Libro no 812 cuentos y relatos sueltos de marco denevi gmm colección e o mayo 31 de 2014

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

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Cuentos y Relatos sueltos de Marco Denevi. GMM. Colección E.O. Mayo 31 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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© Libro No. 812. Cuentos y Relatos sueltos de Marco Denevi. GMM. Colección E.O. Mayo 31 de 2014. Título original: © Cuentos y Relatos sueltos de Marco Denevi. GMM Versión Original: © Cuentos y Relatos sueltos de Marco Denevi. GMM

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Cuentos y Relatos sueltos de

Marco Denevi

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4 CONTENIDO

Reseña Biográfica

Catequesis

Crueldad de Cervantes

Cuento de horror

Cuento policial

Dulcinea del Toboso

El precursor de Cervantes

Epidemia de Dulcineas en el Toboso

Esquina peligrosa

Génesis

Génesis, 2

Justificación de la mujer de Putifar

La bella durmiente del bosque y el príncipe

La cicatriz

La inmolación por la belleza

La mujer ideal no existe

Los ardides de la impotencia

Proposición sobre las verdaderas causas...

Realismo femenino

“Veritas odium parit”

La Hormiga

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5 Eine kleine nachtmusik

El Diablo

Romeo frente al cadaver de Julieta

El Dios De Las Moscas

El Gran Tamerlán De Persia

El Emperador De La China

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6 RESEÑA BIOGRÁFICA:

Marco Denevi Argentino Argentina

1922 - 1998

Marco Denevi nació en Buenos Aires en 1922. Su primera y siempre recordada novela, Rosaura a las diez, obtuvo el Premio Kraft en 1955, iniciándolo en el camino de la literatura. Posteriormente recibió el Primer Premio de la revista Life en castellano en 1960 por la nouvelle Ceremonia secreta, y el Premio Argentores en 1962 por El cuarto de la noche. A partir de allí, conquistó un justo prestigio internacional basado en una obra profunda y deslumbrante. También quiso ser dramaturgo. Los Expedientes, obra estrenada en el teatro Cervantes, recibió el Premio Nacional de Teatro. Siguieron después otras obras -El emperador de la China, Cuando el perro del ángel no ladra-, pero Denevi dijo haberse dado cuenta que no tenía otras condiciones para el teatro que las propias del espectador de obras ajenas, y no volvió a insistir. Desde 1980 practicó el periodismo político, actividad que, según él, le ha proporcionado las mayores felicidades en su oficio de escritor. Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 12 de diciembre de 1998. .: Obras de Marco Denevi 1955 Rosaura a las diez 1957 Los expedientes

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7 1959 El emperador de la China 1960 Ceremonia secreta 1962 El cuarto de la noche 1966 Falsificaciones 1966 Un pequeño café 1970 Parque de diversiones 1972 Los asesinos de los días de fiesta 1974 Salón de lectura 1975 Los locos y los cuerdos 1978 El emperador de la China y otros cuentos 1979 Reunión de desaparecidos 1980 Asesinos de los días de fiesta 1985 Manuel de historia 1986 Enciclopedia secreta de una familia argentina 1989 La República de Trapalanda 1991 Música de amor perdido 1991 Hierba del cielo 1992 El jardín de las delicias 1993 El amor es un pájaro rebelde 1997 Nuestra Señora de la noche 1998 Cuentos selectos 1998 Una familia argentina .: Textos para leer de Marco Denevi Cuento de horror Cuento Eine kleine nachtmusik Cuento El Diablo Relato Esquina peligrosa Cuento La cicatriz Relato La hormiga Relato Romeo frente al cadaver de Julieta

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Catequesis -El hombre -enseñó el Maestro- es un ser débil. -Ser débil -propagó el apóstol- es ser un cómplice. -Ser cómplice -sentenció el Gran Inquisidor- es ser un criminal. FIN

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Crueldad de Cervantes

En el primer párrafo del Quijote dice Cervantes que el hidalgo vivía con un ama, una sobrina y un mozo de campo y plaza. A lo largo de toda la novela este mozo espera que Cervantes vuelva a hablar de él. Pero al cabo de dos partes, ciento veintiséis capítulos y más de mil páginas la novela concluye y del mozo de campo y plaza Cervantes no agrega una palabra más. FIN 1984

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Cuento de horror La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo: -Thaddeus, voy a matarte. -Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz. -¿Cuándo he bromeado yo? -Nunca, es verdad. -¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio? -¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson. -Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos. El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina. FIN

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Cuento policial Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría. FIN 1972

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Dulcinea del Toboso

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y de Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de caballería, porque era muy alfabeta, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen y le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero tenía treinta años y pozos de viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para hacer méritos antes de casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la ventana aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgo de los alrededores, un tal Alonso Quijano, que a pesar de las viruelas estaba prendado de Aldonza, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se presentó delante de Dulcinea, Aldonza Lorenzo había muerto. FIN 1984

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El precursor de Cervantes Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas1. FIN

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Epidemia de Dulcineas en el Toboso El peligro está en que, más tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso. Llegará convertida en la fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente enamorado de una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse caballero andante. Las versiones, orales y disímiles, dirán que don Quijote se ha prendado de la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y que, ignorando cómo se llama, le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán que en cualquier momento vendrá al Toboso a pedir la mano de Dulcinea. Entonces las mujeres del Toboso adoptan un aire lánguido, ademanes de princesa, expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Se les da por leer poemas de un romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta sufren un soponcio. Andan todo el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a cantar o a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y hacen caras. No quieren casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio. Frunciendo la boca y mirando lejos, le dicen al candidato: "Disculpe, estoy comprometida con otro". Si sus padres les preguntan a qué se debe esa actitud, responden: "No pretenderán que me case con un cualquiera". Y añaden: "Felizmente no todos los hombres son iguales". Cuando alguien narra en su presencia la última aventura de don Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto. Ese día no comen y esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las mujeres del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando al extremo de leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio. FIN 1984

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Esquina peligrosa El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén. Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos. Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años. -Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería. El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo. Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón: -¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre. El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.

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16 La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal. FIN

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Génesis

Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño; su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese.

Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Eva —contestó la joven—. ¿Y tú?

—Adán.

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18 Génesis, 2

Imaginad que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, solo sabe llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A ratos recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o lo amonestaba, o ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse entre las nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un cántico de lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comienza a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años más tarde una religión se habrá propagado entre los descendientes de ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido. FIN

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Justificación de la mujer de Putifar ¡Qué destino: Putifar eunuco, y José casto! FIN

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La bella durmiente del bosque y el príncipe

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos. FIN

La cicatriz

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21 Según Gustav Büscher (El libro de los misterios, Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht descifró los caracteres cuneiformes inscriptos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur, Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó el contenido de la inscripción. Al día siguiente Hilprecht pudo descifrar la escritura sin ninguna dificultad. Conozco un caso todavía más extraordinario de sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de (Storie per la sera della domenica (Cuentos para le velada del domingo). "La anunciación del traidor", incluido en la presente antología, es uno de esos relatos. Pues bien: un sábado Baielli preparaba el material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía. A la madrugada, vencido por la fatiga, se durmió. Soñó que él era un muchachito de no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de rabia, jurando vengarse de sus perseguidores. Desde su escondite veía pasar una columna de soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona, nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condottiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora,

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22 como una fanfarria de bronces marciales. La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía entre la bruma y el polvo. Entonces el muchachito se dirigía a una casa solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a la del condottiero. Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras, las gentes lo miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante. De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. Oía a sus espaldas el temeroso bisbiseo de la villanía: Ecco l'Impunito, ecco l'Impunito! Con secreto regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. A ratos sentía la tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve, hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él. Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli despertó. L'Impunito. ¿Dónde había oído antes, dónde había leído ese nombre? Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: "En 1587 el grueso de las tropas papistas

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23 fue diezmado por los imperiales en una emboscada que le tendieron en los alrededores de Valderrosa. Pero más que la sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l'Impunito, que sin oponer la menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años. El Papa, rabioso, atribuyó el inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes de l'Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa". La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su relato con estas palabras: "Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad. El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condottiero debió comprender enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido l'Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo. Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle". FIN

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24 La inmolación por la belleza El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor. Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo -como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso. Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón. El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso. FIN

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La mujer ideal no existe Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difunto don Quijote le había hecho de Dulcinea. Verde de envidia, Dulcinea masculló: -Conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puede asegurar que no hay ninguna que se parezca ni remotamente a esa que usted dice. FIN 1984

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Los ardides de la impotencia Quizá Dulcinea exista, pero don Quijote le hace creer a Sancho lo contrario porque es incapaz de amar a una mujer de carne y hueso. FIN 1984

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Proposición sobre las verdaderas causas de la locura de don Quijote

Don Quijote, enamorado como un niño de Dulcinea del Toboso, iba a casarse con ella. Las vísperas de la boda, la novia le mostró su ajuar, en cada una de cuyas piezas había bordado su monograma. Cuando el caballero vio todas aquellas prendas íntimas marcadas con las tres iniciales atroces, perdió la razón. FIN 1966

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Realismo femenino Teresa Panza, la mujer de Sancho Panza, estaba convencida de que su marido era un botarate porque abandonaba hogar y familia para correr locas aventuras en compañía de otro aún más chiflado que él. Pero cuando a Sancho lo hicieron (en broma, según después se supo) gobernador de Barataria, Teresa Panza infló el buche y exclamó: ¡Honor al mérito! FIN 1984

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“Veritas odium parit” Traedme el caballo más veloz -pidió el hombre honrado-. Acabo de decirle la verdad al rey. FIN

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30 La hormiga

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan. (Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.) Marco Denevi Falsificaciones (1966)

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31 Eine kleine nachtmusik

Tiempo atrás el edificio estaba habitado por familias de posición acomodada. Después, uno tras otro, los departamentos fueron alquilados a agentes de Bolsa, a empresas financieras, a despachantes de aduana. Pero Henriette y Leopoldina von Wels no quisieron mudarse. A la noche ellas y Hildstrut, la vieja criada húngara, eran las únicas almas vivientes dentro del edificio, porque también Wilson, el portero, se iba a dormir a su casa en Montserrat. No tenían miedo de quedarse solas y, si vamos a ver, les gustaba.

Durante el día hay un discreto movimiento de gente y no pocos ruidos. Pero a partir de las nueve de la noche el edificio queda sepulto en el silencio y en la oscuridad de una mina abandonada. Sólo en el séptimo piso hay luz y, a menudo, una música tenue. Si algún inquilino hubiese permanecido en su oficina a esas horas, habría dicho: "son las dos extranjeras".

Henriette leía, Leopoldina bordaba o tejía una carpeta. En la ortofónica monumental giraba un disco: Mozart, Schubert, Schumann, Chopin, Liszt y, de tanto en tanto Wagner (pero Leopoldina, aunque nunca lo dijo, detestaba a Wagner y no se atrevía a confesar su preferencia por Rossini). Si hacía calor salían al balcón. En verano todas sus amistades se iban a las playas, y si ellas no veraneaban era porque a Leopoldina el menor trajín le alteraba la salud.

Fue lo que hicieron aquella noche: salir al balcón y disfrutar del espectáculo. Una vez Leopoldina tendría una ocurrencia muy atinada. Dijo: "¿Te fijaste, Henriette? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso". Es cierto. Lo que tenían delante de los ojos era una ciudad sin población estable: Retiro, la Plaza Británica, el Hotel Sheraton, las torres de Las Catalinas Norte, el puerto y, al fondo, el río. Pero de noche, invierno y verano, el panorama es fascinante, casi irreal.

Buenos Aires parecía desierta, lánguida, como si todavía no se hubiese repuesto de los alborotos de Fin de Año. Por Leandro Alem se deslizaban unos pocos automóviles extraviados. Sólo las torres de Las Catalinas, que de noche

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32 están lustradas de negro brillante, conservaban algunos pisos iluminados como guirnaldas de plata navideña. Detrás las luces de la zona portuaria parpadeaban en una tiniebla brumosa. Y arriba un vasto cielo abierto, como es difícil ver en las ciudades. Henriette y Leopoldina, acodadas sobre el antepecho de balaustres, no pensaban en nada.

Entonces oyeron la música. Sonaba a sus espaldas, como si viniese desde el interior del departamento. Pero ellas no habían puesto ningún disco en la ortofónica. Y no era música clásica. Era un tango. Un tango ejecutado por un bandoneón. Se miraron, estupefactas. Henriette decidió que sería una radio. Pero ¿quién había encendido una radio a esas horas dentro del edificio? Y no, no era una radio: un error de interpretación fue corregido, una frase se repitió tres veces, como para ser memorizada.

Henriette entró en el departamento, se dirigió hacia el vestíbulo. ¿Adónde iba? ¿Qué estaba por hacer? Leopoldina la siguió. En todos los pisos hay una galería cubierta que va desde el vestíbulo hasta la cocina y las habitaciones de servicio. Defendida por una mampara de vidrios ingleses, da a un pozo de aire por el que trepan los ruidos del día y el silencio y la oscuridad de la noche. Henriette subió a una silla y se asomó por encima de la mampara. En el pozo de aire, a la altura del sexto piso, había una niebla de luz amarilla.

Volvieron a la sala y se sentaron. Se miraban una con otra como interrogándose. El sonido del bandoneón parecía flotar en el aire, surgir de las paredes, del piso, del cielo raso, al modo de esa música llamada funcional que suele haber en algunas oficinas modernas, en la sala de espera de algunos consultorios médicos y que brota no se sabe de dónde.

¿Quién podrá ser? susurró Leopoldina

Henriette se impacientó:

Por lo pronto, un hombre. Las mujeres no tocan el bandoneón.

Pero no había alzado la voz, también ella había susurrado. Se levantó, caminando en puntas de pie fue a apagar todas las lámparas, sólo dejó encendido un pequeño hongo de cristales de colores, y volvió a su sillón.

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33 El concierto habrá durado, la primera noche, una buena media hora. Las señoritas Wels no sabían nada de tangos, creían que es un género vulgar y medio canallesco. Pero la música es la música y la noche es la noche, y de la conjunción de ambas siempre nace un misterio delicado. Escuchaban en silencio, sin moverse, respirando lenta y acompasadamente como si durmieran. Poco a poco descubrían dos cosas: que el bandoneón no es un instrumento musical, es una voz casi humana, y que nada más que con su música el tango cuenta alguna historia. Aquella primera noche fueron historias de amor, pero no historias trágicas o apasionadas sino más bien juguetonas, incluso tiernas, como de algún amor juvenil.

Después, nada. Nada durante un largo rato. Después las sobresaltó un portazo y enseguida el brusco sacudón que da el ascensor cuando está en la planta baja y lo llaman desde alguno de los pisos superiores. De noche se oye todo. Oyeron que el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, que de nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Y por fin oyeron un segundo portazo, lejos, en la puerta de calle.

Henriette corrió a asomarse al balcón y Leopoldina la siguió. Pero el edificio está construido sobre la recoba de Leandro Alem y el balcón encima sobresale un metro. Por mucho que uno saque medio cuerpo afuera, no alcanza a ver ni el cordón de la vereda. Y si alguien sale del edificio y se va caminando por la recova, desde arriba es imposible verlo. Ningún automóvil, ningún taxi se detuvo ni nadie cruzó a pie la avenida, así que era evidente que la persona que acababa de salir del edificio se había ido caminando por debajo de la recova. ¿Sería la misma que un rato antes tocaba el bandoneón?

Henriette fue a espiar: el pozo de aire estaba totalmente a oscuras. Sí, sería la misma. Las señoritas Wels permanecieron en el balcón sin pronunciar una palabra. Vino la medianoche, y como Henriette no daba señales de querer irse a dormir, Leopoldina pudo seguir manoseando mentalmente la idea que la asaltó de golpe: el hombre había tocado el bandoneón para ellas, la música había sido un mensaje en clave, el mensaje decía "llegué, aquí estoy", y luego de enviarles el mensaje se había ido. ¿Volvería?

A la mañana siguiente Hildstrut, en cambio de averiguar por Wilson, como ellas se lo habían ordenado, quiénes alquilaban e] departamento del sexto piso, dejó

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34 que ese hombre chismoso y grosero, que arqueaba el cuerpo y levantaba las nalgas en una postura obscena, viniese a informarles personalmente.

Dijo que el nuevo inquilino era un muchacho joven. Se había instalado en el sexto piso la tarde anterior, una mudanza rápida y sencilla: pocos muebles pero canastos y más canastos y perchas con ropa de todos los colores, incluidos varios smokings. Al parecer vivía solo.

No sé para qué quiere un departamento tan grande. Acuérdense de lo que les digo: ese muchacho nos traerá problemas. ¿Qué clase de problemas? interrogó Henriette en un tono altanero. Wilson no pareció sentirse intimidado.

Ya se imaginarán cuáles. Tengo buen ojo para catalogar a la gente. Ese tipo es un hombre de la noche. Lindo, pálido, con el pelo engominado y una ropa que no es para ir a trabajar.

Henriette se fastidió:

Por lo visto aquí le alquilan a cualquier gentuza.

Wilson las miraba, las miraba y no se iba, querría ver qué impresión les causaban sus palabras. Leopoldina trató de no hacer ningún gesto.

Seguro dijo Wilson que de noche recibe mujeres y amigotes, y arman escándalo. Total, quién va a protestar. Ustedes, las únicas.

Si hace algún escándalo se lo diremos al administrador le contestó Henriette, más seca que una Habsburgo que despide a un lacayo Puede retirarse, Wilson.

Cuando por fin se libraron de ese incordio, Hildstrut, que como era medio sorda no había oído los tangos, dijo:

Mejor que de noche haya otras personas en el edificio.

Henriette se irritó:

Según qué clase de personas.

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35 Leopoldina no hizo ningún comentario. Pero Henriette le notó una ligera excitación. ¿Estaba aterrada o qué? Esa misma tarde Henriette mandó llamar al cerrajero para que colocase un segundo pasador en la puerta de entrada.

Ningún escándalo. De día era imposible distinguir, entre tanto ruido, los ruidos que quizá proviniesen del sexto piso. De noche las luces estaban encendidas pero tampoco se oía ningún ruido, ninguna conversación. Y, a eso de las diez, el bandoneón. Tangos, siempre tangos. Alrededor de las once el muchacho se iba. ¿Adónde? ¿A tocar en algún dancing? Era lo más probable.

Seguro, es el bandoneonista de alguna orquesta típica decía Henriette. Lo que no comprendo es que se haya venido a vivir aquí. Por lo general esa gente vive en los suburbios.

Leopoldina seguía sin hacer ningún comentario. Y los domingos él debía de pasarlos durmiendo o en alguna otra cosa, porque ese día no había ni luces prendidas ni conciertos de bandoneón, y las señoritas Wels reñían por cualquier pavada.

Las demás noches, unos minutos antes de las diez, ya estaban sentadas en los sillones del salón. Henriette simulaba leer, pero por algo no ponía ningún disco en la ortofónica. Leopoldina bordaba o tejía, y a cada rato se le soltaba un punto del tejido.

Cuando se escuchaban las primeras sílabas, porque eran sílabas, moduladas por el bandoneón, Henriette murmuraba en un tono que quería ser irónico o despreciativo:

Vaya, otra vez nos da la serenata. Eine Kleine Nachtmusik del arrabal.

Pero olvidaba dar vuelta las páginas del libro y, al rato, cerraba los ojos, dejaba reposar el libro sobre las rodillas. Leopoldina interrumpía su labor, apoyaba la nuca en el respaldo del sillón, a través de la ventana miraba el cielo estrellado.

Con el correr de las noches llegó a la conclusión de que la música era un pedido de socorro. El muchacho les decía: "estoy solo, estoy triste", y después hacía silencio porque esperaba alguna respuesta, y después, en vista de que la respuesta no le llegaba, se iba no a un dancing sino a vagar por esas calles.

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36 Volvería a la madrugada, o con el sol, cuando el edificio ya había despertado, y por eso ella, aunque se mantuviese desvelada hasta el fin de la noche, no lo oía regresar.

Una noche no aguantó más y dijo:

Algunos tangos me gustan.

La reacción de Henriette fue tan desaforada que Leopoldina adivinó.

¿Cómo te puede gustar esa música? -Henriette jadeaba, parecía sufrir un repentino ataque de asma. Por favor, una música propia de los bajos fondos.

Leopoldina adivinó que Henriette se había puesto furiosa porque también a ella le gustaban los tangos.

Un día, antes de retirarse, apareció Wilson con una gran sonrisa. ¿Y? ¿Cómo se porta el galán del sexto piso?

Henriette fingió buen humor:

¿Por qué lo llama galán?

Wilson, sin dejar de sonreír, entrecerró los ojitos cerdunos como hacen los miopes para ver mejor.

¿Nunca lo vieron?

Nunca, por supuesto.

¿No molesta, de noche?

En absoluto. Si no fuese por usted, creeríamos que el sexto piso está desocupado.

Miren un poco. Y yo que creía que era un fiestero.

¿Un qué?

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37 No, nada. Porque tiene una figura que madre mía. Propiamente un galán de cine.

¿Nunca lo verían, ni siquiera desde lejos, desde el balcón?

Una noche, en la oscuridad del dormitorio para que Henriette ni la disuadiese nada más que con la mirada, Leopoldina se animó.

-Tendríamos que conocerlo.

¿Conocerlo? ¿Y cómo? Henriette no había preguntado "¿conocer a quién?", señal de que también ella estaba pensando en el muchacho.

Qué sé yo cómo dijo Leopoldina, más decidida, pero alguna manera habrá.

¿Ir y tocar el timbre de su departamento? ¿Nosotras, rebajarnos hasta ese punto?

Debe de haber una forma de encontrarnos con él y que parezca pura casualidad.

¿Por ejemplo?

Ahora no se me ocurre nada.

Después de unos minutos Henriette rezongó:

-Que tome él la iniciativa. Para eso es hombre.

Leopoldina supo, así, que también Henriette deseaba el encuentro y entonces se atrevió a hablar, a toda prisa para que Henriette no la interrumpiese:

Cualquier noche de estas salimos, hablamos en voz bien alta y hacemos mucho ruido con el ascensor para que él nos oiga. Comemos en el restaurante de al lado. A las diez y media volvemos, pero no subimos, nos quedamos en la planta baja, junto a la puerta de calle. Cuando él salga del ascensor una de nosotras forcejea con la llave en la cerradura, como si en ese preciso momento hubiésemos entrado en el edificio. Nos cruzaremos. Será inevitable.

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38 ¿Y entonces qué? Nos saludará y seguirá de largo.

Podríamos decirle que somos sus vecinas del séptimo piso, y que nos gustan mucho los tangos que toca en el bandoneón.

¿Serías capaz con tu carácter?

No sé. Creo que no. Yo no.

Ah, me echas el fardo a mí. Ya veo. Lo tenías todo muy bien pensado.

No dijo más. No dijo si estaba de acuerdo o no estaba de acuerdo, pero por un rato no pudo estarse quieta. Leopoldina la oía moverse entre las sábanas y emitir por la boca una especie de chasquido, como quien paladea el último sabor de una golosina. Dos días después, durante el almuerzo, Henriette dijo:

Esta noche podríamos ir a comer en el restaurante de al lado.

De modo que Leopoldina se volvió audaz:

No, al restaurante no. Me siento incómoda en ese lugar tan ruidoso.

Henriette se encabritó:

Fue tu idea, no la mía.

Sí, pero lo pensé mejor y no es necesario que vayamos al restaurante.

A las nueve y treinta p.m. apagaron las luces, dieron portazos, el ascensor las secundó con su repertorio de chirridos. Esperar, de pie del lado de adentro de la puerta de calle, hasta las once fue un verdadero martirio. Henriette parecía la más nerviosa de las dos, suspiraba y cada tanto hacía un ademán como de querer decir algo y enseguida arrepentirse. En cambio Leopoldina, eso sí, con los ojos muy abiertos, se mantenía inmóvil como una estatua.

Henriette consultó su reloj de pulsera. "Las once y cuarto", susurró. Leopoldina, para demostrar que ese dato no tenía importancia, no hizo ningún movimiento. A las once y media l-lenriette quería subir al departamento, mascullaba que era una verguenza lo que estaban haciendo, agazapadas, allí, como dos perdidas.

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39 Pero Leopoldina se mantuvo quieta y callada, aunque ya tenía una expresión facial al borde de la desesperación.

A medianoche, sin pedirle parecer a nadie Henriette se dirigió hacia el ascensor y Leopoldina la siguió. Cuando el ascensor atravesaba el palier del sexto piso oyeron el bandoneón. Henriette le asestó a Leopoldina una mirada furibunda, pero Leopoldina tenía los ojos bajos y perlas de sudor en toda la cara. El bandoneón sonaba muy próximo, muy nítido, como si el muchacho estuviese tocándolo detrás de la puerta de su departamento. Debe de haber sido eso lo que más encolerizó a Henriette. Otra vez sufría el ataque de asma. Pensaría que el muchacho lo hacía adrede, para burlarse de ellas. En cambio, Leopoldina pensó: "Está ahí, detrás de la puerta, listo para recibirnos en su departamento".

Mientras se desvestía a los manotazos, Henriette perdió su aire altivo y adoptó una voz ronca y un poco grosera:

Estarás satisfecha, me imagino, con tu bendito plan. No sé cómo, pero lo supo. Supo que lo esperábamos abajo, como dos mujerzuelas. Y no salió. Justo esta noche no salió, para humillarnos. Todo este tiempo estuvo dándonos la serenata con el solo fin de tomarnos el pelo, de reírse de nosotras. Ah, pero de mí no se ríe nadie, y menos ese chiquilín.

Leopoldina iba despojándose de la ropa con movimientos tan débiles, tan desganados que parecía desnudarse para morir. Cuando por fin apagó la luz, oyó la voz de Henriette sofocada por la sábana que le cubría la cabeza: Mañana mismo me quejo al administrador.

No se quejó nada. Pero todas las noches, después de cenar, ponía en la ortofónica, a todo volumen, un disco con alguna ópera de Wagner. El bochinche de los nibelungos o la bacanal en el Venusberg debían de oírse no sólo dentro de todo el edificio sino también desde la avenida Leandro Alem, desde los rascacielos de las Catalinas. Si mientras tanto él tocaba el bandoneón, no se podía saber.

En medio del estrépito Leopoldina rogaba

Un poco más bajo, Henriette.

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40 Henriette daba una patada en el suelo:

No. ¿Acaso él no nos aturde con su bandoneón?

Se ponía sarcástica:

Que aprenda, de paso, qué música nos gusta. Y si todavía no sabe quiénes somos, que vaya y que le pregunte a Wilson.

¿Qué le diría Wilson? Las señoritas Wels, alemanas o hijas de alemanes, creo. Muy ricas, muy aristocráticas. No serán jóvenes pero son muy hermosas, sobre todo la mayor, Henriette. Lástima que Wilson no supiese dar más detalles: su abuelo fue general del emperador Francisco José y por línea materna están emparentadas con los Vizinzey, nobles húngaros que descienden de los Estérhazy, los protectores de Haydn.

Claro que Wilson era muy capaz de decirle: dos solteronas, orgullosas hasta más no poder, aunque la menor, Leopoldina, parece más amable, pero la otra la tiene dominada, la otra es un sargento de caballería. Y habría sido bueno, aunque era imposible, que Wilson añadiese: Leopoldina no se casó porque Henriette, una envidiosa que no le cuento, le espantó a los novios. Esto no lo pensaba Henriette, lo pensaba Leopoldina.

En tanto las vociferaciones de Wagner atronaban la noche, Leopoldina salía al balcón. No quería ser cómplice de la venganza de Henriette. Salía al balcón y se decía que, unos metros más abajo, el muchacho se sentiría mortificado, creería que a ella no le gustaban los tangos, supondría que ella lo menospreciaba. Quizás la otra noche había tenido alguna razón para no salir. Estaría enfermo. Pero enfermo y todo había tocado el bandoneón para que ellas fueran a hacerle compañía. ¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo que dos señoras decentes vayan a visitar a un vecino solo y enfermo? ¿Quién, empezando por el muchacho, podría confundirlas con un par de mujerzuelas?

Hasta que una noche no pudo más, abandonó el balcón y gritó para que Henriette la oyese en medio de los batifondos wagnerianos:

Basta, por Dios, basta de Wagner. Me crispa los nervios. Y encima este calor. Voy a volverme loca.

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41 Henriette debía de estar harta, ella también, de tantos aullidos de las walquirias y de tantos crepúsculos de los dioses, pero le costaría dar el brazo a torcer. Ahora, haciendo como que complacía el pedido de Leopoldina, encontró la oportunidad de librarse de Wagner. Pero tampoco estaba dispuesta a volver a oír el bandoneón: puso un disco en el que Dinu Lipatti desgranaba melismas de Chopin.

Y a la noche siguiente aparentó engolfarse hasta tal punto en la lectura de un libro que no advertía el silencio que las rodeaba. Leopoldina no salió al balcón. Algo le decía que esa noche sería decisiva. Se sentó en el borde de una silla, como preparada para ponerse de pie, y esperó.

En efecto, a las diez y media recibieron el mensaje. No era un tango, era un vals. ¡Dios mío, era el Danubio Azul! ¡El muchacho estaba tocando el Danubio Azul! Lo tocaba muy mal, a los tropezones. Pero justamente por eso el bandoneón parecía una voz entrecortada, quebrada por la emoción o quizá por el llanto. El muchacho les pedía que lo perdonasen. El muchacho quería que se reconciliaran con él. Y elegía, humildemente, la única música a su alcance que ellas no rechazarían aunque sólo supiera balbucearla.

Leopoldina se había puesto de pie y, una mano alrededor de la garganta como para calmar los pulsos de la sangre, escuchó los primeros compases del vals y después no pudo dominar su propia voz:

¿Te das cuenta? Sabe quiénes somos, y nos dedica el Danubio Azul. Lo toca para nosotras. Siempre ha tocado para nosotras. Nos conoce.

Henriette no se había movido. Había dejado de leer el libro pero no se había movido, acaso de soberbia que era, para no trasuntar ninguna emoción. La actitud de Leopoldina la despabiló. Pareció alarmada. Hizo un enérgico ademán para que Leopoldina bajase la voz.

¿Nos conoce? ¿De dónde nos conoce?

No lo sé. Pero sabe que tenemos sangre vienesa y por eso eligió el Danubio Azul. No un tango sino el Danubio Azul. No puede ser pura casualidad. Nos conoce, te digo que nos conoce.

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42 Estaba tan enardecida que Henriette se levantó y la tomó de un brazo:

Si nos conoce es porque Wilson le habrá pasado el dato: en el séptimo piso viven dos mujeres solas con una sirviente vieja y medio sorda. Dos mujeres ricas, en un departamento lleno de objetos de valor.

Leopoldina se apartó:

No. Si fuese un ladrón no habría esperado tanto tiempo para venir a robarnos. Ese muchacho quiere ser nuestro amigo.

¡Amigo! A su edad no se busca amigas. En todo caso se busca amantes.

Y bien, sí. Una amante. No soy tan vieja, después de todo.

Henriette pareció que iba a enfurecerse pero de pronto se dejó caer en un sofá, las rodillas separadas, los brazos flojos, el cuerpo echado hacia atrás.

Leopoldina ¿perdiste el juicio? ¿Qué disparates estás diciendo?

Ningún disparate. Ese muchacho quiere relacionarse con nosotras. Al menos con una de las dos.

Y ya sabes con cuál.

Soy la más joven, no lo olvides.

Me pregunto si no te has vuelto loca.

Quizá. Pero esta vez no podrás impedírmelo.

¿Impedirte que?

Lo sabes de sobra, Henriette, toda la vida lo hiciste.

De repente advirtieron que el muchacho habla terminado de ejecutar el Danubio Azul y que ahora hacía silencio. Entonces Leopoldina se sentó en un sillón, cerca del vestíbulo de entrada, y cobró un aire glacial que Henriette nunca le había visto.

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43 Dentro de unos minutos, vendrá aquí, seguramente vestido de smoking.

¿Le abrirás la puerta?

Por supuesto.

¿Y si no es a tí a quien viene a visitar?

Eso lo veremos.

Leopoldina se irguió en su sillón, Henriette se irguió en el suyo. Se miraban una con otra, como desafiándose. Pero pasaban los minutos y el timbre no sonaba. Y como resulta incómodo mantener por largo rato una postura arrogante, las dos liquidaron el duelo de miradas, dirigieron la vista hacia lados opuestos y apoyaron la espalda en el óvalo de gobelino.

Cuando se oyó el portazo, el sacudón del ascensor, los ruidos habituales que indicaban que el muchacho se iba, Leopoldina no se movió pero Henriette se echó a reír:

Tu enamorado no se decide. Es tímido, por lo visto.

Sin contestar, Leopoldina fue a tenderse vestida, en la cama. Al rato entró Henriette. En el momento en que el reloj del comedor daba las doce, surgió en la oscuridad del dormitorio la voz de Henriette. Era una voz dulce y como afligida.

No quise ofenderte. Pero no me negarás que la conducta de ese joven es muy extraña.

Leopoldina no respondió. Y para que Henriette no creyese que estaba dormida encendió el velador, miró la hora en el reloj sobre la mesita de luz y volvió a apagar el velador. Seguía sin desvestirse.

Después Henriette insistió:

No te hagas ilusiones. Esa clase de hombres no es para nosotras.

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44 Leopoldina no respondió. No habló una sola palabra durante el día siguiente. Tenía una expresión ultrajada y los ojos violentos. Por la tarde Wilson les trajo la noticia: el inquilino del sexto piso se había mudado esa mañana, él no sabía adónde.

Ahora podrán dormir tranquilas. Pasó el peligro. Y añadió unas palabras inesperadas en un sujeto tan tosco: Golondrina de un solo verano.

Esa noche Leopoldina, siempre muda, siempre herida de muerte, y como levitando, salió al balcón. Muy derecha, miraba lejos, las luces del puerto, más allá el río de zinc bajo la luna. Henriette la vigilaba desde adentro. Hasta que abandonó el libro que no leía, que ni siquiera había abierto, y fue a ponerse al lado de Leopoldina. Codo con codo, erguidas y mirando siempre hacia adelante, las señoritas Wels le habrían parecido, a quien pudiese observarlas, dos princesas de algún país nórdico que asisten, desde el balcón de su palacio, a un desfile militar.

Al cabo de un cuarto de hora, Leopoldina dijo:

¿Te fijaste? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso.

Es verdad dijo Henriette. No se me había ocurrido. FIN

El amor es un pájaro rebelde (1993)

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El Diablo Giovanni Papini (El Diávolo, Florencia, 1958) ha pasado revista a todas las teorías y a todas las hipótesis sobre el Diablo. Me llama la atención que omita (o ignore) el librito de Ecumenio de Tracia (317?-circa 390) titulado De natura Diaboli. Se trata, no obstante, de un estudio de demonología. cuya concisión no obsta a su originalidad y a su riqueza de conceptos. Ecumenio atribuye sus ideas a un tal Sidonio de Egipto, de la secta de los esenios. Pero como en toda la literatura de los siglos I-V nadie, sino él, cita a ese Sidonio, ni este nombre aparece en ninguno de los autores rabínicos y cristianos que se ocuparon de los esenios, es casi seguro que el verdadero padre de la teoría sea el propio Ecumenio, quien echó a mano a un recurso muy en boga en su época, cuando la amenaza del anatema por herejías ya empezaba a amordazar la libertad del pensamiento cristiano. Resumiré en pocas palabras el tratado de Ecumenio: De distintos pasajes de la Biblia (libro de job, 1, 6-7; Zacarías, 3, l; I Reyes, 22, 19 y ss.; I Paralipómenos, 21, se deduce que las funciones de Satán eran las de espiar a los hombres y luego informar a Dios, acusarlos delante de Dios a la manera de un fiscal e inducirles a una determinada conducta. Según Sidonio (es decir, según Ecumenio), cuando Dios decidió que uno de sus hijos (= ángeles) se encarnase en carne de hombre, se hiciera hombre y, después de enseñar la Ley en su prístino esplendor, oscurecido y marcado por las interpretaciones capciosas y acomodaticias, sufriese pasión y muerte y redimiera al género humano de sus Pecados, eligió, naturalmente, a Satán.

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46 Así Satán fue el primer Mesías, el primer Cristo. Pero Satán, en cuanto se transformó en hombre, se alió a los hombres e hizo causa común con ellos. En esto consiste la rebelión de Satán: en haberse puesto del lado de los hombres y no del lado de Dios. Que lo haya hecho por maldad, por piedad, por amor a los hombres o por odio hacia Dios es lo que Ecumenio analiza con un detallismo casuístico digno de santo Tomás de Aquino o del padre Suárez. Esa parte de su tratado no me interesa: me interesa y me fascina únicamente la hipótesis, de una increíble audacia, de que Satán, antiguo fiscal y espía de los hombres, apenas se hizo hombre se plegó a los designios de los hombres y desobedeció los planes divinos, obligando a Dios, en la segunda elección del Mesías, a elegirse a sí mismo en la persona del hijo, para no correr el riesgo de una nueva desobediencia que, luego de la de Adán y de la de Lucifer, le parecería inevitable.

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Romeo frente al cadaver de Julieta FESTIVAL DE STENDAL 1965 Romeo frente al cadaver de Julieta de Georges Cahoon Cripta del mausoleo de los Capuletos, en Verona. Al levantarse el telón, la cripta, en penumbras, deja ver un túmulo, y, sobre éste, el cadáver de Julieta. Entra ROMEO con una antorcha encendida. Se acerca al túmulo. Contempla en silencio los despojos de su amada. Luego se vuelve hacia los espectadores. ROMEO.-¡Era, pues, verdad! ¡Julieta se ha suicidado! Veloces mensajeros, oculto el rostro chismoso tras la máscara de un falso dolor, corrieron a Mantua a darme la noticia. Pero, junto con la noticia, hacían tintinear en el aire la intimación de que volviese, la amenaza de que, en caso contrario, me trerían por la fuerza. Todos se despedían de mí con el mismo adiós: "Romeo, ahora sabrás cúal es tu deber". He comprendido. He vuelto. Aquí estoy. No he encontrado a nadie en el camino. Nadie me estorbó el paso para que llegase a este lúgubre sitio y me enfrentase a solas con el cadáver de Julieta. Excesivas casualidades, demasiada benevolencia del destino, sospechoso azar. Alcahuetería de la noche, ¿Cúal es tu precio? Los que te han sobornado ahora me espían, huéspedes de tu sombra. Aguardan que les entregues lo que les prometiste. ¿Y qué les prometiste, noche rufiana? ¡Mi suicidio! Así podrán dar por concluida esta historia que tanto los irrita y que, en el fondo, los compromete de una manera fastidiosa. Julieta ya ha escrito la mitad del epílogo. Ahora yo debo añadirle la otra mitad para que el telón descienda entre lágrimas y aplausos, y ellos puedan levantarse de sus asientos, saludarse unos a otros,

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48 reconciliarse los que estaban enemistados, tú, Montesco, con vos, Capuleto, y luego volverse a sus casas a comer, a dormir, a fornicar y a seguir viviendo. Y si no lo hago por las buenas, me obligarán a hacerlo por las malas. Me llamarán Romeo de pacotilla, amante castrado, vil cobarde. Me cerrarán todas las puertas. Seré tratado como el peor de los delincuentes. Terminarán por acusarme de ser el asesino de Julieta y alguien se creerá con derecho a vengar ese crimen. O escribo yo la conclusión o la escribirán ellos, pero siempre con la misma tinta: mi sangre. De lo contrario la muerte de Julieta los haría sentirse culpables. Suicidándonos, Julieta y yo intercambiamos responsabilidades y ellos quedan libres. (A Julieta.) ¿Te das cuenta, atolondrada? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Tenías necesidad de obligarme a tanto? ¿Era necesario recurrir a estas exageraciones? Nos amábamos, está bien, nos amábamos. Pero de ahí no había que pasar. Amarse tiene sentido mientras se vive. Después, ¿qué importa? Ahora me enredaste en este juego siniestro y yo, lo quiera o no, debo seguir jugándolo. Me has colocado entre la espada y la pared. Sin mi previo consentimiento, aclaro. Nací amante, no héroe. Soy un hombre normal, no un maniático suicida. Pero tú, con tu famosa muerte, te encaramaste de golpe a una altura sobrehumana hasta la que ahora debo empinarme para no ser menos que tú, para ser digo de tu amor, para no dejar de ser Romeo. ¡Funesta paradoja! Para no dejar de ser Romeo debo dejar de ser Romeo. (Al público.) Esto me pasa por enamorarme de adolescentes. Lo toman todo a la tremenda. Su amor es una constante extorsión. O el tálamo o la tumba. Nada de paños tibios, de concesiones, de moratorias, de acuerdos mutuos. Y así favorecen los egoístas designios de los mayores, que aprovechan esa rigidez para quebrarles la voluntad como leña seca. (Otro tono.) Ah, pero yo me niego. Me niego a repetir su error. Todo esto es una emboscada tendida con el único propósito de capturarme. Señores, miladis, rehúso poner mi pie en el cepo. Amo a Julieta. La amaré mientra viva. La lloraré hasta que se me acaben las lágrimas. Pero no esperéis más de mí. No me exijáis más. La vida justifica nuestros amores, en tanto que ningún amor es suficiente justificación para la muerte. Buenas noches. (Arroja la antorcha en un rincón, donde se apaga; se emboza la capa y sale. La escena queda sola unos instantes. Luego entran dos PAJES conduciendo el cadáver de ROMEO con una daga clavada en el pecho. Lo depositan a los pies

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49 del túmulo. Uno de los PAJES coloca una mano de ROMEO en la empuñadura de la daga. Se retiran. Entra FRAY LORENZO. Cae de hinojos. Alza los brazos.) FRAY LORENZO.- ¡Oh amantes perfectos! Telón

Falsificaciones (1966)

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El Dios De Las Moscas

Las moscas imaginaron a su dios. Era otra mosca. El dios de las moscas era una mosca, ya verde, ya negra y dorada, ya rosa, ya blanca, ya purpúrea, una mosca inverosímil, una mosca bellísima, una mosca monstruosa, una mosca terrible, una mosca benévola, una mosca vengativa, una mosca justiciera, una mosca joven, una mosca vieja, pero siempre una mosca. Algunos aumentaban su tamaño hasta volverla enorme como un buey, otros la ideaban tan microscópica que no se la veía. En algunas religiones carecía de alas, en otras tenía infinitas alas. Aquí disponía de antenas como cuernos, allá los ojos le comían toda la cabeza. Para unos zumbaba constantemente, para otros era muda pero se hacía entender lo mismo. Y para todos, cuando las moscas morían, los conducía en vuelo arrebatado hasta el paraíso. Y el paraíso era un trozo de carroña, hediondo y putrefacto, que las almas de las moscas muertas devoraban por toda la eternidad y que no se consumía nunca, pues aquella celestial bazofia continuamente renacía y se renovaba bajo el enjambre de las moscas. De las buenas. Porque también había moscas malas y para éstas había un infierno. El infierno de las moscas condenadas era un sitio sin excrementos, sin desperdicios, sin basura, sin hedor, sin nada de nada, un sitio limpio y reluciente y para colmo iluminado por una luz deslumbradora, es decir, un lugar abominable.

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El Gran Tamerlán De Persia

Por las noches se disfrazaba de mercader y recorría los barrios bajos de la ciudad para oír la voz del pueblo. Él mismo sacaba a relucir el tema.

"¿Y el Gran Tamerlán? —preguntaba—. ¿Qué opináis del Gran Tamerlán?"

Invariablemente se levantaba a su alrededor un coro de insultos, de maldiciones, de rabiosas quejas. El mercader sentía que la cólera del pueblo se le contagiaba, hervía de indignación, añadía sus propios denuestos.

A la mañana siguiente, en su palacio, mientras trataba de resolver los agudos problemas de las guerras, las coaliciones, las intrigas de sus enemigos y el déficit del presupuesto, el Gran Tamerlán se enfurecía contra el pueblo.

"¿Sabe toda esa chusma —pensaba— lo que es manejar las riendas de un imperio? ¿Cree que no tengo otra cosa que hacer sino ocuparme de sus minúsculos intereses, de sus chismes de comadres?"

Pero a la noche siguiente el mercader volvía a oír las pequeñas historias de atropellos, sobornos, prevaricatos, abusos de la soldadesca e injusticias de los funcionarios, y de nuevo hervía de indignación.

Al cabo de un tiempo el mercader organizó una conspiración contra el Gran Tamerlán: su astucia, su valor, su conocimiento de los secretos de gobierno, su dominio del arte de la guerra lo convirtieron, no sólo en el jefe de la conjura, sino también en el líder de su pueblo. Pero el Gran Tamerlán, desde su palacio, le desbarataba todos sus planes. Este juego se prolongó durante varios meses. Hasta que el pueblo sospechó que el mercader era en realidad un espía del Gran Tamerlán y lo mató, a la misma hora en que los dignatarios de la corte, maliciando que el Gran Tamerlán los traicionaba, lo asesinaron en su lecho.

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

52 Del libro Leer X leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires

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53 El Emperador De La China

Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más pro­fundo del palacio imperial, nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el impe­rio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado del difunto emperador. «¿Veis? —dijo—. Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo. Merezco ser emperador». El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.