León Bloy, Peregrino de Lo Absoluto

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LEÓN BLOY, PEREGRINO DEL ABSOLUTO FERNANDO CASTELLI, S.J. En HUMANITAS Nro.4 León Bloy es una personalidad desconcertante. ¿Con quién compararlo? Albert Béguin -tan mesurado y serio- afirma que “los verdaderos compañeros de León Bloy en aquellas postrimerías del siglo XIX, en que las ilusiones del progreso deslumbraron tantas miradas y dieron origen a muchos espíritus clarividentes, son aquellos dolidos, aquellos atormentados, Nietzche, Rimbaud, Dostoievski, que parecían anacrónicos en ese tiempo de ciego optimismo, y que lo eran realmente: eran anacrónicos in anticipo”, en el sentido de que previeron las devastaciones de una “sociedad satisfecha de vivir en los límites de lo permitido, feliz de haber recibido la noticia de la muerte de Dios”[1]. Bloy es uno de ellos, pero es también diferente. Hoy hay un renovado interés en Bloy. Se tiene la impresión, con todo, de que -salvo algunas excepciones- no conocemos al “verdadero” León Bloy. Se lo lee deteniéndose en los aspectos secundarios de su obra -paradoja, violencia verbal, simbolismo exagerado, misticismo exacerbado- sin captar la inspiración de fondo. Su obra es un sucederse de relampagueos y de furores: los relampagueos de un genio que intuyó que la santidad era la única vocación del hombre, los furores de un alma sacudida por el deseo de Dios y por la impaciencia escatológica. Aquí nos propondremos analizar dicha obra para captar el “alma” de un profeta que pertenece -una vez más es Béguin quien lo sugiere- a la “familia espiritual” de Claudel, Peguy y Bernanos. Bloy nace en Perigueux el 11 de julio de 1846, en una familia de pequeños burgueses. Su padre, empleado en el cuerpo de ingenieros civiles, es libre pensador,

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LEÓN BLOY, PEREGRINO DEL ABSOLUTOFERNANDO CASTELLI, S.J.

En HUMANITAS Nro.4

León Bloy es una personalidad desconcertante. ¿Con quién compararlo? Albert Béguin -tan mesurado y serio- afirma que “los verdaderos compañeros de León Bloy en aquellas postrimerías del siglo XIX, en que las ilusiones del progreso deslumbraron tantas miradas y dieron origen a muchos espíritus clarividentes, son aquellos dolidos, aquellos atormentados, Nietzche, Rimbaud, Dostoievski, que parecían anacrónicos en ese tiempo de ciego optimismo, y que lo eran realmente: eran anacrónicos in anticipo”, en el sentido de que previeron las devastaciones de una “sociedad satisfecha de vivir en los límites de lo permitido, feliz de haber recibido la noticia de la muerte de Dios”[1]. Bloy es uno de ellos, pero es también diferente.

Hoy hay un renovado interés en Bloy. Se tiene la impresión, con todo, de que -salvo algunas excepciones- no conocemos al “verdadero” León Bloy. Se lo lee deteniéndose en los aspectos secundarios de su obra -paradoja, violencia verbal, simbolismo exagerado, misticismo exacerbado- sin captar la inspiración de fondo. Su obra es un sucederse de relampagueos y de furores: los relampagueos de un genio que intuyó que la santidad era la única vocación del hombre, los furores de un alma sacudida por el deseo de Dios y por la impaciencia escatológica. Aquí nos propondremos analizar dicha obra para captar el “alma” de un profeta que pertenece -una vez más es Béguin quien lo sugiere- a la “familia espiritual” de Claudel, Peguy y Bernanos.

Bloy nace en Perigueux el 11 de julio de 1846, en una familia de pequeños burgueses. Su padre, empleado en el cuerpo de ingenieros civiles, es libre pensador, anticlerical y masón; la madre, de origen español, creyente sincera. Después de una adolescencia rebelde y taciturna, en 1864 se muda a París, exuberante de cuerpo y alma, revolucionario e incrédulo en el plano religioso. “Hubo un momento -escribirá- en el cual, en vísperas de la Comuna, el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón”[2]. Para vivir, ejerció los oficios más humildes.

En 1867 conoció a Barbey d'Aurevilly, cuya frecuentación y amistad lo llevaron a la fe, en la cual se mantuvo inamovible “como una lechuza devota a la puerta radiante de la Iglesia de Jesucristo”. Su temperamento extremista lo conduce de un anticlericalismo violento a un catolicismo intolerante. Su existencia tiene, intelectual y materialmente, un ritmo frenético. En 1863 es admitido por Louis Veuillot en la redacción del Univers, pero allí permanece poco tiempo por incompatibilidad con la línea moderada, a su entender, del diario. En 1877 conoció a una prostituta, Ana María Roulet, y, para sacarla del mal vivir, la acogió bajo su techo. Entre ellos nació una pasión violenta que se alternó con entusiasmos místicos. Después de algunos meses, Bloy abandonó a la amante, renunció a un trabajo seguro y se retiró a un monasterio de Soligny con la idea

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de hacerse monje benedictino. Su confesor le aconsejó que no adoptara la vida monástica ni se casara con Ana María, que entre tanto se había convertido en católica ferviente. Durante una estadía en el Santuario de Salette, conoció al abad Tardif, que lo introdujo en el estudio de la simbología bíblica y lo estimuló a escribir una obra sobre la aparición de la Virgen. Transcurre un período relativamente sereno, en el cual maduran los elementos esenciales de su pensamiento. Luego retoma su vagabundeo. En el intertanto, conoce a las personalidades de primer plano de la vida literaria parisina: P. Bougert, Ph. De Villiers de l'Isle-Adam, Paul Verlaine. M. Rollinat, J.-K. Huysmans. En 1889 se casa con Jeanne Molbeck. El matrimonio llevó a su existencia una nota de serenidad que le permitió publicar libros y artículos. Murió el 3 de noviembre de 1917, tras una larga y dolorosa enfermedad, soportada con valor y serenidad.

Escritor discutido e inquietante

En el campo literario, Bloy es una personalidad discutida. Hay quienes lo detestan, por considerarlo exagerado, redundante, empecinado; y quienes organizan en torno a él la conjura del silencio, porque perturba y ofende. Pero hay también quienes lo consideran un gran escritor (Verlaine, Verhaeren), un verdadero poeta y profeta (Raissa y Jacques Maritain), inclusive un genio. M. Maeterlinck ha escrito: “Si por genio se entiende un relámpago en la profundidad, La femme pauvre (la obra maestra de Bloy) es la única obra moderna en la cual hay signos evidentes de genio”[3]. Refiriéndose al mismo volumen, Raisa Maritain habla de “lirismo auténtico, profundo, inagotable”[4]; Y Frank Kafka declaró que Bloy tiene “un fuego que recuerda el ardor de los profetas”[5].

Bloy es un torrente: de luces y de sombras, de imágenes y de símbolos, de invectivas y de ternuras. Tiene la capacidad de agarrar al lector y lanzarlo a un universo impensado, que revela visiones paradisíacas e infernales, que provoca violentas nostalgias, pero también fuertes inquietudes. Es el universo del misterio cristiano, en el cual él se encuentra como en su casa.

Donde nosotros encontramos sólo dogmas y conceptos, él entrevé dramas de dolor y de amor. No vacila en encaramarse hasta aquellos precipicios donde el pensamiento debe ponerse de rodillas, ni en repetir, incluso gritar, las verdades “escandalosas” del Evangelio, en un estilo potente y lleno de imágenes. Y a veces se le ocurre zambullirse en la oscuridad, no para analizar, sino para asir los resplandores y los secretos de Dios.

Bloy tenía una gran sensibilidad, captaba las percepciones inmediatas, las intuiciones momentáneas, las experiencias paramísticas. En consecuencia, no le gustaba la filosofía, que consideraba un pasatiempo, incluso un ultraje a Dios. Tampoco con la teología se ablandaba, aunque sin rechazarla abiertamente. Quería experimentar a Dios, por vía del amor, y pronto; tener de él aquel conocimiento casi en éxtasis atribuido a Adán antes de la caída, a los elegidos después de la resurrección de los cuerpos y a algunos místicos por períodos breves. Incapaz de analizar y de seguir reglas, se atrincheró en las palabras de Ruysbroek: “La contemplación es un conocimiento superior a los modos de conocer, una ciencia superior a los modos de saber (...) Es una ignorancia iluminada, un espejo maravilloso en el cual se refleja el esplendor de Dios. Está fuera de toda regla, y todos los procedimientos de la razón son impotentes frente a ella”[6].

Hoy es sobre todo un poeta, en el sentido de que se mueve en un mundo interior suyo, en el cual, dice Jacques Maritain, “todo evento, todo gesto, todo individuo es

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inmediatamente colocado en otra parte, separado de las contingencias, de las condiciones concretas del ambiente humano que lo explican y lo vuelven plausible, y transformado, bajo la mirada de este terrible visionario, en un puro símbolo de alguna devorante realidad superior”[7]. ¿Y qué pasa con todo lo demás? “Fantoche, espectáculo inútil e incierto”. Para describir esta transfiguración de la realidad inmediata recurrió al arte, que él concebía como esfuerzo para alcanzar a Dios en tres etapas: descubrir el misterio escondido, buscar las similitudes sensibles para expresarlo, e ir más allá de la esfera artística para llegar al Absoluto. De este modo el arte se convierte en un esfuerzo -necesario y grandioso- para lograr la conquista de Dios. Arte ¿”de salvación”? ¿”Visionario”? Quizás. Pero no podría ser de otra manera, porque “cuando se habla de Dios, todas las palabras humanas parecen leones que enceguecen en busca de un manantial en el desierto”[8].

¿Fracaso de la Redención?

El horizonte de León Bloy está dominado por la presencia del Cristo sufriente. El Cristo glorioso de Piero della Francesca, el Cristo juez de Miguel Angel o el Cristo Pantokrator del arte paleo-cristiano no encuentran sitio en su obra. No reniega de ellos, naturalmente, pero sus preferencias van al Cristo sangrante y mendicante. En las numerosas páginas dedicadas a los sufrimientos del Redentor, se advierte pronto que entre el autor y su sujeto hay una participación que implica todo el ser. En una carta de 1872, Bloy habla de su joie suprême (alegría suprema) cuando, dirigiéndose a recibir la Eucaristía con el amigo Landry, se le aparece e Rostro sangrante.

La fascinación que el Rostro sufriente ejerce sobre él tiene dos causas principales: En él se refleja el drama de la miseria humana y de su redención; de él emana una luz que ilumina la historia, transfigura el dolor, vivifica la esperanza. En estas afirmaciones está la síntesis de su pensamiento. Para comprender bien tal pensamiento, es oportuno analizarlo en sus aspectos más salientes. El espectáculo del mal -físico, social, espiritual- desorienta a Bloy. ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué la rebelión y el odio? ¿Por qué la lujuria y el egoísmo? Su pensamiento va pronto a Satanás, que no es el principio sino que está al principio del mal. Aunque no está obsesionado por el Maligno ni habla de él raramente, el escritor expresa con claridad sus convicciones al respecto. “Conozco un solo Satanás poético verdaderamente terrible: el Satanás de Baudelaire, puesto que es sacrílego (...) Pero el verdadero Satanás, que ya no conocemos, el Satanás de la teología y de los santos místicos -el antagonista de la Virgen y el tentador de Jesucristo- es tan monstruoso que, si le fuese permitido mostrarse tal como es (...), la raza humana y la fauna entera lanzarían un grito y caerían muertas”[9].

Vaciado de amor y viviendo del odio, Satanás está empeñado en separar al hombre de Dios y enrolarlo en sus filas. Sus armas preferidas son la riqueza (el “dios dinero”), el orgullo (flor de la mentira) y el sentimiento de lo irrevocable (que paraliza en su beneficio la libertad humana). “Nada escapa a su garra, nada (...) excepto la libertad crucificada con Jesucristo”[10]. Cuando nuestra libertad no está “crucificada con Jesucristo” se transforma en arbitrio y se desmigaja en infamias. Herido por la caída, corroído por la nostalgia del paraíso perdido, reseco por la desesperación, el hombre sufre una metamorfosis que Bloy esboza con tonos sombríos: “¿No piensas que el siglo XX -escribe a un amigo el 9 de enero de 1900- que tú llamas “el siglo de los muertos”, sería mejor definirlo, y más de acuerdo con la historia, como Siglo de las carroñas?... ¡Ah! ¿Cuánto más conviene el nombre de carroñas a los pasajeros del siglo XX”[11].

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¿Fracaso de la creación, entonces? Se podría creer eso si no fuera por la Redención, vale decir, por la regeneración del hombre mediante la Pasión de Jesucristo: “Son necesarios todos los sufrimientos de Jesús y todos los nuestros para reconstruir el Paraíso”[12]. Pero ¿acaso no ha fracasado también la Redención? El Salvador ha realizado todo lo que era necesario para reparar los horrores del pecado, pero los hombres se rehusan a realizar lo que se les pide para que la Redención se cumpla. Y lo que se les pides poco en comparación con lo que ha hecho Cristo, pero indispensable, porque Dios no salva al hombre sin la colaboración de éste. Para salvarnos, Dios precisa de nuestra voluntad, de nuestra libertad y de nuestro amor. Sin embargo, Satanás obra para esclavizar a los hombres, apoderándose de su libertad y obnibulando su mente con espejismos y mentiras. “Después de 18 siglos la Redención es completamente ignorada por la decimonovésima parte de la humanidad y arrastrada por la innombrable inmundicia de las hipocresías, de los reniegos, de las bellaquerías y de los sacrilegios”[13]. Ver esto hace estremecerse al escritor, que se entrega a pensamientos lúgubres, “La realidad aparente es la equivocación de Dios en la tierra, el fracaso de la Redención (...) Estólidamente se nos pregunta si el Salvador no ha abdicado. Quae utilitus in sanquine meo, dum descendo in corruptionem? Esta es la agonía del huerto como la han visto los místicos”[14].

Frente a este cuadro, Bloy se pregunta: ¿Cómo es que Dios puede seguir soportando su creatura? La respuesta es perentoria: Dios es amo encarnado en Jesucristo; no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva. Para tal fin, desde la eternidad mendiga nuestro amor para salvarnos, implora nuestra ayuda para impedir que el mundo se hunda, y pide que le permitamos vivir en nosotros para que pueda continuar su obra redentora. En estas afirmaciones aparece uno de los puntos clave del pensamiento del escritor. Jesús es ciertamente el “Rey de reyes”, “Señor de los señores”, pero Bloy prefiere verlo como el Le Mendiant des siècles et le Prodigue de l'Éternité (El mendigo de los siglos y el pródigo de la eternidad).

En otro texto denuncia la ilusión de los hebreos y de los cristianos -”lectores carnales de un Libro espantosamente simbólico”- de querer vivir a la sombra de un Dios magnífico y omnipotente. Él, por el contrario, piensa que es necesario abandonar todo, venderlo, para pedir limosna para este Señor que nada posee, nada puede, enfermo en todos sus miembros, sepultado bajo las inmundicias de la tierra, que grita su angustia en espera del Juicio. Antes de aquel día Jesús no estará de pie. Pero estará siempre alrededor, en las calles de los hombres, mendigando. Al describir el espectáculo que se ofrece a la mirada del Mendicante divino, Bloy revela una rara fuerza; algunas de sus intuiciones recuerdan a los místicos.

Cristo recapitulador de la historia

Si Cristo murió en la cruz, cargando con los pecados del mundo, si la Redención se realizó y el pecado quedó destruido, ¿por qué esta marea de sufrimientos que embiste a la sociedad? Para Bloy, hay que buscar la respuesta en el dogma del Cuerpo místico, dogma sobre el cual se estructura su personal visión de la historia. El siglo XIX elaboró una concepción de la historia fundada en la técnica de las informaciones y en la exploración sistemática del pasado para comprender los acontecimientos. Bloy rechaza tal concepción, porque rechaza el concepto de la diversidad de las épocas históricas y lo

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sustituye con la noción de las “edades sucesivas consideradas como simples traducciones, diferentes pero armónicas, del mismo hecho único, eterno, perpetuamente actual”, vale decir “el hecho de la Encarnación, el único que existe verdaderamente y que merece ser registrado, que estaba presente ya antes de la venida de Cristo, y que está presente desde entonces en todo instante del tiempo”[15]. Al respecto, una parte de su obra Jeanne d'Arc et l'Allemagne (Juana de Arco y Alemania) es paradigmática: “El tiempo es una impostura del Enemigo del género humano, que cayó en la desesperación por la perennidad de las almas. Estamos siempre en el siglo XV, tal como en el X, tal como en el momento central de la Inmolación del Calvario, como antes de la venida de Cristo. Estamos realmente en cada uno de los pliegues del tejido multicolor de la historia antigua. La historia es como un sueño, porque está construida sobre el tiempo, que es una ilusión muchas veces dolorosa y siempre inasible”[16].

En la maraña de los acontecimientos, lo histórico superficial intenta en vano encontrar líneas de desarrollo lógico; es como querer discernir linealidad en los sueños incoherentes de una persona que duerme. El error consiste en considerar como realidades consistentes, y en sí mismas suficientes, eventos que son sólo y siempre las apariencias y los símbolos de realidades ocultas. Hay que saber leer la historia, lo que exige una elevación espiritual, un “espíritu de fe y sencillez” y una “atención sobrehumana” que permitan ver más allá de las apariencias y el desorden. Pero ¿Ver qué? Que Dios escribe su Revelación a través del desorden de la historia; que el caos de los hechos, para nosotros incomprensible, esconde un discurso de Dios; que nuestra historia es sustancialmente la misma que aquella narrada en los dos Testamentos, prefigurada en el Antiguo, descrita en el Nuevo, confirmada enseguida en la vida del Cuerpo místico. El consummatum est del Viernes Santo concluye el ciclo temporal: no hay nada más que decir, nada que esperar.

¿Y el tiempo en el cual transcurre nuestra vida? ¿Es una ilusión? Todo lo contrario. “La historia no es sólo una repetición, una imitación del drama de la Redención, sino que es este mismo drama, extendido en lo que llamamos tiempo”[17]. Esto es posible (y comprensible) si se cree -como todo cristiano debe creer- que Cristo no es sólo el hijo de María, que vivió en Galilea y murió en la cruz; es también el conjunto de los hombres, -muertos, vivos, por nacer- que lo prolongan en el tiempo y en el espacio, y forman el Cuerpo místico de él. En esta perspectiva, la muerte de Cristo se identifica con el fin de los tiempos.

En toda alma se refleja el universo

Centro del pensamiento religioso de Bloy es la Comunión de los Santos, dogma sobre el cual se funda la metafísica de la historia como es concebida por el escritor. La Comunión de los Santos “es la designación teológica de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, del cual todos los fieles son los miembros visibles”; en un lenguaje más vivo, “es el concierto de todas las almas desde la creación del mundo, concierto tan maravillosamente exacto que es imposible evadirlo. La exclusión de una sola alma sería un peligro para la Armonía eterna”[18].

Meditando tal misterio, la mirada de Bloy se posa en Cristo. Es Cristo quien estructura su Cuerpo, lo funda, lo imbuye; es el centro en el cual confluyen las masas humanas, cargando sobre los hombros con la propia carga de pesares y de esperanzas, de pecados y de santidades; es un océano en el cual se pierden y se confunden ríos y torrentes,

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barrosos y pavorosos. El Cristo sufriente es el hombre que sufre, el hombre de todos los tiempos; el dolor del mundo es aquel mismo de la agonía de Jesús, prolongado hasta el fin de los siglos en su Cuerpo místico. Bloy llega a afirmar que es imposible golpear una creatura sin golpear a Cristo; matar, maldecir, humillar a un hombre es matar a Cristo, maldecirlo, humillarlo.

La verdad que de manera particular golpea a Bloy en la contemplación del Cuerpo místico es la interdependencia de las almas, ligadas entre ellas por hilos misteriosos cuya comprensión “escapa ciertamente a las conjeturas de amor de los más grandes Santos”. Los méritos y desméritos de los hombres forman el milagro constante de una balanza infalible: “Un cierto movimiento de la Gracia que me salva de un peligro grave pudo ser determinado por un acto de amor realizado esta mañana o hace quinientos años por un hombre oscurísimo, cuya alma correspondía misteriosamente a la mía y que recibe así su recompensa”[19]. Tal correspondencia espiritual constituye, a los ojos de Bloy, el elemento sobre el cual se funda la historia. En realidad, la verdadera historia no está constituida principalmente por acontecimientos que se desenvuelven en el tiempo y en el espacio; es aquella de las almas, en cada una de las cuales se refleja el universo, vale decir el alma de los otros. Considerado en su singularidad, el hombre es incomprensible; hay que verlo en la armonía de todos los seres, vale decir, en el Cristo total.

La “mística del dolor”

En una carta escrita por Bloy durante la guerra de 1870 hay un párrafo que sintetiza lo que se define como su “Mística del dolor”. “Solamente cuando la Iglesia sufre se puede afirmar que triunfa, y ella siempre ha sufrido. El sufrimiento es su patrimonio, su dominio inalienable, su verdadero tesoro. Cada gota de la sangre de los mártires es una perla en el cofre de la Verdad. El cristiano sin el sufrimiento es un peregrino sin brújula. No llegará nunca al Calvario. Es necesario que la pasión de Cristo, consumada en la inefable cabeza coronada de espinas, se cumpla también en los miembros”[20]. De tales premisas, Bloy deduce la necesidad del dolor, que es “la esencia misma, la columna vertebral de la vida moral”[21] del cristianismo. Si somos los “miembros de Jesucristo”, “los mismos miembros suyos”, es absurdo excluir el dolor de nuestra vida. Fundado en la convicción de que “el desterrado del paraíso puede exigir solo la felicidad de sufrir”, Bloy quiso experimentar en primera persona el dolor en todos sus aspectos: miseria, hambre, frío; falta de casa, falta de amigos, falta de quietud; siempre teniendo a los talones un cortejo de ataúdes, odios y pasiones feroces, sí debe agotar “todas las torturas y las angustias del alma y del cuerpo”. Al recorrer sus volúmenes, sobre todo del diario, se advierte su gradual abismarse en el dolor puro.

Dolor, ciertamente, pero también alegría. Porque existe también la “Alegría de sufrir”: Aquella alegría que “El Paraíso terrestre no ha conocido, no podía conocer, antes de la “feliz culpa”, que habría causado la exultación de todos los durmientes”[22]. Bloy llega también a identificar -especialmente en Celle qui pleure (Aquella que llora) y en Meditations d'un Solitaire (Meditaciones de un solitario)- el dolor con la alegría: El Paraíso terrestre es el Sufrimiento[23]. El motivo de esta identificación es múltiple: el dolor nos da la cercanía de Dios; nos permite imitar al Señor, porque todo dolor es configuración con él, vale decir, es un minuto de su agonía recorrida por el eco del tiempo; es un acto de caridad capaz de dar vida quizás a muchas almas, debido a la reversibilidad; es el aspecto visible de la beatitud Absoluta que es Dios. Encarnándose,

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se ha presentado a nosotros como “Hombre de dolores”; el sudor de Getsemani y la sangre del Calvario son el terreno en el cual “la genealogía de las virtudes cristianas ha germinado sus tallos”[24].

De tales consideraciones brota una convicción que Bloy afirma con claridad y emoción: “El dolor es una Gracia que no merecíamos”[25]. Nos permite lanzarnos en el Corazón del abismo, vale decir, en el “Corazón de Dios, el Corazón de Nuestro Señor Jesucristo” para palpitar con él y así elevar la tierra hacia el Salvador. Bloy tuvo, y en abundancia, la Gracia del dolor. No se piense, sin embargo, que él fomentaba el dolorismo. Muy por el contrario. Creía en la Resurrección y la esperaba con impaciencia; pero su mirada estaba fija en la Cruz. Escribiendo a su futura esposa, afirmaba: “El dolor no es nuestro último fin, porque nuestro fin último es la beatitud. El dolor nos conduce de la mano al umbral de la Vida eterna. Nos conduce sólo hasta ese punto, porque trasponer ese umbral le está vedado”[26].

“Lo visible es la huella de lo invisible”

La obra de Bloy pulula de símbolos, porque comprender la realidad significa, para él, alcanzar los significados recónditos de los cuales ella es símbolo; por lo tanto, significa ver más allá, ver el Otro, porque “Lo visible es la huella de la invisible”[27]. El interés de Bloy por la historia no tiene que ver por lo tanto con la riqueza documental, sino con la fuerza simbólica en ella contenida. Para él los acontecimientos históricos son sólo un fondo que permite al símbolo apoyarse.

Un ejemplo de la paradoja simbólica de Bloy es Le Salut par les Juifs (La salvación por los judíos) (1892). Raissa Maritain, a la cual está dedicada la obra, la define como “gran poema lírico y religioso” en el cual “la exégesis de León Bloy es un horno ardiente de similitudes y de símbolos que prolongan al infinito el sentido de las realidades divinas”[28]. La ocasión de la composición del libro fue la publicación de los dos volúmenes de Francia judía (1886) de Edouard Drumond, llenos de antisemitismo. Precisamente por entonces hubo un incremento del odio contra los hebreos, que tendía una dramática expresión en el vergonzoso “caso Dreyfus”. La obra de Bloy quería ser un grito de protesta a favor de los hebreos, y en contra de aquellos que olvidaban y no querían saber “que nuestro Dios hecho hombre es un hebreo, el hebreo por excelencia, el León de Judá; que su madre es una hebrea, la flor de la raza hebraica; que todos sus antepasados fueron hebreos; que los apóstoles fueron hebreos al igual que todos los profetas; por último, que toda nuestra Sagrada Liturgia está dominada por los libros hebraicos. Y entonces ¿cómo expresar la enormidad del ultraje y de la blasfemia que consiste en vilipendiar la raza hebraica?”[29].

Le Salut per les Juifs es un tributo de honor, el acto de protesta de un hijo y un testimonio a la grandeza hebraica. Para hacer resaltar mejor esta grandeza, el escritor se adentra en las sombras del Pueblo elegido, recurriendo a un realismo simbólico violento y exasperado (véase capítulos V, VI y VII), que desconcierta al lector. Sin perderse en polémicas contingentes y evitando disquisiciones puramente teológicas e históricas, Bloy concentra su atención en el “misterio” del pueblo hebraico: misterio que nos concierne a todos, porque en él está expresado el destino de la humanidad. Parte de la afirmación de Jesús: “La salvación viene de los judíos” (Juan 4, 22) para concentrar luego la atención en los versículos 12 y 15 del capítulo XI de la carta de Pablo a los romanos. “Si, por lo tanto, la caída de ellos fue riqueza del mundo y el fracaso de ellos

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riqueza de los paganos, ¡qué no ganaremos con su participación total! (...) Si el fracaso de ellos ha marcado la reconciliación del mundo, ¿qué no se logrará con readmitirlos sino una resurrección de los muertos?” El texto paolino sugiere dos consideraciones. La primera, histórica: la caída de los hebreos provocó la riqueza de los paganos; la segunda, “catastrófica”: la reintegración de Israel anunciará el final de la historia, el juicio final y la resurrección de los muertos. Bloy insiste en esta última consideración y la concibe en términos que legitimizan su impaciencia apocalíptica.

La perspectiva del final de los tiempos lo impresiona. Es necesario enfrentarla. Para tal tarea hay que “liberar” a Cristo, prisionero de los hebreos. Sí, Jesús y la Iglesia son prisioneros de los hebreos que son por lo tanto “los carceleros de la Redención”[30]. El consentimiento de ellos es necesario para la restauración universal; para tal efecto “un continuo milagro conserva la progenie de los hebreos”[31]. Como axioma, Bloy afirma: “Los hebreos se convertirán cuando Jesús haya descendido de la cruz, y Jesús no puede descender sino cuando los hebreos se hayan convertido”[32]. El advenimiento del reino de Dios depende por lo tanto de los hebreos. ¿Cuándo lo desclavarán? A la espera, el hecho de que sean rechazados inmoviliza todas las fases de la pasión del Señor. La agonía de Getsemani, el beso de Judas, la negación de Pedro, el vía crucis, la crucificción, la agonía y la muerte: todo se repite indefinidamente, día tras día. Como la historia de Jesús, así también la historia única de Israel es representada a lo largo de los siglos por la historia de los pueblos.

“Llega la muerte. Bendita sea”

Los polos dentro de los cuales se desenvuelve la vida de Bloy son dos: el sufrimiento de Cristo, en agonía con su Madre y con la Iglesia, y la espera del Espíritu Santo. Creía ciertamente en la Resurrección acontecida al tercer día, pero no la veía como veía la Cruz. Esta incumbía a su vida, con todo su peso de pecados y de miserias, mientras la atmósfera se llenaba del llanto de la Dolorosa y de los fieles. ¿Cuándo sería desclavado Cristo de la cruz?

Desclavar a Cristo de la cruz en la cual esta crucificado “desde hace tantos siglos”: he aquí el pensamiento que por otros treinta años atormentó, a veces obsesivamente, a Bloy. ¿Cómo desclavarlo? Invocando la venida del Espíritu Santo, el único capaz de realizar esa tarea. El reino del Padre -la creación- fue violentado por el pecado; el reino del hijo -la Redención- está, desde hace veinte siglos, trastornado por traiciones, negaciones e idolatrías; es necesario esperar el tercer reino, el del Espíritu Santo. El Cristo clavado en la cruz es el Dolor y la Esperanza; el Padre es la Fe y la Potencia que espera e invoca el buen uso de la libertad por parte de los hombres para que se cumpla el fin de los tiempos; el Espíritu Santo es el Amor que triunfa, la Gloria de Dios que se levanta, el reino que se instaura. En los últimos años de su vida, la espera del nuevo Pentecostés es todo para él: su razón de ser, su destino, su arte. El Paráclito, errante y gimiente a causa de los pecados de los hombres, hace sentir sus pasos -cree él- cuando el Apocalipsis se anuncia y nos hemos convertido en “espectadores de una abominación universal que no han conocido los siglos más negros”. ¿Se ha alejado Dios? Sí, aparentemente, para encontrarnos en otros senderos y ofrecernos la potencia del Cristo, muerto y resucitado, que nosotros llamamos Espíritu Santo. Encuentro que, para Bloy, ocurre en el silencio de la fe y en el martirio de la esperanza, al ocaso del 3 de Noviembre de 1917. En el Desesperé (Desesperado) hace decir al protagonista (que es él mismo): “Me he pasado la vida buscando dos cosas: la gloria de Dios o la muerte. Me

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llega la muerte. ¡Bendita sea! Quizás la gloria viene detrás de ella y mi dilema haya sido insensato”[33].

“Sólo hay una tristeza”

La obra de Bloy es una ventana abierta al infinito y al misterio; cuanto más se hunde en ellos la mirada, más se amplía el horizonte, más brillan las luces, más se estremece el alma de nostalgia de absoluto. Bloy se definió como Peregrino del Absoluto y también como Peregrino del Santo Sepulcro. En realidad, su vida fue un incesante peregrinaje en busca de Cristo y de las almas: Para testimoniar al primero y para despertar en las segundas la urgencia de un cristianismo que volviera a encender el sentido de lo absoluto, la pasión del Crucificado, el amor de las bienaventuranzas evangélicas. En la realización de ésta, su “vocación”, fue impaciente, a veces exaltado, siempre extremista. No hay que sorprenderse. Para él, que vivía con tanta intensidad el testimonio propio y se sentía heraldo de la gloria de Dios, los cristianos apáticos e indolentes, los curas mediocres, los idólatras de nuestro tiempo, eran aberraciones y cadenas que impiden la liberación de Cristo. ¿Cómo, en consecuencia, escandalizarse de que el Impatient (El impaciente) de la gloria de Dios blandiera -a veces torpemente- una espada de fuego? ¿Acaso no son nuestras canalladas e idolatrías las que retardan la venida del Espíritu Santo?

Generoso aventurero de Dios, Bloy persiguió un ideal nobilísimo: volver a dar a las almas resecadas por el formalismo su frescura y espontaneidad. Desprovisto, sin embargo, de formación teológica sólida, y entorpecido por un romanticismo demasiado expuesto e influenciado por espíritus impacientes y quiméricos, se encontró arreglándoselas sólo con su gran amor a Dios y a las almas, en calles solitarias e insidiosas. No fue ni un hombre de la Iglesia ni una persona de gran cultura ni un artista refinado, como sus amigos Huysmans y Verlaine; fue un testigo de la fe cristiana. Y su manera de dar testimonio no fue agradable a todos: era demasiado violenta. Pero su coraje, su pasión de creyente, su buena fe están fuera de toda duda.

Su obra es rica en intuiciones, muchas veces geniales e iluminadas; las ideas de fondo que las sostienen son pocas, pero precisas y macizas. Las sintetizó él mismo en una carta a una joven mujer, en 1912. “En toda alma hay un “abismo de misterio”. Cada cual tiene su precipicio, que ignora y no puede conocer (...) Se te ha dicho que tienes un alma inmortal que hay que salvar, pero nadie te ha dicho que esta alma es un abismo en el cual todos los mundos podrían hundirse, en el cual el Hijo de Dios mismo, creador de todos los mundos, se ha hundido; que esta alma es el sepulcro de Cristo, por cuya liberación, en tiempos lejanos, tantos sacrificaron la vida. Te han dicho también que Jesús murió por ti, por tu alma; sin embargo, no sabes que, aunque estuvieras sola en el mundo, si fueras la única hija de Adán, la segunda persona divina se habría encarnado y hecho crucificar por ti, como lo ha hecho por miles de millones de seres, y que por lo tanto eres particular e inefablemente preciosa, desde el momento en que el universo fue creado para ti sola (...) Ciertamente te han hablado de la Comunión de los santos (...), antídoto o contrapartida de la dispersión de Babel. Ella demuestra una solidaridad humana tan divina, tan maravillosa, que es imposible a un ser humano no responder por todos los otros, en cualquier tiempo que ellos vivan, en el pasado o en el futuro”[34].

La cita es paradigmática. Nos hace comprender el por qué de la soledad de Bloy (Cuanto más nos acercamos a Dios, más solos estamos. Es el infinito de la soledad)[35].

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Y nos revela el sentido profundo de ese estribillo suyo, que resume su existencia, escrito en letras mayúsculas en la última línea de La Femme Pauvre: Il n'y a qu'une tristesse: c'est de n'être pas des saints. Hay una sola tristeza: la de no ser santos.

[1] A. Béguin, León Bloy, místico del dolore, Alba (CN), Ed. Paoline, 1958, p. 17 y siguientes.[2] Véase H. Colleye, L'ame de Leon Bloy, Desclée de Brouwer, 1930, p.41.[3] Citado por R. Maritain, I grandi amici, Vita e Pensiero, 1956, p. 90.[4] Ibidem, p. 91.[5] Véase G. Ianouch, Colloqui con Kafka, citado por M.A. Rigoni, “Le bagatelle de Bloy sul destino ebraico” en Corriere della Sera, 16 de julio de 1994.[6] Véase M.J. Lory, La pensée religieuse de Léon Bloy, Bruges, Desclée de Brouwer, 1951.[7] J. Maritain, Cahiers du Rhóne, n. II, p. 26.[8] L. Bloy, Le Mendiant Ingrat (1892-1895), t. I, París, Mercure de France, 1946, p. 93.[9] Idem, Le Révélateur du Globe, París, Santon, 1884, p. 15.[10] Ibidem, p. 17.[11] Texto del Journal, citado en Nelle tenebre, Roma, AVE, 1946, p. 110.[12] Idem, L'Invendable (1904-1907), París, Mercure de France, 1909, p. 66.[13] Idem, Propos d'un entrepreneur des démolitions, París, Stock, 1925, XI.[14] Idem, Celle qui pleure, París, Mercure de France, 1945, p. 42. Se aprecia con claridad que Bloy no sostiene el fracaso real de la Redención, sino el aparente.[15] A. Béguin, Léon Bloy, místico del dolore, cit. , p. 31 y siguientes.[16] L. Bloy, Jeanne d'Arc et l'Allemagne, París, Mercure de France, 1933, p. 94 y siguientes. Las cursivas son nuestras.[17] A. Béguin, Léon Bloy, místico del dolore, cit., p. 36.[18] L. Bloy, Méditations d'un Solitaire en 1916, París, Mercure de France, 1917, p. 55.[19] Ibidem, p. 57 y siguientes.[20] Ibidem.[21] Idem, “Lettres à M. Ménard”, en Lettres de jeunesse, París, Joseph, 1920.[22] Idem, Nelle tenebre, cit., p. 30.[23] “¿Cómo hacer comprender que a una cierta altura alegría y dolor son la misma cosa, y que un alma heroica los pone fácilmente en un mismo plano? Pero, ¿dónde están hoy las almas heroicas? Sé bien que es posible toparse con el heroísmo, al menos en el estado rudimentario; pero el heroísmo integral, sin remiendos y sin apoyos, el heroísmo tomado de la eternidad, ¿dónde está? Un heroísmo semejante es el del cristiano integral, el que, antes de dar cualquier cosa a la patria, ha dado todo por amor a Dios: pero eso es extremadamente raro” (Nelle tenebre, cit., 29).[24] Ibidem, p.48.[25] Ibidem, p. 122.[26] Carta del 8 de febrero de 1906, en L'invendable, cit.[27] Ibidem, Mon Journal (1896-1900), París, Mercure de France, 1904, p. 78.[28] R. Maritain, I grandi amici, cit. P. 105 y siguientes.[29] Ibidem, p. 111 y siguientes.[30] Idem, La salvezza dei giudei, Milano, E. Paoline, 1960, p. 86.[31] Ibidem.

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[32] Ibidem, p. 88.[33] Idem, Le Désesperé, París, Soirat, 1886, p. 135.[34] Idem, Lettres à René Martineau, París, Ed. De la Madelaine, 1933, citada por S. Fumet, Misssion de Léon Bloy, París, Desclée de Brouwer, 1947, p. 368 y siguientes.[35] Idem, Méditations d'un Solitaire en 1916, cit. La frase es citada por R. Maritain, I. grandi amici, cit., p. 476.