libertad ideologica

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LOS AUTORES Francisco Javier Ansuátegui Roig es Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid, en donde dirige el Ins- tituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas”. Desde 2003 a 2006 fue Catedrático en la Universidad de Jaén, es Subdirector de la re- vista Derechos y Libertades, miembro del Consejo Editorial del Anuario de Filosofía del Derecho y Vicepresidente de la Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política. Autor de diversas monografías y artículos, entre los que se pueden subrayar: Orígenes doctrinales de la libertad de expresión (1994); El Positivismo jurídico neoinstitucionalista (Una aproximación) (1996); Poder, Ordenamiento jurídico, derechos (1997); (ed.) Problemas de la eutanasia (1999); De los derechos y el Estado de Derecho. Aportaciones a una teoría jurídica de los derechos (2007); La conexión conceptual entre el Estado de Derecho y los derechos funda- mentales. Modelos y evolución (2007); y (en col. con. G. Peces-Barba, E. Fernández y R de Asís) Educación para la ciudadanía y derechos humanos (2007). Rafael de Asís Roig ha sido Profesor en las Universidades de Castilla-La Mancha (Albacete), Complutense de Madrid y Jaén. En la actualidad es Catedrático de Filosofía del Derecho y Director del Depar- tamento de Derecho Internacional, Eclesiástico y Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid. Ha sido Director del Instituto

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LOS AUTORES

Francisco Javier Ansuátegui Roig es Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid, en donde dirige el Ins-tituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas”. Desde 2003 a 2006 fue Catedrático en la Universidad de Jaén, es Subdirector de la re-vista Derechos y Libertades, miembro del Consejo Editorial del Anuario de Filosofía del Derecho y Vicepresidente de la Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política. Autor de diversas monografías y artículos, entre los que se pueden subrayar: Orígenes doctrinales de la libertad de expresión (1994); El Positivismo jurídico neoinstitucionalista (Una aproximación) (1996); Poder, Ordenamiento jurídico, derechos (1997); (ed.) Problemas de la eutanasia (1999); De los derechos y el Estado de Derecho. Aportaciones a una teoría jurídica de los derechos (2007); La conexión conceptual entre el Estado de Derecho y los derechos funda-mentales. Modelos y evolución (2007); y (en col. con. G. Peces-Barba, E. Fernández y R de Asís) Educación para la ciudadanía y derechos humanos (2007).

Rafael de Asís Roig ha sido Profesor en las Universidades de Castilla-La Mancha (Albacete), Complutense de Madrid y Jaén. En la actualidad es Catedrático de Filosofía del Derecho y Director del Depar-tamento de Derecho Internacional, Eclesiástico y Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid. Ha sido Director del Instituto

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Reseña biográfi ca de los autores10

Universitario de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III, y ha publicado diversos libros y trabajos sobre Teoría del Derecho, Argumentación jurídica y Derechos Humanos, entre los que destacan Jueces y Normas (1995); Curso de teoría del derecho (en colaboración con E. Fernández y G. Peces-Barba) (1999); Una aproximación a los modelos de Estado de Derecho (1999); Las paradojas de los derechos fundamentales como límites al poder (2000); Historia de los derechos fundamentales (en colaboración con E. Fernández y G. Peces-Barba) (2001); Sobre el concepto y el fundamento de los derechos: Una aproximación dualista (2001); El juez y la motivación en el Derecho (2005); Cuestiones de derechos (2005); y Educación para la ciudadanía y derechos humanos (en col. con. G. Peces-Barba, E. Fernández y J. Ansuátegui) (2007).

M.ª del Carmen Barranco Avilés, ha sido profesora en las Uni-versidad Carlos III y de Alcalá. En la actualidad es Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid, Vicedecana del Doble Grado en Derecho y Ciencias Políticas y miembro del Comité de Ética del Hospital Universitario de Getafe. Es autora de El Discurso de los Derechos. Del problema terminológico al debate conceptual (1996); La Teoría Jurídica de los Derechos Fundamentales (2000); “Notas sobre la libertad republicana y los derechos fundamentales como límites al poder” (2000); “El concepto republicano de libertad y el modelo consti-tucional de derechos fundamentales” (2001); “El concepto republicano de libertad y el modelo constitucional de derechos fundamentales” (2001); Derecho y decisiones interpretativas (2004); “Libertad” (2005); y Constitucionalismo y función judicial (2009).

M.ª Isabel Garrido Gómez es Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alcalá y Directora de la Cátedra de De-mocracia y Derechos Humanos de la citada Universidad y del Defensor del Pueblo. Es autora de numerosas publicaciones científi cas, entre las cuales destacan los libros La política social de la familia en la Unión Europea (2000); Criterios para la solución de confl ictos de intereses en el Derecho privado (2002); La teoría y fi losofía del Derecho de Rudolf von Stammler (2003); Derechos fundamentales y Estado social y democrático de Derecho (2007); El Derecho como proceso normativo. Lecciones de Teoría del Derecho (junto al Prof. V. Zapatero, 2007); y La igualdad en

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11Reseña biográfi ca de los autores

el contenido y en la aplicación de la ley (2009). Igualmente ha traducido (junto al Prof. J.L. del Hierro) el libro El Derecho sin verdad de la Prof.ª Anna Pintore (2005); es coordinadora (junto a la Prof.ª M.C. Barranco y Don J. Guilló) de la obra colectiva El derecho del niño a vivir con su propia familia (2007); y es editora (junto al Prof. V. Zapatero) del libro Los derechos sociales como una exigencia de la justicia (2009).

José Ignacio Lacasta Zabalza es Catedrático de Filosofía del De-recho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, Centro del que es profesor desde el curso 1971-1972. Ha sido becario del Insti-tuto Italiano para los Estudios Filosófi cos, en cuya sede de Nápoles ha asistido, entre otros, a los cursos de Norberto Bobbio sobre “Hegel y el Estado” y sobre “La guerra y la paz”. Precisamente su libro del Centro de Estudios Constitucionales (1984) se titula Hegel en España y uno de sus últimos trabajos es “Hegel y los derechos humanos” (en la Historia de los derechos fundamentales dirigida por G. Peces-Barba. Uno de sus libros fue Finalista del Premio Nacional de Literatura (Ensayo) 1989: Cultura y gramática del Leviatán portugués. Ha escrito en numerosas revistas (Sistema, derechos y libertades, Jueces para la Democracia, etc.) y actualmente trabaja sobre el concepto del pluralismo en sus diferentes dimensiones.

José Antonio López García es Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Jaén. Su obra tiene como núcleo central el pensamiento jurídico-político español y alemán de las épocas de crisis, además de estudios sobre derechos humanos y democracia. Entre sus publicaciones destacan: Estado y Derecho en el franquismo (1996); “La presencia de Carl Schmitt en España” (1996); “Sobre los modelos de Estado de Derecho” (2000); La democracia a debate: estudio (2002); “Estado, globalización y multiculturalismo” (2005); y “Filosofía Políti-ca del franquismo” (2008). Ha sido profesor invitado en la Universidad Carlos III de Madrid, la Universidad Libre de Berlín y director y ponente en distintos eventos nacionales e internacionales en España e Hispano-américa.

Ángel Pelayo González-Torre es Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Cantabria, imparte clases de Filosofía del

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Reseña biográfi ca de los autores12

Derecho en la Facultad de Derecho y de Bioética en la Facultad de Me-dicina. Ha sido miembro del Comité de Ética del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla y colabora con la Cátedra de Derecho y Genoma Humano de la Universidad de Deusto. Es autor de diversos libros y ar-tículos sobre cuestiones bioéticas, sobre todo relativos a los temas del consentimiento de los pacientes, a los tratamientos médicos y a la expe-rimentación con seres humanos, entre los que destacan: La intervención jurídica en la actividad médica. El Consentimiento informado (1997); Bioética y experimentación con seres humanos (2002); La investigación científi ca en el Convenio de Derechos Humanos y Biomedicina (2002); “El consentimiento en la experimentación con seres humanos. El caso de los ensayos clínicos” (2007); y El derecho a la autonomía del paciente en la relación médica. El tratamiento jurisprudencial del consentimiento informado (2009).

José Ignacio Solar Cayón es Profesor Titular de Filosofía del Dere-cho de la Universidad de Cantabria. Es autor de las siguientes monogra-fías: La teoría de la tolerancia en John Locke, Dykinson, 1996; Política y Derecho en la era del New Deal: del formalismo al pragmatismo jurídico, Dykinson, 2002, y El realismo jurídico de Jerome Frank: normas, hechos y discrecionalidad en el proceso judicial, BOE, 2005. Una de sus líneas fundamentales de investigación se centra en el estudio de los derechos humanos, participando en varios tomos del proyecto de Historia de los derechos fundamentales, dirigida por los profesores Gregorio Peces-Barba, Eusebio Fernández, Rafael de Asís y Francisco Javier Ansuátegui. En este ámbito material, el tema de la libertad religiosa y de conciencia constituye uno de sus intereses preferentes, habiendo publicado diferen-tes trabajos sobre este tema, tanto desde una perspectiva histórica como desde una aproximación actual.

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EN TORNO A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA Y LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA

M.ª ISABEL GARRIDO GÓMEZ

Universidad de Alcalá

Los días 16 y 23 de abril de 2009 se celebró en la Facultad de De-recho de la Universidad de Alcalá el Curso sobre Libertad ideológica y objeción de conciencia. Pluralismo y valores en Derecho y educación. Dicho curso lo dirigimos entre la Profesora M.ª del Carmen Barranco y yo dentro del marco del Programa Consolider-Ingenio 2010 “El tiempo de los derechos” del Ministerio de Ciencia e Innovación, contando con importantes especialistas en la materia. Las sesiones se dividieron en dos grandes bloques: El primero trató de cuestiones introductorias e incidió en el estudio del multiculturalismo y las teorías de la justicia, por una parte, y del pluralismo y la objeción de conciencia, por otra. En el segundo bloque temático se refl exionó sobre la objeción de conciencia en los ámbitos sanitario, de la educación y de la aplicación del Derecho, siendo los ponentes los Profesores Javier Ansuátegui, Rafael de Asís, José Ignacio Lacasta, José Antonio López García, Ángel Pelayo y José Ignacio Solar.

Desde una perspectiva global, los debates se centraron en la justifi ca-ción de un derecho general a la objeción de conciencia y su relación con la libertad ideológica, existiendo partidarios de su reconocimiento y de su no reconocimiento –por ejemplo, dentro de la doctrina española, son mencionables entre los primeros L. Prieto Sanchís y M. Gascón, y entre los que no lo reconocen se encuentra G. Peces-Barba–. A tales efectos, interesa subrayar el distinto tratamiento dado en los sistemas jurídicos continentales, en los que se precisa que la Constitución o la ley lo reco-

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nozca expresamente, y en los sistemas propios del ámbito anglosajón, en los que los jueces poseen un mayor grado de libertad1. Pero, para optar por una posición o por otra, es necesario llevar a cabo una serie de refl exiones previas.

Pues bien, con estas premisas, R. de Asís pone en evidencia que el punto de partida para identifi car el sistema de derechos fundamentales se encuentra en el juego de los valores de la libertad y la igualdad. De ello se desprende la posibilidad de hablar de la libertad autonomía o como no interferencia, de la libertad participación y de la libertad promocional y, según hagamos hincapié en una u otra de las proyecciones, daremos a conocer hacia cuál de las concepciones de los derechos nos inclinamos.

A su vez, un aspecto que no debemos olvidar es que el principio de le-galidad se puede entender en concordancia con el concepto de ley general y sus perspectivas formales y materiales. Tradicionalmente, signifi ca la primacía de la ley, elevándose a un rango de preponderancia normativa, y expresa un mecanismo de seguridad que garantiza un funcionamiento ordenado del sistema de producción del Derecho. Por tanto, su modo de actuar es el de un principio de estructuración sistemática del orden jurídico que precisa de elementos específi cos para confi gurarlo, aparte del instrumento para hacerlos valer. En este orden de ideas, De Cabo cree que se trata de una “verdadera “policía interna del ordenamiento jurídico” reguladora de las condiciones de producción de las normas y defi nidora de los términos de su articulación”, y la defi ne como mecanismo garan-

1 Dentro de nuestra Constitución los artículos de referencia son el 16 y el 30. El artículo 16 dicta lo siguiente: 1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley// 2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias// 3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

El artículo 30 dice: 1. Los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España// 2. La Ley fijará las obligaciones militares de los españoles y regulará, con las debidas garantías, la objeción de conciencia, así como las demás causas de exención del servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su caso, una prestación social sustitutoria// 3. Podrá establecerse un servicio civil para el cumplimiento de fines de interés general// 4. Mediante Ley podrán regularse los deberes de los ciudadanos en los casos de grave riesgo, catástrofe o calamidad pública.

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tista que somete los actos individuales a los generales, aunque aquéllos provengan de una autoridad superior2.

Si estas ideas las trasladamos al ámbito que nos interesa, dentro de una sociedad organizada la cuestión es qué entendemos por ciudadanos libres. A título ilustrativo, Rawls, partiendo de un liberalismo igualitario, incide en los aspectos que son indispensables. En este marco, los ciuda-danos requieren el derecho a considerar su persona independientemente de alguna concepción de lo bueno en particular, se reputan como fuen-tes autentifi cadoras de exigencias válidas y se conciben como capaces de responsabilizarse de sus objetivos, lo cual afecta al modo en que se valoran sus exigencias. No obstante, ninguna libertad es absoluta y las libertades deben ser ajustadas para que cuadren en un esquema coheren-te3. Un método diferente es el que aportan MacIntyre, Sandel, Taylor o Walzer, entre otros. Se cree que los sujetos tienen capacidad de elegir y de refl exionar, acarreando una concepción de la sociedad y de la libertad apoyada en la progresión de una valoración del sujeto y confl uyendo en las aspiraciones de cierta autonomía y dirección del hombre. Además, la comprensión del sujeto se obtiene por las conversaciones con los otros y por las prácticas en la sociedad. De la idea del hombre libre deviene una matriz social que reconoce el derecho que poseen los seres humanos de adoptar decisiones y de participar en el debate político4.

2 CABO MARTÍN, C. de, Sobre el concepto de ley, Trotta, Madrid, 2001, pp. 61 y 62. Ver también BOUTET, D. Vers l´État de droit. La théorie de l´État et du droit, Bruylant, Bruselas, 2002, pp. 20 y ss.; SANDOZ, E. (ed.), The Roots of Liberty. Magna Carta, Ancient Constitution, and the Anglo-American Tradition of Rule of Law, University of Missouri Press, Columbia, 1993.

3 En el principio de diferencia de Rawls “la desigualdad económica y social es aceptable sólo cuando una mayor igualdad soporte un perjuicio para los individuos menos favorecidos”. Ver, sobre todo, RAWLS, J., Justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia, selección, trad. y presentación de M.A. Rodilla, Tecnos, Madrid, 2002; Id., Teoría de la justicia, trad. de M.D. González Soler, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002; Id., Liberalismo político, trad. de A. Domènech, Crítica, Barcelona, 2006.

4 MACINTYRE, A., Tras la virtud, trad. de A. Valcárcel, Crítica, Barcelona, 1987; SANDEL, M.J., El liberalismo y los límites de la justicia, trad. de M.L. Melon, Gedisa, Barcelona, 2000; TAYLOR, Ch., La ética de la autenticidad, trad. de P. Carbajos Pérez, Paidós, Barcelona, 1994; WALZER, M., Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, trad. de H. Rubio, Fondo de Cultura Económica, México, 1993. Con respecto al comunitarismo, cfr. DIETERLEN, P., Ensayos sobre justicia distributiva, Fontamara, México, D.F., 1996, p. 101; NINO, C.S., Ética y derechos humanos: un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona, 1989, p. 129; THIEBAUT, C., Los límites de la

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Prosiguiendo con estos argumentos, sería posible afi rmar, como hace R. de Asís, que la igualdad actúa de forma semejante, pudiendo hablar de la diferenciación negativa y de la positiva. A la vez que se pone de manifi esto que, al lado de la libertad y de la igualdad, existe un rasgo que se muestra en el discurso de los derechos: el de la universalidad en relación con las fases por las que atraviesa dicho discurso, es decir, las de la generalización y la especifi cación.

Lo anterior nos conduce a inferir que el discurso de los derechos no es ajeno a la diferencia. No obstante, cabe suscribir con Ferrajoli que la igualdad y la diferencia son complementarias, pues aquélla hace “de cada persona un individuo diferente de los demás y de cada individuo una persona como las demás”5. Lo razonable en la diferenciación tiene unos límites abstractos y otros históricos. Los primeros se deducen de las exigencias que se estiman como presupuestos de la moralidad; y los segundos conminan a que se atiendan las circunstancias contextuales en las que se circunscriben los sujetos y los contenidos morales que expresan los derechos.

Bajo estas coordenadas es cómo se explica que los juicios de rele-vancia y razonabilidad hayan de orientarse por la capacidad de elección y las necesidades básicas, considerándose tal postulado como un prius en toda discusión sobre la igualdad. Sin embargo, hay que presuponer siempre una participación idéntica de todos los agentes morales, aun cuando, si no se han de satisfacer necesidades básicas o no hay que situar en idéntica situación de poder a los sujetos morales, el centro de la diferenciación se debe establecer en los distintos tipos de igualdad, valorando las circunstancias concurrentes. A partir de lo anterior, el postulado sería que, en cuanto se refi ere a los derechos, su disfrute debe estar abierto a todos, aunque es dable que se establezcan diferencias aceptadas por la mayoría siempre que se estimen las diferentes variantes

comunidad. Las críticas comunitaristas y neoaritotélicas al programa moderno, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992, pp. 141 y ss.

5 FERRAJOLI, L., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. de P. Andrés Ibáñez, A. Ruiz Miguel, J.C. Bayón, J. Terradillos y R. Cantarero, Trotta, Madrid, 2009, pp. 906 y ss. Sobre esta cuestión, ver FERNÁNDEZ RUIZ-GÁLVEZ, E., “Igualdad, diferencia y desigualdad. A propósito de la crítica neoliberal de la igualdad”, Anuario de Filosofía del Derecho, t. X, 1993, pp. 68 y 69.

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de la desigualdad, el contexto en el que se desenvuelven y los criterios de distribución presentes6.

En el esquema expuesto, la determinación de los criterios de re-levancia para disponer la igualdad y la desigualdad son nuclearmente axiológicos, pues implican la formulación de juicios de valor por actos de voluntad jurídicos a los que las normas sirven de vehículo de expresión. Pero las expresiones jurídicas de la igualdad tienen tendencia a la estanda-rización, el Derecho puede proclamar el principio general que dictamina la igualdad en la ley y que la ley es igual para todos. Se podría sustentar que el núcleo de esta igualdad radica en la constatación de los criterios de relevancia jurídica de las diferencias que tienen una naturaleza histórica y contextualizada7. Con la igualdad como diferenciación no se admitiría un tratamiento desigual, o menos favorable, a individuos que están en situaciones análogas, aun cuando sí se aceptaría tratar desigualmente, o menos favorablemente, a individuos que están en situaciones diversas cuando las situaciones sean comparables, exista una justifi cación razo-nable de la diferencia de trato y se demuestre la proporcionalidad entre los medios que se usan y el fi n que se pretende conseguir8.

La pregunta que correspondería hacernos, por tanto, es qué conlleva el valor preferente de la libertad de conciencia en los sistemas cons-titucionales. Para De Asís, lo que conlleva es la no justifi cación de la diferenciación negativa o positiva por motivos religiosos o morales, aun cuando no se puede afi rmar que tal libertad tenga un carácter absoluto. Asumiéndolo, la objeción de conciencia sería un mecanismo de protec-ción de la libertad ideológica, esto es, sería “el derecho que permite el incumplimiento de obligaciones por razón de conciencia”. Mas es un derecho que no es absoluto, pudiéndose derivar de su colisión con otros derechos o con otros bienes y valores. Así, se podría asentar que las

6 ASÍS ROIG, R. de, Sobre el concepto y el fundamento de los derechos, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2001, pp. 72-75.

7 LUCAS, J. de, “La igualdad ante la ley”, en GARZÓN VALDÉS, E. y LAPORTA, F.J. (eds.), El Derecho y la justicia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Trotta, Madrid, 2000, p. 496; PETZOLD-PERNIA, H., “La igualdad como fundamento de los derechos de la persona humana”, Anuario de Filosofía Jurídica y Social (Argentina), n.º 11, 1990, p. 93.

8 AÑÓN ROIG, M.J., Igualdad, diferencias y desigualdades, Fontamara, México, D.F., 2001, p. 40.

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limitaciones son derivables del contenido de las obligaciones y de los titulares del derecho.

No obstante, un sentido es el de que la sensibilidad del gobierno, en lo referente a las aspiraciones de las personas a las que gobierna, no sea el producto de la manipulación ejercida por él; y un segundo sentido se orienta a que, cuanto mejor informados estén los gobernados y cuanto más capaces sean de evaluar la información a su disposición, más sólida será la defensa a favor del respeto de sus aspiraciones. Las dos ideas sirven de pilares para las tesis democráticas de la libertad de expresión, con lo que su trascendencia, aparte de la que tiene para el individuo, se cimenta en el interés que posee para la participación en el proceso democrático9.

La concepción liberal formula que la verdad puede residir en una persona, aunque sea discrepante con el resto de los miembros de la so-ciedad. Nadie puede pensar que es infalible y cada uno puede expresar lo que piensa, sintetizándose el respeto por la igual libertad de todos con la creencia en el progreso que traerá la libre concurrencia de ideas para todos, la autonomía con la utilidad, y el derecho originario a ser uno mismo con el benefi cio social derivado de la libre discusión pública. En consecuencia, la intervención del Estado se justifi ca para preservar los paradigmas del liberalismo clásico edifi cado sobre la independencia y la autonomía del individuo que, en su vertiente de persona, tiene el dere-cho de regir su vida sin la imposición autoritaria de dogmas y que, en su vertiente de ciudadano, lo tiene de participar en la formación del poder y orientar sus decisiones10.

9 DALTON, R.J., Citizen Politics. Public Opinion and Political Parties in Advanced Industrial Democracies, QPress, Washington, D.C., 2006, pp. 200 y ss.; RAZ, J., “Libre expresión e identificación personal”, en Id., La ética en el ámbito público, trad. de M.L. Melon, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 165 y 166. La misma STC 6/1981, de 16 de marzo, f.j. 3, sustenta que: “El art. 20 de la CE garantiza el mantenimiento de una comunicación pública libre, sin la cual serían formas hueras las instituciones representativas, se falsearía el principio de legitimidad democrática y no habría ni sociedad libre ni, en consecuencia, soberanía popular”. Ver, además, la STC 20/2002, de 28 de enero, f.j. 4, y el trabajo de LA TORRE, M., “La ciudadanía, una apuesta europea”, en PRIETO SANCHÍS, L. (coord.), Tolerancia y minorías. Problemas jurídicos y políticos de las minorías en Europa, Univer-sidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 1996, p. 110.

10 SAAVEDRA, M., “El derecho a la libertad de expresión como garantía constitu-cional”, en BETEGÓN, J., LAPORTA, F.J., PÁRAMO, J.R. de y PRIETO SANCHÍS, L. (coords.), Constitución y derechos fundamentales, Centro de Estudios Políticos y

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Por lo tanto, la conclusión a la que podríamos llegar es la de que, cuando la objeción de conciencia no está recogida legalmente, entonces estamos ante un hecho. Únicamente puede ser reconocida en parcelas específi cas, como desobediencia civil sectorial. El propio Peces-Barba la identifi ca cuando concurran las siguientes notas: a) Supone la regula-ción jurídica de la exención del cumplimiento de una obligación jurídica fundamental; b) los obligados a consentir ese derecho a la objeción de conciencia, confi gurada como derecho subjetivo o como inmunidad, son los poderes públicos, si bien también pueden serlo los particulares; c) la objeción de conciencia es planteada en todo caso frente a una prestación personal; y d) es un derecho disenso o reaccional11.

Sin embargo, ¿signifi ca lo dicho que Estado de Derecho y democracia contienen elementos contradictorios y, por eso, excluyentes, que impiden que puedan regir a la par? Ello no es así ya que ambos participan de un contenido común, el de la libertad de los ciudadanos. Por ejemplo, en el caso de la democracia ocurre en los derechos fundamentales de comuni-cación, aunque sea desde la perspectiva general del estatus de libertad de los ciudadanos12. Avanzando más, la principal manifestación del Estado de Derecho es la que constituye una forma garantista que incorpora ele-mentos fi nales por la regulación de los derechos en la medida en que la trata como un fi n en sí mismo. Incluso, desde la acción moral y de fi nes, la democracia se conjuga con el Estado de Derecho y postula fórmulas emancipatorias13.

Desde otra mirada, el trabajo de José Ignacio Lacasta trata la rela-ción entre el pluralismo y la objeción de conciencia a partir de un caso

Constitucionales, Madrid, 2004, pp. 678 y 680; y el libro de CAMPS, V., Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 2003.

11 PECES-BARBA, G., con la colaboración de R. de Asís Roig, C.R. Fernández Liesa y A. Llamas Cascón, Curso de derechos fundamentales. Teoría general, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1999, pp. 196 y 197.

12 BÖCKENFÖRDE, E.W., Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, trad. de R. de Agapito Serrano, Trotta, Madrid, 2000, p. 121; GLASSMAN, R.M., Democracy and Equality. Theories and Programs for the Modern World, Praeger, Nueva York, 1989, pp. 157 y ss.

13 BOBBIO, N., Liberalismo y democracia, trad. de J. Fernández Santillán, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2000, pp. 32 y 33; Id., Igualdad y libertad, introducción de G. Peces-Barba Martínez, trad. de P. Aragón Rincón, Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona-Paidós, Barcelona, 2000, p. 117; GARCÍA CO-TARELO, R., En torno a la teoría de la democracia, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, p. 16.

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cotidiano: la celebración por la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza del día de San Raimundo de Peñafort con una misa. Y, a continuación, se ocupa de distintas cuestiones relativas a la actuación de las Fuerzas Armadas y a la Ley de la Memoria Histórica. En este plano, para aplicar una solución coherente con el sistema jurídico en vigor, La-casta Zabalza opina que la clave está en refl exionar sobre la distinción entre tolerancia y pluralismo, mostrándose que aquélla precede a éste tanto histórica como necesariamente. Ahora bien, debemos cerciorarnos de qué tolerancia estamos hablando porque las fases históricas por las que atraviesa el concepto son: a) La preliberal o “concesión de derechos revocables desde un plano superior del tolerante, en el que se relaciona la tolerancia con el principio de autonomía que tiene una porción importante dentro del Estado”; b) la liberal, que determina una serie de requisitos que sirven para justifi carla: al liberalismo no le es dable defender el escepticismo; el liberalismo no debe actuar guiándose por el principio puro de neutralidad; y la autonomía debe interpretarse exclusivamente como un instrumento14; y c) la postmoderna, la cual es intercultural y supraestatal15.

Conectado con este planteamiento, en una sociedad de personas que tienen distintas formas de vida y distintas concepciones del mun-do, el valor que debe focalizar el principio de igualdad es la tolerancia. Tolerancia no meramente pasiva, referida a la indulgencia frente a las peculiaridades y debilidades de los demás como actitud del trato civili-zado de los hombres entre sí, sino activa, porque, ya que el conocimiento humano es limitado, la libre confrontación de opiniones presenta mejores oportunidades que la intolerancia16.

Pero, tras poner una serie de ejemplos ilustrativos, se indica que su uso retórico tiene los siguientes inconvenientes: Primero, en el caso de que haya pluralismo constitucional, se rebajará el reconocimiento de los derechos de las personas toleradas. Segundo, esa retórica de la tolerancia implica que se desapruebe la cultura dominada por la dominante, pro-yectándose como una especie de concesión a grupos minoritarios que

14 RODRÍGUEZ DE LAS HERAS BALLELL, T., La tolerancia exigente, Universidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 2002, p. 51.

15 SORIANO, R., Interculturalismo. Entre liberalismo y comunitarismo, Almuzara, Córdoba, 2004, pp. 86-88.

16 HÖFFE, O., Estudios sobre teoría del Derecho y la justicia, trad. de J.M. Seña, revisión de E. Garzón Valdés y R. Zimmerling, Alfa, Barcelona, 1988, pp. 142 y 143.

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tienen una religión o cultura desagrada. De lo que colegimos una íntima correspondencia entre la regulación de los derechos y la organización democrática vigente para lograr de la forma más óptima una conveniencia pacífi ca entre personas que son libres e iguales. El pluralismo se deriva inescindiblemente de la libertad y signifi ca la posibilidad de mantener opciones diferentes o contradictorias como instrumento de participación del individuo en la sociedad dentro de la tolerancia17. En síntesis, las notas paradigmáticas de todo Estado democrático son la libertad y la tolerancia, identifi cadas con la participación, el pluralismo, la armonía entre los derechos del ciudadano y el principio de legalidad18.

Lo mencionado nos remite al derecho de cada persona a sustentar la propia verdad19. Se pone de manifi esto que el pluralismo es un valor jurí-dico-político que se fi ja en el reconocimiento, la promoción y valoración de las realidades personales, sociales y culturales20. Que el objetivo del pluralismo comprensivo es la igualación radical de todas las concepciones del bien, aun cuando ello implica algunos reparos como los que observa Rosenfeld al oponer que “si todas las concepciones del bien se colocan en pie de igualdad, entonces la tolerancia hacia la pluralidad de dichas concepciones no estaría en mejor posición que la absoluta intolerancia contra todas las concepciones del bien excepto la de uno mismo”.

De tal forma, hay que pensar que cuando hablamos de democra-cia no siempre hablamos de lo mismo y que, según el punto del que partamos, alcanzaremos unos resultados u otros. Aquí lo que nos in-teresa es determinar qué acarrea la democracia pluralista, recayendo la respuesta en el pluralismo institucional atinente a una organización estatal descentralizada que impida poner en peligro las libertades de los ciudadanos. Ciertamente, dentro de nuestro ordenamiento jurídico, el pluralismo de un sistema democrático casa con el valor del plura-lismo político, abierto a lo que podríamos llamar el pluralismo social,

17 DELGADO PINTO, J., “La función de los derechos humanos en un régimen democrático”, en PECES-BARBA MARTÍNEZ, G. (ed.), El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1992, pp. 135 y ss.; SQUELLA NARDUCCI, A., Positivismo jurídico, democracia y derechos humanos, Fontamara, México, D.F., 1995, pp. 67 y ss.

18 SQUELLA NARDUCCI, A., Positivismo jurídico, democracia y derechos humanos, cit., pp. 67 y ss.

19 BOBBIO, N., El tiempo de los derechos, trad. de R. de Asís Roig, Sistema, Madrid, 1991, pp. 243-256.

20 VIDAL GIL, E.J., “Tolerancia, pluralismo, derechos”, Derechos y Libertades, n.º 5, 1995, pp. 376-378.

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previsto en el artículo 1.1 de la Constitución española (en adelante CE), que es expresión de la libertad y abriga la posibilidad de distintas opciones como manifestación de la participación y de la tolerancia. Por lo tanto, la democracia tiene que desenvolverse en la toma de deci-siones colectivas con arreglo a unos requisitos procedimentales que la distancian de los sistemas autocráticos de gobierno. Ni los sujetos son inamovibles ni se detalla el contenido de las decisiones que se adoptan, lo único vital es la defi nición de las reglas de juego debido a que el pluralismo es un requisito previo en la realización de la democracia, mas no sufi ciente21.

Como sabemos, el Estado democrático clásico se caracteriza por la creencia de que la soberanía reside en el pueblo, siendo el legitimador del poder. Que el poder descanse en el pueblo deriva de su soberanía según lo previsto en el artículo 1.2 de la CE y en otros preceptos de la Norma fundamental, como los artículos 66.1 (“las Cortes Generales representan al pueblo español”) y 117.1 (“la justicia emana del pue-blo”). En el primer supuesto, el instrumento que se utiliza es el sufragio universal previsto en el artículo 68.5 (“son electores y elegibles todos los españoles que estén en el pleno uso de sus derechos políticos”); y, en el segundo caso, la relación se establece con el artículo 125 (“los ciudadanos podrán participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudi-narios y tradicionales”)22.

Además, la especifi cación legal de los derechos es la raíz sobre la cual se construyen los derechos de identidad. La diferencia ha de ser un valor jurídico-político que tiene la utilidad de identifi car a los seres humanos en contextos diversos, pero que, para compatibilizarla con la igualdad en la sociedad en que vivimos, son menesteres unos principios y valores comunes que aúnen las diferencias. Los problemas se muestran

21 HÖFFE, O., Estudios sobre la teoría del Derecho y la Justicia, p. 141; LA TORRE, M., “Discutiendo la democracia. Representación política y derechos fundamentales”, trad. de F.J. Ansuátegui, Derechos y Libertades, n.º 3, 1994, pp. 231-258; RUBIO CARRACEDO, J., “Democracia mínima. El paradigma democrático”, Doxa, n.º 15-16, vol. 1, 1994, p. 217; SENESE, S., Democracia pluralista, pluralismo institucional y gobierno del Poder judicial, trad. de P. Andrés Ibáñez, en ANDRÉS IBÁÑEZ, P. de (ed.), Corrupción y Estado de Derecho. El papel de la jurisdicción, Trotta, Madrid, 1996, pp. 47 y ss.

22 Ver esta conexión entre los preceptos de la Constitución en GARRORENA MORALES, A., El Estado social y democrático de Derecho, Tecnos, Madrid, 1998, pp. 121 y 122.

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en el terreno de conciliar la integración y la diferenciación en Estados con crecientes minorías diferenciales. En este terreno el problema de la ciudadanía es el que sobresale, siendo lo más acertado distinguir entre sociedad multicultural y proyectos interculturales, partiendo de la dife-renciación entre la multiculturalidad como hecho social y las respuestas normativas que se otorguen.

De ahí que aparezca el debate sobre el universalismo moral, extrac-tado en el mandato de “relativizar la propia forma de existencia aten-diendo a las pretensiones legítimas de las demás formas de su vida”23. Sin embargo, la tolerancia y la coexistencia pacífica en un Estado neutral no conducen al aseguramiento de los derechos. La prohibición de discriminar a una persona, o grupo en el que se inserta, se refi ere a un trato diferenciado que tiene consecuencias nocivas para ella, o para el grupo al que pertenece, produciéndose una privación total o parcial de derechos, ventajas o benefi cios arbitrarios, que dañe sus intereses legítimos o que haga más perjudicial el soporte de las cargas que haya de soportar, teniendo esta clase de actos un resultado frente a la digni-dad humana24.

Por consiguiente, es requerible una razón que conecte la condición de aplicación y la consecuencia jurídica derivada. En este contexto, parece claro que habría que introducir un criterio justifi cativo en la intersección formada por la justicia, la legitimidad y el consenso25. Para fi lósofos del Derecho como Laporta, el que converja una necesidad autoriza a que haya un tratamiento diferenciado consistente en la satisfacción de esa nece-sidad26. Pero, llevando a sus últimas consecuencias este planteamiento, sólo incluiría desigualdades naturales en las que la persona se encuentra con independencia de su voluntad y sería excesivamente excluyente. Dentro de esas desigualdades naturales, hay algunas que se referirían a

23 LUCAS, J. de, El desafío de las fronteras. Derechos humanos y xenofobia en una sociedad plural, Temas de Hoy, Madrid, 1994, pp. 72 y 284; Id., Puertas que se cierran. Europa como fortaleza, Icaria, Barcelona, 1996, pp. 76, 81 y 82.

24 RODRÍGUEZ PIÑERO, M. y FERNÁNDEZ LÓPEZ, M.F., Igualdad y discrimi-nación, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 81 y ss.

25 AÑÓN ROIG, M.J., Necesidades y derechos. Un ensayo de fundamentación, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994, p. 291.

26 LAPORTA, F.J., “El principio de igualdad: introducción a su análisis”, Sistema, n.º 67, 1985, pp. 3 y ss.

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situaciones que demandan tratamientos normativos específi cos derivados de condiciones que se vinculan a las diferencias27.

Ahora bien, por lo esgrimido, ¿la lengua, la religión o, en general, las minorías culturales que sufren una situación grave de dependencia respecto a una estructura de poder estatal o supraestatal no serían objeto de un tratamiento diferenciador? Si propugnamos la opción más fl exible, la minoría pretendería el reconocimiento de un estatus que le otorgue derechos y garantías de autonomía como colectivo que encierra un pa-trimonio cultural –las minorías nacionales–, y prestaciones y derechos para alcanzar el nivel medio de los ciudadanos del Estado –las minorías étnicas–28.

Manteniendo esta segunda opción, que, a mi juicio, es la más acer-tada por ser la más extensiva en el reconocimiento de los derechos, la diferencia como principio jurídico se ha de traducir en el fomento de mecanismos que protejan también las identidades culturales, incluidos aspectos como la lengua o la religión. En el modelo de la ciudadanía di-ferenciada, que es el más avanzado, nos hallamos ante un estatus político que se funda en que la ciudadanía está constituida, junto a los derechos individuales, por las peculiaridades colectivas de naturaleza cultural que pertenecen a los grupos de los que forman parte los individuos. En este nivel despunta una superación de la mera ciudadanía integrada, pues es menester que se haga realidad la integración diferenciada de las mino-rías no exclusivamente como individuos, sino como grupos específi cos; siendo la posición de Young la más radical al lanzar una crítica a la ac-tuación del republicanismo que pone a la libertad y a la autonomía en el plano de las actividades públicas de la ciudadanía como expresión de la universalidad de la vida humana29.

27 FERRAJOLI, L., Derechos y garantías. La ley del más débil, trad. de P. Andrés Ibáñez y A. Greppi, Trotta, Madrid, 2009, pp. 83 y ss.

28 SORIANO DÍAZ, R., Los derechos de las minorías, MAD, Sevilla, 1999, pp. 18 y 19.29 AÑÓN ROIG, M. J., “Ciudadanía diferenciada y derechos de las minorías”, en

LUCAS, J. de (dir.), Derechos de las minorías en una sociedad multicultural, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 1999, pp. 92 y 93; Id., “La interculturalidad posible: ciudadanía diferenciada y derechos”, en LUCAS, J. de (dir.), La multiculturalidad, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2001, p. 228; FARIÑAS DULCE, M.J., Globalización, ciudadanía y derechos humanos, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2004, p. 49; RUBIO CARRA-CEDO, J., “Ciudadanía compleja y democracia”, en RUBIO CARRACEDO, J., ROSALES,

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Vistas así las cosas, la cuestión reside en que, cuando todo se centre en la libre conciencia de cada uno, entonces las religiones se tratarán igualmente sin privilegios, algo muy distinto a lo ocurrido en épocas pasadas. Esta línea de razonamiento hace que se entienda que nos te-nemos que enfrentar a unas condiciones complejas en las que no reina una cultura uniforme y hay una movilidad de muchas personas hacia el Occidente desarrollado, precisándose otro análisis más actual que el que aporta la retórica de la tolerancia.

En convergencia con lo señalado, Lacasta recalca que, si observamos lo que ocurre hoy día, enseguida nos percataremos de que hay actitudes de rechazo a lo que no es lo nuestro por motivos xenófobos y racistas, o por tener miedo al extranjero, y que existen límites universalistas al interculturalismo siendo muy complicado racionalizarlo. La crítica más común al multiculturalismo como política de organización es aceptar sólo la convivencia de culturas que son distintas, inclusive contradicto-rias, sin potenciarlas, produciéndose un ámbito cultural empleado en el ámbito público y otro privado referente a las distintas culturas que son independientes entre sí30. Por consiguiente, el interculturalismo, a pesar de los problemas que plantea en la práctica, puede ser valorado como la más plausible de las fórmulas posibles.

En ilación con ello, J.A. López García estudia la controvertida cues-tión de las actuales teorías de la democracia y el multiculturalismo. En su estudio, y teniendo en cuenta lo dicho por Matteucci, resalta la diferencia entre una democracia infi nitamente exportable, la cual se corresponde con la democracia moderna, y una democracia fi nita y estática, es decir, la democracia de los antiguos. Este tránsito ha pasado por distintas vici-situdes y, desde luego, no ha surgido de forma inmediata, percibiéndose que ya en el primer tercio del siglo XX el derecho subjetivo al voto se acepta jurídicamente y de modo más generalizado. Lo que importaba era la dilucidación de la expresión concreta de la soberanía, y esto es lo que entiende López García que induce a que el Derecho se haya abierto defi nitivamente a ella.

Desde este ángulo, aparece la crisis de las democracias de la época de entreguerras del siglo XX. Y aquí es donde se ha de plasmar la forma

J. M. y TOSCANO MÉNDEZ, M., Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos, Trotta, Madrid, 2000, p. 22.

30 GARRIDO GÓMEZ, M.I., Derechos fundamentales y Estado social y democrático de Derecho, Dilex, Madrid, 2007, pp. 228 y ss., junto a la bibliografía correspondiente.

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de jugar la separación entre el Derecho y la Moral, dejándose a un lado la consideración moral del contenido del ejercicio del sufragio universal. Posteriormente a la II Guerra Mundial, el nuevo constitucionalismo haría que la ética de la responsabilidad del ciudadano pasara a constituir ne-cesariamente la forma de ejercicio de la soberanía popular. Esa relación se cataloga como el producto de nuestra experiencia democrática del siglo XX; de ahí que se crea que el signifi cado de tal ética es uno de los elementos básicos para la comprensión de nuestras democracias.

En este lugar, cobra trascendencia el enfoque de Habermas frente al de Rawls. Esto es, mientras que Habermas piensa que lo que tiene vali-dez se tiene que justifi car públicamente; Rawls cree que la vida privada es el espacio en el que se desenvuelven las doctrinas comprehensivas razonables, las cuales son el cimiento de la sociedad moderna sin que se pueda poner en cuestión la diversidad y desigualdad en que se muestran socialmente.

Y es precisamente en este debate en el que, como afi rmábamos, des-taca la postura de Habermas, para quien la manera de garantizar un orden internacional justo y pacífi co únicamente se puede conseguir mediante la centralización del poder internacional gracias a la confi guración de un Estado mundial que aglutine las competencias soberanas de los Es-tados nacionales y los conduzca hacia su extinción, siendo garantizada exclusivamente por un ordenamiento jurídico unitario y transversal que conocemos como Derecho cosmopolita. Con esta perspectiva, se entiende que hay una conexión evolutiva de aquél con el Estado de Derecho, y de la ciudadanía universal con la ciudadanía democrática31. En Habermas, a diferencia de la posición mantenida por Raws y por Nussbaum, se percibe un interés práctico más que teórico, haciendo un esfuerzo de adaptación al nuevo estado de cosas en el mundo. Igualmente, se advierte que hay una orientación hacia la transformación de las Naciones Unidas en una especie de democracia cosmopolita que adopte una forma de Estado mun-dial o de Estado federal postnacional. Además, Habermas es consciente de que el proyecto cosmopolita no llegará a realizarse sin antes haber constituido una sociedad civil mundial que se componga de asociaciones

31 ZOLO, D., Los señores de la paz. Una crítica del globalismo jurídico, trad. de R. Campione, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2005, pp. 57 y 58. Ver también del mismo autor: Cosmópolis. Perspectivas y riesgos de un gobierno mundial, trad. de R. Grasa Hernández y F. Serra, Paidós, Barcelona, 2000.

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de intereses –las asociaciones de intereses, las ONGs, los movimientos o plataformas cívicas y de las instituciones que dan cuerpo a una cultura política común de toda la humanidad–32.

Por otra parte, Rawls ha seguido el camino trazado por Kant, tanto en su obra de Una teoría de la justicia como en la de Liberalismo político. En la primera, Rawls indica la posibilidad que hay de extender la justi-cia como equidad al ámbito del Derecho internacional con la fi nalidad de juzgar los objetivos y los límites de la guerra justa; en la segunda obra, pretende hacer extensible una concepción política de la justicia al Derecho de los pueblos y a las relaciones justas entre los pueblos. En aquélla se postulaba la concepción de la “sociedad bien ordenada”, donde los principios de justicia vienen desde una hipotética situación, la que él llama “velo de la ignorancia”. Sin embargo, en la refl exión más evolucionada que manifi esta en Liberalismo político, se ofrece una concepción moral practicable, estable y sensible a las circunstancias histórico-sociales que abran la posibilidad de la justicia en sociedades empíricas bien ordenadas33.

Estos desarrollos se ofrecen en su libro El Derecho de gentes. A par-tir de aquí, el pluralismo de visiones del mundo signifi ca para Rawls un elemento primario de los Estados de Derecho asentados en el liberalismo político. Tal liberalismo político no puede identifi carse con una visión comprensiva ni propugnarla, se trata de una posición que presenta un claro constructivismo. La teoría entiende que los valores ético-políticos son el resultado de un proceso constructivo que realiza la razón práctica, prosiguiéndose desde la mencionada concepción compleja de la persona y de la sociedad, a la vez que permite establecer la idea de lo razonable. Ésta es la causa por la que las sociedades modernas contemporáneas ejercen el pluralismo político por medio de la práctica del consenso en-trecruzado, quedando aseguradas las diferentes visiones del mundo que son contradictorias dentro de las sociedades democráticas34.

32 LLANO, F., El humanismo cosmopolita de Immanuel Kant, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Ma-drid, 2003, p. 176. Ver también HABERMAS, J., “El valle de lágrimas de la globalización”, versión castellana, Claves de razón práctica, n.º 109, 2001, pp. 4-11.

33 LLANO, F., El humanismo cosmopolita de Immanuel Kant, cit., p. 155; PÉREZ LUÑO, A.E., “El horizonte actual de los derechos humanos: Educación y Globalización”, Travesías. Política, cultura y sociedad en Iberoamérica, n.º 1, 1996, pp. 14 y 15.

34 Ver PÉREZ LUÑO, A.E., “El horizonte actual de los derechos humanos: Educación y globalización”, cit., pp. 11-18.

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En consecuencia, López García manifi esta que, si la exposición de Habermas es plausible, la senda de la democracia universal puede progre-sar desde premisas que son ciertas, a pesar de los obstáculos que se van presentando en el “mundo de la vida”. Por el contrario, si nos parece el producto de una abstracción, el liberalismo pasará a ser la condensación de la realidad del derecho al voto y la democracia. En medio de este de-bate, surge la posición comunitarista representada, entre otros, por Taylor. Con este planteamiento, lo que dilucida López García es la obtención de una teoría de la democracia no-electiva, esto es, “una democracia de adhesión a unos ideales cualitativos y referenciales que no podemos cues-tionar con nuestro derecho al voto”. Así pues, la pregunta que se le hace a Taylor es si resultaría posible que cualquier cultura que no sea como la nuestra, pero todavía viva en el mundo, pueda ejercer un respeto al ser humano en términos de tal respeto y no en el del suyo propio.

No obstante, esto se debe contextualizar en base a los tres pilares taylorianos: cada persona es única, las personas son transmisoras de cultura y las culturas que son transferidas se diferencian por sus identi-fi caciones pasadas y presentes. De lo que deriva que el pleno reconoci-miento público como ciudadanos iguales puede requerir un respeto a la identidad de cada individuo y otro a las actividades, prácticas y formas de ver el mundo. Por esa razón, la política a la que apela se enraíza en el ideal de la dignidad humana, y tiene como vertientes la protección de los derechos básicos de los individuos y el reconocimiento de sus nece-sidades particulares como miembros de grupos culturales35. Taylor está en contra de las políticas igualitarias que aplican juicios de valor desde unos paradigmas defi nidos a culturas que poseen otros paradigmas. Lo que propugna es romper con los juicios que utilizan un lenguaje determi-nado y que se quiere hacer extensible a las demás culturas, produciendo una homogeneización etnocentrista que impide que el valor relativo de la diversidad cultural afl ore a la superfi cie. El respeto al sujeto no sólo hay que mirarlo desde su valor universal con una perspectiva igualitaria, sino desde el respeto al valor que cada forma cultural encierra, mediante la que cada uno de los individuos expresa su personalidad y humanidad36.

35 GUTMANN, A., “Introducción”, en TAYLOR, Ch., El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, trad. de M. Utrilla de Neira, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, pp. 18, 20 y 21.

36 TAYLOR, Ch., El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, cit., p. 107, y ver ROCKEFELLER, S. C., “Comentario”, en TAYLOR, Ch., El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, cit., pp. 123 y 124. Taylor distingue entre dos tipos

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Pero no todo queda ahí, resta plantearnos cuáles son los benefi cios y obstáculos de una democracia universal, teniendo en cuenta que en la cultura occidental, en la cual nos integramos, ha sido necesaria la ruptura de formas políticas premodernas. Por consiguiente, la cuestión radica en determinar hasta qué grado y cuál sería el camino para lograr una adap-tación al modelo democrático occidental. Con tales fi nalidades, López García realiza una catalogación de los benefi cios y los obstáculos de la democracia. Los benefi cios son que nos constituye como individuos, que formaliza defi nitivamente cualquier idea absoluta o sustancialista de lo social o general, y que permite la refl exión sobre nuestro pasado jerár-quico y el diálogo con el pasado-presente de las comunidades jerárquicas que todavía perviven en el mundo. En relación a los obstáculos que se enumeran, ellos se establecen en orden a las exigencias ejercidas a las comunidades jerárquicas aún existentes en un momento determinado, cuando lo cierto es que nosotros tuvimos un tiempo histórico. Por otro lado, aumenta el escepticismo sobre la democracia y la efi cacia de sus instituciones que son exportadas al resto del mundo. La globalización económica muestra que la democracia es superfl ua.

A este respecto, sería añadible que el movimiento de los derechos humanos es un movimiento transnacional aparentemente uniformizador que, al llegar a la discusión sobre los derechos a la identidad, se ve frac-cionado en la reivindicación al derecho a toda clase de tutela diferenciada en torno a ordenamientos normativos en confl icto37. Mas es ineludible compatibilizar y obtener la pertenencia38. Para ello, el tratamiento de la diferencia se ha de hacer por el reconocimiento de derechos, o por

de liberalismos. Uno sería el tipo 1, el cual está comprometido de forma fuerte con los derechos individuales y con un Estado neutral. El otro sería el tipo 2, que permite un Estado comprometido con la supervivencia y con el florecimiento de una nación, cultura y religión “en la medida en que los derechos básicos de los ciudadanos que tienen diferentes compromisos, o que no los tienen en absoluto, estén protegidos” (ver la redescripción de WALZER, M., “Comentario”, en TAYLOR, Ch., El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, cit., pp. 139 y 140). La versión que favorece es la segunda, pero esa versión ataca los principios liberales en sí y cuestiona el núcleo individualista de la comprensión moderna de la libertad (vid. HABERMAS, J., La inclusión del otro, trad, de J. C. Velasco Arroyo y G. Vilar Roca, Paidós, Barcelona, 1999, p. 191).

37 FERRARI, V., Acción jurídica y sistema normativo. Introducción a la Sociología del Derecho, trad. de A. Greppi, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson, Madrid, 2000, p. 261.

38 PECES-BARBA MARTÍNEZ, G., con la colaboración de R. de Asís Roig, C. R. Fernández Liesa y A. Llamas Cascón, Curso de derechos fundamentales. Teoría general,

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disposiciones en el marco de acciones afi rmativas transformadoras de las causas que originan las desventajas con apoyo en una situación de opresión y carencia de oportunidades vitales, siendo las más relevantes las que apuntan a las aportaciones de la ciudadanía social.

En virtud de lo aducido, se reclama un tipo de gestión que proteja particularmente los derechos de las minorías. En un mundo donde impe-ra la globalización y los localismos, se reafi rma una universalidad en la diversidad y una universalidad en la igualdad con respecto a lo diferente39. A tal efecto, se repara en que hay algunas faltas de reconocimiento: la de que los grupos tienen una identidad cultural compuesta por un conjunto de tradiciones y prácticas y una historia intelectual y estética, y la de que esta identidad entraña un valor de gran relevancia40. Por eso, los grandes problemas y soluciones del défi cit en las técnicas de defensa y de jus-ticiabilidad se han de plasmar en el plano político porque se requieren políticas públicas activas41.

cit., pp. 433-435; RUBIO CARRACEDO, J., “Ciudadanía compleja y democracia”, cit., pp. 27 y 45.

39 AÑÓN ROIG, M.J., “La interculturalidad posible: ciudadanía diferenciada y derechos”, cit., p. 253; HÄBERLE, P., El Estado constitucional, trad. de H. Fix-Fierro, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 2001, pp. 108 y ss.

40 MARTÍNEZ DE PISÓN, J., Tolerancia y derechos fundamentales en las sociedades multiculturales, Tecnos, Madrid, 2001, p. 12; WOLF, S., “Comentario”, en TAYLOR, Ch., El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, cit., pp. 108-109.

41 FERRAJOLI, L., Derechos y garantías. La ley del más débil, cit., pp. 59-65.

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LIBERTAD IDEOLÓGICA Y OBJECIÓN DE

CONCIENCIA*

RAFAEL DE ASÍS

Universidad Carlos III de Madrid

1. LOS VALORES QUE IDENTIFICAN EL SISTEMA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Aunque los derechos humanos, como instrumentos que posibilitan el desarrollo de una vida humana digna, se fundamentan en diferentes valores, dos son los que a lo largo de la historia han servido para expresar su signifi cado: la libertad y la igualdad. El juego entre estos dos valores, al mismo tiempo, ha servido para identifi car diferentes formas de concebir los derechos.

En efecto, es posible referirse a tres proyecciones de la idea de li-bertad que nos permiten identifi car y entender las distintas categorías de derechos. Se trata de la libertad autonomía o como no interferencia, la libertad participación y la libertad promocional.

La libertad autonomía o como no interferencia se identifi ca con la protección por parte del Derecho de un espacio de libertad en el que el individuo puede hacer lo que quiera o escoger lo que quiere hacer. El individuo es soberano en esa parcela y el resto de sujetos y poderes tie-nen la obligación de no interferir esa soberanía. Pertenecen a este grupo derechos como a la vida, al honor, al pensamiento, a la conciencia, a la expresión. Se trata básicamente de los llamados derechos individuales y civiles.

* Este trabajo se ha elaborado en el marco del Proyecto Consolider-Ingenio 2010 “El tiempo de los derechos”. CSD2008-00007.

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La libertad participación se identifi ca con el reconocimiento por parte del Derecho de la posibilidad de participar en la composición y actuación del Poder y también en otras parcelas de la vida social. Detrás de esta libertad esta el principio de autonomía pública. El individuo es soberano para determinar aquello que puede, debe o debe no ser hecho, lo que trasladado a las relaciones sociales implica reconocer su participación a la hora de establecer las normas de los diferentes ámbitos sociales. Pertenecen a este grupo los derechos participación (derechos políticos) en sentido amplio, es decir, sufragio, participación en la empresa, en la economía, en la cultura, etc.

Por último la promocional trata de facilitar instrumentos necesarios y esenciales con los que poder disfrutar de otros tipos de libertades, y por lo tanto para poder hacer o escoger lo que se quiere o para determinar qué es lo que se va a poder hacer o escoger. A este tipo de libertad pertenecen los derechos económicos, sociales y culturales, destacando un grupo, no necesariamente integrado en la categoría anterior, compuesto por aquellos derechos que pueden ser reconocidos por la idea de la integridad física y moral: alimento, sustento, salud, etc.

La mayor o menor relevancia que se conceda a alguna de estas pro-yecciones supone manejar una u otra concepción de los derechos.

Por su parte, la igualdad, referente siempre presente en el discurso justifi catorio de los derechos, y cuya concepción también identifi ca las diversas teorías sobre éstos, posee dos grandes proyecciones en el ám-bito jurídico (en el que se presenta como criterio de distribución de los derechos): la diferenciación negativa y la diferenciación positiva. Ambas parten del hecho de la diferencia humana y, desde él, la primera rechaza un trato distinto basado en determinadas diferencias mientras que la segunda justifi ca ese trato apoyándose en ciertas diferencias.

Junto a la libertad y la igualdad, otro de los rasgos que está presente en el discurso de los derechos es el de la universalidad; rasgo que, por otro lado, también puede ser utilizado para distinguir entre diversas concep-ciones de los derechos. Su papel en la historia de los derechos puede ser descrito aludiendo a dos de los principales procesos que caracterizan su historia: el de generalización y el de especifi cación. El primero expresa el intento de extender a todos los seres humanos el disfrute y la titularidad de los derechos; el segundo expresa la necesidad de reconocer derechos específi cos a grupos y personas. Ciertamente, puede decirse, y así se he hecho por parte de la doctrina, que en ambos procesos no hay una

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35Libertad ideológica y objeción de conciencia

renuncia a la universalidad desde un punto de vista ético, pero si que se renuncia a la universalidad jurídica.

La refl exión anterior pone de manifi esto cómo existen diferentes con-cepciones sobre los derechos pero, además, y esto es lo que me interesa aquí, cómo el discurso de los derechos no es ajeno a la diferencia. Pre-cisamente la atención a la diferencia es, seguramente, uno de los puntos centrales de este discurso que exige, como toda refl exión racional, que se pongan de manifi esto las razones que justifi can el mayor o menor valor de alguna de las proyecciones de la libertad o la relevancia o no de los rasgos o situaciones que sirven para distinguir a los seres humanos.

2. LA JERAQUIZACIÓN DE LOS VALORES Y EL PAPEL DE LA LIBERTAD IDEOLÓGICA Y DE CONCIENCIA EN EL SISTEMA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Establecer una jerarquía entre los tres contenidos de la libertad antes expuestos choca contra uno de los rasgos presentes también en el discurso de los derechos como es el de la indivisibilidad. En virtud de este rasgo, existe una estrecha relación entre todos y cada uno de los derechos que impide priorizar unos sobre otros. Con este principio no se niega que existan colisiones ente los derechos ni que estos puedan verse limitados por otros. Lo que se rechaza es que puedan ofrecerse argumentos gene-rales que permitan desde el principio solucionar estas situaciones desde la mayor relevancia de algunos de los derechos.

En todo caso, conviene advertir que el rasgo de la indivisibilidad de los derechos, expresa una forma de concebirlos que puede chocar con la realidad y con otras maneras de caracterizarlos. Puede chocar con la realidad si se observan algunos sistemas constitucionales de garantía de los derechos y se trata de un postulado rechazado directa o indirectamente por diversas concepciones de los derechos.

Así, si tomamos como referencia el Ordenamiento español, es posi-ble diferenciar las garantías generales de las específi cas. Las primeras, aparecen recogidas en el artículo 1.1 a través de la proclamación del Es-tado Social y Democrático de Derecho, y se constituyen básicamente en principios que defi nen al Estado, necesarios para el mantenimiento de una visión integral de los derechos (entendiendo por tal aquella que asume las tres proyecciones de la libertad antes expuestas). Las segundas suponen

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mecanismos de protección jurídica de los derechos, si bien, su incidencia real sobre éstos posee diferente alcance. Estas garantías pueden ser de regulación, de control y fi scalización, de interpretación y judiciales1.

Pues bien, si nos fi jamos en el alcance que poseen estas garantías, veremos cómo parecen dar prioridad a un conjunto de derechos que se corresponden, en lo básico, con los defi nidos por la libertad autonomía. Así por ejemplo, en lo tocante al desarrollo, son esos derechos, y no el res-to, los que necesitan de Ley orgánica; igualmente, estos derechos son de aplicación inmediata y sólo con la referencia constitucional, cosa que no ocurre por ejemplo con la práctica totalidad de los derechos económicos, sociales y culturales, pueden ser objeto de tutela judicial; pero además, estos derechos, están protegidos por un sistema especial de reforma que no alcanza al resto de los derechos.

En esta línea, aunque en un principio, nuestro Tribunal, sobre todo en su sentencia 53/85, viene a recalcar el papel del derecho a la vida como un prius lógico de los derechos, posteriormente ha situado por encima a la libertad ideológica en conexión precisamente con la autonomía individual. Ello se desprende de las Sentencias 120/90 y 137/90 de este Tribunal que resuelven sendos recursos de amparo y que tratan preci-samente un confl icto abierto entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad. Doctrina que, ha tenido una manifestación ciertamente polémica, en la Sentencia 196/96 de la Audiencia Provincial de Huesca, en donde se viene a afi rmar el principio de disponibilidad de la vida en la persona de un menor de 13 años, amparándose en la libertad ideológica.

Y esta prevalencia de la libertad ideológica surge también del examen de los pronunciamientos de nuestro Tribunal sobre la libertad de infor-mación, considerada en ocasiones como libertad preferente (Sentencia 165/87). Ciertamente, esta consideración es compartida por los derechos del artículo 20 de la Constitución ya que, como también ha señalado el Tribunal Constitucional, estos contribuyen a la formación de la opinión pública que es uno de los pilares de la sociedad libre y democrática al po-seer una carácter irradiante sobre las otras libertades (Sentencias 104/86 y 107/88). Incluso el Tribunal Supremo, en su Sentencia de 25 de abril de 1980 (Ref. Aranzadi 1483) habla del “derecho de expresión y difusión del pensamiento como derecho natural y fundamental de la persona acatado con el criterio liberal del sistema político-social que recoge la vigente

1 Vid. PECES-BARBA, G. y otros, Curso de derechos fundamentales, BOE-Universidad Carlos III de Madrid, Madrid, 1995, pp. 501 y ss.

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Constitución”. Ahora bien, no hay que pasar por alto que esta considera-ción está dando un sentido instrumental a las libertades, con lo que para averiguar si cabe establecer algún tipo de jerarquía entre los derechos, tendríamos que indagar su proyección, es decir, aquello para lo cual se constituyen en instrumento. Un análisis rápido de las decisiones anterio-res nos llevarían a conectar estas libertades con la libertad positiva, pero además también con la libertad negativa. Incluso dentro de esta última podríamos concretar su relación en la libertad ideológica. No en balde, el Tribunal Constitucional ha declarado que la preponderancia de estas libertades deriva de su directa conexión con la libertad ideológica.

Esa consideración de nuestro Tribunal Constitucional se relaciona con la norma de clausura del sistema de libertades a la que se ha referido Luis Prieto Sanchís desde el examen de nuestra Constitución. La argu-mentación del profesor Prieto puede ser expuesta partiendo de la siguiente refl exión: “los derechos ¿son categorías autónomas e independientes entre sí o especifi caciones de un principio/derecho general de libertad?, ¿existe lo que podríamos llamar una norma de clausura del sistema de derechos en cuya virtud todo lo que no está constitucionalmente pro-hibido u ordenado o, mejor dicho, todo lo que no puede ser prohibido o mandado con cobertura constitucional sufi ciente, debe considerarse permitido?”2.

Pues bien, Prieto Sanchís destaca dos formas de resolver este proble-ma. Por un lado estarían aquellos, un ejemplo puede ser el de la fi losofía política de Locke, que conciben las libertades como regla básica del sistema, limitada en ocasiones por concretas prohibiciones o mandatos que tienen que justifi carse. Por otro se situarían aquellos, como es el caso de la fi losofía política de Hobbes, que mantienen que el poder político goza de legitimidad para el establecimiento de normas imperativas con el único límite de los concretos derechos fundamentales.

La primera posición presenta ciertas ventajas como las derivadas de la comprensión de las competencias del poder legislativo como compe-tencias limitadas y al mismo tiempo, permite afi rmar el carácter abierto del catálogo de los derechos fundamentales. Si afi rmamos la existencia de un principio de libertad que se sitúa en el vértice del sistema, a través de él van a poder ser incorporados derechos no enunciados en el texto

2 PRIETO SANCHÍS, L., Estudios sobre derechos fundamentales, Debate, Madrid, 1990, p. 157.

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constitucional de forma precisa. Pero, ¿existe tal principio en nuestro Ordenamiento?

Según Luis Prieto, esta pregunta puede contestarse en sentido afi rma-tivo y ello por varios motivos tales como la presencia de la libertad entre los valores superiores o, la importancia de los derechos fundamentales en el sistema jurídico-político. Pero la razón principal que permite con-testar en ese sentido reside en que, según este autor, existe un derecho constitucional que puede ser entendido como el fundamento de esa norma de clausura: “el fundamento de la requerida norma de clausura puede ha-llarse en un derecho constitucional en sentido estricto, integrado además en la categoría de los derechos más resistentes; me refi ero a la libertad de conciencia implícitamente comprendida en la libertad ideológica del art. 16.1 [...]”3. La consecuencia más importante de esta presencia consistiría en extender la exigencia de justifi car la necesidad, proporcionalidad y adecuación de aquellas medidas que limitan el ejercicio de los derechos fundamentales, a cualquier norma que limite la libertad, y muy en parti-cular, la libertad de conciencia.

En este sentido, puede afirmarse que desde el punto de vista del fundamento y del concepto de los derechos, es posible exaltar el valor autonomía entendida tanto como posibilidad de elección de planes de vida (autonomía privada) cuanto como posibilidad de determinar el marco público en el que desarrollar los planes de vida (autonomía pública). Ello implica asignar una igual dignidad a todos los seres humanos y un valor universal a la vida humana digna, lo que se traduce en el respeto a la libertad de conciencia desde la protección de la autonomía pública y privada.

La libertad de conciencia es un derecho que protege la actuación li-bre o autónoma de las personas en la vida individual y social de acuerdo con las prescripciones de la conciencia moral de cada sujeto. En este sentido se trata de un derecho que no protege sólo poder pensar y creer sin ataduras sino también poder actuar de forma coherente con las pro-pias convicciones. E independientemente de que se trata de un derecho que nace bajo la forma de la libertad religiosa (y antes incluso como tolerancia religiosa), en la actualidad es un derecho secularizado (en el sentido de que toma como referencia un código moral, ya sea este de índole religiosa o no).

3 Ibidem, p. 162.

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El valor preferente de la libertad de conciencia en los sistemas cons-titucionales implica la no justifi cación de la diferenciación negativa o positiva por motivos religiosos o morales. No obstante, como ocurre con cualquier derecho, la libertad de conciencia no posee un carácter abso-luto, pudiendo encontrarse con límites el su relación con otros derechos o bienes constitucionales.

3. LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA COMO MECANISMO DE PROTECCIÓN DE LA LIBERTAD IDEOLÓGICA

La objeción de conciencia puede ser entendida como el derecho que permite el incumplimiento de obligaciones por razones de conciencia. Se trata de un derecho que supone la asunción de la idea de que las de-cisiones mayoritarias, o si se prefi ere apoyadas en el consenso, pueden afectar en determinados casos, a los individuos, llegando a situarse, en ocasiones, frente a su conciencia.

Si atendemos a lo que podríamos denominar como requisitos de confi guración de la objeción de conciencia, convendremos en que la misma requiere dos elementos: a) existencia de una obligación jurídica; b) presencia de una norma (entendida en sentido amplio) que permita no cumplir esa obligación, que es lo mismo que existencia de un apoyo jurídico.

En nuestro Ordenamiento, a través del artículo 30.2 de la Constitu-ción se ha reconocido el derecho a la objeción de conciencia al servicio militar, si bien, amparándose en otras disposiciones, como el artículo 16 (referido a la libertad de ideológica), este derecho se ha extendido a otras situaciones. El mismo Tribunal Constitucional que, en este tema ha desarrollado una jurisprudencia importante (aunque en ocasiones un tanto incoherente), afi rmó en su Sentencia 53/85 de 11 de abril, dentro de fundamento jurídico 14: “No obstante, cabe señalar, por lo que se refi ere al derecho a la objeción de conciencia, que existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La ob-jeción de conciencia forma parte del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16,1 de la Constitución y, como ha indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de derechos funda-mentales”.

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Sin embargo, en otras ocasiones el Tribunal Constitucional (sirva de ejemplo su Sentencia 161/87 de 27 de octubre) parece manejar otra idea al añadir un nuevo elemento a los dos antes enunciados sobre la objeción: la necesidad de renunciar a un derecho fundamental (el derecho a no declarar sobre tu ideología).

Así, desde un punto de vista doctrinal, la objeción de conciencia podría fundamentarse en el artículo 16 de la Constitución, por lo que jugaría de lleno el derecho a no declarar sobre la propia ideología. En este sentido, el objetor no tendría que justifi car su objeción sino que sería el Estado quien tendría que demostrar la inexistencia de razones de concien-cia. En cambio, desde la confi guración del Tribunal Constitucional (en la Sentencia anteriormente apuntada), la objeción no podría ya vincularse al artículo 16. El objetor tendría que renunciar precisamente a este derecho, por lo que la norma legitimante de la objeción sería el artículo 30.2 del texto constitucional. De esta forma, se limita la confi guración doctrinal de este derecho, dato a tener en cuenta a la hora de examinar el recono-cimiento de otras formas de objeción por parte del Tribunal.

Entre las dos opciones posibles, creo que es más coherente con el sig-nifi cado de este derecho en el discurso de los derechos humanos, optar por la primera y, por tanto, vincularlo a la libertad ideológica y de conciencia. En este sentido, se presenta como un criterio legitimador del propio siste-ma de derechos al proteger la conciencia de los individuos incluso frente a algunos de los instrumentos o valores que se derivan de este. Dicho de otra manera, es posible afi rmar que cuanto mayor sea el alcance de este derecho, mayor legitimidad posee el sistema de los derechos.

Ahora bien, como ocurre con todos y cada uno de los derechos, se trata de un instrumento que posee límites y por tanto, que no puede ser entendido como un derecho absoluto. Por eso, a pesar de su importan-cia, no parece posible compartir la tesis de que sea posible hablar de la existencia de un derecho general a la desobediencia tomando como referencia lo dispuesto en la Constitución española. En este sentido se ha expresado Marina Gascón, concibiendo al sistema español como sistema que propugna la libertad como regla y las obligaciones como límites a esa libertad. Para la profesora Gascón, puede hablarse, en principio, de un “derecho general –prima facie– a comportarse de acuerdo con los dictados de la propia conciencia, siempre y cuando no se vulnere ningu-na obligación jurídica”. Si ésta existe, “el caso habrá de ser considerado como un problema de límites al ejercicio de derechos fundamentales,

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esto es, como un problema de colisión entre el derecho individual y los valores protegidos por el deber jurídico”. En defi nitiva, concluye afi r-mando: “cuando alguien incumple una obligación jurídica, alegando para ello motivos de conciencia, el juez no debe sancio nar sin más, sino que viene obligado a examinar si ese deber jurídico, limitador del derecho de libertad de conciencia, está justifi cado. En otras palabras, ha de com-probar si la medida incumplida es adecuada para la protección del bien que se quiere tutelar, teniendo en cuenta, además, como límite esencial de la conducta desobediente, que no se violen derechos ajenos” 4. El propio Tribunal Constitucional, en la Sentencia 161/87 de 27 de octubre ha afi rmado: “La objeción de conciencia con carácter general, es decir, el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese cumplimiento contrario a las propias convic-ciones, no está reconocido ni cabe imaginar que lo estuviera en nuestro Derecho o en Derecho alguno, pues signifi caría la negación misma de la idea del Estado. Lo que puede ocurrir es que sea admitida excepcional-mente respecto a un deber concreto”.

Al igual de lo que ocurre con el resto de derechos, las limitaciones a la objeción de conciencia pueden derivar de su colisión con otros derechos o con otros bienes y valores, aunque en este caso, dada la relevancia del derecho, el examen de las situaciones y de los argumentos debe ser espe-cialmente cuidadoso. Con carácter general, las limitaciones a la objeción de conciencia pueden derivar tanto del contenido de las obligaciones como de los titulares del derecho.

Ejemplos del primer tipo de limitaciones pueden ser los de la obli-gación de defensa, de contribución al gasto público o de promoción y defensa de los derechos. La satisfacción de las dos primeras obligaciones es necesaria para el mantenimiento del Estado, agente imprescindible para el desarrollo de los derechos. Ahora bien, esta relevancia no tiene como consecuencia la imposible justifi cación de ciertas formas de cum-plimiento de la obligación que permitan favorecer o aminorar las posibles consecuencias sobre la conciencia. A modo de ejemplo es posible así referirse a la justifi cación de objeciones de conciencia selectivas (por ejemplo negarse a defender al Estado a través de las armas o negarse a que la contribución al gasto público sea destinada para fi nes bélicos).

4 GASCÓN ABELLÁN, M., “Notas sobre la existencia de un posible derecho general a la desobediencia”, XII Jornadas de Filosofía Jurídica y Social: Obligatoriedad y derecho, Universidad de Oviedo, Oviedo, 1991, pp. 281-292.

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Y en lo que se refi ere a la obligación de promoción y defensa de los derechos, tampoco parece posible justifi car una objeción general frente a esta obligación.

Ejemplos del segundo tipo de limitaciones pueden ser el de los fun-cionarios o los jueces; sujetos que realizan una actividad especial en el ámbito de los servicios públicos.

En todo caso, existen situaciones en la actualidad que plantean serias dudas sobre el alcance de la objeción. Me voy a referir a dos de estas situaciones, que volverán a ser objeto de tratamiento en este volumen, y que denominaré como la cuestión educativa y la judicial.

4. LA CUESTIÓN EDUCATIVA: LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA Y LOS DERECHOS HUMANOS

La introducción de la asignatura “Educación para la ciudadanía y los derechos humanos” ha causado una enorme polémica que, en muchas ocasiones, posee un indudable perfi l de lucha política. La respuesta a su implantación, por parte de algunos sectores de la opinión pública, se ha traducido en la reivindicación de la objeción de conciencia. Indepen-dientemente de la existencia de sentencias que niegan dicha posibilidad, y de alguna sentencia (como por ejemplo la sentencia de 4 de marzo de 2008, del Tribunal Superior de Justicia de Sevilla, Sala de lo Contencioso-Administrativo) que la afi rma, e independientemente también de que esta reivindicación parece moverse más en el terreno de la desobediencia civil que en el de la objeción de conciencia, es importante, a la hora de pronunciarse, tener en cuenta las refl exiones efectuadas sobre la libertad de conciencia y proyectarlas sobre su posible invocación en el ámbito de la educación.

En relación con el sistema educativo, parece estar fuera de toda duda que su fi nalidad debe ser la de informar y la de formar. La enseñanza en general, debe ser capaz de compaginar estos dos fi nes, lo que implica ser conscientes de la necesidad de que el sistema educativo sea, también, una herramienta para formar a buenos ciudadanos o, si se prefi ere, a buenas personas. Precisamente por eso, no son de recibo por irreales y por des-acertadas, aquellas posiciones que pretenden separar la educación de la consecución de personas íntegras desde un punto de vista ético, que es lo que parece desprenderse de la Sentencia de 4 de marzo de 2008, cuando

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se crítica la introducción de enseñanzas sobre ética, conciencia moral y cívica, valores, etc.., que, además, ya están presentes en otras asignaturas y que, paradójicamente, son los referentes que justifi can tanto la propia actuación en conciencia y, por tanto, la posibilidad de objetar, cuanto el propio fundamento del fallo. Creo no estar equivocado en considerar que la mayoría de los ciudadanos deseamos que los centros educativos, ade-más de formar profesionalmente a los alumnos, los formen éticamente.

Ciertamente, el desacuerdo puede aparecer en relación con el modelo ético que debe orientar esa formación. Desde la aprobación de la Cons-titución, ese modelo ético se ha venido correspondiendo precisamente con aquel que esta mantiene y con los valores que esta fundamenta. Así, desde lo dispuesto en nuestra Carta Magna, corresponde a los poderes públicos la programación de un sistema educativo basado en el respeto a los derechos.

Así las cosas, la inclusión de una asignatura como “Educación para la ciudadanía y los derechos humanos” no tendría por qué presentar gra-ves problemas. Sin embargo, como señalaba al comienzo, esto no es así. Dicha inclusión ha suscitado importantes reservas y la reivindicación de la utilización de la objeción de conciencia frente a su instauración. Creo que esta respuesta se ha visto favorecida por una actuación del Gobierno de la Nación susceptible de ser cuestionada tanto por su indefi nición, su tibieza, la ausencia de información al profesorado y, lo que es más grave, la ausencia de formación al profesorado. Pero más allá de lo anterior, parece necesario plantearse la justifi cación o no del recurso a la objeción de conciencia.

Señalaba antes que el ámbito educativo está presidido por el sistema de los derechos. Esto quiere decir que en este ámbito debe protegerse también la libertad de conciencia en el sentido que venimos especifi cando y por tanto de manera cuidadosa. Con carácter general, dicha protección es en este ámbito algo más compleja y singular, ya que puede conducir a situaciones de difícil acomodo en el sistema de derechos y, por tanto, en el propio Ordenamiento jurídico. Así por ejemplo, podrían darse si-tuaciones de alegación de la objeción de conciencia ante las asignaturas de Historia de España, a la vista de las diferencias existentes entre las maneras en las que esta puede ser explicada en una u otra Comunidad. Lo mismo podría suceder en relación con la Biología o incluso con la Economía. Y algo más relacionado con el caso que nos ocupa, podría también proyectarse esta situación frente a la Ética o, de manera más

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concreta, frente a los contenidos transversales referidos a los derechos, a la igualdad y a otros valores.

En todo caso, en la cuestión que nos ocupa, hay un aspecto que con-viene no dejar a un lado. En lo casos de objeción de conciencia respecto a una asignatura, lo que se está protegiendo realmente es la conciencia de los padres o, si se prefi ere, la de los hijos desde una toma de postura que es la de sus padres. Esto, sin duda, tiene importantes repercusiones ya que, los derechos de los niños, como es sabido, están presididos por el principio del interés superior del niño que limita el poder de los padres. Así, aunque el derecho de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos, es un derecho reconocido nacional e internacionalmente, puede verse limitado por la existencia de dicho interés. Por ejemplo, parece que este derecho caería si lo que se pretende es que el niño reciba una educación que discrimine por razón de sexo o que justifi que un daño a la integridad física. En defi nitiva, y con carácter general, puede decirse que ese derecho, en principio encuentra sus límites frente a propuestas que violentan los derechos y, por tanto, tiene también difícil acomodo frente a planteamientos en los que estos se basan (como por ejemplo los de la asignatura que nos sirve de referencia). No debemos pasar por alto que, la presencia de derechos y de los valores en los que estos se asientan, introducen una perspectiva en este debate que ha sido pasada por alto, la de la legitimidad, que conlleva la posible existencia de razones morales para obedecer al Derecho5. Y ello independientemente de que el sistema de derechos admita diferentes interpretaciones y pueda acomodarse a distintas ideologías; aspecto este que, de nuevo en este caso, parece ha-berse tenido en cuenta, al menos en la estructura de las escuelas privadas, mediante la adaptación de los contenidos al ideario del centro (salvo que se argumente que el ideario se enfrenta radicalmente al sistema de los derechos, en cuyo caso, no cabe esgrimirlo).

Pero más allá de esto, habría que averiguar donde estás los proble-mas en relación con el contenido. No parece que pueda haberlos con la Constitución, tampoco debería haberlo con la descripción del Derecho vigente (al igual que ocurre con otras asignaturas), tampoco con algunos temas que antes se explicaban de manera transversal o en otras asigna-turas como la de Ética. El argumento válido para casos estándar de la libertad de conciencia, en el sentido de la carga de la argumentación y que

5 Vid. FERNÁNDEZ, E., La obediencia al Derecho, Cívitas, Madrid, 1998, p. 72.

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antes señalé, pierde fuerza a la vista de las dimensiones de la cuestión6. Hay que saber donde está el problema para atajarlo y tratarlo. Por eso, el examen de esta problemática exige saber algo que todavía no sabemos: qué parte del contenido es el que plantea problemas de conciencia. La Sentencia de 197/2008 de 11 de febrero del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, que desestima un recurso presentado contra la resolución del Consejero de Educación y Ciencia del Consejo de Gobierno del Principado de Asturias que negaba la objeción de conciencia frente a esta asignatura, viene a subrayar lo anterior afi rmando, además, que los enunciados de la asignatura no pueden catalogarse de inconstitucionales de manera genérica.

Uno de los movimientos más activos en la promoción de esta obje-ción de conciencia, el Foro Social de la Familia, ha centrado sus ataques afi rmando que la asignatura introduce materias como las referentes a modelos de familias y matrimonio, orientación afectivo-sexual y otras propias de la ideología de género como la lucha contra los prejuicios homófobos. En este sentido, se afi rma que la objeción de conciencia es un mecanismo que permite garantizar que nuestros hijos son educados en materias de hondo calado moral y personal conforme a los criterios que los padres consideramos más idóneos para su felicidad personal y acierto en la vida y no conforme a los criterios ideológicos de un gobernante o profesor cualquiera. Se trata en defi nitiva, según este colectivo, de un mecanismo para defender a nuestros hijos de la contaminación ideológica por parte de extraños.

Ciertamente, la argumentación anterior puede ser extendida a más asignaturas y no sólo a la que estamos examinando. Pero en todo caso, e independientemente de la indeterminación de los contenidos que se critican, es posible afi rmar que todos ellos pueden tener cabida en el en-tramado constitucional. Por eso, no parecen existir argumentos fuertes, más allá de las posibles extralimitaciones que pueda haber con profesores específi cos (a lo que habrá que esperar y demostrar). Difícilmente el sistema puede aceptar una objeción de conciencia general frente a unos contenidos que están presentes en el propio sistema, lo que no obsta para que, en el caso concreto y por el uso que se haga de esos contenidos, puedan justifi carse una serie de medidas y, llegado el caso, la objeción de conciencia.

6 Dimensión que no ha tenido en cuenta la Sentencia de 4 de marzo de 2008.

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La protección de la conciencia puede darse en situaciones límites y, así, la respuesta frente a estas situaciones no creo que deba ser la de negar de plano la posibilidad de objetar en conciencia. La objeción de conciencia enriquece la legitimidad de la Democracia. La importancia de la libertad de conciencia obliga a examinar los casos y a actuar en coherencia con el sistema de los derechos. Y esto implica la obligación de estudiar la existencia real del confl icto y en su caso, la posibilidad de acceder a la objeción. Claro está que todo ello debe hacerse desde dos presupuestos. El primero tiene que ver, como ya señalamos, con la difi cultad de justifi car una objeción de conciencia frente a los propios contenidos constitucionales expresados a través de los derechos (algo que parece estar detrás de muchas de las posiciones que justifi can su uti-lización y que permite alterar el funcionamiento normal de este derecho pasando la carga de la prueba a quien lo alega); el segundo tiene que ver con el resultado del ejercicio de dicha objeción, que no es otro que su plasmación en el currículum del alumno7.

5. LA CUESTIÓN JUDICIAL: LA OBJECIÓN DE LOS JUECES

Otra de las cuestiones de interés relacionadas con los límites a la objeción de conciencia es la relativa a la posibilidad o no de su uso por parte de los jueces. En defi nitiva se trata de analizar si la objeción de conciencia es o no compatible con la actividad judicial y si, en caso afi r-mativo, existe una cobertura legal para la misma. Hay una primera nota inherente al poder judicial que nos lleva a matizar o a acotar el objeto de la investigación, y que no es otra que el principio de sometimiento al Derecho. A través de este principio, esencial en la actividad judicial, parece que hay que descartar desde el inicio, la posibilidad de hablar de un reconocimiento de la objeción de conciencia que permita al juez tomar una decisión contraria al Derecho. Es decir, parece imposible llegar a justifi car que, en el enjuiciamiento de un caso, el juez se aparte de razones estrictamente jurídicas apoyando su decisión en argumentos de otra índole que supongan una transgresión del Ordenamiento. El juez puede argumentar e interpretar las normas a través de razonamientos

7 Esto es algo que el objetor debe estar dispuesto a aceptar ya que, de no ser así, se trataría más bien de una desobediencia civil y, por tanto, debería ser examinado desde otros presupuestos. Vid. la distinción en González Vicén, Felipe, “La obediencia al Derecho. Una anticrítica”, Sistema, n.º 65, 1985, p. 109.

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ético-sociales, si bien siempre tendrán que estar referidos a algunas disposiciones jurídicas. Lo que no cabe es afi rmar su competencia para separarse de las normas dando una solución contraria al Derecho, y ha-cerlo alegando la objeción de conciencia.

Las normas y las decisiones jurídicas pueden, en algunos casos, no parecernos correctas desde un punto de vista moral o político. Ante ellas, la postura más racional por parte del jurista es la de adoptar un plantea-miento crítico. Pero de ello no cabe deducir que el juez pueda salirse del Ordenamiento en su argumentación; que, cuando considere que la solu-ción jurídicamente correcta no lo es desde el punto de vista ético, deba adoptar una decisión extrajurídica o, mejor, antijurídica.

Un supuesto distinto es el del juez que, frente a una norma jurídica que considera incorrecta por razones de conciencia, decide apartarse del caso. En este supuesto, el juez no incumple directamente la norma que considera incorrecta. Ahora bien, la cuestión es si incumple otras normas relativas a su función y si, además, esta actuación puede ser presentada en el ámbito de la objeción de conciencia.

En principio, y en relación con lo primero, parece que una actuación de este tipo iría en contra de la obligación del juez de resolver. Sin embar-go, existen tradicionalmente instituciones jurídicas que permiten al juez apartarse del conocimiento de los casos. La cuestión es si la conciencia puede ser un argumento que juegue en este sentido.

El artículo 217 de la Ley Orgánica del Poder Judicial dispone: “El juez o el magistrado en quien concurra alguna de las causas establecidas legalmente se abstendrá del conocimiento del asunto sin esperar a que se le recuse”. Por su parte, el artículo 219 de ese mismo cuerpo legal seña-la, las causas de abstención y, en su caso, de recusación. Entre ellas me interesan dos especialmente: la existencia de interés directo o indirecto y la posibilidad de haber formado criterio previo sobre el asunto por haber ocupado algún cargo8.

La jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Constitucional ha perfi -lado con claridad el signifi cado y sentido de estas dos garantías. Tanto la abstención como la recusación son institutos jurídicos que suponen una

8 Vid. ROMBOLLI, R., “L’interesse politico come motivo di recusazione del giudice”, Rivista di Diritto Processuale, 1982, pp. 473 y 474; Lacasta-Zabalza, J. I., “Decisión judicial e incidente de recusación por motivos ideológicos”, Anuario de Filosofía del Derecho,

nueva época, t. I, 1984.

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incapacidad subjetiva del juez, por la que se presupone su parcialidad, esto es, la falta de austeridad, respetabilidad, incorruptibilidad, rectitud, imparcialidad, ecuanimidad, neutralidad, serenidad, ponderación y des-interés. Ambas, por tanto, están destinadas a proteger la imparcialidad, a la que el Tribunal Supremo, en Sentencia de 29 de abril de 1985 (Ref. Aranzadi 2144) se ha referido como: “sinónimo de los demás valores inherentes en la mecánica jurídica, confianza, equilibrio, sensatez y mesura, por contrapuestos al encono, la inquina, la animadversión o la hostilidad, porque lo que no puede caber la menor duda es la necesidad, incuestionable e imprescindible, de que por encima de cualquier recelo o suspicacia, prevalezca siempre la más perfecta de las Justicias, o la más perfecta de las imperfecciones humanas, en garantía del auténtico Estado de Derecho que todo el sistema constitucional ofrece felizmente hoy”.

La relación de la imparcialidad con la abstención y la recusación, así como con el artículo 24 de la Constitución, ha sido recalcada, por nuestro Tribunal Constitucional, califi cándola incluso como garantía fundamental de la Administración de Justicia. En efecto, en su Sentencia 145/88 de 12 de julio, dentro del fundamento jurídico 5º, refi riéndose a las garantías de nuestro sistema procesal, el Tribunal Constitucional ha afi rmado: “Entre ellas fi gura la prevista en el artículo 24.2, que reconoce a todos el derecho a un juicio público... con todas las garantías, garantías en las que debe incluirse, aunque no se cite en forma expresa, el derecho a Juez imparcial, que constituye sin duda una garantía fundamental de la Administración de Justicia en un Estado de Derecho... A asegurar esa imparcialidad tienden precisamente las causas de recusación y de abs-tención que fi guran en las leyes” 9.

En defi nitiva, como ha señalado también el Tribunal Supremo en su Sentencia de 9 de junio de 1980 (Ref. Aranzadi 2570), si bien refi rién-dose a la recusación aunque con argumentos claramente trasladables a la abstención, la “`ratio essendi’ de esta institución, según la doctrina dominante, estriba en la necesidad de eliminar los recelos o sospechas nacidos de la condición humana del Juez, conectados normalmente con pasiones o intereses, estimando que no es conveniente que el citado Juzgador pueda perder la serenidad de juicio, aun involuntaria o incons-

9 Vid. la misma argumentación en las Sentencias de este Tribunal, 164/88 de 26 de septiembre, 11/89 de 24 de enero y 98/90 de 24 de mayo.

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cientemente, cuando un interés o pasión personal se interfi era en su recto e íntegro criterio” 10.

Como se desprende de este conjunto de decisiones jurisprudenciales sobre la abstención y la recusación, ambas se presentan como mecanis-mos que poseen una relevancia fundamental en el funcionamiento del Po-der judicial. Las notas que las defi nen y su relación con la imparcialidad, uno de los principios básicos de la organización judicial en el Estado de Derecho, hacen que se constituyan en una de las garantías que permiten hablar de juicio justo.

Si observamos el sentido de la abstención, ésta se presenta como un mecanismo judicial por el que un juez puede apartarse de un proceso cuando entienda que concurre en él alguna nota que le convierte en su-jeto parcial. Se trata de una parcialidad especial, ya que la misma podría incluso determinar una actuación contraria al Derecho, por lo que la actitud del juez al abstenerse es completamente coherente con los valo-res y principios que presiden un Estado de Derecho y, por ende, con los que rigen el sentido de la actividad judicial. Desde este punto de vista, existen al menos dos motivos para abstenerse que puede relacionarse con la objeción de conciencia, el tener interés directo o indirecto o criterio formado. Me referiré al primero de los motivos ya que las conclusiones a las que lleguemos son trasladables al segundo.

Podría plantearse así que, ante determinado proceso, un juez se abs-tuviese de conocer alegando un interés directo o indirecto o un criterio formado (claro está enfrentado al Derecho) en la causa por motivos de conciencia. Para incluir en esta causa motivos de conciencia habrá que analizar su signifi cado. En este sentido, tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional, se han referido en algunas sentencias al interés directo o indirecto, si bien básicamente desde la perspectiva de la recusación. Así, en el segundo considerando de la Sentencia de 28 de junio de 1982 (Ref. Aranzadi 3581) del Tribunal Supremo, se dice (respecto a la recusación): “Que, por interés directo o indirecto en la causa..., se ha de entender la confusión de los conceptos de Juez y parte, dado que el proceso y la re-solución fi nal que en él se dicte suponen una carga o perjuicio, o, antes al contrario, una ventaja o utilidad, para el organismo jurisdiccional, de tal modo que, dicha resolución, afecta, mediata o inmediatamente, de modo próximo o de manera remota, a la persona o bienes del recusa-

10 El subrayado es mío. En sentido similar se ha expresado el Tribunal Constitucional, por ejemplo, en su Sentencia 44/85 de 22 de marzo, dentro del fundamento jurídico 4.º.

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do..., debiendo desde luego, tratarse de un interés meramente personal, bien individual, bien gracias a formar parte el recusado de una persona jurídica de naturaleza privada, sin que pueda equipararse, a la causa de recusación estudiada, el denominado interés ideológico u otros de carácter general o abstracto, los cuales de prosperar, impedirían, a todos los integrantes de la Carrera judicial, por uno u otro motivo, más o menos especioso, conocer de cualquier clase de proceso o causa”11.

Por su parte, en el primer considerando de la Sentencia del Supremo de 9 de junio de 1980, recogiendo la jurisprudencia de la de 29 de noviem-bre de 1969 de ese mismo Tribunal, se señala que los motivos de la recu-sación deberán ser probados, es decir, habrá que demostrar claramente su existencia, “a cuyo fi n, debe operarse con criterios axiológicos y reglas de común experiencia, que permitan conocer, si es creíble, la ausencia del desempeño de una objetiva función, que sin afectar a la moralidad y prestigio del Juez, pudiera ser causa, generalmente inconsciente, de su parcialidad decisoria”12.

Por último, en la Sentencia de 21 de octubre de 1986 (Ref. Aranzadi 5714) del Tribunal Supremo, se afi rma, que en caso de recusación, “la labor judicial se constriñe a examinar si unos elementos de hecho, va-lorados conforme a reglas de experiencia, pueden infl uir dañosamente sobre el ánimo de `cualquier’ Juzgador, independientemente de que pudiera superar, por la fuerza moral que posea, el riesgo o peligro de in-currir en parcialidad”. Añadiendo, por otro lado: “Son principios rectores de la regulación legal el carácter taxativo de las causas de recusación ya apuntado, que no admite interpretación extensiva o analógica; refe-rirse, asimismo, a relaciones interpersonales, sin que puedan invocarse relaciones entre personas por su pertenencia a partidos o asociaciones rivales, creencias religiosas opuestas, a Corporaciones o clases de estado en confl icto, o incluso a familias enfrentadas, mientras las rela-ciones no se hayan traducido en actos recíprocos de los individuos que las forman..”13.

Ciñéndonos a los pronunciamientos del Supremo, el signifi cado del interés directo o indirecto, respecto a la recusación, tendrá que ser deter-minado siguiendo los siguientes puntos:

11 La cursiva es mía.12 La cursiva es mía.13 La cursiva es mía.

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a) Operarse con criterios axiológicos y reglas de común experien-cia.

b) Que se produzca la confusión de los conceptos de Juez y parte (violación del principio nemo index in causa propria).

c) Que la resolución fi nal suponga una carga o perjuicio, o, una ventaja o utilidad, para el organismo jurisdiccional.

d) Que la resolución, afecte, mediata o inmediatamente, de modo próximo o de manera remota, a la persona o bienes del Juez.

e) Tener en cuenta el carácter taxativo de las causas, que no admite interpretación extensiva o analógica.

f) No pueden invocarse relaciones entre personas por su pertenencia a partidos o asociaciones rivales, creencias religiosas opuestas, a Corporaciones o clases de estado en confl icto...

g) No tiene cabida en la recusación el interés ideológico u otros de caracter general o abstracto.

Si nos situamos, en el caso de la existencia de razones de conciencia y examinamos los puntos anteriores, parece que el punto g) elimina la posibilidad de su alegación. Esta interpretación se vería confi rmada si atendemos al tenor literal de dos pronunciamientos del Tribunal Cons-titucional, que se han centrado en el signifi cado y alcance del interés directo o indirecto. Así, en el Auto 358/83 de 20 de julio, el Tribunal, en el fundamento jurídico 2.º, afi rma: “Nadie puede, pues, ser descali-fi cado como juez en razón de sus ideas y, por tanto, en el caso presente no resultaría constitucionalmente posible remover a los Magistrados recusados, aún cuando fueran ciertas las actitudes que se les atribuyen. Y, en consecuencia, toda prueba acerca de la certeza o incerteza de las mismas, resulta impertinente y ociosa”14. Más signifi cativa es si cabe, la opinión del Tribunal en un Auto anterior, el 195/83 de 4 de mayo, donde se aborda claramente este problema Así, en el fundamento jurídico 3.º, puede leerse: “El problema que, desde el punto de vista constitucional, plantea el incidente de recusación propuesto por el demandante es el de si, aún estimando que concurriese la ̀ enemistad ideológica’ que denuncia, podría afi rmarse que tal actitud anímica constituiría el `interés directo o indirecto’ al que se alude en el número 9, del artículo 54 de la Ley de

14 La cursiva es mía.

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Enjuiciamiento Criminal”. La respuesta a esta cuestión, por parte del Tribunal es negativa, afi rmando en el mismo fundamento jurídico: “En el sistema de valores instaurado por la Constitución de 1978, la ideología es un problema privado, un problema íntimo, respecto al que se reconoce las más amplia libertad, como se desprende de los números 1 y 2 del ar-tículo 16 de la propia Constitución española. Las ideas que se profesen, cualesquiera que sean, no pueden someterse a enjuiciamiento, y nadie, como preceptúa el artículo 14 de la Constitución española, puede ser discriminado en razón de sus opiniones”. En este sentido, continua el Tribunal, diciendo: “Hallándose pues sustraída la ideología al control de los poderes públicos y prohibida toda discriminación en base a la misma, es claro que las opiniones políticas no pueden fundar la apreciación, por parte de un Tribunal, del interés directo o indirecto que el artículo 54.9 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal conceptúa como causa de recusación”15.

Por lo tanto, en virtud de la jurisprudencia del Tribunal Constitu-cional, no cabría en ningún caso incluir dentro del denominado interés directo o indirecto como causa de recusación, opiniones o convicciones ideológicas. En este sentido se ha expresado también una parte importan-te, con alguna excepción, de la doctrina procesalista16. Sin embargo, es en este punto donde cobra cierta importancia la distinción entre el sentido de la abstención y el de la recusación.

Ciertamente, la restricción de este sentido del interés directo o indi-recto en el caso de la recusación tiene cierto sentido, aunque, no parece que existan razones para apartar esa consideración en todos los casos, sobre todo, si su presencia llega a convertir al juez en sujeto parcial. No obstante, parece lógico que se exprese esa restricción con el fi n de no promover la recusación sin causa justifi cada y con razones sufi cientes. Por otro lado, como el Tribunal Supremo ha expresado, en caso de que se produzca una decisión parcial, existen una serie de garantías que inciden de manera directa en la actuación del juez, y que van desde los recursos hasta la exigencia de responsabilidad criminal.

Ahora bien, no parece que este razonamiento sea trasladable a la abstención. En ella es el propio juez quien estima que se encuentra bajo

15 La cursiva es mía.16 Vid. en este sentido ROMBOLLI, R., “L’interesse politico come motivo di recu-

sazione del giudice”, cit., p. 476, donde se mencionan algunas obras en las que se defienden la inclusión de motivos morales y políticos en esta causa.

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determinados condicionantes que le impiden ser imparcial y, por lo tanto, que tiene determinado interés en la causa. Ciertamente sería un interés ideológico y abstracto, pero sufi ciente para que, a juicio del propio juez, pudiese aparecer algún indicio de parcialidad. No es que estuviésemos extendiendo el concepto de interés directo o indirecto a través de una interpretación analógica o extensiva del mismo, sino que se trataría de uno de los sentidos de las causas taxativamente enumeradas por la ley.

En estos supuestos, la primacía del valor de la imparcialidad en la tarea judicial es clara. Cualquier motivo que pueda ser contrario a ella, en virtud del sentido y signifi cado de las normas constitucionales, es lo sufi cientemente relevante como para permitir una actuación tendente a su desaparición.

Un juez, en la resolución de determinada controversia podría alegar poseer un interés directo o indirecto apoyado en razones de conciencia, que le haría no ser imparcial. Esta actuación, como se observará está estre-chamente ligada al signifi cado de la objeción de conciencia. No obstante, también hay diferencias importantes. Entre ellas, tal vez la fundamental es que la abstención no es tanto un derecho cuanto una obligación. Así la ha defi nido Victor Fairén, señalando que: “La abstención es el deber (más bien, obligación) de cada juez de apartarse del conocimiento de un juicio en concreto, por considerarse parcial”17.

La abstención no sería más que el cumplimiento de una obligación jurídica, aunque el motivo de su cumplimiento estuviese erradicado en razones de conciencia, con un apoyo legal, y cuyo resultado fuese el incumplimiento de otra obligación jurídica18. Esto puede llevarnos a di-ferenciar dos momentos o fases en relación a la abstención, en el primero estaría presente la idea de derecho y en el segundo la de la obligación. Nótese, sin embargo, que la perspectiva del derecho es sólo incidental en relación a esta fi gura, cuyo signifi cado preciso se decanta más bien hacia el sentido de la obligación.

Parece así que la negativa a reconocer una determinada forma de relevancia a la conciencia del juez (aquella que supone no una actuación contraria al Derecho sino más bien conforme a él), se olvidaría de la

17 Doctrina General del Derecho Procesal, Bosch, Barcelona, 1990.18 Desde esta caracterización, podría llegarse incluso a plantear la posibilidad de

invocar una objeción de conciencia frente a la obligación de abstención. No obstante, en este punto, no parecería haber cobertura legal, lo que, por otro lado, nos situaría en la situación descartada al comienzo que suponía una actuación del juez contraria al Derecho.

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normativa precisa que regula su funcionamiento y que contempla la posi-bilidad de abstenerse de conocer una determinada causa cuando entienda que puede reunir ciertas notas que le situarían en una posición parcial. Este mecanismo cuenta ya con una larguísima tradición en el mundo del Derecho, que se remonta a Justiniano.

Ahora bien, la institución de la abstención, aún tratándose de un derecho-obligación, tiene como sentido primario el de la obligación. Si la comparamos con los otros tipos de objeción de conciencia, en los que parece haber un imperativo ético que impone la desobediencia a una determinada obligación, la abstención obedece, por el contrario, a un imperativo jurídico. Es decir, respecto a la situación del objetor, el Ordenamiento toma como relevante una determinada postura moral hasta el punto de conceder la posibilidad de incumplir una obligación deter-minada, mientras que la fi gura de la abstención lo que hace es, partiendo de un principio jurídico, tomar como relevante una determinada postura moral hasta el punto de imponer determinada obligación. Lo que está en juego y se protege en la primera es básicamente la dignidad de las perso-nas, sin embargo, en la segunda se protege la esencia del procedimiento judicial, ante la posibilidad de que el juez dicte una sentencia o valore unos determinados hechos de forma parcial. Quizá sea esta la diferencia esencial entre la abstención y la objeción de conciencia. En esta última el reconocimiento del derecho se funda directamente en el valor de la conciencia; el fundamento directo de la abstención es el valor de la im-parcialidad aunque indirectamente esté presente también la conciencia. La justifi cación del derecho a la objeción de conciencia radicaría en la protección del individuo en cuestión; la de la abstención, esencialmente, en la de los individuos sometidos a la actuación judicial. La objeción pro-tege una postura moral de un individuo contraria a la moralidad positiva, pero que esta considera que posee un fundamento sufi ciente como para ser amparada por el Ordenamiento. La abstención, en este caso, protege la imparcialidad del proceso, apartando del mismo una actuación de un órgano judicial enfrentada a la moralidad positiva, sin que la misma sea susceptible de ser reconocida por el Derecho.

Así, en defi nitiva, no parece que pueda hablarse propiamente de un derecho a la objeción de conciencia en los jueces, aunque si de cierta cobertura legal a través de la cual, y apoyándose en el valor de la impar-cialidad de la labor judicial, se da cierta relevancia a su conciencia (tanto en el sentido, principal, de prohibir una actuación contraria al Derecho

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como en el de facilitar, de forma indirecta, una actuación no enfrentada a la conciencia del sujeto). Los miembros del Poder judicial en ninguna ocasión podrán incumplir el principio de sometimiento al Derecho, pero si, en virtud de este principio, abstenerse de conocer aquellos casos, en los que por razones de conciencia puedan considerarse faltos del sentido de la imparcialidad.

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NOTAS SOBRE EL PLURALISMO Y LA OBJECIÓN

DE CONCIENCIA

JOSÉ IGNACIO LACASTA ZABALZA

Universidad de Zaragoza

1. UN CASO DIFÍCIL, PERO COTIDIANO

En el año 2009 la Facultad de Derecho de Zaragoza elaboró un programa ofi cial que, con motivo de las fi estas patronales de todos los años, contenía una propuesta de “santa misa en conmemoración de San Raimundo de Peñafort”.

La Facultad de Derecho de Zaragoza pertenece a la Universidad de Zaragoza, y ésta a la Comunidad Autónoma de Aragón, que a su vez for-ma parte del Estado español. Estado español que es constitucionalmente aconfesional, según el artículo 16 de la Carta Magna española.

El desarrollo de la norma podría ser lógico y consistente en que la Facultad de Derecho zaragozana, y toda institución pública española, deberían respetar la Constitución y no propugnar religión alguna ni liturgias de ninguna clase. Que eso quiere decir aconfesional, si las palabras afi rman lo que dicen y si el Diccionario de la Real Academia asevera que el adjetivo aconfesional signifi ca: “Que no pertenece o está adscrito a ninguna confesión religiosa”. Lo que ha de llevar consigo una descollante consecuencia técnica y jurídica pues, a tenor del artículo 3.1 del Código Civil español: “Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras”.

Por eso los sectores más conservadores del nacionalcatolicismo espa-ñol están empeñados en torcer el nombre y la sintaxis de ciertas cosas y cuestiones. Así, lo laico ha pasado a ser algo similar a ateo o anticlerical, y

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el laicismo un movimiento peligroso negador de cualquier manifestación religiosa. En la revista semanal del episcopado madrileño Alfa y Omega no es infrecuente leer la expresión “oleada de laicismo” como algo que se parangona al incremento de la pornografía o del materialismo exacer-bado. El 13 de noviembre del año 2008 el dirigente conservador Manuel Fraga Iribarne pronunció en México un discurso titulado “El papel del laico frente a la modernidad”1. Y allí dijo que el laicismo es una doctrina “que condena o prohíbe la pertenencia a una confesión religiosa”. Cuando el ya aquí citado Diccionario de su idioma castellano no dice eso, sino que laico es “la escuela o enseñanza en que se prescinde de la instruc-ción religiosa”. Y prescindir no es condenar ni prohibir, ciertamente. El laicismo lo que hace –según ese mismo Diccionario– es defender la in-dependencia, particularmente del Estado: “de toda infl uencia eclesiástica o religiosa”. De forma que hay católicos, incluso sacerdotes y teólogos, intensamente partidarios del Estado laico como forma neutra de respeto a todas las religiones e ideologías2.

Así que, de vuelta a la discusión sobre la celebración católica de San Raimundo por parte de la Facultad de Derecho de Zaragoza, no vale in-vocar las tradiciones, pues éstas –como la costumbre– han de ceder ante la ley positiva y la norma constitucional. Además, nada impide la práctica de una misa católica en la Facultad de Derecho de Zaragoza cuando así lo soliciten particularmente y lo organicen los interesados e interesadas en los lugares de culto correspondiente si los hay. De manera, eso sí, no ofi cial ni como punto de un programa de fi estas patronales, pues las instituciones carecen de religión en el sistema jurídico español.

¿Qué importancia tiene este asunto? Se puede decir –y de hecho se dice– que carece de la misma, dado que asiste a la misa quien quiere hacerlo y a nadie se le obliga. Pero ocurre que ése, exactamente, era el argumento que se utilizaba durante la dictadura del general Franco. Cuando el régimen se defi nía como el de un Estado católico sin fi suras. En tanto que el actual, el de la Constitución de 1978, es aconfesional y un Estado, además, social y democrático de derecho. Por otro lado hay algo más y no menos importante, que es el asunto del pluralismo entendido no solamente como una variedad de partidos políticos, sino como un

1 FRAGA IRIBARNE, M., “El papel del laico frente a la modernidad”, Alfa y Omega, 11.12.08.

2 TAMAYO, J. J., “Estado laico: ¿misión imposible?”, El País, 9.12.06.

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abanico de creencias, religiones e ideologías, tal y como es la realidad de la sociedad española.

Realidad variada también presente en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, entre cuyos miembros, del profesorado, del estudiantado o del Personal de Administración y Servicios, hay de todo. Estudiantes musulmanas portadoras de velo o no, protestantes de diversas tendencias, agnósticos, ateos o católicos que hacen de su religión una praxis propia de su conciencia y son tan defensores del Estado laico o aconfesional como los demás.

Así que la programación institucional de una misa es una falta ma-nifi esta de respeto a quienes no entienden el catolicismo como religión ofi cial y creen que el Estado, su Estado, ha de ser aconfesional porque así lo proclama la Constitución vigente.

Aunque de la propia doctrina del Tribunal Constitucional español se desprende que las cosas son mucho más complejas en la vida cotidiana y que hay poderosas inercias entre los poderes públicos que guardan en su seno hábitos religiosos y nada aconfesionales. Así, la STC 177/1996 de 11 de noviembre otorga el amparo a un recurso presentado por un militar profesional designado para realizar una formación de honores a la Virgen de los Desamparados. El Fundamento Jurídico nº 9 es taxativo al desglosar el derecho a la libertad religiosa en sus dimensiones indivi-duales (como autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso), pero también en sus dimensiones externas, como un agere licere que faculta a los individuos para actuar de modo coherente con sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros.

El profesor José María Martínez de Pisón ha comentado con tino las derivaciones de esa importante decisión del Tribunal Constitucional3. Entre otras, que la libertad religiosa, además de creer o no en una religión, de poseer o no una cosmovisión fi losófi ca, implica también la facultad de participar o no en actos que vulneren nuestras convicciones.

En muchos aspectos resulta impecable la comentada sentencia del Tribunal Constitucional español. Pero en la misma pueden verse tam-bién las contradicciones reales de la relación entre el Estado español y la religión católica, entre la Constitución y su praxis. En efecto, en el Fundamento Jurídico n.º 10 se afi rma asimismo:

3 MARTÍNEZ DE PISÓN, J. M., Constitución y libertad religiosa en España, prólogo de J. I. Lacasta Zabalza, Dykinson-Universidad de la Rioja, Madrid, 2000, pp. 312-314,

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“[…] aun cuando se considere que la participación del actor en la parada militar obedecía a razones de representación ins-titucional de las Fuerzas Armadas en un acto religioso, debió respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia y, por tanto, atenderse a la solicitud del actor de ser relevado del servicio, en tanto que la expresión legítima de su derecho de libertad religiosa”.

El asunto no es –con devenir decisivo– el reconocimiento del derecho individual del militar profesional a quien se le otorga el amparo, ni de la dignidad de toda persona recogida en el artículo 10 de la Constitu-ción, que el Tribunal Constitucional conecta justamente con el derecho al ejercicio de la libertad religiosa. La cuestión estriba en la existencia –nada constitucional– de las “razones de representación institucional de la Fuerzas Armadas en un acto religioso”; tarea para la que no se puede invocar el artículo 16 de la Constitución, ni el carácter aconfesional del Estado español ni las misiones de las Fuerzas Armadas establecidas en el artículo 8 de la Carta Magna española. Es más, sí se puede argumentar, con todo el respaldo jurídico del caso, que el artículo 9.1 de la Constitu-ción obliga a los poderes públicos a su cumplimiento y a dotar con ese carácter aconfesional las acciones de una parte tan importante del Estado como son las Fuerzas Armadas. Institución militar que no tiene entre sus objetivos, misiones ni fi nes la representación en actos de tipo religioso (de ninguna de las religiones existentes en el orden jurídico español).

No solamente es el Ejército quien debiera dejar manifi esta la acon-fesionalidad estatal e impulsar una exquisita neutralidad en materia religiosa, sino todas las instituciones. Así nos evitaríamos el penoso –y premoderno– espectáculo del Alcalde de Zaragoza o de la Alcaldesa de Pamplona en las procesiones de la Virgen del Pilar y de San Fermín res-pectivamente. A las que podrían asistir como particulares, pero nunca con la vara de mando y banda consistorial ni como cargos públicos ni, mucho menos, en representación de sus respectivas corporaciones. Suceso que no es privativo de Zaragoza ni de Pamplona, sino de tantas y tantas po-blaciones –y sus munícipes– de la piel de toro. Acción nacionalcatólica que puede alcanzar el rango teatral del esperpento, como acontece en Toledo todos los años con la renovación del juramento del Dogma de la Inmaculada Concepción por parte del Alcalde de la localidad.

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La vinculación de los poderes públicos con la Constitución es harto problemática. De no serlo, ni siquiera hubiera hecho falta la promulgación de una Ley de Memoria Histórica. Con llevar a la práctica el artículo 9.2 de la Constitución, los jueces y responsables de la Administración Pública, hubieran dado el máximo apoyo a los familiares que todavía –para vergüenza nuestra, de toda la sociedad española– están buscando los cadáveres de los suyos por decenas de miles4. No está de más recordar que el citado artículo 9.2 asegura que:

“Corresponde a los poderes públicos promover las condi-ciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impidan o difi culten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

Como la desigualdad de trato, desfavorable de modo enorme para los familiares de los muertos antifranquistas y republicanos, es manifi esta y archiconocida, lo que queda es un incumplimiento palmario de la Constitución por parte de los poderes públicos españoles, que ha venido a paliarse –de modo muy insatisfactorio todavía– por la ejecución de la Ley de Memoria Histórica.

Lo que también posee una conclusión relativa a la libertad religiosa, ya que no es con el fomento desde los poderes públicos de las misas ni con la asistencia institucional a procesiones del culto católico como se promueve la igualdad de trato con quienes no tienen religión o profesan alguna otra, protestante, islámica o hebrea.

La obediencia del Derecho por parte de los poderes públicos es problemática y por el costado de los ciudadanos también. La ciudadanía sabe que no puede incumplir la ley ni dejar de pagar los impuestos, pues, caso de hacerlo, se arriesga a una clara sanción (por ejemplo, en materia tributaria). Dejemos por el momento de lado la gravísima cuestión –por sus dimensiones– del fraude fi scal, para afi rmar que, en general, toda la ciudadanía sabe que es forzoso cumplir con el impuesto de la renta de

4 Ya en el año 2009, han sido la Generalitat de Catalunya y la Junta de Andalucía los poderes públicos españoles que han anunciado y dispuesto una normativa para terminar con esa anómala situación de las decenas de miles de cadáveres enterrados ilegalmente y facilitar la labor de los familiares en el encuentro de los restos de los suyos.

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trabajo. Pero hay otros supuestos de obediencia y desobediencia que es preciso tratar aquí.

La STC 160/1987 de 27 de octubre, a propósito de los insumisos al servicio militar obligatorio (que luego obtendrían el reconocimiento de su propósito al declararse ofi cialmente abolido tal deber en España), restringió la objeción de conciencia para defi nirla no como un derecho fundamental sino como un derecho constitucional autónomo que no podía eximir del deber militar en cuestión o, en su lugar, de la prestación social correspondiente como sustituto. El resultado de esa argumentación res-trictiva del Tribunal Constitucional fue que los tribunales castigaron hasta con 14 meses de cárcel, que fueron además efectivamente cumplidos, a no pocos insumisos a los que el tiempo y el posterior Gobierno de José María Aznar otorgaron de pleno la razón al suprimir la impopular mili.

Sirva esta refl exión también como pequeño homenaje a los partida-rios de la insumisión, que supieron aceptar, en la mejor línea de la des-obediencia civil de Ghandi o de Thoreau, tan cruel y desproporcionado castigo carcelario5. Lo que ocurre es que no todas las desobediencias y objeciones se tratan por igual. Y eso se observa en varios planos. Ha habido desobediencia a la asignatura Educación para la Ciudadanía por parte de diversos padres y madres que se han negado a que sus hijos e hijas reciban esa enseñanza. Incluso, la jerarquía de la Iglesia católica, por boca de su cardenal Rouco Varela, ha llamado repetidas veces a objetar en conciencia esa asignatura. Pese a que se trata de una materia aprobada por una ley elaborada por el Parlamento español. El Tribunal Supremo ha sentenciado que no cursar Educación para la Ciudadanía no encaja en los supuestos de la objeción de conciencia y es forzoso e inexcusable el cumplimiento de la ley. Así lo ha dispuesto el Pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, en su sentencia de 11.2.09, a propósito del recurso de casación contra la decisión del Tri-bunal Superior de Justicia de Andalucía, que consideró la desobediencia a la mencionada asignatura como un supuesto del derecho a la objeción de conciencia (de aquí en adelante, STS 11.2.09).

Hay sectores de la población española que piensan que existe una especie de Derecho Natural superior a la Constitución, que les exime del cumplimiento de las leyes cuando éstas no se ajustan a sus particulares criterios religiosos e ideológicos. Como los farmacéuticos que se niegan

5 Como el hoy periodista navarro, cronista municipal del Diario de Noticias, Juan Cruz Lacasta, quien sufrió más de un año de prisión en la cárcel de Pamplona.

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a vender la llamada píldora del día después o los que se oponen al comer-cio de preservativos, en línea con la retrógrada posición del Vaticano y Benedicto XVI contra el uso del condón.

Es cierto que existe la objeción de conciencia para el personal sani-tario y médico que está en contra de la interrupción del embarazo (aún en los supuestos legales del aborto permitido). Pero esto ha dado lugar a notorios abusos, como los sucedidos en la Comunidad Foral de Navarra, donde resulta imposible abortar en los supuestos legales porque se parte gubernamentalmente de una fi cción torticera: no hay profesionales de la medicina que se presten a ello. Lo cual es rotundamente falso, pero es que, además, el Gobierno foral navarro subvenciona con dinero que las mujeres interesadas practiquen el aborto en otras Comunidades6.

El Tribunal Constitucional en su sentencia 53/1985 reconoció al personal sanitario que podía aducir razones de conciencia para negarse a participar en un aborto legalmente contemplado. Pero eso era una situa-ción límite, la del aborto, para la conciencia individual de cada persona; y en modo alguno un principio de carácter general como el aplicado por las instituciones sanitarias navarras bajo los auspicios y órdenes del Gobierno foral.

El Tribunal Constitucional ha insistido en la obediencia a la ley como criterio decisivo salvo la praxis de la objeción de conciencia debidamente tasada. Que no se ha de convertir en relativo el mandato de la ley positiva es el argumento sustancial que usó este tribunal para amparar el castigo cruel y desproporcionado de catorce meses de cárcel para los insumisos. No se deberían imponer esas penas al resto de los desobedientes, pero no se entiende tampoco que haya una desproporción tan grande entre quien va a la cárcel por sus ideas pacifi stas y quien no experimenta ninguna sanción por incumplir las leyes o llamar públicamente a su inobediencia (trátese de los padres opuestos a la Educación para la Ciudadanía, de los irresponsables cardenales que fomentan públicamente esa conducta o los farmacéuticos que se niegan a expender productos legales contra la concepción no deseada).

No son criterios homogéneos los que la sociedad española baraja sobre estas delicadas quisicosas de la aconfesionalidad del Estado y la

6 Como ocurrió con la doctora navarra Elisa Sesma, que se empeñó en cumplir con la legislación vigente y sufrió la persecución social, los pleitos contra su persona y contra los funcionarios sanitarios que apoyaban su iniciativa, las amenazas públicas y privadas, los anónimos y pintadas en la calle, etc.

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objeción de conciencia. Por eso, han de tenerse en cuenta los caminos jurídicos por los que han de transitar tanto los poderes públicos como la ciudadanía sin excepciones ni privilegios. Pues con respecto al artículo 9.1 y la sujeción a la Constitución y leyes que prescribe para ambos (po-deres públicos y ciudadanía), la STS 11.2.09 dice lo siguiente:

“Esto es un mandato incondicionado de obediencia al de-recho; derecho que, además, en la Constitución española es el elaborado por procedimientos propios de una democracia moderna”.

Aseveración desde la que no se justifi ca en absoluto que las institu-ciones públicas españolas participen en procesiones religiosas, progra-men santas misas y desvirtúen en general el carácter inequívocamente aconfesional del Estado español, según el artículo 16 de la Constitución vigente.

En cuanto a la objeción de conciencia, la misma STS, afi rma que no hay un derecho a la objeción de conciencia de carácter general, porque:

“[…] el reconocimiento de un derecho a la objeción de conciencia de carácter general, con base en el artículo 16.1 de la Constitución española, equivaldría en la práctica a hacer depender la efi cacia de las normas jurídicas de su conformidad con cada conciencia individual, lo que supondría socavar los fundamentos mismos del Estado democrático de Derecho”.

2. DE LA TOLERANCIA AL PLURALISMO Al margen ya de la conducta de la ciudadanía, de lo antes expuesto se

deduce que los poderes públicos españoles en no pocas ocasiones (como cuando participan ofi cialmente en actos católicos) prestan caso omiso a los artículos 9.1 y 9.2 de la Constitución. Actúan con respecto a las reli-giones distintas de la católica y hacia quienes piensan diferente todo lo más desde un sistema de tolerancia y no desde la atalaya del pluralismo. Asunto y distinción entre tolerancia y pluralismo que no es simplemente algo relativo al lenguaje formal, sino también a la justicia material.

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No es que no exista una relación entre tolerancia y el pluralismo, pues la primera precede histórica y necesariamente al segundo, pero conviene distinguirlas porque están en juego los ejercicios de diversos derechos individuales. Por llevarlo al terreno español y práctico, no se trata de si los poderes públicos de una ciudad toleran a las y los musulmanes de la misma la edifi cación de una mezquita, sino de saber que, caso de cumplir con los requisitos legales y de orden público de la legislación española, la libertad religiosa recogida en la Constitución exige que se proteja y respete la elevación de ese lugar de culto islámico7. Libertad religiosa que no se respeta en absoluto si se envía al extrarradio el edifi cio musulmán en cuestión; acción nada integradora y creadora de guetos sociales (con nula visión de futuro), que ya se ha puesto en movimiento en algunas ciudades españolas. O se reduce tan grave problema a un lance de visi-bilidad; pues los vecinos no quieren ver las mezquitas ni sus visitantes o, como los conservadores suizos que soportan, toleran literalmente, la existencia de tales construcciones en sus calles, pero exigen en sus programas electorales que carezcan de minaretes. Que es lo mismo que concebir una parroquia católica sin campanario. De ese modo parecerá –piensan los conservadores suizos– que casi son invisibles las mezquitas, en un comportamiento hipócrita y miope que desconoce lo importante que es el verbo integrar para lograr un mínimo de cohesión social desde el máximo respeto a las diferencias religiosas.

Como no se trata de tolerar los centros de liturgia musulmana, sino de garantizar la praxis de la libertad religiosa (que incluye y no excluye la religión islámica), bueno será precisar previamente algunas ideas, etimológica, lingüística e históricamente, sobre la tolerancia.

En el desarrollo etimológico de nuestra lengua, tolerar viene del latín tolerare cuyo signifi cado es “tolerar, aguantar”, soporte original de nuestra traída, llevada y abusada tolerancia8. Desde su perspectiva gramatical, el Diccionario de la Lengua equipara tolerancia y disimulo, al describir este último como “indulgencia, tolerancia”. Conducta –la de la indulgencia– descrita como:

7 Aunque el españolísimo e indeterminado concepto de “orden público” como límite de la libertad religiosa, no parece ajustarse debidamente a la –más amplia y abierta en este punto– legislación internacional y europea suscrita por el Reino de España. Constitución y

libertad religiosa en España, pp. 341-343.8 COROMINAS, J., Breve Diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos,

Madrid, 2003, p. 572.

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“Facilidad en perdonar o disimular culpas o conceder gra-cias”.

De ahí que nuestro Diccionario admita tres direcciones del verbo tolerar: 1) “sufrir, llevar con paciencia” 2) “permitir algo que no se tiene por lícito” 3) “resistir, soportar, especialmente alimentos, medicinas, etc”..

Según el mismo texto, la tolerancia es “acción y efecto de tolerar”. Que tiene algún signifi cado positivo como el respeto y reconocimiento de las ideas diferentes pero que, en el plano religioso y de los diversos cultos, encierra una consecuencia harto negativa para nuestro tiempo:

“Derecho reconocido por la ley para celebrar privadamente

actos de culto que no son los de la religión del Estado”. Filosofía jurídica harto rechazable que demuestra las líneas de conti-

nuidad existentes entre la Restauración borbónica de Cánovas del Castillo y la dictadura del general Francisco Franco9. En efecto, el artículo 11 de la Constitución de 1876, tras afi rmar que la religión del Estado es la Católica, Apostólica y Romana, además de obligar a la Nación al mante-nimiento del culto y sus ministros, emplea la siguiente fórmula:

“Nadie será molestado en territorio español por sus opinio-nes religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana.

No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifes-taciones públicas que las de la religión del Estado”.

Es lo que se dio en llamar tolerancia privada, que consagra en rea-lidad la intolerancia pública con cualquier otra religión diferente de la católica. Algo parecido puede verse también en el artículo 6 del Fuero de los Españoles de la dictadura franquista que, después de declarar que la religión del Estado es la católica, asevera que:

9 Constitución y libertad religiosa en España, pp. 148-149 y 188.

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“Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejer-cicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica”.

Se percibe de este modo que al catolicismo español más intransigente no le agradaba otro espectáculo que el suyo y, verdaderamente, no tran-sigía con expresiones exteriores de cualquier otra religión o creencia. Porque la tolerancia, esta denominada privada como muestra fehaciente, puede resultar bien sectaria.

Con esos antecedentes, como en España no hay ya hoy religión del Estado, resulta fácil comprender los inconvenientes que ofrece tanto recurso cotidiano actual a la idea de la tolerancia. Que, en sí, presupone:

a) una posición de dominio o de poder, pues no permite, hace la vista gorda, perdona o concede sino quien está en esa situación predominante con respecto al dominado/tolerado

b) una situación subalterna e indefi nida jurídicamente por parte de quienes son tolerados.

Si retornamos al ejemplo de la mezquita, nada imaginario sino tomado de la vida real española de nuestros días (de Sevilla a varias lo-calidades catalanas), no hay nada ahí que tolerar sino que se ha aplicar el artículo 9 (en sus apartados 1 y 2) de la Constitución del lado de los poderes públicos competentes, someterse al artículo 16 de idéntica norma que proclama la libertad religiosa, y, en todo caso, remover cualquier obstáculo que impida a los musulmanes españoles ser tratados de modo igual a los ciudadanos de las demás religiones.

Porque –como ya lo escribiera hace mucho tiempo Javier de Lu-cas– hoy día no se puede tolerar lo que no se puede prohibir, si se quiere vivir de modo adecuado a los derechos fundamentales en sociedades tan complejas como las nuestras. Sus palabras de 1992 tienen en nuestro siglo XXI plena vigencia10:

“la constitucionalización del pluralismo, la igualdad y las libertades, hace innecesaria la tolerancia en el ámbito público y resuelve las aporías del concepto “puro” de tolerancia. Más

10 DE LUCAS, J., “Para dejar de hablar de tolerancia”, Doxa, n.º 11, 1992, pp. 117-126.

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aún, allí donde existe ese grado de reconocimiento jurídico, apelar a la tolerancia como principio público es rebajar los derechos”.

Es más, el uso retórico de la tolerancia, tan habitual entre la profesión política española, tiene serios inconvenientes: a) si hay pluralismo cons-titucional, efectivamente se rebaja el reconocimiento de los derechos de las personas toleradas b) esa retórica de la tolerancia implica asimismo y prima facie la desaprobación de la cultura dominada por la dominante, que se proyecta como una especie de concesión a grupos minoritarios cuya religión o cultura desagrada.

Es por estas razones por las que diversos avatares de las religiones no católicas en España, singularmente la musulmana, se hallan sometidos todos los días al tratamiento periodístico y político de la “tolerancia” y no al idioma constitucional del pluralismo y la libertad religiosa en pie de igualdad con los demás cultos.

Esto no quiere decir que, históricamente, la tolerancia no haya sido un producto valioso que ha facilitado la convivencia de los seres humanos y su día a día. Sin ir más lejos, y sin salir de España, nuestra Edad Media ha sido testigo de fenómenos arraigados durante siglos, bien positivos en su consideración general para judaísmo, cristianismo e Islam. Sin mitos multiculturales inconvenientes, porque hubo pogroms terribles contra los judíos en Castilla y Andalucía bajo mandato cristiano, y se ha de recordar que los almohades y almorávides fueron potentes precursores de las tendencias que hoy llamamos fundamentalistas y yihadistas entre los musulmanes. Ahora bien, Francisco Márquez Villanueva ha descrito la convivencia en paz durante siglos, en ciudades de todos los reinos españoles, de las tres culturas y religiones11. En primer lugar, porque la dhimma es un concepto del Corán que obligaba a los árabes a la protec-ción de las religiones monoteístas. Por eso surge la población mozárabe. Cristianos con su propia organización (emires y califas de esa religión) que pagaban el impuesto religioso, al igual que los judíos, y eran con-sentidos, tolerados, por los poderes musulmanes. Cuando los cristianos se hacen con el poder político, son los mudéjares, la población islámica bajo dominación cristiana, así como los judíos, quienes son tolerados en su práctica religiosa y modo de vivir.

11 MÁRQUEZ VILLANUEVA, F., “La tolerancia medieval y la nuestra”, Claves de

Razón Práctica, n.º 183, 2008, pp. 4-6.

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Había poderosas razones económicas, una enraizada división del trabajo, para que mozárabes y mudéjares fueran un genuino producto peninsular. Lo que no ha de interpretarse como la singular existencia de una especie de palancas exclusivamente económicas que movieron ese fenómeno peculiar en Europa, pues los factores espirituales, los materia-les anímicos, fueron tan relevantes como la especialización profesional según las creencias (las huertas y agricultura moriscas, el comercio y el dominio judío de las lenguas, la ocupación de la tierra y el guerrear de los cristianos, etc.). Dado que la actitud religiosa diferente ante el trabajo productivo condicionaba notoriamente el desempeño del ofi cio de cada cual. Simplemente, y una vez más en la historia, la economía no lo decide todo ni lo explica todo.

Vivencia que duró hasta los Reyes Católicos, quienes se oponen para siempre a esa situación de consentimiento mutuo e interdependencia de las tres culturas. Circunstancia española que ya había sido combatida por el Derecho canónico de la Iglesia, por numerosas autoridades y príncipes de la cristiandad. Pero de todo ello se deduce que en España existió la tolerancia mozárabe y mudéjar. Una religión dominaba política y culturalmente y las otras dos eran consentidas (nunca en régimen de igualdad)12. El fi n de esas circunstancias únicas europeas, como lo es-cribiera penetrante Américo Castro, puede deducirse de la inscripción, feroz inscripción, del sepulcro de los Reyes Católicos y su yacimiento en la Capilla Real de Granada. Allí no se les recuerda por las conquistas italianas ni el dominio del Mediterráneo, ni por el descubrimiento del Nuevo Mundo. Sino que el epitafi o sucintamente dice:

“MAHOMETICE SECTE PROSTRATORES ET HERETI-

CE PERVICACIE EXTINCTORES”

Si se tiene en cuenta que entonces –como en el medioevo– el Islam era visto como una secta escindida del cristianismo y el judaísmo en tanto que una inquisitorial herejía a extirpar, puede deducirse que el túmulo de los Reyes Católicos indica que su propósito principal era el de someter al pueblo musulmán peninsular y erradicar el judaísmo. Lo que, en el inmediato futuro, dio lugar a la creación del Tribunal del Santo

12 CASTRO, A., Sobre el nombre y el quién de los españoles, Taurus, Madrid, 2000, pp. 220-223.

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Ofi cio de la Inquisición que funcionó hasta 1820 y a la implantación de un totalitarismo religioso y cultural que hizo de la sociedad española un reinado secular de la intolerancia.

Es en Europa donde, después de las guerras de religión, va a nacer la tolerancia religiosa propiamente dicha, que es muy limitada y consiste en que, al lado de la confesión mayoritaria, se permite el ejercicio del culto de otras religiones e iglesias e incluso (Holanda por ejemplo) del judaísmo. No hay libertad de pensamiento y el ejercicio del ateísmo es, lisa y llanamente, impensable. No hay derechos subjetivos concretos de las minorías ni libertad de conciencia general, por lo que tampoco hay que dar la categoría de mito a esta etapa histórica, efecto del pragmatismo de los príncipes una vez pasada la experiencia de cruentas e intensas guerras religiosas fratricidas. La diferencia histórica entre aquel ayer y nuestro hoy la refl ejan muy bien Gregorio Peces-Barba y Luis Prieto-Sanchís13:

“cuando se garantiza la igualdad entre las diferentes opcio-nes ideológicas y religiosas, el credo deja de ser un factor de discriminación, en realidad ya no estamos ante un ejercicio de tolerancia, sino ante el derecho fundamental a la libertad de conciencia”.

Y cuando todo gira en torno a la libre conciencia de cada cual, las religiones son tratadas en pie de igualdad sin privilegios de ninguna cla-se, pues estamos en otra situación histórica completamente diversa del pasado tolerante donde el pluralismo constitucional es el marco idóneo para el ejercicio de los derechos de cada persona. Unas condiciones enormemente complejas hoy día en las que no reina una cultura uniforme y la movilidad de millones de seres humanos hacia el Occidente desarro-llado, requiere otro análisis más moderno, esto es más actualizado, que el suministrado por la gastada retórica de la tolerancia. Ésta queda ya lejos en el tiempo, tanto como los primigenios Estados-nación y su territorio

13 PECES-BARBA G. y PRIETO –SANCHÍS L., “La filosofía de la tolerancia”, capítulo I, de Historia de los derechos fundamentales, dirigido por PECES-BARBA G. y FERNÁNDEZ E., Dykinson-Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de Las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid, Madrid, 1998, t. I, pp. 265-373.

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soberano con fronteras infranqueables, así como sus primeras o segundas Constituciones y el viejo y rígido concepto mismo de soberanía14:

“Los problemas son distintos: ya no se trata de tolerar cristianamente al que profesa otra religión, ni tan siquiera de impedir las intromisiones de los poderes públicos. Hoy se trata de plantearse cómo reconstruir los vínculos sociales rotos por las políticas neoliberales, cómo lograr una mayor cohesión social sin caer en una sociedad cerrada y monolítica. Y, sobre todo, cómo integrar a las minorías culturales sin caer en la exclusión ni en la indiferencia. Sin reclamar la mera y pura tolerancia del diferente, sino, por el contrario, reconociendo sus <<derechos>> en igualdad de condiciones”.

Tareas que distan mucho de cumplirse, ya en el siglo XXI, en Eu-ropa.

3. APROXIMACIÓN FINAL: SOBRE LOS LÍMITES UNIVER-SALISTAS DEL INTERCULTURALISMO

Los movimientos migratorios de fi nes del siglo XX e inicios del XXI han introducido una serie de problemas de cohesión en las sociedades occidentales receptoras. Movimientos que, de manera previsible, se van a mantener durante largo tiempo. Mientras se manifi este la terrible des-igualdad de todo tipo, miseria –si llamamos a las cosas por su nombre– creada, en no poca medida, por los procesos de colonización y descolo-nización en amplias zonas de varios Continentes (y particularmente en África). Pero el hecho es que la presencia de seres humanos provenientes de otros lugares alejados de Europa (y otros más próximos) ha potenciado todo tipo de contradicciones y opiniones, adversas y favorables, en los Estados de recepción.

Todo lo cual ha puesto de manifi esto la fragilidad –o la mera e irres-ponsable ausencia– de las políticas de integración de los poderes públicos europeos, ciertamente necesarias si se tiene un mínimo de visión de futuro

14 MARTÍNEZ DE PISÓN, J. M., Tolerancia y derechos fundamentales en las socie-

dades multiculturales, Tecnos, Madrid, 2001, pp. 120-121.

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y no se concibe a Europa como una especie de dique de contención o fortaleza (en la metáfora reiteradamente usada por Sami Nair y Javier de Lucas). Italia lo ha demostrado hasta el paroxismo (con medidas xenófobas y hasta racistas contra los gitanos), pero no está sola en esa deriva inquietante, pues el resto de los países –España entre ellos– no ha sabido reaccionar ante la inmigración sino con políticas unilateral-mente represivas, que criminalizan las faltas administrativas de quienes carecen de documentación, o bien actúan con criterios economicistas, según la demanda del mercado, que hoy hace aguas por todas partes en un tiempo señalado por una más que aguda crisis, precisamente, de carácter económico.

Por mucho que se quiera ocultar, en la opinión pública europea y es-pañola crecen las actitudes de inspiración xenófoba y racista15. Pero esto no es óbice para que se conozcan las disensiones culturales, motivadas muchas veces por la existencia de tradiciones diversas y hasta antagóni-cas. Para cuyo análisis no hay que partir de la equivocada antropología del ser humano occidental que lleva consigo el impoluto estandarte de la democracia, ni de la no menos errónea perspectiva que considera que todo lo que de fuera viene hay que aceptarlo como una diferencia cultural enri-quecedora y al inmigrante algo así como la reedición del “buen salvaje”. En claras y expresivas palabras del politólogo Eugenio del Río16:

“En algunos círculos está muy asentada la convicción de que la diversidad cultural es fundamentalmente una fuente de enriquecimiento. Se ignora que, si bien la diversidad puede producir una mayor riqueza cultural (de hecho hay mejoras

15 Alberto Piris, general del Ejército español, narra en un periódico el calvario de los presos de Guantánamo, que la opinión pública española (según acreditadas encuestas) rechaza acoger en nuestro suelo. Hay quien se ha expresado del siguiente modo en la página web de un diario nacional: “La mayoría de estos presos son (…) de países que entrenan y exportan terroristas islámicos, que es lo mismo que delincuentes comunes. Es por tanto a estos países donde deben volver estos vagos”. El general Piris no comprende –y quien esto escribe tampoco– cómo y por qué se les llama “vagos”. La equiparación de terroristas con delincuentes comunes carece de todo fundamento (como bien lo sabe la policía), y llama la atención que nunca se tenga presente que han sido confinados y torturados durante años sin la menor garantía jurídica. PIRIS, A., “Guantánamo: saldo por liquidación”, ESTRELLA

DIGITAL, 27.7.09.16 DEL RÍO, E., Crítica del colectivismo europeo antioccidental, Talasa, Madrid, 2007,

p. 188.

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73Notas sobre el pluralismo y la objeción de conciencia

del caudal cultural de un país o de una región que sólo pueden venir del contacto con otras tradiciones), puede ser también, y lo es muchas veces, un factor de problemas y confl ictos en la convivencia y en la cohesión social. Que la relación intercul-tural ofrezca buenos resultados depende de la naturaleza de las partes, de las políticas públicas, de los recursos disponibles y de otros muchos factores”.

Hay otras ocasiones en la que la búsqueda de lejanías y diferencias, confl ictos y defectos, no tiene más fondo que el rechazo del extranjero por miedo puro y duro o por motivos raciales; o por las dos cosas a un tiempo. Causa sonrojo que en España se tomen distancias por lo diferentes que son los latinoamericanos de nosotros; personas que hablan el mismo idioma (a veces mejor, como los colombianos y ciertos centroamerica-nos), educadas en el mismo tipo de catolicismo durante siglos y cuya actitud ante la democracia y los valores constitucionales no difi ere gran cosa de los de cualquier español o española; actitud que suele depender muy mucho –exactamente igual que en España– de la experiencia propia, educación y formación cultural recibidas.

Bikhu Parekh ha sintetizado toda esa fuente de problemas que, muchas veces, no son imaginarios sino reales17. Tan reales como que la ablación del clítoris es un supuesto fáctico con consecuencia jurídica punitiva en la legislación penal. Ahora bien, ni toda la inmigración po-see esa costumbre, ni es privativa del Islam (aunque hay sectores de la opinión pública que lo creen) ni eso tiene nada que ver, por ejemplo, con los millones de extranjeros y extranjeras de origen latinoamericano (por continuar con el ejemplo anteriormente expuesto). Así que asociar toda la inmigración o a los inmigrantes con la mutilación sexual femenina no es sino un ejercicio distorsionado o de muy mala intención. En cualquier caso, lejos, muy lejos, de la compleja realidad.

Parekh habla de cuestiones que suceden o sucedidas, de choques reales entre tradición y valores constitucionales. No merecen más que la crítica y el desdén los prejuicios, como se producen a veces en España, del tipo de quienes perciben en los y las inmigrantes gentes que ocupan espacio en las consultas clínicas de la Seguridad Social en detrimento de los nativos españoles. Ideas miopes y retrógradas que ni siquiera se dan

17 PAREKH, B., Repensando el multiculturalismo, Istmo, Madrid, 2005, pp. 394-430.

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cuenta de algo elemental: que quien cotiza a la Seguridad Social tiene los mismos derechos nazca donde nazca. Y que sin cotizaciones, es más que difícil el mantenimiento de la Seguridad Social española.

Ideas reaccionarias aparte, se producen también tensiones reales entre las costumbres y los valores constitucionales y democráticos. Y no solamente en los países occidentales que acogen inmigrantes. Bihkhu Parekh cuenta la inmensa legitimación que tuvo en la India el sati, bárbara tradición consistente en que la viuda se incinera voluntariamente en la misma pira funeraria que el marido muerto. El rechazo desde nuestros valores a esa actuación es inmediato, pero no desde tradiciones hindúes que ven en ese acto una muestra suprema de amor y fi delidad. No hay más que rememorar, ya por nuestros lares europeos, los ríos de tinta que han corrido sobre el uso del velo islámico sin que haya una posición uni-forme ni homogénea. De manera que todo se vuelve complejo, como el hábito de concertar los matrimonios entre ciertas culturas asiáticas, que goza de una enorme aceptación incluso entre la gente joven (que debería ser desde nuestra mirada la primera en rechazarlo). Si se escucha la otra parte, las otras motivaciones, no se tiene que justifi car nada, pero sí que aparece todo bastante menos nítido que a simple vista. La poligamia entre los musulmanes tiene gran rechazo entre nuestra manera de creer en la igualdad de hombre y mujer; lo que no se resuelve ciertamente con la tolerancia de la poligamia (poliandria) de las mujeres18.

De toda esta exposición abigarrada de Parekh y de las controversias interculturales de nuestro tiempo se deducen tres conclusiones interesan-tes: a) existen los valores universales, difíciles de acotar pero tan contun-dentes como la defensa general de la igualdad entre mujeres y hombres b) la praxis de esos valores hay que hacerla surgir en su contexto, ubicarla en el lugar exacto en que se produce c) lo que lleva consigo un cierto –nada absoluto– relativismo y la deducción de la cabal complejidad de todo este asunto intercultural.

No hay soluciones exactas, pero en estas líneas se va a postular una proposición, tomada por cierto de ideas iusnaturalistas, que estima con-veniente la adopción de un universalismo mínimo. Fue Voltaire quien ideó un derecho natural racional, laico en su esencia y válido para turcos, esenios, judíos y cristianos19:

18 Ibidem.19 VOLTAIRE, Obras, edición de Carlos Puyol, Vergara, Barcelona, 1968. pp. 622-623.

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“existe una ley natural, independiente de todos los convenios humanos: el fruto de mi trabajo debe ser para mí, debo honrar a mi padre y a mi madre, no tengo ningún derecho sobre la vida del prójimo, como mi prójimo no tiene ninguno sobre la mía, etc”.

Pero, con todo su optimismo, Voltaire sabía las difi cultades y los muchos enemigos con que los conceptos de tolerancia y libertad tenían que habérselas. Escollos y adversarios que no había que buscarlos en la diferencia de culturas en el mundo conocido, entre los persas según un tópico muy de su ilustrada época, sino en una Iglesia católica (“religión católica, apostólica, romana”) cuyos dogmas son exactamente lo contra-rio de la religión de Jesucristo, y en los tiranos que temen tanto la palabra libertad como rendir cuentas los recaudadores enriquecidos a costa de los demás20.

Y el universalismo de la libertad, de la igualdad, del pluralismo (me-jor que la tolerancia), a veces tiene que luchar con su propio contexto y sus propias circunstancias, como puede colegirse de este último ejemplo fi nal o caso práctico que viene a continuación. El magistrado colombiano Carlos Gaviria ha publicado un hermoso libro que recoge sus sentencias en la Corte Constitucional colombiana bajo el subtítulo de “herejías cons-titucionales”. Ciertamente lo son, en el mejor de los sentidos, inspiradas en un sano pluralismo a lo Isaiah Berlin. Pero, a veces, caen del lado criticado anteriormente por Eugenio del Río y propugnan la divergencia cultural como algo positivo en sí mismo. Una de estas sentencias hetero-doxas convalida el castigo del fuete impuesto a un indígena por la Asam-blea de su comunidad, que, constitucionalmente, tiene la jurisdicción para ello21. El fuete es un látigo corto con el que se azotan las pantorrillas de los sancionados. Gaviria recuerda justamente que para los indios (en este caso la comunidad indígena páez de Colombia) el castigo adquiere otra dimensión completamente diferente que para el hombre occidental; con él se pretende restaurar el orden de la naturaleza y sirve para disuadir a la comunidad de cometer faltas en el futuro. El indígena considera las penas corporales como un elemento purifi cador:

20 Ibidem, pp. 726-732.21 GAVIRIA, C., Sentencias. Herejías constitucionales, epílogo de Iván Darío Arango,

Fondo de Cultura Económica, México, 2002, pp. 343-344.

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“necesario para que el mismo sujeto, a quien se imputa la falta, se sienta liberado”.

La disparidad de cosmovisiones jurídicas es enorme y Carlos Gaviria se inclina por la convalidación constitucional del castigo indígena, ya que:

“en una sociedad que se dice pluralista ninguna visión del mundo debe primar y menos tratar de imponerse, y en el caso específico de la cosmovisión de los grupos aborígenes, de acuerdo con los preceptos constitucionales, se exige el máximo respeto”.

Decisión con la que esta intervención no está de acuerdo sin dejar de respetar –como quiere la Constitución colombiana– las peculiaridades y personalidad de los grupos aborígenes. En primer lugar porque tal sanción tiene su componente de tortura o malos tratos (pese a los esfuerzos de Gaviria en demostrar lo contrario por la escasa intensidad dolorosa de la aplicación del fuete). En segundo lugar, porque ese castigo es una veja-ción en sentido objetivo por mucho que los paeces no lo contemplen así, lo cual se dirige contra el principio de la dignidad de la persona existente en todas las legislaciones constitucionales (y también en la colombiana). En tercer lugar, los paeces comparten la misma Constitución que toda la sociedad colombiana y la legislación internacional protectora de los derechos humanos.

Así que en este último caso práctico destinado a exponer lo difícil que es racionalizar el interculturalismo, esta intervención se encuentra del lado de Voltaire y su ley natural que prohibía sabiamente disponer de la vida del prójimo y hoy día veda con el debido universalismo los castigos físicos y vejatorios.

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TEORÍAS ACTUALES DE LA DEMOCRACIA Y

MULTICULTURALISMO*

JOSÉ ANTONIO LÓPEZ GARCÍA Universidad de Jaén

1. EL ORIGEN DE LA DEMOCRACIA MODERNA

En el estudio sobre el Estado Moderno de Nicola Matteucci1, en don-de el autor italiano trata los grandes conceptos con que se ha caracterizado al Estado, se vuelve al viejo tema de la democracia de los antiguos y la de los modernos. Centrándose en el tema de la distinta noción de igualdad de antiguos y modernos, nos dice Matteucci: “Hay que constatar una radical diferencia entre la igualdad proclamada en la recientes Decla-raciones Universales de los derechos del hombre y la de los griegos; la igualdad moderna es meramente abstracta, pre-social y pre-política, una declaración ideológica indiferenciada sobre el hombre en sí, detrás de la cual se descubren las diferencias concretas y las desigualdades de hecho y los posibles factores discriminatorios. Por el contrario, la igualdad de los griegos –aunque exclusiva de los considerados ciudadanos– era una igualdad concreta y real en el derecho, no ideológica”2.

En la cita de Matteucci se pone de manifi esto lo que podemos llamar la diferencia entre una democracia infi nitamente exportable, la demo-

* Este trabajo se enmarca dentro de las actividades del programa de investigación nacional, Consolíder-Ingenio 2010, “El tiempo de los derechos” (CSD2008-00007) y del grupo de investigación de la Universidad de Jaén-Junta de Andalucía, “Derecho Penal, Criminología, Democracia y Derechos Fundamentales” (SEJ-428).

1 MATTEUCCI, N., Lo Stato moderno. Lessico e percorsi, Il Mulino, Bolonia, 1997.

2 MATTEUCCI, N., Lo Stato moderno. Lessico e percorsi, cit, p.205.

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cracia moderna, y una democracia fi nita y estática, la democracia vivida por los antiguos. La idea moderna de la democracia no se haría cargo de ninguna diferencia concreta, política, social o histórica, de acuerdo con los términos predeterminados por la abstracción del sujeto de derechos igualmente libre. La democracia de los antiguos, aunque reservada en exclusiva para un grupo restringido de “sujetos-ciudadano” dejando fuera a la mayoría de la población, no obstante, nos daría cuenta de una democracia realmente ejercida por unos sujetos concretos. Es cierto que la distancia entre un tipo y otro de democracia, es decir, la distancia entre una democracia supuestamente programática y otra que se considera vivida y real, estuvo en la mente de los teóricos del Contrato Social en el siglo XVIII. La cuestión que trajo de cabeza a Rousseau, por ejemplo, fue precisamente cómo hacer compatible ambas posibilidades para la democracia. ¿Sería posible vivir una democracia como la de los griegos desde la igualdad abstracta e inclusiva para todos propia de los modernos? La “Voluntad General” fue el criterio al que se aferró Rousseau para que todos pudiéramos ejercer la democracia moderna como una democracia real y concreta. La metáfora del “pueblo reunido en la plaza pública”, decidiendo de propia mano sobre todos los problemas y sin representantes políticos, pedía un imposible a una sociedad articulada sobre la división del trabajo, que también se debía manifestar en la división del trabajo político entre representantes y representados.

Desde Rousseau hemos aprendido que la soberanía popular no se ejerce directamente sino a través de la representación política. Esto es al menos lo que sacamos si nos adentramos en la teoría jurídica de los derechos. Sin pretender quitarle méritos a ninguna otra tradición, en nuestro ámbito jurídico europeo continental, fue en la obra de Georg Jellinek de 1892, Sistema de los derechos públicos subjetivos3, en donde por primera vez se intenta teorizar la soberanía popular en términos de derechos públicos subjetivos. Esta obra se enmarca dentro de los cáno-nes de la teoría jurídica de los derechos, márgenes muy estrechos si se lee desde la fi losofía política de los derechos humanos4, pero, a la vez, constituyen unos márgenes bastante sólidos toda vez que se comprueba

3 JELLINEK, G., System der subjektiven öffentlichen Rechte, Aalen, Scientia Ver-lag, 1964 (reimpresión de la segunda edición de la obra realizada por Georg Jellinek en 1905).

4 Para una visión desde la filosofía política, últimamente, vid; ALVIRA, R.; GRI-MALDI, N. y HERRERO, M. (eds.), Sociedad civil. La democracia y su destino, Eunsa, Pamplona, 2008 (2ª edición).

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79Teorías actuales de la democracia y multiculturalismo

que el positivismo jurídico que está en su base continúa siendo la teoría más infl uyente.

Pues bien, si partimos de lo que Georg Jellinek nos dice en su obra sobre la soberanía popular, el resultado puede resumirse en lo siguiente. En primer lugar, dada la tradición del positivismo jurídico decimonóni-co a la que se vincula nuestro autor, Jellinek considera que la soberanía venía siendo ejercida por el Estado y sus órganos de forma plena. Esta es una característica básica de la doctrina del derecho público alemán del siglo XIX, desde Stahl a Gerber o Laband. De acuerdo con Pier Paolo Portinaro, la obra de Jellinek: “queda anclada, desde luego, en la tradición estatalista de la ciencia jurídica alemana, para la cual el eje analítico, axiológico e histórico es el Estado como empresa institucional y no la constitución democrática como asociación de libres ciudadanos. Con Gerber y con Laband, la doctrina del Estado alemán ha desencadenado el ataque más potente, después de Hegel, contra los residuos, por un lado, del patrimonialismo y, por otro, del iusnaturalismo, ambos presentes en las culturas políticas y en las tradiciones confesionales alemanas y allana el camino al triunfo del positivismo jurídico”5.

En segundo lugar, Jellinek advierte que a fi nales del siglo XIX nos encontramos en una época en la que se hace necesaria una “subjetivación de todo el derecho público”, es decir, una subjetivación de la soberanía. De la siguiente manera lo dejó escrito Jellinek: “En una palabra, todo el derecho público ha de ser considerado a través de la perspectiva del derecho subjetivo”6.

En tercer lugar, Jellinek se plantea la fórmula jurídica según la cual la soberanía, antes patrimonio exclusivo del Estado, pueda pasar a ser un atributo de todos y cada uno de los individuos. La fórmula, a juicio de Jellinek, no podía ser otra que una cesión, por parte del Estado a los individuos, de la soberanía. Como a fi nales del siglo XIX la noción de “pueblo orgánico”, básica para el positivismo jurídico desde la Escuela Histórica del Derecho, había dejado de ser un concepto asumible por la teoría jurídica, la única forma de atribuir la soberanía al pueblo era hacerlo en términos de derechos públicos subjetivos. En adelante, será en el derecho político al voto, en cuanto derecho público subjetivo e

5 PORTINARO, P. P., “La Staatslehre entre Georg Jellinek y Hermann Heller”, en AA.VV., El Derecho en red. Estudios en Homenaje al profesor Mario G. Losano, Dykinson, Madrid, 2006, p. 897.

6 JELLINEK, G., System der subjektiven öffentlichen Rechte, cit., p.8.

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individual, en donde jurídicamente habría de manifestarse la soberanía popular: “Cuando el Estado –señala Jellinek– concede al ciudadano el derecho al voto, le otorga un poder que no deriva de su naturaleza…sin este poder, las acciones son jurídicamente irrelevantes… Por lo que se da el caso en que un mero poder jurídico exista, sin que deba estar conectado necesariamente con un permiso”7.

Si continuamos con la manera en que Jellinek considera el derecho al voto como un estricto poder jurídico de los individuos, sin correspon-dencia con su naturaleza, resulta lógico que con la llegada del sufragio universal se extendiera el temor a que los individuos, cualquier individuo de nuestra sociedad de masas, no entendieran el signifi cado singular del derecho político al sufragio; no estaba en el marco de la naturaleza individual este derecho subjetivo al voto. En este derecho subjetivo no se ventila ningún interés individual, sea material o moral, que sí parece for-mar parte de la naturaleza humana, sino el interés general y el gobierno de la sociedad. Como remedio para paliar las conductas egoístas, se apelará a la ética de la responsabilidad propia del ciudadano (Bürger)8, frente al egoísmo enfrentado del burgués (Bourgois) y el proletariado.

En el primer tercio del siglo XX, como sabemos, es aceptado jurí-dicamente de forma cada vez más generalizada el derecho subjetivo al voto. Es importante remarcar de nuevo el que sea la teoría jurídica la que haya planteado que el ejercicio de la soberanía se estructure a través de un derecho subjetivo. Y lo es, fundamentalmente, porque frente a las declaraciones de derechos del pasado, de carácter político o moral, ahora se trata de dilucidar la expresión jurídica concreta de la soberanía. El Derecho se ha abierto defi nitivamente a la soberanía popular. Las cons-tituciones reconocen el derecho universal al voto como la única forma de ejercicio de la soberanía. Por lo tanto, que el positivismo jurídico haya sido el valedor del derecho subjetivo al voto signifi ca, entre otras cosas, que tiene que darle validez jurídica a lo decidido por los votos. Puesto que

7 JELLINEK, G., System der subjektiven öffentlichen Rechte, cit., pp.50-51.8 Son muchos los autores que desde comienzos del siglo XX apelaron a la ética de

la responsabilidad ciudadana (Rudolf Smend, Hermann Heller, etc.). Sin embargo, esta expresión va unida a la figura de Max Weber, en contraposición a la “ética de los principios”. De nuevo Pier Paolo Portinaro ha escrito sobre el sentido que tiene para Weber esta ética de la responsabilidad: “Pone el valor moral de la acción no tanto en la intención, cuanto en el resultado y pretende que se tenga en cuenta las consecuencias previsibles de la elección tomada” (PORTINARO, P. P., Max Weber. La democrazia come problema e la burocrazia

come destino, Franco Angeli, Milán, 1987, p.29).

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ha sido el discurso estrictamente jurídico el que ha trasladado la soberanía del Estado al ciudadano (G. Jellinek), el método jurídico se ve impotente para frenar por sí mismo aquellas decisiones soberanas que no respetan los límites del ejercicio del resto de derechos subjetivos.

Nos encontramos así en medio de la crisis de las democracias de la época de entreguerras del siglo XX. Por supuesto que se continúa apelando a la ética de la responsabilidad del ciudadano, pero la separa-ción entre Derecho y moral lo único que propicia es un discurso social de integración que no tiene por qué plasmarse necesariamente en las decisiones jurídicas soberanas. Esto supondría un límite a la soberanía. Con independencia de la naturaleza moral de la decisión tomada en el ejercicio del sufragio universal, aquélla es la única que jurídicamente ha de prevalecer. De nuevo hay que insistir en que no era nada baladí, sino todo lo contrario, que fuese el positivismo jurídico el valedor del dere-cho subjetivo al sufragio. La fuerza y verdad de sus premisas, es decir, el sentirse el positivismo jurídico la verdadera ciencia del Derecho, se dejará sentir en esta traslación de la soberanía del Estado a los individuos. De igual manera que durante el siglo XIX el positivismo no dudó de la soberanía del Estado, ahora no puede dudar de la soberanía popular. Un ejercicio tranquilo y ordenado de la soberanía popular hubiera sido lo deseable, pero sabemos que no siempre fue así. Los regímenes totalitarios aprovecharon para hacerse también con el título de democracias y, según decían, más verdaderas y concretas todavía que las democracias liberales. En fi n, la demagogia desbordó, muy a su pesar, hasta al bienintencionado positivismo de Hans Kelsen, con la sospechosa acusación de reductio ad hitlerum para el formalismo jurídico, cuando lo único que ambicionaba Kelsen era comprender científi camente todas las formas políticas del Estado de Derecho9.

Tras la Segunda Guerra Mundial, según sabemos, el nuevo cons-titucionalismo establece entre sus premisas jurídico-constitucionales que esa ética de la responsabilidad del ciudadano (Bürger) pase a ser necesariamente la forma de ejercicio de la soberanía popular. La ética ciudadana, llevada por el interés general y el bien común, ya no va a ser una posibilidad ética más entre otras a la hora de decidir el voto, sino que va a estar conectada a la interpretación del derecho al sufragio. El derecho al sufragio pasa de ser un derecho subjetivo a un derecho

9 Para una visión general y no sesgada del pensamiento de Kelsen, vid; GARCIA AMADO, J. A., Hans Kelsen y la norma fundamental, Marcial Pons, Madrid, 1996.

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constitucional o fundamental, lo que signifi ca que sobre él va a recaer el cuidado del resto de derechos también constitucionales o fundamentales. Esto quiere decir que, en adelante, el derecho al voto, expresión de la soberanía ciudadana, se entenderá siempre ejercido en respeto al resto de derechos fundamentales. Lo cual no hace que disminuya su pedigrí de derecho soberano, sino todo lo contrario; de él va a seguir dependiendo la elección de los poderes del Estado encargados de aplicar por medio del Derecho esa ética ciudadana10.

En fi n, esta relación necesaria entre la democracia de la ética ciuda-dana (interés general y bien común) y el Estado de Derecho, ha sido el producto de nuestra experiencia democrática del siglo XX. En la fórmula de Gustav Radbruch de 1946, conocida como el argumento de la injus-ticia, el Derecho extremadamente injusto es considerado como un no-Derecho. La fórmula de Radbruch supone que: “El carácter jurídico de las normas o de los sistemas jurídicos se pierde si se traspasa un determinado umbral de injusticia”11. Resulta difícil, por lo tanto, que pueda encajar en el párrafo de Nicola Matteucci con que comenzábamos estas líneas; no parece que dicha relación sea un criterio pre-político y pre-social, de naturaleza eminentemente abstracta. Creo, más bien, que es un camino a seguir frente a los agoreros de una democracia moderna, concreta y real, que no nos ha traído buenas experiencias. Por eso, la cuestión sobre el signifi cado de esa ética ciudadana será uno de los elementos básicos para la comprensión de nuestras democracias. Jürgen Habermas es uno de los autores actuales que más esfuerzos viene dedicando desde el último ter-cio del pasado siglo a este aspecto fundamental de la ética democrática, discursiva o deliberativa. Veamos.

10 Esta idea de ética ciudadana democrática, según creo, es muy similar a lo que en el ámbito de la filosofía del derecho española, Gregorio Peces-Barba, ha llamado “ética pública”. Sobre la incorporación de la ética pública a las constituciones democráticas actuales, escribe Peces-Barba que: “Incorpora esa dimensión de la moralidad […] en su núcleo esencial, en forma de valores, de principios de organización … y de derechos fundamentales […] establecen los criterios sobre los contenidos y particularmente sobre los límites de creación de todas las normas inferiores; ofrecen además una guía para la aplicación e interpretación que deban realizar los operadores jurídicos y, especialmente, los legisladores y los jueces” (PECES-BARBA MARTÍNEZ, G., Derechos Sociales y Positivismo Jurídico.

(Escritos de Filosofía Jurídica y Política), Dykinson, Madrid, 1999, p. 125). 11 ALEXY, R., El concepto y la validez del Derecho, Gedisa, Barcelona, 1997, p.34.

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2. EL DISCURSO UNIVERSALISTA DE LA DEMOCRACIA DE JÜRGEN HABERMAS

La infl uencia de la teoría jurídica de los derechos subjetivos es tan profunda que, el propio Habermas, a la hora de analizar el derecho polí-tico al voto, lo primero que hace es refl ejar la manera privada y egoísta con que este derecho se ejerce en la realidad o “mundo de la vida”. En la realidad, parece que el liberalismo es el pensamiento triunfante, pues considera que el derecho al voto se ejerce como cualquier otro derecho; desde la premisa exclusiva de los intereses particulares: “El paradigma liberal del derecho –señala Habermas– cuenta con una sociedad centra-da en la economía e institucionalizada con técnicas propias de derecho privado –sobre todo, mediante los derechos de propiedad y la libertad contractual– que permanece entregada a la acción espontánea de los me-canismos del mercado. Esta “sociedad de derecho privado” está cortada a la medida de la autonomía de los sujetos jurídicos, que en su papel de participantes en el mercado persiguen los propios planes de vida de manera más o menos racional. A esto se une la expectativa normativa de que se pueda producir justicia social mediante la salvaguarda de tal status jurídico negativo, esto es, mediante la delimitación de las esferas de la libertad individual”12.

En cuanto a los derechos políticos, para un liberal, dice Habermas: “Los derechos políticos tienen esa misma estructura: otorgan a los ciuda-danos la posibilidad de hacer valer sus intereses privados para confi gurar una voluntad política que infl uya de manera efectiva en la administración mediante la celebración de elecciones, la composición de las cámaras parlamentarias y la formación del gobierno. De este modo, los ciudadanos en su papel de ciudadanos políticos controlan si el poder del Estado se ejerce en interés de los ciudadanos en tanto que sujetos privados”13.

Frente a esta posición liberal, en la que cualquier derecho ciudadano se ejerce desde la perspectiva de la vida privada, Habermas construye su teoría moral en la que ninguno de los derechos subjetivos son conside-rados, prima facie, desde esta naturaleza privada. En alusión crítica a la teoría de la justicia y el liberalismo político de John Rawls, Habermas considera que todos los derechos, sean de índole privada o pública, han

12 HABERMAS, J., La inclusión del otro, Paidós, Barcelona, 1999, p.255.13 HABERMAS, J., La inclusión del otro, cit., p.233.

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de ser sometidos a la discusión pública. La concepción política liberal de Rawls, según Habermas, privatiza la idea de verdad y bien, al negar Rawls que el liberalismo político pueda establecer un criterio público de verdad y porque rechaza cualquier justifi cación autónoma de la política, pues, para Habermas, la estabilidad de los principios de la justicia de Rawls depende de que las distintas y privadas doctrinas comprehensivas razonables de la sociedad se la otorguen: “Desde el punto de vista de la validez –dice Habermas– existe una incómoda asimetría entre la concep-ción pública de la justicia, que plantea una pretensión débil de “razonabi-lidad”, y las doctrinas no públicas con una pretensión fuerte a la “verdad”. Resulta contraintuitivo que una concepción pública de la justicia deba obtener su autoridad moral en última instancia de razones no públicas. Todo lo que tiene validez se tiene que justifi car públicamente”14.

Quedémonos con esta última frase de Habermas: “Todo lo que tiene validez se tiene que justifi car públicamente”. En esta frase se resume toda la teoría de la democracia deliberativa de Habermas. Frente a Rawls, siguiendo con la comparación, para el que la vida privada es el espacio en el que se desenvuelven las Doctrinas Comprehensivas Razonables son la base de la sociedad moderna, y no nos es posible poner en cuestión la diversidad y desigualdad en que se muestran socialmente, Habermas considera que, por el contrario, la determinación democrática de los espacios privados y públicos de la vida en común, es una cuestión que sólo es posible solventar a través de la deliberación o la discusión pú-blica abierta a todos los participantes en la sociedad democrática. La discusión o deliberación pública democrática, no puede tener vedado ningún tema y ninguna forma de entender el bien social. En una demo-cracia deliberativa, debe ser discutido por todos; tanto aquello que se va a considerar propio de la “vida pública”, como aquello que debemos dejar a la “vida privada”. La democracia deliberativa, por lo tanto, nos aparece como una estructura racional de donde extraer los contenidos de esa “ética ciudadana” en cuya búsqueda se encuentra Habermas desde hace tiempo.

La acusación de que se trata de una ética abstracta, en la que los in-dividuos son considerados desde la perspectiva de cómo “deben actuar” y no tal y como actúan, pasa a ser un lugar común en las críticas a Ha-

14 HABERMAS, J. y RAWLS, J., Debate sobre el liberalismo político, Paidós, Barcelona, 1998, p. 161. El subrayado es mío (JALG).

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bermas15. De nuevo, a pesar de las experiencias antidemocráticas en que hemos vivido parte del siglo XX, la acusación de que se trata de una ética democrática infi nitamente exportable, pero por abstracta e impracticable, pasa a ser tanto su bondad universal como su pobreza antropológica; está hecha a la medida de un ser humano ideal que no pertenece al “mundo de la vida”. No en vano, Habemas no habría afi rmado otra cosa al respecto: “El contenido utópico de la sociedad de la comunicación se reduce a los aspectos formales de una intersubjetividad íntegra. Incluso la expresión <<situación ideal de habla>> induce a error en la medida que sugiere una confi guración concreta de la vida”16. La solución para hacer realizable la ética ciudadana que surge del discurso ha consistido en su incorporación al Derecho.

En efecto, es conocida como la tesis del caso especial17el método por el cual la ética habermasiana, aunque no sólo este modelo ético, se habría incorporado a la Teoría del Derecho. La teoría de la argumentación jurí-dica y de los derechos fundamentales de Robert Alexy es la que ha hecho está importación, de manera coetánea a la ética habermasiana, desde los años ochenta del siglo XX hasta la actualidad. En palabras de Alexy: “Hay sobre todo tres puntos que considero importantes en mi Teoría de la argumentación jurídica. El primero, es que con las decisiones jurídicas y con sus fundamentaciones se establece una pretensión de corrección. Con el transcurso del tiempo, esta afi rmación la he ampliado hasta llegar a la tesis general de que todo el Derecho proyecta necesariamente una preten-sión de corrección. El segundo punto es la tesis del caso especial. Viene a decir que el discurso jurídico, por su característica vinculación a la ley, al precedente y a la dogmática, es un caso especial del discurso práctico general. Eso lleva a la doble naturaleza del Derecho. La vinculación a la ley, al precedente y a la dogmática, defi nen el carácter institucional

15 “Se trata de establecer reglas de la argumentación que definan un procedimiento que sirva como modelo ideal de todo proceso decisorio que pueda pretenderse como racional. La decisión sólo será correcta cuando pueda ser el resultado de un determinado procedimiento, es decir, el procedimiento del discurso racional” (GARCIA AMADO, J. A., “Del método jurídico a las teorías de la argumentación”, Anuario de Filosofía del Derecho,

1986, p.179).16 HABERMAS, J., Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988, p.134.17 “Según la tesis del caso especial, el razonamiento jurídico es básicamente moral, pero

se ve sometido a ciertos límites que lo especifican (la ley, el precedente, la dogmática y las reglas del ordenamiento procesal” (GARCÍA FIGUEROA, A., “La tesis del caso especial y el positivismo jurídico”, Doxa, n.º 22, 1999, p. 199).

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y autoritativo del Derecho. La apertura del Derecho a la argumentación práctica general le añaden al Derecho una dimensión ideal y crítica. La conexión entre estos dos aspectos lleva a una vinculación entre Derecho y Moral que es algo excluido por el concepto positivista de Derecho. El tercer punto es quizás el más importante [...] y afi rma que es posible la pretensión de conocer los juicios morales objetivos”18.

La tesis del caso especial también ha sido una necesidad para el pensamiento ético de Habermas. En su obra, Facticidad y validez19, Habermas ya nos aparece como un teórico del Derecho dispuesto a reconocer el estrecho vínculo entre su ética comunicativa y el Derecho constitucional democrático. Así, en esta obra, podemos leer lo siguiente: “Propongo considerar al Derecho como el medio a través del cual el poder comunicativo se transforma en poder administrativo”20 . Con la alusión a la fórmula de Radbruch, inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial, la necesidad de que el Derecho se vinculara a unos mínimos éticos parecía ser una necesidad del propio Derecho. Pasado el tiempo, si atendemos a las nuevas formulaciones de Habermas o Alexy, no parece que sea una idea tan sencilla la vinculación entre Derecho y Moral. Tanto el discurso ético como el jurídico han debido ejercitarse en una labor que, a efectos de la teoría democrática, cobra especial interés. Dicho de otra manera; el poder comunicativo (poder del mejor argumento ético) debe pasar a ob-tener fuerza jurídica sin dejar por el camino sus señas de identidad. Para la teoría de la ética ciudadana democrática es sumamente importante.

De lo que se trata es de valorar si, realmente, ha anidado en el derecho al voto una ética ciudadana distinta de la que se expresa en el resto de derechos de carácter privado. En ese empeño, decíamos antes, se encuen-tra la ética comunicativa o deliberativa de Habermas. Otra de sus tesis, la que considera la cooriginalidad del derecho objetivo y los derechos subjetivos, se manifi esta como otro elemento contra-fáctico más frente al liberalismo que hace residir cualquier decisión en el ámbito privado y egoísta: “Los derechos subjetivos –escribe Habermas– no están referidos ya por su propio concepto a individuos atomísticos y extrañados, que

18 ALEXY, Robert, “Entrevista a Robert Alexy”, por Manuel Atienza, Doxa, n.º 24, 2001, pp. 671-672. Los subrayados son míos (JALG).

19 HABERMAS, J., Facticidad y validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático

de Derecho en términos de teoría del discurso, 1994, Trotta, Madrid, 1998. 20 HABERMAS, J., Facticidad y validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático

de Derecho en términos de teoría del discurso, cit., p. 386.

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autoposesivamente se empecinen unos contra otros. Como elementos del orden jurídico presuponen más bien la colaboración de sujetos que se reconocen como sujetos de derechos, libres e iguales en sus derechos y deberes, los cuales están recíprocamente referidos unos a otros. Este reconocimiento recíproco es elemento integrante de un orden jurídico del que derivan derechos subjetivos cuyo cumplimiento es judicialmente exigible. En este sentido, los derechos subjetivos y el derecho objetivo son cooriginales […] Ciertamente, la fuente de toda legitimidad radica en el proceso democrático de producción del derecho; y este proceso apela a su vez al principio de la soberanía popular”21.

Si la exposición de Habermas nos resulta plausible, entonces el cami-no de la democracia universal puede avanzar desde premisas ciertas, no obstante los obstáculos que se le presentan en el “mundo de la vida”. Si, por el contrario, nos aparece como el producto de una simple abstracción, el liberalismo, cuya base es el cálculo egoísta de cualquier acción, pasa a ser la condensación de la realidad del derecho al voto y de la democracia. Esta es la posición de la teoría de la democracia de Buchanan: “Hemos supuesto que el individuo cuyo cálculo hemos analizado (el individuo representativo o medio) está motivado por un interés egoísta, que sus compañeros en la decisión constitucional están motivados del mismo modo y que, dentro del conjunto de reglas elegido para la elección colec-tiva, los participantes son dirigidos del mismo modo”22. Y resulta que es en medio de esta disputa, cuyo origen hemos visto en la teoría jurídica de los derechos subjetivos de Georg Jellinek, aparece otra posibilidad teórica que otorga primacía a la comunidad y el bien común frente al individuo. Esta es la opción que nos abre el llamado comunitarismo.

3. COMUNIDAD Y DEMOCRACIA: EL COMUNITARISMO DE CHARLES TAYLOR

Para el comunistarismo23, tanto el universalismo como el liberalismo tienen un mismo fundamento que constituye un error en sí mismo. Se

21 HABERMAS, J., Facticidad y validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático

de Derecho en términos de teoría del discurso, cit., pp. 154-155.22 BUCHANAN, J. y TULLOCK, G., El cálculo del consenso. Fundamentos lógicos

de la democracia constitucional, Planeta, Barcelona, 1993, p. 353.23 El comunitarismo es una corriente de pensamiento que agrupa a diversos autores

hoy muy conocidos (Sandel, Kymlicka, MacIntyre, etc). Comparten una misma crítica al

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trata del individualismo como criterio de conocimiento y de vida moral en sociedad. Para el individuo, todo lo demás a sí mismo sería superfl uo. Es superfl uo el bien común para el liberalismo utilitarista y, también es una construcción desarraigada de la vida, la búsqueda de una ética uni-versalista proyectada hacia el “hiperbien de la pureza”. Frente a estas tesis modernas que centran todo en el individuo, sea un individuo concreto o universal, el comunitarismo parte de la comunidad en que el individuo se integra como lo cualitativamente importante. En este sentido, es conocida la afi rmación de uno de los más reconocidos comunitaristas, MacIntyre: “el individuo lleva con él sus papeles comunales como parte de su yo, incluso cuando se aísla”24.

Como venimos comentando, la ética democrática ciudadana, debi-do al fundamento de derecho individual del ejercicio de la soberanía, podría encontrar su solución en una teoría que la elevase por encima de su radicación jurídica necesariamente individual. Es el bien común y el gobierno de la sociedad lo que se pretende dirimir con el ejercicio de la democracia y el derecho al sufragio, por lo que una teoría que habla principalmente de la importancia cualitativa de “lo común”, podría evitar lo que el universalismo y el liberalismo no acaban de concretar o, en el caso del liberalismo, no pretenden concretar; lo que sea el bien común. Sin embargo, ateniéndonos ahora a la posición de Charles Taylor, para el comunitarismo el bien común es un a priori, algo que constituye a la sociedad y que no es susceptible de discusión. Para Platón, nos dice Charles Taylor, existía la <<Idea del Bien>> como gran referente de amor por el cual se entendían las acciones y aspiraciones humanas. La teología cristiana también tuvo su gran referente externo o bien constitutivo. Estos grandes referentes, que Taylor llama “el bien constitutivo”, desaparecen en la moderna época del desencanto, dando lugar a la duda moderna sobre la idea del bien: “Pero, ¿qué sucede cuando ya no tenemos nada como un bien constitutivo externo al hombre, como ocurre en las visiones humanistas modernas? ¿Qué decir cuando la visión de lo superior es una

individualismo, metodológico y moral, pero cada uno de los autores difieren en algunos planteamientos. En este trabajo sólo me referiré al caso de Charles Taylor y, casi en exclusiva, a su obra de 1989, Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona, 1996.

24 MAcINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, p.216.

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forma de vida humana que consiste precisamente en afrontar con valor y lucidez un universo desencantado?”25.

La pregunta que Taylor se hace tiene que ver con la impotencia del individualismo moderno para vincularse con un “hiperbien cualitativo” que, en cuanto “marco referencial”, no puede ser creación del propio individuo sino que lo precede. Pero, desde las teorías del Contrato So-cial, en especial referencia al radicalismo de Rousseau y sus efectos en Francia por “llevar la revolución a su fi n”26, hasta las éticas utilitaristas o universalistas actuales, en referencia a Habermas, Taylor considera que la sociedad moderna se siente única y transgresora con toda la tradición de otras comunidades del pasado que sí se vincularon a su propio “hiperbien cualitativo”. Y esta arrogancia de la modernidad es el gran error. Dicho con las palabras de Taylor: “Defi endo la fi rme tesis de que es absoluta-mente imposible deshacerse de los marcos referenciales; dicho de otra forma, que los horizontes dentro de los cuales vivimos nuestras vidas y que les dan sentido, han de incluir dichas contundentes discriminaciones cualitativas [...] La tesis aquí es, más bien, que vivir dentro de tales hori-zontes tan reciamente cualifi cados es constitutivo de la acción humana y que saltarse esos límites equivaldría a saltarse lo que reconocemos como lo integral, es decir, lo intacto de la personalidad humana”27.

Y, por tanto, ¿cuál sería el “marco referencial” o “hiperbien” de la sociedad moderna, al que deberíamos entregarnos en lugar de poner en cuestión? La respuesta de Taylor viene siendo una mezcla, por un lado, entre un diálogo narrativo con los hiperbienes morales del pasado, sin cortar defi nitivamente con ellos, y, por otro, una incorporación de nuestros sentimiento morales y religiosos más íntimos al plano públi-co, aunque la modernidad haya considerado que todo Estado debe ser neutral frente a las distintas concepciones del bien que existen en la sociedad28. Por lo que se refi ere al diálogo con el pasado, Taylor señala

25 TAYLOR, Ch., Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, cit., p. 110.

26 Las referencias negativas al radicalismo de Rousseau y la Revolución Francesa, frente al cierto respeto por el pasado de las revoluciones inglesa y americana, son más explícitas en una obra más reciente de Charles Taylor, Modern social imaginaries, Duke University Press, Durham y Londres, 2004, especialmente, pp. 109-141.

27 TAYLOR, Ch., Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, cit.., p. 43.

28 Vid. TAYLOR, Ch., Modern social imaginaries, cit., pp. 193-194, en donde Taylor expone que la idea de Dios o de la religión es una pieza constitutiva de la identidad individual

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que, lo primero es, por supuesto, observar nuestras propias miserias, en el sentido de tomar conciencia de nuestras propias prácticas morales perversas (machismo, patriarcado, etc.). De esta manera, nuestra visión de hiperbien no queda cerrada en términos universales (Taylor critica así a Kant y de nuevo a Habermas,29), sino que se ancla en la tradición que, al parecer, rechazamos, pues seguimos participando de elementos morales perversos. De esta manera, se narra una continuidad con la tra-dición que, lógicamente, hay que seguir depurando, no mediante la crítica exacerbada y rupturista (descripción de que no hay continuidad, de que nuestra opción moral es mejor, etc.), sino mediante el “principio BA”; la mejor explicación enraizada con la tradición, la conmensurabilidad de las culturas y la asunción cualitativa de nuestro “hiperbien” en términos de una “narración comparativa”, por la que se resuelven confusiones o contradicciones para explicar la transición de un ámbito de un hiperbien a otro, pero sin rupturas y sin universales: A es universal frente a B, que, tal vez lo fue, pero ya no lo es, por lo tanto; escojo A30.

En cuanto a la incorporación integral, tanto privada como pública, de nuestros sentimientos morales y religiosos, se trata para Taylor de la determinación de nuestra identidad cualitativa, de un marco referencial, que nunca es algo que inventamos o podemos colocar en uno u otro lugar de nuestras vidas, sino que se trata de respuestas que nos damos a interrogantes que preexisten para nosotros: “Pero si esto es así –escribe Taylor–, entonces el supuesto naturalista de que es posible deshacernos por completo de los marcos referenciales está equivocado de plano. Se basa en una imagen totalmente diferente, la de la acción humana en la que es posible responder a la pregunta “¿quién?” sin aceptar ninguna distinción cualitativa, simplemente sobre la base de los deseos y las

y de los grupos, pero que la secularización del tiempo histórico moderno la ha relegado al ámbito privado cuando es un “hiperbien básico” como marco referencial integral.

29 Vid.. TAYLOR, Ch., Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, cit., p. 80.

30 Vid. TAYLOR, Ch., Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, cit., p. 89. En otro lugar de esta misma obra, Taylor señala la continuidad del pasado con nuestro presente moderno: “Una de las discontinuidades importantes es que solemos pensar que estamos menos capacitados para articular que nuestros antepasados […] Es posible que uno no sea capaz de sustituir las creencias teológicas o metafísicas que las apuntalaban, pero ello no es óbice para que las imágenes no sigan inspirándonos. O quizá mejor, continúen señalando algo que para nosotros sigue siendo una fuente moral, algo cuya contemplación, respeto o amor nos capacita para acercarnos al bien” (p. 111).

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aversiones, los gustos y las antipatías. En esta imagen, los marcos refe-renciales son cosas que inventamos y no respuestas a interrogantes que ineludiblemente preexisten para nosotros, independientemente de nuestra respuesta o incapacidad para responder”31.

Ahora bien, si traducimos las ideas de Taylor a nuestro problema de la compatibilidad entre, por un lado, la necesidad de una ética ciudadana democrática y, por otro, el carácter jurídico individual del derecho al sufragio, lo que obtenemos es una teoría de la democracia no-electiva, es decir, una democracia de adhesión a unos posibles ideales cualitativos y referenciales que no podemos cuestionar con nuestro derecho al voto. La ganancia para la teoría moral es máxima, si consideramos que Taylor es partidario de esa ética ciudadana democrática, pero mínima para la teoría jurídica de los derechos públicos subjetivos, pues la consulta a la población mediante el voto soberano no es más cualitativa que cualquier otra respuesta social referida a qué sea esta ética ciudadana democrática. Por supuesto que Taylor es consciente de la fuerza que el Derecho tiene en la vida moderna. Y a través de una noción de “respeto por el ser hu-mano”, presente en todas las sociedades, intenta hacernos ver que, en la sociedad moderna, tal respeto ha de ejercerse en términos de derechos: “Los seres humanos resultan merecedores de respeto. En alguna forma éste parece un sentimiento humano universal, es decir; que en todas las sociedades parece estar presente ese sentimiento […]. Lo que es peculiar en el Occidente moderno, al que podemos contar entre las civilizaciones más avanzadas, es que su formulación privilegiada para dicho principio de respeto se haya dado en forma de derechos […]. Hablar de derechos universales, naturales o humanos, es vincular el respeto hacia la vida y la integridad humanas con la noción de autonomía. Es considerar a las personas cooperantes activos en el establecimiento e implementación del respeto que le es debido”32.

Y la pregunta fi nal para Taylor y el comunitarismo sería; si resultaría posible que cualquier cultura distinta de la nuestra, pero todavía viva en el mundo, pudiera ejercer ese respeto hacia el ser humano en términos de derechos y no en sus propios términos. Es decir; se trata de nuevo de la pregunta por la exportabilidad infi nita de la democracia occidental.

31 TAYLOR, Ch., Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, cit., p. 46.

32 TAYLOR, Ch., Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, cit., pp. 25-26. El subrayado es mío (JALG).

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4. BENEFICIOS Y OBSTÁCULOS DE UNA DEMOCRACIA UNIVERSAL

Con la fi nalización de la II Guerra Mundial y el inicio del proceso mundial de descolonización, el siglo XX abordó de una manera cons-ciente y concertada la tarea de establecer Estados democráticos en las antiguas colonias. El sistema político a implantarse en los nuevos territorios independientes debía ser el modelo de las democracias oc-cidentales. Los obstáculos sociales y culturales fueron y siguen siendo muchos. A los interrogantes propios del modelo democrático occidental, algunos de los cuales hemos expuesto anteriormente, se unen la falta de una mínima tradición jurídica similar a la nuestra en la mayoría de los nuevos territorios. En principio, según ha puesto de manifi esto Benedict Anderson33, exportar hacia los nuevos territorios los elementos más formales de nuestra propia tradición jurídico-política, pasó por ser una tarea administrativa y burocrática.

Así es, con elementos tan simples como el censo, el mapa y el mu-seo, los Estados europeos habían convertido, durante el siglo XX, al mundo entero en un mundo de Estados. El censo de los habitantes de las colonias realizado por los europeos, había adoptado la categoría de “los nacionales” de un territorio sin correspondencia alguna con la realidad étnica o tribal precolonial: “Por ello el Estado colonial –escribe Ander-son– imaginó a una serie de chinos, antes que a ningún chino, y a una serie de nacionalistas antes de la aparición de ningún nacionalista”34. Con el mapa, que delimitaba con tiralíneas el territorio de los nuevos Estados, se organizó un espacio imaginario en donde se reunían naturalizándolas realidades geográfi cas tradicionalmente heterogéneas: “En los mapas imperiales de Londres –señala Anderson– , las colonias británicas a veces solían aparecer en rosa y rojo, las francesas en púrpura y azul, las holan-desas entre amarillo y marrón, etc. Teñidas de este modo, cada colonia parecía ser una pieza separable de un rompecabezas. Al volverse normal este efecto de rompecabezas, cada pieza podía separarse por completo de su contexto geográfi co. En su forma fi nal, se podían suprimir suma-riamente todas las glosas explicativas: las líneas de longitud y latitud,

33 ANDERSON, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión

del nacionalismo, Fondo de Cultura Económica, México-DF, 1993. 34 ANDERSON, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión

del nacionalismo, cit.., p.258.

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los nombres de lugares, las señales de los ríos, mares y montañas, los vecinos”35. El museo, por último, recrearía en otro espacio imaginario un pasado histórico pre-colonial a la altura de la nueva realidad estatal. Principalmente los restos arqueológicos, junto con la reconstrucción erudita y técnica de los hallazgos, se reordenaron para la exposición en los museos como insignias que los nuevos Estados habían conseguido rescatar del tiempo para su legitimación36.

Con estos tres elementos básicos, junto con la implantación de una lengua común para el nuevo Estado que, en casi todos los casos era, bien exclusivamente o compartido con lenguas autóctonas alfabetizadas, la lengua de las propias metrópolis (inglés, francés, español, etc.), se había conseguido ordenar y estatalizar un mundo a todas luces disperso. El mundo ya era abarcable en su conjunto de acuerdo con las formas abs-tractas del pensamiento europeo.

Podemos considerar sin riesgo a equivocarnos que, para el mundo occidental, la tarea de entender y aplicar la democracia como forma de gobierno ha necesitado, al menos, una historia de más de tres siglos, des-de el siglo XVIII hasta el siglo XX. La condición indispensable para el desarrollo histórico de la democracia ha sido, en occidente, la ruptura con formas políticas premodernas. Aunque todavía continuamos analizando los términos exactos en que tal ruptura se dio, y las disputas actuales entre liberalismo, republicanismo y comunitarismo37, ponen de mani-fi estos discrepancias importantes. Lo cierto es que los problemas para el desarrollo democrático en sociedades en donde es todavía el presente el que sigue siendo premoderno y jerárquico, debían acumularse sobrema-nera. Al igual que occidente, en pleno siglo XX, tuvo que hacerse cargo

35 ANDERSON, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión

del nacionalismo, cit., p. 244. 36 Para un análisis en profundidad de la relación entre diversidad cultural y nación, vid;

DEL REAL ALCALÁ, J. A., “Problemas de gestión de la diversidad cultural en un mundo plural”, en, ANSUÁTEGUI ROIG, F. J.; LÓPEZ GARCÍA, J. A.; DEL REAL ALCALÁ, J. A. y RUIZ RUIZ, R., (eds.), Derechos fundamentales, valores y multiculturalismo, Dykinson, Madrid, 2005.

37 Sobre los términos en que tiene lugar estas disputas, vid; BARRANCO AVILÉS, M. C., “La concepción republicana de los derechos en un mundo multicultural” y RUIZ RUIZ, R., “Liberalismo y comunitarismo: dos perspectivas antagónicas del fenómeno multicultu-ral”, ambos trabajos contenidos en, ANSUÁTEGUI ROIG, F. J.; LÓPEZ GARCÍA, J. A.; DEL REAL ALCALÁ, J. A. y RUIZ RUIZ, R., (eds.), Derechos fundamentales, valores y

multiculturalismo, cit.

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de formas de gobierno, totalitarias o dictatoriales, que se denominaban democráticas (democracias orgánicas, democracias reales, democracias socialistas, etc.), hoy observamos cómo en muchos Estados surgidos de la descolonización se extiende la idea de democracia islámica, por ejemplo.

Si, tal y como hemos puesto de manifi esto, la necesaria vinculación entre una ética democrática ciudadana y el derecho individual al sufra-gio, pasa a ser el problema básico de la democracias consolidadas en occidente, tal problema sólo ha podido ser considerado como un desafío para nuestras sociedades después de siglos de tradición democrática y de experiencias antidemocráticas lacerantes. Pero, si echamos una mirada a la realidad democrática de los nuevos Estados, artifi cialmente creados hace unos pocos años o decenios, la cuestión es en qué medida podemos exigirles que den pasos inmediatos de confl uencia con nuestras democra-cias occidentales, cuando para nosotros ha supuesto una tarea que ha sido un trabajo histórico. Por supuesto que somos conscientes del imposible histórico que se les pide, intentando valorar las tradiciones que podemos asumir como diferencias dentro del pluralismo (el velo en la mujer38, la existencia en estos Estados de religión pública y religiones privadas, etc.) y, aquellas otras que, simplemente, no podemos asumir (la ablación, la discriminación racial o sexual, etc.). La tesis de John Rawls sobre un posible pacto mundial entre lo que él llama pueblos liberales (sociedades democráticas) y pueblos no liberales pero decentes (sociedades jerárqui-cas), apela a lo razonablemente exigible a estos nuevos Estados sin un pasado enraizado en nuestra cultura occidental; carecer de fi nes agresivos y respeto de cierto elenco de derechos humanos, en el que el derecho libre al sufragio no contaría, tal vez conforman un mínimo desde el que avanzar para el derecho de gentes o internacional que imagina Rawls39.

En todo caso, después de todo lo expuesto, algunas consideraciones sobre los benefi cios de nuestra democracia representativa, conjuntamente con algunos obstáculos para su realización a nivel mundial, sí que me parece oportuno señalar:

38 Sobre las condiciones en que es asumible el debatido atuendo del “velo” en las mujeres musulmanas, vid; GARCÍA PASCUAL, C., “El velo y los derechos de la mujer”, en ANSUÁTEGUI ROIG, F. J.; LÓPEZ GARCÍA, J. A.; DEL REAL ALCALÁ, A. y RUIZ RUIZ, R., (eds.), Derechos fundamentales, valores y multiculturalismo, cit.

39 Para leer un excelente comentario a esta obra de John Rawls, vid. ANSUÁTEGUI ROIG, F. J., “Kant, Rawls y la moralidad del orden internacional”, Revista de Ciencias

Sociales, Universidad de Valparaíso, n.º 47, 2002.

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Los benefi cios que trae la democracia son trascendentales:

- Nos constituye como individuos (titularidad individual del derecho al voto).

- Formaliza defi nitivamente cualquier “idea absoluta o sustancia-lista” de lo social o lo general (representación política).

- Permite la refl exión sobre “nuestro propio pasado” jerárquico y el diálogo con el “pasado-presente” de las comunidades jerárquicas que aún perviven en el mundo (liberalismo, republicanismo, co-munitarismo).

En cuanto a los obstáculos:

- Exige a las comunidades jerárquicas aún existentes su transfor-mación democrática según un plazo “jurídico-político”, cuando nosotros tuvimos “el tiempo histórico”. Para occidente, la demo-cracia forma parte de su background, histórico y político, pero no para otras culturas.

- Se incrementa en occidente un escepticismo importante sobre la democracia y la efi cacia de sus instituciones que, por consiguiente, exportamos al resto del mundo.

- La globalización económica es un hecho que está poniendo de manifi esto, dentro y fuera de occidente, el carácter superfl uo de las democracias para la vida inmediata o cotidiana de los habitantes del planeta: a) crisis del Estado-nación; b) crisis de las institucio-nes internacionales; c) resolución violenta de los confl ictos; d) crisis ecológica. Todo esto lleva al refugio de la población en sus comunidades jerárquicas y en sus valores absolutos, como medio de seguridad y supervivencia en la era de la globalización.

En fi n, si no hemos sido demasiado exigentes con nuestra propia historia democrática, no lo seamos con los nuevos países que han de acer-carse a la democracia. Todavía queda mucho por progresar a las propias democracias occidentales, por lo que debemos asumir la persistencia de un gap democrático recurrente entre el “primer y tercer mundo”. Por último, se impone una reformulación de nuestros modelos de crecimiento económico. El modelo económico neoliberal imperante es, por naturale-za, escéptico con el “progreso de la democracia” y, desgraciadamente, ése es el único modelo económico que conoce el tercer mundo. Para ellos, por ejemplo, el “Estado del Bienestar” no ha existido.

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LA MORAL EN EL DERECHO Y EL CONFLICTO

ENTRE LEY Y CONCIENCIA*

Mª DEL CARMEN BARRANCO AVILÉS

Universidad Carlos III de Madrid

Como ya se ha dicho, el presente libro contiene las aportaciones que distintos profesores de Filosofía del Derecho hicieron al curso que con el título Libertad ideológica y objeción de conciencia. Pluralismo y valores en Derecho y educación se impartió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá los días 16 y 23 de abril de 2009. En este curso, nos benefi ciamos además de los comentarios de profesores de la Facultad que desde otras disciplinas jurídicas y de Ciencia Política se habían aproximado al tema de estudio y que nos hicieron el honor de moderar las distintas mesas en las que se organizaron las presentaciones; las preguntas y la discusión entablada con los estudiantes contribuyeron a enriquecer el encuentro.

Después de una primera sesión de trabajo dedicada a la presentación general del problema, tuvimos una segunda reunión en la que se aborda-ron tres ámbitos en los que en nuestro contexto ha estado presente, con una cierta frecuencia, el confl icto entre la conciencia y la Ley: el sanitario –al que se refi ere Ángel Pelayo–; el educativo –del que trata Francisco Javier Ansuategui–; y el de la aplicación del Derecho –que aborda José Ignacio Solar–. Estas son las intervenciones que aquí se presentan.

Si hay una conclusión clara de las jornadas es que el modo en el que se afrontan estos confl ictos –que nos remiten al problema más general

* Presentación a la II Parte del Curso Libertad ideológica y objeción de conciencia. Pluralismo y valores en Derecho y educación (Alcalá de Henares, 16 y 23 de marzo de 2009) , organizado en el marco del Programa Consolider-Ingenio 2010 “El tiempo de los derechos” del Ministerio de Ciencia e Innovación.

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de la obediencia al Derecho–, e incluso el modo en el que se plantean, depende precisamente de la concepción previa que el autor, el operador o, incluso, el sistema jurídico tenga presente de la libertad de conciencia y, en defi nitiva, del concepto de libertad en el que se fundamentan los derechos1, así como de las relaciones entre Derecho y moral.

Ambas cuestiones se encuentran íntimamente conectadas, hasta el punto de que los criterios de distinción que tradicionalmente se utilizan para delimitar el ámbito de lo jurídico se vinculan a la necesidad de de-fensa de la libertad religiosa (iniciada con la tolerancia y que se prolonga con la libertad ideológica y con el pluralismo como valor); se trata, por tanto, de presentar esta distinción como un intento de poner límites a lo jurídico2. La distinción en función del objeto, del fi n, del origen (que hace referencia a la cuestión de la autonomía y guarda relación también con la referencia a la distinción entre legalidad y moralidad) tienen este sentido3.

El modo en el que se conciben las relaciones entre Derecho y moral, y la concepción de la libertad jurídica, condicionan, pues, la respuesta a la pregunta de si es obligatorio obedecer al Derecho y, por tanto, el modo en el que se resuelven los confl ictos entre ley y conciencia. A estas tres cuestiones me referiré brevemente en lo sucesivo para tratar de estable-cer el marco desde el que abordo la lectura de las tres intervenciones referidas.

1. SOBRE LAS RELACIONES ENTRE DERECHO Y MORAL Y LOS VALORES EN EL DERECHO

Las normas jurídicas se diferencian de las normas morales porque incorporan la posibilidad de que su efi cacia sea respaldada por la coacción que ejerce la instancia que monopoliza el uso de la fuerza legítima; sin embargo, la moralidad del Derecho también refuerza la efi cacia de las normas públicas. Indudablemente, existen conexiones empíricas entre

1 Puede verse sobre esta cuestión BARRANCO AVILÉS, M.C., “Libertad”, en TA-MAYO, J.J. (Dir.), Diez Palabras Clave sobre Derechos Humanos, Verbo Divino, Madrid, 2005.

2 DÍAZ, E., Sociología y Filosofía del Derecho, Taurus, Madrid, 1993, ob. cit., pp. 17 y 18.

3 Ver el desarrollo es estos criterios en DÍAZ, E., Sociología y Filosofía del Derecho, ob. cit., pp. 18-30.

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101La moral en el derecho y el confl icto entre ley y conciencia

el Derecho y la moral que se manifi estan en relación con la creación, en el momento de la interpretación, en la existencia y funcionamiento del Derecho y en su justifi cación y crítica. La cuestión que se discute es si esta conexión es necesaria y si se refi ere a una moralidad correcta4 y, en lo que aquí se interesa, cuáles de estas conexiones son legítimas, así como cuál es la respuesta más adecuada del Derecho cuando se produce una contradicción entre éste y el conjunto de valores que se derivan del modelo de vida resultante del ejercicio de la libertad de conciencia.

Como es bien sabido, las posiciones principales a propósito del pro-blema de las relaciones entre Derecho y moral enfrentan a positivistas y a no-positivistas5, cuyo punto principal de discusión se refi ere, por un lado, a si la conexión entre Derecho y moral remite a una moral correcta y, en relación con lo anterior, a si la injusticia invalida la ley.

La presencia de moral en el Derecho, aun cuando ésta no tenga por qué ser correcta, se pone de manifi esto en el hecho de que detrás de todo sistema jurídico está el sistema de valores de quien lo crea.

Por otro lado, además, el Derecho que quiere hacerse efi caz debe te-ner en cuenta la moral social vigente. Una cierta coherencia entre la moral social vigente y el contenido del Derecho es una condición de efi cacia de las reformas jurídicas, y, en sentido inverso, el Derecho desempeña una importante función educativa. Esta última refl exión nos conduce a uno de los problemas que fueron abordados en la primera parte del li-bro. Efectivamente, en las sociedades democráticas contemporáneas se valora el pluralismo, sin embargo, también el pluralismo tiene un límite. Cuál sea este límite es, como se ha visto, uno de los problemas de ética jurídica siempre acuciantes y de especial actualidad en contextos, como el nuestro, crecientemente multiculturales. La cuestión reside en situar el límite más allá del cual las posiciones críticas con el sistema suponen un problema para la democracia. En este sentido, pueden citarse como ejemplos el caso de Violeta Friedman –Sentencia del Tribunal Constitu-cional 214/1991 de 11 de noviembre– o la confi guración de los delitos de apología (art. 18 C. P. o 578 C.P., en el caso de la ‘apología al terro-rismo’) o del delito de provocación a la discriminación (art. 510 C.P).

4 NINO, C .S., Derecho, Moral y política. Una revisión de la teoría general del Derecho, Ariel Barcelona, 1994.

5 NINO, C .S., Derecho, Moral y política. Una revisión de la teoría general del Derecho, ob. cit., hace referencia a la conexión conceptual, la conexión justificatoria y la conexión interpretativa.

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En relación con lo anterior, me referiré con posterioridad a la discusión sobre el contenido moral que puede ser legítimamente impuesto a través del Derecho, es decir, sobre la moral que puede ser legalizada y la moral que debe ser legalizada.

Suele decirse que en la existencia y funcionamiento del Derecho tam-bién se produce una conexión con la moral. En este punto tiene sentido recordar el concepto de moral interna del Derecho. Se trata de afi rmar que tal y como hoy en día se concibe el Derecho, la regulación jurídica de la convivencia supone introducir un mínimo de justicia en la regulación de las sociedades. Desde el punto de vista positivista este mínimo es com-patible con una gran injusticia. Desde el no-positivismo, por el contrario, esta conexión da pie a presentar el Derecho como un caso especial de discurso práctico. En el Estado de Derecho, el Derecho se confi gura como un procedimiento racional de adopción de decisiones.

En relación con la interpretación y aplicación del Derecho, es nece-sario poner de manifi esto que se producen toda una serie de opciones en las que están implicadas cuestiones morales. Así, la determinación de los hechos plantea problemas de prueba, pero también, en determinadas ocasiones, la descripción del supuesto de hecho de una norma incluye valoraciones que corresponde realizar al juez. Por su parte, en numerosas ocasiones el sentido inmediato de la norma se deja de lado; a veces esto se produce porque los términos en que la norma es expresada producen ambigüedad en relación con el caso concreto, otras veces porque resulta contradictoria con disposiciones ya interpretadas, pero también se pro-ducen supuestos en los que el sentido inmediato de la norma se deja de lado porque produce resultados que desde el punto de vista del intérprete son ‘incorrectos’. A los confl ictos entre ley y conciencia en esta sede se refi ere el profesor Solar Cayón en su intervención.

Desde las posiciones ‘no-positivistas‘6, la aplicación de una norma “incorrecta” supone una “contradicción performativa”. El juez siempre debe ofrecer la respuesta mejor fundamentada desde el punto de vista de la razón práctica, puesto que el Derecho en el Estado de Derecho se presenta como un procedimiento racional de adopción de decisiones.

Para resolver los problemas de oscuridad, ambigüedad, insufi ciencia o incoherencia, en la cultura jurídica existen toda una serie de directivas.

6 GARCÍA FIGUEROA, A., Principios y positivismo jurídico, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1998.

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A veces el resultado es homogéneo (y dejo ahora de lado el problema que se plantea cuando aparece como incorrecto), pero, a veces, la aplicación de las distintas directivas arroja resultados contradictorios. Así, cuando el Tribunal Constitucional se enfrenta a la necesidad de interpretar nor-mas “preconstitucionales“ de acuerdo con el principio de interpretación conforme, la voluntad del legislador, que se reconstruye teniendo en cuenta trabajos preparatorios, exposiciones de motivos…, normalmente será contraria al principio de interpretación “sistemático“ (o teleológico objetivo). En estas condiciones, la opción por un criterio u otro también depende de opciones valorativas.

Por otra parte, los autores que defi enden posiciones no-positivistas subrayan la existencia de una conexión justifi catoria, entre el Derecho y la moral, que es conceptual y necesaria. En su versión más extendida viene a subrayar que resulta irrelevante un concepto de Derecho desde el punto de vista externo (que se equipara a la perspectiva del observador). Para ser útil, el concepto de Derecho debe tener en cuenta la perspectiva del participante. Desde este punto de vista, para que el Derecho funcione sus reglas deben ser aceptadas (esta es una idea que ya está presente en Hart) y estos autores señalan que la única aceptación posible es la mo-ral. Como se ha señalado, quienes intervienen en los procedimientos de adopción de decisiones jurídicas, no pueden escapar a la pretensión de corrección inherente al razonamiento práctico sin incurrir en una con-tradicción performativa7.

La crítica al positivismo jurídico que se produce después de la Segunda Guerra Mundial, se dirige de modo muy insistente frente a una tesis que frecuentemente se asocia a esta teoría, pero que según un gran número de autores defensores del iuspositivismo, sin embargo, no constituye uno de sus rasgos defi nitorios8: el relativismo o escepticismo ético. Se trata de teorías éticas que subrayan la imposibilidad de discutir racionalmente sobre cuestiones morales, sobre lo que es justo.

Antes de continuar planteando algunas de las cuestiones que hoy en día se discuten sobre las relaciones entre el Derecho y la moral, y que tienen que ver con cómo se confi gura la libertad de conciencia, es conve-niente hacer un repaso de las principales concepciones éticas contemporá-

7 ALEXY, R., El concepto y la validez del Derecho, , trad. J. Malem Seña, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 44.

8 HOERSTER, N., “En defensa del positivismo jurídico”, En defensa del positivismo jurídico, Gedisa, Barcelona, 1992, pp. 9-27,, pp. 14 y ss.

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neas9. Se trata con ello de refl exionar sobre la posibilidad de discutir racionalmente sobre cuestiones éticas, como paso previo para abordar la cuestión de los valores que debe contener el Derecho. En primer lugar, es preciso diferenciar todos aquellos planteamientos que consideran que no es posible una discusión racional sobre valores (en general, llamaremos a estos planteamientos no cognoscitivistas), de los que afi rman que tal discusión es posible (son los planteamientos cognoscitivistas). A favor del no cognoscitivismo suele afi rmarse que los juicios éticos son relativos, es decir, que dependen de cada sujeto (subjetivismo) o del ámbito social o histórico en el que son emitidos (relativismo sociológico o histórico). De cualquier forma, no todo planteamiento relativista es no-cognosciti-vista, sólo aquellas posiciones en las que el relativismo se acepta como una tesis de ética normativa son incompatibles con el cognoscitivismo ético10. Dado que supone que no existen argumentos para optar entre juicios morales opuestos, este tipo de relativismo no se diferencia, en cuanto a sus consecuencias, del escepticismo ético11. Como ejemplo de relativismo, suele citarse la afi rmación de A. Ross, conforme a la cual “invocar la justicia, es como dar un golpe sobre la mesa: una expresión emocional que hace de la propia exigencia un postulado absoluto. Ésta no es la manera adecuada de obtener una comprensión mutua. Es imposible tener una discusión racional con quien apela a la “justicia“, porque nada dice que pueda ser argüido en pro o en contra. Sus palabras constituyen persuasión, no argumento. La ideología de la justicia conduce a la intole-rancia y al confl icto, puesto que por un lado incita a la creencia de que la demanda propia no es la mera expresión de un cierto interés en confl icto con intereses opuestos, sino que posee una validez superior, de carácter absoluto; y por otro lado, excluye todo argumento y discusión racionales con miras a un compromiso. La ideología de la justicia es una actitud

9 ATIENZA, M., “Concepciones de la justicia”, El sentido del Derecho, Ariel, Bar-celona, 2001, pp. 273-312, pp. 183-206; NINO, C.S., “La valoración moral del Derecho”, Introducción al análisis del Derecho, Ariel, Barcelona, 1984, pp. 353-436;, NAKHNIKIAN, G., El Derecho y las teorías éticas contemporáneas, 2ª edición, trad. E. Bulygin y G. Carrió, Fontamara, México, 1993.

10 NINO, C.S., Introducción al análisis del Derecho, ob. cit., p. 377. 11 NAKHNIKIAN, G., El Derecho y las teorías éticas contemporáneas, ob. cit., cita el

prescriptivismo (los valores son prescripciones) y el emotivismo (quien expresa un valor, esta expresando una emoción) como ejemplos de no cognoscitivismo.

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militante de tipo biológico-emocional, a la cual uno mismo se incita para la defensa ciega e implacable de ciertos intereses“12.

En cuanto al cognoscitivismo, Nakhnikiam cita como ejemplos el naturalismo y el intuicionismo. Ambos planteamientos afi rman que los enunciados éticos son juicios genuinos, pero para el naturalismo, la ver-dad o falsedad de este tipo de enunciados puede verifi carse empíricamen-te (como ejemplos pueden citarse el iusnaturalismo y el utilitarismo– que originariamente surge como crítica a la ‘metafísica’ iusnaturalista). En cierto modo, la teoría kantiana es intuicionista. En la caracterización que realiza Nakhnikiam, el intuicionismo considera que la verdad o falsedad de los juicios éticos es independiente de la experiencia.

De cualquier forma, conviene tener en cuenta que una buena parte de las teorías éticas que hoy encuentran acomodo en el ámbito jurídico son herederas de la teoría de Kant. Así, es preciso hacer referencia a las teorías de Rawls y Habermas. Ambas son deudoras de la construcción de Kant, aunque en común tienen la idea de que la refl exión sobre lo correcto no puede ser individual.

Para Rawls y Habermas los contenidos de justicia relevantes para la organización de la convivencia social deben poder ser fundamentados mediante el consenso. En el caso del Rawls, que puede considerarse un autor contractualista13, los sujetos racionales situados en la posición original y cubiertos por el velo de la ignorancia, acordarán que la con-vivencia debe basarse en dos principios de justicia: “Primer principio: cada persona ha de tener un derecho igual al sistema total más amplio de libertades iguales básicas compatible con un sistema de libertad para todos. Segundo principio: las desigualdades sociales y económicas han de estructurarse de modo que sean: a) para el mayor benefi cio de los me-nos aventajados, consistente con el principio de ahorro justo; y b) anejos a ofi cios y posiciones abiertos a todos bajo condiciones de imparcial igualdad de oportunidades”14.

Conviene hacer notar, en la descripción del planteamiento de Rawls, que quienes intervienen en esta discusión no incorporan la referencia

12 ROSS, A., Sobre el Derecho y la justicia, trad. Genaro Carrió, 2ª ed., Eudeba, Buenos Aires, 1997.

13 Ver FERNÁNDEZ, E., Teoría de la justicia y Derechos humanos, Debate, Madrid, 1984, p. 175-241.

14 RAWLS, J., Justicia como equidad: materiales para una Teoría de la Justicia, trad. M. A. Rodilla, Tecnos, Madrid, 1986.

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a planes de vida individuales, porque están interesados en llegar a un acuerdo que en otro caso sería imposible teniendo en cuenta el carácter plural de las sociedades contemporáneas. De este modo, sólo es posible el debate sobre bienes primarios, esto es, sobre aquellos que requiere la realización de cualquier plan de vida. Esta restricción, permite dejar fuera del ámbito de lo político y, por tanto, también del ámbito de lo jurídico, las cuestiones relativas a opciones morales.

La teoría de Habermas ha tenido una gran infl uencia en las teorías de la argumentación, de modo notable en la de Alexy15. En el caso de este autor, la justicia es producto de un acuerdo racional entre individuos que se comunican en una situación ideal de diálogo –caracterizada por la presencia de condiciones de total libertad e igualdad–. La acción comu-nicativa sólo tiene sentido si están presentes la pretensiones de inteligi-bilidad –esto es, si el hablante quiere ser comprendido– y la pretensión de validez –si el hablante pretende que sus afi rmaciones son verdaderas, correctas o ‘sinceras’. En el caso del discurso práctico, la comunicación sólo tiene sentido cuando quien afi rma que algo debe ser hecho pretende que la conducta prescrita es correcta. En el desarrollo de las teorías de la argumentación habrá ocasión de volver sobre esta cuestión de la pre-tensión de corrección.

Habermas no aventura contenidos que resultarán de la situación ideal, su teoría hace más bien referencia a las condiciones de esta situación. En opinión de este autor, a través de las restricciones jurídicas en el Estado democrático, se trata de establecer las condiciones que aproximan la discusión política a la discusión ideal racional16.

Tanto Habermas cuanto Rawls, y con ellos numerosos autores, aceptan que el Derecho es un instrumento adecuado para establecer de-terminadas condiciones de justicia en la organización de la convivencia. Con ello, plantean el problema adicional de resolver qué contenidos morales pueden, legítimamente, ser impuestos mediante la posibilidad de recurso a la fuerza que inevitablemente acompaña lo jurídico. En el caso de Rawls ya hemos visto que quedan fuera determinadas cuestiones de la discusión, se mantiene así la distinción entre lo público y lo privado. Para Habermas, no se puede, a priori, vetar a la discusión pública la po-

15 ALEXY, R., Teoría de la argumentación jurídica, trad. M. Atienza e I. Espejo, CEC, Madrid, 1989.

16 HABERMAS, J., Facticidad y Validez. Sobre el Derecho y el Estado de Derecho en términos de teoría del discurso,trad. M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 1998.

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sibilidad de abordar ciertos temas –en la democracia, la distinción entre público y privado también deben ser objeto de discusión–, pero la moral que se incorpora al Derecho está procedimentalizada17.

A lo largo de la historia, la distinción del Derecho y la moral se ha justifi cado como una necesidad de respeto a la conciencia individual y ha llevado a la defensa de la neutralidad del Poder Político. Después de la Segunda Guerra Mundial, se vuelve a reclamar una ‘moralización del Estado’, pero no se abandona la necesidad de respeto a las conciencias. Un intento de hacer compatible las exigencias de ambas ideas es la distinción entre ética pública y ética privada. En defi nitiva, parece que se exige que a través del Derecho se impongan aquellas condiciones que hacen posible la libre elección entre planes de vida y la posibilidad de actuar de acuerdo con el plan de vida elegido (siempre que éste sea generalizable y no perjudique la posibilidad de optar de un tercero o del propio sujeto18)

A pesar de que en la teoría la distinción parece clara, en determinados supuestos se producen difi cultades. La ‘objeción de conciencia’ supone una solución en relación con determinados confl ictos entre ética pública y ética privada que plantean al individuo la necesidad de optar entre el cumplimiento de sus obligaciones morales y la obediencia al Derecho.

17 HABERMAS, J., “Derecho y moral”, Facticidad y Validez. Sobre el Derecho y el Estado de Derecho en términos de teoría del discurso, ob. cit., pp. 535-588, p. 559, “hasta ahora las consideraciones que hemos venido haciendo acerca de la cuestión de la legitimidad de la legalidad nos han puesto en primer plano el tema “derecho y moral”. Hemos aclarado cómo se complementan mutuamente un derecho exteriorizado en términos convencionales...y una moral interiorizada. Pero más que esta relación de complementariedad nos interesa el simultáneo entrelazamiento de derecho y moral. Éste se produce porque en los órdenes e instituciones del Estado de derecho se hace uso del derecho positivo como medio para distribuir cargas de argumentación e institucionalizar vías de fundamentación y justificación, que quedan abiertas a argumentaciones morales. La moral ya no se cierne por encima del derecho (como sugiere todavía la construcción del derecho natural racional en forma de un conjunto suprapositivo de normas); emigra al interior del derecho positivo, pero sin agotarse en derecho positivo. Pero esa moralidad que no solamente se enfrenta al derecho, sino que también se instala en el derecho mismo, es de naturaleza procedimental; se ha desembarazado de todo contenido normativo determinado y ha quedado sublimada en un procedimiento de fundamentación y aplicación de contenidos normativos posibles”.

18 Esta restricción sería aceptada por PECES-BARBA, G., “El condicionamiento de la libertad moral“, en VVAA, Curso de Derechos fundamentales, BOE-Uc3m, 1995, pp. 232-240. También por NINO, C.S., Ética y Derechos humanos,ob. cit., desde el punto de vista de la inviolabilidad. Las situaciones límites enfrentan la inviolabilidad con la dignidad.

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Como la cuestión del alcance de la justifi cación de la desobediencia al derecho por razones ‘éticas’19, algunas otras pueden ser abordadas como problemas prácticos de ética jurídica. Así, en este ámbito de discusión se sitúa, por ejemplo el problema de la enseñanza de la religión en los colegios que se fundamenta en el compromiso del Estado español con la promoción de la libertad ideológica y los otros problemas relativos a los confl ictos entre ley y conciencia en el ámbito educativo a los que se refi ere el profesor F. J. Ansuátegui, entre los que destaca la justifi cación o no de una asignatura obligatoria sobre educación en valores. Para un planteamiento de este problema es necesario, en todo caso, partir de las consideraciones que aquí se llevan a cabo sobre los contenidos que legí-timamente pueden imponerse a través del Derecho.

Por otra parte, ya he apuntado que la convivencia social sólo es po-sible si existen ciertos valores compartidos. No resulta sencillo (como puede verse por los ejemplos) encontrar el equilibrio adecuado entre el pluralismo y el mínimo de ‘homogeneidad’ que permite la convivencia. La polémica sobre estos temas nos remite a la necesidad de refl exionar sobre la condiciones en que está justifi cado que el Derecho se utilice para imponer contenidos de moralidad. Esta polémica enfrenta al moralismo y al liberalismo legal20.

El liberalismo supone, a grandes rasgos, que los límites a la libertad natural de los sujetos sólo se justifi can para evitar el daño a otros sujetos. El moralismo afi rma que la libertad puede limitarse para evitar compor-tamientos contrarios con las pautas de la moral social. La pornografía, la prostitución o la homosexualidad, reciben un tratamiento diferente desde uno y otro planteamiento

También la discusión sobre el perfeccionismo y el paternalismo tiene sentido en este esquema. Ambas denominaciones aluden a situaciones en las que el Derecho se utiliza para imponer la realización de comporta-mientos al margen de la autonomía de los sujetos, aunque no se trate de proteger a terceros. En el caso del perfeccionismo, el Estado se reserva la posibilidad de determinar cuáles son los ideales de felicidad que se

19 PRIETO, L., “La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades”, Derechos y Libertades, nº 8, 2000, pp. 429-468.

20 Ver los argumentos que enfrentan a H.L.A.Hart y Lord P. Devlin, en DWORKIN, R.M. (comp.), Filosofía del Derecho, trad. J. Sáinz, Fondo de Cultura Económica, México, 1977. A propósito de esta polémica ver LAPORTA, F., Entre la moral y el Derecho, Fontamara, México, 1993.

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pueden perseguir. En el caso del paternalismo, el Estado protege a los in-dividuos contra actos u omisiones que considera contrarios a sus propios intereses (problemas como los que plantea la legalización del consumo de drogas o la regulación del uso del cinturón de seguridad o, en otro orden de cuestiones, las restricciones al pacto en el ámbito laboral...pueden abordarse desde este punto de vista)21.

En nuestro ámbito cultural, en línea de principio, se suele admitir que la fi nalidad del Estado es el establecimiento de las condiciones adecuadas para la realización del la dignidad humana. El Estado de Derecho se presenta como la forma de poder idónea para conseguir este objetivo.

2. SOBRE LA LIBERTAD PROTEGIDA POR EL DERECHO

Las divergencias a propósito del mejor modo de utilizar el concepto “Estado de Derecho” pueden reconducirse, en cierto modo, a divergen-cias a propósito del concepto de libertad22. De este modo, parece que la idea de libertad desde la que se construye el Estado liberal es la de la libertad como no-interferencia (o libertad negativa), mientras que el Estado democrático se construye desde la defensa de la libertad como autodeterminación (en algunos discursos libertad positiva) y el Estado social obedece a la reivindicación de la ‘libertad material o real’23.

La discusión sobre la libertad protegida por el Derecho, abarca dos tipos de cuestiones. Así, por un lado cabe situar el debate entre los par-tidarios de la libertad negativa –como libertad protectora– y aquellos autores que consideran que el disfrute efectivo de esta libertad como no-interferencia –que algunos denominan libertad promocional– también compete al Estado. Este debate da lugar a la polémica sobre el Estado social a la que ya se ha hecho referencia.

21 Ver NINO, C.S., Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, ob. cit., 413-446. Así como el monográfico sobre “El Paternalismo”, Doxa, nº5, 1988.

22 ANSUÁTEGUI, F.J., “Las definiciones del Estado de Derecho y los derechos fundamentales”, Sistema, nº 158, 2000, pp. 91-114, reconduce esta cuestión a la relación entre Estado de Derecho y derechos fundamentales.

23 En PECES-BARBA, G., “La libertad social, política y jurídica”, Curso de Derechos fundamentales, ob. cit., aparecen como libertad protectora, libertad participación y libertad promocional.

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Pero, por otra parte, se produce la discusión entre aquellos que consideran que la libertad protegida por el Derecho es la libertad como no-interferencia o libertad liberal y otros que cuando apelan a la libertad como valor a realizar a través del Derecho están haciendo referencia a la libertad como no dominación arbitraria o libertad republicana24. Esta otra distinción se cruza con la anterior, frente a aquella, alude a distintas concepciones de lo político que pueden explicarse utilizando la refl exión de Habermas sobre la distinción entre liberalismo y republicanismo25. Ambos modelos de representación de lo político parten de una distinta concepción del individuo (como egoísta racional o como capaz de so-lidaridad, respectivamente), así como de sus relaciones con lo político (como mercado o como contexto de realización). De forma que, para la concepción liberal, el Estado es un mal necesario en relación con la libertad, en tanto para la concepción republicana el Estado ordenado adecuadamente es la condición de realización de la libertad.

Uno y otro modelo, van a producir distintas comprensiones del siste-ma de derechos. La concepción liberal resulta compatible con entender la libertad como norma de clausura del sistema de libertades26 que proponen algunos autores. Esta cláusula supone entender que el comportamiento es libre allí donde no ha sido regulado y que la interferencia en el ámbito de la libertad debe estar justifi cada. En defi nitiva, en el modelo liberal, a tra-vés de los derechos se trata de establecer las condiciones adecuadas que eviten el abuso del poder, que permanece neutral en cuanto al contenido con el que se ejercite la libertad en el ámbito en el que ésta se protege.

Desde la concepción republicana de la libertad, los derechos son los mecanismos que permiten hacer compatible el interés general y el interés individual; el poder no es neutral en relación con el ejercicio de la libertad, que se protegerá más cuando sea más imprescindible para el mantenimiento del sistema político condición de la libertad Esta última parece ser la posición del Tribunal Constitucional español que se deja ver, por ejemplo, en relación con la libertad de expresión. En este modelo, no hay auténtica contraposición entre la existencia del Poder y del Derecho (si el poder es un Estado de Derecho) y libertad.

24 BARRANCO, M.C., “Notas sobre la libertad republicana y los derechos fundamen-tales como límites al poder”, Derechos y Libertades, nº9, 2000, pp. 65-91.

25 HABERMAS, J., Facticidad y validez, ob. cit., 1998, p. 342.26 PRIETO, L., “La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura

del sistema de libertades”, ob. cit., pp. 429-468.

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Una y otra tradición suponen concepciones complementarias sobre los derechos como límites al poder, pero también concepciones alterna-tivas sobre el modo en el que operan los límites a los derechos.

Y es que, precisamente, la refl exión sobre la necesidad de limitar el poder se origina en el contexto de la tolerancia y de la libertad religiosa, pero adquiere autonomía, como consecuencia de la mentalidad indivi-dualista que se desarrolla en el tránsito a la modernidad. Los derechos son los instrumentos que servirán para limitar al poder construyendo un ámbito de autonomía que éste no puede sobrepasar. De este modo, la seguridad jurídica cuya garantía es la función del Estado, se reclama también frente al propio Estado. En el Estado de Derecho se trata de hacer también previsible la acción del Estado. Este es claramente el sentido de los derechos en el modelo inglés y de la reivindicación del sometimiento de la prerrogativa regia al Common Law. Frente al Estado absoluto, se esgrimen las libertades tradicionales de los ingleses. El resultado de esta ideología será el sometimiento del poder al Derecho, así como su divi-sión. En el siglo XX, el constitucionalismo supondrá la consolidación de esta idea al establecerse fórmulas para asegurar la vinculación del poder legislativo al Derecho.

En relación con los límites a los derechos, en el iusnaturalismo racionalista, los derechos se confi guran como absolutos, sin embargo, en el momento en que los derechos se positivizan, se ven sometidos a límites en su ejercicio. Conviene hacer alusión aquí a la distinción entre límite y delimitación de los derechos originalmente introducida por I. de Otto27. Esta doctrina ha sido posteriormente adoptada por el Tribunal Constitucional. Se habla de límites en relación con las cuestiones que se plantean cuando se afecta a la libertad jurídica protegida por el derecho, mientras que se utiliza delimitación para hacer referencia a la actividad de defi nición del contenido esencial.

L. Prieto critica esta distinción desde el entendimiento de que pocas veces el contenido de un derecho fundamental está tan claramente perfi -lado que permite saber cuándo la actuación es ‘limitativa’ y delimitadora. El ejemplo que desarrolla es el del artículo 16 de la Constitución española

27 OTTO, I. DE, ”La regulación el ejercicio de los derechos fundamentales y liberta-des. La garantía del contenido esencial en el artículo 53.1 de la Constitución”, Derechos fundamentales y Constitución, Civitas Madrid, 1988.

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en relación con el cual se plantea la refl exión sobre la norma de clausura del sistema de libertades28.

Aceptar la norma de clausura supone, en opinión de L. Prieto, que cualquier situación en la que se restrinja la libertad puede plantearse como un supuesto de vulneración de derechos en relación con el cual se exige una operación de ponderación. En términos generales, para que los límites estén justifi cados deben fundamentarse en otros derechos o valores cons-titucionales y debe existir una adecuación entre la necesidad de proteger esos oros derechos y valores y el sacrifi cio del derecho fundamental.

3. SOBRE LA OBEDIENCIA AL DERECHO

Cuando se refl exiona sobre las relaciones entre el Derecho y la justi-cia, sobre los problemas del derecho justo, la pregunta fundamental a la que se intenta dar respuesta es hasta qué punto existe una obligación de obedecer al Derecho. Las respuestas a la pregunta formulada son distintas en uno y otro tipo de planteamiento sobre el Derecho. De este modo, el iusnaturalismo considera que existe una obligación de obedecer al De-recho auténtico, que es el que resulta conforme con el Derecho natural. El iusnaturalismo deontológico aceptará la posibilidad de diferenciar Derecho justo y Derecho injusto, desde este planteamiento no hay obli-gación de obedecer al Derecho positivo injusto.

En cuanto al iuspositivismo, si parte de una defi nición del Derecho que se caracteriza por la neutralidad valorativa, también señalará que la única obligación de obedecer al Derecho es aquella que deriva del temor a la sanción. En otro caso, no se puede hablar de una obligación de obe-diencia, con independencia de la refl exión sobre el Derecho justo.

Si el positivismo jurídico es ideológico, es preciso distinguir. En la posición extrema, corresponde al Derecho la defi nición de la justicia, por lo que siempre existe obligación de obedecerlo. Si se trata de la ver-sión moderada, la obligación de obediencia depende de la ponderación entre la justicia formal y la justicia material. Se habla, sin embargo, de la obligación de estricta observancia de los poderes públicos –se refi ere a funcionarios y, sobre todo a jueces– para señalar que en relación con

28 PRIETO, L., “La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades”, ob, cit., y PRIETO, L., “Observaciones sobre las antinomias y el criterio de ponderación”, Cuadernos de Derecho Público, nº 11, Barcelona, 2000, pp. 9-30.

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estos sujetos la obligación de obediencia aparece reforzada, dado que su desobediencia resulta en mayor medida perjudicial para la seguridad jurídica.

De lo anterior, se puede extraer la conclusión de que cuando no se mantiene una relación necesaria entre el Derecho y la moral, la justifi -cación de la existencia de una obligación de obediencia depende de la refl exión sobre la legitimidad del poder. Además, es posible concluir que existen distintas versiones de qué signifi ca que sea obligatorio obedecer al Derecho.

La obligación moral de obediencia es aquella que se justifi ca cuando se mantiene que hay que obedecer al Derecho porque éste es justo. Para los iusnaturalistas ontológicos y para el positivismo ideológico, este tipo de obligación existe siempre, de modo que quien incumple el Derecho, además de cometer un ilícito jurídico comete un ilícito moral.

La obligación jurídica hace referencia al carácter no voluntario del cumplimiento del Derecho que se apoya en que éste es un orden coactivo. En este caso, quien incumple el Derecho puede estar actuando correcta-mente desde el punto de vista moral.

La coincidencia entre la obligación jurídica y la obligación moral favorece la efi cacia de los sistemas jurídicos, por esta razón, los estu-diosos de estos temas refl exionan sobre los caracteres que deben tener los derechos vigentes para que sea moralmente obligatorio obedecerlos. En general, se dice que es moralmente obligatorio obedecer al Derecho producido por un poder legítimo; y poder legítimo es, a grandes rasgos, el que se organiza como Estado de Derecho, se origina democráticamente y respeta los derechos fundamentales. Como una exigencia de respeto a las minorías –que es una característica esencial de un régimen pluralis-ta– y, en defi nitiva, para reforzar la legitimidad favoreciendo la crítica al sistema, se pueden justifi car determinadas fórmulas de desobediencia aun en el contexto de un Estado legítimo. Se habla de desobediencia civil y de objeción de conciencia.

La desobediencia civil es una situación que se produce cuando una persona o un grupo desobedecen el Derecho para expresar su desacuerdo con una norma o una determinada política pública que consideran con-tradictoria con los principios de la ética pública Con la desobediencia se pretende expulsar del sistema la norma que se considera ilegítima o poner fi n a la política pública que se considera contraria con los principios éticos en los que se basa la convivencia social. El desobediente civil no pretende

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cambiar el sistema en su totalidad. Por otra parte, y como consecuencia, el desobediente acepta la reacción adversa que el Ordenamiento jurídico prevé para el caso de incumplimiento –es el caso de la insumisión–. El Ordenamiento jurídico no puede incluir un derecho general a la desobe-diencia civil, sin embargo, también es cierto que el tratamiento a la des-obediencia civil no puede equivaler al tratamiento de una desobediencia “no cualifi cada”. Especialmente, cuando ésta se utiliza para poner de manifi esto quiebras en el funcionamiento del Estado democrático de Derecho que de otro modo no pueden ser subsanadas.

La objeción de conciencia es un derecho a dejar de realizar un determinado deber que el ordenamiento atribuye sobre la base de un enfrentamiento entre la ética pública y la ética privada. Algunos autores consideran que únicamente cuando esta situación está juridifi cada se puede hablar de objeción de conciencia. En nuestro Derecho sólo se reco-noce en relación con el personal sanitario en las intervenciones abortivas y en relación con el servicio militar –hasta cierto punto, queda vacío de contenido desde el momento en que queda suprimido el servicio militar obligatorio–. Para otros autores la objeción de conciencia es la situación que se produce cuando un sujeto justifi ca su desobediencia amparándo-se en razones de conciencia. Sobre las distintas fórmulas posibles para abordar la objeción de conciencia y, específi camente, sobre el modo en el que ésta aparece y se maneja en el ámbito sanitario versa el trabajo del profesor Ángel Pelayo.

Las diferencia básica entre objeción de conciencia y desobediencia civil puede sistentizarse, en mi opinión en que en el caso de la objeción de conciencia se produce un enfrentamiento entre ética pública y ética privada, mientras que en el caso de la desobediencia civil, se enfrentan dos versiones de la ética pública. Sin embargo, veremos en los trabajos que siguen cómo esta delimitación entre ambas categorías no es univer-salmente aceptada.

Vaya mi más sincero agradecimiento para los autores, así como para la Universidad de Alcalá y, especialmente, para su Facultad de Derecho que acogió este curso. Todos ellos hicieron posible que el encuentro cons-tituyera un foro adecuado para la refl exión sobre esta serie de problemas que actualizan algunos de los temas más tradicionales de la Filosofía del Derecho.

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LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA SANITARIA*

ÁNGEL PELAYO GONZÁLEZ-TORRE

Universidad de Cantabria

“La libertad es el bien individual por excelencia,

La justicia es el bien social por excelencia”.Norberto Bobbio.

1. LEY Y CONCIENCIA: EL PODER DEL ESTADO Y LA LIBER-TAD INDIVIDUAL

La objeción de conciencia entendida como la negativa a cumplir una obligación legal por su incompatibilidad con las convicciones personales del individuo, nos plantea inmediatamente dos términos que se nos pre-sentan en confl icto. Por un lado la obligatoriedad de la ley y el poder del Estado, y por otro la posición de la libertad individual y más en concreto de la libertad de conciencia de la persona frente al derecho.

A este respecto se puede empezar diciendo como punto de partida que consideramos que el transcurso de la historia y el desarrollo de la civilización nos permiten hablar del Estado como un logro en la historia de la convivencia social, y esto nos permite recordar que desde Hegel el Estado es visto ya de manera expresa como uno de los momentos de la eticidad, al lograr su instauración la armonización de los intereses parti-culares de los sujetos con el interés general1.

* Artículo elaborado dentro del marco del Proyecto Consolider HURI-AGE, El tiempo de los derechos.

1 Cfr. HEGEL, G.W.F., Principios de la Filosofía del Derecho, trad. y prólogo de Juan Luis Vermal, EDHASA, Barcelona, 1988. En concreto a partir de la pág. 138, donde se habla del Estado, momento en el que Hegel empieza diciendo que “El Estado es la realidad efectiva de la idea ética…”.

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Sin duda la evolución histórica ha ido depurando el papel del Estado y su legitimidad; y muy especialmente en nuestro contexto jurídico-polí-tico, el de las democracias occidentales, donde el Estado se legitima por su origen democrático, el poder que emana del derecho aparece revestido de una especial legitimidad que, a juicio de muchos autores, refuerza el deber de obedecer al derecho por parte de los ciudadanos.

Desde esta perspectiva el Estado democrático de Derecho es visto como la mejor forma de convivencia política, y resulta por lo tanto legiti-mado para exigir la obediencia de sus ciudadanos, una obediencia general que para algunos autores es incluso un deber moral, en la medida en que los ciudadanos estaríamos obligados a obedecer las normas que han sido establecidas por instituciones justas2.

Se superan así formas menos perfectas de legitimidad del poder, como las de corte Hobbesiano, conforme a las cuales el Estado simple-mente aporta orden frente al caos, siendo ese ya un criterio sufi ciente de legitimación que sirve para fundamentar el deber de obediencia3. Ahora no es sólo orden sino justicia lo que se supone que aporta el Estado a la convivencia social, una justicia que se funda sustancialmente en su elec-ción democrática por parte de los ciudadanos (legitimidad de origen), y en su respeto a los derechos humanos de las personas como guía y a la vez límite de la actuación legislativa (legitimidad de ejercicio).

Probablemente puede decirse que desde un punto de vista externo cuanto más legítimo es un Estado más fuerza coactiva habrían de tener sus normas, aunque desde un punto de vista interno del derecho la fuerza coactiva sea siempre la misma. Esta ecuación sobre el carácter democrá-tico del Estado en relación con la obligatoriedad de sus normas debería llevarnos a la vez y, en sentido inverso, a considerar que las normas de un Estado no democrático no nos vinculan moralmente, al menos con carácter general, estando moralmente justifi cada la desobediencia, y eso si no llega a considerarse como un deber moral.

2 Cfr. FERNÁNDEZ GARCÍA, E., La obediencia al derecho, Editorial Civitas, Madrid, 1987.

3 Cfr. HOBBES, T., Leviatan o la materia, forma y poder de una república, ecle-

siástica y civil, trad. y prefacio de Manuel Sánchez Sarto, Fondo de Cultura Económica, México, 1987. Para Hobbes la legitimidad del soberano se deriva esencialmente del hecho de que aporta orden frente al caos, con lo que establece una seguridad para los ciudadanos que hace valioso de por sí el orden político y que hace en consecuencia posible exigir la obediencia.

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Pero volviendo a los Estados democráticos contemporáneos de nuestro entorno político, en el actual contexto del pensamiento jurídico, la idea de que como consecuencia de su carácter democrático no cabe oponer justifi cadamente resistencia alguna al deber de obedecer las nor-mas, encuentra sin embargo una posible excepción cuando se alega un imperativo derivado de la conciencia individual del sujeto4.

Esta posibilidad se sostiene en la importancia de la idea de libertad individual, cuando se coloca la libertad como eje del sistema de la con-vivencia social y del orden jurídico y se entiende que por tanto la libertad del sujeto es un valor fundamental de la convivencia política y del orden jurídico, de manera que el Derecho ha de hacer todo lo posible por pre-servarla, limitándola sólo lo imprescindible en atención a la satisfacción de los intereses generales.

En apoyo de esta idea se suma el haber concedido un valor esencial en nuestro modelo jurídico a la noción de dignidad personal del sujeto, noción esencial en cuanto atributo que es presentado por el Derecho como propio y defi nitorio de la especie humana, con fundamentales consecuen-cias políticas y jurídicas. Pues bien esta noción de dignidad personal apa-rece estrechamente vinculada a la autonomía personal, en cuanto que una manifestación esencial de la dignidad, probablemente la más destacada, será precisamente la capacidad del sujeto de ejercer su libertad personal desarrollando sus propios planes de vida personales5. Esta relación ge-nérica entre dignidad personal y libertad puede extenderse fácilmente a la conexión de la dignidad personal con la libertad de conciencia, como concepto ya más concretamente jurídico, y entendida como la capacidad de pensar y actuar de acuerdo con el fuero íntimo del sujeto.

Una primera solución a este dilema que se nos ha planteado entre norma y libertad de conciencia es la de considerar que las normas jurí-dicas emanadas de un Estado democrático de Derecho, en la medida en

4 Cfr. Sobre la oposición entre ley y conciencia el volumen colectivo PECES BARBA, G. (Ed.), Ley y conciencia, Universidad Carlos III de Madrid, Madrid, 1993.

5 Y ello desde los tiempos más clásicos, como puede comprobarse acudiendo a PICCO DELLA MIRANDOLA, con su Discurso sobre la dignidad del hombre, trad. , introducción, edición y notas de Pedro J. Quetglas, Promociones y Publicaciones Universitarias, Barcelona, 1988. Contemporáneamente en torno a la dignidad de la persona puede verse el trabajo de PECES-BARBA, G., La dignidad de la persona desde la Filosofía del Derecho, en Cuadernos Bartolomé de las Casas. Dykinson- Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, Madrid, 2003, y también el trabajo de FERNÁNDEZ GARCÍA, Dignidad

humana y ciudadanía cosmopolita, Dykinson, Madrid, 2001.

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que ese Estado es un Estado esencialmente legítimo, en la medida en que las normas son aprobadas por la representación de los ciudadanos y están además destinadas a la satisfacción del interés general, han de ser obedecidas en todo caso.

La legitimidad democrática del Estado, junto con serias razones de efectividad del orden jurídico, y de seguridad jurídica, van a avalar esta solución, que no permitiría dejar pendiente la aplicación de las leyes de una posible objeción de conciencia de los individuos.

Bajo esta perspectiva, que es jurídica pero a la vez también ideológi-ca, en esta disyuntiva entre la norma y la conciencia, la prioridad estará a favor de la efi cacia del Derecho. En el terreno moral cada uno puede pensar lo que considere oportuno, e incluso actuar de la manera que crea más conveniente de acuerdo con sus convicciones, pero si se pretende entrar en el plano jurídico se habrá de estar a lo que diga el Derecho, so-metiéndose la persona, después de actuar libremente, a las consecuencias legales de su desobediencia.

Pero sentada esta posición de principio, otra cuestión es que ya desde dentro del propio Derecho se llegue a admitir la excepción al cumplimien-to de un mandato legal cuando se opone a tal mandato una convicción personal anclada en la conciencia íntima del sujeto.

En este caso el principal argumento consiste en poner de manifi esto el peso de la libertad personal como esencia del sistema político demo-crático, y la idea de que un régimen legal y democrático es tanto más legítimo cuanto más respeta las libertades individuales. A partir de ahí se intenta compatibilizar la efi cacia del orden jurídico y el fi n público que el derecho pretende conseguir con el respeto a las creencias personales de los sujetos, permitiendo no cumplir determinados mandatos jurídicos bajo ciertas circunstancias.

Creo que es importante señalar a este respecto que hay pocas dudas de que la idea de libertad ha sido ha sido desde la Ilustración el valor político-jurídico que más se ha desarrollado en la historia contempo-ránea dentro de nuestro contexto jurídico-cultural. La autonomía de la voluntad; la dignidad personal entendida en gran medida en términos de la posibilidad de realizar los propios planes de vida; todo el desarrollo, primero de los derechos subjetivos y luego de los derechos humanos, en gran medida destinados a hacer posible que el sujeto actúe y manifi este libremente su personalidad; son los hitos más relevantes en el devenir

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jurídico de los dos últimos siglos, que cabe leer sobre todo en clave de expansión de la idea de libertad6.

Si la idea de libertad o autonomía de la voluntad se despliega en el s. XIX mediante los contratos, que permiten traducir jurídicamente la libre actividad del individuo y su iniciativa propia, durante el siglo XX serán los derechos humanos los que permitirán desarrollar con libertad la personalidad del sujeto en las más variadas manifestaciones, incluida la libertad de conciencia.

Por otro lado al ser considerado el pluralismo, entendido en el senti-do más amplio –político, religioso, social–, como aceptación de las más diversas formas de vida, como un valor social, político y jurídico, esta posición de principio tiene como efecto el que el Estado deba respetar distintas concepciones sobre lo bueno o lo justo, difi cultando la posibili-dad de imponer a las personas formas de vida o conductas sobre la base de una moral social mayoritaria. El pensamiento de la unidad, que carac-teriza los totalitarismos y que considera la homogeneidad como valor, es sustituido por el pensamiento de la diversidad, que considera por el contrario que lo socialmente valioso radica precisamente en respetar, o incluso en ocasiones en fomentar, la diversidad, ya que la diversidad es buena para el orden social.

El Estado, que es un Estado aconfesional, que respeta la pluralidad de creencias religiosas, no debe socializar una moral totalizadora, sino que ha de hacer compatible sus juicios de valor morales con el respeto a la libertad de creencias de los ciudadanos, en la medida en que lo permita el intento de lograr sus fi nes públicos.

Según esto un Estado democrático debería intentar compatibilizar el cumplimiento de la ley y el logro de los objetivos públicos con la liber-tad personal de los sujetos, intentando interferir esta lo menos posible,

6 Sobre la idea de libertad modernamente entendida cfr. CONSTANT, B., “De la libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos. Conferencia pronunciada en el Ateneo de París en 1819” , en Escritos políticos, trad. Estudio preliminar y notas de Maria Luisa Sánchez Mejía, Centro de Estudios Consitucionales, Madrid 1989, págs. 257-285. La idea sostenida por Constan es que la libertad moderna consiste en un margen de actuación libre del individuo frente al Estado, por oposición a la de los clásicos, que consistía fundamentalmente en una participación directa de los ciudadanos en la gestión política de la comunidad. Para Constant frente al primado de los derechos políticos de participación de los antiguos el contexto político moderno limita la participación pública de los ciudadanos cuya actuación se desenvuelve ahora más, como compensación, en el desarrollo de los derechos de libertad.

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o intentando compatibilizar el cumplimiento de la ley con el respeto a la libertad del individuo, especialmente a su libertad de conciencia, siempre que esto sea posible.

Creo que puede ser conveniente detenerse un momento en este pun-to para comentar que este planteamiento implica sin duda pensar, para empezar, que la conciencia existe, e incluso que tiene un componente positivo, valioso. Aunque también cabe que alguien niegue la existencia de la conciencia. Si la conciencia existe deberemos saber algo sobre lo que es la conciencia. Y es posible que exista la conciencia ya que existe la culpa, el remordimiento e incluso la autosatisfacción moral.

Filosóficamente puede decirse que con la modernidad ilustrada surge el sujeto moderno dotado ahora de una identidad individual. Una identidad individual que hace pensar precisamente en una identidad in-dividualizada propia de cada persona, que es particularmente suya, que uno descubre en sí mismo y que implica además que uno tiene que ser fi el a sí mismo y a su peculiar modo de ser7. Dentro de esta manera de ser personal se incluye el sentido moral propio de cada ser humano, en-tendido como un sentimiento interno que identifi ca y distingue lo que es bueno de lo que es malo. La moral completa la personalidad del individuo manifestándose como una especie de voz interior8.

Por su parte jurídicamente la existencia de la conciencia está reco-nocida a un primer nivel desde el momento en que se consagra en la Constitución, que recoge en su art. 16.1 la libertad ideológica, religiosa y de cultos, y que consagra en su art. 30.2 la objeción de conciencia al servicio militar; y tiene además su propia ley orgánica de desarrollo, la Ley Orgánica de Libertad Religiosa.

Recogiendo un lugar común puede entenderse la conciencia como el conjunto de convicciones íntimas relativas a juicios de valor que con-

7 Cfr. TAYLOR, C., El multiculturalismo y la política del reconocimiento, trad. Mónica Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pág. 47.

8 Una referencia importante en este punto en el que se habla del sujeto que adquiere consciencia de sí mismo y alcanza la mayoría de edad es el pensamiento de Kant. Para él el sujeto moderno que surge de la Ilustración es un sujeto individual, consciente de sí, y que tiene como principal atributo la dignidad. Una dignidad que tiene que ver sobre todo con la condición de las personas de agentes racionales que disponen su vida de acuerdo con principios. A partir de ahí la libertad, atributo esencial y típicamente humano es considerada como la libertad de actuar racionalmente de acuerdo a principios. Al respecto cfr. KANT, E., Metafísica de las costumbres, estudio preliminar de Adela Cortina, Traducción y notas de Adela Cortina y Jesús Conill, Tecnos, Madrid, 1989, págs. 33 y ss.

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fi guran la personalidad del sujeto, a las cuales el individuo adecua su forma de vivir, y que son parte esencial de su personalidad. De manera que violarlas le crea “un problema de conciencia”, que de algún modo cuestiona o incluso atormenta su personalidad.

En la objeción de conciencia la existencia de una convicción íntima es tan fuerte que la presencia de una obligación jurídica no es sufi ciente para contrapesarla, y el sujeto se muestra decidido a oponer una resistencia a la norma para no negarse a sí mismo.

Algunos episodios clásicos, como el de la Antígona de Sófocles, han contribuido a acuñar la fi gura de la objeción de conciencia, y a la vez a dotarla de un carácter valioso. Si bien hay que recordar que de la épica de Antígona forma parte el hecho de que la protagonista sufre las graves consecuencias de oponerse a la decisión del Rey de negarse a enterrar el cuerpo de su hermano.

Naturalmente la solución más inmediata ante un confl icto con el derecho sería dejar que el sujeto siguiera los dictados de su conciencia y soportara la consecuencia jurídica prevista a modo de sanción. De este modo tanto el sistema moral, al que no le es absoluto ajena la idea del sacrifi cio, habitualmente considerado como redentor; como el sistema jurídico, con la idea de sanción, quedarían satisfechos.

Pero la cuestión que se plantea contemporáneamente es si a un siste-ma democrático puede pedírsele algo más. Aunque aquí quizás cupiera también hacer una distinción incluso dentro de los Estados democráticos, diferenciando entre lo que cabe esperar de un Estado liberal y democrá-tico de derecho, más pendiente de la defensa de ámbitos de libertad y reticente a limitarlos, frente a un Estado social y democrático de derecho, más proclive a intervenir en aras del bienestar general mediante acciones sociales potencialmente limitadoras de libertades individuales.

Pero antes de continuar con cuestiones más político-jurídicas pode-mos señalar que el tema de la conciencia, una vez admitida su existencia, nos plantea de manera inmediata dos cuestiones relevantes. Por un lado la de su contenido y por otro la de su sinceridad. Primero, ¿pueden las convicciones de la conciencia tener cualquier contenido?. Es esta una cuestión problemática, ya que si bien parece evidente que pueden existir ideas muy peregrinas, arbitrarias o absurdas sobre cómo se debe vivir, por otro lado resulta también difícil convertirse en juez de la forma de vida de los demás. Ya Stuart Mill nos dejo claro en pleno siglo XIX que

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tomarse la libertad en serio implica aceptar ideas que no compartimos, que no entendemos, o incluso que consideramos estúpidas9.

El contenido de las convicciones íntimas de la conciencia puede re-sultar por lo tanto inabarcable e incluso inimaginable a priori, así como difícilmente controlable si tomamos al pie de la letra el dictado de John Stuart Mill en Sobre la libertad.

Quizás ni siquiera pudiéramos considerar aquí como referencia para delimitar los contenidos posibles de la conciencia la teoría clásica de los conceptos jurídicos indeterminados, con sus ámbitos de certeza positiva, negativa y de indeterminación, y deberíamos por el contrario estar abier-tos a admitir cualquier convicción siempre que fuera sincera.

En algunos casos la pertenencia a una religión o un credo concreto con una doctrina acuñada puede confi rmarnos la sinceridad de la con-vicción respecto de un comportamiento, como ocurre con los Testigos de Jehová y las transfusiones de sangre, o los católicos con el aborto, o la investigación con embriones, o los sijs con el turbante, u otros grupos religiosos con la prohibición de trabajar en sábado. No obstante el hecho de pertenecer a una religión acuñada no nos garantiza que entendamos el sentido de la objeción. Es más, lo que hacen estos ejemplos es poner de manifi esto precisamente la extrañeza que algunas de estas manifestacio-nes de la libertad de conciencia producen a la mayoría.

Junto con el contenido de la convicción que funda la objeción hemos hablado de la sinceridad. Este de la sinceridad de las convicciones es el segundo elemento junto con el contenido al que hay que hacer referen-cia. Se trata de un elemento esencial ya que sólo una convicción sincera puede permitir que nos planteemos la inaplicación de una norma legal por motivos de conciencia, y aquí sí que es justo poder comprobar la sinceridad de las convicciones de la persona que objeta, al menos en el sentido de comprobar que esta persona adecua su vida al credo que alega que confi gura su conciencia. En caso contrario podríamos encontrarnos con un tema fronterizo al de la objeción de conciencia y con un sentido jurídico muy distinto, que no es otro que el tema del fraude de ley o el

9 Cfr. J. S. MILL, Sobre la libertad, trad. Pablo de Azcárate, prólogo de I. Berlin, Alianza Editorial, 1990. Donde una de las ideas básicas consiste en afirmar que lo que hace valiosa una decisión personal no es tanto su contenido, que puede ser más o menos comprensible para los demás, como el mero hecho de ser elegida libremente por el sujeto. Eso sí, siempre y cuando no perjudique a terceros y el sujeto esté dispuesto a soportar las consecuencias de su acción.

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abuso de derecho, cuando lo que se pretende es simplemente evitar un deber jurídico alegando unas convicciones morales inexistentes.

En cuanto a este tema de la naturaleza de las convicciones y su control sí que hay algunos pronunciamientos jurídicos ya establecidos que pueden servirnos como orientación. A este respecto es reseñable la declaración hecha por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en una famosa sentencia, la sentencia Campbell y Cosans, de 25 de febrero de 1982, parágrafo 36, donde se dice que no se trata, al hablar de las convic-ciones que fundan la objeción de conciencia, de ideas ocasionales, sino de aquellas que alcanzan un “cierto grado de fuerza, seriedad, coherencia e importancia”.

Pero volviendo al tema de la admisibilidad de la objeción de concien-cia, la cuestión previa es ver si en Estados democráticos desarrollados y estables, con elevadas dosis de legitimación, puede ser visto como un elemento más de calidad democrática, en la medida en que ampara la noción de libertad personal, que el poder permita que ciertas normas jurídicas sean excepcionadas en su aplicación respecto de determinadas personas cuando el cumplimiento de estas normas les resulta a estas personas inasumible por razones de conciencia.

Pero este planteamiento, fácil en clave de libertad, no debe olvidar tampoco cual es la esencia del derecho, cual la aportación que realiza a la vida en sociedad y cual su legitimidad democrática.

Probablemente es cierto que el Estado es cada vez menos liberal y más intervencionista, en el sentido de que cada vez se hace más uso de leyes-medida, leyes que incorporan fi nes sociales a la legislación10, in-cluso normas con contenido éticos, y que esto ocurre paradójicamente en un contexto de cada vez mayor pluralismo social. Pero también lo es que el Estado es hoy día un Estado democrático, que cuenta con una mayor legitimidad que en cualquier otro momento de la historia.

Por otro lado tampoco parece que sea evidente defender que la fi nali-dad fundamental del Estado con esta política legislativa sea imponer una ética, más que desarrollar una política social. La imagen que presenta un modelo democrático de derecho es la de un Estado que incorpora la de-fensa de los derechos humanos como programa político, sintetizándolos de acuerdo con la voluntad de las mayorías.

10 Al respecto cfr. IRTI, N., La edad de la descodificación, trad. Luis Rojo Ajuria, presentación Angel Luna, Bosch, Barcelona, 1992.

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Y a partir de ahí no hay que olvidar que la ley es en los Estados de-mocráticos la garantía de los derechos, y que el art. 9.1 de la Constitución establece que “los ciudadanos y el resto de los poderes públicos están sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. Y si la garantía de los derechos es la ley hay que ser muy cuidadosos a la hora de admitir una excepción. Excepción que puede intentar respetar la con-ciencia individual, pero que lo que no puede es suponer una desatención del fi n público que la norma persigue.

La posibilidad de objetar sobre la base de manifestaciones de la li-berad de conciencia –que pueden ser variadísimas en Estados cada vez más plurales–, cualquier deber jurídico que se considere que contraría una creencia religiosa o ideológica, lejos de fortalecer el Estado lo que hace es arriesgarnos a ponerlo constantemente en cuestión. De ahí que parezca lo más razonable considerar la posibilidad de reconocer la liber-tad de conciencia siempre y cuando sea compatible con el cumplimiento de los fi nes sociales previstos por la ley.

En este punto puede decirse que toda la discusión en torno al valor de la conciencia individual frente a la ley tendría que ver a la postre con el estatuto jurídico que el derecho otorga a la objeción de conciencia. Entonces la cuestión esencial es si prima en todo caso la ley, de manera que la conciencia individual ha de someterse salvo que la propia ley prevea la excepción, o si por el contrario es la objeción de conciencia un derecho fundamental que puede ser argumentado frente a la aplicación de cualquier norma jurídica. La discusión teórico-fi losófi ca sobre la ob-jeción de conciencia se convierte así en una cuestión relativa al estatus jurídico de la objeción de conciencia y el tema se centrará, más que en la introspección de la conciencia, en las opciones que acabe por ofrecer el derecho.

2. EL ESTATUS JURÍDICO DE LA OBJECIÓN DE CONCIEN-CIA

Como es bien sabido la única objeción de conciencia que se encuentra expresamente recogida en nuestro Derecho a un nivel legislativo es la ob-jeción de conciencia al servicio militar, consagrada en la Constitución.

No obstante el derecho genérico a la objeción de conciencia es de-fendido por parte de la doctrina, y en algunos casos ha sido apuntalado

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por la jurisprudencia. Según este punto de vista el estatus jurídico de la objeción de conciencia viene marcado por distintas disposiciones legales que lo convierten en un derecho fundamental.

Dentro de esta línea argumental se cita en primer lugar la propia Constitución, cuyo art. 1.1 establece que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores del Ordenamiento Jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

A continuación se hace referencia al art. 10, que señala que “la digni-dad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.

Y luego el art. 16, donde se dice que “se garantiza la libertad ideo-lógica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades, sin más limitaciones en sus manifestaciones que la necesaria para el mante-nimiento del orden público protegido por la ley”.

Se cita también a este respecto la Ley Orgánica de Libertad religiosa, que establece en su artículo 2.1 que se protege el derecho a manifestar libremente las propias creencias religiosas, interpretándose aquí por parte de algunos autores que la expresión “manifestación” incluye también el actuar de acuerdo con las propias creencias, hasta el punto de justifi car la objeción de conciencia11.

Esta ley dice también en el art. 10.2, que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratifi cados por España”.

A este respecto el art. 9 de la Convención Europea para la protección de los Derechos Humanos de 4 de noviembre de 1950 es traído a colación cuando establece que “la libertad de manifestar su religión o sus convic-ciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o libertades de los demás”.

11 Cfr. SIEIRA, S., La objeción de conciencia sanitaria, Dykinson, Madrid 2000, págs. 37-38.

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A partir de ahí la libertad, la libertad religiosa y sus manifestaciones son consideradas como valores jurídicos interrelacionados y de primer orden.

Aparte de estas referencias normativas y como es ya sabido la obje-ción de conciencia ha sido abordada por el Tribunal Constitucional en diversa sentencias.

Conforme a las primeras, la STC 15/82 de 23 de abril –relativa a la objeción al servicio militar, del que dice que deriva de la libertad de conciencia, pero no llega a califi carla de derecho fundamental– ; la STC 19/85 de 13 de febrero –relativa a una objetora de trabajo en sábado– ; y la STC 53/85 de 11 de abril –que resuelve precisamente el recurso de inconstitucionalidad previo a la entrada en vigor de la ley del aborto– , cabe entender que la objeción de conciencia forma parte del contenido del Derecho Fundamental a la libertad ideológica y religiosa del art. 16.1, y es por lo tanto directamente aplicable, sin necesidad de una regulación jurídica expresa que la reconozca.

Además según la STC 15/82, la libertad de conciencia supone no solamente el derecho a formar libremente la propia convicción, sino también a obrar de manera conforme a los dictados de la misma, criterio que seguirán otras sentencias como la STC 177/96, de acuerdo con la cual la libertad religiosa incluye también una dimensión externa de “agere licere” que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros.

Sin embargo a partir del año 1987 y con las sentencias del Tribunal Constitucional 160/87 y 161/87 de 27 de octubre (ambas relativas a la objeción de conciencia al servicio militar), la objeción de conciencia per-derá su carácter de derecho fundamental12. Según la primera se trata de un derecho constitucional, pero cuya relación con el art. 16.1 no autoriza ni permite califi carlo de derecho fundamental. Según la sentencia es jus-tamente su naturaleza excepcional lo que le caracteriza como un derecho constitucional autónomo, pero no fundamental. Caracterización que se realiza ante el riesgo de relativizar la efi cacia de los mandatos jurídicos si se reconoce la objeción como derecho fundamental. De acuerdo con

12 La STC 160/87 mereció la discrepancia de un voto particular del magistrado C. de la Vega, para quién el derecho a la objeción de conciencia participa de la naturaleza de derecho fundamental per se, es decir, con categoría autónoma, relacionado con el derecho a la libertad ideológica del art. 16.1.

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este criterio la excepción a un deber jurídico ha de ser declarada, según el TC, en cada caso.

Precisamente, y de acuerdo con la segunda sentencia, considerar la objeción de conciencia como un derecho fundamental aplicable sin necesidad de legislación de desarrollo supondría, al permitir exceptuar con carácter general deberes jurídicos amparándose en las convicciones personales, la negación misma de la idea de Estado, en cuanto represen-tante de una voluntad general que llega a superar y es capaz de imponerse a las voluntades individuales.

Por su parte sentencias posteriores como las STC 321/94 y 55/96, insisten en que la objeción de conciencia no debe considerarse como un derecho fundamental, y aclaran el tema estableciendo que su fuerza normativa dependerá del caso concreto y de la conexión que pueda es-tablecerse entre la objeción de que se trate y la idea de libertad religiosa del art. 16.1.

A este respecto, y desde el punto de vista doctrinal, para el profesor Luis Prieto el art. 16.1 de la Constitución debe ser entendido como una libertad práctica que nos autoriza a comportarnos en la vida social de acuerdo con nuestras convicciones. Para él la objeción de conciencia no es tanto un derecho fundamental autónomo, o al menos no tiene por qué serlo necesariamente, sino que constituye ante todo una especifi cación de la libertad de conciencia cuando se enfrenta o entra en confl icto con deberes jurídicos13.

Tras analizar las sentencias de 1987, y después de mostrar su perple-jidad por la cambiante doctrina del Tribunal Constitucional, concluye que no hay un derecho genérico, definitivo y concluyente a ejercer cualquier modalidad de objeción de conciencia, pero sí “un derecho a la argumentación”. Se trataría precisamente de un derecho a que la conducta del objetor sea enjuiciada como ejercicio de un derecho. Las distintas formas de objeción de conciencia no reguladas han de tratarse entonces como casos de confl icto entre dicho derecho y el deber jurídico cuyo cumplimiento se rechaza.

Para Prieto la libertad de conciencia es una esfera individual en la que el Estado puede llegar a entrar, pero a condición de que su intervención

13 Cfr. PRIETO, L., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, en Objeción de

conciencia y Función pública, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2007, págs. 13-42. La referencia puede verse en la pág. 25.

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sea necesaria y resulte justifi cada para preservar los derechos de los de-más, y como consecuencia son los límites a la objeción los que deben de soportar la carga de la argumentación14. Este planteamiento es sin duda deudor de la opinión sostenida por el autor de que la libertad ha de ser entendida como una especie de cláusula de cierre del sistema jurídico15.

Esta manera de resolver el problema se aviene mejor con la idea de que la objeción de conciencia no puede ser considerada como un derecho fundamental autónomo, ya que tal consideración implicaría su prioridad respecto de muchos de los deberes legales que la contradigan. Hay que tener en cuenta que las hipótesis de conflicto entre las convicciones religiosas, ideológicas o morales y los deberes jurídicos son, casi por defi nición, ilimitadas e imposibles de catalogar, máxime a la vista de la creciente multiculturalidad de nuestras sociedades16.

Por eso cabe entender mejor que la objeción de conciencia es la situa-ción en que se halla la libertad de conciencia cuando alguna modalidad de su ejercicio se enfrenta a deberes jurídicos. Y aquí, cómo el propio Luis Prieto sostiene, una concepción amplia de la libertad de conciencia, como la que es esperable en las modernas sociedades plurales, debe conciliarse con una concepción también amplia de su posible limitación17.

La objeción de conciencia no es entonces tanto un derecho funda-mental cuanto una situación de confl icto para cuya resolución distintos bienes jurídicos han de ser ponderados en función del caso, sopesando la relación del motivo de la objeción con la libertad de conciencia por un lado y con los derechos de los terceros y el cumplimiento de la fi nalidad perseguida por la ley por otro.

En este punto una cuestión relacionada y que se ha planteado teórica-mente es la de determinar si la objeción de conciencia ha de ser desarro-

14 Cfr. PRIETO, L., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, cit. , pág. 41-42. 15 Cfr. PRIETO, L., Estudios sobre Derechos Fundamentales, pág. 160 y ss. , donde se

considera que el art. 16.1 de la Constitución funciona como norma de clausura del sistema de libertades. Particularmente Prieto ha sostenido una postura según la cual la objeción de conciencia más que un derecho fundamental autónomo se incluye dentro del contenido de una norma de clausura del sistema de libertades que es nuestro sistema jurídico-político, esta norma de clausura es la idea de libertad, que juega así un papel esencial.

16 Cfr. PRIETO, L., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, cit. , pág. 21. En la misma línea en la página 31, donde se dice que “no hay inconveniente en incluir dentro de ella comportamientos de la más variada naturaleza, con la única condición de que pueda verse en los mismos una manifestación de las convicciones o creencias del agente”.

17 Cfr. PRIETO, L., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, cit. , págs. 30-31.

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llada legalmente o ha de quedar en manos de los jueces la ponderación de los distintos derechos en juego cuando manifestaciones de la libertad religiosa o de conciencia chocan con distintos deberes jurídicos18.

A este respecto parte de la doctrina se muestra favorable a la pro-mulgación de una ley reguladora de las objeciones de conciencia19, que las convertiría así en lo que se denomina “opciones de conciencia”. Esta solución no obstante no deja de manifestar algunas difi cultades, empe-zándose por debatir si se deberían recoger las objeciones de conciencia como un numerus clausus, lo que se considera difícil, o como un numerus apertus, quizás con mención de las más destacadas20.

Por otro lado y frente a la tesis defensora de la regulación legal se argumenta la conveniencia para estos casos de un protagonismo judicial, primero sobre la base de la difi cultad de prever anticipadamente todos los casos en los que la objeción de conciencia pueda considerarse como una exigencia directa de la libertad ideológica, y después considerando el carácter esencialmente casuístico del fenómeno, que de aceptarse la interpretación propuesta consistiría en una ponderación de posiciones jurídicas que habría de estar sustancialmente pendiente del caso concreto,

18 En esta polémica el Tribunal Constitucional Federal en Alemania ha llegado a establecer un criterio, que se denomina “criterio de la esencialidad”, que implica que es necesaria una ley de desarrollo cuando se trata de relaciones en las que una parte es el Estado y otra lo son sujetos de derecho privado, mientras que, por el contrario, las decisiones pueden ser jurisprudenciales si las relaciones se plantean entre sujetos de derecho privado.

19 Cfr. BELTRAN AGUIRRE, J.L., “Una propuesta de regulación de la objeción de conciencia en el ámbito de la asistencia sanitaria”, Derecho y Salud, Vol. 16, nº. 1, enero-junio, 2008, págs. 135-146, donde, como se indica en el título del trabajo, se formula además una propuesta de ley. También a favor de la regulación se manifiestan Pablo de Lora y Marina Gascón , para quienes, por otro lado, puede decirse que la exigencia de una regulación expresa para ejercer una determinada objeción de conciencia choca con el hecho de que tales regulaciones no se han puesto en marcha todavía, lo que hace argumentar a estos autores que la dilación del legislador a la hora de cumplir el deber regulativo impuesto en la Constitución no puede perjudicar los derechos reconocidos en la Constitución, cfr. DE LORA. P., y GASCON, M., Bioética, principios, desafíos y debates, Alianza Editorial, Madrid, 2008, pág. 147.

20 En relación con el posible catálogo de objeciones de conciencia el profesor Luis Prieto sostendrá que “… carece de interés ensayar un catálogo exhaustivo de las modalidades de ejercicio de la libertad de conciencia y, por tanto, de la objeción de conciencia, y no ya porque social o históricamente resultan en potencia ilimitadas, sino porque en tanto no surja el conflicto con otro derecho o bien constitucional, resulta indiferente adscribir la conducta a uno u otro derecho, o incluso a la esfera un tanto difusa del agere licere”, PRIETO, L., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, cit. , pág. 34.

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de manera que la vía más adecuada para resolverla sería dejar el asunto en manos del juez encargado de resolver el caso. Entramos así en el tema del protagonismo judicial en el seno del orden jurídico. El protagonismo judicial es cada vez más relevante como fuente de derecho en el sistema continental. Pero esta posición ha dado también lugar a argumentos en contra, señalándose que tiene el riesgo de que los jueces dicten los fallos en función de sus propias convicciones o infl uidos por la presión social.

Precisamente en los Estados Unidos la solución de los supuestos de los que hablamos es normalmente jurisprudencial, y esencialmente casuística y práctica, poniéndose en la balanza los intereses jurídicos enfrentados e intentando compatibilizar el cumplimiento de la norma con el respeto a la libertad de conciencia. Con una concepción muy fl exible del derecho, se huye de consideraciones esencialistas sobre el valor de la ley o sobre la catalogación concreta de los derechos, haciendo gala de antiformalismo y escapando a los cánones de la conceptualización. Con sentido práctico se sopesará la protección de la libertad de conciencia por un lado y el interés en la aplicación de la norma por otro, de manera que el Estado está obligado a buscar una adaptación (accommodation) de la norma a los deberes de conciencia del ciudadano, salvo que esto suponga un gravamen excesivo (undue Hardship).

Incluso cuando la libertad de conciencia debe ceder se ha de buscar el modo de aplicar la norma que sea menos lesivo para la conciencia del objetor (least restrictive means –medios menos restrictivos– en USA, minimal impairment –perjuicio mínimo– en Canada).

Es importante resaltar que la jurisprudencia americana se refi ere a la libertad de conciencia más que a la objeción de conciencia, con lo cual toma ya una postura clara en el sentido de que las exigencias de la conciencia individual han de ser vistas como una manifestación de la libertad personal del sujeto.

3. LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA SANITARIA

Se suele decir que no existe una objeción de conciencia sino diversas objeciones de conciencia, diferenciadas según cuál sea el tipo de motivos

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de conciencia que se alegan para oponerse al deber legal21. Pues bien, sin duda puede señalarse en este punto que un grupo importante de confl ictos de conciencia se plantean en el entorno de las actividades sanitarias y de las relaciones médicas.

A este respecto puede decirse que la objeción de conciencia sanita-ria tiene unas características peculiares que vienen determinadas por la propia naturaleza de la actividad médica. La objeción de conciencia sa-nitaria estaría caracterizada por la transcendencia de los bienes jurídicos con los que se trata, por los intensos confl ictos de valores que se pueden presentar en este campo y por la peculiar confi guración de la profesión médico-sanitaria.

Hasta hace muy poco la medicina era una actividad muy moralizada, de manera que estaba muy claro qué era lo correcto, con arreglo a un canon ideológico profesional apoyado en unos conocimientos técnico-científi cos muy fi rmemente acuñados. Estaba claro qué era lo que se debía hacer, qué era la salud y qué era la enfermedad, como debía actuar el médico en cada caso y hasta donde debía llegar, así como qué era lo que debía hacer e incluso qué era lo que debía querer el paciente.

La actuación médica se basaba en el principio de benefi cencia y se ejercía de acuerdo con un modo de actuación paternalista, que implica-ba que los médicos imponían a los pacientes su manera de entender la actividad sanitaria.

Desde un punto de vista normativo la lex artis, los códigos deonto-lógicos y los Estatutos de la organización médica, establecían un marco normativo propio, de origen profesional y fuertemente moralizado que marcaban la pauta de actuación de los profesionales de la salud. Incluso con independencia de la voluntad de los pacientes.

El discurso sobre la salud se confundía incluso con el discurso sobre la moral, desde el momento en que el médico era presentado como un agente moral dedicado a lograr el bien del enfermo. E incluso la naturale-za misma era traída a colación para convertirse en un modelo y paradigma de comparación que establecía el canon de lo correcto, con un modelo de persona que marcaba cómo se debían comportar en determinadas situaciones complejas, y con un modelo de salud que incluía una visión

21 Una relación de variadas objeciones de conciencia posibles, indicativa aunque no exhaustiva, puede verse en NAVARRO-VALLS, R., y MARTINEZ TURRON, J., Las obje-

ciones de conciencia en el Derecho español y comparado, MacGrau-Hill, Madrid, 1997.

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sobre los estados fi siológicos normales que había que conservar y los patológicos que había que combatir. En este marco el médico actuaba presentándose como una especie de agente de la naturaleza, dedicado a restablecer la situación de “orden natural” en que la salud consiste por oposición al desorden natural que implicaría la enfermedad22.

Pero actualmente esto ya no es así. A partir sobre todo de la segun-da mitad del siglo pasado el pluralismo social y la progresiva toma de conciencia de la importancia de los bienes jurídicos y de los confl ictos de valores que encierra la práctica sanitaria han llevado a considerar que en este campo las decisiones deban ser tomadas según esquemas más amplios de participación, representación y legitimación democrática, sin esquemas fuertes preestablecidos y atendiendo más a las necesidades sociales.

Como consecuencia el médico ya no puede imponer su peculiar forma de entender la salud y el bienestar a los pacientes y de ejercer la actividad sanitaria, tanto la actividad directamente curativa como la actividad investigadora.

La aparición de la bioética como disciplina autónoma implica pre-cisamente esa pérdida del monopolio del discurso normativo por parte de los profesionales de la medicina para abrirse a los más variados re-presentantes de distintos sectores sociales, y de hecho el término mismo bioética va a sustituir al término ética médica imperante hasta más que mediados del pasado siglo. Esta sustitución muestra precisamente la pérdida de control del discurso sobre lo correcto en materia de actuación sanitaria por parte del sector profesional.

Como consecuencia de todo este proceso la actividad sanitaria va a empezar a ser cada vez más intervenida por el Derecho. El Derecho, que

22 Este planteamiento clásico fue sin embargo discutido ya en el siglo XIX por el célebre doctor Claude Bernard, fundador de la fisiología contemporánea, para quién no resultaba lógica la identificación de la naturaleza con la salud. En su clásico libro Introducción

al estudio de la medicina experimental dice Bernard en relación con los términos de la comparación en una investigación que: “no es, pues, necesario que uno de los hechos por comparar sea considerado como trastorno, tanto más cuanto que no hay en la naturaleza nada trastornado ni nada irregular sino que todo sucede según leyes absolutas que son siempre normales y determinadas. Los efectos varían en razón de las condiciones en que se manifiestan; pero las leyes no cambian. El estado fisiológico y el patológico son regidos por las mismas fuerzas y no se diferencian más que por las condiciones particulares en que se manifiesta la ley vital”, BERNARD, C., Introducción al estudio de la medicina

experimental, traducción y notas de J. Pi y Suyer, Fontanella, Barcelona, 1976, pág. 30.

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había permanecido tradicionalmente al margen de la actividad sanitaria, actividad que quedaba sometida a mecanismos de autonormación pro-pios del sector profesional, como los estatutos colegiales o las normas deontológicas, va a empezar a intervenir en el mundo de la actuación sanitaria.

Esta intervención del derecho responde en parte a que el nuevo pluralismo social reclama una regulación que no sea ya la del sector profesional, sino la que responda mejor al conjunto de los intereses de la sociedad.

Hay que tener en cuenta que los bienes jurídicos en juego en la actua-ción sanitaria son bienes jurídicos de muy especial relevancia. Estamos hablando de la vida, de la integridad física, de la salud. Y la solución de los confl ictos y problemas que se pueden plantear en estos campos no puede quedar al arbitrio de un sector profesional.

Igualmente cabe hacer notar que los temas de debate social más can-dentes en el mundo contemporáneo en nuestro contexto occidental son precisamente cuestiones bioéticas. Aborto, eutanasia, investigación con células madre, clonación, investigación con seres humanos, donación de órganos…

Pues bien, en un campo en el que la transcendencia de los bienes ju-rídicos en juego es de tal magnitud, y donde el debate social es tan vivo, parece claro que deba ser la ley, emanada de la representación popular, el mecanismo adecuado para decir la última palabra. La ley que está llamada a funcionar, como ya hemos dicho, como la garantía última de los derechos de los ciudadanos.

Es otro fenómeno relevante que marca sin duda también el contexto contemporáneo el que la profesión médica ha sufrido un importante proceso de evolución que ha implicado una diversifi cación ideológica, como resultado del auge del pluralismo ideológico y social. Si bien es igualmente cierto que la profesión conserva todavía en algunos casos unas fuertes convicciones, distintas de las de la mayoría social. Se trata de convicciones arraigadas por la fuerza de su tradición histórica, inspiradas en una lectura clásica del principio típicamente médico de benefi cencia, y reforzadas en ocasiones por sentimientos religiosos.

Puede hacerse hincapié a este respecto señalando el contenido fuerte-mente ideológico que aún conservan los Códigos deontológicos, no solo el de los médicos, sino también los de enfermería, y el de los farmacéu-

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ticos. Códigos que, por otro lado, protegen en sus textos precisamente la objeción de conciencia de estos profesionales.

De hecho se ha llegado a argumentar incluso que más que objeciones de conciencia la resistencia del personal sanitario a ciertas prácticas, como la interrupción voluntaria del embarazo o la investigación con em-briones, lo que son realmente es casos de confl ictos de normas, auténticos confl ictos de las normas propiamente jurídicas con la lex artis de los pro-fesionales y con los códigos deontológicos. Códigos que, como se recuer-da entonces, tienen también carácter vinculante. Se insiste igualmente en la libertad de prescripción que según la Ley 44/2003 de ordenación de las profesiones sanitarias tienen los facultativos, que gozan de “plena autonomía técnica y científi ca”. Y se afi rma igualmente que son razones médicas más que de conciencia las que llevan a negarse a los sanitarios a realizar ciertas prácticas que son impuestas por el legislador23.

Sin embargo este es un planteamiento que pretende, en mi opinión, aferrarse a un pasado ya superado por la evolución experimentada en las últimas décadas, tanto por la sociedad como por la práctica sanitaria. La califi cación moral por parte de las profesiones médicas de las decisiones en materia bioética con la voluntad de convertir sus propios criterios en obligatorios para todos ha de considerarse como un recuerdo del pasado, y ya no puede identifi carse el modelo tradicional de ejercicio de la me-dicina, fuertemente moralizado, con el modelo social.

Por otro lado, y desde el punto de vista estrictamente jurídico, el otorgar esa importancia a las fuentes de autonormación del sector pro-fesional, contraponiéndolas con los dictados de otras normas con rango de ley, supone olvidar los principios de jerarquía normativa que rigen nuestro ordenamiento.

En mi opinión el confl icto de normas no se da tanto entre las leyes del Estado y las normas derivadas de la potestad autonormativa propia del sector profesional, cuanto entre las normas del Estado que establecen el deber jurídico de que se trate y otras disposiciones del Estado en las que se considera amparada la objeción de conciencia.

En cuanto a los casos que se plantean en este campo, la objeción de conciencia más frecuente en el ámbito sanitario es la que tiene que ver con

23 Cfr. Al respecto las opiniones de GONZÁLEZ-VARAS IBAÑEZ, A., “La objeción de conciencia de los profesionales de la salud”, en ROCA, M. J., (Coord.), Objeciones de

conciencia. Propuestas para una ley, Tirant Monografias, Valencia 2008, págs. 283-324.

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el aborto o interrupción voluntaria del embarazo, que es además la que cuenta con una mayor cobertura a partir de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Pero no es la única posible. De hecho hay algunos otros casos que se han considerado asimilables a esta objeción de conciencia por estar en ellos en juego un proyecto de vida que merece la máxima protección. Así ocurriría con la contracepción postcoital, la investigación que lleva consigo la destrucción de embriones, la esterilización, la re-producción asistida, la clonación de embriones humanos, y la selección preconcepcional del sexo.

Habría además otros supuestos posibles de objeción de conciencia al margen de los temas que tienen que ver con el inicio de la vida, como son los relativos a determinados experimentos con seres humanos o animales, la práctica de cirugía transexual, la eutanasia, la alimentación forzosa y otros tratamientos obligatorios, así como la negativa a cumplir los dictados establecidos en los testamentos vitales.

No obstante el listado de casos posibles es sin duda más numeroso, y acaso imposible de enumerar de manera exhaustiva en una lista cerra-da. A este respecto para algunos autores el creciente pluralismo social y los avances de la técnica en materia sanitaria hacen incluso esperable que aumente el número de deberes médicos objetables24. Lo que estará también en función de hasta donde llegue la legislación, por ejemplo en temas de investigación.

En cuanto a su tratamiento jurídico, dentro de la pluralidad de casos posibles de objeción de conciencia sanitaria hay que señalar que la ma-yoría no tiene reconocimiento legal expreso. De hecho solo unos pocos casos son reconocidos por la legislación, en concreto por la legislación autonómica, señaladamente supuestos de objeción de conciencia farma-céutica a dispensar determinados fármacos, o la objeción de conciencia de los sanitarios en relación con lo dispuesto por los pacientes en los testamentos vitales.

Por ejemplo algunas leyes autonómicas de ordenación farmacéutica, como las de Galicia, la Rioja y Castilla la Mancha establecen el derecho a la objeción de conciencia a la hora de dispensar determinados fármacos. La ley gallega señala que la Consejería podrá adoptar medidas excepcio-nales que, preservando el derecho de objeción de conciencia, garanticen

24 Cfr. LORA, P. DE y GASCON, M., Bioética. Principios, desafíos, debates, cit. , págs. 141-142.

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el derecho a la salud de los ciudadanos y que adoptará las medidas para que el ejercicio del derecho de objeción de conciencia no limite ni con-dicione el derecho a la salud de los ciudadanos.

Por su parte las leyes de Madrid, Extremadura, Baleares y la Rioja prevén la posibilidad de oponer la objeción de conciencia por parte de los médicos en relación con los testamentos vitales, trasladando los ob-jetores su decisión al interesado o a sus representantes y a la Consejería para que organice adecuadamente la asistencia a pesar de las objeciones de conciencia.

Al margen de los contemplados legalmente, el resto de los casos se mueve en esa zona de indeterminación jurídica cuyos términos polémicos hemos intentado describir.

Esta situación de ausencia de regulación legal expresa puede justi-fi carse por las difi cultades con que se enfrenta el legislador a la hora de abordar este tema intensamente polémico, con una fuerte carga política e ideológica y que afecta a sectores muy sensibilizados, tanto profesionales como ciudadanos.

Así las cosas y dejando de lado las objeciones reconocidas por las legislaciones autonómicas, la cuestión queda en una situación jurídica que se presta a un tratamiento judicial que pondere en cada caso la objeción que se alega con el cumplimiento de la fi nalidad perseguida por la norma cuyo cumplimiento se pretende excepcionar, y ello, más o menos según el modelo de resolución de los confl ictos al que nos hemos referido.

En todo caso una mención aparte merece la objeción de conciencia a la interrupción voluntaria del embarazo. Respecto de ésta, y a pesar de las últimas manifestaciones del Tribunal Constitucional en el sentido de que no cabe hablar de más derechos a la objeción de conciencia que los recogidos en las leyes, hay que decir que sin embargo se defi ende por parte de la doctrina el carácter jurídico de algunas objeciones de conciencia en el campo de las prácticas sanitarias, y especialmente de la objeción de conciencia al aborto, que de hecho se practica con frecuencia.

Precisamente a causa del tratamiento que da al tema el Tribunal Constitucional en sus primeras sentencias se ha sostenido que la objeción de conciencia sanitaria es una excepción a la doctrina de las sentencias del Tribunal Constitucional del año 1987, en las que se exige el desa-

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rrollo legislativo para que pueda hablarse de derecho a la objeción de conciencia25.

Esta afi rmación se realiza sobre la base de lo dispuesto en la senten-cia 19/85 y sobre todo en la 53/85. Lo establecido por estas sentencias en relación con la objeción de conciencia sanitaria escaparía a lo que después dirán las sentencias del 1987, de manera que puede seguir con-siderándose que esta objeción de conciencia al aborto forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa del art. 16.1, y es por lo tanto directamente aplicable sin necesidad de regulación expresa.

Se argumenta para sostener esta posición que las sentencias que limi-tan la objeción de conciencia se refi eren al tema de la objeción al servicio militar; que además no hay una derogación expresa de la doctrina anterior por parte del Tribunal Constitucional, cosa que está previsto que haga cuando varíe su línea doctrinal; y fi nalmente que la doctrina de algunos autores sigue insistiendo en la consideración de la objeción como un derecho fundamental (Atienza, Gascón, Escobar) 26.

Algunas otras razones se utilizan para defender el derecho a la objeción de conciencia al aborto, como que la mayoría de las leyes de interrupción voluntaria del embarazo dictadas en nuestro entorno jurídi-co incluyen la previsión del derecho a objetar del personal sanitario, lo que ocurre por ejemplo en Francia, Italia, Alemania, Holanda o el Reino Unido.

Incluso se entra a debatir sobre la consideración jurídico-penal del aborto en nuestro país, señalándose que tal y como está regulado legal-mente el aborto en España hasta este momento la regla general es la prohibición del aborto, una prohibición que se exceptúa en determinados casos en función de estados de necesidad justifi cantes que determinan las indicaciones legalmente previstas. En consecuencia no existe un derecho al aborto como ocurriría si el sistema estableciera una ley de plazos que dejaría al arbitrio de la mujer la interrupción del embarazo27. Este dato es utilizado para reforzar las posibilidades de la objeción, desde el momento en que se está rechazando una práctica que es considerada ilegal en la generalidad de los supuestos, y que sólo se permite bajo determinadas cir-

25 Cfr. SIEIRA, S., La objeción de conciencia sanitaria, cit. pág. 93 y ss.26 Cfr. SIEIRA, S., La objeción de conciencia sanitaria, cit. pág. 94.27 Cfr. SIEIRA, S., La objeción de conciencia sanitaria, cit. pág. 72-73.

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cunstancias. De ahí la mayor fuerza que tendría la objeción de conciencia en la ponderación llamada a resolver el confl icto jurídico28.

Por otro lado, y si bien es cierto que esta previsión de objeción de conciencia no existe legislativamente en España, es igualmente cierto que el R.D. 2409/86 de 21 de noviembre, que regula la práctica de inte-rrupciones voluntarias del embarazo, señala que “la no realización de la práctica del aborto habrá de ser comunicada a la interesada con carácter inmediato al objeto de que pueda con el tiempo sufi ciente acudir a otro facultativo”, con lo que parece reconocerse de forma tácita que ese de-recho existe.

Este panorama jurídico en torno a la admisibilidad de la objeción de conciencia a la interrupción voluntaria del embarazo se completa con una realidad práctica que reconoce la objeción, de manera que, para empezar la interrupción voluntaria del embarazo no se realiza, pese a estar en la cartera de prestaciones de la sanidad pública, en todos los centros de públicos de salud, sino que sólo se lleva a cabo en las clínicas especial-mente reconocidas como aptas para ello, y en todo caso, lo médicos no son obligados a llevar a cabo estas prácticas.

De hecho la realidad social de la práctica médica a este respecto en nuestro país pone de manifi esto que, en el año 2007, sólo el 2% de las interrupciones voluntarias del embarazo se realizaron en centros públicos de salud, y un 26% en centros privados concertados, frente a un 72% que fue organizado y sufragado por su cuenta por las pacientes. Y ello pese a estar, como se ha dicho, dentro de la cartera de los Servicios públicos de salud. Estas cifras se han explicado en parte a causa de la objeción de conciencia generalizada de los médicos de los servicios públicos de salud29.

28 Este argumento se vería sin embargo relativizado en el caso de salir adelante la propuesta de Ley de salud sexual y reproductiva (como parece ahora que se va a llamar), de acuerdo con la cual podría ejercerse libremente la interrupción del embazado dentro de las 14 primeras semanas. Con ello el acto en cuestión parecería ya más un derecho en un sentido más amplio de la palabra. La Ley de Salud Sexual y Reproductiva, 2/2010 de 3 de marzo, ya se encuentra en vigor en el momento de corregir las pruebas.

29 Estos datos pueden verse en el informe publicado en el diario El país, el 14 de junio del año 2009, titulado “La interrupción voluntaria del embarazo”, págs. 42-43. A este respecto creo que no debe de dejar de tenerse en cuenta también el coste económico que para las arcas públicas supone el tener que concertar la realización de las interrupciones voluntarias del embarazo en clínicas privadas.

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En el sentido del reconocimiento de la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios podemos recoger algunas referencias jurisprudenciales en distintas sedes judiciales, como por ejemplo la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares, de 13 de febrero de 1998, que llega a establecer al respecto que “…conviene recordar que la objeción de conciencia al aborto, aún sin consagración y regulación explícitas en la Constitución ni en la legislación ordi-naria, es un derecho fundamental que forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la Constitución, según doctrina fi jada por el Tribunal Constitucional en su conocida sentencia de 11 de abril de 1985 (RTC 1985/53). Por consiguiente, se trata de un derecho que vincula a todos los poderes públicos, a tenor del art. 53.1 de la Constitución, de modo que éstos, no solo tienen el deber de respetarlo en plenitud de su conte-nido, sin merma ni menoscabo, sino, incluso y si fuere menester, la de adoptar cuantas medidas positivas resultaren necesarias para procurar su efectividad”.

O también la Sentencia de la Audiencia territorial de Oviedo de 29 de junio de 1988, que establece, en relación con un médico del servicio de urgencias que se niega a realizar un aborto, que no se les puede obligar a los facultativos de guardia objetores de conciencia a realizar actos “que directa o indirectamente estén encaminados a la producción del aborto, tanto cuando este vaya a realizarse, como cuando se esté realizando la interrupción del embarazo, debiendo por el contrario prestar la asistencia para la que sea requerido a las pacientes internadas con aquel objeto, en todas las otras incidencias o estados patológicos que se produzcan, aun-que tengan su origen en las prácticas abortivas realizadas”.

Esta sentencia plantea el tema de cuál es el contenido de la objeción, es decir hasta dónde puede llegarse en la negativa, en relación con la asistencia sanitaria anterior y posterior a la interrupción del embarazo.

A esta cuestión se ha referido la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Baleares de 13 de febrero de 1998, para indicar que todos los actos que se enderecen a la producción del resultado caen bajo el ámbito de la objeción. En el caso de autos a los protagonistas se les imponía participar en la intervención mediante instauración de vía intravenosa y analgésica, control y dosis de oxitocina, control de dilatación de cuello de útero y de constantes vitales durante el proceso, lo que se consideró improcedente.

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Un tema que resulta también muy importante abordar a la hora de referirse a la objeción de conciencia de los sanitarios a la interrupción voluntaria del embarazo es el tema de la exigencia de que conste pre-viamente la objeción del sanitario, y no que pueda presentarse caso por caso o de manera imprevista. Esta previsión resulta de gran importancia ya que es fundamental garantizar que se preste el servicio. La garantía de la prestación del servicio es sin duda un requisito esencial para que la objeción de conciencia pueda concederse, habida cuenta de la prioridad que se debe dar a los intereses generales encarnados por la ley frente a los intereses particulares. Esta idea es especialmente importante tenerla en cuenta cuando nos referimos a personal sanitario público que realiza su actividad profesional para los servicios públicos de salud, y de algún modo nos remite a las especifi cidades que puede tener la objeción de conciencia cuando es ejercida por funcionarios públicos.

Sin duda los funcionarios pueden ejercer los derechos fundamentales, pero en relación con la posible restricción de algunos derechos y liber-tades de terceras personas la jurisprudencia de otros países ha tenido en cuenta criterios tales como el de si se compromete el buen funcionamien-to del servicio o el de en qué medida se pone en entredicho la autoridad de los superiores jerárquicos, como interiorizan las sentencias del TC 81/1983 y 69/1989.

No hay que olvidar a este respecto que el funcionario puede quedar afecto en sus actuaciones a limitaciones más amplias que otras personas, que está sometido al principio de la jerarquía administrativa y al de la irrenunciabilidad de las competencias contenido en el art. 12.1 de la Ley 30/1992.

Entonces el ejercicio de sus derechos en el ámbito de la relación especial de sujeción pasa por comprobar si compromete el buen funcio-namiento del servicio, puesto que se ha llegado a decir que: “en tal caso no nos hallaríamos ante el libre ejercicio de un derecho fundamental, sino que podríamos estar ante una actuación directamente dirigida a menosca-bar la autoridad pública o la legitimidad del actuar administrativo”30.

Sin embargo estas consideraciones chocan con los datos que hemos recogido aquí sobre el número de interrupciones voluntarias del embarazo que se realizan en hospitales públicos, lo que nos plantea hasta qué punto

30 Cfr. BUXADE, “La objeción de conciencia en la función pública”, en Objeción de

conciencia y función pública, cit. , págs. 149-186. La referencia está en la pág. 181.

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se está compatibilizando el derecho de a la objeción de conciencia de los sanitarios en relación con la interrupción voluntaria del embarazo con la prestación de un servicio público que forma parte de la cartera de presta-ciones sanitarias de los servicios públicos de salud en nuestro país.

En este punto también las técnicas de gestión de servicios humanos de la administración cobran especial importancia, debiendo ser ágiles para poder compatibilizar la prestación del servicio con el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia. Y aquí hay que decir que el deber de información previa resulta esencial desde el punto de vista de la efectivi-dad de las opciones de conciencia y de la operatividad del procedimiento para su ejercicio.

Respecto de la posibilidad de la Administración sanitaria de llevar a cabo reorganizaciones de servicios incluyendo traslado de personal para poder ofrecer la prestación, en la Sentencia del Tribunal Supremo de la sala de lo Contencioso de 20 de enero de 1987 se aborda el caso de la posible discriminación respecto de ocho enfermeras trasladadas de ser-vicio tras manifestar su deseo de no intervenir en abortos. La dirección las había trasladado a un servicio distinto. Cuatro interponen recurso que llega al Tribunal Supremo donde la sala afi rmará que “no cabe hablar de represalia si el cambio de destino se hace sin afectar al lugar de resi-dencia (Ponferrada), al Hospital (Camino de Santiago), a las categorías profesionales y a los salarios o sueldos, que en ningún momento han sido degradadas o disminuidas”.

Sin embargo el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, en Sentencia de 31 del diciembre de 1991, sí que entiende que hubo vulneración del derecho fundamental a la no discriminación por razones ideológicas o religiosas en el traslado de servicio de un anestesista que se negaba a la práctica de interrupciones voluntarias del embarazo. Esta disparidad jurisprudencial nos muestra los distintos resultados que se derivan de la apreciación de los concretos intereses en juego en cada caso.

Hasta aquí algunas consideraciones sobre la objeción de conciencia sanitaria en lo que se refi ere a los profesionales de la salud. Pero en la otra cara de la moneda cabe plantearse si cabe hablar también de una posible una objeción de conciencia de los pacientes a los tratamientos médicos.

Esta posibilidad parece hoy en día remota desde el momento en que ya no puede hablarse de la existencia de tratamientos médicos obligato-rios, salvo lo previsto legalmente para los casos de peligro para la salud pública. Por ello si un paciente no quiere recibir un tratamiento médico

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le basta con pedir otra alternativa o solicitar el alta voluntaria, no exis-tiendo un deber jurídico de someterse a los tratamientos que determine la posibilidad de una objeción31.

Sin embargo un supuesto posible aparece en el caso de que no sea el sujeto que ha de recibir el tratamiento, sino sus padres o representantes legales, los que pretendan sustraerse a la obligación jurídica de ejercer la patria potestad o la representación en interés del menor o incapacitado. Este sería el caso planteado por el Tribunal Constitucional en la sentencia de 18 de julio del año 2002.

Se trata de un caso especialmente interesante que se plantea el Tribu-nal Constitucional en relación con la actuación de unos padres testigos de Jehová que no intervienen para convencer a su hijo menor de que se someta a una transfusión de sangre. La sentencia del Tribunal Supremo que condena a los padres por no ejercer su función de garantes de la salud del menor es enmendada por el Constitucional que valorará sus convicciones religiosas para eximirles de ese deber, en lo que podemos considerar un reconocimiento constitucional del derecho de los padres a oponerse a un imperativo legal por razones de conciencia. En esta senten-cia TC de 18 de julio de 2002 el alto Tribunal dirá que: “En primer lugar, se les exigía una acción suasoria sobre el hijo a fi n de que este consintiera en la transfusión de sangre. Ello supone la exigencia de una concreta y específi ca actuación de los padres que es radicalmente contraria a sus convicciones religiosas. Más aún, de una actuación que es contradictoria, desde la perspectiva de su destinatario, con las enseñanzas que le fueron transmitidas a lo largo de sus trece años de vida. Y ello, además, sobre la base de una mera hipótesis acerca de la efi cacia y posibilidades de éxito de tal intento de convencimiento contra la educación transmitida durante dichos años.

En segundo lugar, se les exigía la autorización de la transfusión, a la que se había opuesto el menor en su momento. Ello supone, al igual que en el caso anterior, la exigencia de una concreta y específi ca actuación radicalmente contraria a sus convicciones religiosas, además de ser también contraria a la voluntad –claramente manifestada– del menor. Supone, por otra parte, trasladar a los padres la adopción de una decisión

31 Respecto de esta cuestión cfr. M. PAZ SANCHEZ GONZÁLEZ, La impropiamente

llamada objeción de conciencia a los tratamientos médicos, Tirant Monografías, Valencia, 2002, especialmente las págs. 59 y ss. , donde se debate sobre si puede hablarse de la existencia en nuestro ordenamiento jurídico de un “deber a la propia salud”.

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desechada por los médicos e incluso por la autoridad judicial –una vez conocida la reacción del menor– …”

Por ello el Tribunal Constitucional considerará que “partiendo de las consideraciones expuestas cabe concluir que la exigencia a los padres de una actuación suasoria o de una actuación permisiva de la transfusión lo es, en realidad, de una actuación que afecta negativamente al propio núcleo o centro de sus convicciones religiosas… ”

El Tribunal Constitucional concluye entonces que, “en defi nitiva, acotada la situación real en los términos expuestos, hemos de estimar que la expresada exigencia a los padres de una actuación suasoria o que fuese permisiva de la transfusión, una vez que posibilitaron sin re-servas la acción tutelar del poder público para la protección del menor, contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad religiosa, yendo más allá del deber que les era exigible en virtud de su especial posición jurídica respecto del hijo menor. En tal sentido, y en el presente caso, la condición de garante de los padres no se extendía al cumplimiento de tales exigencias”.

De este modo el Tribunal pondera las convicciones religiosas de los padres frente a su deber de garantes de la salud del menor dando prioridad a aquellas, aún no existiendo una cobertura legal específi ca respecto del caso, amparándose en el principio de libertad de conciencia.

En este caso la argumentación del Tribunal a la hora de sopesar no llega realmente a contraponer la libertad de conciencia de los padres frente a la vida del menor, ya que dice que no está demostrado que una actuación de los padres intentando convencer al niño de que se sometiera al tratamiento hubiera logrado el objetivo y salvado su vida. Pero esta contraposición al margen, cuyo resultado hubiera sido controvertido, sí que hace prevalecer la libertad de conciencia de los padres ante cualquier otra consideración. Apreciamos así el valor que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional da a la libertad de conciencia y la manera en la que la sopesa frente a otros valores jurídicos, hasta el punto de hacerla prevalecer en el caso de autos.

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EDUCACIÓN EN VALORES DEMOCRÁTICOS Y

OBJECIÓN DE CONCIENCIA

FRANCISCO JAVIER ANSUÁTEGUI ROIG

Universidad Carlos III de Madrid

A la hora de abordar la cuestión de la interrelación entre la educación en valores y la objeción de conciencia frente a la misma en el marco de un sistema jurídico y político democrático, caben diversas posibilidades de análisis, que difi eren en función de la amplitud de la perspectiva que se adopte. Así, en primer lugar, es posible llevar a cabo un planteamiento general sobre la cuestión de la justifi cación, en su caso, de la objeción de conciencia en relación con determinadas obligaciones impuestas por los poderes públicos en el ámbito de la educación. En segundo lugar, cabe pensar en materias y asignaturas concretas, con contenidos determinados. En este caso, se puede desarrollar una refl exión en relación con la discu-sión habida en nuestro país respecto a la introducción en diversos niveles educativos de una materia como la de Educación para la Ciudadanía y

Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas-Departamento de Derecho Internacional Público, Derecho Eclesiástico del Estado y Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

El presente texto se basa en una la intervención que tuvo lugar en el Curso de derechos humanos: “Libertad ideológica y objeción de conciencia: pluralismo y valores en Derecho y en Educación”, Universidad de Alcalá, 23 de abril de 2009. Agradezco a las organizadoras del Curso, Profesoras Barranco Avilés y Garrido Gómez, el haberme ofrecido la posibilidad de discutir estos argumentos en un clima sosegado y enriquecedor. Este trabajo se ha desarrollado dentro de los proyectos Consolider-Ingenio 2010 “El tiempo de los derechos”. CSD2008-00007, y Proyecto de Investigación DER-2008-03941/JURI, Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica (2008-2010).

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Derechos Humanos (en la que se enfatiza la importancia de la educación en valores) y respecto a la reivindicación del derecho a objetar por razo-nes de conciencia respecto a la obligatoriedad de estas asignaturas.

En esta ocasión voy a explorar esta segunda posibilidad, intentando analizar alguno de los argumentos básicos que se incluyen en la jurispru-dencia del Tribunal Supremo en relación con la objeción de conciencia alegada por determinados padres de alumnos respecto a la obligatoriedad de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. No obstante, al analizar esta cuestión se debe ser consciente de que las implicaciones del tema van mucho más allá del caso concreto y particular que se ha planteado en los últimos tiempos en nuestro país. En efecto, estamos frente a una cuestión cuyo tratamiento implica determinadas tomas de posición respecto a otras dimensiones con las que se entrecruza y condiciona respectivamente. Podemos pensar, por citar alguna de ellas, en la refl exión sobre el papel y la justifi cación de la objeción de conciencia en una sociedad democrá-tica, en la refl exión sobre el sentido de la educación, y el papel que el Estado juega en la organización de aquella y en la determinación de sus contenidos, en el sentido y en la justifi cación de la educación en valores o, también, en el sentido de la existencia de un determinado consenso en el marco social en relación con valores y la función o signifi cado que puede (y en su caso, debe) tener este consenso en el sistema educativo.

Parece evidente que aunque estas cuestiones aparecerán de una u otra manera a lo largo de la refl exión, no se pueden abordar todas ellas con la mínima profundidad exigible en esta ocasión. Con esta advertencia, voy a articular esta aportación centrándome en los argumentos desarrollados por el Tribunal Supremo. A partir del análisis de los mismos, es posible derivar una determinada concepción sobre el papel de la ética pública, la necesidad de un consenso en relación con valores y principios, y el sentido y justificación de la objeción de conciencia en una sociedad democrática.

De manera muy breve, hay que señalar que la incorporación de la asignatura “Educación para la ciudadanía y derechos humanos” como obligatoria en la Ley Orgánica de Educación es expresión de la toma en consideración de la Recomendación (2002) 12 del Comité de Ministros del Consejo de Europa, sobre educación para la ciudadanía democrática, que se adoptó el 16 de octubre de 20021. En dicho documento se consi-

1 Vid. el texto en http://www.coe.int/t/dg4/education/edc/Documents_Publications/Adopted_texts/

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dera que esta área constituye un elemento esencial para la convivencia social. Por ello, debe ocupar un lugar principal en los planes de estudio, encaminados a elevar la conciencia de cómo la educación puede contri-buir a desarrollar la ciudadanía democrática y la participación, promo-ver la cohesión social y el entendimiento intercultural y el respeto de la diversidad. En esa Recomendación se afi rma explícitamente que “la educación para la ciudadanía democrática es un factor para la cohesión social, el mutuo entendimiento, el diálogo intercultural e interreligioso y la solidaridad, que contribuye a fomentar el principio de igualdad entre hombres y mujeres, y que favorece el establecimiento de relaciones ar-moniosas y pacífi cas entre los pueblos, así como la defensa y desarrollo de la sociedad democrática y de la cultura”. A partir de ahí se recomienda a los países miembros que “hagan de la educación para la ciudadanía de-mocrática un objetivo prioritario de la política educativa y sus reformas”. En la Ley Orgánica 2/2006 de 3 de mayo, de Educación, la “Educación para la ciudadanía y los derechos humanos” es incluida como una área curricular que se imparte en diferentes cursos de educación primaria, secundaria y bachillerato, con diferentes materias que tienen sus propias denominaciones2.

1. LA JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO

Como es sabido, el Tribunal Supremo ha tenido la ocasión de pro-nunciarse sobre la cuestión que nos ocupa en diversas sentencias. El 11 de febrero de 2009 dicta cuatro sentencias en las que resuelve un recurso frente a una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (Rec. 905/2008, en adelante STSA) y otros tres recursos frente a senten-cias del Tribunal Superior de Justicia de Asturias (Rec. 948/2008, Rec. 949/2008 y Rec. 1013/2008 –sentencias sustancialmente idénticas–, en adelante STSAst.)

El Tribunal Supremo ha tenido que abordar la cuestión, planteada en los recursos, de si existe un derecho a la objeción de conciencia frente a esta asignatura. Para abordar esta cuestión, se lleva a cabo una distinción inicial. La objeción de conciencia sólo tiene sentido respecto a deberes

2 La LOE es desarrollada posteriormente a través del R. D. 1513/2006 de 7 de diciembre por el que se regulan las enseñanzas mínimas de la Educación Primaria, y por el R. D. 1631/2006 de 29 de diciembre por el que se establecen las enseñanzas mínimas correspondientes a la Enseñanza Secundaria Obligatoria.

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jurídicos válidos, es decir, frente a obligaciones impuestas por una norma válida, que lo es desde el momento en que no viola ninguna de rango superior. En el caso de que se considerara que la norma de la que emana el deber es inconstitucional, si se trata de una ley, o ilegal, si se trata de un reglamento, lo que corresponde es proceder a poner en marcha los procedimientos tendentes a lograr la anulación de la norma. Por lo tanto, antes de entrar a valorar si existe o no un derecho a la objeción de con-ciencia frente a la asignatura en cuestión, lo primero que hay que hacer es ver si la asignatura es ajustada a Derecho.

A partir del análisis de lo contenido en la Recomendación (2002) 12 del Comité de Ministros del Consejo de Europa y de la Recomendación Conjunta del Parlamento Europeo y del Consejo sobre las competencias claves para el aprendizaje permanente, de 18 de diciembre de 2006 (que son los antecedentes inmediatos de la materia), el Tribunal centra su refl exión en torno al análisis del alcance de los arts. 16.1 (“Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comu-nidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”) y 27.3 de la Constitución (“Los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”) tras lo cual llega a la conclusión de que la materia es ajustada a Derecho, ya que “no es correcto sostener, como se desprende de la sentencia impugnada, que el Estado no tenga nada que decir sobre la educación de los menores, ni quepa ningu-na transmisión de valores a través del sistema educativo” (STSA. FJ 7). La cuestión que conviene plantear es la de cómo llega el Tribunal a esta conclusión. En este sentido, el Tribunal desarrolla una argumentación en la que aborda determinadas cuestiones. Así, partiendo de la consideración que el valor pluralismo tiene en el marco de una sociedad democrática, aborda la cuestión de la relevancia de los derechos fundamentales en un sistema constitucional y democrático de convivencia. A partir de ahí se refi ere a algunos datos de la confi guración constitucional del sistema educativo, analizando el papel que la Constitución atribuye al Estado en materia de educación, y el sentido de los límites que se derivan de los artículos 16.1 y 27.3 de la Constitución en relación con la actividad educativa desarrollada por los poderes públicos.

Así, el Tribunal Supremo parte de la consideración del pluralismo del art. 1.1. CE. Su constitucionalización asume como un hecho la pluralidad

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149Educación en valores democráticos y objeción de conciencia

de concepciones individuales sobre la vida y se justifi ca desde el momen-to en que facilita la paz social, de un lado, y asegura un adecuado funcio-namiento del sistema democrático, ya que es un elemento que facilita la discusión y el intercambio de ideas y la formación libre y consciente de la voluntad. En este punto es importante señalar que el Tribunal subraya la importancia de la relación entre la actividad educativa y el pluralismo: “constituye un esencial instrumento para garantizar su efectiva vivencia en la sociedad; y esto porque transmite a los alumnos la realidad de esa diversidad de concepciones sobre la vida individual y colectiva, como asimismo les instruye sobre su relevancia, para que sepan valorar la tras-cendencia de esa diversidad y, sobre todo, aprendan a respetarla” (STSA. FJ 6). Además, se subraya la importancia de los derechos fundamentales como espacio de libertad y exigencia de la dignidad, como consecuencia de lo cual, “la actividad educativa no podrá desentenderse de transmitir los valores morales que subyacen en los derechos fundamentales o son corolario esencial de los mismos” (STSA. FJ 6).

De esta manera, el Tribunal aborda el papel que tiene el Estado en la educación, a partir de lo establecido en el art. 27.5 CE que impone a los poderes públicos una intervención en la educación (“Los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación, efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes”) y de lo establecido en el art. 27.2 CE, cuando le impone a esa intervención una meta necesaria: “La educación tendrá por objeto el libre desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. La presencia del Estado en el ámbito educativo es obligada como consecuencia de la dimensión prestacional del derecho a la educación, y se justifi ca desde el momento en que existe una vinculación entre enseñanza (pública y privada) y democracia, entendida ésta como un esquema de principios y valores y no sólo en sus dimensiones formales o procedimentales. Estos valores son necesarios para el buen funcionamiento de un sistema democrático y por lo tanto lo es también la instrucción o información sobre los mismos. Respecto a la actuación del Estado en materia educativa debe distinguirse –de un lado– lo referido a los valores que constituyen “el sustrato moral del sistema constitucional” (STSA. FJ 6), respecto a los cuales el Esta-do puede llevar a cabo una promoción de la adhesión a los mismos. En relación con estos valores, el Tribunal no entiende que se pueda hablar de un adoctrinamiento que viole la neutralidad ideológica que vincula al

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Estado. Por el contrario, “es constitucionalmente lícita su exposición en términos de promover la adhesión a los mismos (…). La actividad edu-cativa del Estado, cuando está referida a los valores éticos comunes, no sólo comprende su difusión y transmisión, también hace lícito fomentar sentimientos y actitudes que favorezcan su vivencia práctica” (STSA. FJ 6). De otro lado, nos encontramos con aquellas concepciones culturales morales o ideológicas que son expresión de la diversidad social. En este caso de lo que se trataría es de informar y no de adoctrinar; es exigible al respecto una posición de neutralidad por parte del Estado: estos valores “deberán ser expuestos de manera rigurosamente objetiva, con la exclusi-va fi nalidad de instruir o informar sobre el pluralismo realmente existente en la sociedad acerca de determinadas cuestión es que son objeto de po-lémica” (STSA. FJ 6). Va a ser precisamente esa exposición neutral y no adoctrinadora la que asegure la compatibilidad con la libertad ideológica y religiosa a la que se hace referencia en el art. 16.1 CE. Y también sería compatible con el derecho de los padres a elegir la orientación moral y religiosa de la educación de sus hijos (art. 27.3 CE), que está referido al mundo de las creencias individuales y que es independiente del deber de respetar la “moral subyacente” en los derechos fundamentales” (STSA. FJ 6). Precisamente a la luz de los artículos 16.1 y 27.3, se puede com-prender la dimensión limitativa que la regulación constitucional impone a la actividad del Estado en materia educativa: “dentro del espacio propio de lo que sean planteamientos ideológicos, religiosos y morales indivi-duales, en los que existan diferencias y debates sociales, la enseñanza se debe limitar a exponerlos e informar sobre ellos con neutralidad, sin ningún adoctrinamiento para, de esta forma, respetar el espacio de liber-tad consustancial a la convivencia constitucional” (STSA. FJ 6).

Pues bien, este es el razonamiento que le lleva al Tribunal Supremo a afi rmar que la asignatura Educación para la Ciudadanía no contradice la Constitución, y por tanto que el deber jurídico de cursarla es un deber jurídico válido. A partir de ahí, el Tribunal se plantea la existencia o no de un derecho a la objeción de conciencia frente a ese deber. Y en este sentido el Tribunal reconoce que existen dos posibles vías a través de las cuales podría, en su caso, justifi carse ese derecho: o bien afi rmando la existencia de un derecho general a la objeción de conciencia, que se derivaría del art. 16.1 CE; o bien afi rmando que lo que existe es un de-recho específi co a la objeción en el ámbito educativo y que resultaría de lo establecido en el art. 27.3 CE.

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El Tribunal Supremo es explícito a la hora de afi rmar que en la Cons-titución Española no se proclama un derecho a la objeción de conciencia con alcance general, lo que no tiene que impedir la posibilidad de que en su caso el legislador pudiera reconocer determinados casos de objeción de conciencia que de esta manera tendrían un rango legal. Además, la invo-cación del art.16.1 CE para derivar de él un derecho general a la objeción de conciencia, afi rmando que la libertad religiosa e ideológica no sólo garantiza el derecho a tener las creencias que se estimen convenientes, sino también a actuar en cualquier circunstancia de acuerdo con esas creencias, es también problemática. Y en este punto, señala el Tribunal, la argumentación es doble. En primer lugar, el art. 16.1 CE incluye un límite específi co: “el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Es decir, “el constituyente nunca pensó que las personas puedan comportarse siempre según sus propias creencias, sino que tal posibilidad termina, cuanto menos, allí donde comienza el orden público” (STSA. FJ 8). Así, el Tribunal considera que la noción de orden público se refi ere a “conductas externas, reales y perceptibles”. En segundo lugar, dicho derecho general supondría poner en entredicho el mandato general e in-condicionado de obediencia al Derecho contenido en el art. 9. 1 CE. En defi nitiva, “el reconocimiento de un derecho a la objeción de conciencia de alcance general, con base en el art. 16.1 CE, equivaldría en la práctica a hacer depender la efi cacia de las normas jurídicas de su conformidad con cada conciencia individual, lo que supondría socavar los fundamentos mismos del Estado democrático de derecho” (STSA. FJ 8).

Y de la misma manera, tampoco del art. 27.3 CE se puede derivar un derecho de los padres a la objeción de conciencia frente a la asignatura en cuestión. Por varias razones. En primer lugar, dicho artículo reconoce el derecho a elegir la educación religiosa y moral de los hijos, pero no se refi ere a materias ajenas a la religión y a la moral como las incluidas en la asignatura y que se refi eren a la organización de la democracia o al signifi cado de los derechos. En segundo lugar, hay que tener en cuenta que el art. 27.3 CE encuentra su límite en lo establecido en el art. 27.2 del texto constitucional. Es decir, “el Estado no puede llevar sus compe-tencias educativas tan lejos que invada el derecho de los padres a decidir sobre la educación religiosa y moral de los hijos; pero, paralelamente, tampoco los padres pueden llevar este último derecho tan lejos que des-virtúe el deber del Estado de garantizar una educación ‘en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales’” (STSA. FJ 9).

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Según el Tribunal Supremo, una objeción de conciencia que fun-damentara exenciones individuales supondría una puesta en duda de la idea misma de ciudadanía. Pero la idea de ciudadanía, que en democracia es ciudadanía en derechos, supone un estatuto igual para todos que no depende de las ideas o creencias particulares. Por eso el Tribunal no ve razones que puedan justifi car una oposición a la existencia de una materia “cuya fi nalidad es formar en los rudimentos de dicha ciudadanía, incluido el del propio derecho a la libertad ideológica y religiosa” (STSA. FJ 9).

De manera que, el Tribunal Supremo aprueba la existencia de la asig-natura en tanto en cuento respetuosa con el Ordenamiento jurídico, de un lado, y niega que la objeción de conciencia frente a dicha asignatura tenga cabida en ese Ordenamiento. Pero llama la atención sobre la forma de impartir esa asignatura. Los textos, manuales, métodos, deben respetar el derecho de los padres a que la enseñanza se lleve a cabo en los límites marcados por el art. 27.2 CE y a que “de ningún modo, se deslicen en el adoctrinamiento por prescindir de la objetividad, exposición crítica y del respeto al pluralismo imprescindibles” (STSA. FJ 10). Se trata de evitar, también por parte del Estado y de la Administración educativa, el proselitismo en relación con cuestiones morales controvertidas; proseli-tismo que supondría una negación de la necesaria neutralidad del Estado en relación con esas cuestiones, respecto a las cuales es exigible ”la más exquisita objetividad y el más prudente distanciamiento” (STSA. FJ 10). Es en este punto en el que el Tribunal retorna en su argumentación a la consideración del valor pluralismo, de la que partió: el pluralismo y el deber de neutralidad ideológica del Estado vetan el proselitismo en relación con aquellas cuestiones respecto a las cuales “no existe un ge-neralizado consenso moral en la sociedad española”; esta son cuestiones que “pertenecen al ámbito del libre debate en la sociedad civil, donde no se da la relación vertical profesor-alumno, y por supuesto al de las conciencias individuales” (STSA. FJ 10).

Así las cosas, la posición del Tribunal Supremo se puede condensar en algunas afi rmaciones básicas. En un modelo de Estado social debe reconocerse al Estado competencia en relación con la organización de la enseñanza, de acuerdo con los objetivos que establece la Constitución. Además, no existe en nuestro sistema reconocimiento jurídico del dere-cho a objetar por razones de conciencia frente a una asignatura obligato-ria como Educación para la Ciudadanía y Derechos Humanos, desde el momento en que es una materia tendente a formar no en concepciones

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particulares o personales del bien, sino en relación con los valores y prin-cipios de la ética pública –que es la ética de los derechos– y que forman la base del sistema democrático de convivencia.

2. OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y SOCIEDAD DEMOCRÁTI-CA

La refl exión sobre objeción de conciencia adquiere sentido en este caso en relación con un sistema jurídico. Cuando los juristas nos plan-teamos la cuestión de la objeción de conciencia nos estamos planteando una refl exión sobre los reparos que la conciencia individual opone a una imposición normativa, pero no a cualquier imposición normativa, sino a una imposición normativa jurídica. En el ámbito jurídico, la objeción de conciencia lo es frente a una obligación impuesta por el Derecho. Esa es la razón por la cual la objeción de conciencia prevista en el artículo 30 de la CE pierde sentido desde el momento en que desaparece la obligación referida al servicio militar.

Por tanto, la objeción de conciencia debe ser relacionada con el carácter normativo del Derecho. El Derecho es un sistema normativo en-caminado a regular la vida humana social a través del establecimiento de modelos de conducta. Esos modelos de conducta, que son los incluidos en los preceptos jurídicos, presentan una evidente naturaleza normativa.

Pero es evidente también que las obligaciones impuestas por el De-recho no son las únicas que afectan al individuo. Este, al mismo tiempo, está vinculado por obligaciones impuestas desde otros sistemas norma-tivos, y admitidas por él mismo, y en particular por el sistema normativo moral. En realidad, la concurrencia, no siempre pacífi ca, de obligaciones de estos dos tipos, jurídicas y morales, es manifestación de un tema al que la Filosofía del Derecho atribuye mucha relevancia, como el de la relación entre el Derecho y la moral.

Pues bien, uno de los rasgos que diferencian a los sistemas jurídicos democráticos respecto a los no democráticos es precisamente que, para aquellos, las posibles colisiones entre las obligaciones impuestas por el Derecho y aquellas otras admitidas por la moral individual no constituyen un tema que sea en absoluto irrelevante. Ciertamente esta es una especi-fi cidad de los sistemas democráticos. Debemos recordar que el individuo es el protagonista último y principal del sistema democrático, que está

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encaminado precisamente a garantizar las máximas condiciones posibles de realización de la autonomía individual, articulando para ello entre otras cosas un sistema de derechos. En los sistemas democráticos se es consciente de la contradicción que en ocasiones se puede producir entre los dictados del Derecho, encaminados a articular un determinado modelo de organización social, y los dictados de la moral individual, encaminados a desarrollar las exigencias de las concepciones individuales sobre el bien. El Derecho es consciente de la posibilidad de enfrentamiento entre el mandato jurídico y la moral individual. Y es en este contexto en el que se plantea la objeción de conciencia “con repercusión jurídica”. Subrayo lo de “repercusión jurídica” desde el momento en que el derecho a objetar por imperativos de conciencia, en aquellos Ordenamientos en los que es juridifi cado, no se confi gura como un derecho a objetar ante cualquier tipo de obligación jurídica y en relación por tanto con cualquier tema o cuestión. Por el contrario, sólo cabe –como derecho– en aquellos casos, tasada y explícitamente recogidos por el Derecho, en los que el sistema jurídico político asume la relevancia moral y política que puede tener el enfrentamiento entre el deber ser jurídico y el deber ser moral y admite como justifi cado, no sólo desde el punto de vista moral (en esto el sis-tema jurídico no entra, o no debería entrar), sino desde el punto de vista jurídico, que el individuo atienda a los requerimientos de su conciencia individual antes que a los del Derecho. En este sentido, la objeción de conciencia se presenta como una “válvula de escape” del propio sistema, que tiene la función de permitir la discrepancia o la oposición respecto a determinadas obligaciones sin necesidad de desobedecer al Derecho, sin necesidad de situarse fuera del sistema. Estamos, en términos de Gregorio Peces-Barba, ante un caso de institucionalización de la resistencia3.

En resumidas cuentas la objeción de conciencia lo es frente a una obligación jurídica, no siendo una objeción de conciencia general, válida (desde el punto de vista jurídico) sino sólo en aquellos casos en los que el ordenamiento la reconoce4. Una objeción de conciencia general alegable por el sujeto en cualquier caso en los que hubiera reparos de conciencia

3 Vid. PECES-BARBA, G., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, Anuario

de Derechos Humanos, nº 5, 1988-89, pp. 159-176 (también en ID., Derecho y derechos

fundamentales, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pp. 371 y ss.).4 Una tesis alternativa a la del Tribunal Supremo en este punto y que propugna una

comprensión de la objeción de conciencia como “el nombre que recibe la libertad de con-ciencia cuando se halla en situaciones de conflicto con un deber jurídico” es la mantenida por L. PRIETO SANCHIS en diversos escritos, entre los que se puede citar “Educación

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(incluso graves) respecto a obligaciones jurídicas, podría suponer una contradicción con la voluntad de efi cacia que caracteriza a cualquier Ordenamiento jurídico, desde el momento en que supondría admitir que el sujeto siempre tendría un argumento (la propia conciencia, que como sabemos es difícilmente escrutable), reconocido como válido por el propio Derecho, para no obedecerlo. Consecuentemente con el carácter válido de la objeción de conciencia, el objetor, que ejerce su derecho reconocido por el sistema jurídico, no es un desobediente.

3. ETICA PÚBLICA, NEUTRALIDAD Y CONSENSO SOBRE CONTENIDOS MORALES

Las sentencias del Tribunal Supremo abordan la cuestión de la neu-tralidad del Estado en relación con las diversas concepciones del bien. Frente a la tesis de acuerdo con la cual la inclusión de una asignatura como la que nos ocupa incurriría en un patente caso de adoctrinamien-to, el Tribunal –como hemos visto– establece una diferencia entre dos dimensiones de la ética, la ética pública y la ética privada5, circunscri-biendo la prohibición de adoctrinamiento al ámbito de la ética privada, a las concepciones individuales del bien, y afi rmando la aceptabilidad, en el marco de los parámetros admitidos por el sistema constitucional, de la formación y promoción de los contenidos de la ética pública, que son, por otra parte, los que forman el núcleo de la asignatura.

Es evidente que en este punto nos encontramos frente a una cuestión esencial para la defi nición y la articulación del modelo de sociedad y de sistema jurídico-político, y que en este momento podemos plantear en términos de la posibilidad de la neutralidad estatal. Y además, ciertamente también, en términos de conveniencia de la neutralidad. Planteado en otros términos, podemos proponer la cuestión de en qué debe ser neutral el Estado y en qué no debe serlo.

para la ciudadanía y objeción de conciencia”, Persona y Derecho, 60, 2009, pp. 209-240, en especial pp. 228 y ss.

5 La distinción entre ética pública y ética privada ha sido desarrollada en diversas ocasiones por G. PECES-BARBA. Cabe citar Etica, Poder y Derecho. Reflexiones ante el

fin de siglo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995.

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Aplicando la cuestión a nuestro tema, Alfonso Ruiz Miguel ha di-ferenciado tres modos de entender la neutralidad estatal6. Así, se puede aludir a la posición republicana de acuerdo con la cual una materia como Educación para la Ciudadanía debe promover un compromiso no con los fundamentos del sistema jurídico y político, sino más bien con deter-minadas concepciones del mismo. Cabe también aludir a una posición que se podría caracterizar como ultraliberal, según la cual de lo que se debería tratar en esta asignatura es de informar sobre las dimensiones básicas del sistema, pero sin entrar a enjuiciarlas o a favorecerlas creando estrategias de adhesión. En tercer lugar, es posible pensar en una posición simplemente liberal que, partiendo de una distinción entre lo justo o correcto social y lo bueno individual, “defi ende que es legítima y puede ser saludable una Educación para la Ciudadanía que pretenda formar cívicamente en los principios básicos del sistema democrático-liberal, que combinan de distintos modos la idea de tolerancia ante el pluralismo ideológico y político con la fi rmeza ante los derechos humanos básicos y los procedimientos democráticos de deliberación y decisión colectiva”7. Esta tercera posibilidad no entraría en contradicción con la neutralidad liberal y supondría la existencia de “un núcleo de fundamentación y acuerdo común, los elementos esenciales del sistema democrático en un marco pluralista, que resulta perfectamente legítimo que el Estado de-fi enda ante posibles desafíos e incluso fomente en el área de la educación de los jóvenes”8.

Pero si de los distintos modos de entender la neutralidad transitamos a la cuestión de la posibilidad de la neutralidad, posiblemente estamos obligados a afi rmar que es difícil encontrar un modelo de organización jurídico-política –y el Estado lo es–, del que se pueda predicar neutra-lidad en términos absolutos. Las sociedades se articulan a través de un entramado institucional mediante el cual se expresan dimensiones y preferencias políticas y jurídicas. Pero ese entramado no es gratuito o casual sino que, por el contrario, descansa en una determinada propuesta axiológica, referida a determinados valores y principios. Las sociedades humanas requieren un determinado acuerdo o consenso en relación con valores o principios, con modos de actuar, con procedimientos. Esto es

6 Vid. RUIZ MIGUEL, A., “Educación para la ciudadanía y neutralidad estatal”, Teoría y Derecho, 2009, nº 6, pp. 134-152.

7 RUIZ MIGUEL, A., “Educación para la ciudadanía y neutralidad estatal”, cit., p. 136. La cursiva es del autor.

8 Ibidem.

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especialmente relevante en el caso de las sociedades democráticas que son aquellas en las que, precisamente, el consenso cumple un papel im-portante en la defi nición e identifi cación del sistema9.

Parece complicado imaginar un proyecto de convivencia en común que no implique ningún tipo de comunidad en relación con determinadas dimensiones morales, que precisamente se admiten como comunes y compartidas. Esas dimensiones constituirían lo que podríamos denominar un mínimo moral común y compartido en torno al cual existe un acuerdo sin el cual es difícil articular modelos de convivencia. En otros términos, una ética pública. La cuestión que estoy planteando es hasta qué punto es posible imaginar una existencia en común sin un acuerdo, aunque sea mínimo, en relación con determinadas dimensiones morales y políticas que se consideran esenciales y sin las cuales las sociedades, y en par-ticular las democráticas, tienden a carecer de dimensiones agregativas. Me refi ero a referentes morales comunes y compartidos en relación con los cuales se generan dinámicas de comunidad y pertenencia. Subrayo lo referido a las sociedades democráticas desde el momento en que en otro tipo de modelos, la “cohesión social” de puede lograr mediante otro tipo de mecanismos, referidos de manera exclusiva al miedo, a la amenaza o a la coacción; pero parece bastante evidente que esos mecanismos son extraños al discurso democrático.

Las sociedades democráticas son complejas desde el momento en que en ellas se integran concepciones fi losófi cas, morales, ideológicas, plu-rales y diversas; pluralidad y diversidad que en nuestro mundo posible-mente se demuestra de manera más acentuada. Por eso, la identifi cación de ese mínimo moral común es, si cabe, más urgente y más compleja en las sociedades democráticas. La historia y la razón demuestran que ese mínimo viene determinado por lo que podríamos denominar la cultura de los derechos a partir de la cual se constituye la noción moderna de ciuda-danía. La ciudadanía democrática es una ciudadanía en derechos, implica el derecho a tener derechos. Son los derechos las instancias cuya titula-ridad y disfrute defi nen la ciudadanía en términos de libertad e igualdad. La ciudadanía ya no viene defi nida por la pertenencia a una raza o a una etnia, por la pertenencia a una ideología o a una religión. Por el contrario, el estatuto de ciudadano viene confi gurado por los derechos.

9 He abordado la cuestión de la relación entre la idea y las exigencias del consenso y el sistema jurídico en “Consenso y Derecho”, VV.AA., Libro en memoria del Prof. Dr.

Luis Villar Borda, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2008, pp. 55-72.

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Y cuando hablamos de derechos hablamos no sólo de dimensiones políticas o jurídicas, sino también de dimensiones morales. El discurso de los derechos es un discurso radicalmente moral. Ese discurso constituiría el núcleo de una ética pública que en democracias plurales debería ser (precisamente como exigencia de la gestión de la pluralidad), una ética de mínimos, como se acaba de afi rmar. El que sea una ética de mínimos no implica que sea poco importante o exigente; se habla de mínimos en el sentido de “punto de encuentro básico” compatible con el desarrollo de éticas privadas. Una ética llamada a constituir una plataforma en la cual los individuos estén en condiciones de libertad e igualdad respectivas óptimas para desarrollar sus éticas individuales, sus propios proyectos morales de acuerdo con sus concepciones de la vida y del mundo, cons-truidas o aceptadas por cada uno de ellos a partir de componentes ideo-lógicos, fi losófi cos o religiosos, evitando de esta manera los peligros de una concepción omnicomprensiva de la democracia10. Parece evidente que todo este discurso cobra sentido desde el momento en que se admite el valor último de la dignidad y de la autonomía individual y el papel del individuo como protagonista último no sólo del discurso político demo-crático, sino también del discurso moral.

De lo anterior se puede derivar que un modelo democrático liberal no puede ser neutral en el sentido de que suspenda el juicio ante las opciones morales (y las incluidas en la ética pública lo son). Luis Prieto ha seña-lado así que “el modelo liberal no es estrictamente neutral, sus valores fundamentales son valores irremediablemente sustantivos que forman parte de la propia decisión constitucional, estos es son valores sustantivos que no sólo se permiten o toleran, sino que pretenden ostentar un carác-ter imperativo o innegociable”11. Esos valores tienen como referente la dignidad y la autonomía. Cuando en un artículo como el 10.1 de la Cons-titución Española se afi rma que “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”, se está asumiendo un punto de vista moral determinado, frente a otras posibilidades, se está optando; en defi nitiva, no se está siendo moralmente neutral. Y asumir ese punto de vista im-

10 Vid. FERNANDEZ GARCIA, E., “Algunas aporías de la Educación para la Ciuda-danía”, Derechos y Libertades, nº 23, junio 2010, pp. 139 y ss.

11 PRIETO SANCHIS, L., “La escuela (como espacio) de tolerancia: multiculturalismo y neutralidad”, en LOPEZ CASTILLO, A. (ed.), Educación en valores. Ideología y religión

en la escuela pública, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007, p. 57.

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plica asumir una posición respecto a la cuestión de la conveniencia de la neutralidad. Asumir la dignidad y la autonomía como valores referentes implica una actuación proactiva a su favor, que afecta también a la estruc-tura del sistema educativo y a la inclusión de determinados contenidos; estructura e inclusión que en defi nitiva están encaminados a articular las condiciones propicias para que todos y cada uno de los ciudadanos puedan desarrollar sus propias concepciones del bien. De manera que el sistema se estructura de forma que la no-neutralidad del Estado tiene como función precisamente posibilitar la libertad individual a la hora de defi nir las propias preferencias morales. Creo que la posición del Tribu-nal Supremo es clara al respecto: “Es común subrayar que expresan (los derechos fundamentales), al igual que el concepto nuclear de la dignidad humana que los sustenta y afi rma el artículo 10.1 de la Constitución y que los valores superiores enunciados por su artículo 1.1, las exigencias éticas indeclinables sobre las que descansa la convivencia civil. Así, su recepción por el constituyente, explicable bien desde planteamientos iuspositivistas, bien como manifestación de la recepción del Derecho natural, dota al ordenamiento jurídico de un profundo contenido ético opuesto al relativismo que se le imputa. Por eso, no admite como derecho cualesquiera prescripciones sino solamente las que sean coherentes con esos fundamentos, valores y derechos fundamentales que lo presiden. La Constitución no es relativista en fundamentos, valores y derechos, sino comprometida con los que identifi ca y reconoce. Aunque sea consciente de que su plena realización, como la de la misma idea de justicia, es un objetivo permanente ya que cada paso adelante en su efectividad descubre nuevas metas, nuevos retos. El artículo 9.2 lo refl eja con claridad: existen obstáculos que difi cultan o impiden la plena libertad e igualdad de todos. Y una consideración de la evolución histórica de las declaraciones de derechos corrobora la idea del progresivo despliegue de las exigencias de la dignidad que distingue a todos los seres humanos y les hace acreedores de los derechos inviolables que les son inherentes (artículo 10.1). Todo esto evidencia la dimensión moral del orden jurídico que preside un texto fundamental como el de 1978” (STSAst, FJ 10).

Pues bien, podemos plantearnos la cuestión del lugar que debe tener este discurso en relación con la educación. En un sistema democrático, la educación y la formación ocupan un lugar absolutamente relevante en el corazón o núcleo del mismo. Peter Häberle se ha referido a la pedagogía de la democracia como una fi nalidad del sistema educativo subrayan-do que “la relevancia potencial y real del comportamiento ciudadano

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cotidiano (ante todo, en el ámbito de los derechos fundamentales) para el perfeccionamiento gradual de la Constitución y su vivencia diaria requiere «educación» y también un cierto idealismo en y para el Estado constitucional”12. No voy a entrar aquí en la cuestión de hasta qué punto la educación es motor del progreso económico y social, lo cual por otra parte parece innegable. Un sistema educativo tiene como una de sus funciones básicas la de la transmisión del conocimiento encaminada a adiestrar a los sujetos en el ejercicio de competencias y habilidades (uti-lizando una terminología recurrente hoy) que van a facilitar que aquellos puedan desarrollar en el futuro roles o posiciones sociales. Posiblemente esta pueda ser considerada la dimensión instrumental de la educación. Pero el discurso no debe detenerse ahí. La educación también tiene una relevancia primordial a la hora de constituir un modelo de sujeto (aquí ya podemos hablar de ciudadano) consciente de sus derechos y libertades, de los valores que los fundamentan, de los contextos en los que los van a te-ner que ejercer y reivindicar, y de los obstáculos con los que ese ejercicio y reivindicación se van a encontrar. A fi n de cuentas, estamos hablando de ciudadanos libres y autónomos a la hora de optar por concepciones personales que –todas ellas– son válidas en democracia siempre y cuando sean compatibles con las libertades de los otros y por tanto no generen daños a terceros. En defi nitiva, “las dictaduras no necesitan educar sino atemorizar. Pero el ciudadano de una democracia, que se somete a unas normas porque emanan de un poder en el que él participa, quiere y debe comprender aquello a lo que acepta someterse. Sólo la educación hace posible la convivencia en libertad. Porque sólo a través de ella se inculcan los valores democráticos. Se obedece porque se comparten los valores fundamentales en que se basa el orden social, no por coacción. Por tanto, deben enseñarse esos valores”13.

12 HÄBERLE, P., “La ciudadanía a través de la educación como tarea europea”, Revista

de Derecho Constitucional Europeo, nº 4, julio-diciembre 2005, p. 628.13 ALVAREZ JUNCO, J., “Educación, identidad, historia” en LOPEZ CASTILLO, A.

(ed.), Educación en valores. Ideología y religión en la escuela pública, cit., p. 18. Sobre la vinculación entre educación y democracia, puede consultarse WHITE, C., OPENSHAW, R., (eds.), Democracy at the Crossroads- International Perspectives on Critical Global

Citizenship Education, Lexinton Books, Maryland, 2005, y también WRINGE, C., Moral

Education. Beyond the Teaching of Right and Wrong, Springer, Dordrecht, 2007, pp. 142-151. Y, PECES-BARBA, G, FERNANDEZ GARCIA, E., Introducción”, en PECES-BARBA, G., FERNANDEZ, E., DE ASIS, R., ANSUATEGUI, F. J., Educación para la ciudadanía

y derechos humanos, Espasa-Calpe, 2007, pp. 15-44.

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161Educación en valores democráticos y objeción de conciencia

Y en estas dos dimensiones de la educación, están interesados tanto la sociedad en su conjunto, como los individuos. De acuerdo con ello, existirían buenos argumentos a favor de la tesis de acuerdo con la cual el sistema educativo tiene un papel que desempeñar en la profundización de los valores que forman parte de la ética pública y que aseguran el desarrollo de los proyectos morales individuales14.

14 Desde este punto de vista, en tanto que la asignatura de Educación para la Ciudadanía y Derechos Humanos incluye la formación y la promoción de los contenidos que forman parte de la ética pública del sistema constitucional, no sería una materia “alternativa” a la de religión, desde el momento en que ésta está referida a concepciones particulares y por tanto integrantes de una ética privada. Luis PRIETO ha propuesto este carácter alternativo en “Educación para la ciudadanía y objeción de conciencia”, cit., p. 238.

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LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA EN LA APLICACIÓN DEL DERECHO

JOSÉ IGNACIO SOLAR CAYÓN

Universidad de Cantabria

1. LIBERTAD DE CONCIENCIA Y OBJECIÓN DE CONCIEN-CIA

En ponencias anteriores se ha tratado ya la problemática general plan-teada por la objeción de conciencia. Fundamentalmente, si el ejercicio legítimo de ésta requiere la existencia previa de una regulación expresa que la contemple en cada caso o, por el contrario, si puede ser admisible incluso en ausencia de dicha regulación en virtud de la aplicación directa del artículo 16 de la Constitución. Sin duda, se habrán puesto allí de ma-nifi esto las vacilaciones y contradicciones mostradas hasta este momento en esta cuestión por nuestro Tribunal Constitucional, lo que hace que jurídicamente nos movamos en un terreno muy inseguro. Resulta, sin embargo, ocioso señalar la importancia crucial de dicha cuestión pues, dependiendo de la posición que se adopte respecto de la misma, variará el tratamiento que se dispense a los distintos tipos o manifestaciones específi cas de objeción. Por ello, antes de referirme concretamente al problema de la objeción de conciencia en la aplicación del derecho, me gustaría hacer unas consideraciones generales previas para aclarar cuáles son los presupuestos sobre los que se asientan mis observaciones. Pre-supuestos que, sobre todo, expresan mi punto de vista acerca de lo que considero la manera más conveniente de entender y abordar el problema de la objeción de conciencia.

En primer lugar, quisiera hacer hincapié en la idea básica –pero a menudo desatendida– de que, cuando hablamos de objeción de concien-cia, no estamos hablando en defi nitiva sino de una manifestación de la

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libertad de conciencia y de religión1. Aquella no es nada sustantivamente distinto de esta libertad, la cual –como ha venido señalando reiterada-mente nuestro Tribunal Constitucional– comprende tanto una dimensión interna, que “garantiza la existencia de un claustro íntimo de creencias”, como “una dimensión externa de agere licere que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones”2.

Desde este punto de vista, la objeción de conciencia constituye una especifi cación de la libertad de conciencia y religiosa que aparece cuando el ejercicio de ésta entra en confl icto con un deber jurídico. No es sino la forma que asume la libertad de conciencia en caso de confl icto con un deber jurídico. Es indiscutible que la libertad de conciencia y religiosa comprende, por ejemplo, el derecho de usar determinadas prendas que tienen un signifi cado religioso, de practicar los ritos de una religión o de celebrar sus festividades. Pero el legítimo ejercicio de esos derechos puede, en determinadas circunstancias, colisionar con algunas normas que –ajenas incluso a cualquier motivación y fi nalidad religiosa o ideo-lógica– inciden sin embargo efectivamente en la posibilidad de llevar a cabo tales conductas: así, la utilización del turbante sikh colisiona con la norma de tráfi co que establece el uso obligatorio del casco por parte de los motoristas, el rito del sacrifi cio judío o islámico del cordero con las normas que obligan a realizar el sacrifi cio de animales de determinada manera en mataderos autorizados, o la observancia de determinadas fes-tividades por parte de algunos grupos religiosos con el calendario laboral ofi cialmente establecido. Es entonces cuando surge la pretensión de la libertad de conciencia como una “objeción” frente a tales deberes. Como señala Luis Prieto, la objeción de conciencia “es la situación en la que se halla la libertad de conciencia cuando algunas de sus modalidades de

1 Aunque el artículo 16 de la Constitución no habla expresamente de “libertad de conciencia” no cabe ninguna duda acerca de la inclusión de ésta en su ámbito de aplicación, tal como reiteradamente ha manifestado el Tribunal Constitucional. Su doctrina se halla así en consonancia con el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos –que reconoce la libertad de conciencia y de religión, protegiendo tanto las creencias religiosas como las convicciones– y con la jurisprudencia que de él se deriva. Por “convicciones” el Tribunal Europeo de Derechos Humanos entiende aquellas opiniones que, alcanzando un determinado nivel de fuerza, seriedad, coherencia e importancia, inciden de manera directa en la esfera moral orientando prescriptivamente la conducta práctica de la persona. Cfr. Campbell y Cosans c. Reino Unido (1982), par. 36.

2 Cfr., entre otras, las SSTC 19/1985, de 13 de febrero; 120/1990, de 27 de junio; 137/1990, de 19 de julio; 177/1996, de 11 de noviembre; y 46/2001, de 15 de febrero.

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ejercicio (prima facie) encuentran frente a sí razones opuestas derivadas de una norma imperativa o de la pretensión de un particular”3.

Es importante no perder de vista esta perspectiva porque frecuente-mente da la sensación de que estamos hablando de dos cosas sustancial-mente distintas, asociándose a las mismas connotaciones de partida muy distintas. Por un lado, el discurso de la libertad de conciencia y religiosa, que conlleva generalmente un componente emotivo favorable, genera una adhesión positiva, en cuanto (casi) nadie negaría que se trata de un dere-cho fundamental que encuentra una protección inmediata o prima facie en el ordenamiento jurídico, al menos frente a cualquier deber jurídico que no tenga idéntica relevancia constitucional. Por el contrario, en principio, la defensa de la objeción de conciencia frente a un deber jurídico con-creto suscita frecuentemente una reacción desfavorable, especialmente cuando las objeciones son planteadas por grupos minoritarios en razón de unas creencias o convicciones que se desvían signifi cativamente de las generalmente asumidas y que son percibidas socialmente como “excéntri-cas”. En estos casos el objetor aparece normalmente como un personaje molesto que pone en peligro el funcionamiento normal del sistema. De manera que cuando estos problemas se plantean, como a menudo se hace, simplemente en términos de si existe o no un derecho general a la obje-ción de conciencia –como si se tratase de “otro” derecho sustantivamente distinto a la propia libertad de conciencia– la respuesta suele ser clara en un sentido negativo. Existe en este caso una cierta predisposición a su no aceptación como un derecho o, cuando menos, podríamos decir que la carga de la prueba sobre su legitimidad o justifi cación parece en todo caso invertirse. La perspectiva cambia entonces sustancialmente y este cambio resulta en cierto modo –a mi juicio– distorsionador.

Sin embargo, en realidad, cuando hablamos de objeción de conciencia no estamos hablando más que de los límites en el ejercicio de la libertad de conciencia4. La objeción es el escudo que adopta la libertad de con-ciencia frente a las demandas normativas externas contrarias a nuestras convicciones y creencias. El problema no es por tanto, a mi juicio, el del reconocimiento o no de un derecho a la objeción de conciencia como un

3 PRIETO, L., “Desobediencia civil y objeción de conciencia”, en AA. VV., Objeción

de conciencia y función pública, Estudios de Derecho judicial, nº 89, 2006, p. 25.4 Límites que se hallan señalados de forma genérica en el propio artículo 16 CE y

en el artículo 3.1 de la Ley Orgánica de libertad religiosa, así como en el artículo 9.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

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derecho autónomo de carácter general –forme parte o no del contenido de la libertad de conciencia– que es como se ha planteado generalmente, también por el Tribunal Constitucional. Ese planteamiento aboca casi necesariamente a una respuesta negativa en cuanto –como ha dicho el alto tribunal en algunas ocasiones– admitir un derecho tal supondría des-virtuar el carácter imperativo del ordenamiento5. Se trata, en mi opinión, de un planteamiento equivocado del problema.

Por otro lado, creo que también es interesante distinguir entre la ob-jeción de conciencia, que es fundamentalmente una categoría doctrinal que viene a expresar el confl icto entre la libertad de conciencia y un de-ber jurídico (aunque el legislador puede echar mano de dicha expresión, como sucede en algunos casos), y los expedientes jurídicos a través de los que se instrumenta el ejercicio de la opción de conciencia o se salva la objeción, que pueden ser muy distintos. Es decir, el problema de la objeción por motivos de conciencia puede ser tratado y solventado a través de una pluralidad de recursos jurídicos, ya sean éstos establecidos por vía legislativa o judicial:

a) el establecimiento de fórmulas alternativas, que confi guran fi nal-mente una verdadera libertad de elección u “opción de concien-cia” para el sujeto (así, la objeción a la prestación del juramento pudo ser salvada mediante el establecimiento de la opción de la promesa)6.

b) la posibilidad de eximirse del deber cumpliendo una contrapres-tación sustitutoria, que actúa como un mecanismo disuasorio que permite fi ltrar o modular incumplimientos (por ejemplo, la exen-ción del servicio militar mediante la realización, subsidiariamente, del servicio social o la admisión en algunos países de la objeción al pago de determinados impuestos siempre y cuando se aporte una cantidad equivalente destinada a otros fi nes públicos).

5 RUIZ MIGUEL, A., “La objeción de conciencia, en general y en deberes cívicos”, en AA. VV., Libertad ideológica y derecho a no ser discriminado, CGPJ, Madrid, 1996, habla en este sentido de la “intratabilidad jurídica del derecho general a la objeción de conciencia” (p. 15).

6 Hoy son cada vez más frecuentes las voces que propugnan solventar los problemas de objeción mediante la previsión legal de auténticas “opciones de conciencia”, cláusulas que establezcan la posibilidad de escoger vías alternativas de acción. Cfr. sobre este asunto los artículos de J. Brage Camazano y Luis Míguez Macho en ROCA, M. J. (Coord.) Opciones

de Conciencia. Propuestas para una ley, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2008, pp. 101-160.

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c) la posibilidad de abstenerse, de apartarse sin más del deber jurí-dico, sin exigencia de ningún deber alternativo o subsidiario (así sucede en nuestro país con la objeción del personal sanitario a la práctica de abortos).

d) el llamado derecho de “acomodo razonable” reconocido en algunos ordenamientos, fundamentalmente en el ámbito laboral, con el fi n de que el trabajador pueda conciliar sus obligaciones laborales con su observancia religiosa7.

e) la posibilidad de acogerse a causas excusatorias de carácter general o indeterminado alegando razones de conciencia (podría ser, tal vez, el caso del art. 27.3 de la Ley Orgánica 5/1985 de Régimen Electoral, que prevé la posibilidad de ser eximido del deber de participar en las mesas electorales siempre que se alegue “causa justifi cada y documentada”, o del art. 12.7 de la Ley Orgánica 5/1995 del Tribunal del Jurado, que señala que podrán excusarse para actuar como jurado “los que aleguen y acrediten sufi cien-temente cualquier otra causa que les difi culte de forma grave el desempeño de la función de jurado”).

En defi nitiva, sobre todo, quiero enfatizar en esta introducción que la objeción de conciencia nos remite en realidad a un problema de límites en el ejercicio de los derechos fundamentales. Creo que ésta es la óptica más adecuada para entender y afrontar el problema. De un lado, la pretensión del objetor encuentra o puede encontrar –al menos prima facie– amparo en la libertad de conciencia y religiosa, pero, de otro, implica la infrac-ción de una norma o, en general, de un deber jurídico, detrás del cual a su

7 El “acomodo razonable” es una figura jurídica que tiene su origen en Estados Unidos a finales de los años 60 del siglo pasado, aunque es en Canadá donde ha alcanzado un amplio desarrollo, extendiéndose también a otros ámbitos distintos del laboral, como instrumento fundamental de la política multicultural proclamada en su Constitución. En este país hace su aparición en el caso Simpsons-Sears (1985) al reconocer la Corte Suprema que una norma jurídica aparentemente neutra –en este caso, un calendario laboral– puede tener un efecto discriminatorio sobre un individuo al resultar incompatible con su observancia religiosa. Y se configura como una obligación jurídica, derivada del derecho a la igualdad y la no discriminación, consistente en tomar medidas razonables para conciliar la exigencia normativa con la demanda de ejercicio de un derecho. Se entiende que esta obligación (de la Administración, del empresario, etc.) no será razonable –y, por tanto, tampoco exigible– únicamente cuando ocasione una penalidad indebida (undue hardship). Cfr. sobre este asunto E. J. VIEYTEZ, “Crítica del acomodo razonable como instrumento jurídico del multiculturalismo”, Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, nº 18, 2009.

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vez subyacen determinados intereses públicos o/y derechos de terceros. De ahí que reducir el problema a los simples términos de si existe o no en todo caso un derecho general a la objeción de conciencia como una fi gura distinta y desligada del derecho a la libertad de conciencia pueda resultar un tanto distorsionador, favoreciendo además una concepción o respuesta restrictiva.

En este sentido, me parece paradigmático el enfoque otorgado a esta cuestión en el Derecho norteamericano, posiblemente el Derecho en el que tradicionalmente mayor y mejor acomodo han encontrado las objeciones de conciencia (aunque a partir de los años 90 del siglo XX el Tribunal Rehnquist adoptó una posición más estricta en relación a esta cuestión). Los jueces y la doctrina ni siquiera hablan allí, cuando abordan estos problemas, de “objeción de conciencia” –prácticamente sólo utilizan este término para referirse al caso de la objeción al servicio militar, lo que se explica fundamentalmente por razones históricas–, sino que utilizan un dialecto jurídico de carácter eminentemente práctico, volcado en los instrumentos jurídicos de tratamiento del problema y no en una categorización abstracta del fenómeno. Hasta el punto de que no existe en la doctrina norteamericana un tratamiento unitario de la “obje-ción de conciencia” como categoría independiente. Como señala Rafael Palomino en su detallado estudio sobre las objeciones de conciencia en el Derecho norteamericano, la atención doctrinal se centra allí, no tanto en investigar y conceptualizar qué se está planteando al Derecho, cuanto en determinar cómo soluciona el Derecho una pretensión individual que busca exención de la norma en virtud de un derecho constitucionalmente proclamado: la libertad religiosa reconocida en la Free Exercise Clause de la Primera Enmienda del Bill of Rights. Este derecho constitucional, la libertad religiosa y de conciencia, es el único anclaje jurídico para el tratamiento del problema. Y, si acaso, sólo después, como corolario del proceso –y en muy escasos supuestos– , se llega a hablar de “objeción de conciencia” como un aspecto o resultado particular al que conduce la libertad religiosa8.

Considerado desde la perspectiva propuesta, el problema planteado en los supuestos de objeción de conciencia se presenta esencialmente como un problema de confl icto entre bienes, intereses o derechos opues-tos. Problema que, como sabemos, no es nada infrecuente sino, más bien,

8 Cfr. PALOMINO, R., Las objeciones de conciencia. Conflictos entre conciencia y

ley en el Derecho norteamericano, editorial Montecorvo, Madrid, 1994, pp. 22-26.

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consustancial al constitucionalismo contemporáneo, uno de cuyos rasgos más característicos es precisamente el desarrollo de nuevas técnicas de argumentación para la puesta en práctica de un Derecho sometido a las tensiones de principios, valores y derechos potencialmente confl ictivos. En este contexto, es doctrina consolidada de nuestro Tribunal Constitucional que las medidas limitativas de los derechos fundamentales, además de estar previstas legalmente, han de hallarse encaminadas a la satisfacción de un fi n constitucionalmente legítimo. Como señala la STC 58/1998, “los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución sólo pueden ceder ante los límites que la propia Constitución expresamente imponga, o ante los que de manera mediata o indirecta se infi eran de la misma al resultar justifi ca-dos por la necesidad de preservar otros derechos o bienes jurídicamente protegidos”9. Pero, además, dichas limitaciones deben superar un juicio de proporcionalidad que implica comprobar si se cumplen estas tres con-diciones: “si tal medida es susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal propósito con igual efi cacia (juicio de necesidad); y, fi nalmente, si la misma es ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más benefi cios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en confl icto (juicio de proporcionalidad en sentido estricto)”10.

Condiciones que, por otra parte, vienen a ser equiparables con las exigidas en reiterada jurisprudencia por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos para justifi car las restricciones de los derechos fundamentales: estar previstas por ley, encaminarse a la protección de determinados bie-nes (la seguridad y el orden público, la moral pública, la salud pública y los derechos y libertades de los demás) y ser necesarias en el marco de una sociedad democrática. Requisito este último que se traduce a su vez en la doble exigencia de que exista una “necesidad social impe-riosa” que justifi que la restricción y que ésta sea “proporcional al fi n perseguido”11.

9 En este sentido, y concretamente en relación al problema que estamos tratando, la STC 141/2000, de 29 de mayo, afirma que “el derecho que asiste al creyente de creer y conducirse personalmente conforme a sus convicciones no está sometido a más límites que los que le imponen el respeto a los derechos fundamentales ajenos y otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente” (F. 4).

10 STC 66/1995, 55/1996, 207/1996 y 37/1998, entre otras.11 Sobre la aplicación de tales exigencias en materia de libertad de conciencia y

religiosa cfr. SOLAR, J. I., “Cautelas y excesos en el tratamiento del factor religioso en la

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En el marco de tales coordenadas, creo que la solución a los proble-mas planteados por la existencia de un confl icto entre el ejercicio de la libertad de conciencia y religiosa y la conducta impuesta por una norma jurídica no puede ser apriorística y general (en el sentido de afi rmar o re-chazar la existencia de un supuesto derecho general de objetar a cualquier deber jurídico), sino únicamente el resultado de un juicio de ponderación que atienda a las peculiaridades de cada tipo específi co de confl icto. En este sentido se pronuncia la sentencia del Tribunal Constitucional 154/2002, de 18 de julio:

“La aparición de confl ictos jurídicos por razón de las creencias re-ligiosas no puede extrañar en una sociedad que proclama la libertad de creencias y de cultos de los individuos y de las comunidades, así como la laicidad y la neutralidad del Estado. La respuesta constitucional a la situación crítica resultante de la pretendida dispensa o exención del cum-plimiento de deberes jurídicos, en el intento de adecuar y conformar la propia conducta a la guía ética o plan de vida que resulte de sus creencias religiosas, sólo puede resultar de un juicio ponderado que atienda a las peculiaridades de cada caso. Tal juicio ha de establecer el alcance de un derecho –que no es ilimitado o absoluto– a la vista de la incidencia que su ejercicio pueda tener sobre otros titulares de derechos y bienes cons-titucionalmente protegidos y sobre los elementos integrantes del orden público protegidos por la Ley que, conforme a lo dispuesto en el art. 16.1 CE, limita sus manifestaciones (F. 7)”.

Juicio de ponderación que, desde luego, puede ser realizado o anticipado con carácter general por el propio legislador –así sucede generalmente en aquellos casos en que el deber jurídico es contrario a las convicciones de grupos representativos, por lo que resulta previsible la existencia de una importante oposición a su puesta en práctica–, pero que en la mayoría de los casos ha de ser realizado por el órgano judicial. En un contexto social de creciente diversidad cultural, religiosa e ideo-lógica, en el que resulta difícil, si no imposible, prever anticipadamente los potencialmente ilimitados conflictos que pueden surgir entre las convicciones o creencias de los múltiples grupos y los deberes jurídicos, la vía jurisprudencial se muestra como la más adecuada –y en muchos casos la única– para la resolución de estos problemas. Especialmente,

jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos”, Derechos y Libertades, nº 20, 2009, pp. 133-147.

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cuando se trata de grupos minoritarios con convicciones singulares, que son precisamente los que dan lugar a más confl ictos de este tipo. Por eso, no puede resultar extraño que, tal como demuestra un somero repaso al tratamiento que recibe la objeción de conciencia en el derecho comparado, la vía jurisprudencial sea la predominantemente utilizada para solventar estos problemas12.

Y el hecho cierto es que en nuestro propio ordenamiento, pese a los vaivenes y contradicciones de nuestro Tribunal Constitucional, nos en-contramos tanto con supuestos de objeción de conciencia previstos nor-mativamente –la objeción al servicio militar– como con otros reconocidos jurisprudencialmente pese a no existir disposición normativa previa que les diese cobertura. Así sucede con el derecho del personal sanitario a no intervenir en prácticas abortivas, reconocido por la famosa STC 53/1985

12 Ejemplo paradigmático de este juicio de ponderación es el Sherbert test utilizado tradicionalmente en la jurisprudencia estadounidense. La decisión del Tribunal Supremo en Sherbert v. Verner, 374 US 398 (1963), supuso el reconocimiento de un espacio de constitucionalidad para la objeción de conciencia, abriendo la posibilidad de exenciones a leyes “neutrales” si éstas gravan la libertad religiosa del individuo. Esa posibilidad se encauza a través de un juicio de ponderación (balancing test) en el que se sopesan, de un lado, el libre ejercicio de la religión protegido en la Primera Enmienda y, de otro, los intereses del Estado. Este test comprende la determinación inicial de la sinceridad de las creencias del objetor. Pero, una vez probada ésta, recaerá en el demandado la carga de probar, primero, la existencia de un superior interés estatal apremiante (compelling

state interest) que justifique la interferencia en la libertad del objetor, y segundo, que la satisfacción de dicho interés no puede lograrse a través de otros medios menos restrictivos o lesivos de la libertad interferida. En caso de que el demandado no logre demostrar la existencia de ese interés estatal, o de que exista un medio menos restrictivo o lesivo de la libertad individual, el litigio se fallará a favor del objetor. Esta vía fue cerrada sin embargo por el tribunal Rehnquist en el caso Employment Division, Department of Human Resources

of Oregon v. Smith, 110 S. Ct. 1595 (1990), al establecer que la sede propia para lograr exenciones a las normas es el poder legislativo. Y aunque, como reacción, los grupos de presión religiosos promovieron ante el Congreso la aprobación de la Religious Freedom

Restoration Act (1993), que restauraba los principios fundamentales del Sherbert test, devolviendo el papel protagonista a los tribunales en materia de objeción de conciencia, esta ley fue declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo en City of Boerne v.

Flores, 521 U.S. 507(1997). Actualmente, sin embargo, la doctrina Sherbert ha alcanzado un amplio desarrollo en Canadá, que se ha convertido en el país más liberal en materia de objeción de conciencia. Cfr. PALOMINO, R., Las objeciones de conciencia. Conflictos

entre conciencia y ley en el Derecho norteamericano, cit., págs.41-50, y MARTÍNEZ-TORRÓN, J., “Las objeciones de conciencia en el Derecho internacional y comparado”, en AA. VV., Objeción de conciencia y función pública, cit., pp. 131-134.

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de 11 de abril, que constituye un buen ejemplo de la doctrina señalada anteriormente, tratando el problema como un supuesto de colisión entre el derecho a la libertad de conciencia y los límites que al mismo se oponen desde la norma jurídica objetada. O con el derecho de los profesionales sanitarios con competencias en materia de prescripción y dispensación de medicamentos a no dispensar la denominada “píldora del día después”, cuya puerta ha abierto la sentencia de 23 de abril de 2005 de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo13.

En este juicio de proporcionalidad que implica la ponderación del confl icto entre los bienes tutelados habrá que tener en cuenta factores tales como la propia entidad de los derechos e intereses contrapuestos; los perjuicios que puedan derivarse para los intereses públicos o los de-rechos de terceros de la hipotética objeción; si existe o no la posibilidad de una conducta alternativa que resulte menos lesiva para la libertad de conciencia; la fungibilidad o no de la actuación del objetor (es de-cir, si éste es fácilmente sustituible o, por el contrario, su sustitución acarrearía graves inconvenientes para terceros o para la organización administrativa)14; el posible efecto multiplicador de la conducta del objetor, que mermaría la efi cacia de la norma (piénsese, por ejemplo, en la objeción fi scal); la disposición del objetor a asumir otros deberes en compensación, etc.

13 Recogiendo expresamente la doctrina establecida por el Tribunal Constitucional en su sentencia 53/1985, el Tribunal Supremo señaló en este caso que “también, en el caso de la objeción de conciencia, su contenido constitucional forma parte de la libertad ideológica reconocida en el artículo 16.1 de la CE, en estrecha relación con la dignidad de la persona humana, el libre desarrollo de la personalidad y el derecho a la integridad física y moral, lo que no excluye la reserva de una acción en garantía de este derecho para aquellos profesionales sanitarios con competencias en materia de prescripción y dispensación de medicamentos” (F.J. séptimo).

14 Señala RUIZ MIGUEL, A., “La objeción de conciencia, en general y en deberes cívicos”, cit., que hay dos tipos de deberes cuya ponderación respecto de la libertad de conciencia tiende, en su opinión, a ser favorable a ésta: los de cumplimiento final colectivo o no individualizado, que incluyen aquellos deberes públicos cuyas finalidades se satisfacen mediante un conjunto complejo de actividades de numerosos sujetos –por ejemplo, la defensa militar–, y los de sujeto activo indistinto, que se atribuyen a colectivos en los que no es necesario que todos y cada uno actúen porque basta para cumplirlos la actividad de alguno de sus componentes –por ejemplo, la disponibilidad de un equipo médico– (pp. 13-14).

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2. LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA EN EL ÁMBITO DE LA APLICACIÓN DEL DERECHO

A la hora de realizar este juicio de ponderación entre los intereses, bienes o derechos tutelados en conflicto, habrá que añadir un nuevo condicionante –que opera tendencialmente en sentido contrario a la objeción– cuando se trata de decidir sobre la legitimidad del ejercicio de la objeción de conciencia por parte de un funcionario público, puesto que resulta indiscutible que éste se halla sujeto a un deber especialmente intenso y voluntariamente asumido de sujeción a la ley. Su posición en relación a este problema no es, pues, idéntica a la del mero ciudadano.

Como señala el artículo 103.1 de nuestra Constitución, la Adminis-tración Pública “sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de efi cacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”. Fines y principios que dan sentido y justifi can la propia existencia del aparato administrativo, y en atención a los cuales el fun-cionario público se ve sometido a un régimen estatutario particular que confi gura lo que tradicionalmente se ha denominado una relación de sujeción especial. Esta relación comporta una serie de limitaciones o restricciones en su esfera de libertad en aras de la mejor satisfacción de los intereses generales. Aunque también debe tenerse en cuenta que no todos los funcionarios cumplen los mismos servicios, ni todos los cuerpos poseen un mismo grado de jerarquización ni de disciplina interna, exis-tiendo importantes diferencias entre los estatutos jurídicos de diversos cuerpos. Diferenciación que en algunos casos tiene su fundamento en la propia Constitución, que prevé restricciones especiales o adicionales para determinados cuerpos en razón de la especifi cidad de sus funciones (miembros de las Fuerzas o Institutos Armados o sometidos a disciplina militar, jueces, magistrados y fi scales).

En este sentido, y por lo que respecta al tema que aquí nos interesa, las difi cultades para una hipotética justifi cación de la objeción de concien-cia se incrementan aún más de manera considerable cuando el funcionario del que estamos hablando es un juez o magistrado, dada la singularidad de su función. El juez no es sólo el primer sometido a la ley sino que su cometido específi co es precisamente el de aplicar, hacer cumplir, el ordenamiento. Incluso, en la medida en que partimos de la voluntariedad en la aceptación de dicho cometido, creo que no resulta exagerado decir

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que la sumisión al ordenamiento no sólo es en su caso una obligación jurídica –de rango constitucional– sino también, al menos prima facie, una obligación moral, máxime cuando el desempeño de dicho cometi-do se efectúa en el marco de un ordenamiento de origen democrático. Además, el juez, en el desempeño de su función jurisdiccional, no puede asimilarse sin más a un funcionario, pues ejerce un poder del Estado. Y precisamente por y para ello, goza de independencia, lo cual signifi ca que únicamente está sometido al imperio del derecho en la resolución de los confl ictos (art. 117.1 CE), sin estar –como el funcionario– subordinado a una organización burocrática jerarquizada y personalizada. Por tanto, cuando la objeción de conciencia es reclamada por el juez, dicha objeción se refi ere a asuntos cuya resolución constituye el ejercicio de su cometido genuino, es decir, aplicar el ordenamiento.

2.1. La objeción a formar parte del Tribunal del Jurado

Aplicando esta teórica “escala de difi cultad” para la justifi cación de un hipotético ejercicio de la objeción de conciencia, parece claro que, en relación con el problema de la aplicación del derecho, la situación en principio menos difi cultosa para el reconocimiento de la posibilidad de objeción es la negativa de un ciudadano, por razones de conciencia, a formar parte del Tribunal del Jurado.

Esta es una objeción que ha sido reconocida jurisprudencialmente en muchos países. Se halla plenamente consolidada en Estados Unidos, donde ha sido tradicionalmente opuesta por los testigos de Jehová y por los adeptos de otros grupos cristianos minoritarios a partir de una interpretación literal del mandato bíblico contenido en Mateo 7,1: “No juzguéis y no seréis juzgados”. Pese a lo enraizado que el deber de actuar como jurado se halla en la cultura jurídica y popular de un país como Estados Unidos, donde constituye una institución casi sacrosanta, la jurisprudencia, utilizando el test de ponderación, no ha tenido ningún reparo en otorgar el más amplio alcance a dicha objeción, especialmente a partir de In re Jenison (1963), afi rmando el Tribunal Supremo de manera rotunda que “mientras no se demuestre que la invocación a la Primera Enmienda supone una seria amenaza al funcionamiento del sistema de Jurado, cualquier persona a quien sus convicciones religiosas le prohíban prestar servicio en él, quedará desde ahora exenta”.

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En otros países, como Inglaterra o Italia, la jurisprudencia ha admitido esta objeción permitiendo que el objetor se acoja a causas excusatorias de carácter general o indeterminado previstas en la legislación. Así, en Ingla-terra, los tribunales habían venido entendiendo tradicionalmente que las convicciones de conciencia, aunque no habían sido contempladas expre-samente en la ley del jurado de 1974, debían ser consideradas una “buena razón” de excusa, de acuerdo con la expresión utilizada en una de las causas generales previstas por aquella ley. Y esta interpretación jurisprudencial terminó por producir un cambio legislativo: en 1994 la Criminal Justice and Public Order Act incluyó entre las personas con derecho a ser exone-radas del deber de actuar como jurado a los miembros de grupos religiosos con creencias incompatibles con el cometido de dicha función. En Italia, del mismo modo, ante el recurso planteado por una testigo de Jehová, la Pretura de Turín ha considerado que el ejercicio de la libertad religiosa constituye, de acuerdo con la fórmula empleada legalmente, “legítimo impedimento” para ser dispensado de la función de jurado. También en Austria y Bélgica se han acogido algunos casos de esta objeción a través de la aplicación de causas de excusa genéricas o abiertas.

Por contra, cabe señalar que la única legislación que se refi ere de forma expresa a este tipo de objeción de conciencia, la francesa, lo hace precisamente para dejar claro que ésta carece de efectos eximentes15.

En lo que respecta a nuestro país, este tema ya fue planteado en una ocasión ante el Tribunal Constitucional por parte de un testigo de Jeho-vá, pero aquel, en su sentencia 216/1999, de 29 de noviembre, no llegó siquiera a entrar en el fondo del asunto al considerar que el recurso era prematuro. La razón es que el amparo se había interpuesto contra la mera inclusión del recurrente en la lista de sorteables para jurados, y el tribunal entendió que en tanto el objetor no hubiera sido efectivamente designado para el desempeño de la función de jurado no podría haberse producido la alegada lesión de sus derechos fundamentales.

No obstante, me parece que no debiera haber grandes difi cultades para aceptar también en nuestro ordenamiento esta objeción por la vía de la aplicación de la cláusula general contenida en el art. 12.7 de la ley del Tribunal del Jurado, en virtud de la cual pueden excusarse para ac-tuar como jurado “los que aleguen y acrediten sufi cientemente cualquier otra causa que les difi culte de forma grave el desempeño de la función de jurado”.

15 Cfr. NAVARRO-VALLS, R. Y MARTÍNEZ-TORRÓN, J., Las objeciones de con-

ciencia en el Derecho español y comparado, McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp.175-185.

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En un trabajo de 1996, A. Ruiz Miguel ya defendía la directa inter-pretación de esta cláusula en relación con el artículo 16 de la Constitu-ción como una vía probable para el reconocimiento jurisprudencial de esta objeción16. En favor de esta posibilidad hay que señalar que parece totalmente congruente con la intención del legislador. Éste, en la propia Exposición de motivos de la ley, indica “la conveniencia de una partici-pación lo más aceptada posible” en la institución, lo cual –sigue afi rman-do– “lleva a reconocer un régimen de excusas generoso y remitido a la prudencia de la jurisdicción que ha de apreciarlas”. Además, el desarrollo del debate parlamentario que precedió a la aprobación de la ley parece confi rmar la viabilidad de dicha propuesta hermenéutica. En el Senado el Grupo Parlamentario de Convergencia y Unió presentó una enmienda que permitía excusarse a los miembros de aquellos grupos que, por motivo de su ideología o creencia, alegaran no poder desempeñar la función de jura-do. Esta enmienda –tal como se desprende de la intervención del senador socialista Iglesias Marcelo– no fue admitida por los reparos del Grupo Parlamentario Socialista a institucionalizar expresamente un derecho general de objeción de conciencia ejercitable por su mera alegación, pero el propio senador indicaba que “el apartado 7 de ese mismo artículo (art. 12) está redactado con tal generosidad y ambigüedad, que existe siempre la posibilidad, ante el magistrado correspondiente, de alegar esa excusa (la conciencia personal) como elemento fundamental para no participar; es decir, que el campo está abierto y, naturalmente, siempre tiene que ser estimada la excusa por el magistrado correspondiente”17. Explicaciones que llevaron incluso al Grupo Parlamentario de Convergencia i Unió a retirar su enmienda, pues –como explicaba el senador Vallvé i Navarro en el Pleno–, aunque la fórmula “no nos gusta por la absoluta discrecionali-dad de la norma (...), en el trámite de Ponencia y en Comisión los demás Grupos Parlamentarios aseguran que lo previsto en el artículo 12, causa 7, cubre sufi cientemente nuestra preocupación sin que sea necesaria la mención expresa a la causa de excusa que con nuestra enmienda preten-díamos introducir. Sirva, pues, nuestra postura para que los juristas, en caso de confl icto, puedan acudir al “Diario de Sesiones” para alegar cuál fue el espíritu del legislador”. Espíritu que es refrendado claramente por el portavoz socialista al confi rmar éste en una nueva intervención que

16 Cfr. RUIZ MIGUEL, A., “La objeción de conciencia, en general y en deberes cívicos”, cit., p. 35.

17 Diario de Sesiones del Senado. Comisión de Justicia, nº 194, de 19 de abril de 1995, pp. 14-15.

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“en su plena objetividad, y en el caso más riguroso, (el precepto citado) contempla los motivos de la excusa que sus señorías han hecho presente, y así debe hacerse constar en el “Diario de Sesiones” como expresión de la voluntad del legislador para que no haya ninguna duda sobre la interpretación del alcance del precepto”18.

Sin embargo, el problema de dicha cláusula es que –como presagiaba el senador Vallvé i Navarro– esa ambigüedad que tanto apreciaba el le-gislador ha propiciado una gran discrecionalidad, dando lugar a diversas interpretaciones y soluciones por parte de diversos órganos jurisdiccio-nales. Mientras que algunas Audiencias provinciales han aceptado la objeción como excusa válida al amparo de la misma, otras no. Así, –si se me permite esta comparativa “local”– mientras que el Juez Decano de Santander en 1995, apenas puesta en marcha la ley, admitió una objeción de conciencia por la vía mencionada del art. 12.7, por el contrario, los diecinueve Jueces Decanos de Madrid, antes de que tuviesen siquiera que pronunciarse sobre posibles causas de excusa, acordaron de principio desestimar todas aquellas que en el futuro se presentaran por razones de conciencia.

Incluso, más allá de esta posibilidad interpretativa que apela al espí-ritu del legislador, me parece que, en este caso, por la vía jurisprudencial del juicio de ponderación entre la libertad de conciencia y el interés público o general ínsito en el cumplimiento del deber de actuar como jurado, habríamos de llegar a la misma conclusión de la legitimación de esta forma de objeción19. Sin duda, detrás de aquel deber se halla la tutela de bienes constitucionales importantes y dignos de protección, como el regular funcionamiento de la Administración de Justicia y la participación de los ciudadanos en la misma. Pero, en relación con esta última, cabe matizar que el art. 125 CE más bien parece confi gurar dicha participación como un derecho, no como una actividad de obligado cumplimiento: los ciudadanos –dice el precepto constitucional– “podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la insti-tución del Jurado (...)”. Aunque es cierto que, posteriormente, tanto la

18 Diario de Sesiones del Senado, nº 76, de 26 de abril de 1995, p. 3948 y ss.19 Cfr. sobre este asunto APARICIO, M. y CABELLOS, M. A., “La objeción de con-

ciencia a formar parte de un jurado en el Derecho español”, en MARTÍNEZ-TORRÓN, J. (ed.), La libertad religiosa y de conciencia ante la justicia constitucional, Comares, Granada, 1998, quienes consideran que los instrumentos interpretativos referidos a la ponderación y limitación de derechos que ha desarrollado el Tribunal Constitucional son suficientes para abordar este tipo de objeción de forma satisfactoria (pp. 343-345).

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Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (art. 83.2.a) como la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado (art. 6) convierten ese derecho también en un deber. Por otro lado, en cuanto al interés público en el funcionamiento regular de la Administración de Justicia, parece difícil aceptar que dicho funcionamiento pueda verse seriamente entorpecido por la admisión de la posibilidad de objetar de aquellos que efectivamente puedan tener serios escrúpulos de conciencia, especialmente dada la fungibilidad de su función y su fácil sustituibili-dad. ¿Por qué habría de ocasionar la admisión de esta causa de excusa más problemas operativos que las previstas legalmente, especialmente cuando parece que algunas de éstas pueden presentarse con mucha mayor frecuencia que la objeción de conciencia?

En este punto me parece interesante echar mano de uno de los ele-mentos tomados en cuenta por la jurisprudencia estadounidense a la hora de realizar el juicio de ponderación que implica el Sherbert test: me refi e-ro a la interpretación que aquella realiza de la categoría de la neutrality, consistente en garantizar que el Estado trata el fenómeno religioso igual que otras categorías de creencia, preferencia o motivación20. El Tribunal Supremo norteamericano ha entendido que dicha exigencia, aplicada al problema de la objeción a participar en el jurado, impelía a que el Estado debiera tratar a la conciencia religiosa en un plano de igualdad con otros motivos que sí eran habitualmente admitidos como una causa justifi cada para eximirse de tal deber. Refl exión que me parece oportuno trasladar al caso español, teniendo en cuenta que, conforme a nuestra legislación, constituyen excusas válidas para no actuar como jurado, por ejemplo, ra-zones de conveniencia tales como el que ello suponga “un grave trastorno por razón de las cargas familiares”, o que se desempeñe un “trabajo de relevante interés general, cuya sustitución originaría importantes perjui-cios”. Por otro lado, cabe destacar también la amplitud de criterio que, en

20 En el caso Sherbert el Tribunal Supremo reconoció el derecho a recibir el subsidio de desempleo de un objetor que abandonó su trabajo y, posteriormente, rechazó otros porque le exigían trabajar en el Sabbath. Como señaló el juez Harlan en su voto particular, “lo que sostiene el tribunal es que, si el Estado elige condicionar la prestación por desempleo a la disponibilidad de trabajo por parte del demandante, está constitucionalmente obligado a establecer una excepción –y beneficios– para aquellos cuya indisponibilidad se debe a sus convicciones religiosas”. Es decir, la conciencia religiosa debe ser tratada de la misma forma que otros motivos que sí entran dentro de esa causa justificada que permite el acceso al subsidio de desempleo. La no discriminación se convierte así en el criterio decisivo para la objeción de conciencia.

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general, han mantenido los tribunales a la hora de interpretar qué ha de entenderse por “problemas físicos” o “cargas familiares” justifi cantes de la excusa. Incluso, al amparo del propio artículo 12.7, han sido admitidas con frecuencia por la jurisprudencia excusas como las de estudiantes en época de exámenes o las de personas que alegaban problemas de trabajo21. Si no existen, por tanto, problemas para admitir estas causas de excusa, ¿no se hallaría –al menos– igualmente justifi cada una exención por mo-tivos de conciencia, teniendo en cuenta que dicha causa encontraría su razón de ser en la protección del ejercicio de un derecho fundamental?

Además, no debemos olvidar un último detalle práctico que creo que no es baladí. El art. 40.3 de la ley del Tribunal del Jurado recoge la posibi-lidad de que las partes en el proceso, después de formular a los designados para el jurado las preguntas que estimen oportunas, puedan recusar, sin necesidad de alegar ningún motivo determinado, hasta cuatro de ellos por parte de las acusaciones y otros cuatro por parte de las defensas. Basta por tanto con que aquellos designados que son renuentes a participar en el tribunal del jurado muestren de manera voluntaria parcialidad, prejuicios o insensibilidad en sus respuestas para conseguir ser rechazados por una u otra de las partes. Pero ¿no se debería tratar mejor que a éstos a quienes, de manera sincera y honesta, exponen sus graves reparos de conciencia para llevar a cabo la tarea de juzgar?

2.2. ¿Es posible una objeción de conciencia judicial?

2.2.1. Objeción de conciencia y función pública. La objeción de los jueces encargados del Registro civil a tramitar los ex-pedientes de matrimonios entre personas del mismo sexo.

Sin duda, muchas más difi cultades son las que nos salen al paso para admitir una hipotética objeción de conciencia judicial. Sin embargo, antes de realizar cualquier consideración, y para no perder de vista la dimensión real del problema, quiero constatar que, independientemente del considerable interés teórico que este asunto pueda tener, los datos

21 En general, los Magistrados-Presidentes de las Audiencias han seguido un criterio amplio a la hora de acoger excusas, especialmente cuando existen suficientes candidatos hábiles para constituir el Tribunal. Cfr. FERRER, J., “La objeción de conciencia al jurado”, Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, nº 2, 2003, p. 20.

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parecen revelar que se trata de un problema de muy escasa relevancia práctica. De hecho, en España este tema se ha planteado únicamente con motivo de la aplicación de la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifi ca el Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y, al menos que yo conozca, sólo se han suscitado hasta la fecha dos casos de objeción, aunque es posible que detrás de algunas de las cuestiones de inconstitucionalidad promovidas por varios jueces encargados del Registro Civil se hallen también hipotéticos problemas de conciencia que han sido encauzados jurídicamente en forma de objeción de constitucionalidad. Los dos casos mencionados son:

a) La objeción del titular del Juzgado de Primera instancia e Ins-trucción de Sagunto, que solicitó abstenerse de participar en la tramitación de un expediente matrimonial. Su solicitud fue des-estimada por Acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial de 22 de noviembre de 2006 y este acuerdo fue recurrido ante el Tribunal Supremo, el cual ha resuelto recientemente el asunto desestimando la pretensión del recurrente.

b) La objeción planteada por la Secretaria del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción de Colmenar Viejo, desestimada por una resolución del Director de Relaciones con la Administración de Justicia de 9 de enero de 2006. Resolución que fue recurrida ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid.

Al margen de estos supuestos de objeción judicial cabría añadir que, además, se han producido tres casos de renuncia al cargo de Juez de Paz alegando motivos de conciencia (en concreto, los jueces de paz de Pinto, Burriana y Castellterol). Y, desde luego, no podemos tomar en consideración el reciente caso de un juez procesado por obstaculizar pertinazmente el procedimiento de adopción emprendido por parte de un matrimonio homosexual o el, en su momento, célebre caso del juez de Pozoblanco (Córdoba) que desestimó una demanda de divorcio apelando a sus convicciones religiosas, porque en tales supuestos sencillamente no cabe hablar de objeción de conciencia sino lisa y llanamente de la emi-sión de resoluciones contrarias a derecho, en las que éste ha sido dejado de lado y sustituido sin más por las convicciones subjetivas del juez (es decir, de prevaricación).

En cuanto al tratamiento que este problema ha recibido en el Derecho comparado, cabe destacar que en Canadá la Civil Marriage Act de 2005

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contiene un amplio reconocimiento de este tipo de objeción al prescribir que “ninguna persona u organización podrá verse privada de ningún be-nefi cio ni estar sujeta a ninguna obligación o sanción, bajo ninguna ley del Parlamento de Canadá, únicamente por razón del ejercicio, respecto del matrimonio entre personas del mismo sexo, de su libertad de conciencia y religión..”., protegiendo así a todos aquellos que, en principio, podrían hallarse obligados a intervenir en la celebración de estos matrimonios en contra de sus creencias. En el ámbito europeo, la reciente ley de parejas de hecho de Dinamarca también contiene previsiones expresas para sal-vaguardar la conciencia de las personas que puedan tener que intervenir en la formalización de uniones homosexuales. Sin embargo, en Holanda, país pionero en reconocer este tipo de matrimonios mediante su Ley de apertura del matrimonio de 2001, esta normativa no hace referencia a este asunto. De hecho, en aquel país una funcionaria fue despedida por negarse a ofi ciar un matrimonio homosexual. Y aunque el despido fue anulado por considerar que vulneraba su derecho a la libertad de conciencia, el ejercicio de la objeción sólo se reconoce para quienes ya eran funcionarios antes de 2004. A partir de ese momento se considera prevalente el criterio de la voluntariedad en la asunción del cargo.

Centrándonos en nuestro ordenamiento, hay que matizar que este problema, en principio, no sólo podría afectar a jueces o funcionarios de la administración de justicia, sino también a alcaldes. En este sentido, la legislación dispone que el matrimonio habrá de ser celebrado por los alcaldes cuando en el municipio no exista un juez encargado del Registro Civil o cuando los propios contrayentes lo elijan en sustitución del juez. Pero existe una Instrucción de la Dirección General de los Registros y el Notariado de 26 de enero de 1995 que prevé la posibilidad de que el alcal-de delegue la potestad de celebrar matrimonios en algún concejal. Y esta simple provisión ha permitido solventar en la práctica los problemas de conciencia de alcaldes y concejales, pues en este caso basta con delegar en alguien que no tenga tales reparos. Nos encontramos aquí con otro de esos expedientes o recursos jurídicos que permiten salvar las objeciones de conciencia confi gurando auténticas alternativas o posibilidades de elección para el sujeto obligado, sin que por ello se vean mermadas las garantías o los derechos de terceros. Sin embargo, los jueces encargados del Registro son los únicos competentes para la instrucción de los expe-dientes matrimoniales que preceden a la celebración del matrimonio. Y es por tanto en esta fase donde se puede plantear el confl icto.

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Ya se mencionó anteriormente el recurso planteado por el juez de Sa-gunto que, sin discutir el derecho que asiste a los contrayentes del mismo sexo a casarse, solicitaba abstenerse de participar en la tramitación de tales expedientes matrimoniales. Solicitud que ha sido rechazada tanto por el Consejo General del Poder Judicial como por el Tribunal Supremo. En ambas instancias, los argumentos fundamentales para desestimar la solicitud de aquel coinciden sustancialmente. De un lado, se afi rma que no existe en el Ordenamiento Jurídico español un derecho general a la objeción de conciencia exclusivamente derivado del artículo 16 de la Constitución Española y alegable frente a cualquier deber legalmente establecido. Sólo el previo reconocimiento constitucional o legal de la objeción hace legítimo su ejercicio. Y este reconocimiento de un eventual derecho de los Jueces encargados del Registro Civil no se contempla en nuestro ordenamiento. De otro lado, se señala que el Poder Judicial cons-tituye un Poder Público, por lo que, en virtud de los artículos 9.1 y 117.1 de la Constitución –tal como recalca el Acuerdo del pleno del CGPJ– el juez “se halla inmediata, intensa y exclusivamente sometido al Imperio de la Legalidad”22. Sumisión que, confi rma el Tribunal Supremo, constituye –junto con los rasgos de independencia, imparcialidad y responsabili-dad– la “garantía del ordenamiento jurídico y de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos que el constituyente le ha confi ado”23.

En defi nitiva, respecto de la necesidad de que exista un reconoci-miento legal expreso de la objeción de conciencia, se recoge en ambas resoluciones la posición expresada en algunas sentencias del Tribunal Constitucional, ignorando otros pronunciamientos del mismo tribunal, a mi juicio más equilibrados, en el sentido de que en los casos de confl icto entre la libertad de conciencia y un deber jurídico debe procederse a efectuar un juicio de ponderación entre los bienes tutelados en confl icto, y obviando o minusvalorando además el hecho del reconocimiento, tanto por parte del Tribunal Constitucional como de la misma sala del Tribunal Supremo, de algunos supuestos de objeción de conciencia no previstos legalmente.

Y en cuanto a la sumisión del juez al ordenamiento –argumento sin duda incuestionable de principio–, creo que tal afi rmación general, a pesar

22 Acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, de 22 de noviembre de 2006, F.J. sexto.

23 Sentencia de la sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de 11 de mayo de 2009, F.J. noveno.

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de su aparente contundencia, resulta insufi ciente para despachar sin más la cuestión. Para empezar, me parece que es oportuno hacer un par de matizaciones. Por un lado, la libertad de conciencia no es algo al mar-gen del ordenamiento, sino un derecho, y un derecho fundamental. Por tanto, el problema de la objeción de conciencia no puede plantearse de manera simple –tal como frecuentemente se presenta la cuestión– como un confl icto entre la conciencia del sujeto y el Derecho, sino entre dos pretensiones –al menos prima facie– jurídicas. Por otro lado, el acceso a la función judicial, aun con todos los condicionantes y restricciones que ello conlleve en el estatuto personal del juez, no implica que éste se vea privado sin más de sus derechos fundamentales.

Además, hay una circunstancia importante que debe tenerse en cuenta: la instrucción del expediente matrimonial por parte del Juez encargado del Registro Civil no constituye el ejercicio de una función jurisdiccional sino administrativa. Así lo ha señalado el propio Tribu-nal Constitucional en sus Autos 505/2005 y 508/2005. En ellos, el alto tribunal inadmitió precisamente las cuestiones de inconstitucionalidad presentadas por diversos jueces encargados del Registro Civil frente a la reforma del Código civil en materia de matrimonio por considerar que éstos carecían de legitimación para plantearlas. Y ello porque, en pala-bras del Tribunal Constitucional, “el planteamiento de las cuestiones de inconstitucionalidad es prerrogativa exclusiva e irrevisable del órgano judicial... sólo puede ser promovida por órganos judiciales cuando ejercen jurisdicción”. Sin embargo, “el juez encargado del Registro Civil, en esta específi ca condición de encargado del registro civil y en el ejercicio de las funciones que como tal le corresponden, se integra en una estructura administrativa, la del Registro Civil, bajo la dependencia funcional del Ministerio de Justicia, a través de la Dirección General de los Registros y del Notariado, a cuyas órdenes e instrucciones se encuentra sometido... Así pues, en su condición de encargado del Registro Civil, el juez en el ejercicio de sus funciones que al respecto le han sido encomendadas, sin necesidad de entrar en el debate doctrinal sobre la concreta naturaleza de la función registral, no ejerce jurisdicción ni, por consiguiente, su actuación puede ser califi cada como jurisdiccional”.

En defi nitiva, en el ejercicio de estas funciones, el juez actúa como un simple funcionario. Como todo funcionario, está por supuesto sujeto también al principio de legalidad (art. 9.1 CE), pero no con la especial intensidad exigida por el ejercicio de la potestad jurisdiccional (despare-

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cen las notas de la independencia y de la sumisión única al imperio de la ley de las que habla el artículo 117.1). El estatuto judicial cobra sentido en razón del cometido judicial, y cabe plantearse si tal vez ese estatuto debe, o puede, modularse cuando, por prescripción legal, el juez asume tareas extrajurisdiccionales.

Esta cuestión nos lleva a preguntarnos si cabe en algún supuesto la objeción de conciencia de los funcionarios públicos, es decir, si éstos pueden en algún supuesto oponer su libertad de conciencia para eximir-se del cumplimiento de deberes legales o dimanantes de las estructuras administrativas jerárquicas a las que están legalmente sujetos. Y, en este sentido, es preciso comenzar señalando que la jurisprudencia tien-de actualmente a igualar en la medida de lo posible la situación de los funcionarios con la del resto de los ciudadanos en cuanto al ejercicio de derechos y libertades fundamentales, habiendo suavizado o atemperado de forma importante el tradicional rigor de la relación de especial sujeción a que aquellos están sometidos.

El Tribunal Constitucional, en su sentencia 81/1983 (siendo ponente el profesor Tomás y Valiente) señala que, si bien tradicionalmente “solía exigirse a los funcionarios públicos una fi delidad silente y acrítica res-pecto a instancias políticas superiores y, por consiguiente, una renuncia (cuando no se regulaban prohibiciones expresas) al uso de determinadas libertades y derechos, ...en la actualidad ...la situación es muy distinta. Conquistas históricas como la racionalización del ingreso en la función pública, como la inamovilidad del funcionario en su empleo, así como la consagración constitucional de los principios del artículo 103.1 y 3, y la de los derechos de los artículos 23.2, 20.1.a) y 28.1 de la CE (...) son fac-tores que de forma convergente contribuyen a esbozar una situación del funcionario... mucho más próxima a la del simple ciudadano” (FJ 2).

Y de una manera más clara aún indica la STC 234/1991 que “las llamadas relaciones de sujeción especial no son entre nosotros un ámbito en el que los sujetos queden despojados de sus derechos fundamentales... Estas relaciones no se dan al margen del derecho, sino dentro de él y, por tanto, también dentro de ellas tienen vigencia los derechos funda-mentales”.

Por tanto, una cosa es que el ejercicio de la libertad de conciencia o, si se quiere, de la objeción de conciencia, por parte de los funcionarios públicos quede sujeto a condicionantes o exigencias más rigurosas a la hora de realizar el juicio de ponderación, en la medida en que habrá que

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atender a una serie de factores que normalmente no concurren cuando se trata de un ciudadano (asunción voluntaria de las funciones, defensa de los intereses públicos en la continuidad del servicio de que se trate, incidencia de la hipotética objeción en los derechos de los ciudadanos...), y otra muy distinta es rechazar de principio, y con carácter absoluto, toda posibilidad de ejercicio de aquella libertad.

Además, ejemplos de ello no faltan en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Podemos traer a colación en este sentido las sentencias 176/96 y 101/2004 relativas, respectivamente, a los casos de un militar que rehusó participar en una parada en honor de la Virgen de los Desam-parados y de un policía nacional que se negó a acompañar en una proce-sión religiosa a una Hermandad en la Semana Santa malagueña. Aunque el tribunal afi rmó la constitucionalidad de la participación de fuerzas del Estado en ese tipo de actos, reconoció el derecho de los recurrentes a abstenerse de participar en ellos.

Es cierto, no obstante, que en estos casos se podría argumentar, a la hora de realizar el juicio de ponderación, que los deberes objetados tenían un claro contenido religioso y que no forman parte estrictamente de las obligaciones profesionales del objetor, no entrando, por tanto, dentro de lo que constituye en sentido propio el ejercicio de sus funciones. Por eso, mucho más signifi cativa me parece la sentencia 53/85, que reconoce la objeción de conciencia del personal sanitario (personal estatutario del servicio público de salud) a participar en las operaciones de interrupción del embarazo en los supuestos legalmente admitidos. En este caso no puede decirse que los deberes objetados sean ajenos al trabajo de los profesionales sanitarios y –al igual que sucede en el supuesto que estamos discutiendo– nos topamos también para el ejercicio de la objeción con exigencias muy poderosas derivadas del interés en la continuidad de un servicio público esencial y de la posible afectación de derechos funda-mentales de los ciudadanos (si tenemos en cuenta que la interrupción del embarazo en los supuestos previstos legalmente constituye una prestación de la Seguridad Social y, por tanto, un derecho de sus benefi ciarios)24. Y no es necesario recordar que en ninguno de estos supuestos admitidos existía una provisión legal que amparase el ejercicio de la objeción.

24 Desde este punto de vista, me parece incluso muy discutible la legitimidad del ejercicio de esta objeción cuando ello supone, como sucede en algunos casos, que la usuaria del servicio público de salud deba desplazarse incluso fuera de su comunidad autónoma para que le realicen dicha intervención.

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Parece, pues que la cuestión no puede resolverse sin más mediante el fácil y aparentemente contundente expediente de la sumisión al imperio de la ley, porque esta sumisión existe en todos los casos, sino que se hace preciso el oportuno test de ponderación para dilucidar la cuestión25. Esta fue, de hecho, la vía ensayada en un voto particular formulado por el Vocal José Luis Requero Ibáñez al Acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial en el caso del juez de Sagunto mencionado anteriormente. Voto al que se adhirieron dos vocales más. Partiendo del hecho de que el juez ejercita funciones meramente administrativas y, basándose en los precedentes señalados, los tres vocales concluían con una decisión estimatoria del recurso planteado por el juez objetor. Como curiosidad, cabe señalar que este voto particular constituía en principio la propuesta de resolución, pero dicha propuesta fue rechazada por el Pleno, el cual reasignó la ponencia a otro vocal.

2.2.2. Objeción de conciencia y ejercicio de la función jurisdic-cional

Ascendiendo por la escala de dificultad, podemos plantearnos si cabría una hipotética objeción de conciencia del juez cuando éste des-empeña su genuina función jurisdiccional, es decir, cuando, ejerciendo la titularidad de un poder del Estado, actúa con plena independencia y, por tanto, sometido únicamente al imperio del derecho: “a solas con la ley”.

Bien, para empezar, está claro que hay determinados tipos de ob-jeciones que, por su propia naturaleza y su carácter generalizado, son absolutamente incompatibles con el ejercicio de la función judicial. Y

25 En el Derecho comparado, uno de los casos más claros de admisión de la objeción de conciencia de un funcionario por la vía jurisprudencial del juicio de ponderación es el caso Haring v. Blumenthal (1979), resuelto por la Corte del Distrito de Columbia sobre la base de una doctrina del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Un empleado de Hacienda había visto denegado su ascenso por su oposición a la política de exención de impuestos a clínicas abortistas. El trabajo al que aspiraba consistía en revisar solicitudes de exención tributaria y había manifestado su intención de no tramitar, por razones de conciencia, las solicitudes de tales clínicas. El tribunal, tras comprobar que el impacto real de la objeción de Haring en su trabajo sería mínimo (el volumen de peticiones de esas clínicas no llegaría al 2%), dio la razón al recurrente, señalando que la agencia estatal estaba obligada a adaptarse a las convicciones de sus trabajadores siempre que ello no implicara una carga o penalidad indebida para su organización.

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no me refi ero ya tan sólo a la aludida objeción de determinados grupos religiosos a la propia tarea de juzgar, sino a otras posibles objeciones no tan generales pero que, igualmente, imposibilitarían el ejercicio de dicha función: no sería, por ejemplo, admisible que un juez penal alegase que su conciencia no le permite imponer castigos. En todo caso, tales objeciones podrían valer para el particular que se ve obligado a formar parte de un jurado, pero no desde luego para alguien que asume voluntariamente di-cha función. Del mismo modo, parece imposible que un juez que objete al divorcio pueda estar al frente de un Juzgado de familia.

Pero ¿qué pasa cuando la objeción se plantea respecto de supuestos muy concretos y esporádicos que contradicen de manera trágica los pos-tulados morales del juez? Pensemos, por ejemplo, en aquellos casos en los que éste ha de decidir sobre la autorización del aborto por parte de una menor. En Italia –en lo que constituye la única experiencia que conozco sobre este tema en el derecho comparado– justamente se ha planteado este problema de la objeción de conciencia de los jueces en relación con aquellos supuestos en los que éstos han de completar o suplir con su actuación el consentimiento de la menor para abortar (artículo 12 de la ley de aborto italiana). Se trata de situaciones en las que su colaboración es imprescindible para la práctica de la intervención. Incluso, la Corte Constitucional de aquel país tuvo ocasión de pronunciarse sobre este asunto en 1987, con ocasión de una cuestión de inconstitucionalidad de dicha ley promovida por varios jueces que alegaban la carencia de una cláusula de objeción que salvaguardase la conciencia del juez obligado a tomar la decisión. Pero el tribunal resolvió el asunto de manera harto confusa, declarando que la cuestión presentada no estaba sufi cientemente fundamentada. La perplejidad y las críticas que dicha sentencia provocó propiciaron un intenso debate, a resultas del cual parece haberse confor-mado un cierto acuerdo doctrinal en el sentido de que dicho problema podría resolverse por la vía de la interpretación extensiva del artículo 51 del Código de Procedimiento Civil italiano, que permite la abstención en la causa de aquel juez que alegue “graves razones de conveniencia”, haciendo posible así el traspaso de la misma a otro juez que no oponga escrúpulos de conciencia.

No es impensable que este mismo supuesto de objeción a la integra-ción o sustitución de la voluntad de una menor pudiera plantearse también en el ordenamiento español, teniendo en cuenta que –como señala un Auto de la Audiencia Territorial de Valladolid (Secc. 1ª) de 28 de octubre

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de 1994 que trata sobre la autorización del aborto de una chica de 15 años en régimen de tutela administrativa– “atendida la enorme trascendencia que este hecho tiene en la personalidad de la menor, no resulta sufi ciente el simple consentimiento de su representante legal, sino que debe éste interesar autorización judicial en forma análoga a la que, para supuestos de esterilización y trasplantes de órganos prevé el art. 428 del Código Penal, es decir, se debe sustituir el consentimiento de quien es incapaz de prestarlo por el de quien está llamado a tutelar cualquier derecho, el juez (art. 117.4 de la Constitución española), lo que no es óbice para que el criterio y la decisión de la menor embarazada deba tenerse muy en cuenta cuando aparezca madura y capaz de conocer el alcance de la interrupción del embarazo así como las consecuencias de negarse a ello” (FJ 2).

De hecho, en este caso concreto, en el que se trataba –así dice el pro-pio Auto– de “suplir la falta de capacidad de la mujer menor de edad”, el juez fi nalmente no autorizó la realización del aborto porque faltaba el informe médico que acreditase la necesidad de la intervención para conjurar el grave peligro para la salud psíquica de la madre (se aportó el informe de un psicólogo, no de un médico) 26. Pero de haberse cum-plimentado este requisito, se podría haber puesto al juez con escrúpulos de conciencia en una situación muy delicada pues, como reconoce el propio Auto, “no se puede negar a quien va a suplir dicha capacidad y en defi nitiva a autorizar o no que el aborto se practique, aquello mismo que se reconoce a toda mujer mayor de edad que quiere abortar, es decir, la previa información, valoración y ponderación de los dictámenes médicos correspondientes, en todas sus consecuencias y riesgos, para fi nalmente tomar una decisión libre, madura y refl exiva ante el confl icto de intereses que la indicación abortiva plantea, máxime si, como es sabido, la ciencia médica no es exacta, y los conceptos manejados en la prescripción de autos de “grave”, “peligro” y “salud” son conceptos amplios que permiten las más diversas interpretaciones” (FJ 3).

Llegado el caso ¿cabría en nuestro ordenamiento una solución aná-loga a la propugnada por la doctrina italiana? ¿Sería posible encontrar acomodo a la objeción judicial en nuestro ordenamiento utilizando alguna de las causas de abstención previstas en el artículo 219 de la Ley Orgánica del Poder Judicial? Esta solución fue propugnada ya en un trabajo de 1993 por el profesor Rafael de Asís, quien consideraba que el problema

26 Cfr. sobre este caso SIEIRA, S., “La objeción de conciencia sanitaria”, en AA. VV., Objeción de conciencia y función pública, CGPJ, Madrid, 2007, pp. 93-95.

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podría solucionarse aplicando la vía de la abstención, concretamente por motivo de la existencia de “un interés directo o indirecto en la causa” 27. Y hoy esta vía es defendida por parte de la doctrina.

Efectivamente, en principio el mecanismo de la abstención podría resultar un expediente que permitiría solventar en la práctica los proble-mas de conciencia de los jueces. Pero no debe olvidarse que la fi nalidad de dicho instituto jurídico no tiene nada que ver con la protección de los derechos del juez sino con la garantía de su imparcialidad en el ejercicio de la función jurisdiccional. De manera que creo que la óptica apropiada para tratar esta cuestión no puede ser la de considerar directamente la vía de la abstención como una forma de ejercicio de un hipotético derecho del juez. La abstención, como ha señalado el Tribunal Supremo, es el acto procesal del órgano jurisdiccional mediante el cual éste se aparta del asunto por “reconocer que carece, o puede parecerlo, de las condiciones necesarias subjetivas –neutralidad, ecuanimidad, rectitud, imparciali-dad– para obrar independientemente en él”28. El correcto desempeño de la función jurisdiccional exige que cualquier apariencia o sombra de duda de parcialidad del juzgador deba ser eliminada. Por tanto, única-mente tendría sentido o justifi cación la admisión de la abstención si se considerase que los reparos de conciencia del juez pueden suponer una circunstancia que ponga en peligro su imparcialidad o su apariencia de imparcialidad.

Pongámonos en el supuesto anteriormente mencionado: el del juez que tiene que suplir la voluntad de la menor para abortar, que manifi esta los graves reparos de conciencia que la posibilidad de cooperar con su parti-cipación en la práctica del aborto le genera y que ve denegada su solicitud de apartarse del asunto. ¿Podría en este caso el justiciable confi ar en la imparcialidad del juzgador? ¿no se suscitan, al menos, dudas razonables sobre la misma? Esta es la cuestión. Los jueces, como ya se encargó de poner de manifi esto el realismo jurídico en las primeras décadas del siglo XX, no pueden dejar colgadas en la percha sus convicciones, sus creencias o sus prejuicios al tiempo que se enfundan la toga. Y, por otro lado, tampoco parecería deseable –aun en el improbable caso de que fuera realizable– el modelo de un juez autómata, insensible, privado de toda convicción. ¿O es que tal vez sólo habrían de ser aceptables jueces con las convicciones

27 Cfr. ASÍS ROIG, R. DE, “Juez y objeción de conciencia”, Sistema, nº 113, 1993, pp. 57-72.

28 STS 28 de junio de 1982.

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y creencias consideradas “correctas”, que no difi eran sustancialmente de aquellas sostenidas por la mayoría? En última instancia, como vemos, esta delicada cuestión nos remite a interrogantes fundamentales sobre el modelo de juez que precisamos o deseamos en una sociedad democrática.

En cualquier caso, lo cierto es que, en tanto los jueces sean huma-nos, como decía Jerome Frank, la personalidad del juez constituirá un factor fundamental a tener en cuenta en la administración de justicia29. A la vista de ello ¿no sería tal vez mejor posibilitar que aquellos jueces que se enfrentan a auténticos y graves problemas de conciencia pudieran apartarse de tales asuntos, sin situarles ante la trágica disyuntiva de, o bien cooperar en la realización de algo que consideran moralmente repro-bable, o bien dimitir de su cargo? Situándolos ante esta disyuntiva, ¿no les estaremos empujando a la salida –fácil pero inadmisible– que supone la introducción subrepticia de sus propias creencias y convicciones en decisiones parciales, pero de inmaculada apariencia formal e inatacables jurídicamente mediante la hábil manipulación de los distintos factores de indeterminación procesales, normativos o fácticos, que operan en el pro-ceso? Como advertía el propio Frank, los jueces más corruptos, o aquellos que con más frecuencia dan cabida a sus prejuicios y convicciones per-sonales, son también habitualmente los que, al menos en apariencia, más “mecánicamente” aplican el derecho en sus resoluciones, declamando las normas tan bien o mejor que cualquiera30. Por eso, en el fondo, aquel juez que, situado ante un dilema de esta gravedad, manifi esta su deseo de apartarse del asunto para no comprometer su integridad moral, posibili-tando así que otro profesional resuelva, sin ningún tipo de interferencias o condicionantes, conforme a Derecho, ¿no está en realidad mostrando un profundo respeto por el ordenamiento jurídico?

El problema que plantea la vía de la abstención propuesta en su mo-mento por Rafael de Asís es que la jurisprudencia española, que tradicio-nalmente ha defendido que la lista de las causas de abstención contenidas en el artículo 219 de la Ley Orgánica del Poder Judicial tiene un carácter taxativo, no admitiendo una interpretación extensiva o analógica, ha rechazado sistemáticamente la consideración del denominado “interés ideológico u otros semejantes de carácter general o abstracto” como un “interés directo o indirecto en la causa”. Aunque es cierto que, como

29 Cfr. FRANK, J., “Are Judges Human?” University of Pennsylvania Law Review, vol. LXXX (1931), pp. 17-53 y 233-267.

30 Cfr. Ibidem, p. 33.

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señala dicho autor, tales consideraciones han estado referidas siempre a supuestos de recusación, no de abstención31.

Me parece, sin embargo, que hoy podría tal vez caber una mejor posibilidad de admisión de una causa de abstención utilizando una vía distinta. Hay que tener en cuenta que actualmente el carácter de numerus clausus de las causas de abstención se halla muy cuestionado, e incluso dicha consideración ha cedido en algún caso ante la necesidad primordial de garantizar efectivamente el principio de imparcialidad, consustancial al derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 CE. Y, profundi-zando en esta dirección, el Tribunal Constitucional, recogiendo una ju-risprudencia establecida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ha llegado a admitir la posibilidad de que la pérdida de la “imparcialidad subjetiva” del juez justifi que una abstención no prevista legalmente.

Así, en su Auto 178/2005 de 9 de mayo, el Alto Tribunal estimó jus-tifi cada la solicitud de abstención formulada por un magistrado que, a fi n de preservar la imparcialidad necesaria en toda actuación jurisdiccional, invocó como causa de la misma su enemistad manifi esta con el Letrado de la parte recurrente. Recordemos que el apartado 9º del artículo 219 de la LOPJ se refi ere únicamente a la amistad o enemistad del juzgador con las partes en el proceso como motivo que justifi ca la abstención. Pues bien, aunque el Tribunal Constitucional considera que la causa alegada no está prevista legalmente, y que esa falta de previsión legal no supone lesión de la imparcialidad judicial garantizada por el artículo 24 CE, estima no obstante que de ello no cabe deducir que la existencia de tales relaciones de enemistad no pueda, en ciertos casos, determinar la pérdida de la imparcialidad subjetiva del juez. Como se ha señalado anteriormente, con el concepto de “imparcialidad subjetiva” el Tribunal Constitucional se remite a una doctrina sentada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Doctrina que alude a la posibilidad de tomar en consideración, ante un determinado caso, las convicciones personales de un juez, lo que piensa en su fuero interior, a fi n de excluir que inter-namente haya tomado partido o vaya a basar su decisión en prejuicios indebidos32. Es cierto que, como señala el propio tribunal europeo, la

31 Pueden verse las sentencias del Tribunal Supremo de 28 de junio de 1982 y 21 de octubre de 1986, así como los autos del Tribunal Constitucional 195/83 de 4 de mayo y 358/83 de 20 de julio.

32 Cfr. Piersack c. Bélgica (1982), par. 30, y De Cubber c. Bélgica (1984), par. 24-25. Cabe recordar que el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la jurisprudencia que

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imparcialidad subjetiva del juzgador, salvo que se pruebe lo contrario, ha de presumirse. Pero en el supuesto que comentamos, con el fi n de destruir dicha presunción, el Tribunal Constitucional enfatiza especialmente el hecho de que no estamos ante una recusación sino ante una abstención, ya que es el magistrado quien ha manifestado su voluntad de apartarse del conocimiento del asunto. Y ese hecho –a juicio del Tribunal– “evi-dencia que el propio magistrado expresa su falta de idoneidad para poder enjuiciar este asunto con ecuanimidad, por lo que ante la duda de que la enemistad manifi esta del magistrado con el Letrado de la parte le impida ejercer su función imparcialmente –duda implícitamente formulada por el propio Magistrado al manifestar su voluntad de abstenerse por este motivo– la abstención formulada debe entenderse justifi cada” (FJ 2).

Tal vez se abra aquí una puerta que en el futuro permita acoger la abstención por motivos de conciencia, entendiendo que la existencia de reparos de conciencia graves formulados por el propio juzgador ante un determinado supuesto es una circunstancia que puede generar una duda razonable sobre su idoneidad para juzgar con ecuanimidad el asunto, produciéndose así una pérdida de la imparcialidad subjetiva exigida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como elemento consustancial al derecho del justiciable a un tribunal independiente e imparcial (artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos).

En cualquier caso, para finalizar, debemos recalcar que nos en-contramos ante una cuestión indudablemente problemática, que versa sobre materias muy delicadas y nos obliga a cuestionarnos algunos de los presupuestos otrora intocables de la dogmática jurídica –al menos en su versión más rigurosamente positivista–, amén de enfrentarnos a la cuestión esencial del modelo de juez que requiere el derecho en una sociedad plural. Pero, al mismo tiempo, hay que señalar que se trata de un problema de dimensiones muy reducidas en la realidad –aunque es previsible que la cada vez mayor presencia de minorías religiosas, culturales, ideológicas, etc, nos enfrente cada vez con mayor frecuencia a este tipo de problemas–. Y, además, la solución, en el plano práctico, es sencilla para el legislador: bastaría modifi car el régimen orgánico de constitución y funcionamiento de los tribunales aceptando un supuesto de abstención que recogiese los motivos de conciencia, poniéndose en funcionamiento en ese caso el régimen previsto de sustituciones. No es

sobre el mismo fije el TEDH constituyen un elemento interpretativo fundamental en virtud del artículo 10.2 CE.

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previsible que dicha causa acarreara en la práctica mayores difi cultades o quebrantos para la administración de justicia que otras causas admitidas. Y la fungibilidad de la función judicial permitiría salvaguardar el derecho del justiciable al juez predeterminado por la ley.

De manera que, como señala J. L. Requero, probablemente, en última instancia, el debate sobre la objeción de conciencia judicial tenga que recalar en un debate alejado de los fundamentos del Derecho y mucho más prosaico, como es el debate sobre los derechos estatutarios del juez33. Y la solución tal vez pueda ventilarse en el cotidiano ámbito del régimen orgánico de constitución y funcionamiento de los juzgados: el régimen de abstenciones, las normas de reparto de asuntos y ponencias, el régimen de sustituciones. No parece desde luego un precio muy alto si se compara con los problemas que se pueden evitar. Y, al fi n y al cabo, como señala un tanto provocadoramente el propio Requero en el voto particular al Acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial al que antes hacía referencia, si el propio Consejo ha aceptado sin mayores problemas la modulación o fl exibilización de esas normas internas de funciona-miento de los tribunales para favorecer la conciliación de la vida laboral y familiar, al amparo de la Orden del Ministerio de las Administraciones Públicas relativa al Acuerdo de la Mesa General de Negociación sobre el denominado “Plan Concilia”, ¿no podrían aquellas normas constituir un instrumento a través del cual intentar conciliar también la vida personal y profesional de los jueces, protegiendo el ejercicio más amplio posible de un derecho fundamental y evitando que sus reparos de conciencia puedan comprometer su apariencia de imparcialidad?

33 REQUERO, J. L., “La objeción de conciencia por los jueces”, en ROCA, M. J. (coord.), Opciones de conciencia. Propuestas para una ley, Tirant lo Blanch, Valencia, 2008, pp. 188-189.