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JOSÉ LUIS TRUEBA LARA Masones en México Historia del poder oculto

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Masones en MéxicoHistoria del poder oculto

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Prólogo

A mediados de 1888, las librerías del centro de la Ciu-dad de México comenzaron a exhibir una obra que podía ponerles los pelos de punta a muchos católicos. El libro era más o menos grueso y tenía una colorida portada con una ilustración sobrecogedora: una virgen con una cruz en la mano levanta una cortina donde se lee: “Libertad, igualdad y fraternidad”, pero, en vez de hallar las promesas anunciadas por la Revolución Francesa, descubre criaturas infernales. Uno de estos seres —que sin duda pretende ser el más amenazante— tiene una de sus garras sobre tres símbolos masónicos: el compás, la escuadra y la G sagrada. El mensaje de la ilustración es claro: la humanidad fue engatusada por el lema que sólo encubría una actividad diabólica. Las referencias luciferinas de la portada se complementa-ban con un título que tampoco dejaba lugar a dudas: Satán y Cía. Asociación universal para la destrucción del orden social. Revelaciones completas y definitivas de todos los secretos de la Franc-Masonería. El volumen supues-tamente había sido escrito por Pablo Rosen, “el muy ilustre soberano gran inspector general del 33 y último

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grado de la Franc-Masonería”, quien —según se de-duce de la lectura— traicionó a sus hermanos para re-velar al mundo uno de los más terribles conciliábulos de la historia: la masonería.

Si un lector de aquellos tiempos se hubiera aso-mado a sus páginas con una curiosidad no exenta de morbo, es muy probable que se detuviera a leer algunas afirmaciones casi sorprendentes:

Pocos conocen a fondo los abominables misterios de la Francmasonería. El hombre honrado que siquiera los hubiera sospechado se habría apresu-rado, aun a costa de su reposo y su seguridad, a entregarlos a la reprobación y a la vindicta pú-blicas. Pero también ¡con qué celosa solicitud los iniciados se esfuerzan en condensar los velos que protegen estos secretos contra la indiscreción de los profanos! ¡Qué garantías no se exigen al que pretende tomar parte en este odioso banquete!

[…]Ofuscar las inteligencias, alimentar las pasio-

nes, exaltar el odio contra las religiones, favore-cer, ya con audacia, ya hipócritamente, la rebelión contra la autoridad, practicar la libertad como los Touaregs y la familia como entre los mormones, esto es lo que pretende la Masonería. Su progra-ma tiene por partidarios a todos los declamadores siniestros que predican hoy la emancipación de los pueblos.

A la verdad ¿hay un hombre honrado, uno solo, que conociendo a fondo estas cosas no con-

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sidere el nombre de Francmasón como el ultraje más sangriento?

Luego de leer estos párrafos, es posible que el cu-rioso lector llegara a una conclusión indubitable: “Ya lo imaginaba… los masones forman parte de una terrible conjura en contra de los valores católicos y la civiliza-ción occidental”. Incluso, puedo ver a este personaje saliendo del local con el libro bajo el brazo pues, de acuerdo con la publicidad de la librería Bouret, Sa-tán y Cía. era un verdadero best seller. También puedo imaginar que lo leyó y lo comentó con sus familiares y sus amigos durante las sobremesas y los encuentros en el café. Las palabras de Pablo Rosen poco a poco se

Grabado de la portada de Satán y Cía.

Asociación universal para la destrucción del

orden social. Revelaciones completas y definitivas de todos los secretos de la Franc-Masonería.

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filtraron por los intersticios de la sociedad y se sumaron a las escritas en una gran cantidad de libros que denun-ciaban las diablerías perpetradas por los integrantes de las sociedades secretas para crear una imagen que, a fuerza de repetirla, se convirtió en una verdad a toda prueba: los masones son un grupo de endemoniados que sólo buscan pervertir el alma de los hombres.

A pesar de su tufo luciferino, las palabras del su-puesto “muy ilustre soberano gran inspector general del 33 y último grado de la Franc-Masonería” —al igual que las de algunos de sus compañeros de denun-cias— resultan reveladoras: muestran la imagen que desde hace casi trescientos años define el imaginario social que pretende comprender a las logias y los ma-sones. Efectivamente, desde la publicación en 1726 de The Grand Mystery Laid Open —la obra que muy pro-bablemente inaugura la literatura antimasónica—, la suspicacia ante el secretismo, la aprobación de las con-denas de la Iglesia y el oído atento a las acusaciones de los rivales políticos de los cofrades de las logias han convertido la historia de la masonería en un espacio donde la imaginación ha suplantado a la reflexión y la verdad. Sabemos menos de lo que imaginamos, cono-cemos menos de lo que suponemos, y el pasado de los masones ha terminado por transformarse en un espejo de obsidiana que sólo refleja su brillante negrura.

La imagen de las logias y los masones que a fuerza de palabras se ha creado desde hace casi tres siglos me obliga a intentar

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reconstruir su pasado

desde una perspectiva distinta y distante de la que han asumido los bandos en pugna: estoy cierto de que es imposible comprender el papel político que las logias desempeñaron en la historia de México si sigo los pa-sos de los más furiosos enemigos de la masonería, sus afirmaciones me obligarían a aceptar la existencia de una conjura que se inició en un tiempo y un lugar igno-tos, y cuyos resultados son absolutamente indemostra-bles, pues cualquier acontecimiento que no satisfaciera mis expectativas o fuera contrario a lo que considero correcto sería obra de los masones, quienes serían los únicos culpables de los males que azotan al país desde el siglo xix, tal como puede leerse —por ejemplo— en La masonería en la historia y en las leyes de Méjico, de Félix Navarrete.

Asimismo, si optara por seguir a pie juntillas las obras que pretenden mostrar una historia de bronce y mármol —como ocurre en la Historia de la masonería en México desde 1806 hasta 1884, de José María Mateos, o en los Apuntes sintéticos sobre la masonería en México durante los años de 1806 a 1921, de Manuel Esteban Ramírez—, tampoco podría llegar muy lejos y mis afa-nes terminarían con una afirmación insostenible: los miembros de las logias son los protagonistas de los más luminosos acontecimientos de la historia patria, lo cual, evidentemente, es una exageración de cabo a rabo, pues el panteón cívico también conserva los nombres de mu-chos próceres que nada tuvieron que ver con esta socie-dad secreta. Tal sería el caso —sólo por mencionar un

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ejemplo— de la mayoría de los primeros insurgentes, pues no existe ninguna prueba confiable que demues-tre la filiación masónica de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y otros líderes del movimiento revolucionario.

Por esta razón, en las siguientes páginas analizaré a las logias como instituciones políticas que vivieron un proceso digno de ser considerado: un tránsito que va de las sociedades de ideas a las organizaciones prepartidis-tas que marcaron la vida política de nuestro país desde el inicio del siglo xix hasta la consolidación del porfi-riato, las cuales perdieron su poder conforme fueron controladas por el gobierno y se gestaron nuevas ins-tituciones que, de manera lenta pero constante, abrie-ron la acción política a la mayoría de los miembros de la sociedad desde finales del cardenismo. Todo parece indicar que el surgimiento de las logias es resultado de la necesidad de participación de las minorías po-líticamente activas en una sociedad que aún no había desarrollado sus instituciones, y que su ocaso se debe muy probablemente a su incapacidad para competir con las organizaciones políticas modernas y participar en competencias electorales abiertas a la mayoría de los ciudadanos, independientemente de si esta participa-ción ocurre como miembros de un partido político casi autoritario —como el pri durante los tiempos del pre-sidencialismo— o si se presenta en una sociedad abierta donde los propios votantes son quienes controlan los procesos electorales. En otras palabras: la acción polí-tica de las logias sólo es posible en las sociedades prede-mocráticas o en aquellas que tienen rasgos totalitarios, pues las sociedades abiertas no son un campo fértil para

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el florecimiento de las agrupaciones secretas creadas y sostenidas por minorías políticamente activas.

El presente ensayo pretende

recorrer la historia de la masonería

a lo largo de cuatro capítulos: el primero de ellos ofrece una visión panorámica del origen y desarrollo de las so-ciedades secretas en el mundo, y muestra algunas direc-trices que permitirán comprender su acción política en nuestro país a través de una mirada que renuncia a las perspectivas angelicales y demoniacas. Los siguientes tres capítulos —construidos a partir de lo que consi-dero que son los grandes periodos de la historia masó-nica— analizan el pasado de las logias en México desde finales del siglo xviii hasta la victoria de los grupos re-volucionarios que se levantaron en armas en 1910. En estas páginas pretendo mostrar el proceso que va desde el nacimiento y el éxito político de las cofradías masó-nicas en los prolegómenos de la guerra de Indepen-dencia hasta el inicio de su ocaso durante el régimen de Porfirio Díaz y en la crisis que sufrieron durante las primeras décadas del siglo xx. Su fin, dicho de manera breve, es analizar el tránsito de las sociedades de ideas a las organizaciones prepartidistas, e indagar las causas que condujeron al inicio del largo decaimiento de las sociedades secretas. El ensayo concluye con un epílogo dedicado al estudio de las logias y los masones desde los años veinte del siglo pasado hasta la aparición de las principales características de una sociedad abierta

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donde las logias ya no tienen un papel relevante en la vida política.

Es necesario aclarar que este ensayo no pretende, de ninguna manera, ser un trabajo para especialistas en el tema, al contrario, su propósito es encontrarse con lectores no especializados, con personas interesa-das en la masonería. Ésta es una obra de divulgación que busca aclarar un tema oscuro y ofrecer una inter-pretación que se aleja de los extremos de lo angélico y lo demoniaco, a los que tiende la mayoría de los li-bros acerca de la masonería. Por esta razón evité las llamadas a pie de página y me permití incluir un breve apéndice donde presento una suerte de guía de lectura para quienes estén interesados en adentrarse en los “se-cretos” de los masones y sus logias.

Ahora, sólo me resta

agradecer

a algunas personas e instituciones que me permitieron llegar a buen puerto: este ensayo no habría nacido sin el apoyo de Andrés Ramírez, cuya invitación a escri-birlo me obligó a poner en claro las ideas que ya lleva-ban mucho tiempo añejándose en mi cabeza; asimismo, es necesario dejar constancia del apoyo que recibí en la Biblioteca Nacional y la Hemeroteca Nacional, sin el acceso a sus fondos este texto nunca habría podido nacer.

José Luis Trueba Lara,marzo de 2007.

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Capítulo 1Más allá de los ángeles y los demonios

La masonería es un fenómeno oscuro. Desde hace casi tres siglos, el misterio que cubre sus actividades ha sus-citado la curiosidad y la imaginación de quienes miran demonios en el espejo de obsidiana tallado por una so-ciedad secreta e iniciática; aunque, en otros casos, sus enigmas la transformaron en un espacio angélico que supuestamente guarda saberes ancestrales y riquezas incalculables. Las miradas que de manera común se lanzan sobre los masones casi nunca pueden acceder a la objetividad: las antípodas de lo angélico y lo demo-niaco se apoderan de ellas para engendrar historias des-cabelladas que revelan los anhelos y los miedos de las sociedades mientras ocultan el rostro de los masones.

Las miradas atrapadas por la antinomia angélico-demoniaco otorgan a la masonería un origen lejano y oscuro: algunos suponen que esta sociedad nació durante la construcción del templo de Salomón o en el antiguo Egipto mientras se edificaba la “gran pirá-mide” y —sin ninguna prueba seria— sostienen que su jerarquía guarda celosamente los secretos del saber esotérico; otros imaginan que la masonería fue creada

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por los caballeros templarios que huyeron a Escocia durante la persecución de su orden llevando consigo saberes arcanos y una inmensa riqueza, justo como se narra en La leyenda del tesoro perdido, la película produ-cida por Jerry Bruckheimer y Walt Disney, en la que Nicolas Cage descubrió el tesoro que los masones es-tadounidenses escondieron bajo Wall Street; incluso, algunos más imaginan que la sociedad secreta surgió durante la edificación de las catedrales góticas, donde sus miembros —según los seguidores de El misterio de las catedrales, de Fulcanelli, la obra que desde 1926 ha sido uno de los grandes best sellers del esoterismo— la-braron los símbolos de un saber fundamental para el descubrimiento de los secretos de Dios y del cosmos, el cual sólo podrá ser comprendido y utilizado por los más altos iniciados de la logia. A pesar de lo fascinantes que pueden resultar las ideas en torno a lo angélico, no es posible considerarlas ni conocimiento histórico ni un saber que posea las condiciones mínimas de objetividad

Grabado anónimo de finales del siglo xix donde se pretende mostrar el origen egipcio de la indumentaria masónica.

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o verosimilitud. La mirada angélica es resultado más bien de una imaginación desbocada que, en el mejor de los casos, puede concretarse en una novela de verano o en el guión de una película de aventuras. Quizá por esta razón fue ridiculizada en el Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce, donde se lee lo siguiente:

Francmasonería, s. Orden que se caracteriza por sus ritos secretos, ceremonias grotescas y disfra-ces fantásticos, [fue] fundada durante el reinado de Carlos II por los trabajadores artesanos de Lon-dres; el número de sus miembros se ha visto exi-tosamente incrementado por los muertos de siglos pasados, y avanzó en impertérrita regresión hasta hoy, cuando abarca a todas las generaciones huma-nas de este lado de Adán, hasta enrolar a reclutas distinguidos entre los habitantes precreacionales del Caos y el Vacío Informe.

Esta orden fue fundada en distintas épocas por Carlomagno, Julio César, Ciro, Salomón, Zo-roastro, Confucio, Toth y Buda. Emblemas y sím-bolos de la masonería fueron descubiertos en las catacumbas de París y de Roma, en la Gran Mura-lla China, en los templos de Carnac y de Palmira, y en las pirámides de Egipto [...]; los descubrimien-tos siempre han estado a cargo de un francmasón.

Por su parte, la mirada demoniaca enfrenta proble-mas similares: a pesar del éxito obtenido desde el siglo xviii por las publicaciones que atribuyen “diablerías” a los masones, no existe ninguna prueba atendible de que

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ellos realicen invocaciones satánicas o misas negras en sus logias, y por supuesto es falso también que dedi-quen sus reuniones a realizar actos sacrílegos —como limpiarse las suelas de los zapatos con una imagen de Cristo— o formen parte de una antiquísima conjura que, de manera parecida a la supuesta conspiración ju-día que se denuncia en los Protocolos de los sabios de Sión, pretende dominar el mundo con un fin nunca explicado del todo. Luego de tres siglos de vida, es claro que la masonería —en tanto concepción del mundo— no pretende derrocar a los gobiernos ni manipular a las sociedades para conducirlas a oscuros fines. La mirada demoniaca es resultado de una imaginación descarriada y tampoco puede considerarse seriamente, a menos que se acepte una extraña concepción de la realidad: los hechos del mundo son idénticos a lo que ocurre en un episodio de Los expedientes secretos X.

Las perspectivas antagónicas de lo angélico y lo demoniaco impiden

comprender un fenómeno

y descubrir el verdadero rostro de la masonería, pues el miedo, la fascinación, las condenas y las persecuciones —poco importa en este momento si son promovidos por el papado, un dictador, un gobierno totalitario o un freak de las conspiraciones— oscurecen aún más el espejo de obsidiana que las logias han tallado desde el siglo xviii. Por esta razón, para comprender el signi-ficado de la masonería y desentrañar el papel político

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que los miembros de sus logias han desempañado en la historia de México, es necesario escapar de los ex-tremos y adentrarse en un territorio donde los hechos comprobables y las hipótesis plausibles se entrelazan para ofrecernos una imagen que busca ser clara, nítida.

El primer paso para entrar en este territorio es tratar de responder, con la mayor claridad posible, un par de preguntas que a primera vista parecen senci-llas: ¿qué significan las palabras masón y masonería? y, por supuesto, ¿qué es la masonería? Aparentemente, bastaría con revisar algún diccionario (como la deci-monovena edición del Diccionario de la lengua española realizada por la Real Academia de la Lengua Española en 1970) y encontrar una definición aceptable. Sin em-bargo, descubro una sorpresa que bien podría tener tintes políticos.

masón […]. Que pertenece a la masonería.masonería […]. Asociación secreta que usa

símbolos tomados de la albañilería francoma-sónica.

francomasonería. Asociación secreta en que se usan varios símbolos tomados de la albañilería; como escuadras, niveles, etc.

En resumen: los masones son los integrantes de una sociedad secreta que utiliza los símbolos de la al-bañilería. Creo que la tautología que caracteriza a estas definiciones —lo mismo que a la de la edición de 1972 del Pequeño Larousse ilustrado— no es resultado de la casualidad: la Real Academia de la Lengua Española,

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como muchos otros peninsulares de aquellos tiempos, no tenía menor interés en enfrentarse o enemistarse con Francisco Franco a fin de aclarar una definición e iluminar un componente que podría dar lugar a lucu-braciones insensatas —la idea de que se trata de una sociedad secreta donde se generan las más terribles conspiraciones—, pues el caudillo estaba convencido de que los masones y los comunistas fraguaban conju-ras en contra de su gobierno, razón por la cual conve-nía no entrar en detalles incómodos. Las creencias de los dictadores siempre parecen indubitables. Sin em-bargo, y a pesar del tufo falangista de aquellas defini-ciones, el Diccionario de la lengua española ofrece una pequeña pista que deberemos considerar con gran cui-dado en unas cuantas páginas: quien ejerce la masone-ría es, simplemente, alguien que utiliza los símbolos de la albañilería.

La oscuridad y la incesante vuelta al punto de partida que se muestran en el Diccionario de la lengua española podrían remediarse si revisara una obra que no girara en torno al aspecto demoniaco, por ejem-plo, el libro de W. Kirk MacNulty titulado Masonería. Símbolos, secretos, significado, en el que puede leerse lo siguiente:

Hacer una definición de la Orden es relativamen-te fácil: la francomasonería es una organización fraternal, seglar, tradicionalmente abierta sólo a hombres. Promulga los principios de la moral y fo-menta la práctica del amor fraterno y caritativo en-tre todas las personas, no sólo entre los masones.

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No es una religión, sino una sociedad de hombres religiosos en el sentido que exige que todos sus miembros crean en la existencia de un “Ser Supre-mo”. El nombre de ese Ser, la escritura en que se revela y la forma como se venera queda totalmente al albedrío de cada masón. Al ingresar a la Orden, los masones juran lealtad sobre el “Volumen de la Ley Sagrada” y además cada masón jura lealtad sobre el volumen específico de escrituras que para él es sagrado. La francmasonería anima a todos los hermanos a seguir las enseñanzas de su propia religión, pero no le interesan los detalles de esas religiones, y en las reuniones masónicas se prohíbe el debate religioso sectario.

Si bien es cierto que la definición de MacNulty ofrece mayor claridad que la de la Real Academia de la Lengua, también lo es que sus palabras no permiten comprender algunos hechos de gran importancia: ¿por qué razón una sociedad que “promulga los principios de la moral y fomenta el amor fraterno y caritativo entre todas las personas” ha sido ligada desde el si-glo xviii a algunos movimientos políticos —como el liberalismo, la Revolución Francesa o la independen-cia estadounidense— y ha sido perseguida y proscrita por varios gobiernos que miran en ella las semillas del enfrentamiento y la disolución social? Si es verdad que los masones están obligados a creer “en la existencia de un Ser Supremo” y tienen prohibido “el debate re-ligioso sectario”, ¿por qué han sido atacados en varias bulas papales y se convirtieron —por lo menos desde

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la perspectiva de la mirada demoniaca— en enemigos jurados del catolicismo, promotores del protestantismo y herejes pertinaces? Y, por último, si la masonería está dedicada a fomentar “la práctica del amor fraterno y caritativo entre todas las personas”, ¿por qué se or-ganizó como una sociedad secreta?, ¿no hubiera sido más sensato que se estructurara como una escuela, una fundación que promoviera la ayuda mutua o una insti-tución dedicada a la asistencia pública, las cuales les ha-brían evitado persecuciones, encarcelamientos, juicios inquisitoriales y, sobre todo, habrían puesto bridas a la desbocada imaginación que caracteriza a los discursos angélicos y demoniacos? MacNulty, a pesar de ofre-cer cierta claridad, tampoco permite llegar muy lejos: su definición sólo permite plantear algunas preguntas interesantes que responderé a lo largo de este ensayo.

Una tercera posibilidad para comprender el sig-nificado de la masonería me obliga a definirla como una institución en la que la religión, la política y la historia se unen de manera indisoluble, y considerarla una sociedad secreta e iniciática —en un sentido me-nos oscuro que la Real Academia de la Lengua—, tal como lo hace Serge Hutin en el octavo volumen de una obra fundamental: Historia de las religiones, dirigida por Henri-Charles Puech. Permítaseme presentar y anali-zar brevemente la definición de Hutin:

[Una sociedad secreta e iniciática] es un grupo cuyas actividades regulares están estrictamente reservadas a sus miembros y —segunda caracte-rística— cuyas reuniones comportan un ritualismo

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tradicional (disposición y decoración de la sala en la que se reúnen los asistentes, ornamentos y obje-tos que llevan éstos puestos, actitudes y marchas). Hay una tercera característica: el hecho de que para entrar en dicha sociedad sea necesario pasar antes por una ceremonia (con pruebas simbólicas) que constituye la iniciación ritual. Igualmente, la eventual admisión en otro grado de la orden se encuentra subordinada a una ceremonia simbólica que abre el acceso. Este tipo de sociedad secreta es justamente calificada de “iniciática”, ya que su fin reside precisamente en esta actividad.

Sin duda alguna, el texto de Hutin permite com-prender la masonería desde una perspectiva alejada de los extremos de lo angélico y lo demoniaco: se trata, en primera instancia, de una institución cuyas activi-dades están estrictamente reservadas a sus miembros; sin embargo, como las logias —al igual que todas las instituciones— están vinculadas con fenómenos reli-giosos, políticos e históricos, el sentido y el fin de sus actividades no ha permanecido estático, ambos —su fin y sus actividades— se han transformado con el tiempo. En términos generales, puede afirmarse que la histo-ria de las actividades masónicas ha seguido un trayecto que va de la herencia gremial de la Edad Media a la conformación de sociedades de ideas y organizaciones prepartidistas desde el siglo xviii hasta la primera mitad del xx, y de éstas ha transitado a la creación de algunas instituciones de asistencia pública y desarrollo personal que, en ciertas ocasiones y condiciones, han intentado

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recuperar —con escasas posibilidades y éxitos— su peso político, pues las condiciones de la actividad pú-blica se han transformado radicalmente desde el siglo xviii hasta nuestros días, a tal grado que los procesos de democratización y acceso a la información parecen ser sus mayores enemigos. Las sociedades abiertas no son, pues, un terreno fértil para las sociedades secretas.

En segundo lugar esta institución, cuyas activida-des están estrictamente reservadas a sus miembros y se transforman debido a fenómenos religiosos, políticos e históricos, sigue una serie de rituales que otorgan sentido a su existencia, al tiempo que permite a sus integrantes compartir determinada visión del mundo, un conjunto de ideas que explican la realidad y, en al-gunos casos, los mecanismos que pretenden transfor-marla. El ritual hace posible un acto de comunión y afirmación entre los masones. En términos generales, estos rituales se dividen en dos grandes conjuntos in-terrelacionados: las ceremonias que —a pesar de las diferencias que existen entre las distintas logias y gra-dos— siguen órdenes preestablecidas y los objetos que otorgan sentido y comunión durante los rituales, evi-dentemente me refiero a las características y los or-namentos que distinguen sus edificios o sus salas de reunión (por ejemplo: el piso ajedrezado, la piedra en bruto y la piedra cúbica, las dos columnas y las esferas celeste y terrestre), las prendas (como los delantales), los distintivos que portan sus miembros (medallas y objetos de uso casi cotidiano) y los símbolos que identi-fican a los masones (el compás, la escuadra, la plomada, el mazo, el panal, la Proposición 47 de Euclides y el ojo

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de Dios, por mencionar sólo algunos elementos de una larguísima lista).

En tercer lugar, la masonería se caracteriza por una serie de ceremonias iniciáticas que permiten a una persona formar parte de ella, avanzar en los tres gra-dos básicos del oficio (aprendiz, compañero y maestro masón) y, en algunos casos, acceder a los “altos gra-dos” de la institución (como ocurre, por ejemplo, entre los escoceses y los yorkinos). Las iniciaciones —que se han transformado a lo largo del tiempo y varían de logia a logia a pesar de la estandarización propuesta en 1772 por William Preston en su libro Ilustrations of Masonry— desempeñan un papel fundamental en la co-fradía en tanto que permiten la pertenencia, comunión y cohesión de sus miembros.

Para comprender estas ceremonias es conveniente tratar de verlas como “ritos de paso”, una expresión acuñada a principios del siglo xx por el antropólogo francés Arnold van Gennep, que permite mostrar su triple estructura con gran elegancia: la primera fase de los ritos de paso de la masonería se caracteriza por la separación del futuro iniciado de la logia a la que aspira a incorporarse. Esto era lo que ocurría en el siglo xviii, cuando algunas organizaciones masónicas exigían a los candidatos que estaban a punto de ser aceptados que pasaran un tiempo solos en la Cámara de Reflexión, una habitación donde debían cuestionarse acerca de la importancia del trabajo que iban a emprender y donde también debían escribir un breve texto en el que expli-caran las razones por las cuales deseaban convertirse en masones. Durante la segunda fase —llamada liminar

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por Van Gennep—, el futuro iniciado no forma parte del mundo terrenal ni es miembro de la masonería; en esta fase el futuro masón experimenta una muerte ritual y se le coloca en una tumba simbólica que, en ciertos casos, es representada por la sábana que cubre al futuro masón que está acostado sobre la Tela del Suelo. Él —en la medida en que está “muerto”— no pertenece al mundo terrenal ni forma parte de la logia. El cumplimiento de este momento liminar permite que el masón inicie la tercera fase del ritual, en la cual re-nacerá a una nueva vida y se integrará a la logia en un nuevo estado gracias a su condición de renacido, lo que MacNulty califica como “una representación simbólica de su ser ascendido desde su nivel psicológico previo a la conciencia”.

A pesar de que el análisis de las ideas de Serge Hutin permite obtener una imagen más nítida de la masonería y los masones, es necesario completarla con

un breve recorrido histórico

que muestre las peculiaridades del sentido y el fin de las actividades masónicas durante un largo periodo que recorreré a grandes pasos para detectar aquellas carac-terísticas que permitieron la llegada, el florecimiento y el ocaso de la masonería en el territorio que hoy ocupa la República Mexicana, pues no puede pensarse en ella como un fenómeno aislado, autónomo, sino como un proceso que es resultado de una serie de acontecimien-tos que, en muchos casos, se desarrollaron más allá de

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las fronteras y determinaron algunas de sus cualidades desde el siglo xviii.

Aunque la imaginación angélica supone que las ac-tividades masónicas se iniciaron en el antiguo Egipto, en la Grecia clásica o la Roma imperial; durante la construcción del templo de Salomón o gracias a los templarios que escaparon de la persecución de su or-den, no existen pruebas convincentes de que estos acontecimientos sean verdaderos. Si bien los defenso-res de estas ideas han hecho correr ríos de tinta desde el siglo xviii gracias a innumerables obras —como The Defense of Masonry, un libro anónimo publicado en 1730, los textos editados en Estados Unidos du-rante el siglo xix por Albert Pike o los instantseller que de manera más o menos constante se ofertan en las mesas de novedades—, las “pruebas” que se han pre-sentado en estos casos no resisten el menor análisis; por ejemplo: el hallazgo de herramientas de albañile-ría en las excavaciones realizadas en Luxor, Jerusalén, Atenas o Roma —por mencionar cuatro casos que po-drían multiplicarse ad nauseam luego de una búsqueda más o menos sistemática— no demuestra la presencia de masones, sino la antiquísima invención de algunos utensilios, cuyo diseño básico —como el de la rueda o la cuchara— no ha tenido cambios significativos a lo largo del tiempo. Ante estos hechos cuya veracidad difícilmente puede ser puesta en duda, algunos maso-nes —como Henry Wilson Coil, quien fue autor de la Masonic Encyclopedia publicada por vez primera durante 1961 en Nueva York— han abandonado el angelismo para asumir una idea sensata y terminante: es absurdo

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¿Masones o francmasones?

Desde el siglo xviii los miembros de las logias y los autores que han escrito acerca de estas sociedades se-cretas e iniciáticas han utilizado de manera casi indis-tinta los términos masones y francmasones para designar a los integrantes de esta institución. Pese a que el uso popular ha convertido estas palabras en sinónimos, su origen muestra algunas diferencias que conviene puntualizar.

La historia del primero de estos términos es bas-tante clara. Según la Enciclopedia del idioma, de Martín Alonso, y el Breve diccionario etimológico de la lengua española, de Guido Gómez Silva, la palabra masón se remonta al siglo xviii y, al decir del académico, pro-viene del “francés maçon, “albañil” […] [el cual] viene del francés antiguo masson, del franco makjo “albañil”, de makon “construir, hacer” [y] del germánico makon “hacer””. Esta hipótesis es diáfana y se adecua perfec-tamente a la historia inglesa y de la masonería.

En cambio, el origen de la palabra francmasón es más oscuro y ha dado lugar a varias interpretaciones; según Guido Gómez Silva, se originó en Inglaterra por un enunciado: free and accepted masons (masones li-bres y aceptados), que devino en la palabra freemasons, la cual fue traducida por los franceses como franc-maçons. Sin embargo, algunos estudiosos de la his-toria de las religiones, como Serge Hutin, consideran que la palabra francmasonería “invoca la expresión freestone masons, “canteros de sillería”, que designaba

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en Inglaterra la piedra (de categoría superior) que tra-bajaban estos obreros”. Es decir, un francmasón era un artesano dedicado a producir las obras de mayor calidad, mientras que un masón era un simple alba-ñil. Consecuentemente, cabe suponer que los gremios medievales de constructores sólo estaban integrados por francmasones, y los masones eran albañiles ajenos a los saberes de la cofradía. Una tercera hipótesis, a caballo entre la de Gómez Silva y la de Hutin, es la de Félix Navarrete, seudónimo del autor de La masone-ría en la historia y las leyes de Méjico, quien afirma: “La palabra masón es de origen francés y la introdujeron en Inglaterra los normandos. Acerca del significado primitivo de freemason (albañil libre) no se ha podido dar una explicación que satisfaga. La opinión más ge-neralizada es que los freemasons, de donde se derivó la palabra francmasones, eran constructores especia-lizados que poseían conocimientos arquitectónicos y labraban artísticamente la piedra ornamental que so-bresalía del muro (freestone)”. En resumen, estas tres hipótesis —cuyo número podría aumentar luego de una búsqueda más acuciosa— nos colocan ante una certeza: el origen de la palabra francmasón es suma-mente oscuro.

En la actualidad, entre los estudiosos dedicados a la investigación de esta sociedad secreta e iniciática, pienso por ejemplo en Hans-Jürgen Prien, Arturo Piedra Solano o Jean-Pierre Bastian, parece existir la tendencia a privilegiar el uso de la voz francmasón, aunque, hasta donde tengo noticia, nunca han acla-rado las causas de su preferencia. Me parece que esta

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predilección es resultado de la necesidad de estable-cer una clara distancia entre los gremios medievales formados por masones y las sociedades secretas cons-tituidas por los francmasones. Independientemente de si nuestra apreciación es correcta, este uso de la palabra francmasón no se ha generalizado ni siquiera entre los miembros de la institución. Un ejemplo de esto puede encontrarse en el opúsculo escrito por Ma-nuel Esteban Ramírez, gran maestro del rito nacional mexicano, cuyo título no deja lugar a dudas: Apuntes sintéticos sobre la masonería en México durante los años de 1806 a 1921.

Como resultado de esta oscuridad, creo que lo más sensato es utilizar la palabra masón, puesto que —además de su uso casi generalizado— no conduce a problemas de origen y significado.

afirmar la existencia de una prueba que demuestre la relación entre los antiguos misterios y la masonería.

Definitivamente, la masonería no es tan antigua como quisieran aquellos que propugnan por lo angé-lico y lo demoniaco; sin embargo, sí es posible suponer de manera fundada que sus orígenes más remotos po-drían rastrearse en la Edad Media, momento en el que nacieron precisamente los gremios de constructores y surgieron los “masones operativos”, es decir, los traba-jadores que participan directamente en las actividades de construcción y poseían el saber arquitectónico del aquel periodo. No olvidemos que la palabra masone-ría —como bien se señala en el Diccionario de la lengua

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española— indica la idea de construcción, de edificación progresiva.

Es imposible negar la existencia de una “maso-nería” medieval, pues la presencia y la acción de los gremios de constructores están perfectamente docu-mentadas en casi toda Europa, a tal grado que conoce-mos la mayor parte de los detalles de su organización, jerarquías, funcionamiento y vida cotidiana. Desde la Edad Media hasta la consolidación de la Revolución Industrial a mediados del siglo xix, los gremios fue-ron organizaciones de artesanos estrechamente liga-das a los poderes públicos y religiosos de los lugares donde realizaban sus labores, en la medida en que los nobles, los cabildos y la jerarquía eclesiástica autori-zaban su constitución y normas, además de otorgarles cierto territorio para ejercer su oficio. Por esta razón no es extraño que muchas calles de las viejas ciudades lleven por nombre el oficio de los artesanos que esta-blecieron sus talleres en ellas, como la calle de Plateros, hoy Francisco I. Madero, en el centro histórico de la Ciudad de México.

Los gremios no eran asociaciones autónomas, se-cretas y ajenas a la sociedad, al contrario, formaban parte de la estructura administrativa de la ciudad, el país o el reino que otorgaban reconocimiento a las ac-tividades de sus miembros. Así pues, como señala Jorge González Angulo Aguirre en su libro Artesanado y ciu-dad a finales del siglo xviii, es posible sostener que

[…] el reconocimiento social para el artesano sólo existía en tanto era miembro de alguna corpora-

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ción gremial; por esta membresía el artesano ad-quiría los derechos y las obligaciones sociales de las que era titular el gremio, ya que la corporación era el objeto social que tenía reconocimiento for-mal dentro de la sociedad.

Efectivamente, en aquellos tiempos era imposible ejercer y comerciar con una labor artesanal de ma-nera abierta y lícita sin pertenecer a un determinado gremio, pues estas instituciones garantizaban que el artesano formara parte de una jerarquía y completara los procedimientos de ascenso vinculados con el pro-ceso de aprendizaje y dominio del oficio, y regulaban el tránsito de los artesanos de las jerarquías inferio-res (los aprendices) a las superiores (los oficiales y los maestros). Desde esta óptica las corporaciones gre-miales eran mucho más que una simple agrupación de artesanos: constituían una forma de vida que permitía acceder a la seguridad bajo la protección de la cofra-día. Por esta razón, pertenecer a un gremio era motivo de orgullo; en alemán, por ejemplo, algunos apellidos comunes, como Schneider o Maurer, que significan literalmente “sastre” y “albañil”. Entre los “masones operativos”, la estructura gremial —además de pro-teger el oficio, garantizar el reconocimiento social y crear mecanismos de ascenso— permitió que la idea de construcción adquiriera un doble sentido que se manifestaba en los ámbitos físico y espiritual: el le-vantamiento de los edificios y la paulatina edificación de sus miembros a medida que accedían a los secretos del oficio.

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