Letras que curan, 1

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Ciudad Acuña

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Myrna PastranaCoordinadora

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© José J. Medina Zapata© Martín Reyes Guerrero© Héctor Palacios Robles© María Inés González Solís© Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza© Secretaría de Cultura de Coahuila

Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada Corrección: Alejandro Beltrán

Saltillo, 2014

Lic. Rubén I. Moreira ValdezGobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza

Lic. Ana Sofía García CamilSecretaria de Cultura de Coahuila

Lic. Carlos Flores RevueltaDirector de Actividades Artísticas y Culturales

Lic. Juan Salvador Álvarez de la FuenteSubdirector de Literatura y Ediciones

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Mtra. Myrna PastranaCoordinadora

La vida nos lleva por caminos insospechados. A mí me llevó a Ciudad Acuña, Coahuila, invitada por la maestra Odila Fuentes, quien está al frente de la Coordinación de Literatura de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Coahuila. El propósito del viaje fue coordinar un taller de literatura y probar, en los hechos, que las letras son una de las armas más poderosas para combatir la tristeza y un remedio infalible para curar las heridas que nos ha dejado la violencia durante los últimos años en el norte del país.

Así fue como, casi para finalizar el mes de mayo, inició el taller que devendría en un lugar de encuentro entre seres humanos que, como muchos, sentían la necesidad de expresar lo que les había ocurrido por medio de las letras, buscando, seleccionando y dimensionando las palabras precisas. Además, tenía que saber qué es lo que se estaba escribiendo, y unas cuantas técnicas que permitieran diferenciar el relato del testimonio y a éste del cuento o la crónica, para así determinar en qué formato iban a escribir sus experiencias. Una segunda visita en agosto para coordinar el segundo módulo y dar continuidad a los trabajos sirvió para eso.

Actualmente el taller de literatura “Las letras curan” comienza a producir, y por ello es para nosotros un gusto presentar estos trabajos primigenios de quienes, desde su poca experiencia, escriben con el corazón. Gracias.

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nadie lo esperaba. Estaban ahí plantados, en mit-ad del patio, conversando sobre los avatares del domingo. Cerca, el canto apacible del arroyo,

manso, sosegado, esperando el momento.El cielo se encapotó dejando ver en lo más alto

gruesas nubes amenazantes. La luna se metió como asustada, como para no presenciar lo que el cielo tenía destinado; se escondió para no ver la angustia vibrante de la muerte, con la lluvia que empezó a desplomarse como cántaro sin fondo.

El sueño los metió a sus hogares. Afuera, el agua azotaba sin clemencia mientras, el sueño, cómplice del desastre, mecía a los habitantes de San Felipe.

Julio de 1993: las sirenas sonaron. La gente despertó como pudo y la que quiso se asomó a las ventanas, en la oscuridad, al resplandor de los tenues relámpagos. En la madrugada miraban correr el agua. Sin esperarlo, a lo lejos escucharon un ruido ensordecedor. Parecía que un tren invisible se acercaba. Algunos quisieron salir, y salieron cuando un techo de agua les llegó. Todo era gritar y correr. A otros los vi en el puente, empapados,

La noche del diluvioJosé J. Medina Zapata

testim

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implorando a Dios, sintiendo que el arroyo les gritaba reclamando su viejo cauce, lapidado su cuerpo con la intensa geografía del cemento, el clavo y la madera. Vi cómo trepaban a los árboles y cómo eran mecidos y ar-rastrados por la corriente. La lluvia no cesaba. La energía eléctrica había sido cortada, los postes parecían flechas lanzadas contra las casas y las casas, barcos sin luz y sin timón.

En la orilla del puente, en una capillita, frente a la ima-gen de la Guadalupana, pude observar el tintineo de las veladoras de quienes salieron de los primeros rincones desalojados. Ahí estaba un grupo de mujeres hincadas, con el agua a la cintura y el rosario entre las manos. Los rezos eran murmullos que acompañaban al zumbido del agua. De repente, el impacto de la brizna de luz tenue de un relámpago le dio un ósculo en la frente a la ima-gen sagrada. Después, escuché un silencio mortal acom-pañado por la sinfonía de la lluvia y el coraje del arroyo.

“¡Papá!”, gritó una mujer, pero sólo vio deslizarse la casa de su padre. Se iban él y todas las esperanzas de ver crecer a sus hijos; tal vez también se iba un sueño americano inconcluso.

En los barandales del puente, observé atorada una casa completa que rechinaba tratando de vencer la altu-ra. A unos metros estaba doña Altagracia, aferrada al ár-bol de la vida. Era un sabino, como el de la noche triste donde lloró Cortés y ahora lloraba ella, mezclando sus

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lágrimas con las aguas turbias y revoltosas del río San Felipe. Era en un sabino de doce metros de altura donde se balanceaba. Entre la oscuridad, pude observar el caserío que se iba: perros, gatos y camas que arrastraba el embravecido cauce. Altagracia ya sin ropa, sangrante, con heridas en la cara, los brazos y las piernas; seguía su-biendo, huía del agua, de la vida y de la muerte. Miraba la muerte queriendo llegar al cielo. Allá arriba era otra vida. Contemplaba el mundo de otra forma. De pronto, ya no subió más, pero sus brazos y sus manos, a pesar de sus sesenta años, eran unas tenazas de acero.

Escuché a lo lejos el llanto de los vecinos, el aullar de los perros, como cuando miran al demonio en la aguda oscuridad de la noche. Vi cómo una familia, que había luchado a muerte por una herencia, se abrazaba con la fuerza de su sangre. Cuando el torrente rebasó el puente sentí un jalón en el brazo derecho. Era un socorrista que maniobraba con una cuerda para llevarme a un lugar seguro.

San Felipe se había ido.Al otro día, a temprana hora de la tarde, regresé a

buscar mi casa.San Felipe se había ido. Altagracia amaneció anidada en una rama del sabino.

Al atardecer, vi que las cuadrillas de rescate y los perros especiales se percataron que en aquel árbol había una mujer rezando y asustada. No podía bajar. Un bombero

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subió por ella y a duras penas la pudo destrabar.Hoy les cuenta a sus nietos la realidad de aquella

noche. Hoy solo ve desolada la rivera de San Felipe; cada domingo acude al parque que construyeron donde ayer estuvo su hogar. Hoy recuerda a su marido y a algunos de sus hijos. Solo el recuerdo le quedó. Todo se le fue aquella noche del diluvio.

Cd. Acuña, Coah., verano 2014

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las palabras van más allá de las experiencias, no se comparan con las vivencias; son como el letrero que te dice “Cuidado con el pozo”, pero cuando

te caes es muy diferente.Siempre escuchaba los avisos de la gente como si

fueran letreros de prevención. Hablaban de las balaceras en algún punto del centro de la ciudad, mismas que, después de una persecución, casi siempre terminaban en alguna colonia. Percibía que a nivel nacional se vivía como en un campo de batalla, y siempre interpretaba las noticias como mero aviso para no caer en un pozo; no me daba cuenta de la realidad que casi todo el mundo vivía, y de la que sólo me enteraba por televisión.

Así pasaron semanas y meses sin entender la magnitud del problema. Un día, al llegar del trabajo a mi casa, me dispuse a cambiarme de ropa para poner en acción mis dotes deportivas. De pronto, estando en mi recámara, frente al closet, y ya casi listo para salir, escuché disparos de ametralladoras. En vez de sentir miedo me quedé congelado, incrédulo, así como cuando te avisan de la muerte de un amigo cercano. La primera reacción fue pensar que era una broma; no quieres creer lo que está

Luto en Acuña testim

onio

Martín Reyes Guerrero

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pasando. Después vino la tristeza o el llanto. Creí que era mi imaginación, pero cuando la realidad me atrapó, reaccioné de manera instintiva, tirándome al suelo de aquella enorme casa donde vivía; era de dos pisos y mi recámara estaba arriba, así que el miedo fue peor ya que con la altura llegué a imaginar que las balas entrarían más rápido por las ventanas; bajé las escaleras como los soldados en las películas: arrastrándome por el suelo, y me quedé en la cocina, tirado en el piso, escuchando los disparos que cada vez se hacían más y más fuerte ya que a dos cuadras de donde vivía se estaba llevando a cabo la confrontación.

Nunca olvidaré el ruido de las ametralladoras y la detonación de una bomba que hizo que mi mente formara su propia película, así como cuando lees un buen libro y te hace viajar e imaginar, así estaba yo percibiendo mentalmente la balacera. No sé si en otra vida haya estado en Palestina o Irak, pero creo que sí porque me sentía en uno de esos países bélicos; creo que recordé mis pasadas reencarnaciones porque fue tan impactante esa experiencia que me sentí frustrado, impotente, como imagino se han de sentir los habitantes de la Tierra Santa viviendo día a día un guerra sin fin.

Hasta ese momento comprendí la magnitud de la violencia en mi país y me asomé por la rendija de aquellos países que viven en conflicto.

De pronto escuché que tocaron la puerta; fue como cuando cae un rayo fulminante que retumba en el cielo

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y te deja por un momento espantado. Los golpes, uno tras otro, estremecían toda la casa. Pude percibir los latidos de mi corazón, el sonido de cada uno de ellos. Fue tanto mi terror por morir desde el primer golpe en la puerta que pude visualizar la entrada brusca de sicarios, soldados o gates; sentí, tal vez, el miedo de los que mueren fusilados en el paredón. En eso escuché la voz de mi amigo, quien compartía la vivienda que la empresa donde trabajábamos había rentado para ambos. “Ábreme. Soy yo”. Me levanté, abrí la puerta y vi su cara llena de pánico. Tan pronto la cerramos nos tiramos al piso, nos arrastramos hasta la cocina por ser el lugar que parecía más seguro y entre pláticas esporádicas y un silencio aterrador, escuchábamos incrédulos los disparos de metralletas, con miedo a que algún convoy o troca se le ocurriera circular por la calle donde vivíamos. Con esa angustia pasamos casi tres horas; no lo podíamos creer: tres horas de disparos y terror.

La rutina de los días ya no fue igua. Se vivieron por lo menos, dos semanas de pánico con balaceras en otros lugares. Las calles a tempranas horas quedaban desier-tas. Lo peor no era la tristeza, ni la soledad de la ciudad, era algo más espantoso: la vibración tan negativa que se respiraba, el olor a muerte.

Hubo días donde los programas de la tarde y de la noche no se trasmitieron. Me di cuenta porque en ese tiempo trabajaba en una empresa de comunicación de radio y televisión; incluso el día de la balacera ya

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mencionada, algunos compañeros no pudieron salir de la empresa quedándose a dormir ahí hasta el día siguiente. Y fue así como viví, en la ciudad de Piedras Negras, la realidad de la violencia.

En esas semanas de incertidumbre limpiaban la ciudad, según se decía, el Grupo de Armas y Tácticas de Coahuila (gate). Los Gates, como se les conocía, eran convoyes de personas preparadas en el manejo de las armas, francotiradores que venían con un objetivo: matar a los cientos de jóvenes que había reclutado la delincuencia organizada, muchachos inexpertos en el uso de las armas que fueron carne de cañón, utilizados por los delincuentes para hacer frente a éstos. Vaya manera de iniciar una autentica carnicería; la delincuencia organizada se ponía con Sansón a las patadas.

La muerte llegó en esos escalofriantes días; sólo quien se consideraba inocente, que éramos la mayoría, nos podríamos salvar, siempre y cuando no se estuviera en el lugar equivocado a la hora equivocada. Los delin-cuentes podrían aparecer a cualquier hora peleando con las fuerzas del gobierno. La verdad no se sabía; incluso mediante las redes sociales y celulares se avisaban ami-gos y familiares para sacar la vuelta a las áreas donde se llevaban a cabo las balaceras. Hubo días en los que cerca de la empresa, en plena mañana, escuchábamos los disparos; teníamos miedo de que algún amigo repor-tero estuviera, para su mala fortuna, destinado en aquel lugar.

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Dentro de la empresa se sentía un escalofrío que erizaba la piel y no dejaba trabajar. Llegamos a pensar que el día menos esperado íbamos a recibir la fatal noticia de algún compañero muerto. Un hecho muy lamentable fue ver la impotencia de un trabajador que recibió una llamada de su madre llorando, asustada porque, en su casa, los delincuentes brincaban por las azoteas; incluso algunos tocaban puertas, desesperados por salvar su vida. Llorando en el suelo, horrorizada, esa pobre madre le preguntaba qué debía hacer. “Contrólese, no les abra, quédese ahí en el suelo”, pudo responder mi compañero. La llamada se cortó y fue como si su madre hubiera muerto; el miedo, el coraje y las lágrimas afloraron en un mismo sentimiento. Afortunadamente, al poco tiempo pudo reiniciar la llamada para recibir la buena noticia de que la balacera ya se había alejado a otro rumbo.

Al terminar la primera semana de terror se hablaba de la muerte de muchos jóvenes, resaltando la del sobrino del cabecilla de la delincuencia organizada, que era quien coordinaba y a quien las autoridades buscaban. Esto provocó la ira de tal personaje, lo que trajo graves consecuencias.

Recuerdo que un día escuché a unos compañeros de la radio grabando la esquela del hijo del ex gobernador de Coahuila y sobrino del que gobierna en este momen-to. Al principio pensé que era broma y le dije a mis com-pañeros: “No sean tontos, con esas cosas no se juega”. Al decirlo, voltearon sorprendidos, casi regresándome el

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insulto, y me dijeron: “Mataron al sobrino del goberna-dor. ¿A poco no sabías? No estamos jugando, buey”. En ese momento me quedé callado, recordando a aquel joven sencillo, amable y lleno de vida que en muchas ocasiones llegué a saludar y del cual tenía las más gratas impresiones. Confirmé esa frase que dice que pagan jus-tos por pecadores. También recordé una entrevista vía telefónica que le hice años atrás, cuando estudiaba en Monterrey; apenas iba a terminar su carrera.

En aquel tiempo no lo conocía en persona, pero sabía que era nacido en Ciudad Acuña, la frontera donde vivo y en la cual laboré para varias empresas de radio; lo co-nocí en persona cuando empezó a involucrarse en la po-lítica, dos o tres años después de aquella entrevista tele-fónica. Recuerdo que lo recibí en las instalaciones de la radio para tener una charla con él, y de ahí para adelante empezó a trabajar y a ganarse la confianza de la gente por su imagen joven, sencilla y humilde. Era una espe-ranza de sangre nueva y de cambios importantes para la frontera y el municipio de Ciudad Acuña, Coahuila.

Las repercusiones de haber matado al sobrino del bando de los malos no se hicieron esperar. Una noche fatal, en un rancho cercano al municipio de Acuña, ma-taron al futuro político y esperanza de nuestra frontera. Al día siguiente el Estado se llenó de pánico; la gente decía: “Si mataron al sobrino del gobernador, ahora qué nos puede esperar a nosotros”. El crimen organizado

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cumplía con la Ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente; o, mejor dicho, sobrino por sobrino, como apa-reció en una manta de los delincuentes.

Al día siguiente de la noticia me fui al municipio de Acuña; cada fin de semana regresaba a mi lugar de origen porque trabajaba de lunes a viernes en Piedras Negras, ciudades que quedan a una hora de distancia. La incertidumbre de ver cómo estaban las cosas me hizo viajar inquieto, y más allá del miedo, era curiosidad por saber qué estaba pasando en las calles de Acuña.

Al entrar al municipio sentí el ambiente y la atmósfera de la ciudad. Por algún momento sentí que me recibían como si fuera una persona muy importante, porque de repente salió, no sé de dónde, un helicóptero que parecía escoltarme. Lo vi al lado izquierdo, con gran asombro, volaba tan bajo que pude ver cómo peinaba cuidadosamente el área. El helicóptero me siguió por un momento hasta que dio la vuelta y se dirigió no sé a dónde. En las calles y el centro todo era movimiento, y no por ser viernes, si no por la cantidad de Gates armados, cosa que jamás habíamos visto en la ciudad. Llegué a mi casa y mi familia me contó lo que yo ya había comprobado al entrar al municipio.

Acuña estaba de luto. El canal local pasaba las imáge-nes del exgobernador llorando en plena misa la pérdida de su hijo; su cara reflejaba lo que miles de ciudadanos vivían en el país, esos mexicanos que también habían

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perdido, en medio de una balacera o un secuestro, a un ser querido que nada debía, que murió de manera injus-ta ante la impotencia de no poder hacer nada.

Cuando las imágenes locales trasmitían la noticia del ex mandatario de Coahuila caminando por los pasillos de la iglesia de Guadalupe cargando, junto con otros miembros de su familia, la caja de su hijo muerto, su rostro reflejaba tristeza más que venganza, era tanto su dolor que se veía como si quisiera revivirlo; parecía recordar los momentos vividos con él, y eran escenas que provocaban llanto, dolor y tristeza.

Recuerdo muy claramente las imágenes: lo veíamos como un mortal más; los títulos o jerarquías no existían, era un ciudadano más que, irónicamente, clamaba justicia ante los micrófonos de los medios locales. Al salir de la iglesia, la gente lo apoyaba con abrazos y gritando el nombre de su hijo como muestra de cariño.

Los siguientes días, semanas y meses fueron aquietando un poco la psicosis del suceso, pero fueron surgiendo otros problemas más graves: el desempleo y cierre de negocios que, sin darnos cuenta, fueron poco a poco acabando con la economía local. Antes los turistas llegaban a las tiendas llenas de artesanías, sarapes y un sinfín de artículos mexicanos que adornaban y le daban vida y alegría a esa calle llamada Hidalgo, pero que ahora estaba muerta; el cáncer de la violencia había acabado con ella. Ahora solo quedan los recuerdos de aquellas

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sonrisas de los propietarios cuando salían al encuentro de los turistas para ofrecer sus productos; era maravilloso verlos hablando inglés con los gringos, bromeando con ellos. En esos tiempos todo era risa, bromas y compras.

En ocasiones me tocó pasar y ver, en algunos negocios, letreros donde solicitaban a una persona bilingüe; el trabajo abundaba y hasta los boleros y vendedores de dulces caminaban muy alegres: si sus sonrisas hubieran sido rayos de sol, hubieran opacado cualquier oscuridad. La calle Hidalgo era su segundo hogar, todos se conocían y se saludaban; los comerciantes formaban una gran familia de tiendas de artesanías llamadas Curiosidades. Los bares y discotecas siempre estaban repletas de clientes, tanto de Acuña, como de nuestra frontera hermana, Del Río, Texas, más otros que venían de otras ciudades norteamericanas.

Hoy sólo tenemos un cadáver, un esqueleto ahí tira-do, un gigante llamado calle Hidalgo. Ahora parece un pueblo fantasma. Cuando pasé en mi automóvil no lo podía creer, tuve que estacionarme para comprobar lo que incrédulo observaba; me bajé para caminar por las cuadras vacías, solitarias y conforme avanzaba sentí, por primera vez, un sinfín de emociones: tristeza, coraje, ra-bia e impotencia. Honestamente, me dio tanto miedo que me paré de repente, ya no quise seguir torturán-dome con aquellas imágenes tan tristes. Creo que sentí las vibraciones que dejaron los propietarios; era como si

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hubieran regado sus lagrimas en la banqueta. Sentí un escalofrío y casi salí corriendo para subirme al carro.

El municipio de Acuña está de luto, tiene un cadáver y lo sigue velando; es una calle por donde muchos, al venir de los Estados Unidos y cruzar el puente interna-cional, tienen que pasar. Ojalá un día se levante como el ave fénix y podamos borrar esa cicatriz. Por lo pronto, en algunos negocios abandonados hay letreros de “Se vende”. A ver si un valiente se atreve a comprar o si los mismos propietarios se vuelven a reactivar. Ahí está el cadáver, en la morgue municipal, sin familia. Nadie lo ha ido a reclamar.

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si de algo se puede orgullecer Ciudad Acuña es de tener entre sus hijos a un artista del nivel y la cal-idad de Gustavo Ramos Rivera, de una sencillez

que confunde, no pareciera que estuviéramos hablando con un virtuoso de la pintura que ha recibido numerosos reconocimientos a nivel mundial.

Gustavo nació el año de 1940 en lo que entonces era Villa Acuña, Coahuila. Conserva la calidez y sinceridad de la gente y del ambiente de aquellos tiempos. Es un gozo conversar con él.

En aquel entonces Acuña era una pequeña ciudad rural, situada en lo que es la frontera norte de México. De su juventud, Gustavo conserva muchos semblantes de la cultura tradicional de su pueblo: las fiestas, los paseos al campo, las corridas de toros, la comida tradicional y su paso por la escuela primaria, con maestros muy entregados a su profesión.

Describe como muy hermosos los alrededores de Acuña, las lomas y el campo.

Tenemos un río y un arroyo que fueron el paraíso de nuestra niñez, con sus veneros y aguas cristalinas,

Gustavo Ramos Rivera entre

vista

Héctor Palacios Flores

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las mojarras, las sardinas; ahí aprendimos a nadar bajo un fondo de piedras blancas. Las caminatas bajo los nogales, el olor a lama, álamo y poleo, con el canto ensordecedor de las chicharras bajo un sol para lagartijas, y frutos silvestres, granjenos, mezquites, tunas, berros y nueces en temporada. Ese río y ese arroyo se tienen que restaurar; la falta de imaginación de nuestras autoridades impide cosas tan simples como arbolar las calles. Aquí crece el laurel, las retamas, los álamos que vemos en todas las ciudades del mundo. Los árboles son hermosos y contribuyen a purificar el aire, nos podemos sentar bajo su sombra. Del árbol fue la madera de nuestra cuna y será la madera de nuestro ataúd. Qué agradable es caminar bajo su sombra con estos soles tan nuestros.

Desde sus primeros años en la escuela, el profesor Macedonio Aguilar le encargaba pasar al pizarrón para hacer anotaciones o escribir las tareas pues tenía muy buena letra. En un concurso a nivel estatal participó en un certamen de dibujos de la historia patria y Gustavo ganó el primer lugar con un apunte del Tlatonai Mexica Cuauhtémoc cuando era torturado. Eran los tiempos del auge de los suplementos cómicos de Memín Pinguín, Chamaco y La Familia Burrón. La editorial de estos folletines invitaba a los lectores a mandar dibujos de sus personajes; Gustavo mandó uno de los Súper Sabios, que dibujó tirado de panza en el portal de su casa y fue retribuido con 30 pesos.

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Nos cuenta también que cuando el padre Francisco Boone construyó la iglesia de Guadalupe, vinieron de San Luis Potosí unos muralistas para pintar las imágenes interiores; también participaron el maestro Felipe Moreno, su yerno, a quien llamaban el Gitano y otro ayudante. En ese entonces Gustavo era un joven de diecisiete años que acudía todas las tardes a observar el trabajo de los maestros y el avance del mural, ese que muchos de nosotros hemos contemplado como el de “Jesús en medio de la tormenta”, donde este aparece calmado, sereno, disuadiendo la fuerza de la naturaleza.

Al ver los maestros su interés, su diaria presencia, con un ademán lo convidaron a subir los altos andamios donde todo olía a su futuro oficio; le asignaron limpiar pinceles y pintar espacios azules, matizando ellos después para dar vida a aquella borrasca. Creció la amistad. Días después lo invitaron a ir al campo para dibujar paisajes. Es ahí donde recibió sus primeras lecciones del arte de la pintura, como trazar una línea para fijar el horizonte, hacer bocetos de color ocre y otros. Jamás olvidaría esos consejos que han sido de gran utilidad en su carrera.

Desde los diecisiete años le dio por viajar como tro-tamundos a las ciudades del interior y a la capital de la república, visitando galerías de arte, museos y edifi-cios donde se exhibían murales de los grandes pintores mexicanos. De ellos se nutrió de colores, de formas, es-tilos del México actual y precolombino. Por ese tiempo

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se interesó y leyó mucho de los impresionistas franceses.En 1969 se estableció en la bahía de San Francisco,

California. Su lenguaje plástico es la abstracción, lenguaje que maneja con un instinto natural, así como los colores explosivos e intensos, distintivos de su pintura.

— ¿Por qué decidiste establecerte en San Francisco?— Mi intención era conocer y radicar un tiempo en Europa. En la Zona Rosa de la capital de la república conocí a una chica francesa que me pidió acompañarla a San Francisco; de ahí seguiría yo a Nueva York y me trasladaría a Europa con destino a Barcelona, España. El medio artístico de San Francisco me cautivó, así que decidí permanecer un tiempo en esa población, localidad que pronto sería mi residencia permanente.

Es ahí donde conoció a su compañera de tanto tiempo, Hilda Cárdenas (una mujer, siempre las mujeres), de morena belleza colombiana; de ahí sus viajes al país de ella donde posee un apartamento con un estudio que conserva desde hace muchos años. No por ello ha dejado de pasar largas temporadas en Acuña, su ciudad natal, Europa y Sudamérica.

En Colombia, Juvenal Acosta, poeta, crítico de arte y amigo de Gustavo, hace una semblanza de nuestro per-sonaje y de su trabajo:

Veo en los cuadros de Rivera el disciplinado rescate de

ese México que ya desaparece ahora que el milenio

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llega a su propio fin. Veo esa sabiduría milenaria e

intuitiva, ese trabajo artesanal, esa relación del hombre

con los materiales de la tierra, esa casa de luz y sombra

que Rivera ha construido en su pedazo de universo.

Sobreviven en los cuadros de Rivera los pueblos

que la memoria ha rescatado, el olor del cuerpo de un

amor adolescente y el sabor de las comidas de infancia.

En estos cuadros, el lenguaje privado que comunica

el artista son el testigo de su arte, se ha purificado

al extremo de la perfección, porque el silencio es

necesario para verlos, nos hace callar en códigos

simples que todos entendemos. Su verdad expresiva,

clara y honesta, se comprueba con la efectividad con

que nos hablan a nosotros mismos. En ellos estamos.

El color en la obra de Rivera es una fiesta de vida y

muerte, una resurrección de la esperanza, un manifiesto

de alegrías, profundo como el alma de las piedras,

ancho como el horizonte del desierto, luminoso como

la palabra azul.

— ¿Cuáles son las diferencias más significativas que has encontrado con relación a nuestro país? — Mira, con relación a Estados Unidos podemos decir que México posee una cultura más rica y milenaria. Es algo que nos debiera enorgullecer. También nos debe enorgullecer nuestros valores familiares. Con Europa y Estados Unidos tenemos una gran diferencia de valores. Por ejemplo, en esos lugares cualquier arroyito es un

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gran tesoro que ellos cuidan con cariño y esmero, algo que nosotros desdeñamos sin misericordia, como es el caso de Acuña con el Arroyo de Las Vacas. Tampoco damos importancia a las áreas verdes; en Acuña tenemos el caso del Fifi, Los Toritos, Los Novillos y tantos más.

Nuestro pueblo y el país ha padecido el descaro y la falta de honradez de nuestros políticos, que nos han heredado un país convulso y ensangrentado, una verdadera lástima. La “Suave Patria” de López Velarde es hoy bronca y corrupta gracias a la basura que nos gobierna.

— ¡Ah caray!— Yo vengo a Acuña porque es mi pueblo y le tengo un gran cariño. Recuerdo que de chamaco hasta mi casa se escuchaban los anunciadores de las peleas de box de la plaza de toros “La Macarena” y otros espectáculos que ahí se celebraban. Recuerdo, en el silencio de la tarde, la voz de Loredo anunciando la función de box… peeelearan seis rounds; el viento llevaba el eco y lo traía… en esta esquina, de Nueva Rosita, Coahuila… Fue nuestra diversión de niños, fue nuestro “Cinema Paraíso”. Lo recuerdo todo: las corridas de toros, la algarabía de toda la gente por la calle Hidalgo, todo mundo contento, los comerciantes de curiosidades, los bares, muchos norteamericanos celebrando, libres, curiosos por presenciar la corrida. Pero la corrida no empezaba y el señor López anunciando, con su delantal

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blanco, sodas, cervecita helada. En las gradas, la banda afinando trompetas; sol y sombra están repletos, cuatro toros de la ganadería “La Playa” esperaban ansiosos; el paseíllo. Hay excitación en la concurrencia y eran las cinco de la tarde, las cinco en punto de la tarde. En tarde de toros la atención se volvía hacia las gradas. Hacía su entrada don Jesús María Ramón Cantú y para nosotros, los niños, era un señor que imponía autoridad. Caminaba pausado y seguro, con su puro fijo en la boca, traje de lino blanco y sombrero panamá, seguido de un séquito de invitados. Tenía un espacio reservado en las gradas; tan pronto se sentaba, bastaba una mirada suya y la banda de música empezaba con briosa trompeta. Era el comienzo del espectáculo. El pasodoble “La virgen de la Macarena” nos ponía la piel de gallina.

Entonces la cuadrilla hacía el paseíllo despacio, como un desfile de gallardos valientes que se van a jugar la vida. Me deslumbro con los trajes de luces. Me gustaban todos sus tonos, el color guinda profundo, los celestes, verdes esmeraldas, amarillos canarios y blancos. La banda no cesaba de tocar “El gato montés”, todo tan vivo, gracia y muerte, un ballet peligroso. Silverio Pérez, tocaba la banda, amante del redondel, tormento de las mujeres… Las suertes, el castigo al animal, hacía que algunos turistas, aterrados, volvieran las caras. El par de mulas de arrastre que conducía el Chore y enseguida salía el Pozole vestido de blanco con banda roja en la

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cintura y Pedro con una carretilla limpiaba el ruedo. Las dianas no paraban. ¡Qué recuerdos! En invierno cubrían medio redondel con una lona.

Luego viene a la mente de Gustavo el “Cine Terraza”, “La Macarena” en el ruedo de esa plaza, las películas en blanco y negro. Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas, Tin Tan, Meche Barba, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Juan Charrasqueado, las películas de Hollywood.

— ¿Te tocó conocer la Zona de tolerancia? — ¡Sí, cómo no! La zona era una pequeña “Las Vegas” con sus anuncios luminosos de colores. Al entrar a ese lugar de callecitas estrechas, estaba el prostíbulo “Piga-le”, con letras nada modestas y foquitos de todos colo-res. En su rojo neón interior, las chicas formaban grupos y llamaban a pasar al interior a los parroquianos. Estaba el “Gold Palace”, con su marquesina de luz in-termitente, muy alegre, con fondo musical de Nereidas amenizado por la Orquesta filarmónica Mocambo de los hermanos Bocanegra.

Las arterias estaban siempre llenas de norteamerica-nos y largas filas de taxistas. Alrededor de las once de la mañana deambulaban por las calles los gigolós des-velados. En ocasiones se realizaban las famosas “razias” donde levantaban a esos individuos de las habitaciones de las damiselas.

Otros grandes prostíbulos eran “El Río”, “El Tecolo-te”, “Blue Night”, “Las Camelias”, “El Quinto Patio”;

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ahí estaba Beto Pérez Harry, bailando “Té para dos” y anunciando la variedad. Otros colosales burdeles eran “El Uno” y “El Ocho”. Mucho hay que platicar de ese lugar, que fue una importante fuente de ingresos para la ciudad, de donde surgieron los grandes capitales de esa época. Las chicas que trabajaban en esos lugares, mu-chas de ellas guapísimas, eran reclutadas por tratantes de blancas profesionales de las grandes capitales de la república, como Guadalajara, Veracruz, Tabasco o Mon-terrey. Algunas, muy pocas, hicieron fortuna; otras sólo obtuvieron degradación, pobreza y enfermedades.

Es mucho lo que Gustavo nos habló de Acuña, de personajes como don Jesús María Ramón Cantú y muchos otros; de las corridas de toros, excelente fuente de ingresos; de como él y otros chiquillos, en tardes de toros, vendían banderillas a los visitantes extranjeros; de cómo los comerciantes se beneficiaban del turismo; de los ricos ganaderos, exportadores de reses, de carne bovina y borregadas para consumo humano y la obtención de lana.

Toda esta plática fue aderezada con un vinito blanco bien fresco, por lo que me atreví a pedirle que me describiera su profesión.

— Es difícil para un artista sacarlo de su medio de ex-presión para que hable o escriba sobre su arte; cada vez que lo intento, pareciese que estoy haciendo una cari-

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catura de lo que es, fuera del reino del razonamiento. Cada artista habla apasionada e inteligentemente sobre su obra y el tiempo que le ha tocado vivir. ¡Tantas pala-bras!, la esencia del arte es la chispa de la vida. Pintar sería difícil para un músico, o que un escritor cantara, o en este caso de un pintor que escriba. Yo pinto para describir mi trabajo, y para defenderlo. ¿Por qué no ver la obra y ya? Eso sería suficiente. La maravilla del ahora, la imaginación humana y el pensamiento creador. ¿Es un poema? ¿Una carta de amor escrita a alguien? ¿Una de-voción total a la felicidad cotidiana? ¿Una canción visual al gozo del descubrimiento y el placer de lo inesperado? Este es el trabajo por el cual yo vivo, atesoro y ejerzo con amor y honestidad.

El vinito fresco y rico se nos terminó pero la conversación siguió por un buen tiempo.

Gustavo Ramos Rivera. San Francisco, California. Agosto 2010.

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afortunadamente vivo en una zona alta, por lo que la tragedia que sufrieron las personas cuyas casas se edificaron en lugares inapropiados, no

me afectó directamente. Las viviendas que se inundaron estaban construidas sobre arroyos que, con las lluvias torrenciales, arrastraron todo a su paso.

Con el paso de las horas nos enteramos de la magnitud de la tragedia: gente triste padeciendo la carencia de lo que el agua se había llevado, su único patrimonio. Se observó también la lucha de las autoridades estatales, municipales y organismos no gubernamentales por solucionar lo más urgente: dotar de alimento a los damnificados, censar las viviendas para saber el número de habitantes, proveer de muebles, enseres, electrodomésticos, etcétera, y de esta manera resolver tan grave problema.

Sin embargo, a día de hoy, muchas personas están viviendo en condiciones sumamente difíciles. La ciuda-danía, entre la que me encuentro, hemos asistido a esas colonias y contribuido con algunas cosas útiles, pensan-do que, de alguna forma, en estos casos, debemos ser

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María Inés González Solís

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solidarios. Eso es muy importante, ser sensibles al dolor ajeno; somos hermanos de raza, lo que nos engrandece y da prestigio como mexicanos.

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con un traje de 1000 ejemplaresse termino de imprimir en octubre de 2014

por Quintanilla Ediciones

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