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Lluvia de recuerdosAUTOBIOGRAFÍA SONORENSE

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(c) Taller de Literatura Autobiográfica de Casa Club de Jubilados y Pensionadosde ISSSTESON(c) Derechos Reservados

LLUVIA DE RECUERDOSAUTOBIOGRAFÍA SONORENSE

Primera edición. 500 EjemplaresJulio 2008

Diseño de portada: Magdalena Durán CastilloDiseño de Interiores: Emmanuel Avalos Ríos

Impreso en MéxicoPrinted in Mexico

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INDICE

PRÓLOGO pag. 8

BERTHA CASTILLO CARRILLO 13El Mensajero 14Fin de semana en la sierra 16Mi paraíso 19El teatro, juego de niños 21Marte y las burbujas 23

MA. CARMEN ESCALANTE CELAYA 27Maestra Ignacia E. de Amante 28Los Gemelos 30El Alhajero Verde 33Encuentro con la Música de Arte 35Papá Chiquito 36

JESÚS JOSÉ GARCÍA ROBLES 41Confieso que he comido 42Teatro dentro del teatro 45Vesícula ya… próstata no 48Mis alumnos de la escuela nocturna 51Agosto en Zacatecas 54

ARMANDO GASTÉLUM ALCARAZ 59Encuentro con Verónica Castro 60La vez que canté en un palenque 62Encuentro con “Las Torcacitas del Norte” 64El día que arriesgué mi vida por la bandera 66La noche que dormí con un payaso 69

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MA. TRINIDAD GERMÁN JARA 73Santiago de Ures visita Roma 74Perdida en la Capilla Sixtina 77Navegando por el Río Nilo 79Las Tortillas de harina “Sobaqueras” 82La Receta gracias a la cual estoy con vida 84

JOSÉ FRANCISCO GUTIÉRREZ QUIROZ 89El Largo 90Mi maestro de primaria 93Sociedades de Padres de Familia 96Cambio de potenciales 100

SILVIA MARTÍNEZ DE BOLADO 105Mis indisciplinas laborales 106Alicia Alonso y el Ballet Cubano, mi recepción 110Paraje “El Gorguz” 114Mi vida, mosaico gastronómico 117La Esgrimista

ALBA IRENE MARTÍNEZ MARTÍNEZ (COORDINADORA DEL TALLER DE LITERATURA DE CASA CLUB)121La casa de Mamanina 122Mi escuela primaria 126Las vacaciones de mi niñez 131La niña, papá y el ferrocarril 135Sueños de concertista 141

MONSERRAT OLIVEROS TERRAZAS 145Un regalo inesperado 146Generación del 67 149Devociones 153La Dieta 155

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JOSÉ RAMOS RODRÍGUEZ 159A falta de peces… pericos 160Una experiencia en Mazatlán 161Un día en el rancho 163Mi arribo a Hermosillo 166

OLGA ROBLES DE PONCE 169Recorrido de mil sorpresas 170Nuestra compañía de teatro 173Aromas y Recuerdos 175Sucedió en un carnaval 177Mis hermanos 179

FRANCISCA SAGASTA DE IBARRA 183Cruzando el Río San Miguel 184Aprendiendo a aprender 187Recuerdos 190El vicio de fumar 192Crónica de un viaje anunciado 195

ARTEMIZA SOQUI REYES 199Mi viaje a Nacozari 200Gratos recuerdos 203Una hazaña del “Loco” Arnulfo 210El héroe de la familia 213La Mantilla 217

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PRÓLOGOEn el mundo del libro cabemos todos

Si los libros no nos sirven para ver al mundo de otra manera, para ofrecer nuevas soluciones a los teoremas de la realidad, de nada nos sirven entonces. Porque la dicha de estar vivos tiene mucho que ver con los libros, que se abren como abanicos para refrescarnos el alma: ya sabe-mos que las personas, como los jardines, se cultivan, no se domestican.

Debemos tener en claro que en algo habremos falla-do si no tenemos la capacidad de hacer ver que lo impor-tante en la vida no es brincar para alcanzar las estrellas, sino aprender a saltar por el gozo de hacerlo; que no se trata de ser sabios, sino aprender a discernir entre las múl-tiples opciones que la realidad ofrece, que la intuición es un rasgo de la inteligencia y que la vocación literaria es también una manera sutil de pintarle una raya a la reali-dad con la tiza maravillosa de los recuerdos.

Y es que la literatura, por fortuna, seguirá siendo de-liciosa, amorosa y libertariamente subjetiva: como la mi-rada de una mujer de gran corazón, los aromas de la piel o un mezquite frondoso. Y nos dará la razón continuamente. Estará de nuestro lado. Nos mostrará que no siempre los imperios tienen razón, que la guerra y los intransigentes pueden irse al carajo junto con todos los fanáticos de las armas y de la muerte.

Porque escribir en estos tiempos, después de un siglo

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que ha condensado prácticamente todas las infamias de la historia humana, supone un compromiso con nosotros mismos, como individuos y como sociedad, además de establecer una comunión especial con un lenguaje muy particular: el escrito.

Ya sabemos que en el mundo del libro cabemos to-dos: gigantes y enanos, feos y guapos, gordos y flacos, solteros y casados, jóvenes y ancianos... porque a todos, azules y colorados, nos marca la imaginación con su car-ga de seres mitológicos, personajes bíblicos o fantasmas trasnochados.

La imaginación es la piedra fundamental de todas nuestras fantasías. Y en ella habita ese otro yo que todo lo puede, como un Dios menor que nunca descansa por-que está construyendo siempre mundos alternos con la música, la pintura, la escultura, la danza, el teatro, la li-teratura.

Todos llevamos a ese Dios menor con nosotros: lo alimentamos a veces sin saberlo y aparece cuando el amor nos toca con su fragancia primaveral, aún en la mitad más congelante y salvaje del invierno.

Todos estamos habitados por el Dios de las maravi-llas, el que nos convierte en individuos sensibles y socia-bles, susceptibles al dolor y a la felicidad. Y es que somos por vocación seres perfectibles que se echan a andar por la cuerda floja de los días sin más red de protección que esa sensibilidad silvestre a flor de piel.

Y aquí es donde libros como éste adquieren una relevante presencia, pues nos ayudan a recoger el agua

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sensible de los recuerdos, el agua de lluvia que cae de la memoria tempestuosa de un cabalístico grupo de 13 personas que sin más ambición que compartir su pasado para revivirlo una y otra vez en los lectores, enfrentaron el reto de escribir una mínima parte de su vida como para decirnos que la felicidad es la arcilla con la que se han moldeado los días desde siempre, y que es tan relativa como la propia existencia de cada cual.

Aquí está este libro que nació de la memoria de Alba Irene, Armando, Artemiza, Bertha, Francisca, Jesús José, José, José Francisco, María del Carmen, María Trinidad, Monserrat, Olga y Silvia; un libro escrito con cariño y que, en rigor, nos induce a ser mejores ciudadanos del mundo porque nos permite ver hacia el pasado con cier-ta nostalgia para valorar la esencia del presente con to-das sus amarguras inclusive. Y, de paso, busca alimentar nuestra vocación humana con esas pinceladas de memo-ria, esos fragmentos de lo que el tiempo ha guardado en las páginas sepias de un álbum que ahora va por la vida con arrullas, con el cansancio reflejado en el rostro y con la mirada atenta a las sombras escurridizas del día, pero igualmente con un corazón inacabable hecho de volun-tad, talento, intelecto y ese carácter que resulta necesario para seguir andando la vida.

Pero las vocaciones no se cultivan por decreto: es necesario que haya un mínimo interés por aprender, escu-char y aplicar los consejos. De otra manera, las semillas que libros como éste siembran generosamente tendrán como fin preguntas simples pero igualmente totalizado-ras: ¿Para qué hacer literatura en un mundo amenazado por la guerra en una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en los noticieros de televisión?

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Porque a fin de cuentas, se trata de llegar un poquito más allá cada vez, de brincar la raya de la desesperanza y asumirnos como seres vivos, con una propuesta personal, acaso solitaria, pero única e irrepetible. Decir lo que pen-samos y escribir lo que sentimos es como dejar impresa la huella digital del alma en todo lo que hacemos y haremos hasta el último minuto de la última hora del último día de nuestra existencia, en un camino remojado buenamente por la lluvia, una generosa lluvia de recuerdos.

El libro está aquí, y lo bienvenimos: sólo faltan Us-tedes para completar la ecuación de la magia literaria. Pa-sen, adelante.

Armando Zamora AguirreHermosillo, Sonora, diciembre de 2006

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INTRODUCCIÓN

En esta “LLUVIA DE RECUERDOS” están plasmadas las vivencias de quienes formamos el Taller de Literatura Au-tobiográfica de la Casa Club del Jubilado y Pensionado del ISSSTESON, personas a las que el único afán que nos mueve es que nuestros hijos, nietos y amistades conozcan episodios de nuestra vida que muchas veces no comentamos personal-mente por que no nos hemos permitido el tiempo para hacerlo verbalmente, o quizá por que con las ocupaciones diarias no lo consideramos importante pero que hoy, que hemos llegado a la edad donde los recuerdos se agolpan en nuestra mente, podemos escribirlos, aunque no es tarea fácil trasladar los pen-samientos al papel.

Ninguno de los que aquí mostramos nuestras vivencias somos escritores, cuando mucho seremos “aprendices de”, pero eso no obsta para que lo hagamos con la mayor seriedad y pensando que lo estamos haciendo “muy bien”. En realidad para nosotros, el grupo, el asistir cada viernes a la Casa Club con algún trabajo, más que una obligación es un deleite, pues la convivencia que allí tenemos vale la pena, lo tomamos como una terapia; todos nos nutrimos del pasado, pero no para refu-giarnos en él, sino para reconocer, con orgullo, nuestro presen-te y el de nuestras familias.

Cada una de las letras que conforman este tomo están esculpidas con la punta de un lápiz que ha hurgado en lo más profundo de nuestra memoria y, como toda práctica, entre más escribimos más detalles encontramos, y así, entre todos teje-mos la historia de la vida de cada quién.

Es verdad, somos autodidactas, pero echamos mano de cuantos libros de redacción encontramos por lo que esperamos contar con la benevolencia de quienes lean este libro elaborado con el más grande de los cariños.

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BERTHA CASTILLO CARRILLO

Nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.Hermosillense desde los dos meses de edad, cursó sus

estudios en el Jardín de Niños “Juan Amós Comenio”. Sus es-tudios primarios los hizo en la escuela primaria “Profr. Heri-berto Aja” y Profr. Ángel Arreola”, continuó en la secundaria de la Universidad de Sonora. Cursó la carrera de Secretario-Contador en la Escuela Federal de “Enseñanzas Especiales No. 26”, mejor conocida como “Prevocacional”.

Se desempeñó en empresas particulares de la localidad y por último, en el Sector Salud, propiamente en el Hospital General del Estado.

Actualmente es pensionada del Gobierno del Estado des-de 1999.

En 1998 inició cursos en el Taller de Literatura Auto-biográfica en la Universidad de Sonora, bajo la dirección y asesoría del Dr. Francisco Gonzáles Gaxiola (creador de este método de escritura). Participó junto con todos los talleristas para la edición del libro “Las Grietas del Olvido”.

Asiste al Taller de Literatura Autobiográfica de la Casa Club del Jubilado y Pensionado del ISSSTESON, donde ha compartido trabajos en la presentación de dos libros, “La son-risa del tiempo” y “Las huellas del camino”. Además de una revista bimestral que lleva el nombre de “Tosalicoba”.

También colabora en el taller que dirige la profesora Luz Consuelo Córdova Casas con personal jubilado del IMSS.

En este libro ella es autora de los siguientes textos:

• El Mensajero• Fin de semana en la sierra• Mi paraíso• El teatro, juego de niños• Marte y las burbujas

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EL MENSAJERO

Hay frente a mi casa un arbolito de sombra que sem-bré con mucho cariño y para que no se sienta solitario, pongo a su rededor varias plantitas que florecen y son un aliciente par mí en las tardes calurosas.

Hoy por la mañana un petirrojo lanzaba con insis-tencia sus trinos mientras brincaba de rama en rama como contento de su libertad. Este hecho trajo a mi memoria un recuerdo que no he podido olvidar.

Corría el mes de agosto de 1973. Mis hijas mayores se encontraban en Guadalajara, Jalisco, en casa de sus abuelos -mis padres-. A mi lado tenía a mi hijo pequeño de dos años y contaba con un embarazo de seis meses. Todas las tardes, después del quehacer cotidiano, descan-saba tomando una taza de café que en ocasiones com-partía charlando con la tía Carmela. Una de esas tardes, llegó un petirrojo y se puso a cantar en las ramas de un limonero que, estando en el patio vecino, compartía ge-nerosamente sus ramas hacia el nuestro. Yo lo contemplé y sentí en mi interior una fuerte zozobra, mi pensamiento voló hacia mis padres y mis hijas, sentí una gran urgencia de ir por mis pequeñas y auxiliar a mis padres. A partir de esa tarde el petirrojo llegó a visitarme todos los días a la misma hora, sus cantos simples pero desesperados hacían latir mi corazón con angustia, pues aún hoy no puedo explicarme el porqué de su trino me hacía sentir tanta tristeza.

Debido a mi embarazo y a que padecía de alta pre-sión, mi esposo prefería que viajara a Guadalajara en fe-rrocarril en el “carro Pullman” para mayor comodidad, porque yo quería llevar a mi hijo conmigo. En ese tiempo

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se dificultaba la salida de aquí de Hermosillo pues en esas fechas esos carros eran ocupados mayormente por extran-jeros ya que desde Nogales se llenaba el tren, aquí apenas si se detenía. Así que después de una semana de intentos para viajar, mi esposo se fue a Nogales una noche para poder asegurar mi salida.

La tarde anterior, el petirrojo cantó mucho más tiem-po que de costumbre, y caía la tarde cuando se fue. En-tonces yo comenté a mi tía:

- No sé qué me quiso decir este pajarito, pero ya no va a volver, siento que se está despidiendo y que sus tri-nos tenían un mensaje importante, ¡cómo quisiera saber qué es lo que sucede!

- No te preocupes -contestó mi tía-, ahora que lle-gues a Guadalajara lo sabrás.

Al llegar con mis padres, supe que papá se encon-traba hospitalizado en el ISSSTE de esa ciudad, grave-mente enfermo y por consiguiente mi madre estaba llena de pesar y con la responsabilidad de sus nietas, de in-mediato me comuniqué con la familia y de acuerdo con mis hermanos nos llevamos de regreso a nuestra ciudad primero a la gente menuda y después, Luís, mi hermano, se hizo cargo del traslado de nuestro padre a su querido Hermosillo, donde el 9 de septiembre de 1973, partió para siempre.

Tal vez se me juzgue excéntrica visionaria, imagina-tiva o cursi ilusoria, pero no importa porque jamás podré explicar porqué sentí que aquel pajarillo era un mensajero de Dios.

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FIN DE SEMANA EN LA SIERRA

La noche del jueves 23 de septiembre de 1999, mi hermana y yo nos reunimos con un grupo de personas dispuestas a pasar un fin de semana recorriendo poblados de la sierra, en la frontera de Sonora y Chihuahua. Mi co-razón rebozaba de alegría, pues mi esposo y yo tratamos varias veces de realizar ese viaje, sin haberlo logrado.

La salida, que había sido programada para las vein-titrés horas, se prolongó dos más para disgusto del grupo, que dado el alboroto no queríamos perder más tiempo. Ensimismada en mis pensamientos trataba de guardar en mi memoria todos los acontecimientos y se inició el viaje con rezos y cánticos, el trayecto fue tranquilo, dormité a ratos y cuando empezaba a clarear di gracias a Dios por un nuevo día.

La aventura comenzaba: los verdes campos presen-taban su reverencia al sol quien hacía sentir apenas su resplandor; la flora silvestre mostraba su multicolor en-canto y hasta imaginaba escuchar una agradable melodía susurrada por el suave viento. Llegamos a una parada y bajamos a tomar café. Entretenida en la contemplación y sintiéndome como un punto infinitesimal en el gran con-cierto de la naturaleza se me olvidó preguntar dónde es-tábamos.

Recogimos flores de diferentes formas, tamaños y colores, formamos un ramillete que esparcía su aroma de exquisita y natural fragancia, admiramos también el cuidado del jardín de aquel mesón donde había una gran

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cantidad de rosales en flor, sus cercas estaban cubiertas de floreados laureles y en grandes macetas había plantas de gardenias que bañadas aún de rocío dejaban escapar su inconfundible perfume.

Minutos después proseguimos el camino rumbo a Yécora y llegamos cuando los primeros rayos de sol se dejaban ver en un cielo limpio y claro. Nos detuvimos en el pueblo y aprovechamos para hacer un pequeño recorri-do por sus calles; fuimos a la iglesia y nos tocó la primera misa. Paseamos por la plaza respirando aquel aire fresco que llevaba a nuestros sentidos mensajes de paz, así tam-bién nuestra vista se recreaba con aquel paisaje campestre. Cruzamos el arroyo que llevaba bastante agua, pues en días anteriores había llovido por esos rumbos, llegamos a las cabañas y nos instalamos de inmediato. Las horas pa-saron sin sentir, vagamos entre pinos recibiendo su fuerte olor y registramos en nuestra mente emociones varias.

A medio día otro olor, el de carne asada con su res-pectivo complemento, nos hizo salir de nuestro encanto para recordarnos que el cuerpo también exige que cubra-mos sus necesidades. Se rompió el hielo entre el grupo y convivimos algunos instantes en armonía general (éra-mos alrededor de 45 o 50 personas). Fueron momentos muy agradables.

Cuando cayó la noche, una hermosa luna llena de color naranja apareció entre los pinos iluminando aquel cielo despejado, y como en una estampa de cuento, me parecía ver a todos los hermanos de la naturaleza, miem-bros de la floresta: Duendes, Gnomos, Ninfas y Hadas, bailando a la luz del divino astro, y para completar aquel momento mitad materia mitad espíritu, una estrella fu-

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gaz dejó su estela de luz en un espacio sin medida en el limpio cielo, arrancando un suspiro de alabanza al Gran Señor del Universo.

A la mañana siguiente, poco antes del alba, parti-mos rumbo a la cascada de Basasiáchic tomando por el camino de Talayote. En el camión meditaba: “Qué boni-to estado, ¡tierra de contrastes!, comparaba el tramo de Magdalena-Ímuris-Nogales: lugar de preciosas arboledas formadas de álamos donde el viento hace mover sus hojas de diversas tonalidades en una danza ritual que embelesa. Comparaba también las regiones desérticas con grandio-sos sahuaros que imponen su presencia. A diferencia de otros lugares, la sierra nos ofrece generosamente su es-plendor en abundancia. Pasamos por Maycoba, y ya en Chihuahua, la cascada robó nuestra atención por algunas horas, ahí descansamos disfrutando del bello panorama haciendo el recorrido kilómetro por kilómetro cubiertos de pinos. Las araucarias parecían las damiselas elegantes de una sociedad privilegiada.

Continuamos nuestro viaje recorriendo Temochic, Valle de los Monjes, San Juanito, Baycocha y otros, hasta llegar a Creel, ahí donde se rinde culto a nuestra raza res-catando la cultura Tarahumara. Pudimos apreciar sus ar-tesanías, las tiendas cargadas de “souvenires” que llaman la atención de los turistas que en grupos recorren su plaza al caer la tarde. Yo por mi parte, sentía un gran regoci-jo de conocer estos pueblos, por haber experimentado la sensación de tocar el cielo al contemplar la neblina espesa que cubría las hondonadas como un gran manto de hielo que me hizo como estar sobre las nubes, por haber admi-rado las montañas rocosas de gigantescas proporciones figurando monjes, reyes y personajes inolvidables, como

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inolvidable será haber conocido otra pequeña parte de mi querido Sonora y su estado vecino.

Al caer la noche emprendimos el regreso rumbo a las cabañas de Yécora y una vez más llegamos al amane-cer donde fuimos recibidos con un rico menudo que forta-leció nuestro cansado organismo. Otra vez la camaradería y simpatía de las organizadoras se manifestó en forma de juegos y charlas, sin dejar de recorrer las veredas circun-dantes tratando de guardar en nuestro subconsciente el bello recuerdo de un paseo más.

Ese mismo día, después de la comida, nos regresa-mos a Hermosillo.

MI PARAÍSO

Hay un lugar donde los seres humanos pueden lle-gar y todo cuanto desean está allí, exactamente como lo imaginan. Es el mundo que todos queremos, es una frase escrita convertida en imagen y esa imagen es tan real que la palpamos.

¿Qué estoy loca?, quizá, pero yo he visitado ese mundo tantas veces como quiero y me permite retomar mi camino con más fortaleza, con la mente más abierta al hoy, a la gente que me rodea y a la vida porque en este mundo te ves tal cual eres.

Cuando era niña lo visitaba con más frecuencia, era mi mundo un paraíso, flotaba en el aire y me transportaba de un lugar a otro, los colores del Arco Iris me envolvían

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acariciándome y las voces de mis seres queridos eran me-lodías armoniosas en mi entorno. Un “¡Bertha!” dicho en voz muy fuerte me sacaba de mi ensueño y me volvía a la tierra. Y no es que yo fuese una niña autista o mucho menos, sólo que me gustaba ir a ese mundo que, como la nube en el cielo, se transforma en mil maneras.

Después, cuando fui creciendo, mi paraíso cambió: los colores y las voces, porque buscaba un objetivo, éste tenía forma y sentido, me confundía en conceptos, y las dudas me hacían aterrizar de golpe en mi tercera dimen-sión, más confusa y hasta cierto punto frustrada porque no podía disfrutar a mis anchas mi paraíso, sentía que se me escapaba (porque en ese mi mundo de imaginación todo es hermoso, no hay guerras, no hay fronteras, no hay poder, todos somos hermanos. Los arroyos cantan y en sus aguas cristalinas los peces brincan y gozan su liber-tad, las flores exhalan sus perfumes y los cantos de las aves elevan una bella melodía que endulza los sentidos produciendo bienestar. El aire mece al transportarse, el sol y la luna iluminan mi camino y los hombres... ¡Ah, los hombres!, brindan la mejor de sus sonrisas contagiando su alegría que habla de paz en los corazones, y sus ojos brillan con la sinceridad y la pureza del amor genuino, es-trechando la mano, haciéndome sentir hermano. Porque ahí no hay temor ni engaño, no existe la codicia, todos somos uno en armonía universal).

Traté de organizarme, pensé que no había porqué temer, mi mundo siempre estaría ahí para cuando yo qui-siera o pudiera ir a él.

Ahora, cuando el recorrer los espacios del tiempo ha dejado en mi haber tantas cosas como tropiezos, desca-

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labros, ausencia, conocimiento, amor, momentos felices y amargos, pero sobre todo la dicha y el valor de vivir, vuelvo como niña a visitar mi mundo; cuento con un ami-go, el más fiel, que me condena, me corrige y es severo cuando me juzga; con él platico de mis cosas más íntimas y profundas. Él es mi conciencia, mi Yo interno, y en mi mundo de maravillosa imaginación, juntos gozamos de nuestro paraíso.

Cuando llegue el momento en que yo tenga que de-volver a la tierra el traje que se me prestó al nacer, quiero pedirle a Dios me permita visitar mi mundo en completa integración con mi Yo, para después continuar mi camino hacia sus designios.

EL TEATRO, JUEGO DE NIÑOS

Y, pues lo paga el vulgo, es lo justo cantarle en necio para darle gusto.

(Félix Lope de Vega y Carpio)

No me cabe la menor duda, la vida es un eterno tea-tro donde cada uno de nosotros representa un papel, y en mi niñez fue un juego preferido y mucho muy divertido.

Por allá en los años cuarenta vivíamos en la calle Ra-yón, entre San Luís Potosí y Fronteras. Los chiquillos de aquel entonces jugábamos al aire libre, juegos que poco a poco han ido quedando en el olvido. Yo, por ser niña, no podía seguir a mi hermano, pero en casa nos divertía-mos jugando al teatro. Nuestros vecinos, varones todos,

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me aceptaban en sus juegos por que cuando el papel co-rrespondía a un personaje femenino, ahí estaba yo para representarlo.

Las historias eran sacadas del “Tesoro de la Juven-tud”, colección de libros que leíamos con avidez, o bien, de las novelas de Yolanda Vargas Dulché: “Lágrimas, Ri-sas y Amor”, eran revistas que salían semanalmente y que todo mundo leía pues su costo estaba al alcance de todos los bolsillos.

Un sábado, mi hermano y sus amigos se fueron a cortar el pelo con “La Mimí”, joven mujer con un hijo a quien llamaba Josesito. Su domicilio estaba muy cerca del nuestro, en el lugar donde hoy se encuentra La Casa Hogar La Providencia, tenía un patio muy grande, con muchos árboles, y mientras ella atendía a uno, los demás jugaban al Teatro. En esa ocasión yo no estaba con ellos, pero me enviaron a llamar a mi hermano y como no le ha-bía tocado turno todavía decidí esperarlo y, estando allí, me tocó ver el desarrollo de una escena que aún recuerdo así:

Una pareja de enamorados se encontraban en el lu-gar convenido, detrás de un guayabo, sale uno de los chi-quillos diciendo:

- ¡Oyuki, mi hermosa Oyuki!

Y el otro, acercándose, le contesta:

- ¡Irving de mi alma!

Tras esto, se escuchó sonoro beso que el supuesto Oyuki esquivó rápidamente y con enojo dijo:

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- ¡No soy mujer, no me vuelvas a besar!

A lo que Josesito, entre inocente y pícaro, contesta:

- ¡Ah!, ¿qué no eres Oyuki tú?

- Sí -dijo el afectado- pero estamos jugando ¡Babo-so!

Entonces Mimí, muy oportuna, llamó al que seguía y palmeando, decía a los demás:

- Anden, vuelvan a empezar, y tú Josesito no lo ha-gas tan real.

Todos volvieron a sus lugares y otra vez anunciaron la obra:

Y ahora, la pequeña Susuki, en el papel de Sumiko para “El Pecado de Oyuki”.

La representación en tres actos dejó satisfechos a to-dos los participantes, y a Mimí, que con cariño le daba un coscorrón a su hijo por malora.

MARTE Y LAS BURBUJAS

Cuando uno puede darse el lujo de reservarse gran-des espacios porque los años vividos nos proporcionan remansos de paz, las reflexiones nos permiten ver las co-sas de diferente manera.

Así, en días pasados me sorprendí analizando un

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acontecimiento que no volverá a repetirse en mi vida: cuando el planeta Marte se acercó a la Tierra, suceso que no les tocó a quienes se fueron de este mundo antes del día señalado: 27 de agosto de 2003. Entonces pensé: “He vivido cosas interesantes de diferente índole, como el cre-cimiento de mi ciudad, antes llena de confianza y tranqui-lidad, casas con las puertas abiertas, pocos automóviles y muchas carretas por doquier”.

En los veranos, durante el día los buquis bichis y por las noches, los catres y poltronas hasta en las banquetas. Ahora, las casas enrejadas, las puertas cerradas, los veci-nos que apenas se saludan y un sin fin de carros chuecos y derechos que no permiten al peatón cruzar las calles a paso normal porque por todos lados pasan rozándolo a uno.

Pero ha sido interesante ver la transformación, ejem-plo de muchas otras, buenas o malas, según la forma como las veamos.

Me tocó vivir los momentos de psicosis social cuan-do la aparición del cometa Haley, e igualmente el fin del Siglo XX. Fue interesante escuchar cómo a muchas per-sonas el temor les hacía perder su fe en la vida. También viví catástrofes como el terremoto de 1985, recordé las horas y días de angustia por no tener noticias de mi hija y de mi hermano, que vivían en la ciudad de México.

Uno registra en la mente sucesos bellos, otros tristes y va creciendo. Testigo he sido de los intentos del hombre por conquistar el espacio después del allanamiento a la Luna, y me he asombrado una y otra vez con los avances tecnológicos y científicos. Yo aprendí a mecanografiar

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en una máquina manual Underwood, lo que yo presumía porque en una igual se escribió la Constitución de nuestro país; después usé una Rémington, también manual, luego una Olivetti eléctrica y ahora presumo de experimentar con la computadora.

Me percaté de la desaparición del tren de vapor para después viajar en uno de diesel y con ello se fueron mis lindos viajes por tierra hacia el sur de nuestra república, dejando sólo recuerdos. Supe de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y la transformación del modo de vivir en el mundo entero, de la muralla que separó a Alemania por algunos años, y de tantas guerras que han cambiado nuestro hábitat... (Y una vez más me dije: has vivido, Bertha).

Interesante también ha sido el surgimiento de los ¡hi-ppies!, fenómenos sociales que aparecen y desaparecen dejando sus huellas. Y para no extenderme demasiado, mencionaré la reciente desaparición de las Torres Geme-las de Nueva York, motivo de una guerra más.

En fin, todo eso meditaba antes de ir a ver el plane-ta Marte. De pronto recordé la ocasión en que estuvo de visita Saúl, mi nieto de dos años; yo jugaba con él al aire libre como queriendo compensarlo de la libertad que ca-rece en el Distrito Federal y que aquí en provincia aún po-demos gozar. Una mañana se me ocurrió hacer pompas de jabón y el niño, divertido, las seguía y extendía sus bra-zos hasta que las burbujas explotaban; en eso surgió una pompa de gran tamaño, el niño dejó de reír observándola detenidamente y antes de que ésta explotara, volteó hacia mí y poniendo sus manitas con las palmas hacia arriba, dijo: ¡¡Plaff!! Sorprendida por su manifestación, sentí tal

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ternura que lo estreché entre mis brazos preguntándome ¿qué significó para el niño aquella observación?, tal vez nada, tal vez mucho ¿quién puede saber lo que piensan los niños a esa edad?

Lo cierto es que cuando miraba yo hacia el firma-mento queriendo ver al planeta Marte, creí verme como Saúl tras la burbuja y ahí comenzó un pensamiento a ta-ladrar mi cerebro. Me preguntaba cómo nos verán los se-res evolucionados cuando nos contemplan buscando una respuesta a nuestras incógnitas. Sentí ser observada con ternura ante la limitada comprensión de la grandeza de la creación y reflexioné diciendo: Gracias Señor, porque me has permitido vivir hasta hoy y aunque yo no comprenda más allá de mis límites, sé que voy buscando siempre mi Gran Pompa de jabón.

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MA. DEL CARMEN ESCALANTE CELAYA

Nació el 8 de de Julio de 1941, en Hermosillo So-nora.

Estudió la primaria en la Escuela Prof. Alberto Gutiérrez, la secundaria y comercio en el Colegio Igna-cia E. de Amante.

Trabajó en varias empresas durante 20 años, los úl-timos 10, fue secretaria de la Tesorería de la Arquidióce-sis de hermosillo.

Pasatiempos: Literatura, música.Pertenece al grupo del Taller de Literatura Autobio-

gráfica del Club de Jubilados y Pensionados del ISSSTE-SON.

Su colaboración en este volumen, es la siguiente:

• Maestra Ignacia E. de Amante• Los gemelos• El alhajero verde• Encuentro con la música de arte• Papá chiquito

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MAESTRA IGNACIA E. DE AMANTE

En 1954, a finales de agosto, fue mi mamá a ma-tricularme al Colegio Ignacia E. de Amante, en Sufragio Efectivo y Garmendia; acababa de terminar la primaria y ella decía que no había mejor escuela que ésta, dada la trayectoria de doña Nachita en el magisterio.

Empezamos a ir a clases el primero de septiembre. Las iniciamos bajo la dirección del profesor Adolfo Huer-ta, subdirector, ya que la señora regresaría de México hasta el mes de octubre. Llegada la fecha, había mucha expectación por conocerla porque la mayoría de los cha-macos no la habíamos visto nunca.

Al fin, una tarde del mencionado mes, se presentó: una señora mayor, bajita, blanca, regordeta, con su pelo recogido en un chongo detrás de la cabeza, vestida sen-cillamente; traía bajo el brazo un grueso abrigo negro y fue lo que más me llamó la atención porque todavía hacía calor.

Inmediatamente empezó a trabajar, principalmente en la disciplina; durante las clases no debía oírse ningún ruido, ni atravesarse por los corredores ningún alumno. Salir a la calle ¡ni pensarlo!, la pesada puerta de la facha-da quedaba cerrada después de las 8:00 a.m. para abrirse a las 12:00 de medio día. Una disciplina militar, pues.

En primer año ella nos impartía las clases de Espa-ñol, Geografía y Civismo; además aumentaba las clases con diferentes temas didácticos, formativos (ética, mo-

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ral), materias interesantes que captaban nuestra atención.

La maestra tenía en su escuela algunos muchachos yaquis y seris; ella se hacía cargo de los chicos, vivían en la escuela y asistían a clases conviviendo con todos los demás. Una labor callada de la maestra, nunca dada a la publicidad.

Los lunes nos hacía cantar el Himno Nacional con todas las estrofas; a veces le gustaba oír “Sonora Queri-da” y “La Cárcel de Cananea”.

No le agradaban los estadounidenses, nunca iba al vecino país y cuando Nena su hija iba de compras al otro lado, se molestaba mucho. La única materia que no daba en su escuela era inglés.

Era muy dura, muy exigente y claridosa, en clase y fuera de ella. Andábamos derechitos para que no nos lanzara el grito. Sólo después, ya siendo yo mayor, me di cuenta de la importancia que tiene una formación de esta naturaleza. La señora era muy humilde en su forma de vestir y de vivir, aún con toda su fama de maestra distin-guida, reconocida por toda la comunidad.

Cuando se enojaba en clase, nos decía que cuando se muriera no osáramos presentarnos ante su féretro porque se iba a levantar a corrernos; así, lindezas como ésta tenía. Pero nosotros, como todos los chamacos de esa edad, la pasábamos muy bien, principalmente cuando el hermano de la maestra, don Alfredo Echeverría, nos alegraba las largas horas de clase tocando una gran variedad de piezas en el piano; lo hacía con mucho ritmo y sentimiento y las notas se desparramaban por toda la escuela aligerándonos el día.

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Un jardín de niños (El Mundito), lleva su nombre, una calle de la ciudad también, y su único hijo varón, el Dr. Ramón Ángel Amante Echeverría, además de recono-cido médico de la localidad, fue Presidente Municipal de Hermosillo.

Dona Ignacia Echeverría de Amante, conspicua maestra, formadora de generaciones de niños y jóvenes, orgullo del magisterio sonorense, fue mi maestra en mi adolescencia y le guardo cariño y agradecimiento por to-das las enseñanzas que dejó en mí.

LOS GEMELOS

Mis hermanos más chicos son gemelos: Ricardo Al-berto y Consuelo Silvia, son diez minutos mayor uno del otro. Nacieron en el Seguro Social cuando estaba ense-guida de la Gasolinera Araque, a la salida norte de Her-mosillo, el 19 de junio de 1956.

Mi abuela, mamá Chuy, decía que los cuates nacían muy pequeños y que raramente sobrevivían, pero mis hermanos nacieron grandes y fuertes; Ricardo Alberto siempre fue más grande que Consuelo. Crecieron normal-mente, pero a la edad de siete y ocho años empezaron con sus travesuras.

Un primo de mi mamá tenía un taller mecánico en el patio de la casa, cuando salía a “probar” un carro o a hacer algún mandado, se llevaba al niño, pero cuando iba lejos no le gustaba llevárselo. En una ocasión le dijo el niño:

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- Quiero ir contigo, Lalo.

- No, Cuate, voy muy lejos y tu mamá va a estar con pendiente, otro día será.

Lalo se subió al carro, quiso prenderlo pero no fun-cionó; lo revisó todo, le movió todo y el carro “amacha-do”, volteó dubitativamente a ver al niño y lo convidó:

- Dile a tu mamá que vas a ir conmigo.

El chamaco voló a pedir permiso y en un momen-to se encaramó en el carro, éste arrancó inmediatamente, “como sedita”, dijo Lalo, contándolo como chiste des-pués. En casa no creían en hechizos pero muy seguido se quedaban los carros encaprichados en no prender cuando Lalo no quería llevarlo con él.

Ricardo Alberto era muy travieso y muy seguido le llovían nalgadas y cintarazos. Algo hizo un día para que mi mamá le diera una buena zurra: a los días mi madre le comentó a mi abuelita que no aguantaba una “reuma” en el brazo derecho que no la dejaba hacer tortillas ni lavar. Acordándose de lo que Lalo había platicado, llamó al niño y le pidió que le sobara el brazo porque tenía un dolor muy fuerte, el pequeño lo hizo de muy buena gana y el día siguiente ya pudo hacer tortillas y lavar la ropa.

Ya adulto, casado, estaba en la post boda de una de sus cuñadas y a media tarde llegaron con una vaporera de barbacoa para la comida. Su niño de dos años andaba de metiche en la cocina y no supieron cómo, al pasar por un lado de la vaporera que habían puesto en el piso mientras la subían a la estufa, se dio un sentón sobre ella, sin haber

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caído hasta el fondo y gracias al pañal y “pants” grueso que traía, no se quemó; mi hermano se molestó mucho por el descuido de mi cuñada, casi le da el soponcio. Pero la “gracia” fue que cuando sirvieron la barbacoa, estaba espumosa, no la pudieron componer con nada y toda la comida se perdió.

Su compañera gemela, Consuelo, no hace malos quesos, siempre ha sido muy golosa, disfruta grandemen-te de la comida, aun la más sencilla; se le hace agua la boca con todo, mete la mano a cualquier plato, al tuyo, si te descuidas, aunque está consciente de que es una mala costumbre pero su deseo de “manosear” es superior a las buenas maneras. Mi cuñada dice que seguido le dan re-tortijones, cuando llega Consuelo y está comiendo alguna cosa, aunque le ofrezca y no acepte, ella sabe que ya se le antojó a mi hermana, y claro, se le suelta el estómago.

Cuando estaba haciendo este relato le pregunté a mi hermana Consuelo si últimamente no había hecho trave-suras y rápidamente se devolvió y empezó a contarme algo que le acaba de suceder y que no había considerado como tal: me platicó que en la parroquia en donde ella trabaja, el padre René compró 36 plantas de nochebuenas para Navidad, servirían para adornar los patios del tem-plo, seis maceteros de cantera, cuatro para colocarlos fue-ra de los salones de catecismo y dos para el atrio. Cuando Consuelo vio las plantas se le fueron los ojos, le dijo al padre que le vendiera una, éste accedió regalándosela, pero con el trabajo diario a ella se le olvidó recogerla. Al otro día en la mañana fueron los del vivero a trasplantar-las en los maceteros dejando instrucciones al sacristán de cómo atenderlas. En la tarde llegó Consuelo a la oficina, vio todas las plantas ya en los maceteros, entre ellas la

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que le había regalado el padre. A los días llegó el sacristán muy compungido a decirle que las nochebuenas se esta-ban “achorando”, en una palabra, marchitándose todas. Ni el padre ni él se explicaban qué era lo que pasaba ya que se habían seguido al pie de la letra las instrucciones de cómo cuidarlas.

Hoy mis hermanos gemelos tienen 48 años y nos si-guen mortificando con sus “travesuras inconscientes”.

EL ALHAJERO VERDE

Tenía ocho o nueve años cuando iba con mi abuela a visitar a una familia en el Barrio del Cerro de la Campa-na, subiendo por la calle Garmendia. El señor de la casa era carpintero y tenía su taller en el patio, pequeñísimo por cierto; curiosamente el fondo del mismo lo formaban las piedras del cerro, lo que era una novedad para mí.

Ahí vivía mi tía Lupita, quien había sido novia de mi tío Beto, hermano de mi mamá, muerto muy joven en 1937. Yo no lo conocí, pero mi familia siguió frecuentan-do a la que había sido su novia y a quien nos acostumbra-mos a llamar “tía”.

Mientras los mayores platicaban, me iba a la sala a curiosear adornos, fotos, cuadros y la cerámica que tenía mi tía pulcramente acomodados. Me llamaba especial-mente la atención un alhajero de cristal opaco color verde que tenía en la tapadera una pareja antigua con una niña, del mismo material. Me pasaba largo tiempo mirando la pieza.

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Pasaron los años... muertos sus padres, mi tía quedó sola, ya mayor, vivía con una u otra hermana ayudándo-les en la casa con el aseo, haciendo los mandados, etc. Ella seguía visitando a mis papás, ya que habían sido muy amigos de jóvenes.

En una ocasión, estando de visita en casa y siendo yo una jovencita de 20 años, le pregunté:

-¿Tía, tiene aún aquel alhajero verde tan bonito?

- Aún lo conservo -contestó- porque es un regalo que me hizo tu tío Beto, el amor de mi vida, cuando éramos novios. Jamás lo he olvidado, ese alhajero tiene más de 40 años conmigo -dijo con las lágrimas corriendo por sus mejillas- y cuando escucho “Amor Indio”, el llanto acude a mis ojos porque era nuestra canción.

- Cuando vuelva a visitarlos -siguió diciendo- te traeré el alhajero para que tu lo conserves; yo estoy sola y vieja ¿qué tardaré en morirme?, mis hermanas tirarán todas mis cosas, yo sé que tú lo conservarás.

Han pasado muchos años desde entonces, el alhaje-ro aún se encuentra adornando mi tocador. Mi tía Lupita murió casi de noventa años, fue quedando ciega, pero su cara recobraba la alegría de su juventud al recordar a “su Indio”, a quien tanto quiso y jamás olvidó.

Quizá el alhajero no sea una pieza valiosa, pero el tiempo que tiene es la prueba de un amor intenso y pro-fundo, verdadero y fiel... eterno. Es un regalo que recibí y aprecio muchísimo por todo lo que representa.

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ENCUENTRO CON LA MÚSICA DE ARTE

La Casa Fátima dependía del templo de Fátima y ahí, atendidas por un grupo de señoritas auxiliares parroquia-les, pasábamos gran parte de nuestra vida de chamacas, ya que el padre Jaime Salcido nos tenía una gran variedad de juegos de salón para que nos entretuviéramos: damas, damas chinas, lotería, turista, además de mesas de ping-pong, etcétera.

Mientras jugábamos, se escuchaba la música que acostumbraba oír el padre Salcido: música clásica a todo volumen. En la sala había grandes bocinas que desparra-maban las notas por la casa entera todo el día, la cual salía hacia la calle hasta casi llenar la cuadra, aunque al padre solamente lo veíamos cuando llegaba a comer, y a media tarde, a tomar café.

Con el tiempo, sin proponérnoslo, nos fuimos acos-tumbrando a esas composiciones musicales y por curiosi-dad preguntábamos cómo se llamaba tal obra, quién era el autor, qué nacionalidad tenía y el padre Salcido nos expli-caba extensamente acerca de los autores, instrumentos y orquestas, ya que era un gran conocedor del tema, que le fascinaba. Así empezamos a conocer a Tchaikovsky, sus conciertos y ballets; a Bethoven, con sus hermosas com-posiciones para piano y sus sonatas; Chopín, Brahms, Vi-valdi, Bizet, Verdi, y su Trovador, Aída, etcétera; Bach, las alegres oberturas de Rossini: La Urraca Ladrona, La Escala de Seda, Semiramis y demás; toda la gama de mú-

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sica clásica que se escuchó durante muchos años en esa cuadra del templo, ante los oídos y ojos asombrados de generaciones de niñas y estudiantes de la Academia de Fátima, que sin darnos cuenta fuimos tomándole sabor a esas melodías, y muchas de nosotras nos fuimos aficio-nando a ella.

Después nos dábamos el lujo de escoger lo que que-ríamos escuchar y recuerdo que muy a menudo se dejaba oír la Serenata para Orquesta de Cuerdas de Tschaikovs-ky, que me encantaba, a diario pedía que la pusieran en la trona mesa. Desde entonces me incliné a esta clase de música, que no es necesario entenderla, sino sentirla, no obstante, me gusta también la instrumental, la coral, fol-clórica, bailable, etcétera.

Dios nos ha dado, entre otras cosas, la capacidad de disfrutar de su inmensa grandeza, principalmente de la naturaleza y las Bellas Artes que nos hacen más sensibles para apreciar lo bello que hay en este mundo y estar en armonía con todo lo hecho por el Creador.

Agradezco al padre Jaime Salcido (1926-1995) esa oportunidad de abrirnos el mundo maravilloso de la mú-sica de arte, para nuestro disfrute.

PAPÁ CHIQUITO

Mi papá Chiquito era el hermano más chico de mi mamá. Él y mi mamá Chu (mi abuela), vivieron siempre con nosotros, o mejor dicho, nosotros con ellos.

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Fue un hombre fuera de serie: adusto… serio… so-litario, imponía con su carácter fuerte, imperativo; con su voz de trueno nos llamaba y empezábamos a temblar y es que nos asustaban con él: “ahora verán cuando venga tu papá Chiquito”, era la frase consabida cuando hacía-mos alguna travesura, y así se convirtió en inquisidor, en quien recaía el deber de castigar al culpable, pero yo, a través de mi vida, comprendí todos los detalles que lo pintaban como hombre bueno y generoso, porque con mi papá compartió los deberes y obligaciones de la casa y de nosotros; por eso no sufrimos de chicos, tuvimos pobre-mente todo lo necesario.

Se enojaba mucho si mi mamá Chu le cocinaba al-gún antojito:

– “Para todos o para nadie” –decía, o regañaba a mi mamá porque nos daba de cenar papas fritas.

- “Son indigestas para las criaturas” –aconsejaba.

A la hora de las comidas no se cansaba de llamar-nos la atención: “Siéntate derecha”, “come despacio”; si estaba alguna visita y entrábamos sin saludar, regañada segura: “Sean educadas, atentas, saluden, despídanse”; él fue quien nos corrigió siempre, el que nos dio nalgadas a nosotras y cintarazos a mis hermanos.

Cuando crecimos, él se alejó más, no hubo ya re-gañadas ni reprimendas, permanecía solo en su cuarto; vinieron los achaques con la edad, ya no trabajaba como antes, pero también llegaron los sobrinos nietos, los niños de Martha, ¡cómo los quiso!, les “alcahueteaba” todo.

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A Temo mi hermano le prestaba el “Forito” para que se fuera a “bulevarear” cuando era estudiante de la Uni-Son; casi se infartó cuando Temo le dijo, armándose de valor, que le había quebrado un vidrio y gracias a eso no le quitó el carro. Presumía mucho con sus amigos de su sobrino, porque era universitario, pero jamás le dijo un cumplido o algún estímulo, aunque sabía que trabajaba y estudiaba.

Así fue pasando el tiempo, murió mi mamá Chu y él siguió solitario a pesar de tener tantos amigos; cuando estaba en grupo, siempre llevaba la voz cantante, él era el centro de atención y tenía una carcajada fuerte y conta-giosa, pero si nos encontraba en la calle, pasaba como un extraño y ni siquiera nos saludaba.

Después vino la enfermedad que a la larga lo ven-cería, aunque luchó como un gigante contra ella: “la in-suficiencia renal”, esa enfermedad traicionera. ¡Cuánta diálisis! ¡Cuánto dolor! ¡Cuánto desvelo! ¡Cuántas com-plicaciones! Los médicos decían que no pasaba la noche, sin embargo seguía aferrado a la vida; durante cuatro me-ses fue el hospital nuestra segunda casa hasta darlo de alta en diciembre de 1979. Lo recibimos en casa llenos de alegría, esperanzados en que hubiera un cambio en su carácter, pero siguió igual. Lo que no cambió fue lo “mandón”; para mis hermanos y para mí sus deseos eran órdenes, y enfermo, con más razón.

Dos años más le regaló Nuestro Señor, pero la enfer-medad avanzaba y le atrofiaba su cerebro, a veces éramos sus enemigos y se ponía agresivo conmigo y mi mamá; tenía que hacer acopio de todas mis fuerzas para evitar que se saliera a la calle. ¡Qué impotencia!... ¡qué frustra-

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ción!, no podíamos hacer nada… un infarto cegó su vida una noche de febrero de 1982, a los 62 años.

Ahora ya descansa de sus dolores, de sus fatigas y angustias que llevó con resignación. Allá “donde la vida se transforma, no se acaba”, está tranquilo y en paz. Estoy segura que SIEMPRE supo cuánto lo amamos y a pesar de su carácter, él nos quiso también. Vayan unos peque-ños versos para él:

A G O N I A

Señor, qué sendero tan largo y escabroso,

qué niebla tan espesa lo recubre,

qué negros nubarrones lo envuelven;

estoy perdido, Señor, en el camino:

¡Desorientado… solo… temeroso!

Señor, haz tú de faro, sé mi guía

en este caminar tan fatigoso,

alúmbrame, te pido, no veo nada,

en la noche no hay luna ni hay estrellas.

Todo se me confunde, es como un sueño

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plagado de fantasmas, de figuras difusas,

de formas tan lejanas y confusas

que a ratos me persiguen y amedrentan.

Estoy cansado, Señor, cansado y débil,

No me sostengo ya, todo se nubla,

mi mente divaga y desvaría,

de ideas raras mi razón se puebla.

No me dejes, Señor, ve tú delante

no obstante mi fatiga, he de seguirte

hasta llegar al fin de la jornada,

a descansar contigo para siempre.

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Desgraciadamente el Profr. Jesús José García Roblesabandonó su vestidura corporal este Mayo de 2008para seguir esceibiendo al lado de nuestro Señor.

JOSÉ JESÚS GARCÍA ROBLES

Escribe y dibuja con el pseudónimo de Gustavo Ka-ffner; maestro, hijo de maestros, tiene casi seis décadas escribiendo y, en esta ocasión por tercera vez, participa en esta colectiva obra literaria autobiográfica con los te-mas:

• Confieso que he comido• Teatro dentro del teatro• Vesícula ya... Próstata no• Mis alumnos de la escuela nocturna• Agosto en Zacatecas

Comenzó a laborar para el Estado de Sonora el 22 de septiembre de 1952 en el Ejido de Providencia, Río Yaqui y se jubiló el 11 de septiembre de 2002 como super-visor, en la Zona Escolar 06 de Nacozari de García.

Ha recibido medallas de 20, 30 y 40 años por servi-cios docentes al Estado. Se tituló con la Licenciatura en Pedagogía (UPN) y en la Escuela Normal Superior de Sonora con la especialidad de Español, antes Filosofía y Letras.

Dirigió el Taller de Literatura Autobiográfica en la Casa Club del Jubilado y Pensionado dependiente del IS-SSTESON, en esta ciudad. Sus pasatiempos predilectos son: el dibujo, la pintura, la escultura y la música.

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CONFIESO QUE HE COMIDO

Un antecedente que yo he llamado nefasto, marcó el resto de mis días por su significación. Se trata del “con-curso del niño sano” cuya convocatoria, firmada por doña Margarita de Macías Valenzuela, primera dama del Esta-do, circulaba por los principales centros de población a nivel Sonora.

Mi hermana y yo ganamos diplomas y premios pero no supe en qué lugar quedamos. Lo que sí es fácil intuir es que era yo uno de los niños más altos y pesados, que mi pelo era abundante, brilloso, y mis mejillas chapeteadas, como quien dice, era el becerro mejor desarrollado de la EXPO-GAN de ese año.

Casi siete décadas después del anterior suceso -y por las mismas características- una doctora de la Clíni-ca Chávez del ISSSTESON me ha llamado: ANCIANO OBESO. ¡Cómo cambian las ideologías y se ha perdido la ética profesional!

La verdad es que fue hasta 1973, que el Instituto Nacional de la Nutrición elaboró una tabla de pesos y medidas basándose, como debió haber sido desde hace un siglo, en los antecedentes genéticos, nutricionales y climatológicos que caracterizan a los niños y regiones de Latinoamérica. Antes de aparecer este documento nos pesaban y medían tomando como parámetro las escalas que traían adjuntas las cajas de Emulsión de Scott con el pescador cargando su botín, sólo que, esos datos estaban tomados de niños de raza nórdica.

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Muchos años más tarde, trabajando en una depen-dencia del Seguro Social (IMSS) que llamaron “Casa de la Asegurada”, primero, y “Centros de Seguridad Social” después, escuché en una plática que daba un nutriólogo a las socias-alumnas de Higiene y Nutrición, hubo una pregunta que me impactó:

- El desayuno de mis hijos -dijo una señora- consta de avena o crema, plátanos, leche, pan o pastel. Les pre-paro las hojuelas de maíz con crema y mermelada... ¿es-toy cometiendo -por ignorancia- algún error nutricional?

- El error consiste en que usted no está nutriendo adecuadamente a sus hijos -contestó el profesionista- sino que los está engordando como cochinitos, porque los al-midones, azúcares y grasas que les proporciona no los está balanceando, se los da simplemente en cantidades y a las horas que ellos los solicitan.

La señora se quedó pensativa pero yo, que sólo es-taba de mirón, me preocupé muchísimo porque a los 34 años de edad que tenía en ese tiempo, y con apariencia saludable, pesaba 142 kilogramos, con una circulación sanguínea deficiente. En el baño no alcanzaba a enjabo-narme los dedos de los pies.

A partir de ese día comencé a mortificarme y, los re-sultados de mi primer análisis me confirmaron todas mis sospechas: hipertenso y diabético, palabras decisivas para el resto de mis días. Tuve problemas severos de salud en-tonces -y los sigo teniendo ahora- los daños que me ha causado el sobrepeso son irreversibles.

Tomo pastillas con los tres alimentos, si hago ejer-

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cicio se me dificulta la respiración, llevo una dieta bas-tante insípida, les aseguro que es una cruz muy pesada la diabetes II a la que, los médicos y las enfermeras, llaman Diabetes Mellitus.

Tratando de llevar los padecimientos, en estos diez últimos años me han operado de la vesícula, de la próstata y del ojo izquierdo. He perdido la dentadura total y más de la mitad del cabello, ya va a ser un año que padecí una embolia cerebral de carácter nervioso que aún me tiene convaleciente de una parálisis parcial del lado derecho. Hace poco tuve que reaprender a escribir.

Actualmente peso 88.500 kilogramos y -no puedo precisar desde cuándo- mido 1.87 metros del 1.92 que medía al terminar la escuela normal básica. Comprendo que he iniciado el “crecimiento regresivo” tan temido por todos y mi propósito, por el que aún lucho desesperada-mente, es perder seis kilos más (por prescripción médi-ca).

Cuando estoy sentado a la mesa de comedor, procu-ro relajarme y olvidar los problemas porque me contaron que al comer estresado se produce la superasimilación de los alimentos. También tengo muy presentes, a cada bocado que ingiero, aquellas sabias palabras que con fre-cuencia nos repetía el abuelo:

- “Desayunen como reyes, coman como príncipes, pero cenen como mendigos”.

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TEATRO DENTRO DEL TEATRO

El 22 de septiembre de 1952 -antes de cumplir los 16 años de edad- fui nombrado maestro de primaria en la escuela de un ejido. Me tocó laborar en una época en que los maestros éramos muy queridos y respetados como seres extraordinarios; lo mismo bautizábamos a un niño moribundo, que levantábamos un acta de defunción en un accidente o prestábamos auxilio a una parturienta en apuros.

En ese ambiente de trabajo y con la emoción del primer año en que hacerle al “mil usos” era lo máximo -estaba puestísimo para cualquier comisión escolar- hice mi debut teatral en una obra que se llamó: “Se alquila un cuarto”, creo que es del dramaturgo Héctor Azar. No tenía ni la más remota idea de lo que era la actuación y para colmo, actuábamos al aire libre, sin micrófonos, sin iluminación adecuada y con una escenografía que daba lástima (el apuntador electrónico aún no llegaba a Méxi-co); pese a todas estas limitaciones, el público -poco exi-gente- nos aplaudía con entusiasmo y había ocasiones en que nos pedían que cantáramos, ¡que masoquistas!

Hubo una obra que se llamó “Al fin mujer” en la que me acompañó, haciendo su debut, una guapa dama joven que por motivos que nunca averigüé, tropezó en el escenario con un sillón y, en un abrir y cerrar de ojos cayó de rodillas a cinco centímetros de la primera fila del público. El libreto decía que yo la iba a detener tomándo-la del brazo, en el centro del foro, pero con el tropezón, tuve que salir corriendo, levantarla del suelo y cambiar el

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parlamento original diciendo:

- ¡Por Dios, no es para tanto! ¿Acaso quieres matar-te?

Para mi sorpresa ella también improvisó y, haciendo que sollozaba, me gritó:

- ¡Sí, quiero matarme! ¿Para qué quiero seguir vi-viendo si no estoy a tu lado?

Me quedé con la boca abierta porque en ninguno de los ensayos habíamos pronunciado esas palabras. Sólo se me ocurrió contestarle:

- ¡Bah!, que sea menos.

La subí del brazo al escenario y entonces comenza-mos la obra memorizada como si nada hubiera pasado. El director teatral nos felicitó pero el público creyó que así era el inicio de la obra.

En los veranos de 1959 a 1962, becado por el IMSS, asistí a los cursos que impartía el INBA de la Cd. de Méxi-co, en donde recibí -y practiqué- técnicas de actuación teatral. Ahí tuve la fortuna de ser alumno de los grandes: Salvador Novo, Conchita Sada, Graciela Doring, Isabela Corona y algunos más que escapan a mi memoria.

Ya en Ciudad Obregón, ingresé al Taller de Teatro del IMSS, debutando, esta vez, en mejores condiciones con “El suplicante”. No recuerdo el autor pero lo que no puedo olvidar es que por ser una obra de “teatro dentro del teatro”, tuvimos problemas de estreno pues ¿qué sabía nuestro público de teatro vanguardista?

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Los enredos comenzaron con la obra misma, ya que, para sorpresa de todos, no se corría el telón: un supuesto el maestro de ceremonias era quien daba la cara dicien-do:

- Respetable público: Todos los que formamos esta compañía teatral pedimos a ustedes, con gran pena, mil perdones porque la función preparada para esta noche, “El Suplicante”, no será posible presentarla. En su lugar los deleitaremos con unos entremeses de Sor Juana Inés de la Cruz, “Los Empeños de una casa”... que disfruten del espectáculo y pasen una feliz velada, ¡Buenas noches!

El maestro de ceremonias hizo “mutis” pero, el “pú-blico” disgustado, comenzó a protestar: -“¡Más respeto, eso no se le hace al público! -era parte de mi parlamento- ¿por qué anuncian una obra y presentan otra? No quere-mos a Sor Juana, queremos El Suplicante... el suplicante ¡Ya, ya, ya!

Cuando me puse de pie sentí bonito que el auditorio gritara junto conmigo, pero de pronto me di cuenta que la gente no había comprendido y se lo tomaron muy en serio. Un policía que cuidaba la única puerta del local, se contagió de la efusividad de los asistentes y exclamó:

-“¡Aquel buey fue el que comenzó todo este desba-rajuste...!”

Se refería al primer actor que, como todos, estaba asustado en un rincón. Dirigiéndose a él, el policía le ad-virtió:

-“Por aquí ni te vayas a acercar... ¡Porque soy capaz

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de sacarte a la calle a punta de fregadazos!”

Alguien explicó al maestro Reyes y Quilantán lo que pasaba y éste -muy cordial y sonriendo-tomó el micrófo-no para dirigirse al público:

-“Señoras y señores: Les pido disculpas por no ha-berles dado a conocer -con toda oportunidad -lo que es una obra de “teatro dentro del teatro”. Ahora ya lo han descubierto: algunos de nuestros actores participan desde las butacas, confundidos con el público y, por lo tanto, esto ha ocasionado equivocaciones y malos entendidos. No hay por qué preocuparse ya que la función tiene que seguir. Gracias por su comprensión y por el apoyo que han sabido dispensar a los actores”

“¡Tercera llamada... tercera llamada... tercera”.

VESÍCULA YA… PRÓSTATA NO

Por vez primera iba a festejarme como abuelo, era el 28 de agosto del año 2000, pero no contaba con mi vesícula que, precisamente ese día -a las cinco de la ma-ñana-, comenzó a emitir avisos de que algo no marchaba bien. Me internaron de emergencia y doce horas más tar-de, ya estaba en recuperación con una súper cortada cuya cicatriz no me permitirá volver a lucir -con elegancia- mi colección de bikinis.

Para el 12 de marzo del 2001 ya estaba programado para extirparme la próstata que, por problemas técnicos

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de la clínica, no se pudo realizar hasta el 19 de abril del mismo año. Dos intervenciones en menos del año y... ¿así tienen el descaro de nombrarme ADULTO EN PLENI-TUD?

-El crecimiento de la próstata es peligroso -opinó el “viejólogo”, perdón, el geriatra- operársela es la mejor opción.

El urólogo opinó lo mismo. Para consuelo de los afectados de prostatitis les comento que no es doloroso, molesto sí, ¡muuucho!

Lo que me lastimó -hasta las lágrimas- fueron dos momentos diferentes pero relacionados entre sí: el prime-ro, que en la auscultación te desnudan de la cintura para abajo y te ponen en “posición de parto”, te introducen un súper tubo que toma, como el ultrasonido, diapositivas de los órganos afectados. El segundo, cuando ya estás en recuperación, te colocan una sonda a la vejiga con dos ductos: por uno entra el suero limpio y, por el otro, sale con las impurezas y desechos que dejó la extracción.

Tienes que padecer, además, las vergüenzas de las curaciones, las bañadas (con toalla) y las cambiadas de sonda. Cuando miras aquellas muchachitas, tan jovenci-tas, tan recatadas, tan bonitas, te pones a pensar ¿cómo es posible que a tan temprana edad anden batallando con viejos climatéricos y apestosos?

Después de todo me considero afortunado porque hasta la fecha no he tenido complicaciones, pese a la dia-betes y a la hipertensión. Lo único que sí me gustaría de-jar bien claro es que, sin próstata... ¡ya nada es igual!

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Al mes de haberme dado de alta visité el departa-mento de oncología para saber los resultados (análisis del órgano extirpado para la detección de cáncer). Los pa-peles venían equivocados a nombre de un JESÚS JOSÉ GARCÍA RUIZÁBAL. La secretaria había anotado sólo la inicial del segundo apellido y JESÚS JOSÉ GARCÍA ROBLES soy yo. Pasé tres días como loco enjaulado, sin comer y sin dormir, sintiéndome ya en las últimas como canceroso. Ya iba decidido a la “quimio”, a las radiacio-nes o a lo que fuera, cuando me encontré al Dr. Baltasares que me operó y, al contarle mi problema, muy extrañado me tranquilizó diciendo:

- El día que lo atendí en el quirófano sólo se le prac-ticó la extracción a usted... por otra parte ¿no se ha dado cuenta que esta boleta no le pertenece? Este paciente tie-ne 44 años, ¡mire, por favor!, vaya al archivo y que che-quen fechas, nombres completos, credenciales, factores sanguíneos y no se mortifique antes de tiempo, su cara no es de canceroso... ¡es de miedoso!

Jamás había caminado tantos pasos en 30 segundos. La jefa del archivo hizo las comparaciones y descubrió que los números de las credenciales estaban cambiados y que mi tocayo no era jubilado ni pensionado, pero por desgracia, su diagnóstico era positivo.

Algunos compañeros me aconsejaron que pusiera una demanda pero recordé a mis abuelos que me repe-tían:

- “Los pleitos ni ganados son buenos...”.

Por otra parte, y pensándolo con más prudencia: ¿no estaba feliz con los resultados del error?

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Salí de la Clínica Chávez con todas las lágrimas que había aguantado en las últimas 72 horas y caminé sin rumbo -no llevaba automóvil- pero cuando me tranquili-cé tomando conciencia de mi entorno, estaba arrodillado frente al altar mayor del Templo Guadalupano.

Nunca supe cómo dieron conmigo pues ni yo mis-mo sabía el camino que seguirían mis pasos... al bajar los escalones de la entrada a la iglesia, miré mi auto estacio-nado y ¡lleno de nietos! que, con sus “molachas” sonrisas me gritaban:

- ¡Hola, tata guapo! ¿No nos quieres llevar a las hamburguesas?

Y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no soltar-me llorando delante de toda la “palomilla”.

MIS ALUMNOS DE LA ESCUELA NOCTURNA

No puedo precisar si ha sido para bien o para mal que desde mis primeros años de trabajo como maestro, al terminar mis labores del día, atendía al grupo de adul-tos por la noche. Algunos eran completamente iletrados, otros se habían quedado rezagados en segundo grado de primaria y deseaban terminarla para obtener su certifica-do de sexto.

La Tesorería General del Estado nos pagaba, en aquellos tiempos, la cantidad de veinte pesos por alum-no alfabetizado. Para comprobarlo y autorizar el pago, el director de la escuela citaba a las autoridades (educativas

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y gubernamentales) para que, en la primera semana de ju-nio, asistieran como sinodales a un examen -oral y escri-to- después del cual se levantaba un acta con los nombres de los alfabetizados. A estos exámenes asistían el super-visor escolar, el presidente municipal, el director de la escuela, el personal docente y, en los lugares como en el que yo trabajaba, se acostumbraba a invitar a la directiva de la Sociedad de Padres de Familia, al médico del lugar, al juez y al sacerdote… además de los “colados” que se enteraban de que iban a repartir sodas y galletas.

El número de alfabetizados, que se consignaba en el acta, era el más importante pues de éste dependía el pago. Yo tuve la suerte de que la presidencia municipal me do-blara el pago que me hacía la Tesorería Estatal y, por otra parte, me fue muy satisfactorio trabajar con un presidente municipal que se preocupara por erradicar el analfabe-tismo. Hasta dos policías me puso, exclusivamente para sacar a los alumnos de cantinas y billares llevándolos al salón de clases a “macanazo” limpio.

Una de esas “noches de gala”, estaba yo listo a de-mostrar lo trabajado con mis 32 alumnos. A los que no leían bien les dije que el año escolar ya se había termina-do y por lo tanto, nos veríamos hasta el próximo septiem-bre pero uno de ellos -el señor Machijiza- se enteró de la visita de las autoridades y aunque no había aprendido a leer ni a escribir, hizo acto de presencia y llegó con el sombrero hasta las orejas, saludando a todos de mano.

La señorita directora -que no nos había visitado du-rante el ciclo escolar lectivo- esa noche se presentó ves-tida con sus mejores galas, se “faroleaba” entre las filas como “la flor más bella del ejido”. Mi alumno reprobado

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traía algunos tragos en la barriga y al ver a la directo-ra, le hizo una caravana medieval y ésta, ignorante del “Caso Machijiza”, lo presentó a los visitantes como un ejemplo de los deseos de superación, alumno ejemplar y padre modelo. De pronto se emocionó y, tomando una CARTILLA de mi escritorio, quiso hacer leer al “borra-chales”, faltista, burro, que no había aprendido ni a escri-bir su nombre:

-Vamos a ver señor Machijiza -le dijo con dulce e hi-pócrita voz- repita conmigo: PE-PE PIN-TA LA PE-LO-TA y ahora, júntelas… ¡es muy fácil!

-¡Mmm, muy fácil ha de ser! -pujó el borrachito- ¡Pos si, pa’juntalas… ay’stá el pedo!

Las carcajadas y el desorden que siguieron fueron de tal magnitud que los esperados exámenes de fin de año tuvieron que posponerse para la noche siguiente.

Un poco después, en 1962, trabajé con grupos de iniciación cultural en los centros del Seguro Social. Aquí no sólo asistían iletrados sino trabajadores que a veces sólo por flojera o ignorancia no poseían su certificado de primaria y querían seguir estudiando. Con el tiempo tuvi-mos grupos de secundaria y preparatoria en la modalidad de “abiertas”.

En uno de tantos grupos, se me presentó un caso di-fícil -muy raro- el muchacho listo para las matemáticas, con una lectura clara, no sabía escribir una sola letra. Para colmo, ¡era empleado de mantenimiento en el propio Ins-tituto!

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Cuando el ciclo estaba por terminar yo me encontra-ba muy orgulloso de mi trabajo como docente, pero una ocasión me encontré al muchacho solo en el aula buscan-do algo, al darse cuenta de mi presencia se disculpó:

-Había extraviado mi carpeta nueva -me dijo- pero ya la encontré, mire: la marqué con una “R” y una “H”, que clarito dicen Juan Sánchez, ¡o sea, yo!

AGOSTO EN ZACATECAS

Zacatecas, Zacatecas, a 19 de agosto de 1987.

Estimado compadre:

Uno de mis últimos años de trabajo bajo la protec-ción del “águila verde” del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y, tal vez a manera de premio, me manda-ron becado a un curso de tres semanas que se desarrolló en Zacatecas, capital del estado del mismo nombre.

Comenzaré relatándole el camino, aunque de Ciudad Obregón a Guadalajara en avión no trajo mucho chiste pero, desde “La Perla Tapatía” hasta Zacatecas por tor-tuosos caminos serranos y persistente lluvia, ya es otro cantar. Hubo un tramo de muy mal camino, en lo más alto de la serranía, donde pudimos observar -allá muy abajo- una tormenta con rayos y demás efectos de un meteoro de esa naturaleza. Después de nueve horas de camino, lle-gamos bien cansados pero muy satisfechos del recorrido: Juchipila, Jerez, Ruinas de Chimostoc, Jalapa, Tayahua (la hacienda de Tony Aguilar) y otros bellos lugares que con frecuencia olvido su nombre.

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A estas alturas de mi relato estará pensando: ¿para qué me escribió el compadre?, ¿qué motivó ese viaje?, ¿cuál será el provecho que se obtuvo de semejante gasto? Y yo le pido, como un favor especial, que me deje conti-nuar y no se me desespere. El viaje no fue de placer, sino de estudios. Se trataba de incentivar -en todos los nive-les de la educación- al alumno apático, al somnoliento, al distraído. Que hablara bien el tartamudo, que cantara el desentonado, que bailara el arrítmico y, a todas estas propuestas de participación, se le dio el nombre de “DES-APRENDIZAJES”. De eso le platicaré después porque tocaría temas de didáctica y en esta carta sólo quiero na-rrarle lo referente a las bellezas que encontré en el lugar visitado y que ignoramos algunos mexicanos.

Lo que más me impresionó, compadre -dedicando a Zacatecas y a los zacatecanos mi admiración y respeto- es ese abrazo con el que amalgaman ruinas, tesoros y tradi-ciones, desde hace siglos, con la tecnología de vanguar-dia como lo es el teleférico que, construido en 1979, une al “Cerro del Grillo” en la mina “El Edén”, con el “Cerro de la Bufa” en un tramo de 1650 m., pasando sobre las co-loniales calles y casas adoquinadas en cantera rosa a una altura de 115 m. y a una velocidad de 1.5 m/seg. Es algo maravilloso observar esa panorámica desde arriba.

Eso que le acabo de contar lo supe hasta otro día de mi llegada porque la primera noche la pasé en la clíni-ca hospitalaria del IMSS con la presión disparada por la altura del lugar (2496 m. sobre el nivel del mar). Al día siguiente, muy “alivianado” ya con las medicinas, ma-drugué de la consulta médica al hotel pues dentro de una hora y media sería la inauguración del “encuentro”. Tomé

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un mini-taxi tratando de ganarle a la lluvia cuya cortina se miraba avanzar de la serranía a la ciudad.

De los 192 participantes de todo México, yo fui el primero en enfermarme causando -a mi llegada- mucho escándalo: fotos, preguntas de los periodistas, mi opinión sobre los talleres y otros temas que desconocía por com-pleto. Sobre lo que sí opiné y pareció no agradarle a los sureños, fue sobre la pobreza que se observaba por todas partes. Recuerdo que les dije:

- Vengo del Valle del Yaqui, “Granero de México” -así le llamaban entonces, no sé ahora- y observé por el camino que aquí siembran en la montaña y con yunta de bueyes… ¿cómo es posible que los periódicos hayan pu-blicado que Zacatecas es el primer productor de maíz de México?

Las preguntas ya no siguieron y el comité de recep-ción que me había detenido me indicó el camino para de-sayunar. El “buffet” era magnifico pero antes, me acordé del taxista que aún me estaba esperando. Como la dejada costaba $1,500.00, le pagué al chofer con un billete de $2000.00, ¿se acuerda de ellos? y, al fin sonorense, le dije que se quedara con el vuelto… ¡no lo podía creer el zaca-tecano! Se persignó tres veces con el billete pero lo que no me esperaba fueron sus palabras:

- “Lo importante, señor, es que su salud esté bien y conserve un bonito recuerdo de mi tierra que, desde este momento, le da la bienvenida… Muchas gracias y que Dios lo proteja”.

Después de desayunar me dirigí a mi cuarto, subía los escalones de dos en dos pues me tocó hasta el quinto

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piso (fue hasta el tercer día que descubrí que había ele-vador). Las palabras del taxista, los medicamentos y las carreras del curso, hicieron más leves mis achaques y, cuando mi organismo comenzaba a asimilar la altura, los talleres llegaron a su fin y vino la clausura.

Recuerdo con nostalgia “El Portal de los Rosales”, “El Mesón de Tacuba”, el museo dedicado al Maestro Goitia, la Basílica, que data del Siglo XVII y duró más de 152 años su construcción. Es de estilo salomónico y su fachada principal (en hoja de oro) la hace única en toda América.

Las “callejoneadas” son algo típico de la ciudad y consisten, como su nombre lo indica, en un paseo -a pie- por las calles tan angostas que parecen callejones. Por ahí no caben los automóviles.

La noche de la despedida fue en el “pent-house” y aunque nos reunimos todos los que participamos en el curso-taller, los asistentes ya entrados en copas, tuvieron la gentileza de dedicarme la “Cumbia Yoreme” y “Mi Ya-quecita” cantadas en el dialecto yaqui… ¿para qué quería más gloria?

El regreso fue un poco accidentado pues había llo-vido mucho en Nayarit y Sinaloa, por lo que tuvimos que rodear por Durango y Chihuahua, entrando por Yécora. Cuando divisé las características montañas de nuestra se-rranía, respiré con tranquilidad porque ya me encontraba con los míos.

Compadre: espero haberlo distraído con este relato deseando que, al leerlo, goce tanto como yo al escribirlo.

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ARMANDO GASTÉLUM ALCARAZSu nombre completo es Armando Luis Gastélum Al-

caraz, originario de Pitiquito (“El Pitic” pequeño), So-nora.

Estudió la normal básica en Hermosillo en cursos de verano y, durante el ciclo lectivo estudiaba derecho en la UNI-SON, trabajando -al mismo tiempo- como maes-tro en las escuelas del Estado. Así batalló hasta llegar a titularse.

Ha publicado algunas trilogías: en nuestro primer libro “La sonrisa del tiempo” fueron de escritores famo-sos como Renato Leduc; en el segundo libro titulado “Las huellas del camino”, las dedicó a sacerdotes ilustres del Estado, como el Padre Cornides, y en esta edición, “Llu-via de recuerdos”, se inspira en las cantantes que han asistido a la EXPO-GAN desde que este evento se celebra en Sonora.

Tiene trabajos publicados en la Revista “Encuen-tro” y en el rotativo “El Imparcial” de esta ciudad. De su autoría tiene un poemario. Está jubilado por ISSSTESON desde 1994.

Sus pasatiempos favoritos son el canto, la literatura (muy especialmente los epigramas) y las peleas de ga-llos.

Su contribución en este libro es con los siguientes títulos:

• Encuentro con Verónica Castro• La vez que canté en un palenque• Encuentro con las Torcacitasdel Norte• El día que arriesgué mi vidapor la Bandera• La noche que dormí con unpayaso

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ENCUENTRO CON VERÓNICA CASTRO

Un beso de la “Vero” en el Palenque de la EXPO-GAN de Hermosillo, Sonora, en la década de los 80’s.

De todos es conocido el celebrado éxito y la alga-rabía que, con “bombo y platillo”, se difunde por todo el estado al desarrollarse, en Hermosillo, la tradicional fiesta de los ganaderos en el mes de mayo de cada año con el atractivo espectacular -entre otros- de la presentación de los más famosos artistas en el ámbito nacional: Vicen-te Fernández, su hijo Alejandro, Verónica Castro, Thalía, Joan Sebastián, entre muchos; con variedades de primera línea durante la semana que dura el tradicional festejo al que asistimos decenas de miles de personas de diferentes “status” socio-económicos y culturales.

El caso es que, un día de tantos -mayo de 1980- y una vez dentro del “embudo” llamado palenque, después de las consabidas peleas de compromiso, se presentó la variedad prevista para esa noche de gala: gala en el vestir de las damas y caballeros, gala en la ingestión de bebidas espirituosas, el caso fue que ya imbuido en el ambiente “bohemio”, lo menos que puedes hacer es pedir un líqui-do ambarino que se distribuye por atractivas edecanes vestidas para el momento que se vive, o que se “bebe”, porque no hay de otra.

Llegando el momento esperado, es decir, la presen-tación de la famosa VERO, ésta cantó -si no todo su re-pertorio, sí gran parte de él- yo sentí la necesidad de salir al baño pero también presentí que la actuación de Veró-

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nica estaba por terminar. Me encaminé hacia arriba, a los baños y, cuando yo bajaba, miré a la estrella subiendo las escaleras seguida por sus elementos de seguridad y detrás, como en una persecución, numerosas “fans” en busca del habitual autógrafo. El caso es que al pasar junto a mí, tropezó y sin querer -creo yo- se apoyó en mi brazo para no caer y ahí es donde me aproveché para estamparle un soberbio beso en la mejilla. Tartamudeando de emo-ción, le dije:

- “¡Vuelve pronto, Vero, esta es tu casa…!”

Cuando pasó “marabunta”, mi única reacción fue se-guir a los fanáticos y, ya en la parte superior, las escoltas abrían las puertas de un lujoso “New-Yorker” blanco, del año -tipo “limousine”- y la VERO trepaba a él cual veloz paloma blanca.

La multitud se lanzaba sobre el automóvil, tocaban los cristales, acariciaban las ventanillas o tiraban besos al aire y yo, satisfecho de mi hazaña por haberle dado un beso -físicamente real- a Verónica, celebraba la dicha que las circunstancias me habían brindado porque, si yo hubiera querido hacerlo en forma premeditada, jamás lo habría logrado.

Así fue como le di un beso a la VERO sin proponér-melo, ni buscarlo.

MORALEJA: -“Las suerte debe de ser hallada, no buscada…”

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LA VEZ QUE CANTÉ EN UN PALENQUE

Continuando con la cronología de mis encuentros con cantantes de palenques paso a relatar mi segundo encuentro, esta vez, con SILVIA FELIX (sobrina de “La Doña”, dicen) y sin querer queriendo, encaminé mi peri-plo rumbo a la famosa “Expo”.

Me dispuse -antes que nada- a visitar a mi amigo “El Mexicano” Morales que vende a diestra y siniestra dentro de la “Expo-Gan” los famosos “cantaritos locos”, porque han de saber que mi amigo recorre todo el país con sus remolques acondicionados para la venta de toda clase de bebidas espirituosas -tropicales y regionales-, siendo la especialidad los ya citados cantaritos que contienen: “me-dias de seda”, “piña colada”, “clamatos” y cuanta cosa rara se le ocurra a usted pedirle, teniendo entre su cliente-la preferida la formada por el sector femenino que acude a sus establecimientos.

Después de pasar por la taquilla me encaminé al área de las sillas del redondel donde pelean los gallos, pero ya había comenzado la variedad que ese día de mayo estaba a cargo de la cantante SILVIA FÉLIX. El caso fue que en cuanto tomé asiento, la cantante se enfrentó a mí colo-cándome el micrófono junto a la boca para que cantara y, como yo soy risueño cuando me hacen cosquillas, no me aguanté las ganas de reír… ¡menos las de cantar! Y ahí me tienen cantando “Mi viejo San Juan”, rola que hiciera famosa Javier Solís.

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Quiero dejar asentado que se me hizo tan bonita y fuerte mi voz cuando la escuché reforzada por 20 boci-nas… pero la artista siguió su camino por el redondel y, a la segunda vuelta, que se le ocurre hacer lo mismo, pero ya venía cantando “De qué manera te olvido”… nueva-mente me acercó el micrófono y canté, esta vez con ma-yor aplomo y seguridad pues lo hacía por segunda oca-sión. Y… pasó lo mismo: la artista continuó su rutina y de regreso llegó frente a mí. Esta vez cantaba “Si nos dejan” y yo, que ya estaba picado porque la gente me aplaudía, le dije:

-“Si nos dejan yo canto contigo…” -Y sin esperar respuesta, me paré, abrí la portezuela que daba acceso al redondel, y terminé en medio de la pista cantando “de cachetito” con Silvia Félix, para terminar así la variedad de la noche.

De esta manera fue como canté -por primera vez- con pista para profesionales del canto; cosa que recuerdo obviamente con mucha satisfacción.

Todo esto sucedió por hechos circunstanciales por-que, en caso de que Silvia Félix no hubiera querido que yo entrara al redondel, no entro ni en brazos del gober-nador porque a estas artistas siempre las rodean de va-rios elementos de seguridad para protegerlas de cualquier atrevido que, en lugar de convivir, haya “conbebido” de-masiado… o para resguardarlas de los periodistas, ya ven lo que pasó con Lucero.

Así terminó para mí una noche más de palenque con las vivencias y desenlace que ya les he platicado.

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ENCUENTRO CON LAS “TORCACITAS DEL NORTE”

Saliendo, como salía casi invariablemente los fines de semana a hacer mi acostumbrada ronda por las calles de Hermosillo, coincidentemente me encontré con la ce-lebración de la rumbosa fiesta ganadera “Expo-Gan So-nora 1995”, (obviamente por la noche). No podía escapar a la bohemia moderada de un cerveza bien helada en el mes de mayo; mi hija Maribel me había pedido permi-so -con anterioridad- para ir al palenque con su entonces novio, hoy su esposo Alejandro. El caso es que después de dar unas vueltas por la ciudad, enfilé rumbo al famoso palenque de la Expo con ganas de presenciar, más que las peleas de gallos, la variedad, esta vez sin precisar con quién: ¿Thalía, Alejandro, Paquita? No sé cuántos artistas más. Ya dentro me enteré que se presentaba un dueto fe-menino: “Las Torcacitas del Norte”. Lo primero que traté de localizar fue a la familiar pareja: mi hija y su novio. Una vez que los localicé traté de ubicarme cerca de una puerta de salida para evitar los tumultos; llevaba un ciga-rro encendido entre los dedos (mentolado, por cierto). Al llegar a la puerta me encontré con una niña de unos 20 ó 22 años; iba vestida con un traje negro de diminutos tiran-tes y con una minifalda que dejaba ver sus encantos supe-riores e inferiores. Mirándome coquetamente me dijo que quería fumar… yo saqué la cajetilla y le ofrecí uno de mis mentolados a lo que protestó:

- “No- me dijo con suave tono de voz -yo quiero fumar de ése, del que tienes en la mano…”

Me sorprendió su actitud y pensé “ésta quiere PLEI-

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TO”, cruzamos algunas palabras y me preguntó si ya me retiraba y que si iba a pasar por el centro de la ciudad. Le respondí afirmativamente y me pidió que la trajera, acepté pero entonces me informó que iría con nosotros una amiga, su compañera TORCACITA y -desde luego- también estuve de acuerdo.

Así salí del palenque, con el dueto de “Las Torcaci-tas del Norte” colgadas de mis brazos. El temor era que mi hija me encontrara y… ¡la que se me armaría al llegar a casa! Lo curioso fue que, en lugar de que mi hija se cui-dara de mí, yo me andaba cuidando de ella. A la salida, la muchachada me gritaba:

- “¡Pase una suegro… ¿para qué quiere dos?”

Por fortuna no me encontré con mi hija ni ella me divisó.

Subimos al auto, llegamos a Hermosillo (Centro)… quisieron quedarse en un “table -dance” que queda por Periférico Norte y ahí terminó mi odisea, nadie me vio en esos trances que las circunstancias, y la casualidad, me ofrecieron sin yo buscarlas.

Así fue mi encuentro con las “Torcacitas del Norte” al salir de un palenque, de la Expo-Gan, en Hermosillo, Sonora.

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EL DÍA QUE ARRIESGUÉ MI VIDA POR LA BANDERA

Transitaba la primera parte del sexenio del Ing. Ro-dolfo Félix Valdez cuando fui llamado a la Secretaría de Educación y Cultura (SEC) para hacerme cargo de labores administrativas y, mi primera comisión fue la de supervi-sar el funcionamiento de todas la cooperativas escolares a nivel Estado, cosa que parece fácil pero resulta difícil y más para mí que, habiendo estudiado leyes -para no llevar matemáticas- caía con esa comisión en un inmenso mar de números que era para agobiar a cualquiera. No podía decir que no porque era una comisión política oficial y no quería echarme para atrás, así que tuve que afrontar aquella tremenda situación y, para que ustedes se den una idea de mi alergia por los números, yo digo -a manera de broma- que si le marco a una sumadora 2+2, me salen 5 y como no es correcto, vuelvo a marcar… ¡y me salen 3!

Sufrí enormidades con esa comisión pero tuve que apechugar la situación. De vez en cuando se me comi-sionaba para llevar la representación del Secretario de Educación, Prof. Ernesto López Riesgo, a algunos actos públicos en los que yo me desempeñaba mucho mejor porque estaba en mi ambiente de las relaciones públicas. Poco a poco me fui despojando de los números y asumí la comisión de Coordinador de Eventos Especiales, que se acomodaba mucho mejor a mi manera de ser y de ac-tuar; ahí, en esa comisión como en todas, nunca falta un “prietito en el arroz” y, al llegar el mes de septiembre, venían los grandes problemas porque el comisionado, y en mi carácter de coordinador en jefe, tenía que organizar y conducir los eventos de la ceremonia del izamiento y

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arrío de nuestra Enseña Patria -a mañana y tarde- los 30 días (incluyendo los sábados y domingos, ¡ah! y prohibi-do enfermarse).

Para dar una idea de lo ardua y cansada que era esta comisión, tenía que organizar y coordinar a todas las se-cretarías de gobierno, desde un día antes, con un programa riguroso de honores en la Plaza de la Bandera, auxiliados por una escuela secundaria diferente. Para el caso, conta-ba con el apoyo de los soldados del Ejército Nacional que traían y llevaban nuestro Lábaro Patrio; el programa era más o menos así (mañana y tarde):

HONORES A LA BANDERA:

1) Juramento.2) Discurso o palabras alusivas,3) Toque de Bandera por los soldados.Izamiento o arrío,4) Intervención de los alumnos (poesía),5) Entonar el Himno Nacional Mexicano,6) Eventualmente otra intervención no programada.

Este era, puntos más puntos menos, el programa dia-rio todo el mes de septiembre pero eso no era todo, porque cuando la ceremonia sale bien, ¡qué bueno!, pero cuando falla alguno de los puntos del programa ¿qué hacer si no llegan a la hora los soldados con la bandera?, ¿qué hacer si no vino el niño (a) del juramento?; o ¿si no estuvo a tiempo el aparato de sonido, o se les olvidó el “cassette”

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del Himno Nacional, o falló el aparato de sonido o no hubo corriente eléctrica?

Este último fue el caso por el cual una tarde de un domingo cualquiera del mes de septiembre de los 80’s, me encontré con que el edificio del ISSSTESON contiguo a la Plaza de la Bandera de donde tomaríamos la corriente eléctrica, se encontraba cerrado y no había conserje a la vista, ningún velador; estaba en mi primera encrucijada y con la responsabilidad de llevar adelante el acto. ¿Cómo hacer funcionar los aparatos de sonido?

Los soldados, la bandera, toda una escuela esperan-do: los alumnos, maestros y el director. Los señores y las damas de las secretarías… expectantes. ¿Qué hacer en esas circunstancias?, ¡trágame tierra!, o como dicen los cubanos: -“¡la muelte, chico!”-. Por fin apareció en es-cena un conserje del ISSSTESON que había quedado de guardia: ¡Gracias a Dios!

Pude respirar tranquilo -pero sólo por un momento- porque se vino un problema más grande y peligroso para mí: tomé el cable de la corriente para pasárselo al conser-je por la celosía para que lo conectara pero, después de algunos minutos, regresó para decirme que no lo podía hacer porque, en el lugar de la conexión, estaban los apa-ratos de refrigeración y habían tirado mucha agua, la cual le daba hasta los tobillos.

¿Qué hacer con estos imprevistos? ¿Suspender el acto? ¿Dejar a la gente plantada?, o meterme yo al agua y conectar el cable con el riesgo (no de López Riesgo) de morir electrocutado.

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Y tomé la decisión más estúpida de mi vida… ¡co-necté el cable! El agua empapaba mis zapatos pero… la ceremonia de nuestro Lábaro Patrio se llevó a cabo con felicidad, por lo menos sin desgracias personales.

Esto nadie lo supo, sólo ustedes y yo. A Dios gra-cias, lo estoy contando.

LA NOCHE QUE DORMÍ CON UN PAYASO

Transitaba el segundo tercio del sexenio del Gober-nador de Sonora Ing. Rodolfo Félix Valdez y me encon-traba yo como coordinador de eventos especiales de la SEC (Secretaría de Educación y Cultura), con varios pro-gramas culturales que, para bien de Sonora, habían ins-trumentado en Gobernación. Estos programas eran mul-tisectoriales, es decir, involucraban a la SEC, al Sector Salud, a la Secretaría de Agricultura y Ganadería, al DIF, etcétera.

En esta ocasión se trataba de apoyar un programa contra el narcotráfico y tuvimos que trasladarnos a diver-sas ciudades del Estado de Sonora para dar conferencias a la población… aquí entraba la Secretaría de Salud repre-sentada por el Dr. Filiberto Pérez Duarte, con especialis-tas en este ramo de los estupefacientes. La SEC -que yo representaba- llevaba un mensaje a las escuelas auxiliado por los maestros de los diversos niveles educativos. Al DIF le tocó llevar la diversión a los niños: pláticas de in-terés para los padres impartidas por especialistas; psicó-logos, trabajadoras sociales, educadoras y no podía faltar un payaso para divertir a la población infantil.

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En esta ocasión llevamos nuestro programa: “Com-bate al narcotráfico” a la población serrana de Sahuaripa, armándose todo este circo, aquí en Hermosillo. Algunos compañeros partieron un día antes; otros madrugaron y yo, por motivos de fuerza mayor, no pude partir con el convoy… el caso fue que llegué a Sahuaripa en un ca-mión ya bien entrada la noche, estaba lloviendo a cán-taros. Llegué al hotel y me presenté con el encargado diciéndole que necesitaba un cuarto dónde descansar y pasar la noche, a lo que me respondió:

- “El hotel se encuentra totalmente lleno…” -(No vacancy, dirían los gringos).

¿Qué hacer en esas circunstancias, si aún estaba llo-viendo? Estaba yo muy cansado y ni a quién comunicar-le mi desdicha, por eso supliqué al encargado que, como un favor muy especial, me hiciera un campito… Como recordando, me dijo que en un cuarto había un solo hués-ped y que esa era la única solución que podía ofrecerme: acepté y me abrió la puerta; yo no quise encender la luz para no molestar a mi desconocido compañero, el cual -por razones obvias- se hallaba profundamente dormido. Me acomodé como pude en una camita individual en la que pasé la noche sin hacer el menor ruido, pero… ¡qué sorpresa me llevé por la mañana, cuando desperté!

Contiguo a mi cama se encontraba otra y, en ella, una persona vestida y pintada como payaso. Era “PAQUITO CHAPOY” que iba en la comitiva hermosillense. Cuan-do despertó me explicó que no acostumbraba a dormir así pero había actuado la noche anterior y se recostó sólo para descansar un rato, quedándose como yo lo encontré. Así fue como en esta aventura programada a Sahuaripa,

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pasé la noche -sin darme cuenta- con un señor payaso.

NOTA ACLARATORIA: Si yo hubiera tocado al payaso, o él me toca a mi… hubiera amanecido totalmen-te pintarrajeado y… ¡NO FUE ASÍ!

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MARÍA TRINIDAD GERMÁN JARA

Nació un día muy especial para los latinoamerica-nos, llegó el 12 de octubre del año de 1940, muy tempra-nito, a las cinco de la mañana. Ocupó el lugar décimo tercero de una familia de 19 hijos y cuentan que el 13 es número de buena suerte.

Primaria y secundaria las hizo en Ures, Sonora, pues su casa paterna estaba en Santiago, un pueblito ale-gre y sencillo a seis kilómetros de “La Olvidada Atenas”. Le parecía divertido y romántico cruzar el Río Sonora a pie o en “carreola”. También le gustaba montar a caba-llo y jugar carreras.

Es maestra normalista egresada en la Generación 58-61, fue enviada a Rayón, Sonora, en donde trabajó, sin interrupciones, sus primeros ocho años de magiste-rio. De este lugar se cambió a Nacozari, Guaymas, San José de Bácum y aquí, en Hermosillo, en donde se jubiló prestando sus servicios en la Escuela “Club de Leones No. 1”, en el año de 1988.

Por vez primera se animó a escribir AUTOBIO-GRAFÍA y lo hace con:

• Santiago de Ures visita Roma• Perdida en la Capilla Sixtina• Navegando por el Río Nilo• Las tortillas de harina «sobaqueras»• La receta gracias a la cual estoy con vida

Sus pasatiempos predilectos son: armar rompecabe-zas (cuya colección llega a 200 cajas), platicar con “todo mundo”, escuchar música, conocer lugares pintorescos con historia, además de coleccionar “fotos” de la fami-lia… ¡y como no tiene!

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SANTIAGO DE URES VISITA ROMA

Tuve la fortuna de nacer en un pueblito tranquilo, muy cerca, quizá a sólo cuatro kilómetros de la que fuera Capital del Estado de Sonora, Ures, “La olvidada Ate-nas”.

Desde niña soñé con conocer otros mundos y cuan-do me llevaban a pasear en una “carreola” -especie de carreta tirada por dos caballos- imaginaba que las bestias no trotaban, ni corrían, sino que volaban llevándome le-jos, muy lejos.

Los años pasaron, y cuando comencé a trabajar, mi nombramiento decía “profesora de grupo en escuela pri-maria”, y se me asignaba a otro pueblo un poco más gran-de que el mío: Rayón.

Las cosas no cambiaron mucho pues cada fin de se-mana hacía una visita a mis padres y hermanos. En el pueblo todo permanecía igual pero yo, aunque se rieran de mí, seguía soñando en conocer otros mundos… así se fueron pasando los años y, ¡primero me jubilé que cono-cer Europa! Había salido a la Ciudad de México algunas veces, a Tepic, a Puebla; conozco algunos lugares de Es-tados Unidos del Norte, muy especialmente Los Ángeles, Tucsón, Pasadena… pero cuando estaba más tranquila y menos lo esperaba, sonó el teléfono y:

- “Me dieron su nombre como posible candidata a

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viajar por 21 días visitando lugares del Viejo Continente. El costo del boleto -viaje redondo- es de 3000 dólares y comprende: pasaje en avión de primera clase con desa-yuno continental y cena, hospedaje en hoteles de cinco estrellas, con transporte terrestre y marítimo a los lugares que se vayan a visitar. La comida principal, las salidas a paseos nocturnos, los antojitos y los “souvenirs” o recuer-dos correrán por su cuenta. Debe pagar el 50% al inscri-birse y el resto, tres días antes de partir… ”

Y la informante siguió dándome detalles pero yo ya no escuchaba. Acariciaba el momento de hacer realidad el sueño esperado toda una vida. Por nuestros medios cada quien se dirigió a Tucsón y de ahí a Los Ángeles. En este punto realmente dio inicio la aventura, pues aquí aborda-mos un “jumbo-jet” que nos llevó a Chicago, donde tras-bordamos a otro, aún más grande, en el que atravesamos el Océano Atlántico.

Después de 18 horas sin tocar tierra -se siente horri-ble, se los juro- llegamos a Roma, “La Ciudad Eterna”, y nos recibieron en un elegante hotel con una cena con-sistente en sopa de pasta (“al dente”), decorada con unos cuantos granos de frijol cocidos acompañados con un vaso de agua. Salimos a estirar las piernas y a ver qué podía-mos comprar de comida. Comenzamos a añorar los tacos, las gorditas, los “burritos” de machaca y el champurrado. Los “hot-dogs”” en Roma los hacen en arepas, que son una especie de panes planos y duros: no llevan mostaza, ni mayonesa, mucho menos jitomate, champiñones o sal-sa, sólo el pan y el “Winnis”. Me comí la pura salchicha porque el pan estaba durísimo, como para apedrear a un peregrino que va -por primera vez- a Tierra Santa.

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Roma es bellísima y muy extensa. La encontramos algo deteriorada en sus calles y edificios porque los pre-parativos para recibir al tercer milenio traían a todos muy ocupados… ¡hasta el Coliseo Romano estaba en proce-so de embellecimiento! Pero nosotros traíamos a Asís y Jerusalén en nuestra mira, pues eran nuestros objetivos máximos como peregrinos.

Si me piden ustedes que les diga en qué lugar de todo el recorrido que hice me sentí más impresionada, o más sorprendida, les diré: en El Vaticano, en el Santo Sepulcro, en el Huerto de Getsemaní, en el Mar Muerto, en el Vía Crucis de la Vía Dolorosa, en Samaria y Judea, en el Río Jordán, en Jericó, y en el Muro de los Lamentos. Pero si hablamos de arte, sin duda, la Capilla Sixtina.

Debo confesarles que al regreso, rendida de tanta caminata, me quedé dormida en el cómodo “jet” lo que me costó la cena a bordo, pues nadie me despertó de mi trasatlántico sueño.

Llegamos directo a Los Ángeles y de ahí a Tucsón, donde ya nos esperaban las añoradas caras de nuestros se-res queridos. Cada quien por sus propios medios regresó a casa y… ¡qué sabrosa la contaminada agua de Hermo-sillo! ¡Qué delicioso calorcito sentimos en pleno octubre! Allá se sentía un poco de frío y yo, que de “chiripa” me había llevado un grueso saco, anduve, en ciertas ocasio-nes, como gallina con pollos cobijando a mis compañeras y nuevas amistades que había hecho en el viaje.

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PERDIDA EN LA CAPILLA SIXTINA

De las cerca de 240 salas de arte que reúnen El Vati-cano y La Capilla Sixtina, sólo pudimos visitar seis, y al-gunos compañeros, a regañadientes. Entre todos los luga-res visitados fue aquí donde sentí mi enorme ignorancia respecto a las obras de arte que se exponen. Ya sabemos que Miguel Ángel fue un genio, pero no sólo de él hay obras en las exhibiciones de la Sixtina.

Aproveché para preguntar en dónde me encontraba con relación a mi tierra y qué tan lejos estaba de mi so-ñada Venecia. También supe que de ahí partiríamos para hacer una visita a Tel-Aviv, que es el centro financiero del Israel actual y que su nombre, en árabe, significa “monte de la primavera”.

Si te animas a viajar en próximas temporadas no es-taría por demás que leyeras acerca de algunos hábitos, alimentos, bebidas, saludos que se acostumbran por allá, porque vas a extrañar los baños; no son muy aficionados a la ducha de regadera pues, entre ellos, el aseo con toalla se acostumbra como un afrodisíaco ritual; allá te sorpren-derá el tráfico. Es raro ver gente gorda, fuman mucho, muchísimo -igual los hombres que las mujeres- y, pese a los perfumes, no huelen nada bien. La comida es muy condimentada con hierbas de olor y utilizan, para la ma-yor parte de sus aderezos, el aceite de oliva. Conviene viajar en pantalones o llevar algunos. Vestido largo sólo para la cena de bienvenida y para la bendición del Papa.

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¡Ah!, pero les voy a platicar que me perdí en los ex-tensos corredores de la Capilla Sixtina. Pues sí , de pronto me di cuenta que me encontraba sola en aquella inmen-sidad de pasillos y puertas, cuando desperté de mis enso-ñaciones, lamentando demasiado tarde, no haber visitado los castillos medievales de Inglaterra… frente a mí tenia un ventanal que me indicaba -muy a lo lejos- la escalera por donde encontraría la salida. No miré a un solo com-pañero de viaje y el único recurso que me quedaba fue correr y alcanzar a un policía (“carabinieri”) guardián del edificio y pedirle el favor:

- “Signorino, belo bambino: ritorno presto a la mía casa…”.

No sabía lo que decía pero, el policía, riéndose de mi italiano de “Bataconcica”, me llevó del brazo muy amablemente hasta donde había quedado estacionado mi autobús… ¡si hubiera sabido! Las burlas no se hicieron esperar diciéndome que me había rezagado intencional-mente para que el guapo vigilante me condujera hasta la salida. Lo peor vino cuando, de despedida, le dije:

- Molto graci… ¡arriverderci!

- “¿A qué hora volviste, muchacha? No pude dormir pensando que te habías ido de “picos pardos” con gente desconocida y de costumbres distintas a las nuestras…” -me dijo el cura que nos acompañaba.

El regreso a casa fue accidentado pues nuestras ma-letas -más listas que sus dueñas- se fueron hasta Berlín por equivocación y llegaron con diez días de retraso, pero llegaron: robadas (incluso las que llevaban candados),

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maltratadas y remojadas pues no supimos en qué puerto aéreo pasaron en banda a la intemperie y estaba lloviendo copiosamente. Por fin las recuperamos quedando convi-dadas, por el momento, a no volver a viajar.

Bueno, esas fueron mis impresiones personales. El próximo viaje parece que va a llegar hasta Egipto. Luego les platico cómo me fue por allá.

NAVEGANDO POR EL RÌO NILO

“Hay cosas que suceden una sola vez en la vida” por lo menos, así pensaba cuando caminaba por las ca-lles de Jerusalén en mi primer viaje a Tierra Santa -como peregrino- “y no obstante ando aquí, navegando sobre las apacibles aguas del Nilo en mi segundo viaje”.

Esta aventura fue mejor planeada aunque, siguiendo la ruta ya conocida, dejamos tierra continental partiendo en un “súper-jumbo” de Nueva York, entrando por Áms-terdam (Holanda). Nadie me quiere creer que pude iden-tificar Londres desde las alturas, pero yo no pienso estar equivocada.

Nos encontramos todo nuevo, recién reparado y pin-tado, pues ya estábamos en el Tercer Milenio. Las ciuda-des lucían como recién bañadas y, en cuanto pusimos pie en tierra, comenzamos a buscar rutas nuevas para noso-tros. En el recorrido anterior -“Los Caminos de Jesús y El Vaticano”- ya lo he descrito en la narración de mi pri-mer viaje, ahora lo más significativo, aunque para mí fue decepcionante, era la llegada a Egipto. Dormimos en un

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magnífico hotel en el corazón de El Cairo, conocimos El Faro de Alejandría (una de las siete maravillas del Mundo Antiguo), Las Catacumbas, en donde se hallan los res-tos del los faraones; navegamos -en velero- sobre el Río Nilo; pudimos tocar las milenarias Pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, y contemplar el funcionamiento del Canal de Suez, escuchando las interesantes explicaciones de alta ingeniería naval… en fin, un agasajo de historia rodeado de descuidos, desaseo y supersticiosas costum-bres religiosas. Sin embargo, no todo fueron decepciones: estuvimos y nos retratamos junto a Nefertiti y La Esfinge, trajimos nuestros nombres y signos zodiacales dibujados en hoja de papiro… un poco después admiramos los más bellos ejemplares equinos de carreras.

En El Cairo pasamos un gran susto pues nos desper-taron a las 4:30 de la madrugada unos fuertes y doloro-sos lamentos que -después supimos- eran la oración de “gracias por haber amanecido a la vida”. Estas acciones religiosas se repiten al bendecir los alimentos (medio día) y al encomendarse a Alá, para pasar bien la noche. Es sobrecogedor el fuerte murmullo que se escucha a esas horas en las que los visitantes teníamos que permanecer en actitud de absoluto respeto.

Para salir de Israel rumbo a El Cairo no ocupamos transporte aéreo ya que, escoltados por cuatro motocicle-tas, atravesamos un camino árido y solitario aunque no me atreví a preguntar de qué desierto se trataba. Hubo tramos en el que tuve la corazonada de que éramos vigi-lados o perseguidos, aunque, entre rezos y más rezos, no dejaba de preguntarme:

- “¿Qué problema puede ser para “los talibanes”

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deshacerse de los cuatro escoltas que llevamos”?

Después de éste y otros sustos, y cuando por fin lle-gamos a Tierra Egipcia, estábamos muy cerca del lugar en el que la princesa, hija del faraón, encontró la canas-tilla de mimbre con el pequeño Moisés. Me daban ganas de llorar y de reír a un mismo tiempo pues de estas tierras partieron los hebreos en su famoso EXODO a través del milagro ocurrido en el Mar Rojo, según Las Escrituras.

A pesar de tantos siglos de historia, de tantos monu-mentos y de tanta religiosidad, al llegar a las horas de la tarde -le echaba de menos al “café colado en talega”- me entraba la nostalgia y comencé a cantar y a bailar al estilo de “Lawrence de Arabia”, en esas estaba una noche en el “lobby” del hotel, cuando vi llegar a una novia y toda su comitiva. Me puse a “mitotear” pues las bodas allá son distintas a las nuestras: comenzaron con su musiquita de cuento de Alí Babá, me puse de pie e imité los movimien-tos de la Danza del Ombligo que, entre los egipcios son cosa de todos los días y a todas horas, ¡nunca lo hubiera hecho!, del cortejo salió un señor mayor, de canitas pero muy guapo y… me invitó a través de un intérprete, a ce-lebrar las nupcias de su hija en el décimo piso del hotel. Yo andaba en pantalones y con tenis, le respondí que me diera una hora para vestirme adecuadamente y… ¡nunca volví! Lo más curioso fue que el sacerdote que nos acom-pañaba desde México, me dijo otro día por la mañana:

- “¡Trinidad!, ¿fuiste a la boda?

- “¡Nooo, padre!, ¿cómo cree?

Estos son algunos “tips” para un viaje por El Medio Oriente:

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El saludo mujer-hombre, deberá ser breve y desvian-do la mirada la mujer. Por ningún motivo deberá retener-se la mano del varón entre las nuestras. Ella no debe mirar directamente a los ojos de un hombre, a menos que quiera que se malinterpreten los saludos.

No debe subirse el tono de voz, mucho menos gritar. A menos que sea por una imperiosa necesidad.

Tener cuidado al pasear en camello pues, al igual que en los burros, hay algunos muy viejos y mañosos. Independientemente del dólar que cuesta la subida, hay que pagar otro para la foto en el animalejo.

Por último les aconsejaré: al hombre europeo no se le puede “vacilar” en broma… luego luego se la cree y te sigue. Son tercos, carismáticos, hipócritas; pero guapísi-mos y muy malolientes…

Después vino el bombardeo a Jerusalén, el asunto de “Las Torres Gemelas” y las amenazas del Osama… mu-chos problemas en el Medio Oriente para andar despreo-cupadamente de peregrino. Donde sí me hubiera gustado estar presente -todavía lo tengo “en la mira”- es en las Islas del Mar Pireo, (Grecia), que ahora, con las Olimpia-das 2004, me estuvieron incitando a visitarlas. Dios nos lo permita dándonos vida y salud.

LAS TORTILLAS DE HARINA “SOBAQUERAS”

He preguntado a la gente más vieja que yo si saben el origen de las tortillas de harina extendidas, que les llaman

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también tortillas de agua o vulgarmente “sobaqueras”, pero nadie me ha podido responder satisfactoriamente. El dato más importante que he recogido es que, contra lo que se piensa, esta clase de tortillas -grandotas y delgaditas- las comenzaron a tortear los hombres en los herraderos ya que se iban al monte por tres, cuatro o más días y como la mujer se quedaba en casa con los niños y cuidando los animales domésticos, los hombres tenían que prepararse la comida cuando se les acababa el “lonche” y tal vez hasta asearse algo de ropa.

Yo comencé a hacerlas como jugando pues tenía siete años de edad y no alcanzaba a echarlas al comal. Un poco más grandecita, sin que mi mamá se diera cuenta, iba a la casa de unos vecinos que tenían a su madre en cama y, subida en una silla, les hacía tortillas de harina, luego me regresaba a casa sin decir una sola palabra. Cuando me descubrieron, no premiaron mi buena obra ni me dedica-ron algún elogio sólo me dijeron que ahora, por obliga-ción, tenía que “tortear” por lo menos una vez al día. No vayan ustedes a pensar que eran dos o tres kilogramos de harina los que amasaban -éramos una familia numerosa- ya que fuimos diecinueve hermanos. Obviamente nunca estuvimos sentados a la mesa al mismo tiempo, pero sí llegamos a reunirnos doce hermanos comensales, más los papás, dos o tres tíos, algunos primos y las visitas que nunca faltaban… mi madre nunca preguntaba, simple-mente servía lo que hubiera. Así pues, que ahora me pon-go a calcular que consumíamos dos quintales de 44 kilos. Cada uno a la semana y, no creo exagerar.

Los años han pasado, mis padres han partido y al-gunos de mis hermanos también, pero cuando amaso por antojo de tortillas para la carne asada o por encargo -pues

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han de saber que mis tortillas han viajado a Europa y a los Estados Unidos- me da risa “tortear” tan poquita harina, se me figura que estoy jugando a las comiditas. De las tortillas que les llamamos “guachas” porque son peque-ñas, salen 24 de un kilo de harina; de la tortilla extendida, como las hago yo, salen seis.

Mi comal es grueso -plano y de fierro- mide 1.03 m. de diámetro y de circunferencia 3.234 m. No tengo flojera amasar ni extender las tortillas, lo que pasa es que aquí, en la ciudad, los espacios son cerrados: estiras el brazo y chocas con el vecino, hablamos fuerte o cantamos, y se despierta el otro. No hallas la leña adecuada, la harina no siempre es de calidad, atizas en el patio y si la vecina tiene ropa blanca tendida, arde Troya.

Total, que las tortillas de harina grandotas y calien-titas sólo pueden saborearse en un día de campo o en la playa. Ahora sólo pueden hacerse en el rancho y traerse a la ciudad. No son económicas, quitan mucho tiempo… ¡pero qué sabrosas son con una carnita tierna, bien asada, y con hambre!

LA RECETA GRACIAS A LA CUAL ESTOY CON VIDA

A raíz de haber perdido a mis dos últimas criaturas -eran gemelitos, hombre y mujer- me vinieron una serie de trastornos ginecológicos. Tenia muchos problemas, algunos de difícil solución, como la edad, por ejemplo, y la circunstancia de que mi hijo (el único), ya tenia 20 años. También influyó que me encontraba trabajando y la escuela me quedaba muy lejos de casa, por otra parte,

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ya me habían advertido que se trataba de un embarazo de alto riesgo.

Siempre he tenido la costumbre de cambiar las ca-mas por lo menos, cada tercer día. Colchas, cameras, sá-banas y fundas de almohadas, razón por la cual mis ten-dederos siempre están ocupados, muy especialmente, con ropa interior y de cama. Ese día -andaba en mi cuarto mes de embarazo- tenía dos colchas “king zize” remojadas por que no cupieron en la lavadora y tenía que tenderlas a secar al sol… si enjabonarlas, restregarlas y exprimirlas era ya un gran esfuerzo, ¿se imaginan para tenderlas?

Del lavadero a los tendederos había que saltar una pequeña barda cargando las colchas húmedas… ¡y lo hice!, pero no pude llegar. Sentí un dolor intensamente agudo en el vientre y me olvidé de todo para irme a re-costar. Creí que así podía salvar lo que ya latía con vida dentro de mí, pero… ¡todo fue inútil!

Después tuve otros trastornos y ya nada fue igual, creo que a partir de esta fecha comencé a cambiar de vida como mujer: no tenia ganas de salir, ni de conversar, me chocaban las visitas que vinieran a mi casa sólo por el morbo de averiguar: “¿Ya no vas a encargar?”, “¿te llegó la menopausia?”, “¿ya tienes más de cuarenta?”, “¡la pro-fesora Alicia encargó a los 44!”, y así sucesivamente… puro mitote.

Achaqué lo que sentía -y lo padecía- a los cambios de mi edad y a trastornos hormonales pero abrigaba, cada vez más, dudas que crecían y se acumulaban hasta que ¡no soporté más! y me sometí a un reconocimiento mé-dico minucioso y muy molesto. Los análisis, los labora-

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torios, los especialistas que de una a otra cita dejan pasar tres meses; todo era desesperante para el estado de áni-mo en el que me encontraba. En esas circunstancias, a mi hermana mayor le dieron el nombre y la dirección de un ex sacerdote que tenía fama de haber hecho curaciones muy atinadas, en Tepic, Nayarit. Este ministro de Dios ya no ejercía porque en la iglesia donde oficiaba, le habían puesto una disyuntiva:

- “O atiendes a los rebaños del Señor o te dedicas a las curaciones con hierbas y “chochos” -y él prefirió lo segundo.

Bueno pues, ya tenía el nombre del sacerdote, su di-rección y teléfono, además de relacionarme con una co-nocida de mi hermana a cuya casa iba a llegar. Salí en autobús rumbo a Tepic y localicé al padre, muy humilde y gentil, como toda persona que en verdad vale, sabe y tiene la virtud de transmitir sus conocimientos. Comenzó el interrogatorio:

Edad, lugar de origen, síntomas, maternidades, ali-mentación, ejercicio o deportes que se practican, hábitos, costumbres, vicios, etc.; la pócima que me recetó contenía algunas de las hierbas que tuve que traer de allá -aquí no se obtienen con la misma facilidad- y algunos de los in-gredientes como los cangrejos, que hay que asarlos vivos, obviamente los tenía que conseguir aquí, en los esteros.

Debo confesarles que el líquido que se bebe -con la frecuencia que el “sacerdote” indique- tiene un sabor a hiel con azufre mezclada con agua de fango. Beberlo es un verdadero sacrificio pero también debo decir, en honor a la verdad, que el cambio en los síntomas del organismo

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comienzan a sentirse desde la primera semana.

Pensando en tantas mujeres que como yo se han sen-tido acabadas y sin fuerzas para luchar -sin fe en Dios, diría yo- les copio la receta que me salvó la vida y que, para bien o para mal, me tiene aquí hasta que el divino Hacedor disponga otra cosa.

RECETA:

Nº 1. Hierba de víbora (fresca, con raíz, si tiene es-pigas, inclúyalas) 28 gramos, un manojito de perejil, una cucharada de toronjil, 2 cucharadas de hierba de pollo, todo el cristal de una penca (de regular tamaño) de sábila sin cáscara y un trozo de músaro de 5 picos, del tamaño y grosor de tres dedos.

Se cuece todo junto en dos litros de agua hasta que quede un litro y medio. Tomar una taza antes de comer, descanse una semana y otro mes la toma; descanse una semana y un mes más la toma. Al agua que sobre exprí-male un limón, cuélela muy bien en un lienzo y con esta agua, fresca, se aplica un lavado vaginal al acostarse, cada tres días. Menos en los que no tome la bebida porque le toque descanso.

Nº 2. Cardón de Sonora y cangrejos de mar. Un pe-dacito de cada cosa, todo junto, en una taza y media de agua que hierva por 10 minutos. Tomar una taza caliente a diario -en ayunas-poniéndole una cucharadita de polvo de carbón de ocote. Se toma sin endulzar por 21 días; 10 días no, 21 días, sí; 10, no; 21 sí y 10 no. Los cangrejos hay que dorarlos vivos (en un comal sin aceite, ni nada), una vez dorados déjelos enfriar y, hechos polvo, los guar-da en el refrigerador.

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Haga una pomada -ni muy espesa, ni muy aguada- con un poco de manteca de puerco y polvo de carbón de ocote. Diario al acostarse úntese esta mezcla (estando desnuda), desde lo pechos hasta el vello púbico; sobre la pomada que ya se aplicó, coloque unas hojas de repollo (crudas), machacándole las nervaduras que tienen y, sobre ellas, envuélvase con una tela bien limpia. Esta operación es diaria, menos los días que toque descanso.

D I E T A:

No carne de puerco, ni res, ni sus caldos. No chile, ningún irritante, ningún refresco, nada enlatado, no con-servas, mermeladas, pescados o mariscos. No manteca de puerco, bebidas embriagantes. Nada que contenga vina-gre, no café -ni con leche-, no exceso de sal, no jitomates crudos, no pepinos.

Bañarse con agua tibia, no exponerse al viento re-cién bañada, ni caminar bajo los rayos del sol.

No radiaciones, no quimio, ni rayos X. No legrados ni operaciones quirúrgicas.

No medicamentos, ni tratamientos que posiblemente puedan curar.

Use trastos nuevos, de barro, y no tome ni use es-tas medicinas preparadas un día antes. Suspenda el trata-miento en sus días de regla y, después de la primera toma, CERO relaciones sexuales.

En caso de embarazo esta receta, en vez de curarla, la perjudicaría.

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JOSÉ FRANCISCO GUTIÉRREZ QUIROZNació en Esperanza, Río Yaqui, Sonora, un domingo

1 de diciembre de 1935. Hizo sus estudios de primaria y secundaria en Ciudad Obregón, después salió a conti-nuar su preparación a la Universidad de Sinaloa en la capital del estado, Culiacán.

Obtuvo su título de Contador Público y Auditor en el Instituto Tecnológico Autónomo de México, en el Distrito Federal.

Laboró en la iniciativa privada en la Ciudad de México durante veinte años y después con el gobierno del Estado de Sonora, veintiún años.

Se pensionó en el año de 1995 y desde entonces se dedica a actividades no lucrativas.

Acude al CERESO de Hermosillo en calidad de vo-luntario, desde hace 16 años, con un equipo Pastoral Pe-nitenciario Católico.

Perteneció al Patronato de Reincorporación Social durante cinco años.

Sus pasatiempos favoritos son la lectura y escribir para el Taller de Literatura Autobiográfica de la Casa Club del Jubilado y Pensionado del ISSSTESON, donde además, para superar problemas auditivos, formó parte del coro; allí estudió también Computación.

La convivencia familiar es su mayor alegría pues tiene cuatro nietos que lo hacen vivir intensa y felizmen-te.

Colabora en esta obracon los temas:

• El largo• Mi maestro de primaria• Sociedades de Padres de Familia• Cambio de potenciales

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EL LARGO

“El Largo” era de Buenavista, Sonora, hijo de Car-men Armenta y de Jesús Gutiérrez, “El Caneno”, su pa-dre murió en un acto de heroísmo en la Batalla de Santa Rosa, él iba con las fuerzas del general Álvaro Obregón y tenía el grado de Mayor, fue jefe distinguido por su va-lor y muy querido por todos, su muerte enardeció más lo ánimos de sus compañeros que lucharon hasta arrancar las posiciones que los federales ocupaban reduciéndolos a las casas de Santa Rosa.

Carmen Armenta, su mamá, tuvo ocho hijos, cuando enviudó, “El Largo” tenía sólo ocho años, por lo que él y sus hermanos fueron educados por aquella señora con valores universales que se fueron dando a conocer a tra-vés de sus vidas. Cuando “El Largo” tenía catorce ya era operador de draga en el canal Porfirio Díaz y su mamá le pidió que dejara la draga y le ayudara a su hermano en el negocio de abasto (carnicería) que tenía en el mercado de Esperanza, ahí estuvieron los dos hermanos hasta que se fueron a Ciudad Obregón, trabajando el mismo negocio.

Fue en Esperanza donde conoció a una muchachita que venía de un mineral que se llamaba “Lluvia de Oro” en Chihuahua, lo cautivó con sus encantos a pesar de ser muy curiosita pues mientras que “El Largo” medía 1.93 metros, ella medía 1.60, se casaron, tuvieron once hijos, de los cuales sobreviven ocho, todos profesionistas; vivió lo suficiente para llegar a ver a sus primeros nietos.

“El Largo” no heredó riquezas, su padre le dejó el

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valor de la justicia y el amor a sus metas u objetivos, fue amante de tres señoras doñas: doña Tencha, doña Seve y doña Prude. “El Largo” dejó un testimonio de vida pues su entrega a doña Tencha lo manifestó con la constancia en su trabajo, nunca, así lloviera o relampagueara, dejó de trabajar un solo día de su vida, fue tenaz, obstinado y para lograr darle educación a sus hijos, no lo rindió el trabajo; yo lo vi trabajando desde las cuatro de la mañana a las tres de la tarde, llegar a su hogar a comer, descansar un rato y, como ahí tenía un abarrotes con molino de nixtamal, le quitaba las piedras, las “picaba” (marcar con un cincel la huella en la piedra para que volviera a funcionar); hacía “pinole” (maíz especial que se ponía a dorar para después triturarlo), volvía a picar la piedra para que estuviera en condiciones de moler masa para las tortillerías y venderla a la clientela compuesta por los vecinos.

“El Largo” tenía un ideal y por eso era un amante de la perseverancia (doña Seve), pues cuando se ama como él supo hacerlo, se tiene capacidad para lograr lo que se quiere, se mantiene firme el entusiasmo y se va dando el resultado o consecuencia de esa actitud.

La otra “doña” era la Prudencia (doña Prude): “El Largo” era muy parco al hablar, su gran discurso era su actitud ante la vida, recuerdo que cuando alguno de sus hijos se ganaba un castigo, éste no consistía en regaños pues los sermones se los dejaba al sacerdote, él se sacaba el cinto, se lo enrollaba en la mano y así, sólo daba tres cintarazos, no más, nunca más, pero no hacía falta, con eso era suficiente, si el castigado lloraba, le decía: “cá-llese ca...” y se le entendía perfectamente, no hacía falta decir nada y no se repetían los errores.

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“El Largo” logró su sueño, sus hijos son profesio-nistas y sus nietos han hecho maestrías y doctorados en Harvard, la Sorbona o Japón.

Como consecuencia de la diabetes le fue amputada una pierna, pero no se amedrentó, practicaba unos ejer-cicios para usar las muletas mientras le arreglaban una prótesis: los inició con dos lagartijas, pero al poco tiem-po estaba haciendo veinticinco y fue muy grato ver que las arrugas del cuello habían desaparecido y estaba con un semblante mucho mejor, pero recuerdo un día en que platicando con uno de sus hijos añoró la presencia de su esposa pues se le adelantó en el viaje quince años antes y preguntó que si cuando él muriera ella lo iba a ver con muletas, su hijo se dio cuenta del conflicto que tenía “El Largo” porque no quería que su esposa lo viera “limita-do” y le dijo que en la otra vida la cosa era distinta, que Dios le devolvía la vida a uno en la mejor época de su existencia terrena, en plenitud, y así, todos éramos felices ante la presencia de Él. “El Largo” suspiró conforme por-que ella no lo vería con las muletas, el hombre, enamora-do, se quedó feliz.

Se me olvidó decir que “El Largo” se llamó José Gutiérrez Armenta y en este Día del Padre, como siem-pre, me acordé mucho de él, pues fue mi padre.

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MI MAESTRO DE PRIMARIA

En el año de 1943 asistí por primera vez a la escuela. Estaba ubicada en la esquina de las calles Colima y Ga-leana, en Cd. Obregón, se llamaba “Profra. Manuela Ro-jas y Taboada”. El Director era el profesor Basilio Ruiz, un maestro irrepetible, todos los sábados nos juntaba en el patio y nos contaba cuentos muy bonitos, de los que se deducía una enseñanza moral; al narrarlos ponía alma, corazón y vida, a todos los niños nos gustaban. Recuerdo sus pasos largos, sus brazos extendidos, su voz, en verdad no he escuchado a nadie como a él, era admirado por esa manera especial de ser autoridad escolar y su entrega con la muchachada, mantenía el orden dentro de la escuela di-vidiendo el patio por un canalito que había para regar las moras a fin de que en un lado estuvieran las niñas y en el otro los niños, nunca nos dejó solos en el recreo, siempre se paseaba entre nosotros y nos gustaba estar cerca de él.

Mi primera maestra fue una profesora muy buena, nos ponía atención, así fuéramos aplicados o traviesos, luego se ganó el respeto de todos, a mí en lo personal me hizo sentir que era lo más importante para ella, y como en mi casa teníamos molino de nixtamal, en él se molía tam-bién pinole. Yo hacía un cartuchito que llenaba del sabro-so producto y se lo llevaba a la maestra porque vi que le gustaba. Un día eché a la bolsa del pantalón el cartuchito pero por andar jugando antes de entrar a clase se rompió, cuando entré al aula me dio tristeza mi irresponsabilidad porque ya no lo iba a poder entregar, pero la maestra se dio cuenta y puso su mano cerca de la bolsa para que le vaciara el pinole desparramado, nunca he olvidado ese

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detalle por lo que siempre la recuerdo con cariño.

Cuando pasé a segundo año, me tocó el profesor José María Ruiz. Maestro muy joven, hijo del director. Él despertó en nosotros el gusto por los números, Español e Historia.

La escuela “Profa. Manuela Rojas y Taboada” cum-plió su misión cuando yo cursaba el tercer año y los alum-nos fuimos trasladados e incorporados a la escuela Prof. Fernando F. Dworak, que se inauguró con nosotros; en ese entonces era la más grande en el estado. Nombraron a un nuevo director cuyo nombre era Enrique Peña, que había sido director en la Escuela Cajeme, por lo que tuvi-mos nuevos tiempos, nuevos aires, más espacio, mejores juegos. De nuevo entramos en contacto con el maestro José María Ruiz en cuarto y sexto años. Él, con sus inol-vidables clases de Historia, su actitud y valores como la pulcritud, el orden, la puntualidad, disciplina, prudencia, tenacidad y profesionalismo, fue muy importante en mi formación, por lo que siento que es al que más le debo.

Recuerdo, como si no hubieran pasado tantos años, aquellos juegos de béisbol; cuando estábamos en cuarto año, el profesor Ruiz, nos hizo jugar, y jugar duro, pues nos exigía condición física a todos, fuéramos buenos o malos para el deporte. ¡Cómo olvidar aquellas jugadas! de Vacaricia, o de Rafael Valdez, a quien el profesor apo-dó “El Gancho”, por una bola que pasaba por el plato del “jom” después de una doble curva y el bateador “abani-caba” de lo lindo; tuvieron que pasar casi cincuenta años para que de Echohuaquila surgiera el “Gordo de Oro”, Fernando Valenzuela, con su “tirabuzón” o “escrubol”, como dicen en Los Ángeles.

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Claro que el nuestro fue el arranque de una época de gloria deportiva para la Escuela Dworak, pues desde el cuarto al sexto año fue la escuela con mejor equipo, gra-cias al entusiasmo y exigencia del profesor Ruiz.

Este maestro venía de Tepic, Nayarit, allá aprendió a jugar fútbol “sóquer”, aquí en Sonora no lo conocía-mos, tuvo la paciencia de entrenarnos en él y después lo practicamos, pero sólo mientras tuvimos la oportunidad de estar bajo su tutela, después, en la secundaria, ya no nos llamó la atención.

Cuando uno llega a la secundaria no quiere voltear para atrás, sin embargo, nosotros seguimos yendo a vi-sitar la primara, nada más el primer año, luego ya nos envolvió la adolescencia y suspendimos esas visitas, te-níamos otras cosas qué hacer.

Terminamos nuestra preparación y muchos salimos de nuestra ciudad a continuar estudios superiores, sin em-bargo en mi recuerdo siempre está presente el Prof. José María Ruiz, quien dejó páginas llenas en el libro de nues-tras vidas, pues como antes digo, nos enseño con su ejem-plo cualidades que perduran a través de los años, mismas que hemos tratado, en lo posible, de trasmitir a los niños que han estado cerca de nosotros. Creo que esta práctica es el mejor elogio y reconocimiento que podemos darles a nuestros maestros.

Agradezco la oportunidad que tenemos en el Taller de Literatura de escribir estas remembranzas, sé que a tra-vés de ellas, muchos viejos compañeros de estudios vol-verán a sentir la alegría de aquellos tiempos de nuestras mocedades.

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SOCIEDADES DE PADRES DE FAMILIAEN PRIMARIAS

En el año escolar de 1981-1982, en la Escuela Prof. Alberto Gutiérrez, se me nombró coordinador de las me-joras de las instalaciones eléctricas, hidráulicas y sani-tarias en la Sociedad de Padres de Familia, por lo que de inmediato procedimos a hacer un diagnóstico de la si-tuación en que se encontraba la escuela: las instalaciones tenían cerca de cuarenta años y daba servicio a los niños en el turno matutino, y por la tarde, a jóvenes que estu-diaban la secundaria nocturna, pero con muchas dificul-tades, porque los focos parecían copechis por la escasa luz que daban.

Los baños estaban destrozados y había fugas de dre-naje por lo que hacía falta una visita de la Secretaría de Salubridad para la protección del alumnado, así que lo primero que hicimos fue tomar fotos de los lugares en que el apoyo era más apremiante y las llevamos a palacio de Gobierno para que nos ayudaran a resolver el proble-ma; vimos al Lic. Eduardo Estrella, que era Secretario de Gobierno, y nos atendió muy bien, se llevó a cabo el presupuesto y se cumplió con las obras con toda oportu-nidad por lo que, como ya teníamos arreglado todo lo de plomería, drenaje, instalaciones eléctricas, baños nuevos con azulejos y bebedores, entregamos buenas cuentas al finalizar el año.

Al iniciar el curso de 1982-1983 recayó en mí el car-go de presidente de la Sociedad de Padres de Familia y con mucho gusto lo acepté pues como secretario estaba

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el Prof. Rafael León Paco y como tesorero el señor José Guadalupe Griego, quienes eran personas conocidas e identificadas con la escuela y sus necesidades. Hicimos un equipo muy bueno y presentamos un proyecto con el que lograríamos los recursos suficientes para la compra e instalación de 17 coolers para la escuela; por si algún padre de familia tenía duda de la necesidad de esos apa-ratos, los invitamos a permanecer en las aulas media hora después del recreo de los niños cuando ellos regresaban a clase después de corretear en el recreo, la invitación fue suficiente pues no quisieron la prueba, entonces fue cuan-do estudiamos la estrategia a seguir para dar comodidad a nuestros hijos.

Nos repartimos blocs de bonos a cada padre de fa-milia para que entregaran el importe de los mismos del 16 de septiembre al 15 de diciembre, así que del 24 de di-ciembre al 25 de marzo se llevaron acabo 25 sorteos con premios para el primero y segundo lugar con un estímulo de $1000.00 y $500.00 a quienes vendieron los bonos pre-miados con el primero y segundo lugar respectivamente. Se cuidó muy bien de tener informados a los padres de fa-milia del resultado de cada sorteo y por supuesto de cuál fue el desenlace final del evento; creo que vale la pena señalar que la Sociedad de Padres obtuvo, en premios y estímulos, el 51.74% del total de lo entregado en virtud de que a la fecha límite de venta, los bonos no vendidos los tomó la directiva como vendidos y así fue que entre primeros y segundos lugares acumuló 24 premios.

Cada mes se les comunicaban los resultados de cada sorteo y al final se presentó un cuadro informativo del evento completo, quiero dejar constancia de la labor y en-trega con todo su entusiasmo del Prof. Rafael León Paco

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y el caballeroso amigo José Guadalupe Griego, quien se nos adelantó en el camino y es seguro que también él se acuerde de nosotros.

En el siguiente año de 1983-1984, aquellos niños egresados de la primaria llegaron a la secundaria, mi hijo se inscribió en la escuela Prof. Carlos Espinoza Muñoz, “La Prevo”. Ahí también se dieron de alta muchos de los alumnos de nuestra escuela primaria “Prof. Alberto Gutiérrez”; grande fue mi sorpresa cuando al nombrar la nueva mesa directiva, la maestra Victoria Félix de Félix hizo la propuesta de mi persona para la presidencia en la que resulté electo.

En este nuevo compromiso supimos que nuestra es-cuela obtuvo, el año anterior, el primer lugar en un con-curso de mecanografía a nivel nacional; era de admirarse ver las máquinas en que escribían nuestros muchachos, las teclas ya no tenían más que el fierro y al escribir se lastimaban los dedos... si así fue como ellos ganaron su primer lugar, era necesario estimular a los que habían to-mado la estafeta por lo que nos comprometimos a com-prar cincuenta máquinas nuevas y nos pusimos a trabajar todos para conseguirlo. Pensamos en realizar la rifa de un carro y la Secretaría de Gobernación nos pidió el aval del gobierno del estado para que la pudiéramos llevar a cabo. Fuimos y buscamos al secretario de gobierno, Lic. Manlio Fabio Beltrones Rivera, y con sus buenos oficios ante el gobernador, el Ing. Rodolfo Félix Valdez, obtuvi-mos su aval. Llevamos a cabo el sorteo y adquirimos las cincuenta máquinas de escribir de la marca Olimpia. No he sabido que se haya utilizado otro aval como ese para algún sorteo posterior pero considero que es posible bus-car la manera de resolver necesidades con propuestas.

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Cada vez que tengo oportunidad me veo en la nece-sidad de platicar que en ese año los alumnos que tenían problema estudiantil en el primer semestre, llevaron a su casa una invitación para que sus padres se presentaran de 8:00 a 9:00 de la mañana para recibir unas pláticas con el fin de poderlos apoyar en sus estudios. Fueron 50 niños a cuyos padres se les envió cita, de los cuales sólo se presentaron 25 el lunes; el martes acudieron nada más 15 y esos quince permanecieron constantes hasta el vier-nes en que se terminó el curso; había que ver las caras apergaminadas de los padres de familia cuando llegaron aquel lunes y compararlas con las que tenían el viernes: ahora platicaban, se comunicaban y hacían amistad entre ellos; el curso lo impartió una licenciada en sicología que supo cómo llegarles, la Lic. Psic. Rosa María Ortiz En-cinas, que ahora está en el Centro de Integración Juvenil. Gracias a ella los muchachos salieron bien en sus cursos y seguramente en sus estudios superiores también hayan tenido éxito.

Al manifestar esto, por una parte me gustaría dejar establecido que sí se pueden lograr beneficios y que la participación de los padres de familia es muy importan-te; por otra, me interesa mucho comentar esta experien-cia porque en la escuela primaria se viven conflictos que no se solucionan por decreto. En las escuelas públicas, principalmente, un alto porcentaje de alumnos tienen problemas familiares: falta de escolaridad de los padres, comunicación difícil, y los niños y jóvenes quieren liber-tad sin compromisos, normas o reglas que les limiten su “crecimiento”, por lo que debería buscarse la manera de subsanar esta situación y pienso que es en la escuela pri-maria, tanto en quinto como en sexto grado, donde debe definirse quiénes son los estudiantes con dificultades, y

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hacer lo que se hizo en “La Prevo”, para que esos pe-queños se vean beneficiados con la preparación de sus padres, así no habría tanta inquietud en la adolescencia y tendríamos jóvenes con más amor a la camiseta.

Mi deseo es que estos comentarios suban hasta lle-gar a mentalidades capaces de lograr cambios y que éstos sean realidades.

CAMBIO DE POTENCIALES

Recibí carta de Juan Manuel, a quien conocí aquí en el CERESO de Hermosillo pero fue trasladado a Colima, donde radica su familia. Me cuenta que allí logró su liber-tad y desde entonces trabaja en una línea de transportes, viaja de Colima a Mazatlán. Para mí es muy grato recibir sus cartas pues siempre escribe como si estuviera plati-cando en persona.

Al leer su correspondencia, me hizo recordar cuando lo conocí en el trayecto del bulevar que en el CERESO lleva a las aulas, lugar donde nos reuníamos semanalmen-te con el fin de hacer los “Cinco minutos de reflexión” sobre las Lecturas del domingo, lo invité y me dijo que después iría, insistí algunos domingos, no era fácil de convencer pero un día me acompañó y después de unas semanas ya llegaba solo, callado, serio, pero no huraño como lo había observado en el bulevar; un domingo, al despedirme de él le di la mano y un abrazo, en el abrazo me di cuenta de que traía una “punta” -varilla con punta en un extremo- en la parte de atrás de la cintura y le pedí que me acompañara a la salida porque tenía algo para él,

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así lo hizo y entonces le previne:

- Por la “punta” que traes fajada te pueden mandar al calabozo de castigo.

- Del calabozo salgo pero del pozo no –me contes-tó.

Dos meses después, al llegar me lo encontré y bajo el brazo traía su Biblia, como vio mi mirada me dijo:

- Con ésta me respetan.

Y así fue, se ganó la admiración de sus compañeros gracias a que él estaba cambiando su manera de ser y de comportarse, se daba cuenta de ello y le gustaba esta nue-va forma de pensar. Era tan manifiesta esta actitud que fue nombrado Delegado del Pabellón Psiquiátrico y ahí dejó escuela de cómo se debía tratar y cuidar a los inter-nos en ese lugar; lo quiso tanto que en ellos vio el rostro de Jesucristo, los cuidó al grado de que cuando los más enfermos, por su mismo mal perdían el control de sus necesidades más primitivas, él los bañaba y les cambiaba la ropa; pedía a sus superiores todo lo que les hacía falta a sus “muchachos”, lo solicitaba de tal manera que no podían negársele.

Un Jueves Santo fue escogido para “apóstol” y ahí, en el auditorio, el señor Obispo le lavó los pies, a él y a otros “apóstoles”. Nadie hubiera pensado, quien los vie-ra, que ellos fueran presos, sus caras y actitudes proyec-taban unas vidas totalmente diferentes, ellos eran otros, definitivamente otros hombres llenos de la paz que sólo Dios da a sus elegidos.

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En una ocasión, estando en el auditorio en la celebra-ción de una Eucaristía, se me nubló la vista, no vi nada, sentí frío y empecé a sudar, me llevaron a descansar a una cama en los vestidores y cuando volví en mí, ahí estaba el amigo fiel, cerca, con los ojos muy abiertos y pendiente de mí, me gratificó mucho que estuviera conmigo, le dije que no lo había visto y me aclaró que llegó tarde pero que cuando se dio cuenta que me llevaban a los vestido-res se dejó ir para estar conmigo. Siempre recuerdo este momento y siento la fuerza de su presencia llena de paz y armonía en todo su ser.

Todo estos recuerdos se me vinieron a la cabeza al leer su carta, y me doy cuenta de que así como él, ha habido otros internos que se han entregado al servicio de los más débiles y en los últimos años hemos tenido dele-gados y subdelegados en el Pabellón Psiquiátrico, aunque también hay delegados en otros pabellones en donde la labor es importante y muy meritoria por la responsabi-lidad de mantener el orden y atender las necesidades de los internos, aunque éstas son mayores en el Psiquiátrico porque es donde hay quienes no pueden atender sus más indispensables necesidades.

La Pastoral Penitenciaria Católica está en la bús-queda de la reincorporación social de los internos en el CERESO y para ello tiene los siete días de la semana ocu-pados con distintos grupos de formación tanto en el área de varones como en la femenil, no es mucha la gente que acude a prestar sus servicios pero afortunadamente la que acude lo hace con convicción y compromiso.

Existen grupos de otras religiones que acuden tam-bién con la finalidad de ayudar a los internos, y todos par-

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ticipan en armonía dando testimonio de la vida cristiana pues es el amor al prójimo lo que todos los participantes llevan como meta.

Se tienen definidos los objetivos de cada grupo de la Pastoral Penitenciaria Católica, su estructura descansa en acciones proféticas, litúrgicas y sociales que buscan la superación de los internos y su integración familiar y social, de tal modo que lleguen a formar un proyecto de vida que les merezca el respeto de la sociedad a la que pertenecen.

Cuando se habla de educación no se puede hacer a un lado el rezago que tenemos en nuestro México y si esto lo analizamos dentro de los CERESOS, nos damos cuenta que la situación es más crítica, pero ahí es donde tenemos la oportunidad de atacar el problema de fondo.

En el CERESO se tiene reunido al potencial negati-vo de la sociedad, vamos cambiándolo a potencial positi-vo y tendremos otro mundo.

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SILVIA MARTÍNEZ DE BOLADOOriginaria de Puebla de los Angeles, Puebla, vivió en

esta ciudad los primeros diez años de su vida, realizando es-tudios de educación primaria en una escuela de religiosas, el Colegio Esparza. Al cambiar su residencia a Hermosillo ter-mina la Primaria en la escuela Alberto Gutiérrez y la Secun-daria y Preparatoria en la Universidad de Sonora.

Vuelve a su ciudad natal para realizar estudios profesio-nales de Licenciatura en Químico Farmaco Biologo en la Uni-versidad Autónoma de Puebla y simultáneamente una carrera artística. En 1960 recibe título profesional tanto de Química como de Maestra de Danza.

Finca su residencia en Hermosillo donde contrae matri-monio con el Médico Cardiólogo Enrique Bolado Retana for-mando una familia integrada por tres hijos, Enrique, Ernesto y Silvia Irene.

Su profesión científica la ejerció en el Laboratorio Clíni-co del Hospital General del Estado donde estuvo a cargo del área de Microbiología por 30 años y en la Jefatura del Depar-tamento por más de 25 años, jubilándose en el año 2000.

En 1961 funda la Academia de Danza Ballet Clásico de Hermosillo en la cual se mantiene activa hasta la fecha como directora y maestra.

Laboró en la Casa de la Cultura de Sonora en la especia-lidad de Danza Clásica desde su fundación hasta 1985.

Recibió reconocimiento como Mujer del Año en 1984, otorgado por el Club de Mujeres Profesionistas y de Negocios de Hermosillo.

Pertenece al Taller de Literatura de la Casa Club del Jubilado y Pensionado del ISSSTESON desde abril de 2002.

En esta obra colectiva presentasus trabajos:

• Mis indisciplinas laborales• Alicia Alonso y el Ballet de Cuba,mi recepción• Paraje «El Gorguz»• Mi vida, mosaico gastronómico• La esgrimista

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MIS INDISCIPLINAS LABORALES

La microbiología es una de las ramas de la medicina que siempre me ha fascinado, y en el Laboratorio Clínico del Hospital General del Estado estuve al frente del de-partamento dedicado a esta especialidad por más de 30 años, por voluntad propia. De los 36 que laboré en dicho hospital, los últimos 25 estuve como Jefe del Laborato-rio, lo cual implicaba tanto la responsabilidad del trabajo que ahí se realizaba como el manejo del personal, lo que incluía la disciplina.

Un Laboratorio de Análisis Clínicos es un departa-mento donde se trabaja con diferentes muestras biológi-cas y eso conlleva el riesgo de contaminar al personal o que ellas sean contaminadas por el mismo. Debido a esto, hay que observar algunas reglas básicas, una de las cuales es NO ingerir alimentos en las áreas de trabajo.

En esos años tuve contacto con todo tipo de gérme-nes, bacterias y hongos, desde los más inofensivos (con-taminantes) hasta los más patógenos, y pienso que gracias a eso adquirí inmunidad pues jamás padecí de ninguna in-fección, hasta que me jubilé: mis primeros 10 días como jubilada los pasé con una neumonía que aunque me tum-bó en cama una semana, se controló y no provocó mayor problema.

Siempre he opinado que la higiene es fundamental en nuestra vida, pero sin exageraciones; cuando me di cuenta que mis niños chupaban los barandales de la cuna

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y todo lo que se les ponía enfrente, dejé de hervir bibe-rones.

Recuerdo una anécdota de mi hijo Enrique: tenía como cinco años y comía una manzana, se le cayó al piso y cuando la secretaria de su papá se la quiso lavar, la reco-gió rápidamente y salió corriendo diciéndole: “Mi mamá dice que no es tan malo si a veces comemos “microbitos”. (Gracias a Dios mis hijos también han sido muy sanos).

Pienso que más que pelearnos con las bacterias de-bemos aprender a convivir con ellas, no permitir que se nos adelanten, pero dejar que la naturaleza actúe en la formación de defensas y, claro, ayudar un poco a dicha naturaleza; está demostrado que es más efectivo un buen lavado de manos que una dosis inadecuada de antibiótico; además de tratarlas con mucho respeto, la verdad es que nosotros nos vamos a ir y ellas se van a quedar aquí tan campantes.

Algo que me impresionó muchísimo hace algunos años fue leer sobre la vida de Alejandro Magno. Según varias versiones la causa de su muerte fue una neumonía, o sea que unos bichos tan pequeños que no se pueden ver a simple vista, sólo al microscopio, lograron lo que no pudieron conseguir miles de soldados durante más de 10 años.

Bueno, después de este “pequeño prólogo”, vamos a dos anécdotas que quiero contar:

Muchas veces, en el Laboratorio Clínico del Hospi-tal, no me quedaba más remedio que hacerme de la vis-ta gorda con respecto a alguna regla disciplinaria que se

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violentaba, pues pensaba: “estos pobres salen de su casa antes de las 6:30 de la mañana y regresan casi a las 3:00 de la tarde... y los sueldos no son como para comer fuera con frecuencia.

Sucedió que una mañana, estando trabajando en el laboratorio de microbiología, se presentó un doctor que venía como inspector a verificar el trabajo de dicha área. Muy amablemente se presentó y en el mismo tono proce-dí a explicarle lo que requería.

Al llegar al tema de esterilización le mostré un auto-clave bastante antiguo pero muy efectivo (lo llamábamos Sptunik), se utilizaba para la destrucción, por medio de altas temperaturas y vapor de agua, de todo el material biológico infeccioso, muestras clínicas y cultivos; y otro autoclave, un poco más moderno, destinado exclusiva-mente a la esterilización de material limpio. Me encon-traba yo parada a un lado de este aparato y con una mano abrí la puerta para mostrar al doctor la capacidad interior cuando me sorprendí por la palidez en la cara de Lichita, mi ayudante, y sus ojos que se abrían como platos, al mis-mo tiempo oigo el comentario del inspector:

- Ah, ¿también hornean pan?

Me asomé al interior del autoclave y veo en una hoja de papel de empaque, un cerro de “cochitos”, listos para acompañar el café. Lo único que se me ocurrió decir fue:

- No lo horneamos, nada más lo calentamos.

El gesto divertido del doctor me hizo pensar que ahí iba a quedar la anécdota, y supongo que así fue pues no recibí ninguna llamada de atención.

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El otro relato es el de una ocasión en la que, por algún motivo especial que no recuerdo, los compañeros me pidieron autorización, la víspera, para llevar comida. Indebidamente lo autoricé, pero indicándoles que debían utilizar un área donde se realizaban exámenes especiales sólo una vez a la semana y se encontraba aislada e inde-pendiente del resto del laboratorio.

Al día siguiente inspeccioné el sitio autorizado y con sorpresa vi, sobre la mesa de trabajo, de más de dos me-tros de largo, un sin fin de botanas variadas, vasos, pla-tos, servilletas, sodas, etc., amén de una enorme olla con barbacoa y otra igual con frijoles; yo no me imaginaba de esa magnitud el festejo, pero ya ni modo de dar marcha atrás.

Con el alboroto del convivio todo mundo se dedicó a sacar su trabajo rápido para desocuparse temprano, y en esas estábamos, concentradísimos en nuestra labor, cuan-do llega un grupo de cuatro o cinco supervisores, creo que de México, ya ni sé.

Empezaron a recorrer el Departamento y me acerqué yo a una de las Químicas con la boca chueca para que las palabras salieran de lado y no llegaran a los visitantes, nada más alcancé a decirle: “la comida”.

Me solté dando explicaciones de más para hacer tiempo, pero llegó el momento en que había que entrar al “área prohibida”. Con las piernas temblorosas abrí la puerta. El sitio estaba impecable, a un lado el equipo ana-lizador de sangre con su cubierta de plástico, y enfrente la mesa de trabajo, vacía, limpia y reluciente; al centro un solitario florero con una tierna rosa, en el ambiente un aromatizante artificial.

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Instintivamente dirigí mi vista a la puerta del fondo y lo mismo hizo el Jefe de Inspectores.

- ¿Y esa puerta? -preguntó.

- Es un baño pequeño, pero está ocupado. Voy a lla-mar a ver si le falta mucho.

- No, no, no lo moleste, está bien. Aquí terminó la inspección.

Cuando estuvimos seguros que el peligro había pa-sado, reuní a todo el personal y les advertí que era la últi-ma vez que permitía esa situación. Les dije:

- Me estaba muriendo de pensar que abrieran la puerta del baño, capaz que sobre el excusado estaba la olla de frijoles.

A lo que uno de los Químicos contestó:

-¿Y dónde cree usted que estaba?

Sólo espero que esto no lo lea alguno de mis ex je-fes.

ALICIA ALONSO Y EL BALLET CUBANO MI RECEPCIÓN

Por dos períodos diferentes, durante los veranos de 1984 y 1986 tuve la oportunidad de asistir, en La Habana, Cuba, a los cursos de CUBALLET organizados por la Es-cuela Cubana de Ballet; fueron de tres a cuatro semanas en cada ocasión, en las cuales, además del conocimiento,

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actualización y práctica en los aspectos didáctico y ar-tístico, conviví con el pueblo cubano, tanto en la escuela como fuera de ella; visité sus casas, conocí su modo de vida, sus carencias y sus ventajas, vi pobreza y raciona-miento, pero no miseria ni hambre; pude caminar por sus calles a cualquier hora del día y de la noche sin temor ni inseguridad, y pude comprobar su alto nivel de educación y cultura.

Los cursos consistían en Técnica Clásica, Adagio, Danzas de Carácter, Folclor Cubano, Kinesiología, Ac-tuación y Maquillaje, además de conferencias y funcio-nes del Ballet Nacional de Cuba.

La clausura de dichos cursos consistían en la presen-tación de un Ballet a cargo de los participantes en ellos; en 1984 fue “LA FILLE MAL GARDEE”, y en 1986 “CO-PPELIA”. La participación era voluntaria y cuando supe que “COPPELIA” sería puesta en escena, decidí integrar-me al elenco pues pensé que no era fácil que volviera a tener otra oportunidad de bailar en el GRAN TEATRO GARCÍA LORCA, afortunadamente las alumnas que me acompañaban y yo, quedamos en el mismo grupo.

La experiencia fue maravillosa pues además pude “vivir” desde el interior la organización de un ballet que tiene una duración de dos horas, con personal altamente calificado; todo mundo sabe exactamente qué hacer y en el momento adecuado. El vestuario, propiedad de la Es-cuela, se adapta a cada persona de acuerdo al papel que representa; un ejército de costureras realiza esa labor en menos de un día, y queda perfecto. Yo pensaba “si esto es en una función, digamos de escuela, ¿cómo serán las pro-fesionales?”. La verdad no podía evitar comparar con la

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situación que se vive aquí, donde se es al mismo tiempo: directora, maestra, bailarina (actualmente ya no), coreó-grafa, ensayista, costurera, publicista, productora, tramo-yista, mecenas, tameme y única receptora de opiniones diversas.

Pero el tema es el Ballet Cubano y Alicia Alonso, no se pueden separar. Había leído y oído mucho acerca de ella, me moría por conocerla, pero todo lo que yo es-peraba quedó corto ante la personalidad de esta mujer a quien a los 19 años de edad (actualmente rebasa los 80), la ciencia médica le prohibió bailar o realizar cualquier ejercicio por un problema en la retina. Después de un año de obediencia y reposo absoluto, decidió volver a bailar y prácticamente su carrera como bailarina la hizo con una visibilidad mínima, acomodándose a los diferentes esce-narios, memorizándolos, apoyada por luces especiales y confiando plenamente en su pareja de baile.

Generosa por naturaleza, durante varios años -al-gunos de los más críticos por los que ha atravesado su país- ayudó a sostener la escuela que llevaba su nombre en la Habana con los ingresos que obtenía como bailarina profesional en compañías extranjeras. Esta es la actual ESCUELA CUBANA DE BALLET y el granero donde se nutre el BALLET NACIONAL DE CUBA. Ahí ha trasmitido sus experiencias, buenas y malas, a muchas generaciones de bailarines.

Es increíble lo que se puede aprender de ella en tan sólo unos minutos. Los ballets El Lago de los Cisnes, Las Sílfides y Giselle II Acto (basado en la leyenda de las Willis, las prometidas muertas antes de su matrimonio que por las noches salen de sus tumbas ataviadas con su

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vestido de novia), se representan con el clásico tutú blan-co y los tres son del género romántico. Alicia, sin el apo-yo de la música, vestuario ni escenografía, es más, sin un solo paso de baile, nos mostró con un leve movimiento de brazos, cuello, y la expresión de su rostro, la enorme dife-rencia que hay entre un cisne, una Sílfide y una Willis.

La última vez que la vi bailar fue hace 16 años, no sé cuándo dejó de hacerlo, pero a los 75 años de edad toda-vía practicaba sus clases. Ya no lo hace por un problema de la cadera pero sigue trabajando incansablemente en la Compañía, que precisamente el día de hoy, 18 de junio de 2003, se presenta en la Ciudad de México para de ahí seguir a España y otros países.

Un mito que han destruido en Cuba es que el ballet es elitista, al que sólo asisten personas conocedoras o de cierto nivel cultural o social. Para ellos es un arte al alcan-ce de todos, a cuyas funciones asisten en la actualidad es-tudiantes, obreros militares, campesinos, profesionistas, etc., y todos lo conocen y disfrutan.

Considero necesario mencionar el papel tan impor-tante que tiene el elemento masculino en el ballet cubano, ellos han roto los prejuicios tradicionales y los bailarines, además de poseer una figura y condición física extraor-dinaria, proyectan un baile varonil y de gran plasticidad. Para cualquier padre de familia en Cuba es un gran honor y satisfacción que sus hijos, niñas o varones, ingresen a la escuela y al Ballet Nacional.

Cuba es el principal país exportador de bailarines; para finales de este año se inaugurará una nueva escuela de Ballet que será la más grande del mundo, con sus 20

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salones perfectamente acondicionados, muchos con pia-no de cola inclusive, en los que se recibirán becarios de todos los países.

Por último quiero comentar que gracias a los contac-tos que hice las dos veces que asistí a cursos, pude darme el “lujo” de traer durante tres años seguidos a una Maes-tra a impartir clases aquí, en mi Academia, y además a una pareja de bailarines en dos ocasiones para participar en nuestras funciones anuales.

PARAJE “EL GORGUZ”

La familia de mi mamá, de apellidos YBARRA URUCHURTU, estuvo formada por seis hermanos: Eloí-sa, José María, Guadalupe, Fortunato y los cuates Carlos y Everardo. Los varones fallecieron hace algún tiempo y las dos mujeres les sobrevivieron bastante, este año (2003), se nos fueron las dos, mi mamá el 25 de enero a los 92 años, y mi tía el siete de junio a los 98.

Entre ambos decesos, platicando con unas primas, comentamos que sólo nos veíamos en los funerales y que era conveniente que lo hiciéramos aún sin un motivo es-pecial. Después de la partida de mi tía volvimos a tocar el tema conscientes de que terminaba una generación y se-guíamos nosotros, que ya no nos cocemos al primer her-vor, así que formalizamos el asunto y nos organizamos para reunirnos periódicamente aportando cada quien una parte del menú y rotando por las casas de cada una.

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El equipo, al que podríamos llamar “CLUB DE LA PEQUEÑA LULÚ” pues los varones no están incluidos, lo conformamos Lupita, Lorena y Ma. del Carmen Yba-rra Mendoza; Martha, Eloísa y Rosa Ma. García Ybarra; Martha Margarita Ybarra Encinas, Vicky Ybarra López, Yolanda, esposa de Gustavo Ybarra Hilton, Margarita, Lupita y Silvia Martínez Ybarra y Flora de Lucero, por adopción. La verdad la pasamos muy bien aunque siem-pre hay ausencias por viajes o por compromisos familia-res.

En una de esas reuniones, platicando mis experien-cias en el Taller de Literatura, hablamos acerca del árbol genealógico de la familia y salió a colación “El Gorguz”, un rancho muy grande y que actualmente está dividido en muchas partes pues entre los descendientes de la due-ña original, doña Josefa Gastélum de Dávila (hasta ahora lo supe), estamos las familias Dávila, Puebla, Contreras, Uruchurtu y un etcétera muy largo. La plática se animó y recordamos que una pequeña parte de ese rancho corres-pondía a nuestros padres. Decidimos investigarlo.

No voy a entrar en detalles acerca de la búsqueda, pero metimos las narices en archivos, Catastro, Registro Público de la Propiedad, Reforma Agraria, etc., hasta en-contrar una escritura maravillosa, copia de la original de 1900 (manuscrito seguramente) y que me recordó a LOS HERMANOS KARAMAZOV (novela que nunca he ter-minado de leer, por cierto) pues doña Josefa, en cierto momento, cambia de nombre a Dominga, para más ade-lante volver a ser Josefa.

En dicho documento se especifica que “para dar va-lidez a la escritura se apersonaron las autoridades en la

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casa parroquial donde el cura atestiguó conocer a quienes se indicaban”. Aseguraba que eran personas de buena re-comendación y estaban en los libros de registro del bau-tizo de sus hijos. Todo en orden. ¡Menos mal!, si no fuera por esos testimonios no habría constancia de mi origen, yo provendría de la nada. Al final aclara que se había re-visado el documento minuciosamente sin encontrar nin-gún error. (Yo de una ojeada ya había detectado cuatro, como que doña Josefa había fallecido a los 142 años, se equivocaron sólo con 100). Como colofón, todo quedaba perfectamente validado por: FIRMA ILEGIBLE.

Logramos ubicar un pequeño predio, que está en regla y ya iniciamos los trámites para la “desmancomu-nización” (no sé si será correcto el término), pues está a nombre de los seis hermanos Ybarra Uruchurtu. Es muy importante regularizarlo no sea que dentro de 100 años el ”PARAJE EL GORGUZ” traiga en jaque a autoridades y ciudadanos como está pasando actualmente en el Distrito Federal.

Al hacer las investigaciones apareció otra fracción mancomunada entre la familia Ybarra Uruchurtu y una tía abuela, Teresa Uruchurtu de Almada, que falleció sin dejar descendencia, aquí el asunto se complica pues no está formalizada ninguna escritura y además aparece un adeudo de predial de 25 años; coincidimos en que era conveniente tratar de regularizarla más adelante.

El día de hoy, 30 de octubre de 2003, al prender la radio oí que estaban dando facilidades y descuentos en el pago de prediales atrasados. Sin pensarlo más, me cambié de ropa y salí a hacer el trámite, para no perder tiempo decidí dejar el baño para más tarde, pero como iba termi-nando de barrer los patios, pensé “si me encuentro algún

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conocido y me saluda de beso le va a dar el tufo”; regresé y me di una rociada con mi loción “Aires del Tiempo”.

Arreglé satisfactoriamente el pago, descontaron los recargos de los 25 años y no me topé con ningún cono-cido, pero al llegar a pagar, la cajera amablemente me dijo: “Qué bonito huele”. Agradecí el cumplido aunque me quedó la duda de si era por “Aires del Tiempo” o lo dijo con doble intención.

Este es el primer capítulo de la novela “PARAJE EL GORGUZ”, mantendremos informados sobre los avances a esta misma hora y por esta misma emisión.

MI VIDA, MOSAICO GASTRONÓMICO

Mi familia por el lado materno es originaria de So-nora, la línea paterna proviene de Oaxaca. Al casarse mis padres se fueron a vivir a Puebla, ahí nací y viví mis pri-meros años, luego nos vinimos a Hermosillo. Esta plu-ralidad naturalmente influyó en mis hábitos alimenticios que han sido variados y muy ricos a lo largo de mi vida.

Según confesaba mi mamá, ella no sabía cocinar al momento de casarse, con excepción de calabacitas con queso, su recetario estaba en blanco y aprendió a guisar con el apoyo de Carmelita y doña Luchita, unas señoras originarias de Oaxaca que trabajaban con la familia de mi papá y que naturalmente dominaban los secretos tanto de la comida oaxaqueña como de la poblana.

Más que enumerar las delicias gastronómicas de estos lugares, ampliamente conocidas, prefiero recordar

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algunos detalles relacionados con nuestra alimentación, como el acompañar a mi mamá y mis tías al mercado; esa gran variedad de aromas a medida que lo recorríamos de punta a punta, desde el área de los chiles secos, pasan-do por las verduras, frutas, carnes, quesos, sobre todo las hierbas de olor: cilantro, perejil, pápalo, orégano, laurel, etc., y qué decir de los puestos de comida: molotes, tacos, tortas, quesadillas, elotes cocidos, semitas de queso de cabra y aguacate, mole poblano, en fin, ¡ah!, sin faltar el maravilloso aroma de las flores que ocupaban un espacio muy importante del mercado. A medida que voy escri-biendo mi olfato vuelve a recrearse como si lo viviera nuevamente.

Hace más de 50 años Puebla era ya una ciudad gran-de y la casa donde vivíamos -ahorita puede considerarse en el mero centro- entonces estaba a dos cuadras de un establo. Sí, digo bien, un establo lleno de vacas donde íbamos a diario a comprar leche, no teníamos refrigera-dor, el clima permitía prescindir de ese lujo, y en una oca-sión mi mamá nos mandó a que devolviéramos la leche porque olía mal; el comentario del ordeñador fue: “¡Ah, sí!, es que la vaca se enojó y metió la pata en la cubeta”. Jamás nos enfermamos por esos detalles, eso si, mi mamá la hervía muy bien y en la noche cenábamos unas conchas con nata deliciosas.

También teníamos cerca, a sólo una cuadra, una pa-nadería; aunque conocíamos la hora en que salía el pan, el olor llegaba hasta la casa avisándonos que teníamos que ir corriendo para alcanzar de las primeras tandas. Siempre nos quedábamos un rato disfrutando del espectáculo de aquellos hombres con el torso semidesnudo y empapados en sudor (yo supe lo que era sudar hasta que me vine a

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Hermosillo), manejando esas enormes bolas de masa, y luego con unas paletas de madera -que a mí me parecían gigantescas- metían y sacaban el pan a los hornos. Todo al alcance de nuestra mirada. El pan era riquísimo y la verdad nunca nos importó que parte del sudor cayera so-bre la masa.

Igualmente las tortillas de maíz las comprábamos en un lugar que distaba una calle de la casa; en el patio de una vecindad un grupo de inditas, hincadas frente a su bracero, torteaban sin parar. Había que hacer cola pero con frecuencia nos regalaban una tortilla caliente con sal para que no se nos hiciera tan larga la espera.

Al venirnos a Hermosillo, el panorama cambió; lle-gamos en julio, en plenas vacaciones y nos fuimos directo al rancho de uno de mis tíos. Ahora las tortillas eran de harina, grandes, y por las tardes todos los “buquis” nos instalábamos alrededor de un gran bracero instalado por fuera de la casa. Cómo admiraba la paciencia de Isidora y Balbina, nunca se desesperaban de que, tortilla que salía, tortilla que se devoraba y en la cocina mi tía haciendo quesadillas con la leche que había quedado de la ordeña de la mañana al mismo tiempo que vigilaba el sartén de frijoles ante la amenaza infantil que los merodeaba. Los días que madrugábamos, alcanzábamos a tomar un vaso de leche casi directo de la vaca, calientita, pero había que llegar al establo bien temprano.

Otra rutina del rancho era comer sandía fría a media tarde, pero tenía que ser hasta que mi tío se levantara de la siesta, así que nos la pasábamos rondando la mesa hasta oírlo toser, señal de que había despertado, y todos corría-mos a tomar asiento.

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Nuestro menú diario aquí en Hermosillo resultó una alternancia entre Puebla, Oaxaca y Sonora, y no me atrevería a hacer ninguna comparación, cada una tiene lo suyo. ¿Qué voy a decir del mole poblano, los chiles en nogada, camotes y fruta cristalizada?, ¿los moles oaxa-queños de todos colores, tasajo y cecina?; por otro lado la machaca, tamales de elote, menudo, pozole y la reina de todos: ¡la carne asada!

Actualmente no puedo evitar el mortificarme al ver a mis nietos indefensos ante la avalancha de comida chata-rra, bombardeados por la publicidad que pretende impo-ner lo extranjero sobre lo nacional, que es incomparable-mente superior.

Yo siempre he sido muy saludable y así como en Puebla me encanta ir a comer chalupas en San Francisco, en Oaxaca me fui al mercado a desayunar tamales en hoja de plátano con chocolate caliente, y aquí, hace apenas unas semanas, al atravesar el Mercado Municipal a las 7:00 de la mañana no pude evitar la tentación de disfrutar un gran plato de menudo con una taza de café colado.

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ALBA IRENE MARTÍNEZ MARTÍNEZPor azahares del destino vio la luz primera en Empalme,

Sonora; cuarenta días después fue llevada a Carbó, Sonora, donde transcurrió su niñez hasta el término de sus estudios de secundaria después de los cuales se trasladó a la ciudad de Hermosillo para continuar su preparación en la Universidad de Sonora donde obtuvo su título de Farmacéutica en la Es-cuela de Farmacia al mismo tiempo que cursaba su enseñanza preparatoria para poder ingresar a la Facultad de Ciencias químicas, por sólo tres años pues contrajo nupcias con Alfredo Pérez Navarro y cambiaron su residencia a la Ciudad de Méxi-co, primero, y posteriormente a la ciudad de Colima, Colima. Procrearon dos hijos, Alba Patricia y Leonardo Alfredo.

Habiendo perdido a su esposo en un accidente, regresó a Hermosillo y volvió a trabajar al Hospital General del Estado donde anteriormente ya había prestado cuatro años de servi-cio en la Farmacia. Permaneció en este departamento por diez años, luego fue designada Encargada de la Biblioteca de la misma Institución, puesto que desempeñó por 28 años más.

Colaboró con el Dr. Ignacio Cadena Herrera en la ela-boración de sus memorias, es allí donde le nace su inquietud por la redacción. Ha escrito autodidácticamente dos libros sin fines de lucro y de ediciones limitadas: Breve Historia del Hospital General y Bajo la Sombra de mi Vida, éste, autobio-gráfico.

La Biblioteca del Hospital General lleva su nombre.Posee una gran colección de ranas y su “hobby” es re-

solver crucigramas (sobre todo una variedad que se llama “autodefinidos”), escuchar música y leer.

Se jubiló el año 2000, después de 38 años de servicio. Actualmente juega boliche, pertenece al Taller de Literatura Autobiográfica de la Casa Club del Jubilado y Pensionado del ISSSTESON desde el año 2003, colabora en la revista TOSA-LICOBA y sigue visitando “su” Hospital General del Estado.

En este volumen participa con los siguientes temas:

• La casa de Mamanina• Mi escuela primaria• Las vacaciones de mi niñez• La niña, papá y el ferrocarril• Sueños de concertista

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LA CASA DE MAMANINA

La casa de mi abuelita materna, a quien llamába-mos Mamanina, era de adobe, muy bien construida. Allí vivían ella, mi Yaya y mi tía Emma. Al frente tenía un jardín lleno de flores; se entraba por un pasillo donde ha-bía dos poltronas de madera y macetas hechas de latas de lámina donde se envasaba la manteca, estaban pintadas de color café. A la derecha de este pasillo estaba la sala a la que nunca nos dejaban entrar, siempre permanecía con las puertas (de dos hojas) cerradas, yo creo que para que no nos subiéramos a los sillones que tenían asientos de terciopelo guinda y respaldos de bejuco, había una mesa en la esquina y sobre ella un florero largo de cristal. Las paredes estaban adornadas con fotos enmarcadas, en una de ellas estaba Gloria mi prima, como de tres años -hija de mi nino Pascual y mi tía Conchita- luciendo un vestido rosa y sentada sobre una mesa; conformaban el decorado otros dos cuadros (todos parecían pinturas), uno de ellos con la imagen de Mamanina y el otro con la de su esposo, Papanino Pascual, ambos muy jóvenes. Había un cuadro más con una foto de mi Lupe, hermana de mi abuelita. He de confesar que de vez en cuando, sin que nos vieran, nos metíamos a la famosa sala sólo por darnos el gusto de desobedecer.

Frente a la sala, teniendo de por medio el pasillo, ha-bía una recámara con ventana hacia la calle, allí se encon-traba una cama grande con cabecera tubular, una cómoda de madera en una esquina, en la otra, una mesita llena de santos con su lamparita de petróleo permanentemente prendida y flores, que no podían faltar; también había un

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gran tocador con un espejo cuya luna estaba un poco opa-ca. Esta recámara, se comunicaba con otra -muy oscura- por una puerta cubierta por unas cortinas de tela floreada, tenía una ventana hacia la “ramada” y otra puerta hacia el comedor por donde también se llegaba a través del pasillo de entrada.

Luego seguía la cocina, que era el lugar más aco-gedor de la casa. Allí estaba la tradicional estufa de leña que tenía horno, placas sobre las que se cocinaba y en la parte superior dos pequeños cubículos; su chimenea de lámina, color negro, era un tubo que emergía de ella y salía hacia el exterior por un agujero en la pared. Había, además, un trastero de madera muy alto, en la parte de arriba tenía una vitrina donde se guardaban platos, tazas, vasos de cristal, copas, azucareras también de cristal y unos floreros largos y delgados, de color rosa. Recuerdo que no alcanzábamos a divisar, desde nuestra altura, qué otras cosas contenía el dichoso trastero porque por más que nos empináramos para escudriñar, no se nos ocurría subirnos a una silla para salir de dudas pues estaba pro-hibido y nosotros, en esa época, nos ceñíamos a la disci-plina y respeto que se nos imponía. La parte inferior de este trastero era usado como alacena; enseguida de éste se encontraba el lava trastos, que consistía en una mesa en la que se empotraba una palangana grande, había que estar intercambiando el agua jabonosa y la limpia para enjua-garlos. Una mesa pegada a la pared, con mantel de hule y sobre la que siempre estaba una azucarera de aluminio y un salero. Allí generalmente desayunábamos y cenába-mos en invierno, la comida se hacía en el comedor donde había una mesa redonda, la máquina de coser y una tinaja colocada en una estructura de lámina pintada de negro en la que se encontraba colgando de un gancho un cucharón

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redondo o una jícara para sacar el agua con sabor a barro, la que bebíamos deliciosamente, ya que estaba muy fres-ca... La dichosa tinaja siempre estaba resudando, sobre todo en tiempo de calor. En verano la primera y última comida se hacía bajo la enredadera, en el patio.

Éste era más o menos grande, había un corredor for-mado por una gran enredadera de vid cuyas uvas pala-deábamos gustosamente a escondidas, pues mi Yaya las cubría con bolsas de papel para que los pájaros no se las comieran, pero había otros “pájaros” que nos atiborrába-mos con ellas. También estaba la “ramada”, que era una especie de cuarto sin una pared, allí estaba el lavadero y el “estrado”, que era donde se colocaba el comal para las tortillas grandotas de harina, muchas veces mi Yaya nos las entregaba calientes para untarlas con manteca de puerco que se derretía sobre ellas, nosotros saboreába-mos ese suculento bocado. En esa hornilla también tosta-ba café, cuando esto sucedía el exquisito aroma invadía toda la casa. Allí también estaba una columna de madera que tenía atornillado un molino para moler el café y un metate donde machacaban los granos de elote para hacer tamales, lo mismo que el nixtamal para la masa de tama-les de carne o, muy de vez en cuando, para tortillas; con masa también nos hacían las “migas” que era un atole endulzado con piloncillo.

Mi Yaya además, cuidaba de los pájaros a los que amaba profundamente y cuyas jaulas pendían de los alambres colocados en la enredadera de la vid, tenía zen-zontles, canarios y cardenales (ellas les llamaban “cader-nales”), pero por sobre todas las cosas, era la responsable del precioso patio donde había dos limoneros, un árbol de toronja, un granado, un guayabo y una higuera además de

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una pequeña parcela de donde se surtían de verdura. Esto, que podríamos llamar el huerto, estaba separado del ver-dadero jardín por un pasillo de tierra; aquí había rosales, laureles, lirios del valle, y flores de temporada, cubrien-do la ventana de la cocina estaba un “esprin” planchado, muy socorrido para adornar los ramos de novia. Pero mi Yaya también sembraba amapolas de varios colores. Un día llegó muy preocupado el juez, don Pancho Navarro y le dijo: “Tulita, tienes que cortar las amapolas porque me avisaron que va a venir la Acordada (la Judicial de los años 40-50) y que es malo tenerlas sembradas en las casas, dicen que es un delito, yo no sé por qué, pero mejor deshazte de ellas”, y mi Yaya, con los ojos anegados en llanto, las cortó y las arrojó a la letrina.De ese jardín nos abastecíamos el mes de mayo para ir a ofrecerle flores a la Virgen, inclusive -inocentemente- llevábamos las bellas flores de amapola.

El patio no tenía barda de material sino que era res-guardado por una gran alambrada como la que se usaba para los gallineros. Sobre una de ellas, había una enreda-dera llamada “San Miguelito”, en una gran tina vieja de aluminio estaba sembrada una planta de “confituría”, que daba unas florecitas amarillas. Había una puerta, también de alambre, por la que se salía a otra calle y tenía hacia la derecha un gran pimiento (pirul), y a la izquierda un arbusto de mirto, como centinelas de la casa.

En una esquina del fondo se encontraba el excusado, era un cuartito de madera con una letrina, el piso era de tablas y no sé por qué no olía mal, siempre estaba lim-piecito. Luego estaba el gallinero, de donde la familia se proveía de huevos, y una que otra vez de alguna gallina para elaborar un sabroso caldo. En la esquina que daba

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hacia la calle, estaba el “cuarto chino”, llamado así por-que allí guardaban toda clase de trebejos que no cupieran en la casa, pero además, era el lugar donde tomábamos el baño, que se hacía a jicarazo, para lo cual había un tambo que contenía agua, y estratégicamente colocada, una tina, misma que naturalmente después había que vaciar para que fuera usada por otra persona. En invierno, metían la tina y dos baldes a la cocina, uno con agua fría y otro con caliente para templarla según el gusto de quien se bañaba y no dejaban de meterle leña a la estufa para que el am-biente permaneciera tibio.

Alicia, mi hermana, vivió toda su niñez en casa de Mamanina, pero a Ana y a mí nos encantaba pasar los días allí pues tanto la abuelita como las tías nos cobijaban con su amor y ternura, además de que nos permitían hacer una que otra travesura.

MI ESCUELA PRIMARIA

Carbó es el lugar donde crecí y del cual me conside-ro originaria, a pesar de haber nacido en Empalme pues nunca viví allí. Una vez terminada la escuela secunda-ria, emigramos a Hermosillo en busca de mejorar nuestra educación.

Siempre recuerdo con nostalgia, como suelen ser ahora mis recuerdos, a la Escuela Primaria “Francisco I. Madero”. Era preciosa, mi escuela: las aulas formaban un cuadrado con uno de sus lados semiabierto ya que la otra mitad albergaba a primer año, donde quien las mandaba cantar era la señora Rita Grijalva, inolvidable maestra,

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muy exigente, pero a quien todos los de mi generación recordamos con cariño. En otro lado estaban las aulas de segundo y tercero, con ventanas hacia la calle Escobedo; cuarto y sexto estaban divididos por la dirección, donde había un escritorio grande, tras el cual se encontraba una vitrina llena de libros mal acomodados y en una esquina estaba, en un nicho, la Bandera Nacional. ¡Cómo nos ins-piraba respeto entrar allí!, el piso de cemento se veía muy negro y brillante de tanto que se trapeaba con petróleo y cera, todavía hoy me parece percibir el olor que emanaba de él. El cuarto lado lo constituían quinto y una habita-ción que servía como desayunador escolar, aquí había un gran corredor.

El patio estaba dividido en dos: uno, era el regular espacio que quedaba en medio de las aulas y que se co-municaba a otro de gran tamaño por la abertura del cua-drado no cerrado donde generalmente jugaban los niños varones. En una de sus esquinas se encontraban los baños de hombres y mujeres, nunca entré al de hombres, pero los nuestros eran tres letrinas, con asientos de madera y piso de cemento. En el primer patio jugábamos a “las encantadas”: corríamos por todos lados para que no nos tocaran pues si lo hacían quedábamos “encantadas”, es decir, estáticas; al “avioncito”, que consistía en que niñas y niños en dos filas, una frente a otra, entrelazaban sus brazos sobre los cuales se tiraba algún niño para que, a medida que los compañeritos subían y bajaban los bra-zos, se moviera de un extremo a otro el que iba arriba, de vez en cuando había algún canijo que soltaba los bra-zos y era cuando uno caía dándose un buen costalazo; también jugábamos al “carro” una distorsión del béisbol pues uno lanzaba la pelota mientras otro, con los manos la golpeaba tan fuerte como se pudiera, los demás jugado-

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res tenían que tomarla en el aire o pepenarla en el suelo, quien la había golpeado podía correr las cuatro bases o tantas como alcanzara antes de que le hicieran “out”. En algún rincón, donde no hubiera mucha bulla jugábamos a la “bebeleche”: se dibujaba en el suelo algo parecido a una escalera con alas y con un semicírculo en un ex-tremo y, por turnos, se tiraba una “prenda” que tenía que caer dentro de los cuadros, pero debía hacerse brincando en un solo pie, excepto en las alas donde se posaban los dos, se evitaba pisar las rayas pues esto era penalizado sacándose del juego a quien lo hacía, y se seguía así hasta llegar al semicírculo. Irma Valdez, una de mis compañe-ritas, era muy buena para esto, siempre nos ganaba. El patio, además, tenía un templete en el que se hacían los honores a la bandera todos los lunes, invariablemente me tocaba recitar.

Los días festivos, como el 5 de Mayo, 15 de Sep-tiembre y otros, la fiesta escolar se llevaba a cabo en un alto entarimado que levantaban en la plaza y allí todo el pueblo asistía, sobre todo los orgullosos padres de los ni-ños que actuarían en el espectáculo que la escuela brinda-ba. Mis hermanas y yo siempre éramos de las escogidas, yo creo que por la buena disposición de mi mamá para ayudarnos a ensayar las declamaciones o porque le gus-taba hacernos los vestidos de los bailables que nos po-nían, lo cierto es que en todas las fiestas allí estábamos Ana, Alicia y yo. Una vez bailé la “Zandunga” con una falda anchísima, en otra ocasión bailé las “Jícaras de Mi-choacán” ¡Qué apuradas nos vimos buscando las famosas jícaras, que eran unos platos de madera grandotes que te-nían pintadas unas flores!

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Otro suceso importante fue un lamentable accidente: la profesora Amalia Camou era la maestra de segundo año; en aquel entonces tenía dos hijos: Oscarito, que era mi compañerito, y Panchito. Ella y el profesor Quihuis, de tercero, organizaron un paseo como a un kilómetro de la estación del ferrocarril, a un arroyo, al que llamábamos el “arroyón”. Mi mamá me dio permiso de ir -mis her-manas no fueron, pues Ana estaba enferma y Alicia era muy pequeña- con el compromiso de regresar temprano pues mi papá no estaba en el pueblo así que tendría que venirme con mi tío Jesús María Martínez, que tenía una milpa cerca de allí,.

Llegamos al arroyón y unos nos pusimos a jugar en la arena, otros se subieron a los árboles. Ya teníamos rato allí, cuando nos dio mucho calor y nos fuimos, mi prima Chiqui y yo, a jugar en las paredes que formaban el cau-ce, eran lo suficientemente altas como para hacer cova-chas en las que apenas cabíamos. Había varias de ellas y por supuesto en cada una, niños que escarbaban con sus manos la pared para hacerlas más grandes. Desde donde estábamos yo alcanzaba a ver a Fernando López y a Os-carito. Chiqui y yo nos reíamos al golpear la pared y ver que caía arenita. Empezamos a cantar aquello de: “Una mosca parada en la pared, en la pared, en la pared...” a lo que se unieron los demás formando un coro medio desen-tonado. Chiqui y yo nos aburrimos y nos bajamos, juga-mos unas “carreritas” haber quién llegaba primero al otro lado pero... apenas íbamos a la mitad cuando escuchamos un fuerte ruido y horribles gritos, alcanzamos a ver que el paredón donde instantes antes estábamos jugando, se estaba desgajando. De pronto todos corrían, algunos ni-ños salían de entre la arena, los maestros nos ordenaron que formáramos una fila, todos estábamos menos Oscari-

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to. La profesora Amalia empezó a gritar y nosotros junto con ella, lo hacíamos tan fuerte que mi tía María, mamá de Chiqui, que se encontraba con mi tío Jesús María en la milpa, escuchó el escándalo y bajaron a saber qué pa-saba, todos estábamos asustados, todos queríamos ayudar a escarbar con nuestras manos para encontrar a Oscarito, de pronto alguien gritó, la profesora Amalia corrió hacia donde estaban sacando el cuerpecito sin vida de su hijo. Aquello se volvió un caos y nosotros regresamos a nues-tras casas consternados y asustados.

Cuando estaba en quinto año, la profesora Socorro Vindiola me puso una declamación llamada “Marciano”, era la primera recitación larga que tendría que memori-zar. Para representarla, a mi lado colocaron a otro niño con unas cadenas que retorcía en las manos como si verdaderamente fuera un prisionero, me emocioné tanto al describir al cristiano a quien Nerón echó a los leones por defender su religión católica, que terminé llorando de verdad. El niño se llamaba Ramón Gutiérrez, era fornido y más alto que yo. A partir de esa larga declamación, fui la preferida de la profesora Vindiola para esos menesteres. En otra ocasión declamé “México, creo en ti”, yo pienso que desde entonces empecé a amar a mi país con todo el corazón pues recuerdo que al pronunciar algunas frases de la poesía se me llenaba de emoción el alma.

En estas fiestas también actuaban Olga Valle, Ana Aurora (Ani) y Magda Zúñiga, Ma. Elena Martínez, en fin... Ani, María Elena y yo una vez cantamos en una fies-ta que hubo en el Casino, a la hora que nos tocó salir a cantar, ninguna de las tres queríamos empezar, ya frente al auditorio, paradas, sin saber qué hacer, nos decíamos: “empieza tú”, “no, tú”, “no, tú”, hasta que la maestra nos

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regañó y empezamos la canción -Piel Canela- que fue muy aplaudida. En esa fiesta mi hermanita Ana salió de una caja de cartón vestida de muñequita en un acto que no recuerdo bien el nombre de la canción.

Seis años de dicha, seis años de inocencia puebleri-na, seis años que no se olvidan.

LAS VACACIONES DE MI NIÑEZ

En mi niñez, Carbó era un pueblito pequeño y alegre donde vivía parte de la familia de mi mamá: su mamá y sus hermanas, Gertrudis y Emma, pues sus otros her-manos, Félix, Eva y Pascual vivían con sus respectivas familias en Empalme.

En vacaciones largas mis papás nos llevaban a mis hermanas Ana Esther, Alicia Aurora y a mí, a ese lugar pues así convivíamos con nuestros primos y mi papá nos tenía cerca por un buen tiempo. El era ferrocarrilero y casi siempre en esa época le tocaba trabajar para el sur del estado, así que a nos caía muy bien este hecho ya que podíamos disfrutar nuestras vacaciones en ese pueblo rielero que a mí tanto me gustaba.

Empalme era un centro ferroviario muy importante, allí se encontraban los talleres en donde se reparaban to-dos los furgones, carros y máquinas, era principio y térmi-no de muchas “corridas”, estaban las oficinas regionales del ferrocarril y era semillero de gente dedicada al tren.

Llegábamos a casa de mi tía Eva, quien estaba ca-

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sada con mi tío Jorge y tenía siete hijos, a saber: Jorge Alberto, Guadalupe Armida, Sergio Alonso, Eva Alicia, Francisco Javier, Araceli y Fidelina. Como era costumbre, cada uno tenía su propio apodo y así los llamábamos por orden de aparición: “Coqui”, “Pipí”, “Checo”, “Pituka”, “Pachuco”, “Chely” y “Fide”. También estaban los hijos de mi tío Félix y mi tía Cuca: Berta, Félix, Cuquita, Ana Elsa, Rosalva (Chavi), Oscar y Rigoberto. Asimismo allí vivía mi tío Pascual -quien junto con Mamanina me levó a bautizar- y mi tía Conchita con su familia, ellos eran: Gloria Angélica, Raúl Edgardo (“Pelón”), Víctor Manuel “(Pachi), Carlos Enrique y Cecilia; la que menos hijos tenía era mi mamá pues sólo éramos tres hermanas.

Me encantaba ir porque había luz eléctrica, así que los primeros días nos pasábamos aplastando los interrup-tores para que se prendiera y se apagaran la luz y los aba-nicos de techo, hay que recordar que en esa época Carbó estaba muy lejos de contar con esa modernidad del fluido eléctrico. Además allí había “agua de llave” por lo que nos bañábamos con regadera, lo cual era un festín pues en nuestro pueblo sólo teníamos agua si la sacábamos del pozo y nos bañábamos a jicarazo.

El pueblo en sí me gustaba mucho porque estaba lleno de árboles; en todas las casas había mínimo uno, ya sea de frutales o los frondosos yucatecos; la pequeña ciudad estaba conformada por calles que eran una angos-ta seguida de otra ancha; las casas y los cercados de los jardines muy floridos, eran de madera.

Cerca de la casa de mi tía Eva, por la misma calle vivía mi tío Félix, así que la convivencia con esos primos era mayor, todo el día era correr de una a otra casa. Mi

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prima Chavi y yo éramos muy parecidas cuando niñas, teníamos la misma estatura y complexión, así que nuestra mayor diversión era cambiarnos la ropa y caminar jun-tas de tal manera que cuando veíamos a nuestras mamás nos poníamos de espalda para que no supieran quién era quién cuando nos llamaban.

Yendo para la casa de mi nino Pascual se pasaba por “El Tinaco”, una gran plaza en cuyo centro había precisa-mente un gran un tinaco... nunca supe para qué o qué te-nía adentro; estaba llena de árboles, a toda la muchachada le gustaba ir a jugar allí a pasear, los días 20 de agosto hacían una gran fiesta.

La casa de mi nino y mi tía Conchita era de lo más bonita, muy grande -también de madera- pero recuerdo que en el jardín había un gran yucateco bajo cuyas som-bras nos poníamos a jugar, nos encantaba pisar las bolitas que caían de él.

Pero lo más divertido era que nos llevaran al “Co-chorit”, la playa en la que mi nino Pascual tenía una ca-sita. Allá nos llevaban el fin de semana y por las noches, mientras todos los chiquillos nos quedábamos en casa, los “grandes” se iban a bailar a las “ramadas” que hacían las veces de casino de baile, hasta allá escuchábamos la mú-sica de la “Rocola” emitiendo los compases del “mam-bo” y otros ritmos, algunas veces con miedo a que nos regañaran, nos dábamos nuestras escapadas para verlos bailar. En una ocasión sí nos pescaron y por supuesto que nos dieron una buena reprimenda, pero aún hoy creo que valió la pena.

En Semana Santa era otra historia. Nos quedábamos en Carbó y nos gustaba ira a la iglesia a rezar el Via Cru-

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cis porque nos permitían quedarnos a jugar un rato en la “cancha” con algunos de nuestros primos de Empal-me y otros amiguitos de familias que venían de visita al pueblo. Tomábamos raspados con don Chema o con Don Pilar, que eran las dos refresquerías que había en la placi-ta y nos entreteníamos viendo a los muchachos pasear a caballo por la calle principal.

Durante todo el año mis papás cebaban un puerco para que estuviera muy bien alimentado para matarlo el Sábado de Gloria. ¿Por qué ese día, precisamente?, bueno pues porque además de que ya terminaban las festividades religiosas, venía mi prima Gloria Angélica de Empalme y así le celebrábamos su santo. Tanto ella como nosotros esperábamos ansiosas ese día pues la casa adquiría un carácter de fiesta. Muy temprano por la mañana llegaba Jesús María, el señor que le daría “matarili” al puerco, lo ataba de patas y manos para lograr su objetivo, pero recuerdo que una vez el tal cerdito se soltó de sus amarres y hubo que corretearlo por todo el corral con el consabido llanto de él y las risas del chamaquero. Una vez llevado a cabo el sacrificio, nos entreteníamos viendo cómo lo ra-suraba con un cuchillo muy filoso, luego sacaba las tiras de cuero y grasa y después iba cortando las piezas de la carne.

En otro lugar ya estaba dispuesta la lumbre sobre la que colocaban un gran cazo y allí el mismo matador se encargaba de hacer los chicharrones; mientras, mi mamá molía carne para el chorizo, otra elaboraba la moronga o “morcilla” y una más hacía tortillas y por supuesto que nosotras haciendo la algarabía, pues tortilla que salía tor-tilla que nos comíamos con chicharrones bien calientes.

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Luego venía la distribución de la carne pues mi papá empezaba a regalarla entre los demás parientes, así que era un desfile de gente todo el día.

El alboroto se terminaba cuando los primos se re-gresaban a su lugar de origen y nosotras nos quedábamos esperando las siguientes vacaciones…

LA NIÑA, PAPÁ Y EL FERROCARRIL

Había una niña y sus hermanitas que vivían en un pueblito llamado Carbó en honor de un general que nada tuvo que ver con la región. Era alegre y próspero porque el ferrocarril hacía su parada reglamentaria en la estación del lugar. En esa época era el principal medio de trans-porte el ferrocarril, pues no era común que las familias contasen con automóvil propio ya que en esos tiempos no existían las carreteras como tal, sino que todos los cami-nos eran de brecha, por lo tanto, la mayoría de los habi-tantes del pueblo vivían, de una forma u otra, del ferroca-rril. Su padre era ferrocarrilero y los tíos y primos, en fin, toda la familia era tradicionalmente rielera.

La Estación, que era una casona de madera a la que llegaban todos los ferrocarrileros a registrar su llegada o salida en el tren, tenía una Sala de Espera con bancas de madera pintadas de amarillo, el piso también era del mis-mo material. En un cuartito anexo, estaban la oficina y el telégrafo. Siempre estaba llena de gente, ya que allí se daban cita todos quienes querían tener noticias frescas, o los treneros que por un día o dos les tocaba descansar en sus hogares o en los tres hoteles del pueblo,

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Había dos clases de trenes: los de pasajeros y los de carga. Cada uno estaba bajo la responsabilidad de una tripulación compuesta por un CONDUCTOR y un MA-QUINISTA, ambos considerados como jefes de los mis-mos, con iguales jerarquías de mando y eran garantes de la seguridad y operación en sus movimientos. Además, bajo sus órdenes existía un FOGONERO encargado de proveer de carbón para alimentar el caldero y tener, de esa forma, suficiente vapor para la operación de la loco-motora. También llevaba tres GARROTEROS, conside-rados como auxiliares del Conductor. Éste recorría todos los coches comprobando que los pasajeros trajeran su bo-leto, estaba pendiente de alguna irregularidad y resolvía los problemas que se presentaran en su área, era el res-ponsable de llevar a buen término el viaje.

Había dos trenes pasajeros: iniciaban su viaje en Guadalajara (rumbo al norte) y en Nogales (rumbo al sur). Según sus categorías uno era de “SEGUNDA” y otro de “PRIMERA” en ambas direcciones. Cada tren tenía una parada en el pueblito que nos ocupa con estadía aproximada de treinta minutos, tiempo que se aprovecha-ba para llenar de agua el tanque de la locomotora y surtir con este mismo líquido los coches y especialmente para revisar concienzudamente todos los aditamentos de se-guridad de los trenes que hacían el recorrido. En el tren de SEGUNDA viajaban las personas de escasos recursos económicos en atención a sus bajas tarifas. Los coches estaban equipados con asientos de madera, limpios, pero no muy cómodos.

Las niñas, como hijas de ferrocarrilero, podían via-jar en PRIMERA. Estos coches estaban equipados con asientos reclinables, muy confortables, dotados de aire

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acondicionado para las inclemencias del clima. Éstos y los de segunda contaban cada uno con su propio WC y bebederos para que los pasajeros no padecieran sed.

Cuando el viaje era muy largo, viajaban en el “PUL-MAN”, que eran un complemento de los trenes de pri-mera: eran dos vagones dormitorio para quienes podían pagarse un recorrido más placentero. Aquí los asientos eran sillones muy cómodos, el piso estaba tapizado con alfombra donde a ellas les encantaba jugar. Por las noches los asientos eran convertidos en literas a las cuales ves-tían con unas impecables sábanas blancas y unas cobijas mullidas que invariablemente eran de color café, se podía dormir tranquilamente. Ellas querían hacerlo siempre en la cama de arriba.

El interior de cada coche dormitorio contenía: un GABINETE, que era un cuarto privado en el que había un excusado, un lavabo y dos camas bajas y una alta, ade-más, dos COMPARTIMIENTOS, con un sillón doble, que también se transformaba en una cama, de la parte la-teral del coche se bajaba otra, ambas igualmente atavia-das como las de los vagones anteriores; estos comparti-mientos se comunicaban entre sí, de tal manera que si una familia numerosa no quería viajar en el vagón general y deseaban gozar juntos el viaje, podían pasar de un cubí-culo a otro como si fueran los cuartos de una casa. Cada uno de estos dormitorios se cerraba con puertas cuya par-te interior era un espejo del tamaño de las mismas, tenían seguro por dentro,

Este convoy contaba con un carro “restaurante” que estaba constituido en dos partes: una era la cocina, la otra, lo que propiamente era el comedor: tenía mesas dispues-

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tas a lo largo y a ambos lados del vagón dejando la parte media para que se desplazaran las personas. Allí se podían hacer las tres comidas del día, ya que por la lentitud con que se movía el tren se hacían casi 48 horas de México a Nogales y viceversa. Las niñas de nuestro cuento disfru-taban de los desayunos pues los “hot cakes” eran delicio-sos. También había ocasionalmente otro vagón denomi-nado “Lunch Bar”, que era un lugar donde se expendían refrescos y bebidas, contaba con una barra, pero además había pequeñas mesas y sillones colocados en tal forma que se convertía en un sitio agradable para descansar, fu-mar, jugar baraja, en fin, para relajarse. Estos últimos servicios eran administrados y atendidos por personal bi-lingüe, calificado y preparado en Estados Unidos, por lo que su cortesía era sin igual: muchos de los viajeros que ocupaban este servicio eran turistas del vecino país.

La llegada de este tren al pueblo armaba todo un jol-gorio. Había familias enteras que se sostenían de elaborar comida y venderla a los pasajeros; algunos la ofrecían a gritos para interesar a los hambrientos a comprar un taco, un sándwich o un café. Sus voces se oían cadenciosamen-te: “¡tacos, tacos!”, “¡changüich, changüich!”,”tamalis”, “tamalis”, “¡cafí, cafí!”, unos con voz alta, otros con voz más apagada, pero sobre todo la “i” del “cafí” era la que más se notaba, pues era muy aguda. Había otros que aco-modaban mesitas con sillas para aquellos arriesgados que, sabiendo que iban a permanecer media hora esperando, se bajaban del tren para comer sus alimentos tranquilamente. En esos lugares el menú era diferente, pues allí se comía sabroso menudo, tostadas, gorditas y el infaltable café.

Como no había otra cosa que hacer por las noches en el pequeño pueblo, las muchachas casaderas acostumbra-

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ban ir muy guapas, muy bien presentadas, “a dar la vuel-ta” a la llegada del tren, lo cual era muy justificable si se toma en cuenta que la mayoría de los jóvenes trabajaban en el ferrocarril. También iban las señoras cuyos esposos venían en la tripulación que iban de paso hasta el término del recorrido pues sólo así sabrían de ellos ya que de otra forma tendrían que esperar dos o tres días a que les tocara descanso y pudieran permanecer en casa.

Cada vez que la niña de nuestra historia iba a la esta-ción en compañía de su madre y sus hermanitas a ver pa-sar a su padre que venía en el tren de pasajeros, escuchaba a lo lejos la máquina pitando, con su columna de humo negro elevada al cielo y le asombraba ver cómo iba au-mentando su tamaño en la medida que se aproximaba a la Estación. No sabía realmente qué sensación le daba al oír el “chaca”, “chaca” cada vez más fuerte que producía el roce de la ruedas de hierro con los rieles, todo el conjunto de ruidos hacía que le entrara cierta angustia, o alegría, no sabía identificar lo que sentía, aún más cuando el con-voy poco a poco iba parando y el vapor salía expulsado horizontal y fuertemente por entre las ruedas y el cuerpo de la máquina produciendo un ruido para ella espantoso, le daba tal horror que cubría sus ojos aferrándose a la falda de su madre. Pero luego, al divisar a lo lejos al padre que venía con los brazos extendidos para abrazarlas a sus hermanas y a ella, desaparecía todo el horror y la angustia y se transformaba en alegría pues él ya estaba con ellas.

Los trenes de carga eran diferentes, en ellos los ga-rroteros tenían la responsabilidad del cuidado de ella, ya que la llevaban los vagones de “su” tren, y junto con el conductor -que era la autoridad inmediata superior- de-

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bían tener una vigilancia estrecha de los mismos, para lo cual revisaban, en cada estación, cómo venían engancha-dos unos con otros o si la señales que había en los rieles cada determinado trecho les indicaban si debían hacer algún movimiento extra del convoy, etc., al final de cada tren de carga iba el vagón llamado “cabús”, servía de “oficina” o de carro de descanso pues en él había bancas de madera y una mesa, arriba de la estructura de dicho vagón iba una pequeña terraza con ventanas. La niña no se explicaba por qué pero generalmente este último va-gón era de color amarillo.

En el pueblo existían, a cierta distancia de la Esta-ción, corrales en los que se depositaba al ganado que de allí se transportaba hacia varias partes no sólo del Estado sino de la República. Pero también transportaban mine-ral, petróleo, grafito, etc. Cuando su padre trabajaba en el tren de carga, su madre les informaba qué día iba a llegar a casa. Así, cuando escuchaban a lo lejos el silbato de la máquina, las tres hermanitas salían corriendo fuera de la casa pues sabían que él vendría parado en la cima de algún vagón para saludarlas, lo que era como avisar-les que dentro de poquito tiempo estaría en casa. Si “iba de paso”, esto es, si tenía que seguir de largo hacia el sur o hacia el norte, le llevaban “lonche” o sea comida de casa para que la tomara ya fuera durante el viaje o mientras el tren hacía su parada reglamentaria en el lu-gar. Cuando le tocaba descansar en casa, invariablemente llegaba cargando su maleta y algún bulto extra que para ellas representaba una sorpresa. Era feliz observando el rostro de sus hijas cuando abrían aquellos bultos. Era un padre muy proveedor pues si venía del sur, les traía fruta, cajeta de Celaya, pescado o mariscos. Si venía del norte, ¡Uff! ¡Cuánta cosa traía! Unas veces juguetes, otras ropa,

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o latas de comida, lápices de colores, libros para colorear, etc., pero, sobre todo, traía “La Opinión” de los Ángeles, California, que en esa época era el único periódico que se editaba en español en Estados Unidos, él lo compraba en Nogales, Arizona y a la niña le gustaba leer, en compañía de su padre, los acontecimientos mundiales.

Hoy, la niña ya es abuela, ya no existen papá ni mamá, pero en su mente y en su corazón están vivos los recuerdos del ferrocarril ligado estrechamente a su pa-dre.

Este cuento-biografía está dedicado al padre de la niña principalmente, pero también a todos los ferrocarri-leros de la época en que Carbó era habitado por familias netamente rieleras.

(Al terminar de transcribir este cuento recibo la mala noticia del fallecimiento de don Roberto Marián, quien me hizo el favor de corregir las palabras técni-cas usadas en el mismo. Una oración para él.)

SUEÑOS DE CONCERTISA

Quetita Romo era una señora que vivía frente a nuestra casa, en Carbó. Tenía cuatro hijos: Socorro, Ate-nógenes (el Jito), Agustín y Evangelina. Quetita tocaba el piano y el órgano, era quien acompañaba a las cantoras en las pocas misas que, por falta de sacerdote, se celebraban en el lugar, pero lo que sí había a diario era el rosario, sólo que en los meses de mayo y junio era cantado, pues todos las niñas y niños íbamos a ofrecer flores a la Virgen María

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y al Sagrado Corazón de Jesús, respectivamente. Su hijo Agustín tocaba la trompeta y era miembro de la Orquesta Magallanes, que era la que amenizaba todas las fiestas y acompañaba a los alumnos de la única escuela, la Prima-ria Francisco I. Madero, en los desfiles.

A mi me gustaba mucho ir cuando Quetita estaba al piano ejercitándose en las canciones de la iglesia o en las que estaban de moda; calladita, me sentaba en el piso cerca del piano, allí me podía pasar las horas escuchán-dola tocar. Evangelina, de la misma edad que yo, era mi compañera de juegos; su mamá quería enseñarle a tocar el piano pero ella se negaba, entonces a Quetita se le ocu-rrió invitarme de vez en cuando a que me sentara al piano con su hija. Poco a poco me fue gustando el sonido que salía de las teclas al yo seguir las instrucciones que me daba, tanto así que le pedí que me diera clases, aceptó gustosa pues veía que Evangelina se colocaba a mi lado y al mismo tiempo tomábamos las lecciones. Ella quería que hubiera una inocente competencia para que su hija ¡al fin! quisiera seguir sus pasos... y así fue como el piano se convirtió para mí en un sueño que no se realizó.

Cuando Evangelina vio que mis clases eran en serio, ya no quiso acompañarme a tocar, perdió el interés de tal forma que al llegar yo a practicar mi lección ella tomaba su lugar en el mismo banco pero se ponía a platicar, lo hizo por muy poco tiempo pues su mamá se dio cuenta que no hacía sus ejercicios y le prohibió que me quitara el tiempo. Yo sí seguí aprendiendo pero...

Aproximadamente a los dos años de iniciado mi aprendizaje, Evangelina enfermó, nunca supe de qué pero su padecimiento fue minándole fuerzas hasta que

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sólo permanecía acostada; en verano la colocaban en un catre en el pasillo para que le diera el aire y allí la acom-pañaba yo después de mi clase, no me despegaba de ella, inclusive cuando salía de la escuela lo primero que hacía era ir a verla, pero al pasar los días ya no me dejaban que la visitara tanto pues la pobre niña hacía un gran es-fuerzo para respirar y había momentos en que yo quería hacerlo igual al ver cómo le subía y bajaba el pecho pero me ponía pálida y rápidamente me retiraban de allí. Mi amiguita duró poco tiempo pues falleció dejando un gran dolor para su familia y para mí. Su mamá ya no quiso continuar con las clases y realmente tampoco yo quería ir a esa casa.

Mis papás, viendo que estaba muy triste, le pidieron a Olga, la “Chata” Navarro, hija de don Pancho Navarro, el Juez de Paz, que ella me siguiera instruyendo, así que allá fui; su casa quedaba atravesando las vías del ferro-carril por lo que mi mamá se preocupaba cuando iba a la clase, aunque ésta era en horario en el que no pasaba el tren.

No recuerdo por qué razón no seguí mi educación musical con Olga, el caso es que pasaron otros dos años cuando de México llegó una pariente de mi mamá que además de cantar muy bonito -pues era de familia cuya madre y tías tenían bella voz- y además tocaba el piano, así que le pedimos a Alicia Garza Martínez me diera cla-ses. Con ella duré casi los tres años de secundaria -inte-rrumpidos en muchas ocasiones- hasta que nuevamente se fue a México y yo concluí mis aspiraciones de concer-tista... por el momento.

Una vez terminada mi educación secundaria emi-

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gré a Hermosillo a estudiar Farmacia a la Universidad de Sonora. Aproximadamente a los seis meses de haber llegado conocí al profesor Mauricio Sáenz, él tenía una escuela de música en su casa, por la calle Niños Héroes, pero además allí se asistían estudiantes de ambos sexos de diferentes lugares del estado. Virginia Osuna, de Hua-tabampo, mi compañera y amiga, se hospedaba allí y fue así como hice contacto con el profesor.

Cuando estaba para terminar el segundo año de Far-macia entré a trabajar al Hospital General del Estado por lo que ya no pude seguir con mis clases.

Casi diez años después, ya casada y viviendo en Colima, llevé a mis dos niños (de tres y medio y dos y medio años) de “visita” al jardín de niños de un colegio de monjitas -el Colegio Cuauhtemoc- donde vi un letrero que decía: “SE DAN CLASES DE PIANO”, me brincó el corazón, lo consulté con mi esposo que le pareció muy buena idea pues en aquel tiempo había muy poco en qué entretenerse en esa ciudad, por lo tanto... allá fui, nueva-mente en la búsqueda de realizar mi sueño.

A mi esposo le tocó escucharme en una ocasión y se puso feliz de que REALMENTE tocara el piano pues no había creído mucho en mis aspiraciones de “concertista” y quiso que interpretara nuevamente la melodía e inclusi-ve que hiciera algunos de los ejercicios más complicados que ya me salían bien.

Desgraciadamente meses después él pereció en un accidente que truncó no sólo mis deseos de pianista con-sumada sino muchos sueños más.

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MA. MONSERRAT OLIVEROS TERRAZAS

Nació en el corazón del Valle del Yaqui en el mes más caluroso del verano, cuando empieza la canícula. Fue recibida por su abuela y su bisabuela.

Creció atrapando ranas y correteando lagartijas, entre los canales de riego, juntando guamúchiles y yendo a la escuela hasta los 17 años en su pueblo y a los 20 en la capital del estado, en la Escuela Normal.

Hoy es profesora jubilada y miembro del Taller de Literatura Autobiográfica de la Casa-Club del Jubilado y Pensionado del ISSSTESON.

Son de su autoría los siguientes escritos:

• Un regalo inesperado• Generación del 67• Devociones• La dieta

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UN REGALO INESPERADO

La Escuela Presidente Alemán está en un sector de Ciudad Obregón, Sonora, llamado “Plano Oriente”, tal vez por estar situado en ese punto cardinal, aunque la co-lonia se llama Benito Juárez. Fue el primer asentamiento del Valle del Yaqui cuando la compañía Richardson llegó para colonizar esas tierras, es por eso que esta escuela es una de las más antiguas, la primera fue la primaria Enri-que C. Rébsamen, que se encuentra a un lado y a la que asistían, en esos tiempos que narro este suceso, solamente niñas.

En enero de 1970 llegué a la Alemán, como le decía-mos, me llamaban la atención sus grandes aulas altas con enormes ventanales que daban hacia la calle y los pasillos a los patios de juego; tenía ventanas cuadradas casi pe-gadas al techo en la parte superior de la pared. Como me asignaron el segundo grado, mi salón estaba en la planta baja con una vista panorámica del jardín, mis alumnos, que eran sólo varones y cuyas edades fluctuaban entre 8 y 11 años, centraban sus intereses más en jugar que en aprender, yo aprovechaba esta situación y les explicaba algún tema que acaparara su atención, como me pasó una mañana cuando inesperadamente se hizo presente una la-gartija que pronto fue descubierta por uno de los niños que empezó a dar enormes gritos como si hubiera visto un dinosaurio, me apuntaba hacia el borde de la ventana diciéndome:

- Mire la cachora, profesora, no se le acerque porque puede saltarle encima.

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Yo no me reí para no quitarle a ese momento la ma-gia de la ingenuidad, y pensé: “Si supiera que me crié entre estos animales y más aún, que los perseguía con un tirador hasta que un día soñé que me perseguían monto-nes de ellos”. Al mismo tiempo que el pequeño me hacía la advertencia, tomaba el borrador para asestarle un golpe y borrarla de la naturaleza sin importarle que estaba en desventaja con él pues aquel animalucho no medía ni 10 centímetros de la cabeza a la cola, no se movía, entonces tomé la escoba, hice algunos movimientos “barredores” y se fue por donde vino, ahí empecé mi clase:

- Ese inofensivo saurio no nos hace ningún mal, al contrario, se come los insectos que hay en las plantas y evita que algunos de ellos nos hagan daño, si los matá-ramos tendríamos abundantes alimañas, a ver, vamos a dibujarlo y colorearlo, luego escriban debajo de su ilus-tración una oración que nos diga de qué se trata lo que quisieron representar.

Pero no faltó un atrevido que dijera un tanto burles-co:

- ¿Así que le gustan?

Luego le siguió otro:

- Es decir que no les tiene miedo.

Y otro:

- ¿Usted las ha tocado?

- Claro, si son inofensivos y simpáticos -les contes-té-, aunque la realidad era otra, me causaba urticaria su áspero aspecto.

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Ese día era viernes, anotaron algunas frases acerca de las lagartijas y de tarea les pedí que les preguntaran a sus papás o hermanos qué sabían de ellas.

El lunes, después de los honores a la bandera, pasa-mos al salón para empezar con el trabajo escolar corres-pondiente a ese día: primeramente revisar la tarea, se me acercó uno de los niños y me dijo:

- Profesora, abra el primer cajón del escritorio, le trajimos un regalo.

Al abrirlo casi me desmayo, sobre un cartón estaba uno de esos animales que parecían de piedra, y me miraba en forma acusadora como diciéndome “mira, por tu culpa dónde estoy”. Luego se me acercó otro de los niños y me entregó un frasco con un animal adentro, después uno más con una caja de zapatos y otro con una bolsa de papel en cuyo interior había algo que se movía, pero la que más me presumían era la que estaba en mi cajón, pues estaba pegada sobre el cartón...

- Esa nos dio mucho trabajo atraparla, si viera cómo hay en el panteón.

Éste se encontraba cerca de donde ellos vivían.

Haciendo un gran esfuerzo tomé mis regalos y uno a uno los arrojé al jardín, el problema fue con la que estaba pegada, no me atrevía a tocarla así que tomé unas tijeras y le corté alrededor de las patas y ¡ahí va una cachora enza-patada! caminando en forma chistosa mientras los niños festejaban sus raros movimientos, no sé si sobreviviría, pero si lo hizo, seguramente tuvo hijos ya con zapatos. Este suceso confirma que los niños son capaces de traer-nos hasta un león de la cola.

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GENERACIÓN DEL 67

Una tarde calurosa del mes de agosto de 1963 llegó mi papá a la casa con una noticia que me dejó muda, sin saber qué decir:

- El domingo se van tu madre y tú a Hermosillo por-que el lunes es el examen de admisión para que estudies en la Escuela Normal del Estado.

- ¡Gulp! ¿Es internado? –acerté a decirle después que me pasó el susto.

- No, es donde estudian los que quieren ser profeso-res –me contestó.

- ¿Acaso yo le había dicho que quería estudiar para eso?, ¿no habíamos quedado en que iba a ser licenciada?

Sin respuesta, me entregó un papel donde estaba escrita una dirección y una recomendación para que nos recibiera la dueña del domicilio al que estaba dirigido, dicha recomendación estaba suscrita por el director de la escuela secundaria del pueblo. Iba a salir de ese lugar que constituía mi mundo (ni siquiera en su totalidad, pues las escuelas a las que asistí por nueve años me quedaban a unos cuantos pasos de donde vivía), así que irme a vivir a una ciudad desconocida totalmente -y por si fuera poco- la capital del estado, a más de 300 Km. de distancia de mi terruño, me parecía que era como ir a la luna.

Abordamos el autobús mi mamá y yo el domingo siguiente, ella dejaba en orfandad temporal a ocho hijos, yo dejaba el lugar que me vio crecer y al que ahora sólo

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regresaría por temporadas y después ocasionalmente, con razón mi melancolía de ese día. Llegamos a la capital al medio día, ella ya la conocía pues aquí vivió por corto tiempo cuando mi padre estaba al servicio del Ejército en el cuartel de caballería y yo era pequeña.

- Mira -me dijo cuando el taxi pasó por el citado lugar- ahí diste tus primeros pasos.

- Vaya, cuando menos hay algo mío aquí -le dije bro-meando.

Al llegar al domicilio que llevábamos anotado nos recibió una persona ya mayor y puso su casa a nuestra disposición sin más garantía que nuestro agradecimien-to. (En el transcurso de mi vida he encontrado personas como ella y el director de la escuela, mi agradecimiento está siempre al recordarles).

Otro día no tuvimos que tomar camión para ir a la escuela pues se encontraba cerca de la colonia Modelo donde nos hospedábamos, junto al Seguro Social, camina-mos cruzando la calle Juárez, luego atravesamos el Blvd. Morelos y ya estábamos frente al edificio grande y espa-cioso, mis latidos se aceleraron, si antes no tenía pensado estudiar para profesora, ese día me dio la corazonada de que lo iba a lograr, sin saber todavía qué iba a ser.

Al traspasar el umbral me encontré a cientos de jó-venes que, como yo, esperaban el tiempo para realizar el examen de admisión, sólo se admitirían 100, yo quedé en-tre ellos y fui becada, además, como sorpresa mayor, pasé a formar parte de la mesa directiva de ese ciclo escolar.

Ahí, en la Escuela Normal del Estado, conocí a mis

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compañeros de generación originarios de distintas partes de la entidad con los que me unió la experiencia inolvida-ble de haber vivido esos años que decidieron mi quehacer como profesora.

Eran los famosos años 60, en pleno auge del rock and roll, el wash and wear, los hipies, la moda sicodéli-ca, la píldora anticonceptiva, la talidomida, etcétera, pero para mí era la posibilidad de hacer camino, incorporarme a la civilización y así, en una mezcla de las corrientes filo-sóficas, pedagógicas y psicológicas que me envolvían en el magister dixi de excelentes mentores; mi propia mane-ra de ver ese nuevo mundo me involucró en sucesos que tuvieron su origen en la manipulación y control que sobre los jóvenes se tenían en la época.

Me gusta solazarme y asomarme a ese pasado don-de contemplo los rostros jóvenes de mis compañeros, sus risas, sus voces, sus gritos, sus cantos, y me detengo a la hora de clases con el maestro Aragón, quien con su solemnidad y seriedad me impedía hablar, mas no así con Bustamante, “el Chapis”, o Crispín, con ellos el nervio se relajaba un poco pero con López Miranda la psicosis cundía; la voz sosegada y calmada del director Cevallos invitándonos a la reflexión nos devolvía la cordura; siem-pre regañada por Carmelita, la secretaria, pero que me consolaba en el coro, tomaba cada nota con tal intensidad que se me olvidaba todo al ver las manos de la maestra sobre el piano y ella, derechita sobre el banquillo mien-tras el metrónomo iba y venía marcando el tiempo de la música.

Fue en esa época cuando nos llevaron a formar la fila de entrada de la escuela y por ser la de menos estatura es-taba casi al frente. En una ocasión que vino el presidente

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Adolfo López Mateos y me tocó saludarlo, precisamente por mi posición en la fila; era apuesto, alto, con una son-risa franca que le devolví al tomarle la mano. Después me enteré de su “Plan de 11 años”, cuando empecé a trabajar con su lema: “Mejores escuelas harán de nuestros hijos mejores mexicanos”, los desayunos escolares y el Insti-tuto de Protección a la Niñez, que formaron parte de su gobierno.

La obediencia a los deseos impositivos de mi padre -así me parecieron cuando determinó por mí que viniera a la Normal- me permitió pertenecer a esa generación de profesores que demostró que el eros pedagógico “no es privilegio, sino que se lleva en cada corazón comprome-tido con su conciencia”.

Para mí la decisión de aquel día de verano fue el “fiat” (hágase) que constituyó la brújula de mi existir hasta que me jubilé en el año de 1996; después de esa fecha me convertí en ama de casa de tiempo completo con todas las prerrogativas, consideraciones y responsa-bilidades de una mujer de casi 50 años que vislumbra un tiempo que se acorta con las posibilidades de una vida plena, coartada por las consecuencias de la edad.

Hoy sólo espero conservar mi lucidez mental para seguir escribiendo en este oficio sin beneficio que escogí cuando empecé a asistir a la Casa Club de Pensionados y Jubilados del ISSSTESON, mientras tanto seguiré recor-dando, pues dicen que “recordar es vivir”.

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DEVOCIONES

La fe viene del ver y oír esas experiencias que nos convierten en devotos de algún santo o creencia religiosa que mantiene viva la devoción por que hay testimonios que avalan su manifestación más allá de toda explicación lógica o científica.

En 1954, el 4 de octubre -para ser exacta- apenas contaba yo con siete años, me encontraba asustada, en la cama, junto a mis dos hermanas menores, mientras caía una lluvia que más que lluvia parecía que el agua que caía la vaciaban de un enorme recipiente sobre Pueblo Yaqui, Sonora. En unos cuantos minutos ya había inundado to-talmente las calles, el cielo había oscurecido y estaba “cerrado” -así decían en el pueblo- sólo se veía ilumina-do por momentos por los relámpagos zigzagueantes que amenazaban con caer sobre mi casa.

Preocupada, sentada en una silla de madera, estaba mi mamá amamantando a mi hermana más pequeña, y no era para menos su preocupación pues unos días antes había dicho, mientras confeccionaba un hábito que le ha-brían de poner a la hermana que me seguía en edad, que estuviera como estuviera el día de San Francisco la lleva-ría a la iglesia y le pondría la prenda que la distinguiría como devota del santo.

Mi “Mana”, como le decía yo, había sido muy en-fermiza desde que nació y le aconsejaron que se la en-donara a ese santo, ya tenía cinco años cumplidos y no había recaído pero hacía como unas dos semanas que la

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notábamos muy desmejorada.

- Se lo dije, comadre -le decía la abuela- ese santito es muy cobrador, ahora tiene que cumplirle si no quiere que se agrave la niña.

Todo esto recordaba mi madre, por eso su gran pe-sar.

- Y ahora ¿cómo le voy a hacer? -se decía.

Como si la hubieran llamado, llegó mi “Grande”, se dio cuenta de la situación y se ofreció llevar a su nieta a la iglesia que se encontraba a más de dos kilómetros de don-de vivíamos, así que tomó a la niña en sus enormes bra-zos -así me lo parecían- y envolviéndose en una lona se lanzó a la calle oscura, aunque era de día. A mi corta edad pensé que podría ayudarla así que me fui con ella. Reco-rrimos la enorme distancia enfrentándonos a las corrien-tes de agua lodosa, sintiendo sobre las espaldas la fuerza del líquido que se desprendía en grandes chorros de las enormes nubes negras, pero íbamos resueltas a cumplir la promesa ajena de ella, y yo, solidaria, queriendo saber qué era una “manda”.

Llegamos a la iglesia y ahí, en una enorme urna de vidrio, yacía Él, como si durmiera, del tamaño de un hombre común, vestido igual al traje confeccionado para la manda. Mi Grande despojó a mi hermanita de la ro-pita medio húmeda y le enjaretó el hábito café de tusor, el cual ciñó a su cinturita con un cordón blanco; tal vez rezó, yo estaba asombrada, veía todo mientras la niña se observaba su vestido nuevo, el que llevaría hasta que se le acabara desgastado y descolorido.

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Ahí, en el quicio de la iglesia esperamos a que amai-nara el aguacero y volvimos a hacer el recorrido atrave-sando el pueblo de oriente a poniente, ahora siguiendo la corriente del improvisado río que se había formado por la calle principal.

Cada año no dejo de acordarme de esto, especial-mente cuando veo a tanta gente caminar por la orilla de la carretera de Nogales a Magdalena que van a cumplirle a San Francisco, el día de su santo las mandas y penitencias que le hicieron, siento que tienen razón de hacerlo y yo no estoy exenta de ello.

LA DIETA

Era media noche, cuando las madrugadas aún son muy frías y las noches se van acortando después del equi-noccio de la primavera; me despertaron unos quejidos, rá-pidamente me bajé de la cama buscando al autor o autora de ellos; la oscuridad me impedía ver por lo que usé mi tacto: con mis manos fui tocando a cada una de mis her-manas, eran tres, dormían tranquilamente; fui a la cama de mi mamá, al tocarla sentí en su estómago brincar algo y luego seguía aquel sonido lastimero, como de un animal herido. Cuando ella se dio cuenta de que estaba ahí para-da, descalza, enfriándome y asustada, me dijo:

- Ve con tu mamá Grande y dile que venga.

“Qué ocurrencia”, pensé a mi edad de nueve años, con el miedo que me daba pasar por los pinos que rodea-ban la escuela primaria que se encontraba a una cuadra de

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mi casa y a dos de la de mi abuela, sus sombras fantasma-les dieron origen a decenas de historias de desaparecidos; al momento que mi madre me hizo la petición, se me en-garrotó el estómago, pero había que ir, salí corriendo sin importarme si me espinaba o tropezaba con los terrones que tenía la calle o caer en un hoyo de los que quedaban después de la lluvia... largo se me hizo el camino. Cuando llegué, los perros me desconocieron:

- ¡Cállense! ¡úzale!, soy yo.

Pero ellos seguían ladrando; siempre hubo en esa casa buenos canes y hasta nombre de personajes impor-tantes les ponían, como “Káiser”, “Nerón”, etc., los reté y les lancé un grito que despertó a toda la familia:

- ¿Qué pasa? ¿Qué tienes? -me dijo una voz que co-nocí al instante.

- Es mi mamá que dice que vaya -contesté muy agi-tada.

La esperé un rato y nos fuimos seguidas por sus eficientes guardianes, iba envuelta en su rebozo pregun-tándome si ya había llegado el doctor, al acercarnos a la puerta oímos unos pequeños gritos, como maullidos, afuera estaba mi papá con una de mis hermanas en sus brazos que le decía asustada:

- ¡Ese gato que se calle!

- ¿Qué fue, compadre? -le preguntó mi acompañan-te.

- Una niña -le contestó.

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Con razón estaba tan serio, con ese pequeño ser que recién había llegado, ya éramos cinco mujeres. Yo sabía lo que seguía después del nacimiento de un niño en mi familia: en esos tiempos, en el gallinero había tres camadas de pollos que engordaban para tal evento: “la dieta”, además tenía que haber carne seca y una lata de nixtamal. Diariamente se sacrificaba un animalito, ahí me hice experta en matar a estas indefensas aves a las que les apretaba el pescuezo, les daba vuelta y vuelta y luego los tiraba al suelo; hubo veces en que lo hice tan mal que resucitaban y corrían despavoridos. Cuando el pollo esta-ba bien muerto le echaba agua caliente para desprenderle las plumas (éstas se colocaban en un cartón pues se hacía almohadas con ellas); después de desplumarlo lo lavaba con agua y jabón y lo flameaba sobre las llamas para que no quedara ninguna plumita, luego lo volvía a lavar, aho-ra con sal, lo abría en canal para sacarle las vísceras y después lo asaba sobre la hornilla.

Asar la carne era lo más fácil así como preparar el atole y la salsa de tomate, las tortillas no las hacía yo pero sí las tostaba, así que la dieta consistía en pollo asado con tortillas tostadas, carne asada con atole de maíz, mismo que se hacía después de moler el nixtamal y sobre agua hirviendo se echaba la masa disuelta en agua fría; la salsa se hacía con tomates asados.

Cuando terminaba la dieta, la madre y la infanta re-bozaban de salud, rubicundas, con cachetes sonrosados y ya empezaba la madre a prepararse para la próxima procreación, que por cierto fue un varón al que siguieron cuatro más.

Esta dieta sólo quedó para la historia familiar, en

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1970 nació mi primer hijo y no hubo pollos en el corral para sacrificarlos, ni carne seca ni mucho menos nixta-mal para el atole, a más de 20 años, la situación de la nueva parturienta fue diferente, los pollos estaban en el refrigerador listos para hacer el caldo o los bajaban de un aparato donde, a fuerza de tantas vueltas, se asaban por radiación de calor, o por electricidad, sin humos o grasas y la carne se oreaba sobre la estufa en un comal; la leche envasada en frascos de vidrio y el pan de barra, al que sólo se le untaba mantequilla, saltaba del tostador. Estos elementos fueron los que completaban mi dieta.

Hoy, a treinta años de lo anterior, se vuelve a repetir el mismo evento y los componentes de la dieta son los mismos sólo que ahora son cocinados en el horno de mi-croondas o en el horno tostador.

(Pueblo Yaqui, Cajeme, Sonora, 27 de marzo de 1956).

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JOSÉ RAMOS RODRIGUEZ (EL CORA)

El apodo de “El Cora”, se le adjudicó por su ori-gen, ya que nació en el estado de Nayarit.

Llegó muy jovencito a nuestra ciudad, desempeñán-dose en diversas labores.

La composición poética es el género con el que se siente más a gusto escribiendo pues se le da con facilidad la rima, sin embargo, no lo hace mal contando sus expe-riencias en cuatro escritos llenos de sensibilidad.

En este nuestro tercer libro, contribuye con:

• A falta de peces... pericos• Una experiencia en Mazatlán• Un día en el rancho• Mi arribo a Hermosillo

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A FALTA DE PECES... PERICOS

Nací en el estado de Nayarit. Mi padre, como ejida-tario, tenía unas tierras de cultivo divididas en dos partes: unas cercanas al ejido, las otras colindaban junto al río, nosotros llamábamos a esta últimas, “El rillito”.

Cuando mi padre sembraba la tierra, ya sea con frijol o maíz, a los cinco días de haberlos sembrado empezaba a reventar el grano o a germinar la semilla, entonces era el tiempo de “pajarear” (es decir, espantar a los pájaros pues se comían el retoño tierno de las plantas), esto había que hacerlo antes de salir u ocultarse el sol pues era el tiempo en que más comían las aves: al amanecer o al oscurecer.

También cuando el maíz estaba en elote había que cuidarlo de los pericos, que llegaban en parvadas, éstos eran más latosos pues no tenían hora para comer, lo ha-cían en la mañana, a medio día o en la tarde, si se descui-daba uno le dejaban los puros olotes.

Para espantar a los pájaros usábamos una honda, que era de puro ixtle, cuando la accionábamos, hacía un ruido como un latigazo, que los espantaba; en la actualidad se usan cohetes para hacer el mismo efecto.

Debo haber tenido doce años cuando esto sucedía, muchas veces me mandaban a “pajarear”, me ponían de lonche puras tortillas con sal, si a esto se le podía llamar alimento, pero llevaba una cuerda con un anzuelo, lo lan-zaba al río y como siempre había peces, sacaba uno o dos, no necesitaba más para comer, hacía una fogata, los po-

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nía a asar y me daba una hartada con ellos, los aderezaba con limón, pues debo aclarar que en Nayarit esta fruta crece en el monte, así como mangos, plátanos, guayabas, ciruelas, chirimoyas, y en tiempo de verano también hay nanches.

Una vez, me entró el hambre, lancé el anzuelo al río hasta que se me cansó el brazo y no pesqué nada, enton-ces me dije:

- Pues ni modo, “Chepe” -“Chepe” era mi apodo-, a comer puras tortillas con sal.

Entonces vi que venía una bandada de pericos, aga-rré mi honda, le puse una piedra y la lancé al aire matando dos y pensé: “a falta de peces... pericos”, raudo y veloz hice una fogata y ¡a comer loritos asados!, a lo mejor por eso soy tan hablantín.

UNA EXPERIENCIA EN MAZATLÁN

En una ocasión en que nos fue mal en la cosecha porque las lluvias escasearon, mi papá me mandó a Ma-zatlán a vivir con mi abuelita. Ella tenía su casa al pie de un cerro, no había agua potable, tenía que acarrearla en palanca (un trozo de madera de la que cuelga una cubeta en cada extremo) desde una toma pública que distaba a cuatro cuadras.

Una que vez fui a traer agua y me salió un grupo de muchachos que no me dejaban pasar, uno de ellos me dijo:

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- De todos los que estamos aquí ¿con quién te gusta-ría darte unos catos?

Me quedé mirando al grupo, obviamente escogí al más chaparro y flaco, pero me salió un león rasurado, me puso como santo Cristo; después de que me pegó, me le-vantaron y me invitaron los refrescos, me aceptaron en el grupo dizque porque no corrí.

En la casa de mi abuela carecíamos de casi todo. Te-nía un tío peluquero que apenas ganaba para comer; un día, una señora que vendía tortas me dijo que si le ayu-daba a vender, le pidió permiso a mi abuela y ella aceptó, pues la penuria que había justificaba el que yo también colaborara con los ingresos, así que tomé mi canasta y me fui al muelle; para llegar allá tenía que abordar un camión urbano, me costaba 20 centavos. Mi sueldo era de $10.00 pesos a la semana, con un peso compraba un refresco, dos panes de dulce, un birote con queso, un chile jalapeño y todavía me sobraban 20 centavos (todo esto pasaba en el año de 1957).

Una vez que andaba en los muelles con mi canasta y mis tortas, llegó un submarino americano, lo empecé a recorrer con la mirada y la boca abierta, medía casi una cuadra de largo, se juntó la muchachada pues era una no-vedad, se decía que era el primer submarino que visitaba el puerto.

Se bajaron los gringos y a todos los plebes nos in-vitaron a ver unas caricaturas del Ratón Miguelito, entré con recelo apretando mi canasta pues en el ejido nada más había visto burros, caballos y uno que otro tractor. Apagaron las luces para empezar la proyección que duró

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veinte minutos. Cuando las volvieron a encender, me dije: ¡Trágame tierra!, me habían robado todas las tortas mientras me reía con el ratoncito.

Ya no volví a casa, agarré un “raite” y ¡fui a parar hasta Nayarit!, la pobre de mi abuela pagó las tortas, con lo amolada que estaba, dicen que las pagó en abonos.

Cuando me doy cuenta de lo que me puse a recor-dar, confirmo lo dicho... comparada con mi infancia ¡qué fácil y en ocasiones aburrida es la vida de mis hijos en la ciudad!

UN DIA EN EL RANCHO

No sé por qué de pronto mis pensamientos me llevan a mi rancho:

Me levantaba a las cinco de la mañana, ensillaba mi caballo, iba por los animales al potrero, los metía al co-rral y les arrojaba manojos de milpa; mientras comían, sacaba agua del pozo para que bebieran. Entre tanto, mi hermano más chico molía el nixtamal en un viejo molino que rechinaba como si se estuviera quejando; mi mamá, después de haber amasado, prendía la lumbre para echar las tortillas al comal y gritaba:

- Atízale al fuego y ve a ver a quién le ladran los perros, es la cochi de la vecina que se metió al corral, ¡ya les dije que tapen el hoyo y no hacen caso!

Luego llegaban los trabajadores, les poníamos los arreos a los animales, les pegábamos el arado y nos íba-

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mos a la labor, en total eran cuatro yuntas. Se nos iba media mañana arando, y pensaba: “a ver cómo nos va con la cosecha este año, ya que casi todo el tiempo nomás sa-camos para malcomer, pues cuando falta la lluvia se nos seca la milpa y cuando llueve de más, se nos ahoga”.

Una vez, a la hora de medio día me mandaron a ha-cer una fogata, cuando se hicieron las brasas, nos arri-mamos para calentar los tacos que cada quien traía, uno de los trabajadores hizo un comentario refiriéndose a la comida de un compañero:

- Sus tacos son unos cobardes porque lloran mucho, miren los míos, ninguna lágrima les sale.

Y es que sus tacos eran de frijoles y no tenían nada de manteca, los molieron sin guisar.

Regresábamos casi al ocultarse el sol, les quitába-mos los arreos a los animales y los metíamos al corral para darles comida y de beber, luego, mientras sacaba agua del pozo, me quedé mirando a las gallinas: subían a dormir a un árbol, me reí de un guajolote gordote que no se podía subir, como al tercer intento lo consiguió; ya que terminaron de comer las bestias las llevé nuevamente al potrero, ahí es donde dormirían.

A un lado del corral había sembrados pepinos y ca-labazas, más o menos como media hectárea. Un vecino tenía una vaca mañosa que se brincaba casi siempre el cerco de púas para comerse la verdura, un sábado por la noche, estábamos todos dormidos, cuando de pronto no sé qué me despertó si los ladridos de los perros o los gri-tos de mi madre:

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- ¡Ya se metió la vaca!

Enojado, ensillé el caballo y me fui tras ella: saqué la chivanda (una soga tejida de cuero crudo) y la lacé, como traía una cobija vieja de suadero (lo que lleva debajo la silla de montar), le arranqué unos pedazos y le retaqué los orificios de la nariz, la solté para que empezara a respirar por la boca de tal manera que la abriría y arrojaría espuma por ella.

A la mañana siguiente la vaca corría como loca con el hocico lleno de babas y espuma, al verla, el vecino gri-taba:

- ¡Vieja, tráeme la escopeta, le pegó la rabia a este animal!

Y sin decir ¡aguas!, le disparó y la mató.

Naturalmente que no dije nada... estaba en una ha-maca debajo de unos árboles de mango... cuando pasó el vecino arrastrando la vaca con dos caballos, le pregunté:

- ¡¿A dónde vas?!

- A tirarla, ¿creerás que le pegó la rabia? -me con-testó.

No aguanté la culpa, así que le dije lo que le hice al animal... no me dijo nada, se dio la vuelta, llegó a su casa y se puso a destazarla.

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MI ARRIBO A HERMOSILLO

Llegué a Hermosillo en una tarde-noche del siete de septiembre de 1963, estaba recién formada la colonia de “El Choyal”, todas las casas eran de lámina negra de car-tón, ahí vivía mi hermano, quien me dijo:

- Llegas a tiempo, mañana sale una cuadrilla de al-bañiles para Bahía de Kino, don José, mi suegro, que es el mayordomo, te dará trabajo.

Fue un cambio drástico para mí que de las labores del campo ahora me dedicaría a ser ayudante de albañil. En aquel entonces estaban construyendo una residencia, creo que era del licenciado Luís Encinas Johnson, gober-nador de Sonora. Ese año echamos un colado de concreto desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche. Quizá por la falta de costumbre, duré tres días con calen-tura, tenia apenas diecisiete años de edad, era muy delga-do y no aguanté, a la semana me regresé a Hermosillo.

Volví nuevamente al Choyal con el poco dinero que me pagaron, esa noche me fui al cine -había una carpa de húngaros por ahí cerca- el problema surgió cuando salí de ver la función, como no había energía eléctrica, la colo-nia estaba sumida en la oscuridad, añadiendo que estaba nublado, así que aquello parecía boca de lobo; me puse a buscar la casa de mi hermano pues como todas, era de cartón, en la noche se veían iguales, cansado de caminar me recargué en una casa cualquiera y ahí amanecí senta-do.

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Me puse a buscar trabajo, claro que no encontraba, me preguntaban si sabía hacer cosas que ni soñaba que existían; en el ejido eran diferentes para eso del dinero que por cierto ya se me había terminado.

En una ocasión me fui a pie desde El Choyal hasta el Cerro de la Campana a pedirle trabajo a los albañiles que estaban construyendo el camino o caracol, me dije-ron que regresara la próxima semana y estando arriba del cerro mire hacia El Choyal y nomás distinguí los puros tinacos de la zona de tolerancia que estaba a un lado de la colonia. Me regresé a pie otra vez, atravesé los campos de la universidad y ahí me senté a descansar observan-do a unos jardineros que estaban trabajando; para eso, ya pasaba de medio día, me rezongó el estómago y yo sin dinero, como estaba sentado bajo la sombra de un naran-jo, volteé para arriba, “¡mama mía!”, estaba el lonche de un jardinero colgando como diciéndome: “invítame a ir contigo” y claro que lo invité, eran tres burritos de frijol y un pedacito de pastel que me supieron a gloria.

Así comenzó mi peregrinar: trabajé de tortillero, bo-lero, jardinero y hasta paletero, nomás que apostábamos a los volados por las paletas, a veces me iba muy bien; cuando vendía tortillas, éramos una flotilla de tortilleros en triciclos, jugábamos a las carreras por tres o cuatro paquetes, había unos baldíos grandes en “La Huapalaina” y los agarrábamos como pista de carreras.

Una vez andaba buscando trabajo en la colonia Pitic, me dijo una señora:

- Muchacho, ¿sabes jardinería?

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- Claro que sí –le contesté, lo que quería era traba-jar.

Sacó un machete grande y me dijo:

- ¿Lo sabes usar?

En el ejido lo usaba mucho así que con prontitud respondí que sí.

-Me cortas ese árbol -me dijo- y se metió a la casa; salió un poco más tarde de la residencia; no había dado ni seis machetazos cuando por una ventana se asomó una señora mayor, que me gritó:

- ¡Déjame dormir!

- Es que me ordenaron cortar este árbol -le dije.

- Cuando despierte lo tiras -me ordenó enojada.

Me senté recargado en el árbol y me quedé dormido, así me encontró la señora de la casa, ese fue mi debut y despedida, no me dieron la oportunidad de demostrar mi habilidad con el machete.

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OLGA ROBLES DE PONCE

Nació en Esperanza, Sonora, un venturoso 24 de di-ciembre, rodeada de muchos hermanitos muy contentos por el “regalito” de Santa Claus.

Estudió su educación primaria en la escuela Leona Vicario, la secundaria en la inolvidable “Prevo”, de gra-tos recuerdos para muchos.

Empezó a trabajar como educadora en el Jardín de Niños “Juan Amós Comenio”. Por varios años recibió cursos de verano para perfeccionar y completar su edu-cación profesional.

En 1982 formó, con la ayuda y participación de sus hijos Carlos y Olga, la Compañía de Teatro Guiñol Educativo de la que fue directora, se presentaban con el nombre de “Fantasiñol” -hoy Títeres del Desierto (en re-ceso).

Actualmente goza de la jubilación otorgada por el gobierno del Estado de Sonora y forma parte del Taller de Literatura Autobiográfica en la Casa-Club del Jubi-lado y Pensionado del ISSSTESON, donde trata de plas-mar sus recuerdos lo mejor que puede tanto en la revista TOSALICOBA como en este libro en el que colabora con los temas:

• Recorrido de mil sorpresas• Nuestra compañía de teatro• Aromas y recuerdos• Sucedió en un carnaval• Mis hermanos

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RECORRIDO DE MIL SORPRESAS

En el verano de 1968 tuve la oportunidad de hacer un muy grato viaje en compañía de mis hermanos Manuel, Tencha y Margarita mi cuñada, por los hermosos estados del sur de nuestro país: Sinaloa, Nayarit, Michoacán, Ja-lisco, Zacatecas, Durango y Chihuahua. Salimos de aquí como a las seis horas de una mañana fresca, sumamente agradable. Pasamos por Guaymas, Obregón, Navojoa, etcétera, llegando al anochecer al Puerto de Mazatlán. Como era temporada de vacaciones no hallábamos ho-tel donde hospedarnos hasta que encontramos uno muy bonito y grande. A mi hermana y a mí nos tocó un cuar-to muy cómodo, mientras nos instalábamos nos llamó la atención un gran espejo de cuerpo entero, y en una de las esquinas, cerca de la salida, había una especie de repisa movible como para poner botellas, el baño también esta-ba equipado con varios aditamentos que no supimos usar; ninguna de las dos nos comentamos nada.

Al día siguiente, cuando ambas describimos la ha-bitación a nuestros hermanos, soltaron la carcajada en complicidad con mi cuñada y nos aclararon que había-mos dormido en un “hotel de paso” (aunque de lujo, eh?); a partir de entonces procuramos llegar temprano a cada lugar en el que íbamos a pernoctar.

Sinaloa es el estado donde he visto las más grandes, deliciosas y variadas clases de mangos, tan baratos que casi eran regalados, ¡qué enormes y hermosas huertas! Seguimos nuestro camino y llegamos a Nayarit, tierra de exuberante vegetación, lluviosa, y con gente amable. En la noche pasamos por un bellísimo parque donde me lla-

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mó la atención una gran barda con preciosas figuras de diferentes animales regionales hechas de pequeños mo-saicos multicolores.

El siguiente punto fue Michoacán, también de una vegetación increíble, hermosos parques donde se puede pasar el día entero sin aburrirse, como el “Parque Enri-que Ruiz”, en Uruapan, que invita a soñar, pienso que así debe ser el Paraíso, ¡de veras!

En Zacatecas, “Rostro de Cantera, Corazón de Pla-ta”, viví unos momentos muy emocionantes al bajar hasta el último nivel de la impresionante mina “El Edén”, allí pudimos observar hasta los últimos rincones donde tra-bajaban los mineros para extraer las diferentes riquezas famosas en todo el mundo. La vista desde el teleférico por donde se llega al Cerro de la “Bufa”, es impactante.

A San Luis Potosí y Durango llegamos casi de “vo-lada”, se puede decir que sólo para descansar y comer, por supuesto que pasamos cerca de la famosa “Zona del Silencio”, en la que de verdad se siente algo extraño, qui-zá influya lo que uno ha leído sobre este sitio tan singular que atrae a muchos visitantes nacionales y extranjeros.

Al otro día llegamos a Chihuahua, donde dormimos y descansamos en un acogedor hotel colonial para pro-seguir después hasta la población de Estación Creel. Allí alquilamos una cabaña en la que el calor de la chime-nea hizo que olvidáramos el frío vientecito que soplaba a nuestro alrededor. A la mañana siguiente, muy temprano fuimos a desayunar a un pequeño restaurante, muy lim-pio, que estaba cerca, salimos muy satisfechos y listos para caminar entre el verde y hermoso bosque de altísi-mos y fragantes pinos hasta llegar a los impresionantes paisajes de la “Barranca del Cobre”. Sus enormes relieves

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y laderas cubiertas de vegetación nos invitaron a correr el riesgo de bajar hasta sus plateados y fríos arroyos que se van perdiendo entre las arenas sin fin.

Al regreso, ya en Sonora, nos agasajamos con el ca-mino que nos llevaría a otro lugar privilegiado de nuestro estado: Yécora, hermosísimo pueblo de la sierra donde el cielo se confunde con sus grandes y aromáticos pinares y diversos árboles frutales. Tiene limpias y cómodas caba-ñas donde se puede pernoctar para después encaminarse a disfrutar del paisaje que hay en la famosa “Cascada de Basasíachic”, lugar digno de que los sonorenses conocié-ramos aunque sea de pasada.

Más tarde llegamos a un pueblito que me encantó por lo tranquilo: Tecoripa, con muchas flores, gente amable y alegre, allí saciamos nuestras ganas de tortillas de harina calientitas (teníamos más de diez días de no saborearlas), con quesadillas recién hechas y un buen café acompaña-do de unas ricas empanadas de calabaza que nos llenaron de energía para seguir el final de nuestro viaje.

Con todo este bagaje de experiencias, retornamos a nuestro lindo “Hermosollo” (como dicen algunos “defe-ños”), caluroso pero muy nuestro y querido. Así concluyó el único viaje que realizamos con mi hermano Manuel, su esposa Margarita y mi hermana Tencha. Hasta la fecha sólo de recordarlo lo disfruto.

Ojalá que cada vez hubiera más y más personas que se aventuraran a conocer primero nuestro estado y país, ya que tiene lugares y personas maravillosas, aún con las cosas negativas que pueda tener, como en todo el mundo ¿o no?

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NUESTRA COMPAÑÍA DE TEATRO

Desde muy niña me ha gustado el teatro, recuerdo que mis hermanas me decían “Chabela Corona” (por la famosa actriz Isabela Corona), porque me posesionaba de mi papel cuando quería obtener algo pues dramatizaba demasiado las cosas, dependiendo del motivo o el objeti-vo deseado. También me decían “alumna de Seki Sano”, creo que era un director de teatro de origen nipón.

Me fascinaba ver a las bailarinas de ballet en Bellas Artes, sobre todo en “El Lago de los Cisnes”, con el cual yo me sentía protagonista de la historia, sueños guajiros, siempre fui y soy muy soñadora.

Después, cuando me casé y mis dos hijos Olga y Carlos eran jovencitos, maduré un plan que siempre tuve desde mi trabajo como educadora de jardín de niños: los títeres, que ejercían sobre mí una fascinación extraordina-ria, esto me hizo concluir la idea de formar una compañía familiar independiente de títeres con programas educati-vos y recreativos a través de los cuales podríamos mandar mensajes a los niños y a los no tanto.

Un día del año de 1982 llegó a casa un amigo de mi hijo y platicamos sobre estos planes ya que a él también le gustaba el teatro, pues era actor. Pusimos manos a la obra y con gran apoyo de mi esposo, mis hijos, sobrinos y uno que otro amigo, logramos formar un bonito grupo al que dimos por nombre “Fantasiñol”, que nos unió más como familia. Nos llenaba de alegría, diversión y cono-

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cimientos el grabar los programas en los que todos par-ticipábamos elaborando desde los títeres, escenografía, utilería, en fin, todo lo que se necesita en el teatro. Con-vertimos en un gran escenario el espacio desde la cocina hasta la sala, después, en la terraza armábamos el teatri-no y ensayábamos los programas donde nos turnábamos para ser público y actores, siempre entre risas y bromas pero poniendo gran responsabilidad en lo que estábamos haciendo.

Hubo ocasiones en que a las dos o tres de la mañana estábamos grabando voces, efectos especiales, música, etcétera, en la enorme sala que tenía nuestra casa, puesto que al otro día tendríamos presentación en el Mall de Ma-zón, en La Farandula o en el Teatro Zubledía, etcétera.

Fueron años de grandes satisfacciones profesiona-les, familiares y personales, ya que nos aplaudían por igual niños, adolescentes y adultos, creo que ha sido una de las mejores formas en que el teatro influyó en mi vida con sus muchas anécdotas que quedaron grabadas para siempre en mi mente y corazón.

Un domingo que nos presentamos en La Farandula tocó salir a escena a un número que estaba integrado por varios “negritos”, cuya escenografía constaba de palme-ras, pericos y todo lo concerniente al trópico, se llamaba el “Son de la Loma”, cuando más entusiasmado estaba el público llevando el compás del la música con las palmas, de repente, por lo giros y brincos que daba, a uno de los títeres (negrito) ¡se le cayó la cabeza!, botó hasta el públi-co más cercano, como le quedó un poco largo el “cogote” donde iba incrustada, se veía muy chistoso el descabeza-do haciendo movimientos sólo con el cuerpo como vol-

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teando para un lado y para otro buscando la cabeza, las carcajadas no se hicieron esperar y nosotros adentro todos “hechos bola” tratando de enmendar errores, pero gracias a Dios mis hijos eran muy buenos para improvisar y pudi-mos salir del apuro con muchos aplausos y alegría.

Esta es una de las muchas y variadas anécdotas que tuvimos en este fascinante mundo de los títeres, en el que de una manera u otra seguimos en él, sólo cambió el nom-bre a “Títeres del Desierto” y por el momento estamos en receso.

AROMAS Y RECUERDOS

No sé si a ustedes les pasa pero a mí, cada aroma de comida, dulces, panes y ciertos alimentos, traen a mi mente las voces, gestos, reacciones, etc., de alguna perso-na muy querida que ya no está conmigo, y aún de las que permanecen aquí.

Recuerdo a mi esposo Carlos, cómo le gustaba el “Puch” de gallina (caldo que se cocina en Yucatán y que es el equivalente al “cocido” de nosotros), con todas las verduras, sólo que éste, además de las papas, zanahorias, repollo, elotes y ejotes, lleva chayote, yo le ponía camo-tes y a veces, hasta membrillo (en octubre-noviembre, cuando era temporada). Le gustaba que le sirviera un pla-to sólo con la carne y caldo, y en un platón aparte, todas las verduras; el caldo lo aderezaba con un salpicón hecho de rabanitos picados finamente mezclados con cilantro, naranja agria y sal, a un lado de todo esto le ponía dos chi-les habaneros tatemados y cortados (este chile es el más

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picoso del mundo); decía que el sólo hecho de pasarlos por encima del caldo era sabrosísimo, pero se daba unas enchiladas que lo hacían sudar, yo nunca lo probé así, lo cierto es que él lo disfrutaba muchísimo y yo, de verlo, también.

A mi suegra la visualizo en SU cocina (no le gustaba que nadie, excepto yo, entrara a ella cuando cocinaba), amasando el pan de levadura con una maestría increíble, le añadía agua de azahar, lo que le daba un sabor exqui-sito, después formaba unas riquísimas hogazas, enormes trenzas o pan de muerto al que adornaba con sus huesitos, azúcar y canela, además del rico santo olor a panadería se extendía por toda la casa; luego los disfrutábamos con exquisito chocolate de tableta, espumoso, el que hacía en batidor de madera, me encantaba cómo se oía el “tras, tras”, del molinillo en el recipiente también de madera; además de que yo aprendí a hacer no sólo pan sino mu-chas comidas de su tierra, lo que agradezco infinitamente, y mi hija Olga también.

A mi mamá la recuerdo siempre, sobre todo cuan-do me da el aroma de las tortillas de harina “gorditas”, las amasaba con leche cuajada, manteca de res amarillita, granulosa, muy olorosa y manteca vegetal; las medio co-cía en la placa de una “elegante” estufa de leña (pintada de amarillo y franjas verde claro) y luego las ponía sobre los carbones encendidos de un pequeño brasero que esta-ba encima de un tambo grande de fierro. ¡Qué aroma tan delicioso al cocerse y qué doraditas quedaban! Nunca he vuelto a comer unas tortillas como esas.

También la recuerdo cuando voy a “Comercial Za-zueta” y compro los “globitos” de anís transparentes.

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Las “enchiladas” traen a mi memoria a mi querida hermana Oralia, parece que la veo sacándolas del sar-tén con sus manos tan bonitas que tenía y colocándolas en un platón para luego adornarlas con lechuga, rába-nos y queso, esparciéndoles una salsita de chile restante sobre todo esto; cómo sonreía al estar comiéndolas de-cía: “¡Hummm, hummm... qué buenas me quedaron!”, al tiempo que servía un vaso con limonada o cualquier refresco que hubiera hecho; ella siempre tenía algo que ofrecer a las visitas.

Por eso hoy, cuando voy a comer a casa de mi hija Olga y me da el aroma de sus guisos, al comentárselo, ella me dice: “Mamá, es que quiero que mis hijos -al igual que yo y mi hermano lo hicimos contigo- disfruten al llegar de la escuela con hambre y, huelan ese aroma tan atractivo para el padre, los hijos y demás “agregados” de un hogar donde hay comida sabrosa y nutritiva (incluyen-do panes y postres), y no me olviden como yo no olvido el olor de tu comida.

SUCEDIÓ EN UN CARNAVAL

En los carnavales de mi juventud uno se divertía sanamente viendo los paseos de carros alegóricos donde la imaginación y colorido competían reñidamente, luego nos íbamos por la calle Serdán “a dar la vuelta” caminan-do hasta el Edificio de Correos y llegábamos a la Plaza Zaragoza en la que nos reuníamos amigos y amigas para celebrar las tradicionales fiestas de carnestolendas donde, entre cascaronazos, confeti, serpentinas y piropos, disfru-

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tábamos ingenuamente nuestra adolescencia hasta que las campanadas del reloj de Palacio nos recordaban, como a la Cenicienta, que se nos terminaba el permiso y teníamos que regresar a casa.

En los años 46-47, en la plaza había un señor que vendía paletas heladas de frutas naturales, ese año, en carnaval -en pleno febrero-, mis amigas degustaban plá-cidamente estas golosinas y ¿por qué no habría de hacerlo yo? Excuso decir cómo me empecé a sentir a la tercera vuelta que dimos a la plaza, me dolía el pecho, me atacó la “tosedera” y el frío. Por fortuna el papá de una de mis amigas, que había ido por ella, traía un carrito sedán 38 y me llevaron a casa, no sin que todas se hayan asustado al ver cómo me había puesto en un momento. Mi mamá, al verme, me dijo:

- ¿Qué te pasa, muchacha?

- No sé –le dije –me siento muy mal.

Apenas alcancé a darle las gracias al señor y a mis amigas, me metí apresurada a recostarme en mi cama. Mi mamá me tocó la frente y me dijo:

- Hija, estás ardiendo en calentura.

Seguidamente puso a calentar agua en una palan-gana, le echó polvos de mostaza y me hizo que metiera los pies en ella para que me bajara la temperatura. Mien-tras, una de mis hermanas fue a hablarle al Dr. Espinoza, quien después de auscultarme pronosticó pulmonía casi fulminante. Yo sentía como que iba cayendo en un pozo profundo y parecía que me cubrían miles de “burbujitas”,

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parecía que flotaba, lo que me llenaba de una sensación relajante y alivianadora... y allá, como en una bruma, veía a mi mamá que cogía unos trapitos suaves a los que les untaba una pasta rosa y fina, de olor penetrante (después supe que era Antiphlogestina), la cual calentaba sobre el foco de una pantalla, lo colocaba en mi espalda cuidando de no quemarme y esto me producía un enorme alivio junto con los antibióticos e inyecciones recetados por el médico.

Duré como dos o tres día aletargada, pero después empecé a recuperarme y a comer, hasta llegar al restable-cimiento total. Nunca olvidé el nombre de la medicina: Antiphlogestina; tampoco he olvidado las manos suaves de mi mamá dando masajes a mis pulmones. Desde en-tonces pienso que les tengo fobia a las paletas heladas ya que ni siquiera en los “agradables” veranos de nuestro estado me animo a probarlas y menos se me antoja co-merlas.

MIS HERMANOS

Los recuerdos de mis hermanos me llegan desde cuando vivíamos en Esperanza y Hermosillo, Sonora en los años de 1938-1939 y hablar de ellos es hablar de una “tribu” muy grande, como decía mi papá, Prof. Manuel Robles Tovar, ya que en este tiempo se “acostumbraban” las familias numerosas, complejo y cuestionable fenóme-no de esos tiempos. Hoy se planifican los hijos más res-ponsablemente y creo que viven mejor.

Mis hermanos, de mayor a menor, son: Gonzalo,

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Ofelia, Leopoldo, Lilia, Oralia, Edmundo, Hortensia, Manuel y Guadalupe, la “socoyota”.

Son tantos y variados los recuerdos cuando niños, adolescentes y adultos, que es difícil hablar de cada uno de ellos, sólo mencionaré a mis hermanas, con las que siempre conviví de forma especial.

Ofelia, la mayor, era mi abogada defensora y conse-jera por aquello de las preferencias e “injusticias” fami-liares, ya que me regañaban más a mí, pues reconozco mi rebeldía y que era muy amiguera.

Hortensia (Tencha) y yo, cuando tendríamos unos 10 u 11, años siempre andábamos juntas para todos lados, ella era la más bonita, dócil y tranquila (rango que yo nunca alcancé), muy sonriente siempre y solidaria conmi-go; compartíamos juegos, secretos y hasta algún “galán”; más tarde aparecieron los novios formales a los 17-18 años, los que afortunadamente eran grandes amigos y así la pasábamos muy bien. Después nos casamos y ella se fue a vivir a Mexicali, donde reside actualmente con sus hijas y nietas.

Mi hermana Lilia era morena, de pelo abundante, muy rizado, gordita, un poco introvertida; siempre esta-ba a dieta -al menos eso decía-, el problema radicaba en que era muy buena para la cocina. Con ella y su esposo Manuel tuve una época muy feliz y de muchas anécdotas de cuando éramos vecinas en la calle José María Mata, en la colonia Constitución (por allá en los años 65-66). Nos gustaba mucho ir al monte, de “cacería” a traer liebres para los dos enormes perros pastores que ellos tenían. Recuerdo cómo me encantaba ver salir el sol a las 4:30

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–5:00 de la mañana mientras preparaba el “bastimento” para ese emocionante día, y qué decir del café calientito acompañado de ricas “pedradas” que ella nos hacía: pa-nes de levadura dulzones y recién hechos. Por lo general el lugar para nuestra excursión era atrás del “Cerro de las víboras”.

El subir al carro todo lo que se acostumbra para un día de campo era parte del disfrute y más lo era subirnos en mi charanguita Ford 38 que me regaló Carlos, mi es-poso, le pusimos por nombre “La abuela pata”, aún visua-lizo con nostalgia y alegría la admiración que causaba a quienes nos veían pasar en esa “cafetera” antigua y que manejarla fue para mí uno de los muchos retos que he enfrentado en mi vida.

Mi esposo me regaló un bonito y corto rifle, de nylon, con el que aprendí a tirarles a las liebres y los conejitos que andaban entre los sibiris, chollas, viznagas y gober-nadoras. Ahora me cuestiono cómo pude tener entonces “valor” para colgar a los pobres animalitos de un “palo fierro”, “mezquite” o “palo verde”, abrirlos, pelarlos y sacarles las entrañas, aún recuerdo el crujido que hacía la piel al despegarse de la carne para después colocar-los en una hielera para llevarlos a casa y alimentar a los canes (secretos de la mente, la vida y las circunstancias, creo); y hoy, pasados tantos años, cuando veo, oigo o leo que llegan los cazadores de otros países a matar a nues-tros borregos, venados, etcétera, con rifles de alto poder y miras telescópicas pagando enormes cantidades de di-nero, “trato”, sólo “trato” de expiar un poco mi culpa de esos lejanos e irreflexivos días, sin dejar de remorderme la conciencia, eh?

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A todos mi hermanos los quiero y respeto por igual. En esta ocasión mis hermanas fueron objeto de inspira-ción, pero Mundo y Manuel, con quienes viví también aventuras y anécdotas sumamente interesantes e increí-bles, merecen capítulo aparte y muy especial.

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FRANCISCA SAGASTA DE IBARRA

La niña Francisca Sagasta Ruiz vio la luz primera en Suaqui de Batuc un día quince de febrero.

Hizo los primeros estudios en su lugar natal, des-pués en La Misa, municipio de Guaymas, y en Hermosi-llo, la capital del Estado.

La juventud dorada la vivió trabajando como maes-tra rural (auxiliar) en diverso lugares, pero en Punta de Agua, municipio de Guaymas, Sonora, fue donde encon-tró a su media naranja y -desde entonces- se convirtió en la señora Francisca Sagasta R. de Ibarra. Madre de cinco hijos: dos mujeres y tres hombres.

Los pasatiempos favoritos de doña Panchita (como la llamamos cariñosamente en la Casa-Club) son: la cocina, comentar programas culturales de la televisión, cuidar las plantas de su jardín y las numerosas jaulas de pajaritos.

En esta obra colectiva participa con:

• Cruzando el río San Miguel• Aprendiendo a aprender• Recuerdos• El vicio de fumar• Crónica de un viaje anunciado

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“CRUZANDO EL RÍO SAN MIGUEL”

Entre tantas y tantas sorpresas que nos ha dado la vida, hay algunas emociones muy fuertes que parece que no la vamos a hacer. Dios nos ha dado voluntad y fortale-za y… ¡brincamos el charco! Mi impresión fue muy dura cuando le atacó la “polio” a mi primer hijo, fue un trance que, afortunadamente, según los médicos Humberto Es-trada y Federico Sotelo que lo atendieron, fue muy leve. En esa época, mi niño tenía un año cuatro meses.

El tiempo fue pasando y me llevó a otra emoción fuerte: siempre he sentido pavor del agua que corre por los ríos, arroyos y canales. De niña, y viviendo aquí en Hermosillo, temía pasar sobre las acequias que corrían por entre las casas o las huertas. Por ese entonces vivían mis parientes por la Avenida Yáñez, entre Yucatán (hoy Avenida Luis Donaldo Colosio) y Oaxaca; yo tenía trece años y caí al resbalarme. Aparte del susto, me era muy difícil salir, caía, me levantaba y volvía a caer, pues había mucha lama. Cuando he ido al mar, por ejemplo, me baño en la orillita, porque si viene una ola muy fuerte, siento que me jala, ¡de verdad que no exagero!

Otra situación que experimenté fue en 1977, cuando una de mis hijas se fue a estudiar psicología a la Ciudad de México y cortó el “cordón umbilical” de su ámbito paterno. Estaban por allá dos de mis hijos mayores que se habían ido en 1973; cuando la muchacha se fue, se me vino el mundo encima sin tres de mis hijos. Ahora sólo

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me quedaban dos, los más chicos, la chamaca de 14 y el niño de 11. Lloraba yo a diario por ella, pues la recordaba tan tímida y callada. Cayeron sobre mí muchos achaques: la presión alta, las reumas, el colesterol y una gripe ho-rrible -con tos en pleno agosto-. Mi esposo se quedó aquí en Hermosillo, pues no sembró maíz en el Valle del Yaqui porque había dejado las tierras descansando para el trigo. Un primo, que tiene unas tierras para el lado de Pesquei-ra, lo había invitado a sembrar maíz y él aceptó. La milpa se puso muy bonita en ese año y no recuerdo de dónde surgió la idea de “sembrar nubes” para que llegara agua a la presa. Se comentó que salió muy caro el “puentecito”.

El día de mi relato me fui con mi marido a la labor: preparamos trastos con agua, hice lonche para tres -ya que mi hijo menor también se alborotó- y estando ya en la milpa observamos dos aviones pequeños que iban y venían tirando una especie de humo blanco que era el que formaba las nubes y, efectivamente, antes de que comen-zara a soplar el aire, se retiraron los aviones. Como a las tres de la tarde ya habíamos comido y mi marido oyó de pronto que venía el arroyo crecido, y nos dijo:

- Vamos a bajar a la milpa, está al otro lado del Río San Miguel.

En ese lugar se ensanchaba más y era plano; tenía-mos que pasarlo a pie, porque el carro no podía cruzar la arena del arroyo y éste tenía una anchura como de 500 metros, aproximadamente. No lo había visto, pero el arro-yo venía rebozando de agua café… había arrasado con algunas milpas a su paso; traía elotes, calabacitas, ejotes prendidos a la planta de frijol, en fin… Entonces mi es-poso, siempre precavido, enterró un largo palo a la orilla

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para observar el nivel del agua y calcular cuánto bajaba para poder pasar pues nos habíamos quedado al otro lado del río. En ese momento comencé a ponerme nerviosa; el sol casi se ocultaba y, por suerte, parecía que el agua iba bajando. Lo que más me angustiaba era que mi hija se había quedado sola en casa. En ese momento me dice mi esposo:

- Voy a pasar, a ver si no hay mucha arena, luego pasas tú.

Me quise morir del susto al verlo atravesar la co-rriente llevándose al perro “Baby”, que se había venido con el chamaco. Vi que el agua le llegaba hasta los hom-bros, dio la media vuelta y que nos grita:

- ¡Vámonos, agárrate de mí!

Del otro brazo se prendió mi hijo y él -sin soltar el famoso palo que enterraba para tantear el terreno y soste-nerse- nos repetía:

- ¡Vamos, vamos, ya casi alcanzamos la orilla!

Por fin llegamos, pero sentimos momentos de terri-ble angustia, a veces el agua me llegaba hasta la cintura y en otras, hasta los hombros. ¡Y que voy viendo que el perro se vino a encontrarnos!

Al regresar a casa, mi hija ya nos tenía la cena pre-parada; nos bañamos y yo tomé el “botiquín” de mis pas-tillas para ver cuál me tomaba primero, si las de la tos, las de la presión o las de dormir, y mirándome muy serio, me dice mi esposo:

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- No tomes ninguna. Con esto que pasó, se espanta-ron tus achaques y hasta te vas a aliviar.

Efectivamente: un baño caliente, mi cena y a dormir tranquila. Del susto que pasé, puedo decir que me alivié; fue una experiencia angustiosa al tener que cruzar el Río San Miguel… Dios es grande y nos ayudó. Gracias a Él.

APRENDIENDO A APRENDER

El primer trabajo que tuve lo desempeñé por atre-vida, así de sencillo lo puedo describir. Mi inquietud era saber, aprender, entender, pues sólo estudié hasta el cuarto grado de primaria en la escuela elemental de La Misa, municipio de Guaymas, Sonora. Fue muy positivo mi atrevimiento; ahora, a estas alturas de mi edad, lo re-conozco.

Sería como el año de 1945cuando a mi hermana ma-yor la solicitaron para que ocupara la vacante de maestra en un rancho cercano al pueblo de La Misa, que se llama-ba “Punta de Agua”, hoy convertido en ejido.

El rancho “Punta de Agua” tenía su pista de aterri-zaje, había “taste”, un llano grande para jugar béisbol, llegaban equipos de los minerales “La Misa”, “San Fran-cisco”, “El Cochi”, “San José de Moradilla”… se ponía alegre el ambiente de vez en cuando. Ahí tuve mi primera serenata un cuatro de octubre con la orquesta de Pancho Othón.

Ahora vayamos a lo de mi trabajo. Mi hermana tenía

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estudios de la escuela normal y fue fácil para los ranche-ros sacarle el permiso para ejercer el magisterio. Comen-zamos en una escuelita muy humilde, pero con una gran riqueza en libros, papelería, documentación y material di-dáctico; se notaba que habían sido señores educadores los que nos antecedieron: el profesor García Flores y María Luisa Zazueta, muy buenos maestros, pero no aguanta-ron, había muchas carencias y dificultades de transporte. Nos dejaron la base para cultivar lo que ellos ya habían sembrado. Los alumnos eran dóciles y bien educados, había jovencitos de mi edad. Algunos sobreviven y nos encontramos de vez en cuando.

Las clases se daban en una parte de lo que había sido el cuartel; hubo un destacamento de soldados en un tiem-po, pues por este lugar pasaba el camino real que acortaba el trayecto por la sierra de “El Bacatete”, teniendo que en-frentar a los yaquis. También pasaban las mulas cargadas con barras de plata y oro rumbo a Álamos, Sonora, que era donde acuñaban las monedas… ¿en qué año?, nunca lo supe, ni se me ocurrió preguntar. El que debe saber es Don Gilberto Escobosa.

Volviendo al trabajo: todo marchaba muy bien, los alumnos aprendiendo y yo aprovechando que me encon-tré con una biblioteca. Ahí descubrí lo que había deseado siempre: me gustaba mucho la lectura. Encontré libros de doña Enriqueta de Parodi: “Reloj de Piedra”, “El Guaya-cán”… Esos nombres se me han grabado, pues ya han pasado 56 años.

Ahora les aclaro por qué digo que fue mi primer tra-bajo: un día mi hermana tuvo que venir a cobrar a Her-mosillo, era cuestión de una semana -ida y vuelta-. Yo

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encantada de quedarme a cargo de los niños, y así fue como les agarré cariño. Mi hermana se “apoltronó”, les daba clases a los adultos y enviaba la estadística -cada mes- a la SEP.

En la clase con los adultos, mi hermana, revisando las tareas de los alumnos, pregunta al Sr. Mungarro:

- Señor, ¿quién le ayudó con la tarea?

- Nadie, señora.

La tarea era una plana de “El gato bebe leche en el plato” y el trabajo del señor decía: “Mungarro teguas peludas”. El señor alumno no hallaba qué decir, pues él hacía sus propias teguas y el cuero estaba mal curtido; en los pueblos todos los habitantes son autosuficientes, por lo menos lo éramos en la época que a yo viví. Fue una época que recuerdo con mucho cariño.

A mi hermana le tocó la puerta Cupido y se casó con un señor de Ciudad Obregón y a mí me ofrecieron que me quedara en la escuelita para que no fuera a “Punta de Agua”, una comunidad sin maestros. Yo he sido muy dependiente de esa hermana y, en esa época, tuvo un hijo que yo crié y lo adoraba. Todo cambia y, en el año de 1953, hallé a mi media naranja casándome en Pueblo Ya-qui y… ¡hasta la fecha!

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RECUERDOS

Mi primer viaje a México me trae gratas vivencias y alegría. Fue en el año de 1974 en el tren Sud-Pacífico, o “Sud-Paciente”, como le decíamos, pues para llegar a México se hacían tres días y medio. Aprovechamos esta salida cada año en julio, precisamente en la “Peregrina-ción Guadalupana”, hacia la capital.

Primeramente decidí apuntarme en la lista de los interesados al viaje en Catedral, de ahí posteriormente avisaban para la compra de los boletos en la oficina de Ferrocarriles. La travesía la iniciamos medios incómo-dos; llevaba conmigo a mi hijo Fernando, “El Chipilón”, muy inquieto y mal acostumbrado. Hacía ocho meses que mis hijos Pablo y José Alfredo cursaban, en la Ciudad de México, las carreras de mecánico aeronáutico y geólogo, respectivamente. Aquí, en la Unison, no había esas ca-rreras y tuvieron que entrar a la UNAM. El caso es que, aprovechando la peregrinación, fui a verlos para saber dónde residían, cómo vivían, con quién estaban… hasta entonces tendría un sueño tranquilo y reparador.

Pues bien, salimos el día 27 de julio de 1973, des-pués de la misa de “bendición a los peregrinos”, por el se-ñor arzobispo Carlos Quintero Arce y, por la noche, a las ocho, llegó el tren que venía de Nogales con cuatro vago-nes llenos de peregrinos. Lo abordamos rápidamente y en Empalme se unieron más vagones y otra máquina, porque el trayecto era de subida. Llegamos a Ciudad Obregón y, al igual que en Navojoa, subieron más. Esa noche no pu-

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dimos dormir por el “estrés” y el temor a lo desconocido, a la vez que por la emoción de que me iba a encontrar allá con mis dos hijos. Hasta que amaneció apreciamos el paisaje, muy bonito, sobre todo el estado de Nayarit; recuerdo los pueblitos, mas no sus nombres.

Hasta estos momentos saludamos a familiares y co-nocidos pues a la hora de embarcarnos era de noche y no podíamos identificarnos con los demás compañeros de viaje. A cada tantas horas se aparecía el Padre Torres (QEPD), encargado de este viaje. También me encontré con gente de Pueblo Yaqui y con el sacerdote Domingo Arteaga. Llegamos a Guadalajara y escuchamos misa en Zapopan; después tomamos otro camión para Tlaquepa-que a comer birria, oír mariachis y conocer lugares dife-rentes de los ya vistos… ¡Qué emoción! Y a continuar el viaje.

En la madrugada pasamos por Pénjamo, Guanajua-to, y nos “asaltaron” los vendedores: café, tacos, pan, dulces… ya amaneciendo llegamos a México, que nos recibió con cielo cerrado, mucha brisa y cayendo una fina llovizna de esa que le llaman “moja a tontos”. Todo fue hermoso para mí: hijos, amigos, mariachis que nos es-peraban con nuestro himno “Sonora Querida”. Después supe que los mariachis los había llevado el Lic. Luis En-cinas Johnson, ex-gobernador del estado de Sonora.

Otro día, por la Calzada de los Misterios, llegamos directamente a la Basílica de Guadalupe. ¡Qué sentimien-to tan indescriptible para mí! Créame, soy católica, no fa-nática, pero aquí me ganó el sentimiento y la emoción me hizo -por unos momentos- quedar completamente muda.

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Fue un feliz viaje que nunca olvidaré, a pesar de las incomodidades. Ya después, doña Francisca, esta servi-dora, viajó en avión, pues mis dos hijos, al terminar sus carreras, se colocaron bien en Gobernación y pagaron mis boletos aéreos desde 1973 a 1985, año en el que el terre-moto corrió a mi psicóloga y a mis dos geólogos (orgullo-samente sono-guachos). ¡Bendito sea Dios que salieron bien librados de ese horrendo movimiento telúrico!

“EL VICIO DE FUMAR”

Fue en 1942, tendría entre doce y trece años de edad, cuando fui enviada del mineral San Francisco al poblado de La Misa, ambos pertenecientes al municipio de Guay-mas, Sonora. En este lugar viviría bajo la tutela de mi tía Aurelia, que era una señora muy fumadora: encendía un nuevo cigarro con la “bacha” del anterior.

Era originaria de Tecoripa, donde había dejado fa-miliares que se dedicaban al cultivo del tabaco. Ellos la surtían con bultos que contenían macitos de hojas para 20 cigarros cada uno, venían atados en hojas de maíz; de éstos, mi tía elaboraba sus cigarros y los torcía con tanta pericia que no descansé hasta aprender a torcerlos con la misma facilidad.

Hacía un pan riquísimo que vendía al menudeo entre los vecinos y también surtía a los changarros del pueblo. Viéndola amasar, me acomedía a prenderle el cigarro que tenía que llevar, por fuerza, en la boca para que no se apagara. En el trayecto, para mantenerlo encendido, le daba una o dos “jaladas”, iniciándome así en el vicio al

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gustarme la sensación porque, de verdad, se trataba de un tabaco muy fino y oloroso.

Cómo dejé de fumar

Entrando 1990, mi hermana mayor que vivía en Mexicali, se puso grave y no hallaban cómo avisarme porque yo ya traía problemas con la alta presión. Entre ambas había una relación muy estrecha, fue muy duro para mí saber que luchaba entre la vida y la muerte: cán-cer crónico y sin dolor en el hígado y páncreas, que se le complicó con una neumonía y enfisema pulmonar, pro-ducto de tantos años de fumar.

La noté muy callada y triste; diariamente, junto a sus hijos y nietos, la acompañábamos en su oración acostum-brada:

- Prométeme que vas a dejar de fumar.

Invariablemente, le respondía:

- Te lo prometo, hermana…

Pero ya afuera, en la antesala, me ponía a llorar y a fumar para calmar mis nervios. Horas tremendas que pasamos a la espera de lo inevitable. Mi hermana se fue el 17 de enero de 1990.

Había corrido la noticia de su enfermedad y cuando falleció, de muchos lugares aledaños a Mexicali llegaron personas a retribuirle el amor que siempre prodigó, pues era “sobadora” y atendía a la gente con mucho gusto y sin cobrar jamás un cinco.

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Cuando se cumplió el primer año, mi hijo menor me acompañó a visitar su tumba en Mexicali, los dos solos nos fuimos al panteón en taxi. Ahí, ya más tranquila, me senté en el césped a “platicar” con ella; salía del alma mi “plática”:

- Mi “cochita güera” –le dije- por más que lo intento, no puedo dejar el vicio del cigarro. Yo estoy segura de que Dios te tiene cerca de Él porque fuiste muy buena; pídele que me conceda cumplir la promesa que te hice a ti de dejar de fumar...

Ese día, le sobrevino a mi hijo una fuerte gripe con fiebre muy alta. No me arriesgué a regresarnos, pues es-taba haciendo frío y temí que se le fuera a complicar con una pulmonía. Nos hospedamos en un hotel a descansar, esperando que el medicamento hiciera su efecto. Instala-dos ya, bajé, sola, a cenar y a fumarme un cigarrillo. Traía mi cigarrera con el respectivo encendedor, total que pren-dí el cigarro y no lo pude fumar. Después de la cena, el consabido cigarro de sobremesa... tampoco pude fumár-melo. No presté atención al hecho porque había ocasiones en que el organismo lo rechazaba, así que dormí tranquila viendo a mi hijo que descansaba, ya con la fiebre cedien-do.

Nos levantamos temprano a desayunar, mi hijo pudo deglutir sin problemas y con apetito. Tomamos un taxi que nos llevó a la central camionera y de ahí a casa. Lle-gamos a Hermosillo y mi nuera nos esperaba ya, comimos y prendí el cigarro de costumbre; nuevamente mi boca rechazó el tabaco y así... ¡hasta la fecha! Gracias a Dios ¡¡Bendita seas, hermana!! Mis hijos y yo nos encomenda-mos a tu alma y creemos que velas por nosotros.

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“CRÓNICA DE UN VIAJE ANUNCIADO”

Desde hace tiempo tenía la invitación de mi hijo me-nor y señora para llevarme a Phoenix, Arizona. Se habían encontrado, en uno de sus viajes a dicha ciudad, a una comadre y amiga mía que había enviudado recientemen-te, prometiéndole que pronto me llevarían a verla. Se pre-sentó la oportunidad y programamos el viaje para el 16 de julio del 2001.

Con un mes de anticipación empezamos con los preparativos en virtud de que era el período vacacional y -además- habían concedido a su hija, de once años de edad, la oportunidad de viajar en el Grupo 10 de “Scouts de Hermosillo” para participar en una reunión nacional de tropas en la ciudad de Puebla, Puebla.

Los dirigentes del grupo habían conseguido un pa-quete económico de transporte aéreo vía Hermosillo, Sonora – Tucson, Arizona – Dallas, Texas – Ciudad de México, D. F. La encomienda que le dieron a mi hijo fue la de ir a recibirlos, hospedarlos y trasbordarlos en Tuc-son, economizando al máximo en traslados y comisiones. Una vez embarcados, nos trasladamos a Phoenix en plan de “shopping”- “fayuca”, y de visita.

En la preparación del viaje tuve que poner mi granito de arena en eso de los sacrificios, resultando esta “crónica de unas vacaciones anunciadas” que, con mucho placer, voy a relatarles: me di cuenta que el visado americano

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lo tenía vencido y, para colmo de males, estábamos en vísperas del período vacacional (junio). La entrega ya no se hacía el mismo día, sino en un término de quince y por mensajería. Mi hijo me acompañó al consulado ame-ricano y -como hacía un calor de 40 grados- repetía con frecuencia:

- ¡Madre mía! ¡A qué hora se te ocurrió renovar la visa!

. Después, siguió mi peregrinar con la consiguiente aportación de canas en el compás de espera de la ansiada “visa”. En fin, se llegó el día de la partida y no llegó el do-cumento esperado... ¡Cómo soñé ese infeliz papel para, a fin de cuentas, no necesitarlo! Me fui a la brava, sólo con el pasaporte mexicano vigente y la ficha de la visa en trá-mite... No obstante, nuestros primos del norte, los “hijos del Tío Sam”, se portaron a la altura de las circunstancias ni vieron mi pasaporte: muy sonrientes y respetuosos, los “gringos” en la aduana me dijeron:

- ¡Oh, mami! ¿Paseo? ¿Las Vegas? OK!

¡Qué Las Vegas ni qué ocho cuartos! Con llegar a Phoenix me conformaba.

Por fin llegamos al aeropuerto de Tucson y recibi-mos a mis nietos. Venían contentos, pero asustados, pues era su primer vuelo sin llevar a sus padres al lado... ¡Qué orgullosa me sentí de mis retoños portando con distin-ción sus uniformes de “scout”! Llevaban sus mochilas y un equipaje en el que sobresalían sus “sleepings”, carpas, utensilios de cocina, etc.

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Todo me pareció muy bello y lo disfruté enormemen-te; valió la pena lo sufrido y los sacrificios de esta abuela que -dando gracias a Dios y a la vida por permitirme par-ticipar en los quehaceres de los nietos- se sentía orgullosa de ver a aquellos chamacos tan maduros y formalitos.

Cuando los vi partir al día siguiente, los nervios me traicionaron y, aunque traté de controlarme, solté el llan-to. Después de esto continuamos nuestro viaje a Phoenix, conforme a lo planeado.

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ARTEMIZA SOQUI REYES

El municipio de Cumpas, Sonora, distrito de Oposu-ra, vio nacer a Artemiza, quien una vez que su familia se trasladó a Hermosillo, realizó sus estudios primarios en varias escuelas debido a los diferentes domicilios en los que residió.

Su preparación secundaria la cursó en la famosa “Prevo”, de donde pasó a la Universidad de Sonora a cris-talizar su deseo de ser enfermera, lo que no concluyó por causas ajenas a su voluntad. Solicitó trabajo en el magis-terio, el cual obtuvo y fue enviada a una escuela del Ejido Monumentos, en el municipio de San Luis Río Colorado, Sonora.

Durante el gobierno del Lic. Luis Encinas Johnson se les dio la oportunidad a todos los maestros que no hu-bieran concluido sus estudios secundarios y de Normal, para que lo hicieran en el Instituto de Capacitación del Magisterio, donde Artemiza completó su preparación.

Desarrolló su profesión durante 33 años. Actualmen-te es jubilada por el gobierno del estado y pertenece al Taller de Literatura de la Casa-Club del Jubilado y Pen-sionado del ISSTESON desde su fundación.

En esta obra participa con:

• Mi viaje a Nacozari• Gratos recuerdos• Una hazaña del «Loco» Arnulfo• El héroe de la familia• La mantilla

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MI VIAJE A NACOZARI

Mi viaje a Nacozari es un recuerdo que guardo con gran felicidad. Era el día 27 de agosto del 2002, a eso de las siete de la mañana cuando abordé el camión con destino al mineral más importante de Sonora y, por qué no decirlo, el más bello lugar de la región, conocido por todos como Nacozari.

Desde niña yo deseaba conocer mis raíces por parte de mi señor padre, así que a estas alturas de mi vida, me propuse viajar al lugar donde ellos se casaron, y nacie-ron mis hermanos Carmen y Manuel: “Nacozari Viejo”. ¡Tuve la fortuna de obtener todos los datos que deseaba! Salimos por la mañana y en Ures desayunamos exquisitos tamales que vendían en el restaurante de la Terminal de autobuses de Víctor Martínez.

Continuamos nuestro viaje llegando al poco tiem-po a Mazocahui, pueblito que desde hace dos décadas es punto de partida de tres distritos: Ures, Arizpe y Moc-tezuma (Oposura); el camino de este último fue el que tomamos para después llegar a la Central de Camiones de la Sierra (“Transportes de la Montaña”). Allí desayunaron los choferes, la especialidad de la fonda eran los “burri-tos de machaca” en tortillas de harina, después de lo cual tomamos la salida rumbo a Cumpas, pueblo de donde era originario mi abuelito Francisco.

Pasamos por hermosos lugares como “El ojo de

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Agua” y “Los Hoyos”, para después decirle adiós a la Comisaría de “Bella Esperanza”. En ese lugar fue mi na-cimiento y fui registrada en “El ojo de Agua”, Municipio de Cumpas.

Entramos ya de lleno al municipio de Nacozari. Yo recreaba la mirada en aquel hermoso camino lleno de be-llas flores adornando el campo y aspiraba el aire fresco del lugar. Allí estaba el río que se transformó en un arroyo sin agua, muy seco, pero a la orilla del mismo corren aguas negras, motivo por el cual aquellos ejidatarios de Naco-zari “Viejo” ya no siembran maíz, producto indispensable para alimentar a la región, nada siembran ya... ¿por qué? pues porque las autoridades municipales y estatales han descuidado ese lugar, en pocas palabras: No se preocu-pan. Es una lástima que se desaprovechen tierras fértiles, tan escasas en este parte desértica de nuestro México.

Sentí un fuerte nudo en la garganta porque vinieron a mi mente tantas historias que mis padres me contaron. ¡Todo es verdad!, ¡cómo me hubiera gustado haber vivido en ese tiempo y, por supuesto, con ellos! Sé que eso no pudo ser.

Al llegar al caserío noté que el chofer iba bajando la velocidad porque a cierta distancia una mujer estaba pi-diendo la parada. Tomó asiento en el lugar vacío junto al mío, dijo llamarse María Concepción Hoyos. Entablamos conversación y ella contestó amablemente cuanta pre-gunta le hice, también iba a Nacozari. Cuando llegamos a nuestro destino, mi nueva amiga me acompañó al Palacio Municipal a sacar las actas que tanto necesitaba para co-nocer mi origen, es decir, MIS RAÍCES.

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Al despedirse, mi joven y recién conocida amiga me dijo:

- Voy al Seguro Social, ya tarde regresaré a casa, si gusta puede pasar la noche con nosotros en casa de mi suegra, cuando usted se desocupe tome el camión de las cuatro de la tarde, se baja en el lugar que yo subí, procure a mi suegra Celia, la va a recibir con mucho gusto y tam-bién sus hermanos. Lo más probable es que ellos le den la razón completa de lo que usted desea saber...

Le tomé la palabra, Celia y sus hermanos me recibie-ron con mucho gusto, me saludaron con respeto y afecto a pesar de que nunca nos habíamos visto, con decirles que hasta muy altas horas de la noche nos dormimos. Por cier-to que empezó a caer una lluvia con muchos relámpagos pero me sentía segura en esa casa, rodeada de personas tan cordiales, tanto así que me olvidé de todo, especial-mente del miedo que le tengo a las tormentas, además de que verdaderamente esa familia me proporcionó datos importantes.

El miércoles 28 de agosto tomé el camión de nueva cuenta al Mineral; fui recibida amablemente por el joven Lic. Oficial Mayor, Francisco Javier Moreno Figueroa, a quien ya había conocido el día anterior por haberme dado informes. Conocí también a otro joven ¡y muy guapo, por cierto!: al director del DIF Municipal, Pedro Morgan, quien cortésmente se puso a mis órdenes.

Salí de ese lugar complacida por tantas atenciones, principalmente las del Oficial Mayor, quien puso a mi disposición una enorme cantidad de libros que contenían las actas de nacimiento y defunciones desde 1900 hasta la

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fecha. Ante tales muestras de confianza, le dije:

-¡Cómo me gustaría trabajar con usted en esta oficina sacando las actas, aunque no me pagaran sueldo!, nomás para leer la forma tan elegante de redactar las actas, con esa letra tan bonita que tenían en ese tiempo las personas que desempeñaban los puestos de jueces civiles (como se les llamaba antes)...

Regresé el mismo día 28 (“Día del Abuelo”), a mi bella ciudad de Hermosillo, muy contenta y con muchos deseos de volver a visitarlos alguna ocasión posterior. Otro día de mi llegada, mi hijo Francisco ya me esperaba y le platiqué todas las bellas experiencias que había te-nido y el encuentro con aquellas gratas personas que me recibieron con tanto cariño en su casa, y saber, a través de sus padres, las virtudes y cualidades de los míos, que siempre fueron muy humanos y muy apreciados.

Un olvido imperdonable: no he dicho que mi madre trabajó como maestra y directora en la Escuela “Benito Juárez” de Nacozari, por los años de 1916. En mi poder consta el nombramiento firmado por el entonces goberna-dor del Estado de Sonora, Gral. Adolfo de la Huerta.

Es un tesoro que guardo por siempre de mi señora madre.

GRATOS RECUERDOS

A muy temprana edad mi madre me enseñó a leer y escribir, por ende, todas las mañanas asistía, en compa-

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ñía de mi hermano Manuel, a la escuelita del lugar. Cie-rro mis ojos y me veo sentada en mi mesa banco dentro del salón de clases al lado de mi prima María de Jesús, a quien cariñosamente llamábamos “Machú”.

Una mañana, mi prima y yo nos presentamos ante nuestra maestra para comunicarle que mi mamá nos había enseñado el número siete. Ella nos tomó a ambas de la mano y nos llevó castigadas al patio de la escuela, a una distancia bastante considerable de donde se encontraban las aulas. Como no sabíamos cuál había sido nuestro pe-cado, lloramos mucho, lo más curioso es que ni mi prima ni yo le teníamos miedo a la profesora Nachita. Ella era originaria del Valle del Yaqui, era una yaquecita muy ce-losa de su profesión, yo creo que nos castigó porque mi madre no era la indicada para enseñarnos los programas de la escuela, supongo que esa era la razón de su coraje... Se hubieran asomado a este siglo en el que son los padres y los abuelos quienes hacen las tareas.

Desde las ocho de la mañana que nos sacó al patio, ella se metió al salón de clases y ya no la volvimos a ver. Un niño que nos vio castigadas llamó a mi hermano y a mi primo quienes inmediatamente fueron a avisarles a nuestras madres que nos habían sacado del salón, no sa-bían a dónde. Ellas preguntaban a quienes se encontraban si no nos habían visto pero nadie les daba razón, así que, llorando a grito partido, se vinieron a la escuela porque creían que nos habíamos caído a un represo que existía cerca y quizá nos habríamos ahogado... ¡Así se hacen los chismes!

Todo esto sucedió cuando vivíamos en el Llano Co-lorado, un pueblito habitado en su mayoría por gambu-

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sinos, ya que se caracterizaba por la existencia de oro en abundancia, lo cual hacía que familias enteras vivieran de esa actividad.

Mucha gente de diferentes partes del estado y de otras entidades acudía allí, haciendo que el pueblo cre-ciera rápidamente en todos sentidos, como es el caso de las tiendas de abarrotes, ropa y calzado que algunos lla-maban “tanichis”, de los cuales existían como seis o siete. Se vendía de todo y mi familia no estaba exenta de esta ocupación ya que mi madre comerciaba con muchas de estas cosas.

Recuerdo que una de esas tiendas quedaba cerca de mi casa, ahí me mandaba mi madre a comprar lo que ha-cía falta. No me gustaba ir ya que su propietario, cada vez que llegaba, me tomaba de los brazos y me subía al mostrador diciendo:

- Cuando mi hijo Adancito sea un jovencito, lo ca-saré contigo.

Más tardaba en subirme al mostrador que yo en ba-jarme y salir de la tienda corriendo hasta llegar a mi casa muy enojada, llorando, le decía a mi madre:

- Mamá, no me mande a comprar al changarro del “Compa”, no me gusta que el dueño me diga que me va a casar con Adancito...

Mi padre se reía y le decía a mi madre:

- No la mandes al changarro del “Compa”, no hay necesidad de que nuestra hija se enoje.

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Con ese simple comentario de mi padre me quedaba tranquila y conforme. Los dueños de la tienda eran doña Margarita y don Jesús, a quienes hoy recuerdo por el ca-riño que me tenían...

En mi mente repaso aquel día en que llovió mucho en el pueblo y todas las familias tenían mucho miedo. En mi casa había una preocupación muy grande porque an-tes de que cayera la tromba mi papá había mandado a mi hermano a que llevara al campo a pastar a los animales. Ya empezaba a llover y él no regresaba porque una cabra, a la que llamábamos “Torina”, se le antojó parir en plena tormenta. Le nacieron un par de chivitos a los que llama-mos “Torinitos”, los quisimos mucho, pues al llamarlos por su nombre nos obedecían.

Mi padre tenía por costumbre ordeñar primero a la chiva para que yo tomara la leche en una jícara y me que-dara el bigote marcado de blanca espuma, lo que le cau-saba mucha risa.

Me acuerdo cuando mi padre nos llevaba a lomo de bestia (caballos) a mi hermano Manuel y a mí a la milpa, donde tenía una siembra de hortalizas que él cosechaba cada temporada, además, había vacas, becerros, cabras, asnos y muy bonitos caballos; al llegar, lo primero que hacía era lavarse las manos para amasar y hacernos unas ricas tortillas “arrieras”, también café “colado de talega” (¡muy rico, por cierto!) y nos asaba costillitas de cabrito... Debo dejar constancia de que la pasábamos muy a gusto. Éramos felices con nuestro padre. ¡Cómo voy a olvidar tan gratos y bonitos recuerdos!, como cuando nos decía:

- Hijos, voy a campear, los voy a subir al árbol...

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Era un “palo blanco” que tenía hermosas flores y que mi padre le dio forma de canasta. Nos subía agua, costi-llitas asadas, nos abastecía de comida suficiente para no dar lugar a que bajásemos. Yo me entretenía viendo cómo iba enredando el tronco del árbol con crines de caballo, de esa manera no se subirían a nuestro refugio ninguna clase de bichos venenosos, especialmente víboras.

Mi padre se encontraba por los campos a muchos rancheros amigos suyos, y a cada uno le decía:

- Cuando pases por mi casa llega y pregúntales a mis hijos qué se les ofrece y ayúdalos, te lo voy a agradecer mucho.

Legaban los señores junto a nosotros y le pregunta-ban a mi hermano:

- ¿Necesitas algo?

-Sí -contestaba- dígale a mi papá que venga porque la niña está dormida y tengo miedo que se me vaya a caer...

Al rato llegaba mi padre gracias a que aquellas bue-nas personas le avisaban.

Aquel lugar era un vergel, pues la mano de Dios ha-bía colocado sobre el campo un jardín de flores bellísimas y de variados colores, entre ellas destacaba la “amapola”, que por aquellos años no causaba daño alguno. No sabía-mos que era el “opio”.

Mi padre me trenzaba el cabello con correas de ga-muza, y me adornaba la cabeza con esas flores tan hermo-

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sas y me decía:

- Dime el poema de la “Amapola” y te voy a hacer jamoncillos.

El sabía que me gustaban... –y ¡me siguen gustando mucho!–. Para esta actuación él me subía a una mesa y comenzaba diciendo:

- ¡Silencio los aquí presentes!

Mi padre y mi hermano me aplaudían pues eran el único auditorio. Una vez que terminaba de recitar, se ha-cía presente con un plato de jamoncillos, hechos de leche bronca y azúcar.

- Repítela, por favor -me pedía mi padre-, me gusta mucho.

Y allí estaba yo:

“Amampolita del campo,

de los llanos de Tepic,

si no estás enamorada,

¡enamórate de mí!”

Era una de recitar todas las noches... yo creo que me aburría bastante al repetirla tanto porque en ocasiones le decía:

- Ya no quiero jamoncillos, papá, ahora le voy a can-tar otra.

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- Sí, mi hijita -me respondía- cántame “El tiempo”.

Y tomando de nuevo aire, comenzaba:

“Al tiempo le pido tiempo

y el tiempo, tiempo me da,

y al mismo tiempo me dice

que él me desengañará”...

Desde luego que había más aplausos y más dulces. Además a mi padre le gustaba que le cantara el “Pajarillo barranqueño”, “Amor chiquito” y el “Capullito de alelí”. El me cantaba una canción que se llamaba “Mi Artemi-za”. Raras veces me llamaba por mi nombre, siempre me decía “Artemicilla”. Me dormía en sus muslos sobre una mecedora muy bonita que había en casa... ¡Qué días tan felices pasé con mi padre! Mientras tenga un hálito de vida, siempre lo recordaré. “¡RECORDAR ES VOLVER A VIVIR!...”

Cuando dejamos mi bonito pueblo de “El Llano Co-lorado” para venirnos a la capital de Sonora, Hermosillo, recuerdo que llegamos a la casa de una familia Acosta, allá por la calle Segunda y Tamaulipas. Al poco tiempo mi padre compró un solar en la Colonia “5 de Mayo” donde construyó nuestra casa, en la cual, gracias a Dios, sigo viviendo.

Aquí mismo formó un ranchito de cabras que trajo del pueblo... Vienen a mi mente escenas como ésta:

Mi hermano Manuel y yo, al punto del medio día,

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nos íbamos al campito donde nos entreteníamos, él con su resortera matando lagartijas y yo de bruces tirada en el suelo buscando unos hoyos muy pequeñitos, con la boca les soplaba aire o a veces con un cartón para que salieran de ahí unos animalitos que se llamaban “camaleones”... cuando aparecían, me asustaba porque no era uno, sino muchos los que emergían de los agujeritos, así que pega-ba de gritos y con el escándalo que yo armaba, mi madre nos gritaba para asustarnos y hacernos regresar a casa:

- ¡Vénganse ya, les va a salir la “Malora”!

Claro que no nos íbamos a casa inmediatamente, sino a un arroyo que llevaba mucha agua y ahí nos bañá-bamos. Siempre andábamos “bronceados” de la piel.

Mi hermano y yo fuimos inmensamente felices ju-gando juntos y divirtiéndonos en miles de formas. La se-paración de él fue muy triste para mí, aunque sólo se me adelantó en el camino. Ruego a Dios por que en Gloria esté.

UNA HAZAÑA DEL “LOCO ARNULFO”

Voy a relatar el suceso de un personaje que fue pin-toresco en la Colonia 5 de Mayo y que en vida llevó el nombre de Arnulfo Tapia, a quien apodaban el “Loco Ar-nulfo”, pero de loco no tenía nada. No recuerdo fechas exactas de este hecho que sacudió a los habitantes del Hermosillo de ayer y que en lo personal me impresionó sobremanera, porque se trató de un crimen, triste y do-loroso, cuya victima fue un jovencito, sobrino del Loco Arnulfo.

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Este muchacho se dedicaba al cuidado de un reba-ño de ovejas cuyos dueños eran Jesús y Juana. Querían mucho al jovencito porque desde muy pequeño vivía con ellos y cuidaba sus animales.

Una mañana de agosto el muchacho salió, como de costumbre, al campo llevando a pastar a los animales. El cielo estaba despejado, pero por la tarde se dejó venir una tormenta eléctrica que sorprendió al pastor y al rebaño en pleno monte. Ya oscureciendo pasó por mi casa, tan asus-tado, que mi padre lo notó raro y le preguntó:

- ¿Por qué vas llegando tan tarde?

El muchacho respondió:

- Es que se me perdió una chiva y no la encontré... me da mucha pena con mis patrones.

- No te mortifiques -le dijo mi padre- te aseguro que no se van a enojar.

Llegó con los animales a casa y lo recibió Juana muy inquieta:

- ¿Qué te pasó, mi muchacho?

- Entre la tormenta se me perdió una chiva y no la pude hallar.

En ese momento Jesús entraba a la casa y preguntó:

- ¿Y por eso vienes preocupado? ¡Una chiva no es nada!, no has tomado alimento en todo el día, ¡anda, ven-te a cenar!

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- Nos tenías con pendiente -agregó Juana- sobre todo cuando se soltó la tormenta, pero ya pasó y lo que cuenta es que estamos todos bien y que estás con nosotros...

Agazapado en una bodega, un trabajador de la pareja estaba escuchando todo, le tenía odio al chamaco porque los patrones lo trataban con cariño y, sin poder contener sus bajos instintos, ni medir las consecuencias, tomó un rifle y disparó al muchacho quitándole la vida.

Estaba ya purgando su condena cuando supimos que este individuo venía huyendo del estado de Michoacán, donde tenía cuentas pendientes con la justicia y que se había refugiado en Sonora.

El difuntito, sobrino del Loco Arnulfo, fue sepultado pero éste, cada vez que recordaba la manera tan vil en que había sido asesinado, procuraba cometer algún pequeño delito para que lo encerraran en la cárcel y cuando lo pes-caba la “julia” (la única patrulla que existía en la ciudad en esa época), gozaba porque su plan era encontrarse con el asesino en su celda, y una vez allí, lo golpeaba hasta dejarlo casi muerto... Nunca se supo a ciencia cierta pero cuentan que el criminal falleció a causa de una de esas golpizas.

El Loco Arnulfo siempre se sintió perseguido por la policía; una mañana que estaba conmigo en casa una amiga muy querida, llegó el Loco y casi al mismo tiempo vimos que se acercaba una patrulla, lo escondimos acos-tándolo dentro de una pila sin agua, le gritamos:

- ¡Corre y acuéstate, que no te vean los policías por-que no tienes a qué ir a la cárcel!

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Muy obediente hizo lo que le pedimos y no salió hasta que pasó el peligro. Pero lo más curioso fue que los “polis”, crédulos e inocentes, aceptaron de buena gana que nosotras ni siquiera conocíamos al “Loco Arnulfo”... se fueron; mi amiga y yo, nos apresuramos a sacar a Ar-nulfo de su escondite llevándolo a un lugar llamado “La Nopalera”. En el camino le aconsejamos:

- Arnulfo, no regreses a tu casa porque no te vas a escapar de la “julia”, ni vamos a estar nosotras presentes para esconderte dentro de la pila... ni vamos a poder sa-carte de la cárcel- y no vuelvas, por favor.

Arnulfo siguió con su vida igual y murió muchos años después en la “Nopalera”.

EL HEROE DE LA FAMILIA

Muchas veces, encontrándome sola, entran por mi ventana los recuerdos, entre todos, escucho la dulce voz de mi madre que allá en mi pueblo me decía:

- Ya pronto tu abuelita Matilde me avisará qué día habrá confirmaciones en el Pueblo de Tónochi..., te lleva-ré para que te confirme la señorita Luz Torres.

Mi madre prosigue alimentando mis recuerdos in-fantiles:

- En Tónichi -me comentaba- tendré el gusto de sa-ludar a Su Señoría don Juan Navarrete y Guerrero, así como también platicaré con el padre Porfirio Cornidez...

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En ese bello pueblo de aquellos años, cuando se ce-lebraban las fiestas de la santa patrona, la Virgen de la Purísima Concepción, se aprovechaba la visita del señor obispo para que se llevaran a cabo las confirmaciones, y sí, efectivamente, la señorita Luz Torres fue mi madrina; además mis padres se valieron de la ocasión para visitar a los familiares y amistades, disfrutando al máximo esos días.

No preciso mi edad porque no me acuerdo cuántos años tenía, pero sí recuerdo con claridad que mi madre le dijo a mi abuelita que me llevara con ella a Punta de Fierro, a casa de mi tío Loreto. ¡Claro que me llevó!, pero no de la mano, sino que se valió de otro medio.

Para llegar a la casa se atravesaba el río, se trataba del Río Yaqui, caudaloso por naturaleza. Sucedió que la panga que se usaba para el trasporte de un lado a otro ya estaba completamente llena, así que a mi abuelita se le hizo muy fácil llevarnos a nado ya que ella sabía hacerlo muy bien, me dijo:

- Súbete a mi espalda, te voy a pasar al otro lado del río...

Antes observé que pasó a mis primas Consuelo y Socorro, yo fui la última, pero cuando ya me tocó el tur-no, me entró mucho miedo y comencé a sollozar, para consolarme, la abuela me aconsejó:

- No mires el agua porque te vas a marear, fija tu vista en la orilla.

Yo lloraba con más ganas y pedía que mis padres

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vinieran a rescatarme y me llevaran con ellos... Yo estaba tan confundida que lo que quería era que mi madre llega-ra a casa del tío para que me descongojara, pero no fue así, sufrí mucho ese día, nunca lo olvidaré. Llevarme a casa del tío Loreto era como un premio, pues en ese lugar se encontraban muchos familiares y amistades. Entre tan-tísima gente, se destacaba un hombre de dos metros de es-tatura que, muy preocupado por mi incesante llanto dijo, agachándose para no chocar con el marco de la puerta:

- Voy a llamar a los padres de esta niña para que vean las condiciones en las que se encuentra...

Y así lo hizo: fue por ellos. Aquel caballero tan alto, de potente y varonil voz, siempre dispuesto a ayudar al prójimo, era mi tío PEDRO SOQUI URÍAS, “El Héroe de Navojoa”, ferrocarrilero que salvó a ese poblado de una segunda explosión el 15 de agosto de 1933.

Sucedió que en esa fecha azotó al pueblo de Navojoa una tormenta en la que además de viento y lluvia caían sobre la ciudad y sus alrededores centenares de rayos que preocupaban a los vecinos. Y así estaban las cosas cuan-do una descarga eléctrica se abatió sobre la Estación del Ferrocarril, que inmediatamente empezó a incendiarse e hizo cundir el pánico entre los trabajadores y otras perso-nas que por algún motivo estaban presentes.

Justo en ese momento se estaba estacionando por la vía No. 2, al frente de la estación, un tren carguero con siete carros-tanque con gasolina y un vagón cargado con dinamita. El edificio era de madera, junto al cual había una bodega que contenía materiales inflamables, lo que llenó de terror a quienes de lejos observaban el estrago

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que estaba ocasionando el fuego.

Cuando el incendio se encontraba en su apogeo, el señor PEDRO SOQUI URIAS escuchó las señales de alarma, y no obstante que disfrutaba de su día de des-canso semanal, se presentó voluntariamente en la Casa Redonda (lugar donde se encuentran máquinas que no están trabajando), de allí salió con la locomotora 602 y sin tomar en cuenta el peligro que corría su propia vida y la de sus compañeros, también trabajadores trenistas, se-ñores Jesús E. Tapia y Bonifacio Martínez, enganchó los carros-tanque y el vagón de la dinamita, los llevó a la vía de la toma de agua, colocó el furgón debajo de la válvula, la abrió y logró apagarlo.

Después de que la Estación del Ferrocarril desapare-ció debido al fuego producido por el rayo y que todo es-tuvo en calma, se comentó que si no hubiera intervenido el señor Soqui Urías con la máquina 602, gran parte de Navojoa hubiese desaparecido por la explosión.

Con relación a este acto heroico, el 10 de noviembre de 1983 el señor licenciado Eduardo Estrella Acedo, pre-sidente municipal de Cajeme, dirigió un oficio al gober-nador del estado, señor doctor Samuel Ocaña García, con el siguiente texto:

“El 7 de noviembre, entre los festejos que organizó el Ayuntamiento, hubo uno que me hizo sentir orgulloso, rendimos un homenaje este día a DON PEDRO SOQUI URÍAS, un viejo trenero que radica actualmente en Esta-ción Corral y quien salvó a Navojoa el 15 de agosto de 1933 en condiciones muy similares a las del Héroe de Nacozari.”

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“Me permito adjuntarle una copia de la constancia del Ferrocarril del Pacífico en las que se resalta lo ante-rior...” (*)

El señor Pedro Soqui Urías nació en 1898 y fue ju-bilado por la empresa del Ferrocarril Sud Pacífico cuando contaba con 30 años y 9 meses de servicio. En nuestra fa-milia el sólo hecho de mencionar el nombre del tío Pedro nos llena de orgullo pues recordamos el acto heroico que protagonizó salvando a Navojoa de una gran catástrofe.

* Tomado de la Revista “Historia de Sonora”.

LA MANTILLA

Recuerdo, como si estuviera viviendo esos momen-tos tan felices, cuando la maestra Lolita nos decía a mi hermano Manuel y a mí:

- Los espero en casa, tenemos doctrina, no se les ol-vide.

Esa invitación era diariamente y lo hacía cuando íbamos saliendo de la escuela. Como siempre, fieles a la recomendación y por supuesto muy obedientes, asistía-mos a la clase de catecismo.

Cómo olvidar aquellos días cuando entraba a la sala de la casa de mi maestra y, directamente me iba al banco

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de carpintería que tenía su señor padre don Aurelio, quien cuidaba con mucho esmero su taller; lo mantenía siempre muy limpio para que no fuéramos a sufrir un accidente, recogía todos los clavos y tachuelas que veía en el suelo.

Así fue como aprendí a rezar, corriendo de un extre-mo a otro, repitiendo el Padre Nuestro, los Mandamientos de la Ley de Dios y otras oraciones que ella nos enseñaba. El pobre de don Aurelio corría detrás de mí para que no me fuera a caer, además de que yo creo que avergonzaba a mi hermano porque siempre le decía:

- Tengo pena, señorita Lolita, porque mi hermanita no la obedece, su papá siempre se preocupa por ella y no se sienta en una silla para estudiar

Y volteándose hacia mí, me amenazaba:

- ¡Le diré a mi mamá que no te deje venir mañana y los demás días porque eres muy inquieta y no me obe-deces!

Mi hermanito sufría mucho, jamás comprendí que yo hacía algo malo al subirme al banco y, trepada allí, rezar o cantar las alabanzas tan bonitas que ella nos ense-ñaba y nosotros repetíamos a voz en cuello.

La señorita Lolita tenía una hermana que se llamaba Crecencia y nosotros de cariño la llamábamos “Chencha”, también de parte de ella recibíamos muestras de afecto.

No solamente aprendimos a rezar sino que a pesar de que nuestro pueblo estaba muy lejos de Hermosillo, por medio de sus enseñanzas pudimos conocer el inglés.

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A la maestra Lolita le gustaba mucho bordar, lo ha-cía magistralmente en géneros muy delicados: sábanas, fundas y manteles, pero sobre todo, su labor más hermo-sa eran unas mantillas bordadas en cantón; dibujaba unas rosas que al rellenarlas con hilaza fina de colores fuertes y variados, quedaban como las más bellas mantillas espa-ñolas, era lo que yo más admiraba, por lo que me atreví a decirle:

- Maestra, quiero que me enseñe a bordar, le prome-to que algún día lo haré como usted, pero además voy a aprender bailes españoles para lucir una mantilla como las que usted borda.

Y aprendí a hacerlo. A mis padres les gustaba verme muy aplicada con mi aguja e hilos, me estimulaban, pues decían que lo hacía muy bien.

No cabe duda que el mundo da muchas vueltas pues quién iba a creer que aquella persona que tanto me quiso en mi niñez nunca olvidaría lo que dije cuando niña, ya que dio la casualidad que, muchísimos años después, fui al a bella Magdalena de Kino, lugar donde ella residía, a invitarla para que me acompañara a recibir la medalla que por 30 años de servicio al magisterio me iba a otorgar el Gobierno del Estado de Sonora el 15 de mayo de 1986.

Ella aceptó de mil amores y me dijo que la esperara, que ella iba a estar presente.

Desgraciadamente no fue así porque el autobús en el que venía se retrasó, de tal forma que mientras yo estaba recibiendo mi reconocimiento ella llegaba a casa donde mi mamá le dio la bienvenida.

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Cuando llegué orgullosa a enseñarle la medalla a mi madre, me encontré con la sorpresa de que allí estaba mi querida maestra, quien, rodeándome por los hombros, me colocó una hermosa mantilla igual a las que yo veía que ella bordaba cuando yo era niña. Recordó lo que yo le dije tantos años atrás: “Un día bordaré con hilazas de variados colores una mantilla como las que usted hace”.

Esa mantilla la conservo con mucho cariño y cuando la porto, lo hago con dignidad, pues no olvido que la bor-daron unas manos maravillosas.

Siempre llevaré en mi recuerdo a mi maestra Lolita con respeto, admiración y agradecimiento.

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IMPRESO EN LOS TALLERES GRÁFICOS DE LA SECCIÓN 54 DEL S.N.T.E.“Profr. Francisco Félix Bernal”TEL. 259 99 50correo electrónico:[email protected]ón 64 Col. CentroHermosillo, Sonora, Mex.Se terminó de imprimir el 15 de Julio del 2008PRIMER EDICIÓN DE 500 EJEMPLARESMÁS SOBRANTES DE REPOSICIÓN

Lluvia de recuerdosAUTOBIOGRAFÍA SONORENSE

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