento es un sistema democrático basado en la elección de los gobernantes por los gobernados, depositarios de la soberanía, como expre-sa Duarte cuando afirma: “Puesto que el Gobierno se establece para bien general de la asociación y de los asociados, el de la Nación Dominicana es y deberá ser siempre y antes de todo, propio y jamás ni nunca de imposi-ción extraña, bien sea ésta directa, indirecta, próxima o remotamente; es y deberá ser siempre popular en cuanto a su origen; electivo en cuanto al modo de organizarle; representativo en cuanto a su esencia y responsable en cuanto a sus actos”.

Duarte, como buen liberal, exalta la libertad del ciudadano, que debe ser protegida por los poderes públicos, como en estos textos, en los que diseña un sistema que impida el establecimiento de la tiranía: “Todo poder domi-nicano está y deberá estar siempre limitado por la ley y ésta por la justicia, la cual consiste en dar a cada uno lo que en derecho le pertenezca”.

“La ley, salvo las restricciones del derecho, debe ser conservadora y pro-tectora de la vida. Libertad, honor y propiedades del individuo”.

“Ningún poder de la tierra es ilimitado, ni el de la ley tampoco”.

La concepción de un Estado árbitro, a nombre del interés general, se puede apreciar en la frase de que “La Nación está obligada a conservar y

7 Véase el estudio fundamental de Vetilio Alfau Durán. “En torno a Duarte y su idea de unidad de razas”. En Arístides Incháustegui y Blanca Delgado Malagón (compiladores): Vetilio Alfau Durán en Clío. Escritos (II). Santo Domingo, Gobierno Dominicano, 1994, pp. 3-21, (Publicaciones del Sesquicentenario de la Independencia Nacional II) y Apuntes de Rosa Duarte. Archivo y versos de Juan Pablo Duarte, edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. Larrazábal Blanco y V. Alfau Durán. Santo Domingo, SEEBAC, 1994, p.307.

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proteger por medio de leyes sabias y justas la libertad personal, civil e indi-vidual, así como la propiedad y demás derechos legítimos de todos los in-dividuos que la componen…”. Y “Toda ley supone una autoridad de donde emana la causa eficiente y radical de ésta es, por derecho inherente, esen-cial al pueblo e imprescriptible de su soberanía”.

En su acendrado nacionalismo, también un valor romántico y liberal en su primera etapa, no hay que hacer hincapié. Es muy conocida su afirma-ción: “Nuestra Patria ha de ser libre e independiente de toda potencia ex-tranjera o se hunde la isla”.

Sin embargo, la más viril de sus afirmaciones sobre la soberanía sin má-culas de nuestra patria es menos conocida. Era rotunda declaración, en las postrimerías de su vida, es una reafirmación del patriota íntegro que era Duarte, de la firmeza de sus convicciones y de su creencia en una Pa-tria libre, sin entrega: “En Santo Domingo no hay más que un pueblo que desea ser y se ha proclamado independiente de toda potencia extranjera, y una fracción miserable que siempre se ha pronunciado contra esta ley, contra este querer del pueblo dominicano, logrando siempre por medio de sus intrigas y sórdidos manejos adueñarse de la situación y hacer apa-recer al pueblo dominicano de un modo distinto de como es en realidad; esa fracción, o mejor diremos esa facción, es y será siempre todo, menos dominicana; así se la ve en nuestra historia, representante de todo partido antinacional y enemigo nato por tanto de todas nuestras revoluciones; y si no, véase ministeriales en tiempo de Boyer y luego rivieristas, y aun no había sido el 27 de Febrero, cuando se les vio proteccionistas franceses y más tarde anexionistas americanos y después españoles. Ahora bien, si me pronuncié dominicano independiente desde el 16 de julio de 1838, cuando los nombres de Patria, Libertad y Honor Nacional se hallaban proscriptos como palabras infames, y por ello merecí, en el año de 1843, ser perseguido a muerte por esa facción entonces haitiana, y por Riviére que la protegía, y a quien engañaron; si después, en el año de 1844 me pronuncié contra el

“Como se puede apreciar en este resumen, el bagaje intelectual que Duarte recogió, en Europa y Norteamérica, las lecciones de Gaspar Hernández y de sus eminentes profesores, dio sustancia a su ideal revolucionario de una patria libre”.

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Protectorado francés, decidido por esos facciosos, y cesión a esta Potencia de la Península de Samaná mereciendo por ello todos los males que sobre mi han llovido; si después de veinte años de ausencia he vuelto espontánea-mente a mi Patria a protestar con las armas en la mano contra la anexión a España llevada a cabo a despecho del voto nacional por la superchería de ese bando traidor y patricida, no es de esperarse que yo deje de protestar, y conmigo todo buen dominicano, cual protesto y protestaré siempre, no digo tan solo contra la anexión de mi Patria a los Estados Unidos, sino a cualquier otra potencia de la tierra, y al mismo tiempo contra cualquier tratado que tienda a menoscabar en lo más mínimo nuestra Independencia Nacional y a cercenar nuestro territorio o cualquiera de los derechos del Pueblo Dominicano”.

Como se puede apreciar en este resumen, el bagaje intelectual que Duar-te recogió, en Europa y Norteamérica, las lecciones de Gaspar Hernández y de sus eminentes profesores, dio sustancia a su ideal revolucionario de una patria libre.

El ejemplo de su vida es una lección de humildad, apego a principios éticos, desprendimiento y valor personal que ojalá compartieran los domi-nicanos de todos los tiempos, pues como expresó Manuel de Jesús Galván a la hora de la muerte del Padre de la Patria: “No se encontrará en toda su existencia, bien que fecunda y trascendental como pocas, ni una gota de sangre, ni una mancha de lodo”.

Un hombre cuya trayectoria fecunda y olvidada ha sido retratada ma-gistralmente por Juan Daniel Balcácer, cuando dice: “Duarte es un singular ejemplo de devoción y entrega a la causa de la libertad de nuestro pueblo: por los riesgos y peligros que afrontó en el decurso de esa lucha redentora; por los innumerables obstáculos que superó a lo largo del proceso inde-pendentista; por el alto precio político y familiar que pagó, al no brindarse para que su liderazgo se convirtiera en fuente de discordia entre sus com-patriotas; y, sobre todo, por el injusto olvido al que fueron relegadas su vida y su obra política, por virtud del caudillismo y del desmedido culto a la personalidad imperante en la sociedad dominicana desde la Primera República”.

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Quiera Dios que estos encuentros nos permitan conocer mejor el pensa-miento fecundo del Padre de la Patria, cuya única aspiración, como expresó cuando fue proclamado Presidente de la República, “Sed justos lo primero, si queréis ser felices. Ese es el primer deber del hombre; y ser unidos, y así apagaréis la tea de la discordia y venceréis a vuestros enemigos, y la patria será libre y salva. Yo obtendré la mayor recompensa, la única a que aspiro, al veros libres, felices, independientes y tranquilos”.

Ese es el sueño inacabado de la nación dominicana.

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Aclaración necesaria Héctor Luis Martínez1

En fecha reciente recibimos una comunicación de la Dirección General de Información, Prensa y Publicidad de la Presidencia de la República, en la que se expresaba la decisión de organizar, en coordinación con el Archivo General de la Nación, un seminario denominado Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano, y se nos invitaba a participar en calidad de expositor en este encuentro de académicos, también reconocido con certe-za con el subtítulo de “Festival de las Ideas”.

Con tales fines se nos asignó la tarea de presentar un trabajo sobre el pen-samiento clásico dominicano a partir de sus figuras más prominentes: Juan Pablo Duarte y Ulises Francisco Espaillat, con la precisión de que debía cumplir, entre otros requisitos, con la limitación del tiempo a no más de veinte minutos de exposición. Aceptamos con agrado la tarea, fácil en apa-riencia, pero complicada si se toma en cuenta la riqueza de análisis implí-cita en el tema referido.

1 Disertación presentada en el seminario Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano, auspiciado por la Dirección General de Información, Prensa y Publicidad de la Presidencia de la República y el Archivo General de la Nación, a propósito de la conmemoración del Centenario del Nacimiento de Juan Bosch, agosto de 2009.

Duarte y Espaillat: símbolos del liberalismo clásico dominicano“El origen del proyecto liberador de Duarte está en sus vivencias familiares marcadas por el rechazo a la dominación haitiana, en su vocación por la libertad y en las lecciones recibidas de Juan Vicente Moscoso, extrañado de Santo Domingo durante las ocupaciones haitianas de Toussaint L´ouverture y Jean Pierre Boyer”.

Héctor Luis Martínez1

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El contraste de los requisitos planteados con el corto tiempo disponible para su puesta en práctica explica la necesidad de presentar una exposi-ción para el gran público, no para especialistas, en la que esperamos predo-mine la concisión apoyada en argumentos simples, sobrios y equilibrados, sin que esto signifique sacrificar el rigor que demandan la naturaleza y los objetivos de este importante encuentro. El reto no es simple, las líneas si-guientes dirán si lo cumplimos.

Contenido político del liberalismo Las premisas del liberalismo se expresan en la lucha librada por la bur-

guesía contra la persistencia de ciertos remanentes feudales –presentes en Inglaterra durante casi todo el siglo XVII y en Francia hasta el siglo siguiente– que limitaban el libre desarrollo de la economía y defendían la existencia del Estado con poderes ilimitados. Como respuesta a estas con-tradicciones, los teóricos políticos del nuevo orden burgués plantearon un cambio de dirección en el ejercicio del poder que reorientara la relación entre gobernantes y gobernados, y garantizara a los segundos la protec-ción de la vida, de la propiedad y de la libertad frente a las restricciones externas pautadas por la iglesia, el Estado, las tradiciones y la sociedad en sentido general.2 Con el paso del tiempo, la explicación y justificación de

2 Conceptos fundamentales de la Ciencia Política (2001), Madrid, Ciencias Sociales, Alianza Editorial, pp. 69-70. También en Várnagy, Tomás (2005), “El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo”, bibliotecavirtual.clacso.org.ar.

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esta búsqueda de la libertad plena del individuo pasó a conocerse con el nombre de liberalismo.

La crítica especializada reconoce sin reservas a John Locke (1632-1704) como padre del liberalismo político. A casi un siglo de distancia de los au-tores que dieron contenido de doctrina política a este concepto, Locke, considerado entre los pensadores más influyentes de la época moderna, defendió la idea de que la propiedad, la vida, la libertad son derechos na-turales de los hombres, y que la soberanía sólo emana del pueblo. Estas conclusiones surgen de la interpretación del contexto en que Carlos II, y su relevo Jacobo II, intentaron establecer la monarquía absoluta en Inglaterra luego de la muerte de Oliver Cromwell. También apoyó sus conclusiones en el análisis de los resultados de la revolución burguesa que había triun-fado en Holanda en el decenio de 1630, donde permaneció como refugiado unos cinco años; tiempo que tomó para la revisión de sus obras Ensayo sobre el entendimiento humano y Carta sobre la tolerancia.

Locke visualizó al Estado como el instrumento encargado de velar por el cumplimiento de los derechos del ser humano, entre los que siempre colocó las libertades individuales en primer plano. También incluyó entre sus objetivos la solución de las diferencias presentadas entre los individuos sobre la base de la pluralidad y la tolerancia, lo que remite al reconocimiento de la diversidad de opiniones e intereses presente entre los hombres.

Se trata de una corriente de pensamiento que defiende las mayores cuotas posibles de libertad individual, que postula una filosofía tolerante de la vida, en la que el gobernante es un mandatario del pueblo y tiene que ejer-cer el poder en su beneficio. El pueblo, sostiene Locke, es la fuente original de la soberanía, no cederá nunca el derecho de resistencia a la opresión. Si el gobernante, sea persona o una corporación, ejerce de manera despótica el poder, habrá violado el contrato y es deber, obligación y derecho del pueblo derrocarlo.3

En sus obras Primer y Segundo Tratado del Gobierno, Locke esbozó la tesis de la separación de poderes perfeccionada más tarde por Montesquieu.

3 Avelino, F. A. (1981), Historia del Pensamiento Político, Santo Domingo, Editora de la UASD, p. 342.

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Entendía que la soberanía, es decir el poder general de hacer de la ley la necesaria acción de ejecutarla e interpretarla, no debe estar en las manos de un mismo órgano de gobierno, por lo que defendió la idea de un poder ejecutivo y otro federativo.

El pensamiento de Locke cobra sentido de síntesis en los análisis de Ben-jamín Constant, quien define el liberalismo como la tendencia a buscar la libertad en todas las manifestaciones del ser humano (…), el triunfo de la individualidad, un cuerpo doctrinario que se concentra en el individuo y sus derechos sobre la libertad, la igualdad, entre otros.4

En tanto doctrina política, el liberalismo surge a finales del siglo XVIII como la más efectiva expresión ideológica de la Revolución Francesa, lo que se tradujo en una de las expresiones ideológicas de la burguesía que cobra vigencia como modelo sustituto del Antiguo Régimen y que sobre-vive hasta el siglo XIX, a pesar de la oposición presentada por sus detrac-tores.

Esta situación resultó del avance logrado por la Ilustración en Europa desde mediados del siglo XVIII gracias al cuestionamiento de los valores tradicionales y a la necesidad de superar viejos resentimientos sociales (…). Vivía la humanidad una época de cambio de sentimientos y de mentalida-des, de enfrentamientos entre el absolutismo servil y la monarquía consti-tucional.5

Las características de la doctrina del liberalismo político se resumen en las siguientes puntualizaciones:

Separación de la iglesia y el Estado. Defensa de la libertad de cultos.1. Desconocimiento de la inmunidad del clero, declara libre la enseñan-2. za y el Estado asume la enseñanza pública.

Concentración en el individuo y sus derechos. 3. Condicionamiento estatal del ejercicio de las libertades por medio 4. del orden público.

4 Jimenes Grullón, J. I. (1983), Ideas revolucionarias de Juan Pablo Duarte, Santo Domingo, Editora Alfa y Omega, p. 19.5 Uslar Pietri, A. (1992), La creación del Nuevo Mundo, Caracas, Editorial Texto, p. 85.

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Reorientación de los conceptos: libertad, nación, felicidad, igualdad, 5. reforma…

División de la nación en dos componentes: el Estado y la sociedad 6. civil, concebida ésta en función de las garantías de movimiento ofre-cidas por el primero.

Consolidación de la tesis de la separación de poderes basada en el 7. sistema parlamentario representativo y en el constitucionalismo de-mocrático.

Ampliación legal de las libertades particulares, así como la reducción 8. del intervencionismo estatal. Defensa de la democracia representati-va, lo que favorece la igualdad social.

Tendencia de los intelectuales a defender la tolerancia y la concilia-9. ción, con lo que se enriquecen las ideas de Locke.

Las ideas liberales en la emancipación de AméricaEn el proceso de conformación de la conciencia revolucionaria que desde

los inicios del siglo XIX impulsó la independencia de las colonias españo-las en América incidieron, entre otros estímulos, la tradición hispánica, la toma de conciencia (nacionalismo criollo en criterio de Linch) y la Ilus-tración.

La tradición hispánica se manifiesta con la diferenciación entre los pe-ninsulares y los criollos. Los primeros defendían el esquema del despotis-mo ilustrado a partir del crecimiento económico, de la racionalización y la eficiencia, mientras los criollos se aferraban a las aportaciones liberales y democráticas de los intelectuales del siglo XVIII. Esta tradición sólo sirvió de marco de referencia para justificar los postulados autonomistas.6

La toma de conciencia en torno a la defensa de intereses clasistas por par-te de los despotismos criollos también alimentaba las ideas de la autode-terminación desde los últimos años del siglo XVIII. Tras ese propósito actuaron las elites apoyadas en las doctrinas populistas defendidas por

6 Martínez D. (1999), La Independencia Hispanoamericana, Madrid, Talleres Gráficos Peñalara, p. 49. Mayores detalles al respecto en Linch , J. (2001), América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, Editorial Crítica, p. 161 s.

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una minoría ilustrada compuesta por jesuitas y criollos formados en uni-versidades especialmente europeas, luego de fracasar en sus anhelos de re-forma del modelo colonial, y de los intentos fallidos de tomar el poder por los mecanismos institucionales. El jesuita Vizcardo Guzmán, por ejemplo, incitó con su Carta a los españoles americanos a luchar por la independencia de las colonias. En ciertos pasajes de su obra casi hace una paráfrasis de ciertos contenidos del Common Sense (1776) de Tomas Paine, autor que jus-tifica la rebelión de las colonias como rechazo a las miserias padecidas, a las compensaciones denegadas y por la convicción del derecho a resistir la opresión.

De igual modo actuó el abate Raynal, quien sostuvo que América sólo puede pertenecer a sí misma. En Historia filosófica y política de los establecimien-tos europeos de las Indias (1770), Raynal afirma: Si alguna vez sucede en el mundo una revolución feliz, vendrá por América. Después de haber sido devastado, este Mundo Nuevo debe florecer a su vez, y quizá mandar sobre el antiguo. Será el asilo de nuestros pueblos por la política o expulsados por la guerra.7

Tan marcada fue la influencia de Paine, que en 1811 el venezolano Manuel García de Sena publicó en español una antología de sus obras. También presentó el libro: La independencia de Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha, para lo que se apoyó en textos de la Constitución de los Es-tados Unidos.

La tercera vía de la asunción del ideal de la independencia en las colonias americanas fue la de la Ilustración. Sus postulados se difunden desde la segunda mitad del siglo XVIII, catalogado en 1771 por Diderot como el siglo de la libertad. Durante ese tiempo se aceleraba la crisis de los valores tradi-cionales, lo que implicaba resentimientos sociales. Era la época del relevo del hombre de deberes del Ancien Regimen por el hombre de derechos, de la sustitución de la fe por la razón en las mentes de los pensadores, del enfrentamiento entre el absolutismo servil y la monarquía constitucional.8 Esta nueva concepción de cambio giraba en torno a la idea de la libertad, la igualdad, la tolerancia y la fraternidad, y tomó cuerpo doctrinario (liberal) con el triunfo de la Revolución Francesa.

7 Ibid., p. 53.8 Uslar Pietri, op. cit., p. 85.

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A pesar de que pocos pensadores de los ilustrados abogaron por un cam-bio revolucionario, lo que se explica si se toma en cuenta que no se trata-ba de un movimiento netamente político,9 el contenido progresista de sus ideas, la cálida defensa de la libertad y los modelos de organización del Es-tado que plantearon constituyeron un puente de palabras orientador de la acción revolucionaria10 para los precursores y adalides de la independen-cia americana. Muchos criollos conocían al detalle los textos de Voltaire, Montesquieu, Rousseau –quienes no se identificaron con la revolución– Betham, Robertson, el abate Raynal e incluso la Enciclopedia, pues esta-ban presentes en muchas bibliotecas particulares. En la de Antonio Nari-ño, por ejemplo, destacaban los autores clásicos y contemporáneos cuyos contenidos eran discutidos en tertulias celebradas con la presencia de per-sonalidades como Francisco Antonio Zea, Camilo Torres, Pedro Martín de Vargas y José Caicedo. Nariño tradujo e imprimió en su imprenta, el texto de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

También el argentino Mariano Moreno tuvo la iniciativa de reproducir el Contrato Social de Rosseau para enseñar los inalienables derechos del hom-bre a los estudiantes: la libertad política, la separación de los poderes, el reconocimiento de derechos ciudadanos, el rechazo a los regímenes despó-ticos, la distinción entre iglesia y poder, y los postulados roussianos sobre la nacionalidad. En esta traducción el tema de la religión fue suprimido, lo que refleja la asimilación de los ilustrados bajo ciertos condicionamientos propios del tamiz crítico que identificaba a las naciones en gestación. La muestra más evidente de este espíritu crítico fueron las recomendaciones de Francisco de Miranda a favor de las lecciones de la independencia de los EEUU, y contra peligros de la Revolución Francesa.

Simón Bolívar tampoco escapó a la influencia de esta corriente política, evidenciada en muchos de sus escritos, como la Carta de Jamaica y en el discurso de Angostura. El propio Libertador, en carta dirigida a Santan-der, sostuvo que nadie había estudiado tanto como él a Locke, Condorcet,

9 García Laguardia, Jorge Mario, “Independencia, nacionalismo e hispanoamerica-nismo, El proyecto centroamericano de confederación”, en: Galeana, Patricia, coord. (2008), Historia Comparada de las Américas, México, D. F., Asesoría Gráfica, pp. 101-123. 10 Linch, J. (2001), América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, Editorial Crítica, p. 57.

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Bufón, D´Alembert, Helvétius, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Bethot, Hollín...

La praxis liberal de Juan Pablo DuarteEl sentir de la independencia

El rastreo de los hitos que marcan la historia colonial de Santo Domingo refleja que al término del siglo XVIII existía una frontera, tanto mental como física, que ponía en evidencia la ruptura entre la sociedad criolla y la tutela peninsular. Para esos años la sociedad criolla había avanzado en la fase de construcción de la identidad en función de la asimilación y reconocimiento de expresiones culturales como el idioma, la religión, las costumbres y las tradiciones impuestos por los conquistadores. En térmi-nos de Ubieta Gómez,11 para la confirmación de la toma de conciencia y el afianzamiento de estas expresiones culturales en el ethos criollo se necesi-taba su confrontación con otros referentes.

La oportunidad de esta confirmación se presentó con la firma en 1795 del tratado de Basilea, mediante el cual España cedía a Francia la parte oriental de la isla de Santo Domingo. Esta medida fue rechazada sin reservas por los sectores de mayor incidencia en la colonia, como se advierte en una comunicación del gobernador Joaquín García en la que resume el sentir de los criollos con la expresión: es que nadie quiere ser francés. Igual de con-vincente resulta el testimonio que al respecto registró Fernando Portillo y Torres. Destaca el prelado la conmoción sufrida por una mujer del pueblo que al enterarse de la cesión de la colonia a Francia exclamó: tierra mía, patria mía, y luego cayó muerta.

La consolidación de este proceso de ruptura entre lo criollo y lo penin-sular tuvo mayores estímulos a partir de los inicios del siglo XIX. Los efectos producidos por la unificación política de la isla llevada a cabo por Toussaint L’ouverture, la proclamación de la independencia de Haití, el dominio francés bajo la dirección de Ferrand y el retorno de España como

11 Ubieta Gómez, E. (1993), Ensayos de Identidad, La Habana, Editorial Letras Cubanas, cap. II y IV. Plantea que el proceso de construcción de la identidad se da en relación con otros: junto a otros, cuando se trata de referentes positivos, y frente a otros, cuando se trata de referentes despreciables.

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metrópoli convirtieron a Santo Domingo en un escenario de activa agita-ción social que anunciaba la asunción del sentir de la independencia. En ese sentido, los aprestos independentistas conocidos como la conspiración de los italianos inspirada en el modelo en el Estado liberal del sur de Haití, y develada en septiembre de 1810, preceden al hito que ubica al Ecuador como zona precursora de la independencia americana.

Este primer ciclo de expresión del sentir independentista dominicano concluye con el proyecto de independencia promovido desde finales de 1821 por José Núñez de Cáceres, cuyo fracaso facilitó la segunda unifica-ción política de la isla –vigente durante 22 años– dirigida esta vez por Jean Pierre Boyer.

En este contexto, por demás turbulento y de notable agitación social, nació Juan Pablo Duarte. Sobre esta base forjó y templó su personalidad y espíritu. Lamentablemente, las fuentes que permiten estudiar la vida y obra de este dominicano ejemplar se limitan a sus correspondencias y a los apuntes de su hermana Rosa Duarte. Contrario a la experiencia de los independentistas de Suramérica, el padre de la patria no habla de su for-mación en sus escritos, la que puede intuirse del examen de su accionar político y de su ideario recogido por don Vetilio Alfau Durán.

Se acepta casi de manera absoluta la idea de que el sentir de Duarte por la independencia despierta con la humillación padecida al abordar la em-barcación que lo conduciría al extranjero, en la que se le enrostró la condi-ción de haitiano en desmedro de sus raíces dominicanas. Se trata de una conclusión simplista que desconecta a los actores sociales del entorno y contexto en que actúan, lo que, obviamente, no se admite en la ciencia de la Historia.

El origen del proyecto liberador de Duarte está en sus vivencias familia-res marcadas por el rechazo a la dominación haitiana, en su vocación por la libertad y en las lecciones recibidas de Juan Vicente Moscoso, extra-ñado de Santo Domingo durante las ocupaciones haitianas de Toussaint L´ouverture y Jean Pierre Boyer. El maestro Moscoso, considerado por sus colegas como el Sócrates dominicano, acompañó a José Núñez de Cáceres en su proyecto de independencia, cuya acta firmó, tal vez bajo la influencia de la conexión indirecta que tuvo con los preceptos de las Cortes de Cádiz

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durante los años de la España Boba. Gracias a su experiencia y solidez de su intelecto fue incorporado a los trabajos de la Constituyente de 1844.

Aunque de filiación conservadora, el intercambio dado a finales de los años treinta entre Gaspar Hernández y Duarte también debió dejar su im-pronta a favor de la separación.

Las tempranas convicciones políticas de Duarte se enriquecen al tener contacto con el ambiente todavía más caldeado vigente en Europa durante su estancia en Barcelona, asiento de las luchas entre liberales y absolutis-tas, de los fueros libertarios y de la Logia Constante Unión, a la que se incorporó el fundador de la República. A esto se suma el conocimiento de la experiencia de las Cortes de Cádiz, promotoras desde 1812 del régimen constitucional para España, malogrado en 1814 con el retorno de Fernan-do VII al trono español; y de las iniciativas liberales sustentadas en 1820 por Riego y Quiroga, modelos seguidos por los líderes de la independencia suramericana, y en el país por José Núñez de Cáceres y Juan Vicente Mos-coso.

Otras fuentes de influencia en la formación política de Duarte fueron la Masonería y las sociedades secretas de carácter revolucionario Los Carbo-narios, Los Templarios, Los Hijos de Padilla y Los Caballeros Racionales.

La acción revolucionaria de Juan Pablo DuarteAl regresar al país, probablemente a finales de 1832, Duarte aprovechó

los escenarios propicios para compartir con los suyos la idea de la inde-pendencia. Tras este ideal reparó en detalles como el ingreso a la Guardia Nacional, la puesta en común de sus experiencias y conocimientos, el reen-cuentro con los suyos en diferentes actos sociales y la colaboración en El Dominicano Español, suelto utilizado por Serra para incitar a los dominica-nos al rechazo de la dominación haitiana.

A partir del modelo de Los Caballeros Racionales, sociedad revoluciona-ria que protegía al exilio independentista suramericano en España, entre los que contaba Francisco de Miranda; de Los Carbonarios y La Maso-nería, en julio de 1838, Duarte fundó la sociedad La Trinitaria. Se sostiene que en la ceremonia de instalación pidió a los iniciados la asunción del siguiente juramento.

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“En nombre de la Santísima, Augustísima e Indivisible Trinidad de Dios Omnipotente: juro y prometo, por mi honor y mi conciencia, en manos de nuestro presidente Juan Pablo Duarte, cooperar con mi persona, vida y bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y a implantar una República libre, soberana e independiente de toda dominación extranje-ra, que se denominará República Dominicana, la cual tendrá su pabellón tricolor en cuartos encarnados y azules, atravesados por una cruz blanca. Mientras tanto, seremos reconocidos los Trinitarios con las palabras sa-cramentales: Dios, Patria y Libertad. Así lo prometo ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja: y de no, me lo tome en cuenta, y mis consocios me castiguen el perjuro y la traición si los vendo”.12

Se trata de una proclama patriótica de rico contenido, rigor e intensidad, cuya extensión, unas 130 palabras, evidencia la capacidad de síntesis del autor. En este documento, de marcada influencia liberal, Duarte supo con-densar con maestría sin par, los pilares en que, una vez instaurada la Re-pública, descansarían los rasgos primarios de su identidad.

El primero es el credo religioso que al día de hoy nos distingue. Duarte inicia el compromiso de la lucha por la independencia con la invocación de la “Santísima, Augustísima e Indivisible Trinidad de Dios Omnipotente”, versión ampliada de la expresión inicial de la Constitución de Cataluña: En nombre de nuestro Señor Jesucristo. Con esta expresión pone de manifiesto, cual recalcara más adelante en su proyecto de Constitución, una indeclina-ble devoción y fe en la religión católica.

Como segundo componente destaca su preferencia por la organización del Estado desde la perspectiva republicana con tal convicción que esta-blece la identificación de sus pares trinitarios con el lema de Dios, Patria y Libertad. El tercer elemento consistió en el diseño de uno de los símbolos patrios dominicanos por excelencia: la bandera nacional, atravesada por una cruz blanca que, según sus palabras, representa el símbolo de la re-dención, jamás del padecimiento. En cuarto lugar, dicho juramento ter-mina con la referencia de las prendas morales de la dignidad y del honor,

12 Tomado de Tena Reyes, J. (1994), Duarte en la historiografía dominicana, Colección Sesquicentenario de la Independencia Nacional, Santo Domingo, Editora Taller, p. 22.

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tan distantes hoy en buena parte de los líderes y conductores de nuestra América.

Duarte tuvo la luz de advertir la viabilidad de la separación de los haitia-nos y de la proclamación de una República libre e independiente de toda potencia extranjera. Parte de su grandeza reside en presentar, difundir y prender esta idea en los diferentes sectores sociales de Santo Domingo, incluyendo a los libertos que veían con recelos sus afanes por el miedo al restablecimiento de la esclavitud. Desde la tribuna de La Trinitaria, Duarte despertó la conciencia de la identidad y el orgullo en los dominicanos (La-fée, 2003).13

Sin proponérselo, el Fundador de la República se convirtió en precursor de lo que hoy se ha dado en llamar animación cultural con la integración del arte a la práctica política. Cual acontecía en España para 1830 con las representaciones del drama de Víctor Hugo, titulado Hernani, Duarte re-currió al teatro con el interés de crear conciencia en sus amantes sobre los valores de la vida en libertad e independencia. A tales fines fundó en 1840 las compañías culturales La Filantrópica y La Dramática con la integra-ción de los trinitarios de mayores condiciones y confianza. A sabiendas del valor del uso de la Historia como arma, hizo las veces de apuntador en la puesta en escena de algunas obras de los autores vanguardistas Vitorio Alfieri (Roma Libre), Martínez de la Rosa (La viuda de Padilla) y Eugenio Ochoa (Don Carlos), muy adecuadas cuando se persigue avivar el senti-miento del honor, las ansias de libertad y la disposición de conquistarla por la vía revolucionaria.14

Hacia la independencia

El deterioro del régimen de Boyer se hacía más notable en Haití a partir de 1842, año en que Charles Herard lideraba el movimiento de orientación liberal conocido como La Reforma, vía de acción en su lucha por el control

13 Ayala Laffée, C. et al (2003), La Familia de Juan Pablo Duarte en la Caracas de 1845-1890, Instituto Duartiano de Venezuela, Filial del Instituto Duartiano de Santo Domingo, Santo Domingo, Gráfica William. Discurso pronunciado en Caracas el 26 de enero de 2002.14 Martínez, Héctor Luis, “La obra revolucionaria de Juan Pablo Duarte”, en País Cul-tural, revista de la Secretaría de Estado de Cultura, año II, No. 3, feb. 2007, pp. 29-35.

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político del país vecino. Enterado Duarte de estas pretensiones envió a Los Cayos a Juan Nepomuceno Ravelo y Matías Ramón Mella en calidad de emisarios. Su interés era concertar acuerdos entre los trinitarios y los re-formistas haitianos, denotando con esa iniciativa su condición de político de fino tacto, pues resultaba evidente que la erosión de Boyer en Haití faci-litaría la independencia de Santo Domingo. Además, esta decisión política se orientaba por un verdadero nacionalismo revolucionario, y no por un sentir antihaitiano propio de un chauvinismo desorientado.15

El primer resultado de la alianza concertada entre trinitarios y reformis-tas se dio en marzo de 1843. Se trató del desconocimiento de Boyer y sus colaboradores en ambas partes de la Isla poco después del inicio de las acciones armadas protagonizadas por Herard en su finca de Praslin. El documento de apoyo fue firmado, entre otros trinitarios, por Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez, Matías Ramón Mella, Juan Isidro Pérez, Juan Alejandrino Pina, mientras que en representación del movi-miento liberal de La Reforma firmaron Augusto Bernier, Alcius y Artidor Ponthieux.

Tras el derrocamiento de Boyer en marzo de 1843 se instaló en Santo Do-mingo la Junta Popular, gobierno colegiado dirigido por las principales fi-guras de la Reforma y de La Trinitaria. En reconocimiento de su liderazgo, a Juan Pablo Duarte se le asignó la coordinación y formación de las juntas, especie de gobiernos locales, en el Este, ocasión que aprovechó para llevar el mensaje de la separación a las figuras más prestantes de las comunidades visitadas. Gracias a estos contactos, los trinitarios ganaron las elecciones celebradas en junio de ese año, lo que significó el celo y la preocupación de los aliados haitianos de La Reforma, pues los dominicanos habían encendi-do la hoguera la independencia con carácter irreversible.

Alarmado por el triunfo electoral de los trinitarios, Herard se trasladó sin retardo a Santo Domingo con el propósito de frenar el avance del ideal in-dependentista de los dominicanos. En ese empeño desconoció los resulta-dos de las elecciones de junio, al tiempo que atropelló, persiguió y profirió amenazas contra Duarte, tan contundentes que no tuvo mejor opción que

15 Jimenes Grullón, op. cit., p. 26.

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salir rumbo a Venezuela junto a Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro Pérez a principios de agosto de 1843.

La prédica por la independencia desarrollada por Duarte había prendido con firmeza entre los dominicanos, de manera que, a pesar de su ausencia forzada, de la escasez de recursos y de las amenazas de una facción de los conservadores, su discipulado más aprovechado, entre los que contaban Francisco Sánchez del Rosario, Matías Ramón Mella y Vicente Celestino Duarte, haciendo provecho de las lecciones del Maestro, concertaron con Pedro Santana y demás conservadores la alianza que selló la proclamación de la República el 27 de febrero de 1844.

Los años posteriores a la proclamación de la independencia de la Repú-blica se caracterizaron por la lucha por el poder político que enfrentaba a conservadores y liberales. Para los primeros, representados por Pedro San-tana, Buenaventura Báez y Tomás Bobadilla, la anexión del país era inevi-table debido a la constante amenaza haitiana, pretexto que escondía sus debilidades como sector social. En cambio, los seguidores de la práctica revolucionaria de los trinitarios mostraron con firmeza su oposición a todo cuanto lesionara la causa de la independencia.

Los planes contra la independencia avanzaban gracias al control que te-nían los conservadores de la Junta Central Gubernativa. Para frustrar esos planes Juan Pablo Duarte, que había regresado al país poco después de la proclamación de la República, en junio de 1844, asestó un golpe militar a la Junta, apresando a Buenaventura Báez y a Tomás Bobadilla, defensores del protectorado francés, al tiempo que nombró a Sánchez presidente de la Junta e incorporó a otros trinitarios en dicho organismo. En el plano militar, Duarte asumió la comandancia de Santo Domingo, en tanto Mella pasó a comandar la Plaza de Santiago.16 Esta prueba de arrojo, de firmeza política, provocó manifestaciones de adhesión en las principales plazas po-líticas del país, lo que debió influir en la decisión de Mella de proclamarlo presidente de la República a principios de julio del citado año; iniciativa rechazada por el general Duarte pues consideraba que el poder sólo es legí-timo cuando emana de la voluntad del pueblo.

16 Enciclopedia Ilustrada de la República Dominicana (2008), EDUPROGRESO, S.A., Santo Domingo, Impreso en Colombia, tomo 7, pp. 147-152.

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Enterado Santana de los reconocimientos recibidos por Duarte en el Ci-bao, apresuró el control de la ciudad de Santo Domingo. El 12 de julio de 1844, apoyado en unos 300 hombres, y en la solidaridad del cónsul francés Saint Denys, el hatero del Este tomó la Junta Central Gubernativa sin pro-blemas. De ese modo borró la competencia de Duarte declarándolo traidor a la patria junto a Francisco Sánchez, Ramón Mella; a los coroneles Pedro Alejandrino Pina y Gregorio del Valle; el comandante Juan Evangelista Ji-ménez, al capitán Juan José Illas y a Juan Isidro Pérez, ex secretario de Junta, y condenándolo al exilio perpetuo. Meses después disolvió la Junta y se hizo proclamar presidente de la República por dos períodos conse-cutivos de cuatro años cada uno. Esas medidas de fuerza anunciaban el predominio de los conservadores durante la Primera República coronado con el anuncio de la anexión de Santo Domingo a España en marzo de 1861, absurdo que revitalizó el sentir patriótico de Duarte y, en ejemplo sin par de coherencia ideológica, lo condujo de nuevo al país a ofrecer sus servicios contra los que llamó orcopolitas.

Proyecto de Constitución de DuarteEl proyecto de Constitución de Juan Pablo Duarte –escrito probable-

mente entre marzo y junio de 1844- resume las primeras expresiones del pensamiento liberal dominicano. Sus fuentes de inspiración están en la Declaración de independencia de los EEUU, en las ideas de Jefferson, en la Constitución de Venezuela y en los fueros de Cataluña y Aragón. Estos consistían en compilaciones o códigos generales de leyes, los usos y cos-tumbres que, conservados por una observancia general y constante, llega-ron a tener con el transcurso del tiempo fuerza de ley no escrita. Incluían cartas de privilegios o instrumentos de exenciones de gabelas, concesio-nes, gracias, mercedes, franquezas y libertades.17

A pesar de no superar la condición de borrador, el proyecto de Consti-tución de Duarte fue la norma jurídica y política de la Junta Central Gu-bernativa, y base clave de la Constitución de San Cristóbal.18 En la versión

17 Rodríguez Demorizi, E. “Investigación Duartiana”, en Boletín del Instituto Duartia-no, año VI, No. 10, enero-diciembre 1974, pp. 23-30.18 Cross Beras, J. (1984), Sociedad y Desarrollo en República Dominicana, 1844-1899, Instituto Tecnológico de Santo Domingo, Santo Domingo, Editorial CENAPEC, p. 126.

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parcial que se conoce por iniciativa de Rosa Duarte se desprende que en este proyecto:

(…) se proponen 34 artículos, de los cuales tienen una numeración suce-siva a partir del 1, los primeros 24; seis figuran sin ninguna numeración; cuatro contienen versiones diversas de disposiciones idénticas o similares; y por último, siete, en dos o tres textos, repiten la numeración pero contie-nen previsiones diferentes. En suma, son veinte y siete los textos o artícu-los que constituyen la parte del proyecto que alcanzó a ser formulado en forma escrita por el Padre de la Patria.19

Duarte se concentra en el concepto de ley y los criterios de aplicación. Dos de sus textos se refieren a la nación dominicana y a los dominicanos; uno al territorio nacional, otro a la religión, tres al gobierno; y el último, al derecho de expropiación por causa de utilidad pública.

Duarte propone la Constitución de la República a partir de una democra-cia operante, real, capaz de dar respuesta al afán de justicia que distingue a los pueblos del mundo. Entendía que la libertad debía florecer como un espléndido acto de comprensión de amor.20 La vía para el logro de este ob-jetivo debía ser el gobierno establecido para el bien general de la asociación i de los asociados, el de la Nación Dominicana es i deberá ser siempre i ante todo, propio i jamás ni nunca la imposición extraña, bien sea ésta directa, indirecta, o remotamente; es i deberá ser siempre popular en cuanto a su origen, electivo en cuanto al modo de organizarla, representativo en cuan-to al sistema, republicano en cuanto a su esencia i responsable en cuanto a sus actos (sic). Duarte amplió el esquema clásico sobre la separación de los poderes: legislativo, judicial y ejecutivo, agregándole el poder municipal, y colocándolo en primer lugar.

Siguiendo la experiencia de los libertadores suramericanos, Duarte esta-bleció en su proyecto de Constitución que la religión predominante en el Estado es y deberá ser siempre la Católica y Apostólica, pero sin perjui-cio de la libertad de conciencia y tolerancia de cultos y de sociedades no contrarias a la moral pública y caridad evangélica. Con esta visión se daba

19 Salazar, J. E., “Reflexiones sobre el pensamiento político de Duarte”, en Boletín del Instituto Duartiano, año IV, No. 8, enero-diciembre 1972, pp.7-26. 20 ibid., p.20.

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respuesta al carácter anticlerical de la administración de Boyer, defensor de la separación entre iglesia y Estado. También respondía a las expectati-vas de los diferentes credos religiosos, cuya feligresía había colaborado de diferentes formas en el proceso de separación de los haitianos.

Valoraciones finales En sus afanes y desvelos por la causa de la redención, Duarte jamás tuvo

espacio para el desvío ni la claudicación. Su indeclinable apego por el bien patrio le hizo acreedor del amor y admiración de sus coetáneos más cer-canos, y de todas las generaciones de dominicanos y dominicanas que, si-guiendo la memoria leal e ingenua de la más pura tradición, valoran por siempre sus hazañas y ejemplos conservados en el tiempo (…). La vida, ejemplo y pensar de Duarte forman parte del legado que, haciendo las ve-ces de antorcha de relevo, ha servido de inspiración para la defensa y cuido del decoro de la nación, así lo muestran Luperón, Gilbert, Fernández Do-mínguez, Caamaño y otros tantos convertidos por las circunstancias en soldados del pueblo y militantes de la libertad.21

En el legado político de Duarte está presente:

El político prudente y de fino tacto.•El político que valora, siempre en primer plano, la causa de la patria.•El forjador de la base jurídica del Estado, sus principios de libertad, •postulados democráticos y la afirmación de los preceptos de la nación dominicana.

El político marcado por un nacionalismo radical e intransigente, pero •sin caer en posturas chauvinistas.

En él reside el más convencido de los liberales dominicanos. Con su •práctica política la corriente liberal cobró cuerpo doctrinario en Santo Domingo.

En su ejemplo está presente el político que aboga por el patriotismo •sentimental, por la independencia de los pueblos, por la justicia social y por la fraternidad humana.22

21 Martínez, H. L., op. cit., pp. 11-12. 22 Patín Veloz, E. “El pensamiento político de Duarte”, en Boletín del Instituto Duar-tiano, año VII, julio-dic. 1975, Santo Domingo, pp.53-74

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Ulises Francisco Espaillat: ¿El último de los liberales?Ulises Francisco Espaillat ocupa un lugar de honor entre las personalida-

des más respetables que ha dado el país. Desempeñó las más importantes posiciones públicas, incluyendo la vicepresidencia y la presidencia de la República. Figura importante en la revolución liberal de 1857 y en la Cons-tituyente de Moca de ese año. Ocupó siempre el lado opuesto a los con-servadores. Rodríguez Objío lo sitúa como el pensamiento inamovible de la Revolución Restauradora, en la que ocupó las posiciones de Secretario de Relaciones Exteriores y vicepresidente del Gobierno de la República en Armas, cuya sede estaba en Santiago.23 Rodríguez Demorizi comparte esta opinión al sostener que Espaillat:

Adelantándose a su época, revela, mejor que todos, a través de un siglo, las fuentes democráticas del Gobierno de la Restauración, porque la reali-dad es que a los actos del Repúblico, corresponden sus ideas de gobierno y de bien patrio, suficientes para señalarlo no sólo como el primero de los ideólogos del gobierno de Santiago, sino como el más esclarecido de nues-tros ideólogos.24

Como miembro honorario ocupó un lugar especial en las principales so-ciedades dominicanas, entre las que cuentan: Amigos del País, La Liga de la Paz, de Puerto Plata, y Amantes de la Luz, de Santiago de los Caballeros.

Junto a Bonó, Espaillat ilustra el proceso iniciado en el país a fines del siglo XIX de una intelectualidad abierta, flexible y democrática que, sin oposición política directa de una intelectualidad dogmática y aristocráti-ca; planea soluciones racionales y viables. En sus visiones combina la expe-riencia analítica del pasado con una visión sintética del futuro.25

Como periodista político y social analizó con agudeza los causantes de los males que aquejaban a la nación durante los primeros años de inde-pendencia, destacando la inexcusable inestabilidad política reinante en el

23 Vicioso, Abelardo, “En la Fragua de la Liberación: Ulises Francisco Espaillat (1823-1878)”, en Rev. Política, Teoría y Acción, Año 11, No. 120, marzo 1990, pp. 9-15. 24 Rodríguez Demorizi, E., “Elogio del Gobierno de la Restauración”, discurso pro-nunciado en Santiago el 14 de septiembre de 1963, publicado en la revista Educación, nos. 1-3, Nueva Época, 1963, pp. 39-50.25 Pimentel, M. (2001), Liberalismo y autoritarismo, siglos XIX y XX, Santo Domingo, Editora de la UASD, p. 222.

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país durante los años posteriores a la guerra restauradora. En su estilo de exposición destaca la tendencia a la comparación y a la ilustración de las ideas con ejemplos cuidadosamente seleccionados. En tales afanes llegó a escribir con el pseudónimo de María, otras veces asumía su real identifi-cación.

La crítica social y política de Espaillat descansa en temas como:

A.- El interés por prestar atención a las demandas del pueblo, de las masas compuestas por los trabajadores.

B.- Preocupación por problemas institucionales: conducta del poder eje-cutivo, la justicia, la educación, la libertad, la ley, la descentralización, el poder desmedido del presidente, el canibalismo político (clientelismo). Consideraba que el avance de la sociedad debía apoyarse en el trípode compuesto por la sed de libertad (sustancia de la democracia), de justicia y de saber. Es esta la tabla de salvación de una sociedad. Dichos compo-nentes deben actuar combinados, con la salvedad de que la garantía de su buena acción depende de la posibilidad de que los hombres con cierto gra-do de educación se pongan a la cabeza de la cruzada por la democracia. En estos planteamientos su modelo era la sociedad norteamericana vista en un plano ideal, sin tomar en cuenta su condición de nación imperialista cuya esencia descansa en someter a las naciones bajo su esfera de influencia.26

En función de este modelo Espaillat defendió el desarrollo de la economía a partir de la libertad de empresa. Sostuvo que era de la escuela de aquellos que quieren para el ciudadano toda especie de libertades. Libre de ser el que tiene el capital, para pedir por el uso o mal uso de su dinero el interés que le plazca; y libre también debe ser el que lo necesita, para hacer de lo suyo lo que diere la gana.27 Esta especie de sentencia fue publicada por Espaillat ante las reacciones que provocaba la práctica de los comerciantes de prestar al 5% mensual.

26 Mu-Kien, A. (1997), Una utopía inconclusa, auspiciada por el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, Santo Domingo, Editora Amigo del Hogar, p. 184.27 Los Escritos de Espaillat, edición auspiciada por la Sociedad Amantes de la Luz con el concurso particular del Estado, Santo Domingo, Imprenta La Cuna de América, 1909, p. 35.

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Espaillat veía la concertación de esfuerzos como el arma más efectiva en la búsqueda de la superación de todos los males que aquejaban la naciente República. Concebía una especie de acuerdo nacional como:

(…) la alianza entre los antiguos partidos es la sustitución de la ley, con toda su magestad, a la voluntad de los mandatarios con toda su barbarie, es el derecho que todos tienen de esperar que los agitadores se queden que-dos y no continúen arruinando más y más al país..., es el deber de todos los dominicanos de sostener el estado de cosas impidiendo toda conmoción, cualquiera que ésta sea, que es el único medio de lograr que se reponga la fortuna pública, se ilustre la Nación, se organice la Justicia y triunfe la virtud del vicio... es el deber que todos los pretendientes a los puestos pú-blicos tienen de esperar que a cada cual le llegue su turno, sin meterse a inventar evoluciones políticas cuyo resultado cierto es prolongar indefini-damente el malestar de la Nación, si a más de esto no se agregase el traer a quien menos se piensa.28

Gobierno de EspaillatUna convergencia de las principales fuerzas sociales del país logró sacar

a Espaillat del seno familiar y convertirlo en presidente de la República en marzo de 1876. Su triunfo se dio con el registro de la más alta votación lograda hasta entonces. Era el primer presidente dominicano sin rango de general. La condición de civilista lo llevó a decir: gobernaré con maestros, no con militares. Espaillat había llegado a la presidencia de la República con el objetivo de respetar y hacer respetar las leyes y la Carta Sustantiva, realizar administración honesta apoyada en la pulcritud en el uso de los fondos públicos.

En su discurso de aceptación de la candidatura a la presidencia de la República, marzo de 1876, sostuvo que los gobiernos no deben temer a la libertad, ya que representa la fortaleza de los pueblos, de los cuales ad-quieren los gobiernos su propia fuerza. Esta práctica democrática inspira y robustece el amor a las instituciones, dando al mismo tiempo estabilidad a los gobiernos, y asegurando el arraigo y desarrollo de las libertades pú-blicas.29

28 Ibídem.29 Ibid., p. 323.

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Con Espaillat retornaba el liberalismo azul al poder, de ahí que la compo-sición de su gabinete incluyera a Manuel de Jesús Peña y Reynoso, minis-tro de Interior y Policía, Manuel de Js. Galván, Relaciones Exteriores, José Gabriel García, Justicia e Instrucción Pública, Mariano Cestero, Hacienda y Comercio, Gregorio Luperón, Hacienda y Marina.

En su programa de gobierno incluía los siguientes componentes:Cumplimiento de las penas por parte de los condenados. Agilizar los •casos.Prohibición del uso de los presos en servicios particulares. •Rendir culto a la justicia.•Restablecer el crédito.•Impulsar el desarrollo de la industria sin acudir a empréstitos.•Desarrollar un plan de obras públicas.•Educar a los campesinos para el mejor desempeño de sus tareas. •Impulsar el aprovechamiento de las riquezas del país.•Organizar y disciplinar el ejército.•Estimular• el desarrollo de la instrucción pública.

Entre las medidas tomadas por Espaillat con el propósito de aliviar el caos que en todo orden reinaba en el país destacan la supresión de gas-tos políticos: regalías, dietas y otra prebendas, aplicación de un plan de ajustes orientado a enfrentar la escasez en las finanzas públicas, buscó la anulación de las revoluciones a partir del respeto a las instituciones y de la tolerancia a tono con lo establecido por la ley. Para Espaillat:

La tolerancia de las opiniones legalmente manifestadas, da más derecho a las autoridades para ser rigurosamente exactos en el cumplimiento de la ley con aquellos que pongan en peligro la sociedad (…). La Constitución trae en su art. 13 y en sus párrafos 1 y 2, así como en el 14 y su párrafo 1, la manera de proceder respetando las garantías y poniendo las leyes en eje-cución con la brevedad que hace eficaces sus efectos. Es mi deseo que en ninguna causa, ni criminal ni política, se falte a estas prescripciones.

Quiero que mi gobierno sea acreedor en lo futuro al dictado de lo justi-ciero, pero no al de lo arbitrario, ya sea la arbitrariedad usada contra la sociedad y a favor del delincuente, ya contra éste y en aparente favor de la seguridad social.30

30 Ibid., p. 326.

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La devoción de Espaillat por el respeto al orden institucional le hacía per-der de vista el contexto en que actuaba. Envuelto en un mundo ideal, no reparó en que la clase política dominicana, incluyendo a la militancia azul, no estaba en capacidad de asimilar sus preceptos liberales. Tampoco tomó en cuenta el carácter pendular de las fuerzas políticas que coyunturalmen-te apoyaron su ascenso a la primera magistratura del Estado. No se daba cuenta que, según expresiones posteriores de Luperón, para esa época no se era buen presidente cuando se era leal, honrado y moral, cuando no se era despilfarrador ni traidor, una verdad dura y severa, pero verdad.31

El desconcierto debió ser grande para Espaillat al enterarse de las figuras integradas a los primeros movimientos sediciosos de la Línea Noroeste or-ganizados contra su gobierno en junio de 1876, con el apoyo económico de Ignacio María González, apoyado a su vez por el gobierno haitiano. Igual sucedía en Moca, Puerto Plata, Santiago y San Francisco de Macorís.

En octubre de 1876 Espaillat se vio precisado a presentar renuncia de la presidencia de la República. La frustración se apoderaba del último de los liberales dominicanos en ocupar tan alta posición por la vía constitucio-nal. A partir de esa experiencia los diferentes partidos políticos cayeron en la ilegalidad, sin la exoneración del Partido Azul, cuyos miembros se tornaron tan conspiradores y revoltosos como los otros cuando no esta-ban en el poder, y capaces de violar la Ley cuando se encontraban en el mismo.32 Como ejemplo destaca la decisión de Luperón, luego de ganar las elecciones de 1878 con su ayuda, de derrocar el gobierno constitucional de González por negarse a nombrar al general Heureaux como gobernador de Santiago. Así lo testimonia el general Francisco Ortea en carta dirigida a Meriño en 1881:

“(…) gobierno legítimo y constitucional cuyo presidente fue electo en el año 1878 por voto popular. Vosotros, sin más carta de agravios que la ambi-ción, derrocásteis ese gobierno con las armas en las manos, con la sorpresa, y sobre todo con la traición, pisoteando sin respeto la palabra empeñada,

31 Hoetink, H., (1997), El pueblo dominicano, auspiciado por la Universidad Católica

Madre y Maestra, Santiago de los Caballeros, p. 158. 32 Domínguez, J. (1984), Notas económicas y políticas dominicanas, julio 1865-julio 1886, t. II, Santo Domingo, Editora de la UASD, p. 580.

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pospactos de una alianza pública, y sin motivos que os justificasen, puesto que el dicho gobierno apenas se acababa de constituir; prejuzgasteis car-gos que oponerle a fin de hacer una revolución. 33

Otros ejemplos de irrespeto de los azules al orden institucional fueron los desmanes caudillistas de Luperón para decidir el control del poder entre los años 1876-82, la elección dudosa de Francisco Gregorio Billini como presidente de la República, los métodos usados por Ulises Heureaux para desplazar el liderazgo de Luperón, etc. Era el fin de la doctrina liberal del Partido Azul. Su consigna: Nacionalismo, Soberanía Popular que ampliaba con la expresión: voto-respeto a la constitucionalidad y a la legalidad, ya no tenía razón de ser.

Esta crisis de la mística liberal de los azules se debió, entre otras razones, a la reorientación social provocada por inversiones extranjeras, lo que dio lugar a un nacionalismo económico favorecedor del predominio del capital monopolista norteamericano, junto a la burguesía local en desarrollo. En esta dinámica, muchos líderes azules se hicieron comerciantes importado-res y exportadores, latifundistas, ganaderos, rentistas y algunos hasta se asociaron a la producción azucarera, como en el caso de Luperón o de los hermanos Lithgow. Se daba la transición del nacionalismo político radical al entreguismo al imperialismo norteamericano, con lo que se perdía la fi-delidad al ideario trinitario y restaurador.34

33 Ibidem.34 Cassá, R. (1989), Historia Social y Económica de República Dominicana, T. 2, Santo Do-mingo, Editora Taller, p. 164.

“En el plano militar, Duarte asumió la comandancia de Santo Domingo, en tanto Mella pasó a comandar la Plaza de Santiago. Esta prueba de arrojo, de firmeza política, provocó manifestaciones de adhesión en las principales plazas políticas del país, lo que debió influir en la decisión de Mella de proclamarlo presidente de la República a principios de julio del citado año”.

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EXPOSITORES: Mu-Kien SangCarmen DuránAntonio LluberesJosé del Castillo

COORDINADOR: Justo Pedro Castellanos

El positivismo, Hostos y los discípulos

• Pedro Henríquez Ureña• José Ramón López• Salomé Ureña• Félix Evaristo Mejía• Leonor Feltz• Pedro Bonó • Américo Lugo

CAPITULO IV

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En la mesa principal se encuentran Antonio Lluberes, Mu-Kien Adriana Sang, Justo Pedro Castellanos, rector de APEC, Carmen Durán y José del Castillo.

El público escucha las exposiciones del panel, realizado en la Universidad APEC.

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1Quisiera antes de iniciar con la parte central de mi participación, agra-decer al grupo que ha organizado este “Festival de las Ideas” el haberme invitado a formar parte de esta experiencia. Creo que nuestro pueblo ne-cesita de actividades que le ayuden a su propia reflexión.

Tengo una pequeña objeción con el título de nuestro panel. Algunos de los intelectuales señalados en la invitación como discípulos del positivis-mo, en realidad no eran positivistas. Este fue el caso de Pedro Francisco Bonó, un intelectual netamente liberal. Lo mismo ocurre con Pedro Henrí-quez Ureña, si bien su madre era positivista, no puede afirmarse que en su pensamiento exista ni siquiera una pizca de positivismo. Creo que muchos de los panelistas y de los presentes coinciden con mi opinión.

Vamos de lleno a nuestro tema. Para hablar acerca del positivismo, se hace necesario hacer una breve referencia a las corrientes de pensamientos que nacieron en el corazón del siglo XIX, un tiempo en que los cambios se impusieron y la sociedad tuvo que dar respuesta. Los cambios se produ-jeron en la economía, al producirse la revolución industrial y consolidarse la economía de mercado. En el plano político comenzaron las luchas por la

1 Mu-Kien Sang es historiadora y educadora. Ponencia ofrecida el viernes 14 de agosto en UNAPEC, en el marco del “Festival de las Ideas”, retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano.

Hostos y el positivismo. Una visión desde el siglo XXI Mu-Kien Adriana Sang1

“El liberalismo acepta la existencia del Estado como regulador de la convivencia colectiva… La evolución de la concepción del Estado indica la relatividad del concepto mismo y expresa los vaivenes de la burguesía, que lo combate en algunos momentos y lo apoya en otros”.

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igualdad política y los derechos humanos. En el plano social, se iniciaba el sector social que había dejado de ser siervo para constituirse en trabajador asalariado, imponiéndose el salario como el punto de negociación con el empleador, y no las relaciones de interdependencia que había impuesto el viejo modelo feudal.

El siglo XIX es el momento de la historia de la humanidad que más pro-fundamente ha marcado el pensamiento occidental. Diversas corrientes de pensamientos desarrollaron visiones diferentes sobre la interpretación de la historia y, sobre todo, cuál debía ser el camino de la transformación. Fue el preludio teórico y práctico de la definición de aquello que muchos hom-bres y mujeres de su tiempo prefiguraron y soñaron como nueva sociedad. La pregunta era la misma: ¿cómo debían desafiarse los nuevos cambios? Las respuestas fueron múltiples y contradictorias. En medio de la diversi-dad de opiniones y opciones, existía un común denominador: la libertad, el progreso, la preponderancia de la ciencia y la fe en el futuro. Estos valores estaban subyacentes al pensamiento de todos y cada uno de los creadores, padres de las diferentes teorías e interpretaciones nacidas como respuestas a la cambiante realidad del siglo XIX europeo: Neocatolicismo, marxismo, positivismo, idealismo, y liberalismo figuran entre las principales corrien-tes de pensamiento que se ofrecieron como alternativas a los hombres y mujeres del siglo XIX.

El neocatolicismo fue una vieja teoría que tuvo que renovarse para po-der dar respuesta a la filosofía anti-clerical nacida con la Ilustración y del

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llamado “Siglo de las Luces”. Intentó restablecer las tradiciones católicas en la vida social y en el gobierno del Estado, pero defendiendo el progreso y la modernidad. Los teóricos de esta corriente sustentaban que la verdad divina debía definir los caminos que permitirían construir los destinos de la humanidad. Abogaban por la necesaria renovación dentro de la Iglesia Católica para no verse obligados a propugnar y, mucho menos, defender, esos valores que consideraban obsoletos y atrasados. Los principales teó-ricos de esta corriente fueron Ballanche, Chateuabriand y Lamennais.

En el siglo XIX apareció también el idealismo, versión más abstracta, pero más acabada, del romanticismo alemán. En el discurso de los idealis-tas aparecían siempre las palabras que resumían la esencia de su posición filosófica: “Yo”, “idea”, “sustancia”, “moral”, “espíritu” y “libertad”. Su ori-ginalidad no estribaba en la terminología, sino en la totalidad de su vehe-mente forma de pensar. Para ellos el mundo estaba definido por el espíritu libre que lo estructuraba y le daba sentido. El alma de los seres humanos era considerada como algo muy superior a su propia naturaleza física ya que les permitía elevarse y mejorar para ofrecer algo nuevo al mundo. Las llamadas teorías del idealismo objetivo se complementaban con la teoría metafísica. En tal sentido el objeto conocido no tenía más realidad que su ser pensado por el sujeto, ya que la verdadera esencia del objeto se develaba como actividad subjetiva del pensamiento.

También en el siglo XIX, nació la más controversial representación del pensamiento revolucionario, el materialismo dialéctico y su aplicación, el materialismo histórico de Carlos Marx. Sin duda, Marx era el más sobre-saliente del grupo de los intelectuales denominados como de “la izquierda hegeliana”. La nueva teoría sostenía que el sistema de Hegel no culminaba con la historia. Pero reconocían la utilidad de la dialéctica hegeliana. Lo que hizo el marxismo fue invertir el concepto. Ya no sería la idea, el motor de la historia, sino la lucha de clases. Marx auspiciaba el pensamiento ma-terialista y, sobre todo, crítico del nuevo orden económico, el capitalismo, cada vez más dominante en el mundo.

El siglo XIX también marcó el triunfo de la doctrina liberal. Pensamien-to político nacido en el seno de las potencias europeas. En la gestación y desarrollo del denominado liberalismo se cruzaron pensamientos y oríge-

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nes con temporalidades y nacionalidades distintos. Por eso resulta difícil ubicar el momento preciso del nacimiento del liberalismo, pues se inicia en el siglo XV pasando por el XVIII hasta llegar al XIX. Incluye pensadores como Tomás Moro, Richelieu, John Locke, Rousseau, Montesquieu, entre otros. Está claro que el liberalismo es el complemento teórico del capita-lismo naciente.

Podríamos definir al liberalismo como el sistema filosófico, económico y político, que defiende la libertad como principio. Promueve la democracia representativa, la división de poderes y se opone a cualquier forma de des-potismo. Tres son los principios que defiende:

La libertad individual.

El Estado de Derecho. Es decir defiende la igualdad ante la ley.

El derecho a la propiedad.

En principio, porque la realidad se ha encargado de negarlo, el liberalis-mo económico defiende la no intromisión del Estado en las relaciones eco-nómicas. Impulsa y promueve, hasta la saciedad, la reducción de impues-tos y busca la eliminación de cualquier regulación sobre el comercio, y la producción. Según la teoría liberal, la no intervención del Estado permite y asegura la igualdad de condiciones. Como afirmaba en mi obra sobre Es-paillat, la posición del anti estatismo por parte de los liberales es relativa, ya que en algunos momentos de crisis, recurre al Estado.

El liberalismo acepta la existencia del Estado como regulador de la convivencia colectiva… La evolución de la concepción del Estado indica la relatividad del concepto mismo y expresa los vaivenes de la burguesía, que lo combate en algunos momentos y lo apoya en otros.2

Así pues, podemos decir que el liberalismo fue la expresión ideológica y política de la nueva sociedad nacida en el mundo feudal de la Europa central. Una sociedad sustentada en la economía de mercado abierta, des-tinada a la producción y circulación de mercancías. La nueva sociedad ne-

2 Mu-Kien Sang, Una utopía inconclusa. Espaillat y el Liberalismo Dominicano del siglo XIX, Santo Domingo, INTEC, 1997, P.17

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cesitaba un nuevo instrumento de poder. Por esta razón nació el Estado liberal y republicano. Como teoría y filosofía del pensamiento, podríamos afirmar que el liberalismo nació en Francia a partir de 1818.

La continuación de una doctrina

El positivismo nació cuando el liberalismo se había consolidado. Puede afirmarse que su nacimiento se ubica a finales de los años 30 del siglo XIX. El pensamiento positivista podría definirse como una doctrina filosófica y política. Algunos autores lo ubican como el polo opuesto del neocatoli-cismo, pues como ya hemos afirmado, proponía conservar el viejo dogma religioso, mientras el positivismo integraba en su lenguaje las nociones de libertad y progreso.

El nombre de positivismo, bautizado así por su creador, Augusto Com-te, tiene su origen en la esencia misma del pensamiento. Según esta teoría todo lo que existe proviene porque el ser humano lo creó y no la divinidad. Lo único válido era la razón y la ciencia, a través de la experimentación, la observación y la experiencia. Planteaba la nueva corriente que solo a través de la ciencia era posible el progreso.

Comte sostenía que la humanidad debía pasar por tres estadios sociales, que a su vez debían corresponderse con los distintos grados del desarrollo intelectual: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico o abstracto y el estado científico o positivo. Defendía el padre del positivismo que el tránsito de un estado a otro constituía la ley del progreso de la sociedad. Según los planteamientos de Comte y sus discípulos, el positivismo solo admitía como científicamente válidos aquellos que procedieran de la ex-periencia. Por lo tanto se rechazaba toda noción a priori y todo concepto total y absoluto.

Pero el positivismo no era un pensamiento perfecto. Estuvo marcado por la vacilación. Dos direcciones distintas lo hacían un pensamiento ambiva-lente. La defensa del espíritu como objetivo de la ciencia, intentando impo-ner en la humanidad un orden de valores necesarios, por un lado. Y por el otro, imponer, a partir de la ciencia misma, el orden universal. ¿Cuál era la diferencia entre los dos caminos? Evidentemente no eran tan sustanciales

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como podrían aparentar. Lo cierto es que en ambas visiones se presenta una visión cientificista, que sitúa a la ciencia como el principio y el fin de todo. Ambas opciones definen y reducen la configuración de los destinos de la humanidad en objeto del saber científico. Así pues, pretendiendo en-frentar a los neocatólicos, acusándolos de negar la ciencia a causa de la trascendencia, convirtieron el supuesto saber objetivo que ofrece la ciencia en un dogma casi religioso, y por negador de la libertad crítica.

El positivismo pretendió ser la cara opuesta de los utopistas y de los marxistas y se mantuvo fiel a la posición que establecía una distinción en-tre lo espiritual y lo temporal. En su lógica de una falsa perfección, cerró sus puertas al mundo exterior y se mantuvo ajeno al movimiento social del siglo XIX, y en los casos en que pudo tener influencia política, asumió las posiciones más reaccionarias.

Lo cierto es que el liberalismo y el positivismo fueron dos doctrinas que respondieron a las necesidades de la burguesía emergente. Podemos entonces concluir que el positivismo fue la filosofía de la burguesía insta-lada en el poder, y como respuesta a las nuevas teorías revolucionarias del socialismo utópico y del marxismo. Sin embargo, para algunos teóricos fue un arma ideológica de carácter reaccionario. Como bandera espiritual de la burguesía, el positivismo fue una tendencia idealista contradictoria. Su contradicción radicaba en el hecho de reflejar los intereses de clase de la burguesía al tiempo que pretendía ofrecer una fórmula de reforma social.

El positivismo y la educación

Augusto Comte sostenía que la educación era el medio más eficaz para crear el estado permanente de orden, progreso, libertad individual y res-peto colectivo. Consideraba la revolución como la expresión política del caos y la anarquía. Planteaba que la única solución que podía existir en el mundo, era mediante la imposición de un régimen político que mantuviera el orden y el progreso, aunque fuese una dictadura. Para el positivismo, el orden debía estar al servicio del progreso. No un orden teológico ni me-tafísico, sino de un orden concreto, cuya finalidad debía ser el progreso material de las naciones. Así, para que las naciones pudiesen alcanzar su identidad, requerían de un sistema educativo nacional al servicio del orden

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y, sobre todo de la homogeneización. Las sociedades necesitaban ser más eficientes, productivas y ordenadas; debían derrotar la ignorancia y el os-curantismo. ¿Cuál era la mejor forma de hacerlo? Sencillamente a través de la educación. De esta convicción nacieron las grandes reformas educativas en el mundo.

Refiriéndose al tema, y específicamente al caso venezolano, Rafael Fer-nández Heres,3 señala que “el positivismo penetra en Venezuela con la pre-tensión de renovar, de reconstruir la vida intelectual (educación, ciencia y cultura) e institucional, dentro de los principios de orden y progreso, en momentos en que el país se desintegraba, y dio sustentación filosófica a la educación… Así, que no es exagerado señalar que el acervo de ideas pe-dagógicas que construye el positivismo en Venezuela toca todas las cues-tiones que configuran un régimen de enseñanza; desde los más elevados asuntos de carácter ético… hasta los cuidados didácticos para asegurar que una lección de cosas fije de manera objetiva en el niño el aprendizaje del conocimiento. De modo que el positivismo en Venezuela fue generador de importantes iniciativas renovadoras de la educación, con repercusión en la vida social del país…”

La pedagogía positivista y la concepción positivista de la educación tam-bién llegaron a América Latina. En la mayoría de los países se pretendió organizar el sistema educativo en función del dogma de la ciencia positiva. Defendieron por los cuatro costados que la meta del progreso era derrotar la ignorancia y el oscurantismo, solo de esta manera podría nacer una so-ciedad europeizada, republicana y progresista.

La gran revolución pedagógica del positivismo fue la formación docente. Desarrollaron y promovieron programas con fuerte articulación entre la formación de los maestros y la supervisión escolar, así aseguraban la co-herencia entre teoría y práctica pedagógica. En la concepción positivista, el centro de la educación eran los docentes, pues los alumnos eran vistos como meros receptores. Era, sin lugar a dudas, una educación vertical y autoritaria.

3 Rafael Fernández Heres, La educación en el siglo XIX. Biblioteca Digital Andina, p.8.

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El método científico fue la base conceptual de la pedagogía positivista. Y el objetivo de la educación era crear individuos que tuvieran la capaci-dad de servir al Estado. Un Estado, como hemos dicho, que defendiera el orden y el progreso. Pero la educación servía también como un mecanismo eficiente de transformación cultural. En su lógica de negación de la he-rencia recibida, los positivistas planteaban la inmigración de poblaciones provenientes de países imperiales. Esos inmigrantes, que aportarían en mentalidad y disposición al trabajo y permitirían mejorar la mezcla racial, debían ser introducidos a la cultura del país receptor. ¿Cuál era la mejor manera de hacerla? A través de la educación.

El positivismo en América Latina

América Latina a principios del siglo XIX era un verdadero caos político. Por un lado estaba España, un imperio en decadencia; por el otro las demás potencias que veían en el continente un nuevo mercado de sus mercancías y para la expansión de sus capitales. Y finalmente, estaban las sociedades latinoamericanas que necesitaban liberarse del control español que no les permitía consolidarse como clases social.

En medio de esas grandes contradicciones sociales y económicas, lle-garon al continente latinoamericano las ideas liberales que habían nacido en Europa. Los revolucionarios latinoamericanos la abrazaron con entu-siasmo. Europa, aquel continente donde estaba la España de la que buscá-bamos con ansias emanciparnos de sus garras, era también el continente en donde crecieron ideas nuevas de libertad y derechos humanos. Así, en la etapa de formación nacional, los nuevos líderes políticos acogieron los principios del liberalismo, como sostén ideológico de la emancipación. Se inspiraron, bebieron de las fuentes inagotables de las ideas nacidas con la Ilustración (Rousseau, Voltaire y Montesquieu). Después se inspiraron con Locke y Bentham, y de ellos aprendieron el concepto del poder civil. Más tarde llegaron los vientos libertarios provenientes de Estados Unidos

“En América Latina, tal y como sucedió en Europa, el positivismo latinoamericano surgió después que las nuevas fuerzas sociales lograron instalarse en el poder. El liberalismo, aunque es doloroso decirlo, había fracasado como proyecto político”.

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y finalmente el espíritu de la Revolución Francesa los impulsó a luchar por la emancipación.

En América Latina, tal y como sucedió en Europa, el positivismo latino-americano surgió después que las nuevas fuerzas sociales lograron insta-larse en el poder. El liberalismo, aunque es doloroso decirlo, había fracasa-do como proyecto político. Las luchas inter caudillistas que provocaron la incoherencia entre pensamiento y acción, acentuadas por la presencia cada vez mayor de las fuerzas conservadoras, hicieron que un grupo de liberales se acercaran al pensamiento de Augusto Comte. Así, del idealismo bur-gués, defendido por los liberales radicales, pasamos a una mentalidad más racional y práctica, que exigía líderes críticos frente a su realidad, negado-res de la herencia recibida y especialmente capaces de garantizar el orden y el progreso. Negaron la libertad, porque ella había provocado las luchas intestinas, las crisis políticas, los gobiernos sucesivos y poco duraderos.

Llegó sin transición alguna el pragmatismo positivista. El discurso de la patria y la libertad fue sustituido por el orden, pues la libertad había traído anarquía. Y para instaurar ese orden soñado, si era necesaria la fuerza, no importaba. Y si el orden y la fuerza traían el progreso, muchas más razones había para defender esas ideas. De ahí nacieron las dictaduras positivistas del siglo XIX, que en nombre del orden y progreso, atropellaron los dere-chos humanos.

Liberalismo y el positivismo en el ambiente político dominicano

Como ocurrió en América Latina, no así en el resto de el Caribe, las ideas políticas liberales, primero, y las positivistas después, estuvieron presen-tes en el discurso de los políticos y de los intelectuales dominicanos. Los diferentes líderes de las supuestas corrientes ideológicas “antagónicas” (así, entre comillas) se presentaban a la población como verdaderos defen-sores de los principios de la institucionalidad democrática, de la libertad y del respeto a los derechos ciudadanos.

Los periódicos de la época, principal (por no decir único) mecanismo de comunicación social y educación existente, difundieron con alegría

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las ideas tan de moda en el mundo occidental de mediados del siglo XIX. Algunos medios informativos sirvieron de canales para difundir los pre-ceptos fundamentales del catecismo político liberal. Ideas como libertad, justicia, derechos humanos, respeto a la ley y el culto a la Ley Fundamental, la Constitución, se convirtieron en verdaderos hitos en los discursos de los políticos y de la intelectualidad dominicana.

¡Qué paradoja la que vivíamos en el siglo XIX! Mientras los grupos rivales se enfrentaban dura y cruelmente, los medios de comunicación defendían el principio de la concordia. Sin embargo, entre 1870 y 1878 pude conta-bilizar 214 movimientos armados. Mientras hablábamos de instituciona-lidad los golpes de estado estaban a la orden del día. Por ejemplo, de 1868 18778, es decir en 10 años, tuvimos 10 gobiernos, algunos de los cuales solo duraron días en el poder. ¿Qué defendíamos entonces? ¿El liberalismo? ¿El positivismo? ¿El conservadurismo? ¿O todo y nada al mismo tiempo?

El positivismo también llegó al país sin transición y, quizás, sin com-prensión. Algunos lo asimilaron, otros usaban sus argumentos sin com-prenderlos ni aceptarlos. Lo cierto es que en el discurso de algunos polí-ticos dominicanos, las nociones de orden y progreso fueron incorporadas demagógicamente.

Hostos y Espaillat. Pioneros del positivismo en RD

Ulises Francisco Espaillat fue un liberal positivista. Se le llama el Sar-miento dominicano. Criticaba, como el intelectual argentino, la herencia recibida. Se avergonzaba de nuestra mezcla racial. Pero, a diferencia de los positivistas puros, no anteponía el orden y el progreso a la libertad. Fue un defensor de la libertad y la institucionalidad. Y como buen positivista, defendía la educación.

Eugenio María de Hostos fue el gran reformador educativo. Se tiene que hablar antes y después de Hostos en materia educativa del siglo XIX. Fue el responsable de las reformas educativas del siglo XIX. Maestro de maestro, formó una nueva generación de maestros, pero especialmente, de maestras, mujeres que dinamizaron, limpiaron el rostro y transformaron la educa-ción dominicana.

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Hostos como Espaillat, fueron educadores positivistas que no transigie-ron con el tema de la libertad. Como Comte, defendían, la educación como el vehículo para lograr la transformación, pero no antepusieron nunca el orden y, su consecuente represión física o sicológica. Ambos eran maestros y políticos que pensaban que solamente la educación los pueblos podría salvarlos y redimirlos. Hostos fue muy claro cuando afirmaba:

Todos nuestros pueblos de origen latino en el continente americano, arrastrados por la corriente tradicional que seguían las viejas nacionalidades, se han imbuido en un sistema de pensamiento que, como prestado, no sirve al cuerpo de nuestras sociedades juveniles.

Han ellos menester un orden intelectual que corresponda a la fuerza de su edad, a la elasticidad de su régimen jurídico, a la extensión de horizontes que tienen por delante, a la potencia del ideal que los dirige… 4 3

Ahora bien, aunque Hostos fue contemporáneo de Espaillat y eran li-berales y positivistas, no siempre coincidieron en algunas ideas y plan-teamientos. Hostos defendía la Unión Antillana, el segundo la combatía. Planteaba el intelectual puertorriqueño que la diversidad de nacionalida-des antillanas no era más que una ficción, pues todos los países compartían una única nacionalidad, una misma geografía y una misma historia:

En donde acaban las Pequeñas, empiezan las Grandes Antillas. Son cuatro, escalona-das de menor a mayor, y colocadas verticalmente, de este a oeste, al istmo americano. La más oriental es Puerto Rico, como la han llamado los ávidos españoles; Borinquen como la llamaban los indígenas y nos complacemos en llamarla los criollos. La más occidental es Cuba. Entre una y otra, la victoriosa Haití-Santo Domingo. Enfrente de esta, al sur, Jamaica…5 4

Contrario a lo que se podría suponer, Espaillat fue un severo crítico del proyecto político hostosiano. Planteaba que habían muchas dificultades para su materialización. Sostenía que en esta gran Confederación estarán los fran-ceses de Guadalupe y Martinica, que no conozco; los haitianos, que conozco demasiado;

4 Hostos, Obras completas, XII, 164-165.5 Ángel López Cantos (editor), Eugenio María de Hostos, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, p. 89.

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los cubanos, a quienes voy conociendo, por verlos ocupados en el trabajo de destrucción que con toda probabilidad continuarán después de la emancipación; los ingleses de Ja-maica y demás islas británicas; y nosotros…¡soberbios elementos, por cierto, para cons-truir una sociedad mixta que deba servir de valladar a las aspiraciones e invasiones de la raza anglosajona! 6 5

Las ideas hostosianas de crear una sola República de Las Antillas, sin lugar a dudas, inspiraron los movimientos políticos liberales de las antillas mayores. Luperòn, Nissage Saget y Betances pusieron todo su empeño por hacer realidad el sueño del intelectual puertorriqueño. La Liga Antillana tenía como objetivo detener el control de las potencias imperiales en El Caribe, pero, como ha demostrado la historia, fracasó en el intento.

El antillanismo hostosiano ha sido muy estudiado. Un trabajo muy in-teresante de revalorización de este pensamiento es el de Arvelo. Sostiene que su pensamiento vivió tres etapas muy diferenciadas. La primera, plan-tea, abarca desde la publicación de La peregrinación de Bayoán, en 1863, hasta su intervención en el Ateneo de Madrid el 20 de diciembre de 1868, deshecho por las expectativas truncadas, herida el alma de hondo desen-canto por la inconsistencia de Castelar, Giner y Pi y Margall, y otros, con quienes se embarcó, en España, en la conjura que desembocó en la revolu-ción tradicionalmente denominada «La Gloriosa», y que dio al traste con el reinado de Isabel II, a cambio de que fuese modificado el régimen español en Puerto Rico[1]. Es una etapa que podría decirse está dominada por un patriotismo pasivo, en la medida en que sitúa fuera del país beneficiario la causa eficiente de su mejoría, pero hondo, por auténtico y sentido[2]. Dig-nidad, igualdad, libertad, abolición de la esclavitud y justicia, era cuanto pedía Hostos a España para Cuba y Puerto Rico, en ese momento, nunca amputación. Aún da en llamarla incluso madre patria.7 6

La segunda etapa la llamó proto-antillanista, pues a su juicio ahí se ad-vertían vaivenes e indefiniciones que suelen tipificar a los estadios en tran-sición. Su fuente por excelencia es el acta de la mencionada sesión del Ate-neo de Madrid, el 20 de diciembre de 1868. Allí se columbra por primera

6 Ulises Francisco Espaillat, Escritos, p. 269. 7 http://alejandroarvelopolanco.blogspot.com/2008/07/7-intento-de-descripcin-de-la-utopa.html

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vez desdibujada la posibilidad de una federación inter-antillana, en activa conexión con el resto de Hispanoamérica (1976: 46). Aparece por primera vez Santo Domingo como miembro potencial de la Federación Antillana. Su propuesta del principio federativo de Cuba y Puerto Rico con España sigue siendo su propósito cardinal, sin embargo (1976: 51-52)[4]. Aunque se menciona a Jamaica en este primer atisbo, más adelante se verá que que-da excluido y en razón de cuáles miras.8 7

En la tercera etapa, afirma Arvelo, se opera un cambio de marcha en lo relativo al modo de enfocar el tópico de la independencia de Puerto Rico: «la única fianza que quiere Puerto Rico es la federación, es decir, aquel sis-tema en que la unión es hija de un pacto entre soberanos iguales, y se man-tiene por la conveniencia mutua, hasta que la mutua conveniencia la di-suelve» (1976: 65-66). Tan drástico es el giro que en el pensador se produce, a lomos del despecho que en él siembra la actitud española, que comunica a su padre “la necesidad de ir a Nueva York para desde allí, y probablemente desde Cuba, intentar con esfuerzos personales, con las armas en la mano, la conquista de la libertad”.9 8

A pesar del fracaso de la Liga de las Antillas, la dimensión continental de Hostos siguió siendo un referente. Como señalamos en páginas anteriores, el pensamiento hostosiano fue vasto, rico y diverso. Se destacó no sólo como un teórico de la educación positivista caribeña, sino también como un profundo pensador de política y sociología y, más aun, como un inte-lectual capaz de concebir proyectos que guiaran la acción del movimiento liberal antillano, como vimos en páginas anteriores.

Hostos recibió influencias de movimientos filosóficos muy diversos, el positivismo comtiano y el neokantismo, pero no sería justo ni exacto ubi-carlo como un simple receptor de influencias e ideas. Camila Henríquez Ureña lo define como un racionalista con fases de idealismo, de visión ética inspirada en Kant y con el apoyo de una fe profunda en la ciencia y en el método moderno.

8 http://alejandroarvelopolanco.blogspot.com/2008/07/7-intento-de-descripcin-de-la-utopa.html9 http://alejandroarvelopolanco.blogspot.com/2008/07/7-intento-de-descripcin-de-la-utopa.html

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Sus ideas pedagógicas fueron expuestas de manera dispersa en varios trabajos. Hostos defendía el dogma “Educar la razón según la ley de la ra-zón”, porque estaba convencido de que la razón es a quien se dirige el esfuerzo del conocimiento, pues es como una especie de organización com-pleta, “un verdadero organismo cuyas partes todas están íntimamente re-lacionadas entre sí…”

Entendía Hostos que la educación individual permitía el desarrollo del individuo y su adaptación al medio; una adaptación que contenía tres esfe-ras vitales. A saber, la moral, la intelectual y la física. Estas esferas debían a su vez encauzar el desarrollo natural en armonía con los fines e ideales de la sociedad en que se desenvolvía.

Abogó Hostos por una pedagogía científica que se sustentaba en seis elementos; el preestablecimiento de los conocimientos que han de comuni-carse, el estudio y conocimiento de las funciones y actividades de la razón; seguir el orden natural de la razón; aplicación de un método que permita la aplicación sucesiva de los conocimientos; prefijarse un sistema que per-mita seguir el ritmo impuesto por la propia naturaleza y, finalmente, el desarrollo del método natural de la razón que contiene modos, “medios o métodos particulares que son y deben ser en realidad los recursos prácti-cos a que se apele para aplicar el sistema filosófico que se haya concebido y para exponer el método natural, o lo que tanto vale, el conjunto de medios de que la naturaleza se ha valido para organizar el entendimiento humano y para dirigirlo en busca y adquisición de nociones y conocimientos.

Espaillat se nutrió de los autores de su época. Así como la idea del pro-greso era una constante, la necesidad de la educación de los pueblos para trillar el camino hacia esa civilización anhelada. Se preocupaba por la falta de preparación de los maestros, por la baja calidad de la educación, por la precariedad del propio sistema educativo.

Su reflexión educativa partía de lo que él denominaba esa “noble aspi-ración de nuestro pueblo”, esa “sed de enseñanza” que por no ser cumpli-da se mantenía inalterable a través del tiempo, y que era inalterable del tiempo, y que era más intensa “en la clase pobre de nuestro país…” En un cierto intento de auto responder a sus propias conclusiones, de que los

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dominicanos se habían acostumbrado a la ignorancia y a la miseria, afirmó en una oportunidad que “nuestro pueblo ha sido siempre mal juzgado por nacionales y extranjeros”, pues muchos se habían dado la tarea de decir “cosas muy poco halagüeñas”.

Reflexiones finales

Hostos y Espaillat estaban unidos en la lucha por la libertad. Hostos pudo vislumbrar el futuro y predijo que sería más cruenta en el siglo XX. Hoy como ayer estamos buscando caminos.

Quiero finalizar con unas reflexiones muy interesantes de Jorge Luis Gó-mez Rodríguez.10 9

Pero lo verdaderamente peligroso del positivismo de hoy y de ayer es su intento de volverse una teoría de la objetividad en general. Por este motivo, el evangelio positivista siempre fue temido por otros evangelios y evangelistas. Su carácter totalizador y omnia-barcante, siempre fue una amenaza contra la autonomía de la razón y del sujeto... Sin sujetos reales y concretos, absorbida por los medios de comunicación y las estadísticas, por la materialidad instrumental de las nuevas tecnologías... Al parecer, la tensión anti-nómica del positivismo suplanta, a la autonomía de la razón y del sujeto.

La pregunta que se nos impone es ¿Hacia dónde caminar? El siglo XX fue el dechado maravilloso de la tecnología. Quedamos huérfanos de pen-samientos, de ideas nuevas y renovadoras. Hoy en el umbral del siglo XXI necesitamos un pensamiento nuevo que permita el nacimiento de nuevas esperanzas. Como lo fue el liberalismo en el siglo XIX. No queremos nue-vos catecismos ideológicos que obnubilen, como lo hicieron el positivismo y el marxismo, el sentido del pensar crítico y creativo.

10 http://www.usfq.edu.ec/liberarte/liberarte/vol2/resena4.htm

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Una mirada retrospectiva nos permite reconocer los nombres y las obras de mujeres dominicanas que conocían y expresaban las inquietudes inte-lectuales a finales del siglo XIX. Los periódicos dominicanos de la época, especialmente los de Santo Domingo y Puerto Plata, publicaban con fre-cuencia artículos acerca de la situación de la mujer en la sociedad decimo-nónica y las ideas innovadoras que hablaban sobre los cambios propuestos para la vida de ésta.

Durante el régimen de Ulises Heureaux (1887-1899) se impuso el auto-ritarismo político. Fue éste el período de la historia dominicana del siglo XIX en el que se acentuó la enajenación económica del país. De acuer-do con el análisis sobre este período... “el contenido social del régimen de Heureaux fue servir de punto de confluencia a los intereses particulares y al mismo tiempo coligados de la burguesía dominicana en gestación por un lado y, por el otro, de los grupos económicos externos, sobre todo asocia-dos al desarrollo de los monopolios de los Estados Unidos”.1

Para describir la sociedad decimonónica bajo el régimen de Heureaux, Rufino Martínez nos dice: ... “Con la centralización completa, directa o in-directa, según los casos, de las funciones gubernativas, tuvo el gobierno en el puño. Desde la más insignificante ordenanza hasta los ministros, el em-

1 Cassá, Roberto. Historia Económica y Social de la República Dominicana. Tomo II, Editora Alfa y Omega, Santo Domingo, 1986.

APORTES A LA LLUVIA DE IDEAS.SALOMÉ UREÑA: MUJER E IDEOLOGÍA“La obra poética, la labor educativa y la influencia de Salomé Ureña constituyen parte fundamental de los aportes de la mujer al pensamiento social y político y a las tradiciones intelectuales femeninas dominicanas”.

Carmen Durán

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pleado que contrariaba o desatendía la centralización perdía el cargo, no sin que antes buscase un pretexto para ello. Antes que la información de los empleados llegaba la de los espías que esparcidos por el más apartado y miserable rincón de la República se desvivían por enterarle de cualquier conspiración o actitud en la cual se trasluciere alguna amenaza al sosiego del régimen”.2

El proceso histórico dominicano, durante el siglo XIX, se caracterizó por la necesidad de definir la conformación del estado nacional y las insti-tuciones de soporte de dicho estado. La educación como forma de concien-cia social estaba sujeta a la situación general que vivía el país. La historia nos revela que en el caso específico de las mujeres, éstas tenían una situa-ción relegada al ámbito doméstico, lo cual respondía al modelo patriarcal de la sociedad decimonónica. Existían, sin embargo, algunas instituciones escolares que albergaban a las niñas.

La tradición educativa de la sociedad dominicana estaba referida a lo do-méstico, se fomentaba a partir de los valores de la familia y la influencia de la religión católica como valor formativo. En ese marco se sitúa la relación patriarcal en lo referente a los sectores que tenían acceso a la llamada “clase

2 Martínez, Ruino. Hombres Dominicanos: Deschamps, Heureaux y Luperón, Santana y Báez. Edi-tora El Caribe, Santo Domingo.

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de primera”, así como los sujetos subordinados de las “casas de familias”, cuyos patrones de conducta imitaban.

El componente cultural de la educación, como cuerpo sistémico e ideo-lógico, estaba formado por la costumbre, la tradición, lo familiar, todo lo cual tenía como referente el modelo “hispánico”.

La educación formal de la mujer

A partir de la segunda mitad del siglo XIX se produjo en el país un im-portante auge de la instrucción y de la educación. Debe destacarse el papel que desempeñaron las instituciones de carácter cultural organizadas y fun-dadas como una respuesta al trauma que significó la anexión a España en 1861. En el año de 1879, durante el gobierno provisional del general Grego-rio Luperón, fue decretada la legislación que creaba las escuelas normales.

La educación es un soporte ideológico a la vez que fin de superación y desarrollo cultural de las sociedades, por lo cual los sistemas económicos y sociales y los sectores detentadores del poder, en momentos históricos de-terminados, han actuado de forma ambivalente: aparentemente son cons-cientes de la importancia de la educación, pero de alguna forma se han ex-presado como obstaculizadores de los aspectos y programas reformadores e innovadores; fue el caso del debate abierto en la sociedad decimonónica dominicana, a partir de la reforma de la educación y la enseñanza laica y racional propuesta por Eugenio María de Hostos.

La Iglesia y sus más conspicuos exponentes, los que manejaban “el ver-bo y la espada”, aquellos hombres purpurados fueron abiertos opositores al proyecto reformador hostosiano. “La educación tradicional, gobernada por el espíritu religioso, ha sido sustituida definitivamente por programas y métodos modernos, laicos en la enseñanza oficial”3, nos dice Pedro Hen-ríquez Ureña al valorar este fenómeno. Situemos entonces lo que signifi-caba la mujer y su educación en el contexto de la sociedad patriarcal del siglo XIX.

El pensamiento social dominicano de finales del siglo XIX cuenta con un importante número de escritores e intelectuales, quienes a pesar de la

3 Henríquez Ureña, Pedro. Obras Escogidas.

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situación política y del autoritarismo en que se desenvolvía la sociedad, hicieron importantes aportes en el campo de las ideas. Este fenómeno fue fundamental para que la sociedad decimonónica no colapsara espiritual y culturalmente bajo el influjo del autoritarismo. Figuras de pensamiento y acción política dentro del liberalismo, el republicanismo y las ideas demo-cráticas, desde los llamados poetas civilistas, pensadores e ideólogos como Pedro Fco. Bonó, Benigno Filomeno Rojas, Ulises Fco. Espaillat, Eugenio Deschamps, Manuel de Jesús Peña y Reynoso, Fernando Arturo Meriño, Alejandro Ángulo y Guridi, Francisco Xavier Billini, entre otras personali-dades de la pluma y el pensamiento.

Era la prensa el medio más idóneo para la divulgación de las ideas, y para el debate y el combate de los sectores pensantes del país.

Durante el último cuarto del siglo XIX, se debatían corrientes ideológi-cas que permeaban a la intelectualidad dominicana y cuya influencia sería clave para la formulación del proyecto de nación dentro del cual comen-zaba a tener importancia el programa de educación formal de la mujer. El positivismo fue en gran medida el espectro ideológico a partir de la segun-da mitad del siglo XIX. La visión positivista de los liberales dominicanos, durante los años 70, era en lo fundamental de carácter romántico, aunque salida del Romanticismo y de la Ilustración manifestaba en política la ten-dencia liberal como en otros ámbitos de la vida cultural e intelectual.

Liderazgo intelectual de Salomé Ureña (1850-1897)Salomé Ureña, discípula predilecta de Hostos, habría de jugar un des-

tacado papel en la vida intelectual y cívica del país. Su liderazgo marcó varias generaciones, a través de un amplio espacio cultural-educativo que abarcó hasta la primera mitad del siglo XX.

La obra poética, la labor educativa y la influencia de Salomé Ureña cons-tituyen parte fundamental de los aportes de la mujer al pensamiento social y político y a las tradiciones intelectuales femeninas dominicanas.

El Instituto de Señoritas, dirigido por la insigne educadora, constituyó la experiencia educativa y pedagógica más importante para la educación y formación de la mujer en el siglo XIX. En 1881, año en que fue fundado el Instituto, contaba con 51 estudiantes, 22 particulares, 15 becadas por el

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Ayuntamiento y 14 por parte de la directora, la educadora Salomé Ureña de Henríquez.

Entre las discípulas de Salomé Ureña, graduadas de maestras en 1887, se distinguen Leonor Feltz, Altagracia Henríquez Perdomo y Catalina Pou, además de Eva y Luisa Ozema Pellerano, directoras del Instituto de Se-ñoritas, bautizado con el nombre de la insigne educadora en 1896. Otras importantes maestras que continuaron la labor iniciada por Salomé Ureña fueron Anacaona Moscoso Puello, fundadora de un nuevo Instituto en San Pedro de Macorís, Ana María Pellerano, quien trabajó junto a su hermana Luisa Ozema, fundadora en 1896 del nuevo Instituto de Señoritas, el cual bautizó con el nombre de Salomé Ureña.

En Puerto Plata la educadora Demetria Betances, hermana del Dr. Ramón Emeterio Betances, patriota puertorriqueño, antillanista, amigo y conseje-ro de Gregorio Luperón, inició la educación formal de la mujer hacia el año 1890. Continuaron su obra mujeres de sólido talento como Antera Mota de Reyes y su hermana Mercedes Mota y otras maestras destacadas, a quienes les tocó la responsabilidad social de ser guías y orientadoras de conciencias civilistas y patrióticas, asumiendo como suyas las ideas nacionalistas e in-ternacionalistas en los momentos aciagos de la patria intervenida por los Estados Unidos en 1916.

La importancia de analizar una sociedad que, como la dominicana de finales del siglo XIX, planteaba un salto a la “modernidad” con elemen-tos estructurales atrasados, autoritarios y caóticos, se valida además para comprender la situación de las mujeres como sujetos sociales comprome-tidos con el proyecto de nación sustentado por el positivismo y la idea de orden y progreso como divisa.

Es la educación formal el hilo que hilvana la historia de un importante sector de mujeres dominicanas de finales del siglo XIX con las del siglo XX. Un importante grupo de mujeres pertenecientes a la pequeña burguesía y burguesía urbana que a principios del siglo XX tuvo acceso a la educación formal y que desempeñó una valiosa labor educativa y cultural durante las primeras cuatro décadas del siglo.

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Este fenómeno estuvo relacionado con las condiciones socio-históricas, políticas y culturales que sirvieron de escenario a los inicios de la moder-nidad en el país.

En el marco de la sociedad decimonónica, la revolución cultural provo-cada por el pensador y humanista puertorriqueño Eugenio María de Hos-tos encontró un sedimento cultural y humano forjado en las luchas sociales y políticas de la accidentada vida dominicana. Este acervo cultural serviría de levadura al proyecto civilizador educativo hostosiano.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, se registró el proceso de de-finición de las relaciones capitalistas de producción en la formación social dominicana. Se manifestó un interesante auge de la instrucción y de la educación en la sociedad dominicana. En este contexto las instituciones de carácter cultural, fundadas y organizadas como una respuesta al trau-ma nacional que significó la anexión a España de 1861, desempeñaron una importante labor cultural.

A finales del siglo XIX existían en el país diversos medios de difusión cultural, las sociedades de inspiración cultural como Amigos del País, Amantes de la Luz, Renacimiento, La Republicana, Amantes de las Letras, La Progresista, La Fe en el Porvenir, entre otras, así como la masonería y los clubes recreativos y de damas. Esas sociedades desempeñaron una impor-tante labor de divulgación de las ideas; allí se celebraban veladas, tertulias y peñas en las que las dominicanas pertenecientes a las familias acomoda-das leían sus composiciones literarias y tocaban instrumentos musicales, generalmente piano o violín y en ocasiones el arpa, para solaz de los con-tertulios.

A principios del siglo XX se formó, en el respetable hogar de las herma-nas Feltz, un cenáculo de intelectuales, bautizado humorísticamente por Max Henríquez Ureña, uno de sus contertulios, como el Salón Gongourt.

Encuentros importantes en las que mujeres intelectuales eran anfitrio-nas, fueron las proverbialmente conocidas peñas de la escritora Amelia Marchena de Leyba (Amelia Francasci) y Leonor María Feltz. Estas re-uniones contaban con la asistencia de la intelectualidad masculina más no-table de la época. En la casa de las hermanas Feltz se celebraba una peña

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que reunía un apreciable grupo de intelectuales entre los que se encontra-ban Enrique Deschamps, Sócrates Nolasco, Enrique Apolinar Henríquez, Emilio Prud´Homme, Dr. Carlos Alberto Zafra, el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal y los hijos de la maestra venerada de Leonor María Feltz, Pedro y Max.

Pedro Henríquez Ureña recrea la influencia que estas peñas ejercieron en la formación intelectual de él y su hermano Frank, en una carta dirigida en 1900 a Leonor María Feltz, discípula predilecta de su madre:

“¡Cuan largo ha corrido el tiempo, amiga y compatriota, desde que ale-jándome de nuestra tierra, abandoné la familiar reunión y las lecturas de vuestra casa!... Max y yo apenas habíamos salido de la adolescencia, y vos, con diez o doce años más, con vuestra perspicacia y vuestro saber y vuestro refinamiento, marchabais ya segura en las regiones del pensamiento y del arte. Vuestro amor a la solidez intelectual, vuestro don de psicología, vues-tro gusto por el buen estilo ¿no habían de orientar nuestras aficiones? Re-tribución había en ello: vos, predilecta hija intelectual de mi madre, figura familiar de nuestra casa, eráis llamada a ejercer influencia en nosotros.

Bien ni sé que me guiasteis en la vía de la literatura moderna ¡Que mul-titud de libros recorrimos durante el año en que concurrí a vuestra casa, y sobre todo, qué río de comentarios fluyó entonces! Vuestro gusto sin olvi-dar el respeto debido a los clásicos, a Shakespeare (que entonces releíamos casi entero) a los maestros españoles, nos guió al recorrer la poesía caste-llana de ambos mundos, el teatro español desde los orígenes del Roman-ticismo, la novela francesa, la obra de Tolstoi, la de D´anunzio, los dramas de Hauptmann y de Sudermann, la literatura escandinava reciente, y, en especial, el teatro de Ibsen, cuyo apasionado culto fue el alma de vuestras reuniones.

...Os digo que ésta fue para mí época decisiva (...) antes tuve para el es-tudio todas las horas: hoy sólo puedo salvar para él unas cuentas, las horas tranquilas, los días serenos y claros, los días alcióneos.

Y esta labor de mis horas de estudio, de mis días alcióneos, va hoy a re-cordaros todo un año de actividad intelectual que vos dirigisteis y cuya influencia perdura; va hacia vos, a la patria lejana y triste, triste como todos

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sus hijos, solitaria como ellos en la intimidad de sus dolores y de sus anhe-los no comprendidos”.

ÍntimaYo no la vi partir...

Postrada en el lecho, vacilante aún por las violentas sacudidas del vér-tigo, luchaba en vano por alejar de mi mente el instante supremo en que otros, más felices que yo, oirían conmovidos, su adiós de despedida. Im-pulsada por el ardiente anhelo de verla y llevada en alas de mi enferma fantasía, lancéme audaz hasta columbar con ojos del alma la nave que la conducía. Y le envié mi adiós entre suspiros, lágrimas y recuerdos...

¿Qué fue de este tierno mensaje, confiado a las ondas? ¡Yo no lo sé! cuan-do pasó la falaz excitación de mi espíritu, extraña pesantez bajó mis pár-pados, ruido sordo, formidable atronó mis oídos, violenta conmoción agitó mi cerebro, y no supe más... Luego... la mortal angustia, los horrores del vacío...

Vosotros, los que un día fuisteis suspiros, lágrimas y recuerdos, sencillo tributo de mi afecto hacia ella, trocaos en susurro blando, en dulce arrullo, volad veloces hasta la tierra que orgullosa le ofrece su enhiesta cumbre y su dilatado mar, y decidle cuanto os confiara mi ternura.

Resulta de gran interés apreciar la obra de Salomé Ureña desde la pers-pectiva de sus aportes al pensamiento político liberal dominicano, como pionera de la labor intelectual femenina expresada a través de su poesía patriótica. Es importante resaltar que a pesar de ser hija de un letrado conservador, el poeta Nicolás Ureña, y haberse criado en un ambiente tra-dicionalista, Salomé Ureña se “compenetró con el espíritu de la época” y trascendió los límites del conservadurismo para proyectar lo elevado de su pensamiento. Sobre las cualidades estéticas de la poeta “Tal vez no como conciencia, pero lo que traía como mensaje poético significaba algo de cali-

“Del discipulado de Salomé Ureña, Leonor María Feltz (1870-1948) ocuparía un sitial preeminente. Entre la maestra y la alumna se tejió un lazo afectivo y familiar de profundas raíces”.

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dad inédita. Nadie sobre el suelo dominicano había logrado tanta maestría en el dominio de las formas y tanta pureza en la evocación de lo bello”.

“Es la educación científica y racional el hilo conductor de la educación para la emancipación femenina. En el debate está como polémica sin tiem-po la educación y emancipación de las mujeres, algo aparentemente supe-rado, pero desafortunadamente latente, muy a pesar de los logros alcanza-dos por las muertes del planeta. Se debe educar a la mujer para que sea ser humano, para que cultive y desarrolle sus facultades, para que practique su razón, para que viva su conciencia, no para que funcione en la vida social con las funciones privativas de mujer. Cuanto más ser humano se conozca y se sienta, más mujer querrá ser y sabrá ser...” Nos plantea el maestro Eu-genio María de Hostos en la citada conferencia.

Discurso de la Srta. Leonor M. Feltz

La “Sociedad Salomé Ureña”, modesta asociación que tiene por objeto cuan-to tiende a conservar, enaltecer y glorificar el recuerdo de la ilustre poetisa y educadora, Salomé Ureña de Henríquez, os congrega en este recinto y en ocasión del primer aniversario de su muerte, para la consagración de la lápida que en homenaje de amor y de gratitud dedica a la memoria de la egregia poetisa fenecida.

En este humilde local, donde al reflejo de sus ideas se continúa la obra de razón y de conciencia por ella iniciada; donde el calor de su espíritu ger-mina la simiente que ella esparció con amor, se reúne hoy la sociedad que lleva su nombre ilustre para rendirle un tributo de admiración, ofreciendo público testimonio de su gloria a las futuras generaciones.

No os hablaré, señores, de las brillantes manifestaciones de su talento múltiple ni de las excelencias de su alma generosa. Por una parte, ya otros más autorizados que yo, y en diversas ocasiones, me han precedido en la di-fícil tarea, y por otra, aún está demasiado reciente en el corazón de los que la amamos de cerca, el recuerdo tristísimo de su eterna ausencia, para impedir que lágrimas de duelo fuesen a aumentar el raudal inagotable de las hondas tristezas...Y no es éste un acto de duelo; es un acto de glorificación.

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Once años hace que en esta misma fecha se celebraba un triunfo: el pri-mer triunfo de la mujer dominicana en lucha con las preocupaciones y la ignorancia. ¿Y quién sino ella, la mujer grande y fuerte, templada al fuego del más ardiente patriotismo, obtuvo esa victoria? ¿Quién sino ella supo aplicar tanto noble esfuerzo, tanto heroico sacrificio, a la realización de sus más generosos ideales? Vamos, pues, a consagrar, en el undécimo aniversa-rio de ese día de júbilo, la humilde ofrenda de nuestra admiración a la que es honor y gloria del pueblo quisqueyano.

Y tú, Patria, ídolo y culto de su amor, presta a tus hijos el entusiasmo de los grandes días, entona el himno triunfal, mientras vamos a exaltar con un acto de justicia su excelso numen, su vida ilustre y su labor fecunda (Re-vista Letras y Ciencias, Núm. 144, marzo 1898).

Del discipulado de Salomé Ureña, Leonor María Feltz (1870-1948) ocu-paría un sitial preeminente. Entre la maestra y la alumna se tejió un lazo afectivo y familiar de profundas raíces. Esto explica la confianza deposita-da en ella como guía y preceptora intelectual de Pedro y Max reseñado en más de un texto. Sus aptitudes de maestra innata cultivadas por Salomé, su capacidad incuestionable, su serenidad y la claridad de sus conceptos, su sólida formación intelectual hicieron de Leonor María Feltz una de las personalidades femeninas intelectuales más destacadas. Colaboraba en periódicos y revistas nacionales e internacionales, su labor educativa la desarrolló en Santo Domingo, participa del cuerpo docente en el Instituto donde se había graduado a los 17 años, fue profesora auxiliar en el Liceo Dominicano que dirigía Emilio Prud´Homme, se desempeñó como directo-ra de la Escuela Padre Billini, donde ejerció una bienhechora influencia en la formación ética y estética de su alumnado. La organización y el impulso creativo de la señora Leonor María Feltz fue un factor de gran importancia para el desenvolvimiento del Museo Nacional, al ser designada directora de esa dependencia gubernamental.

Manejaba la pluma con elegancia de estilo y profundidad conceptual, lo que podemos apreciar en algunos de sus ensayos en los que vierte la an-gustia existencial, la exaltación patriótica, la admiración por la maestra, la vocación solidaria externada en sus opiniones sobre Cuba en pie de lucha, entre otros.

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Íntima es uno de los ensayos escritos por Leonor María Feltz en el que imbuida de una gran ternura expresa su estado de ánimo por la partida de la maestra amada. Respecto a Salomé Ureña de Henríquez, establecida en Puerto Plata en la búsqueda de salud, este testimonio de amor de la discípula provocó el siguiente comentario: Vi la “Intima” de Leonor. Yo es-taba sentada delante de la ventana respirando la brisa del mar y pidiéndole acción saludable sobre mis pulmones, cuando recibí la correspondencia de la Capital. Después de leídas las cartas tomé a Letras y Ciencias y me de-tuve en la primera página. No sé qué dirían los que pasaban, porque la leí bañada en lágrimas. ¡Ah!, me dije: no debemos ser tan defectuosos como nosotros mismos, nos empeñamos en creerlo, cuando sabemos inspirar un afecto tan puro, tan noble, tan desinteresado. Esto consuela y dignifica”.

Bibliografía

Henríquez Ureña, Pedro. Obra Dominicana. Sociedad de Bibliófilos, Inc., 1988.

Hostos, Eugenio María. Conferencia La Educación Científica de la Mujer.

Lovatón Sánchez, Lugo.

Familia Henríquez Ureña. Epistolario.

Revista Letras y Ciencias, Núm. 101, julio 18 de 1896).

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Del Positivismo debo comenzar diciendo que, en nuestras tierras, él fue un “ambiente”, que hubo “un positivismo ambiente” que se autogeneró al-rededor de la crítica al atraso viviente y al deseo de progreso material e ins-titucional que se oía existir en el Hemisferio Norte. Pero siendo estrictos, no debemos aceptar como Positivismo el deseo de progreso, algo común a muchos. Otra faceta del Positivismo de nuestras tierras fue el Deismo, Teosofismo, Espiritismo que encontró espacio en las clases altas. Y aún algo más sutil, un catolicismo cultural, no religioso, una fe con un mínimo de prácticas religiosas. En ese caldo de cultivo se inserta, crece y rehace el Positivismo filosófico.

El Positivismo filosófico se originó en Inglaterra y Francia alrededor del pensamiento de John Stuart Mill y de Augusto Comte (1798-1857), pero fue Comte quien lidereó el pensamiento. Comte, de familia aristócrata, católica, vivió el impacto de la Revolución Francesa, se hizo crítico del ra-dicalismo revolucionario de Rousseau y Voltaire, evolucionó al socialismo de Saint Simón y terminó concibiendo su propio sistema en el que mezcló la epistemología, ontología y la sociología. Entendía que lo real, lo fenomé-nico le venía dado a la inteligencia que podía aprehenderlo mediante el uso de la ciencia objetiva, positiva, documental, inductiva que funcionaba en base a una serie de leyes, la primera y principal, la ley del progreso de la so-

Positivismo, Hostos y Normalistas“Hostos trató casi todos los temas, las relaciones con Haití, la inmigración, la economía azucarera, el ferrocarril, el telégrafo y la electricidad, los restos de Colón… Tuvo buenas relaciones con algunos políticos como Luperón, Segundo Imbert, Juan Tomás Mejía, Máximo Grullón, Horacio Vásquez … pero no tuvo Hostos participación activa en la vida política nacional y trató de mantener a sus discípulos distanciados de la política tradicional, de los gobiernos militares, frutos de asonadas”.

Antonio Lluberes, sj.

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ciedad en tres estadios a superarse. Los dos primeros estadios, el teológico y el metafísico, de corte religioso, serían sustituidos por uno adveniente, el positivo. El personaje de ese pensamiento, no era el revolucionario del periodo anterior, sino el productor, el banquero, el sociólogo.

Curiosamente, cuando el Positivismo se vivía en Europa en términos conservadores, como un recurso para mitigar y encauzar los radicalismos de la pasante Revolución Burguesa y naciente Proletaria, y dar un orden al progreso que demandaba la burguesía, en América se vivía desde una óptica revolucionaria.

Eugenio María de Hostos Hostos fue el introductor de esta filosofía en el país. Él había hecho estudios formales de bachillerato y en la universidad en Bilbao y en Madrid. Era abogado, literato, pero también político. Era un militante promotor de todas las causas de la libertad de la época, en especial de la libertad de las colonias españolas, de su patria Puerto Rico y también de Cuba.

Sufrió una gran decepción con el ascenso de sus amigos republicanos liberales al poder en 1868, en concreto el general Francisco Serrano y el po-lítico Emilio Castelar. Ellos le hicieron ver que antes que republicanos eran españoles y que la independencia de Puerto Rico no estaba en su agenda. Frustrado, abandonó España, se fue a New York en busca de los clubes in-dependentistas cubanos. Allí encontró gran división y pasó a América del

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Sur: Perú, Chile, Argentina, Brasil, Dominicana, Venezuela, donde casó, y de nuevo a Dominicana.

Hostos vino por primera vez al país en 1875, a Puerto Plata, en busca de exiliados cubanos y también puertorriqueños que habitaban en esa ciudad del norte bajo la protección de Gregorio Luperón para fomentar las luchas independistas de sus países. A la fecha, Dominicana vivía una euforia de libertades después del derrocamiento de Buenaventura Báez en 1873. Para Pedro Henríquez Ureña 1873 fue un año de ruptura representado en el gesto simbólico de lanzar al mar los grillos y cadenas de las ergástulas de la Fortaleza Ozama. Y fue también simbólico en el proceso de intelección de “la conciencia nacional” y en el desarrollo de las fuerzas sociales, culturales y económicas según expresa en carta a Federico García Godoy, en 1909. Estas ideas las reitera y amplía en un artículo publicado en 1940 –bajo el sino de Trujillo– en Buenos Aires con el título “La República Dominicana desde 1873 hasta nuestros días”. Si me permiten, les trascribo las oraciones iniciales de tres párrafos: 1) “Se desarrolla el comercio y aparecen industrias de tipo moderno, más bien pequeñas”. 2) “Hay, sobre todo, movimiento de cultura”. 3) “La acti-vidad política, desgraciadamente, contribuyó poco al logro de tantas esperanzas”. 1

Decreciendo sus actividades políticas, Hostos desarrolló un discurso educativo, las escuelas normales. Cuenta Federico Henríquez y Carvajal que “…en mayo de 1875 llegó a Puerto de Plata y el Dr. Ramón Emeterio Betances, el Antillano, mi noble amigo, hizo su presentación en la morada del General Gregorio Luperón, enfermo, a este prócer restaurador, a Segundo Imbert y a mí… me comunicó a mí el primero, su docto plan de Escuela Normal de Maestros con su sistema de educación moral y cívica y su enseñanza racional y laica”.2

De vuelta a Dominicana, en 1879, encontró mejores condiciones políti-cas pues Cesáreo Guillermo, con el apoyo de los azules, liberales, había al-canzado el gobierno y se le facilitaba la implementación de sus planes edu-

1 Obras completas, VIII. Santo Domingo: Publicaciones UNPHU, 1979, p. 263-265.2 Discurso pronunciado en el Centenario a Hostos, 14 de enero de 1939. Clío 34(1939)45. Ver narración que hace el propio Hostos en “Quisqueya, su sociedad y algunos de sus hijos”, XIX, pero no habla ni de Henríquez Carvajal ni de las escuelas normales, sólo de Luperón y de Betances. Emilio Rodríguez Demorizi, “Hostos en Santo Domingo”, I. Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 2004, p. 284.

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cativos. En los posteriores gobiernos de Luperón, Fernando A. de Meriño y Francisco G. Billini pudo implementar sus ideas. A iniciativa del gobierno de Guillermo, Manuel de Jesús Galván sometió al Congreso y se aprobó la Ley de Educación Normal y él anunció en los periódicos la convocatoria de 40 alumnos y la apertura de su escuela.

Hostos se convirtió en un semi-dios en una sociedad tradicional, pa-triarcal. Fue miembro de asociaciones culturales, versificado por los poe-tas, escuchado por los estudiantes, enamorado por las mujeres,3 sospe-chado por los eclesiásticos y observado por los políticos, en particular por Ulises Heureaux.

Ustedes saben que él permaneció en el país hasta 1888 cuando partió para Chile y que regresó de nuevo al país en 1900 tras la caída de Heureaux y el repunte de sus ideas en las personas de sus jóvenes alumnos.

De sus enseñanzas, debemos destacar, en muy primer lugar, la educa-ción. Una educación de base teórica, apoyada en filósofos y pedagogos de moda en la época que entraban en contradicción con la escasa y empírica educación vigente en el Santo Domingo de la época. Hostos traía en su bagaje académico las enseñanzas de la ilustración de Kant y el positivismo de Comte, la pedagogía de Krausse, de Froebel y de Pestalozzi y de la Escuela de Educación Libre de Enseñanza de Sanz del Río. Traía una más articulada organización de las ciencias, la de Comte; una pedagogía deduc-tiva; una crítica del memorismo, un recurso a las ciencias sociales desde el conocimiento de la geografía del barrio hasta las teorías de la sociología; una enseñanza de la moral, la moral social, a partir del conocimiento y jui-cio de los hechos de la vida cotidiana. Tuvo una gran confianza, quizás algo ingenua, en la educación, en su ejército de maestros, pues pensaba que en ella residiría el restablecimiento de la conciencia y la razón. Les trascribo un párrafo muy conocido de su discurso en la graduación de 1884. “Para que la República convaleciera, era absolutamente indispensable establecer un orden ra-cional en los estudios, un método razonado en la enseñanza, la influencia de un principio armonizador en el profesorado, y el ideal de un sistema superior a todo otro, en el propó-sito mismo de la educación común”.

3 Américo Lugo, “Hacía sentir Hostos una simpatía irresistible a las mujeres”. El Mundo, 7 de julio de 1949.

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Aparte de esto, Hostos aporta a esa sociedad las enseñanzas de las nue-vas ciencias, la economía y la sociología y el derecho constitucional que enseñaría no sólo en su escuela normal sino también en el recién abierto Instituto Profesional (1882). El derecho constitucional fue el vademecum de los primeros treinta años del siglo XX. Allí abrevaron los constituciona-listas y se inspiraron casi todas las constituciones y programas políticos. Su realización sería un hito en la organización de la sociedad.

En segundo lugar, el laicismo religioso, un concepto algo difícil de en-tender en aquellos años y aún hoy día. Consistía en una negación de la reli-giosidad positiva, revelada, basada en un Dios personal actuante en la vida de los hombres y expresada en una liturgia y vida eclesial regida por cléri-gos. Aceptaban a Dios, pero como una idea filosófica ordenante del mundo, principio de moralidad, que operaba a través de la razón de las personas. Y también al Jesús histórico, dado a conocer por los evangelios, pero no con una lectura eclesial sino racional. El texto guía de esta visión era “La Vida de Jesús”, de Ernest Renán (1863) que con gran erudición rastrea la vida del Jesús histórico más allá de los evangelios negando toda intencionali-dad divina, pero reconociendo su coherencia de vida y enseñanzas morales de ese “hombre incomparable”. Cosa curiosa, Hostos buscaba a este Jesús en el recogimiento de las iglesias. Se dice que en particular en el Cristo de la capilla de Bastidas de la Catedral. En 1881 escribió el artículo “Meditando”, donde polemiza con el comportamiento relajado de los católicos presentes en las celebraciones del Viernes Santo. Más adelante, sus discípulos eleva-ron a categoría de religión toda actividad humana creativa, así hablaban de la religión del arte, de la política…

En el orden social proponía una síntesis entre deber y razón que con-vertiría al hombre en un ser responsable de sus actos, ante la sociedad y la familia. Hostos fue un hombre de familia y un ciudadano. Algunos lo llamaban un “santo laico”.

Hostos trató casi todos los temas, las relaciones con Haití, la inmigra-ción, la economía azucarera, el ferrocarril, el telégrafo y la electricidad, los restos de Colón… Tuvo buenas relaciones con algunos políticos como Luperón, Segundo Imbert, Juan Tomás Mejía, Máximo Grullón, Horacio Vásquez … pero no tuvo Hostos participación activa en la vida política nacional y trató de mantener a sus discípulos distanciados de la política

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tradicional, de los gobiernos militares, frutos de asonadas. Puso interés en despertar valores ciudadanos como el deber, el patriotismo, la solidaridad… Su gran propuesta política radicaba en el fomento de valores societales or-ganizados: la constitución democrática, el gobierno civil, la participación municipal y ciudadana.

A su regreso al país en 1900, su pensamiento se expandió y radicalizó. Ahora se centró la lucha alrededor de una nueva reforma de educación y una constitución. Aparecieron nuevos protagonistas. El hostosianismo tenía nuevos militantes e instituciones. Aparecieron sociedades como “El Normalismo”. Periódicos como “El Nuevo Régimen” y “El Normalismo”. Y voceros como Federico Henríquez, Casimiro Cordero, Pelegrín Castillo, y Carvajal, Américo Lugo, Rafael Justino Castillo, José María Cabral y Báez, etc., que con orgullo se hacían llamar “normalistas”. En el periódico “El Normalismo” salían listas de personas adheridas a esa causa.

La oposición al normalismo provino de las filas católicas, en particular de Monseñor Fernando A. de Meriño y sobre todo del P. Rafael Conrado Castellanos. No debo pasar por alto que uno de los críticos más arteros fue Pedro Francisco Bonó, quien en su obra “El Congreso Extraparlamentario” afirmó: “Viene el segundo mal [del país], que tiene su excusa en su universalidad en este fin de siglo; hablo del deismo con ribetes de ateísmo profesado por la mayoría de la clase letrada dominicana, que la prédica constantemente a las masas populares; doctrina que es tan contraria a la religión cristiana como el ateismo puro”.4

Hostos no logró el “ejército de maestros” deseado ni se alcanzó a formu-lar la Constitución propuesta en sus lecciones de derecho constitucional. Pero el hostosianismo no se desgastó en la polémica religiosa, sino, por un lado, en la pobreza del medio social. En el olvido de las enseñanzas, en la alienación política de sus miembros. Sus principales discípulos no termi-naron siendo maestros. Son profesionales y/o políticos. En la revolución de Vásquez de 1902 formaron gabinete cuatro normalistas –Casimiro Cor-dero, José María Cabral y Báez, José Francisco Guzmán y Rafael Justino Castillo. Dos lilisistas, Juan Francisco Sánchez y Miguel Ángel Pichardo. Y Emiliano Tejera, miembro prominente de la generación de la restaura-

4 Emilio Rodríguez Demorizi, “Papeles de Pedro F. Bonó”. Barcelona: Gráficas M. Pa-

rreja, 1980, p. 391.

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ción. Y en la 1903, Américo Lugo quiso justificar ante Hostos el gobierno de Alejandro Woss y Gil, aduciendo que éste había vivido en Washington y conocía las instituciones americanas.

Otro factor de la desilusión del hostosianismo fue la intervención ame-ricana. La intervención actuó de manera bifronte. Los hostosianos admira-ban las instituciones y la Constitución de Filadelfia. Pero la intervención trajo una soldadesca que plantó un campamento en el Baluarte del Conde y hacía uso de la violencia para detectar un revólver escondido. De la misma manera, no debemos pasar por alto que la intervención americana conllevó una alta propuesta civilizadora de ribetes positivistas. Tomemos en cuenta la educación, salud, producción agrícola, caminos, obras públicas, costum-bres alimentarias, nuevos gustos musicales y estilos en el vestir. También supuso un orden nuevo político, la supresión del sistema de partidos y la suspensión del desgaste de las luchas partidistas, la unificación del poder ejecutivo en un sistema militar unipersonal asistido de un equipo de mili-tares subalternos. La unificación del país facilitada por una red vial nueva y por la movilidad de un ejército. Yo entiendo que, en términos reales, un buen sector de la población entendió la intervención en términos de orden y progreso. Sería algo así como una versión americana del Positivismo.

Lugo, el más radical de los hostosianos de inicios del siglo pronto devino en un crítico de elementos hostosianos. En una vuelta atrás pasó de ser un acre crítico a lo católico-español a ser el promotor del Centro Español y el defensor de la religión católica. No se debe dejar de tomar en cuenta que la Unión Nacionalista de 1920 subió al mismo carro al viejo Emiliano Tejera, de la generación de la Restauración, con el joven Américo Lugo, de la generación hostosiana.

No obstante las frustraciones, las incapacidades de crear el ejército de maestros y de redactar la Constitución deseada, el pensamiento de Hostos permeó la sociedad académica, letrada dominicana. Si usted ve las contri-buciones al “Directorio” de 1907, se notará la presencia de Hostos. Y ob-servadores de la sociedad dominicana, extranjeros como Otto Schoenrich5

5 “Santo Domingo, un país con futuro”. Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, sa., 1977, p. 174.

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y Samuel Guy Inman6 no dejan de reconocer los valores de la persona y la vigencia de sus ideas.

Aunque Luís Felipe Mejía, en su obra “De Lilís a Trujillo” (1944), bus-que vestigios hostosianos en la historia posterior; por ejemplo, dice que tanto el partido nacional de Vásquez como el liberal de Peynado eran de inspiración hostosiana, el hecho fue que el hostosianismo se fue privati-zando en la vida y en las aulas de los hostosianos. Si tomamos el caso de las elecciones de 1924, los tres candidatos eran de corte hostosiano: Fe-derico Velásquez y Francisco José Peynado, egresados de la Escuela Nor-mal; y Horacio Vásquez, considerado un normalista por el mismo Hostos. Federico Henríquez y Carvajal heredó el título del Maestro y asumió su promoción y defensa en la forma irénica que lo caracterizó. Rafael Justino Castillo hizo carrera jurídica como secretario de Relaciones Exteriores y como presidente de la Suprema Corte de Justicia. La vida política pública se encauzó por principios pragmáticos adecuados a las condiciones. En las escuelas se enseñó una moral y cívica inspirada en la moral social hasta la década de 1950 en que se buscó la manera de sustituirla por el catecismo católico y la moral de inspiración –la Cartilla Cívica– trujillista.

La emergencia de Trujillo no supuso un corte radical con la tradición hostosiana. Dos hechos aportan datos para la comprensión de la posteri-dad hostosiana. La primera fue la celebración del centenario del nacimien-to en 1939 y el segundo la encuesta del periódico “El Caribe”, de 1956.

La celebración centenaria, a nueve años del inicio del Régimen de Tru-jillo, unió al Ateneo, la Escuela Normal, las escuelas públicas, la Academia de Historia, la Secretaría de Educación y la Universidad de Santo Domingo para reconocer los méritos del Maestro aunque ya envueltos en edulcoran-

6 “Through Santo Domingo and Haiti. A Cruise with the Marines”. New York: Com-mittee on Cooperation in Latin American, 1919., p. 46.

“No obstante, las frustraciones, las incapacidades de crear el ejército de maestros y de redactar la Constitución deseada, el pensamiento de Hostos permeó la sociedad académica, letrada dominicana. Si usted ve las contribuciones al “Directorio” de 1907, se notará la presencia de Hostos”.

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tes trujillistas. En este momento, Trujillo aunque reconocido por los fun-cionarios oficiales –Virgilio Díaz Ordoñez, Dr. Pedro Emilio de Marchena –a nombre de la USD– se suma al reconocimiento a Hostos y dispone fon-dos del Ejecutivo para erigir la estatua que se le esculpiría y colocó en el patio de lo que fue la Escuela Normal y hoy se encuentra frente al Museo de Historia. La celebración estuvo liderada por Don Federico Henríquez y Carvajal, un hostosiano moderado, hombre de reconocido prestigio, que siempre trató de salvar a Hostos por encima de toda polémica.

Años más tarde, en otro contexto del Régimen, está la encuesta de 1956. Ya pasada la égida ideológica del hispanismo y catolicismo antihostosiano, anti-haitiano, que formuló Manuel Arturo Peña Batlle, muy en particular en el prólogo el libro del P. Antonio Valle Llano, sj.,7 se invitó a intelectua-les de la época a contestar un cuestionario sobre la influencia de Hostos en la sociedad dominicana, el significado de su laicismo y se preguntaba si la escuela nacional todavía se inspiraba en el pensamiento hostosiano como sostenía Peña Batlle.

Para interés nuestro, todos los encuestados, incluido el P. Juan Féliz Pe-pén, y con la sola exclusión del P. Robles Toledano y el Dr. Antonio Avelino, mostraron simpatías hostosianas, buscaron las formas de librar a Hostos de las acusaciones de ateísmo, reconocieron sus méritos, aunque termina-ban afirmando que la obra educativa esperaba la decisión de Trujillo. A mí me resulta evidente que el contexto político no permitió la libertad sufi-ciente para sincerizar esta encuesta, pero más interesante fue la fidelidad hostosiana de la intelectualidad dominicana en aquel contexto.

Pero, repito una idea anterior, el medio social acomodó el pensamiento a los hechos. Los hechos posteriores, las revoluciones de abril de 1902 y de marzo de 1903, la intervención, la vuelta de la Montonera… trucaron los valores esperados y predicados y reconformaron la sociedad dominicana de acuerdo a principios personalistas, como llamaban entonces a los go-biernos unipersonales y autoritarios. Los sueños constitucionales fueron suplantados por las montoneras que dominaron los tres primeros lustros del siglo.

7 “La Compañía de Jesús en Santo Domingo durante el período hispánico”. Santo Domingo: Impresora Dominicana, 1950.

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Veamos la revolución de 1903. Allí cayó abatido uno de sus jóvenes dis-cípulos, Casimiro Cordero, cosa que sobrepasó la capacidad de Hostos, alma sufriente, de asimilar los reveses que padeció a lo largo de su vida. Pedro Henríquez Ureña, al describir al Hostos que vio en 1900 dijo que “te-nía un aire hondamente triste, definitivamente triste.”8 El testimonio del propio Diario de Hostos nos lo confirma. En su Diario, el 18 de abril de 2003, tiene esta entrada: “Doctrina, principios, ideas, reformas, reacción contra el lilisismo, todo quedó sepultado en el campo de batalla”. Debatiéndose entre abandonar el país o quedarse, con incertidumbres ante el alineamiento de sus discípulos en partidos políticos de carácter personal y militar, enfermó y el 12 de agosto de 2003 falleció.

Detengámonos a pensar. Quizás fue la incapacidad innata a todo pen-samiento ilustrado, el Positivismo entre ellos, que creía que la sociedad inexorablemente evolucionaría a través de un proceso de tres fases inelu-dibles por el camino del progreso. En un primer momento ese progreso se puso en manos del economista, del sociólogo, del maestro, pero incapaces estos de constituirse en grupo gobernante, o de trasformar estos pueblos irredentos, pobres y católicos, de “gallera y fandango”, apelaron al “go-bernante civilizador-dictador”, como hemos podido ver en el grupo de Los Científicos de México, ideólogos de la dictadura de Porfirio Díaz, y en Laureano Vallenilla Lanz a la base del “gendarme necesario” de Juan Vi-cente Gómez en Venezuela. Si escarbamos los escritos de Hostos se verá con que frecuencia recurre el concepto de “pobre” para referirse al país y de “barbarie” para calificar la situación de nuestros pueblos.

Recientemente, Euclides Gutiérrez Félix nos ha abierto una nueva fase en la investigación al repetidamente afirmar que Trujillo se inspiró en el plan de gobierno, hostosiano, del Partido Nacionalista. Esa es otra forma de abordar al hostosianismo y al trujillismo, que está por hacer.

8 “Ciudadano de América” en Obras completas, VII. Santo Domingo: UNPHU, 1979, p.

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Introducción

Nos proponemos en esta presentación hacer un rápido balance de las principales contribuciones de Eugenio María de Hostos a la sociedad do-minicana, en su múltiple calidad de pedagogo innovador, de político liberal que militó al lado de las causas más avanzadas de su época, de sociólogo que auscultó con agudo sentido observador los problemas de nuestra orga-nización socioeconómica, para proponer siempre soluciones prácticas.

Nos detendremos –como corresponde a la naturaleza primordial de esta jornada sobre su pensamiento– en el examen de su influencia en la ense-ñanza, tanto normalista como universitaria, particularmente en las esferas de la Moral Social, de la Sociología y del Derecho Constitucional, cuyas lecciones sirvió en la cátedra universitaria dominicana.

La sociedad que Hostos encontró

A su arribo a la República Dominicana, en 1875, por la ciudad noratlán-tica de Puerto Plata, Hostos encontró una sociedad que apenas iniciaba su tránsito hacia la modernización capitalista, motorizada por la instalación de los primeros ingenios movidos a vapor, gracias a la iniciativa de empre-sarios cubanos, norteamericanos, franceses, puertorriqueños y dominica-

Actualidad de la Obra de Hostos en Santo Domingo“El país carecía de medios de transporte modernos que enlazaran internamente sus regiones, razón del afianzamiento de economías y sociedades regionales que operaban como si se tratase de tres países distintos. Sólo el tráfico de cabotaje –realizado por goletas y algunos vapores de líneas extranjeras– permitía una rápida comunicación”.

José del Castillo Pichardo

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nos, con su correlato de inmigración laboral proveniente de las Antillas Menores y también de Puerto Rico, como luego lo sería masivamente de Haití, ya en el siglo XX, a mediados de la década del diez. Sus principales zonas de desarrollo en el siglo XIX serían Santo Domingo, Puerto Plata, San Pedro de Macorís y Azua, a las cuales se sumarían en el siglo XX La Romana y Barahona.

En la región central del país, en el Cibao, el cultivo del tabaco se hallaba en franca expansión, dando origen a una microsociedad más igualitaria y liberal, integrada por productores pequeños y mediados, una amplia red de comerciantes y almacenistas, recueros o transportistas y jornaleros aplica-dos a la limpieza, clasificación y empaque de la aromática hoja, así como a la manufactura del saldo que no se destinaba a la exportación hacia Euro-pa, especialmente a Alemania. Estudiado magistralmente dicho complejo socioeconómico del tabaco por Pedro Francisco Bonó (“Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas”), en esta región se había escenificado con mayor vigor la Guerra Restauradora, llamada a liquidar la Anexión a Espa-ña (1861-65).

En las llanuras del Este se aposentaba otra configuración social, basada en la crianza libre de ganado en extensos hatos indivisos, origen de una estructura patriarcal profundamente conservadora, católica y jerárquica-mente segmentada. De allí salieron los hateros lanceros capitaneados por los hermanos Pedro y Ramón Santana, tan funcionales a las lides guerreras por la independencia frente a Haití.

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En el Suroeste –cuna del caudillo ilustrado Buenaventura Báez– se prac-ticaban los cortes de árboles maderables para su exportación a Europa, especialmente a Inglaterra, como la apreciada caoba para la ebanistería de muebles, puertas y enchapados de suntuosos palacetes; el guayacán em-pleado por sus propiedades de dureza resinosa en la industria náutica, para tornear el eje de las aspas de los barcos; y los palos tintóreos utiliza-dos por las factorías textiles (campeche y dividivi) para teñir los telares. También se producía raspadura y azúcar mascabada en rústicos trapiches y se mantenía una agricultura de subsistencia.

El país carecía de medios de transporte modernos que enlazaran inter-namente sus regiones, razón del afianzamiento de economías y sociedades regionales que operaban como si se tratase de tres países distintos. Sólo el tráfico de cabotaje –realizado por goletas y algunos vapores de líneas extranjeras–permitía una rápida comunicación. El resto descansaba en trabajosas jornadas a lomo de mula, por accidentados caminos, vadeando ríos y remontando cordilleras, en experiencias que motivaron a más de un visitante extranjero a escribir su relato de aventuras.

La población mostraba el más bajo índice de densidad en las Antillas, lo cual clamaba por una urgente política de inmigración. Integrada en comu-nidades que exhibían, algunas, hasta un 80% de analfabetismo. Regimen-tada por un sistema educativo arcaico, sustentado en la memorización, en un curriculum tradicional con escasa vinculación práctica con el medio, que empleaba con frecuencia los castigos corporales como recurso peda-gógico.

Ya avizorando –desde el mirador de Nueva York– los que serían moti-vos de sus desvelos ciudadanos en tierra dominicana, Hostos escribió en la prensa de esa urbe un artículo (“El horizonte de Santo Domingo”), en el cual planteaba:

“Si se aumenta por inmigración la población de un país, si por medio de ferrocarriles se aumentan la producción, el tráfico, la comunicación; si por medio de obras de piedra o de ladrillo o de hierro se aumentan las fa-cilidades del comercio; si por medio de un establecimiento de crédito se multiplica la actividad comercial y la industrial; si por medio de una caja

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de ahorros se multiplica insensiblemente el capital del pobre; si por me-dio de comunicaciones telegráficas y marítimas se aumentan las relaciones directas entre países remotos o vecinos; si cultivando la caña, café, taba-co, cereales, legumbres, flores, se aumenta el valor de las tierras rústicas o urbanas; si explotando minas se aumenta la riqueza social; si creando o trasplantando industrias se aumenta la prosperidad colectiva; en suma, si cultivando todas las formas del trabajo, y fomentándolas por todos los medios materiales se producen bienes físicos y orgánicos, que se cuentan, se valúan, se computan y se pesan ¿son bienes exclusivamente materiales los que se consiguen? En general, el trabajo es razón determinante de tres bienes morales: la moralidad, la libertad y el orden”.

En su prolífica función de hombre público, Hostos abogaría por proyec-tos específicos, encaminados a plasmar en realizaciones estas ideas. Así, sobre el tema de la inmigración escribiría varios artículos (“Inmigración y Colonización”, “Centro de Inmigración y Colonias Agrícolas”), describién-dolo como uno de los dos problemas esenciales de la sociedad dominicana, para más tarde afirmar que era el “problema de los problemas y el medio de los medios, por que es el único que puede resolverlos todos”. Aspiraba a la inmigración de “familias organizadas”, que fueran “agentes de trabajo”, es-pecíficamente agricultores, que sirvieran de “ejemplo económico, domésti-co, cívico, de la población circundante”. En este orden alentó un proyecto de inmigración de familias canarias, que sirviera de alternativa al modelo de colonato azucarero, al que criticaba.

Sobre la industria azucarera, cuya expansión saludaba como vehículo de progreso, abrigaba algunas reservas, consecuencia de su conocimiento de las realidades cubana y puertorriqueña. Le perturbaba la idea de la dis-locación que el desarrollo capitalista ocasiona, al penetrar las estructuras de sociedades tradicionales, casi autárquicas. Advertía contra el latifundio azucarero, la proletarización excesiva, y la dependencia del colono frente al industrial. Proponía la creación de un banco agrícola, capaz de proveer recursos a los productores.

Entendía “la fabricación de azúcar como uno, y sólo uno, y no el me-jor y el más pequeño, de los medios de producción de riqueza en nuestras tierras; nada más. Antes que ella, o junto a ella, la industria agrícola tiene

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en las Antillas un más vasto campo de producción, y probablemente más adecuado a nuestro estado social”.

En el ferrocarril vio una herramienta de civilización formidable y de-dicó varios artículos a ponderar las ventajas de proyectos que siguió muy de cerca, como el que enlazaría a la comunidad agrícola de La Vega con el puerto marítimo de Sánchez.

La inmigración cubana y puertorriqueña Con el desarrollo de la primera guerra de independencia de Cuba (1868-

1878) y de las luchas anticoloniales en Puerto Rico, llegó al país una fuerte corriente migratoria de cubanos y puertorriqueños, cuyo influjo en la so-ciedad dominicana fue determinante en diversos órdenes.

Las motivaciones políticas de esta inmigración se reflejaron en el activis-mo que caracterizó a sus miembros, quienes tomaron a Puerto Plata como su bastión fundamental. Allí Hostos y otros ilustres inmigrantes formaron asociaciones patrióticas, editaron periódicos y realizaron una vasta labor cívica, en consonancia con elementos liberales dominicanos como Grego-rio Luperón, que concebían la independencia de Cuba y Puerto Rico, man-comunada a la preservación y desarrollo de la soberanía dominicana. De esta forma, cubanos como Federico García Copley y puertorriqueños como Hostos, figurarían en la fundación de la Liga de la Paz, que bajo el liderazgo de Luperón dirigió la lucha contra el gobierno dominicano de aquel enton-ces, que veía con recelo dichas actividades.

En esas jornadas, Hostos colaboraría con el periódico Las Antillas, que al ser clausurado por el gobierno resurgiría con el nombre de Las Tres An-tillas, seguido por Los Antillanos, bajo su dirección.

Durante esos días, fundaría la sociedad-escuela La Educadora, orientada a “popularizar las ideas del derecho individual y público, el conocimiento de las constituciones, dominicana, norteamericana, latinoamericana, y los principios económicos-sociales, en resumen: educar al pueblo”.

Labor educativaPero la labor pedagógica de Hostos en Santo Domingo cobraría cuerpo

definitivo a partir de 1879, luego de una estancia venezolana de año y me-

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dio, cuando inició su vasto plan para implantar los contenidos de una en-señanza normada por los principios positivistas y por un rol más dinámico del Estado en el proceso educativo. Durante nueve años de trabajo conti-nuo, Hostos fundaría la Escuela Normal, cuya “instalación se hizo como se hacen las cosas de conciencia: sin ruido ni discurso. Se abrieron las puertas y se empezó a trabajar. Eso fue todo”. Iniciativa llamada a formar “un ejér-cito de maestros que, en toda la República, militara contra la ignorancia, contra la superstición, contra el cretinismo, contra la barbarie”.

En su discurso de graduación de los primeros maestros normalistas, el señor Hostos –como se le llamaba en Santo Domingo– daba la nota de la significación de ese evento germinal, al señalar:

“Todas las revoluciones se habían intentado en la República, menos la única que podía devolverle la salud. Estaba muriéndose de falta de razón en sus propósitos, de falta de conciencia en su conducta, y no se le había ocurrido restablecer su conciencia y su razón.

Para que la República convaleciera, era absolutamente indispensable establecer un orden racional en los estudios, un método razonado en la enseñanza, la influencia de un principio armonizador en el profesorado, y el ideal de un sistema, superior a todo otro, en el propósito mismo de la educación común”.

En el Instituto Profesional –nombre de nuestra universidad de aquel en-tonces– Hostos inauguró las cátedras de Derecho Público (Constitucional e Internacional), en 1880 y de Economía Política, en 1883. Publicó, en 1887, su obra Lecciones de Derecho Constitucional, que recoge las notas de la cátedra universitaria llevadas por sus alumnos, y al año siguiente dio a la estampa su Moral social, que sirvió de texto a varias generaciones de dominicanos, en la forja de “ciudadanos para el Estado, patriotas para la patria, valedores para la civilización, hombres para la humanidad”, como gustaba decir el Maestro.

Como bien señala Camila Henríquez Ureña en su obra Las ideas pedagó-gicas de Hostos, para éste “la educación tiene un valor disciplinario: desa-rrollar los poderes del educando, y un valor ideal: perfeccionar al hombre para que sirva a los ideales sociales de justicia y a los universales de bien y

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de verdad”. Pero también cubre una finalidad práctica, ya que, conforme a Hostos, la vida “es un combate por el pan, por el principio, por el puesto”.

La reacción eclesiástica

Pese a que Hostos encontró un ambiente favorable en la esfera política e intelectual –y en el propio terreno de los negocios, donde sus ideas re-sultaban funcionales a la modernización capitalista en proceso– su credo positivista y laico amenazaba el andamiaje de la enseñanza escolástica. De esta forma, entre la Iglesia y Hostos y sus partidarios se entabló una bata-lla, cuyas armas fueron la pluma y el verbo elocuente; sus municiones, las ideas; y el escenario, la prensa, el púlpito y la cátedra.

Monseñor Fernando Arturo de Meriño, jefe de la Iglesia y el presbítero Francisco Xavier Billini, director del Colegio San Luis Gonzaga, de bien ganado prestigio, emprendieron su campaña contra la enseñanza laica (“la escuela sin Dios”), la filosofía positiva y la moral social (“doctrinas liberti-cidas”), que “so pretexto de demostraciones científicas”, inculcaban “teo-rías hipotéticas y degradantes”, “despojando a las conciencias timoratas de la fe salvadora y de los sanos principios morales que ella nutre y sostiene”, al decir de Meriño.

Para la cabeza de la Iglesia dominicana –quien había ejercido la presi-dencia de la República como miembro del Partido Azul, o sea, del bando liberal, y posteriormente había sido rector del Instituto Profesional– los positivistas eran ateos y materialistas, propagadores de una “literatura fa-laz y de una ciencia huera”. Su influencia en la sociedad dominicana sería vista como la causa de los males que ésta padecía: “El verdadero origen, funesto manantial de nuestras desgracias, está en la perversión de las ideas y de los sentimientos por las doctrinas liberticidas que vienen gozando de privanza de algunos años acá”, ocasionando que “principio de autoridad, sujeción a instituciones y leyes, temor de castigos, miramientos sociales, todo haya ido escandalosamente menospreciándose”.

Frente a los embates eclesiásticos, los hostosianos respondían desde la prensa liberal: “profesores, catedráticos, alumnos ofendidos: llevantad vuestra protesta! Decid al mundo que se os condena y se os infama porque servís a la razón, porque ilustráis y redimís llevando el espíritu al convenci-

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miento de las verdades científicas que la iglesia excomulga, y los principios de la moral social más elevados que la civilización santifical”, ripostaba El Eco de la Opinión, el periódico capitalino más influyente de la época.

Con la salida de Hostos de Santo Domingo, en 1888, para sembrar su semilla fecunda en Chile y el progresivo curso autoritario que asumiría el régimen de Ulises Heureaux, amainaría esta polémica, para volver a tomar impulso, en 1900, cuando retorna a tierra dominicana como director del Colegio Central, siendo designado seis meses después Inspector General de Enseñanza Pública. Hasta que la muerte le sorprende, en 1903, “poseído ya también del fastidio de la vida”, como escribiera en su Diario, cinco días antes de su deceso, afectado de “asfixia moral”, al decir de Pedro Henríquez Ureña.

Última etapa de Hostos en Santo DomingoEn lo que sería su tercera y definitiva estancia en tierra dominicana –y a

pesar del evidente desánimo que provocara en su espíritu el resultado de su incursión en la política puertorriqueña de cara a la definición del asunto del estatus– Hostos desplegaría nueva vez su inmensa vitalidad creadora.

Llamado por el joven presidente Horacio Vásquez y por la generación que conformó su discipulado normalista en la década del 80, así como por caros amigos y compañeros de propósitos liberales, el Maestro arriba en Santo Domingo en enero de 1900. La crónica periodística registra su llega-da en estos términos:

“Manifestación elocuentísima de adhesión y de cariño se hizo al Maes-tro, el Día de Reyes, en ocasión de su regreso a la Primada.

Desde el muelle del Ozama a la antigua Normal tuvo numeroso acompa-ñamiento. El local se llenó de damas y caballeros. Abundaban sus discípu-los. Asistían las maestras normales. Brazos cordiales, húmedos ojos y labios sinceros diéronle la bienvenida. En sus abrazos, sus miradas y su verbo vol-vimos a ver el alma educadora y amable de Eugenio M. de Hostos.

Consigo trajo el antillano esclarecido a su distinguida familia, satisfecha de volver a la patria dominicana.

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Colmado sea de satisfacciones el hogar del Maestro, del compatriota, del amigo…!”

A las pocas semanas se daba la noticia de que reanudaba sus faenas el Colegio Central, bajo la dirección de Hostos, quien había sido selecciona-do a unanimidad por el Consejo de Gobierno. Con un cuerpo de dieciséis profesores encabezado por su director y su vicedirector, don Federico Hen-ríquez y Carvajal –hermano de Ramón Emeterio Betances, Eugenio María de Hostos y José Martí– y con más de cien alumnos, Hostos impartiría Geografía Patria, Derecho Constitucional, Historia e idioma Inglés.

Concomitantemente, Hostos fundaba la Escuela Normal nocturna, bajo la dirección compartida de sus antiguos discípulos Francisco J. Peynado y Félix Evaristo Mejía, anexa al Colegio Central. Así como otra similar, que operaría en la Villa de San Carlos, lugar que fuera residencia del Maestro en su anterior etapa dominicana y motivo de bucólicas añoranzas en sus días chilenos (caserón que había quedado en manos de mis abuelos Luis Temístocles del Castillo y la educadora Dolores Rodríguez Objío, directo-ra ella misma de un plantel sancarleño).

Más significativas resultaron sus demás actividades iniciales. A sólo tres días de la reapertura del Colegio Central, Hostos y sus seguidores acorda-ron las siguientes tres líneas de trabajo: el desarrollo de un programa de conferencias populares, la celebración de asambleas cívicas con vistas a la reanimación de la Liga de Ciudadanos o la formación de una entidad de ob-jetivos similares y la apertura de escuelas nocturnas de educación común.

El sábado 3 de febrero se realizó la primera de estas conferencias popu-lares, ante un auditorio compuesto por “un centenar de obreros y de jóve-nes adscritos al estudio de los problemas económicos”. La charla, ofrecida por Hostos, versó sobre un tema considerado de actualidad, a saber: “Cuál debe ser el propósito racional, el sano objetivo, de la asociación obrera”. Como se desprende de la glosa de esta conferencia y de la discusión que le siguió, el propósito práctico era promover la organización del movimiento obrero.

Esta iniciativa calzaba plenamente con el interés manifestado por Hos-tos durante su efímera estancia en Puerto Rico, de fomentar la educación

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nocturna para obreros, las conferencias semanales para educar a las masas populares en la función de pensar y discernir sobre asuntos de interés lo-cal, municipal y nacional, así como humano, y, finalmente, de promover las cooperativas y las cajas de ahorro. Por esta vía, Hostos pretendía galvani-zar la conciencia ciudadana, a través del despliegue de las capacidades in-dividuales y asociativas de las personas, rompiendo con lo que entendía era un funesto legado cultural del coloniaje español, consistente en esperarlo todo del Estado y sus autoridades. Era en este sentido progresista –consis-tente en asimilar rasgos positivos de la cultura política norteamericana– que Hostos hablaba de “americanizar” al pueblo puertorriqueño.

La otra asamblea –con resultados menos exitosos que la anterior– estu-vo enderezada a reactivar la Liga de Ciudadanos, que un año antes había integrado a jóvenes seguidores de Hostos o a constituir una asociación pa-triótica de mayor alcance, cuyo antecedente inmediato era la sociedad que Hostos había creado en 1898, en Nueva York, con el objetivo de desarrollar una conciencia cívica activa, de educar políticamente a los puertorrique-ños y fomentar las instituciones democráticas, a imagen de las institucio-nes norteamericanas.

Los planteamientos en debate eran: formación de una Liga de Ciudada-nos o de un partido político doctrinario.

Guardando las diferencias de contextos nacionales, la posición de Hos-tos era similar a aquella que lo había llevado a formar en Nueva York la Liga de Patriotas Puertorriqueños. Se trataba de dar paso a una liga de objetivos cívicos que se dedicara “a echar los cimientos de la verdadera república hoy y de la confederación antillana o surcontinental mañana”, como paso previo a la constitución de un partido doctrinario.

En su artículo titulado “Intereses de la República” estableció una amplia agenda de lo que entendía tareas a ser cumplidas por los dominicanos en los albores del siglo XX, para alcanzar un “efectivo desarrollo social”.

Como Inspector General de Enseñanza, desarrolló Hostos una dinámica labor, fundando en La Vega la Escuela de Maestros, la Escuela de Agricul-tura Práctica y las Colonias Agrícolas. En Santiago y en Puerto Plata la Escuela de Comercio y en Moca, sendas escuelas graduadas y dos suple-mentarias.

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Nuevamente, la reacción sacerdotal se haría notar. Editoriales del Bole-tín Eclesiástico, pastorales y sueltos, tronarían con fuerza para rechazar el laicismo en auge. Bajo el epígrafe “La Escuela sin Dios”, la revista san-tiaguesa La Vida la emprendió contra los hostosianos, en un texto que la prensa liberal calificó de “pavoroso”:

“Tiende a restablecerse en el País la Escuela sin Dios; la Escuela en que el Derecho no se armoniza con el deber, sino que lo supedita; la Escuela que separa virtualmente los consortes, los padres y los hijos, los hermanos, los deudos, los amigos, los conmunícipes, los comprovincianos, los compatrio-tas, los hombres; la Escuela que forma los Comunistas, y los Anarquistas, y los Nihilistas…; la Escuela cuyas doctrinas embeben –sin quererlo acaso– el incendio, el asesinato, todos los horrores…”

A pesar de los ataques, la estrella de Hostos en Santo Domingo permane-ció en ascenso. Sociedades como el Ateneo de Santo Domingo lo hicieron miembro honorario, al igual que las sociedades La Progresista y Amantes del Saber, de La Vega. Al llegar Máximo Gómez a Santo Domingo –orlado por la gloria libertadora– le tocó a Hostos acompañarlo en el carruaje des-cubierto por las calles de la ciudad y pronunciar un conmovedor discurso, “con su verba magna de pensador y de patriota”, como consignó la prensa. En 1902, sería designado Director General de Enseñanza.

Contribuciones de Hostos

Es obvio que las principales contribuciones de Hostos se encuentran en el ámbito de la propia enseñanza, que asumió como un verdadero sacer-docio laico. Tanto desde la cátedra de Moral Social, enfatizando las cinco propiedades distintivas del ser social (las relaciones de necesidad, grati-tud, utilidad, derecho y deber), como en la de Sociología y en la de Dere-cho Constitucional, el Maestro enlazó escuela y sociedad, en un sentido realmente revolucionario en su momento. Los contenidos de la enseñanza hostosiana estaban concebidos para hacer ciudadanos activos, conscientes de sus deberes y derechos, plenamente identificados en su dimensión de entes sociales, de miembros de una comunidad más amplia de naciones, y de afiliados al género humano que puebla el planeta.

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Sorprende hoy, cuando llevamos más de un siglo sobre sus huesos ve-nerados, la frescura provocativa de su pensamiento. Como bien dijera don Emilio Rodríguez Demorizi, de él “debe afirmarse que no ha terminado aún su obra en Santo Domingo, en las Antillas, en el Continente”.

Cuando en muchas latitudes imperaba una concepción del Derecho ses-gada hacia el énfasis doctrinal y normativo, Hostos abría nuevas ventanas a esta disciplina, insistiendo en la necesidad de conjugar la norma derivada de principios doctrinales con las realidades del medio social, buscando es-tablecer criterios de correspondencia y funcionalidad del Derecho. A sus alumnos de la cátedra de Derecho Constitucional les remarcaba este as-pecto. Su visión sociológica le situaba en una posición privilegiada.

Una oportunidad de poner en movimiento estos criterios se la brindó el proyecto de reforma constitucional presentado tras la caída de la dictadu-ra de Ulises Heureaux, entre cuyos auspiciadores figuraban los antiguos jóvenes alumnos que habían sido sus pupilos, en lo que él denominaba “la Escuela de Derecho dominicana”. La serie de artículos, titulada sugestiva-mente “El proyecto de Constitución y el medio social”, contiene algunas de las ideas básicas de Hostos en materia de Derecho Público.

Su visión constitucional

Para Hostos “el objeto de la Constitución es armonizar derechos y po-deres por medio de una ley oriunda de la voluntad social”. Frente a la tradi-ción imperante de hacer enunciados superabundantes en la carta sustanti-va, Hostos reaccionaba indicando que “la forma de gobierno se preceptúa: que la soberanía se asume; que el territorio se posee; que la nación se afirma por el mero hecho de existir; que nada de eso se declara; que nada de eso es materia constitucional”.

En su concepto, “el pueblo es una verdadera entidad de derecho, que es quien efectivamente retiene siempre la soberanía, y a quien forzosamente hay que apelar en todo caso de soberanía”.

Indicaba, a seguidas, que la “reforma de una constitución, en definitiva, es un caso de reconsideración de la soberanía, y nadie, excepto el pueblo,

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puede hacer efectivo, eficaz e indiscutible ese trabajo. Por lo tanto, toda reforma de la ley fundamental, ya sea total, ya parcial, debe ser acto plebis-citario o acto convencional: estando ya en desuso para casos nacionales el plebiscito –afirmaba el Maestro–, hay que apelar a la Convención”.

Presidencialismo y centralización

Hostos reflexionaba agudamente acerca de los patrones de la cultura po-lítica hispanoamericana, que tendían a reforzar la centralización presiden-cial, en desmedro de los poderes y las autonomías provinciales y municipa-les. Entendía que este fenómeno castraba las posibilidades de un desarrollo más equilibrado de las sociedades. Y su observación resulta terriblemente vigente en nuestros días.

En su hermosa y libre prosa modernista, nos decía: “la vida de la socie-dad, que refluye al centro, se hace pletórica en el centro y anémica en las extremidades. Exactamente el resultado obtenido por el centralismo”. Para a seguidas referir, “más fácil es que un etíope se haga ariano que el que un pueblo de enseñanza latina se haga autónomo o siquiera partidario de la autonomía en la común, en la región, en la nación”. Y exclamaba: “estas tontas repúblicas, que creen tenerlo todo con tener un aparato de gobierno central, mientras se desentienden por completo de la circulación de la san-gre y de la corriente de la vida por el resto del organismo nacional”.

Su crítica iba más lejos, y proclamaba “¿cómo somos tan ciegos que no vemos cuán atrevido, insolente y temerario es que un gobierno central se erija en árbitro de vida de las sociedades provinciales y comunales?” Para concluir: “aquí no es el medio social quien impone el perjuicio al derecho; es la costumbre del error quien impone el perjuicio al derecho; es la cos-tumbre del error quien se impone al medio social, que clama, desde cada lo-calidad amortecida, por gobiernos propios que les devuelvan la actividad”.

Democracia y soberanía militante

Hostos abogaba por un modelo de democracia representativa que hoy se halla en el orden del día en muchas sociedades, tanto desarrolladas como subdesarrolladas, bajo el etiquetado de participativa. Basado en el ejercicio

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militante de la soberanía del pueblo organizado, a fin de evitar lo que él denominaba “la substracción de soberanía natural”, que da pie a la “usur-pación de soberanía por parte de los funcionarios del Estado”.

“Son sociedades democráticas, no principalmente porque todas las en-tidades que componen el agregado social sean iguales, sino porque todas esas entidades son jurídicas. Y puesto que están armadas del derecho, no para lisonjearse pasivamente de tenerlo, sino para ejecutarlo activamente, claro es que irán perdiendo la capacidad de gobernarse por sí mismas a medida que vayan abandonando el deber de hacer efectivo su derecho. Y puesto que faltan sistemáticamente a ese deber cuantos, teniendo el dere-cho de opinar e influir en los negocios públicos, descuidan su derecho, ora por egoísmo, ora por pesimismo, ya que por desatender la relación que hay entre los intereses individuales y los públicos, ya que por desconfianza de su propia iniciativa, claro es que el gobierno de todos por todos irá nece-sariamente degenerando hasta que se convierta en el mando de todos por unos pocos, o en jefatura de uno sobre todos”.

De esta forma, en la concepción hostosiana de los deberes constitucio-nales, figuraban –junto al deber de educación o de aprendizaje obligatorio, al deber de contribución o tributación, y al de servicio militar el– deber de partido político o de opinión activa y el deber del voto.

Sobre el sufragio, favorecía su extensión universal y lo veía como uno de los medios más efectivos de educación política. “No teniendo el voto otro objeto que el hacer efectivo el principio de representación, garantizando el buen uso de los poderes sociales que por su medio se delegan, es induda-blemente más lógico y mejor el sufragio universal”. Veía en el sufragio res-tringido o censitario (reservado exclusivamente a hombres, propietarios, personas educadas, contribuyentes al fisco) una tremenda irracionalidad, arbitrariedad e injusticia.

Prefería los partidos doctrinales a los personalistas.

Balance de poderes

Como la mayoría de los ideólogos democráticos, Hostos era partidario del equilibrio de los poderes públicos y frente a la disyuntiva entre autori-tarismo centralista y ejecutivos disminuidos, planteaba:

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“Tanto yerran los que quieren Ejecutivos débiles como los que quieren Ejecutivos fuertes. Ni fuerza ni debilidad debe pedirse a los funcionarios del poder social: jueces, legisladores, presidentes y electores, deben tener las atribuciones que les correspondan; y no más, y no menos. De estos irra-cionales sistemas de gobierno en que secretarios de la fuerza mal compren-dida o secretarios de la libertad mal conocida manipulan derechos y pode-res a su gusto, hay que salir lo antes posible al gobierno racional, en que los derechos del individuo y los del ciudadano, los poderes de la sociedad y las funciones del Estado, los deberes constitucionales de los ciudadanos y las prohibiciones a los funcionarios del Estado, corresponden puntualmente a las necesidades jurídicas de la sociedad”.

Civilización o muerte: la profecía vigente

Hace algo más de un siglo, Hostos nos advertía en el umbral del siglo XX (1901) acerca del dilema que enfrentábamos como pueblo de cara al porvenir, en el ámbito de unas Antillas situadas en el mismo trayecto del apetito imperial: “civilización o muerte”. Su reflexión profética mantiene hoy un frescor de rocío tempranero, habida cuenta que se anticipó a la in-tervención americana de la isla y a la férrea dictadura de Trujillo. Sin contar el dominio secular ejercido en el planeta por el nazismo-fascismo, el comu-nismo y el imperialismo benefactor o malefactor.

“No va a ser lecho de rosas en el que va a descansar la familia dominicana en este siglo. Va tocarle un trabajo ímprobo de organización y un esfuerzo continuo de desviación”.

Lo que hoy hacemos no es más que darnos cuenta de lo que hay que hacer, para dar estabilidad a la administración pública. Apenas si empeza-mos a comprender cómo de la absoluta desorganización en que nos encon-tramos no se puede llegar a la organización de nuestra vida nacional sino a fuerza de administración recta, sana de intenciones y metódica en sus procedimientos.

El siglo no va a permitirnos seguir por donde vamos. Por donde vamos se llega a la barbarie corrompida, crapulosa, leprosa, lacerada, y nada más que con ver los antecedentes de este siglo, se está viendo que él no puede permitirnos esa obra de corrupción y destrucción.

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Felizmente para los pueblos débiles las premisas de donde parte el siglo para su trabajo de cien años es el dominio puro y simple de la fuerza: de la fuerza hecha verdad, por medio del principio terrible de la evolución; poder, por medio del principio de las grandes nacionalidades; de la fuerza hecha guerra, por medio del tremendo principio de esa supremacía de la fuerza brutal.

Esos tres horribles perturbadores de la vida del siglo XIX van a ser los constructores del siglo XX, y pese a quien pese, así será, como los que no sepan sacar partido de sí mismos para hacerse fuertes en verdad, en poder y en acometividad, serán pueblos absorbidos o barridos o destruidos.

Los dos pueblos que habitan esta hermosísima parte del archipiélago de las Antillas, que no sueñen, que no dormiten, que no descansen. Su cabeza ha sido puesta a precio: o se organizan para la civilización, o la civilización los arrojará brutalmente en la zona de absorción que ya ha empezado.

Con el patriotismo de las pasiones enfurecidas, con la resolución de sal-varse o de morir, con los viejos heroísmos que ya han pasado de edad, con los resabios morales e intelectuales de aquel siglo pasado tan sujeto a espe-jismos de la mente, con eso, con lo que no sea verdad, poder y fuerza, no se irá en el siglo XX a parte alguna.

Los que no puedan llegar a alguna parte, aunque no sea más que a ser dueños de sí mismos en un rincón del espacio, que se civilicen. La orden del siglo es terminante:

“Civilización o muerte”. (El Liberal, n.170, 12/1/1901).

Su herencia dominicana

Cuando se otea en la fecunda errancia de Eugenio María de Hostos por el continente americano se hace imperativo concluir que en materia de perte-

“Cuando se otea en la fecunda errancia de Eugenio María de Hostos por el continente americano se hace imperativo concluir que en materia de pertenencia o identidad nacional, este hombre libre es tan puertorriqueño como dominicano o cubano, chileno o venezolano”.

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nencia o identidad nacional, este hombre libre es tan puertorriqueño como dominicano o cubano, chileno o venezolano. En una palabra, latinoamerica-no. Admirador de las instituciones democráticas y del impulso civilizador anglosajón. Esperanzado con el liberalismo republicano ibero. Abogado del género humano étnicamente pluralista. Por ello, tan universal.

En sus tres estancias en tierra quisqueyana –que totalizaron 13 años– Hostos sembró escuelas, despertó espíritus, abogó por buenas ideas y pro-yectos. Pero sobre todo enseñó. Desde la cátedra, la columna periodística o el texto. En la charla y en el hogar. Enseñó con el ejemplo de una vida consagrada a la razón, a la verdad, a los demás.

Muchos de sus principios pedagógicos perduraron en la estructura edu-cativa dominicana. Otros fueron removidos por el tiempo y la dictadura de Trujillo. Todavía hoy su figura genera escozor en algunos círculos.

En 1985 sus restos mortales –que hicieron exclamar a su amigo entra-ñable don Federico Henríquez y Carvajal, “¡Oh, América infeliz que sólo sabes de tus grandes vivos, cuando ya son tus grandes muertos!”– fueron trasladados al Panteón Nacional. Luego de haber permanecido en los jardi-nes del local que alojó uno de sus más caros proyectos, la Escuela Normal, a la sazón Biblioteca Municipal, sita en la Capilla de la Tercera Orden Domi-nica. A los pies de la estatua del escultor cubano Juan José Sicre, autor del monumento a Martí en la Plaza de la Revolución en La Habana.

Algunas entidades universitarias y academias han realizado jornadas destinadas a evaluar las múltiples facetas de la obra hostosiana y cada vez más sus contribuciones motivan la atención de los estudiosos.

Obras como Moral social y “Lecciones de derecho constitucional” han sido reeditadas por la Oficina Nacional de Administración Pública (ONAP). Del mismo modo, textos tan hermosos como “Hostos, el sembrador”, uno de los testimonios más elevados del entrañable cariño de los dominicanos hacia Hostos, de la autoría de Juan Bosch –quien laboró a finales de los años 30 en la primera edición en 20 volúmenes de sus “Obras Completas”– él mismo un ejemplo de templanza cívica.

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En Hostos, el Sembrador Juan Bosch observó, al referirse a su admirado Eu-genio María: “Pobre sembrador antillano, semilla y flor él mismo, el ciclón no lo dejó recoger su cosecha”. En abril de 1989 acudimos junto a Bosch a San Juan, Puerto Rico, al Primer Encuentro Internacional sobre su pensa-miento, con motivo del sesquicentenario del natalicio del Maestro. Y allí, gente de todas las latitudes a las que llegó el Sembrador hicimos inventario de su cosecha pródiga.

Pero esta labor apenas se inicia. Hostos tiene mucho que hacer en Amé-rica. “En verdad señores –como dijera el escritor dominicano Tulio Ma-nuel Cestero, en el homenaje rendido por la Academia de la Historia de Argentina, con motivo del centenario del Maestro– que si la obra escrita por Eugenio María de Hostos constituye una de las más fecundas páginas de la historia del pensamiento americano, su vida ejemplar es una de las más bellas realidades de la dignidad humana”.

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Bibliografía consultada

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Bosch, JuanHostos, el SembradorEdiciones Huracán, Río Piedras, 1976.

Cestero, Tulio ManuelHostos, hombre representativo de América. Clio, Año IX, Núm. XLV, enero-febrero 1941, 21-32.

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Del Castillo, JoséEnsayos de sociología dominicanaEdiciones Siboney, Santo Domingo, 1981.Las inmigraciones y su aporte a la cultura dominicana(finales del siglo XIX y principios del XX)Ensayos sobre cultura dominicanaMuseo del Hombre Dominicano, Santo Domingo, 1981.Contribución Dominicana de un Ciudadano de AméricaRevista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico, vol. LV, no. 2, 1986, 211-219.

El Caribe La Influencia de Hostos en la Cultura Dominicana(Respuestas a la encuesta de El Caribe)Editorial del Caribe, Ciudad Trujillo, 1956.

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Henríquez Ureña, PedroLa Sociología de HostosLa Habana, 1905.

Hoetink, HarryEl Pueblo Dominicano: 1850-1900Universidad Católica Madre y Maestra, Santiago, 1971.

López, Julio CésarEugenio María de Hostos Obra Literaria SelectaBiblioteca Ayacucho, Caracas, 1988.Hostos: Sentido y proyección de su obra en AméricaEditorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995.

Lugo, AméricoObras EscogidasBiblioteca Clásicos Dominicanos, Fundación Corripio, 1993.

Maldonado Denis, Manuel, Eugenio María de Hostos, Sociólogo y MaestroEditorial Antillana, Río Piedras, 1981.Eugenio María de Hostos, América: la lucha por la libertadSiglo XXI editores, México, 1980.Visiones sobre HostosBiblioteca Ayacucho, Caracas.

Rodríguez Demorizi, EmilioHostos en Santo DomingoImp. JR. Vda. García, Ciudad Trujillo, 1939, vol. I y 1942, vol. II.Luperón y HostosEditora Taller, Santo Domingo, 1975.

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EXPOSITORES: Ciriaco LandolfiJosé Miguel Soto Jiménez

COORDINADOR: José del Castillo

Las raíces ideológicas sobre la condición dominicana en los pensadores criollos

• Antonio Sánchez Valverde• Andrés López de Medrano• José Núñez de Cáceres• Bernardo Correa y Cidrón• Ciriaco Ramírez

CAPITULO V

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Figuran en el panel Ciriaco Landolfi, José del Castillo, Franklin García Fermín, rector de la UASD, y José Miguel Soto Jiménez.

Público asistente al panel efectuado el 15 de agosto de 2009, en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

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Recién recibí el honor inesperado de hablar en este cenáculo reunido para examinar el pensamiento político dominicano en función de pers-pectiva histórica y misión de alumbrar el porvenir, bautizado con ingenio “Festival de las Ideas”.

La ocurrencia de este evento es de oportunidad excepcional, en días en que el destino de la humanidad luce emboscado por la incertidumbre de decisiones cruciales, heroicas y quizás decisivas para la sobrevivencia de la civilización que conocemos. Pocos disfrutan y una inmensa población del planeta padece.

Podría decir con mi impertinencia habitual que hacemos un ejercicio de futurología, ya ciencia tenebrosa que divisa un horizonte radicalmente dife-rente del que aún contemplamos con una especie humana minimizada hasta lo increíble, los inventarios zoológico y vegetal arrasados y el alga marina como único y exclusivo alimento para nuestros lejanos descendientes.

Se viene diciendo que la historia es una ciencia. No es el momento de discutirlo. Lo cierto es que hasta hoy no ha servido para no repetir los dos polos de su realización absurda: La guerra y la paz, porque toda ella es el reservorio de la estupidez o la arrogancia de la fuerza. La contraposición incardinada en el aserto la presenta como adversaria de la inteligencia.

El pensamiento político de cuatro intelectuales dominicanos de fines del siglo XVIII y principios del siguiente: Antonio Sánchez Valverde, Bernardo Correa y Cidrón, Andrés López de Medrano y José Núñez de Cáceres

“La vastísima ilustración de Núñez de Cáceres no admite, en el campo de la política, vacíos reprochables. No se le puede exonerar de la inadvertencia del grave peligro inminente de la invasión de los haitianos, que habían escrito en su Constitución que ‘la isla era una e indivisible’. Lo sabía y hay constancia documental afirmativa. Lo sabía y lo temía”.

Ciriaco Landolfi

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Uno de los aciertos de uno de nuestros personajes escrutados: Andrés López de Medrano, uno de los dominicanos intelectuales que dejaron hue-lla escrita en el siglo XIX con visos de profundidad. El ideal de progreso de ese nativo lo llevó a celebrar la ocupación haitiana de 1822, arrobado por el prodigio de la liberación de los esclavos de Saint Domingue. Ese espejismo lo llevó a loar exageradamente al presidente Boyer, por la promesa de que reabriría la Universidad Aquina. El engaño lo desilusionó cuando era tarde para retirar los elogios.

López de Medrano fue un virtuoso de la inteligencia progresista. Des-afortunadamente, creyó en las argucias de la política y se dejó llevar por los vaivenes de la época, movida entonces como siempre por la maraña de los intereses creados.

Fue así que abrazó la Constitución de Cádiz de 1812, en la que vio un mirador de esperanzas para la libertad y los derechos humanos –como di-ríamos hoy– sin ahondar en el espíritu y la letra de ese instrumento que reafirmó el privilegio clasista estatuyéndolo; que olvidó a millones de es-clavos americanos y aspiró a una monarquía constitucional en una España, a la sazón obscurantista con la Sagrada Hermandad –la Inquisición– como órgano represivo del pensamiento liberal.

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Este personaje y su obra merecen un espacio más holgado de cinco mi-nutos, para ser examinado con solemnidad y respeto con la lupa epocal, para perdonar sus errores de conducta política y sopesar sus juicios de aproximación científica.

Bernardo Correa y Cidrón –el tercero de la troika tonsurada que figu-ra en la nómina de personajes objeto de esta exposición apresurada– fue hombre inteligente y cultivado, obnubilado por la cultura francesa. Debió ser un admirador de Napoleón 1, si lo juzgamos por su renuencia a asumir el compromiso de la Reconquista, o su adhesión al régimen autoritario y esclavista del gobernador francés, Lois Ferrand de 1904 a 1808; el ejecutor real del Tratado de Basilea en el Santo Domingo español; querencia que le costó no accesar al trono arzobispal de la colonia recobrada.

La contradicción de su pensamiento político la cifra una miopía inte-lectual –quizás circunstancial– en no advertir que la Revolución Francesa había regresado a sus vísperas despóticas de la aristocracia enfatuada con Bonaparte, repartida entre la del antiguo régimen y la novísima de los ad-venedizos de la corte del César.

Antonio Sánchez Valverde, el último de los religiosos de la troika a mi cargo en esta cátedra de “El Festival de las Ideas”, fue un hombre de recie-dumbre excepcional, inteligencia fecunda y cultivada y carácter templa-do, que rebatió con lucidez y bríos adondequiera lo llevó su itinerario de combatiente contra la injusticia de la “pureza de la sangre”, que le cerró su ascenso al escalafón eclesiástico en todas partes; hasta lograr abrirse paso –ciertamente modesto– en México, donde alcanzó una posición que nunca satisfizo su aspiración ni logró desbordar luego.

Este mulato ilustre fue un dominicano integral, que ocupó su inteligen-cia en defender la patria deletreando su valor en obra memorable, en sínte-sis entrañable, que habla por sí sola de una pasión intensa por la patria, la de su cuna y antepasados blancos y negros. Este cura anduvo la geografía colonial y conoció al hatero montero en su bohío, compartió su mesa en compañía de su padre y anotó en su memoria las características estoicas de su transcurrir esforzado.

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Sánchez Valverde descorrió el escenario escondido de la ruralidad domi-nicana de su época y consagró en frases lapidarias la brega riesgosa de su realización cotidiana. Pero en él, como en los otros personajes comentados –López de Medrano y Bernardo Correa y Cidrón– hubo el desliz de valorar la esclavitud como motor de la prosperidad.

Pero en él, el equívoco tuvo atenuante: en la esclavitud que conoció en sus romerías por toda la colonia, pudo observar –y así lo dejó escrito– que los esclavos vivían en una suerte de compañerismo con los amos; quienes a veces asumían personalmente el riesgo de la faena de atajar el ganado “orejón” y la caza del puerco cimarrón.

Nadie podría confirmarlo, pero es de duda razonable que pensara en esa socialización cimarrona, cuando propuso la “revolución esclavista” de sembrar de esclavos el país, para potenciar su desarrollo. Una ocurrencia de indescifrable intencionalidad, con escaso material biográfico del perso-naje. ¿Pensó acaso que el mestizaje caudaloso era la fórmula demográfica de preservar la identidad nacional? Si fue ese su pensamiento acertó en el pronóstico con absoluta certidumbre; lo que también ocurrió con su defen-sa de la raza indígena, al vindicarla de la absurda responsabilidad de haber esparcido la sífilis entre los conquistadores.

Un ilustre historiador español en obra curiosísima –“Los grandes enig-mas de la Historia”– probó el siglo pasado la imposibilidad real de que los marineros colombinos del primer viaje del descubridor pudieran contagiar de la terrible enfermedad a los italianos de Nápoles, llegando a esa ciudad en su próxima derrota.

Antes de pasar al último de los pensadores políticos dominicanos pro-gramados, para hoy ser comentados en este “Festival de las Ideas”, debo hacer una reflexión de personalísima apreciación, referida a la ocurrencia

“El balance biográfico de estos dos pensadores políticos –López de Medrano y Núñez de Cáceres– fue la muerte en el olvido en Puerto Rico del primero y la lápida mortuoria lejos de la patria entrañable, para el otro. La democracia intuida por el primero, bajo el protectorado haitiano del presidente Boyer, fue una ilusión alienada”.

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en tres de ellos, en el ideal de reconstruir la clase dirigente colonial expa-triada por España en 1800.

Esto así para encuadrar en una intencionalidad –hasta ahora descono-cida en la historia nacional social– sus razonamientos de seguro trasfondo hispanizante, de lealtad a la estirpe y de independencia razonable.

El excluido Correa y Cidrón fue afrancesado prematuro, porque hasta Núñez de Cáceres –a cuyo laberinto estamos entrando– reservó el estatuto jurídico indiano para la gobernación inmediata del Estado independiente del Haití español. A él le he reservado la parte medular de esta exposición, lógicamente recortada a sólo veinte minutos para cuatro microbiografías sobresalientes y el enjuiciamiento de sus ideas políticas; sencillamente porque fue el único de los cuatro que encarnó en la realidad factual, su ideario emancipador, desafortunadamente en éxito.

José Núñez de Cáceres falleció en 1790 después de ochenta años inin-terrumpidos ejerciendo las funciones de deán de la Catedral de Santo Do-mingo. Fue un religioso que no llegó a la historia, pero traspasó a su des-cendiente el nombre y la aureola que había ganado en la capital colonial. Fue el legado que dejó al nieto contrariado por su padre, en la vocación a la sabiduría y quizás a la proceridad.

El laberinto biográfico de José Núñez de Cáceres tiene oquedades aún no iluminadas desde el registro de su acta bautismal –me refiero al prócer– donde figura una tía como madre: ese error trató de subsanarlo Gustavo Mejía Ricart en su obra Crítica de Nuestra Historia Moderna, sin despejar la duda razonable del por qué no se consignó el nombre de su madre muerta.

Otras facetas de ese laberinto –muchas y algunas de bulto– no tiene es-pacio en la brevedad de esta exposición con apenas unas menciones signi-ficativas: fue auxiliar intelectual del general Páez, el venezolano que que-bró la unidad de la Gran Colombia; la criatura estatal federativa a la que apostó la Independencia Efímera.

Las razones políticas de su extrañamiento de Venezuela y su estadía de-finitiva en México podrían explicar su actitud, pero no así su enemistad vi-talicia contra el Libertador Simón Bolívar. Restaría enfatizar el laberintico

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itinerario de su gesta, el secretario del abandono del poder político como guía y mentor de la Independencia Efímera, a los ocho días de lograrla. El huidizo pasar “encerrado” en casa familiar el resto de los restantes 41 días de duración del hecho patriótico consumado.

La malicia política tiene sus preguntas frente a esa actitud, porque Núñez de Cáceres era hombre valiente, amén de muy talentoso y tozudo. ¿Quiso evitar una tragedia informado secretamente de que la invasión hai-tiana era inevitable? ¿Quién le informaría? ¿Pablo Alí?, el haitiano a quien confió la fuerza armada de la fortaleza de la capital colonial, desechando para esa posición a quien la merecía, el lugarteniente de Sánchez Ramírez, el coronel Carvajal. ¿Ese nombramiento fue recurso de estrategia política, para tranquilizar al Presidente Boyer? ¿Hubo comunicación entre él y el mandatario haitiano, a través de algún emisario cuyo rastro no llegó a do-cumentarse? La historia cuestiona sin riesgo de establecer responsabilidad donde faltan las pruebas. Pero asimismo la historia tiene el deber ineludi-ble, inexorable, de la lucha razonable, a la hora de conceder proceridades.

Toda la vida me ha sido difícil identificarme con la proeza del 1ero de diciembre de 1821. ¿Una independencia blanca con apenas escarceos y la docilidad del capitán general español para avenirse al hecho cumplido? ¿O fue un acuerdo sensato entre el gobernante y el emancipador? Nunca lo sabremos.

Tampoco sabremos si la principalía de Núñez de Cáceres fue incitada por el resentimiento contra el aparato indiano de la gobernación imperial, al negársele la oportunidad de ser Oidor de la Real Audiencia de Quito, su última aspiración burocrática. Lo cierto fue que lo aspiró con vehemencia. Ese destino, de haberlo logrado, lo exponía a la rotación de los magistrados y a la posibilidad de no retorno a la patria.

Ese argumento fue el más significativo que se le enrostró en el siglo XX, por sus adversarios gratuitos y a deshora, sin éxito. El hombre sigue en pie en la memoria nacional. Mi objeción a esa hornacina de gratitud lo viene siendo su silencio oficial, en relación con la esclavitud, porque entendía y entiendo inconcebible ninguna liberación nacional, con esclavitud insti-tucionalizada. O más lejos aún, con cualquier forma de trabajo forzado en encierro ominoso.

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El ejercicio de recordación de ese episodio me lleva a la conclusión de que Gustavo Adolfo Mejía Ricart no contó con todos los documentos de la Independencia Efímera, porque en su obra citada no se menciona docu-mento alguno que se refiera a la abolición, o que se pensara crear un fondo para manumitir gradualmente a los esclavos dominicanos.

La vastísima ilustración de Núñez de Cáceres no admite, en el campo de la política, vacíos reprochables. No se le puede exonerar de la inadverten-cia del grave peligro inminente de la invasión de los haitianos, que habían escrito en su Constitución que “la isla era una e indivisible”. Lo sabía y hay constancia documental afirmativa. Lo sabía y lo temía.

Ese supuesto debió atormentarlo en sus días de aislamiento en la casa solariega, quizás pensando en las palabras que debía decir a la llegada del invasor, que ciertamente no fueron de bienvenida al entregar las llaves in-necesarias de la ciudad de Santo Domingo. Tampoco de acritud merecida con solo líneas de profecía cumplida, al señalarle al estadista usurpador que la unidad de ambos pueblos no seria duradera, porque todos sus ele-mentos culturales eran disímiles.

El prócer vencido sin disparar una bala fue tratado con divinidad y, si se quiere, con deferencia señorial. Se le ofreció la dignidad de senador de la República, que rechazó con hidalguía atemperada. Su negativa lo llevó la condición de sospechoso de enemistad del régimen, que entonces ni nunca fue opresivo para la clase social dominante de turno, que rápidamente se acomodó a la situación imperante.

La vigilancia militar a su casa fue sistemática, como la violación de su co-rrespondencia. Se le dio el pasaporte para viajar a Venezuela, donde tenía amigos nostálgicos de su fracasado proyecto gran colombiano; pero buscó el lado a los corifeos del primer sepulturero de la Gran Colombia, el gene-ral Páez, dueño del poder político de la parcela segregada, quien obtuvo el perdón del libertador en encuentro fronterizo, en circunstancias cuasi dramáticas.

El Libertador de Venezuela lo recibió con los pies desnudos, pero aco-razado de tropas leales. En los artículos que escribió para la prensa cara-queña dio visos de sabiduría y habilidad, los méritos excepcionales de su equipaje intelectual.

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El prócer terminó entonces su breve periplo de nacionalismo fervoroso. Lo demás acerca de él, ya ha sido dicho. Era un total desconocido en su pa-tria cuando advino con fórceps de un trabucazo la primera y real indepen-dencia nacional. El personaje, sin embargo, no se agota en esta exposición.

José Núñez de Cáceres y Andrés López de Medrano lucen en el mirador histórico como intelectuales de fuste, con la gabela del primero introducir la crónica colonial, en la historia “moderna” dominicana.

¿Fue acertado Mejía Ricart en el calificativo de “moderno”, que dio a la criatura estatal prematura de la independencia efímera? ¿La estampa de la efímera logró así fuere un minuto de la histórica fisonomía de Estado nacional? Nunca.

La valoración conceptual semántica de las palabras “moderno” y “mo-dernidad” en la textualidad hispánica –universal, si se quiere– es conven-cional y acomodaticia medida con la vara de la historia; fue una pleitesía a los llamados Tiempos Modernos de donde se derivaron.

Para el cientista inglés V. Gordon Childe, la edad moderna comenzó con la invención del fuego. Claro es que no voy a entretenerme con explicacio-nes del tópico, totalmente ajeno al tema que sí quiero explicar en todas sus aristas.

Voluntaria o inconscientemente, los dos personajes intentaron recons-truir con luces la clase de los criollos expatriados en 1800, el hábitat social de sus ancestros. Es hipótesis válida en ausencia de noticias biográficas de ese empeño en ambos.

El modelo de tal conducta se ofrecía espléndido en los pueblos hispa-noamericanos liberados de la tutela metropolitana, con los criollos a la ca-beza –descendientes en su mayoría del relumbrón de la clase dominante colonial– que aspiraron, lográndolo, sustituir a los españoles en el mando político de sus patrias nativas, con alguien entre ellos de visión continen-tal: Simón Bolívar.

El sistema republicano adoptado por las soberanías nacionales tardó en modificar la estructura injusta de la sociedad. La esclavitud se man-

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tuvo viva y la servidumbre indígena, también. Recién, dos siglos después, asoman sus rostros los pueblos sacrificados por la epopeya libertadora, bienvenida a buena hora; pero quedó atrapada en las luchas intestinas y la voracidad de la clase política.

Fue un tramo histórico largo y pesaroso. Sus valedores aseguran que no hubo viabilidad democrática, por la inexistencia de factores sociales que la auspiciaran.

Olvidan, deliberadamente, que el generalato libertador repartió su som-bra a veces ominosa, por todo el continente. La habilidad emprestataria de las bolsas europeas afirmaron el empobrecimiento colonial. El siglo de las luces no embarcó sus farolas fuera de su vitrina europea.

En el Santo Domingo español la sombra fue más tupida porque lo cubrió el autoritarismo militar foráneo, el de la ocupación haitiana de 1822 a 1844, sólo complaciente con la clase social pudiente y cómplice.

Ese fue el producto neto de la Independencia Efímera. El revés de un patriota improvisado de libertador y estadista. Un hombre inteligente y bien intencionado, que ganó fama por su fracaso. Sin embargo, regatearle sus méritos luce una injusticia. Fue engañado por vecinos, parientes por añadidura; como lo sería el apóstol en 1844, tras el espejismo liberal de los conspiradores de Praslin.

La represalia fue tardía y sórdida en 1937, después de abrazos cordiales entre el presidente Vincent y Trujillo, el dueño del poder político y militar de la República Dominicana.

El balance biográfico de estos dos pensadores políticos –López de Me-drano y Núñez de Cáceres– fue la muerte en el olvido en Puerto Rico del primero y la lápida mortuoria lejos de la patria entrañable, para el otro. La democracia intuida por el primero, bajo el protectorado haitiano del Presi-dente Boyer, fue una ilusión alienada.

La precipitación del otro, en tallar un Estado independiente, fue para decir lo menos, un error de cálculo o un desconocimiento integral de la psi-cología colectiva del pueblo paredaño, que los dominicanos consideramos más que fraternal, hermano.

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El muestrario de la obra escrita en uno y en otro afirma, en López de Me-drano, la tendencia inequívoca hacia la abstracción filosófica. Pero hombre de su tiempo, compartió esa lealtad de su pensamiento con la razón polí-tica de adhesión, a la monarquía y sus valores. El temperamento impulsi-vo del prócer, lo llevó a la acción revolucionaria antiespañola, después de haber servido con fidelidad al episodio de la Reconquista. Desgranar en recuadros estas dos vidas, es de largo ejercicio discursivo. No es la ocasión, cuando sólo examinamos el pensamiento político en uno y en otro.

Si quisiéramos precisar brevemente, el perfil del primer demócrata teó-rico dominicano. Tendríamos que recurrir a un solo calificativo condicio-nado: fue un soñador con los pies en la tierra. Creyó posible la libertad y el respeto a los derechos ciudadanos, al amparo de la Constitución gaditana– instrumento que como llevo adelantado– regimentó el régimen señorial peninsular, discriminó a los criollos americanos y dejó en un limbo a los esclavos africanos y a los siervos cobrizos encomendados.

El primer boceto democrático del pueblo dominicano lo pintó el proceso comicial de 1820, cuando fueron elegidos los primeros cuatro diputados de la provincia Santo Domingo; quienes al año siguiente, se sumaron al movi-miento emancipador de Núñez de Cáceres.

Una lectura rápida y superficial de esa deslealtad, puede sugerir algún temor al alboroto popular que causó en la ciudad Santo Domingo, el drás-tico cambio del clima político en la urbe. Ese razonamiento puede ser ex-tensivo al Prócer de la Efímera, quien de aspirar a un cargo en la judicatura indiana, pasó abruptamente a la ambición presidencialista; quizás pensada en términos autoritarios.

Profundizar en ese mimetismo repentino mueve a la sospecha de un des-contento radical con el ambiente liberal, así fuere este como lo fue precario y de pocas letras. Ahí puede encontrarse sin dificultad una reacción clasis-ta de los privilegiados de la casta y la tonsura, regidos individual y colecti-vamente por el expediente de la “pureza de la sangre”. El absurdo requisito imperial que le cerró las puertas del escalafón eclesiástico, al opulento ta-lento cultivado de Antonio Sánchez Valverde, por ser mulato.

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Este conato de aproximación a las personalidades escrutadas, nos em-puja arrolladoramente hacia un callejón interpretativo sin salida diáfana, incontrovertible. ¿Puede inferirse de la reunión de amigos, que concurrían por las noches a la casa de Núñez de Cáceres, otro sentimiento común que no fuera el interés de restaurar el grupo social expatriado por España, en 1800?

Rehúyo el riesgo o la tentación de entrar en consideraciones axiológi-cas. Las que apuntan el índice para señalar el reparto de los papeles de los personajes de la historia, entre buenos y malos. Ningún historiador profe-sional –y yo me las doy de tal– tiene derecho al juicio ético de consagración memorable. La verdad histórica no tiene lazarillos. Los hechos hablan a la posteridad por sí solos, sin compañías a deshora frecuentemente banderi-zas, interesadas.

Inmiscuirse en la memoria social de un pueblo a distancia y sin apertre-chamiento de la circunstancialidad coetánea del colectivo y de sus actores, podría conducir a equívocos irremediables. Advierto al auditorio que yo no me excluyo de la veleidad de opinar del pasado granítico, inmodificable, imantado por empatías y antipatías indescifrables.

He dado prueba de ello en el fin de fiesta de mis modestas ideas en temá-tica de alcurnia intelectual y jerarquía histórica.

Con esta afirmación conclusiva de cuatro biografías de dominicanos ilustres, a quienes he pretendido pesquisar su pensamiento político, en el contexto de sus peripecias individuales, su magma social y sus principalías relativas. Más allá de sus escritos y sus acciones, en tiempo cronometrado. El hábil brevísimo entre una invitación repentina e inesperada, y el mo-mento de la presentación del discurso que concluyo.

Asumo la responsabilidad de equivocarme, guiado por una objetividad personal –con frecuencia contestataria– de la episódica histórica mal con-tada; que enfoca el hecho sin sus adherencias contextuales y sin penetrar temerariamente, en intencionalidades y mentalidades individuales y colec-tivas.

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Lo primero que deseo hacer en el marco de este “Festival de las Ideas”, es celebrar la iniciativa de la Dirección de Información, Prensa y Publici-dad de la Presidencia de la República, y del Archivo General de la Nación de organizar el seminario “Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano”.

No se trata de cumplir con protocolos, para mostrar satisfacción por la distinción de una invitación que distingue, sino aprovechar la oportunidad para aplaudir su propósito “político”.

La política, instrumento único para cambiar la suerte del país y de sus ciudadanos, está inconvenientemente “desideologizada”.

El grito desolador del ciudadano Presidente de que en el país “no se con-ceptualiza”, denuncia un mal hábito. Una “mala costumbre”, que ha im-puesto la ausencia del pensamiento, garantizando la permanencia de esa sucesión de absurdos que marcan nuestra historia.

“Historiar” sirve únicamente para articular una referencia indispensable para forjar el futuro. Por lo tanto, no debe estar cimentado en la función torpe de repetir errores.

En 165 años de historia republicana, algo necesario se nos ha perdido entre las vorágines, las guerras y los derrumbes. Algo muy valioso, que de-bemos urgentemente encontrar. Buscar el “Arca Perdida” del pensamiento nacional, que aparece y desaparece en nuestra historia.

Es una lástima que hace años nuestra educación pública se privara de la “lógica”, como materia escolar, porque enseñaba a pensar.

LA BÚSQUEDA DEL “ARCA PERDIDA“Antonio Sánchez Valverde, Bernardo Correa y Cidrón, Andrés López de Medrano, José Núñez de Cáceres, son pioneros de un pensamiento político criollo. En su momento, articularon ideas que ahora nos llaman la atención con una curiosidad casi ‘arqueológica’ ”.

Miguel Soto Jiménez

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Un ideólogo es un teórico y esa palabra en República Dominicana, en vez de ser halago, es insulto que puede ser muy ofensivo, hasta llegar a descalificarte.

Nos han enseñado que lo importante es la acción por la acción misma. Eso que te apresura a llevarte a ningún sitio.

No vale la pena “conceptualizar”, si el propósito no marcha en beneficio de las grandes mayorías. Siempre habrá que tener cuidado, con esas “ideas abstractas, sedientas de sangre”. Despropósitos maquillados de concep-tos. Engaños para justificar desmanes con falsas razones.

La nación es “fenómeno espacial”: “comunidad de personas que viven en el mismo territorio”. Como esta comunidad está “regida por un mismo gobierno”, es también un fenómeno político.

“Poseer la misma historia”, las mismas tradiciones, las mismas creencias comunes, la misma lengua, hacen de la nación un “fenómeno cultural”.

República Dominicana es “un concepto”, que hay que racionalizar veri-ficando ese “plebiscito cotidiano” del que hablaba Renan.

“Felices los que conocen las causas de las cosas”, frase que sin ser de la autoría de un “cientista social”, es del poeta latino Horacio. Verso suyo, que alude a eso que decía Aristóteles: “La poesía es más profunda que la historia”.

Conocer el origen del pensamiento político dominicano, para armar el futuro, hace loable este intento gubernamental, para contribuir a un nuevo tipo de “hacer política”.

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Asumir la tarea de reconciliarse con el hábito de pensar, es parte del trabajo, para espantar la impremeditación de los caudillos y sus designios “medalaganarios”. Desterrar a “Concho Primo” y sus desmanes del “in-consciente colectivo”. Descansar el machete ese “forjador de libertades”, y de “truculencias”, en el lecho de una democracia pletórica en contenido social.

Compláceme que se me integre en la mesa de trabajo correspondiente a “Las raíces ideológicas sobre la condición dominicana de los pensadores criollos”, ya que analizando las ideas de estos personajes, encontraremos las raíces de nuestra accidentada cultura política.

Antonio Sánchez Valverde, Bernardo Correa y Cidrón, Andrés López de Medrano, José Núñez de Cáceres, son pioneros de un pensamiento po-lítico criollo. En su momento, articularon ideas que ahora nos llaman la atención con una curiosidad casi “arqueológica”.

Pensadores apreciables de una dominicanidad que existía desde hacia tiempo, fraguada en ese trajinar de defendernos contra las agresiones ex-ternas.

La identidad se forjó “a machete”, entre el abandono y la pobreza. La patria surgió como “pedazo de tierra defendida”.

La dominicanidad se fraguó. Había entonces que “pensarla” para darle alternativas. Descifrar el dialecto de sables, lanzas y arcabuces.

Estos primeros pensadores presintieron realidades que no pudieron concretar más allá de un trabajo intelectual esforzado. Limitado por la excepción de la cátedra y la audiencia reducida de un grupo escogido de lectores.

Fueron intrascendentes, por ser damnificados de eso que Bosch llamó nuestro atraso político, que sigue vigente.

Huéspedes de un olvido ingrato. Aparecen como figuras descubiertas. Rescates que nos llenan de asombro. Dominicanos ilustres que hay que en-señárselos al pueblo como “botijuelas desenterradas” que sirven al ejemplo.

Yo no estoy diciendo que académicos, historiadores, especialistas no los hayan descubierto antes y estudiado. Estoy afirmando que la gran mayoría del pueblo no los conoce.

La “gente de calle” ha oído uno que otro nombre que “le suena”, porque designan vías urbanas. Núñez de Cáceres, en su avenida. Desacreditado

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por muchos, parece condenado a cargar con el lastre referencial de su “In-dependencia Efímera”.

Sánchez Valverde, conocido por su obra tan socorrida, sobrevive apenas como “vela que se extingue”, entre los aficionados de la historia.

Correa y Cidrón, cuya mención alude de inmediato a la esquina “tal” o al número de la residencia que se busca, es un ignorado magistral. A López Medrano, fundador del primer partido criollo, para usar una frase cibaeña: “No lo conocen ni en su casa”.

No obstante, no dedicaré la oportunidad brindada, para tratar de en-mendar faltas. Destacados historiadores han hecho este trabajo de manera encomiable.

Campillo Pérez y Coiscou con López Medrano. El historiador nacional José Gabriel García, Rufino Martínez y don Emilio Rodríguez Demorizi con Núñez de Cáceres. José María Morillas con Sánchez Valverde.

Roberto Cassá lo ha hecho singularmente, al tratar con espíritu didácti-co a Sánchez Valverde, López Medrano y Núñez de Cáceres en la “Colec-ción Juvenil”.

No redundaré en detalles biográficos, salvo en algunos casos que po-drían ser útiles para lo propuesto. Mi esfuerzo no girará en torno a un reconocimiento justiciero, sobre la vida y obra de estos pensadores “pre-republicanos”.

Intentaré buscar en ellos causas de un pensamiento político “yugulado”, “fragmentado”, “desdoblado”, por el cual el absurdo y lo irracional cam-pean a sus anchas por la historia nacional.

Se “desdoblan” los hombres con sus ideas. Se hace la exaltación de la brutalidad, y entonces conocemos en “carne propia”, que tan atrevida ha sido la ignorancia.

Los héroes “caen de bruces” ante los despropósitos. Las ideas parecen divorciadas del interés público. Las teorías y las ideas parecen no servir para nada.

Los doctores son desechados para dar paso al tropel de “generales a ma-chete”, “jornaleros audaces” de los que hablaba don Américo Lugo.

Desdoblados, los liberales se convierten en conservadores al llegar al poder y desdoblados, también, los antiguos revolucionarios “transan” sus ideas, no porque cambian de opinión, sino para “sobrevivir”, haciendo suya

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la reflexión de Cervantes en “La Galatea”, de que es: “de sabios cambiar de opinión”.

La política cede al impulso de no tener pensamiento y, entonces, el vacio de las ideas es ocupado por el oportunismo barato, para envilecerse.

La izquierda y la derecha, sobreviven a sus avatares, como brújula de orientación política. En nuestro medio, su aguja direccional “enloquece” imantada por nuestras grandes contradicciones.

Personajes que tienen como punto de cohesión el intelecto, la academia y la “difícil urgencia de la modernidad dominicana”, coinciden en sus “con-tradicciones” que sospecho son las nuestras.

Pioneros del pensamiento dominicano. Juntos comienzan a lucubrar sobre una realidad que los antecede, atormentados con vivencias de una localidad miserable y sin educación.

Con las herramientas a mano, interpretan lo que perciben, pero es im-posible que sean comprendidos por la generalidad. Su labor está dirigida a minorías ínfimas. Élites de pensamiento, limitadas a la cátedra y a un círcu-lo exclusivo de lectores, que ni siquiera son de la clase gobernante.

Sus ideas tienen el “tufo rancio” de ese “renacimiento tardío” de la me-trópoli. Sus referentes no pueden ser los de la Revolución Francesa, por-que tienen un retraso con respecto al “reloj implacable de la historia”.

Su referente político más democrático es el de la Constitución de Cádiz, y aun esto es demasiado para la clase dominante de la parte oriental de la isla, conservadora y autoritaria.

Sánchez, “intelectual del criollismo”, cura, hijo de militar, abogado, está lacrado en su vida y su obra por la discriminación de que es objeto, en una sociedad que no lo acepta en sus aspiraciones por mestizo. Vencer esa barrera es el motivo central de su existencia.

Su rebeldía es más personal que social. Reclama reconocimiento, valori-zación para su tierra y sus iguales, para ser aceptado en otras condiciones por un régimen colonial que lo resiente por su origen.

La socialización intelectual es un pretexto para reclamar para sí lo de-seado. Escrúpulo por su diligencia, más que intención política declarada. El púlpito y el estrado son tribunas de su lucha por ascenso social.

Quiere cambios que le favorezcan, sin desertar del dominio que lo opri-me, para insertarse dentro del mismo orden de la metrópoli, donde publi-cará sus obras y hará grandes relaciones obteniendo reconocimientos.

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En esta tarea, Sánchez no aboga por la abolición del régimen colonial, abusivo, corrompido y decadente, no concibe la libertad, no la preconiza, no la intuye.

La nación es España. La “Española”, la patria pequeña, en el sentido pa-trimonialista del término. Sánchez oferta en el escaparate de su talento nuestras excelencias y valores al viejo amo, que luce desatento, ingrato y despreocupado.

Reprocha sutilmente. Susurra querellas. En vez de usar el fuego para incendiar los escombros de una dependencia aberrante, trata de encandilar y avivar las llamas de “un amor que ya no quema”.

Su proyecto de hacer más disciplinado, organizado, riguroso y eficiente el sistema esclavista de la colonia, nos señala los caminos del “Racionero”.

Los referentes de su pensamiento hispanófilo podría explicar, incluso, por qué en la “Primera República” fue reproducido varias veces a partir de 1853 su libro “Idea del Valor de la isla de Santo Domingo”, como referente de las inclinaciones antinacionales y la falta de fe en la República de los intelectuales conservadores de ese período.

Como dice Cassá: “Pese a su agudo sentimiento criollo, no alcanzó no-ciones de tipo nacional: todavía no percibía a todos los habitantes como una comunidad de iguales, fundamento histórico de la nación”. Como Núñez después, Sánchez morirá en México olvidado, pero enamorado aún de España.

Sin embargo, no puedo abstraerme por mi condición de profesor de geopolítica,de señalar algo que no se ha dicho del “Racionero”.

Sánchez es primer eslabón de la cadena del pensamiento geopolítico do-minicano y esto nos lleva también a rastrear las raíces de otra de nuestras tragedias.

De las definiciones que se han hecho de la geopolítica, prefiero la que pondera esta disciplina como “la conciencia geográfica del Estado”.

Esta definición sintetiza la desgracia de la mayoría de nuestros gober-nantes que, de espaldas a la realidad geoespacial, no han tenido esta con-ciencia.

Nuestros hábitos no son insulares, sino de tierra firme. Vivimos de espaldas al mar. No racionalizamos nuestras fronteras. No acabamos de insertarnos en la realidad regional. Desconocemos limitaciones y posibi-lidades.

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Construimos un Estado que no se parece a nuestra realidad geográfica. Sánchez es el primero que intuye esa realidad. Esto es a mi juicio su prin-cipal acierto.

El pensamiento de Andrés López Medrano, filósofo, abogado, médico, académico, burócrata, tienen como referencia las mismas razones ideoló-gicas que Sánchez y por lo tanto las mismas contradicciones, que lo llevan a ese “desdoblamiento” que arrastrará también a Correa y al mismo Núñez de Cáceres.

Todas las reivindicaciones a las que aspiran, fruto de su educación, no reniegan de la metrópoli, ni de su régimen monárquico.

Sus aprestos liberales no van más allá de los sucesos en España en 1812, reclamando algunos derechos políticos para los súbditos de la corona. Su humanismo es renacentista, a despecho de la Revolución Francesa y la Re-volución Americana. Su campo de acción, para la difusión de sus ideas, será aun más limitado, porque la cátedra era socialmente más restringida que el púlpito.

Sus pensamientos no prenden. No repercuten. Se quedan dando vueltas en círculos alrededor de la academia y un mundillo cultural casi inexisten-te. Circunscrito al pequeño centro urbano donde campeaba la miseria y la decadencia colonial.

Varios aspectos acondicionan la labor de este pensamiento que podemos llamar “liberal”, pero que no toca la médula del régimen colonial, porque en realidad solo reclamaba una colonia “más atendida”.

La “anomia” de la llamada “España Boba” es “anemia”. La crisis econó-mica existente. La inamovilidad social y el asomo de corrientes indepen-dentistas desde Haití y los corsarios suramericanos que tocaban nuestras costas, noticiando el movimiento emancipador de ese continente, son los ingredientes del “potaje” que se cuece.

López Medrano, Correa y Núñez, pensadores de la dominicanidad, no se pueden catalogar de revolucionarios, todos tienen ese compromiso con la corona, lazo que no quieren abolir, sino acondicionar.

Tienen la premonición de la independencia. Clarividencia que celebra-mos. Conclusiones de mentes iluminadas. “Quieren casi sin querer”. “Ama-gan sin dar”. Aproximaciones condenadas de antemano a no trascender y ser olvidadas.

Dos circunstancias hacen fallidas sus lucubraciones: Núñez, López y Ci-drón no logran romper el estrecho círculo aislante de la academia, donde

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tienen también sus adversarios y, están de espaldas a la realidad del país y su cultura popular.

Prisioneros de una realidad urbana insignificante. La población mayo-ritaria menos educada y rústica está en el campo y allí está también aga-zapado, el verdadero poder político, social y económico, con sus símbolos, tradiciones y metáforas.

Como si no “faltara más”, el poder militar no residía en las pequeñas dotaciones militares regulares menguadas y desmotivadas por “el situado”, sino donde estuvieron siempre. “Defendiendo” la isla de las agresiones de las potencias que le disputaban a España sus posesiones. Milicias que la colonia no podía pagar y que mandaban los hateros.

Los hatos fueron los verdaderos polos del poder militar. Milicias man-dadas por los dueños de haciendas, capitaneadas por sus capataces e inte-gradas por sus peones.

Sus acciones fallidas solo lograran verificar y legitimar la vieja vigencia de los poderes fácticos de la época, que manipulaban, como herencia natu-ral, las corrientes más conservadoras de la sociedad dominicana.

A la nocturnidad de las tertulias de Núñez, concurren López Medrano, Correa y otros miembros de esa exclusiva y pequeña élite académica. El fantasma de la independencia hace “celajes” de “aparecido”, propiciado por las calamidades de la “España Boba” y la frustración de la Reconquista.

Tras el espectro liberal está presente el espíritu omnipresente de la coro-na y sus resortes coloniales, convidado por las concepciones complacientes de los contertulios.

López enmarcará sus pensamientos liberales, incluyendo su partido li-beral, en una hispanidad de la que nunca abjurará. Buscando mejores con-diciones democráticas dentro de ese mismo contexto colonial.

Protesta, pero busca favores, participa muchas veces en el gobierno mu-nicipal, ha estado en España. Ha estudiado en Caracas. Es sin dudas el pa-dre de la filosofía moderna en el país.

Correa y Cidrón anda por los mismos caminos, trashuma entre disquisi-ciones académicas y una hispanidad de la que no reniega. Sueña ser parte de una élite dirigente de un régimen colonial más justo.

Núñez de Cáceres, el más político, no se aleja de esa hispanidad que tie-nen todos. Su nacionalismo es el del español y su patriotismo se debe a la “patria chica”.

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La diferencia con sus compañeros es que, en Núñez, duerme “atrofiado” un estadista. Es pionero de la política monetaria. Su proyecto de constitu-ción es interesante. Concibe la autonomía del poder municipal.

Núñez de Cáceres es el primero también de nuestros grandes oradores. Tenía el don de la elocuencia con el que se encantan las grandes mayorías.

Por sus luces, destrezas y esa condición de estadista, garantiza la conti-nuidad del régimen del primer caudillo dominicano, Juan Sánchez Ramírez.

El brigadier, en lecho de muerte, tiene oportunidad de despedirse por escrito del pueblo dominicano. Documento que sin lugar a dudas escribe Núñez, su principal amanuense. Algunos historiadores afirman que Núñez recomendó a su “jefe” la posibilidad de la independencia y Sánchez la re-chazó sin que esto malograra su confianza.

Sobre el particular soy escéptico, no porque Núñez no se atreviera, sino porque Sánchez es la matriz de donde partirán los grandes déspotas do-minicanos.

Así como se puede hacer un continuo, a partir del brigadier que une la conducta de los autócratas dominicanos, así a partir de Núñez se puede hacer lo mismo con esos personajes ilustrados que infieren en la política.

El poeta Núñez denuncia su hispanidad en su “Oda a los héroes de Palo Hincado”, “sazonándola” con códices dominicanos que hay que descifrar.

Su espíritu liberal está presente en su intervención fallida amansando la ira hatera del brigadier para castigar a los miembros de la “revuelta de los italianos”.

Recomienda sanciones severas, pero no extremas. Los principales diri-gentes del movimiento son ejecutados, los demás castigados.

El liberalismo de los doctos de la academia “se va de cabeza”, cuando plantean una independencia por “despecho”, excluyendo de su pensamien-to la abolición de la esclavitud.

Conciben y proclaman la independencia sin vocación de permanencia, solo para hombres libres, “metedura de pata maestra” que será manipulada.

“A la nocturnidad de las tertulias de Núñez, concurren López de Medrano, Correa y otros miembros de esa exclusiva y pequeña élite académica. El fantasma de la independencia hace ‘celajes’ de ‘aparecido’, propiciado por las calamidades de la ‘España Boba’ y la frustración de la Reconquista”.

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El golpe de estado “urbano”, excluye la ruralidad donde descansa el ver-dadero poder de la colonia. El golpe funciona solo dentro de los muros maltrechos de la “Ciudad Primada”. El resto del país lo adversa y se expresa en proclamas adversas, llenas de “faltas de ortografía”.

La academia triunfa aislada, en una estrecha localidad que la condena. Solo el batallón de pardos del coronel Pablo Alí lo respalda. Nombra mal el “nuevo estado” en desconocimiento del alma popular como: “Haití Espa-ñol”. Iza en la Torre del Homenaje la bandera de la Gran Colombia.

No saben los doctos que Bolívar está demasiado lejos. Que tiene deudas de agradecimiento con Haití. Es inoportuno su proyecto, poco elaborado, poco “pensado” en sus detalles. El híbrido es indescifrable para el pueblo confundido.

La invasión de Boyer para hacer la isla “una e indivisible”, pone fin a su “breve independencia”, cosa que los mismos doctos saludan entusiastas, integrándose a su gobierno.

Núñez tomó el camino del exilio permanente. En Venezuela hace perio-dismo bajo el amparo del general Páez, que plantea “separatista” la sobera-nía de ese país, a despecho de la “Gran Colombia”.

Adversa a Bolívar. Verifica que se equivocó poniendo el nuevo Estado, bajo la protección del proyecto fallido del Libertador. Se entera que Bo-lívar, conociendo el caso dominicano, comenta en una carta a Santander, que dada la lejanía se debía contemplar como coyuntura, para alguna ne-gociación internacional.

Enemistado con Páez, se irá a vivir a Tamaulipas, México, donde logra-rá nombradía como académico, intelectual y político. Será gobernador y congresista. Un nieto suyo, Portes Gil, llegará a ser Presidente de México, tras el asesinato de Plutarco Elías Calles en 1928, gobernará exitoso hasta el 1930.

Núñez se enteró de la Independencia dominicana en 1846 por un pe-riódico italiano, que le regaló un capitán de barco mercante. Tras 24 años nadie recordaba al “precursor” de la independencia. Nadie lo menciona ni lo mencionará.

Lo mismo sucedería con López, que después de servir al gobierno hai-tiano, se fue a vivir a Puerto Rico, la colonia española más cercana, donde acabaría sus días en 1856.

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El fracaso de estos pioneros fue que sus ideas no prendieron en la po-blación. Fueron “malos sembradores”. El pueblo no se “empoderó” de su pensamiento.

No influenciaron a Duarte ni a los independentistas. Ellos no los usaron como referentes. No “contagiaron a nadie”. Sus nombres no aparecen por ninguna parte. Duarte aparece influenciado por los fueros de Cataluña y así se consigna, no por ningún pensador criollo.

Las corrientes liberales de la Restauración apenas usan antecedentes de la Independencia. La nacionalidad es racionalizada mucho tiempo des-pués, según la opinión de don Pedro Henríquez Ureña.

El fracaso del proyecto de esos pioneros es, de alguna manera, el fracaso del pensamiento. El intento fallido de los doctores será realmente funesto.

En adelante, se impondrá en la política el culto irreflexivo por la fuerza bruta, la impremeditación y la desideologización. El triunfo de la acción audaz sobre la idea como antecedente y flujo recurrente, haciendo del con-ceptualizar un “mal ejemplo”.

El pensamiento político dominicano “yugulado”, “fragmentado” y “des-doblado” patrocinará nuestro atraso político. Apadrinará el predominio de las corrientes conservadoras, haciendo posible nuestra incapacidad de-mocrática. Porque la caída de estos hombres pensantes volverá a repetirse muchas veces en nuestra historia. El mismo Padre de la Patria, ideólogo de la Independencia, caerá bajo los “entrotes” épicos de los toscos hateros.

La imposibilidad de alcanzar el gran sueño progresista y liberal será el amar-go resultado de un recuento histórico que no encuentra aún su síntesis.

Solo la cruz y la espada prevalecen, para resumirlo todo y agruparlo todo, como “símbolos tribales” de nuestro sincretismo fundamental. Debemos procurar al fin encontrar en nosotros mismos, en nuestro pensamiento, las herramientas políticas y las ideas necesarias para construir ese porvenir más justo que merecemos como pueblo.

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EXPOSITORES: Ángel MoretaRoberto Cassá

COORDINADOR: Emilio Cordero Michel

Análisis social de la historia

corrientes historiográficas, marxismo, funcionalismo, historicismo, y otras que influyeron con posterioridad a la muerte de Trujillo. Juan Bosch y Jimenes Grullón

CAPITULO VI

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El público asistente escucha con atención las conferencias, efectuadas en INTEC, en Santo Domingo.

La mesa del panel compuesto por Emilio Cordero Michel, Ángel Moreta, Miguel Escala, rector del Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y Roberto Cassá.

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Aspectos bio-bibliográficos

Nació en Santo Domingo el 17 de junio de 1903. Ensayista, historiador, médico, filósofo, educador y político. Cursó su educación primaria y se-cundaria en Santo Domingo, recibiéndose de Bachiller en Filosofía y Le-tras. Luego ingresó a la Facultad de Derecho en la Universidad de Santo Domingo, pero su pasión por la Filosofía lo hizo desistir de su propósito de investirse de abogado.

Presionado por la familia, partió hacia París en 1923 a estudiar Medicina. En 1929 recibió el título de médico y regresó a Santo Domingo al siguiente año. En 1934, al ser descubierta la conspiración contra el gobierno del dic-tador Rafael Leónidas Trujillo fue encarcelado y enviado al exilio, a finales de 1935. Vivió en Puerto Rico, Venezuela, los Estados Unidos y Cuba, pero fue en este último país donde permaneció la mayor parte de sus veintiséis años de exilio y desde donde siguió combatiendo la tiranía trujillista.

En 1941, fundó en Cuba, con el apoyo de otros dominicanos exiliados en esa isla, y con el profesor Juan Bosch, el Partido Revolucionario Domi-nicano y, en Venezuela, la Alianza Patriótica Dominicana. Participó en la organización de las fracasadas expediciones de Cayo Confite; Constanza,

Sociología Política Dominicana de Juan Isidro Jimenes Grullón (1903-1983)“Hay que destacar, en cuanto a Jimenes Grullón, que éste tuvo un gesto de grandeza al autocriticarse públicamente en varias ocasiones reiteradas. Dedicó sus últimos años al magisterio en la universidad estatal y a escribir artículos y materiales sobre la realidad social económica y política dominicana, los cuales constituyen hoy una pesada aportación al conocimiento de la historia dominicana”.

Ángel Moreta

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Maimón y Estero Hondo en 1959.1 Seis meses después del ajusticiamiento de Trujillo retornó al país, integrándose inmediatamente a la política na-cional.

En 1962 fue candidato a la Presidencia de la República por el partido Alianza Social Demócrata creado por él mismo en 1961. Enseñó historia y so-ciología en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Publicó alrededor de veinticinco libros en las áreas de sociología, filosofía, historia y política. Es uno de los humanistas dominicanos más importantes del siglo XX.

Sus obras “República Dominicana: una ficción”; “Pedro Henríquez Ure-ña: mito y realidad”, “Nuestra falsa izquierda” y “El mito de los padres de la patria”, reflejan el espíritu polemista y contestatario que caracterizó la mayor parte de su producción científica. Murió en Santo Domingo el 10 de agosto de 1983.2

Es autor de unos veinte libros, algunos de ellos totalmente desconocidos en el país, entre los cuales se halla “La Filosofía de José Martí”, reeditada va-rias veces por el régimen socialista de Cuba. Esta obra fue originalmente pu-blicada por la Universidad de Las Villas, en 1960. “La Filosofía de José Martí” revela una profunda tarea de investigación. Su autor, conocedor cabal de la

1 Jimenes Grullón, J. I. “Ideas y doctrinas políticas contemporáneas”, véase prólogo del prof. F. Franco. Véase el apéndice No. 1 de la obra mencionada en la nota No. 6.

2 “Debido a las carencias económicas de la clase dominante, Jimenes Grullón visualiza desde entonces al Estado como máquina corruptora. De acuerdo a las conclusiones,

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vida y la obra de Martí, tuvo que hurgar durante años en ella. En este libro, el Dr. Jimenes Grullón se propuso, y creemos que lo consigue, explicitar la “Filosofía” de Martí: su concepción ontológica, gnoseológico, ética, estética y metafísica, para finalmente relacionarla con su concepción política y social. Obra de un mérito indiscutible, es citada incontables veces por el famoso au-tor de “Radiografía de la Pampa”, de Ezequiel Martínez Estrada, en su libro “Martí Revolucionario”, publicado en La Habana en 1967.

En Cuba aparecieron otras obras del Dr. Jimenes Grullón, una de ellas recientemente reeditada en nuestro país. Se trata de “La República Do-minicana: análisis de su pasado y su presente”, que vio la luz en 1940. En Venezuela, desplegó también una intensa labor intelectual. Sirvió en la cátedra universitaria y publicó libros: “Biología Dialéctica”, “Anti´Sabato”. Esta última mereció el premio del concurso de ensayos de la Universidad de Zulia.

Intelectual esencialmente polemista

Desde su juventud, Juan Isidro Jimenes Grullón fue una personalidad académica y científica de primer orden en República Dominicana, Cuba, Venezuela y Puerto Rico. Trabajó en distintas universidades de América, desde la Universidad de Mérida (Venezuela), hasta la Universidad Au-tónoma de Santo Domingo (UASD); político por excelencia, filósofo, so-ciólogo e historiador; escritor e investigador de las ciencias sociales y la filosofía; luchador antitrujillista y exiliado dominicano desde la primera década de la dictadura de Trujillo; defensor del sistema democrático, luego de la social democracia y posteriormente evolucionó hacia el marxismo y el socialismo, y participó activamente en las luchas políticas y sociales, tanto en la política dominicana, en el exilio, como a su regreso al país, inmediata-mente después del ajusticiamiento del dictador Trujillo.

elaboradas a partir de una apreciación intuitiva o basada en recuerdos y experiencias, se produjo así el paso desde la búsqueda del poder por el poder a un propósito del poder condicionado por la obtención de riquezas… Jimenes Grullón fue el primero, gracias a sus novedosos instrumentos metodológicos, en realizar una descripción del caudillismo como sistema de autoridad: la precariedad en que se debatían los integrantes de la burguesía y la clase media urbana los llevó a acentuar la primacía de lo político como medio de subsistencia”. (Cassá, Roberto. “El surgimiento de la historiografía crítica en Jimenes Grullón”. Conferencia pronunciada en la Academia Dominicana de la Historia el 31/07/2003).

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Fue autor de los siguientes libros, publicados en Cuba, Puerto Rico, Ve-nezuela y República Dominicana: “Una Gestapo en América”, publicada en Cuba su primera edición en 1946, en la cual narra los sufrimientos produ-cidos por los sicarios trujillistas en las ergástulas de Nigua y la Fortaleza Ozama, incluyendo las referencias necesarias a los interrogatorios de la Comisión de Investigación Criminal de las Fuerzas Armadas. (Nota).

Como establece Raúl Roa en el prólogo “Palabras de un Combatiente”:

La intimidación, la soplomería y la zalema marcaron el inicio de la tenebrosa era. Destruidos los viejos partidos, organizado el aparato administrativo sobre una base autoritaria, secuestrada la opinión pública, sometidos la mayoría de los intelectuales, profesionales y jueces, entregado el negocio azucarero al soberano albedrío de las com-pañías extranjeras, y convertido el patrimonio público en arca personal de Trujillo, no tardaría el país en transformarse en una finca privada del usurpador. Vida y hacienda, decoro y conciencia, quedaron a merced del monopolio dominante, insaciable por natu-raleza. “Trujillo Siempre”; “Dios y Trujillo”. El pueblo dominicano, en supremo rapto de desesperación colectiva, intentó sacudirse el dogal de acero que amenazaba estrangular. Se sucedieron, en rauda teoría, conspiraciones, asonadas y motines. Se tramó en el acoso implacable, la muerte del déspota. La réplica fue el asesinato a mansalva y el reclusorio de Nigua.

(Raúl Roa, “Palabras de un Combatiente”, prólogo al libro “Una Gestapo en América”, edición cubana).

En ese contexto, participó en la conspiración contra Trujillo en el año 1934, junto a un grupo de jóvenes de Santiago de los Caballeros. Fueron investigados por la Comisión de Investigación Criminal del Ejercito Na-cional, y sometidos a la justicia y condenados a 20 y 30 años de reclusión, siendo que permaneció año y medio en la cárcel pública de Nigua, durante la cual tomó anotaciones para escribir el libro “Una Gestapo en América”.

En 1935, gracias a dicha amnistía, partió al exilio y vivió en Cuba, Puerto Rico y Venezuela, durante 26 años, hasta 1961 cuando regresó a la Repú-blica Dominicana.

En Cuba, publicó su primer libro titulado “Luchemos por nuestra Amé-rica”, y contribuyó a crear el Partido Revolucionario Dominicano, junto

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con otros exiliados, entre ellos, el profesor Juan Bosch, que también vivía en Cuba.

En Puerto Rico impartió, en 1938, un curso sobre democracia, socia-lismo, comunismo, fascismo y nazismo, en la Asociación de Mujeres Gra-duadas de Puerto Rico, el cual fue publicado bajo el nombre de “Ideas y Doctrinas Políticas Contemporáneas”, en 1938.

También publicó posteriormente, en ese hermano país, su investigación denominada “Epistemología Médica”, (1955), donde narra sus experien-cias de campo como médico en distintas comunidades de Puerto Rico. Li-bro interesante desde el punto de vista de la sociología y la epistemología de la ciencia médica.

En 1940, publicó su primer libro histórico-sociológico, titulado “La Re-pública Dominicana (análisis de su pasado y su presente)”, en la cual pre-senta una síntesis global de la historia dominicana, en cinco partes, siendo destacada la que se refiere a la “Era de Trujillo”, que él denomina “La Era Tenebrosa”, siguiendo, al igual que hace el primer exiliado dominicano en 1931, Luis F. Mejía, en su libro, publicado en Colombia, “De Lilís a Trujillo”, cuyo último capitulo se refiere también y lleva el mismo nombre de “La Era Tenebrosa”.3

Esta obra histórica y sociológica apareció con un prólogo del profesor Juan Bosch, llamado “Un pueblo en un libro”, en el cual destaca el valor de las investigaciones de Juan Isidro Jimenes Grullón. Afirma:

El servicio que Jimenes Grullón hace con esta obra a su pueblo no es para ser aprecia-do por los dominicanos de mi generación, casi todos con posiciones mentales, pasionales o simplemente económicas tomadas ya, por no importa cuáles causas. Antes que ellos sabrán agradecerlo los americanos a quienes interesa el hecho político continental, los investigadores no dominicanos, que hallarán en él la explicación de movimientos socia-les comunes a todos nuestros pueblos, y aquéllos a quienes el libro dará el conocimiento de la entraña de un país que, como toda aglomeración humana, merece el interés de los hombres conscientes.

3 Mejía, Luis. F., “De Lilís a Trujillo”. Tanto Jimenes Grullón como Luis F. Mejía hicieron en la última parte de sus libros el diagnóstico de “La era tenebrosa”. El segundo en la obra “La República Dominicana: análisis de su pasado y su presente”.

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Más adelante, el profesor Bosch y prologuista establece la radiografía del método de exposición utilizado por Jimenes Grullón, y establece:

Como médico que es, Jimenes Grullón, ha aplicado al estudio del caso dominicano los métodos de investigación acostumbrados en la Medicina. Se halla frente a un enfermo; debe diagnosticar, porque en el diagnóstico está una gran parte de las posibilidades de curación, y para no errar, el facultativo hurga los orígenes del quebranto, buscando sus gérmenes aun en las más viejas generaciones relacionadas con el enfermo. Al cabo de ese duro pero honesto y amoroso trabajo, Jimenes Grullón concluye afirmando que los males dominicanos se deben a la explotación que a lo largo de la historia nacional ha ejercido una casta minoritaria, secuestradora de la libertad del pueblo, de su economía y sus derechos más elementales; para disfrutar ella de la libertad de oprimir, de los dineros públicos, y de los barbaros derechos de satisfacer sus instintos, esa minoría no ha vaci-lado –durante un siglo de vida independiente– en comprometer la salud de la República. La República se encontró desde su nacimiento con un cuerpo organizado de enemigos que la combatía desde las posiciones más encumbradas –afirma Jimenes Grullón al es-tudiar las disensiones que aparecen al nacer aquélla–.

(Pág. 8 del mencionado prólogo de la edición dominicana del año 1974).

Durante casi 30 años que duró el periplo de exiliado antitrujillista, Jime-nes Grullón produjo una amplia bibliografía de asuntos filosóficos, histó-ricos, sociológicos y políticos. Originalmente vinculado a la medicina y a las ciencias naturales, encontró el camino del pensamiento filosófico, de la historia y la sociología.4

Jimenes Grullón, durante sus estudios en Europa, en la década del 1920, tuvo oportunidad de relacionarse con personalidades de la talla de Don José Ortega y Gasset, Víctor Raúl Haya de la Torre, José Vasconcelos y otros. En ese continente, particularmente en París, tomó gran amor y afi-ción por las ciencias políticas y sociales (sociología, historia, política y so-ciología política).

4 En 1941, fundaron el PRD, en la población de “El Cano”, Juan Bosch, Dr. Jimenes Grullón, Virgilio Mainardi Reyna, Romano Pérez Cabral, Leovigildo Cuello, José C. Lora, M. Calderón, Rafael Mainardi y Víctor Mainardi; Luis A. Castillo, Ángel Miolán y J. de Grullón. La declaración de principios fue redactada por el Dr. Cotubanamá Henríquez. (véase “Juan Bosch al desnudo; Joaquín Balaguer al desnudo”, compilación y edición de Ángel Moreta, Pág. 15).

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Regresó al país en 1929, después de terminar la carrera de Medicina y ejerció su profesión de médico; conspiró contra la tiranía trujillista, estuvo en la cárcel pública, fue amnistiado y partió al exilio en 1936.5

Después del ajusticiamiento de Trujillo, el 30 de marzo de 1961, regresó al país y fundó el Partido Alianza Social Demócrata, con el cual participó en las elecciones de 1962. En 1966 pasó a ocupar cátedras de ciencias socia-les y sociología en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, realizando una profunda labor entre los estudiantes, tanto en las aulas como en las asesorías de trabajos de investigación para tesis de grado; para entonces no existían en la UASD post-grados.6

A fines de la década del 60, se declaró partidario y defensor del marxis-mo leninismo y comienza a trabajar en su obra cumbre “Sociología Política Dominicana”, en tres tomos, abarcando desde el 1844 hasta la dictadura de Trujillo, dejando un legado intelectual de gran valor científico e histórico para la sociedad dominicana. A la hora de su muerte, en agosto 1983, traba-jaba en el último volumen, cuyos papeles y anotaciones quedaron en manos de su inseparable compañera Doña Cuca Sabater.7

El nuevo Archivo General de la Nación (AGN) bien pudiera recabar ayu-da para la publicación de una segunda edición de los tres volúmenes de

5 La acción contra Trujillo, en Santiago, fue la primera conspiración contra el dictador, en el año 1934. Véase: Informe de la Comisión de Investigación Criminal de las Fuerzas Armadas, recogido en un libro que se dio a la publicidad con la siguiente observación: “se publica esta obra con el propósito de que la verdad histórica de algunos hechos delictuosos sea bien conocida; y, además, para que pueda ser perfectamente apreciada, y, sobre todo, imparcialmente juzgada la excepcional magnanimidad de un gran Jefe de Estado”, Pág. 24. Interrogatorio a Ramón Vila Piola, 15/11/1934, condenado a 20 años de trabajos públicos e indultado después por la magnanimidad del Jefe de Estado.

6 Jimenes Grullón, J. I. “Ideas y doctrinas políticas contemporáneas”, véase prólogo del prof. F. Franco. Y apéndice No. 1 en la obra citada en la nota 4.

7 Durante más de 25 años, Jimenes Grullón vivió bajo alquiler en una casa propiedad de Bienes Nacionales. Nos permitimos sugerir que ese inmueble sea donado por el gobierno dominicano a la viuda y la familia del político, escritor e intelectual, que tan buenos servicios rindió a la cultura de la República Dominicana; y preservado en el futuro como museo. Lo mismo debe hacerse con la casa de Joaquín Balaguer y Juan Isidro Jimenes Grullón.

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“Sociología Política Dominicana”, que salieron a la luz a partir del año 1974, es decir, que han transcurrido más de treinta años.8

Otras obras publicadas por Jimenes Grullón fueron las siguientes: “Al margen de Ortega y Gasset” (3 volúmenes); “Pedro Henríquez Ureña: Mito y Realidad”; “El Mito de los Padres de la Patria”; “Anti-Sábato”; un conjun-to de artículos denominados “Nuestra Falsa Izquierda”, en el cual combate las orientaciones deformadas de la izquierda dominicana; un conjunto de artículos sobre Juan Bosch y Joaquín Balaguer, compilados y editados por Ángel Moreta en un volumen que lleva el titulo de “Juan Bosch al desnudo; Joaquín Balaguer al desnudo”, en el año 2000.9

A propósito de este último volumen, en el prólogo decíamos lo siguiente:

Hemos rescatado del polvo y del olvido los materiales aquí compilados con el fin de dar a conocer a la juventud y al pueblo dominicano una obra que de seguro coadyuvará, por su carácter académico y su pasión por la verdad, al conocimiento del pasado político reciente y particularmente de las actuaciones y concepciones de Juan Bosch y Joaquín Balaguer, quienes han atravesado esos años y hasta el día de hoy manteniendo una vi-gencia cuyos orígenes y circunstancias son desconocidos para muchos dominicanos.

Y más adelante decíamos que durante las dos últimas décadas de su vida, Jimenes Grullón se dedicó a una actividad intelectual fundamentalmente de “desenmascaramiento” y “desmistificación apasionada y mística” que consistía en derrumbar, como él afirmaba, fraudulentos ídolos de sus alta-res y desnudar falsos valores para ponerlos en su sitio merecido.10

Se auto impuso esta misión de quitar máscaras, derrumbar ídolos del ágora y romper los idola theatri de esas individualidades creadoras. En ese

8 Juan Isidro Jimenes Grullón era pariente y amigo de Don Alejandro Grullón; en consecuencia, estamos seguros que la entidad que dirige podría financiar dicha obra en tres volúmenes, e inclusive sus obras completas.

9 Esta compilación fue resultado de un laborioso esfuerzo de más de un año, por parte del editor Ángel Moreta. La misma fue incluida como el número uno de la colección de Sociología Dominicana, de la Fundación Hostos. Debió continuar inmediatamente con el libro: “La República Dominicana, análisis de su pasado y su presente”; pero las carencias financieras lo impidieron.

10 Ídem, prólogo del profesor Franklyn Franco.

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sentido, representa dicho autor el precursor de una intelectualidad contes-tataria y crítica; ese intelectual que va a las luchas políticas y sociales y a la movilización de masas y que mantiene esa actitud de manera responsable ante la opinión pública y el país.11

Situamos a Jimenes Grullón dentro de aquella minoría iconoclasta y por esa causa decimos que en la República Dominicana no ha habido históri-camente una intelectualidad contestataria del sistema capitalista subdesa-rrollado, con honrosas excepciones; y por eso el Estado Dominicano viola impunemente los más elementales principios democráticos y constitucio-nales. Jimenes Grullón se dedicó a esta tarea con apasionamiento y carácter socrático de amor a la verdad, con misticismo y radicalismo simultáneos.

En esa brega sistemática y metódica, prefirió la pobreza fundamental a la mentira virtual; él mismo autocriticó acerbamente sus errores políticos y concepciones filosóficas y sociológicas anteriores, y evolucionó científica, académica y políticamente hacia el marxismo como concepción del mundo y método de investigación sobre la base de “El Capital”; y en los marcos de esa tradición teórica sustantiva caminó durante los últimos años de su vida intelectual y existencial, hasta su fallecimiento en el 1983. 12

En la introducción de la obra “Juan Bosch al desnudo, Joaquín Balaguer al desnudo”, expresábamos que:

Pocas veces vimos tanto ardor en un hombre consciente de su evolución mental, de sus rupturas y errores. De su labor de demolición de pseudos ídolos, falsos héroes y santos, queda una bibliografía importante sobre diversos temas de sustentación histórica y filo-sófica, y particularmente en los tres tomos de su obra “Sociología Política Dominicana”, se presenta una investigación sociológica de trascendencia sobre el análisis y la inter-pretación de la historia política dominicana, aunque haya que reconocer insuficiencias metodológicas y teóricas, pero al fin y al cabo contiene un aporte fundamental para las ciencias sociales en la República Dominicana (Nota).

Jimenes Grullón fue un científico y académico, al igual que historiador, sociólogo, político y filosofo, de carta cabal; un político por apasionamien-

11 Ídem, prólogo… 12 Cassá, R.: “Notas sobre historiografía dominicana” y “El surgimiento de la historiografía crítica en Jimenes Grullón” (véase bibliografía).

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to y convicción. La ciencia al servicio de la política y la verdad; el conoci-miento al servicio de la revolución y el socialismo; y la imposibilidad total de practicar la neutralidad científica… como dice Raúl Roa:

“La neutralidad de la cultura fue antes, como es ahora, como siempre será, el apoliti-cismo mentido de los que militan en el partido de los ‘saciados’, reverso cómplice de los escritores y artistas que se ponen al servicio de la opresión”… 13

En la obra “Una Gestapo en América”, el autor critica el papel desempe-ñado por el complotado Ramón Vila Piola, a quien acusó de haber delatado en la cárcel a otros participantes que murieron o fueron asesinados.14

Tal situación llevó a que Vila Piola publicara en Madrid un folleto de 75 páginas llamado “Esclarecimiento (La verdad sobre los sucesos políticos acaecidos en Santiago en el 1934 y sus consecuencias)” . Dicho texto fue leído ante un grupo de participantes en los sucesos del año 1934, en una reunión privada celebrada en Santiago el 17 de marzo de 1963, un año des-pués de la publicación en Santo Domingo de la obra de Jimenes Grullón.

En 1969, Jimenes Grullón insistió en la acusación contra Vila Piola, agre-gando un posfacio, donde responde al folleto o fascículo de Vila Piola. Pos-teriormente Jimenes Grullón se retracta y dice que “En los interrogatorios que me hicieron al caer preso, me defendí contraatacando, de quienes me acusaron”.15

No llevé a nadie a la cárcel y procuré demostrar la inocencia de aquellos que, por haber sido amigos míos, fueron delatados por uno de mis acusadores. En el citado libro

“Las ideas de Hostos, Bonó, Espaillat, Galván, Luperón, Billini, etc., por primera vez en nuestro país, son estudiadas en su ‘contenido’ social y filosófico, y en el contexto económico y político de la época. Dentro de los logros y novedades, ofrecidos por la obra del Dr. Jimenes Grullón, y en la lista de los más importantes se encuentra, a mi juicio, el carácter precursor de una historia científica o materialista de las ideas en Santo Domingo”.

13 Roa, Raúl. Prólogo citado ut-supra.

14 Informe de la Comisión de Investigación Criminal de las Fuerzas Armadas, convertido en libro y publicado posteriormente en 1936.

15 Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Santo Domingo, 2000. Esta edición incluye el trabajo de réplica de Ramón Vila Piola, citado en la bibliografía.

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(“Una Gestapo en América”), confieso que me excedí en el contraataque (Pág. 152), pero creo que hay que vivir aquellos momentos… para juzgar con ecuanimidad las actitudes que asumimos entonces todos los encausados. Por cierto, ya en el país me enteré que quien inició la delación fue José Najul y no Vila Piola. Con espíritu de justicia, hoy lo reconozco. Periódico El Nacional 16/06/1969.16

Para Raúl Roa, “Una Gestapo en América” fue elaborada con sangre, en prosa directa, vigorosa y plástica, este libro luminoso y terrible mana san-gre de todas sus páginas. Tiene la sombría belleza del martirio evocado y el hedor sofocante de la pústula hendida”. Y agrega:

Los círculos infernales de Dante lucen a su lado circuidos de rosas. Desde “El presidio político en Cuba”, de José Martí, nada parecido se ha dado a la estampa en nuestra Amé-rica. Rememora, a veces, indistintamente, “La Casa de Los Muertos”, de Fedor Dosto-yevsky y “Los Hombres en la Cárcel”, de Víctor Serge. Muestra afinidades profundas con “Presidio Modelo”, de Pablo de la Torriente Brau. Y, en más de un pasaje, supera a Henry Barbusse y a Panait Istrati y se acorda y se confunde su ritmo con la tristeza tremante de la “Balada de la Cárcel de Reading”, de Oscar Wilde. (Introducción citada).

Otro texto importante fue publicado por la Universidad de Mérida, en Venezuela; y lo fue “John B. Martin, un pro-cónsul del imperio Yankee”, obra en la cual analizó el papel jugado por este personaje siniestro en los acontecimientos del golpe de Estado contra el gobierno constitucional del profesor Juan Bosch, en la madrugada del 25 de septiembre de 1963.17

¿Amistad o enemistad entre el profesor Juan Bosch y el Dr. Juan Isidro Jimenes Grullón?

Sobre las relaciones de amistad y enemistad entre ambos políticos, es preferible dejarlas a la deducción e inteligencia del observador, ayudado por las interesantes entrevistas publicadas por la periodista Ana Mitila Lora en el periódico Listín Diario, en fecha 10 de octubre de 1999 (“La Gue-

16 Ídem, pág. 26 y siguientes.

17 “John B. Martin, un pro-cónsul del imperio Yankee”. Dicha obra fue publicada por la Universidad de Mérida, Venezuela, 1977.

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rra de los Juanes”); y 17 de octubre de 1999, (“Entre las Faldas y la Política”, y otros trabajos).18

Ambos escritores eran profundamente amigos, colaboradores y compa-ñeros de partido; coincidieron en los afanes por la organización y funda-ción del Partido Revolucionario Dominicano en 1941, en La Habana, Cuba. Pero en el curso de esa década se produjo un distanciamiento entre ambos que paulatinamente llegó a la enemistad ideológica, política y personal, fundamentalmente después del 1943, en esa ciudad de La Habana.

En los primeros capítulos de la obra “Juan Bosch al desnudo, Joaquín Balaguer al desnudo”, se vislumbra con cierta claridad la naturaleza de dicho alejamiento.19 Se explican las circunstancias, causas y condiciones que fueron produciendo poco a poco, por sorbos, el distanciamiento ideo-lógico, intelectual, político y personal; alejamiento metódico, profundo, sistemático, coherente, producto de actitudes personales y posturas psi-cológicas, de profunda motivación sociológica, teórica y política, que se metamorfoseó, e hipostasió probablemente en enemistad personal, pero ésta como resultado y no como causa eficiente.

Hoy día, la juventud dominicana tiene un mal ejemplo en esta enemis-tad. Se pregunta cuáles fueron las causas tan profundas que llevaron a una situación lamentable como esa, que conducen a decir al profesor Franklyn Franco lo siguiente:

Por razones aun no investigadas, que no vienen al caso, pero que causaron pena, pocos años después ambos personajes se convirtieron más que en adversarios irreconciliables, en enemigos, situación que condujo al primero a abandonar el PRD, organización donde Bosch consolidó su liderazgo.20

Compartimos el criterio del profesor Franco, y lamentamos profunda-mente que dos hombres de esa estatura hayan fallecido teniendo profunda enemistad personal, pues constituye un deplorable ejemplo para las gene-raciones del presente y del porvenir.

18 Artículos importantes para la dilucidación de los temperamentos y las caracterizaciones psicológicas de ambos políticos, Juan Bosch y Jimenes Grullón.

19 Véase capítulo 1ro y 2do de la compilación mencionada en la nota No. 9.

20 Ídem, pág. 28 y siguientes.

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Cabe reiterar, ¿cuáles fueron las causas profundas de esa enemistad? Han sido mencionadas varias hipótesis. La periodista Ana Mitila Lora, en los artículos citados del 10/10/1999 y 17/10/1999, presenta interesantes en-trevistas realizadas a esposas y viudas de exiliados en Cuba, que ayudan a interpretar las causas, pero la pregunta no queda resuelta.

Es importante resaltar que ambos tenían igual y elevada estatura moral; Ambos eran escritores y exiliados, productores de textos históricos, sociológicos 1. y políticos; académicos e investigadores dominicanos; 2. políticos antitrujillistas y organizadores; 3. académicos y científicos sociales; 4. honestos a toda prueba y circunstancia; 5. comprometidos con las transformaciones sociales de la República Dominicana; 6. partidarios de la transformación radical del sistema democrático burgués; 7. ambos fueron populistas, nacionalistas y demócratas que evolucionaron hacia el 8. marxismo y leninismo; ambos evolucionaron hacia el marxismo y el socialismo, cada uno a su manera, 9. en la década del 70… como programa político fundamental para República Do-minicana; ambos eran historiadores y cientistas sociales dominicanos; 10. ambos tenían matrimonios estables con dos mujeres excepcionales y tempera-11. mentos creativos.

Es decir que tenían en común gran cantidad de rasgos y caracteres funda-mentales, aunque obedecieran a tipologías diferentes en el plano psicológi-co y de la personalidad. Ambos son glorias de la República Dominicana.

Jimenes Grullón fue durante varios años Secretario General de la seccio-nal del PRD en La Habana, Cuba. De esa época es su primer ensayo: “Lu-chemos por nuestra América”; donde recoge su tesis sobre el nacionalismo revolucionario. También de ese período, década del 40, es otro libro suyo de vital importancia: “La República Dominicana: Análisis de su pasado y su presente”, reeditado en Santo Domingo, 34 años después, en 1974 y poste-riormente por el nuevo Archivo General de la Nación, en el año 2006.21

21 Editora Nacional, Santo Domingo, 1974.

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Este último libro es una síntesis global de la historia económica y social dominicana, al igual que de la fundación del PRD, lo cual indica que estos dos ilustres dominicanos, los dos mejor formados en todos los tiempos, se encontraban unidos en las tareas políticas y en las actividades del exilio dominicano. ¿Qué pudo separarlos?

Desde que se estableció el gobierno del PRD, en el mes de febrero del año 1963, Juan Isidro Jimenes Grullón se convirtió en uno de sus más ague-rridos y acerbos opositores, producto de un apasionamiento desbordado, que beneficiaba a los sectores recalcitrantes neotrujillistas.

Nuestro autor se adhirió al grupo de los oligarcas, politicastros y milita-res corruptos, quienes con la motivación del Pentágono, derrocaron a los 7 meses, por vía de un golpe de Estado cruento, el gobierno democrático y constitucional que había sido establecido en la República Dominicana como consecuencia del triunfo electoral del profesor Juan Bosch.22

Si bien Jimenes Grullón no estuvo en las preparaciones realizadas por los conspiradores, sin embargo, cometió el grave error de su vida al firmar el acta del golpe de Estado y hacer presencia en el Palacio Nacional apoyando el golpe militar, ocurrido en la madrugada del 25 de septiembre del 1963. Posteriormente reconoció reiteradamente que fue un grave error partici-par en el golpe de Estado, en su larga trayectoria política e intelectual.23

Su participación en ese infausto y azaroso acontecimiento, originó un trauma existencial de gran magnitud en su personalidad, trauma que vivió

22 La autocrítica fue sistemáticamente reiterativa y despiadada, mediante la cual él mismo se sometió a un procedimiento radicalmente inquisitorial de su participación en el golpe de Estado. Dicha autocrítica fue una auto-laceración moral… desde el fondo del tribunal de su conciencia.

23 El Archivo General de la Nación publicará próximamente una compilación de artículos de Jimenes Grullón; obtenidos de varios periódicos nacionales, décadas del 70 y 80, y llevará como titulo “Textos históricos y otros materiales”, en un volumen preparado y editado por Ángel Moreta, gracias al contrato editorial con dicha institución. Somos de opinión que el Estado Dominicano bien pudiera publicar la obra completa de Jimenes Grullón, en un gesto de purificación y de reconocimiento, igual como se ha hecho con el Prof. Juan Bosch y el Dr. Joaquín Balaguer.

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en él “Como un fantasma que lo exorcizaba día y noche y que espantó de su alrededor la influencia que bien pudo tener su pensamiento en la juventud de los años 70 y en lo adelante”.

Tanto el profesor Bosch como el Dr. Jimenes Grullón fueron hombres honestos que nunca practicaron el enriquecimiento ilícito ni el dolo y por ende no acumularon riquezas personales; y vivieron con modestia extrema para orgullo hoy de sus familiares y amigos.24

Hay que destacar, en cuanto a Jimenes Grullón, que éste tuvo un gesto de grandeza al autocriticarse públicamente en varias ocasiones reiteradas. Dedicó sus últimos años al magisterio en la universidad estatal y a escribir artículos y materiales sobre la realidad social económica y política domini-cana, los cuales constituyen hoy una pesada aportación al conocimiento de la historia dominicana.25

La nueva historiografía dominicana

La intensa labor intelectual del Dr. Jimenes Grullón, en relación con la revisión de la historia dominicana, lo convierte en una de las figuras no-tables de la nueva historiografía. Su “Sociología Política Dominicana” así lo pone de manifiesto. Se trata de una obra de grandes dimensiones y en extremo ambiciosa; su autor se entrega a una tarea de reconstrucción, y al mismo tiempo de crítica de los conceptos y las categorías de la historiogra-fía tradicional dominicana.

La llamada “nueva historiografía”, se resentía profundamente de la au-sencia de una obra como ésta. Podemos afirmar que, en el caso concreto de nuestro incipiente movimiento de revisión histórica, “Sociología Política Dominicana” representa la consolidación definitiva del mismo.

El Dr. Jimenes Grullón ha confesado que “Sociología Política Dominica-na” es su “obra de madurez”. Compartimos afirmativamente el criterio, no porque ella sea el último servicio que dicho autor prestara a la cultura del país, sino por las dimensiones de la investigación, por su sistematización

24 Editorial Anteo, Buenos Aires, 1973 pág. 13.25 “Sociología Política Dominicana”, pág. 67 y siguientes. Volumen I.

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y racionalidad, por su apoyo teórico y empírico, por su base documental (poco usual en otras obras suyas, como por ejemplo en “La República Do-minicana: una ficción”), y por el profundo y arduo esfuerzo de reflexión.

Sin entrar en la discusión académica, acerca de las categorías históricas y filosóficas que sirven de sostén a la obra, la investigación del Dr. Jimenes Grullón es una confiable sociología política, entendida ésta desde el punto de vista del marxismo: estudio de las normas y los aparatos institucionales; estudio de los manejos del poder político y de su aparato autónomo el Es-tado; todo, desde la perspectiva de la “teoría” de la lucha de clases, previa caracterización de la formación social existente.

El mencionado autor, en efecto, se aventura a trazar detalladamente las características de la formación social y sus variantes, a partir de 1844, y antes de esa fecha. También de los modos de producción (que el entiende eran dos: el capitalista y “el colonial”), de las clases sociales y sus contra-dicciones económicas y políticas.

En la obra que venimos comentando, el fenómeno superestructural polí-tico-jurídico ha sido captado como “objeto de investigación”. Como la “ma-nifestación cardinal de la vida colectiva”. Tal captación no pudo hacerla la llamada “vieja historiografía”, pese a que casi toda su actividad ha estado circunscrita a esa estructura.

Esta historiografía no enfoca el fenómeno político-jurídico, ni como la manifestación cardinal de la vida colectiva, ni como estructura refleja de la infraestructura. Ese enfoque desorientado puede ser explicado si aludimos a dos de las características metodológicas de la mencionada historiografía: 1) separación de cada una de las ciencias sociales entre sí; 2) aislamiento de lo ideológico, lo jurídico-político y lo económico.

La obra del autor estudiado, si bien no es un texto expositivo de historia, trata, sin embargo, de aquellos hechos históricos de la estructura jurídico-política que ameritan una interpretación sociológica.

Esta actitud metodológica, la compartió en la década del 60 con Nel-son Werneck Sodré, el grupo brasileño “Historia Nova”, que en aquel país

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dedicó inmensos esfuerzos a una revisión y reconstrucción total de la his-toriografía tradicional. Para dicho grupo, en teoría económica, en historia social y en historia jurídico-política. El Dr. Jimenes Grullón parece hacerlo en cuanto al enfoque de la sociología política dominicana. De ahí que ex-prese que lo político “fue la manifestación cardinal de la vida colectiva”.

La obra se destaca no solo por ocuparse, en un ángulo metodológico marxista, de la “vieja historiografía”. En efecto, el lector no avisado podría pensar que la afirmación de Jimenes Grullón en el sentido de que lo jurí-dico-político “fue la manifestación cardinal de la vida colectiva” (durante la Primera República y después de ella; durante la primera intervención imperialista y bajo el trujillato), implica, a priori, una subestimación de lo económico. No es así; sin embargo.

Respecto a la estructura jurídico-política, dice nuestro autor que “tal vez llame la atención la preferencia que hemos dado a este fenómeno; que siempre es –directa o indirectamente– un producto de la base económica. Forzoso es llegar a la conclusión –agrega– de que los rasgos de nuestra so-ciología política estuvieron presididos por el factor económico”. Por ejem-plo, durante la primera república, el colonialismo de la clase dominante “respondió al temor… de perder sus privilegios y bienes si Haití volvía a dominar nuestro territorio”...

El trabajo que venimos comentando pone al desnudo las raíces socioló-gicas del anti-haitianismo, del partidismo político y del proteccionismo o anexionismo. Esos tres fenómenos superestructurales rigen la marcha de la historia; la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideo-lógico cualquiera, no son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales”... (Marx, C. “Las luchas de clases en Francia, de 1844-1850”, Ed. Anteo, Bs. Aires, 1973, p. 13). No otra cosa hace el autor de la obra: analizar las contradicciones que ocurren en la super-estructura como “expresión” de la lucha de clases, aún sean de carácter “interburgués”, como en la Primera República.

Bástenos decir, en efecto, que en la investigación histórica no se trata de coger los hechos y ajustarlos a las “tesis teóricas” previamente adoptadas;

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ni tampoco ajustar las tesis teóricas a los hechos. De lo que se trata es de explicar los hechos particulares en base a las tesis, pero investigando pri-mero al nivel empírico esos hechos y buscándole posteriormente su expli-cación científica a la luz de aquellas.

Los tres fenómenos superestructurales, mencionados arriba, son ana-lizados como manifestación de la estructura económica de la época de la Primera República. En cuanto al anti-haitianismo, expresa el autor que mientras la clase dominante obedecía a la mentalidad colonialista, por otro lado, “gestionaba el protectorado o la anexión a cualquier potencia, (y) mantuvo una constante prédica anti-haitiana que tenía visibles raíces en motivaciones económicas, mezcladas con elementos racistas”.

El proteccionismo o anexionismo, asimismo, fue un denominador común de los sectores burgueses, tanto santanistas como baecistas. En cuanto al partidismo político, nació vinculado al caudillismo, fenómeno particular de la superestructura de la Primera República.

“Sociología Política Dominicana” no se limita a ser un ambicioso estudio de la estructura jurídico-política. Su autor, desborda con frecuencia hacia otros aspectos, como por ejemplo, “análisis críticos de mucho de lo que se ha escrito sobre los temas estudiados, así como de la vida pública de quie-nes actuaron en función dirigencial sustantiva”...

En vista de que, como ha dicho el autor, esos “análisis críticos desem-bocan en conclusiones duras, que destruyen mitos y convierten en polvo falsas glorias”, podría pensarse que la obra revela una de las características de la vieja historiografía: la fundamentación del juicio histórico en las indi-vidualidades cimeras. Y que, en consecuencia, no se pudo librar de ver los hombres como “buenos” o “malos”.

El método histórico en “Sociología Política Dominicana”

En la mencionada obra, el autor desborda con frecuencia hacia dos as-pectos: 1) “análisis críticos” de mucho de lo que se ha escrito sobre los te-mas tratados, es decir, examen de las opiniones y enfoques de otros his-toriadores; 2) análisis críticos “de la vida pública de quienes actuaron en

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función dirigencial sustantiva”. En vista de que, como él mismo ha dicho, tales análisis “destruyen mitos y convierten en polvo falsas glorias”, podría pensarse que el libro comparte una de las características de la vieja his-toriografía, que es fundamentar el juicio histórico en la actuación de las individualidades.

De ser así, entonces resulta que, para el autor, a los hombres habría que verlos como “buenos” o “malos”. Tal crítica, sin embargo, no es aplicable a la obra que venimos comentando, por los siguientes motivos:

En primer lugar, tiene el Dr. Jimenes Grullón plena conciencia de que esa es una de las características de la vieja historiografía. En segundo lugar, es él mismo quien se adelanta y declara que, al detenerse en el enjuiciamiento de las individualidades, no se está apartando de la “temática fundamental”, dado que no es posible “adentrarse en la Sociología Política haciendo caso omiso de la dialéctica entre lo social y lo individual”. Agrega que Marx “puso al desnudo esta dialéctica y con trazos magistrales destacó el cinis-mo y la infamia de figuras políticas de su época, como Adolfo Thiers, o de nobles aburguesados, como Lord Palmerston”.

En tercer lugar, el enjuiciamiento de las figuras históricas no es el obje-tivo básico de la investigación. En cuarto lugar, el mismo no es utilizado como parámetro, de tal forma que le permita al autor extraer consecuencias sustanciales que hayan alterado el curso objetivo de la historia. Esto último es lo que hace Peña-Batlle con la personalidad de Osorio, en su estudio sobre las devastaciones de 1605-1606. En otras palabras, el enjuiciamiento de las figuras históricas no es utilizado como elemento constitutivo de la explicación científica.

En quinto lugar, la conducta y las acciones públicas de las individuali-dades no son enfocadas como permitiendo la génesis del desarrollo histó-rico, es decir, como un principio de causalidad histórica. Valga decir, de paso, que dicho principio está “supuesto” en su investigación, pero en una dimensión estructural, de acuerdo al marxismo. Y, en sexto lugar, el enjui-ciamiento no es la base de la labor de interpretación, sino parte de ella.

En efecto, la interpretación histórica montada sobre el enjuiciamiento de las individualidades, al ser una de las características de la vieja historio-

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grafía, es compartida por Peña Batlle. Refiriéndose a las devastaciones de la primera década del siglo XVII, afirma que “es pueril querer asignarle a la historia un curso semejante del que ella misma se ha impuesto, pero nada nos impide buscar la causa de sucesos y acontecimientos que han influido directamente en la transmutación de la sociología de un pueblo: sin Osorio es muy probable que nosotros fuéramos hoy un país de naturaleza muy distinta ya que, cuando menos, seríamos dueños de la totalidad de la isla y nuestra población sería de tipo muy superior al actual”.

Sin Osorio, pues, Haití no existiría, con lo cual los dominicanos nos ha-bríamos evitado muchos fastidios; y nuestra población sería menos “infe-rior” de lo que es actualmente. Según Batlle, Osorio es la individualidad histórica culpable de ambas consecuencias lamentables y deprimentes. El texto citado, además de utilizar el enjuiciamiento histórico como principio de causalidad y como elemento explicativo del curso de la historia, pone de manifiesto los componentes racistas del pensamiento de Batlle.

Es necesario aclarar que una cosa es evaluar y enjuiciar a las individua-lidades, como un acto de justicia, y otra extraer de aquí consecuencias, conforme a un esquema causal. El primer caso es el del autor de “Sociolo-gía Política Dominicana”. Creo que ha tratado de ser justo en sus juicios acerca de la conducta y la trayectoria de las figuras históricas: Santana, Báez, Bobadilla, Del Monte, Luperón, Hostos, Bonó, Galván, Hereaux, etc. El segundo caso, entre otros intelectuales, es el de Peña Batlle.

El Dr. Jimenes Grullón, a lo mejor haya incurrido en excesos o en omi-siones, dada su personal y desbordante característica de hombre de ciencia apasionado con el esclarecimiento de la verdad. Sin embargo, si hay alguna objetividad en sus enjuiciamientos de las individualidades históricas, ella se debe a que los mismos han sido formulados de acuerdo con su trayec-toria y su conducta, avalados por documentos. En este sentido, cada quien aparece en el sitial que le corresponde, acorde a sus acciones públicas.

No basta, en efecto, como hace la historiografía tradicional, con exaltar las figuras históricas en base a su “valor intelectual”, dejando de lado sus actuaciones como dirigentes públicos y sus cualidades ciudadanas. Contra este estilo de análisis, que separa una cosa y otra, se rebela el Dr. Jimenes

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Grullón. “...siempre ha existido en el país –dice a propósito de Galván la tendencia a ver en los intelectuales a hombres respetables en todos los ór-denes... incapaces, por tanto, de cometer actos contrarios a los principios morales. Dicho de otro modo: no se juzga al intelectual como hombre sino estrictamente como intelectual, y por serlo, se le considera merecedor de todas las alabanzas”.

Si bien, pues, para el autor que comentamos, la interpretación de la his-toria montada sobre las individualidades es inaceptable en términos me-todológicos, sin embargo, es necesaria que las mismas sean enjuiciadas considerando su conducta pública y sus cualidades ciudadanas. Esto no significa que el autor vea a los hombres como “buenos” o “malos”.

¿Forma esto último parte del quehacer histórico, para el Dr. Jimenes Grullón? El libro no ofrece respuesta a la pregunta. Nos parece, no obstan-te, que la obra desborda, intencionalmente, hacia el establecimiento de un significado moral en la historia. Hacia la postulación de un sentido ético en la conducta y las acciones de los hombres públicos.

Es posible relacionar tal intención, con la característica de hombre apa-sionado que hemos atribuido al autor en nuestra primera parte. No es po-sible, sin embargo, afirmar categóricamente que en la obra aparezcan vin-culadas la interpretación científica de la historia y la interpretación ética. Antes al contrario, la última aparece, casi siempre, como un resultado o consecuencia de la primera. Consideramos, por lo demás, que el enjuicia-miento ético o la interpretación moral de las figuras históricas son válidos siempre y cuando no se utilicen con otro fin que no sea hacer justicia y ejemplarizar a las jóvenes generaciones, con lo cual se desborda el marco estrictamente científico, pero no se le menoscaba.

Los “análisis críticos” de las figuras históricas, en efecto, tienen en el li-bro del Dr. Jimenes Grullón, intencionalmente, un valor de ejemplaridad y de moralidad para la formación de las generaciones del presente y del futuro.

No se aplica a la obra, la crítica que en el 18 Brumario formula Marx con-tra los libros “Napoleón le Petit”, de V. Hugo, y “C´oup d’ Etat”, de Proud-

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hon. Dice Marx al respecto: “V. Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor responsable del golpe de Estado. En cuanto al acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo. No ad-vierte que lo que hace es engrandecer a este individuo en vez de empeque-ñecerlo, al atribuirle un poder personal de iniciativa que no tenía paralelo en la historia universal”. En cuanto a Proudhon, dice Marx: “…Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de un desarrollo his-tórico anterior. Pero, entre las manos, la construcción histórica del golpe de Estado se le convierte en una apología histórica del héroe del golpe de Estado. Cae con ello en el defecto de nuestros pretendidos historiadores objetivos”.

¿A qué defecto se refiere Marx? Pues a aquel que consiste en ver a los individuos como hacedores de la historia. Trazando una diferencia entre su estilo de hacer ciencia social y el de los “pretendidos historiadores objeti-vos”, Marx agrega: “Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.

Esta última afirmación de Marx pone en claro que es la lucha de clases, y no la acción de individuos aislados, lo que determina la marcha de la his-toria. Tal criterio lo encontramos presente en la obra del Dr. Jimenes Gru-llón: analiza primero las condiciones materiales que vivían los hombres, las fuerzas sociales y las contradicciones entre ellas, y después es cuando enfoca y enjuicia a las figuras históricas como individuos. El mejor ejemplo lo brinda su análisis de las actuaciones de Santana. Fueron “circunstancias y condiciones” específicas, que permitieron a este personaje “representar el papel de héroe”.

Más sobre la nueva historiografía dominicana

Nos parece adecuado, finalmente, enumerar, grosso modo, algunos de los logros y novedades de la investigación, del Dr. Jimenes Grullón. Dada la imposibilidad, por falta de espacio, de entrar en el análisis de cada uno, nos detendremos únicamente, en dos de ellos.

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“Sociología Política Dominicana”, en efecto, es portadora, a nuestro jui-cio, de los siguientes logros y novedades: 1) explica el fenómeno superes-tructuras de la “enajenación de las masas” por el caudillismo; 2) liquida, con argumentos científicos, las tesis hispanistas sostenidas por la intelec-tualidad tradicional; 3) pone en claro el infisionamiento del movimiento restaurador por el caudillismo baecista; 4) demuestra que el Partido Azul nació al finalizar la primera década post restauradora, y no durante la mis-ma, tesis sustentada por otros historiadores: 5) por primera vez, se destaca el hecho de que con la Liga de la Paz, en Santiago, surge un “grupo de pre-sión”; 6) explica la transformación del partidismo azul en unipartidismo y la posterior liquidación de ésta por Heureaux; 7) ofrece una caracteriza-ción de la formación social, de la estructura de clases y de las contradiccio-nes sociales, a partir de 1844; 8) brinda una comprensión de la estructura ideológica a partir de la Primera República, captando los cambios habidos en ésta, como por ejemplo, la aparición del “sentimiento nacionalista” en la burguesía; 9) proporciona criticas de la llamada historiografía tradicio-nal; y de las nuevas corrientes de la reciente historiografía dominicana; 10) proporciona un estudio crítico de las diversas orientaciones político-ideo-lógicas; liberalismo, conservadurismo, nacionalismo, anexionismo, cau-dillismo, anti-haitianismo, hispanismo, fusionismo, colonialismo, etc; 11) registra los cambios operados en las relaciones de producción y las fuerzas productivas, incluyendo las formas particulares de gravitar la estructura ideológica sobre la base económica; 12) queda, además, claro que el parti-dismo político nació vinculado al caudillismo, fenómeno propio del subde-sarrollo cultural, y culminó en el “absolutismo apartidista” de Heureaux; 13) finalmente, la obra es pionera del enfoque científico de la historia de las ideas en Santo Domingo.

Otros aspectos podrían ser enumerados. Sin embargo, consideramos conveniente –tal como dijimos al principio– circunscribir nuestro análisis a dos de ellos; nos referimos, en particular; a los aspectos 9) y 13), que aluden especialmente a la vieja historiografía, y al carácter pionero de las obras en lo relativo a la historia de las ideas en nuestro país.

El Dr. Jimenes Grullón sostiene que, frente a la historia tradicional, han surgido tres corrientes: 1) una que procura la “reconstrucción histórica mi-nuciosa” en base a amplias investigaciones, dejando de lado la tarea inter-

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pretativa; 2) otra que concede preferencia a la “labor interpretativa”, pero ajustándola a “modelos antojadizos”, “nacidos de la fantasía”, y que expone su “esencia novelesca”. Finalmente, 3) aquella corriente que, “partiendo de que la historia es un producto del quehacer colectivo y de que el hombre es un ser esencialmente social”, ve a aquélla estrechamente relacionada con la sociología. De esta última, hace profesión de fe el autor.

En la obra late un intencional y decidido enfrentamiento a la historio-grafía tradicional, en todos sus aspectos y manifestaciones. Los análisis críticos que resultan del mismo, se van produciendo gradualmente, en la medida en que el texto expone determinados hechos y se hace imperiosa la labor de contradecir las “explicaciones” ya existentes.

El esfuerzo se torna productivo, por cuanto que, en nuestro ámbito cul-tural, se ha hablado, tal vez excesivamente, de historiografía crítica, nueva historiografía, etc., anteponiéndola a la historia que se ha dado en llamar tradicional, y sin embargo, no existe un texto metodológico crítico que es-tudie profundamente las características de ésta.

Tampoco tenemos un texto, no ya que analice las características de la vieja historiografía, sino que, asumiendo los “fundamentos” y principios de la nueva, se aboque sistemáticamente a estudiar aspectos de nuestra historia social, política y económica durante un período de tiempo tan ex-tendido como el que abarca la obra del Dr. Jimenes Grullón.

La corriente marxista, de la llamada nueva historiografía, no ha empren-dido una labor de fundamentos. Antes al contrario, en algunas obras de este movimiento se resbala hacia un economismo a ultranza, cuando no a un desprecio absoluto por las cuestiones filosóficas y sociológicas. No es, pues, una corriente firmemente consolidada. Hasta la fecha no ha pro-ducido una investigación sistemática, si exceptuamos la del Dr. Jimenes Grullón, que viene a constituirse en un paso progresivo a favor de dicha corriente. Ya anteriormente se le ha echado en cara a la misma, una cierta impotencia para generar investigaciones de grandes dimensiones.

¿A que se enfrenta la “nueva historiografía”, pues? ¿A un enemigo desco-nocido, que no ha sido estudiado? Parece ser esta la situación: las caracte-

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rísticas de la historiografía tradicional, que nosotros podríamos agrupar en dos conjuntos, a) características de método; y b) características de cosmo-visión, han sido enunciadas apenas, pero no estudiadas a fondo. Se trata, indudablemente, de una insuficiente labor.

Entre las características de método, como le hemos llamado, de la his-toria tradicional, y a las que, de un modo u otro, el Dr. Jimenes Grullón critica a lo largo de su investigación, tenemos las siguientes: 1) carácter puramente narrativo; 2) circunscripción exclusiva a hechos históricos de la superestructura; 3) ausencia de interdisciplinaridad con la sociología, la economía política y la antropología social; 4) formulación del juicio histórico fundamentándolo en las individualidades; 5) desprecio de la ac-ción de las masas, como protagonistas y hacedoras de la historia; 6) escaso propósito de interpretación causal de los hechos económicos y sociales; 7) separación radical de lo jurídico-político, lo económico y lo ideológico; 8) derivación de un “carácter nacional” o de un “temperamento colectivo”, a partir de lo geográfico y lo ecológico; 9) análisis de los hechos, separándo-los de la situación internacional de la época.

Entre las características de cosmovisión, como también le hemos deno-minado, están: 1) sujeción a contextos ideológicos en los cuales priman los elementos constituyentes del colonialismo; 2) racismo: 3) etnocentrismo; 4) elogio constante de la religión católica; 5) hispanismo; 6) anti-haitianis-mo: 7) adhesión incondicional a la filosofía oficial, importada de España.

Al hablar, pues, de vieja historiografía, debemos pensar que estas carac-terísticas de método y de concepción del mundo, que acabamos de enume-rar, no han sido estudiadas a fondo en nuestro país. La corriente “marxista” ha ladrado, pero no ha mordido, lamentablemente.

En lo relativo al aspecto 13, mencionado en el segundo párrafo de este trabajo, consideramos que “Sociología Política Dominicana I” es una inves-tigación pionera del enfoque científico de la historia de las ideas en Santo Domingo. Por primera vez, en la cultura científica del país, aparecen las bases para una disciplina desconocida en nuestro ámbito.

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La escasa producción que tenemos actualmente en materia de historia de las ideas políticas, económicas y sociales, que no es de extrañar, dado lo que venimos diciendo, ha copiado los marcos tradicionales de las ya clási-cas y aberrantes exposiciones de nuestra historia literaria, que todos cono-cemos. Hay ligeras excepciones, naturalmente.

Dicha producción adolece, en general, de las fallas y deficiencias de mé-todo y de cosmovisión ya mencionadas. En particular, comparte una de las características de método denunciada por Engels en su “Ludwig Feuerba-ch y el fin de la filosofía clásica alemana”. Se trata de que la historia de las ideas sea enfocada y concebida como historia de las ideas puras, salidas y producidas exclusivamente por las mentes de los hombres, sin ninguna “contaminación” externa. En efecto, de acuerdo con tal falla de método, las ideas (científicas, filosóficas, sociales, etc.) tienen su génesis en el indivi-duo, y no en una sociedad determinada, con un clima económico y cultural específico y una particular pertenencia de clase. Al respecto dijo Engels que “...desde Descartes hasta Hegel, y desde Hobbes hasta Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario, lo que en realidad les impulsaba era, precisamente, los progresos formidables y cada vez más raudos de las Ciencias Naturales y de la industria”.

Las ideas de Hostos, Bonó, Espaillat, Galván, Luperón, Billini, etc., por primera vez, en nuestro país, son estudiadas en su “contenido” social y filosófico, y en el contexto económico y político de la época. Dentro de los logros y novedades, ofrecidos por la obra del Dr. Jimenes Grullón, y en la lista de los más importantes, se encuentra, a mi juicio, el carácter precursor de una historia científica o materialista de las ideas en Santo Domingo.

Lo que hemos expresado representa, en consecuencia, un notable pasó de avance en lo que respecta al análisis profundo y global de nues-tra historia.

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Jimenes Grullón, Juan Isidro. “Sociología Política Dominicana”, 3 volú-menes, Editora Taller, Santo Domingo, 1974.

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Introducción de la historia social

La introducción de la historia social en República Dominicana fue un hecho tardío y se hizo a contracorriente de lo que había sido el conjunto de la tradición historiográfica. Por tales circunstancias, implicó una in-novación intelectual. Esta introducción se produjo durante el período de Trujillo, caracterizado por un contexto desfavorable para una producción intelectual contestataria. Su desarrollo, en las décadas de 1960 y 1970, de-bió vencer obstáculos provenientes tanto del pasado del país como de las modalidades que asumió el discurso marxista en aquella época.

En razón de las características de la historiografía tradicional y de los discursos prevalecientes entre los actores políticos de las décadas de 1960 y 1970, las temáticas del análisis social han quedado fundamentalmente restringidas a los historiadores que se han fundamentado en la teoría mar-xista.1 Expresiones recientes de la investigación histórica, posteriores a la

1 Una excepción importante es la de H. Hoetink, historiador holandés, pero que no dejó escuela en el país. Véase El pueblo dominicano, 1850-1900”, Santiago de los Caballeros, 1971.

Régimen económico-social y sectores sociales en la génesis de la historiografía social dominicana“Es explicable que, desde el inicio, el análisis social de la historia estuviera acompañado por un propósito expreso de ruptura con la tradición. Este énfasis contenía, a su vez, un componente político, pues la historiografía tradicional asociaba la historicidad con los sectores de poder. La aparición de la historia social se desprendió del requerimiento de una estrategia revolucionaria, que tenía por prerrequisito la definición del ordenamiento económico-social para derivar intereses sociales y tareas políticas”.

Roberto Cassá

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Revolución de 1965, podrían catalogarse de economía narrativa, mientras otras se mantienen en términos convencionales de la historia político-mili-tar-diplomática.2 En algunos casos se da cuenta de agentes colectivos, pero sólo como producto de circunstancias aleatorias.

El término “historia social” ha estado sujeto a interpretaciones variadas. Se le puede considerar el enfoque basado en el estudio de grupos sociales, sus movimientos e ideas; en segundo lugar, se comprende con este térmi-no la tentativa de una interpretación global, cuyo componente primario es el de la conexión entre grupos humanos y sus dinámicas. De ahí advie-ne la acepción de contraponerla con la historia estructural, que atiende a ordenamientos económicos fundamentales y prescinde de la acción de los colectivos como elemento primario del análisis.3 De todas maneras, el concepto “social” presupone la noción de totalidad en el discurrir de la historia, sujeta a interacciones entre las partes, conforme a regularidades o tendencias. Como tal empresa implica una conexión intelectiva entre

2 Véase la amplia producción de Bernardo Vega. Por ejemplo, Trujillo y el control financie-ro norteamericano, Santo Domingo, 1990.3 Véase C. F. S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Los métodos de la historia, Barcelona,

1976, pp. 289-292.

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estructuras y dinámica de acción de los colectivos humanos, tiene por re-quisito la aplicación de un sistema compuesto de categorías analíticas. La historia social es una antítesis de la historia académica tradicional, que rechaza la existencia de regularidades y se limita a un campo de sujetos individuales que operan de manera aleatoria.

Hasta la década de 1960, salvo sobre todo las excepciones abajo indica-das, el análisis histórico en República Dominicana únicamente reconocía actores individuales, es decir, era ajeno a una visión de agentes colectivos de cualquier género, salvo que pudieran quedar introducidos de manera episódica. En el discurso tradicional podían reconocerse, por supuesto, co-lectivos humanos, pero generalmente no tenían incidencia en la marcha de los procesos históricos. Las clases trabajadoras estaban excluidas del cam-po del análisis histórico, y si había referencias eventuales a ellas, era para situarlas como sumatoria de entes inertes. Los agentes de la historicidad, como se puede ver en la obra de José Gabriel García, eran únicamente las personas dotadas de un mínimo de condiciones sociales y culturales.4

Hasta la década de 1930 fueron escasas las aproximaciones de otro gé-nero, con lo que quedaba de manifiesto un desfase en el terreno ideológico respecto a lo que acontecía en el mundo occidental. La mayor excepción la representó Pedro Francisco Bonó, pensador solitario, quien tomó precep-tos de la historiografía liberal de Francia e Inglaterra, de la sociólogos como Tocqueville y del socialismo cristiano, aunque con soluciones referidas a la sociedad dominicana.5 Otros pensadores introdujeron el campo de lo so-cial, pero no desarrollaron propiamente un discurso historiográfico de ese género, como aconteció con José Ramón López.6 Bonó conectó estructura económica y grupos sociales, mientras López buscaba rasgos constantes de la condición de sectores de la población para postular una propuesta interpretativa de carácter general de acuerdo al paradigma positivista.

Otras visiones de cierto interés estuvieron todavía más alejadas de los preceptos de la historia social, como la de Américo Lugo, que estableció

4 José Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, 4 vols., Santo Domingo, 1968.5 Raimundo González, Bonó. Un intelectual de los pobres, Santo Domingo, 1994.6 José Ramón López, Escritos dispersos, 3 vols., Santo Domingo, 2005.

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una ruptura sempiterna entre la sociedad culta urbana y la masa del pueblo como nota dominante de una comunidad que no alcanzaba un estatus de nación.7 Ninguno de estos autores inauguró una corriente de elaboración historiográfica, ni siquiera Lugo, propiamente el único historiador con sentido profesional del oficio, cuya obra principal sin embargo no pasó de notas dispersas, coronadas por una interpretación bastante desconectada de ellas que concluía en el efecto beneficioso del ethos religioso español.8

En definitiva, la introducción de la teoría sociológica por Eugenio María de Hostos, mentor de la intelectualidad de vanguardia a inicios del siglo XX, no redundó en una práctica historiográfica, sino en un estilo racional y teorético de aproximación a la historia en abstracto. Se podía llegar preci-samente a lo contrario a lo que presupone la historia social, como es el sen-tido común de las clases superiores acerca de la supuesta inexistencia de clases sociales en el país.9 Algunos intelectuales de derecha, como parte de su aparato conceptual, acompañaron afirmaciones de ese tipo para argu-mentar acerca del supuesto carácter original de la sociedad dominicana.10

Es explicable que, desde el inicio, el análisis social de la historia estuvie-ra acompañado por un propósito expreso de ruptura con la tradición. Este énfasis contenía, a su vez, un componente político, pues la historiografía tradicional asociaba la historicidad con los sectores de poder. La aparición de la historia social se desprendió del requerimiento de una estrategia re-volucionaria, que tenía por prerrequisito la definición del ordenamiento económico-social para derivar intereses sociales y tareas políticas. Surgió,

7 Américo Lugo, Obras escogidas, 3 vols., Santo Domingo, 1993.8 Américo Lugo, Historia de Santo Domingo, Ciudad Trujillo (Santo Domingo), 1952.9 Una de las primeras manifestaciones al respecto fue la de Rafael Justino Castillo, eminente intelectual positivista de inicios del siglo XX, que rechazó la posibilidad de un movimiento socialista en el país en razón de la fisonomía peculiar de la sociedad dominicana, por com-pleto distinta a la europea. Los textos de Castillo, aparecidos principalmente en el periódico “El Nuevo Régimen”, están recopilados en el Archivo General de la Nación para un libro de próxima aparición. Los intelectuales tradicionalistas, en las décadas subsiguientes, como parte de su acción cotidiana, aseguraban que la división de la sociedad en clases se produjo bajo el dominio de Trujillo. Información de Alfredo Lebrón. Circuló después otro tópico más absurdo: que la “lucha de clases” había sido introducida en el país por Juan Bosch.

10 Joaquín Balaguer, La realidad dominicana, Buenos Aires, 1947; Rafael Augusto Sánchez, “Al cabo de los cien años”, Santo Domingo, 1976.

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pues, con la agenda de estudiar el régimen económico-social, las clases so-ciales y los sentidos de su acción de estas como eslabón primario para la comprensión de la realidad nacional.

El hito heterodoxo de Jimenes Grullón

Todos estos componentes están conjugados en la primera tentativa his-toriográfica de Juan Isidro Jimenes Grullón, a fines de la década de 1930,11 que constituyó un punto de inflexión en la tradición ideológica del país. Sin embargo, como el mismo autor observó a posteriori, esa obra constitu-yó una manifestación todavía parcial del espíritu de la historia social. Las novedades principales contenidas en el análisis de Jimenes Grullón fueron la introducción del análisis de clase y la penetración imperialista. Catalo-gaba a la clase superior como burguesía, con lo que daba por sentado su carácter moderno, aunque al mismo tiempo registraba que estaba penetra-da de componentes contradictorios e introducía de manera relevante otros agentes sociales, como los intelectuales y los militares.

Jimenes Grullón partía de la utilización de la teoría marxista, pero no parece que por entonces dominase ni siquiera sus rudimentos básicos. En realidad no establecía conexiones entre estructura económica y estructu-ra social, y separaba los intereses económicos de los comportamientos de los agentes políticos. Entre otras disquisiciones, acentuaba la presencia de una burguesía patriótica y honesta. Por tal razón, la utilización de las ca-tegorías clasistas no pasaba de consideraciones generales. Tenía razón, sin duda, al advertir dispersión de comportamientos dentro de sectores socia-les, pero no los explicaba más allá de motivaciones políticas o sicológicas.

En la búsqueda de dar cuenta de las especificidades de la historia domi-nicana, se auxilió fundamentalmente de un instrumental psicológico. Por tal razón, Juan Bosch, presentador del libro, lo calificó como un esfuerzo inspirado en el marxismo y el psicoanálisis,12 lo que no era ajeno a corrien-tes culturales de la izquierda, como el surrealismo y el neomarxismo.

11 Juan Isidro Jimenes Grullón, La República Dominicana. Análisis de su pasado y su presente, (1940), Santo Domingo, 2004.

12 Juan Bosch, “Un pueblo en un libro”, en Jimenes Grullón, La República Dominicana, pp. 27-34.

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La República Dominicana. Análisis de su pasado y su presente no se basó en el examen de fuentes, por lo que en un sentido no pasó de una reescritura en clave social de textos existentes. La dependencia de fuentes utilizadas por los historiadores narrativos durante mucho tiempo siguió siendo una constante de la historia social, más atenta a la calidad del análisis que a los detalles de los acontecimientos. De todas maneras, en Jimenes Grullón se advierte una contribución original en el campo empírico de la interpreta-ción de la tiranía de Trujillo. Es interesante que cumpliera con un cometido metodológico consistente en aportar claridad sobre el presente histórico. Su visión del trujillato todavía no ha sido superada, y es de considerable mayor calidad intelectual que la de libros celebrados superficialmente, como los de Jesús de Galíndez y José Almoina, ajenos a la perspectiva de un discurso historiográfico y a un análisis social.13 En temas como la imbri-cación entre poder político y poder económico, la gestación de una nueva fracción burguesa asociada al entorno del poder o los métodos monopóli-cos de la explotación de la población, Jimenes Grullón realizó una radio-grafía de la dominación trujillista.

De todas maneras, en razón de su aparato metodológico y de la búsque-da de explicaciones certeras, como se ha visto, Jimenes Grullón superpuso explicaciones psicológicas sobre las clasistas. El nudo de su argumenta-ción consiste en los comportamientos mentales de los sujetos. Muchos años después, admitiría que la obra contiene explicaciones idealistas. Son visibles, por ejemplo, en la fisonomía de la dominación trujillista, que asi-miló la exteriorización de la psique del tirano.14 En contrapartida, el uso de categorías, como la de clase obrera, carecía de contenido desde el punto de vista de la acción social. La política estaba confinada a pugnas intrabur-guesas por motivos ideales o doctrinarios.

A pesar de que había estudiado menos la historia dominicana, Juan Bosch asumía una problemática común en el prólogo a esta obra pionera de Jimenes Grullón. En un prólogo, Bosch no podía discurrir demasiado, pero delimitó un campo central del conflicto social, no expuesto en los mismos

13 Gregorio Bustamante (José Almoina), Una satrapía en el Caribe, (1949), Santo Domin-go, s. f.; Jesús de Galíndez, La Era de Trujillo, Buenos Aires, 1962.14 Jimenes Grullón, La República Dominicana, pp. 174 ss.

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términos por Jimenes Grullón, entre la masa campesina y sus opresores, los citadinos “pueblitas”. En tal perspectiva, Trujillo no era, sino la culmina-ción de la dictadura de los pueblitas, por lo que la tarea de la revolución no sería otra que instaurar un nuevo orden dirigido por el campesinado.15

Jimenes Grullón y Bosch, fundadores de la historiografía social domi-nicana, relacionaron el estudio del pasado y la comprensión del presente, para, a su vez, fundamentar la visión del proceso revolucionario. Tal sentido pragmático, dictado en primer término por la tarea de derrocar a Trujillo, explica en buena medida que luego evolucionaran hacia un abandono de la ideología marxista. El terreno de la política post-trujillista y, en especial, la ulterior a la invasión de tropas estadounidenses en 1965, explica también que ambos retornaran al marxismo en forma más ortodoxa que antes.

Las primeras elaboraciones del marxismo ortodoxo

Poco después de que estos dos líderes del exilio de izquierda elabora-ran sus primeros escritos, en el interior del país surgió, en la clandestini-dad, una corriente marxista organizada. En lo inmediato, estos luchadores revolucionarios no pudieron plasmar textos ambiciosos. Sin embargo, la preocupación histórica estaba en el centro de su accionar.16 En los textos políticos de los años 1944 a 1947 se ofrecen conclusiones acerca de la gé-nesis de la dominación trujillista, como que el tirano fue la culminación del caudillismo depredador que condicionó el funcionamiento del Estado dominicano desde su fundación.17

15 Juan Bosch, Un pueblo en un libro, pp. 32-33.16 El licenciado Heriberto Núñez, uno de los adalides del temprano movimiento mar-xista dominicano, planteaba como prerrequisito de la acción la comprensión del de-curso de la historia dominicana, por lo cual se preocupó por conocer el movimiento guerrillero en el Este contra la Ocupación Militar de Estados Unidos. Comunicación de José Espaillat.17 Véase el más importante de los documentos del Partido Democrático Revolucionario Dominicano: “Llamamiento del Partido Revolucionario al pueblo dominicano para la formación de la Unión de Liberación Nacional”. Según uno de sus autores, Francisco Alberto Henríquez, un proyecto del mismo se llevó a la asamblea del 27 de febrero de 1944. La versión que se ha consultado está fechada en octubre de ese año. Sobre el contexto, véase Roberto Cassá, Movimiento obrero y lucha socialista en la República Dominicana, Santo Domingo, 1990, pp. 295 ss.

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El énfasis de la interpretación de estos noveles marxistas consistía en destacar el carácter tradicional de la dominación trujillista, como se apre-cia en el único libro que uno de ellos, Pericles Franco, publicó en un pri-mer exilio.18 Trujillo era, ni más ni menos, el agente de la dominación del imperialismo y del conjunto de las clases dominantes.19 Anti-trujillismo, anti-imperialismo tradicional y espíritu de izquierda se daban cita en esta conclusión. Si bien la caída de Trujillo no debería conducir a un retorno al pasado, sino a un régimen revolucionario, resultaba imperativo practicar cualquier alianza para derrocar a Trujillo, el centro de la reacción.

Tendría que pasar mucho tiempo para que algunos de estos arraigados criterios experimentaran cuestionamientos. El primero que los hizo fue el mismo Pericles Franco, en una serie de artículos publicados en México en 1957, en los cuales tomaba nota de la adquisición por Trujillo de los ingenios azucareros de capital estadounidense como preludio de una nueva época que implícitamente demandaba replanteamientos políticos.20 Se puede leer entre líneas que esa iniciativa de Trujillo lo colocaba en equivalencia con la “burguesía nacional”, la categoría utilizada por la Internacional Co-munista para denotar un sector burgués contrapuesto al imperialismo, y con el cual, por ende, se podía llegar a alianzas. De hecho, Trujillo pasaba a desempeñar un rol progresivo en el proceso histórico, contrastante con la tesis consuetudinaria de su carácter ultra reaccionario. Franco no tuvo que llegar taxativamente hasta tal conclusión para que fuera objeto de la repul-sa de casi todos los militantes en el exilio del Partido Socialista Popular.21

Al año siguiente, Ramón Grullón, uno de los dirigentes veteranos del PSP, que, aunque expulsado, mantenía vínculos con la organización, reunió varios artículos en un libro dirigido a refutar las tesis de Franco,

18 Pericles Franco, La tragedia dominicana, Santiago de Chile, 1946.19 Estos criterios se reiteraron en uno de los pocos artículos de cierta elaboración con-ceptual, publicado en el período de legalidad de los marxistas, entre agosto de 1946 y mayo de 1947. Pericles Franco y Félix Servio Ducoudray, “Nota sobre el Manifiesto del

Partido Socialista Popular, Bases año I, No. 1” (1946). 20 Los artículos salieron sin firma, como era el estilo de Vanguardia, el órgano en el exi-lio del Partido Socialista Popular. No se ha tenido acceso a todos los artículos. Véase, entre ellos, “El panorama nacional”, Vanguardia, No. 51, junio de 1957.21 Cassá, Movimiento obrero, pp. 581 ss.

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aunque no las mencionara.22 Grullón se adscribía a los esquemas que ha-bían cobrado mayor auge tras la Revolución China de 1949. Confeccionó una propuesta que, aunque no tenía formato de historia social, tomaba en cuenta la dimensión histórica. Su propuesta de estructura de clase era de lo más convencional: aceptaba la existencia de un sector capitalista y de una burguesía, no obstante la centralización del capital operada por Trujillo, y le concedía peso estructural y político a la clase obrera. Grullón se preocu-pó por clasificar estructuralmente las clases, pero no estableció los nexos entre estas y la acción política. Sobre todas las cosas, insistió en el sentido de continuidad que representaba Trujillo. Estos criterios quedaron como cosa sabida para la generalidad de los marxistas organizados, como se puso de manifiesto en textos de años posteriores.23

Un joven exiliado, que se hizo miembro de la organización comunista en el exilio, José Cordero Michel, realizó un balance de la época de Trujillo an-tes de enrolarse en la expedición de 1959.24 Se pronunció, en primer térmi-no, contra el juicio generalizado entre los marxistas acerca del significado de Trujillo. Consideró, en tal tesitura, que el rasgo más característico del régimen había sido su orientación de desarrollar las fuerzas productivas del capitalismo. Pero este proceso, agregaba, se había llevado a cabo me-diante la centralización extrema del capital, por lo que había sido acom-pañado por un constreñimiento sobre la burguesía en tanto que clase.25 El Informe sobre la República Dominicana pasó a representar un nuevo hito en la conformación de las problemáticas propias de la historia social del país, desde el ángulo de la comprensión de la realidad en clave histórica, como fundamento para la elaboración de una propuesta política revolucionaria.

La propuesta semi-feudal de la izquierda revolucionaria

Tras la muerte de Trujillo, aunque la obra de Cordero Michel pasó a ser uno de los principales referentes intelectuales de los izquierdistas, se im-

22 Ramón Grullón, Por la democracia dominicana, México, 1958.23 Partido Socialista Popular, Derroquemos de raíz la tiranía trujillista, (La Habana), (1961).

24 José Ramón Cordero Michel, Análisis de la Era de Trujillo, Santo Domingo, 1999. Fue concebido en forma de conferencias en la Universidad de Puerto Rico en la primavera de 1959. Su primer título fue Informe sobre la República Dominicana. 25 Ibid., p. 50.

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puso una perspectiva de otro corte sobre la historia dominicana. En virtud de una operación política, la realidad del país pasó a ser ponderada, en for-ma ampliamente mayoritaria, como “semi-feudal y semi-colonial”, por una nueva izquierda que surgía al calor de la Revolución Cubana y que encon-tró su mayor receptáculo en el Movimiento Revolucionario 14 de Junio.26

Esta conclusión respondió, por una parte, a una apreciación empírica, no sustentada en estudios históricos sobre la evolución del régimen social. Tenía un carácter apriorístico para autorizar una política revolucionaria, basada en la incorporación del campesinado, que retomaba los paradigmas de China y Cuba. De manera que el énfasis en el análisis fue puesto en el ca-rácter atrasado y precapitalista de la formación social, como forma de afir-mar la estrategia guerrillera. Bastaba tal plano del análisis, como evidencia del mecanicismo elemental que caracterizaba el discurrir de la izquierda, para convalidar una propuesta política.

Ese convencimiento sintetizaba el desencuentro de la izquierda con la realidad del país. Era evidente que, al menos en el corto plazo, la única po-sibilidad de acción política importante se encontraba en el entorno urbano. En el Partido Comunista (todavía hasta agosto de 1965 denominado Parti-do Socialista Popular) predominaba la hostilidad a la política del resto de la izquierda. En una perspectiva ortodoxa, este partido insistía en el carác-ter atrasado del país, al tiempo que reconocía un margen para una política de clase. Pero el proceso debía conducir a una revolución democrática que preparara el terreno, en el largo plazo, para el tránsito al socialismo.

Al agrupar a una porción importante de intelectuales, estas propuestas ganaron espacio en el terreno conceptual. Sus tesis, sin embargo, no tarda-ron en experimentar una mutación. El predominio de los dirigentes “jóve-nes” en 1965 implicó que se destacase el peso del proletariado, valoración que tendía a convalidar la tesis de que el contenido de la revolución debía ser socialista.27

26 Se encuentra en los discursos de Manuel Aurelio Tavárez Justo, líder del Movimien-to 14 de Junio, que agrupaba a casi toda la juventud de izquierda. Véase Manolo Tavárez, Discursos políticos, Santo Domingo, 1997.27 Esta caracterización se plasmó en un texto algo posterior. Partido Comunista Domi-nicano, “El régimen económico-social dominicano”, Santo Domingo, 1967.

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Bosch en pos de lo único y original

Mientras tanto, Bosch había publicado algunos textos sobre la historia dominicana, con lo que iniciaba una labor intelectual de nuevo tipo, vin-culada a la asunción de las tareas políticas que auguró desde los tiempos finales de la dictadura.

El primero de los libros estuvo centrado en un intento de explicación de la dictadura.28 Inició un estilo de nuevo corte en la elaboración historio-gráfica, en el que se perfilaba una problemática propia de la ulterior obra de Bosch, por lo que este libro alcanzó también dimensión de hito. Se centró en la búsqueda de ordenamientos de larga duración que explicaran el sur-gimiento de la tiranía, lo que lo llevó a realizar un recorrido alternativo por la historia dominicana. Pero más que un examen de historia social, brindó definiciones acerca de constantes sociológicas generales. Vio al país aque-jado de arritmia histórica, con lo que denotaba un retraso crónico en relación al común de las sociedades. El literato de formación perseguía identificar lo original de la sociedad dominicana en forma elegante.

Encontró una larga continuidad de los medios sociales dirigentes, que concluyó en la división entre “los de primera” y “los de segunda”, en ese mo-mento, a su juicio, el factor articulador de la división y el conflicto social. Daba curso al procedimiento de sustentar la propuesta intelectiva de las clases a partir de las miradas de los propios sujetos. Esto evidenciaba todo un programa de la historia, según el cual la teoría debía provenir de la mira-da y de los medios de acción de los sujetos, aunque estuvieran enmarcados en los parámetros de un sistema. Era evidente la centralidad conferida al plano psicológico en la interpretación de los procesos. Intercalaba deter-minantes constantes con acciones movidas por constituciones psicológi-cas individuales y colectivas. Tal era el caso de Trujillo, cuya personalidad, plagada de complejos sociales y perturbaciones psicológicas, subyacía en el origen del ordenamiento despótico y era un resultado de la acumulación de factores sociales, como los generados por dos intervenciones extranje-ras en el siglo XIX.

28 Juan Bosch, Trujillo. Causas de una tiranía sin ejemplos, Caracas, 1959.

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Un tratamiento parecido, en el sentido de continuar la problemática sociológica y psicológica, se encuentra presente en la siguiente obra de Bosch, de manera precisa dirigida a orientar una tarea política: la lucha contra el régimen golpista instaurado en 1963, tras el derrocamiento de su gobierno.29 En este escrito se propuso efectuar una clasificación exhaus-tiva de la estructura social del país. Desde hacía mucho había desechado la influencia marxista temprana, por lo demás superficial, y se amparó en la tradición sociológica funcionalista, sobre todo en vertientes de la socio-logía estadounidense que partía de que la sociedad no estaba dividida en forma discontinua, sino compuesta por un continuo de capas.

Este nuevo enfoque prescindía de una visión clasista, pues los sentidos de la identidad social y, consecuentemente, los conflictos, se establecían entre sectores delimitados por factores cuantitativos dentro de la clase media. Con el tiempo, Bosch desarrollaría esta tesis hasta concluir con una propuesta acabada de división de capas muy baja, baja, mediana y alta de la pequeña burguesía. Al igual que antes, concedía centralidad a las percep-ciones, al grado de que tipificaban la existencia de esos grupos sociales.

Tras unos años dedicados a la escritura y la investigación, lejos del país, a fines de la década de 1960, Bosch publicó su obra maestra historiográfica, Composición social dominicana. Desde el punto de vista formal de la discipli-na, representó una novedad, aunque muchas de sus tesis continuaban las elaboraciones hechas en años anteriores. En adelante, pasó a ser caracte-rística de la obra de Bosch la dialéctica entre desarrollos de nuevas tesis, producto de las reelaboraciones políticas y teóricas, y la recuperación de convicciones arraigadas. De todas maneras, en Composición social dominicana por primera vez se encuentra una propuesta global acerca de los grupos sociales y sus actuaciones a lo largo de toda la historia dominicana. Su asi-dero empírico es escaso, pero hizo revisión de una bibliografía que le per-mitió realizar ese recorrido por la historia dominicana en clave social. En todos los sentidos, este libro afirmó una alternativa contrapuesta a la que Jimenes Grullón había elaborado treinta años antes.

Bosch aseveraba que, tras el dominio de una oligarquía azucarera y buro-crática, que tuvo una duración bastante breve, advino el protagonismo de

29 Juan Bosch, Crisis de la democracia de América en República Dominicana, México, 1964.

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los hateros, cuya preeminencia se basaba en ostentar la preponderancia en el entorno local. Con los cambios de inicios del siglo XIX, continúa, habría empezado a surgir la pequeña burguesía, relacionada con las actividades mercantiles urbanas y la producción agrícola a pequeña escala. A la larga, esta pequeña burguesía estaría en el origen de los procesos nacionales y se dividiría en tres capas. Ubicaba el núcleo de la lucha social, primeramente, entre hateros y pequeña burguesía. Tras la desaparición de la clase terrate-niente hatera, con la muerte del general Pedro Santana, su jefe, el conflicto se trasladó a la lucha entre alta y baja pequeña burguesía. Interpretaba que la corriente de caudillos detrás del presidente Buenaventura Báez respon-día a la baja pequeña burguesía, y que el liberalismo de sus rivales del Par-tido Azul a la alta pequeña burguesía.

Negó el surgimiento de una clase burguesa a causa del acusado atraso del país. La industria azucarera, el único aparato capitalista, se había con-figurado al margen de la formación social, como “islas capitalistas”.30 Los grupos comerciales urbanos habían quedado atrofiados a causa de la po-breza del país, por lo que, a su juicio, no habían traspasado el nivel de una alta pequeña burguesía. El proletariado, por su parte, por muchos factores, no había cobrado importancia alguna, de manera que se había consolidado una estructura social exclusivamente pequeño-burguesa. Con el tiempo, Bosch elaboraría la tesis de que la inexistencia de la clase obrera se debía imputar a su falta de conciencia de clase. Para él, además, el campesinado constituía una extensión rural de la pequeña burguesía.

La innovación social que había traído el dilatado dominio de Trujillo, cuando surgió un sector moderno de la economía, a su juicio fue la apari-ción de una oligarquía. De hecho, la situó como una clase social, postura que mantuvo en los años ulteriores. La caracterizó así por no estar asociada a la producción industrial, sino a actividades tradicionales y a un tipo de dominio basado en controles políticos. La categoría de oligarquía le per-mitía cuestionar los modus operandi de los estratos adinerados del país, refractarios a un proyecto de desarrollo nacional. El frente político-social que propuso debía tener como blanco a tal oligarquía. Dedicó esfuerzos,

30 Juan Bosch, Composición social dominicana, Santo Domingo, 1970.

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por consiguiente, a discurrir razonamientos históricos y teóricos acerca de la oligarquía.31

Con la categoría sustentaba la apreciación acerca del extremo atraso de la formación social, una convicción arraigada que pautaba sus propuestas políticas. Ante todo, el país estaba obligado a transitar por un proceso de desarrollo económico antes de enrumbarse hacia objetivos revolucionarios más ambiciosos. Esta certeza estuvo presente en el demócrata-revolucio-nario previo a 1965 y en el izquierdista radicalizado, hasta reencontrar el pensamiento socialista desde fines de la década de 1960.

Esta elaboración historiográfica estaba dirigida, en efecto, a sustentar un programa de revolución no socialista, como expuso en la tesis de la Dicta-dura con Respaldo Popular. Por tanto, sus tesis estaban directamente diri-gidas a rebatir las vertientes interpretativas que había estado defendiendo la izquierda marxista.

Bosch acentuaba la búsqueda, propia de toda su empresa historiográfica, de los rasgos originales de la formación social. No creía, empero, que fue-ran refractarios a la aplicación de categorías del análisis histórico-social. Pero armó su propio esquema, en el que incorporaba un reencuentro con la teoría marxista a un legado de certezas. La problemática y las categorías a emplear, si bien en forma creciente influenciadas por el marxismo, no se avenían a la tradición marxista. El marxismo en Bosch se refería mucho más a su condición de método que a un conjunto de determinaciones. Por la estructura social vigente, el escaso nivel de desarrollo político y las men-talidades existentes, descartaba un programa socialista y una acción de clase. La recusación de la perspectiva de clase constituyó el punto en que Bosch se mantuvo más distante de la ortodoxia marxista. En una sociedad tan poco preparada objetivamente para la acción política moderna como la dominicana, el partido revolucionario debería dirigir al pueblo y, más que representarlo, lo debía sustituir. Es posible que, en tal sentido, a Bosch le interesase mucho más la teorización de Lenin acerca del partido, aunque desechase en todo momento adscribirse al leninismo.

31 Juan Bosch, Próximo paso: Dictadura con Respaldo Popular, Santo Domingo, 1970.

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Confirmación teorética del dominio capitalista según Jimenes Grullón

En todos esos puntos, el doctor Juan Isidro Jimenes Grullón fue desa-rrollando una postura contraria. Al igual que Bosch, entró en un proceso de radicalización después de 1965 que lo llevó a la adopción del marxismo. En esa época, a diferencia de su posición en los años treinta y cuarenta, adoptó una perspectiva ortodoxa, aunque ajena al marxismo soviético de matriz estalinista. Pero, a diferencia de Bosch, a Jimenes Grullón le intere-saba ajustar los rasgos de la formación social dominicana con las categorías de la teoría marxista. Frente al empirismo literario de la obra de Bosch, en Jimenes Grullón primó la rigurosidad teorética y la búsqueda del ajuste de la historia nacional con las determinaciones del materialismo histórico.

Estos propósitos terminaron plasmándose en su obra cumbre, Sociología política dominicana, de la cual salieron tres volúmenes y uno quedó incon-cluso.32 A pesar de que la obra está dirigida a dar seguimiento a la historia política, el autor parte de la categoría de modo de producción como forma de dotarla del cuerpo categorial que permita la intelección de las acciones sociales en su relación con las estructuras.

Jimenes Grullón retomó su tesis acerca del carácter capitalista de la for-mación social, solo que ahora la sustentaba con autores de la teoría de la dependencia. Como su historia socio-política arranca del momento de for-mación del Estado dominicano en 1844, da por sentado que entonces do-minaba el modo capitalista de producción. En realidad, Jimenes Grullón, a pesar de que manejó una bibliografía adecuada y un volumen considerable de referencias hemerográficas, no hizo una investigación documental y no fundamentó en el plano económico su propuesta acerca de los modos de producción. Por tal motivo, no aclaró la dinámica temporal de los modos de producción. Originalmente había considerado que la estructura econó-mica había sido invariablemente capitalista desde los tiempos coloniales.33 En Sociología política no asume deliberadamente esa posición y, en cierta ma-

32 Juan I. Jimenes Grullón, Sociología política dominicana, 3 vols., Santo Domingo, 1974-1980.33 Ver Juan I. Jimenes Grullón, La República Dominicana. Una ficción, Mérida, 1965.

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nera, la abandona. Consciente de que no todo en la estructura económica de un país atrasado era capitalismo, integró teorizaciones de historiadores latinoamericanos acerca de un “modo de producción colonial”, con lo que aludían a que en el subcontinente las relaciones de producción no encaja-ban con los prototipos del modo de producción feudal y del esclavista.34 Precisó entonces que las relaciones de producción que le correspondían comportaban ciertamente rasgos precapitalistas. Pero, para él, a mediados del XIX este modo de producción estaba condicionado por el capitalista. En realidad, como se ha expresado, no emprendió un estudio de las estruc-turas económicas, por lo que la propuesta quedaba suspendida en el aire. De ahí se desprendían supuestos que no se correspondían con los análisis políticos fructíferos que contiene su obra. Categorías como la de burgue-sía atípica no fueron sustentadas en forma suficiente. En otros términos, imbuido de una perspectiva política, no conectó estructura económica y estructura social, y tampoco estableció propiamente los nexos entre esta última y la acción de los actores políticos.

La indagatoria estructural de Luís Gómez

Procedía retornar al estudio de las estructuras para sentar nuevas bases para esta tarea. Fue lo que comenzó a hacer Luís Gómez en un estudio de-dicado a la evolución de las relaciones de producción a lo largo del último siglo, cuyo hilo conductor encuentra en el desarrollo del capitalismo, a su juicio eje de las relaciones de producción.35 El propósito de este rastreo histórico tendía a acentuar la importancia del proletariado en la estructura social, llamar la atención sobre su potencialidad de lucha y concluir sobre el contenido socialista de la revolución. En tal sentido, confería cualidad académica a las propuestas todavía poco elaboradas del Partido Comunis-ta Dominicano, años antes, que cuestionaban los presupuestos del ordena-miento “semi-feudal”. Se puede decir que la obra de Gómez fue la primera plasmación de un estudio de la historia económica conforme a las catego-rías del marxismo, por lo que también marcó un hito en la historiografía

34 Ciro F. S. Cardoso. “Sobre los modos de producción coloniales de América”, en Los modos de producción en América Latina, Córdoba, 1973, pp. 135-159.35 Luís Gómez, Relaciones de producción dominantes en República Dominicana, 1875-1975, Santo Domingo, 1977.

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dominicana. Gómez compartió el énfasis ortodoxo de Jimenes Grullón y muchas de sus consecuencias, pero las derivaciones políticas de sus con-clusiones tomaron otro derrotero, lo que luego dio lugar a una polémica entre ellos.36

Aportes colaterales de otros historiadores marxistas

Entre fines de los años sesenta e inicios de la década siguiente se amplió la producción de textos basados en la metodología de la historia social. En sus momentos iniciales, esta producción se centró en los tiempos co-loniales.37 Siguieron estudios sobre el azúcar y otros temas de fines del XIX e inicios del XX.38 Todavía después, autores como Jaime Domínguez incursionaron en la segunda mitad del XIX e inicios del XX.39 Escapa a los propósitos de esta ponencia analizar esta bibliografía.

En estas páginas se pretende apreciar el hilo conductor de las propuestas comprensivas que han tratado de definir el régimen social a partir de sus rasgos actuales y en dimensión histórica. De todas maneras, aunque estos textos no estaban orientados por la búsqueda de una caracterización del ordenamiento económico-social a partir del presente, abonaron muchos problemas. Se aclararon peculiaridades de la historia social de la colonia y el siglo XIX y se pudo profundizar en la variante que tuvo el desarrollo capitalista azucarero en el país. En lo que respecta al debate en cuestión, estas investigaciones pusieron en claro muchos aspectos de las relaciones

36 Juan I. Jimenes Grullón, Nuestra falsa izquierda, Santo Domingo, 1979; Max Puig et al., Debate sobre la falsa izquierda, Santo Domingo, 1980. Después siguieron intercambios cada vez más duros de ambas partes. Por ejemplo, Luís Gómez, Nuestra verdadera izquier-da, Realidad Contemporánea, año II, Nos. 12-13 (1980), pp. 11-58; Juan I. Jimenes Grullón, Respuesta a Luis Gómez Pérez, Santo Domingo, 1981.37 Véase Pedro Mir, El gran incendio, Santo Domingo, 1970; Emilio Cordero Michel, La Revolución Haitiana y Santo Domingo, Santo Domingo, 1968; Franklin Franco, Los negros, los mulatos y la nación dominicana, Santo Domingo, 1969; Hugo Tolentino Dipp, Raza e historia en Santo Domingo, Santo Domingo, 1974; Rubén Silié, Economía, esclavitud y población, Santo Domingo, 1976.38 Wilfredo Lozano, La dominación imperialista en República Dominicana, Santo Domingo, 1976; Franc Báez, Azúcar y dependencia en República Dominicana, Santo Domingo, 1979.39 Por ejemplo, Jaime Domínguez, Economía y política en la República Dominicana, Santo Domingo, 1977; La sociedad dominicana a inicios del siglo XX, Santo Domingo, 1994.

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sociales y de las peculiaridades del proceso de desarrollo capitalista y de la burguesía.

Continuidad y desarrollos en Bosch

Aunque no siempre hiciera mención de esos aportes, Bosch tuvo que to-marlos en cuenta, incluso para combatir algunas de las conclusiones que contenían, pero se vio compelido a refinar o a modificar sus tesis. En los textos ulteriores, de todas maneras, persistía la dialéctica entre desarrollo de nuevas tesis y recuperación de núcleos centrales anteriores. En los escri-tos de avanzada de las décadas de los setenta y los ochenta, Bosch reconoce un desarrollo capitalista importante durante la época de Trujillo, que lo llevó a variar su conclusión de asignar condición clasista a la oligarquía. De hecho, pasó a aceptar la existencia de una burguesía, pero redujo el alcance de su existencia en el país a una condición incompleta, ante todo por razo-nes políticas. El sesgo politicista fue abandonado.

Más que por determinantes económicos, que sin embargo no dejó de aceptar, lo que interesaba en las clases era la naturaleza de su acción histó-rica. La burguesía no era tal en la medida en que no asumía las tareas polí-ticas que le correspondían como clase. En particular, observó tal déficit en la distancia de la clase respecto a la gestión de los asuntos públicos. Como la dinámica del Estado no respondía a la burguesía, concluyó que en el país no existía una clase gobernante, problemática que mantuvo en el centro de su atención durante años.

Pero también insistió en el carácter inacabado de la burguesía desde un ángulo económico, para lo cual se sustentó en la teoría de Marx acerca de la acumulación originaria de capital. Llegó a la conclusión de que lo que caracterizaba la dinámica histórica del país, en lo concerniente al avan-ce capitalista, tenía que ver más con la acumulación originaria que con la propiamente capitalista. En cierta manera, extendió hasta el presente este mecanismo de acumulación, con lo que quería reforzar su tesis acerca del escaso desarrollo capitalista.

Aunque desde un momento dado aceptó la existencia de la burguesía, ratificó con nuevos argumentos su concepción acerca de la universalidad

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política de la pequeña burguesía, gestora de los asuntos públicos. Lo mis-mo hizo respecto al proletariado, clase a la cual negó capacidad de acción histórica, también por carecer de conciencia de clase. Elaboró nuevos y complejos desarrollos tendentes a demostrar esta incapacidad política de las dos clases fundamentales del sistema capitalista según Marx.40 El re-sultado no podía ser otro que un entorno político difícil, puesto que Bosch consideraba que la pequeña burguesía se encontraba en el origen de gran parte de los vicios de la política del país.

Esta reiteración era sumamente importante, ya que ratificaba los rasgos que debían acompañar al Partido de la Liberación Dominicana, como una organización compuesta primordialmente por integrantes de la pequeña burguesía. Era la única clase verdaderamente activa en el orden político, y había que contar con ella no obstante sus limitaciones. Se ratificaba que el programa del partido revolucionario no podía ser socialista. Se dio así el caso paradójico de que el líder indiscutible de un partido democrático-revolucionario se adelantaba a tal condición y se declaraba marxista.

En los años siguientes, Bosch entró en una tensión en la relación entre estructura económico-social y tareas políticas. Sentía, al menos por perío-dos, que su partido debía dirigirse hacia senderos socialistas, pero creía que las condiciones todavía no lo permitían. Encontraba la causa principal en una categoría utilizada por historiadores marxistas, como E. Mandel, de capitalismo tardío. Para Bosch el país seguía en el ordenamiento del capita-lismo tardío, dotado de una lógica distinta a la del capitalismo primigenio de los países desarrollados, que conllevaba una perpetuación del atraso a causa del lento desarrollo de las fuerzas productivas. En consecuencia, los deslindes de clase eran menos acusados, con lo que se podían mantener

40 Bosch, Clases sociales en la República Dominicana, Santo Domingo, 1983.

“En los años siguientes, Bosch entró en una tensión en la relación entre estructura económico-social y tareas políticas. Sentía, al menos por períodos, que su partido debía dirigirse hacia senderos socialistas, pero creía que las condiciones todavía no lo permitían. Encontraba la causa principal en una categoría utilizada por historiadores marxistas, como E. Mandel, de capitalismo tardío”.

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por el momento los corolarios políticos derivados de los supuestos previos acerca de la sociedad dominicana.41

Aun así, para el largo plazo cifró la esperanza en el desarrollo capitalista, que conllevaría el del proletariado y la burguesía. Se podría vislumbrar, en consecuencia, el paso a una tarea socialista sobre bases objetivas. Así, llegó a la conclusión de que, en el país, el último ensayo de revolución burguesa sería el primero de una revolución proletaria.42 Aunque no se conocen es-critos al respecto, hay señales suficientes de que albergaba el proyecto de que el PLD se transformara en un partido de los trabajadores, o de que su seno diera lugar a uno de esa calidad.43 Desde luego, como dirigente polí-tico que era, no apostaba a una sola posibilidad, al menos en lo inmediato, lo que explica que finalmente optara por una búsqueda del poder a corto plazo, al margen de una expectativa de transformaciones radicales.

Conclusiones

Este debate hoy parece superado en la medida en que, primeramente, la sociedad ha cambiado, pero con ella también se han modificado muchas de las temáticas de su intelección. Adicionalmente, hoy se presentan vacíos en la interpretación de la actualidad del país y de su historia en función de los requerimientos que parten del presente.

Un balance preliminar de aquellos debates entre los marxistas domini-canos alrededor del ordenamiento económico-social pone de relieve logros y limitaciones. Era lógico que, tras el establecimiento de un ordenamiento revolucionario, se persiguiera definir los contornos de la sociedad. En esto residió uno de los principales componentes pragmáticos de la aplicación de la historia social y el materialismo histórico. Los agentes políticos de entonces pensaban la realidad con referencias ampliamente dominantes en los aspectos económicos y sociales.

Las propuestas pueden ser hoy objeto de un balance. No hay duda de que, efectivamente, la sociedad dominicana entró en un largo proceso de

41 Juan Bosch, Capitalismo tardío en la República Dominicana, Santo Domingo, 1986.42 Juan Bosch, La guerra de la Restauración, Santo Domingo, 2000.43 Información de Fernando de la Rosa.

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desarrollo capitalista con signo atrasado y dependiente, que pasó a ejercer dominio creciente sobre la formación social. En forma retrospectiva que-da claro que el supuesto de una sociedad semi-fedudal carecía de asidero y que las propuestas políticas que se desprendían estaban condenadas al fracaso. Estos conceptos, dogmáticamente tomados en préstamo de otras experiencias, pusieron un velo que vetaba la comprensión de la dinámica de la clase campesina.

El sentido realista de la acción política, que fue una de las tónicas domi-nantes de la acción de Bosch restringía posibilidades de potenciación de la conciencia política de la población. La evolución hacia una vertiente orto-doxa de marxismo no fue suficiente para que Bosch lograra interpretar mu-chos aspectos de la lógica de reproducción del capitalismo dependiente.

Los marxistas ortodoxos, en cambio, si bien reconocieron el componen-te del atraso en el régimen social, no lograron establecer muchos de los es-labones por medio de los cuales se interrelacionaban los determinantes de una sociedad capitalista atrasada y con fuertes componentes precapitalis-tas en los planos de la vida social, la política y la cultura. En este, como en otros temas, el formalismo dogmático se reveló estéril y profundizó la dis-tancia de los sectores organizados de izquierda de los potenciales sujetos de un proceso revolucionario. Fue el caso de las consecuencias desastrosas del paradigma guerrillero. En el mismo orden, el programa socialista que se formuló, particularmente en los momentos de mayor desarrollo teórico, entre las décadas de los setentas y la de los ochentas, carecía de viabili-dad. Con ese programa maximalista se desechó atender a los motivos que todavía podían movilizar a las clases trabajadoras y se perdía eficiencia precisamente en la tarea de educar a los trabajadores en los principios del socialismo.

A la luz de las modificaciones que se han operado en los patrones de vida y en los problemas de la comunidad, el marxismo dominicano está obliga-do a construir una nueva problemática que lo sitúe dentro de la historici-dad presente. Cada relato retrospectivo depende del entorno histórico en que se produce. Implica por fuerza, en primer término, una revisión de los presupuestos teóricos y epistemológicos. La historia económico-social ya no parece ser suficiente para una comprensión de la historicidad de hoy y

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del pasado. El terreno de la exploración debe abrirse hacia nuevos horizon-tes de la acción de los sujetos, la subjetividad, los mecanismos de la cultura, los planos de la vida y los sujetos que no se desprenden directamente de las relaciones de producción, sino de conflictos en otros planos.

Ya no basta establecer el ordenamiento económico-social para dar cuen-ta de una formación, por lo que los debates reseñados están superados, al menos como planteamientos exclusivos de cara a la realidad del presente. El marxismo de hoy, por otra parte, debe avanzar hacia reformulaciones de aspectos importantes del marxismo de Marx, como en el ámbito de deter-minismo estructural. Esto está dado por un traslado de focos de atención hacia la intelección de los sentidos de la acción de los sujetos. En la reali-dad objetivo del mundo actual se producen replanteamientos de los modus operandi de las clases sociales. Las clases, además, se han redefinido en el orden estructural. La incorporación de nuevas perspectivas teóricas pa-rece indispensable para una recomposición fructífera de la historia social relacionada con la teoría marxista y el movimiento socialista. Con tales parámetros teóricos se estaría en condición de abrir un programa de pro-blemáticas a trabajar en la historia social, que abarca todo el pasado pero que se compone en clave siempre presente. La intelección de las trayecto-rias del pensamiento histórico ofrece pistas cruciales para estos programas alternativos.

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EXPOSITORES: Alina Bello David Álvarez Martín

COORDINADOR: Pablo Mella, S.J.

Las orientaciones recientes de la reflexión intelectual

CAPITULO VII

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En la mesa principal, David Álvarez Martín, Pedro Gil Iturbides, vicerrector del recinto Santo Domingo de UTESA, Pablo Mella y Alina J. Bello Dotel.

Parte del público congregado para escuchar las disertaciones en el recinto Santo Domingo de la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA).

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Palabras claves: Identidad, identidad narrativa, pre-modernidad, modernidad, postmodernidad, narración, metarrelato.

Contexto

El fundamento del pensamiento moderno no es en el estricto sentido moderno. Nace en la Grecia clásica, donde los filósofos habían descubierto la razón y la capacidad del ser humano para utilizarla, así como la natura-leza y sus leyes. Los griegos, pioneros en la organización de un sistema ra-cional de pensamiento que daba respuestas a las grandes interrogantes del ser humano ante la naturaleza, la polis y la religión, gestaron los elementos de la tan ansiada racionalidad, y con ella traspasaron la barrera del tiempo y llegaron hasta el siglo XV, con los albores del renacimiento y se extendie-ron hasta la Ilustración pasando por las ideas del Racionalismo, el Empiris-mo, el Criticismo, el Enciclopedismo, el Utopismo y el Reformismo.

Asida firmemente de la mano de la razón, la modernidad emerge de los vestigios del medioevo, dando fundamento a sus postulados y alumbrando los más recónditos espacios del alma social, primero de Francia, luego de Inglaterra, Ginebra, Alemania, etc. Una muestra fehaciente de este asirse

La identidad narrativa dominicana entre sus límites y posibilidades: Modernidad o postmodernidad

“No hay gente menos recomendable que la que alardea continuamente de su identidad. Esos fanáticos no sólo creen que sus madrigueras son palacios sino que siempre están dispuestos a cavar una tumba bajo los pies de los incrédulos que les advierten de su confusión”.

Carlos Perera, citando a Rafael Argullol en su libro “El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995” .

Alina J. Bello Dotel

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a la razón es el racionalismo cartesiano. Ejemplo categórico del intento de cimentar racionalmente todo el quehacer humano y de eliminar para siem-pre las dificultades que las creencias producían en el camino de la civiliza-ción humana.

La modernidad trajo el imperio de la razón y la creencia de que con ella se saciarían las más insondables aspiraciones del ser humano, en sus mani-festaciones sociales, económicas y políticas.

La crisis de ideas, producidas en el siglo XVII entre empiristas (John Locke, David Hume, Thomas Hobbes) y racionalistas (Rene Descartes, Ba-ruc Spinoza, Gottfried W.Leibniz) son el antecedente más cercano y el útero donde se comienzan a formar las ideas liberales que llegarán a dar origen, en el siglo XVIII, a la Ilustración como máximo movimiento de la modernidad y que lleva a Emmanuel Kant a decir que, con este movimien-to, los seres humanos abandonan la minoría de edad y alcanzan mayoría de edad para que puedan valerse por sí mismos.

Un punto a resaltar es que en la Ilustración se gesta el germen del abso-lutismo político que instrumentaliza la razón para convertirla en un meca-nismo de control de la propia emancipación humana que predica. Hijos del pensamiento ilustrado serán el totalitarismo, el darwinismo y el positivis-mo, que impactaran fuertemente el desarrollo social y político en América Latina, influenciando los movimientos revolucionarios que produjeron las independencias latinoamericanas.

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Una característica esencial a cualquier movimiento social, y la Ilustra-ción sin lugar a dudas lo es, radica en la estructuración del sentido a partir de un proceso narrativo en el cual la cultura sirve de transmisión. Para ta-les fines se genera un marco interpretativo dentro del cual las narraciones de las acciones y gestas adquieren significado.

Al igual que otras épocas, también la Ilustración creó su propio relato y se impuso sobre el relato teocéntrico de la Edad Media, narrando el adve-nimiento de un sistema ideal de organización política, donde la historia ya no sería cíclica sino lineal, basada en la ciencia y el progreso como norte de la sociedad, que alcanzaría así su máximo nivel de civilización.

Modernidad e identidad

La modernidad tiene una larga data de antecedentes y consecuentes, de-bido a los cuales se sigue sosteniendo por sí misma en el entramado histó-rico hasta nuestros días.

Alain Touraine (1993) nos dice: “La concepción clásica de la modernidad es pues, ante todo, la concepción racionalista del mundo que integra al hombre en la naturaleza y que rechaza todas las formas de dualismo del cuerpo y del alma, del mundo humano y de la trascendencia”. (Pág.47).

Ahondando en lo expuesto por Touraine, vemos que la modernidad, como concepción teórica y práctica del mundo, rompe con los modelos metafísicos y se enraíza en una inmanencia naturalista, que no admite la más ligera chispa de trascendencia. En esa postura instrumentalista de la racionalidad humana es donde se forjan las formas de control político, so-cial y económico que perduran hasta nuestros días.

Si el siglo XIX se caracterizó por la hegemonía de las clases sociales, el siglo XX se caracterizó por el predominio de las naciones y el siglo XXI tie-ne como nota característica la crisis de las estructuras representativas de las naciones: familia, la escuela, la empresa y el gobierno. La influencia mo-derna termina “cuando la racionalidad instrumental se separa de los actores sociales y culturales”.(Lomeli, s/f, Pág.1) Fruto de ese fenómeno, “el eros, el consumismo, la empresa y la nación se desvinculan y entran en coalición unos con otros”, (Lomeli, s/f, Pág.1) dejando a la modernidad en crisis y eliminando de la sociedad

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la condición de lugar natural donde las instituciones y los actores sociales se corresponden por medio de la familia y de la escuela. Las condiciones de crecimiento económico, de libertad política y de bienestar individual no se dan de manera análoga e interdependiente. La economía se reduce a un conjunto de estrategias empresariales y éstas son ajenas a un tipo de sociedad y de cultura. Es así como el sistema social y los actores que los constituyen están en total dispersión.

Frente a ese ideal reduccionista, extendido por influencia del modelo ilustrado, donde la identidad pasa a ser una universalización racional del concepto de “Ser Humano”, dejando de lado las particulares manifestacio-nes de este ser humano, proponemos la construcción de un espacio identa-tario desde la Identidad Narrativa de Ricoeur, donde la identidad se perci-be como una narración construida a lo largo de la vida mediante la puesta en escena de los acontecimientos que constituyen la trama de mi propia vida y de los “otros” que interactúan con “mi mismo”. O a decir del autor: “…el modelo especifico de conexión entre acontecimientos constituidos por la construcción de la trama permite integrar en la permanencia en el tiem-po lo que parece ser su contrario bajo el régimen de identidad-mismidad, a saber, la diversidad, la variabilidad, la discontinuidad, la inestabilidad”. (Ricoeur, 1996: Pág.139).

Es así como el mundo se nos presenta como narración variable, discon-tinua e inestable. Narración de un pasado glorioso, heroicamente bizarro o tremendamente decadente y atrasado. Sea como sea que enfoquemos la narración del pasado, representamos nuestro ser en el mundo, desde una na-rrativa de héroes o villanos, de luces o sombras. Eso nos legó la modernidad, la capacidad de, mediante la luz de la razón, construirnos a nosotros mismos en la palabra y por la palabra. Los dominicanos no escapamos a eso.

Desde la postura de ricoeuriana, nos planteamos la necesidad de una na-rración de lo dominicano, donde pasando de la acción al personaje poda-mos mantener los caracteres unitarios de “articulación interna y de totali-dad” por el ejercicio de elaboración de la trama de lo dominicano, donde el personaje mantiene en toda la historia “una identidad correlativa” a la de la historia misma. Es decir, donde “La persona entendida como personaje de relato, no es una identidad distinta de sus experiencias. Muy al contrario:

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comparte el régimen de identidad dinámica propia de la historia narrada”. (Ricoeur, 147).

Esa historia narrada nos lleva a contestar preguntas relevantes que den sentido y significado a la trama narrada. Porque toda narración presenta una trama donde se entreteje la vida de los personajes y surgen las pre-guntas vitales de la narración, a saber: ¿Quién es dominicano? ¿Qué es lo dominicano? y ¿por qué somos dominicanos? Al contestar a una de ellas, estamos contestando a todas, ya que la trilogía establece una red de inter-significantes que pertenecen al mismo estadio de sentido.

Frente a las diversas respuestas que damos a las preguntas por el senti-do de lo dominicano, entretejemos con los hilos del relato la trama de una dominicanidad, que intenta encontrar su lugar en el mundo y en especial su razón de existir en el conjunto de las otras identidades, personales y locales.

Ahora bien, ¿desde qué límites construimos esa identidad narrada que constituye lo dominicano? ¿Cuáles son los relatos que tejen la red de signi-ficaciones de ella? ¿Qué elementos se privilegian en la trama de la narrativa identitaria dominicana?

Maceiras (2008) nos da cuatro criterios desde los que podemos contes-tar estas preguntas, y son:

1.- La identidad como proyecto abierto: Donde la identidad se nos presenta como una construcción ininterrumpida a lo largo del tiempo, pero abierta a las posibilidades de la experiencia. Es así como podemos observar que, aunque la persona a lo largo del tiempo es la misma, no es lo mismo. La identidad está abierta a la continua forja de la experiencia, las relaciones personales y las interrelaciones sociales.

2.- La singular “naturaleza histórica” del anthropos: El ser humano es por na-turaleza un ser de constitución social y comunicativa. Lo que esto quiere decir es que la sociedad y el contexto histórico, ligado a la comunicación, no son neutros en el avance de su propia naturaleza individual, lo que lleva a pensar su identidad como una apertura al impacto de sus vivencias e in-teracciones, y no como algo definitivamente logrado o trabajado.

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3.- La persona como estructura interactiva y comunicada: La persona está do-tada de una configuración biológica y ontológica que la predispone a las interrelaciones con los otros, y esta interacción es fundamentalmente co-municativa. No es posible desarrollarse como persona, sin el contacto del “yo” con los “otros”, ya que es a través de ellos que puedo llegar a recono-cerme. No es posible alcanzar el propio reconocimiento sin mediación de los demás.

4.- Formas de interacciones identitarias: La identidades se pueden definir de múltiples formas. Dependiendo el enfoque que se les dé pueden ser presen-tadas como:

a) Identidad por expectativa (Bloch),

b) Identidad por analogía (Cooley, Mead),

c) Identidad por resistencia (Touraine, Guiddens),

d) Identidad por co-pertenencia (Taylor, Ricoeur, Maceiras).

Nos interesa resaltar esta última, ya que la misma vincula con la trama desde la que se construyen los relatos de la trama identitaria dominicana.

Los cuatro puntos planteados son una guía para el análisis de la proble-mática de la identidad, desde una perspectiva integradora de los elemen-tos más relevantes de la condición humana.

Nuestros límitesLa Constitución dominicana, en su artículo 11, literal 1, define el ser

dominicano diciendo que son dominicanos “Todas las personas que na-cieren en el territorio de la República”. Sin embargo, esto no nos define realmente, ya que lo que verdaderamente asumimos como definición es la contraposición con Haití. Durante los 165 años de vida ciudadana nos he-mos narrado a nosotros mismos en contraposición a otros. Ser dominica-nos es no ser haitianos. Porque paradójicamente se puede ser dominicano, siendo de cualquier otra nacionalidad, pero, en la forma de narrarnos, no entra el ser haitianos.

Las ideas que configuran nuestro ser dominicano son las ideas de una narrativa excluyente, forjada con los resentimientos del pasado, los prejui-

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cios del presente y las incertidumbres de un futuro que no se dibuja cla-ramente. Es así como iniciamos un relato que nos construye y nos da una identidad volátil, e inestable, como podemos ver en el siguiente relato que corre por el ciberespacio, sobre el ser dominicanos:

“Los dominicanos toman en serio los chistes y hacen chistes de lo serio.

No creen en nadie y creen en todo.

¡No se les ocurra discutir con ellos jamás! Los dominicanos nacen con

sabiduría.

No necesitan leer, ¡todo lo saben! No necesitan viajar, ¡todo lo han visto!

Los dominicanos son algo así como el pueblo escogido, por ellos mismos.

No se les hable de lógica, pues eso implica razonamiento y mesura y los

dominicanos son hiperbólicos y exagerados.

Los dominicanos ofrecen soluciones antes de saber el problema.

Para ellos nunca hay problema.

Saben lo que hay que hacer para erradicar el terrorismo, el

comunismo, encausar a América Latina, eliminar el hambre en África,

y pagar la deuda externa. Saben quién debe ser presidente y cómo

Estados Unidos puede llegar a ser una potencia mundial.

No entienden por qué los demás no les entienden cuando sus ideas son tan sencillas y no acaban de entender por que la gente no quiere aprender a hablar español como ellos”.

Nuestro proceso narrativo ha dado paso a un ser que casi es de carica-tura, y sin el casi, como acabamos de ver. Pero ese estilo de construirnos a nosotros mismos delata la falta de hondura en las ideas que blandimos como estandarte de nuestra identidad cotidiana y presagia la necesidad de grandes trasformaciones en el ámbito político, educativo y cultural para cambiar hacia relatos que sustenten un ser dominicano más estructurado, que no se diluya en la postmodernidad de Lyotard, donde los “grandes re-latos” que cimientan la sociedad, desaparecen para dar paso a la fragmen-tariedad o en la de Giddens (1993), donde “La postmodernidad se distingue por una especie de desvanecimiento de ‘la gran narrativa’-‘linea de relato’ englobadora me-diante la cual se nos coloca en la historia cual seres que poseen un pasado determinado y un futuro predecible”. (Pág.16).

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Y es que la postmodernidad desdibuja el cuadro de las historias funda-cionales, dejando sin marco de referencia existencial no solo a las personas, sino también a las sociedades. Desconectados de su historia y del sentido que la misma le confiere, los grupos sociales se entregan, se convierten en títeres de la narrativa manipuladora de los grupos de poder que les crean.

Algunas evidencias de nuestros límites, como sociedad premoderna, nos vienen dados por los informes a continuación citados:

1. La Encuesta Demográfica y de Salud (ENDESA 2007), donde encon-tramos que:

“El 11 % de la población mayor de 10 años es analfabeta, lo que implica una disminución desde el 13 % del 2002. Sin embargo, hay enormes dis-paridades regionales, como lo demuestra el hecho de que de un 5 y 6 % de analfabetos en el Distrito Nacional y Santo Domingo se pase a un 24 y 31 % en Bahoruco y Elías Piña. Un 5 % de la población dominicana carece de acta de nacimiento, y un 36 % de las personas de 18 a 19 años no tienen cédula de identidad”.

También la encuesta resalta el dato de que:

“El 20 % de las mujeres de 15 a 49 años había experimentado violencia física alguna vez en su vida desde los 15 años… El 30 % de las mujeres algu-na vez casadas o unidas ha sufrido violencia emocional, física o sexual por parte de su último o actual esposo o compañero. La violencia emocional fue la más reportada, con un 26 %”.

Un país con datos tan preocupantes como estos debe buscar la forma de resolver los estadios de la pre-modernidad y alcanzar poco a poco la modernidad para todos sus ciudadanos sin distinción.

2. El Informe de Índice Desarrollo Humano (2008) destaca que:

“En una sociedad como la dominicana, de gran inequidad social, econó-mica e institucional, el acceso a las oportunidades está determinado por el poder individual o del grupo al que se pertenece. Esto se debe a que la sociedad no es capaz de garantizar a la ciudadanía un mínimo de capacida-des y oportunidades; de forma que se garantice que el resultado en la vida

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esté determinado por el esfuerzo y no por la clase social, el lugar, o el sexo con que se nace.

Lo dramático de esta situación en el país es que, a largo plazo, la inequi-dad en las oportunidades no ha sido consecuencia de la falta de recursos económicos, sino resultado de malas decisiones de quienes han tenido el poder para decidir cómo gastarlos”. (Pág.8).

La concepción pre–moderna se evidencia una vez más en el Informe del Índice de Desarrollo Humano del 2008. En la República Dominicana persiste la pertenencia a los grupos sociales de poder como garantía de ascenso y éxito social. Eso es una condición pre-moderna. La modernidad pregona el ideal de igualdad para todos. Todos los dominicanos merecen, sin importar su condición u origen, las mismas oportunidades.

3. El Informe sobre las Políticas Nacionales de Educación: República Dominicana (OCDE 2008):

“República Dominicana necesita fortalecer sus instituciones públicas, crear un servicio civil eficaz, cuidar sus recursos naturales y mejorar la ca-lidad de vida de sus ciudades y pueblos. Todo esto requiere una población bien educada y buenas universidades, que, a su vez, requieren recursos que el país no tiene actualmente. La expectativa es que a medida que la eco-nomía se desarrolle y crezca, aumenten los recursos que tanto el gobierno como el sector privado invierten en educación. Mientras tanto, no obstan-te, persisten los problemas en cuanto a la calidad de la educación que los estudiantes reciben en sus universidades y la utilización de los recursos existentes”. (Pág.270).

Este último texto no necesita comentarios; por sí mismo retrata la con-dición en que se encuentra el ser dominicano y el país.

Los datos presentados en los informes mencionados evidencian que la República Dominicana dista mucho de alcanzar el ideal de modernidad, ya que persisten condiciones de pobreza extrema, deficiencias educativas, de salud y de plenitud en el ejercicio de los derechos civiles. Por eso conside-ramos que aún cuando la desmodernización (fin del modelo racionalista de la Ilustración que combinaba la producción racionalizada con la libertad individual del sujeto) se apodera de los espacios y, los vientos propios de

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la postmodernidad ululan por doquier, debemos esforzarnos por anclarnos en la modernidad ya que como dice Jameson: “Cualquier discusión sobre lo pos-moderno tiene la alarmante posibilidad de un completo relativismo....y traer la amenaza última de la desaparición de la verdad en sí”. (Pág.38).

Y es que la postmodernidad demanda una justificación del valor de una “historia universal” como visión única, o necesaria en el desarrollo de la humanidad. También pregona la disolución del progreso (punto de re-ferencia de la modernidad) y anuncia una racionalidad más frágil y formal, afianzada sobre todo en el desarrollo de la técnica, los medios de comuni-cación y la informática.

En la perspectiva postmoderna los “grandes relatos” modernos son cues-tionados en su capacidad de dar sentido o revelar el sentido de la historia. La historia sufre, en efecto, el golpe irreparable de una intensa crisis de comprensión del mundo como producto de la razón.

Es ese nivel de complejidad lo que lleva a “…la alarmante posibilidad de un completo relativismo…” planteada por Jameson.

La identidad narrativa dominicana frente a la postmodernidad

Si el frágil tejido de los relatos fundantes de lo dominicano, presenta tan-tas flaquezas, como podemos ver en las acciones que construyen nuestra cotidianidad pública, si las ideas no alcanzan a cimentarse en un escenario de diálogo donde se respete el valor del mejor argumento, si el respeto al medio ambiente es un mito, si la ciudadanía plena es una categoría de fic-ción, deberíamos preguntarnos seriamente si debemos hablar de postmo-dernidad en el país.

Hablar de postmodernidad supone haber vivido, aunque sea efímera-mente, los supuestos modernos de libertad de la razón, derechos humanos y e igualdad frente al Estado, y sobre esos supuestos haber construido un metarrelato fundacional incluyente, que nos sirva de referente identitario a los habitantes de la nación dominicana.

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Recordemos que la identidad es un discurso, una narración sobre “sí mismo”, elaborada en la interrelación con los “otros” que también forman parte del tejido social y cultural de lo dominicano. Si nos adentramos en la postmodernidad, sin habernos anclado en la modernidad, nos perderemos irremediablemente en la marea de los relativismos, desde donde no podre-mos dar sentido de unidad a un relato de lo dominicano que convoque a todos los habitantes de este país.

Nuestras posibilidades

La dominicanidad, como elemento de identidad, debe trascender hacia la creación de una narración que sujete el colectivo dominicano a una unidad axiológica y de propósitos capaz de superar las limitaciones ideológicas del pasado. No es posible ser bajo la premisa de la diferenciación. Ninguna identidad perdurable se construye desde una narrativa excluyente.

Ser dominicano demanda de un fundamento ontológico que nos arraigue en la realidad dominicana y nos lleve a construir un país más estable y justo para todos. Nuestra identidad narrativa debe partir de la recuperación de una narración que nos de unidad y cohesión incluyente.

Siguiendo lo planteado por Maceiras (2008) presentamos algunos de los elementos que entendemos deberían estar presentes en la trama narrativa identitaria del Ser Dominicano, a fin de que la misma no sea excluyente de las interacciones con la diversidad. A saber:

Apertura a nuestra condición de isleños:• La narración de lo domi-nicano debe estar abierta al elemento isleño y caribeño. Vivir en una isla puede generar sesgos en la concepción de la realidad, por des-conexión de los procesos culturales y sociales continentales, pero eso no debe ser fundamento de una trama que lleve a percibir a los “otros” isleños como diferentes a “mí mismo”.

La condición de isleños supone estar abiertos a la construcción de • un espacio común donde confluyan los metarrelatos que han dado origen tanto al pequeño como al gran Caribe. Este espacio de reco-nocimiento permite ir creando una nueva manera de narrarnos y de edificar una identidad incluyente.

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El reconocimiento de la singularidad y la diversidad racial y • cultural: Ser isleños señala hacia una historia de diversidad racial y cultural muy rica. Una amalgama de hilos narrativos entretejen la narrativa de lo dominicano. El ser fruto de la diversidad racial y cultural nos obliga a transitar el camino de la comunicación y el re-conocimiento de los otros tanto en su singularidad como en su di-versidad. La construcción de una identidad de lo dominicano debe pasar por ver a los “otros” para reconocernos, como personas.

Vernos como personas con una estructura interactiva y comuni-• cada: Necesitadas de una comprensión menos resentida de nuestra historia pasada. Los resentimientos del pasado son el lastre que de-tiene el desarrollo del presente. La construcción de identidad debe estar liberada de los resentimientos históricos, para dejar de ser “un pasado viviente” y convertirnos en un verdadero presente, que se narra a sí mismo desde la interrelación comunicativa.

Una interacción comunicativa, mediada por los resentimientos del • pasado, no genera los cambios en la identidad narrativa, caracteri-zada por el dato de que siendo “el mismo” no soy “lo mismo”, ya que a través del tiempo voy cambiando.

Como dominicanos no somos los mismos del pasado histórico. So-• mos diferentes, aunque hijos de ese pasado, no somos responsables de lo que en el aconteció y, por lo tanto, nuestra narración funda-cional debe dar un paso al frente y liberarse del lastre del resenti-miento.

Coo-pertenecientes a un mismo espacio comunicativo: • Partien-do de esa premisa, proponemos el valor de la tolerancia frente a la pluralidad de opiniones. La tolerancia frente a las diferencias, tanto culturales como de opiniones, deja mucho que desear en la historia dominicana reciente. El valor de la tolerancia no está presente de manera transversal en la narración que constituye lo dominicano. Muy por el contrario, en la trama narrativa dominicana se exaltan los actos de fuerza, donde se avasalla a grupos o personas particula-res porque sus ideas o sus tradiciones divergen de las de los grupos hegemónicos social y económicamente en el país.

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La co-pertenencia a un mismo espacio geográfico y comunicativo, • entendido en su sentido más amplio, nos exige narrarnos dentro de un discurso de tolerancia y respeto a las divergencias. La tolerancia es un valor que construye interacciones sociales de reconocimiento y respeto mutuo, creando las bases de una identidad sana, liberada de las convulsiones del totalitarismo y el autoritarismo que tanto daño han generado en el tejido social dominicano.

Además de esos cuatro puntos que siguen lo propuesto por Maceiras (2008) incorporamos otros cuatro que se vinculan intrínsecamente con los ya mencionados. Estos son:

Los derechos civiles de todos los seres humanos: • Si hay un ele-mento característico del progreso pregonado por la modernidad, es-tos son los derechos humanos. El respeto a los derechos de todos los seres humanos, que habitan la República Dominicana, constituye una demanda inaplazable. Para alcanzar la mayoría de edad no es posible seguir viviendo en un medio social donde se conculcan los derechos civiles, por incapacidad, complejos, malquerencias, exce-sos de poder e insania mental en parte de los miembros de las dife-rentes instituciones encargadas de velar por los derechos civiles de la nación.

El cumplimiento a las leyes establecidas:• Las leyes se establecen para garantizar la existencia en paz de los pueblos. Si las leyes no se cumplen la vida social vuelve a estadios primigenios de la historia, donde las infracciones a las leyes de la vida social, solo se pagaban si se pertenencia a las clases sociales desposeídas.

Cumplir y hacer cumplir las leyes, sin distinción de personas, es • una de las características fundamentales para que un pueblo pueda construir una identidad que lo presente ante el mundo como mo-derno. La República Dominicana tiene ese reto por delante si de-sea dar un paso hacia delante en la construcción de nuevos mitos fundacionales, menos aberrantes, que los que históricamente hemos exhibido.

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Una ética de vida: La ética como parte fundamental de la vida ciu-• dadana no puede quedar fuera de la construcción de la identidad social de un pueblo, por lo que se necesita fortalecer las estructuras morales de la práctica cotidiana dominicana, a la vez que se generan espacios reflexivos, desde la escuela y la sociedad para avanzar en la elaboración de unos fundamentos éticos que impregnen toda la estructura de lo dominicano.

La ética de vida garantiza la existencia de una ciudadanía responsa-• ble, apegada a los valores que promuevan de manera justa y digna el desarrollo social de todos los individuos que la componen. No hay posibilidad de desarrollo sostenido y mucho menos de progreso so-cial si los individuos no alcanzan a construir una dignidad personal y social, desde la que se reconozcan como seres humanos.

Esa construcción de una identidad social apegada a lo ético debe • llevar a un ejercicio ciudadano, donde la transparencia como norma de vida social sea el norte de las acciones cotidianas en el ejercicio de la función pública y en la ocupación privada de los ciudadanos.

Una sociedad, donde las normas morales no se respetan y donde la • reflexión de lo ético no forma parte de la constitución de su praxis social, tendrá siempre presente problemas de inconsistencia entre el discurso y la acción de sus ciudadanos, debido a la ausencia de me-canismos de diálogo para generar convenciones sobre la necesidad de seguir determinadas normas y su beneficio social.

Una apertura a la novedad: Además de los puntos planteados se • debe entender la vida social por la exigencia misma de la identidad narrativa, como una construcción abierta a la novedad. Esto implica tener la capacidad de asumir el cambio y los procesos que se presen-tan en la sociedad con una visión amplia de futuro, desde los relatos fundacionales que más privilegian la condición humana y el reco-nocimiento de las diferencias características de los grupos sociales, pero desde la aceptación y el respeto a los mismos.

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Construir la identidad dominicana demanda primero ser modernos a plenitud, narrarnos desde una realidad menos excluyente e integrando en nuestra narración a los “otros” diferentes a “mí mismo”, específicamente al haitiano en primer lugar y a los caribeños del pequeño y gran Caribe en segundo lugar.

También supone asumir los postulados de razón, igualdad, libertad, pro-pios de la modernidad, superando las rémoras de los mitos fundacionales donde el autoritarismo, la autocracia y la tiranía han marcado el norte del quehacer social dominicano.

La postmodernidad, en el caso dominicano, agudizará el déficit que tenemos con la modernidad y profundizará las diferencias en un pueblo que como ya hemos visto tiene grandes carencias educativas, sociales y de salud.

Propongo sumergirnos en las aguas de la modernidad para alcanzar en ellas el progreso que tanto anhelamos y solo desde allí mirar con funda-mento la tan confusa e inestable postmodernidad.

“Una sociedad, donde las normas morales no se respetan y donde la reflexión de lo ético no forma parte de la constitución de su praxis social, tendrá siempre presente problemas de inconsistencia entre el discurso y la acción de sus ciudadanos…”

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Referencias

1. Encuesta Demográfica y de Salud ENDESA (2007) Santo Domingo, R.D. CESDEM.

2. Giddens, Anthony (1994). “Consecuencias de la modernidad”. Madrid. Alianza Editorial.

3. Informe de Desarrollo Humano (2007) República Dominicana. PNUD.

4. Informe de Desarrollo Humano (2008) República Dominicana. PNUD.

5. Jameson, Fredric(2004. “Una modernidad singular, ensayo sobre la on-tología del presente”. Buenos Aires. Gedisa.

6. Lyotard, Jean Françoise (1998). “La condición postmoderna”. Madrid. Ed. Cátedra.

7. Lomelí Meillon, Luz.( S/f). “Modernidad y Sujetos Sociales en Alain Touraine”. Recuperado en fecha 19 de septiembre del 2009.

De: www.debate.iteso.mx/numero08/Articulos/06.htm

8. Pérez Gómez, Ángel I. (1998). “La cultura escolar en la sociedad neoli-beral”. Tercera edición. España. Ediciones Morata.

9. Ricoeur Paul, (1993). “Sí mismo como otro”. España. Siglo XXI.

10. Ricoeur Paul, (1995). “Tiempo y narración”. Tomo I. España. Siglo XXI

11. Touraine Alain (1993). “Podemos vivir juntos”. México. Fondo de Cul-tura Económica.

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1. Punto de partidaLa propuesta de este ensayo es generar una prospectiva del pensamien-

to político dominicano en el seno de una necesaria identidad social domi-nicana. Dicho de manera más simple es preguntarnos por la agenda que debemos abordar en el presente siglo XXI para construir un pensamiento identatario de la sociedad dominicana, fundamentado en la promoción de los derechos humanos y la construcción de la democracia. ¡Cualquier otra propuesta sería inhumana!

Debido a que no es posible una propuesta de construcción de la identi-dad social de una comunidad sin abordar las tareas políticas que ello con-lleva y debido a que en la realización misma de dichas tareas políticas se forjan los procesos identatarios, se impone aclarar cada uno de los proce-sos políticos que tenemos por delante para alcanzar un modelo de sociedad razonablemente justo y equitativo, democrático al mayor grado posible y capaz de proveer a cada uno de sus miembros de las condiciones materiales y espirituales necesarias para su realización como persona.

Este texto tiene como precedente uno que publiqué hace precisamente una década y que tiene por título Crítica de la Razón Dominicana. 1 Mi conclu-

1 Álvarez Martín, David. (1999) Crítica de la Razón Dominicana. En Brea, Espinal y Valerio-Holguín (Ed.), La República Dominicana en el umbral del Siglo XXI (pp. 29-44). Santo Domingo: PUCMM.

Una prospectiva del pensamiento político dominicano“La chispa inicial que dio inicio a la creación de un Estado Dominicano que aglutinara a todos los que se consideraban dominicanos y dominicanas fue un hecho ajeno completamente a los habitantes de este territorio, incluso ajeno a todos los habitantes de esta isla”.

David Álvarez Martín

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sión en dicho texto defendía que “la esencia de la identidad de lo domini-cano es ante todo un asunto ético y político y sólo en un segundo momento una cuestión histórica, folklórica o social. La pregunta sobre ¿quiénes so-mos?, no puede ser formulada a una élite política, económica o intelectual, tiene que ser contestada por la totalidad de los que pertenecemos a dicha entidad. Pero responder a esta cuestión presupone un estado de democra-cia plena y vigencia absoluta de los derechos humanos. La identidad so-cial supone, previo a su solución real, la capacidad política, económica e intelectual de todos los ciudadanos”.2 Es precisamente lo político lo que pretendo abordar en este trabajo y en su seno un compromiso ético con la dignidad de todos los seres humanos y el derecho que cada uno tiene de alcanzar una vida digna y con significado. La defensa de estos supuestos y su realización es lo único que justifica la existencia de algo llamado Re-pública Dominicana y que un conglomerado de poco más de una decena de millones de seres humanos se consideren dominicanos y dominicanas. Si una sociedad y su Estado no tienen como objetivo esas metas no vale la pena su existencia como entidad social y más le valdría a cada uno de sus miembros arrimarse a otras sociedades y estados, tal como ocurre con millones de dominicanos y dominicanas que han emigrado buscando una vida más digna.

2 Álvarez Martín, David (1999) p. 44.

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2. Sobre las ideas

Abordar la cuestión de las ideas en una sociedad, concretamente la do-minicana, usualmente conduce a suponer que únicamente un pequeño grupo de sus miembros y miembras3 se especializan en esos asuntos. Con-secuente con esa opinión los llamados intelectuales serían los especialistas en las ideas, de la misma manera que los cardiólogos son especialistas en el corazón o los panaderos en la cocción de panes. Se impone deslindar esa opinión destacando que al igual que los cardiólogos no son los únicos en tener corazón, ni los panaderos son quienes en exclusiva comen pan, así mismo las ideas no son propiedad de los intelectuales. Todos los seres hu-manos4 vivimos y nos identificamos en cuanto somos capaces de pensar y comunicar ideas. Por lo tanto, reducir el marco de reflexión sobre las ideas de una sociedad a lo que sus intelectuales piensan es un reduccionismo absurdo, sin negar que la influencia social de los intelectuales5 marque en gran medida muchas de las corrientes de pensamiento de una sociedad.

En cuanto todos tenemos ideas y las comunicamos, abordar el pensa-miento de una sociedad se convierte en una tarea titánica. Apunto a estos cuatro aspectos como factores a ser tomados en cuenta en un proyecto se-mejante.

Primero no existe homogeneidad en la manera de pensar de los indivi-duos y mucho menos en los grupos que forman la sociedad. Los grupos, que

3 Contrario a la opinión del académico Gregorio Salvador de la RAE, que reciente-mente denominó a la ministra española de Igualdad Dña. Bibiana Aído “…una persona carente de conocimientos gramaticales, lingüísticos y de todo tipo” por utilizar el término “miembra”, considero que es legítimo su uso y llegado su momento el diccio-nario de la RAE lo recogerá, como lo ha hecho con otros muchos términos que en su momento se impusieron en el habla.4 Las patologías que excluyen la capacidad de pensar, o la mutilan, en un ser humano. no son la norma para reconocer como identificación de lo humano la posibilidad y efectiva del pensar.5 El intelectual influye sobre su sociedad –en diversos grados– y a su vez la sociedad marca en gran medida su pensamiento. La relación intelectual-sociedad es de mutua identificación, tanto los unos tratan de definirla como ella a su vez los identifica en cuanto especialista en el tema. Resultaría un contrasentido una sociedad moderna sin intelectuales y un intelectual al margen de la sociedad.

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son la unidad básica de una sociedad y no los individuos,6 como ingenua-mente piensan muchos, se definen y articulan en base a multiplicidad de intereses, superponiéndose unos y otros, confrontándose en diversos gra-dos de beligerancia en muchos casos, negociando y articulándose en base a unos mínimos en otros casos. Pero a su vez los grupos están constantemen-te cambiando en sus maneras de pensar y actuar, fragmentándose o aglu-tinándose, disolviéndose o surgiendo nuevos. Suponer que una sociedad, por grande o pequeña que sea, tiende a ser homogénea en su manera de pensar, logrando una identidad compacta, en cualquier grado, es una idea carente de realismo, en el mejor de los casos, o una propuesta autoritaria, en el peor y más común de los casos. Únicamente las dictaduras legitiman una identidad colectiva homogénea como modelo de sociedad.

Segundo, la casi totalidad de las ideas que se comunican en una sociedad se expresan de manera oral y en la cotidianidad, es mínimo lo que se escri-be o graba en audio o video, y menos aun lo que se divulga en libros, perió-dicos, revistas, programas de radio o televisión. La reciente tecnología del Internet ha permitido la masificación de las ideas y opiniones de millones y millones de seres humanos que tradicionalmente no accederían a expre-sarse mediante los medios de comunicación masiva, pero precisamente su multiplicación impresionante y la fragilidad del medio digital dificulta su sistematización general para fines de estudio. Cuando intentamos abordar las ideas de una sociedad nos enfrentamos a un volumen tan descomunal de las mismas que amerita seleccionar aquellas que con mayor fuerza se hacen presentes en los grupos que forman una sociedad, sea en el habla coloquial o en los medios de comunicación masiva. Ideas que reflejan las prácticas sociales más relevantes, que las justifican o las enmascaran.

Tercero, el pensamiento de los individuos en una sociedad, sean con-siderados individualmente o como parte de uno o varios grupos, es una amalgama compleja de opiniones, creencias, conocimientos, sentimientos, valoraciones e ideales, heredada de sus predecesores, comunicada por sus coetáneos, modificada por sus reflexiones y sus prácticas, permanentemen-

6 Que sean los grupos y no los individuos el engranaje de toda sociedad es un hecho, pero eso no niega en modo alguno la dignidad de cada individuo y que ningún modelo social es legítimo si menoscaba la dignidad plena de cualquier miembro de la socie-dad.

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te en cambio, incluso en escenarios donde la restricción política impida el acceso a nuevas ideas o prácticas, siempre es posible la conciencia crítica que se sabe oprimida (aunque no sea el caso de las mayorías). Por tanto, al igual que el punto segundo, siempre se impone una selección, escoger un momento en el flujo de las ideas, si deseamos realizar una tarea posible.

Cuarto y último. No necesariamente las ideas de quienes son definidos como intelectuales, o de aquellos que tienen mayor acceso a los medios de comunicación masiva, reflejan las ideas e intereses más relevantes para la mayoría de una sociedad, ni tienen necesariamente como objetivo proponer cursos de acción que efectivamente promuevan la equidad y el bienestar de todos, el respeto a los derechos humanos fundamentales y mayores grados de democracia y participación ciudadana. Esto debido a que toda propues-ta de todo individuo nace en el contexto de sus intereses de grupo, sea para defenderlos o transformarlos. La construcción de nuevas realidades socia-les, primero en el campo de las ideas y luego, o concomitantemente en la práctica social, amerita de la participación del mayor número de grupos y sujetos que garanticen una “amplitud de miras” que no es capaz de aportar ningún grupo o individuos aislados. Las “ideas de las élites” siempre refle-jan una realidad social parcial y con impulsos autoritarios para el control del resto de la sociedad.

Las ideas no “surgen en el aire”, son producto de prácticas sociales, y al igual que reflejan estructuras económicas, políticas y culturales –sea como horizonte de significación, justificación de lo existente o propuesta de cambio–, son además generadoras de nuevas realidades en la medida que ganan la aceptación de grupos sociales capaces de modificar las es-tructuras existentes. La pugna entre ideas diferentes no es menos, ni más importante, que la pugna política entre el status quo y el cambio social. Esta cuestión amerita análisis más hondos pero para los fines de la presen-te exposición sirven de suficiente apoyo a mis propuestas.

3. Nuestra herencia histórica

Al igual que Karl Popper, no considero que exista una “historia teórica” como disciplina.7 La historia no nos sirve para “predecir” el futuro en nin-

7 Popper, Karl (1973) La miseria del historicismo. Madrid: Taurus ediciones. P. 12

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gún caso. Ni la historia, ni ninguna ciencia social, tiene posibilidades pre-dictivas a la manera como las ciencias de la naturaleza las tienen. Esto no significa que no seamos capaces de prever posibilidades y hasta adelantar comportamientos societales con bastante certeza, digamos de la sociedad dominicana, si estudiamos a fondo su historia y su actual estructura social. Pero cualquier tendencia o previsión que establezcamos siempre estará sujeta a posibilidades estadísticas, a intervención de factores externos y hasta a la misma expectativa de que ocurra o no por parte de quienes así lo formulan o difundan. En el actuar social, económico y político el conoci-miento de lo pretérito y de la estructura societal presente es fundamental, ya que permite prever los grados de resistencia, respaldo o neutralidad de nuevas realidades o estructuras. Al mismo tiempo que podemos defender nuevas propuestas en función de sus valores y resultados previsibles, es menester ponderar el costo social que representa impulsar una propuesta y buscar las fórmulas más inteligentes para disminuir al máximo la resis-tencia a la misma. Por supuesto, esta afirmación la hago desde el conven-cimiento de que todo cambio social ha de acontecer en un proceso demo-crático y que nunca el autoritarismo, como medio, justifica la búsqueda de fines sociales justos.

¿Cuál es la sociedad dominicana de la que hablamos? La sociedad do-minicana es un grupo humano amalgamado por los avatares históricos de los últimos 200 años en estas 2/3 partes de la Isla Hispaniola o de Santo Domingo. La chispa inicial que dio inicio a la creación de un Estado Do-minicano que aglutinara a todos los que se consideraban dominicanos y dominicanas fue un hecho ajeno completamente a los habitantes de este territorio, incluso ajeno a todos los habitantes de esta isla.

Cuando los revolucionarios franceses guillotinaron a Luis XVI (21 de enero de 1793) impulsaron que España e Inglaterra se aliaran para atacar a Francia, pero ésta se adelantó e invadió España. España, por su parte, logró penetrar en territorio francés, Francia recuperó su territorio y logró cruzar los Pirineos y ocupar territorio en Cataluña, País Vasco y Navarra. Nuevamente, con gran esfuerzo, España pudo recuperar parte de dicho territorio. Consciente de que no resistiría un nuevo ataque francés, fue a negociaciones con Francia, lo cual implicaba el reconocimiento del nuevo status republicano de su vecino y la entrega de gran cantidad de ganado

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como compensación. Pero en dichas negociaciones hubo un obsequio adi-cional y fue la entrega de la parte española de la Isla de Santo Domingo a Francia por parte de España. Eso fue el Tratado de la Paz de Basilea (22 de julio de 1795).

Ese hecho que aceleró nuestra historia de manera impresionante tomó indudablemente como materia prima los trescientos años de historia colo-nial precedentes, basados en su mayor parte en la sobre vivencia casi salva-je, la vida de montero, la escasa población y el mulataje, fruto de la ausencia de un sistema productivo que hiciera efectiva la esclavitud. Sin tradición social, sin vida urbana, sin referentes de clases sociales, sin actividad pro-ductiva, los pobladores de esta parte de la isla iniciaron un proceso de pro-fundos cambios políticos que en menos de un siglo daría lugar a la forma-ción de un Estado nacional y la conciencia de ser una nación diferente a Haití y España sucesivamente.

Que los habitantes de esta parte de la isla se llamaran a sí mismos do-minicanos era una forma de indicar que eran españoles que vivían en este territorio. El P. José Luís Alemán resume brillantemente ese momento del anuncio del Tratado de Basilea indicando que “…fuimos obligados a no se-guir siendo lo que éramos y hubiéramos querido seguir siendo todavía”.8

La conciencia de ser un pueblo diferente de cualquier otro nos tomó cons-truirla gran parte del siglo XIX. Si se quieren fechas y hechos, siempre rela-tivas y discutibles, pensemos que la primera formulación de lo dominicano se incubó entre el Tratado de Basilea (1795) y la Guerra de Restauración (1863). Los primeros dominicanos y dominicanas, en términos jurídicos, surgieron en el 1844 y los más jóvenes de esa primera camada tendrían en-tre 15 y 18 años al momento de la anexión. Es la Guerra de la Restauración (1963-1965) el hecho histórico que selló definitivamente la existencia de una identidad dominicana y la voluntad política de la mayoría del pueblo para luchar por la existencia de un Estado Dominicano soberano.

Este primer proceso estuvo marcado por el autoritarismo, no como he-cho necesario, si no como dato histórico. Fue la dictadura de Boyer del

8 Alemán, José Luís. (1999) El proceso de construcción de la nacionalidad dominicana. En Brea, Espinal y Valerio-Holguín (Ed.), La República Dominicana en el umbral del Siglo XXI (pp. 13-28). Santo Domingo: PUCMM.

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1822 al 1843 quien ordenó políticamente esta parte de la isla, y la occidental también, hasta el punto de impulsar como reacción un proyecto como el trinitario que aglutinó a diversos sectores y prohijó la formación del primer Estado Dominicano. Tanto la dictadura de Boyer, como la de Santana, la guerra contra España y posteriormente la dictadura de Lilís, articularon un primer proyecto de Estado y sociedad dominicana basado en el caudi-llismo, el ruralismo, la subsistencia del conuco, con un reducto poblacional urbano muy provinciano, y económicamente muy atrasado. Las primeras industrias capitalistas llegaron al país en los años 70 del siglo XIX, y fueron azucareras, fruto de la guerra cubana de independencia.

El segundo giro profundo de nuestra historia en la conformación de nuestra sociedad y el Estado fue la invasión de los Estados Unidos en 1916 y su prolongación en la dictadura trujillista. Organizándonos en base a los intereses de Estados Unidos y con Trujillo como sustituto de la bur-guesía criolla. Es en este período que se articula la sociedad dominicana que prohijó la actual, bajo el sometimiento a la dictadura norteamericana y trujillista. La forma del Estado, los modelos productivos (salvo el turismo y las zonas francas), la distribución regional, el sistema de carreteras, los nú-cleos familiares de la burguesía criolla y la pequeña burguesía media alta, el imaginario social, etc., que hoy aún tenemos, son producto de esa etapa.

Con la caída de la dictadura trujillista, la posibilidad de un reordena-miento del Estado y la sociedad fracasó sucesivamente en el golpe de Es-tado contra Bosch y la invasión norteamericana de 1965. El Estado, con el régimen de Balaguer, pasó a ser el botín de grupos pequeños burgueses (reformistas, perredeístas y peledístas) que acumulan fortunas para ascen-der de clase y participar en los niveles más ventajosos de la distribución de la renta nacional. El balaguerato marcó una tendencia política en la forma de conducir el Estado que se ha mantenido hasta el presente. Las modifica-ciones más importantes que han acontecido en este último período tienen su génesis fuera del país, como lo fue en su origen mismo, en el 1795. Son los cambios en la geopolítica mundial y regional, y las transformaciones en los modelos productivos lo que va impactando la sociedad dominicana y transformándola. Todavía no hemos gestado un proyecto propio en fun-ción de los intereses mayoritarios de la población.

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El capitalismo en nuestra sociedad sigue siendo parcial, limitado, sin un mercado abierto y de competencia, con un sistema financiero patrimonia-lista y acumulador de riqueza en manos de pequeños grupos (todos tra-bajamos para los bancos), que en lugar de favorecer la distribución de la riqueza y su potencial crecimiento en base a la masificación del emprende-durismo, se transforma en una suerte de embudo que dirige la mayor parte de la riqueza producida a manos de un centenar de individuos.

El Estado sigue siendo mecanismo de acumulación originaria de grupos pequeños burgueses que se nuclean en torno a aparatos partidarios. Sin ideologías, sin principios, el liderazgo partidario usa los recursos públicos para poder ascender y ser parte de los sectores burgueses o emigrar. Los colegios bilingües y los clubes sociales se han convertido en los semilleros para “adaptar” a los hijos de los nuevos altos pequeños burgueses a su nue-va clase y la puerta, en muchos casos, para irse a Estados Unidos y Europa. En ese contexto el narcotráfico ha pasado a jugar un papel complementa-rio, tanto para el enriquecimiento de esos sectores de la pequeña burgue-sía, como para mantener la estabilidad macroeconómica del país.

Hasta el inicio del balaguerato éramos una sociedad básicamente cam-pesina, hoy día somos urbanos y los espacios rurales no son en su mayoría campesinos. El flujo haitiano y el turismo de permanencia están modifican-do la composición étnica de la sociedad, favorecida además por la intensa emigración a USA y Europa de dominicanos y dominicanas. Nuestros nive-les educativos están en franco proceso degenerativo en conjunto y la eco-nomía informal desactiva cualquier demanda firme por un mejor sistema de seguridad social y sanitario. La ausencia de una conciencia mayoritaria en defensa de lo público como plataforma colectiva de los bienes particu-lares y vínculo material e institucional de la sociedad refuerza prácticas individualistas en la solución de problemas comunes.9 La práctica polí-tica partidaria ha degenerado completamente hasta volverse asociaciones de enriquecimiento y repartición de salarios y favores en función de tener cuotas del poder del Estado. Los “líderes” políticos actuales, en consecuen-

9 Se ha vuelto una práctica generalizada que cada cual procure su propio suministro y almacenamiento de agua, de servicio eléctrico, de seguridad ciudadana, de transporte, de educación, etc.

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cia, no trascienden en la política criolla la fidelidad de sus asalariados y/o el respaldo de los candidatos a ser incluidos en la nómina estatal o favore-cidos con “negocios” del Estado.

Mientras en los grandes Estados de América Latina se apuesta por pro-cesos sociales e institucionales más progresistas, en el caso dominicano la tendencia es hacia mayor inequidad y mecanismos institucionales más reaccionarios, como se atisba en conjunto con la actual reforma constitu-cional.

4. Grandes apuestas para este siglo XXI

Tal como he argumentado hasta el momento no pretendo “adivinar el futuro” y mucho menos impulsar una suerte de agenda política para el si-glo XXI, pero en función de una prospectiva para el pensamiento político dominicano de los próximos cien años –articulados con la búsqueda de elementos identatarios y proyectos políticos progresistas– considero per-tinente ocuparnos de los siguientes grandes temas y si las ideas tienen el valor que le adjudicamos, impulsar el estudio y difusión de estos y otros temas semejantes hasta que la sociedad dominicana en conjunto se com-prometa en su ejecución.

Los siguientes puntos no están jerarquizados, ni suponen una compar-timentalización estricta, ni entiendo que con los mismos agoto todas las facetas relevantes posibles, como se puede notar son aspectos de un único problema que es el desarrollo pleno de la sociedad dominicana en conjun-to. La puesta en marcha del pensamiento en torno a dichas cuestiones y su ejecución tiene en el Estado una responsabilidad primera, nadie lo dude, pero es cuestión de toda la sociedad asumir la solución de los mismos. Una cosa está clara, el estado actual de nuestra sociedad y el curso previsible de la misma a partir del presente no ofrece posibilidades para que el ser dominicano o dominicana sea una cuestión digna.

A) Articular un modelo educativo de alta calidad y universal que garan-tice en el plazo de una generación el mayor grado posible de emancipación personal de todos los dominicanos y dominicanas en el plano económico y social.

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No es posible en la actualidad negar el papel esencial de la educación básica y media en el desarrollo de una sociedad y de cada uno de los indivi-duos. No ofertarla de manera universal y con el grado de calidad necesaria es en la actualidad claramente un crimen contra la presente y futuras gene-raciones. Crimen, debemos enfatizarlo, que tiene sus responsables directos en quienes dirigen y han dirigido el Estado y los grupos sociales con ma-yor poder de influencia sobre el Estado. No existe ningún motivo valedero para que la inversión pública en educación no sea de al menos tres veces el monto actual.

¿Qué tipo de educación? La sociedad dominicana demanda que todos sus miembros, y quienes habitan en nuestro territorio, alcancen su mayo-ría de edad con una sólida formación en matemáticas, ciencias naturales, ciencias sociales y humanidades. Capaces de comunicarse con fluidez en una segunda lengua y con habilidades técnicas que les permitan integrarse al aparato productivo de manera plena en el campo específico de sus habi-lidades y talentos. El desarrollo de talentos artísticos o la preparación para estudios universitarios han de ser complementos y nunca sustitutos de esa formación común. Todo joven que concluya su educación media ha de es-tar en capacidad de ser un ente productivo para su propio sustento.

B) Reconocimiento pleno de los derechos de todos los habitantes en es-tos 48 mil kilómetros cuadrados.

Uno de los rasgos más nefastos de la cultura política y ciudadana en el país es el profundo desprecio que sienten los sectores medios y altos de la pequeña burguesía por la gran masa empobrecida. Es en gran medida herencia del trujillismo y alimentado por la pequeña burguesía que anhe-la ascender socialmente y no resiste que se le vincule con los estamentos más pobres del país. Existe un rechazo al color de la piel de la mayoría más pobre –que por extensión alcanza a los haitianos–, a sus expresiones culturales, a su manera de hablar, a los espacios donde vive, a los medios que utilizan para transportarse y los oficios que desempeñan para ganarse la vida.

La sociedad dominicana ha articulado dos espacios completamente di-ferentes para diferenciar a los que son pobres de aquellos que nunca lo

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fueron o que si lo fueron antes ahora no lo son. Lugares donde se vive, don-de se estudia, donde se recibe salud, donde se divierten, etc. Esta sepa-ración es enfatizada especialmente por aquellos pequeños burgueses que mediante el acceso a puestos públicos han acumulado recursos y procuran distanciarse de su pasado pobre. Al ser estos quienes legislan y ejecutan las políticas, en su accionar se devela el esfuerzo por establecer una suerte de cerco social en torno a la mayoría empobrecida y por ser aceptados por las capas medias y altas de la burguesía y la oligarquía dominicana.

Los pobres representan un océano de suciedad con la que no desean con-taminarse y a la que sólo acuden en momentos electorales, pero lo hacen subidos en vehículos costosos, como navegantes protegidos encima de su vehículo en medio de un mar de miseria. Por poner tres ejemplos, ni los al-tos y medios funcionarios del Ministerio de Educación ponen a su hijos en escuelas públicas, ni los altos y medios funcionarios del Ministerio de Sa-lud acuden a un hospital cuando están enfermos y mucho menos los altos y medios funcionarios de todo el aparato gubernamental usan el transporte colectivo que tanto alaban por su realización.

Este trasfondo cultural y político opera como referente social para neu-tralizar cualquier política o inversión pública que efectivamente garantice el pleno reconocimiento de los derechos humanos de todos los que viven en nuestro territorio.

No podemos seguir construyendo dos mundos paralelos en nuestro país, el significado más hondo de la democracia es la igualdad de todos y la po-sibilidad de que por iguales medios todos puedan desarrollarse. En gran medida ese fue el objetivo pedagógico de Juan Bosch en el seno de las dos organizaciones políticas que fundó y es su fracaso más notorio en quienes le heredaron. Prácticamente todas las esferas del poder político dominica-no hoy están bajo el control de los dos partidos creados por Bosch (PRD y

“Uno de los rasgos más nefastos de la cultura política y ciudadana en el país es el profundo desprecio que sienten los sectores medios y altos de la pequeña burguesía por la gran masa empobrecida. Es en gran medida herencia del trujillismo y alimentado por la pequeña burguesía que anhela ascender socialmente y no resiste que se le vincule con los estamentos más pobres del país”.

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PLD) y en ningún caso se ha operado un cambio significativo en las posibi-lidades reales de desarrollo de la mayoría pobre dominicana y los emigran-tes haitianos que viven con nosotros.

C) Democratización absoluta de toda la vida pública. Atender al modelo duartiano de poder municipal.

En su propuesta constitucional Juan Pablo Duarte defendió la instaura-ción de un Poder Municipal como mecanismo de democratización frente a un Poder Ejecutivo centralizador y con potencial actitud autoritaria. Cien-to cincuenta años más tarde hablamos de descentralización del Estado. Pero el dato más fuerte de nuestra estructura política es la centralización e históricamente ha prevalecido el autoritarismo y no la democracia, incluso en los momentos que llamamos “democráticos”. Al igual que otros tópicos de importancia en nuestra sociedad, es mucho lo que se ha hablado y nada lo que se ha hecho, o en el caso de las aplicaciones la desnaturalización de los objetivos ha prevalecido. Un caso ejemplar son los ayuntamientos, que lejos de reflejar mayor democracia y participación, se convierten en nómi-nas partidarias al igual que el gobierno central.

La democratización de una sociedad conlleva impulsar la participación de todos desde los ámbitos más reducidos, tal como la familia o la escuela, hasta los espacios más públicos como las organizaciones profesionales, los partidos políticos, los municipios o el gobierno. Desterrar los modelos je-rárquicos cerrados, más propios de regímenes y sociedades premodernas, generando la cultura del diálogo, la negociación y concertación para la ac-ción común en todas las esferas de la sociedad.

D) Construir un modelo económico de interés social en todos sus obje-tivos.

La economía dominicana no puede seguir siendo dirigida en función de los intereses de la economía norteamericana –u otras potencias–, ni estar al servicio del enriquecimiento de un pequeño número de familias. No tiene sentido el que más de la mitad de la población dominicana padezca miseria para favorecer los ingresos descomunales de una minoría, en este aspecto el elemento de identidad y construcción de una sociedad adquiere su parte más concreta. La vida de millones de hombres y mujeres no puede ser un

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infierno para favorecer la opulencia de unos pocos. El actual ordenamiento económico, por consiguiente, amerita su modificación o transformación profunda hasta que pueda ser el sustento del desarrollo material de todos los dominicanos y dominicanas.

La cuestión es garantizar que la economía dominicana promueva la ini-ciativa privada de todos los ciudadanos y ciudadanas –no de algunos como ocurre en el presente– y que las ganancias de la actividad económica se distribuyan entre los reales agentes de la producción y no se concentre en quienes ofrecen el financiamiento. De estas dos cuestiones, el principal responsable de dichas modificaciones es el Estado en cuanto regulador de la actividad económica. A la falta de visión y voluntad política de los gru-pos políticos que han formado gobierno en los últimos años se debe que el actual modelo económico siga frenando las posibilidades de desarrollo de la sociedad dominicana y generando un espacio de mayor equidad y bien-estar generalizado.

Este campo de la investigación, lo que tradicionalmente llamamos polí-tica económica, ofrece para quienes se dedican al mismo en el país el reto de ir articulando propuestas realistas que permitan modificaciones al ac-tual modelo en función de los objetivos que necesitamos.

E) Comprometernos de manera total con el desarrollo económico y so-cial de Haití.

El lastre más pesado que carga la cultura dominicana son los prejuicios contra nuestros vecinos haitianos. Prejuicios que son alimentados por los beneficiarios del trabajo barato de la mano de obra haitiana ilegal en el país y por el liderazgo político e intelectual más conservador. Los resenti-mientos contra el pueblo haitiano tienen de beneficiarios a una minoría en ambos países que obtienen grandes beneficios económicos y usan el miedo para lograr control político sobre sus respectivas sociedades. Los grandes perjudicados por esos resentimientos son las inmensas mayorías de ambos pueblos, el dominicano y el haitiano, que son explotados y engañados a la vez por esos grupos, que son enemigos, a la vez, de la felicidad y prosperi-dad del pueblo haitiano y dominicano.

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Uno de los textos más lúcidos para enfrentar a problemas semejantes es la Carta de la Paz dirigida a la ONU,10 documento que empezaron a redac-tar el doctor Alfredo Rubio de Castarlenas y el profesor José Luis Socías Bruguera cuando pronunciaban unas conferencias para universitarios en Xian (China) en marzo de 1989.

Los cuatro primeros puntos de la Carta de la Paz establece el argumento para desmontar semejante absurdo que es el resentimiento histórico. Afir-ma el punto I de la Carta de la Paz que “Los contemporáneos no tenemos ninguna culpa de los males acaecidos en la Historia, por la sencilla razón de que no existíamos”. Es un disparate culpar a individuos o grupos socia-les por lo que hizo Desallines en el 1805 o Trujillo en el 1937. Las acciones las toman individuos o grupos y la responsabilidad recae sobre quienes lo ejecutaron, no se transmite en el tiempo como si fuera un virus o los genes. Entendiendo con claridad la evidencia de ese primer punto, el II nos revela la principal consecuencia del punto I: “¿Por qué, pues, debemos tener y ali-mentar resentimientos unos contra otros si no tenemos ninguna responsa-bilidad de lo acontecido en la Historia?” No existe haitiano vivo que tenga algo que ver con lo hecho por Desallines, ni dominicano responsable de la masacre de Trujillo contra los haitianos y dominicanos de la frontera.

Pero la Carta de la Paz nos lleva más lejos. En el punto III se plantea: “Eliminados estos absurdos resentimientos, ¿por qué no ser amigos y así poder trabajar juntos para construir globalmente un mundo más solidario y gratificante para nuestros hijos y nosotros mismos?” Reformulada esta pregunta en nuestro caso podríamos plantearnos el ¿por qué haitianos y dominicanos no podemos trabajar juntos para construir dos sociedades prósperas y justas para beneficio de todos los que habitamos en esta isla? No hacerlo es de tontos y únicamente beneficia a nuestros explotadores, plantearnos el camino de la solidaridad y el trabajo conjunto es la única senda inteligente, justa y progresista.

En términos económicos, de salubridad y ecológicos, por mencionar tres, pero son muchos más, no es posible el desarrollo de ninguna de las dos sociedades que existen en esta isla sin el desarrollo equivalente de la otra.

10 http://www.cartadelapaz.org/

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La frontera es un hecho político, no un barrera para el natural intercambio de ambos pueblos y Estados. La soberanía de ambos países estará mejor servida en la medida que sus sociedades tengan bienestar y equidad, y eso no es posible lograrlo sin la cooperación de los dos pueblos.

A manera de conclusión

El siglo XXI que tenemos por delante demanda una transformación completa de la estructura económica, social y política de la República Do-minicana en función de lograr un modelo de sociedad basado en la equidad, el desarrollo y el respeto pleno a los derechos humanos. Si dicho modelo no se ejecuta la identidad nacional perderá su razón de ser debido a que carece de sentido el construir un modelo societal donde una inmensa ma-yoría hambreada sirva de insumo para proveer un alto nivel de consumo a un minoría. El fracaso de los proyectos políticos del PRD y el PLD, en sus 22 años de ejecución, frustra las posibilidades de que dicho nuevo modelo estuviera avanzado al presente. La construcción de una fuerza partidaria capaz de realizar ese proyecto y la gestación de líderes –a la altura de un Manolo Tavárez, Francisco Alberto Caamaño, José Francisco Peña Gómez o Juan Bosch– toma décadas de forja. Salvo que factores externos nos obli-guen a construir una sociedad más justa y democrática, dudo que los ele-mentos locales se comprometan en dicha tarea. Por el momento la acción ha de ser la organización y la educación, especialmente de las juventudes, para crear-esperar la coyuntura adecuada.

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EXPOSITORES: Marcos VillamánRafael MorlaOdalís Pérez

COORDINADOR: Víctor Hugo De Láncer

Modernidad y postmodernidad en el pensamiento dominicano contemporáneo

CAPITULO VIII

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En el panel figuran Rafael Morla, Víctor Hugo De Láncer, Marcos Villamán y Odalís Pérez.

Un amplio público, reunido en la Fundación Global y Desarrollo, FUNGLODE, siguió atentamente las exposiciones.

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A manera de introducción

Hay temáticas que se ponen de moda en el pensamiento social latino-americano y que impactan en buena parte de sus pensadores. En ocasiones estas modas son elaboradas desde el mundo de los países centrales aleja-das de nuestras problemáticas específicas. Para algunos este fue el caso de la cuestión de la postmodernidad. Con esta temática estaríamos frente a una discusión “de moda” pero no siempre útil para las sociedades latinoa-mericana y caribeñas, y sobre todo, para pensar nuestras alternativas de organización social.

Uno de los argumentos planteados para justificar la anterior posición es que en la región estaríamos entrando a discutir la cuestión de la post-modernidad cuando nuestros países no pueden ser considerados todavía países modernos, sino, una mezcla de modernidad y pre-modernidad.

En todo caso una de las cosas para lo que podría servir esta conversación es para clarificar estos aspectos. A mi juicio la cuestión modernidad-post-modernidad puede constituir un eje de análisis fecundo de cara a la com-prensión de nuestras realidades si somos capaces de manejarlo con cierta especificidad. Eso es lo que trataremos de hacer en este rato de diálogo.

LA CUESTIÓN MODERNIDAD-POSTMODERNIDAD EN EL PENSAMIENTO SOCIAL DOMINICANO“Así, la modernidad, confiada en el poder de sus mediaciones, es afirmación de la posibilidad de realización de las utopías libertarias centradas en las ideas de autonomía, emancipación e igualdad. Las revoluciones burguesas afirman de diferentes maneras estas intuiciones. Como se sabe, la francesa y luego la americana constituyen los principales referentes”.

Marcos Villamán P.

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1. La cuestión modernidad-postmodernidad

La postmodernidad es la autocrítica de la modernidad occidental.1 En esta crítica se expresa fundamentalmente una actitud (teorizada o no, sistema-tizada o latente) de desconfianza y desengaño con respecto a la moderni-dad como propuesta civilizatoria. De manera específica se ponen en duda, tanto las promesas como las mediaciones de la modernidad, poniendo de manifiesto sus límites. Es por esto por lo que, antes de avanzar más, nos parece pertinente indicar algunas de las promesas y mediaciones de la modernidad para entender qué es aquello que la postmodernidad niega o aquello de lo que desconfía.. En esta crítica se expresa fundamentalmente una actitud (teorizada o no, sistematizada o latente) de desconfianza y desengaño con respecto a la modernidad como propuesta civilizatoria. De manera específica se ponen en duda, tanto las promesas como las media-ciones de la modernidad, poniendo de manifiesto sus límites. Es por esto por lo que, antes de avanzar más, nos parece pertinente indicar algunas de las promesas y mediaciones de la modernidad para entender qué es aquello que la postmodernidad niega o aquello de lo que desconfía.

1.1 LAS MEDIACIONES DE LA MODERNIDAD.

En continuidad con la Ilustración, la gran mediación de la modernidad es la razón. La reivindicación de la razón –crítica– como criterio de verdad

1 Cfr. Beck, Ulrich, El Dios personal, Ed. Paidós, Barcelona, 2008, p. 140.

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es central en este movimiento filosófico-político y social. Como se sabe, el cogito cartesiano es la expresión de esta nueva actitud. Dudar, es decir, someterlo todo a la crítica de la razón, será el camino para producir cono-cimiento. La vía para conocer será la sanción de la “diosa razón”.

Evidentemente, la afirmación de la razón como criterio del conocimien-to, conllevaba la negación de la tutela religiosa, la dogmática, como fuente legítima del conocimiento. Se trataba de la afirmación de la autonomía de la razón frente a cualquier otra pretensión de ordenamiento de la vida social y del pensamiento en particular. Por esta razón, la modernidad es afirmada como arribo de la humanidad a la mayoría de edad (Kant). Como atrevimiento-decisión de pensar sin muletas externas a la razón. Tal como lo indica Todorov: “A finales de siglo Kant confirmará que el principio pri-mero de la Ilustración es la autonomía. “ ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento”! Este es el lema de la Ilustración”. “La máxima de pensar por uno mismo es la Ilustración.2 Esta es la intuición que desarro-llará la modernidad.

La razón es, pues, asumida como posibilidad de comprensión y dominio de la naturaleza y la sociedad. Ella es la herramienta fundamental para co-nocer y adecuar la naturaleza y la sociedad (es decir, el mundo real) a los intereses, deseos y expectativas humanas. Es obvio que desde esta pers-pectiva el conocimiento es construido como poder y posibilidad humana de dominación y domesticación de lo real natural y social. Al respecto con-viene recordar la crítica fundamental realizada por la escuela de Francfort a esta concepción, de manera particular la desarrollad por T. Adorno.3 A propósito Habermas de manera esclarecedora: “Los intentos de Adorno se guían por la intuición de que una subjetividad asilvestrada, que convierte todo a su alrededor en objeto, se erige a sí misma como lo absoluto y atenta de esta forma contra lo verdaderamente absoluto, contra el derecho incon-dicional de cada criatura a la inviolabilidad y al reconocimiento”.4

2 Cfr. Al respecto el sencillo y muy útil texto de Tzvetan Todorov, El espíritu de la ilus-tración, Círculo de Lectores. S.A., Barcelona. 2008, pp. 41-53. 3 Cfr. Adorno, T, Dialéctica de la Ilustración. 4 Habermas, Jurgen, Tiempo de transiciones, Ed. Trotta, Madrid, 2004, pp. 199-200).

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Como fruto del proceso histórico de su desarrollo, la razón instrumen-tal, con la ciencia y la tecnología como expresión fundamental se consti-tuyen como forma predominante de la razón. Esta racionalidad moderna se constituye en la Razón (con mayúscula). Es decir, en el paradigma de racionalidad. Aparece así la ciencia como el modelo ideal del conocimiento. Esta racionalidad instrumental, se expresa como un medio para alcanzar fines y radicaliza la relación sujeto-objeto como elemento central consti-tuyendo en objeto todo “lo otro” que el sujeto, con todas las consecuencias epistemológicas y sociales de esta manera de entender.

La ciencia será así, como expresión por excelencia de la racionalidad ins-trumental, la gran mediación de la modernidad. Como indica Queraltó: “…la ciencia llegó a ocupar este puesto porque su programa cognoscitivo y sus contenidos epistemológicos colmaban –así al menos, se creía– las ne-cesidades del pensamiento en aquel tiempo, las cuales, a su vez, respondían a las necesidades antropológicas, sociales y culturales de la época. Entre ellas quizás la más importante fue el dominio de la realidad en beneficio del hombre. El sentido de éste como protagonista de la historia, dueño de la naturaleza y autor de su destino…”5

Esta visión antropológica moderna, del ser humano como protagonista, nos conduce a otras de las grandes mediaciones de la modernidad: la polí-tica. Es decir, la acción humana en el campo de lo no natural para, también con base en el conocimiento de las leyes de lo social por la vía de la ciencia, lograr el ordenamiento de la vida de la sociedad de acuerdo a los dictáme-nes de la razón.

El desarrollo producción de la razón instrumental como razón domi-nante produce, por otra parte, la llamada fragmentación de la razón. Los campos de la ética, la estética y la ciencia funcionarán en lo adelante como compartimentos estancos, es decir, se hacen autoreferenciales y se desarro-llarán respondiendo sólo a su propia lógica y dinámica. Esta fragmentación supuso, al mismo tiempo, el abandono de la pretensión de la existencia de cualquier centro del pensamiento o vínculo unificador en función del

5 Queraltó, Ramón, Ética, tecnología y valores en la sociedad global, Tecnos, Madrid, 2003, pp. 32-33.

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cual se construyese algún sentido que otorgara coherencia al proceso so-cial, función que hasta entonces desempeñaba el pensamiento religioso. J. Habermas, por ejemplo, “considera que desde el siglo XVIII todo el discur-so de la modernidad ha girado bajo distintos rótulos en torno a un único tema: “pensar en un equivalente del poder unificador de la religión” (en El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989, p. 172). (N. del t.).6

Se añade a lo anterior la tendencia moderna al pluralismo que trae como consecuencia la relativización de lo que se asume como dado, conocido, seguro e inamovible generando incertidumbre en la definición de las bio-grafías y en las decisiones cotidianas. Berger y Luckmann lo describen muy lucidamente en un texto de hace ya algunos años: “El pluralismo moderno socava ese “conocimiento” dado por supuesto. El mundo, la sociedad, la vida y la identidad personal son cada vez más problematizados. Pueden ser objeto de múltiples interpretaciones y cada interpretación define sus propias perspectivas de acción posible. Ninguna interpretación, ninguna gama de posibles acciones puede ya ser aceptada como única, verdadera e incuestionablemente adecuada. Por tanto, a los individuos les asalta a menudo la duda de si acaso no deberían haber vivido su vida de una manera absolutamente distinta a como lo han hecho hasta ahora”.7

1.2. LAS PROMESAS DE LA MODERNIDAD.

A través de la reivindicación de la subjetividad y la igualdad esencial de los seres humanos, la modernidad postula los derechos humanos, la justicia, y la democracia como horizontes de sentido. Así, la modernidad, confiada en el poder de sus mediaciones, es afirmación de la posibilidad de realización de las utopías libertarias centradas en las ideas de autonomía, emancipación e igualdad. Las revoluciones burguesas afirman de diferen-tes maneras estas intuiciones. Como se sabe, la francesa y luego la america-na constituyen los principales referentes.

Estos son, también, una parte importante de los aportes fundamentales de la modernidad y constituyen parte de su horizonte de promesa, parte

6 Habermas, Jurgen, Entre naturalismo y religión, Paidós Básica 126, España, 2006, p. 111.7 Berger, Meter y Luckmann, Thomas, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Ed. Pai-dós, Barcelona, 1997, p. 80.

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esencial de sus utopías libertarias, que, como se ha indicado, han domi-nado el escenario socio-político e ideológico de los últimos dos siglos. Las grandes ideologías de los siglos XIX y XX intentaron, desde su específico punto de vista, concretar los valores de la modernidad referidos siempre a sus metarelatos: la emancipación, la libertad, la justicia, la autonomía, etc. Tal como indica Riutort Serra: “Las utopías historicistas caracterizaron la dialéctica política durante el siglo XIX y los setenta primeros años del si-glo XX. Dichas utopías tenían un denominador común: la creencia en el potencial del conocimiento científico-técnico y la planificación racional. Las diversas versiones en las que tomó forma la utopía cientificista han fracasado y no hay razones para pensar que se pueda reeditar. El catálogo de hechos en los que el potencial productivo deviene destructivo y en los que la capacidad planificadora deviene manipulación y totalitarismo es tan extenso que abonan suficientemente la desconfianza en el tipo de raciona-lidad sobre el que se sustenta”.8

De esta manera, consecuencia de todo este proceso, la modernidad pro-voca, entre otras cosas, la secularización de las promesas religiosas de sal-vación planteadas por el judeo-cristianismo occidental, y propone, según las diferentes corrientes ideológicas, una diversidad de mesías como con-ductores de esta salvación ahora histórica. Es decir, para ser realizada ya no en el cielo mañana, sino, en la tierra hoy.

2. Un balance en cuatro posiciones

2.1 HABERMAS Y LA MODERNIDAD INCONCLUSA.

Jurgen Habermas, sin duda uno de los más importantes pensadores de este siglo, asume y desarrolla la crítica de la modernidad, pero asumién-dose como moderno, es decir colocándose al interior de la modernidad, y entendiéndola como un proyecto inconcluso.

Consecuentemente se planea este pensador la necesidad de realizar el proyecto moderno asumiendo pero tomando distancia, por una parte, del

8 Riutort Serra, Bernat, Razón política, Globalización y Modernidad compleja, Ed. El viejo Topo, España, 2001, p. 270).

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optimismo de los ilustrados con respecto a la capacidad de la racionalidad instrumental, y la ciencia de manera particular, para generar una organi-zación racional de la cotidianidad. Al respecto comenta Habermas: “Los filósofos del iluminismo, como Condorcet por ejemplo, todavía tenían la extravagante esperanza de que las artes y las ciencias iban a promover no sólo el control de las fuerzas naturales sino también la comprensión del mundo y del individuo, el progreso moral, la justicia de las instituciones y la felicidad de los hombres” (P.138).

A.-Por otra parte, tomando distancia crítica de una modernización so-cietal centrada en un circuito tecno-económico que coloniza el mundo de la vida. En el debate con los que el llama neopopulistas afirma: “Las situa-ciones de donde surgen las protestas y el descontento se originan preci-samente cuando las esferas de la acción comunicativa, centradas sobre la reproducción y transmisión de valores y normas, son penetradas por una forma de modernización regida por estándares de racionalidad económica y administrativa, muy diferentes de los de la racionalidad comunicativa de la que dependen esas esferas”. (P. 136).

B.- Y, reivindicando los horizontes libertarios propios de la modernidad para colocar las condiciones de su realización histórica. (Cfr. J. Habermas, “la modernidad inconclusa”, en: J. Picó, Modernidad-Postmodernidad, Alianza Editorial, Madrid, 1990).

2.2 LYOTARD Y VATTIMO Y LA POSTMODERNIDAD COMO NEGACIÓN DEL PROYECTO MODERNO.

La posición de estos dos pensadores constituye la negación del proyecto de la modernidad, sus promesas, pretensiones y sus mediaciones. Prime-ro, a su juicio, los grandes relatos de la modernidad conducen por cami-nos inevitablemente conducentes al autoritarismo; segundo, denuncian la prepotencia de la razón de un sujeto fuerte en su pretensión de alcanzar “la verdad”, y llaman por el contrario a la necesidad de dar paso a una razón débil-sujeto débil que se asume como contingente; tercero, toman distancia de la tendencia hacia la concepción y percepción del futuro como proyectualidad e insisten en la necesidad de vivir el presente asumiendo sus limitaciones sin pretender hacerlo dar más de sí. Por este camino se

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cuela el carácter “conservador” de esta posición postmoderna que critica el presente pero declara su inevitabilidad. Consecuentemente, denuncian la irresponsabilidad de la pretensión de construir el futuro; y finalmente rei-vindican del principio del placer, la corporeidad, y los sentimientos ante el agotamiento del paradigma cientifista moderno. Para estos autores, cual-quier “negociación o concesión” a la modernidad nos conduciría de nuevo al fracaso histórico.9

2.3 LABASTIDA Y LA POSTMODERNIDAD COMO DECADEN-CIA Y RESISTENCIA.

Este pensador asume también las críticas a la modernidad y contribu-ye a evidenciar sus límites e incoherencias. Sin embargo, no coincide en abandonar el proyecto moderno como un todo e insiste en recuperar las propuestas libertarias de la modernidad. Llama al descubrimiento de los nuevos sujetos capaces de entroncar con aquellas viejas intuiciones y de descubrir las nuevas demandas de signo libertario existentes en el presen-te. Desde esta posición es también crítico de las posiciones de los post-modernos (como Lyotard y Vattimo). Articula esta postura doblemente crítica en torno a los conceptos de postmodernidad como decadencia y postmodernidad como resistencia.

La postmodernidad como decadencia lo constituye para esta autor la posición “entreguista y claudicante” de los postmodernos que acaban sien-do conservadores del orden establecido por la vía de la negación de la posi-bilidad de un futuro construible como alternativa al presente.

La postmodernidad como resistencia lo constituye su propia posición y la de aquellos que se comprometen a una acción de superación de los límites de la modernidad reivindicando sus intuiciones libertarias. Esta posición pasa por la búsqueda de nuevos sujetos capaces de construir este nuevo proyecto societal.

Así, Labastida resume las reivindicaciones de la postmodernidad como resistencia insistiendo en aquellos temas que han sido aportes de la moder-

9 Cfr. J-F. Lyotard, La condición postmoderna, Ed. Rei México, México, 1990 y G. Vatti-mo, La sociedad transparente, Ed. Paidós, Barcelona, 1990.

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nidad, pero ocultados o dominados por las tendencias dominantes del pen-samiento moderno. Los temas en cuestión son: Justicia, derechos humanos, democracia y respeto a la diferencia social y de género, entre otros.

Los nuevos sujetos de estas reivindicaciones y el pensamiento en que se expresa este tipo de posición (en el mundo europeo, pues es en él que se ubica este autor) sería a juicio de este autor: el Feminismo, la Ecología y el Ecumenismo.

2.4 QUIJANO, HINCKELAMMERT Y LA RAZÓN HISTÓRICA COMO REIVINDICACIÓN DE LA DIMENSIÓN LIBERTARIA DE LA MODERNIDAD.

Estos autores advierten sobre el peligro de un abandono (postmoderno) de la razón. A su juicio por vía de este abandono podría propiciarse un irracionalismo que conduciría a formas perversas de organización social. Proponen, en contrario, la recuperación de la “razón histórica”, entendi-da ésta como aquella que expresa los mejores proyectos modernos, y su articulación con las tradiciones utópico-libertarias de nuestros pueblos originarios: indígenas y negros. A su vez, estos autores, se distancian de la postura de los postmodernos del tipo que aquí hemos brevemente reseña-do por considerar que su crítica conduce a una posición conservadora al afirmar el presente como único mundo posible y sin alternativas.

Coincidiendo con esta última apreciación, a nuestro juicio, a esta posición de ciertos autores postmodernos le cabría la crítica de Todorov: “El discurso crítico sin contrapartida positiva cae en el vacío. El escepticismo generaliza-do y la burla sistemática tienen de sabiduría sólo la apariencia”.10

En todo caso, en estas cuatro posiciones se puede evidenciar, aún des-de perspectivas y valoraciones no siempre coincidentes, una apreciación crítica de la modernidad como propuesta civilizatoria. Algunos tienden a negarla como un todo sin rescatar nada de ella. Otros, la critican pero rescatan aspectos que consideran aportes relevantes, aún reconociendo que en muchas ocasiones la lógica dominante de desarrollo moderno ha privilegiado aspectos que no han permitido la irrupción de las lógicas que alimentan las utopías libertarias propias de la misma modernidad.

10 Todorov, Tzvetan, o.c. p. 53.

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A la base de la crítica a la modernidad se encuentra el juicio a las preten-siones de la razón moderna en dos sentidos. El primero, por su tendencia a la construcción de un saber como dominación y domesticación (T. Ador-no) y segundo, el reconocimiento de que la propia constitución de la rea-lidad constituye un escollo para el conocimiento desde la perspectiva de la razón y la ciencia moderna. Esta cuestión ontológica la ha evidenciado, entre otras, las reflexiones sobre la complejidad. Conviene traer a colación el aporte de la física contemporánea a la cuestión del “principio de indeter-minación” que cuestiona el modelo determinista y abona, desde la propia ciencia, la tendencia a la incertidumbre.11

Esto habría provocado ese malestar, esa tendencia al desencanto, esa percepción de la modernidad como “promesa incumplida” que parece ge-nerar un determinado estado social de ánimo, una nueva situación cultural que tiene a su base lo que algunos llaman una nueva sensibilidad epocal.

3.- Modernidad y nueva sensibilidad epocal

El concepto de sensibilidad epocal “…Nos permite dirigirnos a ese ámbi-to de lo social cercano a la percepción de los individuos, los colectivos, y a las consecuencias de esa percepción. A la manera cómo individuos y secto-res sociales, en determinada situación histórica, se relacionan con el entor-no y organizan maneras de “sentir” lo real en sentido amplio. Un sentir que, como es sabido, condiciona de manera importante la manera de “pensar” o “percibir” eso real, sobre todo, en nuestro caso “lo real-social”.12 Algunos de los rasgos de esta nueva sensibilidad son los siguientes:13

Una pérdida social del sentido que se expresa como crisis de valores, crisis de la política, crisis de las ideologías y de las formas sociales tradicio-nales, por ejemplo, el matrimonio y la familia.

Desconfianza en la validez y utilidad de las utopías y los proyectos so-ciales. Una sensación de que el futuro no es ya construible, pues el instru-

11 Cfr a este respecto, Queraltó, Ramón, o. c. Pp. 125-155.12 Cfr, al respecto, Villamán, Marcos, “Espiritualidad de la liberación: imaginar, es-perar, resistir”, Papeles del Departamento de Estudios de Sociedad y Religión, Santo Domingo, 1994, p.9 y ss.13 Cfr. O.c. pp. 13-15.

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mento para esa construcción: la razón, presenta justamente un déficit de confianza. Y, si es así, si sólo tenemos presente y el futuro sólo puede ser presente continuado (Lechner), la función de la utopía es nula. Esa capa-cidad de construirnos un horizonte y avanzar hacia él con la conciencia de que nunca se alcanzará, pero sabiendo hacia dónde vamos, se pierde y tal parece que las sociedades andan en un viaje hacia ninguna parte.

La sensación de estar viviendo en un mundo cada vez más complejo e im-penetrable. El pueblo sencillo conversando ante cualquier situación com-plicada, por ejemplo, las crisis postelectorales que hemos conocido en el país, afirma con una frase lapidaria: “ellos son los que saben”. Quiere, habría un grupo de expertos, que evidentemente no son “otros” que sí entienden y pueden tener soluciones, pero, a nosotros, al ciudadano común, sólo le queda esperar el aporte de esa solución sin pretender entender ni sugerir.

La experiencia de la incertidumbre como condición cotidiana. Nada hay seguro, los referentes sociales se oscurecen y relativizan. Si como nos re-cuerda Marshall repitiendo a Marx “todo lo sólido se desvanece en el aire”, entonces, los referentes de la acción correcta no quedan claros y sobre todo los más jóvenes, se ven permanentemente compelidos a tomar decisiones sin asideros sociales estables, sin valores claros. Eso provoca, con mucha facilidad, confusión y cansancio existencial.

El presentismo o la experiencia del presente como único referente tem-poral válido y real. El pasado es percibido sólo como prehistoria asimilada con el error y el futuro, como vimos antes, como un tiempo sin posibilidad de ser planificado y sin capacidad de traernos novedad alguna. Sólo queda el presente como tiempo real.14 O como lo indica lúcidamente Maffesoli, citado por Bauman hablando del tiempo puntillista como rasgo de la so-ciedad actual: “La vida, ya sea individual o social, no es más que un enca-denamiento de presentes, una colección de instantes vividos con variada intensidad”.15

14 Una de las intuiciones de aquel famoso artículo de Fukuyama “El fin de la historia” es justamente esa, la afirmación de encontrarnos ya en el final no de la historia como tiempo y espacio, sino en el final de la historia, como ocurrencia de lo nuevo en el tiem-po y el espacio. Todo será, en lo adelante, sólo lo que el presente nos presenta.15 Bauman, Zygmunt, Vida de consumo, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2007, p. 52.

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Y si sólo tenemos presente, y todo será ya siempre igual, ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Cuál será la conducta adecuada en esta situación? Pues, pasarla bien, disfrutar, orientarnos hacia la búsqueda exclusiva de lo placentero, y aparece así el hedonismo como tendencia cultural que coloca, de manera unilateral, el placer como centro de la vida. Es como decía Pablo de Tarso en sus discusiones con los que no creían en la Resurrección, es decir, con los que en su época se negaban a aceptar la novedad en la histo-ria: Si no hay Resurrección, si sólo nos queda adaptarnos a este presente desgraciado, pues “comer y beber, que mañana moriremos”.

El cinismo social o la tendencia a pensar que la pobreza, la desigualdad o exclusión social son fenómenos naturales, inevitables es otro de estos ras-gos. Algunos hablan de una tendencia a la naturalización de lo social como una manera de desautorizar, deslegitimar cualquier crítica sustantiva al orden social vigente. Si realidad social existente es “natural” es entonces necesaria e inevitable. Cada quien deberá “rascarse con sus propias uñas”. Y, no nos quedará más que, a lo sumo, una acción caritativa con aquellos que han tenido la mala suerte de tocarles el lado feo de esta realidad hu-mana. Es esta manera de entender lo que postula el llamado “pensamiento único” que fue dominante hasta hace poco tiempo.

Unido a lo anterior irrumpe el consumismo. No el consumo, sino, el con-sumismo porque, como bien indica Moulian, el consumo es un mecanismo de inclusión social. El problema es el consumismo como tendencia obsesi-va y desenfrenada al consumo que se convierte en eje central de la vida de los individuos. “La crítica al consumo como placer y deseo no debiera ser a que exista como tal, solo debería ser al lugar predominante que ocupa o a que se instale como “sentido de vida”, como aquel discurso que da unidad y proyección a una existencia”.16

Y, esto, con toda la secuela que, visto en perspectiva socio-económica, se genera al suponer el modelo productivista vigente globalmente que atenta dramáticamente contra el equilibrio ecológico y las condiciones de vida en el planeta. Se genera así socialmente el individuo consumista que internali-

16 Cfr. Moulián, Tomás, El consumo que me consume, LOM ediciones, Santiago de Chile, 1999, pp. 14-15. También, Cortina, Adela, Por una ética del consumo, Ed. Taurus, Bogotá, Colombia, 2002, pp. 233-261.

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za el consumismo como objetivo de vida y camino de felicidad. Al respecto Bauman nos recuerda que “…el secreto de toda ’socialización‘ exitosa reside en hacer que los individuos deseen hacer lo que es necesario para que el sistema logre autorreproducirse”.17

El individualismo es otro de los rasgos, no la individualidad que es uno de los elementos importantes que aporta la modernidad. No. Es, de nuevo, la tendencia a exacerbar esa saludable búsqueda del bienestar individual que conduce a colocar como única referencia válida los intereses indivi-duales. Es, dicho desde la perspectiva judeocristiana, la disolución de la necesaria tensión entre “el prójimo y el ti mismo”, resolviéndola a favor del ti mismo que conduce al sujeto a una vida empobrecida volcada sólo hacia él mismo.

Finalmente, la tendencia a la reclusión en la esfera o espacio micro-so-cial y lo que algunos llaman la vuelta de lo religioso. El desencanto de las propuestas modernas y muy especialmente de la política como mediación tiende a provocar que las personas, dejando de lado los grandes proyectos colectivos de transformación, abandonen el ámbito de lo público y se con-centren en la actuación en el espacio pequeño de lo privado como un lugar más seguro para conseguir el objetivo de su acción: bienestar, seguridad, identidad. Claudicando en el esfuerzo por cambiar el mundo, parecen con-centrarse en el cambio personal para adaptarse a la situación.

En esa dinámica se inscribe la llamada “vuelta o regreso de lo religioso”. La modificación del paisaje religioso es una realidad evidente. La diversidad de templos correspondientes a una multiplicidad de confesiones religiosas es probablemente la mayor expresión de este cambio, en una realidad que se caracterizaba por la dominancia casi monopólica de una sola confesión: la católico-romana. Para muchos, un rasgo y un problema de esta vuelta es que ella ocurre predominantemente en clave fundamentalista con su se-cuela de intolerancia, dificultad para un diálogo respetuoso con las cien-cias modernas y para la construcción de sociedades democráticas.18

17 Bauman, Zygmunt, o.c. p. 97.18 Cfr. Kienzler, Klaus, El fundamentalismo religioso, Alianza editorial, Madrid, 2005; Boff, Leonardo, Fundamentalismo, 2006; Habermas. Jurge, Entre naturalismo y religión, Pai-dós, Barcelona, 2006, pp. 121-155.

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En general, la mayoría de estos rasgos son planteados por los muy diver-sos pensadores y analistas sociales en el país y en la región como caracte-rísticas de la sociedad actual. En muchos casos, sin embargo, pareciera que estos rasgos fueran “culpa del tiempo y no de España”. Es como si estos rasgos del ámbito cultural se explicaran en sí mismos y no encontraran ex-plicación suficiente en la crisis civilizatoria que hemos intentado abordar muy someramente y, de manera muy particular, en el núcleo duro de esta crisis: el tipo de modelo tecno-económico que se ha hecho predominante, y cuya lógica ha colonizado agresivamente los otros ámbitos sociales, el poder y el mundo de la vida.

En su debate con los neoconservadores Habermas plantea desvincula-ción analítica de manera clara: “El neoconservadurismo desplaza sobre el modernismo cultural las incómodos cargas de una más o menos exitosa mo-dernización capitalista de la economía y la sociedad. La doctrina neocon-servadora esfuma la relación entre el proceso de modernización societal, que aprueba, y el desarrollo cultural, del que se lamenta. Los neoconserva-dores no pueden abordar las causas económicas y sociales del cambio de actitudes hacia el trabajo, el consumo, el éxito y el ocio. En consecuencia, responsabiliza a la cultura del hedonismo, la ausencia de identificación so-cial y de obediencia, el narcisismo, el abandono de la competencia por el estatus y el éxito. Pero, en realidad, la cultura interviene en el origen de todos estos problemas de modo sólo indirecto y mediado”.19 A mi juicio, ocurre igual con el pensamiento conservador en nuestro país.

4.- Modernidad-postmodernidad en América Latina y el Caribe: la especificidad de los procesos

Si bien los procesos modernizadores han sido desde siempre procesos con pretensión de globalidad, en cada lugar, en cada espacio social adquie-re rasgos específicos en función de las características propias de esa deter-minada dinámica social. En la región latinoamericana y caribeña los proce-sos modernizadores han sido permanentemente “incompletos” (Cfr. M.D. París-Pombo, 1990) tanto desde el punto de vista de la modernización de los procesos económicos y sociales, como de la modernidad política. Ac-

19 Habermas, Jurgen, Modernidad, un proyecto incompleto, en: El debate modernidad-posmodernidad, Ed. Puntosur, Buenos Aires, 1989, pp. 135-136.

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tualmente nos encontramos viviendo en la región procesos modernizado-res en el conjunto de la vida social, y ellos han ocurrido hasta hace muy poco al interior de la propuesta neoliberal como “nuevo camino hacia el desarrollo” de nuestros países.

4.1 LA MODERNIZACIÓN-MODERNIDAD NEOLIBERAL Y LA POSTMODERNIDAD CONSERVADORA.

Si bien, en la actualidad la gran pregunta en este mundo globalizado pa-rece ser, parodiando a Touraine: ¿Después del neoliberalismo qué?, creo que podemos convenir en que hasta hoy, y quizás todavía, el horizonte neoliberal fue el dominante en los procesos económicos de la región, aún cuando su crítica fue “finalizada” hace ya un buen tiempo. La moderniza-ción en esta última etapa histórica se pretendió realizar en la región, y de la mano de los organismos internacionales de financiamiento, en clave neo-liberal. La crisis financiera actual es probablemente el más contundente desmentido práctico de buena parte de los presupuestos neoliberales.

La modernización neoliberal nos colocó al interior de una aparente con-tradicción en la región que podría expresarse de la manera siguiente: por una parte, es amplia y profunda la exigencia de la modernización de los procesos institucionales a todos los niveles de la vida social. Pero, por otra parte, en la medida en que se realiza desde la perspectiva y el modelo neo-liberal ello parece devenir en una alianza con el pensamiento (o sentimien-to) postmoderno de matriz conservadora o decadente.

4.1.1 EL MESIANISMO DEL MERCADO.

El pensamiento neoliberal postuló fácticamente un nuevo mesianismo: el del mercado. El mercado estaría adornado con tantos atributos que cier-tamente se presenta como sujeto de quien podríamos esperar la salvación. Aquella salvación prometida por la modernidad e incumplida por ella en el proceso histórico.

4.1.2 IRRESPONSABILIDAD SOCIAL Y AUSENCIA DE SUJETOS SOCIALES.

Aún cuando considerar al mercado como nuevo mesías nos dé la impre-sión de introducirnos en la lógica de la modernidad, y así lo justificaban sus

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defensores, visto con un poco más de detenimiento las cosas no parecen tan claras y más bien deberíamos considerarlo como un pensamiento de matriz conservadora que probablemente entronca con las intuiciones postmoder-nas decadentes. En este caso es claro que, al igual que los postmodernos, declarar el mesianismo del mercado implica la negación de la existencia de los seres y colectivos humanos como sujetos responsables.

Se trataría así de una sociedad sin sujetos, en la cual la categoría res-ponsabilidad social no tiene posibilidad de existencia puesto que de ella sólo los seres humanos pueden ser sujetos. Consecuentemente a nadie se le puede realmente protestar, ni demandar puesto que el diseñador de políti-cas es el mercado, institución que no es sujeto de responsabilidad.

4.1.3 LA NEGACIÓN DEL PASADO Y DEL FUTURO VÍA LA AFIR-MACIÓN DEL PRESENTE.

Por otra parte, también la modernización neoliberal entronca con el pensamiento conservador postmoderno por la vía de la afirmación del pre-sente como única referencia consistente. El pasado, para el neoliberalismo, es sólo “el tiempo del error”; todo lo que nuestros países hicieron en el pa-sado estuvo equivocado, y la expresión más fehaciente de este cúmulo de equivocaciones lo constituye la crisis a la cual el neoliberalismo estaría ha-ciéndole “exitosamente” frente. Evidentemente, la actual crisis financiera impide ya continuar pensando y argumentando de esta manera.

El futuro es entendido como “presente continuado” (Lechner) por cuan-to la única forma de organización racional de la sociedad, y por tanto, aquella a la cual deberemos aspirar también en el futuro sería el neolibe-ralismo. Cualquier otra pretensión de organización social alternativo está por definición condenada al fracaso. Esto y no otra cosa es lo que habría demostrado la historia reciente, en específico, el fracaso de los socialismos reales. (Cfr, F. Fukuyama).

Por demás, mientras más nos adentramos en el manejo del discurso cien-tífico (de corte positivista), más entendemos que el futuro no es planifica-ble por cuanto para hacerlo necesitaríamos un cúmulo tal de informaciones (manejo de variables) al que no nos es dado acceder (Cfr. K. Poper).

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4.1.4 LA NEGACIÓN DE LA UTOPÍA.

Según lo anterior entonces, la utopía y los utopistas son solamente ex-presión de la irresponsabilidad social. Ellos conducen inevitablemente a la sociedad al caos. Así, los sueños son declarados como perniciosos, y la in-teligencia se expresa sólo pragmáticamente; el presente se absolutiza y los excluidos y excluidas se perciben como un mal necesario y permanente.

4.1.5 LA RECONSTRUCCIÓN DE UNA CIERTA “UNIDAD” DE LA RAZÓN DESDE LA LÓGICA DEL MERCADO.

Hay que reconocer, sin embargo, que a través de la alianza entre ciencia, tecnología y economía –que produce lo que Habermas llama el subsistema tecno–económico– se reconstruye una cierta unidad de la vida social desde la lógica dominante del mercado. Esto es concretamente lo que significa la colonización del mundo de la vida por parte del subsistema mencionado (Habermas).

4.1.6 APARECE ASÍ LA ECONOMÍA COMO UN DISCURSO CUESTIONABLE EN SU PRETENSIÓN DE NEUTRALIDAD CIEN-TÍFICA, Y EN EL TIPO DE MEDIDA QUE PROPONE PARA ALCAN-ZAR METAS QUE ELLA SABE IMPOSIBLES.

La economía no es, por tanto, un discurso desvinculado de cualquier consideración ética como en múltiples ocasiones pretenden presentar los teóricos neoliberales. No es “pura cientificidad”, todo lo contrario, es un discurso que ha hecho opciones ético-políticas claras y que pretende re-construir desde ellas al conjunto de la sociedad, normando lo que debe y no debe hacerse.

Por otra parte, este discurso económico propone un conjunto de me-didas a través de las cuales supuestamente arribaríamos –en un tiempo razonable– a la solución de la crisis. Sucede que en vez de soluciones lo que hemos experimentado es la profundización de la crisis hasta niveles insospechados. Las medidas son pues ineficaces de cara a la solución de la problemática social. La economía se separa así de su objetivo fundamental, a saber, permitir un ordenamiento de la casa (oikos) que asegure la vida de todos y todas sus habitantes.

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4.1.6 ¿LA POSTMODERNIZACIÓN DE LA POLÍTICA?

Así los viejos y los nuevos desencantos con respecto a la política se ex-presan dramáticamente en: la ausencia de proyectos, la desconfianza en las mediaciones políticas capaces de hacerlos realidad.20 En este contexto de desprestigio de la política –por lo menos en la vida cotidiana de la pobla-ción– parecen prestigiarse significativamente las respuestas religiosas de tipos muy variados. La interpelación religiosa parece dotar de nuevos senti-dos a necesidades sociales que son elaboradas–conformadas religiosamen-te –con mayor o menor éxito– por las diferentes propuestas religiosas.

Así, asistimos a lo que hemos designado antes como “vuelta a lo religio-so” en un mundo en el que referentes fundamentales para la construcción colectiva de sentido se encuentran devaluados. La religión, por una parte, parece ofrecer certeza en momentos en que la crisis de los mencionados referentes hace aparecer el presente como incertidumbre. Por otra parte, esta vuelta a lo religioso estaría expresando, según algunos, una búsqueda de significación por fuera de la racionalidad instrumental que encuentra en la trascendencia su respuesta posible.

Hay que decir sin embargo, que en el presente, y ya desde un tiempo, aparecen en la región respuestas “alternativas”. Nos referimos a la irrup-ción de la llamada nueva izquierda latinoamericana cuya eficacia está aún por verse, pero que parecen tener capacidad para convocar a sectores im-portantes de sus respectivas poblaciones a una cierta vuelta a la política.

5.-El caso dominicano

Cuando revisamos el pensamiento social dominicano contemporáneo nos encontramos, sin duda, con todos estos temas mayores. Sin pretender ser exhaustivo y sólo a manera de ilustración podemos dar cuenta de la reflexión sobre la cuestión de los valores, los trabajos de historiadores que desde perspectivas diferentes abordan, con esta sensibilidad, una impor-tante diversidad de temas muchos vinculados con la discusión existencial,

20 Cfr. Tanzer, La sociedad despolitizada, ed. Gedisa, Barcelona 1992.

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los valores y el sentido; urbanismo y pobreza; el debate sobre el sistema político y la política dominicana; la discusión acerca de la apasionante cuestión de la Ética y la Política; los trabajos sobre sociedad civil-sistema político, juventud, género, movimientos sociales y violencia; o los trabajos que abordan directamente el tema de la modernidad.

No siempre encontramos explícitamente el par conceptual modernidad-postmodernidad para dar cuenta de la dinámica social dominicana, pero es evidente que la reflexión se enmarca en ese contexto o en la perspectiva de lo que hoy algunos llaman la “segunda modernidad”. Es posible descubrir autores que en su abordaje no parecen dar cuenta de esta dinámica de una propuesta civilizatoria globalizada y en crisis que demanda nuevos senti-dos. Esto hace que, no pocas veces, la aproximación a los fenómenos no sea lo suficientemente fecunda para propiciar una comprensión adecuada, y luego orientar la acción.

No soy de la opinión de que este par conceptual sea omnipotente, pero sí creo que su uso o el de equivalentes analíticos permite captar la diná-mica nacional, sin negar su especificidad, a lo interno de procesos sociales globales que permiten una comprensión más adecuada de lo que acontece en la sociedad dominicana, sobre todo, de cara a un eventual aporte para la acción social. No hacerlo puede llevarnos a correr el peligro de pensar en los procesos nacionales sin referencia a fenómenos actuales fundamenta-les, que como la globalización y la crisis civilizatoria, otorgan profundidad al análisis, ayudan a colocarlos en perspectiva, e impide asumirlos como exclusivos sin una aproximación en perspectiva más global y compleja que nos impida descubrir todos los días el mar Caribe.

“El pasado, para el neoliberalismo, es sólo ‘el tiempo del error’; todo lo que nuestros países hicieron en el pasado estuvo equivocado, y la expresión más fehaciente de este cúmulo de equivocaciones lo constituye la crisis a la cual el neoliberalismo estaría haciéndole ‘exitosamente’ frente”.

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I. Introducción

Antes de entrar en especificaciones se impone, desde la más elemental rigurosidad, reflexionar en torno al mundo moderno, y en torno a la lógica cultural de la postmodernidad. En este sentido, cuando hablamos de la mo-dernidad y de la postmoderno, ¿qué se quiere significar con ello?

La sociedad moderna, aquella que brotó directamente de las condicio-nes económicas sociales e históricas engendradas al interior de la sociedad feudal, se caracteriza por un profundo dinamismo en todos los aspectos, por un significativo proceso de secularización, por un vertiginoso movi-miento de racionalización de la vida social, por el ideal emancipatorio, por la defensa del progreso, como sentido ascendente de la historia y por el desarrollo de la ciencia y de la técnica.

Hay que decir que todos los modos de producción premodernos y pre-capitalistas tendían al conservadurismo y a la inmovilidad económica y so-cial. En cambio, la sociedad moderna representa, al decir de Carlos Marx, una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud constante distingue la época burguesa de todas las anteriores. “Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias e ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo estamental y sagrado se esfuma;

Presencia de lo moderno y lo postmoderno en algunos pensadores dominicanos contemporáneos“Voltaire fue el crítico por excelencia de las tradiciones históricas; Montesquieu, de las instituciones de su tiempo; Rousseau, de las desigualdades; Locke, de la intolerancia religiosa; y Kant, del conocimiento al establecer sus límites y posibilidades”.

Rafael Morla

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todo lo sagrado es profanado y los hombres al fin se ven forzados a considerar sus con-diciones y sus relaciones recíprocas”.1

“Mundo desbocado” llama Anthony Giddens al mundo moderno, al ver la rapidez con que transcurren las transformaciones económicas, sociales, políticas e ideológicas. Hay que precisar que ello no sólo es válido para los aspectos centrales o macro de la vida social, también la individualidad del yo, tanto en lo relativo a la subjetividad, como en los aspectos personales de la experiencia, se ve constantemente afectada.

Los logros materiales de la modernidad son indiscutibles, en el espa-cio de pocas décadas se produjeron en Europa unas transformaciones que cambiaron la faz del viejo continente de manera permanente e irreversible. ¿Qué clase social impulsó esos cambios? La burguesía, originariamente ca-lificada por un comunista como Marx de revolucionaria. La sociedad mo-derna tuvo origen en los siglos XV y XVI, pero sus triunfos legitimadores en el plano económico, político, científico-técnico y cultural se produjeron en los siglos XVII y XVIII. El paso de la etapa medieval a la posmedieval está marcada por una serie de acontecimientos, a saber: el arte renacentis-ta, la formación de las naciones, la expansión colonial, la reforma protes-tante, la contrarreforma católica y las grandes revoluciones acontecidas en Inglaterra y Francia.

1 Carlos Marx y Federico Engels, “Manifiesto comunista”, en Obras Escogidas, p. 25.

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Entremos ahora en la parte puramente ideológica y política. El sujeto social que impulsa las revoluciones económicas, políticas y sociales en In-glaterra y Francia es la burguesía. La ideología que le anima es la ideología de la Ilustración. Para que no haya confusión no es lo mismo modernidad que Ilustración, aunque uno no existe sin el otro. La Ilustración es la cul-minación, el momento más elevado del proyecto moderno, encabezado por la burguesía europea en el siglo XVIII. Las consignas orientadoras de es-tos hombres fueron la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ahora bien, la Ilustración tuvo una diversidad de manifestaciones conforme a la realidad sociocultural de cada país. En consecuencia, no es lo mismo la Ilustra-ción en Inglaterra que en Francia, ni en Francia que en Alemania, ni en Alemania que en España, por más que se pueda encontrar el mismo hilo conductor, que se expresó en esa voluntad de reforma y de progreso, en el espíritu de libertad, en esa intención de conectar el pensamiento y la ac-ción con el ideal de un destino mejor para el hombre. Es saludable recordar las palabras de Mendelsson, cuando dice: “Pongo siempre el destino del hombre como medida y objetivo de todas nuestras aspiraciones y esfuerzos, como un punto en que tenemos que fijar nuestras miradas si no queremos perdernos”.2

Las categorías básicas para entender la modernidad ilustrada son las si-guientes: libertad, igualdad, fraternidad, razón, crítica, progreso, felicidad, tolerancia y naturalismo. No hay que estudiar cada una de ellas, pero sa-bemos que la libertad, la igualdad y la fraternidad son las tres consignas directrices de la Revolución Francesa. También sabemos que es imposible entender en profundidad el tema que nos ocupa sin esclarecer la idea que los hombres del siglo XVIII tenían de la razón, del ejercicio de la crítica y la idea de progreso de que eran portadores. Este esclarecimiento nos ayudará a entender la reacción posterior de los postmodernos.

En el transcurso del movimiento ilustrado Europeo del siglo XVIII todas las manifestaciones de la libertad humana alcanzaron un importante pun-to de desarrollo y madurez. En este sentido se habló de libertad personal, política, pública, social, de acción, de palabra, libertad de cultos y de idea.

2 Moses Mendelsson (1783-1804), “Acerca de la pregunta: ¿A qué se llama ilustrar?”, en Agapito Maestre, ¿Qué es ilustración?, p. 12.

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Nunca el humano elevó tan alto el sentimiento de libertad como en aque-llas décadas transcurridas entre 1740 y 1789, espacio temporal en el cual se crean las condiciones para los grandes cambios que culminaron con la Revolución Francesa. Libertad, igualdad y fraternidad constituyen un gran todo. La base de la libertad es la igualdad. No puede haber igualdad real, allí donde unos seres humanos explotan y excluyen a los otros; tampoco fraternidad, porque para que tenga eficacia cualquier ideal de tolerancia, cooperación o convivencia, tiene que haber, al menos, un mínimo de igual-dad entre las personas que se relacionan.

La razón ilustrada no es una facultad, sino su despliegue reflexivo y crí-tico, para comprender la sociedad y la naturaleza, y abrir paso a un mundo de bienestar y felicidad para todos. A la capacidad de juzgar de un modo libre, sin ayuda de nadie, siguiendo la lógica del pensamiento se le llama razón. Kant proclamó que la razón es libre por naturaleza y no acepta ór-denes que le impongan tomar por cierta tal o cual cosa. Con esta tesis que-da marcada la distancia con respecto a los poderes fácticos (el Estado, los gobiernos y las iglesias).

En el siglo XVIII se hizo un esfuerzo extraordinario por situar la razón como elemento ordenador y directivo de la vida humana. El gran impulso lo había dado Descartes, en el siglo anterior, con su discurso del método, publicado en 1637, donde plantea la tesis esencial de su filosofía: pienso, luego, existo. Más de un autor ha escrito que desde que se escribió este principio se colocó a la razón en los altares de la divinidad.

Razón y crítica constituyen dos caras de la misma moneda. La Razón se realiza como crítica, y la crítica se hace realidad por medio de la razón. “La crítica es un aspecto consustancial a la racionalidad moderna; Descartes, verdadero padre de la modernidad filosófica, da a la crítica una dimensión teórica hasta entonces inédita, como sabe cualquier principiante. La Ilustración llevó esta crítica teórica a as-pectos más conflictivos y próximos a la vida cotidiana”.3

Los ilustrados sometieron a crítica el antiguo régimen feudal. A su espí-ritu de reflexión y examen no escaparon las costumbres, la moral, el arte, la

3 Antonio Pintor Ramos, Estudio Preliminar, Juan Jacobo Rousseau, “Discurso sobre el origen de las desigualdades entre los hombres”.

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ciencia y la religión, la concepción del hombre y de la historia, las ideas eco-nómicas, políticas, sociales y la propia visión de la naturaleza y el hombre. Voltaire fue el crítico por excelencia de las tradiciones históricas; Montes-quieu, de las instituciones de su tiempo; Rousseau, de las desigualdades; Locke, de la intolerancia religiosa; y Kant, del conocimiento al establecer sus límites y posibilidades.

Hay que aclarar que la confianza en el poder de la razón no significa ser racionalista, tal y como manejan la razón los grandes metafísicos del siglo XVII. Los ilustrados concibieron un concepto nuevo de razón, que los llevó a descartar las ideas innatas, y a establecer una conexión dialéctica con el mundo real.

La idea de progreso es otra de las categorías vitales de la modernidad ilustrada. ¿Qué se entiende cuando hablamos de progreso? Que la sociedad, el ser humano marchan hacia un mejoramiento permanente y continuo. “…Esta decisiva puesta en marcha del mundo es condición de toda teoría del progreso. Y como el hombre de la modernidad cree en la superioridad de su época sobre cualquier otra pasada, su dictamen es, como ya hemos visto, que el transcurso del tiempo perfec-ciona las cosas y la obra del hombre”.4

El concepto de progreso es una idea clave, porque es el contexto en que viven y actúan otras ideas desarrolladas por los ilustrados. “Gracias a la idea de progreso, las ideas de libertad, igualdad y soberanía popular dejaron de ser anhe-los para convertirse en objetivos que los hombres querían lograr aquí en la tierra. Es más, estos objetivos acabaron apareciendo como necesarios e históricamente inevita-bles. Turgot, Condorcet, Sait-Simon, Comte, Hegel Marx y Spencer, entre muchos otros, mostraron que toda la historia podía ser interpretada como un lento, gradual ascenso necesario e ininterrumpido del hombre hacia cierto fin…”.5

Estudiando documentos y discursos del siglo XVIII europeo llegué a la conclusión de que en la modernidad habían dos tipos de razón, a la pri-mera la podemos llamar instrumental, y a la segunda liberadora. La clave diferenciadora está en relación al lugar en que se coloque al ser humano, es decir, como medio o como fin. Esa perspectiva estrecha y empobrece-

4 José Antonio Maraval, Antiguos y modernos, p. 581.5 Robert Nisbert, Historia de la idea de progreso, p. 243.

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dora (la que se deriva de la razón instrumental), que tendía y tiende a la competencia puramente económica, a la ganancia, a la explotación de la naturaleza y del ser humano, terminó imponiéndose al interior de la socie-dad capitalista. Esto explica por qué la formación del ser humano, en cuan-to medio liberador y de realización de su propia condición, fue olvidada por las clases dominantes, desde los días inmediatos a la gran Revolución Francesa de 1789.

Pienso, de manos de lo mejor de la propia Ilustración, que hay que volver a la sociedad, a aquella conciencia en la cual el hombre, en su humanidad, se convierte en la finalidad de las acciones. El fin del hombre es el hombre mismo, y ni la humanidad como un todo, ni parte de ella, ni la persona en su singularidad, jamás debería ser usada como medio. La modernidad ilustrada participó de esta perspectiva, pero luego el individualismo y el afán desmedido de riquezas lanzaron a los hombres por otros rumbos. En-tonces, si pensamos en un proyecto para el futuro, buscando nuevos cami-nos, propongo un modelo de sociedad en la cual haya una armonía entre la persona y la sociedad, entre el género humano, sus especies (hombre-mujer) y sus individuos. Lo anterior evitaría que las personas en la huma-nidad de su singularidad, sólo piensen en sus apetencias individuales o que terminen aplastadas por los sistemas abstractos y complejos de la propia modernidad como son el partido, la escuela y el Estado. Todos, pensaba Kant, estamos en el deber de cultivar la humanidad que habita en cada uno de nosotros. Y esta expresión no se agota en la individualidad del yo, sino que, con la fuerza de su sabiduría, es capaz de irrigar a la sociedad, replanteando los niveles de convivencia y de cultura dialógica existente en nuestros tiempos. Y no es que Kant se haya inventado al hombre (como pensaba Foucault), que de por sí es una construcción histórica, sino que con sus convicciones antropológicas le construyó un nicho de dignidad y grandeza, que hicieron de él el centro de la vida social.

En mis horas de reflexión y escritura, estudio las ideas ilustradas de los siglos XVIII y XIX, como aquel que busca en el pasado una parte de las claves para entender el presente. Esto me ha permitido concluir que, en términos de ideas filosóficas, sociales y políticas, aún vivimos, al menos en parte, del legado ilustrado. Y la prueba más elocuente de nuestra afir-mación es que cualquier intento de formular una propuesta filosófica o de

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organización social, para nuestros tiempos, pasa necesariamente por una crítica superadora de los pilares esenciales de la Ilustración.

Los postmodernos, por ejemplo, han planteado la muerte de los valores supremos, es decir, aquel conjunto de supuestos metafísicos que sirvieron de fundamento a la modernidad occidental. En este sentido, conceptos como libertad, igualdad y fraternidad, que constituyen claves orientado-ras del programa ilustrado y emancipatorio encabezado por la Revolución Francesa de 1789, pretendidamente no tienen significado alguno.

Continuando con sus ideas, proclamaron la muerte de la utopía, del “pro-greso” y el “fin de la historia”. Estas tesis, a mi entender, delatan o revelan el programa que las multinacionales tienen frente a los pueblos del mundo, más que una realidad tangible y absolutamente verificable en el contexto actual de nuestras sociedades. Ponen de manifiesto, además, cuan alejadas están nuestras clases dominantes de todo proyecto ilustrado. Y este olvido plantea dificultades serias a la burguesía para orientarse en el propio mun-do, construido por ella a su imagen y semejanza, al tiempo que la colocan en la irremediable incapacidad de resolver los problemas complejos que se plantean en la modernidad tardía en que nos encontramos.

Reivindicando tesis ilustradas, puedo decirles a los postmodernos que una vida sin utopías no merece ser vivida. De hecho la humanidad, para ser tal, no puede vivir sin ideales trascendentes; por eso cuando un ideal libe-rador, esto es, respecto a determinadas ataduras espirituales y materiales, entra en crisis, hace mucho tiempo que su sustituto viene en camino. El hu-mano es el único ser vivo cuya existencia es un juego permanente consisten-te en construir y destruir utopías. No morirán las utopías, mientras existan la conciencia y el anhelo inextinguible de progreso del género humano. Es verdad que entran en crisis, a un extremo tal que, habiendo servido de ins-piración a millones de personas, luego pasan al olvido, y no motivan a nadie a acción alguna con carácter históricamente independiente.

II. La Posmodernidad

El debate sobre modernidad y postmodernidad comienza su curso en la década del ochenta y llega hasta nuestros días. ¿Cuál fue el ambiente de

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dicho debate: “…la conciencia generalizada del agotamiento de la razón, tanto por su incapacidad para abrir nuevas vías de progreso humano como por su debilidad teórica para otear lo que se avecina. Así, en política asistimos al final del Estado de bienestar y a la vuelta a posiciones conservadoras de economía monetarista, en ciencia presentamos el boom de las tecnologías –la cibernética, la robótica abren un horizonte incalculable a las capacidades humanas– en el arte se ha llegado a la imposibilidad de establecer normas estéticas válidas y se difunde el eclecticismo que, en el campo de la moral, se traduce en la secularización sin frontera de los valores, lo que constituye para algunos una fuerza subversiva incalculable”.6

El desarrollo de la postmodernidad está en relación con la imposición a escala internacional de la globalización económica. Ambos fenómenos re-puntan en la década de los ochenta coincidiendo, no por casualidad, con el fin del socialismo real. La postmodernidad, concepto que de por sí significa una “despedida de la modernidad”7, tiene sus antecedentes en los románticos y en las obras de los filósofos Federico Nietzsche y Martín Heiddegger, pero no es sino hasta la década de los ochenta del pasado siglo cuando el movi-miento postmoderno irrumpe de manera imponente y significativa en los diferentes ámbitos del saber y de la vida social.

Al pie de la página 18 de su libro, El fin de la modernidad, Vattimo escribe: “la diferencia entre países adelantados y países atrasados se establece hoy sobre la base del desarrollo de la informática no de la técnica en sentido genérico. Precisamente aquí es probable que esté la diferencia entro lo ‘moderno’ y lo ‘postmoderno’”.8 Los teóricos de los post-industrialismo, muy afines a los postmodernos, proclamaron que se había gestado un nuevo tipo de sociedad, la cual llamaron post-in-dustrial, donde el obrero fabril ya no ocuparía el lugar que había ocupado en la fase industrial, siendo desplazado por una élite profesional vinculada al sector de los servicios.

En la introducción a la recopilación de textos sobre la modernidad y la postmodernidad, Joseph Picó, dice:

6 Josép Picó, Modernidad y Postmodernidad (compilación), p. 13.7 Gianni Vattimo, El fin de la modernidad, p. 18.

8 Ibíd., p, 10.

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“La sociedad moderna era conquistadora, creía en el futuro de la ciencia y de la técni-ca; en la sociedad postmoderna se disuelven la confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir de la revolución y el progreso, la gente desea vivir el ‘aquí ’ y el ‘ahora’, buscando la calidad de vida, y la cultura personalizada. La atención por lo social se vuelve hacia el individuo y se difunde el narcisismo individual y corporativo. El indi-viduo sólo tiene ojo para sí mismo y para su grupo. El capitalismo autoritario cede el paso al capitalismo hedonista y permisivo que acaba con la edad de oro del capitalismo competitivo”.9

En un intento por establecer la diferencia entre los postmodernos y los modernos, Fredric Jameson escribe: “Los modernos buscan rupturas, acon-tecimientos antes que nuevos mundos, el instante revelador tras el cual nada vuelve a ser lo mismo; el (‘cuando todo cambió’) como dice Gibson o mejor aún, las variaciones y los cambios irrevocables en la representación de las cosas y como estas cambian. Los modernos se interesan por los cambios y de su tendencia general: pensaban en la cosa misma, sustantivamente, de modo utópico y esencial”.10

III. Ahora veamos algunas aplicaciones

En la Escuela de Filosofía de la UASD, que es el espacio de reflexión y trabajo intelectual que tomaré como referencia para mis reflexiones, los pensadores pueden dividirse entre modernos y posmodernos. Entre los modernos tenemos a Miguel Pimentel, Alejandro Arvelo, Lusitania Martí-nez, Julio Minaya y a Andrés Merejo. Por otro lado, entre los postmoder-nos tenemos a Edikson Minaya.

Miguel Pimentel nació en 1951 y es egresado de la Facultad de Humani-dades, donde estudió filosofía y letras. Su mayor prestigio intelectual le viene por su obra Hostos y el positivismo en Santo Domingo. Un texto escrito desde el horizonte intelectual del marxismo, específicamente el materia-lismo histórico y dialéctico. Por eso las categorías de ideología, clase so-cial, sociedad y burguesía están presentes a lo largo del texto. También se siente la influencia en Pimentel del libro La ideología alemana, donde Marx

9 Jisep Picó, ob.cit., p. 37.10 Fredrich Jameson, Teoría de la postmodernidad, p.9.

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trabaja la clásica contraposición entre materialismo e idealismo, la cual a mi entender maneja magistralmente.

Que las ideas del Lic. Miguel Pimentel están movidas por el paradigma marxista, la teoría crítica por excelencia de la modernidad, se pone de ma-nifiesto cuando tiene que asumir la crítica de la teoría de los tres estadios en que Agusto Comte divide la evolución de la sociedad humana, a saber: el teológico, el metafísico y el positivo. Dice: “La ciencia del materialismo y dia-léctico ha demostrado el carácter antihistórico y dogmático de la tríada comtiana. A propósito de ella, Chernishenki afirma: ‘Jamás ha habido un período teológico de la cien-cia; la metafísica, en el sentido en que la entiende Augusto Comte, tampoco ha existido nunca’ ”.11

Las autoridades intelectuales que a menudo cita son Marx y Lenin, y los académicos de la Escuela Marxista Soviética. Las obras mencionadas, a menudo, son la Ideología Alemana, Materialismo y empirocriticismo y el Diccio-nario Filosófico, de la autoría de Rosental Iudin.

En el libro Modernidad, postmodernidad y praxis de liberación (2002), un tex-to maduro de Miguel Pimentel, hay un capítulo (el VII), titulado: “Mo-dernidad y transmodernidad desde la praxis de la liberación”, donde este intelectual dominicano nos recuerda que las consignas orientadoras de la Revolución Francesa, que es el evento culminante de la Ilustración, son la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Y algo muy importante, inusual en nuestro medio, de los dos conceptos de razón (la razón como instrumentalización del sujeto y dominio, y la razón como medio de liberación), Miguel Pimentel se define francamente por esta última, y lo dice claramente y sin rodeos: “Para los pueblos pobres y subdesarrollados, la vía racional para alcanzar e iniciar una evolución hacia el desa-rrollo y una vida digna, decente y humana, como criterio universal de progreso es sólo posible convirtiendo las nociones abstractas del pensamiento burgués en realidades sociales histórico-concretas en un proceso complejo, en el cual los sujetos: los proce-sos y los sistemas están orientados por una praxis de liberación, de reconocimiento de las ‘diferencias’ y de ‘solidaridad ’ entre situaciones históricas de vida que marquen

11 Miguel Pimentel, Hostos y el positivismo, p. 13.

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‘distancias, desigualdades, heterogeneidades y cierto nivel de intercambio dispar de los productos del trabajo, de la creatividad técnica y artística y del goce y usufructo de la naturaleza’ ”.12

Miguel Pimentel se revela ante la conciencia de la nación como intelec-tual crítico: crítico frente a la realidad social en que vive, y crítico frente a las posturas filosóficas, que en nombre de un cambio de época hunden a la humanidad en la desesperanza y en la desorientación social y política. Dice: “Para los postmodernos prevalece la identidad y no la ‘actividad de los otros ’, el nihilismo o los anti-valores de los países capitalistas hegemónicos y no los ‘ nuevos valo-res’ de la humanidad sufriente de los pueblos de la periferia, cuya necesidad histórica de sobrevivir los obliga a la liberación y no a la libertad abstracta; a la diferencia y no a la identidad; a la solidaridad en el diario vivir y no a la confusa y falsa ‘ falta de sentido ’ de la existencia humana”.13

Lusitania Martínez

Lusitania Martínez es una de las figuras fundamentales de la Escue-la de Filosofía de la UASD, y probablemente la teórica más depurada del feminismo dominicano. Marxista existencialista, discípula de Marx y de Sartre, lo cual la revela ante la conciencia reflexiva como una pensadora moderna. Sin embargo, es una pensadora que emplea categorías propias del discurso ilustrado, para acometer el estudio de una problemática, que como el discurso de género, se desplazó en nuestros tiempos hacia post-modernidad.

Lusitania, quien fuera dos veces directora de la Escuela de Filosofía de la UASD, se mueve creadoramente en la dialéctica modernidad-postmoderni-dad, considerando “factible la defensa de la racionalidad, y del feminismo ilustrado aunque abierto al de la postmodernidad, en tanto que la emergencia de la racionalidad instrumental no la caracteriza como un todo, sino solamente como una parte patológica que puede ser superada, entre otras, en general, siguiendo a Jurgen Habermas, a través de un diálogo efectivamente consensuado entre los participantes del mundo en sus distintas

12 Miguel Pimentel, Modernidad, postmodernidad y praxis de liberación, págs. 334-335.13 Miguel Pimentel, ob.cit., p. 238.

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esferas, y en particular, siguiendo a Simone de Beauvoir, a través del cambio cultural de las diferencias de roles”.14

La académica dominicana Lusitania Martínez aclara que solo comparte en parte la crítica de la postmodenidad a la modernidad, pero condena la falta de compromiso político y social de los partidarios de la postmoder-nidad.

Alejandro Arvelo

Egresado de la Escuela de Filosofía de la UASD, es uno de los más sólidos representantes de quehacer filosófico en la República Dominicana. Su con-dición de pensador moderno se puede ver en uno de los textos suyos más leídos, Filosofía del silencio. En esta obra reclama un espacio para la razón, para la subjetividad, para la palabra, para el diálogo y para libertad.

¿Dónde radica la clave de este reclamo? Radica en que la sociedad domi-nicana destruye aceleradamente las condiciones objetivas del diálogo. A cada instante aumenta la despreocupación por el otro, cada segundo trans-currido, la capacidad para escuchar se reduce a su mínima expresión. Ello ha hecho posible, como dice Alejandro Arvelo, que “vivamos en un mundo en el que cada cual se siente extraño en medio de sí mismo”.

Arvelo establece la más ajustado conexión entre libertad y pensamiento. Se trata de una libertad que se consigue en intimidad consigo mismo, el propio mundo interior del sujeto. “Pensar –dice el autor de Filosofía del Silen-cio– es una alternativa hacia la genuina libertad. Hacia aquella que no se consigue en la plaza ni en el mercado, ni con dinero, ni con la multitud o el poder de muerte”. 15

Julio Minaya

Filósofo y pensador dominicano, ex director de la Escuela de Filosofía, y actualmente presidente de la Asociación Dominicana de Filósofos. Tiene importantes reflexiones sobre ecología y medio ambiente. También enca-

14 Conversaciones con Lusitania Martínez.15 Alejandro Arvelo, Filosofía del Silencio, p. 13.

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mina investigaciones muy serias en torno al legado intelectual del prócer dominicano Pedro Francisco Bonó, probablemente nuestro primer soció-logo, y uno de los más sólidos intelectuales del siglo XIX dominicano.

Según confiesa Minaya, en el esfuerzo por esclarecer las problemáticas anteriormente mencionadas, ha vivido una “tensión entre lo pre-moderno, lo moderno y lo postmoderno”, lo cual le ha llevado a moverse en varios paradig-mas.

El pensador Minaya acude a categorías ilustradas como libertad, igual-dad y fraternidad para penetrar en el pensamiento y la obra de Pedro Fran-cisco Bonó. Confiesa compartir con Bonó sus “desvelos por lo valores mo-dernos”, pero también su “consecuente crítica al ideal de progreso enarbolado por el liberalismo político de su época. También su enjuiciamiento de la fe ciega encarnada por la corriente positivista respecto de la ciencia y la técnica, como medios para procurar el bienestar y la felicidad del género humano”.16

Percibo a Minaya como un intelectual en ebullición, en la dialéctica de un transitar, en un ir y venir de lo moderno a lo postmoderno y viceversa. Se acomoda en el asiento, respira profundo, y lanza los siguientes destellos de luz: “El programa moderno no está enteramente agotado en la actualidad, mucho menos en un país como la República Dominicana… la postmodernidad en sí misma dice muchas cosas, hay en ellas algunas reflexiones sin las cuales no es posible entender hoy en día tendencias y aspiraciones del hombre y la sociedad con una visión amplia del con-junto de sus circunstancias”.17

Andrés Merejo

Académico de la Escuela de Filosofía de la UASD, que vivió profunda-mente la tensión entre la ausencia y la presencia, con relación al terruño, a la patria. Es el único de nosotros que emigró, por efecto de la década do-blemente perdida del ochenta, y luego retornó con un pensamiento propio, expresión profunda de su andar y sus vivencias, de sus raíces y su desarrai-go. Sus obras principales: La vida americana en el siglo XXI, Cuentos en New York,

16 Conversaciones con Julio Minaya.17 Conversaciones con Julio Minaya.

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Conversaciones en el lago y Narraciones filosóficas, no hacen más que retratarlo en cuerpo y alma.

Mi “pensamiento filosófico –dice Andrés Merejo– es de condición moderna, en cuanto herencia de la ilustración, el marxismo, existencialismo, poética y complejidad, sin embargo este punto de partida converge con la postmodernidad”,18 ya que aborda otros problemas como son los de la sociedad de la información, el conoci-miento y el ciberespacio.

Andrés Merejo, una de nuestras más importantes promesas intelec-tuales, es un crítico de las relaciones de poder, que se han derivado de la sociedad del conocimiento y del ciberespacio. Como ilustrado defiende el valor de la libertad del sujeto en relación con los nuevos medios, y está pro-fundamente empeñado en elaborar “una visión ética de búsqueda de una nueva perspectiva cognitivo y de valor social adecuada al mundo global y local de la República Dominicana”.19 Su obra La República Dominicana en el ciberespacio del Internet así lo pone de relieve.

Merejo, que actualmente es catedrático de la Escuela de Filosofía, em-plea categorías ilustradas en su filosofar sobre el caber-espacio. De ahí que el momento intelectual en que “vive es un permanente girar de lo moderno a lo postmoderno, de mi condición de emigrante, de la diáspora, entre tradición y ruptura, continuidad y discontinuidad, lo virtual y lo real”.20 Entiende necesaria una nueva lectura sobre la tecnología, el conocimiento y el ciberespacio, pero entiende, al mismo tiempo, que sin una crítica radical (y en esto se revela como ilustrado moderno), los filósofos vivirían el paso histórico de la hu-manidad, y no podrían desempeñar su papel en el presente.

18 Conversaciones con Andrés Merejo.19 Conversaciones con Andrés Merejo.20 Conversaciones con Andrés Merejo.

“En la Escuela de Filosofía de la UASD, que es el espacio de reflexión y trabajo intelectual que tomaré como referencia para mis reflexiones, los pensadores pueden dividirse entre modernos y posmodernos. Entre los modernos tenemos a Miguel Pimentel, Alejandro Arvelo, Lusitania Martínez, Julio Minaya y a Andrés Merejo. Por otro lado, entre los postmodernos tenemos a Edikson Minaya”.

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Edikson Minaya

Joven promesa de la Escuela de Filosofía, cuya obra, Filosofía y sentido, lo presenta ante la comunidad intelectual de la República en lo que tiene de presente y futuro. No es un pensador en tránsito, como Merejo y Julio Mi-naya, pues hace mucho que está instalado en el paradigma postmoderno. Y lo ha hecho con mucha dignidad y mucho valor, y creo que está hacien-do un verdadero aporte. “Mis preocupaciones filosóficas – dice Edikson– se mueven en el horizonte de la problemática de la postmodernidad, en ellas intento desarrollar una ontología de la actualidad o filosofía del presente que hable propiamente de nuestra condición de existencia, con el interés de esclarecer e interpretar en qué punto de la his-toria nos encontramos, cuáles fuerzas nos gobiernan y en qué consiste nuestro abanico de posibilidades”.21

Las pretensiones de Edikson Minaya tienen sus antecedentes en la obra nicheana, lo cual no le quita originalidad. Las categorías principales que orientan su quehacer son las siguientes: ser, devenir, acontecimiento, en-tropía, realidad-sentido, existencia.

Su línea de investigación son las teorías hermenéuticas contemporáneas, la meta- filosofía, la filosofía contemporánea y la fenomenología del sujeto.

Los autores que cita en sus escritos o los que más les influyen son los siguientes Nietzsche, Heidegger, Vattimo, Foucault y Andrés Ortiz-Osés; mientras que su esfuerzo busca “replantear la idea de filosofía a la luz de la globa-lización… desarrollar una hermenéutica aplicada a la comprensión de nosotros mismos que se transfigura en una fenomenología de lo social que atienda cuestiones específicas como el imperio de la tecnología en el mundo de la vida, las nuevas formas de dominio y maquinación. Por otra parte, desarrollar una interpretación en torno a la filosofía actual y comentar autores importantes, sobre todo los que he mencionado en las influen-cias. Esto, con el objetivo de actualizar ideas que están depositadas en la tradición filo-sófica occidental, y que por vicios interpretativos ya no son inteligibles. Se trata de una tarea de despojo y reinterpretación”.22

21 Conversaciones con Edikson Minaya.22 Conversaciones con Edikson Minaya.

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Bibliografía

Arvelo Alejandro, Filosofía del silencio, Ed. CIEMPS, Santo Domingo, RD, 1996.

Jameson, Fredrich, Teoría de la postmodernidad, Ed. Trotta, Madrid, España, 1996.

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Maestre, Agapito, ¿Qué es Ilustración?, (selección de textos), Ed. Técnos, Es-paña, 1993.

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Pautas de interpretación y comprensión

Lo que hasta el momento actual se ha denominado modernidad y pos-modernidad en los estudios históricos y culturales de nuestros días, es una práctica de mundos sociales y una vertiente del pensamiento y la produc-ción intelectual que ha particularizado y sugerido a la vez una búsqueda, una conquista, una vertiente de la imaginación científica, filosófica, esté-tica y económica, surgente en la libertad de creación que, desde la crisis del renacimiento europeo,1 sostiene una cosmovisión de movimiento, in-terpretación y tejido axiológico fundado en la mirada al otro, del otro y desde el otro.

La conjunción que hace de lo moderno y lo posmoderno estructuras, funciones, coyunturas y perspectivas de pensamiento, justifica también el orden objetivo y subjetivo de la representación. En el caso del pensamien-to dominicano, podemos advertir ciertas claves y trazados que empalman con la política de la historia, con cardinales significativas que activan los

1 Ver en este sentido Tzvetan Todorov: Las morales de la historia, Ed. Paidos, Barcelona, 1993; principalmente en lo atinente a la valoración humanista y posthumanista en la práctica del pensamiento social. Vid., pp. 87-98.

EL NACIMIENTO DE LOS SIGNOS EPOCALES.LA HISTORIA COMO TEXTO Y ESCRITURA“Sobre la ruina histórica de estas representaciones o discursos, se yerguen algunas posiciones intelectuales, seudofilosóficas y antipatrióticas, bajo la consigna estratégica del nacionalismo dominicano y del hispanismo finisecular. Estas tendencias o construcciones históricas se presentan, en muchos casos, como ‘seudoconcreciones’ exteriores a la historicidad de los signos y las formas culturales”.

Odalís G. Pérez

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diversos imaginarios políticos y sociales; imaginarios propiciadores de una estética y a la vez de una fenomenología y una hermenéutica dinámica del pensar en la República Dominicana.

El vocabulario de transgresiones, hibridismos, surgimientos artístico-culturales y sobre todo de espacios académicos reales y contingentes anuncia, presagia y a la vez pronuncia las diversas problemáticas propias de la socialidad y la policulturalidad posmoderna. Desde la lectura de los textos, coyunturas, voces críticas e ideologías de representación, lenguaje, impresión de mundos y réplicas sociopolíticas, observamos los obstácu-los de cardinales, campos y vertientes motivadoras de este trabajo, a fin de analizar el nacimiento de los signos y discursos epocales del siglo XIX, pero sobre todo las diversas líneas del movimiento histórico-social que se reconoce en la interpretación de contextos y marcos estructurales propios de una mentalidad, de bordes y centros socioculturales materializados por economías difusas, cuerpos diferenciales de imágenes y formas activas del pensamiento denominado dominicano.

Sin esperar respuestas ni soluciones al respecto, cabe destacar los diver-sos puntos de historicidad de una productividad intelectual que, si bien es cierto que ha influido en todo el marco superestructural e ideológico de la República Dominicana, también va perdiendo niveles de significación e in-clusión o creatividad en el país, siendo en muchos casos interpretados en el

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marco de una visión salvífica, redentora y moralizadora. Si el pensamiento liberal y conservador del siglo XIX y comienzos del XX fijó sus puntos claves aprovechándose de una esperanza marcada por la independencia, el mapa de este pensamiento crea la réplica, el movimiento fragmentario de la historia dominicana y sobre todo la pérdida de su geografía ética, política y económica.

Todo este remolino de discursos, debilitados en la historia y la con-trahistoria, permite advertir un fenómeno que hasta hoy vemos en su con-tradicción y por lo mismo en su opacidad referencial en el marco de lo pro-piamente político, filosófico, literario y sociocultural. Las indefiniciones epistémicas y deontológicas del pensamiento moderno y tardomoderno dominicano, conducen a una posidentidad y a un proceso de fragmenta-ción del espacio crítico, en cuya caracterización encontramos el síndrome de Sísifo2 como vertiente sociofilosófica.

Un análisis de variantes históricas y culturales podría contribuir a la comprensión dialéctica de algunas formas críticas y filosóficas fundadas en la alteridad y la réplica en algunos casos, y en la tradicionalidad de los usos epocales, en otros casos. La historia y la política entendidas como espaciamientos del fragmento y la totalidad, conforman sus relatos y meta-rrelatos en la línea de mundos textualizados y socializados por cardinales de interpretación y comprensión.

Los diferentes archivos que conforman la socialidad y el individualis-mo como estructura mental e ideológica en la República Dominicana de nuestros días, conectan con la mentalidad política y cultural de mediados y finales del siglo XIX. Todo el pensamiento y la búsqueda filosófica del siglo XX en el país se fragmenta, se condensa, vive de la desautorización de su práctica, pero a la vez del reciclaje político, ideológico y documental.

El nacimiento de los signos epocales se reconoce en su propia geografía imaginaria, cultural, económica, axiológica, en cuyo pronunciamiento po-

2 Se trata de un constante volver a comenzar como mito que traduce la práctica polí-

tica del pensamiento y la totalidad en tanto que eje de la historia y la historia-ficción

dominicana.

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demos observar el relato histórico, las diversas narrativas ideológicas en torno a la nación y lo nacional. Es entonces cuando el sujeto político y cultural se constituye como texto, escritura y acción ideológica. De ahí su fragmentación en el arqueado de la modernidad y la tardomodernidad.3

No podemos negar la exterioridad significante e interpretativa de los discursos históricos y políticos, con toda la implicación de la incertidum-bre documental que asalta al investigador y estudioso de las estructuras históricas y literarias. La relevancia de la huella epocal4 interioriza en los ritmos y movimientos económicos e históricos, el significado ocultado y desocultado de acontecimientos que, en nuestro caso, permanecen en el umbral de la transparencia cultural, escondiendo todo aquello que reposa en la narración extraoficial y que depende de la conciencia informativa del lector-intérprete de los signos epocales. Se trata de relatos, estructuras modernas y tardomodernas, de narrativas ideológicas y culturales, de mo-dos de representar o narrar la nación, de ajustar o desajustar el país como conjunto y espacio de diferencias históricamente determinadas. Ningún intento programático logrará periodizar, canonizar, clasificar y estructu-rar de manera total el enunciado histórico y crítico, implementado a través de focos narrativos, intertextuales y fundacionales, configuradores del relato epocal y del estado político vigente. La historicidad de la visión profana, así como el espesor de la visión sacralizadora o desacralizadora, convier-ten la mirada crítica en significado materializado por los actores sociales y por sus diversos hablares ya registrados en la memoria histórica fundada en el arraigo y la función de los llamados signos originarios.5 El entendi-miento de la travesía histórica (período republicano, período caudillista,

3 Los términos modernidad y postmodernidad no han gozado en el texto historiográ-fico tradicional y actual del país de una explicación precisa y rigurosa. Ver a propósi-to Odalís G. Pérez: Literatura Dominicana y Memoria Cultura. Ed. Manatí, Santo Domingo, 2005, principalmente el capítulo titulado “¿Hacia dónde va la modernidad?”, pp. 149-166, donde iniciamos un análisis y una critica a los diversos usos políticos e históricos modernos y posmodernos. 4 En el sentido de “lo que ha quedado”, memoria real y dispersa de una realidad y un

conjunto de signos, señales y textos epocales.5 Nos apoyamos en este sentido en toda la primera parte de Michel Foucault: Las pala-

bras y las cosas, Ed. Siglo XXI, México, 1978; Véase pp. 25-68.

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mesianismo religioso, ideología histórica de un pueblo, estructura política del Estado, estructura económica y jurídico-política de la sociedad, no ex-cluye la vida misma (colectiva o individual) de una comunidad histórica y lingüística, de avances lentos y torsiones violentas, particularizadas a través de la economía, la política, la religión, el lenguaje, la educación, la literatura, el arte y todas las formas ideológicas vecinas enmarcadas en la superestructura. Las instancias y regiones señaladas, caracterizan la pe-riodización y la utilidad del significado mediante declaraciones, testimo-nios y documentos.6 Estos últimos revelan, como se podrá observar, tanto la mentalidad epocal, así como la mentalidad histórica y política tal como se hace observable en los diversos relatos o relaciones historiográficas. Las tensiones gubernamentales se convierten en tensiones del poder político, determinantes en los diversos períodos republicanos de la segunda mitad del siglo XIX y a todo lo largo del siglo XX. En los Documentos para la histo-ria de la República Dominicana, compilados por Emilio Rodríguez Demorizi, existe la revelación y relación de formas históricas divididas y validadas por la interpretación tradicional de los textos y documentos7, pero que, de todos modos, dicha interpretación no agota el significante histórico-cultural que en la cronología se expande mediante el argumento, la demostración y la conclusión, en los resultados finales de toda lectura. Los diversos cronotopos epocales funcionan como estructuras genéticas y sincrónicas, mostrativas de la vida misma, segmentada secuencialmente por miradas ideológicas particulares. Veamos, pues los efectos retóricos y estratégicos de la siguiente manifestación histórica:

“La atención decente y el respeto que se debe en la opinión de todos los hombres y al de las naciones civilizadas, exige que cuando un pueblo que

6 Véanse en este sentido los documentos para la historia de la República Dominicana compilados por Emilio Rodríguez Demorizi en las siguientes referencias: Emilio Ro-dríguez Demorizi: Documentos para la historia de la República Dominicana, Ed. Montalvo, Ciudad Trujillo, 1944, Vol.I; y, Vol.II, Ed. El Diario, Santiago, R.D., 1957. Es importante destacar también que las nuevas perspectivas historiográficas posmodernas motivan la necesidad de una narrativa histórica basada en la idea de reconocimiento y alteridad.7 Como podemos observar en las opciones escriturarias de Américo Lugo, Carlos Nouel, Federico Henríquez y Carvajal, Max Henríquez Ureña, Alcides García Lluberes, Leó-nidas García Lluberes, Máximo Coiscou Henríquez, Vetilio Alfau Durán, Pedro Tron-coso Sánchez, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, Víctor Garrido, Hugo Eduardo Polanco Brito y otros.

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ha sido unido a otro, quisiere reasumir sus derechos, reivindicarlos, y disol-ver sus lazos políticos, declare con franqueza y buena fe, las causas que le mueven a su separación, para que no se crea que en la ambición o el espíritu de novedad que pueda moverle. Nosotros creemos haber demostrado con una constancia heroica que los males de un gobierno deben sufrirse mien-tras sean soportables, más bien que hacerse justicia aboliendo las formas; pero cuando una larga serie de injusticias, violaciones y vejámenes, conti-nuando al mismo fin, denotan el designio de reducirlo todo al despotismo y a la más absoluta tiranía, toca los sagrados derechos de los pueblos y a su deber sacudir el yugo de semejante gobierno y proveer a nuevas garantías, asegurando su estabilidad y su prosperidad futura. Porque reunidos los hombres en sociedad con el solo fin de conspirar a su conservación, que es la luz suprema, recibieron de la naturaleza el derecho de proponer y solici-tar los medios para conseguirle; y por la misma razón, tales principios los autorizan para precaverse de cuanto pueda privarles de ese derecho, luego que la sociedad se encuentra amenazada”.8

Esta declaratoria, al tiempo que se produce como argumento histórico formaliza un discurso-proyecto para la constitución de un nuevo Estado moderno, que más tarde será negociado como veremos en otros documen-tos de la época.9 La historia produce los diversos topoi y logoi de una crítica en germen, y además, de un juicio que se consolida en el argumento sepa-ratista definido por los representantes de una democracia del pensamien-to. Una visión de los signos políticos y culturales, se articula en dicho documento como acción ideológica y tramatización de un relato articulado sobre la idea de cultura-sociedad. Las voces que hablan en el documento son las voces de una intelectualidad comprometida con la idea de un Esta-do dominicano independiente y soberano, pero como veremos, distante de transformaciones modernas y de un marco sólido e independiente.

8 “Manifestación de los pueblos de la parte este de la isla antes Española o de Santo Domingo, sobre las causas de su separación de la República Haitiana”. 16 de enero de 1844, en Documentos…, Vol. I, op. cit. pp.7-17. En tal sentido, ver también Emilio Rodríguez Demorizi: El Acta de Separación Dominicana y El Acta de Independencia de los Estados Unidos de América, C.T., 1943.9 Ver Emilio Rodríguez Demorizi: Documentos para la historia de la República Dominicana, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo, 1959, Vol. III; la línea argumental de la docu-mentación ofrecida en este sentido, muestra en su ritmo la exégesis histórica naciona-lista; ver, pp. 85-109 y pp.200-267, passim.

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La voz oculta del texto nos informa también de cierto acuerdo tácito de pacificación, reconocido por una parte de nuestra intelectualidad, luego de la efímera independencia de Núñez de Cáceres. Se creyó en una bonanza económica favorecida tanto por la parte oriental, como por la parte occi-dental de la isla. Se accedió a la ocupación como un recurso estratégico y temporal que más luego se derrumbó como trama política y económica. Tanto la declaratoria, así como toda la opinión de sectores involucrados con el compromiso de una nueva visión epocal, convergen en la articulación esencial de un nuevo y vigoroso Estado nacional, cuya base sería la unifi-cación de ideales patrios con finalidades creadoras desde el punto de vista cultural, religioso, económico, político, literario lingüístico y artístico.

Sobre la ruina histórica de estas representaciones o discursos, se yer-guen algunas posiciones intelectuales, seudofilosóficas y antipatrióticas, bajo la consigna estratégica del nacionalismo dominicano y del hispanismo finisecular. Estas tendencias o construcciones históricas se presentan, en muchos casos, como “seudoconcreciones” exteriores a la historicidad de los signos y las formas culturales. Los discursos políticos se perfilan en-tonces mediante los hablares en contexto, como también se podrá observar en el tramado que va de 1916 a 1924.10

Observamos todo un ensanchamiento de la escritura epocal revelada a través del documento y la literatura instituida en el contexto de un desver-tebramiento ideológico y una conjunción política, como relación testimonial de las diversas alteridades tardomodernas o posmodernas, pero además, de las necesarias y diversas promesas que promueven la univocidad y pluri-vocidad del signo-texto histórico, escamoteado o personificado a través del posicionamiento político y la razón de Estado.11 Ésta, indudablemente penetra y dirige mediante las armas y la coerción burocrática, los índices advertidos por el manuscrito, el testimonio y la tachadura textual. Dichas

10 Ver las motivaciones y consideraciones críticas de Max Henríquez Ureña en Los

Yanquis en Santo Domingo. La verdad de los hechos comprobada por datos y documentos oficiales,

Santo Domingo, Editora de Santo Domingo, 1977.11 Para dicha problemática, véase Odalís G. Pérez: República Dominicana: el mito político de las palabras, Ed. Manatí, Santo Domingo, 2004; principalmente el ensayo titulado “El político y el príncipe: la miseria de la razón política”, pp. 245-263.

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huellas, testimonios y tachaduras,12 se revelan en el documento o fuente necesaria para la interpretación histórica y la comprensión sociodiscursi-va, en una dramaturgia de gestos políticos que veremos específicamente en el contexto de los años 60 y 70 del siglo XX.

El documento revela y “habla” si es interrogado; si es puesto en condi-ciones de extender la polidiscursividad o polilogos en la intrahistoria domi-nicana. La estructuración de formas documentales o actos de discursos, se reconoce en la declaratoria del sujeto histórico.

Veamos qué ocurre en la primera mitad del siglo XIX con la perspectiva de liberación o separación:

“He aquí por qué los pueblos de la parte Este de la isla antes Española o de Santo Domingo, usando del suyo, impulsados por veintidós años de opresión y oyendo de todas partes los clamores de la patria, han tomado la firme resolución de separarse para siempre de la República Haitiana, y constituirse en Estado libre y soberano… Cuando en febrero de 1822, la parte oriental de la isla, cediendo sólo a la fuerza de las circunstancias, no se negó a recibir el ejército del general Boyer, que como amigo traspasó el límite de una y otra parte, no creyeron los españoles dominicanos que con tan disimulada perfidia hubiese faltado a las promesas que le sirvieron de pretexto para ocupar los pueblos, y sin las cuales, habría tenido que ven-cer inmensas dificultades y quizás marchar sobre nuestros cadáveres si la suerte le hubiese favorecido. Ningún dominicano le recibió entonces, sin dar muestras del deseo de simpatizar con sus nuevos con ciudadanos: la parte más sencilla de los pueblos que iba ocupando, saliéndole al encuen-tro, pensó encontrar en el que acababa de recibir en el Norte el título de pacificador, la protección que tan hipócritamente había prometido. Mas a

12 Utilizamos estas denominaciones en el marco de la teoría, la escritura y las deter-minaciones gramatológicas derridaneas. Ver, Jacques Derrida: De la Gramatología, Eds. Siglo XX, México, 1978, Posiciones, Eds. Pre-textos, Valencia, 1977; La filosofía como ins-titución, Juan Granico Ed., Barcelona, 1984; Márgenes de la filosofía, Ed. Cátedra, Madrid, 1988; La desconstrucción en las fronteras de la filosofía, Eds. Paidós, Barcelona, 1989;La escri-tura y la diferencia, Eds. Anthropos, Barcelona, 1989; El lenguaje y las instituciones filosóficas, Eds. Paidós, Barcelona, 1995; Espectros de Marx, Ed. Trotta, Madrid, 1995; Mal de archiva, Ed Trotta, Madrid, 1997; Fuerza de ley, Ed. Tecnos, Madrid, 1997; Aporías, Ed. Paidós, Barcelona, 1998; Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A Ed., Barcelona, 1997, y otros.

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poco, al través del disfraz que ocultaba las siniestras que traía, advirtieron todos que estaban en manos de un opresor, ¡de un tirano fiera! ¡Al entrar en la ciudad de Santo Domingo, entraron con él de tropel los desórdenes y los vicios! La perfidia, la división, la calumnia, la violencia, la delación, la usurpación, el odio y las personalidades, hasta entonces poco comunes en estos inocentes pueblos”.13

“Privándonos, contra el derecho natural, se sigue afirmando en dicho documento hasta de lo único que nos quedaba de españoles: ¡del idioma natal!, y arrimando a un lado nuestra augusta religión, para que desaparez-ca de entre nosotros; porque si cuando esa religión del Estado, si cuanto estaba protegida, ella y sus ministros fueron despreciados y vilipendiados, ¿Qué no será ahora rodeada de sectarios y de enemigos?”14

El conjunto de signos interpretados en el orden enunciativo, nos permi-te evocar una historia trabada, bloqueada en el encuentro mismo de dos discursos representativos de las dos metrópolis, con influencia en la isla y que ya existían como tradición: España y Francia. Debe recordarse que los “españolizados” y “afrancesados”, se vieron involucrados en una trama epocal que aún espera ser estudiada y elucidada en sus efectos. Las varias voces representativas del discurso dominante y del discurso oprimido, re-claman en el marco de la polémica histórica conocimientos, justificacio-nes y compromisos que, en muchos casos, se pervierten y quedan como negocios para los futuros jefes de Estado y grupos políticos dominantes que nada han hecho por la recuperación de una diferencia que solicita sus funciones en el espacio de la contemporaneidad.15

A través del documento puede interpretarse una voluntad afirmativa de un principio asumido de separación, diferencia cultural y política. El mis-mo teatro histórico-social y político de un discurso despótico, engendra las funciones democráticas y libertarias. El campo ideológico de resistencia y diferencia, dramatiza los acontecimientos a través de la mirada política y el discurso oprimido:

13 Vid. Doc. cit., vol. I, pp.8-9.14 Ibídem; pp. 11-12.15 Ver en este sentido nuestra crítica en República Dominicana: el mito político de las palabras, op. cit. pp. 17-27.

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“A pretexto de que esta parte se pensaba en una separación de territorio, por Colombia, llenó los calabozos de Puerto Príncipe de los más ardientes dominicanos, en cuyos pechos reinaba el amor a la patria, sin otras aspi-raciones que las de mejorar de suerte y que se nos igualase en derechos y respetasen nuestras personas y propiedades; otros padres de familia tu-vieron que expandirse para librarse de las persecuciones que se les hacían. Y cuando calculó realizados sus designios y asegurando el objeto que se había propuesto, les puso en libertad, sin ninguna satisfacción, de los agra-vios ni de los perjuicios recibidos. En nada ha variado nuestra condición: los mismos ultrajes, los mismos o mayores impuestos, el mismo sistema monetario sin garantía alguna que labra las ruinas de sus pueblos y una constitución mezquina que jamás hará la felicidad del país, ha puesto el sello a la ignominia…”16

La recesividad histórica. ¿No es la historia moderna un modo de pensar los órdenes secuenciales y eventuales a través de la relación lenguaje-actua-ción? En efecto, los actuantes históricos están asimilados en un movimien-to ascensional de la discursividad histórica, pues el espacio de la historia se pronuncia en la semiosis del documento o el corpus de acontecimientos.17

La materialidad documental y el espesor de sentido permiten en algunos casos entender el fundamento crítico del significado histórico, actualizado en el contexto de las diversas tramas ideológicas y políticas. De ahí que la recesividad histórica sea concebida entonces como un movimiento dirigi-do de participaciones sociodiscursivas y cronologías, cuya finalidad es la demostratividad misma de la razón histórica.18 La disolución de la razón histórica se percibe en la crisis institucional que en Hispanoamérica, por ejemplo, se advierte en el conflicto de la miradas ideológicas, esto es, en a) El

16 Doc. cit, Vol. I, pp.11-12.17 Toda esta perspectiva asegura una concepción semiótica y antropológica de la his-toria que encontramos en Boris Uspensky: Historia sub especie Semioticae, en Jurij Lotman y Escuela de Tartu: Semiótica de la cultura, Ed. Cátedra., Madrid, 1979, pp.209-218. El concepto de semiósis es de proveniencia peirceana. Ver. 18 El concepto de recesividad es genético y diasincrónico pero involucra también el de “razón histórica” en el sentido diltheyano de la hermenéutica histórica. Ver Wilhelm Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu, Alianza Editorial, Madrid, 1986. Un texto importante por su tratamiento crítico historiográfico es el de Inman Fox: La invención de España, Ed. Cátedra, Madrid, 1997.

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conflicto teológico de la historia; b) La conflictividad lógica del discurso epocal de Indias; y c) La conflictividad ideológica de las generaciones his-tóricas independientes (1812-1912). Este proceso se articula, en la Amé-rica continental en el contacto político, filosófico e histórico denominado España-América y que hoy día se manifiesta en una estructura ramificada de corrupciones sobre el acontecer histórico común.19

El antecedente sociopolítico y cultural es lo que posibilita en este caso la asimilación, la participación y la ruptura de un discurso epocal con acota-ciones que parten de la mirada histórica.20

La historia: el discurso de la relevancia. La instancia general y particular del acontecimiento real admite una explicación de los grados ocurrenciales y de la narrativa misma de la tramatización histórica. Pero el trauma históri-co21 produce también la relevancia político-discursiva. Siendo el discurso histórico una semiosis agencial, sus categorías, formas y conceptos ubican y promueven la dinámica interna y externa de los actuantes y su trama.

Los signos históricos configuran una proliferación de tiempos y espacios ideológicos, pues los acontecimientos se suceden desde la señal, el síntoma y por último el signo. La historia implica y explica su propio pulso a través de una relación de espejos y signos, cuya acción principal será la signatura-escritura. En la formación del pensamiento histórico peninsular (Pedro Com-postelano, Luis Vives, Huarte de San Juan, Juan de Mariana y otros) la signatura, en tanto que significancia y estructura de orientación interpretativa, traduce las particularidades de la actuación histórica.22 En efecto, la discursividad histórica transmite sus argumentos mediante la acción de los sujetos en

19 Un texto importante por su tratamiento crítico historiográfico es el de Inman Fox: La invención de España, Ed. Cátedra, Madrid, 1997.20 Y aquí, el concepto de mirada histórica no es panorámico, sino más bien crítico-cultu-ral. Vid; Odalís G. Pérez: Literatura Dominicana y Memoria Cultural, op. cit. pp. 213-239.21 A propósito de la escritura de la historia vista desde el trauma social y político, véase Dominick la Capra: Escribir la historia, escribir el trauma, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2005.22 El concepto de actuación histórica implica un relato, una travesía, una dialógica intertextual. Este marco de escritura de la historia, del escrito y sus acentos ideológicos se puede observar en Roger Chartier: El presente del pasado, Universidad Iberoamericana, México, 2005.

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contexto, esto es, mediante la “sujetividad” históricamente determinada. La semiótica histórica23 será entonces la travesía conformadora de acon-tecimientos, selecciones y soluciones, estimadas por locutores o hablantes históricos que a su vez conforman en estructura y coyuntura el documento, el corpus y el escenario institucional. La historia entonces impone, facilita, reconoce y pronuncia el discurso de la relevancia a través de la disensión, lo diverso, lo contradictorio y su dialéctica negativa.24

Historiar una formación social y cultural en esta cardinal de interpreta-ción, significa incluirse como sujeto en la perspectiva, alteridad y tempo-ralidad del texto o documento en cuestión. Sucede que dicha travesía, esto es, la indagación y aproximación al estudio de la estructura epocal, da lugar al nacimiento de los signos que hemos denominado epocales, pervertidos por la visión teórica de las lecturas oficiales corrompidas, para así lograr su permanencia en las clases y grupos que ejercen su influencia en, y, desde la estructura de poder y a partir de una insurgencia alternativa.

Así pues, la literatura surgente desde la historia, verifica el criterio in-formativo-discursivo, exteriorizando los intereses del documento social y la filiación de una instancia histórica y administrativa. Como en el cuadro abierto del neoliberalismo y el neoconservadurismo actual, los signos eco-nómicos, las fuerzas productivas y las relaciones de producción, desarro-llan la idea de progreso y estabilidad… “desestabilizada”, haciéndose visi-ble un cuadraje de gestos, fórmulas, soluciones e imágenes predominantes, permitiendo una dinámica observable mediante la lectura de los textos y las visiones desencadenantes, esto es, las visiones de los representantes es-tatales o públicos que administran el discurso institucional y político de la época. El tiempo corroe los usos contables, argumentativos, morales, jurídicos y lógicos, para de esa manera producir un tipo de legitimidad del escrito don-de la razón política se desafirma en el discurso oprimido, pero se impone desde la ley reconocida y asumida por el discurso de Estado. La historia

23 Podemos utilizar la perspectiva de John Deely: Los fundamentos de la semiótica, Univer-sidad Iberoamericana, México, 1990, pp. 319-338.; ver, además Jorge Lozano: El discurso histórico, Alianza Editorial, Madrid, 1980.

24 Confirmar este aserto en Luiz Costa Lima (Historia. Ficcão. Literatura) (Historia. Ficción. Literatura) Ed. Companhia das letras, Sao Paulo, 2006.

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política y gubernamental, en este caso, es legitimada por una cierta legali-dad de los signos culturales entendidos y extendidos en la sintaxis social y cultural, esto es, en un orden direccionalizado de signos-fuerzas cuya movilidad es el espesor de su propia materialidad.25

Las interpretaciones filosóficas y semántico-históricas de los discursos políticos vigentes, imponen su propia mirada y sus propios argumentos en un proceso que se articula en la lectura de sus formaciones y desde sus diversas conjunciones temporales. Las lecturas ocultas y estratégicas se presentan y representan, como ya hemos visto, en tejidos que van constru-yendo en proceso, una conciencia histórica donde se forman las estructu-ras, categorías, signos y funciones de la identidad cultural.26 Desde esta construcción surge la novela, el cuento, la poesía y demás géneros discur-sivos, cuya visión encontraremos impulsadas en la historia en el sentido estático-dinámico de toda construcción interpretativa. (Over, La Mañosa, Cañas y bueyes, Los ángeles de hueso, La mosca soldado, La magia de la dictadura, El masacre se pasa a pie, Princesa de Capotillo, El personero, El hombre del acordeón, Los manuscritos de Alginatho, La estrategia de Chochueca, Papi y otros).

Si la historia documenta a través del texto y la interpretación,27 el sujeto productor de la lectura reconocerá las estrategias de discursos muchas ve-ces convergentes, que a su vez diseñan una constelación de juicios, cuyos valores se pronuncian en la dinámica misma de los universos ideológicos y narrativos, como muy bien puede observarse en la direccionalidad del siguiente documento histórico, situado en una perspectiva un tanto rígida y permanente del campo discursivo:

“El día 8 del corriente a la una y media de la tarde entró en esta capital el general Pedro Santana en medio de una escolta de trescientos caballos, al mando del general de división José M. Cabral, quien lo puso inmediata-mente a la disposición del general Francisco Sánchez, actual comandante de Armas, en cuya casa se le había preparado alojamiento por orden del go-

25 Consultar en este sentido Rene Remond et ali…: Hacer la historia del siglo XX, Eds. Biblioteca Nueva, Madrid, 2004.26 Ver Inman Fox, op. cit , pp. 111-157, y pp. 185-210.27 Tal como podemos observar y leer en las novelas referidas.

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bierno. A pesar de que el Honorable senado consultor había decretado de acusación a Santana en virtud de denuncias populares y de quejas aisladas de individuos y familias, dejando empero al Exmo. Sr. Presidente de la Re-pública la facultad de tomar la disposición más conveniente al bienestar de la nación, el gobierno ha querido salvar la patria sin que sus actos revelen la más ligera irritación. Así pues, Santana después de haber sido tratado con todo el miramiento de que él no tuvo jamás idea durante el tiempo de su poder ha salido del país el día 11 a media noche a bordo de la goleta nacio-nal ‘Ozama’ acompañado por el señor ministro de la guerra, el comandante de armas, los generales del Cibao Hungría y Batista y de algunos oficiales superiores y subalternos.”28

Los documentos epocales del siglo XIX revelan aspectos particulares y de interés para la nación, básicamente cuando se trata de una figura his-tórica contradictoria y cuya definición aun no logra estructurarse de for-ma acabada. El destierro como signo-discurso de la historia política es, en la declaración citada, la función de poder y exclusión utilizada por Pedro Santana de manera fría y autoritaria sufrida también por él como pago es-perado por gran parte del pueblo dominicano y de la intelectualidad que sufrió los embates de su posición administrativa, dictatorial, militar e in-dividualista, en el plano de las decisiones políticas y jurídicas. El juicio histórico es aquí sobreentendido, como consecuencia de la animadversión en contra de la Inteligencia o intelectualidad de la segunda mitad del siglo XIX. El relato de los hechos (1857) estructurado en los tres focos principales de todo discurso (Fi + Fd + Fc) (foco inicial = foco de desarrollo + foco de cierre), le permite al intérprete observar los detalles de la ejecutoria estatal en contra de quien nunca favoreció la autonomía como particularidad his-tórica, sino que, por el contrario, destructuró el discurso de la relevancia a favor del discurso de la figura histórica, imponiendo su fuerza y decisión militar por encima de todo pensamiento crítico o razón abierta.

Más adelante, y en el mismo documento, se advierte a través de una re-dacción efectual, propiciadora de una retórica del pensamiento republicano

28 Emilio Rodríguez Demorizi: Documentos para la historia de la República Dominicana, Vol.

II, 1947, op. cit. pp. 215.

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predominante, la contradictoria presencia de un personaje colectivo cier-tamente desdibujado por el juicio oficialista del documento:

“El pueblo formaba parte de aquel cortejo marcial cuya gravedad no alte-ró con un solo signo de desorden: él supo respetar la desgracia del hombre para quien nada hubo respetable sobre la tierra, probando con su noble conducta la injusticia con que se le había tratado y lo digno que es de ser gobernado por principios expansivos y filosóficos”.29

Los tópicos de este fragmento histórico-narrativo son los constituyen-tes de un evento cuya fuerza pragmática estriba en describir la relación personaje-historia, personaje-tiempo y personaje acción en el marco de un pronunciamiento político y jurídicamente determinado por la burocracia estatal republicana. Pedro Santana y el santanismo histórico, en cuyo so-porte gubernamental descansó el principio individualista de la autoridad militar y estatal, crearon en la República Dominicana moderna estructuras coercitivas política y administrativamente disfuncionales. La intelectua-lidad de tendencia liberal en sus ejecutorias antigubernamentales, guber-namentales e independientes, alentó el principio de desobediencia civil e ideológica, tal como puede advertirse en Emilio Rodríguez Demorizi: San-tana y los poetas de su tiempo, Editora del Caribe, Santo Domingo, 1969.30

Siguiendo las pautas del mismo documento, arribamos al conocimiento-presentación de la desgracia de Santana y el santanismo, así como de toda su razón dominante en la historia y el pensamiento moderno dominicanos. La redacción del documento, aunque defectuosa en su trama discursiva, es reveladora del sentimiento histórico-epocal y social:

“Pero cómo marchaba al ostracismo el hombre que convirtió este castigo en una necesidad universal?… Presentó al infortunio aquella faz adusta que siempre manifestó al dolor de sus semejantes, y supo despotizar la desgracia con el desdén de su alma fría y con la insensibilidad de su estoicismo… (S.N.) No, sin duda –¡Santana lloraba!– Santana sollozaba; y sollozaba por sí y para sí. Su yo, tan deificado por él, era el objeto de sus pesares y al que tributaba

29 Doc. cit., vol. II, p. 216.

30 Ibídem., op. cit.

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la ofrenda de esas primeras lágrimas que vertió en su vida, sino se cuentan las que acaso derramó al nacer, como tributo universal de nuestra especie. Pero lloraba… y llorando por una causa cualquiera comienza ya a reconci-liarse con la humanidad que detestó por instinto”.31

Se asiste a una biografía del espíritu político de la época, del poder que ya no se tiene, de un poder derruido por sus propios engendros, pero más que eso, de un poder estratégico desarticulado y que ha sido cuestionado por la conciencia histórica dominicana moderna. El acontecimiento del destierro de Santana crea varias voces y registros que, a fuerza de ser polé-micos y a veces contradictorios, merece la pena citar desde el documento histórico mismo:

“Nosotros consignamos los hechos de acuerdo con la rigidez histórica. Por lo demás, si hubiésemos de decir nuestro pensamiento confesaríamos que nos hemos equivocado completamente” (¡!).32 Y más adelante, en la misma línea argumentativa y desde un mismo registro histórico se afirma lo siguiente:

“Nosotros creíamos que Santana no debía parecerse al común de los hombres, así como en su prosperidad no tuvo con ellos punto de contac-to. Pensábamos que a él solo convenía el sublime mutismo de Vergniaud. Alguna que otra palabra conceptuosa y nada más. Santana, semejante al estoico, debió haber dicho:

“Dolor, jamás confesaré que eres un mal” y al marchar al destierro, a la muerte, donde quiera, debió haber manifestado aquella salvaje satisfacción, aquel aspecto glacial con que contempló la agonía del mártir, los gritos de la viuda, los ayes del huérfano, la miseria de tantas familias, la corrupción de algunas; todas las consecuencias de su asolador sistema”.33

Indudablemente, el texto-documento dialoga con la contemporaneidad y principalmente con los actores de la política actual, quienes reproducen el esquema práctico del escenario político en cuestión. La debilidad del

31 Doc. cit. Ibíd.32 Loc. cit.33 Ibídem; pp. 216-217.

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santanismo histórico se pone de manifiesto en dicha narración, pero tam-bién en el período de gobierno posterior, cuando éste, olvidándose de tal humillación, arremete aún con más decisión contra sus enemigos potencia-les: La intelectualidad dominicana y la idea de autonomía e independencia, construida sobre bases necesariamente democráticas; la ideología trinita-ria de 1838-1844, todavía tiene sus adeptos, pero además su memoria será parte de la tradición política dominicana tardomoderna.

Santana y el uso de la autoridad por la autoridad misma caen en el des-crédito, no solamente por la corrupción, el crimen y la capacidad de mentir y manipular procesos eleccionarios o decisionales, sino, por claudicar ante una situación despótica y desgraciada como la analizada. Lo que pierde ca-tegoría no es su valentía histórica, sino el hombre que desde que se mascara se devalúa y va perdiendo terreno político:

“Este (Santana) ha sido desacreditado tristemente por su autor, que no supo recibir al mismo precio a que acostumbraba dar; y que al afligirse como el vulgo de los hombres al aspecto de la mala suerte se despojó del único prestigio que podía quedarle; es decir, de la majestad del crimen, si así puede decirse”.34

El documento no nos engaña, pues por encima de todo, aunque en el foco de comienzo y el foco de desarrollo se nos muestre y analice a un tirano emble-mático digno del rechazo político-ideológico de la época, al final, dicho documento se contradice como favorecedor de una conciencia santanista subyacente, esto es, una conciencia reivindicadora de su “moral”:

“Sin embargo, el último paso de Santana ha sido un argumento a favor de la virtud, probando que ésta sola puede comunicar al alma suficiente ener-gía en momentos supremos; y que todos los que hacen de la humanidad un ludibrio se convierten en este desagradable tipo”.35 El discurso jurídico y político de la nación somete la personalidad del tirano a un examen moral, pero es el discurso filosófico de la nueva estructura de poder el que parte de estos elementos, para así reconstruir al personaje y su escenario. El go-

34 Ibídem., p. 21735 Loc. cit.

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bernante, a pesar de su frialdad, es un hombre con ciertos “sentimientos nobles”, lo que puede observarse en su desgracia política. Y es que desde aquí, sólo se advierte la proyección humana, luego de desaparecer el héroe y la máscara:

“Cayó la máscara; desaparece el héroe, y solo queda el hombre”.36

Este segmento textual ubicado dentro del contexto de una sentencia trá-gica, admite el reconocimiento de una dualidad histórica llena de poderes y estructuras burocráticas que ponen y disponen de la realidad social y pú-blica y de sus circunstantes temporales. El incidente del destierro o la ex-clusión presentan al general Pedro Santana como un hombre que, lejos de rebelarse contra el argumento de expulsión, lo acepta con el agravante de la impotencia que él nunca pensó sentir ante tal tipo de determinación”.37

En esta perspectiva la ideología caudillista dominicana, se impone como una coerción de tipo político y militar, solicitando una audiencia popular que produzca el estallido antidictatorial. El documento 76 le sirve de apo-yatura al doc. 75, dejando para un efecto posterior la escritura y la lectura de estos signos y discursos epocales. El general de división y comandante de armas interino Francisco Antonio Salado, de la común de Moca, hace una proclama y un llamado a los habitantes de dicha común donde, ade-más se reconoce su incidencia desde la actitud militar y gubernamental antisantanista:

“Dominicanos.- Una sola vez fue bastante para que concurrieseis al lla-mamiento de la Patria; y trayendo con vosotros vuestras armas, habéis per-manecido firmes hasta obtener la ulterior resolución del superior Gobier-no: en su nombre y acatando sus órdenes, lancé las mías para convocaros con presteza por exigirlo así la conveniencia pública. Pero, hoy que ya cesaron las causas que dieron motivo a tomar esa medida, hoy que la Repú-blica se ha salvado de todos los manejos secretos que fraguaran sus enemi-

36 Ibíd., loc. cit.37 Práctica esta que se repite como “arquetipo” en la historia dominicana contemporá-nea, y principalmente en el ámbito de la gobernabilidad y la pérdida de poder. Véase la imagen conformada de Trujillo y Joaquín Balaguer en el ámbito de la actual historiogra-fía y de una política de la interpretación de la historia dominicana.

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gos internos; y hoy, en fin, que éstos se hallan entregados al brazo poderoso de la justicia, me congratulo en extremo, en podéroslo anunciar en este día, para que volváis a vuestros hogares a reposar tranquilos. Ciudada-nos: La actitud, voluntad y patriotismo, que habéis demostrado en esta vez me llena de la más grande satisfacción; y cuento con todos vosotros, y con vuestra franca cooperación a favor de nuestra santa causa, en los casos de agresiones internas o externas, para salvar como hasta aquí la república de su criminales e infatigables enemigos”.38 Es evidente que, a través de una retórica militar, propiciadora de principios basados en actitud, voluntad y patriotismo, se evidencia una ejecutoria cuyo discurso será la defensa de los intereses gubernamentales. Las palabras aquí son portadoras de signi-ficados políticos y gubernamentales, pero también funcionan como fuerzas significantes y formas de coerción justificadas por el aparato de poder. Esa es la fuerza baecista, la retórica, el argumento y la demostración a partir del contrato y la ley. Tanto el contrato como la ley serán vapuleados por un sistema de información y contrainformación militar proveniente de ban-dos con doble función estratégica. El patriotismo invocado en su perspec-tiva política y militar olvida que en el transfondo de todo “juego” político, existe una cultura de la esperanza, pero también una cultura de la palabra aristocrática diluida en el período republicano por la ausencia de fuerzas tradicionales, trinitarias y revolucionarias en el país.

Esta aristocracia de la palabra será una fórmula de persuasión y un modo de imponer un tipo de instancia accional, conveniencia política y pública ins-truida desde la palabra políticamente activada, actualizada y sagazmente impuesta por el orden personificado históricamente por Báez o Santana hacia finales del siglo XIX, y cuya influencia fue determinante a todo lo largo del siglo XX.39

El mismo llamamiento pro-baecista de Francisco Salcedo pronunciado el 18 de enero del año 1857, en Moca, constituye la discursividad política

38 Doc. 76, op. cit. pp. 217-218.39 No en vano la historia del caudillismo en República Dominicana ha construido fi-guras relevantes que hasta hoy han permanecido en el ecosistema político y económico dominicano.

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directa, movilizando a representantes no solamente de un ejército, sino también de una política epocal en conflicto. Desde una base de pensa-miento militar, rígida y dogmática, aprovecha Francisco Antonio Salcedo para enviar o posicionar sus usos de poder amparado, sin embargo, en un falso patriotismo, tal como puede observarse en el resto del documento:

“Coroneles, comandantes, oficiales y soldados de los diversos cuerpos, os doy en mi nombre y en el del superior gobierno las más expresivas gracias, por vuestro exacto cumplimiento en el servicio: no digáis, que para nada se les llamó a permanecer en esta plaza, pues razones de un interés general, impelieron la movilización de tropas, en defensa de nuestra libertad, de nuestra religión santa y augusta, y de nuestros más sacrosantos derechos de propiedad, inseguridad e inviolabilidad, consignados por el pacto fun-damental que nos rige; de este modo y sosteniendo estos principios, hemos rechazado a los enemigos del orden, y de la república.40

Grados militares (coroneles, comandantes, oficiales, y soldados), cuer-pos del orden ligados a funciones burocráticas específicas (superior go-bierno, cumplimiento en el servicio, sacrosantos derechos); conceptuali-zaciones jurídico-políticas (seguridad, inviolabilidad, pacto fundamental, principios, enemigos del orden, república), estructuran un orden discur-sivo impulsado por un vocabulario de instituciones políticas y públicas, de tal manera que dicho discurso construye su visión mediante fórmulas político-lexicales generalizadas, como muy bien puede observarse en la re-tórica gubernamental y militar del período republicano y post-república-no. Un análisis más concreto desde la semiótica histórica, arrojará mejores resultados, para así contribuir al análisis de los diversos modos de signifi-cación de la cultura dominicana moderna y contemporánea.

Discurso, Historia, Literatura y Sociedad se articulan en una interacción donde los signos producen el acoplamiento entre materialidad y super-

40 Doc. cit. p. 218.

“Santana y el uso de la autoridad por la autoridad misma caen en el descrédito, no solamente por la corrupción, el crimen y la capacidad de mentir y manipular procesos eleccionarios o decisionales, sino, por claudicar ante una situación despótica y desgraciada como la analizada”.

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estructura, texto político-texto histórico, interpretante/interpretación, analizándose en estas relaciones los efectos y estructuraciones simbólicas y significantes que instituyen los hablares políticos, tanto en el período republicano, como en el período post-republicano. Todas las acciones gue-rreras y estatales conducen a imponer un ordenamiento posicional y una razón que hacen posible la unidad o la diversidad de un espacio referencial restringido, pero que, a pesar de sus limitaciones, desoculta un tipo de con-cepción propio de la figura histórica y sus funciones públicas, como muy bien puede señalarlo toda la historiografía política, económica, filosófica e institucional de nuestros días.

La figuración política se advierte, por lo mismo, desde la significancia cultural y su representabilidad histórica, esto es, desde un movimiento de configuración y mostración de estructuras políticas y psicológicas; de todos aquellos funcionarios y militares baecistas, santanistas, lilisistas, ji-menistas, horacistas y trujillistas que llegaron a formar una burocracia con fines de estabilidad a nivel público, castrense y administrativo. Defender la aristocracia de la figura histórica es sustentar el mito de la palabra po-lítica, y a la vez el significado de una razón que lentamente abominaba del verdadero sentimiento nacionalista.41 Dicho sentimiento fue fácilmen-te vapuleado por la razón histórica dominante del período republicano y post-republicano, tal como muy bien puede leerse en las gacetas oficiales de la época (1885-1910) y en las colecciones de leyes del mismo período.

41 Vid Odalís G. Pérez: República Dominicana…, op. cit. pp. 200-246 y pp. 255-275.

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Este libro se terminó de imprimir en diciembre de 2009 en Editora Corripio, en Santo Domingo,

República Dominicana.

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