Leopoldo Zeao el sin-fondo inagotablede “lo propio”

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Nudos 29 Leopoldo Zea o el sin-fondo inagotable de “lo propio” Fernando Hernández González Sigue siendo lícito pensar por sí mismo. Esto implica una indeterminada vinculación con lo que nos fue dado y con lo que viene. No es que el pensar guarde una relación “positiva” o “negativa” con lo que otros pensaron. En algún momento, más allá de su voluntad, el pensar se topa con lo inagotable, con aquello que lo sobrepasa pero que irresistiblemente lo atrae; presiente en su intimi- dad que los límites son ficticios y que la razón es sólo uno de sus habitáculos. Pensar no es sólo razonar, es subvertir el orden que le antecede y que por lo regular es mantenido por una “figura paterna”. La subversión es posible gracias a que el pensar mantiene consigo un plus inabarcable. En este sentido, el parricidio puede intuirse como la irrupción del pensar, como la disolución de los límites establecidos por la “jefatura paterna”. Sin embargo, en su último esfuerzo el pensar se muerde a sí mismo, propiciándose una herida mortal. No pudiendo matar lo que desde el co- mienzo estaba muerto se da cuenta de que el orden anterior a él carece de sustancia. El Orden, en sus diversas modalidades (Sistema, Razón, Logos, Sentido) y figurado como “presencia paterna” que antecede y enraíza, está hundido en un hueco innominado. Desde luego que el pensar nunca parte de cero, pero tampoco es su deber partir, con espíritu “positivo” y latinoamericanista, de la tradicional “historia de las ideas” o de la llamada “filosofía de la historia latinoamericana”. Sin duda, siempre se parte de algo. Ese algo es una configuración histórica in-disponible a algún uso o relevo generacional. En estos términos no es posible pensar el parricidio ya que su concepción de la historia yace en una marcha fúnebre de sepulcros vacíos, en un etapismo rupturista que aprove- cha la aparente muerte de lo “viejo” para afirmar lo “nuevo”. En otras palabras: se dispone de lo viejo para legitimar lo nuevo, se dispone de la muerte del Padre para legitimar al hijo. Si hemos de pensar el parricidio habría que exponer no sólo la muerte del Padre-orden sino la muerte del hijo, la muerte de nuestra propia crítica, la irremediable eventualidad de todo Orden venidero. Después del grito nietzscheano “¡Dios ha muerto!” sabemos que todo parricidio se traiciona a sí mismo al ser, antes que nada, la premonición de un acto suicida. El itinerario filosófico de Leopoldo Zea giró en torno a la conformación de un Orden que diera Sentido a la historia latinoamericana. En múltiples ocasiones el filósofo mexicano hace referencia a las peticiones que le hicieron muchos de sus colegas respecto a la realización de una Filosofía de la historia de las ideas. En su libro Dialéctica de la conciencia americana su procura es “desentrañar el sentido de nuestra historia”. 1 Desde esta tentativa, la figura de Zea ejerció una “jefatura espiritual” (Medin) dentro de un Orden consolidado, institucional y canónicamente, como pensamiento filosófico latinoamericanista. Un Orden y Sentido que ha sido descrito por Kourim como un Sistema maniqueo y profético y que en la segunda mitad de la década de los noventa el filósofo colombiano, Santiago Castro-Gómez, sometió a un desmantelamiento masivo de sus fundamentos últimos. Con todo y sus posibles imprecisiones, valiéndose de un optimismo innovador, la crítica postlatinoamericanista logró llevar a cuentas al latinoamericanismo como 1 Z EA, Dialéctica, 1976, p. 10.

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Sigue siendo lícito pensar por sí mismo. Esto implica una indeterminada vinculación con lo que nos fue dado y con lo que viene. No es que el pensar guarde una relación “positiva” o “negativa” con lo que otros pensaron. En algún momento, más allá de su voluntad, el pensar se topa con lo inagotable, con aquello que lo sobrepasa pero que irresistiblemente lo atrae; presiente en su intimidad que los límites son ficticios y que la razón es sólo uno de sus habitáculos.

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de “lo propio”

Fernando Hernández González

Sigue siendo lícito pensar por sí mismo. Esto implica una indeterminada vinculación con lo que nos fue dado y con lo que viene. No es que el pensar guarde una relación “positiva” o “negativa” con lo que otros pensaron. En algún momento, más allá de su voluntad, el pensar se topa con lo inagotable, con aquello que lo sobrepasa pero que irresistiblemente lo atrae; presiente en su intimi-dad que los límites son ficticios y que la razón es sólo uno de sus habitáculos. Pensar no es sólo razonar, es subvertir el orden que le antecede y que por lo regular es mantenido por una “figura paterna”. La subversión es posible gracias a que el pensar mantiene consigo un plus inabarcable. En este sentido, el parricidio puede intuirse como la irrupción del pensar, como la disolución de los límites establecidos por la “jefatura paterna”. Sin embargo, en su último esfuerzo el pensar se muerde a sí mismo, propiciándose una herida mortal. No pudiendo matar lo que desde el co-mienzo estaba muerto se da cuenta de que el orden anterior a él carece de sustancia. El Orden, en sus diversas modalidades (Sistema, Razón, Logos, Sentido) y figurado como “presencia paterna” que antecede y enraíza, está hundido en un hueco innominado. Desde luego que el pensar nunca parte de cero, pero tampoco es su deber partir, con espíritu “positivo” y latinoamericanista, de la tradicional “historia de las ideas” o de la llamada “filosofía de la historia latinoamericana”. Sin duda, siempre se parte de algo. Ese algo es una configuración histórica in-disponible a algún uso o relevo generacional. En estos términos no es posible pensar el parricidio ya que su concepción de la historia yace en una marcha fúnebre de sepulcros vacíos, en un etapismo rupturista que aprove-cha la aparente muerte de lo “viejo” para afirmar lo “nuevo”. En otras palabras: se dispone de lo viejo para legitimar lo nuevo, se dispone de la muerte del Padre para legitimar al hijo. Si hemos de pensar el parricidio habría que exponer no sólo la muerte del Padre-orden sino la muerte del hijo, la muerte de nuestra propia crítica, la irremediable eventualidad de todo Orden venidero. Después del grito nietzscheano “¡Dios ha muerto!” sabemos que todo parricidio se traiciona a sí mismo al ser, antes que nada, la premonición de un acto suicida.

El itinerario filosófico de Leopoldo Zea giró en torno a la conformación de un Orden que diera Sentido a la historia latinoamericana. En múltiples ocasiones el filósofo mexicano hace referencia a las peticiones que le hicieron muchos de sus colegas respecto a la realización de una Filosofía de la historia de las ideas. En su libro Dialéctica de la conciencia americana su procura es “desentrañar el sentido de nuestra historia”.1 Desde esta tentativa, la figura de Zea ejerció una “jefatura espiritual” (Medin) dentro de un Orden consolidado, institucional y canónicamente, como pensamiento filosófico latinoamericanista. Un Orden y Sentido que ha sido descrito por Kourim como un Sistema maniqueo y profético y que en la segunda mitad de la década de los noventa el filósofo colombiano, Santiago Castro-Gómez, sometió a un desmantelamiento masivo de sus fundamentos últimos. Con todo y sus posibles imprecisiones, valiéndose de un optimismo innovador, la crítica postlatinoamericanista logró llevar a cuentas al latinoamericanismo como

1 Zea, Dialéctica, 1976, p. 10.

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Orden discursivo y disciplinario.2 En otra dirección, la hermenéutica del filósofo italiano Michele Pallottini consideró a la filosofía de Zea una gran promesa de Síntesis que “no se cumple durante su ejecución”.3 Desde diversos enfoques, cada una de las críticas recientes que ha suscitado la fi-losofía de Zea y las que se produjeron durante los sesenta y setenta (Salazar Bondy, Villoro, Hale y Raat) hacen hincapié en un Orden y Sentido de la historia.

Ya podemos decir que Razón, Sentido, Orden y Sistema nos remiten a la filosofía eurocéntrica, pero también a aquella monumental obra que José Gaos en su Carta abierta inauguró como “Filo-sofía de la historia hispanoamericana”. Lo que hay que destacar aquí es cómo está constituido ese Orden y bajo qué conceptualización se sustenta esa “marcha dotada de sentido unitario” y aque-llos “cuadros [...] tan ordenados y dinámicos que permiten apresar [...] el proceso histórico...”.4

Es decir, sacar a la luz, a través de su fondo, su inagotable sin-fondo. Se trata de develar la apertura abismal del Discurso zeísta: ¿en dónde comienza su naufragio? ¿En dónde se desvanece su teleolo-gía propia? ¿A partir de qué aparece su inevitable evanescencia?

“Lo propio” del orden latinoamericanista

Por una vía orteguiana Zea se distancia de la razón abstracta para construir un Orden sobre un substratum empírico-vital que le dé orientación a la imaginación filosófica, propensa a caer en ma-labarismos especulativos. Así, toma forma el pensar desde la circunstancia “propia”. Ésta pide una teleología que haga posible la conformación de un Orden omnicomprensivo de la historia universal y de su especificidad latinoamericana. No significa que el sujeto provea de Sentido a la realidad histórica circundante, más bien ésta en su historicidad y circunstancialidad nos anuncia un esbozo de las posibilidades reales de Sentido. El telos que mueve la filosofía de Zea está contenido en su propia circunstancia y es una prolongación necesaria e instrumental de los afanes experimentados por un sujeto y su circunstancia. La filosofía será auténtica o inauténtica en tanto sea el resultado efectivo de la intrincada relación sujeto-circunstancia. El telos como proyecto asuntivo no nos remite a una realidad “propia”, como gusta llamarla Zea, alude más bien a su real reconfigurado por una serie de situaciones históricas cuya complejidad hace imposible su determinación. Sin embargo, Zea insiste en que es posible desentrañar y descifrar lo que fui-mos, lo que somos y lo que debemos llegar a ser. Todo proyecto que a su parecer no asimile y conserve el pasado al interior de la Aufhebung es una mera yuxtaposición. El criterio que funge como dispositivo delimitador es un concepto en extremo adaptadizo: “realidad propia”. Esta fi-gura conceptual Zea la operacionaliza en arreglo al circunstancialismo ortegeano, inscrito en una forma moderna de pensar la crisis que en Europa irrumpió durante la primera mitad del siglo xx. La recepción del raciovitalismo que Zea llevó a cabo construyó las bases de una filosofía latinoa-mericana concentrada en sus distinciones específicas; asimismo, logró instalarse en el contexto de la crítica al occidentalismo. En consecuencia, su filosofía pudo insertarse con cierta holgura en los discursos de identidad de los movimientos populistas latinoamericanos. “Lo propio” figu-ró entre el muégano de símbolos destinados a caracterizar lo latinoamericano como configuración esencial del Orden latinoamericanista.

2 A mi parecer Castro-Gómez no advierte que el movimiento diversificador de la razón postmoderna, es decir, su crítica desde la trivi-alización de las diferencias, no necesariamente nos indica una realidad efectiva que se substraiga al anhelo utópico homogenizador de la razón moderna. Más bien expresa una modalidad del funcionamiento de la razón moderna en su ampliación operativa.

3 Pallottini, Lagos, 1995, p. 34.4 Gaos, Carta, 1950.

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Ya en Ortega se apreciaba una ardua crítica a la estructura de creencias colectivas en las cuales el europeo había depositado su confianza. La razón físico-matemática, para el español, había dado muestras de su fracaso a comienzos del siglo xx. Era necesario confrontar la crisis de la conciencia europea y dar paso a la emergencia de la “razón vital”. Esto admitió la incipiente configuración de una subjetividad o ethos hispánico que tomaba distancia respecto al sujeto trascendental y respecto a lo que Ortega llamó la “ontología eleática”. Ante tal desafío, la “razón histórica” suscribió a la elite intelectual en una misión que buscaba desentrañar el sentido de España. Zea, a través de Gaos y Ramos, descubrió en Ortega la oportunidad de reencauzar esa misión intelectual. Gracias a una prolongación crítica de la tentativa hegeliana, Zea acotó la universalidad del humanismo europeo tomando algunos elementos de la crítica historicista y existencialista. Así, el problema original de la humanidad del hombre latinoamericano adquirió una relevancia extrema. Ahora el latinoame-ricano descubre en las limitaciones del proyecto ilustrado sus posibilidades de llevar la filosofía a una “nueva circunstancia”, a una universalización en donde no haya exclusiones ni regateos de humanidad.

La relación tan estrecha entre la Filosofía de Zea y la de Ortega es a todas luces legible (Me-din y Gómez Martínez). Más allá de las “influencias”, lo que subsiste en ambos filósofos es una problemática que opera en la marginalidad de sus discursos filosóficos. La pretensión de partir de una “realidad concreta” les impidió –tanto a Zea como a Ortega– llevar hasta sus últimas conse-cuencias la problemática del pensar duplicado.

Ortega y el problema del pensar duplicado

La problemática aludida aparece cuando Ortega se aleja del substratum subjetivo kantiano e intenta fundamentar una “nueva” razón esencialmente distinta de la razón físico-matemática. La tentativa –implicada ya en Dilthey– consistía en comprender un tipo de entidad histórica imposible de ser cobijada bajo el modelo paradigmático de la ciencia moderna. Explicar la vida humana desde una postura científica sería un rotundo fracaso y propiamente una utopía. Las ciencias del espíritu tampoco lograron desligarse del ontologismo eleático por considerar al Espíritu como lo opues-to a la naturaleza. Según Ortega se trató de una mera sustitución de términos reversibles. Para el raciovitalismo los conceptos de Espíritu y de naturaleza (phisis) nos remitían necesariamente a una consistencia estática. Espíritu y Naturaleza son formas del intelecto humano que cosifican la realidad auténtica porque explican lo real desde categorías y conceptos fijos. En este sentido, con-viene recordar la propuesta de Ortega: “si es posible un conocimiento de la auténtica realidad [...] tendrá que consistir en un pensar duplicado [las cursivas son mías], de ida y vuelta; quiero decir, en un pensar que, después de haber pensado algo sobre lo real, se vuelve contra lo pensado y resta de él lo que es mera forma intelectual, para dejar sola en su desnudez la intuición de lo real. La cosa es tremebunda y paradójica, pero no tiene remedio”.5

Sin detenerse en la problemática del pensar duplicado, Ortega define lo que vendría a ser la mi-sión del intelecto: “tenemos que aprender a desintelectualizar lo real a fin de serle fieles”.6 ¿Es posible tal aprendizaje? ¿Cómo saber si eso dejado en su desnudez es efectivamente lo real? En nombre de lo que “no tiene remedio”, Ortega se deslinda del problema y evita su actualización permanente durante la construcción de su crítica. Es cierto que su propósito es liberarnos del yo

5 orteGa, Historia, 1984, p. 58.6 Ibid., p. 59.

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abstracto y de su constante omisión de lo real, mediante una perpetua vigilancia o estado de alerta, pero nunca nos dice cuándo podemos percatarnos de que estamos ante una realidad des-intelec-tualizada. Sobre el esquivo de esta problemática Ortega edificará una interpretación del proceso histórico que tiene por meta encontrar el Sentido de la Historia y su razón autóctona. A diferencia de otros filósofos modernos (Heidegger y Foucault), Ortega y Zea se entusiasmaron demasiado con el descubrimiento de un espacio vital que a su parecer podía sustraerse de la razón trascen-dental. Su optimismo los llevó a creer que podían rescatar dicho espacio sin darse cuenta de la problemática que esto implicaba.

Para Ortega era necesario separar lo que quedaba de lo real al ser pensado y lo que quedaba de real intelectualizado. Aunque se vincularan bajo una apariencia dialéctica era vital separarlos. Si esta tentativa era posible, entonces, eran ambos cosas distintas a pesar de que se dieran juntas y simultáneamente. De otra manera ¿tendría algún sentido hablar de una des-intelectualización de lo real? En el caso de Zea ¿podríamos hablar de una “realidad propia”? ¿Cómo separar el trigo de la cizaña? Esa es la pregunta que en el fondo formula Zea.

Según Ortega: “La idea misma de res (cosa) está fundada en el ser idéntico y, porque idéntico, fijo, estático, previo y dado”.7 Esta noción del ser es naturalismo, esa búsqueda incesante que queda expuesta en la pregunta: ¿cuál es la naturaleza humana? En el intento de Ortega por torear esta idea de fijeza cobrará importancia su vuelta inadvertida al trascendentalismo kantiano. La dialéctica como asimilación no logrará suprimirlo, sino que lo pondrá en evidencia de otra manera. Si acaso es posible hablar de pensamiento sin cuerpo, en Ortega y en Zea habría que suponer subrepticiamente una vida sin pensamiento, un hombre de carne y hueso sin pensamiento. El “sin” no es absoluto, expresa una latente separación. Pensamiento y vida están ligados de manera inherente, pero, en su sentido más propio, no son lo mismo. Ninguno de ellos tiene realidad aparte aunque puedan ser diferenciados. El “algo” que queda sin pensamiento abstracto es la “vida humana”, realidad radical susceptible de ser pensada “mediante conceptos atentos sólo a describirla y que no acep-tan imperativo alguno de la ontología tradicional”.8 Sin embargo, para hablar de una realidad intelectualizada tenemos que hacerlo desde un “afuera” que haga posible su descripción. Luego, si no hay un “afuera”, si todo está “adentro” (incluyendo al sujeto histórico), ya no es posible una diferenciación efectiva entre vida y pensamiento. En efecto, ya no es posible tampoco conjeturar, previo disimulo, un locus desde el cual sea necesario formular conceptos atentos sólo a describir la vida humana, como si ésta fuera cosa neutra. En suma, Ortega niega al sujeto trascendental kan-tiano, pero a su vez, para hablar de la vida humana, acepta la existencia de un ámbito trascendental de factum indeterminado que, no obstante, acredita la diferenciación entre vida y pensamiento. La problemática (neokantiana) en Ortega quedó sesgada. Hubo quizás avisos y atisbos que aparecen de manera marginal en su obra, pero el problema de referirse a un espacio vital sin la intervención de una trascendencia subjetiva que lo posibilite, el problema de un pensamiento duplicado, de ida y vuelta, que se evite a sí mismo para seguir pensando lo vital desde conceptos no-fijos quedó, con hidalguía, en el olvido. Y lo que es peor, la problemática quedó simplificada de tal suerte que pareciera un mero artilugio teórico; así lo considera Ortega mismo cuando nos dice: “...no es cosa tan tremebunda como a primera vista parece […] el pensamiento tiene mucha más capacidad de evitarse a sí mismo que se suele suponer. Es constitutivamente generoso: es el gran altruista. Es capaz de pensar lo más opuesto al pensar”.9

7 Ibid., p. 59.8 Ibid., p. 62.9 Ibid., p. 68.

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Las afirmaciones de Ortega hoy nos podrían parecer demasiado optimistas. Suponen que el problema se termina al encontrar conceptos ocasionales que nombren la sustancia cambiante del ser. Tales conceptos, lejos de des-intelectualizar lo real, activaron un mecanismo que reincorporó al ser pensado como sustancia-eleática-fija bajo la figura de un “generoso” telos trascendental que actúa en el Orden discursivo como fundamento orientador. La reincorporación de la noción eleática se proyecta en las siguientes palabras: “Sólo bajo la presión formidable de alguna trascendencia se hace nuestra persona compacta y sólida y se produce en nosotros una discriminación entre lo que [...] somos y lo que [...] imaginamos ser”.10 Ortega encuentra en el pasado narrado por la razón histórica lo que hemos sido y lo que ya no podemos seguir siendo; asimismo –y aquí es donde se reinserta el ser como ousia– encuentra las posibilidades y la pertinencia de un proyecto futuro dirigido por un postulado teleológico ya contenido en el análisis de la circunstancia propia. El telos no sólo está presente como un orientador de la historia narrada, sino también habita en el espacio vital de la circunstancia en su despliegue, en su siendo. El telos del proyecto orteguiano reintroduce la función del ser como fijeza dotando de Sentido al despliegue dialéctico de la historia. Si hay alguien que puede revelarnos lo que hemos sido y lo que no podemos seguir siendo, ese “alguien” puede también decirnos qué es lo que debemos llegar a ser. Y como este “llegar a ser” es un siendo –instancia indeterminada–, hay que determinarlo de acuerdo a una selección deliberada que parta de un saber historiográfico: terapia de la conciencia histórica que en la pluma de Zea se convierte en “toma de conciencia”. “Para comprender algo humano personal o colectivo –nos dice Ortega– es preciso contar una historia”.11 ¿Quién nos contará esa historia y bajo qué criterios interpretará su sentido? Aquí el hombre nuevo que deja detrás de sí al intelectualismo de la razón físico-matemática, aquí una nueva “revelación”. Dicho hombre es el “único verdadero pedagogo y gobernante del hombre”. Incluso si no fuese por la intervención histórica de este hombre no habría “en serio cultura, ni [...] Estado, ni [...] siquiera realidad en la propia vida personal”.12 ¿A quién se refiere Ortega? ¿Quizás al papel histórico que deberán asumir las elites intelectuales en la crisis de occidente? La función mesiánica que Ortega le da a la nueva figura del intelectual-antiin-telectual ha sido abordada por Francisco Gil Villegas.

La problemática no confrontada en serio por Ortega se reprodujo en figuras conceptuales como circunstancia propia, autenticidad e inautenticidad, situaciones vivientes, progreso y regreso, vida humana, realidad radical. De un lado, cada figura constituyó el fondo desde donde se yergue el Sentido de la Historia; de otro, proveyó al Orden latinoamericanista de todo un arsenal terminológico que nos reveló el secreto de lo latinoamericano. Se dispuso de una serie de dispositivos disciplinarios que tenían como función preservar el Sentido establecido y el procedimiento heurístico que consumó la diferenciación entre lo auténtico y lo inauténtico, entre las ideas muertas e ideas vivas y funcio-nales, entre una reconstrucción historiográfica de la “concreta situación” y una mera presentación “ahistórica” de las ideas. Es decir, se instituyó en acto una forma del pensar metafísico: la Filosofía de la historia latinoamericana posibilitada por la imposición de un telos trascendental cuya tarea fue darle figura última a la Historia y especificidad latinoamericana. Se institucionalizaron una serie de prácticas y rituales disciplinarios alrededor de las figuras y jefaturas de lo latinoamericano. De allí que se haya configurado una subjetividad, un sujeto-modelo (patriarcal) con virtualidades heroicas y revolucionarias. La imagen del Padre y Prócer llegó incluso a definir etapas históricas y proyectos

10 Ibid., pp. 90-91.11 Ibid., p. 91.12 Ibid., pp. 89-90.

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futuros, llegó a representar el sentido de la conciencia latinoamericana. No en balde se habló de la generación de los “patriarcas”, de la generación de los “forjadores”.

La herencia de Gaos

La entrada por la puerta trasera de la noción metafísica de ser fue avizorada por Gaos. En su libro El pensamiento hispano-americano. Notas para una interpretación histórico-filosófica [1990] afirma que el pretendido “inmanentismo historicista” era más bien doctrina y propósito, presencia utópica de alguna trascendencia. Más adelante acepta que esta trascendencia es inevitablemente religiosa. La emergencia del inmanentismo historicista y vitalista para Gaos implicaba en su “más acá” vital un “más allá” trascendental. El maestro español lleva hasta su límite al historicismo de Ortega: “¿no estribará justamente en que hayamos hecho la experiencia histórica de tal inmanentismo hasta el extremo en que se revela últimamente imposible?”.13 Líneas más abajo Gaos se contesta así mismo: “La misma filosofía oriunda y abogada de este “inmanentismo” no ha podido menos de acabar volviendo a la metafísica”. Es muy interesante ver como Gaos configura la problemática que hemos venido planteando aquí dentro de “una novísima metafísica de paradójica inspiración cristiana”.14 Paradójica porque, al mismo tiempo que niega la abstracción de un más allá y de un sujeto trascendental, tiene que aceptar, quiera o no, un telos que posibilite la toma de conciencia histórica. Vuelve a aparecer la necesidad de una voluntad de Orden que fije un Sentido. ¿Acaso no podría ser el reino de los fines kantiano la versión moderna del topos uranos? Desafortunadamente, Gaos vinculará la problemática con la interpretación del curso dialéctico de la historia. De tal forma que el problema se ocultará en una serie de dicotomías: tradición o innovación histórica, originalidad o imitación, autenticidad o inautenticidad. Desde esta perspectiva, el parricidio toma otra forma (la de la asimilación), pero como su estirpe es moderna (tradición de la ruptura) deja en el olvido el problema que tiene que ver con la experiencia fáctica del mundo, con la imposibi-lidad de tomar como fundamento un ámbito vital e inmanente sin construir a su vez un ámbito trascendental que lo determine desde un lenguaje necesariamente metafísico. En consecuencia, hablar de innovación en nuestros días resulta, en su acepción moderna, teóricamente imposible, es síntoma de enclaustramiento mental ya que a la problemática del pensar duplicado le antecede una urgente revisión de nuestra concepción del tiempo histórico.

“Lo propio” como espacio fáctico reivindicado

Hay una intervención de Francisco Gil Villegas que nos ayuda a perfilarnos hacia el olvido de la problemática del pensar duplicado. Al margen de las valiosas aportaciones de Gil Villegas respecto a la preexistencia de un neokantismo autóctono mexicano que vendría a equilibrar la idea de una exagerada influencia de Ortega en la filosofía mexicana, su gran aportación será la puesta en esce-na de la problemática que aquí nos aqueja. La posibilidad de conceptualizar un espacio fáctico que se substraiga del logos griego fue enfrentada por Heidegger en sus cursos de Friburgo durante los años 1919 y 1921.15 El curso de Ortega dictado en 1933 va en esta misma dirección. El paralelis-mo encontrado por Gil Villegas entre Ortega y Heidegger tiene que ver con la relación existente entre el cristianismo y la filosofía: “ambos atribuyen la auténtica y original aportación del primero

13 Gaos, Obras, 1990, p. 49.14 Ibid., pp. 47-48.15 HeideGGer, Estudios, 2003 [1995].

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[cristianismo, (fH)] a una experiencia fáctica del modo de vida que revela muchas intuiciones que acaban por ser borradas, eliminadas u olvidadas cuando se intenta conceptualizarlas”.16 Por su parte, en el curso de Mascarones (1939-1940) Gaos abordó la problemática de la experiencia fác-tica mediante la interpretación que hace del proceso de transición que va de la filosofía cristiana a la filosofía moderna. Por ello, al decir de Gil Villegas, el escrito de Zea, “Superbus Philosophus”, que Gaos compiló en el libro Trabajos de historia filosófica, literaria y artística del cristianismo y la Edad Media, aparece como el resultado de una reflexión heideggeriana vanguardista. La exposición oral de Gaos y su interpretación de las ideas elaboradas durante el curso que Ortega había dictado en 1933, al que asistió el filósofo transterrado, fueron dos factores que intervinieron de manera determinante en la formación filosófica de Zea. Para Gil Villegas, el filósofo mexicano leyó hasta 1942 los escritos que Ortega había dictado en forma de conferencias durante 1933 e hizo con los hiperiones una mala interpretación de Heidegger considerándolo todavía un “existencialista”.

En pocas palabras, la tesis de Gil Villegas puede enunciarse así: Zea recibió de Gaos la incitación a reivindicar un ámbito vital frente a la soberbia de la filosofía que intentaba conceptualizarlo. Si nos adentramos en la lectura de “Superbus Philosophus” reparamos en ello. La mayor preocupación de dicho texto es expresar la forma en que Agustín reivindica el saber filosófico como una muestra de humildad. ¿En qué consiste esta humildad filosófica? Nos dice Zea que “el hombre debe compor-tarse conforme a lo que es, realizar lo que le es propio [...] Tratar de ser otra cosa de lo que se es conforme a la propia naturaleza, es destruirse como ser, alojar en su seno la nada, la muerte”.17 ¿Qué es lo que significa comportarse para Zea conforme a lo que se es? ¿Qué significa ser conforme a la natura-leza? ¿Cómo pensar lo que se es si no es posible pensar lo que efectivamente se es? La solución de Agustín consistirá en reconocer humildemente lo limitado del saber humano. Zea coincidirá con él, de allí su intención de des-intelectualizar la realidad propia para partir de ella.

Tratar de nombrar y pensar la experiencia fáctica es recurrir “a un lenguaje ficticio, […] Esta creación ficticia consiste en una recreación de lo existente por medio de la palabra, dando nombre a las cosas que no ha creado”.18 El lenguaje que permitirá acercarnos a la circunstancia propia (entiéndase experiencia fáctica) será para Zea el del saber historiográfico en su modalidad de Historia de las ideas. ¿Dicho saber no habría de considerarse también creación ficticia? En su “Su-perbus Philosophus” podemos percibir una actitud que Zea constantemente presentará ante la problemática de referirnos a la experiencia fáctica (lo propio): por un lado, acepta la imposibilidad de teorizar sobre lo propio, por otro, oculta su inagotable sin fondo mostrándolo disimuladamente como una categoría determinable. ¿Acaso no está determinándolo al tomarlo como criterio que demarca lo auténtico de lo inauténtico? Se “renuncia” a la noción del ser como fijeza no a sus efectos determinativos. Del mismo modo que Ortega, Zea no niega el eterno movimiento de la contingencia histórica, pero requiere apresarlo y dotarlo de un telos.

“Lo propio” como fundamento

El pensamiento latinoamericano (1976a [1949]) fue el preámbulo de la filosofía de la historia latinoa-mericana. El saber historiográfico que había conformado en sus primeros estudios será utilizado por Zea en este sentido. En América como conciencia es donde ya se puede apreciar de manera ex-plícita su programa de investigación como filósofo de la historia. Ahí se plantea la posibilidad de

16 Gil VilleGas, Ortega, 1999, p. 78.17 Gaos, Trabajos, 1943, p. 30.18 Ibid., p. 20.

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una filosofía más amplia sin negar la historicidad de lo humano. Se trata de hallar una explicación que nos revele los motivos que tuvieron ciertos sujetos en la historia para adaptarse a sus circuns-tancias. Para el filósofo mexicano es “la conciencia de esos motivos [...] lo que forma la conciencia histórica de un pueblo”. La búsqueda de esos motivos implica una comprensión histórica que Zea define como la “capacidad para colocar un determinado hecho en el lugar preciso que le corresponde en el presente” lo que significa llegar a un criterio que nos explique la razón por la cual una “experiencia realizada [...] no tiene por qué volver a realizarse”.19 ¿Quién nos dirá cómo colocar un hecho en el presente? Respuesta: la circunstancia propia. Y, ¿quién nos revelará cual era la circunstancia realmente? Siguiente respuesta: la historia. Luego: ¿no es la historia una narración, una interpretación que coloca los hechos o circunstancias bajo cierto Sentido y Voluntad? Zea nos sorprende cuando afirma que América es la que plantea los problemas y sus posibles soluciones. “No es el pensador –dice– el que propone los temas, sino son los temas los que se imponen a nuestros pensadores”.20 El espacio vital desde el cual Zea pretende partir funciona como funda-mento y como guía. La experiencia fáctica se convierte, entonces, en aquello que hace posible el Sentido de la Historia y que, además, debe fundamentar la interpretación de la historia. No sólo esto, sino que también debe funcionar como dispositivo regulador cuando el filósofo pierda suelo y soslaye las necesidades más inmediatas de la realidad propia. Al filósofo le es permitido “elevarse pero sin abandonar la realidad de que se es parte”.21 No advierte Zea que esa experiencia fáctica, esa circunstancia propia, no puede servirnos como fundamento teórico. Al considerar un ámbito fáctico pre-discursivo como fundamento se le despoja de su indeterminabilidad y se le aliena a una voluntad de poder que necesita, dadas las circunstancias políticas, legitimar sus utópicos anhelos. En ese partir de la realidad propia hay una trampa: la experiencia fáctica como fundamento niega su verdadera esencia que en todo momento muestra su inagotable sin-fondo y su indisponibilidad a servirnos de premisa. Puede objetarse que Zea no considera la realidad factual como fundamento teórico, sino como punto de partida, o bien, que su tentativa es la de aproximar su interpretación a la realidad propia. Sin embargo, en acto la realidad efectiva deviene “realidad propia”, criterio fundamental cuya disponibilidad en el discurso de Zea sale en cada momento para operar como un recurso que mantiene la coherencia y la pertinencia de los temas. En este sentido, no sería sólo anecdótica la convicción de Zea frente a los intereses temáticos de Miró Quesada.22 Si bien Zea se aleja de la visión positivista del hecho, su noción de realidad propia sigue operando como fundamento “positivo” que da “verdad”.

Al colocar lo propio como fundamento epistémico a él se retorna considerándolo “comprensi-ble de suyo”. Es innecesario, entonces, someter a crítica la noción positiva de fundamento y evitar la conformación de una subjetividad trascendental, aunque aparentemente se evite bajo la retórica del historicismo. “Lo propio” se convierte así en fundamento que contiene su telos, a pesar de que fundamento y telos tomen una apariencia dinámica que provoca su ilusorio distanciamiento de la noción eleática de ser.

En su libro El pensamiento latinoamericano Zea nos muestra la manera en que retomó la filosofía de la historia hegeliana para entrelazarla con el historicismo ortegueano y así articular una filosofía de la historia propia. El principio hegeliano que considera a la historia provista y constituida por un movimiento dialéctico cuyo despliegue asimila el pasado mediante la negación y conservación

19 Zea, América, 1953, p. 14.20 Ibid., p.19.21 Zea, Dependencia, 1974, p. 96.22 Miró Quesada, Despertar, 1974, p. 7.

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del mismo es adaptado a la interpretación de la historia latinoamericana. A la hora de aplicar este principio para delinear el sentido de América Zea no sólo acepta el esquema dialéctico de Hegel, sino también su veredicto: “esta historia no es aún una historia de negaciones. Aún no la hemos asimilado”.23 De manera semejante, Hegel y Zea consideran que en América todavía no se ha llegado a la conciliación del pasado con el presente. Por lo que no se ha podido superar dialé-cticamente ese pasado. La filosofía de Zea será el relato de todos esos problemas acumulados: “yuxtaposiciones”.

Las tres dimensiones de lo histórico, “pasado”, “presente” y “futuro” –dentro del circuns-tancialismo orteguiano– adquirirán un sentido pleno al ser enmarcadas en la dialéctica hegeliana. Esto no sólo le servirá a Zea para explicar el devenir histórico de América sino también para explicar y solucionar problemas como el de la autenticidad de la filosofía latinoamericana y el del ser del mexicano. En última instancia, todo lo que padecemos los latinoamericanos es porque no hemos sido capaces, según Zea, de asimilar dialécticamente nuestro pasado. Sobre el reproche hegeliano, Zea iniciará la construcción de una filosofía de la historia que relata el paso de la con-ciencia hispanoamericana cada vez más próxima a la asimilación. De la independencia política a la emancipación mental, y de esta última al proyecto asuntivo hay toda una serie de tomas de conciencia que se dirigen hacia la liberación.

El sentido unitario y la significación instructiva del proceso histórico, tan valorizados por Gaos, serán vistos por los estudiosos norteamericanos de la historia intelectual (Hale y Raat) y por la crítica postlatinoamericanista de Castro-Gómez, como los portadores de una falta de rigu-rosidad en el caso de los primeros y como los supuestos teóricos que expiden una serie de me-canismos de exclusión, en el caso del filósofo colombiano. A pesar de ello, las ideas de Zea serán ampliadas y continuadas matizando algunos aspectos específicos y agregando enfoques mucho más ambiciosos. Aunque se indique en los libros de Zea el hecho de partir de un espacio vital mar-cado por el conflicto histórico, éste siempre adquiere sentido dentro del despliegue teleológico de la conciencia hegeliana.

La filosofía de la historia de Zea no des-construye el término conciencia, lo utiliza para recuperar lo concreto, pero después, pretende fundamentarlo en lo concreto mismo anteriormente ya con-ceptualizado y atrapado en el despliegue de la conciencia misma. Un círculo vicioso desde el cual la razón moderna se amplifica para acoplarse a su real ahora resignificado como “lo propio”.

En su Dialéctica de la conciencia americana Zea de manera muy clara prolonga la filosofía de la his-toria hegeliana, suministrándole ejemplos concretos dentro de situaciones y circunstancias de la realidad conflictiva que define a la historia. Si para Hegel el Espíritu en su despliegue constituye la historia y toma conciencia de su libertad, a través de un proceso que se encarna en Asia pasando por Grecia y los pueblos cristianos hasta llegar a su plena realización en la Revolución Francesa; para Zea, Europa y Estados Unidos son meras estaciones del Espíritu: es América, en su lucha entre lo sajón y lo latino, quien está llamada a ser el lugar de la realización plena.24

En Filosofía de la historia americana Zea no hace modificaciones sustanciosas. En este libro vuelve a resurgir un tratamiento muy reducido de lo que entiende como “lo propio”: “Asimilar, no des-truir. Asimilar, una función que ha de ser realizada por la propia realidad. Una realidad que ha de alimentarse de otras realidades, pero sin destruirse a sí misma en estos intentos”.25 ¿Qué significa

23 Zea, Pensamiento, 1976 [1949], p. 53.24 Zea, Dialéctica, 1976, p. 20.25 Zea, Filosofía, 1978, p. 277.

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“una realidad que no debe destruirse a sí misma”? Desde luego Zea supone que, en medio de discursos imitativos y extranjerizantes, hay una realidad propia en la cual deberá fundamentarse el discurso auténtico. Desprovisto de una heurística apropiada, Zea no puede responder de modo convincente a las antinomias de su propio discurso.

El adjetivo “propia” o “propio” ya incluye al sujeto que vive la circunstancia o que está en ella. “Realidad propia” se refiere a una serie de situaciones que rodean y constituyen al sujeto lati-noamericano. Si el ser del sujeto es histórico, entonces, esas circunstancias que hacen su realidad fueron configuraciones de otros sujetos que a su vez fueron configurados por ellas, entrando así a una dinámica dialéctica de generaciones. Cuando a una generación se le presenta un problema, significa que ese problema surgió en una circunstancia propia, puesto que si surgiera de una cir-cunstancia ajena no sería un problema para ella, o bien, sería un pseudoproblema producto de la enajenación. ¿Cómo podemos saberlo? La cuestión aquí radica en algo que podemos llamar “reali-dad propia”; sin embargo, no podemos partir de ese algo como si fuera fundamento de discurso. La realidad propia antes de constituirse como tal ya es también interpretación del sujeto que la padece. Desde esta perspectiva, Zea parte de una “realidad propia” en tanto realidad fáctica, pero todo sujeto, y por tanto, todo discurso, parte de esa misma realidad en tanto ámbito posibilitador de logos. Sin embargo, cuando Zea habla de una “realidad propia” no está apelando a una realidad fáctica inagotable sino a una interpretación de la realidad que le sirve como criterio de demarca-ción entre lo propio y lo ajeno.

La figura discursiva y conceptual de “lo propio” al no poder ser determinada, aunque a pesar de ello aparezca en acto como criterio especular que en su fantaseo determina, se esconde bajo la pretendida “claridad” de lo obvio y, entonces, al no ser actualizada la problemática del pensar duplicado durante el proceso discursivo latinoamericanista, ejerce su dominio efectivo detrás de la apariencia de un duro fundamento ideológico y emotivo, y no como lo que realmente es: oscuro sin-fondo. La razón del gran Simulacro es la necesidad política de salvar las circunstancias aplicando mutatis mutandi correctivos a la contingencia de las acciones humanas, así como a las discontinui-dades históricas que se salen de aquellos “cuadros [...] tan ordenados y dinámicos que permiten apresar [...] el proceso histórico...”. El sin-fondo inagotable de lo latinoamericano es lo que aparece en su obviedad, pero también es aquello que nunca podemos comprender, por ello su inutilidad exasperante. Lo latinoamericano como etiqueta académica y perteneciente a su canon propio, se muestra y se vende a proyectos ocultando su con-sumación, su proceso de aparición ante lo ojos. Se trata de lo que Heidegger llamó la comprensión del Ser de término medio, y que quizás desde otro horizonte Edgar Allan Poe puso de relieve en su cuento “La carta robada”: ¿quién puede ver lo que está ante lo ojos?; ¿quién puede percatarse de lo que se oculta mostrándose?

Las características determinativas de “lo propio” expusieron y etiquetaron “lo latinoamerica-no” como producto vendible en la academia. Esta serie de características tuvieron un papel muy importante en las tipificaciones de “lo auténtico” y en la pertinencia de los temas. Aquello que no se ajustaba a las etiquetas, aquello que no se consideraba el resultado de la circunstancia propia-latinoamericana y que no aportaba algo para la cancelación de la dependencia era visto sospecho-samente, en el mejor de los casos, como una reflexión errabunda sometida a los dictámenes de la tradición europea, en el peor, como una maquinación diabólica del Centro.

La filosofía de la historia de Zea leída desde un horizonte heideggeriano y desde la crisis de lo político deviene proyecto reactivo que se deslinda de la problemática del pensar duplicado cuya consecuencia más inmediata fue su inadvertida instalación en el pensar de la técnica. Por lo cual Zea se acomoda en una reconducción dirigida por la subjetividad depurada del “hombre nuevo”,

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del latinoamericano “comprometido” que asume su historia y rectifica el rumbo no sólo de la América Latina, sino del mismísimo proyecto ilustrado-occidental que fue interrumpido por un “desvío” de los valores humanistas. Zea no se percató de que la metafísica, configurada Filosofía de la historia, tiene por fundamento esa misma subjetividad depurada que en ningún momento se desvió sino que, por el contrario, quedó consumada y consolidada en sus luchas rapaces por trans-formar (¿dominar?) su real. La teoría del desvío implica un ámbito de autenticidad especular desde el cual se intenta proporcionar cierto alivio a la conciencia y, a su vez, incorporar políticamente las discrepancias, yuxtaposiciones y desavenencias que no se ciñan al esperado Orden asuntivo. Im-plica además un uso correcto de los valores humanistas en donde esa “alma bella” latinoamericana, historiográficamente identificable, sueña en copertenecer a un proceso histórico trazado por una serie continua de tomas de conciencia que apuntan hacia la liberación.

El no haber abordado de manera decisiva la problemática del pensar duplicado sumió a Zea en una concepción de la crisis desde la cual ésta llega a representarse a sí misma como “estadio pasajero”, susceptible de ser llevado, mediante la intervención humana, a un momento futuro resolutivo y por consecuencia mejor. En medio de esta visión de la crisis el parricidio, como temá-tica moderna, habita con soltura en una metafísica historicista que considera al tiempo “linealidad secuencial” (pasado, presente, futuro), nunca “unidad auto-extendida”. La necesidad de crear un ámbito trascendental que pueda fundamentar y reorientar el devenir histórico tuvo su correlato en una segmentación de la historia según la cual habría un hilo conductor que daría sentido a las diferentes tomas de conciencia. En tal esquema son posibles las rupturas y las vinculaciones a una pretendida continuidad histórica; es posible, también, el relevo generacional que ya en nuestros días nos recuerda a las reencarnaciones de los avatares indios.

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Bibliografía referida