Lecturas Graduadas

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LECTURAS GRADUADAS (A1-A2) Buenos días, Manolo. —Hola, buenos días, don José. ¿Lo de siempre? —Sí, y un vaso de agua, por favor. Y cambio para tabaco. —Aquí tiene. Pepe Rey toma todos los días el primer café en el bar que está al lado de su casa, en la calle de La Sal, muy cerca de la plaza Mayor . O sea, en el centro antiguo de Madrid, donde ya sólo viven viejos, extranjeros y Pepe Rey. Toma un café doble para despertarse. Después, hacia las once, va a desayunar al lado de la oficina, ya despierto. Por las mañanas Pepe Rey está siempre de mal humor. Hoy más: se ha levantado demasiado tarde y le duele la cabeza. Anoche estuvo en casa de un viejo amigo. Ver a viejos amigos siempre le deja un poco triste. «Demasiado Rioja y demasiados recuerdos», piensa mientras se bebe el agua. «Y, encima, estamos en Navidad. A veintidós de diciembre.» —Manolo, ¿qué te debo? Sabe que son cincuenta y cinco pesetas. Todos los días son cincuenta y cinco pesetas. Pero Pepe necesita decir y hacer las mismas cosas por la mañana. Debe de ser una manera de despertarse. * * * En toda la ciudad se oyen miles de aparatos de radio. Voces de niños cantan números y premios y todo el país espera oír el número que cada uno lleva en su cartera. También Susi, la secretaria, está escuchando la radio. A Pepe no le gustan ni las mañanas ni la Navidad ni la lotería . No cree en la suerte. —¡Por fin! —dice Susi, mirando el reloj. —¿Ha llamado alguien? —No, pero ha venido una..., una señora. Está ahí, esperando. A Susi no le gustan nada las clientes y menos si son guapas. Y un detective privado tiene muchas clientes.

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LECTURAS GRADUADAS (A1-A2)

—Buenos días, Manolo.—Hola, buenos días, don José. ¿Lo de siempre? —Sí, y un vaso de agua, por favor. Y cambio para tabaco. —Aquí tiene.Pepe Rey toma todos los días el primer café en el bar que está al lado de su casa, en la calle de La Sal, muy cerca de la plaza Mayor. O sea, en el centro antiguo de Madrid, donde ya sólo viven viejos, extranjeros y Pepe Rey.Toma un café doble para despertarse. Después, hacia las once, va a desayunar al lado de la oficina, ya despierto.Por las mañanas Pepe Rey está siempre de mal humor. Hoy más: se ha levantado demasiado tarde y le duele la cabeza. Anoche estuvo en casa de un viejo amigo. Ver a viejos amigos siempre le deja un poco triste. «Demasiado Rioja y demasiados recuerdos», piensa mientras se bebe el agua. «Y, encima, estamos en Navidad. A veintidós de diciembre.»—Manolo, ¿qué te debo?Sabe que son cincuenta y cinco pesetas. Todos los días son cincuenta y cinco pesetas. Pero Pepe necesita decir y hacer las mismas cosas por la mañana. Debe de ser una manera de despertarse.

* * *

En toda la ciudad se oyen miles de aparatos de radio. Voces de niños cantan números y premios y todo el país espera oír el número que cada uno lleva en su cartera.También Susi, la secretaria, está escuchando la radio. A Pepe no le gustan ni las mañanas ni la Navidad ni la lotería. No cree en la suerte.—¡Por fin! —dice Susi, mirando el reloj.—¿Ha llamado alguien?—No, pero ha venido una..., una señora. Está ahí, esperando.A Susi no le gustan nada las clientes y menos si son guapas. Y un detective privado

tiene muchas clientes.—¿Quién es? —pregunta Pepe.—Ni idea. No me lo ha dicho. Pero... No sé... Me parece que la conozco.

* * *

Al lado de la ventana hay una mujer morena, de unos treinta años. Lleva unos pantalones de cuero negros y es unos veinticinco centímetros más alta que Pepe.—Hola. Soy Natalia Mayo.Está muy seria y parece nerviosa.—Sí, la he visto en la tele o en el cine...—Tengo muy poco tiempo. Mire.Le da un sobre. Dentro hay una felicitación navideña.—Léala, léala, por favor.

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Es una postal feísima. Pepe Rey la abre. Está escrita a máquina y pone: «No te deseo un feliz Año Nuevo. No va a haber Año Nuevo para ti».—Ahora tengo que irme. Le he estado esperando mucho rato. Mañana le llamo y quedamos para hablar. ¿Va a ayudarme?—Sí, claro. ¿Por qué no?«Es muy guapa, pero demasiado alta», piensa Pepe. No le gustan nada las mujeres altas.

* * *

A las siete de la tarde Pepe Rey sale de la oficina. No sabe qué hacer. ¡Tanta gente en la calle! Todo el mundo ha salido a comprar y comprar y comprar: belenes, árboles de Navidad, turrón, champán, juguetes... ¡Qué poco le gustan las Navidades a Pepe! Y, además, hoy está preocupado. No puede olvidar a Natalia, a esa mujer guapa, asustada y demasiado alta, que ha estado en su oficina esta mañana. No sabe por qué pero cree que de verdad está en peligro. La felicitación no es una broma. Pepe está seguro. Paseando va hacia la Gran Vía. Hay mucha gente y miles de coches. Una señora que lleva una bicicleta envuelta en papel rojo le da un golpe. Pepe choca con un bajito calvo que lleva un enorme abeto de plástico. «Feliz Navidad», piensa Pepe.Compra chocolate y entra en un cine. Siempre compra chocolate y va al cine cuando tiene que pensar o cuando está triste. Hoy le pasan las dos cosas.

* * *

Pasan los días y Natalia no llama. El día uno de enero, a las nueve de la mañana, suena el teléfono:—¡Diga!—¿Lo ha leído, jefe? ¿Lo ha leído?—¿Qué pasa? ¿Con quién hablo? —dice Pepe medio dormido.—Soy yo, jefe, Susi. ¿Quién va a ser? ¿Hay mucha gente que le llama jefe?—¿Qué pasa, Susi?—La guapa.—¿Qué guapa?—La del lunes, la de la tele. La han asesinado.—¿Cómo? ¿Qué dices?—Sí. Lo pone el periódico. La han encontrado muerta esta mañana en su casa. Envenenada.—Gracias por llamar, Susi.—¿Qué va a hacer, jefe?—Todavía no lo sé. Primero, despertarme, creo. Y, luego, tomarme muchos cafés.—¡Ah! Ya sé de qué la conocía. Mi prima Rosario era su asistenta. Un día estuve en su casa y la vi. Ya sabe, jefe, yo nunca veo la tele.Susi es una intelectual y los intelectuales españoles siempre dicen que nunca ven la tele.

* * *

Pepe Rey tenía razón. No va a haber Año Nuevo para Natalia. La felicitación iba en

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serio. Se levanta de la cama, duda un momento y, al final, coge el teléfono.—Oye, Susi...—¿Ya está despierto, jefe?—Sí...—Sí, ya sé. Quiere hablar con mi prima Rosario, ¿no? Lo sabía. A las seis, en mi casa. Le invito a merendar, jefe. Un té y unas pastitas, como los ingleses. A Rosario ya la he llamado hace un rato.—¿Qué haría yo sin ti, Susi?—Nada, jefe. Nada.Pepe piensa que Susi es insoportablemente lista y que, además, es la persona que mejor lo conoce en el mundo. Mejor que Elena, su ex mujer, y mejor que doña Cecilia, su madre.

* * *

—Rosario, ¿quién hizo la cena de Nochevieja?—Yo. ¿Quién si no? La señorita nunca entraba en la cocina —dijo Rosario medio llorando todavía.—¿Y quién hizo la compra?—También yo. De primero, unas ostras. Luego, langosta con mayonesa y, después, claro, pavo. Y turrón, naturalmente.Rosario deja de llorar un momento pensando en la cena.—¿Lo compraste todo tú?—Sí, y todo estuvo buenísimo. Yo creo que lo del envenenamiento no es verdad. No puede ser. Todo me quedó buenísimo. Las ostras eran fresquísimas, las langostas, congeladas, lo confieso... Pero es que, al precio que van... ¡Ah! Las uvas, no; no las compré yo. Las trajo alguien.—¿Quién?—No sé... Sólo sé que hoy, en la cocina, con la policía allí y todo... Ese inspector Romerales, tan tonto y tan pesado... Pues que en la nevera había unas bolsitas de

uvas. Pepe, tiene usted que encontrar al asesino.—Entonces, hay que saber quién compró las uvas —dice Susi.—Ahora, Rosario, tienes que decirme quiénes eran los invitados.—Tenga, aquí tiene la lista. La policía también me la ha pedido. He puesto las profesiones y las direcciones. Doce personas.Pepe coge la lista y lee:«Julio Fraile, agente de Natalia. Paseo de la Castellana, 113. Alberto Quintanar, escritor. Ex marido de Natalia. Velázquez, 62.Verónica Molinos, actriz. Calle Espalter, 7.Julián Nolla, productor. Calle Salamanca, 49.Ángel París, diseñador. Luchana, 11.Luz Hidalgo, fotógrafa de moda. Alcalá, 88.Gloria Guardia, modelo. Campomanes, 13, de

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Pozuelo de Alarcón.M.ª José Hernández, locutora de radio. Plaza de Olavide, 3.Tomás de Pablo, publicista. Calle Ibiza, 41.Guillermo Martín, psicoanalista. Calle Almagro, 17.Matías Vázquez, piloto de Iberia. Calle Postas, 14.»

* * *

El día 2 fue la primera entrevista. Pepe Rey llegó a un elegante despacho del paseo de la Castellana, a las doce del mediodía. Un hombre de mediana edad, con un pañuelo de seda en el cuello —de esos pañuelos ridículos que se ponen algunos burgueses para parecer ingleses— y con el pelo completamente blanco, lo recibe. Es Julio Fraile, el agente de Natalia. Algunos dicen que era también su amante.—Encantado de conocerle. He oído hablar mucho de usted.—¡No me diga!—Ha sido horrible. Íbamos a empezar a rodar la semana que viene. ¿Fuma? ¿Un café? —dice sin esperar la respuesta—. ¿Tiene ya alguna idea?—No, todavía no.—Encuentre al asesino. Yo le pagaré su trabajo. Encuéntrelo, por favor.Quince minutos después Pepe Rey sale de la oficina de Fraile. Sabe tres cosas: que Julio Fraile estaba enamorado de Natalia, que le cae muy mal y que no es el asesino.

* * *

La segunda cita es por la tarde, en Nebraska, una cafetería de la calle de Alcalá, una de esas típicas cafeterías madrileñas con muchos pasteles y muchas señoras gordas, que por la mañana han ido a la peluquería, tomando chocolate. Allí está ya esperándolo Alberto Quintanar, el ex marido de Natalia.—Nos separamos hace tres años pero éramos buenos amigos. No lo entiendo ¿Por qué la han matado? Todo el mundo la quería, era una mujer excelente.—¿A qué se dedica usted?—Soy novelista. Escribo novelas policíacas. Parece una broma, ¿no? Una ironía.Tampoco Alberto le parece el hombre que busca. Está demasiado tranquilo.

* * *

El martes por la mañana Pepe coge un taxi.—A la calle Espalter, por favor.—¿Por dónde vamos?—Me da igual.Los taxistas de Madrid siempre preguntan el camino al cliente. Pero a Pepe sólo le interesa su tercera cita. Va a ver a la tercera persona de la lista: Verónica Molinos, otra actriz, una colega de Natalia. Verónica vive en un bonito edificio antiguo, en el tercero izquierda. Ella misma abre la puerta. No es tan guapa como Natalia pero es más interesante. «Y no tan alta», observa Pepe.—Feliz Año —dice saludando a Pepe.—¿Feliz? Veo que está usted de muy buen humor.Entran en un enorme salón, se sientan en un cómodo sofá y Verónica sirve un café.

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—Verónica, ¿quién podía querer matar a Natalia?—Yo qué sé... Era tan maja, tan buena compañera, tan simpática con todo el mundo... La mejor. Las actrices...Pepe la corta:—¿No puede ayudarme un poco más?—No, creo que no.Los ojos de Verónica brillan un poco demasiado y el cigarrillo tiembla en su mano.—¿Está usted segura?—Totalmente segura —dice muy seria.Verónica se levanta, se mira en el espejo, coge el paquete de cigarrillos y lo mete en el bolso.—¿Dónde he dejado las llaves? ¡Qué despistada soy!—¿Va usted a salir?—Sí. Tengo que irme. ¿Bajamos?

* * *

Hace frío pero el cielo está muy azul. ¡Ese cielo tan azul de Madrid! Verónica y Pepe van andando en silencio hacia la calle Huertas. Delante de una tienda un hombre alto y gordo está arreglando cajas de frutas y verduras.—Buenos días, señorita Verónica y Feliz Año Nuevo.—Igualmente, don Juan.—Por cierto, ¿qué tal la uva de Nochevieja? Era buenísima, ¿verdad? Moscatel auténtico.Verónica calla y mira al suelo. Pepe la mira y le dice:—Buenísima y peligrosísima.—Yo creía que en realidad los detectives no eran tan listos como en el cine. Lo sabe todo, ¿no?—Sí, casi todo. Hay algo que no sé: ¿por qué, Verónica?Nerviosa, casi llorando, hablando muy bajo, Verónica contesta a Pepe:—Natalia fue Dulcinea, fue Melibea, fue doña Jimena, fue Fortunata, fue Mariana Pineda..., y no podía ser Carmen. ¡Carmen, no! ¡Carmen tenía que ser yo! Esta vez sí. Esta vez yo tenía que ser la protagonista.

* * *

Pepe vuelve a su oficina. Susi espera noticias. Pepe piensa que ha tenido suerte: Verónica era la tercera de la lista. Ha encontrado pronto al culpable. Va a llamar al inspector Romerales pero está cansado y un poco triste, triste porque Natalia está muerta y porque es día cuatro: todavía quedan dos días de fiestas. Los Reyes Magos y ya está. Sabe que esta tarde aún va a tener que ir al cine y comprar chocolate para pensar un poco.

Tomado del libro Doce a las doce,de Miguel, L. y Santos, A. Editorial Edelsa, pp. 5-18.

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20 de agosto de 1977

—Cuenta las baldosas con cuidado; no olvides ninguna. Recuerda: primero una, dos, tres y cuatro baldosas de color marrón. Después dos más de color negro.

—De acuerdo. No lo olvidaré. ¡Qué pesado! Sé que tengo que caminar tocando la pared de la derecha. Al final encontraré una escalera: diez escalones anchos de madera. Arriba hay otro pasillo largo. Continúo caminando despacio, voy tocando la pared con los dedos, encuentro una habitación grande y cuadrada…

—Te tumbas en el suelo y entras de esa forma en la sala. Llegas al centro, te pones de pie y…

—El resto está chupado.

—Te equivocas. El resto es lo más difícil. No puedes hacer ruido, y abrir una caja de herramientas, coger lo que necesitas y trabajar con ellas en silencio no es nada fácil. Además el cuadro pesa mucho y tú estarás solo. Yo te esperaré aquí.

—Los vigilantes estarán dormidos, seguro.

— Mira, Alberto…

—Bien. No te preocupes. Todo irá bien. Hemos pensado mucho en esto.

Alberto cogió la caja de metal azul que estaba en el asiento de atrás del coche. Era pequeña, pero pesaba mucho. La abrió y repasó una a una las herramientas que había dentro. Estaban todas. Pablo miró a su hermano a los ojos, le pasó el brazo por encima del hombro y lo abrazó con fuerza.

—Ya sabes… una pierna más corta que la otra no permite correr demasiado. Y nunca sabes si habrá peligro. Esta vez no puedo acompañarte.

—¡Otra vez! ¡Qué pesado! Pero si me has dicho mil veces lo que tengo que hacer. Anda, me voy ya. Me estás poniendo nervioso.

—Suerte, hermano.

Alberto salió del coche y empezó a cantar. «Cantar siempre aleja el miedo», le decía su hermano pequeño después de robar algún paquete de tabaco en el bar de Julián. Entonces tenía trece años y mucho más miedo que ahora.

Alberto cruzó la plaza. Hacía mucho calor y de pronto sintió mucha sed. Una calle más abajo había un bar. Caminaba despacio. La calle estaba muy oscura. Era estrecha y estaba llena de talleres, almacenes y edificios viejos. Había pocas farolas. El bar estaba en la esquina y tenía las luces encendidas. Alberto empezó a caminar más deprisa.

Cuando llegó a la puerta leyó un cartel de «Cerrado», pero el camarero le indicó con el brazo que podía entrar.

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—Buenas noches, ¿va a cerrar ya?

—A las doce, pero aún puede tomar algo si quiere.

—Muchas gracias. Tengo muchísima sed. Póngame una caña, por favor.

El camarero dejó la escoba en el suelo, se limpió las manos en un trapo blanco y sirvió la caña a Alberto. Después cogió otra vez la escoba y continuó barriendo la parte del bar donde estaban las mesas.

—Siempre empiezo a ordenar el bar mientras dan el último telediario. Así me entero de lo que pasa en el mundo sin perder el tiempo —dijo el camarero sin mirar a Alberto.

—Ya veo.

—Normalmernte no viene gente a esta hora. Este barrio es muy tranquilo. Después de cenar la gente se queda en su casa. Claro, el fin de semana es diferente. Los sábados se llena. ¿Quiere alguna tapa? Tengo croquetas, un poco de tortilla de patata y también aceitunas.

—No gracias, ya he cenado —contestó Alberto.

—Bueno. Hoy me ha sobrado mucha comida. ¡Qué pena!

Alberto no tenía ganas de hablar. Se acabó rápido la caña, metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó unas cuantas monedas.

—¿Me cobra, por favor?

—Sí, claro, son cien pesetas.

—¿Qué hora es?

—Las doce y media. Tiene prisa, ¿eh?

—Sí. Buenas noches.

—Hasta otra —respondió el camarero antes de volver a coger la escoba y seguir barriendo el suelo.

«¡Las doce y media de la noche y hace este calor!», pensó Alberto al salir a la calle y notar la camisa pegada a su cuerpo. Caminó lentamente hasta llegar a una plaza grande. Allí se paró, dejó en el suelo la caja de herramientas, se pasó la mano por la frente y empezó a mirar el exterior del museo: era un edificio de tres plantas. La pared que daba a la calle estaba pintada de color marrón claro y las ventanas dejaban ver unas cortinas blancas recogidas a los dos lados; desde fuera las ventanas parecían una uve al revés.

El interior del edificio estaba oscuro. Sólo había una luz en una ventana del primer piso, a la derecha de la puerta de entrada. Las tres personas que vigilaban se reunían cada noche a

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la una en un despacho pequeño de la primera planta y tomaban una taza de café; después cogían sus linternas y recorrían el edificio antes de dormir un rato. Pablo se lo había explicado a Alberto. «A partir de la una y media de la noche todos los vigilantes duermen. A las tres y media vuelven a recorrer el museo, luego duermen otra vez hasta las cinco y media. Tienes una hora para coger el cuadro. Nadie te oirá entre las dos y las tres».

Alberto se acercó más al edificio y buscó un lugar oscuro, lejos de la luz de las pocas farolas que había en la plaza. Allí esperó hasta la una y veinticinco. A esa hora ya no se veían luces dentro del museo. Entrar fue fácil. Cuando Alberto tenía diez años su tío Germán le enseñó a abrir las puertas y ventanas sin hacer ruido. El tío Germán robaba pisos en verano cuando la ciudad estaba vacía. «Yo tengo cuarenta años y no he estado nunca en una comisaría». Las palabras del tío Germán alejaban el miedo de Alberto. «Yo tampoco iré a ninguna comisaría», pensaba mientras contaba baldosas. «… una y dos de color negro. Caminó despacio tocando la pared de la derecha. Aquí están las escaleras. Las dos menos cinco. Sigo tocando la pared… aquí está la sala». Alberto siguió paso a paso el plan de su hermano y ahora se encontraba delante del cuadro. Nadie lo había oído.

Delante de él había dos mujeres: la mujer de la derecha llevaba un vestido largo de color azul; el vestido de la mujer de la izquierda era rosa y también le llegaba hasta los pies. Las dos eran jóvenes, estaban de espaldas a Alberto y miraban el río de aguas muy limpias. El paisaje era muy bonito: árboles altísimos y arbustos de diferentes verdes. En la parte baja del cuadro, a la derecha, se leía: «Joaquín Vayreda». Y en la pared había un rectángulo dorado con unas letras negras que decían «Paisaje de otoño».

«Tampoco ellas me ven. Seguid hablando, preciosas. Os voy a llevar de paseo; el paisaje de esta ciudad es más gris, pero os gustará. Lleváis mucho tiempo aquí, ¿no estáis cansadas de ver siempre lo mismo?»

Alberto abrió la caja de herramientas y empezó a trabajar con muchísimo cuidado; sacó el lienzo del bastidor. Iba a doblarlo y a guardarlo cuando oyó un ruido de pasos. «¿Quién está despierto? Tranquilo, date prisa; no pasa nada, son los nervios», se dijo. Alberto se levantó del suelo y vio la luz de una linterna delante de su nariz.

—¡Eh! ¿Qué haces con eso? —dijo una voz delante de él.

Alberto empujó al vigilante y empezó a correr con el lienzo en la mano; el vigilante lo seguía muy cerca. El lienzo cayó al suelo y el hombre

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de la linterna comenzó a gritar. A las dos y media de la noche Alberto visitaba por primera vez una comisaría de policía.

21 de agosto de 1977

«¿Quién será a esta hora?». Raúl dejó el reloj encima de la mesita de noche. Eran las nueve y media de la mañana. Él se levantaba cada día a las doce del mediodía y se acostaba muy tarde, a las siete de la mañana. «Seguro que es por el asunto del cuadro. ¿No nos van a dejar descansar después de esta noche?».

—Ya voy, ya voy.

Raúl buscó su bata. Estaba medio dormido y le costaba moverse. Salió de su habitación, cruzó el corredor y se dirigió a la puerta de entrada. La abrió. Se encontró con un hombre bajito, rubio, con bigote y con unos ojos azules muy tristes y muy pequeños. Llevaba un uniforme azul. «¡Oh no, otra vez la policía!», pensó Raúl.

—Buenos días, ¿el señor Raúl López?

—Sí, soy yo.

—Tenga, esto es para usted. Es correo urgente.

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—Gracias —Raúl cogió la carta que el cartero le daba, se la metió en el bolsillo de la bata y empujó la puerta en dirección de la escalera. El hombre de ojos tristes levantó la mano derecha y la dejó caer sobre la puerta de madera.

—¡Eh, espere un momento!

—¿Quiere algo más? —respondió Raúl tranquilamente.

—Sí, firme aquí, por favor — el empleado de Correos. Le ofreció a Raúl un bolígrafo y le acercó una libreta, con una lista larguísima sin ningún orden, y firmó y escribió también el número de su carné de identidad.

—Ya está, tenga. ¿Quiere algo más?

—No señor. Gracias y hasta luego.

—Adiós —contestó Raúl antes de cerrar la puerta de su casa.

Raúl fue a la cocina. En la nevera quedaba una botella de leche, un poco de mantequilla, embutidos, queso fresco y un bote de mermelada de fresa. En uno de los armarios de la cocina había un paquete de café molido. Se preparó el desayuno. Raúl llevó su taza de café con leche y las tostadas con mantequilla y mermelada a la mesa del comedor. Se sentó en el sofá y sacó el sobre del bolsillo. Lo abrió y leyó la nota que había dentro. Era una citación en relación con el robo del cuadro de Joaquín Vayreda.

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A las cuatro tenía que estar en la comisaría. «¿Para qué quieren interrogarme? Ya tienen al ladrón. Todo está en orden. La policía nunca está contenta con lo que tiene».

A las once de la mañana Raúl se duchó, se afeitó, se puso unos tejanos azules y una camisa a rayas grises y verdes y se fue a dar un paseo por el barrio.

La portera del edificio barría la entrada cuando Raúl salió del ascensor. Cantaba un bolero de los Panchos e iba saludando a los vecinos de la calle que pasaban por delante de su portal.

—Buenos días, señor Raúl.

—Hola, señora Sole. ¿Qué tal está usted?

—Bien, bien. Ya he leído en el periódico la noticia del robo del cuadro en el museo dónde usted trabaja.

—¿Qué cuadro? No se lo llevaron. Al ladrón se le cayó el cuadro antes de salir del museo. Además ya está en la comisaría. No fue nada.

—Pues el periódico dice que el cuadro ha desaparecido. Nadie sabe dónde está.

—La policía tiene al ladrón, el ladrón no tiene el cuadro y el museo tampoco lo tiene. No puede ser, señora Sole.

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—Eso dice el periodista que firma la noticia del robo. Por eso el ladrón continúa en la comisaría. También dice el periódico que el ladrón no quiere decir nada nuevo. Ayer por la noche dijo que él entró solo en el museo y que iba a salir solo de él, sin la ayuda de nadie. Después calló y así sigue hoy, con la boca cerrada.

—Sabe usted más que yo sobre el robo, señora Sole. Y eso que yo trabajo en el museo. Ayer yo perseguí al ladrón y vi el lienzo en el suelo, delante de la escalera. El ladrón no se lo llevó y no había nadie más en el edificio. Todo esto es muy raro, muy raro.

—Sí, lo es. Tengo que seguir con mi trabajo, señor Raúl. ¿Me informará de los avances de la policía? No me gusta quedarme a medias.

—No se preocupe. Hasta luego, señora Sole.

—Hasta luego.

Raúl buscó un teléfono público. «Tengo que llamar al inspector Calvo; puedo ir ahora a comisaría. Tengo que saber lo que piensa la policía de todo esto». Entró en una cabina de teléfono, sacó la agenda del bolsillo de su camisa y la abrió por la letra C. Afortunadamente, escribió el número del señor Calvo en su agenda después de recibir la citación. Marcó despacio y esperó la señal.

—Comisaría de policía, dígame.

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—Buenos días, soy Raúl López. Querría hablar con el inspector Julián Calvo. Es con relación al robo del cuadro ocurrido esta noche en el Museo de Arte.

—Un momento, por favor.

La voz de la telefonista desapareció y empezó a sonar una canción de flauta para niños. «Parece una nana», pensaba Raúl mientras sacaba un paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón.

—¿Señor López?

—Sí, continúo aquí —contestó Raúl.

—Le paso al inspector Calvo.

Raúl no tuvo tiempo para dar las gracias. La voz fuerte y dura del inspector lo saludó.

—Buenos días, señor López. ¿Ha recibido ya la citación?

—Sí, la he recibido hace un par de horas.

—¿Ha leído los periódicos, señor López?

—No… bueno… sí, sé lo que dicen. ¿Es cierto lo que cuentan?

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—Sí, es cierto. El cuadro ha desaparecido. Pero ya hablaremos de eso con calma. Si tiene tiempo puede venir ahora a comisaría. ¿Qué le parece?

—¿Ahora? Son las doce… Bueno… Puedo estar allí dentro de media hora, a las doce y media. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Hasta ahora, señor López.

—Adiós.

A las doce y media Raúl estaba en la comisaría. El inspector Calvo lo llevó a su despacho; parecía un poco nervioso. Raúl se sentó en un sillón, al otro lado de la mesa, frente al inspector. El señor Calvo cogió un lápiz y una libreta pequeña y empezó a preguntar.

—¿Fue usted quien descubrió al ladrón?

—Sí, me desperté a las dos de la madrugada; no tenía sueño y fui a dar un paseo por el museo. Es un museo pequeño, con cuadros de pintores poco conocidos; así que podemos dormir un poco por la noche y cada hora y media damos una vuelta por el edificio. Pero anoche yo tenía poco sueño. En la segunda planta vi una luz que se movía. Subí despacio los peldaños de la escalera, sin hacer ruido…

—¿No oyó voces?

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—No, todo estaba en silencio. Entré en la sala, el ladrón me vio, me empujó con el brazo, corrió hacia las escaleras y…

—¿Llevaba el lienzo en la mano?

—Sí. Salió de la sala con el lienzo en la mano. Antes de bajar la escalera se le cayó al suelo.

—¿Lo cogió usted?

—No. Yo corrí detrás del ladrón y grité. Quería pedir ayuda, despertar a mis compañeros de trabajo.

—¿Vio usted el lienzo más tarde?

—No, no lo vi. ¿No lo tiene el director del museo, o el restaurador de cuadros? El director llegó a las dos y media al edificio; vive muy cerca del museo. El restaurador estaba trabajando en la primera planta, oyó mis gritos y salió del taller asustado. Él paró al ladrón. Creía que uno de ellos lo tenía, sólo ellos tocan los cuadros.

—¿Le gusta la pintura, señor López?

—Pues sí, me gusta.

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—¿Tiene usted cuadros en casa?

—Sí, tengo algunos. Unos cuatro o cinco.

—¿Son regalos?

—No —contestó Raúl. Estaba un poco nervioso. Demasiadas preguntas— ¿Puedo fumar?

—Claro, fume. Aquí tiene un cenicero —contestó el inspector, y le acercó uno con forma de perro de color plateado—. Son copias de cuadros famosos, ¿verdad, señor López?

Raúl abrió los ojos extrañado y los levantó para mirar al inspector.

—¿Cómo lo sabe?

—Somos policías, señor López. No nos puede mentir.

—Bueno… sí, son copias. De pequeño me gustaba pintar. Cuando tenía quince años vivía en Madrid y empecé a visitar el Museo del Prado. Allí conocí a algunos copistas; muy buenos. Mi familia nunca tuvo dinero para comprar buenos cuadros. En casa había reproducciones. Malas reproducciones de obras de pintores famosos. Un día cogí mis pinturas, me senté delante de un cuadro de El Greco y empecé a copiarlo. Pinté un cuadro, bueno… copié una pintura. Dejé de pintar cuando empecé a trabajar, a los diecisiete años. Nunca más he copiado un cuadro.

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—Señor López, ¿podemos ver los cuadros que tiene en su casa? No se enfade, pero… tenemos que hacer bien nuestro trabajo. No lo culpamos de nada.

—Claro, claro. Bueno… sí. ¿Cuándo quiere verlos?

—¿Ahora? —preguntó el inspector mirando a Raúl a los ojos.

—Muy bien, vamos.

Raúl estaba enfadado. La policía sospechaba de él. «Yo cojo al ladrón y la policía se mete en mi casa y cree que soy culpable. ¿Estará la señora Sole en el portal? A esta hora puede estar en la cocina de su casa comiendo. ¡Ojalá!»

La señora Sole no estaba en la entrada del edificio. La policía estuvo una hora en casa de Raúl. El inspector miró los cuadros con atención. El caballero de la mano en el pecho, de El Greco; Las hilanderas, de Velázquez; el Cristo en la Cruz, de Zurbarán y la Corrida en un pueblo, de Francisco de Goya

—Era un buen copista.

—Eso decían.

—Una pregunta más. ¿Recorrieron ustedes, los vigilantes, el edificio después de coger al ladrón?

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—Sí señor, encontramos una caja metálica de color azul con herramientas y una linterna. Todo estaba en el segundo piso del museo, en la sala donde estaba el cuadro. La caja y la linterna las tiene la policía.

—No lo molesto más. Muchas gracias y perdónenos.

—De nada. Buenas tardes.

………………………………..

—¿Qué tal, Andrés?, llegas temprano hoy.

—Sí, ayer me acosté muy tarde y hoy tengo la mañana libre. Hoy sí puedo tomar un aperitivo antes de comer.

—Tú dirás. ¿Qué te pongo? —dijo alegremente el camarero señalando a Andrés algunas de las bandejas con comida que había en la barra.

—Pues… ponme unas cuantas aceitunas, una bolsa de patatas fritas y un martini seco.

—Ahora mismo te lo sirvo.

Andrés tenía un horario bastante raro. Era restaurador de cuadros. Desde hacía dos meses trabajaba en el Museo de Arte de la ciudad. Andrés trabajaba ocho horas cada día, de lunes a viernes. A veces llegaba a las diez de la mañana, salía a las dos para ir a comer al bar de Paco y volvía a sentarse delante de un cuadro a las seis de la tarde; esos días jugaba unas partidas de cartas con los amigos del bar: la brisca y el mus eran los juegos de cartas que más le gustaban. Otros días trabajaba ocho horas seguidas, siempre de noche. Llegaba al museo a las diez de la noche, a la misma hora que los vigilantes nocturnos; con ellos tomaba una taza de café a la una y a las dos volvía a su trabajo. Le gustaba trabajar de noche sin ruidos y sin turistas por los pasillos del edificio.

El camarero cogió el periódico que estaba encima de la barra del bar y se lo enseñó a Andrés.

—Salís en la primera página. Mira, lee… «Roban un cuadro del Museo de Arte». ¿Estabas ayer a la hora del robo?

—Sí, ayer trabajé por la noche. ¡Estos periodistas! El ladrón no se llevó el cuadro. Se le cayó antes de bajar la escalera. Esto —dijo señalando con el dedo el artículo que hablaba del robo— es mentira.

—Pues aquí pone el nombre del cuadro y el de su autor. Mira, Paisaje de otoño, de Joaquín Vayreda.

—¡Bah! Algo tienen que poner para vender más periódicos. Yo cogí al ladrón. Estaba trabajando en mi sala, oí gritos, salí al pasillo y tropecé con él. No llevaba ningún cuadro en las manos.

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—Quizá tenía un cómplice. El cómplice se lo llevó.

—No creo, los vigilantes registraron el museo. El ladrón entró por una ventana del primer piso; sólo esa ventana estaba abierta y la puerta estaba cerrada. Esperamos a la policía al lado de la ventana abierta y nadie salió por ella.

—Bueno, bueno, si tú lo dices.

—Alguien ha informado mal a los periodistas, Paco.

El camarero salió de detrás de la barra y se dirigió hacia el comedor. Ya había gente sentada en las mesas esperando su comida. Andrés abrió el periódico y empezó a leer los titulares. Las noticias no eran muy interesantes. Tardó veinte minutos en tomarse el aperitivo. La conversación con Paco le había puesto nervioso. «El director del museo no ha hablado con los periodistas. Eso dice aquí. No entiendo nada. Ayer por la noche nadie habló del cuadro. La policía se llevó al ladrón y todos estaban muy contentos». Paco volvió a la barra y se dirigió a Andrés.

—La primera mesa de la derecha es la tuya. ¿Vas a comer lo que hay en el menú?

—¿Qué hay?

— Ensalada mixta, sopa de fideos y filete de ternera.

—De acuerdo. Y me traes vino tinto y agua por favor.

—Muy bien, ahora te lo traigo.

Andrés se sentó en su mesa. Comió deprisa. Estaba hambriento. De postre tomó melón.

—Paco, ponme un café —gritó al camarero desde su mesa.

Cinco minutos después Paco se acercó a la mesa de Andrés con una taza de café en la mano derecha. Lo acompañaba un hombre alto, de pelo canoso y ojos oscuros.

—Andrés, este señor quiere hablar contigo —dijo Paco.

—Soy el inspector de policía Julián Calvo —dijo el hombre de pelo canoso—. En el museo me han dicho que estaba usted aquí.

—Buenas tardes, soy Andrés Fuentes.

—Sí, ya lo sé. Es usted el restaurador de cuadros del Museo de Arte —el inspector se dirigió a Paco—. ¿Me puede traer un café, por favor?

Paco se alejó en dirección a la barra. El inspector siguió hablando.

—Esta mañana le hemos enviado una citación a su casa. Queríamos hablar con usted sobre

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el robo del cuadro, pero usted no estaba en casa.

—¿Han robado el cuadro? ¿Quién? La persona que entró en el museo está detenida, ¿no?

—Sí, así es. Y esa persona no sacó el cuadro del museo. Señor Fuentes, ¿ha salido muy temprano de su casa esta mañana?

—Esta noche no he dormido en mi casa.

—¿Dónde ha dormido usted?

—En el apartamento de mi hermana. Ella está de vacaciones en la playa. Tres días a la semana voy a su casa y le riego las plantas. Ayer hacía cuatro días que no iba; me acordé de las pobres plantas mientras trabajaba y decidí ir allí al salir del museo y pasar la noche en el apartamento. Anoche estaba cansadísimo y entre el apartamento de mi hermana y mi casa hay una gran distancia.

—Después de coger al ladrón, ¿subió usted a la segunda planta del museo?

—Yo fui el último en subir, cuando llegó la policía; pero antes dos vigilantes subieron arriba y uno recorrió el primer piso. Encontraron una caja de metal azul y una linterna, nada más.

—¿Y el cuadro? ¿No vieron el lienzo?

—No, yo pensé que lo tenía uno de los vigilantes, o que lo tenía el director. Él subió antes que yo. Todos estábamos nerviosos, pero nadie preguntó por el lienzo.

—Usted todavía parece nervioso.

—Oiga, inspector, yo no he robado el cuadro. No me acuse —gritó Andrés.

—Tranquilo, señor Fuentes. Yo no lo acuso, le hago preguntas.

El inspector Calvo esperó un rato antes de volver a preguntar; Andrés habló primero.

—¿Había más de un ladrón?

—No lo sabemos. Quizá había alguna persona fuera del edificio, en la calle, al otro lado de la ventana abierta, por ejemplo. La pintura era grande y el lienzo pesaba. No estamos seguros. Era muy tarde y no había nadie en la plaza. No tenemos testigos.

El comedor estaba vacío. Los camareros limpiaban las mesas sin prisa.

—Señor Calvo, es tarde. Los camareros van a empezar a arreglar todo esto. Vamos a otro sitio a tomar algo. Me parece que aquí molestamos. Le invito a otro café en el bar de enfrente. Lo hacen muy bueno allí.

El inspector Calvo se levantó y se dirigió a la barra. Sacó un billete de quinientas pesetas

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de la cartera y se lo dio a Paco.

—Cobre la comida del señor Fuentes y mi café, por favor.

—No, no, deje, yo lo invito —dijó Andrés sacando su billetero.

—Por favor, la policía roba su tiempo y la policía paga su tiempo. ¿De acuerdo?

—Vale —Andrés miró a Paco y le hizo una señal con los ojos—. Paco, hoy no voy a jugar a las cartas. Díselo al grupo.

—Bien, ya se lo diré. No te preocupes, Andrés. Buenas tardes, señores —dijo Paco dirigiéndome a su amigo y al inspector.

Salieron a la calle. Andrés miró a un lado y a otro antes de cruzar. Era una calle tranquila; no pasaban muchos coches. Cruzaron y entraron en un bar más pequeño que el anterior. Se sentaron en una mesa y pidieron dos cafés con hielo. El inspector empezó a hablar otra vez.

—Esta mañana hemos estudiado su currículum. Es usted un buen restaurador de pinturas. ¿Por qué trabaja en un museo tan pequeño y tan desconocido? Puede encontrar un trabajo mejor en una ciudad más grande, en un museo más importante.

—Me gusta la tranquilidad y aquí estoy tranquilo. Además, mi familia vive en esta ciudad, y me gusta estar cerca de ella.

—Quizá no lo quieren en museos importantes, ¿no?

—¿Por qué dice eso?

—Hace ocho años robaron un cuadro en el museo donde usted trabajaba, y usted ayudó a robarlo. ¿No es así?

—Sí, es así. Necesitaba dinero. Yo trabajaba de noche en aquel museo. Los ladrones entraron por la puerta principal; yo abrí esa puerta. Me pagaron bien y el trabajo fue fácil. Yo sólo quería el dinero. Lo necesitaba. No me importaba el lienzo. No quiero cuadros.

—¿Y ahora también necesita dinero?

—No, ahora vivo bien. tengo un buen salario, mi trabajo me gusta y vivo tranquilo —respondió Andrés enfadado.

—Sus amigos salieron de la cárcel hace seis meses. ¿Lo sabía?

—No, no lo sabía. Y no son mis amigos.

—¿También quieren un cuadro ahora?

Andrés se levantó de golpe de la silla. Tenía la cara roja y le temblaban los dedos de las

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manos.

—No lo entiendo, señor Calvo. Ya se lo he dicho: ahora vivo tranquilo. Ayudé a robar una vez, hace mucho tiempo, y no me gustó, no voy a ir allí otra vez. ¿Me entiende? Déjeme en paz.

Andrés miró al inspector por última vez. Se dio la vuelta y se alejó del bar caminando LOS PERIÓDICOS HACEN PREGUNTAS

 

Cándido deja los periódicos sobre la cama. Se sienta en una silla y bebe rápido su café. Está demasiado caliente pero a él le gusta así. Busca un cigarrillo en su chaqueta y empieza a fumar.

Hace calor. En Córdoba siempre hace mucho calor en verano y el café caliente le hace encontrarse peor. Cándido mira los periódicos abiertos sobre la cama y se pone muy nervioso. No sabe quién le ha podido enviar ese paquete con los periódicos

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dentro. ¿Quién le escribe?, ¿qué quiere de él? No lo sabe. Sólo esos periódicos de Toledo en un pequeño paquete marrón. Sin carta, sin nada.

La música del bar de abajo entra por la ventana. Vivir encima de un bar es muy difícil, a veces hasta imposible. Pero vivir en la blanca y caliente Córdoba, cerca de la Mezquita, es muy importante para él.

Él es un arqueólogo muy bueno, el mejor. Pero no trabaja en una excavación desde hace muchos años. Muchos. Desde aquel día que…

Ahora está cansado, solo, casi sin dinero. Todo es demasiado difícil desde aquel día negro.

La fea música del bar llega a todas las habitaciones de la casa. Por la ventana Cándido mira, sin ver, el pequeño jardín de su calle. Un hombre espera debajo de un árbol. Llega

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una mujer joven, morena y muy bonita. Hablan un poco y después se van cogidos de la mano.

Es día de fiesta y la gente sale a pasear o va al cine.

Cerca del parque, coches y motos pasan rápidos hacia el centro de la ciudad. Hacen mucho ruido, pero Cándido parece no oír nada. Sólo fuma su cigarrillo y habla para sí. ¿Qué quiere decir ese paquete con los periódicos dentro? ¿Quién los envía? ¿Para qué?

Los periódicos esperan encima de la cama. Conocen la verdad pero no pueden decirla. Sólo se ríen de él.

Cándido tiene hambre y sed pero está demasiado cansado para salir, buscar un restaurante… No, en este momento no quiere estar fuera de casa.

Va a la cocina y bebe rápido un vaso de agua. Después vuelve a su habitación. Se sienta encima de la cama y empieza a leer los periódicos otra vez.

...en el viejo palacio de Úbeda... los obreros han encontrado... una sinagoga... no hay otra en Toledo tan bonita y rara como ésta... Marisa Martín, una joven arqueóloga, ha encontrado... un pequeño tesoro: tres copas y una llave... La llave... tiene unos dibujos y unas inscripciones... en árabe y hebreo... nadie ha podido entenderlas...

Esta llave debe abrirnos la puerta de la verdad...

Cándido está nervioso, muy nervioso. Tiene calor pero sus manos están frías. Para un arqueólogo no hay nada tan importante como un descubrimiento así. ¡Una nueva sinagoga en Toledo! Además, la llave… Las raras inscripciones de esa llave… Nadie ha podido leerlas y él, Cándido Aguirre, está seguro de poder hacerlo. Sí, claro que sí. Hace mucho tiempo que no trabajaba. Pero él es el mejor arqueólogo del país y puede descubrir la verdad de la sinagoga. Él lo sabe y también otras personas lo saben.

Sí, eso es. Ahora Cándido empieza a entender. Alguien le ha enviado ese paquete para hacerle ir a Toledo. Es alguien que debe de conocerlo muy bien: sabe que después de leer los periódicos, Cándido no va a poder olvidar la sinagoga.

Sí, sólo él, Cándido, puede leer las inscripciones de la llave. Y por eso alguien lo está llamando.

Son las nueve y el sol se pierde detrás de los campos amarillos. En septiembre, los días empiezan a ser más cortos. Muy pronto, el otoño va a volver.

«No puedo hacer otra cosa. Debo ir a Toledo —se dice Cándido—. Puede ser peligroso volver allí, una trampa quizás, pero debo ir. Leer esa inscripción y saber quién me ha enviado los periódicos… Eso es. Voy a ir. Y voy a tener más suerte esta vez. Salí de la cárcel hace tres meses y ya es hora de empezar a hacer algo. No quiero más días negros.»

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Una hora más tarde, el tren de Madrid entra en Toledo. Antonio mira por la ventana y ve pasar, ya muy lentos, los anchos campos amarillos. Se prepara para salir. Cierra su libro y se pone de pie. Con el bolso de viaje en una mano y el libro en la otra, espera. Por fin el tren se para en la estación.

Hay mucha gente en la estación. Todos tienen prisa pero Antonio no. Sabe que nadie ha venido a esperarlo.

Se sienta en un banco. Le gusta mirar a las personas e imaginar cómo son. ¿Qué hacen?, ¿cómo se llaman?, ¿cómo pasan el tiempo?…

Antonio ve pasar a un hombre bajo y moreno. No es feo pero tiene un ojo medio cerrado. Lleva un pantalón gris, una camisa azul claro y un sombrero también de ese color. Fuma un cigarrillo y parece buscar nervioso a alguien entre la gente. Antonio empieza a imaginar quién es. Le parece un hombre de ciudad, cansado y gris. Un hombre solo. Seguro que no está casado. Debe de trabajar en un banco, siempre entre números.

Pronto, Antonio se olvida del hombre y empieza a mirar divertido a dos jóvenes muy bonitas. Una de ellas es alta y tiene un pelo rubio muy largo. Lleva un vestido amarillo. La otra chica es morena pero también muy alta. Pasan delante de él. Lo miran y sonríen. Después, se pierden entre la gente.

Antonio mira su reloj. Es la una y cuarto. Hora de irse. La estación de Toledo está muy lejos del centro de la ciudad. Para ir a casa de su abuela, debe tomar un autobús hasta la Plaza de Zocodover.

En el autobús, Antonio no se sienta. Prefiere quedarse de pie y así ver mejor las casa y gentes de Toledo. Siempre le ha parecido una ciudad diferente, mucho más que un sitio bonito.

El autobús sube por estrechas calles y llega a Zocodover. En esa plaza ancha se encuentran los amigos los días de fiesta. Con el buen tiempo, los bares ponen mesas y sillas fuera, en la calle. A Antonio le gusta mucho sentarse allí. Tomar un vaso de vino y ver pasear a la gente… Pero ahora no puede hacerlo, su abuela lo espera.

Antonio anda rápido por la calle del Comercio. Muchas mujeres están en las ventanas, mirando hacia abajo. Antonio está muy contento. Le gusta mucho venir a Toledo.

 

EN LA SINAGOGA

Cándido sale del hotel. La noche es más negra que nunca. Nadie pasa por las calles tranquilas de Toledo. En el reloj de la plaza son las cuatro. Pero Cándido no podía dormir.

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No puede olvidar las últimas semanas: el paquete con los periódicos… la llave… el calor de Córdoba… las inscripciones… la música del bar… El misterio de la sinagoga azul. Hasta que, por fin, llegó a Toledo para contestar a sus preguntas.

No va a ser fácil. Él lo sabe. Para empezar, nadie lo llamó. Pero están los periódicos. Alguien los envió. Entonces alguien lo esperaba. Pero ¿quién? ¿Y dónde? ¿En la sinagoga, quizá?

Cándido anda muy rápido. El ruido de sus zapatos sobre las piedras de la calle rompe la noche.

Ya está cerca de la sinagoga. Por fin va a saber quién lo espera allí. Y va a entrar, entrar para leer las inscripciones de la llave. Él sí va a poder hacerlo.

Un pájaro de la noche llega hasta una ventana. Cándido oye el ruido y mira hacia arriba. Por un momento se para. Pero debe seguir su camino. Pasa una plaza y entra en una calle pequeña. Detrás de la última esquina está la sinagoga. Cándido está nervioso pero no puede volverse atrás.

Corre hasta llegar a la otra calle. Ya está. Delante de él, el Palacio de Úbeda. Allí no hay nadie más que él.

Cándido no puede pensar. ¿Qué ocurre? Esperaba encontrar a alguien allí, a la persona de los periódicos. Por un momento no sabe qué hacer: ¿volver al hotel?, ¿tomar otro tren hasta Córdoba?

No, claro que no. Cándido no sabe si alguien quiere algo de él, pero ahí está la sinagoga azul. Y detrás de su puerta está el misterio importante de verdad, el misterio de las inscripciones. Esa llave de hace ochocientos años puede hacerle olvidar los años de cárcel, los días negros, la mala suerte. Y va a entrar.

Cándido saca de su chaqueta una pequeña llave, especial. Con ella puede abrir todas las puertas, también ésta. Cándido mete la llave y le da varias vueltas. Oye un pequeño ruido y se sonríe. Sabe que la puerta se está abriendo.

Dentro no hay luz. Apenas ve delante de él unas pequeñas escaleras. Busca en su bolsa, ha traído una linterna. Con ella en la mano, baja con cuidado y llega a una habitación. Es muy grande pero sólo tiene una mesa y unas sillas en el centro. Hay una puerta abierta. ¿Adónde lleva, a la cocina? Quizá. Allí quiere llegar Cándido. Sabe que la sinagoga está debajo de la cocina del palacio. Pero no. Aquello no es la cocina. Es otra habitación un poco más pequeña y estrecha que la primera. En ella hay una escalera para subir al piso alto y otra puerta. Cándido entra por ella y llega a otra habitación. Ya está cerca, está seguro. Encima de una mesa grande ve muchos libros, algunas piedras, y otras cosas de la sinagoga. Los arqueólogos deben de usar este sitio para sus trabajos en la excavación. Claro, allí están las tres copas de oro y la llave.

¡La llave! ¡Delante de él! Ya casi puede cogerla, tenerla en su mano…

Cándido ha esperado este momento desde hace semanas. Lo ha imaginado miles de veces.

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* * *

Bajo la blanca luz de su linterna, las inscripciones de la llave parecen moverse. No, no se mueven. Son todavía palabras muertas. Pero él va a hacerlas vivir. Por fin, va a conocer la verdad de la sinagoga, una verdad escondida desde hace años y años.

Cándido empieza a leer muy bajo: Como mi sinagoga abre la puerta de la verdad, esta llave abre el tesoro de Samuel-Ha-Leví…

Las primeras palabras están en árabe y es fácil entenderlas. Pero después… Cándido no puede seguir. Debe de ser hebreo o quizás un árabe más antiguo, no lo sabe.

¡El tesoro de Samuel-Ha-Leví! ¡El tesoro de Samuel-Ha-Leví! —se dice Cándido una y otra vez. Así que es verdad, en un lugar de Toledo hay un tesoro pero ¿dónde?

Aquí Cándido no puede pensar. Debe llevarse la llave al hotel y allí trabajar con sus libros. Pero ahora no. Antes de irse quiere ver la sinagoga.

Deja la llave encima de la mesa y sale de la habitación. ¡Ésa es la cocina del palacio! Una pared y también el suelo están rotos. Allí debajo, al final de esa escalera de piedra… ¡Por fin, la sinagoga azul! ¡Tan bonita como la imaginaba! ¡Mucho más bonita! Cándido casi no lo puede creer.

Cándido lo mira todo sin poder moverse: los bancos de piedra, el suelo de tierra roja, las paredes azules…

Sólo después de unos minutos entra, nervioso. Va hacia una de estas paredes y pasa sus manos por ella. Está muy fría. Su color es raro, un azul diferente, casi verde. En algunos sitios tiene dibujos de pájaros blancos.

Cándido casi no lo puede creer. Lleva seis años sin estar en una excavación. Esa sinagoga va a darle suerte. Está seguro. Va a trabajar en la inscripción de la llave hasta encontrar el tesoro de Samuel-Ha-Leví.

Para ello debe llevarse la llave. Sabe que no debe pero no puede hacer otra cosa. Nadie le va a dejar trabajar en la sinagoga. Todos saben quién es y dónde ha estado los últimos años. Robar otra vez. Él no quería, pero lo va a hacer para llegar al tesoro.

* * *

Otra vez la escalera de piedra, la cocina. Cándido vuelve a la habitación de los arqueólogos. Encima de la mesa están los libros, las piedras, las copas, pero…

¡La llave! ¡La llave no está! ¡Alguien la ha robado!

Cándido mira en el suelo. No está. Entonces oye un ruido y ve a alguien correr hacia fuera, un hombre alto y delgado. Cándido lo sigue hasta la calle.

Ahora entiende qué ha pasado. No ha cerrado la puerta del palacio después de entrar en él.

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El hombre corre rápido por la noche de Toledo. Cándido va detrás. Ve cómo va hacia la derecha y sube por una calle estrecha. Por fin se para delante de una casa vieja y Cándido se queda en una esquina, escondido en la noche, con la cabeza llena de preguntas.

* * *

Tomado del libro de Elena Moreno, El misterio de la llave. Editorial Santillana, pp. 5, 6, 7, 8, 11y 12.

Hace sol. La gente en la calle parece contenta...Laura está tomando café en un bar del barri gótic de Barcelona.Está sentada cerca de una ventana y mira hacia la calle para ver pasar a la gente.Un hombre de unos cuarenta años con una chaqueta negra entra en el bar. Mira a su alrededor. Parece que busca a alguien. Al final se acerca a Laura.

—¡Bonito día! —le dice.—Sí, muy bonito —contesta Laura.—Me gusta cuando hace sol. ¿A ti también?—Sí, mucho —contesta Laura un poco sorprendida.Ella no conoce a ese hombre que le habla así. «¡Qué hombre tan raro!», piensa.—Mira, te voy a explicar algo. El tiempo es muy importante. Y hoy hace sol. Los días de sol son buenos pero los días sin sol son un poco tristes. Cuando llueve, malo... Por favor —llama al camarero—, una cerveza...—Enseguida —contesta éste.—... los peores son los días de lluvia y viento... —continúa el hombre de la chaqueta negra—. Todo fue en un día de lluvia y viento...—Veo que sabes muchas cosas del tiempo —dice Laura con humor—. Le divierte ese hombre. Le parece muy simpático.—La verdad es que no me interesa tanto el tiempo —contesta éste—. ¿Conoces esta canción?: «Tengo que hablarte de unas perlas ensangrentadas...» —empieza a cantar bajito.El camarero trae la cerveza. El hombre deja en la mesa su pequeña cartera de mano y empieza a beber. Laura mira a su alrededor. Una chica de pelo oscuro y ojos negros la está mirando. «¡Qué chica tan guapa!», piensa Laura. Ella, en cambio, no es guapa ni fea, ni alta ni baja, pero tiene unos ojos grises siempre alegres y el pelo claro, muy bonito.El hombre de la chaqueta negra saca un paquete de cigarrillos del bolsillo.

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—¿Fumas? —pregunta a Laura.—No, gracias.Enciende su cigarrillo y enseguida llama al camarero. Laura mira las manos del hombre. «¡Qué nervioso está!», piensa ella.—¿Cuánto es? —pregunta—. Todo junto, pago yo.—Bueno —contesta Laura—, gracias, pero...El hombre paga. Después sonríe y se va. «¡Qué persona tan rara!», piensa Laura. Pero ya debe irse. Coge su bolso y pregunta al camarero.—¿Dónde están los servicios, por favor?—Al final del pasillo hay una escalera. Abajo, a la derecha, están los servicios.Cuando se levanta, la chica ve una cartera de mano al lado del vaso de cerveza. «Ése se ha dejado la cartera», piensa. La coge y sale a la calle. Mira a un lado y a otro, pero no ve al hombre.Laura no sabe qué hacer con la cartera. De momento la mete en su bolso y entra de nuevo en el bar para ir a los servicios.Cuando sale de los servicios ve a dos hombres allí parados. Parecen esperar a alguien. Uno es alto y delgado y lleva gafas oscuras. El otro es bajito y lleva bigote. Laura va a subir, pero en ese momento el hombre de las gafas oscuras la coge del brazo.—¿Adónde vas tan deprisa? —pregunta con voz antipática.—Donde quiero —contesta Laura de mal humor.De repente, Laura se da cuenta de que el hombre tiene una navaja en la mano. El otro, el bajito, ha sacado una pistola del bolsillo. Al mismo tiempo mira hacia la escaleras.—¡Silencio! ¡Si gritas, te mato! —dice el hombre delgado.Mientras habla mueve la navaja delante de Laura. Ella está muy asustada. Quiere gritar pero no puede.—Entra aquí, con nosotros —le dice el hombre bajito del bigote.Éste abre la puerta de los servicios de hombres y entre los dos la llevan hacia allí. En ese momento todos oyen la voz de una chica detrás.

—¡Ah!, ¿estás aquí? Ven, te estamos esperando.Los dos hombres dejan a Laura y miran a otro lado. Entonces Laura ve a la chica de ojos negros y pelo oscuro que la miraba en el bar. La chica coge a Laura por el brazo y la lleva hacia la escalera. Suben rápidamente y salen del bar sin mirar atrás. En la calle corren y corren hasta que por fin se paran. Se miran. Laura todavía no entiende nada. No sabe si reír o llorar.La otra chica la mira divertida.—Mujer, no pongas esa cara... —le dice.Laura está pálida. Casi no puede hablar.

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—¡Qué miedo! —dice por fin.—Me llamo Ana. Y tú, ¿cómo te llamas? —pregunta la chica de los ojos negros.—Laura.—Vamos a tomar un café. Te vas a sentir mejor.—Pero no en ese bar, ¿eh?—¡Claro que no! Vamos al Café de la Ópera, si quieres.Laura mira a su alrededor. Sólo ahora se da cuenta de donde están: en las Ramblas, cerca del Liceo.

II

Sentada en una mesa cerca de la puerta del Café de la Ópera, Laura se siente mejor.—¡Qué miedo he pasado! —dice—, muchas gracias.—De nada, mujer. Ha sido todo tan rápido...—¿Por qué pasan estas cosas?—La vida es muy extraña —contesta Ana—. Vamos a pedir algo. No vamos a pensar más en esto, ¿vale?Mientras esperan al camarero, empiezan a charlar.—Dime, Laura. Tú eres de Barcelona, ¿verdad?—Sí. Y tú, Ana, ¿de dónde eres?—Soy de León , pero he vivido en muchos sitios. ¿Y tú, qué haces?—Trabajo en un gran hospital, cerca de Barcelona.—¿Y tú qué haces en Barcelona, Ana? —dice Laura.—Nada, estoy sin trabajo. Viajo.—¿Te gusta Barcelona?—Sí, me gustan la Ramblas y el puerto. Bueno, la verdad es que no conozco otros sitios.Una gitana entra en el bar y se acerca a ellas.—Dame algo, bonita.Laura coge dinero del bolso para la gitana.

—Tenga —le dice. Pero la gitana no coge el dinero. La mira con interés.—Déjame ver tus manos... No me gusta esto... tienes que tener mucho cuidado.Laura escucha a la mujer, que de pronto se ha puesto muy seria.Un camarero se acerca a al gitana.—Por favor, aquí no se puede pedir —le dice.Pero la mujer no lo escucha.—Toma, hija. Esto es para ti —saca una pequeña cruz del bolsillo—. Esto te va a proteger.—¿Protegerme? ¿De qué? —pregunta Laura.El camarero coge a la mujer por el brazo.—Ya voy, ya voy... —le dice la mujer—. Veo un peligro, hija —le dice todavía a Laura mientras el camarero la lleva hacia la puerta...La gitana sale del bar. Habla sola. Ana la mira a

ella y luego a Laura. Se ha puesto pálida.—¡Qué mujer tan extraña! —dice Laura—. Además, después de esos hombres...

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—¡Oh!, olvida eso, ya ha pasado todo —dice Ana.—Sí, es verdad. ¿Nos vamos?En la calle, las chicas se dicen adiós.

III

Laura sube por la Ramblas y busca un teléfono. Marca un número y oye una voz: «Soy el contestador automático de Enric. Si quieres, puedes dejar un mensaje».—«Enric, soy yo, Laura. ¿Dónde estás? Tengo que hablar contigo. Un beso».Laura no consigue sentirse tranquila. Sin saber por qué, mira hacia atrás. Le parece ver a alguien conocido. Es un hombre alto con gafas oscuras... ¡El hombre de la navaja! Se pone nerviosa y empieza a andar muy rápido. Cruza la calle y se para delante de una tienda. Mira otra vez hacia atrás pero ahora no ve a nadie. ¿Se ha equivocado? ¿No era aquel hombre? ¿Ha soñado?Asustada todavía, Laura busca otro teléfono y vuelve a llamar a Enric. Todavía no ha vuelto a casa.—«¡Ay, madre mía!» —Laura ve otra vez al hombre alto y de gafas oscuras. ¡Y a su lado está el bajito de la pistola! La siguen, ya está segura. Tiene miedo, mucho miedo. Quiere correr. No, es mejor coger un taxi... ¿o no? No hace más que preguntarse: «¿Por qué me siguen? ¿Qué pasa?»De repente grita: una mano la ha cogido del brazo.

IV

Ana, la chica de los ojos negros, está allí y le sonríe.—¡Eh, Laura! Soy yo, Ana. ¿Te he asustado?—Sí, es verdad. Me has asustado. Pero ¡qué contenta estoy de verte!—¿Qué te pasa?—¡Ana! —Laura contesta bajito—. Me siguen.—¿Qué?—Que me siguen.—¿Quién?—Los dos hombres de antes. —¡Los dos hombres del bar! Pero, ¿por qué?—No lo sé, Ana, no lo sé. Pero tengo que saberlo.Ahora que está con Ana, Laura se siente más segura.—Oye, Laura, ¿seguro que no conoces a esos hombres?—No, es la primera vez que los veo...—Mmmm —dice Ana.—¡Mira! —Laura coge a Ana del brazo—. ¡Allí están!Ana mira hacia atrás y ve a los dos hombres.—Es verdad —dice Ana, preocupada.—Sí...—Explícame, Laura. ¿Qué pasa?—No lo sé. Esta mañana he ido a tomar un café a un bar. Un hombre ha entrado y ha hablado un poco conmigo. Un hombre simpático, quizás un poco raro. Luego me ha pagado el café y se ha ido...Laura se lleva las manos a la cabeza.—¡La cartera! ¿Cómo no me he acordado hasta ahora?—¿Qué cartera? —pregunta Ana.

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—La cartera del hombre del bar, del hombre que me habló, una cartera de mano. La tengo en el bolso.—¿Una cartera?—Sí, el hombre se olvidó de su cartera. Yo la cogí para dársela, pero pasó todo aquello y...—Ya sé... «Ésos» buscan la cartera.—Sí, seguro.Laura se queda un momento en silencio.—Oye, ¿sabes dónde está la catedral?—No.—Ya... Mira, coges la primera calle a la derecha. Al final de ella hay dos calles. Coges la calle de la izquierda y llegas a una plaza grande. Allí está la catedral.—A ver, la primera a la derecha y al final cojo la calle de la izquierda. Así que está cerca.—Bien, empieza a andar despacio y espérame dentro de la catedral. Yo voy a intentar perder a esos dos de vista. Luego te veo allí y miramos la cartera. ¿De acuerdo?—Sí, claro que sí —contesta Ana.

V

La catedral está bastante oscura. Llega Laura, cansada pero sola por fin. Busca a Ana entre la gente que está visitando la catedral. La encuentra delante de una Virgen.—He estado muy pocas veces en una iglesia. ¡Mira qué vírgenes tan bonitas! —dice Ana—. Y aquella de allí... ¿la ves? Parece que me está mirando.—Sí, Ana, pero a mí no me gustan las iglesias...—A mí tampoco, pero esa mujer, la Virgen...—Mira, Ana. Creo que ahora no me han seguido. Vamos a sentarnos.Laura saca la cartera de su bolso. Dentro hay varias cosas: unas llaves, una foto, un trozo de papel... Hay poca luz y no pueden ver bien la foto ni leer el papel.Ana enciende una cerilla. Miran la foto. En ella hay tres hombres y una mujer. Laura cree reconocer al hombre del bar, el hombre de la chaqueta negra. En el papel hay algo escrito. Laura empieza a leer.—Las murallas son las paredes de mi casa. La casa es la mitad de mi tesoro. XX...y 2. Las perlas también. ¡Las perlas!... Ese hombre me ha hablado de unas perlas...—¿Y esto, qué es? —pregunta Ana, que ve un dibujo en el papel—. Aquí hay un bar en una playa.—¿Perlas? —pregunta Ana.—Sí, perlas ensangrentadas... ¿Sabes Ana? Creo que este papel es un mensaje.—¿Y esto, qué es? —pregunta Ana, que ve un pequeño dibujo en el papel—. Aquí hay un bar en una playa. ¡Huy! ¡Mi dedo!Ana apaga la cerilla y se levanta.—Vamos fuera. Allí hay más luz.Salen de la catedral y se sientan en un banco.—Bueno, vamos a ver —dice Laura—. Un bar en la playa...

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—Hay olas en el mar.—¡Ya lo tengo! ¡Ana, me parece que lo he entendido!Bar, cielo, ola.—¿Y...?—En catalán bar es «bar», cielo es «cel» y ola es «ona». Esto es: Bar-cel-ona = Barcelona. Y las murallas, las murallas de Barcelona, en la calle Portaferrisa. Hay un tesoro en la calle Portaferrisa, unas perlas, quizás...—¿Tú crees, Laura?—No sé, pero podemos ir allí. A lo mejor encontramos algo... está cerca.—De acuerdo, vamos entonces.

VI

La calle Portaferrisa es una calle que va desde la catedral hasta las Ramblas. No es muy larga y está llena de tiendas: ropa, zapatos... Las dos chicas andan despacio entre la gente. Miran a su alrededor. Esperan encontrar algo, pero ¿qué? Ellas no lo saben. Cuando llegan a las Ramblas no han visto nada especial.—¿Has visto algo? —pregunta Laura.—No, nada. Es que no sé qué estamos buscando.—Yo tampoco.—Laura, ¿y la muralla? Yo no he visto ninguna muralla...—¡Oh!, hace mucho tiempo que no está en pie. Aquí está explicado, escrito en la pared de esta casa.—Vamos a ver. Mira, Laura, ¡qué bonito! Aquí pone que eran las segundas murallas.—¡Claro! Las segundas murallas. Pero ya está. ¡Ana, hay otras murallas, las primeras murallas de la ciudad! Están en la calle Banys Nous. Y la muralla pasa por algunas casas de esa calle.—¿De verdad? ¡Es maravilloso!—Sí. Vamos allí.—Vamos, Laura.Las dos chicas llegan rápidamente a la calle Banys Nous.—¡Qué calle tan bonita! —dice Ana—. Me gusta, es tan estrecha...La calle Banys Nous y la calle de la Palla son dos callecitas que se encuentran casi en el centro del barri gótic. En la calle de la Palla hay una pequeña y moderna plaza con trozos de la primera muralla de Barcelona. Laura se ha parado delante de un viejo bar llamado «El Portalón».—¿Sabes? —dice Laura—, he venido aquí muchas veces.—¡Qué sitio tan interesante! —dice Ana—. Mira, Laura. Aquí, al lado, está el número veinte.—¿El veinte?—Sí, ¿te acuerdas? El mensaje hablaba de dos «X». Dos «X» son veinte.—Sí, tienes razón, Ana, «XX y dos...».—Veinte o veintidós... quizá en uno de estos edificios...—Seguro que dentro hay trozos de la muralla de Barcelona. Pero ¿en qué número? ¿En el veinte o en el veintidós?—O en el cuarenta y cuatro —dice Ana.—No, en el cuarenta y cuatro no puede ser. La calle no tiene ese número. Acaba aquí.—Tengo una idea —dice Ana—. Vamos a probar las llaves de la cartera. Si alguna de ellas abre la puerta del veinte, podemos subir al segundo piso —número dos— y llamar.—¿Y si hay alguien? —pregunta Laura.

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—Salimos rápido. Tenemos que dejar la puerta de la calle abierta, claro.—¿Sabes? Tengo miedo.—Yo también.Las chicas se han quedado paradas, sin hablar por un momento.—¿Qué hacemos entonces? —pregunta por fin Laura.—Dame las llaves —dice Ana—. Si encontramos al hombre que habló contigo en el bar, le damos la cartera y ya está. Te ha parecido simpático, ¿verdad?—Sí. Pero era un poco raro...Laura se queda pensando pero por fin se decide.—Bueno, vamos. Tengo que saber por qué me siguen. Ana coge una llave grande y con ella intenta abrir la puerta del número 20. ¡La puerta se abre! Laura tiene miedo pero sigue a Ana que sube la escalera. Cuando llegan al segundo piso se paran delante de una puerta. Laura mira a Ana. ¿Qué hacer ahora?—Voy a llamar —dice Ana.Llamar. Esperan un momento pero nadie abre.—Eh, Laura. ¡La puerta está abierta!—¿Abierta?Las dos chicas están nerviosas.—Bueno, vamos a ver... —dice Laura.Abren la puerta y entran despacio en la casa.—¿Hay alguien? —pregunta Laura.Nadie contesta. Hay poca luz. A la izquierda hay una puerta. Es el baño. Hay un pasillo corto a la derecha y al final una puerta abierta. Por aquella puerta entra luz.—Vamos —dice Laura.De repente oyen un ruido suave por el pasillo. Laura casi grita. Algo pasa delante de ellas. Es un pajarito que está libre. Laura coge la mano de Ana.—Esto no me gusta...

—Vamos a ver un poco más —dice Ana en voz baja.La luz entra por una ventana que da a la calle. Por un momento la luz no las deja ver. Parece un cuarto de estar pero allí no hay muebles, sólo una silla y al lado de la silla... hay algo... un hombre en el suelo.—¡Oh! ¡Dios mío! —grita Ana.—¡Es el hombre del bar...! Está muerto —dice Laura—, al lado de la cabeza hay sangre.—Vámonos de aquí. Corre.Todavía no han terminado de hablar cuando oyen un ruido detrás de ellas. Miran hacia el pasillo. Una mujer muy vieja entra en la

habitación.—Perdonen... la puerta estaba abierta.La viejecita se para en medio de la habitación. Laura y Ana se miran con sorpresa.—Pasan cosas muy extrañas en esta casa. Esta mañana... —continúa la vieja— aquel hombre... cosas muy raras... ¿Quién es ése? —dice cuando, de repente, ve al hombre en el suelo.—Está muerto —contesta Laura.—Ya lo decía yo... ya lo decía yo... Aquí pasa algo malo. Ya lo decía yo.—Tenemos que llamar a la policía —dice Laura, que se siente un poco más segura con

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la vieja allí—. Me pregunto si hay un teléfono aquí.—Voy a mirar —dice Ana.Hay una habitación a la derecha y otra a la izquierda. Ana entra en la habitación de la derecha. Ve una cama y en el suelo un teléfono. Laura va a la habitación de la izquierda. Allí no hay nada. Sólo un armario y una jaula con la puerta abierta.Cuando Laura entra en la habitación del teléfono, Ana está mirando debajo de la cama.—Laura, mira... Aquí he encontrado unas cosas: dos paquetes de cigarrillos y fotos. Ven, vamos a mirarlas. ¡Huy! ¡Qué oscuras! En ésa hay varios hombres y parece que una chica rubia...Laura no escucha. Sólo piensa en llamar a la policía. Con el teléfono en la mano se vuelve hacia Ana.—Pasan cosas extrañas en esta casa. Esta mañana... aquel hombre... cosas muy raras... ¿Quién es ése?—Gracias por estar aquí conmigo —le dice.Ana le sonríe.—Comisaría de policía. ¿Diga? —contesta alguien al otro lado del teléfono.—¿Puedo hablar con el inspector Ibáñez, por favor?—¿De parte de quién?—De Laura.—Un momento, por favor.Poco después Laura oye la voz del inspector Ibáñez.—¿Laura?—Hola, inspector. Soy yo.—¿Qué tal, Laura? ¿Cómo estás?Laura y el inspector Ibáñez se conocen desde hace algún tiempo. Él ayudó a Laura en una ocasión. La chica sabe que la va a escuchar como a una amiga.—No muy bien. Estoy en un piso de la calle Banys Nous. En la habitación de al lado hay un hombre muerto.—¿Qué ha pasado? —pregunta Ibáñez preocupado.Laura se lo explica todo.—Laura, escúchame bien —le dice Ibáñez—. Tenéis que salir del piso. Dejadlo todo como está y salid deprisa. Puede ser muy peligroso. Esperadme en «El Portalón». ¿Sabes dónde está?—Sí, claro. Aquí al lado.—Yo voy enseguida. Y mucho cuidado, Laura...Laura mira a Ana que está a su lado.—Tenemos que irnos deprisa —dice.La vieja se ha marchado del cuarto de estar. Sólo queda el hombre muerto en el suelo lleno de sangre. Ana se para un momento y lo mira. Luego sigue a Laura que ya está en la puerta. Bajan la escalera muy rápido.En «El Portalón», Laura mira a los pocos clientes. No hay ningún hombre alto con gafas ni ninguno con bigote.—Voy a llamar por teléfono —dice.—Vale, te espero aquí —contesta Ana.Ana parece triste y cansada. Se sienta en una mesa. Laura coge el teléfono y marca el número de Enric.—¿Sí? —le contesta una voz.—¿Enric?—¡Hola, Laura!—Enric, te he llamado antes.

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—Sí, ya lo sé. ¿Dónde estás?—Por favor, Enric, ¿puedes venir enseguida?—¿Qué pasa, Laura?—Luego te lo explico. Estoy en «El Portalón».—En media hora llego. Un beso.—¿Enric?—¿Sí?—Hoy he conocido a una chica estupenda. Creo que vamos a ser muy amigas.Cuando se sienta al lado de Ana, ésta la mira sin decir nada. Sonríe tristemente.

Tomado del libro de Jordi Suris y Rosa María Rialp El hombre del bar, Editorial Santillana, pp. 5-25.

Todo empezó el miércoles 12 de mayo. Tres días antes de San Isidro, la fiesta mayor de Madrid. Una fiesta que dura una semana y media, más o menos, con baile y espectáculos todas las noches. Miles de madrileños están por la calle hasta muy tarde, y hay gente y ruido por todas partes pero especialmente en el centro. Y yo vivo en el centro. Además, a mí, las fiestas populares no me gustan. Por eso, ese año había decidido irme unos días de vacaciones. Ese miércoles 12 de mayo, estaba a punto de irme. Pensaba pasar toda la semana en Menorca. En mayo es una buena época: pocos turistas y, seguramente, bastante buen tiempo. Quería tomar el sol y no hacer nada en absoluto. Sólo descansar. Descansar y leer un par de buenas novelas. Pero no pudo ser. En la agencia de detectives no tenemos mucho trabajo normalmente. Pero, siempre que quiero irme de vacaciones, las cosas se complican. Ese miércoles 12 de mayo, un día antes de irme a Menorca, sonó el teléfono.

2

Oí que Margarita, la secretaria, cogía el teléfono. Nuestra oficina es tan pequeña que se oye todo.-Sí, sí, un momento, por favor. Le paso.«¡Qué raro! No era Tony, el novio de Margarita», pensé yo. La llama todos los días, tres o cuatro veces.-Lola, una llamada para ti -dijo Margarita-. Una tal María José Pancho... O algo así.-¿Lola? -era una voz de mujer.-Sí, dígame.-Mira, no sé si te acuerdas de mí... Me llamo María José Sancho. Nos conocimos en una cena, en casa de Alberto Sanjuán...-Ah..., sí..., sí. Creo que sí... -dije-. Pero no era verdad: no recordaba a ninguna María José Sancho. Tengo bastante mala memoria para los nombres.-Tenemos un problema y quería hablar contigo.-¿Es urgente?-Sí, muy, muy urgente.«Adiós a mis vacaciones en Menorca: seguro que era un nuevo caso para la agencia».-¿Quieres venir a verme hoy mismo? -pregunté sin muchas ganas.-Sí, ahora mismo, si puede ser.-De acuerdo. ¿Tienes la dirección?-Sí, Alberto me la ha dado: Alcalá, 38, ¿no?-Exacto.-No estoy muy lejos. Llego en unos veinte minutos.

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-De acuerdo, hasta ahora.Parecía realmente muy urgente, más urgente que mis ganas de salir de Madrid y de tomar el sol.

3

María José Sancho era una mujer de unos cuarenta y pico años. Alta, con el pelo gris, y mucha personalidad. Entonces la reconocí.Entró en mi oficina, con una expresión preocupada, y me dijo.-Mira, voy a ir directa al grano.-Adelante.«Me gusta la gente que va directa al grano», pensé yo, y empezó a explicármelo todo.-Colaboro con la Asociación de Vecinos de Peñalbina. Es un barrio obrero, ¿sabes?, cerca del parque de San Isidro. En la Asociación tenemos una sección de ayuda a los trabajadores extranjeros. Ahora hay muchos inmigrantes: africanos, sudamericanos, polacos... Tienen muchos problemas, como puedes imaginar: problemas de vivienda, detrabajo... Algunos voluntarios dan clases de español, los ayudamos con la burocracia, y todo eso. Uno de los chicos extranjeros, ahora... Bueno, resumiendo, lo busca la Policía y nosotros queremos ayudarlo. Estamos completamente seguros de que no ha hecho nada. Por eso necesitamos un detective privado.-¿Qué ha pasado exactamente?-Humberto Salazar, se llama el chico. Es colombiano. El domingo Humberto fue a ver un partido de fútbol. Allí, en nuestro barrio. A la salida tuvo una discusión con unos «cabezas rapadas», del barrio también. Todo el mundo los conoce. Son muy violentos. La verdad es que no sé cómo empezó todo. Sólo sé que discutieron, se insultaron... Lo típico.-¿Y por eso lo busca la Policía? -pregunté yo.-No, no, qué va. Es mucho más grave. Al día siguiente, en el parque de San Isidro encontraron inconsciente a uno de los «cabezas rapadas», un tal Antonio Sánchez. «El Tigre», lo llaman. Es el líder. Ahora está en el hospital, en el 12 de Octubre.-¿Está grave? -pregunté yo.-Gravísimo. Está en coma. Le dieron un golpe en la cabeza. Sus amigos dicen que fue Humberto. Y Humberto está muerto de miedo, supongo. Y por eso se ha ido.-¿Y no sabéis dónde está?-No, ni idea. Se ha escondido. Ha desaparecido. Humberto es un chico muy tranquilo, muy buena persona. Él no ha sido. Nosotros estamos seguros. Es incapaz de matar una mosca.-Buf... Qué complicado... -murmuré yo-. ¿Y la Policía qué dice?-Ya sabes cómo son... No les gustan los extranjeros.Además, ahora, con los colombianos son especialmente duros.Miré a María José y le pregunté:-Eres profesora, ¿ verdad?-Sí, ¿se nota mucho? -contestó ella sonriendo.-Un poquito.-Es que tú eres detective -bromeó ella.

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María José y yo comimos un bocadillo en el bar de la esquina y seguimos hablando un poco. Hablamos de los problemas del barrio, del racismo, de su trabajo... Luego, fuimos a la Asociación de Vecinos. Allí conocí a Elías, a Félix y a Mohamed.Elías tenía casi setenta años, era gordo, tranquilo, y hablaba muy despacio. Era un viejo republicano que, después de la guerra, vivió unos años en Francia. Él mismo, cuando era joven, fue emigrante, como muchos españoles.Elías era muy amigo de Humberto, el chico colombiano.-Me gusta trabajar con extranjeros, con inmigrantes. Sé lo que es vivir lejos de casa, estar solo por ahí -me explicó. También conocí allí a Félix, el profesor de español. Era estudiante de Filología, en la Universidad, pero no sabía muy bien cómo dar las clases de lengua.-Es muy difícil... ¿sabes? Te preguntan cosas sobre las que no has pensado nunca. Por ejemplo, ¿por qué se dice «estoy contento» y no «soy contento»? A ver... ¿por qué? Pero es muy interesante... Me gusta -me contó Félix.Pensé que yo tampoco sabía por qué se dice «estoy contento» y no «soy contento».Mohamed era uno de los extranjeros de la Asociación. Nos miraba concentrado para poder seguir nuestra conversación.-El español... muy difícil -dijo Mohamed-. Pero Félix... muy buen profesor.Félix sonrió contento. Los tres, Elías, Félix y Mohamed, conocían bien a Humberto. Estaban, como María José, muy preocupados.-¿Y vosotros dónde creéis que está ahora?-No lo sabemos. Hemos preguntado a todos sus amigos, a los otros colombianos que vienen por aquí... -explicó Elías-. Nadie sabe nada, nadie lo ha visto.-Laura sabe algo, creo -dijo Mohamed.-¿Laura? -pregunté yo-. ¿Quién es Laura?-Es una chica del barrio, española -explicó Félix-.Últimamente salían juntos. A mí no me ha querido decir nada. Pero quizá a ti, Lola...-¿Dónde puedo encontrarla? -pregunté yo.-A estas horas, normalmente, va a tomar algo a Mateo's, un pub que está aquí al lado -comentó Elías.-Huy, me voy. Tengo clase con los polacos... -dijo Félix-. Y les tengo que explicar el pretérito indefinido.-¿Y eso qué es? -preguntó Elías.-«Anduve, anduviste, anduvo...», del verbo andar, por ejemplo.-¿Y para qué sirve?-Eso es lo que tengo que explicar: para qué sirve.-jQué raro! Anduve, anduviste... Yo nunca digo eso... -dijo Elías.Yo salí, quería tomar algo en Mateo's y encontrar a Laura.

5

Un camarero me dijo quién era Laura. Estaba allí, sentada sola en la barra del bar. Era un chica de unos dieciocho años, morena, bajita, con unos ojos muy grandes. Llevaba una cazadora de cuero, unos pantalones vaqueros y los labios pintados de rojo. Parecía muy tímida. Me acerqué a ella y le dije:-Mira, tengo esto para Humberto -y le di una nota que acababa de escribir.Laura me miró con miedo.

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-No..., no soy de la Policía. Tranquila. Sólo quiero ayudarlo -le expliqué.Ella guardó la nota. O sea, que sí sabía dónde estaba Humberto.La nota decía:

Laura me sonrió con tristeza. Lo estaba pasando mal. Me explicó que sus padres no querían saber nada de Humberto.-No quieren que yo salga con un extranjero -me dijo-. Y ahora con este lío... Ayúdalo, por favor. Si lo detiene la Policía...-Tranquila. Todo se solucionará.

6

Eran ya las siete de la tarde. Estaba muy cansada y me fui a casa. Fue difícil llegar a la plaza de la Paja, donde yo vivo. Había mucha gente. Por suerte, yo iba en moto. Muchos madrileños llevaban trajes típicos. Algunos «chulapos» y «chulapas» iban paseando hacia las Vistillas. Las terrazas de los bares estaban llenísimas y se oíamúsica: había un concurso de chotis. Hacía una noche muy agradable, pero yo estaba demasiado cansada para salir por ahí. En el portal de mi casa encontré a Carmela, mi vecina y amiga. Llevaba un mantón de Manila precioso, negro, con pájaros y flores de todos los colores.-¡Qué guapa estás Carmela! ¿De dónde has sacado ese mantón? Es maravilloso...-Me lo regaló un admirador. Hace ya muchos años... Carmela, de joven, trabajó en el teatro. Ahora tiene unos sesenta años. Es una muy buena amiga mía y... una gran cocinera. Cuando me siento muy cansada o muy sola, voy a casa de Carmela.-¿Ibas a salir? -le pregunté yo.-Sí, pero no importa. Iba a dar una vuelta. ¿Has cenado? ¿Te apetece un poquito de cocido madrileño? Pareces cansada...-Mmm... ¡Cocido! -no pude decir nada más.Entré en casa de Carmela y me comí, casi sin decir nada, dos platos de cocido. Luego le expliqué el caso de Humberto y por qué no estaba yo en Menorca.-Y ahora, para animarnos un poco, nos vamos a bailar unrato a las Vistillas. ¿Qué te parece? -dijo al final Carmela.-Huy, Carmela... Es que estoy muerta..., ¿sabes?Pero no pude decir que no: Carmela y yo nos fuimos de fiesta mayor.

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El jueves, muy temprano, llamé a mis socios. Teníamos una reunión, en la oficina, a las nueve. Ellos llegan muchas veces tarde.Allí me esperaban algunas sorpresas. La primera sorpresa fue Paco. Paco es uno de mis socios. Es gordito, un poco calvo pero es un verdadero donjuán. Aquel día entró en la oficina vestido de «chulo»madrileño.-Dios mío... ¿Pero adónde vas así...? -le pregunté yo muerta de risa.-Es una larga historia -dijo él.-¿Cómo se llama «ella»...? -pregunté yo. Y es que en las «historias» de Paco, siempre hay una mujer.-Elisenda.-¿Y de dónde es Elisenda?La especialidad de Paco son las extranjeras.-Venezolana. Elisenda quiere participar en un concurso de chulos y chulapas. Es hoy, a las doce, en la Plaza Mayor. Elisenda tiene mucha personalidad, ¿sabes?-Sí, me imagino. Estás «monísimo»... Pero el pantalón te queda un poco pequeño, ¿no? -dije intentando no reírme.-Lo he alquilado y no había de mi talla.-Lo que hay que hacer por amor... -dije yo.-Oye, pues no estoy tan mal...Paco no tiene ningún complejo. Es un hombre feliz. Miguel, mi otro socio, es completamente diferente. Es alto, atractivo, pero muy tímido. Y lo pasa muy mal con las chicas. Ese día llegó a la oficina preocupado.-Y a ti, Miguel, ¿qué te pasa? -le pregunté yo.-Pues que tengo que pasear a Gabriela, llevarla a las fiestas y todo eso.-¿Gabriela?-Sí, un prima mía lejana, que no conozco de nada. Llega hoy de Buenos Aires. La tengo que ir a buscar ahora al aeropuerto. Y es que me encuentro fatal... Huy, mi cabeza...-Pues tómate una tila, venga...Miguel cada vez que sale con una chica nueva, se pone nerviosísimo y dice que está enfermo.«¡Qué socios!», pensé.-Bueno, ahora, todo el mundo a mi despacho. Reunión general. Tenemos un caso.-Pero, nena, si es San Isidro..., fiesta mayor...-empezó Paco.-Tenemos un caso -corté yo-. Y no me llames «nena».Les expliqué rápidamente lo que pasaba. E hicimos unplan. Por la noche todos iríamos a la pradera de San Isidro, con Elías y los demás, e intentaríamos acercarnos a gente de Peñalbina. La Asociación de Vecinos tenía un puesto de bebidas y bocadillos en la Pradera.-Y ahora me voy a mi cita. A lo mejor viene Humberto -dije yo.Y así fue: Humberto vino.

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A las once estaba yo en el bar Las Vistillas. «¿Vendría Humberto a nuestra cita?», me preguntaba. Cuando entró lo reconocí inmediatamente. Tenía el pelo largó, muy negro, y esa mirada profunda de los andinos... «Un hombre atractivo», pensé. Me acerqué a él y le dije:-¡Qué bien que has venido!-¿Quién es usted? ¿Por qué me busca?-Me llamo Lola Lago. Soy detective privado y me han contratado para ayudarte.-Elías, María José y...-Exactamente.-Son muy buena gente.-Sí, te quieren mucho y están muy preocupados. Y ahora, cuéntame. Y, por favor, tutéame...Humberto tenía mucho miedo. No quería hablar con la Policía.-No tengo «permiso de residencia». Me van a mandar a Colombia. Y allí va a ser peor...Se iba relajando y acabamos hablando como viejos amigos. Necesitaba hablar.-¿Peor que en España?-Sí, y eso que aquí no es fácil. Mi familia tuvo problemas, allí en Colombia, con el cártel de Medellín.-¿Con la mafia de la droga?-Sí. Somos de Medellín. Mi familia no quiso trabajar para ellos. Mataron a mi hermano mayor. Yo no puedo volver a Colombia, ¿comprendes? y si me coge la Policía española...-¿Trabajas?-Algo. Está difícil... Toco música latinoamericana en un local, en la calle Baños Viejos. En El Candil.-Lo conozco, yo vivo al lado.-A mí me gustaría estudiar. Estudiar música, en el Conservatorio. Pero todo es muy difícil para un extranjero con poca plata.Los dos nos quedamos un momento callados. Luego él dijo:-Al principio uno piensa que en España va a ser más fácil... Hablamos el mismo idioma y todo eso, pero...-Sí, no nos parecemos tanto como creemos -dije yo.-También tengo miedo de los amigos del Tigre -dijo al cabo de un rato Humberto.-De los «cabezas rapadas»...-Sí. Buscan un culpable. Y ya sabes cómo son con los extranjeros... y ellos, no sé por qué, piensan que fui yo. Tengo que esconderme.En aquel momento, tuve una idea genial: Carmela.-Tengo una idea: vas a pasar unos días con una amiga mía -le dije.-Si tú lo dices...Humberto ya confiaba en mí.

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Llegamos a casa de Carmela y le pregunté directamente:-Carmela, ¿puede quedarse unos días en tu casa este amigo?Ella estuvo inmediatamente de acuerdo. Luego le contamos la historia de Humberto.-Ah, pero si yo he leído algo de eso en el periódico...Cogió el periódico que estaba sobre la mesa y leyó:

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-Estarás mejor aquí conmigo, hijo -dijo Carmela.Así que dejé a Humberto instalado en casa de mi vecina. Ella estaba encantada.-Lo cuidaré como a un hijo. Aquí estará seguro -me dijo cuando me marchaba.Humberto parecía más tranquilo.

Tomado del libro Lejos de casa,de Lourdes Miquel y Neus Sans.

Editorial Difusión, pp.7-21

«Son las ocho. ¡Las ocho! ¡Me he quedado dormida! ¡Ay! Pero, ¡qué tonta soy! ¡Hoy es quince de agosto! ¡Es fiesta! ¡Qué bien!»

Marta quiere despertar a Frank con un beso, como siempre. Pero no lo encuentra y el beso se queda en el aire… Frank no está. No oye ningún ruido en el cuarto de baño. Tampoco en la cocina.

«Seguro que ha salido a comprar el periódico y un pastel de manzana, mi preferido. Es que hoy es quince de agosto…»

Marta se da la vuelta y se queda en el otro lado de la cama, en el lado de Frank. Siempre se acuesta allí cuando él no está. Frank lo sabe, y por eso le ha dejado el sobre en su lado. Marta se asusta cuando siente el papel en la cara. Enciende la luz. Es un sobre grande. Dentro hay muchos papeles escritos con letra de Frank. Empieza a leer...

Madrid,15 de agosto de 1993

¿Te acuerdas, Marta? Hoy hace diez años…¡Cómo pasa el tiempo! Hemos hablado mucho, quizás demasiado, de aquel día.Y todavía no sabemos qué pasó. Bueno, eso es el amor: no saber nada y saberlo todo, no creer nada y creerlo todo, ¿verdad?

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No sé por qué, pero hoy te quiero escribir. Hoy te quiero contar todo aquello sin mirarte, sin tenerte delante, sin ver tu cara. Yaes el momento. Ya escribo bastante bien en español. Bueno, eso creo yo.

Vuelvo dentro de un momento. Te quiero.

Frank.

***

Marta sonríe. Sus ojos verdes se llenan de luz de luna. Lee y lee…

***

Madrid, 15 de agosto de 1983. Frank ha estado en España durante un mes estudiando español. Ahora vuelve a su país.

Estación de trenes de Chamartín. Tres de la tarde. Calor. Mucho calor... Y gente. Mucha gente. Frank lleva su pesada maleta por el suelo. Ha comprado demasiados regalos.

Delante de las ventanillas de los billetes hay una cola muy larga... Bueno hay colas, muchas colas que se mueven lentamente. Por los altavoces una señorita da informaciones sin parar. Frank no entiende nada. Es que —piensa él— en España la gente habla y habla todo el tiempo. Y así es imposible comprender nada. Además, los españoles siempre gritan cuando hablan...

Frank se pone en la cola que le parece más corta. Mientras va hacia la ventanilla, mueve su maleta con el pie. Y busca dentrode su cabeza las palabras que va a decir:

«Buenos días» o «buenas tardes» —piensa Frank—. Los españoles dicen «buenas tardes» sólo después de comer. Y comen casi a las tres. Tengo que decir «buenos días» porqueno sé si el señor de la ventanilla ha comido ya. También voy a decir «por favor». Y después, «quiero», «es necesario», «me gusta»... ; esto es más difícil. ¿Por qué en español hay muchos verbos diferentes para decir la misma cosa? Luego, «un billete», «una entrada», «un papel»... Bueno, puedo decir «tique». Eso dicen los españoles en lugar de «ticket». Pero, ¡qué mal hablan inglés los españoles! Ahora viene algo todavía peor: las preposiciones. ¡Hay más de diez preposiciones en español! ¿«A», «por», «en», «para», «hacia», «desde» o «hasta» París? ¿Cuándo usar unas u otras? Esto está en el libro, pero lo tengoen la maleta. Y ahora no puedo abrirla porque después no puedo cerrarla... Solución: escuchar a este señor que está delante de mí y decir las mismas palabras que él.

***

Marta se ríe; se ríe porque así, escrito, es bastante más divertido que contado. Y, claro, se ríe también porque sabe qué va a pasar después… La verdad es que está muy

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contenta. ¡Qué bien escribe Frank en español! ¡Y pensar que hace diez años no sabía hablarlo!

***

El señor de delante ya ha llegado a la ventanilla. Frank se pone un poco más cerca de él para escucharlo mejor. Pero el señor no dice nada. Sólo mueve la cabeza; la mueve mucho, arriba y abajo, abajo y arriba. Saca de un bolsillo una foto de la Plaza Mayor de Salamanca. La pone en el cristal, delante de los ojosdel empleado.

—Dos. Ir y venir aquí. No fumar. Gracias.

El señor paga con un billete de cinco mil pesetas y recoge la vuelta y sus dos billetes. Guarda la foto. Sonríe. Mueve la cabeza arriba y abajo y se va. Sentada en un banco lo está esperando su mujer, que también es japonesa.

Frank llega a la ventanilla. Baja la cabeza. Mira al señor delotro lado del cristal. Muy deprisa y sin coger aire, dice:

—BuenosdíasporfavormegustaunentradaporParís.

El señor de la ventanilla abre mucho los ojos.

—¿Qué dice?

Frank coge aire y lo intenta otra vez.

—BuenosdíasporfavorquierounaentradaparaParís.

 

 

—Oiga, esto no es un cine —contesta el empleado.

—Perdón, no entiendo.

—Digo que esto no es un cine, que aquí no puede ver películas.

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—No entiendo. Perdón.

—Tiene que decir «billete». Las entradas son para el cine y para el teatro.

Frank intenta pensar. Intenta coger las palabras con las manos.

—Entiendo. Sí. Perdón... Buenos días...

—Buenas tardes, porque ya he comido...

Frank está enfadado y dice algo en su idioma. El empleado le sonríe.

—¿Qué?

—No. Nada... Buenas tardes... Por favor, quiero un billete para París.

—Así. Muy bien. ¿De ida y vuelta o sencillo? ¿Fumador o no fumador?

—No entiendo.

Mucha gente cree que los extranjeros son sordos . Muchos piensan que sólo entienden si les gritas. El empleado que vende los billetes es uno de éstos. Mira a Frank. Coge aire, mucho aire. Después cierra los ojos y empieza a gritar:

—¿DE IDA Y VUELTA O SENCILLO? ¿FUMADOR O NO FUMADOR?

—No entiendo.

—¿QUIERE EL BILLETE DE IDA Y VUELTA O SENCILLOOOOO? —grita el empleado todavía más fuerte.

—No entiendo.

—Pues yo no puedo hablar más alto.

—No entiendo.

—¡NO PUEDO HABLAR MÁS ALTOOOOOOOOOOOOOO... !

—Tiene que hablar más despacio y no más alto. Este chico es extranjero, no sordo. Oye muy bien —dice alguien detrás de Frank.

Frank se da la vuelta. En la cola, detrás de él, hay una chica rubia.

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Tomado del relato de Alberto Buitrago: «Por soñar...», en De viaje, Col. Leer en español, Santillana,

Madrid, 1997, pp. 6-12.

 

—Bueno, en realidad éstas son las cosas que le quiero preguntar. Le explico la situación: tenemos un robo y un accidente. El coche, Seat Toledo rojo, es el mismo en ambos. Tenemos dos hombres en la calle, inconscientes, y el coche, estrellado en la calle. Las joyas robadas no están en el coche; no están en ninguna parte. No sabemos quién es el conductor y quién el peatón. Sólo sabemos que uno de los dos es el ladrón.

—¿Y la documentación?

—Ninguno de los dos tiene documentación. Tampoco están en los ficheros de la policía. Hay una chaqueta azul, pero no sabemos de quién es.

—¡Qué situación! ¿Qué dice el otro hombre?

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—No dice nada. Está inconsciente. Tiene también un shock, resultado de un fuerte golpe en la cabeza. Usted también tiene un golpe en la cabeza. En el accidente, uno de los dos rompe el cristal del coche. Pero ya le digo que no sabemos quién es el conductor. Los dos tienen más o menos las mismas lesiones.

—Me dice que posiblemente soy un ladrón, pero que no lo sabe usted y que no lo sé yo tampoco, ¿verdad?

—Me parece que sí.

—Increíble. Me parece una situación divertida.

—¿Divertida?

—Divertidísima. Me gusta. No me acuerdo de nada. No sé quién soy, de dónde vengo, cuántos años tengo... Posiblemente soy un ladrón, no lo sé, pero ustedes tampoco lo saben. Sólo esperamos dos posibilidades: yo recupero la memoria y digo que soy un ladrón; o el otro hombre despierta y dice que es un ladrón. ¿Cuál le parece más probable?

—No lo sé. En este momento las dos son posibles.

—Bueno, en serio, quisiera ser inocente.

—Naturalmente. Nosotros continuamos con la investigación. Necesitamos encontrar el botín. El ladrón tiene diez minutos para ocultar las joyas. El botín está en algún lugar de la ciudad. ¿En cuál? Posiblemente, entre el Ayuntamiento y la calle Santa Lucía, que es el camino que une el robo y el accidente. Pero no tenemos nada en este momento.

—Entiendo. Suponemos que hallan las joyas. ¿Qué pasa entonces? ¿Es importante para mí? —Claro. En las joyas o en la bolsa hay con seguridad huellas dactilares. Con ellas la policía dice quién es el ladrón.

—Ah, ya veo. ¿No hay huellas en el coche?

—No. El volante tiene una cubierta de terciopelo y las huellas no permanecen en ella. Tampoco hay huellas en otras partes del vehículo.

—Estoy metido en un problema.

En ese momento, Ainoa entra en la habitación. También el doctor. Hablan un poco con «Javier» y Pedro Herrero se va.

IV JUEVES

«Javier» está sentado en una silla de ruedas en su habitación, cerca de la ventana. Mira el jardín que hay fuera. Su cara está seria. Parece nervioso, porque se frota mucho las manos. Tiene en la mesa

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que está cerca de la ventana el periódico de ese día. Continúa en la misma habitación, en el mismo hospital. No recuerda nada.

Entran Ainoa, el doctor y Pedro Herrero, el policía. Caminan y hablan unos con otros. El doctor está enfadado.

—¿Ocurre algo? —pregunta «Javier».

—Bueno, realmente no —responde Pedro—. Hablamos de usted. La policía y el hospital necesitan colaborar. Vamos a actuar juntos. Nosotros queremos resolver el robo, porque el otro hombre está inconsciente y no sabemos cuánto tiempo necesita para curarse. La única solución es su memoria. Usted quiere recordar, ¿no?

—Por supuesto que sí. No me gusta estar sin hacer nada, sin saber quién soy, un ladrón o un padre o un millonario... ¿Qué piensan hacer?

—El hospital colabora con la policía. La enfermera Ainoa está en estos momentos dedicada a usted exclusivamente. Su trabajo es hacer volver su memoria. Usted necesita ayuda para recordar. Ella es su ayuda. Fotografías, periódicos, paseos, charlas... todo es útil para traer un recuerdo. A lo mejor, un paisaje o un árbol o una frase despiertan su memoria. Con su memoria, todos ganamos: la policía puede aclarar el robo, el hospital le cura a usted, y usted mismo recupera su vida y sus recuerdos. ¿Qué le parece?

—Todos ganan, excepto yo, que posiblemente voy a la cárcel.

—Es un riesgo. Pero también existe la otra posibilidad: es inocente y no pierde nada. El robo está aclarado y usted está libre y con su familia o trabajo... con su vida normal.

—Ya. Bueno, me parece bien. ¿Empezamos hoy?

—Sí. Lo primero, vamos a la habitación donde está el otro hombre. Tiene la posibilidad de recordar algo. Posiblemente es amigo suyo.

—Cómplice, quiere decir. En ese caso, la cosa está clara: yo soy amigo suyo, uno de los dos es un ladrón..., conclusión: los dos somos cómplices.

Pedro Herrero, serio, murmura:

—Es mejor no pensar demasiado en las posibilidades.

El doctor se va a visitar a otros enfermos y Pedro Herrero y Ainoa, que transporta a «Javier» en la silla de ruedas, caminan para tomar el ascensor. Esperan en el pasillo un rato y finalmente entran en uno de los ascensores. «Javier» dice:

—Este hospital es muy grande, ¿no?

—Sí —responde Ainoa— . Muy grande y además muy bueno y famoso. Es bastante moderno y en algunas cosas es uno de los mejores de España.

—En enfermeras, por ejemplo —bromea Pedro.

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Ainoa se ríe.

—Por supuesto, en enfermeras es el número uno.

«Javier» pregunta:

—¿Subimos o bajamos?

—Usted está en el piso cuatro y el otro en el seis. Él está en la UCI.

—¿UCI? ¿Qué es eso?

—Unidad de Cuidados Intensivos. Es donde están los enfermos más graves, los que necesitan vigilancia especial.

—Usted no recuerda muchas cosas de la vida normal, ¿no? —dice Pedro Herrero— Quiero decir que no se acuerda de su nombre o de su familia, pero tampoco de algunas cosas que le rodean, del país o de cosas que sabemos de forma natural, ¿verdad?

—Es cierto. Hay cosas que recuerdo y cosas que no. No sé cuántas cosas. Ainoa me dice que su nombre es vasco; de eso no me acuerdo. Bueno, ahora sí, claro —mira a Ainoa, sonriendo—. Ahora sé que Ainoa es un nombre vasco.

—¿Sabe qué país es éste? ¿Cuántos habitantes tiene? ¿En qué ciudad estamos? ¿Quién es el presidente del gobierno? ¿Cómo está la economía? ¿Dónde...?

—Por favor, por favor, son demasiadas preguntas —dice Ainoa—. Es mejor ir poco a poco. Parece el Trivial.

—¿El Trivial? ¿Qué es? —dice «Javier».

—Un juego de cultura. Bueno, ya estamos aquí. Se paran en una puerta doble. Ainoa entra en otra habitación y sale con unas batas verdes y unas mascarillas y bolsas.

—Nos ponemos las batas, las bolsas en los pies y las mascarillas en la boca para no llevar microbios y enfermedades a los enfermos de la UCI. Tampoco es posible hablar muy alto ni estar mucho tiempo.

—De acuerdo —dice «Javier».

Pasan la puerta. Hay un pasillo central y camas con enfermos en las dos paredes. Hay también máquinas cerca de los enfermos para vigilar su situación. Finalmente, se paran ; en una cama hay un hombre con la cabeza escayolada. El hombre está con los ojos cerrados.

—Bueno, aquí está. Es el hombre del accidente.

«Javier» mira con atención. El hombre tiene más o menos los mismos años que él. Su cara no es nada especial. A «Javier» le parece que es la primera vez que lo ve. No tiene ningún recuerdo de ese hombre.

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—No, no creo conocer a este hombre.

—¿Está seguro? —pregunta Pedro Herrero.

—Sí, es la primera vez que lo veo. No me trae recuerdos. Ainoa lleva la silla de ruedas al pasillo. El policía camina, serio; en el pasillo se quitan las batas, las mascarillas y las bolsas de los pies. Ainoa se lleva todo. Pedro dice:

—Mala suerte para todos.

—Lo sé. Quisiera recordar, pero no me acuerdo de este hombre.

—Bueno, me voy. Tengo trabajo. Hasta mañana. Ainoa está otra vez con ellos.

—¿Se va? Nos vemos mañana. Pero mañana seguro que estoy cansadísima.

—¿Por qué? —pregunta el policía, que espera el ascensor.

—Esta tarde voy al concierto de Mecano en la plaza de toros. Me gustan mucho y también me gusta mucho bailar. El problema es que hay trabajo al día siguiente y...

—¿Mecano? —pregunta «Javier», nervioso—. Eso me recuerda... No sé, tengo una sensación rara. Tiene relación con el accidente... Es difícil de explicar. Recuerdo un poco el accidente, una cosa roja y Mecano está también relacionado.

—¿Mecano, relacionado con el accidente? —pregunta Pedro Herrero, extrañado—. Me parece que está usted un poco confuso, Javier. ¿Qué tiene que ver un grupo de música con un accidente?

—No lo sé, pero esa palabra me trae recuerdos que están relacionados con el accidente. No sé cómo o por qué.

—Mmmm. Es extraño.

El ascensor llega, y los tres entran. En la planta número cuatro, el policía dice:

—No sé... Voy a pensar en esa relación. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

V VIERNES

El día es estupendo, con sol y una temperatura agradable. «Javier» está más contento y animado. Ahora recuerda una cosa; el primer recuerdo de su otra vida ya está en su cabeza. Supone que otros recuerdos esperan para salir. Esa mañana los enfermeros le bañan y le afeitan. Su ropa está también limpia. Se siente bien.

Entra Ainoa. Ella también está vestida con ropa de calle, no con la bata del hospital. Parece cansada, pero contenta.

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—Hola, buenos días. ¿Cómo estás hoy? ¡Qué guapo! Estás limpio y afeitado. ¡Qué camisa tan bonita! ¿Es la ropa del accidente?

—Hola. Sí, es mi ropa. O eso dicen. Pero es verdad que me resulta familiar. ¿Qué hacemos?

—Como ves, yo también voy con ropa de calle. Sólo me dedico a ti, a ayudarte a recordar. Vamos a dar un paseo por la ciudad. Ver cosas ayuda a recordar, ya sabes.

—Estupendo. Tengo ganas de salir. Aquí tengo demasiado tiempo libre. Me aburro. Quisiera respirar aire natural, no acondicionado.

—Pues vamos. Tengo coche; cargamos la silla de ruedas en él y vamos al Paseo de Pereda, que está muy bonito hoy. Paseamos, miramos cosas, hablamos y seguro que tu memoria regresa poco a poco. ¿Vale?

—Vale. Me parece un plan buenísimo.

Ambos salen del hospital. El coche de Ainoa es pequeño, pero está limpio y cuidado. Con problemas, «Javier» y la silla consiguen meterse. Él va en el asiento del copiloto, y la silla, plegada, en el de atrás. Santander está preciosa esa mañana. Hay mucha gente en la calle y el día es luminoso. Hay muchas flores en todas partes. También hay mucho tráfico; demasiado. El coche marcha despacio. Finalmente, llegan al Paseo de Pereda, que es la calle principal de Santander, una bonita avenida que está paralela al mar. Hay muchas flores y tiendas.

Aparcar en Santander no es fácil, pero Ainoa ve un sitio bueno y deja allí el coche. Bajan y pasean.

—Tenemos suerte —dice Ainoa—. Un precioso día, sitio para aparcar, tiempo libre...

—Sí. Necesito tomar aire fresco.

—¿Qué te parece si tomamos algo en una terraza? Tengo muchas ganas de tomar un refresco. Estoy hecha polvo. ¿Te parece bien?

—Me parece muy bien. Es verdad, tu concierto de ayer. ¿Qué tal?

—Genial. Me encanta ese grupo. Ella canta muy bien y los conciertos resultan muy animados. Pero bailar demasiado es malo; ahora estoy muerta. Llegan a una terraza y se sientan. El camarero pregunta:

—¿Qué desean?

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—Yo, una Coca-Cola, por favor —dice Ainoa. Y mira a «Javier»—. Necesito estar despierta.

—Para mí, un zumo de naranja.

—¿Algo para picar? —pregunta el camarero.

—¿Unas patatas fritas? Tengo un poco de hambre.

—Vale, unas patatas fritas —responde «Javier».

El camarero se va. Ainoa dice:

—Zumo de naranja. ¿Siempre pides zumo de naranja? ¿Te acuerdas de tus bebidas o comidas favoritas?

—Mmm. No sé, pero es verdad que me gusta el zumo de naranja. No es exactamente un recuerdo..., más bien una intuición.

—Ahá. Eres un chico natural. Un deportista o un ecologista, o algo así.

—No sé. Es posible.

El camarero llega con las bebidas y las patatas. Ainoa bebe rápido.

—Aaaah. ¡Qué bien! La verdad es que estoy muy cansada. Siempre me meto tarde en la cama cuando voy a conciertos.

—¿Vas mucho a conciertos?

—Sí. Me gusta la música e intento ir bastante. No hay muchos conciertos en Santander. En Madrid o en Barcelona sí hay muchos; también en el País Vasco. Pero no aquí.

—¿Vas con tu novio, con amigos...?

—No tengo novio. Voy con un grupo de amigas. Casi siempre vamos juntas. Somos cuatro amigas.

—¿Íntimas?

—Muy íntimas. Del colegio.

—Eso está bien. ¿Cómo es que no tienes novio?

—Ninguno me quiere —dice ella con cara de niña pequeña. Se ríe—. Bueno, en realidad soy muy independiente. Los hombres no están mucho tiempo conmigo.

—También me gustan las mujeres independientes.

—¿Seguro? ¿Te acuerdas de eso? —dice ella con ironía.

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—Oh, creo que sí. —Bueno, vamos bien. ¿Qué te parece un paseo?

—Adelante.

VI

El coche llega al hospital. Es la hora de comer. Ainoa y «Javier» bajan y caminan por los pasillos. Van al comedor. Esperan unos momentos para encontrar una mesa libre; hay muchas personas, médicos, enfermeros y visitantes, que comen en el comedor del hospital. Finalmente, ocupan una mesa.

—Una mañana muy agradable —dice «Javier»—. Recordar así es un placer.

—Pero realmente no recuerdas mucho. En el Paseo de Pereda nada te resulta familiar. Es raro. La playa, los bares, las tiendas... no te dicen nada.

—Así es.

—¿Está libre este asiento?

Levantan la vista. El inspector Herrero está de pie con una bandeja con comida.

—Claro. Ahora estamos los tres —responde «Javier»—. ¿Cómo le va?

—Tirando. ¿Y usted? ¿Recupera sus recuerdos?

—No, no mucho. Recuerdo que me gusta el zumo de naranja y las mujeres independientes, pero no mucho más. Ah, y que me gusta pasear por la ciudad.

—No está mal para una mañana. Pero no es mucho, es verdad. ¿Nada del robo?

—Me parece que no. Lo siento.

—Bueno, yo tengo buenas noticias. Es algo que tiene que ver con lo de Mecano y el accidente. La calle del accidente está llena de papeles de propaganda del concierto. Veamos: es lunes por la mañana. Recuerdo que en el momento de meterle a usted en la ambulancia, miro un papel que está en el suelo y un policía amigo mío me dice: «Son Mecano. Voy a ir esta tarde». Un comentario sin importancia, como ve, pero en esta profesión no se sabe cuándo o cómo las cosas más pequeñas son importantes. ¿Qué quiere decir esto? Yo creo que usted se acuerda de Mecano relacionado con el accidente porque posiblemente es el último recuerdo que tiene antes del accidente. Esto quiere decir que, como no puede leer los papeles que están en el suelo cuando va en un coche a toda velocidad por las calles de la ciudad, usted no va en el coche. Es el otro hombre el que va en el coche y tiene el accidente cuando le atropella a usted. Conclusión: el otro es el ladrón, y usted es inocente. Naturalmente, todo esto es sólo una hipótesis. La base no es muy fuerte: una idea que nace de un recuerdo muy débil. Pero es algo positivo, ¿no le parece?

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—Oh, sí, sí que me lo parece. Es usted bastante inteligente.

—Para eso me pagan. Pero no lo tome muy en serio. Le digo que es sólo una idea, nada definitivo. Esperamos nuevos datos. Por cierto, esta comida no está muy buena; más bien, está malísima.

VII

—Hoy es sábado. El día está un poco oscuro, pero no va a llover. ¿Dónde quieres ir?

—Me apetece ir al Palacio de la Magdalena.

—¿Seguro? No parece un lugar bueno para recordar nada. Quiero decir que es difícil encontrar ahí alguna cosa de tu vida cotidiana.

—Tienes razón. Recordar y hacer turismo son dos cosas diferentes, ¿verdad?

—Sí, bastante. Claro que en el Palacio hay cosas que posiblemente resultan buenas para traer otros recuerdos: cuadros, libros, habitaciones, jardines... Muy bien, vamos. Nunca sabemos dónde podemos tener suerte. Tenemos el ejemplo de tu recuerdo de Mecano, ¿no? ¿Quién sabe? A lo mejor eres un millonario y en el Palacio te acuerdas de todo.

—Claro, claro. Continúa. ¡Qué imaginación! Los dos van al coche de Ainoa y montan. Ella explica a «Javier» algunas cosas de la ciudad.

—Esto es el Paseo de Pereda, lo conoces ya. Ahora subimos esta calle, y eso que ves allí es el Auditorio. Muy moderno, ¿no? A mucha gente no le gusta, pero es muy bueno para conciertos y teatro. ¿Sabes que en verano hay aquí un festival internacional de teatro? Toda esta parte es la zona más bonita y rica de la ciudad. Aquí vive la gente que tiene más dinero, las más ricas. ¿Qué te parecen las casas? Bonitas, ¿eh? Todas miran al mar. Santander es una ciudad muy elegante, ¿sabes? Ahora, aquí, entramos en la Península, donde está el Palacio. Actualmente es posible visitarlo porque hay en él una universidad.

—¿Una universidad? —preguntó «Javier», extrañado.

—Sí, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, bastante famosa. Tiene unos cursos de verano muy conocidos, y mucha gente viene a Santander para asistir a ellos.

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También viene gente del extranjero; creo que hay cursos de español también. Bueno, aquí estamos. ¿Qué tal?

Ainoa baja del coche, saca la silla de ruedas y ayuda a «Javier» a salir del coche y subir a ella.

—Bueno, el edificio es bastante bonito. Pero... no sé. Tengo una sensación extraña. Me parece que yo conozco este lugar. Creo recordar que no es la primera vez que vengo.

—¿En serio? —pregunta Ainoa, con esperanza —¡Estupendo! ¿Ves? Poco a poco los recuerdos vuelven.

—Sí, sí recuerdo este sitio.

Unas personas ayudan a Ainoa a subir la silla de ruedas por las escaleras que hay en la puerta del edificio, un edificio gris y antiguo, de sólida piedra. En el interior, casi todo es de madera, vieja y noble. Los pasos de las personas están acompañados del ruido de la madera. Hay cuadros en las paredes, de hombres famosos por su inteligencia y por sus obras, viejos cuadros de científicos, poetas, escritores, políticos y soldados. En los pasillos hay vitrinas, sillones y mesitas, alfombras y tapices. Unos estudiantes pasan con libros y carpetas. Ainoa explica:

—Como sabes, este palacio es ahora una universidad. En este momento, precisamente, hay varios cursos sobre diferentes temas. Mira, todas las habitaciones son en realidad clases. Esta universidad tiene una biblioteca con muchos libros de literatura española muy raros. Pero ya sabes que en realidad es un palacio, así que es muy bonito y noble, diferente de las universidades modernas.

—Un momento, un momento... te digo que yo conozco este lugar, u otro similar. Todo me resulta familiar.

—¡Magnífico! Aquí hay vitrinas con libros y otras cosas. ¿Quieres mirar?

—Sí... Libros antiguos, monedas...

—De repente, «Javier» ve una cosa que le impresiona. Cierra los ojos y se pone las manos en la cabeza. Mira otra vez en la vitrina y murmura palabras que Ainoa no oye bien. Ella mira atentamente las cosas que están en la vitrina, pero no ve nada especial.

—¿Qué te pasa, Javier? ¿Ocurre algo?

—Recuerdo claramente una cosa, Ainoa. Hay aquí objetos que tienen que ver con mi vida. —¿Qué objetos? ¿Qué es?

«Javier» señala con la mano y Ainoa abre la boca, sorprendida. Las cosas que él señala en la vitrina son una colección de collares, pendientes, anillos y diademas antiguas. Joyas.

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