Libro madre teresa de calcuta

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Un retrato personal 50 HISTORIAS DESCONOCIDAS SOBRE SU VIDA la Madre Teresa de Calcuta leo maasburg palabra 2ª edición

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ISBN 978-84-9840-660-3

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Un retratopersonal

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SU VIDA

«La vida diaria de la Madre Teresa, como nos la describe Monseñor Maasburg, puede definirse con dos palabras fuertes: santa audacia. Es muy simple: el mismo Dios le da una misión especial a una pequeña monja. Ella acepta porque sabe que todo lo que tendrá que hacer es ‘ser una pluma en Sus Manos’. El misterioso lenguaje usado entre Dios y los santos es la firme creencia que todo, absolutamente todo, es un mensaje de Su amor. Es por esto por lo que tienen lugar los milagros. Solo tengo que decir una cosa más: tolle, lege».

ALICE VON HILDEBRAND

«Con su munición de Medallas Milagrosas de la Virgen, que repartía a manos llenas, y su determinación por cambiar el mundo persona a persona la Madre Teresa se ha convertido en un icono de la caridad del siglo XX. Las 50 historias de este libro tienen lugar en diversos continentes y épocas; su estancia en la Unión Soviética, durante los terremotos de Armenia de 1988, será un descubrimiento para los lectores. ‘La Madre Teresa era una misionera de los pies a la cabeza, que veía la omnipotencia de Dios y el amor de Jesús actuando en todo y en todos’, escribe Leo Maasburg.

PUBLISHERS WEEKLY

«Esta publicación ayudará y estimulará, por su categoría de testimonio directo, al conocimiento de la Beata Teresa Gonhxa Bojaxhiu, reconocido modelo de virtud cristiana, y, como ha dicho el Santo Padre Benedicto XVI, don inestimable para la Iglesia y el mundo».

MONS. RENZO FRATINI. NUNCIO APOSTÓLICO

“La vida diaria de la Madre Teresa, como nos las describe

Monseñor Maasburg, puede defi nirse con dos palabras

fuertes: santa audacia”. ALICE VON HILDEBRAND

La Madre Teresa es considerada como «el ángel de los pobres» ya que llevó el mensaje cristiano del amor al prójimo desde los suburbios de Calcuta a los areópagos del mundo entero, convirtiéndose así en un icono de la caridad.

Monseñor Leo Maasburg fue uno de sus ayudantes más cercanos durante los años que acompañó a la Madre Teresa en sus viajes por todo el mundo, siendo testigo tanto de incontables milagros como de las pequeñas anécdotas de su día a día. En este retrato personal de la pequeña monja, nos presenta cincuenta historias sorprendentes, desconocidas hasta ahora para la mayoría, sobre los pequeños milagros que experimentó al lado de la Madre Teresa. Historias sobre cómo consiguió abrir la primera casa en la Unión Soviética, negociar con el líder sandinista Daniel Ortega o cuál era su manera para apartar de sí el orgullo y la vanidad.

En todas ellas puede verse su confianza ilimitada en el amor de Dios y cómo la fe puede mover montañas. Nos muestran a una mujer con un gran sentido del humor, inteligente y consciente de su misión; una mujer notable que llevó un mensaje de esperanza real para nuestro tiempo. Es la historia de la vida de una de las mujeres más importantes del siglo XX contada como no se había hecho hasta ahora.

MONSEÑOR LEO MAASBURG nació en 1948 en Graz, Austria. Estudió Derecho, Ciencias Políticas, Teología, Derecho Canónico y Misionología en Innsbruck, Oxford y Roma. Se ordenó sacerdote en Fátima, en 1982. Durante muchos años, fue amigo íntimo de la Madre Teresa, su consejero espiritual, su traductor y su confesor. Viajó con ella a la India y a Roma, y la acompañó en otros muchos viajes, desde Moscú a Cuba, pasando por Nueva York. En 2005 fue nombrado Director Nacional de las Sociedades Pontificias Misioneras en Austria.

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2ª edición

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1ª edición, abril 20122ª edición, junio 2012

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La Madre Teresa de Calcuta

Un retrato personal

EdicionEs palabramadrid

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Título original: Mutter Teresa. Die wunderwaren Geschichten by Leo Maasburg

Palabra HoyDirector de la colección: Ricardo Regidor

© 2010 by PATTLOCH VERLAG GMBH & CO.KG, München. www.droemer-knaur.de© Ediciones Palabra, S.A., 2012 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected]© Traducción: José Gabriel Rodríguez Pazos

Fotografías por cortesía del autor, Leo Maasburg, salvo las indicadas a continuación.Primer pliego, página 7, inferior: Pejacsevich.Segundo pliego, página 2, superior: servicio fotográfico de L'Osservatore Romano; página 3, inferior: Janko Hnilica; página 6, superior izquierda: Petrie.

Foto cubierta: cortesía de Leo Maasburg.Diseño de cubierta: Raúl OstosAdaptación del diseño de John Herreid realizado para la edición norteamericana de Ignatius Press.

ISBN: 978-84-9840-660-3Depósito legal: M. 14.306-2012Impresión: Gráficas Anzos, S. L.Printed in Spain - Impreso en España

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento

informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,

sin el permiso previo y por escrito del editor.

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Leo Maasburg

La Madre Teresa

de Calcutaun retrato personal

SEGUNDA EDICIÓN

paLabra hoy

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Jesús es la esperanza de la humanidadporque vino para darnos la buena noticia

de que Dios es Amor,que nos amay que quiere

que nos amemos unos a otroscomo Dios nos ama a cada uno.

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Índice

prólogo: ¿Qué hubiera querido ella? .......................agradecimientos ...................................................... 1. amor a segunda vista ........................................ 2. En el Vaticano ................................................... 3. cómo encargar un santo .................................. 4. la segunda vocación de la madre Teresa ........ 5. los pobres son gente maravillosa .................... 6. los negocios de la madre Teresa ..................... 7. ¡hábleles de Jesús! ............................................ 8. haz cosas pequeñas con un amor grande ....... 9. con los más pobres de entre los pobres ..........10. contemplativos en el mundo ...........................11. irresistiblemente encantadora .........................12. cómo coger el toro por los cuernos .................13. almas necesitadas .............................................14. En el imperio del mal .......................................15. navidad soviética ..............................................16. la aventura armenia .........................................17. con peregrinos, prostitutas y políticos ............18. Entre hindúes y musulmanes ...........................19. la voz de los que no tienen voz .......................20. ¡Es obra suya! ...................................................21. sufrimiento y muerte .......................................22. En la flor de la santidad ...................................23. ¡la madre Teresa vive! .....................................

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Prólogo¿Qué hubiera querido ella?

La Madre Teresa es uno de los personajes verdadera-mente grandes e influyentes del siglo xx. Es –y esto están dispuesto a admitirlo personas que no tienen fe o que la critican– una figura destacada de la historia contemporá-nea y de la historia de la Iglesia. Pero, sobre todo, fue y será siempre una mujer fascinante. Esto lo veo en el brillo de los ojos de muchos que, en cuanto saben que tuve el privilegio de trabajar unos cuantos años muy cerca de la Madre Teresa, me piden que les cuente cosas de ella.

¿Por qué interesa a la gente del siglo xxi una santa del siglo xx a la que nunca conocieron? En esta era frenética que cambia aceleradamente de una moda a la siguiente, ¿qué puede tener de interesante e inspirador una religiosa que, ante el comentario impertinente de que su teología llevaba un retraso de doscientos años, se limitó a sonreír y contestar: «No, ¡de dos mil años!»?

En los numerosos viajes en que pude acompañar a la Madre Teresa durante sus últimos años, experimenté algo de su resplandeciente y fascinante personalidad. Para el mundo de los medios, atraído por todo tipo de celebrida-des, se trataba de una «estrella» extraordinaria, irreem-plazable, fulgurante, pero que no estaba rodeada de los ricos y guapos, sino de los más pobres de entre los pobres, los deformes, los excluidos de la sociedad. Era una perso-

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nalidad enérgica, perspicaz, carismática y humilde que no intentó dominar, sino que quiso servir; una renovado-ra cuyo éxito más evidente fue atraer, mediante su labor y su ejemplo, a muchas jóvenes de todo el mundo a engro-sar las filas de los discípulos de Jesús, dando así un senti-do a sus vidas. Muchos hombres y mujeres de todas las edades se han dejado inspirar por el amor a Jesús de la Madre Teresa. Era una «estrella» que se convirtió en per-sonaje público a su pesar y que, no obstante, supo mane-jar esa notoriedad de manera muy eficaz en favor de su causa.

La Madre Teresa nunca quiso ser el centro de aten-ción, pero, cuando otros la pusieron en el candelero –a partir de la concesión del Premio Nobel de la Paz en 1979–, esa fue su situación de manera casi permanente. Ella se servía de esta circunstancia para desviar la aten-ción de su persona hacia Cristo. En distintas partes del mundo había, y todavía hay, un tira y afloja –más motiva-do por el provincianismo que por el catolicismo– respecto a quién podía considerar como propia a la Madre Teresa. A ella no le hubiera gustado esto, aunque nunca renunció a sus orígenes. Una de las pocas declaraciones que la Ma-dre Teresa hizo sobre sí misma fue: «Soy albanesa de na-cimiento. Soy de nacionalidad india. Soy monja católica. Por lo que hago, pertenezco al mundo entero, pero mi co-razón pertenece por completo a Jesús». Con esto, su posi-ción queda perfectamente clara.

¿Y no son todos estos argumentos para no escribir un libro sobre la Madre Teresa? Un libro que, además, no tie-ne ninguna pretensión académica o biográfica, sino que se basa en las experiencias, recuerdos y anotaciones del autor. O, por hacer la pregunta de otro modo, ¿qué hubie-ra querido la Madre Teresa que yo escribiera en este li-bro?

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Prólogo

Creo que ella contestaría con la misma respuesta que me dio a mí, sacerdote recién ordenado, un espléndido día de otoño en Viena. Yo nunca había predicado un reti-ro a nadie, y mucho menos a monjas. Así que me sorpren-dió la pregunta de la Madre Teresa: «¿Padre, podría pre-dicar un retiro a las hermanas?».

Halagado, le pregunté, un tanto azorado, cuándo se-ría.

—Mañana –dijo.Y yo, más azorado todavía, contesté:—Pero, madre, ¡nunca he predicado un retiro! ¿De

qué voy a hablarles?Su respuesta fue inmediata:—¡Hábleles de Jesús! ¿De qué, si no?Cuando le preguntaban por su vida y por detalles bio-

gráficos, la Madre Teresa solía negarse a contestar: «No me gusta hablar de mí misma porque, cuando la gente ha-bla o escribe sobre mí, hablan o escriben menos sobre Je-sús».

Así pues, espero que este libro muestre la obra y la personalidad de la Madre Teresa con un enfoque correcto y, sobre todo, que muestre cómo, en todo lo que hizo, siempre señalaba a Cristo. Espero que muestre el que fue su objetivo último: llevar a todos a Jesucristo.

Monseñor Leo Maasburg

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Agradecimientos

Quiero dar las gracias de corazón a Stephan Baier por su profesional y paciente ayuda durante el proceso de es-cribir este libro y por el eficaz seguimiento de cada una de las fases que llevaron a su conclusión. Muchísimas gracias también a su comprensiva familia.

La preciosa fotografía de la cubierta me la facilitó el Dr. Janko Hnilica, hermano del difunto obispo Pavol Hni-lica, a quien debo el tiempo que pasé junto a la Madre Teresa.

Agradezco también sinceramente a Barbara Polak la meticulosa y rápida transcripción del texto.

Vaya también mi profundo agradecimiento a Michael J. Miller y a mi prima Alix Henley por la magnífica tra-ducción del libro al inglés.

Monseñor Leo Maasburg

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1. Amor a segunda vista

Era maravillosamente normal, a pesar de lo extraordi-nario de su vida, del impacto que ejercía en las personas y de una influencia que continúa hasta hoy. Por un lado, la Madre Teresa superaba toda norma conocida, pero, por otro lado, era totalmente natural, genuina, «normal». Y eso es lo que la hacía tan fascinante. Durante el tiempo que pasé a su lado, observé, estudié y admiré a la Madre Teresa. Desde el primer momento, me recordó a mi abue-la.

Aparte de cientos de arrugas en la cara, la Madre Tere-sa tenía en común con mi abuela ciertas características propias de su generación. Era disciplinada y estricta con-sigo misma, pero, al mismo tiempo, amable, comprensiva y extremadamente paciente con los demás. También tenía esos labios finos y severos que tienen muchos ancianos y que ella, en ocasiones, y dependiendo de la situación, apretaba hacia fuera con un mohín; inclinaba un poco la cabeza hacia un lado y escuchaba a las visitas con un cier-to aire de escepticismo, pero con una enorme atención.

En otros momentos, volviendo a apretar los labios ha-cia fuera, movía la cabeza hacia delante y hacia atrás, co-mo un sumiller que probara el vino de la última cosecha; en esas circunstancias, los que la conocían sabían que es-taba a punto de tomar una aguda decisión. Entonces, los labios apretados desaparecían normalmente detrás de sus

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manos arrugadas, la cabeza parecía volvérsele pesada, y la Madre Teresa la apoyaba en aquellas manos gastadas por el trabajo en las que la artritis había dejado su marca; y, olvidándose de lo que la rodeaba, se sumía en conversa-ción con su Señor.

Llegamos aquí a una importante característica de la personalidad de la Madre Teresa. Vivía lo que pidió a sus hermanas una y otra vez: que fueran «contemplativas en el mundo». Todo su trabajo y sus desvelos, que parecían dirigidos por completo al mundo, ocultaban otra faceta importante de su naturaleza. Esa faceta –como el iceberg– permanecía sumergida bajo la superficie o, para ser preci-sos, estaba orientada hacia al interior: era contemplativa, estaba inmersa en la meditación de Dios, de Su amor y de Su obra en el mundo. Más aún, llevaba consigo un secreto personal del que ninguno de nosotros sabíamos nada, un profundo sufrimiento místico que solo se conoció des-pués de su muerte: la «noche oscura del alma», un frus-trado y ardiente deseo de la presencia cercana de Dios.

La primera vez que visité Calcuta, yo era todavía bas-tante crítico. Quería ver en detalle de qué manera la espi-ritualidad de la Madre Teresa y su piedad influían en su trabajo y el de sus hermanas. Así que me senté en la capi-lla en un lugar que me permitía observar cómo rezaba la Madre Teresa. Parecía totalmente concentrada mientras, con profunda reverencia, se sentaba de rodillas en el sue-lo o en una esterilla, con los ojos cerrados y poniéndose las manos en la cara en algunos momentos.

Al cabo de un rato, me di cuenta de que un fotógrafo paseaba nervioso arriba y abajo en la entrada de la capi-lla. Evidentemente, quería hablar con la Madre Teresa, pero no se atrevía a acercarse a ella y molestarla. De re-pente, una hermana se le acercó y le dijo que podía acer-carse a ella. Él se quitó los zapatos y entró en la capilla, pero dudó al ir a arrodillarse junto a la Madre Teresa.

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«Ahora la va a molestar», pensé, esperando con curiosi-dad la reacción.

Ella debió de oír o sentir cómo se arrodillaba en el suelo junto a ella, ya que levantó la vista y le dio la bienve-nida con una radiante sonrisa. Ahora su atención pertene-cía por completo al fotógrafo. Él le explicó lo que quería en pocas palabras. Ella le dio una respuesta. Él se levantó y salió de la capilla. Antes de que estuviera fuera, la Ma-dre Teresa ya estaba de nuevo completamente sumida en una profunda oración.

Lo que me impresionó de esta breve escena es que la Madre Teresa no hizo ni el más mínimo gesto de contra-riedad o enojo. Al contrario: fue como si el fotógrafo le hubiera traído un regalo con aquella interrupción de su oración. Con el paso del tiempo comprendí que la Madre Teresa veía a Jesús mismo tan presente en las personas que aquello –interrumpir la oración, es decir, interrumpir una animada conversación con Jesús– no era para ella si-no pasar de Jesús a Jesús.

Una de las descripciones más acertadas y bellas que la Madre Teresa hizo de sí misma se dio en una respuesta a un grupo de periodistas. Uno de los reporteros dijo:

—Madre Teresa, ¡lo que usted hace es maravilloso!Y ella contestó:—Sabe, yo solo soy un pequeño lápiz en la mano de

Dios. Un Dios que va a escribir una carta de amor al mun-do.

Lo que la Madre Teresa quería decir es que debemos dejar que Dios nos utilice como nosotros utilizamos un lápiz. Del mismo modo que necesito un lápiz para escri-bir, para poner en el papel lo que pienso y quiero decir, así Dios, de manera similar, se sirve de seres humanos pa-ra expresar lo que piensa y quiere decir. Dios es grandio-so, sin embargo, es también humilde y se sirve de noso-tros –seres humanos imperfectos– para manifestar su

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grandiosidad. Si de verdad queremos ser suyos y servirle, debemos permitirle que se sirva de nosotros para procla-marle como Él quiere.

Pero, con esto, estoy anticipando la conclusión en mu-cha mayor medida de la que corresponde al principio de un libro. Así que volvamos a empezar por el principio.

• . •

Tuve el privilegio de conocer a la Madre Teresa cuan-do yo era todavía estudiante. En aquella época yo trabaja-ba estrechamente con el obispo eslovaco exiliado Pavol Hnilica, que vivía en Roma y apoyaba a la Iglesia clandes-tina en el antiguo bloque de los países del Este, a través de la organización benéfica Pro Fratribus, que él había fun-dado. Conoció a la Madre Teresa en 1964, en el Congreso Eucarístico de Bombay, y es probable que, ya entonces, se diera cuenta del tipo de persona que era ella. Por eso, em-pezó a insistir al Papa Pablo VI para que la invitara a ir a Roma y, finalmente, lo consiguió. El obispo Hnilica tam-bién contribuyó a que se estableciera en Roma, en el ba-rrio de Tor Fiscale, la primera fundación, o casa, de las hermanas de la Madre Teresa.

Como yo trabajaba con el obispo, estuve presente cuando la Madre Teresa vino a visitarlo, y también cuan-do el obispo Hnilica la visitó a ella en San Gregorio, su fundación de Roma; pero entonces preferí permanecer en un segundo plano. Yo tendía a pensar que lo mejor era que la dejara tranquila, sobre todo porque aquellos en-cuentros me parecían una especie de asedio para la Ma-dre Teresa, debido al elevado número de visitantes checos y eslovacos que siempre acompañaban al obispo Hnilica.

Roma, por supuesto, estaba llena de personajes céle-bres de interés. Sin darme cuenta, encasillé también a la Madre Teresa en esa categoría. Pero, en mi primer en-

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cuentro real con ella, se desvanecieron todos mis prejui-cios. En vez de sentarse con el obispo y los que venían a verla y llevar el peso de la conversación, condujo a todos a la capilla, se arrodilló y se puso a rezar delante del Santí-simo Sacramento. No quiso acercarnos a su persona y su obra, ¡sino al Santísimo Sacramento!

En último término, debo la gracia de haber estado cer-ca de la Madre Teresa después de mi ordenación sacerdo-tal en 1982, así como el privilegio de acompañarla en sus viajes en repetidas ocasiones durante varios años, al he-cho de que el obispo Hnilica poseía el carisma de no ha-blar inglés. Si era necesario, se entendían directamente, él en eslovaco y ella en croata –ambas son lenguas eslavas–, pero, cuando había que tratar algún asunto más compli-cado o tenían que tratarlo en profundidad, hacía falta un intérprete. Y ahí es donde entraba yo, traduciendo del in-glés de la Madre Teresa al italiano o alemán del obispo Hnilica.

Una vez, durante una de las primeras ocasiones en que me dediqué a hacer de intérprete después de mi orde-nación, el obispo Hnilica salió y me quedé a solas con la Madre Teresa. Le pregunté qué debía hacer un sacerdote recién ordenado si sentía en su corazón que debía ir a Ru-sia de misionero. Su respuesta fue inmediata:

—Debe hacer lo que su obispo le diga.Sentí que veía claramente mi interior, así que, para

justificarme, le pregunté:—Pero, si el obispo no dice nada, ¿qué debe hacer?La Madre Teresa se quedó un momento pensativa y

contestó:—Entonces debe hacer lo que le diga el Papa.Y eso fue, exactamente, lo que sucedió al cabo del

tiempo. A través de Juan Pablo II –indirectamente–, acabé yendo con la Madre Teresa primero a Moscú y después a Armenia. El secretario de Estado, cardenal Angelo Soda-

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no, en nombre del Papa, me otorgó el preceptivo manda-to, tal y como lo establece el derecho canónico.

• . •

Pragmática y muy práctica por naturaleza, la Madre Teresa tenía una especial habilidad para conseguir ayu-das y apoyos para su labor y sus planes mediante encuen-tros inopinados, los cuales eran muy frecuentes. Así, en mi primer encuentro de cierta duración con la Madre Te-resa, una vez concluido mi servicio de intérprete entre ella y mi obispo, no pasó ni un minuto antes de que se enterara de que yo tenía coche. Enseguida me pidió que llevara a tres de sus hermanas al aeropuerto esa misma tarde. Y ahí estaba yo, aquel domingo, a las tres de la tar-de, en el aparcamiento que hay enfrente de San Gregorio, la casa de las hermanas en Roma. La Madre Teresa, que ya estaba allí esperando, me «entregó» a las tres herma-nas. Cada una llevaba una caja abierta bajo el brazo. Al irlas colocando en el maletero, pude ver el contenido de las cajas: una esterilla enrollada para dormir, dos saris doblados, una Biblia, un libro de oraciones y unos pocos objetos personales.

—¿Se van de excursión al campo? –les pregunté con cierta sorna, señalando con un gesto su ligero equipaje.

—No, al aeropuerto –fue su respuesta.—¿Y cuál es el destino? –quise saber.—Argentina –dijo una sonriente hermana a la que fácil-

mente podría haberse confundido con una quinceañera.—¿Y cuánto tiempo van? ¿Una o dos semanas?—¡No, no! Seguramente entre cinco y diez años, como

mínimo.Yo, que seguía intentando encontrar una explicación

para tan exiguo equipaje, les pregunté que cuándo se ha-bían enterado de su traslado.

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—Esta mañana. Después de la ceremonia de nuestros votos, la Madre Teresa nos ha comunicado nuestra nueva misión. ¡Estamos contentísimas!

Durante el silencio que vino después, no pude sino comparar mi obediencia sacerdotal con la de ellas. Las conclusiones han sido objeto de mis pensamientos hasta el día de hoy.

Me di cuenta de que la obediencia de los religiosos consagrados va muchísimo más allá que la de los sacer-dotes seculares. La total disponibilidad de las hermanas para las tareas que les encomienda su superiora ha mo-delado mi forma de pensar. La Madre Teresa sabía per-fectamente qué autoridad le corresponde a cada uno; ciertamente, no era una persona sumisa, pero era muy obediente. No hubiera hecho nunca nada con el fin de causarle buena impresión a su superior, a un obispo o a un cardenal. Además, siempre sabía distinguir qué man-datos de un obispo entraban dentro de su competencia episcopal y cuáles no.

En una ocasión, la Madre Teresa se encontró con el cardenal Franz König en el sínodo de obispos, y él le pre-guntó cómo se sentía entre tanto obispo. Ella contestó:

—La verdad, eminencia, es que no entiendo todo lo que se dice y se cuenta aquí. Pero pienso que, a veces, qui-zá sea más importante rezar por los obispos que escu-charles.

Aunque las jóvenes hermanas a las que había llevado al aeropuerto habían recibido su misión esa misma ma-ñana, y fue entonces cuando se enteraron de a dónde te-nían que viajar, obedecieron con alegría. Más tarde, pre-sencié con frecuencia este tipo de envío, que es parte del simbolismo con el que las Misioneras de la Caridad de-muestran –de forma muy conmovedora– la naturaleza de sus votos de pobreza, castidad, obediencia y «entrega de todo corazón y gratuita a los más pobres de entre los po-

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bres». Después de la ceremonia litúrgica durante la que las nuevas hermanas hacían sus votos, cada una deposita-ba en las manos de la Madre Teresa el correspondiente documento escrito. A continuación se iban a la sacristía, donde la Madre Teresa entregaba a cada una un papelito con su misión. En el papelito se podía leer: «Querida her-mana …, te envío a …». La Madre Teresa escribía a mano el nombre de la hermana y el país correspondiente. Y en la parte de abajo del papel escribía: «Dios te bendiga. Ma-dre M. Teresa, MC».

Yo no sabía todo eso cuando llevé a las tres hermanas al aeropuerto de Roma. No obstante, ya había empezado a intuir algo del espíritu de la Madre Teresa y de su obra. A la vuelta, quise comunicarle que sus hermanas habían embarcado sanas y salvas. Un té y unas pastas me estaban esperando. Entonces apareció ella para darme las gracias personalmente, o eso pensé yo. Pero se trataba ya de mi siguiente encargo:

—Padre, ¿podría llevarme mañana al Vaticano?

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2. En el Vaticano

«¿Llevarla al Vaticano? Sí, por supuesto. ¡Me encanta-ría!». No tenía ningún motivo para no hacerle ese peque-ño favor a la Madre Teresa. Además, era una buena opor-tunidad para que un cura como yo, que llevaba ordenado solo unos meses, pudiera echar un vistazo a lo que hay detrás de los muros vaticanos y, quizá, pudiera incluso, mientras esperaba a la Madre Teresa, dar un paseo por los jardines vaticanos, siempre cerrados al público.

—Sí, muy bien. ¡Cualquier hora! –fue la respuesta a mi pregunta de cuándo debería recogerla para llevarla al Vaticano. Aquí empezó mi primera breve discusión con la Madre Teresa.

—Padre, debemos ser muy puntuales. Lo mejor sería salir de aquí a las cuatro de la mañana –dijo, iniciando nuestra discusión.

—¿Cuatro de la mañana?Yo ya me veía levantándome de noche y sin haber dor-

mido apenas, porque en Roma la gente no suele irse a la cama antes de la una, especialmente los estudiantes. Me pareció que aquello iba a ser un verdadero sacrificio. Aunque, quizá, la hora del sacrificio podía atrasarse un poco. Valía la pena intentarlo:

—Madre Teresa, supongo que ha sido usted invitada a la Misa del Santo Padre, ¿no?

Con los labios apretados hacia fuera y un movimiento de cabeza típico de la India –que para los europeos signi-

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fica no, pero que en el mundo indio significa sí–, confir-mó mi suposición. Esto mejoraba mis opciones:

—Madre Teresa, la Misa del Papa no empieza hasta las siete –objeté, sirviéndome de datos que conocía bien.

—Sí, pero debemos ser muy puntuales… Bueno, está bien, salimos a las cuatro y media.

Aquello era una victoria parcial. Había que explotar el éxito:

—No, Madre, las seis y media sería suficientemente tem-prano. A esas horas las calles están vacías y tardaremos, co-mo mucho, quince minutos desde San Gregorio al Vaticano.

—De acuerdo, padre. Pues a las cinco, ¡pero no más tarde!

Otra victoria parcial. «Está dispuesta a dialogar», pen-sé. Y no mostraba ni el más mínimo signo de contrariedad o impaciencia. Es más, creí ver una mirada alentadora en lo profundo de aquellos ojos maravillosos que me recorda-ban a mi abuela. Me sentí en cierto modo como Abraham regateando por las almas de los justos de Sodoma. Claro que aquí no era una cuestión de almas; se trataba única-mente de unas horas más de sueño para mí aquella noche.

Sin embargo, quise volver a intentarlo, sirviéndome es-ta vez de un argumento que no era del todo insustancial:

—Madre Teresa, eso sigue siendo muy temprano. Las puertas del Vaticano no se abren hasta las seis.

¡Otra victoria!—Cinco y media.Esto ya era bastante más llevadero que las cuatro de la

mañana.

• . •

Puntualmente a las cinco y media de la mañana, llega-ba yo a San Gregorio para recoger a la Madre Teresa. Ella y una hermana que había tenido la suerte de acompañar-

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En el Vaticano

la a visitar al Santo Padre ya me estaban esperando. Cuando el Vaticano abrió sus puertas a las seis, mi Opel verde con matrícula de Munich fue el primero en entrar. El guardia suizo nos hizo una señal para que pasáramos y nos saludó muy marcial. Enfilamos la rampa que condu-ce al Cortile de San Dámaso; desde allí, los invitados del Papa cogen un ascensor que los lleva a la tercera planta, donde se encuentra la entrada a las estancias del Santo Padre.

Cuando paré el coche delante de la puerta del ascen-sor, otro guardia suizo nos saludó:

—Buenos días, Madre Teresa. Llega usted muy tem-prano. Espere aquí, por favor.

La orden fue escueta y clara. Así que tuve la gran for-tuna de tener que esperar en el coche con la Madre Teresa durante casi una hora. Eso era mucho más de lo que yo nunca hubiera imaginado, y creo que nunca he disfrutado tanto de una espera como en aquella ocasión.

La Madre Teresa se sentó en el asiento del copiloto y rezamos juntos los quince misterios del Rosario y una no-vena rápida. La novena rápida era, por así decir, el arma espiritual de fuego graneado de la Madre Teresa. Consta-ba de diez Acordaos, no nueve, que es lo que cabría espe-rar de la palabra «novena». Las novenas de nueve días de duración eran muy comunes en la congregación de las Misioneras de la Caridad. Pero, dada la multitud de pro-blemas que ocupaban la atención de la Madre Teresa, por no referirme a sus frecuentes viajes, muchas veces no era posible esperar nueve días a una respuesta de la celestial Providencia. Así que se inventó la novena rápida.

Esta es la oración del Acordaos:

Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y re-clamando vuestro auxilio, haya sido abandonado de Vos.

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Animado por esta confianza, a Vos también acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!; y, aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. ¡Oh Madre de Dios!, no des-echéis mis humildes súplicas; antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

La Madre Teresa utilizaba esta oración continuamente: para peticiones por la curación de un niño enfermo, antes de tratar con alguien asuntos importantes o cuando se per-dían los pasaportes, para implorar el auxilio divino cuando se estaban quedando sin gasolina en uno de sus servicios nocturnos y el destino estaba todavía lejos en medio de la oscuridad… La novena rápida tenía una cosa en común con las novenas de nueve días o nueve meses: era una plegaria confiada pidiendo el auxilio celestial, como hicieron los apóstoles durante nueve días en el Cenáculo «junto con al-gunas mujeres y con María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14), mientras esperaban la ayuda prometida del Espíritu Santo.

El motivo por el que la Madre Teresa rezaba siempre diez Acordaos es que daba por hecho la colaboración del cielo, y, por tanto, añadía inmediatamente un décimo Acordaos para agradecer el favor recibido. Y así fue en esta ocasión. Rezamos el Rosario completo mientras es-perábamos en el coche. Nada más acabar la novena rápi-da, el guardia suizo dio unos golpecitos en el empañado parabrisas y dijo:

—Madre Teresa, es la hora. La Madre Teresa y la hermana salieron. Para evitar

que el guardia me echara de aquel maravilloso patio, le dije a la Madre Teresa mientras se iba:

—Madre, yo espero aquí hasta que usted vuelva y lue-go la llevo a casa.

Pero los acontecimientos se iban a desarrollar de otro modo. Ella se dio la vuelta y me llamó:

—Vamos, padre, usted viene con nosotras.

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¿Había sido la novena rápida la que había propiciado este «Vamos, padre»? No tuve tiempo de darle más vuel-tas porque la Madre Teresa ya iba camino del ascensor. Acalló la tímida protesta del guardia suizo con un encan-tador «¡El padre viene con nosotras!» y una mirada agra-decida.

Creí entender por qué el guardia me dejaba pasar sin más objeciones. Las normas eran inequívocas: solo po-dían pasar aquellos que estaban en la lista de invitados. Y los únicos nombres que figuraban en la lista eran los de la Madre Teresa y una hermana. Con lo que, probablemen-te, el guardia tenía tan claro como yo que yo no tenía nin-guna posibilidad. Aunque fuera acompañado por una santa, no iba a pasar más allá del ascensorista y, mucho menos, de los escoltas que estaban en la entrada del apar-tamento del Santo Padre.

La Madre se dirigió al dubitativo ascensorista con el mismo encanto, pero, al mismo tiempo, con firmeza:

—Ya podemos subir. El padre viene con nosotras.Antes que discutir una orden tan clara de la Madre Te-

resa, el ascensorista prefirió, obviamente, dejar que fue-ran los escoltas quienes pusieran fin a mi intromisión en las estancias papales. Cuando salimos del ascensor, pare-ció como si fuera eso lo que estaba pensando, por el gesto que le hizo al escolta.

En el ascensor yo ya había intentado explicarle a la Madre Teresa que entrar en la residencia del Papa sin cita previa era no solo inusitado, sino absolutamente imposi-ble. Pero mi resistencia fue inútil. Se limitaba a repetir:

—No, padre. Usted viene con nosotras.Bueno, dado que no podía hacer que me tragara la tie-

rra, ya no me quedaba sino prepararme para el definitivo «¡Fuera!», justo a las puertas de tan querido destino. En mi interior podía escuchar al guardia y al ascensorista su-

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surrando «Ya se lo dijimos», en mi camino de vuelta al coche. ¿Me dejarían, al menos, esperar en el cortile?

En la tercera planta del Palazzo Apostolico hay un pa-sillo muy largo que conduce desde el ascensor hasta el primer gran recibidor de los apartamentos del Papa; sin embargo, no fue lo suficientemente largo como para con-vencer a la Madre Teresa de que lo mejor sería que yo me diera la vuelta inmediatamente.

—A mí no me importa… –intenté explicarle tímida-mente.

—¡Usted viene con nosotras! –contestó con firmeza.No había nada que hacer. Había gente que llamaba a

esta santa mujer la «benevolente dictadora». Poco a poco, yo estaba empezando a entender por qué.

Las paredes del pasillo por el que íbamos avanzando –ahora, en silencio– estaban profusamente decoradas con espléndidos cuadros y otros elementos ornamentales. La vista que había desde las enormes ventanas era absoluta-mente imponente. A nuestros pies, en medio de la neblina matutina, se veía el Cortile de San Dámaso, la Plaza de San Pedro, la colina del Gianicolo con la Universidad Pontificia Urbaniana y el Pontificio Colegio Norteameri-cano y, por último, una enorme multitud de tejados: la Ciudad Eterna. No tuve mucho tiempo para recrearme con aquellas impresiones. La Madre Teresa, la hermana y yo estábamos cada vez más cerca de la entrada de los apartamentos papales. Dos enormes policías vestidos de paisano estaban allí plantificados. ¿Había llegado defini-tivamente el fin de mi excursión mañanera para ver al Pa-pa? A mí no me cabía duda.

El esperado «¡Fuera!» se dio de una forma de lo más delicada y profesional. El policía de más edad saludó con cortesía a la fundadora de la orden religiosa:

—Buenos días, Madre Teresa. Por aquí, por favor. El padre no está invitado. No puede pasar.

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Se echó a un lado para que pasara la Madre Teresa y yo me detuve. Pero ella me hizo un gesto para que siguie-ra andando y le dijo al policía:

—El padre viene con nosotras.Pero, esta vez, ni siquiera el encanto sobrenatural de una

santa sirvió para convencer a aquel oficial de seguridad del Vaticano que se limitaba a cumplir órdenes. El policía papal se interpuso ahora en el camino de la Madre Teresa y repitió las instrucciones delicada, pero tajantemente:

—Madre, su padre no tiene permiso, con lo que no puede ir con usted.

Ante tan educado pero irrebatible argumento de auto-ridad, me quedó claro cuál era el siguiente paso: ¡retirada inmediata!

En este tipo de situaciones la diferencia entre el éxito y el fracaso se vuelve nítida: para la Madre Teresa la solu-ción del problema no tenía nada que ver con la que yo me había planteado. Se quedó parada y le preguntó al policía con mucha paciencia:

—¿Y quién puede darle permiso al sacerdote?Evidentemente, aquel buen hombre no estaba prepa-

rado para una pregunta como aquella. Se encogió de hombros y dijo:

—Bueno…, el mismo Papa quizá…, o monseñor Dziwisz…

—Estupendo. Entonces, espérese aquí –fue su inme-diata respuesta mientras se escabullía bajo los encogidos hombros del policía, dirigiéndose hacia las estancias pa-pales–. Le voy a preguntar al Santo Padre.

¡Pobre policía! El caso era que una de sus obligaciones principales consistía en salvaguardar la paz y tranquili-dad del Papa. Y ahora –estaba claro– la monjita aquella iba a entrar en la capilla, interrumpir la profunda oración del Papa y marearle con que dejara pasar a un simple cu-ra. ¡Ni hablar! ¡Él no podía permitirlo!

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—¡Per amor di Dio, Madre Teresa! –hubo una breve pausa y, entonces, prevaleció el sentido común ítalo-vati-cano, dando la victoria a la Madre Teresa–. En ese caso, es mejor que el padre vaya con usted –se volvió hacia mí–. Venga, pase.

Órdenes son órdenes, así que la «benevolente dictado-ra» –a la que nunca estaré suficientemente agradecido–, la hermana y yo pasamos por delante del policía y entra-mos en el recibidor del Santo Padre.

Desde una puerta al otro lado del recibidor, se acercó a nosotros monseñor Stanislaw Dziwisz, el secretario per-sonal del Papa, que es en la actualidad cardenal y arzobis-po de Cracovia. Estrechó cordialmente la mano de la Ma-dre Teresa y dirigió una mirada inquisitiva a aquel cura que tan inesperadamente se había agregado al grupo. La Madre Teresa no vio ninguna necesidad de darle explica-ciones, sino que le saludó con las siguientes palabras:

—Monseñor, el padre va a concelebrar la Santa Misa con el Santo Padre.

No preguntó «¿Podría…?» o «¿Sería posible…?». No. Dijo: «El padre va a…». Estaba claro que monseñor Dziwisz conocía a la «benevolente dictadora» mejor que yo. Después de lanzarme una mirada crítica, sonrió, me dio la mano y me condujo a la sacristía, donde me explicó las costumbres de la casa para la concelebración en la Mi-sa del Papa Juan Pablo II. Se rió con ganas cuando le con-té cómo me había colado en los aposentos papales.

El Papa hizo una leve inclinación de cabeza para salu-dar a la Madre Teresa y a la hermana, cuando se dio cuen-ta de que estaban en la capilla. Aparte de ellas, solo esta-ban dos de las monjas polacas que atendían al Papa. En la sacristía, el Santo Padre se fue revistiendo con los orna-mentos mientras mascullaba oraciones en latín.

Aquella Santa Misa fue una experiencia sobrecogedo-ra que dejó en mí una profunda impresión que no espera-

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ba. La intensa devoción de aquellos dos santos de la Igle-sia Universal, elevándose sobre los tejados de Roma, en el silencio de la mañana … ¡fue algo muy emocionante! Fue algo tan intenso que yo me sentí como si hubiera estado respirando un aire de paz y amor.

• . •

Después de lo vivido en el Vaticano, la capacidad de la Madre Teresa para conseguir lo que quería no ha vuelto a sorprenderme casi nunca. Otro ejemplo de esta capacidad lo presencié en la segunda visita pastoral del Papa Juan Pablo II a Polonia. La Madre Teresa llevaba dos días en Varsovia porque sus hermanas del noviciado para los paí-ses del Este en Zaborow ya estaban preparadas para ha-cer sus votos. Después de recibir sus votos por la mañana, les enseñó la invitación que le habían dado para el en-cuentro de religiosas consagradas con el Papa. La inter-pretación que ella había hecho es que, si la invitaban a ella, ¡estábamos invitados todos! Ese «todos» incluía a la Madre Teresa, sus dieciocho nuevas hermanas y el padre Leo.

Así que nos fuimos todos en coche a Varsovia y nos dirigimos a una de la entradas laterales que conducían al sitio donde se iba a celebrar la Misa, tal y como nos reco-mendó un colega polaco. Allí no había demasiada gente, que es lo que nos había dicho. El problema es que había una valla que nos impedía el paso. La Madre Teresa dio la orden de que levantaran la valla:

—Bueno, a mí, con lo bajita que soy, casi no hace falta que me la levantéis.

Y por allí pasó, agachada bajo la valla y seguida de dieciocho hermanas y un cura. Llevaba levantada la ma-no con la invitación y caminaba delante de nosotros apresuradamente, en dirección a la iglesia. Como es na-

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tural, las fuerzas de seguridad que estaban en la entrada conocían a la monja que les estaba mostrando su invita-ción blanca.

—Vamos, venid todos aquí –nos llamó, volviéndose hacia nosotros.

Entramos por la puerta principal. El resto de invita-dos ya llevaban tiempo sentados, esperando al Papa. La Madre Teresa siguió andando sin inmutarse por la alfom-bra roja que habían puesto allí para el Papa, con su invita-ción en la mano levantada y seguida de dieciocho herma-nas y yo. Llegó al asiento reservado para ella –para ella sola, que quede claro– en la primera fila.

Al llegar, la saludó un monseñor muy circunspecto:—Sí, este es su sitio, en la primera fila.Pero la Madre Teresa se volvió hacia mí y dijo:—Padre, padre, venga rápido; ¡este es su sitio! Siénte-

se aquí.El monseñor intentó corregirla:—No, Madre Teresa…No pudo continuar.—No, el padre se va a sentar aquí.El monseñor estaba visiblemente contrariado y no sa-

bía qué hacer con la Madre Teresa y sus dieciocho her-manas. Pero el problema le duró poco: la Madre Teresa se encargó de aquello. El monseñor apenas pudo rechis-tar:

—¿Dónde vamos a sentar a las hermanas? No pueden quedarse aquí.

A la Madre Teresa ya se le había ocurrido una idea:—Es muy fácil. Cuatro hermanas, ahí, debajo de los

focos de televisión; cuatro hermanas, allí, al otro lado; tres hermanas, en este lado; y el resto, sentadas aquí de-lante en el suelo.

La Madre Teresa se sentó en el suelo con el último grupo de hermanas. El monseñor estaba indignado:

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—¡No, Madre Teresa, no puede ser!Aquello iba contra todo protocolo. Yo, que observaba

la situación muy de cerca, temí que aquello desembocara en una crisis. No obstante, permanecí sentado en primera fila, obedeciendo las órdenes de la Madre Teresa. En aquel momento entró el Papa y se dirigió directamente a la Madre Teresa. Ella se levantó y le presentó a todas las jóvenes hermanas que acababan de hacer los votos. El Santo Padre estaba visiblemente contento de verlas allí. No volví a saber nada del enfadado monseñor.