Libro no 987 confesiones de un bribón collins, wilkie colección e o agosto 9 de 2014

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

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Confesiones de un Bribón. Collins, Wilkie. Colección E.O. Agosto 9 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

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© Libro No. 987. Confesiones de un Bribón. Collins, Wilkie. Colección E.O. Agosto 9 de 2014.

Título original: © Wilkie Collins. Confesiones de un Bribón Versión Original: © Wilkie Collins. Confesiones de un Bribón

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Wilkie Collins

Confesiones de un

Bribón

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Colección Obelisco Narrativa 1ª edición: Noviembre de 2003 Título original: A Rogue’s life

® 2003, Ediciones Obelisco, S.L. ISBN: 84-9777-068-4

Depósito legal: B-42.885-2003

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CAPÍTULO 1

Voy a ver si puedo escribir algo acerca de mí mismo. Mi vida ha sido bastante singular. Quizá no parezca muy útil o digna de consideración y respeto pero no carece de aventuras, y esta circunstancia puede darle motivos suficientes para que se lea también en aquellos círculos sociales más encopetados y llenos de prevenciones. Soy, un ejemplo vivo de algunos de los resultados que producía el sistema social de esta ilustre Inglaterra a principios del siglo y, por lo tanto, sin pecar de vanidoso, puedo presentarme como modelo, para edificación de mis compatriotas.

Ante todo, ¿quién soy yo?

Puedo decirles que soy persona muy bien emparentada. Vine a este mundo con la gran ventaja de tener por abuela nada menos que a Lady Mortimer, por madre a una hija de esta señora, y al doctor Juan Federico Turner (conocido generalmente con el nombre del Dr. Turner) por padre. Pongo a mi padre el último porque su familia no era de tantas campanillas como la de mi madre, y he nombrado en primer lugar a mi abuela, por ser de más elevada alcurnia que ninguno de los tres. A pesar de todo soy, he sido y continuaré tal vez siendo un bribón; aunque me enorgullezco de no haber llegado aún al extremo de olvidar el respeto y la consideración que se deben al rango. Dicho esto, nadie esperará por un momento que hable mucho acerca de mi tío materno.

Aquel inhumano deshonró el nombre de su familia realizando una fortuna en el comercio... ¡de jabón y velas!. Pido perdón por mencionarle, aunque sea de paso. El hecho es que a mi hermana Arabela le legó una herencia un tanto peculiar, puesto que ésta se hallaba íntimamente ligada a ciertas condiciones que, de un modo indirecto, me afectaban; pero no es éste el momento ni el lugar para tratar sobre este capítulo de historia doméstica. De nuevo pido perdón por aludir a asuntos de dinero antes de que sea absolutamente necesario. Ocupémonos de un asunto más agradable y decente diciendo algo acerca de mi padre.

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Empezaré por manifestar que me asaltan dudas respecto a la habilidad facultativa de mi señor padre, porque, a pesar de sus parientes y relaciones de elevada alcurnia, la verdad es que su clientela no era muy brillante ni numerosa.

En otras circunstancias podría haber prosperado con el ejercicio de su profesión médica, pero el hijo político de Lady Mortimer estaba obligado a erguir la cabeza, a tener carruaje, y no malo, a vivir en un barrio elegante y habitado por gente eminente, y a mantener un costoso y torpe lacayo que hiciera las veces de portero y recibiese a los pacientes, en vez de tener un simple criado, que para el caso hubiera sido lo mismo Cómo se las compuso para «mantener su posición» (según creo que se dice), es lo que no puedo explicarme. Su esposa no le aportó un céntimo de dote. Cuando falleció el padre de aquella, abuelo mío y nada menos que un barón, los negocios de la familia quedaron en un estado de tal confusión, que la pobre viuda Lady Mortimer no supo qué hacer.

Su hijo (el tío de quien con vergüenza me veo de nuevo obligado a hablar), hizo un esfuerzo para sacar a su madre de aquella difícil situación y, se vio envuelto en una serie de esos desastres pecuniarios que la gente de comercio llama, según creo, «especulaciones»; luchó durante algún tiempo para desenredarse y salir airoso de sus compromisos como un caballero; fracasó en su empresa, y al fin, descorazonado, se refugió vergonzosamente en el tráfico ¡de jabones y velas de sebo!

Después de estos sucesos, su madre siempre lo miró con cierto desdén, si bien es cierto que, con frecuencia, le pedía prestado dinero, sin duda para hacer ver, supongo, que su interés maternal hacia su hijo no se había extinguido por completo. Mi padre trató de seguir el mismo ejemplo de su madre política, por supuesto que en interés de su esposa, pero el vendedor de jabón cerró los cerrojos de su caja de la manera más brutal y plebeya, diciendo a mi padre, sin muchos rodeos, que se pusiese a trabajar.

Tenemos, pues, que la familia era en realidad pobre a pesar de los aires que se daba, del barrio elegante en que vivía, del carruaje y del lacayo que hacía de portero.

La cuestión era: ¿qué hacer conmigo y cómo educarme?

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Si mi padre hubiera consultado sus recursos económicos, me debería haber enviado a una academia mercantil barata. Pero tenía que consultar a Lady Mortimer, y por lo tanto fui enviado a una de nuestras grandes escuelas más famosas y de moda. No mencionaré su nombre porque no creo que mis maestros se enorgullezcan de su discípulo. Varias veces me ausenté de mis obligaciones, y otra tantas fui castigado con una buena azotaina. Contraje cuatro amistades aristocráticas, y sostuve otros tantos combates campales con mis amigos: tres veces salí maltrecho y una fui vencedor. Aprendí a jugar a los bolos, a odiar a los ricos, a curar las verrugas, a escribir versos latinos, a nadar, a recitar discursos, a hacer caricaturas de mis maestros, a traducir el griego, a dar betún a los zapatos, y a recibir puntapiés y consejos con la mayor resignación. Después de esto, ¿quién podrá decir que aquella elegante escuela no me fue de utilidad alguna?

Al abandonar esta distinguida institución educativa corrí grave peligro de entrar en otra dedicada también a la gente de alcurnia. Para ser más claro diré que estuve a punto de ser enviado a un colegio. Por fortuna mía, mi padre perdió un pleito precisamente por aquel tiempo, y se vio obligado a reunir hasta el último céntimo que poseía para pagarse el lujo de haber entablado un pleito judicial. De no ser por esta circunstancia, me habría enviado a una gran universidad; pero sus ahorros eran ínfimos y su hijo no estaba en posición de que se le admitiera como corresponde a un caballero.

El problema que se presentaba era, pues, el de elegir una profesión.

En este punto mi padre fue lo más liberal del mundo. Dejó la elección a mi cargo. Por temperamento yo era de carácter aventurero y hasta algo vagamundo, y mi deseo era alistarme en el ejército. ¿Pero de dónde saldría el dinero necesario para comprar un grado de oficial? En cuanto a entrar de simple soldado y ganar mis grados a fuerza de trabajo y méritos, las instituciones sociales de Inglaterra obligaban al nieto de Lady Mortimer a empezar la carrera militar con el grado de oficial o abandonarla por completo. No había, por lo tanto, que pensar en el ejército. ¿La iglesia? Tampoco había que pensar en ella. ¿El palacio de justicia? Necesitaba cinco años para llegar a ser abogado y tendría que gastar unas doscientas libras al año antes de que pudiera ganar algún dinero. ¿La medicina? Ésta me pareció que era la única profesión digna en la que un caballero como yo

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podría refugiarse. Y, sin embargo, teniendo en cuenta lo que pasaba con mi padre, fui tan ingrato que no me sentí inclinado a seguirla. Confieso que lo que voy a decir puede parecer incluso degradante, pero no puedo menos de recordar que muchas veces deseé no estar emparentado con personas de tanta distinción, creyendo que la vida de un comercial era lo que más atractivo tenía para mí, y lo que más me convenía. Ir de lugar en lugar, vivir alegremente en las posadas, ver todos los días caras nuevas, y ganar dinero divirtiéndome en vez de gastarlo. ¡Qué vida para mí, si en vez de ser el nieto de un barón, hubiera sido hijo de un destripaterrones y nieto de un labrador!

Mientras mi padre pensaba qué hacer conmigo, una de sus amistades le sugirió una nueva profesión para mí y que, de hecho, hasta el último día de mi vida lamentaré no haber elegido.

Este amigo era un caballero ya mayor, un tanto excéntrico, dueño de una gran fortuna y muy, considerado por mi familia. Un día mi padre, en mi presencia, le preguntó en qué podría yo emplearme, teniendo en cuenta mi noble parentela y mi propia utilidad.

—Preste usted atención a lo que le dirá este viejo pero experimentado amigo,—dijo nuestro excéntrico amigo—, y si es usted un hombre cuerdo, no dudo que hará lo que voy a decirle. Tengo tres hijos: el primero lo he dedicado a la iglesia: dice que le va muy bien, pero me cuesta trescientas libras al año. El segundo lo dediqué a la justicia: dice que le va admirablemente; pero me cuesta cuatrocientas libras esterlinas al año. El tercero lo dediqué a bailar cuadrillas. Se ha casado con una rica heredera y no me cuesta nada.

¡Si mi padre hubiera seguido el consejo de aquel sabio! ¡Si me hubiera dedicado a bailar cuadrillas! ¡Si me hubiese lanzado a los salones de baile de Londres, como la mejor recomendación para una rica heredera! ¡Oh, señoritas con dinero! Yo tenía cinco pies y diez pulgadas de estatura, barba sedosa, pelo rizado y una hermosa voz. Jóvenes doncellas con abundantes libras esterlinas, bellas ninfas con sustanciosos billetes de banco, llorad sobre el marido que habéis perdido, sobre el bribón que ha violado las leyes que, como compañero de una opulenta mujer, habría tal vez ayudado a hacer en los bancos del Parlamento británico! ¡Oh moradas y hogares celebrados en tantas canciones, en tantos libros, en

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tantos discursos, con acompañamiento de tantos aplausos; qué hombre de su casa, qué propietario, qué padre de familia os fue arrebatado cuando el doctor, mi padre, se negó a dedicar a su hijo a la noble profesión de bailar cuadrillas!

Me resigné, pues, a la desgracia de abrazar la carrera de medicina.

Si era un buen muchacho y trabajaba, y procuraba relacionarme con la alta sociedad, con los años podría llegar a suceder a mi padre en su casa situada en una calle elegante, con su carruaje y costoso y torpe criado. No era mala la perspectiva que se presentaba a un joven con nervio y por cuyas venas corría la sangre de los antiguos Mortimer (que habían sido bribones de gran talento y distinción en los tiempos feudales). Cuando miro atrás y recuerdo la paciencia con que acepté mi profesión médica, yo mismo me considero casi un héroe. Hice aún más que aceptar pasivamente mi destino: verdaderamente estudié; me familiaricé con el esqueleto humano, y me fue perfectamente conocido el sistema muscular y los misterios de la fisiología me fueron descubiertos poco a poco.

Pero no era ésta la peor parte del asunto. En mi interior albergaba una auténtica repugnancia por los estudios abstrusos de mi nueva profesión; pero todavía odiaba más la especie de esclavitud a que tenía que someterme diariamente para plantar las bases sociales de mi futura prosperidad. Mi buen padre insistió en presentarme a toda su clientela. Me llevaba en su carruaje cuando salía a hacer sus visitas, con la bolsa de instrumentos de cirugía y una revista médica, sentado al lado del Dr. Turner que ponía la cabeza lo más cerca posible de la ventanilla, como para que le vieran bien. Me sentía más a mis anchas en compañía de estudiantes pobres y alegres (tal es la natural depravación y perversidad de mi carácter) que en las habitaciones de los distinguidos clientes y respetables amigos de mi padre. Pero con estas visitas matutinas mis infortunios no acabaron porque además se me ordenó que asistiera a las comidas que se daban de vez en cuando en las casas de personas de alto rango, y se me dijo que fuera notablemente agradable en todos los bailes.

Las comidas eran la prueba más dura a que tenía que someterme. A veces nos lo arreglábamos de modo que nos hacíamos invitar a las casas de altos y poderosos anfitriones, donde comíamos los más exquisitos platos de la cocina francesa y bebíamos los vinos mejores y más añejos, encontrando en esto una

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especie de compensación al frío glacial que reinaba entre los invitados. De estas comidas nada tengo que decir; pero de las que nosotros dábamos y de las que las personas de nuestro propio rango social daban en nuestro obsequio, de esas sí que me quejo amargamente.

¿Habéis observado, quizá, la gran pobreza y homogeneidad que caracteriza el lenguaje de los que no dicen más que tonterías? Pues bien, la misma imitación servil reina en el orden y distribución de las comidas de ciertas personas que se creen de alto nivel y fama.

Cuando dábamos una comida en casa, teníamos invariablemente sopa, pescado con salsa de langosta, pernil de carnero, pollo guisado y lengua, pastelillos de ostras, pato silvestre, pudín, jalea, helado y pastelillos. Excelentes cosas todas ellas, excepto si las comemos continuamente. Durante la temporada de comidas sociales era, prácticamente, nuestro alimento diario. Y, a su vez, cada uno de nuestros hospitalarios amigos nos obsequiaba con una comida, en pago de la nuestra, que era una reproducción de la que le habíamos dado, la cual a su vez era una copia perfecta de la comida con que nos habían favorecido el año anterior. Cocían lo que cocíamos, y asaban lo que asábamos. Ninguno de nosotros alteró jamás la sucesión de los platos, ni hizo más o menos que los otros, ni cambió la posición de las aves, enfrente de la señora de la casa, ni del carnero, enfrente del dueño. Mi estómago padecía indeciblemente en aquellos tiempos, cuando la sopera se destapaba y el olor del inevitable caldo concentrado renovaba su conocimiento diario con mi olfato, y era una señal que me indicaba todo lo que vendría después.

Creo que la gente honrada que sabe lo que es no tener qué comer (cosa que, en mi calidad de bribón nunca me ha sucedido), habrá padecido considerablemente por esta privación. Sírvales de consuelo la idea de que, excepto morirse de hambre, la misma comida de sociedad, todos los días, es una de las pruebas más duras a que está sujeta la paciencia humana. De hecho, fue durante la segunda temporada de esta serie de comidas, a las que mi familia me obligaba asistir de modo regular e inevitable, cuando tomé la firme determinación de que en la primera ocasión que se me presentase, echaría por la borda mi profesión y con ella todas las expectativas de mi familia de hacer de mí una lumbrera médica,

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CAPÍTULO 2

La oportunidad que tanto deseaba para abandonar la carrera médica se presentó de un modo bastante raro y dio origen a consecuencias tan inesperadas como importantes.

Ya he dicho que entre otras ramas del saber humano que adquirí en la aristocrática escuela, una de ellas fue la de hacer caricaturas de los maestros que se tomaban el trabajo de educarme. Parece que tenía aptitudes naturales para el arte pictórico y tras abandonar la escuela hice rápidos progresos gracias a mi constante práctica, aunque en secreto. Esta práctica se convirtió al final en el medio que tenía para conseguir algún dinerillo desde los mismos inicios de mi carrera médica. ¿Qué podía hacer yo? No esperaba ganar un cuarto en algunos años con el ejercicio de mi profesión. La posición social de mi familia me alejaba de todos los medios inmediatos de hacer algo de provecho, y mi padre sólo podía proporcionarme una suma tan insignificante, que no vale la pena mencionarla. Ya en la escuela, y a escondidas, había conseguido ganar algo de dinero vendiendo mis caricaturas; y cuando regresé a m¡ casa me vi obligado a repetir el mismo procedimiento.

En aquel tiempo el arte de la caricatura se acercaba precisamente al fin de su más extravagante período de desenvolvimiento. La sutileza y la verdad natural que hoy se requieren en ese arte, eran cosas en que entonces apenas se había comenzado a pensar. Lo que el público de entonces deseaba eran pinturas grotescas de colorido chillón. Un amigo mío, médico, gran crítico artístico de la edad madura de diecinueve años, fue el primero que me hizo saber que mis caricaturas reunían todos los requisitos de que acabo de hablar. Conocía a un editor de láminas y grabados, y le mostró con el mayor entusiasmo una cartera llena de mis dibujos y bosquejos, teniendo cuidado —como yo le había pedido—, de no mencionar mi nombre. Con alguna sorpresa mía (pues yo era lo suficientemente presuntuoso como para no esperar una opinión negativa), el editor eligió unas cuantas de las mejores de mis producciones y me las compró, por supuesto fijando él mismo el precio. Desde entonces fui, aunque anónimamente, uno de los jóvenes filibusteros de la caricatura inglesa: en mis

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momentos de ocio iba de un lado a otro, dondequiera que podía, en busca de algo que me diera material para mis caricaturas. Muy lejos estaba de pensar mi entonada madre que entre las láminas de colores chillones que en las vidrieras de las tiendas representaban de un modo poco respetuoso los actos públicos y privados de individuos de alta sociedad, las que estaban firmadas con el clásico nombre de Tersites Junior eran producto de su estudioso hijo. Muy, lejos estaba también mi respetable padre de sospechar, cuando con gran dificultad y mortificación conseguía hacerme penetrar consigo en el círculo de la sociedad elegante y a la moda, que con eso me estaba ayudando a estudiar las fisonomías que, gracias a mi lápiz implacable, se hallaban destinadas a hacer reír al público a expensas de algunos de sus más augustos patrones, llenando los bolsillos de su hijo con el dinero por «honorarios» de una profesión con que jamás soñó.

Durante más de un año, sin que nadie tuviera la menor sospecha de ello, conseguí tener una economía privada bastante arreglada, gracias al ejercicio de mis habilidades caricaturistas. ¡Pero iba a llegar el día en que todo había de descubrirse!

Ya sea porque mis amigos estudiantes de medicina y admiradores de mis dibujos satíricos hablaran en público con muy, poca discreción, o bien porque los criados de mi casa hubiesen tenido la oportunidad de descubrirme en alguno de mis momentos de estudios artísticos, lo cierto es que alguien me traicionó y llegó a oídos de mi venerable abuela, raíz y fuente del honor de la familia, mi ilícito comercio. ¡Para mí fue verdaderamente un hecho terrible!

Una mañana mi padre recibió una carta escrita de puño y letra de Lady Mortimer, en la que le informaba en caracteres todos torcidos a impulsos de punzante dolor, y con las dos terceras partes de las palabras medio borradas, por la violencia de la virtuosa indignación, que el «Tersites Junior» era nada menos que su propio hijo y que en una de las últimas caricaturas de ese «bribón,» los venerables rasgos de la fisonomía de ella misma se representaban, de un modo inequívoco, bajo la forma de un enorme búho!

Por supuesto que, llevándome la mano al pecho, lo negué todo rotundamente, mostrando además la mayor indignación. La negativa fue inútil. El original que

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me sirvió de modelo para mi búho había conseguido irrefragables pruebas de mi delito.

En esta ocasión, mi padre, que en general era un hombre de modos extremadamente delicados y corteses y que se dominaba mucho, tuvo un acceso de violenta cólera; declaró que yo estaba poniendo en peligro el honor y la alta posición de la familia; insistió en que jamás volviera a hacer una caricatura en toda mi vida, y me ordenó que fuera inmediatamente a ver a Lady Mortimer y le pidiese perdón del modo más humilde en que fuera capaz. Respondí que estaba dispuesto a obedecerle con la condición de que se me asignara una suma tres veces mayor de la que actualmente se me daba, como una compensación por lo que perdería abandonando el arte de la caricatura; o bien, si eso no era posible, que Lady Mortimer me nombrase su médico habitual con un buen sueldo. Estas proposiciones tan extremadamente moderadas, hasta tal punto aumentaron la cólera de mi padre que, con un juramento que ni un soldado habría hecho con mayor rotundidad, me hizo saber con enorme claridad su resolución de ponerme de patitas en la calle si no hacia lo que me ordenaba, sin condiciones de ninguna clase. Yo le dije que le evitaría el trabajo de plantarme en la calle yéndome yo mismo. Cerró los puños y me amenazó. Ante tal reacción fue mi deber, como caballero y miembro de una profesión pacífica, salir del cuarto. Aquella misma noche me ausenté de la casa, y desde entonces el costoso y torpe lacayo jamás, ni una sola vez, ha tenido que soportar la molestia de abrirme la puerta.

Pero a pesar de todo tengo mis razones para creer que mi salida del hogar paterno fue bien vista por mi madre, puesto que así desaparecía toda posibilidad de que mi conducta y mala reputación fuesen un obstáculo para el porvenir de mi hermana.

Mi hermosa hermana Arabela, gracias a la destreza y paciencia que desplegó en el arte de echar el anzuelo, había logrado pescar un buen hombre enjuto, avaro, de color atezado, de más de cincuenta años de edad, que había logrado realizar una fortuna en las Antillas. Su nombre era Batterbury. El sol de los trópicos lo había acartonado de tal manera que parecía una momia que debía durar siglos. Dos eran sus temas favoritos de conversación: la fiebre amarilla y las ventajas de andar, considerado como ejercicio higiénico. Su rustiquez era tal que llegó a sentir por mí una clarísima aversión. Fue un pez difícil de hacerle tragar el

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anzuelo, y aun después de que Arabela lo consiguió, mi padre y mi madre tuvieron mucha dificultad en sacarle a tierra, debido, como decían bondadosamente, a mi presencia en la casa. De aquí lo conveniente que había sido mi partida. Gran placer me causa ahora recordar cuán desinteresadamente estudiaba yo en aquellos lejanos días el bienestar de mi familia.

Entregado por completo a mis propios recursos, me dediqué, como era natural, con redoblado ardor, al noble arte de caricaturar. Fue por aquel entonces cuando «Tersites Junior» comenzó a tener algo así como una cierta fama, y a llevar en su bolsillo una cartera con billetes que, por cierto, no hacían mala figura entre los otros papeles que allí guardaba. Durante un año viví una vida alegre y divertida entre la sociedad más despreocupada de Londres. Tras ese período, varios tenderos y vendedores me enviaron sus cuentas sin que yo se las hubiera pedido. Me encontré en la absurda posición de no tener dinero con que pagarles, y así se lo hice saber a todos ellos con esa franqueza que es una de mis pocas buenas cualidades. Recibieron mis proposiciones de arreglo con una descortesía que rayaba en crueldad, y me trataron con tal desconfianza y falta de consideración que podré perdonar pero no olvidar.

Cierto día un desconocido, nada limpio por más señas, me tocó en el hombro y me mostró un pedacito de papel, bastante sucio por cierto, que al principio creí que era su tarjeta; pero antes de que pudiese decirle una palabra, dos personas extrañas, más sucias todavía, si cabe, me hicieron entrar en un carruaje de alquiler. Y antes también de que pudiera probarles que este modo de proceder era una infracción chocante de las libertarles de un súbdito inglés, me encontré alojado entre las paredes de una cárcel.

¡Bien! y ¿qué? ¿Quién soy, yo para hacer reparos en que me pongan en una cárcel, cuando tantos personajes reales e individuos ilustres de la historia han estado en prisión antes que yo? ¿Acaso no podré continuar allí mi vocación con mayor comodidad que en casa de mi padre? ¿Hay algo fuera de estos muros que sea para mí un motivo de ansiedad? No, porque mi querida hermana se ha casado. La red que le tendió la familia dio por fin caza al Sr. Batterbury. No; porque según leí días pasados en un periódico, el doctor Turner (seguramente debido a Lady Mortimer) ha sido nombrado Médico consultor adjunto del Cirujano Barbero del Rey. Mis parientes gozan de comodidades en su esfera: goce yo

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también de comodidades en la mía. Pedí al carcelero pluma, tintero y papel y escribí a mi editor la siguiente carta:

Muy Señor Mío:

Sírvase usted anunciar la próxima publicación de una serie de doce caricaturas picantes, de mi fértil pluma, tituladas “Escenas de la vida moderna en una cárcel”, por Tersites Junior. Los dos primeros dibujos estarán listos para finales de semana, y se pagarán cuando se entreguen, según las condiciones convenidas entre nosotros respecto a los trabajos del mismo tamaño. Enteramente suyo y con la mayor consideración y afecto, atentamente

FRANCIS TURNER

Así pues, habiendo arreglado de este modo cómo cubrir los gastos de la prisión, entré en relaciones con mis compañeros, y el mismo día de mi encarcelamiento empecé a estudiar la variedad de sus caracteres, para la nueva serie de láminas.

Si el curioso lector desea conocer mis asociados de cautiverio, le ruego que trate de adquirir las «Escenas de la vida moderna en una cárcel», hoy sumamente raras, pero que me imagino podría verlas si, con un poco de paciencia y de perseverancia, emplea una semana en recorrer el catálogo del Museo Británico. Mi fértil pluma delineó con tal vigor y relieve los caracteres con que tropecé en aquel período de mi vida, que mi pluma no puede rivalizar con él; los retraté a todos de una manera más o menos prominente, con excepción de un prisionero llamado el Caballero Webster. Las razones que tuve para excluirlo de mi galería de retratos son tan honrosas para los dos que tengo que mencionarlas brevemente.

Mis compañeros de prisión pronto descubrieron que yo estaba estudiando sus peculiaridades personales en provecho mío y diversión del público. Algunos lo tomaron como una broma inocente pero otros se opusieron y se disgustaron conmigo. Pero mi liberalidad en materia de bebidas y algunos pequeños préstamos que hice, apaciguó a la mayoría de los opositores. A la minoría

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recalcitrante la traté con desdén y la fustigué con el punzante látigo de la caricatura. En aquella época yo era quizás el hombre más descarado de mi edad que hubiese en toda Inglaterra, y todos aquellos prisioneros se doblegaban ante la magnificencia de mi descaro. Sólo uno de los presos me desafió: el Caballero Webster.

Había recibido tal calificativo por lo noble de su aspecto, lo comedido de su lenguaje y la cortesía de sus modales. Estaba en la madurez de los años, pero era muy calvo; había servido en el ejército, se había empleado en el comercio de carbón; usaba cuellos muy almidonados y puños de camisa en extremo largos; apenas se reía, pero hablaba con notable fluidez, y jamás se le vio que perdiese la calma, ni aun bajo las circunstancias más provocativas de la vida de cárcel.

Se abstuvo de mezclarse en mis asuntos y en mis estudios artísticos, hasta que en la sociedad carcelaria corrió la voz de que en la sexta lámina de mi serie el Caballero Webster, altamente caricaturado, sería una de las figuras principales. Entonces se dirigió a mí en persona, delante de todos, y me dijo:

—Caballero —dijo con su acostumbrada cortesía y su invariable sonrisa—, me hará un gran favor con no caricaturar mis peculiaridades personales. Tengo la desgracia de no comprender nada en materia de agudas e ingeniosas caricaturas, por lo que, si usted hiciera mi caricatura, mucho me temo que no comprendería el chiste del asunto.

—Caballero —le contesté con mi acostumbrado descaro—, poco me importa que usted entienda o no el chiste. El público lo verá y lo entenderá y eso me basta.

Y con este político discurso le volví la espalda, mientras los presos se desternillaban de risa. El Caballero Webster, sin alterarse en lo más mínimo, alisó sus puños, sonrió, y se fue como si tal cosa.

Aquella misma noche me encontraba solo en mi cuarto imaginando una nueva lámina, cuando oí un golpecito en la puerta, y vi entrar al Caballero Webster. Me levanté y le pregunté qué diablos quería. Sonrió y, doblando sus largos puños de camisa, me dijo:

—Sólo quiero darle una lección de urbanidad.

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—¿Qué dice, caballero? ¿Cómo se atreve a...?

La respuesta fue una bofetada. Lleno de furor, levanté la mano para pagarle con la misma moneda pero paró el golpe con gran agilidad y me asestó un nuevo golpe en la cabeza que me arrojó al suelo medio atontado y en tal condición, que a duras penas podía distinguir la diferencia entre el piso y el techo.

—Señor —me dijo el Caballero Webster alisando los puños de su camisa, y dirigiéndome la palabra con suave acento mientras yo me hallaba aún tendido en la alfombra—, tengo la honra de notificarle que acaba de recibir su primera lección de urbanidad. Sea siempre cortés con los que son corteses con usted. En cuanto al asunto de la caricatura, lo arreglaremos más adelante. Le deseo muy buenas noches.

El ruido de mi caída atrajo a los otros huéspedes de los cuartos de mi piso. Afortunadamente para mi dignidad, cuando vinieron a ver lo que había sucedido, me encontraba ya sentado de nuevo en mi silla. Al entrar ellos creí que podrían fácilmente distinguir la señal rojiza de la bofetada en mi rostro, pero el pelo ocultaba la marca del golpe en la cabeza. Con tales circunstancias a mi favor, cuando me preguntaron qué había pasado, pude conservar intacto mi honor diciéndoles que el Caballero Webster había plantado audazmente su mano en mi rostro, lo cual me obligó a arrojarlo al suelo. Mi palabra en la cárcel valía tanto como la suya y si mi versión del asunto se anticipaba a la del Caballero Webster, las probabilidades de ser creído estaban a mi favor.

Al día siguiente confieso que tenía una enorme ansiedad por conocer qué actitud tomaría mi cortés y pugilístico instructor. Con gran sorpresa por mi parte, cuando nos encontramos en el patio me saludó con la urbanidad habitual. No desmintió mi versión del suceso nocturno, y cuando mis amigos se reían de él como de hombre vapuleado, no hizo el menor caso de sus alegres comentarios. Creo que la antigüedad nos presenta sólo unos pocos caracteres más notables que el Caballero Webster.

Aquella noche juzgué conveniente invitar a un amigo para que pasáramos el tiempo juntos. Mientras hubo qué beber se quedó en mi compañía, pero cuando ya no tuve ni un trago más que ofrecerle, se fue. Estaba precisamente cerrando

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la puerta, cuando la empujaron de una manera suave, aunque muy, fuerte y he aquí al Caballero Webster de nuevo en mi cuarto.

Mi orgullo, que me había impedido pedir la protección de las autoridades de la cárcel, me impidió también pedir auxilio en ese momento. Traté de acercarme a la chimenea y armarme con el brabucón, pero el Caballero Webster no me dio tiempo para ello.

—He venido esta noche, me dijo, a darle una lección de moralidad —y levantó la mano derecha.

Detuve la bofetada preliminar pero antes de que me fuera posible asestarle un golpe, su terrible puño izquierdo cayó sobre mi cabeza, y me vi de nuevo en el suelo, aunque no con el ruido de la caída de la noche anterior.

—Señor —dijo el Caballero Webster, saludándome—, acaba de recibir ahora su primera lección de moralidad. Diga siempre la verdad, y cuando hable de otra persona jamás mienta a sus espaldas. Mañana, con su permiso, arreglaremos finalmente el asunto de la caricatura. Buenas noches.

Tenía yo sobrada prudencia para dejarle que arreglase ese asunto a su manera, así es que la primera cosa que hice la mañana siguiente fue escribir una esquela muy cortés al Caballero Webster, notificándole que había abandonado cualquier idea de exhibir al público su parecido en mi serie de láminas, y que le daba pleno permiso para que inspeccionara todos mis dibujos antes de que saliesen de la cárcel. Recibí una respuesta muy diplomática en la que me daba las gracias por mi cortesía, felicitándome por la extraordinaria aptitud que había demostrado al aprovecharme de la instrucción más incompleta y elemental. Pensé entonces que bien merecía yo la felicitación, y todavía pienso lo mismo. Nuestro proceder, como ya he indicado, fue honorable para ambos. Fue honorable por parte del Caballero Webster el corregirme cuando estaba equivocado e igualmente fue honorable mi buen sentido en aprovecharme de esta corrección. No he vuelto a ver a este gran hombre desde que se arregló con sus acreedores y salió de la cárcel, pero mis sentimientos hacia él son y seguirán siendo los de la más profunda gratitud y respeto. Me proporcionó la única enseñanza útil que hasta entonces había recibido, y si el Caballero Webster leyera estas líneas, reciba

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desde aquí las más cumplidas gracias por haber empezado y terminado mi educación en dos noches, sin que a mí ni a mi familia nos costara ni un céntimo.

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CAPITULO 3

Volvamos a mis asuntos mercantiles. Una vez instalado cómodamente en mi prisión, conocí con exactitud las dimensiones de mis deudas. Creí entonces que era mi deber poner al corriente de todo ello a mi padre, dándole así una oportunidad de sacarme de la cárcel. Su respuesta a mi carta contenía una cita de unos versos de Shakespeare acerca de los hijos ingratos, pero no me envió dinero alguno. Después de eso, lo único que me quedaba por hacer era contratar a un abogado y lograr que se me declarase insolvente. Fui tratado con la mayor descortesía. En fin, cuando se vendió todo lo que poseía a beneficio de mis acreedores, recibí una reprimenda y fui puesto en libertad. Ahora, me es grato recordar que incluso entonces, mi fe en mí mismo y en la humanidad permanecieron en todo momento inalterables.

Unos diez días antes de mi excarcelación quedé sorprendido, más de lo imaginable, con la visita del esposo acartonado y color de caoba de mi hermana, el Sr. Batterbury. Cuando yo vivía con mis padres, este caballero no se dignaba mirarme sin fruncir el entrecejo y ahora, que era poco menos que un pícaro en prisión, venía fraternal y piadosamente a compadecerse conmigo de mis infortunios. Unas cuantas preguntas, hechas con maestría, me revelaron el secreto de este prodigioso cambio en nuestras relaciones, y me hicieron conocer un acontecimiento familiar que alteraba mi actitud hacia mi hermana de la manera más curiosa.

Mientras se me estaba juzgando para declararme insolvente, mi tío, el del comercio de jabón y velas, falleció. En su testamento no hizo mención alguna de mi padre ni de mi madre pero dejó a mi hermana, que siempre se supuso que era su favorita en la familia, una enorme suma de dinero. Era nada menos que la suma de unas tres mil libras, que le serían entregadas cuando falleciera Lady Mortimer, en caso de que yo le sobreviviese.

Cuál fuera la causa de ese extraño documento era algo que el Sr. Batterbury ignoraba por completo y yo, por mi parte, nada pude averiguar. Lo único que llegué a saber fue que el legado estaba acompañado de algunas observaciones

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sarcásticas que daban a entender que el testador se consideraría muy feliz si el referido legado llegaba a producir el efecto de revivir el interés de un solo miembro de la familia del doctor Turner hacia la suerte del joven caballero que se había fugado de la casa paterna. Mi estimable y ya fallecido tío comprendió que debía hacer algo en beneficio de la familia de su hermana y lo hizo de la manera más maligna y maliciosa. Esto era característico de él: si no hubiera poseído el documento, era hombre capaz de haberlo hecho extender en su lecho de muerte solamente con el propósito de que sirviera precisamente para lo que ahora servía.

Aquí se presentaba una complicación interesante: se había hecho a mi hermana un legado, nada pequeño, por cierto, v su cumplimiento dependía de que yo sobreviviese a mi abuela. Visto así no dejaba ya de ser divertido, pero la conducta del Sr. Batterbury lo fue aún más.

Aquel infeliz avaro, no sólo trató de ocultar su ardiente deseo de no gastar su dinero, si conseguía la suma legada a su esposa, sino que además persistió en no darse por entendido de que la causa principal de su visita provenía del interés pecuniario que tanto él como mi hermana Arabela tenían ahora en la vida v salud de un humilde servidor. Yo hice toda clase de alusiones, en son de broma, acerca de la fuerza vital de Lady Mortimer, y, de lo quebrantada que estaba mi constitución, pero él hizo como si nada comprendiese, como si eso no tuviera absolutamente nada que ver con su desinteresada visita. Sin inmutarse lo más mínimo, sin que su viejo rostro color de caoba diese señales del más leve rubor, me dijo cuán profundamente sentían su esposa y él mi actual situación, y cuánto le había recomendado Arabela que me hiciera presente lo sincero de su amor. ¡Oh, criatura de tierno corazón! ¡No hacía sino seis meses que estaba en la cárcel cuando ese abrumador testimonio del cariño de mi hermana vino a alegrarme mi encierro! ¡Ángel consolador!, tú conseguirás tus tres mil libras. Tengo cincuenta años menos que Lady Mortimer, y en obsequio tuyo tendré sumo cuidado con mi persona, mi querida Arabela.

La siguiente vez que vi al Sr. Batterbury fue el día en que me pusieron en libertad. No vino, por supuesto, para informarse acerca de mis futuros planes, ni para ver qué riesgo corría mi vida que ya gozaba de libertad, sino que simplemente vino, como me dio a entender, a felicitarme y a expresarme el cariño fraternal de

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Arabela, su esposa y hermana mía. Verdaderamente era una atención llena de delicadeza, ante la que no podía permanecer insensible.

—¿Cómo está mi querida Lady Mortimer? —le pregunté cuando mi emoción de gratitud me lo permitió.

El Sr. Batterbury movió tristemente la cabeza y dijo:

—Siento mucho manifestar que no se encuentra tan bien como desearían sus amigos. La última vez que tuve el placer de verla, me pareció tan amarilla, que si hubiéramos estado en Jamaica habría jurado que no viviría más de doce horas. He tratado de hacer comprender a esa respetable dama la necesidad de mantener las funciones del hígado en un estado activo, mediante paseos diarios a pie: el tiempo que debe andar, la distancia y el paso, todo proporcionado a su edad, ¿me entiende? con debida atención a su edad.

—Seguramente no podía haberle dado mejor consejo —le dije—. La última vez que vi a Lady Mortimer, hace dos años, la noble señora se imaginaba que a sus setenta y cinco años no había mujer más activa en toda Inglaterra. Rodaba por las escaleras dos o tres veces por semana porque no quería que nadie la ayudara a bajarlas; se creía dotada de excelente vista, aunque era tan ciega como un topo, y no era posible hacerle comprender que sus piernas eran tan débiles como las de un niño de un año. Ahora que le ha aconsejado que dé paseos a pie, se obstinará más que nunca, y seguro que constantemente estará tropezando y cayendo, tanto dentro como fuera de casa. Con semejante ejercicio, a pesar de la celebrada vitalidad de los Mortimer, no durará muchas semanas. Teniendo en cuenta lo delicado de mi salud, no podría haberle dado un consejo más conveniente; por mi palabra de honor que no ha podido darle mejor consejo.

—Mucho me temo —dijo el Sr. Batterbury con una serenidad de fisonomía realmente envidiable—, mucho me temo, mi querido Francis, (permítame que le llame Francis a secas), no comprender exactamente lo que quiere decir y por desgracia no tenemos mucho tiempo para entrar en explicaciones. Diez millas a pie es mi ejercicio cotidiano: he andado ya cinco para venir y aún me faltan cinco por hacer. Mucho me alegro de verle de nuevo en libertad. Háganos saber dónde piensa instalarse, y cuídese mucho. Reconozca la importancia del ejercicio

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corporal diario y póngalo en práctica. ¿Le he dado ya los recuerdos cariñosos que le envía Arabela? Ella está muy bien. ¡Adiós!

Y el Sr. Batterbury se fue a andar las cinco millas que le quedaban por hacer para conservar su salud y yo partí también para ver a mi editor en beneficio de mi bolsillo.

Un desengaño inesperado me aguardaba. Mis «Escenas de la vida moderna en la cárcel» no se vendieron como yo me había imaginado, y mi editor no se mostraba muy, dispuesto a entrar en especulaciones sobre obras ejecutadas en el mismo estilo. Durante mis meses de prisión un nuevo caricaturista se había presentado con un estilo que podía llamarse propio, había creado ya una nueva escuela, y el público inconstante le otorgaba su protección. Entonces me dije para mis adentros: «Esta escena del drama de tu vida ha terminado, amigo mío: entra en una nueva escena, o haz bajar el telón inmediatamente». Por supuesto que entré en una nueva escena.

Me despedí de mi editor y fui a consultar a un amigo mío, artista, acerca de mis planes futuros. Yo creía que sólo estaba en el camino de entrar en una nueva profesión, pero el destino dispuso que me encontrara también en el camino de dar con la mujer que no solamente sería mi primer amor, sino que también sería la causa inocente del gran desastre de mi vida.

La primera vez que la vi fue en una de las calles que conducen de la plaza de Leicester al Strand. Algo había en su rostro que me hizo detener cuando pasó por mi lado. Miré hacia atrás y vacilé. Todo en ella me parecía un modelo de gracia y de modestia. No pude resistirme a la tentación del momento y la seguí.

Ella dio una mirada alrededor, me descubrió, y al instante aceleró el paso. De repente, al llegar al final de la calle, entró en una tienda.

Miré por la ventana y la vi que hablaba con una persona de edad un poco avanzada que me arrojó una mirada llena de indignación y condujo al instan te a mi encantadora desconocida al fondo del establecimiento. Durante unos segundos me quedé como un tonto sin saber qué hacer, a pesar de no ser esa mi condición. Pero llegados a este punto debe recordarse que todos los hombres que se enamoran por vez primera son unos tontos. Sin embargo, pronto recobré

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el uso de mis sentidos. El establecimiento hacía esquina a una calle lateral que conducía al mercado. «¡Ah, el establecimiento es una casa con dos puertas que dan a dos calles distintas!» pensé para mis adentros y me dirigí apresuradamente a la otra puerta. ¡Demasiado tarde! ¡Mi bella fugitiva había desaparecido! ¿La habría perdido para siempre en el gran mundo de Londres? Así pensé entonces. Los acontecimientos demostrarán que jamás me equivoqué tanto en mi vida.

No estaba de humor para ir a ver a mi amigo. No fue hasta el día siguiente cuando, calmada mi emoción amorosa y dándome cuenta de que me amenazaba la pobreza, comprendí que no me quedaba otro remedio que ir a visitar al artista, hombre de buen corazón, y pedirle que me prestase su auxilio y me aconsejara.

Había oído decir que era una especie de vagamundo. Pero este epíteto se aplica con tanta frecuencia, y tan mal, que es difícil definir realmente lo que se entiende por vagamundo, sobro todo si se trata de un artista. Sin hacer caso de todas estas habladurías, fui a verle y le expuse la difícil situación en que me encontraba. Era hombre muy expeditivo y rápidamente me indicó lo que debía hacer.

—Usted tiene buen ojo para reproducir las fisonomías —me dijo —, y hasta ahora esto le ha servido para ganarse la vida. Utilice usted este buen ojo pero no necesariamente para las caricaturas. Váyase al otro extremo y en vez de caricaturizar y ridiculizar a las personas, alábelas, hágase pintor de retratos. Puede usar mi estudio tres días a la semana, y dormir en él, si quiere. Semanalmente me abonará una pequeña suma. Traiga sus pinturas y póngase manos a la obra. El dibujo, no importa nada; el colorido, no importa nada; la perspectiva, nada importa, ni tampoco las ideas. Lo único que importa es el parecido y adular al cliente y eso, corre de su cuenta.

Tenía la conciencia de que podía hacerlo, me despedí, y fui a por los colores. Pero he aquí que antes de entrar en el establecimiento me topé con el Sr. Batterbury, que hacía su ejercicio pedestre. Se detuvo, me dio un apretón de manos con todo el afecto de que era capaz, y me preguntó a dónde iba. Entonces se me ocurrió una feliz idea: en vez de responderle, aproveché para informarme acerca de Lady Mortimer.

—No se alarme —dijo el Sr. Batterbury—, Lady Mortimer rodó por las escaleras ayer por la mañana.

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—Mi querido amigo, permítame que le felicite.

—Afortunadamente —continuó el Sr. Batterbury recalcando esta palabra y mirándome fijamente—, afortunadamente la criada, por descuido, había dejado un gran bulto de ropa al pie de la escalera mientras fue a abrir la puerta. Al rodar Lady Mortimer, dio con la cabeza en mitad del bulto de ropa. Al principio experimentó las consecuencias naturales de la sacudida producida por la caída, pero esta mañana continuaba como si tal cosa. ¿Verdad que ha sido afortunada? ¿Ha visto en los periódicos las noticias de Demerara?

—No —contesté—, ¿qué hay de nuevo?

—La fiebre amarilla hace estragos en Demerara.

—Ojalá estuviese yo en Demerara —dije con voz cavernosa.

—¿Usted? ?Por qué? —exclamó asustado el Sr. Batterbury.

—No tengo hogar, ni amigos, ni dinero —continué dando un tono cada vez más lúgubre a mis palabras—. Todo me dice que podría labrarme una posición decente en el mundo y vivir como Dios manda si me dedicara a pintar retratos, que es para lo que creo poseer especial talento. Pero no tengo a nadie que me tienda una mano protectora y me ayude, nadie que quiera un retrato. No tengo nada en mi bolsillo, excepto unos pocos céntimos y nada en la mente sino la duda de si vale la pena o no continuar luchando como hasta ahora, o poner fin de una vez por todas a mis males arrojándome al río. Pero no interrumpa su paseo por mi causa, Sr. Batterbury —le dije para terminar—. Al fin y al cabo, mucho me temo que no seré yo quien sobreviva a Lady Mortimer.

—¡No hable así! ¡No hable así!. —exclamó el Sr. Batterbury alarmado y pálido hasta donde le era posible palidecer a su rostro color de caoba—. No hable de esa manera tan desacertada, se lo ruego. Tiene usted amigos de sobra, me tiene a mí, tiene a su hermana... Dedíquese a hacer retratos. Piense en su familia Hágase pintor de retratos.

—¿Dónde encontraré una persona que quiera retratarse? —le pregunté moviendo la cabeza melancólicamente.

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—Aquí tiene a una —dijo el Sr. Batterbury haciendo un gran esfuerzo—. Yo seré su primer cliente. Como principiante que es y sobre todo tratándose de un miembro de la familia, supongo que sus precios serán moderados. Ya sabe usted que... Aquí se detuvo y todo su rostro reveló la sórdida avaricia de aquella alma mezquina.

—Le haré a un retrato de medio cuerpo, tamaño natural, por cincuenta libras —le dije.

El Sr. Batterbury se estremeció y dirigió sus miradas a derecha y a izquierda como si quisiera echar a correr. Sus ingresos ascendían a unas cinco mil libras al año pero en aquel instarte, al ver su rostro, se hubiera dicho que apenas montaban a una bicoca. Yo me alejé unos cuantos pasos.

—Me parece que ese precio es demasiado alto para alguien que empieza —me dijo el Sr. Batterbury siguiéndome—. Yo creía que treinta libras esterlinas, o a la sumo cuarenta...

—Un caballero, le dije, no puede rebajarse a regatear. Páselo usted bien. —Y, saludándole, continué mi camino.

—¡Está bien, está bien!, exclamó el Sr. Batterbury, acepto sus precios. Déme su dirección y mañana iré a verle. El marco, ¿está incluido en el precio?

—No, no; por supuesto que no se incluye el marco.

—¿Dónde va ahora? ¿A comprar la pintura? No creo que su tienda esté cerca de uno de los puentes del Támesis. Piense en su querida hermana, piense en la familia, piense en las cincuenta libras esterlinas; una bonita entrada anual para un hombre cuerdo. Le ruego que se tranquilice, que se cuide. Prométame mi querido amigo, mi querido Francis, déme su palabra de honor de que no hará ninguna barbaridad.

Lo dejé bajo aquella impresión y temor. Tal vez se trataba del único ataque serio de inquietud y alarma por el bienestar ajeno que el Sr. Batterbury padecía en todo el curso de su existencia.

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—Heme aquí, comenzando de nuevo mi carrera en el mundo, y esta vez de pintor de retratos, con el pago del parecido de mi primer parroquiano dependiendo acaso de la vida de mi abuela. Si el lector que hasta aquí me ha seguido fielmente desea saber algo acerca de la salud de la noble señora, y de cómo me fue en mi nueva profesión, le ruego que se tome la molestia de leer el capítulo siguiente.

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CAPITULO 4

Compré los colores necesarios para mis retratos y aquel mismo día pacté las condiciones del alquiler del estudio.

Al día siguiente, por la mañana, antes de la hora en que esperaba a mi parroquiano, y teniendo yo tanto interés ahora en la vida de mi abuela como interés en su muerte tenía el Sr. Batterbury, fui a informarme de la salud de Lady Mortimer. La respuesta fue extremadamente satisfactoria: mi abuela, Lady Mortimer, no tenía en la actualidad ninguna intención de permitirme que la sobreviviera. En aquellos momentos se encontraba ocupada en la meritoria tarea de desayunar. Como el porvenir se presentaba a mi favor, me sentí impulsado a escribir a mi padre informándole de la nueva profesión a que iba a dedicarme, y proponiéndole al mismo tiempo que reanudásemos nuestras relaciones. Sin embargo, siento decir que mi carta quedó sin respuesta.

Mi cuñado fue puntual como un cronómetro. Respiró como si se viera libre de un gran peso al contemplarme lleno de vida, paleta y pincel en mano y con el lienzo preparado en el caballete.

—Perfecto —dijo—, me alegro de verle ya más tranquilo. Arabela quería acompañarme, pero hoy se ha despertado con un ligero dolor de cabeza. Le envía sus más cariñosos recuerdos.

Tomé mi tiza y di principio a la obra con aquella confianza en mí mismo que jamás en ninguna circunstancia me ha abandonado. Estando plenamente convencido de que el arte de hacer retratos depende por completo del arte de adular, decidí empezar con un simple bosquejo que fuera ya una adulación a mi primer parroquiano.

Pero es mucho más fácil decidirse a hacer una cosa que ejecutarla. En primer lugar, la costumbre de caricaturar hacía que mi mano, involuntariamente, se empeñara en volver a las andadas. En segundo lugar, el rostro de mi cuñado era de una fealdad tan completa, que todos los artificios del arte pictórico para atenuarla serían inútiles. Cuando un hombre está dotado de una nariz de una

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pulgada de longitud, con las ventanillas perpendiculares, es imposible lisonjearlo: hay que darle una nariz de fantasía, o resignarse a reproducir la que tiene. Cuando un hombre apenas posee pestañas, y sus ojos redondos proyectan de tal modo que parece que se van a caer al suelo cada vez que se inclina, ¿qué mano mortal, ni qué pincel puede mejorarlos sin cambiar su verdadera expresión? Es preciso hacerles justicia a secas, por horribles y feos que parezcan, o abandonar la empresa.

El pintor Lawrence era uno de los artistas que mayor habilidad ha desplegado en suavizar y atenuar los defectos característicos de una fisonomía: en esto no se le conoce rival. Pues bien, ese parásito perfecto habría encontrado que el rostro del Sr. Batterbury era demasiado para él, y por vez primera en el ejercicio de su arte se habría visto obligado a la no acostumbrada y poco cortesana necesidad de hacer un retrato de parecido exacto.

En cuanto a mi, puse toda mi confianza en la vital energía de Lady Mortimer y retraté la fisonomía del Sr. Batterbury en todo su natural horror. Al mismo tiempo me puse a cubierto de los accidentes más probables, haciéndole pagarme las cincuenta libras convenidas poco a poco. Tuvimos diez sesiones. En cada una de ellas mi cuñado fue portador de un mensaje de mi hermana que me enviaba sus recuerdos más cariñosos e invariablemente se disculpaba de no haberle sido posible venir a verme. Cada sesión terminaba con una especie de discusión entre mi cuñado y yo, relativa al traspaso de cinco libras de sus bolsillos a los míos. Salí victorioso en cada ocasión, gracias al noble comportamiento de Lady Mortimer, que se abstuvo de rodar por las escaleras durante tres semanas consecutivas, y comía, bebía y dormía como una bendita. ¡Venerable mujer! Fue causa de que entraran cincuenta libras esterlinas en mi bolsillo. Pensaré en ella con gratitud y respeto hasta el fin de mis días.

Una mañana, mientras contemplaba el retrato del Sr. Batterbury, completamente terminado, y me estremecía interiormente ante su fealdad inconcebible, sentí invadido mi estudio de un olor sofocante de almizcle, seguido de un crujir de vestido de seda, que me reveló la aparición en persona de mi cariñosa hermana, con su marido tras ella. Arabela había agotado el repertorio de sus disculpas y había venido a verme.

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Se llevó el pañuelo a la nariz desde el instante que entró en la habitación.

—¿Cómo estás, Francis? No me beses, apestas a pintura y yo no puedo soportarla.

Yo experimentaba igual antipatía al olor del almizcle, y no había tenido la menor intención de besarla, pero era demasiado galante para decírselo, y tan sólo le pedí que me hiciera el favor de ver el retrato de su marido.

Arabela dio una ojeada alrededor del cuarto, siempre con el pañuelo en la nariz, y recogió su magnífico vestido de seda con la otra mano.

—¡Qué lugar tan horrible! —dijo con voz débil sin separar el pañuelo de la nariz— ¿No puedes hacer que desaparezca un poco de la pintura que hay por todas partes? Seguro que el piso está lleno de aceite. ¿Como podré pasar junto a esa sucia mesa donde están la paleta y los colores? ¿Por qué no bajas el retrato a la portezuela de mi coche, Francis?

Mientras hablaba avanzando algunos pasos y mirando con recelo todo su entorno, vio en la repisa de la chimenea una botella de agua de colonia que tomó inmediatamente con un lánguido suspiro.

La botella, que había sido de agua de colonia en otros tiempos, contenía aguarrás para lavar los pinceles. Antes de que pudiera decirle una palabra, había, rociado su traje con la mitad del líquido. A pesar de todo el almizcle de que estaba impregnado el estudio, el aguarrás se hizo sentir violentamente a tiempo que yo le gritaba: «¡Cuidado!». Arabela, con un grito de horror, lanzó la botella furiosamente en el hogar de la chimenea. Por fortuna era verano, pues de otro modo habría tenido que acompañar su grito con el de «¡Fuego! ¡Fuego!».

—¡Malvado, animal! ¡Grosero, pérfido, tunante, estafador! —gritaba mi amable hermana sacudiendo las faldas de su traje con todas sus fuerzas lo has hecho a propósito. No te defiendas. Sé que lo has hecho a propósito. ¿Qué idea tenías al atormentarme día y noche para que viniera a esta pocilga? —continuó, dirigiéndose furiosamente al compañero de su existencia y legítimo receptáculo de toda su superflua cólera— ¿Qué idea tuviste al traerme aquí a menos que fuera para ver cómo te han estafado? ¡Sí, engañado, estafado! Tanto entiende él

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de hacer retratos como tú. Te ha estafado tu dinero. Si se estuviera muriendo de hambre, sería el último hombre de Inglaterra capaz de poner fin a su existencia. Es demasiado indigno, demasiado vicioso. Ha perdido toda idea de honor y de respeto a sí mismo, es un descrédito para la familia. ¡Sácame de aquí! ¡Dame tu brazo al instante! Desde el principio te dije que no tuvieras trato alguno con él. Todo esto no es más que una consecuencia de tu horrible amor al dinero. Supón que Lady Mortimer le sobreviva, supón que yo pierda mi legado. Y bien, ¿qué son tres mil libras para ti? Mi vestido está arruinado. Mi chal ya no vale nada. ¿Morirse él? Si mi abuela viviera más que Matusalén él la sobreviviría. Dame tu brazo. No. Ve a buscar a mi padre, necesito que me recete algo. Mis nervios están a flor de piel. ¡Me va a dar un vértigo, voy a desmayarme, estoy enferma, muy enferma!

Con esto, casi histérica, desapareció dejando tras de sí un olor mezcla de aguarrás y almizcle que me conservó vivo el recuerdo de la visita de mi hermana durante varios días.

Otra escena del drama de mi vida. Ya no tengo grandes esperanzas de que mi amable hermana patrocine a un genio en lucha con el destino. ¿Acaso conozco a alguien que quiera retratarse? No, ni un alma. No teniendo pues a nadie que retratar, ¿cuál era mi deber de artista desdeñado? ¿Retratarme a mí mismo?

Y esto fue lo que hice, un retrato de mí mismo que no era sino un agradable contraste a la extrema fealdad de mi cuñado. Mi intención era enviar ambos retratos a la Exposición Anual de la Academia Real para darme a conocer. Y como sabía perfectamente de qué pie cojeaba la institución con que tenía que habérmelas, a mi propio parecido le di el título de «Retrato de un Noble».

Esta hábil operación, que buscaba tocar el punto débil de mis distinguidos compatriotas, estuvo casi a punto de dar resultado. El retrato del Sr. Batterbury (que estaba hecho con mucho más esmero que el mío), fue desechado sin ceremonias. El «Retrato de un Noble» fue atentamente reservado para ser expuesto si los señores académicos reales podían encontrar un lugar conveniente donde colgarlo. No pudieron , y, por lo tanto, el retrato volvió a su oscuro autor. Personas débiles de carácter y que se ahogan en un vaso de agua, se habrían desesperado en circunstancias iguales, pero un bribón como yo no se dejaba abatir tan fácilmente, ni siquiera por contrariedades más serias. Así, pues,

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envié el retrato del Sr. Batterbury a la casa de este distinguido mecenas, y el «Retrato de un Noble» a la de un prestamista. Hecho esto me quedaba sobrado espacio en mi estudio y podía pasearme en todas direcciones, fumando mi pipa, y pensando qué debía empezar ahora.

Había observado que el generoso amigo y vagamundo artista, del que yo mismo era su propio inquilino, parecía que nunca andaba escaso de dinero y sin embargo supe, por las paredes de su estudio, que nadie compraba sus cuadros, pues allí estaban colgadas todas sus grandes obras rechazadas por la Real Academia, y desatendidas por los patrocinadores del arte. Con todo, allí estaba también mi amigo manejando alegremente el pincel; ciertamente que no era rico, pero siempre tenía el dinero más que suficiente para sufragar sus modestas necesidades. ¿Dónde encontraba esos recursos? Me decidí a preguntárselo la primera vez que viniese al estudio.

—Roberto —le dije—, ¿dónde diablos consigues tú el dinero?

—Francis, ¿por qué me haces esta pregunta?

¡No respondió!

—La necesidad me obliga a ello, le repliqué. Mi bolsillo se va quedando vacío y no sé cómo llenarlo de nuevo. La Academia me ha devuelto mis cuadros; nadie viene a retratarse; yo no puedo hacer ni un centavo, y tengo que dar otro giro a mis talentos artísticos, o abandonar tu estudio. Somos antiguos amigos, te he pagado honrada y puntualmente mi alquiler semana tras semana, y si quieres ayudarme, creo que lo harás. Tú ganas dinero de algún modo. ¿Qué puedo hacer para ganarlo también?

—¿Eres muy escrupuloso? —me preguntó Roberto.

—No mucho —le respondí.

Roberto se sonrió, me dio mi sombrero y se puso el suyo.

—Tú eres precisamente de la clase de hombres que me agradan —dijo—, y tengo más confianza en ti que en ninguno de mis otros conocidos. Me preguntas ¿cómo me las compongo para ganar dinero, cuando mis cuadros están aún en mi poder?

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Pues bien, mi querido amigo, cada vez que mi bolsillo está vacío y necesito llenarlo, hago un cuadro antiguo.

Le miré sorprendido porque en realidad no comprendía exactamente lo que quería decir eso de un cuadro antiguo.

—Los cuadros antiguos, es decir, de pintores antiguos que puedo imitar mejor, continuó Roberto, son los de Claudio Lorena que, como ya sabes, es un famoso pintor de paisajes clásicos. No sé exactamente cuántos cuadros hizo, pero supongamos que fueran quinientos. En el transcurso de cinco años quizá ni cinco de estos cuadros legítimos se ponen en venta. Entendidos coleccionistas de cuadros antiguos acuden sin embargo a las ventas por centenares, mientras que cuadros legítimos de Claudio Lorena o de cualquiera de los antiguos maestros sólo se ofrecen uno o dos y muy de tarde en tarde. Sentado esto, ¿qué hacer? ¿Deben quedarse chasqueados los inocentes dueños de galerías privadas que acuden a las ventas para enriquecer sus colecciones? ¿O debemos aumentar caritativamente el número de las obras de Claudio Lorena y de los otros distinguidos artistas, para satisfacer los deseos de las personas de gusto, dinero y calidad? Es preciso ser muy inhumano para no decidirse por lo último. Debes tener presente que los coleccionistas no saben absolutamente nada sobre pintura: compran un Claudio Lorena (por poner mi propio ejemplo) como comprarían cualquiera de los antiguos maestros, no por el placer que sus obras les puedan proporcionar, sino por la reputación de que gozan. Dales un cuadro que represente las ruinas de un antiguo castillo, con árboles fantásticos, ninfas retozonas y un cielo acuoso; empólvalo bastante; ponle un marco también antiguo; llámalo un «Claudio Lorena»; y el número de las obras de los antiguos maestros habrá aumentado, el coleccionista no cabe en sí de contento, el traficante en cuadros se enriquece, y el desatendido artista moderno puede hacer sonar un bolsillo bastante repleto. Ciertos hombres tienen un don especial para hacer un Rembrandt, otros se dedican a producir un Rafael, un Tiziano, un Murillo, un Watteau, etc. Sea como fuere, todos quedamos contentos y mutuamente satisfechos, y todos beneficiados. La buena armonía se propaga y el dinero no queda estancado. Ven conmigo y vamos a ver qué podemos hacer contigo.

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CAPITULO 5

A medida que Roberto me iba endosando este discurso, continuábamos nuestro camino. Sentí la irresistible fuerza de su lógica y simpaticé con sus ardientes y filantrópicos motivos. Ya ardía yo en la noble ambición de aumentar el número de las obras de los antiguos maestros y ensanchar la esfera de su influencia benéfica. En una palabra, seguí a Roberto plenamente convencido de que tenía razón.

Nos internamos en unas callejuelas y entramos en una casa, aunque no por la puerta principal sino por la del fondo. Nos recibió un caballero anciano, de pequeña estatura, vestido con una bata negra. Roberto nos presentó uno a otro al instante. El desconocido, que se llamaba Samuel Levy y era judío, me miró con desconfianza. Le saludé con la inexorable urbanidad que aprendí a apreciar bajo el puño instructivo del Caballero Webster, y que nada me ha hecho abandonar en mi vida.

—Ve a la habitación de enfrente y mira los cuadros mientras yo hablo con el Sr. Levy—, me dijo Roberto abriendo una puerta y haciéndome entrar en una especie de galería. No había nadie: me encontré rodeado de cuadros antiguos, de creación reciente, de todos los tamaños y de todas las escuelas, de todos los grados de empolvamiento, con los nombres de todos los famosos antiguos maestros, desde Tiziano hasta Teniers, inscritos en sus marcos. Me llamó particularmente la atención una «Joya» de Claudio Lorena con un papelito que decía «Vendido». Era la última producción de Roberto, que le proporcionó diez libras esterlinas, y que revelaba verdaderamente la suma habilidad del joven artista para reproducir un Claudio Lorena.

Según me han informado, desde la época de que hablo a nuestros días los negocios del Sr. Samuel Levy han decaído un tanto, y hoy, tenemos traficantes de cuadros que son hombres tan justos y honorables como los que pueden hallarse en cualquiera otra profesión o carrera. Este cambio favorable, que consigno con gusto, es resultado inmediato de lo mucho que ha mejorado

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también la condición del arte contemporáneo, que tenía gran necesidad de reformas y mejoras en lo que se relaciona con el comercio de cuadros.

En la época a que me estoy refiriendo, los que alentaban y animaban a los pintores modernos eran unos pocos miembros de la aristocracia que, por lo menos en lo que a gustos se refiere, nunca presumían pensar por sí mismos, o habían heredado o adquirido una galería más o menos rica en cuadros antiguos. Formaba parte de su educación tener fe en esto, tan sólo de oídas, como el rey y el parlamento. Para ellos era articulo de fe creer que los pintores que murieron hace tiempo eran todos grandes hombres, y, que cuanto más los imitaran los pintores actuales, tanto mayor era la probabilidad de que en el futuro, aunque en menor escala, fueran también grandes hombres.

A veces uno de estos caballeros, lleno de desconfianza y no muy seguro de su gusto, entraba en el estudio de un artista moderno, admiraba ciertos cuadros y compraba uno o dos a precios que parecerían hoy tan increíblemente ínfimos que no me atrevo a mencionarlos. El cuadro era enviado a la casa del noble comprador, que invitaba al artista a su morada y lo presentaba a los distinguidos individuos que la frecuentaban; pero nunca admitía su cuadro, en términos de igualdad, en la sociedad de los maestros antiguos ni aunque éstos fueran de tercer orden. Su obra se colgaba en el rincón más oscuro de la galería: había sido comprada con todas las reservas, y admitida por pura tolerancia. La frescura y brillantez de sus colores padecía horriblemente ante el contraste de lo empolvado y, descolorido de sus antiguos predecesores, y lo único que en ellos se celebraba era la semejanza que tuviese con el amaneramiento peculiar de algún maestro antiguo.

Hoy, todo esto ha cambiado. Los artistas y los traficantes de cuadros han protagonizado una verdadera revolución en este particular. De entonces hasta nuestros días, los buenos cuadros modernos han ido aumentando en precio, e incluso a veces dejan muy atrás a los de los viejos maestros.

Estaba todavía admirando la galería del Sr. Levy, cuando se abrió una puertecita y entró una joven dama. Mi corazón latió apresuradamente. Reconocí en ella a la encantadora señorita a quien había seguido en la calle.

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Esta vez no llevaba puesto el velo, y pude admirar en toda su belleza la dulce melancolía de sus grandes ojos azules. Su delicado cutis se cubrió súbitamente de un tinte sonrosado. Su hermoso cabello negro... no, no puedo describir mi éxtasis. Diré tan sólo que ella, indudablemente, me reconoció. Al saludarla con la cabeza, sentí cómo se me sonrojaban las mejillas, cosa que jamás me había sucedido hasta entonces.

En este instante, el muchacho que la había hecho entrar en la galería le dijo:

—El dueño está ocupado: tenga usted la bondad de esperar aquí.

—No quisiera molestar al Sr. Levy —contestó ella. ¡Qué voz! ¡qué voz!... Baste decir que era digna de su belleza.

—Si tuviera usted la bondad de darle esto —continuó—, él ya sabe de qué se trata. Dígale también que mi padre está muy enfermo y ansioso. Bastará con que el Sr. Levy me diga simplemente sí o no.

Le entregó al muchacho una tira de papel con un sello, que sería seguramente un pagaré que deseaba descontar.

El muchacho, portador del mensaje de aquel ángel de belleza, salió de la habitación.

Aproveché esta oportunidad para dirigirle la palabra. Si se me preguntara lo que le dije en aquella ocasión, me vería en un verdadero aprieto. No sé qué dije ni de qué hablé: no recuerdo una sola palabra. Seguramente las tonterías que ensarta un joven enamorado en ocasión semejante. El muchacho regresó antes de que yo hubiera terminado mi discurso, y le devolvió el documento, agregando:

—Señorita, el Sr. Levy dice que lo siente mucho y que la respuesta es: No.

Mi bella desconocida palideció, dio un suspiro y se dispuso a salir. Al ponerse el velo vi que tenía los ojos cuajados en lágrimas. Sin saber realmente lo que estaba haciendo, le dije que dispusiera de mí como si fuese un antiguo amigo, que tenía bastante dinero como para descontar el pagaré. Ella me llamó a la razón con la mayor suavidad, diciéndome:

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—Lo siento caballero, pero creo que olvida usted que no somos ni conocidos. Buenos días.

La seguí hasta la puerta. Le pedí que me permitiese visitar a su padre, y que le pondría al corriente de quién era yo y quiénes eran mis padres y allegados. Me respondió simplemente que su padre se encontraba demasiado enfermo para recibir visitas. La acompañé hasta el rellano de la escalera, y entonces con severo acento me dijo:

—Caballero, bien puede usted figurarse que me encuentro en una situación difícil y angustiosa. Apelo a usted, como caballero, para que me deje en paz.

Incliné la cabeza y la dejé partir.

Volví a la galería de cuadros, y cuando recuerdo que no se me ocurrió entonces descubrir su nombre y las señas de su casa, estoy por creer que en aquellos momentos había perdido realmente el juicio. Me había portado como un chiquillo; yo, uno de los hombres más audaces de Londres. Había perdido de nuevo a mi desconocida y esta vez a nadie, sino a mí mismo, tenía que culpar.

Estas melancólicas meditaciones fueron interrumpidas con la llegada de mi amigo Roberto, que se me acercó de un modo casi misterioso y me dijo en voz baja.

—Samuel Levy está receloso, y me ha costado mucho trabajo conseguir que consienta en aceptar tus obras. Sin embargo, si con pericia logras hacer un pequeño Rembrandt, como muestra de tu habilidad, puedes considerarte empleado aquí hasta nueva orden. Me veo obligado a precisar un Rembrandt porque es el único pintor antiguo del que no hay ningún cuadro en la actualidad. El caballero que acostumbraba a proporcionar obras de ese maestro falleció. Tenía un talento especial para los Rembrandt que no se podrá reemplazar con facilidad. ¿Crees tú que serás capaz de ocupar su puesto? Es un don particular, como un buen oído para la música o disposición para las matemáticas. Naturalmente, que tendrás que hacer tu aprendizaje. Se te dará como modelo y guía el último Rembrandt del caballero aludido: el resto, mi querido amigo, depende de tus facultades de imitación. No te desanimen los fracasos: prueba y vuelve a probar. Supongo que ya habrás oído hablar de la luz y sombra de

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Rembrandt: recuerda siempre que en tu caso la luz quiere decir un amarillo oscuro y la sombra un negro intenso; y recuerda que...

—No cuente usted con un estudio —dijo la voz del Sr. Levy detrás de mí—, no cuente usted con un estudio, amigo mío, a menos que su Rembrandt sea tan bueno que me engañe a mí, a mí, que trafico con cuadros y sé lo que me pesco en el asunto.

¿Qué me importaba Rembrandt en aquel momento? Estaba pensando en la desaparición de mi hermosa desconocida, y probablemente no le habría hecho caso al Sr. Levy, si no hubiera sido porque se me ocurrió que el pícaro traficante en cuadros conocía el nombre del padre y la dirección de la adorable joven. Se lo pregunté, pues, sin muchos rodeos. El viejo marrullero movió su encanecida cabeza, y me dijo:

—Su padre se encuentra muy atrasado pecuniariamente, y a callar tocan, amigo mío.

Y a pesar de todo lo que hice, no le pude sacar una sílaba más. Sin embargo, si él se mostró obstinado en su silencio, yo me mostré más determinado en averiguar lo que deseaba.

Entré, pues, al servicio del honrado Levy, proponiéndome hacerme primero necesario a su prosperidad comercial, y amenazarle después con ofrecer mis talentos a su rival en el asunto de los cuadros antiguos, si no me revelaba el nombre y las señas de la morada de mi desconocida. Mi plan me pareció al principio muy brillante pero alguien ha dicho que el hombre es el juguete de las circunstancias, y el Sr. Levy y yo tuvimos que separarnos, inesperadamente, y por fuerza mayor. Y Lady Mortimer fue la causa inconsciente de los acontecimientos que, por tercera vez, me hicieron dar con mi ángel adorado.

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CAPITULO 6

Al día siguiente entré en el taller del honrado Levy y fui presentado a los eminentes caballeros que allí trabajaban. Se me dio mi Rembrandt modelo; se me explicaron las sencillas reglas elementales, y me proporcionaron todos los materiales necesarios.

No entraré en detalles acerca de mis trabajos, mis primeros fracasos y subsecuente buen éxito. Solamente diré que mi Rembrandt tenía que ser pequeño, y que como a la sazón había una demanda considerable de burgomaestres, mi cuadro debía naturalmente representar a un burgomaestre. Las tres cuartas partes de mi obra se componían de sombras de un pardo sucio y negro; la otra cuarta parte la formaba un rayo de luz amarilla que caía sobre el rostro arrugado de un anciano de color pardo oscuro.

Una vislumbre de mano y algo que con un poco de fantasía podría tomarse por un lavamanos de latón completaban mi obra, que satisfizo por completo al Sr. Levy, quien la describió como sigue en su catálogo:

Un Burgomaestre almorzando. Perteneció al principio a la colección de Mynheer Van Grubb, Amsterdam. Una muestra rara del maestro. No hay grabados. El claroscuro de esta obra extraordinaria es verdaderamente de un carácter sublime.

Precio: doscientas libras esterlinas.

Yo recibí cinco libras, y supongo que el honrado Sr. Levy recibió ciento noventa y cinco.

Desde el punto de vista pecuniario no era muy alentador para un principiante; pero yo debía de recibir cinco libras esterlinas más en el caso de que mi Rembrandt se vendiese dentro de cierto tiempo. Se vendió una semana después

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de haberse arreglado de una manera conveniente para que pudiera colgarse con toda confianza en la sala de exhibición. Recibí mi dinero y puse manos, lleno de entusiasmo, a otro Rembrandt que esta vez era La esposa de un Burgomaestre avivando el fuego. En el cuadro anterior el claroscuro del maestro había sido amarillo y negro; ahora debía ser rojo y negro. Estaba a punto de ganarme la plena confianza del Sr. Levy cuando sobrevino una catástrofe que cerró el establecimiento y puso fin a mis experimentos de fabricante de cuadros antiguos.

El almuerzo del Burgomaestre había sido comprado por un nuevo parroquiano, venerable conocedor, dotado de inmensa fortuna y con una gran galería de pinturas. El anciano caballero estaba entusiasmado con el cuadro, con su tono, con el efecto, con el simple tratamiento de los detalles. En su opinión, lo único que le faltaba era limpiarlo tan poco. El Sr. Levy conocía perfectamente lo expuesto de tal operación para permitir la más ligera tentativa en ese sentido, y aseguró solemnemente que no sabía que existiese preparación alguna que pudiera usarse para limpiar un Rembrandt, «sin correr un grave peligro de destruir los últimos exquisitos toques del pincel del inmortal maestro». El comprador quedó satisfecho con esta razón para no limpiar el cuadro y se lo llevó a su casa en su propio carruaje.

Durante tres semanas no volvimos a oír nada del caballero comprador, pero pasado ese tiempo, un hebreo, amigo del Sr. Levy, escribiente en la oficina de un abogado, nos aterrorizó informándonos de que un caballero, relacionado con nuestro venerable conocedor, había visto el Rembrandt y había dicho que era una impudente falsificación y añadió que se proponía llevar el asunto a los tribunales, donde haría que se examinase la pintura por peritos, acusando además al vendedor y al autor del cuadro de haberse confabulado para conseguir dinero bajo falsas premisas. Samuel Levy y yo nos miramos mutuamente con rostros desmesuradamente largos, al recibir esta agradable noticia.

Nuestra primer pregunta fue, ¿qué debíamos hacer? Recobré pronto el uso completo de mis facultades, y resolví aquel asunto importante y difícil mientras nuestros compañeros se hallaban enteramente desconcertados.

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—¿Me promete usted veinticinco libras esterlinas en presencia de estos caballeros si le libro de este enredo? —le dije a mi aterrorizado principal. Samuel Levy se retorció las manos y con un profundo esfuerzo dijo:

—Sí, amigo mío.

Nuestro informante en este desgraciado asunto estaba empleado precisamente en la oficina de los abogados que habían de presentar y seguir la demanda contra nosotros, así es que pudo ponerme al corriente de ciertos particulares que yo deseaba saber relativos al cuadro.

Averigüé que el Rembrandt estaba aún en poder del comprador, quien había consentido en que se discutiese en un tribunal el asunto de si el cuadro era o no legítimo, a pesar de que tenía muy alta idea de sí mismo como conocedor en pintura para consentir que se dijera que había sido engañado. Su suspicaz pariente no residía en la casa, pero solía visitarle diariamente antes del mediodía. Con saber esto me di por satisfecho: el resto dependía de mí, de mi buena fortuna, del tiempo, de la credulidad humana y de ciertos conocimientos de química adquiridos en los días de mis estudios médicos. Salí de la galería de nuestro traficante de cuadros y compré en la botica más cercana una botella de cierto poderoso líquido, que no quiero especificar por escrúpulos de conciencia. Le puse un rótulo que decía: «Preparación de Amsterdam para limpian», y la envolví en un papel. Escribí además lo siguiente:

Samuel Levy, después de saludar respetuosamente al Sr. (llamémosle Black), tiene el gusto de manifestarle que ha hallado, inesperadamente, algo que podrá satisfacer los deseos del Sr. Black acerca de limpiar El almuerzo del Burgomaestre. La preparación adjunta acaba de llegar de Amsterdam. Está hecha según receta hallada entre los papeles del mismo Rembrandt, ha sido usada con los resultados más sorprendentes en los cuadros del maestro en todas las galerías de Holanda, y en la actualidad se está empleando en el Rembrandt de mayor tamaño de la colección privada del que traza estas líneas. El modo de usarlo es el siguiente: póngase el cuadro en posición horizontal, viértase sobre el lienzo el contenido de la botella con el mayor cuidado, para que cubra toda la superficie: déjese allí el líquido seis horas, al cabo de las cuales se secará con

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un paño suave, de un tamaño conveniente. El resultado será la desaparición de todo el polvo y suciedad, y una completa y brillante metamorfosis del aspecto negruzco que ahora presenta el cuadro.

Yo mismo dejé estas líneas y la botella a las dos de la tarde en casa del rico protector de las bellas artes, y me retiré a la mía, esperando confiadamente los resultados.

La mañana siguiente nuestro consabido amigo en la oficina del abogado vino a vernos, y apenas entró prorrumpió en una carcajada. El Sr. Black había seguido al pie de la letra las instrucciones para usar el líquido. En cuanto lo hubo recibido, vertió la «Preparación de Amsterdam» para limpiar sobre la superficie de su cuadro, donde la dejó hasta las ocho de la noche; pidió el paño más fino que pudo hallarse en la casa y, con sus mismas venerables manos, secó cuidadosamente el líquido, y ¡borró completamente toda la pintura! El color pardo, el negro, el burgomaestre, el almuerzo, y el rayo de luz amarilla, todo desapareció en menos de un minuto sin dejar ninguna huella. Si el cuadro se presentase ahora a un tribunal, únicamente se vería un marco y un lienzo manchado de negro.

Nuestra defensa, en caso necesario, se habría basado en que la preparación se había usado mal. Por lo demás, confiábamos en la falta de pruebas contra nosotros. Sin embargo, el Sr. Levy cerró muy prudentemente su establecimiento por algún tiempo y pasó al continente a saquear, como decía, las galerías extranjeras. Yo recibí mis veinticinco libras esterlinas, borré lo que había pintado de mi segundo Rembrandt, cerré la puerta privada del taller y, comprendí que otra escena del drama de mi vida había terminado. Sólo sentía una cosa, y lo lamentaba amargamente, ignorar por completo el nombre y la dirección de la bella señorita que tanta impresión me había causado.

Mi primer visita fue al estudio de mi excelente amigo, el artista pintor de quien ya he hablado, mi buen Roberto. Me saludó presentándome una carta que tenía en la mano, dirigida a mí. Hacía pocos días que la habían dejado allí. La letra era de mi cuñado Batterbury. ¿Han cambiado los sentimientos del marido de mi hermana respecto a mi humilde persona? ¿Podía yo esperar todavía algún beneficio de él?

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Léase su carta y júzguese:

Muy Sr. mío:

Aunque la conducta poco caballeresca que ha observado conmigo, y el recibimiento poco afectuoso y hasta malévolo que recibió de usted mi querida esposa, han destruido todos los derechos que pudiera usted tener a la consideración y simpatías del más tolerante de sus parientes, sin embargo estoy, dispuesto, en parte atendiendo a la tranquilidad de la familia de mi esposa, y en parte por mi bondad natural, estoy, dispuesto, repito, a ofrecerle una vez más la oportunidad de mejorar su posición, si desea usted vivir de una manera digna de respeto. El puesto que puedo ofrecerle es el de secretario de una nueva institución científica y literaria que va a establecerse en la población de Duskydale, cerca de la cual, como ya sabrá usted, poseo algunos terrenos. El destino se ha puesto a disposición mía, como vicepresidente que soy, de la nueva sociedad. El sueldo será de cincuenta libras esterlinas al año, con habitación en el último piso. Las obligaciones son varias y le serán explicadas por el comité local del instituto. Si desea usted entrevistarse con dicho comité, puede usar como presentación esta carta de introducción. Después de la manera poco escrupulosa con que abusó usted de mi liberalidad, obteniendo cincuenta libras esterlinas por una audaz caricatura, que pretendió usted era mi retrato, y que me ha sido imposible colgar en ninguna habitación de mi casa, creo que esta nueva muestra de mi bondad y de mis deseos de servirle, después de todo lo que ha pasado, deberá avivar en usted los buenos sentimientos que aún posea, y despertar las dormidas emociones de arrepentimiento y propósito de enmienda, cuando piense usted en su seguro servidor.

DANIEL BATTERBURY

—¡Dios me guarde! —exclamé. ¡Cuánta palabrería y qué estilo tan confuso, y cuánto ruido acerca de cincuenta libras esterlinas al año y una cama en una buhardilla!

Estas fueron las primeras emociones que produjo en mí la carta de mi cuñado. Pero ¿a qué obedecía esta epístola? Para aclarar mis dudas, aunque en realidad

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no tenía ninguna, me dirigí inmediatamente a casa de mi respetable abuela Lady Mortimer, con objeto de informarme si había de nuevo corrido el riesgo de morir antes que yo.

—Mucho mejor, señor —me respondió el venerable mayordomo de mi abuela—. La salud de la Sra. ha mejorado mucho después de su último accidente.

—¡Cómo! ¡Un nuevo accidente! exclamé, ¿De nuevo las escaleras?

—No, señor, esta vez no han sido las escaleras, sino la ventana de su alcoba —respondió el mayordomo con toda la gravedad que le era posible—. La vista de su señoría, que en estos últimos años no ha sido muy buena, le ocasiona ciertas dificultades para calcular las distancias. Hace tres días su señoría fue a asomarse a la ventana, y, no habiendo calculado bien la distancia...

Aquí el mayordomo, con cierto aire melodramático para producir efecto, se detuvo y me miró con ojos que querían revelar profundo sentimiento.

—Y no habiendo calculado la distancia... —repetí con impaciencia.

—Rompió el vidrio de la ventana con la cabeza —dijo el mayordomo con apacible voz acomodada a lo patético de la noticia—. Por fortuna, ¡Dios sea loado!, la señora estaba vestida para salir y tenía puesta su gorra. Esto le preservó la cabeza. Pero por un milagro no se degolló, porque un pedazo del vidrio le hizo una herida a un cuarto de pulgada de distancia de la yugular. Le he oído decir al médico, señor, y esto no lo olvidaré hasta el fin de mis días, que la vida de la señora estuvo pendiente de un hilo. La pérdida de sangre, según ha dicho también el doctor, fue para la señora una bendición, pues como tiene cierta propensión a la apoplejía, ha alejado ese temor. El apetito de su señoría ha mejorado mucho desde el accidente; cuando sube o baja las escaleras se apoya en el brazo de su cochero, o de su criada de mano, lo que jamás quería hacer antes; ahora sale a dar paseos y a tomar el aire en su coche. «Me siento diez años más joven», son las palabras textuales que me dijo esta mañana, «me siento diez años más joven, Pedro, desde que rompí el vidrio de la ventana de mi alcoba». Y así es, en efecto, señor.

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No me quedó duda alguna. Ésta era la clave de la carta de perdón de mi cuñado. La perspectiva de recibir el dinero consabido se había alejado más que nunca; no podía tener la misma confianza que su esposa en mi vigor para resistir impunemente el hambre y la adversidad y, por lo tanto, se hallaba dispuesto a aprovechar la primera ocasión que se le presentó de propender a mi bienestar y seguridad personal, sin que le costase un cuarto. Todo lo vi claramente, y admiré, con más gratitud que nunca, la hereditaria vitalidad de la familia Mortimer. ¿Qué hacer? ¿Ir a Duskydale? ¿Por qué no? Poco me importaba el lugar a donde yo fuera, ahora que había perdido la esperanza de volver a ver los hermosos ojos de mi desconocida.

Al día siguiente me dirigí a mi nueva morada, a hacerme cargo de mi nuevo destino: presenté mis credenciales, y no dejé de aprovecharme de las ventajas que me proporcionaban mis elevadas relaciones de familia, lo que me valió para ser recibido con entusiasmo y con distinción.

Encontré que la nueva sociedad científico-literaria se hallaba en una situación de cisma ya antes de haberse inaugurado públicamente. Dos facciones la dividían y gobernaban: la facción de la gente seria y la de la gente alegre. Dos cuestiones la agitaban: una se refería a si sería apropiado celebrar la inauguración con un baile público; el segundo punto discutido, que tenia dividida la opinión de la sociedad naciente, era decidir si debían o no admitirse novelas en la biblioteca del instituto.

Como es de suponer, los puritanos y fanáticos del lugar estaban por la negativa tanto respecto al baile como a la admisión de novelas, que habían propuesto los que llamaban librepensadores, despreocupados y de manga ancha en materia de prácticas religiosas.

Fui presentado oficialmente a la sociedad cuando el debate se encontraba en su período de mayor intensidad. Me vi en medio de un numeroso concurso, aglomerado en habitación reducida, alrededor de una mesa larga. Cada uno de los concurrentes se hallaba provisto de tintero, pluma y una gran hoja de papel blanco. Viendo que uno tras otro iban todos haciendo uso de la palabra, me puse en pie como los demás y pronuncié un vigoroso discurso, tomando partido con los llamados librepensadores y despreocupados. Apenas hube acabado mi

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peroración, cuando el jefe de los severos puritanos, enemigos de bailes y diversiones, empezó a hablar.

—Si no hubiera otras razones contra el baile —dijo mi reverendo opositor—, hay por lo menos una objeción que no tiene respuesta: ¡Caballeros, san Juan Bautista fue decapitado a causa del baile!

Cuando este formidable argumento fue presentado, todos los personajes austeros y, avinagrados golpearon tumultuosamente la mesa, y mi buen hombre se sentó con aire de triunfador. Me puse en pie al instante para contestarle en medio de los aplausos de la gente de buen humor; pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, el presidente de la institución y el rector de la iglesia entraron en el salón.

Ambos eran hombres de autoridad y de buen sentido y por añadidura padres de hijas encantadoras, y su presencia hizo que la balanza se inclinara del lado razonable. El asunto de la admisión o no admisión de novelas en la biblioteca se dejó para más adelante, mientras que la cuestión candente del baile se puso inmediatamente a votación. El presidente, el rector y yo abrimos la marcha votando en favor y previniendo a todos los galantes caballeros que estaban presentes que no dejaran chasqueadas las esperanzas de las muchachas. Esto decidió a los que vacilaban, y los vacilantes decidieron a la mayoría. El triunfo fue completo. Mi primera ocupación como secretario fue diseñar un modelo de billete de admisión al baile.

Mi segunda ocupación fue dar un vistazo a las habitaciones que se me destinaban para vivir.

La Sociedad de Duskydale ocupaba una casa desvencijada, si se me permite la expresión, con diez habitaciones y un gran salón lateral que olía a pintura y a humedad y llevaba el pomposo título de «Teatro de las Conferencias». Era el lugar más triste, lóbrego, feo y frío en que jamás he entrado. Me parecía que para lo único que podía servir era para hacer penitencia y llorar a lágrima viva; pero la comisión del baile pensaba de un modo distinto y lo consideraba un perfecto salón de baile.

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Las habitaciones destinadas al secretario eran dos buhardillas totalmente vacías. Si hubiera intentado hacer algo más que cobrar el sueldo del primer trimestre, me habría quejado inmediatamente. Pero como no tenía la más remota intención de permanecer en Duskydale, no me era difícil ganar la reputación de complaciente, no emitiendo la menor queja.

—¿Ha visto usted al Sr. Turner, el nuevo secretario? Es un caballero muy distinguido y una gran adquisición para la sociedad y para la población.

Tal era el concepto de que gozaba entre las señoritas y los habitantes de ideas liberales de Duskydale.

—¿Ha visto usted al Sr. Turner, el nuevo secretario? Un joven mundano y vanaglorioso. La última persona de Inglaterra para hacer adelantar los intereses de nuestra institución.

Tal era la contrarréplica, acerca de mis méritos, corriente entre los puritanos y gentes severas. Presento ambas opiniones, porque en cada asunto hay siempre dos lados que ver; y en cuanto a mí, he procurado la imparcialidad, aun cuando se trate de mis perfecciones o imperfecciones.

Los fines, intereses y negocios generales de la Institución de Duskydale eran asuntos en los cuales, al hacerme cargo de la secretaría, no pensé jamás ocupar mucho mi inteligencia. Toda mi energía la dediqué a lo que se relacionaba con el baile de apertura.

Fui elegido, por aclamación, director general de la comisión de fiestas, e hice cuanto estuvo en mi mano para merecer y corresponder a la confianza que en mí se depositaba, dejando la literatura y las ciencias en perfecta libertad de progresar o no, como mejor les placiera. Lo que en este particular hayan hecho mis colegas después de que me separé de ellos es asunto suyo, y nadie podrá acusarme jamás de haber contribuido a perturbar la paz de los pacíficos ciudadanos recargándolos de conocimientos útiles. Mi obligación y ardua empresa eran enseñar al pueblo inglés a divertirse honestamente, y la tarea de propagar la ciencia la dejé a otros.

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Como es sabido, a mis compatriotas, los ingleses, cualquiera les puede predicar un sermón (y ¡cuántos y cuántos predicadores hay!) o darles una conferencia sobre esto y sobre lo de más allá, o hacerlos asociar para este objeto o el otro. Pero ¿quién es el que se preocupa de que se diviertan? No leáis novelas, no vayáis al teatro, no bailéis... esto es lo que se oye por todas partes y en todos los tonos posibles. Puesto que pienso de modo distinto y creo que un poco de esparcimiento y diversión inocente son indispensables en la vida, deseando la mayor concurrencia al baile de inauguración, recomendé que el precio de admisión fuese moderado, para ponerlo al alcance de las personas decentes, desprovistas de medios de fortuna, que desearan esparcir el ánimo una noche, en honesto solaz, en los salones de nuestra sociedad. La proposición fue rechazada ignominiosamente por los directores del instituto. Y puesto que soy hombre un tanto obstinado, no me descorazoné por esta negativa, sino que apelé a un medio que se me ocurrió para llenar nuestros salones.

Me procuré un directorio local, me puse cincuenta billetes de admisión en los bolsillos, me endosé mi levita azul celeste y mis pantalones de mahón (que entonces eran el colmo de la moda), y salí a buscar danzantes entre las personas que, no siendo notoriamente puritanas, no nos habían favorecido comprando billetes para el baile.

Como por temperamento no me es posible hacer nada con cierta regularidad, abrí el directorio al azar y determiné hacer mi primera visita a las primeras personas con cuyos nombres dieran mis ojos, que acertaron a ser el Dr. Dulcifer y la Srta. Dulcifer, de la calle Vallombrosa, núm. 1. Muy bien. No tengo preferencias. Aquí venderé mis dos primeros billetes, y, como a Dios gracias, no soy nada tímido ni tengo mucho orgullo, allí me dirigí.

La morada era una de esas casas semicampestres con un jardincillo al frente, cuyo enrejado abrí. Me adelanté a la puerta de la casa, pensando en la clase de gente que hallaría. Si se me preguntase cuál era la verdadera causa de esta actividad extraordinaria para servir los intereses de personas que me eran del todo indiferentes, deberé confesar que la pérdida de mi bella desconocida tenía mucho que ver con ello. Aceptaba con gusto cualquier ocupación que, de algún modo, me distrajera de la idea fija que me atormentaba, desde que creí perdida para siempre a aquella hermosa joven.

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¿Experimenté por ventura algún presentimiento de la deliciosa sorpresa que me esperaba cuando tiré de la campanilla de la casa núm. 1? No, nada eso. Esos presentimientos se relacionan, más de lo que generalmente se cree, con un estómago delicado y una salud no muy buena. Sin embargo, lo cierto era es que mi salud era excelente y mis digestiones de primera. Me abrieron la puerta, pregunté por la Srta. Dulcifer; y me dijeron que estaba en la sala de visitas, a donde fui conducido.

No esperen mis lectores que me ponga a hacer una descripción de las sensaciones que experimenté. Fueron innumerables y de todas clases. ¡Allí estaba ella, sola, sentada cerca de la ventana! ¡Allí estaba ella, haciendo con sus delicados y blancos dedos una bolsa de seda! Tanto de su rostro como de su aspecto general había desaparecido aquella melancolía que reinaba en su ser la última vez que la vi. Estaba vestida con cierta elegancia y la habitación estaba bien amueblada. Evidentemente, su padre había cambiado de posición. Confieso que cuando vi en el directorio el nombre de Dulcifer no pude menos de sonreírme por lo extraño que me parecía. Comencé ahora a mirarlo con desagrado, viendo que también era el apellido de mi sin par desconocida. Me servía de consuelo la idea de que ella podría cambiarlo. ¿Lo cambiaría por el mío?

Yo fui el primero que recobró la sangre fría. Me senté en una silla cerca de ella, y le tomé la mano.

—Ya ve usted que no es fácil evitarme. Ésta es la tercera vez que nos encontramos. Dadas tan extraordinarias circunstancias, ¿se negará usted a recibir mi visita? ¿No querrá usted proporcionarme un poco de felicidad en compensación de cuanto he padecido desde la última vez que la vi?

Sonrió y se sonrojó.

—Estoy tan sorprendida —me contestó—, que no sé realmente qué decir.

—¿Desagradablemente sorprendida? —le pregunté.

Continuó primero con su labor, y después contestó (me pareció que con cierta tristeza):

—¡No!

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Quise aprovecharme de las ventajas que creía haber obtenido, pero ella supo contenerme con perfecta política. Parecía que recordaba con vergüenza las circunstancias en que nos habíamos conocido.

—¿Como es que ha venido usted a vivir a Duskydale?, —me preguntó de repente, cambiando el tema de la conversación. —¿Y cómo ha podido usted dar con nosotros?

Mientras le estaba dando las explicaciones necesarias entró su padre, a quien miré con notable curiosidad.

Era un caballero alto, grueso, de continente respetable, frente despejada, abdomen un tanto abultado, chaleco negro y corbata blanca. Todo guardaba en él la mayor armonía, excepto los ojos, que eran brillantes, vivos y de mirada resuelta, en contradicción con el aire de benevolencia y afabilidad esparcido en todo el hombre. Aquellos ojos revelaban suma inteligencia y gran confianza en sí mismo, tal vez se vislumbraba en ellos cierta falsedad, que yo habría podido descubrir inmediatamente bajo circunstancias ordinarias pero en ese momento miraba al doctor Dulcifer a través del prisma de su hija y a primera vista sólo pude distinguir sus méritos.

—Caballero, le estamos muy agradecidos por su atención en visitarnos —me dijo con excesiva cortesía—. Pero nuestra estancia aquí toca a su fin, pues solamente vine aquí con objeto de restablecer la salud de mi hija. Ha ganado mucho con el cambio de aires, y hemos hecho ya todos los preparativos para partir mañana. Si no fuera por estas circunstancias, habríamos tenido mucho gusto en aceptar los billetes de admisión al baile.

Como es de suponer, mientras el padre hablaba. yo tenía los ojos fijos en la hija quien, a su vez, miraba a su padre, y vi que una súbita tristeza se iba apoderando de su rostro. ¿Qué significaba aquella tristeza? ¿Sentimiento de no poder asistir al baile? No; era algo más que eso. Mi interés se despertó vivamente. Supliqué al padre que no nos privara de la presencia de su hija; le dije que pensara en el irreparable eclipse que padecería el salón de baile de Duskydale. Con gran sorpresa mía, mientras yo hablaba la joven dirigía una triste mirada al trabajo que tenía entre manos. Su padre se rió de un modo un tanto desdeñoso.

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—Nosotros no conocemos aquí a nadie —dijo—, para que se eche de menos nuestra presencia. Al contrario, me parece que la sociedad de Duskydale se alegrará de nuestra partida. Perdóname, Alicia, debí haber dicho «mi» partida.

¡Su nombre era Alicia! Confieso que fue para mí una inefable alegría oírlo. ¡El nombre le cuadraba perfectamente! ¡Estaba tan en armonía con la gracia y dignidad de su belleza!

Dirigí una mirada a Alicia cuando su padre acabó de hablar. Su rostro estaba todavía más triste que antes. Protestó contra lo que había dicho el doctor, quien se rió de nuevo, dando a su hija una rápida ojeada en la que había como cierta desconfianza:

—Si usted llega a mencionar mi nombre entre los respetables habitantes de la población, —dijo recalcando con notable sorna la palabra «respetables»—, estoy seguro de que abrirán los ojos como platos, se encogerán de hombros y pondrán el rostro de una vara de largo. Desde que dejé de ejercer mi profesión de médico, me he ocupado en investigaciones químicas a gran escala que creo están destinadas a producir resultados públicos importantes. Mientras no los obtenga, me veo obligado, en interés propio, no sólo a guardar profundo secreto acerca de mis experimentos, sino también a imponer igual discreción a las personas que empleo. Este inevitable aspecto de misterio, y la vida estrictamente retirada que llevo, y que mis estudios me obligan a llevar, constituyen una ofensa a los ojos de mis vecinos de donde resido, cerca de Barkingham y la impopularidad de mis estudios y ocupaciones parece que me ha seguido hasta aquí. Por lo que he podido saber, la opinión general es que yo me dedico a buscar la piedra filosofal y que empleo para ello las reprobadas artes de la magia. A pesar de ser un hombre tan sencillo como soy, poco a poco voy adquiriendo entre el pueblo la reputación de nigromántico, algo así como un doctor Fausto. E incluso las personas educadas de esta población mueven la cabeza y parece como si se apiadaran de mi hija, que se ve obligada a vivir con un padre alquimista, respirando los olores que se exhalan de un laboratorio en que puede haber una explosión de un momento a otro. ¿No es esto extremadamente absurdo?

Podía ser todo lo absurdo que se quiera pero la encantadora Alicia estaba sentada con los ojos clavados en su labor, con el aspecto de la más profunda

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tristeza, sin responder con la más leve sonrisa a su padre, cuando éste la miró de una manera interrogativa al emitir sus últimas palabras.

Yo no sabía qué decir. El doctor hablaba de las consecuencias sociales de sus investigaciones químicas como si estuviera viviendo en plena Edad Media. Sin embargo, hasta tal punto deseaba contemplar de nuevo los hermosos ojos de su hija, que no quise preguntar nada que contribuyera a mantenérselos clavados en su labor. Cambié, por lo tanto, de tema de conversación, me puse a hablar de química en general y le dije algo al doctor acerca de los estudios que había hecho en esa ciencia en otro tiempo, lo cual le causó tanto placer como sorpresa.

Esto me condujo a mencionar el nombre de mi padre, cuya reputación había llegado a oídos del doctor Dulcifer. Cuando me dijo eso, su hija levantó la cabeza y vi de nuevo brillar el sol de su hermosura. Mencioné después a mis distinguidos parientes y a Lady Mortimer; di a entender que en la actualidad me encontraba como desterrado de mi casa, gracias a ciertas caricaturas festivas y a alguna que otra calaverada juvenil. Alicia parecía interesarse en mi conversación, se sonrió, y la luz de su belleza fue aún más radiante.

Hablé después de varias cosas más, y hasta estuve brillante y chistoso, consiguiendo hacerla reír más de una vez. Su rostro se animó, sus mejillas se tiñeron de suave carmín. ¡Pobre joven! Bien se veía qué poco acostumbrada estaba a asociarse con personas de ánimo un tanto alegre. Creo que si en aquel momento me hubiera pedido hacer una voltereta, lo habría hecho sin vacilar, si esto le hubiera proporcionado alguna diversión.

No puedo decir cuánto tiempo prolongué mi visita. Un criado entró trayendo un refrigerio y, sin hacerme mucho de rogar, comí y bebí, y continué hablando cada vez con mayor animación. Al fin me decidí a partir: los bellos ojos de Alicia me miraron con bondadosa expresión, y el doctor me dio su tarjeta.

—Si usted no teme a las garras del doctor Fausto —dijo sonriendo—, tendré mucho gusto en recibir su visita si alguna vez pasa usted por las cercanías de Barkingham.

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Le estreché la mano, proponiéndome, mentalmente, renunciar a mi secretaría, mientras le daba las gracias por su invitación. Extendí también la mano a su adorable hija, quien me dio un vigoroso y cordial apretón de mano.

Cuando salí de aquella casa iba como embriagado de felicidad, de tal manera, que, sin ver realmente lo que me rodeaba, tropecé con un caballero de cierta edad que pasaba frente a la puerta del jardín. Por poco le derribo a tierra y al detenerme para disculparme, reconocí mi estimable colega, el digno tesorero de la Institución de Duskydale.

—He recorrido media población buscándole —me dijo—. La Mesa Directiva, después de un largo debate, cree que su plan de solicitar personalmente la asistencia al baile, compromete la dignidad de la Institución, y por lo tanto le suplica que no se ocupe más de este asunto.

—Muy, bien —dije—, no se ha hecho hasta el momento ningún daño, pues hasta ahora sólo he solicitado la asistencia de dos personas: el Dr. Dulcifer y su hija.

—¿Supongo que usted no quiere decir que los ha invitado a que asistan a nuestro baile?

—Ciertamente que los he invitado. Y siento manifestarle que no pueden aceptar la invitación. Pero ¿por qué no he debido invitarlos?

—Porque nadie los visita.

—¿Y porqué no los visita nadie?

El tesorero me tomó del brazo con aire confidencial y continuamos andando.

—En primer lugar —me dijo—, el nombre del doctor Dulcifer no aparece en la Guía Médica.

—Tal vez debido a algún error, o a que su diploma lo adquirió en alguna universidad extranjera y, no ha sido validado en Inglaterra —dije yo, sin saber realmente lo que decía.

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—En segundo lugar, continuó el tesorero, hemos averiguado que tampoco nadie le visita en Barkingham. Por lo tanto, sería el colmo de la imprudencia visitarle aquí.

—¡Bah! ¡Bah! —exclamé— Eso no pasa de ser habladurías de gentes de miras estrechas y de alma pequeña. ¿Sus únicos delitos son llevar una vida de retiro, estar ocupado en experimentos químicos que el público ignorante es incapaz de apreciar?

—Las persianas del piso alto de su casa en Barkingham están siempre cerradas —me dijo el tesorero con voz misteriosamente baja—. Me lo ha dicho un amigo mío que vive cerca de él. Además, las ventanas tienen barras de hierro, y se dice que dicho piso tiene puertas también de hierro que lo incomunican por completo con los pisos inferiores. En una palabra, se han tomado muchas precauciones para que ese piso goce de toda la seguridad posible. Quienes trabajan allí no pertenecen al vecindario, ni beben en las tabernas de la población, ni se relacionan con nadie, excepto entre ellos mismos. A veces se oyen ruidos y se aspiran olores acres y poco comunes. No es posible hacer hablar a ninguno de los que habitan esa casa. El doctor, como él se llama a sí mismo, ni siquiera ha hecho una tentativa de relacionarse con sus vecinos más inmediatos, ni siquiera para que su infortunada hija no llevase una existencia tan solitaria. ¿Qué piensa usted de todo esto?

—Lo que pienso —contesté con indiferencia—, es que los habitantes de Barkingham son la gente más desocupada y chismosa de Inglaterra. El doctor está haciendo importantes experimentos químicos (cuyo valor posible puedo apreciar, por entender algo de química), y no es tan tonto que vaya a exponer secretos valiosos a la vista de todo el mundo. Su laboratorio está en el piso superior de la casa, completamente incomunicado de los demás con barras y puertas de hierro para impedir accidentes. Es una de las personas más agradables que jamás haya tratado, y su hija es una criatura verdaderamente encantadora. ¿Por qué dan ustedes tanta importancia a pequeñeces y a habladurías vulgares? Me ha invitado a visitarle. Seguro que ustedes incluso en eso hallarán algo tenebroso y lleno de misterio.

—¿Supongo que no aceptará usted la invitación?

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—Me aprovecharé de la primer oportunidad que se me ofrezca para visitarle, y si usted hubiera visto a su hija Alicia haría lo mismo.

—No vaya usted. Siga usted mi consejo y no vaya —dijo el tesorero con tono de tratarse de algo verdaderamente grave—, usted es joven, y al comenzar la vida es preciso tener amigos que gocen de buena reputación. Esto es de la mayor importancia. No digo nada en contra del Dr. Dulcifer; vino aquí sin conocer a nadie, y se va sin conocer a nadie y sin que nadie lo conozca; pero usted no sabe si el hecho de que le haya invitado a que le visite encierra algún motivo oculto. Contraer una nueva amistad es siempre asunto serio, pero cuando se trata de una persona a quien nadie visita...

—Porque no abre las persianas de sus ventanas —le interrumpí sarcásticamente.

—Porque hay, acerca de él y de su casa dudas que él mismo no quiere aclarar —replicó el tesorero—. Usted puede hacer lo que estime conveniente —continuó—; tal vez tenga usted razón y estemos nosotros equivocados. Lo único que digo es que contraer amistad con gentes de dudosa reputación es siempre algo arriesgado. Tarde o temprano se arrepiente uno. Si yo fuera usted, ciertamente no visitaría al doctor Dulcifer.

—Si usted se encontrara en mi lugar —le contesté—, seguramente haría usted lo mismo que yo pienso hacer.

El tesorero desenganchó su brazo, y sin añadir ni una sola palabra más, se despidió de mí y continuó su camino.

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CAPITULO 7

Mientras discutía con el tesorero de la Institución de Duskydale acerca de la respetabilidad del doctor Dulcifer, me expresé en un tono en extremo confiado. Pero si no hubiera tenido ofuscado el juicio con mi admiración hacia Alicia, creo que, en secreto, habría dudado de mi propia opinión tan pronto como quedé a solas. Si hubiera estado en plena posesión de mi raciocinio, me habría preguntado si las explicaciones del doctor acerca de los motivos que mantenían alejados de él a sus vecinos eran realmente satisfactorias. Se dice que el amor es un sentimiento tierno, pero cuando recuerdo el efecto que produjo en todas mis facultades, me inclino a calificarlo de una especie de baño de vapor que debilita todas nuestras nociones de elevada moralidad.

No puedo imaginarme lo que la Mesa Directiva de la Institución de Duskydale pensó del cambio que se operó en mí. El doctor y su hija dejaron la población el día fijado para la partida, sin que me dieran tiempo para hacerles una nueva visita. La consecuencia inmediata de esta partida fue que yo perdiera todo interés en el asunto del baile, y que me fastidiase y bostezara continuamente cuando, en mi calidad de secretario, me veía obligado a asistir a las deliberaciones de la Directiva,

Hicieran lo que hicieran, sólo Alicia llenaba mis pensamientos. Leía las minutas de las actas pensando en ella; el eco de su risa melodiosa resonaba en mis oídos en medio del tartamudeo y pesadez de los discursos de los miembros de la institución. Cuando nuestro ceremonioso presidente creía que había visto en mis ojos el deseo de perorar, y me exhortaba desde su sillón presidencial a que hiciera uso de la palabra, yo me hallaba abismado en la contemplación de una bolsa de seda y de los blancos dedos que la estaban haciendo.

Finalmente llegó la noche del baile, del cual sólo conservo un vago recuerdo. Lo que sí puedo traer a la memoria es que el salón me pareció más sombrío y feo que nunca, que el número de los asistentes no llegaba a cincuenta, y como el salón podía contener holgadamente unas trescientas personas, resulta fácil imaginarse qué desierto parecía. Todavía hoy me parece estar viendo a unos

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veinte de esos individuos ejecutando solemnemente los pasos y figuras de un baile complicado bajo la dirección del maestro de danza de la población, un pobre inválido, una figurilla que se contoneaba perdido en medio de una sala casi vacía. Me parece también que me estoy mirando a mí mismo a través del tiempo y el espacio, vestido de frac, con un sombrero bajo el brazo, una roseta en el ojal de mi casaca, con una sonrisa en los labios, moviéndome de un lado a otro en calidad de maestro de ceremonias. Todo esto lo recuerdo de una manera vaga y confusa, y mis reminiscencias de la famosa fiesta se reducen a esto. El baile fue, por otra parte, un fiasco completo, lo que habría sido bastante para hacerme abandonar Duskydale y mi secretaría si no hubiera tenido otras razones que me impulsaran a extender mis viajes en el interior de Inglaterra con dirección a las cercanías de Barkingham.

La dificultad residía en encontrar un pretexto decente para abandonar aquel lugar y el trabajo de secretario. Por fortuna, la Mesa Directiva me libró de mi perplejidad en este asunto, puesto que tomó la resolución de autorizar al presidente para que me reprendiese por mi falta de interés en los asuntos de la institución. A los reproches que se me hicieron respondí que los asuntos de la sociedad eran tan fastidiosos y tan faltos de vida, que era absurdo a la vez que injusto esperar de ningún ser humano que se interesase lo más mínimo por ellos. Decir yo esto, y resonar un grito unánime de «Dimita de su cargo» fue todo uno. A esa exclamación contesté con la mayor cortesía diciéndole que tendría mucho gusto en complacer a los caballeros de la Directiva, y partiría inmediatamente, pero con la condición de que se me abonase el sueldo correspondiente a un trimestre, por vía de compensación.

Aunque hubo una minoría que se opuso a mi proposición, ésta fue aceptada. Escribí una carta con la que presentaba la dimisión de mi empleo; recibí la suma que me correspondía, y aquel mismo día me dirigí a Barkingham en una de las diligencias que a esa población hacían viajes regulares.

Apenas contaba veinticinco años y ya había tratado de ganarme la vida como médico, como caricaturista, como pintor de retratos, productor de cuadros antiguos, secretario de una institución y ahora, con el auxilio de Alicia, estaba a punto de ver cómo me iba en la vida de casado.

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En la diligencia que me condujo a Barkingham me enteré, entro otras cosas, de que por aquellas cercanías había una corriente de agua abundarte en pesca, y lo primero que hice al llegar a la población fue comprar una caña de pescar con todos sus accesorios. Me pareció que la mejor manera de presentarme al doctor Dulcifer era decirle que había venido a aquellas inmediaciones para pescar. De este modo pensé evitar que el doctor Dulcifer se imaginara que me habla dado mucha prisa en aprovecharme de la hospitalidad ofrecida. Me alojé, como era natural, en la posada; puse en los bolsillos de mi traje de caza algunos utensilios de pescar de una manera descuidada, de modo que pudieran verse, y me dirigí inmediatamente a casa del doctor. El criado a quien le pregunté las señas me miró con cierta desconfianza mientras me las estaba dando. Por lo visto, los moradores de la posada hablan oído hablar de mi nuevo amigo, y no tenían una opinión precisamente favorable hacia sus investigaciones científicas.

La casa estaba como a media legua del poblado, en una especie de hondonada cerca de la famosa corriente de agua abundante en pesca. Era un edificio solitario, de forma antigua, de ladrillos rojos, rodeado de altos muros, con un jardín y una huerta detrás. Cuando tiré de la campanilla, me puse a observar la casa. No había duda de que las ventanas del piso superior estaban cerradas con barras. Un hombre con uniforme abrió la puerta y me hizo entrar. Por su aspecto y sus maneras parecía más un operario o trabajador que lacayo o sirviente. Sus miradas indicaban un carácter desconfiado, y cuando le entregué mi tarjeta de visita, fijó en mí los ojos de un modo que no me fue muy, agradable.

Entró en un saloncito y después de esperar largo rato, se me presentó el doctor con unos grandes guardapuños de cuero y delantal en la cintura. Me suplicó que le dispensara si me recibía en su traje de trabajo, y me dijo todo lo que se dice en esas ocasiones acerca del inesperado placer de volver a verme tan pronto, etc. En sus ojos brillantes y resueltos me pareció notar algo que le preocupaba pero lo atribuí, como era natural, al interés y cuidados crecientes de sus investigaciones científicas. Por supuesto que no creyó ni una palabra de la partida de pesca que me traía a Barkingham pero fingió que lo creía al pie de la letra, y demostró un interés muy grande en todo lo que a ello se refería.

Le pregunté por su hija; me dijo que estaba en el jardín y me propuso que fuéramos a buscarla. La encontramos tijeras en mano arreglando los arbustos y

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las flores, cortando ramos y hojas secas. Me pareció que realmente se alegraba de verme: sus hermosos ojos azules brillaron dulce y bondadosamente. Me extendió una mano que estreché con la efusión que es de suponer. Las brisas estivales movían a uno y otro lado los rizos de su adorable cabello. Llevaba un sombrero de paja y vestía un traje apropiado para los trabajos que estaba entonces haciendo.

Me quedé a tomar un refrigerio con ellos. El doctor habló de nuevo de mis proyectos de pesca, y preguntó a su hija si sabía cuáles eran los mejores tramos del río para que yo pudiera tener una buena pesca.

Ella contestó, con una mezcla de modestia evasiva y de adorable sencillez, que algunas veces había visto a uno que otro caballero pescando como a un cuarto de milla más abajo del jardín. Con mi desenvoltura de costumbre, le pregunté si tenía inconveniente en mostrarme ese lugar, en cuyo caso yo vendría al día siguiente completamente equipado con mi caña de pescar y demás útiles. Dirigió una mirada interrogativa a su padre, quien sonrió y movió la cabeza en señal de asentimiento. ¡Inestimable padre!

Al levantarme para despedirme se me ocurrió la idea de que tal vez me ofrecería una habitación donde hospedarme. Seguramente que adivinó mis pensamientos, pues me dijo que sentía muchísimo no tener ningún cuarto que poder ofrecerme, pues todos estaban ocupados por los asistentes que empleaba en sus trabajos químicos y los ingredientes y materiales necesarios para sus experimentos. Mientras el doctor decía estas pocas palabras, la fisonomía de Alicia cambió de expresión, precisamente como había sucedido en nuestra primera entrevista. Su rostro se cubrió de un velo sombrío y expresó profundo abatimiento. Su padre le dirigió una mirada al mismo tiempo que yo, y de repente la fisonomía del doctor reveló aquel aire de desconfianza que ya había observado en Duskydale en circunstancias parecidas. ¿Qué quería decir esto?

El doctor me dio un apretón de manos, y el lacayo con aspecto de operario me abrió la puerta. Me detuve un instante para admirar una hermosa cornamenta de ciervo, pero el lacayo tosió con cierta impaciencia. Me quedé aún un momento más, pues oía los pasos del doctor que subía las escaleras. De repente cesaron, y entonces hubo algo parecido al ruido de una puerta de hierro, o de un material

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muy fuerte, que se cerraba: luego, profundo silencio interrumpido por otra tos impaciente del lacayo operario. Entonces pensé que lo mejor que podía hacer era irme antes de que mi misterioso sirviente tomara alguna medida más enérgica.

Pasé la noche desvelado e inquieto. Mis pensamientos se detenían con inefable dicha en Alicia; pero luego me asaltaba el deseo de saber algo más acerca de la existencia del misterioso doctor y de su manera de ser y de vivir.

A la mañana siguiente encontré a la señora de mis destinos, con ligero chal en los hombros, una sombrilla de brillantes colores en la mano y el sombrerito de paja con que el día anterior la había visto en el jardín, lista para mostrarme el sitio más adecuado para pescar. Si yo tuviera la seguridad de que estas páginas iban a ser leídas solamente por personas que estuviesen enamoradas, entraría en algunos detalles tan tiernos como interesantes respecto al primer día de mi pesca bajo los adorables auspicios de Alicia. Pero como no creo que así sea, me contentaré con limitarme a generalidades y a describir los progresos de mi amor lo más brevemente posible.

Empezaré por confesar que me di todos los aires de un pescador muy difícil de satisfacer, y que supe componérmelas de tal modo que pasé una semana entera tratando de descubrir el lugar más conveniente donde echar el anzuelo, siempre, como es de suponer, bajo la guía y dirección de Alicia. Recorrimos una orilla del río ya subiendo ya bajando; cruzamos el puente y comenzamos la misma operación en la orilla opuesta. Tomamos una barquilla y remontamos el río y volvimos a descender, siempre probando donde arrojar el anzuelo. Nos dirigimos a una islita en medio del río; le dimos la vuelta a pie, inspeccionando atentamente el agua desde aquel punto central. La islita la encontramos húmeda, y volvimos a la orilla, y empezamos de nuevo el examen de ambas orillas hasta que, al fin, por vez primera, la dulce joven me dirigió una mirada suplicante y me confesó que había agotado todo su conocimiento de la localidad. Hacía precisamente una semana que la seguía con mi caña de pescar al hombro por las orillas del río, y si algo pesqué fue la mano de Alicia, y eso no con el anzuelo.

Nos sentamos en la ribera desesperados de no hallar un sitio conveniente para la pesca. Fijé los ojos en sus hermosos ojos y ella los volvió hacia la corriente,

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como si la contemplara. Hice lo mismo y ella dirigió la mirada a otra parte del río. ¿Estaba este ángel de paciencia y bondad buscando un sitio para pescar? No. Sonrió y movió la cabeza cuando le hice la pregunta, y me dirigió una mirada furtiva. No pude contenerme por más tiempo. Tomé sus dos manos entre las mías con repentino impulso, y le pregunté medio tartamudeando si quería ser mi esposa.

Trató débilmente de desasir sus manos aprisionadas, abandonó la empresa; sonrió, hizo un esfuerzo para aparecer seria y grave, no lo consiguió; suspiró de repente, quiso decir algo, se contuvo, y guardó silencio. Tal vez debería haber tomado por concedida mi petición, sin embargo, repetí la pregunta. Se llenó de confusión: su mirada se fijó en la casa de su padre, que se veía a través de la arboleda, y su rostro palideció instantáneamente. Sentí que sus manos se volvían frías; las retiró resueltamente y se puso en pie con lágrimas en los ojos. ¿La habría ofendido, quizá?

—No —me dijo cuando le hice la pregunta, y volvió de nuevo a mi lado y me tendió la mano con tal bondad y con tanta franqueza que estuve a punto de arrojarme a sus pies y darle las gracias.

—¿Puedo esperar alguna vez un Sí a la pregunta que le he hecho?

Suspiró con amargura, dirigiendo de nuevo la mirada a la casa de ladrillos rojos que era su morada.

—¿Existe acaso alguna razón familiar que sea un obstáculo para que me diga Sí? ¿Algo sobre lo que yo no debería preguntar? ¿Alguna oposición por parte de su padre?

Tan pronto como mencioné a su padre, se separó de mí y prorrumpió en llanto.

—¡No hable usted más de este asunto! dijo entro sollozos. Yo no debo... yo no debo... ¡Ah!, no diga usted una palabra más sobre este asunto. Usted no tiene la culpa de lo que está sucediendo. Pero no me diga una palabra más. Déjeme usted tranquila y, sola un momento y todo pasará.

Se enjugó las lágrimas y tomó mi brazo. Estaba toda trémula. La conduje a su casa, y comprendiendo que después de lo que había sucedido no podía entrar y

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tomar con ella mi refrigerio, como de costumbre, le dije que me iba a pescar de nuevo.

—¿Podré venir a comer esta tarde? —pregunté cuando tiré de la campanilla.

—Oh sí, sí, venga usted, o él...

El misterioso sirviente abrió la puerta, y Alicia y yo nos separamos antes de que ella pudiera terminar la frase.

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CAPITULO 8

Volví a mi sitio de pescar con el corazón oprimido, lleno, por primera vez en mi vida, de sombríos pensamientos. Estaba visto que yo no le era indiferente, y era claro que había algún obstáculo, en el que su padre tenía un papel importante, que impedía que Alicia pudiera atender favorablemente a mi proposición de casamiento. Desde el instante en que Alicia arrojó una mirada casual a la casa de ladrillos rojos, algo en sus maneras, que es imposible describir, me sugirió la idea de que este obstáculo no era solamente de naturaleza tal que no podía mencionármelo, sino de que en parte se avergonzaba, le inspiraba temor o la llenaba de dudas. ¿Qué podría ser? ¿Cómo llegó a adquirir conocimiento del asunto? ¿Hasta qué punto estaba su padre relacionado con ese particular?

En el curso de nuestros paseos, todo lo que Alicia me había dicho acerca de sí misma revelaba una perfecta sencillez y la mayor naturalidad.

Había pasado su infancia en Inglaterra. Después vivió con sus padres en París, donde el doctor contaba con muchos amigos, por los cuales recordaba ella haber experimentado un sentimiento más o menos repulsivo, sin saber por qué. Regresaron a Inglaterra y vivieron en Londres bastante pobremente durante algún tiempo. Pero al fallecimiento de su madre, que murió de repente de una enfermedad del corazón, produjo un cambio en los «negocios» que ella no puede explicarse. Se mudaron a la casa donde ahora viven, pues el doctor deseaba tener amplio espacio para llevar a cabo sus trabajos científicos. Su padre iba con frecuencia a Londres, pero nunca la llevaba consigo. La única mujer que había en la casa, además de ella, era una que hacía al mismo tiempo de ama de llaves y, de cocinera y había estado a su servicio muchos años. A veces era para ella muy duro estar siempre sola, sin ninguna compañía femenina de su edad, pero había terminado por acostumbrarse y se distraía con sus libros, la música y el cuidado y cultivo de las flores.

Respecto a sí misma hablaba sin restricción de ninguna clase; pero cuando intenté, incluso de la manera más vaga, hablar con ella acerca de las causas de la vida tan extrañamente retiraría que llevaba, se volvía de repente tan triste, tan

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silenciosa, que no me atrevía a decir una palabra más sobre ese particular. Sin embargo, de todo lo que me había referido saqué como consecuencia, para mí indudable, que la conducta de su padre respecto a ella, aunque no absolutamente censurable, o que indicara gran falta de atención o descuido, no era de naturaleza capaz de inspirarla un ardiente amor al autor de sus días. Cumplía con sus obligaciones paternales, pero parece que no se había cuidado de ganarse el amor que su hija hubiera consagrado a un padre más cariñoso

Después de reflexionar sobre lo que Alicia me había dicho, empecé a recordar lo que yo había podido observar por mí mismo, y vi que tenía sobrados motivos para excitar mi curiosidad e incluso mi desconfianza respecto al doctor.

Ya he hablado del ruido de la pesada puerta que oí cuando hice mi primera visita a la casa de ladrillos rojos. Al día siguiente, cuando el doctor se despidió de mí en el pasillo, se me ocurrió un plan para ver la puerta que causaba aquel ruido. Caminé lentamente a propósito hasta que lo oí de nuevo, entonces simulé recordar un recado importante que debía dar al doctor, y con una prisa inocente me puse a subir las escaleras para alcanzarlo. El lacayo consabido corrió tras de mí con un grito de «¡Alto!». Naturalmente hice como que no oía, y continué subiendo hasta llegar la puerta que separaba completamente la escalera del resto de la casa. Era una puerta de hierro tan sólida como la de las oficinas de un banco donde se atesorasen millones. Regresé al pasillo sin darme por entendido de las observaciones del sirviente, nada civiles por cierto, y me retiré, diciendo que esperaría hasta ver de nuevo al doctor.

Al día siguiente, dos hombres pálidos, en traje de artesanos, llegaron a la puerta al mismo tiempo que yo lo hacía. Cada uno traía bajo el brazo una gran caja de madera con aros de hierro. Traté de entablar conversación con ellos mientras esperaba que me abriesen, pero no pude conseguir más respuesta que un «sí» o un «no», secamente. Ambos tenían algo de siniestro en la fisonomía.

Al otro día fue el ama de llaves-cocinera quien vino a abrirme. Era una mujer de aspecto atrevido y sonrisa fácil, y algo en sus maneras indicaba que no siempre había llevado una vida tan tranquila y honrada como entonces. Pareció muy complacida de mis prendas personales; habló sobre asuntos indiferentes pero de repente enmudeció y se volvió diplomática cuando, dirigiendo la mirada a las

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escaleras, le pregunté con la mayor inocencia si tenía que subirlas y bajarlas muchas veces en el curso del día.

En cuanto al doctor, era inabordable en el asunto de las misteriosas habitaciones superiores. Si durante nuestra conversación llegaba yo a introducir la química en términos generales, me suplicaba que no tratara de esos temas en las raras y felices horas que pasaba al lado de su hija trayéndole a la memoria sus pensamientos y trabajos diarios. Si me refería a sus propios experimentos en particular, se descolgaba diciéndome que tenía miedo de mis conocimientos químicos, y agregaba que yo quería aprovecharme de sus trabajos para privarle de la gloria que le habían de proporcionar. En una palabra, al cabo de una semana de recorrer las regiones inferiores, tanto la parte superior de la casa de ladrillos rojos como la verdadera naturaleza de las ocupaciones de su dueño, todavía eran para mí impenetrables misterios, a pesar de cuanto había hecho para resolverlos.

Pensando en estas cosas, en la escena que acababa de pasar con Alicia, y en su tristeza y sus lágrimas, me percaté de que el misterioso obstáculo a que ella había aludido, la misteriosa vida que llevaba su padre y el misterioso piso superior de la casa, que hasta entonces había resistido a todas mis tentativas, formaban en mi mente como los eslabones de una misma cadena. El obstáculo a mi casamiento con Alicia era lo que más me perturbaba. Si pudiera averiguar en qué consistía dicho obstáculo, fuese lo que fuese, probablemente Alicia acabaría por vencer sus escrúpulos y yo me la llevaría, en calidad de legítima esposa, lejos de aquella ominosa casa de ladrillos rojos. ¿Pero cómo averiguar o hacer tal descubrimiento?

Poniendo en tortura mi cerebro para obtener una respuesta, hice poco más o menos el siguiente razonamiento: la misteriosa región superior de la casa se relaciona íntimamente con el doctor, y el doctor se relaciona con el obstáculo que se opone a mi felicidad con Alicia. Luego, si logro subir a ese piso misterioso, tal vez descubra la naturaleza del obstáculo. El experimento es peligroso e incierto, pero suceda lo que suceda, trataré de averiguar cuáles son realmente las ocupaciones del doctor Dulcifer al otro lado de la ponderosa puerta de hierro.

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Habiendo adoptado esta resolución, lo que me faltaba era buscar el mejor medio y el menos expuesto para subir a las misteriosas regiones superiores de la casa.

No había lugar para plantearse abrir la cerradura de la puerta de hierro. Eso era simplemente una locura. La única vía posible de ascender al piso superior era por el fondo de la casa. Dos o tres veces lo había examinado mientras me paseaba por el jardín con Alicia después de comer. ¿Qué era lo que me había proporcionado el examen de la parte posterior de la casa de mi huésped? Me había puesto al corriente de varias cosas, al parecer insignificantes, pero muy, útiles.

En primer lugar, había allí una magnífica parra que crecía a lo largo de la pared de la casa, sostenida por un fuerte enrejado. En segundo lugar, había una ventana en el primer piso que daba a un balconcito muy fuerte, construido encima de la puerta del jardín. En tercer lugar, siempre que había dirigido mis miradas hacia las ventanas del piso misterioso las había visto abiertas, probablemente para ventilar la casa, ya que en los meses de calor el sol daba directamente a la otra fachada, la principal, por lo que se mantenían siempre las ventanas cerradas y sólo podían abrirse las de la fachada trasera. En cuarto lugar, junto a la cochera donde el doctor tenía su bonito carruaje de dos plazas, había un colgadizo en el que el jardinero guardaba su escalera portátil. En quinto lugar, al lado de la cuadra en que la yegua del doctor pasaba su existencia solitaria, había una perrera, donde estaba encadenado un gran mastín día y noche. Si pudiera librarme del perro, enorme animal medio muerto de hambre y medio selvático gracias a su perpetuo encadenamiento, no veía razón para desesperar de la idea de llegar, sin ser descubierto, a una de las ventanas del piso misterioso, con tal de esperar a que fuese bien tarde y lograse escalar las tapias del jardín de la casa.

Como la vida sin Alicia no me parecía que sirviese de nada, me determiné a arriesgarlo todo aquella misma noche.

Volviendo inmediatamente a la población de Barkingham, me proveí de un trozo de cuerda, una pequeña linterna, un destornillador, y un pedacito de carne químicamente preparada para aquietar los perros turbulentos. Me vestí, distribuí estos artículos cuidadosamente en los bolsillos y fui a comer a casa del doctor.

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En un sentido la fortuna favoreció mi audacia: era uno de los días más calurosos de la estación, y seguro que nadie pensaría en cerrar aquella noche las ventanas posteriores del piso misterioso.

Alicia estaba pálida y silenciosa. Cuando se fijaba en mí, sus bellos ojos parecían decirme que habían llorado mucho desde que nos separamos esa mañana. Sus pequeños y blancos dedos dieron a los míos un apretón significativo, y eso fue la única alusión a lo que había pasado entre los dos aquel mismo día. Durante la comida, Alicia se portó heroicamente; pero cuando vinieron los postres se levantó y se despidió por aquella noche, con unas pocas palabras pronunciadas de carrera acerca del excesivo calor. Me levanté para abrirle la puerta y nos intercambiamos una mirada llena de ternura. Se despidió y desapareció. Muy lejos estaba yo entonces de pensar que, durante muchos y muchos días, tendría que alimentar mi amor tan sólo con los recuerdos de aquella mirada de despedida.

El doctor Dulcifer estaba de buen humor y se mostró en extremo obsequioso. Estuvimos charlando hasta después de las ocho. Entonces mi huésped me pidió permiso para escribir una carta, y entretanto me fui a dar un paseo por el jardín.

Las ventanas posteriores del piso misterioso estaban todas abiertas, la atmósfera más bochornosa que nunca, la escalera del jardinero debidamente colocada como siempre en el colgadizo, el fiero mastín en su perrera royendo los huesos que le habían dado. Bueno. Esta noche ya no vendrán a visitar al perro otra vez. Debo, pues, arrojarle mi pedacito de carne químicamente preparada. Lo hice sin pérdida de tiempo: el perro cogió el pedazo de carne y oí como un mordiscón, un ruido sordo, un gruñido, y se acabó el mastín, que quedó dentro de la perrera hasta la mañana siguiente, cuando vinieran a darle su ración diaria.

Volví donde estaba el doctor; tomamos juntos una copa de licor, encendí un puro habano, y me despedí a eso de las diez. El misterioso sirviente cerró la puerta con llave en cuanto hube salido. Me dirigí a Barkingham, seguí el camino durante cinco minutos, al cabo de los cuales cambié mi itinerario, e hice rumbo a la huerta del doctor; encendí mi linternilla con auxilio de mi puro y uno de aquellos horribles fósforos de azufre, que eran los únicos que entonces se conocían, cerré mi linterna y me encaminé a las tapias del jardín.

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Las tapias eran formidablemente altas, «guarnecidas» con pedazos de cristal de botella; pero las tapias eran tan viejas que cuando escarbé un poco en el rebozado con el destornillador, vi que se desmoronaban con la mayor facilidad.

Saqué cuatro ladrillos para usarlos como punto de apoyo a los pies en diferentes posiciones. Fue un trabajo duro y largo, por fácil que parezca en la descripción, particularmente si se tiene en cuenta que tenía que sostenerme en el borde del muro, apoyado en mi sombrero, que me servía de protección para no herirme las manos con los vidrios, mientras con la otra mano trataba de hacerlos desaparecer para poner las rodillas y descender por el lado opuesto. Después de haberlo conseguido, la gran dificultad estaba vencida y lo único que me quedaba por hacer era dejarme caer suavemente sobre un cuadro de flores.

En el jardín reinaba un completo silencio. En la parte posterior de la casa no se veía el menor indicio de luz y las ventanas del primer piso estaban cerradas; las del segundo piso, el misterioso, estaban abiertas. Busqué la escalerita del jardinero, la arrimé a la pared, até en la extremidad de la escalerita una punta de la cuerda, tomé la otra entre los dientes, y me preparé a trepar al balconcito valiéndome de las fuertes ramas de la parra y del enrejado que le servía de sostén.

Todo hombre con experiencia de la vida habrá observado cuán unidos están, en las circunstancias más críticas, lo grotesco y lo terrible, lo cómico y lo serio. En esos instantes pensamos en cosas que en realidad no tienen absolutamente nada que ver con la situación. Cuando puse la vida en peligro en aquella memorable noche, al empezar a escalar la pared de la casa, me acordé de la eterna Lady Mortimer, sumergida en refrigerante sueño, y en las exclamaciones frenéticas en que mi cuñado Batterbury habría prorrumpido, si hubiese visto al nieto de mi respetable abuela poniendo en tan grave riesgo su preciosa vida en aquel momento crítico. No quiero hacerme el héroe. Tenía plena conciencia del peligro a que me estaba exponiendo y, sin embargo, no pude menos de sonreírme al imaginarme el rostro que pondría mi cuñado al verme donde estaba y qué estaba haciendo. Llegué al balconcito. Mi tarea ahora consistía en tirar de la escalerita, por medio de la cuerda, con el menor ruido posible. Conseguido esto, la arrimé a la pared, presté atención, medí con la vista la distancia hasta la ventana abierta en el segundo piso, escuché de nuevo, y viendo que todo estaba

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tranquilo comencé mi segunda y última ascensión. La escalerita no era muy corta, y como mi estatura es bastante elevada, me apoyé con la mano en el antepecho de la ventana, y mi cabeza quedó al nivel del cuarto misterioso. Entonces se me ocurrió que alguien podría estar durmiendo allí.

Antes de aventurarme a sacar mi linternilla, apliqué atentamente el oído a la ventana. La noche estaba tan tranquila que no había en el jardín el más leve ruido que pudiera distraer mi atención. Me volví todo oídos. En aquella calma absoluta e intensa habría podido distinguir la respiración más tenue de alguno que hubiese estado durmiendo allí, en el supuesto de que hubiera alguien en el dormitorio. Realmente no oía absolutamente nada excepto los latidos apresurados de mi corazón. Los momentos que estuve en suspenso me parecieron siglos. Apoyé la otra mano en el antepecho de la ventana. Entonces tuve un instante de vacilación y duda. ¿Debía proseguir mi aventura? Ya era tarde para retroceder, así que me dije «adelante» y penetré por el postigo abierto.

En cuanto estuve dentro de aquella habitación oscura y desconocida, saqué la linternilla de mi bolsillo, y levanté la pantalla.

Hasta entonces todo iba bien. Vi que estaba en un cuarto donde se guardaba la lona y el carbón de piedra. Los objetos principales que observé en aquel cuarto fueron unas cajas vacías con aros de hierro, semejantes a aquellas que traían los dos trabajadores de que ya he hablado; algunos sacos viejos de carbón; una caja llena de carbón de piedra y unos fuelles de herrero. La puerta de comunicación estaba abierta, como era de esperar, para que penetrara el aire exterior. Me quité los zapatos y atravesé la puerta. Mi primer impulso fue bajar la pantalla de la linterna y prestar oído de nuevo.

Nada se oía. En el extremo opuesto del pasillo vi una luz brillante que salía por la puerta entreabierta de uno de los misteriosos cuartos del frente.

Me acerqué hacia allí lo más cautelosamente posible. Percibí un fuerte olor de ingredientes químicos. Presté de nuevo oído y me pareció distinguir encima de mí, y en algún cuarto distante, un ruido semejante al de un gran horno, pero que se había tratado de amortiguar. ¿Debería retroceder en esa dirección? No, no mientras no hubiese visto algo de lo que contenía el cuarto de la luz brillante. Me adelanté con la mayor precaución hasta llegar a la puerta. Me detuve, y cuando

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me convencí de que no había allí alma viviente, dormida o despierta, impulsado por una fatal curiosidad, penetré inmediatamente y empecé a mirarlo todo con ávidos ojos.

Vi cucharones de hierro, cacerolas llenas de arena blanca, sierras en cuyos dientes había aún pedacitos de metal, moldes de yeso, sacos con polvo de yeso, una máquina poderosa cuyo nombre y uso teóricamente no me deberían ser desconocidos, botellas de agua fuerte, cuños esparcidos sobre un aparador, crisoles, papel de lija, barras de metal e innumerables instrumentos de la más extraña forma.

A estas alturas el lector ya debe saber que no soy yo hombre que se pare en muchos escrúpulos pero cuando vi estos objetos, y pensé en Alicia, no pude menos de estremecerme. A pesar de lo poco que había visto ya no quedaba la menor duda: los importantes trabajos y experimentos químicos a que se entregaba el doctor Dulcifer eran pura y simplemente los de fabricar moneda falsa.

¿Sabía Alicia lo que yo había descubierto entonces, o solamente lo sospechaba? Pero aunque para mis adentros respondiese esta pregunta, ahora había encontrado ya la explicación de su conducta en el prado a orillas del río, y conocía la causa de aquella tristeza y aquella profunda melancolía que se apoderaban de ella tan pronto como nuestra conversación trataba acerca de las ocupaciones de su padre. ¿Vacilé en mi resolución de casarme con Alicia ahora que había descubierto cuál era el obstáculo que se había opuesto a nuestra mutua felicidad? De ningún modo.

Estaba por encima de todas esas preocupaciones; mejor dicho, estaba perdidamente enamorado y no tenía que temer ninguna oposición por parte de mi familia, que de tal manera me había separado de su seno. En cuanto la sorpresa del descubrimiento hubo pasado, mi resolución de ser el marido de Alicia se afirmó en mí con más vigor que nunca.

En un rincón del cuarto había una mesita redonda, en el punto mas alejado de la puerta, que todavía no había examinado. Un deseo febril de verlo todo, de penetrar en lo más íntimo del laberinto en que me había metido, me dominaba por completo. Me dirigí a la mesita, y vi arreglados simétricamente cuatro objetos

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que parecían gruesos cilindros envueltos en papel. Abrí la punta de uno de ellos, y hallé que contenía monedas de plata.

Cerré de nuevo el rollo y levantaba la cabeza de la mesa sobre la que había estado inclinado cuando, de repente, sentí en la mejilla derecha algo frío y duro. Retrocedí, levanté ojos, y me vi frente a frente con el doctor Dulcifer que con una pistola me tocaba casi las sienes.

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CAPITULO 9

EI doctor se había quitado también los zapatos, y se había acercado también sin hacer el menor ruido. Amartilló la pistola sin pronunciar una palabra. Comprendí que quizá me hallaba ante la muerte, y tampoco dije una palabra. Nos miramos mutua, fija y silenciosamente: él, el poderoso y próspero malvado, con mi vida en sus manos; yo, el abyecto y pobre diablo, esperando su decisión.

Debió transcurrir lo menos un minuto desde que oí amartillar la pistola hasta que el doctor habló.

—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —me preguntó.

La manera tan sencilla con que me hizo la pregunta, y la perfecta calma y cortesía con que me habló, me trajeron a la memoria al Caballero Webster. Pero el doctor tenía aspecto más respetable: su calva era más intelectual y benévola; había cierta delicadeza en la carnosidad de la barba, una especie de afabilidad en los carrillos perfectamente afeitados, y una reverente rudeza en las cejas que, en cuanto a su fisonomía, lo elevaban en la escala social a una altura muy, superior a la de mi antiguo compañero de prisión.

—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —repitió sin dar muestras de la menor irritación.

Le dije cómo lo había logrado, sin ocultar nada. La gravedad de la situación y la viveza del entendimiento del doctor, expresada en sus ojos, hacían muy peligrosa toda tentativa mía de desfigurar los hechos.

—¿Usted deseaba saber en qué me ocupaba, no es verdad? —dijo cuando hube concluido mi confesión.— ¿Lo sabe usted ya?

El cañón de la pistola rozó mi mejilla al pronunciar el doctor las últimas palabras. Pensé en todos los objetos sospechosos esparcidos en aquella habitación, en la probabilidad de que me hacía esa pregunta para poner a prueba mi valor, y en la certidumbre de que me dispararía inmediatamente si yo empezaba a faltar a la verdad. Pensé en todas estas cosas y respondí resueltamente:

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—Sí, ahora lo sé .

Me dirigió una mirada pensativa; y luego, con voz baja, resuelta, como quien reflexiona a solas, dijo, sin dirigirse a mí, sino hablando consigo mismo:

—Supongamos que disparo...

Vi en su mirada que si yo daba muestras de debilidad, tiraría del gatillo de la pistola.

—Supongamos que usted confíe en mí —dije sin mover un músculo del rostro.

—Abajo, en el salón de recibo, tenía confianza en usted, creyéndole un hombre honrado; pero aquí no pasa usted de ser sino un ladrón —replicó el doctor con una sonrisa de satisfacción, producida sin duda por la lucidez de su respuesta— No —continuó como hablando consigo mismo—, hay peligro de todos modos y el menor es tal vez quitarle del medio.

—Un grave error —dije—. Hay parientes míos que tienen un interés pecuniario en mi vida, pues de ésta depende que reciban o no una importante suma de dinero. Si desaparezco, me buscarán.

Desde ese día, siempre que recuerdo ese instante me maravillo de cómo fui capaz de mantener la sangre fría en presencia de la pistola del doctor; pero mi vida dependía de conservar la serenidad de espíritu, y la naturaleza desesperada de la situación en que me encontraba me dotó también de un valor desesperado.

—¿Cómo saber que no está usted mintiendo? —preguntó.

—¿No he dicho siempre la verdad hasta ahora?

Estas palabras le hicieron vacilar. Bajó la pistola lentamente. Yo empecé a respirar con más libertad.

—Confíe usted en mí —le dije rápidamente—. Si usted no cree que podré guardar silencio acerca de lo que he visto aquí, por lo que a usted concierne, por lo menos debe tener usted la seguridad de que lo haré por...

—Por mi hija —me interrumpió con una sonrisa sarcástica.

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Incliné la cabeza en señal de asentimiento. El doctor movió la pistola con aire despreciativo.

—Sólo hay dos modos de hacer que usted guarde silencio —dijo—. El primero es quitarle la vida; el segundo es hacer de usted un criminal. Después de reflexionar en lo que acaba usted de decir, el riesgo en uno y otro caso parece casi igual. Yo soy por naturaleza humano; su familia no me ha hecho ningún mal y yo no quiero ser la causa de que pierdan dinero alguno. No le privaré a usted de la vida, sino de su reputación. En este piso de la casa todos somos criminales. Usted ha venido a buscarnos, y será por lo tanto uno de los nuestros. Tire usted de aquella campanilla.

Señaló con la pistola el botón de una campanilla detrás de mí. Tiré de ella en silencio.

¡Criminal! La palabra tenia un sonido desagradable. Pero considerando lo cerca que estuvo de bajarse el telón de una vez y concluirse el drama de mi existencia, ¿tenia acaso motivos para quejarme de la prolongación del mismo? Algunos de los mejores sentimientos de la naturaleza humana me obligaban a preferir la existencia de un criminal a una muerte honrosa. El amor y el honor me ordenaban que viviese para casarme con Alicia y cierto deber de familia me hacía retroceder ante la idea de ocasionar a mi cariñosa hermana la pérdida de una gran suma de dinero.

—Si usted pronuncia una sola palabra contradiciendo algo de lo que yo manifieste delante de mis operarios cuando entren en el taller —dijo el doctor guardando la pistola en cuanto hube tirado de la campanilla— cambiaré de opinión acerca de perdonarle la vida y quitarle la reputación. Recuérdelo usted y guarde silencio.

La puerta se abrió y entraron cuatro hombres. Uno era un anciano a quien no había visto antes; en los otros tres reconocí al portero de marras y a los dos trabajadores de siniestro aspecto que había encontrado una vez en la puerta de la casa. Todos, al verme, hicieron un movimiento de sorpresa.

—Le presento a usted —dijo el doctor asiéndome del brazo— a Lima vieja y Lima nueva, a Fuelle y a Tornillo, mis compañeros de trabajo. —Y luego dirigiéndose a los hombres les dijo—: les presento a ustedes al Sr. Francis Turner. Todos

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tenemos apodos en este taller, Sr. Turner, derivados de nuestros instrumentos y maquinaria. Cuando haya permanecido usted aquí algún tiempo también recibirá su apodo.

Hablando después con sus operarios, les dijo:

—Caballeros, este señor es un nuevo afiliado que posee conocimientos en química que nos serán de suma utilidad. Está perfectamente enterado de que la naturaleza de nuestra ocupación nos hace que sospechemos de todos los recién llegados, y por lo tanto desea daros una prueba evidente de que se puede contar con él. Para ello, fabricará una moneda inmediatamente y la enviará a nuestros estimables corresponsales de Londres, con la dirección y explicaciones escritas de su puño y letra. Cuando ustedes vean que ha hecho todo esto por su propia voluntad, y que, por lo tanto, ha puesto su vida tan completamente en manos de la justicia como nosotros, verán ustedes que es en realidad uno de los nuestros y que nada tenemos que temer. Tan pronto como haya fabricado una moneda pasablemente buena, bajo la inspección y dirección de ustedes mismos, me lo harán saber. Ahora me retiro a descansar unas cuantas horas a mi estudio, y allí me encontrarán si me necesitan para algo.

Nos saludó de la manera más amistosa y salió de la habitación.

Miré con considerable desconfianza a los cuatro «caballeros» que debían instruirme en el noble y honrado arte de fabricar moneda falsa. Lima nueva era el portero que parecía un trabajador; Lima vieja era su padre; Fuelle y Tornillo los dos operarios de rostro siniestro. El que menos me agradó de los cuatro fue Tornillo. Sus ojillos inquietos me seguían por todas partes con traicionera expresión, tanto que me dije a mí mismo más de una vez: «Vas a tenértelas que ver con Tornillo».

Entré sin dilación a ejercer mis nuevas y criminales funciones. La resistencia era completamente inútil, y en cuanto a pensar en pedir auxilio era simple locura, pues aun suponiendo que las ventanas no estuviesen, como lo estaban, cerradas con barras, la casa se hallaba completamente aislada, estando la habitación más inmediata a una milla de distancia. Por lo tanto, me abandoné a mi suerte con la magnanimidad de costumbre. Con tal de que al fin pudiera obtener a Alicia, me resignaba a perderlo todo: tal era mi filosofía.

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No entraré en detalles acerca del arte de fabricar moneda falsa bajo los auspicios de Lima vieja, Lima nueva, Fuelle y Tornillo. Solamente diré que yo era una especie de máquina en manos de estos hábiles obreros. Pasé de una habitación a otra y de un procedimiento a otro bajo la dirección inmediata de estos cuatro honrados individuos. Me corté en varias ocasiones y me quemé otras tantas, casi perdí el habla de pura fatiga y tuve vértigos de puro sueño. Al fin, ya muy entrado el día, llamaron al doctor Dulcifer. Empleé en fabricar mi primer moneda más tiempo de lo que emplearía un hombre en ganarla honradamente, lo que no es poco decir.

Con rostro sonrosado y fresco, después de su noche de reposo, el doctor inspeccionó la moneda que yo había hecho, del mismo modo que examina un maestro las páginas de ejercicios de un niño. La paso a Lima vieja para que le diese la última mano Y corrigiese las faltas. Después me fue entregada. Con mis propias manos la puse en uno de los rollos de monedas falsas, y de mi puño y letra escribí las señas del paquete dirigido a cierto traficante de Londres, que debía de recibirlo el día siguiente. Hecho esto, mi iniciación quedó completa.

—He enviado a recoger su baúl a la posada y he pagado la cuenta —dijo el doctor—. En su nombre, naturalmente. Ahora podrá usted gozar de la hospitalidad que antes no me fue posible ofrecerle. Arriba se le ha preparado una habitación. En realidad no es usted un prisionero pero hasta que haya terminado su educación, me parece lo más acertado que no la interrumpa saliendo a la calle.

—¿Estoy preso? —pregunté lleno de sorpresa.

—La palabra preso es dura —exclamó el doctor—. Digamos un huésped vigilado.

—¿Piensa usted seriamente tenerme encerrado en esta parte de la casa a merced de su voluntad?—le pregunté sintiendo que me desfallecía el corazón a cada palabra que decía.

—Esta parte de la casa es muy espaciosa y ventilada —dijo el doctor—. En cuanto a la parte baja, no encontraría usted a nadie en ella, de modo que sería inútil que fuese allí.

—¿No hay nadie? —repetí con voz apenas perceptible.

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—No. Mi hija partió para el campo esta mañana, en compañía del ama de llaves, con objeto de cambiar de aires. Me mira usted sorprendido, amigo mío. Me explicaré con toda franqueza. Mientras era usted el respetable hijo del doctor Turner, y nieto de Lady Mortimer, no tenía inconveniente en que mi hija se relacionara con usted, y no me habría opuesto a que se casara con un individuo de familia tan altamente emparentada. Ahora, sin embargo, que no es usted sino uno de los trabajadores de mi fábrica de hacer moneda, la posición social de usted se ha alterado de una manera desventajosa, y como no es posible que trate de hacer de usted mi hijo político, he creído que lo más acertado, para impedir toda probabilidad de que usted viese de nuevo a Alicia, era enviarla lejos de esta casa, mientras usted permanezca en ella. Usted se quedará con nosotros hasta que yo acabe de arreglar ciertos negocios que tengo entre manos y que están ya muy adelantados. Entonces, si lo desea, podrá usted marcharse. Recuerde que a nadie, excepto a usted mismo, tiene que echar la culpa de la situación en que ahora se encuentra; y hágame usted la justicia de admitir que mi conducta hacia usted ha sido muy recta y natural dadas las circunstancias del caso. .

Estas palabras realmente me anonadaron, y ni siquiera hice la tentativa de contestarlas. Todas las fatigas tanto físicas como morales a que había estado sometido hacía doce horas me habían quitado hasta las fuerzas de hablar. Silencioso, me retiré a mi cuarto, y una vez allí prorrumpí en llanto como un niño.

Tras algunas horas de sueño y encontrándome ya fortalecido y descansado, pude entonces ocuparme del porvenir con más tranquilidad.

¿Qué era lo que mas me convenía hacer? ¿Intentar evadirme? No desesperaba de conseguirlo; pero cuando empecé a pensar en las consecuencias del buen éxito, vacilé. Mi objeto principal ahora no era tanto obtener mi libertad como encontrar los medios de tener noticias de Alicia. Nunca había estado tan profunda y perdidamente enamorado de ella como al saber que se encontraba separada de mí. Supongamos que lograse escaparme de las garras del Dr. Dulcifer, ¿no equivaldría a quedarme solo en el mundo, sin la menor probabilidad de dar con su hija? Supongamos, por otra parte, que permaneciese por ahora en la casa de ladrillos rojizos, ¿no me encontraría por esa sola circunstancia en la posición más conveniente para hacer algún descubrimiento favorable a mi propósito?

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En primer lugar, existía la posibilidad de que Alicia encontrase algún medio secreto de comunicarse conmigo, si yo permanecía donde estaba. En segundo lugar, el doctor probablemente escribiría a su hija o recibiría cartas de ella y si yo lograba acallar toda sospecha respecto a mi persona mediante una conducta tranquila y llena de docilidad, y siempre pendiente de cualquiera eventualidad que se presentase, podría al fin hallar oportunidades de sorprender los secretos de su pupitre. Me decía que me encontraba libre de todo miramiento para con un hombre que me mantenía preso y me había hecho su cómplice, amenazándome con quitarme la vida. Por lo tanto, resolví demostrar exteriormente una sumisión amable a mi destino, determinado al mismo tiempo a estar alerta y a aprovecharme de la primera ocasión que se me presentara de jugar una mala pasada al doctor Dulcifer. Así, pues, al día siguiente, la primera vez que lo vi le saludé y le hablé con la mayor cortesía, a lo cual él respondió en el mismo estilo.

—Permítame usted que le dé la enhorabuena por el cambio favorable que noto en sus maneras y, aspecto. Muy, bien, continúe usted como ha empezado.

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CAPÍTU LO 10

Los primeros días que pasé en mi nuevo oficio me convencieron de que el Dr. Dulcifer se guardaba de que le hicieran traición por medio de un sistema de vigilancia digno de los peores tiempos de la Inquisición.

Ninguno de nosotros sabía si estaba o no vigilado en casa, o en la calle, cuando salía a desempeñar algún encargo. En la pared de todas las habitaciones había agujeritos invisibles y nadie, mientras estaba trabajando, tenía la seguridad de que no estuviesen espiando sus acciones o escuchando lo que hablaba. Aunque todos vivíamos juntos, éramos probablemente el grupo de hombres menos unidos que jamás existiera bajo un mismo techo. Para perpetuar la falta de unión entre nosotros, no éramos tratados todos de la misma manera. Pronto descubrí que Lima vieja y Lima nueva merecían en grado superior la confianza del doctor Dulcifer con preferencia a Fuelle, a Tornillo y a mí mismo. Había un cuarto cerrado, una puerta también continuamente cerrada que impedía el acceso a una escalera que daba al fondo de la casa, cuyas llaves tenían Lima vieja y Lima nueva, y que jamás se confiaron a los otros. Había también una trampa en el pavimento del salón en que trabajábamos, cuyo uso nadie conocía sino el doctor y sus dos operarios privilegiados. Si en materia de sueldos no hubiéramos estado casi en completa igualdad, estas distinciones habrían sido causa de disputas entre nosotros. Pero como nadie podía quejarse de que se le pagara injustamente menos que a otros, poco importaba el asunto de la preferencia personal cuando en ella no iba envuelta de mayor grado de utilidad.

El doctor debía de haber ganado mucho dinero con su industria de moneda falsa. La rentabilidad del negocio no sería más baja del quinientos por ciento; y para hacerle plena justicia, era un amo tan generoso corno rico. Incluso a mí, que era completamente novicio, se me pagaba, proporcionalmente, tan bien como a los demás.

Por supuesto que nosotros no teníamos nada que ver con el asunto de pasar el dinero falso: nuestra única misión era fabricarlo, a veces hasta unas cuatrocientas libras esterlinas a la semana. Su circulación quedaba a cargo de

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nuestros parroquianos en Londres y las grandes ciudades. Todo lo que pagábamos o comprábamos en Barkingham se hacía con dinero legítimo, contante y sonante. Yo a veces comparaba las monedas genuinas con las que se fabricaban, bajo la dirección del doctor, y confieso que siempre me sorprendía la increíble semejanza. Nuestro científico-jefe había descubierto un procedimiento algo parecido a lo que hoy creo que se llama electrotipar. Se enorgullecía de esto pero aún se enorgullecía más, y con sobrada razón, del sonido de sus piezas. El que pudiera descubrir los falsos tonos en las monedas del doctor, tendría que estar dotado de un oído muy exquisito. Aunque yo hubiera sido el hombre más escrupuloso del mundo, habría recibido el dinero de mi salario para no parecer que me quería distinguir desdeñosamente de mis compañeros. En general, me llevaba bien con todos. Lima vieja y yo hasta nos hicimos buenos amigos.

Lima nueva y Fuelle trabajaban en armonía conmigo; pero Tornillo y yo (corno lo había previsto) no podíamos llevarnos bien.

El tal Tornillo tampoco se entendía con sus compañeros, y poseía menos que nadie la confianza del doctor. Como Tornillo no estaba dotado de carácter apacible y agradable por naturaleza, su aislamiento en la casa lo había agriado mucho, y trató de desfogar su mal humor en mí, como novicio y recién llegado que era. Durante algunos días lo sufrí todo con paciencia hasta que, finalmente ésta me faltó, y me vi obligado a darle una lección como la que yo mismo había recibido del Caballero Webster. Ni me devolvió los golpes que recibió ni se quejó al doctor; lo único que hizo fue echarme una mirada siniestra y decirme:

—Algún día arreglaremos esta cuenta y quedaremos saldados.

Pronto olvidé las palabras y la mirada.

Como he dicho, me había hecho muy, amigote de Lima vieja, y excepto los secretos de nuestra casa-prisión, no tuvo inconveniente en hablar largo y tendido acerca de asuntos sobre los cuales tenía suma curiosidad de ser instruido.

Había conocido al doctor cuando éste era muy joven, y estaba al corriente de todos los acontecimientos de su vida. De varias conversaciones que tuvimos en momentos desocupados, saqué en claro que el doctor Dulcifer había empezado

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su carrera en calidad de lacayo en la familia de un caballero; que la hija del caballero aludido se fugó con él, llevándose consigo todos los artículos de su propiedad personal en materia de vestidos y joyas; que vivieron algún tiempo con el producto de la venta de estas joyas; y que el marido, una vez que se agotaron los recursos de su esposa, se hizo cómico durante un par de años. Abandonando esta carrera siguió la de médico-charlatán, primero de asiento en una población, y luego vagando de un punto a otro. Entonces tomó el título de doctor que se confirió él mismo, y que ha conservado y parece dispuesto a conservar el resto de su vida. De la venta de medicinas de charlatán, pasó a la adulteración de vinos extranjeros, ocupación que alternaba pasando las noches en las casas de juego de París. Al regresar a su país nativo, continuó haciendo uso de sus conocimientos químicos, en el ramo de la industria comercial, conocido comúnmente con el nombre de «adulteración de sustancias alimenticias», y de aquí gradualmente fue ascendiendo a la «adulteración del oro y de la plata», o, en otros términos, a fabricar moneda falsa.

Según lo que refería Lima vieja, aunque el doctor Dulcifer no había realmente tratado mal a su esposa, nunca habían vivido en completa armonía; siendo la causa principal de este alejamiento en los últimos años, la negativa absoluta de la Sra. Dulcifer a consentir los planes del doctor, que quería salir de la pobreza por el simple procedimiento de acuñar él mismo su propio dinero. La pobre señora se aferraba afín a los principios que se le habían inculcado en su juventud, y amaba apasionadamente a su hija. Cuando ocurrió su muerte repentina, estaba haciendo en secreto preparativos para abandonar al doctor, acompañada de su hija, y dirigirse a un país extranjero, bajo la protección del único amigo de su familia que le habla permanecido fiel.

Preguntando a mi informante respecto a Alicia, pude tener conocimiento de que muy poco era lo que él sabía acerca de las relaciones entre padre e hija en los últimos años. Lima vieja no dudaba de que Alicia había descubierto hacía tiempo que su padre no era hombre tan digno de respeto como parecía y creía también que la muchacha sospechaba que en la actualidad se hacía en la casa algo que no era exactamente como Dios mandaba; pero Lima vieja dudaba de que Alicia supiese algo positivo acerca de la naturaleza de las ocupaciones de su padre. El

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doctor no era hombre de dar a su hija ni a ninguna mujer la más leve oportunidad de descubrir sus secretos.

Todos estos particulares los adquirí en un mes de servidumbre y de prisión en aquella fatal casa de ladrillos rojos.

Durante este tiempo no tuve la más mínima idea del paradero de Alicia. ¿Me habría olvidado? No podía creerlo. A menos que aquellos hermosos ojos no fueran los más falsos o hipócritas del mundo, no era posible que me hubiese olvidado. ¿Estaba vigilada? ¿La habían privado cuidadosamente de todos los medios para comunicarse en secreto conmigo? Siempre que se me ocurrían estas preguntas dirigía las miradas al bufete del doctor. Sin embargo el doctor jamás se apartaba de él sin cerrarlo primero con llave, y además nunca dejaba ningún papel esparcido en la mesa, ni se ausentaba del cuarto sin haber tomado antes numerosas precauciones. Empezaba a desesperarme, y a veces me entraban deseos de llorar corno un chiquillo.

¿Cuánto tiempo había de durar esto? ¿Hacia dónde debería dirigirme en cuanto recobrase mi libertad? ¿En qué punto de Inglaterra debería empezar mis investigaciones acerca de Alicia?

Dormido y despierto, trabajando y no haciendo nada, esas eran mis constantes preguntas. Hice cuanto estuvo en mi mano para prepararme para cualquier cosa que pudiera suceder; traté de armarme de antemano contra cualquier accidente que pudiera sobrevenir. Mientras trabajaba y me esforzaba en aguzar mis facultades y disciplinar mi voluntad de esta manera, ocurrió algo sobre lo que jamás me había atrevido a pensar, ni aun en los momentos en que más esperanzado me sentía.

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CAPITULO 11

Una mañana me encontraba yo en el taller principal con el doctor. Estábamos solos. Lima vieja y su hijo estaban ocupados en otra parte. Tornillo había sido enviado a Barkingham, acompañado, como de costumbre y por precaución, por Fuelle. Haría una hora que habían salido cuando el doctor me ordenó que fuese a la habitación inmediata a preparar un molde. Mientras me empleaba en esta operación, oí de repente voces extrañas en el taller principal. Mi curiosidad se despertó al instante. Retiré la tapita que cubría uno de los consabidos agujeritos en la pared y me puse a ver lo que pasaba.

Al primero que distinguí fue a mi antiguo enemigo Tornillo con su rostro de traidor más pálido que de costumbre; luego, dos hombres completamente extraños para mí, de aspecto decente, a quienes parecía haber traído al taller; y junto a ellos a Lima nueva, que hablaba al doctor en estos términos:

—Dispénseme, señor,—dijo mi amigo, el antiguo portero de aspecto de operario—, pero antes de que estos caballeros hablen, deseo manifestar, pues me parece que usted no los conoce, que si los he dejado entrar fue después de oírles dar la palabra de pase. No tengo ánimo de ofender a nadie, pero deseo que se sepa que he cumplido con mi deber.

—Perfectamente —dijo el doctor con el acento más suave—. Puede usted ir a continuar su trabajo.

Lima nueva salió de la habitación arrojando una mirada escudriñadora a los extraños y frunciendo el entrecejo a Tornillo.

—Permítanos que nos presentemos nosotros mismos —dijo el de más edad.

—Excúsenme un momento —interrumpió el doctor—. ¿Dónde está Fuelle? —agregó dirigiéndose a Tornillo.

—Está en Barkingham, haciendo el encargo que usted le mandó —contestó Tornillo poniéndose más pálido que de costumbre.

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—Encontramos casualmente a vuestros dos empleados y les pedimos que nos encaminaran a su casa —dijo el que había hablado—. Este hombre, con una precaución que redundaba en su crédito, quiso saber cuál era el objeto de nuestro interés, antes de acceder a nuestra demanda. En la respuesta introdujimos la palabra de pase—«la fortuna te guíe»—, lo que calmó sus temores. Entonces, a petición nuestra, nos guió hasta aquí, dejando a su compañero, como acaba de decir, desempeñando sus encargos en Barkingham.

Mientras hablaban pude ver que las miradas de Tornillo vagaban alrededor de la habitación expresando descontento y sorpresa. Me había dejado allí con el doctor antes de haber salido. ¿Se habría sentido defraudado al no encontrarme a su regreso? Mientras pensaba estas cosas, el hombre que había hablado continuó sus explicaciones.

—Hemos venido —dijo— en calidad de agentes para arreglar ciertos negocios privados en nombre del Sr. Manassés, de Londres, con quien creemos que mantiene usted relaciones comerciales.

—Sí, señor —dijo el doctor con una sonrisa.

—Que le debe a usted una cierta suma, y nos ha encomendado que arreglemos esa cuenta.

—Perfectamente —respondió el doctor restregándose las manos con aire de complacencia—. Mi buen amigo Manassés no quiere fiarse del correo. Me alegro de conocerles, caballeros, ¿han traído ustedes sus notas acerca de la cuenta?

—Sí, pero creemos que hay una pequeña inexactitud. ¿Tendría usted algún inconveniente en dejarnos ver su libro mayor de contabilidad?

—Ninguno, absolutamente —dijo el doctor.

Y luego, dirigiéndose a Tornillo, le ordenó que fuera a su estudio privado y le trajera un libro con pasta de pergamino que encontraría en el sitio que le indicó.

Al obedecerle Tornillo, noté que éste cambió una mirada de inteligencia con los dos extraños, lo que empezó a provocarme cierta inquietud.

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Creo que el doctor notó también la mirada pero conservó, corno de costumbre, toda la serenidad de su semblante.

—¡Cuánto tarda ese mozo! —exclamó alegremente—. Tal vez sea mejor que yo mismo vaya a buscar el libro.

Los dos hombres extraños habían ido acortando gradualmente la distancia que los separaba del doctor desde que Tornillo salió de la habitación. Apenas había pronunciado las últimas palabras, cuando los dos desconocidos se arrojaron sobre el doctor, asiéndolo cada uno de un brazo.

—¡Alto ahí, amigo mío! —exclamó el que había llevado la palabra.— No hay, necesidad de salir. Somos agentes de policía, y lo apresamos a usted por falsificador de moneda.

—No hay duda alguna —contestó el doctor con la más sublime sangre fría—. No hay necesidad de que me tengan ustedes cogido del brazo. No soy tan loco como para pretender resistirme.

—Antes que nada le registraremos y después veremos qué hacemos.

El doctor se sometió tranquilamente al registro. No habiendo encontrado ningún tipo de arma en sus bolsillos, le permitieron que se sentara en la silla más inmediata.

—Supongo que Tornillo... —dijo el doctor con una mirada interrogativa a los policías.

—Sí, efectivamente —respondió el principal de los agentes—, hemos estado en correspondencia secreta con él hace algunas semanas. El hombre que lo acompañaba está ya a la sombra; y en cuanto a Tornillo no espere usted que vuelva con el Libro Mayor. Tan pronto como vea que el resto de la banda está en casa, irá a buscar un par de compañeros nuestros que están afuera aguardando nuestras órdenes. Sólo necesitamos a un anciano y a un joven, y a un tercero, que es un caballero de nacimiento, para dejar la casa limpia. Una vez que hayáis caído todos, será la mejor presa desde que estamos en el servicio.

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Lo que el doctor contestó a esto no lo sé, porque precisamente cuando el agente de policía había acabado de hablar, oí pasos que se acercaban al cuarto donde yo estaba escuchando. ¿Me buscaba Tornillo? Tapé al instante el agujerito y me escondí detrás de la puerta. Tornillo entró andando sigilosamente con la punta de los pies.

Frente a la puerta había un guardarropa vacío. Seguramente, sospechando que yo me había alarmado y ocultado allí, se acercó sin hacer ruido. Le seguí también con la mayor cautela; y cuando sus manos se preparaban a cerrar la puerta del guardarropa, lo agarré por la garganta. Tornillo era de pequeña estatura, y de ningún modo podía habérselas conmigo. Fácilmente lo arrojé al suelo, medio sofocado, y me eché sobre él para mantenerlo quieto. Cuando vi que su rostro se amorataba, abrí una de las manos con que le apretaba la garganta, le introduje en la boca el saquillo de yeso que tenia al lado, se lo até fuertemente y haciendo la misma operación con sus pies y manos, le dejé allí completamente inmóvil e incapaz de hacer nada, mientras yo pensaba qué era lo que debía hacer para obtener mi libertad sin peligro alguno.

Podía haberme escapado inmediatamente, pero me detuvo lo que había oído decir al polizonte respecto a los hombres dejados al acecho fuera de la casa. ¿Estaban esperando cerca o lejos? Creí que sería preferible ver si podía averiguar algo por medio de la conversación de los hombres que se hallaban con el doctor, antes de correr el riesgo de caer en sus garras si me aventuraba a salir.

Destapé nuevamente y con la mayor cautela el agujerito de la pared.

El doctor parecía estar todavía en los términos más amistosos con sus vigilantes guardianes.

—¿Tienen ustedes algún inconveniente en que toque la campanilla y pida algún refrigerio antes de que partamos para Londres?—preguntó el doctor con el mejor buen humor del mundo. Un vaso de vino y un pedazo de pan y queso no vendrán mal, caballeros, si es que ustedes tienen tanta hambre como yo.

—Si usted quiere comer y beber, ordénelo usted cuanto antes —dijo uno de los hombres con áspero acento—. Nosotros no queremos nada.

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—Lástima —dijo el doctor—, tengo del mejor vino de Madeira que puede beberse en Inglaterra.

—No lo dudo —respondió uno de los hombres sarcásticamente—, pero no crea usted que somos unos mentecatos. Sepa usted que algo sabemos en materia de vinos preparados para casos especiales.

—¡Vaya! —exclamó el doctor—, ¡vaya! ¿Cómo pueden ustedes imaginar semejante traición por mi parte que, después de todo, a nada conduciría?

Se dirigió a una esquina de la habitación y tocó un botón incrustado en la pared, botón que yo no había visto antes. Sonó inmediatamente una campanilla cuyo retintín pareció nuevo a mis oídos. Luego, descorriendo algo en la pared, aplicó la boca al agujero de un tubo que también era para mí del todo nuevo, y dijo:

—¡Rubén!

Era la primera vez que oía semejante nombre en la casa.

—¿Quién es Rubén? —preguntaron a la vez los dos hombres, adelantándose hacia el doctor como gente que sospechaba algo.

—Sólo mi criado —contestó el doctor, que de nuevo se dirigió al tubo y dijo—: Trae un poco de queso de Roquefort y una botella de Madeira añejo.

El queso que siempre habíamos comido era de Holanda. Y en cuanto a vinos, los que bebí en los días en que comía con el doctor y su hija, habían sido jerez, oporto, burdeos, pero no por cierto Madeira añejo. «Tal vez», pensé para mis adentros, «se guardaba el mejor vino y el mejor queso para su consumo personal».

—Pedro —dijo uno de los agentes de policía—, tú vigila a nuestro cortés amigo, que yo le echaré el guante a Rubén cuando traiga el refrigerio.

—¿Quieren ustedes enterarse de la manera de fabricar dinero mientras mi sirviente arregla lo que ha de traer? —dijo el doctor—. Tal vez les sirva a ustedes en la causa que supongo se me seguirá, si pueden ustedes dar testimonio de que les he proporcionado todas las facilidades de enterarse de cuánto desean saber.

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Lo único que suplico es que digan ustedes que desde el principio no he puesto ninguna resistencia y que me he sometido a todo. Esto tal vez me recomiende a la clemencia de mis jueces.

Y empezó a explicar, con el mismo tono que lo hubiera hecho un catedrático en su cátedra, el nombre, uso y modo de emplear algunas de las máquinas que estaban a la vista. Los dos agentes no pudieron menos de prorrumpir en una carcajada. Dirigí entonces una mirada a Tornillo que me quería asesinar con los ojos. Presentaba un aspecto tan repugnante que volví la cabeza con disgusto. ¿Qué es lo que debía hacer? El tiempo pasaba y no había oído nada que me diera información acerca de los guardas que estaban fuera de la casa. ¿No sería mejor arriesgarlo todo y salir de una vez por el fondo del edificio?

Cuando me había resuelto a jugar el todo por el todo, oí a los agentes de policía interrumpir al doctor en su científica conferencia.

—Vuestro refrigerio tarda mucho—dijo uno de los hombres.

—Rubén es algo lento —respondió el doctor—, y el Madeira está en un lugar remoto de la bodega. ¿Me permiten ustedes que toque de nuevo la campanilla?

—¡Al diablo con la campanilla y, el refrigerio! —exclamó impaciente el de más edad—. No comprendo cómo es que nuestros hombres no están ya aquí. ¡Pedro!, ve fuera y llámalos.

—No me atrevo a dejarte solo —replicó Pedro—. Este sabio caballero es muy escurridizo, y me parece que ni siquiera dos somos suficientes para vigilarle como se debe.

—¿Qué es lo que pasa? —exclamó el compañero de Pedro con acento de desconfianza.

El ruido de vasos, platos o botellas rotas en la parte baja de la casa se había oído casi simultáneamente con las palabras del cauteloso funcionario. Naturalmente, no pude formarme la más remota idea de lo que significaba ese ruido, pero lo cierto es que despertó en mí tal curiosidad y sospecha, que me hizo permanecer irresistiblemente junto al agujerito de espionaje, aunque momentos antes había resuelto huir de la casa.

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—Rubén es tan torpe corno lento —dijo el doctor—. ¡Seguro que se le ha caído la bandeja! Sí, ¡le habrá caído la bandeja!

—Bajemos con nuestro sabio amigo, llevándolo del brazo —dijo Pedro—. No estaré tranquilo hasta que le tengamos fuera de esta casa.

—Y yo hasta que no le haya puesto las esposas antes de que salgamos de esta habitación —replicó el otro.

—Me parece una conducta muy ruda, después de haber visto cómo me he comportado con ustedes —observó el doctor—. ¿Me dejarán ustedes por lo menos tomar mi sombrero mientras tengo las manos libres? Está ahí, en aquella percha que ven ustedes —y mientras hablaba se adelantó hacia el medio de la habitación.

—¡Alto! —gritó Pedro—. Yo se lo traeré, y antes de dárselo veremos si oculta algo.

El doctor permaneció inmóvil como un soldado a la voz de «¡alto!».

—Y yo buscaré las esposas —dijo el otro buscando en sus bolsillos.

El doctor inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Tengan ustedes la bondad de darme mi sombrero y, estaré listo para todo —dijo el doctor, que se detuvo un momento, y luego repitió en voz más alta—. Listo —y desapareció instantáneamente a través del suelo, como por arte de tramoya.

Vi a los dos funcionarios correr precipitadamente de un extremo al otro de la habitación a la gran abertura en el suelo. La trampa en que el doctor había estado en pie, y en la que descendió, se cerró con un golpazo en el mismo instante; y una voz amistosa exclamó desde las regiones inferiores: «¡Adiós!».

Los funcionarios se dirigieron inmediatamente a la puerta de la habitación. Había sido cerrada por fuera. Mientras la sacudían furiosamente, se oyó el ruido que formaban las ruedas del cabriolé del doctor frente a la casa; y de nuevo resonó una voz amistosa que decía: «Adiós!».

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Me detuve el tiempo necesario para ver a los chasqueados funcionarios quitar las barras de las ventanas con el objeto de dar la alarma. Tapé entonces el agujerito y, dando una mirada a mi postrado enemigo, salí del cuarto.

Al bajar las escaleras vi que estaba abierto el estudio del doctor. La cartera que probablemente contenía el único indicio del paradero de Alicia, se encontraba sobre la mesa. No había tiempo para abrirla, pues estaba cerrada con un candado, así es que la envolví en mi delantal de trabajo, me la puse bajo el brazo y descendí a la puerta de hierro que cortaba la comunicación con el resto de la casa. Ya estaba cerca de ella, cuando vi que la abrían por fuera. Retrocedí inmediatamente para subir las escaleras, cuando una voz cuyo acento me era familiar, me gritó:

—¡No huyáis! —Era Lima nueva.

—¡Todo va bien! —exclamó—. Mi padre y el doctor han partido en el cabriolé, y los hombres que estaban al acecho afuera, van corriendo tras ellos. ¡Tiempo perdido! No hay caballo que alcance a la yegua del doctor, y menos aún dos hombres a pie. ¿Qué es de Tornillo?

—Atado de pies y manos por mí y con una mordaza en el cuarto de moldear.

—¡Bien hecho! Veo que usted tiene sus efectos bajo el brazo. Espéreme usted dos segundos mientras voy, a buscar mi dinero. No haga usted caso de los polizontes que están arriba. Nadie hay, afuera que los pueda auxiliar, y aunque hubiera, la puerta de la calle está cerrada.

Subió las escaleras. Yo podía oír los gritos de los funcionarios aprisionados que estaban pidiendo socorro desde las ventanas. Los hombres que habían dejado afuera deberían de estar muy, lejos persiguiendo el cabriolé del doctor y no había, por tanto, muchas probabilidades de que los aprisionados polizontes recibieran auxilio de nadie que pasara por allí, excepto enviar a Barkingham noticia de lo ocurrido. De todos modos, podíamos disponer de media hora para escaparnos.

—Ahora —dijo Lima nueva ya de regreso—, salgamos por la puerta del huerto—. ¿Cómo logró usted echar mano a Tornillo?—continuó cuando hubimos pasado la puerta de hierro, que cerramos de nuevo.

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—Dígame usted primero, ¿cómo se las compuso el doctor para hacer aquella tronera en el piso en el momento oportuno?

—¡Qué! ¿Vio usted funcionar la trampa?

—¡Lo he visto todo!

—¡Vaya! ¿Tenía usted la menor idea de que durante todo el tiempo que estaba usted al acecho, no cesaban las señales de inteligencia entre el doctor y, nosotros? Teníamos un juego completo de señales para caso de accidentes. Era una regla invariable que mi padre, el doctor y yo nunca estuviésemos juntos en el taller, de modo que uno de nosotros estuviera siempre preparado para actuar si fuera necesario, según las señales. ¿Dónde va usted?

—A buscar la escalerilla del jardinero para saltar la cerca prosiga usted su narración.

—La primera señal la da una campanilla privadas, significa Oído al tubo. La segunda es llamar a «Rubén», que significa ¡Peligro! Cerrad la puerta. «Queso Roquefort,» quiere decir, Enganchen la yegua; y «Madeira viejo,» significa, Poneos junto a la trampa. Esto funciona en el cuarto cerrado en que usted nunca entró, y cuando estamos ocupados en la maquinaria, simulamos siempre un accidente con la bandeja del refrigerio. «Listo» es la señal para bajar la trampa, que se hace como en las tramoyas de un teatro. Bajamos la trampa con mucha rapidez, como usted habrá visto, y descendemos por la escalera de atrás. Mi padre y el doctor han montado en el carruaje y yo les dejé salir y cerré inmediatamente la puerta. El resto ya lo conoce usted.

Franqueamos con facilidad el muro ayudados por la escalera. Cuando estuvimos de la parte exterior, Lima nueva me dijo que lo más seguro y conveniente para los dos sería separarnos, y que cada cual tomara un camino distinto. Nos dimos un apretón de manos y nos separamos. Él se dirigió hacia Londres, y yo hacia el oeste, con la preciosa carpeta del doctor Dulcifer bajo el brazo.

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CAPITULO 12

Durante dos horas anduve sin detenerme ni fijarme mucho en qué dirección iba, con tal de que me alejase de Barkingham.

Cuando, según mis cálculos, habría andado unas siete millas, empecé a considerar que la carpeta del doctor era una verdadera carga, y me decidí a examinar su contenido sin pérdida de tiempo. Dejé, pues, el camino, penetré en un campo y me interné en un bosque espeso, donde a salvo de cualquier mirada indiscreta abrí con gran trabajo la carpeta y empecé a inspeccionar sus papeles.

Con gran sorpresa y chasco mío vi que apenas había qué examinar. Encontré el material necesario para una extensa correspondencia, pero no encontré sino media docena de cartas, de las cuales cuatro eran de negocios, y las otras dos de amigos que se referían a asuntos y personas que nada me interesaban. Encontré también unos cuantos recibos, papel de cartas de varios tamaños, y algunas hojas de papel secante. Nada más; absolutamente nada más en esta engañadora carpeta en la que había puesto toda mi esperanza de poder encontrar alguna pista acerca de paradero de Alicia.

Nada es capaz de describir mi dolor y mi desesperación al ver destruidos de un golpe todos mis planes y más queridos sueños. Si en aquel instante hubieran llegado allí los agentes de policía, creo que los habría dejado apresarme sin hacer el más mínimo esfuerzo para escaparme de sus garras. Pero por aquellos contornos no se veía ni un alma. Creo que estuve sentado al pie del árbol durante más de una hora con los papeles inútiles del doctor entre las manos, entregado profundamente a mis amargos pensamientos, y sin saber qué hacer.

Al cabo de ese tiempo, la inquietud y movilidad natural de mi espíritu empezaron a manifestarse.

Levanté la cabeza, y me dije que ese no era el modo de encontrar a Alicia ni conseguir mi seguridad personal, y cobrando ánimo y fuerzas me puse de nuevo de camino; pero antes me pareció conveniente destruir los recibos y las cartas, por temor de que pudieran servir para dar con mi paradero si los encontraban allí.

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Dejé la carpeta entre las hierbas espesas, pues no tenía nombre ni inicial alguna que indicara su dueño; el papel de cartas y las plumas los guardé en el bolsillo, en previsión de un posible uso futuro. El papel secante fue la última cosa de que dispuse. Eran dos pedazos, muy limpios, excepto en un lugar en que se veía la impresión dejada por unas cuantas líneas al tiempo de secarlas. Iba a guardarlos en mi bolsillo junto con las plumas y el papel de cartas, cuando algo de uno de los dos pedazos me llamó la atención.

Se veían cuatro líneas borradas, cada una de dos o tres palabras, sobresaliendo cada línea a la de arriba de izquierda a derecha. ¿Habría estado el doctor escribiendo versos y los habría secado de prisa y corriendo? Esto es lo que a primera vista parecía. Después de varias tentativas para descifrar aquella especie de jeroglíficos, y de mirarlos de uno y otro lado, pude al fin sacar en limpio lo siguiente:

Señorita Giles

Plaza Zión 2

Crickgelly

Gales del Norte

Era difícil opinar acerca de la escritura pero sí que parecía que el carácter de algunas de las letras me pareció que eran del doctor Dulcifer, a pesar de estar medio borradas en el papel secante. Pero suponiendo que hubiera acertado en mis cálculo, ¿quién era esa tal Señorita Giles, de quien nunca había oído hablar?

Éste era el problema que debía de resolver. ¿Era tal vez alguna amiga del doctor residente en el país de Gales? Probablemente. Pero, ¿por qué no podía ser la propia Alicia bajo un nombre supuesto?

Me detuve en esta idea y me dije: puesto que su padre la ha hecho salir de su casa para alejarla de mi lado, lo que parecía más lógico era que hubiese tomado todas las precauciones posibles para impedir que yo diese con su paradero y, por lo tanto, como primera y más prudente medida, la prohibición de que viajara con su verdadero nombre.

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Cierto es que Crickgelly, en el Norte de Gales, era un lugar muy remoto para desterrarla; pero el doctor Dulcifer no era hombre que se paraba en pelillos ni hacía las cosas a medias: sabía hasta dónde llegaban mi astucia y mi resolución una vez que me proponía ejecutar algo; y habría dado muestras de una candidez que no tenía si hubiese ocultado a su hija en un lugar cualquiera a una distancia razonable de Barkingham.

En fin, y esto era de la mayor importancia, el nombre de la Señorita Giles me olía a la legua a nombre supuesto. Y aunque hubiera existido una persona con ese apellido, no sé por qué razón me resistía entonces a admitir la posibilidad de la existencia de semejante mujer.

Antes de guardar en el bolsillo el precioso pedazo de papel secante, había resuelto para mis adentros que mi primer deber era dirigir mis pasos inmediatamente a Crickgelly. No estaba seguro de nada, ni siquiera de la identificación de la escritura del doctor en la impresión dejada en el papel secante; pero de lo que sí estaba cierto, y muy cierto, era que tenía que alejarme de Barkingham cuanto más me fuera posible. Por lo demás, poco me importaba el lugar a donde fuera; y sin saber absolutamente nada acerca de dónde podría encontrarse mi adorada Alicia, el mero hecho de seguir los dictámenes de mi imaginación ya era un consuelo e incluso un aliento para mí.

Cuando me encontré de nuevo en el camino ya era otro hombre: había desaparecido toda aquella indecisión y abatimiento que dejaron en mi espíritu la idea de que había perdido a Alicia para siempre. Después de caminar algunas horas divisé a lo lejos el humo y las chimeneas de una gran población industrial. Allí podría encontrar una diligencia que me llevase a Crickgelly, sin tener que hacer a pie la larga distancia que de ese lugar me separaba.

Al acercarme a la población, y al notar las miradas de los que pasaban junto a mí, caí en la cuenta de algo que hasta entonces había desatendido, o mejor dicho, olvidado por completo, esto es, la necesidad de cambiar radicalmente mi apariencia exterior.

No tenía que temer a los agentes de policía porque ninguno me había visto; pero me asaltó la idea de que podía tropezarme con mi antiguo enemigo, el honrado Tornillo, de quien seguramente harían uso los funcionarios de marras con objeto

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de identificar a los compañeros a quienes había traicionado. Tenía, además, sobrados motivos para creer que los ayudaría a apresarme con preferencia a todos los demás, sin exceptuar al doctor.

Mi traje era el de un dandy, algo viejo, la verdad, pero de colores alegres y corte horrible. No lo había cambiado por el traje de un artesano durante mi permanencia en el laboratorio del doctor, porque nunca tuve la intención de quedarme allí un minuto, si me era dado llevar a cabo la fuga. El delantal en que había envuelto la carpeta era lo único que participaba del honorable uniforme de un obrero.

¿Sería conveniente agregar al delantal otros artículos que me diesen el aspecto de un honrado artesano? No, mis manos eran demasiado blancas y demasiado bien cuidadas; mis modales eran en extremo corteses como para simular ser un artesano. Lo más seguro era afeitarme las patillas, cortarme el pelo, comprar otra clase de sombrero, un paraguas, y vestir un traje completamente negro.

En la primera tienda que encontré, compré una maleta y un traje negro que me daba la apariencia de un ministro protestante. En la primera barbería con que tropecé, me corté el pelo e hice desaparecer mis patillas. Hecho esto, me dirigí de nuevo al campo, hasta que encontré un lugar bastante protegido y oculto donde me cambié de vestimenta, saliendo con un aire modesto, tranquilo, reverendo, con el paraguas de algodón bajo el brazo, las miradas fijas en el suelo, y el sombrero hasta los ojos. Cuando vi a dos labradores que, al pasar junto a mí, se llevaron respetuosamente la mano al sombrero, comprendí que no había que temer mucho, y que hasta podía desafiar los vindicativos ojos del mismo Tornillo.

No tenía ni remota idea de dónde me encontraba cuando llegué a la posada del Toro Verde, que fue la primera que se me presentó a la vista. Allí, no sin cierto aire de modestia, pregunté si podrían informarme de la hora en que saldría la próxima diligencia para Gales.

La respuesta que recibí no fue muy alentadora: la diligencia había partido hacía una hora y no saldría otra hasta la mañana siguiente, lo que me obligaba a pernoctar en la posada del Toro Verde. Tomé con debida antelación un puesto en la diligencia, bajo el nombre del reverendo Juan Peter.

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Después de pedir que me reservaran una habitación en la posada, y de una comida frugal que consistió en pescado, dos costillas de carnero, patatas fritas, postres y media botella de vino ordinario, salí a dar una vuelta por la población.

Como ni siquiera sabía el nombre del pueblo, y como no quería despertar sospechas haciendo una pregunta de tal naturaleza, me decidí a mezclarme entre la gente del pueblo y sacar el mejor partido de mi rara posición.

«Heme aquí», me dije, «en el corazón de Inglaterra, tan ignorante en materias de localidades como si estuviese en el centro de África». Mi fantasía se puso a inventar un nombre para aquella población, a formar una especie de estadística del número de habitantes que tenía, sus antigüedades y su historia, mientras recorría sus calles y me detenía a mirar los aparadores de los establecimientos y examinaba atentamente el mercado y la casa consistorial.

Al regresar a mi posada vi en la mesa del salón de recibo todos los periódicos de Londres. El que más a mano estaba era el Morning Post. Lo cogí, me senté cómodamente en un lugar apartado, y me puse a pasar la vista por la sección de anuncios de la primera página, sin saber porqué, cuando con gran sorpresa leí las siguientes líneas al principio de una columna:

Si FR-NC-S T-R-N-R quiere ponerse en contacto con sus desconsolados y alarmados parientes, la Sra. y el Sr. B-TT-RB-RY, se enterará de algo que le conviene y puede tener la seguridad de que será perdonado una vez más. AR-B-LA le ruega que le escriba.

—¿Qué quiere decir este misterioso anuncio? —fue lo primero que se me ocurrió después de leerlo. ¿Ha arrendado Lady Mortimer otro nuevo plazo de vida, chasqueando a la señora muerte que ha estado llamando inútilmente a su puerta varias veces durante estos últimos años? Nada más probable. ¿O han llegado a sospechar mis relaciones con el doctor Dulcifer? Me parecía improbable. Una cosa, sin embargo, estaba fuera de duda; me echaban de menos, y los Batterbury

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experimentaban, como era natural, ansiedad acerca de mi paradero, ansiedad tal que les hacía insertar un anuncio en los periódicos.

Reflexioné si debía o no contestar esta patética súplica. Tenía en mis bolsillos todo el dinero que había ganado en el último tiempo (pues nunca me desprendí de él durante mi permanencia en la casa de los ladrillos rojos), y la suma era sobrada para las necesidades del momento pero me pareció que lo mejor sería dejar en su alarma y desconsuelo a mis ansiosos parientes un tiempo más, y continuar tranquilamente la lectura del Morning Post.

Después de leer aquí y allí, tropecé con algo que me dio la explicación deseada del anuncio. Era un suelto titulado:

ALARMANTE ENFERMEDAD DE LADY MORTIMER. —Sentimos anunciar que el pasado sábado esta venerable señora fue atacada de una alarmante crisis, encontrándose entonces en su residencia campestre. El ataque tuvo todo el carácter de un paroxismo, aunque no se nos ha podido informar de su naturaleza exacta. El médico de cabecera de su señoría, que es además su hijo político, el doctor Turner, fue avisado inmediatamente y pronosticó los más funestos resultados. Hubo consulta médica, y se hizo venir a los parientes más cercanos de la distinguida enferma, la Sra. Turner, la Sra. Batterbury y su esposo el Sr. Batterbury. Cuando llegaron a la morada de la Sra. Mortimer, la condición de esta dama era muy crítica y su respiración altamente estertorosa. Si no estamos mal informados, el doctor Turner y los otros médicos presentes declararon que si el pulso de la venerable enferma no experimentaba un cambio favorable en el transcurso de un cuarto de hora, había que esperar un funesto desenlace. Durante catorce minutos, como se informó a nuestro reportero enviado, no hubo cambio alguno; pero, por extraño que parezca, inmediatamente después, el pulso de la distinguida señora se reanimó de súbito de la manera más extraordinaria. Se la vio abrir los ojos y se le oyó preguntar, con sorpresa y contento de cuantos rodeaban su lecho, por qué su almuerzo habitual de caldo de gallina con una copa de jerez amontillado no estaba en la mesa como de costumbre. Tras llevarle el acostumbrado refrigerio, mediante el beneplácito de los médicos, la anciana paciente almorzó con el mejor de los apetitos. Tras aquel percance que tuvo un

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final feliz, la salud de Lady Mortimer ha mejorado rápidamente y la respuesta que ahora se da a todas las amistosas preguntas que se hacen sobre el particular es, para usar la humorística fraseología de la venerable señora, «Mucho mejor de lo que podía esperarse».

¡Bien hecho, mi excelente abuela! ¡mi firme, infatigable e inmortal amiga! Jamás podré decir que mi situación es desesperada mientras puedas tragar tu caldo de gallina y sorber tu amontillado. Tan pronto como necesite dinero escribiré a mi querido cuñado Batterbury, y le haré que suelte un pedacito de las tres mil libras esterlinas de marras, por las que ya ha sufrido y sacrificado tanto.

Tras estos pensamientos de alegre y firme apoyo moral a mi venerada abuela, me retiré a mi habitación y me acosté animado y esperanzado. Parecía que la buena fortuna venía de nuevo a visitarme y empecé a tener la certeza de que iba a descubrir en Crickgelly a mi adorada Alicia bajo el supuesto nombre de la Srta. Giles.

Al día siguiente por la mañana, el reverendo Juan Peter bajó a desayunar, tan apacible, sonrosado y risueño, que las sirvientas se sonrieron al verlo pasar y la patrona le saludó graciosamente al atravesar el salón. La diligencia llegó, y el reverendo caballero subió a su asiento en la imperial. Un hombre estaba ya allí en su puesto. Mi sorpresa no fue poca al reconocer en él al jefe de los agentes de policía que había intentado, con sobrada confianza en su habilidad, reducir a prisión al doctor Dulcifer.

No tenía la menor duda de que era él mismo, y le habría reconocido entre cien personas. Me dirigió una mirada escudriñadora cuando me senté a su lado, y luego se puso a mirar el camino. Como me constaba que ésta era la primera vez que me veía, juzgué que mi encuentro con él redundaría tal vez en beneficio mío. De todos modos, se me presentaba la oportunidad de vigilar las acciones de uno de mis perseguidores, y ya esto era un gran logro.

—¡Qué hermoso día! —le dije con la mayor cortesía.

—¡Sí! —replicó de mal humor.

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No me di por ofendido, pues pensé que el pobre representante de la ley, tenía sin duda sobradas razones para no estar de muy buen humor, si se consideba que habla sido burlado y encerrado por su propio prisionero.

—¡Muy hermoso día en verdad! —repetí con el acento más suave de que fui capaz.

El agente de policía sólo respondió esta vez con una especie de gruñido. Todos tenemos nuestras debilidades, y no me causó mucha impresión la rudeza del chasqueado funcionario.

El pasajero que subió después de mí a la imperial de la diligencia y se sentó a mi lado, tenía el rostro de un rojo subido; era vivo y excesivamente hablador y familiar. Luego subió un joven labrador taciturno y reservado, hasta que al fin el número de pasajeros quedó completo.

—¿Ha oído usted las noticias?—me preguntó el hablador dirigiéndose a mí.

—No sé de qué noticias habla usted —le contesté. —Es la cosa más tremenda que haya sucedido en los últimos cincuenta años: han dado con una banda de falsificadores de moneda en Barkingham, una casa que llamaban «la Granja». Toda la mala suerte de estos últimos tiempos se debe a ellos. Y además, ¡no han apresado al jefe de la banda! ¡Se escapó, caballero, se escapó como un fantasma de teatro, mediante una trampa, después de dejar encerrados a los agentes de policía en su mismo laboratorio! Los herreros de Barkingham tuvieron que ir a descerrajar la puertas para hacer salir a los funcionarios del orden público. Toda la casa estaba llena de puertas de hierro, escaleras ocultas, y qué sé yo cuántas cosas más. Según dicen, aquello parecía un edificio ocupado por la Inquisición. ¡Y el dueño de la casa es un hombre tan respetable, tan decente y tan honrado! ¡Piense usted en la desgracia de haber alquilado su casa a un bribón que la ha llenado de trampas, hornillos, y puertas de hierro! ¿Qué será de nuestra sociedad? ¿Dónde estaremos seguros, si estamos a merced de estos pillos? ¡Los tiempos en que vivimos son terribles, caballero, son verdaderamente terribles!

—Dígame, señor, ¿han dicho si hay alguna posibilidad de atrapar a este falsificador de moneda falsa? —le pregunté con la mayor inocencia.

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—Espero que sí, caballero, espero que sí, en obsequio de la vindicta pública y de las costumbres ultrajadas —me respondió agitado. En Barkingham han impreso unos carteles en que se ofrece una recompensa al que lo aprese. Esta mañana muy temprano mi amigo el corregidor me mostró los carteles que acababan de imprimirse y le pedí unos cuantos ejemplares para repartirlos. Aquí están. Tome usted algunos, caballero, y tenga la bondad de distribuirlos también. Como verá, además del principal bribón hay tres individuos más que atrapar, uno de ellos un pillete que pertenece a una familia respetable. ¡Qué tiempos! ¡Qué tiempos! Tome usted tres ejemplares y hágalos circular donde puedan dar buenos resultados. Quizá el caballero que está junto a usted querrá también algunos. ¿Quiere usted tomar tres, caballero?

—No, no —dijo de mal humor el agente de policía—, no quiero ni uno; y creo que el mejor modo de atrapar a la banda de falsificadores de moneda es que usted no se mezcle en ayudar a la policía en el ejercicio de sus funciones.

Esta respuesta produjo una violenta contrarréplica de mi excitable vecino, a la que no presté ninguna atención, puesto que en ese instante estaba ocupado en leer el impreso que me había dado. En él se describía la persona del doctor con notable exactitud, y se ponía sobre aviso a las autoridades de los puertos. Lima vieja, Lima nueva y yo mismo, éramos mencionados, no muy honrosamente, en el segundo párrafo, tratándonos como fugitivos de poca importancia. No se decía una sola palabra en el impreso que denotase que las autoridades de Barkingham tuviesen la menor sospecha de la dirección tomada por ninguno de nosotros, lo cual habría sido muy, alentador para mí de no ser por el hecho de que tenía justo a mi lado a uno de los agentes de policía, lo que me indicaba que éstos tenían sus sospechas, a pesar de lo que dijera el cartel impreso por el corregidor de Barkingham.

¿Se habría dirigido el doctor hacia Crickgelly? Me estremecí interiormente al hacerme esta pregunta. Es de suponer que el doctor preferiría escribir a la Srta. Giles para que ésta se uniera a él cuando estuviese en un lugar que considerase completamente seguro más que entorpecer sus movimientos y ponerse en peligro él mismo llevando consigo a su hija. Esto me parecía lo más lógico, dadas las circunstancias en que se encontraba el doctor.

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Sin embargo, ahí estaba el agente de policía con dirección al país de Gales, y sin duda no hacia el viaje por placer. Me guardé los impresos en el bolsillo y presté oído a lo que pudiera serme de alguna utilidad en la especie de disputa que sostenía mi hablador vecino con el funcionario público. Pero éste no dijo esta boca es mía. Cuanto más trataba mi vecino de discutir con él, tanto más se obstinaba en su silencio. Empecé a desear con impaciencia que llegásemos a Shrewsbury, porque allí esperaba descubrir algo más tangible acerca de los planes de mi formidable compañero de viaje.

La diligencia hizo una parada para que los pasajeras comieran, y algunos se quedaron en aquel lugar, entre otros el vecino hablador con sus impresos. Yo bajé también y me quedé a la entrada de la posada, como si deseara examinar el edificio, pero en realidad quería vigilar los movimientos del agente de policía.

Con gran sorpresa mía le vi acercarse a la portezuela de la diligencia y hablar a uno de los pasajeros que estaba dentro. Después de una breve conversación, de la que no pude oír una sola palabra, el funcionario entró en la posada, pidió un vaso de agua con brandy y se lo llevó al que se había quedado en la diligencia, que sacó la cabeza por la ventanilla para beber el contenido del vaso. Entreví su rostro, y sentí que las rodillas me flaqueaban... ¡Era Tornillo!

Sí, Tornillo, pálido y desencajado, y que por lo visto aún no se había restablecido de los efectos de la presión de mis manos en su garganta. Tornillo, servido por el agente cíe policía y viajando en el interior de la diligencia como enfermo. Debía ser, seguramente, para ayudar a los funcionarios del orden público a identificar a algunos de los miembros de nuestra esparcida banda. No podía tratarse del doctor, pues el agente de policía podría descubrirle sin auxilio ajeno. ¿Estarían quizá buscándome a mí?

Empecé a reflexionar sobre qué hacer y cómo actuar acertadamente: si confiar en mi disfraz y continuar en mi asiento en la imperial de la diligencia, o abandonar inmediatamente a mis compañeros de viaje. Dadas las circunstancias, no era fácil decidir qué partido era el que debía jugar, así que me puse a sopesar las ventajas y las desventajas de la alternativa de mi posición.

¿Debería arriesgarlo todo e ir resueltamente a Crickgelly, con la esperanza de descubrir que Alicia y la Srta. Giles fueron una misma persona? ¿Debía

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abandonar inmediatamente la única probabilidad de hallar a mi perdido bien, y dirigir mi atención tan solo al mejor medio de ponerme a salvo?

La alternativa quedó reducida a la simple pregunta de si debía proceder como un hombre que estaba realmente enamorado o no. La respuesta no era difícil de adivinar, e imité resueltamente el ejemplo de mis compañeros de viaje, y fui a comer, determinado a continuar mi peregrinación a Crickgelly, aunque todos los funcionarios de policía de Londres me estuvieran pisando los talones.

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CAPITULO 13

A pesar de lo seguro que me creía gracias al cambio de traje, la desaparición de mis patillas y lo recortado de mi polo, me mantuve siempre a una respetable distancia de la ventanilla de la diligencia cuando terminé la comida en la posada y se llamó a los pasajeros para que ocupasen sus asientos de nuevo. Hasta entonces, gracias a la fuerte presión que mis dedos ejercieron en la garganta de Tornillo que le obligó a quedarse dentro de la diligencia, mi antiguo enemigo no me había visto y, si yo andaba con tiento, no tenía por qué temer que me viera antes de que yo llegase a mi destino.

Durante el resto del viaje observé la más estricta cautela y la fortuna acompañó mis esfuerzos. Cuando llegamos a Shrewsbury ya era de noche. Al dejar la diligencia, y protegido por las sombras de la noche, pude vigilar los movimientos de Tornillo y de su compañero. No pararon en la posada sino que se dirigieron a una taberna donde mi traje de eclesiástico me vedaba la entrada. Allí los dejé.

Regresé a la posada para enterarme de los medios de comunicación con que podía contar para el día siguiente.

Me informaron que Crickgelly era una pequeña aldea de pescadores y que no había vehículos que fueran allí directamente, sino dos diligencias que hacían viajes a otras dos pequeñas poblaciones situadas a casi la misma distancia de aquella, y que al día siguiente pasarían por Shrewsbury. El sirviente añadió que, si yo quería, podría ajustar un asiento en cualquiera de las dos diligencias y que, como siempre estaban llenas, sería conveniente que me diese prisa.

Las cosas habían llegado ya a tal punto que no me quedaba otro remedio sino confiarme al azar. Si esperaba hasta el día siguiente para ver si Tornillo y el agente de policía viajaban en la misma dirección que yo, y caso de que lo hicieren, supiese qué diligencia tomaban, corría el riesgo de perder yo mi asiento y retrasar mi viaje un día más. No había que pensar en esto. Le dije, pues, al sirviente que me reservara un asiento en la diligencia que quisiera. Así lo hizo. Aquella noche apenas pude cerrar los ojos.

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Me levanté al despuntar el día y me senté a la puerta de la posada esperando ansiosamente la llegada de la diligencia.

Nadie sabía a ciencia cierta cuál de los dos vehículos pasaría primero, y cada uno de los sirvientes de la posada a quienes pregunté me dio una respuesta de acuerdo con su preferencia personal, pues en este particular la servidumbre y demás empleados de la posada estaban divididos en dos bandos.

Al fin oí que avisaban de la llegada de los coches y a poco llegó uno de estos, que resultó no ser la diligencia en que había tomado yo mi asiento. Había tres vacíos; uno fue ocupado por un labrador; el otro puesto, con indescriptible disgusto y terror mío, lo tomó el funcionario de policía que ayudó a subir al débil Tornillo, que se sentó a su lado. Se dirigían a Crickgelly. Ahora ya no había la menor duda.

Me puse a esperar mi diligencia: la impaciencia se apoderó de mí. Transcurrió media hora, un cuarto de hora más, y ya comenzaba a desesperar, cuando de nuevo avisaron de la llegada del vehículo ansiado, que entró a toda velocidad en la población y se detuvo a la puerta de la posada. «¡Fantástico! ¿Qué ocurriría si ahora no hubiera sitio para mí?», me dije para mis adentros. Me dirigí a la portezuela de la diligencia todo trémulo, y pregunté si había algún asiento disponible.

—Hay un asiento en el interior, y si usted quiere pagar el...

No le dejé concluir la frase y en un abrir y cerrar de ojos estaba yo instalado en el puesto vacío. No recuerdo nada del viaje, a no ser que me pareció excesivamente largo y fastidioso. Por fin llegamos a una población cuyo nombre ni siquiera pregunté, y allí me dijeron que la diligencia no seguía adelante.

Busqué un carruaje de esos tan pequeños pero tan rápidos que usan los de correos pero en ese pueblo ni siquiera conocían esta clase de vehículos. Con increíble dificultad, conseguí un carruaje de dos pasajeros, después un hombre que lo manejara, y finalmente un caballo. Partimos al galope. Pensaba en Tornillo y su compañero, que se estaban acercando a Crickgelly, quizás a carrera tendida. Pensé en esto y hubiera dado todo el dinero que tenía en los bolsillos por disponer, durante dos horas, de un buen caballo.

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A juzgar por el tiempo que empleamos en el viaje, y tal vez teniendo en cuenta mi impaciencia, me parece que Crickgelly debía de estar a lo menos veinte millas de la población de donde partí. El sol se estaba poniendo cuando oímos el rumor lejano de las olas del mar, y ya era casi de noche cuando entramos en la pequeña aldea de pescadores y dejamos a nuestro infortunado caballo que descansara a la puerta de una pequeña posada. Bien lo necesitaba el pobre.

La primer pregunta que hice al posadero fue si dos caballeros (por supuesto, dos amigos míos a quienes esperaba), habían llegado a Crickgelly un poco antes que yo. La respuesta fue una negativa; y el peso que me quitó de encima fue para mi cuerpo y mi espíritu una especie de reposo absoluto después de las fatigas y ansiedades de mi viaje. O yo me había anticipado a los espías o ellos no habían salido con destino a Crickgelly. De todos modos, era yo el que primero me encontraba en el campo de acción. Le pagué al hombre que me había traído, y me informó dónde estaba la plaza de Zión. Las señas fueron de una extrema sencillez. Lo único que tenía que hacer era seguir en toda su longitud la calle principal de Crickgelly y en el otro extremo encontraría la plaza de Zión.

La aldea olía intensamente a marisco, y sus habitantes tenían la curiosa costumbre de construir sus botecillos y embarcaciones en la calle, entre los espacios libres dejados entre casa y casa. Recorrí con toda la rapidez que me fue posible la llamada «calle principal», y entre las sombras del crepúsculo divisé cuatro pequeñas casas de campo, frente a un espacio vacío, que debía de ser la anhelada plaza de Zión. Con gran dificultad pude descubrir el número 2, pues reinaba ya bastante oscuridad. Tiré de la campanilla, y una robusta muchacha, cuya inteligencia vi después que no había tenido igual desarrollo que el cuerpo, me abrió la puerta.

—¿Vive aquí la Srta. Giles? —le pregunté.

—No recibe visitas —me respondió la corpulenta doncella—. Ya otra persona ha tratado de verla y ha tenido que irse. Váyase usted también sin verla.

—¿Otra persona? —repetí —. ¿Otra visita? ¿Y cuándo vino?

—Hace más de una hora.

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—¿Estaba alguien con él?

—No. La señorita no recibe visitas. El otro se fue, y haga usted lo mismo.

Precisamente cuando había repetido esta última frase se abrió una puerta al fondo. Mi voz había llegado seguramente al oído de alguien que estaba en aquella habitación. No podía ver quién era, pero oí el roce de un vestido de mujer. Mi situación se volvía desesperada, mis sospechas se despertaron todas juntas en aquel mismo instante.

Determiné jugarme el todo por el todo, y con acento suave dije: ¡Alicia!

Una voz respondió:

—¡Cielos! ¡Es Francis!

Era la voz de Alicia, que había reconocido la mía. Eché a un lado a la gigantesca sirvienta y en dos pasos me puse junto a Alicia.

Allí estaba ella, sola, en aquella habitación, de pie junto a una mesa. Al ver mi nuevo traje y las alteraciones sufridas en mi aspecto, palideció y extendió las manos. La tomé en mis brazos, pero no me atreví a besarla, pues estaba toda trémula y pronta a desmayarse.

—¡Francis! —exclamó levantando la cabeza. ¿Qué es lo que pasa? ¿Cómo habéis descubierto?... En nombre del cielo, ¿qué significa esto?

—Significa, amor mío, que he venido a hacerme cargo de ti para el resto de tu vida y de la mía, si lo consientes. No tiembles: no hay motivo alguno para ello. Serénate y te diré por qué estoy aquí con este traje tan extraño. Ven, ven, Alicia. No me mires de esa manera.

Vi que comenzaba a recobrar el color: su rostro empezó a animarse. Si ella no hubiera estado tan cerca de mí, yo podría haberme dominado; pero en aquel momento me fue completamente imposible y me atreví a besarla en su pura y hermosa frente. Alicia dio un paso hacia atrás medio asustada y medio confusa, aunque no parecía ofendida. Antes de que pudiera darse cuenta de lo peligroso

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y extraño de nuestra posición, le hice las primeras preguntas necesarias con gran rapidez.

—¿Dónde está la Sra. Baggs? —dije. La Sra. Baggs era el ama de llaves.

Alicia señaló las puertas corredizas y, cerradas de una habitación.

—Allí —dijo—, durmiendo en el sofá.

—¿Sospechas quién pueda ser el individuo que te vino a ver hace más de una hora?

—No. La criada le dijo que yo no recibía visitas, y el hombre se fue sin dejar su nombre.

—¿Tienes noticias de tu padre?

Empezó a palidecer de nuevo, pero se dominó y respondió con voz apenas perceptible.

—La Sra. Baggs recibió unas cuantas líneas de mi padre esta mañana. No tenían fecha y solamente decían que había sucedido algo que le obligaba a partir de casa inmediatamente, y que yo debía permanecer aquí hasta que me escribiese de nuevo, lo que sería dentro de unos pocos días.

—Pues bien, ahora, Alicia —le dije de la manera más indiferente que me fue posible— te diré que tengo la más alta opinión de tu valor, buen sentido y dominio sobre ti misma y espero, por lo tanto, que conserves esa reputación para conmigo mientras escuchas lo que tengo que contarte.

Y diciendo esto, la tomé de la mano y le hice sentarse a mi lado. Entonces comencé, lo más gradual v suavemente que pude, a comunicarle todo lo que había ocurrido en la casa de ladrillos rojos desde la noche en que ella, al salir del comedor, cambió conmigo aquella mirada inolvidable.

Fue un esfuerzo tan grande por mi parte hablar como oír por parte de ella. Alicia sufría, experimentaba tanta vergüenza, tal agonía, tanto terror mientras yo le estaba narrando los extraños acontecimientos ocurridos en su ausencia, que una o dos veces tuve que detenerme alarmado, y casi me arrepentí de decirle la

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verdad. Sin embargo, no me quedaba otro camino, por duro y cruel que entonces pareciese; y la conducta que adopté era la más acertada y segura para el porvenir de los dos. ¿Cómo podría yo esperar que Alicia depositara toda su confianza en mí si empezaba por engañarla; si caía en contradicciones y excusas al principio de la renovación de nuestro trato? Continué, pues, desesperadamente mi narración hasta el fin, haciéndola lo más corta que fue posible y tratando de presentar las cosas más sombrías bajo su aspecto menos desfavorable.

Citando terminé mi penosa narrativa, la pobre muchacha, olvidando en la extremidad de su dolor y de su abatimiento, todas las llamadas conveniencias sociales y toda esa falsa etiqueta que se enseña a las jóvenes de su edad, ocultó la cabeza en mi seno y prorrumpió a llorar como si fuera una niña y yo la madre de quien esperaba palabras de consuelo y de aliento.

No hice la menor tentativa para contener sus lágrimas; eran el mejor desahogo a la violenta agitación de que era presa la infeliz muchacha. No dije nada, pues en tales circunstancias, mis palabras sólo habrían servido para agravar la situación. Todas las preguntas, todas las proposiciones que tenía que hacerle, era preciso, costare lo que costare, aplazarlas para un momento más propicio. Allí permanecimos sentados silenciosos, a la luz de una vela, oyendo yo los sollozos de la pobre joven, a los que se unían los ronquidos del ama de llaves en el cuarto del lado. Ningún otro ruido se percibía en toda la casa.

Ahora que el asunto delicado de comunicar las malas noticias a Alicia había terminado, y que mi espíritu se veía libre de este peso, empecé a experimentar suma inquietud acerca del individuo que había venido una hora antes que yo. No podía haber sido el doctor Dulcifer, porque habría sido admitido.

¿Sería el empleado de policía, o quizá mi amigo Tornillo? Es verdad que los había perdido de vista; ¿pero les había sucedido a ellos lo mismo respecto a mi persona?

Poco a poco se fue calmando el dolor de Alicia. Levantó débilmente la cabeza y volviéndola a otro lado la ocultó entre sus manos. Vi que aún no se encontraba en estado de hablar, y le supliqué que se retirara a su cuarto y descansara un poco. Dirigió una mirada tímida a las puertas de la habitación donde dormía el ama de llaves.

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—Eso corre de mi cuenta —le dije—. Quiero hablar con ella unos instantes. Una vez que hayas subido a tu cuarto, haré ruido y la despertaré.

Alicia me miró como queriéndome hacer una pregunta, pero no me preguntó nada. Yo tampoco dije una palabra más. No teníamos tiempo que perder, y cada segundo era precioso. La conduje a la puerta y le di las buenas noches.

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CAPITULO 14

Tan pronto como estuve solo, saqué de mis bolsillos uno de los impresos que mi compañero de viaje, el parlanchín eterno, me había dado, de modo que cuando llegase el momento oportuno pudiese a mi vez dárselo al ama de llaves. Armado de esta ominosa carta de presentación, arrojé una silla contra la puerta del cuarto donde dormía mi Sra. Baggs, con ánimo de llamar su atención. El efecto fue inmediato. El ama de llaves abrió la puerta violentamente. Un ligero olor de aguardiente penetró en la habitación en la que me encontraba, y poco después, apareció la respetable ama con rostro furibundo y cabellos en desorden.

—¿Qué quiere usted caballero? ¿Cómo se atreve...? —empezó la buena señora y se contuvo toda sorprendida, fijando en mí su mirada atónita.

—Me he visto obligado a hacer una ligera alteración en mi aspecto personal, señora —le dije pero soy el mismo Francis Turner de antes.

—No me hable usted de aspecto personal —exclamó la Sra. Baggs volviendo en sí—. ¿Qué busca usted aquí? Salga usted de esta casa inmediatamente. Esta misma noche se lo escribiré al doctor.

—No tiene señas donde escribirle y si usted no me quiere creer, lea usted esto —y le entregué el impreso sin agregar una palabra más.

El ama de llaves dio una mirada al impreso, y perdió al instante gran parte del subido color que habían dado a su rostro el sueño y la bebida. Se sentó en la silla más cercana, y me miró fijamente y con cierta dureza.

—Serénese señora —le dije—, serénese. Recoja sus cosas y tenga por seguro que, a menos que no vea usted al doctor Dulcifer en la horca, probablemente no tendrá usted el gusto de volver a verle en mucho tiempo.

El ama de llaves se retorció las manos suavemente y murmuró para sus adentros algo que tal vez podría ser una devota imprecación.

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—Permítame usted que la trate, señora, como a una mujer de mundo y de experiencia —continué—. Si tiene usted la bondad de prestarme atención unos cuantos minutos, le explicaré cómo han llegado a mi conocimiento estas cosas, cómo es que he venido aquí, y qué es lo que tengo que proponer a la señorita Alicia y a usted.

—Si es usted un hombre sensible —dijo el ama de llaves moviendo la cabeza y levantando los ojos al cielo— tendrá presente que yo tengo nervios y espero que no lo olvide.

Al emitir la respetable dueña las últimas palabras, me parece que vi que su mirada en vez de dirigirse al cielo tomaba un rumbo muy terrestre, hacia el cuarto donde había estado durmiendo. Me pareció también que sus labios estaban muy, secos. Teniendo en cuenta estas dos suposiciones, le dije:

—¿No cree usted, señora, que le convendría tomar un estimulante? Recuerdo haber oído con frecuencia a mi respetable abuela, Lady Mortimer, que «una gota a tiempo nos ahorra ciento».

—Encontrará la botella bajo la almohada del sofá —respondió la buena dueña con prontitud—. «Una gota a tiempo nos ahorra ciento», como dice con mucha razón su respetable abuela; las copas están en la mesa, Sr. Turner. Espero que su señora abuela se encontrara bien la última vez que tuvo usted noticias de ella. ¿Padece también de los nervios? Lo mismo que yo sin duda. ¡Ah!, ¡qué noticias!, ¡qué horribles noticias me ha dado usted!

Encontré la botella del brandy en el lugar indicado, pero no había ninguna copita de licor, y lo único que encontré fue un vaso grande que estaba en una silla junto al sofá. La Sra. Baggs no pareció notar la diferencia cuando traje el vaso y lo llené de brandy.

—Tome usted también un trago —exclamó la dueña bebiéndose de un golpe su ración—. «Una gota a tiempo...» no puedo cansarme de repetir el dicho de su respetable abuela. ¡Está tan delicadamente expresado! Sin embargo, a pesar de elogiar a esa distinguida dama cuanto se merece, se me ocurre la idea, Sr. Turner, de que si una gota a tiempo nos ahorra ciento, dos nos ahorrarán

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doscientas —Aquí la Sra. Baggs olvidó por completo sus nervios y me guiñó el ojo.

Comprendí lo que esto quería decir, y llené el vaso una segunda vez.

—¡Oh!, ¡qué noticias!, ¡qué noticias! —exclamó la Sra. Baggs recordando sus nervios.

Precisamente en aquellos momentos creí que oía pasos frente a la casa; pero escuchando más atentamente me di cuenta de que había empezado a llover. Sin embargo, la mera sospecha de que el mismo hombre que había solicitado ver a Alicia pudiera entonces estar vigilando la casa, me alarmó seriamente y me hizo apreciar la absoluta necesidad de no ocupar más un tiempo tan precioso haciendo caso de los nervios de la Sra. Baggs. Era verdaderamente necesario que le hablase, mientras conservaba la cabeza bastante despejada para que pudiera comprender lo que quería decirle.

Convencido como lo estaba de que la respetable dueña corría inminente peligro de embriagarse por completo si le daba otra copa, conservé la botella en la mano y le relaté mi historia de la manera más breve que pude, sin andarme con muchos rodeos ni darle ocasión de que hiciera comentarios, ya fuere llorando, suspirando, bebiendo o por medio de exclamaciones.

Como había previsto, cuando concluí mi historia, y tuvo ella una oportunidad de decir unas cuantas palabras, mostró la mayor sorpresa e indignación al oír la naturaleza de las ocupaciones a que se había dedicado el doctor, y me reprochó el haber tomado también parte en ellas, aunque lo hubiera hecho por el muy excusable motivo de salvar mi vida. Confieso que esto me pareció muy divertido, pero comencé a experimentar cierta sorpresa cuando al tratar de la fuga del doctor, vi que la Sra. Baggs consideraba su determinación de refugiarse en un lugar conocido de él solo como una ofensa personal que a ella se le había inferido.

—Demuestra una falta de confianza en mí —dijo la anciana señora—, que podré perdonar, pero que no puedo olvidar. Los sacrificios que he hecho en obsequio de ese hombre ingrato, no pueden expresarse en palabras. La mañana que nos envió aquí, ¿qué fue lo que hice? Empaquetarlo todo y partir de inmediato en

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cuanto él me lo ordenó. Tenía infinidad de cosas que hacer: otras mujeres habrían refunfuñado: yo lo hice todo pronto y mejor que una muchacha de dieciocho años. El doctor me dijo:

—Quiero apartar a Alicia del lado del joven Turner y tiene que hacerlo.

Yo repliqué:

—¿Hoy mismo, señor?

—Sí, ahora mismo, sin pérdida de tiempo —me dijo.

—¿A dónde iremos?—le pregunté.

—Lo irás lejos que pueda usted ir; a la costa de Cales, a Crickgelly. No estaré tranquilo si se queda en las cercanías. El joven Turner es muy listo y Alicia se interesa demasiado por él.

—¿No me da usted otras órdenes, señor? —le pregunté.

——Si —me dijo—, tome usted cualquier nombre, Simkins, Paley, Giles, Black, cualquiera excepto Dulcifer, porque ese tuno de Turner revolverá cielo y tierra para encontrarla.

—¿Qué más?—le pregunté.

—Nada más —me contestó—, sino que esté usted muy atenta. Y tenga usted presente una cosa, que Alicia no reciba visitas, ni envíe cartas por correo. —La dueña hizo una pausa y prosiguió:

—Antes de que hubiera transcurrido una hora después de que sus malvados labios pronunciaron estas palabras, nosotras ya habíamos partido. No fue poco trabajo hacerlo, ni impedirle que le escribiese a usted, sin decir nada lo que me costó retenerla en este lugar. Pero lo hice: obedecí mis órdenes como un esclavo en un ingenio sobre cuyas espaldas siempre está pendiente un látigo. He padecido reumatismo, pasado malas noches, y qué se yo cuántas cosas más, todo por obedecer las órdenes del doctor. ¿Y cuál es mi recompensa? Se vuelve monedero falso, se fuga sin decirme una palabra, me escribe una esquela engañadora sin fecha ni dirección, sin enviarme un ochavo, sin decirme nada en

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resumidas cuentas. Considere usted mi confianza y mi fe en él, y, después vea usted cómo me ha tratado. ¿Qué nervios de mujer podrán resistir eso? Deme usted otro trago, Sr. Turner, o no sé qué será de mi.

—No, señora, el doctor no tiene disculpa —dije—. Pero cambiemos de tema, porque no hay tiempo que perder. Usted parece que está al corriente de la favorable opinión que tanto la señorita Alicia como yo, tenemos mutuamente uno del otro. Yo espero que no será, pues, nueva ocasión para un ataque de nervios si yo le digo a usted, sin más rodeos que he venido a Crickgelly con el objeto de casarme con ella.

—¡Casarse con ella, casarse con ella!... Si usted no deja en paz esa botella, Sr. Turner, y cambia de tema, tocaré inmediatamente la campanilla.

—Óigame usted, señora, y después toque la campanilla o lo que quiera y cuantas veces quiera. Si usted persiste en considerarse todavía la servidora confidencial de un criminal que está huyendo de la justicia para salvar su vida, y si usted se opone a que la señorita Alicia actúe como le plazca, sepa que ella tiene edad suficiente para salir de esta casa cuando quiera, sin que tenga usted ni el poder ni la autoridad para impedirlo. Sin embargo, en vez de acudir a tal extremo, quiero preguntar a usted, ¿qué es lo que se propone hacer, teniendo en cuenta la falta de recursos con que se encontrará usted para dar un solo paso? Usted no puede encontrar a su padre para entregársela; y suponiendo que pudiera hacerlo, ¿quién sería su mejor protector, él, un hombre que es el principal criminal ante los ojos de la justicia, o yo, que sólo he sido su cómplice por fuerza? Los agentes de policía lo conocen personalmente; a mí no me conocen. Las autoridades han ofrecido una recompensa por su captura, mientras que por la mía no han ofrecido nada: él carece de parientes o amigos respetables y de influencia, yo tengo muchos. Todas las probabilidades están a mi favor, y por lo tanto yo soy, bajo todos conceptos, la persona más adecuada a quien confiar a Alicia. ¿No piensa usted lo mismo?

El ama de llaves no respondió inmediatamente. Me arrebató la botella de las manos, tomó un trago, y movió la cabeza, exclamando de una manera verdaderamente lamentable:

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—¡Mis nervios! ¡Mis pobres nervios! ¡Qué corazón de piedra debe usted de tener para tratar así a mis nervios!

—Concédame usted un minuto más —le dije—. Me propongo llevarlas a usted y a Alicia mañana por la mañana a Escocia. No se queje. Solamente hago ese viaje con el objeto de casarme, ya que, como sabrá usted en Escocia, si un hombre y una mujer se aceptan mutuamente como marido y mujer delante de un testigo, eso equivale a un casamiento legal y semejante clase de boda es, como comprenderá, la única ceremonia segura para un hombre que se encuentra en mi situación. Si consiente en venir con nosotros a Escocia y servirnos de testigo en nuestro casamiento, yo le mostraré mi agradecimiento, poniendo al instante en sus manos un billete de banco de cinco libras esterlinas.

Mientras decía esto había tenido el cuidado de quitarle la botella de la manos y me dirigí al cuarto en que estaba Alicia. Me parece que la honrada señora intentó seguirme, porque la oí que se levantaba de la silla. Pero no lo hizo. Yo estaba seguro de que ella nos ayudaría, si había conservado la cabeza lo bastante despejada para pensar en lo que le había propuesto. El viaje a Escocia era largo y fastidioso, y quizás arriesgado, pero no me quedaba otra alternativa.

En los tiempos en que pasa esta verídica historia no había en Inglaterra las facilidades que hoy existen para contraer matrimonio sin tantos requisitos e inconvenientes como entonces. Las molestias y los gastos que ocasionaba llevar en nuestra compañía a la Sra. Baggs, los consideraba de indispensable necesidad, únicamente por consideración a Alicia, sobre todo en las circunstancias en que se encontraba después de lo acontecido a su padre. Eso mismo hacia que yo tuviese para con ella mayores miramientos y un mayor grado de delicadeza. Lo cierto es que el ama de llaves no tenía toda aquella templanza en el beber ni las costumbres irreprochables que debe poseer una persona a quien se confía el cuidado de una señorita. De todos modos, era una compañera de suma utilidad en la situación en que Alicia y yo nos encontrábamos.

En la puerta de la habitación de Alicia vi que mi reloj marcaba las nueve de la noche. ¡Las nueve, y todavía no habíamos preparado nada para nuestra fuga de Crickgelly a Escocia la mañana siguiente! Toqué ligeramente la puerta, y el sonido de la voz de Alicia, al decirme que entrara, era ya más firme y tranquilo.

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Me senté en el sofá a su lado y me pareció más confusa que asustada y admirada cuando le repetí los principales puntos de la conversación que acababa de tener con su ama de llaves.

—Ahora, hija mía —le dije terminando—, yo no tengo la menor duda de que la Sra. Baggs accederá a mis proposiciones. Lo único que falta es que me des la respuesta que he estado esperando desde el último día que nos vimos a orillas del río. Entonces ignoraba la causa de tu silencio y de tus lágrimas. La conozco ahora, y después de conocerla te amo más que antes.

Ocultó de nuevo la cabeza en mi seno y murmuró unas cuantas palabras, pero en voz tan baja que apenas pude percibirlas.

—¿Sabías entonces acerca de tu padre más de lo que yo sabía? —le pregunté con voz casi imperceptible.

—Menos de lo que me has dicho ahora —respondió con prontitud sin levantar la cabeza.

—¿Sabías sin embargo lo bastante para convencerte de que estaba violando las leves, y para hacer que, como hija suya, retrocedieses ante la idea de decirme Sí, cuando estábamos a orillas del río?

No me respondió. Uno de sus brazos, que descansaba en mis hombros, lo pasó alrededor de mi cuello y lo estrechó suavemente.

—Desde aquel día —continué—, tu padre me ha comprometido. Estoy en peligro, no mucho, por lo menos delante de la ley. Todas mis esperanzas son muy dudosas y no tengo ninguna razón para pedirte que las compartas, excepto que mi presente infortunio se debe a haber querido descubrir el obstáculo que nos separaba. Si hay en el mundo quien te ofrezca una protección menos dudosa que la mía, nada tengo entonces que decir, y saldré de esta casa. Pero si no tienes otra protección, no creo que sea egoísmo por mi parte pedirte que unas tu suerte a la mía. Creo que si actúo con prudencia, no tendré mucha dificultad para escapar de mis perseguidores y encontrar un hogar seguro en otro país, donde empiece de nuevo la carrera de mi vida con mayor vigor y fe más robusta. ¿Qué

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me respondes, Alicia? Tal vez he dicho demasiado, y en mi actual situación no tengo el derecho de hablarte como lo hago.

Su otro brazo me rodeó el cuello, apoyó su mejilla contra mi mejilla y, dijo a media voz:

—Sé bueno conmigo, Francis. Tú eres la única persona que me ama en el mundo.

Sentí sus lágrimas correr por mi rostro; mis ojos también se humedecieron cuando traté de responderle. Quedarnos sentados unos cuantos minutos en completo silencio, sin movernos, sin que otro pensamiento que el de la hora presente viniese a interrumpir lo que llenaba nuestras almas. El silbido del viento y el ruido de la lluvia que daba contra las ventanas me devolvieron a la realidad de nuestra situación.

Me levanté de mi asiento y en unas cuantas palabras le dije a Alicia lo que me proponía hacer al día siguiente, y fijé la hora en que vendría a buscarla. Cuando añadí que la Sra. Baggs nos acompañaría hasta Escocia, el rostro de Alicia reveló cierta satisfacción involuntaria que comprendí perfectamente, y me alegré entonces de la idea de haber pedido a la buena ama de llaves que nos acompañara.

La otra dificultad que se presentaba era respecto a su padre: éste nunca había demostrado mucho cariño hacia su hija, y por lo poco que sabíamos en ese momento, se había separado de ella para siempre. Sin embargo, la conciencia instintiva de la posición en que ella se encontraba, la hacía vacilar hasta el último momento cuando se hablaba de su padre y pensaba en la naturaleza seria de la palabra «casamiento» que nos hablamos dado. Logré al fin calmar sus escrúpulos, prometiéndole que dejaríamos en Crickgelly las señas del lugar adonde deberían enviar cualquier carta de su padre, caso de que llegase alguna. Cuando vi que esta esperanza de poder comunicarse con su padre, si éste le escribía o deseaba verla, la había tranquilizado un poco, me despedí de ella.

Era de la mayor importancia volver a la posada y, hacer los arreglos necesarios para nuestra partida la mañana siguiente, antes de que aquella gente, de costumbres casi primitivas, se hubiese ya retirado a dormir.

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Cuando pasé frente a la puerta de la habitación donde dejé a la honrada dueña, oí su voz que murmuraba «botella,» «audacia» y «nervios.» Le dije «Adiós hasta mañana»; y, me respondió con una especie de gruñido. Abrí después la puerta de la calle y me dirigí a la posada en medio de las tinieblas de la lluvia.

Tal vez sería el ruido del agua que caía de los techos de las casas junto a las cuales pasaba, o la alarma de mi temerosa fantasía, pero me pareció que alguien me seguía a mi regreso a la posada. Dos o tres veces volví la cabeza de repente pero la noche era tan oscura que si me hubiesen perseguido veinte hombres no los habría visto. Proseguí, pues, mi camino.

Cuando llegué a la posada todavía estaba todo el mundo en pie. Llamé al posadero para preguntarle acerca de los medios de transporte con que se podía contar. Tal vez fueron de nuevo los terrores y sospechas de mi fantasía, pero me pareció que sus maneras habían cambiado, como si en parte me temiera, y en parte desconfiase de mí, sobre todo cuando le pregunté si, durante mi ausencia, había habido noticia alguna de los dos caballeros de quienes me había informado al llegar a su puerta aquella noche. Me dijo que no, dirigiendo las miradas a otro lado mientras me hablaba. Creí prudente disimular y que creyera que yo no había notado un cambio en él. Le pregunté acerca de los medios de transporte y me dijo que podía alquilar un carricoche ligero en el cual tenía costumbre de ir al mercado a la población vecina. Fijé la hora de la partida al siguiente día y me retiré a mi cuarto.

No había que soñar en dormir. Los pensamientos que me ocupaban eran muchos y de diversa naturaleza. El bribón de Tornillo y el agente de policía me llenaban de ansiedad. ¿Quién podría ser el hombre que quiso ver a Alicia? Mis dudas se extendían incluso al mismo posadero. Jamás en mi vida había sabido lo que era padecer a consecuencia de dudas e incertidumbres hasta aquella noche memorable.

Fueran los que fueran tris temores de aquella noche, lo cierto es que ninguno se realizó la mañana siguiente. Nadie me siguió a la morada de Alicia, y nadie se había vuelto a presentar allí después de mi partida. Encontré a Alicia toda llena de sonrojo y a la Sra. Baggs dándose todos los aires de la mayor dignidad y reserva. Después de notificarme con una altiva mirada que estaba dispuesta a

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acompañarme a Escocia y a recibir mi billete de banco de cinco libras esterlinas, se retiró para empaquetar sus efectos. El tiempo que se empleó en esto y otras menudencias nos detuvo hasta el medio día, hora en que estuvimos ya listos para entrar en el carricoche alquilado.

Cuando partirnos miré con cierta ansiedad detrás de mí, operación que repetí varias veces en el camino, pero nada vi que levantara mis sospechas. Al arreglar el asunto con el posadero la noche anterior, habíamos convenido que me llevara a la población inmediata donde pudiera alquilarse otro carruaje más veloz. Según mis cálculos, el dinero que tenía me duraría hasta llegar a Escocia, incluyendo todos los gastos. Después podría contar con mi reloj, mi cadena, sortijas, alfiler de camisa, y en último recurso con mi cuñado Batterbury para llenar mi cartera vacía. Mi ansiedad era por otras cosas; ahora, el asunto del dinero, una vez que me encontrara yo a salvo con Alicia, no me preocupaba lo más mínimo.

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CAPITULO 15

Recorrimos treinta y cinco millas y nos detuvimos para descansar dos horas y esperar una diligencia que fuera hacia el norte durante la noche.

Al entrar en este vehículo tuvimos la fortuna de encontrar asientos en el interior. La Sra. Baggs se ató un pañuelo alrededor de la cabeza a manera de turbante, e inmediatamente se durmió. Esto nos dio a Alicia y a mí la oportunidad de hablar en completa libertad.

Nuestra conversación fue en su mayor parte de una naturaleza que no tendrá interés alguno para un tercero. Sin embargo, una parte, aunque reducida, ejerció una influencia notable en el resto de mi vida, y por lo tanto la mencionaré.

Habíamos cambiado de caballos por cuarta vez, nos habíamos sentado cómodamente en nuestros asientos, y habíamos visto a la Sra. Baggs resumir su ocupación grata de dormir y roncar, cuando Alicia me dijo:

—Yo no debo tener secretos para ti, Francis, ¿no es así.

—Tu puedes guardar los secretos que quieras, hacer lo que quieras y decir todo lo que quieras. Tú nunca debes pedirme permiso para nada sino concedérmelo.

—¿Me dirás siempre lo mismo, Francis?

No le contesté con palabras, pero la conversación sufrió una interrupción momentánea, cuya naturaleza dejo en manos de la imaginación de las almas tiernas y sensibles que son para las que escribo.

—Mi secreto no debe alarmarte —prosiguió Alicia con un acento que me parecía impregnado de tristeza—. Se trata solamente de una cajita de cartón que puedo llevar oculta en el interior de mi vestido. Pero allí guardo tres diamantes y un hermoso rubí. ¿Creíste alguna vez que yo podría tener objetos de tanto valor? ¿Quieres que te los dé para que los guardes tú?

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Al instante recordé lo que Lima vieja me había contado acerca de la fuga de la señora Dulcifer y de las joyas que tenía. Era fácil de adivinar que la pobre señora había conservado en secreto algunas de sus joyas en beneficio de su hija.

—En este momento no tengo necesidad de dinero, mi querida Alicia —le dije—, conserva la cajita donde está.

Aquí me detuve sin decir una palabra acerca de lo que realmente era el pensamiento más fijo en mi mente: si por algún imprevisto caía en manos de la justicia, no quería sufrir el doble tormento de separarme de mi esposa para ir a la cárcel y dejarla sin recursos.

Pasó la noche, amaneció, y el día nos encontró aún despiertos. El sol brilló y la honrada ama de llaves dejó de roncar, al tiempo que llegábamos a un paradero antes de nuestro destino final.

Salí de la diligencia para traer una taza de té a mis compañeras de viaje, y di un vistazo a los pasajeros que iban en la imperial de la diligencia. Uno de ellos me dirigió una mirada. Parecía un campesino y tenía uno de los ojos cubierto con un parche verde. Algo en la expresión del ojo que no estaba cubierto me hizo detener, reflexionar, alejarme con cierta inquietud, y volver a mirarle de soslayo. Entonces un escalofrío me corrió por todo el cuerpo, sentí que me flaqueaban las piernas y, estuve a punto de desmayarme. ¡El campesino disfrazado era el agente de policía que había visto en compañía de Tornillo!

Permanecí alejado del coche hasta que estuvo a punto de partir, pues temía que Alicia me viera el rostro después del descubrimiento que había hecho. Notó, sin embargo, mi palidez cuando me senté a su lado. Le dije que era debido a la fatiga y las emociones del viaje, e insistí con dulzura en que tratara de dormir un poco después de haber pasado toda la noche en vela. Se reclinó en un rincón de la diligencia. La Sra. Baggs, que había echado en su taza de té un poco de brandy, se quedó dormida de nuevo. Me quedaba una hora para pensar en qué debía hacer.

Tornillo no iba en compañía del polizonte. Me debía de haber identificado de algún modo, y el funcionario público sin duda me conocía ya personalmente lo bastante como para seguirme y apresarme sin su ayuda. No me quedaba

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tampoco ninguna duda de que era yo el hombre a quien perseguía, y su puesto en la imperial de la diligencia lo probaba ampliamente.

Pero, ¿porqué no me había apresado ya? Probablemente porque planeaba algo que el simple hecho de ponerme en prisión inmediatamente. Después de mucho meditar me parece que di con el propósito que le había movido a no molestarme todavía. Más difícil me fue resolver lo que yo debía hacer cuando llegásemos a nuestro destino. Escaparme teniendo dos mujeres a mi cargo era simplemente imposible. Tratarlo como había tratado a Tornillo en la casa de los ladrillos rojos era también asunto en que no había que pensar, porque seguro que se guardaría muy bien de habérselas conmigo sin ayuda de otros. El único plan que se me ocurrió y que presentaba algunas garantías de seguridad era mantenerle en la ignorancia del objeto verdadero de mi viaje y de este modo demorar que se me descubriese y me hiciera su prisionero. Así, pues, determiné hacer que se supiera que el objetivo de mi viaje era Edimburgo.

Tal fue lo que resolví tras largo meditar. Dar una idea del estado de perturbación en que se encontraban mis facultades intelectuales cuando adopté este plan es algo que raya en lo imposible. Lo único en que no vacilaba era en mi resolución irrevocable de casarme con Alicia, tan pronto como se presentase la oportunidad, es decir, en la primer posada en que parásemos una vez atravesada la frontera de Escocia. Formaba parte de mi plan alquilar un carruaje rápido, hacer que entraran en ella Alicia y el ama de llaves, sentarme yo atrás de la silla y fiarme de mi audacia y mi ingenio para frustrar las esperanzas del agente de policía.

Ahora que escribo estos recuerdos de mi juventud, después de tantos años, se me presenta ese plan como lo más descabellado y absurdo que pueda imaginarse; pero en el estado en que se encontraba en aquella época mi cerebro, me parecía de lo más fácil y no tenía ni la menor duda acerca de sus resultados.

Al llegar a la población en que la diligencia acababa su viaje, nos vimos obligados a alquilar un carruaje que nos condujera una corta distancia hasta el lugar donde nos esperaba otra diligencia en que deberíamos continuar nuestro camino. De nuevo me senté dentro con mis compañeras, y de nuevo en la primer parada que hicimos, vi sentado en el tope del vehículo a mi agente de policía disfrazado de campesino, con el parche verde en el ojo izquierdo. En todos los vehículos en

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que entramos durante nuestra jornada hacia Escocia, siempre le vi acompañándonos. Nunca intentó hablarme, nunca pareció que se hubiera fijado en mí, pero tampoco nunca me perdió de vista.

Seguirnos nuestro camino, que me parecía interminable, y siempre con la terrible espada de la justicia pendiendo sobre mi cabeza. Mi rostro inquieto, mis manos febriles, mis maneras confusas, mi inexplicable impaciencia, todo contradecía las excusas con que trataba continuamente de calmar los crecientes temores de Alicia y las sospechas del ama de llaves.

—¡Oh, Francis, Francis, algo ha ocurrido para que estés preocupado. Dímelo por vida tuya!

—Sr. Turner, yo puedo ver más lejos de lo que muchas personas imaginan. Usted está siguiendo el mal ejemplo del doctor en su falta de confianza en mí.

Éstas eran las palabras que Alicia y su ama de llaves no cesaban de repetirme.

Atravesamos al fin la frontera de Escocia, y aún era un hombre libre. Llegarnos a una población pequeña y paramos en una posada de mala muerte.

—¿Estamos en Escocia?—pregunté a la sirvienta que nos recibió.

—Sí, señor, —replicó—. ¿Qué desea usted?

—Un cuarto, algo que comer cuanto antes, y después una silla de posta que nos lleve al punto más cercano donde haya diligencias para Edimburgo. —Dando estas órdenes a la carrera, me dirigí con mis compañeras de viaje a la habitación que nos habían destinado. Cerré la puerta con llave y tomando a Alicia por la mano, le dije al ama de llaves:

—Ahora, Sra. Baggs, sea usted testigo...

—¡Cómo! ¡Supongo que usted no se va a casar aquí, ahora mismo! —exclamó el ama de llaves llena de indignación.— ¡Que sea testigo! ¡Vaya una idea! no seré testigo hasta que no me haya quitado la gorra de viaje y arreglado los cabellos!

—La ceremonia no durará un minuto, —le respondí— y tan pronto como termine, le daré a usted el billete de cinco libras esterlinas y abriré la puerta del cuarto.

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Sea usted testigo, —continué pronunciando la palabras sacramentales—, de que tomo a esta mujer, Alicia Dulcifer, por legítima y legal esposa mía.

—En buena y mala salud o en buena y mala fortuna —agregó la Sra. Baggs, que al papel de testigo quiso unir el de oficiante.

—Mi querida Alicia —dije interrumpiendo a mi vez al ama de llaves—, repite mis palabras. Di: «Yo Alicia tomo a este hombre, Francis Turner, por mi legítimo y legal esposo».

Alicia, repitió mis palabras con rostro en extremo pálido, y con las manos trémulas y frías entre las mías.

—Para bien, o para mal —continuó la indomable Sra. Baggs—. Temo que habrá muy poco de lo primero y Dios sabe cuánto de lo segundo, —agregó por vía de comentario.

Interrumpí de nuevo a nuestro testigo, le puse el billete de banco de cinco libras esterlinas en la mano y abrí la puerta.

—Ahora —le dije—, puede usted ir a su cuarto, quitarse la gorra de viaje y arreglarse los cabellos cuanto quiera.

La Sra. Baggs alzó ojos y manos al cielo exclamando: «¡Qué vergüenza!» y salió furiosa de la habitación.

Tal fue ni más ni menos mi casamiento escocés con Alicia; una ceremonia tan legal que consagraba nuestra unión con tanta fuerza y de una manera tan indisoluble como si se hubiese celebrado en la primera iglesia de Inglaterra delante de un millar de testigos. Tal era la ley que regía en Escocia.

Pasó una hora y no había podido aun resolverme a comunicar a Alicia mi verdadera situación. La entrada de la sirvienta que vino a poner la mesa, seguida de la Sra. Baggs que siempre estaba presente cuando se trataba de comer o de beber, me fueron de gran auxilio. Resolví salir unos momentos para reconocer el terreno, y ver qué esperanzas había de huirme u ocultarme en la posada. No me quedaba duda de que el agente de policía se encontraba al acecho por ahí; pero, como era natural, habría oído o se habría informado de las órdenes que di

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respecto al vehículo que me llevase a Edimburgo; y en este caso no estaba ahora en más peligro de que se me declarase quién era y me redujera a prisión que antes de mi llegada a Escocia.

—Voy a ver en qué estado se encuentra el asunto de la silla de posta —le dije a Alicia. Ella me dirigió una mirada llena de ansiedad Y de temor. ¿Pudo acaso leer en mi rostro el objeto verdadero que me hacía salir? De todos modos, dejé el cuarto precipitadamente para no darle tiempo a que me hiciera pregunta alguna.

La posada se encontraba en el centro de la calle principal de la población. Lo que era por el frente no había esperanzas de podernos escapar. No vi por allí al agente de policía ni señal alguna que me lo indicase. Me dirigí, pues, a inspeccionar el fondo de la posada, atravesando el patio de la manera más inocente y sencilla. Vi una puerta medio abierta, al través de la cual se distinguían algunas casas esparcidas acá y allá; más lejos un pradillo cubierto de hierbas, algunas casuchas campestres y luego un marjal abundante en brezos. Todo ello muy, bueno para escaparse, pero de ningún valor para esconderse.

Volví desconsolado a la posada, y me dirigía a mi cuarto, cuando de repente oí pisadas tras de mì; vuelvo la cabeza, y veo al agente policía (vestido en su traje ordinario), que acompañado de dos hombres más me cerraba el paso.

—Siento mucho impedir que prosiga usted su viaje a Edimburgo, Sr. Turner, pero hace usted falta en Barkingham —me dijo el polizonte—. He descubierto el objeto de ese viaje, y lo reduzco a usted a prisión como miembro de la cofradía de monederos falsos. Tome usted las cosas con calma, caballero; tengo quienes me auxilien, y no creo que le sea fácil acogotar a tres hombres, cualesquiera que hayan sido las hazañas de usted en Barkingham, cuando se las hubo con un hombre solo.

Mientras me estaba hablando, me puso un par de esposas en las manos. La resistencia era inútil o insensata. Lo único que pude hacer fue apelar a su bondad en beneficio de Alicia.

—Deme usted diez minutos, —le dije—, para comunicar a mi esposa lo acontecido. Hace una hora que nos casamos. Si sabe esto de repente, puede ocasionarle la muerte.

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—Usted me ha hecho dar bastantes carreras, —dijo el funcionario de policía con mal humor—, pero cuando hay mujeres de por medio nunca he sido muy duro. Suba usted a su cuarto, y deje usted la puerta abierta de modo que pueda verle a usted si lo deseo. Sostenga usted el sombrero sobre los puños si no quiere usted que se vean las esposas.

Subí las escaleras y parecía que el corazón se me quería salir por la boca, como se dice vulgarmente. Me detuve mudo, atónito, al ver a Alicia de pie en el descanso de la escalera. La rápida ojeada que le di me hizo ver que había oído cuanto había pasado. Levantó el sombrero con el que trataba de ocultar las esposas, y me estrechó en sus brazos con tan repentina y desesperada energía que casi me lastimo.

—Yo abrigaba temores, Francis, —me dijo—. Te seguí unos cuantos pasos. Me detuve aquí, y lo he oído todo. No permitas que nos separen. Tengo más fortaleza de la que piensas. Ni me asustaré, ni lloraré, ni molestaré a nadie, si ese hombre me permite que te acompañe.

El polizonte se mostró inflexible en no quitarme las esposas de las manos, e insistió en llevarme inmediatamente, sin pérdida de tiempo, a Barkingham; pero consintió en lo demás. Cuando viajábamos en carruaje privado, no había reparo en que Alicia y el ama de llaves me acompañaran. Cuando entrábamos en una diligencia, no había tampoco inconveniente en que las dos mujeres entraran en ella.

Di a Alicia mi reloj, mis sortijas, mi última moneda, aconsejándola que bajo ningún pretexto dejase ver a nadie la cajita de sus joyas hasta que pudiésemos hallar el medio más adecuado de convertirlas en dinero. Oyó estas y otras instrucciones con una calma que verdaderamente me sorprendió.

—No dirás, amado mío, que tu esposa ha contribuido con una mirada o una palabra a hacer más penosa tu posición presente —me dijo cuando salimos de la posada.

Y cumplió su promesa al pie de la letra durante el tiempo que duró nuestro viaje forzado a Barkingham. Sólo una vez la vi perder su calma y su paciencia, y fue cuando la Sra. Baggs, no bien emprendimos nuestra jornada de regreso, y

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considerándose, no sé porqué, gravemente ofendida por mí con motivo de mi desgracia, me reprendió por mi falta de confianza en ella, y declaró que a eso se debía la situación en que entonces me encontraba. No bien hubo proferido estas palabras, cuando Alicia se dirigió a ella con una mirada y un tono de voz que la redujeron inmediatamente al silencio:

—Si usted pronuncia una sílaba más sobre este particular, o dice algo que sea desagradable a mi marido, seguirá usted su camino sola.

Las palabras no parecerán de mucha importancia a los otros; pero al oírlas yo justificaron cuantos sacrificios había hecho para obtener la mano y el cariño de aquella mujer.

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CAPITULO 16

Durante el viaje forzado a Barkingham recibí de mi captor algunas explicaciones de su conducta respecto a mí, conducta que me había parecido incomprensible.

Empezaré por decir que lo primero que hicieron los funcionarios de policía al salir del cuarto donde los dejó encerrados el doctor, fue hacer un registro escrupuloso de los papeles del mismo en su estudio y dormitorio. Entre otros documentos que no tuvo tiempo de destruir, hallaron una carta de Alicia.

Viendo por los que trataron de perseguir al doctor que éste les había tomado tal delantera que alejaba toda esperanza de alcanzarle, y no teniendo la menor idea de la dirección que llevaba, se vieron obligados a darle cara en varios lugares.

La carta de Alicia a su padre daba las señas de la casa en Crickgelly, y allí se dirigió el agente de policía, con la esperanza de interceptar o descubrir cualquier comunicación que el doctor pudiera tener con su hija. El funcionario público hizo que le acompañara Tornillo para identificar a Alicia. Antes de llegar a Crickgelly, dejaron el vehículo que habían tomado y fueron a pie a la población para no despertar sospechas, caso de que el doctor estuviese oculto en las cercanías. El agente de policía había tratado, inútilmente, de visitar a Alicia. Después de que le negaron la admisión, se puso con Tornillo a vigilar la casa, y me vieron acercarme al número 2 en la plaza Zión. Sus sospechas se despertaron al punto.

Hasta entonces Tornillo ni me había reconocido ni aun siquiera visto; pero inmediatamente me identificó por la voz, mientras yo estaba hablando con la estúpida criada en la puerta de la casa. El agente de policía, al enterarse de quién era yo, dedujo que yo era también el medio de comunicación entre el padre y su hija sobre todo al ver que me habían admitido inmediatamente, después de que alguien había hablado en el interior de la casa.

Dejando a Tornillo de guardia, se fue a la posada, llamó al posadero, le dijo quién era, y le pidió que se informara del día en que yo pensaba salir de Crickgelly y de la dirección que intentaba tomar. Al saber que iba a partir al día siguiente con Alicia y la Sra. Baggs, sospechó inmediatamente que se me había confiado la misión de llevar a la hija hasta donde estaba escondido su padre, o a sus cercanías, y por esta razón se abstuvo de interrumpir prematuramente mis

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movimientos. Sabiendo ya adónde me dirigía, me había seguido en su disfraz de campesino, dejando a Tornillo en Crickgelly de guardia, por si había alguna equivocación o lo que pudiera suceder.

La posibilidad de que me fugara con Alicia se le había ocurrido; pero la desechó por imposible al ver al ama de llaves en nuestra compañía y al saber que me dirigía a Edimburgo. Confesó que estaba dispuesto a seguirnos a dicha ciudad y hasta al continente, si de este modo había esperanza alguna de dar con el doctor; pero desistió al enterarse de nuestro casamiento en la habitación de la posada. Una de las criadas, al ver cerrar la puerta, se puso a espiarnos por el ojo de la cerradura y a escuchar cuanto decíamos. El agente de policía, que no me había perdido un momento de vista, consiguió por medio de hábiles preguntas que la criada le relatara todo lo que había oído y visto.

Tardó media hora hasta que pudo encontrar dos personas más que le auxiliaran en caso de que yo quisiera oponer resistencia, o tratara de fugarme, y a esto se debe la hora de respiro que disfruté y que me fue tan útil para dejar arreglados todos mis asuntos con Alicia. Al llegar a Barkingham, me condujeron inmediatamente a la cárcel.

Alicia, por consejo mío, alquiló una habitación modesta en un suburbio de Barkingham. Mientras su padre vivió en la casa de ladrillos rojos, apenas la vieron en la población, y nadie la conocía en el suburbio. Convinimos que me visitaría cuantas veces se lo permitieran las autoridades. No tenía compañera alguna, ni la deseaba. El ama de llaves no pudo perdonarle la lección recibida al comenzar nuestro viaje de regreso, y se separó de nosotros cuando llegamos a Barkingham. Su despedida fue patética, y trató de conservar cierto aire de dignidad. Informó a Alicia, bondadosamente, de que le deseaba todo el bien posible, aunque no podía, en conciencia, considerarla una mujer legítimamente casada; y me suplicó (en caso de que se me pusiera en libertad) que la primera vez que encontrase a una persona que fuese buena conmigo, procurara enmendar mis pasadas faltas y que tuviera en mi próxima bienhechora más confianza de la que había tenido con ella.

Lo primero que hice una vez instalado en la cárcel fue escribir a mi cuñado Batterbury.

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En esta ocasión, había motivos sobrados para dirigirme a mi cuñado. Aunque yo creía, y hasta había persuadido a Alicia de que no me quedaba duda que usarían clemencia conmigo, no por eso era menos cierto que se me acusaba de un delito que en aquellos tiempos se castigaba con la pena de muerte. En la carta a mi cuñado dejé entrever delicadamente cuál era mi verdadera situación, y le hice ver que las consabidas tres mil libras esterlinas corrían grave peligro de no llegar a manos de mi hermana, pues mi vida estaba amenazada por la justicia, y Iady Mortimer gozaba de excelente salud, según se me había informado. Mientras esperaba tranquilamente su contestación, y cuando Alicia no estaba a mi lado en la cárcel, los asuntos que me ocupaban eran muy variados. Allí se encontraba también mi compañero de oficio, el artesano Fuelle (el primer miembro de la cofradía vendido por Tornillo), con quien podía hablar; y allí estaba también cierto preso que había sido deportado a Australia y me comunicó muchos y muy interesantes particulares y noticias respecto a la vida que llevaban los reos conducidos a aquella lejana colonia. Conversé largo y tendido con este hombre, porque preveía que su experiencia y conocimiento de aquellas apartadas regiones me podría ser de mucha utilidad.

La respuesta de mi cuñado fue corta, puntual y al grano. Mi carta había dado al traste con su sistema nervioso, pero al mismo tiempo agregaba que había estimulado su afecto a mi familia y que sus sentimientos cristianos le hacían contemplar con piedad mis errores. Había hablado al jurisconsulto más notable del distrito para que defendiese mi causa, y habría venido a verme inmediatamente de no ser por su esposa, mi querida hermana, que le suplicaba que no expusiera sus nervios a tal prueba. Respecto a mi abuela, nada me decía en la carta pero después descubrí que se encontraba en un lugar de temporada, muy de moda, bebiendo aguas minerales, jugando al whist y gozando de excelente salud.

Aunque parezca una paradoja, casi estoy por afirmar que la sociedad en general manifiesta siempre una gran indulgencia hacia un bribón.

Por ejemplo, a mi padre, jamás se le demostró la mitad del interés y atenciones de que yo había sido objeto desde que se me alojó en la cárcel de Barkingham. Nadie procuró jamás el autógrafo de mi padre; en cambio, docenas de individuos solicitaron el mío. A nadie se le ocurrió jamás adornar un periódico con el retrato

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de mi padre, ni describir su persona y sus maneras y modo de ser en las columnas del mismo, y yo, en cambio, gocé de todas estas distinciones. Tres funcionarios públicos vinieron a suplicarme atentamente que, en caso de que yo no gozara de todas las comodidades posibles, les avisara; nadie se ocupó jamás en saber si mi padre gozaba o no de comodidades en su morada.

Cuando llegó el día de verse mi causa, la sala del tribunal estaba llena de bellas campesinas que padecieron con paciencia toda clase de molestias e incomodidades, antes de privarse del placer de ver qué figura tenía el bribón y qué diría y cómo se comportaría. Cuando mi padre daba algunas de sus conferencias científicas tituladas: «Consejos a las madres de familia y a las jóvenes solteras sobre las consecuencias del uso del corsé», la sala de conferencias estaba enteramente vacía y mi docto padre tenía que retirarse con su manuscrito bajo el brazo sin haber leído una sola línea.

Si de todo lo anterior se deducen consecuencias no muy favorables a nuestra moderna sociedad, no es culpa mía; pero es la realidad, y como tal la presento, sin detenerme en dar explicaciones más o cienos transcendentales.

La defensa de mi abogado se basó en la simple verdad. Era imposible negar los hechos y las pruebas aducidas en contra mía; por lo tanto, mi abogado confesó sin rodeos y ambajes que la causa de todo era mi amor invencible por Alicia, la hija del doctor Dulcifer, y sacó todo el partido posible de esta circunstancia, haciendo un relato en extremo sentimental. Al fin mi abogado empezó a derramar lágrimas; el contagio fue general: las mujeres lloraron; el jurado lloró; el juez lloró; y mi cuñado Batterbury, que había venido lleno de desesperación a oír mi sentencia, preparado para lo peor, sollozó con tanta vehemencia, que hasta hoy, creo que influyó notablemente en el veredicto del jurado. Fui recomendado a la clemencia del juez, quien me condenó a catorce años de deportación a Australia. El desgraciado compañero que llamábamos Fuelle fue condenado a la pena capital.

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EPÍLOGO

Con mi sentencia de deportación termina mi vida de bribón y comienza mi existencia de hombre serio y respetable.

Lo que primero me ocupó fue el porvenir de mi joven esposa.

Mi cuñado Batterbury no me dio oportunidad alguna de pedirle sus consejos sobre el particular. Tan pronto como oyó pronunciar mi sentencia, se retiró del tribunal sin dirigirme siquiera una mirada, en un estado de lamentable postración nerviosa, y al día siguiente partió para Londres. Sospecho que temía encontrarse conmigo, y además debía de estar impaciente por comunicar a su querida esposa, mi afectuosa hermana, la noticia de que había salvado de nuevo el legado de las tres mil libras esterlinas mediante un gran sacrificio.

Mis padres, a quienes había escrito sobre el asunto de Alicia, no me fueron de mayor beneficio que mi cuñado. Mi padre, al contestarme la carta, me dijo que creía en conciencia haber hecho bastante con perdonarme mi falta de aprovechamiento de la buena educación que me había dado, habiendo además deshonrado yo con mi conducta un apellido respetable. Agregó que había interceptado la carta dirigida a mi madre, por consideración al mal estado de su salud, y para evitarle un nuevo pesar, y concluyó diciéndome que la esposa de un hijo como yo no tenía derecho alguno a la protección de su suegro.

No había, pues, esperanza alguna de que los miembros de mi familia tendieran una mano generosa y auxiliaran a Alicia.

Lo que yo tenía que hacer era ver si descubría los medios de proporcionarle a Alicia algunos recursos sin la ayuda de mi familia. Para esto había formado un proyecto, después de meditar sobre lo aprendido en las largas conversaciones habidas con el deportado que conocí en la cárcel de Barkingham, y me parecía que obtendría buen éxito en mi empresa.

Alicia se manifestó tan decidida a ayudarme en mi experimento, que declaró que preferiría morir antes que abandonarlo. Por lo tanto, se arreglaron los preliminares necesarios, y cuando llegó la hora de separarnos, nuestro dolor tuvo cierto consuelo con la idea de que no tardaríamos mucho en reunirnos. Alicia

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debía irse a vivir a Londres con un pariente de su madre, con quien se pondría de acuerdo para vender sus joyas de la manera más provechosa, después de lo cual seguiría a su marido a Australia, bajo un nombre supuesto, al cabo de seis meses.

Si mi familia no me hubiera abandonado, no me habría visto forzado a adoptar esta determinación. Pero no me quedaba otro remedio. Una cosa me servía de consuelo: Alicia no corría ya el peligro de ser perseguida por su padre. Una carta del doctor, llegada a Crickgelly, había sido remitida al lugar designado por mí antes de partir de aquella población. La carta estaba fechada en Hamburgo, y en ella le decía a su hija que permaneciera en Crickgelly y esperase nuevas instrucciones y dinero tan pronto como arreglase ciertos importantes asuntos que le habían llevado al extranjero. Alicia le contestó dándole noticias de su casamiento, y las señas del lugar donde podía dirigir sus cartas, y de ahí no pasó el asunto.

¿Qué es lo que por mi parte debía yo hacer? Por lo pronto tratar de adquirir la reputación de buena conducta en mi nueva posición de deportado criminal. Desde los primeros días de mi viaje en el buque en que íbamos unas cuantas docenas de deportados de toda clase, comencé a hacer todo lo posible para alcanzar, como quien dice, un certificado de buena conducta; así es que cuando llegamos a la colonia penal desembarqué con la reputación de ser uno de los más dóciles y tranquilos de los reos convictos.

Después de haberme empleado en los trabajos más comunes de presidiario tales como construcción y reparación de caminos y cosas por el estilo, me dedicaron a ocupaciones más en armonía con la educación que había recibido. Pero en todas las circunstancias, y trabajara en lo que trabajara, siempre traté de hacerme agradable a todos. Mi reputación de compañero jovial, complaciente y entretenido, empezó a extenderse paulatinamente y mi posición empezó a igualarse, en este rincón perdido del mundo, a la que tenía en el otro rincón opuesto del que provenía. Los meses pasaron con mayor rapidez de lo que esperaba. Al cabo del primer año de mi deportación, se empezó a susurrar que pronto se me destinaría al servicio privado. Este era uno de los fines por cuya consecución había trabajado más; pero lo que me infundía singular aliento era la próxima venida de Alicia.

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Llegó un mes más tarde de lo que yo había calculado, sana y salva, y bella como nunca, con quinientas libras esterlinas en el bolsillo, producto de sus joyas, y con el antiguo nombre que usaba en Crickgelly (sólo que en vez de señorita ahora se llamaba Señora Giles), para alejar toda sospecha de que nos conociéramos.

Según convinimos antes de que yo saliese de Inglaterra, se presentó como una señora viuda que había venido a establecerse en Australia para ver el modo más provechoso de emplear lo poco que tenía. Una de las primeras cosas que deseaba la Sra. Giles era, naturalmente, un sirviente digno de toda confianza, y se le concedió el privilegio de que ella misma escogiese entre los deportados que gozasen de mejor reputación. Siendo yo uno de los de este honroso número, es casi innecesario agregar que fui el afortunado en quien recayó la elección de la Sra. Giles. Por consiguiente, el primer destino que conseguí en Australia fue el de sirviente de mi propia esposa.

Alicia fue una ama muy indulgente.

Si hubiese estado dotada de una perversidad natural, habría podido, dirigiéndose a un magistrado, hacer que me azotasen o pusieran con un grillete a trabajar en los caminos, cuando me mostraba perezoso o me insubordinaba, lo que aconteció más de una vez. Pero en lugar de quejarse, la bondadosa criatura besaba al sirviente y se ocupaba mucho con él después que el trabajo del día había terminado. Eso sí, no le permitía trato con ninguna compañera joven y sólo empleaba en el servicio de la casa a una mujer vieja y al mismo tiempo fea. Delante de los demás el sirviente masculino era llamado Francis a secas, y cuando estaban a solas «mi amado Francis». Cuando la joven viuda rehusaba ofertas de matrimonio (que era con frecuencia), el doméstico favorito era informado de lo que pasaba.

Para no extenderme en este período anómalo de mi existencia, diré brevemente que mi nueva posición junto a mi esposa era muy conveniente para manejar en secreto, con provecho, el pequeño capital de que ella podía disponer.

Empezamos con una excelente especulación en ganado, comprándolo en cantidades insignificantes y vendiéndolo con una ganancia casi fabulosa. Con el producto, comenzamos a especular en casas, primero comprándolas poco a poco, y luego fabricándolas, alquilándolas y vendiéndolas con grandes utilidades.

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Mientras estas especulaciones progresaban, mi conducta al servicio de mi esposa fue tan ejemplar y ella dio tan buenos informes acerca de mi persona, que cuando se hicieron las investigaciones oficiales de costumbre, pronto obtuve otros favores por parte de las autoridades. Fue por entonces cuando conseguí también un perdón condicional, lo que me permitía viajar por donde quisiera de Australia y comerciar en mi propio nombre como cualquiera otro ciudadano. El número de nuestras casas había aumentado mucho, nuestras tierras se habían vendido a muy buenos precios para edificios públicos, y teníamos acciones en un banco que nos producían una bonita renta anual.

Ya no había necesidad de conservar por más tiempo la máscara.

Tuve que repetir la superflua ceremonia de un segundo casamiento con Alicia: compré almacenes en la ciudad, edifiqué una bonita casa en el campo, donde en la actualidad estoy escribiendo esta autobiografía, siendo un comerciante rico, próspero, altamente respetado, a pesar de que aún faltan dos años para que se cumplan los catorce de mi deportación.

Tengo un carruaje, dos caballos hermosos, un cochero, un paje con uniforme, tres niños encantadores, una aya francesa, y dos criadas para mi esposa. Ésta es tan hermosa como siempre, aunque está engordando un poco. Lo mismo me sucede a mí, como lo notó un amigo mío días pasados.

¿Qué dirían mis parientes y los amigos que tengo en Inglaterra si pudieran verme en mi posición actual?

De vez en cuando, y por diferentes conductos, he tenido noticias de ellos. Lady Mortimer, después de vivir hasta cerca de cien años, a pesar de diversos y variados accidentes, falleció tranquilamente una tarde sentada en su sillón, con un plato vacío delante de ella, y sin que hubiese ocurrido nada que hiciera presumir un fin tan repentino.

Mi cuñado, que había sacrificado tanto para que las consabidas tres mil libras esterlinas fuesen a parar a mi hermana, no tuvo provecho alguno de esa herencia tan anhelada. Los disgustos y querellas con mi amable hermana, que comenzaron cuando su marido empezó a servirme, por su propio interés, terminaron con la separación legal de ambos cónyuges. Esto vino a aumentar el

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mal humor de mi cuñado, pues lejos de aprovechar un real de la herencia famosa, tuvo que pasarle anualmente, en calidad de manutención, algunos centenares de libras esterlinas. No es extraño, pues, que siempre que se mencionara mi nombre, el Sr. Batterbury hiciera uso de una fuerte imprecación, deseando al mismo tiempo que la fiebre amarilla hubiera dado cuenta de él antes de haber tropezado con la familia Turner.

Mi padre se retiró del ejercicio de su profesión y en compañía de mi madre se fue a vivir al campo, cerca de la morada del único marqués que conocía real y personalmente, quien le invitaba a comer una vez al año, y enviaba una tarjeta de despedida a mi madre cuando regresaba a Londres. En el comedor había un retrato de cuerpo entero de Lady Mortimer. De modo que mis padres vivían tranquilos y contentos los últimos años de su vida, de lo cual recibí verdaderamente gran satisfacción.

La última vez que tuve noticias del doctor Dulcifer me dijeron que estaba en los Estados Unidos, donde publicaba un periódico. Lima vieja, que le había acompañado en su fuga, era el editor del periódico. Lima nueva volvió de nuevo a dedicarse a la fabricación de moneda falsa en Londres; cayó en manos de la justicia y subió las gradas del patíbulo al que, como ya he dicho, le había precedido Fuelle. En cuanto a Tornillo, se había dedicado al remunerativo oficio de espía y delator.

Esto es lo que tengo que decir de mis parientes y asociados. En cuanto a mí, podría aún escribir largo y tendido; pero teniendo a la vista el título de «LA VIDA DE UN BRIBÓN», ¿cómo se podrá esperar, ahora que soy rico, casado, y que gozo de una excelente reputación, que comunique ulteriores detalles autobiográficos a lectores inteligentes y sensatos? He dejado de ser una persona interesante, soy un hombre respetable, como ustedes, y por lo tanto ya es tiempo de decir: «Adiós».