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LENGUAJE, CIENCIA Y FILOSOFÍA

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A N T O N I O E N J U T O C . P .

LENGUAJE, CIENCIA Y FILOSOFÍA

E D I T O R I A L C I E N C I A 3

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Título: Lenguaje, Ciencia y Filosofía

© Antonio Enjuto C. P.

© EDITORIAL CIENCIA 3

C/ Comercio, 4. 28007 Madrid. Teléf.: 552 76 80

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier al-macenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso es-crito del autor y de CDN - Ciencias de la Dirección, S. A.

Diseño de cubierta:

Orienta las ilustraciones: M.ª Ana Sáenz Nuño

Depósito Legal: M. 10.221-1996

I.S.B.N.: 84-86204-68-2

Fotocomposición: MAEV, S. L.

Imprime: COFAS, S. A.Printed in Spain - Impreso en España

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INTRODUCCION

El lenguaje es un claro fenómeno cultural. Para descubrir las leyes científicas, para que haya intercambios, o se pueda hacer filosofía, nos es de todo punto imprescindible el uso de la palabra.

Esta convicción, junto al deseo de conocer su origen y desarrollo, hizo que nos detuviésemos, no sólo en sus primeras formas humanas y culturales, sino en lo que la historia del pensamiento ha ido elabo-rando sobre la misma. Claro que, por ser la palabra «organismo vivo» que evoluciona y cambia al compás de las vicisitudes de la persona, urge también encontrar el Principio que conjugue sus más variadas manifestaciones. Y porque sin lenguaje no seríamos lo que somos, convenimos en insistir en la incidencia del sistema lingüístico en nuestra misma forma de pensar.

Por eso, ante los avances científicos y técnicos, cuyas novedades frecuentemente nos hablan y aluden a descubrimientos pretéritos, nos motivó a examinar los posibles intercambios entre lo que puede ser la comunicación a través de la palabra y lo que por medio de ella el hombre ha conseguido expresar. Proponemos para ello una inter-pretación: el ensayo de una teoría que, sin obviar las dificultades, sea para el lector lo suficientemente racional y objetiva.

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PRÓLOGO

El libro que presentamos, «Lenguaje, Ciencia y Filosofía», no pretende otra cosa que conseguir esa visión singular que nos ofrecen los hechos y los lugares comunes. Cierto que un análisis detallado de las partes da con-sistencia y solidez a la especulación y al saber riguroso. Pero la mirada ex-cesivamente unilateral o fraccionaria tiene también el inconveniente de ig-norar las perspectivas globales, de descuidar ilaciones y, sobre todo, de no percibir, o de fijarse poco, en los valores que derivan del conjunto.

En el fondo, la visión general es exigencia de la misma filosofía, puesto que, siendo ésta la exploración de los auténticos principios -y principios existen en cualquier desvelación del Ser-, es legítimo que se atienda a sus más singulares desvelaciones. Al fin y al cabo, toda la his-toria de la filosofía no ha sido sino el universal esfuerzo por presentar la cara que se creía tener del Ser. Cabe decir, sin embargo, que si una fi-losofía se ha distinguido de la otra, ello ha sido, más que por lo que nos ha dicho de las cosas, por su mismo decir, por el lenguaje empleado, es-to es, por su forma de pensar.

Es el lenguaje -como muy bien diría Herder-, la «tesorería» y la for-ma del pensamiento. Sin él, la comunicación propiamente humana sería imposible; es nuestro ámbito de sentido. Por eso, la principal ocupación en este trabajo irá principalmente dirigida a su aplicación y estudio; cla-ro que, al margen de la ciencia y la cultura, tampoco podríamos hoy no-sotros llegar a una acorde comprensión de su historia y su dinámica. Y por más que la filosofía, en este caso la filosofía del lenguaje, asuma compromisos independientemente de la ciencia, en modo alguno podr-íamos presentar la desvelación del Ser a espaldas de la Física o la As-trofísica, de la Biología o la Biogenética y de la ciencia en general. Lo que no quiere decir que se supedite a ella. El cometido de la filosofía es otro; hagamos sino un somero análisis del origen e historia de dichos términos.

Reseñaríamos, en principio, que, frente a las creencias míticas de la an-tigüedad griega, fue sobreponiéndose otro conocimiento más riguroso y necesario, más comprensible y patente; un saber filosófico que nace, no del

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capricho, sino de la necesidad. Las cosas son porque tienen que ser. Es evidente que esto supondrá despojo de elementos poéticos, imaginativos y sentimientales, pero si se hace, no será sino por su amor a la verdad racio-nal. Es la razón la que priva, y a cuya autoridad deben supeditarse, no sólo la poesía y la leyenda, sino los misterios órficos y la religión. Por encima de todo está la búsqueda del principio último del que todo procede y del que todo se compone, el principio (αρχη) de la naturaleza.

Pues bien, al abrigo de este pensar riguroso y universal, comienzan a condensarse las ciencias en un intento de proporcionar unos conocimien-tos precisos y necesarios como lo pudiera hacer la filosofía. Por eso, aun ocupando parcelas del Ser, en el inicio, las ciencias particulares no toman otro modelo que no sea el prototipo ejemplar del saber filosófico. Bastaría decir que la seriedad y el rigor de la ciencia de Euclides no era otro que la disciplina que se imponía en las escuelas socráticas, de modo especial en la Academia de Platón.

Sin embargo, al confrontar esta primera etapa con la época ya mo-derna, el cambio sufrido es radical, particularmente a partir del siglo XVI y los dos primeros tercios del XVII con Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. De tal modo que, junto a la ampliación en la temática, se suma también la depuración en el método, operando con gran independencia de la filosofía, cuando no en contra de sus formulaciones. Tal vez, en virtud de su universalidad, la filosofía pretenda cierta primacía, pero su forma de pensar no ha evolucionado, ganándole la partida, por ejem-plo, el rigor ejemplar de la matemática; de tal modo, que la que había sido maestra del saber científico, emula ahora a las ciencias exactas. In-cluso el mismo Kant llegó a decir en «Investigación sobre la claridad de los principios en teología natural y moral», que el método de la Metafísica era, en el fondo, similar al que Newton propuso para la ciencia de la natura-leza.

Pero lo que se suponía evidente (la realidad como algo mensurable a la observación), va a tomar otra perspectiva a partir de las primeras décadas del siglo XX. En realidad, desafiando a la física de Newton y los principios considerados «clásicos», se empieza a hablar de fenóme-nos «inconmensurables», es decir, rebeldes a su constatación y real des-cubrimiento. Imagínese que alguien intentara medir la posición y la ve-locidad de un electrón en un momento preciso; para poderle ver, habría que iluminarlo. Ahora bien, ocurrirá entonces que la luz -una ráfaga de fotones-, influirá sobre lo observado, impidiendo determinar lo que primeramente se pretendía. Por eso, la física, más que hablarnos del «Ser real», prefiere hoy tratar del «Ser probable» en cuanto que nos permite «predecir» ciertos hechos ineludibles como son los experimen-tos; con lo cual, la filosofía, que tanta confianza había depositado en la exactitud del saber científico, caerá en la cuenta de su error pretérito

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para tornar a su verdadera vocación y destino; una misión cuyo propó-sito es ofrecer (o intentar brindar), auténticos saberes al pensamiento.

Tampoco significa, como ya se ha dicho, que se vaya a prescindir de la técnica o de la ciencia; al contrario, deben tenerse en cuenta como algo tan necesario como distinto. La filosofía tiene que conocer y admirar la ciencia; incluso estar dispuesta a fecundarse de sus aportaciones; de ahí que hayamos intentado ensayar una teoría a partir, precisamente, de su consi-deración y examen, aunque sin dejar de marcar las diferencias.

En realidad, el saber científico estará siempre supeditado a la solución de unos determinados problemas; tanto es así, que en el supuesto de que una cuestión no fuese soluble, se abandonaría. Son ciencias porque logran resultados correctos. El saber filosófico, sin embargo, tiene que habérselas con lo ilimitadamente problemático, aun a expensas de que no se garanti-cen las soluciones. Sin ocultar lo que es seguro e ineludible, a la filosofía esto sólo le servirá para hacer pie y seguir adelante, esto es, para mirar de frente y no desatender las «cuestiones radicales» que son, en el fondo, lo inexorable de sus problemas. Impulsado a salir de la duda, y atendiendo a la única llamada de la verdad, el filósofo no tiene otro horizonte que el de procurar esclarecer lo que las cosas son. Un cometido nada fácil, en parte dramático, pero fecundo y creativo como todo lo que entraña cuidado y dirección; una dirección indicativa de cuidados y desvelos, de promesas y esperanzas, con virtud generadora como la vida misma.

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LA COMUNICACIÓN HUMANA

FUNCIÓN INFORMATIVA

Sorprende advertir que el nacimiento de las sociedades, humanas o no, estén supeditadas a la propia forma de comunicarse y de transmitir in-formación. Así, el león que ruge porque otro animal invade su territorio, o el niño que llora para que se le atienda, coinciden, de algún modo, con el locutor que lee el diario de noticias por la radio o la televisión: unos y otros efectúan actos comunicativos por más que éstos sean diferenciadores de grupos, colectividades o familias.

Pero esto no es todo. Aparte de esos actos preceptivos y conscientes, en el interior de los organismos vivos existen también, merced al funcio-namiento neuronal, informaciones específicas y secretas cuyos mensajes aportan, al menos, una dirección y una intencionalidad, es decir, cumplen una determinada función y cometido.

Evidentemente, estas interrelaciones difieren de aquellas otras cuya comunicación se halla previamente programada. El termostato, por ejem-plo, que regula en un salón la temperatura, «ordena» al sistema de calefac-ción que se ponga en marcha, así como el ordenador electrónico, mediante determinados estímulos que actúan como activadores de respuestas, «co-munican» o resuelven complicados problemas según un programa que di-rige u orienta las soluciones. Ahora bien, de lo que podría considerarse una «Teoría General de la Comunicación», nos limitaremos aquí a la co-municación propiamente humana; aunque de entre los distintos medios de que se sirve, como pueden ser las configuraciones «visuales», como las señales de tráfico, de banderas, de dibujos, fotografías, etc.; «táctiles», me-diante presiones con la mano o el pie, como la lectura de los ciegos en el sistema Braille; «sonoros», como el tam-tam de la selva, o de cualquier otro tipo de características similares, nos detendremos de modo particular en el lenguaje articulado; y de éste (marginando en parte el mímico y el escrito), estudiaremos fundamentalmente el hablado.

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EXPRESIONES LINGÜÍSTICAS

En el fondo, cualquier sistema de comunicación traduce, de alguna forma, la función del lenguaje oral. Ya sea mediante signos gráficos o ges-tos indicativos, lo cierto es que unos y otros se correlacionan con lo que nos transmite la palabra. Y es que el lenguaje es algo más que un simple medio de comunicación entre dos personas: constituye todo un ámbito en el que nacemos y vivimos. En realidad, el lenguaje tiene su propia vida, o quizá mejor, vive conformando al hombre aunque sea éste, a su vez, quien le da forma y estructura.

Cierto que a todos nos han enseñado un modo particular de expre-sión que hemos ido asumiendo de una forma más o menos adecuada o correcta, más o menos rápida. Palabras y significados han conformado nuestra existencia desde un primer momento, si bien, más que tocar fondo y abarcar las múltiples posibilidades que ofrece cada sistema, el hecho es que, cuanto más se profundiza, más se amplían los horizontes. Por eso, la expresión lingüística, como fenómeno social que estudia la psicolingüística y la sociología del lenguaje, tiene también su propia historia y su propia vida, aún más, ella es, por sí misma, razón, senti-miento, emoción y actividad creativa del espíritu.

Siguiendo la tradición de Herder y Wilhelm von Humboldt, de tal modo capta Karl Vossler el problema que, para hacernos comprender esa dinámica, nos dice que debemos ir «de lo concreto a lo abstracto, del lenguaje como creación genial al lenguaje como sistema, del lenguaje como va-lor autónomo y como fin propio al lenguaje como instrumento, de su ser uno con la vida a su funcionar para la vida, de su devenir y de su historia a su ser y naturaleza, de su actividad consciente a su automatismo y mecanismo..., de su labor de crear, de buscar y de hallar al juego de sus categorías psicológico-gramaticales»1.

En efecto, si las formas fijadas es el producto del espíritu individual, habrá que preguntarse por la enegía que las produce y de qué modo pueden sentirse ellas condicionadas; porque, aun habiendo recibido to-dos los hombres un sistema idiomático, cada grupo tiende a crear varia-ciones dentro de la lengua común; es por lo que surgen los argots, las

1 VOSSLER, K.: Filosofía del lenguaje. Trad. de Amado Alonso. 5.° ed. Losada. Buenos Aires, 1968,

págs. 124-25.

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jergas, los dialectos, afirmando cada familia la propia personalidad. No se puede entrar en un grupo sin aprender su lenguaje.

En virtud de la propia dinámica, cada colectividad ha puesto sonidos, significados, relaciones, etc., en sus unidades, permitiendo así transmitir sus mensajes. Es claro, entonces, que la comunicación de las vivencias dis-curre po moldes prefabricados y, en gran medida, impuestos. Por consi-guiente, el lenguaje tampoco puede agotar todo el contenido que guarda la comunicación, pues, como muy bien apuntaba Bergson, la realidad des-borda infinitamente los esquemas intelectuales forjados para expresarla; existen detalles y matices inabarcables. Cierto que por las acciones «exte-riores» y el modo de expresarlas podemos conocer su estado interior, pero siempre de forma parcial y por analogía con el nuestro. Aún más, lo que se hizo vida en la palabra del otro, cobra su originaria actualidad en nuestro modo de decir. Por eso, a la vez que las expresiones cambian, nos ofrecen nueva vida y nueva originalidad. Conforme se tomen, siempre represen-tarán la desdicha o la grandeza de la palabra, o, si se quiere, ambas cosas a la vez. Nos lo recordaba ya Edward Sapir cuando escribía: «La lengua se mueve a lo largo del tiempo en una corriente de su propia hechura. Tiene un curso... Nada es perfectamente estático. Toda palabra, todo elemento gramati-cal, toda locución, todo sonido y acento es una configuración lentamente cam-biante, moldeada por el curso invisible e impersonal que es la vida de la len-gua... El lenguaje va avanzando a lo largo del tiempo, a través de una corriente que él mismo se crea»2.

Pero si esto es verdad, no lo es menos saber que todo presente es, en parte, una objetivación del pasado. Por eso, antes de ensayar lo que puede ser una «teoría racional del lenguaje», intentaremos ofrecer una somera antología de textos representativos que, entre otros innumerables, han ido plasmando lo que constituye nuestra tradición en cuestiones lingüísticas. Claro que toda antología y sus posibles análisis comporta en sí un princi-pio de fracaso, una inherente limitación desde el momento que se inicia con criterios personales y atendiendo a orientaciones previas (lo que es in-evitable evidentemente), pero, en cualquier caso, ello constituye también la verdadera apertura a soluciones de futuro. Por eso, en medio de las in-eludibles limitaciones, me ha parecido conveniente iniciar este compromi-so a partir de lo que ya consideraron los redactores de nuestros primeros documentos escritos.

2 SAPIR, E.: El lenguaje. Trad. de Margit y Antonio Alatorre. 3.ª ed. Fondo de Cultura Eco-

nómica. México, 1971, págs. 169-95.

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LA PALABRA EN LA FILOSOFÍA ORIENTAL

Si cualquier problema y sus posibles soluciones suelen estar condicio-

nadas por antecedentes previos, sería conveniente, y hasta oportuno, que deslindemos antes el pensamiento filosófico oriental del occidental.

Como principio, entendemos por «filosofía oriental» aquella forma de pensamiento desarrollada en el Cercano, Medio y Lejano Oriente, inclusi-ve la judía y la árabe, por más que a estas dos se tenga a bien exceptuarlas. Evidentemente, en una extensión tan considerable, sería inadecuado que-rer hallar un encuadre preciso y uniforme para tan variadas manifestacio-nes. Mientras, por ejemplo, la filosofía china nos ofrece muy a menudo una tendencia práctico-ética con una lógica repercusión en las formas lin-güísticas, el carácter de la filosofía india tiende más a lo especulativo y a llevar a buen término dichos principios; aunque, en su raíz ambas sean re-veladoras de un fondo y de una base común.

Pero si la característica que más importa se determina por el particular tipo de saber, en las filosofías orientales el saber que en ellas se manifiesta tiende a ser un saber de salvación: la per-sona necesita orientarse, conocer el camino, no confundirse, ser salvada. De ahí que, siendo importante los otros saberes, como el práctico, el técnico o el científico; quedan supeditados a aquel saber primero. En Oriente, tanto el individualismo como el intelectualismo, incluso cualquier tendencia voluntarista, quedan minimizados ante la tradición moral y religiosa como supremo Bien o «sumos bienes» que ofrecen caminos y salvan. Por el contrario, nace la fi losofía occidental cuando se pasa del Mito al Logos, de lo afectivo y emocional a la Razón, cuando el filósofo griego opta por desprenderse de lo que cree que es irracional.

Sin embargo, por más que existan opiniones que han puesto en tela de juicio toda posible relación entre filosofía oriental y occidental, creemos que hay motivos suficientes para encontrar puntos en común entre el «maestro» oriental y el «razonador» de Occidente. Por de pronto, ambos tienden a singularizarse del conjunto de la sociedad; bien es cierto que, mientras el sabio en el Oriente procura hacerlo mediante la integración con lo que cree ser su encuentro con la Realidad suprema, el filósofo occ i-dental lo hace en aras de poder hallar la verdad objetiva de las cosas; por eso, sus inquietudes y su espíritu reformador han tomado con frecuencia sendas diferentes: más anímicas y espir i-tuales en la parte oriental, y más sometidas al análisis de la razón en Occidente.

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Con todo, y a pesar de que sean los conceptos intuitivos los que abun-dan en Oriente, y venga supeditada la cultura por lo intelectual en Occi-dente, sería un error no admitir también aquí su gran dosis de interiori-dad, así como su gran amor por lo práctico en Oriente. En el fondo, tanto en una como en otra forma de interpretar, se dan cita intenciones y bases comunes; por más que, debido a ambientes climáticos, históricos y cultura-les, el curso de la historia haya ido mostrándonos sus peculiares inciden-cias según los distintos puntos adoptados. Paul Masson-Oursel llega a pensar que se trata de dos-corrientes que fluyen de un único manantial; imagen, que si bien puede parecer exagerada, encubre, no obstante, el hecho de impulsarnos a buscar análogos horizontes. Por lo tanto, nada impide que en un futuro las corrientes puedan confluir y complementarse. En realidad, ciertos factores internos admitidos hoy día en la percepción, como más adelante analizaremos, hace unos años los ignoraba la filosofía occidental del lenguaje. Cierto que en las primeras recopilaciones de una y otra cultura no hallamos propiamente un estudio pormenorizado del pro-blema lingüístico, lo que es explicable, evidentemente; aunque sí podemos afirmar que los documentos que poseemos son ya reveladores en una u otra dirección. Por ello, y no por otro motivo, hemos creído oportuno ini-ciar el presente trabajo con tales referencias lingüísticas.

PRIMEROS DOCUMENTOS ESCRITOS

Sumer

En realidad, los orígenes del pueblo sumerio están velados por acon-teceres prehistóricos. Se sabe que los sumerios llegan a Mesopotamia, pero se ignora su procedencia. Sin embargo, nada avala mejor su importancia y recuerdo como el ser la «cuna de la Historia». Se cree, igualmente, que las primeras noticias sobre ciertas entidades e ideas religiosas están ya en las tumbas y las ruinas de los templos mesopotámicos del tercer mi-lenio. Pero, ¿cómo se inició dicha cultura y cuál fue, sobre todo, la im-pronta marcada para que cundiese en casi todas las civilizaciones anti-guas.

Diremos, en principio, que la palabra «Sumer» es el término primiti-vo de una región situada al sur de Irak, formando parte de la llanura aluvial que integran los ríos Tigris y Eufrates. Cabe decir también que los primeros núcleos habitados de Sumer tuvieron lugar en los límites

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de sus marismas, en una edad aproximada a los 4500 años a.C., aunque es posible que existieran más al sur otros asentamientos anteriores, cuando el nivel del mar era más bajo que el actual porque los hielos de la Era Glaciar no habían iniciado su fusión. Pero, sea como fuere, y atendiendo a la cultura primigenia y material de los primeros núcleos habitados, ésta recibe el nombre de «Obeid», en atención a los yaci-mientos que allí fueron descubriéndose. Suelen distinguirse tres sub-períodos: Obeid I, llamado también período Eridu; Obeid II, o Haji Mo-hammed; y Obeid III u Obeid tardío, cuyas diferencias vienen funda-mentalmente caracterizadas por el estilo y la pintura en la cerámica.

La historia de la humanidad, sin embargo, llega más tarde: alrededor del año 3000 a.C., constatándose por la gran cantidad de excavaciones que se han venido realizando a partir, sobre todo, de las primeras déca-das del siglo XX. Asombraron, por ejemplo, las tumbas reales de «Ur» del tercer milenio por su riqueza en objetos de oro, plata y lapislázuli. Particular desarrollo cobró también el relieve y la escultura, como se re-fleja en el famoso vaso de Uruk, en el que se describe el matrimonio sa-grado entre la diosa Inanna y su consorte AmaUshumgalanna, o el bul-to redondo de una mujer tallado en alabastro, y que los especialistas creen que respresenta a la diosa Inanna. Todo ello hace suponer que en el sur se debieron ir abandonando los asentamientos más pequeños del período Obeid en beneficio de Ur, Eridu y Uruk principalmente.

Pero si los logros artísticos fueron en verdad importantes, nunca se pueden comparar con el alcance y trascendencia que supuso la inven-ción de la escritura. Fue precisamente entre las ruinas de los templos sumerios, erigidos sobre grandes plataformas en torno al 3.000 antes de nuestra era, donde se hallaron cientos de tabletas de arcilla inscritas con signos pictográficos, cuyas referencias dan a entender que fueron los verdaderos precursores de la escritura cuneiforme; constituida por la combinación de un mismo signo en forma de clavo o cuña, que, al dis-ponerse en forma horizontal, vertical, de duplicado o en forma de llave, era suficiente para la comunicación que pretendían. Aunque, según pa-rece, ésta era ya la simplificación de una más primitiva escritura pic-tográfica cuyos signos se grababan en tablillas de arcilla húmeda que se secaba o cocía más tarde. Se supone que el objetivo primero de la escri-tura estuvo en función de la contabilidad, es decir, de un sistema ne-motécnico que ayudaba al escriba a recordar las cuentas consignadas. Es de suponer que con el tiempo, el carácter pictográfico original de los signos se fuera simplificando hasta convertirse en las incisiones cunei-formes. Ofrecemos, en las Fig. 1 y 2, ejemplos de lo que fue la primitiva exprexión pictográfica y la subsiguiente configuración cuneiforme.

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En fechas más tempranas, grupos de nómadas procedentes del de-sierto de Siria (los acadios), se irán infiltrando en las ciudades sumerias; los cuales, entre otras cosas, incorporarán la escritura, adaptándola a su

Fig. 1. Tablillas grabadas en piedra en torno al 3500 a. C., con pictogramas repre-sentando números, manos, pies y cabezas.

Fig. 2. Lista de divinidades sume-rias en escritura cuneiforme.

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lengua semita, muy diferente a la de los moradores sumerios. Claro que, de aquellos primeros inicios, apenas si ha quedado nombre alguno de ciudades, de templos o de dioses urbanos; podríamos sí hacer refe-rencia a «Isnunak» (colina del príncipe), «Esikil» (la casa pura) o a «Nin-a-sú» (un dios de la lluvia).

Lógicamente, las primeras referencias lingüísticas suelen ir asociadas al valor y la consistencia que tiene la palabra en boca de las divinida-des. Sus órdenes y mandatos acostumbran a ser irrevocables. A este respecto, es curioso cómo en uno de los poemas sumerios mejor conser-vados («Enki y la ordenación del mundo»), se aprecian ya estas resolu-ciones. Enki (en acadio Ea), el dios de las aguas dulces, el que fecunda-ba a los campos y guardaba a los animales, dice de sí:

«Yo soy el cronista del cielo y de la tierra, yo soy el oído y la mente de todos los países...» «Yo soy el señor, soy el único cuyo mandato no se discute, soy el primero en todas las cosas, a mi mandato han sido construidos los establos, han sido cerrados los apriscos, cuando me dirigí al cielo, una lluvia de prosperidad se derramó del cielo, cuando me dirigí a la tierra, hubo una gran inundación, cuando me dirigí a sus verdes praderas, los cabezos y los montículos se alzaron a mi voz...»3

En medio de esa omnímoda voluntad en el decir y en el obrar, exis-te, no obstante, un deseo oculto de participación en el misterio; se trata de un «saber hacer» mediante la aceptación y reconocimiento de un «principio» superior, es decir, mediante la configuración de unas fuer-zas que, si originariamente podían parecer meras abstracciones, con el paso del tiempo terminaron por imaginarlas de forma más concreta y accesible. El poder de la tormenta, por ejemplo, vino a convertirse en un enorme pájaro que planeaba sobre hombres y animales; dándonos ya a entender la diferencia entre el fenómeno natural y la supuesta repre-sentación que lo producía.

3 MIRCEA ELIADE: Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Tomo IV. Trad. de J. Valien-

te Malla. Ediciones Cristiandad. Madrid, 1980, pág. 34. Texto, a su vez, tomado de S.N. Kramer: «The Sumerians, Their History, Culture and Character». Chicago, 1963.

En versión castellana, el profesor F. Lara Peinado ha publicado: Mitos sumerios y acadios. Código de Hammurabi. Poema de Gilgamesh. Himnos sumerios. Himnos babilónicos . Ed. Tecnos, Madrid.

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Babilonia

La importancia de Babilonia comienza a partir de la caída de la tercera dinastía de Ur, hacia el 2000 a.C., cuando las invasiones amorreas cambian el panorama étnico y cultural de la Baja Mesopotamia. Eran gentes semi-nómadas, de lengua semita, que fueron paulatinamente conquistando al-gunas de las ciudades.

«Sumu-Abum» funda la primera dinastía babilónica, fortificando a la ciudad e imponiendo su hegemonía sobre las que estaban más próximas. Sin embargo, es el sexto miembro de la primera dinastía (Hammurabi), quien verdaderamente va a organizar dicho Estado. Así, una vez que hubo reunido bajo su cetro Sumer y Accad, Hammurabi va a centralizar, en primer término, la administración; para lo cual, constituye un primer con-sejero, el «director de las puertas del palacio», que controlaba los asuntos de las diferentes provincias, merced a un cuerpo de mensajeros que transmitían las órdenes reales. Es, en verdad, el período clásico de Babilo-nia, y su reinado, uno de los más brillantes de la historia de la antigüedad. Su influencia alcanzó, no sólo a los contornos mesopotámicos, sino a toda Asia Menor, Egipto, y hasta las islas de Chipre y Creta.

Respecto al valor que para ellos tenía la palabra, habría que decir que su alcance y estima debió superar cualquier superficial consideración. El nombre en la «cosmogonía babilónica» era lo primero; y sin él, la realidad carecía de sentido. Se deja esto ya entrever en el extenso poema de la crea-ción «Enuma elish» (Cuando en lo alto), escrito probablemente a comien-zos del segundo milenio antes de nuestra era. He aquí el comienzo y parte de la narración:

«Cuando en lo alto el cielo no había sido nombrado, no había sido llamada con un nombre abajo la tierra firme, nada más había que el Apsu primordial, su progenitor, (y) Mummu-Triamat, la que parió a todos ellos, mezcladas sus aguas como un solo cuerpo. No había sido trenzada ninguna choza de cañas, no había aparecido marisma alguna, cuando ningún dios había recibido la existencia, no llamados por un nombre, indeterminados sus destinos, sucedió que los dioses fueron formados en su seno»... «Señor; en verdad tu decreto prevalece entre los dioses. Si decides crear o destruir, así se hará. Abre tu boca, desaparecerá este paño,

habla otra vez, y el paño estará entero.

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A la palabra de su boca desapareció el paño.

Habló de nuevo y se rehizo el paño»4.

De igual modo, en la más famosa creación literaria de los antiguos babilonios, la «Epopeya de Guilgamesh», se puede apreciar, aunque más veladamente, esta misma concepción. Así, en el largo viaje que hace Guilgamesh para encontrar a Utnapishtim, el único ser humano que ha conseguido la inmortalidad, éste le responde ante su deseo de conseguirla:

«Aquí llegaste, Guilgamesh, con trabajo y esfuerzo, ¿qué te daré para cuando vuelvas a tu tierra? Una cosa oculta te revelaré, oh Guilgamesh, y... sobre una planta, como el cambrón es su... Sus espinas pincharán tu mano como la rosa. Si tus manos se hacen con la planta, lograrás la vida»5.

En realidad, además de darle a conocer la planta, incide, sobre to-do, en el «secreto», como si el nombre de la misma fuese el indicativo de su fuerza misteriosa.

Persia

Hablar del origen persa es hacer relación a las fuentes históricas de gran parte del Irán de hoy, ocupado por pueblos que se llamaban así mismos arios; una raza indoeuropea que, a tenor de la más reciente crítica histórica, comenzó su curso al norte de las montañas del Cáuca-so en el Asia occidental; aunque para otros, al oeste del mar Caspio; extendiéndose a las tierras bajas de Mesopotamia, llegando incluso a la India; y por el oeste, al Asia Menor.

Ahora bien, el contacto con los pueblos vecinos, particularmente con las tradiciones asirias, dio lugar a que en la cultura persa emergie-se una de las más grandes expresiones religiosas de la antigüedad, como es el ―mazdeísmo‖ o ―zoroastrismo‖. Propiamente, el mazdeís-mo es la religión iraní de «Ahura Mazda», dos términos que en los

4 MIRCEA ELIADE: Ob. cit. págs. 110-15.

5 Ibid. Ibid. pág. 345.

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«Gathas» significan «Señor» (Ahura), y Sabiduría (Mazda), es decir, la doble expresión que definía el alcance que se daba a la Suprema Divi-nidad; una concepción abstracta si se quiere, pero que con el tiempo se la fue personificando con la denominación concreta del dios «Ohr-mazd», en griego «Oromazes», y en castellano «Ormuzd».

Por otra parte, aunque se haya identificado al mazdeísmo con el zo-roastrismo, es de tener en cuenta que Zaratustra, conocido entre los griegos por el nombre de Zoroastro, no es que sea propiamente el fun-dador del mazdeísmo, sino un reformador de las tradiciones religiosas iránicas. Nace probablemente en el siglo VI a.C., predicando la santi-dad del dios Ahura Mazda, pero incidiendo, más que en los principios teológicos, en las normas éticas y morales. Conocemos su doctrina por medio de los Gathas (himnos, canciones), que integran el núcleo más arcaico del «Avesta». Hoy este libro es una reducción de lo que supuso una serie de colecciones de textos que se han perdido por causa de las múltiples redacciones y el paso del tiempo. El primero que trajo a Eu-ropa el manuscrito del Avesta fue el francés Anquetil Duperron en 1771, y que anteriormente se sabía de él por las referencias de escritos griegos, latinos y orientales. Existe una tradición persa según la cual, el rey Vishtaspa, protector de Zaratustra, le recomendó escribir el Avesta, así como sus comentarios sobre 12.000 pieles de buey, si bien, parece ser que se trata de composiciones pertenecientes a épocas dis-tintas y sometidas a no pocas vicisitudes. La antigüedad de los Gathas queda demostrada por la propia lengua, más primitiva y arcaica que las del resto; aunque también cabe pensar que fuese posterior al mis-mo Zaratustra. Se cree que sus enseñanzas fueron transmitidas oral-mente por sus seguidores durante largo período de tiempo, incluso que pasaron varias generaciones hasta su redacción definitiva. El fon-do de los Gathas lo componen principalmente una serie de preguntas de Zaratustra dirigidas a su dios y las respuestas de éste, en la creen-cia de llevar a término una misión purficadora. Sin embargo, este ideal se difumina en textos posteriores, tal y como puede apreciarse en el Vendidad-Sade. Por eso, la creatividad expresiva y el alto concepto sobre la fuerza de la palabra en ninguna otra parte se revelan mejor como en los Gathas; sirvan de ejemplo las siguientes referencias:

«Mazda ha creado al inspirado Verbo de la Sabiduría que es un

Mathra de abundancia... Ha preparado alimento para Kine y para cuantos comen... Pero, ¿a quién has dotado Tú (Señor de la Superior Inteligencia), para que pueda divulgar entre los mortales esas doctrinas mediante pala-bras?6.

6 El Avesta. Trad. de Juan B. Bergua. Imprenta Fareso. Madrid, 1974, pág. 83.

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«Muéstrame, ¡Oh Mazda!, ese camino y su recompensa por seguir-le... Revélame las palabras mejores y la oración de alabanza que debo dirigir-te, todo por medio de tu Poderosa Inteligencia... hasta alcanzar la perfec-ción»7.

LA INVOCACIÓN EN EL ANTIGUO EGIPTO

El origen de la civilización egipcia todavía encubre secretos a paleontólogos e historiadores. Aunque, si nos atenemos a los distintos trabajos de excavación -principalmente realizados en los bordes de los desiertos que enmarcan el valle del Nilo -, sí puede asegurarse que durante los dos milenios que precedieron a la época dinástica, ya se llegó a cr ear una cultura con rasgos y fisonomía propios.

Sin embargo, los inicios de su historia continúan aún velados en mu-chos de los aspectos. Con todo, y salvando distancias, podrían aún seguir-se las líneas generales del esquema elaborado por el historiador y sacerdo-te Manetón que escribió en griego una historia de Egipto durante los rei-nados de los dos primeros Ptolomeos. Así pues, de las 30 ó 31 dinastías que se asignan al «Antiguo Egipto», es decir, al período que transcurre en-tre el año 3 100 a.C., cuando aproximadamente comienza la historia dinás-tica, y el 332 a.C., fecha en que termina su independencia con la conquista de Alejandro Magno; no todas son igualmente conocidas. De las dos pri-meras, por ejemplo, es muy poco lo que se conoce, dadas las adulteracio-nes que se han ido produciendo con el transcurso de los años. En ese as-pecto, más fiables que ciertos datos de Manetón, resultan ser los «Anales de Turín» (documento que se elaboró en la dinastía XIX), y la llamada «Piedra de Palermo», en la que se narran detalles de los primeros reinados hasta la V dinastía. Claro que lo más grave de estas fuentes es no seguir un sistema continuo de datación; aparte de que, para relacionar dichos aconte-cimientos con nuestro sistema cronológico, se precisaría hacer uso de da-tos relacionados con la astronomía; y respecto a los últimos períodos, em-plear el sistema de datación comparada.

En ese sentido, aun cuando de entre todas las religiones antiguas no haya ninguna que tenga tanto material informativo como el que posee la civilización egipcia, en cierto modo puede también considerarse fragmen-taria, desde el momento en que nos impide presentar un cuadro ordenado y sistemático de la misma. Tengamos en cuenta que, aun siendo cuantio-

7 Ibid. pág. 105.

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sas las inscripciones grabadas en las tumbas y muros de los templos, esto es sólo parte de su literatura, puesto que habitualmente se escribía sobre la hoja del papiro, cuya consistencia, al ser más frágil al paso del tiempo que los gráficos de las paredes, explicaría su fragmentariedad y esa falta de ordenamiento sistemático.

En realidad, la documentación que poseemos hasta la dinastía VIII se reduce a textos esencialmente religiosos. El más antiguo es una colección de himnos esculpidos en los muros de las cámaras mortuorias de las pirámides de Saqqara. Se los designa con el nombre de «Libro de las Pirá-mides», aunque su contenido supone un tiempo mucho más antiguo, de-duciéndose que fueron copiados en múltiples ocasiones. Más adelante, en torno al 2.000, aparecen los «Textos de los Sarcófagos», y en el Imperio Nue-vo, hacia el 1.500, la famosa colección de redacciones que los primeros egiptólogos denominaron, no muy acertadamente, «Libro de los Muertos». Propiamente se trata de una serie de capítulos inconexos, escritos sobre papiros que se colocaban entre el vendaje de las momias, proporcionando al difunto fórmulas y palabras adecuadas frente a los peligros que podían presentarse en el camino hacia el más allá. No faltan tampoco las re-flexiones morales con sus correspondientes preceptos y normas de vida atribuidos a personajes ilustres, como el «Libro de la Sabiduría» de Ptah-Hotep, o incluso aquéllos cuya principal intención era resaltar los prin-cipios éticos y de trasfondo filosófico, como «El diálogo del desesperado».

Con todo, una profunda inquietud se deja traslucir en la mayoría de las redacciones; es el deseo de encontrar la palabra apropiada que pu-diera ayudar al difunto en ese viaje hacia el más allá; aunque, si de con-sideraciones lingüísticas puede hablarse, en ningún otro lugar son éstas tan expresivas como en las formulaciones que los teólogos menfitas idearon para exponer su «cosmogonía».

En efecto, es probable que fuese entre la III y la V dinastía, siendo Menfis la capital de Egipto, cuando, haciéndose eco de las cosmogonías de las ciudades de Heliópolis y Hermópolis, los menfitas -aun creyendo como aquéllos en el dios abismo (Nun-, lo concibieran de forma dife-rente. Aquí se postula que «Nun» es el producto del espíritu eterno de «Ptah», quien, mediante su mente (su corazón) y su verbo (su palabra), creó todas las cosas; o lo que es lo mismo: por el entendimiento que concibe -se creía que el corazón era la sede del pensamiento-, y la pala-bra que ordena, «Ptah» crea el cosmos y lo pone en movimiento. Cabe decir que «Ptah» es el antiquísimo, y Atum el creador de la primera pa-reja. Más tarde, los dioses, como auténticos principios que animan a to-do ser creado, entrarán a formar parte en cualquier clase de piedra, de arcilla, de planta que vive y crece sobre la tierra y tras las cuales ellos siempre se podrán revelar. Resultan de todo punto interesantes las re-

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flexiones que nos han dejado respecto a la mente y la palabra. Tomemos como ejemplo las siguientes expresiones:

«Pero he aquí que el corazón y la lengua tienen poder sobre los de-más miembros, por el hecho de que el uno está en el cuerpo, el otro en la boca de todos los animales, de todos los reptiles, de todo lo que tiene vida, el uno concibiendo, el otro decretando lo que quiere (el primero)... La En-éada es, de hecho, los dientes y los labios de esta boca que pronunció el nombre de toda cosa... Los ojos ven, los oídos oyen, la nariz respira. Ellos informan al corazón. El es quien da todo conocimiento, y la lengua quien repite lo que el corazón ha pensado... Así se crea todo trabajo y todo arte, la actividad de las manos, el andar de las piernas, el funcionamiento de todos los miembros, según el orden concebido por el corazón y expresado por la lengua y que se ejecuta en todas las cosas».

Se trata, no sólo de la simple designación de las cosas, sino de la fuerza que se puede transmitir mediante la palabra. Lo podemos apreciar también en uno de los himnos más antiguos de los rituales osiríacos, como es el de la «resurrección de Osiris» en los «Textos de las Pirámides». Allí se dice:

«¡Ah! ¡Osiris! ¡Mira! ¡Atiende! ¡Osiris! ¡Escucha! ¡Advierte! ¡Ah! ¡Osiris! ¡Álzate sobre tu costado! ¡Haz lo que te o rdeno! ¡Tú, que odias el sueño! ¡Tú, sumido en sopor! ¡Levántate, tú, que fuiste hundido en Nedit!» 8.

De igual modo, o más bien con fórmulas evolucionadas y de

alcance mágico, el «Libro de los Muertos» es realmente fecundo a la hora de hacer valer las palabras adecuadas para alcanzar lo que se pretende. Sirvan de ejemplo las siguientes expresiones:

«Yo soy tu hijo, ¡Oh Osiris!, que te ama... Heme aquí, vuelto

Espíritu puro y santificado. Estoy acorazado mediante Palabras de Po-tencia... ¡Dioses del vasto Cielo! ¡Espíritus divinos! Vosotros todos, ¡Miradme! Pues en verdad, habiendo terminado mi viaje, aquí llego an-te vosotros»9.

«Tú, el Creador de cuanto existe! Al Alba de los tiempos tú modelaste la Lengua de las Jerarquías divinas; tú arrancaste los Seres del Primer Oc-éano y los salvaste en una Isla del Lago de Horus… 10.

8 MIRCEA ELIADE: Ob. cit. pág. 245.

9 Libro de los Muertos. Trad. de Juan B. Bergua. Imprenta Fareso, Madrid, 1973, pág. 74.

10 Ibid. pág. 78.

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«Yo soy Horus que recorre los millones de años. La Palabra y el Silencio equilibrados están en mi boca»11.

HIMNO Y METÁFORA EN LA CULTURA INDIA

La historia de la civilización india ha sufrido cambios impo r-

tantes; principalmente por lo que respecta al estudio de sus orígenes. Pues, si en un principio se creyó que no p odía remon-tarse más allá del siglo IV antes de nuestra era. Sin embargo, a partir de 1924, esto queda desmentido por los famosos desc u-brimientos llevados a cabo en Mohenjo-Daro y Harappa donde se revelaba una cultura que podía igualarse a las grandes civ ili-zaciones mesopotámicas del III milenio. Claro que, entre la gran variedad de objetos de ágata y sílex negro que en gran número debían de utilizarse como pesas, lo que más llama la atención son los sellos de esteatita por los singulares signos de escritura que contenían. Una escritura aún no descifrable, pero que, si en su inicio fue únicamente pic tográfica, con el tiempo se ve que fue derivando hacia caracteres ideológicos y silábicos.

De cualquier forma, hacia el 1500 a.C., los arios, procedentes de las altas mesetas del Asia Central, fueron ocupando la llan u-ra del Indo y, no mucho después, el valle del Ganges. De este modo, en contacto con la población autóctona, la gran familia indoeuropea hizo posible el florecimiento de una cultura sing u-lar cuya religión fue conocida como «vedismo» por el nombre de sus libros sagrados: los «Vedas». En realidad, se trata de una serie de composiciones poéticas que se consideran reveladas por el mismo Brahma, el dios supremo de su panteón religioso. Se afirma también que durante muchos siglos, los «Vedas» fue-ron conservados gracias a las tradiciones orales; hasta que un «rishi» (un compilador) pudo reunirlos y ordenarlos tal y como hoy se conservan. Es una colección de himnos religiosos dest i-nados principalemnte a enaltecer y alabar a los dioses principa-les.

Pero, tal fue el respeto a la palabra revelada, que prácticmaente sólo existía un sector privilegiado (los brahmanes), que podían hacer uso de todas las composiciones. Aún se pueden apreciar en las «Leyes de Manu» los tremendos castigos que aguardaban a los sudras (clase baja), que se atreviesen a leer, e incluso escuchar, himnos de las triplemente «sagradas tradiciones». De ahí que, hasta bien entrado el siglo XVIII, se desconocie- 11

Ibid. pág. 101.

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sen en Europa. Fue el estudioso indianista Colebrooke el que, además de dárnoslos a conocer, precisó que se trataba de unos textos conservados oralmente hasta que un brahmán, además de ponerlos por escrito, los di-vidió en cuatro libros con los nombres de «Rig-Veda», «Yajur-Veda», «Sa-ma-Veda» y «AtharvaVeda».

Propiamente, la palabra «Veda», que en sánscrito significa «conoci-miento divino», es, en la religión hindú, la tradición sagrada, es decir, el compendio de los cuatro libros mencionados. Ahora bien, lingüística-mente, lo que marca su carácter y peculiaridad es el uso de la metáfora; una figura y estilo literario que nace y se inspira aquí en la mitología y en la representación del mundo como fenómeno anímico y misterioso. Sig-nificativo, a este respecto, es el himno de la creación en el Rig-Veda X, 129. Parte de la narración dice así:

«Entonces no había ni la nada ni la existencia. No había aire entonces ni los cielos por encima. ¿Qué lo cubría? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo guardaba? ¿Había acaso agua cósmica, informe en lo profundo? Entonces no había ni muerte ni inmortalidad, ni había entonces una antorcha ni de día ni de noche. Alentaba el Uno sin aire, de sí mismo sustentado. Este Uno existía entonces y ninguno otro. Al principio sólo había tinieblas envueltas en tinieblas. Todo era tan sólo agua no iluminada. El uno que empezó a existir, envuelto en nada, surgió al fin, nacido del poder del calor. En el principio sobre él descendió el deseo, semilla primordial, nacida de la mente.

Los sabios que han escrutado sus intimidades con prudencia saben que lo que es, es afín a lo que no es»12.

Sin embargo, esta fuerza un tanto difuminada e impersonal, choca con

otras descripciones donde, si algo se resalta, es precisamente su clara re-ferencia a los nombres propios y sus acciones explícitas y concretas, co-mo así queda consignado en el mismo Rig-Veda X, 90, cuando el «ser cósmico», Purusha, se hace manifiesto en las cuatro clases sociales que tanta incidencia han tenido en la población de la India. He aquí el texto:

"Cuando desmembraron a Purusha, ¿cuántas porciones hicieron? ¿Cómo llamaron a su boca, sus brazos? ¿Cómo llamaron a sus pier-nas y pies?

El brahmán fue su boca, de sus dos brazos fue hecho el rajanya.

12

MIRCEA ELIADE: Ob. cit. págs. 121-22.

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De sus piernas salió el vaishya, de sus pies se produjo el shudra. De su mente fue engendrada la luna, y de su ojo nació el sol.

Indra y Agni de su boca nacieron, y Vayu de su aliento. De su ombligo surgió el aire intermedio;

el cielo fue formado de su cabeza. La tierra de sus pies, y de su oreja las regiones. Así modelaron los mundos»13.

Con todo, los himnos védicos esconden, en general, un mundo de

cosas nada fácil de sacar a la luz, y tanto más si se opta por la lógica como prototipo o modelo en el análisis; y es que la palabra en las composiciones suele estar dispuesta en un orden extremadamente li-bre; pues, como dicen muy bien Chaine y Crousset, para llegar a vis-lumbrar su belleza es preciso haber penetrado antes en la complejidad de los símbolos, es decir, saber conocer, a través de los juegos de pala-bras, el doble o triple sentido que puede esconder un mismo elemento. Sin embargo, y a pesar de las dificultades, se les ha podido clasificar en tres diferentes grupos:

a) Himnos de la Naturaleza y del mito. Son aquellas que contienen

invocaciones frecuentes a los dioses y a los elementos cósmicos. b) Himnos rituales y mágicos. Prácticamente los que usaban en las

distintas ceremonias. c) Himnos de carácter especulativo. Fueron los que dieron origen a

la posterior reflexión filosófica. En realidad, no todos los libros gozaron de igual admiración. Siempre

el Rig-Veda, o «Veda de las estrofas», ocupó un lugar preeminente; pues, además de ser el primero que se redactó, tuvo en todo momento un par-ticular significado entre las demás composiciones. Lo componen 1.028 himnos, destinados, en su mayoría, a alabar a los elementos naturales personificados. De entre ellos, casi la mitad se dirigen a Indra y a Agni. Aquél, dios del claro firmamento y el mayor de las divinidades del «Olimpo» védico, y Agni, personificando al fuego divino. Dieron tam-bién nombre a otras muchas divinidades, aunque, por limitarnos al co-metido que nos ocupa, finalizaremos esta breve exposición con las si-guientes referencias:

«Pueda Saravasti (la diosa de la Palabra) que purifica, que dis-

tribuye el alimento y que da la opulencia para recompensar el sacrificio que

13

Ibid. pág. 242.

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se le rinde, pueda, sí, ser llamada a nuestras ceremonias por las ofrendas que le son presentadas»14.

«Nosotros aplacamos tu espíritu, Varuna, por nuestras alabanzas, lo mismo que el conductor de un carro alivia, dirigiéndole la palabra, al ca-ballo fatigado»15.

SIMBOLISMO EN LAS TRADICIONES CHINAS

Tras las fases últimas del neolítico chino, que dio lugar a la «cultura de Lung-Shan», empezó, por los años 1700 a.C., la Edad del Bronce, contemporánea al nacimiento de la historia escrita y la entronización de la dinastía «Chang»; una aristocracia militar procedente de la provincia de Chantung y que se extendió hasta el río Yang-Tse-Kiang.

Sin embargo, la importancia y realce de esta cultura se debe princi-palmente a las excavaciones llevadas a cabo en la ciudad de Anyang, donde los arqueólogos hallaron gran cantidad de restos óseos de anima-les con evidentes signos de primitivas escrituras, una escritura oracular empleada presuntamente para la adivinación. Pertenecen también a este período las famosas vasijas de bronce llamadas «chia», «kuang» y « chueh». La ornamentación es muy variada, sucediéndose, desde los mo-tivos geométricos a los animalísticos, entre los que destacan las aves, los gusanos de seda y los dragones. En realidad, una simbología cosmoló-gica que, aun cuando no esté suficientemente clarificada, anticipa las principales corrientes culturales de la China clásica.

En torno al 1027, acontece, según los analistas chinos, que el último monarca Chang es vencido por el duque de Chou, dando origen a la más larga dinastía de la historia de China, la llamada «dinastía Chou», que había de durar hasta finales de la tercera centuria antes de nuestra era. En líneas generales podría decirse que fue una larga etapa feudal cuya sobe-ranía sólo nominalmente era reconocida por la capital Tchung Chou. No procedería, por tanto, hacer un resumen de sus momentos de gloria, de guerras o de crisis; baste recordar que durante los siglos VIII y III a.C., el pensamiento moral y filosófico alcanza el período de su máximo es-plendor.

No obstante, desde los tiempos más remotos, el espíritu chino parece haber estado siempre influido por una íntima relación entre las mani-festaciones humanas y el orden natural de las cosas; de tal modo que la «naturaleza» y el «hombre», más que ser observados como fenómenos individuales, se concebían formando parte de un conjunto orgánico y 14

Los Vedas. Trad. de Juan B. Bergua. 15

Ibid. pág. 76.

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de acciones recíprocas; en realidad, una conjunción de intercambios que conjugaban la armonía del universo. Para los ojos de los antiguos chi-nos, en la naturaleza todo era significativo de algo; de tal modo que la imagen, no sólo alcanzaba a la representación del dato objetivo, sino que asumía toda la realidad y toda la fuerza de los objetos. «Diez mil signos» es una expresión clásica china para indicar, tanto el mundo de la naturaleza, como el conjunto de los fenómenos cósmicos con sus in-herentes y recíprocas interrelaciones. Los «siang» son símbolos activos, y al que lograba interpretarlos se le consideraba omnipotente en el pen-sar y en el hacer; por lo tanto, el que debería guiar a los pueblos.

Se trataba, en el fondo, de una estructura simbólica cuyos significa-dos debieron partir de ancestrales creencias. De ahí que el investigador Marcel Granet, consciente de esa estrecha solidaridad entre el orden humano y el orden natural, creyó ver la raíz de todo en la vida rural y campesina, donde la sucesión y contrastes de las estaciones debieron prefigurar los aconteceres múltiples en la vida del hombre. Un texto del «Libro de los ritos» relaciona la emoción que se apodera de los seres humanos, con los fenómenos que daban vida y crecimiento a las cose-chas. En sí, una simbología que nos puede orientar en la interpretación de los términos hechos ya clásicos como son, por ejemplo, el «yin» y el «yang».

Así pues, atendiendo a la mencionada correlación, diríamos que se trata de dos aspectos alternativos de todos los contrastes posibles del universo, es decir, dos símbolos que apuntan al plural ordenamiento de las cosas. Mediante el «yin» y el «yang» entran en juego, no sólo las es-taciones y movimientos cósmicos, sino todo cuanto esté relacionado con la vida sentimental y reflexiva del hombre.

En el habla coloquial, el «yin» (la vertiente sombreada de las monta-ñas), es la humedad, la sombra, la ignorancia, la oscuridad, la pasividad femenina. El «yang» (la vertiente soleada de las montañas) es la luz, la ascendencia, el conocimiento, la actividad masculina. Sin embargo, el «yin» no puede existir sin el «yang»; no hay sombra sin luz, actividad sin pasividad, encuentro sin un previo perderse, o lo que es lo mismo, una alternancia inexorable y obligada, aunque suficiente como para es-tablecer el orden universal de las cosas. Como principio, la antítesis conducía al ritmo y la armonía, un combinado que, según Carl Hentze, lo atestiguaban ya los más antiguos objetos rituales; antes, evidente-mente, de cualquier documento escrito.

También, y muy unido al binomio «yin-yang», la reflexión china ela-bora otro concepto no menos interesante: es el «tao», cuyo alcance evo-ca el ordenamiento ideal de cuanto existe, esto es, la eficacia suprema. Correspondería a la totalidad de los dos aspectos anteriores: «una (vez) "yin", una (vez) "yang", eso es "tao" ». Claro que, si nos atenemos al con-

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texto o la disposición interna de la obra, su referencia puede ser muy variada. Mientras, por ejemplo, en los escritos de mística se hace rela-ción a la «puerta que da acceso a las sutiles esencias», en la tradición confuciana el alcance es prioritariamente práctico y moral.

Por otro lado, ante la exigencia de tener que hacer mención de las primeras formas literarias, diremos que éstas se debieron elaborar hacia el final del reinado de los Chou occidentales; quedando prioritariamen-te agrupadas en dos libros: el «Che-king» (libro de los versos), y el «Chu-king» (libro de historia). De entre ellos, parece ser que el aporte más an-tiguo son los himnos destinados a servir de canto en los ritos que se ce-lebraban en memoria de los soberanos muertos y en fechas muy próxi-mas al siglo IX a.C. Pero, tanto el «Che-king» como el «Chuking» forman parte de un grupo de seis obras clásicas a las que la tradición china de-nomina «king». Y junto a estas dos, están el «I king» (libro de los cam-bios o mutaciones), el «Yi-king» (libro de los ritos), el «Yo-king» (libro de la música) y el «Tch'e ts'ien» (Anales de primaveras y otoños).

En realidad, la formación que se daba en tiempos del feudalismo no era otra que la que se contenía en estos «seis clásicos», particularmente en el «I-kin» (libro de las mutaciones). De ahí que todas las tendencias filosóficas de la antigua China tengan en común un cierto número de ideas fundamentales como eran, por ejemplo, la noción de «tao» o las alternancias rítmicas del «yin» y del «yang». Claro que, mientras algu-nos, como los «taoístas», concebían la existencia en armonía con los rit-mos cósmicos contemplados a la luz de los «primeros tiempos» o en etapas anteriores a la organización social; otros, como Confucio, creían en la posibilidad de que dichos ritmos se pudiesen llegar a conseguir en una sociedad moralmente justa y civilizada. Intención ciertamente en-comiable, y tanto más si se tiene en cuenta el período de crisis, injust i-cias y luchas en que a Confucio le tocó vivir. Por eso, en consideración a la incidencia que tuvo en la moral china, haremos sobre él y su pensa-miento unas breves reflexiones.

Según la tradición, Confucio nace en el Estado de Lu, al sur de la ac-tual provincia de Shantung, en el año 551, y muere en el 479 a.C.; aun-que estas fechas tampoco es que sean totalmente fiables, y podrían osci-lar hasta en un cuarto de siglo. Su biografía la recoge el historiador chi-no Sse-ma Ts'ien en el «Che-ki» (Memorias históricas), hacia el 86 antes de nuestra era.

Merece señalar también que, a pesar de la fama e influencia de Con-fucio, propiamente no poseemos ninguna obra suya. Y aunque durante largo tiempo se le atribuyeran los «seis clásicos», o al menos el «Tch'e -ts'ien», parece ser que únicamente se limitó a comentarlos. Llegó a en-tender que la reforma social sólo se podía llevar a cabo mediante la vuelta al pasado modélico. Por lo tanto, más que acusar a las institucio-

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nes feudales, su crítica se dirigía al olvido de las virtudes que mejor re-presentaron el vigor de la antigua realeza. Confucio solía hacer men-ción en sus enseñanzas a los gobernantes cuya benevolencia (jen) y de-coro (li) habían llevado al pueblo a una vida armoniosa y feliz. Pero ningún modelo de sabiduría para él como el duque de Chou, «Tan».

Prácticamente, Confucio, llevado por su gran amor a las tradiciones, buscó e hizo de ellas el objeto único que podría poner a salvo los con-flictos y rivalidades de su tiempo. Es claro que no lo consiguió, pero sus enseñanzas debieron impactar profundamente en numerosos discípu-los, ya que después de la muerte del Maestro, sus principios se empeza-ron a difundir rápidamente; tanto es así que, después de unos doscien-tos cincuenta años, los soberanos de la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.) optaron por encargar a los confucianos la administración del Imperio. Desde entonces, hasta la instalación de la República en que empezaron a ser agriamente criticados dichos principios, bien puede decirse que fueron ellos los que orientaron al pueblo durante más de dos mil años. Y es que Confucio nunca pudo comprender el desarrollo de la civiliza-ción desatendiendo los orígenes del pasado. Buscó, por ello, en dicha tradición sus más profundas raíces, con el deseo de exponerlas de for-ma clara y comprensible para cualquiera. De ahí que, si en algo incide es en la precisión lingüística de sus máximas, evitando ambigüedades y sofismas. He aquí algunas de las principales «Analecta» -fragmentos-:

Dijo Confucio: «Yo soy un transmisor, no un creador.

Creo en los antiguos y soy un apasionado de ellos. Me atrevo a compararme con nuestro viejo P'eng (el Matusalén chino)» (VII, 1).

Dijo Confucio: «A veces he pasado todo un día sin comer y toda una noche sin dormir, entregado a mis pensamientos. De nada me sirvió. Mucho mejor es aprender» (XV, 30). Había cuatro cosas que Confucio estaba dispuesto a erradicar: una mente torcida, los juicios arbitrarios, la obstinación y la au-tosuficiencia (IX, 4).

Dijo Confucio: «Los que conocen la verdad no están por encima de los que se complacen en ella» (VI, 18).

Dijo Confucio: «Después de escuchar el Camino (Tao) por la mañana, habría que estar dispuestos a morir alegres por la tarde» (IV, 8).

Este interés por las formas lingüísticas, quedaba ya reflejada en el «Chu-king» cuando, al hablar de los nueve artículos de la «Gran Regla», el autor nos describe en el segundo de ellos los cinco actos cuya referen-cia a la palabra es francamente significativa. Dice así:

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«En segundo lugar, los cinco actos. El primero se refiere a la actitud exterior. El segundo, a la palabra, el tercero a la mira-da, el cuarto al oído, el quinto a la reflexión. La actitud exterior debe ser reservada, la palabra conforme a la razón, la mirada perspicaz, el oído muy atento, el espíritu meditativo y penetran-te. Una actitud seria es respetuosa, una palabra conforme a la razón es agradable; una mirada perspicaz conduce a la pruden-cia: la aplicación a escuchar es madre de los buenos consejos, un espíritu reflexivo y penetrante conduce a la más alta sabi-duría»16.

16

CONFUNCIO Y MENCIO: Trad. de Juan B. Bergua. Madrid, 1969, pág. 121.

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EL LENGUAJE EN OCCIDENTE

(Primeras reflexiones)

LOS PRESOCRÁTICOS

Por más que se incluyan bases comunes en el afianzamiento de la filo-sofía oriental y occidental, como puede ser su actitud frente a falsos mundos posibles, lo cierto es que las direcciones tomaron rumbos distin-tos. Lo intuitivo y anímico de la primera dio paso a un saber racional y objetivo. Esto lo inician los griegos al preguntarse, entre los siglos VII y

VI antes de nuestra era, por el principio () de las cosas, más bien de

la (úς), de la naturaleza.

En realidad, no era sino la justa, aunque difícil y comprometida pre-tensión de llegar a entender esa ley, lo que impulsaba a desarrollarse y a cambiar. ¿Dónde estaba el principio a partir del cual las cosas eran lo que eran? Iniciar su búsqueda señaló, precisamente, el origen de la filosofía occidental. El filósofo griego, como fiel amante de la sabiduría, guarda-ban la convicción de que tenía que existir una fuerza y una ley que rigie-se el aparecer y el desaparecer de las cosas, porque el mundo (el cosmos), no era un caos, sino un todo ordenado y bello.

A partir de aquí, la historia de la filosofía tendrá una dirección defini-da y clara: la búsqueda de la verdad objetiva. Una inquietud y verdad, que si no ha tomado siempre la misma perspectiva y definición, sí co-mienza siendo (αληθεια), es decir, descubrimiento del ser, de lo más con-sistente y verdadero, a pesar de estar encubierto por el velo de la apa-riencia. Lógicamente, tampoco el problema del lenguaje podía a los grie-gos pasárseles desapercibido. Por eso, aunque tengamos que esperar a los diálogos de Platón para encontrarnos con un estudio dialéctico sobre el tema, pocos dudarían de que los presocráticos debieron ya preguntar-

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se por las palabras como realidades insinuadoras de las cosas mismas. No creemos que sus «fragmentos» sean sólo «intuiciones parciales», co-mo frecuentemente suelen ser considerados. Jenofonte refiere cómo en un banquete en Atenas, los comensales se entretenían discutiendo sobre los usos auténticos de las palabras17. Por eso, en atención a aquellos pri-meros pasos que iniciaban nuestra cultura, nos ha parecido justo entresa-car algunos de los pensamientos relacionados con el lenguaje y la pala-bra.

SENTENCIA DE LOS SIETE SABIOS

Cleóbulo, el líndico: «Sé buen oidor y no gran hablador»18. «Hazte con lengua bien hablada»19.

Solón, el ateniense: «Pon a tus palabras el sello del silencio, y al silencio el de la

oportunidad»20. «No hables de lo que veas con los ojos»21.

Quillón, el lacedemonio: «No corra tu lengua más que tu entendimiento»22.

Tales, el milesio: «No te traicionen tus propias palabras ante los que en ellas confían»23.

Pitaco, el lesbio: «No hables mal del amigo ni bien del enemigo, que ambas

cosas van fuera de razón»24.

Bías, el prienio: «Habla de los dioses como son»25.

Periandro, el corintio: «No digas en público lo que se dijo en secreto»26.

17

JENOFONTE: Memorab i l i a I I I , 1 4 , 2 . 18

I.4. Cito a estos filósofos griegos teniendo principalmente en cuenta la obra: «Fragmentos fi-losóficos de los Presocráticos». Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas, 1963, del profesor Juan D. García Bacca, quien, sirviéndose principalmente de la clásica edición: «Fragmente der Vorsokratiker» de Diels-Krantz. Edic. 1936, y la de Mullach (Didot), llegó a elaborar una síntesis encomiable. 19

Ibid. I. 6. 20

Ibid.II. 21

Ibid.II. 22

Ibid III. 14. 23

Ibid. IV. 5. 24

Ibid. V. 8. 25

Ibid. VI. 8. 26

Ibid. VII. 14.

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Heráclito:

«Educar en retórica: principio de carnicería»27.

«Pensar es la máxima de las virtudes; y la sabiduría consiste en decir la verdad y en que los que la entienden obren según natura leza»28.

Poema de Jenófanes:

«Entre los Dioses hay un Dios máximo; y es máximo también entre los hombres. No es por su traza ni su pensamiento semejante a los mortales. Todo Él ve; todo El piensa; todo El oye»29.

Poema ontológico de Parménides:

«Te he de decir que es senda impracticable y del todo insegura, porque ni el propiamente no-ente conocieras, que a él no hay cosa que tienda, ni nada de él dirías; que es una misma cosa el Pensar con el Ser. Así que no me im-porta por qué lugar comience, ya que una vez y otra a lo mismo deberé arribar»30.

Anaxágoras:

«Por la debilidad de los sentidos no podemos discernir lo lo verdadero»31.

«Los fenómenos son lo visible de las cosas ocultas»32.

Demócrito:

«Cuantas cosas escriba el poeta con entusiasmo y con inspiración son poderosamente bellas...»33.

27

Ibid. Fragm. 81. 28

Ibid. Fragm. 112. 29

Ibid. 1.1. Fragm. 23-24. 30

Ibid. 1. 3. Fragm. 2,3,5, 31

Ibid. Fragm. 21. 32

Ibid. Fragm. 21.a. 33

Ibd. Fragm. 18.

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DIALÉCTICA DE PLATÓN

La primera exposición dialéctica sobre cuestiones lingüísticas la encon-

tramos en el Cratilo de Platón; aunque, por lo que se deja entrever, fueron las especulaciones sofísticas las que debieron motivar el estudio que él pretende. El escepticismo e inseguridad a que les habían llevado las con-sideraciones sobre la palabra, hacen que Platón desee fundar el lenguaje en algo más firme y consistente.

Investigando el poblema de la exactitud de los nombres, Platón con-cluirá diciendo que el lenguaje, más que ser un medio seguro para conocer las cosas, habrá que pedir este conocimiento a las cosas mismas. Cierto que el diálogo comienza de forma casual y accidentalmente. Se presupone que Hermógenes y Cratilo llevan ya largo rato tratando el tema cuando, al hacerse presente Sócrates, se le permite participar. «Mira, aquí viene Sócra-tes. ¿Quieres que le demos a conocer el tema de nuestra conversación?34. Pero al preguntarle y demandar su opinión, Sócrates, de momento, se considera ignorante, aunque sí dispuesto a iniciar una investigación; un examen so-bre la exactitud o no exactitud de las palabras.

La postura de Hermógenes no ofrecía duda: los nombres estaban pues-tos, simple y llanamente, de forma convencional; como también era clara la actitud de Cratilo quien apoyaba una denominación natural. Por consi-

guiente, la opción en principio era definitiva: o se apostaba por la (úς); esto es, por la relación natural con la cosa, o por el (νόμω), por lo pura-mente convencional.

Sin embargo, en la conversación, Sócrates les descubre que sus puntos de vista eran parciales y no se ajustaban a la realidad. La discusión más larga la protagoniza Sócrates con Hermógenes. En ella hace que éste admi-ta una serie de postulados; que acepte, sobre todo, que las cosas tienen una esencia fija y estable. Que la acción de denominar corresponde al hombre -más concretamente al legislador-, quien debe poner la mirada atenta para que el nombre sea naturalmente apropiado a cada objeto. Por lo tanto, la primera conclusión de Sócrates en el diálogo con Hermógenes es la si-guiente: que los nombres de las palabras no es competencia de todos, sino de un artífice apto para ello, y se ha de procurar que el nombre emita, por medio de las letras y las sílabas, la esencia misma de las cosas. Todo como si Sócrates pretendiera hacerle ver la parte positiva de Cratilo. No obstan-te, al entrar en conversación con éste en la segunda parte del diálogo, usará de un método semejante al empleado con Hermógenes; quiere pri-

34 PLATÓN: Cratilo. 384. a. Entre las numerosas traducciones, reseñamos las «Obras Com-

pletas» llevadas a cabo por la Edit. Aguilar. Madrid, 1966-67, mereciendo los preámbulos una sin-gular atención.

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mero que se dé cuenta de los puntos débiles que tiene su postura. A Crati-lo le va a decir que los nombres, como la pintura, son sólo una imitación del objeto; y del mismo modo que aquélla puede falsear la realidad, tam-bién los nombres es posible que sean inexactos. Por consiguiente, nada tiene de particular que las palabras, a la hora de ser referidas a las cosas, hubieran sido ya deformadas por ideas preconcebidas y erróneas; ello ser-ía posible aun cuando después se llegase a una comprensión adecuada y legítima del mundo de la experiencia. Sería, en este caso, el uso quien sus-tituyera a la semejanza.

A tenor de esa perspectiva, tampoco resultaría incoherente reconocer en Sócrates una cierta parte de convencionalidad a la hora de imponer los nombres. En su conversación con Cratilo, manifiesta: «¿Y qué diremos respecto de aquél que se sirve de las sílabas y las letras para reproducir la esen-cia de las cosas? ¿No será verdad, según el mismo principio, que si atribuye a los objetos todo lo que les conviene y acomoda, la imagen será bella (es decir el nombre), mientras que si olvida pequeños detalles o añade otros, habrá cierta-mente una imagen, pero no será bella? Brevemente: ¿no resultarán unos nom-bres bien hechos y otros mal hechos?»35.

Una tercera parte del diálogo podría tener lugar cuando Sócrates afirma que los nombres referidos al «movimiento» es fácil que nos lleven a error. Cree que cualquiera que sea su alcance y significado, no puede éste por menos de ser impreciso y confuso. Surge la vaguedad desde el mo-mento en que se parte de una hipótesis dudosa, como es pensar que todos los seres poseen movimiento. «Guardémonos aún de que todos esos nombres de una misma tendencia no consigan inducirnos a error, si verdaderamente sus auto-res los han establecido con la idea de que todo es presa del movimiento y de un flu-jo perpetuo (pues según mi opinión, también ellos "161 " tenían esta idea), y si, por casualidad, en lugar de que las cosas sean así, son ellos mismos quienes han caído en una especie de torbellino, donde se enredan y se confunden, y adonde, en consecuencia, nos precipitan a nosotros»36.

Apuesta Platón por la realidad de un Bien y una Belleza que no puede cambiar. Nunca llegarán a alterarse porque, de lo contrario, sería imposi-ble que los designásemos de forma adecuada y justa. De ahí que el pro-blema, según él, debería ser nuevamente replanteado. Sócrates aconseja a Cratilo -como joven que todavía es-, a un examen más ponderado y dete-nido; Cratilo responde que no dejará de hacerlo, aunque, a su vez, insta a Sócrates para que él haga lo mismo; circunstacia que le sirve a Platón para poner fin al diálogo.

3535

PLATÓN: Ob. cit. 431 b. 36

Ibid. 439 a.

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Puede que a la hora de hacer un análisis crítico nos sintamos un tanto decepcionados al no hallar la claridad que nosotros quisiéramos; sin em-bargo, esto no excluye la fecundidad de su obra. Platón expone dos opi-niones contrapuestas: la de Hermógenes y la de Cratilo. Sócrates, por su parte, al pedírsele que intervenga en la conversación, analiza los puntos de uno y de otro para optar por una postura --diríamos- intermedia. Y es que, en el fondo, el verdadero problema que subsiste es el alcance de nuestro conocimiento, por lo que, el estudio de los nombres no es sino la cobertura del auténtico problema del conocimiento en el hombre.

Al conceder cierto margen a la convencionalidad, y deducir que el legislador podía equivocarse, Platón modifica la crítica que había hecho a Hermógenes para instalarse en una especie de término medio donde, a la vez que se admite que la palabra puede cambiar, se sostiene que lo Bello y lo Bueno son algo estable y definido. Por lo tanto, pienso que es justa para él la hipótesis que defiende ya en el «Cratilo», esto es, la pro-yección de la teoría de las ideas; un mundo donde cada realidad tiene su propia naturaleza, su esencia definitiva y permanente. Pero como esbozo que es, habría que esperar a que se constituyera en tema decisi-vo de su pensamiento. Marginando, en cierto modo, el estudio de los nombres, Platón volverá la mirada a las auténticas realidades; esto es, a las Ideas como eje central de su genuina orientación filosófica.

Por lo demás, encontramos también otras referencias lingüísticas a lo largo de su obra, pero éstas poco o nada resuelven el problema plantea-do en el «Cratilo»; así, por salvar el valor del pensamiento, Platón nos hablará en el «Fedro» un tanto despectivamente del lenguaje, y más aún de la escritura. Piensa que las palabras vienen a ser algo estático e indefen-so que piden siempre estar protegidas por su autor. «El que cree que deja es-tablecido un arte en caracteres de escritura, y el que, recíprocamente lo acoge pen-sando que será algo claro y .firme porque está en caracteres escritos, es un perfecto ingenuo, y en realidad desconoce la predicción de Ammon, creyendo que los deci-res escritos son algo más que un medio para recordar aquello sobre lo que versa lo escrito»37.

También en la carta VII leemos: «En todos los seres hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia de estos mismos seres: ella misma, la ciencia es un cuarto elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocido y real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la definición; el tercero es la imagen; el cuarto la ciencia»38). Y más adelante: «El nombre, decimos, no tiene en ninguna parte fijeza. ¿Quién nos impide llamar rec-to a lo que llamamos circular o circular a lo que llamamos recto? El valor signifi-

37

PLATÓN: Fedro. 275a. 38

Ibid. Carta VII . 342d.

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cativo no será menos fijo cuando se haya hecho esta transformación y se haya mo-dificado el nombre»39.

Por estas referencias deducimos que Platón debió de tomar el (νόμω) como elemento de una realidad más profunda: la (επιστημη). Es el «logos» quien se presenta en función y dirigido hacia el (ειδος ), aunque sintiendo la honda insatisfacción de no ver todavía claro el problema. Por eso, la despedida de Sócrates es simplemtente un «hasta luego», hasta un «des-pués» más esperanzado y positivo en espera de la solución que, por el momento, nadie tenía.

ARISTÓTELES Y LAS RELACIONES LÓGICAS

Frente a la actitud y compromiso de Platón, Aristóteles opta por una

perspectiva singular y, en cualquier caso, diferente. Más que buscar la esencia del lenguaje, su interés se centra en las relaciones de los elemen-tos, es decir, en el funcionamiento lógico de las palabras. Por eso, la ri-queza lingüística de Atistóteles se encuentra, más que en los textos re-tóricos, en los lógicos; diríamos que su aportación se centra precisamente en eso: en el aspecto funcional del logos.

El lenguaje para él es un símbolo, pero con la particularidad de ser, en primer término, representación en nosotros mismos y, sólo en segun-do lugar, representación referencial de las cosas. Claramente nos dice: «Las palabras habladas son símbolos o signos de las afecciones o impresiones del alma; las palabras escritas son signos de las palabras habladas. Al igual que la escritura, tampoco el lenguaje es el mismo para todas las razas de hombres. Pero las afecciones mentales en sí mismas, de las que esas palabras son prima-riamente signos, son las mismas para toda la humanidad, como lo son también los objetos de los que esas afecciones son representaciones o semejanzas»40.

Mientras la dialéctica platónica miraba en una dirección y en un pro-ceso fundamentalmente ontológico, buscando, sobre todo, la substancia; en Aristóteles son las relaciones lógicas de los términos lo verdadera-mente importante y decisivo. La perfecta o inadecuada conexión en las formas constituirá su más genuina concepción lingüística; sólo así podr-ían interpretarse las siguientes palabras: «Igual que a veces hay en nuestra mente pensamientos que no van acompañados de verdad o de falsedad, mien-tras que a veces hay otros que necesariamente son una u otra cosa de estas, lo mismo ocurre en nuestro lenguaje, ya que la combinación y la división o sepa-ración de las palabras son esenciales antes que podamos hablar de verdad o de falsedad»41.

39

Ibid. 40

ARIST6TELES: De la Interpretaci6n. I. 16a. 41

Ibid.

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Cabría decir que Aristóteles, como padre de la lógica, llegó a interpre-tar el logos, no sólo como estructura, sino como función de un todo lógi-co. El logos -dirá después-, es un sonido con significado propio, pero es-tablecido de forma convencional y sin referencia al tiempo. Ninguna par-te de él tiene significado si se le considera separado del todo42. En su concepción, las nociones o palabras aisladas no expresan ni verdad ni falsedad. Para que exista error o verdad es preciso que las nociones o ideas se unan en proposiciones o juicios. La verdad está en el juicio. Por lo tanto, la diferencia entre Platón y Aristóteles la podríamos encontrar en la definición que ambos hacen del (ονoμα). Mientras el primero lo re-fiere, o nos orienta al menos, hacia la substancia, en Aristóteles el (ονoμα) es un sonido significativo merced a un acuerdo. La convenciona-lidad es imprescindible para él.

Sin embargo, a pesar del predominio formal y lógico de su análisis lingüístico, sería injusto eliminar en Aristóteles la orientación hacia el «Sustrato» real. Existe un verdadero fundamento ontológico en el sentido

de que los elementos (στοχεια) son verdaderos momentos constitutivos del ser. Por consiguiente, es la estructura ontológica de la realidad la que repercute, de alguna forma, en la estructura lógica del lenguaje. Cierto que las leyes silogísticas estudiadas y expuestas por Aristóteles separaron el problema de la lógica de la matriz del logos. Pero, en cual-quier caso, siempre a condición de quedar libre y purificado el concepto de sus posibles contenidos. Era un ganar en lógica a costa de perder en ontología. Por eso, llegar a conseguir ese sentido de totalidad que en un principio se perdió, será siempre uno de los primeros propósitos, sino el principal, de toda la filosofía del lenguaje.

PROYECCIÓN ESTOICA

Por más que los estoicos muestren direcciones «naturales», en parte ya

definidas, no es menos cierto que algunas de sus observaciones reflejan ciertas novedades que nos obligan a tenerlas en cuenta. En principio dis-tinguen la voz (φωνη), del (λογος), la palabra. Mientras el primer término tiene como referencia el sonido, el (λογος), es el nombre ya articulado, los animales emiten voces, pero nunca palabras; la articulación como tal sólo puede provenir de labios humanos.

Ahora bien, no todas las palabras son significativas para ellos. Se re-quiere que la voz sea, en principio, articulada; y como ésta sólo puede provenir del hombre, el resultado es que únicamente él puede expresarse

42

Ibid. II . 16a.

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correctamente en oraciones gramaticales. Pero los estoicos se retrotraen a puntos de vista «naturales» desde el momento en que suponen que las pa-labras exigen una referencia al objeto. Así, lo que era imagen en Aristóte-les, ellos ahora lo identifican con su más profundo contenido conceptual.

Con todo, su principal aportación se relaciona con el estudio y desa-rrollo de la gramática; y se menciona a Antistio Labeo como gran conoce-dor de la misma. «Latinarumque vocum origines rationesque percalluerat, eaque praecipue scientia ad enodandos plerosque iuris laqueos utebatur» (y conocía a fondo el origen y estructura del vocabulario latino, y utilizaba principal-mente esa ciencia para desentrañar muchas cuestiones jurídicas comple-jas)43.

Epiteto nos dice también: «Initium doctrinae sit consideratio nomi-nis»44.

Pero, acaso fuesen los estudios etimológicos los que más particularmen-te influyeron para que se optara por el sentido natural y primitivo de las palabras. Si damos crédito a la tradición ofrecida por Diógenes Laercio, una de sus referencias es la siguiente: «Dicen los estoicos que la palabra o dic-ción es la que subsiste según la fantasía o imaginación racional. Que de estas dic-ciones o palabras, algunas son perfectas en sí mismas; otras, defectuosas. Son de-fectuosas las que tienen enunciación imperfecta, verbigracia, "escribe"; pues pre-guntamos quién escribe. Perfectas en sí mismas son las que tienen entera y cabal enunciación. Verbigracia, "escribe Sócrates". Así en las locuciones defectuosas se ponen los predicamentos; y en las perfectas en sí mismas, los axiomas, los silogis-mos, las interrogaciones y las cuestiones»45

DEL EPICUREÍSMO AL «SIGNO» DE ENESIDEMO

Con Epicuro la ciencia del lenguaje comienza una nueva etapa; hasta

tal punto que alguno de sus pensamientos podrían subscribirse en páginas de reciente publicación. Es de lamentar, por ello, que todavía no se haya elaborado sobre el tema un estudio completo del epicureísmo como tal.

Por la repetida impresión de un objeto -se afirma-, la sensación queda grabada en la memoria. Después, y en virtud del signo que la representa, hace que evoquemos su recuerdo. Así, la palabra árbol, nos recordará (si anteriormente vimos otros árboles), la imagen a que dieron lugar las im-presiones anteriores, es decir, que la palabra provoca la imagen sensible sin necesidad alguna de volver a repetir la sensación. «La reminiscencia de

43

LETSCH: Die Sprachphilosophie der Alten. Vol. III, págs. 184-186.

44 BARTH, P.: Los estoicos. Ed. Rev. de Occidente. Madrid, 1930, págs. 133-142.

45

LAERCIO, D.: L. VII, 40-9.

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lo que hemos visto muchas veces, verbigracia, "tal como es el hombre"; pues luego que pronunciamos hombre, al punto por anticipación conocemos su forma, guián-donos los sentidos. Así, que cualquier cosa, luego que se sabe su nombre, ya queda manifiesta; y ciertamente no inquiriríamos lo que inquirimos si antes no lo cono-ciésemos, verbigracia cuando decimos "lo que allá lejos se divisa, ¿es caballo o buey?" Para esto es menester tener anticipadamente conocimiento de la forma del caballo y del buey, pues no nombraríamos una cosa no habiendo aprendido con an-ticipación su figura. Luego las anticipaciones son evidentes»46.

Podemos darnos cuenta cómo ya Epicuro intuye la influencia del pasado en la formación del lenguaje. En virtud del pretérito, o a par-tir de impresiones previas, es cómo debemos organizar el futuro. «Primeramente pues, oh Herodoto, conviene entender el significado de las voces, para que con relación a él podamos juzgar de las cosas, ya opinemos, ya inquiramos, o ya dudemos, a fin de que no resulte un proceso en infinito andando las cosas vagas e irresolutas, y no estemos sólo con lo vano de las voces. Es, pues, necesario lo primero atender a la noción de cada palabra, y ya nada necesita de demostración, pues tendremos lo inquirido, lo dudado y lo opinado que nos servirá de provecho»47.

Al referirse Epicuro al origen del lenguaje, comienza diciéndonos que los hombres son los únicos favorecidos por la naturaleza para emitir sonidos articulados. El sonido no se produce mediante la vibra-ción del aire, sino por una emisión de partículas salidas del que emite la voz. Para él, la causa del habla es doble:

a) Física, esto es, que proviene de las cosas significadas. «Esta voz, cuando se recuerda todo esto, envía a la mente un tipo o imagen idónea de la naturaleza de las cosas»48.

b) Psíquica: son las afecciones que se producen en el hombre al

recibir los datos del mundo exterior.

Como podemos apreciar, lo característico aquí es la intuición de po-ner ya en el fenómeno lingüístico dos realidades estrechamente relacio-nadas: lo que al hombre se le ofrece por parte del mundo exterior, y la envoltura o moldeamiento que éste ubica. Epicuro niega la convencio-nalidad como única solución al problema. Para él las afecciones tienen su origen en la impresión, pero al mismo tiempo ésta es moldeada por la propia individualidad.

El hecho de que existan lenguas diferentes le lleva a deducir, no un substrato disgregador u objeto de incomprensiones, sino a dar a cada

46

Ibid. L. X, 24. 47

Ibid. L. X, 29. 48

LAERCIO, D.: L. X, 32.

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comunidad hablante un valor distintivo y original. «Las mismas natura-lezas de los hombres, teniendo en cada nación sus pasiones propias e imagina-ciones, despiden de su modo en cada una el aire según sus pasiones e imágenes concebidas, y a tenor de la variedad de gentes y lugares. Después cada nación fue poniendo nombres propios, para que los significados fuesen entre ellos me-nos ambiguos y se explicasen con más brevedad. Luego añadiendo cosas antes no advertidas, fueron introduciendo ciertas y determinadas voces, algunas de las cuales las pronunciaron por necesidad, otras las admitieron con suficiente causa, interpretándolas por medio del raciocinio»49.

Para él, tan imprescindibles eran los elementos físicos como los psíquicos, ambos se precisaban para la formación del lenguaje. Y esto, no sólo con respecto a las lenguas que se hablaban entonces -ya de for-ma estructurada-, sino cuando la emisión de sonidos eran puramente espontáneos y naturales. Sin embargo, conviene tener en cuenta que en Epicuro, hablar de lenguaje regulado y formalista es hacer referencia a un común acuerdo, merced al cual, iría progresivamente formándose. La lengua, tal y como se halla, es un hecho al que le dio vida la utilidad común de los grupos sociales. En el supuesto de encontrarse un objeto sin nombre, podía suceder: o bien el que se lo ponía era dictado por la naturaleza misma de la cosa, o lo era por la convención general. Por eso, tanto el acuerdo unánime como el valor referencial del objeto, es algo que siempre se deberá tener en cuenta si de verdad queremos acer-carnos a las direcciones del epicureísmo.

La teoría de Enesidemo tiene también su originalidad. Se trata de un estudio donde los signos juegan un papel importante, hasta tal punto que Ogden y Richards consideran a Enesidemo como el analista más importante hasta el siglo XIX; aunque, como ya apuntan estos dos auto-res, todo lo que ha llegado a nosotros de la doctrina de Enesidemo deriva de parciales referencias encontradas en los escritos de Sexto Empírico, médico griego que escribe entre los años 100 y 250 después de nuestra era.

La postura de Enesidemo se encuentra resumida en Sexto, en los párrafos 97-134 de sus «Liniamientos»; siendo, por otra parte, difícil de des-lindar lo original de Enesidemo de lo que pudieron ser añadidos del pro-pio Sexto Empírico. Presentamos a continuación el pasaje donde queda expuesta su doctrina.

"Si los fenómenos aparecen de la misma manera a todos los observadores que estén constituidos en forma similar, y si, además, los signos son fenómenos, en-tonces los signos deben aparecer de la misma manera a todos los observadores si-milarmente constituidos. Esta proposición hipotética es evidente por sí misma, si se da por sentado el antecedente, se sigue el consecuente». Ahora continúa Sexto (1) «Los fenómenos aparecen de la misma manera a todos los observadores simi-

49

Ibid. L. X, 50.

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larmente constituidos» Pero (2) «Los signos no aparecen de la misma manera a todos los observadores similarmente constituidos. La verdad de la proposición (1) reposa sobre la observación, porque aunque al ojo ictérico o inyectado de sangre los objetos blancos no le parezcan blancos, sin embargo, al ojo normal, esto es, a todos los observadores similarmente constituidos, los objetos blancos aparecen invaria-blemente blancos. Para la verdad de la proposición (2) el arte de la medicina pro-porciona ejemplos decisivos. Los síntomas de la fiebre, la afluencia de sangre, la humedad de la piel, la alta temperatura, el pulso rápido, cuando los observan médicos de la misma constitución mental, no los interpretan de la misma manera. Aquí cita Sexto algunas de las teorías contrastantes sostenidas por las autoridades de su época. En estos síntomas Herófilo ve la señal de la buena calidad de la san-gre; para Erasístrato son un signo del paso de la sangre desde las venas a las arte-rias; para Asclepiades prueban una tensión excesiva de los corpúsculos en los in-terespacios, al ser infinitamente pequeños, no pueden ser percibidos por los senti-dos sino sólo aprenhendidos por el intelecto. Sexto, que tomó este argumento de Enesidemo, lo desarrolló a su manera, y quizá sea él mismo el que ha elegido los ejemplos médicos»50.

La idea está suficientemente clara por lo que respecta a Enesidemo: los signos carecen de valor cuando pretenden referirnos algo de lo que, en sí, permanece velado a la experiencia. «Las cosas invisibles no pueden ser reve-ladas por signos visibles, y que la creencia en tales signos es una ilusión»51.

Ahora bien, que el decidido apoyo a lo real le condujese a estas con-clusiones, nos parece normal en cierto modo; al fin y al cabo es la conse-cuencia de toda subordinación del pensamiento a la praxis, de la filosofía a la vida. Como objetivo, sólo se acepta aquí lo inmediato, la impresión, lo que afecta directamente a la conciencia, aunque sea ello a costa de descuidar todo ese mundo de valores creativos del sujeto que tan posi-tivamente tuvieron a bien juzgar otros autores. Por eso, decir que Ene-sidemo fue el mayor analista del lenguaje hasta el siglo XIX es ir, a mi modo de entender, demasiado lejos, y tanto más si lo comparamos con las originales intuiciones que surgieron principalmente en el siglo XVIII, como más adelante analizaremos.

LA FILOSOFÍA GRIEGA ORIENTA A LA «PATRÍSTICA»

Tras el Edicto de Milán en el 313 por el que se concedía la libertad

al cristianismo, surge la necesidad de hacer accesible la nueva doctrina por medio de razonamientos lógicos y comprensibles. Es entonces

50

La cita la tomo de la obra de OGDEN Y RICHARDS: «El significado del significado». Trad. de E. Prieto. Paidós. Buenos Aires, 1949, págs. 277-78.

51 Ibid., pág. 277.

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cuando estos Padres de la Iglesia ven en la filosofía el modelo que les podía servir para exponer la fe que anunciaban. Pues bien, ninguno como S. Agustín representa mejor ese esfuerzo por conciliar la filosofía griega con la religión cristiana.

En virtud, precisamente, de esa doble conjunción: influencia bíblica por una parte, y cultura griega por otra, es lógico que apareciesen cuestiones nuevas que, como en el caso que nos ocupa, hicieron nece-sarias otras tantas soluciones. Se comprueba esto de modo singular en la obra de S. Agustín.

En principio, él ve dos realidades en el hecho de pronucniar una pala-bra: el sonido por un lado, y la significación por otro. Pero eso sí, con la particularidad de que, tanto el sonido como el significado no se perciben por medio del signo. El sonido -dice- llega a nosotros a través del oído, en tanto que la significación queda constituida después de darnos cuenta de la realidad significada. Al menos éste parece ser el alcance de ciertas ex-presiones en el «De Magistro». «Es por el conocimiento de las cosas por el que se perfecciona el conocimiento de la palabra, y oyendo las palabras, ni palabras se aprenden»52.

La prioridad y el énfasis está en el conocimiento, y sólo después tendría su puesto la palabra. Ante el hecho concreto de que alguien sepa mejor que nosotros la respuesta, sucede entonces, según S. Agustín, que las supuestas palabras no poseen la fuerza suficiente pa-ra manifestar la verdad. «Así pues, las palabras no tienen ya ni el valor de manifestar el pensamiento del que habla, pues es incierto si él sabe lo que d i-ce. Añade los que mienten y engañan, los cuales - es fácil que lo entiendas - no sólo no abren su alma con palabras, sino que hasta la encubren. Pues de ninguna manera dudo que los hombres veraces se esfuerzan cada día y de algún modo hacen profesión de descubrir sus sentimientos por medio de la pa-labra; lo que conseguirán con aplauso de todos si no fuera permitido a los mentirosos el hablar»53.

A partir de estas expresiones podríamos, si no definir correctamen-te la idea agustiniana sobre la comunicación, sí, al menos, conocer sus puntos de partida. Como podemos apreciar, partiendo él de la expe-riencia concreta, donde la inexactitud, los errores y equívocos son a to-das luces evidentes, cree conceder bastante a las palabras otorgándoles, por lo que a la realidad sensible se refiere, la función de recordar su verdad en el caso de que ya la conociésemos.

Respecto a las realidades misteriosas o del espíritu, el valor de la palabra vendrá constituido por servir de estímulo para que el que

52

S. AGUSTÍN: De Magistro. 11.36. 53

Ibid. 13.42.

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escucha, vuelva a su interior y consulte allí al Maestro único que ins-truye.

«Lo enseñará aquél que por medio de los hombres y de sus signos advierte exteriormente, a fin de que, vueltos a El inte-riormente, seamos instruidos»54.

Consecuente con su teoría de la «iluminación», parece como si sin-tiera repulsa por la dialéctica exagerada de los retóricos. Gilson piensa que S. Agustín llegó a retractarse del concepto de «reminiscencia» para pasar a la teoría del innatismo de las ideas. Tengamos presente la difi-cultad que suponía para la Patrística el origen del lenguaje. Así, inter-pretando algunos autores literalmente el pasaje del Génesis, donde Adán puso nombre a todas las especies de animales, concluyen que el lenguaje tiene un origen divino. Sin embargo, no es menos cierto que, paralela a esta literal interpretación, se desarrolla otra más indepen-diente y racional. Se exponía que esta procedencia divina del lenguaje le venía al hombre en virtud de su propia naturaleza y desarrollo. En razón de lo cual, argüían diciendo que la palabra era propia del espíri-tu, o mejor, de un alma unida a su componente corporal. Por lo tanto, si bien aquélla se constituía en principal agente, también los sentidos y órganos externos participaban en la formación de la misma.

Pienso que en esta última dirección podría colocarse el pensamiento agustiniano, al menos ésta es la idea que parece desprenderse de sus «Confesiones» «Recuerdo esto; mas cómo aprendía hablar, advertílo después. Ciertamente no me enseñaron esto los mayores, presentándome las palabras con cierto orden de método, como luego después me enseñaron las letras; sino yo mismo con el entendimiento que tú me diste, Dios mío, al querer manifestar mis sentimientos con gemidos y voces varias y diversos movimientos de los miembros, a fin de que satisfaciesen mis deseos, y ver que no podía todo lo que yo quería ni a todos los que yo quería»55.

Es la propia capacidad, limitada ciertamente, pero, en cualquier ca-so, apta para decidirse en pro de una u otra expresión. Para él la fuente de la certeza, como de la comunicación en palabras, más que a la expe-riencia externa, corresponde a la interna: lo que creemos recibir de fuera es concebido en la intimidad. De ahí que S. Agustín, aunque inmerso en el platonismo, modifica en cierto modo a Platón para acercarse al prólogo del evangelio de S. Juan: «Era la luz verdadera -el "Verbo"- que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre»56.

54

S. AGUSTÍN: De Magistro. 14.46. 55

Ibid. Confesiones. I. 8.13. 56

Jn. : 1,9

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LO UNIVERSAL EN EL MEDIEVO

Se ha dicho, y con bastante razón, que la controversia de los univer-

sales fue lo que hizo despertar el ingenio filosófico en la Edad Media. Se trata de resolver el grado de realidad que correspondía a los nombres, a las palabras como signos portadores de referencias y significados. Por eso que sólo la comprensión y el estudio del ser existente podrían conducirnos a un claro planteamiento de los términos en general.

En principio, por universal se entendía aquel concepto capaz de in-cluir a varios sujetos o a varias individualidades; y se inquiría e indagaba en qué forma la realidad objetiva podría estar ligada a la generalidad del nombre. Propiamente, la inquietud por dar solución vino provocada a raíz de las interrogantes que propuso Porfirio en el prólogo de la «Eisagoge», y a las que él había rehusado responder57. La problemática era la siguiente:

l.°-) ¿Los géneros y las especies existen en la realidad o sólo en el en-

tendimiento? 2.°-) Dado que existan realmente, ¿son corpóreos o incorpóreos? ¿Exis-

ten separados de los seres sensibles o, por el contrario, están en estos mis-mos seres?

Las soluciones marcaron una doble y opuesta dirección. Mientras para

unos los universales eran cosas (res), para otros no pasaban de ser meras voces, palabras (verba); calificándose a los primeros de realistas exagera-dos, y a lo que se oponían, de antirrealistas.

Pero lo que sí conviene aclarar es que ninguno de los filósofos medieva-les llegó a creer en el universal como algo subsistente, es decir, separado y corpóreo como alguno ha pretendido subrayar. Su existencia la concebían los realistas algo así como ideas ejemplares de los seres en el entendimien-to divino. Realidades, por otro lado, que de algún modo también estaban en las cosas sensibles; así, por ejemplo, el término común de «humanidad» era participado por cada una de las personas. Seguidores de esta corriente son, entre otros, Escoto Eriúgena, Remigio de Auxerre, Guillermo de Champeaux y Teodorico de Chartres.

Paralelamente al desarrollo del realismo, aparecen los antirrealistas,

siendo calificados también como nominalistas, o más exactamente, verba-listas, puesto que tal calificativo surge de la contraposición que Boecio hace entre «res» y «verba».

57

«Mox de generibus et speciebus, illud quidem sive subsistant, sive in nudis intellectibus posita sint, sive, subsistentia, corporalia sint an incorporalia; et utrum separata sensibilibus an insensibilibus posita, et circa haec consistentia; dicere recusabo». La traducción y comentario es de Boecio: «In Porphyrium Comentaria» I. 1; PI. LXIV Col. 82.

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Sin embargo, quizá sea Heirico de Auxerre el más preciso en resu-mir esta postura inicial. Sólo existen las substancias individuales -llega a decir-, la especie es una simple agrupación de los distintos sujetos que elabora el espíritu; en sí, y como tal realidad, no existe. El género tam-poco, ya que éste se constituye por la agrupación de varias especies bajo una misma denominación.

Postura muy semejante fue la adoptada por Roscelino, aunque ya Abelardo, por más que esté dentro del antirrealismo, apunta en otra di-rección. Proyecta el nombre común con presupuestos más bien lógicos. Parte de que el universal, aún no identificándose con lo realmente exis-tente y concreto, tampoco es puro nombre (flatus vocis); le corresponder-ía, de alguna forma, cierta realidad natural. De este modo, el universal sería una «opinión» (nomina), es decir, predicaciones en sentido lógico, algo como una difuminada representación, pero que, al referirla a los seres, serviría para darles significado. Por decirlo de otra forma, se tra-taría de un contenido subjetivo, pero con significación real. Así, pues, oponiéndose al realismo exagerado, nos revela que los universales no son cosas (res), pero tampoco nombres (nomina); dos términos que de-ben ser mantenidos para no hacer de Aberlardo, ni realista contra Ros-celino, ni nominalista contra Guillermo de Champeaux.

Con todo, acaso lo más característico y original de su pensamiento esté en la forma de tratar el proceso de la abstracción. En resumen, dir-íamos que distingue entre conocimiento sensitivo, imaginativo e inte-lectivo. Por el primero llegamos a percibir los objetos materiales; des-pués, la imaginación, en virtud de su misma capacidad inventiva, forma la imagen de cada objeto para que, una vez así elaborada, pueda per-manecer en cada uno, aún cuando el objeto particular del que se tomó se halle lejos de nuestro alcance; sería ésta la forma mejor de poder hablar, por ejemplo, del amigo que se halla ausente. Como consecuen-cia, o mejor, a partir de aquí, es cuando el entendimiento realiza pro-piamente la abstracción. ¿Cómo? Prescindiendo de la particularidad de los objetos y quedándose con los rasgos comunes y colectivos. De este modo, nuestras palabras no encubrirán para él la realidad, más bien lo contrario: es el entendimiento el que percibe las cosas bajo un prisma diferente de los sentidos y la imaginación.

Después de Abelardo, puede decirse que las personalidades que se fueron sucediendo a lo largo de todo el Medievo adoptaron, con menor o mayor matización, las posturas de sus mayores: claro que todo ello conducirá en el siglo XIII a una más acorde y definida solución. El pun-to de partida es el siguiente: se cree, en principio, en una doble poten-cialidad intelectiva a la hora de proceder a la formación del universal. Guillermo Fraile, en su «Historia de la filosofía», así nos lo resume: «Para la abstracción se requieren dos condiciones: a) por parte del objeto es necesaria

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la composición de partes, pues solamente son sujetos de abstracción las cosas compuestas, no las simples. De la estructura del ser concreto depende su abs-traibilidad, es decir, la posibilidad que ofrece el entendimiento para poder des-pojarlo de todo cuanto le impide ser objeto de conocimiento intelectivo y de ciencia, elevando su representación al orden del concepto universal. b) Por par-te del sujeto es necesaria una potencia o capacidad abstractiva, la cual no es ex-clusiva del entendimiento, sino que comienza ya en los sentidos, prosigue en la imaginación y termina en la doble actividad de los dos entendimientos, agente y posible»58.

La función del entendimiento agente es la de preparar el material al entendimiento posible, aunque, no es que construya el contenido inte-legible de la idea, sino que, a modo de luz intelectual siempre en acto, ilumina la realidad del objeto para que, de este modo, sea capaz de fe-cundar, de determinar al entendimiento pasivo. De ahí que se considere a la verdad del entendimiento en perfecta adecuación con la realidad objetiva; «adaequatio intellectus ad rem».

Según esta concepción tomista, el entendimiento pasivo es el que co-noce, aunque, bien es cierto que él se halla en pura potencia en el orden in-teligible hasta que no viene la información propia de la especie impresa que le suministra el entendimiento agente. Pero, realizada tal información, es entonces cuando se produce la propia actividad para conseguir la espe-cie expresa o concepto generalizado y universal. Tras la fase pasiva de fe-cundación, le sigue la vitalmente activa, es decir, una vez elaborado el concepto, se le podrá usar en consecuencia, principalmente en vista a un posterior desarrollo intelectual.

Claro que, si se llegó a estos sutiles análisis fue por algo más profundo de lo que aparentemente uno hubiera podido imaginar; en la base estaba el pensamiento griego. Propiamente la distinción de los dos entendimien-tos no es idea que surja en el Medievo; el creador fue Aristóteles. Y si él los deduce no es por otra cosa sino por fundados motivos metafísicos. En efecto, pura potencia en el orden del conocer, nuestro entendimiento nun-ca por sí mismo hubiera podido pasar a acto de no ser determnado por un objeto inteligible que hiciese pasar dicha potencialidad a su actuación. Por eso, dado que lo material (el mundo extra), no puede obrar directamente sobre lo espiritual de nuestra intelección, nos hará falta una actividad inte-lectiva capaz de hacer pasar lo inteligible material en potencia a acto, lo que para Aristóteles constituyó la razón profunda para distinguir los dos entendimientos en el hombre.

58

FRAILE, G.: Historia de la, filosofia. 2.1 ed. 2. Vol. Madrid, 1966, pág. 914.

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EL TOMISMO Y EL LENGUAJE

Con el tomismo, el estudio del lenguaje va a ganar en precisión. Cier-

to que todavía dista mucho de un análisis completo, pero la síntesis conseguida, representa un logro que en modo alguno se debería des-cuidar.

Entre la variedad de términos que se emplean para designar al len-guaje: locutio, loquaela, eloquium, dictio, terminus, vocabulum, nomen, ver-bum, etc., el más expresivo es este último. Para Santo Tomás la palabra «verbum» es la que más cerca está del logos de los griegos. Distingue en-tre la etimología, el origen, y el significado. Nos dice que el término «verbum» procede de la acción de «herir el aire» (verberare aerem) al pro-nunciar las palabras59.

A este origen (considerado como más probable), expone otro que ofrece menos seguridad. «Verbum» provine de «verum boans» esto es, «verdad resonante»60. Sin embargo, aparte de estas consideraciones etimológicas, nos detendremos a examinar los diferentes modos de que se sirve Santo tomás para dar sentido y valor a lo que él concibe como «verbum». Significativas son las palabras que encontramos en la Suma Teológica: «Lo que más clara y comúnmente se llama en nosotros "verbum" o palabra es lo que profieren los labios, lo cual procede de lo interior en cuanto a dos cosas que se hallan en la palabra exterior, a saber: la palabra misma y su significación. La palabra, según el Filósofo -en el libro I Perihermenias, cap. 1, 16 a.-, significa lo que el entendimiento concibe, y además procede de la imagi-nación, como se dice en el libro "De anima", Lib. II, cap. 8, 420 b. Pues la voz no significativa no puede llamarse palabra. Y precisamente se llama palabra a la voz exterior, porque significa el concepto interior del entendimiento. Luego primaria y principalmente se llama "verbum" al concepto interior de la mente; secundariamente, la misma voz significativa del concepto interno; y en tercer lugar la imaginación del «verbum», o palabra-...»61.

Parte Santo Tomás de esa unión que distingue y caracteriza a toda palabra, esto es, de la articulación que hacemos de la misma y de su significado referencial. Claro que la proyección es aristotélica: la pala-

59

SANTo TOMÁS: In I Sent., dist. 27, q. 2, a. 1 ad 1; De veritate, q, 4, a. 1. Obj. 8; Ibíd. ad 8; In It de anima, lect. 8, n.°- 477. 60

Ibid. De varitate. q. 4, a. 1. Obj. 8; también ad 8. 61

Ibid. Summa theologiae. 1, 34, 1.

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bra significa lo que previamente concibe el entendimiento. Se trata del enlace exigitivo de lo fonético con la indicación referencial, que de no ser así, nuestros sonidos serían vibraciones, pero en modo alguno pala-bras. Existe un término interior, una idea, un verbo mental elaborado por el entendimiento en su función de entender, un signo natural y formal abstraído en nuestra mente donde, al exteriorizarse en palabras, manifiesta el contenido inteligible. La palabra es, por tanto, un signo convencional y sensible, apto, sobre todo, para representar la idea y, con su contenido, el mundo de los objetos.

Este nexo referencial relacionando la actividad interna con la realidad exterior es, sin lugar a duda, uno de los puntos claves en el pensamiento de Santo Tomás. «A la acción que permanece en el mismo agente corresponde alguna procesión interna, y esto, mejor que en parte alguna, se observa en el en-tendimiento, cuya acción, el entender, permanece en el mismo que entiende. En quienquiera que entiende, por el solo hecho de entender, procede dentro de él algo, que es la concepción de la cosa entendida, que proviene del poder intelectual y pro-cede del conocimiento o noticia de la cosa. Esta concepción es la que enuncia la pa-labra y se llama verbo o palabra del corazón»62.

Distingue también entre voz y palabra. Los sonidos de los animales, como los gritos o gemidos de los hombres, serian voces, al tiempo que las palabras, a pesar de dárseles también este calificativo, sirven, ante todo, para la mutua comunicación entre los humanos. Para el pensamiento to-mista, la voz expresa únicamente sentimientos y afectos de orden sensiti-vo, dirigiéndose específicamente a los datos singulares y concretos. Las palabras, sin embargo, apuntan también al conocimiento intelectivo, es decir, abstrayéndose de los datos particulares, se instalan en un plano dis-tinto, en el plano de lo universal. Se diría que el sistema lingüístico aquí tiene su origen en imperativos profundamente comunitarios y sociales: se pronuncia la palabra para decir a otro lo que previamente uno ha sentido y vivido. De ahí que la función principal del diálogo no pueda ser otra que la comunicación misma.

Respecto a los caracteres escritos, Santo Tomás tiene de ellos un concep-to elevado. Así, oponiéndose a la concepción platónica, llega a pensar que el lenguaje hablado, aun gozando de universalidad significativa, carece, no obstante, del valor temporal y espacial que sí posee la escritura. Me-diante su uso, cualquiera que lo desee, no sólo puede comunicarse a dis-tancia, sino que su estructura siempre representará una forma más exten-siva y duradera.

Por otra parte, al pretender probar la convención o arbitrariedad de las palabras, ya sean éstas orales o escritas, tiene como base las distintas interpretaciones que el hombre siempre ha hecho de ellas. Si fuesen natu-rales -llega a decir-, tendrían igual sentido para todos. «Ni las voces "artifi-ciales", ni las voces significan naturalmente. Pues las cosas que significan algo

62

SANTo TOMÁS: Summa theologiae. 1, q. 27, a.I.

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naturalmente son iguales entre todos, mientras que la significación de las letras y de las voces, de que aquí tratamos, no son iguales para todos los hombres...»63.

La influencia aristotélica, como podemos apreciar, es evidente. An-tepone la convencionalidad a cualquier otra consideración lingüística que tuviera que ver con el desarrollo de la lengua; bien es cierto que existen referencias que pueden también hacernos pensar en intuiciones propias y originales. Al hablar, por ejemplo, del signo de la palabra co-mo representación de una idea que nos traslada al mundo de los obje-tos, no lo hace tan sólo pensando que tal contenido sea únicamente la referida realidad abstracta, sino que a los nombres debe unírseles tam-bién todo ese bagaje sentimental que la persona ha ido poniendo en su específico modo de decir. «La palabra manifiesta, no solamente lo que está en el entendimiento, mas también lo que está en la voluntad, porque la misma voluntad es también entendida»64.

«Se dice que la multitud de los deseos es causa de locu-ción, en cuanto que de la multitud de los deseos se sigue la mul-titud de los conceptos, los cuales sólo pueden ser expresados con signos muy diversos»65.

Podemos ver cómo aquí no sólo se hace referencia a la realidad obje-tiva, sino que alcanza también al mundo personal y subjetivo. «Para probar la existencia de alguna cosa, es preciso tomar como medio lo que su nombre significa y no lo que es, ya que antes de preguntar qué es una cosa, primero hay que averiguar si existe»66. Y en la S. C. Gentiles: «Nombramos, en efecto, los seres, del mismo modo que les concebimos. Y nuestro entendi-miento recibiendo el principio del conocimiento de los sentidos, no trasciende el modo que encuentra en los seres sensibles»67.

Cabría decir que la objetividad y la convención de las palabras son, en principio, las que mejor definen la postura tomista, lo cual no impide que los propios deseos e inclinaciones personales formen también parte de la riqueza de nuestros diálogos, aunque, bien es cierto que si el len-guaje posee un significado, lo tiene fundamentalmente por la conven-ción de los térn1inos. Por eso, atendiendo a la arbitrariedad en el que-hacer lingüístico por una parte, y a la constatación de las distintas len-guas por otra, es lógico que se resaltasen ciertos puntos que, en cual-quier caso, serían siempre significativos para el problema planteado. Así, viendo en la voluntad la raíz de donde brotan las palabras, y no poseyendo éstas una relación natural con las cosas, era natural que se dedujesen la convención y la artificialidad de las mismas. Además, de eli-

63

Ibid. In 1 Pariherm. Lect. 2, n.°- 8. 64

Ibid. De Veritate, 4, 3 ad 4. 65

SANTO TOMÁS: De veritate. 9, 4 ad 10. 66

Ibid. Summa theologiae. In I Sent., q. 2, a.3. 67

Ibid. I Contra Gentiles. Cap. 30.

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minarse la intención significativa, al lenguaje le faltaría el fundamento y, consecuentemente, como tal forma de expresión, carecería de sentido. Por lo tanto, nuestra voluntad es, en última instancia, el principio y el origen de la pluralidad de las lenguas; y del mismo modo que usamos un doble significado para determinadas palabras, de igual forma las distintas co-munidades lingüísticas emplean sistemas diferentes según su cultura y convenciones.

A partir de este examen sobre el significado, Santo Tomás pasa lógi-camente a estudiar las consecuencias, es decir, se va a detener en el uso y empleo de las palabras. En principio, llega a creer que la lengua que nos transmitieron enriquece, por sí misma, todo nuestro conocer, indicando la trascendencia que para nosotros tiene la enseñanza.

Al hablar acerca del maestro que instruye a los demás, nos dice que éste, usando imágnes a su propia capacidad, lo que pretende transmitir es lo que él previamente aprendió. «El enseñante propone signos de las cosas in-teligibles, de las cuales el entendimiento agente toma las formas (intentiones) inte-ligibles, y las graba en el entendimiento posible. Por lo cual las palabras oídas al enseñante, o vistas en la escritura, sirven para causar la ciencia en el intelecto, como las cosas que están fuera del alma, pues de ambas toma el intelecto las for-mas (intentiones) inteligibles, e incluso se puede afirmar que las palabras del que enseña causan más próximamente la ciencia que los objetos sensibles extra-anímicos, en cuanto que aquéllas son signos de las formas (intentiones) inteligi-bles». Y en otro lugar: «Dentro de las palabras existe la alegría, la tristeza o la in-diferencia del que habla. La multiplicidad de los deseos es la razón del hablar»68.

Sin embargo, en base a poder ofrecer un verdadero fundamento a las ideas, las palabras para él, con ser, en cualquier caso, imprescindibles, las valora como medios limitados y pobres cuando tienen que expresar su contenido; dice de ellas que son incapaces de mostrar la riqueza que in-cluye y encierra nuestro mundo interior. La idea siempre es más perfecta que su expresión por medio de vocablos. Y no solamente eso, sino que, por más que lo intentásemos, nunca podríamos conseguir una perfecta y adecuada representación de toda la realidad objetiva. Se topa aquí, no sólo con la pobreza del lenguaje para representar la idea, sino también con el mundo-exterior que la limita.

«La causa siempre excede a lo causado. En algunos "hombres" la locución cau-sa la intelección. Tal sucede en los que aprenden mediante la enseñanza, los cua-les a veces no penetran en el valor de las palabras. Estos pueden hablar de casos que se saben por "invención" "o descubrimiento propio"; y en estos casos la in-telección excede a la locución, de modo que se entiende muchas cosas que no pueden expresarse externamente»69.

Claramente distingue Santo Tomás entre la realidad exterior, el en-tender y el hablar. Uno es el mundo de los objetos donde la mente abs-

68

SANTO TOMÁS: De veritate . 11, 1 ad 11. 69 Ibid. In I Sent., dist. 37, exposit. Textus, I parte.

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trae, y otro el que forma la realidad lingüística. Es connatural al hombre que hable y se comunique; pero mostrar su mundo interior se debe, en-tre otras razones, a su capacidad de comunicación.

Una vez más la dirección, como podemos fácilmente apreciar, es direc-ción aristotélica: las palabras son siempre instrumentos pobres para expre-sar el contenido que pretenden. De ahí la exigencia por nuestra parte de depurar, en lo posible, los términos empleados, particularmente si se trata de vocablos específicamente originales. En ese sentido, Santo Tomás justi-fica la clásica división de los términos según su definición nominal y real. «De dos maneras podemos nombrar una cosa: o según el primer sentido del nom-bre o según el uso corriente. Así el nombre de visión significa ante todo el acto del sentido de la vista; pero, por la nobleza y certidumbre de este sentido, se extiende en lenguaje corriente al conocimiento de todos los otros sentidos»70.

En realidad, lo que aquí se intenta es hacer del lenguaje el sistema or-denado para definir, lo más adecuadamente posible, el significado de las cosas, porque, aún siendo medios deficientes las palabras para referir los contenidos, no obsta, sin embargo, para que ellas sean lo suficientemente indicativas para expresar el ser y las propiedades de los objetos. De ahí que nos diga: «Según la manera cómo alcanzamos a conocer la naturaleza de algunas cosas por sus propiedades y efectos, así podemos darle nombre, y por esto, debido a que podemos conocer la substancia de la piedra por medio de sus propiedades, el término piedra significa su naturaleza, cuál es en sí misma, ya que significa su definición, y por la definición sabemos qué cosa es, pues el concepto significado por el nombre es la definición, como dice Aristóteles»71.

Precisamente, siguiendo esa línea aristotélica, Santo Tomás llega a creer que en nuestro proceso cognoscitivo, primero captamos lo genérico, des-pués lo individual, lo que no impide tampoco que nombres referidos a realidades concretas se apliquen posteriormente a objetos inteligibles y abstractos. A este propósito, comenta S. Ramírez: «Siendo pues, el uso el que da a los vocablos su sentido vulgar y actual, que ordinariamente es mucho más rico y matizado que el puramente originario y etimológico, se comprende que Santo Tomás lo prefiera no sólo porque es más cierto y seguro en la mayor-ía de los casos -cuando la verdadera etimología es desconocida o dudosa-, sino también porque es más pleno, por ser fruto de un mayor concocimiento de la realidad. A ser posible se deben conjugar los dos, comenzando por el sentido etimológico e integrándolo en el usual...72.

Ignoramos lo que el segundo Wittgenstein, el de las «Investigaciones fi-losóficas», hubiese podido pensar de haber tenido delante estos comenta-rios, pero lo que sí podríamos asegurar es que no le hubieran pasado des-apercibidos, ya que, si es verdad que las referencias y contenidos apunta-

70

Ibid. I, 13, a. 8. 71

SANTO TOMÁS: Ob. cit. I, 13, a.8. 72

RAMÍREZ, S.: Filosofa y Filología. Arbor, 32. 1955, págs. 222-24.

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ban a direcciones distintas, no es menos cierto el valor y la incidencia que para ambos constituía el uso de la palabra.

PREFERENCIA POR LO PLATÓNICO

Si el Medievo se caracterizó por el apoyo de las ideas de Aristóteles, con

el Renacimiento tornará a una actitud comprensiva de Platón. En su es-fuerzo por superar la cultura de la época pasada, los renacentistas ante-pondrán la razón como luz y medio casi único que deberá guiar el com-portamiento del hombre. Pero antes de introducirnos en lo que comportó el típico Renacimiento Europeo, no estará demás que reseñemos, aunque sea someramente, lo que fueron sus antecedentes y motivaciones.

Conviene adelantar, por ejemplo, que antes de este cambio y esta crisis que se advierten, propiamente en Europa existe ya en la península Ibérica un movimiento renacentista que, por su singularidad, es justo y positivo tenerle en cuenta. En realidad, más que un resurgimiento por lo helénico, lo que se intentaba aquí era una verdadera revalorización de la escolástica; una puesta al día después de los descubrimientos físicos y geográficos. Menéndez Pelayo llega a decir: «Más que movimiento ordenado y dialéctico, semeja el movimiento de la filosofía del siglo XVI una insurrección formida-ble en que, mezclándose abigarradamente los varios colores de las banderas, producen a un tiempo halago a los ojos y cierta confusión en el espíritu. El entendimiento humano, aunque abrumado por la ingente carga de la tradi-ción antigua, parecía haber vuelto a aquel período de espontaneidad en que floreció la especulación presocrática».

Precisamente, esta espontaneidad y autonomía en replantear los pro-blemas, es lo que mejor se deja entrever en el quizá más importante lin-güísta español del siglo XVI: Fray Luis de León. Frente a la actitud genera-lizada y puramente filológica de los renacentistas de este tiempo, Fr. Luis nos ofrece una búsqueda del ser. «Y... porque no era posible que las cosas, así como son, materiales y toscas, estuviesen todas unas en otras, les dio Dios a cada una de ellas, además del ser real que tienen en sí, otro ser del todo se-mejante a este mismo, pero más delicado que él... y dispuso que las que en su ser material piden cada una de ellas su propio lugar, en aquel espiritual ser pudiesen estar muchas, sin embarazarse, en un mismo lugar en compañía juntas; y aún, lo que es más maravilloso, una misma en un mismo tiempo en muchos lugares»73.

73

LEÓN, FRAY LUIS DE: Los nombres de Cristo, en Obras completas. Bibli. Aut. Crist. Ed. del P. Féliz García. Madrid, 1944, pág. 393.

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Fray Luis es platónico. Piensa que la misión y el cometido del hombre es parecerse al original. Lo importante es el sonido; por él se llega, como en un espejo, a la realidad misma de las cosas. Será mediante lo fonético por lo que el hombre capte la casi total relación entre el signo y lo signifi-cado, entre la palabra y su contenido y, en consecuencia, que perciba y lle-gue a dar con el nombre adecuado. De ahí que Alain Guy, al estudiar la obra de Fray Luis, no tenga reparo en afirmar que la búsqueda etimológica de la palabra, el cuidado de la forma vocal y gráfica, con la profundización en el sentido literal, son las orientaciones más relevantes en su pensamien-to.

Con todo, y a pesar de caracterizarse este período por una tendencia fundamentalmente platónica, no quiere ello decir que todos fuesen parti-darios de la misma. Sabemos de autores para quienes la convencionalidad seguía teniendo la primacía; así, dentro del siglo XVI, podemos hablar de Fernando de Herrera, cuya obra literaria, aún reflejando el mundo plato-nizante del momento, en su valoración lingüística se siente muy en conso-nancia con el pensamiento de Aristóteles. Estas son sus palabras: «Cada una de las cosas casi tienen su nombre, porque, de otra suerte, no podríamos hablar propiamente, aunque son más las cosas que se han de significar que las palabras y propios que las significan. Las palabras que, como dice Aristóteles, son notas y señales de aquellas cosas que concebimos en el ánimo... las "pala-bras" propias se hallaron por necesidad i son las que sinifican aquello, en que primero tuvieron nombre, las agenas por ornato, i son las que se mudan de propia sinificación en otra»74.

Pero a esta su primera actitud, le sigue otra de signo contrario; tor-na a un poder inventivo del nombre respecto al desarrollo propiamente del lenguaje: «I de todas las cosas que vienen al sentido, ninguna al meneste-rosa i necessitada voz que la declare i señale. Porque luego se imprime i estam-pa una señal manifiesta del nombre de aquella cosa entendida. I muchas veces da i pone muchas vozes a una sola cosa, que cada una dellas proferida haze un entendimiento casi tan cierto como el nombre verdadero. I assi tienen los om-bres gran potestad i fuerza en las palabras, para demostrar las cosas que son, sin que aya alguna que les dexe de reconocer esta sugeción»75.

En realidad, y como ya apuntábamos, no era infrecuente que, en medio de un clima platónico, existieran también autores que se sentían atraídos por el pensamiento de Aristóteles. A ejemplo de Fernando de Herrera, o más radical aún, citaríamos a Francisco Sánchez el Escéptico. Este nos dice: «Cada cual fuerza las palabras a su antojo, las desencaja aquí y allí, las acomoda a su placer».

De tal forma apoyó la convencionalidad de los términos que, a su jui-cio, ni la etimología ni cualquier otra supuesta deducción, suponían in-

74

Tomo esta nota de FERNANDO LÁZARO CARRETER: «Las ideas lingüísticas en España du-rante el siglo XVIII. Madrid, 1949, pág. 28. 75

LÁZARO CARRETER, F.: Ibid.

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conveniente alguno que pudiera descalificarla. De ahí que, al referirse a los sonidos que más semejanza guardan con los fenómenos reales, como son las palabras onomatopéyicas, escriba: «Tampoco en esto hay alguna de-mostración de la naturaleza de aquellas cosas que significan, sino semejanza de sonido»76.

Hubo también quienes optaron por una vía alternativa. Llegaron éstos a admitir la significación natural únicamente respecto al primer lenguaje, considerando convencionales todos los demás. En cierto modo, era la reve-lación misma de la dificultad que entrañaba el problema. Pero, mientras en la Península Ibérica existía esa inquietud por revalorizar las tradiciones medievales, Europa aspiraba a un cambio más radical. Cambio, por otra parte, que no todos han interpretado de la misma manera. Hegel, por ejemplo, presenta al Renacimiento como una vuelta al ideal pagano ante-rior al cristianismo. La persona adquire conciencia de sí al margen de cualquier metafísica o forma transcedente; mientras que J. Burckhardt, re-firiéndose a Italia, lo juzga como un salto brusco, una ruptura con toda la Edad Media. El naturalismo se renueva y triunfa sobre la mística o lo so-brenatural de los medievales; y el mismo Lázaro Carreter, en su estudio sobre «Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII», refleja, más o menos, este mismo sentir, cuando escribe: «Nuevas y desconocidas tenden-cias, acaloradas discusiones en torno a las verdades universales, censuras, sátiras, burlas, radicales posiciones, obligan a cambiar el rumbo a Europa. El hombre trata de liberarse de la disciplina que asegura la autoridad y los dogmas. Una intensa revolución se produce en todos los órdenes de la vida»77.

Cabe pensar, no obstante, que estos cambios no son sino la normal y hasta lógica culminación de un proceso iniciado ya en la Baja Edad Media. De hecho, tanto el inicio como el final, son vagos e imprecisos, y aunque lo cultural, lo económico y social modifiquen el rumbo de la historia, la raíz es más profunda de lo que pudiera indicar una superficial consideración. En ciertos casos es preciso retrotraerse, mirar al pretérito donde, sobre to-do en las últimas etapas medievales, existía ya una verdadera inquietud de reforma.

Respecto al problema lingüístico, cabría decir también que nos encon-tramos ya en el umbral donde surgirían los pensamientos más originales para el desarrollo de los problemas de la lengua. Con Locke, por ejemplo, ya no se intenta justificar lo lingüístico desde la lógica u ontología, sino, más bien, dentro del campo psicológico. Parte Locke de esta suposición: el hombre permanece mudo durante un determinado período e inventa pos-teriormente el lenguaje guiado por la necesidad que siente de comunicar y compartir. Cree, sobre todo, en la conexión que existe entre pensamiento y expresión: se dice lo que se piensa y nunca sería posible un lenguaje donde falte una mente capaz de elaborar un sistema de signos. De ahí que, supues-

76

SÁNCHEZ, F.: Que nada sabe. Madrid, Renacimiento, s.a., págs. 77-78. 77

LÁZARO CARRETER, F.: Ob. cit.

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to este vínculo entre lenguaje y pensamiento, se hace imprescindible un análisis profundo de la palabra para llegar a la raíz del conocimiento78.

Locke nos señala cómo Dios ha puesto en el hombre las cualidades sufi-cientes para formar la articulación de los sonidos, y cómo son éstos los sig-nos de nuestro pensar; de ahí que insista tanto en ese lazo de unión; lo cual no quiere decir tampoco que él propugne un platonismo a ultranza; no cree, por ejemplo, que la unión sea de tipo natural entre los sonidos y las ideas, puesto que, en ese caso, debería admitirse una única lengua. Es partidario más bien de la convención. El signo, expresando la idea, corresponde a un acto libre del hombre. Y en cuanto a su objetividad, cree que las palabras in-tervienen de una forma decisiva en la orientación del pensamiento. Por la experiencia externa -dice-, se graban en el alma las ideas de los objetos sen-sibles, y por la experiencia interna se imprimen las ideas de las operaciones del alma ejercidas sobre tales objetos. He aquí sus palabras: «El entendimien-to no dispone de ninguna idea que venga de alguna de estas dos fuentes: los obje-tos exteriores proporcionan al espíritu las ideas de las cualidades sensibles...; y el espíritu, proporciona al entendimiento las ideas de sus propias operaciones»79.

Pero acaso lo más singular en Locke sea la forma cómo hace renacer el problema medieval de los universales. Partiendo del supuesto de que lo individual es lo verdaderamente existente, llega a decir de los nom-bres comunes que son auténticos «artificior» que sustituyen a cada uno de los objetos individuales. El nominalismo de los conceptos comunes vuelve a hacerse patente en la filosofía de Locke. Por eso, la física aquí se convierte en psicología: la naturaleza de la palabra es su capacidad de estar en el entendimiento.

Sin embargo, casi paralelamente al empirismo inglés, se desarrolla el racionalismo. Las directrices eran completamente distintas. Mientras el empirismo pretendía, en cierta manera, ser psicológico, el racionalismo era metafísico. Respecto al método, el modelo para el racionalismo lo constitu-ían las matemáticas. De ahí que Descartes, teniendo presente la ilógica e imprecisiones que existen en todo componente lingüístico, concluya por tener un concepto pobre sobre la palabra. Con frecuencia nos confunden, llega a decir. Por eso, si aboga en la carta a Mersenne por un lenguaje uni-versal es en razón de que éste sea estructurado conforme a las leyes esen-ciales de la razón y la lógica humana80.

Leibniz, por el contrario, en su afán de concebir un «Alphabetum cogi-tationum humanarum», vuelve a ser partidario de la arbitrariedad en el

78 LOCKE, J.: And essay concerning Human Understanding. L. 111, cap. 9. Sec. 21.

79

LOCKS, J.: Ob. cit. O. II, cap. 1. Sec. 5. 80

DESCARTES: Oeuvres et lettres. Ed. André Bridoux. París, 1953. Págs. 911-15.

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lenguaje. En sus «Nouveaux essais sur l'entendement humain», expone esta idea, por más que no la haga extensible a todo concepto.

«Yo sé que se acostumbra a decir en las escuelas... que las signi-ficaciones de las palabras son arbitrarias (ex instituto), y es verdad que no están determinadas por una necesidad natural, pero no dejan de exis-tir por razones, bien naturales, en las que toma parte la casualidad, bien morales, en las que interviene la elección»81.

En medio de la convencionalidad, es evidente que se deja también entrever un fondo platónico. Existen elementos naturales, pero, ¿hasta qué punto intervienen? Leibniz creía en el origen común de las lenguas; sin embargo, nada nos dice acerca de si fue en la primera o en las subsi-guientes donde, en realidad, abundaron los elementos naturales. Supo-nemos que en la primera, pero sólo como hipótesis, no tenemos pruebas que lo acrediten.

Más importancia tuvieron las ideas de Condillac. En contra de Des-cartes, su pensamiento viene supeditado, no sólo por su «Tratado de las Sensaciones», sino fundamentalmente por la lógica; una lógica converti-da en análisis del lenguaje. Así, más que el propio Locke, que parecía mostrarse infiel al principio del empirismo: «nada existe en nuestro en-tendimiento que primeramente no pase por el sentido»; Condillac lo lleva a sus últimas consecuencias para negar a la facultad reflexiva el ser fuen-te autónoma del saber. Cualquier operación del alma procede o tiene su origen en la sensación. «Tanto como nuestras sensaciones se extiendan, otro tanto puede extenderse la esfera de nuestros conocimientos: más allá nos es im-posible todo descubrimiento. En el orden que nuestra naturaleza, o constitu-ción, pone entre nuestras necesidades y las cosas, nos indica aquél en que de-bemos estudiar las relaciones que nos es preciso conocer»82.

La sensación es, pues, el primer elemento de la vida espiritual. Según vaya transformándose, recibirá las distintas denominaciones en una escala cada vez más simple y singular. Las palabras para Condillac son modelos de nuestras ideas; y serán ciertas o erróneas según se adapten o conformen con el elemento primero. Nos dice: «Acabamos de ver que la causa de nuestros errores está en la costumbre de juzgar por pala-bras, cuyo sentido no hemos determinado; hemos visto en la primera parte, que las palabras nos son absolutamente necesarias para formarnos ideas de todas especies; y presto veremos que las ideas abstractas y generales no son más que denominaciones. Todo confirma, pues, que no pensamos sino con el socorro de

81 LEIBNIZ: Oeuvres philosophiques. Ed. por P Janet. Paris, Alcan, 1900, pág. 14.

82 CONDILLAC: La lógica o los primeros elementos del arte de pensar. Trad. de Bernardo María de Cal-

zada. 2.á ed. Madrid, 1788, cap. I, pág. 91.

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las palabras, y esto basta para hacer comprender que el arte de raciocinar ha principiado con las lenguas»83.

La visión que nos muestra Condillac trasciende, en gran medida, todas las reflexiones precedentes. En efecto, no sólo se examina aquí la palabra como signo de expresión -si es arbitraria o participa de exigen-cias naturales-, sino que también se vislumbra ya un estudio propio y peculiar de la misma por cuanto que es el primer elemento del que de-bemos partir si queremos comprender otras posibles realidades; lo con-firma, al menos, la expresión siguiente: «Hemos notado que el desenvolvi-miento de nuestras ideas y facultades, no se hace sino por medio de los signos, y que sin ellos no se haría: que por consiguiente nuestro modo de raciocinar no puede corregirse sino corrigiendo el lenguaje, y que todo el arte se reduce a formar bien la lengua de cada ciencia»84.

Esta primacía que se da al lenguaje va a ser, precisamente, la ocasión para que se impulse y profundicen los estudios relativos a la comunica-ción. Por eso, antes de finalizar este apartado, expondremos el pensa-miento de Rousseau, para iniciar después lo que personalmente consi-dero má intuitivo respecto al origen y desarrollo de la actual investiga-ción lingüística.

Al preguntarse Rousseau si es natural al hombre organizarse en so-ciedad, la respuesta es negativa. En el estado de naturaleza, el hombre no lucha consigo mismo ni con los demás, la vida no le plantea proble-mas. Consecuentemente, el primitivo lenguaje serían los gritos provo-cados por la misma naturaleza, y sólo después de unas relaciones cada vez más frecuentes con sus semejantes, daría lugar a la invención de las palabras, para pasar, más tarde, a las estructuras en la forma que pre-sentan las distintas lenguas.

En contra de Locke y Condillac, que suponían al hombre evolucio-nando hasta llegar a un grado capaz de abstraer y formar la idea, Rous-seau cree que cada objeto fue denominado con un nombre particular e independiente de sus cualidades comunes. La persona se fue fijando en una u otra realidad sin atender, en principio, al género o a la especie. Un árbol era tal en razón de sus características propias, prescindiendo de si pertenecía a uno u otro grupo. Para Rousseau se precisará siempre más tiempo para comprender los rasgos comunes que aquellos que son diferenciadores de las cosas por sus características particulares85.

83

Ibid., págs. 84

Ibid., pág. 169. 85

ROUSSEAU, J.: Oeuvres Completes. De P. R. Auguis, T.1, Discous. París Dalibon, 1825, pág. 245.

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VIDA Y PALABRA

La dirección que va a tomar el siglo XVIII, además de ser diferente,

tiene particulares señas de identificación. Podría decirse que, a partir de aquí, el modelo lingüístico desarrollado se hará ya imprescindible en toda la lingüística posterior. Lo inician los nuevos planteamientos de Herder y, aunque sus ideas y posterior desarrollo evolucionan a partir de sus predecesores, no obsta para que él sea considerado uno de los más grandes analistas de la lengua.

De Hammann, amigo y confidente suyo, toma, no sólo el aspecto dis-cursivo del lenguaje, sino también el de ser símbolo y testigo de la vida. Sin embargo, Herder va a ir más lejos. Lo que antes era considerado sólo como instrumento para expresar las ideas, pasa a ser ahora elemen-to esencial en el proceso de nuestro conocimiento.

Aparece esta idea en su primera obra: «Fragmentos sobre la Nueva li-teratura Alemana». Es aquí donde se encuentran las nuevas directrices que cambiarían el concepto tradicional de la palabra. El lenguaje viene a ser, por encima de todo, «la forma de las ciencias, no sólo en la cual, sino a través de la cual, se configuran las ideas»86. Por consiguiente, la palabra no es ya en exclusiva ese rasgo sonoro que nos habla de ideas, que nos im-presiona y que se constituye en instrumento como signo de nuestra ela-boración mental, no; el lenguaje merece una atención exclusiva porque es él quien posee en sí mismo un valor singular. No es pura representa-ción únicamente, sino que está henchido de esa carga histórica que, a la vez que le condiciona, le enriquece con su contenido interior, es decir, «el lenguaje limita y rodea todo el conocimiento»87.

Este cambio, radical sin duda, por el que opta Herder, queda manifiesto en la primera de las «leyes naturales» establecida en la segunda parte de su «Abhandlung», donde claramente nos ofrece el nuevo rumbo a tomar.

El lenguaje aquí, de instrumento, de órgano, pasa a ser organismo vivo. No como objeto impasible: signo de referencias a la manera de Platón, Aristó-teles, Cultura medieval o Renacimiento; sino en su más profunda y concreta realidad, esto es, creador, en cierto modo, del hombre mismo. Para Herder, todo el sistema lingüístico ha estado, y continúa estando, en un ininterrum-pido progreso. Jamás puede considerársele como algo acabado que no necesi-te de más; al contrario, la palabra, por ser vida del hombre, moldea a la per-sona en su forma de ser y su forma de pensar. Para Herder, pensar no es otra cosa que eso: modo concreto de hablar.

Consecuente con esa dirección -evolucionista diríamos-, la aplica al sis-tema lingüístico. El lenguaje, como cualquier otro organismo social o huma-

86

HERDER: Fragmente über die neuere deutsche Literatur. En Herders Werken. Berlín, Hempel. Parte 19, pág. 340. 87

Ibid., págs. 343 y ss.

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no, tiene su propio desarrollo y evolución; de ahí que insista en los problemas que, no tardando, darían no poco que hablar. ¿En qué medida -se pregunta-, puede entenderse el influjo de la lengua en el propio pensamiento? ¿Es la lengua materna la causa de una determinada forma de pensar? Cuestiones comprometidas sin duda, pero que, por su transcendencia y compromiso, en modo alguno se las podría marginar. Herder, en efecto, intuye el error lin-güístico encubierto a lo largo de la historia. Cae, sobre todo, en la cuenta de la importancia que pueden tener las palabras que nos enseñaron en la forma-ción de las propias opiniones. Al lenguaje se le ha de estudiar por sí mismo, por sus implicaciones, por tener una sintaxis, por la influencia, sobre todo, en las propias direcciones y pensamientos. Esta fue la intuición más original de Herder -admirable, sin duda-, aunque puede que, por la novedad en los planteamientos, nunca gozó de la popularidad que tuviera más tarde Wil-helm von Humboldt, a pesar de que su pensamiento depende, de hecho, de las orientaciones previamente diseñadas por Herder.

En principio, lo que Humboldt va a hacer no es otra cosa sino acentuar el papel del lenguaje en nuestros procesos intelectivos. La lengua es el resultado de una necesidad interna del hombre; por lo tanto, no hay nada de casual ni voluntarista. «Un pueblo habla como piensa -nos dice-, piensa así, porque así habla y el hecho de que piense y hable así se fundamenta en su situación corporal y espiritual y se ha identificado con éstas. Sin embargo, el concepto general del espíritu humano y del pensamiento humano no es la base de las lenguas, sino que éstas vienen dadas por toda la individualidad viva y com-pleta de los pueblos, que se pueden estudiar en sus manifestaciones re-ales»88.

Dos son los elementos que juegan en el dato concreto de la palabra: lo subjetivo, esto es, la actividad propia del que habla, en sí, el indivi-duo expresándose de una forma determinada; y lo objetivo, constituido fundamentalmente por el bagaje lingüístico nacional, en cuyo caso la persona nada puede hacer respecto a la creación del mismo89.

Según el propio Humboldt, estamos sumergidos en una elaboración lingüística de cuya influencia es imposible ya prescindir; bien es cierto que la carga de la propia vivencia hace del lenguaje algo exclusivo y personal. De esta forma, nuestra mirada y reflexión sobre el mundo de-berá ir siempre enmarcada en un determinado espejo lingüístico; el len-guaje es un medio y, como tal, nuestro compromiso es estudiar su es-tructura, su formación, su influjo, etc. Humboldt llama a este «mundo intermedio» Weltansicht, dando a entender que los errores cometidos a

88

WILHELM VON HUMBOLDT: Von dem gramatischen Baue der Sprachen, en Gesammelten Schriften. Tomo 6. 2." parte, 1907, pág. 343. 89

WILHELM VON HuMBOLDT: Von dem gramatischen Baue der Sprachen, en Gesammelten Schriften. Tomo 6. 2.á parte, 1907, pág. 296.

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lo largo de la historia se han producido por ignorar precisamente el va-lor mediatriz de la palabra.

Pero si el lenguaje es medio, y todo lo que conocemos nos viene por este concurso, es lógico insistir en el papel creador del propio sistema lingüístico, máxime en nuestros pensamientos. «Puesto que toda percep-ción objetiva está mezclada inevitablemente con cierto subjetivismo, se puede considerar, independientemente del lenguaje, cada individualidad humana co-mo un punto de vista particular de la visión del mundo. Sin embargo, viene más condicionada por el lenguaje... puesto que también en el lenguaje de una misma nación actúa el subjetivismo, en cada lengua existe una visión del mundo que les es propia... El hombre también vive principalmente con los obje-tos tal como se los presenta el lenguaje… Con el mismo acto por el cual el hombre emite el lenguaje, se introduce en él mismo, y cada lenguaje lleva con-sigo la noción a la que pertenece, un círculo del que sólo puede salir si se entra al mismo tiempo en el círculo de otra lengua»90.

Quizá en un primer momento pase desapercibido el alcance de es-tas palabras; sin embargo, las exigencias incluídas en tales expresiones muestran que los contenidos significativos en cualquiera de los sistemas lingüísticos dependen de la idea del papel del lenguaje como factor modificante del mundo. El hombre no puede servirse de otro medio si-no del lenguaje, incluso para su propia manifestación y su popio estu-dio. Representa la palabra un papel tan esencial que Humboldt la sim-boliza, no como «ergon», sino como energía. Erich Heintel llegó a decir que el lenguaje como «ergon» pertenece a la lingüística, como «dyna-mis» a la psicología del lenguaje, y como «energía» a la filosofía.

Atendiendo a la problemática percibida por Herder respecto a la gran influencia que ejerce el lenguaje en la conducta y forma de pensar de una nación, Humboldt confirma que las actuaciones de cada pueblo, junto con todas sus vicisitudes históricas, se deben, en gran medida, a su sistema lingüístico. «El hombre no habla porque quiera hablar así, sino porque tiene que hablar así; en efecto, es libre porque esta naturaleza es la suya propia, originaria, pero, ningún puente la une a través de una conciencia unif i-cadora del fenómeno en cada momento concreto a esta esencia desconocida. "La convicción de que el patrimonio lingüístico... sólo es la fuerza misma que deter-mina el carácter de la nación y que se manifiesta como lenguaje", constituye la última y más poderosa diferencia entre la idea antes mencionada de las lenguas que sólo considera su diversidad externa como diversidad de signos surgidos por convenio»91.

Puede que el problema más agudo en Humboldt esté supeditado a las relaciones objetivas y subjetivas del lenguaje. Se deja notar, sobre

90

Ibid.: Uber die Verschiedenbeit desmenschlichen Sprachbaues, en Wilhelm von Humboldt. Werke. 1907,

tomo 6.°-, págs. 179-80.

91

HUMBOLDT, W.: Uber die Verschiedenbeit desmenschlichen Sprachbaues, en Wilhelm von Humboldt. Werke. 1907, tomo 6.°-, pág. 127.

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todo, por la incidencia en remarcar la parte subjetiva como elemento in-tegral de las palabras. Pero, ¿cuál es entonces la determinación exacta de lo objetivo?

Queriendo unificar el análisis, Humboldt concibe al mundo, y de-ntro de él a nuestro conocimiento, condicionado por la influencia y el impacto que, tras de sí, vienen ejerciendo las distintas manifestaciones lingüísticas. Más aún, cualquier realidad mundana es para Humboldt patrimonio intelectual de cada persona; hecho, por otro lado, que le lle-va ya a instalarse, como podemos apreciar, en un obligado idealismo subjetivista. El mundo así es una parcela diseñada a la propia medida. Por eso, la fuerza para crear la imagen del mundo a través del lenguaje se debe, según su pensamiento, a la sociedad misma que hizo efectiva tal concepción de la lengua. «El lenguaje debe su origen a esta fuerza, o lo que sería más claro, la fuerza nacional determinada sólo puede corresponder a una lengua nacional determinada... sólo puede desarrollarse íntimamente en ella, y expresarse a través de ella».

Ahora bien, que el lenguaje participe en las distintas representacio-nes e imágenes del mundo, no quiere decir que por sí mismo las cree. En realidad, Humboldt va más lejos del componente lingüístico. La pa-labra influye, es creativa, pero siempre dentro de la plural actuación de cada persona, es decir, coexistiendo con los múltiples componentes de que consta y nos ofrece la vida misma.

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NUEVAS CORRIENTES SUBJETIVISTAS

TEORÍA DE LOS CAMPOS

Si quisiéramos buscar la raíz de la «teoría de los campos», en ninguna

parte la hallaríamos más hondamente arraigada que en el pensamiento y la obra de Herder. Esto ya lo reconocieron los mismos autores que llega-ron a proponerla como modelo. Lo que tampoco quiere decir que fueran fieles continuadores de los presupuestos que tan genialmente adelantara Herder; ya vimos por ejemplo, cómo el mismo Humboldt llegó también a sobrepasar las intuiciones de aquél.

Es de suponer, entonces, que la «teoría de los campos» esté directa-mente relacionada con la fuerza y el papel activo del lenguaje en el proce-so de nuestro conocimiento, es decir, que se refiera a la visión del mundo contenida en el lenguaje, aunque confiriéndole, como era de esperar, un significado específico y propio. Se destacan aquí principalmente dos per-sonalidades: Jost Trier y Leo Weisgerber; dos autores para quienes el len-guaje se constituía en elemento básico a la hora de dar forma al contenido intelectual. Su visión del mundo guarda ya estrecha relación con la lengua asumida en la infancia.

Pero lo más característico suyo quedaba de manifiesto al presentar las palabras, más que en su forma individual y concreta, asociativamente, es decir, formando un conjunto, un campo de relaciones merced a las cuales los términos recibirían acepción y significado. Del siguiente modo expone Trier su concepto de «campo»: «Simples observaciones de lo que decimos y es-cuchamos explican con bastante claridad que una palabra pronunciada en una fra-se no recibe su significado simplemente del contexto de la frase; que la frase no es lo único real, de lo cual recibe vida la palabra individual muerta; que aquí inter-vinen más bien una segunda realidad, a saber, el sistema del conjunto objetivo del campo conceptual entregado a la lengua ("lengue" por contraposición a "parole" y

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"langage") y conocido del que habla y su auditor... La palabra sólo nos viene dada en relación con este conjunto»92.

Cabría decir que la «teoría de los campos» se convierte así en teoría neo-humboldtiana. De ahí que la crítica pronto llegara a convencerse que Humboldt vacilaba en el intento de precisar lo subjetivo y objetivo del lenguaje; por lo que se optó por unas soluciones más comprometi-das y categóricas: la palabra, tomada individualmente, no poseía por sí sola significación lingüística, únicamente cobraría acepción dentro del grupo o el «bloque» del que formaba parte; por lo cual, a la hora de re-ferir lo objetivo, hizo que la solución estuviese en consonancia con lo arriesgado de los presupuestos. «El lenguaje -dice Trier- no refleja al ser re-al, sino que crea símbolos intelectuales, y el ser mismo, es decir, el ser que nos vie-ne dado no es independiente de la forma y articulación del sistema simbólico lin-güístico»93.

«El lenguaje crea símbolos y el ser...; algo atrevido sin duda. Parece como si la energía y fuerza individual se bastara por sí sola para hacer un mundo de referencias donde el protagonista, además de representar al personaje, lo creara al tiempo. La originalidad, por tanto, podríamos concretarla en los puntos siguientes:

1º El significado de las palabras depende del grupo, nunca de la in-

dividualidad.

2º El lenguaje no refleja la realidad sino que crea símbolos, y con ellos, el ser de las cosas.

Respecto al primero, la dependencia con Humboldt es clara: «Cada lengua, incluso el más insignificante dialecto, debiera mirarse como un todo orgá-nico, diferente de los demás y expresivo de la individualidad del pueblo que lo habla; es característico de la psique de una nación, e indica el modo peculiar cómo la nación intenta realizar el ideal del habla»94.

Podemos constatar de nuevo que la relación entre el modo de pensar de Humboldt y las afirmaciones dadas por los teóricos del «campo» son, a todas luces, afines y dependientes; aunque también es cierto que, a la hora de ordenar tales conjuntos, existen sus divergencias. Trier, por ejemplo, agrupa estos campos dentro de una determinada clasificación de conceptos o categorías, en tanto que Porzig los cataloga a partir de verbos con sus correspondientes sujetos y predicados. Por todo lo cual, hoy se cree que se exageró afirmando que las palabras eran únicamente eso: simples fichas que jugaban la partida al gusto e interés de los parti-

92

TRIER, J.: Der deutsche Wortschatz im Sinnbezirk des Verstandes. Heidelberg, 1931, tomo 1, pág. 3. 93

TRIER, J.: Ob. cit., pág. 2. 94

JERSPERSEN: Languaje. Pág. 157.

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cipantes. Cabría tal posibilidad en sistemas claramente definidos. Por ejemplo, la agrupación militar o jerárquica, de signos especializados, etc. Pero si se tiene en cuenta la sinonimia, la metáfora, la vagüedad u otros factores similares, se comprenderá la inconsistencia y debilidad de tales afirmaciones. Y es que, aparte de los estudios realizados en «campos» como en los procesos mentales, relaciones de familia, colores, conceptos éticos y estéticos, graduaciones y experiencias religiosas y místicas, cabría discutir si podrían clasificarse muchos más. De ahí que la «teoría de los campos», aún incluyendo insoslayables puntos posit i-vos, nunca, sin embargo, podría tomarse como regla general de com-prensión lingüística. Merece sí un respeto el haberse propuesto por vez primera un método estructural cuya orientación, más que ir dirigido a la individualidad de la palabra, se proyectase sobre ese halo misterioso que rodea al signo.

Lo importante, en ese aspecto, fue mirar al conjunto, en contra o a expensas de los componentes, lo que nos puede parecer atrevido, sin duda, pero que de prescindir de esa mutua influencia entre las distintas palabras, nunca hubieran tenido lugar los análisis que, merced a esta teoría, pudieron llevarse a cabo.

En efecto, la «teoría de los campos» aporta resultados ciertamente favorables para ver a la palabra influyendo en nuestros procesos inte-lectivos. «Un campo semántico -dice Ullmann-, no refleja meramente las ide-as, los valores y perspectivas de la sociedad contemporánea, sino que los crista-liza y perpetúa: transmite a las generaciones venideras un análisis ya hecho de la experiencia, a través del cual se verá el mundo hasta que el análisis resulte tan palpablemente inadecuado y anticuado que el campo entero tenga que ser refundido»95.

Con relación al segundo punto, esto es, el lenguaje crea símbolos y el ser de las cosas, la «teoría de los campos» nos ofrece los presupuestos más radicales y atrevidos. Con ellos, bien pudiera decirse que las vaci-laciones de Humboldt quedaban eliminadas. Sabemos las dificultades que para éste suponía optar por un juicio objtivo o subjetivo respecto a los seres; sin embargo aquí todo parecía resultar evidente: el lenguaje no reflejaba la objetividad sino que creaba símbolos y, con ellos, el ser de las cosas.

Atribuida esta idea a Trier, progresivamente fue tomando forma hasta convertirse en la solución más adecuada a la hora de resolver el problema de nuestro conocimiento. Así, Weisgerber claramente afirmaba: «Ningún medio lingüístico es simple imagen del ser, sino que en todos ellos vive un ser in-

95

ÜLLMANN, S.: Semántica. Trad. de Juan Martín Ruiz-Wemer. 2.1 ed. Aguilar. Madrid,

1967, pág. 283.

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telectualmente creado. La precisión de los medios lingüísticos no debe buscarse simplemente en las "cosas" y los "objetos", sino más bien en la elaboración de las "cosas" por el hombre».

Lógicamente, con estos presupuestos nos encontramos bastante más allá de la actitud kantiana. En medio de todo, aunque Kant declarase que «la cosa en sí», el «noumeno», no era accesible por medio del conocimiento porque no entraba en el campo de la «Razón Pura», sí se podía acceder a él por la «Razón Práctica». Aquí, sin embargo, se suprime o, más exactamen-te, se considera creación del propio entendimiento; en este sentido, se trata de la línea más diametralmente opuesta a la teoría del reflejo. Mientras allí la objetividad la daba el ser, independientemente del sujeto, aquí, lejos de inquietar el problema de lo subjetivo u objetivo, más bien parece lo contra-rio. El lenguaje representa o hace el papel de creador: el espíritu crea la realidad, es decir, el mundo sobre el cual nosotros hablamos y hacemos re-ferencias.

A cualquier nivel, el lenguaje -dicen-, es creativo, es el « demiurgo» que hace posible el mundo que cada uno ha ido conformando. En cierto modo, y con las salvedades que ya apuntábamos, se trata de una concepción kan-tiana donde el marco de las categoías apriorísticas se traslada a las formas propias del lenguaje. Por eso que, llevada esta teoría a sus últimas conse-cuencias, nos conduce, no sólo a la imposibilidad de conocer el mundo de nuestra experiencia, sino que el valor de lo externo no podrá tener sentido al margen de las propias leyes y las propias formas del espíritu.

Lejos de negar lo real, el interés va dirigido principalmente a funda-mentarlo mediante la sola actuación espiritual. Se instalan estos autores dentro de un punto de vista cognoscitivo donde la propia actividad es au-tosuficiente para ofrecer solución a nuestras representaciones. Si el objeto tiene significado es precisamente por su relación al conocimiento; de ahí que Weisgerber insista: «La suma de lo cognoscible como campo de elaboración del espíritu humano se encuentra, entre todas las lenguas e independientemente de ellas, en el centro. El hombre no puede aproximarse a este ámbito meramente objetivo más que según su modo de conocimiento y de percepción»96.

El modo de acercarse a lo objetivo está en relación -nos dice-, con el particular modo de conocer. Se trata, en realidad, de una actitud cla-ramente idealista, porque, si es cierto que existen valores innegables como sería la integración de elementos subjetivos en nuestro proceso intelectual, no es menos cierto que, en sí misma, la «teoría de los cam-pos» raya con el misticismo, al supeditar cualquier objetivación de las cosas a la propia energía del espíritu.

FORMAS SIMBÓLICAS

Dentro de la orientación proyectada por Herder, y en la línea de

Humboldt y la «teoría de los campos», también Cassirer, con sus

96

WEISGERBER, L.: Das Gesetz der Sprache. Heidelberg. 1951, pág. 171.

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«formas simbólicas», va a dar un paso adelante en la reflexión lingüís-tica. Como estudioso que ha captado la influencia de lo verbal en nuestro modo de conocer, su esfuerzo va ir dirigido en esa dirección. Para él las palabras, lejos de reflejarnos un mundo de cosas indepen-diente de la propia percepción, contribuyen, más bien, a la creación de su imagen.

Inicia ese proyecto asegurando que el lenguaje es antiguo como lo puede ser el alma de las cosas, ya que, en la raíz del ser está la lengua, o más exactamente, la palabra como anticipación de lo que se revela. Suya es la expresión: «El problema filosófico planteado en torno al origen y esencia del lenguaje es tan antiguo como el de la esencia y origen del ser»97.

Influenciado Cassirer por el kantismo, reaccionará, en conseñcuen-cia, contra todos aquellos que juzgan los objetos como si fuesen verda-deros entes extramentales e independientes de nuestra valoración inte-lectual. Piensa, sobre todo, que el contenido de nuestro conocimiento, más que supeditarse a lo mundano, depende, en última instancia, del individuo, del sujeto que aporta su modo de ser al objeto. Por eso, a la hora de dar solución al acto de conocer, su postura es firme: «No se re-produce un modelo que ya venga dado en el objeto, sino que éste está contenido en el hecho originario que crea el modelo. Por tanto, nunca es mera copia. Es una expresión de una fuerza creadora original»98.

La postura de Cassirer es doblemente explícita: por una parte, el re-chazo a cualquier intención donde se pretenda apoyar la tesis del refle-jo; por otra, seguimiento incondicional en defensa de la creación de la imagen del mundo por parte de la lengua; aunque propiamente su ori-ginalidad viene constituida por la preferencia de lo que él considera «formas simbólicas». Ahora bien, ¿cuál es el alcance que propone para dicha «formas»? ¿Cuál es, sobre todo, su contenido y realidad?

El punto de partida, como ya dijimos, fue la reflexión kantiana, si bien, con un radicalismo tal, que la crítica de la «Razón Pura» y la crít i-ca de la «Razón Práctica» quedan minimizadas al lado de su verdadera propuesta. El racionalismo de Kant -llega a expresar Cassirer-, radica fundamentalmente en la distinción de la materia y la forma del conoci-miento; tanto un elemento como otro son imprescindibles para formar cualquier elaboración mental, es decir, que mientras la forma se consti-tuye por un número determinado de leyes, dependiendo de la naturale-za del sujeto, la materia nos es dada por la experiencia sensible; de tal modo que sin ésta el pensamiento sería vacío y nada podría representar.

97 CASSIRER, E.: Philosophie der simbolischen Formen. 1, Darmstadt. 1956, pág. 55. 98

CASSIRER, E.: Le lengage et la construction du monde des objets, en Psychologie du lengage. Paris, 1933, pág. 19.

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Pues bien, frente a este dualismo, Cassirer aboga por una eliminación radical de todo aquello que pudiera constituirse fuera del propio conoci-miento. Su dirección, por tanto, va dirigida contra la cosa en sí o cualquier otra supuesta realidad con existencia objetiva independiente de la propia elaboración. Para él, toda objetividad forzosamente tendrá que venir re-presentada por determinadas formas. Inventa las «formas sibólicas» como condicionantes imprescindibles para que el espíritu pueda crear el mundo de las realidades.

Únicamente en las formas se puede contemplar e imaginar el objeto: sólo a través de ellas, y como al trasluz, es posible hablar de las cosas. Cualquier intento que se hiciera de mantenerlas al margen, frustraría toda posible aspiración de alcanzar el mundo de nuestro entorno. Por consi-guiente, estamos atados a esa dinámica de las «formas simbólicas» como lo estamos a la tierra o a la atmósfera que respiramos, y donde el mundo de las realidades nada significaría sin aquéllas. Las formas crean y limitan nuestro ámbito existencial. «Sólo podemos considerar, experimentar, imaginar, pensar en estas formas; estamos atados a su significado y rendimiento inmanen-te»99.

La supuesta influencia de Kant, donde el sujeto toma parte activa en el propio conocer, le va a permitir a Cassirer ir bastante más lejos a la hora de interpretar los datos de la experiencia. En efecto, Kant aplica los con-ceptos puros o categorías a los fenómenos provenientes de la sensibilidad, en último término, del mundo exterior. Sin embargo, Cassirer llega a decir que sin esa fuerza de nuestro espíritu que se da en las formas, el mundo de las realidades carecería de significado y de valor. Serían formas, por ejem-plo, el arte o el mito. Pero, como todas se sirven de la palabra para expresar lo que a cada una compete, el lenguaje queda convertido en la «forma simbólica» prioritaria en donde se crea la imagen de toda posible realidad; bien es cierto que esta peculiar creación la considera Cassirer en progresivo desarrollo y evolución. Jamás es algo acabado. En palabras de Cassirer, es un hacerse, algo así como si se tratara de un factor en la estructura misma de la conciencia donde, meced a su misma dinámica, el mundo de las sen-saciones se convitiesen en el mundo de las representaciones, y el lenguaje, en una «determianción» de la energía del espíritu100.

Tomado el lenguaje en esa progresiva evolución, quiere decirse también que la lengua materna posee una semejanza y una diferencia respecto a un sistema concreto de signos: semejanza, desde el momento que fueron otros los que nos legaron un determinado número de reglas y de conceptos; dife-rencia, por cuanto hizo posible la evolución de los mismos. Y de preguntar el porqué de tal evolución, la respuesta en Cas§irer siempre será la misma: por las «formas simbólicas». El cometido, por tanto, consistirá en exponer lo más adecuadamente posible el alcance y sentido de tales formas.

99 CASSIRER, E.: Zur Logik des symbolbegriffs. Pág. 209. 100

Ibid.: Philosophie der symbolischen Formen. I, Darmstadt. 1956, p6g. 97.

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En realidad, las definiciones son abundantes a lo largo de su obra. Entre ellas, podría ser representativa la siguiente: «Bajo "forma simbólica" debe entenderse toda energía del espíritu a través de la cual se una un conte-nido significativo intelectual a un signo significativo concreto y se rela-ciona íntimamente con este signo. En este aspecto, el lenguaje, el mundo místico-religioso y el arte aparecen provistos de una forma simbólica determinada. En todos ellos destaca el fenómeno fundamental de que nuestra conciencia no se ocupa de percibir la impresión de lo externo, sino que relaciona cada impresión con la actividad libre de la expre-sión»101.

Es sintomática la incidencia que se da a la parte creativa de nuestro espí-ritu. Se trata de un mundo de signos e imágenes propias y autocreadas; tan personales, que la intención principal es la de eliminar, de una vez por todas, la concepción de que nuestras ideas fuesen un reflejo de la reali-dad exterior; propósito que se consigue merced a las «formas simbólicas» como autosuficientes para crear la imagen de nuestro mundo. Por lo tan-to, una vez más se comprueba la radicalización de las ideas de Kant; éste, a pesar de la primacía que daba a la razón, reacciona contra el puro idea-lismo. Cassirer no, más lógico si cabe que aquél, rechaza el mundo de la realidad foránea y exterior para instalarse en el más radical de los idealis-mos: un mundo de imágenes autocreadas.

La diferencia con Humboldt va a radicar precisamente en eso: en la negación del mundo de las cosas que allí se reconocían como existentes. Ya dijimos cómo el lenguaje para Humboldt era algo intermedio entre el conocimiento y la realidad objetiva. En Cassirer esta mediación desapare-ce. La «forma simbólica» -el lenguaje en este caso-, es suficiente para crear las imágenes de nuestras posibles proyecciones y referencias. Por consi-guiente, las cuestiones que Herder y Humboldt presentaron como pro-blemáticas y complejas, apenas si ofrecen dificultad aquí. Atendiendo a la autocreación de las imágenes de los objetos por parte del individuo, las complicaciones e inconvenientes de entonces quedaban aquí eliminadas sin más. Por eso, a la hora de hacer una crítica, no estaría de más que nos preguntásemos primero: «¿El hecho de ofrecer menos problemas, será índice para garantizar un resultado mejor? Porque nadie duda que las "formas simbólicas" sean una llave para abrir y cerrar cualquier plantea-miento cognoscitivo, aunque siempre y cuando la estructura de las mis-mas sea clara y convincente. Pero, ¿quién puede precisar el alcance exacto de estas "formas"? Cassirer, bajo tal denominación, deduce o inventa una solución aparentemente fácil, pero menos misteriosa, como lo son todas las últimas conclusiones idealistas. Por lo tanto, aun reconociendo su in-quietud por definir dichas "formas simbólicas", dudamos, no obstante, que tuviera conciencia clara de su estructura. Como hemos podido apreciar, su

101

Ibid.: Der Begriff der symbolischen Formen. Págs. 175-76.

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interés principalmente se dirige a dar prueba de que el conocimiento sen-sible en modo alguno puede ser intuición de lo real».

Pero, como para cualquier idealista, es absurdo pretender que lo sen-sible preexista a la sensación; en tal caso sería necesaria una intuición ab-soluta, una presentación sin conciencia referencial. De ahí que el objeto de la filosofía venga a ser lo inmediatamente dado; y lo dado aquí es eso: las ideas, el propio pensamiento, la elaboración individual y subjetiva. No existe, a mi modo de entender, otra alternativa u opción posible.

CONVENCIONALISMO

A finales del siglo XIX y principios del XX aparecieron direcciones nuevas cuya denominación quedó encuadrada dentro del «cientismo». Podríamos colocar en esta línea al contingentismo de Boutroux, el prag-matismo y empireo-criticismo de Mach y de Avenarius, el idealismo neo-hegeliano de Croce y de Gentile y a los críticos de la ciencia como Poin-caré, Duhem o Le Roy. Nos detendremos particularmente en los críticos de las teorías científicas, por ser a ellos a quienes, de modo singular, se les atribuye modernamente el término de «convencionalistas» y que tan-ta incidencia tuvieron en los problemas lingüísticos.

Entre las personalidades representativas del convencionalismo desta-ca, principalmente, Jules Henri Poincaré, quien, estudiando ingeniería de minas, se reveló como un talento poco común para las matemáticas. Hablando, por ejemplo, de la geometría, llega a decir que los axiomas geométricos no son ni intuiciones sintéticas a priori al modo de Kant, ni tampoco hechos experimentales; simplemente son «convenciones»102, o lo que es lo mismo, «definiciones disfrazadas»; de tal modo que no tiene sentido interrogarse por su verdad o por su falsedad, como tampoco lo tendría que nos preguntásemos sobre el sistema métrico decimal, porque un sistema de geometría no es, de suyo, más verdadero que otro, tan sólo más apto o más idóneo para conseguir determinados fines. Por lo tanto, llega a la conclusión de que no hay razones de peso que sostengan que la geometría euclidiana sea más verdadera que las no euclidianas. Poincaré se presenta como un convencionalista en el sentido de que, no sólo los axiomas de la geometría, sino también las leyes físicas como las de acele-ración y composición de fuerzas, son «convencionales»; lo que no signifi-ca que sean arbitrarias, pues, aunque nuestra elección sea libre y pueda probarse, la no existencia de contradiciones en las mismas, nada impide para sostener que toda «convención» ha de estar condicionada por los

102

POINCARE, J. H.: Science and Hypothesis. Parte II, cap. III, pág. 50. (12) Ibid.: La valeur de la science, pág. 271.

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datos de la experiencia. Lo exterior es imprescindible desde el momento que es el inicio de cualquier toma de conciencia. Y si es verdad que nun-ca podremos consguir la certeza absoluta porque lo empírico es siempre objeto de revisión, nada impide que, en determinados casos, y realizadas las comprobaciones, se alcance un alto grado de probabilidad.

En atención a los hechos, Poincaré cree que la ciencia tiene como co-metido llegar a la verdad de todo cuando nos rodea. Presupone para ello que, tras las fuerzas y leyes que rigen el mundo, hay una coordinación muy similar a las que existen en el organismo viviente. Pero, ¿qué posibi-lidad nos da la ciencia? ¿Cuál es el alcance u horizonte de nuestro cono-cer? Y una vez más, Poincaré, fiel y consecuente con sus principios, res-ponde con un alcance y conocimiento, no de las esencias o de realidades últimas, sino de aquello que se percibe. De las relaciones (a su entender) entre los fenómenos. La ciencia únicamente alcanza la relación que existe entre las cosas, es decir, entre lo palpable y medible; todo lo demás que-daría al margen de la misma. «La única realidad objetiva son las relaciones entre las cosas, de las que se deriva la armonía universal. Es indudable que estas relaciones, esta armonía, no podrían ser concebidas si no hubiese ninguna mente que las concibiera o percibiera. Pero no por eso son menos objetivas, en cuanto que son, serán y seguirán siendo comunes a todos los seres pensantes»103.

Una postura muy similar fue la adoptada por Duhem, historiador y crítico de la ciencia como lo hayan sido pocos. Llega a decir, por ejemplo, que sería imposible entender bien una teoría científica sin el previo examen de su origen y de sus fundamentos.

En principio, separaba, como ya lo había hecho Poincaré, la física de la metafísica. Si el metafísico -dice-, explica el ser de las cosas, a la física le concierne el estudio de los fenómenos; aquello que aparece, lo sensible. Por lo tanto, más que definir o explicar lo que son las leyes, a la ciencia le corresponde estructurarlas y exponerlas sistemáticamente. Por eso que la comprobación y el análisis será siempre lo decisivo en la investigación científica. «El acuerdo con el experimento es el único crite-rio de la verdad de una teoría física»104. Pero si el inicio es el examen del fenómeno, la ley deberá tender a estructurarlo y clasificarlo. Tanto pa-ra Poincaré como para Duhem, lo fundamental y lo que constituye propiamente la ciencia no es sino el conociemiento de las relaciones de los fenómenos sensibles. Por consiguiente, una hipótesis sería falsa si las consecuencias que se derivaran de la misma no se dieran de hecho. En este sentido, Duhem, más firme aquí que Poincaré, se resiste a ad-mitir supuesto alguno que pudiera estar fuera del alcance de la refuta-ción experimental. «La verdad de una teoría física no se decide echando a cara o cruz».

103

Ibid.: La valeur de la science, pág. 271. 104

DUHEM, P. M. M.: La théorie physique, son objet et sa structure, pág. 60.

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En realidad, Poincaré como Duhem pertenecen a la línea moderada del «convencionalismo»; tanto uno como otro toman el dato experi-mental como fundamento y guía de toda posible «convención». Radi-calizan, sin embargo, esta postura los presupuestos que adopta Le Roy. En efecto, para él la ciencia es una «regla de acción», y el examen, incluso la observación más simple, debe estar condicionado por la existencia de leyes ya reconocidas. Por lo tanto, y como fácilmente po-demos apreciar, la postura defendida por Poincaré se radicaliza aquí al condicionar cualquiera de los hechos a la propia carga espiritual, o lo que es lo mismo: que nuestro mundo de imágenes será siempre rela-tivo a las directrices impuestas por la decisión personal.

La relación con los problemas lingüísticos era evidente. Para Poincaré, por ejemplo, el científico creaba unos términos, pero nunca el hecho que se describía por el lenguaje; por eso que en «La valeur de la science» llegue a expresar: «El hecho científico es sólo el hecho bruto traducido a un lenguaje cómodo»105.

Sin embargo, para Le Roy, la persona es capaz de elegir las propias le-yes según la utilidad a conseguir. En cualquier caso, el significado de los hechos sigue a la elección lingüística; y las convenciones adoptadas son las que, en definitiva, justifican nuestra postura frente a lo real. Por eso, no es extraño que haya sido considerada esta tendencia de Le Roy dentro ya del marco del neopositivismo. Acaso sea el primero en proponer la depen-dencia de la teoría respecto a la elección del lenguaje. Y es que, de un con-vencionalismo, limitado a desmentir la universalidad de las leyes cientí-ficas, se pasó a las formas extremas del relativismo. La norma de la verdad no es, según su referencia, el objeto acerca del cual se emite el juicio, sino la estructura personal y la condición comprensiva de cada individuo. La experiencia nunca puede ofrecernos lo que es el objeto. Para él, nuestro particular mundo de imágenes siempre será relativo a las directrices im-puestas por cada uno.

En opinión de Ajdukiewicz -quizá el más convencionalista de todos-, cualquier representación que se haga de los fenómenos, ha de estar nece-sariamente condicionada por las leyes que rigen la utilidad, y nunca me-diatizada de forma directa por los datos externos. Llega a decir: «Quere-mos establecer y justificar la afirmación de que no sólo algunos, sino todos los resultados que obtenemos y que constituyen toda nuestra imagen del mundo, no están directamente determinados por los datos de la experiencia, sino que dependen de la elección del aparato conceptual a través del cual representamos los datos de la experiencia. Pero este aparato conceptual podemos escogerlo de uno u otro modo, con lo cual varía toda nuestra imagen del mundo. Es decir,

105

POINCARE, J. H.: La valeur de la science. Parte 111, cap. 10, 3.

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que mientras que alguien emplea un aparato conceptual determinado, se le im-pone el reconocimiento de determinados resultados de los datos de la experien-cia. Pero los mismos datos de la experiencia no le obligan en absoluto al reco-nocimiento de estos resultados, pues puede valerse de otro aparato conceptual de acuerdo con el cual los mismos datos de la experiencia ya no le obligan al re-conocimiento de aquellos resultados, pues éstos ya no aparecen en el nuevo aparato conceptual»106.

Podemos apreciar cómo, de un primer convencionalismo donde se re-ducía a desmentir la generalidad de las leyes científicas, se pasa aquí a una postura extrema de relativismo. Sin embargo, reconoceremos tam-bién que no todo es negativo en este último planteamiento. Pensamos que existe una parte positiva cuyo olvido limitaría el análisis lingüístico; nos referimos a esa influencia efectiva y real de la lengua respecto a nuestro proceso cognoscitivo. El haberlo radicalizado fue, a nuestro jui-cio, su mayor defecto.

En realidad, presuponer que en toda ley debe admitirse la dependencia de la teoría respecto a la elección lingüística, es caer ya en un dogmatismo no menos radical que aquel donde se juzga al mundo sin el previo examen o análisis del mismo; porque, si tomáramos esta especulación filosófica al pie de la letra, aproximadamente podríamos llegar a la siguiente conclu-sión: que los resultados de una prueba científica y los de un error estarían a un mismo nivel, lo que es incoherente a todas luces, y nunca podrían ex-plicarse, sobre todo, ni la evolución ni el progreso de la ciencia misma. Por lo tanto, concluimos diciendo que el convencionalismo, aún sin formular una teoría del lenguaje, sí contribuyó para que surgiera el neopositivismo. Obviamente, y con el empeño de llegar a un adecuado análisis de las dis-tintas direcciones del «movimiento analítico», iniciamos una reflexión y un examen en el apartado siguiente.

106

AJDUKIEWICZ, K.: Das Weltbild and Begriffsapparatur. Leipzig, 1934, en Erkennmis, tomo IV. Págs. 259-260.

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MOVIMIENTO ANALÍTICO

ATOMISMO LÓGICO

Se inicia el movimiento analítico en la primera mitad del siglo XX, e incluye una serie de tendencias con objetivos, sino idénticos, sí correla-cionados y afines. Usan sus autores, sobre todo, no el método sintético (a base de relaciones sujetopredicado), sino el analítico, esto es, sepa-rando, distinguiendo, analizando las partes del conjunto. Su labor es crítica, se han de clarificar los conceptos para preparar las demostracio-nes.

Se desarrolla en tres diferentes etapas: comienza con la teoría del «atomismo lógico», continúa con el «neopositivismo», y llega a nuestros días con la llamada «filosofía analítica».

La filosofía del «atomismo lógico» fue elaborada, y a su vez expues-ta, por Bertrand Russell en una serie de conferencias en 1918. Cabe de-cir también que estas ideas fueron el resultado de su intercambio ide-ológico con Ludwig Wittgenstein, porque, hasta 1917, Russell tuvo al lenguaje común u ordinario como «algo transparente que podría ser utiliza-do sin prestarle mayor atención»107.

Russell llegó a declarar que la filosofía del «atomismo lógico» era consecuencia de ciertas meditaciones sobre la matemática, con el propósito de asociar e incluir el lenguaje propiamente matemático en el lenguaje lógico. Además, del mismo modo que Gottlob Frege, Russell nos hace ver cómo el lenguaje ordinario -el de todos los días-, está lleno de ambigüedades, de inexactitudes, e incluso de equívocos, y por lo tanto, no puede servirnos para lograr expresiones correctas; deducción que le lleva a afrontar la estructura lógica de los hechos; y lo que es más, a suponer un lenguaje lógicamente perfecto, único. Pero como 107

RUSSELL, B.: Evolución de mi pensamiento. Ed. Alianza, Madrid, 1976, pág. 12.

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nuestro mundo de percepciones viene enmarcado por una forma con-creta de expresión, esto hizo que elaborara sus originales teorías sobre el lenguaje y la realidad.

Llega a creer Russell que toda la metafísica precedente está llena de errores porque se hizo uso de una vulgar e incorrecta gramática. Se pre-cisa, por tanto, depurar los términos porque la incidencia del lenguaje en el desarrollo de la filosofía ha sido considerable y profunda. Se nece-sitará, sobre todo, estar en guardia respecto al vocabulario y la sintaxis. Consecuentemente, esta imperfección la quiere contrarrestar con un lenguaje lógicamente perfecto donde no puedan ya existir los equívo-cos. Por ello, se hace indispensable que cada palabra tenga su propio componente, desechando todos aquellos términos que no conecten con los aconteceres reales, y de ahí que el lenguaje lógicamente perfecto comportará, como condición indispensable, que cada palabra se adapte a su objeto, al dato mínimo, al hecho «simple» pero real. Y como ésta es la estructura de las matemáticas -tan sólo le faltaría el vocabulario-, Russell las toma como modelo para poder presentar lo que sería un len-guaje lógicamente perfecto.

La intención modélica quedaba, por tanto, suficientemente clara: lo-grar, como se hace con los signos lógicos en las matemáticas, un núme-ro de palabras del lenguaje natural cuyas reglas de estructuración fue-sen similares al cálculo matemático. Cierto que esto choca con el len-guaje natural de cada uno; ese lenguaje que se ha ido asumiendo, y donde los intereses personales, los propios puntos de vista, las incon-gruencias y demás irregularidades han contribuido a que las palabras o los términos que ordinariamente usamos, sean equívocos y ambiguos. En consecuencia, tampoco el significado podrá ser algo concreto y defi-nido, no lo será desde el momento que nuestras percepciones cambian y se modifican según la situación y circunstancias del sujeto, y más aún si esto lo referimos a la comunicación entre el hablante y el oyente; la per-cepción aquí, por tratarse de sujetos diferentes, jamás podrá ser correla-tiva o idéntica. Russell, por ello, llega a la conclusión de que la única realidad que se conoce directamente son los datos sensibles que ellos producen y, por lo tanto, los objetos son construcciones lógicas que no-sotros hacemos sobre la base de nuestros datos sensibles; él lo llama co-nocimiento por familiaridad.

Respecto a los conceptos universales, nos llega a decir que, al modo de los fenómenos sensibles, también a éstos se les conoce por familiari-dad. Y es que para Russell, la base de todo conocimiento reside preci-samente en este modo de conocer. Cualquier otra forma, como podía ser el conocimiento por descripción, excede, va más allá de los límites de la propia experiencia; pero quedándonos claro lo siguiente: que un len-guaje perfecto deberá excluir, en principio, cualquier ambigüedad en los términos. Serán proposiciones indicativas, esto es, que sean vehícu-los de verdad o falsedad, y no que expresen, por ejemplo, admiración, deseos, que interrogen u obliguen. Al mismo tiempo, las oraciones com-

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plejas se compondrán de oraciones simples, conectadas, de tal modo que formen la unidad que requiere una expresión correcta.

A las oraciones simples, Russell las llama «proposiciones atómicas», porque denotan el hecho mínimo, simple, atómico que se infiere del mundo exterior y que le servirá para construir desde ahí su concepción filosófica que denomina con el calificativo de teoría del «atomismo lógi-co».

Hablando de estos hechos afirma que son unidades simples, no físi-cas; más correctamente, unidades lógicas. «La razón para que llame a mi doctrina "atomismo lógico" es que los átomos a que trato de llegar, como últi-mo residuo en el análisis, son átomos lógicos, .no físicos. Algunos de ellos serán los que yo llamo "particulares" -cosas tales como pequeñas manchas de color o sonidos, cosas fugaces y momentáneas-, otros serán predicados o rela-ciones y entidades por el estilo. Lo importante es que el átomo en cuestión ten-ga que ser el átomo del análisis lógico, no el del análisis físico»108. Habría que decir, según esto, que la teoría de Russell va, del análisis lógico, a una metafísica radical cuyo camino y vehículo es el lenguaje, un lenguaje perfecto que se construye según los datos simples de la propia sensibi-lidad.

Ahora bien, en todo hecho atómico existe, según Russell, una pro-piedad, o si se prefiere, una relación que es sujeto de «ese», «este» o «aquel» dato; entidades que él llama con el nombre de «particulares», algo así como las «substancias» en la filosofía artistotélica; o acaso me-jor, como las mónadas de Leibniz, esto es, de naturaleza psíquica, en las cuales tiene su fundamento lo corpóreo; y como ellas, simples y en-cerradas en sí misma. Russell lo expresa de este modo: una metafísica donde se cumplen dos finalidades. Primera, la de llegar de forma teó-rica a las entidades simples de que está compuesto el mundo. Segun-da, la de seguir la máxima atribuida a Guillermo de Occam de no mul-tiplicar los entes sin necesidad.

Sin embargo, no hay que olvidar tampoco que este compromiso de Russell sería difícil de entender de no tener presente su oposición al idealismo absoluto de Hegel. Así, mientras en una lógica monística «la aparente multiplicidad del mundo consiste meramente en fases y divisiones irreales de una sola Realidad indivisible»109, en el atomismo lógico el mun-do aparece como una multiplicidad infinita de elementos separados.

También se debe tener en cuenta que los términos de las propieda-des atómicas poseen significado en cuanto que designan objetos de conocimiento directo. Al predicado, por ejemplo, le pertenece la pro-piedad, al verbo suele corresponderle la relación, mientras que se dice «particular» al sujeto que posee un determinado nombre. ¿Por qué así?

108

RUSSELL, B.: Lógica y conocimiento. Trad. de Javier Mugueza, pág. 252. 109

Ibid. Logic and Knowledge: Essays 1901-1950, ed. Robert Charles Marsh, 1956, pág,

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Muy sencillo: porque lo único que podemos hacer de un «particular», según Russell, es nombrarle. Ahora bien, como los términos adquieren significado de los objetos gracias a la familiaridad o relación directa, concluye que sólo podemos nombrar lo que es objeto de conocimiento inmediato y que posea, a su vez, realidad auténtica; todo lo demás, aquello donde sea imposible esa relación, como pudiera ser el descri-bir o hablar de una ciudad donde nunca se ha estado, correspondería a lo que él llama «descripciones encubiertas». En este sentido, los únicos términos que usamos para cumplir esta referencia son los demostra-tivos como «esto», «eso» o «aquello», etc., por su relación directa con lo sensible.

De suma importancia en la teoría de Russell es también el puesto que ocupa el principio de extensionalidad; principio por el que se afirma que todas las proposiciones complejas o moleculares son susceptibles de ser reducidas a otras simples o atómicas, quedando condicionadas las comple-jas a la función de verdad o falsedad de las simples. Y es que, según él, la proposición molecular carece propiamente de referencia objetiva, no hay ni puede haber hecho molecular porque lo simple es lo único y, a la vez, indispensable en nuestra relación con la realidad.

Sin embargo, una crítica a los presupuestos principales de Russell nos hace presuponer que la intención loable de encontrar un lenguaje perfecto, choca con inconvenientes serios y difíciles de resolver. Veamos.

Para que la palabra tenga significado, se ha dicho que es imprescindible el conocimiento directo de los objetos, esto es, un conocimiento familiar; ello supone que la relación deberá ser necesariamente exclusiva del sujeto respecto a los datos obtenidos, y restringirse, a su vez, a las propias expe-riencias, y mientras éstas se puedan contabilizar. Pero, como podemos comprender, esto es reducir la lengua al dato particular privado, opuesto a la función esencial del lenguaje, que es la comunicación.

En cuanto al principio de extensionalidad por el que toda proposición compleja puede desintegrarse en simple o atómica, nos sorprende también si recordamos otro de sus presupuestos donde se consigna la imposibili-dad de descomponer extensionalmente las proposiciones que refieren es-tados psicológicos, conceptos generales o significados éticos. En conse-cuencia, que habría que ampliar su ontología en contra de lo que es aspi-ración firme del atomismo lógico. Por eso, ante tal desconexión, lo que Wittgenstein intentará en su primera etapa, esto es, en la etapa del «Tracta-tus», será precisamente eso: unir, del mejor modo, el ámbito de la lógica, la ontología y el lenguaje.

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L. WITTGENSTEIN Y EL «TRACTATUS LOGICO-PHILOSOPHICUS»

Cabe decir de Wittgenstein que es uno de los pensadores más discuti-dos en la filosofía de hoy. Los calificativos van, desde ser el «mayor pen-sador» del siglo XX, a posturas radicalmente opuestas; no ver en él sino al crítico y filósofo enigmático y ambiguo. Pero lo que nadie duda es que su «Tractatus» se ha convertido en una de las obras más significativas y polémicas de toda la Historia de la Filosofía.

Aparece este estudio por primera vez en 1921, en el último número de la revista alemana «Annalen der Naturphilosophie» con el título: «Logisch-Philosophische Abhandlung». Aunque en forma de libro, y en edición bilin-güe, alemán-inglés, en 1922, pero con un título latino: «Tractatus Lógico-Philosophicus». Parece ser que esta denominación de la obra fue a instancia de G. E. Moore, predecesor de Wittgenstein en la cátedra de la Universi-dad de Cambridge.

El texto está elaborado en forma de sentencias cortas y concisas, re-velándose a veces cierto misterio y vaguedad que dan al contenido un aire enigmático y oscuro. No obstante, la intención es más bien la con-traria: que exista claridad. Hasta tal punto que el fondo y contenido no es otro que este: «Todo lo que puede decirse, se puede decir con claridad, y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse... ».

Por otro lado, el libro consta de siete temas o proposiciones, y va seguido de un desarrollo, también proposicional, cuyo fin no es otro que comentar las ideas que derivan de las aserciones principales, y que son las siguientes:

1. El mundo es todo lo que acaece. 2. Lo que acaece, el hecho, es la existencia de estados de cosas. 3. La representación lógica de los hechos es el pensamiento. 4. El pensamiento es la proposición con sentido. 5. La proposición es una función de verdad de la proposición ele-mental. (La proposición elemental es una función de verdad de sí misma).

6. La forma general de verdad es: [p, , N ()]. 7. Sobre lo que no se puede hablar, mejor es callarse.

Las dos primeras proposiciones nos muestran la ontología del mun-do, esto es, su naturaleza y estructura. Las cuatro siguientes hablan de la lógica y de su expresión por medio de la proposición con sentido; a la vez que con la última se pretenden demarcar los límites del pensamien-to y del lenguaje en su conexión con la realidad.

Pero este análisis que empieza por la ontología del mundo para pasar a la teoría del lenguaje, y que concluye con el desarrollo de la lógica, tiene antecedentes bien definidos: los presupuestos del «atomismo» de

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Russell. Tanto en uno como en otro, la lógica se hace imprescindible; es la que, mediante el análisis lingüístico, conectará con la realidad.

Pero al centrarse Wittgenstein más particularmente en la proposi-ción, algunos autores quieren ver en este empeño una actitud similar a la de Kant. En efecto, lo que éste plantea como relación a la ciencia: ¿Qué podemos conocer?, Wittgenstein lo centra en la expresión: ¿Cómo es posible el lenguaje? Ahora bien, en el supuesto de que la equiparación sea correcta, ¿qué puede Wittgenstein hallar en el lenguaje que no encuen-tre en el pensamiento para poner en aquél sus límites? Aún más, puesto que el análisis lingüístico es lo único que nos permite conectar con la es-tructura del mundo, ¿cuál es propiamente el componente de lo real?

En la proposición 2.1. (2) Wittgenstein afirma: «Nos hacemos repre-sentaciones de los hechos». Pues bien, aunque expuesto de modo breve y conciso, se trata, acaso, de la parte más original de la obra, y cuyo plan-temamiento le conduce a la teoría de la representación. El término que usa es «Bilder», y que traducimos por «representaciones». Se trata de re-presentaciones isomórficas, esto es, que las formas tienen su correspon-diente referencia con el elemento representado.

En realidad, el término «bild» (en singular), no es propiamente una pa-labra muy precisa filosóficamente; abarca, en su uso ordinario, todo tipo de representaciones, como pueden ser las pinturas, fotografías e incluso las imágenes ópticas. Debemos reconocer que no existe propiamente una adecuada equivalencia en castellano. Se ha recurrrido a los términos de «figura», «modelo» e, incluso, el de «pintura», aunque pensamos que el uso y la comprensión de los mismos limita un tanto el enfoque y el campo que Wittgenstein quería dar al término «Bilder». Por eso, aun aceptando sus limitaciones, la traducción que nos parece más correcta es la de «repre-sentación isomórfica», o simplemente «representación».

Ahora bien, lo importante aquí es la realidad que hace posible dicha re-presentación, y que no es otra sino aquélla que, constando de elementos, los refiere a los objetos representados; comprendiendo, a su vez, que di-chos elementos se relacionan entre sí del mismo modo a como lo están los objetos de la representación. Bien es cierto que para que esto se dé, se ne-cesita que posea lo que Wittgenstein denomina «forma de representación», similar, si cabe, a lo que en filosofía clásica se designa como «aquello por lo que un ser es lo que es y no es otra cosa», o relacionándolo, como prefie-ren otros, con la «forma» de Aristóteles: algo capaz de determinar a la ma-teria; de tal modo que ésta pase a ser nueva realidad. Por lo tanto, el móvil para que haya una «representación» isomórfica es, en principio, porque se trata de una estructura de elementos a los que pueden corresponder es-tructuras de cosas en el mundo. Se dice que «pueden» porque la corres-pondencia no es que sea de suyo vinculante o exigitiva por naturaleza, ya que es posible que sea verdadera o falsa, correcta o incorrecta, según se ajuste o no a los hechos (2.21-2.22).

La importancia de este punto es transcendental en el pensamiento de Wittgenstein; tanto es así, que únicamente a través de esta concepción es como podremos entender, no sólo el sentido de las proposiciones, sino también su ontología. En el «Tractatus», cualquier representación, para constituirse como tal, debería por lo menos tener una forma mínima, a la

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que Wittgenstein llama «forma lógica» (2.18). La realidad es representable en cuanto tiene una estructura; en este caso, una forma lógica, porque en ésta coinciden, además de nuestras representaciones de los hechos, la rea-lidad misma en cuanto representada. Claro que sólo podrá representarse lo posible, que, en el supuesto de que exista, entonces será verdadera, y, en caso contrario, la representación forzosamente será falsa. Las repre-sentaciones «a priori» no existen para Wittgenstein. En todo se precisa de la experiencia (2.223-2.225).

PROPOSICIONES CON SENTIDO

Una vez expuesta su teoría sobré las representaciones, y antes de refe-rirse propiamente al lenguaje, Wittgenstein, en la tercera y cuarta proposi-ción reflexiona sobre el alcance del pensamiento para decirnos: «La repre-sentación lógica de los hechos es el pensamiento». «El pensamiento es la proposi-ción con sentido».

En realidad, y como ya se dijo anteriormente, a toda representación le corresponde ser una representación lógica, lo cual deberá incluir, por defi-nición, un pensamiento. Por lo tanto, aquella representación lógica, aquel modo lógico de representar es lo que propiamente se constituye para Wittgenstein en pensamiento. Pero, del mismo modo que en las represen-taciones, también aquí todo lo que puede pensarse es posible (3.02), aun-que los pensamientos verdaderos sean los únicos representativos del mundo de las realidades. No existen tampoco pensamientos verdaderos «a priori» porque el pensamiento es la proposición con sentido.

Ahora bien, todo esto que se dice del pensamiento, con mayor propie-dad podrá trasladarse al lenguaje en el sentido de que aquél se concretiza u objetiva en éste. La diferencia entre uno y otro es que el lenguaje posee signos externos de expresión que no tiene el pensamiento; signos proposi-cionales evidentemente (Satzzeichen, 3.12).

Quizá, en ese aspecto, el término «Satz» fuese más exacto traducirlo por «oración»; pero, en virtud del marco ambiental e influencia del «ato-mismo lógico», que es donde se mueve Wittgenstein en el «Tractatus», la mayoría de los críticos aceptan la denominación de «proposición» como la más justa y precisa. «El pensamiento es la proposición con sentido»110. Claro que, en esa influencia del «atomismo lógico», donde a toda representación deben corresponder unos hechos elementales, cabría preguntar, como ya lo hiciera Russell, ¿cuáles son y dónde es posible encontrar dicho elemen-tos? A lo que Wittgenstein responde: «No sé cuáles son los constitutivos del pensamiento, pero sé que ha de haber constitutivos que respondan a las palabras del lenguaje. Es irrelevante qué clase de relación haya entre los elementos del pen-samiento y los del hecho representado; averiguarlo sería asunto de la psicología» (Notebooks, pág. 129).

110

WITTGENSTEIN, L.: Tractatus Logico-Philosophicus (texto bilingüe), Madrid, Rv. de Occidente. 1957. También en: Madrid, Ed. Alianza. 8.1 ed. Col. Alianza Universidad, 50.

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Llega a creer que esos últimos elementos de la proposición han de estar constituidos por signos simples que correspondan a lo último que se ana-liza, o si se prefiere, a lo más radical y hondo de los hechos, que para Witt-genstein son los nombres. Porque son ellos, y no otros, los que verdade-ramente nos llevan a los objetos como realidades significativas. «El nombre significa el objeto, y éste es su significado» (3.203). Así pues, la unica forma adecuada de referirse a los objetos es nombrándoles, ya que el significa-do de un nombre es eso: su objeto, cuya función, más que la de descri-bir, será la de nombrar, por eso es simple. Por el contrario, las proposi-ciones sí tienen sentido, pero no referencia; no son más que representa-ciones figurativas de la realidad, es decir, prototipos de esa realidad tal y como nosotros la concebimos. «Para comprender la esencia de la proposición pensemos en la escritura jeroglífica, representa figurativamente los hechos que describe» (4.016).

Pero si la proposición no tiene referencia y los nombres sí, ¿qué alcan-ce es el suyo? ¿Cuál el contenido de dicha referencia? Anteriormente vi-mos cómo Russell, al verse obligado a afrontar esta misma cuestión, hace uso del «conocimiento por familiaridad». Sin embargo, en el «Tractatus», Wittgenstein parece como si quisiera eludir el problema; se limita a decir que los nombres, por ser simples, no pueden descomponerse en ulteriores definiciones, únicamente en el uso de la proposición podrá entenderse el significado de los mismos, sólo en el uso del lenguaje es donde podremos mostrar la dependencia o conexión entre los signos simples y los objetos de la experiencia; de tal modo que la proposición vendrá a ser el prototipo figurado de la realidad, esto es, la descripción de un «estado de cosas» que podría compararse al «hecho atómico» de Russell. Aunque, al evitar Witt-genstein el empleo de las mismas palabras, nos da también ocasión para pensar que el «estado de cosas» no sea idéntico al concepto de Russell, y que sólo a las proposiciones elementales se las pueda aplicar el principio de isomorfia.

Por otra parte, las proposiciones complejas deberán tener, además de nombres, otros elementos que las diferencien como, por ejemplo, las co-nectivas, aun cuando dichas conjunciones nada tengan que ver con la rea-lidad. De ahí que la proposición simple no sea sino una estructura de nombres, por más que a la hora de ofrecer modelos a señalar, tan sólo se pueda decir eso: que es en las posibles proposiciones donde únicamente aparecen los nombres. Susceptibles, evidentemente, de reducirse a otros análisis, pero sin que podamos agotar nunca toda la reducción. Su posibi-lidad nos lo revela la lógica, la lógica que nos ofrece el lenguaje. Ahora bien, si lo importante son los nombres de las proposiciones elementales, y nombres sólo se dan si existen referencias, lo decisivo deberá corresponder al conocimiento que tengamos de las mismas. Wittgenstein es consciente de ello y de ahí que lo afronte como algo esencial en la estructura del len-

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guaje. ¿Por qué hablamos de las cosas? ¿Cuál es su realidad y su mundo? ¿Qué alcance damos a la referencia?

EL MUNDO DE LOS HECHOS

Desde el inicio del «Tractatus» existe en Wittgenstein el propósito firme

de afrontar el problema de la realidad. En su primera proposición nos di-ce: «El mundo es todo lo que acaece» (1), esto es, el mundo de los hechos, de los «estados de cosas», aquello que corresponde a los elementos de la pro-posición verdadera, o lo que es lo mismo, los objetos que tienen su refe-rencia en los nombres. Pero, ¿qué tipo de realidad es la suya? ¿De qué están constituidos? Y como en el caso de las proposiciones elementales, tampoco aquí encontramos los ejemplos que pudiesen aclararlo. Signifi-cativas son estas palabras: «Nuestra dificultad era que hablábamos siempre de objetos simples y no sabíamos mencionar ni uno solo» (Notebooks, pág. 68).

Cierto que las propiedades que se atribuyen a los objetos nos mues-tran, al menos, la función que cumplen, pero esto no basta; se dice que son simples, que es aquello que permanece, lo fijo, lo inmutable, algo interno; sin embargo, tales atributos no son suficientes para facilitar una represen-tación de los mismos. Además, Wittgenstein llega a creer que cualquier mundo que imaginásemos ha de tener necesariamente algo en común con este nuestro, puesto que si previamente imaginamos es porque partimos de lo preexistente y factual. Ahora bien, pero, ¿qué realidad es esa? Nos dirá que es la «forma», aquello que se constituye en imprescindible y ne-cesario, lo que se necesita para que algo sea mundo; en sus propias pala-bras: «La posibilidad de la estructura» (2.033). En resumen: la realidad es to-do aquello que está en el ámbito de lo posible; y los referidos objetos: enti-dades únicas e individuales, algo como «los particulares» en Russell, sólo que, si en el «Tractatus» se les llama «formas» o «sustancias», probablemente sea por el respeto a la tradición, o, como alguien se ha atrevido a decir, por el acercamiento a las raíces de nuestra cultura occidental.

SOBRE LO QUE NO SE PUEDE HABLAR

Presupuesto importante en el «Tractatus» es la convicción de que la

forma lógica se refleja en las proposiciones. Es en éstas, o tras la estructura, donde aquélla exhibe su función específica. Claro que en este análisis se refleja también la contraposición de los términos «mostrar» y «decir»; con-traste en el sentido de que las proposiciones, más que «representar» la

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forma lógica, la «muestran», y si se muestra es porque de ello nadie puede hablar. De ahí que se afirme: «Lo que se puede mostrar no se puede decir» (4.1212). La representación isomórfica se aplicaría tan sólo al «decir».

En el «Tractatus», a las verdades lógicas se las llama «tautologías», y a las falsas, «contradiciones»; por no representar ninguna de ellas situacio-nes posibles; unas y otras no nos dicen nada, no representan a la realidad. Por lo tanto, al carecer del principio de isomorfia, se deduce y revela que las leyes de la ciencia y de la metafísica, en cuanto normas constantes y necesarias, también carecerán de sentido. En consecuencia, cualquier prin-cipio, sea éste el de causalidad o el de razón suficiente, es, en la perspecti-va del «Tractatus», intuición «a priori». La proposición lógica para Witt-genstein no dice nada, no representa situación real alguna. De ahí que afronte la filosofía con criterios bien definidos: piensa que al no represen-tar sus enunciados isomórficamente la realidad, la filosofía se elabora a base de pseudoproposiciones.

En base a lo indicado, la ciencia se contrapone a la filosofía. Significa-tiva es la expresión: «La totalidad de las proposiciones verdaderas es, la totalidad de las ciencias de la naturaleza» (4.11). Se constituyen éstas en un plano -diríamos-, radical y esencialmente distinto a la filosofía, también respecto a las ciencias formales como la lógica y la matemática. De la lógica ya hicimos referencia viendo cómo sus proposiciones no decían nada por ca-recer de sentido. De las matemáticas también, son únicamente ecuaciones sin referencia, sin realidad isomorfica o figurativa, con valores exclusiva-mente formales. La filosofía, sin embargo, a pesar de no pertenecer su verdad al mundo de la naturaleza e instalarse por encima de lo experi-mental con proposiciones vacías de contenido, tienen, no obstante, una función específica, esto es, la de ser clarificadora. Pero, ¿clarificadora de qué? En cuanto que pone límite a lo que se puede o no se puede pensar, en cuanto pone límite al mundo de lo posible. De ahí que para Wingenstein la filosofía quede convertida en eso: en crítica del lenguaje.

Por último, en el «Tractatus» se abordan las cuestiones propiamente sociales y humanas, es decir, los enunciados sobre la ética, la estética y el mundo de la religión. Su postura respecto a la primera es clara: no puede haber proposiciones éticas porque no describen hechos, relacionan única-mente facetas necesarias de la voluntad. Pero, ¿quiere esto decir que el as-pecto moral es nulo para la convivencia? Ni mucho menos. Para Wingens-tein la ética es una condición necesaria para que el mundo exista, no hay mundo sin valores y principios morales, como tampoco podría haber mundo sin la lógica o sin el sujeto que se relacione y que viva. Nos dirá que la ética es «transcendental». Sin ser parte del mundo, tam-poco le es extraño; está, más bien, en el límite del mundo.

Esta doctrina la hace también extensiva a la estética. «Ética y estética son lo mismo» (6.421). La única diferencia es que la estética juzga y es-tima a los objetos de forma aislada, mientras la ética los considera en

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su conjunto, esto es, dentro del marco plural y complejo como es el componente del mundo. Pero eso sí, ya se realice una u otra, dando valor a la obra de arte u ofreciendo sentido ético a la vida con princi-pios morales, a las dos las coloca en un mundo transcendente, en un mundo con cierto cariz de eternidad. «La obra de arte es el objeto visto "sub specie aeternitatis", y la vida virtuosa es el mundo visto "sub specie ae-ternitatis". Esta es la conexión entre el arte y la ética. La manera usual de con-siderar los objetos es verlos desde en medio de ellos, la consideración "sub spe-cie aeternitatis", desde fuera. De tal modo que tienen como trasfondo el mundo entero». (Notebooks, pág. 83).

Pero esta «ética transcendental» que da valor a la vida, no puede, en justicia, tratarla el lenguaje desde el momento en que no es posible repre-sentarla. Lo mismo se diga de las proposiciones religiosas, o más exacta-mente, «lo místico», como prefiere calificarlo Wingenstein. «Dios no se reve-la en el mundo» (6.432). Sin embargo, ese valor que relaciona con la mística y que no puede expresarse, se muestra a sí mismo. ¿Dónde? En el senti-miento del mundo como totalidad limitada. Para él, «lo místico» se desve-la en un sentimiento de finitud, aunque, como tal sentir, su representación sea imposible. Llega a concluir diciendo que ni los que encontraron senti-do a la vida pudieron jamás expresarlo; su intento, al menos, siempre fue fallido. Consecuentemente, de lo único que se puede hablar es de aquello que compete a las proposiciones de la ciencia natural. A1 margen de éstas, cualquier otra representación es imposible, no existen referencias para las mismas. Por lo tanto, concluimos diciendo que el método seguido por Wingenstein en el «Tractatus» consiste particularmente en eso: en mostrar, por medio del lenguaje, cuáles son sus propios límites. Y así como de lo que se puede hablar, se puede hablar claramente (4.116), «sobre lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio»111.

«LENGUAJE ORDINARIO» EN EL SEGUNDO WITTGENSTEIN

Concluido el «Tractatus» hacia el 1918, y una vez terminada la Primera

Guerra Mundial, donde Wittgenstein fue prisionero de los italianos duran-te los últimos nueve meses, decide éste volver a Viena.

Sin embargo, su actividad profesional, sobre todo de 1920 al 26, va a ser distinta de lo que en un primer momento podríamos imaginar. Se de-dica a ejercer de maestro de escuela primaria en pequeñas aldeas de la montaña de Austria. El cambio fue debido principalmente a la decepción

111 WITTGENSTEIN, L.: Philosophical Investigations. Oxford, 1958, pág. 10.

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que le produjeron las primeras críticas a su obra, sobre todo la crítica de Russell, a quien le había enviado una copia del «Tractatus». Bien es cierto que tampoco permanece largos años en esta profesión. En 1927 trabaja como jardinero en un convento donde, al parecer, piensa hacerse monje. Inicia también -dada su peculiar personalidad y sus estudios de ingenier-ía-, una serie de obras de arquitectura, construyendo, entre otras obras, una mansión en Viena para su hermana Hermine que le ocupará dos años de trabajo.

Con todo, va a ser en este tiempo, en estos diez años de reclusión y ca-si abandono de la filosofía, cuando su obra tendrá una influencia insospe-chada. El «Tractatus» se convierte en uno de los textos a analizar por los círculos más intelectuales de entonces. Particularmente en Austria, pero también en Alemania e Inglaterra. En distintas ocasiones se le insinuó que retornase a la Universidad, sobre todo por parte de catedráticos ingleses y por miembros del Círculo de Viena. Que llegará a aceptar -según alguno de sus biógrafos-, fue por el presentimiento de poder ofrecer otra obra ori-ginal, dadas las dudas que le sugerían determinados puntos del «Tracta-tus». Así pues, en 1929 regresa a Cambridge, se doctora con esta misma obra y es nombrado profesor.

Su nueva actitud queda reflejada en pasajes como éste: «Desde que em-pecé de nuevo a ocuparme de la filosofía. . . me he visto obligado a reconocer graves errores de lo que escribí en aquel primer libro» (5). Evidentemente, la referencia que hace no puede ser a otro libro que al «Tractatus». Pero, ¿cuáles son esos graves errores? No, por supuesto, la idea de filosofía como actividad clarificadora de los hechos, y menos aún que el lenguaje no sea el centro donde convergen los problemas filosóficos. Los graves errores aluden principalmente al método utilizado en el «Tractatus», esto es, dado que el lenguaje es un instrumento que el hombre usa en y para su vida or-dinaria, la perspectiva teórica de antes la reemplaza ahora con un método naturalista. La sintaxis y la semántica dependerán de la pragmática. Por lo tanto, las ideas que guiaban el «Tractatus», y que Wingenstein había tomado principalmente de Russell, como era, por ejemplo, que la lógica proporcionaba la estructura del lenguaje y de la realidad, van a ser sustituidas por otras de signo totalmente opuesto; se trata del lenguaje ordinario que, al ser más expresivo y rico que el de la lógica, ocupará el puesto que previamente había escogido para éste.

Cierto que algunos autores han querido ver en el cambio la influen-cia de Moore, profesor durante largos años con Wittgenstein en Cam-bridge, y que había reivindicado ya este lenguaje ordinario frente a la proliferación de términos metafísicos, principalmente neohegelianos que tanto se alejaban del sentido común. Evidentemente, lo que haya de verdad respecto a esta influencia, debemos reconocer que, hoy por hoy, no es tan fácil de dilucidar.

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Hay también quien ha supuesto cierta evolución en el «segundo Witt-genstein», creyendo encontrar estadios intermedios entre el «Tractatus» y las «Investigaciones Filosóficas». Se trataría del período que va de los años 1933 al 35, y que corresponde a los llamados «Cuadernos Azul y Marrón». Pero, teniendo en cuenta que, aparte del «Tractatus », Wittgenstein única-mente publicó un artículo de revista, y que tanto los «Cuadernos» como las «Investigaciones» fueron obras elaboradas póstumamente y en base a una serie de apuntes y notas del autor, nos urge examinar, más que los supues-tos «estadios intermedios», los análisis mejor elaborados y completos de esta etapa final; lo que tampoco impide que, a la hora de aclarar ciertos puntos, se usen imágenes de un período anterior. Propiamente, el estudio de las «Investigaciones» lo componen dos partes distintas, concluida esta última en 1949, dos años antes de morir de cáncer en Cambridge.

SENTIDO DE LAS «INVESTIGACIONES FIIOSÓFICAS»

Acaso nada mejor, al iniciar este estudio, que secundar las palabras

que el mismo Wingenstein nos ofrece en el prólogo de las «Investigaciones». Dice así: «Entonces me pareció de repente que debía publicar juntos esos viejos pensamientos y los nuevos: que éstos sólo podían recibir su correcta iluminación con el contraste y el trasfondo de mi viejo modo de pensar»112.

En efecto, la forma más correcta para precisar su nueva dirección será siempre contraponiéndola a la postura adoptada en el «Tractatus», si bien, y como ya hemos reseñado, las «Investigaciones» es una obra que se halla dividida en dos partes. La primera es la mejor elaborada y re-coge el contenido de unos manuscritos que inicia en 1936 y termina en el 1945. Está compuesta por párrafos más bien cortos y concisos, ocu-pando algunos un par de líneas tan sólo. La segunda sección, que la es-cribe entre el 1947 y el 49, consta de catorce meditaciones, siendo, en realidad, la parte menos elaborada al no existir en alguno de sus puntos la línea argumental y sistemática que se deseara. No obstante, el plan-temaiento y las ideas que rigen esta nueva postura son claras en su con-junto. Wingenstein ha captado que el lenguaje ordinario posee una serie de proposiciones que, aún siendo vagas e imprecisas, nos sirven para la comunicación y el diálogo. La gramática del lenguaje ordinario --dice-, es más amplia y plena de sentido que la gramática del lenguaje lógico, como se afirmaba en el «Tractatus».

112

WITTGENSTEIN, L.: Investigaciones Filosóficas. Trad. de Alfonso García Suárez y Ulises Mouli-nes. Barcelona, ed. Crítica. 1988, pág. 13.

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Veíamos allí cómo el lenguaje era contemplado al trasluz o mediante la relación que la palabra tenía con la cosa referida. Las palabras nombra-ban los objetos, los representaban adquiriendo así su propio y peculiar significado. Pero ahora no, en las «Investigaciones», al reflexionar que exis-ten muchas palabras a las que no corresponde objeto alguno, como es el caso de los términos que únicamente sirven para relacionar a la gente, por ejemplo: ¡hola!, hasta mañana, estupendamente, así como los distintos grupos de conjunciones: y, o, si, etc.; Wingenstein concluye que todos los términos, todas las palabras necesitan para su comprensión de su propio contexto, es decir, que el uso que se hace de ellas comporta un ensayo, un previo y regular aprendizaje; de tal modo, que si llegamos a conocer el significado de las mismas es por la acción o el uso que hacemos de ellas. Por lo tanto, el significado de las palabras no se va a constituir por su ver-dad o falsedad lógica, sino por el uso en el lenguaje. Es ahora el lenguaje ordinario quien prevalece sobre los demás, también sobre el lenguaje lógi-co. Por lo tanto, su función tampoco es única, pretendiendo un vocabula-rio casi perfecto, como se abogaba en el «Tractatus». El lenguaje aquí tiene múltiples usos que muy bien pueden entenderse como auténticos «juegos del lenguaje». En efecto, para Wittgenstein la tesis del pluralismo lingüís-tico dentro de esa perspectiva de juegos múltiples es una de las fundamen-tales en esta su segunda etapa, la etapa, sobre todo, de las «Investigaciones Filosóficas». Pero nos podemos preguntar: ¿Qué es un juego? ¿Qué valor tienen las jugadas? ¿Cuál el sentido de las normas que los regulan? ¿Qué tienen en común?

Él piensa que lo primero que se advierte en dichos juegos, bien sea de cartas, ya de alta competición, o aquellos más reflexivos, como el de da-mas o el de ajedrez, es que en todos hay un algo similar que les relaciona como juegos; semejanzas o desemejanzas que aparecen y desaparecen con-forme se contemple a unos o a otros. La expresión que le parece más ade-cuada es la de «parecidos de familia". Por eso, aunque todas las Acade-mias de la Lengua den su definición de juego, cree que nunca se puede hablar de una rigurosamente exacta; hay parecidos como los puede haber entre los distintos rasgos familiares. Nos recuerda: «Y podemos reconocer así muchos grupos de juegos, podemos ver cómo los parecidos surgen y desaparecen... No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión "parecidos de fa-milia"; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos, modo de andar, temperamento, etc., etc. -Y diré: los juegos componen una familia»113.

Pero si Wittgenstein nos propone esta imagen es, sobre todo, para darnos a entender que el lenguaje no es la totalidad de las proposicio-nes, ni tampoco que el pensamiento lo sea de la representación lógica de los hechos posibles, como se afirmaba en el «Tractatus», sino, más bien, porque el lenguaje funciona como una multiplicidad de usos y ac-tividades que forman una familia, y de ahí que «uso», «juego» y «con-texto» vengan a convertirse en las palabras claves de su nueva direc-ción. No existe ahora para él un único lenguaje: el descriptivo y formal,

113

WITTGENSTEIN, L.: Ob. cit. 66-67.

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como tampoco un único juego: el de la lógica. Los lenguajes son múlti-ples, aunque, como en los juegos, existen unas normas y unas leyes que se imponen como condición de un correcto modo de jugar, de ahí que se necesite de la práctica, de un uso y de un tiempo si en verdad se quiere conseguir la destreza y la habilidad necesarias. La repetición en el lenguaje responde a las necesidades de la vida.

Junto a esta concepción de juego, él emplea también otras imágenes para esclarecer aún mejor sus nuevas ideas. Así, refiriéndose a las pala-bras, llega a decir que éstas funcionan de modo similar a las herramien-tas de trabajo o como las manivelas de las locomotoras; porque del mismo modo que puede uno servirse de ellas para múltiples usos, a pe-sar de que cada una tenga un fin específico, de forma similar se hace con los términos; el uso se hace imprescindible. Por eso considera un grave error de la filosofía tradicional el haber jugado unos juegos del lenguaje con las reglas de otros: el naturalista, por ejemplo, con las del metafísico, el científico con las del lógico, etc. Sin embargo, en su plura-lidad, los lenguajes como los juegos, poseen, aparte de características comunes, sus propias peculiaridades específicas. Y de ahí la frase que solía repetir a sus alumnos: «No preguntéis nunca por el significado de las palabras. Preguntad por el uso que de las mismas se hace». Y es que la filo-sofía no modifica el uso, sino que lo describe. Por lo tanto, si surgen los problemas es porque el lenguaje desaparece, porque, en palabras de Wittgenstein, «está de fiesta» o de vacaciones114, esto es, cuando, en lu-gar de funcionar como debiera, se pierde en lo que no lo es propio y es-pecífico. La filosofía así se convierte en una verdadera terapia . «El filóso-fo -nos dice- trata una pregunta como una enfermedad»115. En suma; las difi-cultades se producen por confusiones o malentendidos de los usos, lle-gando a creer, por ejemplo, que el problema psicológico o metafísico es-taba al mismo nivel que el social o propiamente ético, es decir, por no conocer el juego o ignorar la jugada precisa y más correcta; porque la fi-losofía, más que resolver, ha de disolver los problemas; más que interfe-rirse en el uso efectivo del lenguaje, deberá describirlo tan sólo; y es que su función específica o su cometido no es otro que el de ser clarificadora, conocer el uso, el contexto de las palabras como el mecánico sabe para qué sirve cada una de las llaves de su caja de herramientas.

En resumen: los problemas filosóficos surgen por el uso ilegítimo que se hace de los términos, ya que éstos son ilimitados. La filosofía tendrá como función dar con el contexto, conocer la clase de jugada, las normas y las leyes que la caracterizan, o lo que es lo mismo, conocer y distinguir cada lenguaje. Por eso, lo que en el «Tractatus» era la represen-tación isomórfica de las proposiciones, se sustituye aquí por la pragmáti-ca, por el uso y contexto de las «Investigaciones Filosóficas».

114

Ibid. 38. 115

Ibid. 255.

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LEGADO DE WITTGENSTEIN

El hecho de haber retornado al lenguaje común u ordinario hizo po-

sible que la nueva actitud del «segundo Wittgenstein» tuviese también su repercusión e influencia. Pero en ningún otro lugar como en las univer-sidades más significativas del Reino Unido: Cambridge y Oxford.

La dirección, sin embargo, de uno y otro centro no es exactamente la misma; así, mientras en Cambridge se siguen las pautas de las «Investiga-ciones» en una línea bastante ortodoxa, la perspectiva en Oxford, por más que se centre también en los análisis del lenguaje común, tiene un senti-do diferente; la función no es terapéutica, sino que, más que disolver problemas, se intenta resolverlos, esto es, dar soluciones factibles me-diante los análisis lingüísticos.

Representante de la primera tendencia, o de la llamada «escuela de Cambridge, podríamos resaltar a John Wisdom, cuyo pensamiento se ca-racteriza por lo siguiente: él parte, en principio, de que los problemas fi-losóficos se deberán estudiar a partir de todos los puntos de vista posi-bles, método que le conduce a la afirmación de suponer en las proposi-ciones filosóficas un algo que en el lenguaje común y ordinario nos suele pasar desapercibido: son las paradojas filosóficas que, como en el psico-análisis, pueden servirnos para captar aspectos sobre los que antes hab-íamos pasado inadvertidos; nos servirán -dice-, como en la terapia de una enfermedad psíquica o mental, como en el tratamiento de un neuró-tico o psicópata, ya que, aún en la más aguda esquizofrenia, suelen en-contrarse datos positivos. Llega, por tanto, a pensar, que en las proposi-ciones filosóficas el paralelo es sumamente análogo. Lo que no significa tampoco que tengan que ser verdaderas; lo importante es que, aún sien-do falsas, se pueda destacar lo característico de la propia paradoja. Por eso, su concepción filosófica es verdaderamente multiforme en pers-pectivas, y donde el análisis procedería, más o menos, del modo siguien-te: «Sí, es cierto, aunque por otro lado...». Método que le llevará a descubrir, sobre todo, semejanzas y diferencias, verdades y errores que escapan al len-guaje ordinario. Precisamente, en atención a esta idea sobre las proposicio-nes, nos resume su concepto de la filosofía, o quizá mejor, su quehacer fi-losófico: «Los filósofos deberían seguir empeñándose en decir lo que no se pue-de decir».

La corriente de Oxford, por el contrario, va a tomar un curso distinto, so-bre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Más que disolver los pro-blemas, dividiendo o seccionando lo que de incorrecto o infeccioso pudiera

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existir; tiene como intención prioritaria, como ya se dijo, ofrecer soluciones para cualquier manifestación del lenguaje ordinario.

Una de las personalidades destacadas de este grupo es Gilbert Ryle. Pro-fesor de metafísica de esta Universidad, no se le puede considerar propia-mente fiel seguidor del «segundo Wittgenstein», pero sí es correcto decir que su dirección filosófica coincide en muchos puntos con él, sobre todo a la hora de poner de relieve el uso ordinario de las palabras. Llega a reconocer, por ejemplo, que su examen ni es lógico-formal, ni sociológico, ni exclusi-vamente léxico, sino más bien «conceptual». Piensa también que el lenguaje corriente no plantea problemas de por sí, surgen éstos cuando las palabras se emplean para fines teóricos; es entonces cuando se provocan los malen-tendidos, las incorrecciones, los engaños, etc.; realidades todas que es me-nester averiguar, no de otra forma sino mediante el análisis de los usos lin-güísticos.

El cometido de la filosofía -nos dice-, es similar al empleado por el car-tógrafo. Como éste, el filósofo debe examinar los planos o mapas concep-tuales en un análisis y método que le llevará inevitablemente a la crítica de todo racionalismo, particularmente del cartesiano. En efecto, Descartes co-mienza con una operación psíquica: «Je suis une chose qui pense»: «Existo pensando», o la menos correcta, pero más clásica: «Pienso, luego existo». Intui-ción que le conduce a suponer, según Ryle, un espíritu inmaterial dentro de él, es decir, dentro de su propio cuerpo. Sin embargo, esto para Ryle es in-coherente y arbitrario; irreal desde el momento que los actos psíquicos en cuanto tales, son únicamente modos que disponen a actuar en una u otra si-tuación o circunstancia. Por eso, los inevitables conflictos que surgirán en los distintos campos de la ciencia sólo podrán atenuarse o desaparecer cuando se llegue a aclarar que dichos problemas no son tales, sino «formas distintas de pensar», «puntos de vista», «modos de ver las cosas».

Destacado lugar en la «escuela de Oxford» lo ocupa también Peter Fre-derik Strawson. Seguidor de la filosofía analítica del lenguaje común, Strawson va a establecer, principalmente en el estudio que hace sobre la te-oría lógica, las diferencias entre el lenguaje formalizado y las del corriente o común con su lógica informal. Expone, sobre todo, cómo la consideración puramente formal de las proposiciones excluye determinados detalles que sí muestra la lógica del lenguaje ordinario. Critica, sobre todo, a Russell por defender éste una teoría referencia) del significado sin haber distin-guido antes entre «referirse a» y «mencionar». En el fondo, no soluciona, no aclara la diferencia entre las expresiones y el uso que se puede hacer de las mismas; porque uno de los usos de las expresiones es precisamente el referencia). Strawson llega a creer que la verdad y la falsedad de una pro-posición no se supedita a la frase en sí, sino al uso que se haga de ella. En caso de que el sujeto de la oración no estuviese relacionado con algo o con alguien, careciendo de referencias concretas, habría que decir entonces que la frase no posee el valor de verdad. Lo justifica con el análisis del ejemplo hecho ya clásico, y que es el que sigue: «El rey de Francia es prudente».

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Comenta que tal enunciado, por haberse repetido en períodos diferen-tes, donde en ocasiones hubo rey y otras no, al tiempo que no todos los re-yes pudieron poseer una virtud tal, le lleva a reafirmarse en que el signifi-cado de una expresión no debe de identificarse necesariamente con el obje-to referido. La verdad y la falsedad no son propiedades de las oraciones, sino, de los usos. En el ejemplo referido habría que concretar el nombre, la fecha y demás circunstancias para que pudiera hablarse de auténtica ver-dad. Por eso que llegara a concluir: «Ni las reglas aristotélicas, ni las de Rus-sell proporcionan la lógica exacta de ninguna de las expresiones del lenguaje ordi-nario, pues este lenguaje carece de la pretendida exactitud».

JOHN L. AUSTIN Y EL «CAMBIO LINGÜÍSTICO»

La figura de John L. Austin es considerada hoy como una de las más

representativas del pensamiento de Oxford. A pesar de su prematura muerte (a los 49 años) y de que su obra se hallase publicada en una serie de artículos de revista, nada impidió reconocer la originalidad de sus aná-lisis sobre el lenguaje común u ordinario.

Matriculado como alumno de Oxford en 1929, llegará, años más tarde, en 1952, a ser profesor de filosofía moral, permaneciendo hasta el 1960, en el que acaece su muerte. Pero es a raíz de su desaparición cuando, gracias a J. O. Urmson y a G. J. Warnock, la mayor parte de sus artículos se reim-primen en un solo libro que titulan: «Philosophical Papers», con varios artí-culos de suplemento. Posteriormente, reelaborando una serie de notas de clase, se publican otras dos obras: «Sense and Sensibilia» y «How to do things with Words».

Fundamenta Austin su pensamiento en la clara visión de los cambios en el desarrollo lingüístico. Para él, las palabras del lenguaje ordinario van asumiendo distinciones y peculiaridades a lo largo de la historia que es preciso tener en cuenta antes de iniciar propiamente el análisis filosófico. Piensa, por ello, que el lenguaje común no es la última palabra ni el único criterio de verdad por más que nos veamos obligados a comenzar por él. Para Austin el lenguaje ordinario no es perfecto, no comporta la precisión que se creía, y, por lo tanto, antes de que podamos hablar de verdad obje-tiva, precisaremos clarificar las expresiones, ver y examinar los usos según los distintos contextos; y así nos dice: «Ciertamente hay una gran cantidad de usos de lenguaje. Es más bien una pena el que la gente tienda a invocar un nuevo uso del lenguaje siempre que se sienten inclinados a hacerlo, para que los ayude a salir de éste, de aquél o del otro bien conocido enredo filosófico; necesitamos más de un entramado en el que discutir estos usos del lenguaje; y también creo que no de-biéramos desesperarnos tan fácilmente y hablar, como tiende a hacer la gente, de los infinitos usos del lengaje. Los filósofos hacen esto cuando han enumerado tan-

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tos como, digamos, diecisiete, pero incluso si hubiese unos diez mil usos del len-guaje, seguro que podríamos enumerarlos todos con tiempo. Esto, después de todo, no es mayor que el número de especies de escarabajos que los entomólogos se han tomado la molestia de enumerar»116.

Consciente de las dificultades en llevar a término este trabajo, Austin invitaba a una conjunta colaboración de lingüístas, psicólogos, sociólogos e interesados por los problemas de la filosofía, a fin de poder elaborar una «ciencia general del lenguaje». Cree, sobre todo, que el lenguaje coloquial u ordinario puede ser sustituido o mejorado, lo cual le permite ir bastante más lejos, como podemos apreciar, de la perspectiva del «segundo Witt-genstein».

Pero lo más original en Austin corresponde, sin duda, al análisis sobre los actos del habla. Llega a creer que un número considerable de nuestras expresiones las solemos utilizar para hacer algo por medio de ellas, esto es, para efectuar ciertas realidades distintas del acto de decir. Por ejemplo, si afirmamos: «prometo», es para hacer una determinada promesa; tal su-cede cuando en el matrimonio se dice: «Sí, quiero», etc. Interesa aquí resal-tar, no tanto la frase o expresión, cuando la referencia, es decir, el acto que se desea realizar.

Pues bien, a este tipo de expresiones las llama «proferencias realizati-vas», pensando que con esa distinción aporta ciertas peculiaridades a los usos lingüísticos. Al mismo tiempo, esas «proferencias realizativas» las contrapone a las «constativas», o lo que es lo mismo, a las expresiones que pueden ser verdaderas o falsas. Así, mientras el «acepto» no concretiza realidad alguna, no sucede lo mismo con la frase: «él acepta un ramo de flores», donde la referencia puede ser constatable; es posible comprobar la verdad o falsedad de la misma.

Por otra parte, al acto de decir algo, Austin lo llama «acto locuciona-rio», distinguiendo, a su vez, tres aspectos del mismo: el acto fónico, el ac-to fático y el acto rético. Al primero correspondería el sonido; al acto fáti-co, también el sonido, pero en cuanto se concretiza en una lengua y en una particular gramática; mientras que el tercero (el acto rético) es el sonido apuntando a una referencia u objeto más o menos definido o explícito. De este modo, en el supuesto de que se prescinda del significado referencial, nos quedarían los sonidos gramaticales, como sucede cuando formulamos un juicio sin lograr entenderlo.

Pero, además del acto de decir algo, «acto locucionario», Austin habla también de lo que se hace al decir algo, o «acto ilocucionario», que corres-pondería a aquellas expresiones que insinúan u obligan a la práctica, es

116

AUSTIN; J. L.: Ensayos filosóficos. Trad. de A. G. Suárez. Revista de Occidente, 1975, pág.

218.

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decir, a comprometerse cuando se habla de algo, o lo que es lo mismo, cuando se debe responder frente a un interrogante, ante una información, etc. No es que se trate, en realidad, de dos actos distintos, sino de formas diferentes de usar el lenguaje. Aún más, todavía encuentra Austin una ter-cera clase de actos que es posible realizar por medio de las palabras; se tra-ta del «acto perlocucionario», que correspondería a los efectos producidos por la expresión verbal, ya sea en el que habla como también en el que es-cucha; así, por ejemplo, el acto de impresionar, sugerir, convencer, etc., serían actos propiamente perlocucionarios.

Al mismo tiempo, deseando esclarecer la comprensión y el alcance del concepto de libertad, el campo que examina es aquel que se refiere a las excusas. ¿Por qué nos excusamos? Él nos dice que es por la incorreción principalmente del acto por más que sea fácil encontrar atenuantes como, «fue por descuido», «sin que me diera cuenta», «sin mala intención», etc., circunstancias todas que nos ayudan a entender que nuestras acciones, además de ser plurales en sus formas, nos afectan éticamente. Y no sólo eso, sino que la forma correcta de una excusa, lejos de limitarse al uso obligado de un verbo exclusivo, lo amplía al ámbito de la praxis cotidiana; de ahí que abogase por una estrecha colaboración de estudiosos y peritos para esclarecer los contextos; sería el único modo de poder clarificar más correctamente los usos.

EL «ACTO DEL HABLA» DE JOHN SEARLE

Siguiendo la línea del lenguaje común, Searle va a representar la di-

rección americana dentro del pensamiento de la «escuela de Oxford». Doc-torado en esta Universidad e influido, a su vez, por las directrices lingüís-ticas de la misma, las va a transmitir con sus numerosas publicaciones y como profesor de filosofía en la Universidad de California, en Berkeley. Entre sus trabajos podrían citarse, como más representativos, los siguien-tes: «What is a Speech Act?». «Speech Acts: An Essay in the Philosophy of Len-guaje». «A Taxonomy of Illocutionary Acts».

Respecto a la temática, Searle estudia el lenguaje, particularmente el habla, como una forma de conducta regida por normas y reglas bien de-terminadas y precisas. Para él, la comunicación comporta unos actos con-cretos, actos lingüísticos que le van a servir para el estudio de toda clase de relaciones e intercambios; bien es cierto que la problemática la recibe fundamentalmente de sus predecesores, en particular, de las directrices del «segundo Wittgenstein» y de los análisis de Austin, que le servirán como apoyo y como crítica para elaborar su propio pensamiento. Así, tomando como base la concepción austiniana de los «actos del habla», ésta le conduce a proponer una filosofía del lenguaje donde priorita-riamente se estudien las cuestiones más radicales de la misma: tratará,

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sobre todo, el problema de la referencia, del significado, de la relación y el contexto en las expresiones, sin olvidar los principios éticos que deri-van del ser y del deber ser. Y todo ello con la intención de superar los puntos de vista de quien tan particularmente él había estudiado. Piensa, por ejemplo, que la distinción que hace Austin entre «actos locuciona-rios» e «ilocucionarios» no es correcta. Para él todo acto en el hablar puede quedar reducido al «acto ilocucionario», porque la acción de hablar es un acto único a pesar de que comporte elementos distintos, a pesar de que se emitan palabras polivalentes o la proposición sea dire-cta e interrogativa. Toda locución para Searle es una ilocución, ya que ambas incluyen, no sólo la parte material de la emisión, sino también los significados. En consecuencia, para determinar los distintos actos ilocucionarios, propone doce criterios de identificación, aunque muy bien pueden quedar representados por los tres siguientes:

1) Criterio intencional. Se trataría de los deseos o intenciones que ca-da uno tiene a la hora de realizar el acto ilocucionario. 2) Criterio de realidad. Cuyo compromiso es la relación de verdad entre las palabras y el mundo de los objetos. Contempla tres estadios distintos:

a) Cuando la isomorfia entre la palabra y la referencia es sólo parcial. b) Cuando son los objetos quienes se ajustan al lenguaje. c) Cuando no existe referencia.

3) Criterio de sinceridad. Vendría a identificarse con el estado psi-cológico que conlleva cada acto, es decir, con la disposición, los in-tereses, temores, etc., que de un modo u otro motivan a la persona.

Por eso, teniendo en cuenta estos criterios, y en base a los mismos,

Searle presenta la siguiente clasificación de «actos ilocucionarios»:

a) Representativos. Su función es la de hacer ver el posible nexo o pre-sunta coherencia entre la palabra y el mundo de los objetos. Si existe adecuación bilateral, es decir, si los actos poseen suficientes criterios de credibilidad. b) Directivos. Estos actos tienen como función la de motivar o influir;

determinan que el receptor del mensaje realice supuestas acciones según el deseo del emisor. Se intenta, por ejemplo, dirigir, rogar, per-mitir, destinar, etc.

c) Compromisarios. La acción aquí se dirige al que transmite las infor-

maciones al hablante. Con el compromiso, claro está, de llevar a término lo que dice o se ha subscrito previamente.

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d) Expresivos. Se relacionan con la situación o estado psicológico del hablante. Son propios de los actos de disculpa, felicitación, de sentirse agradecido, etc.

Sin embargo, conviene tener en cuenta que esta clasificación se refie-re a los actos ilocucionarios, no propiamente a la acción verbal. Y el mo-tivo es porque existen verbos ilócucionarios que no necesariamente re-fieren «actos del habla» como sería el caso de «insistir» o «insinuar». Si yo digo: «insisto en lo que dije antes», lo único que quiero dar a enten-der es una mayor intensidad en el acto. Teniendo esto presente, Searle se propondrá como objetivo el estudio de los problemas generales del lenguaje. Tratará sobre el pensamiento y la palabra, la palabra y la refe-rencia, junto a las ineludibles implicaciones propias de la dimensión ética y moral. Pero, como el análisis de toda esta problemática sobre-pasaría nuestro cometido, pasaremos a estudiar otra de las corrientes del «movimiento analítico», concretamente la actitud de la, así llamada, corriente neopositivista.

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ANÁLISIS FORMAL DEL LENGUAJE

EL NEOPOSITIVISMO

La dirección empirista de la filosofía se ha revelado, en la primera mi-

tad del siglo XX, como un nuevo positivismo. Contribuyó a ello la evolu-ción misma de la ciencia: la teoría de los «quanta» de Max Planck y la de la relatividad de Einstein sobre todo.

En realidad, la postura neopositivista cae dentro del «movimiento analítico». Por eso, más que tratarse de un punto de vista o de una doctri-na concreta, asume una actitud: la de clarificar el conocimiento científico mediante el análisis lógico del lenguaje. De ahí que se le llame también «empirismo lógico» o, quizá más correctamente, «positivismo lógico». La tradición histórica es la siguiente: bajo la denominación «positivismo» sue-len agruparse dos tendencias: una, expuesta ya en el siglo XIX por Augus-to Comte, quien intenta contemplar la realidad desde los datos que le ofre-ce la observación empírica. La otra, desarrollada en el siglo XX, y cuyo ini-cio podría coincidir con la orientación e influencia de Ernst Mach en lo que más tarde sería el «Circulo de Viena».

Aunque las dos pretendan un ideal científico, debemos reconocer que la diferencia entre ambas es grande. Se distinguen, no sólo por los conteni-dos, sino también respecto al método. Sin embargo, el hecho de conservar elementos comunes, como podía ser la oposición a la metafísica, o de colo-car en primer plano el modelo científico, contribuyó a que se considerase esta última tendencia como la de un verdadero neopositivismo. Pero, de-bido a que tales determinaciones fueron promovidas particularmente por los miembros del «Circulo de Viena», bien estará que iniciemos su estudio atendiendo a los antecedentes y su posterior elaboración y desarrollo.

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CÍRCULO DE VIENA

Fue significativo que en 1895 se creara una cátedra de filosofía de las

ciencias inductivas en la Universidad de Viena; y, sobre todo, que se la ofrecieran al físico Ernst Mach. Se daba a entender con ello, entre otras co-sas, el arraigo de la filosofía empirista y su apoyo al método científico y experimental.

Ante cualquier posible desviación filosófica, el propósito que guiaba fundamentalmente a los miembros del Círculo era éste: constituir una «fi-losofía científica», o como expresara Otto Neurath, «un lenguaje científico que, evitando todo pseudo-problema, permitiera enunciar prognosis y formular las condiciones de su control por medio de enunciados de observación». Para ello, el trabajo tendría que ser compartido; se debía de colaborar como se hace en las ciencias positivas. Aún más, los propios puntos de vista y sus diferencias peculiares se conjugan con aspiraciones comunes: «la de alcanzar una concepción científica de todas las ciencias humanas». Se enlaza-ba así con la larga tradición empirista, desde Ockam y Hume, hasta Russell y, en parte, con el «Tractatus» de Wittgenstein. Concretamente Hume representaba, en principio, el modelo a imitar por su rechazo a todo aquello que no perteneciera a las ciencias descriptivas.

Al mismo tiempo, el desarrollo histórico del Círculo viene condicio-nado, en gran medida, por la clara conciencia de pertenecer todos sus integrantes a una asociación distinta a la que existía en Alemania; un círculo donde se abogaba por una filosofía anti-idealista, al modo de la que expusiera ya Brentano, Marty, Meinong, Hófler, etc., y que se ex-tendía principalmente por el antiguo reino de Austria-Hungría.

Por otra parte, quizá ninguno influyó tan decisivamente en las pri-meras fases del «Círculo» como el físico Ernst Mach. Tanto es así, que siempre fue considerado como su verdadero mentor espiritual y, por gran parte de la critica, «el Hume del siglo XX».

Ernst Mach consideraba que lo físico y lo psíquico eran aspectos de una única realidad: lo «puramente dado», el fenómeno, como un «con-tinuum» de sensaciones llamado objeto o sujeto, según el caso. También se incluían, como precedentes inmediatos, las orientaciones convencio-nalistas de Poincaré y Duhem, así como las corrientes de los nuevos conceptos físicos, a partir, principalmente, de Planck, Einstein y Hilbert. Sin embargo, para Philipp Frank, lo más decisivo fue el hecho de surgir en Viena, hacia el 1910, un movimiento que consideraba al positivismo de Mach como el modelo a seguir en los estudios científicos del presen-

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te, y esto aun a expensas de reconocer sus limitaciones, como era el caso de la insuficiente atención que se prestaba a la lógica y a la matemática. Diríamos que se trataba de un trabajo intelectual llevado de forma con-junta, que sólo comenzó a destacar alguien cuando Hahn presenta, co-mo obra significativa y original, el «Tractatus lógico-philosophicus» de Wittgenstein, aun cuando éste siempre procuró mantenerse al margen de dicho movimiento.

Ateniéndonos a las distintas referencias, el impacto que causó su lec-tura debió ser verdaderamente sorprendente; llamó su atención sobre todo a Carnap, Schlick, Feigl y Waismann. El primero de ellos nos dice que las sentencias del «Tractatus» eran leídas en voz alta entre los miembros del Círculo donde se examinaban y discutían punto por pun-to cada una de las proposiciones. Sin embargo, consecuentes con su ideario positivista, marginaron aquellas tesis donde la sensibilidad me-tafísico-religiosa de Wittgenstein había incidido como ámbito de lo que se muestra, e insistieron en el principio de verificabilidad que acom-paña a toda concepción isomórfica del lenguaje.

Pero, al tiempo que se iban consolidando como grupo, se hacía sen-tir cada vez más fuerte su espíritu de libertad e independencia. Fun-cionó ya con autonomía propia en Praga cuando, en 1929, con ocasión del Congreso para las Ciencias Exactas, se incluía al grupo de Viena, junto al de Berlín, bajo la presidencia de Moritz Schlick. Publicaron también una pequeña obra Carnap, Hahn y Neurath dedicada a Schlick, exponiendo el origen y la actitud de esta sociedad de trabajo. Aún más, al año siguiente deciden tener su propio órgano de publicación, hacién-dose cargo Carnap y Reichenbach de los «Annalen der Philosophie», to-mando el título de « Erkenntnis».

Así pues, reconocido ya oficialmente el influjo y repercusión de su proyecto, el Círculo traspasará pronto las fronteras. Más aún, persona-lidades y estudiosos vendrán a Viena para conocer personalmente y en detalle las orientaciones del Círculo; es el caso de W. van Quine, Ernest Nagel y Charles W Morris que llegan de Norteamérica para relacionarse particularmente con Schlick y Carnap.

Otro fue el contacto con el Círculo de Varsovia donde venía des-arrollándose de forma bastante original la nueva lógica con Lésniewski y la semántica con Tarski. También existían relaciones con el movimien-to analítico británico, con pensadores franceses, tales como Louis Rou-gier o el general Vouillemin, con los grupos de Uppsala, Oslo, etc., que favorecieron un clima propicio para que en 1934 se pensara en un con-greso internaciopal de filosofía científica, que tuvo lugar en París, en 1935, en las aulas de la Sorbona, después de haber sido detalladamente

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preparado por Rougier, Reichenbach, Carnap, Frank y Neurath entre otros.

Por su carácter positivista, se advirtió ya de la amenaza del dogma-tismo, así como de la incongruencia de aplicar la denominación «me-tafísica» a cualquier posible realidad. También, y a instancia, sobre to-do, de Camap, se nombró una comisión para unificar internacionalmen-te el simbolismo lógico, al tiempo que se pedía la colaboración en la En-ciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada. Como consecuencia, los es-fuerzos de unos y de otros se vieron pronto recompensados; así, al año siguiente se celebró el segundo Congreso Internacional en Copenhague. En 1937 nuevamente en París. El cuarto, en julio de 1938, en Cambridge, donde particularmente se trató del lenguaje científico. Y el último con-greso, en septiembre de 1939, en América, en Cambridge, Massachu-setts.

Fue la Segunda Guerra Mundial la que truncó todas las aspiracio-nes del Círculo. A partir de los incidentes bélicos, como grupo, se vio amenazado a la extinción, aunque ya antes de la misma sufrió la ausen-cia de las personalidades más representativas: en 1930 Carnap fue lla-mado a Praga y, posteriormente, en 1936, marcha a América, a la Uni-versidad de Chicago. Feigl, en 1930, va también a los Estados Unidos, y Hans Hahn muere prematuramente en 1934. Pero es dos años más tarde cuando el Círculo pierde una de las personas más queridas; se trata de Schlick, quien termina sus días a manos de un antiguo discípulo suyo.

A partir de entonces, no solamente se va a echar de menos a quien re-presentaba el alma del Círculo, sino que con su ausencia, prácticamente desaparecía como reunión local. Serán, eso sí, los integrantes del mismo quienes llevarán a otras partes el espíritu de búsqueda que él les infundie-ra.

Claro que, desde aquellos años difíciles, sobre todo desde 1940, en que se deja de publicar el «Erkenntnis» con el volumen 8.°-. En 1975, se decide continuar la publicación con el título: «Erkenntnis: An international Journal of Analytic Philosophy»; pero han mediado 35 años; muchos, sin duda, co-mo para continuar con los mismos planteamientos. Hubo quien pensó que el Círculo como tal había pasado a la historia, derivando hacia posturas más funcionales y representativas, como podía ser el análisis del lenguaje común practicado por la «escuela de Oxford». otros, como Víctor Kraft, todavía seguían creyendo en una verdadera continuación de las orienta-ciones clásicas. Sin embargo, la mayor parte de la crítica reconocían que el neopositivismo, o los «neo-neopositivistas» se apartan ya en muchos pun-tos de aquellos que plantearon sus fundadores; de ahí que uno de los propósitos de la revista «Erkenntnis» era la de no hacer historia de cuestio-nes pasadas. La dirección se encaminaba, más bien, hacia estudios lógicos,

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metodológicos y metacientíficos, dentro ya de la llamada «filosofía analíti-ca». Pero, para llegar hasta aquí, el movimiento primero mantuvo siempre unos presupuestos que le definían como tal. Veámos algunas de sus prin-cipales orientaciones.

HERENCIA FILOSÓFICA

A los fundadores del Círculo de Viena les caracteriza una aspiración

común: la de elaborar una filosofía científica con el rigor del método posi-tivo y experimental. En sí, una reacción al pluralismo ideológico que ofrec-ía la historia. Pensaban que las leyes y exigencias del pensamiento científi-co podían alcanzar también a la filosofía.

Al mismo tiempo, y como en las ciencias exactas, el trabajo debería ser compartido, se necesitaba la colaboración de miembros especializados en las distintas materias y campos del saber para conseguir lo que hasta en-tonces había sido pura aspiración: hacer de la filosofía una ciencia como las demás. Ciencia filosófica donde la fundamentación y el rigor lógico fuese el alma de la futura investigación. Lo que no significaba tampoco que el grupo como tal obedeciese a determinadas consignas; su espíritu li-beral era contrario a ello, aunque sí existían unas directrices comunes que se dejaban ya traslucir en el opúsculo «Wissenschaftliche Weltauffassung: Der Wiener Kreis», editado en 1929 por la Asociación Ernst Mach, de la cual Schlick era presidente. Así pues, las características que definían mejor el programa eran:

A) Inclinación por el estudio de la lógica y la matemática

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la lógica experimenta un

cambio fundamental y decisivo. A diferencia de la lógica clásica, la mo-derna usará exclusivamente un lenguaje formal; más que los juicios, le in-teresan las proposiciones, es simbólica. Se trata de unos signos interpreta-dos (letras, símbolos convencionales, palabras, etc.), con una serie de re-glas de formación que hacen posibles expresiones inteligibles. Es una construcción artificial, o mejor, un puro cálculo; pero donde se logra un ri-gor y exactitud que no se reflejaba en el lenguaje propiamente de conteni-dos. Se dieron cuenta de ello los matemáticos al comprobar que sus pro-posiciones, las de matemáticas, no concordaban con los elementos del jui-cio: sujeto-cópula-predicado, en el sentido de que aquí se expresan rela-ciones concretas y definidas. Al fin y al cabo, la intención de Russell y Whitehead en los «Principia mathemática» no fue otra sino ésta: derivar de la nueva lógica, la matemática, llegando a entender que lo que es válido en la primera, lo es también para la segunda.

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La consideración, precisamente, de estos resultados, hará que se origi-ne una nueva toma de conciencia sobre nuestra capacidad y funciona-miento intelectivo. Se podría comprender, sobre todo, que las relaciones lógicas son únicamente relaciones mentales; valen «a priori», puesto que, tanto la lógica como la matemática, no revelan los principios del ser, no anuncian nada sobre la realidad, sino las reglas y la función que rigen nuestros pensamientos; de ahí el nuevo «empirismo lógico» o «neopositi-vismo», porque lógica y matemática no guardan relación, como en Comte, con las ciencias cosmológicas. Sus proposiciones no son sintéticas, sino analíticas. El valor de verdad y falsedad reside en la definición de los con-ceptos de que están formados, son meras tautologías, que diría Wittgens-tein; la verdad sólo se alcanza mediante su forma lógica.

B) Análisis lógico del lenguaje

El compromiso impuesto por el Círculo de Viena era claro y, a la vez,

ambicioso: llegar a hacer de la filosofía una ciencia. Para ello, prioritaria-mente se anteponía el análisis del conocimiento. Consideraban que hasta entonces las posturas adoptadas habían sido una confusa mezcla de inves-tigaciones lógicas y psicológicas. No obstante, por pertenecer la psicología al mundo de los hechos, a lo experimental y empírico, su campo no podía ser otro que el particular y concreto, y nunca el propiamente filosófico. La filosofía habría de atenerse al análisis lógico del conocimiento, a su lógica funcional.

Ahora bien, proponerse investigar el problema del conocimiento en su estructura lógica significaba, en principio, entender las relaciones entre conceptos y enunciados, distinguir el alcance de una y otra proposición, y prever, sobre todo, sus posibles derivaciones. Se alcanzaría así el método deseado, esto es, la forma adecuada para solucionar el proceso del cono-cimiento, y, a la postre, el alcance de la filosofía. Así, las interrogantes eran reveladoras de este ámbito formal; implicaban cuestiones como éstas: ¿la teoría T1 es compatible con la teoría T2? Y en el caso de serlo, ¿se con-tiene la una en la otra? ¿Cuáles son su estructura y su lógica?

Pero en todo caso, lo que no podía ponerse en tela de juicio es que dichos conocimientos se expresaban en formulaciones lingüísticas. Las hipótesis podían diferir, las teorías, elaborarse con unos u otros princi-pios, pero, a la hora de objetivar los componentes y, más aún, de comu-nicarlos, se imponía el uso de unos signos interpretativos, signos que, mientras en las ciencias particulares tendrían como finalidad la investi-gación de los hechos, en el análisis lógico se buscaría cómo representar-los en el lenguaje; un ámbito formal, evidentemente, pero el propio de la lógica de la ciencia. En realidad, se trata de una representación de un campo de objetos mediante el signo de la palabra. Por eso, más que un

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estudio psicológico o social del lenguaje, su cometido es analizar cada sistema de representación en sus variantes lingüísticas. Por lo tanto, como sistema de signos, dos son las facetas que centran el análisis: una, en cuanto representación, esto es, mirando a la referencia, al significado en cuanto tal; y otra, fijándose en el cómo se representa, atendiendo a las reglas y estructura propiamente gramaticales, a lo formal del len-guaje. Wingenstein ya nos adelantaba diciendo que, en sí, no podía haber enunciados, simplemente se mostraban. Ahora bien, que las pro-posiciones se contengan unas en otras, que puedan deducirse o se con-tradigan, es únicamente algo indicativo, nada más. Por su misma es-tructura lógica son medios prácticos para conseguir claridad y precisión sobre el significado de las mismas.

Con todo, definir correctamente la estructura del lenguaje supuso una evolución y un cambio en algunos autores del Círculo. Carnap, por ejem-plo, en su «Logische Syntax der Sprache», llegaba a decir que la construcción de un lenguaje podía ser representada por medio de este mismo lenguaje; lo que suponía formular, de un modo científico, una estructura lógica ge-neral del mismo. De ahí que, en razón precesisamente de esta misma ori-ginalidad, será positivo que lo volvamos a tratar más adelante.

C) Actitud antimetafísica

El deseo de hacer de la filosofía una ciencia, condicionaba implícita-

mente la negación de la metafísica. Sin embargo, este presupuesto llegó a ser común en los miembros del Círculo en virtud del análisis que se hacía de la función significativa. Así, no se podía establecer significado alguno sin que previamente quedara reseñado el objeto de alguna ma-nera; lo que no quería decir que se diera de hecho; lo importante era la posibilidad, es decir, que no hubiese contradicción a la hora de verifi-carse. Pero claro, esta formalidad y requisito sólo se exigía para hablar de verdad, no para que la proposición en sí tuviera sentido. La orograf-ía de la cara oculta de la luna, evidentemente que no se podía mostrar, pero no por ello dejaba de tener significado. Y es que, hablando de «po-sibilidad», existían dos puntos de referencia: uno, que fuese verificable empíricamente, esto es, que no contradijese las leyes de la naturaleza; y otro, cuando la posibilidad era lógica, cuando la construcción de las proposiones se ajustaba a las reglas que regían la formalidad de las mismas. En consecuencia: el significado de una frase no dependía tan-to de la verificación empírica, cuanto de la lógica.

Ahora bien, como podemos apreciar, proponer este modelo de sig-nificado es optar por una actitud ciertamente antimetafísica. Sus pro-

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posiciones no tendrán valor desde el momento que, ni se las puede in-cluir dentro de las leyes naturales, ni entran tampoco en las coordena-das de las leyes lógicas. Así que optaron por el método más fácil: el i-minarlas. Para ellos el «ser-en-sí», lo absoluto, el noumeno, lo incondi-cional, tienen únicamente apariencias de proposiciones verdaderas; aparentes desde el momento que no pueden indicarse circunstancia alguna con la que pudieran ser proposiciones verdaderas; tampoco poseen contenidos teóricos, son -decían-, pseudoproposiciones, puesto que, si es verdad que no violan las reglas gramaticales en sentido f i-lológico, dándolas una apariencia de verdaderas, su auténtica realidad es eso: ficciones o apariencias; a lo más, refieren un sentimiento vital, una actitud volitiva del hombre frente a los intereses y aspiraciones humanas; y de ahí la trascendencia e importancia que han tenido -según ellos-, a lo largo de toda la historia. Se apoyaban en el principio siguiente: «El significado de una proposición se determina por el método de su verificación», cuyo origen creyeron encontrarlo ya en el «Tractatus» de Wittgenstein.

El significado lo condicionaba únicamente la constatación de los hechos; y como verificables eran sólo los datos de la experiencia, la metafísica como tal dejaba de tener sentido. En la misma línea estaban las matemáticas y la lógica, ya que al no referir nada de lo exterior, se convertían en puros cálculos para el uso de los signos sin referencia alguna al mundo de los objetos.

Pero, esta primera y casi unánime conformidad al «principio de verificación», no tardó en ponerse en tela de juicio, tanto por autores de fuera como también por los que pertenecían al mismo Círculo. Petzáll, por ejemplo, advirtió sobre las consecuencias inadmisibles a que conducía el pretendido concepto de significado, al tiempo que Lewis, en 1934, mostraba esa misma preocupación por la estrechez a la que llevaba el unilateral significado empírico. Incluso el mismo Neu-rath reaccionó también negativamente ante el alcance que se daba a las proposiciones carentes de significado. Se llegó a pensar que la forma de eliminarlas había sido demasiado fácil, un método cómodo para evitar problemas y complicaciones. Pasemos a analizar algunas de las principales propuestas.

CONSTRUCCIONES LÓGICAS EN CARNAP

Como se ha dicho anteriormente, Carnap es, sin duda, uno de los

autores más representativos de las ideas del Círculo de Viena; esto lo

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avalan, no solamente sus numerosos escritos, sino también su labor docente. Profesor en Viena, Praga, Chicago y Los Angeles, Carnap re-fleja las inquietudes científicas que se infundieron en el grupo de los fundadores.

Reconoce, a su vez, la gran influencia que tuvo el primer Wingenstein en su pensamiento, acaso ningún otro autor -nos dice-, incidió tanto sobre él117. Al mismo tiempo menciona cómo gran parte del «Tractatus» fue obje-to de estudio por los distintos miembros del grupo, donde se discutía in-cluso sentencia por sentencia118.

Pues bien, en 1928, tan sólo después de siete años de aparecer dicho «Tractatus», Carnap publica una de sus obras principales: «Der logische Aufbau der Welt». Tratado donde se definían las directrices más representa-tivas del Círculo. Su objetivo era reducir todos nuestros conocimientos a algo básicamente dado en al experiencia; una perspectiva unitaria del mundo conocido donde los componentes no fueran otros que esa corriente de vivencias elementales como son las percepciones, los motivos, los sen-timientos, etc.

Sin embargo, la tesis de Carnap en «La construcción lógica del mundo» no es propiamente ontológica. Más que detenerse a examinar la realidad de los componentes, le interesa el estudio de las relaciones; debido, en gran parte, a la influencia que en él tuvieron los «Principia Mathematica» donde las relaciones lógicas ocupaban un lugar señalado.

No obstante, por más que la afinidad con Russell parece manifiesta, la posición de Carnap es distinta a la de aquél. Para Carnap los componentes últimos no son simples datos de los sentidos, sino conjuntos más comple-jos y estructurados. Se debe esto a la influencia que en él tuvo la psicología de la «Gestalt», ausente en los planteamientos de Russell. La teoría misma del conocimiento, valorada por algunos como una mezcla de investigación lógica y psicológica, encuentra en Carnap una solución fácil al reducir los fenómenos psicológicos al campo estrictamente físico. Hay que tener pre-sente que por aquel entonces la ciencia amenazaba caer en el subjetivismo, esto es, en el dato singular y privado de la propia conciencia.

Por eso, conseguir resaltar lo más adecuadamente posible lo objetivo de lo real, constituía uno de los puntos claves de su pensamiento. Propósito que Carnap cree conseguir al proponer una forma de lenguaje que, pres-cindiendo de la singularidad del experimentante, ofrezca únicamente el constitutivo real del dato de la experiencia, o lo que es lo mismo: reducir las diversas formas en que se nos presenta la realidad a un solo concepto, con lo cual, ya formalizado, le hagamos objetivo. De este modo, prescin-diendo del dato singular, nos libraremos de caer en el subjetivismo; y por ser concepto de todos, lograría ser concepto objetivo.

Ahora bien, esta intuición primera que intentaba librar a la ciencia de la pura subjetividad, evoluciona más tarde hacia una mayor formalización en los presupuestos. Se revela en el artículo, «La superación de la metafísica 117

CARNAP, R.: Intellectual Autobiography, en la recopilación de P A. Schilpp. The Philosophy of Rudolf Carnap, Open Court, La Salle, 1963, pág. 25. 118

Ibid. pág. 24.

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por medio del análisis lógico del lenguaje», que escribe en 1932, apenas cuatro años después de la obra que venimos comentando. Las proposiciones me-tafísicas -nos dice-, carecen totalmente de sentido. Aún más, piensa que el desarrollo de la lógica ha hecho posible una respuesta nueva y más precisa para negar cualquiera de sus postulados. Por eso, haciendo uso de la lógica aplicada, cuyo propósito es poner de relieve el contenido de las proposicio-nes de la ciencia, llega a esta conclusión: «Un lenguaje consta de un vocabu-lario y de una sintaxis, es decir, de un conjunto de palabras que poseen signifi-cado y de reglas para la formación de las proposiciones. Estas reglas indican cómo se pueden constituir proposiciones a partir de diversas especies de pala-bras. De acuerdo con esto hay dos géneros de pseudoproposiciones: aquéllas que contienen una palabra a la que erróneamente se supuso un significado o aqué-llas cuyas palabras constitutivas poseen significado, pero que por haber sido reunidas de un modo antisintáctico no constituyeron una proposición con sen-tido... En la metafísica aparecen pseudoproposiciones de ambos géneros..., la metafísica en su conjunto no consta sino de tales pseudoproposiciones»119.

La orientación de Carnap queda definida claramente: el significado de la palabra o la frase reside en el método de su verificación. Así, todo aquel enunciado que pretenda ofrecer algo de la realidad, será significativo en la medida que posea un método para comprobar su verdad o falsedad. Y co-mo esto alcanza únicamente a los enunciados científicos, la consecuencia es lógica: sólo las proposiciones de la ciencia poseen auténtico significado. Por consiguiente, el análisis lógico pone de manifiesto, en principio, la carencia de significado para cualquier posible conocimiento que pretenda ir más allá de la experiencia, como las deducciones o principios metafísicos, las esen-cias, los valores morales, etc.

Ahora bien, si esta es la consecuencia, ¿cuál es entonces la función y contenido de la filosofía? A lo que responde diciendo que ella tan sólo es un método o estilo de análisis lógico para descubrir las pseudoproposiciones. La filosofía para él no es un sistema ni una teoría, su función es más bien clarificadora, sirve para esclarecer los conceptos y fijar las bases de las cien-cias, en todo caso, ciencias empíricas y formales, naturalmente.

Concede, no obstante, una función propia a las pseudoproposiciones metafísicas; nos dice que expresan una actitud general ante la vida; res-pondiendo originariamente a las fuerzas e impulsos de las distintas moti-vaciones. No es que aporten conocimiento alguno, puesto que la referencia y el alcance propiamente es sentimental, sucede con ellas lo que al artista le brinda su propia creación. Por eso dirá del metafísico que es semejante a un músico falto de habilidad musical, un artista inhábil, porque el medio es el que crea la ilusión y el supuesto real de la obra. Bien es cierto que aquí Carnap restringe en exceso las posibilidades intelectivas al limitar los fundamentos metafísicos a esa única función sentimental. Nada quita tampoco para que una obra científica, al tiempo de expresar su carácter significativo, pueda, de igual modo, sugerir una peculiar actitud frente a la vida. Más que un artista inhábil, sería mejor decir que es un teórico que no se conforma con las limitaciones de la experiencia. Por el contrario, lo más positivo hasta ahora quizá sea el análisis riguroso de la naturaleza del co-

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CARNAP, R. : Uberwindung der Metaphysik durch Logische Analyse der Sprache. Erkenntnis, vol . 11, 1932 , pág. 2.

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nocimiento científico, apoyándose, evidentemente, en el rigor de la expre-sión.

Lo que Carnap pretendía, no era otra cosa sino construir un sistema donde se pudiese dar solución a cualquier interrogante sobre el mundo y su entorno, intención que le obligaba a reducir el campo del conocimien-to a proposiciones relacionadas con los hechos inmediatos de la expe-riencia; sólo así podría advertirse la derivación y el origen de las mismas. Ahora bien, Carnap se da cuenta de que para seguir esos pasos urge la elaboración de un método donde, a partir de unos conceptos fundamen-tados en la experiencia, sea posible cualquier otra derivación cognosciti-va, o lo que es más exacto: un sistema donde, de unos pocos conceptos fundamentales, se derive todo el campo del saber. Se trata de lo que él denomina método de «constitución» y «derivación»; y así nos dice: «En el caso de muchas palabras, específicamente en el de la mayoría de las pala-bras de la ciencia, es posible precisar su significado retrotrayéndolas a otras palabras ("constitución", "definición"). Por ejemplo: "artrópodos" son animales que poseen un cuerpo segmentado con extremidades articuladas y una cubierta de quitina. De esta manera ha quedado resuelto el problema antes mencionado en relación a la forma proposicional elemental de la pala-bra "artrópodo", esto es, para la forma proposicional "la cosa X es un artró-podo". Se ha estipulado que una proposición así debe ser derivable de pre-misas de la forma "X es un animal", "X posee un cuerpo segmentado" , "X posee extremidades articuladas", "X tiene una cubierta de quitina", e inver -samente, cada una de estas proposiciones debe de ser derivable de aquella proposición»120.

En realidad, un concepto u objeto -en Carnap viene a ser lo mismo-, es reducible a otro cuando el primero nos deja un margen de transformación en el segundo. Por lo tanto, si «p» se puede reducir a «q» y «q» se reduce a «k», también «p» podrá reducirse a «k». Más aún, es posible que, a través de este retrotraimiento, las palabras alcancen su significado.

Por otra parte, Carnap reconoce tres diferentes clases de objetos: físi-cos, psicológicos y espirituales; aunque al intentar ofrecer una definición exacta de los mismos, nos damos cuenta de que, en lugar de ofrecer la precisión que deseáramos, usa una terminología un tanto vaga e incier-ta. Con todo, las características de los objetos físicos las deriva de pose-er un tiempo y ocupar un espacio. Por eso, la forma, el lugar y la posi-ción son los que particularmente más los definen; no así los fenómenos psíquicos que responden al mundo de la conciencia: sentimientos, de-seos, representaciones e, incluso, los procesos inconscientes; mientras que los espirituales serían todos aquellos que fuesen capaz de superar

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CARNAP, R.: Ob. cit., pág. 113.

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lo propiamente individual, como los fenómenos culturales, hechos históricos, políticos, etc.; un tanto inciertos a la hora de la «reducción», pero que de conseguirse, es evidente que se hubiera logrado la forma modélica del análisis.

REDUCCIÓN FISICALISTA

Aceptando de forma incondicional la observación de que a todo fenómeno psíquico le corresponde una referencia nerviosa y proporcio-nal en lo somático, Carnap concluye que cualquier proposición de psi-cología puede formularse en lenguaje fisicalista como único lenguaje universal. De hecho, se trataba de llevar a la práctica el lógico, pero difícil planteamiento de «reducción» que le conduciría a la «proposición protocolar», proposición que, al fundamentarse en la experiencia inme-diata, obtenía la base para cualquier posterior elaboración. Por eso, in-cluso refiriéndose a los objetos espirituales, usa también de esta misma lógica, afirmando su concordancia con los fenómenos psíquicos. Lo es-piritual -dice-, ha de apoyarse en alguien. Unicamente que si los fenó-menos psíquicos se hallan ligados a lo singular y concreto, los espiritua-les se originan dentro del grupo social, esto es, de los pueblos, épocas, costumbres, etc.

Acaso lo más genuino aquí sea el intento de sistematizar todo el sa-ber en un entramado gradual y metodológico; si bien es verdad que lo importante no es el diseño, sino llegar a la realidad y conseguir descri-birla. La lógica nadie la discute. Si «a» se reduce a «q», y «q» se reduce a «k», también «a» se reduce a «k». Sin embargo, lo que sí excede cual-quier compromiso es generalizarlo a todo el campo conceptual. Los hechos reales están en dimensión diferente de lo puramente lógico y formal; se diría que traspasan y confunden a veces lo recto y lo justo de las formas.

Por otra parte, el paralelismo psico-físico no es infrecuente que cho-que con los análisis llevados a cabo por la psicología experimental de hoy. Camap pensaba que a todo acto psíquico le correspondía un hecho fisiológico en el sistema cerebro-espinal. La correlación mutua de los hechos la juzgaba acorde y paralela. Sin embargo, los resultados pare-cen ser otros. Se adelantaban ya los psicólogos Gemelli y Zunini en su «Introducción a la Psicología» al afirmar: «No es necesario que el hecho orgá-nico sea considerable para ejercer influencia sobre la vida psíquica; no es preci-so que se produzcan estados psíquicos violentos para determinar reacciones orgánicas; podemos más bien decir que la relación de causalidad es tan tenue que se confirma también en este campo lo que ya hemos observado, es decir, que

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no puede encontrarse el punto de unión en la relación entre hechos subjetivos y objetivos, ni se puede aclarar la forma en que recíprocamente se influyen»121.

Evidentemente, nadie pone en tela de juicio que existan condiciones orgánicas con una clara incidencia sobre los estados psíquicos, como también se subraya la influencia de ciertas situaciones psicológicas en lo propiamente somático; pero se traspasan los límites queriendo siem-pre ver una correlación rigurosa y precisa; se admite, por ejemplo, que algunas úlceras son psicosomaticas, así como la bronquitis repetitiva o el asma; pero no es menos cierto que lo puedan ser también por deter-minadas alergias. El mismo W. Penfield se adelantaba ya a estos resul-tados cuando escribía: «Es imposible aventurarse a decir que de un estado psicológico se descifre el físico»122.

Pero los inconvenientes se agudizan al tratar sobre los conceptos es-pirituales; porque, de reducir la cultura del pasado a los únicos docu-mentos que de ella poseemos, se estaría en contra de cualquier otra pos-terior investigación. Los hallazgos históricos y arqueológicos no serían tales porque acaso pudieran chocar con los legados anteriormente. ¿Por quién optaríamos? ¿A qué atenerse, sobre todo, a la hora de la «reduc-ción»?

Objeciones como éstas ya le habían sido dirigidas por los propios miembros del Círculo; tanto es así que, en vista de los inconvenientes, se ve obligado a declarar sobre los objetos de la ciencia como si se trata-se de formas de semiobjetos; conclusión que le permitía dar autonomía propia a cada uno de los tres grados, si bien el fondo era otro. La razón más profunda no era sino el poder liberarse de un sistema metafísico que de alguna forma podría afectarle.

En cualquier caso, respecto al modelo de «constitución», él pri-meramente creía que todos los conceptos estaban formados por obje-tos fundamentales dirigidos desde el inicio por una constitución gra-duada y uniforme. Por lo tanto, hablar de sistema en el lenguaje de Carnap era referirse al método, a ese modelo ideal donde un objeto «X» era susceptible de ser traducido a otro objeto «Z» que hacía de base. El esfuerzo por conseguirlo no presentaba mayor novedad: re-duciendo las formas de objetos superiores a formas de condición in-ferior.

Sin embargo, planteada la cuestión en estos términos, cabe la pregun-ta: ¿es Carnap materialista? Por una parte, la idea fundamental del análisis presentado hasta ahora da la impresión de ir dirigido hacia una única rea-lidad: la existente y comprobable. Por otra, hemos visto también cómo termina inclinándose por la independencia de lo psíquico de lo espiritual.

121

GEMELLI, A. y ZUNINI, G.: Introducción a la Psicologia. Trad. de Fernando Gutiérrez. 5 ed. Mira-cle. Barcelona, 1964, pág. 117. 122

PENFIELD, W.: Epilepsy and the Functional Anatomy of the Human Brain. Brain. Boston, 1954.

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¿Cuál es entonces su valoración? Por de pronto, y ateniéndose a su propio juicio, él manifiesta no ser un materialista en el sentido estricto de la pala-bra. Su sistema -llega a decir-, excluye una identificación con esa postura; cree, por el contrario, que su obra es una superación del materialismo: o mejor, una síntesis del viejo empirismo y el racionalismo123.

Ahora bien, haciendo uso de su propia lógica, creemos que sería difícil desligar su pensamiento de las consecuencias materialistas. Como hemos podido ver, la base en esa elaboración suya es principalmente lo físico; y como tal, cualquier otra dinámica debe girar en torno a esa orientación ra-dical y primaria. Por eso la ciencia para él tendrá ese compromiso: descu-brir nuevas leyes que ordenen y dirijan las diversas formas de los objetos. Diríamos que se trata de un materialismo científico donde se regulan, o pretenden regular, los datos sometidos al análisis de la comprobación; o como él dice: una síntesis del empirismo y el kantismo mediante la cons-trucción lógica de los hechos, para que así, sobre esta base sólida, se fun-damente el sistema de conceptos. Pero de tal modo ha de ser el entramado, que cualquiera que sea la clase, cualquiera que sea la abstracción, exista la posibilidad de reducirlos siempre a los primeros, a los inmediatamente dados a la conciencia. Por eso resulta tan difícil ponerle un calificativo apropiado, nos lo impide esa oscilación entre el materialismo e idealismo, por más que él insista en creer que ha elaborado una síntesis. A lo sumo se trataría de un idealismo objetivista donde lo ideal y lo real pudieran tener un punto de confluencia e integración.

Precisamente, atendiendo a ese compromiso, el problema importante a dilucidar lo constituye la naturaleza y la descripción de lo real; aunque él aquí, en lugar de ofrecernos una solución directa, nos responde poniendo en tela de juicio los dos sistemas que pretende superar. Rechaza el realis-mo por cuanto asume incondicionalmente los datos a expensas de la con-ciencia. Y no admite el idealismo en razón de que, fijándose en lo abstracto de la idea, olvida lo objetivo de la realidad.

En sentido «constitucional», el mundo de la experiencia está formado, según él, por los tres órdenes de objetos, aunque en base, evidentemente, a un mismo principio: el empírico. Sin embargo, más allá de esta constitu-ción fenomenológica, se plantea también la cuestión de si a estos objetos experimentales se les debe atribuir alguna otra realidad distinta a la de la propia conciencia. Carnap parece admitirla, por lo que su postura incluir-ía, no sólo al realismo y al idealismo, sino también al fenomenismo. Al rea-lismo, desde el momento en que, además de rechazar los objetos irreales, parte de la experiencia individual. Pero concuerda también con el idealis-mo desde el instante en que admite los objetos de la conciencia, es decir, ese mundo elaborado por la propia psiquis y que conjuga las operaciones internas; sin descartar tampoco al fenomenismo; porque admitir el fenó-

123

CARNAP, R.: La construzione logica del mondo. Trad. de Severino Fratelli Fabbri. Milán, 1966, pág. 3.

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meno como hecho fundamental en el conocer es dejar la puerta abierta a lo inexperimentable de Kant.

ANÁLISIS Y SÍNTESIS

Descartada la referencia metafísica por falta de enunciados com-

probables, el campo del saber se centraba en la ciencia y en la filosof-ía: dos esferas diferentes, pero con puntos de partida similares. Te-mas como la sociedad, la historia, el tiempo, el espacio, el hombre, el lenguaje, etc., eran objeto, no sólo del científico, sino también del filósofo.

Sin embargo, ¿cuál era propiamente lo específico de la filosofía en esos temas? ¿Dónde encontrar la diferencia con el análisis científ i-co? He ahí el planteamiento que hace Carnap en otra de las obras más representativas en la evolución de su pensamiento: en «Logische Syntax der Sprache», escrita apenas seis años después de la «Construc-ción lógica del mundo». Los neopositivistas hasta entonces habían re-ducido todo conocimiento al puro conocer empírico, llegando casi a descartar el saber filosófico. Él, por el contrario, va a señalar en esta nueva obra un cometido propio para la filosofía, compromiso filosó-fico que consistirá en el estudio de la lógica de las ciencias, esto es, mientras la ciencia tiene como temática, por ejemplo, la sociedad, la historia, el hombre, el lenguaje, etc.; el objetivo de la filosofía son las características lógicas de las proposiciones científicas que tratan de esos mismos objetos. Se convierte así el análisis filosófico en estudio de la lógica de las ciencias. Llega a pensar Carnap que las reglas que rigen la lógica se manifiestan también como reglas del lenguaje, de tal forma que su estructura puede servir como fundamento de un de-terminado sistema de signos. Consecuentemente, del mismo modo que al campo logístico se le ha mirado con independencia de los sig-nificados particulares fijándose únicamente en su aspecto formal, de manera análoga puede hacerse también con el lenguaje.

Claro que en una exposición como ésta, los signos lingüísticos no son otra cosa que formas o modelos nuevos cuyo alcance dará lugar a las proposiciones. No interesará ya tanto el significado de las mismas cuanto su valor formal, lógico; de ahí sus palabras: «Por sintaxis lógica de un lenguaje entendemos la teoría formal de las formas lingüísticas de aquel lenguaje, la estabilidad sistemática de las reglas formales que lo go-biernan y el desarrollo de las consecuencias derivables de tales reglas. Una teoría, una regla, una definición, o algo semejante, se denominan "forma-les" en cuanto en ellas no se da una forma de relación ya sea al significado

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de los símbolos (por ejemplo, de las palabras), sino simplemente a los tipos, al orden de los símbolos de los cuales están formadas las expresiones»124.

Más que al aspecto significativo, el análisis se orienta y dirige a lo pu-ramente formal. Se trata, no de una sintaxis descriptiva, sino lógico-matemática, algo que constitutivamente tiene como fin el análisis de for-mación, composición y derivación de las proposiciones. Lo que no quie-re decir tampoco que sea ésta la sintaxis de un lenguaje empíricamente dado, sino que la coordinación es formal; corresponde más bien a la co-rrecta disposición de los elementos estructurales, es decir, que la sin-taxis lógica, por lo que tiene de examen de las reglas de formación y transformación, queda convertida en un sistema de puro cálculo.

Así pues, convencido de que la sintaxis lógica coincide con el desa-rrollo que se rige en el cálculo, Carnap pasa a examinar las reglas que lo gobiernan, es decir, las reglas de transformación de las proposiciones. Pero como éstas no pueden concebirse si no es en virtud de unos símbo-los, es lógico que esto suceda también con la sintaxis; lo cual no quiere decir tampoco que la palabra, por más que prescinda del contenido real, quede reducida al puro cálculo. En el pensamiento de Camap, junto a su contenido sintáctico, todos los lenguajes particulares revelan otros aspectos que en modo alguno se deben marginar. Sería improcedente que se relegasen, por ejemplo, los mutuos intercambios y relaciones en-tre el signo y el objeto, entre el sujeto y el signo, los problemas del sig-nificado, del contexto, etc. Y es que la misma expresión, mirada bajo el aspecto psicológico, guarda afinidad y relación con las percepciones y, mediante ellas, lógicamente con el sujeto que contempla.

Haciendo un paralelo, se diría que la formalización de la sintaxis lógica se realiza para Carnap algo así como la abstracción de los nom-bres propios: olvidando el contenido concreto e individual, pasamos a servirnos de la simbología exponente del contenido formal125. En razón de cómo estén colocados, se elaborarán las definiciones.

Concretamente, y a diferencia de lo que pudiera ocurrir con la sintaxis descriptiva, donde las expresiones poyectarían la observación de lo inme-diatamente dado; la sintaxis pura se ve libre de estas apreciaciones para quedarse únicamente con el contenido formal; aunque lo extraño es que, por encima de este rígido entramado que impone al sistema, hallemos también una clara evolución en su pensamiento; se percibe principalmente al ver cómo fundamenta las matemáticas.

En realidad, dos posiciones disputaban la construcción del campo propiamente matemático: el «logicismo» impulsado por Frege; y el

124

CARNAP, R.: Sintassi logica del linguagio. Trad. de A. Pasquinelli. Silvia Editore. Milán,

1961, pág. 23.

125

CARNAP, R.: Ob. cit., pág. 30.

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«formalismo», entre cuyos representantes, Hilbert podía ir en cabeza. Para el «formalismo», los números eran simplemente eso: meros símbo-los sin definición ni sentido específico. Consecuentemente, hablar del fundamento de las matemáticas era referirse, más bien, a un sistema de axiomas, aunque sin poder concretar ni las referencias ni los significa-dos. En sí mismas, tanto la matemática como la lógica, excluyen, según el «formalismo», cualquier referencia a la realidad objetiva.

Sin embargo, frente a esta rígida actitud por lo formal, se halla el «logicismo». Las matemáticas aquí, aún siendo también un sistema de axiomas, dan, no obstante, razón del significado simbólico mediante la reducción de esos símbolos matemáticos a los lógicos; lo que conduce a pensar que es la lógica quien verdaderamente presta sentido a los pos-tulados de la matemática. Al fin y al cabo, la intención y compromiso de Carnap no fueron otros que los de poder conjugar ambas actitudes. Se trataba, en el fondo, de hacer una síntesis que incluyera las intenciones y comprensión de unos y de otros. El «formalismo» -nos dice-, tiene razón en su tentativa de construir un sistema formal donde no haya po-sibilidad de hacer mención a la semántica; lo que no significa que tenga la suficiente solidez como para dar razón de todos los símbolos de la matemática, tales como aquellos que presentan proposiciones des-criptivas sintéticas126.

En efecto, no solamente ha de construirse un sistema donde se dé una solución a las reglas de formación y construcción del lenguaje, sino también para los símbolos matemáticos que forman las proposiciones descriptivas sintéticas, esto es, cuando el significado de los símbolos guarde relación con los objetos. Entonces sí, la matemática habría co-brado el nuevo valor que precisaba: podría aplicarse también a la cien-cia real. Se trataría de una síntesis donde el fundamento quedaría cons-tituido, no sólo por presupuestos lógicos, sino también por los sintét i-cos, es decir, por aquellos que derivan de la ciencia experimental. Por eso, dando un paso adelante en la sintaxis lógica, Camap vuelve la vista a la experiencia para expresar una tesis afín a un convencionalismo lógico, aunque con una orientación francamente peculiar. No duda, por ejemplo, en considerar el lenguaje como un «producto arbitrario del hom-bre»127. Un principio, por otro lado, que mantiene firme en lo que es fundamental en todo su sistema: la lógica.

Conviene tener presente que los significados y las proposiciones sintéticas pueden diferenciarse aún siendo partícipes del mismo campo; y es que para Carnap el concepto significativo, más que venir o estar supeditado por la referencia de tal o cual objeto, lo constituye la rela-ción de las palabras una vez escogida la propia forma lingüística. Como podemos apreciar, se trataría de un típico convencionalismo lógico, es-pecial y extraño si se quiere, pero necesario para conseguir la síntesis deseada; una síntesis que incluía, no sólo al «formalismo» de Hilbert, Ajdukiewicz o Tarski, sino también el «logicismo» de Frege. Po lo tanto, así como con aquéllos era posible hacer uso de la lógica, con éstos se

126

CARNAP, R.: Ob. 127

Ibid., pág. 88.

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daba paso a la solución de las proposiciones sintácticas. Al fin y al cabo, esa era la solución que pretendía Carnap.

DOS MODELOS LINGÜÍSTICOS

Partiendo de que todo sistema formalizado supone unas reglas para la conexión de los signos, es de suma importancia conocer también el intercambio y la lógica que rigen en el sistema escogido sobre todo. A tal fin, Carnap construye dos modelos lingüísticos simplificados con el propósito de ofrecernos después la sintaxis lógica que, en cualquier ca-so, ellos mismos conforman.

Lo peculiar en estos lenguajes es que los objetos vienen expresados, no en palabras, sino con números; de tal modo que los predicados pue-dan quedar clasificados por fórmulas numéricas. Esto, precisamente, lo conseguirá al anteponérseles ciertos signos según se conjuguen las rela-ciones. Por ejemplo, «te (7) = 10». Quiere decir que la temperatura mar-cada en lugar 7 es de 10 grados. Claro que un lenguaje clasificado de es-ta forma numérica da lugar a ser: o bien descriptivo, como el anterior-mente expuesto, o lógico-matemático, donde tendremos: «sum (8, 7), que equivaldría a la operación 8 + 7».

El primero de los lenguajes lo expresa mediante 11 clases de signos, constituidos, por una parte, por los primitivos componentes lógicos; y por otra, con variables numéricas, tales como (X, Y, Z...), constantes (1, 2, 3...), predicados (según letras mayúsculas), y símbolos (con letras minúsculas). En fin, una serie ordenada y variable para todos y cada uno de los signos, con el propósito de que las expresiones puedan co-brar valor y expresividad.

Al mismo tiempo, por estar constituido el primer lenguaje por pro-posiciones definidas y concretas, lógicamente el alcance de éste será siempre menor que el segundo, cuya proyección, al prescindir de lo existencial y tangible, la perspectiva resultará ser constitutivamente ilimitada. Ahora bien, teniendo en cuenta que lo más importante es sa-ber cómo se realiza la transformación de una proposición en otra, se impone resolver, en principio, y lo más adecuadamente posible, el fun-damento y el entramado de las reglas, ya que sólo así podrá reconocerse en qué medida y bajo qué forma un postulado puede deducirse de otro. El método era el siguiente: expuesto un determinado esquema de axio-mas con sus correspondientes reglas de deducción, la transformación proposicional siempre será factible.

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Los axiomas nos ofrecen las reglas para el cálculo de las proposicio-nes, mientras el concepto de lo «inmediatamente deducible» se concre-tiza mediante las reglas de deducción. Bien es cierto que si nos pregun-tamos el porqué de esta forma simplificada en el lenguaje, o cuál fue el motivo que impulsó a Carnap a construir este modelo, la respuesta podríamos hallarla al comprobar que por este camino se facilita la defi-nición de lo inmediatamente deducible. Una proposición se deduce in-mediatamente de la otra si lo inferido resulta mediante substitución. He aquí, entonces, el modelo a seguir: la deducción inmediata será siempre la forma más idónea y acorde de cuentas pudiésemos usar. En defini-tiva; construyendo un sistema en base al primer modelo, obtendríamos un lenguaje determinado y particular, no así mediante el segundo cuya proyección necesariamente tendrá un alcance más indefinido.

Acaso, para ver el lugar que ocupan en la sintaxis lógica, sea conve-niente que expongamos algunos ejemplos. Veámos:

a) Todos los relojes de esta vitrina son blancos. b) Todos los relojes marcan el tiempo. c) Todos los relojes son inmaleables.

La primera proposición es comprensible dentro del lenguaje primero. Puede ser comprobada empíricamente; y su operador, el reloj, aún siendo de extensión universal, no obsta para que pueda ser tomado de forma concreta y limitadamente, se trata de los relojes que están en la vitrina.

En cuanto a la segunda; también universal, es tautológica por sí misma, nada nuevo nos transmite porque el predicado está ya incluido en el sujeto. Lo propio del reloj es marcar la hora.

Respecto a la tercera, su valor no es que sea tampoco absoluto. Se de-fine en la línea de las hipótesis, algo así como las leyes naturales; serán ciertas o erróneas según la posibilidad de ser verificadas. Por eso, el verdadero problema lo constituían los conceptos indefinidos; aunque Carnap, en su deseo de ofrecer una correcta interpretación, ofrecía las soluciones que estaban siempre conformes a las directrices seguidas en la sintaxis lógica. Interrogado por qué admitía un predicado indefinido siendo así que éste apenas si tiene indicio alguno de referirse a la exis-tencia, respondía que era sencillamente por su misma definición, según la cual, el contenido significativo de un concepto se da sólo cuando éste existe o sabemos de su existencia mediante el método de su verifica-ción. Y como sí podemos saber bajo qué disposiciones tendríamos que realizar una decisión en el caso de ofrecérsenos un predicado existente con características indefinidas, le condujo a darles también un valor significativo.

Como vemos, tanto un lenguaje como otro tenían su puesto en la sintaxis lógica, e, independientemente de las diferencias, ambos go-

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zaban de valores característicos y propios. Aún más, en cierto modo no era al primero, sino al segundo de los lenguajes al que se le daba una mayor preferencia. De hecho, éste es más extensivo, y a juzgar por el modo de caracterizarse, el plano también es superior al del primer lenguaje. En realidad, dando cabida a los predicados indef i-nidos, justificaba, sobre todo, la no contradicción en las proposicio-nes. Por encima de los conceptos referidos a lo inmediato de la expe-riencia, se imponía la lógica que justificase la mutua relación propo-sicional; de ahí la insistencia de estar siempre abiertos a otro lenguaje superior. Por sí solos, ninguno de los lenguajes podría solucionar las limitaciones del propio modelo. Todo sistema lingüístico -llegaba a decir-, se encuentra limitado e incompleto; cada uno tiene necesidad de abrirse a un sistema superior y más rico para superar las propias contradicciones o antinomias128. Por eso, otro de los empeños reali-zados por Carnap es el que se refiere a las reglas de formación y transformación de las proposiciones. Ya vimos cómo en «Logische Aufbau der Welt» intentó reducir cualquier modalidad lingüística al único aspecto fundamental: el físico. Ahora en la sintaxis, las conse-cuencias son las mismas: toda forma de lenguaje presenta también una síntesis única: la lógico-formal. Por lo tanto, al hacer uso de las reglas de formación y transformación, conviene tener presente el al-cance de algunos conceptos, en particular el de «deducción» y el de «consecuencia».

Para él se distinguen en lo siguiente: mientras la «deducción» hace referencia a un significado más estricto, en cuanto implica una lógica derivación de los elementos, no sucede así con la «consecuen-cia». Este concepto, sin apuntar a la rigidez de aquél, nos permite mi-rar la «deducción» como si fuese un término relacionado con una se-rie finita de proposiciones. En sí, la «consecuencia» tiene una exten-sión mayor de la que se puede desprender de la «deducción». Cual-quier realidad lingüística deducible tiene la característica de ser, ante todo, limitada y finita; mientras esto no ocurre necesariamente con la «consecuncia», puesto que este concepto se refiere, más bien, a clases de proposiciones no necesariamente definidas.

También el concepto de «clase» tiene una connotación singular, aunque bien es cierto que aquí coincide Carnap con la definición que dieran Peano y Russell, y que corresponde a una serie de elementos que tienen por base una propiedad común. Simbólicamente, la implica-ción de una clase en otra se caracteriza con el signo «)».

Otras proposiciones a examinar son las «analíticas» y las «contradicto-rias». Será «analítica» cuando la conclusión es lógica y universalmente verdadera, por ejemplo, el punto X, o es visible o no lo es. (Una de las dos proposiciones poseerá la verdad). Sin embargo, la «contradictoria» es

128

CARNAP, R.: Ob. cit., pág. 307.

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aquélla que, según las leyes lógicas, no es válida; en el ejemplo anterior, si se dijese: el punto X es y no es visible.

Proposición «probable» es la que puede ser derivada de cualquier otra. «Refutable», cuando alguno de los miembros la puede contradecir. «Sintética», cuando no es ni analítica ni contradictoria. «Indecible», la que se presenta con las características de no ser ni probable ni refutable. «Incompatible», si viene constituida en una clase contradictoria, que in-versamente sería «compatible»129.

Según el propio Carnap, el motivo de proponer con más rigor el al-cance de estos conceptos no fue otro que la imprecisión con que eran usados en los tratados de lógica simbólica. Tanto la lógica antigua como la medieval --decía-, se preocuparon por las relaciones entre las proposi-ciones y los silogismos, aunque dejando, casi siempre, amplio margen para la intuición. El juicio en el cual se afirmaba o negaba una propiedad de un sujeto era lo más singular del acto intelectivo. Posteriormente, con la distinción entre «lógica formal» y «lógica real», se dio un paso adelan-te al considerar a la primera, no tanto dependiendo del campo signifi-cativo, cuanto poseyendo formas estrictamente sintácticas.

Con la «logística» todavía se avanza en formalización. Por eso, cons-ciente Carnap de lo que él considera un indiscutible progreso, esto le va a permitir dar otro paso adelante en ese campo sintáctico mediante la trans-formación de las «proposiciones intensionales» en «proposiciones exten-sionales», lo que concretiza en la posibilidad de traducir las relaciones semánticas (campo intensional o contenido de conceptos), en proposicio-nes sintácticas (campo extensional). En cierto modo, lo que verdaderamen-te se desea es la aritmetización del lenguaje; y es que en la sintaxis lógica vienen a confluir las dos ideas centrales del pensamiento de Carnap; así, mientras por una parte se urge la formalización sintáctica, superando las diferencias del lenguaje en una expresión común; la síntesis general les concede su estructura y características comunes, porque, a pesar de que las ciencias particulares tienen también una síntesis peculiar, ésta se carac-teriza por la concretización de la síntesis general.

Acaso éste hubiese sido el corolario a su obra de no ser por otro estudio que le obligó a revisar toda la lógica del sistema. Nos referimos a «Intro-duction to Semantics», o más exactamente, a los tres libros que aparecieron en la década de los cuarenta: el citado anteriormente, que se edita en 1942. « Formalization of Logic», publicado en 1943, y «Meaning and Necessity», en 1947.

Fue sintomático que previamente a esta toma de conciencia, él mismo declarase: ―Llamó mi atención cómo Tarski intuyó que el método formal de la

129

CARNAP, R.: Ob. cit, pág. 61.

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sintaxis debería ser completado por conceptos semánticos”130. En efecto, fueron las orientaciones de Tarski las que más particularmente le motivaron para que matizase ciertos puntos inadvertidos hasta entonces. Así, en «Introduc-tion to Semantics» se acentúa ya la distinción entre semántica y sintaxis. Mientras a la sintaxis la define como «un sitema de cálculos no interpreta-dos», la semántica comprende «el sistema de interpretación de las reglas sintácticas»131. Aún más, en la semántica distingue entre «verdad de hecho» (lo puramente contingente), y «verdad lógica» (que depende de las reglas semánticas).

Charles W. Morris (de quien hablaremos más adelante), llegó también a decir que la sintaxis no abarcaba la totalidad del problema lingüístico. Carnap lo reconoce; por eso, mientras anteriormente miraba sólo el lado sintáctico, ahora da un amplio margen a los análisis de la semántica. Apartándose de la unilateralidad del primer empeño, se detiene y examina lo segundo, da paso a la función significativa.

Bajo el influjo precisamente de Morris, distingue las tres ya clási-cas dimensiones del signo: pragmática, semántica y sintáctica132; lo que, referido al problema lingüístico, nos dará una idea del cambio exigido en la sintaxis. Porque, sin rechazar incondicionalmente lo an-terior, sí se obligaba a una toma de conciencia distinta; había que analizar las dos nuevas facetas que presentaba el lenguaje. Él lo afronta, pero teniendo presente la perspectiva general de las leyes lingüísticas y en función, claro está, de los conceptos lógicos, es de-cir, en función de la sintaxis. Considerada ésta insuficiente por sí so-la, lograría perfeccionarla, no obstante, a la luz de las leyes semánti-cas, o mejor aún, era la semántica la que de alguna manera, era in-cluida en función de la sintaxis.

En realidad, un lenguaje se caracteriza principalmente por el tipo de los signos, por la construcción de las proposiciones y por las reglas apropiadas para la transformación. Sin embargo, lo original aquí es que Carnap se apoyaba en decisiones libres; hasta tal punto que la sintaxis misma vendrá determinada por el significado de los signos; aunque eso sí, una vez escogido el sistema semántico, el cálculo nunca podría ser ya convencional; convencionales serían los axiomas y las definiciones, jamás la inferencia. De ahí que al darse cuenta Carnap de lo inflexible del planteamiento anterior, da paso a una abertura cuyo carácter le pa-rece mucho más acorde y racional; más lógica, sin duda, aunque los re-sultados últimos de esta libertad electiva no eran tan fáciles a la hora de

130

CARNAP, R.: Introduction to Semantics. (Studies in Semantics. Vol. I). Harvard University Press. Cambridge, 1942, pág. 6. 131

Ibid., pág. 7. 132

Ibid., pág. 4.

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intentarlos probar. La demostración mediante premisas empíricas, tan añoradas por el movimiento neopositivista, no era tan fácil, en ciertos casos, como para poderlo acreditar. Quizá por ello, vislumbrando lo difícil del problema, se limitara únicamente a afirmar: esto es así, suce-de. Lo que no quita tampoco para reconocer que el desarrollo en la fun-ción semántica del signo fuese ciertamente considerable. Llega a decir, por ejemplo, que cuando un autor formula un sistema sintáctico, ha ex-presado ya su interpretación; condicionando, aunque sea implícitamen-te, la sintaxis. Construir un sistema sintáctico es escoger anticipadamen-te la propia interpretación, aunque después se prescinda de hacerla pa-tente en una particular semántica de la lengua. Por lo tanto, la tesis que reducía la filosofía a la lógica del lenguaje en general, y del lenguaje científico en particular, se amplía ahora con la semántica como parte de la lógica de la ciencia.

ONTOLOGÍA Y SEMÁNTICA Examinando las distintas teorías sobre el lenguaje, Carnap ve que

los términos, ni son rigurosos ni precisos. En virtud de lo cual, él pro-pone un método donde va a distinguir dos operaciones en la expresión. La primera, analizando las proposiciones semánticamente para poder entender, de forma correcta, su significado. La segunda, investigando la situación o estado concreto al que se refiere la expresión. En este senti-do, la primera operación nos presenta la intensión; y la segunda la ex-tensión. Lógicamente, esta última, por ofrecer una ampliación de la primera, deberá incluirla en todo momento; de ahí que concluya: la ex-presión tiene primariamente una intensión y, secundariamente, una ex-tensión.

Respecto a las reglas de verdad, asume las siguientes: para el caso más simple (el de la oración atómica): una oración atómica vale en una descripción de estado si, y sólo si, pertenece a ella. Entendiendo por «estado» todos los posibles estados de cosas a los que se refería el «Tractatus» de Wittgenstein; aunque bien es cierto que nunca podrá de-terminarse la verdad o falsedad sin saber primero lo que designan sus términos. En las oraciones compuestas corresponderá a la tabla de ver-dad de la conectiva con la que se haga la ilación con la condicional, la conjunción, la disyunción, etc. Por el contrario, la negación cumplirá su cometido si, y sólo si, la oración no cumple lo que se predica de ella. En resumen: se llegará a conocer el significado de una oración si se logra descifrar en qué situaciones posibles serían verdaderas y en qué otras falsas. Al fin y al cabo, la verdad analítica no será para él sino la con-formidad con dichas reglas semánticas.

Ni que decir tiene que estos conceptos de extensión e intensión aportaban una claridad que en modo alguno ofrecían los de referen-

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cia y sentido; se descartaba, sobre todo, que significar era básicamen-te nombrar. Sin embargo, a la hora de hacer uso de este método en los lenguajes naturales, pronto se vio que las dificultades que estos análisis entrañaban no eran tan fáciles de solventar. Con todo, Car-nap los afronta particularmente en «Significado y sinonimia en los len-guajes naturales», donde presenta la siguiente cuestión: supongamos un lingüista frente a una lengua que desconoce. ¿Podría disponer de algún medio para determinar la intensión y la extensión de las pro-posiciones de ese lenguaje? En principio parace normal que, obser-vando la forma expresiva de los hablantes, comenzara a distinguir y relacionar los objetos a los que se irían refiriéndo las palabras, con lo cual, y de forma paulatina, lógicamente iría también fijando la exten-sión de sus experiencias.

Pero, ¿y la intensión? ¿De qué forma conseguirla? ¿Cómo podrían analizarse los conceptos semánticamente? Carnap nos dice que del mismo modo que se fija la extensión: recurriendo al comportamiento lingüístico de los hablantes, sólo que aquí, además de los hechos de la experiencia, quedarían incluidos todos los casos lógicamente posi-bles. Y la razón es la siguiente: para determinar la intensión de un predicado se hace imprescindible conocer en qué podría modificarse un objeto sin dejar de asignarle el predicado que se le señala con an-terioridad; lo que obliga a que tengamos en cuenta, no sólo los obje-tos de la observación, sino también a todos aquellos a quienes es po-sible atribuir el predicado en cuestión; incluso aunque ese objeto no exista realmente o carezca de verdadera extensión; por ejemplo, la palabra «unicornio», «centauro», etc., que teniendo su propio signifi-cado, nunca podrá comprobarse su verdadera objetividad. Por lo tan-to, según la tesis de Carnap, la intensión de las expresiones no incluye necesariamente la existencia de los objetos. Distingue, por lo mismo, la cuestión semántica de la ontología, y así, el campo lingüístico, com-prometiéndonos a aceptar ciertas entidades (cuestión propiamente semántica), no quiere ello decir que su existencia corresponda a la rea-lidad de los hechos (cuestión ontológica).

Sin embargo, a la hora de someter a crítica el pensamiento de Car-nap, pensamos que éste es uno de los puntos más débiles, ya que la razón de aceptar o negar un determinado marco lingüístico será siem-pre respecto al tipo de entidades con las que uno se comprometa. No vale imaginar que una sea la dimensión semántica porque así se diga o se designe, y otra la dimensión ontológica porque haga relación a los objetos de la existencia. Alguna realidad distintiva deberán tener los conceptos imaginarios para que se les admita y se hable de ellos; enti-dades, quizá, únicamente estéticas o de necesidad psicológica; puede ser, pero recursos, al fin y al cabo, que se conjugan de algún modo con el mundo de la realidad. Por eso, sería más adecuada y justa la actitud que pretendiera resaltar los plurales modos de existencia. Los números, por ejemplo, existen, pero solamente en cuanto construcciones matemá-ticas que nos permiten realizar una serie de operaciones con las reali-

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dades físicas, aunque la existencia de lo observable poco tenga que ver con la existencia puramente conceptual.

Es el roce con las realidades lo que, en definitiva, nos enseñará qué es lo físico, lo imaginario, o lo que puede ser únicamente resultado de la deducción. Claro que, de aceptar rigurosamente las tesis filosófica de que los problemas, o son lingüísticos o no son problemas, como sostenía Camap, conduce a reducir el amplio abanico de la multiforme manifes-tación expresiva. La razón y los motivos de los predicados y de las pro-posiciones pueden tener su raíz en la psicología, en la ética, la estética, etc., cuyos valores lógicamente se ve obligado a marginar. Con Charles W. Morris, sin embargo, esta postura se supera al concebir al hombre como el ser que vive en un mundo de signos sugerentes y evocadores. Por lo tanto, a Morris le urge también ocuparse de los problemas éticos, sociológicos y políticos como problemas peculiares del comportamien-to, y donde el papel y la incidencia de lenguaje es, en cualquier caso, decisiva. Examinaremos seguidamente los rasgos más característicos de su obra.

CHARLES W. MORRIS Y LA «SEMIÓTICA»

Interesado Charles W. Morris por la cultura tanto oriental como oc-

cidental, le va a permitir dar un paso decisivo en la valoración analítica del lenguaje. Cabría decir de su obra que, aún no siendo plenamente original, con ella nos abrimos a una etapa específica y diferente.

De sus contactos, por ejemplo, con el neopositivismo deriva, no sólo el aspecto sistemático del plan, sino también el apoyo a particulares puntos de vista. Del neopositivismo Morris asume, además de su orien-tación por la sintaxis científica, la adhesión a lo experimental y pragmá-tico. Pero eso sí, él no se va a detener en la sola «praxis». La conciencia que posee del dinamismo de los seres le impide recluirse en la pura lógica formal. Por eso, ante la problemática y el examen de las ciencias, Morris se inclina por una síntesis donde pueda haber cabida, no sólo para el marco científico, sino también para cualquier otra exigencia de la filosofía. Bien es cierto que al darse cuenta que una conciliación radi-cal chocaría con los compromisos propios de las ciencias particulares, le obliga a dar una nueva dimensión al análisis, proyectando múltiples lenguajes singificativos.

Claro que esto era ya salirse del estrecho margen que daba cabida a la formalidad y el cálculo; distinto, sobre todo, de la rigidez de los cánones neopositivistas. Esta nueva dirección se dejaba ya traslucir en el artículo que Morris publicó en la «International Encyclopedia of

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Unified Science», en 1930, con el título: «Foundations of the Theory of Signs», y que sería el primer ensayo de su gran obra «Signs, Language and Behaviour», publicada en 1946, siguiéndola otros trabajos cuyas ma-tizaciones anunciaban ya la crisis para las principales tesis del Círculo de Viena.

Lo característico en él fue la toma de conciencia por considerar el lenguaje en sus aspectos más variados y plurales. Toda cultura, cual-quier forma de vida, el lenguaje más sorprendente, significan en la me-dida de los propios arquetipos o moldes empleados. El hombre -llega a decir-, es el animal que más uso hace de los signos. Los otros animales responden a determinados estímulos como si se tratase de verdaderos signos, pero sin llegar a alcanzar la complejidad y elaboración que se consigue en el discurso humano, en la escritura, en el arte o, simple-mente, en una diagnosis médica. Para él, nuestro pensamiento es inse-parable de su función significativa, pero sin identificar la mente huma-na con dicho funcionamiento133.

Como podemos ver, la perspectiva de Morris es algo más que un simple proyecto; apunta, de una u otra forma, a establecer una ciencia nueva mediante el estudio y el análisis de los signos; se trata de la «se-miótica». Pero con la particularidad de que, siendo ella una ciencia, se constituye, a su vez, en medio o instrumento para sí misma. Sólo últi-mamente -llega a decir-, ha habido un serio interés por la teoría de los signos, aunque todavía hace falta que se estudien y reúnan, en un todo coherente, las conclusiones obtenidas en los diversos campos científi-cos. Precisamente, hacia este fin proyecta él todo su empeño; de ahí sus palabras: «La semiótica es de una gran importancia en el programa de la unifica-ción de la ciencia»134.

La semiótica es para Morris la única ciencia que siempre, y de for-ma directa, está haciendo relación al objeto y sujeto. Nunca podría prescindirse de esta referencia; de lo contrario, quedaría eliminada co-mo tal, desaparecería como ciencia. El signo apunta siempre a algo y hacia alguien, nunca es indiferente. En el proceso de la semiótica se en-cuentran -según él-, tres factores decisivos:

a) El signo como vehículo. b) Lo designado. c) El interpretante135.

Un cuarto factor puede estar constituido por el intérprete, aunque su función se presume reportable al tercero. 133

MORRIS, CH. W.: Foundations of the Theory of Signs. En «International Encyclopedia of Unified Science» . Vol. I, 1938, pág. 79. 134

Ver también en el mismo volumen el artículo de Morris, «Scientific Empiricism», pág. 81. 135

Ibid.

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El primero de los factores apenas ofrece dificultad alguna: hace refe-rencia a lo que funciona como signo. El segundo valora lo referido por él, es decir, lo que se designa, el contenido; mientras que el tercero se consti-tuye por la acción del signo sobre el intérprete.

Así pues, dos direcciones dan plena forma constitucional al signo, el objeto, por una parte, y el sujeto por otra. Relacionado el signo con el obje-to, muestra la dimensión semántica que, en todo caso, es imposible de comprender de no estar referida a alguien, de no estar relacionada con un sujeto. Pero, por ser ello así, por este intercambio de referencias, se deduce otra dimensión: la pragmájica. Al mismo tiempo, cada uno de los signos tiene que ver con los demás; son oscilantes de un mínimo y un máximo, de un ascender o descender, de un más o un menos según el valor de los res-tantes. Pero, por tender la semiótica a hacerlos fijos, a que pertenezcan a una u otra clase, da lugar a la tercera dimensión: la sintáctica.

Asumida así esta clasificación, es fácil que apreciemos la diferencia con aquella otra que nos ofrecía Carnap. Presentaba éste las tres funciones del signo como tres niveles o planos sucesivos de abstracción. Hablaba, por ejemplo, de la semántica como de un estudio de los signos en el que se hacía abstracción de los sujetos; e igualmente de la sintaxis en cuanto se abstraía también de la referencia de los objetos denotados. Para Morris, sin embargo, los tres niveles no son sino tres enfoques distintos e indepen-dientes que proporcionan, de forma conjunta, la visión completa de un sis-tema de signos. Así, la semántica para él estudiará la significación de los signos en todas las formas posibles de significación. La sintaxis, por el con-trario, tendrá como objetivo sus combinaciones e intercambios; mientras que la pragmática se ocuparía del origen, usos y efectos de los signos de-ntro del marco y el comportamiento en que se hacen presentes.

Con respecto a la postura neopositivista, donde el signo era inter-pretado únicamente bajo su aspecto lógico y abstracto, pasa a ser ahora objeto de una triple e independiente dimensión; aspectos dis-tintos si se quiere; pero, gracias a los cuales era posible, no sólo que se hablase de la realidad objetiva, sino también del valor significativo del lenguaje. Un significado constituido, no tanto por las relaciones lógicas, cuanto por el mundo existencial y concreto del que forma-mos parte. Además, cada una de estas tres dimensiones, aún tenien-do su estructura y su particular contenido, forman, al tiempo, un to-do unitario. Existe una estrecha y peculiar relación entre cada uno de los términos que la componen. De ahí que Morris, en fuerza de poder dar valor objetivo al lenguaje, intente conciliar, en una unidad con-junta, el formalismo y el empirismo pragmático; así, al menos, parece desprenderse de las siguientes palabras: «Los formalistas se inclinan a considerar como lenguaje cualquier sistema axiomático, sin una investiga-ción por si son "cosas" las que con ello se denota, o si el sistema está ac-tualmente formulado por un grupo de intérpretes; por el contrario, los em-piristas se inclinan a acentuar la necesidad de la relación de los signos a los

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objetos o a las propiedades de éstos; el progmatista, inclinado a mirar al lenguaje como si se tratara de un tipo de actividad social, mediante el cual los miembros de un grupo están en un grado de comunicar más fácilmente sus necesidades individuales y colectivas»136. Pues bien, frente a la unilateral postura del formalismo y el empi-rismo, Morris aboga por una conjunción lo más homogénea posible. No importa que las dimensiones sean diferentes, lo importante es que estos tres niveles puedan proyectar, en mutua cohesión, las plurales manifes-taciones del único campo semántico.

SIGNOS Y RELACIONES

Hemos podido ver cómo la idea de Morris sobre las funciones del signo era la de suponer el formalismo y el empirismo en una síntesis conjunta y unitaria de los elementos. Consecuentemente, si preguntásemos el motivo, la respuesta no se dejaría esperar: por las correlaciones inherentes a los mismos signos. De este modo, organizadas la lógica y la matemática en sistemas deductivos o axiomáticos, permitió que se pudiera determinar la dependencia mutua de los componentes. Aunque, en verdad, no es que fuese él quien extrajera estas consecuencias. El primer estudio –afirma-, se debió a Leibniz, quien, al examinar la lingüística, la lógica y la matemática, le condujeron a deducir un «arte formal y general»; es decir, un arte de plasmar y disponer los signos; y una vez configurados, las ideas corres-pondientes podían ya ser valoradas en razón de las anteriores y primeras.

Morris escogió también ciertas categorías al respecto con el fin de identificar, lo más correctamente posible, el valor y el alcance de los dis-tintos signos, aunque ninguna de las clasificaciones supuso una preci-sión como la siguiente:

1) «Indexical signs». Son los signos que apuntan a los objetos in-dividuales. 2) «Characterizing signs». Corresponde a todos aquellos que de-signan una multiplicidad de individuos con ciertas determina-ciones concretas, como, por ejemplo, sombrilla, paloma, animal, hombre, etc. 3) «Universal signs». Cuya referencia se dirige a todos aquellos términos que se constituyen en realidades totalizadoras y completas, como podría ser la denominación de «cualquier co-sa», «todo individuo», etc. De lo cual se deduce que el valor de

136

MORRIS, CH. W.: ob. cit., pág. 88

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los signos se halla en relación directa con los objetos de la ob-servación y la propia experiencia. Posición evidentemente con-traria a la de los formalistas, quienes, estableciendo primero las reglas, las referían después de forma arbitraria a los signos. En realidad, olvidaban la dimensión semántica y pragmática del lenguaje para poner su interés en una proyección de estruc-tura lógico-sintáctica; hecho que no ocurría en Morris, donde el lenguaje quedaba estructurado por la diferente combinación de las tres clases de signos. Distingue también en las proposicio-nes los «dominant signs», o términos donde se suele poner más atención. Y los «specifiers», o los específicamente significat i-vos. Aunque convendría adelantar que la terminología no es que fuese propiamente suya, él la toma de M. J. Andrade, en quien ve unos términos adecuados para expresar su propio pen-samiento.

En el fondo, lo que Morris pretende es resaltar, ante todo, que las tres dimensiones se conjugan perfectamente en cualquiera de las for-mas lingüísticas. Para él, los términos «juicio», «consecuencia», «analí-tico», etc., del lenguaje formal, no son sino meras fórmulas sintácticas con el fin de hacer posible una distinción entre los diverss modos de combinar los signos y sus relaciones mutuas. Piensa que cualquier proposición es posible reducirla a los signos. «El lógico, el matemático y el científico -dice-, no pueden quedar aislados con su único lenguaje; por el contrario, llevando a término su indagación particular, se deben encontrar abiertos a otras dimensiones de la experiencia: a las formas del lenguaje artísti-co, ético, etc.»137.

Precisamente, este intercambio es lo que enriquece el campo lin-güístico y el que da plena valoración a la sintaxis; siendo, acaso, lo más genuinamente original de todo su pensamiento, y sólo analizando el lenguaje en esa unidad integradora y peculiar, podríamos llegar a percibir la fecundidad de su obra.

Por otra parte, Morris estaba de acuerdo también con los logros al-canzados hasta entonces. Las reglas de la semántica, por ejemplo, le hicieron caer en la cuenta, sobre todo, de que aplicándolas correcta-mente, ayudarían a clarificar la justa conexión con los objetos. Aunque bien es cierto también que dichas reglas, por más que fuesen inheren-tes a la misma semántica, continuaban ofreciendo sus dificultades: el análisis debería impedir que se cayese, sobre todo, en la teoría clásica del «espejo».

137

Será más tarde, en «Signs, Language and Behaviour» (1946), donde hablará de 16 tipos de len-guaje.

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Creían sus defensores -según el propio Morris-, que la capacidad intelectiva era suficiente para reflejar las propiedades de los objetos, o lo que es lo mismo: que el lenguaje reflejaba los modos y las rela-ciones de los fenómenos mentales como si se tratara de la propia imagen proyectada sobre el espejo. Sin embargo, él consideraba que esta creencia se debía al hecho de ignorar la doble dimensión sintác-tica y pragmática. La teoría del «espejo» no daba solución a toda la actividad humana. El lenguaje -escribía-, es fecundo en la expresión, pródigo, sobre todo, en formas y modulaciones, y sus matices jamás podrán verse reflejados en el dato real. ¿De qué modo podrían locali-zarse los términos de «mundo infinito», el adverbio «no» o la inter-jección «¡ay!»?138. Queda claro, entonces, que en toda conversación existe un número de elementos, una serie de signos que, en lugar de referirse a los datos objetivos, proyectan una relación hacia el sujeto. Relación subjetiva que es, en última instancia, la que fundamenta las relaciones. Por tanto, lo que deja de explicar la teoría del «espejo» no es otra cosa sino la múltiple y compleja actividad humana con todo lo que conlleva de original y de propia creación.

Al mismo tiempo, tomado el lenguaje en su totalidad, vemos que la estructura sintáctica tiene un valor específico, está contribuyendo a ser función, no solamente de la semántica, sino también de lo pragmático como tal. Precisamente, esta función ha sido, según Morris, la más des-cuidada de todas. Podríamos encontrar relaciones entre la sintaxis y la semántica; acaso también cierta independencia en las mismas, pero lo que se olvidaba -según él-, era que ambas dimensiones estaban hacien-do referencia a un sujeto que era, en definitiva, quien fundaba las rela-ciones. Y es que, en su aspecto pragmático, la estructura lingüística no es otra cosa que un sistema de comportamiento; tanto es así, que el error y la verdad podrían ser interpretados en este sentido. La verdad se obtendría cuando el suceso respondiese a la estructura del signo; mientras que el error se mostraría al faltar dicha correspondencia.

Tampoco quiere esto decir que él aceptase la pragmática bajo una de-terminación puramente humanística. la define como «la ciencia que trata los aspectos biológicos de la semiótica», esto es, todos aquellos fenómenos relacionados con la psicología, la biología y la sociología; y verificados, como es lógico, en el funcionamiento de los signos139. En este aspecto, se diría que los términos que Morris diseña son más bien naturalistas, puesto que, al considerar al lenguaje en su pleno significado semiótico, lo valora como una serie de signos-vehículos intersubjetivos cuyo uso

138

Algunos de estos análisis se encuentran ya en la obra de Heidegger: «Was ist Metaphysik» (1929). 139

Todavía es lo fenoménico lo único que cuenta. La semiótica abrió caminos, pero dejó sin solu-cionar la ontología del ser.

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es determinado por las reglas de la sintaxis, la semántica y la pragmáti-ca. Por eso que la conclusión resulte forzada e incompleta. Insuficiente, al considerar a la persona y sus experiencias bajo el prisma del puro fenómeno. Acaso lo decisivo hubiese estado en problematizar al mismo hombre y su mundo; que se hubiese preguntado por sus principios y sus leyes; en una palabra, que hubieran llegado a ser también ellos «on-tologizados»; entonces quizá sí, el lenguaje hubiese podido encontrar la respuesta adecuada. Pero este paso no lo da. Más aún, nos chocan cier-tas expresiones como éstas: «El lenguaje no es un hecho individual sino so-cial. Un signo lingüístico se usa en combinación con otros signos a través de un grupo social»140.

Cierto que el lenguaje se ofrece como un fenómeno social. Todos hemos ido aprendiendo la lengua según el significado que otros dieron a las palabras. Pero eso no es todo; las experiencias transmitidas por generaciones pasadas son aportes que inciden en el modo de interpretar las nuestras. Cabría decir que todas las experiencias personales se en-cuentran en tensión entre el recuerdo del pasado, la experiencia actual y la transmisión de las mismas. Por lo tanto, el experto no es el que tiene una respuesta concluyente para todo, sino el que sabe las limitaciones que le acechan a la hora de comunicarse con los otros. Que no es duda escéptica, sino parte de ese obligado relativismo que sigue a toda su-puesta afirmación.

CONCEPTO UNIVERSAL Y SEMIÓTICA

Al estudiar Morris el significado de los signos, se ve obligado a

afrontar el ya clásico problema de los conceptos universales; cuestión, por otra parte, que no podría ser analizada correctamente al margen del campo de la semiótica; de ahí su afirmación: «El universal es un concepto o signo con la propiedad característica de hacer surgir determinadas indicacio-nes; de combinarse específicamente con otros signos y denotar a determinados objetos»141.

Como podemos apreciar, la referencia se dirige a la función del sig-no. Los conceptos universales apuntan a la posibilidad de que, con una sola palabra, pueda representarse una clase entera de objetos. El uni-versal no es una ficción de la mente, sino que posee la característica de referirse a la realidad. Y si la designación no atiende a la totalidad de los objetos, sí los incluye y admite potencialmente como grupo. En este sentido, Morris opta por creer que los escolásticos estaban en una línea

140

MORRIS, CH. W.: Ob. cit., pág. 114.

141

MORRIS, CH. W.: Ob. cit., págs. 127-128.

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muy similar a la suya. Se trataba de los términos de «segunda inten-ción», no de «primera» que correspondería al contenido de la experien-cia inmediata142.

Pues bien, partiendo de esta concepción lingüística, nada ha de ex-trañarnos que presentase la universalidad como un «hábito social» en el sentido de que estas elaboraciones corresponden también a una canti-dad ilimitada de intérpretes, lo que le conduciría a creer que, en lugar de hablar de conceptos universales, sería más correcto y apropiado el uso del término «generalidad» con sus cinco modalidades diferentes.

a) Generalidad del signo vehículo. b) Generalidad de la forma. c) Generalidad de la notación. d) Generalidad del interpretante. e) Generalidad social.

Pero lo importante de estas referencias es que sólo pueden estable-cerse mediante la semiótica, exclusivamente en esta ciencia, porque la generalidad es un concepto de relación, y la semiótica lo que indica son precisamente estas relaciones. Por eso, el universal, al tener como refe-rencia a los objetos, su base no puede ser otra que la experiencia inme-diata. En resumen: se trata de una teoría realista donde el signo juega el papel referencial de todo aquello que va llegando a nosotros. La mente así, sin ese fundamento, permanecería inactiva, sola, vacía de conteni-do.

Es carecterístico también en el pensamiento de Morris la idea de co-laboración a la hora de unificar criterios en el campo científico, y donde la semiótica podría ofrecer una ayuda incalculable. Claro que tampoco es ajeno a las dificultades, y de ahí que centre su atención en tres puntos señalados:

1) La unificación de la ciencia semiótica. 2) La semiótica como órgano de ciencia.

3) Implicaciones humanísticas de la semi ótica.

Respecto al primer punto, Morris es consciente de la complejidad que entrañaría una unificación satisfactoria y plena. De momento -llega a decir-, resulta prácticamente imposible hablar de ciencia uniforme y sistematizada, aunque sus logros y aporte nos permiten ya descubrir lo que podrían ser las dos líneas maestras de la semiótica: por una parte, poner en claro las condiciones bajo las cuales se efectuaría dicha ciencia; y por otra, descubrir, a la luz de los hechos, sus estructuras teóricas.

El fundamento lo encuentra en la relación que esta ciencia tiene con los demás campos del saber, con el campo de la biología, la psicología,

142

Ibid. pág. 129-130.

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la psicopatología, la lingüística, la sociología, etc., haciendo de eslabón, principalmente entre las ciencias «formales» y las «empíricas». Tiene el convencimiento de que disciplinas enteras, y otras en parte, pueden perfectamente ser absorbidas por esta nueva ciencia. Para él, llegar a conseguir una «gramática universal» no es en modo alguno imposible de apoyarnos en el conocimiento y función de los signos.

Por lo que toca al segundo punto, esto es, que la semiótica, por sí misma, se constituye como órgano de la ciencia, tampoco parece ofrecer mayor dificultad. En efecto, si en cualquier rama del saber, sea cual fuere el motivo o fin propuesto, debe existir en una forma de expresión, obviamente será porque, de alguna manera, se habrán hecho presentes ciertos signos-vehículos gracias a los cuales es posi-ble la comunicación. Los signos tienen siempre algo que ver con la expresividad; su función es apuntar a algo, referir. Por eso, la semi-ótica es instrumento, medio imprescindible para cualquier elabora-ción de la ciencia. El nos lo expresa con estas palabras; «La lógica clásica pensó ser el órgano de la ciencia, pero, en realidad, era insuficiente para tal fin; la semiótica contemporánea, recogiendo los adelantos en la lógica y la variedad de experiencias acerca de los fenómenos, puede intentar asumir el papel fallado por aquéllas»143.

Teniendo esto presente, a Morris podría tachársele de cualquier cosa menos de reduccionista. Para él la semiótica estaba llena de posibilidades. Más aún, cree que mediante ella se puede conseguir el modelo ideal de in-tercambio y comunicación, aunque bien es cierto que, hoy por hoy, todav-ía se está lejos de alcanzar tales objetivos. Pero eso sí, en el desarrollo, además del esfuerzo en los análisis, se hace imprescindible la colaboración entre las distintas ramas del saber.

En consecuencia, al referirse a las implicaciones humanísticas de la semiótica, torna a poner de manifiesto que esta ciencia es la única posible para llegar a comprender las diferentes formas de actividad humana. De este modo, analizando las múltiples formas lingüísticas, subraya que, además de sus peculiaridades, se manifiestan también las limitaciones. Así, el lenguaje matemático, por ejemplo, es suficiente para precisar algu-nas relaciones entre los términos, pero dista mucho para aclarar lo objetivo y lo real de la experiencia.

SIGNO Y COMPORTAMIENTO

143

MORRIS, CH. W.: Ob. cit., pág. 135.

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En el tratado que venimos exponiendo, «Foundations of the Theory of Signs», existe una clara aspiración: la de ofrecer una «gramática universal» como modelo ideal de comunicación. De ahí que Morris, aunque difiera de la temática neopositivista, no sería justo desvincularle totalmente de ella. Su evolución, sin embargo, se hará palpable a partir de «Signs, Language and Behaviour», su obra más significativa y una de las más importantes de toda la filosofía analítica.

En medio de sus aspiraciones, la intención se centra ahora en lo que considera más propio y específico del signo, esto es, en el estudio de su na-turaleza, cuyo soporte y apoyo viene constituido por el «comportamien-to». Así, teniendo en cuenta que la semiótica es la ciencia de los signos, el análisis de éstos será lo primero y más determinante para cualquier poste-rior compromiso. El punto de partida lo especifica de la siguiente manera: «Si una realidad "A" dirige el comportamiento hacia el fin de un modo seme-jante (no necesariamente idéntico) a aquél cuya realidad "B" lo conduciría hacia e lfin, de observarse tal realidad "B", entonces "A" ciertamente es un signo»144.

El análisis no es que fuese plenamente original, está tomado de los ex-perimentos que llevó a cabo Iván Pávlov y de las ideas de Tolman y de Hull. Lo justificarían los dos ejemplos siguientes: «Si a un perro que se diri-ge a un determinado lugar a por comida, al ver y oler lo que busca, se le educa-se de algún modo al sonido de una campanilla, por ejemplo, resulta que apren-dería a ir a aquel lugar conforme hubiese sido educado. En tal caso, el perro prestaría atención a la campanilla; pero no iría tras de ella. Y en el caso de no encontrar la comida hasta después de un determinado período de tiempo, el pe-rro se acomodaría a este tiempo transcurrido. El sonido de la campanilla cons-tituye el signo de la comida en un lugar determinado. Es, pues, un signo no lingüístico».

El otro ejemplo lo refiere al comportamiento humano. Comenta: «Si un automovilista se dirige a la ciudad por una determinada carretera, y una persona le aconseja parar por causa de un precipicio en la misma, lógico que no continúe a la ciudad en aquella dirección sino por cualquier otra. Las palabras pronunciadas por la persona son comprendidas por el automovilista. Para am-bos son signos del obstáculo sobre la carretera, signos evidentemente lingüísti-cos»145.

Como se puede apreciar, en los dos casos existe una misma inten-ción: la de ofrecer puntos comunes en el comportamiento del animal y del hombre, para que, a la luz de los hechos, podamos más facílmente percibir la realidad específica del signo. Veámos algunas consecuencias:

144

MORRIS, CH. Vh.: Signs, Language and Behaviour. New York, Prentice-Hall. 1946, pág. 21.

145 MORRIS, CH. W.: Ob. cit., pág. 19.

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1) En las dos situaciones existe un comportamiento común: satis facer la inmediata y más urgente necesidad, esto es, el hambre en el ejemplo primero, y llegar a la ciudad en el segundo.

2) En ambos casos, el organismo de uno y de otro expresan mo dalidades distintas para conseguir sus fines: al ver el perro la comida reacciona de distinto modo que cuando oye el sonido de la campanilla; lo mismo que el automovilista, cuando se encuen tra efectivamente con el obstáculo, su reacción no puede ser la misma que cuando le percatan de él verbalmente. 3) La forma de actuar también tiene sus peculiaridades. No se

responde a la campanilla como a la comida, ni tampoco a las pa labras como al obstáculo; puede que el perro, antes de dirigirse hacia la comida, espere algunos minutos, así como también el hombre, antes de desviarse, continúe cierto tiempo por la misma carretera.

4) La campanilla como las palabras son, en realidad, las controla doras del comportamiento, aunque sin identificarse con la in fluencia que pudieran ejercer, tanto la comida como el obstáculo, si éstos estuviesen presentes en calidad de estímulos.

5) También la respuesta al signo es distinta de aquélla que se pro vocaría con el objeto de la significación. El signo no es simple es tímulo; diríamos que realiza una acción mediatriz, es el camino que nos conduce y dirige hacia el objeto significado, propiamente hace de medio para conseguir el fin.

En realidad, lo que Morris pretende con estas reflexiones no es otra cosa que justificar la definición comportamentística del signo. Para él, cualquier supuesto que ejerza influencia para conseguir ciertos fines, cumple con lo específico de ser mediador y, por ello, de convertirse en auténtico signo.

Ahora bien, la crítica que a Morris se le hace al respecto tiene tam-bién sobrada justificación. Cabría preguntarse: ¿serán exclusivamente signos aquellos donde se haga presente esta definición comportamentís-tica? ¿Dónde y cómo se juzgarán, por ejemplo, las fórmulas matemáti-cas? Cierto que el comportamiento del hombre y del animal guardan analogías; pero, ¿cómo comprobar las diferencias? El perro llegó a aquella forma especial de comportarse gracias a una serie de actos repe-tidos; sin embargo, en el caso del automovilista sería excesivo juzgar su actuación por «reflejos condicionados» como en el ejemplo del animal, donde, merced a una serie de experiecias, pudo asociar el sonido de la campanilla con la comida; aunque quizá se vea esto más claro al tratar sobre los distintos componentes del signo. Morris habla de cuatro:

1) Estímulo preparatorio. 2) Disposición a responder. 3) Secuencia de respuestas.

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4) Familia de comportamientos.

Respecto al «estímulo preparatorio» nos dice que es todo aquello que provoca una actuación en otro estímulo; es como si hiciese de desperta-dor para el que verdaderamente hace posible la respuesta. Dispone al estímulo principal para que actúe.

Pero, aun provocando una reacción, no quiere ello decir que suscite necesariamente tal actividad en el organismo; su función es disponer a actuar; aunque como tal atribución, la influencia es también real y posi-tiva. Precisamente por ello, por lo que tiene de regulador, le conduce a introducir un nuevo componente: la «disposición a responder».

Se trata aquí de un estado peculiar del organismo donde, recorrien-do ciertas condiciones suplementarias, hace posible la respuesta. Por tanto, la diferencia entre uno y otro está en que, mientras el estímulo preparatorio se dirige a provocar la acción, la «disposición a responder» puede que se aleje o haga caso omiso de lo que se insinúa. Por ejemplo: una persona a quien se le ha aconsejado que cambie de ruta llegando a un cierto lugar, es posible que continúe en la misma dirección por no creer aquello que se le comunica. De ahí que, tal y como presenta Mo-rris la distinción, no es difícil entender el contraste por más que se haga también patente cierta vaguedad a la hora de medir las consecuencias. Así, parece inexplicable cómo el estímulo preparatorio, provocando una reacción en el organismo, no influya directamente también en la res-puesta, esto es, en el movimiento muscular o glandular de la persona. Afirmar lo primero para después excluir lo segundo, creemos que no es ajustarse con propiedad a la realidad de los hechos.

En cuanto a la «secuencia de respuestas» la constituyen las distintas realizaciones provocadas por el estímulo; y que son, en verdad, las que dirigen y encaminan a la consecución del fin. Sería el caso del perro del cazador, que llevando largo tiempo sin comer, su instinto le condujera, en primer lugar, a perseguir al conejo para saciar su apetito. El rastro del animal es lo que provocaría la serie de respuestas cuyo resultado concluir-ía con la muerte y la comida del conejo.

Finalmente, a la «familia de comportamientos» corresponden todas las secuencias que provienen de aquellos objetos con estímulos seme-jantes. Así; cualquier comida que sea capaz de estimular al perro de caza constituye una familia de comportamientos; lo que no quiere decir tampoco que el signo sustituya al objeto, sino que mediante él se estimula o promueve una secuencia de respuestas hacia un deter-minado objeto, en este caso, la comida.

Queda claro, entonces, que la orientación basada en el comportamien-to es lo más característico y propio para cualquier posible definición del signo. Y por más que éste refleje cierta vaguedad representativa, siempre es posible hacer de él -según el pensamiento de Morris-, un examen de ob-servación semejante a los elementos de la ciencia experimental. También

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distingue el símbolo del signo, en cuanto que, mientras éste requiere un acto sucesivo de experiencias para que resulte ventajoso y útil, el símbolo no implica tal sucesión: por sí mismo tiene su propio valor y no es prepa-ratorio de una secuencia de respuestas como lo fuera el signo.

DIVERSOS TIPOS DE LENGUAJE

Otro de los temas desarrollados en «Signs, Languaje and Behaviour» lo

forman los diversos tipos de discurso. Se trata de una nueva perspectiva analítica del lenguaje donde, una vez más, Morris se aparta de la tesis ne-opositivista. Y es que, reducir el problema lingüístico a solo una forma de lenguaje, es para él algo inadmisible. El lenguaje científico es uno de los muchos que poseen su propio significado146.

Es obvio que sea el tiempo el que más particularmente haya inci-dido en la aparición, no sólo de las lenguas, sino también en las dis-tintas modalidades y usos peculiares de las mismas. Consecuente-mente, respecto a los distintos tipos de discurso no podía ocurrir de otra manera. Lo que tampoco quiere ello decir que se circunscriban cada uno a su propia peculiaridad, excluyendo, por principio, otras formas expresivas; al contrario, con la designación de un determi-nado tipo de lenguaje puede que se mezclen características sin otros tipos de discurso. La distinción que se constituye, bien por la forma de significar, por los usos, o por ambos inclusive. De igual modo que se clasifican los libros en históricos, científicos, religiosos, o de poes-ía, cte., sucede con los tipos de lenguaje. Por eso, atendiendo princi-palmente a los usos y significados, Morris propone dieciséis tipos de discurso. El esquema es el siguiente:

146

MORRIS, CH. W.: Ob. cit., págs. t71-208.

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En realidad, su alcance y comprensión, no es que ofrezcan tampoco grandes dificultades. Veámos: al discurso, por ejemplo, científico, se le califica: designativo-informativo. Al poético: apreciativo-valorativo. Al metafísico: formativo-sistemático, etc., aunque, como ya señalábamos, todas estas designaciones son, más bien, relativas, puesto que ninguno de los tipos de lenguaje podrían ser consignados con una única y exacta clasificación. Por más que al discurso poético se le dé el calificativo: apre-ciativo-valorativo, puede también implicar el mítico, el científico, etc. In-tentaremos examinar alguno de ellos a fin de poder captar, al menos, la diferencia respecto a la linea y tradición neopositivista.

Discurso científico

Para Morris, el discurso es científico si, después de haber examinado

los pros y los contras con los medios lógicamente al alcance, se consigue, en línea de principio, una certeza, por más que ésta pueda modificarse con el tiempo. Y es que el objetivo principal no es otro que ése: formar un cuerpo sistemático de afirmaciones verdaderas donde se conjuguen, no sólo aconteceres pasados o presentes, sino también de proyección futura.

El que puedan cambiar, no quiere decir que se juzgen superficialmente o de forma sólo apreciativa; al contrario, lo que sí debe urgirse es la búsqueda del mayor número de pruebas como garantía necesaria e im-prescindible para dar crédito a los enunciados. Bien es verdad que, aún siendo éste el fin prioritario, no quita para que se tengan también en cuenta otros posibles objetivos.

Discurso poético

Dado el interés de Morris en ofrecer los valores positivos que se en-

cuentran en los distintos lenguajes, analizaremos otro tipo de discurso: el poético. Según el esquema, al discurso poético le corresponde ser de un carácter apreciativovalorativo. Pero, ocupando la creación y belleza lite-raria su fin específico, no quita, como sucediera con el discurso científico, que pueda estar abierto a otros significados como pueden ser los mora-les, éticos, históricos, etc.

Conviene decir también que en la creación artística, quien juega un papel importante es la metáfora: esos signos peculiares y distintivos que, prescindiendo de la denotación directa del objeto, apuntan a ca-

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racterísticas similares o análogas. Por consiguiente, un fin valorativo, junto a intuiciones estéticas originales, serán siempre los resortes más significativos y propios de este discurso. Por eso, como figura retóri-ca, su grandeza reside en el modo vivo y directo de acentuar los va-lores ya alcanzados y el modo original de explorar otros nuevos. El arte es dinámico; no sólo se complace el artista en los logros del pa-sado, sino que busca otras vías de acceso, va más allá. Intuye que la belleza es posible encontrarla a través de otras rutas todavía no transi-tadas. Significativas, a este especto, son las siguientes palabras: «La po-esía no se refiere solamente a aquello que el hombre ha encontrado de significa-tivo, sino que ella misma desarrolla una actividad dinámica... La poesía es una antena simbólica del comportamiento inmediatamente unida al valor creati-vo»147.

Discurso filosófico

Una vez reseñada su actitud frente a lo real, finalizaremos con el

análisis del discurso que, por sí solo, resumiría la idea global de todo el esquema; se trata del concepto propiamente de filosofía.

Pero Morris aquí no oculta su insatisfacción. Llega a decir que para hablar del discurso filosófico es preciso superar grandes dificultades. Así, frente al excesivo número de sistemas y teorías, lo primero que se debería hacer sería un análisis de síntesis, para que, después de un tra-bajo de depuración, se llegara a admitir únicamente las más reconoci-das. Por lo tanto, lograr una síntesis abreviada de la Historia de la Filo-sofía debería ser el primer paso para cualquier otra elaboración de futu-ro. Claro que un planteamiento en esos términos era apartarse ya de la idea que primeramente expuso en «Foundations of the Theory of Signs». Allí identificaba la filosofía con la semiótica, proponiendo a ésta como ciencia universal, como la única ciencia que podía, por sí sola, unificar cualquier conocimiento del hombre. Sin embargo, la perspectiva ahora no puede ser igual desde el momento que se dice que el lenguaje filosó-fico es el que se constituye por tipos de discursos donde predomina el uso sistemático de los signos. Colocar a la filosofía en el discurso sis-temático es ya ofrecer una concepción autónoma de la misma.

Para Morris, cualquier sistema o teoría filosófica hunde sus raíces en la propia cultura, es decir, en el ambiente, en la tradición e histo-ria de cada pensador. Es éste, por encima de todo, una persona con-dicionada por unas tradiciones, una carga afectiva, una idiosincrasia que, de algún modo, le predispone a defender o negar determinadas posturas. Por eso, aunque el filósofo se empeñe en la demostración de sus teorías, nunca conseguirá ofrecer pruebas feacientes de las

147 MORRIS, CH. W.: Ob. cit., I. c.

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mismas. Llega a creer que en todo estudioso se esconde un dogmatismo inicial e inconsciente; lo que no significa que su examen carezca de valor. Da por supuesto que en cada teoría o sistema filosófico hay siempre una parte de verdad; que pertenece a todos, por más que ella sea relativa e in-completa.

Ante una tal conclusión, nada tiene de extraño que algunos dedu-jesen lo que para ellos era una clara duda escéptica: un innegable es-cepticismo al poner en paréntesis el concepto de verdad. Sin embar-go, pienso que a esta crítica se la deberían anteponer ciertas matiza-ciones. Es evidente que él nunca creyó en los dogmatismos elabora-dos hasta entonces; pero sí aboga por una filosofía que pudiera con-tener toda la verdad, al menos en línea de principio. Más aún, abriga la sospecha de que algún día esto se pueda conseguir. Vivimos en un tiempo -dice-, donde las grandes culturas se dejan influir profunda-mente, donde los adelantos científicos se propagan con rapidez, un tiempo donde los valores fundamentales también sufren mutaciones y cambios. Ante lo cual, nuestro esfuerzo deberá ir dirigido priorita-riamente a conformar una síntesis de todas y cada una de las civiliza-ciones; sólo así los distintos pueblos de la tierra, cooperando conjun-tamente, respetarían también su propia tradición e historia. Por lo tanto, a pesar del peculiar relativismo que refleja su obra, sería injus-to que marginásemos sus indiscutibles valores, que olvidásemos, so-bre todo, su inquietud de búsqueda, su deseo por encontrar la visión unitaria de lo real que todavía, al menos para él, permanecía encu-bierta.

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EL ESTRUCTURALISMO

CONCEPTO DE ESTRUCTURA

Afrontar un estudio serio y coordinado de las doctrinas estructualis-

tas no es fácil; y tanto más cuanto que autores representativos de esta corriente son los primeros que relativizan para sí, o en nombre propio, este calificativo. Sin embargo, su trascendencia e importancia a la hora de conjugar cualquier sistema de signos ha sido tal, que hoy su análisis se hace imprescindible.

Pero, ¿cuál es propiamente el significado y el alcance del estructura-lismo? Para responder, lo más adecuado será ir primero al origen; ten-dremos lógicamente que preguntarnos por el concepto de estructura, puesto que, estructuralista, de uno u otro modo, es el que usa de ele-mentos, el que conjuga grupos o sistemas que no son otra cosa que for-mas peculiares de auténticas estructuras; hasta la numeración disconti-nua o el desorden de los objetos participarían, en algún sentido, de cier-ta referencia estructural. No es extraño entonces que se haya llegado a decir que sólo aquello que fuese completamente amorfo carecería, en principio, de estructura.

Ahora bien, si la distinción y la unidad en el conjunto son imprescin-dibles para cualquier conjugación de los elementos, el campo de rela-ciones es lo específico de la estructura. Más que los objetos o el carácter mismo de las referencias, importa el modelo o patrón de cómo están ar-ticuladas. Así, una consideración abstracta de las estructuras atenderá a la forma de relacionar los elementos no especificados explícitamente; porque, además de las estructuras abstractas, también existen las con-cretas.

En realidad, dos son principalmente las consideraciones que se han hecho al respecto. La primera entiende por estructura cualquier conjun-to de elementos relacionados entre sí según ciertas leyes o principios.

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La segunda define la estructura como un conjunto o grupo de sistemas. Pero eso sí, en el sentido de que su función venga condicionada por la misma estructura que posee; de tal modo que, pudiendo haber aquí sis-temas con elementos materiales distintos, por pertenecer a la misma es-tructura, los significados serán también correlativos. Una vasija, por ejemplo, puede contener líquidos diferentes, pero en razón de la forma o tamaño, necesariamente tendrá ciertas significaciones comparables. Con todo, cabe decir que los dos modelos han servido para definir el concepto de estructura, si bien es éste último el más general y común-mente aceptado.

Por otra parte, supuestas las estructuras concretas y abstractas, como pueden ser aquéllas que se relacionan con la matemática o la física, ade-lantamos que nuestra intención es detenernos prioritariamente en las lingüísticas cuyo examen se centra en los principios que rigen el entra-mado de las estructuras de la lengua, aunque siempre, claro está, en la perspectiva y resonancia que ellas puedan tener respecto a la filosofía.

ANÁLISIS ESTRUCTURAL

Pretender una correcta definición del estructuralismo conllevaría, como hemos podido apreciar, sus dificultades y riesgos; y más aún si lo que se pretende es fijar los datos para una cronología o encuadre rigu-rosamente históricos. Tanto es así, que hay autores que advierten ya en el pensamiento de Aristóteles la raíz de esta corriente; la ven, sobre to-do, cuando éste afirma que los principios ontológicos pueden estar en estrecha relación con los lógicos. Y en cuanto a la fonología, las referen-cias parecen vislumbrarlas otros en la misma «gramatica sánscrita» donde, en un «comentario a Los Vedas», se hace ya notar que una simple consonante tiene existencia por sí sola en el significado de las palabras. Sin olvidar tampoco a los que piensan que, tras esta denominación, pueden muy bien englobarse todas aquellas doctrinas que se oponen al «atomismo».

Sin embargo, lo que hoy se entiende por estructuralismo no va tan lejos, se origina en las primera décadas del siglo XX, y más en concreto, al menos para la gran mayoría, con motivo de la póstuma aparición, en 1916, del «Curso de lingüística general» de Ferdinand de Saussure, y que, por su importancia y trascendencia, sobre todo en lingüística, nos obli-ga al examen de los puntos más significativos de la obra.

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FERDINAND DE SAUSSURE Y EL ESTRUCTURALISMO EUROPEO

Saussure nace en Ginebra en 1857. Estudia en las Universidades de Ginebra, Leipzig y Berlín. Desde 1881 trabaja en varios centros docentes de París, trasladándose, en 1891, a su ciudad natal como agregado de lenguas indoeuropeas. En 1896 da clases de sánscrito. De 1906 hasta su muerte en 1914, continúa como profesor y como jefe de la cátedra de lingüística general. En ese tiempo, o más concretamente en el intervalo de 1907 a 1911, dará dos cursos sobre lingüística general, que le van a hacer famoso gracias a dos de sus alumnos: Charles Bally y Albert See-hehaye que los publican en 1916 con el título: «Curso de lingüística gene-ral».

Pero, ¿dónde podría residir la originalidad de Saussure para que la crítica especializada le considere fundador del estructuralismo euro-peo? Analizando precisamente Jean Piaget este interrogante, llegó a la siguiente conclusión: el día que Saussure mostró que los procesos de la lengua no se reducen a la diacronía, sino que la historia de una palabra está a menudo muy lejos de explicar la significación actual, nació el es-tructuralismo lingüístico.

En efecto, además de la historia, estaba el sistema, es decir, las leyes de equilibrio que repercuten en los elementos. Para Saussure había dos formas de acceso al lenguaje, básicamente diferentes, pero legítimas ambas: una descriptiva o «sincrónica», que inscribe o registra los hechos tal cual se controlan o se producen en un momento dado; la otra, histó-rica o «diacrónica» que indaga y busca la evolución de los componen-tes. Por lo tanto, mientras la «diacronía» se mueve en un eje de suce-sión, la «sincronía» lo hace en el de simultaneidad. Claro que el acento está en la palabra «sistema», ya que propiamente Saussure no habla de «estructura». Sistema como juego de oposiciones y diferencias que es, en el fondo, lo peculiar o más característico de su pensamiento. Saussu-re percibía la lengua como una totalidad organizada, como una «Ges-talt» en la que los elementos que la componen, además de ser interde-pendientes, juegan las partidas de intercambios que ofrece el conjunto del sistema. Por eso, en razón de esta novedad y la consiguiente crítica que a la misma se ha hecho, no estará demás que nos detengamos en al-guna de sus básicas y originales distinciones.

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A) Lengua y Habla

Saussure opone de forma sistemática «la langue» (lengua), a «la pa-

role» (habla); viendo en ello dos aspectos complementarios de una enti-dad más amplia: «le langage» (el lenguaje). Pues bien, a pesar de que se haya discutido el alcance y significado exacto de estos términos, sí po-demos delimitar lo siguiente: que mientras la lengua es entendida como un vehículo de comunicación, el habla es el uso de ese vehículo. Es la persona quien, sirviéndose de un código determinado, que es la lengua, expone y codifica de modo peculiar un mensaje que será interpretado por el que escucha. Se diría mejor que la lengua existe en un estado po-tencial, es decir, en un sistema de signos que retiene nuestra memoria para que puedan ser actualizados a su debido tiempo. En el proceso del habla, el código potencial se actualiza, se traduce en sonidos físicos, de-duciéndose que la lengua, lejos de estar constituida por sonidos física-mente actualizados, está formada por las impresiones sonoras que dejan tras de sí las distintas tonalidades cuando se habla. En el «Curso de lin-güística general» se puede leer: «El estudio del lenguaje comporta, pues, dos partes: la una, esencial, tiene por objeto la lengua, que es social en su esencia e independiente del individuo; este estudio es únicamente psíquico; la otra se-cundaria, tiene por objeto la parte individual del lenguaje, es decir, el habla, incluida la fonación, y es psicofísica»148.

Como se puede apreciar, el habla es el uso de la lengua, es decir, el acto individual de la persona en una situación específica. La lengua trasciende lo individual, es «social en su esencia», o mejor, una propiedad de la sociedad en general.

Otra característica importante es aquella que se relaciona con la acti-tud del individuo que habla y la conexión singular que tiene con la len-gua materna. Para Saussure, cada uno somos responsables de lo que de-cimos y de cómo lo decimos, aun a costa de que nos desviemos del uso ordinario. Incluso podría uno crear una lengua original y privada como ya lo intentaron J. M. Schleyer y otros gramáticos y lingüistas. Pero mien-tras que la persona tiene el control sobre el habla, respecto a la lengua no somos más que recipientes pasivos. De forma imperceptible la fuimos asimilando y poco se puede ya hacer para modificarla. Acaso la Acade-mia de la Lengua o un escritor u orador creativo puedan hacer algo, pero siempre de forma muy limitada y marginal. Existen en nosotros infini-dad de impresiones y, ateniéndonos a la imagen empleada por Saussure:

148

SAUSSURF, F.: Curso de lingüística general. Trad. de Amado Alonso. Buenos Aires. Ed. Lo-sada. 1967, pág. 64.

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algo como si se tratara de un «diccionario» individual y, a su vez, colec-tivo; un código presto a ser utilizado por cualquiera. En el «Curso» lee-mos: «La lengua existe en la colectividad en la forma de una suma de acuñacio-nes depositadas en cada cerebro, más o menos como un diccionario cuyos ejem-plares, idénticos, fueran repartidos entre los individuos. Es, pues, algo que está en cada uno de ellos, aunque común a todos y situado fuera de la voluntad de los depositarios»149.

Afirma también Saussure que en el habla confluyen dos realidades diferentes: una física y otra psicológica. Así, mientras que los sonidos co-rresponden a fenómenos medibles y, por lo tanto, físicos; su relación sig-nificativa es psicológica, como psicológica es también la lengua en cuanto que se constituye por las impresiones de los sonidos que conserva la memoria.

Pero, ¿cuál ha sido la respuesta a esta distinción de Saussure? ¿Cómo la ha acogido, sobre todo, la crítica histórica? En principio diremos que de igual modo a como fue aceptado todo el «Curso de lingüística general». Frente a los que incidían en las incoherencias y contradiciones, como Schuchardt o Rogger, se encontraban, además de sus discípulos, los que defendían a ultranza sus intuiciones. Hoy, sin embargo, más desarrollada la lingüística, y acaso sin tanta pasión, se opta por un camino intermedio, una actitud en la que, aun reconociendo la fecundidad de su obra, se cree que tal aporte venía condicionado, en gran medida, por la mentalidad de la época; sumándose a esto el que fueran «notas de clase», con los incon-venientes que suelen comportar tales exposiciones. Así pues, entre las limitaciones que se apuntan respecto a la dicotomía «lengua y habla», podríamos resaltar las siguientes:

1.° Si el habla, «la parole», es algo individual, algo que depende de

uno mismo, ¿cómo podría explicarse la estrecha relación entre «la lan-gue» y «la parole» como elementos integrantes del «langage» que de hecho reconoce Saussure? Da la impresión como si el individuo se en-contrara fuera de lo colectivo, es decir, al margen de la sociedad. La distinción, por tanto, parece demasiado rígida, demasiado inflexible entre lo individual y lo propiamente colectivo-social. Pero, tengamos en cuenta que la sociedad, sin los elementos que la integran, sería pu-ro ente de razón, o lo que es lo mismo, faltaría la base, el necesario e ineludible fundamento que diese consistencia y razón a la misma.

2.°- Por otra parte, si a la lengua le corresponde el código poten-cial, esto es, la formalidad como función, también deberá incluir es-

149

Ibid., pág. 65

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te concepto el «acto verbal», puesto que éste no es otra cosa que la formalización de la «acción verbal» concreta que sería la palabra; de lo cual se deduce que el grado y el alcance de tal división no es tan precisa ni contiene la totalidad de elementos que encierra el lengua-je. Saussure abrió caminos, pero la dirección y las metas quedaban ocultas, veladas por la misma insuficiencia del análisis.

B) El signo lingüístico

Otro de los puntos importantes es el que se refiere a la naturaleza

del signo lingüístico, sobre todo por las consecuencias que de él iban a

derivarse. En principio diremos que para Saussure la unidad lingüísti-ca la componen dos realidades diferentes: el concepto y la imagen acústica. Concepto, en cuanto que se refiere a los hechos de conciencia, e imagen acústica, correspondiendo a la representación natural de la palabra. Su esquema es el siguiente150:

Como signo lingüístico, la palabra es para él una entidad psíquica que encubre dos elementos esenciales, también psíquicos evidente-mente: la imagen acústica y el concepto; que difieren de lo físico, co-mo las ondas sonoras; o de lo fisiológico, como la fonación o la audi-ción. En el «Curso» leemos: «Lo que el signo lingüístico une no es una co-sa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. La imagen acúst i-ca no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la

150

SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 55.

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representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos, esa ima-gen es sensorial, y si llegamos a llamarla "material" es solamente en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, gene-ralmente más abstracto»151. Claro que, ni a él mismo le debía satisfacer plenamente el análisis, tanto es así que llegó a reemplazar el «concep-to» y la «imagen acústica» por el de «significado» y «significante», al creer que estos términos expresaban mejor las distintas oposiciones.

Ahora bien, a los signos lingüísticos les caracteriza el hecho de ser, ante todo, arbitrarios. Las palabras para Saussure son convenciona-les, y dominan, según él, toda la lingüística de la lengua; expresa-mente llega a decir: «El principio de lo arbitrario del signo no está con-tradicho por nadie; pero suele ser más fácil descubrir una verdad que asig-narle el puesto que le toca. El principio arriba enunciado domina toda la lingüística de la lengua; sus consecuencias son innumerables»152.

Asumidas estas afirmaciones, da la impresión de que se olvidasen las controversias históricas sobre la arbitrariedad y la motivación de la palabra; como si los análisis sobre la onomatopeya careciesen de valor; lo justificarían también estas otras expresiones: «La idea de "sur" no está ligada por relación alguna interior con la secuencia de sonidos s-u-r que le sir-ve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cualquiera otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y la existencia misma de lenguas diferentes. el significado "buey" tiene por sig-nificante "bwéi" a un lado de la frontera franco-española, y "bóf ' (boeuf) al otro, y al otro lado de la frontera Franco-germana es "oks" (Ochs)»153.

Sin embargo, esta aparente justificación no prueba, ni mucho me-nos, las buenas intenciones de Saussure. Análisis más recientes acredi-tan más bien lo contrario, hasta poder asegurar que hoy día apenas si existen autores que desmientan la semejanza intrínseca entre el nombre y el sentido en ciertos términos; sería excesivo admitir reglas de paren-tesco e influencias históricas en palabras como la castellana «cuchillo», donde el término italiano es «coltello»; el francés, «couteau»; el latino,

«culter»; el griego, «όs»; el alemán «kuckuck»; el rumano, «cucu»; o el ruso, «kukushkas».

Quizá alguno pudiera pensar, que siendo los efectos sonoros en todas partes los mismos, como el ladrar, el relinchar o el mugir, según los diferentes animales, idénticas deberían ser las formas ex-presivas. Sin embargo, esas modulaciones, con su original traducción según las distintas lenguas, no es que contradiga el valor de la ono-matopeya, sino que la imitación del sonido siempre será parcial. Por

151

Ibid., pág. 128. 152

SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 120. 153

Ibid.

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eso, aunque exista la relación inmediata, siempre hay un margen pri-vativo del sujeto que interpreta; se explicaría así por qué la versión castellana del «quiquiriqui» del gallo, es traducida en alemán por «kekeriki», en francés por «cocorico» y en inglés por «cock-a-doodle-doo». En lugar de existir un radical convencionalismo al modo de Entwistle, Smithers, Pei y, en cierto modo, Saussure154, lo que sucede, como ya se ha indicado, es que la onomatopeya se convencionaliza a tenor del propio lenguaje.

Cierto que Saussure, con el propósito de justificar su punto de vista, hace mención de los descubrimientos del cirujano Broca, de quien afir-ma: «Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la terce-ra circunvolución frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natural al lenguaje. Pero esa localización se ha compro-bado para todo lo que se refiere al lenguaje, incluso la escritura... Todo nos lle-va a creer que por debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que gobierna los signos: ésta sería la facultad por exce-lencia»155.

En fe de estos hallazgos, Saussure creía disponer de un material a su favor. Un material científico que confirmaba sus deduciones lingüís-ticas: «La lengua es una convención y la naturaleza del signo es indiferen-te»156. Pero, sin pretender juzgar ahora si nuestros órganos bucales sean específicamente los más apropiados o no -cierto que la solución al ori-gen del lenguaje está todavía por resolver—. Se supone que fue el hom-bre del Neandertal el que, en atención a su primitiva vida de sociedad, iniciase un incipiente uso de la palabra. De cualquier forma, debieron pasar decenas de miles de años antes de que apareciese la escritura, cu-yos primeros documentos se remontan -como ya mencionamos-, a los inicios del tercer milenio antes de nuestra era, en Sumer.

Pero, si es difícil saber cómo surgió el lenguaje en la forma fonética actual, no menos comprometido era pretender el apoyo a unos experi-mentos cuyo valor todavía dejaban bastante que desear. El supuesto de Broca era el siguiente: existía para el lenguaje un centro que se encon-traba situado en el lado izquierdo del cerebro, exactamente en la parte inferior de la tercera circunvolución frontal. Cualquier lesión que afec-tase a este centro, determinaba la pérdida de la palabra (él le dio el

154

ENTWISTLE: Aspects of Language. Londres, 1953, pág. 15. SMITHERS: Some English Ideophones. Archivum Linguisticum. VI, 1954. PEI, A.: La maravillosa historia del lenguaje. Trad. de David Ro-mano. 2.' ed. Espasa-Calpe. Madrid, 1965, pág. 104. SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 132. 155

SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 53.

156 BUHLER, K.: Teoría del lenguaje. Trad. de Julián Marías. 3.' ed. Revista de Occidente. Madrid,

1967, págs. 39-40.

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nombre de «afemia»). Su originalidad lo constituía el haber hecho efec-tivos los intentos de localizar las funciones sensitivas y motoras en re-giones delimitadas de la corteza cerebral; creyendo, después de haber realizado autopsias a dos paralíticos mudos, que la tercera circunvolu-ción frontal izquierda contenía el centro del lenguaje o del habla. Claro que las reacciones no se hicieron esperar. Trouseau, por ejemplo, dedu-jo que en las enfermedades de la palabra lo que existía era una especie de dolencia de la inteligencia, junto a una alteración del recuerdo de ta-les signos lingüísticos. Por el contrario, otros, siguiendo el mismo método funcional de Broca, lograron matizar mejor. Es el caso del médico londinense Charlston Bastian, quien, en tales enfermedades de la palabra, descubría cuatro diferentes emplazamientos clínicos. Uno de ellos localizado en el centro que reconocía Broca; y como éste había su-puesto, era el que daba lugar a la «afemia»; otro afectaba a una zona si-tuada algo más arriba, concretamente en la tercera circunvolución fron-tal, y que imposibilitaba escribir («agrafia»); un tercero respondía a una dolencia de los «relais», que dan lugar al funcionamiento de la memori-zación verbal-auditiva, ocasionando la «afasia»; y finalmente un cuarto emplazamiento que afectaba al centro auditivo-verbal, donde se alma-cenan o retienen las memorizaciones acústicas, caracterizando propia-mente a la «amnesia».

A partir de aquí, sí puede decirse que la investigación toma un rum-bo diferente. En su afán de búsqueda, el estudioso tratará de encontrar la explicación a las hipótesis que le precedían; así, el alemán Carl Wer-nicke va a identificar otro tipo de «afasia» localizada en el lóbulo tem-poral, no en el frontal.

Esa región, conocida hoy como área de Wernicke, se sitúa entre el córtex auditivo primario y una estructura llamada giro angular, y se cree que sirve de intermediaria entre los centros visual y auditivo del cerebro. También parece evidente que el área de Broca y la de Wernicke están conectadas entre sí por medio de un haz de fibras nerviosas que se llama fascículo arqueado. Así, cuando se oye una palabra, la sensa-ción que proviene de los oídos es recibida por el córtex auditivo prima-rio, aunque a tal palabra no se la puede entender mientras no haya sido registrada en la contigua área de Wernicke. Por el contrario, si la pala-bra es la que se pronuncia, lo que ocurre, según parece, es que cierta re-presentación de la misma se transmite desde el área de Wernicke al área de Broca. Aquí la palabra despierta o evoca un concreto programa de articulación que suministra el área anterior del córtex motor, el cual, a su vez, pone en movimiento los músculos de los labios, de la lengua, de la laringe y de todos aquellos órganos que hagan posible la fonación. Fig. 14.

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Por otra parte, se ha comprobado que una lesión en el área de Broca o en la de Wernicke, se traduce en una peculiar atrofia según el área afectada. En la de Broca, por ejemplo, la articulación es débil e incorrec-ta. A menudo las respuestas a las distintas preguntas tienen sentido, pero difícilmente se expresan con frases coordinadas y completas. Por el contrario, en la afasia de Wernicke, el hablar es correcto, pero semán-ticamente el paciente desconcierta. Las palabras escogidas suelen ser inadecuadas e incluso se interfieren con sílabas u otras palabras sin apenas conexión y sentido coherente.

Tal vez, de haber conocido estos resultados, quizá alguna de las perspectivas de Saussure hubiera sido diferente. Pero, en cualquier ca-so, hoy las actitudes respecto a los significados lingüísticos suelen ser más acordes y universales. Concretamente, respecto a la palabra, además de relacionarla con algo, como signo que es, mira también a al-guien. No todo es convención, como tampoco es una fiel y exacta refe-rencia natural. Junto a signos evidentemente convencionales (la gran mayoría), los hay también motivados, es decir, que los sonidos prove-nientes de los objetos tienen que ver con sus determidas referencias.

Sin embargo, el hecho de discrepar en estos u otros puntos de Saus-sure, no significa que marginemos su obra, al contrario; universalmente se reconoce que las ideas que en ella se incluyen fueron el embrión de gran parte de la lingüística actual. Guiado por esta comprensión, Karl Bühler hace una acertada crítica al «Curso de lingüística general». Llega a decir que el libro, por hallarse a mitad de camino, oculta la enorme sor-presa de poder siempre encontrar algo nuevo a la hora de retornar a consultarle.

Atendiendo, precisamente, a esta perspectiva, y por ser considerado Saussure el padre del estructuralismo analítico europeo, pasaremos a hacer un breve resumen de las distintas escuelas estructuralistas.

ESCUELA DE GINEBRA

La escuela de Ginebra viene representada básicamente por los

discípulos más directos de Saussure, principalmente por Antoine Mei-llet, Charles Bally y Albert Sechehaye; la caracterizan el estudio y desa-rrollo de las ideas que se revelan en el «Curso de lingüística general», aunque centrando principalmente su atención en las formas peculiares de funcionar la lengua, como son las distintas técnicas empleadas en el hablar.

Sin embargo, al incidir cada uno de los autores en aspectos diferen-tes, les hizo, a la vez que solidarios, originales en cierta medida. Meillet resaltará, sobre todo, la importancia de lo «social» en la formación de la

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historia de la lengua, obedeciendo ésta de modo singular a los hechos de la misma civilización. Llega a decir que las lenguas no existen fuera de los hablantes157; entendiendo por ello que son los individuos quienes realmente hacen uso de ellas. Por consiguiente, tomar como principio el aspecto «social» en las lenguas no significa que puedan existir fuera de los sujetos, pues la sociedad no es algo que pueda existir fuera o inde-pendeinte de los individuos.

Ahora bien, el hecho de que existan sólo las lenguas en la cotidiani-dad del habla, no impide que se les conceda una «objetividad ideal», que no es «existencia autónoma» sino concordancia, más bien, con el concepto de «sistema». De ahí su famosa tesis: «Un systéme oú tout se tient»158.

Por su parte, Charles Bally, profesor de lingüística comparada en Ginebra, estudiará también, y acaso como ninguno de la escuela, la esencia del lenguaje; llegando a concluir que éste ni es algo racional, ni lógico, ni consciente, ni, por supuesto, voluntario. Habiendo en el lenguaje inteligencia y organización, no se deja rendir a ninguna de estas facultades, incluso las lenguas más desarrolladas apenas han alcanzado los puntos y detalles más significativos. De inmediato apa-recerán las divisiones, los despropósitos, las arbitrariedades, lo irra-cional, es decir, que a cada análisis se antepone su correspondiente síntesis.

Pero si el lenguaje no es ni razón, ni voluntad, ni tampoco natura-leza, como si se tratara de un ser con vida propia, ¿qué otra cosa podría ser? Y Bally nos dice que el lenguaje es una «función» vital del espíritu humano y de la sociedad159. En cuyo caso, el cometido del fu-turo lingüista estará en conseguir dar forma o articular métodos, no sólo de estructura biológica, sino también sociológica. Claro que es-tos métodos funcionales, en cierto modo, marginan todo cuanto las lenguas tienen que ver con el pasado. Por todo ello, la cuestión aquí es saber si el concepto del lenguaje como función es compatible con el lenguaje como evolución. Karl Vossler apunta, por ejemplo, que si las lenguas tienen su historia, como se justifica por su origen y desa-rrollo, entonces el lenguaje es más que mera «función»: «Tiene que ser actividad consciente y autónoma o ejercicio y actuación del espíritu»160. A la «función» es preciso infundirle la vida; al suceso, la acción que le falta. De ahí que el mismo Vossler llegara a concluir que el mejor ca-

157

MEILLET, A.: Linguistique historique et linguistique générale 1, nueva ed. Paris, 1948, pág. 16. 158

Ibid.

159 BALLY, CH.: Le lengage et la vie. París, 1926, pág. 18. 160

VOSSLER, K.: Filosofía del lenguaje. Losada. Bunos Aires, 1968, pág. 122.

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mino y, a la vez, el más simple, es el que nos lleva «de lo concreto a lo abstracto, del lenguaje como creación genial al lenguaje como sistema, del lenguaje como valor autónomo y como fin propio al lenguaje como instru-mento, de su ser uno con la vida a su funcionar para la vida»161.

Respecto a Albert Sechehaye, diríamos que su concepción sobre el lenguaje es, por encima de todo, coordinadora e interdependiente en cuanto a los elementos que lo forman.

Para él, todo sistema estructural vendría definido por inevitables y obligadas relaciones de dependencia que pedían ser conectadas con otros microsistemas y en atención a singulares lazos de subordinación y supraordenación. Es significativo el símil del lenguaje referido a las piezas de un reloj. Como sabemos, no todas son iguales ni tienen una misma forma; difieren, no sólo por su tamaño y contextura, sino por el lugar que ocupan, por su relación con la anterior y posterior. Eviden-temente, todo está en función del conjunto, pero en modo alguno se anula las diferencias. Tampoco quiere esto decir que las palabras, en es-te caso las piezas, tengan idéntico valor; siempre existirán las más signi-ficativas e importantes y a las que necesariamente se las deberá prestar más atención. Son, al fin y al cabo, las demandas que incluye y exige el propio sistema. Sistema y estructura que nos trasladan, como podemos apreciar, a las intuiciones de Saussure, porque son éstas las que en el fondo Sechehaye trata de desarrollar. En la base están aquellos mismos procesos lógicos y psicológicos que ya mostrara el «Curso de lingüística general».

ESCUELA DE PRAGA

La influencia de Saussure no sólo se limitaba a Ginebra y Francia, sino

que su método pronto alcanzó también a los países eslavos; bien es ver-dad que éstos, en estrecha relación con los estudios que se llevaban a ca-bo en las repúblicas de la desaparecida Unión Soviética, ofrecieron la aportación suficiente como para que sus análisis fueran reconocidos por la lingüística más avanzada del momento. Conocido fue, sobre todo, el «Círculo Lingüístico de Praga» que, en base a la relación que existía con Jan Baudouin de Courtenay, formuló sus propias tesis en el congreso de eslavistas que tuvo lugar en Praga en 1929.

Propiamente, la elaboración del texto, al menos en su mayor parte, sue-le atribuirse a Vilém Mathesius quien, con otros reconocidos lingüistas,

161 Ibid. págs. 124-125.

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como B. Trrika, podrían ser considerados seguidores de reconocidas figu-ras, tales como Nikolai Sergeievich Trubetzkoy, Roman Jakobson y André Martinet.

Adelantaríamos, en primer lugar, que el estructuralismo de la Escuela de Praga es, por encima de todo, una actitud teleológica del lenguaje, es-to es, dirigida por finalidades, como sería la razón misma del diálogo, del comunicarse, de decir cosas, etc. Claramente es reseñado en el primer punto de su primera tesis: «La lengua, producto de la actividad humana, comparte con tal actividad su carácter teleológico o de finalidad».

Tomada así la lengua, como «sistema funcional», en cierto modo se la convierte en desafío a los métodos tradicionales, en un reto a las formas clásicas de la gramática histórica y comparada; hasta tanto que, en una concepción como ésta, las oposiciones entre los métodos sincrónico y diacrónico, tal como lo hacía la Escuela de Ginebra, desaparecen; aún más, el cambio lingüístico, por ejemplo, tampoco es un corte radical ni algo que se consigne incidentalmente o de forma fortuita. Los cambios no se suceden apresuradamente. Toda palabra, todo sonido y acento, como cualquier elemento gramatical, se van configurando lentamente, mol-deados de forma prioritaria por el transcurso del tiempo. No es sólo una la causa de las mutaciones, sino múltiples y variadas: pueden existir mo-tivos históricos, sociales, lingüísticos, psicológicos, etc., que, analizados en su conjunto y en su función externa, hagan posible la aparición y de-sarrollo de una nueva ciencia: la fonología.

En efecto, para los lingüistas de la Escuela de Praga, la finalidad que comportan los hechos fonológicos hace que su análisis se convierta en objetivo principal de su investigación. Estudiarán, sobre todo, los soni-dos más simples en que puede descomponerse el lenguaje, se detendrán en el «fonema», del que concluirán afirmando que, si bien carece por sí mismo de significado, insisten, no obstante, en su capacidad para distin-guir «morfemas» y «palabras», o como diría Roman Jakobson: «El fonema participa en la significación, pero sin tener ningún significado propio»162.

Así pues, desde el punto de vista del método lingüístico, la pecu-liar consideración del «fonema» hizo que tengamos dos disciplinas que estudian los sonidos: la fonética y la fonología. La primera exa-minará los aspectos acústicos y articulatorios de los sonidos, mien-tras que la fonología se detendrá en sus funciones puramente lingüís-ticas. Por lo tanto, el «fonema», como imagen mental de los sonidos almacenados en nuestra memoria, y en función, sobre todo, del sis-tema lingüístico, será lo característico de la consideración fonológica.

162

«Actos du VI Congrés International des Linguiestes ». París, 1949, pág. 8

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Otro de los puntos que estudia la Escuela de Praga, siguiendo esta idea funcionalista, es el referido a la concepción estructural del desa-rrollo histórico de la lengua. Concretamente, y en una línea opuesta a la teoría de Saussure, se cree que en ningún estadio de su desarrollo deja la lengua de constituirse como sistema. Tanto lo sincrónico como lo diacrónico la afectan constantemente, sea cual fuere el nivel de la misma. Más aún, la dicotomía «langue-parole» tampoco representará una base realista de investigación para ellos. Lo que Saussure definía por «parole» corresponde aquí a la expresión en la que se detectaría un código de reglas inherentes y singulares. Y es que, para los lin-güistas de Praga, el léxico y la estructura de la lengua era fundamen-tal, tan importante que constituía propiamente el objeto de su consi-deración y estudio; hasta tal extremo, que en virtud de su conexión con la morfología y la sintaxis, es hoy la principal causa para que la investgación de los rasgos estructurales del significado esté en el primer plano de la lingüística moderna. Su futuro y desarrollo la condicionan a la libertad que ha de darse a los datos, es decir, a que no se excluyan las posibles correlaciones entre el material lingüístico y las realidades culturales o extralingüísticas.

Muy afines a estas orientaciones, podríamos citar a F. Vodicka y J. Mukarovsky, quienes, en esa línea de la Escuela de Praga, inciden de modo especial en la semiótica que se refleja en el arte. Nombraríamos también a Emil Petrovich, Bertil Malmberg, Giuliano Bonfante y, parti-cularmente, a Emilio Alarcos Llorach por su reconocido tratado de «Fo-nología española».

ESCUELA DE KAZÁN

Hablábamos anteriormente de la incidencia de Jan Baudouin de Cour-

tenay en la Escuela de Praga. Ratificaríamos, además, que su influencia como profesor de la Universidad de Kazán, no solamente alcanzó a ese grupo, sino que sus planteamientos fueron verdaderas indicaciones de las ideas que después desarrollaría la lingüística moderna. Junto a Mikolaj Kruszewski, alumno suyo, ambos formarán el primer núcleo de lo que lle-garía a ser la conocida Escuela de Kazán.

Respecto a su orientación, diríamos que es fundamentalmente fo-nológica. Y si es verdad que la denominación y alcance del «fonema» todavía no quedaba delimitado, cabría decir, no obstante, que ya se per-filaba de alguna manera. De igual modo, precediendo al mismo «Curso de lingüística general» de Saussure, ya se encuentra aquí la distinción en-tre «hecho social» (Langue) y «fenómeno individual» (parole), como también su aspecto sucesivo (diacrónico), y lo simultáneo (sincrónico) de la lengua.

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Pero acaso lo más característico de esta Escuela sea su difusión e in-discutible influencia; así, gracias a otro de los alumnos de J. B. de Cour-tenay, como fue L. V Scerba, se formará en San Petersburgo, entonces Petrogrado, otro nuevo «Círculo» con planteamientos, en principio, muy similares. Cabría mencionar también el Círculo Lingüístico de Moscú, aunque más independiente y sin gozar del prestigio de la Escue-la de Kazán.

Hoy los esfuerzos parecen dirigise hacia el campo formal y matemá-tico. En sí, un estudio analítico que permite ciertas aplicaciones concre-tas como puede ser la traducción automática. Objeto peculiar de estudio lo constituye también el afán por descubrir las reglas de afinidad y co-rrespondencia entre lo que podía ser una construcción abstracta y la realidad concreta, tal y como nos lo ofrecen los distintos sistemas lin-güísticos. Y todo ello porque se es consciente de que la lingüística es, en primer término, una ciencia empírica. Por lo tanto, de igual modo que las ciencias positivas se elaboran en base a la observación y las relacio-nes entre los elementos obtenidos; la lingüística, al menos en cuanto al método, tampoco deberá ajustarse a otros cánones: los datos y modelos que se ofrecen exigirán, por razones similares e inherentes al sistema, no sólo el estudio y evolución de los fenómenos, sino también, y de modo especial, el análisis de las posibles conexiones.

ESCUELA DE COPENHAGUE

La Escuela Lingüística de Copenhague va a llegar al estructuralismo

por un camino diferente, diríamos que original. Su tendencia al análisis epistemológico -sirviéndose principalmente del método deductivo y for-mal-, hará que su orientación se enmarque más dentro de la gramática ra-cionalista europea que de cualquier otra forma particular de neopositivis-mo.

Viggo Bróndal, por ejemplo, llegaba a decir que el objetivo de la filo-sofía del lenguaje no era otro sino buscar el número apropiado de términos lingüísticos y su definición. En caso de dar con ellos, o que se comprobase que fueran los más imprescindibles o esenciales, entonces, y a pesar de los cambios, se habría llegado a caracterizar el verdadero espíritu dinámico del hombre163. Es como si quisiera retornar, o redes-cubrir de nuevo, las categorías aristotélicas de «sustancia», «cantidad», «pasión», etc., para que, merced a ellas, fuese posible establecer los principios de cualquier sistema lógico.

Precisamente, siguiendo esta misma línea, Louis Hjelmslev va a fun-damentar una nueva metodología formal en el análisis lingüístico: la

163

BRONDAL, V.: Essais de linguistique générale. Munskgaar. Copenhague, 1943, pág. 10.

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glosemática, o ciencia del glosema. Se trata de delimitar las invariantes mínimas, es decir, clarificar las unidades irreductibles de la lengua, para que así, y en virtud de sus mutuas relaciones, sea posible formular cual-quier supuesto o teoría sobre el lenguaje; claro que, en esa elaboración, Hjelmslev se vio comprometido a subscribir un variado número de con-ceptos nuevos con el fin de evitar confusiones con la terminología clásica, aunque, bien es verdad que esto no siempre se logró, sumándose además la prevención o recelos de la mayor parte de los lingüistas a la profusión de innovaciones terminológicas.

Pero quizá la crítica que ha tenido una mayor incidencia sobre la glo-semática sea la relacionada con el estructuralismo en general. Se piensa que con esta metodología, cualquier estudio o teoría del lenguaje quedaría marginada de la ciencia humanística como tal, se convertiría en una de tantas ciencias exactas al desvincular los valores más inherentes y propios de la persona. Así, M. Leroy llega a creer que por ese camino la lingüística queda relegada de su esencial componente humano, corriendo el riesgo de convertirse en un conceptualismo abstracto y formalista recluido al campo de la pura especulación intelectual. No en vano -continúa diciendo-, se ha reprochado al estructuralismo de planear en la estratosfera, olvidando las realidades o hechos concretos del hombre, que son, en definitiva, lo real-mente importante en esta ciencia164.

Se trata, evidentemente, de una crítica donde los valores humanos -al verse supeditados a la pura concepción mental-, impedían el completo de-sarrollo de los mismos. Es, al fin y al cabo, el inconveniente que lleva con-sigo cualquier absolutización de los métodos inductivos o deductivos en la búsqueda de nuestros conocimientos. Sin embargo, la reacción deductiva de la Escuela Danesa tenía de positivo el haber mostrado que, mediante conceptos generales, también se puede ir descubriendo la estructura de la lengua y no sólo a partir de la inducción, como se había hecho principal-mete hasta entonces.

ESCUELA ANTROPOLÓGICA AMERICANA

La lingüística descriptiva americana tiene su origen en los estu-dios etnológicos. Dada la inquietud por conocer la cultura de los pueblos indígenas, la investigación fue dirigida particularmente hacia el campo expresivo, dividiendo y comparando las distintas len-guas según sus raíces y estructuras. El principal promotor fue, sin duda alguna, el etnólogo y lingüista Franz Boas, quien, en la intro-ducción a su obra: «Handbook Amarican Indian Languages», nos

164

LEROY, M.: Les grands courants de la lingüistique mordene. Bruselas-París, Press Universitaire. 1963, págs. 95-96.

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presenta ya las líneas orientadoras de la lingüística propiamente des-criptiva. Llega a pensar que la cultura de un pueblo condiciona, de uno u otro modo, la forma de su lenguaje. Claramente nos dice: «Pa-rece poco probable que exista alguna relación directa entre la cultura de una tribu y su lengua, excepto en cuanto la forma del lenguaje viene condicionada por su estadio cultural y no en cuanto un estadio cultural determinado está condicionado por las características morfológicas de la lengua»165.

Sin embargo, este punto de vista va a ser modificado por su dispí-culo Edward Sapir, maestro de Benjamin Lee Whorf. Ambos van a pa-sar a la Historia por la llamada «hipótesis de Sapir-Whorf», hipótesis con una gran incidencia, sin duda, y a quien seguidamente dedicaremos nuestra atención.

Cabría adelantar, en primer término, que la hipótesis de Sapir-Whorf se esconde tras el problema que ya planteara Wilhelm von Humboldt y del que tratamos anteriormente. No es que sea una conti-nuidad o desarrollo de aquellas ideas como podría acaso pensarse. Nos atreveríamos a decir que el planteamiento de aquél y de éstos se debe al hecho de toparse con sucesos y aconteceres similares. Los contrastes es-tarían en que ahora se revelan como resultados o derivación de un ma-terial empírico que es lo esencial y lo que, en cuaquier caso, mejo define a esta escuela. Además, conviene tener presente que a Sapir y a Whorf, aunque se les asocie a la misma hipótesis, no quiere ello decir que su pensamiento coincida. En este caso, como en tantas ocasiones sucede entre maestro y discípulo, Whorf radicaliza los presupuestos de Sapir.

Como etnólogo e investigador científico y social de las lenguas que analiza, Sapir llega a creer que el lenguaje de un determiando pueblo o comunidad es, por sí mismo, y en atención a su peculiar modo de ex-presarse, el verdadero organizador de su experiencia, es decir, que con-figura su «mundo» y su «realidad» gracias, precisamente, a esa función lingüística y humana. Para él, en cada lenguaje se configura una con-cepción particular de la experiencia, y, por lo tanto, del «mundo» como revelación de una determinada forma de aparecer.

La semejanza con los planteamientos que ya hiciera Humboldt, por no decir con los del propio Herder, nadie se atrevería a desmentirlos. Precisamente de Humboldt ya subrayábamos que «en cada lengua existe una visión del mundo que les es propia». El contraste estaría ahora en que, mientras Sapir, por su misma condición de etnólogo, era ajeno a la con-cepción metafísica del «espíritu de la comunidad lingüística», no podría decirse lo mismo de la tradición humboldtiana. Lo que Edward Sapir enseña es que el lenguaje, tal y como está configurado socialmente, act-úa, al menos en cierta medida, sobre la forma en que dicho pueblo per-

165

Boas, F.: Handbook American Indian Languages. Smithsonian Institution, Bureau of American Ethnology, boletín 40. Washington, 1911, pág. 67.

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cibe el mundo como configuración y como hecho real. Así, en el famoso artículo «Language» que escribió para la «Encyclopedia of the Social Scien-ces», plantea y resuelve, gracias precisamente al lenguaje, cómo un hombre que sólo ha visto a un elefante en su vida, pueda describir grandes manadas e incluso hablar de su reproducción y crecimiento. En ese sentido, el lenguaje es dinámico y creativo, heurístico según él, es decir, más amplio de lo que sus formas nos proponen. Por eso, en otro de sus ensayos: en «Conceptual Categories in Primitive Languages», vuelve a ser más categórico si cabe: el lenguaje, como sistema, no sólo influye, sino que, en cierto modo, determina también la experiencia.

Pues bien, estas son las ideas que van a influir de forma decisiva en la personalidad -digamos, un tanto extraña- de Benjamín Lee Whorf. Trabajaba éste en una agencia de seguros; y lo que podía pa-recer una profesión poco común para las aspiraciones de un lingüis-ta, no lo fue así en Whorf, por una serie de factores y coincidencias. En primer lugar, porque su mismo puesto de trabajo le obligaba a realizar frecuentes viajes allí donde las poblaciones de tr ibus de indi-os americanos eran numerosas, y donde se hacía necesario conocer sus costumbres, sus tradiciones, sus hábitos y sus lenguas. Particu-larmente Whorf conocía la de los «hopi»; lo que sumado al encuentro y las relaciones que mantuvo con Sapir, hizo que surgiese en él su verdadera vocación como lingüista. En realidad, su pretensión no era otra sino la de poder verificar las tesis de Sapir con material positivo y concreto, por más que dichas conclusiones no se dieran a conocer hasta después de su fallecimiento; él muere relativamente joven, cuando aún no había cumplido los cuarenta y cuatro años y tan sólo con unos 10 trabajando con Sapir.

Pero Whorf, en su deseo de acentuar y poner de relieve el influ-jo de la lengua materna, radicaliza, como ya dijimos, el relativismo moderado de su maestro. Se deduciría, al menos, de las siguientes palabras: «Las categorías y tipos que sacamos del mundo de los fenómenos no los encontramos simplemente en él, porque, por ejemplo, son obvios pa-ra cualquier observador; por el contrario, el mundo se presenta en una co-rriente calidoscópica de impresiones que debe ser organizada por nuestro espíritu, es decir, en sentido amplio, por el sistema lingüístico de nuestro espíritu. La forma en que articulamos la naturaleza, la organizamos en conceptos y les atribuimos un significado que viene determinada, en gran parte, por el hecho de que participamos en un convenio de organizarlos de este modo, un convenio que es válido para toda nuestra comunidad lin-güística y que se halla codificado en las estructuras de nuestro lengua-je»166.

La diferencia con Sapir está en que, mientras éste nunca dudó de la existencia real y objetiva que reflejaba el lenguaje, sí se pone en en-

166 WHORF, B. L.: Science and Linguistics en B. L. Whorf, Language, Trought, Reality, pág. 213.

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tredicho en la tesis de Whorf al afirmar que el mundo se reduce a una «corriente calidoscópica» de impresiones que organiza nuestro espíritu. Por lo tanto, aquello que en Sapir era postura moderada, se convierte en Whorf en actitud claramente idealista y, en consecuencia, distinta de la de aquél, aún cuando a los dos se les incluya en la ya clásica «hipótesis de Sapir-Whorf».

Por otra parte, la tendencia a fundamentar el estudio de los seres humanos en la observación de la conducta, va a dar lugar a una nueva co-rriente: el «conductismo», que en su forma americana se la conocerá por «behaviorismo», y coyo representante más cualifica es Leonard Bloomfield.

Tomando como referencia la teoría del comportamiento, Bloom-field explica el acto del habla, esto es, la comunicación en sí, como una secuencia de «estímulos» y «respuestas»167. Supongamos -nos dice-, que sentado en el escritorio de mi estudio, de pronto, siento sed; iré al grifo más próximo, tomaré un vaso y beberé. En su terminología, lo primero que se experimenta es un estímulo (E) «práctico», es decir, no lingüístico, como es el hecho de sentir la sed. Sensación, por otro lado, que provoca una respuesta (R) «práctica»: la reacción en la serie de movimientos que nos conduce a buscar el vaso y beber. Podría simbolizarse de la sigueinte forma:

En la representación, las letras mayúsculas significan que el estímulo, como la respuesta, son

de naturaleza no lingüística. Pero, supongamos que en lugar de sentir la sensación de sed en el propio estudio, nos acontece, por ejemplo, en un restaurante; lógicamente, en lugar de ir nosotros a por el agua, llamaremos al camarero, le comunicaremos nuestro deseo, y él será el que nos lo trai-ga. La secuencia ahora es la siguiente: el estímulo práctico de la sed provo-cará la reacción lingüística en nosotros (r). Las ondas sonoras cruzarán el espacio y, como verdadero estímulo lingüístico (e), servirán para que se lleve a término la respueta práctica (R), que podríamos ahora representar del siguiente modo:

Precisamente, siguiendo Bloomfield esta línea conductista del com-portamiento, no duda en definir el significado de una expresión lingüís-tica como «la situación en que la emite el que habla y la respuesta que ocasiona en el que escucha»168. Llega a decir que si un extraterrestre nos visitase, pronto se daría cuenta de que las expresiones humanas, al mismo tiempo que se asocian con peculiares situaciones, se correspon-den, a su vez, con determinadas respuestas. Aprendería que ciertas pa-

167

BLOOMFIELD, L.: Language. Nueva York, 1933, págs. 22 y ss. 168

Ibid. pág. 139.

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labras como «cerradura», «puerta», «manzana», etc., además de referir-se a determnados objetos, su connotación le trasladaría también a sin-gulares acciones.

Sin embargo, creemos que una concepción como ésta restringe en exceso el análisis. No se daría adecuada explicación, por ejemplo a las innumerables ocasiones donde uno y otros hablamos de los objetos sin que éstos tengan que estar necesariamente presentes, así como del valor y el alcance de los conceptos comunes y abstractos. Bloomfield piensa que estas situaciones son «usos desplazados del habla» que «se derivan de un modo natural y uniforme de su valor primario, y que no precisan de discusión especial»169. Sin embargo, creemos que esta única referencia al comportamiento adolece, sobre todo, de aquello que es más inherente a la persona, de aquello que nos es más particular y propio. Todos usamos, por ejemplo, el concepto de libertad, aunque nunca la referencia puede ser la misma para el que lucha por la libertad sindical, de libre mercado, o pa-ra quien aspire a ser libre fuera de los muros de una prisión. Los términos tendrán adecuado sentido en la medida en que expresen algo de la carga interior del que los pronuncia. Pero, como podemos apreciar, este análisis queda marginado en el pensamiento de Bloomfield.

LÉVI-STRAUSS Y LO «CONSTANTE» DE LA NATURALEZA

Sería incorrecto hablar del estructuralismo sin hacer referencia a

Claude Lévi-Strauss, y tanto más cuanto que algunos le consideran el más destacado representante de esta corriente. Él, sin embargo, desconfía un tanto del término por creerle demasiado simple y elemental; así que, aun estando asociado al referido proyecto, nunca llegó a considerarse padre del mismo. Cree, sin embargo, que uno de los verdaderos fundadores del estructuralismo fue el ruso Roman Jakobson con quien él trabó sincera amistad en la «New School for Social Research» de Nueva York.

De origen judío, Lévi-Strauss nace en Bruselas en 1908. Estudia en la Sorbona, y después de enseñar filosofía en varios liceos, acepta, en 1935, la cátedra de sociología de la Universidad de Sao Paulo, en Brasil. En reali-dad, fue la lectura de «El Contrato Social» y del «Emilio» de Jean-Jacques Rousseau lo que -según sus palabras-, provocó su ardiente deseo de cono-cer a la humanidad desde sus orígenes, y que supuso el verdadero motivo de trasladarse al Nuevo Mundo. Por eso, en 1938 y 1939 participa en una expedición de investigación antropológica de los indios Nambikwara y Tupi-Kawahib, tribus de cultura neolítica que le impactan profundamente. En 1941 fue agregado de cultura en la Embajada de Francia en Washing-

169

BLOOMFIELD, L. : Ob. c it . , pág. 141.

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ton. Y no mucho después, en 1947, regresa a Francia donde llega a ser, en 1947, director de estudios en la «Ecole des Hautes Études de París», con-fiándosele, en 1959, la cátedra de antropología social en el «Collége de France».

Lévi-Strauss considera también predecesores suyos a Freud y a Marx. Como ellos, que tras las manifestaciones «superestructurales» y los hechos «superficiales» de la experiencia, indagaron «estructuras más profundas e inconscientes, él cree hacer lo mismo en la antropo-logía. Convencido de que esta ciencia vendría mal encauzada si se la restringía únicamente al funcionalismo americano, opta por lo que cree que es más fundamental en el estudio del hombre. Así, frente a aquella actitud donde se incidía de modo peculiar en la relación de los hechos observables para después sacar inductivamente sus con-clusiones, él, por el contrario, buscará, ante todo, lo común a todas las sociedades. Por lo tanto, más que la observación introspectiva e individual, el verdadero conocimiento del hombre estará condiciona-do por lo que es común a la naturaleza, por lo «constante» y funda-mental de la persona. Claro que esta perspectiva venía supeditada al impacto de las tribus indígenas durante su estancia en Brasil. Siem-pre fue consciente de ello, llegando a reconocer que toda su obra co-mo antropólogo venía supeditada, en gran medida, por aquellas ex-periencias; aunque no deja de reconocer que los inicios de su produc-ción literaria y científica, especialmente en «Tristes Trópicos», el géne-ro se acercaba a la novela. Es curioso, por ejemplo, cómo cree ver en un grupo de aquellos indios los orígenes del «Contrato Social» imagi-nado por Rousseau, o que afirmara que el misionero jesuita no era superior al salvaje Bororó. Sin embargo, reconoce también que, a pe-sar de la falta de rigor científico, el «Tristes Trópicos» supuso ya un impacto fuerte en el examen de la conciencia occidental, un fuerte choque en el sentido de que en aquellas comunidades de indios se revelaba una sociedad pacífica y en armonía con la naturaleza, tan contraria a la que nosotros formamos.

Ante este panorama, confiesa que la tarea del antropólogo no es más fácil que la del físico o el biólogo. Como en aquellas disciplinas, será tam-bién aquí, a través de la observación y el análisis, la forma obligada para acceder a deducciones más generales y comunes. Lo triste es que después de dos siglos en que los occidentales venían observando el comportamien-to de los «primitivos», no se hubiese hecho apenas nada respecto a la es-tructuración y ordenamiento de tan plurales y reveladoras manifestacio-nes. De ahí que el compromiso suyo es claro: quiere conducir a la antropo-logía por el cauce positivo de los hechos y, sobre todo, en la perspectiva de un sistema específico de correlaciones; sistema, por otra parte, donde la lingüística va a tener una importancia capital, tan importante que la toma como modelo. En su opinión, era la ciencia social que más notoriamente había progresado; lo que no quiere decir que copiara su mismo método y lo aplicase sin más a la antropología; era consicente de que, mientras el an-

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tropólogo se ocupa de conductas y actitudes humanas en general, el lin-güista lo restringe únicamente a las expresiones del lenguaje. Con todo, reconoce su dependencia e insiste, además, en su positiva y necesaria cola-boración.

Como fenómeno social, la lingüística despierta en Lévi-Strauss el siste-ma de relaciones, e incluso se sirve de él como prototipo para formular el método en la antropología. Recordemos sino el aprecio que sentía hacia la obra de Jakobson. Llegaba éste a decir, por ejemplo, que de la infinidad de sonidos que la voz humana puede emitir, cada lengua selecciona un pe-queño número de ellos, formando un sistema en el cual, por la forma de oposición de los mismos, se conocen y diferencian los significados. Cada lengua es, pues, como una variación a partir de una estructura común y susceptible de ser aplicada a todas.

Por eso, en el «Finale» con el que cierra el cuarto volumen de la serie «Mitológicas», titulado: «L'home nu», y que constituye su testamento in-telectual, Lévi-Strauss llega a decir que los filósofos, lo único que han pretendido en sus elucubraciones es procurarse un refugio donde la identidad personal quede a salvo. Pero, siendo imposible mantener tal identidad personal y, lógicamente, su objetividad científica, han prefe-rido un sujeto sin racionalidad a una racionalidad sin sujeto. Sin em-bargo, estas actitudes ignoran lo que se llama «progreso de la concien-cia», que responde a un proceso de interiorización de una racionalidad preexistente bajo dos modalidades: una, inmanente al universo, hacien-do posible el pensar científico; la otra, objetivada, esto es, que funciona de manera autónoma y racional. En resumen: el estructuralismo reinte-gra al hombre en la naturaleza, permitiendo sustituir el sujeto -niño mimado y molesto que ha ocupado inmoderadamente la escena filosófi-ca-, por la recuperación de la teleología, es decir, por esa finalidad que permite al estructuralismo restablecer los puentes entre lo sensible y lo inteligible, entre lo físico y lo biológico, etc., y recuperar la unidad del cosmos170.

En una concepción del hombre y su mundo como la que se refleja en estas expresiones, cabría decir que la gráfica imagen del calidoscopio que tanto gusta a Lévi-Strauss, se vuelve más significativa. En efecto, así como en este instrumento un número limitado de objetos coloreados permite, por simple rotación, componer una serie de figuras; de forma similar esto mismo sucede con las distintas civilizaciones; se trataría simplemente de combinar los elementos básicos y constantes que son comunes a todos los humanos. Para él, la raíz y fundamento de las dis-tintas culturas no es otra que las reglas adoptadas. No hay civilización «primitiva» ni civilización «evolucionada», no hay nada más que nor-

170

LÉVI-STRAUSS, C.: L'homme nu. Plon, París, 1971, págs. 614-618.

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mas y reglas diferentes para problemas fundamentales e idénticos. Cla-ro que, con una conclusión así, por más que se presente con visos de ser objetiva y científica, lo cierto es que supera cualquier método experi-mental y positivo. Se opta por una especie de superracionalismo donde, si es fácil instalarse, no lo es tanto a la hora de dar razón de los princi-pios que sirven de base. Además, tal y como nos ofrece lo que él llama lo «constante» de los primitivos, difícil sería también demostrar el por-qué de las distintas culturas. Podría incluso justificarse el infanticidio y la antropofagia. Por todo esto, acaso sea el antihumanismo el rasgo más peculiar de esta actitud estructuralista, sobre todo al suprimir los hechos más culturales de la persona como son sus propios actos de l i-bertad.

Un rígido o extremo relativismo ético creo que es su más lógica consecuencia. Ya en «La pensée sauvage» nos dice: «El fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo»171. De ahí que, Paul Ricoeur, analizando esta dirección estructural, nos diga que se tra-ta de un «kantismo sin sujeto trascendental», a la que Lévi-Straus asiente como crítica aguda y precisa. La acepta en el sentido de que para él, ni la psicología, ni la metafísica, ni el arte pueden servirle de refugio. Sólo una solidaridad cósmica -según sus palabras-, le invita a «retener el impulso», a «desprenderse» del esfuerzo civilizador de la humani-dad. Por lo que concluimos con otra de las bastante atinadas expresio-nes de P. Ricoeur: «El estructuralismo es una forma extrema del agnos-ticismo moderno, que no admite más mensaje que el cibernético. Por eso, al f i-nal, se encuentra en la desesperación del sentido. El único sentido que conoce es el admirable ordenamiento sintáctico de un discruso que no dice nada. Por eso resulta, a la vez, fascinante e inquietante».

NOAM CHOMSKY Y LA GRAMÁTICA GENERATIVA TRANSFORMACIONAL

Hablar hoy día de Noam Chomsky es hacer referencia a una de las

teorías más generalizadas y discutidas de la lingüística moderna. Se la considera también como teoría revolucionaria del lenguaje, lo que, en cierto modo, es justo si se tiene presente la reacción que supuso al conductismo estructural norteamericano. Pero, antes que nada, preci-semos ciertos datos que condujeron a esta nueva y original trayectoria.

Nace Noam Chomsky en 1928 en Filadelfia. Su padre, erudito en el campo de la lingüística histórica, va a ser precisamente el primero en

171 RICOEUR, P.: «Réponses á quelques questions», en Esprit, 11 (noviembre, 1963), págs. 652-653.

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inculcarle la importancia que tenía el estudio del lenguaje. Así, tras haber estudiado en la Universidad de Pennsylvania con el lingüista Zellig S. Harris, Chomsky se doctora en 1955 con la tesis « Transfor-mational analysis», y en este mismo año se le nombra profesor agrega-do en el «Massachussetts Institute of Technology» (MIT), de Boston, en el que ocupa, a partir de 1966, la cátedra «Ferrari P. Ward» de Lenguas Modernas y de Lingüística. Pero fue la publicación en 1957 de «Estructuras sintácticas» la que constituyó propiamente el mani-fiesto de la gramática transformacional. Al fin y al cabo, sus posterio-res estudios no harán otra cosa que potenciar el desarrollo de los pre-supuestos que aquí se apuntaban.

También se le conocerá por otra faceta: Chomsky es uno de los símbolos de los intelectuales norteamericanos de izquierdas; su acti-tud es decididamente antinuclear y antiimperialista, hace campaña ac-tiva contra la guerra del Vietnam y colabora en revistas de izquierdas como «Ramparts, The New York Review Books, Liberation, The New Left Review, etc».

En realidad, por más que Chomsky se inicie dentro de la tradición de la lingüística estructural de los «bloomfieldianos», lo cierto es que pronto se separa de sus planteamientos inductivos y conductistas. Se opone a ellos porque, según él, su método limitaba la posibilidad de llegar a una teoría general y coherente de la lengua. No puede limitar-se única y exclusivamente la lingüística a describir un lenguaje tal y como lo analiza el conductismo, sino que, prioritariamente, ha de pro-curar establecer las reglas gramaticales que nos permitan deducir (gene-rar), todas las oraciones posibles de la gramática.

En ese sentido, su actitud se acerca al estructuralismo que Lévi-Strauss aplicó a las civilizaciones. Así como éste dedujo que, tras la variable mani-festación de cada una de ellas, existía un número limitado de estructuras básicas, del mismo modo sucede, según Chomsky, respecto a las distintas lenguas. Comparándolas, se constata que hay elmentos aprendidos y otros que no lo son; y porque no han sido adquiridos, deberán ser innatos, con-naturales, pertenecientes al código genético de cada uno. Es lógico enton-ces que nosotros, más que ir aprendiendo la propia lengua, la vayamos desvelando conforme somos y a tenor de nuestra estructura biológica.

Al mismo tiempo, y contrariamente a lo que se venía pensando, Chomsky declara que las lenguas en sí, por más que sean numerosas y plurales en su expresividad, nunca podrán ser infinitas en número. Sería imposible porque todas descansan sobre una gramática común, y las estructuras que el hombre puede ofrecer siempre serán parciales y limitadas.

Consecuencia también de ello es que la humanidad, por más que nos parezca lo contrario, es homogénea en su expresión lingüística; se constata por el hecho de que todas, e indistintamente, pueden ser

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estudiadas y traducidas. Sólo lo imposibilitaría si el ser con el que in-tentásemos comunicarnos fuese biológicamente distinto a nosotros como, por ejemplo, si dicho ser fuera un «extraterrestre».

Así pues, la revolución chomskyana de la lingüística es real, dir-íamos que traslada los parámetros tradicionales de la psicología con-ductista, basados en el binomio estímulo-respuesta, por una investi-gación de signo inverso. En medio de la diversidad de las lenguas, Chomsky investiga, sobre todo, la unidad profunda que las une, uni-dad que es dinámica, creadora, es actividad espiritual entre cuyos re-sultados estaría el lenguaje y la misma ciencia. Ahora bien, ese len-guaje, por ser estructurado conforme a unas pautas y modelos, es «forma», se enmarca dentro de unas leyes gramaticales. Podría rela-cionarse, en cierto modo, con las «formas simbólicas» de Cassirer. Y por su «creatividad», con la «energía» de Humboldt, aunque el en-cuadre histórico aún podría ocupar un espacio mayor. Su pensamien-to conectaría con la línea cartesiana, y más adecuadamente, con la «Gramática de Port-Royal». Tengamos en cuenta que uno de los puntos importantes en esta Gramática lo constituye el modo de descubrir lo que es común a todas las lenguas. Chomsky era consciente de ello y, por eso, escribía: «En varios aspectos me parece justo ver que, en líneas esenciales, la teoría de la gramática generativa transformacional, tal como se ha desarrollado en los trabajos actuales, es una versión moderna y más explícita de la teoría de Port-Royal»172

Pero, al partir de la genética como base, nada tiene tampoco de particular que, en el aprendizaje de una lengua, él nos diga que nadie deberá ser maestro de nadie. El niño sabe hablar como el pájaro sabe volar. El papel de la madre o del maestro no es otro que el de estimu-lar hacia una lengua determinada. El lenguaje no es intelectual, sino orgánico. Consecuencia de ello es que la capacidad de aprender una lengua no está en proporción al coeficiente intelectual de la persona. Sucede incluso que los no muy dotados usan un lenguaje normal. Más aún, Chomsky nos dice que experiencias llevadas a cabo con ni-ños ciegos, muestran que la ceguera no impide ni retarda el aprendi-zaje de la lengua, lo cual justifica que ninguna es superior a las otras. Por más que sea instintivo creer que la propia lengua materna es la más expresiva y clara, nada hay que nos lo justifique. Y es que la re-ferencia que incluye y posee lo que hoy llamamos «lenguas» no son más que conjuntos de nociones socio-políticas que a lo largo de la historia, de un modo u otro, se han ido sumando. Cree también Chomsky que, en el supuesto de que alguna se volviese demasiado complicada, serían los propios niños quienes eliminarían tal comple-jidad; porque son ellos quienes dan vida y «recrean» la lengua en ca-da generación. Por consiguiente, dado el carácter puramente científi-

172

) CHOMSKY, N.: La lingüística cartesiana. Gredos. Madrid, 1969, pág. 88.

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co, el fin de la lingüística estará en el conocimiento profundo de la naturaleza humana.

La preocupación, por tanto, de Chomsky, es científica. Pero, dado que el lenguaje se halla profundamente implicado en dimensiones psicológicas, sociales y antropológicas, por eso mismo deberá ser es-tudiado bajo esa trascendental función que desempeña en el conoci-miento del hombre. Se logrará así una lingüística formalizada de tipo lógico-matemático, una gramática transformacional cuyos objetivos conducirían a construir un modelo teórico donde se generasen, mediante procesos de deducción, todos los enunciados posibles. En realidad, lo que Chomsky postula son unos «universales lingüísticos», es decir, que de una serie de operaciones formales, similares en todas las lenguas, die-sen opción para una gramática universal, cuyo contenido incluyera, a su vez, las condiciones en que deberían fundamentarse las gramáticas parti-culares. Defiende con firmeza que la gramática universal es «el esquema al que debe conformarse cualquier gramática particular»173.

Guiado por este propósito, Chomsky, en «Syntactic Structures», some-te a crítica tres modelos de gramática, donde, después de un minucioso análisis, nos expone cuál sería el ideal. Son los siguientes:

1) El de la gramática de estados finitos. 2) El de la gramática sintagmática. 3) El de la gramática generativo-transformacional. El primero, el de los estados finitos, descansa sobre la lógica de relacio-

nes. Las frases se generan aquí a la manera que lo podría hacer una máquina. Los símbolos se suceden en el tiempo, del presente al futuro; y en el caso de proyectarse en un plano, la dirección iría de izquierda a dere-

173

CHOMSKY, N.: Languaje and Mind. Nueva York, Harcourt, 1968, pág. 76.

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cha. Además, una vez escogido el símbolo, que por ser el primero es selec-cionado libremente, los restantes deberán ya ser elegidos en razón de los que preceden. He aquí una representación del mismo.

El número de oraciones, cómo podemos apreciar, es finito; la direc-

ción, siempre de izquierda a derecha. Aunque, como modelo, tiene el in-conveniente de que las frases que se deducen son limitadas, opiniéndose, a la infinita capacidad que posee una lengua. Incluso se daría opción a posibles frases impropias para los interlocutores como, por ejemplo: «la rosa dialoga en la ciudad», que siendo una oración sintácticamente co-rrecta, percibimos que no tiene sentido ni valor.

El segundo modelo es el de la gramática sintagmática, el cual se apoya en la lógica de clases. La lengua aquí tiene otras connotaciones. En efecto, como sistema estructural, posee distintas fases o niveles cuya dependen-cia se supedita al inmediatamente superior. Es pues, una gramática de estructuras de frases, es decir, de sintagmas. Los símbolos, en este caso las palabras, que muy bien pueden tomarse como elementos últimos de la oración, no se reducen, sin embargo, a ser expresión de unos estados sucesivos, como si de una cadena de eslabones se tratase, sino que se agrupan de tal modo que su conexión y estructura revelan peculiares de-pendencias. Es pues, en este aspecto, una superación de la gramática de estados finitos. Tomemos un ejemplo:

«La depresión acrecienta el pesimismo»

Según el modelo de esta segunda gramática, en el enunciado pro-puesto, se analizaría, prioritariamente, la conexión de dos partes distin-tas. En primer lugar, el sintagma o frase nominal que es el que hace la función de sujeto; en este caso: la depresión; y como parte segunda, el sintagma o frase verbal, que correspondería a las palabras: «acrecienta el pesimismo». Ahora bien, ambos sintagmas pueden, a su vez, ser des-compuestos. Así, en el primer caso se agrupan el artículo y el nombre (nominal): «la depresión»; en el segundo: el verbo y un nuevo sintagma nominal, que vendría a ser lo que tradicionalmente se llamaba comple-mento. Un esquema gráfico sería:

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Lo que con este modelo contextual se pretendía era dar una ex-plicación al porqué de las frases gramaticales. Por qué unas eran co-rrectas y otras no; por qué, siendo correctas otras, no lo eran gramati-calmente; y por qué, finalmente, las había que no eran ni correctas ni gramaticales. Pongamos tres ejemplos:

1) El galgo es buen corredor. 2) La palomas beber agua. 3) La rosa vuela la noche.

La primera de las frases es gramaticalmente correcta. La segunda puede ser aceptable desde el momento que el oyente, dándose cuenta de la incorrección gramatical, interpreta, sin embargo, lo que se ha querido decir. La tercera, por el contrario, aunque dé la impresión de guardar las reglas de la sintaxis, lo cierto es que, ni es correcta ni aceptable significativamente.

Vemos, entonces, que la gramática sintagmática salva los inconve-nientes que hallábamos en la gramática de los estados finitos; pero deja entrever, no obstante, otros problemas. Así, por ejemplo, no se tiene en cuenta la capacidad intuitiva de los interlocutores, que pue-den muy bien captar un mismo significado en frases gramaticalmente distintas. Por eso, Chomsky elabora un tercer modelo que pudiera superar, precisamente, las deficiencias de esta gramática sintagmáti-ca. Se trata del modelo trasformacional de la gramática generativa, presentado en 1957 en las «Syntactic structures», donde se analizan, tanto las oraciones en apariencia distintas, como distinguiendo las que en apariencia poseen estructuras similares. Sí es cierto también que a estos estudios les han seguido otros más recientes que margi-nan o realzan ciertos detalles haciendo aún más sugestiva la propues-ta de Chomsky. Aquí nos ajustaremos a las delimitaciones que ofrece

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su obra, «Aspects of the theory of sintax», por ser la que mejor represen-ta este tercer modelo.

Él parte de las limitaciones de la gramática sintagmática. Había que dar solución, por ejemplo, a las oraciones que, siendo gramaticalmente distintas, poseen idéntico significado. Además, por tratarse de auténti-cas intuiciones, deberán también poseer sus reglas que justifiquen la re-lación de la que dependen; lo que supone, a su vez, que la forma apa-rente de las oraciones puede que no corresponda, en el fondo, a la es-tructura gramatical que se creía. Se impone, por tanto, una distinción entre lo dado y lo que se esconde tras la apariencia que, en terminología chomskyana, se traduce por «estructura superficial» y «estructura pro-funda».

Había que dilucidar también cómo, en medio de las diferencias gra-maticales, era posible que las oraciones estuviesen mutuamente relacio-nadas. Bien es cierto que la solución parecía no tener alternativa en vir-tud de los resultados. Lo «superficial» sería la consecuencia de haber sometido a una o varias transformaciones la estructura profunda; aten-diendo, claro está, a las reglas inherentes a la misma. Lo que no quiere decir tampoco que necesariamente vaya a existir dicha transformación en todas las oraciones. Por eso, salvando estos obstáculos, pasemos a examinar unos enunciados donde, tras distintas estructuras superfi-ciales, se revela una más íntima y profunda. Dos ejemplos:

1) Me gustaría que aterrizase. 2) Su aterrizaje me gustaría.

El análisis nos puede llevar a una raíz más honda que representaría-mos del modo siguiente:

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Como podemos ver, en ambas oraciones existe una transformación que antecede al verbo principal; sustituyendo el «a mí» por «me». Al mismo tiempo, los dos enunciados, como estructuras superficiales que son, también se distinguen desde el momento en que, tanto el «su» de la 2ª como el «que» de la 1ª derivan de una transformación distinta.

Por otra parte, los datos significativos, aquellos que nos trasladan al contenido semántico, se encontrarían en la estructura profunda; mien-tras los que permiten establecer la forma fonética corresponderían a la estructura superficial. Así pues, de la estructura profunda que reseña-mos: «el aterrizaje gustaría a mí», que revela propiamente el mensaje de la oración, derivarían, mediante transformaciones sucesivas, las distin-tas estructuras superficiales. Claro que la mayor dificultad se encuentra en saber con precisión cuál pueda ser la auténtica estructura profunda; difícil de saber, dada la ambigüedad a que se presta la, de por sí, volu-ble estructura superficial. Cabe la opción de que dependa de varias es-tructuras profundas.

Concretaríamos diciendo que es un modelo de gramática con tres funciones o componentes distintos: el semático, el sintáctico y el fo-nológico, aunque, como dejamos ya entrever, su campo de acción ha ido derivando hacia análisis -diríamos- específicos y más individualizados, como pueden ser los rasgos distintivos del nombre o del verbo. Pero, como subcomponentes lingüísticos, su examen nos alejaría de nuestra principal intención. Nos limitaremos, más bien, a hacer una breve valo-ración de lo que sí comporta una importante incidencia en el clásico problema del conocimiento, como es su retorno al «innatismo de las ideas».

Con todo, hablar del problema clásico no quiere decir que el «inna-tismo» de Chomsky se identifique con el platónico o el que defendiera Descartes, Malebranche o el mismo Leibniz, sino que, al partir de pre-supuestos e intuiciones similares, la conclusión nunca podría quedar disociada de tales principios. Por lo tanto, en cierto modo nos debe pa-recer hasta lógica la frecuente referencia que hace Chomsky a la tradi-ción racionalista e innatista de Descartes y partidarios de la Gramática de Port-Royal.

Sin embargo, también debemos reconocer, que la verdadera inten-ción de Chomsky es otra; él no expone una doctrina especulativa de carácter ontológico, metafísico o epistemológico. Lo que pretende es presentar una «teoría del aprendizaje», o, acaso mejor, una hipótesis que pudiera ser comprobada y contradicha por datos positivos. En ese aspecto, la lingüística vendría a ser una rama de la psicología del cono-cimiento; y su innatismo, una peculiar teoría empírica que quiere dar respuesta a los «universales lingüísticos».

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No obstante, al pretender dar una respuesta válida a los problemas del lenguaje, y en línea opuesta al conductismo norteamericano, la crítica, no solamente le ha venido de parte de los defensores de la tra-dición bloomfieldiana, sino también de filósofos tan representativos como Quine, Goodman o Hilary Putnam entre otros. En realidad, Chomsky justifica su innatismo y, consiguientemente la gramática ge-nerativa transformacional, por el estudio y el análisis de la psicología del niño, por la rapidez, sobre todo, cómo éste aprende su idioma y cómo se van generando infinidad de oraciones que no nos fueron pre-viamente enseñadas. Pero, se objeta, sin embargo, que la capacidad para generar expresiones nuevas puede muy bien explicarse por ana-logía o atendiendo a las relaciones que se formaron respecto a las aprendidas con anterioridad, es decir, que la necesidad de su innatis-mo puede conjugarse con la misma capacidad humana de relacionar las propias experiencias.

Particularmente Putnam es de los que se muestra más en desacuer-do con Chomsky al declarar que no es cierto que sea «fácil» aprender una lengua; porque, si es verdad que el niño a los cinco años puede dominar ciertas estructuras simples, habrá que reconocer también que es mucho más el tiempo que necesita para usar correctamente las que encierran una mayor complejidad de estructura. Además, a las personas con un coeficiente intelectual más bajo, les cuesta mucho más que aqué-llas que dan un coeficiente mayor; comprobándose que las primeras nunca llegan, ni a la fluidez ni a la riqueza de vocabulario de las últ i-mas. De ahí que la insistencia de Chomsky por reafirmar que no existe otra teoría mejor para explicar el lenguaje que la del «innatismo», no di-ce nada, según Putnam, a favor de la misma. Es cierto que E. H. Lenne-berg ha intentado ofrecer argumentos biológicos que podrían reforzar la tesis del innatismo, pero la verdad es que sus hipótesis son en exceso atrevidas como para poderlas tomar como válidas, y aún más, si tene-mos en cuenta que los mecanismos neurofisiológicos que subyacen en cualquier disposición innata la hacen, hoy por hoy, difícil y misteriosa.

Considero, no obstante, que debería distinguirse entre capacidad de «crear» oraciones en un lenguaje (que se identificaría con la aptitud pa-ra la creación de una obra de arte o el descubrimiento de una nueva ley física), y otra donde, a partir de unas ideas innatas, se dirige una dispo-sición que determina el componente creativo.

Si este segundo caso se toma radicalmente, entonces su innatismo nos co-locaría en una línea paralela a la de Platón, línea destinada a despertar el «Mundo inteligible», el de las «Ideas reales» o «Realidades ideales». Por el contrario, si se prescinde de tal radicalidad, como ocurriría en la primera acepción, la perspectiva cambiaría. Aquí, aún reconociendo la propia es-tructura mental, condicionada ciertamente por causas biológicas y de su-puesta evolución, nada impide, sin embargo, que ella filtre, de forma ori-ginal y creativa, las experiencias y datos que se dan en el mundo exterior. Lo que se ofrece y enseña no es algo irreal, tiene también su sentido: un inherente valor, por más que se le tiña con la propia subjetividad.

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MATERIALISMO DIALÉCTICO Y LENGUAJE

INICIO DE UN PROCESO

La ausencia de una teoría lingüística en los escritos de Marx y En-

gels acaso sea el verdadero motivo que determinó el retraso de una filosofía del lenguaje en la tradición propiamente marxista. Lo que no quiere decir tampoco que falten interesantes reflexiones. Interesantes y sugestivas, como pueden ser las que encontramos en «La ideología alemana», donde Marx habla ya de las relaciones del lenguaje con el pensaminto y la vida misma. Pero, como principios a desarrollar, po-co interés despertaron.

Fue a partir del «Curso de lingüística general» de Saussure, difun-dido en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cuando verdaderamente cobró interés el estudio del lenguaje, aunque dentro, claro está, del pensamiento y dialéctica del «materialismo histórico».

Uno de los primeros que afrontó el compromiso de fundamentar una teoría del lenguaje sobre los principios materialistas fue el ruso Nicálai Yacovlevich Marr. Para él, toda forma lingüística actual se debe a cambios fónicos de elementos primitivos que, progresivamen-te y de modo evolutivo, se fueron sucediendo a lo largo de los acon-teceres de la Historia. En los albores de la humanidad, los hombres empezaron entendiéndose por gestos, a los que más tarde fueron añadiendo expresiones con ciertos matices significativos. Era una etapa incipiente, sin reglas ni gramática, sin estructura definida, aunque abierta, eso sí, al intercambio y al progreso. Pues bien, para-lelamente al lenguaje, también la conciencia social fue sucediéndose en estadios similares; pasando, desde las concepciones primitivas y toté-micas, a las cósmicas y racionalistas.

Pero quizá lo más característico de esta original concepción es que el lenguaje poseía también un carácter clasista, perteneciendo a la super-estructura ideológica de la sociedad, es decir, que en cuanto instrumen-to de comunicación, el lenguaje se había constituido al servicio de la clase dominante; perspectiva que dio lugar a un curioso punto de vista sobre el origen del signo lingüístico y que, en pocas palabras, resumir-íamos:

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Todas las lenguas tienen un origen común, que derivan de primitivos gestos de las manos. De ahí fue evolucionando al lenguaje sonoro, que utilizarían, sobre todo, los brujos en sus ceremonias rituales. Pero, como invocaciones primitivas de tales jefes y hechiceros, el lenguaje se inicia en razón de la clase dominante. Por lo tanto, las lenguas, en su estructu-ra y formación, tienen evidentes connotaciones de clase.

Ni que decir tiene que una exposición así, por más que se echasen de menos las pruebas objetivas que podrían justificarla, gozó, no obstante, de un primitivo fervor por la presumible lógica en pro de los principios dialécticos del marxismo. Tanto es así que llegó a formar escuela, una es-cuela que progresivamente se iba radicalizando. Se llegó a creer, por ejemplo, que cada sociedad poseía su propio lenguaje. Pese a todo, y por conveniencias evidentemente políticas, lo cierto es que las tesis de Marr fueron tomando rango de oficialidad, incluso las aceptó el propio órgano de propaganda del Comité Central del Partido Comunista.

Cabe señalar, no obstante, que anterior a la teoría reseñada, existía otro grupo cuya precisión lingüística era bastante mejor que la lograda por la escuela de Marr, aun cuando no llegase a gozar del reconoci-miento oficial de ésta. Se trata de las directrices que encontramos en la obra «Marxismo y filosofía del lenguaje», publicada en 1929 por Valentín Voloshinov, y que, al parecer, era obra, al menos en su mayor parte, de Michael Bakhtin, maestro de Voloshinov y verdadero alentador del grupo. Con todo, él acepta que el libro salga a nombre del discípulo, quien se permite, eso sí, hacer ciertas salvedades y añadidos. Bien es cierto que con las purgas de Stalin, de los años treinta, Voloshinov mue-re prematuramente, mientras que Bachtin, sobreviviendo a las mismas, fallece en 1975.

Como elaboración conjunta, el contenido de «Marxismo y filosofía del lenguaje»174 se estructura en tres partes diferentes. En la primera y la se-gunda el estudio se centra en el lenguaje y su relación con las ideolog-ías, proponiendo que todo lo ideológico es signo, y sin éstos, las ideo-logías resultarían imposibles; tal era su dinámica. Se analizan también los planteamientos de F. de Saussure y de B. Croce, examinando, sobre todo, el alcance de conceptos como los de «Lengua», «Habla», «Signifi-cado», etc., para pasar, en la tercera parte, al estudio de los problemas sintácticos, particularmente a las relaciones y coordinación de las dis-tintas frases de la gramática.

Pero como síntesis general de las ideas que más pueden intere-sarnos, diremos que la palabra, entre la pluralidad de signos que

174 La versión castellana que aparece en Buenos Aires en 1976, viene traducida con el título, «El

signo ideológico y la filosofía del lenguaje», evitando, evidentemente, cualquier implicación política.

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existen o puedan existir, es, para Bakhtin y Voloshinov, el signo por excelencia; un signo puro y neutral frente a cualquier posible ideo-logía; lo que contrasta, evidentemente, con las directrices de la escue-la de Marr, en cuanto que pueden servir indistintamente para cual-quier función, hipótesis o sistema ideológico representativo. Además, en la palabra, como medio o instrumento semiótico de la vida psíqui-ca, es donde más significamente se revela la conciencia de los hablan-tes. Por eso, aunque sólo sea como elemento interior, ella siempre es-tará presente en los actos reflexivos de la persona. Claro que, como signo lingüístico, la palabra posee también su propia carga específica, acumulada a lo largo de toda su tradición histórica.

Cabe distinguir también entre «clase social» y «colectivo semiótico», ya que cada una de las clases utiliza el signo como expresión de la pro-pia ideología. El colectivo lingüístico es más amplio e incluye distintas clases; y al poseer cada una de éstas su peculiar carga valorativa, lo que hacen, en realidad, es mostrarnos que en el lenguaje también se revelan las distintas luchas de clase; era, al fin y al cabo, otro modo de conectar con la dialéctica marxista; aunque, como ya dijimos, apenas si tuvieron incidencia alguna dichos análisis dada la aceptación de las tesis de Marr en el aparato del Partido; justificando, al tiempo, el porqué de la tardía versión de la obra de Bakhtin y Voloshinov en Occidente.

Sin embargo, ese apoyo hacia Marr y su escuela por parte de la cla-se dirigente se va a romper en 1950 a raiz de un artículo que publica Arnold Cikobava en el «Pravda», con el título: «Algunos problemas de la lingüística soviética», donde, ante posibles equívocos, se resaltaba que la lingüística sólo podría desarrollarse si se atenía a los principios dialécti-cos e históricos del materialismo de Marx, Engels, Lenin y Stalin. Claro que, al matizar detalles, lo que provocó fue el choque que ya se había dejado sentir entre los partidarios de Marr y los que disentían de sus planteamientos.

Con todo, el hecho más sorprendente le protagonizará el mismo Stalin cuando, ante tales polémicas, interviene personalmente con una serie de artículos que se publicarían más tarde recogidos en una obra con el título: «El marxismo y los problemas de la lingüística». De hecho, más que por la originalidad de los ensayos, la influencia estu-vo en la decidida desautorización de la doctrina de Marr. Las princi-pales ideas eran las siguientes:

En principio, él comienza distinguiendo el lenguaje de la superes-tructura. Y lo hace por una razón sencilla: cree que si se ha pasado de la infraestructura capitalista a la socialista, permaneciendo la misma len-gua, es claro que ideología y lenguaje son cosas distintas. Habiéndose conseguido en Rusia la «Revolución», no quiere decir por ello que la lengua rusa sea diferente a la de entonces. A pesar de haber desapare-cido la base económica burguesa con su división de clases, el vocabula-

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rio y la gramática fundamentalmente son los mismos; y si ha habido mutaciones, éstas han sido parciales y limitadas únicamente a determi-nados conceptos. Son novedades que Stalin las refiere a la repercusión del esfuerzo del hombre, que altera, con su trabajo, las experiencias que conforman las realidades de la vida; en este caso, el léxico y el cambio significativo de ciertas palabras y expresiones. Por ello, tomado el len-guaje globalmente, ni es producto de peculiares estructuras, ni mucho menos función de una clase interesada. El lenguaje era para él simple-mente medio de comunicación. La lengua que sirvió a la cultura bur-guesa es apta ahora para el nuevo orden social. Lo que no quiere decir tampoco que las estructuras, como las clases, sean únicamente pasivas y no influyan de alguna manera; unas y otras dejan también su huella e im-pronta en el colectivo de elementos que los conforman. Ateniéndonos a la peculiaridad de cada lengua, todas matizan según lo que poseen y con-forme a los propios intereses. Stalin habla de «dialectos» o «argots» carac-terísticos de una determinada clase; aunque, en su función específica, la influencia es siempre más limitada si la comparamos con el campo que ocupan las lenguas.

Pero lo que más chocó fue su actitud antimarrista. La lengua, a pesar de los cambios sociales, continuaba siendo la misma. Podía utilizarse a fa-vor o en contra, para uno u otro fin; y en cuanto a la proposición que había defendido Marr y su escuela, esto es, que el lenguaje había sido originado por una determinada clase, Stalin lo desmiente creyendo que fue por la misma marcha de la historia. No existiendo en la primitiva sociedad divi-sión de clases, sino que éstas fueron surgiendo en virtud de los propios in-tereses, sería inadecuado deducir que tuvieran aquel origen; lo cual resul-taba incongruente en el sentido de que, siendo el lenguaje un fenómeno social e indistintamente utilizado por todos, descartaba, por sí mismo, to-da supuesta exclusividad y procedencia al respecto.

En ese sentido, bien pudiera decirse que la postura de Stalin se coloca al otro extremo del punto de partida que había iniciado Marr. Si éste ne-gaba la neutralidad al lenguaje con referencias fundamentalmente clasis-tas, para Stalin el punto de vista era otro. Ideología y lenguaje eran para él realidades distintas y, de algún modo, interdependientes. Cierto que era extraña una tal actitud, y más tratándose de un dirigente marxista; pero el hecho estaba reafirmando la no articulación entre el uso lingüístico y la división de clases.

Sin embargo, pese a esta pretensión reivindicativa para el lenguaje, to-davía faltaba mucho para que se pudiese hablar de una sistemática y ra-cional teoría lingüística dentro del marxismo. Lo va a pretender, no obs-tante, un profesor fuera de las fronteras rusas: nos referimos al polaco Adam Schaff, de quien sí puede afirmarse que es el mejor, por no decir el único representante teórico dentro del pensamiento marxista. Por ello, es nuestra intención analizar, aunque sea a grandes rasgos, el contenido que nos ofrecen sus principales obras.

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LENGUAJE Y MARXISMO EN LA TEORÍA DE ADAM SCHAFF

El hecho de aceptar, al menos por cierto sector del marxismo, que el lenguaje era, no sólo vehículo de transmisión del significado, sino también de ideologías, empezó seriamente a inquietar a los teóricos de las tesis marxistas. Lo primero que se echaba de menos era una filosofía del len-guaje que conjugara con la práctica social y transformadora. Adam Schaff lo demostraba, sobre todo, en una serie de artículos que más tarde recopi-laría en un tratado con el nombre: «Ensayos sobre filosofía del lenguaje»175, y donde se aboga, a su vez, por una adecuada y racional teoría marxista sobre el tema. Es consciente de la dificultad del compromiso, pero se empeña en él, habida cuenta del indiscutible retraso que se llevaba -dice-, en relación con la filosofía occidental y burguesa.

Embarcado en este proyecto, intenta afrontarlo, pero, más que como lingüista crítico, como ideólogo militante que propugna y ampara las tesis de Marx. Su trayectoria es la siguiente: nace en Polonia en 1913. Estudia en Lwów, París y Moscú, donde recibe el doctorado en 1944. Muy pronto, a partir de 1946, le nombran profesor del marxismo-leninismo en la Universidad de Varsovia. Será director del «Instituto de filosofía y sociología de la Academia polaca de ciencias» y miembro de la «Comisión de programas para la Enseñanza en el Ministerio de la Al-ta Escuela y Educación». Pero cuando aparece el antirrevisionismo, re-acciona y dimite de sus cargos, lo que hace que le expulsen del Partido. Actualmente su labor intelectural la desarrolla en Viena donde es direc-tor del Centro de Coordinación y Documentos Sociales en la organiza-ción de la UNESCO, a la vez que comparte clases de filosofía del lenguaje en la Universidad de Viena.

Respecto a su dirección filosófica, convendría tener presente un hecho importante, y es éste: que estando Varsovia más cercana, al me-nos orográficamente, a las corrientes de la Europa Occidental, nada tie-ne de extraño que se dedicase al estudio de las dos corrientes filosóficas más significativas de mediados de siglo: el existencialismo y la filosofía analítica. Precisamente ese conocimiento de las distintas escuelas analí-ticas va a provocar en él dos actitudes diferentes: una negativa y crítica, haciendo ver, desde la perspectiva marxista, los equívocos y desviacio-nes de las mismas; y otra positiva, exponiendo la concordancia con los principios del materialismo dialéctico.

Como consecuencia de ello, tomará el dato real y objetivo de la co-municación como hecho indiscutible del que debe partir cualquier otro posible análisis; oponiéndose, tanto al rígido estancamiento de los clási-cos objetivos acríticos que considera actitud «ingenua», como al idea-lismo en cualquiera de sus vertientes. Pero al mismo tiempo, como buen conocedor de los avances lingüísticos, Adam Schaff es consciente de que el lenguaje no sólo es instrumento de diálogo, sino también objeto

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SCHAFF, A.: Ensayos sobre filosofía del lenguaje. Ariel. Barcelona, 1973.

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de investigación. Lo expresa claramente en una de sus obras importan-tes: «Introducción a la semántica». Dice así: «El descubrimiento de que el lenguaje no sólo es un instrumento sino también un objeto de investigación fue un gran logro en el desarrollo de la ciencia, en particular de la lógica y de la matemática»176.

Claro que esta postura, para él racional, y en cualquier caso posit i-va, se ve amenazada por otra, en apariencia similar, pero radicalmente distinta; es la que considera al lenguaje como «único» objeto de investi-gación. Aceptarla -nos dice-, es caer en la «filosofía semántica», cuyo re-sultado conduce al solipsismo semántico, que no es otra cosa que puro idealismo. El, sin embargo, va a partir también del lenguaje, pero no como realidad única e indivisa, sino dialéctica, esto es, dinámica y crea-tiva. Comprendamos que una actitud como la que defendía la «filosofía semántica» no hacía sino echar por tierra la oposición entre materialis-mo e idealismo, algo detestable para cualquier marxista. Más aún, ana-lizando la obra de Marx, en concreto la «Ideología alemana» y las «Tesis sobre Feuerbach», se da uno cuenta de que en el clásico marxismo ya se reconocía que cualquier análisis en el conocimiento llevaba aparejado el consiguiente y paralelo examen del lenguaje. De ahí su queja porque no se encaminase en esa dirección, habida cuenta, sobre todo, de la fecun-didad que hubieran aportado tales presupuestos. Lo que no ocurrió -según él- en el desarrollo de la filosofía «burguesa».

Por eso, el compromiso que ofrece la obra de Adam Schaff es bastan-te claro: se inicia con un planteamiento del lenguaje en cuanto hecho re-al e instrumento de comunicación. Le sigue después el estudio a dos problemas decisivos: la relación del lenguaje con el pensamiento, y el lenguaje con la realidad; para completarlo con una tercera parte acerca de la praxis, esto es, la influencia que ejerce el lenguaje en la persona que vive en sociedad. Por tanto, creyendo que su problemática se centra principalmente en estos puntos, optaremos por dicha división para nuestro análisis y comentario.

1. Lenguaje y comunicación

Consciente de las posibilidades que podían ofrecer las tesis marxis-

tas respecto a los problemas lingüísticos, Adam Schaff no duda en to-mar el lenguaje como un hecho social que nadie puede desmentir. Se trata de una de las experiencias más comunes y cotidianas. Todos, de una forma o de otra, experimentamos vivencias y las comunicamos. Por eso, nos dice: «El aserto de que la comunicación es uno de los fenómenos esen-ciales de la vida social no sólo es evidente, sino trivial. Sin comunicación huma-na, sin posibilidad de tal comunicación, sería imposible la vida social»177.

176 Ibid.: Introducción a la semántica. Fondo de cultura económica. México, 1969, pág. 63.

177

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 128.

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Partiendo de esta constatación, no ignora tampoco que los animales también se comunican. «La abeja con su "danza" y sus movimientos de ante-nas induce a sus compañeras de colmena a volar en busca de ricos hallazgos, y en consecuencia les "comunica algo" »178. Pero, dicha comunicación -se pre-gunta-, ¿es igual a la que realiza el hombre? ¿Usamos idénticos meca-nismos?; porque la emoción, la tristeza, el miedo, etc., se dan cita tanto en ellos como en nosotros y, a juzgar por el cariz de los hechos, nadie dudaría que las respuestas parecen delatar orígenes similares.

Sin embargo, a pesar de esos elementos comunes, la comunicación del hombre es, para A. Schaff, radicalmente distinta a la del animal. Mientras la de éste opera por «contagio emocional», la comunicación humana transmite, junto a los conocimientos, determinados estados mentales. Por lo tanto, la comunicación intelectual presupone la «com-prensión» de lo que se comunica, esto es, que entre los interlocutores o comunicantes existe un estado mental análogo, al margen, claro está, de la experiencia individual de cada uno. Además, frecuentemente la co-municación emocional se realiza por medio de recursos extralin-güísticos, no así la intelectual, que siempre es a través de la palabra; una palabra que puede ser tanto escrita como hablada, pero que, como producto y sistema significativo del hombre, siempre será residuo de un lenguaje fónico. De ahí que sea taxativo al declarar: «Las tareas inte-lectuales de comunicación pueden ser desempeñadas únicamente por un len-guaje de palabras, un lenguaje fónico (o su forma escrita)»179. Lo que no quiere decir tampoco que, al margen de la comunicación específicamen-te animal, no se vayan a dar los aspectos emocionales; todo lo contrario, puede que el fin propuesto sea precisamente transmitir auténticas emo-ciones, como los sentimientos de amor, de odio, de ternura, de admira-ción, etc.; si bien, esos estados de ánimo los considera secundarios res-pecto al contenido intelectual que únicamente se transmite por medio del signo de la palabra. En atención a ello nos dice: «La manera específi-camente humana de comunicación remite al dominio completo de la vida espiri-tual del hombre: tanto a la experiencia emocional como a la intelectual. Aun-que estas dos esferas no pueden separarse de un modo absoluto, representan campos diferentes de la vida espiritual y, en consecuencia, están conectadas con diferentes formas de comunicación»180.

Por otra parte, al pretender explicar el proceso de la comunicación, va a tener en cuenta, sobre todo, dos grandes corrientes filosóficas: la trascendental y la naturalista. División que toma de Wilbur Marshall Urban, lo mismo que sus representantes y adversarios. A Jaspers, repre-

178

Ibid., págs. 128-129. 179

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 133. 180

Ibid., pág. 135.

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sentando la concepción trascendental, y a Dewey como defensor de la naturalista.

Históricamente -dice-, la postura trascendental se remonta a Platón, quien, con su teoría de «Las Ideas» colocaba el conocimiento por enci-ma de lo empírico, considerando que el alma descubre y profundiza de forma directa en la esencia de las cosas. Esta noción la continúa el mis-ticismo neoplatónico, pasando después -según su criterio-, por el intui-cionismo de Bergson y la fenomenología de Husserl; aunque propia-mente la raíz más profunda debería buscarse en el mismo Kant, o mejor aún, en el neokantismo, quien, con su división del mundo en fenóme-nos y noumenos, preparaba el terreno para esta postura trascendentalis-ta como se puede apreciar principalmente en Jaspers, al proponer nada menos que un «yo trascendental» en la teoría de la comunicación.

Al lado opuesto se encuentran los naturalistas, que él identifica con los behavioristas o conductistas, para quienes los individuos, si en verdad se comunican, no es por otra cosa sino por su naturaleza física e intelectual que les es análoga. Es la naturaleza quien les relaciona y conecta con la misma realidad de la que parten. Por lo tanto, a pesar de que la capacidad intelectual sea diferente, las experiencias serán siempre similares, justifi-cando la innecesaria obligación de tener que recurrir a cualquier tipo o su-puesto trascendentalista.

Nombra a John Dewey como autor cualificado de esta postura, di-ciendo de él que su pensamiento está basado en que, para comprender la esencia de la comunicación, es necesario tener presente, además de la con-ducta humana, su forma de cooperación. Por lo tanto, la actividad de cada uno se modifica y regula en razón, precisamente, de su modo de partici-par. El lenguaje es un mutuo intercambio, esto es, una interacción de dos personas, al menos, que hablan y que escuchan.

Sin embargo, estas dos soluciones son insuficientes para A. Schaff, aun-que no de la misma manera. Y es que, conociendo el campo donde él se mueve, que no es otro que el de las tesis marxistas, nada tiene de particu-lar que, mientras rechaza de plano la postura primera, tachándola de es-peculación metafísica, y, en cualquier caso, incompatible con la ciencia, no haga lo mismo con la concepción naturalista. Considera, por ejemplo, que muchas de las formulaciones expuestas por Dewey van a la par con el punto de vista del materialismo; y si encuentra desaciertos es, entre otras cosas, porque no explica, ni la semejanza de los organismos que se comu-nican, ni el constitutivo de esa unidad común que forma el objeto, así co-mo tampoco las diferencias individuales en la percepción del mismo. Por lo cual, y en atención, sobre todo, a la posibilidad que ofrecen los princi-pios marxistas; A. Schaff propone una tercera solución basada en el carác-ter social de la persona. Aspecto social que se deja entrever, como ya

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apuntábamos, en la «Ideología alemana» y en las «Tesis sobre Feuerbach». Jus-tificándose por qué en su obra sean relativamente frecuentes frases como éstas: «Marx dijo que "la esencia humana no es una abstracción inherente a cada individuo". En su realidad es el conjunto de las relaciones sociales»181.

Debido, precisamente, a este concepto, la definición asumida por A. Schaff sobre el hombre, vendrá siempre condicionada por el entorno de sus relaciones sociales. De este modo, la persona, desde su origen hasta el más alto desarrollo espiritual, sólo puede comprenderse en razón de ese contexto social e histórico donde el lenguaje contiene y juega un papel de-cisivo. En realidad, se trata del verdadero aporte marxista al problema. El lenguaje humano es un producto que se origina y desarrolla en sociedad; y debido, sobre todo, a la exigencia que el hombre tiene de comunicarse y de dialogar. Claramente nos lo expresa con estas palabras: «Resulta totalmente superfluo recurrir a factores místicos, trascendentales, para explicar el proceso de la comunicación. La explicación es bien natural, pero no naturalista. Es social.

Esto es lo que el marxismo aporta al problema de la comunicación. El enfoque marxista hace posible resolver ese problema de una manera coherentemente cientí-fica, disociando al marxismo tanto de las especulaciones metafísicas del trascen-dentalismo como del materialismo vulgar de la interpretación naturalista»182.

Ahora bien, si el carácter social del hombre explica el fenómeno de la co-municación, para resolver la forma o el cómo de llevarlo a efecto será menester delimitar primero el alcance y uso de los instrumentos a emplear, es decir, será preciso un estudio previo del «signo y del significado» como medios impres-cindibles para la mutua comunicación. Porque si hasta el presente, el interés se había centrado casi en exclusiva en la universalidad de este proceso; a partir de ahora se ve la conveniencia de prescindir de los «estados emocionales» para detenerse en el estudio de la comunicación propiamente intelectual.

Pero, ¿cuál es el alcance que da al signo? En primer lugar nos dice que, pa-ra hacer frente a este problema, urge previamente analizar el concepto de sig-nificado. Por eso, la definición que él nos ofrece es tan general que bien pudiera decirse que se centra en el atributo común de los signos en cuanto que nos co-munica e informa de algo. Aunque tratándose de la función y la propiedad más significativa, piensa que puede ser suficiente para fundamentarlo. Nos lo expresa del siguiente modo: «La principal función del signo es comunicar algo a alguien, informar a alquien acerca de algo. Esa función es común, indudablemen-te, a todas las categorías de signos, y en consecuencia sirve de fundamento para la definición del signo: "Todo objeto material, o la propiedad de ese objeto, o un acon-tecimiento material, se convierte en signo cuando en el proceso de la comunicación sirve, dentro de la estructura de un lenguaje adoptado por las personas que se co-munican, al propósito de trasmitir ciertos pensamientos concernientes a la reali-

181

SCHAFF, A.: Ob. c i t. , pá9. 150. 182

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 152.

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dad, esto es, concernientes al mundo exterior, o concernientes a experiencias in-ternas (emocionales, estéticas, volitivas, etc.) de cualquiera de los copartícipes del proceso de la comunicación"»183.

Es claro que la incidencia está en la comunicación. Pero no es sólo eso, sino que, por tratarse de una propiedad universal y común de todos los signos, además de ser apta para su definición, nos puede servir también para clasifi-carlos. En razón de lo cual, y con el deseo, sobre todo, de justificar dicha pro-puesta, él nos sugiere, a vista de var ias divisiones al respecto, la siguiente tipo-logía:

Hagamos algunas breves reflexiones siguiendo su estimación y criterio: 1) Dividir primeramente los signos en naturales y artificiales es tan

común que apenas si se presta a comentario alguno dado su universal acep-tación.

2) Entre los signos verbales y aquellos que no lo son, la diferencia radica en la naturaleza específica de los primeros, siempre y cuando nos atenga-mos al proceso de la comunicación de los mismos.

3) En los derivativos, se distinguen también los que influyen directa-mente en el comportamiento humano (señales), y aquéllos que lo hacen de forma indirecta o sustitutoria.

4) A diferencia de las señales, cuyo alcance para A. Schaff se centran en ser signos evocadores o hacer que alguien desista de alguna acción, los sig-nos sustitutivos hacen las veces de otros objetos que, siendo a su vez mate-riales, representarían a otros objetos materiales como ocurre con las foto-grafías; aunque puede también que nos evoque una noción abstracta, como la figura de una mujer con la espada y la balanza simbolizando a la justicia.

183

Ibid., pág. 180.

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Con todo, lo que a él más le interesa es señalar lo específico, pero

no de cualquier componente, sino del signo lingüístico, cuya natura-leza reside en su «transparencia al significado». Ahora bien, ¿qué al-cance tiene en A. Schaff esta expresión? Diremos, en principio, que se trata de una metáfora, pero intentando subrayar la diferencia entre el signo específicamente verbal y cualquier otro de naturaleza distinta. Porque si todos coinciden en ser guías y orientadores de referencias singulares, esto es, distintas a la propia realidad; no lo hacen, sin embargo, de la misma forma. Se distinguen en el sentido de que, si se trata de signos no verbales, entre éstos y los objetos referidos se da lo que él llama una «autonomía» o discrepancia que impide la transparen-cia significativa. Por eso, llega a decir: «Cuando hablamos de los signos pro-piamente dichos con excepción de los signos verbales, siempre es un hecho que la relación entre el aspecto semántico del signo admite cierta "autonomía" de significado»184.

Por el contrario, en los signos verbales cree que se transparenta la realidad significada. Es como si el material fónico se diluyera para mejor contemplar la realidad a la que se apunta. Aunque también es verdad que, si todo esto es posible, no lo es por otra razón sino por esa unidad que forma el pensamiento con el lenguaje. Para A. Schaff, pensamiento y lenguaje constituyen una unidad indisoluble, un todo orgánico singular e indivisible. No existe pensamiento al margen del lenguaje, como tampoco lenguaje independientemente del pensa-miento. «Es precisamente esta unidad específica de pensamiento y lenguaje lo que origina la "transparencia al significado" de los signos verbales. Son significativos, aunque no sólo significativos»185. De lo cual se deduce que el signo verbal no es sólo significado, sino también fenómeno mate-rial, es decir, sonido, indicación, etc., cuyas realidades también se hacen imprescindibles a la hora de la comunicación y el diálogo. Pero no es únicamente eso, sino que dicha unidad, que sólo la abstracción permite percibir por separado, además de ser síntoma y señal de rea-lidades múltiples, tiene un carácter arbitrario. Para él no existe vín-culo natural alguno entre sonido y significado. De ahí que, siguiendo esta lógica, el punto siguiente a dilucidar corresponde al modo o tipo de relación que existe entre el aspecto fónico (sonido) y el significado (concepto).

A. Schaff es consciente de que en la comunicación humana, en concreto, entre el que habla y el que escucha, entre la palabra y el significado, debe existir necesariamente una unidad de acción y con-vivencia, de lo contrario sería imposible que nos comunicásemos. Bien es cierto que esta unidad tampoco puede ser completa, puesto que de ser así, comprenderíamos siempre todo aquello que se nos di-ce; entenderíamos, por ejemplo, todas las lenguas; lo que es absurdo pensarlo. ¿Cómo se realiza, entonces, esa unidad relativa? A su modo de entender, existen dos tipos de respuestas que compiten entre sí. La primera es la que proponen los «asociacionistas», para quienes el sonido y el significado es algo independiente, aunque se combinan 184

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 201. 185

Ibid., pdgs. 202-203.

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en el signo verbal. Se trataría de una postura un tanto acrítica, donde a la palabra se la asigna el mismo nivel que a acualquier otro signo lingüístico. Sonido y significado pueden existir independientemente uno del otro, y la aparente unidad sería sólo problema mnemónico (de memoria) para asociar las dos realidades; lo cual es inadmisible, evidentemente, en un planteamiento como el suyo.

La segunda solución, y con la que se siente identificado, es la que propone una unidad relativa entre sonido y significado en el signo verbal, es decir, que el significado no es autónomo respecto al soni-do, sino que existe siempre una conexión «sui generis» entre ambos conceptos. Ahora bien, ¿qué alcance da él a ese «sui generis»? No nos lo clarifica suficientemente. Incide, sí, en que el significado no es autónomo y, en consecuencia, por sí solo nunca podría constituirse fuera de esa unidad que forman el lenguaje y el pensamiento.

Nos dice también que la palabra, como signo lingüístico, tampoco puede identificarse, ni con el símbolo ni con la señal, aun cuando ella pueda hacer las veces de ambos. «El signo verbal no puede identificarse con ningún otro signo, puede asumir las funciones de algunos -por lo me-nos-, de esos signos. El signo verbal no es una señal, ya que tiene caracterí s-ticas y propiedades diferentes de las de ésta, pero puede funcionar como se-ñal. El signo verbal, en el mismo sentido, no es idéntico a un símbolo, pero puede desempeñar su papel»186. Considera, sin embargo que, en su as-pecto genético, tanto los signos verbales como los que no lo son, se constituyen como fruto del proceso de generalización, lo cual, unido a la propiedad específica del signo verbal (la «transparencia al signi-ficado») hacen que éste ascienda a los niveles más altos de la abstrac-ción.

Otro de los puntos que subraya es el referido al carácter arbitrario y convencional del nexo entre sonido y significado. Carácter arbitrario del signo que podría concebirse como anulación del vínculo natural en-tre la estructura fónica y el significado; aunque con ciertas salvedades también. En efecto, al partir de la unidad orgánica pensamiento-lenguaje, la consecuencia es evidente: nunca podría aceptarse una abso-luta y radical conexión arbitraria; pertenecería esto, más bien, a la litera-tura neopositivista; sino que su arbitrariedad está condicionada tam-bién por la genética, por el carácter histórico y social del lenguaje, lo cual no significa tampoco que se asuma la tesis del vínculo natural en-tre sonido y significado tal y como lo entendió la tradición platónica.

Pero volviendo al proceso de comunicación, existe otro problema que es obligado afrontar; se trata del problema de la significación. Previa-mente ya quedó reflejado que el diálogo entre las personas se establecía por la mutua comprensión de los signos, de unas palabras que apunta-ban a algo, que eran refereciales de experiencias del mundo y de la vi-da. Pues bien, esto sucede, entre otras razones, porque signo y signifi-cado constituyen una única unidad que sólo la abstracción puede divi-dir o separar. No hay signo sin significado, ni significado sin signo.

186

) SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 212.

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«Significados "por sí mismos" sin un signo-vehículo, no existen más que en mentes de metafísicos incurables»187. Por consiguiente, lo primero que hay que tener en cuenta es la ambigüedad que conlleva la palabra «signifi-cado»; Así pues, desde la perspectiva marxista, él hace dos salvedades:

La primera es que no existe propiamente eso que se llama «signi-ficado», ya que, de su referencia, ni puede decirse que sea material, ni mucho menos ideal o imaginativa; alude, más bien, a las personas que se comunican después de haber visto o experimentado la carga o el lastre que tras de sí llevan los objetos. A las ideas, como a los signi-ficados, les corresponde una existencia indierecta, porque, de admitir la real y propiamente directa, caeríamos en el más puro idealismo ob-jetivista; lo que es inadmisible en el materialismo dialéctico; impo-sible y absurdo desde el momento que se desautoriza toda posible objetivación que vaya referida a entidades de tipo ideal.

La segunda cuestión está relacionada con el objeto que se refleja en la mente de los que hablan y dialogan. ¿En qué consiste? ¿Cuál puede ser su auténtica realidad? Y, como en otras ocasiones, A. Schaff, vuelve a ser consecuente con los principios marxistas para confirmar que, una vez descartados los objetos ideales, sólo puede quedar el mundo exte-rior, que será el verdadero, el de la materia como auténtica realidad que se refleja en los objetos. Claramente nos dice: «Desde el punto de vista ma-terialista, sólo una solución es posible: el objeto que en la relación del conoci-miento es el correlato común a diferentes sujetos es el mundo material, que se manifiesta concretamente en forma de cosas»188.

Ahora bien, expuesta la exigencia marxista, cree que es obligado

formular dos cuestiones al respecto. Y son las siguientes: ¿qué es una situación-signo en la que aparece lo que llamamos significado? Y en atención a ella, ¿qué entendemos por significado?

Por lo que atañe a la situación-signo, él, tras el análisis de la co-nocida formulación de Ogden y Richards y, posteriormente, la de Johnson, a los que desautoriza por incidir casi exclusivamente en el nexo causal de los elementos: referente-símbolo-pensamiento; apoya la dirección apuntada por Gardiner, quien resalta la situación-signo como una relación entre personas que usan o producen signos. To-mando las palabras de dicho autor, señala: «Así, pues, el hablante, el oyente y las cosas de que se habla son tres factores esenciales del habla nor-mal. A ellos hay que añadir las mismas palabras reales»189.

Confiesa, al mismo tiempo, que el rechazo a esa fetichización del signo, donde se asume la independencia de éste y el pensamiento por una parte, y el objeto por otra, la toma del mismo Marx que es el que acuña en «El Capital» la frase «fetichismo de las mercancías». En efecto, Marx, intentando dar una explicación al sentido del «valor», descu-bre que lo que se cambiaba con las mercancías no era simplemente la 187

Ibid., pág. 2l6. 188

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 128.

189 GARDINER, A.: The Theory of Speech and Language. Oxford, 1951, The Clarendon Press.

Cita tomada de A. Schaff. Ob. cit., pág. 226.

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materialidad de las mismas, sino el trabajo de quien las producía, es decir, que en las mercancías se encarnaba el trabajo social, con-virtiéndose éste en la verdadera medida de las relaciones de cambio, y, por consiguiente, del valor.

Algo semejante -dice-, ocurre con el significado y la situación-signo. También aquí existe una especie de «fetichismo del signo» que encubre la solución del problema. «En conjunto, al declararse uno soli-dario con Gardiner puede decir que la situación-signo se presenta cuando dos individuos por lo menos se comunican entre sí por medio de signos para trasmitirse sus pensamientos, expresiones de sentimientos, voliciones, etc., relacionados con algún objeto (universo de discurso) al que se refiere su co-municación»190.

Una vez aclarado esto, su compromiso es retornar al estudio del problema del significado, problema que deriva, evidentemente, del re-sultado de la situación-signo. Para él, un signo sin significado es una contradicción, y un significado sin signo, el fruto específico de la espe-culación idealista. ¿Cuál es, entonces, su verdadero alcance? Recono-ciendo la dificultad del compromiso, examina primero una lista de in-terpretaciones posibles con el fin de hacer resaltar mejor su postura al respecto. Son las siguientes:

1) El significado es el objeto, del cual es signo el nombre. 2) El significado es una propiedad de los objetos. 3) El significado es un objeto ideal, o una propiedad inherente del pensa-miento. 4) El significado es una relación:

a) entre signos; b) entre el signo y el objeto; c) entre el signo y el pensamiento relativo al objeto en cuestión; d) entre el signo y la acción humana; e) entre los individuos que se comunican por medio de signo191.

Como podemos apreciar, estas definiciones del significado respon-den a la combinación de elementos que integran la situación-signo según la exposición precedente; exposición que posibilita, a su vez, las distintas posturas y teorías. La que él defiende, por sintonizar con las tesis marxistas, le obliga, como es lógico, a rechazar todas aquellas que se alejan de dichos planteamientos. Así, no puede aceptar, por ejem-plo, que el significado sea un objeto o una propiedad de éste; tampoco un algo ideal o una propiedad inherente al pensamiento, puesto que sería tanto como asumir la actitud subjetivista; ni incluso una relación entre los signos, o entre el signo y el objeto, el pensamiento o cual-

190

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 229. (18) Ibid., pág. 230. 191

Ibid., pág. 230.

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quier acción humana. El significado es, por encima de todo, una rela-ción social de comunicación entre los hombres, es decir, una relación definida entre personas que se comunican e intercambian experien-cias.

Pero se pregunta: ¿qué se quiere decir al afirmar que el significado es una relación social? Y responde: «Sobre poco más o menos, que alguien quiere incitar a algún otro a la acción, informarlo de sus ideas, sentimientos, etc., y que con ese fn recurre a un signo -un gesto, una palabra, una imagen-, etc.»192. Es como si el significado conjuntase el doble papel del pensa-miento y la acción humana, pues de hecho las dos caras están insepa-rablemente unidas entre sí.

Pero esta exposición deberá partir de un punto de vista evidente co-mo es el origen del mismo significado, es decir, el origen de esa peculiar propiedad cuya virtud es transformar los objetos y experiencias huma-nas en signos. Es, en realidad, una cuestión psicológica y epistemológi-ca en cuanto que está relacionada con los procesos del pensamiento. Y es que la génesis del significado y el de dichos procesos coinciden; sin-cronizan en el sentido de que, tanto los signos como los significados se originan en la práctica social, sirviendo, a su vez, para transformar las realidades de las que se parte.

Es de notar que una postura así siempre irá de la mano con las tesis de la epistemología marxista; coincide, sobre todo, con uno de los prin-cipales principios de su dialéctica, como es el conocido axioma: «El hombre adquiere conocimiento de la realidad influyendo en ella y transformán-dola». Y es que en todo proceso intelectual, por ser privativo de cada persona, si es cierto que comienza siendo subjetivo, por referirse a obje-tos materiales hace que sea también objetivo. Se explica así cómo los cambios históricos, en su práctica social, hayan influido tanto en el campo de las relaciones semánticas.

Pero el problema lingüístico no se agota en su función comunica-tiva. Según su criterio, toda filosofía del lenguaje, si se precia de ser-lo, deberá abordar dos cuestiones de capital importancia: la relación del lenguaje con el pensamiento, y la relación del lenguaje con la rea-lidad. Y hasta tal punto lo asume, que llega a decir: «La cuestión cen-tral es para nosotros la de la relación entre el lenguaje, por un lado, y el proceso de pensamiento y la realidad a que se refiere el lenguaje, por otro»193. Por lo cual, y en atención a este compromiso suyo, des-lindaremos ambos problemas según esa estimación y su particular modo de afrontarlo.

II. Lenguaje, conocimiento y realidad

192

Ibid., pág. 269. 193

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 327.

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Parece evidente que el lenguaje expresa el pensamiento y, en conse-cuencia, la realidad que el pensamiento incluye o adjunta dentro de sí. Se trata, en realidad, de un marco de relaciones que nosotros, dentro de su estudio, podríamos formular: ¿influye el lenguaje en el pensamiento? ¿Influye en la visión que tenemos de la realidad? La problemática, por lo tanto, es doble: relación «pensamiento-lenguaje» y relación «pensa-miento-realidad».

a) Lenguaje y pensamiento.

El problema es el siguiente: en el conocimiento humano, ¿es pro-piamente uno o son dos los procesos que se originan?, es decir, ¿se puede hablar primero de un pensamiento puro y posteriormente de la expresión en palabras?, o, ¿se trata, más bien, de un solo proceso del pensamiento en el lenguaje? Y una vez más, haciéndose solidario con los principios marxistas donde queda descartado todo pensamiento lin-güístico, A. Schaff quiere ahora corroborarlo con los datos científicos que toma particulamrente de Piaget en los análisis que éste hace sobre la psicología del niño. Supone, por ejemplo, que el lenguaje y el pensa-miento evolucionan uniformemente. Y por lo que atañe a su unidad, piensa también que ya en las primeras décadas del siglo, Piaget lo debía admitir al comprobar que el egocentrismo del pensamiento del niño se fundamentaba en el individualismo de su lenguaje. Nos lo dice con es-tas palabras: «La literatura sobre el segundo problema está representada, por ejemplo, por las obras de Piaget, de los años veinte. Allí se supone de antemano la unidad de pensamiento y lenguaje en el niño, se estudia el pensamiento a través del lenguaje del niño. Así, por ejemplo, la tesis del egocentrismo del pen-samiento del niño se fundamenta finalmente en que se ha comprobado el egocen-trismo del lenguaje del niño, que se confirma que el niño habla de sí mismo y no se preocupa del punto de vista del otro»194.

Sin embargo, él cree que ha sido la escuela soviética de psicología la que más ha investigado acerca de estos problemas, llegando incluso a conclusiones como éstas: «Los sabios soviéticos establecieron, en primer lu-gar, basándose en las investigaciones realizadas hasta el momento, que un niño que no puede hablar a causa de un defecto y que nunca aprenderá a hacerlo, al que por tanto no se le comunicará ningún sistema de símbolos, está condenado a un retraso intelectual permanente»195. Evidentemente, se trata de personas que, aparte de este defecto, son normales en todo lo demás. Cita tam-bién el caso Kaspar Hauser, quien percibía el mundo como un conglo-merado de colores, y que sólo comenzó a concebirlos como multitud de realidades cuando fue capaz de aprender sus nombres196. Se aprende a hablar como se aprende a pensar. Y si se dice que es innata en el hom-bre la capacidad lingüística, es en razón de que hereda genéticamente la

194

SCHAFF, A.: Lenguaje y conocimiento. Trad. de Mireia Bofill. Ed. Grijalbo. México, 1967. 195

Ibid., pág. 156. 196

Ibid., pág. 154.

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estructura de su cerebro y demás órganos al caso. Pero el lenguaje en sí, en la efectividad de su aparición y desarrollo, es un producto social. Se comunica al individuo -según expresión suya-, «en la ontogénesis del ser humano individual a través de la educación»197.

Ahora bien, esta unidad orgánica entre lenguaje y pensamiento pue-de ser erróneamente interpretada pensando que se trata de verdadera identidad; sin embargo, el monismo del lenguaje y el pensamiento no quiere decir que se confundan e igualen los términos, sencillamente lo que se pretende afirmar es su antidualismo, es decir, un presupuesto que elimina cualquier actitud que pretenda optar por la separación de uno y otro. Al hablar de no identificación es porque, en el proceso del pensamiento, además de las operaciones lingüísticas, existen otros pormenores que convendría matizar. Lo primero -dice-, es definir el al-cance del verbo pensar; cosa que no ha sido tan fácil. De ahí las dis-tintas definiciones al respecto: capacidad de orientarse en el mundo, capacidad de solucionar problemas, reflejo subjetivo de la realidad ob-jetiva, etc.; pero que él considera insuficientes por no separar lo es-pecífico del pensamiento humano de lo propio del mundo animal.

Cabría decir que en algunos mamíferos superiores no es incorrecto atribuirles un cierto tipo de orientación en el mundo, de un reflejo subjetivo de la realidad objetiva, como también, en determinados ca-sos, de ciertas soluciones a problemas concretos. Pero lo típico y pro-pio del pensamiento humano es su carácter conceptual, que está -según él-, inseparablemente ligado con el lenguaje. Pese a ello, el pen-sar humano, como nivel superior de orientación y de reflejo, no puede separarse de los estadios anteriores de los que procede por vía evolu-tiva. Lo cual no significa tampoco que, en ocasiones, el animal esté me-jor adaptado al mundo que el propio hombre. Pero el pensamiento humano, aunque procediendo de la asociación de imágenes de la etapa prelingüística de la orientación animal, es distinto y supera dicha orientación. El conocimiento del hombre está ligado al concepto y al lenguaje, y, consecuentemente, su estructura no puede ser la misma que la del animal. Estas son sus palabras: «El pensamiento humano como forma humana de orientación en el mundo es una unidad de lenguaje y pensa-miento, puesto que el pensamiento humano no puede realizarse sin signos lin-güísticos, que no deben ser necesariamente vocablos. Pero el pensamiento humano también contiene imágenes con su mecanismo específico de reflejo del mundo y de creación de conjuntos, que determinan la actuación, procedentes de la etapa prelingüística de la orientación animal en el mundo»198.

Fiel, por otra parte, a su concepción marxista, él cree que la raíz de la unidad del pensamiento-lenguaje está o se incluye dentro de la misma evolución de la Historia, y más concretamente, en el proceso social del trabajo como factor de convivencia y desarrollo. De ahí que

197

Ibid., pág. 159. 198

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 186.

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alabe y considere genial la antropología de Carlos Marx en «La ideolog-ía alemana», así como también a Federico Engels en su artículo, «El pa-pel del trabajo en la hominización del mono».

Para A. Schaff, genéticamente, el lenguaje hablado es el desarrollo de los sonidos animales en cuanto que expresan las distintas impre-siones suscitadas por el mundo exterior, mientras que el pensamiento sería la prolongación y desrrollo de la orientación animal en el mundo, aun cuando ambas operaciones no sean sino dos aspectos inseparables del único proceso cognosicitivo que realiza el hombre. Sin identificar los términos: pensamiento-lenguaje, propugna, sin embargo, una indi-soluble unidad en el sentido de que, de otro modo, el pensamiento humano nunca podría realizarse; precisa, por naturaleza, el uso de ta-les signos lingüísticos. Recordando a Saussure en el símil de la hoja de papel para explicar la unidad de sonido y significado, él lo refiere aquí al pensamiento y al lenguaje: nunca podría sacarse una de las caras sin perjudicar a la otra. Se trata -nos dice- de una indisoluble unidad don-de, sólo haciendo uso de la abstracción podrían distinguirse las partes del único proceso existente: el proceso conceptual hablado.

b) Lenguaje y realidad

Una vez expuesta la unidad del pensamiento y el lenguaje, el si-

guiente problema a afrontar no podría ser otro en importancia que la cuestión del lenguaje en su relación con la realidad. La tradición al res-pecto es larga evidentemente; recordemos sino la controversia de los «universales lingüísticos» en la Baja y Alta Edad Media. Sin embargo, para A. Schaff, eran las intuiciones de Herder, a mediados del siglo XVIII las que verdaderamente daban opción para revolucionar el estu-dio del lenguaje, proponiendo a éste, no sólo como instrumento expre-sivo, sino también como la «tesorería» donde se guarda la riqueza de los pensamientos de las generaciones pasadas.

Pero reconoce Schaff que el análisis en esta dirección apenas si fue desarrollado por los estudiosos del lenguaje en las naciones soviéticas. Se verían éstos obligados a interesarse cuando la hipótesis de Sapir-Whorf se difundiera y generalizara en nuestro siglo. Con todo, la acti-tud primera fue de rechazo, por más que allí se sostenía que el lenguaje condicionaba socialmente la concepción de la realidad. La postura de Sapir, por ejemplo, era tachada de idealismo, y la de Whorf, de «pseu-do-científica», con cierta tendencia hacia el racismo.

Sin embargo, A. Schaff, consciente de su positiva originalidad, con-fiesa ser partidario de las ideas fundamentales de esta hipótesis, demos-trando, a su vez, que tal postura puede conjugarse con el marxismo. Pe-ro ateniéndose concretamente a la idea de Sapir, para quien un pueblo o una comunidad lingüística es, en su expresividad, el verdadero organi-zador de su experiencia, cree, no obstante, que existen dos actitudes al respecto. Una, racional y realista, donde se reconoce un factor subjetivo en el conocimiento, es decir, que a un determinado sistema lingüístico

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le corresponde una particular influencia en el proceso del conocimiento de la realidad. La otra, de carácter idealista, concibe la incidencia del lenguaje de un modo más radical, su influjo no se reduce a un papel meramente activo, sino que incluso es el «creador» de la imagen de la realidad mediante el propio sistema lingüístico.

Cabría, además, otra actitud más extremista todavía: la de aqué-llos cuya postura les lleva a afirmar la «creación» de la realidad mis-ma. Pero esto -dice Schaff-, es ya misticismo y pura fantasía que no merece tenerse en consideración. Aunque, a su modo de ver, tanto unos como otros tenían de positivo el hecho de criticar la concepción mecanicista donde los conceptos reflejaban, no una de las vertientes, sino la totalidad de la realidad objetiva. Por lo tanto, la cuestión a di-lucidar, en palabras suyas, aunque deducidas de los planteamientos de Humboldt y Cassirer, es la siguiente: ¿La forma en que el hombre aprehende el mundo es independiente del sistema.del lenguaje en que pien-sa? ¿Existe, en consecuencia, «faits bruts» de la experiencia que, como im-presiones sensoriales, son independientes de los demás factores de la vida espiritual, particularmente del lenguaje?199 Y A. Schaff, en fuerza de ser lo más objetivo posible, opta por la etnolingüística, no como única a l-ternativa para solucionar una cuestión que él dice no está todavía su-ficientemente madura, sino para hallar los posibles argumentos que favorezcan la tesis más racional y objetiva.

Pues bien, aunque en principio nos dice que las investigaciones no tenían un programa estrictamente filosófico, no por ello la ciencia et-nológica dejaba de incidir en los problemas de la filosofía del lenguaje; él considera pioneros en este campo los estudios de Lévy-Bruhl y de Bronislaw Malinowski, observando el primero que el carácter concreto de las lenguas de los llamados pueblos primitivos influía en el nivel re-presentativo de sus formulaciones generales; mientras que Malinowski, tras el examen de las lenguas de los habitantes de las islas Trobriand, insistía en que únicamente situándose en la cultura de un pueblo, podr-ía uno comprender de forma adecuada su lenguaje, resultando, por ello, prácticamente imposible traducir literalmente esas lengua a las europe-as. Pero la problemática quedó definida, sobre todo, en la hipótesis de Sapir-Whorf. Hablamos ya de ella; pero en atención a la importancia que tiene en el estudio de A. Schaff, precisaremos lo siguiente:

Teniendo en cuenta que Whorf radicaliza el relativismo moderado de su maestro Sapir, al proponer que el mundo sólo es una corriente cali-doscópica de impresiones que deberán ser organizadas por nuestro espíritu200, y que A. Schaff lo considera como actitud idealista, se detie-ne en la postura de Sapir por creerla más racional y objetiva, y cuya

199

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 64. 200

Ibid., pág. 112.

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idea básica, según su criterio, es la siguiente: «El lenguaje de una comuni-dad humana dada, que habla y piensa en esa lengua, es el organizador de su ex-periencia y configura su "mundo" y su "realidad social" gracias a esa función. Formulado de modo distinto y más breve, este pensamiento dice que en cada len-guaje se halla contenida una concepción particular del mundo»201.

A su entender, la propuesta de Sapir es doble: además de referirse al lenguaje como guía que orienta la observación e interpretación de la realidad -lo que le hace ser crítico con el idealismo-, admite también la influencia del entorno y lo social en la formación del lenguaje, lo cual para A. Schaff es correcto desde el momento en que se salvan, tanto el carácter dialéctico de la teoría marxista, como su concepción sobre la realidad. Es una teoría que, sin prescindir de la realidad, descarta que sea un reflejo de la misma. No es un captar y presentar los objetos al modo de una cámara fotográfica, lo que sería -dice-, un «realismo inge-nuo» y contrario, no sólo a los resultados de la etnología, sino también al mismo pensamiento de Marx cuando éste se oponía a cualquier posible mecanicismo de la realidad. Es una concepción que ofrece al lenguaje el papel de organizar su mundo de experiencias. Lo que tampoco quiere de-cir que él aceptase todos los presupuestos de Sapir. Llega a decir, por ejemplo, que de no mirar contextualmente toda su obra, no es infrecuente encontrar ciertas formulaciones afines al idealismo; y es que, en su conjun-to, la hipótesis de Sapir-Whorf adolece de la claridad y comprensión que sería preciso para ciertas proposiciones; así como su «relativismo lingüísti-co» que, en su forma extrema, conduce a la afirmación absurda de que no se pueden traducir las lenguas.

Pero, aún sin esa plena aceptación, por el hecho de ocuparse del papel activo del lenguaje dentro del proceso del conocimiento de un modo científico, siempre se la tendrá como guía o, al menos, como punto de refe-rencia. Se podría retener, a su juicio, lo siguiente: que la lengua en que pensamos y nos sirve de comunicación influye sobre la forma en que per-cibimos la realidad y, por ello, también sobre nuestro propio comporta-miento. «Como hipótesis de trabajo que se basa, primero, en la observación del material lingüístico y, en segundo lugar, en una interpretación determinada de la unidad de lenguaje y pensamiento, y de la relación del lenguaje-pensamiento con la realidad objetiva, se acepta la tesis moderada de que el sistema lingüísti-co es parte integrante del conocimiento humano, no sólo como instrumento pa-ra la comunicación, sino también como factor que constituye el conocimiento, gracias a su relación con el pensamiento»202.

Se parte, efectivamente, de un hecho real: la observación del fenómeno lingüístico; reconociendo, mediante su análisis comparado, que dicho

201

Ibid., pág. 98. 202

SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 132.

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fenómeno, no sólo es medio, sino también parte integrante del conoci-miento del hombre. A modo de resumen, he aquí sus palabras: «Es distinto afirmar que el lenguaje "crea" la imagen de la realidad de forma arbitraria y, en consecuencia, modificable, según mi elección arbitraria del lenguaje, a pro-poner la tesis de que el lenguaje "crea" la imagen de la realidad en el sentido de que impone una percepción del mundo dentro del desarrollo ontogenético del modelo del individuo y de las estructuras típicas, que se forman en la experien-cias filogenética de la humanidad y que se transmiten a través de la educación siempre lingüísticamente condicionada de sujeto a sujeto. En el segundo caso, la "creación" no es arbitraria ni -en consecuencia-, modificable a voluntad. Las tesis de un papel del lenguaje así entendido, tal vez no sean tan impresionan-tes, pero tienen un carácter racional y, por ello, pueden ser aceptadas por las ciencias positivas que se ocupan de los problemas de la cultura»203... «La pre-gunta sobre si el lenguaje crea la imagen del mundo, encuentra una respuesta claramente negativa dentro del marco del sistema adoptado por nosotros. El se-gundo problema sobre si existe la alternativa de que el lenguaje crea la imagen de la realidad o es el reflejo de la realidad objetiva, también recibe una respues-ta negativa. De todo nuestro proceso del pensamiento se desprende que el len-guaje no crea la realidad -en sentido literal-, ni es un reflejo de esta realidad en sentido literal del témrino "reflejo". Se trata de un reflejo que siempre posee un cierto elemento de subjetividad, o sea, que, en un sentido limitado de esta pala-bra, "crea" la imagen de la realidad. El reflejo de la realidad objetiva y la "crea-ción" subjetiva de su imagen en el proceso del conocimiento no se excluyen, s i-no que se complementan mutuamente, al constituir un conjunto»204.

Por lo tanto, al admitir que el pensamiento está dirigido, en cierto modo, por el sistema lingüístico, es lógico que A. Schaff rechace la te-sis del reflejo como teoría «ingenua» de realismo. Porque ésa es, al fin y al cabo, su verdadera paradoja: que siendo el lenguaje guía de nuestra percepción en el mundo, es, a su vez, producto de la misma vida del hombre en ese mundo.

III. Lenguaje y «praxis social»

Una vez que A. Schaff ha aclarado los principios que guían su

pensamiento, va a dar un paso adelante para afrontar otro serio pro-blema en la filosofía marxista del lenguaje; se trata de la influencia y la acción del sistema lingüístico en el comportamiento humano, y, por

203

Ibid., pág. 217

204 SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 242.

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medio de él, sobre la posible transformación de la realidad misma. Con tal propósito, de nuevo pretende partir de datos controlables y científicos como productos que son de los pensamientos y actuaciones del hombre. Es consciente que el lenguaje, además de tener su inci-dencia en el pensamiento, influye también en las disciplinas científicas y científico-técnicas, sin olvidar tampoco las artísticas, naturalmente. De ahí que escriba: «La psicología social, así como la sociología y otras cien-cias que tienen por objeto el comportamiento social del hombre, destacaron el papel de los estereotipos en el comportamiento y modo de actuar de los hom-bres. La educación, que siempre es una educación concreta de un medio deter-minado y un grupo social determinado, transmite al individuo el saber social acumulado no sólo en forma de lenguaje, que también es pensamiento, sino también por medio de sistemas de valores aceptados y los estereotipos del modo de comportamiento humano relacionados con éstos, que se califican de valiosos, importantes o perjudiciales. Desgraciadamente, aún sabemos demasiado poco sobre este aspecto, con toda seguridad sumamente importante desde el punto de vista social»205.

La cuestión de fondo era ésta: que la sociedad, mediante un de-terminado sistema lingüístico, transmite a los hombres, además de una peculiar visión del mundo, unos modos también de comporta-miento. Por lo tanto, la persona, inmersa y educada en una sociedad, inconscientemente irá asumiendo los valores que le son transmitidos, entre otros medios, por el lenguaje, ya que es éste, no sólo el indica-dor y el guía en el conocimiento, sino también en la actuación y en la praxis humana. Ahora bien, como la ideología es la que determina el sistema de valores que admiten las distintas comunidades, se preci-sará un estudio serio de la relación que guarda el lenguje con dichas ideologías. Por eso, y antes que nada, será conveniente precisar el a l-cance que él da al concepto de ideología, y que es la siguiente: «La ideología es un sistema de opiniones que fúndándose en un sistema de valo-res admitidos, determina las actitudes y los comportamientos de los hombres en relación con los objetivos deseados del desarrollo de la sociedad, del gru-po social o del individuo»206.

La característica se centra en que, para hablar de ideologías, es im-prescindible que se ofrezcan primero unos valores, unas cualidades cu-yo cometido es impulsar a la persona a comportarse de uno u otro mo-do; aunque atendiendo, claro está, al desarrollo del grupo social en el que se encentra cada uno. No es infrecuente que el comportamiento del hombre venga condicionado por impulsos mentales o a instancias de un determinado sistema lingüístico. En realidad, el lenguaje también tiene que ver en el comportamiento por una sencilla razón: si la palabra in- 205

Ibid. pág. 261. 206

SCHAFF, A.: Sociología e ideología. Barcelona 1971, pág. 22.

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fluye en el pensamiento, y éste, a su vez, en la forma de comportarnos, es lógico que el lenguaje dirija también la actuación del hombre.

Sin embargo, esta deducción, por más que parezca trivial e ingenua -dice Schaff-, lo cierto es que, tanto en la exposición como en las conse-cuencias, siempre estuvo marginada. De ahí que, lo primero que se de-bería hacer sería preguntarse cómo y por qué se actualiza la influencia del lenguaje en el comportamiento. A lo que él responde: «El signo lin-güístico no viene íntimamente vinculado al concepto tan sólo, sino asimismo al "estereotipo"»207. En efecto, la palabra, como signo lingüístico, no sólo está ligada al concepto, sino también a lo que él llama «estereotipo». Pe-ro, ¿cuál es su alcance exacto? ¿Cómo nos lo define? En este caso, sir-viéndose del «Dictionary of the Social Sciences», que dice: «El estereotipo designa convicciones prefabricadas acerca de clases de individuos, grupos u ob-jetos, es decir, convicciones que no parten del análisis o enjuiciamiento de los diferentes fenómenos de que pueda tratarse, sino de opiniones hechas, usos es-tablecidos o expectativas. No cabe formular ningún principio general acerca de la clase o grado de deformación, exageración o simplificación que viene a po-nerse de manifiesto en dichas opiniones»208.

Afirma también que el estereotipo conlleva una opinión preconce-bida de la realidad, cuya función consiste en cooperar a la economía del pensamiento y, por tanto, así estructurar los datos de la experien-cia. Pero el estereotipo, como el concepto, aun reflejando, en cierto modo, la realidad percibida, se diferencian el uno del otro. Así, mien-tras el concepto simboliza y encarna una tendencia objetivo-descriptiva, el estereotipo posee también una vertiente valorativa; lo que no significa tampoco que vayan separados, ambos necesitan del signo lingüístico para existir en cuanto que los dos forman una unidad orgánica en el lenguaje. Además, tanto uno como otro los vamos asu-miendo en el velado proceso de nuestra educación en sociedad. Mu-chas de nuestras simpatías, aversiones o acomodos son, dentro del mundo social en que vivimos, verdaderos estereotipos que acompañan a los conceptos transmitidos en una comunidad. Pero se distingen también porque, sin conceptos, jamás sería posible un verdadero pen-sar, mientras sí puede haber pensamiento sin estereotipos; es posible desde el momento que éstos últimos, más que pertenecer al nivel lógi-co, se inscriben dentro de la vertiente pragmática. Por eso, la praxis humana, que ya se encuentra de alguna forma mediatizada por el co-nocimiento, en atención al propio sistema lingüístico, se incrementa

207

Ibid. Lenguaje y acción humana, en Ensayos sobre filosofía del lenguaje, pág. 138.

208 (35) Ibid. Lenguaje y acción humana, págs. 138-139.

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ahora por esa carga emocional propia del «estereotipo». Por lo tanto, la palabra, como signo lingüístico, no sólo transmite conceptos, sino también valoraciones pragmáticas en los estereotipos, aunque, en vir-tud de su radical e intrínsica unión, tal diferencia pasa inadvertida. De ahí que afirme: «El soporte de esta relación emocional con el mundo es, pre-cisamente, el estereotipo, que por lo general no se hace consciente al hombre como tal estereotipo y ejerce su acción con fuerza tanto mayor cuanto más se identifica en un todo unitario con el concepto dentro de la conciencia huma-na. Y éste es precisamente el secreto de la famosa "tiranía de las palabras »209.

Ni que decir tiene, entonces, que la acción de la persona venga con-dicionada, no sólo por la parte cognoscitiva que transmite el concepto, sino también por la carga emocional característica del estereotipo. Se explicaría así ese miedo escénico que puede velar el nombre de un tea-tro, una cancha o un estadio deportivo, así como determinadas palabras como sería el caso del concepto «negro», cuya connotación no es la misma en una sociedad abiertamente racista, que en otra donde nunca hubo problemas de este tipo.

Pero volviendo a la cuestión de las ideologías, cabría decir que si éstas determinan los valores de una sociedad, no pueden, sin embargo, constituirse fuera de los estereotipos. Unas y otros, sin que se identifi-quen o confundan, forman, tras su específica conexión, un estrecho lazo de influencias y una agresión a los estereotipos, lo es también a las ideologías que se fundan en ellos. Por lo tanto, a cualquier nivel y desde cualquier faceta que se les mire, el estudio del lenguaje -llega a decir-, es fundamental, importante sobre todo por el decisivo papel que des-empeñan en toda clase de convicción humana, incluida la praxis.

Ahora bien, finalizada esta breve síntesis, acaso sería conveniente, antes de concluir, ofrecer, al menos, una somera crítica de los puntos más significativos de su pensamiento, que, entre otros, podrían ser los siguientes:

En primer lugar, y como aportación ciertamente positiva, encare-cer el esfuerzo por conectar la lingüística de las Antiguas Repúblicas Soviéticas -después del revisionismo y liberalismo de los años sesen-ta-, con la problemática lingüística y filosófica del occidente europeo y americano. El profundo conocimiento que se revela en su obra, tan-to del neopositivismo como de la etnolingüística americana, le hacen ser, por lo menos, más cercano a Occidente.

Su punto de partida también nos parece correcto; sobre todo al po-ner en primera línea el dato real y objetivo; lo que no significa -como él bien nos dice-, que se vaya a caer en un «realismo ingenuo», sino

209

HAFF, A.: Lenguaje y acción humana , pág. 143.

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que, al admitir en el pensamiento la influencia del lenguaje, se está so-breentendiendo la presencia de un factor subjetivo en nuestro conocer, tal es su dinámica. Por lo tanto, es racional y positivo el apoyo que él presta a la influencia social e histórica de la lengua sobre el modo de pensar de una comunidad determinada, así como su rechazo a cual-quier forma de idealismo.

Sin embargo, no ocurre lo mismo si nos atenemos a los resultados de la dialéctica. De ser lógico con el materialismo, debería identificar el méto-do dialéctico con el ser mismo de la realidad, definir la tesis, la antítesis y el marco ideal lingüístico si de verdad se quiere poner de modelo el méto-do aceptado por Marx, afrontar, si es posible, la forma y el cómo de la nueva síntesis. Todo esto se echa de menos; por lo que, en sana lógica, sí diríamos que se margina uno de los aspectos fundamentales de cualquier teoría lingüística, como es la relación que guarda el lenguaje con su fun-ción social y colectiva. Hoy se incide en el decisivo papel que tiene el len-guaje, no sólo en la creación de las distintas sociedades, sino también en el mantenimiento de la propia identidad entre grupos culturales indepen-dientes y de clase. Por todo ello, una correcta filosofía del lenguaje tendrá que estudiar necesariamente las estructuras profundas del sistema lingüís-tico si de verdad se desea conectarlas con las correspondientes manifesta-ciones sociales. Pero tal perspectiva, como modelo a seguir, no la encon-tramos en una propuesta como la de A. Schaff, que pretende ser, en prin-cipio,proyección-marxista

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HERMENÉUTICA Y FILOSOFÍA

UN TÉRMINO CON AMPLIA TRADICIÓN HISTÓRICA

La hermenéutica ha estado ligada a distintas acepciones. Como habi-

lidad o virtud, por ejemplo, se ha aplicado al arte de adivinar, traducir, desvelar sentidos, o, más concretamente, con aquellas actividades pro-pias del verbo «conocer». Se deriva de la voz (ερμηνεία) que, en princi-pio, significa «expresión» de una idea, de un pensamiento; en relación, sobre todo, con los juicios tomados por los dioses de la mitología grie-ga, en particular con Hermes, como portavoz de tales deseos o mensa-jes.

Así, de atenernos a la leyenda arcadiana, a Hermes (que nació de Zeus y de Maya), por su condición de mensajero, entre otras cualida-des se le atribuía la invención del lenguaje y la escritura. Como ver-dadero heraldo divino y fiel intérprete del Olimpo, poseía la palabra fácil y persuasiva de toda comunicación y diálogo. Además, por su misma condición de ser el dios del comercio, ese arte de persuadir le convirtió en el verdadero protector de las relaciones interhumanas y, por consiguiente, lingüísticas.

Sin embargo, esta primera concepción, admirable si se quiere, pe-ro ficticia al fin y al cabo, tomará rumbo distinto con la aparición del pensamiento racional. Lo que había sido perspectiva imaginaria que vivía de la mera o pura intuición, va a dar paso a lo que serían inelu-dibles demandas: se pasará del «mito» al «logos», de la leyenda a la razón. Es la etapa presocrática, donde el «Mundo», lejos de aparecer como un caos, se le contempla como algo ordenado y bello; aunque, a su vez, henchido de misterios a los que será necesario buscar una ex-plicación. Por eso, el problema hermenéutico cobra así una singular dimensión: se intenta dar razón de lo que se dice (ί π), buscar pruebas, conseguir auténticas y fundadas convic-ciones.

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En Platón, como inicialmente se dijo, el problema del lenguaje tenía ya implicaciones ónticas y epistemológicas: ¿Pueden llevarnos las palabras al perfecto conocimiento de las cosas?, se preguntaba en el Cratilo. Es una interrogante donde, tras su formulación, se oculta el verdadero pro-blema del ser. Por eso, algunos autores, entre ellos Hans Georg Ga-damer, creen percibir ya en este planteamiento la red secreta del len-guaje conteniendo todo el ingente y plural mundo de objetos que dan forma a nuestro comprender. Idea, por otra parte, que se acentúa en el (περί ερμηνηίας), (De interpretatione) de Aristóteles, donde, en la simple articulación de la palabra se deja ya entrever todo aquel mundo de referencias múltiples. Aún más, la presunta convicción que guarda Platón en el «Parménides» hace que, en opinión de Gada-mer, se refleje ya la propuesta de que no existe verdad de una idea singular, sino que el «Logos», como una misteriosa red, es principal-mente relación de las cosas entre sí; y que aislar una idea, una cosa o una palabra del conjunto es desconocer la auténtica verdad de las mismas210.

Pero no siempre -según el estructuralismo-, se puso de relieve esta perspectiva, por más que el lenguaje, y concretamente la forma de in-terpretar los textos, tenga también su larga tradición como nos lo hacen saber, sobre todo, los numerosos estudios que hoy día ya tenemos sobre el origen y desarrollo de la hermenéutica. Así, por ejemplo, H. E. Hasso Jaeger, que ha intentado examinarla desde su prehistoria hasta las más inverosímiles implicaciones jurídicas y «sacras», concluye afirmando que su uso ha sido muy variado y complejo; va, desde el sentido que se daba a la palabra hasta la crítica que venía haciéndose a las tradiciones; desde la explicación de los cambios de sentido, a la observación de ana-logías en los textos; algo realmente difícil si pretendiésemos abarcar to-do su amplio mundo de tradiciones.

Nuestra intención aquí es afrontarlo a partir de la hermenéutica moderna, que, según creemos, comienza con los planteamientos de Friedrich Schleiermacher al preguntarse por la posibilidad de un proceso de la «comprensión». Proceso comprometido y problemático, sin duda, pero auténticamente hermenéutico en el más estricto senti-do de la palabra.

En efecto, ante las implicaciones subjetivas del intérprete y las po-sibles facetas que podían presentar los objetos, se hacía cada vez más urgente una teoría general de la interpretación como guía y método para llegar a una más justa comprensión de las ciencias humanas. Es-ta urgencia la provoca principalmente F. Scheleiermacher, secundado por Dilthey y, más recientemente, por Betti, al proponer una hermen-éutica que podría ser calificada como «metódica» por apuntar a mo-

210

GADAMER, H. G.: La dialéctica de Hegel. Madrid, Cátedra. 1980, pág. 82.

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dos concretos de hacerla válida y universal. Le sigue la «her-menéutica filosófica», cuyo objetivo no es otro que la revelación del ser, es decir, con un fin principalmente ontológico. Sin embargo, aun reconociendo su positiva contribución, se va a optar después por una «hermenéutica más crítica», a expensas, sin duda, de marginar otros importantes valores. Y ya, con un afán más integrador, aparecerá lo que podría calificarse de «hermenéutica semiológica», con la que concluiremos este apartado.

HERMENÉUTICA METÓDICA

Desvelar los hechos del pasado, y con ellos, sus más radicales inten-ciones, ha sido una constante emulación a lo largo de toda la historia; podriamos recordar, si no, el vehemente y casi idolátrico amor de los humanistas por los textos clásicos de griegos y latinos.

Pues bien, salvando distancias, F. Schleiermacher (1768-1834) que en sus años como profesor de teología y filosofía en Halle había tradu-cido a Platón, realizando, además, estudios exegéticos del Nuevo Tes-tamento, se da cuenta que, junto a las dificultades y problemática ante-rior, también estas disciplinas tenían necesidad de superar inherentes diferencias por causa de sus métodos restrictivos y particulares; lo cual hace que abogue por una «hermenéutica general», es decir, por un método que pudiese poner de relieve los principios para una correcta interpretación, o más exactamente, de un arte hermenéutico de com-prender, de De sus palabras: «La comprensión correcta de un discurso o un escrito es el resultado de un arte, y exige consiguientemente una "teoría del ar-te" o técnica, que nosotros expresamos con el nombre de hermenéutica. Una tal teoría del arte se da solamente en la medida en que las prescripciones forman un sistema fundamentado en principios claros derivados de la naturaleza del pensamiento y del lenguaje»211.

El propósito es claro: se trata de una hermenéutica cuyo objetivo se centraliza en el «acto de comprender». Acto, por otra parte, que siendo indiviso y único, comporta elementos objetivos y subjetivos que son, precisamente, los que se tendrán que examinar. Pero, dada la poca sis-tematización que ofrece su obra, resumiremos aquellas orientaciones metodológicas que podrían definir mejor ese «arte de comprender».

Y la primera salvedad que debería hacerse sería ésta: el camino que conduce a la comprensión se guía, más que aplicando unas reglas diri-

211

SCHLEIERMACHER, F.: Kurze Darstellung des theologischen Studiums, Hg. H. Scholz, Darmstadt, 1961, págs. 132-133.

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gidas al examen de los textos, al empeño por reconstruir el proceso mental que siguió el autor en el análisis y composición de los mismos. Significaría, en este aspecto, una nueva «re-construcción» de lo que ya estaba construido y en la que el intérprete se adentra en el interpretado como si de una misma vida espiritual se tratara. El compromiso, por tanto, es doble desde el momento que vienen implicados elementos tan-to objetivos como subjetivos. Por eso, ante las dificultades epistemo-lógicas que esto supone, Schleiermacher no duda en afirmar que la ta-rea al respecto es infinita212.

Para salvar del mejor modo la distancia posicional que separa al intérprete del objeto -en este caso del texto a comprender-, él no cree ver otra forma más adecuada que la «equiparación» con el autor. Previo al arte propiamente de comprender, es preciso -dice-, que uno se equi-pare al autor, tanto objetiva como subjetivamente. En el aspecto objeti-vo, por el conocimiento del lenguaje, y subjetivamente por el conoci-miento de su vida interior y exterior213. Llegaremos a la «reconstrucción» y el sentido del texto, más que por el análisis de las causas, por un ele-mento intuitivo, merced al cual, el intérprete se transforma en la indivi-dualidad que transparenta el autor. Cuanto más prescindamos de noso-tros mismos y más intentemos identificarnos con el otro, tanto más acer-tados estaremos en la interpretación.

Para Schleiermacher, comprender sólo es posible cuando hay identi-dad de «espíritus». Por eso, el componente psíquico del intérprete y el autor, lejos de enfrentarse como si fuesen dos creatividades intransferi-bles, pueden muy bien sintonizar gracias a esa base común e indistin-ta que es la naturaleza del hombre. Se explicaría así que, desde la propia conciencia, no sólo podríamos ser conscientes de las mismas palabras e intenciones del autor, sino incluso de su misma forma de ser. Acaso en este sentido podríamos llegar a captar la expresión re-ferida a Schleiermacher, y que tanta incidencia tuvo en la hermenéu-tica moderna, apostando por «comprender a un autor mejor de lo que él mismo se había comprendido»214. Supuesto difícil, evidentemente de no implicar, en el mismo acto de reconstruir, la evolución semántica de las palabras que conforman los textos, o quizá, como diría Gadamer, porque «el lenguaje es un campo expresivo, y su primacía en el campo de la hermenéutica significa para Schleiermacher que, como intérprete, puede

212

Ibid.: Hermeneutik. Edita por H. Kimmerle, Abhandlungen der Heildelberger Akademier der Wissenschafter philosophisch-historische Masse, 2.á ed., Heildelber. 1974, pág. 31

213SCHLEIERMACHER, F.: Hermeneutik, pág. 84.

214 Ibid., pág. 50.

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considerar sus textos como puros fenómenos de expresión al margen de sus pretensiones de verdad»215.

Por último, convendría decir que el pensamiento de Schleierma-cher también sufre modificaciones. Se dedujo esta evolución a partir de la publicación de los manuscritos inéditos de su primera etapa por H. Kimmerle en 1959. En el conjunto de su obra se vio, desde enton-ces, el paso de una hermenéutica centrada fundamentalmente en la comprensión del lenguaje (característica de su primera época), a una postura eminentemente psicologista, donde se desea comprender cómo el pensamiento de un autor está sujeto a modificaciones por causa, precisamente, del lenguaje; conclusión ésta que exigía, sobre todo, esclarecer dos trascendentales presupuestos: uno objetivo, co-mo era la situación concreta del lenguaje previa al propio autor; y otro, procurando interpretar las condiciones subjetivas según el pro-pio pensamiento, es decir, atendiendo al ambiente o estado psicológi-co que pudo condicionarle al escribir. No en vano esta dirección psi-cológica, propia de su segunda etapa, fue la que más directamente incidió en sus discípulos y seguidores, particularmente en Dilthey, como máximo exponente de la hermenéutica metódica.

Conviene sin ambargo reseñar que a Wilhelm Dilthey (1833-1911), como a Schleiermacher, les caracteriza el hecho de ser asistemáticos por más que en sus obras -particularmente en Dilthey-, coexistan in-terrogantes y respuestas sobre la historia, el hombre y la vida. Así, ante la pregunta, ¿qué es la filosofía?, Dilthey llega a decir que sólo puede contestar la historia. Pero, como los objetos y su temática han ido cambiando a lo largo de la misma, lo adecuado es que se hable, no de una, sino de múltiples filosofías .

No obstante, y a pesar de esa variedad, la filosofía como función siempre ha estado presente en cualquier colectivo humano; es, por ello, algo común y permanente, algo tan connatural a la persona que nos permite determinar las características del espíritu filosófico; y que son para Dilthey las siguientes: «el percatarse», «la conexión de los conoci-mientos» y el «afán de validez universal»; peculiaridades que se descu-bren y revelan en el ser que se hace, que evoluciona y, sobre todo, que vive. Por eso, la filosofía en el pensamiento de Dilthey es, por encima de cualquier otra consideración, un acontecer, un hecho histórico, o si se quiere, una determinada forma cultural que, al analizarla, se convier-te en hermenéutica, es decir, en interpretación de esa historia en la que se hace patente la vida.

215

GADAMER, H. G.: Wahrheit and Methode. J. C. B. Mohr, 4.4 ed. Tübingen. 1975, pág. 184 (251). Traducción española de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito: Verdad y Método. Ed. Sígueme. Salamanca, 1977.

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Dadas estas orientaciones de Schleiermacher, Dilthey plantea la cuestión metodológica en términos -diríamos-, similares a las de aquél. Se pregunta por «la posibilidad de una interpretación universalmente válida» que pruebe, como lo hacen las otras ciencias, el conocimiento de los contenidos formales de las ciencias del espíritu. Y es que para él, la separación entre ciencias de la Naturaleza y ciencias del espíritu, más que por su método u objeto, que a veces las hace coincidir, lo es princi-palmente por su contenido. Los hechos espirituales no se nos dan por una elaboración conceptual, como sucede con los procesos naturales, sino de un modo inmediato, completo y real, o como él dice, por una aprehensión que llama autognosis (Selbsbesinnung), y que explica del siguiente modo: «Autognosis es conocimiento de las condiciones de la con-ciencia en las cuales se efectúa la elevación del espíritu a su autonomía me-diante determinaciones de validez universal, es decir, mediante un conoci-miento de validez universal, determinaciones axiológicas de validez univesal y normas del obrar según fines de validez universal»216.

Cabría decir, entonces, que las ciencias del espíritu preceden gnose-ológicamente a las de la Naturaleza en cuanto que es un conocimiento de las condiciones de la propia conciencia. Para él, las ciencias de la Na-turaleza explican (erklären), mientras que las ciencias del espíritu com-prenden (verstehen). Claro que, a partir de la publicación de «Aufbau der gesichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften», en 1918, el pensa-miento de Dilthey experimenta un cambio importante; tanto es así, que su postura, fundamentalmente psicológica, va a derivar hacia una des-cripción del mundo cuyos elementos darán fe de un valor objetivo y universal que antes no tenían.

El cambio se debe, y en cierto modo se supedita, a la influencia que en él ejerce la filosofía del «espíritu objetivo» de Hegel. Se intenta ahora fundamentar las ciencias del espíritu, más que en la subjetividad aními-ca, en lo objetivo y palpable de la vida, abarcando, no sólo al individuo como sujeto de las propias vivencias, sino también a las distintas comu-nidades humanas en cuanto realizadoras de sus singulares aportes.

El giro es importante, evidentemente. Ahora el método interpretati-vo, como comprensión y hermenéutica, alcanzará de modo particular a las manifestaciones de la vida fijadas en los textos escritos. Aunque tampoco sería correcto abogar por una radical separación entre psico-logía y hermenéutica. Cabría decir que ambas se interfieren y comple-mentan. Ni la psicología puede substraerse a las exigencias epistemoló-gicas de la comprensión de las expresiones de la vida, ni tampoco la

216 DILTHEY, W.: Gesammelte Schriften, VIII, 192-193, por C. Misch et at., 1-XVIII. 19131976

(todavía en curso de publicarse).

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hermenéutica podría tener otro fundamento que no fuesen las viven-cias. Se hace esto patente, sobre todo, cuando Dilthey examina el alcan-ce del «comprender», cuando estudia su naturaleza, la naturaleza del «Verstehen».

En efecto, al interrogarse nuevamente por la realidad y la constitu-ción de las ciencias del espíritu, le permite deducir, además de los ele-mentos que integran la nueva concepción, el proceso hermenéutico que se debe seguir, concretizado principalmente en los siguientes conceptos: «la conexión de vivencias», la «expresión» y la «comprensión». Nos lo resume con las siguientes palabras: «Las ciencias del espíritu se funda-mentan en esta conexión de vida, expresión y comprensión»217. Por lo tan-to, la vivencia y la comprensión deberán correlacionarse mutuamen-te; aún más, esa referencia de lo externo con lo interno posibilita también la apertura a los otros, es decir, hace posible la comprensión de los demás.

Así pues, la importancia de esta nueva perspectiva es evidente; lo es porque, gracias a la propia experiencia, va a ser posible acceder a la vida de los demás. ¿Cómo? No por otro motivo que por aquél que mejor nos define, esto es, por el que nos hace estar a los humanos en un mismo horizonte de vida y de acción. Así, la persona que com-prende, lejos de hacerlo de forma aséptica o neutral; en virtud de su condición humana, lo irá necesariamente realizando como un ser o una conciencia afectada por la experiencia vital y común que subyace en el texto histórico que se examina; sólo así, al menos, podríamos in-terpretar las siguientes expresiones: «Toda manifestación de vida repre-senta en el reino del espíritu objetivo un elemento "común" que une lo que en ellos se manifiesta o exterioriza con el que lo comprende; el individuo v i-ve, piensa y obra en una "esfera de comunidad" y sólo en tal esfera com-prende»218.

A tenor de la propia experiencia y de lo «común que en ella sub-yace, podemos imaginar similares vivencias que han sido experimen-tadas por otros y comprenderlas». En tal caso, bien pudiera decirse que en el «comprender» transferimos nuestro propio yo a algo que sin ser nuestro, lo actualizamos como realidad que nos perteneciese de alguna manera, es decir, haríamos de ello una «revivencia».

En esta línea, el italiano Emilio Betti ha desarrollado una hermenéu-tica que, con Hirsch, representan la postura metodológica más consoli-dada del momento. Condiciona esta posición, o al menos en parte, el in-terés que presta Betti a la historia del Derecho como ciencia equiparable y extensiva a todas disciplinas sociales y humanas. Se diría que, frente a la concepción «heideggeriana» y del propio Gadamer, donde se presta -

217

DILTHEY, W.: Die Enstehung der Hermeneutik (Philosophische Abhandlungen fiir Ch. Sigwart), 1900, en G. S., VII, 86 (VII, 107). 218 Ibid.: Gesammelte Schriften , VII, 146 (VII. 170).

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según Betti-, una excesiva atención al aspecto ontológico y, por supues-to, en claro detrimento del metodológico. Aboga él por una hermenéu-tica donde el intérprete, más que «otorgar sentido» al objeto, desvela y encuentra el sentido que ya tiene. Evidente que la operación de «confe-rir sentido» nunca puede descartarse de forma radical, pero Betti con-sidera que su función viene siempre condicionada por las objetivacio-nes ya conferidas por el hombre a lo largo de su historia. Por ello insiste en la necesidad de que el intérprete halle sentido en lo interpretado, es decir, que el sujeto, sin ser completamente pasivo, dirija su actividad, a entender en estructuras objetivas distintas, aunque no necesariamente incompatibles ni contrarias a las del sujeto.

Con esta actitud, dos son los desafíos que se le presentan a la hora de afrontar su teoría hermenéutica: uno «epistemológico», correspondien-do al análisis que posibilite la comprensión, y otro «metodológico», es-tableciendo las condiciones, los cánones o técnicas que hagan factible la correcta interpretación.

Ni que decir tiene que este proceso, tanto en su inicio como en el pos-terior desarrollo, se integra dentro de la mejor tradición metodológica de Schleiermacher y Dilthey, aunque, buscando raíces más profundas, éstas podrían encontrarse en las intuiciones de Humboldt. El mimo Bet-ti nos dice que, adelantándose a la distinción de «le langage» y «la paro-le» de Saussure, ya Humboldt comprendía el lenguaje como «ergon» que se objetivaba como energía en la realidad consciente y viva de la palabra. Por lo tanto, la comprensión nunca podría quedar reducida al mero conocimiento del significado de las expresiones, sino que, tras de ellas, existe una vida a la que no es imposible de acceder si uno se atie-ne al método correcto de la hermenéutica. Pero, ¿cómo abordarlo? ¿Qué proceso a seguir? Betti, ateniéndose, como ya hemos dicho, a la metodo-logía que le precede, vincula su hermenéutica a la función de «re-conocer», de «re-construir» el mensaje que viene dado en las «formas significativas» previas a cualquier intérprete. En realidad, se trata de una operación inversa a la que supuso la creación del texto, es decir, que el intérprete, en su condición actual, y desde su propia subjetiva-ción, debe recorrer, retrospectivamente, el camino que hizo posible la creación de la obra. Inversión en la que otra subjetividad distinta a la propia, jugó el papel decisivo de crear lo que en sí es ahora objeto de examen.

El problema está en la conjugación de los dos extremos, es decir, cómo, a partir del ser individual y subjetivo del intérprete, se pueda hablar también, y con toda propiedad, de «significado objetivo». Es, en realidad, el verdadero compromiso de Betti, lo que propiamente consti-tuye su apuesta metodológica en busca de la comprensión.

En ese afán, él nos ofrece cuatro pautas a seguir que denomina «cánones hermenéuticos» y que se ajustan a este orden:

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A. Relativos a la objetividad: 1. Canon referido a la autonomía del objeto. 2. Canon de totalidad o coherencia.

B. Relativos a la subjetividad:

3. Canon de la comprensión actual. 4. Canon de la correspondencia de sentido.

1. Respecto a la autonomía del objeto, Betti considera imprescindi-

ble anteponer, como criterio básico de toda interpretación, el carácter autónomo de los textos. El objeto es como un «en sí», cuyo significado, más que deducirse arbitrariamente, se deriva de él como algo propio e inmanente. Por lo tanto, acceder al objeto es, en principio, un acercarse a su determinación original, prescindiendo de cualquier posible interés de la persona.

2. El segundo criterio relativo a la objetividad es aquel que se refiere al nexo o coordinación de los distintos elementos que componen el dis-curso. Y cuya norma a tener en cuenta sería la siguiente: del examen global del texto se posibilitaría fijar el significado des las partes y, vice-versa, por la comprensión de las partes hallaríamos el sentido del todo. Claro que, en este punto, Betti apenas si ofrece novedad alguna respec-to a Schleiermacher y Dilthey, salvo esa doble incidencia en poner de relieve la objetividad de toda interpretación frente a cualquier subjeti-vismo a ultranza como era, a su entender, la hermenéutica existen-cialista.

3. En relación al sujeto que interpreta, es lógico deducir que éste, al tomar un término o un discurso que le ha legado la historia, lo analice en atención y conforme a unas categorías propias de la época en la que vive. Por eso Betti rechaza también que el acto de comprender sea una acción puramente pasiva; al contrario, el proceso para él es siempre creativo, puesto que la experiencia vital es algo inmanente y consustan-cial a la persona que interpreta. Se diría que la «actualidad de la com-prensión» es una «re-creación» en cuanto que implica todo lo que el su-jeto pone de su parte como ser personal y circunscrito en la cultura de su tiempo.

4. Por último, respecto a la «correspondecia de sentido» o a la armo-nización entre la individualidad del sujeto con la estimulación objetiva, Betti nos dice que sólo es posible por la «afinidad congenial», es decir, en virtud de que un espíritu -análogo y con disposición congénita al nuestro-, puso su creatividad en la obra que ahora nos interpela y afecta. Sólo así la resonancia con el pasado sería acorde y armónica y estaríamos en verda-dera sintonía con la tradición.

En líneas generales, éstas eran las conclusiones más significativas del pensamiento de Betti; un intento, sin duda, admirable; sobre todo

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por la inquietud de superar las deficiencias inherentes todavía a la hermenéutica de Schleiermacher y Dilthey. Las dificultades aparecen, no obstante, en el análisis epistemológico. A nuestro juicio se acentúa en exceso la distancia entre el sujeto y el objeto; se apela, sin previo examen, a la «afinidad congenial», e incluso se asume el significado de los textos como si fueran a favor de una supuesta objetividad. Por eso, sólo en base a una integración del sujeto y el objeto como rela-ción dialogante y dialéctica de la persona, podrían abrirse nuevas perspectivas para la comprensión. Al fin y al cabo, ése y no otro es el objetivo que llevará a término la «Hermenéutica Filosófica», inspira-da, principalmente, en la orientación ontológica de Has-Georg Ga-damer.

HERMENÉUTICA FILOSÓFICA

El sistema objetivista de la Hermenéutica Metódica había condu-cido a una radical separación entre los textos, como manifestaciones históricas del pasado, y los intérpretes que buscaban su sentido y significación. De este modo, sujetoy objeto se hallaban inconexos, es decir, había distancia «epistémica» entre uno y otro. Además, en la creencia de conseguir la objetividad deseada de los hechos, se llegó a comparar el método de la «ciencia del hombre» con aquellos que usa la «ciencia natural»; lo que en Gadamer suponía una ingenuidad crítica, algo impropio y arbitrario en el sentido de que el intérprete, como producto real de la evolución, está ya inmerso en la corriente histórica y de contenido humano que interpreta. Por lo tanto, la dis-tancia entre sujeto y objeto se acota, disminuye, porque mirar al intérprete, no sólo es valorar sus actuaciones, sino también aquello que le ha condicionado. Cabría decir que su humanidad es un pro-ducto de las humanizaciones anteriores, donde los textos importan por lo que tienen de mediación dialogante entre presente y pasado.

En realidad, el pensamiento de Gadamer viene orientado, al me-nos metodológicamente, por la «Fenomenología del Espíritu de Hegel». El pasado filosófico, más que examinarlo desde fuera, lo contempla dentro de su proceso evolutivo, como conciencia activa y dinámica que va haciendo camino e historia. Se trata, no tanto de una postura autónoma e independiente en el sentido que se baste a sí misma, sino dialogante, al estilo de Sócrates con sus interlocutores, abierto a los otros como lo estuvieron también Humboldt, Hegel y Heidegger principalmente, aunque interpretados de modo creativo.

No es, por tanto, su teoría un monólogo por muy convincente que éste pudiera parecernos, sino que, en el análisis revela al lector su

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propia capacidad y posibilidades, sugiriéndole una investigación personal, dialogante y creativa, similar al método que ya usaba Platón en sus «Diálogos». De ahí que el estudio, más que científico, es hermenéutico en el más riguroso sentido de la palabra, es decir, un quehacer interpretativo que subyace en el transfondo de todas las ciencias. Por eso que se haya calificado de «neohermenéutica» esta dirección nos parece bastante correcto, habida cuenta de que en la in-terpretación se incluye, no sólo la explicación de una situación con-creta, sino toda nuestra «comprensión histórica», incluso nuestros propios prejuicios. En el fondo, ésa es, a fin de cuentas, nuestra con-dición, la identidad que nos define si queremos acceder a la verdad que, por otra parte, nos urge e interpela. Y porque el mejor modo de atender a este compromiso, acaso sea teniendo en cuenta sus condi-ciones personales, expondremos a continuación algunos datos de su biografía.

Descendiente de un afamado químico, dedicado al estudio de alcaloi-des, Hans-Georg Gadamer nace en Marburgo en 1900. Pero ya desde joven reacciona contra el método científico utilizado por su padre (con lo que se entenderá su inclinación y apasionamiento al mundo de las letras; en par-ticular, a la filosofía y la filología).

Influyen en esta forma de conciencia los estudios llevados a cabo por Thomas Mann en torno al pensamiento apolítico y su peculiar modo de in-terpretar la historia. En 1922, y en la propia ciudad natal, recibe el docto-rado, al tiempo que inicia una estrecha relación con Rudolf Otto. Conoce también a R. Bultmann, quien va a ser precisamente el que le ponga al tan-to sobre las nuevas doctrinas de la desmitologización. No menos significa-tiva es su relación con M. Heidegger; aunque, después de haber sido su discípulo, rompe con él en vista de los compromisos que el filósofo de Fri-burgo adquiere con los nazis, no volviendo a la amistad primera hasta que el maestro reconoce sus errores políticos. Precisamente a Gadamer, que fue propuesto como profesor extraordinario por la Universidad de Mar-burgo, se le priva de las clases, no por otro motivo sino por causa de la oposición a la liga nazi de enseñanza. Sin embargo, ya en 1939 consigue ejercer en la Universidad de Leipzig donde, en 1946, llega a ser primer rec-tor de la posguerra con el consentiemiento y anuencia de las tropas rusas de ocupación. Un año después enseña en Francfort, para pasar, en 1949, a Heidelberg donde sucede a K. Jaspers en la Cátedra de Filosofía. Llega a ser presidente de la Sociedad General alemana de Filosofía y, más tarde, presidente también de la Academia alemana de la Ciencia. Hoy, sus discí-pulos, además de formar un núcleo numeroso, ocupan algunas importan-tes cátedras de filosofía; podríamos citar a Henrich en Heidelberg, Wiehl en Hamburgo, Wieland en Marburgo y Schulz en Tubinga, aun cuando, por su dirección netamente metafísica, ésta haya sido puesta en tela de jui-cio, tanto por la corriente de izquierdas (neomarxismo o teoría critica so-

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cial de Habermas), como por la conservadora de Coreth, incluido el racio-nalismo positivista o cientificista de Popper o Albert.

Por lo que respecta a su obra, adelantaríamos que, pese a ser un in-cansable publicista, su reconocido prestigio va vinculado al libro fun-damental de su producción filosófica, «Wahrheit and Methode» (Verdad y Método), publicado en 1960. Tanto es así que, para la crítica de no pocos círculos alemanes, esta obra es considerada como la publicación filosó-fica más significativa e importante de los últimos cuarenta años; razón para que, en nuestro análisis, nos centremos, casi en exclusiva, en las orientaciones que allí se reflejan; si bien, pensamos que sería oportuno hacer primero ciertas salvedades. En efecto, Gadamer, al contrario del autor que camina hacia un núcleo doctrinal en cuya exposición el monólogo se hace imprescindible, él, queriendo recuperar la estructura dialogal allí donde estaba oculta, invierte los términos.

Como si partiera de cero y se olvidara de sí mismo, Gadamer deja a los interlocutores (principalmente a Platón, Aristóteles, Humboldt, Hegel, Heidegger, etc.), que hablen para poderlos interpretar creativa-mente: es el motivo por el que en «Verdad y Método» la redacción no viene expresada en primera persona, sino en diálogo con los pensadores que preguntan y contestan a las cuestiones que son objeto de su exa-men. Esto, evidentemente aporta las ventajas de insertar al lector dentro del tema, tal y como lo hacía Sócratres con sus interlocutores, aunque no deja de tener también sus inconvenientes. Así, como técnica a usar, dificulta, en primer término, la fácil comprensión y lectura, puesto que situarse en diálogo con los escritos de los filósofos que supone, requiere un conocimiento nada común sobre los mismos; conocimiento que es posible no poseamos los lectores. Por eso, ante estos inconvenientes, he intentado hacer lo que acaso el mismo Gadamer no hubiese aceptado, esto es, seguir, desde sus orígenes, el proceso de ese diálogo. Conse-cuentemente la división es triple. En primer término me detendré en la historia de la hermenéutica. Seguimos con el análisis de los conceptos más significativos de la palabra, para concluir con la experiencia her-menéutica y el lenguaje. Quizá la tarea sea un tanto arriesgada y, en cualquier caso, reiterativa por seguir la conceción del propio texto. Sin embargo, la intención no es otra que ganar, en la medida de lo posible, claridad y precisión.

1. Historia de la hermenéutica

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Consciente Gadamer de ser el diálogo la estructura originaria del pensar, y, por lo mismo, el modelo que hace posible la «compren-sión», era lógico que buscase antecedentes históricos, por más que fuesen aquellos autores reinterpretados a su forma y medida. Pues bien, desde el inicio de su hermenéutica, ese modelo o patrón a se-guir no es otro que la «mayéutica» socrática de los diálogos de Platón. Para Gadamer todo conocimiento humano queda reducido a eso: al resultado dialéctico de la pregunta y la respuesta. «Es claro que en toda experiencia está presupuesta la estructura de la pregunta. No se hacen experiencias sin la actividad del preguntar. El conocimiento de que algo es así y no como uno creía implica evidentemente que se ha pasado por la pregunta de si es o no es así. . . El sentido de la pregunta es simultánea-mente la única dirección que puede adoptar la respuesta si quiere ser ade-cuada, con sentido»219. Idea que se hace ya presente en Platón cuando revela en «El Sofista»: «El pensamiento es un diálogo que tiene el alma consigo misma»220.

Se deduce por estas palabras que, a la hora de comprender un texto o un discurso, la lógica que deberá seguirse será la misma: se tendrá que recuperar, sobre todo, su forma dialogal. Por eso, la labor del her-meneuta consistirá en descubrir precisamente la estructura de diálogo allí donde estaba oculta. Recordemos que cuando el intelocutor de Sócrates intenta suspender o dar un giro a la situación en que le habían colocado las preguntas, creyendo que era el mejor modo de actuar, es cuando más absurdamente fracasa. Se debe esto a que la pregunta va siempre por delante. De ahí que una vez más Gadamer nos corrobore: «Preguntar quiere decir abrir. La apertura de lo preguntado consiste en que no está fijada la respuesta. Lo preguntado queda en el aire respecto a cualquier sentencia decisoria y confirmatoria. El sentido del preguntar consiste precisa-mente en dejar al descubierto la cuestionabilidad de lo que se pregunta»221.

Su dialéctica, como la de Platón, tiene el sentido de destruir la pro-pia opinión (doxa), para hacer surgir la pregunta; o lo que es lo mismo: al reconocer que no se sabe lo que se investiga, surge la pregunta. Pero esto, más que hacerse, «se revela»; llega a nosotros para poder encon-trar aclaración, para ir tras el conocimiento adecuado del problema y de la verdad. En el fondo es una crítica al «historicismo» y a cualquier tipo exclusivo de subjetivación; porque la pregunta, más que surgir del suje-

219

GADAMER, H. G.: Verdad y Método. Trad. de Ana Agud Aparicio y Rafael Agapito. Eds. Sígueme. Salamnca, 1977, pág. 439. 220

PLATÓN; El Sofista, 263 e.

221 GADAMER, H. G: Ob. cit., pág. 440.

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to, emerge de la realidad. Sin ella, la comunicación sería imposible, par-tiría de cero. En este sentido, Gadamer se solidariza con el pensamiento de Hegel, en particular con la «Fenomenología del Espíritu». El método auténtico no es la realización de las acciones extrañas a las cosas, sino el hacer de las cosas mismas. En la línea de Platón y Aristóteles, Hegel ha captado que el pensamiento no es un iniciar arbitrariamente tal o cual cuestión, sino la toma de conciencia sobre algo que le viene y que, a su vez, tendrá que desarrollarlo en consecuencia.

Del mismo modo, Gadamer cree que esta dirección está también en consonancia con el pensamiento aristotélico. Llega a decir que al pro-poner la ética como disciplina autónoma frente a la metafísica, Aristóte-les habla del bien, no como entidad abstracta y vacía, sino como lo humanamente bueno, lo que se muestra como bien y nos hace ser más humanos. «Todo conocimiento -escribe-, y toda decisión libre miran a cierto bien... Si éste se nos mostrase con suficiente evidencia, no tendríamos ninguna necesidad del porqué»222. Se trata de una ética donde Aristóteles, más que apuntar un saber puramente teórico, dirige la mirada al ser en cuanto despliegue y distensión que va descubriendo la persona. Por lo tanto, esta ética que Gadamer analiza en pro de una más lógica y correcta comprensión en el análisis hermenéutico, en modo alguno podría de-cirse que implicara una ruptura con la tradición, más bien lo contrario. Por eso comenta: El problema del método está enteramente determinado por el objeto-lo que constituye un postulado aristotélico general y fundamental-, y en relación con nuestro interés mecerecerá la pena considerar con algún deteni-miento la relación entre ser moral y conciencia moral tal como Aristóteles la de-sarrolla en su Etica. Aristóteles se mantiene socrático en cuanto que retiene el conocimiento como momento esencial del ser moral, y lo que a nosotros nos in-teresa aquí es el equilibiro entre la herencia socrático-platónica y este momento del «ethos» que él mismo pone en primer plano. Pues también el problema her-menéutico se aparta evidentemente de un saber puro, separado del ser»223.

Es precisamente esa referencia al ser lo que constituye, en opinión de Gadamer, el verdadero eslabón hermenéutico que une el clasicismo griego con el clasicismo renacentista tras recorrer toda la Edad Media. Aunque para él, esto se manifiesta de modo singular en la exégesis jurídica y teológica. Así, elaborado el «corpus juridicum» por la capaci-dad organizativa del Imperio Romano, el juez, como mediador e intérprete de la ley, la aplica al presente conservando la tradición en la nueva circusntancia factual de la vida. También, aunque de distinto modo, lo hace efectivo el predicador en su catequesis y enseñanza.

222

ARISTÓTELES: Etica a Nicómaco, Lib. 1. 4. 223

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 385.

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Bien es cierto que si éste no posee la autoridad dogmática como el juez, sin embargo, aporta como aquél la comprensión de un determi-nado texto; mostrando que la interpretación se ilustra en la explicación y, explicando, se hace uso de la mejor pedagogía para indicar las dis-tintas aplicaciones.

Con todo, al considerar a Humboldt el padre de la moderna filo-sofía del lenguaje, era lógico también que intentara analizar su obra en relación con la propia hermenéutica. Se detiene, por tanto, en lo que él considera de capital importancia respecto a la propia teoría, es decir, en la trascendencia que tiene el hecho de que Humboldt mire a las lenguas como productos de la «fuerza del espíritu»224; lo cual no excluye tampoco que exista un fundamento peculiar para cada una de las lenguas, más bien lo contrario; todas poseen su propia perso-nalidad por más que, en su desarrollo, no hayan alcanzado la misma perfección estructural. Cada una es relativa a las otras, aunque sin dejar de tener, al tiempo, su propia visión del mundo. Cabría decir que el lenguaje resulta de una necesidad interna donde nada es ca-sual o fortuito, sino que todas y cada una de las lenguas vienen da-das por la individualidad vivida de los pueblos, y donde incluso el pasado más lejano continúa vinculándose con el sentimiento de nues-tro presente.

Así pues, la dirección que guía su pensamiento se dirige principal-mente a analizar la abertura y posibilidades que presenta el saber que las lenguas, por encima de todo, son peculiares «acepciones» del mun-do; significando con ello que el lenguaje en sí es privativo de una co-munidad autónoma con su propio y particular modo de actuación y de vida, introduciendo a la persona que se comunica con él en una deter-minada y específica relación con el mundo de sus experiencias. Estas son sus palabras: «No sólo el mundo es mundo en cuanto que accede al len-guaje: el lenguaje sólo tiene su verdadera existencia en el hecho de que en él se representa el mundo»225. Por eso, al aprender una lengua culturalmente distinta de la que nos enseñaron de niños, no es que alteremos nuestra relación con el mundo, sino que, manteniendo esa configuración, la ampliamos con el bagaje cultural que se desprende de aquélla. Por lo tanto, en la teoría humboldtiana un hecho es evidente: que el mundo en sí, e independiente de los signos lingüísticos, jamás llegaríamos a desvelarle; sólo en la lingüisticidad de la experiencia -como ratificará Gadamer-, es posible acceder al ser de las cosas.

Pero el verdadero hilo conductor en la hermenéutica gadameria-na es Hegel. Teniendo en cuenta que la escuela histórica -Ranke,

224

Ibid., pág. 527. 225

GADEMER, H. G.: Ob. cit., pág. 531.

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Droysen, Dilthey- tenía como objetivo lograr para las «Ciencias del Hombre o del Espíritu» una metodología científica similar a la de las «Ciencias Naturales», era lógico también que toda su apuesta viniese condicionada por la credibilidad que éstas le ofrecían. Sin embargo, para Gadamer, tal aceptación era demasiado simple y conducía, so-bre todo, a la ambigüedad de la ciencia misma. Ambigüedad, porque sujeto y objeto formarían dos mundos disociados e inconexos. De ahí que Gadamer, tornando la vista a Hegel y al propio Heidegger, in-vierta los términos y haga un planteamiento al revés: en lugar de concebir un método para comprender correctamente, parte de la des-cripción fenomenológica para reseñar cómo ocurre nuestra compren-sión de los hechos, es decir, cómo se produce nuestra comprensión del arte, de la historia y el lenguaje.

Esta hermenéutica la descubre principalmente a la luz de la «Fe-nomenología del Espíritu». Capta de Hegel el principio de que la len-gua, como contenido y vida que ella posee, no es algo estático, sino realidad que fluye, o más correctamente, como vida histórica y dinámica del espíritu. De este modo, el que nos habla, no sólo es nuestro interlocutor, sino también el propio lenguaje tal y como ya lo intuyera Wilhelm von Humboldt. Diríamos que se recobra con toda propiedad la unidad de la «lengua» y el «habla», para expresar, como «lenguaje», las experiencias y la vida de generaciones pasadas. Así, lo pretérito y lo presente formarán en Gadamer esa peculiar ligazón que es, sin duda, lo que mejor define a toda su hermenéutica.

Atendiendo precisamente a esa orientación hegeliana, Gadamer también llega a creer que el pensamiento, más que referirse a algo ex-terior para aplicarlo después a uno u otro principio, lo concibe como una progresión inmanente y, en todo caso, lejos de cualquier posible proposición fijada con anterioridad. Se trataría de una dialéctica pro-gresiva y ascendente, esto es, similar a la de Platón, donde, a través de la pregunta y la respuesta, la persona se va purificando en un im-perioso avance de saber espiritual. «Para Hegel -nos dice-, el camino de la experiencia de la conciencia tiene que conducir necesariamente a un sa-berse a sí mismo que ya no tenga nada distinto ni extraño fuera de sí. Para él la consumación de la experiencia es la «ciencia», la certeza de sí mismo en el saber»226.

En realidad, tanto en Hegel como en Platón, y mayormente en toda la filosofía griega, el conocimiento humano, lejos de realizarse de forma arbi-traria o a instancias de la pura subjetividad, su raíz e influencia viene de parte del objeto. Por consiguiente, atender al origen y a su progresiva ma-nifestación será el primero de los cometidos, ya que ese estar a la escucha, abiertos a la realidad que se presenta, no es otra cosa que atender a la dialéctica del ser, a su dinámica, tal y como él nos la revela. Por lo tanto, nuestras ideas e imágenes (ocurrencias las llamaría Hegel), deben mante-nerse a distancia para dejar fluir, en el pensamiento, las cosas mismas. En

226

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 431.

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ese sentido, la fenomenología que aquí se propone refleja la necesidad in-manente de un caminar histórico donde un pensamiento da cabida a otro buscando esa simbiosis entre lo que nuestra conciencia opina y lo que a ella se le muestra.

Cabría decir que Hegel recupera para sí, de la metafísica clásica, el concepto de «pertenencia» tan fundamental y decisivo en el desa-rrollo de toda su concepción filosófica. Y si tenemos en cuenta que Gadamer se confiesa hegeliano en todo a excepción del Espíritu Ab-soluto, comprenderemos el porqué de considerarse como un conser-vador de las tradiciones espirituales y, a su vez, como revolucionario de esa misma tradición en cuanto que nos obliga a interpretarla en uno y otro momento del presente. Significativas, en este sentido, son las imágenes que nos refiere del estanque y el espejo. Nos dice: «Re-flejarse a sí mismo es una especie de suplantación continua. Algo se refleja en otra cosa, el castillo en el estanque, por ejemplo, y esto quiere decir que el estanque devuelve la imagen del castillo. La imagen reflejada está unida esencialmente al aspecto del original a través del centro que es el observa-dor. No tiene un ser para sí, es como una "aparición" que no es ella misma y que sin embargo permite que aparezca espejada la imagen original misma. Es como una duplicación que sin embargo no es más que la exis tencia de uno solo. El verdadero misterio del reflejo es justamente el carácter inasible de la imagen, el carácter etéreo de la pura reproducción»227.

Tener en cuenta esta perspectiva nos permite deducir que la ex-periencia implica siempre una novedad inesperada, una verdadera sorpresa desde el momento en que, en todo nuevo contacto con la reali-dad, hay algo que se desvela y que rompe, en cierto modo, el punto de vis-ta del que partíamos. Unicamente bajo ese aspecto podríamos llamar «ne-gatividad» al hecho de la propia experiencia, pero nunca como si se tratara de fraude o de engaño. Quizá la expresión correcta sería la de «negación productiva»; más justa y acorde, al menos, que la ya famosa tríada: tesis-antítesis-síntesis, que tan frecuentemente se atribuye a la dialéctica de Hegel, y que él, sin embargo, rechazó de forma contundente en el prólogo de la Fenomenología. En realidad, y al contrario de Fichte y Schelling, Hegel nunca utilizó los tres términos seguidos.

Por otro lado, y en opinión del propio Gadamer, ese mismo concepto de experiencia lo toma también Heidegger para subrayar el proceso de la formación de la conciencia. Así, ante la pregunta ¿qué es el ser?, Heideg-ger llega a pensar que, como tal interrogante, sólo se puede hacer en una situación determinada y sabiendo, sobre todo, que dicha situación es la que condiciona la respuesta. De ahí que proponga, como estructura origi-naria de su pensamiento y la más profunda radicalidad del ser del hom-bre, el «Dasein», no como sujeto único e indiviso, sino como la unidad de objeto y sujeto que denomina «ser-en-elmundo». «Ser-en» como relación

227

Ibid., págs. 557-558.

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esencial a lo otro, es decir, a una exterioridad en cuanto trascendencia constitutiva del «Dasein».

Quede claro, entonces, que Heidegger como Gadamer, son hegelianos respecto a las ideas básicas, esto es, respecto a las ideas fundamentales de formación, experiencia y mediación, aun cuando discrepen en lo relativo a las consecuencias. Les separa, sin embargo, el hecho de que, mientras Hegel atribuye todo el proceso al Espíritu Absoluto, que es desde donde se revela la lógica del acontecer; Heidegger y Gadamer lo fundamentan en la «finitud del ser del hombre» que va haciendo historia sin que él mismo pueda controlarla y, menos aún, llegar a conocerla de forma plena. En la medida en que nuestra experiencia comporta una reflexión o conocimiento de nosotros mismos, será siempre experiencia de la finitud del hombre; y como tal, de su limitada capacidad de saber.

II. Conceptos fundamentales de hermenéutica

a) La formación y la experiencia

Como ya hemos reseñado, Gadamer depende básicamente de Hegel; es-to se percibe al analizar cualquiera de sus principales conceptos, en parti-cular, el de «formación». Tengamos en cuenta que el propio Hegel veía en su análisis la condición de la misma existencia de la filosofía. Por eso, Ga-damer, haciendo un recorrido histórico acerca de dicho término, llega a concluir que nadie como Hegel lo ha desarrollado tan profunda y detalla-damente. Descubrimiento que le servirá para que, tras sus pasos, y de forma dialogante, nos ofrezca sus propias conclusiones sobre el mismo.

El término que se emplea es «Bildung», y que puede igualmente traducirse por «cultura» o por «formación», designando, más que el proceso en sí, el resultado de la dinámica de ese proceso, porque en la «formación», lo que de verdad hace la persona es incorporar o apro-piarse de aquello en lo cual y a través de lo cual uno se forma. Lo que no significa tampoco que la realidad integrada pierda su puesto y su función; al contrario, todo es genuinamente histórico y, como tal, posi-tivo e integrador. Se trata de la aventura de nuestro diario conocer que se va formando a sí mismo mediante las experiencias, siempre extrañas y siempre nuevas, de ese nuestro peculiar, pero ininterrumpido que-hacer.

Con todo, si el hombre necesita «formación» es porque él no es por naturaleza lo que debe ser. Le caracteriza el distanciamiento y ruptura con lo inmediato, con el entorno que le impone la propia naturaleza ra-

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cional. Por eso, abandonarse a la particularidad es ser «inculto»; «for-mación» significa ascender sobre la generalidad, elevarse, no sólo en el ámbito de la razón teórica, sino también en el de la práctica. Compren-deremos así que la esencia de la «formación» es llegar a convertirse en un ser que generaliza, que abstrae, para que, desde la abstracción, po-damos establecer la particularidad. Esto, evidentemente, requiere sacri-ficio, abnegación; cosa que no debe extrañar tampoco, sabiendo lo que significa, en principio, ascender, elevarse de lo particular a lo general.

Pero lo importante en el curso de este proceso es que todo se realiza desde la libertad del sujeto y, mediante ella, se consigue la verdadera objetividad, esto es, que el sujeto tenga que salir de sí para retornar so-bre sí mismo; desde el otro, torna la mirada sobre sí. Precisamente, atendiendo Gadamer a estas reflexiones, nos dice: «En la consistencia autónoma que el trabajo da a la cosa, la conciencia que trabaja se reencuentra a sí misma como una conciencia autónoma. El trabajo es deseo inhibido. For-mando al objeto, y en la medida en que actúa ignorándose y dando lugar a una generalidad, la conciencia que trabaja se eleva por encima de la inmediatez de su estar ahí hacia la generalidad»228.

«Ascenso sobre la generalidad...» Ni que decir tiene que, partiendo de esa perspectiva, el resultado proporcional del proceso sería el si-guiente: al adquirir la persona un nuevo saber, la técnica de un arte, por ejemplo, lo que en realidad efectúa es un avance en la dinámica propia del ser y del hombre. Pero, al mismo tiempo, en esa progresión eviden-te, más que ir perdiendo cosas, se conservan, se guardan y mantienen porque, en el fondo, lo que se va realizando es una transformación a partir de la perplejidad causada por el descubrimiento de las nuevas realidades. La conciencia, así, comenzará de nuevo, pero siempre desde un eslabón superior, al poseer un punto de vista que previamente no poseía e ignoraba. Es un reconocerse habiendo salido antes, ya que la «formación» es eso: retorno desde la nueva experiencia, es decir, reco-nocer, en lo extraño, lo propio.

De cualquier forma, es a partir de aquí cuando Gadamer desarrolla su original concepto sobre la conciencia e, implícitamente, también so-bre el objeto; nos lo clarifica mediante el término de «mediación», cuyo alcance, lejos de contraponer conciencia y objeto, los subordina y los hace interdependientes; de este modo, los textos clásicos, como los grandes monumentos arquitectónicos del pasado, más que permanecer impasibles y fríos con el correr del tiempo y la vida del hombre, son también realidades que interrogan; de tal modo que, a la manera del

228

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 41.

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agua que corre por el río, que es y no es la misma, que fluye, pero con el componente del origen, así ocurre con aquéllos, y por lo mismo, con el sujeto que va sumando saberes y experiencias. Por eso, únicamente desde el aquí y el ahora, desde la realidad concreta y palpable de nues-tro presente, podremos afrontar y comprender el pasado.

De hecho, ésta y no otra es la base que toma Hegel en su crítica al planteamiento kantiano. Para él las categorías de Kant, lejos de ser unos contenidos anteriores a la experiencia y, por lo tanto, inalterables y f i-jos, son históricos como cualquier otra realidad; el cambio, el progreso y la transformación también los alcanzará de alguna manera; y es que el objeto y sujeto, más que ser dos realidades disociadas y extrañas, se configuran en la conciencia. Cabría decir que, mientras la mediación nos traslada al objeto, el modelado y el configurarse tienen que ver con la aportación subjetiva. Recordemos que el mismo Hegel pensó para su Fenomenología el título de «Ciencia de la experiencia de la conciencia»229. La denominación, en verdad, no hubiese sido incorrecta, no lo hubiera sido desde el momento en que, en el proceso ascendente de la comprensión, la experiencia siempre será determinante.

Pues bien, Gadamer va a seguir esta misma línea, aunque con mati-zaciones, y algunas importantes. Así, no duda en reconocer, por ejem-plo, que el «dato experimental» es el elemento clave en el proceso de la formación de la conciencia; tan decisivo, que es en torno a él donde propiamente funda su dialéctica; bien es verdad que esto ya lo descubre en la tradición estoica, cuya postura se caracterizaba por considerar a la experiencia en sí misma y no en función de cualquier realidad. De ahí que Hegel, según la interpretación de Gadamer, sea taxativo al respec-to: «La experiencia tiene la estructura de una inversión y es por eso movimien-to dialéctico»230.

Atendiendo, precisamente, a dicha orientación, el pensamiento hegeliano concluiría reafirmando que la verdadera esencia de la expe-riencia es su obligada inversión, es decir, que ese dato experiemental es, en principio, una toma de conciencia de algo que más tarde va a des-aparecer; algo que va a quedar reducido a la nada. ¿Por qué? Muy sen-cillo, porque adquirir experiencia en la vida es ir cayendo en la cuenta de algo nuevo y extraño que no se acomoda a lo que previamente cre-íamos. Se sabe otra cosa, se sabe más y mejor; pero se nos revela, al mismo tiempo, la poca estabilidad y fijeza de lo aprendido, es decir, que el objeto, lejos de sostenerse en sí mismo, necesita de la realidad an-terior. Y no es sólo eso, sino que, además, con el nuevo saber del objeto

229

Nicoutv, F.: Zum Titelproblem der Phünomenologie des Geistes. «Hegel Studien» IV, 1967, págs. 112-113. 230

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 430.

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ampliamos también el propio conocimiento personal. Nos percatamos que hasta el presente no habíamos captado las cosas tal y como eran; de ahí nuestro desengaño y sorpresa; lo que no significa que sea erróneo o se identifique con la falsedad; se trataría, más bien, de una negación productiva; similar a los diálogos de Platón. En ese sentido, la dialéc-tica de la experiencia en Hegel tendrá que acabar con la superación de todo lo experimentado, es decir, en el saber absoluto, donde haya identidad de conciencia y objeto; lo que para Heidegger y Gadamer era ya incongruente. En la comprensión del hombre como ser-en-el-mundo que va haciendo historia, pero sin que la haya logrado ple-namente dominar ni comprender, nos revela que es un manifestarse en la experiencia radical de su finitud.

Como consecuencia, y aparte de cualquier otra consideración, lo que no ofrece duda es que la verdad de la experiencia es una verdad de relaciones, esto es, que siempre estará vinculada a posteriores ex-periencias. En ese sentido, no es la persona experimentada aquella que cree que lo sabe todo, o que de todo sabe más que cualquiera, si-no que el hombre de experiencia será siempre el menos dogmático, el menos presuntuoso, ya que habiendo hecho más experiencias que los demás, es lógico que esté siempre dispuesto a realizar otras nuevas, en razón, precisamente, de su capacidad nada común. Gadamer llega a decir: «La experiencia es, pues, experiencia de la finitud humana..., el hombre experimentado conoce los límites de toda previsión y la inseguridad de todo plan»231.

Frente a cualquier dogmática presunción, el estudio serio y pon-derado, además de hacer al hombre precavido, le conduce, según el pensamiento de Gadamer, por el camino de la verdadera compren-sión. Nos hace ser, sobre todo, modestos y humildes al ponernos en contacto con nuestra finitud. Una limitación que no es otra cosa que la experiencia de la propia historicidad.

b) Juego y diálogo

Con profunda inquietud de búsqueda, Gadamer no encuentra

otros modelos más adecuados para insinuar su ontología que los del juego y el diálogo. Con ellos, y mediante su representación, le van a permitir hacer uso de unos tipos lo suficientemente idóneos como pa-ra llegar a comprender el ser mismo de la realidad. Así, al percatarse de que al hablar de juego no se refiere uno, ni a la forma de compor-tarse el jugador, ni mucho menos a la complacencia o decepción en el mismo, sino al modo de ser del juego en sí, le da opción para distin-

231

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 433.

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guirle de su única referencia subjetiva como se ha pretendido tan fre-cuentemente demostrar.

Pudiera ser que partiendo de la conciencia del jugador -llega a decir-, fuésemos capaces de proporcionar una descripción psicológica del ju-gar, pero no un estudio fenomenológico del juego. Y es que para Ga-damer, el juego como tal posee una naturaleza propia e independiente de los participantes en el mismo. De este modo, el jugador sabe perfec-tamente que el juego no es más que eso: juego; y participando, lo único que se hace es corresponder con las normas y sus objetivos posibles. Además, los sujetos del juego no es que sean tampoco los jugadores, si-no que, por su medio y en atención a los propios fines, el juego accede a su manifestación; se efectúa algo similar a lo que sucede con la obra de arte, ésta también posee su propio ser que es capaz de alterar a quien la contempla, es decir, que lo permanente y constante es la obra artística en sí y no las posibles subjetividades de aquellos que la contemplan.

Así pues, prestando atención a su análisis fenomenológico, tres son las características que destaca Gadamer: primacía del juego sobre la conciencia del jugador, el juego como opción libre, y, el juego como re-presentación.

El hecho de que nadie pueda abarcar todo el horizonte temático del juego, le proporciona la base para dar fe de la primacía del juego sobre la conciencia del jugador; lo corrobora, sobre todo, la misma fascinación que cautiva y atrae a los participantes; aún más, la incerteza, el riesgo o la aventura que conllevan las jugadas es más que suficiente para afir-mar que el verdadero sujeto no es el jugador sino el juego mismo. «Lin-güísticamente el verdadero sujeto del juego no es con toda evidencia la subjet i-vidad del que, entre otras actividades, desempeña también la de jugar, el sujeto es más bien el juego mismo. Sin embargo, estamos tan habituados a referir fenómenos como el juego a la subjetividad y a sus formas de comportarse que nos resulta muy difícil abrirnos a estas indicaciones del espíritu de la len-gua»232. Por mucho que se pretenda, nunca los jugadores podrían ser capaces de controlar la dinámica interna que tras de sí esconde el juego. Lo que sucede es lo contrario; según Gadamer es el juego quien regula y pone a prueba la habilidad del jugador.

En todo caso, tomar parte en la estrategia y seguir lo establecido no significa tampoco que se vea uno forzosamente sometido a ello como si de un principio irresistible o determinista se tratara, al con-trario, en el seguimiento y uso de las normas establecidas, cada cual se experimenta libre en esa parcela autónoma que ha escogido. En una u otra situación, el hombre retiene siempre la libertad de decidir. Aun sometiéndose uno a las reglas, y teniendo que seguir las normas que condicionan la jugada, siempre nos sentiremos libres, por más

232

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 147.

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que esa libertad nos acarree inseguridades y peligrosos riesgos. A fin de cuentas, el mismo juego es un riesgo en sí.

Pero además, teniendo en cuenta que la finalidad de los jugado-res, y del juego también, es jugar a algo; ello nos conduce a concluir que, en su revelación, el juego se limita a representarse. Su modo de ser es, pues, autorrepresentación, lo cual es tanto como revelar el ser, mostrarle en el actuar. Para Gadamer la autorepresentación constitu-ye el aspecto óntico universal de la naturaleza. Por eso, jugando es como mejor conoceremos, no sólo los cánones y reglas inherentes al juego, sino también la destreza y habilidad del jugador. Nos lo ex-presa del siguiente modo: «La autorrepresentación del juego hace que el jugador logre al mismo tiempo la suya propia jugando a algo, esto es, repre-sentándolo. El juego humano sólo puede hallar su tarea en la representa-ción, porque jugar es siempre ya un representar»233.

Cabría decir que esto mismo es lo que sucede con la estructura fe-nomenológica del «diálogo». En el fondo, comunicarse y dialogar es un particular modo de jugar con las palabras que uno dice y otro in-terpreta, deseando, en ambos casos, buscar solución. Como en el jue-go, existe en la conversación un particular modo de comenzar y de seguir; de iniciar las jugadas y de contestar. Un coloquio, por ejem-plo, donde ya se supiesen de antemano las soluciones, podría ser cualquier otra cosa menos diálogo directo y personal; éste, si se hace interesante y fecundo, es por lo que aporta de novedad. Y es que, como el juego, también el lenguaje posee un espíritu que, en su forma dialogal, va revelando lo que es y el contenido de su propia verdad; su dinámica, en todo caso, siempre es creativa. Por lo tanto, en el su-puesto de que alguno de los interlocutores intentara dirigirlo con-forme a un programa previsto, lo destruiría.

Por otra parte, atendiendo a la persona que dialoga, la estructura viene a ser similar. Como en el desarrollo del juego, tampoco puede ser comprendido el diálogo desde el comportamiento de cada inter-locutor; el diálogo como tal posee una dinámica interna que escapa al control de los interlocutores. «Lo que "saldrá" de una conversación no lo puede saber nadie por anticipado. El acuerdo o su fracaso es como un suceso que tiene lugar en nosotros. Por eso podemos decir que algo ha sido una buena conversación, o que los astros no le fueron favorables. Son formas de expresar que la conversación tiene su propio espíritu y que el lenguaje que discurre en ella lleva consigo su propia verdad, esto es, "desvela" y deja aparecer algo que desde ese momento es»234. Pero, como en el jugar, también dialogando nos sentimos libres. Por más que se atienda a las demandas de las leyes grama-ticales, en las preguntas y las respuestas cabe siempre un margen de liber-tad; se trata de esa lógica que planteaba e iba desarrollando Platón en sus diálogos, una lógica que revela la estructura originaria del pensar, donde la presgunta va siempre por delante, anticipándose y desvelando su ser y su

233

Gadamer, H. G.: Ob. cit., pág. 151. 234

Ibid., pág. 461.

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más profunda realidad. «Con la pregunta lo preguntado es colocado bajo una determinada perspectiva. El que surja una pregunta supone siempre introducir una cierta ruptura en el ser de lo preguntado. El logos que desarrolla este ser quebrantado es en esta medida siempre ya respuesta, y sólo tiene sentido en el sentido de la pregunta»235.

Gadamer reitera frecuentemente que el empeño del hermeneuta es recuperar la estructura dialogal allí donde parece estar oculta; porque el pensamiento para él es eso: conversación del alma consigo misma. Por eso, con el juego y el diálogo como modelos, recupera la praxis hermen-éutica que deseara, es decir, la praxis donde, no sólo se hace presente la propia libertad siguiendo el modelo de la pregunta y la respuesta, sino que, en la misma dinámica, se desvela el ser y la verdad del contenido ontológico.

c) Historia efectual y fusión de horizontes

La originalidad de Gadamer es patente también en los planteamien-

tos históricos. Se deja entrever, sobre todo, tras la elaboración de un nuevo concepto que conjuga correctamente con el análisis fenomenoló-gico de la comprensión; se trata del concepto de la «historia efectual». Esto lo deduce porque el interés del historiador no sólo debe estar dir i-gido hacia el fenómeno histórico como tal, sino también hacia los efec-tos consiguientes que se pueden inferir de los mismos, es decir, sobre lo histórico en toda su extensión. Por ello, al desear comprender un hecho histórico desde la distancia que separa a cada uno, nos hallaremos, de alguna forma, bajo los efectos de esa historia efectual. De Ahí que nos diga: «Los efectos de la historia efectual operan en toda comprensión, sea o no consciente de ello. Cuando se niega la historia efectual en la ingenuidad de la fe metodológica, la conciencia puede ser incluso una auténtica deformación del conocimiento»236.

Como puede apreciarse, la oposición a la metodología de Schleier-macher y del historicismo era, en todo momento, clara y justificada. En ellos venía a reflejarse una radical separación entre el fenómeno históri-co o el texto, entre el historiador o el intérprete. Para Gadamer, en cam-bio, lo histórico, más que examinado desde fuera, lo contempla dentro de su propio proceso evolutivo como conciencia activa y dinámica que va abriendo horzontes. Entre el texto y quien lo interroga media la his-toria efectual donde el sujeto de la interpretación ha sido formado y, en cierta medida, también condicionado. Consecuentemente, el texto, por más que pudiese parecer lo contrario, nunca llega limpio y sin lastre al-guno a nosotros, sino arropado por las distintas interpretaciones que a lo largo de la historia se han ido sucediendo. En realidad, son nuestros 235

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 439. 236

Ibid., pág. 371.

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pre-juicios los que, al tiempo que nos limitan, posibilitan la compren-sión. Su renovada presencia reviste en cada momento una dificultad nueva, y por mucho que se pretendiese, nunca podríamos dar un cum-plimiento definitivo a esa tarea; no podríamos porque nuestro compo-nente humano es así, o como él dice: «esta inacababilidad no es defecto de la reflexión sino que está en la esencia misma del ser histórico que somos. Ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse»237.

Atendiendo, precisamente, a esta dinámica, nos reiterará que la per-sona se va desplazando progresivamente hacia nuevos horizontes. Desde su particular punto de vista, las perspectivas se abren, se des-pliegan vinculando la conciencia hacia ampliaciones del propio ámbito visual. Para Gadamer, el que no tiene horizontes es porque no ve sufi-cientemente, porque se queda anclado en el entorno, como si la verdad fuese algo exclusivo y único, aportando siempre una valoración secto-rial y, en cualquier caso, excesiva. Sin embargo, abrirse a la verdadera comprensión histórica es tomar conciencia de la propia «situación» hermenéutica y permancecer abiertos al despliegue que, desde su or i-gen, ha tenido el fenómeno, es decir, ver los momentos del pasado con fisonomía propia. Por eso, atendiendo a esa demanda que le otorga el análisis, Gadamer se pregunta: «¿Existen realmente dos horizontes distin-tos, aquél en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que éste predente desplazarse? ¿Es una descripción correcta y suficiente del arte de la comprensión histórica la de que hay que aprender a desplazarse a horizontes cerrados?238 Y, una vez más, fiel a la dialéctica inherente a toda com-prensión, Gadamer patentiza la incongruencia que supondría recluir a la persona a parcelas cerradas o de mínimo alcance.

Para él, los horizontes se desplazan al paso de quien se mueve. Y como en la vida que va poniendo cotas a nuestro diario quehacer, así sucederá con la propia concienia histórica. Aunque sería un error, por otra parte, limitar este punto de vista únicamente al presente y al futu-ro, también tiene que ver con nuestro pasado. El horizonte histórico, el que decimos que nos precede, vive ahí en forma de tradición y, por supuesto, con una existencia cambiante y transformadora. Y cuando de algún modo nuestra conciencia nos hace que recordemos aconteci-mientos pasados, no significa que nos tengamos que desplazar a mun-dos insólitos o extraños que nada tienen que ver con el nuestro, sino que los hechos históricos, como los eslabones de una cadena, forman, de algún modo, ese gran horizonte donde el presente, haciendo una lazada con el pretérito, anticipa el futuro. Nos lo expresa con las si-guientes palabras: «En realidad es un único horizonte el que rodea cuanto contiene en sí misma la conciencia histórica. El pasado propio y extraño al que 237

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 372. 238

Ibid., pág. 374.

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se vuelve la conciencia histórica forma parte del horizonte móvil desde el que vive la vida humana y que determina a ésta como su origen y como su tradi-ción.

En este sentido, comprender una tradición requiere sin duda un horizonte histórico. Pero lo que no es verdad es que este horizonte se gane desplazándose a una situación histórica. Por el contrario, uno tiene que tener siempre su hori -zonte para poder desplazarse a una situación cualquiera»239.

En realidad, pasado, presente y futuro, más que constituir parcelas radicalmente definidas e intransferibles, lo que representan son los momentos peculiares de la temporalidad del ser humano que se van desplazando en ese horizonte único, aunque plural en elementos origi-narios. Por eso, ganar un horizonte es poder divisar algo que antes no contemplábamos. Es perder para ganar, distanciarse en favor de otras miras más amplias; lo cual, no significa tampoco que nos desprendamos o vayamos a desatender el bagaje anteriormente acumulado, sino que, como todo lo histórico, forma ese elemento de vida indispensable para ver más y mejor.

Aunque no debemos olvidar tampoco que ganar horizontes es un compromiso laboral, requiere trabajo, el esfuerzo de tener que superar diariamente el entorno que, en parte, nos condiciona y limita. Abrirse, por ejemplo, a los testimonios del pasado, substrayéndose de lo que acaso más de cerca nos atañe o afecta, siempre es difícil. La asimilación, por ello, nunca debe ser precipitada, sino más bien insinuante, desta-cando, de principio a fin, los distintos aspectos. En ese sentido, el intér-prete, aún proyectando el horizonte más cercano a él, y con sus propios pre-juicios, avanza en la comprensión. El acontecer es algo similar a lo que va desvelándose en el diálogo. Como en la pregunta y la respuesta, así nuestro horizonte del presente se va abriendo y conjuntando con aquellos otros horizontes con los que, en cierta medida, formábamos ya parte. No existe, por tanto, una radical separación entre nuestro hori-zonte y las distintas perspectivas que se han ido sucediendo a lo largo de la historia; al contrario, lo viejo y lo nuevo pertenecen a un único proceso donde, lo de antes y lo de ahora, aun con sus pre-juicios, se agrupa y complementa. Gadamer hablará de una verdadera fusión de horizontes. «El horizonte del presente no se forma pues al margen del pasado. Ni existe un horizonte del presente en sí mismo ni hay horizontes históricos que hubiera que ganar. Comprender es siempre el proceso de fusión de estos presuntos "horizontes para sí mismos" »240.

La conjunción de horizontes, de hecho se da siempre; si bien, lo que caracteriza a la conciencia hermenéutica en dicha fusión es su forma consciente y deliberada de hacerlo. De ahí que la tradición como tal

239

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 375. 240

Ibid., págs. 376-377.

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afecta al sujeto, es -diríamos- como lo que realiza el juez en la hermen-éutica jurídica. Lo que él decide es que se aplique la ley de un texto al contencioso que le ofrece un presente. Por lo tanto, la relación del pasa-do con el hecho actual es directa y, en cualquier caso, sorprendente y enriquecedora.

III. Experiencia hermenéutica y lenguaje

De querer puntualizar la «idea centro» en la obra de Gadamer, ten-

dremos que referirnos a aquélla que da consistencia ontológica a su hermenéutica. Por eso, nuestra intención en esta última parte tendrá como objetivo resaltar, en la medida de lo posible, aquella fenomelogía donde él más claramente nos revela el ser que conforma nuestra expe-riencia; empeño que concluye con la identificación de la realidad misma y su demostración en el lenguaje. Y para ilustrárnoslo, Gadamer recurre al concepto platónico de belleza. Así, cuando en el «Filebo» Sócrates in-tenta disertar con Protarco sobre la belleza de formas, y concluye que éstas son bellas siempre, le asegura: «Digo, pues, que entre los sonidos, los que son dulces y claros, los que dan una nota única y pura, esos son bellos, no en relación con otros, sino en sí mismos, y van acompañados de placeres que les co-rresponden por naturaleza»241.

Atendiendo a esta y otras similares respuestas, Gadamer percibe que lo más propio y característico de Platón es, precisamente, su insistencia en resaltar lo bello como algo que atrae y, de algún modo, se da; algo inmediato a nosotros y específicamente determinado en el momento de mostrarse y aparecer. Con lo cual la belleza, más que reducirse a la proporción o la armonía, es, sobre todo, irradiación, esto es: iluminando a los otros, resplandece ella misma; tiene luz propia; por eso atrae ime-diatamente.

Cabe destacar, entonces, que el aparecer no es que sea sólo un atribu-to de lo que es bello, sino que se constituye en su verdadera esencia; es,

como nos dice Gadamer, la patencia () de la que habla Platón en el «Filebo». Claro que, al mismo tiempo, «aparecer» es mostrarse a algo y a alguien, es decir, hacerse visible en aquello que recibe su luz. De ahí que la belleza, como el esplendor que se irradia en la armonía, tiene el modo de ser de la luz; una luz que no es únicamente la claridad de lo que se ilumina, sino que, alumbrando a los otros, se hace visible ella misma.

241

PLATÓN.: Filebo, 50 d.

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Pero, a su vez, la patencia (), que se da en lo bello y que pa-rece circunstribirse al ámbito de lo visible, no es que sea así, más bien alcanza al modo de aparecer lo bueno y armonioso en general, llega al mundo de lo inteligible; aunque aquí, la luz que ilumina y que hace que las cosas aparezcan luminosas y comprensible -según Gadamer-, es la luz de la palabra242, o lo que es lo mismo, es el espíritu que se despliega en la multiplicidad de las realidades pensadas. Se trataría de la metafí-sica de la luz, que ya había desarrollado la filosofía clásica merced a la «nous» o el «intellectus agens», y que a Gadamer le va a servir de fun-damento para proponer la estrecha relación entre la presencia de lo be-llo en lo sensible y la evidencia de la comprensión en la luz de la pala-bra; tanto es así que, a partir de esta metafísica, él saca dos conclusiones fundamentales, derivadas, precisamente, de la relación entre la patencia de lo bello y la evidencia de lo comprensible. Veamos:

1ª En principio, él asegura que, tanto la manifestación de lo bello como el modo de ser de la comprensión, tienen un carácter de «even-to», es decir, que vienen indicados por las cosas mismas. Con lo cual, todo el que comprende, se halla, de algún modo, dentro de un acon-tecer que se evidencia y que por sí solo se hace valer. Pero, ¿de qué forma? ¿Qué alcance dar a la evidencia del evento? No el que exigie-ra el método cartesiano, evidentemente; aquí la evidencia cobra sen-tido en el simple aparecer y la natural presencia de la realidad. Se puede apreciar, por ejemplo en las siguientes palabras: «Lo que es evi-dente es siempre objeto de alguna proposición: una propuesta, un plan, una suposición, un argumento, etc. Con ello está siempre dada la idea de que lo evidente no está demostrado ni es absolutamente cierto, sino que se hace va-ler a sí mismo como algo preferente en el marco de lo posible y de lo proba-ble. Incluso podemos admitir sin dificultad que un argumento tiene algo de evidente cuando lo que pretendemos con él es apreciar un contraargumen-to»243.

Como en la irradiación de lo bello, la evidencia se destaca por sí misma en el conjunto de nuestras apreciaciones y experiencias; se trata, por así decir, de algo evocador y mágico que, similar al resplandor, nos ofrece nueva luz en el amplio campo que conjuga nuestra situación y posibilidades. Desde la misma tradición, la evidencia amplía nuestro horizonte y nuestro saber; aún más, tanto el evento de la belleza en sí, como el conocer hermenéutico, presuponen y justifican un hecho fun-damental, justifican la misma finitud de la existencia del hombre. Fini-

242 GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 577.

243 GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 579.

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tud, por cuanto que el espíritu nunca se encuentra pleno, ni de realidad, ni de saber, ni, por supuesto, de ventura; incluso cuando se descubre por ejemplo, una nueva ley física, lo que en realidad acontece es que la evidencia, como la luz, ilumina únicamente los datos que se imponen según ese determinado punto de vista. Por consiguiente, la nueva expe-riencia no es que aporte algo absolutamente cierto, sino que, como hori-zonte que amplía nuestra comprensión, es lo más patente y claro que en ese momento nos podía acaecer.

Teniendo esto presente, nada tiene de extraño que Gadamer se opon-ga a toda clase de dogmatismos, también al dogmatismo empírico. No en vano, en una encuesta que se le hizo en 1974, respondía taxativo a la pregunta sobre el puesto de la hermenéutica en el mundo cultural del momento. Decía: «La hermenéutica es una teoría filosófica confrontada con nuestro mundo cultural actual en el que se realiza una peculiar idolatría de la ciencia. Evidentemente que los auténticos investigadores no dan lugar a ello, pues saben con toda exactitud lo parciales y llenos de presupuestos que son tanto los modos de plantearse un problema, como los conocimientos de la cien-cia. Experimentamos hoy día cómo nuestra civilización técnica basada en la ciencia arriba a un límite crítico»244. Y es que, en el pensamiento gadame-riano no existen propiamente datos puros. Cualquier referencia que hagamos a los hechos es proyectarlos a la luz de una teoría, es decir, irradiados desde un determinado punto de vista; con lo cual, el valor científico, por su carácter fundamentalmente histórico, estará siempre condicionado por la propia situación. Al fin y al cabo, ésa es su dinámi-ca, la dialéctica del saber.

2.ª En segundo lugar, si Platón había mostrado que en la patencia estaba el ser de lo bello, y Gadamer, a su vez, lo había hecho extensivo a la comprensión, quiere decir que el modo de ser de lo bello era configu-ración y prototipo de la constitución óntica del ser en general. Pero no era solamente eso, sino que en la experiencia misma de lo bello, como en la evidencia de la verdad, además de poseer carácter de evento, se caracteriza también por su «inmediatez», es decir, que el evento aparece y se muestra a nosotros sin más; sucede como en el juego donde la ver-dad no va más lejos del acontecer lúdico. En la medida en que repre-senta algo, se representa a sí mismo.

Con todo, la conclusión a la que le lleva el análisis fenomenológico

de los hechos, obviamente es definitiva: el mundo entero de nuestra ex-periencia se configura en el lenguaje. Su hermenéutica es eso: ontología

244 ORTIZ-OSES, A.: Mundo, hombre y lenguaje crítico . Sígueme. Salamanca, 1976, pág. 9.

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del ser que se revela en una estructura lingüística. Es en el lenguaje, por así decir, donde convergen tanto el yo como el mundo, manifestados en su ser original; de aquí que la hermenéutica, aunque se oriente a desve-lar el arte, la historia, el juego o los textos transmitidos, se ocupará siempre del ser que se desvela en el lenguaje. Recordemos lo que pre-viamente señalábamos: «La luz que hace que las cosas aparezcan de manera que sean en sí mismas luminosas y comprensibles, es la luz de la palabra». Así, tener lenguaje equivale a estar en posesión de un mundo y conocer su sentido; lo cual no significa que el mundo no pueda existir sin nuestra presencia, sino que, atendiendo al sentido profundo del análisis herme-néutico, lo que en verdad se propone es la imposibilidad de alcanzar el ser de las cosas del mundo desde posiciones ajenas y exteriores al pro-pio lenguaje humano que las define y configura.

Una simple mirada a la historia nos advierte que la interpretación de los hechos no siempre ha sido la misma; aunque, eso sí, en medio de las distintas acepciones, lo que todas ellas siempre representan es un mun-do humano y, por supuesto, constituido de forma lingüística; lo que significa, que cualquiera que sea la configuración, su estructura entraña siempre la libertad de abrirse a otras posibles percepciones. Gadamer ratifica: «El baremo para la ampliación progresiva de la propia imagen del mundo no está dado por un "mundo en sí" externo a toda lingüisticidad. Al contrario, la perfectividad infinita de la experiencia humana del mundo signifi-ca que, nos movamos en el lenguaje que nos movamos, nunca llegaremos a otra cosa que a un aspecto cada vez más amplio, a una "acepción" del mundo»245. Por eso, volviendo a la «historia efectual», indicaríamos nuevamente que los textos, como cualquier otro acontecer del pasado, de alguna manera permanecen en sus efectos. Y el lenguaje, al recogerlos históri-camente en toda su productividad, se convierte en una verdadera «anámnesis», es decir, en una rememoración del hecho histórico como actualidad productiva. La consecuencia es obvia: que el hombre, en la cotidianidad de su experiencia, siempre se verá impulsado hacia pers-pectivas más amplias y evocadoras, es su dinámica.

Pero esta dialéctica del saber, que no se enseña porque no es un método establecido, sino que nace de la novedad de la experiencia in-esperada, es, sin embargo, la que nos lleva, no sólo a captar simplemen-te las cosas, sino a conocerlas y conocerlas mejor. Como con la mayéuti-ca socrática, cuya técnica era ayudar a establecer los presupuestos de la pregunta, así sucede con la dinámica de la comprensión; claro que esta apertura, siempre extraña, como perpetuamente nueva en busca de la

245

GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 536.

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verdad, podría acaso ser tachada de actitud relativista; pero Gadamer lo desmiente al decirnos que las distintas acepciones del mundo no signi-fican en ninguna forma relativización de éste, al contrario, el mundo no es algo distinto a las acepciones en las que se ofrece. Por tanto, acce-diendo a la tesis en la que Gadamer basa su hermenéutica, resumiría-mos:

a) Las acciones históricas (textos u otros aconteceres del pasado),

importan por lo que se conserva en ellos; en cuanto que son válidos in-terlocutores de un diálogo entre lo que son y lo que fueron, entre el pre-sente y el pasado.

b) La configuración de nuestra experiencia se realiza en el lenguaje, es decir, que el ser, por encima de todo, se manifiesta en la palabra.

c) La ontología como tal, no tiene método definido, su dinámica nace de la simple experiencia; por eso es ontología del ser, por eso se la llama «hermenéutica filosófica».

Pues bien, reseñados estos puntos, y antes de finalizar esta somera

exposición, intentaremos hacer, al menos, una mínima crítica a la reco-nocida y, para no pocos, admirada obra «Wahrheit and Methode», en el amplio panorama de la filosofía occidental. Veamos:

1) En principio, juzgamos que es digno de toda aprobación el since-

ro propósito de rastrear la verdad allí donde se encuentre; inquietud que se deja entrever tras cualquier página de la obra. Pero no sólo por eso, sino por haber logrado una visión de conjunto cuyo horizonte, además de implicar al pensamiento griego, no descuida tampoco las grandes directrices de nuestra cultura. Cabría decir, por ello, que es una obra vital, una aportación nada común en el sentido de que, al eludir cualquier dogmatismo y proyectarse hacia nuevas perspectivas, será siempre un gesto envidiable que justifica de por sí la rectitud de su compromiso. En virtud de lo cual, y atendiendo particularmente a la disposición, los objetivos y el límite, no puede por menos de merecer nuestra admiración y respeto.

2) Pero, aparte de las discusiones habidas sobre la misma hermenéu-tica entre marxistas, neomarxistas, racionalistas críticos, empiristas lógicos, estructuralistas y las propiamente personales entre Gadamer-Betti, Gadamer-Apel, Gadamer-Habermas, etc., optamos también aquí por una mayor ampliación de puntos de vista a causa de los nuevos enfoques que se descuidan en su «Hermenéutica Filosófica». Así, la conciencia, lejos de ser soberana en todo momento, y en cualquier caso fundante y origina-rio; en algún sentido también es prisionera de ese mundo inconsciente y preconsciente que la conduce y, en gran medida, la fija y determina. Los

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presupuestos del psicoanálisis de Freud concernientes a la conciencia, en modo alguno pueden desatenderse; al contrario, por su peculiaridad, es preciso incluirles como formadores necesarios de la misma. Por consi-guiente, la conciencia, más que aparecer como maestra y juez de los hechos, se configura como síntoma e indicación de «un sentido».

Este aspecto psicológico por un lado, y la lingüística anónima que in-cluye el estructuralismo por otro, son, a mi modo de entender, los aportes que podrían complementar la dirección gadameriana; completar, sobre todo, ese afán de búsqueda que se transparenta a lo largo de toda su obra.

Se ha tachado también a Gadamer de ser ambiguo en la exposición; aunque, por su parte, él ha contestado siempre que la hermenéutica de las ciencias del espíritu llevará siempre consigo cierta ambigüedad; es su dinámica y la razón de no poder basarse en conceptos absolutos. Asumir éstos significaría volver al racionalismo cartesiano. Con todo, sí es de rigor no descuidar, en aras de la metafísica del ser, el mundo lógico e ilógico en que habitamos. Junto a la realidad que nos trasciende, creemos que se pre-cisan también «criterios» concretos para desarrollar una teoría eficiente y positiva; solamente así podría hablarse de auténtica conciencia hermenéu-tica.

HERMENÉUTICA CRÍTICA

En un tiempo en que la racionalidad humana parecía centrarse de

forma casi exclusiva en el conocimiento científico, el profesor de la Universidad de Kiel, Karl-Otto Apel, y el también profesor de la Universidad de Frankfurt, Jürgen Habermas, creyeron ver en la her-menéutica el único camino para superar el objetivismo positivista de las «Ciencias de la Naturaleza».

Sin embargo, a pesar del aprecio personal y de compartir puntos de vista con la «Hermenéutica Filosófica» de Gadamer, dichos profesores no la consideraron suficientemente crítica. Sostienen ahora, y más concreta-mente Habermas, que la base decisiva y transcendental del conocimiento, más que en los «prejuicios», la «pre-comprensión» o las «tradiciones», está en los «intereses» que subyacen en el trabajo productivo del hombre. Por consiguiente, el tema, no sólo es teórico, sino también práctico. Piensan, además, que el objetivismo científico es reducionista y excluyente porque manipula a las personas como si éstas fuesen objetos o números imperso-nales, con el único cometido de reducirles al anonimato o a la pura clasifi-cación estadística, contradiciendo su real protagonismo en la historia. De ahí que, nada debe extrañar que ambos autores pongan ahora de relieve al sujeto como portador de los auténticos valores en la interacción de la ciencia.

Pero lo característico y, acaso más singular de sus planteamientos, es que la superación del objetivismo no está en otra cosa sino en la base

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del mutuo acuerdo entre los distintos grupos humanos. Para ellos, sin ese compromiso personal de unos para con otros, no es posible que exista ni conocimiento ni, por supuesto, verdadera comprensión; más aún, se constituirá uno con personalidad propia en la medida que parti-cipe y tenga relación con los demás. El consenso comunitario es impres-cindible y, sin él, todo se reduciría a utopía o pura ficción. Por eso, a la vez que la conciencia se revela fundamentalmente dialógica, mostrando que el fenómeno lingüístico se constituye como realidad indispensable para el estudio racional y filosófico, nos enmarca, al mismo tiempo, pa-ra ofrecer su justo valor a la ética y a la moral.

Claro que todo esto se comprende mejor si tenemos en cuenta sus posturas izquierdistas. Porque si es verdad que no podríamos adscribir-les ya al «marxismo» ni, incluso, al «neomarxismo», no sería menos jus-ta la incongruencia de considerar a dichos autores desligados de la pro-blemática iniciada por Marx, particularmente del Marx crítico, y que se traduce en una teoría social donde lo práctico y lo teórico juegan el pa-pel complementario que -a decir de ellos-, conjugan la legítima exposi-ción racional, o lo que es lo mismo: una teoría donde se aportan doble-mente explicaciones y justificaciones.

Hechas estas salvedades, podemos darnos cuenta de que la intención general es suficientemente clara: se quiere proponer una superación del individualismo o solipsismo metódico en aras de una comprensión in-terhumana, participativa y propia de personas que viven socialmente en comunidad. Aunque, siendo también inherente a todo intercambio la existencia de relaciones e intereses, es de todo punto necesario que se hable asimismo de comunicación participativa; lo que viene a significar que el diálogo es lo único correcto y legítimo si se pretende optar por decisiones moralmente correctas. En realidad, tanto Apel como Haber-mas, consideran que la «Hermenéutica Filosófica» olvida el carácter normativo y, por consiguiente, crítico que posee cualquier acto racional de la persona. Más aún, al reconstruir los fenómenos con los que se po-sibilita la comprensión, caen en la cuenta de que este compromiso en modo alguno es sólo una acción mental, sino que, por tratarse de ele-mentos imprescindibles para cualquier correcta valoración de los hechos, es normal que se busque también un método que distinga el cómo y el porqué de una acción conveniente y adecuada a aquella otra cuyo carácter presupone incorrección o abuso. No se puede decir que la hermenéutica investigue la verdad y luego margine toda metodología para encontrarla.

No obstante, y a pesar de las coincidencias, también entre Apel y Habermas se dan las discrepancias en el seno mismo de la «Hermenéu-tica Crítica». Así, mientras Habermas supedita a la praxis las cuestiones teóricas, optando por un «reconstructivismo hermenéutico» que acerque

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los problemas filosóficos al campo de la ciencia positiva; Apel, por el con-trario, se mantiene dentro de una peculiar hermenéutica trascendentalista kantiana. Aunque bien es cierto que si estas diferencias han sido resalta-das, ello es debido principalmente a la incidencia en el ámbito que más in-teresa últimamente a ambos autores, como es el campo de la ética y de la política.

De este modo, Apel, adhiriéndose a la hermenéutica con el deseo de superar el objetivismo, va a permitirse desentrañar las condiciones de po-sibilidad de la comprensión mediante los actos reflexivos. Aunque no se trata de una reflexión cualquiera, sino en la línea kantiana donde se pre-gunta, no sólo por las condiciones de posibilidad, sino también por las de validez y de progreso. Contrastando con la «Hermenéutica Filosófica», donde principalmente se examinaba el manifestarse como puro acontecer, aquí se buscan criterios que distingan la comprensión verdadera de la fal-sa, lo correcto de lo inadecuado, es decir, donde la comprensión y la re-flexión se asocien y complementen.

Así pues, este supuesto de corte kantiano le va a permitir afirmar que el hombre es fundamentalmente comunicativo, es un «ser con», con los otros y en comunidad; muy semejante también a la concepción heideggeriana en cuanto que, participando de esa radicalidad dialogante, nunca se le puede concebir aislado de los demás; «ser con» es constitutivo esencial de la persona. Pero, al mismo tiempo, esa interrelación exige cauces que con-duzcan los intercambios inherentes a toda sociedad; de ahí que la metodo-logía sea, al mismo tiempo, una exigencia; necesitamos caminos que dis-tingan la verdad del error, lo adecuado de lo inconveniente, lo correcto, de aquello que sólo es apariencia, es decir, se precisa de un método que ga-rantice, no sólo lo racional, sino que dicho método sea común y para to-dos, que sea, en principio, universal; únicamente así podría hablarse de progreso en la comunicación.

Por otro lado, Habermas, aun sintiendo también gran estima por la «Hermenéutica Filosófica», sobre todo por lo que suponía de crítica al ob-jetivismo; la considera insuficiente. Piensa que Gadamer limita en exceso el papel de la racionalidad humana en pro de los prejuicios y la tradición. Para él, sin embargo, en la base de las ciencias están los intereses; porque, si es cierto que en la «Hermenéutica Filosófica» el lenguaje es el elemento mediador de la racionalidad, también se constituye como medio de domi-nio y de poder social. Por lo tanto, si se quiere conseguir una verdadera comprensión, es obligado afrontar la crítica a las ideologías; una crítica se-ria y autónoma, acorde con el cometido fundamental de la hermenéutica, como es el hecho de buscar los elementos que pudieran servirnos para dis-tinguir la comprensión correcta de la supuestamente errónea o imprecisa; claro que, al ser el lenguaje el marco donde se encuentra la verdad, tam-

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bién lo puede ser de la incorrección o la mentira. Por eso, la hermenéutica deberá transformarse en crítica, en una crítica aclaratoria e ilustrada.

Ahora bien, para fundamentar metodológicamente dicha teoría, Habermas considera dos posiciones que podrían servir para este come-tido: el «Psicoanálisis» y la «Lingüística Generativa»; él se inclina por esta última, lo que le conducirá, lógicamente, al reconstructivismo her-menéutico.

Sin embargo, y aparte de las discrepancias, ambos autores conjugan sus principios en un solidario compromiso: el de la ética y la política. A ese respecto, fueron significativas las palabras de Habermas en una con-ferencia pronunciada en Madrid en 1984, decía: «Karl-Otto Apel y yo hemos intentado en los últimos años reformular la teoría moral kantiana en rela-ción con la cuestión de la fundamentación de normas, valiéndonos de medios propios de la teoría de la comunicación». Y diez años más tarde, en una de las intervenciones que tuvo en El Escorial en el verano de 1994, confir-maba similares ideas, por más que los conceptos analizados ahora fue-ran diferentes. Llegaba a decir que el concepto de «democracia» es lo único que ha sobrevivido a las crisis ideológicas; bien es cierto que se ha convertido en un concepto demasiado amplio, sirviendo ya única-mente para justificar diversos tipos de conductas y decisiones. Piensa que hace falta redefinir la «democracia» como sistema, esto es, lograr verdaderos consensos.

Cabe reseñar también que el retorno a los planteamientos kantia-nos, haciendo uso de la «Hermenéutica Crítica» en su vertiente ética, tie-ne una novedad importante: la de centrar los problemas en el campo de la comunicación; lo cual supone que, junto a principios generales acep-tados por la mayoría, existan otros en los que se discrepe. Ahora bien, ¿cómo superar dicha constatación? No de otra manera -dicen-, sino bus-cando en las reglas pragmáticouniversales un núcleo trascendental normativo donde resalte el siguiente: «Sólo pueden pretender validez las normas que encuentren aceptación por parte de todos los afectados». De ahí que, en razón de la misma practicidad, piensan ellos haber superado la clásica distinción entre el mundo inteligible y sensible, entre el fenóme-no y el nóumeno kantiano.

Pero, en medio de esa recta intención -admirable, sin duda-, por de-sear proponer un método en base al acuerdo con el número de los afec-tados; existen, no obstante, ineludibles deficiencias. Así, por más que se tenga a Kant como punto de partida en el deseo de encontrar un núcleo trascendente y normativo; en el fondo, marginan el fundamento y el va-lor de la «acción buena»; apuntando, más bien, hacia una meta utópica. Quizá la «Hermenéutica Crítica» esté legitimada para refutar el escepti-cismo por lo que tiene de consenso comunitario, pero es insuficiente pa-ra consolidar con base firme a la moral. En el fondo, ni Apel ni Haber-mas dan razón de la vida correcta y buena, simplemente se atienen a la

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norma, que es, en definitiva, donde encuentran su principal fundamen-to.

HERMENÉUTICA SEMIOLÓGICA

Los accesos a la comprensión y al lenguaje que venimos exponiendo

caen, en mayor o menor medida, dentro del marco antropológico. En cuanto persona que rastrea soluciones y dialoga, el hombre es un ser revelador por naturaleza; dice lo que siente y cree, y esto a pesar de verse él mismo mediatizado por un determinado horizonte.

Precisamente, atendiendo a esta perspectiva humana, Paul Ricoeur será, acaso, la autoridad más representativa de la corriente personalista francesa. Y por más que su itinerario filosófico ha estado sometido a múltiples influencias, existe, no obstante, una clara continuidad a lo largo de su extensa obra. Se podría esto constatar desde su primer tra-tado importante: «Philosophie de la volonté. 2», de 1960, hasta recientes publicaciones sobre la hermenéutica del texto. Claro que su influencia viene condicionada, en principio, por la fenomenología. Experto como pocos en el pensamiento de Husserl (traduce su obra al francés), hace que, sin ser husserliano, reivindique ser reconocido como feno-menólogo.

Pero el que sin duda incide más en su hermenéutica es Marcel. Pro-fesor suyo desde 1935, capta principalmente de él dos ideas fundamen-tales: la inquietud y respeto por el misterio del ser, y su concepción so-bre la filosofía como proyecto unificador de una «ontología reconcilia-da». Sin embargo, conociendo en profundidad las distintas corrientes de la filosofía moderna, ha sabido recoger lo positivo de tales aporta-ciones para insertarlo, en la medida de lo posible, en su propio pensa-miento. Así, junto al proyecto de los autores anteriormente men-cionados, su obra viene enriquecida, no sólo por las apuestas psicológi-cas y las del psicoanálisis, sino por el mismo estructuralismo y las dis-tintas teorías lingüísticas contemporáneas; tanto es así, que su «Hermen-éutica Semiológica» nace y se desarrolla principalmente por el diálogo crítico con los autores representativos de dichas corrientes. De ahí que para llegar a una más adecuada exposición de su trayectoria, nos de-tendremos en tres de los puntos que mejor pueden representar su análi-sis hermenéutico.

1. °- Fenomenología y saber positivo

El método fenomenológico, centrado en la intencionalidad de la

conciencia, era fácil que pudiese caer -en su uso eidético- en el idealis-

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mo. Consecuentemente, Ricoeur intentará un maridaje con la ciencia positiva del que estaba privado y que, a su juicio, era posible mediante el análisis hermenéutico, es decir, que la intuición básica de Huseerl podía muy bien ser completada con la «interpretación»; consiguiéndose recobrar, de ese modo, el mundo de los hechos de que estaba privado. La fenomenología así quedaba abierta hacia el «sentido», un sentido que la hermenéutica conquista merced a los análisis de la «pertenen-cia».

Pero, ¿por qué este paso del método fenomenológico a la hermenéu-tica? Ricoeur declara que por el valor simbólico que tiene el «mal»; en definitiva, una semántica simbólica que llega a nosotros a través de re-ferencias insinuantes a la injusticia, al abuso, a la esclavitud, etc., inser-tadas a menudo en contextos narrativos y, en cualquier caso, míticos. De ahí que, en razón de su misma intransparencia, necesite interpreta-ción y exégesis, o lo que es lo mismo, que incluya, por coherencia, el análisis hermenéutico. Nos dice claramente: «Yo identfico hermenéutica con el arte de descifrar significados indirectos»246. Y como la fenomenología prioritarimente se cuidaba del lenguaje ordinario o directo, podremos fácilmente deducir el porqué de considerarla insuficiente.

Sin embargo, lo más importante es que esta entrada en la hermen-éutica le va a permitir una nueva ampliación de la misma que le condu-cirá a la semiología, y de ésta a la semántica. Así, en contacto con las co-rrientes culturales de mediados de siglo, Ricoeur no duda en incorporar todo aquello que pudiese favorecer el campo de la propia hermenéuti-ca. En su reflexión, por ejemplo, sobre el psicoanálisis de Freud, se da cuenta de que éste coloca a los sueños y a los síntomas de la persona como lenguajes indirectos, lo cual incidía, lógicamente, en los actos de la conciencia. Llega a entender entonces que, tras el análisis de los mis-mos, existe otra realidad más profunda que los condiciona y les sirve de fundamento. «Lo que fui, eso seré», que en el lenguaje freudiano corres-ponde a un «Ello» antes del «Yo», es decir, que la conciencia, lejos de fundar el «sentido», es evocadora de otra realidad que la precede y la funda, esto es, de un «inconsciente» como primer estrato y base origina-ria de la personalidad. Cabría decir que el «sum» es anterior al «cogito» y, por lo tanto, para llegar al auténtico «Yo», el recorrido tendría que ser, además de largo, nada común; habría que salir fuera de sí y mirar al horizonte de todos esos lenguajes indirectos creados por él, como son las peculiares «referencias del mal», así como las metáforas, los sueños,

246

RICOEUR, P.: From Existentialism to Philosophy of Langage, en «Philosophy Today», 17. 1973,

p6g. 91.

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los mitos, etc., que, en modo alguno deberá echar en olvido la hermen-éutica.

Al mismo tiempo, y como ya apuntábamos, el estructuralismo es otra de las corrientes que inciden en el pensamiento de Ricoeur. Tras sus di-ferentes modalidades, la intención de los estructuralistas se dirige fun-damentalmente a encontrar y formular leyes en los distintos campos de las ciencias humanas. Pero, por ser relaciones de intercambio, su objeto es de naturaleza simbólica y, en consecuencia, centrado prioritariamen-te sobre fenómenos que se elaboran fuera del pensamiento consciente. Se trataría, como en el psicoanálisis, de una especie de «inconsciente», no como el de Freud, sino más bien en la línea de un «inconsciente kan-tiano categorial», y al que debe alcanzar también la hermenéutica. Claro que un lenguaje así es un lenguaje latente, insinuador si se quiere, pero anónimo, supeditado a frías e impasibles reglas clasificatorias; un len-guaje donde el sujeto ha desaparecido y cuyos mensajes, más que ir de persona a persona, o de uno que habla a otro que escucha, su contenido se circunscribe y valora en asociaciones entre emisor-receptor.

Una tal concepción, centrada en ser estructura de elementos y rela-ciones, y cuyo sistema sólo mira a su propio orden, es insuficiente para un fenomenólogo como Ricoeur. Partiendo éste de la intencionalidad del lenguaje, su mirada y análisis le confirman que, no sólo se dicen co-sas con las palabras, sino que al hablar se designa algo con ellas; apun-tan a una realidad que, de eliminarse, la comunicación sería imposible. Por lo tanto, como función esencial del mismo, nos abre al mundo de los seres y de las cosas. Más aún, junto al desplazamiento hacia el ori-gen como lo realiza el psicoanalista o la propuesta estructural mediante las relaciones entre los términos, la hermenéutica debe sumar también el giro efectuado por Hegel al fijarse éste en el punto final y superior, confiriendo sentido al precedente, esto es, yendo de lo último al origen, del «eschaton» a la base, como así apuntan y señalan las distintas for-mas del espíritu.

También, aunque ello sea bajo aspectos diferentes, Ricoeur no duda en admitir la influencia recibida del «movimiento analítico». A través de sus distintos pasos y evolución («atomismo lógico», «neopositivis-mo» y «filosofía analítica») se han ido perfilando conceptos bastante alejados de su rigidez primera, como podría ser el circunscribirse, por ejemplo, a las significaciones de verificación o falsación, o a términos como los de extensión e intensión. Se concluye, sobre todo en las últi-mas etapas, que los silencios, las tonalidades emotivas, la sinonimia, el estilo, la metáfora o las intersecciones, etc., también pueden ser vehícu-los de significación y de cambios; en realidad, toda una simbología apuntando a experiencias y realidades de marcada significación refe-

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rencial. Simbología llena de luces y de sombras, y que obliga, eviden-temente a efectuar sutiles análisis semiológicos. De ahí que la hermen-éutica de Ricoeur, ante todo, sea eso: «Hermenéutica Semiológica».

2. °- Perspectiva semántica

Desde su postura inicial como fenomenólogo, Ricoeur llega a darse cuenta de que, fuera de la descripción del fenómeno como lo dado in-mediatamente a la conciencia, sería difícil llevar a efecto toda la com-plejidad que ofrece el planteamiento lingüístico. De tal modo que, en la perspectiva fenomenológica, la «langue», que tanto suponía para el es-tructuralismo, apenas si ocupa aquí un puesto definido; podría decirse más bien que la hace efectiva e incluye en la palabra, esto es, en el acto de expresión como si el pasado se concretizase en la efectividad lingüís-tica del presente.

Así pues, Ricoeur va a dar un paso adelante pretendiendo unir nuevamente la dualidad «langue-parole» con el propósito de ir más allá de la antítesis. ¿Cómo? Mediante la producción dialéctica donde el sis-tema anónimo de los estructuralistas vuelva a la actualidad en las reali-zaciones concretas. Intenta con ello no recluirse, ni al puro nivel estruc-tural dentro del campo fonológico, léxico y sintáctico, que siempre co-rresponde a formas impersonales, ni tampoco al evento transitorio y fugaz como sería el significado concreto de la frase que, una vez pro-nunciada, su límite queda circunscrito a la percepción momentanea en que se dice. Ricoeur asumirá el estructuralismo desde la fenomenología, proponiendo la palabra como realidad menor y mayor que la frase. Me-nor en el sentido de que, hasta que no se pronuncia, sólo existe en el diccionario y, en sí, anónimamente, aunque cobrando sentido en la fra-se. Pero al mismo tiempo, es algo más que ésta, ya que si la frase es pa-sajera y transitoria, no lo es la palabra en el sentido de que nos puede servir para la composición de otras nuevas frases.

En consonancia con este análisis, Ricoeur va a dar un paso adelante en su afán de establecer y conjugar elementos. Así, junto a los niveles semiológicos de la fonología, del léxico y la sintaxis, característicos de los estructuralistas, él añade también los de la semántica y, mediante ésta, su apertura al mundo del ser y de la realidad. Cree, por ello, que el estructuralismo olvidó esta complementariedad que hubiese colmado sus aspiraciones y propósitos; olvidaron la conjunción de las tres di-mensiones: dimensión ontológica o referencial hacia el mundo de los seres, dimensión psicológica hacia los sujetos que se comunican y dia-logan, y dimensión social en su referencia a las distintas comunidades

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que hablan lenguas diferentes. Claro que, en esta nueva ampliación, Ri-coeur es también tributario del gran lingüista É. Benveniste. En efecto, este autor, con profundo sentido crítico, articula el lengaje en torno a dos entidades complementarias y, en cualquier caso, integradoras: los «signos», en cuanto unidades (fonemas, morfemas y lexemas) que cons-tituyen relaciones de supeditación dentro del mismo sistema, aunque sin apuntar a eventos y objetos definidos; y la «frase» como entidad nueva y no como agregación simplemente de palabras. En el fondo, una novedad que se caracteriza, no tanto por sus relaciones al modo de los signos, sino por establecer síntesis, es decir, por ser fundamentalmente predicado.

Pero, al mismo tiempo, esta temporalidad o suceso eventual de la frase, que alcanza al texto y que realizamos con la palabra, cae, según Ricoeur, bajo la categoría del «discurso». Por lo tanto, frente a la atem-poralidad de la «langue», sin sujeto y sin existencia real, y cuyo cometi-do es ser instrumento virtual de comunicación, está la semántica del discurso con su temporalidad y apertura al mundo en la triple referen-cia que hacen efectiva los que dialogan: referencia al objeto, al locutor y al destinatario.

3. °- Hacia una hermenéutica textual

Últimamente, y tras la semántica del discurso, Ricoeur se centra en la

hermenéutica del texto para poder concluir la parte final de su amplia-ción en el análisis hermenéutico; aunque en el fondo lo que pretende es replantear la cuestión de principio: ¿cómo interpretar el lenguaje simbó-lico? Sólo que ahora se impone aclarar previamente el problema del pa-so del discurso hablado al texto escrito, es decir, se necesita dar a cono-cer la distancia del primero respecto al segundo, dotando a éste de una triple autonomía: la del autor, la del círculo ambiental y la de su origi-naria audiencia.

Agrupadas estas entidades, el discurso escrito se torna independiente y autónomo, o lo que es lo mismo, se convierte en producción literaria con una doble referencia: hacia el mundo al que apunta por un lado, y a la au-tocomprensión por el otro. Ahora bien, lo característico en Ricoeur es que el distanciamiento de estos discursos no es que sea tampoco negativo, al contrario, es condición de posibilidad de la hermenéutica. Lo fugaz y tran-sitorio del evento pasa a ser obra escrita con sus características peculiares. Así, cualquiera que sea el texto, siempre estará estructurado conforme a una composición, a un género y un estilo que le configuran y distinguen.

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Por eso, la pluralidad de elementos será una de las cosas que más se deba tener en cuenta a la hora de hacer el análisis.

Pero, en cualquier caso, la obra se constituye por sus peculiares referen-cias, por ese mundo de objetos que, de uno u otro modo, han configurado su panorama y su particular proyección sobre la misma. Evidentemente, esto se distingue del discurso hablado en cuanto que aquí las referencias son ostensivas y eventuales, o de primer orden, como acostumbran a decir otros; mientras que en el texto, al quedar fijadas las alusiones, es lógico que se precise de un nuevo modelo por parte del intérprete, de un nuevo tipo de explicación que no se circunscriba, ni al psicologismo por sus cla-ras implicaciones románticas, ni tampoco con la oculta y anónima forma estructural. Ricoeur llega a creer que el modelo adecuado para este come-tido no es otro sino el propuesto por Heidegger. Así, considerando al intérprete como un ser-en-el-mundo, y, por lo tanto, con su relación esen-cial al otro; necesariamente deberá éste proyectar sus más profundas posi-bilidades ante cualquier realidad que sea objeto de su referencia; con lo cual, en la distancia que va de la obra al intérprete, o mejor aún, en la com-prensión del texto, siempre tendrán que ver las distintas e inherentes pro-yecciones de la persona.

Consecuentemante, una vez que ha salvado la condición de posibili-dad de la hermenéutica respecto al sujeto y el mundo proyectado en la obra, piensa también que esto mismo podrá hacerse en relación de uno mismo; propósito que lleva a cabo mediante lo que él califica de «apropia-ción».

Propone que nosotros nos apropiamos meramente de un horizon-te del texto y en la medida en que actuamos como personas, es decir, como seres que somos en-el-mundo; y que esto se traduciría en un apropiarse de un «sentido» y no de todo el legado del autor. La her-menéutica así, lejos de circunscribirse a cualquiera de los moldes del subjetivismo, alcanza a la ontología; su proyección, por tanto, es on-tológica, puesto que es el texto quien presta al intérprete las nuevas perspectivas de cambio y de ordenación, esto es, las nuevas formas de comprender y de vivir. Un hecho, por otra parte, que de referirlo a Gadamer y a Habermas, nos abren también la posibilidad a la inte-gración de ambos. Los intereses emancipatorios que proclamara Habermas, quedarían vacíos al privarles de los contenidos del pasa-do que propugnara Gadamer. La utilidad y el deseo de comunicación precisa también de la herencia cultural del pasado; y es que la inten-ción de Ricoeur no es otra que la siguiente: completar los elementos de distancia con la originalidad de la propia participación. De ahí que finalmente declare: «Por más vueltas que se dé a la cuestión, acaba-

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remos siempre dentro de una circularidad en la que la función epistemológi-ca explícita parece derivar implícitamente de la función axiológica» 247.

247

RECOEUR, P.: Ethics and Culture, Habermas and Gadamer in Dialogue, en « Philosphy Today» , 17, 1973, pág. 163.

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ENSAYANDO UNA TEORÍA

ESPACIO Y TIEMPO

Una vez expuestas las opiniones que hemos creído más relevantes

en el campo de la investigación lingüística y filosófica; intentaremos, seguidamente, adelantar lo que podría ser, a nuestro juicio, una postura especulativa y racional respecto a la panorámica y planteamientos que ha suscitado el fenómeno del lenguaje. Para ello, creemos que es forzo-so, e ineludible a su vez, analizar primero nuestros condicionantes físi-cos y psíquicos para poder acceder mejor a la verdad que se pretende.

En efecto, unos y otros estamos condicionados por el pretérito que, de alguna manera, nos marca y nos dirige. Como actividad que un día supuso cambio y evolución, el pasado también se hace hoy, al menos de alguna forma, ralidad y existencia; nos compromete como, en su tiem-po, los datos del pasado lo fueron respecto a sus anteriores hechos históricos; nadie es totalmente autónomo e independiente, incluso nues-tros más ocultos anhelos esconden subordinaciones que ignoramos; to-dos dependemos de un punto de vista, de una situación, es decir, de una perspectiva singular e inherente que nos tipifica y define. Sirvan sino las siguientes reflexiones como orientación y como ejemplo.

Ante la realidad cotidiana de ver pasar los seres y las cosas, un examen superficial nos dice que el tiempo es algo que corre en atención a un antes y a un después; y el espacio, una extensión que podemos medir o mensurar. En ese sentido, nadie duda que el Archipiélago Ca-nario está dentro de un paralelo y un meridiano, sin necesitar del tiem-po para conocer su distancia con las costas de la Península. Sin embar-go, el motivo de todo esto es porque nuestro mundo terrestre lo conce-bimos por la concepción euclidiana del espacio tridimensional y porque la posición de dichas realidades no se ven alteradas por el tiempo. Pero en el Universo las cosas no ocurren así. El hecho de que existan galaxias cuya luz tarda en llegarnos 3.000 millones de años terrestres, nos hace

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pensar que su situación en modo alguno puede corresponder al lugar en que estaban cuando empezaron a enviarnos sus destellos.

Cabría decir que el Universo está en continua expansión. Las ga-laxias, no sólo se alejan de nosotros, sino que forman otros grupos de galaxias y cada grupo se mueve separándose de los demás. Las veloci-dades tampoco son las mismas, ellas guardan proporción con la distan-cia a que se encuentran de nosotros. Así, de aceptar la «constante de Hubble» VK = Hd248, una galaxia que se encuentre a 2.000 millones de años luz, se alejará de nosotros a una velocidad de 61.000 km. por se-gundo, lo que quiere decir que el Universo es un todo espacio-temporal donde el tiempo se constituye en una dimensión nueva e imprescindi-ble: la llamada cuarta dimensión. Bien es cierto que para determinar con exactitud la «constante de Hubble» se requiere calibrar cuidadosa-mente otros indicadores secundarios de distancia.

Es sabido que, de atenernos, de momento, a la teoría de la relativi-dad de Einstein, ni el espacio es un receptor fijo y absoluto en el cual se encuentran todas las cosas, ni existe tampoco un movimiento absoluto; uno y otro, como el tiempo, están sometidos a las mismas leyes de la re-latividad. Me explicaré: es fácil que nosotros, circunscritos por la geo-metría euclidiana, utilizada para lo contiguo y próximo, lo apliquemos también al Universo, ignorando, o confundiendo quizá, el mundo de nuestra inmediatez con las geometrías de largo alcance como son las que conforman la totalidad del cosmos.

Sin embargo, diferenciar la perspectiva de uno y otro campo no es caer o reincidir en otra interpretación subjetivista de la realidad, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia. No lo es porque la físi-ca de Einstein no es relativa, sino relativista, es decir, que su verdad sólo es verdad para un determinado sujeto, dando a entender que, un suceso acaecido en un punto «A», y que desde nuestra situación terres-tre «precede» en el tiempo al punto «B», puede que desde otro lugar del Universo parezca «sucediendo» a ese punto «B». Evidentemente, la in-versión del hecho acaecido es completa según la situación del que la contemple. Ahora bien, ¿puede decirse que alguno de los observadores deberá estar de alguna forma alucinado? En modo alguno. Es justo de-cir que, ni el sujeto humano, ni el supuesto observador instalado en otra parte del Universo deforman lo real. Lo que sucede es que una de las cualidades de la realidad es la de ser representada de forma diferente, esto es, la de organizarse de tal modo que puede ser contemplada desde

248 Donde: VK = velocidad a que se alejan en km. por segundo. H = constante de Hubble, igual a 30,6 km. por segundo. d = distancia actual de la Tierra en años luz.

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uno u otro punto de vista. Por consiguiente, espacio y tiempo son dos fracciones, dos elementos objetivos de la perspectiva física, permitiendo que la realidad sea contemplada según el lugar y la situación que cir-cunda a cada uno.

A partir de aquí, pretender confirmar, por ejemplo, la filosofía kantiana, como tantos lo han hecho, desde la mecánica de Einstein, creyendo justifi-car el subjetivismo del espacio y el tiempo, nos parece la más incorrecta in-terpretación del sentido que nos ofrece la teoría de la relatividad; porque si algo se resalta o quiere ponerse en claro es precisamente la maravillosa armonía de todos los puntos de vista. De ahí que hayamos creído necesa-rio exponer, previo a nuestra reflexión sobre el lenguaje, lo que será, sin duda, punto de orientación y de guía en la intención de dicho propósito.

DE LA EXPANSIÓN CÓSMICA, A LA EVOLUCIÓN TERRESTRE

La expansión del Universo no es una hipótesis, es un hecho real. En la

década de 1920-30, los astrónomos, particularmente Edwin P Hubble, des-cubrieron que las galaxias mostraban en su mayoría un «desplazamiento hacia el rojo», lo que significaba que se iban alejando de nuestra Vía Láctea. Lógicamente, no era de extrañar que surgieran los interrogantes: ¿Y esto, por qué? ¿Cuál es, sobre todo, el origen o principio impulsor de tal extraordinario fenómeno?

Las teorías fueron distintas, evidentemete; pero por lo que aquí res-pecta, nos detendremos en la llamada «modelo standard», no sólo por lo que supuso de original en su tiempo, sino por el apoyo que hoy día le otorga la ciencia. Se trata de la hipótesis que elaboró Georges Lemaitre en el marco de la teoría de la relatividad y en consonancia con la interpreta-ción del efecto Hubble, y que es el modelo de la «explosión primitiva» o «Big Bang», como así parece quedar demostrado hoy. Fig. 3.

En efecto, a partir de la expansión cósmica, cabe pensar que tal aleja-miento no podrá haber sido desde tiempo infinito, tendría que haberse dado un comienzo, un primer inicio en el que toda la radiación y toda la materia se encontrara comprimida. En realidad, durante años, los cosmó-logos han intentado explicar la formación del Universo, y tras no pocos debates, se ha optado por una idea relativamente sencilla; pero que, sin embargo, es la base de la cosmología moderna; y es la siguiente:

A distancias muy pequeñas, iguales o inferiores al tamaño de un átomo, el cosmos sigue las leyes de la mecánica cuántica, lo que significa que no es determinista, es decir, que todo fluctúa y que ninguna cantidad física tiene un valor estable. Por consiguiente, todo está sujeto a sutiles e impre-visibles cambios; imprevisibles mutaciones que permiten, a su vez, descri-bir con gran precisión el comportamiento de los átomos, de los núcleos y de las partículas elementales. En la ciencia cosmológica reciben el nombre

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de «fluctuaciones cuánticas», y debieron tener suma importancia en la formación del Universo ya que si comenzó con una explosión, hubo un instante en el que su dimensión era mucho más pequeña que la de un átomo, un núcleo o una partícula elemental, y con una temperatura de un trillón de veces más caliente que el coEn estas condiciones tan sumamente extremas, pero que son las que cosntituyen el soporte del Universo, la ma-teria sufre minúsculas fluctuaciones cuánticas; y en virtud de las ecuacio-nes de Einstein que describen el comportamiento del Universo, todo con-duce a suponer que allí donde la densidad de la materia ha tenido una fluctuación en niveles más altos, será más palpable la fuerza de la gravita-ción, pudiéndose explicar así el porqué de las dimensiones en galaxias, quásares 249, estrellas o satélites planetarios.

Por otra parte, supuesta ya dicha explosión, se empezó a conjetu-rar, sobre todo a mediados de siglo y, particularmente por el famoso

astrofísico George Gamow, sobre las huellas que nece-sariamente deber-ían todavía per-manecer de aquel impar aconteci-miento; se pensó que debía quedar un eco en forma de radiación uni-versal. Más aún, partiendo de que la radiación, al igual que la luz, tiene una veloci-dad establecida, se podría calcular, no sólo el tiempo transcurrido desde que se emitió, sino también la distan-cia recorrida.

Pues bien, en 1964, los radio-astrónomos Amo Penzias y Robert Wilson, ajustando una antena en los laboratorios Bell de USA, escuchaban

un zumbido de fondo que, por ajustarse a la temperatura de la teoría 249

Quásar: El núcleo brillante de una galaxia. Puede tener un gran agujero negro en su centro. Considerados cuasiestelares, propiamente constituyen los objetos más lejanos del Universo.

Fig. 3

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del Big Bang, era de una radiación en microondas y, por lo tanto, se debía tratar del eco de tal explosión. Era, en realidad, el primer paso, la primera prueba experimental de dicha teoría. Su labor, al menos, así se reconoció, al otorgárseles el Premio Nobel en 1978.

Pero la confirmación más fehaciente hasta ahora son los resulta-dos facilitados por el satélite COBE (Cosmic Backgroun Explorer) lanzado al espacio por la NASA en 1989. Puesto en una órbita de 900 kilómetros de altura, envió datos a la Tierra que confirmaban la natu-raleza de la radiación de fondo de microondas, pruebas éstas que ra-tificaban una de las predicciones fundamentales de la teoría del Big Bang. La radiación de fondo es lo que queda de la luz emitida por el gas existente no muy posterior -unos 100.000 años de la explosión inicial-. Esta luz viajó por el espacio cósmico en todas direcciones, pudiéndose detectar ahora como radiación en microondas con una temperatura de 2,7 grados Kelvin (menos 270,3 grados centígrados).

Por eso, cuando el astrofísico de la Universidad de California en Berkeley y coordinador del COBE, George Smoot, se decidió a reve-lar, en abril de 1992, lo que ya conocían con un año de antelación, pe-ro que antes no publicaron, prefiriendo esperar a comprobar una y otra vez los datos en el que se basaba el descubrimiento de la natura-leza de la radiación de fondo de microondas; lo que, en realidad pro-vocó fue la sorpresa más inimaginable, y es que, por ser correctas las comprobaciones y adaptarse, sobre todo, a los cálculos previstos, se ponía fin a más de 25 años de búsqueda, y la mejor noticia que se podía ofrecer a los estudios de la cosmología; tanto es así que el físico Stephen Hawking llegó a decir que se trataba del descubrimiento del siglo, si no de todos los tiempos. Se llegaba con él a desentrañar lo que pasó después del Big Bang, y de cómo estas ondulaciones, ahora detectadas, fueron formando, en su crecimiento, el conjunto del com-ponente cósmico.

Sin embargo, no todo es tan sencillo. Estudios recientes, como los llevados a cabo por la astrofísica Wendy Freedman y el equipo de astrónomos que ella preside, llegan a la conclusión que el Universo es más joven de lo que se creía, tan joven que su edad es aparente-mente inferior a las estrellas más viejas. Así, en contra de los 15.000 millones de años que se suponía respecto a la primera explosión, es-tos científicos, al calcular con más exactitud la «constante de Hub-ble», creen que en el origen del Universo, al expandirse a una veloci-dad mayor de la que se esperaba, se originaría entre los 7.000 y 12.000 millones de años.

Otro de los problemas que aún espera también solución es el que se re-fiere a la «materia oscura», es decir, que todavía parece desconocerse el 90% de la materia que vaga por el cosmos; convirtiéndose su búsqueda en uno de los temas más apasionantes de la astrofísica de hoy. Con todo, pa-rece haber indicios de su presencia, principalmente a partir del descubri-miento de un enorme halo, apenas perceptible, que un equipo de estudio-

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sos captó en el verano de 1994 envolviendo a una galaxia espiral (NGC5907), y cuyas características podrían ofrecer soluciones al misterio de dicha materia.

Pendiente queda también la cuestión del final del recorrido, esto es, si el Universo se expandirá hasta convertirse en un cementerio de materia fría e impasible, o, por el contrario, si la expansión se detendrá un día y empezará a encogerse como ocurre con una goma a la que se ha estirado al máximo.

Precisamente, en una conferencia dada en Sevilla en marzo de 1991, el profesor Stephen Hawking, habló sobre el futuro del Univer-so, y, entre otras cosas, dijo: «Hay ciertas situaciones en las que creemos poder emitir previsiones fiables, y el futuro del universo, a escala muy grande, es una de éstas. Durante los últimos trescientos años hemos descu-bierto las leyes científicas que gobiernan la materia, en todas las situaciones normales. Estas leyes son importantes para la comprensión de cómo co-menzó el Universo; pero no afectan a la futura evolución en tanto y cuanto éste no se vuelva a colapasar y se convierta en un estado de alta densidad».

Destacó también lo siguiente: «Debido a que la expansión del Universo es tan uniforme, se puede describir ésta en términos de una única cifra que es la distancia entre galaxias. Esta va en aumento actualmente, pero sería de esperar que la atracción de la gravedad entre diferentes galaxias redujese la tasa de ex-pansión. Si la densiad del Universo es mayor que cierto valor crítico, la atrac-ción gravitatoria terminará frenando la expansión haciendo que el Universo se contraiga de nuevo. El Universo se colapsaría hacia el "Big Crunch", la implo-sión. Esto sería una cosa algo así como el "Big Bang" que dio pie al Universo. El "Big Crunch" es lo que se llama una singularidad, un estado de infinita densidad en el cual las leyes de la física se descomponen». Por eso Hawking, con un fino sentido del humor, concluía: «Yo empero, disfruto de ciertas venta-jas en contraste con otros profetas del fin del mundo. Aunque el Universo haya de colapsarse, puedo predecir con seguridad que no cesará su expansión por lo menos durante 10.000 millones de años. No espero estar por aquí todavía para comprobar si me he equivocado».

Otro de los problemas que ha apasionado siempre a la física, y cu-

yos recientes descubrimientos han sido calificados de espectaculares, son los que se refieren a los elementos últimos de la materia y las fuerzas que los unen y combinan. En efecto, desde hace un siglo aproximadamente, los científicos descubrieron que los componentes más pequeños de la materia no eran los átomos, sino otras partículas más diminutas, como los electrones que orbitan alrededor de un pe-queñísimo núcleo constituido, a su vez, de otras partículas llamadas protones y neutrones.

Pues bien, hace tan sólo unos 20 años, científicos de EE.UU. y Eu-ropa principalmente, postularon que toda la materia del Universo es-taría compuesta por sólo 12 partículas elementales, desarrollando una teoría que calificaron de «Modelo Estándar» y cuyo fin era explicar, en

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principio, las fuerzas que las pudiesen unir. De hecho, las partículas se dividen en dos grupos: seis «leptones» y seis «quarks», siguiendo unas reglas precisas, semejantes al alfabeto convencional en el sistema mor-se, donde con tres únicos signos: el punto, la raya y el espacio, se pue-de escribir cualquier cosa. Pero a esta teoría le faltaba el hecho expe-rimental de la existencia de una de las partículas: el dato comprobable del «quark top». Sin embargo, el esfuerzo de largos años de estudio y de pruebas se ha visto con creces compensado con el experimento feliz de haber conseguido detectar esta última partícula que faltaba. El acontecimiento fue confirmado por 379 cieníficos internacionales a últimos del mes de abril de 1994, gracias a las comprobaciones lleva-das a cabo por el CDF «Collider Detector at Fermilab» (Tevatron) de Chicago. La Fig. 4 representa la gráfica del experimento.

La española Teresa Rodrigo, que formaba parte del equipo que llevó a efecto las comprobaciones, llegaba a decir que los «quarks» tenían que ser seis y nada más que seis; y aunque hasta entonces úni-camente se habían encontrado cinco, desde hacía 17 años la búsqueda del sexto se había convertido en un objetivo irrenunciable. Bien es cierto que nuevos datos -decía-, detallarán aún mejor las experiencias conseguidas hasta el momento.

Sin embargo, el «quark top» no existe ya en la naturaleza. El univer-so está ahora demasiado frío para mantenerlo. Por eso, lo que se hace es provocar en el acelerador los primeros momentos del cosmos -de ahí el enorme detector CDF, el de mayor energía de los existentes en el mundo y el único capaz, por el momento, de producir el «quark top»-. Se cree que esta partícula se originó en grandes cantidades durante los

Fig. 4

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primeros instantes que siguieron al Big Bang, desapareciendo por la rápida pérdida de calor que conllevaba el hecho de la expansión del Universo. Los cinco «quarks» restantes, todos previamente detectados, se les designa con nombres diferentes. Así, el primero y el segundo son conocidos como «up» (arriba) y «down» (abajo); los dos siguien-tes: «charm» (encanto) y «strange» (extraño); el quinto: «bottom» o «beauty» (belleza); y el último: «top» y también «truth» (verdad).

Los dos primeros se combinan para crear protones y neutrones que, junto a los electrones, componen toda la materia ordinaria. Los tres restantes, junto con el «top», existieron sólo momentos después del Big Bang. Aunque no son únicamente los seis «quarks» quienes consti-tuyen todos los componentes de la materia, sino también las otras seis partículas de distinta familia: los «leptones», que ya mencionamos, y a la que pertenecen el electrón y su neutrino, así como sus más pesadas asociaciones.

Claro que aún quedan desafíos pendientes; entre ellos, el que se pregunta por el origen de la masa. ¿Por qué unas partículas son muy pesadas, y otras, como los fotones, carecen propiamnte de masa? De-bido a la alta tecnología de hoy, la investigación ha dado sus frutos; podemos recordar el más que probable ―Bosón de Higgs o la populariza-da ―partícula de Dios‖‖250. Claro que su propuesta no es más que una eta-

250 El llamado Bosón de Higgs o ―partícula de Dios‖, como últimamente se le ha

calificado, tiene su historia. En principio, fue una propuesta teórica del británico Peter Higgs y otros investigadores que en 1964 teorizaron una onda-corpúsculo para explicar el origen de la masa en un campo que llenaría el vacío, (distinto evidentemente de la nada en cuanto carencia absoluta). Un vacío en un estado de mínima energía cuyas vibraciones son los bososes recientemente deducidos. Como onda-corpúsculo, está asociada a un campo energético, calificado ahora como Campo de Higgs que cubre el cosmos al igual que el agua inunda toda la piscina. Y es así como, ―nadando‖ en ese campo energético, las diferentes partículas (electrones, protones, neutrones, etc.), adquieren su masa. Claro que, en este mundo subatómico se ha propuesto que si hiciéramos una escala del átomo al modo de un reducido Sistema Solar de unos 10 kilómetros de diámetro, los neutrones y protones tendrían sólo unos 10 cm., y sus componentes, los quarks, tan sólo 0,1 milíme-tros, más o menos el mismo tamaño de los electrones. Pero eso sí: todos ellos deducibles, no visibles. De hecho, la física de hoy propone para el microcosmos 16 partículas básicas (12 de ellas con masa). Ahora bien, tras el hallazgo del último de los seis quarks, el quark ―top‖, en 1995, sólo faltaba para completar el puzzle confirmar la existencia de esta onda-corpúsculo tan intuitivamente teorizada. De hecho, sin este componente y actividad, nin-guna partícula tendría masa, por cuanto que ninguna tampoco podría haberse juntado ni colisionado con otras para formas átomos, objetos complejos o galaxias. De ahí, la impor-tancia del supuesto hallazgo; aunque debe reconocerse que esto es sólo un camino, pues si el Bosón de Higgs obtiene su masa directamente del campo del que forma parte, y es, a su vez, la partícula responsable de la masa de la demás partículas, puede que se tarden años para desentrañar el núcleo y las propiedades de la misma. Con todo, la trascenden-cia de los resultados obtenidos es determinante, ya que, no solo explica la diversidad de la masa de las partículas, sino el primer producto del Big Bang.

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pa de un nuevo camino. Se desea saber más sobre esa partícula, cuál es so-bre todo su comportamiento para averiguar lo que verdaderamente existe más allá de ese modelo cuya naturaleza aún se desconoce, como es, por ejemplo, la de la materia oscura. Por eso, al recibir Higgs el Premio Nobel de Física junto al belga François Englert, en octubre del 2013, no faltaron críticas, como las del también físico estadounidense Carl Hagen, quien, en declaraciones a la agencia sueca TT, instaba a que se cambiaran las reglas del Nobel por considerarlas discriminatorias para todos aquellos – in-cluyéndose él mismo, que habían divulgado esas mismas conclusiones.

De otra parte, si pasamos de la reflexión de estos elementos subatómi-cos al Univeso en expansión, no menos fascinante es saber que la Tierra - este lugar en que nos ha tocado nacer y en el cual convivimos -, no es sino una insignificante partícula de polvo situada en uno de los innumerables sitemas de galaxias. Sirva como ejemplo la ilustración de la Fig. 5.

Sin embargo, el hecho de que se haya calificado al Bosón de Higgs como la ―partícula de Dios‖ se debe a una manipulada expresión de un término descrito por el físico León Lederman, director del acelerador de partículas, Fermilab, y premio Nobel de Física en 1988. En efecto, él escribió un libro sobre la física de partículas lleno de humor y de originales ocurrencias. Haciéndose eco, entre otras cosas, del Bosón de Higg, llegó a calificarle como ―The Goddamn Particle‖ (la partícula puñetera), por ser tan evasiva y difí-cil de detectar. Sucedió no obstante que el editor del libro cambió, por su cuenta, el término ―The Goddamn Particle‖ por el más llamativo y comercial ―The God Particle‖, cuya traducción llegó a nosotros como la ―partícula de Dios‖. Como tal, su búsqueda comenzó en las últimas décadas del siglo pasado en el colisionador de partículas Tevatron del Fermilab, cerca de Chicago, para reanudarse en 2010 con el Gran Colisionador de Hadro-nes (LHC) de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) de Ginebra.

Pues bien, entre abril y junio del año 2012 se incrementaron las posibilidades de

verosimilitud de un bosón compatible con el teorizado por Higgs y otros investigadores. El descubrimiento lo publicó la prensa mundial el 4 de julio de ese mismo año. Pero, ¿qué explica esta partícula?: lo que se estaba esperando, es decir, los orígenes de la diver-sidad de la masa de las partículas, o si se quiere, el primer producto del Big Bang. En pa-labras de Rolf Heuer, director del Centro Europeo de Física de Partículas (CERN), ―un hallazgo que permite, con factible probabilidad, acercarnos a la formación del universo‖. Ir más allá, o meter a Dios en ecuaciones puramente físicas o humanas, es profanar su nombre, tomarlo en vano. A la ciencia le corresponde explicar y describir formaciones: orígenes de la vida, de las especies, del hombre, de las estrellas, de la masa…, pero es competencia de la filosofía preguntarse por el porqué de la vida, el porqué de la especie humana, de sus leyes morales, el porqué de la masa. El mundo de los principios teológi-cos es otro: requieren un laboratorio donde las experiencias religiosas, la mente y el co-razón humano tengan el puesto que les corresponde.

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Sin embargo, en dicha partícula de, cuya corteza empieza a formarse hacia los 4.500 millones de años, va a suceder algo insólito, algo increible-mente original para lo que era o suponía un mundo insensible e inor-gánico: aparecerá el ser con estructura, de algún modo organizado; apare-cerá la síntesis de la vida.

LA MATERIA Y LA VIDA

Siguiendo el esquema universal, cuya ley se nos revela como evolución y como progreso, parece ser que en los primeros 500 millones de años de la formación y transformación de la corteza terrestre se empezaron ya a producir los fenómenos paravitales.

Precisamente, la Sociedad Internacional para el Estudio del Origen de la Vida (ISSOL), creada en 1972, organizó en julio de 1993 un Congreso en Barcelona donde se dieron cita más de 300 investi-gadores, entre cuyos miembros estaba la gran mayoría de la élite científica. Había físicos, biólogos, químicos, astrónomos, etc., que investigaban, bajo una u otra perspectiva, el origen de la vida. Resumiremos, aunque sea someramente, lo que aquí más nos puede interesar de aquella semana de intervenciones.

Uno de los que más acaparó la atención fue el biólogo belga Chris-tian de Duve, Premio Nobel de Medicina en 1974, quien llegó a decir que para encontrar el origen de la vida, la mejor forma, y lo primero que se debe hacer es estudiar y comparar las propiedades que son comunes a todos los organismos vivientes; es preciso ver qué hay de común en las bacterias, en las células de las plantas, de los animales, del hombre.

Fig. 5. De izquierda a derecha, vemos que la Tierra es sólo uno de los 9 planetas que giran alrededor del Sol. El propio Sol es sólo una de los 200.000 millones de estrellas

de la la galaxia de la Vía Láctea. La Vía Láctea es, a su vez, solo una de las muchas ga-laxias que hay en un grupo de galaxias, y sólo una de los miles de millones de galaxias

del Universo.

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El segundo paso sería investigar cuáles eran las condiciones físicas y químicas que había en la Tierra hace 4.000 millones de años, en el sentido de que aquélla fue la auténtica cuna de la vida. Pero, ¿en qué condiciones se produjo? ¿Había mucho metano o hidrógeno en la atmósfera? ¿Pre-dominaba el óxido de carbono? ¿Existía o no azufre? Precisarlo con exac-

titud es prematuro todavía. A cien-cia cierta, aún se ignora si había agua o no. Por eso que, cuanto me-jor se conozcan en profundidad los seres vivos, remontándonos a sus verdaderas fuentes, y se pueda pre-cisar con más acierto la composición ambiental de la Tierra de aquellos tiempos remotos, entronces sí podrán llevarse a cabo experimentos con el suficiente rigor, y los quími-cos podrían crear las mismas condi-ciones en el laboratorio.

En realidad, la prueba modelo fue la que realizó en 1953 Stanley Miller, simulando una atmósfera primitiva. Su profesor entonces, Harold Urey -un planetólogo y Premio Nobel en 1934-, le dijo que, según sus estudios, la Tierra estaba rodeada de un ambiente que conten-ía amoniaco, metano, hidrógeno y vapor de agua. En atención a ello, el joven Miller ideó un aparato en el que introdujo dichos elementos, le aplicó corrientes eléctricas simulan-

do los relámpagos y, ¿qué sucedió? Pues que se produjo una condensa-ción con las sustancias que se iban formando. Al analizarlas después de unos días, pudo comprobar que se trataba de una mezcla de aminoácidos y ácido succínico; es decir, de moléculas que se encuentran en los seres vivos. ¡Admirable el resultado! Era, de hecho, el soporte experimental de las teorías esbozadas y mayoritariamente admitidas de Oparin y Halda-ne, quienes nos hablaban ya de una «primordial soup», de una «sopa prebiótica», De ahí que el impacto del experiemnto fuera enorme, y que los periódicos pronosticaran que muy próximamente los científicos fabri-carían seres vivos en el laboratorio. En atención a lo original y la pos-terior trascendencia del ensayo, reproducimos gráficamente el aparato que Miller ideó. Fig. 6.

Fig. 6. Aparato ideado por Stanley Miller para reconstruir las condiciones primitivas

de la tierra.

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Sin embargo, el optimismo inicial de aquella década de los 50, dio paso a una visión más ponderada y realista. Hoy se sabe que la atmós-fera primitiva no era tan reductora como en un principio se creyó, in-cluso tenía que haber más oxígeno y menos hidrógeno que la atmósfe-ra supuesta por Miller. Además, la vida apareció en unas circusn-tancias y en un ambiente nada acogedores. La naciente Tierra surcaba un espacio interplanetario atestado de cometas y asteroides rocosos, un planeta amenazado, sobre todo, por descomunales erupciones volcánicas. El inmenso bombardeo se produjo principalmente entre los 4.500 y 3.800 millones de años, pudiendo haber aparecido y desa-parecido la vida varias veces. Pero, ¿de dónde vino y cómo se produ-jo? ¿Acaso de cuerpos extraterrestres? En 1969 se pudo analizar rápi-damente un meteorito que cayó en Munchinson (Australia), revelando un gran número de aminoácidos y componentes del ARN y del ADN.

Hoy se llega a creer que hubo una forma de vida anterior a la ac-tual basada en el ácido ribonucleico (ARN), es decir, un «mundo» en que había moléculas de (ARN) capaces de replicarse, dando origen a una verdadera evolución, un continuo progreso que dio paso al meca-nismo que fabrica proteínas, que tiene código genético, etc., deducién-dose que, entre el mundo abiótico y el mundo del (ARN), existió una larga sucesión de acontecimientos químicos que, por definición, se produjeron sin la información codificada y transmitida por el (ARN).

En un esfuerzo por presentar ese camino que da paso la no vida a la vida, el investigador norteamericano, Jack Szostak, de la Universidad e Harvard, presentó al Congreso sus trabajos en pro de una vida primitiva basada en el (ARN). Entre otras cosas, dijo que en la evolución de la Tierra hubo un período en el que la información biológica y las capacidades ca-talíticas (formas de acelerar las reacciones químicas), residían en las moléculas de ácido ribonucleico. Supone, al mismo tiempo, que dichas moléculas tenían una estructura muy sencilla, pero con un gran potencial catalítico para efectuar reacciones químicas y reproducirse. Szostak habló de unas moléculas de (ARN) llamadas « Tetrahymena» y «SunY» con una capacidad catalítica enormemente mayor que la de otras moléculas; son «robozimas», y fueron descubiertas en 1981 por los bioquímicos Thomas Cech y Sidney Altman, lo que les valió el Premio Nobel de Medicina. En realidad, dieron a conocer que un tipo de (ARN) funcionaba como un encima, provocando su propia réplica. Hasta entonces sólo esto era posible con la colaboración del (ADN), el almacén de la información genética.

Consecuentemente, las moléculas de ácido desoxirribunucleico (ADN) son las portadoras de los códigos que, con la ayuda del (ARN) y otros factores celulares, se traducen en proteínas. Lo que ocurre es

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que algunas de esas proteínas, las enzimas, son absolutamente im-prescindibles para que se pueda realizar dicha traducción. El (ADN)

por sí mismo no puede traducirse, pero las enzimas tampoco existen sin el (ADN), lo que hace inevitable la presencia de ambas forma-ciones.

Ahora bien, como los dos tipos de moléculas son extremadamente complejas, no es posible atribuir el origen de la vida a la aparición espontánea de un sistema tan complicado. Por eso que el descubri-meinto de las «ribozimas» lo vean con ojos esperanzadores la mayor-ía de los expertos, aunque matizando, como así lo hizo el español Jo-an Oró, profesor de la Universidad de Houston y actual presidente de (ISSOL), al decir que el descubrimiento no es que fuese el eslabón entre la vida y la no vida, sino que se trataba de un paso adelante hacia la vida molecular. Más aún, es el propio Joan Oró a quien se debe una de las primeras hipótesis, defendiendo que, tanto el agua como los compuestos necesarios para la vida, fueron traídos a la Tie-rra por alguno o algunos de los numerosos cometas que chocaron con ella. Y si es verdad que la tesis no es aceptada por todos los científ i-cos, sí va tomando cuerpo a partir, sobre todo, de los estudios real i-zados por distintas misiones, que fueron efectuándose al paso del cometa Halley por las proximidades de la Tierra en 1986. Así, cuando las sondas «Giotto» y «Vega» se acercaron al cometa, los científicos pudieron detectar en su brillante núcleo compuestos tan importantes como ácido cianhídrico, formol y polímeros de estos compuestos; lo que hace pensar que un tercio de toda su masa es orgánica. Y si, co-mo sostienen otros, que la mitad de la masa de los cometas está cons-tituida por agua helada, se comprenderá la fuerza de la hipótesis en defensa de que alguno o algunos de los cometas tuvieron algo que ver en el actual estado de cosas de nuestros mares.

Por otro lado, y siguiendo orientaciones no muy distintas, un grupo japonés de la Universidad de Yokohama, al frente de Kensei Kobayashi, aportó al Congreso una serie de investigaciones genera-das mediante un acelerador de partículas similares a los de los rayos cósmicos, incidiendo, tanto sobre mezclas de gases análogos a los de la supuesta atmósfera terrestre primitiva, como en mezclas que se dan en las colas de los cometas. El resultado ha sido que en ambas si-tuaciones se generan aminoácidos. Faltaría investigar qué compues-tos pudieron generarse por la atmósfera terrestre y cuáles fueron aportados por los presumibles cuerpos extraterrestres.

Sin embargo, en esa inquietud de búsqueda por saber dónde y cómo apareció la vida, además de la hipótesis que arranca de Miller (una reacción química en la atmósfera), y ésta última que supone que haya venido del espacio; existen principalmente otras dos que han co-brado particular incidencia.

Comenzó a elaborarse esta tercera cuando en 1976 se descubrie-ron formas de vida desconocidas hasta entonces en las profundida-

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des de los océanos. Se trata de la hipótesis del «mundo caliente», en concreto, de ese particular mundo que se encuentra próximo a los volcanes submarinos. Estas fuentes hidrotérmicas, situadas general-mente junto a las fallas submarinas, por extraño que parezca, reúnen ya cerca de ellas las condiciones necesarias para la química pre-biótica: nitrógeno, carbono, y sólidos en solución; al menos así lo acredita un tipo de bacterias que los microbiólogos han bautizado con el nombre genérico de «arqueobacterias», preparadas para sopor-tar una presión de 300 atmósferas y temperaturas de hasta 300 grados centígrados. Está el hecho también de que se hayan encontrado colo-nias de seres vivos poco comunes, como gusanos tubulares fijados al fondo marino, extraños cangrejos, etc.; todo un mundo independiente de la energía solar y de la fotosíntesis. Claro que aún queda por con-testar la cuestión: ¿se originó la vida en las cercanías de las fuentes hidrotérmicas o, por el contrario, llegó hasta allí huyendo de las amenazas cósmicas?

Y por último, mencionaremos una cuarta hipótesis atribuida al profesor Graham Cairns-Smith, químico de la Universidad de Glas-gow, para quien, antes de que apareciesen las primeras formas de vi-da, pudo haber existido un mundode «organismos de barro». En efec-to, por ser las arcillas los minerales más frecuentes de la corteza te-rrestre, y poseer, gracias a su misma imperfección, la propiedad de replicarse, pudieron catalizar reacciones químicas, almacenar infor-mación y duplicarse por crecimiento cristalino (semejante a la repl i-cación orgánica).

En algún momento, estos sistemas sencillos, pudieron también alcanzar la capacidad de reducir el dióxido de carbono atmosférico por fotosíntesis, tal y como lo hacen hoy las plantas. De ese modo, las moléculas así forma-das, servirían de ayuda al metabolismo de las arcillas, reemplazando, de forma paulatina, a todos sus componentes inorgánicos, comenzando, de esa forma, la vida en al Tierra.

Pero, como podemos apreciar, aun teniendo su lógica los argu-mentos, no dejan de ser más que elucubraciones posibles. Es proba-ble, como dicen algunos científicos, que nunca podamos asegurar ca-tegóricamente que los hechos ocurrieron de una determinada mane-ra; lo cual no quita tampoco para que las investigaciones nos hagan suponer, como ya subrayó Ricard Guerrero, profesor de microbiolog-ía de la Universidad de Barcelona y presidente del Congreso, que la vida es algo que comenzó no mucho después de la formación de la Tierra. Podrían avalarlo, al menos, los yacimientos más antiguos que se conocen: el de «Isua» (Groenlandia), con una antigüedad de 3.900 millones de años, donde ya parecen apreciarse indicios de posible agua y de formas orgánicas mínimas, no así de restos celulares. Y el

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de Australia del Oeste, de 3.450 millones de años, cubierto de múlt i-ples microfósiles de células muy parecidas a las cianobacterias actua-les; aunque, en razón de sus formas bastante evolucionadas, se puede pensar que las precederían otras más simples de las que, por el mo-mento, no sabemos nada.

Al mismo tiempo, y en vista, precisamente, de esa misma inquietud de poder descifrar la primitiva composición de los organismos vivientes, es lógico también que se hayan hecho presumibles conjeturas; entre ellas, la que supone que, más pronto o más tarde, el hombre consiguirá crear vida en el laboratorio. Otra, no menos importante, es que, atendiendo a los últimos programas de investigación, nada impide tampoco que se pueda dar vida extraterrestre. Por citar algunas autoridades, además de Christian de Duve, del que ya hablamos, el propio Stanley Miller, aquel que en 1953 sintetizó por vez primera aminoácidos; sólo que este investigador, tras hacer un repaso de los trabajos de laboratorio en síntesis de compuestos orgánicos, puso de relieve en su intervención una pauta -diríamos que simple-, para admitir o rechazar las reacciones obtenidas. Llegó a decir: «Lo que no es fácil, probablemente no es prebiótico».

Pero el que más se aventuró en la hipótesis de la existencia de esa vida extraterrestre fue el astrónomo norteamericano Frank Drake, presidente del Instituto SETI (Búsqueda de la Inteligencia Extraterres-tre). Debido al programa que la NASA ha iniciado últimamente, se atrevió a pronosticar que antes del año 2000 se habrán detectado se-ñales de vida en algún punto de nuestra galaxia.

Sin embargo, pese a los avances y los logros esperanzadores que la ciencia un día nos pueda deparar, lo cierto es que aún nos queda mu-cho por saber; todavía, por ejemplo, no se han logrado descifrar los procesos que median entrela materia inerte y esa hipotética era de predominio del (ARN) y de su posterior transformación. Haciendo re-ferencia, precisamente, a estas limitaciones, el biólogo mexicano An-tonio Lazcano, que trabajó en la década de los setenta con el bioquí-mico Alexandr Oparin, el gran precursor de las actuales pautas sobre el origen de la vida, confirmó también que aún existen ciertos pro-blemas que, por ahora, impiden determinar el proceso de reacciones químicas que dio lugar a los primeros organismos vivientes. Entre otros, que todavía no se llegue a saber con exactitud la composición de la atmósfera de la Tierra primitiva. No se conocen tampoco sínte-sis sencillas de polinucleótidos -precursores del (ARN), el tipo de moléculas sobre el que probablemente se sostuvo la primera forma de vida-; siendo también un misterio, no sólo el origen del metabo-lismo, sino también el de las membranas celulares, imprescindibles para conocer cómo los primeros organismos obtenían energía y eran distintos a su medio. Además, sin una membrana aislante es imposi-

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ble -según ´wl- referirse a un ser individual con capacidad de evolu-ción.

Pues bien, con estas bases, favorecidas y limitadas por las luces y las sombras, nada tiene de particular que la filosofía se pregunte e in-terrogue: ¿es la vida, en su origen, hija del azar o de la necesidad? Se lo preguntó también, y muy especialmente, el biólogo molecular y an-tiguo comunista francés, Jacques Monod, quien, en su libro: «Azar y necesidad»251, polemiza, tanto sobre la síntesis que formuló Teilhard de Chardin -fundamentando la evolución en una energía que explicaba los distintos ascensos de la materia y de vida-, como también con la actitud y postura comunista al considerar la existencia guiada por in-eludibles saltos dialécticos. Monod, por su parte, piensa que, tanto el primero como los segundos revelan, aunque en distinta forma, «pro-yecciones animistas». Llega a creer que el origen y primacía lo consti-tuye el azar, es decir, una indeterminada y ciega libertad que, inciden-talmente ha sido la base del multiforme y variado mundo a que ha conducido la evolución.

Pese a ello, el biofísico alemán Manfred Eigen, que participó tam-bién en el Congreso de Barcelona, había formulado, en colaboración con Ruthild Winkler, una tesis contraria en la obra «El juego»; tesis que comparten, por su racionalidad, la gran mayoría de los biólogos de hoy. En realidad, lo que Eigen y Winkler pretenden exponer es que, del mismo modo que el paso del hecho individual debe su origen al azar, no es menos cierta la necesidad que de ello se sigue como proce-so de selección y de evolución. ¿Qué es lo que se quiere decir? Pues sencillamente que la ley, como la estructura o la armonía, también tie-ne su sentido y su valor; aún más, únicamente pensando y analizando los distintos sistemas, se nos permite vislumbrar la génesis del origen.

Siguiendo, precisamente, a Manfred Eigen, el biólogo vienés Rupert Riedl nos llega a decir: «Sólo el reflexionar en sistemas nos permite descu-brir la estrategia de la génesis. Enormes sistemas de causas internas y exter-nas, organizadas jerárquicamente, actúan unas sobre otras. Y la génesis opera aquí con ese antagonismo, sumamente ambivalente, entre el azar necesario y la necesidadfortuita. A través de todas sus capas se conserva en ella lo que co-mienza como azar, como indeterminación, pero termina como algo creativo, como libertad. Y crece constantemente lo que surge como necesidad, como de-terminación, pero acaba como ley y orden, como sentido orientador, como sen-tido de una posible evolución. Hasta que al fin un sentido sin libertad nos re-sulta absurdo en la misma medida en que una libertad sin sentido no sería li-

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MONOD, J.: Le hasard et la nécessité. París, 1970; trad. es.: El azar y la necesidad. Barcelona, 1977.

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bertad... Ahora bien, un mundo surgido de esta estrategia, ni es mero producto del azar ni está planeado de antemano; el hombre, ni es absurdo, como sostiene Jacques Monod con los existencialistas, ni era buscado, como piensa Teilhard con los vitalistas. Ni la libertad de la evolución lo ha privado de sentido, ni el crecimiento de las leyes lo ha dejado sin libertad. Y la armonía del universo, ni es una ficción ni está preestablecida. Su armonía es postestablecida, es conse-cuencia de los estratos de sus condiciones formales.

Este mundo, ni es determinista ni indeterminista, ni materialista ni idealis-ta. Y, por tanto, ni el materialismo puede sanar al idealismo ni el idealismo al materialismo. Son medias verdades y no pueden sino atrincherarse en la into-lerancia de las ideologías que dividen al mundo en dos mitades y lo colocan en la situación en que se halla hoy»252.

La actitud de Monod, supervalorando el papel que atribuye al azar, tiene como contraste el influjo que se opera con la universal i-dad de la ley y la estructura. Cierto que la crítica al misticismo que se detecta en Teilhard, e incluso en la inflexible dialéctica hegeliana y marxista, tiene su punto de verdad. Reconocemos, por ello, que no es racional hacer uso de una misteriosa «propiedad vital» inherente a la materia que, en cualquier caso, determinaría también el curso de la historia, pero no es menos cierto también que las leyes naturales di-rigen universalmente los aconteceres y el mismo azar una vez acaeci-do, es decir, que además de la posibilidad de tirar los dados ante ex-pectativas varias, el juego tiene su norma y su ley, y es ésta la que in-exorablemente, como muy bien dice M. Eigen, la que dirige el azar. Por lo tanto, prescindir de cualquier misticismo no significa que se cierren las puertas a legítimas interrogantes metafísicas. Aún para el científico será siempre inquietante la pregunta por el origen, soporte y meta del proceso evolutivo; porque, en medio de la inconsistencia de toda demostración al respecto, sigue en pie la vieja pregunta: ¿por qué existe algo en vez de no haber nada?, que de trasladarlo a lo bio-lógico se traduciría: ¿de dónde procede la materia, cuya virtud, una vez puestas las condiciones, genera la vida? ¿Encajaría racionalmente este caminar con todo un supuesto absurdo? Preguntas serias, radica-les y, en cualquier caso, profundamente filosóficas; aunque, por no formar parte de la exposición que, de momento, nos ocupa, continua-remos analizando la «génesis del ser pensante» como fenómeno sin-gular del acontecer biológico; un acontecer que nos obliga a estudiar primero el problema de su proceso evolutivo.

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RIEDL, R.: Die Strategie der Genesis. Naturgeschichte der reaten Welt. Munich, 1976, pág. 10 s.

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LA EVOLUCIÓN

Como dato significativo, queda claro que hasta el siglo XIX el con-cepto de evolución nunca fue asumido como un hecho real. Cierto que ya habían existido algunas ideas al respecto; pero, en razón de la falta de pruebas verificables y objetivas, fueron siempre cuestionadas y ma-yoritariamente tomadas omo anticientíficas. Incidían en ello las ideas teológicas, sobre todo aquellas que se basaban en una interpretación li-teral de los textos bíblicos. Por eso, en atención al cambio que suponía una interpretación distinta a la clásica «creación especial» y la «inmuta-bilidad de las especies», daremos paso a las distintas etapas por las que ha ido avazando esta idea sobre la evolución.

La primera gran teoría se debe al biólogo francés Lamarck, expuesta en su «Filosofía zoológica» que se publica en 1809. Se basaba en que el uso y desuso de las partes contribuirían al desarrollo o no desarrollo del organismo y, por consiguiente, a su paulatina evolución. Por lo tan-to, mediante el uso y desuso en los aportes, un organismo cambiaría; pero eso sí, con la particularidad de que lo conseguido sería heredable. Un animal ancestral, por ejemplo, que en un principio podría haber te-nido el cuello como el de los otros animales, pudo muy bien haberse visto obligado a estirar cada vez más sus músculos para obtener las hojas de los árboles como alimento. Tras múltiples generaciones, y por haber heredado la estructura anterior, el animal habría conseguido la imagen de lo que hoy llamamos una jirafa.

En principio, la idea fue acogida con gran entusiasmo, pero muy pronto se vio que algunos de los puntos eran insostenibles. Cierto que el uso y desuso de las partes daba lugar a cambios y diferencias: con el ejercicio y la práctica se consiguen cualidades que no se tenían; pero pensar que dichas variaciones adquiridas (no genéticas) se heredaban, era evidentemente incorrecto.

No va a pasar lo mismo con la teoría de Charles Darwin; con él nos encontramos en la fase decisiva y capital de la historia del evolucionis-mo moderno. Ya su misma vida tiene algo de extraño y apasionante: hijo de un médico, nace en Shrewsbury (Inglaterra), en 1809. Estudia él también medicina en Edimburgo y en Cambridge, aunque la experien-cia de dos operaciones quirúrgicas le hace pasar al estudio de la teolog-ía; apasionándose después por las ciencias naturales. Por ello, joven aún, Darwin se suma a un viaje alrededor del mundo de cinco años de duración (1831-36), como biólogo de la expedición naval del H. M. S. Beagle. En el curso del viaje, el caudal de datos geológicos, botánicos y zoológicos fue incalculable; tanto es así que su ordenación y sistemati-zación le va a ocupar bastantes años de su vida; y no publica sus traba-jos hasta después de veinte años de continua revisión empírica.

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Se pensó durante cierto tiempo que Darwin, si se decidió a for-mular su teoría, fue debido a la lectura del «Essay on the Principle of Population» de Thomas Robert Malthus, obra en la que se advierte que la población humana tiende a crecer más deprisa que los recur-sos necesarios para la subsistencia y, consecuentemente, hace que en el organismo exista esa lucha por la propia vida. Sin embargo, parece improbable que las ideas de Malthus fuesen las únicas determinantes para su evolucionismo. Lo que él ciertamente dedujo de Malthus es que el proceso de selección es una fuerza tal, cuya presión, al tiempo que obliga a algunos a «abandonar la partida», a otros les impulsa a «adaptarse y sobreponerse».

Pero lo curioso es que, por ese mismo tiempo, y de forma inde-pendiente, el biólogo Alfredo Russel Wallace llega a conclusiones si-milares a las de Darwin; tanto es así que éste, al leer el manuscrito de una comunicación de Wallace, se decide dar a conocer sus propias experiencias, subscribiéndolas en un sumario que, junto con la co-municación de Wallace, fue presentado a los miembros de la «Lin-neaean Society» en 1858; y no mucho después, en 1859, aparece su gran obra: «On the Origins of Species by Means of Natural Selection or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life», conocida como «El origen de las especies», y cuyo éxito divulgativo fue tan grande que se convirtió en el texto fundamental del evolucionismo biológico.

En líneas generales, la teoría de Darwin-Wallace podría resumirse en las siguientes observaciones:

a) En condiciones normales, cada especie tiende a multiplicarse en progresión geométrica, es decir, que una población que dobla su número en una primera ocasión, poseerá un potencial reproductor suficiente como para cuadruplicar su número en la siguiente; aunque, como no todos los óvulos y espermatozoos se convierten en cigotos u óvulos fertilizados, ni todos los cigotos llegarán a adultos, se deduce que debe haber lógicamente una «lucha por la existencia». b) Tampoco todos los miembros de una especie, por más que lo parezcan, guardan la misma identidad. Entre ellos existen variaciones considerables. Consecuentemente, en quienes se manifieste o sea más propicia la transición, tendrá, como es lógico, ventajas competitivas so-bre los demás

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c) La causa decisiva de la «selección natural» es el ambiente. Con el pa-so del tiempo, y tras sucesivas generaciones, un organismo podría acumu-lar tal número de variaciones que bien podría dar lugar a una nueva espe-cie entroncada con un grupo ancestral.

Con todo, puede que se crea que esta teoría de Darwin y Valla-ce sea la teoría moderna de la evolución. Lo que no es del todo co-rrecto si nos atenemos a los más recientes estudios. En realidad, ya a Darwin le propusieron ciertas interrogantes que él nunca pudo sol-ventar; le fue siempre difícil, por ejemplo, dar solución al origen de las variaciones individuales, a menos de caer en la misma solución que había ofrecido Lamarck sobre la herencia. Claro que, en la crítica que se hizo a la «selección natural» hubo también sus manifiestas desviaciones. Pensaron algunos que la esencia de la referida «selec-ción» era exclusivamente la «lucha por la existencia»; lo que conducía a supervalorar al idóneo y mejor dotado y eliminar al incompetente. Se trataba, por así decir, de una concepción negativa y destructora y no del papel creador que propiamente comportaba la «selección natural».

Hoy, acercándonos al siglo y medio de la propuesta de Darwin-Wallace, se reconoce que fue, acaso, la explicación más idónea en aquel entonces. Actualmente, sin embargo, el estudio evolutivo ha ganado en precisión, debido, principalmente, a los trabajos de equipo y orientados por los experimentos y las leyes del que se le considera, sino el funda-dor, sí el precursor de la Genética: Gregor Johann Mendel. En efecto, hay que reconocer que antes de Mendel (1822-1884) no existía ninguna teoría básica de la herencia que pudiese desafiar cualquier posible ex-perimentación al respecto. Incluso el trabajo que presentó a la Sociedad para el Estudio de las Ciencias Naturales en Brünn, publicado en las ac-tas de la misma Sociedad al año siguiente (1886) con el título: «Investiga-ciones sobre híbridos vegetales», permaneció durante 35 años sin repercu-sión alguna. Fue en el 1900 cuando un grupo de especialistas lo redes-cubrió, mostrando la trascendencia de los experimentos e ideas que allí se reflejaban. En realidad, lo que Mendel intentaba dar a entender, sin que aún se conociera la existencia de los cromosomas ni el mecanismo de los gametos o células sexuales; es que, según sus resultados, los ca-racteres están determinados por unidades hereditarias (más tarde se llamarían «genes»), que se transmiten de generación en generación.

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Actualmente no sería incorrecto adelantar que el medio en que se desarrolla y se expone el planteamiento evolutivo es el de la población mendeliana, cuyos procesos vienen a corresponder con las «variaciones heredables» que aparecen en los distintos individuos de las poblacio-nes. Por lo tanto, el mecanismo de la evolución se podría definir como «la selección natural actuando sobre las variaciones heredables de una pobla-ción». Es posible que en cada generación aparezcan en ciertos indivi-duos nuevos caracteres como consecuencia de las combinanciones y los procesos mutacionales; entonces, si estos organismos sobreviven, te-niendo, a su vez, descendencia, las innovaciones genéticas particulares persistirán en la reserva de genes de la población.

En ese sentido, la «selección natural» es una fuerza creadora cuyos efectos se concretizarían por difundir las novedades genéticas realizadas, más bien, de forma pacífica y en las que priva la «reproducción» más que la lucha por la supervivencia del más idóneo. Por consiguiente, la selec-ción natural no elimina al débil o al inepto; puede que siendo uno el más grande y poderoso de los organismos de la población, sea, al mismo tiem-po, impotente y estéril. Cabría decir, entonces, que sólo indirectamente la condición somática, la fuerza física o la salud ayudan al éxito reproductor de los organismos. Así, lo que en tiempo de Darwin se consideró como «selección natural completa», en la actualidad se reconoce que sólo tiene

Fig. 7

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un efecto limitado e indirecto en todo el proceso de la evolución.

Concretamente, al producirse en una célula primitiva duplicados de ácidos nucleicos regulados por genes y otros materiales sintetiza-dos, se debió llegar a una fase de crecimiento en que la masa en au-mento se hizo físicamente inestable, produciéndose entonces la divi-sión de forma similar a como se realiza con una gota demasiado grande de mercurio que se escinde en otra u otras más pequeñas, aunque no como fragmentos, sino con características análogas. Lo que quiere decir que las actividades determinantes del crecimiento de los genes condujo, en primer lugar, a la reproducción molecular interna, tal y como podemos ver en la Fig. 7 y, posteriormente, a la de toda la célula. Hablamos ya de cómo los bioquímicos Thomas Cech y Sidney Altman demostraron que ciertos (ARN) pueden realizar automáticamente el proceso de maduración sin la asistencia de enzi-mas, provocando su propia réplica. En virtud de ello, esa suerte que corrieron las moléculas al autoreplicarse, marcó la historia de la vida en este mundo. De forma inverosímil, el lema debió ser este: «Yo puedo morir, pero antes he de dejar descendencia». Impulsadas por una misteriosa dirección, seleccionaban, a su modo, y aun cuando los azares se interpusiesen. En realidad, un mundo insólito donde las moléculas luchaban por su no destrucción. En ese sentido, nuestros primeros antecesores comenzaron, por así decir, de forma humilde y sencilla; por lo que reiteraríamos aquí las palabras de Stanley Miller: «Lo que no es fácil, probablemente no es prebiótico».

Continuando el proceso, no sólo se irían replicando y multiplicando las moléculas y las células, sino que la sucesiva serie de fases fue dando lugar a una indefinida superación de elementos cuyos resultados vienen a ser los 3.000 quintillones (un 3 seguido de 33 ceros) de seres vivos que podría albergar la Tierra. Por lo tanto, el mundo viviente actual no es sino el producto de esa cadena de acontecimientos que fueron sobreponiéndo-se. La evolución, por tanto, sólo puede construirse sobre lo ya existente y mediante pequeños pasos sucesivos; y es que cada organismo, supuesto un espacio de tiempo, sufre variaciones al azar en innumerahles direccio-nes; cambios que son verdaderas ocasiones que se presentan «a ser esco-gidas por la selección» en el momento adecuado. Y tan profundo es todo esto, que esa substancia viva, débil y blanda a los ojos y al tacto de cual-quiera, es, en realidad, más resistente que el granito o el acero. Montes, cordilleras enteras, e incluso los océanos, han aparecido y desaparecido a lo largo de centenares de millones de años; mientras que la materia viva, pese a todo, ha permanecido indestructible en medio de los más hostiles eventos. Un gráfico sencillo de la primera evolución lo podría representar el cuadro siguiente: Fig. 8.

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Después de la primera era geológica, es decir, desde el origen de la

Tierra hasta la aparición de la vida, cuyo período se le conoce con el nombre de Azoico; le sigue el Precámbrico, donde, merced a estudios bastate precisos de los fósiles de aquellos lejanos tiempos, y de los que hemos hablado anteriormente; se demuestra que la vida ya existía hace, aproximadamente, 3.500 millones de años. Una vida unicelular, como así parece acreditarlo los fósiles más antiguos que por ahora se conocen, como son los descubiertos en North Pole (Australia) y en Sudáfrica. In-cluso los estrato más viejos de la Tierra, como los de «Isua», al oeste de Groenlandia, de aproximadamente 3.900 millones de años, parecen al-bergar, si no ya fósiles, sí cierta actividad biológica más simple y elemen-tal, como también lo reseñábamos anteriormente.

Pudiera ser que al final del Precámbrico los organismos existentes fueran, en su gran mayoría, acuáticos, con la posible excepción de ciertas «bacterias y protistas». Fue el botánico francés Lignier quien propuso la hipótesis de que los antecesores de las traqueofitas terrestres fueron las «algas verdes». Esto pudo ocurrir a lo largo del litoral marino y en las

Fig. 8

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orillas de las corrientes de aguas dulces, puesto que se da la circunstancia de que es precisamente aquí donde aparecen las condiciones más fovora-bles (desecación-encharcamiento) para que surgiera la vida terrestre.

Pero, en razón de que un estudio detallado de los distintos períodos no procede para la reflexión filosófica que aquí se pretende, nos limita-remos a presentar el siguiente cuadro orientativo. Fig. 9.

EL HOMBRE

El hecho de tener que abandonar los simios las ramas de los árboles es, para la gran mayoría de los antropólogos, uno de los motivos más determinantes para la aparición del hombre. Les obligaría a ello el cam-bio climático, sobre todo. Sabido es que el progresivo enfriamiento du-rante el Terciario trajo consigo la continua disminución de los bosques; se reduce drásticamente el extenso cinturón de selva tropical para am-pliarse el ecosistema de la sabana. Los primates sufren un golpe eco-lógico y se reducen sus efectivos. No es que se vaya a establecer una re-

Fig. 9

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lación de causa-efecto, pero sí es obligado decir que por aquel entonces es cuando aparecen los homínidos viviendo en tierra fume. Las obliga-das excursiones traerían también sus peligros por el acecho de otros animales, todo lo cual tuvo un gran valor selectivo, orientando la evo-lución de los pies para la carrera y derivando hacia una más favorable locomoción bípeda. Ni que decir tiene que, una vez llegado a este nivel, la misma posición vertical condicionaría, no sólo a las extremidades su-periores, sino incluso al sentido externo de la vista y demás órganos en-cefálicos.

Por eso, una vez que la sección del grupo homínido se hubo separa-do de la rama antropoide, esto debió dar lugar a una nueva irradiación; y tras ella, a otras sublíneas con irradiaciones diferentes. En realidad, el modelo nos es desconocido y, a excepción de la línea que conduce a nuestra propia especie, todas las demás se han ido extinguiendo en el transcurso de los distintos períodos a lo largo de los últimos 30 millones de años; bien es cierto que precisar las fechas de extinción de las distin-tas líneas es poco menos que imposible, puesto que un fósil puede mos-trarnos cuándo un homínido pudo vivir, pero no su origen, y menos aún cuándo desapareció como grupo. Por el contrario, no es que sea ne-cesario hallar esqueletos completos para reconstruir su presumible figu-ra y facciones. Un cráneo, una mandíbula, e incluso una tibia, pueden muy bien proporcionar pistas e indicaciones suficientes para determi-nar si dicho fósil pertenece a un homínido primitivo o se trata, más bien, de una irradiación más avanzada.

Pero, aparte de las distinciones propiamente biológicas, interesa co-nocer su entorno y actividades; es necesario precisar si éstas son fruto de simples tendencias e impulsos innatos o corresponden ya a intencio-nes conscientes; tanto es así, que es en base a las realizaciones artísticas y culturales por lo que a los fósiles se les considera instrumentos de prehumanos o de humanos auténticos. Así, por ejemplo, al homínido que sólo usaba piedras o cualquier otro objeto que podría encontrar a su alrededor, se le considera todavía prehumano; mientras que si, de forma consciente, usaba y adaptaba dichos objetos naturales formando herramientas, por muy toscas que ellas fuesen, se les considera huma-nos. Lo cual, en modo alguno quiere decir que se pueda precisar el co-mienzo de la historia de los homínidos. Cualquier suposición tendrá siempre un mucho de riesgo y de conjetura. Con todo, se deducen indi-cios de antecesores comunes de los fósiles antropoides pertenecientes al género «Proconsul», de unos 25 millones de años, encontrados en Africa Oriental.

Emparentado con la irradiación de los homínidos es el «Oreopit-hecus», hallado en el norte de Italia. Las características peculiares de es-

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te antropoide, que data de finales del Mioceno, con una edad aproxi-mada de unos 10 millones de años, es que, mientras los dientes y la mandíbula son propias de los homínidos, otras manifestaciones que presenta parecen emparentarle más con los simios.

En realidad, desde el «Oreopithecus» hasta el «Homo habilis», de unos 2 millones de años, tenemos un vacío que viene ocupado por el «Australopithecus», cuyos grupos solían ser clasificados según la con-veniencia de los distintos paleontólogos. Bien es cierto que hasta hace muy poco se creía que el «Australopithecus» más antiguo era el «Aus-tralopithecus afarensis», de unos 3,5 a 4 millones aproximadamente, al que pertenecería «Lucy», una hembra adulta de 1,20 m. de estatura, que caminaba erguida y con una dentadura parecida a la de los hombres. Fue descubierta en 1974 por Donald Johanson en el río Awash, en el triángulo etíope de Afar, con unos 3.5 millones de años de antigüedad.

Sin embargo, a partir de los fósiles encontrados en 1992, 1993 y 1994 en ese mismo desierto etíope de Afar, un grupo de investigado-res como el profesor Tim White de la Universidad de California, el antropólogo Gen Suwa, de la Universidad de Tokio, y Berhane As-faw, un paleoantropólogo de Addis Abeba, dieron a conocer un tipo de «Australopithecus» más antiguos, pudiendo representar, según ellos, «el eslabón más antiguo conocido de la cadena evolutiva, que conecta a nuestro antecesor común con los actuales monos africanos». Se trata del «Australopithecus ramidus», de «Ramid», que significa «raíz» en la lengua de los «afars» que viven en aquellos lugares, y cuya cronolog-ía se sitúa en torno a los 4,5 millones de años, retrasándose respecto a «Lucy» en un millón de años.

Respecto a Europa, sorprendentemente los descubrimientos de Atapuerca (Burgos), han venido a cambiar el panorama que se tenía res-pecto a sus poblaciones de homínidos. En efecto. Hasta la aparición de los Neandertales, en torno a los 90.000 años, pocos eran los restos fósiles que habían aparecido en el Continente. Se decía por ello que los primeros humanos no habrían aparecido antes del medio millón de años, es decir, casi un millón más tarde que en Asia. Atapuerca, sin embargo, ha venido a cambiar esta visión. Gracias a los restos allí recuperados, ahora se puede afirmar que los primeros europeos hicieron su presencia alrededor de un millón de años. Las excavaciones en el ―Estrato Aurora‖ de la ―Gran Doli-na‖, en la sierra de Atapuerca, proporcionaban ya abundantes herramien-tas líticas, con un total de 86 fósiles humanos, incluyendo más de 40 restos postcraneales, 30 dientes y 16 restos fósiles del neurocraneo, así como bas-tantes muestras de fauna de unos 800.000 años. Fueron, por lo tanto, los auténticos pioneros del Pleistoceno, llegando, desde su cuna en África, hasta el extremo occidental de Europa. Según el equipo investigador de

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los yacimientos, habrían evolucionado a partir de poblaciones de la espe-cie Homo ergaster, ancestro también del Homo erectus que se extendió por Asia. En conformidad precisamente con ese largo origen africano y la evolución que presentaban algunos rasgos de su anatomía, llevó a los es-tudiosos de Atapuerca a proponer una nueva especie humana: el Homo an-tecessor. Aunque lo más sorprendente para la paleontología europea fue el hallazgo - en la mañana del 27 de Junio del año 2007 -, de un diente de homínido en la ―Sima del Elefante‖, con una edad aproximada al 1.200.000 años, lo que, de quedar confirmado, retrasaría, según el equipo de profesores Bermúdez de Castro, Eudald Juan Luis Arsuaga, en más de 400 años respecto a los restos más antiguos hallados en la misma Atapuerca. De todos modos, ciento de miles de años más tarde, estos pioneros del Pleistoceno se cree que evolucionaron hacia el Homo heidelbergensis, descubierto en la ―Sima de los Huesos‖, an-tepasado directo del Homo sapiens en África; solo que las poblciones en el Continente Africano de origen Homo antecessor siguieron otra trayectoria, llegando a convertirse en nuestra propia especie: la del Homo sapiens. En cualquier caso, los restos humanos que se descubrieron en la ―Gran Doli-na‖ vienen a ocupar una posición intermedia en el camino de la evolución humana. Son los últimos antepasados comunes entre los Neandertales y no-sotros. De forma gráfica, la Fig. 10 puede esclarecernos lo que la investiga-ción del grupo científico de Atapuerca cree que fue el origen y el largo camino de la evolución del hombre. Otro problema es la vía que utilizaron en su difusión. Pues, mientras los datos que nos ofrece hoy día la investi-gación manifiestan que en Asía la colonización de los homínidos fue te-

Fig. 10. Evolución del hombre según el grupo investigador de Atapuerca.

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rrestre, no es tan claro respecto al continente europeo. Creen algunos que aquí pudo haber existido también otra alternativa, como es la marítima, aprovechando los descensos del nivel freático a consecuencia de la bajada brusca de las temperaturas que favorecerían cruzar los estrechos maríti-mos antes infranqueables. En dicha hipótesis, hubiera sido posible hacerlo por el Estrecho de Gibraltar, apoyado por la antigüedad de alguno de sus yacimientos, e incluso la vía que uniría Túnez con Sicilia y con la Penínsu-la Itálica. Lo ampararía el hallazgo del cráneo de Ceprano o la antigüedad de los conjuntos líticos como el del monte Poggiolo (Italia). De atenernos a las últimas investigaciones, la Fg. 11 puede ilustrarnos sobre las factibles rutas migratorias de aquellos homínidos que, partiendo de África, fueron ocupando gran parte del mundo.

LA COMUNICACIÓN NO VERBAL

El lenguaje, como el humor, más que subordinarse a un conjunto de palabras, depende, sobre todo, del significado de las mismas. Sin embar-go, el tiempo de aprendizaje y el uso simbólico por el que los seres humanos crean cultura, comienza preparándose en la comunicación no verbal. ¿Cómo ocurre esto?, o mejor aún, ¿existe alguna forma primitiva de comunicarse previa a la articulación por la palabra? Y de ser así, ¿cómo se efectúa el desarrollo?

El niño, como bien sabemos, no nace hablando; sus primeras expe-riencias y su primer contacto con el mundo es no verbal. Palpando, sin-tiendo y viendo el pequeño mundo que le rodea, recibe, quizá, las más importantes lecciones de su vida. Aún más, antes de su nacimiento el bebé viene al mundo con peculiares lecciones aprendidas en el aula sin-gular del útero materno.

Rodeado por un mundo acuoso, el feto siente el calor del líquido amniótico en su piel y escucha el funcionamiento interno de la madre. El doctor Joost Meerloo describe el útero como «un mundo de sonidos rítmicos», puesto que el feto vive al compás del corazón de la madre y, en consonancia, con el suyo propio que late a un ritmo casi doble. Además, habiéndose comprobado que el líquido amniótico es mejor con-ductor de sonidos que el mismo aire atmosférico, el bebé está en condi-ciones para percibir gran variedad de sonidos del exterior, incluso las mismas conversaciones de la madre, sobre todo a partir de la segunda mitad del embarazo. Por eso, el doctor Truby, que ha llevado a cabo grandes investigaciones en Estocolmo sobre la materia, cree que el am-biente que rodea al feto los últimos tres o cuatro meses de gestación, puede muy bien influir en el aprendizaje lingüístico de la niñez.

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Por otro lado, experiencias realizadas en una clínica de París han re-sultado verdaderamente sorprendentes. Por ejemplo, el experimento lle-vado a cabo con niños que durante tres o cuatro años nunca habían sido capaces de emitir un sonido inteligible, al colocarlos en pequeñas y silen-ciosas habitaciones donde se escuchaba la voz de la madre, grabada con anterioridad mediante un micrófono de contacto sobre su abdomen, tuvo

como resultado que esa voz, aunque para los adultos confusa, no lo era así para los niños por simular el útero de la madre; hasta tanto que fue el comienzo en algunos para dar señales de un lenguaje comprensible. El mismo doctor Truby, que personalmnte fue a visitar dicha clínica, llegó también a compartir la idea del director de la misma, el doctor Alfred Tomatis que juzgaba dichas experiencias como si a los niños se les hiciese recorrer el camino que, por cualquier causa, no recorrieron cuando deb-ían.

De igual modo, experiencias realizadas con jóvenes esquizofrénicos, simulando un retorno a una vida prenatal e infantil, han ofrecido con frecuencia similares resultados; lo que nos hace ser, por lo menos, preca-vidos con determinadas normas pedagógicas que nos suele imponer la so-ciedad, particularmente tratándose de bebés. Se ha comprobado que en etapas preverbales, los pequeños movimientos, el cambio de voz, o el sim-ple contacto epidérmico, son inmensamente más importantes que lo que se pueda derivar de la clase de alimentos o de una temperatura adecuada. De ahí que, al referirse el doctor Bentley Glass a la gestación de seres

Fig. 11. Probable ruta migratoria de los homínidos a partir del Continente Africano.

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humanos en probetas de laboratorio, no tenga reparo en decir que esto siempre constituirá un verdadero problema. Aún concediendo que se lo-grara reproducir con total exactitud el compuesto químico del útero -dice-, nunca podrá atenderse a todo el campo sensorial que necesita la persona.

COMUNICACIÓN LINGÜÍSTICA

Comunicarse no es privativo del hombre, lo hace también el animal. Las abejas, por ejemplo, como los delfines o los chimpancés, usan sistemas que nos sorprenden. En sus intercambios, todavía existen incógnitas sin resolver. Cabría decir que todas las especies, al menos, saben a qué atener-se y reaccionan en pro de lo que les es favorable.

Sin embargo, por complicada y misteriosa que sea la comunicación, el animal no habla, no usa signos lingüísticos, carece de ese algo que el hom-bre posee y que llamamos lenguaje simbólico. ¿A qué se debe?, o quizá mejor: ¿en qué consiste el añadido para que el hombre se distinga tan ra-dicalmente del bruto? Fundamentalmente, en una cosa: para los animales, el pasado y el futuro, como conceptos abstractos, no afectan a su conducta, no son condicionantes como lo pueden ser en el hombre. La persona humana es capaz de reaccionar ante hechos que tuvieron lugar en el pasa-do, incluso sin haber ella intervenido personalmente. También puede imaginar o concebir perspectivas futuras y actuar en conformidad con ellas; no así los animales, a los que encamina y dirige su naturaleza bio-lógica. Y todo porque en el diálogo, además de atender al impulso natural, el hombre, consciente o incosncientemente, hace uso de un bagaje que le ha sido transmitido y puede reaccionar en consecuencia. En realidad, siendo la palabra un medio de comunicación, va más allá que eso; con el lenguaje las personas crean cultura. A la vez que se va adquiriendo el uso de la lengua, la conducta humana se torna también diferente. Sus motiva-ciones, sus sentimientos y proyecciones de futuro hacen que la comunidad humana sea distinta a cualquier otra agrupación. De ahí que, donde ha existido sociedad de personas, siempre ha habido cultura, e inversamente; ninguna agrupación de animales ha sido capaz de transmitir el más míni-mo signo cultural. Diríamos que con el uso del lenguaje, hasta los aspectos biológicamente adquiridos cambian y se alteran, incluso la percepción queda también notablemente afectada, así como los procesos del aprendi-zaje y la memoria. Más aún, el mismo pensamiento y la resolución de pro-blemas -como ya intuyera Herder-, están ligados al lenguaje. De ahí que sea éste lo más significativo y propio de la conducta del hombre, o, como ya se ha reseñado: «El patrimonio más importante de la Humanidad».

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Pero, ¿cómo ha ido desarrollándose? Porque es obvio que el niño, sin un particular apoyo u orientación, es incapaz de hablar el lenguaje de los padres. Bebés que han crecido aislados de la sociedad, nunca adquirieron la comunicación lingüística. Y una vez que se pretendió integrarles, los re-sultados positivos de adaptación siempre han sido mínimos. Como prue-ba, reseñaremos dos de los casos más conocidos.

El primero se remonta a finales del siglo XVIII, y se trata de un niño de unos once años, denominado el «salvaje de Aveyron», cuya custodia fue confiada a una institución de sordomudos. Todos los esfuerzos que se hicieron resultaron inútiles. Permitió tan sólo al profesor Itard que ensaya-ra ciertas técnicas propias de los débiles mentales, consiguiendo única-mente de él que aprendiera unas cuantas palabras.

El otro caso es el de dos niñas que fueron halladas en Midnapore (In-dostán) en 1920 por unos misioneros. Una tenía dos años y la otra ocho. Habían vivido, lo más probable, entre lobos; se alimentaban, aullaban y corrían a cuatro patas al igual que ellos. Pero, entre las pocas cosas que lo-graron aprender, consiguieron andar y pronunciar ciertas palabras. Des-graciadamente murieron pronto; la más pequeña, al cabo de un año; y la mayor, después de ocho de aprendizaje. Con todo, no logró adaptarse a nuestro modo de vida; lo que demuestra que, sin el entorno y el bagaje prestado por la sociedad, es decir, sin una incipiente y paulatina educa-ción, nuestro potencial hereditario se verá limitado a una mínima evolu-ción.

Para Kaplan existen cuatro etapas en el desarrollo del lenguaje. La primera, que va desde el nacimiento hasta las tres primeras semanas, co-rresponde a la fase donde el niño se limita a simples demostraciones de llanto, toses y gorgoteos. La segunda, que aproximadamente ocupa desde las tres semanas a los cuatro o cinco meses, supone ya variaciones en el llanto y los sollozos, implicando peculiaridades distintivas en la duración, tonos y forma de articularlos. La tercera suele durar desde los cinco meses hasta el año, y corresponde a la etapa del balbuceo, en la que el bebé emite sonidos muy semejantes a vocablos; pudiendo, en su última fase, articular alguna palabra. La cuarta etapa va desde el año cumplido en adelante; es el período propiamente lingüístico, pero con la particularidad de que si en los lactantes prelinguales los sonidos eran afines; a partir del año, el bebé comienza a emitir más frecuentemente los sonidos propios de la comuni-dad lingüística donde nació.

De tomar este estudio como hipótesis de trabajo, dos hechos parecen quedar suficientemente delimitados, esto es, que mientras para la comuni-cación verbal el aprendizaje se hace imprescindible; en el desarrollo pre-lingual, por la semejanza que guardan los lactantes en el «balbuceo», hace pensar que la maduración del bebé sea el elemento de mayor importancia; una maduración que comenzaría ya con las percepciones rítmicas en el útero materno y que, a su vez, darían razón de por qué los niños sordos producen los mismos sonidos de balbuceo que aquellos otros que tienen una audición normal.

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En virtud de esa conjunción, el niño, a partir del año de edad, y en con-diciones normales, comienza con la llamada «plabra-frase», ya que para él tiene el valor de una frase completa; por ejemplo, con el vocablo «cheche» pretende significar «quiero leche». Hacia el año y medio suele iniciar la frase incompleta, superando el estado de la «palabra-frase», así, «nena pu-pa», significa que la nena se ha hecho daño; y sólo después de los viente o veinticuatro meses comienza a construir frases breves de modo correcto con un vocabulario aproximado de unas cincuenta palabras. Sólo un año después las ha multiplicado por veinte, poseyendo una cantidad aproxi-mada de mil palabras.

PRIMEROS ELEMENTOS DE COMUNICACIÓN

Al estudiar la estructura y las reglas lingüísticas, el análisis nos obliga a tener en cuenta los principios que rigen toda posible comunicación. Unos principios cuya base se apoya en ciertos elementos articulatorios primiti-vos que se conocen con el nombre de «fonemas». Pero, ¿qué son o en qué consisten dichas unidades? Pongamos un ejemplo: en el caso de que varias personas pronuncien la palabra «bien», advertimos que existen diferencias más o menos marcadas en su articulación. La «b» llegará a nosotros con una mayor o menor entonación; la «i» vibrará de una forma u otra; la «e» será pronunciada con una abertura de labios y boca según el que la pro-nuncia; y la «n», de un modo más o menos afectivo o enérgico. Incluso si la misma persona repite la palabra, podrán notarse diferencias, y más aún si son registradas con instrumentos de un laboratorio de fonética. Sin em-bargo, para todo aquel que las pronuncia, no hay más que una «b», una «i», una «e» y una «n».

Pues bien, esa «b» o esa «i», o la «k» o la «m» ideal, es lo que corres-ponde a un «fonema». Por lo tanto, el fonema no posee propiamente reali-dad material, son entidades abstractas (virtuales), por más que las concre-temos en sonidos. Así, mientras el fonema es lo que queremos decir, el so-nido es la realización material del fonema, la puesta en práctica de aquella imagen mental que figura en el código de la lengua. De ahí la diferencia entre «Fonología», cuya parte de la Gramática se ocupa de los fonemas, y «fonética», como rama experimental de la Fonología que se ocupa de los sonidos.

Hechas estas aclaraciones, nos daremos cuenta de que el sistema fo-nológico es muy limitado, puede oscilar entre los 15 y los 85 fonemas, de-pendiendo de los elementos articulatorios de cada lengua. En castellano poseemos veinticuatro, que, interrelacionados entre sí, constituyen su sis-tema fonológico. En realidad, dicho sistema se organiza por medio de

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oposiciones, con lo cual un fonema es marcadamente distinto de los otros. La primera y fundamental oposición en castellano es la que per-mite diferenciar las vocales y las consonantes, con la particularidad de que, mientras los fonemas vocálicos pueden por sí mismos formar síla-bas sin que el aire encuentre obstáculos en la boca, como por ejemplo, «o-i-a»; no sucede lo mismo con los consonánticos, que necesitan de al-guna vocal para formar la sílaba.

Existen también estudios respecto a ciertas características de los fo-nemas, como son aquellos que les dividen en abiertos y cerrados, latera-les y vibrantes, bilabiales y dentales, etc. Pero por no formar parte di-chas consideraciones del empeño que aquí nos ocupa, nos preguntare-mos sólo por aquello que para nosotros es más importante, como la re-ferencia a su posible significado. ¿Qué decir? No otra cosa que lo que es común hoy día en los estudios semánticos, esto es, que el fonema como tal, y tomado de forma independiente, es asignificativo, salvo en las ra-ras excepciones de palabras que constan de un solo sonido, como la francesa «eau» /o/ (agua), o la latina «i», del imperativo «ire» (ir). Lo que tampoco quiere decir que carezca de influjo en la significación, al contario; pongamos sino dos ejemplos: «pala» y «bala». Nos daremos cuenta que una ligera modificación articulatoria ha bastado para cam-biar substancialmente el significado. Además, y como ya reseñamos, el mismo fonema puede tener distintas variantes según la persona que lo pronuncie. De ahí que el profesor Jakobson, uno de los constructores de la teoría del fonema, nos llegara a decir: «El fonema participa en la signifi-cación, pero sin que él posea significado propio»253.

Quede claro, entonces, que los fonemas, y su realización en el habla como sonidos, son los segmentos mínimos con los que construimos otras unidades mayores; aunque no son los únicos elementos fónicos que intervienen. Así, la palabra «túnel», no sólo consta de la secuencia de segmentos fónicos t-ú-n-e-1, sino que la «ú» se pronuncia con una in-tensidad mayor que los otros fonemas. Se dice de ella que lleva acento o que está acentuada. Del mismo modo, la oración ¿cuántos años tienes?, aparte de los acentos, debe poseer una cierta entonación para poder dis-tinguir, del mejor modo, su alcance e intención frente a ¡cuántos años tienes!, tan distintamente entendido. En resumen, diremos que las cua-lidades físicas fundamentalmente son: el «timbre» en que resuenan las ondas sonoras, la «cantidad» e «intensidad» en que se emiten, y el «to-no» que recibe el sonido en función del número de vibraciones.

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JAKOBSON, R.: Actes du VI Congrés international des Linguistes. París, 1949, págs. 8.

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Ahora bien, los fonemas, como sonidos básicos, asignificativos y rela-tivamente limitados, pueden combinarse y formar unidades más pe-queñas con significación propia. Así, una palabra como «gris», cuyos segmentos g-r-i-s nada significan, sí sabemos lo que denotan cuando están agrupdos correctamente. Dígase lo mismo si seccionamos ciertos términos con un mayor número de sílabas: chocolate, mercurio, etc.

Sin embargo, otras palabras sí pueden descomponerse en unida-des más pequeñas dotadas de significado, por ejemplo, «incorregi-ble» (in-correg-ible), «palomas» (palom-as), donde cada uno de los segmentos ofrecen una distinción significativa que se conoce con el nombre de «monema». Así pues, para los modernos métodos de aná-lisis, emulando los procedimientos de la física nuclear, y a veces su misma terminología, el monema es la unidad más pequeña dotada de significado que resulta al dividir una palabra en los elementos que la forman; lo cual, y en el supuesto de no poder descomponerse en par-tes significativas más pequeñas, quiere decir que la palabra como tal es por sí misma un «monema», por ejemplo, «cal», «sol», «gorila», «chocolate», etc., aunque conviene precisar también que el significa-do de los monemas no siempre guarda la misma relación en los dis-tintos conjuntos donde se encuentra. Pongamos un ejemplo: «nace en una aldea».

Podemos apreciar que los monemas que constituyen la frase son de dos tipos: mientras unos significan conceptos, es decir, que los podemos hallar en el diccionario: «nace», «aldea», y que se les conoce como «se-mantemas» o «lexemas», hay otros cuyo cometido es relacionar a éstos o modificar su significación. Es el caso de la «e» de (nace), que nos re-fiere a la tercera persona, singular, presente, indicativo, y relaciona «na-cer» con el sujeto de la oración (él o ella). Al mismo tiempo, el signo «en» se limita a relacionar los conceptos de «nacer», mostrando la afini-dad respectiva entre la acción (nacer» y el lugar donde se produce (al-dea). Y por último, «una»; que por relacionar dichos lexemas, nos da a entender que el lugar referido por el concepto (aldea) no es determina-do. Así pues, los lexemas corresponden a los monemas con significado pleno (o léxico), mientras que aquellos que relacionan o modifican a los lexemas en la oración, sin poseer ellos significado pleno, son los «mor-femas», y su significado es gramatical, esto es, significan realidades co-mo el «plural», masculino, relación de lugar, pertenencia, imperfecto, pasado, etc. Conviene señalar también que, mientras hay morfemas que por sí solos nunca se presentan formando una palabra como los prefijos, sufijos e interfijos; existen otros, como el artículo, las preposiciones y las conjunciones, que son morfemas independientes.

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Hechas estas puntualizaciones, es posible afrontar, al menos con una mayor coherencia, el siempre delicado problema de la palabra, in-cluso si las preguntas se dirigen al constitutivo o naturaleza de las mismas. Veamos.

LA PALABRA

Durante siglos, la reflexión sobre el lenguaje se establecía funda-

mentalmente por el estudio de las palabras, y, en función de ellas, la «frase», en cuanto construcción hecha de palabras, que, a su vez, eran divididas y clasificadas en categorías gramaticales formando las par-tes de la oración, y como elemento constitutivo de las mismas: el sig-nificado. Recordemos que Aristóteles definía la palabra como «la más pequeña unidad significativa del idioma», y sólo tras los actuales méto-dos de análisis como hemos mostrado anteriormente, es posible refe-rirse a otras unidades semánticas más reducidas.

Con todo, y en vista de la gran incidencia que la palabra ha tenido a lo largo de la historia, no estará demás que recordemos algunas imágenes de poetas y escritores en su afán de mostrarnos la visión que ellos intu-yeron de la misma. Horacio, por ejemplo, compara las palabras con aves voladoras; Shelley, con una nube de serpeintes aladas; mientras Dickens, en «David Copperfield», realiza una composición simulando un llamativo, pero fútil conglomerado de palabras que nos sirven como camareros de librea en una gran recepción. Aunque, bien es cierto que, tras esa multi-forme realización imaginativa, sobresalen determinadas alusiones que se han hecho persistentes en las distintas tradiciones. Se las suele comparar con armas afiladas y cortantes. Los indios «Kwakiult» de la isla de Van-couver dicen de ellas: «Las palabras del habla hieren a los huéspedes como una lanza hiere la caza o como los rayos del sol hieren la tierra»254.

Otra de las afinidades a que han dado lugar las palabras ha sido su comparación con la claridad de la aurora; así, Maupassant ha hablado de la luz que emiten algunas palabras cuando éstas se relacionan con otras afines o análogas; sin descartar las que portan imágenes atemorizadoras o alarmantes y cuyo cometido es debilitar la virilidad de los hombres. Por eso, nada tiene de extraño que los pueblos hayan creado sobre ellas, como medio de autoprotección, verdaderos tabúes verbales, que van, desde las indicaciones hacia lo misterioso y lo oculto, a las más rigurosas prohibiciones ritualistas, como es el caso de proscribir a quien ose nom-brar el nombre de Dios en algunas religiones. Y es que la apreciación de

254

Boas, F.: «Metaphorical Expressions in the Language of the Kwakiult Indians», en Donum Natali-

cium Schijnen, Nijmegen-Utrecht, 1929, págs. 147-153.

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la palabra como algo singular y distinto de otras unidades lingüísticas parece ser algo connatural en el hombre. De forma casi inconsciente ten-demos a suponer objetos encubiertos tras los rótulos o anuncios publici-tarios, incluso en las mismas ideas abstractas nos parece ver realidades implícitas. De ahí que, por evitar estados puramente psicológicos y men-tales, hoy se tiende a buscar criterios puramente lingüísticos que configu-ren y delimiten esa independencia de la palabra. Aunque debemos reco-nocer que todavía no poseemos una definición que satisfaga totalmente. Acaso la que mejor delimite su configuración con criterios formales más bien que semánticos, sea la que ya propusiera Leonar Bloomfield en las primeras décadas del siglo.

Era para él la palabra «una forma libre mínima»255, es decir, que mien-tras hay, por ejemplo, morfemas asociados a un lexema para constituirla: «inimit-able», «cant-áis», etc., donde «in» y «able», por no ser formas libres necesitan de una raíz básica para constituirse como tales, hay otras que subsisten por sí mismas como, «gris», «bien» «mercurio» etc. Así pues, lo característico es eso: que sean «formas libres» actuando como expresión completa; claro que se da un caso donde se violentaría esta definición; es en los compuestos constituidos por dos palabras in-dependientes como «astronauta», «sacacorchos», «aguardiente», que podrían considerarse a caballo entre la palabra y la frase.

En cuanto a la formación de las mismas, explicamos ya cómo el uso simbólico por el que los humanos creamos cultura, comienza pre-parándose en la comunicación no verbal. Después, a partir del llanto, el balbuceo, la palabra-frase y demás, se irá evolucionando hasta con-seguir, en el caso concreto de la lengua castellana, las ochenta mil pa-labras que incluye el Diccionario de la Real Academia. Evidentemente, en ese quehacer, las causas han sido múltiples; van, desde los descu-brimientos científicos y el progreso industrial y económico, a la cons-tante modificación de los usos sociales que han buscado nuevas pala-bras para hacer comprensible las ideas más en boga, identificar los nuevos objetos o dar fe de las diferentes costumbres.

Con todo, para la creación de nuevas palabras a partir de otras ya existentes, hay un procedimiento fundamental que es el de la «deriva-ción» y, guardando analogías con ésta, la composición, la parasíntesis, la habilitación y la onomatopeya que, por su vinculación a la dinámica de la lengua, no estará demás que hagamos algunas breves indicacio-nes sobre las mismas.

255

BLOOMFIELD, L.: Language, Nueva York, 1933, pág. 177. También en su artículo, «A Set of

Postulates for the Science of Language», Language, 11, 1926, págs. 153-164.

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a) Derivación. Es el procedimiento que se sigue para formar nuevas

palabras por medio de «afijos», bien sean éstos morfemas antepuestos (prefijos), o pospuestos (sufijos) que se unen al lexema o raíz de la pa-labra ya existente en la lengua. La derivación prefijada en castellano suele ser mediante sus preposiciones (separables), latinas y griegas; por ejemplo, «sobresalir» (sobre), «abjurar» (ab), «hipertensión» (hi-per). La derivación por medio de sufijos, que también suelen tener dis-tintas procedencia, añaden a la raíz una idea determinada, es el caso de «zapatería» (ía), «hombrón» (ón), «leonés» (és), etc.

b) La composición de palabras, como ya se dijo anteriormente, se constituye mediante la unión de dos o más simples; y en cuanto a su función gramatical es variadísima. Pueden formarse mediante la unión de dos adjetivos, como «claroscuro», «sacrosanto», de adjetivo y sus-tantivo: «mediodía»; sustantivo y adjetivo: «barbilampiño», verbo y sustantivo: «guardapolvos», adverbio y sustantivo, etc.

c) Parasíntesis. Aquí se forman las palabras por composición y de-rivación a la vez, por ejemplo, «misacantano», «picapedrero», etc.

d) Habilitación. Se trata de aquellas palabras que, aún sin experi-mentar cambio alguno en su forma, pasan a ejercer una función ora-cional distinta a la propiamente suya. Acaece esto cuando hablamos de una persona propensa a lo ideal o utópico como sería al hablar de un «quijote», un «tenorio», o también cuando nos referimos a adjetivos pro-cedentes de otras palabras, como en el caso de la siguiente oración: un vestido «rosa».

e) Onomatopeya. La problemática suscitada por la onomatopeya tiene una larga historia, particularmente por su referencia a la motivación co-mo ya se expuso al tratar sobre el estructuralismo. Lo que aquí cabe re-señar es que la onomatopeya es otro de los modo de crear palabras; se trata de imitar el sonido de algo o de alguien por la palabra que expresa, como por ejemplo, «chasquido», «ris-ras», etc. Términos onomatopéyicos se consideran también las formas verbales que hacen relación a los soni-dos más característicos de ciertos animales, como el «croar» de la rana o el «mugir» del toro.

Pero lo verdaderamente importante en esta formación de las palabras es la referencia que se hace al significado. En efecto, con las palabras transmitimos noticias, órdenes, deseos, sentimientos, es decir, nos refie-ren e indican algo. Y por más que veamos lógico que la lingüística mo-derna intente definir la palabra con criterios formales, no quita para que siempre nos veamos obligados a analizar también ese componente semántico que portan las palabras.

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EL SIGNIFICADO

El problema, a primera vista, parece sencillo: todos comprendemos

que al hablar transmitimos experiencias, deseos, puntos de vista; y con ellos, mensajes significativos. Por eso, cuando un niño u otra persona mayor comienza a estudiar una lengua, sabe que debe aprender el signi-ficado de las palabras del idioma que desconoce. Si a alguien que no sabe francés se le dice: «Donnez-moi mon Journal s'il vous plait»; es lógico que la respuesta sea: no le entiendo a Ud. Pero si esto mismo se expresa en inglés a alguien que lo habla, diciéndole: «Give me my newspaper, please». Es muy normal que tome el periódico y se lo ofrezca. Ha com-prendido el significado de las palabras.

Ahora bien, si se nos pregunta qué es el significado, o cuál es el alcan-ce que damos a tal expresión, es fácil que quedemos un tanto perplejos y, acaso, confundidos. Lo que tampoco tiene nada de extraño, puesto que es, sin duda, uno de los conceptos más controvertidos de la teoría del lenguaje. En razón de lo cual, y atendiendo principalmente al alcance que presenta su problemática, estudiaremos en primer lugar, dos de las ten-dencias más representativas: la «referencial» o «analítica», cuyo cometido se centra en distinguir y examinar los componentes principales del signi-ficado; y la «operacional», que contempla y estudia las palabras en ac-ción, es decir, fijándose, no tanto en lo que es el significado en sí, cuanto en su forma de revelarse y de operar. Veamos.

1. Tendencia referencial

Decir que el significado es uno de los conceptos más controver-tidos de la teoría del lenguaje no es revelar nada nuevo. No lo es porque tiene su base en la pluralidad de elementos objetivos y subjetivos que lo fundamentan. Pero, aun partiendo de su ambi-güedad, autores como Ogden y Richards intentaron ofrecer un modelo analítico que hoy día podemos considerar clásico en la perspectiva de esta primera tendencia. En el significado, funda-mentalmente distinguen tres elementos: el símbolo (que en su ex-posición, bien puede equipararse con el signo), el objeto (referen-te), y el pensamiento que es el intermedio, es decir, la (referencia). Para una mejor comprensión, veamos el diagrama que ellos nos presentan. Fig. 12.

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Su formulación es la siguiente: el símbolo (la palabra) evoca un pensamiento que se refiere al objeto (referente). Sin embargo, la relación entre el símbolo y el referente es indirecta, es decir, que la palabra, con lo que directamente hace relación es con el pensa-miento, no con la cosa. Nos lo describen de la siguiente manera: «Entre un pensamiento y un símbolo existen relaciones causales. Cuan-do hablamos, el simbolismo empleado obedece en parte a la referencia que estamos haciendo y en parte a factores sociales y psiclógicos -la finalidad que perseguimos al hacer la referencia, el efecto que nos proponemos causar con nuestros símbolos en otras personas, y nuestra propia act i-tud-. Cuando oímos lo que se dice, los símbolos nos llevan a la vez a cumplir un acto de referencia y a asumir una actitud que será, de acuer-do con las circunstancias, más o menos similar al acto y a la actitud del hablante.

Entre el Pensamiento y el Referente existe también una relación; más o menos directa -como cuando pensamos en una superficie coloreada o le pres-tamos atención-, o indirecta -como cuando pensamos o nos referimos a Na-poleón—, en cuyo caso puede haber una cadena muy larga de situaciones signo que se interponen entre el acto y su referencia».

Entre el símbolo y el referente no existe ninguna relación adecuada fuera de la indirecta, que consiste en que alquien lo use para representar al referente. Es decir, que el símbolo y el referente no están vinculados en forma directa y cuando, por razones gramaticales, significamos tal relación, se tratará mera-

Fig. 12

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mente de una relación atribuida, por oposición a una relación real- sino tan sólo en forma indirecta, recorriendo los dos lados del triángulo»256.

Por lo que pudiera parecer, el diagrama no es que sea tan original. Que la palabra simbolice un pensamiento, teniendo como referente a la cosa, no dice más, de lo exspresado en el «Medievo» cuando apuntaban: «vox significat mediantibus conceptibus» (la voz/palabra/significa me-diante los conceptos). Diríamos, por tanto, que su exposición dice mu-cho y dice poco. Mucho porque el objeto (el referente), en cuanto fenó-meno no lingüístico, es causa, sin embargo, de justificar la referencia. Ahora bien, pensemos que una persona, una ley o un acontecimiento, permaneciendo en su misma realidad, puede que cambie de significado para nosotros. El átomo, por ejemplo, es el mismo que era hace setenta años, pero después de conocerse que está constituido por un núcleo formado de neutrones y protones, y rodeando dicho núcleo, los electro-nes, y ambos, a su vez, por otras partículas más elementales, es más que suficiente como para desmentir lo que su etimología sugiere. Dígase lo mismo en medicina con los términos «lepra», «varicela», «cólera», etc.

Pero, al mismo tiempo, si consideramos el símbolo respecto a la referencia o pensamiento, el análisis de Ogden y Richards es más bien limitado; la palabra, según el triángulo, da cuenta de cómo pro-cede en el que la oye, pero no se presta atención al proceso del que la pronuncia. Para el que escucha, la coordinación es la siguiente: al oír una palabra (por ejemplo: codorniz), pensará en dicho animal, enten-diendo, en su contexto, el alcance que ha dado el que la pronuncia. Sin embargo, para éste la secuencia será radicalmente distinta: por un motivo o por otro, pensará en dicha ave y, en razón de ello, o por motivos obvios, pronunciará la palabra. Por lo tanto, la coordinación, si se quiere que sea acorde y congruente, deberá ser recíproca.

2) Tendencia operacional

El modo de concebir el significado en esta tendencia es diferente; tan

distinta que, para entender aquí lo que son las palabras hay que comen-zar observando lo que se hace con ellas, saber cómo operan en su uso ordinario. Esta idea se dejó ya sentir a principio de siglo cuando Bridg-man, en «The Logic of Modem Physics» llegaba a decir: «La definición propia de un concepto no es en términos de sus propiedades, sino en términos de sus

256

OGDEN Y RICHARDS: Ob. cit., págs. 29-30.

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operaciones efectivas»257. Pero, donde recibe su formulación más expresiva es en las «Investigaciones Filosóficas» de Wittgenstein.

Haciéndonos eco de lo que ya apuntamos anteriormente, reite-ramos que Wittgenstein, no sólo asumía que podíamos establecer el signficado de una palabra constatando su uso, sino que audazmente admitió que el significado de una palabra es su uso. Bien es verdad que, tras esta afirmación parece captarse, al mismo tiempo, como si no que-dase totalmente satisfecho; como si dejara de expresar un algo que fuese más allá del uso en la significación, de ahí sus interrogantes y sus poli-valentes respuestas: «¿Pero no puedo ajustar el significado de una palabra que entiendo con el sentido de una proposición que entiendo? ¿O el significado de una palabra con el significado de otra? Ciertamente, si el significado es el uso que hacemos de la palabra, no tiene sentido ninguno hablar de tal ajuste. Ahora bien, entendemos el significado de una palabra cuando la oímos o pronunciamos; lo captamos de golpe; ¡y lo que captamos así seguramente que es algo distinto del "uso", que es dilatado en el tiempo!»258.

Establece también el paralelo o analogía entre las palabras y las herramientas. Nos dice: «Piensa en una caja de herramientas: hay un marti-llo, unas tenazas, una sierra, un destornillador, una regla, un bote de cola, cla-vos y tornillos. Tan diversas como las funciones de estos objetos son las funcio-nes de las palabras»259.

Para Wittgenstein, el lenguaje tiene múltiples usos que muy bien pueden entenderse como verdaderos «juegos del lenguaje». Y es que la teoría del pluralismo lingüístico, enmarcada en esa perspectiva de jue-gos múltiples, es fundamental en su segunda etapa, es decir, en la etapa de las «Investigaciones Filosóficas». Advierte que en los juegos, bien sea en el de cartas, en el de alta competición o en los más reflexivos como en el ajedrez; su función es similar al lenguaje. Pero, ¿qué es un naipe de la baraja o una pieza de ajedrez? Entre otras cosas -nos dice-, un elemento imprescindible para jugar, como la palabra en el lenguaje; y el significado, algo similar al de una pieza en su papel en el juego.

No seríamos fieles a la verdad si, de cualquier forma, pretendiésemos no dar crédito a la gran incidencia que esta dirección ha tenido en las nuevas corrientes lingüísticas. Tal reconocimiento viene favorecido por dos hechos que de forma casi inconsciente la hacen atractiva. En primer lugar, por lo simple de sus presupuestos: define el significado por el uso, mirando al contexto, o lo que es lo mismo, atendiendo a elementos

257

BRIDGMAN, P. W.: The Logic of Modern Physics. Nueva York, 1927, pág. 6. 258

WITTGENSTEIN, L.: Investigaciones Filosóficas, págs. 137-139. 259

Ibid., pág. 27.

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puramente empíricos y constatables. Y en segundo lugar, por eludir to-do aquello que pudiera suponer procesos mentales y subjetivos.

Sin embargo, a la hora de examinar detenidamente esta tendencia operativa, particularmente al ser comparada con la referencial, hay elementos que un semántico difícilmente podría aceptar. ¿De qué forma sino definiríamos una palabra particular en lexicografía?, o, ¿cómo confeccionar un diccionario conceptual si lo único válido es el uso concreto de la palabra? ¿Cuál de los aconteceres contextuales es el apropiado para distinguirlas correctamente? Además, en el su-puesto que el lexicógrafo deseara identificar algunos usos peculiares de la palabra en cuestión, extrayendo rasgos comunes de los distintos contextos, lógicamente caería ya en la tendencia referencial del signi-ficado. Lo que tampoco quiere decir que la teoría operacional carezca de valor; todo lo contario, diríamos que es complementaria con la re-ferencial.

En efecto, decir que el significado de una palabra sólo se puede ave-riguar mediante el examen de su uso, nos parece correctísimo; no existe otro método. El estudioso debe comenzar examinando los contextos de la forma más adecuada posible con el fin de que el significado, o los significados, aparezcan de forma natural y sin artificio, para que, una vez identificados, se pueda pasar a la fase referencial, haciendo posible la formulación de los correspondientes significados así obtenidos.

Podríamos decir que la relación entre las dos tendencias es similar a la que existe entre el habla y la lengua; mientras la tendencia operacio-nal estudiaría el significado en el habla, la referencial lo haría en la len-gua. Disociarlas, pensamos que es incorrecto; cada postura maneja un lado positivo del problema, y ninguno es completo si prescinde del otro. De ahí que, en un afán integrador, como lo es el lenguaje mismo, intentaremos ofrecer, del mejor modo posible, ese punto más próximo que pudiera guiarnos directos y seguros, en el de por sí, difícil proble-ma de la significación.

3) Tendencia crítica y concordante

Comprometidos con la tarea de poder hallar una adecuada definición

del significado, creemos justo anteponer, antes que nada, aquellos términos que conjugarán el análisis. Para ello, en lugar de escoger una terminología especializada al modo de Saussure, como «Significante» y

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«Significado» (Imagen acústica Concepto), o los de «Símbolo», «Refe-rencia» y «Referente» de Ogden y Richards, llego a creer que emplean-do palabras más sencillas y comprensibles, podrían éstas, ajustadas del mejor modo al alcance de su uso ordinario, favorecer la comprensión del nada fácil problema que aquí se plantea.

Y puesto que el interés se centra principalmente en el significado de la palabra, los términos que hemos creído más apropiados son los siguientes: el NOMBRE, esto es, la configuración fonética de la palabra con sus peculia-ridades comunes, como pueden ser la entonación, el acento o el timbre de voz. El SENTIDO, cuyo alcance no es otro que la información que repor-ta o da cuenta el nombre; aparte, claro está, de cualquier intención o teoría psicológica al respecto. El OBJETO, que sería el fenómeno no lingüístico sobre el que se habla, y que se identificaría con el «refe-rente» de Ogden y Richards. Expondremos a continuación el corres-pondiente diagrama en espera de hacer más accesible la explicación de los elementos que en él se conjugan. Fig. 13.

Fig. 13

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EL OBJETO

Ya desde los presocráticos era decisivo afrontar, para cualquier pos-terior examen, el problema de la realidad. Su análisis inquietaba, no sólo a la filosofía, sino a toda ciencia particular. En ese sentido, cual-quiera que sea el ensayo o la forma peculiar de interpretación, de uno u otro modo, siempre será un intento por adecuar una conducta a las cir-cunstancias objetivas de lo real; el mismo Freud nos dice que la vida plena y auténtica del hombre, más que basarse en el acomodo con el «principio del placer» (la evasión de lo real), consiste en el vivir según el «principio de realidad»260.

Pero, ¿qué es lo que sabemos de la misma? ¿Existirán, acaso, crite-rios suficientemente válidos como para poder hablar de auténticos con-tenidos? ¿Será realmente cierto lo que creemos conocer? ¿Cuáles son las reglas que nos lo definen? Porque, en la medida que demos respuesta a estas interrogantes, así será nuestra postura frente a lo real.

En este empeño por hacer accesible, del mejor modo, el análisis, tomamos como punto referential y orientativo el hecho de que cono-cer es siempre conocer algo, lo cual nos obliga a poner al «objeto», ya desde el inicio, en el telón de fondo de cualquier paso a seguir en la posterior investigación o examen, y motivo para que ocupe también, por consistencia propia, uno de los ángulos del diagrama. Al fin y al cabo, todo conocimiento no es sino un modo original de presencia, un tipo original de manifestarse que, de alguna forma, nos traslada a lo real por lo que tiene de objetividad y de experiencia.

Ahora bien, nunca podríamos deducir nada de dicha experiencia si el acto del conocimiento no fuese intencional a la misma. El primer mo-vimiento de la actividad cognitiva ha de ser, por tanto, un encaminarse intencional «hacia» el objeto, un ir «hacia» lo real como presencia. ¿En razón de qué? En prueba de la misma vida. Así pues, lo que nos permi-te dar significado a los seres y a las cosas estará siempre condicionado con la función vital de cada uno.

En virtud de ese subsistir en el medio, la conciencia humana, en cuanto acto evolutivo del ser, tiende a lo real como algo inherente a la propia constitución. En ese sentido, cabría decir que la vida es la reali-dad radical que, conviviendo con las cosas, forma parte de las mismas; es lo que se ha dado en llamar «epistemología evolutiva», donde, si los sentidos externos e internos proporcionaran una imagen de la realidad que no correspondiese, «de alguna manera», con sus cualidades pro-

260

Freud, S.: Los dos principios del suceder psíquico, En Obras Completas, vol. 1, Madrid, 1948,

Págs. 403-406.

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fundas, los seres no estarían en condiciones de poder relacionarse ni vi-vir; lo que no significa tampoco que tal conocimiento alcance a toda la realidad; nunca podrá satisfacer plenamente su contenido porque, mostrándose ella en todo momento como realidad estructurada, siem-pre quedarán elementos al margen que escapen a la experiencia inme-diata, es decir, que por ser realidad percibida, la percepción irá ligada necesariamente a una peculiar representatividad, a un concepto o a una determinada significación. Por ejemplo, si escuchamos un gran ruido y nos asomamos a la ventana al tiempo que pasa un avión, afirmaríamos que estamos viendo un avión. Pero, ¿diría lo mismo, ante un hecho se-mejante, aquel que nunca hubiese oído hablar de aeroplanos? Eviden-temente que no; y es que, cualquiera que sea la sensación, siempre exis-tirá un modo peculiar de percibirla.

Por propia experiencia y la información que está a nuesto alcance, podemos también afirmar que todo organismo existe en un medio, en un ambiente, rodeado de las circunstancias, que diría Ortega. En ese medio, por lo que constata la psico-física, se están produciendo conti-nuos cambios de energía, es decir, mutaciones que pueden dar lugar a lo que llamamos un estímulo como algo real existente que nos afecta y, de «alguna forma», captamos. Decimos de «alguna forma», porque la sensación es un proceso receptivo, y es lógico que, al percibirla, la mol-deemos conforme a una estructura y a un punto de vista.

Pero, a su vez, como estructura o sector desvelado, en la realidad se apunta y esconde un hecho importantísimo, y es el siguiente: que aque-llo que nos afecta y percibimos, nos permite adivinar que existe un con-tenido mayor de cuanto llega a nosotros de forma inmediata, es decir, que el conocimiento humano, al funcionar estructuralmente, nos advier-te que, tras las estructuras de nuestras experiencias, se ocultan otros contenidos reales que escapan a la propia capacidad de percibir; se tra-ta, pues, de una manifestación parcial, perspectivista y fenoménica, en-tendiendo por «fenómeno» lo «real percibido» que, al tiempo que nos habla de limite, desborda esa limitación, proyectándose hacia la tota-lidad de sus contenidos. En el diagrama (Fig. 13), lo expresamos por la forma de rodear y enmarcar al estímulo, dando a entender cómo, al tiempo que se le asume e intencionalmente nos conduce al objeto, la propia capacidad cognoscitiva se ve limitada a quedarse en un punto, en una situación, con una perspectiva del mismo.

Sin embargo, lo que alguno pudiera identificar con la dimensión kantiana, como lo dado en el espacio y en el tiempo y sin relación alguna con las cosas en sí, no es propiamente el contenido que aquí se proyecta. En efecto, la percepción del fenómeno, por más que sea parcial e incompleta, apunta, por su misma constitución y estructu-

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ra, a la globalidad integradora de todos los elementos, lo que no significa que el cotenido de la conciencia sea ficticio o ilusorio, al contrario, nuestra inserción en la realidad mundana es tan grande que, al margen de ella, cualquier otro conocimiento, además de im-posible, sería absurdo imaginarlo. Incluso los entes de razón, como los números de las matemáticas, tienen un fundamento en la real i-dad.

Creemos, por tanto, que nuestro proceso cognoscitivo es más amplio de lo que unas posturas «a priori» o «a posteriori» nos pu-dieran individualmente aportar. Abogamos por una teoría integra-dora, esto es, por una teoría donde la realidad del mundo no esté ni fuera ni dentro de mi pensamiento, sino con mi pensamiento. Evi-dentemente que la conciencia no puede saber de las cosas más que en cuanto son pensadas, pero tampoco podría afirmar la indepen-dencia del sujeto que conoce respecto a las cosas; y es que la activi-dad de nuestra conciencia, física y biológicamente constituida en nuestro cuerpo, tiende por naturaleza a comprender la realidad tal y como se manifiesta; en ese sentido es «a posteriori». Pero, al mis-mo tiempo, nunca podrá llegar a conocerla sin conceptuarla, sin in-terpretarla, es decir, que el acto incluye un ejercicio de «creati-vidad» interpretativa que, en cualquier caso, dependerá de la natu-raleza de nuestra capacidad cognoscitiva; lo que tampoco significa que, como tal creatividad, dependa de una estructura absolutamen-te «a priori»; nunca podría, puesto que la dirección de la intenciona-lidad es una dirección «hacia» lo objetivo de la experiencia. Se tra-taría, en el fondo, de un trascender el idealismo y el realismo: ni las cosas solas, ni el yo solo. La verdad está en el yo con las cosas.

Consecuentemente, aún derivando nuestro conocimiento de la experiencia, no todo él depende del dato externo y particular. En cada individuo se encuentran, de alguna forma, los resultados de las experiencias habidas de cada especie, heredando, por ello, unas pautas genéticas que le serán inherentes a la hora de percibir e in-terpretar. Matizando en esta misma línea, el doctor Rodríguez Delgado llega a decir: «La inteligencia combina dos sistemas cognosci-tivos: la experiencia y las regulaciones endógenas, siendo estas últimas una de las fuentes de las operaciones intelectuales. Al ampliar el alcance de la retroacción y corregir los errores, el sistema interno trasforma esas funciones en instrumentos de preconocimiento»261.

261

RODRíGUEz DELGADO, J. M.: Control físico de la mente. Ed. Espasa-Calpe Madrid, 1980, pág. 54.

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Actualmente, las investigaciones biológicas de la epistemología evo-lutiva han mostrado que ese proceso continuo se fundamenta, no en al-go ilusiorio o imaginario, sino en la actuación real del organismo que va adaptándose y creciendo progresivamente en «información» sobre el medio. De ahí que la teoría del conocimiento se vea extraordinariamen-te esclarecida con la comprobación de los mecanismos biológicos que le sirven de soporte. Por ello, y con la esperanza, sobre todo, de que favo-rezcan la comprensión de lo que venimos exponeindo, intentaremos presentar seguidamente los más aceptados modelos de la psicología fi-siológica pertinentes a los estados de conciencia, si bien, aunque intere-saría hacerse cargo del funcionamiento de todas las partes del cuerpo, nos detendremos en aquellos órganos y procesos fisiológicos que parti-cipan más directamnte en la conducta. Y puesto que ésta particularmen-te se relaciona con el funcionamiento del sistema nervioso, es legítimo y razonable que consideremos su actuación en los distintos procesos orgánicos.

Funcionamiento neuronal

Todo lo que el hombre tiene como

propio, lo posee para vivir; ha tenido que inventar hasta la razón si no quer-ía perderse en el universo. Pero si vive -respira, le circula la sangre, hace la digestión, etc.-, se debe fundamental-mente al sistema nervioso. Todos los procesos orgánicos vitales son contro-lados, al menos en parte, por su fun-cionamiento y actividad.

Ahora bien, para hacerse cargo y lograr entender el sistema nervioso en su conjunto, será preciso, antes de delimitar las distintas partes de que se compone, examinar primero su unidad básica en cuanto elemento esencial que le constituye e integra; elemento que no es otro sino la «neu-rona», cuya palabra empezó a usarse a partir de 1891, cuando Waldeyer la empleó para designar un conjunto de elementos que constituyen la célula nerviosa, y que desarrollaría más tar-

Fig.14

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de Ramón y Cajal con su «teoría neurónica», según la cual todas las partes del sistema nervioso están constituidas por neuronas, comu-nicándose entre ellas por sinapsis.

Cabe decir que las investigaciones realizadas últimamente sobre el sistema nervioso, más que sorprendentes, resultan fascinantes; tanto es así, que la neurobiología, de diez años para acá, se ha convertido en una de las ramas más activas de toda la ciencia; a pesar de recono-cerse que todavía estamos en los inicios. Se podría comparar a una gran red telefónica que une diversos puntos distantes unos de otros y que convergen en un centro común donde se establecen las conexio-nes como en un conmutador.

En cada organismo puede que haya millones de estas invenciones moleculares, con la particularidad de que cada una de ellas posee una estructura diferente. Se cree, por ejemplo, que el número de célu-las nerviosas, o neuronas, que integran los aproximadamente 1.350 gramos del cerebro del hombre, es del orden de cien mil millones, enviando impulsos electroquímicos capaces de comunicar miles de mensajes; aunque lo sorprendente es haber descubierto que estas co-nexiones, no sólo radican en el cerebro, sino que la espina dorsal es también parte integrante en la comunicación. El neurofisiólogo aus-traliano y Premio Nobel de Medicina en 1963, John Eccles, en una conferencia-coloquio que dio en abril de 1992, llegó a decir que la aparición de la conciencia en la evolución biológica se produjo len-tamente con la llegada de los primeros mamíferos (insectívoros seme-jantes al erizo), y que los resptiles carecen de ella al no poseer corteza cerebral, zona en la que John Eccles localiza la autopercepción.

Diremos brevemente que una neurona «típica» consta de un cuerpo celular que posee de cinco a cien micrometros (milésimas de milímetro) de diámetro del que emanan una fibra principal, el axón, y varias ramas fibrosas, las dendritas. El axón, por otro lado, puede producir ramifica-ciones en torno a su punto de arranque, y más extensamente cerca de su extremo. Se diría que las dendritas y el cuerpo celular reciben señales de entrada; el cuerpo las combina e integra, lo que da paso a que emita la señal de salida. Fig. 14.

La información pasa de una célula a otra por puntos de contacto es-pecializados: la sinapsis y el tipo de sistema nervioso que tiene tales funciones se conoce como sistema nervioso sináptico. Una neurona típi-ca puede tener de 1.000 a 10.000 sinapsis, siendo capaz, al tiempo, de recibir información de otras 1.000 neuronas.

En su función, la neurona es principalmente de naturaleza electro-química. Cada una puede generar y mantener una pequeña carga elec-troquímica que, al ser activada, la libera para estimular las neuronas

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adyacentes de la sinapsis. Los impulsos fluyen a través de ésta (de las terminales axónicas de una célula a las dendritas de otra), aunque sin olvidar que las neuronas, en cuanto células nerviosas que son, propia-mente no están en contacto físico con la sinapsis. Existe un vacío entre el axón terminal de la célula y las dendritas que la siguen. Transmisores químicos, como la acetilcolina, se liberan en la hendidura sináptica cuando un impulso nervioso llega al extremo del axón. En realidad, es-tos transmisores son los que facilitan el movimiento de los impulsos nerviosos a lo largo de la sinapsis, permitiendo que el individuo se re-lacione con el mundo exterior que le rodea y consigo mismo, ya que, en última instancia, éste es el proceso que sigue la vinculación anatómica del sistema nervioso. Reseñaremos brevemente las partes principales de que está constituido.

A) Sistema cerebroespinal

Sistema nervioso

B) Sistema vegetativo

Cabe señalar primero que ambos sistemas funcionan de forma con-

junta, y el único motivo de dividirlos no es otro que hacer más sencilla su comprensión.

1)) Respecto al sistema cerebroespinal, diremos también que éste

se divide, a su vez, en sistea nervioso central y sistema nervioso perifé-rico.

El sistema nervioso central, como su nombre indica, funciona como

eje regulador de todo el organismo; lo constituyen una serie de órganos contenidos en la cavidad ósea craneal y raquídea, escalonados en la forma siguiente: cerebro, cerebelo, pedúnculos cerebrales, protuberan-cia anular y bulbo raquídeo, prolongándose hacia abajo por un cilindro nervioso que ocupa el conducto raquídeo y que se conoce con la deno-minación de médula espinal. A estos órganos les protegen y envuelven tres membranas cuyos nombres, de fuera adentro, se designan como la duramadre u hoja externa, la aracnoides u hoja media, y la piamadre, que recubre más directamente dichos órganos.

El sistema nervioso periférico lo constituyen los nervios, es decir, ramificaciones específicas que recorren todo el organismo a la manera

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de cordones, y cuyo cometido, entre otras cosas, es el de relacionarnos con el mundo exterior; se distinguen, no sólo por la propia constitución anatómica, sino también por la función que desempeñan; así, los que emergen del encéfalo saliendo de la cavidad craneal por las aberturas de la base del cráneo son conocidos como nervios craneales, a diferencia de los que nacen en la médula, dejando el conducto vertebral, que se les llama nervios raquídeos.

2) El sistema nervioso vegetativo (autónomo), tiene como acti-vidad fundamental el perfecto ajuste interno del organismo, regulan-do las grandes funciones vitales como la respiración, digestión, circu-lación, metabolismo, etc.; claro que dicho sistema también está divi-dido en dos tipos de canales de efusión, mediante los cuales se reali-za su actividad nerviosa: el simpático y el parasimpático. Y por más que ambas actividades, simpática y parasimpática, tengan su origen en el sistema nervioso central, sus funciones son opuestas: mientras el simpático estimula para poner en movimiento el organismo, acti-vando los recursos corporales en el trabajo y en situaciones de emer-gencia, el parasimpático tiene una función más bien conservadora, reserva energías; lo que no quiere decir tampoco que actúen de forma independiente, al contrario, uno y otro realizan una labor conjunta y coordenada.

Pero concretándonos, por lo que aquí respecta, a los estudios más recientes sobre las células nerviosas del cerebro relacionadas con el lenguaje, podemos adelantar que no es una zona sola la que se locali-za como en un principio se creyó, sino varias.

Al tratar sobre el estructuralismo, vimos ya cómo Saussure hizo re-ferencia al descubrimiento de Broca como dato experimental y posi-tivo que podría otorgar consistencia a su concepción lingüística. Sin

embargo, la idea de Saussure, creyendo que el área de Broca comprendía todo el campo del lenguaje, ha quedado desmen-tida por ulteriores descubri-mientos. En realidad, la zona de Broca incluía el control mo-tor del lenguaje, esto es, el mo-vimiento de la lengua y el maxilar inferior, pero la di-mensión lingüística es mucho más compleja; tanto es así, que para ciertos fenómenos lingüís-ticos, la ciencia todavía no ha avanzado lo suficiente como para poderlos localizar de for-ma precisa. Con todo, las zonas más claramente relacionadas con el lenguaje, tal como po-

Fig. 15

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demos ver en la ilustración de la Fig. 15. La zona que comprende la letra (A) se relaciona con la compren-

sión de la palabra hablada, y una lesión en esta área da lugar a la «afasia auditiva», una situación por la que la persona perdería su ca-pacidad para comprender el significado del lenguaje hablado. Por el contrario, las lesiones en la parte designada con la letra (C) causarían la «alexia», o pérdida de la capacidad para comprender el lenguaje escrito. Respecto a las zonas que nos muestran las letras (D) y (E), cabe decir que son áreas relacionadas con la capacidad de hablar y escribir con denotaciones y significados; por ello, una lesión en di-chas zonas hace que el hombre se vea incapacitado para coordinar semánticamente los sonidos y la escritura. Y por último, con la letra (B) se nos muestra el área de Broca.

Sin embargo, aparte de estas zonas más di-rectamente relacionadas con el lenguaje, existen otras áreas en el cerebro cuya influencia, según recientes estudios, es fundamental dentro del campo de la asociación lingüística, por más que su actividad concreta sea todavía difícil de de-finir con precisión. Fig. 16. Se cree, por ejemplo, que las zonas asociati-vas del lóbulo frontal actúan en el proceso del pensamiento abstracto,

aunque sin olvidar que el cerebro, como centro regulador del organismo, siempre funciona como un todo, y cualquier alteración de las partes del sistema repercutirá, de alguna forma, en la estructura del conjunto.

EL SENTIDO

Hemos hablado del proceso receptivo de la sensación y de cómo, al per-

cibirla, la moldeamos conforme a una estructura y a un punto de vista; lo que no quiere decir tampoco que vaya a convertirse en algo irreal o ficti-cio; al contrario, lo que sucede es que para nosotros ha cobrado un «senti-do», un particular sentido en atención al dato de la experiencia y a nuestro

Fig. 16. Áreas relacionadas con el lenguaje

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peculiar modo de percibirla y expresarla; diríamos que se trata de un pro-ceso que media entre una sensación y una conducta, un modo de actuar que, aún cuando se inicie con la afección de un estímulo, en modo alguno podrá concluirse que sea plenamente determinado por él.

¿Cuál es, entonces, su mecanismo?, o, ¿en razón de qué podremos jus-tificar que las cosas no son exactamente como aparecen? Porque a nadie le hace sospechar que la realidad física que tenemos delate sea algo distin-to a la forma, al tamaño o al color que nos ofrece la experiencia. Tan acostumbrados estamos a creer que las cosas son como se presentan, que hasta nos puede parecer improcedente preguntar por los motivos. Si observamos las dimensiones de tal objeto es porque él es así; si le vemos más o menos cerca es porque se halla a una distancia convenida, si se aleja es porque efectivamente se mueve. Por lo tanto, la correspon-dencia entre las propiedades de la realidad física y las de la realidad fe-noménica (perceptiva) aparecen, a primera vista, como algo indiscuti-ble, seguro. Por eso, la percepción es vivida por el sujeto como un dato, no como un problema.

La dificultad surge cuando en ciertas ocasiones nos damos cuenta que no existe tal correspondencia entre el hecho que aparece y el fondo real velado tras la apariencia. Viendo una película, por ejemplo, todos contemplamos la superposición de imágénes como algo normal, e igualmente su lejanía o acercamiento, por más que sepamos que se hallan en el único plano de la pantalla; lo que quiere decir que, además de la física y los datos que comporta la sensación, se hacen presentes también otras condiciones del sujeto que conforman lo que podría ser una percepción. El problema, por lo tanto, no es tan sencillo, incluso podría decirse que en toda la psicología no existe acaso otro proceso psíquico más debatido como el de la percepción; justificado, no sólo pon los cambios e interpretaciones a que ha dado lugar a lo largo de la historia, sino también por los enfoques que hoy día proyectan las distin-tas escuelas. Para una más exacta comprensión, expondremos dos de las direcciones que mejor puede representar esta problemática.

I. Teoría asociacionista

Por más que el uso del concepto de «asociación» se remonte hasta

los griegos, el asociacionismo como tal no comienza propiamente hasta finales del siglo XVII y XVIII con las nuevas corrientes empiristas. Trató el problema Hobbes, y más especialmente Locke, con su peculiar con-cepción «asociativa de las ideas», aunque bien es cierto que es Hume

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por un lado, y Hartley, Priestley y Stuart Mill por otro, quienes, de for-ma más definitiva, desarrollarán los presupuestos de la teoría asocia-cionista.

Resumiendo, podríamos decir que el asociacionismo es la teoría que considera la percepción como un «mosaico de sensaciones»; de tal for-ma que éstas vienen a ser una especie de «átomos cognoscitivos» ante-riores a a percepción, la cual, por otra parte, surge cuando el sujeto aso-cia posteriormente las sensaciones entre sí. Por lo tanto, se explicaría la percepción por la suma de sus componentes, es decir, por la yuxtaposi-ción de los elemenos sensoriales, marginando cualquier proceso activo que pudiera atribuirse al sujeto.

Más recientemente el «conductismo» (behaviorismo), rechazando también cualquier clase de introspección, va a tener como modelo y prototipo de examen lo que es objeto de observación directa. Cualquier designación que dé nombre a estados internos o de conciencia se consi-dera, al menos, sospechoso en principio. La psicología, por ello, debe atender únicamente al comportamiento externo, a la observación de la conducta y, a partir de ahí, intentar formular sus propias leyes.

El behaviorismo es una escuela desarrollada principalmente en USA, y como representantes, además del zoólogo J. B. Watson (1878-1958), considerado como el verdadero fundador de dicha corriente, po-demos también citar a E. L. Thorndike y Warren, en América; y a Piéron y Guillaume, en Francia.

El estímulo y la respuesta son las nociones fundamentales en el be-haviorismo. Se trata de determinar cuál es la «respuesta» dada a un «estímulo» cuando el sujeto ha sido colocado en una situación determi-nada. Pero, como tampoco resulta fácil saber en qué consiste una obser-vación directa, y no siempre un organismo responde de forma similar a unos mismos estímulos; se objeta que de reducir la psicología a ese bi-nomio, no se haría otra cosa sino convertirla en un capítulo de la fisio-logía.

II. Teoria de la forma (Gestalt)

Con supuestos distintos y análisis más detallados, la teoría de la forma o gestáltica, propone que la percepción es un fenómeno primario y elemental de la vida psíquica; por consiguiente, lo que nosotros cono-cemos son objetos organizados, totalidades integradoras que sólo des-pués, y gracias a un proceso abstractivo, podremos llegar a distinguir, separando los distintos elementos que componen la sensación.

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Destacados representantes de esta teoría han sido Werheimer, Ko-ehler y Coffka, aunque el más apasionado defensor de la misma es, sin duda, Koehler, quien insistiendo en el carácter de «totalidad», in-terpreta la percepción desde la teoría física del «campo de fuerzas» (él era también físico). Así, de la misma manera que dos sustancias distintas pueden cristalizar bajo la misma forma, de igual modo los fenómenos psíquicos y físicos están gobernados por equilibrios dinámicos equivalentes. El campo perceptivo se organiza por sí mis-mo, según leyes propias y en atención a un peculiar dinamismo in-terno. El todo que se percibe es una «Gestalt», una forma, o, más cla-ramente, una «figura estructurada». En este sentido, la teoría gestá l-tica, en contra del asociacionismo, lo que realmente defiende es que lo inmediatamente percibido es un todo organizado y no sus elemen-tos constitutivos. Un todo que es más que la suma de las partes (las sensaciones), y que es anterior a ellas. Así, por ejemplo, si en una hoja de papel en blanco dibujamos un punto, y en otra hacemos una línea recta con puntos similares, y en una tercera formamos un cua-drado; al observar el punto, experimentaremos una sensación; pero al observar la línea o el cuadrado, ¿será una o varias las sensaciones que experimentamos? Para la teoría de la forma no ofrece duda: ve-remos una línea o un cuadrado, una línea o un cuadrado de puntos si sequiere, pero nunca como pluralidad ni como síntesis siquiera, sino que la unidad aparece por el hecho mismo de que existe, y en ningún caso como una construcción posterior. Cabría decir que las sensacio-nes únicamente son condiciones de la percepción y que ésta es algo más que la suma de las partes, como una melodía es algo más que la suma de las notas que la componen.

Sin embargo, esta teoría, por más que proponga que la percepción es un fenómeno estructurado y primario de la vida psíquica, toma del aso-ciacionismo el hecho ineludible de la necesidad de la experiencia, por más que el influjo se haga presente cuando ya se ha formado la organi-zación sensorial originaria. Lo que aquí se rechaza son sus fundamentos atomistas, es decir, que pueda explicar la percepción por medio de pu-ras combinaciones mecánicas. Por eso, en su afán de mantenerse al margen de situaciones previas e internas, lo que la teoría de la forma propugna es prescindir, por encima de todo, de cualquier contenido de experiencias precedentes.

Con todo, hoy la moderna psicología, lejos de disociar ambas posturas, las considera en un proceso integrador donde una y otra se hacen presentes junto a las características peculiares de cada percep-tor. De este modo, a la pluralidad de estímulos sensoriales que act-úan sobre nosotros en una situación determinada, corresponden, en

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el mundo psíquico, estructuras, agrupaciones, unidades con una sig-nificación más o menos determinada. Así, si escuchamos una confe-rencia y decimos que es interesante o aburrida, o llamamos fuerte o débil a la voz de una persona, es porque tales juicios son relativos a una escala de valores que hemos ido adquiriendo a lo largo de la vi-da; y que dan a entender, sobre todo, que nuestras «experiencias pa-sadas» tienen una incidencia ineludible. Por lo tanto, en nuestras per-cepciones no vemos únicamente formas o tocamos sólo superficies, sino que tenemos que habérnoslas con objetos cuyo marco de refe-rencia alcanza también a otras direcciones previas a los datos de la sensación; direcciones donde lo genérico y el aprendizaje tienen su parte específica y singular. Pero, ¿cuál es su proceso? En este estudio, por lo que tiene de dificultad y compromiso, nos atendremos en los más reconocidos análisis que hoy nos ofrece la psicología.

DESARROLLO DE LA PERCEPCIÓN

Es comprensible que la base de la percepción sea la recepción de los

estímulos. Ahora bien, ¿de qué forma empieza a captar el niño recién nacido ese mundo que, en cualquier caso, se ve obligado a asumir? Contestaremos siguiendo las pautas de Gesell, quien, en sus investiga-ciones, ha encontrado cuatro diferentes aspectos en la conducta del bebé: la coordinación mano-ojo, su posición, la fijación visual y el enfo-que.

a) Respecto al desarrollo de la coordinación mano-ojo, cabe decir que el niño, a pesar de que puede mover los ojos casi inmediatamente des-pués de nacer, su limitada capacidad no le permite todavía seguir de forma coordinada los objetos que se mueven a su alrededor. Deberá es-perar hasta cerca de los tres meses para que su ángulo de seguimiento pueda ya alcanzar los 180 grados. Hacia los cuatro meses, el niño sos-tiene ya un juguete con la mano y puede mirarlo ocasionalmente. Con seis, distingue a ciertas personas, y al año ofrece los juguetes a quien le entretiene o juega con él.

b) En cuanto a sus primeros movimientos e inclinación de las par-tes de su cuerpo, durante el primer mes de vida, su cabeza se mueve sólo hacia un lado preferido. Pero pasado otro mes, y con cierta mínima ayuda, puede ya mantenerla erecta. Hacia los cinco meses, si está sentado, es ya capaz de tenerla levantada.

c) La fijación visual también tiene su desarrollo. Al principio, el niño no puede dirigir muy bien su mirada hacia los objetos, y ha de esperar

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por lo menos a los seis o siete meses para que puedan sus ojos conver-ger sobre las cosas más cercanas.

d) El desarrollo del enfoque también tiene su curso. Para ver con claridad, los ojos precisan, no sólo la fijación en el objeto, sino que el cristalino debe modificar su forma para hacer que la imagen caiga exac-tamente sobre la retina. Tras detallados análi-sis, Gesell llegó a comprobar que cuanto más pequeños eran los niños, más dificultades en-contraban para enfocar los objetos, deduciendo de aquí la importancia del aprendizaje y la práctica para la mejoría en el enfoque.

Sin embargo, esta relación entre las distin-tas partes del organismo y «su medio» no lo es todo. Si es verdad que el aprendizaje desem-peña un papel decisivo en la percepción, no es menos cierto que existen algunas característi-cas apenas modificadas por el desarrollo y la maduración de la persona que percibe. Particu-larmente fueron estudiadas por la teoría de la forma. Nos detendremos en alguna de ellas.

1. La percepción «figura-fondo»

Pruebas realizadas, no sólo con adultos, sino

con niños, e incluso con personas ciegas que re-cobraron la vista, mostraron que el contraste de la «figura» y el «fondo» es

algo inherente y básico a la persona que tiene tal percepción. Así, en la Fig. 17, observamos cómo se va al-ternando entre la percepción de dos caras sobre el fondo blanco, y la de un florero sobre fondo negro; o en la Fig. 18, cómo apreciamos una cruz de Malta negra sobre fondo blanco, o una cruz de Malta blanca sobre fondo negro. Rubin analizó las características principales de es-te fenómeno, señalando, respecto a

la «figura», las siguientes:

Fig. 18

Fig. 17

Fig. 19

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- Tiene una forma delineada y precisa. - Se percibe más próxima al sujeto que el fondo. - Posee una estructura claramente percibida. - Sus dimensiones son menores que el fondo en el que queda encuadra-da.

Como es natural, las propiedades del fondo son las opuestas a las de la figura. Pero, al mismo tiempo, tanto la percepción de la figura como la del fondo, están regidas por unos principios que, en cualquier caso, siempre tienen que ver con nuestra forma peculiar de captarlos.

Puede suceder que el fondo modifique, en ocasiones, la propia es-tructura de la figura. Los cuadros que se aprecian en la Fig. 19 son exac-tamente iguales; sin embargo, el primero, que tiene como fondo el papel blanco, lo percibimos como un cuadrado, mientras que el segundo, por causa de las líneas divergentes que hacen de fondo, venimos a percibir-lo como un trapecio.

Por otra parte, siendo la figura la que realmente se destaca como factor primordial en un fondo que sirve de acompañante, su estructura no se realiza al azar, sino que viene regulada por una serie de leyes a las que, generalmente, se atiene todo sujeto perceptor. Reseñaremos las más importantes

- Ley de proximidad: Se tiende a integrar en una única forma los ob-jetos que están próximos. Fig. 20. - Ley de semejanza: Cuando los estímulos son similares o parecidos, tendemos a agruparlos en figuras únicas. Fig. 21. - Ley de continuidad: Se tiende a integrar en una misma forma los objetos que aparecen en sucesión de continuidad. Fig. 22.

- Ley de oclusión: Tendemos a cerrar aquellas figuras incompletas. Fig. 23.

- Ley de pregnancia: Establece que, en la percepción, todos tendemos a realizar la figura más sencilla y mejor; así, en la Fig. 24 es más fácil percibir dos rectángulos cruzados que cinco superficies. - Ley del contexto: En la recepción de los estímulos nos dejamos in-fluir por el contexto. Siendo los círculos del centro de la Fig. 25, del mismo diámetro, la percepción, por causa de los círculos que los ro-dean, no parece que sea la misma.

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2. La percepción del especio, del movimiento y del tiempo.

Además de la figura y el fondo, advertimos también en los seres

un marco espacial que nos permite situarlos en uno u otro punto, en un estado de movimiento o de reposo y, en todo caso, atendiendo siempre a un antes y un después respecto al hecho real de la percep-ción. Hablamos ya del espacio y del tiempo como de dos fracciones, de dos elementos objetivos de la perspectiva física, pero sin desaten-der el propio punto de referencia; de tal modo que, alterado dicho marco referencial, es posible que se produzca un cambio en la subsi -guiente percepción. Si nos referimos, por ejemplo, al movimiento, puede que este carácter relacional lo hayamos comprobado más de una vez en alguna estación de ferrocarril, donde, al ponerse en mar-cha el tren que estaba parado enfrente, nos da la impresión de que el que realmente se mueve es el nuestro.

Dígase lo mismo del tiempo, del que nadie podrá decir que trans-curre a la misma velocidad en una conversación agradable que en una dura jornada laboral. También respecto al volumen y la situación espacial, pues como muy bien supuso Poincaré, si todos los objetos del universo duplicaran su volumen, la percepción del cambio pasar-

Fig. 20 Fig. 21 Fig. 20 Fig. 21

Fig. 21 Fig. 20

Fig. 22 Fig.23 Fig. 24

Fig. 20

Fig. 22 Fig.23 Fig. 25

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ía inadvertida. Por todo ello, es claro que las sensaciones en estado puro no existen, no se dan, puesto que siempre se incorporan a un proceso perceptivo donde las propias leyes de la percepción hacen que se presenten dentro de una integración estructurada. De ahí que la clásica distinción entre percepciones normales y anormales, englo-bando dentro de éstas las llamadas ilusiones óptico-geométricas, co-mo la de Ehrenstein (Fig. 19) o la de Titchener (Fig. 25), no es correc-ta. Unas y otras pueden muy bien ser explicadas por las referidas le-yes de la percepción; lo que no quita tampoco que se produzcan ver-daderas percepciones anormales. Sucede esto cuando se cree captar objetos inexistentes, como es el caso de las alucinaciones, ya sea de tipo patológico o producidas en condiciones fisiológicas anómalas, como sucedería estando con fiebre alta, en caso de alcoholismo o drogadicción, etc.

Pero, aparte de estas leyes comunes que rigen el acto perceptivo, también las experiencias pasadas y el bagaje acumulado tienen que ver en nuestras percepciones; incide, sobre todo, el lenguaje como hecho singular y particularmente humano.

3. Lenguaje y percepción

Siendo el lenguaje, como hemos dicho, la característica más singular

del desarrollo del hombre, nada tiene de extraño que su uso y compren-sión comporten profundas alteraciones en el acto perceptivo. Recientes estudios han llegado a probar que incluso la vocalización de las pala-bras durante el proceso perceptivo llega a cambiar la percepción misma; al igual que la insuficiencia auditiva reduce, de algún modo, la percep-ción visual. Claro que todo tiene su curso; de tal forma que el niño en la primera etapa, por más que posea potencialidades distintas a las del animal, tiene funciones que comienzan siendo similares. Así, Jean Pia-get, que dedicó más de cincuenta años al estudio del desarrollo infantil, llegó a pensar que el bebé, desde el nacimiento hasta cerca de los dos años de edad, se encuentra en una etapa que llamó «sensomotora», donde muy poco de lo que se considera «conducta inteligente» parece apreciarse en él. Sin embargo, sí comienza ésta a manifestarse con el de-sarrollo del lenguaje y los conceptos.

Es alrededor de los catorce meses cuando el niño comienza a repre-sentar los objetos de forma simbólica. Asocia, por ejemplo, el sonido «mamá» con la madre, «baba» con el agua, la leche o cualquier líquido, siempre y cuando relacione la palabra con los objetos que se le han ido mostrando; aunque, a medida que va creciendo, se irá dando cuenta de que ciertos sonidos tienen un alcance que no ve, pero que expresan al-

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go. Aprende las palabras «bueno», «malo», «guapo», «feo», etc., cuya referencia está ya dentro de los conceptos abstractos. Diríamos que se trata de una verdadera conjunción donde el desarrollo de las percep-ciones y el lenguaje van paralelamente al unísono.

Pero lo importante en esta evolución son las consecuencias. En efec-to, con el lenguaje cambia radicalmente la percepción del animal de la que puede tener el hombre. Aún más, es también diferente si nos ate-nemos a los distintos grupos humanos, e incluso en nosotros mismos estará sujeta al punto de vista y circunstancias en que nos encontremos. Así, una vez que el niño va asimilando los conceptos, se irá producien-do un mundo de experiencias que incidirán, de un modo u otro, en toda su posterior vida perceptiva. Juzgará, por ejemplo, las conductas como buenas o malas según el entorno y el alcance que dichos términos han ido dejando en él. Por consiguiente, su mundo, lejos de quedar reduci-do al medio circundante del objeto, se amplía con otros ámbitos donde, además de las experiencias pasadas, se hacen también presentes configu-raciones simbólicas. El animal, por el contrario, aún siendo capaz de una extraordinaria percepción, merced, acaso, a órganos nada comunes, se ve condicionado por su entorno y el medio en que debe desarrollar su vida.

Uexküll llegaba a creer que el simple examen de su anatomía es sufi-ciente para reconstruir el tipo de experiencias y percepciones de cada ani-mal. Es significativo uno de sus ejemplos descrito por la antropóloga A. Gehlen. Escribe: «La garrapata espera en las ramas de cualquier arbusto para caer sobre cualquier animal de sangre caliente. Careciendo de ojos, posee en la piel un sentido general lumínico, al parecer, para orientarse en el camino hacia arriba cuando trepa hacia su punto de espera. La proximidad de la presa se la indica a ese animal ciego y mudo el sentido del olfato, que está determinado sólo al único olor que exhalan todos los mamíferos: el ácido butírico. Ante esa señal se deja caer, y cuando cae sobre algo caliente y ha alcanzado su presa, prosigue por su sentido del tacto y de la temperatura hasta encontrar el lugar más caliente, es decir, el que no tiene pelos, donde perfora el tejido de la piel y chupa la sangre.

Así pues, el mundo de la garrapata consta solamente de percepciones de luz y de calor y de una sola cualidad odorífera. Está probado que no tiene sen-tido del gusto. Una vez que ha llegado a su fin su primera y única comida, se deja caer al suelo, pone sus huevos y muere.

Naturalmente, sus posibilidades son escasas. Para asegurar la conserva-ción de la especie, un gran número de esos animales espera sobre los arbustos, y además cada uno de ellos puede esperar largo tiempo sin alimento. En el Ins-

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tituto Zoológico de Rostock se han conservado con vida garrapatas que estu-vieron dieciocho años sin tomar alimento...»262.

Pues bien, además de este caso extraño de supervivencia, no es decir nada nuevo al afirmar que la mayoría de los animales poseen órganos re-ceptivos más adaptados y capaces que el hombre. El murciélago oye lo que el ser humano no puede oír. El olfato del perro es mucho más fino que el de cualquier persona, y la vista del águila alcanza a distinguir lo que ninguno de nosotros podríamos ver. Sin embargo es esa adaptación cir-cunscrita con el medio lo que les encierra y condiciona; sólo el hombre está abierto a realidades distintas más allá del mundo concreto que le rodea.

Por más que permanezcamos en la ciudad, en la villa o la aldea, nadie ignora que lo que vemos es tan sólo una parte, un ámbito circunstancial de un conjunto más amplio. Pero además, cada colectivo y cada persona es-tamos también, e indistintamente, condicionados por unas peculiares for-mas de percibir. Hablamos ya de las tonalidades que el esquimal capta de la nieve y de los distintos nombres que da a la misma, e igualmente de su variado vocabulario respecto a las pieles y sus distintas matiza-ciones, que a otro grupo humano le pasarían desapercibidas. Y es que, aparte de las características propias de los estímulos que activan los órganos sensoriales, se hace también presente la actividad del sujeto perceptor, una actividad donde, si las expectativas, actitudes y motiva-ciones son importantes, lo es mucho más por la influencia que ejerce y comporta el lenguaje. Merced a él, nada impide que la persona se tras-lade a tiempos y espacios más allá de lo circunstancial e inmediato que ofrece el presente. Además de sentir emoción o pesar por hechos pasa-dos, el hombre puede también proyectar su futuro. Claro que, en esos actos mentales surge un difícil problema que ha hecho reflexionar a pensadores y psicólogos, especialmente en las últimas décadas: es la cuestión relativa al pensamiento y el lenguaje. ¿Se trata de dos fenóme-nos superpuestos o son por naturalza distintos?, es decir, ¿correspon-den a dos procesos: el del pensamiento «puro» y la expresión posterior en palabras, o se tratará, en principio, de un solo y singular proceso del pensamiento en un lenguaje? Veamos.

4. Pensamiento y lenguaje

Una vez expuesta la enorme ventaja en la que se coloca el hombre

respecto al animal, gracias, precisamente, al uso de la palabra; cabe, no obstante, la pregunta: ¿es el lenguaje el que informa al pensamien-

262

GEHLEN, A.: El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo. Sígueme. Salamaca, 1980, págs. 84-85.

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to, o es éste, más bien, el que imprime su sello a la palabra? El pro-blema es irreductible: o se opta por un proceso único de pensamien-to-lenguaje, o se defiende su doble y separable realidad, es decir, la del pensamiento «puro» y la expresión «secundaria» en la palabra. Conviene precisar también que, de invertir los términos, llevando a examen la relación lenguaje-pensamiento, nadie pone en duda que el fenómeno lingüístico conlleva siempre un determinado pensamiento, y los casos considerados como «automatismos», donde la persona re-pite palabras sin referencia ni sentido, por derivarse de fenómenos patológicos, nunca podrá considerarse como verdadero lenguaje. A un papagayo también se le puede adiestrar, y nadie consideraría un monólogo las palabras que de él pudiésemos escuchar. El verdadero problema surge cuando nos preguntamos: ¿es posible un pensamien-to sin lenguaje, un pensamiento averbal?

Ni que decir tiene que cualquiera que sea la suposición, estará siempre condicionada por el alcance y referencia que demos a la pa-labra «pensar». De este modo, si la perspectiva que atribuimos al término es la de «resolver problemas», «orientarse en el mundo», o un «reflejo subjetivo de la realidad objetiva», habría que decir que, siendo esto en parte verdad, no resuelve nuestro problema, y no lo hace porque, de alguna forma, esto también lo realiza el animal.

Observando su comportamiento, sobre todo el de los mamíferos supe-riores, no se puede negar que, de alguna forma, ya existe en ellos un tipo de orientación en el mundo, un reflejo subjetivo de la realidad objetiva, y un resolver problemas. Sirva de ejemplo la experiencia de Kóhler realiza-da en Tenerife durante la Primera Guerra Mundial. Habiendo puesto a di-eta durante cierto tiempo a un chimpancé, le encerró en una jaula, colo-cando unos plátanos fuera y lejos de su alcance. Cualquier animal de un nivel inferior hubiese perdido el tiempo reaccionando de una forma u otra sin lograr alcanzar el alimento. El chimpancé, sin embargo, solucionó el problema de forma adecuada. Como anteriormente se había colocado una rama y un trozo de alambre dentro de la jaula, el animal construyó con los dos objetos una especie de bastón, consiguiendo así alcanzar la fruta que apetecía. Lo cual nos da a entender que lo específico del pensamiento humano, más que consistir en lo que caracteriza a aquellas cualidades del animal, debe apoyarse en algo propio y específico, como es su carácter conceptual de percibir; que por ser simbólico, de alguna forma precisará del lenguaje. Por lo tanto, el pensamiento del hombre, al contener imáge-nes, merced a un mecanismo específico de reflejo del mundo (salvando siempre la relatividad individual), será siempre acción mental con signos (no necesariamente vocablos), en un único proceso formado por el pensa-miento y el lenguaje.

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Pese a ello, esa actividad mental, por más que corresponda a un estadio superior al de lo puramente vegetativo y sensitivo, nunca podrá separarse de lo que es su evolución y desarrollo; y tanto más cuanto que los órganos y entradas de que dispone nuestro cerebro son tan afines a las del animal.

Pero, como en todo proceso, su curso se proyecta y revela principal-mente por una intención y una direccionalidad, es decir, por un proce-der por etapas. La intención emerge de un sujeto que es motivado, por una razón o por otra, por algo o por alguien, aun cuando en ocasiones no sepamos el porqué de los motivos. Puede que la intencionalidad la dirija nuestro inconsciente; pero, en cualquier caso, siempre será una «dirección». En realidad, el niño habla, en primer término, para expre-sar estados emotivos sin preocuparse de una comunicación social que vendrá después. Tampoco puede decirse que este proceso excluya la existencia de la intuición, sino que la postula como «momento del pen-samiento», no como «eje» del mismo. Lo que verdaderamente cristaliza en pensamiento es el lenguaje, cuya concomitancia con el proceso men-tal es de tal categoría, que sólo merced a ella es posible el desarrollo del proceso como tal.

La crítica, sin embargo, no ha sido siempre la misma. Ante la pre-gunta inicial sobre si son dos las realidades perfectamente separables o se trata de una unidad del pensamiento en el lenguaje, observamos que las posturas, no sólo difieren, sino que se oponen. Mientras hay autores que creen encontrar razones suficientes para optar por el monismo, co-mo intentaremos exponer aquí, los hay que apuestan por la opción con-traria. Tampoco quiere ello decir que los distintos puntos de vista estén supeditados a una previa concepción más o menos idealista, racionalis-ta o empirista, pues en ambos sistemas encontramos autores que van tanto en una como en otra dirección. Por citar algunos nombres partida-rios del dualismo, recordaremos los ejemplos, entre otros, a Schopenhau-er, Bergson, Pick, Preyes, Furth y Younsss. Entre los monistas, a Herder, Schelling, Wilhelm von Humboldt, Adam Schaff y Hans-Georg Gadamer.

Ahora bien, quizá para una mejor comprensión del problema, interese exponer las dificultades que creen encontrar los dualistas para resistirse a optar por el monismo. Y entre ellas, ninguna como la que presenta el aná-lisis sobre la creación artística. Así pues, teniendo como ejemplos la pro-ducción musical y pictórica, llegan a creer que el compositor piensa en no-tas, como el pintor en colores, sin referencia alguna a los hechos reales. Evidentemente, se trataría de un pensamiento alingüístico, sin imágenes asociativas y sin representaciones concretas; y tanto más cuanto que a los amantes de la música se les aconseja que vayan acostumbrándose a expe-rimentar las composiciones como «sonidos puros». Con lo cual, si al audi-

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torio se le pide, quiere decir que el compositor no pudo experimentarlo de otra manera, deduciéndose de aquí que el creador de las composiciones debe expresar sus estados emocionales sin imágenes asociativas y sin pen-samientos expresados en palabras. Realidad, por otra parte, que muy bien puede hacerse extensible a la creación pictórica.

Sin embargo, aun cuando de momento nos parezca que la creación musical o pictórica están separadas de los signos lingüísticos, un examen detallado nos muestra que el lenguaje también juega un papel decisivo en ambas creaciones. En efecto, sería absurdo imaginar al compositor reali-zando sus obras sin unos principios y unas reglas de armonía, de contra-punto, de silencios, etc., que, de alguna forma, serán siempre transposi-ciones de un lenguaje singular y específico. Es evidente que las operacio-nes pueden automatizarse, dando la impresión de ser creaciones asemán-ticas por la rapidez en que se suceden; pero si tenemos en cuenta la forma-lización de dicho lenguaje, donde el valor de las notas, como los números en matemáticas, tienen su particular referencia, comprenderemos cómo el compositor deberá aplicar necesariamente las reglas de un determinado modo de expresarse y de entender.

Acaso en la pintura el problema se complique al no poseer ésta un lenguaje formalizado. Con todo, por estar más relacionada que la música con el lenguaje fonético, es obvio que se pueda descartar también una creación artística a partir de «experiencias puras» de imágenes y de colo-res. Reconoceremos que el pintor, a la hora de colocar el caballete y tomar la paleta o el pincel, sabe lo que quiere, y usa, en todo caso, las técnicas aprendidas: conoce la perspectiva, las mezclas de colores, el encuadre, la composición, etc., que le permiten comparar y hallar relaciones sobre la base de sus conocimientos teóricos. Y no es sólo eso, sino que tampoco podrá desligarse de la reflexión sobre su propia obra; reflexionará sobre los efectos positivos y negativos; hallará contrastes, diferencias más o me-nos acentuadas, corregirá, etc.; dándonos a entender que, por tratarse de una dirección profundamente intelectual, no será posible llevarla a cabo sin unas reglas y unas convenciones que exigen, en todo caso, un lenguaje o un peculiar sistema de comunicación.

Otra de las dificultades se halla relacionada con la gran pluralidad de lenguas como hay. Se considera que si existen distintos vocablos con reglas gramaticales diferentes para expresar unos mismos pensamien-tos, quiere ello decir que éstos deberán ser independientes de la pala-bra. Y en cuanto a su modificación o posibles invenciones merced a nuevos términos, esto vendría igualmente a confirmar que el pensa-miento precede a cualquier sistema de signos.

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Ahora bien, si somos objetivos, comprenderemos que tanto la prime-ra como la segunda suposición olvidan algo esencial, se echa de menos que fundamentalmente el pensamiento es direccional, es decir, que se trata de un proceso que incluye, además del acto de conocer, el de po-derse expresar en cualquiera de los lenguajes. De igual modo, respecto a las modificaciones que afectan a la palabra, decir también que dichos cambios, más que atribuirlos a las alteraciones del pensamiento, como si de una forma averbal se tratara, son las peculiaridades de la expe-riencia las que principalmente demandan la nueva configuración con-ceptual. Al fin y al cabo, esto es lo que vino a suceder con palabras co-mo «láser», «radar», «helicóptero», etc.

Haciendo ciertas salvedades, de forma similar acontece con los pro-blemas que plantean los trastornos del lenguaje, como pueden ser las distintas clases de afasias. En efecto, si advertimos que en determinadas ocasiones la actividad mental en los afásicos revela un coeficiente inte-lectual bastante sorprendente, habrá que decir que lo que falta es el complemento a esa serie de fases que conlleva todo proceso. Teniendo en cuenta que las afasias son el resultado de las lesiones en las áreas de asociación del lenguaje en el cerebro, se deducirá que lo que se echa de menos es la conclusión del contexto verbal demorado en la con-figuración simbólica. Falta en el afásico la síntesis superior entre uno y otro elemento, esto es, el coronamiento de la simbología, o lenguaje in-terior, en la palabra. Lo que la expresión verbal realiza no es otra cosa que eso: cristalizar el pensamiento; lo cual no significa tampoco que el lenguaje y el pensamiento sean conceptos intercambiables. No se trata de una identificación, sino de una unidad de distinto origen, fundidos en el desarrollo evolutivo de la persona. Podría decirse, salvando dis-tancias, que mientras el lenguaje hablado hace referencia a los sonidos de los animales, el pensamiento tiene que ver más con su orientación en el mundo. Por eso, aunque sólo sea por esta observación, defender la unidad en el proceso no significa que vayamos a propugnar la identifi-cación de ambos elementos; tanto más, cuanto que las imágenes sensiti-vas concretas se distinguen, como es sabido, de los conceptos abstrac-tos.

Precisamente por atenernos a esa perspectiva, hemos puesto en el vértice del diagrama de la Fig. 13 dos círculos análogos que conforman el valor de la unidad; una interdependencia donde, de forma conjunta, dichos círculos ofrecen el «sentido» que se realiza y desarrolla en el proceso propiamente humano. Haciendo mención del ejemplo hecho ya clásico, vendría a suceder algo así como si se tratara de las dos caras de una misma moneda. Su valor se supeditará, no sólo a uno de los lados, sino al reconocimiento de ambas figuras. La expresión verbal cristaliza el pensamiento, confiriéndole la posibilidad de seguir una dirección y

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de escoger entre la pluralidad de datos que llegan a nosotros y que de alguna forma nos afectan; porque es en esa altemancia de ordenaciones globales y ordenaciones parciales donde más profundamente se expresa el dinamismo del pensamiento y el lenguaje.

EL NOMBRE

Expuesto el alcance que damos a la interdependencia del pensa-

miento y el lenguaje, es lógico que la elección de los términos sea algo connatural a la persona; pues si todo el hombre es expresividad, por cuan-to que sus movimientos, sus ademanes e incluso su mismo silencio así lo revelan, lo es principalmente por los nombres que asigna a los seres que le rodean y le afectan.

De este modo, para comunicarse y decir algo, además de un emisor y un receptor, se hace imprescindible el uso y la aplicación de un conjunto de signos y símbolos que sustituyan y representen, de alguna forma, la realidad de la que se pretende informar. Por eso, en-tendido el lenguaje como actividad humana y, a su vez, como sistema de signos capaces de remitirnos a una realidad exterior a dicho len-guaje, presenta dos aspectos claramente diferenciados. Por una parte, ser un hecho físico, es decir, la palabra, en cuanto elemento material tangible del lenguaje; palabra que supone un emisor que envía ondas acústicas, o las escribe con determinados rasgos, y un receptor que las interpreta. Por otra parte, ser una estructura inmaterial, o lo que es lo mismo, un sistema de representación y de comunicación me-diante el cual reemplazamos los objetos y los aconteceres por signos representativos y simbólicos. Así pues, es inherente a todo signo, sea éste lingüístico o no, apuntar a algo más allá y diferente de sí mismo. Es válido para cual-quier signo: desde el más simple al más complejo, desde el signo de adición (+) en matemáticas, al más hondo y velado símbolo del poeta. Por ineludibles demandas, el signo es siempre un remitir a..., una in-dicación de..., para orientarnos y saber a qué atenerse. La palabra, en cuanto signo lingüístico, no podría formar una excepción a la regla. El «nombre» y el «sentido», como podemos apreciar en la Fig. 13, muestran una relación recíproca y reversible. Con la configuración fonética, concretizada en el «nombre», se informa del contenido, es decir, se muestra un «sentido» que, a su vez, se trasfiere al «nombre» para ser identificado y definido. De ese modo, las flechas reseñadas en el diagrama consignan precisamente eso: la relación causal entre uno y otro elemento, quedando convertida la mencionada relación bi-lateral entre el «nombre» y el «sentido», en la fórmula más adecuada

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para esclarecer el alcance que proponemos para el concepto de «sig-nificado».

Entre el «nombre» y el «objeto» la relación es indirecta, en el sen-tido de que la realidad foránea, la «cosa» o el «referente» de Ogden y Richards, es el factor no lingüístico del que se habla y, en consecuen-cia, siempre estará mediatizado por el particular punto de vista y la subjetividad de cada persona. Es una presencia asumida donde tie-nen que ver, además de las experiencias pasadas y los motivos inme-diatos, la propia intuición y el mundo misterioso y oculto de nuestro inconsciente. Lo representamos por medio de las líneas onduladas que moldean las distintas manifestaciones de lo objetivo, y que sim-bolizamos, a su vez, por los puntos que emergen de la realidad. Con-jugando dichos elementos, la persona va dando «sentido» y acepción a ese mundo de cosas que conformarán nuestras experiencias más personales. Conocimientos significativos, con propias connotaciones y, en cualquier caso, reconocidos por los «nombres» que se les ha ido asignando.

Merced a la palabra, el hombre se ha distanciado radicalmente de lo vegetativo y lo sensible. Es sobrecogedor el mutismo de la planta y del animal, si lo comparamos con la apertura dialogante a la que ha llegado la capacidad creativa de la persona. Sobrada razón tenía Sapir cuando consideraba al lenguaje como la más colosal obra realizada por el espíritu humano. Gracias al lenguaje, el hombre ha creado simbologías, cultura, vida comunitaria y social. Valiéndose de originales sistemas de represen-tación, ha intentado comunicar y comunicarse, representar, sobre todo, el mundo de sus experiencias.

Pero, como ya se dijo, comunicarse no es sólo privativo del hombre, también, y de forma sorprendente, lo hace el animal. Guiados por su natu-raleza biológica, todas las especies buscan un medio apropiado y reaccio-nan en pro de lo que les puede favorecer. Sin embargo, se ven impotentes para usar la distinta y plural gama de signos y sistemas de comunicación que emplea el hombre; singularmente el lenguaje simbólico. Bien es cierto que al atender a la clasificación de esos mismos signos, no siempre se han propuesto las mismas divisiones; sucede que los mismos autores, aten-diendo a la propia idea de comunicación y de intercambio, han sido quie-nes han elaborado la que mejor justificaba su propuesta. Con todo, por mencionar algunas de las más conocidas, recordaremos las que clasifican los signos en «naturales» y «artificiales», «intencionales» y «no inten-cionales», «icónicos» (apuntan al original) y «convencionales», etc.

La dificultad surge cuando nos detenemos en el sistema l in-güístico. ¿Participa el lenguaje solamente de la convención o existen también en su estructura elementos «icónicos»? Nuestra posición, como hemos dado ya a entender, es complementaria, en cuanto que

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creemos que se constituye, no sólo por uno, sino por ambos compo-nentes. Existen términos -la gran mayoría- que son indiscutiblemente convencionales; pero esto no quita para que, en ciertos casos (en pa-labras onomatopéyicas), vengan provocados por la fuerza que han ejercido los objetos. No todo es convención, también el medio puede determinar, al menos en parte, el ser y el alcance de ciertas palabras.

Otro problema es el relacionado con el «símbolo». Cabe decir que el inconveniente que se suscita a la hora de especificar su contenido y, sobre todo, al relacionarlo con el objeto que representa, ha induci-do a que se le confunda con frecuencia con el concepto de signo. Con todo, aún reconociendo que todavía no se ha conseguido una defini-ción que satisfaga, es justo considerarle como una clase especial de signos, de tal modo que, si bien todos los símbolos son signos, no to-do signo es símbolo. Un signo puede ser meramente indicativo, por ejemplo, un reloj indica las horas, o el color rojo del semáforo es sig-no indicativo de prohibición; pero, además, puede muy bien ser re-presentativo como serían las llaves de una ciudad que se entregan a una persona como signo de reconocimiento y amistad. Sin embargo, los símbolos, por lo general, son representativos y no meramente in-dicativos. Morris, en su afán de precisar mejor, considera a los símbolos como elementos de cualquier sistema de signos, aunque, eso sí, con tal de que sean signos patentes de una realidad suprasen-sible; por ejemplo, el cetro como símbolo de soberanía, la balanza como símbolo de la justicia, símbolos de la logística, etc.263.

Es, por tanto, el lenguaje un sistema de signos y símbolos cuyo alcance nos remite al acontecimiento de ese algo que se nos presenta como ausente y foráneo; aunque bien es verdad que esta dimensión no es que tampoco sintetice o acote todo el campo que abarca la comunicación; a lo sumo lo podemos tomar como síntesis, pero nada más. Así, cuando un niño llora, su gemido constituye una expresión de malestar, y en tal caso, como signo que es, puede considerarse como «síntoma» del incomodo del niño. Pero, al mismo tiempo, funciona también como «señal» para los que le rodean; insinuando que se le ofrezca algo que pueda hacer desaparecer su desazón o molestias.

Precisamente, Karl Bühler, en su conocida obra, «Sprachteorie», propone un modelo de las funciones del lenguaje que, en parte, aún siguen hoy teniendo su interés. Son las siguinetes: expresión, apela-ción y representación. La palabra, para él, no sólo es un símbolo (sig-no) que hace referencia a..., es decir, significa y expresa los objetos y las relaciones de intercambio como sucede en una conferencia académica o en un escrito de carácter científico, sino que también es un «síntoma» de la subjetividad del que habla, y una «señal» que

263

(15) MoRRis, CH. W.: Ob. cit., págs. 34-35.

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apela al oyente para que atienda a su llamada e influir, de alguna forma, sobre el interlocutor.

Jakobson, por su parte, distingue las siguientes funciones: referencial, expresiva, apelativa (las tres de inspiración bühlerianas); fática (orientada a corroborar la comunicación), por ejemplo: ¿me entiendes?; poética (diri-gida hacia la creación de formas nuevas del lenguaje); y metalingüística (con orientación hacia el mismo lenguaje), como correspondería a la si-guiente expresión: ¿qué significaría para ti la palabra libertad?

También Austin, como ya expusimos, llegó a distinguir tres distintos actos del habla: 1) el acto de decir algo (acto locucionario), que correspon-dería al acto de producir una «locución» con un significado descriptivo, por ejemplo: anoche no estuve en casa; 2) el acto que insinúa u obliga (acto ilocucionario): prometo que vendré; 3) y aquél otro que corres-ponde a los efectos producidos por la expresión verbal (acto perlocu-cionario): prométeme que vendrás, donde el emisor efectúa un poder psíquico sobre el receptor.

Incidiríamos en que el verdadero interés de las teorías de Bühler, Jakobson y Austin lo constituyen la revelación de un hecho ciertamente importante: que cuando hablamos, no sólo «decimos cosas», sino que estamos también «haciendo algo». Al tiempo de actuar sobre nuestro in-terlocutor, revelamos quiénes somos y de qué puntos partimos. Hablar es también una «acción» que puede tener un «poder» en el otro. Aún más, se trata de una dimensión donde se da a entender que no somos, bajo ningún aspecto, interlocutores abstractos, sino que nos es de todo punto imprescindible usar elementos concretos en nuestra comunica-ción lingüística. Elementos de comunicación que vienen a coincidir, de una u otra forma, con los siguientes: el emisor, el receptor, el mensaje, el canal, el código y el objeto.

No creemos que sea necesaria una explicación de los mismos para el problema que nos ocupa, sí diremos que toda nuestra comunicación está determinada por un propósito: hacernos comprender. Para lo cual, si algo se precisa es que el mensaje sea correctamente transmitido, apto para los medios que están a nuestro alcance. Esto implicará, lógicamen-te, todo aquello que pueda afectarnos de alguna manera, es decir, cual-quiera que sean los condicionantes y las disposiciones inherentes de ca-da uno. Por eso, como demanda propia y como direccionalidad de un proceso, tendrán que ver, además de la tradición a nivel social e indivi-dual, el influjo del inconsciente, la intuición y todas aquellas motiva-ciones que puedan tener parte en el móvil de la persona que percibe el estímulo. De ahí que, recordando a Saussure (para quien el signo lin-güístico unía «un concepto y una imagen acústica, y no una cosa y un nombre»), dicha teoría nos parece en exceso excluyente y, de cualquier forma, rayando con el idealismo estructural; esto es así desde el mo-

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mento que la realidad extralingüística queda marginada por una enti-dad puramente psíquica como es el concepto y la imagen acústica que, según él, constituyen el signo lingüístico.

Por el contrario, la tesis que propugnamos viene integrada, no sólo por la recíproca relación entre el nombre y el sentido, dando significado a la palabra, sino que en la base del proceso y de la co-municación significativa como tal, se halla el objeto, aun cuando la relación entre el nombre y la realidad extralingüística sea meramente indirecta o mediata.

No hay que olvidar que todo conocimiento es conocimiento de un objeto, como toda conciencia es siempre conciencia de algo; lo cual no significa tampoco que exista únicamente una sola forma de cono-cer. No es lo mismo el conocimiento que se circunscribe a lo particu-lar o al dato concreto de la sensación, que el saber abstracto, como es la idea que pudiésemos haber elaborado del concepto de «justicia» o de «libertad». Tampoco es igual el conocimiento que supone un tipo de visión o intuición (sensorial o intelectual) de su objeto, que aquel que requiere una visión histórica del mismo. Pero, en todo caso, es lógico también que analicemos el acto de conocer mediante los términos de sujeto (cognoscente) y objeto (conocido), siempre y cuando se incluya la «representación»; porque es merced a ella cómo podremos entender la «intencionalidad» en todo proceso cognoscit i-vo. Se entiende así porque la conciencia, al constituirse en acto, de alguna forma ha sido lanzada y promovida al mundo de los objetos que asume según las determinadas condicionantes y perspectivas de cada uno.

En principio, conocer es un acto «intencional» hacia el objeto; aunque, eso sí, evitando caer en una interpretación solipsista a la manera de la «reducción» y uso «eidético» de Husserl; ya que, al prescindir de la realidad objetiva, inevitablemente la conciencia que-dará instalada en un campo idealista por más que se le quiera dar un carácter fenomenológico.

Precisamente por estar orientados al mundo de los seres, llegar a conocer es un acto y una actividad; de tal modo que el sujeto, más que recibir pasivamente la impronta del objeto como el lacre recibe la configuración del sello, de alguna forma, y por su misma dinámica, construye también al objeto. Elaboración más o menos efectiva y ade-cuada, según se trate de creaciones ideales o más enraizadas en la experiencia; pero, en cualquier caso, construcciones que tienen que ver con la persona.

Ya vimos cómo la percepción suponía una actividad estructurado-ra del sujeto que percibe, y cómo la actual psicología da por sentado el carácter constructivista y direccional que acompaña a todo proce-so. Por lo tanto, el sujeto, más que circunscribirse a ser elemento ex-pectante que asume pasivamente los aconteceres de la vida, tiene que ver, en virtud de su dirección y dinamismo, con los propios conoci-mientos. Ya Hegel concebía el conocer como una progresión inma-

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nente y, en todo caso, fuera de cualquier dimensión que pudiera ser prefijada con anterioridad. Análisis que nos parece correcto, sólo que, en lugar de atribuir todo el proceso al «Espíritu Absoluto», que es lo que él más particularmente subrayó y desde donde se revela la lógica del acontecer, habrá que fundarlo, más bien, en la misma «fini-tud del ser del hombre», tal como propone Heidegger; es decir, en el «Dasein» en cuanto unidad (objeto-sujeto) caracterizada como «ser-en-el-mundo». Ser-en..., como relación esencial a lo otro, a la exterio-ridad en cuanto trascendencia integradora y constitutiva del «Da-sein».

Esta perspectiva la refleja particularmente Gadamer, sobre todo a la hora de analizar algunos de sus principales conceptos como pue-den ser los de «formación», «mediación» y «horizonte». Por la «for-mación», el hombre va asumiendo todo aquello que le enriquece y le cultiva; o lo que es lo mismo, se apropia de las experiencias, siempre extrañas y siempre nuevas, pero que son, en realidad, las que con-forman nuestra tarea y nuestro saber. Por la «mediación», la con-ciencia, lejos de interponerse a los objetos, los subordina y los hace interdependientes; incluso el pasado, a semejanza de los monumen-tos históricos, también es una realidad que nos interroga. Cabría de-cir que, mientras la «mediación» nos traslada al objeto, la configura-ción y el modelado dependerán de la subjetividad de la propia per-sona.

Atendiendo a esta dinámica, Gadamer reitera que la conciencia, como acontecer consciente, se va revelando de forma progresiva con las nuevas experiencias y siguiendo otros horizontes. De tal modo que, partiendo de una peculiar situación, y vinculada la persona a las posi-bles ampliaciones del propio ámbito visual, despliega y asume lo que verdaderamente constituyen sus posibilidades. Sería, por tanto, un ver-dadero error limitarse únicamente al presente y al futuro; también tiene que ver nuestro pasado. El horizonte histórico al que nos referimos co-mo acontecer de unos hechos que nos precedieron, viven, de alguna manera, en forma de tradición y de historia. Por eso, más que constituir parcelas perfectamente delimitadas e intransferibles, el pasado, el pre-sente y el futuro representan los momentos peculiares de la temporali-dad del ser del hombre en esa dimensión significativa y única, aunque plural también si nos atenemos a los elementos originarios. Elementos, por otra parte, que se configuran en un sistema lingüístico; porque, ya sea que se intente analizar el arte, la historia, el sentido contextual o las mismas referencias implícitas insinuadas en cualquier sistema de co-municación, siempre será un modo de manifestarse en el lenguaje. De ahí que la hermenéutica gadameriana sea precisamente eso: ontología del ser revelada en una estructura lingüística.

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Pero esta dialéctica del saber, cuya dinámica nace de la novedad de la experiencia, margina todavía ciertos enfoques que, de algún modo, darían luz a ese camino que se abre a la verdad. Así pues, la conciencia, lejos de constituirse en soberana y autónoma de todos sus actos, se re-conocerá que el inconsciente, como el mundo subliminal de imágenes y la lingüística anónima, tienen también que ver, aunque veladamente, en nuestro proceso cognoscitivo.

Por eso, además de los factores biológicos, como el sistema glandu-lar, produciendo los elementos químicos necesarios para la buena mar-cha del organismo, o el sistema nervioso con su funcionamiento neuro-nal, controlando los procesos orgánicos vitales, se hace preciso atender, de modo similar, a la biografía, educación y ambiente que conforman la «circunstancia» y el «perspectivismo» de Ortega. Junto a lo orgánico y fisiológico está la realidad humana que, desde la propia constitución y el particular punto de vista, es y hace historia. Una historia y un que-hacer que mira al futuro, que es misión e innovación, y donde los esta-dos inconscientes, como lenguajes indirectos, también forman parte del cometido.

Como indicación, sirva de ejemplo alguno de los análisis llevados a cabo últimamente en laboratorios de psicología experimental, en rela-ción con los efectos producidos por causa de las imágenes subliminales. Se ha llegado a comprobar que los mensajes sonoros y visuales, trans-mitidos por debajo del umbral de la percepción, pueden llegar al cere-bro sin que sean advertidos de forma consciente. Lo avalarían, sobre to-do, los experimentos de Dixon, quien, proyectando en la persona, a través de un taquistoscopio de visión binocular (una especie de prismáticos que pueden transmitir a cada uno de los ojos imágenes subliminales o supra-liminales indistintamente), una imagen neutra como, por ejemplo, un árbol, para que sea percibido conscientemente, y, al mismo tiempo, lan-zando flashes subliminales sobre uno de sus ojos con palabras de alto con-tenido emotivo, como las relacionadas con el «cáncer» o el «sexo»; sucede que la pupila del individuo se contrae al recibir dichas palabras, signifi-cando, por su relación con los estados emocionales, que las imágenes su-bliminales transmitidas deben alcanzar al cerebro de la persona, aun cuando ésta tenga la sensación de haber percibido únicamente la imagen del árbol. Evidentemente, lo más grave en estos hechos es la manipulación que se pueda hacer del individuo. De ahí que hasta las mismas Organiza-ciones Internacionales, como la ONU o el Consejo de Europa se hayan puesto en alerta al apercibirse de las consecuencias que tales experiencias pudieran tener en los medios informativos como en la televisión, la radio, el teléfono, etc.

Ahora bien, si esto sucede respecto a los estímulos externos, cuan-to más si se parte de la vida anímica y personal. El psicoanálisis con-

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sidera a ese mundo inconsciente como la capa más profunda de nues-tros procesos psíquicos; tanto es así que, en ocasiones, se le ha com-parado con la parte sumergida de un iceberg cuyo escaso volumen emergido representaría lo psíquico de la conciencia.

Sin embargo, por más que el ejemplo intente mostrar la gran incidencia de lo inconsciente en las operaciones humanas, creemos que la imagen va mucho más lejos de lo que nos muestra la realidad; más lejos, en el sentido de que, así las cosas, al acto voluntario, si no se le anula, sí se le restringe enormemente, e iría, sobre todo, en contra de toda evolución y de toda po-sible creatividad y cultura. El influjo es real, esto acaso nadie lo dudaría, pero sin que por ello quede descartada la dirección que señalan los pro-pios actos opcionales y voluntarios. Ricoeur cae en la cuenta de ello al re-conocer que tal perspectiva, más que interponerse a una adecuada her-menéutica, la favorece y la amplía. Así, desde la propia libertad, llega a en-tender que hay otras realidades más profundas que condicionan, de algún modo, lo consciente. «Lo que fui, eso seré», nos dice; dando a entender que la conciencia, más que fundar un «sentido», evoca otra realidad que la precede y la funda. Análisis que nos parece correcto, habida cuenta de las potencialidades que persistentemente proyectan al hombre al desarrollo y al progreso.

De la misma manera, tampoco debe olvidarse la actividad estructura-dora del propio sujeto. Se trataría, como en el pscioanálisis, de una especie de «inconsciente», no en la forma y con el alcance que le daba Freud, sino en la línea del «a priori» kantiano de carácter constructivista y categorial; aunque tampoco como conceptos puros y estáticos, sino dentro de esa dinámica del hombre que radicalmente es proyecto y, a su vez, es historia; una historia que incluye los más variados intereses y utilidades, como son las ventajas económicas, sociales, de carácter político, etc., ya que, al estar el conocimiento vinculado a la acción, es lógico que tengan que ver en to-das las necesidades humanas.

Habermas ha insistido reciéntemente en la existencia de intereses cognitivos inherentes y propios de la especie humana; y por más que no compartamos la meta utópica a la que conduce su teoría, esto no impide que reconozcamos tales orientaciones básicas adscritas a la constitución misma del hombre. Incluso los factores irracionales son reguladores -acaso bastante más de lo que racionalmente se supone-, de todo ese mundo que nos circunda y nos afecta. El clásico pensamiento de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no conoce», nos introdu-ce en esa otra modalidad del saber que raya con la conciencia inme-diata, que es «intuición», «inspiración poética», «éxtasis místico», «subconsciente», «instinto», etc.

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Merecen particular atención las aportaciones de Martín Buber en pro de la dialogicidad como punto de partida para una auténtica filosofía del hombre. Frente a la aversión que le produce toda estructuración sistemáti-ca, él aboga por un método correlativo y dialogante donde la persona, no sólo depende en su quehacer de la propia actuación, sino también de la obra y actuación de los demás. Para Buber, lo auténtico del hombre reside en la relación «yo-tú» como encuentro personal y comunicativo. El pro-blema existe cuando, por causa de la misma inserción en el mundo, tene-mos que habérnoslas con un «ello» que puede desvirtuar lo más genuino y radical de la persona. Por lo tanto, nuestro compromiso no es otro que el de evitar que la relación «yo-ello» pueda absorber la relación «yo-tú», que es, según su concepción, lo que más profundamente nos define. En reali-dad, la vida auténtica se halla en el encuentro de los sujetos; encuentro di-recto y dialogante, es decir, sin que se pueda interponer entre el «yo» y el «tú» ningún tipo de ideas ni de sistemas.

Con todo, el cuidado ha de estar en no convertir estas dimensiones en unidades exclusivas de contenido, como propugnan las distintas corrien-tes extremas de irracionalismo; formas extremas por las que, no sólo se considera a la razón y su función discursiva como algo inadecuado para comprender la realidad, sino que se la desvirtúa, por su carácter perjudi-cial y nocivo, para llegar a la misma; lo que nos parece, salvando distan-cias, una forma más de dogmatismo, al supeditar las distintas potenciali-dades del hombre a un único sector, y caer así en fáciles artificios que, en cualquier caso, siempre serán difíciles de justificar. Pensamos, por ello, que toda pretensión de conocer por medios irracionales, conlleva, en el fondo, algún tipo de control racional.

Diríamos, en resumen, que no es sólo el cerebro quien conoce, sino el conjunto humano, el hombre con mente y corazón. Bien es verdad que si esto se lleva a su fin es, fundamentalmente, por aquello que mejor nos define como personas: por las formas lingüísticas que nos sirven de comunicación. De algún modo, el mundo entero de nuestra experiencia se configura en el lenguaje, es nuestro ámbito de sentido. Ya sea que el hombre se oriente a descubrir las leyes del Universo, a buscar nuevas formas de vida o se interrogue por las «cuestiones últimas» como las más radicales y propias de la filosofía, siempre será un desvelarse en el lenguaje; porque es éste, no sólo el instru-mento, sino también, como ya adelantara Herder, la «tesorería» y la forma del pensamiento. El lenguaje tiene parte activa en nuestro pro-ceso cognoscitivo. Convergen en él, tanto el yo como el mundo. Por eso, de la misma forma que no puede haber vida social sin conviven-cia humana, tampoco vida humana sin comunicación lingüística.

El hecho de haber comparado el proceso evolutivo de lo biológico hacia la comunicación simbólica con el paso del mundo inorgánico a la vida, tiene un fundamento en modo alguno superficial o aparente; la base está en que, al reunir y mantener conocimientos en el lengua-

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je, es posible que éstos incidan hasta en la misma evolución genética, es decir, que puedan trascender el propio campo de la biología. La cultura es capaz de superar, en ocasiones, al instinto. De ahí que, aun habiendo asumido que el lenguaje solamente nos puede aportar un horizonte de la verdad, sostenemos, como principio, que sólo hay verdad a la altura de la palabra. Somos proyecto y vivimos en un es-pacio de palabras.

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ÍNDICE

INTRODUCCION .......................................................................................................................... 9

PRÓLOGO .................................................................................................................................... 11

LA COMUNICACIÓN HUMANA ............................................................................................. 15

FUNCIÓN INFORMATIVA ................................................................................................... 15 EXPRESIONES LINGÜÍSTICAS .............................................................................................. 16 LA PALABRA EN LA FILOSOFÍA ORIENTAL ...................................................................... 18 PRIMEROS DOCUMENTOS ESCRITOS ................................................................................ 19

Sumer ...................................................................................................................................... 19 Babilonia ................................................................................................................................. 23 Persia ...................................................................................................................................... 24

LA INVOCACIÓN EN EL ANTIGUO EGIPTO ....................................................................... 26 HIMNO Y METÁFORA EN LA CULTURA INDIA ................................................................. 29 SIMBOLISMO EN LAS TRADICIONES CHINAS .................................................................. 32

EL LENGUAJE EN OCCIDENTE ............................................................................................. 37

(PRIMERAS REFLEXIONES) ................................................................................................... 37

LOS PRESOCRÁTICOS ............................................................................................................ 37 SENTENCIA DE LOS SIETE SABIOS ..................................................................................... 38 DIALÉCTICA DE PLATÓN ...................................................................................................... 40 ARISTÓTELES Y LAS RELACIONES LÓGICAS................................................................... 43 PROYECCIÓN ESTOICA ......................................................................................................... 44 DEL EPICUREÍSMO AL «SIGNO» DE ENESIDEMO ............................................................ 45 LA FILOSOFÍA GRIEGA ORIENTA A LA «PATRÍSTICA» .................................................. 48 LO UNIVERSAL EN EL MEDIEVO ......................................................................................... 51 EL TOMISMO Y EL LENGUAJE ............................................................................................. 54 PREFERENCIA POR LO PLATÓNICO .................................................................................... 59 VIDA Y PALABRA ................................................................................................................... 65

NUEVAS CORRIENTES SUBJETIVISTAS ............................................................................. 69

TEORÍA DE LOS CAMPOS ...................................................................................................... 69 FORMAS SIMBÓLICAS ........................................................................................................... 72 CONVENCIONALISMO ........................................................................................................... 76

MOVIMIENTO ANALÍTICO .................................................................................................... 81

ATOMISMO LÓGICO ............................................................................................................... 81 L. WITTGENSTEIN Y EL «TRACTATUS LOGICO-PHILOSOPHICUS» ............................. 85 PROPOSICIONES CON SENTIDO ........................................................................................... 87 EL MUNDO DE LOS HECHOS ................................................................................................ 89 SOBRE LO QUE NO SE PUEDE HABLAR .............................................................................. 89 «LENGUAJE ORDINARIO» EN EL SEGUNDO WITTGENSTEIN ....................................... 91 SENTIDO DE LAS «INVESTIGACIONES FIIOSÓFICAS» .................................................... 93 LEGADO DE WITTGENSTEIN ................................................................................................ 96 JOHN L. AUSTIN Y EL «CAMBIO LINGÜÍSTICO» ............................................................... 98 EL «ACTO DEL HABLA» DE JOHN SEARLE ...................................................................... 100

ANÁLISIS FORMAL DEL LENGUAJE ................................................................................. 103

EL NEOPOSITIVISMO ........................................................................................................... 103

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CÍRCULO DE VIENA .............................................................................................................. 104 HERENCIA FILOSÓFICA ...................................................................................................... 107

A) Inclinación por el estudio de la lógica y la matemática .................................................. 107 B) Análisis lógico del lenguaje ............................................................................................. 108 C) Actitud antimetafísica ...................................................................................................... 109

CONSTRUCCIONES LÓGICAS EN CARNAP ...................................................................... 110 REDUCCIÓN FISICALISTA .................................................................................................. 114 ANÁLISIS Y SÍNTESIS ........................................................................................................... 117 DOS MODELOS LINGÜÍSTICOS .......................................................................................... 120 ONTOLOGÍA Y SEMÁNTICA ............................................................................................... 125 CHARLES W. MORRIS Y LA «SEMIÓTICA» ...................................................................... 127 SIGNOS Y RELACIONES ....................................................................................................... 130 CONCEPTO UNIVERSAL Y SEMIÓTICA ............................................................................ 133 SIGNO Y COMPORTAMIENTO ............................................................................................ 135 DIVERSOS TIPOS DE LENGUAJE ........................................................................................ 139

Discurso científico ................................................................................................................ 140 Discurso poético ................................................................................................................... 140 Discurso filosófico ................................................................................................................ 141

EL ESTRUCTURALISMO ....................................................................................................... 143

CONCEPTO DE ESTRUCTURA ............................................................................................ 143 ANÁLISIS ESTRUCTURAL ................................................................................................... 144 FERDINAND DE SAUSSURE Y EL ESTRUCTURALISMO EUROPEO ............................. 145

A) Lengua y Habla ................................................................................................................ 146 B) El signo lingüístico ........................................................................................................... 148

ESCUELA DE GINEBRA ........................................................................................................ 152 ESCUELA DE PRAGA ............................................................................................................ 154 ESCUELA DE KAZÁN ............................................................................................................ 156 ESCUELA DE COPENHAGUE ............................................................................................... 157 ESCUELA ANTROPOLÓGICA AMERICANA ..................................................................... 158 LÉVI-STRAUSS Y LO «CONSTANTE» DE LA NATURALEZA ......................................... 162 NOAM CHOMSKY Y LA GRAMÁTICA GENERATIVA TRANSFORMACIONAL .......... 165

MATERIALISMO DIALÉCTICO Y LENGUAJE ................................................................. 174

INICIO DE UN PROCESO ....................................................................................................... 174 LENGUAJE Y MARXISMO EN LA TEORÍA DE ADAM SCHAFF ..................................... 178

1. Lenguaje y comunicación ................................................................................................. 179 II. Lenguaje, conocimiento y realidad .................................................................................. 188

a) Lenguaje y pensamiento. .............................................................................................................. 189 b) Lenguaje y realidad ...................................................................................................................... 191

III. Lenguaje y «praxis social» ............................................................................................. 194

HERMENÉUTICA Y FILOSOFÍA .......................................................................................... 200

UN TÉRMINO CON AMPLIA TRADICIÓN HISTÓRICA .................................................... 200 HERMENÉUTICA METÓDICA ............................................................................................. 202 HERMENÉUTICA FILOSÓFICA ........................................................................................... 209

1. Historia de la hermenéutica .............................................................................................. 211 II. Conceptos fundamentales de hermenéutica ..................................................................... 217

a) La formación y la experiencia ...................................................................................................... 217 b) Juego y diálogo ............................................................................................................................. 220 c) Historia efectual y fusión de horizontes ........................................................................................ 223

III. Experiencia hermenéutica y lenguaje ............................................................................. 226 HERMENÉUTICA CRÍTICA .................................................................................................. 231 HERMENÉUTICA SEMIOLÓGICA ....................................................................................... 235

1. °- Fenomenología y saber positivo ................................................................................... 235 2. °- Perspectiva semántica................................................................................................... 238

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3. °- Hacia una hermenéutica textual ................................................................................... 239

ENSAYANDO UNA TEORÍA ................................................................................................... 242

ESPACIO Y TIEMPO .............................................................................................................. 242 DE LA EXPANSIÓN CÓSMICA, A LA EVOLUCIÓN TERRESTRE ................................... 244 LA MATERIA Y LA VIDA ...................................................................................................... 251 LA EVOLUCIÓN ..................................................................................................................... 259 EL HOMBRE ............................................................................................................................ 265 LA COMUNICACIÓN NO VERBAL ...................................................................................... 269 COMUNICACIÓN LINGÜÍSTICA ......................................................................................... 271 PRIMEROS ELEMENTOS DE COMUNICACIÓN ................................................................ 273 LA PALABRA .......................................................................................................................... 276 EL SIGNIFICADO ................................................................................................................... 279

1. Tendencia referencial ....................................................................................................... 279 2) Tendencia operacional ..................................................................................................... 281 3) Tendencia crítica y concordante ...................................................................................... 283

EL OBJETO .............................................................................................................................. 285 Funcionamiento neuronal ..................................................................................................... 288 Sistema nervioso ................................................................................................................... 290

EL SENTIDO ............................................................................................................................ 292 I. Teoría asociacionista ........................................................................................................ 293 II. Teoria de la forma (Gestalt) ............................................................................................. 294

DESARROLLO DE LA PERCEPCIÓN ................................................................................... 296 1. La percepción «figura-fondo» .......................................................................................... 297 2. La percepción del especio, del movimiento y del tiempo. ................................................. 299 3. Lenguaje y percepción ...................................................................................................... 300 4. Pensamiento y lenguaje .................................................................................................... 302

EL NOMBRE ............................................................................................................................ 307 BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................................... 317 ÍNDICE ..................................................................................................................................... 329

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