Lauren Oliver - Requiem

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Lauren Oliver - Requiem. Tercera parte de la Saga Delirium.

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Hace una vida desde que Hana yLena soñaban con escapar, convolar. Ahora Lena sueña consobrevivir, con seguir luchando, convolver a amar como al principio.Hana solo desea dejar de soñar,casarse con quien han elegido paraella, olvidarlo todo.

Han tratado de acabar con nosotros.Pero todavía estamos aquí. Y cadadía somos más. Quizá tengan razóny nuestros sentimientos nos vuelvenlocos. Tal vez el amor es unaenfermedad de la que tendríamosque curarnos. Sin embargo, hemos

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elegido un camino diferente. Y alfinal, esa es la mejor cura: ser librespara elegir. Ser libres para elegir…aunque sea equivocadamente.

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Lauren Oliver

RequiemTrilogía Delirium - 3

ePub r1.0sleepwithghosts 29.08.14

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Título original: RequiemLauren Oliver, 2013Traducción: Carmen Valle

Editor digital: sleepwithghostsePub base r1.1

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Para Michael,que derribó los muros

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A los residentes de Portland,Maine, y sus alrededores:Por favor, perdonen las

libertades que me he tomadocon la geografía de su bella

ciudad.

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Lena

He vuelto a soñar con Portland.Desde que Álex volvió, resucitado

pero también distinto, atormentado comouno de esos fantasmas de las historiasque contábamos de niños, el pasado haido regresando a mí. Se cuela entre lasgrietas cuando estoy desprevenida y tirade mí con dedos codiciosos.

Me advirtieron de esto durante todosaquellos años: este pesado lastre en elpecho, los fragmentos de pesadillas que

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me persiguen hasta cuando estoydespierta.

Ya te lo advertí, dice Tía Carol enmi mente.

Ya te lo dijimos, dice mi hermanaRachel.

Deberías haberte quedado. Esa esHana, que llega atravesando el tiempo,por entre las capas espesas y turbias dela memoria, tendiéndome una manomientras me hundo.

Unos veintitantos subimos hacia el nortedesde Nueva York: Raven, Tack, Juliány yo, y también Dani, Gordo y Pike, más

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otros quince o así que se contentan conestar callados y obedecer instrucciones.

Y Álex. Pero no mi Álex: un extrañoque no sonríe nunca, que no ríe, queapenas habla.

Los otros, los que usaban la nave delas afueras de White Plains como hogar,se dispersaron y se marcharon hacia elsur o el oeste. Seguro que ahora eserefugio ha sido desmantelado yabandonado por completo. Ya no esseguro tras el rescate de Julián. JuliánFineman es un símbolo, un símboloimportante. Los zombis irán por él.Querrán vaciar ese símbolo designificado e imponer un castigo

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ejemplar, para que otros aprendan lalección.

Ahora tenemos que tener máscuidado que nunca.

Hunter, Bram, Lu y algunos de losotros del viejo hogar de Rochester nosesperan al sur de Poughkeepsie. Noslleva casi tres días recorrer esadistancia, nos vemos obligados a rodearvarias ciudades válidas.

Luego, de repente, llegamos. Losbosques simplemente se detienen alborde de una enorme extensión decemento agrietada y marcada, aúndébilmente, por las fantasmales líneasblancas de las plazas de aparcamiento.

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Todavía quedan coches oxidados a losque les faltan partes, neumáticos y trozosde metal. Parecen pequeños y un pocoridículos, como juguetes viejosabandonados por un niño.

El aparcamiento se extiende en todasdirecciones como un agua gris, hastaterminar por fin junto a una ampliaestructura de acero y cristal, un antiguocentro comercial. Un letrero en letraredondeada, manchado de caca depájaro, dice: Centro Comercial EmpireState Plaza.

El reencuentro es alegre. Tack,Raven y yo echamos a correr. Bram yHunter también corren, y nos chocamos

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con ellos en mitad del cemento. Melanzo sobre Hunter riendo, y él meabraza y me levanta. Todo el mundohabla y grita a la vez.

Por fin Hunter me deja en el suelo,pero le sigo agarrando del brazo, comosi pudiera desaparecer. Alargo el otrobrazo y toco a Bram, que estrecha lamano de Tack y, sin saber cómo,acabamos todos en una piña, saltando ygritando, con nuestros cuerposentrelazados, en mitad de la luzbrillante.

—Bueno, bueno —nos separamos y,al volvernos, vemos a Lu, que caminahacia nosotros con las cejas arqueadas.

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Se ha dejado crecer el pelo, y lo llevahacia delante—. ¿A quién tenemos aquí?

Es la primera vez en mucho tiempoque me siento alegre de verdad.

En los pocos meses que hemosestado separados, Hunter y Bram hancambiado. Este último está, contra todopronóstico, más corpulento. Hunter tienenuevas arrugas en los ojos, aunque susonrisa sigue siendo la de siempre.

—¿Cómo está Sara? —pregunto—.¿Ha venido?

—Se ha quedado en Maryland —explica Hunter—. En el hogar viventreinta personas y así no tendrá quemoverse. La Resistencia está intentando

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avisar a su hermana.—¿Y qué ha sido de Grandpa y los

demás?Estoy sin aliento y siento una presión

en el pecho, como si me estuvieranaplastando.

Bram y Hunter intercambian unabreve mirada.

—Grandpa no lo consiguió —responde Hunter tersamente—. Leenterramos a las afueras de Baltimore.

Raven aparta la mirada, escupe en elsuelo.

Bram añade rápidamente:—Los demás están bien —alarga la

mano y me toca con el dedo la cicatriz

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de la operación, la que me ayudó aimitar para iniciarme en la Resistencia—. Tiene buen aspecto —dice con unguiño.

Decidimos acampar para pasar lanoche. Hay agua limpia cerca del viejocentro comercial, y de lo que queda delas casas y los bloques de oficinashemos sacado algunas cosas útiles: unaspocas latas de comida que seguíanenterradas entre los escombros,herramientas oxidadas, hasta un rifle queencontró Hunter, aún apoyado sobre unpar de pezuñas de ciervo vueltas haciaarriba, bajo un montón de yeso que sehabía derrumbado. Otra persona de

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nuestro grupo, Henley, una mujer baja ytranquila con una larga trenza de pelogris, tiene fiebre. Así tendrá tiempo dereposar.

Cuando termina el día, comienza unadiscusión sobre adonde ir.

—Podríamos dividirnos —diceRaven. Está agachada junto a un hoyoque ha cavado para hacer lumbre,atizando las primeras ascuas con un palochamuscado.

—Cuantos más seamos, más segurosestaremos —replica Tack. Se ha quitadoel forro polar y solo lleva una camiseta,lo que deja al descubierto los nervudosmúsculos de sus brazos. Poco a poco ha

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ido subiendo la temperatura y losbosques han vuelto a la vida. Sentimosla llegada de la primavera como unanimal que se despereza suavementemientras duerme, soltando su alientocálido.

Pero en este momento hace frío, elsol está bajo y la Tierra Salvaje ha sidotragada por largas sombras púrpura. Lasnoches siguen siendo invernales.

—Lena —grita Raven. Mesobresalto. Me he quedado mirando lahoguera incipiente, observando cómo lasllamas se curvaban en torno al montónde agujas de pino, ramitas y hojasquebradizas—. Vete a ver cómo van las

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tiendas, ¿vale? Pronto oscurecerá.Raven ha encendido la fogata en una

hondonada poco profunda queanteriormente debió ser un arroyo,donde estará un poco a resguardo delviento. Ha evitado acampar demasiadocerca del centro comercial, con susespacios embrujados, que se ve porencima de la línea de los árboles: unamasijo de metal negro retorcido y ojosvacíos, como una nave extraterrestrevarada.

A unos diez metros subiendo por elterraplén, Julián está ayudando a montarlas tiendas. Está de espaldas. Él tambiénlleva solo una camiseta. Los apenas tres

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días en la Tierra Salvaje ya le hancambiado. Tiene el pelo revuelto y se leha quedado atrapada una hoja justodetrás de la oreja izquierda. Parece másdelgado, aunque no le ha dado tiempo aperder peso. Es simplemente el efectode estar aquí, al aire libre, con ropasrescatadas demasiado amplias, rodeadopor la vida salvaje, un recuerdopermanente de lo frágil de nuestrasupervivencia.

En este momento, está atando unacuerda a un árbol y tira de ella paratensarla. Nuestras tiendas son viejas,están muy remendadas. No se sostienensolas. Hay que montarlas entre los

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árboles y amarrarlas a ellos para que lasmantengan en pie, como velas al viento.

Gordo merodea cerca de Julián,observando con aprobación.

—¿Necesitáis ayuda?Me paro a unos metros de distancia.Julián y Gordo se detienen.—¡Lena!A Julián se le ilumina la cara, y al

momento esa luz se apaga cuando se dacuenta de que no tengo intención deacercarme. Le he traído conmigo a estelugar, a este sitio nuevo tan extraño, yahora no tengo nada que darle.

—No hace falta —contesta Gordo.Tiene el pelo de un rojo intenso y,

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aunque no es mayor que Tack, tiene unabarba que le llega a la mitad del pecho—. Ya estamos acabando.

Julián se endereza y se limpia lasmanos en los vaqueros. Duda, luego bajala cuesta hacia mí, colocándose unmechón de pelo tras la oreja.

—Hace frío —dice cuando estácerca—. Deberías estar junto al fuego.

—Estoy bien —digo, pero me metolas manos en las mangas de la chaqueta.Tengo el frío dentro. Estar sentada allado de la hoguera no me va a ayudar—.Las tiendas tienen buena pinta.

—Gracias. Creo que le estoycogiendo el tranquillo.

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La sonrisa no le llega a los ojos.Tres días: tres días de tensas

conversaciones y silencios. Sé que sepregunta qué ha cambiado, y si esecambio es reversible. Sé que le estoyhaciendo daño. Hay preguntas que seobliga a no formularse, y cosas que seesfuerza por no decir.

Me está dando tiempo. Es paciente yamable.

—Estás muy guapa con esta luz —dice.

—Te debes estar volviendo ciego.Lo digo en broma, pero mi voz suena

dura en el aire frío.Mueve la cabeza, frunciendo el

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ceño, y aparta la vista. La hoja, de unamarillo profundo, sigue enredada en supelo, tras la oreja. En ese momento, medan unas ganas desesperadas de alargarla mano, quitársela, pasarle los dedospor el cabello y reírme con él alrespecto. Esto es la Tierra Salvaje,diré. ¿Telo habías imaginado algunavez? Y él entrelazará sus dedos con losmíos y me apretará la mano. Dirá: ¿Quéharía yo sin ti?

Pero no consigo moverme.—Tienes una hoja en el pelo.—¿Qué?Parece sorprendido, como si le

hubiera despertado de un sueño.

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—Una hoja. En el pelo.Se pasa la mano por el cabello,

impaciente.—Lena, yo…Bang.El sonido de un disparo de rifle nos

sobresalta a los dos. Los pájaros alzanel vuelo de entre los árboles que estándetrás de él, oscureciendo el cielo porun momento, antes de dispersarse yformar siluetas separadas. Alguienexclama:

—¡Maldición!Dani y Álex salen de los árboles que

están más allá de las tiendas. Ambosllevan rifles colgados del hombro.

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Gordo se tensa.—¿Un ciervo? —pregunta. Apenas

queda luz. El pelo de Álex parece casinegro.

—Demasiado grande para ser unciervo —dice Dani. Es una mujergrande, ancha de hombros, con ojosalmendrados y la frente amplia y lisa.Me recuerda a Miyako, que murió elinvierno pasado, antes de que nosfuéramos al sur. Quemamos su cuerpo enun día de frío helador, justo antes de laprimera nevada.

—¿Un oso? —pregunta Gordo.—Puede —contesta Dani, lacónica.

Es más dura que Miyako. Ha dejado que

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la Tierra Salvaje la fuera tallando, hastaquedarse reducida a un núcleo de acero.

—¿Le habéis dado? —pregunto yocon un entusiasmo excesivo, aunque yaconozco la respuesta. Pero quiero queÁlex me mire, que me hable.

—Puede que le hayamos rozado —dice Dani—. No estamos seguros. Encualquier caso, no lo suficiente paradetenerle.

Álex no dice nada, ni siquierareconoce mi presencia. Sigue andando,abriéndose paso entre las tiendas, allado de donde estamos Julián y yo. Pasatan cerca que me parece que puedoolerle, el antiguo olor a hierba y a

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madera secada al sol, un olor dePortland que me da ganas de llorar,ganas de enterrar el rostro en su pecho yaspirar profundamente.

Luego sigue bajando por el terraplénen el momento en que oímos la voz deRaven:

—La cena está lista. El que no vengase la pierde.

—Vamos.Julián me roza el codo con los

dedos. Suave, paciente.Mis pies dan la vuelta y me llevan

cuesta abajo, hacia la hoguera que ahoraarde poderosa, hacia el muchacho que seconvierte en una sombra al estar de pie

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junto a la luz, emborronado por el humo.Eso es Álex en este momento: unmuchacho de sombras, una ilusión.

Durante tres días no me ha dirigidola palabra ni me ha mirado en absoluto.

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Hana

¿Quieres saber mi profundo y terriblesecreto? En la escuela dominical, yocopiaba en los exámenes.

Nunca pude engancharme con elManual de FSS, ni siquiera de niña. Laúnica parte que me interesaba algo era«Leyendas y Agravios», que está llenade cuentos folclóricos sobre el mundoanterior a la cura. Mi relato favorito, Lahistoria de Salomón, es este:

Hubo una vez, en tiempos de la

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enfermedad, dos mujeres y un bebé quecomparecieron ante el rey. Cada unaalegaba que el niño le pertenecía.Ambas se negaban a entregárselo a laotra y defendieron su casoapasionadamente, alegando quemorirían de dolor si la criatura no lesera devuelta.

El rey, cuyo nombre era Salomón,escuchó sus declaraciones y anuncióque había encontrado una soluciónjusta.

—Cortaremos al bebé en dos —dijo—, y de ese modo cada una de las dostendrá una parte.

Las mujeres estuvieron de acuerdo

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en que era una solución justa, así quese trajo al verdugo, quien con su hachacortó al niño limpiamente en dosmitades.

Y la criatura no lloró ni emitióningún sonido, y las madrespresenciaron el acto y desde entonces,durante mil años, hubo una mancha desangre en el suelo del palacio, que nose pudo limpiar ni diluir con ningunasustancia de la tierra…

Yo debía tener unos ocho o nueveaños la primera vez que leí esefragmento, pero verdaderamente me dejómuy impresionada. Durante días no pudequitarme de la mente la imagen de aquel

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pobre bebé. No hacía más que verlopartido en dos en el suelo de baldosas,como una mariposa sujeta por un alfilerbajo el cristal.

Eso es lo magnífico de la historia.Es real. Lo que quiero decir es que,incluso si no sucedió de verdad (y haymucho debate en torno a la sección de«Leyendas y Agravios» y sobre suprecisión histórica), de cualquiermanera muestra el mundo tal como es.Me acuerdo de que me sentía comoaquella criatura: desgarrada por lossentimientos, dividida en dos, atrapadaentre los deseos y la lealtad.

Así es el mundo enfermo.

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Así era para mí, antes de ser curada.

Exactamente dentro de veintiún días,estaré casada.

Da la sensación de que mi madrepodría echarse a llorar, y yo casi esperoque lo haga. Solo la he visto llorar dosveces en mi vida: una cuando se rompióel tobillo y la otra el año pasado,cuando salió y se encontró con que losmanifestantes habían escalado la verja,echado a perder nuestro césped ydestrozado por completo su belloautomóvil.

Al final solo comenta:

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—Estás muy guapa, Hana.Y después:—Te queda un poco ancho de

cintura, eso sí.La señora Killegan (Llámame Anne,

dijo sonriendo afectadamente la primeravez que vino para una prueba) da vueltasen silencio alrededor de mí, poniendoalfileres y haciendo ajustes. Es alta, deun rubio desvaído y un aire demacrado,como si a lo largo de los años sehubiera tragado accidentalmentealfileres y agujas de coser.

—¿Seguro que prefieres la mangacorta ajustada?

—Seguro —contesto, justo en el

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momento en que mi madre dice:—¿Te parece que le hace demasiado

juvenil?La señora Killegan, Anne, hace un

expresivo gesto con una mano larga,huesuda.

—La ciudad entera estará mirando—comenta.

—El país entero —la corrige mimadre.

—Me gustan así las mangas —digo,y por poco añado: Es mi boda. Pero esoya no es verdad, no desde los incidentesde enero, con la muerte del alcaldeHargrove. Ahora mi boda pertenece a lagente. Eso es lo que todo el mundo lleva

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semanas diciéndome. Ayer recibimosuna llamada del Servicio Nacional deNoticias preguntando si se podíacompartir con ellos la cobertura delacontecimiento… o si podían enviar supropio equipo de televisión para cubrirla ceremonia.

En este momento, más que nunca, elpaís necesita símbolos.

Estamos de pie ante un espejo detres lados, y el ceño de mi madre serefleja desde tres ángulos distintos.

—La señora Killegan tiene razón —dice tocándome el codo—. Veamoscómo te quedan las de tres cuartos,¿vale?

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Sé que no debo discutir. Tresreflejos asienten a la vez: tresmuchachas idénticas con idénticosmechones de cabello rubio trenzado,vestidas con tres trajes blancosidénticos que llegan al suelo. A estasalturas, ya casi no me reconozco. Eltraje de novia me ha transfigurado, aligual que las luces brillantes delprobador. Durante toda mi vida he sidoHana Tate.

Pero la muchacha del espejo no esHana Tate. Es Hana Hargrove, futuraesposa del futuro alcalde y un símbolode todo lo positivo del mundo curado.

Un sendero y un camino para cada

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persona.—Déjenme ver lo que tengo en la

trastienda —dice la señora Killegan—.Te vamos a poner un estilo diferente,solo para que puedas comparar.

Se aleja por la gastada moqueta grisy desaparece en el almacén. Por lapuerta abierta, veo docenas de vestidoscubiertos de plástico que cuelgan de lasperchas, sin vida.

Mi madre suspira. Llevamos ya doshoras aquí y estoy empezando a sentirmecomo un espantapájaros: rellena, cosiday cubierta de pinchazos. Mi madre estásentada en un taburete gastado cerca delos espejos, sosteniendo su bolso

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remilgadamente en el regazo para que notoque la moqueta.

Este establecimiento siempre ha sidola mejor tienda de trajes de novia dePortland, pero aquí también se dejansentir los efectos de los incidentes, y delas drásticas medidas de seguridad queel gobierno ha aplicado después.Prácticamente todo el mundo anda peorde dinero, y se nota. Una de lasbombillas superiores está fundida y latienda tiene cierto olor a moho, como sino se limpiara desde hace tiempo. Enuna pared, una mancha de humedad hahecho que el papel empiece aabombarse, y antes me he fijado en que

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uno de los sofás tenía un cerco marrón.La señora Killegan me ha vistomirándolo y ha echado un chal porencima.

—La verdad es que estás muy guapa,Hana —dice mi madre.

—Gracias —digo. Sé que estoy muyguapa. Puede que suene presuntuoso,pero es la verdad.

Esto, también, ha cambiado desde lacura. Antes, aunque la gente me decíasiempre que yo era guapa, nunca losentía. Pero después de la operación sederrumbó un muro en mi interior. Ahoraveo que sí, que soy sencilla eindiscutiblemente hermosa.

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Además, ahora ya no me importa enabsoluto.

—Ya estamos —la señora Killeganvuelve de la trastienda sosteniendo en unbrazo varios trajes en fundas deplástico. Me trago un suspiro, pero nocon la suficiente rapidez. Ella me poneuna mano en el hombro—. No tepreocupes, querida —me dice—.Encontraremos el vestido perfecto. Deeso se trata, ¿verdad?

Consigo componer una sonrisa conmis músculos faciales, y la chica guapadel espejo la compone conmigo.

—Por supuesto —digo.El vestido perfecto. El enlace

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perfecto. Una vida perfecta de felicidad.La perfección es una promesa y la

garantía de que no nos equivocamos.

La tienda de la señora Killegan está enOld Port y, cuando salimos a la calle,me llegan los aromas familiares a algaseca y madera vieja. Está despejado,pero sopla un viento fresco desde labahía. Unos cuantos barcos se balanceanen el agua, casi todos pesqueros omercantes. De lejos, los palos de amarremanchados de excrementos de gaviotaparecen juncos que crecen en el agua.

La calle está vacía, salvo por dos

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reguladores y Tony, nuestroguardaespaldas. Mis padres decidieroncontratar un servicio de seguridad justodespués los incidentes, cuando el padrede Fred Hargrove, el alcalde, fueasesinado y cuando se decidió que yodejara la universidad y me casara cuantoantes.

Ahora Tony viene con nosotros atodas partes. Cuando tiene el día libre,manda a su hermano Rick comosustituto. Tardé un mes en distinguirlos.Ambos tienen el cuello gordo y corto yla cabeza afeitada, brillante. Ninguno delos dos habla mucho y, cuando hablan,nunca tienen nada interesante que decir.

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Ese era uno de mis mayores miedosrespecto a la cura: que la operación dealguna forma me iba a desenchufar e ibaa inhibir mi capacidad de pensar. Perosucede lo contrario. Ahora pienso conmayor claridad. De algún modo, hastasiento con mayor claridad. Antes sentíade una manera febril, me invadían elpánico, la ansiedad y los deseosencontrados. Había noches en que casino podía dormir, días en que sentía quemis entrañas estaban tratando de salirsepor mi garganta.

Estaba infectada. Ahora, la infecciónha pasado.

Tony nos esperaba apoyado en el

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coche. Me pregunto si ha estado en esaposición las tres horas que hemospasado en la tienda de la señoraKillegan. Al acercarnos, se endereza yle abre la puerta a mi madre.

—Gracias, Tony —dice—. ¿Hahabido algún problema?

—No, señora.—Bien.Mi madre se sienta en el asiento de

atrás y yo la sigo. Hace dos meses quetenemos este coche. Sustituye al que fuedestrozado y, pocos días después detraerlo, mi madre salió de la tienda deultramarinos para descubrir que alguienhabía escrito en la pintura la palabra

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CERDO con una llave. En secreto,pienso que la verdadera motivación demi madre para contratar a Tony es sudeseo de proteger el coche nuevo.

Cuando él cierra la puerta, el mundode fuera de los cristales tintadosadquiere un color azul oscuro. Tonysintoniza la radio hasta dar con elServicio Nacional de Noticias. Lasvoces de los comentaristas me resultanfamiliares y reconfortantes.

Apoyo la cabeza en el respaldo yobservo cómo el mundo comienza amoverse. He vivido siempre en estaciudad y tengo recuerdos casi de cadacalle y de cada esquina. Pero en este

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momento también me parecen lejanos, asalvo en el pasado. Hace una vida, solíasentarme en esas mesas de picnic conLena, jugando a atraer a las gaviotas conmigas de pan. Hablábamos de volar.Hablábamos de escapar. Eran cosas deniños, como creer en unicornios y en lamagia.

Nunca pensé que ella llegara ahacerlo de verdad.

Siento un calambre en el estómago.Me doy cuenta de que no he comidonada desde el desayuno. Debo tenerhambre.

—Una semana muy ajetreada —dicemi madre.

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—Sí.—Y no te olvides, el Post quiere

hacerte una entrevista esta tarde. —Nome había olvidado.

—Ahora solo tenemos queencontrarte un vestido para la toma deposesión de Fred, y habremosterminado. ¿O has decidido ponerte elamarillo que vimos la semana pasada enLava?

—Aún no estoy segura —digo.—¿Qué quieres decir con que no

estás segura? La toma de posesión esdentro de cinco días, Hana. Todo elmundo te estará mirando.

—Vale, el amarillo entonces.

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—Claro, lo que no sé es qué me voya poner yo…

Ya hemos llegado al West End,nuestro antiguo barrio. Históricamente,en esta zona vivían muchos mandos de laiglesia y de la medicina: sacerdotes dela Iglesia del Nuevo Orden, funcionariosdel gobierno, médicos e investigadoresde los laboratorios. Sin duda, por eso espor lo que fue objetivo de tantos ataquesdurante los disturbios que siguieron alos incidentes.

Esos desórdenes fueron sofocadosrápidamente, y sigue habiendo muchodebate sobre si representaban unverdadero movimiento o si fueron el

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resultado de un enfado mal dirigido y delas pasiones que estamos tratando deerradicar con tanto empeño. Sinembargo, mucha gente pensó que el WestEnd estaba demasiado cerca del centro,demasiado cerca de algunos de losbarrios más problemáticos, donde seocultan simpatizantes y miembros de laResistencia. Después de aquello,muchas familias, como la nuestra, setrasladaron a lugares situados fuera dela península.

—Hana, no te olvides: se suponeque tenemos que hablar con los delcatering el lunes.

—Lo sé, lo sé.

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Cogemos Danforth Street haciaVaughan, nuestra antigua calle. Meinclino ligeramente hacia delante,intentando atisbar la que era nuestracasa, pero los árboles de hoja perennede los Anderson la ocultan por completoy todo lo que consigo ver es una partedel tejado verde de dos aguas.

Nuestra casa, como la de losAnderson, situada al lado, y la de losRichard, que está enfrente, está vacía yprobablemente seguirá así. Sin embargo,no se ve ni un solo cartel de SEVENDE. Nadie puede permitirsecomprar. Fred dice que el estancamientoeconómico todavía va a durar unos

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cuantos años más, hasta que las cosasempiecen a estabilizarse. Por elmomento, el gobierno tiene quereafirmar su control. Hay que recordarlea la gente cuál es su sitio.

Me pregunto si los ratones ya habránllegado hasta mi antiguo cuarto, dejandosus cagadas en los suelos de maderapulida, y si las arañas habrán empezadoa tejer sus telas por los rincones. Prontola casa se parecerá a la del número 37de la calle Brooks, estéril, casicarcomida, derrumbándose poco a pocopor obra de las termitas.

Otro cambio: ahora puedo pensar enla casa de la calle Brooks, y en Lena y

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en Álex, sin aquella sensación de ahogo.—Apuesto a que no has revisado la

lista de invitados que he dejado en tucuarto, ¿verdad?

—No he tenido tiempo —digodistraídamente, mientras sigo mirando elpaisaje que se desliza por nuestraventanilla.

El vehículo entra en la calleCongress y el barrio cambiarápidamente. Enseguida pasamos una delas dos gasolineras de la ciudad, entorno a la cual monta guardia un grupode reguladores con las armas apuntandoal cielo; después vemos tiendas debaratillo, una lavandería con un toldo

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naranja desvaído y un delicatessen deaspecto deslucido.

De repente, mi madre se inclinahacia delante y coloca una mano en elrespaldo del asiento de Tony.

—Sube eso —dice bruscamente.El ajusta el dial. La voz de la radio

se hace más fuerte.—Tras el reciente estallido de

violencia en Waterbury, Connecticut…—Dios mío —dice mi madre—.

Otro no.—… se ha animado enérgicamente

a todos los ciudadanos, en particular alos residentes en los cuadrantes delsureste, a que evacúen temporalmente

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sus viviendas y se trasladen a la vecinapoblación de Bethlehem. El jefe de lasFuerzas Especiales, Bill Ardury, hatranquilizado a los ciudadanos: «Lasituación está bajo control», hadeclarado durante su discurso de sieteminutos. «El personal militar estatal ymunicipal está trabajando de maneraconjunta para contener la enfermedad,acordonando la zona y ejecutando unaoperación de limpieza y desinfección ala mayor brevedad posible. No hayninguna razón para temer que hayaotros focos de contaminación…».

—Ya basta —dice mi madrebruscamente, echándose hacia atrás—.

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Ya no puedo escuchar más.Tony se pone a enredar con el dial.

En la mayor parte de las emisoras no seoye más que ruido. El mes pasado, lagran noticia fue el descubrimiento porparte del gobierno de que variasfrecuencias habían sido cooptadas porlos inválidos para su uso. Pudimosinterceptar y descifrar varios mensajesde gran importancia, lo que llevó a unaredada de gran éxito en Chicago y alarresto de varios inválidos muyimportantes. Uno de ellos era elresponsable de planear el atentado deWashington del otoño pasado, unaexplosión en la que murieron veintisiete

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personas, entre ellas una madre y suhijo.

Me alegré cuando ejecutaron a losinválidos. Alguna gente se quejó,alegando que la inyección letal era unmétodo demasiado humano paraterroristas convictos, pero a mí mepareció que contenía un mensaje muypotente: Nosotros no somos los malos.Nosotros somos razonables ycompasivos. Nosotros representamos lajusticia, el sistema y el orden.

Son los del otro lado, los incurados,quienes traen el caos.

—Es verdaderamente indignante —dice mi madre—. Si hubiéramos

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empezado a bombardear cuando losprimeros problemas… ¡Tony, cuidado!

Tony pisa el freno a fondo. Losneumáticos chirrían. Yo salgo disparadahacia delante, apenas consigo evitargolpearme con la frente en elreposacabezas del asiento anterior antesde que el cinturón tire de mí hacia atrás.Se oye un golpe pesado. Huele a gomaquemada.

—Mierda —dice mi madre—.Mierda. ¿Qué diablos…?

—Lo siento, señora, es que no lahabía visto. Ha salido de entre loscontenedores…

Una chica está de pie frente al

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coche, las manos apoyadas en el capó.Lleva el pelo suelto junto a la caradelgada y fina, sus ojos son enormes ytienen una expresión aterrorizada. Meresulta vagamente familiar.

Tony baja la ventanilla. El olor delos contenedores —hay varios, uno juntoa otro— llega hasta el coche, dulzón ypodrido. Mi madre tose y se cubre lanariz con la mano.

—¿Estás bien? —pregunta Tony envoz alta sacando la cabeza por laventanilla.

La niña no reacciona. Está jadeando,prácticamente hiperventilando. Sus ojosvuelan de Tony hasta mi madre, en el

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asiento trasero, y luego hasta mí. Merecorre una sacudida.

Jenny. La prima de Lena. No la hevisto desde el verano pasado y estámucho más delgada. También parecemayor. Pero es ella, sin duda.Reconozco el corte de la nariz, labarbilla puntiaguda y orgullosa, y losojos.

Ella también me reconoce. Lo noto.Antes de que yo pueda decir nada,aparta las manos del capó y cruza lacalle corriendo. Lleva una vieja mochilacon manchas de tinta, que reconozcoporque perteneció a Lena. En uno de losbolsillos se ven dos nombres coloreados

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en barrigudas letras negras, el de Lena yel mío. Los dibujamos cuandoestábamos en séptimo, un día que nosaburríamos en clase. Aquella fue laprimera vez que se nos ocurrió nuestrapalabra secreta, nuestro grito de ánimo,el que luego nos lanzábamos la una a laotra en las competiciones de cross.Halena. Una combinación de nuestrosnombres.

—Por Dios bendito, cualquiera diríaque esa chica tiene edad suficiente comopara no lanzarse a la calzada en mitaddel tráfico. Por poco me da un ataque alcorazón.

—La conozco —digo sin pensar. No

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puedo quitarme su imagen de la cabeza,los enormes ojos oscuros, la cara páliday esquelética.

—¿Que quieres decir con que laconoces?

Mi madre se vuelve hacia mí.Cierro los ojos y procuro pensar en

cosas serenas. La bahía. Gaviotas quevuelan recortadas contra el cielo azul.Ríos de tela blanca inmaculada. Pero loque veo son los ojos de Jenny, lospronunciados ángulos de su mentón y susmejillas.

—Se llama Jenny —digo—. Esprima de Lena…

—Cuidado con lo que dices —me

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interrumpe bruscamente mi madre. Medoy cuenta, demasiado tarde, de que nodebería haber dicho nada. En mi familia,el nombre de Lena es peor que unamaldición.

Durante años, mi madre estuvoorgullosa de mi amistad con ella, la veíacomo una prueba de lo abierta que era.No juzgamos a la chica por su familia,les decía a los invitados que sacaban eltema. La enfermedad no es genética;esa es una idea anticuada.

Para ella fue casi un insulto personalque Lena contrajera la enfermedad y queconsiguiera escapar antes de quepudieran tratarla, como si lo hubiera

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hecho a propósito para hacerla pareceruna tonta.

Todos esos años la dejamos entraren nuestra casa, decía de repente en losdías siguientes a la huida de Lena.Aunque sabíamos cuáles eran losriesgos. Todo el mundo nos loadvirtió… Bueno, supongo quedeberíamos haberles hecho caso.

—Estaba muy delgada —digo.—A casa, Tony.Mi madre apoya la cabeza en el

reposacabezas y cierra los ojos. Sé quela conversación ha terminado.

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Lena

Me despierto en mitad de la nochedespués de una pesadilla. En ella, Graceestaba atrapada bajo las tablas delsuelo, en nuestro antiguo dormitorio encasa de tía Carol. Del piso de abajollegaban gritos: un incendio. El cuartoestaba lleno de humo. Yo intentaballegar hasta Grace para rescatarla, perosu mano no hacía más que escurrirse dela mía. Me ardían los ojos y el humo meahogaba, y sabía que si no me daba

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prisa, iba a morir. Pero ella lloraba y megritaba que la salvara, que la salvara…

Me incorporo. Me repitomentalmente el mantra de Raven: Elpasado está muerto, no existe, pero nofunciona. No puedo quitarme lasensación de la mano diminuta de Grace,húmeda de sudor, que se desliza sin queyo pueda hacer nada.

La tienda de campaña estádemasiado llena de gente. Dani seaprieta a mi lado y hay otras tresmujeres hechas un ovillo junto a ella.

Por el momento, Julián tiene supropia tienda. Es una pequeña muestrade cortesía. Le están dando tiempo para

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que se adapte, como lo hicieron conmigocuando llegué a la Tierra Salvaje. Llevatiempo acostumbrarse a la sensación decercanía física, de cuerpos que chocancontinuamente con el tuyo. En la TierraSalvaje no hay intimidad y tampocopuede haber pudor.

Podría haberme ido con Julián a sutienda. Sé que él lo esperaba, despuésde lo que compartimos bajo tierra: elsecuestro, el beso. Al fin y al cabo, yo lehe traído aquí. Le rescaté y le conduje aesta nueva vida, una vida de libertad ysentimientos. No hay nada que meimpida dormir junto a él. Los curados,los zombis, dirían que ya estamos

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infectados. Nos revolcamos en nuestraporquería, como hacen los cerdos en elestiércol.

¿Quién sabe? Quizá tengan razón.Quizá nuestras emociones nos vuelvanlocos. Puede que el amor sea unaenfermedad y que se esté mejor sin ella.

Pero nosotros hemos elegido uncamino distinto. Y al final eso es loimportante de haber escapado de laoperación: somos libres para elegir.

Incluso somos libres para elegir laopción equivocada.

No voy a ser capaz de volver adormirme sin más. Necesito aire. Meincorporo con cuidado de debajo del

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montón de mantas y sacos de dormir ybusco a tientas el cierre de la tienda.Salgo reptando, tratando de no hacerdemasiado ruido. A mi espalda, Danipatalea en sueños y murmura algoincomprensible.

La noche está fresca; el cielo,despejado y sin nubes. La luna parecemás cercana de lo habitual y lo coloreatodo con un brillo de plata, como unacapa muy fina de nieve. Me quedo depie un momento, disfrutando de lasensación de quietud y silencio: lospicos de las tiendas manchados de luzde luna, las ramas bajas que apenascomienzan a brotar hojas nuevas; de vez

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en cuando, el ulular de un búho a lolejos.

En una de las tiendas, Julián duerme.Y en otra, Álex.Me alejo de las tiendas. Me dirijo

hacia el barranco pasando junto a losrestos de la hoguera, que ya no son másque trozos calcinados de maderaennegrecida y unas pocas brasashumeantes. El aire sigue oliendodébilmente a alubias y a metal quemado.

No estoy segura de adonde medirijo, y es una estupidez alejarse delcampamento. Raven me lo ha advertidomiles de veces. Por la noche, la TierraSalvaje pertenece a los animales y es

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fácil desorientarse y perderse entre lamaleza, entre la masa de árboles. Perosiento una necesidad en la sangre y lanoche está tan clara que no tengodificultades para orientarme.

Bajo dando saltos hasta el cauceseco del río, que está cubierto con unacapa de rocas y hojas y, de vez encuando, una reliquia de la antigua vida:una lata de refresco abollada, una bolsade plástico, un zapato de niño. Caminohacia el sur durante unos cientos demetros, hasta que un enorme roble caídome impide avanzar más. Su tronco es tanancho que, tumbado, me llega casi alpecho. Una vasta red de raíces se arquea

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hacia el cielo como el oscuro surtidorde agua de una fuente.

Oigo un crujido detrás de mí. Mevuelvo como una exhalación. Unasombra se desliza, se hace sólida y,durante un instante, mi corazón sedetiene: no estoy protegida, no tengoarmas, nada con lo que ahuyentar a unanimal hambriento. Luego, la silueta saleal claro y adopta la forma de unmuchacho.

A la luz de la luna, resulta imposiblesaber que su pelo tiene el color exactode las hojas en otoño: un castaño doradocon reflejos rojizos.

—Ah —dice Álex—, eres tú.

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Esas son las primeras palabras queme dirige en cuatro días.

Hay miles de cosas que deseodecirle:

Por favor, compréndelo.Perdóname, te lo ruego.

Recé cada día para que estuvierasvivo, hasta que la esperanza se volviódolorosa.

No me odies.Aún te quiero.Pero todo lo que me sale es:—No podía dormir.Debe acordarse de que siempre me

atormentaban las pesadillas. Hablamosmucho de ello durante el verano que

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pasamos juntos en Portland. El veranopasado, hace menos de un año. Esimposible imaginar la distancia que hecubierto desde entonces, el paisaje quese ha formado entre nosotros.

—Yo tampoco podía dormir —selimita a decir.

Solo eso, esa sencilla afirmación, yel hecho de que esté hablando conmigo,hacen que algo se afloje en mi interior.Quiero abrazarle, quiero besarle comosolía hacer.

—Pensé que habías muerto —digo—. Eso por poco me mata.

—¿Seguro? —su voz suena neutra—. Te has recuperado bastante rápido.

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—No. No lo entiendes —noto lagarganta apretada, como si meestuvieran estrangulando—. No podíaseguir esperando y luego despertarmecada día para descubrir que no eracierto, que tú te habías ido. Yo… yo noera tan fuerte.

Durante un instante se queda callado.Está demasiado oscuro para distinguirsu expresión. Una vez más, su figuraqueda en la sombra, pero puedo sentirque me está mirando fijamente.

Por fin dice:—Cuando me llevaron a las Criptas,

pensé que me iban a matar. Ni siquierase molestaron. Simplemente me dejaron

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parí que muriera. Me metieron en unacelda y cerraron la puerta

—Álex.Esa sensación de estrangulamiento

se ha desplazado desde la garganta hastael pecho y, sin darme cuenta, hecomenzado a llorar. Me desplazo haciaél. Quiero pasar las manos por su pelo ybesarle la frente y cada uno de lospárpados y alejar los recuerdos de loque ha visto. Pero él retrocede hastacolocarse fuera de mi alcance.

—No morí. No sé cómo. Tendría quehaber muerto. Había perdido un montónde sangre. A ellos les sorprendió tantocomo a mí. Después se convirtió en una

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especie de juego, ver cuánto podíasoportar. Ver cuánto podían hacermeantes de que yo…

Se interrumpe de repente. Ya nopuedo oír más, no quiero saber, noquiero que sea verdad, no soportopensar en lo que le hicieron allí. Doyotro paso adelante y le toco el pecho ylos hombros en la oscuridad. Esta vez nome aparta. Pero tampoco me abraza. Sequeda ahí, frío, quieto, como una estatua.

—Álex —repito su nombre comouna plegaria, como un hechizo mágicoque hará que todo vuelva a estar bien.Paso las manos por su pecho hasta labarbilla—. Lo siento, lo siento tanto…

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De repente se echa hacia atrásbruscamente, al tiempo que me agarrapor las muñecas y me las coloca a loslados.

—Había días en que hubierapreferido que me mataran.

No me suelta las muñecas, lasaprieta fuerte presionándome los brazos,manteniéndome inmóvil. Habla en vozbaja, con tono de urgencia y tan lleno deira que me duele incluso más que sucontacto.

—Había días en que lo pedía yomismo, en que rezaba por ello cuandome iba a dormir. Confiar en que volveríaa verte, en que podría encontrarte, esa

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esperanza era lo único que me manteníacon vida —me suelta y retrocede unpaso más—. Así que no. No locomprendo.

—Álex, por favor.Aprieta los puños.—Deja de decir mi nombre. Ya no

me conoces.—Sí que te conozco —sigo

llorando, tragándome los espasmosdesde la garganta, luchando por respirar.Esto es una pesadilla y voy a despertar.Esto es una historia de monstruos y él haregresado a mí como una criatura deterror, reconstruido a base defragmentos, roto y lleno de odio, y

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cuando me despierte, él estará ahí,entero, y será mío de nuevo. Encuentrosus manos, entrelazo mis dedos con lossuyos incluso cuando intenta apartarse—. Soy yo, Álex. Soy Lena. Tu Lena.¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de la casaen el número 37 de Brooks y de la mantaque solíamos dejar en el patiotrasero…?

—No —dice. Su voz se quiebra alpronunciar esa palabra.

—Y yo siempre te ganaba alScrabble —digo. Tengo que seguirhablando, y mantenerle aquí, y hacer querecuerde—. Porque tú siempre medejabas ganar. ¿Y te acuerdas de que una

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vez hicimos un picnic y lo único quepudimos encontrar en la tienda fueronespaguetis en lata y judías? Y tú dijisteque los mezcláramos…

—Para…—Y lo hicimos, y no estaba mal.

Nos comimos la dichosa lata entera, delhambre que teníamos. Y cuando empezóa oscurecer, tú señalaste el cielo y medijiste que había una estrella por cadacosa que amabas de mí.

Respiro entre jadeos, como siestuviera a punto de hundirme. Meaferró a él a ciegas, agarrándole delcuello de la ropa.

—Déjalo —me coge por los

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hombros. Su cara está a unoscentímetros de la mía, pero resultairreconocible: una máscara horrible,torcida—. Déjalo ya. Ya vale. Se acabó,¿vale? Todo eso se ha acabado.

—Álex, por favor…—¡Déjalo! —su voz es como un

grito, como una bofetada. Me suelta y yoretrocedo con un tropiezo—. Álex hamuerto, ¿me oyes? Todo eso, lo quesentimos, lo que significó, todo eso haterminado, ¿vale? Está enterrado. Se lollevó el viento.

—¡Álex!Se había girado para irse, pero se

vuelve como un resorte. La luna le

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recubre con una luz descarnada, blanca yfuriosa, una imagen de cámarafotográfica, en dos dimensiones,atrapada por un flash.

—No te amo, Lena, ¿me oyes?Nunca te he amado.

Me quedo sin aire. Me quedo sinnada.

—No te creo.Estoy llorando tanto que casi no

puedo hablar.Da un paso hacia mí. Y en ese

momento no le reconozco en absoluto.Se ha transformado completamente, seha convertido en un extraño.

—Era una mentira, ¿vale? Todo fue

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una mentira. Una locura, como decíantodos. Olvídate de ello. Olvídate de queocurrió.

—Por favor… —no sé cómoconsigo mantenerme en pie, por qué nome hago añicos hasta quedarme reducidaa polvo, por qué mi corazón siguelatiendo cuando deseo tanto que deje dehacerlo—. Por favor, Álex, no hagasesto.

—¡Deja de decir mi nombre!En ese momento lo oímos los dos: un

crujido y un ruido de hojas a nuestrasespaldas, el ruido de algo grande quemerodea por los bosques. Álex cambiala expresión. Desaparece el enfado y lo

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sustituye otra cosa: una tensióncongelada, como un ciervo justo antesde echar a correr.

—Lena, no te muevas —dice en vozbaja, pero sus palabras están teñidas deurgencia.

Incluso antes de volverme, sientouna forma a mis espaldas, el ruido de larespiración de un animal, el hambre, unanhelo, algo impersonal.

Un oso.Se ha ido abriendo camino hasta la

barranca y en este momento se encuentraa unos pocos metros de nosotros. Es unoso negro. A la luz de la luna, tiene elenmarañado pelo veteado de plata, y es

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grande: mide casi dos metros de alto;incluso a cuatro patas, me llegaprácticamente hasta el hombro. Mira aÁlex y después a mí; luego vuelve amirar a Álex. Sus ojos son como piezasde ónice tallado, apagados, sin vida.

Me sorprenden dos cosas. Está muydelgado, pasa hambre. El invierno hasido duro.

Y otra cosa: no nos tiene miedo.Me recorre una sacudida de pánico

que deja fuera el dolor, deja fueracualquier otro pensamiento excepto uno:Debería haber traído un arma.

El animal avanza otro pasomoviendo su enorme cabeza atrás y

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adelante, midiéndonos. Veo su aliento enel aire frío, sus omóplatos puntiagudos,altos y afilados.

—Vale —dice Álex con el mismotono bajo de voz. Está de pie detrás demí y noto la tensión en su cuerpo,derecho como un palo, petrificado—.Vamos a tomárnoslo con calma. Muydespacio. Vamos a retroceder, ¿vale?Suave y lentamente.

Da un único paso hacia atrás y soloeso, ese pequeño movimiento, hace queel oso se tense como acuclillándose,enseñando los dientes, que relucen conblancura de hueso a la luz de la luna.

Álex se queda inmóvil otra vez. El

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oso empieza a gruñir. Está tan cerca quenoto el calor de su enorme cuerpo,puedo oler su acre aliento famélico.

Debería haber traído un arma. Nohay forma de darse la vuelta y salircorriendo: eso nos convierte en presas yel animal está buscando una presa. Unaestupidez. Esa es la regla de la TierraSalvaje. Hay que ser más grande y másfuerte y más despiadado. Hay que heriro salir herido.

El oso se tambalea dando otro pasohacia delante, aún rugiendo. Cadamúsculo de mi cuerpo es una alarma queme grita que corra, pero me quedoplantada en el sitio obligándome a no

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moverme, a no pestañear siquiera.El oso vacila. Yo no voy a salir

corriendo. Así que quizá no soy unapresa.

Retrocede unos centímetros, unaventaja, una minúscula concesión. Yo laaprovecho.

—¡Eh! —grito como un ladrido, tanfuerte como puedo, alzando los brazospor encima de mi cabeza para intentarparecer lo más corpulenta posible—.¡Eh! ¡Fuera de aquí! ¡Vete! ¡Vete!

El oso retrocede otros pocoscentímetros, confundido, sobresaltado.

—He dicho que te vayas.Alargo una pierna hasta el árbol más

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cercano y golpeo el tronco con el pie, loque hace que salten pedacitos de cortezaen dirección al animal. Este siguedudando, inseguro, pero ya no ruge: estáa la defensiva, confuso. Me agacho acoger la primera piedra que encuentro yluego me levanto y la lanzo con toda lafuerza posible. Le da al oso justo debajodel hombro izquierdo, con un ruidopesado. El animal se echa hacia atrás,gimiendo. Luego se vuelve y se marchacorriendo hacia el bosque, un rápidomanchón negro.

—Dios bendito —estalla Álexdetrás de mí. Suelta el aire en un suspirolargo y con sonido, se dobla, se

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endereza otra vez—. Dios bendito.La adrenalina, la liberación de la

tensión, le han hecho olvidar; durante uninstante, cae la nueva máscara y sevislumbra el antiguo Álex.

Siento un breve ataque de náusea.No puedo olvidar la mirada herida,desesperada, del oso y el pesado golpede la piedra en su hombro. Pero no teníaelección.

Es la regla de la Tierra Salvaje.—Eso ha sido una locura. Estás loca

—Álex mueve la cabeza—. La Lena deantes habría echado a correr.

Hay que ser más grande, más fuerte,más despiadado.

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Me va invadiendo la frialdad; unmuro sólido se va elevando, piedra apiedra, en mi pecho. Él no me ama.

Nunca me ha amado.Todo fue una mentira.—La Lena de antes está muerta —

digo, y después paso a su lado y bajopor la hondonada hacia el campamento.Cada paso me cuesta más que elanterior, la pesadez me invade yconvierte mis miembros en piedra.

Hay que herir o salir herido.Álex no me sigue, y yo no espero

que lo haga. No me importa adondevaya, si se queda en los bosques toda lanoche o si no regresa nunca al

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campamento.Como él ha dicho, todo eso, el que

importe, ya está terminado.No empiezo a llorar otra vez hasta

que alcanzo las tiendas. Las lágrimasacuden a mis ojos de repente y tengo quedejar de caminar para doblarme sobremí misma. Quiero que todos esossentimientos salgan de mí. Durante unminuto pienso en lo fácil que seríaregresar al otro lado, caminardirectamente hasta los laboratorios yofrecerme a los cirujanos.

Teníais razón, yo estabaequivocada. Extirpadlo.

—¿Lena?

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Alzo la vista. Julián ha salido de sutienda. Debo de haberle despertado.Tiene el pelo de punta en todasdirecciones, como los radios rotos deuna rueda, y lleva los pies descalzos.

Me enderezo, limpiándome la narizen la manga de la sudadera.

—Estoy bien —digo, aúncongestionada e hipando—, estoy bien.

Durante un instante se queda ahí,mirándome, y noto que sabe por quéestoy llorando y que comprende y quetodo va a ir bien. Abre los brazos haciamí.

—Ven aquí —dice suavemente.No puedo acercarme con la

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suficiente rapidez. Casi me abalanzosobre él. Me atrapa y me abraza fuertecontra su pecho y yo me dejo ir denuevo, dejo que me recorran lossollozos. Él se queda allí conmigo y mesusurra, hablándole a mi pelo, y me besala coronilla y me permite llorar por lapérdida de otro chico, uno al que amabamás.

—Lo siento —repito una y otra vezcontra su pecho—. Lo siento.

Su camisa huele a humo, a mantillo ya brotes de primavera.

—No importa —responde en unsusurro.

Cuando nos calmamos un poco, me

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toma de la mano. Le sigo hasta lacaverna oscura de su tienda, que huelecomo su camisa pero más concentrado.Me tiendo sobre su saco de dormir y élse tumba junto a mí, formando unaconcha perfecta para mi cuerpo. Meacurruco en ese espacio, a salvo, cálida,y dejo que las últimas lágrimas quederramaré nunca por Álex desciendancalientes por mis mejillas, que lleguenal suelo y se alejen de mí.

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Hana

—¡Hana! —mi madre me mira conexpectación—. Fred te ha pedido que lepases las judías.

—Perdón —digo obligándome asonreír. Casi no he dormido la nochepasada. Incluso he tenido pequeñossueños, retazos de imágenes que sedesvanecían antes de que pudieracentrarme en ellos.

Alcanzo el plato de cerámicaesmaltada. Es bello como todo en la

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casa Hargrove, aunque Fred es más quecapaz de alcanzarlo él solo. Es parte delritual. Pronto seré su esposa y nossentaremos así cada noche,interpretando una danza bien ensayada.

Fred me sonríe.—¿Estás cansada? —me pregunta.

En los últimos meses hemos pasadomuchas horas juntos, nuestra cena de losdomingos es solo una de las múltiplesformas en que hemos empezado apracticar la fusión de nuestras vidas.

He pasado largo tiempo detallandosus rasgos, intentando decidir si esatractivo, y esta es mi conclusión final:resulta agradable mirarle. No es tan

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guapo como yo, pero es listo y me gustasu pelo oscuro y la forma en que le cae aveces sobre la ceja derecha.

—Sí que parece cansada —comentala señora Hargrove. La madre de Fred amenudo habla de mí como si yo noestuviera delante. No me lo tomo comoalgo personal, lo hace con todo elmundo. El padre de Fred fue alcaldedurante más de tres legislaturas. Ahoraha muerto, y a Fred se le ha educadopara que le sustituya. Desde losincidentes en enero, Fred ha llevado acabo una campaña incansable paraobtener el nombramiento, y al final hamerecido la pena. Hace solo una

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semana, un comité provisional especialle nombró nuevo alcalde. La ceremoniade toma de posesión será a comienzosde la semana que viene.

La señora Hargrove estáacostumbrada a ser la mujer másimportante de la sala.

—Estoy bien —digo. Lena siempredecía que yo era capaz de mentir hastaen el infierno.

La verdad es que no estoy bien. Mepreocupa no poder dejar de pensar enJenny y en lo delgada que estaba. Mepreocupa haber vuelto a pensar otra vezen Lena.

—Claro, los preparativos de la boda

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son muy estresantes —dice mi madre.Mi padre suelta un gruñido.—Y eso que no sois vosotras las que

firmáis los cheques.Todo el mundo ríe el comentario. La

sala se ilumina de repente por unarápida ráfaga de luz que procede delexterior. Un periodista apostado entrelos arbustos, justo delante de la ventana,nos ha hecho una foto que luego venderáa los periódicos y a las cadenas detelevisión locales.

La señora Hargrove es laresponsable de que haya un paparazziaquí esta noche. Ella también les sopló alos fotógrafos dónde iba a ser la cena

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que Fred dispuso para nosotros enNochevieja. Las oportunidades para quenos saquen fotos se planean de formamuy cuidadosa, para que el públicopueda contemplar nuestra historia paso apaso, y se vea lo felices que hemosconseguido ser por haber sidoemparejados de una manera tan perfecta.

Y yo soy feliz con Fred. Nosllevamos muy bien. Nos gustan lasmismas cosas, tenemos un montón detemas de los que hablar.

Por eso estoy preocupada: todo esose irá al traste si la operación no hafuncionado adecuadamente.

—He oído en la radio que han

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evacuado zonas de Waterbury —diceFred—. Y también de San Francisco.Hubo disturbios durante el fin desemana.

—Fred, por favor —dice la señoraHargrove—. ¿De verdad tenemos quehablar de esto durante la cena?

—Ignorarlo no va a ayudar —diceFred volviéndose hacia ella—. Eso eslo que hizo papá. Y mira lo que sucedió.

—Fred —la voz de la señoraHargrove suena crispada, pero consiguemantener la sonrisa. Clic. Durante uninstante, las paredes del comedor seiluminan por el flash de la cámara—.Realmente, este no es el momento…

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—Ya no podemos seguir fingiendo—Fred nos mira como apelando a cadauno de nosotros. Yo bajo la vista—. LaResistencia existe. Puede que hasta estécreciendo. Una epidemia, eso es.

—Han acordonado la mayor parte deWaterbury —dice mi madre—. Estoysegura de que harán lo mismo en SanFrancisco.

Fred mueve la cabeza.—Esto no es solo por los

contagiados. Ese es el problema. Hayuna estructura completa desimpatizantes, una red de apoyo. Yo novoy a hacer lo mismo que hizo papá —dice con repentina fiereza. La señora

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Hargrove se ha quedado muy quieta—.Durante años hubo rumores de que losinválidos existían, incluso se decía quecada vez había más. Tú lo sabes. Papálo sabía. Pero se negaba a creerlo.

Mantengo la cabeza inclinada sobreel plato. Una tajada de cordero espera,intacta, junto a las alubias y la gelatinade menta. Solo lo mejor para losHargrove. Rezo para que los periodistasde fuera no nos hagan una foto en estemomento: estoy segura de que me heruborizado. Todo el mundo en la mesasabe que la que era mi mejor amigaintentó escapar con un inválido y saben,o sospechan, que yo la encubrí.

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La voz de Fred se hace más suave.—Cuando por fin lo aceptó, cuando

estuvo dispuesto a actuar, era demasiadotarde.

Extiende la mano para tocar la de sumadre, pero ella coge el tenedor y sepone a comer de nuevo, apuñalando lasalubias con tal fuerza que su tenedorchirría al chocar con el plato.

Fred se aclara la garganta.—Bueno, pues yo me niego a mirar

para otro lado —dice—. Es hora de quenos enfrentemos a esto de una vez.

—Es solo que no veo por quétenemos que hablar de ello a la hora dela cena —dice la señora Hargrove—.

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Cuando estamos pasando una velada delo más agradable…

—¿Puedo retirarme? —pregunto conun tono demasiado brusco. Todos en lamesa se vuelven para mirarmesorprendidos. Clic. Solo puedoimaginarme cómo será esta foto: la bocade mi madre congelada en una Operfecta, la señora Hargrove frunciendoel ceño, mi padre llevándose a la bocaun pedacito ensangrentado de cordero,

—¿Qué quieres decir con retirarte?—dice mi madre.

—¿Te das cuenta? —la señoraHargrove suspira y mueve la cabeza endirección a Fred—. Has hecho

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desgraciada a Hana—No, no. No es eso. Es solo que…

Teníais razón. No me siento bien —digo.Hago una bola con la servilleta sobre lamesa y luego, al ver la mirada de mimadre, la doblo y la coloco junto a miplato—. Me duele la cabeza.

—Espero que no te estés poniendoenferma —dice la señora Hargrove—.No puedes estar enferma para la toma deposesión.

—No va a estar enferma —dice mimadre rápidamente.

—No voy a estar enferma —repitocomo un loro. No sé exactamente qué mepasa, pero siento pinchazos en la cabeza

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—. Solo necesito tumbarme un rato,creo.

—Llamaré a Tony.Mi madre se pone de pie y se aparta

de la mesa.—No, por favor. —Por encima de

todo, lo que quiero es que me dejensola. En el último mes, desde que mimadre y la señora Hargrove decidieronque había que adelantar la boda paraque coincidiera con la toma de posesiónde Fred como alcalde, creo que el únicomomento en que he podido estar sola escuando voy al baño—. No me importa ircaminando.

—¡Caminar!

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Esto provoca una erupción volcánicaen miniatura. De repente, todos se ponena hablar a la vez. Mi padre dice:

—¡Eso ni pensarlo!Y mi madre comenta:—Imagínate lo que diría la gente.Fred se inclina hacia mí:—Ahora mismo no es seguro, Hana.Y la señora Hargrove asevera:—Tú debes tener fiebre.Al final, mis padres deciden que

Tony me lleve a casa y vuelva más tardea recogerlos. Es una solución aceptable.Al menos, significa que tendré la casapara mí sola durante un rato. Me pongode pie y llevo mi plato al fregadero, a

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pesar de que la señora Hargrove insisteen que deje que lo haga el servicio. Tirolos restos de comida a la basura y esohace que me acuerde del olor de loscontenedores de ayer, del modo en queJenny apareció de repente entre ellos.

—Espero que la conversación no tehaya disgustado.

Me vuelvo. Fred me ha seguidohasta la cocina. Mantiene entre nosotrosuna distancia respetuosa.

—No me ha disgustado —digo.Estoy demasiado cansada paratranquilizarle más. Solo quiero irme acasa.

—No tienes fiebre, ¿verdad? —Fred

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me mira fijamente—. Estás pálida.—Solo estoy cansada —le digo.—Bien —se mete las manos en los

bolsillos del traje oscuro, arrugado pordelante, como el de mi padre—. Mepreocupaba que me hubiera tocado unadefectuosa.

Muevo la cabeza, segura de que nohe oído bien.

—¿Cómo?—Estoy de broma —Fred sonríe.

Tiene un hoyito en la mejilla izquierda yuna dentadura perfecta. Eso es algo queaprecio de él—. Te veré pronto —seinclina hacia delante y me besa en lamejilla. Sin querer, me echo hacia atrás.

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Aún no estoy acostumbrada a que metoque—. Vete y descansa para que estésguapa.

—Lo haré —digo, pero él ya sale dela cocina camino del comedor, dondepronto se servirá el café y el postre.Dentro de tres semanas, él será mimarido y esta será mi cocina y el ama dellaves también será mía. La señoraHargrove tendrá que hacerme caso a mí,y yo decidiré lo que comemos cada día,y no nos faltará nada de lo quedeseemos.

A menos que Fred tenga razón. Amenos que yo sea defectuosa.

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Lena

Sigue la discusión: adonde ir, sidividirnos o no.

Algunos miembros del grupo quierenvolver al sur y luego dirigirse hacia eleste en dirección a Waterbury, donde serumorea que existe un potentemovimiento de Resistencia y un enormecampamento de inválidos que florecelibre de amenazas. Otros quieren ir hastaCape Cod, que está prácticamentedesierto y que, por lo tanto, ofrece más

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segundad a la hora de montar uncampamento. Unos pocos, en especialGordo, quieren seguir hacia el norte ycruzar ilegalmente la frontera de EE UUhasta Canadá.

En el colegio siempre nos contabanque otros países, sitios donde no existela cura, habían sido asolados por laenfermedad y se habían convertido enterrenos yermos. Pero eso, como casitodo lo demás que nos enseñaron, seguroque era mentira. Gordo ha oído historiasa tramperos y vagabundos sobre Canadá,y las cuenta como si describiera el Edénal que se alude en el Manual de FSS.

—Yo voto por Cape Cod —dice

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Pike. Tiene el pelo rubio, muy claro,cortado implacablemente casi al cero—.Si empiezan a bombardear otra vez…

—Si empiezan a bombardear otravez, no estaremos a salvo en ningún sitio—le interrumpe Tack. Pike y él siemprechocan por todo.

—Estaremos más seguros cuantomás lejos nos vayamos de las ciudades—alega Pike—. Si la Resistencia seconvierte en una rebelión en toda regla,seguramente el gobierno lanzaráacciones de represalia. Tendremos mástiempo…

—¿Para qué? ¿Para cruzar el océanoa nado?

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Tack mueve la cabeza. Estáagachado junto a Raven, que arregla unade las trampas. Es asombroso lo felizque está ella: ahí, sentada en el suelo,tras caminar todo el día y cazar contrampas, mucho más contenta que cuandovivíamos los tres juntos en Brooklyn,fingiendo que éramos curados, ennuestro lindo apartamento de bordesrelucientes y superficies pulidas. Allíera como una de esas mujeres queestudiábamos en clase de Historia,enfundadas en sus corsés sin poderapenas respirar ni hablar, ahogadas ypálidas.

—Mirad, no podemos escapar de

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esto. Más vale que unamos fuerzas, queprocuremos juntarnos con el mayornúmero de gente posible.

Tack capta mi mirada desde el otrolado de la hoguera. Le sonrío. No sé quéhan deducido Raven y él de lo que hapasado entre Álex y yo y de cuál esnuestra historia; a mí no me hancomentado nada, pero se muestran másamables de lo normal.

—Estoy de acuerdo con Tack —diceHunter. Lanza una bala al aire, la atrapacon el dorso de la mano y luego le da lavuelta para que caiga en la palma.

—Podríamos dividirnos en dosgrupos —sugiere Raven por enésima

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vez. Está claro que no le cae bien Pike,ni tampoco Dani. En este nuevo grupo,las líneas de dominación no están tanclaramente trazadas, y lo que dicen Tacko ella no se acepta automáticamentecomo si fuera el Evangelio.

—No nos vamos a dividir —dicefirmemente Tack, y enseguida coge latrampa en que estaba trabajando Raven yañade—: Deja que te ayude.

Así es como funcionan ellos, es sulenguaje particular: presionar y ceder,discutir y lograr concesiones. Con lacura, las relaciones son todas iguales,las reglas y las expectativas están muydefinidas. Sin la cura, las relaciones

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tienen que ser reinventadas cada día, hayque interpretar y descifrar los lenguajesconstantemente.

La libertad es agotadora.—¿Tú qué crees, Lena? —pregunta

Raven, y Pike, Dani y los otros se giranpara mirarme. Ahora que he demostradomi valía ante la Resistencia, mí opinióntiene valor. Desde las sombras, sientoque también Álex me está mirando.

—Cape Cod —digo echando másramitas al fuego—. Cuanto más nosalejemos de las ciudades, mejor, y teneralguna ventaja es mejor que no tenerninguna. Tampoco es como si fuéramos aestar completamente solos. Allí habrá

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otros hogares con gente, otros grupos alos que unirnos.

Mi voz suena potente en el claro. Mepregunto si Álex habrá notado estecambio: he ido adquiriendo confianza enmí misma y mi voz resuena más.

Sigue un momento de silencio.Raven me mira pensativa. Luego, derepente, se vuelve y lanza una miradapor encima de su hombro.

—¿Y tú qué opinas, Álex?—Waterbury —responde él al

momento. Se me hace un nudo en elestómago. Sé que es una tontería, sé quese trata de una decisión importante y queno nos afecta solo a nosotros dos, pero

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no puedo evitar enfadarme. Porsupuesto, él no está de acuerdo conmigo.Era de esperar.

—No hay ninguna ventaja en estaraislados y sin acceso a la información—continúa—. Estamos en guerra.Podemos intentar negarlo, podemostratar de enterrar la cabeza en la arena,pero esa es la verdad. Y la guerraacabará por alcanzarnos de un modo uotro. Yo voto por que nos enfrentemos ala situación.

—Tiene razón —interviene Julián.Me vuelvo hacia él, sorprendida.

Julián casi no habla por las noches,cuando estamos en el fuego de

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campamento, Creo que todavía no sesiente cómodo. Sigue siendo el novato elforastero y, lo que es peor, un converso.Julián Fineman, hijo del difunto ThomasFineman, fundador y presidente deAmérica sin Deliria y enemigo de todolo que nosotros representamos. Noimporta que él haya renegado de sufamilia y de su causa y que arriesgase suvida por estar aquí con nosotros. Sé quealgunas personas aún no confían en él.

Habla con el ritmo mesurado de unavezado orador.

—No tiene sentido usar tácticasevasivas. Esto no se va a desvanecer. Sila Resistencia crece, el gobierno y el

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ejército harán todo lo que puedan pordetenerla. Tendremos mejoresposibilidades de devolver el golpe siestamos cerca cuando suceda. Si no,seremos simplemente conejos en unamadriguera, esperando a que nos hagansalir y acaben con nosotros.

Aunque Julián manifiesta su acuerdocon Álex, su mirada está fija en Raven.Álex y Julián nunca se hablandirectamente ni se miran, y los demás secuidan de mencionarlo.

—Yo digo que vayamos a Waterbury—dice Lu, lo que no deja desorprenderme. El año pasado no queríatener nada que ver con la Resistencia.

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Quería desaparecer en la Tierra Salvaje,hacerse un hogar tan lejos de lasciudades válidas como fuera posible.

—De acuerdo, entonces —Raven sepone en pie limpiándose la trasera delos vaqueros—. Iremos a Waterbury.¿Alguna otra objeción?

Durante un instante, todos nosquedamos callados mirándonos unos aotros, nuestras caras sumidas en lassombras. Nadie habla. No me agrada ladecisión, y Julián debe notarlo. Me poneuna mano en la rodilla y me da unapretón.

—Bueno, ya está decidido. Mañanapodemos…

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Raven es interrumpida por unarepentina ráfaga de voces. Todos nosponemos de pie, una reacción instintiva.

—¿Qué demonios?Tack se echa el rifle al hombro e

inspecciona la masa boscosa que nosrodea, un muro enmarañado de ramas ytrepadoras. Los bosques han vuelto aquedar en silencio una vez más.

—Chist —Raven levanta una mano.Luego se oye:—¡Necesito ayuda, gente!Y luego:—¡Mierda!Se percibe un alivio colectivo, cómo

se relaja la tensión. Reconocemos la voz

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de Sparrow. Se ha alejado hace un ratopara ocuparse de sus cosas entre losárboles.

—¡Ya vamos, Sparrow! —respondePike a gritos. Algunos corren hacia él yse convierten en sombras en cuandosalen del círculo de luz creado por lahoguera.

Julián y yo nos quedamos dondeestamos, y me doy cuenta de que Álextambién se queda. Se oyen vocesconfusas, instrucciones:

—Las piernas, las piernas, cógele delas piernas… —y luego Sparrow y Tack,Pike y Dani llegan de nuevo al claro;cada pareja va cargada con un cuerpo.

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Al principio me parecen animalesenvueltos en lonas, pero luego, a la luzdel fuego, descubro un brazo pálido quecuelga y se me revuelve el estómago.

Son personas.—¡Agua, traedme agua!—Raven, trae el botiquín. Está

sangrando.Durante un instante me quedo

paralizada. Cuando Tack y Pike colocanlos cuerpos en el suelo, cerca de lahoguera, vislumbro dos rostros: unoanciano, oscuro, curtido, una mujer queha pasado en la Tierra Salvaje la mayorparte de su vida, si no toda. Le salesaliva por las comisuras de la boca y

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respira con dificultad, roncamente.La otra cara es inesperadamente

bella. Debe ser alguien de mi edad oincluso más joven. Tiene la piel de coloralmendra y el largo pelo castaño oscurole cae por detrás, sobre la tierra.

Recuerdo mi propia huida a laTierra Salvaje. Supongo que Raven yTack me encontraron exactamente igualque ella, más muerta que viva, llena degolpes y moratones.

Tack se gira y me sorprende mirandofijamente.

—Lena, échame una mano —dicecon severidad. Su voz me saca deltrance. Me arrodillo a su lado, junto a la

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mujer mayor. Raven, Pike y Dani seestán ocupando de la chica joven. Juliánmerodea por detrás de mí.

—¿Qué puedo hacer? —pregunta.—Necesitamos agua limpia —dice

Tack sin levantar la vista. Ha sacado sucuchillo y corta la camisa de la mujer.En algunos sitios parece tenerla casisoldada a la piel, y luego veo,horrorizada, que la parte inferior de sucuerpo sufre graves quemaduras y quesus piernas están cubiertas de llagasinfectadas. Tengo que cerrar los ojos unsegundo para no vomitar. Julián me rozael hombro con la mano y luego se va abuscar el agua.

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—Mierda —murmura Tack cuandodescubre una nueva herida. Es un cortelargo en su pantorrilla, profundo einfectado—. Mierda —la mujer gime yde nuevo se queda en silencio—. No meabandones ahora —dice Tack. Se quitafuriosamente la chaqueta. Le brilla lafrente del sudor. Estamos cerca de lahoguera, mientras otros siguen avivandoel fuego.

—Necesito un botiquín —agarra unatoalla y se pone a cortarla en tiras, conrapidez. Servirán para los torniquetes—.Que alguien me traiga un puto botiquín.

El calor es una muralla junto anosotros. El humo no deja ver el cielo.

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Se va metiendo también en mispensamientos, distorsionando misimpresiones, que empiezan a parecerse aun sueño: las voces, el movimiento, elcalor y el olor de los cuerpos, todofragmentado y sin sentido. No sé si llevounos minutos arrodillada o varias horas.En algún momento regresa Juliáncargando un cubo de agua humeante.Luego se va y vuelve otra vez. Estoyayudando a limpiar las heridas de lamujer y un rato después ya no reconozcosu cuerpo como piel y carne, sino comoalgo retorcido, extraño y combado,como los trozos de madera petrificadaque encontramos en el bosque.

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Tack me dice lo que tengo que hacery yo lo hago. Más agua, esta vez fría. Untrapo limpio. Me pongo de pie, memuevo, cojo los objetos que me pasan yvuelvo con ellos. Transcurren másminutos, más horas.

En algún momento alzo la vista y noes Tack quien está a mi lado, sino Álex.Le está cosiendo a la mujer un corte enel hombro, usando una aguja normal decostura y un hilo largo oscuro. Está muyconcentrado, pero se mueve con rapidezy de manera fluida. Está claro que tieneexperiencia. Se me ocurre que haymuchas cosas que nunca supe sobre él:sobre su pasado, su papel en la

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Resistencia, cómo era su vida en laTierra Salvaje antes de que llegara aPortland, y siento un ramalazo detristeza tan intensa que casi me pongo allorar, no por lo que he perdido, sinopor las oportunidades que no heaprovechado.

Nuestros codos se tocan. Se aparta.El humo me tapa la garganta, me

cuesta respirar. El aire huele a ceniza.Sigo limpiando las piernas de la mujer ysu cuerpo como madera, igual quecuando enceraba la mesa de caoba de mitía una vez al mes, lenta ycuidadosamente.

Luego, Álex desaparece y vuelve

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Tack. Me pone las manos en loshombros y me aparta suavemente haciaatrás.

—Ya vale —me dice—. Déjalo. Yavale. Ya no te necesita.

Durante un segundo pienso: Lohemos conseguido, ya está a salvo.Pero entonces, cuando Tack me dirigehacia las tiendas, veo la cara de la mujeriluminada por la hoguera, blanca,cerúlea, los ojos abiertos que miran alcielo sin ver, y me doy cuenta de queestá muerta y de que todo lo que hemoshecho no ha servido para nada.

Raven sigue arrodillada junto a lajoven, pero sus cuidados son menos

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agitados, y noto que la chica respira demanera regular.

Julián ya está en la tienda. Estoy tancansada que siento como si anduvieradormida. Se mueve hacia un lado y medeja un hueco y yo casi caigo sobre él,sobre ese pequeño signo deinterrogación formado por su cuerpo. Mipelo apesta a humo.

—¿Estás bien? —susurra Julián,encontrando mi mano en la oscuridad.

—Sí —contesto en voz igualmentebaja.

—¿Está bien la mujer?—Muerta —me limito a decir.Julián contiene el aliento y noto que

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su cuerpo se tensa tras de mí.—Lo siento, Lena.—No se puede salvar a todos —

digo—. No es así como funciona.Eso es lo que diría Tack, y sé que es

verdad, aunque en mi interior yo aún nome lo creo del todo.

Julián me abraza, me besa en lacoronilla y entonces me permito avanzarpor el túnel del sueño, alejándome delolor a quemado.

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Hana

Una noche más, la niebla de mi sueño seve perturbada por una imagen: dos ojosque flotan en las tinieblas. Luego, losojos se convierten en discos de luz,faros que se dirigen hacia mí: estoyparalizada en mitad de una carretera,huele a basura y a tubos de escape delos coches… Estoy agarrotada, inmóvil,en el calor rugiente de un motor…

Me despierto justo antes demedianoche, cubierta de sudor.

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Esto no puede estar sucediendo. Noa mí.

Me levanto y me dirijo a tientashacia el baño, me golpeo la espinillacon una de las cajas sin deshacer quehay en mi cuarto. Aunque hicimos lamudanza a finales de enero, hace más dedos meses, no me he preocupado dedesempaquetar más que lo básico.Dentro de menos de tres semanas, mehabré casado y tendré que volver atrasladarme. Además, mis cosas deantes, los animalitos de peluche, loslibros y las curiosas figuritas deporcelana que coleccionaba de niña, yano significan demasiado para mí.

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En el baño, me echo agua fría en lacara intentando borrar el recuerdo deesos faros-ojos, la opresión en el pecho,el miedo a ser aplastada. Me digo a mímisma que no significa nada, que la curafunciona de manera distinta en cadapersona.

Al otro lado de la ventana, la lunabrilla, redonda. Aprieto la nariz contrael cristal. En la acera de enfrente hayuna casa casi idéntica a la nuestra y,junto a ella, otra que es exactamenteigual. Y así una y otra, decenas: losmismos tejados a dos aguas, deconstrucción reciente pero con aspectoantiguo.

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Siento la necesidad de moverme.Antes sentía eso todo el tiempo, cuandoel cuerpo me pedía a gritos que saliera acorrer. Desde la operación no he salidomás que una o dos veces, las pocas enque lo he intentado no ha sido igual, eincluso ahora la idea no me pareceatractiva. Pero quiero hacer algo.

Me pongo un pantalón viejo dechándal y una sudadera oscura. Mepongo también una vieja gorra debéisbol que pertenecía a mi padre, enparte para mantener el pelo bajo controly en parte para que, si resulta que hayalguien fuera, no me reconozca.Técnicamente no es ilegal que salga

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pasada la hora del toque del queda, perono me apetece enfrentarme a laspreguntas de mis padres. No es algo queHana Tate, que pronto será HanaHargrove, haría. No quiero que sepanque me está costando dormir. No quierodarles motivos para sospechar.

Me ato las deportivas y camino depuntillas hasta la puerta del dormitorio.El verano pasado, yo solía salir aescondidas todo el tiempo. Una vez fui auna macrofiesta prohibida en una navedetrás de Otrembas Paints, y también alconcierto en Deering Highlands dondese produjo una redada; luego hubonoches en la playa de Sunset Park y citas

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ilegales con muchachos incurados,incluyendo aquella vez en Back Cove enque dejé que Steve Hilt pusiera unamano en mi muslo desnudo y el tiempopareció detenerse.

Steven Hilt: cejas oscuras, dienteslimpios y rectos, olor a agujas de pino,el desfondamiento en el estómago cadavez que me miraba.

Los recuerdos parecen fotos de unavida ajena.

Bajo con cuidado en medio de unsilencio casi total. Encuentro el pestillode la puerta principal y lo giro poco apoco, de forma que el cerrojo retrocedesin ruido.

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Sopla un viento helado que muevelas matas de acebo que bordean nuestropatio, justo por dentro de la verja dehierro. Los arbustos también son unrasgo distintivo de la urbanizaciónWoodCove Farms: Para su seguridad yprotección, decían los folletos de lainmobiliaria, y una verdaderaintimidad.

Me detengo, esperando por si se oyeruido de patrullas. Nada. Pero no debenestar demasiado lejos. WoodCove hacegala de un cuerpo voluntario de guardiaque opera las veinticuatro horas, sietedías a la semana. Sin embargo, laurbanización es amplia, tiene muchas

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calles sin salida y ramales separados.Con un poco de suerte, podré evitar alos vigilantes.

Bajo por el paseo delantero y por elsendero de baldosas hasta la cancela. Unremolino de murciélagos negros cruzapor delante de la luna, y sus sombras sedeslizan por el césped. Me estremezco.Ya se me están quitando las ganas.Pienso en volver a la cama, enacurrucarme entre las suaves mantas ylas almohadas que huelen a limpio y endespertarme descansada para tomarmeun estupendo desayuno a base de huevosrevueltos.

Se oye un ruido en el garaje. Me doy

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la vuelta. La puerta está entreabierta.Lo primero que se me ocurre es que

se trata de un fotógrafo. Alguno de elloshabrá saltado la verja y se ha instaladoen el patio. Pero enseguida desecho laidea. La señora Hargrove ha orquestadocuidadosamente todas nuestrasapariciones en prensa y, por el momento,yo no he recibido ninguna atención amenos que estuviera con Fred.

Mi segunda idea es: Ladrón degasolina. Hace poco, debido a lasrestricciones ordenadas por el gobierno,en especial en los barrios más pobres,ha habido una escalada de robos por laciudad. Fue especialmente malo en

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invierno. Vaciaban de petróleo lascalderas, a los coches les quitaban lagasolina, atacaban y destrozaban casas.Solo en febrero hubo doscientos robos,el número más alto de delitos desde quese impuso la obligatoriedad de la curahace cuarenta años.

Le doy vueltas a la idea de volveradentro y despertar a mi padre. Pero esosignificaría preguntas y explicaciones.

Por eso lo que hago es cruzar elpatio hacia el garaje, manteniendo lavista en la puerta entreabierta, a la buscade señales de movimiento. La hierbaestá cubierta de rocío, que enseguida meempapa las deportivas. Tengo una

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sensación como de picor por todo elcuerpo. Alguien me observa.

Una ramita se rompe detrás de mí.Me giro rápidamente. Una oleada deviento mueve el acebo. Tomo aireprofundamente y me vuelvo hacia elgaraje. Me palpita el corazón en lagarganta, una sensación incómoda ypoco familiar. No he tenido miedo,miedo de verdad, desde la mañana de micura, cuando ni siquiera podíadesatarme el camisón del hospital porcómo me temblaban las manos.

—¿Hola? —digo en un susurro.Se oye otro ruido. Está claro que en

el garaje hay algo o alguien. Me

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mantengo a un metro de la puerta, rígidade miedo.

Absurdo. Esto es absurdo. Voy aentrar en casa y a despertar a papá. Lediré que he oído un ruido y ya meocuparé de las preguntas más tarde.

Entonces oigo, débilmente, unmaullido. Por la puerta abierta, unosojos de gato me miran un instante.

Suelto el aire. Un gato callejero,nada más. Portland está lleno de ellos.También de perros. La gente los compray después no puede permitirsemantenerlos, o no quiere hacerlo, y lossueltan por las calles. Llevan añoscriando. He oído que hay jaurías enteras

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de perros salvajes que vagan por la zonade Highlands.

Avanzo lentamente. El gato meobserva. Coloco la mano en la puertadel garaje y la abro con cuidado unospocos centímetros más.

—Venga —le digo con voz zalamera—. Sal de ahí.

El animal se vuelve hacia el interiordel garaje. Pasa junto a mi vieja bici,golpeándola contra el sujetabicis. Labici se tambalea y me apresuro aagarrarla antes de que caiga al suelo conestrépito. El manillar está cubierto depolvo, puedo notar la mugre incluso enesta oscuridad de lobo.

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Sostengo la bici con una mano, paramantenerla derecha, y tanteo con la otrabuscando el interruptor de la pared.Enciendo las luces superiores.

Al momento se recupera lanormalidad del garaje: el coche, loscubos de basura, el cortacésped en laesquina, latas de pintura y bidones degasolina almacenados ordenadamente enun rincón, en pirámide. El gato se haacurrucado junto a ellos. Al menosparece relativamente limpio, no le saleespuma por la boca ni está cubierto depupas. Nada que dé miedo. Doy un pasomás hacia él y sale disparado. Esta vezda la vuelta alrededor del coche y,

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pasando a mi lado, sale al patio.Al apoyar la bici en la pared del

garaje, reparo en el gastado sujetapelomorado que aún sigue anudado a uno delos manillares. Lena y yo teníamos bicisidénticas, pero ella me vacilabadiciendo que la suya era más rápida.Siempre estábamos cambiándolas sinquerer, después de dejarlas en la hierbao en la playa. Ella se subía al sillín de lamía, casi no llegaba a los pedales, y yome montaba en la suya, encogida comoun niño pequeño, y volvíamos a casapedaleando juntas, entre risas histéricas.

Un día compró dos bandas elásticasen la tienda de su tío, una morada para

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mí y otra azul para ella, e insistió en quelas pusiéramos en los manillares paraque pudiéramos distinguirlas.

La mía está llena de suciedad. No hemontado en bici desde el verano pasado.Esta afición, como Lena, se hadesvanecido en el pasado. ¿Cómo es queella y yo éramos tan buenas amigas? ¿Dequé hablábamos? No teníamos nada encomún. No nos gustaba la misma comidani la misma música. Ni siquieracreíamos en las mismas cosas.

Y luego ella se fue y me rompió elcorazón, hasta el punto de que casi nopodía respirar. Si no me hubierancurado, no sé lo que habría hecho.

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En este momento puedo admitirlo:debo haber amado a Lena. No de unaforma antinatural, pero mis sentimientospor ella deben haber sido como unaespecie de enfermedad. ¿Cómo puedetener alguien el poder de reducirte apolvo y también el de hacerte sentir tanplena?

La urgencia de pasear se hadesvanecido por completo. Todo lo quequiero es meterme en la cama.

Apago las luces y cierro la puertadel garaje, asegurándome de que oigocómo se desliza el pasador.

Cuando me vuelvo hacia la casa, veoun trozo de papel tirado en el césped, ya

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manchado por la humedad. No estabaaquí hace un minuto. Obviamente,alguien se ha colado por la cancelamientras yo estaba en el patio.

Alguien me observaba; hasta podríaestar observándome en este momento.

Cruzo el patio lentamente. Me veoacercarme al panfleto. Me veoagacharme para recogerlo.

Es una foto en blanco y negro demala calidad; sin duda, una copia deloriginal. Muestra a un hombre y a unamujer que se besan. La mujer de la fotoestá inclinada hacia atrás, con los dedosentre el cabello del hombre. El sonríemientras la besa.

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En la parte de debajo de la octavillase ven unas palabras impresas: SOMOSMÁS DE LOS QUE PENSÁIS.

Instintivamente, lo arrugo con elpuño. Fred tenía razón. La Resistenciaestá aquí, escondida entre nosotros.Deben tener acceso a copiadoras, apapel, a mensajeros.

A lo lejos, golpea una puerta y mesobresalto. De repente, la noche pareceviva. Prácticamente llego corriendohasta el porche delantero y me olvido deno hacer ruido mientras entro por lapuerta y la cierro con tres cerrojos.Durante un momento me quedo en elrecibidor, con la octavilla hecha una

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pelota aún en la mano, aspirando losolores familiares a limpiador y a cera demuebles.

En la cocina, tiro el papel a labasura. Luego, pensándolo mejor, loecho en el triturador. Ya no me importadespertar a mis padres. Solo quierolibrarme de la foto, librarme de laspalabras, que son una clara amenaza:Somos más de los que pensáis.

Me lavo las manos con agua calientey vuelvo a tientas, torpemente, a mihabitación. Ni siquiera me preocupo dedesvestirme, simplemente me quito laszapatillas y la gorra de béisbol y memeto entre las sábanas. Aunque la

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calefacción está encendida, sigo sinsentir calor.

Me atrapan largos dedos oscuros.Manos enfundadas en terciopelo, suavey perfumado, me van envolviendo lagarganta, y Lena me susurra desde algúnlugar lejano: ¿Qué hiciste?, y luego, porfortuna, los dedos me sueltan, las manosse aflojan en torno a mi garganta, ycaigo, caigo en un sueño profundo y sinsueños.

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Lena

Abro los ojos. Una borrosa luz verdeilumina la tienda: es el reflejo del sol altransformarse en color cuando penetrapor las finas paredes de tela. Por debajode mí, el suelo está ligeramente húmedo,como siempre por las mañanas: la tierradesprende rocío, se quita de encima laescarcha nocturna. Oigo voces y elentrechocar de cacharros metálicos.Julián no está.

No puedo recordar cuánto tiempo ha

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pasado desde que dormí tanprofundamente. Ni siquiera recuerdohaber soñado. Me pregunto si esto es loque significa estar curada: te levantasdespejada y renovada, sin que te hayanmolestado los largos dedos de sombraque acechan durante el sueño.

Fuera, el aire es sorprendentementecálido. El canto de los pájaros inunda elbosque. Las nubes se deslizan borrachaspor un cielo azul pálido. La TierraSalvaje confirma audazmente la llegadade la primavera, como los primerosorgullosos petirrojos de pecho hinchadoque aparecen en marzo.

Bajo al pequeño arroyo de donde

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estamos cogiendo el agua. Dani acabade salir después de bañarse y está de pietotalmente desnuda, secándose el pelocon una camiseta. La desnudez solíachocarme, pero ya casi ni la noto; ellapodría ser una nutria oscura que se secaal sol con el pelaje resbaladizo por elagua. Aun así, continúo corriente abajo,me quito la camiseta y me echo agua porla cara y en las axilas, hundo la cabezaen el arroyo y jadeo un poco al sacarla.Sigue estando helada y no me apetecesumergirme del todo.

De vuelta en el campamento, veoque se han llevado el cuerpo de laanciana. Seguramente ya habrán

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encontrado dónde enterrarla. Meacuerdo de Blue, a la que tuvimos quedejar en la nieve mientras el hieloformaba una capa sobre sus oscuraspestañas y sellaba sus ojos cerrados, yde Miyako, a la que incineramos.Fantasmas, sombras en mis sueños. Mepregunto si alguna vez me veré libre deellas.

—Buenos días, belleza —diceRaven sin alzar la vista de la chaquetaque está remendando. Sostiene variasagujas en la boca, como un abanico entresus dientes, y habla a pesar de ellas—.¿Has dormido bien? —no espera a queconteste—. Hay algo de papeo en el

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fuego, así que cómetelo antes de queDani vuelva a por una segunda ronda.

La muchacha a la que rescatamosanoche está despierta y sentada cerca deRaven, a poca distancia de la lumbre,con una manta roja sobre los hombros.Es incluso más guapa de lo que me habíaparecido. Tiene los ojos de un intensocolor verde y su piel es luminosa y deaspecto suave.

—Hola —digo mientras me sitúoentre ella y la hoguera.

Me devuelve una sonrisa tímida,pero no habla y yo siento una oleada decompasión por ella. Me acuerdo de loaterrorizada que estaba cuando escapé a

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la Tierra Salvaje y me encontré en mitadde un grupo con Raven, Tack y losdemás. Me pregunto de dónde vendráesta chica y qué cosas terribles habrávisto.

Al borde de la hoguera hay un perolabollado, medio enterrado en la ceniza.Dentro queda un poco de estofado deavena y alubias negras, lo que sobróanoche. Está tan cocido que tiene unatextura crujiente y casi no sabe a nada.Me echo un poco en una taza de lata yme obligo a comerlo rápidamente.

Cuando estoy terminando, Álex salede los bosques con paso enérgico,cargando un contenedor de plástico con

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agua. Alzo la mirada instintivamentepara ver si se da cuenta de mi presencia,pero, como de costumbre, mantiene lamirada fija en el aire por encima de micabeza.

Pasa junto a mí y se detiene al ladode la chica nueva.

—Toma —dice. Su voz suena suave,es la voz del Álex de antes, el Álex demis recuerdos—. Te he traído un pocode agua. No te preocupes, está limpia.

—Gracias, Álex —contesta la chica.El nombre me suena mal cuando lopronuncia ella y me provoca unasensación de desconcierto, como cuandoera niña y acudía al Festival de la Fresa

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en el Paseo de Eastern Prom y entrabaen la Casa de los Espejos, como si todoestuviera distorsionado.

Tack, Pike y algunos otros salen deentre los árboles detrás de Álex,abriéndose paso con esfuerzo entre lasramas. Julián es uno de los últimos, y mepongo de pie y me dirijo corriendo haciaél, lanzándome a sus brazos.

—Pero bueno —se ríe, se echa unpoco hacia atrás y me abraza,mostrándose sorprendido y encantado.Nunca soy tan cariñosa con él durante eldía, delante de los demás—. ¿A qué havenido eso?

—Te echaba de menos —digo, me

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falta el aliento sin saber por qué. Apoyola frente en su clavícula, coloco unamano en su pecho. Su ritmo mereconforta. Él es real, él es el ahora.

—Hemos hecho un barrido completo—cuenta Tack—. Un círculo de cincokilómetros. Todo parece en orden. Loscarroñeros deben haberse ido en otradirección.

Julián se tensa. Me vuelvo a mirar aTack.

—¿Carroñeros? —pregunto.Tack me lanza una mirada y no

contesta. Se ha detenido ante la chicanueva. Álex sigue sentado junto a ella.Sus brazos están separados apenas por

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unos centímetros y empiezo a observarfijamente el espacio entre sus hombros ycodos, que forman como la mitad de unreloj de arena.

—¿No te acuerdas de qué díallegaron? —pregunta Tack a lamuchacha, y me doy cuenta de que seesfuerza por no mostrar su inquietud. Enapariencia, él es todo furia, furia ybrusquedad, igual que Raven. Por eso sellevan tan bien.

La muchacha se muerde el labio.Álex le acaricia la mano, suave,reconfortante, y de pronto yo merevuelvo, de la cabeza a los pies, con lasensación de que voy a vomitar.

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—Venga, Coral —dice. Coral.Claro, tenía que llamarse Coral. Algobello, delicado y especial.

—Es… es que no me acuerdo.Tiene la voz casi tan grave como los

chicos.—Inténtalo —dice Tack. Raven le

mira airada. Su gesto es claro: No tepases.

La muchacha se ciñe algo más lamanta en torno a los hombros. Se aclarala garganta.

—Llegaron hace pocos días, tres ocuatro, no sé exactamente. Habíamosencontrado un viejo granero, casiintacto… Dormíamos allí. Éramos un

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grupo pequeño: David y Tígg y… y Nan—su voz se quiebra un poco y contieneel aliento—. Y algunos más, ocho entotal. Llevábamos juntos desde que vinepor primera vez a la Tierra Salvaje. Miabuelo era un sacerdote de una de lasantiguas religiones —alza la vistadesafiante, como retándonos a que lacritiquemos—. Se negó a convertirse alNuevo Orden y fue asesinado —seencoge de hombros—. Desde entonces,mi familia fue perseguida. Y cuandoresultó que mi tía era simpatizante…Bueno, nos pusieron en la lista negra.No podíamos conseguir trabajo ni quenos asignaran pareja, por mala que

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fuese. No había un casero en todoBoston que quisiera alquilarnos unacasa, aunque tampoco teníamos con quépagar…

Su voz se ha ido llenando deamargura. Me doy cuenta de que es solola experiencia traumática que acaba devivir lo que le da un aspecto frágil. Encircunstancias normales es una líder,como Raven. Como Hana.

Siento otro ataque de envidia al vercómo la mira Álex.

—Los carroñeros —la anima Tack.—Déjalo, Tack —interrumpe Raven

—. No está preparada para hablar deeso.

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—No, sí, sí que puedo. Es que…casi no me acuerdo… —vuelve a moverla cabeza, esta vez con aire confundido—. Nan tenía un problema con lasarticulaciones. No le gustaba estar solaen la oscuridad cuando tenía que ir albaño. Le daba miedo caerse —seaprieta más las rodillas contra el pecho—. Nos turnábamos para acompañarla.Aquella noche me tocaba a mí. Esa es laúnica razón por la cual no estoy… Es laúnica razón…

Se interrumpe.—¿Así que los otros están muertos?

—la voz de Tack suena a hueco.Ella asiente. Dani murmura joder y

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lanza con el pie algo de tierra al aire, aningún sitio en particular.

—Quemados —dice la chica—.Mientras dormían. Vimos cómo ocurría.Los carroñeros rodearon el sitio y ¡paf!… Ardió como una tea. Nan perdió lacabeza. Se echó a correr directamentehacia el granero. Yo fui tras ella…Después ya no recuerdo mucho. Mepareció que ella estaba en llamas… yluego recuerdo que me desperté en unazanja y estaba lloviendo… y despuésnos encontrasteis…

—Joder, joder, joder —cada vez queDani pronuncia la palabra, le da unapatada a un puñado de tierra.

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—No ayudas —estalla Raven.Tack se frota la frente y suspira.—Se han ido de la zona —dice—.

Eso nos da un margen. Esperemos quenuestros caminos no se crucen.

—¿Cuántos eran? —le preguntaPike. Ella mueve la cabeza—. ¿Cinco?¿Seis? ¿Diez? Venga, tienes que darnosalgo con lo que…

—Yo lo que quiero, saber es por qué—interrumpe Álex. Aunque habla entono bajo, al instante todos se quedancallados y escuchan. Eso me encantabade él: la forma en que puede hacerse conel control de una situación sin alzar lavoz, la autoridad y confianza que irradia

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siempre.Y ahora se supone que no debo

sentir nada, así que me centro en pensarque Julián está detrás de mí, solo a unoscentímetros de distancia, en que lasrodillas de Álex y Coral casi se tocan yen que él no se aparta y parecetomárselo con mucha naturalidad.

—¿Por qué atacar? ¿Por qué quemarel granero? No tiene sentido —Álexmueve la cabeza—. Todos sabemos quelos carroñeros se dedican a saquear yrobar, no a destruir. Esto no fue un robo,fue una masacre.

—Los carroñeros trabajan con laASD —dice Julián. Pronuncia las

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palabras con fluidez, aunque debecostarle. La ASD era la organización desu padre, la obra de su familia, y hastaque él y yo nos vimos metidos en lamisma celda hace unas pocas semanas,también era su proyecto vital.

—Exacto —Álex se pone de pie.Aunque Julián y él están otra vezhablando, respondiéndose, se niega amirar hacia nosotros. Mantiene lamirada fija en Raven y en Tack—. Paraellos ya no tiene que ver con lasupervivencia, ¿verdad? Tiene qué vercon que están a sueldo de alguien aquien obedecen. Las apuestas son másaltas y los objetivos son distintos.

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Nadie le contradice. Todos sabemosque tiene razón. A los carroñeros nuncales ha importado la cura. Vinieron a laTierra Salvaje porque no pertenecían ala sociedad normal, o porque losecharon. Vinieron sin ninguna afiliaciónni lealtad a nada, sin ideales ni sentidodel honor. Y aunque siempre han sidodespiadados, sus ataques antes teníanuna función: saqueaban y robaban, sellevaban suministros y armas y no lesimportaba matar para lograrlo.

Pero asesinar sin sentido y sin unobjetivo…

Eso es muy diferente. Eso esasesinar por encargo.

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—Van a por nosotros —Raven hablalentamente, como si la idea acabara deocurrírsele. Se vuelve a Julián—. Van aacosarnos y a cazarnos como… como aanimales, ¿no?

En ese momento, todos le miran:algunos, con curiosidad; otros, conresentimiento.

—No lo sé —dice las palabras conun leve tartamudeo. Luego continúa—:No pueden permitir que sigamos vivos.

—¿Ahora ya puedo decir joder? —pregunta Dani sarcásticamente.

—Pero si la ASD y los reguladoresestán usando a los carroñeros paraacabar con nosotros, eso significa que la

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Resistencia tiene poder —protesto yo—.Nos ven como una amenaza. Eso es algopositivo.

Durante años, los inválidos quevivían en la Tierra Salvaje estuvieronprotegidos por el gobierno, cuya posturaoficial era que la enfermedad, delirianervosa de amor, había sido totalmenteerradicada durante la gran campaña debombardeo aéreo y que todas laspersonas infectadas habían sidoeliminadas. Ya no había amor.Reconocer que existían comunidadesinválidas habría sido admitir su fracaso.

Pero ahora la propaganda nofunciona. La Resistencia se ha hecho

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demasiado amplia y demasiado visible.Ya no pueden ignorarnos por mástiempo, o fingir que no existimos, asíque ahora tienen que intentar borrarnosdel mapa.

—Sí, veremos lo bien que nos vacuando los carroñeros nos frían mientrasdormimos —replica Dani.

—Por favor —Raven se pone depie. Una tira blanca cruza su pelo negro.Nunca me había dado cuenta antes, y mepregunto si siempre la ha llevado o se laha puesto hace poco—. Simplemente,tendremos que tener más cuidado.Haremos mejores reconocimientos delterreno cuando vayamos a montar un

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campamento y pondremos guardia por lanoche, ¿vale? Si vienen a cazarnos,tendremos que ser más listos y másrápidos. Y tendremos que trabajarjuntos. Cada día somos más, ¿no? —mira deliberadamente a Pike y a Dani yluego dirige la vista a Coral—. ¿Tesientes fuerte para caminar?

Coral asiente:—Creo que sí.—Entonces, vamos —Tack se está

poniendo nervioso. Deben de ser por lomenos las diez—. Hagamos una últimaronda. Comprobad las trampas, empezada recogerlo todo. Nos piramos en cuantoestemos listos.

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Tack y Raven ya no tienen el controlincontestable del grupo, pero aúnpueden conseguir que la gente se muevay, en este caso, nadie discute. Llevamoscasi tres días acampados cerca dePoughkeepsie y, ahora que hemosdecidido adonde dirigirnos, todosestamos impacientes por llegar allí.

El grupo se dispersa cuando la gentese va metiendo entre los árboles.Llevamos menos de una semanaviajando juntos pero cada uno haasumido ya un papel diferente. Tack yPike son los cazadores; Raven, Dani,Álex y yo nos turnamos comprobandolas trampas; Lu transporta y hierve el

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agua; Julián recoge y descarga y vuelvea recoger. Otros remiendan la ropa yponen parches en las tiendas. En laTierra Salvaje, la existencia dependedel orden.

En eso, los curados y los incuradosestán de acuerdo.

Me sitúo a la altura de Raven, queestá subiendo una pequeña pendientehacia una fila de cimientos de casasbombardeadas, donde antaño debióhaber un bloque de viviendas. Por estazona se ven huellas de mapaches.

—¿Va a venir con nosotros? —estallo.

—¿Quién? —Raven parece

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sorprendida de verme junto a ella.—La chica —intento mantener un

tono de voz neutro—. Coral.Raven me mira arqueando una ceja.—No es que tenga muchas opciones,

¿no? O viene con nosotros o se queda yse muere de hambre.

—Pero… —no puedo explicar porqué me empeño en que no deberíamosconfiar en Coral—. No sabemos nada deella.

Raven deja de caminar. Se vuelvehacia mí.

—No sabemos nada de nadie —dice—. ¿Aún no lo entiendes? Tú no sabesuna mierda de mí, yo no sé una mierda

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de ti. Para el caso, tú no sabes unamierda de ti misma tampoco.

Me acuerdo de Álex, la extrañafigura helada de un chico al que creíconocer una vez. Puede que él no hayacambiado tanto. Quizá yo nunca leconocí en absoluto.

Raven suspira y se frota la cara conlas dos manos.

—Mira, lo que he dicho antes iba enserio. Todos estamos en esto juntos ytenemos que actuar así.

—Lo entiendo —digo. Miro atrás,hacia el campamento. Desde lejos, lamanta roja sobre los hombros de Corales una nota discordante, como una

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mancha de sangre en un suelo de maderapulida.

—Creo que no —dice Raven. Secoloca delante de mí obligándome amirarla a los ojos: son duros, parecencasi negros—. Esto, lo que estásucediendo en este momento, es lo únicoque importa. No es un juego. No es unabroma. Esto es la guerra. Es algo másgrande que tú y que yo. Es más grandeque todos nosotros juntos. Nosotros yano importamos —su voz se suaviza—.¿Te acuerdas de lo que siempre te hedicho? El pasado está muerto.

Me doy cuenta en ese momento deque está hablando de Álex. Empiezo a

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sentir una tensión en la garganta, perome niego a permitir que me vea llorar.No voy a volver a llorar por Álex nuncamás.

Echa a andar otra vez.—Anda —me dice por encima del

hombro—. Deberías ayudar a Julián arecoger las tiendas.

Miro hacia atrás. Él ya tiene la mitadde las tiendas desmanteladas. Mientrasle miro deshace una más, que se encogehasta quedarse en nada, como cuandosale un champiñón pero al contrario.

—Lo tiene controlado —digo—. Nome necesita.

Hago ademán de seguirla.

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—Confía en mí —Raven se gira tanrápido que su negro pelo se extiendecomo un abanico a su espalda—. Tenecesita.

Durante un instante nos quedamosahí, mirándonos la una a la otra. Algorelampaguea en sus ojos, una expresiónque no consigo descifrar. Unaadvertencia, tal vez.

Luego forma una sonrisa con loslabios.

—Sigo estando al mando, ya sabes—dice—. Tienes que hacerme caso.

Así que me doy la vuelta y bajo lacolina hacia el campamento, haciaJulián, que me necesita.

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Hana

Por la mañana me despierto un pocodesorientada. La habitación está bañadaen luz. Se me debe de haber olvidadocerrar las persianas.

Me incorporo, empujo la ropa a lospies de la cama. Las gaviotas chillandesde fuera y, al ponerme de pie, veoque el sol le ha dado a la hierba un tonoverde intenso.

En mi mesa de estudio encuentro unade las pocas cosas que me he

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preocupado de sacar: Tras la cura, ungrueso manual que me regalaron despuésde la operación y que, según reza en laintroducción, contiene la respuesta alas preguntas más comunes, y a lasmenos comunes, en torno alprocedimiento quirúrgico y sus efectos.

Paso las hojas rápidamente hasta elcapítulo sobre los sueños y echo unvistazo a varias páginas que explican, enaburridos términos científicos, un efectocolateral no deseado de la cura: dormirsin soñar. Luego capto una frase quehace que me den ganas de abrazar ellibro contra mi pecho:

Como hemos remarcado a menudo,

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las personas son diferentes unas deotras, y aunque la operación minimizalas variaciones en temperamento ypersonalidad, necesariamente debeactuar de manera distinta para cadauna. En torno a un cinco por ciento delas personas curadas siguen soñandocuando duermen.

Un cinco por ciento. No es unporcentaje enorme, pero al menostampoco es tan pequeño como para queincluya solo a bichos raros.

Me siento mejor de lo que me hesentido en muchos días. Cierro el libro.Acabo de tomar una decisión.

Hoy voy a ir en bici a la casa de

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Lena.Hace meses que no me acerco a su

casa, en la calle Cumberland. Esta serámi forma de rendir homenaje a nuestraantigua amistad y de calmar lossentimientos negativos que me hanestado inquietando desde que vi a Jenny.Puede que Lena sucumbiera a laenfermedad, pero, por otro lado, aquellofue en parte por mi culpa.

Debe ser por eso que aún pienso enella. La cura no suprime todos lossentimientos, y el de culpa sigueabriéndose paso.

Iré en bici hasta la casa donde vivíay me aseguraré de que todos están bien,

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y así me sentiré mejor. La culpa requiereabsolución, y yo no me he absuelto a mímisma por mi parte en su delito. Tal vez,pienso, hasta les lleve un poco de café.A su tía Carol le encantaba.

Luego volveré a mi vida.Me echo agua en la cara, me pongo

unos vaqueros y mi forro polar favorito,desgastado después de años de lavados,y me recojo el pelo descuidadamente enun moño. Lena solía hacer un gestocuando lo llevaba así. Es injusto, decía.Si yo intentara ponérmelo así,parecería que llevo en la cabeza unnido en el que ha cagado un pájaro.

—¿Hana? ¿Va todo bien? —me grita

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mi madre desde el pasillo con la vozamortiguada, preocupada. Abro lapuerta.

—Sí —contesto—. ¿Por qué?Me mira con los ojos entrecerrados.—¿Estabas… estabas cantando?Debo haber estado tarareando sin

darme cuenta. Siento un ramalazo devergüenza.

—Estaba intentando acordarme de laletra de una canción que me puso Fred—digo rápidamente—. No puedorecordar más que unas pocas palabras.

La cara de mi madre se relaja.—Estoy segura de que puedes

encontrarlo en la Biblioteca de Música

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Autorizada —dice. Alarga la mano y meacaricia la barbilla, mientras meexamina la cara durante un momento—.¿Has dormido bien?

—Perfectamente —digo. Me separode ella y voy hacia las escaleras.

Abajo, papá merodea por la cocina.Está vestido para ir al trabajo, exceptopor la corbata. Solo con mirarle el pelo,me doy cuenta de que lleva un ratoviendo las noticias. Desde el otoñopasado, cuando el gobierno hizo públicasu primera declaración reconociendo laexistencia de los inválidos, insiste entener puestos los informativos de maneracasi constante, incluso cuando no

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estamos en casa. Mientras mira lapantalla, se retuerce el pelo entre losdedos.

En la pantalla, una mujer con loslabios naranjas por el carmín estádiciendo: Esta mañana, ciudadanosindignados han irrumpido en lacomisaría de la calle State Streetexigiendo saber cómo es posible quelos inválidos pudieran moverselibremente por las calles de la ciudadpara distribuir sus amenazas…

El señor Roth, nuestro vecino, estásentado a la mesa de la cocina, dandovueltas a una taza de café que tiene entrelas manos. Se está convirtiendo en una

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costumbre en nuestra casa.—Buenos días, Hana —dice sin

apartar la vista de la pantalla.—Hola, señor Roth.A pesar de que los Roth viven

enfrente de nosotros y de que la señoraRoth no hace más que hablar de la ropanueva que le ha comprado a su hijamayor, Victoria, sé que lo están pasandomal. Ninguno de sus hijos se ha casadoparticularmente bien, sobre todo debidoa un pequeño escándalo en el que estuvoimplicada Victoria, de la que serumoreaba que tuvo que someterse a laoperación antes de lo previsto, a raíz deque la pillaran por la calle después del

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toque de queda. La carrera del señorRoth se estancó y los síntomas dedificultades económicas son visibles: yano usan su coche aunque sigue aparcado,todo reluciente, en el sendero más alláde la cancela. Y las luces se apagan muytemprano; obviamente, están intentandoahorrar electricidad. Sospecho que elseñor Roth se pasa tanto por aquí porqueya no tiene una tele que funcione.

—Hola, papá —digo mientras pasojunto a la mesa de la cocina.

Me contesta con un gruñido,mientras sigue tirándose del pelo ydándole vueltas. El presentador dice:Las octavillas se distribuyeron en

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decenas de barrios distintos, hasta enpatios de juegos y escuelas primarias.

Las imágenes muestran a unamultitud de manifestantes en lasescaleras del Ayuntamiento. Laspancartas dicen: Recuperad nuestrascalles y América sin Deliria. La ASDha recibido mucho apoyo desde que sulíder, Thomas Fineman, fuera asesinado.Ya lo están tratando como a un mártir yse han celebrado muchos homenajes portodo el país.

¿Por qué nadie está haciendo nadapara protegernos?, declara un hombreante un micrófono. Tiene que gritar paraque se le oiga por encima de las voces

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de los otros manifestantes. Se suponeque la policía debe mantenernos asalvo de esos lunáticos. Y, sin embargo,esos perturbados llenan nuestrascalles.

Me acuerdo de lo frenética queestaba yo anoche por librarme de laoctavilla, como si hacerlo significaraque nunca había existido. Pero, porsupuesto, los inválidos no nos eligierona nosotros como objetivo específico.

—¡Es indignante! —explota mipadre. Le he visto alzar la voz solo doso tres veces en mi vida, y tan soloperdió totalmente los papeles una vez:cuando hicieron públicos los nombres

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de las personas que habían sidoasesinadas durante los atentadosterroristas y Frank Hargrove, el padrede Fred, figuraba entre los queaparecían como muertos. Estábamostodos viendo la tele en el estudio y, derepente, mi padre se volvió y lanzó elvaso contra la pared. Fue tansorprendente que mi madre y yo nopudimos evitar quedarnos mirándolefijamente. Nunca olvidaré lo que dijoaquella noche: Los deliria nervosa deamor no son una enfermedad de amor.Son una enfermedad de egoísmo—. ¿Dequé sirve una Administración de laSeguridad Nacional si…

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El señor Roth interviene:—Venga, Richard, siéntate. Te estás

disgustando.—Claro que me estoy disgustando.

Esas cucarachas…En la despensa, las cajas de cereales

y los paquetes de café están alineadosrigurosamente. Me coloco un paquete decafé bajo el brazo y reordeno los quequedan para que no se note el hueco.Luego cojo una rebanada de pan y lepongo un poco de mantequilla decacahuete, aunque las noticias hanmatado mi apetito casi por completo.

Vuelvo a cruzar la cocina y estoy amitad del pasillo cuando mi padre se

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vuelve y me dice a gritos:—¿Adonde vas?Ladeo el cuerpo para que no vea el

paquete de café.—Se me había ocurrido ir a dar una

vuelta en bici —digo alegremente.—¿Una vuelta en bici? —repite mi

padre.—El vestido de novia me está un

poco justo —hago un expresivo gestocon la rebanada doblada que llevo en lamano—. Estoy comiendo más por elestrés, supongo.

Al menos, mi habilidad para mentirno ha cambiado desde la operación.

Mi padre frunce el ceño.

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—Pero mantente lejos del centro,¿vale? Hubo un incidente anoche…

—Gamberros —dice el señor Roth—. Eso es todo.

En este momento, la tele muestraimágenes del atentado terrorista deenero: el derrumbamiento repentino dellado este de las Criptas, imágenescaptadas con poca calidad por unacámara de mano; el fuego que se alzadesde el Ayuntamiento; la gente que salecorriendo de autobuses que no puedencircular; gente asustada y confundida porla calle; una mujer acurrucada en labahía, con el vestido ondeando, gritandoque ha llegado el día del Juicio; una

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nube de polvo que flota por encima de laciudad y lo vuelve todo de color blancotiza.

—Esto es solo el principio —dicemi padre bruscamente—.Evidentemente, ellos querían que elmensaje fuera una advertencia.

—No lograrán hacer nada. No estánorganizados.

—Eso es lo que todo el mundo dijoel año pasado y acabamos con unagujero en las Criptas, un alcalde muertoy la ciudad llena de psicópatas. ¿Sabescuántos presos escaparon aquel día?Trescientos.

—Desde entonces hemos

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incrementado la seguridad —insiste elseñor Roth.

—La seguridad no impidió queanoche los inválidos trataran a Portlandcomo una oficina de correos gigante.¿Quién sabe lo que podría suceder? —suspira y se frota los ojos. Luego sevuelve hacia mí—. No quiero que miúnica hija salte en pedazos.

—No voy a ir al centro, papá —digo—. Me voy a quedar fuera de lapenínsula, ¿vale?

Asiente y se vuelve hacia latelevisión.

Una vez fuera, me quedo en elporche y me como el pan con una mano,

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manteniendo el paquete de café bajo elbrazo. Me doy cuenta, demasiado tarde,de que tengo sed. Pero no quiero volvera entrar.

Me arrodillo, meto el café en mivieja mochila, que sigue oliendodébilmente al chicle de fresa que solíatomar, y me calo la gorra de béisbol otravez sobre la coleta. También me pongogafas de sol. No es que me dé un miedoespecial que me descubran losfotógrafos, pero no quiero arriesgarme aencontrarme con nadie conocido.

Saco la bici del garaje y salgo a lacalle pedaleando. Todos dicen quemontar en bici es una habilidad que no

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se olvida nunca, pero por un momento,al subirme al sillín, me desequilibrocomo un niño pequeño que estáaprendiendo.

Me tambaleo durante algunossegundos, pero luego consigo encontrarel equilibrio. Dirijo la bici colina abajoy desciendo por Brighton Court hacia laverja que marca el límite de laurbanización WoodCove Farms.

Hay algo muy reconfortante en elruido de las ruedas sobre el pavimento yen sentir el viento en la cara, limpio yfresco. Ya no experimento las mismassensaciones que cuando iba a correr,pero me proporciona satisfacción, como

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meterme entre sábanas limpias al finalde un largo día.

Hace un día perfecto, brillante ysorprendentemente frío. En un día así,parece imposible imaginar que la mitaddel país esté asolada por levantamientosde insurgentes y que los inválidos semuevan por Portland como las aguasresiduales, difundiendo un mensaje depasión y violencia. Parece imposibleimaginar que pase algo malo en elmundo entero.

Un macizo de pensamientos seinclina como asintiendo, como siestuvieran de acuerdo, cuando pasorápidamente a su lado, dejándome llevar

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por la cuesta abajo. Paso a todavelocidad por la verja y más allá de lapuerta sin detenerme. Alzo una mano enun gesto de rápido saludo, aunque dudoque Saúl me reconozca.

Fuera de la urbanización, cambiarápidamente el aspecto de la zona.Parcelas de propiedad pública junto asolares abandonados. Hay tres parquesde caravanas seguidos, llenos debarbacoas y chimeneas exteriores, yrodeados de una película de humo yceniza, ya que la gente que vive aquí usala electricidad muy escasamente.

La avenida Brighton me lleva hastala península y, técnicamente, más allá de

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la frontera y hacia el centro de Portland.Pero el Ayuntamiento y el grupo deedificios municipales y laboratoriosdonde se ha reunido la gente paraprotestar aún quedan a varios kilómetrosde distancia. Las casas a esta distanciade Old Port no tienen más que unospocos pisos de altura y estánintercaladas con delicatessen en lasesquinas, lavanderías baratas, iglesiasdestartaladas y gasolineras que hacemucho que no se usan.

Intento acordarme de la última vezque fui a la casa de Lena en vez de venirella a la mía, pero todo lo que me vienees una mezcla de años e imágenes, el

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olor de los raviolis de lata y de la lecheen polvo. A Lena le daban vergüenzaaquella vivienda estrecha y su familia.Sabía lo que decía la gente. Pero a mísiempre me gustó ir a su casa. No sémuy bien por qué. Creo que en aquelmomento era el desorden lo que meatraía: las camas apretujadas en elcuarto de arriba, los electrodomésticosque nunca funcionaban bien, los fusiblesque saltaban continuamente, la lavadoraque estaba ahí oxidándose y solo seusaba como un sitio para guardar la ropade invierno.

Aunque han pasado ocho meses, meoriento sin dificultad para llegar a su

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casa; hasta me acuerdo de un atajo porun aparcamiento que llega hasta su calle.

Para entonces ya estoy sudando, asíque paro la bici unas puertas antes dellegar a la casa de los Tiddle, me quitola gorra y me paso la mano por el pelo,para tener al menos un aspectomedianamente presentable. Se oye unapuerta más allá y una mujer sale a suporche, abarrotado de muebles rotos queincluyen, misteriosamente, un asiento deinodoro con manchas de óxido. La mujerlleva una escoba y se pone a barrer,arriba y abajo, arriba y abajo, losmismos dos metros de porche, con losojos fijos en mí.

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El aspecto del barrio es peor, muchopeor, de lo que era antes. La mitad delas casas están cerradas con tablas. Mesiento como un buzo que recorre elcasco de un petrolero hundido.

Se mueven cortinas en las ventanas ytengo la sensación de que hay ojos queno veo pero que me siguen a medida queavanzo por la calle, y siento también elenfado que burbujea en todos esoshogares tristes que se derrumban.

Empiezo a sentirme muy tonta porhaber venido. ¿Qué voy a decir? ¿Quépuedo decir?

Pero ahora que estoy tan cerca, nopuedo darme la vuelta hasta verlo: el

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número 237, la antigua casa de Lena. Encuanto llego con la bici hasta la valla,me doy cuenta de que lleva ciertotiempo abandonada. Al tejado le faltanalgunas tejas y las ventanas estántapadas con maderas color moho.Alguien ha pintado una enorme equisroja en la puerta principal, un símbolode que la casa estaba contaminada por laenfermedad.

—¿Qué quieres?Me doy la vuelta. La mujer del

porche ha dejado de barrer, sujeta laescoba con una mano y se protege losojos con la otra.

—Buscaba a los Tiddle —digo. Mi

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voz suena demasiado fuerte en la calleabierta. La mujer no deja de mirarmefijamente. Me obligo a acercarme a ella,cruzo la calle con la bici y me acerco asu puerta, aunque en mi interior algo serebela y me dice que me vaya. Este noes mi sitio.

—Los Tiddle se mudaron el otoñopasado —dice, y se pone a barrer otravez—. Aquí ya no eran bienvenidos. Nodespués de… —se interrumpe derepente—. Bueno, da igual. No sé lo quehabrá sido de ellos, ni me importatampoco. Por lo que a mí respecta,pueden pudrirse en Highlands. Echandoa perder el vecindario, haciendo que sea

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más duro para todos los demás…—¿Es ahí adonde fueron? —me

aferró a esa pequeña información—. ¿ADeering Highlands?

Al momento, noto que se ha puesto ala defensiva.

—¿A ti qué te importa? —dice—.¿Eres de la Joven Guardia o algo así?Este es un buen vecindario, un barriolimpio —golpea el porche con laescoba, como si intentara aplastarinsectos invisibles—. Leemos elManual cada día y yo he pasado misrevisiones como todo hijo de vecino.Pero la gente sigue viniendo a preguntare inmiscuirse, a causar problemas…

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—No soy de la ASD —digo paratranquilizarla—. Y no tengo intención decausar problemas.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?—me mira intensamente con los ojosentrecerrados y veo una lucecilla en sumirada: mi cara le suena—. Oye, ¿tú hasestado antes por aquí?

—No —digo rápidamente, y mevuelvo a calar la gorra en la cabeza.Aquí ya no voy a recibir más ayuda, deeso estoy segura.

—Estoy convencida de que teconozco de algo —dice la mujermientras me subo a la bici. Sé queenseguida le vendrá a la mente: Esa es

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la chica a la que emparejaron con FredHargrove.

—No me conoce de nada —replico,y salgo a la calle con la bici.

Debería pasar de todo. Sé que deberíapasar. Pero ahora más que nunca sientola necesidad urgente de volver a ver a lafamilia de Lena. Tengo que saber lo queha sucedido desde que ella se fue.

No he vuelto a Deering Highlandsdesde el verano pasado, cuando Alex,Lena y yo pasábamos el tiempo en lacasa del número 37 de la calle Brooks,una de las muchas viviendas

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abandonadas de esa zona. Esa es la casadonde Lena y Alex fueron atrapados porlos reguladores y desde donde intentaronescapar en el último momento.

Deering Highlands, también, tiene unaspecto más estropeado de lo que yorecordaba. Hace años, el barrio estabaprácticamente abandonado, tras unaserie de redadas en la zona que le dieronfama de ser una zona contaminada.Cuando era pequeña, los niños mayoressolían contar historias de fantasmas delos incurados que habían muerto dedeliria nervosa de amor y seguíanerrando por las calles. Nos retábamosunos a otros para ir a Highlands y tocar

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alguna casa abandonada. Tenías queaguantar con la mano allí durante diezsegundos completos, lo suficiente paraque la enfermedad te entrara por lasyemas de los dedos.

Lena y yo lo hicimos juntas una vez.Ella se acobardó a los cuatro segundos,pero yo aguanté los diez enteros,contando despacio en voz alta, para quelas chicas que estaban mirando mepudieran oír. Fui la heroína de segundodurante dos semanas enteras.

El verano pasado, hubo una redadaen una fiesta ilegal en las Highlands. Yoestaba allí. Dejé que Steven Hilt seinclinara hacia mí y me susurrara, con su

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boca rozando mi oído.Fue una de las cuatro fiestas ilegales

a las que fui después de graduarme. Meacuerdo de la ilusión que me hacía andarpor la calle sin que nadie lo supiera,mucho después del toque de queda, conel corazón palpitándome en la garganta,y de cómo Angélica Marston y yo nosjuntábamos al día siguiente para reírnospor habernos librado una vez más.Hablábamos en susurros sobre besarse yamenazábamos con huir a la TierraSalvaje, como si fuéramos niñaspequeñas hablando del País de lasMaravillas.

Esa es la cuestión. Eran cosas de

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niños. Un pequeño juego de fantasía.Se suponía que no iba a sucedemos

ni a mí ni a Angie ni a ninguna otrapersona. Y tampoco a Lena.

Después de la redada, la ciudad dePortland volvió a tomar posesión oficialdel barrio y varias viviendas fueronarrasadas. El plan era construir nuevascasas de pisos baratos para algunostrabajadores municipales, pero laconstrucción se frenó tras los atentadosterroristas. Al entrar en el barrio, todolo que veo es escombros: agujeros en elsuelo, árboles derribados yabandonados con las raíces expuestasapuntando al cielo, tierra sucia revuelta

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y letreros de metal oxidado que declaranque en esta zona es obligatorio llevarcasco.

Hay tanto silencio que hasta elsonido de las ruedas al girar pareceexcesivo. Me llega de repente una idea ala mente, sin desearlo: En silencio sobrela tumba voy, o en su interior estoy, elantiguo dicho que solíamos pronunciaren un susurro al pasar por un cementeriocuando éramos niños.

Un cementerio. Eso es exactamentelo que es Deering Highlands en estemomento.

Me bajo de la bici y la apoyo en unantiguo letrero de la calle que señala el

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camino hacia Maple Avenue, otra callede grandes cuencos tallados de tierraoscura y árboles arrancados.

Bajo durante un rato en esadirección, sintiéndome cada vez mástonta. Aquí no hay nadie. Eso está claro.Y este es un barrio grande, un laberintode calles pequeñas y callejones sinsalida. Incluso aunque la familia de Lenaesté por aquí cerca, no quiere decirnecesariamente que vaya a encontrarlos.

Pero mis pies siguen colocándoseuno delante del otro, como si estuvierancontrolados por algo que no es micerebro. El viento sopla silenciososobre los solares vacíos y el aire huele a

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putrefacción. Paso unos antiguoscimientos, expuestos al aire, y merecuerdan extrañamente las placas derayos X que me enseñaba el dentista:estructuras grises con forma de diente,como una mandíbula partida en dos ypegada al suelo con tachuelas.

Y luego me llega el olor: humo demadera. Es un olor débil pero claro,entremezclado con los otros olores.

Alguien está haciendo un fuego.Giro a la izquierda en el siguiente

cruce y tomo la calle Wynnewood Road.Esta es la parte del barrio que recuerdodel verano pasado. Aquí no arrasaronlas casas. Aún se elevan sombrías y

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desiertas, tras espesos muros de viejospinos.

Mi garganta empieza a tensarse ydestensarse, una y otra vez. Ya no deboestar lejos del número 37 de la calleBrooks. Me entra un terror repentino deencontrarla.

Tomo una decisión: si llego a esacalle, será una señal de que debo volveratrás. Regresaré a casa y me olvidaré deesta ridícula misión.

—Mamá, mama, llévame a casa.La voz cantarina hace que me

detenga. Durante un instante me quedoquieta conteniendo el aliento, intentandolocalizar el origen del sonido.

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—Estoy en el bosque y me sientosola.

Las palabras pertenecen a unaantigua canción de cuna sobre losmonstruos que vivían en la TierraSalvaje, según los rumores. Vampiros.Hombres lobo. Inválidos.

Excepto que resulta que losinválidos existen.

Paso de la calle a la hierba, porentre los árboles que discurren paralelosa la calzada. La voz es tan suave, tandébil, que me muevo despacio, concuidado de apoyar los dedos de los piesligeramente en el suelo antes dedesplazar el peso hacia delante.

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La calle hace esquina y al doblarlaveo a una niña agachada en el medio, enun amplio tramo iluminado por la luz delsol, con su oscuro pelo descuidado quele cae como una cortina sobre la cara.Es toda huesos. Sus rótulas son comodos velas afiladas.

En una mano tiene una muñecaroñosa, y un palo en la otra. La muñecatiene el pelo de hilo amarillo, todorevuelto, y los ojos son botones negros,aunque solo le queda uno cosido a lacara. La boca no es más que una costuraroja y también se está deshaciendo.

—Me paró un vampiro, una viejapiltrafa.

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Cierro los ojos al acordarme delresto de la canción.

Mamá, mamá, llévame a la cama,estoy medio muerta y lejos de casa.Conocí a un inválido y me cantó unacanción,me enseñó su risa y fue directo a micorazón.

Cuando abro los ojos de nuevo, ella alzala vista brevemente y acuchilla el airecon su palo, como defendiéndose de unvampiro. Durante un instante, todo en míse paraliza. Es Grace, la prima pequeña

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de Lena. La prima favorita de Lena.Es Grace, la que nunca le dijo una

palabra a nadie, ni una sola vez en losseis años en que la vi crecer desde queera un bebé.

—Mamita, llévame a la cama…Aunque a la sombra de los árboles

se está fresco, se me acumula el sudorentre los pechos. Noto cómo vadescendiendo hacia el estómago.

—Conocí a un inválido y me cantóuna canción.

En ese momento coge el palo y locoloca en el cuello de la muñeca, comohaciendo la cicatriz de la operación.

—Seguridad, Salud y Felicidad se

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deletrean… —canturrea.Su voz se ha hecho más aguda, es

una canción de cuna.—Sí, sí, así, sé buena. Esto no te va

doler nada, te lo prometo.Ya no puedo seguir mirando. Pincha

el cuello blando de la muñeca con lapunta del palo, haciendo que asienta conla cabeza una y otra vez. Salgo de entrelos árboles.

—Gracie —la llamo. Sin darmecuenta, he alargado un brazo como si meaproximara a un animal salvaje.

Ella se queda paralizada. Doy otropaso cauteloso hacia ella. Agarra elpalo en la mano con tanta fuerza que los

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nudillos se le ponen blancos.—Grace —me aclaro la garganta—.

Soy yo, Hana. Soy amiga… Era amigade tu prima, Lena.

Inesperadamente, se pone de pie yecha a correr, dejando atrás la muñeca yel palo. Automáticamente, yo tambiénme pongo en movimiento y la sigo a todavelocidad por la calle.

—¡Espera! —grito—. Por favor…No te voy a hacer daño.

Grace es rápida. Ya me ha sacadoveinte metros. Desaparece a la vuelta deuna esquina y, cuando llego, ya no está.

Dejo de correr. Me late el corazón atoda velocidad en la garganta y tengo un

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sabor desagradable en la boca. Me quitola gorra y me limpio el sudor de lafrente. Me siento como una idiotaintegral.

—Tonta —digo en voz alta, y mesiento mejor, así que lo repito más alto—: Tonta.

Se oye una risita en algún punto pordetrás de mí. Me doy la vuelta. No haynadie. Se me eriza el pelo de la nuca, derepente tengo la sensación de que meobservan y se me ocurre que si lafamilia de Lena vive aquí, habrá otrastambién. Noto que en las ventanas de lacasa de enfrente hay cortinas de duchabaratas, de plástico; al lado hay un patio

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con restos de juguetes y piezas y bloquesde construcción, pero ordenados, comosi alguien hubiera jugado ahí hace poco.

De pronto me da vergüenza y meescondo entre los árboles manteniendola vista en la calle a la busca de señalesde movimiento.

—Tenemos derecho a estar aquí,¿sabes?

La voz susurrante viene directamentede detrás de mí. Me doy la vuelta conrapidez, tan sorprendida que por uninstante me quedo sin palabras. Unachica acaba de aparecer éntre losárboles. Me mira fijamente con susgrandes ojos castaños abiertos de par en

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par.—¿Willow? —consigo decir.Parpadea. Si me reconoce, no lo

demuestra. Pero claramente es ella,Willow Marks, mi antigua compañera declase, a la que sacaron del colegio antesde que nos graduáramos, cuandocircularon rumores de que la habíanencontrado con un chico, un incurado, enel parque de Deering Oaks después deltoque de queda.

—Tenemos derecho —repite con elmismo susurro urgente. Se retuerce lasmanos largas y finas—. Un camino y unsendero para cada persona… Esa es lapromesa de la cura.

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—Willow —retrocedo un paso ycasi tropiezo—. Willow, soy yo. HanaTate. Estuvimos juntas en mates el añopasado. En la clase del señor Fillmore.¿Te acuerdas?

Mueve los párpados. Lleva el pelolargo y lo tiene muy enredado. Meacuerdo de que se ponía mechas dedistintos colores. Mis padres siempredecían que se metería en problemas. Medecían que me mantuviera alejada deella.

—Fillmore, Fillmore —repite.Cuando vuelve la cabeza, veo que tienela marca de tres puntas de laintervención y me acuerdo de que la

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expulsaron abruptamente de la escuelaapenas unos meses antes de lagraduación: todos dijeron que suspadres la habían obligado a hacerse laoperación antes de tiempo. Frunce elceño y mueve la cabeza—. No sé, no meacuerdo.—

Se lleva las manos a los labios y veoque tiene las uñas mordidas.

Se me revuelve el estómago. Tengoque salir de aquí. Nunca debería habervenido.

—Me alegro de verte, Willow —digo. Intento moverme muy despaciodando un rodeo, aunque me muero deganas de echar a correr.

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De pronto, ella extiende el brazo yme agarra por el cuello tirando de mí,como si quisiera darme un beso. Yogrito y me debato contra ella, pero tieneuna fuerza sorprendente.

Con una mano me toca la cara y labarbilla, como si estuviera ciega. Lasensación de sus uñas sobre mi piel mehace pensar en pequeños roedores dedientes afilados.

—Por favor —me doy cuenta de queestoy casi llorando. Mi garganta se agitaen espasmos, el miedo me dificulta larespiración—. Por favor, suéltame.

Sus dedos palpan mi cicatriz de laoperación. De repente, parece

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deshincharse. Durante un instante, susojos vuelven a enfocar y entonces memira. Veo a la antigua Willow: lista ydesafiante y ahora, en este momento,derrotada.

—Hana Tate —dice con tristeza—.A ti también te han pillado.

Entonces me suelta, y yo echo acorrer.

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Lena

Coral nos obliga a avanzar másdespacio. No tiene heridas visibles,ahora que se ha bañado y le han vendadolos cortes y rasguños, pero se nota queestá débil. Se queda atrás en cuanto nosponemos en marcha, y Álex permanececon ella. En las primeras horas del día,aunque intento ignorarlo, me llega elrumor de su conversación, entretejidacon las otras voces. Una vez, oigo cómoÁlex se echa a reír.

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Por la tarde, nos topamos con unroble enorme. Su tronco ha sido vaciadoy tiene varios cortes. Se me escapa ungrito en cuanto lo reconozco: untriángulo, seguido de un número y unaflecha rudimentaria. Es la marca delcuchillo de Bram, las señales que usócuando nos mudamos desde el hogar delnorte el año pasado para dejarconstancia de nuestro avance yayudarnos a encontrar el camino deregreso en primavera.

Esta señal en concreto la recuerdo:indica el camino hasta una casa queencontramos el año pasado, intacta yhabitada por una familia de inválidos.

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Raven debe reconocerla también.—Premio —dice sonriendo. Luego

alza la voz para que lo escuche todo elgrupo—: ¡Quien quiera un techo, que mesiga!

Se oyen exclamaciones y vivas. Solouna semana lejos de la civilización noshace anhelar hasta las cosas mássencillas: un techo y paredes y bañerascon agua humeante. Jabón.

Faltan menos de dos kilómetros parala casa, y cuando veo el tejado de dosaguas, cubierto con una capa espesa dehiedra marrón, mi corazón da un salto.La Tierra Salvaje, tan vasta y tancambiante, tan confusa, también nos hace

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ansiar lo conocido.Le suelto a Julián:—El otoño pasado hicimos una

parada aquí. Durante el viaje hacia elsur desde Portland. Me acuerdo de esaventana rota. ¿Ves cómo la han reparadocon madera? Y mira la pequeñachimenea de piedra que asoma sobre lahiedra.

Sin embargo, me doy cuenta de quela casa tiene un aire incluso másabandonado que hace seis meses. Lafachada de piedra está más oscura,cubierta con una capa resbaladiza demoho negro que se ha introducido en elcalafateado. El pequeño claro que rodea

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la casa, donde pusimos las tiendas elaño pasado, ahora está cubierto devegetación, con hierba alta y matasespinosas.

No sale humo de la chimenea. Debehacer frío en el interior si no hay unfuego. El otoño pasado, los niñossalieron corriendo a nuestro encuentroantes de que llegáramos a la puerta.Siempre estaban fuera, jugando, riendo ygritando. Ahora solo hay quietud ysilencio, excepto el viento que se cuelaentre la hiedra, un lento suspiro.

Empiezo a inquietarme. Los otrostambién deben sentirlo. Hemos avanzadomuy rápidamente durante el último

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kilómetro, moviéndonos a la vez,animados por la promesa de una comidade verdad, un espacio bajo techo y unaoportunidad de sentirnos humanos. Peroen este momento todo el mundo se quedacallado.

Raven es la primera en llegar a lapuerta. Duda con el puño en alto, luegollama. Suena a hueco, demasiado fuerteen la quietud. No sucede nada.

—A lo mejor han salido a buscarfrutos —digo. Estoy tratando decontener el pánico, el miedo que solíasentir cada vez que pasaba por elcementerio de Portland. Más vale quecaminemos rápido, solía decir Hana, o

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nos agarrarán de los tobillos.Raven no contesta. Pone la mano en

el pomo y lo gira. La puerta se abre.Raven se vuelve hacia Tack. Él

empuña el rifle y pasa por delante deella hacia el interior. Ella parecealiviada de que él haya tomado ladelantera. Saca un cuchillo de la fundaque lleva en la cadera y le sigue. Elresto vamos detrás.

Huele muy mal. Un poco de luzpenetra por la puerta abierta y por lasgrietas de las tablas que cubren laventana rota. Solo conseguimosdistinguir los contornos de los muebles,la mayoría rotos o derribados. Alguien

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suelta un grito.—¿Qué ha pasado? —pregunto en

voz baja. Julián encuentra mi mano en laoscuridad y la aprieta. Nadie contesta.Tack y Raven avanzan más, sus zapatospisan cristales rotos. Él coge el rifle ygolpea con la culata, con fuerza, lastablas de la ventana. Se rompenfácilmente, dejando entrar más luz.

No es raro que huela tan mal: haycomida podrida que ha caído de cadacazuela derramada. Al dar un paso haciadelante, veo insectos que se escabullenhacia los rincones. Lucho contra unanáusea.

—Dios mío —musita Julián.

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—Miraré en el piso de arriba —diceTack con un tono normal de voz, lo quehace que me sobresalte. Alguienenciende una linterna y el rayo barre elsuelo cubierto de porquería. Luego meacuerdo de que yo también tengo unalinterna y la busco a tientas en lamochila.

Voy con Julián a la cocinamanteniendo la linterna delante denosotros, rígida, como si pudieraprotegernos. Aquí hay más señales delucha: unos cuantos tarros de cristalhechos añicos, más insectos y comidapodrida. Me tapo la nariz con la manga yrespiro a través de ella. Recorro las

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baldas de la despensa con el haz de luz.Aún están bastante bien abastecidas:tarros de carne y de verduras encurtidasalineados junto a tiras de carne seca enmontones. Los botes están etiquetadoscon una escritura pulcra que describe sucontenido, y de pronto siento vértigo, unvahído salvaje, al recordar a una mujercon el pelo rojo fuego, inclinada sobreun frasco de cristal con su pluma,sonriendo mientras comenta: Casi nonos queda papel. Pronto tendremos queadivinar lo que hay en cada uno.

—Despejado —anuncia Tack. Leoímos bajar haciendo ruido por lasescaleras y Julián me lleva por el corto

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pasillo hasta la sala principal, dondepermanece la mayor parte del grupo.

—¿Más carroñeros? —preguntaGordo con voz áspera.

Tack se pasa la mano por el pelo.—No buscaban alimento o

pertrechos —digo—. En la despensasigue habiendo comida.

—A lo mejor no han sido carroñeros—dice Bram—. A lo mejor la familia,sencillamente, se fue.

—¿Ah, sí? ¿Y antes de irsedestrozaron la casa? —Tack toca con elpie una taza metálica—. ¿Y se dejarontoda la comida?

—Puede que tuvieran prisa —insiste

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Bram. Pero me doy cuenta de que no selo cree ni él. La casa huele a podrido, noencaja. Aquí ha sucedido algo muymalo, y todos lo sabemos.

Avanzo hacia la puerta abierta ysalgo al porche, aspirando el aire limpiodel exterior, aromas a espacio y a cosasque crecen. Ojalá no hubiéramos venido.

La mitad del grupo ya está fuera.Dani se mueve despacio por el claro,apartando la hierba con la mano. No séqué busca, como si estuviera vadeandoun río que le llegara a la rodilla. De laparte de atrás de la casa me llega unaconversación a gritos y, luego, la voz deRaven que se eleva por encima del

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ruido:—Atrás, atrás. No vayáis ahí.

Repito, no vayáis ahí.Se me encoge el estómago. Ha

encontrado algo.Se acerca por un lado de la

vivienda, sin aliento. Tiene los ojosbrillantes, relucientes de furia.

Pero todo lo que dice es:—Los he encontrado.No tiene que explicar que están

muertos.—¿Dónde? —consigo preguntar.—Al pie de la colina —dice

brevemente, y luego pasa junto a mí, devuelta a la casa.

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Yo no quiero volver adentro, al malolor y la oscuridad y la fina capa demuerte que lo cubre todo, a ese algo queno encaja, ese silencio malvado. Perolo hago.

—¿Qué has encontrado? —diceTack, de pie en mitad del cuarto. Todoslos demás la rodean en un semicírculo,paralizados, en silencio, y durante uninstante, al volver a entrar, me parecenestatuas atrapadas en luz gris.

—Restos de un fuego —dice Raven,y luego añade en voz más baja—:Huesos.

—Lo sabía —la voz de Coral suenaaguda y un poco histérica—. Han estado

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aquí. Es que lo sabía.—Ya se han ido —dice Raven con

voz tranquilizadora—. Ya no van avolver.

—No han sido carroñeros.Todos nos volvemos de golpe. Álex

está en la puerta. Algo rojo, una cinta, untrozo de tela, cuelga de su puño.

—Te he dicho que no bajaras allí —insiste Raven. Le mira fija* mente. Apesar del enfado, percibo también elmiedo.

Él la ignora y entra en el cuartoagitando la tela al moverse,sosteniéndola en alto para que todos laveamos. Es un trozo largo de cinta

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plástica roja. A intervalos tiene impresauna imagen de un cráneo y unas tibias, ylas palabras Peligro. Riesgo biológico.

—Toda la zona está acordonada —dice Álex. Mantiene un gesto neutro,pero su voz parece estrangulada, comosi hablara a través de una bufanda.

Ahora soy yo quien se siente comouna estatua. Quiero hablar, pero me hequedado en blanco.

—¿Qué quiere decir? —dice Pike.Él ha vivido en la Tierra Salvaje desdeniño. Casi no sabe nada de la vida enlugares vallados, no sabe nada de losreguladores ni de las iniciativas desalud, las cuarentenas y las cárceles, del

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miedo a la contaminación.Álex se vuelve hacia él.—A los infectados no se los entierra

en un cementerio normal. O se losmantiene apartados en los patios de lasprisiones, o se los incinera.

Durante apenas un instante, sus ojosse deslizan hasta encontrar los míos. Yosoy la única persona aquí que sabe queel cuerpo de su padre fue enterrado en eldiminuto patio de las Criptas, sinseñalizar, sin conmemorar; yo soy laúnica persona que sabe que durante añosél visitó aquella improvisada tumba yescribió el nombre de su padre con unrotulador en una piedra, para evitar que

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fuera olvidado. Lo siento, intentodecirle, pero sus ojos ya se han alejadode mí.

—¿Es verdad, Raven? —preguntaTack bruscamente.

Ella abre la boca, luego la vuelve acerrar. Durante un instante me pareceque lo va a negar. Pero al final admitecon resignación:

—Parece obra de reguladores.Todos contenemos el aliento.—Joder —musita Hunter.Pike dice:—No lo creo.—¿Reguladores…? —repite Julián

—. Pero eso significa…

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—La Tierra Salvaje ya no es segura—concluyo por él. Ahora crece elpánico, hasta llegar a su punto máximoen mi pecho—. La Tierra Salvaje ya noes nuestra.

—¿Ya estás contento? —preguntaRaven a Álex lanzándole una miradaturbia.

—Tenían que saberlo —dicesucintamente.

—Vale —Tack levanta las manos—.Tranquilos. Esto no cambia nada. Yasabíamos que los carroñeros estaban alacecho. Tendremos que estar en guardia.Recordad: los reguladores no conocenla Tierra Salvaje. No están

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acostumbrados al terreno abierto yagreste. Este es nuestro territorio.

Sé que está haciendo todo lo posiblepara tranquilizarnos, pero se equivocaen una cosa: algo ha cambiado. Una cosaes bombardearnos desde el cielo. Perolos reguladores han violado lasbarreras, reales e imaginarias, que hanmantenido separados nuestros dosmundos. Han rasgado la capa deinvisibilidad que nos había cubiertodurante años.

De repente me acuerdo de que unavez llegué a casa y descubrí que unmapache había conseguido entrar yhabía mordisqueado todos los paquetes

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de cereales y había dejado migas encada cuarto. Lo acorralamos en el bañoy tío William lo mató de un tiro,diciendo que probablemente nos podíacontagiar alguna enfermedad. Habíamigas en mis sábanas, el animal habíaestado en mi cama. Lavé las sábanas tresveces antes de volver a dormir en ellas,e incluso así soñé con garras diminutasque se clavaban en mi piel.

—Vamos a ordenar un poco todoesto —dice Tack—. Que duerman dentrotodos los que quepan. El resto puedeacampar fuera.

—¿Nos vamos a quedar aquí? —suelta Julián.

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Tack le mira con dureza.—¿Por qué no?—Porque… —Julián mira en vano a

todos los demás. Nadie le mira a losojos—. Aquí han matado a gente. Noestá…, no está bien.

—Lo que no está bien es volver a laTierra Salvaje cuando tenemos un techoy una despensa llena de comida ymejores trampas que esa mierda quehemos estado usando —dice Tackenérgico—. Los reguladores ya hanestado aquí. No van a volver. Hicieronsu trabajo.

Julián me mira buscando ayuda. Peroyo conozco a Tack demasiado bien, y

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también conozco la Tierra Salvaje. Melimito a negar con la cabeza. Nodiscutas.

Raven dice:—Haremos que se vaya el olor más

rápido si abrimos algunas ventanas.—Hay madera cortada y apilada en

la parte de atrás —dice Álex—. Puedoempezar a hacer lumbre.

—Vale, muy bien —Tack no vuelvea mirar a Julián—. Estamos de acuerdoentonces. Acamparemos aquí esta noche.

Apilamos los restos en la parte de atrás.Intento no mirar mucho los cuencos

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hechos añicos, los muebles rotos, nipensar en que hace seis meses me sentéen una de esas sillas, cálida y bienalimentada.

Limpiamos los suelos con vinagreque encontramos en un armario, y Ravenrecoge hierba seca en el patio y laquema por los rincones hasta que por finse quita el olor dulzón y sofocante.

Raven me manda fuera con unascuantas trampas pequeñas y Julián seofrece a venir conmigo. Probablementebusca una excusa para salir de la casa.Me doy cuenta de que, incluso despuésde haber limpiado los cuartos de modoque no queden restos de lucha, sigue

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sintiéndose incómodo.Caminamos un rato en silencio por

el terreno cubierto de maleza hasta laespesura de los árboles. El cielo estámanchado de rosa y púrpura y lassombras son gruesas pinceladasdescarnadas sobre el suelo. Pero el airesigue siendo cálido y varios árbolesestán coronados de diminutas hojasverdes.

Me gusta ver así la Tierra Salvaje:flaca, desnuda, todavía sin su ropaje deprimavera. Pero ya creciendo,estirándose, llena de deseo y de una sedde sol que se ve saciada cada día unpoco más. Pronto explotará, embriagada

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y vibrante.Julián me ayuda a colocar las

trampas, cubriéndolas con tierra sueltapara ocultarlas. Me gusta sentir la tierracaliente, los dedos de Julián. Cuandoacabamos de colocar las trampas ymarcamos su posición atando un trozode cuerda a los árboles que las rodean,él dice:

—Creo que no puedo volver allí.Todavía no.

—Vale.Me pongo de pie, limpiándome las

manos en los vaqueros. Yo tampocopuedo volver aún. No es solo la casa. EsÁlex. Es también el grupo, las rencillas

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y las facciones, los resentimientos y lasluchas. Es muy distinto de lo que vicuando vine a la Tierra Salvaje y lleguéal antiguo hogar: allí todo el mundoparecía una familia.

Julián también se pone en pie. Sepasa una mano por el pelo. De prontodice:

—¿Te acuerdas de cuando nosconocimos?

—¿Cuando los carroñeros…? —empiezo a decir, pero me interrumpe.

—No, no —mueve la cabeza—.Antes de eso. En la reunión de la ASD.

Asiento con la cabeza. Aún meresulta extraño imaginar que el chico

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que vi aquel día, el símbolo de la causaanti-deliria, la encarnación de lo que escorrecto, podría estar siquieraremotamente conectado con el chico quecamina a mi lado, con ese pelo revueltoque le cae sobre la frente como hilos decaramelo y la cara enrojecida por elfrío.

Eso es lo que me asombra: que laspersonas son distintas cada día. Que noson nunca igual. Hay que inventarlastodo el tiempo y ellas deben inventarse así mismas también.

—Te dejaste el guante. Y luegoentraste y me viste mirando aquellasfotos…

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—Ya me acuerdo —digo—.Imágenes de vigilancia, ¿verdad? Medijiste que estabas buscandocampamentos de inválidos…

—Era mentira —mueve la cabeza—.Era solo que… me gustaba ver todosaquellos espacios abiertos. Aquellasextensiones, ¿sabes? Pero nunca meimaginé… ni siquiera soñé con la TierraSalvaje y los lugares no vallados…Nunca pensé que de verdad podría serasí.

Alargo el brazo y le tomo la mano.—Ya sabía que estabas mintiendo —

digo.Sus ojos son hoy azul puro, un color

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de verano. Algunas veces se vuelventormentosos como el océano alamanecer, otras adquieren un tono tanpálido como un cielo recién estrenado.Estoy aprendiendo todas susposibilidades. Me recorre la mandíbulacon un dedo.

—Lena…Me mira con tal intensidad que

empiezo a sentir desazón.—¿Qué pasa? —digo, intentando

mantener un tono ligero en la voz.—Nada —me coge la otra mano

también—. No pasa nada. Yo… queríadecirte algo.

No lo hagas, quiero decirle, pero las

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palabras se me rompen en un burbujeode risa, la sensación histérica que solíadarme antes de los exámenes. Sin darsecuenta, se ha hecho un tiznajo de tierraen la mejilla y me echo a reír.

—¿Qué pasa? —dice con aireirritado.

Ahora que me he puesto a reír, nopuedo parar.

—Tienes tierra —digo, y alargo lamano para tocarle la mejilla—. Estáscubierto.

—Lena —lo dice con talvehemencia que por fin me callo—.Estoy intentando decirte algo, ¿vale?

Durante un instante nos quedamos en

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silencio, mirándonos. Por una vez, laTierra Salvaje está en perfecta quietud.Es como si los árboles contuvieran elaliento. Me veo a mí misma reflejada enlos ojos de Julián, una sombra de mí, sinsustancia, solo forma. Me pregunto quépiensa él de mí.

Julián inspira profundamente. Luego,apresuradamente, dice:

—Te amo.Justo en ese momento, yo suelto:—No lo digas.Se produce otro instante de silencio.

Él parece asombrado.—¿Cómo? —dice por fin.Ojalá pudiera tragarme lo que acabo

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de decir. Ojalá pudiera pronunciar Yotambién te amo. Pero esas palabrasestán atrapadas en la jaula de mi pecho.

—Julián, tú tienes que saber cuántome importas.

Intento tocarle, pero se apartabruscamente.

—No me toques —dice. Aparta lavista de mí. El silencio se extiendelargamente entre nosotros. Estáhaciéndose de noche minuto a minuto. Elaire está entreverado de gris, como undibujo a carboncillo que ha empezado adifuminarse.

—Es por él, ¿no? —dice por fin,clavando sus ojos en los míos—. Por

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Álex.Creo que es la primera vez que dice

su nombre.—No —replico con exagerada

vehemencia—. No es por él. Ya no haynada entre nosotros.

Mueve la cabeza negándolo. Me doycuenta de que no me cree.

—Por favor —digo. Acerco la manouna vez más y esta vez permite que leacaricie la mandíbula. Me pongo depuntillas y le beso una vez. No se aparta,pero tampoco me besa—. Solo dametiempo.

Por fin cede. Tomo sus brazos y loscoloco alrededor de mi cuerpo. Me besa

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en la nariz y después en la frente, luegotraza un camino con sus labios hasta mioído.

—No sabía que iba a ser así —diceen un susurro, y luego añade—: Tengomiedo.

Siento el latido de su corazón através de la ropa. No sé exactamente aqué se refiere: a la Tierra Salvaje, a lahuida, a estar conmigo, a amar a alguien,pero le aprieto fuerte y apoyo la cabezaen la ladera plana de su pecho.

—Lo sé —digo—. Yo también tengomiedo.

Luego, desde lejos, resuena la vozde Raven en el aire frío.

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—¡La comida está lista! ¡O venís oayunáis!

Su voz sobresalta a una bandada depájaros. Se alzan hacia el cielochillando. Se levanta el viento y laTierra Salvaje vuelve a la vida concrujidos, chasquidos y sonidos de seresque se arrastran: un continuo parloteosin significado.

—Vamos —digo, y llevo a Julián devuelta hacia la casa muerta.

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Hana

Explosiones: el cielo se hace añicos derepente. Primero una, luego otra, luegodecenas, veloces sonidos de disparos,humo y luz y ráfagas de color bajo elcielo azul pálido del anochecer.

Cuando la última tanda de fuegosartificiales estalla por encima de laterraza, todo el mundo aplaude. Me pitanlos oídos y el olor a humo me irrita lasfosas nasales, pero yo también aplaudo.

Fred es ya, oficialmente, alcalde de

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Portland.—¡Hana! —se acerca sonriendo,

mientras las cámaras se iluminan a sualrededor. Durante los fuegos, comotodo el mundo ha salido en tromba a lasterrazas del Club de Campo y Golf deHarbor, nos habíamos separado. Ahorame toma las manos.

—¡Enhorabuena! —digo. Sedisparan más cámaras: clic, clic, clic,como otra tanda pequeña de fuegosartificiales. Cada vez que parpadeo, veoestallidos de color—. Me alegromuchísimo por ti.

—Por los dos, querrás decir —añade. Su pelo, ese que se ha

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engominado y colocado con tantocuidado, se ha ido rebelando a lo largode la noche y ha migrado hacia delante,así que un mechón le cae sobre el ojoderecho. Siento un torrente de placer.Esta es mi vida y este es mi sitio, aquí,junto a Fred Hargrove.

—Tu pelo —susurro.Automáticamente, se lleva una mano a lacabeza y se alisa el mechón para quevuelva a su sitio.

—Gracias —dice. Justo en esemomento, una mujer que reconozcovagamente del periódico Portland Dailyse abre paso hasta Fred.

—Alcalde Hargrove —dice, y me

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hace ilusión que le llamen así—. Llevotoda la noche intentando hablar conusted. ¿Dispone de un minuto…?

No espera su respuesta para llevarlelejos de mí. Él me mira por encima delhombro y me dice sin palabras: Losiento. Le hago un pequeño gesto con lamano para mostrarle que me hago cargo.

Ahora que han terminado los fuegosartificiales, la gente entra de nuevo engrandes grupos en la sala de baile,donde va a continuar la recepción. Todoel mundo charla y ríe. Esta es una buenanoche, un momento de celebración yesperanza. En su discurso, Fred haprometido restaurar el orden y la

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estabilidad en nuestra ciudad y erradicara los simpatizantes y miembros de laResistencia que se han escondido entrenosotros como termitas, ha declarado,erosionando lentamente nuestros valoresy los fundamentos de nuestra sociedad.

Nunca más, ha afirmado, y todo elmundo ha aplaudido.

Este es el aspecto que tiene elfuturo: padres felices, luces brillantes ymúsica agradable, conversaciónplacentera y manteles y cortinascolocados con gusto. Willow Marks yGrace, las casas destartaladas deDeering Highlands y el sentimiento deculpa que me obligó a salir de mi casa

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ayer y montarme en la bici, todo eso meparece un mal sueño.

Me acuerdo de la forma en que memiró Willow, con tanta tristeza: A titambién te han pillado.

No me han pillado, tendría quehaberle dicho. Me han salvado.

Por fin se dispersan los últimoshilillos tenues de humo. Las verdeslomas del campo de golf están cubiertaspor una sombra morada.

Durante un instante me quedo en elbalcón, disfrutando del orden de todo loque veo: la hierba bien cortada y elpaisaje cuidadosamente definido, elpatrón por el cual al día sigue la noche,

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que luego se vuelve a convertir en día:un futuro predecible, una vida sin dolor.

Cuando el número de personas quellenaba la terraza se va reduciendo,capto la mirada de un muchacho que estáen el lado opuesto. Me sonríe. Meresulta familiar, aunque por un momentono consigo ubicarle. Pero cuandocomienza a acercarse, siento unasacudida.

Steven Hilt. Casi no puedo creerlo.—Hana Tate —dice—. Supongo que

aún no puedo llamarte Hargrove, ¿no?—Steven.El verano pasado le llamaba Steve.

Ahora me parece inapropiado. Ha

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cambiado, esa debe ser la razón por lacual al principio no le he reconocido.Cuando inclina la cabeza hacia unacamarera para dejar su copa de vinovacía en la bandeja, veo que ha sidocurado.

Pero es más que eso: está máscorpulento, su estómago es unaprotuberancia redonda bajo la camisa, lalínea de la mandíbula se confunde con sucuello. Lleva el flequillo recto sobre lafrente, igual que mi padre.

Intento acordarme de la última vezque le vi. Puede que fuera la noche de laredada en Highlands. Yo había ido a lafiesta sobre todo porque tenía la

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esperanza de verle. Recuerdo queestábamos de pie en el sótano, medio enpenumbra, mientras el suelo retumbabaal ritmo de la música, con las paredescubiertas de humedad, y olía a alcohol ya crema solar y a cuerpos metidos en unespacio cerrado. Y él apretó su cuerpocontra el mío. Entonces estaba muydelgado y moreno, era alto y flaco, y yopermití que deslizara las manos por micintura y bajo mi blusa, y él se inclinó yapretó sus labios contra los míos y meabrió la boca con su lengua.

Creía que le amaba. Creía que él meamaba.

Y entonces, el primer grito.

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Disparos.Perros.—Tienes buen aspecto —comenta

Steven. Hasta su voz suena distinta. Unavez más, no puedo evitar acordarme demi padre, de la voz serena y profunda deun adulto.

—Tú también —digo mintiendo.Inclina la cabeza hacia un lado, me

lanza una mirada que dice gracias y losé. Sin darme cuenta, me aparto unospocos centímetros. No puedo creer quele besara el verano pasado. No puedocreer que lo arriesgara todo, el contagio,la infección, por este chico.

Pero eso no es cierto. Entonces era

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un chico distinto.—Bueno. ¿Y cuándo es el feliz

enlace? El próximo sábado, ¿no?Se introduce las manos en los

bolsillos y se balancea sobre lostalones.

—El viernes siguiente —me aclarola garganta—. ¿Y a ti? ¿Ya te hanemparejado?

El verano pasado nunca se meocurrió preguntarle.

—Claro que sí. Celia Briggs. ¿Laconoces? Ahora está en la universidad.No nos casaremos hasta que termine.

Claro que conozco a Celia Briggs.Asistía a la Academia New Friends, una

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escuela rival de St Anne. Tenía la narizaguileña y una risa fuerte y escandalosa,que sonaba como si sufriera una graveinfección de garganta.

Como si pudiera leer mispensamientos, Steven dice:

—No es una belleza, pero no estámal. Y su padre es el jefe de la Oficinade Regulación, con lo que estaremosmuy bien relacionados. Así es comoconseguimos una invitación para estesarao —se ríe—. No está mal, tengo queadmitir.

Aunque somos prácticamente las dosúnicas personas que quedan en laterraza, de repente me entra una

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sensación de claustrofobia.—Lo siento —tengo que hacer un

esfuerzo para mirarle—. Tengo quevolver a la fiesta. Pero ha sido un placervolver a verte.

—El placer ha sido mío —dice, yme guiña un ojo—. Que te diviertas.

No puedo más que asentir con lacabeza. Cruzo la puerta y me enganchoel dobladillo del vestido en una astillade la madera. No me detengo; le doy unbuen tirón a la prenda y oigo cómo serasga la tela. Me abro paso entre gruposde invitados: los miembros másacaudalados e importantes de lacomunidad de Portland, todos

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perfumados, bien vestidos y arreglados.A medida que avanzo por la sala, mellegan fragmentos de conversaciones, unflujo y reflujo de sonido.

—Ya sabes que el alcalde Hargrovetiene vínculos con la ASD.

—No públicamente.—Aún no.Ver a Steven Hilt me ha afectado por

razones que no consigo entender.Alguien me coloca una copa de champánen la mano y me la bebo rápidamente,sin pensar. Las burbujas estallan en migarganta y tengo que contener unestornudo. Hacía mucho tiempo que nobebía nada.

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La gente da vueltas por la salaalrededor de la orquesta, al ritmo devalses y otros bailes de salón, con losbrazos rígidos, los pasos elegantes ybien definidos, creando formas quecambian continuamente, tanto que mareacontemplarlas. Dos mujeres, altas lasdos, con el aspecto regio de aves derapiña, me miran fijamente cuando pasojunto a ellas.

—Una chica muy mona. Y deaspecto muy saludable.

—No sé. He oído que manipularonsus evaluaciones. Me parece queHargrove podría haber conseguido algomejor…

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Las mujeres se alejan hacia elremolino de parejas que bailan y pierdoel hilo de sus voces. Otrasconversaciones las tapan.

—¿Cuántos niños les está permitidotener?

—No sé, pero ella tiene pinta depoder criar una buena camada.

El calor me empieza a subir por elpecho hasta las mejillas. De mí. Estánhablando de mí.

Busco a mis padres o a la señoraHargrove, pero no los veo. Tampocoveo a Fred y sufro un instante de pánico,me encuentro en una sala llena dedesconocidos.

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Entonces es cuando me doy cuentade que ya no tengo amigos. Supongo quea partir de ahora me haré amiga de losde Fred, gente de nuestra clase ycondición, gente que comparte interesessimilares.

Gente como estas personas.Respiro hondo, intentando

calmarme. No debería sentirme así.Tendría que ser valiente y sentirmesegura de mí misma y relajada.

—Al parecer hubo algunosproblemas con ella el año pasado antesde que la curaran. Empezó a manifestarsíntomas de…

—Les pasa a tantos, ¿verdad? Por

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eso es por lo que es tan importante queel nuevo alcalde se posicione del ladode la ASD. Si son capaces de cagar enun pañal, se les puede curar, es lo queyo digo.

—Por favor, Mark, déjalo ya…Por fin distingo a Fred al otro lado

de la sala, rodeado por una pequeñamultitud y flanqueado por dosfotógrafos. Intento abrirme paso haciaél, pero la gente me bloquea el paso,parece que hay cada vez más a medidaque avanza la velada. Un codo megolpea en el costado y tropiezo con unamujer que sostiene una gran copa devino tinto.

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—Perdone —murmuro cuando pasoa su lado. Oigo una exclamación yalgunas risitas nerviosas, pero estoydemasiado ocupada en abrirme caminoentre la gente para preocuparme por loque ha atraído su atención.

En ese momento, mi madre se colocaa mi lado con aire enérgico. Me cogedel codo con vehemencia.

—¿Qué te ha pasado en el vestido?—me pregunta con un siseo.

Bajo la vista y veo una mancha rojaque se extiende por mi pecho. Siento lainoportuna necesidad de reír: parececomo si me hubieran disparado. Porfortuna, consigo contenerme.

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—Una mujer me ha derramado sucopa de vino encima —digoapartándome de ella—. Estaba a puntode ir al baño.

En cuanto lo digo, me sientoaliviada: allí conseguiré estar a solas.

—Bueno, date prisa —mueve lacabeza con desaprobación, como sifuera culpa mía—. Fred va a proponerun brindis enseguida.

—Me daré prisa —le digo.En el pasillo se está mucho más

fresco, y mis pisadas parecensuccionadas por la elegante moqueta.Me dirijo al lavabo de señoras,inclinando la cabeza para evitar el

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contacto visual con el puñado deinvitados que ha salido también. Unhombre habla en voz exageradamentealta por un teléfono móvil. Aquí todo elmundo puede permitirse ese lujo. Huelea ambientador floral y, más débilmente,a humo de puro.

Cuando llego al baño, me detengocon la mano en la puerta. Oigo voces enel interior y un estallido de risas. Luego,una mujer dice muy claramente:

—Será una buena esposa para él. Almenos, después de lo que pasó conCassie.

—¿Con quién?—Cassie O’Donnell. Su primera

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pareja. ¿No te acuerdas?Cassie O’Donnell. La primera

esposa de Fred. No me han contadoprácticamente nada sobre ella. Contengoel aliento, esperando que siganhablando.

—Claro, claro. ¿Cuánto hará? ¿Unosdos años?

—Tres.Otra voz interviene:—¿Sabéis? Mi hermana fue a la

escuela primaria con ella. Entoncesusaba su segundo nombre, Melanea. Unnombre tonto, ¿no os parece? Mihermana dice que era una hija de putatotal. Pero supongo que al final recibió

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lo que se merecía.—A todo cerdo…Sus pasos se acercan. Retrocedo,

pero no con la suficiente rapidez. Lapuerta se abre de golpe. Una mujeraparece en el umbral. Probablementetiene solo algunos años más que yo yestá embarazada como un balón deplaya. Sorprendida, retrocede paradejarme pasar.

—¿Ibas a entrar? —me pregunta convoz agradable. No manifiesta ningunaseñal de vergüenza o incomodidad,aunque debe sospechar que he oído laconversación. Su mirada se detiene en lamancha de mi vestido.

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Detrás de ella, otras dos mujeresestán de pie ante el espejo, mirándomecon idénticas expresiones de curiosidady diversión.

—No —le espeto, me doy la vueltay sigo pasillo abajo. Me imagino a esasmujeres mirándose unas a otras mientrasintercambian una sonrisita desuficiencia.

Doblo una esquina y me lanzo aciegas por otro pasillo, este mássilencioso y fresco que el anterior. Nodebería haber tomado champán: meestoy mareando. Me apoyo en la pared

No he pensado mucho en CassieO’Donnell, el primer matrimonio de

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Fred. Todo lo que sé es que estuvieroncasados más de siete años. Debiósuceder algo terrible, la gente ya no sedivorcia. No hay necesidad. Esprácticamente ilegal.

Quizá ella no podía tener hijos. Siera biológicamente defectuosa, eso seríauna razón válida para el divorcio.

Recuerdo las palabras de Fred: Mepreocupaba que me hubiera tocado unadefectuosa. Hace frío en el pasillo y meestremezco.

Un letrero indica la dirección haciaotros baños, siguiendo un tramo deescaleras enmoquetado. Aquí todo estáen silencio, excepto un zumbido suave

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de electricidad. Me apoyo en labarandilla para mantener el equilibrio apesar de los tacones.

Me detengo al pie de la escalera.Esta planta no tiene moqueta y está casien penumbra. Solo he estado en el clubdos veces, ambas con Fred y su madre.Mis padres nunca han sido socios,aunque mi padre se lo está pensandoahora. Fred dice que la mitad de losnegocios del país se hacen en clubescomo este y que esa es la razón por lacual el Consorcio declaró al golfdeporte nacional hace casi treinta años.

Una partida perfecta de golf nodesperdicia ningún movimiento: sus

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rasgos característicos son el orden, laforma y la eficacia. Todo esto lo heaprendido de Fred.

Paso por varios salones parabanquetes, todos a oscuras, que debenusarse para reuniones privadas, yreconozco la enorme cafetería dondeFred y yo hemos comido juntos una vez.Finalmente encuentro el aseo deseñoras: completamente rosa, como unaenorme bombonera perfumada.

Me recojo el pelo y me seco la caracon toallitas de papel. No puedo hacernada con la mancha, así que me quito ellazo de la cintura y me lo coloco por loshombros, anudándolo por delante. No es

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que luzca mi mejor aspecto, pero almenos disimula.

Ahora que me he orientado, me doycuenta de que hay un atajo para regresara la sala de baile, si voy a la izquierdaen vez de a la derecha y me dirijo hacialos ascensores. Mientras avanzo por elpasillo, oigo un murmullo suave y elruido de una televisión.

Una puerta entreabierta lleva a unazona de cocina. Varios camareros —corbatas aflojadas, camisas medioabiertas y delantales hechos un gurruñosobre la encimera— están reunidos entorno a un pequeño televisor. Uno deellos tiene los pies sobre la encimera de

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metal.—Súbelo —dice una de las pinches,

y él gruñe y se inclina hacia delante,levantando los pies de la encimera paragirar el botón del volumen. Cuando sevuelve a sentar, vislumbro la imagen dela pantalla: una enorme masa verde, dela que salen hilos de humo oscuro.Siento una emoción pequeña, cargada deelectricidad, y me quedo paralizada sinquerer.

La Tierra Salvaje. Tiene que ser.Un presentador dice: En un esfuerzo

para exterminarlos últimos territoriosde incubación de la enfermedad, losreguladores y tropas del gobierno han

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penetrado en la Tierra Salvaje…La imagen muestra ahora tropas

gubernamentales de infantería, vestidasde camuflaje, circulando por unaautopista interestatal, saludando ysonriendo a las cámaras.

Ahora que el Consorcio va areunirse para debatir el futuro de estaszonas sin clasificar, el presidente hadirigido un improvisado discurso a laprensa, en el cual ha prometido acabarcon los inválidos que quedan y hacerque sean tratados o castigados.

Corte. El presidente Sobel, con esaforma tan particular que tiene deinclinarse sobre el estrado, como si

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fuera a derribarlo sobre las cámaras.Harán falta tropas y tiempo.

Tendremos que ser pacientes eintrépidos. Pero vamos a ganar estaguerra…

Corte. Se ve una imagen como unpuzzle de verde y gris, humo ynaturaleza, y diminutas lenguas de fuegoque se dividen y entrecruzan. Y luego,otra imagen: más vegetación, un ríoestrecho que serpentea entre los pinos ylos sauces. Y luego, otra, de un sitiodonde los árboles han ardido hasta elpunto de que solo queda la tierra roja.

Lo que ustedes ven ahora son tomasaéreas de todo el país, donde nuestras

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tropas han sido desplegadas para darcaza a los últimos grupos que alberganla enfermedad…

Por primera vez, se me ocurre que lomás probable es que Lena esté muerta.Me parece tonto no haber pensado eneso hasta este momento. Veo el humoque se eleva de los árboles y meimagino pequeños fragmentos de Lenaque flotan en él: uñas, cabellos,pestañas, todo convertido en ceniza.

—Apagadlo —digo sin querer.Los cuatro camareros se vuelven a la

vez. Al momento, se levantan de lassillas, se ajustan la corbata y se colocanla camisa por dentro de los pantalones

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negros de cinturilla alta.—¿Podemos servirle en algo,

señorita? —pregunta cortésmente uno deellos, un hombre mayor. Otro alarga elbrazo y apaga la televisión. El silencioque sigue es inesperado.

—No, yo… —muevo la cabeza—.Solo estaba tratando de encontrar elcamino de regreso al salón de baile.

El camarero mayor parpadea unavez, con rostro impasible. Sale alpasillo y señala los ascensores con lamano. Están a menos de tres metros.

—Solo tiene que subir un piso,señorita. El salón de baile está al finaldel corredor —debe pensar que soy

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tonta, pero sigue sonriendo conamabilidad—. ¿Quiere que laacompañe?

—No —digo de forma demasiadovehemente—. Me arreglaréperfectamente.

Casi me echo a correr por el pasillo.Siento los ojos del camarero sobre mí.Me siento aliviada porque el ascensorllega rápidamente y suelto el alientocuando las puertas se cierran a misespaldas. Apoyo la frente un momentoen la pared del ascensor, que está fríapor contraste con mi piel, y respiro.

¿Qué me pasa?Cuando se abren las puertas, se alza

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el sonido de voces, un estruendo deaplausos, y doblo la esquina y entro enla luz intensa del salón de baile justo enel momento en que mil voces repiten:

—¡Por su futura esposa!Veo a Fred en el escenario alzando

una copa de champán de color orolíquido. Veo mil caras brillantes ehinchadas que se vuelven hacia mí,como lunas infladas. Veo más champán,más líquido.

Alzo la mano. Saludo. Sonrío.Más aplausos.

En el coche, al regresar de la fiesta,

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Fred está callado. Ha insistido en que leapetecía estar a solas conmigo y haenviado a su madre y mis padres con unconductor distinto. Yo asumía que teníaalgo que decirme, pero, de momento, noha dicho nada. Tiene los brazoscruzados y la barbilla hundida en elpecho. Casi parece como si estuvieradurmiendo. Pero reconozco el gesto; loha heredado de su padre. Significa queestá pensando.

—Creo que ha sido un éxito —digocuando el silencio se hace insoportable.

—Humm.Se frota los ojos.—¿Estás cansado? —pregunto.

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—Estoy bien —alza la barbilla.Luego, de repente, se inclina haciadelante y golpea la mampara que nossepara del conductor—. Tom, aparca unmomento, ¿vale?

Inmediatamente, el chófer dirige elcoche a un lado y apaga el motor. Estáoscuro y no puedo ver exactamentedónde estamos. A ambos lados del autose yerguen barreras de árboles oscuros.Cuando se apagan los faros, laoscuridad es prácticamente total. Laúnica iluminación procede de una farola,unos veinte metros más adelante.

—¿Qué vamos…? —empiezo adecir, pero Fred se vuelve hacia mí y me

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corta.—¿Te acuerdas de cuando te

expliqué las reglas del golf? —dice.Me sorprende tanto la urgencia de su

voz y lo extraño de la pregunta, que solopuedo asentir con un gesto.

—Te hablé —dice— de laimportancia del cadi. Siempre un pasopor detrás, como un aliado invisible, unarma secreta. Sin un buen cadi, hasta elmejor golfista puede hundirse.

—De acuerdo.Tengo la sensación de que el coche

es demasiado pequeño y de que hace uncalor excesivo. El aliento de Fred hueleacre, a alcohol. Intento bajar la

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ventanilla a tientas, pero, por supuesto,no puedo. El motor está apagado, lasventanillas están bloqueadas.

Fred se pasa una mano por el pelo.—Mira, lo que quiero decir es que

tú eres mi cadi. ¿Lo entiendes? Esperoque me apoyes al den por cien. Lonecesito.

—Te apoyo —digo, y luego meaclaro la garganta y lo repito—: Teapoyo.

—¿Estás segura? —se inclina haciadelante un poco más y me pone unamano en la pierna—. ¿Me vas a apoyarsiempre, pase lo que pase?

—Claro —siento un destello de

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incertidumbre, y también de miedo.Nunca antes le he visto tan exaltado. Sumano me aprieta el muslo con tantafuerza que temo que me deje marca—.En eso consiste estar casados.

Fred me mira fijamente durante unsegundo más. Luego de pronto, mesuelta.

—Bien —dice. Vuelve a dar unligero golpecito en la mampara lo queTom interpreta como una señal paraencender el motor y ponerse en marcha.Fred se reclina en el asiento, como si nohubiera sucedido nada—. Me alegra verque nos entendemos. Cassie nunca meentendió. No escuchaba. Esa era una

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gran parte del problema.El coche se pone en marcha otra vez.—¿Cassie? —el corazón me golpea

contra la caja torácica.—Cassandra, mi primer matrimonio.Fred sonríe tensamente.—No comprendo —digo.Durante un instante no responde.

Luego, de repente:—¿Sabes cuál era el problema de mí

padre? —sé que no espera que leconteste, pero igualmente muevo lacabeza en sentido negativo—. Él creíaen la gente. Creía que si a la gente leenseñas el camino correcto, el caminohacia la salud y el orden, el camino para

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librarse de la infelicidad, entonceselegirán la opción correcta. Obedecerán.Era un ingenuo —se vuelve hacia míotra vez, su cara está sumergida en laoscuridad—. El no entendía. La gente escabezota y estúpida. Son irracionales.Son destructivos. Ese es el quid de lacuestión, ¿no? Esa es la razón profundapara la cura. Así la gente ya no echará aperder su vida. Ya no podrá hacerlo.¿Comprendes?

—Sí.Me acuerdo de Lena y de esas

imágenes de la Tierra Salvaje en llamas.Me pregunto qué estaría haciendo eneste momento si se hubiera quedado.

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Estaría durmiendo a pierna suelta en unacama decente. Se levantaría mañanapara ver cómo el sol sale por la bahía.

Fred se vuelve hacia la ventana y suvoz adopta un tono de acero.

—Hemos sido poco estrictos. Yahemos permitido demasiada libertad ydemasiadas oportunidades para larebelión. Eso debe cesar. En adelante,ya no lo voy a permitir; no voy a vercómo mi ciudad y mi país se consumendesde dentro. Eso ha terminado.

Aunque nos separan treintacentímetros, en este momento me datanto miedo como cuando me estabaagarrando el muslo. Además, nunca le he

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visto así, duro y extraño.—¿Qué tienes en mente? —pregunto.—Necesitamos un sistema —dice—.

Vamos a premiar a la gente queobedezca las normas. La verdad es quees igual que entrenar a un perro.

Me vuelve la imagen de la mujer enla fiesta: Tiene aspecto de poder criaruna buena camada.

—Y castigaremos a los que nocumplan. No será un castigo corporal,claro. Este es un país civilizado. Tengoplanes para nombrar a Douglas Finchnuevo ministro de Energía.

—¿Ministro de Energía? —repito.Nunca he oído ese término.

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Llegamos a un semáforo, uno de lospocos que aún funcionan en el centro.Fred lo señala con un gesto vago.

—La electricidad no es gratis. Laenergía no es gratis. Hay que ganársela.La electricidad, la luz, el calor se darána la gente que se lo haya ganado.

Durante un instante no se me ocurreuna respuesta. Los cortes y apagonessiempre han sido obligatorios duranteciertas horas de la noche y en losbarrios más pobres, en particular ahora.Muchas familias deciden prescindir dellavavajillas y la lavadora. Sondemasiado caros de mantener.

Pero todo el mundo ha tenido

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siempre derecho a la electricidad.—¿Cómo? —pregunto por fin.Fred se toma mi pregunta de manera

literal.—En realidad, es muy sencillo. La

red eléctrica ya está instalada, y en laactualidad todo esto está informatizado.Se trata simplemente, de recoger losdatos y luego pulsar unas cuantas teclas.Un clic abre el grifo y otro clic locierra. Finch se ocupará de todo. Y cadaseis meses o así podemos reevaluar lasdecisiones. Queremos ser justos. Comohe dicho, este es un país civilizado.

—Habrá disturbios —digo.Fred se encoge de hombros.

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—Yo diría que habrá una ciertaresistencia inicial —dice—. Por eso estan importante que tú estés de mi lado.Mira, una vez consigamos que nos apoyela gente adecuada, la gente importante,todos los demás acatarán los hechos.Tendrán que hacerlo —Fred me toma lamano. Me aprieta—. Se darán cuenta deque los disturbios y la resistencia soloempeorarán las cosas. Necesitamos unapolítica de tolerancia cero.

Me da vueltas la cabeza. Si no hayelectricidad, eso significa que no hayluces, ni refrigeración, ni hornos. Nicalderas.

—¿Qué hará la gente para

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calentarse? —suelto.Fred se ríe levemente, de un modo

indulgente, como si yo fuera uncachorrito que acaba de aprender unnuevo truco.

—Casi ha llegado el verano —comenta—. No creo que el calor sea unproblema.

—¿Pero qué sucederá cuandoempiece a hacer frío? —insisto. EnMaine, los inviernos a menudo durandesde septiembre hasta mayo. El añopasado tuvimos veinte centímetros denieve. Me acuerdo de lo flaca que estáGrace, con sus codos como manillas depuerta, con sus omóplatos como alas

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picudas—. ¿Qué harán entonces?—Supongo que tendrán que darse

cuenta de que la libertad no los va amantener abrigados —dice, y noto lasonrisa en su voz. Se inclina haciadelante y toca de nuevo en la mamparaque nos separa del conductor—. ¿Quétal si ponemos un poco de música? Meapetece. Algo alegre, ¿no crees, Hana?

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Lena

La noche llega rápidamente, y con ella,el frío.

Estamos perdidos.Buscamos una antigua autopista que

debería guiarnos hacia Waterbury. Pikeestá convencido de que nos hemosdesviado demasiado hacia el norte.Raven piensa que estamos demasiado alsur.

Caminamos prácticamente a ciegas,guiados por una brújula y un montón de

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bosquejos de mapas que han pasado demano en mano entre otros inválidos ybuhoneros, de forma que cada uno le haido añadiendo algo de información. Sonmapas que muestran una selecciónaleatoria de hitos: ríos, carreterasdesmanteladas, antiguos pueblosbombardeados durante la campañaaérea; las fronteras de las ciudadesestablecidas, para que sepamos cuándodebemos evitarlas; barrancos y sitiospor donde no se puede pasar. Ladirección a seguir, como el tiempo, esalgo muy impreciso, sin límites nifronteras. Es un proceso interminable deinterpretación y reinterpretación, de

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volver sobre nuestros pasos y buscar elcamino correcto.

Hacemos una parada mientras Pike yRaven discuten sobre el tema. Meduelen los hombros. Me quito la mochilay me siento encima, bebo un trago deagua de la cantimplora que me hecolgado del cinturón. Julián merodeapor detrás de Raven, colorado, con elpelo oscurecido por el sudor y lachaqueta anudada a la cintura. Intentamirar más allá de ella, al mapa quesostiene Pike. Se está quedando muydelgado.

En la periferia del grupo, Álex estásentado, como yo, sobre su mochila.

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Coral hace lo mismo, acercándose unpoquito a él de forma que sus rodillas setocan. En unos pocos días se han hechoprácticamente inseparables.

Aunque lo intento, no consigoapartar los ojos de él. No entiendo dequé tienen que hablar Coral y él.Conversan mientras caminan y mientrasmontan el campamento. Charlan durantelas comidas, apartados en un rincón.Mientras tanto, él apenas habla connadie más, y a mí no me ha dirigido lapalabra desde nuestro enfrentamientocon el oso.

Ella debe haberle hecho unapregunta, porque veo que él mueve la

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cabeza.Y entonces, solo por un instante,

ambos alzan la vista y me miran. Me doyla vuelta al momento, el calor me sube alas mejillas. Estaban hablando de mí. Losé. Me pregunto qué le habrápreguntado.

¿Conoces a esa chica? Te estámirando fijamente.

¿Te parece que Lena es guapa?Aprieto los puños hasta que las uñas

se me clavan en las palmas, respiroprofundamente y me obligo a pensar enotra cosa. Álex y lo que piense de mícarecen de importancia.

Pike habla:

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—Te lo estoy diciendo: tendríamosque haber tomado la dirección este en lavieja iglesia. Está marcado en el mapa.

—Eso no es una iglesia —rebateRaven quitándole el papel—. Es elárbol que hemos pasado antes, el quepartió un rayo. Y eso significa quetendríamos que haber seguido hacia elnorte.

—Insisto, eso es una cruz…—¿Por qué no mandamos a alguien a

explorar el terreno? —les interrumpeJulián. Enmudecidos por la sorpresa, sevuelven hacia él, Raven con el ceñofruncido y Pike con abierta hostilidad.Mi estómago empieza a retorcerse y, en

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silencio, le mando una plegaria a Julián:Por favor, no te metas. No digas nadaestúpido.

Pero Julián continúa con serenidad:—Nos movemos más despacio con

todo el grupo, y es una pérdida detiempo y de energía si vamos en ladirección equivocada —durante uninstante veo resurgir a su antiguo yo, elJulián de los congresos y los pósteres, eljoven líder de la ASD, seguro de símismo—. Así que lo que propongo esque dos personas vayan hacia el norte…

—¿Por qué hacia el norte? —interrumpe Pike, enfadado.

Julián no se detiene:

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—O hacia el sur, da igual.Caminamos durante medio día buscandola autopista. Si no damos con ella,volvemos en dirección contraria. Almenos, tendremos una idea más precisadel terreno. Podremos ayudar a orientaral grupo.

—¿Podremos? —repite Raven.Julián la mira.—Yo me ofrezco voluntario —dice.—No es seguro —interrumpo

poniéndome de pie—. Hay carroñerosque patrullan… y quizá tambiénreguladores. Tenemos que mantenernosjuntos. Si no, seremos presa fácil.

—Lena tiene razón —dice Raven

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volviéndose a Julián—. No es seguro.—Ya me he enfrentado con los

carroñeros antes —insiste Julián.—Y por poco te matan —le replico

yo.Sonríe.—Pero no me mataron.—Yo iré con él —Tack escupe una

bola de tabaco y se limpia la boca conel dorso de la mano. Me quedomirándole. Me ignora. Nunca haocultado que considera un error haberrescatado a Julián, y que llevarle connosotros le parece una carga—. ¿Sabesdisparar un arma?

—No —digo yo—. No sabe.

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En este momento, todo el mundo memira; no me importa. No sé qué es loque Julián está intentando demostrar,pero no me gusta.

—Puedo manejar un arma —diceJulián mintiendo con rapidez.

Tack asiente:—Muy bien —saca una pequeña

cantidad de tabaco de un paquete quelleva colgado del cuello y se lo mete enla boca—. Espera que vacíe un poco lamochila. Saldremos dentro de mediahora.

—Bueno, atención todos —Ravenalza los brazos con un gesto deresignación—. Más vale que

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acampemos aquí.Todos a la vez comienzan a quitarse

la mochila y a dejar cosas en el suelo,como animales mudando la piel. Agarroa Julián del brazo y me lo llevo lejos delos demás.

—¿Eso de qué iba? —digo luchandopor mantener la voz baja. Veo que Álexnos observa. Parece divertido. Ojalátuviera algo que lanzarle.

Coloco a Julián de forma que sucuerpo me impide ver a Álex.

—¿Qué quieres decir?Se mete las manos en los bolsillos.—No te hagas el tonto —digo—. No

deberías haberte ofrecido voluntario

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para ir a explorar. Esto no es una broma,Julián. Estamos en mitad de una guerra.

—Yo no lo considero una broma —su calma me resulta exasperante—. Y sémejor que cualquiera de lo que es capazel otro bando, ¿no te acuerdas?

Aparto la vista, me muerdo loslabios. Tiene razón. Si alguien conocelas tácticas de los zombis, es JuliánFineman.

—Pero tú aún no conoces la TierraSalvaje —insisto—. Y Tack no te va aproteger. Si os atacan, si sucede algo yhay que elegir entre nosotros y tú, tedejará. No va a poner en peligro algrupo por ti.

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—Lena —Julián apoya sus manos enmis hombros y me obliga a mirarle—.No va a pasar nada, ¿vale?

—Eso no lo sabes —digo. Ya sé queme estoy pasando, pero no puedoevitarlo. No sé por qué, me entran ganasde llorar. Pienso en la candidez de suvoz cuando me dijo te amo, en lafirmeza de su tórax cuando se eleva ydesciende contra mi espalda mientrasdormimos.

Te amo, Julián. Pero no me salen laspalabras.

—Los demás no confían en mí —dice Julián. Abro la boca para protestar,pero me corta—. No intentes negarlo.

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Sabes que es verdad.No puedo contradecirle.—¿Y qué? ¿Por eso tienes que

demostrar que vales?Suspira y se frota los ojos.—Yo he elegido hacerme un sitio

aquí, Lena. He elegido hacerme un sitioa tu lado. Ahora tengo que ganármelo.No se trata de demostrar mi valía. Perocomo has dicho tú misma, hay unaguerra. No quiero quedarme sentado almargen —se inclina hacia delante y mebesa en la frente. Aún duda durante unafracción de segundo antes de besar,como si tuviera que sacudirse ese viejotemor, el miedo al contacto y al contagio

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—. ¿Por qué te preocupa tanto esto? Nova a pasar nada.

Tengo miedo, quiero decir. Tengo unmal presentimiento. Te amo y no quieroque salgas herido. Pero una vez más, escomo si las palabras estuvieranatrapadas, enterradas bajo miedospasados y vidas anteriores, como fósilessepultados.

—Volveremos dentro de unas horas—dice Julián, y me acaricia la barbilla—. Ya verás.

Pero a la hora de la cena aún no hanvuelto, y tampoco están de vuelta cuando

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echamos tierra sobre la hoguera paraapagarla durante la noche. Porque,aunque va a hacer más frío y sin elresplandor de las llamas Julián y Tackvan a tener más complicado encontrar elcamino hasta nosotros, Raven insiste.

Me ofrezco voluntaria para hacerguardia. Siento demasiada ansiedad parapoder dormir. Raven me da un abrigoextra de nuestra reserva de ropa. Lasnoches siguen revestidas de hielo.

A unos cuantos metros delcampamento hay una pequeña loma y unavieja pared de cemento, aún marcadacon espectrales curvas de grafiti, que meva a resguardar del viento. Me acurruco

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con la espalda contra el muro, apretandola taza de agua caliente que Raven me hapreparado para que no se me enfríen lasmanos. He perdido los guantes, o me loshan robado, en algún sitio entre el hogarde Nueva York y aquí, y ahora tengo queapañarme sin ellos.

Se alza la luna sobre el campamento,las siluetas dormidas, las tiendas y losimprovisados refugios, cubriéndolo todocon su brillo. A lo lejos, una torre deagua, aún intacta, se eleva por encima delos árboles como un insecto metálico,posado sobre piernas largas y flacas. Elcielo está limpio y sin nubes y en laoscuridad flotan miles de estrellas.

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Ulula un búho, un sonido hueco ylúgubre que resuena en el bosque.Incluso desde esa corta distancia, elcampamento parece tranquilo envueltoen su neblina, rodeado por losnaufragios de viejas casas: tejadoshundidos en la tierra, un columpiovolcado, un tobogán de plástico que aúnsobresale de la tierra.

Dos horas después, bostezo tantoque me duele la mandíbula y parece quetodo mi cuerpo se haya llenado de arenahúmeda. Apoyo la cabeza en la pared,mientras lucho por mantener los ojosabiertos. Las estrellas por encima de míse desdibujan hasta confundirse unas con

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otras… se convierten en un único rayode luz… la luz del sol… Hana sale deese resplandor, con hojas en el cabello,diciendo: ¿No ha sido una bromagraciosa? Yo nunca planeé que mecuraran, ya sabes… Sus ojos están fijosen los míos y, cuando da un paso haciadelante, me doy cuenta de que está apunto de meter el pie en una trampa.Intento advertirla, pero…

Tac. Me despierto de golpe con elcorazón latiéndome en la garganta y, conrapidez, tan silenciosamente comopuedo, me agacho. El aire está quieto,pero sé que no me he imaginado ni hesoñado el sonido: el ruido de una rama

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que se rompe.El sonido de una pisada.Que sea Julián, pienso. Que sea

Tack.Recorro el campamento y veo una

sombra que se mueve entre las tiendas.Me tumbo y me echo hacia delante, muylentamente, empuñando el rifle. Tengolos dedos hinchados por el frío, torpes.El arma parece más pesada que antes.

La figura entra en un claro iluminadopor la luz de la luna y suelto el aire. Essolo Coral. Su piel tiene un intensobrillo blanco con esta luz y lleva unasudadera demasiando grande, queidentifico como perteneciente a Álex. Se

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me encoge el estómago. Me llevo el rifleal hombro, giro hacia ella la boca delarma y pienso: Bang.

Bajo el arma enseguida,avergonzada.

Mi antigua gente no estabatotalmente equivocada. El amor es unaespecie de posesión. Es un veneno. Y siÁlex ya no me ama, no puedo soportar laidea de que pueda amar a otra persona.

Coral desaparece en el bosque,probablemente va a hacer pis. Se meestán durmiendo las piernas, así que meenderezo. Estoy demasiado cansada paraseguir haciendo guardia. Voy a bajar adespertar a Raven, que se ha ofrecido a

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sustituirme.Tac. Otra pisada, más cercana y al

este del campamento. Coral se ha idohacia el norte. Al instante, me vuelvo aponer en guardia.

Entonces le veo. Avanza muylentamente, con el arma empuñada,saliendo de detrás de un espesomatorral. Me doy cuenta al momento deque no es un carroñero. Su postura esdemasiado correcta, el arma estádemasiado impoluta, la ropa le quedademasiado bien.

Se me para el corazón. Un regulador.Tiene que ser. Y eso quiere decir que escierto que han abierto brecha en la

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Tierra Salvaje. A pesar de la evidencia,una parte de mí esperaba que no fueraverdad.

Durante un instante todo está ensilencio, y luego parece oírse un ruidoaterrador, cuando la sangre se acelerahacia mi cabeza, golpeándome en losoídos, y la noche parece encenderse engritos y ululares, extraña y salvaje, conanimales que merodean en la oscuridad.Me sudan las palmas cuando me llevouna vez más el arma al hombro. Tengo lagarganta seca. Sigo al regulador amedida que se acerca al campamento.Coloco el dedo en el gatillo. Se meacumula el pánico en el pecho. No sé si

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apretar el gatillo o no. Nunca hedisparado a nada desde esta distancia.Nunca he disparado a una persona. Nisiquiera sé si soy capaz.

Mierda, mierda, mierda, mierda.Ojalá Tack estuviera aquí.

Mierda.¿Qué haría Raven?El regulador llega al borde del

campamento. Baja el arma y yo aparto eldedo del gatillo. Quizá sea solo unexplorador. Quizá tenga la misión deinformar a alguien. Eso nos daría tiempode movernos, de levantar elcampamento, de prepáranos. Quizá todovaya a ir bien.

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En ese momento, Coral vuelve asalir del bosque.

Durante una fracción de segundo sequeda ahí, paralizada y blanca como siestuviera enmarcada por el flash de unfotógrafo. Durante una décima desegundo, el hombre tampoco se mueve.

Luego, ella suelta un grito ahogado yél la apunta con el arma y, sin pensarloni planearlo, mi dedo vuelve a encontrarel gatillo y lo aprieta. La rodilla delregulador cede, y él grita y cae al suelo.

Entonces, todo es caos.El retroceso del rifle me tira hacia

atrás y me tambaleo intentando mantenerel equilibrio. Un diente serrado de roca

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se me clava en la espalda y el dolor merecorre desde las costillas hasta elhombro. Se oyen más disparos, uno, dos,y luego gritos. Corro hacia elcampamento. En menos de un minuto seha desplegado, se ha abiertoconvirtiéndose en un enjambre de gentey voces.

El regulador yace boca abajo en elsuelo, con los brazos y las piernasabiertos. En torno a él se extiende uncharco de sangre como una sombraoscura. Dani está cerca de él con suarma de mano. Debe haber sido ellaquien le ha matado.

Coral se rodea la cintura con los

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brazos, con aspecto horrorizado y unpoco culpable, como si de algún modoella hubiera llamado al regulador. Estáilesa, lo que es un alivio. Me alegro deque el instinto me llevara a salvarla. Meacuerdo del instante en que la he tenidoen la mira del fusil y siento otro arrebatode vergüenza. Esta no es la persona enla que yo quería convertirme. El odio seha tallado un lugar permanente en miinterior, un hueco donde las cosas sepierden con facilidad.

Sobre el odio también meadvirtieron los zombis.

Pike, Hunter y Lu están todoshablando a la vez. El resto se apiñan en

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torno a ellos, pálidos y asustados a laluz de la luna, con los ojos vacíos, comofantasmas resucitados.

Solo Álex no está de pie. Estáagachado, recogiendo su mochila rápiday metódicamente.

—Muy bien —Raven habla en vozbaja, pero la urgencia de su tono captanuestra atención—. Consideremos loshechos. Tenemos a un regulador muertoen nuestras manos.

Alguien gime.—¿Qué vamos a hacer? —

interrumpe Gordo. Su rostro estádesencajado—. Tenemos que irnos.

—¿Adonde? —exige Raven—. No

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sabemos dónde están ni qué direcciónhan tomado. Podríamos estarmetiéndonos en una trampa.

—Chist.Dani nos hace callar bruscamente.

Durante un instante hay un silencio total,excepto por el gemido grave del vientoentre los árboles y el ulular de un búho.Luego lo oímos: desde el sur, un ecodistante de voces.

—Yo digo que nos quedemos yluchemos —dice Pike—. Este es nuestroterritorio.

—No vamos a luchar a no ser quenos veamos obligados —dice Ravenvolviéndose hacia él—. No sabemos

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cuántos reguladores hay, ni qué tipo dearmas tienen. Ellos están mejoralimentados y son más fuertes quenosotros.

—Yo estoy harto de huir —rebatePike.

—No estamos huyendo —diceRaven con calma. Se vuelve al resto delgrupo—. Nos vamos a dividir.Extendeos en torno al campamento.Escondeos. Algunos podéis dirigiros alviejo cauce del río. Yo observaré desdela colina. Rocas, arbustos, cualquiercosa que pueda ocultaros, usadla.Subíos a un árbol si hace falta.Simplemente, manteneos fuera de la

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vista.Nos mira a cada uno por turnos. Pike

se empeña en no devolverle la mirada.—Coged los cuchillos, las armas,

todo lo que tengáis. Pero recordad: noluchamos a menos que no tengamos otraopción. No hagáis nada hasta que yo déla señal, ¿vale? Que nadie se mueva. Noquiero que nadie respire, tosa, estornudeo se tire un pedo, ¿está claro?

Pike escupe en el suelo. Nadiehabla.

—Vale —dice Raven—. Vámonos.El grupo se divide rápidamente y sin

hablar. La gente pasa a mi lado y seconvierte en sombras; las sombras se

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doblan sobre sí mismas en la oscuridad.Me acerco a Raven, que se haarrodillado junto al regulador muerto yle inspecciona buscando armas, dinero,todo lo que nos pueda servir.

—Raven —su nombre se me quedaatrapado en la garganta—. ¿Crees…?

—Seguro que están bien —dice sinalzar la vista. Sabe que le iba apreguntar por Julián y Tack—. Y ahora,fuera de aquí.

Me muevo por el campamentocorriendo, encuentro mi mochila junto alas demás al borde de la hoguera. Me laecho al hombro, junto al rifle, lostirantes se me clavan dolorosamente en

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la piel. Agarro otras dos mochilas más yme las cargo en el hombro izquierdo.

Raven pasa a mi lado corriendo.—Es hora de irse, Lena.Ella también se disuelve en la

oscuridad.Me pongo de pie. Luego me doy

cuenta de que alguien sacó el botiquínanoche. Si pasa algo, si tenemos quesalir corriendo y no podemos volver, lovamos a necesitar.

Me quito una de las mochilas y mearrodillo.

Los reguladores se acercan. Yapuedo distinguir voces, palabrasconcretas. De repente me doy cuenta de

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que el campamento se ha quedadototalmente vacío. Soy la única quequeda.

Abro la cremallera. Me tiemblan lasmanos. Saco una sudadera de la bolsa yempiezo a llenarla con tiritas yantibióticos.

Una mano me agarra del hombro.—¿Qué diablos estás haciendo? —

Es Álex. Me pone una mano bajo elbrazo y me obliga a ponerme de pie.Solo consigo cerrar la mochila—.Vamos.

Intento apartar el brazo, pero metiene bien sujeta. Tira de mí en direcciónal bosque, me lleva lejos del

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campamento.De pronto, me acuerdo de la noche

de la redada en Portland cuando él mecondujo así por un laberinto negro dehabitaciones; cuando nos acurrucamosen el suelo con olor a orines de uncobertizo de herramientas y, condelicadeza, me envolvió la pierna heridacon sus manos suaves y fuertes, queprovocaban extrañas sensaciones en mipiel.

Aquella noche me besó.Aparto el recuerdo.A toda prisa, bajamos por una

pronunciada pendiente, nos hundimos enuna capa de hojas húmedas y podridas,

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en dirección a una zona donde el terrenocrea una cueva natural, una especie devaciado en la ladera de la colina. Álexme obliga a agacharme y prácticamenteme mete de un empujón en el espaciooscuro y pequeño.

—¡Cuidado!Pike también se ha escondido ahí;

unos pocos dientes brillantes, una siluetade oscuridad. Se mueve ligeramentepara hacernos sitio.

Álex se desliza hasta colocarse a milado, con las rodillas apretadas contra elpecho.

Las tiendas están a menos de veintemetros de nosotros, colina arriba. Rezo

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en silencio para que los reguladorespiensen que hemos huido y no pierdan eltiempo buscándonos.

Esperar es una agonía. Las vocesque venían del bosque han callado. Eneste momento los reguladores deben demoverse con lentitud, al acecho,acercándose. Puede que ya hayanllegado al campamento, que pasen juntoa las tiendas: sombras silenciosas,letales.

El espacio es demasiado estrecho; laoscuridad, intolerable. Una idea meinunda de repente: estamos en un ataúd.

Álex se mueve junto a mí. El dorsode su mano me roza el brazo. Se me seca

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la garganta. Respira más deprisa de lonormal. Me tenso, totalmente rígida,hasta que retira la mano. Debe habersido un accidente.

Otro angustioso periodo de silencio.Pike musita:—Esto es una estupidez.—Chist —Álex le hace callar

bruscamente.—Quedarnos aquí sentados como

ratas…—Joder, Pike…—Callaos los dos —susurro con

vehemencia. Nos quedamos de nuevo ensilencio. Al cabo de unos pocossegundos, alguien grita. Álex se alerta.

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Pike se quita el rifle del hombro, con loque me da un codazo en el costado.Tengo que tragarme el grito.

—Se han ido.La voz nos llega desde el

campamento: ya lo han alcanzado.Supongo que ahora que han visto que lastiendas están vacías, ya necesitan hablaren voz baja. Me pregunto cuál sería suplan: rodearnos, acribillarnos a balazosmientras dormíamos.

¿Cuántos serán?—Maldición. Tenías razón sobre los

disparos que hemos oído. Es Don.—¿Está muerto?—Sí.

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Se oye un débil crujido, como sialguien diera patadas a las tiendas.

—Mirad cómo viven. Todosamontonados. Revueltos en la mierda.Como animales.

—Tened cuidado. Todo estácontaminado.

Hasta ahora he contado seis voces.—Se nota en el olor, ¿verdad? Los

huelo. Qué asco.—Respira por la boca.—Cabrones —musita Pike.—Chist —digo automáticamente,

aunque a mí también me domina la ira,además del miedo. Los odio. Odio acada uno de ellos por pensar que son

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mejores que nosotros.—¿Adonde crees que se dirigen?—Sea donde sea, no pueden haber

ido lejos.Siete voces distintas en total. Quizá

ocho, es difícil calcular. Nosotrossomos veintitantos. Sin embargo, comoha dicho Raven, es imposible saber quéarmas tienen, o si hay refuerzosesperándolos cerca de aquí.

—Acabemos aquí, entonces, ¿vale,Chris?

—Entendido.Se me han empezado a dormir los

muslos. Desplazo suavemente mi cuerpohacia atrás buscando alivio, y me apoyo

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en Álex. No se aparta. De nuevo me rozael brazo con la mano, y no estoy segurade si es por casualidad o se trata de ungesto tranquilizador. Durante un instante,y a pesar de todo, mis entrañas sevuelven blancas y eléctricas, y Pike ylos reguladores y el frío desaparecen, ysolo queda el hombro de Álex contra elmío, y sus costillas que se expanden y secontraen contra las mías, y la ásperacalidez de sus dedos.

El aire huele a gasolina.El aire huele a fuego.Vuelvo al presente con una sacudida.

Gasolina. Fuego. Algo que arde. Estánquemando nuestras cosas. Ahora el aire

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cruje. Las voces de los reguladoresllegan atenuadas por el ruido. Columnasde humo bajan por la colina, flotan hastahacerse visibles desde donde estamos,retorciéndose como serpientes.

—Hijoputas —dice Pike de nuevo,con voz estrangulada. Hace ademán desalir corriendo y le agarro, tirando de élhacia atrás.

—No lo hagas. Raven ha dicho queesperáramos a que ella diera la señal.

—Raven no está al mando.Se aparta de mí y se tira sobre el

estómago, sosteniendo el rifle delante deél como si fuera un francotirador.

—¡No lo hagas, Pike!

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O no me oye o me ignora. Comienzaa subir lentamente la colina reptando.

—Álex.El pánico me va llenando como una

marea. El humo, la furia, el rugido delfuego al extenderse, todo eso me impidepensar.

—Mierda —Álex pasa junto a mí ytrata de alcanzar a Pike, pero solo se leven las botas—. Pike, no seas unmaldito imbécil…

Bang. Bang.Dos disparos. El ruido parece

producir un eco y amplificarse en elespacio hueco. Me tapo los oídos.

Y después: bang, bang, bang.

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Disparos por todas partes y gente quegrita. Cae sobre mí un montón de tierra.Me pitan los oídos y tengo la cabezallena de humo.

Céntrate.Álex ya ha salido del agujero y le

sigo, luchando por quitarme el arma quellevo al hombro. En el último minuto,me deshago de las mochilas. Soloconseguirán ralentizar mi avance.

Explosiones por todos lados y elrugido de un enorme incendio.

El bosque está lleno de humo yfuego. Llamas naranjas y rojas se alzanentre los árboles negros, descarnados,con el cuello tieso como testigos

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paralizados de horror. Pike estáarrodillado, medio escondido tras unárbol, disparando. Su rostro tiene untono anaranjado por el fuego y tiene laboca abierta en un aullido. Veo a Ravenque se mueve a través de las llamas. Elaire vibra por los disparos: son tantosque me recuerda cuando me sentaba enel Paseo de Eastern Prom, con Hana, elDía de la Independencia, para ver losfuegos artificiales, los ruidosentrecortados y los flashes de colordeslumbrante. El olor a humo.

—¡Lena!No me da tiempo a ver quién me

llama. Una bala pasa silbando junto a mí

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y se aloja en el árbol que está detrás, loque hace que salte un montón de astillasdel tronco. Reacciono y me lanzo haciadelante, en plancha, contra el tronco deun arce azucarero. Varios metros másadelante, Álex también se ha refugiadotras un árbol. Cada pocos segundos,asoma la cabeza, dispara algunas balas yluego vuelve a ponerse a salvo.

Los ojos se me llenan de agua.Inclino la cabeza con cautela alrededordel tronco, intentando distinguir lasfiguras que forcejean en la oscuridad,iluminadas desde atrás por el resplandordel fuego. Desde lejos, casi parecenbailarines, parejas que se balancean,

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luchan, caen, giran.No sé quién es quién. Parpadeo,

toso, me palpo los ojos. Pike hadesaparecido.

Ahí: por un instante veo la cara deDani cuando se vuelve hacia el fuego.Un regulador ha saltado sobre ella desdeatrás, le ha pasado un brazo alrededordel cuello. Los ojos de Dani se salen desus órbitas, tiene la cara morada. Alzoel arma, la vuelvo a bajar. Imposibleapuntar desde aquí, no cuando no dejande moverse. Dani se retuerce y secontorsiona como un toro intentandosacudirse al jinete.

Hay otro coro de disparos. El

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regulador retira su arma del cuello deDani y se lleva la mano a un codogritando de dolor. Se vuelve hacia la luzy veo la sangre entre sus dedos. Notengo ni idea de quién ha disparado nide si la bala iba dirigida a Dani o a él,pero el alivio momentáneo de la presiónle da a Dani la ventaja que necesita. Atientas busca el cuchillo en su cinturón,jadeando y respirando con dificultad.Está cansada, pero se mueve con lapersistencia de un animal al que se va amatar lentamente.

Dirige el arma en un golpe circularhacia el cuello del regulador, el metalbrilla en su puño. Cuando se lo clava, él

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se convulsiona violentamente. Su rostromuestra sorpresa. Cae sobre las rodillasy luego de cara. Dani se arrodilla junto aél, coloca una bota bajo su cuerpo yhace palanca para sacar el cuchillo.

En algún lugar, más allá del muro dehumo, grita una mujer. Impotente, apuntocon el rifle de un lado a otro delcampamento en llamas, pero todo es unremolino de confusión. Tengo queacercarme más. Desde donde estoy, nopuedo ayudar a nadie.

Salgo fuera de la protección delárbol, agachándome todo lo que puedo,y me desplazo hacia el fuego y el caosde cuerpos más allá de Álex, que

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permanece atento tras un sicómoro.—¡Lena! —me grita cuando paso

corriendo a su lado. No contesto. Tengoque concentrarme. El aire está caliente yespeso, El fuego salta ya desde lasramas de los árboles, un dosel mortalsobre nuestras cabezas: las llamas setrenzan en torno a los troncos,volviéndolos de un color blanco tiza. Elcielo está oscurecido más allá del humo.Esto es todo lo que queda de nuestrocampamento, de los pertrechos quereunimos con tanto cuidado, la ropa quebuscamos trabajosamente, lavamos en elrío y llevamos puesta hasta que se caía apedazos, y las tiendas que arreglamos

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con tanto esfuerzo, tatuadas de puntadasy remiendos: este calor hambriento quelo consume todo.

A unos metros de mí, un hombre deltamaño de un peñasco ha tirado a Coralal suelo. Me lanzo hacía ella, cuandoalguien me ataca por detrás. Al caer,asesto un golpe fuerte hacia atrás con laculata del rifle. El hombre lanza unamaldición y retrocede unos centímetros,lo que me da tiempo y espacio pararodar hasta quedar de espaldas. Uso elarma como un bate de béisbol, lo dirijoa su mandíbula. Hace contactoproduciendo un crujido escalofriante yel hombre cae de lado.

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Tack tenía razón en una cosa: losreguladores no están entrenados paraeste tipo de combate. Casi siempreactúan desde el aire, desde la cabina deun bombardero, a distancia.

Me pongo en pie rápidamente ycorro hacia Coral, que sigue aún en elsuelo. No sé qué le ha pasado al armadel regulador, pero tiene sus manosrodean el cuello de Coral.

Alzo todo lo que puedo la culata demi rifle por encima de mi cabeza. Losojos de Coral se giran hasta mirarme.Justo cuando bajo el rifle sobre lacabeza del regulador, él se gira haciamí. Consigo rozarle un lado del hombro,

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pero la fuerza del golpe medesequilibra. Me tambaleo y él me lanzaun brazo a las pantorrillas y me hacecaer. Me muerdo el labio y noto el sabora sangre. Quiero darme la vuelta paraquedar de espaldas, pero de repentesiento un peso sobre mí, que me aplastay me deja sin aire en los pulmones. Mearrebata el arma de la mano.

No puedo respirar. Tengo la caraaplastada contra la tierra. Algo —¿unarodilla?, ¿un codo?— se clava en micuello. Ráfagas de luz estallan tras mispárpados.

Luego hay un tac y un gruñido y yano siento el peso. Me doy la vuelta,

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aspirando aire y soltándome delregulador a patadas. Sigue sobre mí,pero está apoyado hacia un lado, con losojos cerrados. De la frente le cae unhilillo de sangre. Álex está de pie a milado, sosteniendo su rifle.

Se inclina y me toma por el codo, meayuda a incorporarme. Luego coge miarma y me la pasa. Más allá de él, elfuego sigue extendiéndose. Losbailarines que oscilaban se handispersado. Ya no distingo más que unenorme muro de llamas y varias siluetasapiñadas en el suelo. Me inunda unagran desazón. No sé quién ha caído, sison de los nuestros o no.

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A nuestro lado, Gordo levanta aCoral y se la carga a la espalda. Ellagime y mueve los párpados, pero nodespierta.

—Vamos —grita Álex. El ruido delfuego es tremendo: una cacofonía decrujidos y pequeñas explosiones, comoun monstruo que chupara y sorbiera.

Álex nos lleva lejos del fuego,usando la culata del rifle para abrircamino entre los árboles. Me doy cuentade que nos dirigimos hacia el pequeñoarroyo que localizamos ayer.

Gordo jadea detrás de mí. Yo sigomareada y no me siento muy segura alcaminar. Mantengo los ojos fijos en la

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chaqueta de Álex y no pienso en nadamás que en seguir avanzando, un piedelante del otro, alejándome del fuegotanto como sea posible.

—¡Cuuu-iiii!A medida que nos acercamos al

arroyuelo, oímos la llamada de Ravenpor el bosque. Por la derecha, unalinterna corta la oscuridad. Nos abrimospaso entre una masa espesa devegetación muerta y salimos a una suavependiente de tierra pedregosa, por lacual discurre resueltamente un arroyopoco profundo. Un claro en el dosel deárboles permite que la luz de la lunallegue hasta él. Entrevera la superficie

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del agua con hilos de plata, hace que losguijarros de las orillas muestren unligero brillo.

Nuestro grupo se acurruca, todosjuntos, a unos cuantos metros en el otrolado del río. El alivio se abre paso enmi pecho. Estamos intactos, hemossobrevivido. Y Raven sabrá qué hacercon Julián y Tack. Ella sabrá cómoencontrarlos.

—¡Cuuu-iiii! —vuelve a llamarRaven, apuntando con una linterna ennuestra dirección.

—Ya te vemos —gruñe Gordo. Seadelanta, su respiración suena áspera yronca, y cruza la corriente hasta el otro

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lado.Antes de que podamos cruzar, Álex

se gira y da dos pasos hacia mí. Mesorprende ver en su cara un gesto deenfado.

—¿Por qué diablos has hecho eso?—pregunta furioso. Me le quedomirando, sin más, y continúa—: Podríashaber muerto, Lena. Si no hubiera sidopor mí, habrías muerto.

—¿Es esa tu forma de pedirme quete dé las gracias? —me sientotemblorosa, cansada, perdida—. Podríasaprender a pedir las cosas por favor,¿sabes?

—Hablo en serio —Álex mueve la

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cabeza—. Deberías haberte quedadodonde estabas. No había ningunanecesidad de que te lanzaras a la peleacomo si fueras una especie de heroína.

Siento un conato de ira. Me aferró aél y lo avivo.

—Perdóname —digo—. Si no mehubiera metido en la pelea, tu nueva… tunueva novia ahora estaría muerta.

Casi no he tenido ocasión de usaresa palabra en mi vida, y tardo unsegundo en recordarla.

—Ella no es responsabilidad tuya —me dice Álex sin alterar la voz.

En lugar de aliviarme, su respuestame hace sentir peor. Después de todo lo

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que ha sucedido esta noche, esta tonteríame da ganas de llorar: no ha negado queella sea su novia.

Me trago ese sabor desagradableque tengo en la boca.

—Bueno, yo no soy responsabilidadtuya tampoco, ¿recuerdas? No puedesdecirme lo que tengo que hacer —heencontrado de nuevo el hilo de la furia.Ahora lo sigo, tiro de él para continuar,poco a poco—. Y además, ¿a ti qué teimporta? Si tú me odias…

Álex se me queda mirando.—Tú no lo entiendes, ¿verdad? —su

tono es duro.Me cruzo de brazos y aprieto fuerte,

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intentando así eliminar el dolor,enterrarlo bajo la ira.

—¿No entiendo qué?—Nada —Álex se pasa una mano

por el pelo—. Olvídalo.—¡Lena!Me vuelvo. Tack y Julián acaban de

aparecer desde los árboles del otro ladodel arroyo y Julián corre hacia mísalpicando agua. Parece que no se dacuenta de lo que hace. Pasa junto a Álexy me coge en brazos y me levanta delsuelo. Yo suelto un único sollozo,amortiguado por su camisa.

—Estás bien —susurra. Me aprietatan fuerte que casi no puedo respirar.

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Pero no me importa. No quiero que mesuelte, nunca.

—Estaba tan preocupada por ti… —digo. Ahora que mi furia contra Álex seha agotado, resurge la necesidad dellorar, me presiona en la garganta.

No estoy segura de que Julián meoiga. Mi voz está amortiguada por suropa. Pero me da otro abrazo fuerteantes de soltarme. Me aparta el pelo dela cara.

—¿Cuándo habéis vuelto?…Pensaba que os habría pasado algo…

—Decidimos acampar para pasar lanoche —Julián tiene un aire culpable,como si su ausencia hubiera podido ser

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la causa del ataque—. La linterna deTack se rompió, y en cuanto se puso elsol, ya no podíamos ver nada. Nospreocupaba perdernos. Estábamosprobablemente a solo un kilómetro deaquí —mueve la cabeza—. Al oír losdisparos, hemos venido lo más rápidoposible —me toca la frente con la suya yañade, un poco más bajo—: Teníamucho miedo.

—Estoy bien —digo. Mantengo losbrazos alrededor de su cintura. Es tansólido, tan estable—. Habíareguladores, siete u ocho, quizá más.Pero los hemos echado de aquí.

Julián encuentra mi mano y entrelaza

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sus dedos con los míos.—Debería haberme quedado contigo

—dice, y la voz se le quiebra un poco.Me llevo su mano a los labios.

Sencillamente eso, el hecho de quepuedo besarle así, libremente, derepente me parece un milagro. Hanintentado dejarnos sin espacio, acabarcon nosotros para que fuéramos soloalgo del pasado. Pero aún estamos aquí.

Y somos más cada día.—Vamos —digo—. Vamos a ver si

los demás están bien.Álex ya debe haber cruzado el

arroyo y se habrá reunido con el restodel grupo. A la orilla del riachuelo,

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Julián se agacha y me pasa un brazo bajolas rodillas, así que yo caigo hacia atrás,en sus brazos. Me coge y yo le paso losbrazos por el cuello y apoyo la cabezaen su pecho. Su corazón late con ritmofirme, tranquilizador. Vadea el arroyo yme deja al otro lado.

—Qué bien que os hayáis reunidocon nosotros —Raven le está diciendoirónicamente a Tack, cuando Julián y yonos abrimos un hueco en el círculo. Peronoto alivio en su voz. A pesar de que amenudo discuten, es imposible imaginaral uno sin el otro. Son como dos plantasque han crecido la una en torno a la otra,se aprietan y compiten, pero se apoyan

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mutuamente.—¿Y ahora qué podemos hacer? —

pregunta Lu. Es una silueta informe en lapenumbra. La mayor parte de las carasson círculos oscuros, con rasgosfragmentados por pequeños haces de luzde luna. En un lado se ve una nariz; enotro, una boca o parte de un fusil.

—Iremos a Waterbury, comohabíamos planeado —dice firmementeRaven.

—¿Con qué? —pregunta Dani—. Notenemos nada. No hay comida. Nimantas. Nada.

—Podría haber sido peor —diceRaven—. Hemos conseguido escapar

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con vida, ¿no? Y no podemos estar muylejos.

—No lo estamos —interviene Tack— Julián y yo hemos encontrado laautopista. Está a medio día de aquí.Estamos demasiado hacia el norte, comocomentaba Pike.

—Bueno, supongo que en ese casopodemos perdonarte —dice Raven—por hacer que casi nos maten.

Pike, por primera vez en su vida, notiene nada que decir.

Raven suspira dramáticamente.—Vale, lo admito, yo estaba

equivocada. ¿Es eso lo que querías oír?De nuevo, no hay respuesta.

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—¿Pike? —dice Dani en el silencio.—Mierda —musita Tack, luego

repite—: Mierda.Otra pausa. Me estremezco. Julián

me rodea con sus brazos y yo me inclinohacia él.

Raven dice con voz suave:—Podemos encender una pequeña

hoguera. Si está perdido, le ayudará aencontrarnos.

Ese es su regalo para nosotros. Ellasabe, como todos sabemos en nuestrofuero interno, que Pike ha muerto.

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Hana

Señor, perdóname porque he pecado.Límpiame de estas pasiones, pues loscontaminados se revolcarán en laporquería con los perros y solo lospuros ascenderán al cielo.

Se supone que la gente no debe cambiar.Esa es la belleza del matrimonio: a lagente se la puede unir, hacer que susintereses respectivos se entrelacen,

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minimizar las diferencias entre ellos.Eso es lo que promete la cura.Pero es mentira.Fred no es Fred; al menos, no es el

Fred que yo pensé que era. Y yo no soyla Hana que se supone que debía ser. Nosoy la Hana que todo el mundo me dijoque sería después de la cura.

Darme cuenta de eso conlleva unadecepción incluso física y una sensacióntambién de alivio.

La mañana después de la toma deposesión de Fred, me levanto y me doyuna ducha, sintiéndome alerta y muydescansada. Noto que le prestodemasiada atención al brillo de las

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luces, al pitido de la cafetera en el pisode abajo y al tun-tun-tun de la ropa en lasecadora. Electricidad, electricidad portodas partes. Vibramos con ella.

El señor Roth ha venido de nuevo aver las noticias. Si se porta bien, quizáel ministro de Energía le devuelva suelectricidad, y entonces no tendré queverle cada mañana. Podría hablarle aFred del tema.

Esa idea hace que me den ganas dereír.

—Buenos días, Hana —dice con losojos fijos en la tele.

—Buenos días, señor Roth —digoalegremente, y entro en la despensa.

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Recorro las baldas bien surtidas, pasolos dedos por los paquetes de arroz ycereales, los tarros idénticos de cremade cacahuete, media docena demermeladas.

Tendré que tener cuidado, claro, derobar solo un poco cada vez.

Me dirijo directamente a la calleWynnewood, donde vi a Grace jugandocon la muñeca. Una vez más, dejo la biciun poco antes y recorro la mayor partedel camino a pie, con cuidado depermanecer cerca de los árboles. Memantengo a la escucha por si oigo voces.

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Lo último que quiero es que WillowMarks me vuelva a pillar por sorpresa.

La mochila se me clava en elhombro y me hace daño, bajo lostirantes tengo la piel resbaladiza por elsudor. Pesa. Al moverme, escucho elruido del líquido y rezo para que la tapade la botella usada de leche esté bienenroscada: la he llenado con toda lagasolina del garaje que he podido sinque se notara demasiado el hurto.

Como el otro día, huele un poco ahumo de madera. Me pregunto cuántascasas estarán ocupadas y qué otrasfamilias se habrán visto obligadas avivir aquí, a buscarse la vida como

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pueden. No sé cómo consiguensobrevivir en invierno. No me extrañaque Jenny, Willow y Grace tengan unaspecto tan pálido y tan demacrado. Esun milagro que sigan vivas.

Me acuerdo de lo que dijo Fred:Deben aprender que la libertad no losva a mantener abrigados.

Así que la desobediencia los matarálentamente.

Si consigo encontrar la casa de losTiddle, puedo dejarles la comida que herobado y la botella con gasolina. Espoco, pero es algo.

En cuanto giro hacia Wynnewood,solo dos calles más allá de la calle

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Brooks, vuelvo a ver a Grace en lacalle, esta vez agachada en la acera,delante de una casa gris de aspecto muydestartalado, lanzando piedras sobre lahierba como si estuviera intentandohacer que saltaran sobre el agua.

Respiro hondo y salgo de entre losárboles. Al momento, Grace se ponetensa.

—Por favor, no te vayas —digo consuavidad, porque parece dispuesta asalir corriendo. Avanzo con precauciónhacia ella, que se pone de pie enseguida,así que me detengo. Sin dejar demirarla, me quito la mochila de loshombros—. Puede que no te acuerdes de

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mí —digo—. Yo era amiga de Lena —me atraganto un poco al pronunciar sunombre y tengo que aclararme lagarganta—. No voy a hacerte daño,¿vale?

La mochila choca con la aceracuando la bajo, y Grace la mira dereojo. Lo considero una buena señal yme agacho, sin dejar de mirarla,pidiendo mentalmente que no salgacorriendo. Despacio, abro la cremallera.

En este momento, sus ojos semueven entre la mochila y yo. Relaja unpoco los hombros.

—Te he traído algunas cosas —digo,metiendo lentamente la mano en la bolsa

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y sacando lo que he robado: un paquetede harina de avena, otro de harina detrigo para gachas y dos paquetes demacarrones con queso, latas de sopa,verduras y atún, una bolsa de galletas.Lo dejo todo en la acera, una cosa allado de otra. Grace da un rápido pasohacia delante, luego se para.

Por último, saco la botella usada deleche llena de gasolina.

—Esto también es para ti —digo—.Para tu familia.

Veo movimiento en una ventana delpiso de arriba y me asusto. Pero es solouna toalla sucia, colgada como cortina,que aletea con el viento.

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De repente, Grace corre hacia mí yme arrebata la botella de las manos.

—Ten cuidado —digo—. Esgasolina. Es muy peligrosa. Se me haocurrido que la podíais usar paraquemar cosas —explico un pocotontamente.

Grace no dice nada. Está intentandocoger toda la comida que he traído.Cuando me agacho e intento ayudarla,agarra el paquete de galletas y lo aprietacontra el pecho.

—Con cuidado —digo—. Solointento ayudarte.

Ella hace un gesto, pero me permiteayudarla a hacer un montón y recoger las

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latas de verdura y de sopa. Estamos apocos centímetros de distancia, tancerca que huelo su aliento, desagradabley hambriento. Tiene tierra bajo las uñas,manchas de hierba en las rodillas.Nunca he estado tan cerca de ella y meencuentro observando su cara, buscandoun parecido con Lena. La nariz de Gracees más afilada, como la de Jenny, perotiene los ojos castaños y el pelo oscurode Lena.

Siento una especie de pálpito: unatensión en el fondo del estómago, un ecode otro tiempo, sensaciones que yadeberían haberse serenado parasiempre.

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Nadie puede saberlo, ni siquierasospecharlo.

—Tengo más cosas para darte —ledigo a Grace rápidamente cuando sepone de pie sosteniendo una precariapila de bolsas y paquetes en los brazos,además de la botella de plástico—.Volveré. Solo puedo traer un poco cadavez.

Ella simplemente se queda ahí,mirándome con los ojos de Lena.

—Si no estás por aquí, te dejaré lacomida en algún sitio seguro. En algúnsitio donde no… se estropee —medetengo en el último momento antes dedecir: donde no la roben—. ¿Conoces

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algún buen escondite?Se da la vuelta de pronto y sale

corriendo por el lateral de la casa gris, alo largo de un tramo de hierbajos ycésped crecido. No estoy segura de siquiere que la siga, pero yo lo hago. Lapintura está descascarillada, uno de lospostigos cuelga torcido de una ventanadel primer piso y golpea ligeramentecon el viento.

En la parte de atrás de la casa,Grace me espera junto a una trampillagrande de madera en el suelo, que debeconducir a una bodega. Coloca concuidado la pila de comida en la hierba,luego agarra la oxidada manija de metal

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de la portezuela y tira de ella. Pordebajo se abre un agujero de oscuridady unos peldaños de madera que bajanhacia un espacio pequeño, con el suelode tierra. El cuarto está vacío salvo poralgunas baldas torcidas que contienenuna linterna, dos botellas de agua yalgunas pilas.

—Esto es perfecto —digo. Duranteun instante, una sonrisa revolotea en sucara.

Le ayudo a bajar toda la comidahasta la bodega y a colocarla en lasbaldas. Coloco la botella de gasolinajunto a una pared. Grace mantiene elpaquete de galletas contra su pecho y se

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niega a separarse de él. El sitio huelemal, como el aliento de Grace: agrio yterroso. Me alegro cuando salimos denuevo a la luz del sol. La mañana me hadejado en el pecho una sensación depesadumbre que se niega a disiparse.

—Volveré —le digo a Grace.Casi he dado la vuelta a la esquina

cuando habla.—Me acuerdo de ti —dice, con una

voz que es apenas un susurro. Mevuelvo, sorprendida. Pero ya corre hacialos árboles, y desaparece antes de queyo pueda contestar.

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Lena

El amanecer es doble: dos resplandoreshumeantes, en el horizonte y a nuestrasespaldas, sobre los árboles, donde elincendio sigue avanzando. Las nubes ylos cúmulos de humo negro son casiindistinguibles.

En la oscuridad, en medio de laconfusión, no nos habíamos dado cuentade que faltan dos miembros del grupo:Pike y Henley. Dani quiere regresar abuscar sus cuerpos, pero el incendio lo

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hace imposible. Ni siquiera podemosregresar a buscar latas que no se hayanquemado o pertrechos que puedan habersobrevivido a las llamas.

Por el contrario, en cuanto hay luz enel cielo, nos ponemos en marcha.

Caminamos en silencio, en línearecta, con los ojos fijos en el suelo.Tenemos que llegar cuanto antes alcampamento de Waterbury, sindesviarnos, ni descansar, sin explorarlas ruinas de antiguas ciudades, en lasque hace tiempo que no queda nada útil.El ambiente está cargado de ansiedad.

Podemos considerarnos afortunados:el mapa de Raven lo tenían Julián y Tack

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y no ha sido destruido con el resto denuestras pertenencias.

Tack y Julián caminan juntos encabeza; de vez en cuando, se paran aconsultar las notas que le han añadido almapa. A pesar de lo sucedido, meenorgullece ver que Tack consulta aJulián y siento también otro tipo distintode placer: venganza, porque sé que Álextambién lo habrá notado.

Álex, por supuesto, cierra la marchacon Coral.

Hace calor, tanto que me he quitadola chaqueta y me he remangado. El solcalienta la tierra con generosidad.Resulta difícil creer que hemos sido

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atacados hace solo unas horas exceptoporque las voces de Pike y Henley handesaparecido de la conversaciónsusurrada.

Julián está delante de mí; Álex,detrás. Así que camino hacia delante,agotada, con los pulmones ardiendo y laboca llena de olor a humo.

Waterbury, según nos ha contado Lu,es el comienzo de un orden nuevo. Se haformado un enorme campamento, fuerade los límites de la ciudad, y muchos delos residentes válidos de la ciudad hanescapado. Hay zonas que han sidoevacuadas por completo, en otras se hanelevado barricadas contra los inválidos

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del otro lado.Lu ha oído que el campamento

inválido es casi como una ciudad en símismo. Todo el mundo colabora, todosayudan a reparar los refugios y a buscarcomida y agua. Hasta el momento se hasalvado de represalias, en parte porqueno ha quedado nadie que pueda devolverel golpe. Las dependencias municipaleshan sido destruidas y se ha expulsado alalcalde y a sus ayudantes.

Allí construiremos refugios conramas y ladrillos recuperados; por finencontraremos un lugar para nosotros.

En Waterbury, todo va a ir bien.Los árboles empiezan a escasear y

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pasamos junto a viejos bancos de parquecubiertos de pintadas y pasossubterráneos medio bombardeados, conmanchas de moho; un tejado, intacto,posado sobre un campo de hierba, comosi el resto de la casa simplementehubiera sido absorbido por el subsuelo;tramos de carretera que no llevan aninguna parte… Elementos de unagramática sin sentido. Este es ellenguaje del mundo de antes, un mundode confusión y caos, felicidad ydesesperación, antes de que elbombardeo masivo convirtiera las callesen una mera cuadrícula, las ciudades encárceles y los corazones en polvo.

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Sabemos que nos estamosacercando.

Por la tarde, cuando el sol comienzaa ponerse, la ansiedad vuelve con másfuerza. Ninguno de nosotros quiere pasarotra noche solos, expuestos, en la TierraSalvaje, incluso habiendo conseguidopor el momento despistar a losreguladores.

De la parte delantera llega un grito.Julián se ha alejado de Tack y caminaconmigo, aunque en general hemos idocasi todo el rato en silencio.

—¿Qué pasa? —le pregunto.Estoy tan cansada que me siento

adormecida. No puedo ver más allá de

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la gente que va justo por delante de mí.El grupo se va abriendo en abanico en loque parece que antes fue unaparcamiento. La mayor parte del sueloha desaparecido. Dos farolas, sinbombilla, están clavadas en el suelo.Junto a una de ellas se han detenidoRaven y Tack.

Julián se pone de puntillas.—Creo… creo que hemos llegado.Antes incluso de que termine de

hablar, me abro paso entre el grupo paraechar un vistazo.

En el extremo del antiguoaparcamiento, el suelo se hunde derepente y cae hacia abajo de forma

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pronunciada. Una serie de senderos enzigzag descienden la loma hasta unterreno desnudo y sin árboles.

El campamento no es para nadacomo me lo había imaginado. Yopensaba en casas de verdad o, al menos,en estructuras sólidas, cobijadas entreárboles. Esto es simplemente un campoextenso y lleno de cosas, un revoltijo demantas y basura, y cientos y cientos depersonas, que llegan casi hasta el murode la ciudad, teñido de rojo por la luzcrepuscular. A lo largo y ancho de esaextensión, de vez en cuando hay fogatasencendidas, que parpadean como lucesde una ciudad lejana. El cielo, eléctrico

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en el horizonte, tiene en otros lados untono oscuro compacto, como una tapa demetal que ha sido atornillada para cubrirdesperdicios.

Durante un momento me acuerdo dela deforme gente del subsuelo que Juliány yo conocimos cuando estábamosintentando escapar de los carroñeros, yde sus catacumbas mugrientas, llenas dehumo.

Nunca había visto a tantos inválidos.Nunca había visto a tanta gente.

Incluso desde aquí, nos llega su olor.Noto una sensación en el pecho

como si me lo hubieran aplastado.—¿Qué es este lugar? —murmura

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Julián.Yo quiero decir algo que le

consuele, quiero decirle que todo va a irbien, pero me siento lastrada, embotadapor la desilusión.

—¿Esto es? —Dani es la queexpresa lo que todos debemos sentir eneste momento—. ¿Este es el gran sueño?¿El nuevo orden?

—Aquí, al menos, tenemos amigos—dice suavemente Hunter. Pero nisiquiera él puede mantener la ilusión. Sepasa una mano por el pelo y se le quedade punta, todo revuelto. Está pálido:durante todo el camino ha venidotosiendo, su aliento es húmedo y

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entrecortado—. Además, no teníamosopción.

—Podríamos haber ido a Canadá,como dijo Gordo.

—No lo habríamos conseguido sinnuestros pertrechos —replica Hunter.

—Aún tendríamos nuestrasprovisiones si nos hubiéramos dirigidoal norte desde el principio —rebateDani, furiosa.

—Bueno, pero no lo hemos hecho.Estamos aquí. Y yo no sé vosotros, peroyo tengo una sed endiablada —Álex seabre camino entre el grupo. Tiene quedesviarse para coger el primer senderoque baja la colina zigzagueando. Se

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resbala un poco por lo empinado delterreno, con lo que lanza un montón degravilla hacia el campamento.

Al llegar al sendero, se detiene yvuelve la vista hacia nosotros.

—Bueno, ¿qué? ¿Venís?Sus ojos se deslizan por todo el

grupo. Cuando me mira, me recorre unapequeña sacudida y bajo la miradarápidamente. Durante apenas unsegundo, casi parecía mi Álex una vezmás.

Raven y Tack avanzan juntos. Álextiene razón en una cosa: ya no tenemosopción. En la Tierra Salvaje noduraríamos ni unos pocos días más, sin

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trampas, ni provisiones, ni cazuelas parahervir el agua. El resto del grupotambién debe saber esto, porque siguena Raven y a Tack, desviándose hacia elcamino de tierra uno detrás de otro.Dani musita algo entre dientes, pero alfinal los sigue.

—Vamos —agarro la mano deJulián.

Retrocede. Tiene los ojos fijos en laamplia llanura humeante que está pordebajo de nosotros y en el lúgubremosaico de retales formado por lasmantas y las tiendas de campañaimprovisadas. Durante un instante, meparece que va a negarse. Luego se lanza

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hacia delante, como si se abriera pasocruzando una barrera invisible, y baja lacolina por delante de mí.

En el último momento, noto que Lusigue de pie en la cresta Parecediminuta, más pequeña por la altura dela vegetación que hay a sus espaldas. Yale llega el pelo casi hasta la cintura.Mira fijamente, pero no al campamento,sino al muro más allá: la piedramanchada de rojo que marca elcomienzo del otro mundo. El mundozombi.

—¿Vienes, Lu? —digo.—¿Cómo? —parece sorprendida,

como si la hubiera despertado; luego, al

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momento—: Sí, ya voy.Lanza una última mirada a la

frontera antes de seguirnos. Tiene unaexpresión atormentada.

La ciudad de Waterbury parecemuerta, al menos a esta distancia: no seeleva el humo de las chimeneasindustriales, no brillan las luces en lastorres oscurecidas, cubiertas de vidrio.Es un molde vacío de una ciudad, casicomo las ruinas por las que hemospasado en la Tierra Salvaje. Solo queesta vez las ruinas están en el otro ladode los muros.

Y me pregunto qué es, exactamente,lo que le da miedo a Lu.

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Una vez abajo, el olor es intenso, casiinsoportable: el hedor de miles decuerpos que no se lavan ni se bañan,bocas hambrientas, orines, viejashogueras y tabaco. Julián tose ymurmura:

—Joder.Yo me llevo la manga a la boca,

intentando respirar a través de la tela.La periferia del campo está

bordeada por anchos barriles metálicosy viejas latas de basura manchadas deóxido, en las que han encendidohogueras. La gente se junta en torno a lalumbre, cocinando o calentándose las

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manos. Cuando pasamos, nos miran conaire de sospecha. Al momento, me doycuenta de que no somos bienvenidos.

Incluso Raven parece insegura. Noestá claro dónde deberíamos ir, o conquién deberíamos hablar, o si el campoestá organizado en absoluto. Cuandofinalmente el sol es tragado del todo porel horizonte, la multitud se convierte enuna masa de sombras: los rostros seencienden, torcidos y grotescos a la luzparpadeante. Los refugios se hanconstruido a toda prisa con trozos dezinc y planchas de metal; otros hanimprovisado tiendas de campaña consábanas sucias. Y otros están tumbados

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en el suelo, arremolinados unos junto aotros, buscando el calor.

—¿Y bien…? —dice Dani. Habla envoz alta, un desafío—. ¿Y ahora qué?

Raven está a punto de respondercuando, de repente, le cae un cuerpoencima y casi la tira al suelo. Tack laagarra para ayudarla a mantener elequilibrio y grita furioso:

—¡Eh!El chico que se ha lanzado contra

Raven, flaco, con la mandíbulaprominente de un bulldog, ni siquiera lamira. Sale corriendo de vuelta hacia unasucia tienda de campaña roja, donde seha congregado una pequeña multitud. Un

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hombre mayor, con el pecho desnudopero que lleva un largo abrigo deinvierno, tiene los puños apretados y lacara torcida en un gesto de furia.

—¡Cerdo asqueroso! —escupe—.Te voy a matar, joder.

—¿Estás loco? —la voz de Bulldoges sorprendentemente aguda—. ¿Quédemonios quieres…?

—Me has robado la puta lata.Admítelo. Me has robado la lata —enlas comisuras de su boca se acumulasaliva. Tiene los ojos muy abiertos,salvajes. Se vuelve en un círculocompleto, haciendo un llamamiento a lamultitud. Luego alza la voz—: Yo tenía

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una lata entera de atún, sin abrir. Latenía con mis cosas. Él me la ha robado.

—Yo no la he tocado. Estás loco.Bulldog hace ademán de apartarse.

El hombre del abrigo harapiento sueltaun grito de furia.

—¡Mentiroso!Da un salto. Durante un instante,

parece suspendido en el aire, con elabrigo que aletea a sus espaldas comolas grandes alas de un murciélago.Luego aterriza sobre la espalda delchico y le tira al suelo.

De repente, la multitud se alzagritando, echándose hacia delante,animándolos. El chico rueda hasta

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colocarse encima del hombre, ahorcajadas, y se pone a golpearle.Entonces, el viejo se lo quita de encimacon una patada y aprieta la cara delchico contra el suelo. Grita, pero no seentiende lo que dice. El chico serevuelve y consigue sacudirse al viejo ylo manda contra el lateral de un barrilmetálico. El hombre grita. Sin duda, elfuego lleva ardiendo largo tiempo y elmetal debe estar muy caliente.

Alguien me empuja desde atrás y porpoco me caigo al suelo. Julián consiguea duras penas pasarme la mano por elbrazo y así no pierdo el equilibrio. Lamultitud ya está furiosa. Las voces y los

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cuerpos se han hecho uno, como aguaoscura que burbujea: un monstruo demuchas cabezas y muchos brazos.

Esto no es libertad. Esto no es elmundo nuevo que hemos imaginado. Nopuede ser. Esto es una pesadilla.

Me abro paso entre la multitudsiguiendo a Julián, que no suelta mimano en ningún momento. Es comodesplazarse a través de una mareaviolenta, un estallido de muchascorrientes distintas. Me aterroriza haberperdido a los demás, pero luego veo aTack, Raven, Coral y Álex, de pie unpoco más allá, buscando entre lamuchedumbre al resto de nuestro grupo.

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Dani, Bram, Hunter y Lu se abren pasocon dificultad hasta llegar a nuestrolado.

Nos apretamos unos junto a otros yesperamos a los demás. Busco a Gordoentre la gente, su barba que le llega alpecho, pero todo lo que veo es unbarullo y una niebla, caras que semezclan entre nubes de humo aceitoso.Coral empieza a toser.

Los demás no llegan. Al final nosvemos obligados a admitir que noshemos separado. Raven dice, sindemasiado entusiasmo, que seguro queconsiguen dar con nosotros. Tenemosque encontrar algún sitio en el que

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podamos acampar y estar a salvo;tenemos que encontrar a alguien que estédispuesto a compartir comida y agua.

Preguntamos a cuatro personasdiferentes antes de encontrar a una quenos quiera ayudar. Una chica, que quizáno tenga más de trece años y va vestidacon prendas tan sucias que todas se hanvuelto de un gris desvaído y uniforme,nos dice que hablemos con Pippa y nosseñala una parte del campamento mejoriluminada que el resto. A medida quenos dirigimos a la zona que nos haindicado, siento la mirada de la chicaque nos observa. Me vuelvo una vezpara mirarla. Lleva una manta tapándole

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la cabeza y su cara es una sombra, perosus ojos son enormes y luminosos. Meacuerdo de Grace y siento un doloragudo en el pecho.

Parece que el campamento enrealidad está dividido en pequeñassecciones, cada una de las cualespertenece a una persona o a un grupo degente distinto. A medida que avanzamosentre los pequeños fuegos decampamento que al parecer marcan eldominio de Pippa, oímos muchas peleasa propósito de límites, territorio yposesiones.

De repente, Raven suelta un grito dereconocimiento:

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—¡Flaqui! —exclama, y echa acorrer.

La veo lanzarse a los brazos de unamujer, la primera vez que he visto aRaven abrazar voluntariamente a alguienque no sea Tack, y cuando se separa, lasdos se ponen a hablar y a reír a la vez.

—Tack —dice Raven—, ¿teacuerdas de Flaqui? Estuvo con nosotros¿hace cuánto?… ¿Tres veranos?

—Cuatro —la corrige riendo lamujer. Tendrá unos treinta años y suapodo debe ser irónico. Tiene unaconstitución como la de un hombre,corpulenta, con hombros anchos ycaderas muy estrechas. Tiene el pelo

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cortado casi al cero. También se ríecomo un hombre, una risa profunda yfuerte. Me cae bien enseguida—. Ahoratengo un nuevo nombre, ¿sabes? —dicecon un guiño—. Por aquí, la gente mellama Pippa.

El terreno que ella ha reclamadopara sí es más amplio y está mejororganizado que lo que hemos visto enotros lados del campamento. Esto es unrefugio de verdad: Pippa se haapoderado de una amplia cabaña demadera con techo y paredes en treslados, o la ha construido ella misma.Dentro hay varios bancos toscamentefabricados, media docena de faroles a

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pilas, montones de mantas y dosfrigoríficos, uno grande, como el de unacocina, y otro pequeño, ambos cerradoscon cadena y candado. Pippa nos cuentaque ahí es donde guarda la comida y lasmedicinas que ha conseguido reunir.Además, ha buscado a varias personaspara atender las hogueras continuamente,hervir agua y mantener alejado acualquiera con ganas de robar.

—No os podríais creer lo que me hatocado ver por aquí —dice—. Lasemana pasada, una persona fueasesinada por un maldito cigarrillo. Esuna locura —mueve la cabeza—. No meextraña que los zombis no se hayan

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molestado en bombardearnos. Seríadesperdiciar munición. A este paso,acabaremos matándonos unos a otros —hace un gesto indicándonos que nossentemos en el suelo—. Más vale que osquedéis por aquí un tiempo. Prepararécomida. No hay mucho. Estoy esperandouna nueva entrega. Hemos estadorecibiendo ayuda de la Resistencia. Perodebe haber pasado algo.

—Patrullas —dice Álex—. Habíareguladores justo al sur de aquí. Noshemos topado con un grupo de ellos.

Pippa no parece sorprendida. Yadebe saber que la Tierra Salvaje ha sidoatacada.

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—No me extraña que todos tengáistan mal aspecto —dice suavemente—.Venga. La cocina está a punto de abrir.Descansad un poco.

Julián está muy callado. Noto latensión en su cuerpo. No hace más quemirar alrededor como si esperase quealguien fuera a saltarle encima desde lassombras. Ahora que estamos de estelado de los fuegos de campamento,rodeados de luz y calor, el resto delcampo parece un manchón de sombra:una penumbra que se revuelve y se agita,hinchada de sonidos animales.

Solo puedo imaginarme lo quepiensa de este lugar, lo que debe pensar

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de nosotros. Esta es la visión del mundosobre la que siempre le han advertido:un mundo de enfermedad es un mundo decaos y suciedad, de egoísmo y desorden.

Me siento enfadada con él sin unmotivo justificado. Su presencia, suansiedad, son un recuerdo de que hayuna diferencia entre su gente y la mía.

Tack y Raven se han cogido uno delos bancos. Lu, Dani, Hunter y Bram seaprietan en el otro. Julián y yo nossentamos en el suelo. Álex sigue de pie.Coral está sentada justo delante de él eintento no fijarme en que ella se inclinahacia atrás, apoyándose en sus espinillasy tocándole la rodilla con la nuca.

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Pippa se quita una llave dealrededor del cuello y abre el frigoríficogrande. Dentro hay filas y filas decomida enlatada, así como paquetes dearroz. Las baldas de abajo están llenasde vendas, pomada antibacteriana yfrascos de ibupofreno. Mientras semueve, Pippa nos habla sobre elcampamento y sobre los disturbios enWaterbury que llevaron a su creación.

—Empezó en la calle —explicamientras echa arroz en una cazuelagrande y abollada—. Eran sobre todochavales. Incurados. Algunos fueronespoleados por los simpatizantes, ytambién teníamos dentro del movimiento

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a algunos miembros de la Resistenciacomo infiltrados, para mantener laindignación de la gente.

Se mueve con gestos precisos, sindesperdiciar energía. La gente aparecesaliendo de las tinieblas para ayudarla.Enseguida tiene colocadas variascazuelas en uno de los fuegos delperímetro. Nos llega el humo, delicioso,cargado de olores a comida.

Inmediatamente se produce unpequeño cambio, una diferencia en lapenumbra que nos rodea: se forma uncírculo de gente, un muro de ojososcuros, hambrientos. Dos de loshombres de Pippa hacen guardia junto a

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las ollas, con los cuchillosdesenfundados.

Me estremezco. Julián no me pasa elbrazo por el hombro.

Comemos arroz y alubias de unacazuela común, usando las manos. Pippano deja de moverse en ningún momento.

Camina con el cuello hacia delante,como si esperara encontrarsecontinuamente con una barrera y tuvierala intención de atravesarla de uncabezazo. Tampoco deja de hablar.

—La Resistencia me mandó aquí —dice. Raven le ha preguntado cómo esque ha venido a Waterbury—. Despuésde todos los disturbios en la ciudad,

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pensamos que teníamos una buenaoportunidad de organizar una protesta,de planear la oposición a gran escala.Hay unas dos mil personas en elcampamento en este momento, más omenos. Eso es un montón de mano deobra.

—¿Y qué tal va? —pregunta Raven.Pippa se agacha junto a la hoguera y

escupe.—¿Tú qué crees? Llevo un mes aquí

y habré encontrado a unas cien personasa quienes les importe la causa, que estándispuestas a luchar. El resto tienedemasiado miedo, están demasiadocansados, o desmoralizados.

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—¿Y qué vas a hacer? —preguntaRaven.

Pippa extiende las manos.—¿Qué puedo hacer yo? No puedo

obligarlos a implicarse y no puedodecirle a la gente lo que tiene que hacer.Esto no es Zombilandia, ¿no?

Yo debo estar poniendo un gestoraro, porque Pippa me mira con dureza.

—¿Qué pasa? —pregunta.Miro a Raven en busca de una

respuesta, pero su gesto es inexpresivo.Vuelvo la vista a Pippa.

—Tiene que haber algún modo… —digo.

—¿Tú crees? —su voz adopta un

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gesto duro—. ¿Cómo? Yo no tengodinero, no puedo sobornarlos. Notenemos la fuerza suficiente paraamenazarlos. Si no quieren escuchar, yono puedo convencerlos. Bienvenidos almundo libre. Le damos a la gente lacapacidad de elegir. Pueden inclusoelegir la opción equivocada. Bonito,¿no? —se pone de pie de pronto y sealeja del fuego: cuando vuelve a hablar,el tono es calmado—. No sé lo que va apasar. Estoy esperando que me diganalgo desde arriba. Puede que sea mejorirse de aquí y dejar que este sitio sevaya a la mierda. En fin, al menos por elmomento estamos a salvo.

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—¿Y qué pasa con la posibilidad deque haya represalias? —pregunta Tack—. ¿No crees que la ciudad puedadevolver el golpe?

Pippa mueve la cabeza.—La ciudad fue evacuada casi por

completo después de los disturbios —suboca se curva en una pequeña sonrisa—.Miedo al contagio: los deliria que seextienden por las calles,convirtiéndonos a todos en animales —luego, su sonrisa se desvanece—.Ahora, os digo una cosa: con lo que yohe visto aquí… puede que tengan razón.

Saca el montón de mantas y se laspasa a Raven.

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—Toma, haced algo útil. Tendréisque compartir. Cuesta más mantener asalvo las mantas que las cazuelas.Acostaos donde encontréis sitio. Pero noos vayáis muy lejos, eso sí. Por aquí haybastantes majaras. He visto de todo:operaciones fallidas, lelos, criminales,de todo. Que durmáis bien, niños.

Sólo cuando Pippa menciona elsueño, me doy cuenta de lo agotada queestoy. Hace más de treinta y seis horasdesde que dormí por última vez, y hastaahora me ha servido de combustible elmiedo a lo que podría sucedernos.Ahora mi cuerpo parece de plomo.Julián tiene que ayudarme a ponerme de

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pie. Le sigo como una sonámbula, aciegas, apenas consciente de lo que merodea. Nos alejamos de la cabaña detres paredes.

Julián se detiene junto a una hogueraque han dejado que se apague. Estamosal pie mismo de la colina: aquí lapendiente es incluso más pronunciadaque por donde hemos bajado nosotros, yno hay ningún sendero por este lado.

No me importa lo duro que esté elsuelo, el frío que hace, los gritosconstantes que llegan de todasdirecciones, la penumbra viva yamenazante. Julián se coloca detrás demí y nos abriga a los dos con las mantas.

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Yo ya estoy en otro sitio: estoy en elviejo hogar, en la enfermería, y Graceestá ahí, hablándome, repitiendo minombre una y otra vez. Pero su voz se veahogada por un aleteo de alas negras, ycuando alzo la vista veo que el tejado hasido destruido por las bombas de losreguladores, y que en vez de un techoahora solo queda el oscuro cielonocturno, y miles y miles de murciélagosque no dejan ver la luna.

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Hana

Me despierto cuando el alba apenasbaña el horizonte. En algún lugar fuerade mi ventana ulula un búho, y mi cuartoestá lleno de oscuras siluetas móviles.

Dentro de dos semanas, estarécasada.

Me uno a Fred para cortar la cintadel nuevo muro fronterizo de cincometros de altura y hecho de hormigónarmado. Esta nueva muralla va asustituir a todas las alambradas

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electrificadas que han rodeado siemprela ciudad.

La primera fase de construcción,completada solo dos días después deque Fred se convirtiera oficialmente enalcalde, llega desde Old Port hasta lasCriptas, pasando por Tukey s Bridge. Lasegunda fase tardará un año más yextenderá una pared hasta el río Fore;dos años más tarde, se erigirá la últimasección, que las conectará a ambas y asíestará completa la modernización yreforzamiento de la frontera, justo atiempo para la reelección de Fred.

Durante la ceremonia, Fred da unpaso hacia delante con un par de tijeras

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grandes, sonriendo a los periodistas y alos fotógrafos agrupados en torno almuro. Es una mañana soleada yluminosa, un día de promesas yposibilidades. Alza las tijeras con airedramático acercándolas a la ancha cintaroja tendida sobre el cemento. En elúltimo momento se detiene, se vuelve yme hace un gesto para que me acerque.

—¡Quiero que mi futura esposa hagalos honores en un día tan señalado! —grita, y se oye un aullido de aprobacióncuando me adelanto, ruborizada,fingiendo sorpresa.

Todo esto ha sido ensayado, claro.Él interpreta su papel. Y yo tengo mucho

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cuidado de interpretar el mío.Las tijeras, de pega, son romas y me

cuesta introducir la cinta entre lascuchillas. Unos segundos después, mesudan las palmas de las manos. Notojunto a mí la impaciencia de Fred tras susonrisa, siento el peso de la mirada desus socios y de los miembros delcomité, todos observándome desde unapequeña zona acordonada, junto al grupode periodistas.

Clac. Por fin consigo que las tijerascorten la cinta, que cae lentamente alsuelo, y todo el mundo aplaude ante laalta y lisa pared de cemento. El alambrede espino que la corona brilla al sol,

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como dientes de metal.Más tarde, pasamos al sótano de una

iglesia local para una pequeñarecepción. La gente toma pastelitos dechocolate y taquitos de queso quesostienen en servilletas de papel, y sesientan en sillas plegables mientrasmantienen vasos de plástico conrefresco en el regazo.

Esto también, la informalidad, laidea de cercanía, el sótano de la iglesiacon sus paredes blancas y limpias y uncierto olor a trementina, todo ha sidocuidadosamente planeado.

Fred recibe las felicitaciones ycontesta a preguntas sobre medidas

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políticas y cambios de planes. Mi madreestá radiante, más feliz de lo que la hevisto en la vida, y cuando nuestrasmiradas se cruzan de un lado a otro de lasala, me guiña un ojo. Se me ocurre queesto es lo que ha deseado para mí, paranosotros, desde que nací.

Me paseo entre la multitud,sonriendo, charlando amablementecuando se me necesita. Por debajo de lacharla y la risa, me persigue un ruido deconversación, como un silbido deserpiente, un nombre que va detrás de mía todas partes.

Más mona que Cassie…No tan esbelta como Cassie…

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Cassie, Cassie, Cassie…Al volver a casa en coche, Fred está

de muy buen humor. Se afloja la corbatay se abre el cuello, se sube las mangashasta el codo y baja las ventanillas paraque entre la brisa en el coche, con lo quele cae el pelo por la cara.

Ya se parece más a su padre. Tienela cara roja, pues en la iglesia hacíacalor, y durante un instante no puedoevitar imaginarme cómo será cuandoestemos casados y con qué rapidezquerrá empezar a tener niños. Cierro losojos y me imagino la bahía, dejo que laimagen de Fred tumbado encima de míse disuelva entre las olas.

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—Les ha encantado —dice Fredexcitado—. Les he soltado un par deinsinuaciones, aquí y allá, sobre Finch yel Ministerio de Energía, y les hagustado más que a un tonto una tiza,estaba claro.

De repente, ya no puedo contenermey hago la pregunta:

—¿Qué le pasó a Cassandra?Su sonrisa flaquea.—¿Me has estado escuchando

siquiera?—Claro que sí. Les ha encantado. La

idea les ha gustado más que a un tontouna tiza —hace una mueca cuando usoesa expresión vulgar, aunque solo estoy

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repitiendo sus propias palabras—. Perotú me has recordado algo que teníaganas de preguntarte. Nunca me hascontado lo que le sucedió a Cassandra.

Ahora la sonrisa ha desaparecidopor completo. Se vuelve hacia laventana. El sol de la tarde forma tiras ensu cara alternando luz y sombra.

—¿Qué te hace pensar que sucedióalgo?

Mantengo el tono ligero de voz.—Solo quería… Solo quería saber

por qué te divorciaste.Se vuelve a mirarme, con los ojos

entrecerrados, como esperando atraparla mentira en mi cara. Mantengo un gesto

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natural. Se relaja un poco.—Diferencias irreconciliables —

recupera la sonrisa—. Debieron demeter la pata cuando la evaluaron. Alfinal resultó que no era la personacorrecta para mí.

Nos quedamos mirándonos el uno alotro, ambos sonriendo, cumpliendo connuestro deber, guardándonos nuestrosrespectivos secretos.

—¿Sabes una de las cosas que másme gustan de ti? —pregunta cogiéndomeel brazo.

—¿Cuál?Bruscamente, tira de mí.

Sorprendida, suelto un grito. Me

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pellizca la carne blanda de la parteinferior del codo, lo que envía unacorriente aguda de dolor a lo largo demi brazo. Se me llenan los ojos delágrimas y respiro hondo, haciendo unesfuerzo por no mostrarlas.

—Que no haces demasiadaspreguntas —dice, y luego me apartaviolentamente de su lado—. Cassiehacía demasiadas preguntas.

Después se reclina en el asiento yhacemos el resto del trayecto ensilencio.

La última hora de la tarde solía ser mi

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favorita, mía y de Lena. ¿Siguesiéndolo?

No lo sé. Mis sentimientos, misantiguas preferencias, están como lejosde mi alcance, no borrados porcompleto, como deberían estar, pero sícomo sombras que se desvanecencuando intento centrar mi atención enellos.

No hago preguntas.Solo me voy.El trayecto en bici hasta Deering

Highlands se me hace cada vez másfácil. Por suerte, no me encuentro anadie. Dejo la comida y la gasolina en labodega subterránea que Grace me

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enseñó.A continuación me dirijo a la calle

Preble, donde el tío de Lena tenía supequeña tienda de comestibles. Comosospechaba, está cerrada y clausurada.Han colocado rejillas metálicas sobrelas ventanas; al otro lado de la celosíade metal, veo grafitis en el cristal, ahoraindescifrables, desvaídos por la lluvia yla intemperie. El toldo, de color azulreal, está rasgado y medio caído. Uno delos soportes de metal, fino como la patade una araña, se ha desprendido de latela y cuelga como un péndulo en elviento. Un letrero fijado sobre una delas rejillas metálicas dice: Próxima

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apertura. Barbería y Salón de BellezaBee.

Sin duda, la ciudad le obligó acerrar su negocio o los clientes dejaronde acudir, preocupados porque losculparan por asociación. La madre deLena, el tío de Lena, William, y ahora,ella misma…

Demasiados malos genes.Demasiada enfermedad.

No es de extrañar que se hayanocultado en Deering Highlands. No esde extrañar que Willow se haya ocultadoallí también. Me pregunto si fue porelección propia o si fueroncoaccionados, si los amenazaron o

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incluso los sobornaron para que sefueran de los barrios buenos.

No sé qué es lo que me hace dar lavuelta por detrás, hasta la callejaestrecha y la pequeña puerta azul quedaba al almacén. Lena y yo solíamospasar el rato ahí juntas, cuando ella teníaque reponer productos después de clase.

El sol cae duro sobre los tejadosinclinados de los edificios de alrededor,saltando por encima de la calleja, queestá oscura y fresca. Las moscasrevolotean en torno a un contenedor debasura, zumbando y chocando con elmetal. Me bajo de la bici y la apoyo enuna de las paredes de cemento. Los

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sonidos de la calle —gente que grita, elruido ocasional de un autobús— yaparecen distantes.

Me dirijo hacia la puerta azul, queestá manchada de caca de paloma.

Durante un instante, el tiempo parecepartirse en dos, y me imagino a Lena queme abre la puerta, como hacía siempre.Me sentaría en una de las cajas de lecheen polvo o judías verdes y nosrepartiríamos una bolsa de patatas y unrefresco robado del inventario, yhablaríamos de…

¿De qué?¿De qué hablábamos entonces?De la escuela, supongo. De las otras

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chicas de la clase, de las competicionesdeportivas, de los conciertos en elparque, de quién estaba invitada alcumpleaños de quién, y de las cosas quequeríamos hacer juntas.

Nunca de chicos. Lena no hacía eso.Tenía demasiado cuidado.

Hasta que un día dejó de tenerlo.Ese día lo recuerdo perfectamente.

Yo seguía en estado de shock por lasredadas de la noche anterior: la sangre yla violencia, los gritos y chillidos. Esamisma mañana, había vomitado despuésde desayunar.

Me acuerdo de la expresión de Lenacuando él llamó a la puerta: ojos

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salvajes, aterrorizados, el cuerpo tenso,y cómo la miró Álex cuando por fin ledejó entrar en el almacén. Me acuerdoexactamente de la ropa que él llevabatambién, y de su pelo revuelto y lasdeportivas con los cordones teñidos deazul. Llevaba la zapatilla derechadesatada. El no se daba cuenta.

No se daba cuenta de nada que nofuera Lena.

Recuerdo el arrebato de calor queme recorrió como una puñalada. Celos.

Extiendo la mano hasta la manilla dela puerta, inspiro hondo y tiro. Estácerrado, claro. No sé lo que esperaba nipor qué me siento tan decepcionada.

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Tenía que estar cerrada con llave. En elinterior, el polvo se irá depositandosobre las baldas.

Así es el pasado: se difumina, seadensa. Si no tienes cuidado, acabarápor enterrarte. Esa es, en parte, la razónpara la cura: hace un barrido; consigueque el pasado, con todo su dolor, seconvierta en algo distante, como la másligera huella en un cristal brillante.

Pero la cura tiene efectos distintospara cada persona y no siempre funcionaa la perfección para todos.

Estoy decidida a ayudar a la familiade Lena. Les quitaron la tienda y lesexpropiaron la casa, y de eso yo soy

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responsable en parte. Yo soy la que laanimó a que fuera a su primera fiestailegal; yo soy la que siempre la incitabahaciéndole preguntas sobre la TierraSalvaje, hablando sobre abandonarPortland.

Y yo fui también quien ayudó a Lenaa escapar. Yo llevé a Álex la nota dondele decía que la habían pillado y quehabían adelantado la fecha de suoperación. De no haber sido por mí,Lena habría sido curada. Puede queahora estuviera sentada en una de susclases en la Universidad de Portland ocaminando por las calles de Old Portcon su pareja. La tienda Stop-N-Save

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aún estaría abierta y la casa de la calleCumberland seguiría habitada.

Pero el sentimiento de culpa es másprofundo todavía. Eso, también, espolvo: se han acumulado capas y capas.

Porque, de no haber sido por mí, aLena y a Álex no los habrían atrapado.

Yo los delaté.Yo tenía celos.Señor, perdóname, porque he

pecado.

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Lena

Me despierto por el ruido y elmovimiento. Julián se ha ido.

El sol está alto, el cielo despejado yel día tranquilo. Aparto las mantas conel pie y me siento, parpadeando. Mesabe la boca a polvo.

Raven está arrodillada cercaechando ramitas, de una en una, a uno delos fuegos del campamento. Alza lamirada hacia mí.

—Bienvenida a la tierra de los

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vivos. ¿Has dormido bien?—¿Qué hora es? —pregunto.—Mediodía —se pone de pie—.

Estábamos a punto de bajar al río.—Voy con vosotros.Agua: eso es lo que necesito.

Necesito beber y lavarme. Tengo lasensación de que todo mi cuerpo estácubierto de mugre.

—Vamos, entonces —dice.Pippa está sentada en la linde de su

territorio, hablando con una mujerdesconocida.

—Es de la Resistencia —explicaRaven cuando ve que me quedomirando, y mi corazón salta de una

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manera peculiar en mi pecho. Mi madreestá con la Resistencia. Es posible queesa extraña la conozca—. Llega unasemana tarde. Venía de New Haven conpertrechos, pero fue atacada por unapatrulla.

Trago saliva. Me da miedo pedirlenoticias a la desconocida. Me aterra queme desilusione una vez más.

—¿Tú crees que Pippa se va a ir deWaterbury? —pregunto.

Raven se encoge de hombros.—Ya veremos.—¿Adonde vamos a ir nosotros? —

le pregunto.Me lanza una pequeña sonrisa y me

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toca el codo.—Oye, no te preocupes tanto, ¿vale?

Eso es tarea mía.Siento una oleada de afecto hacia

ella. Las cosas entre nosotras no hansido igual desde que descubrí que Tacky ella nos habían usado, a mí y a Julián,para el movimiento. Pero sin ella yoestaría perdida. Todos estaríamosperdidos.

Tack, Hunter, Bram y Julián están depie juntos, sosteniendo varios cubosimprovisados y contenedores detamaños distintos. Sin duda, estabanesperando a Raven. No sé dónde estánCoral y Álex. Tampoco veo a Lu.

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—Hola, dormilona —dice Hunter.Parece haber dormido bien. Tiene milveces mejor aspecto que ayer y ya notose.

—Venga, empecemos esta fiesta —dice Raven.

Abandonamos la seguridad relativadel campamento de Pippa y nos metemosentre el barullo de gente, nos adentramosen el laberinto de refugios improvisadosy tiendas de campaña remendadas.Intento no aspirar profundamente. Huelemal, a cuerpos que no se lavan y, lo quees peor, a olores de cuarto de baño. Elaire está lleno de moscas y bichos. Memuero por meterme en el agua, por

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quitarme de encima la suciedad y losolores. A lo lejos, distingo apenas elhilo oscuro del río, que serpentea por ellado sur del campamento. Ya no faltamucho.

Poco a poco, las tiendas y losrefugios van escaseando hastadesaparecer. Tiras de cemento, ahorafragmentadas y agrietadas, cruzan elpaisaje. Los cuadrados grandes marcanlos cimientos donde había casas.

A medida que nos aproximamos alrío, vemos que en sus orillas se hajuntado una multitud. La gente grita,empujándose y dándose codazos parallegar al agua.

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—¿Y ahora qué pasa? —rezongaTack.

Julián se sube el asa de los cuboshacia el hombro y frunce el ceño, aunquesigue callado.

—No hay problema —dice Raven—. Todos están excitados ante la idea dedarse una ducha —pero su voz suenaforzada.

Nos abrimos paso a la fuerza entrela espesa marea de cuerpos. El olor esabrumador. Me dan náuseas, pero no haysitio para moverse, no hay forma dellevarse una mano a la boca. Una vezmás, agradezco ser bajita, eso al menosme permite escabullirme por los huecos

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más pequeños entre la gente, y lucho porllegar la primera a la parte delantera dela muchedumbre, hasta alcanzar laempinada ribera pedregosa del río,mientras la masa de gente continúaaumentando a mis espaldas,esforzándose por llegar.

Algo pasa. El agua está muy baja, essolo un hilo de unos treinta centímetrosaproximadamente, y con menosprofundidad todavía, y viene tanrevuelta que parece casi lodo. A medidaque el río fluye hacia la ciudad, se llenacon un puzle móvil de gente que seacumula en la ribera, desesperada porllenar sus botellas y cubos. Desde lejos,

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parecen insectos.—¿Qué demonios…? —Raven

consigue llegar por fin a la orilla y sequeda junto a mí, asombrada.

—Se está acabando el agua —digo.Al ver esa aletargada corriente de lodo,me entra el pánico. De repente sientomás sed de la que he sentido en mi vida.

—Imposible —dice Raven—. Pippacomentó que ayer el río fluía comosiempre.

—Será mejor que cojamos la quepodamos —dice Tack. Además de él,Hunter y Bram han conseguido por finpasar entre la gente. Julián los sigue unmomento después. Tiene la cara roja de

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sudor. Su pelo está pegado a la frente.Durante un momento, me sientoprofundamente triste por él. Nuncadebería haberle pedido que viniera aquíconmigo. Nunca debería haberle pedidoque cruzara al otro bando.

Cada vez más gente baja al río ypelea por la poca agua que queda. Nohay opción: tenemos que luchar conellos. Al acercarme al agua, alguien meempuja para apartarme y acabo cayendode espaldas.

Aterrizo en las rocas con un buengolpe. El dolor me recorre la columna, eincorporarme me lleva tres intentos.Demasiada gente pasa junto a mí y me

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empuja. Por fin, Julián se abre pasoentre ellos y me ayuda a ponerme de pie.

Al final, conseguimos solo una partemuy pequeña del agua que queríamos yperdemos algo en el camino de regresoal campamento de Pippa, cuando unhombre se tropieza con Hunter, haciendooscilar uno de los cubos. El agua quehemos recogido está llena de barro, y sequedará todavía en menos cuando lahirvamos y separemos la tierra. Sipensara que puedo permitirmedesperdiciar líquido, lloraría.

Pippa y la mujer de la Resistenciaestán de pie en el centro de un pequeñocírculo de gente. Álex y Coral han

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vuelto. No puedo evitar hacerespeculaciones sobre dónde han estadojuntos.

Es una tontería, cuando hay tantasotras cosas de las que preocuparse, peroaun así la mente sigue volviendo a estaen particular.

Deliria nervosa de amor: afecta ala mente de forma que no se puedepensar con claridad, ni tomardecisiones racionales sobre el propiobienestar. Síntoma número doce.

—El río… —comienza a decirRaven cuando nos acercamos peroPippa la interrumpe.

—Ya lo hemos oído —tiene una

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expresión sombría. A la luz del día, medoy cuenta de que es mayor de lo que yopensaba. Había asumido que teníatreinta y pocos años, pero su cara tienemuchas arrugas y su pelo es gris por lassienes. O quizá es solo el efecto de estaraquí, en la Tierra Salvaje, y de luchar enesta guerra—. No fluye.

—¿Qué quieres decir? —preguntaHunter—. Un río no deja de fluir de lanoche a la mañana.

—Deja de fluir si se construye unapresa —dice Álex.

Durante un segundo, se produce unsilencio.

—¿Qué quieres decir con una presa?

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—Julián es el primero en hablar. Éltambién está intentando luchar contra elpánico. Lo noto en su voz.

Álex se le queda mirando.—Una presa —repite—. O sea, algo

que detiene la corriente, que la bloquea.Se construye una pared que obstruye yconfina…

—¿Pero quién la ha construido? —lecorta Julián. Se niega a mirar a Álex,pero es este quien le responde.

—Está claro, ¿no? —se mueveligeramente, alineando su cuerpo haciaJulián. El ambiente está cargado deelectricidad—. La gente del otro lado —se detiene—. Tu gente.

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Julián todavía no está acostumbradoa perder los estribos. Abre la boca y lavuelve a cerrar. Pregunta, muy calmado:

—¿Qué has dicho?—Julián.Coloco una mano en su brazo.Pippa interviene:—Waterbury estaba prácticamente

evacuado antes de que yo llegara —dice—. Pensamos que era por laResistencia. Lo tomamos como unsíntoma de avance —suelta una ásperacarcajada—. Claramente, tenían otrosplanes. Han cortado el suministro deagua en la ciudad.

—Bueno, pues tendremos que irnos

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—dice Dani—. Hay otros ríos. LaTierra Salvaje está llena de ellos.Iremos a otra parte.

Su sugerencia es recibida ensilencio. Su mirada va de Pippa aRaven.

Pippa se pasa una mano por la cortapelusilla de su cabeza.

—Sí, claro —la mujer de laResistencia interviene. Tiene un acentopeculiar, cantarín y melodioso, comomantequilla derretida—. La gente quepodamos reunir, los que puedan sermovilizados, podremos irnos. Podemosdispersarnos, dividirnos en grupos,volver a la Tierra Salvaje. Pero

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seguramente haya patrullasesperándonos. Sin duda estaránconcentrándose en estos momentos. Esmás fácil para ellos si estamos engrupos pequeños, hay menosposibilidades de que podamos luchar.Además, es mejor para la coberturamediática. Una carnicería a gran escalaresulta más difícil de encubrir.

—¿Cómo sabes tanto?Me vuelvo. Lu acaba de unirse al

grupo. Le cuesta trabajo respirar y lebrilla la cara, como si hubiera venidocorriendo. Me pregunto dónde ha estadotodo este rato. Como de costumbre, tieneel pelo suelto, pegado al cuello y a la

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frente.—Esta es Summer —dice

serenamente Pippa—. Está con laResistencia. Ella es la razón de quepodáis cenar esta noche.

El mensaje subyacente es claro:Cuidado con lo que decís.

—Pero tenemos que irnos —la vozde Hunter es casi un ladrido. Me danganas de apretarle la mano. Hunternunca pierde los papeles—. ¿Qué otraopción nos queda?

Summer no se achica.—Podríamos plantar cara —dice—.

Todos estábamos deseando tener unaoportunidad de juntarnos y de sacar algo

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de todo este desmadre —hace un gestoseñalando el despliegue de refugios,como enormes fragmentos de metralla,cuyo brillo se extiende hacia elhorizonte—. Ese era el objetivo de venira la Tierra Salvaje, ¿no?, para todosnosotros. Estábamos hartos de que nosdijeran lo que teníamos que elegir.

—¿Pero cómo luchamos? —mesiento más insegura ante esta mujer, consu suave voz musical y sus ojos intensos,de lo que me he sentido ante nadie desdehace mucho tiempo, pero continúo detodos modos—. Ya estamos bastantedébiles. Pippa ha dicho que no estamosorganizados. Y sin agua…

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—No estoy sugiriendo unenfrentamiento frontal —me interrumpe—. Ni siquiera sabemos a qué nosenfrentamos, cuánta gente queda en laciudad, ni si hay patrullas que se estáncongregando en la Tierra Salvaje. Loque sugiero es que reconquistemos elrío.

—Pero si han construido unapresa…

Una vez más, me interrumpe.—Las presas se pueden volar —dice

con sencillez.Nos quedamos en silencio durante un

segundo. Raven y Tack intercambian unamirada. Actuando por costumbre,

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esperamos a que uno de ellosintervenga.

—¿Cuál es tu plan? —dice Tack, yasí, sin más, sé que es de verdad. Estoestá sucediendo. Esto va a suceder.

Cierro los ojos. Me vuelve unaimagen: cuando nos bajamos de lafurgoneta con Julián después de escaparde Nueva York y creíamos, en aquelmomento, que ya habíamos escapado alo peor, que la vida empezaba de nuevopara nosotros.

Por el contrario, la vida se ha vueltomás dura.

Me pregunto si eso va a cambiaralguna vez.

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Siento en mi hombro la mano deJulián: un apretón para tranquilizarme.Abro los ojos.

Pippa se acuclilla y dibuja en elsuelo con un dedo una línea como unalágrima grande.

—Digamos que esto es Waterbury.Nosotros estamos aquí —dibuja unaequis en el sureste del extremo másancho—. Y sabemos que cuando empezóla lucha, los curados se retiraron al ladooeste de la ciudad. Yo diría que el cortede agua está aproximadamente en estazona.

Marca al azar otra equis en el ladoeste, donde la lágrima comienza a

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estrecharse.—¿Por qué? —dice Raven. Su cara

vuelve a estar viva, alerta. Durante uninstante, al mirarla, me entra un pequeñoescalofrío. Ella vive para esto, para lalucha, para la batalla por lasupervivencia. Ella verdaderamentedisfruta con esto.

Pippa se encoge de hombros.—Esta es mi hipótesis: en esa parte

de la ciudad era casi todo parque;probablemente, lo que hayan hecho esinundarla por completo, después deredirigir el cauce. Allí habrán reforzadolas defensas, claro, pero si tuvieransuficiente potencia de fuego para

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aniquilarnos, ya nos habrían atacado.Estamos hablando de las fuerzas que hanlogrado reunir en una o dos semanas.

Alza la vista hasta nosotros paraasegurarse de que seguimos suexplicación. Luego dibuja una flecha entorno a la base de la lágrima, apuntandohacia arriba.

—Probablemente estarán esperandoque vayamos al norte, desde dondeviene la corriente. O pensarán que nosvamos a dispersar —dibuja líneas quesalen en varías direcciones desde labase de la lágrima; ahora parece unacara sonriente y barbuda, desquiciada—. Yo creo que, por el contrario,

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deberíamos lanzar un ataque directo,mandar un pequeño grupo a la ciudad,abrir la presa con una explosión.

Traza una línea que corta la lágrimaen dos.

—Me apunto —dice Raven. Tackescupe. No tiene que decir nada paraque se sepa que él también.

Summer se cruza de brazos, mirandoel diagrama de Pippa.

—Necesitaremos tres gruposseparados —dice lentamente—. Dos quedistraigan creando problemas endiferentes lugares… —se inclina y hacedos equis en dos puntos distintos de laperiferia—, y un grupo más pequeño que

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entre, haga el trabajo y salga.—Me apunto —interviene Lu—.

Siempre que pueda participaren el grupoprincipal. No quiero estar en nada deeso de distraer la atención.

Eso me sorprende. En el antiguohogar, ella nunca mostró interés porunirse a la Resistencia. Ni siquiera sehizo una cicatriz falsa de la operación.Lo único que quería era mantenerse lomás lejos posible de la lucha, queríafingir que el otro lado, el lado curado,no existía. Algo debe haber cambiado enlos meses en que hemos estadoseparadas.

—Lu puede venir con nosotros —

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sonríe Raven—. Es un amuleto de buenasuerte andante. Así es como consiguió sunombre. ¿No es así, Lucky?

Lu no contesta.—Yo también quiero ser parte del

grupo principal —interviene Julián derepente.

—Julián —susurro. Él me ignora.—Yo iré donde haga más falta —

dice Álex. Julián le mira y durante uninstante percibo el resentimiento entreellos, una fuerza contundente, afilada.

—Y yo también —dice Coral.—Contad con nosotros —dice

Hunter hablando también en nombre deBram.

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—Yo quiero ser la que encienda lacerilla —dice Dani.

Otra gente se va apuntando,ofreciéndose para diferentes tareas.Raven me mira.

—¿Y tú qué, Lena?Noto sobre mí los ojos de Álex.

Tengo la boca seca, el sol es tan cegadorque aparto la vista hacia los cientos ycientos de personas que se han vistoobligadas a abandonar sus hogares, adejar atrás su vida para venir a estelugar de polvo y suciedad, todo porquequerían el poder de sentir, de pensar, deelegir.

No podían saber que esto era una

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mentira, que nunca elegimos de verdad,no del todo. Siempre nos presionan ynos aprietan para que vayamos por uncamino o por otro. No nos queda másremedio que dar un paso adelante yluego dar otro paso más y luego otro, yde repente nos encontramos en uncamino que no hemos elegido enabsoluto.

Pero quizá la felicidad no seencuentra en elegir. Quizá en la ficción,en fingir que el lugar donde acabamosera donde queríamos estar desde elprincipio.

Coral se mueve y lleva la mano albrazo de Álex.

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—Yo voy con Julián —digo por fin.Esto, después de todo, es lo que he

elegido.

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Hana

Antes de volver a casa, deambulo unrato por las inmediaciones de Old Portintentando aclararme la mente, limpiarmis pensamientos de Lena y de la culpa,librarme de la voz de Fred: Cassiehacía demasiadas preguntas.

Me subo a la acera y pedaleo a todavelocidad, como si pudiera conseguirque mis pensamientos saliesen por lospies. Dentro de dos semanas, no tendrésiquiera esta libertad. Seré demasiado

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conocida, demasiado visible, meseguirán demasiado. El sudor me correpor el cráneo. Una anciana sale de unatienda y casi no me da tiempo a virarbruscamente, bajar de la acera de unsalto y aterrizar en la calzada casipatinando, para no golpearla.

—¡Tonta! —me grita.—¡Perdone! —grito por encima del

hombro, pero la palabra se pierde en elviento.

Y en ese momento, de la nadaaparece un perro que ladra, una bolaenorme de pelo negro que salta hacia mí.Giro bruscamente el manillar a laderecha y pierdo el equilibrio. Me caigo

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de la bici, me doy un fuerte golpe en elsuelo con el codo y derrapo un metro oasí mientras el dolor me desgarra ellado derecho. La bici cae con un ruido ami lado, chirriando sobre el cemento.Alguien grita y el perro sigue ladrando.Uno de los pies se me ha quedadoatrapado entre los radios de la ruedadelantera. El perro da vueltas en torno amí, jadeando.

—¿Estás bien? —un hombre cruza lacalle rápidamente—. Perro malo —dicedándole un fuerte golpe al perro en lacabeza.

El animal se escabulle, gimiendo,hasta quedarse a unos metros de

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distancia.Me siento en el suelo, sacando con

cuidado el pie de la bici Tengo rasguñosen el brazo derecho y en la espinilla,pero milagrosamente, creo que no me heroto nada.

—Sí, estoy bien.Me pongo de pie con cuidado, giro

los tobillos y las muñecas despacio,comprobando si hay dolor. Nada.

—Tendrías que mirar por dónde vas—dice el hombre. Parece irritado—.Podrías haberte matado.

Luego se aleja caminando por lacalle, y le silba a su perro para que lesiga. El animal se va corriendo tras él,

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con la cabeza baja.Recojo la bici y la llevo por el

manillar hasta la acera. Se le ha salidola correa y el manillar está un pocotorcido, pero, por lo demás, parece queestá bien. Al agacharme a colocar lacadena, me doy cuenta de que heaterrizado justo delante del Centro parala Organización, Investigación yEducación. Debo haber estado dandovueltas alrededor durante una hora.

El COIE alberga los registrospúblicos de la ciudad: los documentosde constitución de sus empresas, perotambién los nombres, fechas denacimiento y direcciones de sus

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habitantes, copias de los certificados denacimiento y matrimonio, así comohistorias médicas y dentales,infracciones cometidas, informes y notasde las revisiones anuales, además deresultados de las evaluaciones yemparejamientos propuestos.

Una sociedad abierta es unasociedad sana; la transparencia esesencial para la confianza. Es lo queenseña el Manual de FSS.

Mi madre lo expresaba de otramanera: Solo la gente que tiene algoque ocultar monta un número por eltema del derecho a la intimidad.

Sin apenas darme cuenta, encadeno

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la bici a una farola y subo las escalerasdel edificio corriendo. Entro por laspuertas giratorias y accedo a una salaamplia y sencilla, con losetas de linóleogris y luces altas.

Una mujer está sentada detrás de unescritorio de imitación madera, ante unordenador de aspecto muy antiguo. Trasella, hay una cadena colgada en unapuerta abierta y un letrero grande: Solopersonal autorizado y empleadosesenciales.

La mujer apenas alza la vista cuandome acerco a la mesa. Una identificaciónpequeña de plástico dice que ella esTanya Bourne, auxiliar de Seguridad.

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—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta con voz monótona. Me doycuenta de que no me reconoce.

—Espero que sí —contesto con tonoalegre, apoyando las manos sobre elescritorio y haciendo que me mire a losojos. Lena la llamaba mi mirada decómprame un puente—. Verá, se acercami boda y le he fallado totalmente aCassie, y ahora casi no queda tiempopara localizarla…

La mujer suspira y se reclina en lasilla.

—Y, por supuesto, Cassie tiene queestar en mi boda. Vamos, que aunquehaga mucho que no nos vemos… Bueno,

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ella me invitó a la suya, y es que noestaría nada bien, ¿no?

Suelto una risita.—¿Señorita? —dice la mujer con

aire cansado.Vuelvo a reírme tontamente.—Ay, lo siento. Me quedo sola

hablando, es una mala costumbre quetengo. Supongo que son los nervios, yasabe, por la boda y todo eso —hago unapausa y respiro hondo—. Bueno, ¿creeusted que puede ayudarme?

Ella parpadea. Tiene los ojos decolor agua sucia.

—¿Cómo?—¿Puede usted ayudarme a

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encontrar a Cassie? —preguntoapretando los puños, con la esperanzade que no se dé cuenta. Por favor, di quesí—. Cassandra O’Donnell.

Observo cuidadosamente a Tanya,pero no parece reconocer el nombre.Suelta un suspiro exagerado, se levantade la silla y se acerca a un montón depapeles clasificados. Vuelvebalanceándose y prácticamente suelta elformulario como si fuera una bofetada.Es casi tan gordo como los impresos deingreso médico, por lo menos veintepáginas.

—Se pueden dirigir peticiones deinformación personal al COIE, a la

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atención del Departamento de Censo,que se procesarán en noventa días…

—¡Noventa días! —la corto—. Perosi me caso en dos semanas.

Su boca forma una línea fina. Todasu cara es del color del agua sucia.Quizá estar aquí día tras día, bajo la luzmortecina, ha empezado a avinagrarla.Dice con aire resuelto—: Losformularios de petición acelerada deinformación personal deben iracompañados de una declaraciónpersonal…

—Mire —extiendo los dedos sobrela mesa y aplasto mi frustración con lasmanos—. La verdad es que Cassandra

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es una bruja, ¿vale? Ni siquiera me caebien.

Tanya se anima un poco.Las mentiras me salen bordadas.—Ella siempre dijo que yo

suspendería las evaluaciones, ¿sabe? Ycuando sacó un ocho, no hizo más quepresumir durante días. Bueno, pues¿sabe qué? Yo saqué mejor nota queella, y mi emparejamiento es mejor, y miboda será mejor también —me acercoun poco más, bajo el tono hasta elsusurro—. Quiero que esté allí. Quieroque lo vea.

Tanya me observa con atencióndurante un minuto. Luego, lentamente, su

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boca se curva en una sonrisa.—Conocí a una mujer así —dice—.

Se diría que el jardín de Dios crecíabajo sus pies —vuelve su mirada haciala pantalla del ordenador—. ¿Cómo hadicho que se llamaba?

—Cassandra. Cassandra O’Donnell.Las uñas de Tanya producen un ruido

exagerado al pulsar las teclas. Luegomueve la cabeza con el ceño fruncido.

—Lo siento. No hay nadie listadocon ese nombre.

Mi estómago da un salto raro.—¿Está segura? Quiero decir,

¿seguro que lo ha escrito bien y todoeso?

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Ella se gira desde la pantalla delordenador hacia mí.

—Tengo más de cuatrocientosO’Donnells. No hay ni una Cassandra.

—¿Y buscando por Cassie? —tengoque luchar contra una sensación extraña,una para la cual no tengo nombre.Imposible. Incluso si estuviera muerta,aparecería en los archivos. El COIEconserva los datos de todo el mundo,vivo o muerto, de los últimos sesentaaños.

Ella ajusta la pantalla y vuelve acliquear, luego mueve otra vez lacabeza.

—Nada. Lo siento. ¿Quizá se ha

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equivocado con la forma de escribirlo?—Puede ser.Intento sonreír, pero la boca no me

obedece. Esto no tiene ningún sentido.¿Cómo desaparece una persona? Se meocurre una idea. Quizá fue invalidada.Es lo único que tendría lógica. Quizá sucura no funcionó, tal vez se contagió dedeliria, puede que escapara a la TierraSalvaje.

Eso encajaría. Eso sería una razónpara que Fred se hubiera divorciado deella.

—… al final, todo sale bien.Parpadeo. Tanya estaba diciendo

algo. Me mira con aire paciente, espera

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que conteste.—Lo siento. ¿Qué decía?—Decía que yo no me preocuparía

demasiado por ello. Al final, las cosasfuncionan. Cada uno recibe lo que semerece —se ríe con fuerza—. Lasruedas de Dios no giran a menos queencajen todas las piezas, ¿sabe lo quequiero decir? Y usted recibe lo que lecorresponde y ella recibirá lo que lecorresponde.

—Gracias —digo. Oigo que sevuelve a reír mientras me vuelvo hacialas puertas giratorias; el sonido me siguehasta la calle y sigue resonandosuavemente en mi mente incluso cuando

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estoy a varias manzanas de distancia.

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Lena

No es que el sol se ponga, es quedescompone el cielo. El horizonte tieneun tono rojo ladrillo. El resto delfirmamento está recorrido por líneas decolor rojo intenso.

El río se ha ido haciendo cada vezmás lento hasta convertirse apenas en unchorrito. La gente se pelea por el agua.Pippa nos advierte que no nos apartemosde su círculo y aposta guardias a lolargo del perímetro. Summer ya se ha

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ido. Pippa no sabe adonde o nocomparte sus planes con nosotros.

Al final, ella decide que, cuantosmenos, mejor: a cuantas menos personasimpliquemos, menos oportunidad habráde que alguien la fastidie. Los mejoresluchadores, Tack, Raven, Dani y Hunter,se ocuparán de la acción principal:llegar a la presa, esté donde esté, yvolarla. Lu insiste en ir con ellos ytambién Julián, y aunque ninguno de losdos es un luchador entrenado, Ravenacaba por aceptan

Podría matarla.—También necesitaremos guardias

—alega—. Gente que vigile. No te

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preocupes. Le traeré de vuelta sinproblemas.

Álex, Pippa, Coral y uno del grupode Pippa apodado Beast —solo puedoasumir que es por su mata salvaje depelo negro y la barba oscura que leoscurece la boca— compondrán unafuerza de distracción. De algún modo,me reclutan para que lidere el segundogrupo. Bram será mi apoyo.

—Yo quería ir con Julián —le digoa Tack. No me siento cómodaquejándome directamente a Pippa.

—¿Sí? Bueno, esta mañana yoquería bacon y huevos —dice sin alzarla vista. Se está liando un cigarrillo.

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—Después de todo lo que he hechopor ti —digo—, todavía me siguestratando como a una niña.

—Solo cuando te comportas comotal —dice con severidad y me acuerdode una pelea que tuve con Álex una vez,hace una vida, al descubrir que mimadre había pasado casi toda mi vidapresa en las Criptas. No he pensado enaquel momento, y en el repentinoestallido de Álex, desde hace un montón.Aquello ocurrió justo antes de que medijera por primera vez que me quería. Yeso fue justo antes de que yo se lo dijeratambién.

De repente, me siento desorientada y

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tengo que clavarme las uñas en laspalmas hasta que siento una pequeñasacudida de dolor. No comprendo cómocambia todo, cómo son enterradas lascapas de nuestra vida. Imposible. Enalgún momento, todos debemos explotar.

—Mira, Lena —en este momento,Tack alza la cabeza—. Te estamospidiendo que hagas esto porqueconfiamos en ti. Eres una líder. Tenecesitamos.

Me sorprende tanto la sinceridad desu tono que no se me ocurre quécontestar. En mi antigua vida, nunca erauna líder. Hana era la líder. Yo era laque la seguía.

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—¿Cuándo termina? —digo por fin.—No lo sé —dice Tack. Es la

primera vez que le oigo admitir que nosabe algo. Intenta liarse el cigarrillo,pero le tiemblan las manos—. Puede queno termine.

Al final se da por vencido y tira elcigarrillo, indignado. Durante unmomento, nos quedamos en silencio.

—Bram y yo necesitamos a alguienmás —digo por fin—. Así, si pasa algo,si cae uno de nosotros, el otro seguiráteniendo un apoyo.

Tack vuelve a mirarme. Me acuerdode que él también es joven, veinticuatro,me dijo Raven una vez. En ese instante,

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aparenta la edad que tiene. Parece unchico agradecido, como si acabara deofrecerme para ayudarle con los deberesescolares.

Luego, el momento pasa y su gestose endurece de nuevo. Saca el tabaco ylos papelillos de liar y empieza denuevo.

—Puedes llevarte a Coral —dice.

La parte de la misión que más me asustaes el trayecto por el campamento. Pippanos da una de las linternas que funcionancon baterías, que lleva Bram. A la luzrota de su resplandor, la multitud que

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nos rodea se descompone en trozos yfragmentos: el brillo de una sonrisaaquí; una mujer con el pecho desnudoque amamanta a un bebé mientras nosmira fijamente con resentimiento. Unamarea de gente se abre apenas paradejarnos pasar, luego se cierra de nuevoa nuestras espaldas. Percibo sunecesidad de beber. Ya han empezadolos gemidos, los susurros: Agua, agua.De todas partes, además, nos llega elsonido de voces, gritos amortiguados enla oscuridad, puños que golpean carnehumana.

Llegamos a la ribera, que en estemomento está sumida en un silencio

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escalofriante. Ya no hay más gente queabarrote la parte profunda peleando porel líquido. Ya no hay agua por la queluchar, solo un hilo, no más ancho que undedo, negro por la tierra.

Falta un kilómetro y medio hasta lapared, y luego otros siete hacia elnoroeste a lo largo del perímetro, hastauna de las zonas mejor fortificadas. Ahíel problema será crear la máximaconmoción y atraer al mayor númeroposible de miembros de las fuerzas deseguridad, con el fin de alejarlos delpunto por el que tienen que introducirseRaven, Tack y los demás.

Antes de irnos, Pippa ha abierto el

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segundo frigorífico, el más pequeño,para revelar baldas cargadas de armasque le ha enviado la Resistencia. ATack, Raven, Lu, Hunter y Julián les haentregado un arma a cada uno. Nosotrostenemos que conformarnos con unabotella de gasolina medio vacía, con unharapo viejo dentro: un explosivocasero, lo ha llamado Pippa. Porconsenso tácito, me han elegido parallevarlo. Al caminar, parece hacersecada vez más pesado en mi mochila, meda golpes incómodos en la columna. Nopuedo evitar imaginarme explosionesrepentinas y que salto en trocitos por losaires.

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Llegamos a la zona donde elcampamento circunda la pared fronterizasur de la ciudad. Hay una maraña degente y tiendas de campaña que bordeanla muralla. Esta parte del muro, y de laciudad más allá de él, ha sidoabandonada. Enormes reflectoresoscuros inclinan el cuello hacia elcampamento. Solo queda intacta unabombilla: proyecta una luz brillante yblanca, delimita claramente el contornode las cosas, dejando fuera el detalle yla profundidad, como un faro quelanzara su rayo sobre aguas oscuras.

Seguimos la pared fronteriza haciael norte y por fin dejamos atrás el

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campamento. La tierra está seca bajonuestros pies. La almohada de agujas depino cruje y produce pequeñosestallidos con cada una de nuestraspisadas. Aparte de eso, una vez quedaatrás el ruido del campamento, todo essilencio.

La ansiedad me corroe el estómago.No me preocupa nuestro papel: si todova bien, ni siquiera tendremos quecruzar el muro, pero Julián se ha metidoen algo que le queda muy grande. Notiene ni idea de lo que está haciendo, niidea de lo que implica.

—Esto es una locura —dice Coralde pronto. Tiene la voz aguda, chillona.

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Debe haber luchado contra el pánicotodo este rato—. No puede funcionar. Esun suicidio.

—No tenías por qué venir —replicocon severidad—. Nadie te ha pedidoque te ofrecieras voluntaria.

Es como si no me oyera.—Deberíamos haber liado el petate

y habernos pirado de allí —dice.—¿Y dejar que cada uno se las

apañe como pueda? —respondo.Coral no dice nada. Obviamente, a

ella le gusta tan poco como a mí que noshayan obligado a trabajar juntas; puedeque incluso menos, porque yo soy la queestá al mando.

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Caminamos entre los árbolessiguiendo los movimientosdesacompasados de la linterna de Bram,que da botes por delante de nosotroscomo una luciérnaga demasiado grande.De vez en cuando cruzamos tiras decemento, que salen de forma radial delas murallas de la ciudad. Antaño, estasantiguas carreteras llevarían a otrasciudades. Ahora se hunden en la tierra,fluyen como ríos grises en torno a lostroncos de árboles jóvenes. Hayletreros, casi ahogados por la yedraparda, que indican el camino haciaciudades y restaurantes desmanteladoshace mucho.

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Compruebo el pequeño reloj deplástico que me ha prestado Beast: sonlas once y media de la noche. Hace unahora y media que nos hemos puesto encamino. Nos queda otra media horahasta que podamos prender fuego alharapo y mandar el explosivo al otrolado del muro. Esto se hará de formasincronizada con una explosión en ellado este, justo al sur de donde Raven,Tack, Julián y los demás estaráncruzando en ese momento. Con suerte,las dos explosiones distraerán laatención de ese punto de ruptura.

A esta distancia del campamento, lafrontera está mejor mantenida. El alto

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muro de cemento no ha sufrido daños yestá limpio. Los reflectores funcionan yson más numerosos: ojos enormes, muyabiertos, situados a intervalos de ocho odiez metros.

Más allá de las luces, distingo lassiluetas negras de altos bloques deapartamentos, edificios de fachada devidrio, agujas de iglesias. Sé quedebemos estar acercándonos al centrode la ciudad, una zona que, a diferenciade algunos de los barrios residencialesde la periferia, no ha sido evacuada porcompleto.

La adrenalina empieza a hacermeefecto, me hace sentir muy alerta. De

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repente me doy cuenta de que la nocheno es silenciosa en absoluto. Oigoanimales que se escabullen a nuestroalrededor, el sonido de pisadas depequeños cuerpos que se deslizan entrelas hojas.

Y entonces, débilmente, voces quese entremezclan con los sonidos delbosque.

—Bram —le susurro—. Apaga lalinterna.

Lo hace. Nos paramos todos. Losgrillos cantan cortando el aire entrocitos, marcando los segundos. Oigo elpatrón desesperado de la respiración deCoral, superficial. Está asustada.

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De nuevo, voces y algunas risas.Nos pegamos a los árboles, ocultos enun tramo espeso de oscuridad entre dosreflectores. Cuando mis ojos se adaptana la penumbra, observo el resplandor deuna luz diminuta, una luciérnaga naranja,que merodea por encima de la muralla.Brilla un momento, se amortigua, vuelvea brillar. Un cigarrillo. Un guardia.

Otro estallido de risa rompe elsilencio, esta vez más fuerte, y una vozde hombre dice:

—Para nada.Guardias. En plural.Vale. O sea, que hay puestos de vigía

a lo largo de la pared. Esas son buenas y

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malas noticias. Más guardias significaque hay más gente para dar la voz dealarma, más fuerzas a las que distraerdel punto principal de ataque. Perotambién hace que sea más peligrosoacercarse al muro.

Le indico por gestos a Bram que sigamoviéndose. Ahora que la linterna estáapagada, tenemos que desplazarnosdespacio. Vuelvo a mirar el reloj. Veinteminutos.

Entonces lo veo: una estructurametálica que se eleva por encima delmuro como una jaula enorme. Una torrede vigía. Manhattan, que tenía un muroparecido a este, también tenía estas

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torres. En el interior de la estructura dealambre hay una palanca que activarálas sirenas por toda la ciudad,convocando a los reguladores y a lapolicía hacia la frontera.

Por suerte, la torre está situada enuno de los tramos de oscuridad entre dosreflectores. Aun así, podemos apostarsobre seguro que habrá guardiasprotegiendo esta parte de la frontera,aunque no los veamos. La parte superiorde la muralla es una masa de sombra yahí podrían esconderse un buen númerode reguladores.

Con un susurro, ordeno a Bram yCoral que se detengan. Aún nos faltan

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sus buenos treinta metros hasta el muro,y estamos cobijados a la sombra dealtos robles y otros árboles de hojaperenne.

—Lanzaremos el dispositivoexplosivo lo más cerca posible de latorre de alarma —digo manteniendo lavoz baja—. Si la explosión no la hacesaltar, lo harán los guardias. Bram,necesito que apagues uno de losreflectores más allá. Pero no demasiadolejos. Si hay guardias en la torre, quieroque abandonen su posición. Voy a tenerque acercarme para poder lanzar estacosa.

Me quito la mochila.

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—¿Qué voy a hacer yo? —preguntaCoral.

—Quedarte aquí —digo—. Vigilar.Cubrirme si algo sale mal.

—Eso es una chorrada —dice pococonvencida.

Vuelvo a comprobar el reloj. Quinceminutos. Casi la hora de la acción. Sacola botella de la mochila. Me parece másgrande de lo que me había parecidoantes, y más pesada. No encuentro lascerillas que me ha dado Tack y, por unsegundo, me entra el pánico de que seme hayan perdido en la oscuridad sinsaber cómo, pero luego me acuerdo deque las he guardado en el bolsillo por

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seguridad.Prende la mecha, lanza la botella,

me ha dicho Pippa. No tiene ningúnproblema.

Respiro hondo, suelto el aire ensilencio. No quiero que Coral sepa queestoy nerviosa.

—Vale. Bram.—¿Ya? —habla bajo, pero con

serenidad.—Ve ahora. Pero espera a mi

silbido.Se pone de pie y se aleja de nosotros

sin hacer ruido. Enseguida le absorbe lagran oscuridad. Coral y yo esperamos ensilencio. En algún momento, nuestros

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codos se chocan y se echa hacia atrásbruscamente. Yo me agacho un pocoapartándome, observando el muro,intentando distinguir si las sombras queveo son personas o solo trucos de lanoche.

Compruebo el reloj, y lo vuelvo acomprobar. De repente, los minutosparecen acelerarse y pasar a todavelocidad. Las 11:50. 11:53. 11:55.

Ahora.Tengo la garganta reseca. Casi no

puedo tragar y tengo que humedecermelos labios dos veces antes de podersoltar un silbido.

Durante largos momentos de agonía,

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no sucede nada. Ya no tiene sentidofingir que no tengo miedo. El corazónme martillea en el pecho y mis pulmonesparece que estuvieran aplanados.

Entonces le veo. En apenas unsegundo, al correr hacia el muro, cruzala trayectoria del reflector y la luz loilumina, congelado como una fotografía;luego, la oscuridad vuelve a tragarle, yun segundo después se oye un ruidoenorme y el reflector se queda oscuro.

Al momento, me pongo de pie ysalgo corriendo hacia el muro. Oigogritos, pero no distingo ninguna palabra,no me centro sino en el muro y en latorre de alarma más allá. Ahora que el

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reflector está apagado, las siluetas de latorre se ven mejor delineadas,iluminadas desde atrás por la luna y poralgunas luces aisladas de la ciudad. Aunos cinco metros de la pared, meaprieto contra el tronco de un roblejoven. Coloco el explosivo entre mismuslos mientras busco la forma deencenderlo. La primera cerilla se apaga.

—Vamos, vamos —musito. Metiemblan las manos. La segunda y latercera cerilla no se encienden.

Una ráfaga de disparos rompe elsilencio. Parecen lanzados a ciegas yrezo una breve oración para que Bramhaya conseguido regresar ya a los

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árboles y esté escondido y a salvo,observando para asegurarse de que elresto del plan sale bien.

El cuarto fósforo prende. Muevo labotella de entre mis muslos, acerco lacerilla a la tela y veo cómo arde con unallama blanca y caliente.

Y entonces salgo del refugio entrelos árboles, respiro hondo y la lanzo.

La botella sale disparada hacia elmuro, formando un círculo de llamas quemarea. Me preparo para la explosión,pero nunca llega. El trapo, aún ardiendo,se sale de la botella y cae al suelo. Porun momento me quedo embelesadamirando cómo desciende, siguiendo su

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trayectoria como un pájaro de fuego,lisiado y herido, que cae entre la malezaacumulada al pie de la muralla. Labotella se estrella inofensiva contra elcemento.

—¿Qué cojones? ¿Y ahora qué pasa?—Un fuego, parece.—Seguramente tus dichosos

cigarrillos.—Anda, deja de criticar y acércame

una manguera.Sigue sin sonar la alarma. Con toda

probabilidad, los guardias estánacostumbrados a los ataques vandálicosde los inválidos, y ni un reflectordañado ni un pequeño incendio son

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suficientes para hacer que se preocupen.Puede que no tenga importancia: ladistracción creada por Pippa, Álex yBeast es más importante, está más cercade la acción principal, pero no puedosacudirme el miedo de que tal vez suplan no haya funcionado tampoco. Esodejará una ciudad llena de guardiaspreparados, dispuestos, atentos.

Eso seria mandar a Raven, Tack,Julián y los demás directamente almatadero.

Sin una decisión consciente deponerme en movimiento, me vuelvo aponer de pie y corro hasta un roblecercano a la pared, que tiene aspecto de

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poder soportar mi peso. Todo lo que sées que tengo que pasar al otro lado delmuro y hacer saltar la alarma yo misma.Coloco un pie en un nudo del tronco yme impulso hacia arriba. Tengo menosfuerzas que el otoño pasado, cuandoestaba acostumbrada a coger nidosrápidamente, sin dificultad. Caigo alsuelo.

—¿Qué haces?Me doy la vuelta. Coral ha salido de

entre los árboles.—¿Y tú qué haces?Me vuelvo hacia el árbol y lo intento

de nuevo, eligiendo una forma distintaesta vez. No hay tiempo, no hay tiempo,

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no hay tiempo.—Me has dicho que te cubriera —

dice Coral.—Mantén la voz baja —susurro

bruscamente. Me sorprende que deverdad le importe lo suficiente comopara seguirme—. Tengo que pasar alotro lado del muro.

—¿Y hacer qué?Lo intento una tercera vez y consigo

rozar con los dedos las ramas porencima de mi cabeza, antes de que laspiernas me venzan y me vea obligada acaer de nuevo al suelo. El cuarto intentoes peor que los anteriores. Estoyperdiendo el control, no puedo pensar

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bien.—Lena, ¿qué pretendes hacer? —

insiste Coral.Me doy la vuelta para mirarla.—Dame impulso —le digo en un

susurro.—¿Cómo?—Venga —el pánico se palpa en mi

voz—. Si Raven y los demás no hancruzado todavía, estarán a punto deintentarlo en cualquier momento.Cuentan conmigo.

Coral ha debido notar el cambio enmi voz, porque no hace más preguntas.Entrelaza los dedos y se agacha para queyo pueda apoyar el pie en el hueco

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formado por sus manos. Luego me eleva,con un gruñido, y yo me alzo y consigollegar hasta las ramas, que se abren enabanico desde el tronco, como lasvarillas de un paraguas sin tela. Unarama se alarga hasta casi llegar al muro.Me apoyo en el estómago, apretándomefuerte contra la corteza, y avanzo poco apoco como un gusano.

La rama comienza a ceder bajo mipeso. Algunos centímetros más yempieza a mecerse. No puedo continuar.Si la rama cede, aumenta la distanciaentre donde estoy y la parte superior delmuro. Un poco más y perderé laoportunidad de pasar al otro lado.

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Respiro hondo y me agacho, con lasmanos aferrando bien la rama, que sebalancea ligeramente. No hay tiempo depreocuparse ni vacilar. Salto haciaarriba en dirección a la pared y la ramase mueve conmigo, como un trampolín,cuando se libera de mi cuerpo.

Durante un segundo estoy en el aire,sin peso. Luego, el borde de la pared seme clava en el estómago con fuerza y medeja sin respiración. Apenas consigoagarrarme con las dos manos y subirhasta caer en el sendero elevado por elque caminan los guardias mientraspatrullan. Me detengo en la sombra hastacontrolar la respiración.

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Pero no puedo descansar muchorato. Oigo una repentina explosión desonido: guardias que se llaman unos aotros y pisadas que corren hacia dondeestoy yo. Me van a encontrar enseguiday habré perdido mi oportunidad.

Me pongo de pie y corro hacia latorre de alarma.

—Oye, oye, ¡para!Hay siluetas que adquieren forma en

la oscuridad. Uno, dos, tres guardias,todos hombres, luz de luna sobre metal.Armas.

El primer proyectil rebota en uno delos soportes metálicos de la torre. Melanzo hacia la torre pequeña, al tiempo

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que otras detonaciones llenan el aire desonidos. Me centro en la misión y todosuena lejano. En mi mente se sucedenimágenes distorsionadas, como fotosfijas de distintas películas: Disparos.Petardos. Gritos. Niños en la playa.

Y después todo lo que puedo ver esla pequeña palanca, iluminada desdearriba por una única bombilla rodeadade cables metálicos: ALARMA DEEMERGENCIA.

El tiempo parece detenerse. Es comosi mi brazo fuera el de otra persona quese acerca flotando a la palanca, con unalentitud angustiosa. La palanca está enmi mano; el metal está extrañamente

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frío. Lenta, muy, muy lentamente, lamano agarra, el brazo tira.

Otro disparo, un sonido metálico queme envuelve: una vibración alta, fina.

En ese momento, de repente, lanoche es perforada por un aullido agudoy el tiempo regresa a su velocidadnormal con un escalofrío. El sonido estan potente que lo siento hasta en losdientes. En lo alto de la torre seenciende una bombilla enorme yempieza a girar, con lo que una luz rojabarre la ciudad.

Hay brazos que tratan de alcanzarmepor entre el andamio de metal: brazos dearaña, enormes y peludos. Uno de los

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guardias me agarra de la muñeca. Yoextiendo el brazo y le cojo de la partetrasera del cuello, le tiro de repentehacia delante y se da con la frente en unode los soportes metálicos. Me sueltamientras retrocede dando tumbos ymaldiciendo.

—¡Puta!Bajo de la torre. Dos pasos, saltar el

muro y estaré bien, seré libre. Bram yCoral me estarán esperando en losárboles… Daremos esquinazo a losguardias en la oscuridad y lassombras…

Puedo conseguirlo…Es en ese momento cuando Coral

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pasa el muro. Me quedo tan pasmadaque dejo de correr. No sigue el planprevisto. Antes de que tenga tiempo depreguntarle qué está haciendo, un brazome aterra por la cintura y tira de míhacia atrás. Huelo a cuero y siento unaliento cálido en el cuello. El instinto seapodera de mí: pego al guardia un golpeen el estómago con el codo, pero no mesuelta.

—Quieta —masculla.Todo son pequeños estallidos:

alguien grita y tengo una mano en lagarganta. Coral está delante de mí,pálida y hermosa, con el pelo que le caepor la espalda, el brazo en alto, una

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visión.Tiene una piedra en la mano.Su brazo describe un círculo, una

pirueta elegante y clara, y pienso: Me vaa matar.

En ese momento, el guardia suelta ungruñido y el brazo que me aferraba porla cintura se queda flojo y la mano mesuelta cuando él cae al suelo.

Pero ahora vienen de todas partes.La alarma sigue sonando como unaullido y, a intervalos, la escena seilumina de rojo: dos guardias por laizquierda, otros dos por la derecha. Tresguardias, hombro con hombro, pegadosa la pared bloqueando nuestra ruta de

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escape hacia el otro lado.Barrido: la luz nos pasa por encima

de nuevo, ilumina una escalera de metala nuestra espalda, que llega hasta unaestrecha sima de calles de la ciudad.

—Por aquí —digo jadeando. Agarroa Coral y tiro de ella hacia lasescaleras. Este movimiento ha sidoinesperado y los guardias tardan enreaccionar. Para cuando alcanzan laescalera, nosotras ya estamos en lacalle. En cualquier momento llegaránmás reguladores, convocados por lasirena. Pero si podemos encontrar unaesquina oscura… Algún sitio en el queescondernos y esperar a que pase

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todo…Solo unas pocas farolas están aún

encendidas. Las calles están oscuras. Seoyen algunas ráfagas, pero está claroque los agentes disparan al azar.

Cogemos por la derecha, luego porla izquierda, luego otra vez por laderecha. Se oyen pasos que se acercan.Más patrullas. Dudo, preguntándome sideberíamos volver por el mismocamino. Coral me pone una mano en elbrazo y me conduce hacia un espesotriángulo de sombra: un portalescondido, con olor a cigarrillos y a pisde gato, medio oculto tras una entradacon columnas. Nos agachamos en la

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oscuridad. Un minuto más tarde pasa unamaraña de cuerpos, con un zumbido dewalkie-talkies y respiraciones pesadas.

—La alarma sigue sonando. Laposición veinticuatro notifica que se haproducido un incidente.

—Esperamos refuerzos para iniciarbarrido.

En cuanto pasan, me vuelvo a Coral.—¿Qué demonios pensabas que

estabas haciendo? —le digo—. ¿Por quéme has seguido?

—Tú me has dicho que tenía quecubrirte —dice—. Al oír la alarma, mehe puesto muy nerviosa. He pensado quetenías que estar en peligro.

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—¿Y qué pasa con Bram? —pregunto.

Coral niega con la cabeza.—No sé.—No deberías haberte arriesgado

—le digo con severidad, y luego añado—: Gracias.

Hago ademán de incorporarme, peroCoral tira de mí.

—Espera —susurra, y se lleva losdedos a los labios. Entonces lo oigo:más pisadas, que se mueven endirección contraria. Aparecen dosfiguras que caminan deprisa.

Una de ellas, un hombre, dice:—No sé cómo has podido vivir tanto

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tiempo entre esa basura… Te lo juro, yono habría podido hacerlo.

—No ha sido fácil.La segunda es una voz de mujer. Me

resulta familiar.En cuanto desaparecen de la vista,

Coral me da un empujoncito. Tenemosque salir de esa zona, que enseguidaestará a rebosar de patrullas;probablemente encenderán hasta lasfarolas, para que la búsqueda sea másfácil.

Tenemos que dirigirnos hacia el sur.Así podremos cruzar de vuelta hacia elcampamento.

Nos movemos rápidamente, en

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silencio, manteniéndonos muy cerca delos edificios, donde podemos ocultarnoscon facilidad en callejones y portales.Me llena el mismo miedo sofocante quesentí cuando Julián y yo huimos por lostúneles, y tuvimos que encontrar unasalida por los subterráneos.

De repente, todas las farolas seencienden a la vez. Es como si lassombras fueran un océano y la marea sehubiera retirado, dejando un paisajeinhóspito, estriado de calles vacías.Instintivamente, Coral y yo nosrefugiamos en un portal oscuro.

—Mierda —musita.—Me temía que iba a pasar esto —

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susurro—. Tendremos que limitarnos ausar las callejuelas, eligiendo los sitiosmás oscuros que encontremos.

Coral asiente con la cabeza.Nos movemos como ratas:

correteamos de una sombra a otra,ocultándonos en los pequeños espacios,en las callejuelas y en las grietas, en losportales oscuros y detrás de loscontenedores de basura. Dos veces más,oímos patrullas que se acercan y nosescondemos entre las sombras, hasta quese desvanece el zumbido de los walkie-talkies y el ritmo de los pasos.

La ciudad cambia. Pronto, losedificios empiezan a escasear. Por fin,

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el sonido de la alarma, que sigueaullando, se convierte en un grito lejanoy nos sumergimos, agradecidas, en otrazona donde las farolas están apagadas.La luna está alta y muy hinchada. Losapartamentos a ambos lados de la calletienen el aspecto abandonado de niños aquienes se ha separado de sus padres.Me pregunto a qué distancia estaremosdel río, si Raven y los otros habránconseguido volar la presa, sideberíamos haber oído la explosión. Meacuerdo de Julián y siento un poco deansiedad y de arrepentimiento. He sidomuy dura con él. Lo hace lo mejor quepuede.

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—Lena.Coral se detiene y señala con el

dedo. Estamos cruzando un parque, en elcentro hay un anfiteatro excavado en latierra. Durante un segundo de confusión,me parece ver petróleo oscuro que brillaentre los asientos de piedra. La lunareluce sobre una superficie negra.

Luego me doy cuenta: es agua.La mitad del teatro está inundada.

Una capa de hojas dispersas flota en lasuperficie interrumpiendo el reflejo dela luna, las estrellas y los árboles. Tieneuna extraña belleza. Sin darme cuenta,doy un paso adelante, hacia la hierba,que se hunde bajo mis pies. El barro

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burbujea bajo mis zapatos.Pippa tenía razón. Al construir la

presa, deben haber redirigido el aguafuera del cauce, inundando zonas delcentro. Eso debe significar que estamosen uno de los barrios que fueronevacuados tras las protestas.

—Volvamos al muro —digo—. Notendríamos que tener ningún problemapara cruzar.

Continuamos rodeando el perímetrodel parque. Nos envuelve un silencioprofundo, completo, tranquilizador.Empiezo a sentirme bien.

Lo hemos conseguido. Hemos hecholo que teníamos que hacer; con suerte, el

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resto del plan habrá funcionado también.En una esquina del parque hay una

pequeña rotonda de piedra, rodeada porunos pocos árboles oscuros. Si nohubiera sido por una farola de estiloantiguo que luce en una esquina, nohabría visto a la chica que está sentadaen uno de los bancos de piedra. Tiene lacabeza entre las rodillas, peroreconozco su pelo largo y las zapatillasmoradas manchadas de barro. Es Lu.

Coral la ve al mismo tiempo que yo.—¿No es esa…? —empieza a decir,

pero yo ya he echado a correr.—¡Lu! —grito.Ella alza la mirada, sobresaltada.

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Parece que no me reconoceinmediatamente; durante un instante, sucara tiene un color blanco intenso,asustado. Me agacho delante de ella, lepongo las manos en los hombros.

—¿Estás bien? —digo sin aliento—.¿Dónde están los demás? ¿Ha pasadoalgo?

—Yo… —se interrumpe, y mueve lacabeza.

—¿Estás herida? —me pongo depie, manteniendo las manos en sushombros. No veo sangre por ningúnsitio, pero tiembla ligeramente bajo misdedos. Abre la boca y luego la cierraotra vez. Tiene los ojos vacíos, muy

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abiertos—. Lu, háblame.Alzo las manos desde los hombros

hacia su cara dándole un pequeñomeneo, intentando que salga del estadoen que está. Al hacerlo, las yemas demis dedos rozan la piel bajo su orejaizquierda.

Se me para el corazón. Lu suelta unpequeño grito e intenta separarsebruscamente de mí. Pero yo mantengolas manos apretadas con fuerza en laparte trasera de su cuello. Ella se resistey se revuelve, intentando luchar paralibrarse de mí.

—Apártate de mí —dice, casiescupiendo las palabras.

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No digo nada. No puedo hablar.Toda mi energía está ya en mis manos,en mis dedos. Ella es fuerte, pero la hepillado por sorpresa y consigo ponerlade pie y empujarla contra una columnade piedra. Le clavo el codo en el cuellopara obligarla a volverse, tosiendo,hacia la izquierda.

Apenas soy consciente de la voz deCoral.

—Lena, ¿qué demonios estáshaciendo?

Aparto con brusquedad el cabello deLu de su cara para que se le vea elcuello, blanco y hermoso.

Siento el aleteo frenético de su

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pulso, justo bajo la cicatriz clara de trespuntas.

La marca de la operación. La deverdad.

Lu está curada.Me acuerdo de las últimas semanas:

de su quietud y de sus cambios detemperamento. El hecho de que se dejaracrecer el pelo y de que se lo peinaracuidadosamente hacia delante cada día.

—¿Cuándo? —consigo decir comocroando. Aún mantengo el antebrazooprimiéndole la garganta. Algo negro yantiguo se alza en mi interior. Traidora.

—Suéltame —jadea. Su ojoizquierdo gira para mirarme.

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—¿Cuándo? —repito, y le pego unapretón en la garganta. Suelta un grito.

—Vale, vale —dice, y yo aflojo lapresión, solo un poco. Pero la mantengosujeta contra la piedra—. Diciembre —dice con dificultad—. Baltimore.

Me da vueltas la cabeza. Porsupuesto. Ha sido a ella a quien he oídohace un rato. Me vienen de nuevo a lamente las palabras del regulador con unsignificado nuevo, terrible. No sé cómohas podido vivir tanto tiempo entre esabasura. Y las de Lu: No ha sido fácil.

—¿Por qué? —casi muerdo laspalabras. Comoquiera que no mecontesta al momento, la aprieto con más

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fuerza otra vez—. ¿Por qué?Comienza a hablar apresuradamente,

con voz ronca.—Ellos tenían razón, Lena, ahora lo

sé. Piensa en toda esa gente ahí fuera, enlos campamentos, en la Tierra Salvajecomo animales. Eso no es la felicidad.

—Es la libertad —digo yo.—¿De verdad? —me mira con los

ojos muy abiertos, el iris ha sido tragadopor el negro—. ¿Eres tú libre, Lena? ¿Esesta la vida que querías?

No puedo contestar. La furia es unbarro espeso y oscuro, una marea que sealza en mi pecho y en mi garganta.

La voz de Lu cae hasta ser un

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susurro de plata, como el ruido de unaserpiente que se desliza por la hierba.

—Lena, no es demasiado tarde parati. No importa lo que hayas hecho en elotro lado. Eso lo borraremos,empezaremos de nuevo. Esa es lacuestión. Podemos borrar todo eso: elpasado, el dolor, todas tus penas. Puedescomenzar de cero.

Durante un instante, nos quedamosmirándonos fijamente. Ella respira condificultad.

—¿Todo? —digo.Intenta asentir con la cabeza y hace

un gesto de dolor al encontrarse una vezmás con mi codo.

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—La inquietud, la infelicidad.Podemos hacer que todo esodesaparezca.

Aflojo la presión sobre su cuello.Aspira aire lentamente, agradecida. Meacerco mucho a ella y repito algo queme dijo Hana una vez, hace una vida.

—Ya sabes que no se puede ser feliza menos que uno sea infeliz a veces,¿verdad?

Su gesto se endurece. Acabo dedarle el espacio suficiente paramaniobrar y, cuando intenta darme ungolpe, le agarro la muñeca izquierda y leretuerzo el brazo por detrás, obligándolaa que se doble en dos. La fuerzo a que se

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tumbe en el suelo y la aprieto contra élcolocándole una rodilla entre losomóplatos.

—¡Lena! —grita Coral. La ignoro.Una sola palabra me golpetea en lamente: Traidora. Traidora. Traidora.

—¿Qué les ha pasado a los demás?—pregunto. Mis palabras suenan agudasy estranguladas, atrapadas en las garrasde la ira.

—Es demasiado tarde, Lena.La cara de Lu está medio aplastada

contra el suelo, pero aun así consiguetorcer la boca y formar una sonrisahorrible un gesto de malicia.

Menos mal que no tengo un cuchillo.

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Se lo clavaría directamente en el cuello.Me acuerdo de Raven sonriendo, riendomientras comentaba: Lu puede venir connosotros. Es un amuleto andante debuena suerte. Me acuerdo de Tack quecompartía su pan, dándole la partemayor a ella cuando se quejaba de quetenía hambre. Parece que el corazón seme hubiera vuelto de tiza y estuvierarompiéndose en pedazos. Desearíallorar y gritar a la vez: Confiábamos enti.

—Lena —insiste Coral—. Yocreo…

—Cállate —digo ásperamente,manteniendo la atención centrada en Lu

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—. Dime qué les ha pasado o te mato.Se debate bajo mi peso y sigue

lanzándome esa horrible sonrisaretorcida.

—Demasiado tarde —repite—.Ellos llegarán mañana antes delanochecer.

—¿De qué estás hablando?Su risa es un traqueteo en su

garganta.—No pensarías que iba a durar, ¿no?

No pensarías que os íbamos a permitirque siguierais jugando en vuestropequeño campamento, entre vuestraporquería… —Le retuerzo los brazos unpoco más hacia los omóplatos. Suelta un

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grito y luego sigue hablandoaceleradamente—. Diez mil soldados,Lena. Diez mil soldados contra milincurados muertos de hambre y de sed,enfermos, desorganizados. Van a acabarcon vosotros. Os van a borrar del mapa.En un pispás.

Creo que voy a vomitar. Tengo lacabeza espesa, como llena de líquido.Desde lejos, me doy cuenta de que Coralme habla de nuevo. Me cuesta unmomento que las palabras penetren laoscuridad, los ecos acuosos de mimente.

—Lena, creo que viene alguien.Apenas ha dicho las palabras cuando

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un regulador, seguramente el que hevisto antes con Lu, dobla la esquinadiciendo:

—Perdón por tardar tanto. La casetaestaba cerrada con llave…

Se interrumpe al vernos a Coral y amí, y a Lu en el suelo. Coral grita y selanza sobre él, pero torpemente, sinequilibrio. Él la empuja hacia atrás yoigo un pequeño crujido cuando sucabeza choca contra una de las columnasde piedra. El regulador se lanza haciadelante, usando su linterna para atacar.Ella consigue evitarlo a duras penas y lalinterna choca contra la piedra y serompe, con lo que quedamos a oscuras.

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El regulador le ha puesto demasiadoímpetu al golpe, por lo que pierde elequilibrio. Eso le da a Coral el tiemposuficiente para apartarse de élalejándose de la columna. Está mareada,no se tiene de pie. Se da la vuelta,tambaleante, para hacerle frente denuevo, pero con una mano se agarra laparte de atrás de la cabeza. El reguladorse incorpora y se lleva la mano alcinturón. Un arma.

Me pongo de pie en un instante. Notengo más opción que liberar a Lu de mipeso. Me lanzo contra el regulador y leagarro por la cintura. Mi peso y elimpulso nos hacen caer a los dos al

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suelo y rodamos con los brazos y laspiernas enredados. Noto en la boca elsabor de su uniforme y su sudor, y sientoel peso de su arma que se clava en mimuslo.

A mis espaldas, oigo un grito y uncuerpo que cae a tierra y rezo para quesea Lu y no Coral.

Luego, el regulador se libera de mí yse pone de pie, apartándome conbrusquedad. Está jadeando, colorado. Esmás grande que yo y más fuerte, perotambién más lento: no está en forma.Forcejea con el cinturón, pero antes deque pueda sacar la pistola de lacartuchera, me pongo de pie. Le agarro

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por la muñeca y suelta un rugido defrustración.

Bang.El arma se dispara. La explosión es

tan inesperada que hace que unasacudida recorra todo mi cuerpo. Sientoque me sube vibrando hasta los dientes.Me lanzo hacia atrás. El regulador gritade dolor y cae hecho un ovillo. Unamancha negra se extiende por su piernaderecha. Él se da la vuelta para quedarde espaldas, mientras se aprieta elmuslo. Tiene el gesto torcido, la caraempapada de sudor. La pistola sigue enla cartuchera: se ha disparado sinquerer.

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Avanzo un paso y le quito el arma.No se resiste. Simplemente, siguegimiendo y estremeciéndose y no dejade repetir:

—Ay, mierda, mierda.—¿Qué demonios has hecho?Me doy la vuelta a toda velocidad.

Lu está de pie, jadeando, mirándomefijamente. Detrás veo a Coral tumbadaen el suelo, de lado, con la cabezaapoyada en un brazo y las piernasdobladas hacia el pecho. Se me para elcorazón. Por favor, que no esté muerta.Luego veo que mueve las pestañas y unade las manos. Gime. No está muerta,menos mal.

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Lu da un paso hacia mí. Alzo elarma, la apunto con ella. Se quedaparalizada.

—Oye, oye —tiene un tono de vozcálido, relajado, amistoso—. No hagasuna tontería, ¿vale? Espera un momento.

—Sé lo que estoy haciendo —digo.Me sorprende ver lo firme que está mimano. Me asombra que esto, la muñeca,el dedo, el puño, el arma, mepertenezcan.

Lu consigue sonreír.—¿Te acuerdas del viejo hogar? —

dice en ese mismo tono suave como decanción de cuna—. ¿Te acuerdas decuando Blue y yo encontramos todos

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aquellos arándanos?—No te atrevas a decirme lo que

recuerdo —digo casi escupiendo laspalabras—. Y no te atrevas a hablar deBlue tampoco.

Amartillo el arma. La veoestremecerse. Su sonrisa flaquea. Seríatan fácil… Flexionar y soltar. Bang.

—Lena —dice, pero no la dejoterminar. Doy un paso más hacia ella,acercándome, luego le paso un brazo porel cuello y le doy un abrazo, apretandola boca del revólver contra la suavecarne de su barbilla. Empieza a ponerlos ojos en blanco, como un caballocuando está asustado; noto que se

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revuelve contra mí, temblando,intentando liberarse.

—No te muevas —le digo en unavoz que no parece mía. Ella se quedafloja, excepto los ojos que siguengirando, aterrorizados, entre mi cara y elcielo.

Flexionar y soltar. Un sencillomovimiento, un tironcito.

Huelo su aliento también; acre ycaliente.

La empujo alejándola de mí. Caehacia atrás, sin aire, como si la hubieraahogado.

—Vete —le digo—. Cógele —señalo al regulador, que sigue gimiendo

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y apretándose el muslo— y marchaos.Se humedece los labios con

nerviosismo y lanza una mirada alhombre que está en el suelo.

—Antes de que cambie de opinión—añado.

Después de eso, no duda más: seagacha y se pasa el brazo del reguladorpor los hombros para ayudarle a ponersede pie. La mancha del pantalón de él esnegra, y le llega desde la mitad delmuslo hasta la rodilla.

De repente, se me ocurre la ideacruel de desear que se desangre antes deque puedan encontrar ayuda.

—Vámonos —le dice Lu en un

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susurro, con los ojos aún fijos en losmíos. La observo mientras el reguladory ella se van por la calle caminando condificultad. Cada uno de los pasos de éles subrayado por una exclamación dedolor. En cuanto se los traga laoscuridad, suelto aire. Me vuelvo y veoque Coral está sentada en el suelo,frotándose la cabeza.

—Estoy bien —me dice cuando voya ayudarla. Se pone de pie con aireinseguro. Parpadea varias veces, comointentando aclarar su visión.

—¿Estás segura de que puedesandar? —pregunto, y ella asiente con lacabeza—. Venga —digo—. Tenemos que

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ver cómo salir de aquí.Lu y el regulador nos van a delatar

en cuanto tengan oportunidad. Sí no nosdamos prisa, en cualquier momentoestaremos rodeadas. Siento un profundoespasmo de odio pensando en cómoTack compartió su cena con Lu haceapenas unos días, pensando en que ellaaceptó ese regalo.

Por suerte, conseguimos llegar hastala pared fronteriza sin tropezamos conmás patrullas, y encontramos unaescalera de metal oxidado que lleva alsendero de vigía, que también estávacío; debemos estar en este momentoen el extremo sur de la ciudad, muy

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cerca del campamento, y la seguridad secentra en las zonas más pobladas.

Coral sube las escaleras con aireinestable y yo voy detrás de ella paraasegurarme de que no va a caer, perorechaza mi ayuda y se apartabruscamente cuando le pongo una manoen la espalda. En unas pocas horas, mirespeto por ella ha aumentadomuchísimo. Cuando llegamos al sendero,la alarma que sonaba a lo lejos por finse detiene y la quietud repentina, dealgún modo, resulta más aterradora: ungrito silencioso.

Bajar por el otro lado del muro esmás complicado. Tiene sus buenos cinco

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metros de caída y abajo hay un montónempinado de grava y piedras. Voy yoprimero y me cuelgo de una de lasfarolas que no tienen luz: al soltarme,caigo al suelo, resbalo varios metros,me doy en las rodillas y noto la gravaque me araña la piel a través de la teladel pantalón. Con la cara pálida por elesfuerzo, Coral me sigue y aterriza conuna débil exclamación de dolor.

No sé qué esperaba: creo que temíaque los tanques hubieran llegado ya, quenos encontráramos el campamentosumido en el caos y que fuera ya pastode las llamas, pero se extiende antenosotras como antes, un campo enorme y

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agujereado de refugios y tiendas decampaña puntiagudas. Más allá, al otrolado del valle, están los altos riscos,coronados por una desordenada masanegra de árboles.

—¿Cuánto tiempo crees que nosqueda? —pregunta Coral. Sé sinpreguntarle que se refiere al momento enque lleguen las tropas.

—No lo suficiente —digo.Nos movemos en silencio hacía las

afueras del campamento: caminar por laperiferia siempre será más rápido queintentar orientarnos entre el laberinto degente y tiendas. El río sigue seco. Elplan, claramente, ha fallado. Raven y los

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demás no han conseguido volar la presa.No es que importe mucho, a estasalturas.

Toda esta gente… sedienta, agotada,débil. Serán más fáciles de acorralar.

Y por supuesto, mucho más fácilesde matar.

Para cuando llegamos de vuelta alcampamento de Pippa tengo la gargantatan seca que casi no puedo tragar.Durante un instante, cuando Julián seacerca corriendo, no reconozco su cara:es una colección de formas y sombrasaleatorias.

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Detrás de él, Álex se aparta delfuego. Me mira a los ojos y hace ademánde acercarse a mí con la boca abierta,las manos extendidas. Todo se paraliza ysé que he sido perdonada y abro lasmanos, extiendo los brazos hacia él…

—¡Lena! —en ese momento, Juliánme coge en brazos y yo vuelvo a mi sery aprieto mi mejilla contra su pecho.Seguramente, Álex estaba recibiendo aCoral. Le oigo susurrarle a ella, y encuanto me aparto de Julián, veo queÁlex la lleva hacia una de las hogueras.Estaba segura, durante apenas uninstante, de que se estaba abriendo a mí.

—¿Qué ha pasado? —pregunta

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Julián acariciándome la cara yagachándose un poco para que estemoscasi a la misma altura—. Bram nos hadicho…

—¿Dónde está Raven? —preguntocortándole.

—Estoy aquí mismo.Sale de la oscuridad como flotando

y de repente me siento rodeada: Bram,Hunter, Tack y Pippa, todos hablan a lavez, acribillándome a preguntas.

Julián mantiene una mano en miespalda. Hunter me ofrece agua de unajarra de plástico, que está casi vacía. Latomo agradecida.

—¿Esta bien Coral?

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—Lena, estás sangrando.—Dios mío. ¿Qué ha pasado?—No hay tiempo —el agua me ha

ayudado, pero aun así las palabras medesgarran la garganta—. Tenemos queirnos. Tenemos que reunir a toda la genteque podamos y tenemos que…

—Para, para.Pippa levanta las dos manos. La

mitad de su cara está iluminada por elfuego; la otra, sumida en la oscuridad.Me acuerdo de Lu y me dan ganas devomitar: una persona a medias, unatraidora de dos caras.

—Empieza desde el principio —dice Raven.

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—Hemos tenido que luchar —digo—. Hemos tenido que entrar al otrolado.

—Pensábamos que os habríancogido —dice Tack. Me doy cuenta deque está ansioso, excitado, todos loestán. El grupo entero está cargado demalas vibraciones—. Después de laemboscada…

—¿Emboscada? —repitobruscamente—. ¿Qué quieres decir conemboscada?

—No hemos conseguido llegar hastala presa —dice Raven—. Álex y Beasthan conseguido hacer estallar su cargasin problemas. Estábamos a dos metros

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del muro cuando ha caído sobrenosotros un grupo de reguladores. Eracomo si nos estuviesen esperando. Noshabrían fastidiado bien de no ser porJulián, que ha visto algo de movimientoy ha dado la alarma enseguida.

Álex se ha unido al grupo. Coral sepone en pie torpemente, su boca es unalínea fina, oscura. Me parece que estámás hermosa que nunca. Se me encoge elcorazón. Me doy cuenta de por qué legusta a Álex.

Quizá incluso de por qué la ama.—Hemos vuelto aquí a toda

velocidad —interviene Pippa—.Después ha aparecido Bram. Estábamos

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considerando si ir a buscar…—¿Dónde está Dani? —por primera

vez, me doy cuenta de que no está en elgrupo.

—Muerta —dice Raven brevemente,evitando mi mirada—. Y a Lu la hancogido. No pudimos llegar a ellas atiempo. Lo siento, Lena —concluye conun tono más suave, y vuelve a mirarme.

Siento otro ataque de náusea. Meabrazo el estómago con los brazos,como si pudiera contener las ganas devomitar.

—A Lu no la han cogido —digo. Mesale la voz como un ladrido—. Y claroque os estaban esperando los

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reguladores. Era una trampa.Hay un momento de silencio. Raven

y Tack intercambian una mirada. Álex esel que habla.

—¿Qué estás diciendo?Es la primera vez que me habla

directamente desde aquella noche en laorilla, después de que los reguladoresnos quemaran el campamento.

—Lu no es lo que pensábamos queera —digo—. No es quien creíamos queera. Ha sido curada.

Más silencio: un minuto afilado deestupefacción.

Por fin, Raven estalla:—¿Cómo lo sabes?

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—Le he visto la marca —digo. Depronto me siento exhausta—. Y me lo hadicho ella misma.

—Imposible —dice Hunter—. Yoestuve con ella… Fuimos juntos aMaryland…

—No es imposible —dice Ravenlentamente—. Me dijo que durante untiempo se había separado del grupo, quepasó una temporada yendo de un hogar aotro.

—Solo estuvo fuera unas pocassemanas.

Hunter mira a Bram buscando unaconfirmación. Este asiente con lacabeza.

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—Con ese tiempo basta —diceJulián suavemente. Álex le mirafijamente. Pero Julián tiene razón: conese tiempo basta.

La voz de Raven suena tensa.—Continúa, Lena.—Van a traer soldados —digo. Una

vez las palabras abandonan mi boca, mesiento como si me hubieran dado unpuñetazo en el estómago.

Se produce otro momento desilencio.

—¿Cuántos? —exige saber Pippa.—Diez mil.Apenas puedo pronunciar las

palabras.

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Se oye la respiración contenida,jadeos por todo el círculo. Pippamantiene sus ojos en mí como un rayoláser.

—¿Cuándo?—En menos de veinticuatro horas —

contesto.—Si es que decía la verdad —dice

Bram.Pippa se pasa una mano por el pelo,

haciendo que se i quede todo de punta.—No lo creo —dice, pero añade

casi al momento—: Me preocupaba quepasara algo así.

—Joder, la voy a matar —dicesuavemente Hunter.

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—¿Qué hacemos ahora? —Ravendirige el comentario a Pippa.

Esta se queda en silencio un instantemirando fijamente el fuego. Luego sedespeja.

—No vamos a hacer nada —dicefirmemente, recorriendodeliberadamente el grupo con la mirada:de Tack y Raven a Hunter y Bram; deBeast y Álex a Coral y Julián. Por fin,sus ojos se fijan en los míos y retrocedosin querer. Es como si se hubieracerrado una puerta en su interior. Poruna vez, no se mueve—. Raven, Tack ytú vais a liderar el grupo y lo vais aconducir a una casa de seguridad justo

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en las afueras de Hartford. Summer meindicó cómo llegar. Algunos contactosde la Resistencia llegarán allí en lospróximos días. Tendréis que esperarlos.

—¿Y tú? —pregunta Beast.Pippa sale de un empujón del

círculo, entra en la estructura de treslados situada en el centro delcampamento y se acerca al viejofrigorífico.

—Yo haré lo que pueda por aquí —dice.

Todos se ponen a hablar a la vez.Beast dice:

—Yo me quedo contigo.Tack suelta:

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—Eso es un suicidio, Pippa.Y Raven dice:—No eres rival para diez mil

soldados. Os arrollarán…Pippa alza una mano.—No estoy pensando en luchar —

dice—. Intentaré hacer correr la voz delo que va a pasar. Haré lo que puedapara que la gente se vaya.

—No hay tiempo —intervieneCoral. Su voz es aguda—. Las tropasestán en camino… No hay tiempo detrasladar a todos, no hay tiempo dehacer correr la voz…

—He dicho que voy a hacer lo quepueda.

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En este momento, su voz se vuelvecortante. Se quita la llave que lleva alcuello, abre el candado que asegura elfrigorífico, y empieza a sacar comida yequipo médico de las baldas enpenumbra.

—No nos iremos sin ti —dicetestarudo Beast—. Nos quedaremos. Teayudaremos a hacer que la gente sevaya.

—Haréis lo que yo os diga —replica Pippa sin volverse a mirarle. Seagacha y empieza a sacar mantas dedebajo del banco—. Iréis a la casa deseguridad y esperaréis allí a laResistencia.

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—No —dice él—. Yo no.Sus ojos se encuentran. Entre ellos

se produce una especie de diálogo sinpalabras y, finalmente, Pippa asiente conla cabeza.

—De acuerdo —dice—. Pero elresto os tenéis que pirar.

—Pippa… —Raven empieza aprotestar.

Pippa se endereza.—Nada de protestar —en este

momento veo de dónde ha sacado Ravensu dureza, su forma de liderar a la gente—. Coral tiene razón en una cosa —continúa con voz suave—. Casi noqueda tiempo. Quiero que estéis fuera de

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aquí en veinte minutos —vuelve arecorrer el círculo de gente con lamirada—. Raven coge los pertrechosque te parezca que vais a necesitar. Hayun día de camino hasta la casa, algo mássi tenéis que rodear a los soldados.Tack, ven conmigo. Te haré un mapa.

El grupo se divide. Quizá sea elcansancio, o el miedo, pero todo parecesuceder como en un sueño: Tack y Pippaestán agachados mirando algo, haciendogestos; Raven envuelve la comida enmantas, atando los bultos con cuerdavieja; Hunter me apremia para que bebamás agua y entonces, de pronto, Pippanos mete prisa para que nos vayamos,

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ya, ya, ya.La luna cae sobre los senderos en

zigzag que se entrecruzan por la colina,secos y de color pardo, como siestuvieran sumergidos en sangre seca.Lanzo una última mirada hacia elcampamento, hacia ese mar de sombrasque se retuercen: gente, toda esa genteque no sabe que en este mismo instanteya se aproximan las armas y las bombasy los soldados.

Raven también debe notarlo: elnuevo miedo en el aire, la proximidadde la muerte, la forma en que debesentirse un animal cuando cae en unatrampa. Se vuelve y le grita a Pippa:

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—Por favor, Pippa.Su voz se desliza por la pendiente

vacía. Pippa está al pie del camino detierra, observándonos. Beast está detrásde ella. Ella sostiene una linterna queilumina su cara desde abajo y la talla enpiedra, en planos de sombra y luz.

—Idos —dice Pippa—. No ospreocupéis. Me reuniré con vosotros enla casa de seguridad.

Raven la mira fijamente durantealgunos segundos más, y luego comienzaa darse la vuelta de nuevo.

Luego, Pippa nos dice gritando:—Pero si no liego dentro de tres

días, no me esperéis.

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Su voz nunca pierde la calma. Y enese momento sé qué era esa mirada quehe visto antes en sus ojos. Era algo másque calma. Era aceptación.

Era la mirada de alguien que sabeque va a morir.

Dejamos atrás a Pippa, de pie en lasoscuras entrañas del campamento,mientras el sol comienza a manchar elcielo de una luz eléctrica y las armas seacercan por todas direcciones.

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Hana

El sábado por la mañana hago mi visitaa Deering Highland. Se estáconvirtiendo casi en una costumbre. Porsuerte, consigo no ver a Grace: lascalles están en silencio, quietan,envueltas en la neblina de la mañanatemprana, y además me alegracomprobar que las baldas del cuartosubterráneo ya parecen más llenas.

De vuelta en casa, me doy una duchacon agua demasiado caliente, hasta que

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se me pone la piel rosa. Me froto concuidado incluso debajo de la uñas, comosi el olor a Highlands, a toda esa genteque vive ahí, se me pudiera haberpegado, Pero nunca se es demasiadocuidadoso. Si Cassie fue invalidadaporque contrajo la enfermedad, o porqueFred sospechaba que era así, solo puedoimaginarme lo que nos haría a mí y a mifamilia sí descubriera que la cura no hafuncionado a la perfección.

Tengo que saber con certeza qué lepasó a Cassandra.

Fred va a pasar el día jugando algolf con un grupo numeroso desimpatizantes y personas que apoyan su

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campaña, incluyendo a mi padre. Mimadre va a comer con la señoraHargrove en el club. Yo me despidoalegremente de mis padres y despuéspaso media hora matando el tiempo,demasiado inquieta para ver la tele opara hacer otra cosa que no sea darvueltas.

Cuando ha transcurrido el tiemposuficiente, cojo la lista de invitadosdefinitiva, con la distribución pormesas, y meto los papeles de cualquiermanera en una carpeta. No tiene sentidoque guarde el secreto sobre adonde medirijo, así que llamo a Rick, el hermanode Tony, y espero en el porche delantero

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a que venga con el coche.—A la casa de los Hargrove, por

favor —digo en tono alegre, mientras meacomodo en el asiento de atrás.

Intento no moverme demasiado. Noquiero que él se dé cuenta de que estoynerviosa. No quiero que me hagapreguntas. Pero no me hace ningún caso.Mantiene la vista en la carretera. Sucabeza calva, encajada en el cuello de lacamisa, me recuerda un huevo rosahinchado.

En la casa de los Hargrove no hayninguno de los tres coches en el senderocircular. De momento, todo va bien.

—Espera aquí —le digo a Rick—.

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No tardaré.Una chica que reconozco como parte

del servicio de la casa abre la puerta.No tiene más que unos pocos años másque yo y muestra un aire permanente desospecha aburrida, como un perro al quele han pegado demasiado en la cabeza.

—¡Vaya! —dice cuando me ve, yduda, claramente insegura, sobre si debedejarme entrar.

Me pongo a hablar al instante:—He venido todo lo rápido que he

podido. ¿Puedes creer que al final a mimadre se le ha olvidado traer los planosa la comida? La señora Hargrove tieneque supervisar el reparto de asientos,

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por supuesto.—¡Vaya! —dice otra vez la chica.

Frunce el ceño—. Pero la señoraHargrove no está. Se ha ido al club.

Dejo escapar un gemido fingiendouna gran sorpresa.

—Cuando mi madre me ha dicho queiban a comer juntas yo simplemente heasumido…

—Están en el club —repitenerviosa. Se agarra a ese dato como sifuera un salvavidas.

—Tonta de mí —digo—. Y claro, yano me da tiempo a ir al club. ¿Quizápuedo dejar aquí las listas para que laseñora Hargrove…?

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—Yo se las puedo dar, si quieres —dice.

—No, no. No hace falta —digorápidamente. Me humedezco los labioscon la lengua—. Si puedo entrar unsegundo, le dejo una nota rápida. Lasmesas seis y ocho puede que haya quecambiarlas, y quiero estar segura de quéhacer con el señor y la señora Kimble…

La chica se aparta para dejarmeentrar.

—Claro —dice, abriendo un pocomás la puerta.

Paso junto a ella. Aunque he estadomuchas veces en la casa, sin los dueñosparece distinta. La mayor parte de los

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cuartos están a oscuras y todo está tansilencioso que oigo el crujido de pasosen el piso superior y un ruido de telas avarias habitaciones de distancia. Se mepone la carne de gallina. Hace fresco enel vestíbulo, pero es también lasensación que da la vivienda, como sitoda ella estuviera conteniendo elaliento, a la espera de que ocurra undesastre.

Ahora que estoy aquí, no sé pordónde empezar. Fred debe haberconservado los documentos de su bodacon Cassie, y probablemente también desu divorcio. Nunca he estado en suestudio, pero él me enseñó dónde estaba

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durante mi primera visita, y es bastanteprobable que cualquier documento quetenga esté guardado ahí. Aunque primerotengo que librarme de la chica.

—Muchas gracias —le digo cuandome conduce hasta el salón. Le lanzo misonrisa más rutilante—. Me sentaré aquíun minuto y le escribiré una nota. Y tú ledices a la señora Hargrove que lospapeles están en la mesita del café,¿vale?

Mi intención es que ella se tome elcomentario como una indirecta para quese vaya, pero se limita a asentir y sequeda ahí mirándome tontamente.

En este momento estoy ya

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improvisando, buscando excusas a ladesesperada.

—¿Me podrías hacer un favor? Yaque estoy aquí, ¿puedes ir arriba ybuscar las muestras de color que leprestamos a la señora Hargrove hacemucho? El florista las necesita devuelta. Y la señora Hargrove comentóque me las había dejado en sudormitorio, quizá en su escritorio o porahí.

—¿Muestras de color…?—Sí, un libro grande —digo. Y

después, como todavía no se mueve,continúo—: Yo esperaré aquí mientraslas buscas.

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Por fin me deja sola. Espero hastaque oigo sus pasos en el piso de arribaantes de volver al vestíbulo.

La puerta del estudio de Fred estácerrada, pero, por suerte, no con llave.Me cuelo dentro y cierro sin hacerruido. Tengo la boca seca y el corazónme late en la garganta. Tengo querecordarme que no he hecho nada malo.Al menos, aún no. Técnicamente, esta estambién mi casa, o lo será muy pronto.

Tanteo la pared buscando la luz. Esun riesgo, cualquiera podría ver elresplandor por debajo de la puerta, peropor otro lado, andar a tientas en lapenumbra volcando muebles también

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hará que vengan corriendo.El cuarto está presidido por un

amplio escritorio y una silla de cuero derespaldo duro. Reconozco elpisapapeles de plata y uno de los trofeosde golf de Fred, colocados sobre laslibrerías vacías. En un rincón hay ungran archivador de metal; junto a él, enla pared, hay un enorme retrato de unhombre, presumiblemente un cazador, depie entre varios cuerpos de animalesmuertos. Aparto rápidamente la vista.

Me dirijo al archivador, quetampoco está cerrado con llave. Recorromontones de documentos coninformación financiera: papeles de

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bancos, declaraciones de impuestos,recibos y resguardos de depósitos quese remontan a casi diez años atrás. Uncajón contiene toda la información sobreel personal, incluyendo copias de loscarnés de identidad. La chica que me haabierto la puerta se llama EleanorLatterly, y tiene exactamente la mismaedad que yo.

Y entonces lo encuentro, escondidoen la parte de atrás del cajón de abajo:un sobre sin marcar, fino, que contieneel certificado de nacimiento de Cassie yel de matrimonio. No hay ningunareferencia a un divorcio, solo una carta,doblada en dos, escrita a máquina en

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papel grueso.Leo la primera línea rápidamente:

Esta carta se refiere al estado físico ymental de Cassandra MelaneaHargrove, de soltera O’Donnell, quefue admitida bajo mi supervisión…

Oigo mido de pisadas que cruzanmuy rápido en dirección al estudio.Devuelvo bruscamente la carpeta a susitio, cierro el archivador con el pie yme guardo la carta en el bolsillo trasero,dando gracias a Dios por haberme traídolos vaqueros. Cojo una pluma delescritorio. Cuando Eleanor abre lapuerta, yo enarbolo con aire triunfante lapluma antes de que tenga oportunidad de

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hablar.—¡La he encontrado! —digo

alegremente—. ¿Puedes creer que no seme había ocurrido traer algo paraescribir? Hoy tengo la cabeza en lasnubes.

No se fía de mí. Me doy cuenta. Perotampoco es que pueda acusarme denada.

—No había ningún libro de muestras—dice lentamente—. No estaba porningún sitio, por lo que he podido ver.

—¡Qué raro! —Entre los pechos mecorre un hilillo de sudor. Observo cómosus ojos recorren en detalle toda lahabitación, como buscando algo que esté

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fuera de su sitio—. Supongo que hoy hasido un malentendido tras otro.Permíteme.

Tengo que apartarla para poder salir.Apenas me acuerdo de garabatear unanota rápida para la señora Hargrove:¡Para tu aprobación!, escribo, aunqueen realidad no me importa lo que piense.Eleanor permanece todo el tiempodetrás de mí merodeando, como sipensara que voy a robar algo.

Demasiado tarde.Toda la operación no ha durado más

de diez minutos. Rick todavía tiene elcoche en marcha. Me siento atrás.

—A casa —le digo.

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Mientras sale con el coche hacia lacalle, me parece ver a Eleanorobservándome desde una ventana.

Sería más seguro esperar hasta estaren casa para leer la nota pero no puedocontenerme y la desdoblo.

Echo una mirada más detenida alencabezamiento: Dr. Sean Perlin,Supervisor Jefe de Cirugía,Laboratorios Portland.

La carta es breve.

A quien pueda interesar,

Esta carta se refiere al estado físico ymental de Cassandra MelaneaHargrove, de soltera O’Donnell, quefue admitida bajo mi supervisión

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durante un periodo de nueve días.

En mi opinión como profesional, laseñora Hargrove sufre agudosdelirios provocados por unainestabilidad mental muy arraigada:tiene fijación con el mito de Barbazuly conecta esa historia con sus maníaspersecutorias, sufre un estado deneurosis profundo y, a mi modo de ver,es improbable que mejore.

Su condición parece ser de tipodegenerativo y puede haber sidoprovocada por ciertos desequilibriosquímicos ocurridos como resultado dela operación, aunque resultaimposible afirmarlo de manerataxativa.

Leo la carta varias veces. Así que yo

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tenía razón: le pasaba algo. Se volviómajareta.

Quizá el procedimiento la trastornó,como le pasó a Willow Marks. Es raroque nadie lo notara antes de que secasara con Fred, pero supongo que aveces estas cosas suceden de maneragradual.

Con todo, el nudo que tengo en elestómago se niega a desenredarse. Bajola pulida prosa del doctor hay unmensaje separado: un mensaje de miedo.

Me acuerdo de la historia deBarbazul: la historia de un hombre, unapuesto príncipe, que mantiene en sucastillo una puerta cerrada con llave. Le

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dice a su nueva esposa que puede entraren cualquier cuarto excepto en ese. Peroun día, la curiosidad de ella esdemasiado grande y descubre unahabitación llena de mujeres asesinadas,colgadas por los tobillos. Cuando éldescubre que ella ha desobedecido susórdenes, la añade a esa horrible ysanguinaria colección.

Cuando yo era niña, ese cuento meaterrorizaba, en especial la imagen delas mujeres acumuladas en un montón,con los brazos pálidos y los ojos sinvida, vacíos.

Doblo la carta con cuidado y ladevuelvo al bolsillo trasero. Me estoy

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comportando como una estúpida. Cassieera defectuosa, como yo pensaba, y Fredtenía todas las razones del mundo paradivorciarse de ella. Solo porque ella yano aparezca en los registros no significaque le haya sucedido nada horrible.Quizá haya sido solo un falloadministrativo.

Pero durante todo el camino hastacasa, no puedo evitar acordarme de laextraña sonrisa de Fred y de la forma enque dijo: Cassie hacía demasiadaspreguntas.

Y tampoco puedo evitar elpensamiento que me viene a la cabeza,sin querer: ¿y si Cassie tenía razón al

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estar asustada?

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Lena

Durante la primera parte del día novemos ninguna señal de los soldados yse me ocurre que quizá Lu nos hayamentido, Me invade la esperanza. Quizáno ataquen el campamento después detodo, y no le pase nada a Pippa. Claroque siempre tendrán el problema deldichoso río, pero ella encontrará unmodo de resolverlo. Es como Raven:una superviviente nata,

Pero por la tarde oímos gritos a lo

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lejos. Tack alza una mano indicandosilencio. Todos nos quedamosparalizados y, cuando él nos hace unaseñal, nos dispersamos por el bosque.Julián se ha adaptado bien a la TierraSalvaje y a nuestra necesidad decamuflarnos. Un instante está de piejunto a mí y al siguiente desaparece trasun pequeño grupo de árboles. Los demásse desvanecen con la misma rapidez.

Yo me agacho detrás de una antiguapared de cemento, que parece habercaído al azar desde algún sitio. Mepregunto a qué tipo de estructurapertenecía y, de pronto, me acuerdo deuna historia que Julián me contó cuando

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estuvimos presos juntos, de una niñallamada Dorothy cuya casa se elevabaen espiral hacia el cielo por la fuerzapoderosa de un tornado y terminaballegando a un país mágico.

A medida que el sonido de los gritosse hace más fuerte y que el ruido de lasarmas y de las pisadas de botas seconvierte en un ritmo regular y pesado,me encuentro imaginando que nosotrostambién nos desvanecemos: todosnosotros, todos los inválidos, la gente ala que se ha empujado por todos losmedios para echarla de la sociedad,todos desaparecemos como por ensalmoy, al despertar, nos encontramos en un

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lugar distinto.Pero esto no es un cuento de hadas.

Esto es abril en la Tierra Salvaje y elbarro negro que se va filtrando por miszapatillas y nubes de mosquitos quemerodean y aliento contenido y esperas.

Las tropas están a unos cien metrosde nosotros, bajando por una suavependiente, al otro lado de un pequeñoarroyo. Desde nuestra posición máselevada, vemos sin dificultad la largalínea de soldados a medida que se hacevisible, una mancha de uniformesmilitares que entra y sale de entre losárboles. El contorno de las hojas enforma de diamante se funde a la

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perfección con la masa borrosa y móvilde hombres y mujeres con uniforme decamuflaje, que cargan ametralladoras ygas lacrimógeno. Da la sensación de queno termina nunca.

Por fin acaba el paso de lossoldados y, sin hablar, nos ponemos deacuerdo para reagruparnos y comenzar acaminar de nuevo. El silencio estácargado de inquietud. Intento no pensaren aquella gente del campamento,contenida en un cuenco de tierra,atrapada. Me acuerdo de una viejaexpresión, como pescar en un balde, yme dan unas ganas salvajes einapropiadas de reír. Eso es lo que son

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todos esos inválidos: peces con miradasalvaje y vientre pálido, vueltos hacia elsol, como si ya estuvieran muertos.

Conseguimos llegar a la casa deseguridad en algo menos de doce horas.El sol ha completado su ciclo y en estemomento se esconde tras los árboles,descomponiéndose en vetas acuosas denaranja y amarillo. Me recuerda loshuevos escalfados que me preparaba mimadre cuando estaba enferma, cómo layema se extendía por el plato, con uncolor dorado vivo y asombroso, y sientouna punzada de nostalgia de mi hogar. Nisiquiera estoy segura de si echo demenos a mi madre o, sencillamente, la

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antigua rutina de mi vida: una vida deescuela y compañeras, y reglas que memantenían a salvo; de límites y fronteras,hora del baño y toque de queda. Unavida sencilla.

Localizamos la casa de seguridad.Es una pequeña estructura de madera, nomás amplia que una letrina exterior yequipada con una puerta bastante tosca.Todo debe haber sido construido conmateriales recuperados tras el granbombardeo. Cuando Tack abre la puerta,girándola sobre sus bisagras oxidadas,dobladas y retorcidas como todo lodemás, apenas distinguimos unoscuantos peldaños que descienden a un

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agujero oscuro.—Esperad —Raven se arrodilla,

busca a tientas en una de las mochilasque le ha dado Pippa y saca una linterna—. Iré yo primero.

El aire huele a humedad y a algomás, un olor agridulce que no consigoidentificar. Seguimos a Raven por lasempinadas escaleras. Dirige la linterna auna sala que es sorprendentementeespaciosa y está muy limpia: estanterías,algunas mesas desvencijadas, unhornillo de queroseno. Más allá hay unpasillo en penumbra que lleva a otroscuartos. Siento un aleteo de calidez en elpecho. Me recuerda al hogar cerca de

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Rochester.—Debería haber lámparas en algún

sitio.Raven da varios pasos hacia el

interior de la habitación. La luz barre enzigzag el suelo de cemento y veo un parde ojillos relucientes, un destello depelo gris. Ratones.

Raven encuentra en un rincón unmontón de polvorientas lámparas quefuncionan a pilas. Hacen falta tres paraacabar con todas las sombras del cuarto.Normalmente ella insistiría en ahorrarelectricidad, pero creo que piensa, comotodos los demás, que esta nochenecesitamos tanta luz como podamos

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conseguir. De otro modo, las imágenesdel campamento volverán aatormentarnos, cargadas sobretenebrosos dedos plateados: toda esagente atrapada, impotente. Lo quedebemos hacer es centrarnos en estahabitación brillante, pequeña,subterránea, con sus rincones iluminadosy sus estanterías de madera.

—¿Hueles eso? —le dice Tack aBram. Coge una de las linternas y se lalleva al siguiente cuarto—. ¡Bingo! —grita.

Raven ya está rebuscando en lamochila y va sacando comida. Coral haencontrado grandes contenedores de

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metal llenos de agua almacenados en unade las baldas de abajo, se ha agachado ybebe agradecida. Pero el resto seguimosa Tack hasta la segunda habitación.

Hunter pregunta:—¿De qué se trata?Tack está de pie, sosteniendo en alto

la linterna para mostrar una paredcubierta con una estantería de madera,como una celosía en forma de diamante.

—Una antigua bodega —dice—. Mehabía parecido oler el alcohol.

Quedan dos botellas de vino y unade whisky. Al momento, Tack abre elwhisky y le da un trago antes deofrecerle la botella a Julián, que acepta

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tras vacilar una décima de segundo.Hago ademán de protestar. Estoy segurade que no ha bebido nunca,prácticamente podría jurarlo, pero antesde que yo pueda hablar, le da un buenlingotazo y, milagrosamente, consiguetragar sin que le den arcadas.

Tack lanza una de sus raras sonrisasy le da una palmada en el hombro aJulián.

—Tú vales, Julián —le dice.Este se limpia la boca con el dorso

de la mano.—No ha estado mal —dice con un

pequeño jadeo, y Tack y Hunter se ríen.Álex le quita la botella a Julián y, sin

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decir nada, le pega un trago.Todo el agotamiento de los últimos

días me cae encima de repente. Más alláde Tack, al otro lado de la habitacióncon la celosía, hay varios catres, yprácticamente llego tambaleándomehasta el más cercano.

—Creo que… —empiezo a decir altumbarme, encogiendo las rodillas juntoal pecho. No hay mantas ni almohada,pero aun así me parece un lugarcelestial: una nube, una pluma. No, yosoy la pluma. Me deslizo. Voy a dormirun rato, quiero decir, pero no puedopronunciar las palabras y ya estoydurmiendo.

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Me despierto en una oscuridad total.Durante un instante me asusto, pensandoque sigo en la celda subterránea conJulián. Me siento, con el corazón que megolpea contra las costillas, y solocuando oigo a Coral susurrar en el catrede al lado me acuerdo de dónde estoy.Huele mal y hay un cubo junto a la camade Coral. Debe haber vomitado.

Un hilo de luz se cuela por la puertaabierta y oigo risas amortiguadas queproceden de la habitación contigua.

Alguien me ha tapado con una mantamientras dormía. La empujo hasta lospies de la cama y me levanto. No tengo

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ni idea de qué hora es.Hunter y Bram están sentados en la

habitación de al lado, juntos, riendo.Tienen el aspecto sudoroso y la miradavidriosa de las personas que han bebido.La botella de whisky descansa entreellos, casi vacía, junto con un plato quecontiene los restos de lo que debe habersido la cena: alubias, arroz, frutos secos.

Se quedan callados en cuanto entroen el cuarto, y me doy cuenta de que,fuera lo que fuese de lo que se reían, eraalgo confidencial.

—¿Qué hora es? —digoacercándome a los contenedores deagua. Me agacho y me llevo uno de los

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recipientes hasta la boca sin molestarmeen echar el líquido en una taza. Meduelen las rodillas, los brazos y laespalda, mi cuerpo siente aún la pesadezdel agotamiento.

—Probablemente, medianoche —dice Hunter. O sea, que no he dormidomucho.

—¿Dónde están los demás? —pregunto.

Hunter y Bram se miran brevemente.Bram intenta contener una sonrisa.

—Raven y Tack se han ido a ponertrampas de medianoche —dice alzandouna ceja. Esto es un antiguo chiste, unaexpresión en clave que inventamos en el

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antiguo hogar. Raven y Tackconsiguieron mantener en secreto surelación durante casi un año. Pero unavez Bram no podía dormir y decidió darun paseo y los pilló escabullándosejuntos. Cuando les preguntóabiertamente qué estaban haciendo, Tacksoltó: ¡Poner trampas!, aunque erancasi las dos de la mañana y todas lastrampas habían sido inspeccionadas yvueltas a colocar poco antes.

—¿Dónde está Julián? —pregunto—. ¿Dónde está Álex?

Se produce otra pequeña pausa.Ahora Hunter hace esfuerzos por noreírse. Está borracho, lo noto en el color

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de sus mejillas, casi como una erupción.—Fuera —dice Bram, y luego no

puede remediarlo y suelta una grancarcajada. Al momento, Hunter se echa areír también.

—¿Fuera? ¿Juntos? —Me pongo depie, confundida, irritada. Cuandoninguno de los dos contesta, insisto—:¿Qué están haciendo?

Bram lucha por controlarse.—Julián quería aprender a pelear…Hunter concluye por él:—Álex se ha ofrecido voluntario

para enseñarle.Vuelven a partirse de risa.Siento calor de repente, y a

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continuación, frío.—¿Pero qué demonios? —estallo, y

el enfado en mi voz hace que por fin secallen—. ¿Por qué no me habéisdespertado?

Dirijo la pregunta sobre todo aHunter. No espero que Bram comprenda.Pero Hunter es mi amigo y es demasiadosensible para no haber notado la tensiónentre Álex y Julián.

Durante un instante, Hunter adoptaun gesto de culpabilidad.

—Venga, Lena. No tieneimportancia…

Estoy demasiado furiosa paracontestar. Cojo una linterna de una

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estantería y voy hacia las escaleras.—Lena, no te enfades…Ahogo las palabras de Hunter

haciendo ruido con los pies al subir.Imbécil, imbécil.

Fuera, el cielo está despejado ybrillan relucientes puntos de luz. Agarrofuerte la linterna con una sola mano,intentando canalizar toda mi furia hacialos dedos. No sé a qué está jugandoÁlex, pero estoy más que harta.

Los bosques están quietos. No se vea Tack ni a Raven, no se ve a nadie.Mientras escucho en la oscuridad, medoy cuenta de que el aire es muy cálido:debemos estar ya a mediados de abril.

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Pronto llegará el verano. Durante uninstante me invade una avalancha derecuerdos, a caballo entre el aire y elolor a madreselva: Hana y yoechándonos zumo de limón en el pelopara aclarárnoslo, robando refrescos dela nevera en la tienda de tío William yllevándonoslos a Back Cove; aquellascenas a base de almejas en el viejoporche de madera cuando hacíademasiado calor para comer dentro;persiguiendo a Gracie en su triciclo ytambaleándome en la bici para noadelantarla.

Los recuerdos traen, como siempre,un dolor profundo a mi interior. Pero ya

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estoy acostumbrada: espero a que esesentimiento pase, y pasa.

Enciendo la linterna y hago unbarrido por los bosques. A la luz decolor amarillo pálido, la red de árbolesy arbustos parece blanqueada con lejía,irreal. Apago la linterna. Si Julián yÁlex han ido juntos a algún sitio, esdifícil que los encuentre.

Estoy a punto de volver adentrocuando oigo un grito. El miedo meatraviesa. La voz de Julián.

Me sumerjo en la maraña devegetación hacia la derecha, avanzandoen dirección al sonido, usando lalinterna para ayudarme a limpiar el

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sendero de agujas de pino y plantastrepadoras.

Poco después, llego de repente a unclaro grande. Durante un instante mesiento desorientada, pensando que estoyen la orilla de un amplio lago plateado.Luego me doy cuenta de que es unaparcamiento. Un montón de escombrosen un extremo marca lo que debió habersido un edificio.

Álex y Julián están de pie a pocosmetros, respirando con dificultad,mirándose fijamente el uno al otro.Julián se sujeta la nariz con la mano ytiene los dedos manchados de sangre.

—¡Julián!

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Corro hacia él, mientras él mantienelos ojos fijos en Álex.

—Estoy bien. Lena —dice. Su vozsuena amortiguada y extraña. Cuando lepongo una mano en el pecho, la retiracon suavidad. Huele débilmente aalcohol.

Me doy la vuelta para mirar a Álex.—¿Qué diablos has hecho?Sus ojos parpadean durante un

segundo.—Ha sido un accidente —dice con

tono neutro—. He levantado demasiadoel puño.

—Y una mierda —escupo. Mevuelvo hacia Julián—. Vamos —digo en

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voz baja—. Vayamos dentro. Te voy alimpiar la sangre.

Se quita la mano de la nariz, se llevala camisa a la cara y se limpia la sangredel labio. Ahora la prenda está veteadade oscuro, con un brillo casi negro en lanoche.

—Para nada —dice, todavía sinmirarme—. Apenas estábamosempezando, ¿verdad, Álex?

—Julián… —hago ademán derogarle. Álex me interrumpe.

—Lena tiene razón —dice con tonodeliberadamente suave—. Es tarde.Apenas se puede ver. Podemos continuarde nuevo mañana.

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La voz de Julián también es suave,pero esconde un tono duro de enfado,una amargura que no reconozco.

—No hay mejor momento que elpresente.

El silencio se extiende entre ellos,cargado y peligroso.

—Por favor, Julián —extiendo elbrazo para cogerle de la muñeca, perome aparta. Me vuelvo de nuevo a Álex,para que me mire y rompa el contactovisual con Julián. La tensión entre ellosaumenta, llega a su punto máximo, comoalgo negro y asesino que se alzara en lasuperficie del aire—. Álex…

Por fin me mira y durante un instante

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veo una expresión de sorpresa en surostro, como si no se hubiera dadocuenta hasta entonces de que estaba allí,o como si acabara de verme.Rápidamente adopta una expresión dearrepentimiento, y así, sin más, latensión se desvanece y puedo respirar.

—Esta noche, no —dice Álexbrevemente. Luego se da la vuelta y seadentra en el bosque.

En un instante, antes de que yo puedareaccionar o soltar un grito, Julián seabalanza sobre él y le agarra por detrás.Le trae a trompicones hasta el suelo decemento y empiezan a escupir y a gruñir,ruedan el uno sobre el otro tirándose al

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suelo. Entonces grito los nombres de losdos, y parad, y por favor.

Julián está encima de Álex. Alza elpuño, oigo el ruido sordo cuando lolanza contra la mejilla de Álex. Este leescupe, le agarra por la mandíbula, leobliga a levantar la cabeza, apartándole.A lo lejos, me parece oír gritos, pero nopuedo concentrarme, no puedo hacernada más que gritar hasta que me duelela garganta. También hay luces quebrillan en la periferia de mi visión,como si yo fuera la que recibe losgolpes, como si mi visión explotara enestallidos de color.

Álex consigue hacerse con la ventaja

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y presiona a Julián contra el suelo. Legolpea dos veces, duro, y oigo unterrible chasquido. La sangre fluye ahorapor la cara de Julián.

—¡Álex, por favor!Estoy llorando. Quiero apartarle de

Julián, pero el miedo me paraliza.Álex no me oye, o prefiere

ignorarme. Nunca le he visto así: la carainundada de cólera, transformada por laluz de la luna en algo cruel y aterrador.Ni siquiera puedo gritar, no puedo hacernada más que llorar de formacompulsiva, sentir que la náusea seacumula en mi garganta. Todo es irreal,como a cámara lenta.

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En ese momento, Tack y Ravenirrumpen de entre los árboles en unestallido de luz, sudando, sin aliento,con linternas, y ella grita y me agarrapor los hombros, y él consigue separar aÁlex y Julián.

—¿Qué cojones estáis haciendo? —y todo recupera la velocidad normal.Julián tose una vez y se tumba en elsuelo. Yo me aparto de Raven y corrohacia él, caigo de rodillas a su lado. Séal momento que tiene la nariz rota. Tienela cara oscurecida por la sangre y susojos son apenas dos ranuras mientrasintenta sentarse.

—Oye —le pongo una mano en el

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pecho, tragándome los espasmos de lagarganta—. Oye, tranquilo, tranquilo.

Julián vuelve a relajarse. Noto quesu corazón late contra mi palma.

—¿Pero qué ha pasado? —gritaTack.

Álex está de pie, un poco alejado dedonde yace Julián. Todo su enfado se haevaporado: por el contrario, pareceperplejo, con las manos laxas a loslados. Mira fijamente a Julián con aireconfuso, como si no supiera cómo hallegado a esa situación.

Me pongo de pie y me acerco a él,sintiendo la furia entre los dedos. Ojalápudiera ponérselos al cuello y ahogarle.

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—¿Se puede saber qué demonios tepasa?

Hablo en voz baja. Tengo que hacerpasar las palabras por el nudo grueso deira que tengo en la garganta.

—Lo… lo siento —susurra Álex.Mueve la cabeza—. Yo no quería… Nosé qué ha sucedido. Lo siento, Lena.

Si sigue mirándome así,suplicándome, intentando hacermecomprender, sé que voy a perdonarle.

—Lena.Da un paso hacia mí, y yo retrocedo.

Durante un momento nos quedamos ahí;siento la presión de sus ojos y tambiénsu sentimiento de culpa. Pero no voy a

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mirarle. No puedo.—Lo siento —repite una vez más,

demasiado bajo para que Raven o Tacklo oigan—. Siento todo lo que hapasado.

Entonces se vuelve y se dirige haciael bosque, donde desaparece.

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Hana

De las arenas movedizas, mi sueño sealza y toma forma.

La cara de Lena.La cara de Lena, que sale flotando

de las sombras. No. No de las sombras.Sale de la ceniza, de una corrienteprofunda de cenizas y carbonilla. Tienela boca abierta. Tiene los ojos cerrados.

Está gritando.Hana, grita llamándome. La ceniza

se precipita como arena en su boca

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abierta, y sé que pronto volverá a estarenterrada de nuevo, obligada al silencio,de vuelta a la oscuridad. Y sé tambiénque no hay forma de alcanzarla, no hayesperanza de salvarla.

Hana, grita mientras yo me quedoinmóvil.

Perdóname, digo yo.Hana, ayúdame.Perdóname, Lena.—¡Hana!Mi madre está de pie en el umbral.

Me incorporo, confusa y aterrorizada.La voz de Lena reverbera en mi mente.He soñado. Se supone que no debosoñar.

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—¿Qué pasa? —su silueta se dibujaen la puerta abierta, detrás de ella solodistingo la pequeña luz nocturna de fuerade mi baño—. ¿Estás enferma?

—Estoy bien.Me paso la mano por la frente y veo

que está húmeda. Estoy sudando.—¿Estás segura? —hace un gesto

como para entrar en el cuarto, pero en elúltimo instante se queda en la puerta—.Has gritado.

—Estoy segura —digo. Y luego,como parece que espera más—. Son losnervios, supongo, por la boda.

—No hay nada en absoluto por loque ponerse nerviosa —dice, irritada—.

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Todo está bajo control. Todo va a salirperfecto.

Sé que se refiere a algo más que laceremonia. Se refiere al matrimonio:todo ha sido dispuesto y coordinado,todo se ha organizado para que salga ala perfección, diseñado para laeficiencia y la belleza.

Mi madre suspira.—Intenta dormir —dice—. Mañana

a las nueve y media vamos a una iglesiaen los laboratorios con los Hargrove. Laprueba final del vestido es a las once. Ydespués está la entrevista con Casa yHogar.

—Buenas noches, mamá —digo, y

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ella se va sin cerrar la puerta. Laintimidad significa menos para nosotrosde lo que significaba en el pasado: esees otro beneficio, un efecto colateral dela cura. Menos secretos.

O menos secretos en la mayoría delos casos.

Voy al baño y me echo agua en lacara. Aunque el ventilador estáenchufado, sigo teniendo calor. Duranteun instante veo la cara de Lena en elespejo, que me mira desde detrás de misojos: un recuerdo, una visión de unpasado enterrado.

Parpadeo. Ya no está.

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Lena

Álex no ha regresado cuando Raven,Tack, Julián y yo volvemos a la casa deseguridad. Julián se ha recuperado einsiste en que puede andar, pero Tack,de todos modos, le pasa un brazo por loshombros. Julián camina de modovacilante y sigue sangrandoprofusamente. En cuanto llegamos a lacasa, Bram y Hunter charlan muyexcitados sobre lo que ha sucedido,hasta que les lanzo la mirada más

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iracunda que puedo. Coral se asoma alumbral parpadeando con airesoñoliento, cubriéndose el estómago conun brazo.

Cuando terminamos de limpiar lasheridas de Julián, Álex no ha vuelto.

—Rota —comenta Julián con vozespesa haciendo una mueca cuandoRaven le pasa un dedo por el puente dela nariz. Y tampoco ha vuelto cuandotodos, por fin, nos tumbamos en nuestroscolchones con nuestras finas mantas yhasta Julián consigue dormir, respirandoruidosamente por la boca.

Cuando nos despertamos, Álex ya haregresado y se ha ido de nuevo. Sus

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cosas no están, tampoco una botella deagua y uno de los cuchillos.

No ha dejado nada más que una nota,que encuentro pulcramente doblada bajouna de mis zapatillas.

La historia de Salomón es la únicaforma que conozco de explicarlo.

Y luego, con letra más pequeña:Perdóname.

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Hana

Quedan trece días para la boda. Losregalos ya han empezado a llegar:cuencos de sopa y pinzas para servir laensalada, jarrones de cristal, montañasde ropa blanca, toallas bordadas connuestras iniciales, y cosas que hastaahora no sabía nombrar: terrinas,ralladores, morteros. Este es el lenguajede la vida adulta, la vida de casada, yme resulta totalmente extraño.

Doce días.

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Me siento frente a la tele y escribotarjetas de agradecimiento. Estos días,mi padre deja al menos un televisorencendido todo el tiempo. Me preguntosi se deberá en parte a que quieredemostrar que podemos permitirnosdespilfarrar electricidad.

Fred sale en pantalla, me parece quees la décima vez hoy. Su cara tiene untono anaranjado por el maquillaje. Elsonido está desconectado, pero sé lo quedice. Los noticieros han estadoinformando una y otra vez sobre elanuncio en torno al Ministerio deEnergía y Electricidad, y sobre losplanes de Fred para la Noche Negra.

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En la noche de nuestra boda, untercio de las familias de Portland,cualquiera de quien se sospeche que essimpatizante o miembro de laResistencia, se verá sumido en laoscuridad.

Las luces arden y brillan paraquienes obedecen; los otros habitaránen las sombras todos los días de suvida (Manual de FSS, Salmo 17). Fredha usado esa cita en su discurso.

Muchas gracias por las servilletasde lino rematadas de encaje Sonexactamente lo que yo habría elegido.

Muchas gracias por el azucarero decristal. Quedará perfecto sobre la mesa

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del comedor.Suena el timbre de la puerta. Oigo

que mi madre se dirige a abrir y elmurmullo amortiguado de voces. Unminuto después, entra en la sala,acalorada, con aire agitado.

—Fred —dice en el momento en queél entra en el cuarto tras ella.

—Gracias, Evelyn —dice con vozcrispada, y ella lo toma como unaindicación para dejarnos a solas. Cierrala puerta por fuera.

—Hola —me pongo de pie,deseando no haberme puesto unacamiseta vieja y unos gastadospantalones cortos. Fred lleva vaqueros

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oscuros y una camisa blanca remangada.Siento que sus ojos me examinan: mipelo sucio, el dobladillo roto de lospantalones, la cara lavada—. No teesperaba.

No dice nada. En este momento haydos Fred que me miran, el de la pantallay el de verdad. El de la pantalla sonríe,se inclina hacia delante, simpático yrelajado. El de verdad está de pie,tenso, mirándome fijamente.

—¿Pasa… pasa algo? —digocuando el silencio se extiende durantevarios segundos. Cruzo la sala y apagola tele, en parte para no tener que ver aFred mirándome y en parte porque no

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soporto ver a más de un Fred.Cuando me vuelvo, contengo la

respiración. El se ha acercado ensilencio, y en este momento está de pie amuy poca distancia, con la cara blancade furia. Nunca antes le he visto así.

—¿Qué…? —empiezo a decir, perome interrumpe.

—¿Qué demonios es esto?Se lleva la mano a la chaqueta y

saca un sobre marrón doblado y lo tiraen el cristal de la mesita de café. Elmovimiento hace que varias fotos sesalgan del sobre y se extiendan por lamesa en abanico.

Ahí estoy, congelada, detenida por la

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lente de la cámara. Clic. Caminando conla cabeza baja junto a una casadestartalada, la de los Tiddle en DeeringHighlands, con la mochila vacía colgadaal hombro. Clic. Desde atrás: saliendode una masa de vegetación, alzando elbrazo para apartar una rama baja. Clic.Dándome la vuelta, sorprendida,recorriendo con la mirada el bosquesituado detrás de mí, a la busca delorigen del sonido, un ruido suave dealgo que se mueve, el clic.

—¿Quieres explicarme —preguntaFred con frialdad— qué hacías enDeering Highlands el sábado?

Una oleada de cólera me atraviesa, y

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también de miedo. Lo sabe.—¿Has hecho que me sigan?—No te creas tan importante —dice

en el mismo tono monocorde—. HugoBradley es amigo mío. Trabaja para elDaily. Estaba haciendo un encargo y tevio dirigirte a Highlands. Por supuesto,le entró curiosidad —su mirada se haoscurecido. Tiene el color del cementohúmedo—. ¿Qué estabas haciendo?

—Nada —digo rápidamente—.Estaba explorando.

—Explorando… —Fred,prácticamente, escupe la palabra—.¿Entiendes, Hana, que Highlands es unbarrio condenado?

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¿Tienes idea del tipo de gente quevive allí? Delincuentes Gente infectada.Simpatizantes y rebeldes. Se apoderande esas casas como las cucarachas.

—Yo no estaba haciendo nada —insisto. Ojalá no se pusiera tan cerca.De pronto, temo que pueda oler elmiedo, las mentiras, como lo hacen losperros.

—Pero estabas allí —dice Fred—.Eso ya es suficientemente malo —aunque nos separan apenas unos pocoscentímetros, se mueve hacia delante.Inconscientemente, retrocedo y mechoco con el televisor, que está detrásde mí—. Acabo de declarar

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públicamente que no vamos a tolerarmás desobediencia civil. ¿Te das cuentade la impresión que causaría si la gentese entera de que mi prometida se pasea aescondidas por Deering Highlands? —se acerca más aún. Ya no me queda sitiopara retroceder, y me obligo a quedarmemuy quieta. Entrecierra los ojos—. Peroquizá era ese el objetivo. Estásintentando avergonzarme. Fastidiar misplanes. Hacerme quedar como un tonto.

La esquina del aparato se me clavaen la parte trasera de los muslos.

—Lo siento, Fred —digo—, pero notodo lo que hago tiene que ver contigo.De hecho, la mayor parte de las cosas

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tienen que ver conmigo.—Muy lista —responde.Durante un instante nos quedamos

así, mirándonos el uno al otro. Se meocurre la idea más tonta. Cuando a Fredy a mí nos emparejaron, ¿dónde estabaeste núcleo duro y frío?, ¿dónde semencionaba entre sus cualidades ycaracterísticas?

Fred retrocede unos centímetros y yome permito respirar.

—Las cosas van a ir muy mal sivuelves allí —dice.

Me obligo a mirarle a los ojos.—¿Eso es una advertencia o una

amenaza?

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—Es una promesa —su boca securva en una pequeña sonrisa—. Si noestás conmigo, estás contra mí. Y latolerancia no es una de mis virtudes.Cassie te lo podría confirmar, pero metemo que últimamente no tiene muchagente con quien hablar.

Se ríe como un ladrido.—¿Qué… qué quieres decir?Ojalá pudiera hablar sin que me

temblara la voz.Entorna los ojos. Yo contengo el

aliento. Durante un instante me da lasensación de que va a admitirlo: lo quele hizo, dónde está. Pero simplementedice:

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—No voy a permitir que eches aperder algo por lo que he luchado tanto.Vas a hacer lo que yo te diga.

—Soy tu prometida —digo—. No tuperro.

Sucede a la velocidad del rayo. Seacerca hasta mí y me pone la mano entorno a la garganta y me deja sinrespiración. El pánico, pesado y negro,se asienta en mi pecho. La saliva se meacumula en la garganta. No puedorespirar.

Los ojos de Fred, fríos eimpenetrables, bailan ante mí.

—Tienes razón —dice. En estemomento se muestra totalmente calmado

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mientras aprieta los dedos alrededor demi garganta. Mi visión se encoge hastaun único punto: esos ojos. Durante uninstante, todo se vuelve oscuro, unparpadeo, y luego ahí está él,mirándome fijamente, hablándome conesa voz como de canción de cuna—. Túno eres mi perro.

Pero aun así vas a aprender a saltarcuando yo te lo diga. Aún así vas aaprender a obedecer.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?La voz llega desde el recibidor. Al

momento, Fred me suelta Trago aire yenseguida empiezo a toser. Me arden losojos Los pulmones tartamudean en mi

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pecho, intentando aspirar más aire.—¿Hola?Se abre la puerta y entra en la sala

Debbie Sayer, la peluquera de mi madre.—¡Ay! —dice, y se detiene. Se pone

colorada cuando nos ve a Fred y a mí—.Alcalde Hargrove —dice—. No queríainterrumpir…

—No nos has interrumpido —diceFred—. Ya me iba.

—Teníamos hora —añade Debbie,insegura. Me mira. Yo me paso la manopor los ojos, están húmedos—. Íbamos ahablar de peinados para la ceremonia…No me habré equivocado con la hora,¿verdad?

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La boda: en este momento parecealgo absurdo, una broma de mal gusto.Este es mi camino: casarme con estemonstruo, que es capaz de sonreír en unmomento y apretarme la garganta alsiguiente. Siento que los ojos se mellenan de lágrimas y me tapo con laspalmas apretando los párpados,haciendo un esfuerzo para que caigan.

—No —tengo la garganta en carneviva—. Tienes razón.

—¿Estás bien? —me preguntaDebbie.

—Hana tiene alergias —respondeFred con fluidez, antes de que yo puedahacerlo—. Le he dicho mil veces que

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pida una receta… —alarga la mano ytoma la mía, me aprieta los dedos conmucha fuerza, pero ella no se da cuenta—. Es muy cabezona.

Retira la mano. Me llevo los dedosdoloridos a la espalda y los flexiono,aún luchando contra las ganas de llorar.

—Mañana nos vemos —dice Fredlanzándome una sonrisa—. No te hasolvidado del cóctel, ¿verdad?

—No me he olvidado —digonegándome a mirarle.

—Bien —cruza la sala. En elvestíbulo, oigo que comienza a silbar.

En cuanto él se va, Debbie se pone acharlar.

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—Tienes tanta suerte… Henry, mipareja, ya sabes, tiene una cara queparece que se la hubiera aplastado unaroca —se ríe—. Pero para mí es unabuena pareja. Somos partidariosacérrimos de tu esposo, o de tu futuroesposo, supongo que debería decir. Leapoyamos mucho.

Coloca un secador, dos cepillos yuna bolsa transparente con horquillas,todo en fila sobre las tarjetas deagradecimiento y las fotos, en las que nose ha fijado.

—¿Sabes? Henry conoció a tu futuromarido hace muy poco, en un acto derecogida de fondos. ¿Dónde habré

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dejado la laca?Cierro los ojos. Quizá todo esto es

solo un sueño: Debbie, la boda, Fred.Quizá me despierte y sea el veranopasado, o hace dos veranos, o cinco,antes de que todo esto fuera real.

—Sabía que iba a ser un granalcalde. No me caía mal Hargrovepadre, y estoy segura de que lo hizo lomejor que pero si quieres mi opinión,era un poco blando. De verdad queríadesmantelar las Criptas… —mueve lacabeza—. Lo que yo digo es que losenterremos allí para que se pudran.

De repente, me doy cuenta de lo queacabo de escuchar.

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—¿Cómo has dicho?Ella continúa con su cepillo, tirando

de aquí y de allá,—No me entiendas mal: Hargrove

padre me caía bien. Pero creo que seequivocaba con cierto tipo de gente.

—No, no —trago saliva—. ¿Qué hasdicho después de eso?

Tira de mi barbilla hacia arriba conbrusquedad y me mira con detalle.

—Bueno, yo creo que deberíanpudrirse en las Criptas. Losdelincuentes, quiero decir, y losenfermos.

Empieza a rizarme el pelo, haciendopruebas para ver cómo queda.

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Tonta, qué tonta he sido.—Y cuando una piensa en cómo

murió…El padre de Fred murió el 12 de

enero, el día de los incidentes, debido ala explosión de las bombas en lasCriptas. La fachada este del edificiosaltó por los aires; de pronto, losprisioneros se encontraron en celdas sinparedes, en patios sin vallas.

Hubo una insurrección masiva. Elpadre de Fred acudió con la policía eintentó restaurar el orden.

Me llegan las ideas rápida ybruscamente, como una nevadaabundante, de modo que se forma una

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pared blanca que no puedo escalar nirodear.

Barbazul mantenía una habitacióncerrada con llave, un lugar secretodonde ocultaba a sus esposas… Cuartoscerrados, pesados cerrojos, mujeres quese pudren en cárceles de piedra…

Posible. Es posible. Encaja. Esoexplicaría la nota, y por qué ella noestaba en el sistema COIE. Puede que lainvalidaran. A algunos presos losinvalidan. Su identidad, su historia, seborra toda su vida. Paf. Con un sencillogolpe de tecla, una puerta metálica secierra, y es como si nunca hubieraexistido.

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Debbie sigue dándole a la lengua:—Que sea en buena hora es lo que

digo yo, y deberían estar agradecidos deque no los matemos allí mismo. ¿Hasoído lo que ha pasado en Waterbury?

Se ríe y el sonido retumba en la sala.En mi cabeza estallan pequeñasexplosiones de dolor.

El sábado por la mañana, en unahora nada más, un enorme campamentode miembros de la Resistencia situado alas afueras de Waterbury fue borrado delmapa. Solo unos pocos de nuestrossoldados resultaron heridos.

Debbie vuelve a ponerse seria.—¿Sabes una cosa? Creo que es

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mejor la luz del piso de arriba, en elcuarto de tu madre. ¿No crees?

Yo me muestro de acuerdo y, antesde que me dé cuenta, me pongo tambiénen movimiento. Subo las escaleras comoflotando por delante de ella. Dirijo lamarcha hacia el dormitorio de mi madrecomo si me deslizara, como si estuvierasoñando, o muerta.

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Lena

Con la marcha de Álex, se apodera denosotros una sensación deembotamiento. Estaba causandoproblemas, pero seguía siendo uno denosotros, uno del grupo, y creo quetodos, salvo Julián, lamentan haberleperdido.

Me muevo como aturdida. A pesarde todo, me consolaba su presencia,verle, saber que estaba a salvo. Ahoraque se ha ido solo, ¿quién sabe lo que

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puede pasarle? Ya no es mío paraperderlo, pero el dolor de la pérdidaestá ahí, la sensación de incredulidad.

Coral está pálida y silenciosa,siempre con los ojos muy abiertos. Nollora. Tampoco come mucho.

Tack y Hunter hablaron de ir enbusca de Álex, pero enseguida Ravenles hizo ver lo absurdo de la idea. Sinduda llevaba muchas horas de ventaja:una persona sola, que se mueverápidamente a pie, es más difícil derastrear que un grupo. Sería una pérdidade tiempo, de recursos, de energía.

—No hay nada que podamos hacer—dijo, con cuidado de no mirarme a la

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cara—, solo dejar que se vaya.Y eso es lo que hacemos. De pronto

no hay lámparas suficientes que puedanacabar con las sombras que a menudo seinterponen entre nosotros, las siluetas deotras personas y otras vidas perdidas enla Tierra Salvaje, en este mundodividido en dos. No puedo evitar pensaren el campamento, y en Pippa, y en lafila de soldados que vimos avanzandopor los bosques.

Ella dijo que había que esperar aque la Resistencia contactara connosotros en un periodo de tres días, peroel tercero llega lentamente a la noche sinque haya aparecido nadie.

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Cada día nos volvemos un poco máslocos. No es ansiedad exactamente.Tenemos comida suficiente, y ahora queTack y Hunter han encontrado un arroyocercano, suficiente agua. La primaveraha llegado: los animales salen y hemosempezado a colocar las trampas conbuenos resultados.

Pero estamos completamenteaislados, no sabemos lo que ha pasadoen Waterbury ni lo que está ocurriendoen el resto del país. Es demasiado fácilimaginar, mientras otra mañana más pasacomo una suave ola por encima de losrobles viejos y altísimos, que somos losúnicos que quedamos en el mundo.

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Ya no puedo soportar más estardentro, bajo tierra. Cada día, después decomer lo que hayamos conseguidoreunir, elijo una dirección y me pongo acaminar, intentando no pensar en Álex yen el mensaje que me dejó, y dándomecuenta de que no puedo pensar en otracosa.

Hoy me dirijo al este. Es uno de mismomentos favoritos del día: ese perfectoinstante cuando la luz es casi líquida,como un chorro de sirope. Sin embargo,no puedo librarme del nudo deinfelicidad que llevo en el pecho. Nopuedo quitarme de la cabeza la idea deque el resto de nuestra vida va a ser así:

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huir y esconderse, y perder las cosasque amamos, y cobijarnos bajo tierra ysobrevivir buscando comida y agua.

La marea no va a cambiar. Nuncamarcharemos de vuelta a las ciudades,triunfantes, gritando nuestra victoria porlas calles. Simplemente, nos partiremosel lomo para buscar alimento aquí hastaque no quede alimento por el quepartirse el lomo.

La historia de Salomón. Es extrañoque Álex eligiera esa historia, de entretodas las que hay en el Manual de FSS,cuando esa era la que me obsesionabatanto tras enterarme de que estaba vivo.¿Pudo haberlo sabido de algún modo?

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¿Podía saber él que yo me sentía justocomo aquel pobre bebé cortado en dos?

¿Estaba intentando decirme que él sesentía igual?

No. Él me dijo que nuestro pasadojuntos, y lo que habíamos compartido,estaba muerto. Me dijo que nunca mehabía amado.

Sigo caminando por el bosque, sinser apenas consciente de adonde medirijo. Las preguntas en mi cabeza soncomo una marea, que me lleva de vueltauna y otra vez a los mismos sitios.

La historia de Salomón. El juicio deun rey. Un bebé cortado en dos y unamancha de sangre que penetra en el

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suelo…En cierto momento, me doy cuenta

de que no tengo ni idea de cuánto tiempollevo deambulando ni de a qué distanciaestá la casa de seguridad. Tampoco heprestado atención al paisaje, un error denovata. Grandpa, uno de los inválidosmás ancianos del hogar de Rochester,nos contaba historias de losduendecillos que supuestamente vivíanen la Tierra Salvaje y se dedicaban acambiar de sitio árboles, rocas y ríos,solo para confundir a la gente. Ningunode nosotros lo creía de veras, pero elmensaje era cierto: la Tierra Salvaje esun caos, un laberinto cambiante que te

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puede desorientar y hacer que tepierdas.

Comienzo a volver sobre mis pasos,buscando sitios donde mis pies hayandejado huellas en el barro, señales devegetación aplastada. Me obligo adesterrar de mi mente cualquierpensamiento sobre Álex. Es demasiadofácil perderse en el bosque: si no tienescuidado, te puede tragar para siempre.

Veo un rayo de luz solar entre losárboles: el arroyo. Justo ayer vine acoger agua y, desde ese punto, seguroque puedo orientarme para regresar.Pero primero, un baño rápido. A estasalturas estoy sudando.

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Me abro paso entre las últimasmatas hasta salir a una orilla amplia, dehierba y cantos, bañada por el sol.

Me detengo.Hay alguien más ahí: una mujer,

agachada, a unos quince metros másabajo en la orilla opuesta, con las manossumergidas en el agua. Tiene la cabezabaja y todo lo que veo es una mata depelo gris veteado de blanco. Durante uninstante barajo la posibilidad de que seareguladora, o soldado, pero inclusodesde esta distancia me doy cuenta deque su ropa no es un uniforme. Lamochila que tiene a su lado es vieja yestá remendada, su camiseta tiene

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manchas amarillas de sudor.Un hombre al que no veo dice algo

que no entiendo, y ella contesta sin alzarla vista:

—Solo un minuto más.Mi cuerpo se pone tenso, me

paralizo. Conozco esa voz.Saca del agua un trozo de tela, una

prenda que ha estado lavando, y se ponede pie. Cuando lo hace, me quedo sinrespiración. Sostiene la tela tensa entrelas dos manos y le da la vueltarápidamente; luego al revés, con lamisma velocidad. El movimientoprovoca un remolino de agua en laorilla.

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Y de repente vuelvo a tener cincoaños, estoy en el lavadero, en Portland,escucho el borboteo gutural del aguajabonosa que se va lentamente por eldesagüe, la miro hacer lo mismo connuestras camisas, nuestra ropa interior,observo las salpicaduras del agua en lasparedes de azulejo, la miro mientras sevuelve y, clip, clip, cuelga la ropa conpinzas en los tendederos que cruzannuestro techo y luego se gira otra vez mesonríe, tarareando para sí misma…

Jabón de lavanda. Lejía. Camisetasque escurren y agua que cae al suelo. Eseste momento. Estoy allí.

Ella está aquí.

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Me ve y se queda paralizada.Durante un instante, no dice nada y meda tiempo a darme cuenta de lo diferenteque es del recuerdo que tengo de ella.Ahora tiene un aspecto mucho más duro,la cara afilada, con muchas líneas yángulos. Pero por detrás detecto otrorostro, como una imagen que ronda justobajo la superficie del agua, una bocaredonda y sonriente, pómulos altos, ojoschispeantes.

Por fin dice:—Magdalena.Yo trago aire. Abro la boca.Digo:—Mamá.

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Durante un interminable minuto nosquedamos así, mirándonos fijamente launa a la otra, mientras el pasado y elpresente siguen convergiendo yseparándose: mi madre entonces, mimadre ahora.

Hace ademán de decir algo. Justo enese momento, dos hombres salen deprisade entre los árboles, en mitad de unaconversación. En cuando me ven, alzanlas armas.

—Esperad —dice mi madre conseveridad levantando una mano—. Estácon nosotros.

No respiro. Suelto aire mientras los

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hombres bajan las armas. Mi madresigue mirándome en silencio, asombraday quizá algo más. ¿Tiene miedo?

—¿Quién eres? —pregunta uno delos hombres. Tiene el pelo rojo,lustroso, veteado de blanco. Parece unenorme gato anaranjado—. ¿Con quiénestás?

—Me llamo Lena —milagrosamente,no me tiembla la voz. Mi madre haceuna mueca de dolor. Ella siempre mellamaba Magdalena, y no le gustabaacortar mi nombre. Me pregunto por quésigue molestándole después de todo estetiempo—. He venido de Waterbury conmás gente.

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Espero que mi madre diga o hagaalgo para indicar que nos conocemos,que soy su hija, pero no lo hace.Intercambia una mirada con sus doscompañeros.

—¿Estás con Pippa? —pregunta elhombre pelirrojo.

Muevo la cabeza.—Pippa se quedó —digo—. Nos

indicó cómo venir hasta aquí, hasta lacasa de seguridad. Nos dijo que vendríala Resistencia.

El otro hombre, que es moreno yenjuto, se ríe brevemente mientras seecha el rifle al hombro.

—Esto es la Resistencia —dice—.

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Yo soy Cap. Este es Max —señala conel dedo al hombre gato—, y esta es Bee—señala con la cabeza a mi madre.

Bee. Mi madre se llama Annabel. Elnombre de esta mujer es Bee. Mi madresiempre se estaba moviendo. Mi madretenía manos suaves que olían a jabón yuna sonrisa como el primer rayo de solque se asomaba sobre un céspedrecortado.

No sé quién es esta mujer.—¿Vas de vuelta hacia la casa? —

pregunta Cap.—Sí —consigo decir.—Te seguimos dice haciendo una

media reverencia que teniendo en cuenta

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donde estamos, parece bastante irónicaSiento que mi madre me mira otra vez,pero en cuanto le devuelvo la mirada,aparta la vista.

Caminamos hasta la casa en silencio,aunque Max y Cap intercambian unaspocas palabras aisladas, casi todas enun código que no puedo comprender. Mimadre, Annabel, Bee, está callada.

A medida que nos acercamos, voyralentizando el paso sin darme cuenta,desesperada por alargar el trayecto,deseando que mi madre diga algo, queme reconozca.

Pero alcanzamos demasiado prontola maltrecha caseta y la escalera que

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lleva al subterráneo. Me quedo atrás ypermito que Max y Cap pasen delante.Espero que mi madre también pille laindirecta y se quede un momento, peroella simplemente sigue a Cap hastaabajo.

—Gracias —dice suavemente alpasar junto a mí.

Gracias.Ni siquiera soy capaz de enfadarme.

Me siento demasiado aturdida,demasiado pasmada por su aparición:esta mujer espejismo con la cara de mimadre. Mi cuerpo es como un vacío; mismanos y mis pies, enormes, comoglobos, como si pertenecieran a otra

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persona. Observo las manos queavanzan a tientas por la pared, veo lospies que bajan las escaleras con unruido, clop, clop, clop.

Durante un instante me quedo al piede la escalera, desorientada. En miausencia, han vuelto todos. Tack yHunter hablan a la vez, contestandopreguntas; Julián se levanta de una sillaen cuanto me ve; Raven se muevepresurosa por el cuarto organizando,dando ordenes.

Y en mitad de todo ello, mi madre,que se quita la mochila y se sienta enuna silla moviéndose con una eleganciade la que no es consciente. Todo el

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mundo se aparta como en un revoloteode excitación, como polillas que giranalrededor de una llama, borronesindiferentes a contraluz. Hasta el cuartoparece distinto ahora que ella está en él.

Esto debe de ser un sueño. Tiene queserlo. Un sueño sobre mi madre que noes de verdad mi madre, sino otrapersona.

—Hola, Lena —Julián me acariciala barbilla con las dos manos y seinclina para darme un beso. Sigueteniendo los ojos hinchados yamoratados. Automáticamente le beso—. ¿Estás bien?

Se separa de mí y yo,

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deliberadamente, evito su mirada.—Sí —le digo—. Ya te lo explicaré

más tarde.Se ha quedado atrapada en mi pecho

una burbuja de aire que me dificultahablar o respirar.

No lo sabe. Nadie lo sabe, exceptoRaven y puede que Tack. Ellos ya hantrabajado antes con Bee.

En este momento, mi madre no memira en absoluto. Acepta una taza deagua de Raven y se pone a beber. Y soloeso, ese movimiento minúsculo, haceque el enfado se desencadene en miinterior.

—Hoy he matado un ciervo —cuenta

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Julián—. Tack lo ha visto en mitad delclaro. Yo no me lo creía, pero…

—Me alegro por ti —le interrumpo—. Has apretado un gatillo.

Julián parece dolido. Llevo díasportándome mal con él. Ese elproblema: eliminas la cura y lascartillas y los códigos, y te quedas sinreglas que obedecer. El amor llega sóloen destellos.

—Es comida, Lena —dicesuavemente—. ¿No me has dichosiempre que esto no era un juego? Yoestoy jugándomelo todo para siempre —hace una pausa—. Para quedarme.

Recalca esta última parte, y sé que

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está pensando en Álex y entonces nopuedo evitar pensar yo también en él.

Tengo que seguir en movimiento,encontrar mi equilibrio, salir de estecuarto sofocante.

—Lena —Raven aparece a mi lado—. Ayúdame a preparar algo de comida,¿vale?

Esta es la regla de Raven. Mantenteocupada. Sigue haciendo lo que hagafalta. Ponte de pie.

Abre una lata. Saca agua.Haz algo.La sigo automáticamente hasta el

fregadero.—¿Se sabe algo del campamento de

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Waterbury? —pregunta Tack.Durante un momento hay silencio.

Mi madre es quien habla:—Desaparecido —dice

simplemente.Raven, sin darse cuenta, corta con

demasiada fuerza una tira de carne secay aparta el dedo, jadeando ychupándoselo.

—¿Qué quieres decir condesaparecido? —la voz de Tack tiene untono severo.

—Borrado —esta vez habla Cap—.Barrido del mapa.

—¡Dios mío! —Hunter se sientapesadamente en una silla. Julián está de

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pie perfectamente rígido, tieso, con lasmanos apretadas El gesto de Tack se havuelto frío. Mi madre, la mujer que erami madre, está sentada con las manosjuntas sobre el regazo, inmóvil, sinexpresión. Solo Raven siguemoviéndose, envolviéndose el dedoherido con un trapo de cocina, cortandola carne seca, una y otra vez, una y otravez.

—¿Y ahora qué? —pregunta Juliáncon la voz tensa.

Mi madre alza la mirada. Algoantiguo y profundo se mueve en miinterior. Sus ojos siguen teniendo el azulque yo recuerdo, inalterado, como un

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cielo al que caer. Como los ojos deJulián.

—Tenemos que movernos —dice—.Proporcionar apoyo donde pueda servir.La Resistencia continúa uniendo fuerzas,aunando a más gente…

—¿Y qué pasa con Pippa? —estallaHunter—. Pippa nos dijo que laesperáramos. Dijo…

—¡Hunter! —dice Tack—. Ya hasoído lo que ha dicho Cap —baja la voz—. Barrido.

Hay otro momento de pesadosilencio. Veo un músculo que se mueveen la mandíbula de mi madre, un nuevotic. Cuando ella se vuelve, observo el

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desvaído número verde que llevatatuado en el cuello, justo bajo la atrozavalancha de irritadas cicatrices,resultado de todas sus operacionesfallidas. Pienso en todos los años quepasó en su diminuta celda sin ventanasen las Criptas, erosionando poco a pocolas paredes con el colgante metálico quemi padre le había regalado, grabando lapalabra amor interminablemente en lapiedra. Y ahora, en este momento, trasmenos de un año de libertad, haingresado en la Resistencia. Más queeso. Está en el núcleo de laorganización.

No conozco a esta mujer en

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absoluto; no sé cómo se ha convertidoen lo que es, o cuándo empezó atemblarle la mandíbula y su pelo empezóa volverse gris, y ella empezó a ponerseun velo sobre los ojos y a evitar lamirada de su hija.

—Bueno, entonces ¿adonde vamos?—pregunta Raven.

Max y Cap se intercambian unamirada.

—Algo se está moviendo por elnorte —dice Max—. En Portland.

—¿Portland? —repito la palabraaunque no tenía intención de hablar. Mimadre alza la mirada hacia mí y me dala sensación de que tiene miedo. Luego

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la baja.—Es la ciudad de la que procedes,

¿no? —me pregunta Raven.Me apoyo en el fregadero, cierro los

ojos un instante y me llega una imagende mi madre en la playa, corriendo pordelante de mí, riendo, levantando arenaoscura, con un amplio vestido verde quele revoloteaba en los tobillos. Abro losojos de nuevo rápidamente y consigoasentir con la cabeza.

—No puedo volver allí.Me salen las palabras con más

fuerza de la que quería y todo el mundose vuelve a mirarme.

—Si vamos a algún sitio, iremos

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todos juntos —dice Raven.—Hay un gran movimiento

clandestino en Portland —dice Max—.La red está creciendo, no ha dejado dehacerlo desde los incidentes. Aquellofue tan solo el principio. Lo que sucedadespués… —mueve la cabeza, los ojosbrillantes—. Va a ser algo grande.

—Yo no puedo ir —repito—, y no loharé.

Me vuelven los recuerdos a todavelocidad: Hana que corre junto a mípor Back Cove, con las zapatillashundiéndose en el barro; los fuegosartificiales del 4 de julio en la bahía,que envían tentáculos de luz por encima

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del agua; Álex y yo, tumbados, riendo,sobre la manta en la casa del número 37de la calle Brooks; Grace, que tiembla ami lado en el dormitorio de la casa detía Carol y me abraza por la cintura consus bracitos delgados, huele a chicle deuva. Capas y capas de recuerdos, unavida que he procurado enterrar y matar,un pasado que estaba muerto, comosiempre ha dicho Raven, pero que ahorasurge de pronto y amenaza conhundirme.

Y con los recuerdos llega elsentimiento de culpa, otra emoción quehe intentado hacer desaparecer contodas mis fuerzas. Los abandoné: a Hana

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y a Grace, también a Álex. Losabandoné y me eché a correr, y nuncamiré atrás.

—No te corresponde a ti decidir —dice Tack.

Raven dice:—No seas niña, Lena.Normalmente, cuando los dos se

unen contra mí, yo me achanto. Pero hoyno. Aplasto el sentimiento de culpa conun puñado de ira. Todo el mundo memira fijamente, pero siento los ojos demi madre como una quemadura, sucuriosidad impasible, como si yo fueraun espécimen de museo, una herramientaantigua y extraña cuya utilidad está

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intentando deducir.—Yo no voy a ir —dejo caer el

abrelatas en la encimera, con demasiadafuerza.

—¿Se puede saber qué te pasa? —dice Raven en voz baja. Pero se hahecho tal silencio en el cuarto que estoysegura de que todo el mundo lo oye.

Tengo la garganta tan tensa que casino puedo tragar. Me doy cuenta, depronto, de que estoy a punto de llorar.

—Pregúntale a ella —consigo deciralzando la barbilla en dirección a lamujer que se llama a sí misma Bee.

Se produce otro momento desilencio. En ese instante, todos los ojos

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se vuelven hacia mi madre. Al menostiene aspecto de culpabilidad, sabe quees una impostora. Esta mujer que quiereencabezar una revolución en nombre delamor y no es capaz siquiera dereconocer a su propia hija.

Justo entonces, Bram baja silbandopor las escaleras. Lleva un cuchillogrande manchado de sangre: ha debidoestar destazando el ciervo. Tambiéntiene la camiseta manchada. Se paracuando nos ve ahí de pie, en silencio.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Quéme he perdido? —y después, al ver a mimadre, Cap y Max—: ¿Quiénes soisvosotros?

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Ver toda esa sangre hace que se merevuelva el estómago. Somos asesinos,todos nosotros. Matamos nuestra vida,nuestro yo, las cosas que nosimportaban. Lo enterramos todo bajoconsignas y excusas. Antes de romper allorar, me aparto bruscamente delfregadero y paso junto a Bram con tantafuria que suelta una exclamación desorpresa. Echo a correr escaleras arribay salgo al exterior, al aire libre y a latarde cálida y al sonido ronco de losbosques que se abren a la primavera.

Pero incluso fuera sientoclaustrofobia. No hay adonde huir. Nohay forma de escapar a la sensación

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aplastante de pérdida, al interminablecansancio del tiempo que separa de mí alas personas y las cosas que he amado.

Hana, Grace, Álex, mi madre, lasmañanas de Portland con el aire cargadode espuma salada del mar y los gritoslejanos de las gaviotas que revoloteabanen círculos, todo roto, hecho añicos,alojado en algún sitio profundo,imposible librarse de todo eso.

Quizá, después de todo, ellostuvieran razón sobre la cura. No soy másfeliz ahora de lo que era cuando creíaque el amor era una enfermedad. Enmuchos aspectos, soy más infeliz.

Solo consigo alejarme unos minutos

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de la casa antes de dejar de lucharcontra la presión que siento en los ojos.Mis primeros sollozos son convulsiones,y me traen un regusto a bilis. Me dejollevar por completo. Me hundo entre lamaleza y el musgo, coloco la cabezaentre las piernas y lloro hasta quedarmesin respiración, hasta que escupo en lashojas que hay bajo mis pies. Lloro portodo lo que he abandonado y porque yotambién he sido abandonada: por Álex,por mi madre, por el tiempo que partióen dos nuestro mundo y nos separó.

Oigo pasos a mi espalda y sé, sinvolverme, que será Raven.

—Vete —digo. Mi voz suena espesa.

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Me paso el dorso de la mano por lasmejillas y la nariz.

Pero es mi madre quien responde:—Estás enfadada conmigo —dice.Dejo de llorar al instante. Todo mi

cuerpo se queda quieto y frío. Ella seagacha a mi lado y, aunque tengocuidado de no alzar la vista, de nomirarla en absoluto, puedo sentirla,puedo oler el sudor de su piel y oír elritmo irregular de su respiración.

—Estás enfadada conmigo —repite,y su voz se quiebra un poco—. Creesque no me importas.

Su voz es igual. Durante años meimaginé una y otra vez esa voz

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pronunciando las palabras prohibidas.Te amo. Recuerda. Eso no puedenquitártelo. Sus últimas palabras antesde irse.

Avanza y se agacha junto a mí. Duda,luego alarga el brazo y coloca la palmade su mano en mi mejilla y presiona deforma que tengo que mirarla. Siento loscallos en sus dedos.

En sus ojos me veo reflejada enminiatura y regreso por el túnel deltiempo hasta un momento anterior a queella se fuera, antes de creer que se habíaido para siempre, cuando sus ojos medaban la bienvenida a cada nuevo día yme acompañaban cada noche, hasta el

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sueño.—Eres incluso más hermosa de lo

que imaginaba —susurra. Ella tambiénestá llorando.

La dura coraza de mi interior serompe.

—¿Por qué? —es todo lo que se meocurre. Sin intención y sin pensarsiquiera en ello, permito que meestreche contra su pecho, que meenvuelva en sus brazos. Lloro en elhueco entre sus clavículas, inhalando elolor de su piel que me sigue siendofamiliar.

Hay tantas cosas que tengo quepreguntarle: ¿Qué te sucedió en las

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Criptas? ¿Cómo permitiste que tellevaran? ¿Dónde fuiste? Pero todo loque puedo decir es:

—¿Por qué no viniste a por mí?Después de todos aquellos años,después de todo aquel tiempo, ¿por quéno viniste?

Luego ya no puedo hablar más, lossollozos se vuelven estremecimientos.

—Chist —presiona sus labios sobremi frente y me acaricia el pelo, comosolía hacer cuando yo era niña. Soy otravez un bebé en sus brazos, indefenso ynecesitado—. Ahora estoy aquí.

Me frota la espalda mientras lloro.Lentamente, siento que la oscuridad me

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abandona, como llevada por elmovimiento de su mano. Por fin puedovolver a respirar. Me arden los ojos ytengo la garganta dolorida, en carneviva. Me aparto de ella, limpiándomelos ojos con la mano, sin que me importela agüilla que me cae de la nariz.

De repente me siento agotada,demasiado cansada para sentirmeherida, demasiado cansada paraenfadarme. Quiero dormir, y dormir.

—Nunca he dejado de pensar en ti—dice mi madre—. He pensado en ticada día, en ti y en Rachel.

—Rachel fue curada —digo. Elagotamiento es algo pesado, una manta

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que aplasta cada sentimiento—. Laemparejaron y se fue. Y tú dejaste queyo pensara que estabas muerta. Todavíaseguiría pensándolo si…

Si no hubiera sido por Alex, pienso,pero no lo digo. Por supuesto, mi madreno conoce la historia de Álex. Noconoce ninguna de mis historias.

Mi madre aparta la mirada. Duranteun instante me parece que va a ponerse allorar otra vez. Pero no lo hace.

—Cuando estaba en ese lugar lejano,pensar en vosotras, mis dos hermosashijas, era lo único que me hacía seguir.Era lo único que me impedía volvermeloca.

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Su voz posee un filo, un trasfondo defuria, y me acuerdo de cuando estuve enlas Criptas con Álex: la asfixianteoscuridad y los ecos de gritosinhumanos, el olor del Pabellón Seis, lasceldas como jaulas.

Yo insisto, testaruda.—Para mí fue duro también. No

tenía a nadie. Y podrías haber venido abuscarme cuando te escapaste. Podríashabérmelo dicho… —se me quiebra lavoz y trago saliva—. Cuando meencontraste en Salvamento… estábamosmuy cerca. Me podrías haber mostradotu cara, podrías haber dicho algo…

—Lena —mi madre alza la mano

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hasta mi cara una vez más, pero esta veznota que me pongo tensa y la deja caercon un suspiro—. ¿Alguna vez has leídoel Libro de las Lamentaciones?

¿Has leído sobre María Magdalena yJosé? ¿Alguna vez has preguntado porqué te puse ese nombre?

—Lo he leído.He leído el Libro de las

Lamentaciones por lo menos diezveces: es el capítulo del Manual de FSSque mejor conozco Buscaba claves, unaseñal secreta de mi madre, suspiros demuertos.

El Libro de las Lamentaciones esuna historia de amor. Es más que eso: es

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una historia de sacrificio.—Solo quena que estuvieras a salvo

—dice mi madre—. ¿Lo comprendes?Que estuvieras a salvo y que fuerasfeliz. Todo lo que yo podía hacer…aunque significara que yo no podríaestar contigo…

Su voz se pone pastosa y tengo queapartar la vista para contener el dolorque se me acumula otra vez. Mi madreenvejeció en un pequeño cuartocuadrado, solo con un poco deesperanza duramente atesorada, palabrasgarabateadas en las paredes día a día,para darse fuerzas.

—Si no lo hubiera creído, si no

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hubiera podido confiar en que… Hubomuchas veces en que pensé en… —seinterrumpe.

No hace falta que termine la frase.Comprendo lo que quiere decir. Huboveces en que deseó morir.

Recuerdo que solía imaginarla aveces de pie, al borde de un acantilado,con un abrigo ondeando al viento. Laveía. Durante un instante se quedabasuspendida en el aire, inmóvil, como unavisión de un ángel. Pero siempre,incluso en mi mente, el acantiladodesaparecía, y la veía caer. Yo mequedaba sin poder hacer nada cuandoella saltaba, con el abrigo ondeando a su

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alrededor. Me pregunto si de algunamanera ella deseaba llegar a mí a travésde los ecos del espacio en aquellasnoches, si yo podía sentirla.

Durante un rato dejamos que elsilencio se extienda entre nosotras. Meseco la cara con la manga. Luego mepongo de pie. Ella se pone de pieconmigo. Me sorprende, como mesorprendió darme cuenta de que ellahabía sido una de las personas que merescataron de Salvamento, ver quetenemos más o menos la misma altura.

—¿Y ahora qué? —pregunto—. ¿Tevas a volver a ir?

—Iré adonde me necesite la

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Resistencia —dice.Aparto la vista.—Así que sí te vas a ir —digo

sintiendo que un peso sordo se instala enmi estómago. Claro. Eso es lo que lagente hace en un mundo desorganizado,en un mundo de libertad donde se puedeelegir. Se van cuando quieren.Desaparecen, regresan, se vuelven a ir.Y tú te quedas sola, a recoger losfragmentos.

Un mundo libre es también un mundofracturado, justo como nos advertía elManual de FSS. Hay más verdad enZombilandia de la que yo quería creer.

El viento sopla levantando el pelo

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de la frente a mi madre. Ella se lovuelve a colocar detrás de la oreja, ungesto que recuerdo de hace años.

—Tengo que asegurarme de que loque me sucedió a mí, todo aquello a loque tuve que renunciar por fuerza, no levuelva a suceder a nadie más —sus ojosencuentran los míos y me obligan amirarla—. Pero yo no quiero irme —añade en voz baja—. Me… me gustaríaconocerte como eres ahora, Magdalena.

Me cruzo de brazos y me encojo dehombros, intentando encontrar parte dela dureza que me he ido construyendodurante el tiempo pasado en la TierraSalvaje.

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—No sé ni por dónde empezar —digo.

Ella abre las manos en un gesto desumisión.

—Ni yo tampoco. Pero podemoshacerlo, creo. Yo puedo, si me dejas —esboza una sonrisa—. Tú también eresparte de la Resistencia, ¿sabes? Esto eslo que hacemos. Luchamos por lo quenos importa. ¿De acuerdo?

La miro a los ojos. Tienen el colorazul claro del cielo que se extiende bienalto por encima de los árboles, un altotecho de color. Recuerdo: playas dePortland, cometas que vuelan, ensaladade pasta, picnics veraniegos, las manos

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de mi madre, una canción de cuna quesuena hasta que me duermo.

—De acuerdo —digo.Volvemos caminando, juntas, hacía

la casa de seguridad.

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Hana

Las Criptas tienen un aspecto distinto delo que recuerdo.

Solo había estado aquí una vez, enuna excursión escolar cuando estaba entercero. Es raro, no recuerdo nada de lavisita, solo que Jen Finnegan vomitó enel autobús de regreso y que olía a atún,incluso después de que el conductorabriera todas las ventanas.

Las Criptas están situadas en lafrontera norte y llegan hasta la Tierra

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Salvaje y el río Presumpscot. Por eso espor lo que tantos prisioneros pudieronescapar durante los incidentes. Lametralla destruyó grandes tramos delmuro fronterizo; los presos queconsiguieron salir de sus celdas huyerondirectamente a la Tierra Salvaje.

Después de los incidentes, fueronreconstruidas y se añadió una nueva ala.Las Criptas siempre fueron de unafealdad monstruosa, pero ahora es peorque nunca: el anexo de acero y cementocontrasta con el antiguo edificio depiedra ennegrecida, con sus cientos deventanas diminutas con barrotes. Hoyhace sol y, más allá del tejado, el cielo

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tiene un color azul profundo. Toda laescena me resulta extraña. Este es unlugar que nunca debería ver la luz delsol.

Durante un instante me quedo frentea las puertas, preguntándome si deberíadarme la vuelta. He llegado en elautobús municipal, que me ha traídodesde el centro, y que iba vaciándose amedida que nos acercábamos aquí. Alfinal, yo compartía el vehículo solo conel conductor y con una mujer grande ymuy maquillada que llevaba un uniformede enfermera. Cuando el autobús se haido, levantando barro y humo, durante uninstante de confusión he pensado en salir

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corriendo detrás de él.Pero tengo que saber. Sea como sea.Así que sigo a la enfermera, que se

dirige arrastrando los pies hacia elguardia situado justo en el lado exteriorde la verja y le muestra suidentificación. El guardia me mira y yo,sin hablar, le paso un papel.

Escanea la copia.—¿Eleanor?Asiento con la cabeza. No confío en

mí misma para hablar. En la fotocopia esimposible distinguir muchos de susrasgos, o identificar el color indistintode su pelo. Pero si el guardia se fija, sedará cuenta de que los detalles no

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encajan: la altura, el color de ojos.Por suerte, no lo hace.—¿Qué le ha pasado al original?—Se me quedó en la secadora —

contesto con prontitud—. He tenido quesolicitar uno nuevo al SVS.

Vuelve la mirada a la fotocopia. Yotengo la esperanza de que no pueda oírmi corazón, que late acelerado y conmucho ruido.

Conseguir la fotocopia no ha sidoningún problema. Una llamada rápida ala señora Hargrove esta mañana, unataza de té, una charla de veinte minutos,el deseo de usar el baño y, en vez deeso, un desvío de dos minutos al estudio

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de Fred. No podía arriesgarme a que meidentificaran como su futura esposa. SiCassie está aquí, es posible que algunode los guardias le conozca a él también.Y si se entera de que he estadohusmeando en las Criptas…

Ya me ha dicho que no debo hacerpreguntas.

—¿Asunto?—Solo… de visita.El guardia gruñe. Me devuelve el

papel y me hace un gesto para que pasecuando las puertas se abren con unestremecimiento.

—Tienes que pasar por el mostradorde visitantes —rezonga. La enfermera

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me lanza una mirada de curiosidad antesde cruzar el patio rápidamente pordelante de mí. Imagino que aquí novienen muchas visitas.

Esa es la idea. Encerrarlos y dejarque se pudran.

Cruzo el patio y paso por una puertapesada de acero reforzado, paraencontrarme en un claustrofóbicovestíbulo de entrada, dominado por undetector de metales y varios guardiasenormes. Para cuando entro por lapuerta, la enfermera ya ha puesto subolso en la cinta y está de pie con lasmanos y los brazos separados mientrasun guardia le pasa un detector por el

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cuerpo, buscando armas. Ella casi no seda cuenta, está ocupada charlando con lamujer que lleva el mostrador derecepción de la derecha, situado detrásde un vidrio a prueba de balas.

—Como siempre —dice—. El bebéme ha tenido en pie toda la noche. Asíque si el 2426 me da más problemashoy, le mando a confinamiento.

—Ya te digo —dice la mujer delmostrador. Luego vuelve la mirada haciamí—. ¿Identificación?

Repetimos exactamente el mismoprocedimiento Paso papel por el huecoen la ventana y explico que el original seha echado a perder.

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—¿Qué deseas? —pregunta.Durante las últimas veinticuatro

horas he estado preparando mi historiacon todo cuidado, pero aun así me doycuenta de que las palabras me salenvacilantes.

—Yo… yo estoy aquí para ver a mitía.

—¿Sabes en qué pabellón está?Muevo la cabeza en sentido

negativo.—No, verá… Yo ni siquiera sabía

que estaba aquí. Quiero decir, me acabode enterar. La mayor parte de mi vida hepensado que estaba muerta.

La mujer no muestra ninguna

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reacción ante esto.—¿Nombre?—Cassandra. Cassandra O’Donnell.Aprieto los puños y me centro en el

dolor que me recorre las manos amedida que ella introduce el nombre enel ordenador. No estoy segura de sitengo la esperanza de que aparezca elnombre.

La mujer niega con la cabeza. Tieneojos azules aguados y una masa de pelorubio muy rizado, que con esta luzparece del mismo tono gris apagado delas paredes.

—Aquí no hay nada. ¿Tienes el mesde ingreso?

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¿Cuántos años hace que Cassiedesapareció? Me acuerdo de haber oídoen la toma de posesión de Fred que notiene pareja desde hace tres años.

Me aventuro a decir algo.—Enero o febrero. Hace tres años.Suspira y se levanta de la silla.—Solo se informatizó el año

pasado.Va a un lugar donde no puedo verla.

Luego vuelve con un libro gordo forradoen cuero, que coloca en su lado delmostrador con un ruido pesado. Pasaunas cuantas páginas. A continuación,abre una ventanilla en la cabina y mepasa el grueso volumen.

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—Enero y febrero —dicebruscamente—. Está todo organizadopor fecha: si pasó por aquí, tiene queestar en el libro.

El libro es muy grande y tiene laspáginas repletas de una escrituramenuda, fechas de ingreso, nombres deinternos y el número de prisionerocorrespondiente. El periodo de enero afebrero llena varias páginas, y me sientoincómoda sabiendo que la mujer meobserva con impaciencia mientrasrecorro lentamente con el dedo lascolumnas de nombres.

Noto una tensión en el estómago. Noestá aquí. Claro, puede que me haya

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equivocado con las fechas, o puede queme haya equivocado del todo. Tal veznunca haya estado en la Criptas.

Me acuerdo de Fred riéndosemientras decía: Últimamente no tienemucha gente con quien hablar.

—¿Has tenido suerte? —pregunta lamujer, sin ningún interés sincero.

—Solo un momento.Una gota de sudor me corre por la

columna. Paso a abril y sigo buscando.Entonces veo un nombre que me

detiene: Melanea O.Melanea. Esa era el segundo nombre

de Cassandra. Me acuerdo de haberlooído en la toma de posesión de Fred y

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de haberlo visto en la carta que robé desu estudio

—Aquí está —digo. Tiene sentidoque Fred no la ingresara con su nombrede verdad. Después de todo, la idea erahacer que desapareciera.

Paso el libro por la ventanilla. Losojos de la mujer van de Melanea O. alnúmero de recluso que se le asignó:2225. Lo introduce en el ordenadormientras lo repite entre dientes.

—Pabellón B —dice—. En el alanueva —introduce más órdenes con elteclado y, por detrás de ella, laimpresora vuelve a la vida con unestremecimiento y de ella sale una

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pequeña etiqueta blanca que llevaimpreso claramente VISITANTEPABELLÓN B. Me la pasa por laventanilla junto con otro libro más fino,también forrado en piel—. Firma con tunombre y rellena la fecha en el libro devisitas, y marca el nombre de la personaa la que vienes a ver. Colócate laetiqueta en el pecho; debe estar visibleen todo momento. Y tendrás que esperara que venga alguien que te acompañe.Pasa por el control de seguridad yllamaré para que te recojan.

Me suelta este último discurso conrapidez, en tono monocorde. Rebusco enel bolso hasta encontrar un boli y

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escribo Eleanor Latterly en la posiciónindicada, rezando para que no preguntepor mi carné de identidad. El libro devisitas es muy fino. En la última semanasolo han venido tres personas.

Han empezado a temblarme lasmanos. Tengo problemas para quitarmela chaqueta cuando los guardias deseguridad me ordenan que la ponga en lacinta. El bolso y los zapatos también seponen en bandejas, y tengo quecolocarme con los brazos y las piernasabiertos, como ha hecho la enfermera,mientras uno de los hombres meinspecciona con pocas contemplaciones,pasándome un detector entre las piernas

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y sobre los pechos.—Despejado —dice, haciéndose a

un lado para que pase. Justo después delcontrol hay una pequeña zona de espera,amueblada con varias sillas baratas deplástico y una mesa. Más allá veo quesalen varios pasillos y hay letreros queindican diferentes pabellones ysecciones del complejo. En un rincónestá puesta una televisión sin sonido: unprograma de política. Aparto los ojosrápidamente, no sea que aparezca Freden la pantalla.

Una enfermera con el pelo negro y lacara grasienta y brillante viene hacia mípor el pasillo con aire enérgico. Lleva

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zuecos de hospital y un uniforme deflores. El nombre de su identificación esJAN.

—¿Tú eres la del Pabellón B? —medice jadeando.

Asiento con la cabeza. Usa perfumede vainilla, demasiado dulce e intenso,pero aun así no puede enmascarar porcompleto los otros olores de este sitio:lejía, olor corporal.

—Por aquí.Camina delante de mí hasta una

puerta doble, que abre con un empujónde cadera.

Más allá de la puerta, el ambientecambia. El pasillo por el que hemos

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entrado es de un blanco reluciente. Estadebe ser el ala nueva. Los suelos, lasparedes, hasta el techo, todo es delmismo recubrimiento sin mancha. Hastael aire huele distinto, más limpio, másnuevo. Hay mucho silencio, pero amedida que avanzamos por el pasillooigo voces amortiguadas, ruido deequipo mecánico, el taconeo de loszuecos de otra enfermera que camina porotro corredor.

—¿Has estado aquí antes? —mepregunta resollando. Niego con lacabeza y me lanza una mirada de soslayo—. Eso pensaba. No recibimos muchasvisitas por aquí. Total, para qué, es lo

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que yo digo.—Acabo de enterarme de que mi

tía…Me interrumpe.—Vas a tener que dejar la bolsa

fuera del pabellón —jadeo, jadeo, jadeo—. Hasta una lima de uñas sirve en casode extrema necesidad. Y tendremos quedarte unas zapatillas. No puedes entraral pabellón con esos cordones. El añopasado, uno de nuestros internos secolgó de una tubería, en un abrir y cerrarde ojos, en cuanto se hizo con unoscordones. Estaba más seco que lamojama. ¿A quién vienes a ver?

Lo dice todo tan deprisa que casi no

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puedo seguir el hilo de la conversación.Se me forma una imagen muy rápida:alguien que cuelga del techo con unoscordones atados a la garganta. En mimente la persona se balancea, dandovueltas a mi alrededor. Es raro: es lacara de Fred la que me imagino, enorme,hinchada, roja.

—He venido a ver a Melanea —observo la cara de la enfermera, esenombre no significa nada para ella—.Número 2225 —añado.

Al parecer, en las Criptas solo seidentifica a la gente por su número,porque la enfermera suelta un gruñido dereconocimiento.

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—No te va a dar ningún problema—dice con aire de complicidad, como siestuviera compartiendo un gran secreto—. Es tan tranquila como un ratón deiglesia. Bueno, no siempre. Me acuerdode los primeros meses, que gritaba ygritaba: «¡Este no es mi sitio! ¡Yo noestoy loca!» —la enfermera se ríe—.Claro, eso es lo que dicen todos. Y siles haces caso, te aburren hablándote dehombrecitos verdes y arañas.

—¿Ella está… está loca, entonces?—pregunto.

—Bueno, no estaría aquí si no loestuviera, ¿no? —dice Jan. Claramente,no espera que conteste. Hemos llegado a

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otra puerta doble, marcada con unletrero que dice: Pabellón B: Psicosis,Neurosis, Histeria.

—Vete y coge un par de zapatillas—continúa con aire alegre, señalando.

Fuera de las puertas hay un banco yuna pequeña estantería de madera, en lacual han dejado varios pares dezapatillas de plástico. Los muebles sonviejos y resultan raros en mitad de todala blancura reluciente.

—Deja tus zapatos y el bolso justoaquí. No te preocupes, nadie te los va aquitar. Los delincuentes están en lospabellones viejos.

Se vuelve a reír.

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Me siento en el banco y tiro de loscordones, deseando haberme puestobotas o zapatos planos en vez de esto.Noto los dedos torpes.

—¿Así que gritaba? —pregunto—.Cuando vino aquí, quiero decir.

La enfermera pone los ojos enblanco.

—Pensaba que su marido intentabaacabar con ella. No hacía más quehablar de una conspiración.

Todo mi cuerpo se pone frío. Tragosaliva.

—¿Acabar con ella? ¿Qué quieredecir?

—No te preocupes —Jan mueve una

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mano—. Enseguida se tranquilizó. Lespasa a la mayoría. En cuanto se toman lamedicación, no dan ni un problema —me toca el hombro—. ¿Estás lista?

No puedo más que asentir, aunque nome siento lista en absoluto. Mi cuerporebosa de la necesidad de dar la vuelta,de salir corriendo. Pero en vez de esome quedo y sigo a Jan, que pasa por lapuerta hasta otro pasillo, tan limpiocomo el anterior, con puertas blancas aambos lados, sin ventanas. Cada pasoparece más seguro que el anterior.Siento el frío del piso a través de lassuelas, que son muy finas, y cada vezque poso el pie, me sube un escalofrío

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hasta la columna.Llegamos a la puerta donde dice

2225 demasiado pronto. Jan da dosgolpes con energía, pero no parece queespere respuesta. Se quita una llave quelleva al cuello y la coloca en el escánersituado a la izquierda de la puerta.

—Hemos renovado todos lossistemas de segundad a raíz de losincidentes. Mola, ¿verdad? —y cuandola puerta se abre con un ruidito, laempuja con firmeza.

—Tienes una visita —dicealegremente entrando en el cuarto.

Este último paso es el más duro.Durante un instante me parece que no

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voy a ser capaz de darlo. Prácticamentetengo que lanzarme hada delantecruzando el umbral, entrando en lacelda. Al hacerlo, me quedo sin aire enlos pulmones.

Está sentada en una silla de plásticode bordes redondeados, mirando por unventanuco con gruesos barrotes dehierro. No se vuelve cuando entramos,aunque distingo su perfil, al que llega laluz que se filtra desde el exterior: lanariz respingona, exquisita bocapequeña, las largas pestañas, su orejarosada como una concha marina y laclara marca de la operación justodebajo. Tiene el pelo largo y rubio, lo

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lleva suelto, casi hasta la cintura. Meparece que debe tener unos treinta años.

Es bella.Se parece a mí.El estómago me da una sacudida.—Buenas —dice con voz fuerte Jan,

como si Cassandra no pudiera oírnos deotro modo, aunque el cuarto es diminuto.Es demasiado pequeño para quequepamos todas, y aunque no hay másque un catre, una silla, un lavabo y uninodoro, parece demasiado Heno—. Tehe traído una visita. Qué agradablesorpresa, ¿verdad?

Cassandra no habla. Ni siquiera seda por aludida.

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Jan pone los ojos en blanco de formamuy expresiva. Me dice sin voz: Losiento. En voz alta dice:

—Venga, vamos, no seasmaleducada. Date la vuelta y saludacomo una niña buena.

En ese momento Cassie se vuelve,aunque sus ojos me pasan por encimacompletamente y van directos ajan.

—¿Me puede traer una bandeja, porfavor? Esta mañana no be desayunado.

Jan se lleva las manos a las caderasy dice con un tono exagerado dereproche, como si estuviera hablandocon un niño:

—Bueno, eso ha sido una tontería

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por tu parte, ¿no?—No tenía hambre —dice Cassie

con sencillez.Jan suspira.—Tienes suerte de que hoy esté de

buen humor —dice con guiño—. ¿No teimporta quedarte sola un minuto? —estapregunta me la dirige a mí.

—Yo…—No te preocupes —dice Jan—. Es

inofensiva —alza la voz y adopta denuevo el tono de forzado optimismo—.Ahora mismo vuelvo. Pórtate bien. Nole causes problemas a tu invitada —sevuelve de nuevo hacia mí—. Si pasacualquier cosa, dale al botón de

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emergencias que está junto a la puerta.Antes de que pueda reaccionar, ya

está en el pasillo y cierra la puerta a suespalda. Oigo el cerrojo que se desliza.El miedo me apuñala, agudo y claro, através de los efectos amortiguadores dela cura.

Durante un momento hay silenciomientras intento recordar lo que habíavenido a decir. El hecho de haberencontrado a la mujer misteriosa esabrumador, y de repente no se me ocurrequé preguntarle.

Sus ojos se vuelven a los míos. Sonde color avellana, muy claros.Inteligentes.

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Nada de locos.—¿Quién eres? —ahora que Jan se

ha ido del cuarto, su voz adopta un tonoacusador—. ¿Qué has venido a haceraquí?

—Me llamo Hana Tate —digo.Aspiro hondo—. Me voy a casar conFred Hargrove el próximo sábado.

El silencio se extiende entrenosotras. Siento que sus ojos merecorren y me obligo a quedarme quieta.

—Sus gustos no han cambiado —dice con tono neutro. Luego se vuelvehacia la ventana.

—Por favor —se me quiebra unpoco la voz. Ojalá tuviera agua—. Me

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gustaría saber lo que sucedió.Sigue teniendo las manos en el

regazo. Debe haber perfeccionado estearte a lo largo de los años: estar sentadasin moverse.

—Estoy loca —dice sin entonación—. ¿No te lo han dicho"?

—Yo no me lo creo —digo, y esverdad. No lo creo. Ahora que estoyhablando con ella, sé con certeza queestá cuerda—. Quiero la verdad.

—¿Por qué? —se vuelve hacia mí—. ¿Qué te importa?

Para que no me suceda a mí. Parapoder detenerlo. Esa es la verdadera yegoísta razón. Pero no puedo decir eso.

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Ella no tiene ningún motivo paraayudarme. Ya no se nos educa para quenos preocupemos por las personas queno conocemos.

Antes de poder pensar en algo quedecir, se ríe: un sonido seco, como si nohubiera usado la garganta en muchotiempo.

—Quieres saber lo que hice, ¿no?Quieres estar segura de que no cometesel mismo error.

—No —digo, aunque por supuestotiene razón—. Eso no es lo que yo…

—No te preocupes —dice—. Locomprendo —una sonrisa iluminabrevemente su rostro. Se mira las manos

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—. Me emparejaron con Fred cuando yotenía dieciocho años —dice. No fui a launiversidad. El era mayor. Habíantenido problemas para encontrarle unapareja. Era muy quisquilloso, y se lepermitía serlo porque su padre era quienera. Todo el mundo decía que yo habíatenido mucha suerte —se encoge dehombros—. Estuvimos casados cincoaños.

Eso significa que es más joven de loque yo creía.

—¿Qué pasó? —pregunto.—Se cansó de mí —esto lo afirma

con rotundidad. Sus ojos se posan en losmíos un instante—. Y yo era un lastre.

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Sabía demasiado.—¿Qué quieres decir? —me gustaría

sentarme en el catre: me siento un pocomareada y las piernas me pesan. Perome da miedo moverme. Me da miedohasta respirar. En cualquier momento mepuede ordenar que me vaya. No me debenada.

No me contesta directamente.—¿Sabes lo que le gustaba hacer

cuando era pequeño? Solía atraer hastasu casa a los gatos del vecindario, lesdaba leche, atún, se ganaba su confianza.Y luego los envenenaba. Le gustabaverlos morir.

El cuarto parece más pequeño que

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nunca, sofocante y sin aire.Vuelve a mirarme una vez más. Su

mirada serena y firme me desconcierta.Tengo que hacer un esfuerzo para noapartar los ojos.

—A mí también me envenenó —dice—. Estuve enferma durante meses ymeses. Por fin me lo contó. Ricino en elcafé. Lo suficiente para mantenerme encama, enferma, dependiente. Me lo dijopara que supiera de lo que era capaz —hace una pausa—. Mató a su propiopadre, ¿sabes?

Por primera vez, me pregunto si noestará loca después de todo Quizá laenfermera tenía razón, quizá este sea su

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sitio. Esa idea supone una liberación.—El padre de Fred murió durante

los incidentes —digo—. Le mataron losinválidos.

Me mira con pena.—Lo sé —como si me leyera la

mente, añade—. Tengo ojos y oídos. Lasenfermeras hablan. Y, por supuesto, yoestaba en el ala antigua cuandoexplotaron las bombas —baja la miradahasta sus manos—. Se escaparontrescientos prisioneros. Y unos cuantosmurieron. Yo no tuve la suerte de estaren ninguno de esos dos grupos.

—Pero ¿qué tiene eso que ver conFred? —pregunto. Se me cuela un

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quejido en la voz.—Todo —dice. Su tono se vuelve

acerado—. Fred quería que tuvieranlugar los incidentes. Quería que lasbombas explotaran. Trabajó con losinválidos, ayudó a planearlo.

No puede ser verdad. No puedocreerla. No voy a creerla.

—Eso no tiene ningún sentido.—Tiene todo el sentido del mundo.

Fred debe haberlo planeado duranteaños. Trabajó con la ASD, ellos teníanla misma idea. El quería demostrar quesu padre se equivocaba respecto a losinválidos, y quería que su padremuriera. Así se vería que él tenía razón

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y sería alcalde.Una sacudida me recorre la columna

vertebral cuando menciona la ASD. Enmarzo, durante una enormeconcentración de esa organización enNueva York, los inválidos atacaron ymataron a treinta ciudadanos e hirieron amuchos más. Todos lo compararon conlos incidentes, y durante semanas seincrementó la seguridad por todaspartes: se escaneaban los carnés deidentidad, se hicieron búsquedas envehículos, redadas en casas, y seredoblaron las patrullas callejeras.

Pero también hubo otros rumores:algunas personas decían que Thomas

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Fineman, el presidente de la ASD, sabíacon antelación lo que iba a suceder yque incluso había permitido que pasara.Luego, dos semanas más tarde, fueasesinado.

No sé qué creer. Me duele el pechopor una emoción que no recuerdo cómose nombra.

—Me caía bien el señor Hargrove—dice Cassandra—. Yo le daba pena.Sabía cómo era su hijo. Me visitaba devez en cuantío, después de que Fred mehiciera encerrar, gracias a que consiguiógente que testificó que yo era unalunática. Amigos. Médicos. Meinternaron en este sitio de por vida —

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señala el pequeño cuarto blanco, sutumba—. Pero el señor Hargrove sabíaque no estaba loca. Me contaba historiasdel mundo exterior. Les buscó a mimadre y a mi padre un sitio donde viviren Deering Highlands. Fred tambiénquería silenciarlos a ellos. Debe haberpensado que yo les había contado que…Debe haber pensado que ellos sabían loque yo sabía —mueve la cabeza—. Peroyo no se lo conté. Ellos no sabían nada.

Así que los padres de Cassie sevieron forzados a vivir en Highlands,como la familia de Lena.

—Lo siento —digo. Es lo único quese me ocurre, aunque sé lo endeble que

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suena.Ella no parece oírme.—Ese día, cuando explotaron las

bombas, el señor Hargrove había venidode visita. Me trajo chocolate —sevuelve hacia la ventana. Me pregunto enqué pensará, está de nuevocompletamente quieta, su perfil dibujadocon la escasa luz solar—. Me oído quemurió intentando restaurar el orden.Entonces me sentí triste por él. Es raro,¿verdad? Pero supongo que al final Fredconsiguió acabar con los dos.

—¡Aquí estoy! ¡Más vale tarde quenunca!

La voz de Jan hace que me

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sobresalte. Me doy la vuelta: entra porla puerta trayendo una bandeja deplástico con un pequeño vaso deplástico con agua y un pequeño cuencode plástico con una papilla grumosa deavena. Me hago a un lado mientrasdeposita la bandeja en el catre. Noto quelos cubiertos son de plástico también.Claro, no puede haber metal. Nicuchillos tampoco.

Me acuerdo del hombre que se colgócon los cordones de los zapatos, cierrolos ojos y en vez de eso pienso en labahía. La imagen se quiebra en las olas.Vuelvo a abrirlos.

—Bueno, ¿qué te parece? —dice Jan

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alegremente—. ¿Quieres comer ahora?—La verdad es que creo que voy a

esperar —dice con voz suave Cassie.Sus ojos siguen dirigidos al exterior dela ventana—. Se me ha pasado elhambre.

Jan me mira y pone los ojos enblanco como diciendo: Majaretas.

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Lena

No perdemos tiempo en abandonar lacasa de seguridad una vez se hadecidido: vamos a ir a Portland todosjuntos en grupo, para unirnos a laResistencia de allí y añadir nuestrafuerza a los agitadores. Se prepara algogrande, pero Cap y Max se niegan acomentar nada al respecto, y mi madrealega que, de todos modos, solo conocenunos pocos detalles. Ahora que ha caídoel muro que nos separaba, ya no me

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resisto a volver a Portland. De hecho,una pequeña parte de mí incluso loespera con impaciencia.

Mi madre y yo hablamos junto alfuego de campamento mientrascomemos. Nos quedamos a hablar hastabien entrada la noche, hasta que Juliánasoma la cabeza por la tienda,desorientado y con cara de sueño, y medice que tendría que dormir un poco, ohasta que Raven nos da una voz para quenos callemos.

Hablamos por la mañana. Hablamosmientras caminamos.

Hablamos de cómo ha sido mi vidaen la Tierra Salvaje, y la suya. Me

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cuenta que incluso cuando estaba en lasCriptas, ya estaba metida en laResistencia. Había un topo, uninfiltrado, un curado que aun asísimpatizaba con la causa y que trabajabade guardia en el Pabellón Seis, dondeella estaba presa. Le echaron la culpa deque ella escapara y le encerraron a éltambién.

Me acuerdo de él: le vi hecho unovillo, como un feto, en una esquina deuna celda diminuta de piedra. Pero estono se lo he contado a mi madre. No le hecontado que Álex y yo conseguimosentrar en las Criptas, porque esoimplicaría hablar de él. Y no puedo

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hablar de él, ni con ella ni con nadie.—Pobre Thomas —mi madre mueve

la cabeza—. Se esforzó mucho para quele pusieran en el Pabellón Seis. Mebuscó —mira de soslayo—. Conocía aRachel, ¿sabes?, desde hacía mucho.Creo que nunca pudo superar habertenido que renunciar a ella. Siguióestando enfadado, incluso después de suoperación.

Aprieto bien los ojos al mirar al sol.Me vuelven imágenes largo tiempoenterradas: Rachel encerrada en suhabitación, negándose a salir y a comer;la cara pálida y pecosa de Thomas en laventana, diciéndome por gestos que le

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deje entrar; yo, agachada en un rincón eldía que se llevaron a Rachel a rastras alos laboratorios, viéndola dar patadas ygritar enseñando los dientes, como unanimal.

Yo debía tener ocho años. Solohabía pasado un año desde la muerte demi madre, o desde que me dijeron quehabía muerto.

—Thomas Dale —suelto. Me hequedado con el nombre durante todosestos años.

Mi madre pasa la mano con airedistraído por la hierba. Al sol, su edad ylas arrugas se hacen más evidentes.

—Casi no me acordaba de él. Y por

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supuesto, cuando le volví a ver, habíacambiado un montón. Habían pasadotres, cuatro años. Me acuerdo de que lepillé merodeando cerca de casa una vezque volví pronto del trabajo. Se asustómuchísimo. Pensaba que le iba adenunciar —suelta una carcajada—. Esofue justo antes de que… me llevaran.

—Y él te ayudó —digo. Intentoaclarar mentalmente los detalles de sucara, recuperarlos del olvido, pero todolo que veo es una figura mugrienta hechaun ovillo en el suelo de una celdaasquerosa.

Mi madre asiente.—No consiguió olvidar del todo lo

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que había perdido. Conservó una parte.A veces les pasa, ¿sabes?, a algunaspersonas. Siempre pensé que eso era loque le había pasado a tu padre.

—Entonces, ¿papá estaba curado?No sé por qué me siento tan

decepcionada. Casi ni me acuerdo de él:murió de cáncer cuando yo tenía un año.

—Sí, lo estaba —a mi madre letiembla la barbilla—. Pero había vecesen que yo sentía… Había veces en queparecía como si todavía pudierasentirlo, solo durante un instante. Quizáeran solo imaginaciones mías. Noimporta. Yo le amaba de todos modos.Él era muy bueno conmigo.

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Inconscientemente se lleva la manoal cuello como buscando el colgante quellevaba, la insignia militar del abuelo,que mi padre le regaló. La usó paraabrirse un túnel y escapar de las Criptas.

—El colgante —digo—. Aún no teacostumbras a no tenerlo.

Se vuelve hacia mí entrecerrando losojos. Consigue esbozar una pequeñasonrisa.

—Hay algunas pérdidas que nuncase superan.

También le hablo a mi madre sobremi vida, en especial de lo que hasucedido desde que vine de Portland, yde cómo llegué a implicarme con Raven,

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Tack y la Resistencia. De vez en cuando,sacamos a relucir recuerdos de la épocade antes: el tiempo perdido antes de queella se fuera, antes de que mi hermanafuera curada, antes de que a mí mellevaran a casa de tía Carol. Pero nomuy a menudo.

Como dice mi madre, hay pérdidasque nunca se superan.

Algunos temas siguen siendo tabú.Ella no me pregunta qué me impulsó acruzar, y yo no se lo cuento tampoco.Conservo la nota de Álex en un pequeñobolsito de cuero que llevo al cuello, unregalo de mi madre. Se lo compró a unbuhonero a comienzos de año, pero es

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un recuerdo de una vida pasada, comollevar la foto de alguien que está muerto.

Mi madre sabe, por supuesto, que hedescubierto el camino del amor. De vezen cuando, la pillo mirándome cuandoestoy con Julián. La expresión de sucara, orgullo, dolor, envidia y amor todomezclado, me recuerda que no solo esmi madre, sino una mujer que ha luchadotoda su vida por algo que nunca haexperimentado de verdad.

Mi padre estaba curado. Y no sepuede amar, no plenamente, a menos queese amor sea correspondido.

Me duele por ella. Es un sentimientoque odio y del que, de algún modo, me

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avergüenzo.Julián y yo hemos encontrado de

nuevo nuestro ritmo. Es como sihubiéramos saltado por encima de lasúltimas semanas, por encima de la largasombra de Álex, y hemos aterrizadolimpiamente al otro lado. Nunca noscansamos el uno del otro. Me asombrauna vez más cada parte de él: sus manos,su modo amable y grave de hablar, todaslas formas distintas en que se ríe.

Por la noche, en la oscuridad, nosvolvemos el uno hacia el otro. Nosperdemos en el ritmo nocturno, en losgritos, aullidos y gruñidos de losanimales de fuera. Y a pesar de los

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peligros de la Tierra Salvaje y de laamenaza constante de los reguladores ylos carroñeros, me siento libre porprimera vez en lo que parece unaeternidad.

Una mañana, salgo de la tienda y meencuentro que Raven se ha quedadodormida y en realidad son Julián y mimadre quienes están atizando el fuego.Están de espaldas a mí y se ríen poralgo. Se elevan finos hilillos de humo enel aire primaveral. Durante un momentome quedo completamente inmóvil,aterrorizada, sintiendo como si estuvieraal borde de algo: si me muevo, si doy unpaso hacia delante o hacia atrás, la

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imagen se desvanecerá en el viento yellos se volverán polvo.

En ese momento, Julián se gira y meve.

—Hola, guapa —dice. Sigueteniendo moretones en la cara, aúnhinchada en algunos sitios, pero sus ojosmantienen el color exacto del cielo de lamañana temprana. Cuando sonríe, meparece la cosa más bella que he vistonunca.

Mi madre agarra un cubo y se ponede pie.

—Iba a darme un baño —dice.—Te acompaño —digo.Al meterme en el arroyo de aguas

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aún heladas, el viento me pone la piel degallina. Un grupo de golondrinas sedesliza por el cielo y el agua trae unligero sabor a tierra. Mi madre tarareauna canción, un poco más abajo. Esta noes la felicidad que yo hubieraimaginado. No es lo que elegí.

Pero es suficiente. Es más quesuficiente.

En la frontera con Rhode Island nosencontramos con otro grupo de unosveintitantos habitantes de un hogar, quetambién se dirigen a Portland. Todosmenos dos apoyan a la Resistencia, y los

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dos que no quieren luchar no se atrevena quedarse solos. Nos estamosaproximando a la costa y se ven portodas partes los desechos de la antiguavida. Nos encontramos con una enormeestructura de cemento en forma decolmena, que Tack identifica como unantiguo aparcamiento de varias plantas.

Hay algo en la estructura que meproduce ansiedad. Es como un altísimoinsecto de piedra con cientos de ojos.Todo el grupo se queda en silenciomientras pasamos junto a él. Se meerizan los pelos de la nuca y, aunque séque es absurdo, no puedo sacudirme laidea de que nos están vigilando.

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Tack, que dirige el grupo, alza lamano. Todos nos detenemosbruscamente. Inclina la cabeza como siintentase oír algo. Contengo el aliento.Todo está en silencio, salvo por lossonidos de los animales del bosque y elsuave canto del viento.

En ese momento nos cae unmontoncito de fina grava, como sialguien, por descuido, la hubieraempujado con el pie desde alguno de lospisos superiores de la construcción.

Al instante, todo se vuelve un caos.—¡Agachaos, agachaos! —grita

Max, mientras todos nos lanzamos a pornuestras armas, sacando rifles y

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escondiéndonos entre la maleza.—¡Cuuuu-iiiii!La voz, el grito, nos paraliza. Alzo

la cabeza hacia el cielo, protegiéndomelos ojos del sol. Durante un instante meparece estar soñando.

Pippa ha salido de las cavernas dela colmena y está de pie en una cornisabañada por el sol, saludándonos con unpañuelo rojo, sonriendo.

—¡Pippa! —grita Raven con vozestrangulada. Solo entonces me lo creo.

—Hola a todos —nos grita Pippa asu vez. Y lentamente, de detrás de ellasale más y más gente: una masa de genteflaca, andrajosa, que llena las diferentes

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plantas del aparcamiento.Cuando por fin Pippa llega a la

planta baja, inmediatamente es tragadapor Tack, Raven y Max. Beast, quetambién está vivo, sale a la luz justodetrás de ella, y casi me parecedemasiado para creerlo. Durante uncuarto de hora no hacemos más quegritar y reír y hablar todos a la vez, sinque se entienda ni una sola palabra de loque decimos.

Por fin, Max consigue hacerse oírpor encima del caos de voces y risas.

—¿Qué pasó? —está riendo, sinaliento—. Oímos que no habíasobrevivido nadie. Que había sido una

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masacre.Al momento, Pippa se pone seria.—Fue una masacre —dice—.

Perdimos a cientos de personas.Llegaron los tanques y rodearon elcampamento. Usaron gaseslacrimógenos, ametralladoras, bombas.Fue un baño de sangre. Los gritos… —se interrumpe—. Fue horrible.

—¿Cómo conseguisteis salir? —pregunta Raven. Todos nos hemosquedado en silencio. Ahora parecehorrible que hace solo un segundoestuviéramos todos riendo y celebrandoque Pippa esté a salvo.

—Casi no tuvimos tiempo —dice

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Pippa—. Intentamos advertir a todo elmundo. Pero ya podéis imaginar cómofue: un caos. Nadie hacía caso.

Por detrás de ella, los inválidos vansaliendo del aparcamiento a la luz delsol con aire cauto, con los ojos muyabiertos, en silencio, nerviosos, comosupervivientes de un huracán que sesorprenden de que el mundo sigaexistiendo. No puedo imaginarme lo quehabrán presenciado en Waterbury.

—¿Cómo conseguisteis evadir elcerco de tanques? —pregunta Bee. Aúnme resulta raro pensar en ella como mimadre cuando se comporta así, comouna curtida combatiente de la

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Resistencia. De momento, me contentocon permitirle una doble existencia—, aveces es mi madre y a veces es unalíder, una luchadora.

—No salimos corriendo —dicePippa—. No hubo oportunidad. Toda lazona estaba hasta arriba de soldados.Nos escondimos.

Le cruza la cara un gesto de dolor.Abre la boca, como para seguirhablando, pero luego vuelve a cerrarla.

—¿Dónde os escondisteis? —InsisteMax.

Pippa y Beast se intercambian unamirada indescifrable. Durante uninstante, me da la sensación de que

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Pippa no va a contestar. Algo sucedió enel campo, algo que no nos quierencontar.

Luego tose y vuelve la mirada aMax.

—En el lecho del río, al principio,antes de que empezaran los disparos.Poco después empezaron a caer loscuerpos. Y nos protegimos con ellos.

—¡Dios mío! —Hunter se lleva elpuño al ojo derecho. Parece como sifuera a vomitar. Julián se aparta dePippa.

—No teníamos elección —dice ellacon severidad—. Además, ya estabanmuertos. Al menos sus cuerpos sirvieron

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para algo.—Nos alegramos de que lo

consiguierais, Pippa —diceamablemente Raven, y le pone una manoen el hombro. Pippa se vuelve haciaella, agradecida, con una expresiónilusionada, abierta, como la de uncachorro.

—Pensaba enviaros noticias a lacasa de seguridad, pero me imaginé queya os habríais ido —dice—. No quisearriesgarme habiendo tropas en la zona.Demasiado visible. Así que nosdirigimos al norte. Nos encontramos conla colmena por casualidad —señala conla barbilla la enorme estructura del

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aparcamiento. Es verdad que parece unacolmena gigante ahora que hay figuras,medio en sombras, que nos miran desdedistintos niveles, flotando en distintosplanos de luz y luego retirándose denuevo a la oscuridad—. Pensamos queera un buen sitio para escondernos untiempo y esperar a que se calmaran lascosas.

—¿Cuánta gente tienes? —preguntaTack. Han bajado decenas y decenas depersonas y están de pie, agrupadasjuntas, un poco por detrás de Pippa,como una jauría de perros que han sidogolpeados y han pasado hambre y poreso son sumisos. Su silencio resulta

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desconcertante.—Más de trescientos —dice Pippa

—. Casi cuatrocientos.Un número enorme; con todo, solo

una fracción de la cantidad de gente queestaba acampada en las afueras deWaterbury. Durante un instante me llenala rabia ciega, ardiente. Queríamoslibertad de amar, y en lugar de eso noshemos convertido en salvajes, enluchadores. Julián se acerca a mí y mepasa la mano por el hombro permitiendoque me apoye en él, como si supiera loque estoy pensando.

—No hemos visto señales de lossoldados —dice Raven—. Yo supongo

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que vendrían de Nueva York. Si teníantanques, deben haber usado alguna delas carreteras de servicio a lo largo delHudson. Es de esperar que hayan vueltoal sur.

—Misión cumplida —dice Pippacon amargura.

—No han conseguido nada —mimadre interviene de nuevo, pero ahorasu voz es más suave—. La lucha no haterminado, solo está empezando.

—Nos dirigimos a Portland —diceMax—. Tenemos amigos allí muchos.Entonces será la hora de devolver elgolpe —añade con repentina fiereza—.Ojo por ojo.

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—Y todo el mundo se queda ciego—dice Coral en voz baja.

Todo el mundo se vuelve a mirarla.Apenas ha hablado desde que Álex sefue, y yo la he evitado cuidadosamente.Siento su dolor como una presenciafísica, una energía oscura y absorbenteque la consume y la rodea y que me hacecompadecerla, al tiempo que me irrita.Es un recuerdo de que él ya no era míopara perderlo.

—¿Qué has dicho? —pregunta Maxcon una agresividad apenas disimulada.

Coral aparta la vista.—Nada —dice—. Es solo algo que

oí una vez.

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—No tenemos opción —insiste mimadre—. Si no luchamos, acabarán connosotros. No se trata de devolver elgolpe —lanza una mirada a Max, quegruñe y se cruza de brazos—. Es unacuestión de supervivencia.

Pippa se pasa una mano por lacabeza.

—Mi gente está débil —dice por fin—. Nos hemos estado alimentando conlo que encontrábamos por el bosque,ratas sobre todo.

—En el norte habrá comida —diceMax—. Pertrechos. Como he dicho, laResistencia tiene amigos en Portland.

—No estoy segura de que consigan

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llegar —dice Pippa bajando la voz.—Bueno, aquí tampoco os podéis

quedar —apunta Tack.Pippa se muerde el labio e

intercambia una mirada con Beast. Élasiente.

—Tiene razón, Pip —dice Beast.Por detrás de Pippa, de repente,

interviene una mujer. Está tan delgadaque parece como si hubiera sido talladaen madera.

—Iremos —su voz suenasorprendentemente profunda y fuerte. Ensu rostro hundido, naufragado, sus ojosbrillan como dos carbones ardientes—.Lucharemos.

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Pippa suelta el aire despacio. Luegoasiente.

—De acuerdo, entonces —dice—.Iremos a Portland.

A medida que nos acercamos a laciudad, a medida que la luz y el terrenose van haciendo más familiares, convegetación frondosa y olores queconozco desde la infancia, de misrecuerdos más antiguos, empiezo atrazar mis planes.

Nueve días después de abandonar lacasa de seguridad, ahora que somosmucho más numerosos, atisbamos por

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primera vez una de las vallas fronterizasde Portland. Solo que ya no es una valla.Es una alta pared de cemento, unalámina de piedra sin rostro, manchadade un rosa sobrenatural a la luz delamanecer.

Me quedo tan sorprendida que medetengo.

—¿Qué demonios…?Max camina detrás de mí y tiene que

evitarme en el último momento.—Obra reciente —dice—. Han

reforzado los controles fronterizos. Hanintensificado el control por todas partes.Portland está dando ejemplo.

Mueve la cabeza y murmura algo.

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Esta imagen, la visión de un muroconstruido hace poco, ha hecho que micorazón se desboque. Me fui de laciudad hace menos de un año, pero ya hacambiado. Se apodera de mí el miedo aque todo sea distinto también dentro deese muro. Quizá no reconoceré ningunacalle. Quizá no seré capaz de encontrarel camino hasta la casa de tía Carol.

Tal vez no pueda encontrar a Grace.No puedo evitar preocuparme

también por Hana. Me pregunto dóndeestará una vez que entremos en la ciudaden masa, los niños rechazados, los hijospródigos, como los ángeles que sedescriben en el Manual de FSS, que

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fueron arrojados del paraíso por habercontraído la enfermedad, expulsados porun dios colérico.

Pero recuerdo que mi Hana, la Hanaque conocí y amé, ya no existe.

—No me gusta —digo.Max se gira para mirarme, un lado

de su boca curvado en una sonrisa.—No te preocupes —dice—. No

seguirá en pie mucho tiempo.Me guiña un ojo.Vaya. Más explosiones. Eso tiene

sentido: de alguna forma tenemos queintroducir a un gran número de personasen la ciudad.

Un silbato agudo, débil, rompe el

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silencio de la mañana. Beast. Pippa y élse han adelantado al grupo esta mañanapara explorar recorriendo el perímetrode la ciudad, buscando a otros inválidoso señales de un campamento o un hogar.Nos volvemos hacia el sonido.Llevamos caminando desde medianoche,pero en este momento encontramos unaenergía renovada y nos movemos másrápido que durante todo el trayecto.

Los árboles nos escupen al borde deun amplio claro. La vegetación ha sidoestrictamente recortada y ante nosotrosse extiende un largo camino de césped,bien cuidado, que medirá mediokilómetro. En el hay caravanas

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colocadas sobre ladrillos y bloques decemento, al igual que remolques decamión oxidados y mantas colgadas delas ramas de los árboles para formarimprovisados doseles. La gente ya semueve en torno al campamento y el airehuele a madera quemada.

Beast y Pippa están de pie un pocoaparte, conversando con un hombre altode pelo rubio rojizo en el exterior deuna de las caravanas.

Raven y mi madre empiezan a dirigirel grupo hacia el claro. Yo me quedodonde estoy, paralizada. Julián, al darsecuenta de que no estoy con el grupo, sevuelve hacia mí.

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—¿Qué pasa? —pregunta. Tiene losojos rojos. Ha estado haciendo más quela mayoría: explorar, buscar comida,hacer guardia mientras el restodormíamos.

—Yo… yo sé dónde estamos —digo—. He estado aquí antes.

No digo que con Álex. No hace falta.Julián parpadea.

—Vamos —dice. Su voz suenaforzada, pero alarga el brazo y me tomala mano. Se le han encallecido laspalmas, pero me sigue tocando conternura.

Instintivamente busco en la línea decaravanas, intentando identificar la que

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Álex se había apropiado. Pero eso fue elverano pasado, era de noche y yo estabamuerta de miedo. No recuerdo ningunade sus características, salvo el techoenrollable de lona, que no se distinguiríadesde donde me encuentro.

Siento un breve aleteo de esperanza.Quizá Álex esté aquí. Quizá haya vueltoa territorio conocido.

El hombre rubio habla con Pippa.—Habéis llegado justo a tiempo —

dice. Es mucho mayor de lo que parecíadesde lejos, por lo menos tiene cuarentaaños, aunque no tiene cicatriz en elcuello. Obviamente, no ha pasado muchotiempo en Zombilandia—. El juego

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comienza mañana a las doce.—¿Mañana? —repite Pippa. Tack y

ella intercambian una mirada. Julián meaprieta la mano. Siento una corriente deansiedad—. ¿Por qué tan pronto? Sítuviéramos más tiempo para planear…

—Y más tiempo para alimentarnos—interrumpe Raven—. La mitad denuestra gente está muerta de hambre. Novan a poder luchar mucho.

El hombre rubio extiende los brazos.—No ha sido cosa mía. Nos estamos

coordinando con nuestros amigos delotro lado. Mañana tenemos nuestramejor oportunidad de entrar. Una partesignificativa del personal de seguridad

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estará ocupada, hay un evento públicoen la zona de los laboratorios. Esosignifica que se los llevarán delperímetro para proteger eseacontecimiento.

Pippa se frota los ojos y suspira. Mimadre interviene:

—¿Quién va primero?—Aún estamos decidiendo los

últimos detalles —dice—. No sabíamossi la Resistencia había hecho correr lavoz. No sabíamos si podíamos esperaralguna ayuda.

Cuando se dirige a mi madre, suexpresión cambia: se hace más formal, ymucho más respetuosa también. Veo que

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sus ojos descienden hasta el tatuaje delcuello, el que la identifica como antiguaprisionera de las Criptas. Sin duda sabelo que eso significa, aunque no hayapasado mucho tiempo en la ciudad.

—Ahora tenéis ayuda —dice mimadre.

El hombre rubio recorre nuestrogrupo con la mirada y más gente sale delos bosques, fluyen hacia el claro, sevan juntando en la débil luz de lamañana. Se sorprende un poco, como siacabara de darse cuenta de cuántossomos.

—¿Cuántos sois en total? —pregunta.

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Raven sonríe enseñando todos losdientes.

—Suficientes —asegura.

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Hana

La casa de los Hargrove derrocha luz.Cuando nuestro coche entra en elsendero, me da la sensación de que es unenorme barco blanco varado. En cadaventana reluce una lámpara; de losárboles del jardín se han colgadopequeñas lucecitas blancas, y el tejadoestá también coronado de ellas.

Por supuesto, las luces no tienen quever con el hecho de celebrar. Son unamanifestación de poder. Nosotros

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tendremos, controlaremos, poseeremos,incluso derrocharemos, y otros semarchitarán en la oscuridad, sudarán enverano, se congelarán en cuanto cambieel tiempo.

—¿No crees que es precioso, Hana?—dice mi madre en el momento en queguardias vestidos de negro aparecensurgidos de la oscuridad y abren laspuertas del coche. Se apartan y esperana que salgamos, con las manos juntas,respetuosos, deferentes, en silencio.Obra de Fred, probablemente. Meacuerdo de sus dedos apretándome lagarganta. Aun así vas a aprender asaltar cuando yo te lo diga…

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Y la inexpresiva voz de Cassandra,la apagada resignación en sus ojos. Deniño envenenaba gatos. Le gustaba vercómo morían.

—Precioso —repito como un eco.Se vuelve a mí mientras está girando

las piernas para salir del coche y frunceel ceño ligeramente.

—Estás muy callada esta noche.—Cansada —digo.La última semana y media se ha

pasado sin sentir. No puedo recordardías concretos. Todo se mezcla, adoptael gris entreverado de un sueño confuso.

Mañana me caso con Fred Hargrove.Todo el día me he sentido como

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sonámbula He visto como mi cuerpo semovía y sonreía y hablaba, se vestía y seechaba crema y perfume, bajaba lasescaleras como flotando hasta el cocheque esperaba, y en este momento se dejallevar por el sendero de baldosas hastala puerta principal de la casa de Fred.

Mira a Hana caminar. Mira a Hanaque entra en el vestíbulo, parpadeandopor lo brillante de las luces: una arañaque envía dardos irisados de luz por lasparedes, lámparas que atiborran la mesadel salón y las librerías, velas que ardenen candelabros de plata maciza. Mira aHana que se vuelve hacia la sala llenade gente, un centenar de caras brillantes

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e hinchadas que se giran a mirarla.—¡Ahí está!—¡Aquí llega la novia…!—Y la señora Tate.Mira a Hana que dice hola, saluda

con la mano y asiente, estrecha manos ysonríe.

—¡Hana! Justo a tiempo. Justamenteestaba cantando tus alabanzas.

Fred se dirige hacia mí cruzando lahabitación, sonriente. Sus zapatoselegantes se hunden silenciosos en laelegante moqueta.

Mira a Hana que le da una mano a sucasi esposo.

Fred se inclina para susurrar.

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—Estás muy guapa —y luego—.Espero que te hayas tomado en serio loque hablamos.

Al decirlo me pellizca el brazo,fuerte, en la parte carnosa justo porencima del codo. Le da el otro brazo ami madre y nos movemos por la salamientras la multitud se abre a nuestropaso, con un crujido de sedas y lino.Fred me dirige, deteniéndose a charlarcon los miembros más importantes delgobierno de la ciudad y con susbenefactores más generosos. Yo escuchoy río en los momentos adecuados, perotodo el tiempo tengo la sensación deestar soñando.

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—Una idea brillante, alcaldeHargrove. Justo le estaba diciendo aGinny…

—¿Y por qué tendrían que tener luz?¿Por qué tendrían que recibir nada denosotros, después de todo?

—… pronto se acabará el problema.Mi padre ya está aquí; veo que habla

con Patrick Riley, el hombre que se hizocargo de la presidencia de América sinDeliria cuando Thomas Fineman fueasesinado el mes pasado. Riley debehaber venido de Nueva York, donde laorganización tiene su cuartel general.

Me acuerdo de lo que me contóCassandra: que la ASD había

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colaborado con los inválidos, quetambién Fred lo ha hecho, y que ambosataques estaban planeados. Siento queme estoy volviendo loca. Ya no sé quécreer. Quizá me encerrarán en lasCriptas con ella y me quitarán loscordones de los zapatos.

Tengo que tragarme las ganasrepentinas de reír.

—Con permiso —digo en cuanto seafloja el apretón de Fred en mi codo yveo la oportunidad de escapar—. Voy abuscar una bebida.

Fred me sonríe, aunque su mirada essombría. La advertencia está clara:Compórtate.

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—Por supuesto —dice en tonorelajado. A medida que me abro caminopor la sala, la multitud cierra filas entomo a él hasta que no se le ve.

Han colocado una mesa cubierta conun mantel de lino ante uno de losamplios ventanales que dan al céspedbien cuidado y a los impecablesarriates, donde las flores estándispuestas por altura, tipo y color.

Pido agua y trato de pasar lo másinadvertida posible, esperando evitar laconversación al menos durante unospocos minutos.

—¡Ahí está! ¡Hana! ¿Te acuerdas demí? —Desde el otro lado de la sala,

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Celia Briggs, que está de pie junto aSteven Hilt, vestida como si se hubieratropezado por accidente con un montónenorme de gasa azul, está tratandodesesperadamente de atraer mi atención.Yo aparto la vista, fingiendo que no lahe visto. A medida que ella se abre pasoa empujones en mi dirección, tirando deSteven por una manga, yo avanzo haciael vestíbulo y me apresuro en direccióna la parte trasera de la casa.

Me pregunto si ella sabe lo quesucedió el verano pasado: cómo Steveny yo respirábamos el uno en la boca delotro, dejando que los sentimientos setransmitieran por nuestros labios. Puede

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que Steven se lo haya contado. Quizáahora se rían con ello, ahora que yaestamos todos a salvo, del otro lado deaquellas agitadas noches aterradoras.

Me dirijo al porche cubierto de laparte de atrás, pero esa zona tambiénestá llena de gente. Cuando estoy a puntode pasar la cocina, oigo alzarse la vozde la señora Hargrove.

—Agarra ese cubo de hielo, ¿vale?Al camarero de la barra casi se le haacabado.

Tratando de evitarla, me cuelo en elestudio de Fred y cierro la puertarápidamente a mi espalda. Ella solo mellevaría firmemente de vuelta a la fiesta,

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de vuelta a Celia Briggs y a esa salallena de dientes. Me apoyo en la puerta,soltando el aire despacio.

Mis ojos se posan en el únicocuadro de la habitación: el hombre, elcazador y los cuerpos masacrados.

Solo que esta vez no aparto la vista.Hay algo raro en el cazador: va

demasiado bien vestido, lleva un trajepasado de moda y botas pulidas. Sindarme cuenta me acerco dos pasos,horrorizada e incapaz de mirar a otrolado. Los animales colgados de ganchosde carne no son animales.

Son mujeres.Cadáveres, cadáveres humanos

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colgados del techo y apilados en elsuelo de mármol.

Junto a la firma del artista hay unapequeña nota pintada: El Mito deBarbazul o Los Peligros de laDesobediencia.

Siento una necesidad que no puedonombrar de manera precisa, de hablar,de gritar, de correr. Sin embargo, mesiento en la silla de cuero de respaldoduro que está detrás del escritorio, meinclino hacia delante y apoyo la cabezaen los brazos intentando recordar cómose llora. Pero no me viene nada, exceptoun ligero picor en la garganta y un dolorde cabeza.

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No sé cuánto tiempo llevo sentadaen esa posición cuando oigo que seacerca una sirena. Entonces lahabitación se llena repentinamente decolor: ráfagas de rojo y blanco se cuelande manera intermitente por los cristalesde la ventana. Las sirenas siguensonando y entonces me doy cuenta deque están por todas partes, tanto cercacomo lejos, algunas aúllan con unsonido agudo calle abajo y otras nollegan a ser más que un eco.

Algo pasa.Salgo al vestíbulo, justo cuando

varias puertas resuenan a la vez. Hacesado el murmullo de las

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conversaciones y la música. En vez deeso, oigo cómo se gritan unos a otros.Fred sale corriendo al vestíbulo y vienehacia mí a grandes zancadas, justodespués de que haya cerrado la puertade su estudio.

Al verme se detiene.—¿Dónde estabas? —pregunta.—En el porche —contesto

rápidamente. Me late el corazón a todavelocidad—. Necesitaba un poco deaire.

Abre la boca y en ese mismomomento llega mi madre, pálida.

—Hana —dice—. Aquí estás.—¿Qué ha pasado? —pregunto.

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Cada vez más grupos abandonan lasala: reguladores de impecableuniforme, los guardaespaldas de Fred,dos oficiales de policía con expresiónsolemne, y Patrick Riley poniéndose laamericana. Los móviles no paran desonar y el vestíbulo está inundado porlas interferencias de los walkie-talkies.

—Se ha producido un incidente en elmuro fronterizo —dice mi madremirando nerviosamente a Fred.

—Miembros de la Resistencia —laexpresión de mi madre me confirma quemis sospechas son ciertas.

—Han sido eliminados, por supuesto—dice Fred en voz alta, para que todo

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el mundo lo oiga.—¿Cuántos había? —pregunto.Fred se vuelve hacia mí mientras se

pone la americana que un regulador decara gris acaba de pasarle.

—¿Importa eso? Ya nos hemosocupado del asunto.

Mi madre me lanza una mirada ymueve la cabeza en un tímido gesto denegación.

Detrás de él, un policía habla por elwalkie.

—Diez-cuatro, diez-cuatro, estamosen camino.

—¿Estás listo? —pregunta PatrickRiley a Fred. Este asiente. Al momento,

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su teléfono móvil empieza a sonar. Losaca del bolsillo y lo silenciarápidamente.

—Mierda. Más vale que nos demosprisa. Los teléfonos del despachoprobablemente se estarán volviendolocos.

Mi madre me pasa un brazo por loshombros. Por un momento mesobresalto. Es muy raro que nostoquemos así. Debe estar máspreocupada de lo que aparenta.

—Vamos —dice—. Tu padre nosespera.

—¿Adonde vamos? —preguntomientras me conducen hacia la parte

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delantera de la casa.—A casa —dice.Fuera, ya se están reuniendo los

invitados. Nos unimos a la fila de genteque espera sus coches. Vemos siete uocho personas que se amontonan en unvehículo, mujeres con trajes largos, unaencima de otra en los asientos traseros.Está claro que nadie quiere caminar porlas calles, que siguen invadidas con elsonido de las sirenas.

Mi padre se sienta delante, con Tony.Mi madre y yo nos apretamos atrás conel señor y la señora Brande, quetrabajan en el Ministerio deDesinfección. Normalmente la señora

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Brande no se calla ni dormida —mimadre siempre ha dicho que la cura ladejó sin autocontrol verbal—, pero estanoche viajamos en silencio. Tonyconduce más rápido de lo normal.

Empieza a llover. Las farolas creanformas en las ventanas como haces deluz rotos. En este momento en que estoyalerta por el miedo y la ansiedad, no mepuedo creer lo estúpida que he sido.Tomo una decisión repentina.' nada devolver Deering Highlands. Esdemasiado peligroso. La familia de Lenano es mi problema. He hecho todo loque podía.

El sentimiento de culpa sigue ahí,

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haciendo presión sobre mi garganta,pero me lo trago.

Pasamos otra farola, y la lluvia seconvierte en largos dedos sobre elcristal de la ventanilla; después, elcoche es tragado de nuevo por laoscuridad. Imagino figuras que semueven en las tinieblas deslizándosejunto al coche, caras que salen y entranen las sombras. Durante un instante,cuando pasamos junto a otra farola, veouna figura con capucha que sale delbosque a un lado de la carretera.Nuestros ojos se cruzan y suelto unpequeño grito.

Álex. Es Álex.

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—¿Qué pasa? —pregunta mi madre,tensa.

—Nada, yo… —para cuando medoy la vuelta, ya no está. Estoy segurade que solo lo he imaginado. He debidoimaginármelo. Álex está muerto;acabaron con él en la frontera y nuncaconsiguió llegar a la Tierra Salvaje.Trago saliva—. Me había parecido veralgo.

—No te preocupes, Hana —dice mimadre—. En el coche estamos a salvo—pero se inclina hacia delante y le dicea Tony con severidad—. ¿No puedesconducir más rápido?

Me acuerdo de la nueva muralla,

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iluminada por una luz giratoria,manchada de rojo por la sangre.

¿Y qué pasa si hay más? ¿Qué pasasi vienen por nosotros?

Tengo una visión de Lenamoviéndose por ahí, moviéndosefurtivamente por las calles,escondiéndose en las sombras, con uncuchillo. Durante un instante, mispulmones dejan de funcionar.

Pero no. Ella no sabe que fui yoquien los denunció a Álex y a ella.Nadie lo sabe.

Además, probablemente está muerta.E incluso si no lo está, incluso si por

algún milagro se salvó cuando escapaba

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y ha conseguido sobrevivir en la TierraSalvaje, ella nunca se uniría a laResistencia. Nunca sería violenta nivengativa. Lena no, ella casi sedesmayaba cuando se pinchaba un dedo,y ni siquiera era capaz de contarle unabola a un profesor por llegar tarde. Nosería capaz.

¿O sí?

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Lena

Los planes continúan hasta bienavanzada la noche. El hombre rubio, quese llama Colin, sigue encerrado en unade las caravanas junto a Beast y Pippa,Raven y Tack, Max, Cap, mi madre yalgunos otros que él ha elegido de sugrupo. Asigna a una persona lavigilancia en la puerta y no se admite anadie más. Sé que se prepara algogrande, tan grande como los incidentesen que volaron parte de un muro de las

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Criptas y pusieron una bomba en unacomisaría, o incluso más. Por pequeñoscomentarios que se le han escapado aMax, he deducido que esta nuevarebelión no se reduce solo a Portland.Como en los anteriores incidentes, enciudades de todo el país se estánjuntando inválidos y simpatizantes ycanalizando su energía y su furia enmanifestaciones de resistencia.

En cierto momento, Max y Ravensalen de la caravana para mear en elbosque, con los rostros demacrados yserios, pero cuando le suplico a Ravenque me deje asistir, me corta almomento.

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—Vete a la cama, Lena —dice—.Todo está controlado.

Debe ser casi medianoche. Juliánlleva horas dormido. Pero yo no soycapaz de estar tumbada. Siento como simi sangre estuviera llena de hormigas:me recorren brazos y piernas, es unpicor que me incita a moverme, a haceralgo. Camino en círculos intentandolibrarme de esa sensación, y al mismotiempo me siento irritada, molesta conJulián, furiosa con Raven, pensando entodas las cosas que me gustaría decirle.

Yo fui la que sacó a Julián delsubsuelo. Yo fui la que arriesgó la vidapara introducirme clandestinamente en

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Nueva York y salvarle. Yo fui la queentró en Waterbury. Yo fui la quedescubrí que Lu era una traidora. Yahora Raven me dice que me vaya a lacama, como si fuera una niña revoltosade cinco años.

Apunto con una piedra a una tazametálica que estaba tirada, medioenterrada en la ceniza, en el borde de unfuego apagado, y la veo rodar variosmetros hasta golpear el costado de unacaravana. Un hombre grita:

—¡Ya vale con el ruido!Pero no me importa si le he

despertado. No me importa si despiertoa todo el campamento.

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—¿No puedes dormir?Me vuelvo, sobresaltada. Coral está

sentada un poco aparte, con las rodillascontra el pecho, junto a lo que queda deotra hoguera. De vez en cuando atiza lalumbre con un palo.

—Hola —digo con cautela. Desdeque Álex se fue, es casi como si fueramuda—. No te había visto.

Sus ojos buscan los míos. Sonríedébilmente.

—Yo tampoco podía dormir.Aunque sigo nerviosa, se me hace

raro estar hablando de pie cuando ellaestá sentada, así que me acomodo en unode los troncos ennegrecidos por el humo

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que rodean el fuego.—¿Estás preocupada por lo de

mañana?—La verdad es que no —vuelve a

atizar el fuego, observa cómo se avivala llama por un momento—. Para mí nocambia demasiado.

—¿Qué quieres decir?La miro de cerca por primera vez en

una semana. Inconscientemente hetratado de evitarla. Ahora veo en ellaalgo trágico y hueco: su piel cremosa ypálida parece una cáscara, vacía, seca.

Se encoge de hombros y mantiene lavista en las brasas

—Pues que a mí ya no me queda

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nadie.Trago saliva. Tenía intención de

hablarle de Álex, pedirle perdón dealgún modo, pero no me salían laspalabras. Incluso ahora crecen y se mequedan atascadas en la garganta.

—Oye, Coral —respiro hondo. Dilo,solo dilo—. Siento mucho que Álex sefuera. Sé… sé que debe haber sido muyduro para ti.

Ahí está: he admitido explícitamenteque era suyo, por lo que la pérdida essuya. En cuanto las palabras abandonanmi boca, me siento extrañamentedesinflada, como si todo este tiempohubieran estado hinchadas, como un

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globo, en mi pecho.Por primera vez desde que me he

sentado, me mira. No puedo leer laexpresión de su cara.

—No importa —dice por finvolviendo a mirar la lumbre—. De todasformas, él seguía enamorado de ti.

Es como si hubiera alargado elbrazo y me hubiera pegado un puñetazoen el estómago. De repente, no puedorespirar.

—¿Qué… qué dices?Su boca se curva en una sonrisa.—De veras. Estaba claro. No

importa. Yo le caía bien y él me caíabien a mí —mueve la cabeza—. Cuando

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he dicho que no me quedaba nadie, nome refería a Álex. Pensaba en Nan y enel resto del grupo. Mi gente —tira elpalo y se abraza las rodillas con másfuerza—. Es raro que hasta ahora no mehaya dado cuenta, ¿verdad?

Aunque sigo aturdida por lo queacaba de decir, consigo mantener elcontrol. Alargo la mano y te toco elcodo.

—Oye —digo—. Ahora nos tienes anosotros. Ahora nosotros somos tu gente.

—Gracias —sus ojos vuelven a losmíos. Fuerza una sonrisa. Inclina lacabeza hacia un lado y me observa uninstante—. Entiendo por qué te amaba.

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—Coral, estás equivocada —empiezo a decir.

Pero justo en ese momento se oyenpisadas detrás de nosotras y mi madredice:

—Pensaba que te habías ido adormir hace horas.

Coral se pone de pie limpiándose latrasera de los vaqueros. Son nervios,porque todos estamos cubiertos depolvo y de suciedad, que se nos hametido hasta en las pestañas y entre lasuñas.

—Ya me iba —dice—. Buenasnoches, Lena. Y… gracias.

Antes de que pueda reaccionar, se da

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la vuelta y se dirige al extremo sur delclaro, donde se ha juntado la mayorparte de nuestro grupo.

—Parece una muchacha muy dulce—dice mi madre sentándose en el troncoque ha dejado vacío Coral—.Demasiado dulce para la Tierra Salvaje.

—Lleva aquí casi toda su vida —nopuedo evitar la tensión en mi voz—. Yes una gran luchadora.

Mi madre se me queda mirando.—¿Pasa algo?—Lo que pasa es que no me gusta

quedarme al margen. Quiero saber cuáles el plan para mañana.

Mi corazón late a toda velocidad. Sé

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que no estoy siendo justa con mi madre:no ha sido culpa suya que no meadmitieran en la reunión deplanificación, pero tengo ganas de gritar.Las palabras de Coral han removidoalgo en mi interior, lo noto vibrandodentro de mí, chocando dolorosamentecon mis pulmones: Él seguíaenamorado de ti.

No. Es imposible; ella no haentendido nada. Él nunca me amó. Él melo dijo.

Mi madre se pone seria.—Lena, tienes que prometerme que

te quedarás aquí, en el campamento,mañana. Tienes que prometerme que no

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vas a luchar.Ahora me toca a mí quedarme

mirándola.—¿Qué?Se pasa una mano por el pelo.

Parece que se lo ha peinado con unacorriente eléctrica.

—Nadie tiene una idea muy clarasobre lo que encontraremos al otro ladode ese muro. Los números que tenemosde las fuerzas de seguridad son soloaproximados, y no estamos seguros decuánto apoyo habrán conseguidonuestros amigos de Portland. Yo erapartidaria de un retraso, pero ha ganadola otra opción —mueve la cabeza—. Es

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peligroso, Lena. No quiero queparticipes en ello.

Eso que vibra en mi pecho —la furiay la tristeza por haber perdido a Álex, ytambién por esta vida que vamosconstruyendo a base de restos y harapos,de medias palabras y promesasincumplidas— estalla de repente.

—Sigues sin entenderlo, ¿no? —estoy casi temblando—. Ya no soy unaniña. He crecido. He crecido sin ti. Y túno puedes decirme lo que tengo quehacer.

Casi espero que me responda con lamisma moneda, pero se limita a suspirary se queda mirando el resplandor

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anaranjado que aún brilla entre lasbrasas, como un ocaso enterrado. Luegodice de pronto:

—¿Te acuerdas de la historia deSalomón?

Sus palabras me resultan taninesperadas que por un instante nopuedo hablar. Solo puedo asentir con lacabeza.

—Cuéntamela —dice—. Cuéntamelo que recuerdas.

La nota de Álex, aún guardada en elbolsito que llevo al cuello, tambiénparece arder, me quema junto al pecho.

—Dos madres se pelean por un bebé—digo con cautela—. Deciden cortarlo

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en dos. El rey así lo decreta.Mi madre niega con la cabeza.—No. Esa es la versión corregida;

esa es la historia tal como aparece en elManual de FSS. En la historia real, lasmadres no cortan al bebé en dos.

Me quedo muy quieta, casi me damiedo hasta respirar. Me parece queestoy tambaleándome al borde de unprecipicio, a punto de comprender algo,y no estoy segura de si quiero avanzar.

Mi madre continúa:—En la historia de verdad, el rey

Salomón decide que el bebé debería sercortado en dos. Pero solo es una prueba.Una de las madres acepta, la otra dice

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que renunciará al bebé para siempre. Noquiere que se haga daño al niño. —Mimadre vuelve los ojos hacia mí. Inclusoen la oscuridad, veo su brillo, esaclaridad que nunca ha desaparecido—.Así es como el rey identifica a la madreverdadera. Está dispuesta a sacrificar suderecho a su hijo, a sacrificar sufelicidad, con tal de mantenerlo a salvo.

Cierro los ojos y veo las brasas quearden tras mis párpados: el alba rojosangre, humo y fuego, Álex detrás de lascenizas De repente, lo sé. Comprendo elsignificado de su nota.

—No estoy intentando controlarte,Lena —dice mi madre en voz baja—.

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Solo quiero que estés a salvo. Eso es loque siempre he querido.

Abro los ojos. El recuerdo de Álexde pie tras la valla mientras te rodeabaun enjambre negro, retrocede.

—Es demasiado tarde —mi vozsuena hueca, no se parece a mi voz—.He visto cosas… He perdido cosas queno puedes comprender.

Es lo más cerca que he estado dehablarle de Álex. Por fortuna, no insiste.Simplemente, asiente con la cabeza.

—Estoy cansada.Me pongo de pie. Siento algo

extraño en mi cuerpo, como si fuera unamarioneta a la que han empezado a

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abrírsele las costuras. Álex se sacrificóuna vez para que yo pudiera vivir y serfeliz. Ahora ha vuelto a hacerlo.

He sido tan tonta… Y ahora él ya noestá y no puedo encontrarte y decirle quelo sé y que lo entiendo.

No puedo confesarle que sigoenamorada de él.

—Voy a dormir un poco —te digo ami madre evitando su mirada.

—Creo que esa es una buena idea —dice.

Ya me he dado la vuelta paraalejarme cuando me llama. Me vuelvo.El fuego se ha apagado por completo ysu cara está sumida en la oscuridad.

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—Salimos hacia el muro alamanecer —dice.

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Hana

No puedo dormir.Mañana dejaré de ser yo misma.

Caminaré por la alfombra blanca y mecolocaré bajo el dosel blanco ypronunciaré votos de lealtad ydeterminación. Después me caeránencima pétalos blancos lanzados por lossacerdotes, por los invitados, por mispadres.

Mañana volveré a nacer: la plantillaen blanco, limpia, uniforme, como el

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mundo después de una tormenta denieve.

Me quedo despierta toda la noche ycontemplo cómo el amanecer rompelentamente por el horizonte, dándole almundo un toque de blanco.

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Lena

Me encuentro en una multitud,contemplando cómo dos niños se peleanpor un bebé. Ambos tiran de él endirecciones opuestas, violentamente,atrás y adelante, y el bebé está morado,y sé que con tanto movimiento lo estánmatando. Intento abrirme paso entre lagente, pero cada vez aparecen máspersonas a mi alrededor, me cierran elpaso, hacen que no pueda moverme. Yluego, justo como me temía, el bebé cae:

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al chocar contra el suelo, se rompe enmil pedazos como una muñeca deporcelana.

Y entonces la gente ya no está. Estoysola en una carretera y, delante de mí,una niña con el pelo largo y enredadoestá inclinada sobre la muñeca rota,volviendo a juntar los pedazoscuidadosamente, mientras canturrea. Esun día muy claro y todo está en perfectaquietud. Cada uno de mis pasos resuenacomo un disparo, pero la niña no alza lavista hasta que estoy delante de ella.

Entonces levanta los ojos, y esGrace.

—¿Ves? —dice extendiendo la

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muñeca hacia mí—. La he arreglado.Y veo que la cara de la muñeca es la

mía, recorrida por miles de pequeñasgrietas y fisuras.

Grace acuna la muñeca en susbrazos.

—Despierta, despierta —dicetiernamente.

—Despierta.Abro los ojos: mi madre está de pie

junto a mí. Me siento, el cuerpo tenso.Intento que los dedos de los pies y delas manos recuperen la sensibilidad, losflexiono y los estiro. El ambiente estácubierto de niebla y el cielo apenascomienza a aclararse. El suelo está lleno

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de escarcha, que se ha filtrado a travésde mi manta mientras dormía, y el vientotiene un filo agudo en esta mañana. Haymucha actividad en el campamento: a mialrededor la gente se estira, se pone depie, moviéndose como sombras en lapenumbra. Hay hogueras quechisporrotean cada vez más, y de vez encuando me llega un fragmento deconversación, un grito que contiene unaorden.

Mi madre alarga el brazo y me ayudaa ponerme de pie. Es increíble, tiene unaire descansado y alerta. Doy unoscuantos saltitos para desentumecer laspiernas.

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—El café hará que te circule lasangre —dice.

No me sorprende que Raven, Tack,Pippa y Beast estén levantados. Están depie junto a Colin, y otros diez más cercade uno de los fuegos más grandes. Sualiento empaña el aire mientras hablanen voz baja. Hay un pote de café alfuego: amargo y lleno de granos sinmoler, pero caliente. Solo después detomar unos pocos sorbos, empiezo asentirme mejor y más despierta. Pero noconsigo comer nada.

Raven alza las cejas cuando me ve.Mi madre le hace un gesto deresignación, y Raven se vuelve hacia

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Colin.—Vale —dice él—. Como hablamos

anoche, entraremos en la ciudad en tresgrupos. El primero sale dentro de unahora, lleva a cabo las tareas deexploración y establece contacto connuestros amigos. La fuerza principal nose mueve hasta la explosión de las doce-cero-cero horas. El tercer grupo sigueinmediatamente después y se dirigedirectamente al objetivo…

—Hola —Julián aparece a miespalda. Acaba de despertarse: tiene losojos aún un poco hinchados y el pelototalmente revuelto—. Te eché de menosanoche.

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La noche pasada, no fui capaz deacostarme junto a él En de eso, busquéuna manta y me hice la cama a laintemperie junto a cientos de mujeres.Durante mucho tiempo me quedémirando a las estrellas, acordándome dela primera vez que vine a la TierraSalvaje con Álex, de cómo me llevó auna de las caravanas y desenrolló lalona que servía de techo para quepudiéramos ver el cielo.

Tantas cosas entre nosotros sequedaron sin decir… Ese es el riesgo, yla belleza, de la vida sin la operación.Siempre hay barullo y confusión, y elcamino nunca está claro.

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Julián hace ademán de tocarme y yoretrocedo un paso.

—Me costó dormirme —digo—. Noquería despertarte.

Él frunce el ceño. No consigomirarle a los ojos. A lo largo de laúltima semana, he aceptado que nunca leamaré como amé a Álex. Pero ahora esaidea es enorme, como un muro entrenosotros. Nunca amaré a Julián comoamo a Álex.

—¿Qué te pasa? —Julián me miracon recelo.

—Nada —digo, y luego repito—:Nada.

—¿Ha pasado…? —comienza a

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decir Julián, cuando Raven se da lavuelta y le mira fijamente.

—Oye, Julis —le suelta ese motecon aspereza, se lo llama cuando estámolesta—. Este no es momento decotorrear, ¿vale? O te callas o te piras.

Julián se calla. Vuelvo la miradahacia Colin y Julián no intenta tocarmeni acercarse a mí. El cielo ahora estáveteado con largos filamentos de naranjay rojo, como los tentáculos de unamedusa enorme flotando en un océanoblanco lechoso. Se alza la niebla, latierra empieza a despertarse. Portlandtambién estará volviendo a la vida.

Colin nos cuenta el plan.

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Hana

En mi última mañana como Hana Tate,me tomo el café en el porche: delantero,a solas.

Había planeado darme una últimavuelta en la bici, pero ya no es posible,no después de lo que sucedió anoche.Las calles estarán atestadas de policía yreguladores. Tendré que enseñar misdocumentos y eludir preguntas que nopuedo responder.

En vez de eso, me siento en el

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columpio del porche, buscando consueloen su quejido rítmico. El aire tiene esaquietud de la mañana, es fresco y gris yestá cargado de sal. Está claro que va ahacer un día perfecto, despejado yluminoso. De vez en cuando, una gaviotasuelta un chillido agudo. Por lo demás,todo está en silencio. Aquí no suenanalarmas ni sirenas, nada que recuerdelos problemas de la noche pasada.

Pero en el centro será distinto.Habrá barricadas y controles, habránreforzado la seguridad en el nuevo murofronterizo. De pronto me acuerdo de loque me contó Fred una vez sobre él: quesería como la palma de la mano de Dios,

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que nos cobijaría eternamente y nosmantendría a salvo, dejando fuera a losenfermos, los dañados, los desleales ylos indignos.

Pero quizá nunca se puede estarverdaderamente a salvo.

Me pregunto si habrá más redadas enHighlands, si las familias de allí tendránque irse a otro lugar, y enseguidadesecho esa preocupación. La familia deLena está fuera de mi alcance, ahora medoy cuenta. Debería haberlo visto desdeel principio. Lo que les ocurra, si pasanhambre o se mueren de frío, no es cosamía.

Todos somos castigados por la vida

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que hemos elegido, de una manera o deotra. Yo pagaré mi penitencia, a Lenapor fallarle, a su familia por ayudarla,cada día de mi vida.

Cierro los ojos y veo la zona de OldPort: el laberinto de calles, los muelles,el sol que se libera del agua y las olasque golpean contra los muelles.

Adiós, adiós, adiós.Mentalmente dibujo una ruta desde

Eastern Prom hasta la cima de MunjoyHill: contemplo toda la ciudad extendidaa mis pies, brillando con una luz nueva.

—¿Hana?Abro los ojos. Mi madre ha salido al

porche. Arrebujada en su fino camisón,

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con los ojos entrecerrados. Su piel, sinmaquillaje, tiene un aspecto casi gris.

—Probablemente Tendrías que darteuna ducha —dice.

Me pongo de pie y la sigo hasta elinterior de la casa.

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Lena

Hemos llegado hasta el muro. Debemosser unos cuatrocientos agrupados entrelos árboles.

La noche pasada, un pequeño equipoefectuó el cruce para ocuparse de losúltimos preparativos de cara a laoperación a gran escala de hoy. Y estamañana temprano, otro pequeño grupo,la gente de Colin, elegidaespecialmente, ha saltado la valla por ellado oeste de Portland, cerca de las

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Criptas donde todavía no han construidoel muro y donde la seguridad había sidoburlada por amigos y aliados desde elinterior.

Pero eso ha sido hace horas, y eneste momento no queda más que esperarla señal.

El grupo principal atacará el muro,todos a la vez. La mayor parte de lasfuerzas de Portland estarán ocupadas enlos laboratorios: tengo entendido quehoy tendrá lugar allí un granacontecimiento.

Debería haber solo un pequeñonúmero de policías para contenernos,aunque a Colin le preocupa que la

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operación de anoche no fuera tan biencomo se había planeado. Es posible quedentro del muro haya más reguladores ymás armas de lo que pensamos.

Tendremos que esperar y ver.Desde donde estoy agachada entre

las matas, veo a veces a Pippa, a unoscuarenta metros de distancia, cuando semueve por detrás del junípero que haelegido para ocultarse. Me pregunto siestará nerviosa. Ella tiene uno de lospapeles más importantes.

Es la encargada de una de lasbombas. El grupo principal, el caos enla muralla, tiene la función de permitir alos que llevan las bombas, cuatro en

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total, que se introduzcan en Portland sinllamar la atención. El objetivo de Pippaes el número 88 de la calle Essex, unadirección que no reconozco,posiblemente un edificio gubernamental,como los otros objetivos.

El sol se eleva lentamente en elcielo. Son las diez de la mañana. Son lasdiez y media. Mediodía.

Ya falta muy poco.Esperamos.

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Hana

—Ya ha llegado el coche —mi madreapoya una mano en mi hombro—. ¿Estáslista?

No confío en poder hablar, así queasiento con la cabeza. La chica delespejo —mechones de pelo rubiorecogidos hacia atrás con horquillas,pestañas oscuras por el rímel, pielperfecta, labios pintados— asientetambién.

—Me siento muy orgullosa de ti —

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dice mi madre en voz baja.La gente sale y entra del cuarto:

fotógrafos, maquilladores y Debbie, lapeluquera. Supongo que le davergüenza: mi madre no ha admitidonunca en toda su vida que estuvieraorgullosa de mí.

—Ven.Mi madre me ayuda a ponerme una

suave bata de algodón para que elvestido, largo y con mucho vuelo,ceñido al hombro con un broche de oroen forma de águila —el animal con elque a menudo se compara a Fred— nose ensucie durante el corto trayecto hastalos laboratorios.

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En el exterior de la cancela hay ungrupo de periodistas y, cuando salgo alporche, me sorprende contemplar tantaslentes enfocadas en mí, el rápido clic-clic-clic de las cámaras. El sol flota enel cielo sin nubes, como un único ojoblanco. Aún no deben ser las doce.Siento un gran alivio cuando llegamos alcoche. El interior del vehículo estásombrío y fresco, y sé que nadie puedeverme a través de los cristalesahumados.

—La verdad es que no puedocreerlo —mi madre juguetea con suspulseras. Está más excitada de lo que lahe visto nunca—. Siempre pensé que

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este día no iba a llegar jamás. ¡Quétontería!

—Tontería —repito como un eco.Cuando salimos de la urbanización, veoque la presencia policial se ha doblado.La mitad de las calles que conducen alcentro tienen barricadas y estánpatrulladas por reguladores, policía yhasta algunos hombres que llevan lasinsignias de plata de la guardia militar.Para cuando veo los blancos tejadosinclinados del complejo de loslaboratorios, donde Fred y yo vamos acontraer matrimonio en una de las salasde conferencias médicas más amplias,con capacidad para acoger a mil

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invitados, la multitud es tan grande queTony apenas consigue avanzar.

Parece que todo Portland ha venidoa ver cómo nos casamos. La gente alargael brazo y toca el capó del coche con losnudillos como si fuera un amuleto quediera buena suerte. Las manos golpeanel techo y las ventanillas, y hacen queme sobresalte. La policía se mete entrela gente apartándola, intentando abrirpaso al vehículo, gritando: Abran paso,abran paso.

En el exterior de la valla de loslaboratorios se ha erigido una serie debarricadas policiales. Variosreguladores las apartan para que

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podamos acceder al pequeñoaparcamiento pavimentado justo delantede la entrada principal de loslaboratorios. Veo el coche familiar deFred. Debe haber llegado ya.

Se me revuelve un poco el estómago.No había vuelto aquí desde que mehicieron la intervención, cuando entrécomo una muchacha abatida yatormentada, llena de enojo, de culpa yde dolor, y salí completamente distinta,menos confundida. Ese mismo día mesepararon de Lena, y de Steve Hilttambién, y de todas aquellas nochesoscuras y sudorosas en que no estabasegura de nada.

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Pero aquello fue solo el comienzo dela cura. Esto —el emparejamiento, laboda, y Fred— es su culminación.

Han vuelto a cerrar las puertas trasnosotros y a colocar las barricadas. Sinembargo, al salir del vehículo, sientoque la multitud se acerca más y más, queavanza centímetro a centímetro paraentrar, para observar, para vermeconsagrar mi vida y mi futuro al caminoque ha sido elegido para mí. Pero laceremonia no va a empezar hasta dentrode quince minutos, y las puertascontinuarán cerradas hasta ese momento.

Al otro lado de las puertas giratoriasde cristal veo a Fred esperándome, sin

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sonreír, con los brazos cruzados. Surostro está distorsionado por la luz y elcristal. Desde aquí parece como si supiel estuviera llena de agujeros.

—Ha llegado el momento —dice mimadre.

—Lo sé —contesto, y paso ante ellacamino del interior del edificio.

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Lena

Ha llegado el momento. Los disparosresuenan en la distancia, al menos unadecena, y así, sin más, nos movemostodos a la vez. Salimos de los árboles,cientos de nosotros, levantando polvo ybarro. El ritmo de nuestras pisadas escomo un único latido.

Por encima del muro aparecen dosescalas de cuerda, luego otras dos, luegotres más. De momento, todo va bien. Elprimero de nuestro grupo alcanza una de

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las escalas, coge el primer peldaño ycomienza a subir.

A lo lejos, una banda de música estátocando la marcha nupcial.

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Hana

En el exterior de los laboratorios, losguardias, unos veinte, con uniformesinmaculados, disparan una salva debienvenida, lo que señala que laceremonia puede comenzar. Los ampliosventanales de la sala de conferenciasestán abiertos y por ellos podemos oír ala banda que comienza a tocar la marchanupcial. La mayoría de los espectadoresno han podido entrar en los laboratoriosy estarán apiñados fuera, escuchando,

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esforzándose en ver por las ventanas loque sucede en el interior. El sacerdotelleva un micrófono para que su voz seaamplificada, de forma que llegue a cadamiembro de la multitud que se hareunido, para que los toque con suspalabras de perfección y honor, de debery seguridad.

Se ha erigido una plataforma en elcentro de la sala, justo delante del podiodesde donde el sacerdote va a oficiar laceremonia. Dos participantes, ambosvestidos simbólicamente con batas delos laboratorios, me ayudan a subir a él.

Cuando Fred toma mis manos entrelas suyas y las coloca sobre el Manual

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de FSS, un pequeño suspiro recorre lasala, una exhalación de alivio.

Para esto es para lo que nos hanpreparado: promesas, compromisos,juramentos solemnes de obediencia.

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Lena

Voy por la mitad de la escala cuandocomienzan a sonar las alarmas. Unsegundo después, se desencadena otraráfaga de disparos. No hay nadacoordinado en ellos: explotan con unrápido ruido entrecortado, tan cerca queresultan ensordecedores, y al instante elaire se convierte en una sinfonía degritos, detonaciones y chillidos. Unamujer que estaba encabalgada en lapared cae hacia atrás y aterriza en el

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suelo con un golpe escalofriante. Lasangre le brota del pecho.

Solo una pequeña parte de nuestrogrupo ha conseguido escalar el muro. Derepente, el aire se espesa con el humo delas armas. Se oyen gritos: Vamos, parad,moveos. ¡Quédate donde estás o tedisparo! Durante un instante me quedoparalizada, balanceándome en la escala,petrificada, se me resbalan un poco lasmanos, apenas consigo equilibrarmepara no caerme. No recuerdo cómo debomoverme. En lo alto de la escala, unregulador está cortando las cuerdas conun cuchillo.

—¡Adelante, Lena, adelante!

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Julián está debajo de mí en laescala. Levanta los brazos y me empuja,haciendo que recupere el control de micuerpo. Comienzo a ascender de nuevo,ignorando el dolor de las manos. Mejorluchar contra los reguladores en terrenofirme, donde tendremos unaoportunidad: todo es mejor que estarcolgados aquí, expuestos, como un pezen un sedal.

La escala se estremece. El reguladorsigue trabajando enfebrecidamente consu cuchillo. Es joven, me resultafamiliar y el sudor le pega el pelo rubioa la frente. Beast acaba de llegar a loalto del muro. Se oye un ruido y un

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pequeño grito cuando le pega un golpecon el codo en la nariz al regulador.

El resto sucede muy rápido: Beastagarra el cuchillo del hombre con elpuño y tira fuerte; el regulador cae haciadelante, sin ver, y Beast lo tira sinmiramientos por la muralla, como sifuera una bolsa de basura. Su cuerpotambién produce un sonido al llegar alsuelo. Solo entonces lo reconozco: es unchico de los que iban a la escuelaJoffrey’s Academy, alguien con quienHana habló una vez en la playa. De miedad: nos evaluaron el mismo día.

No hay tiempo de pensar en eso.Dos fuertes impulsos más y llego a

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lo alto del muro. Me tumbo sobre elestómago apretándome fuerte contra elcemento, intentando ocupar el menorespacio posible. Compacto. La parteinterior del muro está llena de andamiosde cuando se construyó. Solo estáncompletas algunas secciones del senderopara las patrullas. Hay cuerpos caídospor todas partes, gente que pelea,cuerpos enredados luchando por obtenerventaja.

Pippa va subiendo forzadamente porla escala de mí derecha. Tack se haagazapado en un andamio para cubrirla,barriendo con su arma de derecha aizquierda, abatiendo a los guardias que

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nos acosan desde abajo. Detrás de Pippava Raven, con el mango de un cuchilloentre los dientes y un arma atada a lacadera. Tiene la cara tensa, muyconcentrada.

Lo percibo todo a retazos, enmomentos aislados.

Guardias que corren hacia lamuralla, que aparecen saliendo degaritas y naves.

Sirenas que aúllan, policía. Hanrespondido muy rápido a la señal dealarma.

Y por debajo de esto, se me tensanlas entrañas: el paisaje de tejados ycalles, la cinta gris oscuro del

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pavimento; Back Cove, que reluce antemí; parques como puntos verdes en ladistancia; la extensión de la bahía, másallá del borrón blanco que es elcomplejo de los laboratorios…Portland, mi hogar.

Durante un instante, me preocupaestar a punto de desmayarme. Haydemasiada gente, cuerpos que oscilan yse balancean por todas partes, carascontraídas y grotescas, demasiado ruido.Me arde la garganta por el humo. Unaparte del andamio se ha incendiado. Ytodavía no hemos conseguido que escalela muralla más que una cuarta parte denosotros. No puedo ver a mi madre, no

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sé qué le ha pasado.En ese momento, Julián llega hasta

mí, me toma de la cintura y me obliga aarrodillarme.

—¡Abajo, abajo! —me grita, ycaemos de rodillas en el momento enque una ráfaga de proyectiles impacta enla pared que está detrás de nosotros ynos cae encima un polvo fino y trocitosde muro. El andamio cruje y se balanceabajo nosotros. En el suelo, los guardias,que se han agrupado, empujan lossoportes, intentando hacer que caiga.

Julián grita algo. Sus palabras sepierden, pero sé que me está diciendoque tenemos que movernos, que tenemos

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que bajar a tierra. Junto a mí, Tack estáayudando a Pippa a cruzar a este otrolado del muro. Ella se mueve contorpeza, lastrada por la mochila quecarga. Durante un segundo imagino quela bomba va a estallar justo aquí —lasangre y el fuego, el humo de olordulzón y la metralla de piedra que saledisparada—, pero en ese momentoPippa pasa sin dificultad y se pone depie.

Justo entonces, un guardia dirige elrifle hacia ella y apunta. Quiero gritar,advertirla, pero no me sale ningúnsonido.

—¡Abajo, Pippa! —Raven se lanza

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por encima del muro, apartando a Pippay sacándola de la trayectoria delproyectil justo en el momento en que elguardia aprieta el gatillo.

Bang. El ruido más pequeño. Unsonido de petardo de juguete.

Raven hace un movimientocompulsivo y se tensa. Durante uninstante, me parece que solo se hasorprendido: abre la boca y los ojos depar en par. Luego comienza atambalearse hacia atrás y me doy cuentade que está muerta. Cae, cae, cae…

—¡No!Tack se lanza hacia delante y la

agarra por la camiseta antes de que

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caiga de la pared, la baja y la coloca ensu regazo. La gente sigue trepando a sualrededor, bullendo como ratas por entreel andamio, pero él simplemente sequeda ahí sentado, acunándose un poco,acariciándole la cara con las manos. Lelimpia la frente, le aparta el cabello dela cara. Ella le mira fijamente sin ver,con la boca abierta y húmeda, los ojosabiertos en una expresión de shock, latrenza negra hecha un círculo junto a lapierna de Tack. Los labios de él semueven, le está hablando.

Y en ese momento surge un grito enmi interior, silencioso y enorme, comoun agujero negro que excava un túnel en

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lo más profundo de mí. No puedomoverme, no puedo hacer nada más quequedarme mirando fijamente. No es asícomo Raven muere, no aquí, no de estaforma, no en un endeble segundo, no sinluchar.

Bang hace la comadreja. Meacuerdo entonces del juego infantil, decómo nos perseguíamos unos a otros porel parque, jugando a pillar. Bang. Tú lallevas.

Esto es todo un juego de niños.Jugamos con relucientes juguetes demetal y ruidos fuertes. Lo jugamos endos bandos, como cuando éramos niños.

Bang. Me atraviesa un dolor

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abrasador, candente. Me llevo te manoinstintivamente a la cara y me tocobuscando la herida, los dedos meacarician la oreja y vuelven húmedos desangre. Una bala me ha debido pasarrozando.

Es el shock, más que el dolor, lo queme saca del trance lo que hace que micuerpo se ponga en movimiento. Nohabía pistolas suficientes para todos,aunque tengo un cuchillo, está viejo ymal afilado, pero sigue siendo mejor quenada. Lo saco con dificultad de labolsita de cuero que llevo en la cadera.Julián va bajando del andamio,balanceándose en las barras cruzadas de

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metal como si fuera un mono. Un guardiaintenta atrapar una de sus piernas. Juliánse retuerce y le da un puntapié fuerte enla cara. El policía cae hacia atrástambaleándose y le suelta. Julián cae elresto de la distancia hasta el suelo, hastaese caos de cuerpos: inválidos yagentes, de los nuestros y de los suyos,que se funden en un animal enorme yensangrentado que se retuerce.

Corro hasta el borde del sendero dela muralla y pego el salto. Los pocossegundos en que estoy en el aire, y soyun objetivo, son los más aterradores. Mesiento totalmente expuesta, totalmentevulnerable. Dos segundos, tres máximo,

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pero me parecen una eternidad.Caigo al suelo, casi encima de un

regulador, y lo derribo al caer, se metuerce el tobillo y me desplomo en lagravilla. Nos enredamos, por unmomento mezclados, luchando porconseguir ventaja. Intenta apuntarme consu arma, pero le agarro por la muñeca yse la retuerzo hacia atrás con fuerza.Grita y suelta la pistola. Alguien le dauna patada al arma y salta dando vueltas,lejos de mi alcance, hacia el caos depolvo gris.

Entonces la veo a apenas treintacentímetros de distancia. El regulador laye al mismo tiempo y ambos nos

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lanzamos a por ella a la vez. Él es másgrande que yo, pero también más lento.La tengo en mi mano y cierro los dedosen torno al gatillo un segundo antes queél, así que su puño solo conecta con latierra Ruge enfurecido y se lanza contramí. Giro el arma hacia arriba, le pego enun lado de la cabeza, oigo el crujidocuando la pistola choca con su sien. Sequeda flojo y yo me pongo en pierápidamente antes de que me aplaste.

Me sabe la boca a polvo y a metal yha empezado a martillearme la cabeza.No veo a Julián. No veo a mi madre ni aColin ni a Hunter.

Y a continuación, una explosión de

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mortero, que levanta piedra y polvoblanco. El impacto casi me hace caer. Alprincipio me parece que una de lasbombas debe haberse activadoaccidentalmente y miro alrededorbuscando a Pippa, intentando despejarmi cabeza del pitido, del polvo que picay asfixia, justo a tiempo de ver cómo seescurre entre dos garitas sin que la veany se dirige al centro de la ciudad.

A mi espalda, uno de los andamioscruje y empieza a derrumbarse.Aumentan los gritos. Hay manos quetiran de mí mientras todo el mundo selanza hacia delante, intentando salir dela trayectoria de caída. Lenta, muy

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lentamente, con un gemido, la estructurase tambalea y luego acelera elmovimiento y choca contra el suelo,haciéndose pedazos, atrapando bajo supeso a quienes no han tenido suerte.

La pared tiene ahora un enormeagujero en su base; me doy cuenta deque esto debe haber sido obra de unabomba de tubería, una detonaciónimprovisada por la Resistencia. Eldispositivo de Pippa habría partido lapared en dos.

Con todo, es suficiente: los quefaltaban de nuestra gente entran por labrecha en tropel, una corriente depersonas que se han visto obligadas a

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vivir fuera, que han sido desposeídas detodo, a las que se ha etiquetado comoenfermas, y en este momento entran enPortland como un torrente. Los guardias,una línea desordenada de uniformes decolor azul y blanco son tragados por lamarea, tienen que retroceder, se venforzados a salir corriendo.

He perdido a Julián. Ya no tienesentido intentar encontrarle solo puedorezar para que esté a salvo y para queconsiga salir indemne de esta confusión.No sé tampoco lo que le ha pasado aTack. Parte de mí tiene la esperanza deque se haya retirado al otro lado de lamuralla con Raven, y durante un instante

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imagino que la ha llevado de vuelta a laTierra Salvaje, que ella despertará.Abrirá los ojos y se dará cuenta de queel mundo ha sido reconstruido como elladeseaba.

O quizá no despertará. Tal vez estáya en un peregrinaje distinto y se ha idoa buscar a Blue de nuevo.

Me abro paso hacia el lugar dondevi desaparecer a Pippa, luchando porrespirar en el aire cargado de humo. Unade las garitas de los guardias está enllamas. Me acuerdo de la vieja placa dematrícula que encontramos, medioenterrada en el lodo, durante nuestramigración desde Portland el invierno

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pasado.Vive libre o muere.Me tropiezo con un cuerpo. Se me

sube el estómago a la boca, durante unadécima de segundo se apodera de mí laoscuridad, enredada en mi estómagocomo el pelo de Raven en la pierna deTack. Ella está muerta, Dios mío, perotrago y respiro hondo y sigo adelante,sigo luchando y peleando. Queríamos lalibertad para amar. Queríamos lalibertad para elegir. Pues ahora tenemosque luchar por ella.

Por fin consigo salir de donde selucha. Me escabullo hasta alcanzar lazona situada más allá de las garitas de

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los guardias, echo a correr por elsendero de grava que las separa, endirección al pequeño grupo de árbolesque rodea Back Cove.

Me duele el tobillo cada vez queapoyo el peso, pero no me detengo. Melimpio la oreja rápidamente con lamanga y me parece que ya ha dejado desangrar.

Puede que la Resistencia tenga unamisión en Portland, pero yo tengo la míapropia.

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Hana

Saltan las alarmas antes de que elsacerdote nos declare marido y mujer.Por un momento, todo está tranquilo yordenado. La música ha cesado, la genteestá en silencio, la voz del sacerdoteresuena por la sala, deslizándose sobreel público. En esta quietud, casi puedooír el obturador de cada cámara porseparado: la apertura y el cierre, laapertura y el cierre, como pulmones demetal.

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Al momento siguiente, todo sevuelve movimiento y sonido, un caoschillón, sirenas. Y sé en ese instante quelos inválidos están aquí. Han venido apor nosotros.

Hay manos que me agarranviolentamente desde todos lados.

—Vamos, vamos, vamos.Los guardaespaldas me dirigen hacia

la salida. Alguien pisa el borde de mivestido y oigo cómo se rasga. Meescuecen los ojos; me ahogo con el olorde tanto aftershave, de tantos cuerposque se acumulan y tiran de mí.

—Vamos, deprisa. Deprisa.Los walkie-talkies estallan de ruido

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de fondo. Voces que gritan con urgenciaen un lenguaje codificado que nocomprendo. Intento girarme para buscara mi madre y mis pies casi se alzan delsuelo por la presión de los guardias queme empujan hacia delante. Alcanzo a vera Fred rodeado de su equipo deseguridad. Está pálido, grita por unteléfono móvil Intento con todas misfuerzas que él me mire. En ese momentose me olvida Cassie, se me olvida todo.Necesito que me diga que estamos bien,necesito que me explique lo que estásucediendo.

Pero él ni siquiera mira hacia mí.Fuera, la luz es cegadora. Aprieto

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bien los ojos. Los periodistas correnpara acercarse a las puertas, con lo quebloquean el camino hacia el coche. Loslargos tubos de metal de los objetivosme parecen armas durante un instante,todas apuntadas hacia mí.

Nos van a matar a todos.Los guardaespaldas luchan para

abrirme camino, apartando por la fuerzaa la oleada de gente que corre. Por finllegamos al coche. De nuevo busco aFred. Nuestros ojos se encuentranbrevemente entre la multitud. Él sedirige a un vehículo de policía.

—Llevadla a mi casa.Esto se lo grita a Tony, luego se

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vuelve y se sienta en el asiento traserodel coche policial. Eso es todo. Ni unapalabra para mí.

Tony me pone una mano en la cabezay me hace entrar sin miramientos en laparte posterior del vehículo. Dos de losguardaespaldas de Fred se colocan aambos lados, con las armas a la vista.Quiero pedirles que las guarden, peromi cerebro no parece funcionarcorrectamente, no consigo recordarcómo se llama ninguno de los dos.

Tony arranca el coche conbrusquedad, pero los nudos de gente enel aparcamiento implican que estamosatrapados. Tony toca el claxon

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largamente. Me tapo los oídos y merecuerdo que debo respirar, que estamosa salvo, que estamos en el coche, quetodo va a ir bien. La policía se ocuparáde todo.

Por fin nos ponemos en marcha, nosabrimos paso firmemente entre lamuchedumbre que se dispersa. Tardamoscasi veinte minutos en salir del largosendero que lleva a los laboratorios.Giramos para acceder a la calleComercial, que está atascada con máspeatones. Luego circulamos contracorriente hasta meternos por una callejaestrecha de un solo sentido. En elinterior del vehículo todo el mundo está

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callado, observando la mancha de genteen las calles, gente que corre asustada,sin dirección. Aunque veo personas conla boca abierta, gritando, solo el ruidode las alarmas penetra las gruesasventanillas. Curiosamente, esto es lo queresulta más aterrador: toda esa gente sinvoz, dando gritos silenciosos.

Aceleramos por una calle tanestrecha que estoy segura de que nosvamos a quedar atrapados entre lasparedes de ladrillo a ambos lados.Luego salimos por otra calle de sentidoúnico, casi sin gente. Pasamos sinrespetar las señales de STOP y nosmetemos bruscamente por otro callejón.

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Por fin, nos movemos.Se me ocurre que puedo hablar con

mi madre por el móvil, pero cuandomarco su número, el sistema telefónicono hace más que decirme que es unnúmero equivocado. Las líneas debenestar sobrecargadas. De repente mesiento muy pequeña. El sistema esseguridad, lo es todo. En Portland,siempre hay alguien que observa.

Pero ahora parece que el sistema hasido cegado.

—Pon la radio —le digo a Tony. Lohace. Se oye de manera fragmentaria elServicio Nacional de Noticias. La vozdel presentador resulta reconfortante,

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casi perezosa, habla de cosas terriblesen un tono de calma total.

… ataque en el muro… se urge atodo el mundo a que mantenga lacalma… hasta que la policía restaureel control… cierren con llave puertas yventanas, manténgase en sus casas…los reguladores y todos losfuncionarios públicos están trabajandomuy duro deforma coordinada…

La voz se corta de manera abrupta.Durante un instante no hay más que ruidode fondo. Tony gira el dial, pero losaltavoces solo ofrecen un zumbidomezclado con pedorretas, nada más queruido. Luego, de repente, entra una voz

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desconocida, demasiado alta y con tonourgente:

Estamos reconquistando la ciudad.Estamos recobrando nuestros derechosy nuestra libertad. Uníos a nosotros.Derribadlos muros. Derribad los…

Tony apaga la radio bruscamente. Elsilencio se extiende por el vehículo,ensordecedor. Recuerdo el día de losprimeros ataques terroristas, cuando alas diez de la mañana, en mitad de unmartes tranquilo y nada especial, tresbombas estallaron a la vez en la ciudad.Yo en aquel momento iba en un cochecon mi madre, me acuerdo; cuandooímos la noticia por la radio, al

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principio no la creímos. No la creímoshasta que vimos el humo que empañabael cielo y vimos la gente que seagolpaba y corría, pálida, y la cenizaque comenzaba a caer como nieve.

Cassandra dijo que Fred permitióque ocurrieran aquellos ataques parademostrar que los inválidos existían,para poner de manifiesto que eran unosmonstruos. Pero ahora los monstruosestán aquí, dentro de los muros, otra vezen nuestras calles. No puedo creer queél haya permitido que suceda esto.

Tengo que creer que lo va a arreglar,incluso si eso significa matarlos a todos.

Por fin salimos del caos y las

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multitudes. Estamos ya cerca de la calleCumberland, donde vivía Lena, en unbarrio levemente destartalado de laciudad. A lo lejos comienza a sonar lasirena de niebla en la antigua torre devigilancia de Munjoy Hill. Tiene un tonofuneral entremezclado con las alarmas.Ojalá fuéramos a mi casa en vez de a lade Fred. Deseo hacerme un ovillo en micama y dormir; quiero despertar ydescubrir que el día de hoy ha sido solouna pesadilla que se ha colado por lasgrietas, más allá de la cura.

Pero mi hogar ya no es mi hogar.Incluso si el sacerdote no ha conseguidoterminar de declararnos marido y mujer,

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ya estoy oficialmente casada con FredHargrove. Ya nada será igual.

A la izquierda por la cañe Sherman,y luego a la derecha por otra calleja, quenos lleva hasta Park Street. Justo cuandollegamos al final, alguien sale corriendodelante del coche, un bulto gris.

Tony grita y pisa el freno a fondo,pero es demasiado tarde. Me da tiempoa ver la ropa harapienta, el largo peloapelmazado, una inválida, antes de queel impacto la derribe. Da vueltas por lacapota, se pega un instante al parabrisas,antes de desaparecer de la vista.

Se acumula la furia en mi interior,repentina y sorprendente, una puñalada

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aguda que atraviesa el miedo. Meinclino hacia delante gritando:

—¡Es una de ellos, es una de ellos!¡No dejéis que se escape!

No tengo que repetir la orden a Tonyy los otros guardias. Al momento, bajandel vehículo a toda prisa, con las armasen la mano, dejando las puertas de paren par. Me tiemblan las manos. Aprietolos puños y me recuesto hacia atrásrespirando profundamente, intentandocalmarme. Con las puertas abiertas mellega más claramente el sonido de lassirenas, y ruidos lejanos de gritostambién, como el eco del rugido delocéano.

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Esto es Portland, mi Portland. En esemomento, no importa nada más, ni lasmentiras, ni los errores, ni las promesasque no he sido capaz de cumplir. Esta esmi ciudad, y mi ciudad está siendoatacada. La furia se concentra.

Tony hace que la chica se ponga depie. Ella lucha y se debate, aunque estásola y en manifiesta inferioridad. Le caeel pelo sobre la cara, y araña y pataleacomo un animal.

Quizá la mate yo misma.

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Lena

Para cuando llego a la avenida Forest,se ha amortiguad el ruido de la lucha,tragado por los chillidos agudos de lasalarmas. De vez en cuando veo unamano que mueve una cortina, un ojo depecera que me mira y luego desaparecerápidamente. Todo el mundo se quedadentro de su casa, encerrado.

Mantengo la cabeza baja, me muevolo más rápido que puedo a pesar deldolor en el tobillo, que me he lastimado

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al caer mal, y me mantengo alerta por sise oyen patrullas o brigadas. No hayforma de que la gente piense que soymás que una inválida: tengo un aspectoasqueroso, llevo ropa vieja y llena debarro y mi oreja sigue manchada desangre. Curiosamente, no hay nadie porla calle. Las fuerzas de seguridad pareceque han sido enviadas a otras zonas.Después de todo, esta es la parte máspobre de la ciudad. Sin duda seconsidera que esta gente no necesitaprotección.

Un sendero y un sentido para cadauno… y para algunos, un sendero queconduce directamente a la tumba.

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Consigo llegar a la calleCumberland sin problemas. En cuantopongo el pie en lo que era mi manzana,me da la sensación por un momento deestar atrapada en una naturaleza muertadel pasado.

Parece que hace una eternidad desdeque giraba en esta esquina al volver delcolegio. Aquí era donde hacía losestiramientos después de correr,colocando una pierna en el banco de laparada del autobús. Aquí miraba a Jennyy a los otros chicos que jugaban a darlepatadas a una lata y les abría las bombasde agua cuando hacía calor en verano.

En realidad, hace una vida de todo

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eso. Ahora soy una Lena distinta.También la calle parece distinta, más

hundida, como si un agujero negroinvisible hiciera que toda la manzana sederrumbara lentamente sobre sí misma.Incluso antes de llegar a la cancelafrente al número 237, sé que la casa va aestar vacía. La certeza se aloja como unpeso pesado entre mis pulmones. Peroaun así me quedo tontamente en mitad dela acera, mirando al edificio ahoraabandonado —mi hogar, mi antiguacasa, el pequeño dormitorio del piso dearriba, los olores a jabón y a ropa reciénlavada y a salsa de tomate—,observando la pintura que se cae, los

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peldaños del porche que se estánpudriendo, las ventanas tapadas contablas, la desgastada equis pintada conespray sobre la puerta, que señala que lacasa está condenada.

Siento como si me hubieran dado unpuñetazo en el estómago. La tía Carol sesentía tan orgullosa de esta casa… Nodejaba pasar ni un año sin darle unamano de pintura, sin desatascar a fondolos canalones y hacer una buenalimpieza en el porche.

Luego, el dolor es sustituido por elpánico. ¿Dónde habrán ido?

¿Qué le habrá pasado a Grace?A lo lejos aúlla la sirena antiniebla,

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que suena como una canción funeraria.Me sobresalto, y de pronto me doycuenta de dónde estoy: una ciudadextraña, hostil. Ya no es mi sitio, ya nosoy bienvenida aquí. La sirena de nieblaaúlla por segunda vez, y luego, unatercera. La señal significa que lasbombas han sido colocadas con éxito.Eso nos da una hora hasta que exploten yse desencadenen todas las cóleras delinfierno.

Eso me da solo una hora paraencontrar a Grace, y no tengo ni idea depor dónde empezar.

Un ventana se cierra de pronto a miespalda. Me vuelvo justo a tiempo para

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ver una cara redonda como una luna,preocupada; parece la señoraHendrickson, que desaparece de lavista. Una cosa está clara: tengo queirme de aquí.

Agacho la cabeza y caminoapresuradamente calle abajo, dando lavuelta en cuanto veo una calleja estrechaentre dos edificios. Me muevo a ciegas,esperando que los pies me lleven en ladirección adecuada. Grace. Grace,Grace. Rezo para que ella, de algúnmodo, pueda oírme.

Ciegamente, cruzo la calle Mellenhacia otro callejón más, un negroagujero abierto, un lugar de sombras

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laterales que me oculten. Grace, ¿dóndeestás? En mi mente grito, grito tan fuerteque el grito se lo traga todo y apaga elsonido del coche que se acerca.

Y de repente, salido de la nada, ahíestá: el motor resuena y jadea, laventanilla que refleja la luz en mis ojos,cegándome, los neumáticos que chirríanmientras el conductor intenta frenar.Luego, el dolor, la sensación del golpe.Pienso: Voy a morir. Veo el cielo que davueltas por encima, veo la cara de Álex,que sonríe, y luego siento el mordiscoduro del suelo por debajo de mí. Mequedo sin aire y giro para quedar deespaldas, con los pulmones que

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tartamudean, luchando por llenarse deaire.

Durante un instante de confusión,viendo el cielo azul por encima,extendido tenso y alto entre los tejadosde los edificios, se me olvida dóndeestoy. Siento que estoy flotando, medeslizo por una superficie de agua azul.Todo lo que sé es que no estoy muerta.Mi cuerpo sigue siendo mío: muevo lasmanos y flexiono los pies solo paraasegurarme. Milagrosamente, heconseguido no golpearme la cabeza.

Se oye ruido de puertas. Voces quegritan. Me acuerdo de que tengo quemoverme, tengo que incorporarme.

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Grace.Pero antes de que pueda hacer nada,

unas manos me cogen con violencia delos brazos y me ponen de pie. Todo mellega en ráfagas. Oscuros trajes negros.Armas. Caras malas.

Muy malas.El instinto se impone y empiezo a

revolverme y a dar patadas. Muerdo lamano del guardia que me tiene agarrada,pero no me suelta y otro se adelanta yme da una bofetada. El golpe me duele yenvía una explosión de fuego a mis ojos.Le escupo sin ver. Otro guardia —haytres— me apunta a la cabeza con elarma. Sus ojos son negros y tan fríos

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como la piedra tallada. No están llenosde odio —los curados no odian, perotampoco hay nada que les importe—,sino de asco, como si yo fuera un tipo deinsecto especialmente asqueroso, y enese momento sé que voy a morir.

Perdóname, Álex. Y Julián,perdóname tú también.

Perdóname, Grace.Cierro los ojos.—¡Esperad!Abro los ojos. Del asiento de atrás

sale una chica.Lleva el traje blanco de muselina de

las novias. Su pelo está peinado de unamanera muy elaborada, con rizos en

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tomo a la cabeza, y la cicatriz de suoperación ha sido destacada conmaquillaje para que parezca unapequeña estrella coloreada justo debajode su oreja izquierda. Es hermosa,parece uno de esos cuadros de ángelesque solíamos ver en la iglesia.

Entonces sus ojos se posan en mí, yse me revuelve el estomago. El suelo seabre por debajo. Apenas puedo confiaren que podré mantenerme en pie.

—Lena —dice serenamente. Es másun anuncio que un saludo.

No consigo hablar. No puedopronunciar su nombre, aunque reverberaen un chillido por mi cabeza.

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Hana.

—¿Adonde vamos?Hana se vuelve hacia mí. Son las

primeras palabras que he conseguidodecirle. Durante un instante muestrasorpresa, y también algo más. ¿Placer?Es difícil de decir. Sus expresiones sondistintas, y ya no puedo leer su rostro.

—A mi casa —dice tras una brevepausa.

Podría reírme a carcajadas. Está tanridículamente tranquila… Es como si meestuviera invitando a buscar música enBMPA, o a que veamos una película

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acurrucadas en su sofá.—¿No vas a entregarme? —mi voz

suena sarcástica. Sé que va aentregarme. Lo he sabido desde que hevisto la cicatriz, la inexpresión tras susojos, como un estanque que ha perdidotoda su profundidad.

Puede que no perciba el desafío, otal vez prefiere ignorarlo.

—Lo haré —dice sencillamente—,pero aún no.

Por su cara pasa una expresión, unaincertidumbre momentánea, y parece queva a decir algo más. Sin embargo, sevuelve hacia la ventanilla mordiéndoseel labio inferior.

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Eso me preocupa, ese morderse ellabio. Es una grieta en esa superficiesuya de serenidad, un pliegue que no meesperaba. Es la antigua Hana que asomaen esta nueva versión rutilante, y eso meproduce otro calambre de estómago. Meabruma la necesidad urgente deabrazarla, de aspirar su olor —dosgotitas de vainilla en los codos y unpoco de jazmín en el cuello— y decirlecuánto la he echado de menos.

Justo a tiempo, me pilla mirándolafijamente y aprieta los labios en unalínea firme. Yo me recuerdo a mí mismaque la antigua Hana ya no existe.Probablemente, ya ni huele igual. No me

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ha hecho ni una sola pregunta sobre loque me ha pasado, dónde he estado,cómo es que estoy en Portland,manchada de sangre y con ropa sucia detierra. Apenas no me ha mirado enabsoluto y, cuando me mira, lo hace conuna curiosidad vaga, distante, como siyo fuera una extraña especie animal enun zoo.

Espero que giremos hacia el WestEnd, pero lo que hacemos es dirigirnoshacia el exterior de la península. Hanadebe haberse trasladado. Las casas poresta zona son aún más amplias yseñoriales que en su antiguo barrio. Nosé por qué me sorprende. Esa es una de

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las cosas que he aprendido durante miperiodo en la Resistencia. La cura tieneque ver con el control. Tiene que vercon el sistema. Y los ricos se hacen cadavez más ricos, mientras se exprime a lospobres para que vivan en callejasestrechas y espacios diminutos, y se lesdice que se les está protegiendo, y se lespromete que se les premiará por suobediencia en el cielo. La servidumbrese llama seguridad.

Entramos en una calle bordeada dearces que parecen muy viejos, árbolescuyas ramas se entrelazan para formarun pasillo cubierto. Atisbo al pasar unletrero con el nombre de la calle: Essex

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Street. Mi estómago pega otro violentorevolcón. En el número 88 de esta callees donde Pippa ha colocado la bomba.¿Cuánto hace que ha sonado la sirenaantiniebla? ¿Diez minutos? ¿Quince?

Se me acumula el sudor bajo losbrazos. Compruebo los buzones al pasar.Una de estas casas, una de estasgloriosas mansiones blancas, coronadascomo pasteles con cúpulas y celosías,rodeadas de amplios porches blancos yalejadas de la calle por extensiones decésped de intenso color verde, va avolar por los aires en menos de unahora.

El coche frena hasta detenerse ante

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una cancela de hierro muy ornamentada.El conductor se inclina por la ventanillapara introducir un código en un teclado ylas puertas se abren suavemente. Eso merecuerda a la antigua casa de Julián enNueva York, y sigue asombrándome:toda esta energía, toda esta electricidadque fluye y bombea bajo el control deunos pocos.

Hana sigue mirando impasible por laventanilla y me entran de repente ganasde extender el brazo y darle un puñetazoa esa imagen tal como se refleja en elcristal. Ella no tiene ni idea de cómo esel resto del mundo. No ha visto nunca laadversidad ni ha pasado hambre, o

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vivido sin calefacción ni comodidades.Me asombra incluso que en el pasadofuera mi mejor amiga. Siempre vivimosen mundos separados, solo que yo eratan tonta que pensaba que no importaba.

Altos setos flanquean el coche porambos lados, delimitando un cortosendero que lleva a otra casamonstruosa. Es más amplia que todas lasque hemos visto antes. En la puertadelantera hay un número metálicoclavado.

88.Durante un instante no veo nada.

Luego parpadeo. Pero el número sigueahí.

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El número 88 de la calle Essex.Aquí está la bomba. Me corre el sudorpor la parte baja de la espalda. No tieneningún sentido: las otras bombas estáncolocadas en el centro, en edificiosmunicipales, como las del año pasado.

—¿Tú vives aquí? —le pregunto aHana. Está bajando del coche, aúnmantiene esa misma calma irritante,como si estuviéramos en una visita decortesía.

De nuevo duda.—Es la casa de Fred —dice—.

Supongo que en realidad ahora lacompartimos —como me la quedomirando, corrige—: Fred Hargrove. Es

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el alcalde.Se me había olvidado por completo

que Hana estaba emparejada con FredHargrove. Habíamos oído el rumor pormedio de la Resistencia de queHargrove padre murió durante losincidentes. Fred debe haber ocupado sulugar. Ahora empieza a tener sentido quehayan puesto una bomba en este lugar;nada resulta más simbólico que golpeardirectamente al líder. Pero nos hemosequivocado: no es Fred quien va a estaren casa, es Hana.

Se me seca la boca y me pica. Unode los matones intenta agarrarme yobligarme a bajar del coche, y me zafo

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de él con un tirón.—No me voy a escapar —digo

prácticamente escupiendo las palabras,y me bajo del coche por mis propiosmedios. Sé que no podría dar más detres pasos antes de que abrieran fuegosobre mí. Tendré que tener muchocuidado, y pensar, y buscar unaoportunidad de escapar. Para nada voy aquedarme por aquí cerca cuando labomba estalle.

Hana nos ha precedido subiendo lasescaleras del porche. Espera, deespaldas a mí, hasta que uno de losguardias se adelanta y abre la puerta.Siento un ramalazo de odio por esta niña

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malcriada y de aire frágil, con suvestido blanco inmaculado y su casa deamplios salones.

El interior, curiosamente, estáoscuro, decorado con mucho robleoscuro y cuero. Casi todas las ventanasestán medio cubiertas por elaboradascolgaduras y cortinas de terciopelo.Hana hace ademán de llevarme a la salade estar, pero luego se lo piensa mejor.Sigue por el pasillo sin preocuparse deencender la luz, solo se vuelve una vez amirarme con una expresión que noconsigo descifrar, y por fin pasamosunas puertas batientes y accedemos a lacocina.

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Este cuarto, por contraste con elresto de la casa, es muy luminoso.Amplios ventanales dan a un enormepatio trasero. Aquí la madera es pino ofresno visto, suave y casi blanco, y lasencimeras son de mármol blancoinmaculado.

Los guardias nos siguen y entran enla cocina. Hana se vuelve hacia ellos.

—Dejadnos —dice. Iluminada porla luz del sol, que la hace aparecer comosi brillara ligeramente, parece una vezmás un ángel. Me sorprende suinmovilidad y el silencio de la casa, lolimpia que está y lo bella que es.

Y en alguna parte de sus entrañas,

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bien enterrado, crece un tumor que hacetic-tac mientras se acerca a la explosiónfinal.

El guardia que conducía, el que meha amenazado con una llave, intentaprotestar, pero Hana le hace callarrápidamente.

—He dicho que nos dejéis —duranteun segundo, resurge la antigua Hana; veoel desafío en sus ojos, el ánguloimperial de su barbilla—. Y cerrad lapuerta al salir.

Los guardias se van de mala gana.Siento el peso de sus miradas y sé que siHana no estuviera aquí, yo ya estaríamuerta. Pero me niego a sentir

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agradecimiento hacia ella. Para nada.Cuando nos quedamos a solas, Hana

me mira fijamente durante un minuto ensilencio. Su gesto es indescifrable. Porfin dice:

—Estás demasiado flaca.Casi me echo a reír.—Bueno, ya sabes. Los restaurantes

en la Tierra Salvaje están casi todoscerrados. La verdad es que la mayorparte han sido bombardeados.

No intento suavizar el tono de mivoz.

Ella no reacciona. Se limita a seguirmirándome. Pasa otro minuto ensilencio. Luego señala la mesa.

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—Siéntate.—Prefiero quedarme de pie, gracias.Hana frunce el ceño.—Considéralo una orden.La verdad es que no creo que vaya a

llamar a los guardias si me niego asentarme, pero no tiene sentidoarriesgarse. Me siento en una silla, sindejar de mirarla fijamente todo el rato.Pero no puedo relajarme. Han pasadopor lo menos veinte minutos desde quesonó la sirena de la niebla. Eso quieredecir que me quedan menos de cuarentapara salir de aquí.

En cuanto me siento, Hana se da lavuelta y desaparece en la parte de atrás

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de la cocina, donde un hueco oscuro másallá del frigorífico indica que hay unadespensa. Antes de que pueda pensar enhuir, vuelve a salir con una hogaza depan envuelta en un trapo de cocina.Llega a la encimera y corta gruesasrebanadas, untándolas de mantequilla yapilándolas en un plato. Luego se acercaal fregadero y humedece el trapo decocina.

Viéndola girar el grifo, observandoel agua caliente que aparece al instante,me siento llena de envidia. Ha pasadomuchísimo tiempo desde que me di unaducha en condiciones o desde que mepude lavar, excepto en ríos helados.

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—Toma —me pasa la toalla caliente—. Estás hecha un desastre.

—No he tenido tiempo demaquillarme —contesto con retintínPero igualmente acepto la toalla y me lallevo con cuidado a la oreja. Ha dejadode sangrar, por lo menos, aunque latoalla se queda manchada de sangreseca. Mantengo los ojos en Hanamientras me limpio la cara y las manos.Me pregunto qué estará pensando.

Me pone el plato de pan delantecuando acabo con la toalla, y me llenaun vaso de agua con cubitos de verdad,cinco que golpean alegremente al chocarunos con otros.

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—Come —dice—. Bebe.—No tengo hambre —digo

mintiendo.Pone los ojos en blanco, y veo de

nuevo a la antigua Hana que se cuela enesta nueva impostora.

—No seas tonta. Claro que tieneshambre, estás que te mueres de hambre.Probablemente, también de sed.

—¿Por qué haces esto? —lepregunto.

Hana abre la boca y la vuelve acerrar.

—Éramos amigas —dice.—Lo éramos —digo con firmeza—.

Ahora somos enemigas.

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—¿De verdad?Parece sobresaltada, como si la idea

no se le hubiera ocurrido nunca. Una vezmás, siento un aleteo de incomodidad,un sentimiento de culpa y vergüenza.Hay algo que no está bien. Me obligo apasar de esa sensación.

—Por supuesto —digo.Hana me observa durante un segundo

más. Luego, abruptamente, se levanta dela mesa y se acerca a los ventanales.Cuando está de espaldas a mí, cojorápidamente un trozo de pan y me lometo en la boca, y lo como tan rápidocomo puedo sin ahogarme. Lo paso conun largo trago de agua, tan fresca que me

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produce un dolor de cabeza ardiente,delicioso.

Durante largo rato, Hana no dicenada. Yo como otro trozo de pan. Sinduda ella me oye masticar, pero no hacecomentarios ni se da la vuelta. Mepermite mantener la pose de que noestoy comiendo y a mí me asalta unbreve estallido de gratitud.

—Siento lo de Álex —dice por fin,sin darse la vuelta.

Mi estómago da un vuelcoincómodo. Demasiada comida,demasiado deprisa.

—No murió.Mi voz suena demasiado fuerte. No

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sé por qué siento la necesidad decontárselo. Pero necesito que ella sepaque su lado, su gente, no se salió con lasuya; al menos, no en este caso. Aunque,por supuesto, en cierto modo sí sesalieron con la suya.

Se vuelve.—¿Qué?—Que no murió —repito—. Lo

llevaron a las Criptas.Hana hace un gesto de dolor, como

si la hubiera abofeteado. Se mete ellabio inferior hacia dentro y empieza amordérselo.

—Yo… —se interrumpe frunciendoun poco el ceño.

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—¿Qué? —conozco ese gesto, loreconozco. Sabe algo—. ¿Qué pasa?

—Nada. Yo… —mueve la cabezacomo para quitarse una idea que tiene—.Me pareció verle.

El estómago se me sube a lagarganta.

—¿Dónde?—Aquí —me mira con otra de sus

expresiones inescrutables La nuevaHana es mucho más difícil de interpretarque la antigua—. Anoche. Pero si estáen las Criptas…

—Ya no. Se escapó.Hana, la luz, la cocina, hasta la

bomba que hace tic-tac silenciosamente

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por debajo, acercándonos a ladestrucción, todo eso parece lejano derepente. En cuanto Hana lo sugiere, medoy cuenta de que tiene sentido. Álexestaba totalmente solo. Habría vuelto aterritorio conocido.

Álex podría estar aquí, en algúnlugar de Portland. Cerca. Quizá hayaesperanza, después de todo.

Si pudiera salir de aquí…—Entonces, ¿qué? —me levanto de

la silla—. ¿Vas a llamar a losreguladores o qué?

Incluso mientras hablo, no dejo dehacer planes. Probablemente podría conella, si la cosa llega a eso, pero la idea

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de atacarla me produce incomodidad. Yseguro que ella lucha. Para cuandoconsiguiera dominarla, los guardias senos habrían echado encima.

Pero si puedo hacer que salga de lacocina, aunque sea durante unos pocossegundos, tiraré la silla por la ventana,saldré por el jardín, intentaré despistar alos guardias en los árboles. El jardínprobablemente lleva a otra calle; si no,tendré que dar la vuelta para volver aEssex. Es una posibilidad remota, peroes una posibilidad.

Hana me observa fijamente. El relojque está sobre la cocina parece moversea una velocidad récord, y me imagino

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que el temporizador de la bombatambién lo hace.

—Quería pedirte perdón —dice concalma.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?No tengo tiempo para esto. No

tenemos tiempo para esto. Hago a unlado pensamientos de lo que le pasará aHana incluso si consigo escapar. Ella sequedará aquí, en la casa…

Mi estómago se tensa y se destensa.No quiero acabar vomitando el pan.Tengo que centrarme. Lo que le pase aHana no es cosa mía, ni es culpa míatampoco.

—Por hablarles a los reguladores de

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la casa del número 37 de Brooks —dice—. Por contarles lo de Álex contigo.

Y así, de repente, se me funde elcerebro.

—¿Cómo?—Yo se lo conté —suelta una

pequeña exhalación, como si pronunciarlas palabras le hubiera proporcionadoalivio—. Lo siento. Estaba celosa.

No puedo hablar. Nado entre laniebla.

—¿Celosa? —consigo decirescupiendo las palabras.

—Yo… yo quería lo que tú teníascon Álex. Me sentía confusa. Nocomprendía lo que estaba haciendo.

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Vuelve a mover la cabeza.Me siento mareada, como si

estuviera en un columpio o en un barco.No tiene ningún sentido. Hana, la chicadorada, mi mejor amiga, impulsiva ytemeraria. Yo confiaba en ella. Laamaba.

—Eras mi mejor amiga.—Lo sé.Una vez más tiene un aire

preocupado, como si estuvieraintentando recordar lo que significan laspalabras.

—Tú lo tenías todo —no puedoevitar alzar la voz. Mi cólera vibra, merecorre como una corriente eléctrica—.

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Una vida perfecta. Notas perfectas. Todo—señalo la cocina inmaculada el solque entra y reluce sobre las encimerasde mármol como mantequilla fundida—.Yo no tenía nada. Él era todo lo quetenía. Mi único… —la náusea sube ydoy un paso adelante apretando lospuños, ciega de rabia—. ¿Por qué nopudiste dejar que lo disfrutara? ¿Por quétuviste que arrebatármelo? ¿Por quésiempre tenías que quedarte con todo?

—Te he dicho que lo sentía —dicede nuevo mecánicamente.

Podría aullar de risa. Podría gritar, osacarle los ojos. Lo que hago es alargarel brazo y darle un bofetón. La corriente

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eléctrica fluye hasta mi brazo, llegahasta mi mano antes de que me dé cuentade lo que estoy haciendo. El sonido esinesperadamente agudo y durante uninstante estoy segura de que los guardiasvan a aparecer por la puerta. Pero noviene nadie.

Al momento, la cara de Hanacomienza a ponerse roja. Pero no grita.No emite ningún sonido.

En el silencio, puedo oír mi propiarespiración, agitada y desesperada.Siento las lágrimas que hacen presión enel fondo de mis ojos. Me sientoavergonzada, furiosa y enferma, todo ala vez.

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Hana se vuelve lentamente hacia mí.Tiene un aire casi triste.

—Eso me lo merecía —dice.De pronto me siento agotada. Estoy

cansada de luchar, de golpear y sergolpeada. Es lo extraño del mundo: laspersonas que sencillamente desean amar,por el contrario, deben convertirse enguerreros. Es la naturaleza contra naturade la vida. Hago todo lo que puedo porno caer de nuevo en la silla.

—Después me sentí fatal —diceHana con una voz que es poco más queun suspiro—. Tienes que saber eso. Poreso es por lo que te ayudé a escapar.Sentí —Hana busca la palabra adecuada

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— arrepentimiento.—¿Y ahora? —le pregunto.Hana se encoge de hombros.—Ahora estoy curada —dice—.

Ahora es distinto.—¿Distinto? ¿Cómo? —durante una

fracción de segundo, deseo más quenada, más que respirar, habermequedado aquí con ella, haber dejado queel cuchillo cayera sobre mi nuca.

—Me siento más libre —dice. Sealo que fuere lo que yo esperaba quedijera, no era esto. Debe notar que estoysorprendida, porque continúa—: Todoestá como… amortiguado. Es como oírlas cosas debajo del agua. No tengo que

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sentir cosas por otra gente con tantaintensidad —un lado de su boca securva en una sonrisa—. Quizá, como túdecías, nunca lo sentí.

Ha empezado a dolerme la cabeza.Se ha terminado. Se ha terminado todo.Solo quiero hacerme una bola y dormir.

—No lo decía en serio. Claro quesentías. Tenías sentimientos. Quierodecir, por los demás. Los tenías.

No estoy segura de que me escuche.Dice, casi como si acabara deocurrírsele:

—Ya no tengo que hacer caso anadie nunca más.

Algo en su tono me suena raro, casi

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triunfante. Cuando la miro sonríe. Mepregunto si estará pensando en alguienen concreto.

Se oye una puerta que se abre y secierra y la voz de un hombre, como unladrido. Toda su expresión cambia. Enun instante se vuelve a poner seria.

—Es Fred —dice. Cruzarápidamente hasta las puertas batientes ami espalda y asoma la cabezatímidamente por el pasillo Luego sevuelve para mirarme, de pronto sinaliento.

—Vamos —dice—. Rápido,mientras él está en el estudio.

—¿Vamos? ¿Adonde? —pregunto.

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Hana tiene un aire irritado por unmomento.

—La puerta trasera da al porche.Por ahí puedes atajar por el jardín ysalir a la calle Dennett, que te llevará devuelta a Brighton. Rápido —añade—. Site ve, te matará.

Me sorprende tanto que por uninstante me quedo ahí mirándola, con laboca abierta.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por quéme estás ayudando?

Hana vuelve a sonreír, pero sus ojossiguen estando turbios e indescifrables.

—Tú lo has dicho. Yo era tu mejoramiga.

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De repente me vuelve la energía. Vaa dejar que me marche. Antes de quecambie de opinión, me acerco a ella.Empuja con la espalda uno de losbatientes, manteniéndolo abierto paramí, asomando la cabeza al pasillo cadapocos segundos para asegurarse de queno hay moros en la costa. Justo cuandoestoy a punto de pasar junto a ella, medetengo.

Jazmín y vainilla. Después de todosigue usándolos. De verdad, huele igual.

—Hana —digo. Estoy muy cerca deella. Puedo ver el oro entremezcladocon el azul de sus ojos. Me paso lalengua por los labios—. Hay una bomba.

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Se echa un poco para atrás.—¿Qué?No me da tiempo a arrepentirme de

lo que estoy diciendo.—Aquí. En alguna parte de la casa.

Sal de aquí, ¿vale? Sálvate.Se llevará a Fred también y el

atentado será un fracaso, pero no meimporta. Amé a Hana antaño y ella meestá ayudando ahora. Se lo debo.

De nuevo, su expresión esinescrutable.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta derepente.

Muevo la cabeza.—Diez, máximo quince minutos.

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Asiente con la cabeza para indicarque ha comprendido. Paso junto a ellahacia la oscuridad del pasillo. Ellapermanece donde está, apoyada contralas puertas, rígida como una estatua.Alza la barbilla señalando la puertatrasera.

Justo cuando voy a tocar el pomo dela puerta, me llama en un susurro.

—Casi se me olvida —se acerca amí, su traje cruje y durante un instanteme da la impresión de que es unfantasma—. Grace está en Highlands. Enel número 31 de la calle WynnewoodRoad. Viven allí ahora.

Me la quedo mirando. En alguna

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parte, en el fondo de esta desconocida,está enterrada mi mejor amiga.

—Hana —comienzo a decir.Me interrumpe.—No me lo agradezcas —dice en

voz baja—. Solo vete.Impulsivamente, sin pensar en lo que

estoy haciendo, extiendo el brazo y tomosu mano. Dos apretones largos, doscortos. Nuestro antiguo código.

Hana se queda perpleja; luego,lentamente, su cara se relaja Apenas porun instante resplandece como siestuviera iluminada por dentro con unaantorcha.

—Me acuerdo… —susurra.

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Una puerta se cierra de un portazo.Hana se separa bruscamente, de repenteasustada. Me da la vuelta y me empujahacia la puerta trasera.

—Vete —dice, y yo me voy. No miroatrás.

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Hana

Llevo contados treinta y tres segundospor el reloj cuando Fred irrumpe en lacocina, con la cara colorada.

—¿Dónde está?Tiene las axilas mojadas de sudor, y

su pelo, que durante la ceremonia estabapeinado y engominado de manera tancuidada, está hecho un desastre.

Me siento tentada de preguntarle aquién se refiere, pero sé que eso solo lepondría furioso.

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—Se ha escapado —digo.—¿Qué quieres decir? Marcus me ha

dicho que…—Me ha golpeado —digo. Espero

que Lena me haya dejado una marca enla cara al darme la bofetada—. Yo… yome he golpeado la cabeza en la pared. Yella ha echado a correr.

—Mierda —Fred se pasa una manopor el pelo, sale al pasillo y llama agritos a los guardias. Luego se vuelvehacia mí—. ¿Por qué demonios no hasdejado que Marcus se ocupara delasunto? ¿Por qué te has quedado a solascon ella?

—Quería información —digo—. Me

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pareció que era más probable que me ladiera estando yo sola.

—Mierda —vuelve a decir Fred.Cuanto más nervioso se pone,curiosamente, más serena me siento yo.

—¿Qué está pasando, Fred?De pronto le pega una patada a una

silla y la manda dando tumbos por lacocina.

—Un maldito caos, eso es lo queestá pasando —no puede dejar demoverse; aprieta el puño y durante uninstante me parece que va a venir a pormí, solo por tener algo que golpear—.Debe haber como mil personas que seestán rebelando. Algunos de ellos son

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inválidos. Otros son solo niños… Quétontos, qué tontos… Si supieran…

Se interrumpe cuando se acercan losguardias corriendo por el pasillo.

—Ha dejado que se escapara lachica —dice Fred sin darles unaoportunidad de preguntar qué pasa. Esobvio el desprecio en su voz.

—Es que me ha golpeado —repitouna vez más.

Noto que Marcus me mira.Deliberadamente evito sus ojos. Él notiene forma de saber que he dejado queLena se escape. No he dado ningunapista de que la conocía. En el coche hetenido cuidado de no mirarla.

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Cuando los ojos de Marcus vuelvena Fred, me permito respirar.

—¿Qué quiere que hagamos? —pregunta Marcus.

—No lo sé —Fred se frota la frente—. Tengo que pensar. Maldita sea.Tengo que pensar.

—La chica estaba presumiendo deque tenían refuerzos en la calle Essex —digo—. Ha dicho que había un inválidoapostado en cada casa de la calle.

—Mierda —Fred se queda quieto uninstante mirando al patio de atrás. Luegorelaja los hombros—. Vale. Llamad al1-1-1 para que envíen refuerzos.Mientras tanto, salid ahí fuera y

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empezad a peinar las calles. Buscadmovimiento entre los árboles. Vamos ahacer salir a todos los gilipollas de esosque podamos. Yo voy enseguida.

—De acuerdo.Marcus y Bill desaparecen por el

pasillo.Fred coge el teléfono. Yo le pongo

una mano en el brazo. Se vuelve haciamí, irritado, y cuelga.

—¿Qué quieres? —dice casiescupiendo las palabras.

—No salgas ahí, Fred —digo—. Porfavor. La chica ha dicho… ha dicho quelos otros estaban armados. Ha dicho queabrirían fuego en cuanto asomaras la

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cabeza por la puerta…—No me va a pasar nada.Se aparta bruscamente de mí.—Por favor —repito. Cierro los

ojos y rezo una breve plegaria a Dios.Perdón—. No vale la pena, Fred. Tenecesitamos. Quédate en casa. Deja quela policía haga su trabajo. Prométemeque no vas a salir de aquí.

Se le mueve un músculo en lamandíbula. Pasa un largo instante. Acada segundo, no hago más que esperarla explosión: un tornado de metralla demadera, un túnel como un rugido defuego. Me pregunto si dolerá.

Dios, perdóname, porque he

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pecado.—Vale —dice por fin Fred—. Lo

prometo —levanta de nuevo el auricular—. Solo mantente fuera de mi vista. Noquiero que lo estropees todo.

—Estaré arriba —le digo. Pero yame ha vuelto la espalda.

Paso al corredor, dejando que laspuertas se cierren a mi espalda. Oigo elsonido amortiguado de su voz a travésde la madera. En cualquier momento, elinfierno.

Pienso en subir al piso de arriba, ala que debería haber sido mi habitación.Podría tenderme y cerrar los ojos. Estoylo suficientemente cansada para dormir.

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Pero lo que hago en realidad es abrircon cuidado la puerta trasera, cruzar elporche y bajar al jardín, con cuidado demantenerme fuera de la vista de losamplios ventanales de la cocina. Huele aprimavera, a tierra mojada y brotesnuevos. Los pájaros cantan en losárboles. Se me pega a los tobillos lahierba húmeda y me mancha eldobladillo de mi traje de novia.

Los árboles me rodean y después yano puedo ver la casa.

No me quedaré a verla arder.

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Lena

Highlands está en llamas.Huelo el humo antes de llegar, y

cuando estoy todavía a medio kilómetrode distancia empiezo a ver la mancha dehumo sobre los árboles, y el fuego quese eleva de los tejados viejos ygolpeados por el tiempo.

En la calle Harmon he visto ungaraje abierto y una bici herrumbrosacolgada de la pared como un trofeo decazador. Aunque es muy mala y las

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marchas gimen y protestan cada vez queintento ajustarlas, es mejor que nada. Laverdad es que no me importa el ruido, elchirrido de la cadena o el pitido intensodel viento en los oídos. Eso me impidepensar en Hana y tratar de comprenderlo que ha sucedido. Ahoga en el interiorde mi cabeza su voz, que dice: Vete.

No ahoga la explosión, sin embargo,ni las sirenas que la siguen. Las oigoaunque casi he recorrido todo el trayectohasta Highlands: se alzan como gritos.

Espero que haya podido salir. Rezopor que haya sido así. Aunque ya no sé aquién le estoy rezando.

Y entonces me encuentro en

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Highlands y solo puedo pensar enGrace.

Lo primero que veo es el fuego, quesalta de casa a casa, de un árbol a untejado o a una pared. Quien lo hayainiciado lo ha hecho de maneradeliberada, sistemática. El primer grupode inválidos cruzó la valla no lejos deaquí. Esto debe ser obra de reguladores.

La segunda cosa que noto es lagente: gente que corre entre los árboles,cuerpos que no se distinguen entre elhumo. Eso me sorprende. Cuando vivíaen Portland, este barrio estabadeshabitado, lo habían evacuado tras lasacusaciones de que había personas

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contagiadas, con lo que se convirtió enun desierto. No he tenido tiempo depensar en lo que significa que Grace ymi tía vivan aquí en este momento, o dededucir que otros podrían haberse hechoun hogar aquí también.

Intento buscar caras conocidasmientras pasan junto a mí como en unremolino, escabullándose entre losárboles, gritando. No puedo distinguirnada más que formas y colores, genteque carga en los brazos bultos con suspertenencias. Los niños gritan y micorazón se detiene: cualquiera de ellospodría ser Grace. La pequeña Grace,que apenas pronunciaba sonidos, ella

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podría estar aullando en lasemipenumbra en algún sitio.

Un sentimiento caliente, eléctrico,vibra en mi interior, como si las llamashubieran llegado a mi sangre. Estoyintentando recordar la estructura de estazona, pero tengo la mente llena de ruidoinútil: no deja de obsesionarme unaimagen de la casa del número 37 deBrooks, de la manta en el jardín y losárboles teñidos de dorado por el solponiente. Llego a Edgewood y me doycuenta de que me he pasado.

Doy la vuelta, tosiendo, y vuelvosobre mis pasos. El aire está lleno dechasquidos, crujidos como de un trueno:

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casas enteras son pasto de las llamas,arden de pie como fantasmas que seestremecen, con las puertas comoagujeros, la piel que se funde sobre lacarne. Por favor, por favor, por favor.Las palabras me taladran la mente. Porfavor.

Luego veo el letrero de la calleWynnewood: por suerte, una calle cortade tres manzanas. Aquí el incendio no seha extendido tanto y sigue retenido en elenmarañado dosel de árboles y sedesliza sobre los tejados, una corona denaranja y blanco que cada vez se hacemás grande. Ahora se ve menos genteentre los árboles, pero no hago más que

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pensar que oigo gritar a niños, ecos,aullidos espectrales.

Estoy sudando y me arden los ojos.Cuando suelto la bici, tengo queesforzarme por recobrar el aliento. Mellevo la camiseta a la cara e intentorespirar a través de ella mientras corropor la calle. La mitad de las casas notienen números visibles. Sé que con todaprobabilidad Grace ha huido. Esperoque sea una de las personas que he vistomoverse entre los árboles, pero nopuedo sacudirme el miedo de que puedaestar atrapada en algún lugar, que la tíaCarol y el tío William y Jenny la hayandejado atrás. Ella siempre estaba

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haciéndose una bola en un rincón yescondiéndose en lugares ocultos yretirados, siempre intentando hacerseinvisible.

Un buzón desgastado indica elnúmero 31, una casa triste y decaída decuyas ventanas superiores sale humo.Las llamas la acosan por el tejado,castigado por los elementos. Entonces laveo, o al menos eso me parece. Solo porun instante, juro que veo su cara pálidaen una de las ventanas. Pero desapareceantes de que pueda gritar su nombre.

Tomo aire y corro cruzando elcésped y subo la mitad de los peldañosmedio carcomidos. Me paro nada más

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pasar la puerta principal, un pocomareada. Reconozco los muebles, elgastado sofá de rayas, la alfombra consus flecos raídos y la mancha en losviejos cojines donde Jenny dejó caer suzumo de uva… Todo ello de mi antiguacasa, la casa de tía Carol enCumberland. Me parece que me hetropezado directamente con el pasado,pero con un pasado alterado: un pasadoque huele a humo y a papel pintadomojado, con habitaciones que han sidodistorsionadas.

Voy de cuarto en cuarto llamando aGrace, comprobando detrás de losmuebles y en los armarios de varias

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salas, que están totalmente vacías. Estacasa es mucho más grande que la nuestrade antes y no hay cosas suficientes parallenarla ni de lejos. Se ha ido. Quizánunca haya estado aquí, puede que yosolo me haya imaginado que veía sucara.

El piso de arriba está negro dehumo. Solo he llegado a mitad decamino del descansillo cuando me veoobligada a retroceder y a bajar a laplanta baja, jadeando y tosiendo. Ahoralos cuartos delanteros están también enllamas. Cortinas de ducha baratas estánpegadas a las ventanas con chinchetas.Con el fuego desaparecen en un instante,

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y sueltan un olor terrible a plásticoquemado.

Retrocedo hasta la cocina sintiendoque un gigante me tiene agarrada delpecho con el puño. Necesito salir,necesito respirar. Le doy un empujóncon el hombro a la puerta de atrás. Estáhinchada por el calor y se resiste, peroal final salgo dando traspiés al patiotrasero, tosiendo, con los ojos llorosos.Ya no pienso, mis pies se mueven deforma automática para alejarme delfuego hacia el aire limpio, lejos, cuandosiento un dolor lacerante en el pie ycaigo. Caigo al suelo y miro para verqué es lo que me ha hecho caer: es la

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manija de una portezuela, una bodega,medio oculta por la hierba que crecealta a ambos lados de la trampilla.

No sé qué es lo que me hace abrirlade un tirón, quizá el instinto o lasuperstición. Unas escaleras empinadasde madera conducen a un pequeñosótano, vaciado de manera tosca en latierra. El diminuto espacio estáequipado con estanterías que contienenlatas de comida. Varias botellas decristal, quizá de refresco, estánalineadas en el suelo.

Ella está tan encogida en un rincónque casi no la veo. Por suerte, antes devolver a cerrar la trampilla, se mueve y

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distingo una de sus deportivas,iluminada por la luz roja humeante queviene de arriba. Los zapatos son nuevos,pero reconozco los cordones morados,que se pintó ella misma.

—Grace.Tengo la voz ronca. Bajo con

cuidado el peldaño superior. A medidaque mis ojos se acostumbran a lapenumbra, su figura aparece mejorenfocada: más alta que hace ocho meses,más delgada y también más sucia,acurrucada en la esquina, mirándomecon ojos salvajes, aterrorizados.

—Grace, soy yo.Extiendo el brazo hacia ella, pero no

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se mueve. Bajo cautelosamente otropeldaño, sin intención de entrar en labodega y tratar de agarrarla. Siempre hasido rápida, me da miedo que consigaeludirme y eche a correr. Me palpita confuerza el corazón en la garganta y mesabe la boca a humo. Hay en el sótanoun olor intenso, penetrante, que noconsigo identificar. Me centro en Grace,en conseguir que se mueva.

—Soy yo, Grace —lo vuelvo aintentar. Solo puedo imaginar el aspectoque tengo para ella, lo cambiada quedebo estar—. Soy Lena. Tu prima Lena.

Se queda tiesa, como si le hubieradado un susto.

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—¿Lena? —susurra con vozasombrada. Pero aun así no se mueve.Por encima de nuestras cabezas, se oyeun crujido tremendo. Una rama de árbol,o parte del tejado. Me entra el terrorrepentino de que nos vayamos a quedarenterradas aquí si no nos movemos ya.La casa se derrumbará y nos atraparádebajo.

—Vamos, Gracie —digo usando suantiguo diminutivo. Me suda la nuca—.Tenemos que irnos, ¿vale?

Por fin se mueve. Extiendetorpemente un pie y oigo el ruido decristal al romperse. Se intensifica elolor, me quema las fosas nasales y de

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repente sé lo que es.Gasolina.—Ha sido sin querer —dice Grace

con voz aguda, más chillona por elpánico. Ahora se agacha y veo unamancha oscura de líquido que seextiende a su alrededor por el suelo detierra.

Ahora mi pánico es enorme. Mepresiona desde todos lados.

—Grace, vamos, bonita —intentomantener el miedo lejos de mi voz—.Ven y toma mi mano.

—¡Ha sido sin querer!Comienza a llorar.Bajo los últimos peldaños y la

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agarro y me la coloco en la cintura. Noes cómodo, es demasiado grande paracargarla con facilidad, pero pesasorprendentemente poco. Me rodea lacintura con las piernas. Noto suscostillas y los huesos de sus caderas. Lehuele el pelo a grasa y aceite y, muy muydébilmente, a liquido lavavajillas.

Subimos las escaleras y accedemosa ese universo de llamas y fuego, al aireque se ha convertido en algo húmedo,que hierve de calor, como si el mundo seestuviera descomponiendo para formarun espejismo. Seria más rápido si dejaraa Grace en el suelo y permitiera que ellacorriera junto a mí, pero ahora que la

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tengo, ahora que está aquí, colgada demí, con su corazón batiendofrenéticamente en el pecho, golpeandocon su ritmo en el mío, no la quierosoltar.

La bici está donde la había dejado,gracias a Dios. Grace se montatorpemente en el sillín y yo me aprietocomo puedo detrás de ella. Tiro por lacalle, con las piernas que me pesancomo piedras, hasta que el impulso nostransporta y entonces pedaleo tan rápidocomo puedo, alejándome del humo y lasllamas, dejando que Highlands sequeme.

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Hana

Camino sin prestar atención al sitiodonde estoy o adonde me dirijo. Un piedelante del otro, con los zapatos blancosque golpean suavemente en elpavimento. A lo lejos oigo voces quegritan. El sol brilla y me agrada sentirlosobre los hombros. Se levanta una brisasilenciosa en los árboles, que seinclinan y saludan cuando paso.

Un pie y luego el otro. Es tansimple… El cielo es tan brillante…

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¿Qué va a ser de mí?No lo sé. Quizá me encuentre con

alguien que me reconozca. Quizá melleven de vuelta con mis padres. Quizá,si el mundo no termina, si Fred estámuerto, me emparejarán con otrapersona.

O quizá seguiré caminando hastallegar al fin del mundo.

Tal vez. Pero por el momento soloexiste el alto sol, y el cielo, e hilillos dehumo gris, y voces que suenan comoolas del océano a lo lejos.

Existe el sonido de mis zapatos, ylos árboles que parece que asienten y medicen: Todo va bien. Todo va a ir bien.

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Puede que, después de todo, tenganrazón.

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Lena

A medida que nos acercamos a BackCove, la fila de gente se va engrosandohasta formar un arroyo rugiente yapresurado y apenas consigo maniobrarcon la bici entre ellos. Corren, gritan,enarbolan martillos y cuchillos y trozosde tubería metálica, se dirigen haciaalgún punto desconocido, y mesorprende ver que ya no son soloinválidos: son chavales también, algunosde tan solo doce o trece años, incurados

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y rebeldes. Distingo incluso a unoscuantos curados que miran desde susventanas por encima de la calle y, de vezen cuando, saludan con la mano, enmuestra de solidaridad.

Me aparto de la multitud y dirijo labici hasta la orilla de la cala, cubiertade barro revuelto, donde Álex y yotomamos nuestra decisión hace una vida,donde por primera vez él sacrificó sufelicidad por la mía. La hierba crecealta entre los escombros de la antiguacarretera y hay gente herida o muertatendida en ella, personas que gimen omiran sin ver el cielo sin nubes. Veovarios cuerpos boca abajo en las aguas

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superficiales, y tirabuzones rojos que seextienden por la superficie del agua.

Más allá de la cala, en el muro, lamuchedumbre sigue siendo enorme, peroparece que es sobre todo gente nuestra.Los reguladores y la policía se habránvisto obligados a retroceder, a irse máshacia Old Port. Ahora miles deamotinados avanzan en esa dirección,con sus voces unidas en una nota únicade ira.

Apoyo la bici a la sombra de un granjunípero y, por fin, tomo a Grace por loshombros y la examino buscando cortes omoratones. Está temblando, con los ojosmuy abiertos, mirándome como si

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pensara que voy a desaparecer encualquier momento.

—¿Qué les ha pasado a los demás?—le pregunto. Tiene las uñas negras desuciedad y está muy flaca, pero, por lodemás, parece que está bien. Más quebien, está preciosa. Siento que me subeun sollozo a la garganta, me lo trago. Noestamos a salvo, aún no.

Grace mueve la cabeza.—No lo sé. Ha habido un fuego y…

yo me he escondido.O sea, que sí la han abandonado. O

no les ha importado lo suficiente parabuscarla cuando ha desaparecido. Sientouna oleada de náusea.

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—Pareces distinta —dice Grace envoz baja.

—Tú estás más alta —digo. Derepente, me dan ganas de ponerme a darsaltos de alegría. Podría ponerme agritar de felicidad mientras el mundoentero se consume entre las llamas.

—¿Adonde fuiste? —me preguntaGrace—. ¿Qué te pasó?

—Ya te lo contaré todo más tarde —la tomo por la barbilla con una mano—.Oye, Grace, tengo que decirte cuánto losiento. Siento haberte dejado atrás.Nunca volveré a abandonarte, ¿vale?

Sus ojos recorren mi cara. Asientecon un gesto.

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—A partir de ahora te voy amantener a salvo —tengo que empujarlas palabras para que consigan traspasarla rigidez que siento en la garganta—.¿Me crees?

Vuelve a asentir. La atraigo hacia mí,la aprieto. Parece tan delgada, tanfrágil… Pero sé que es fuerte. Siemprelo ha sido. Va a estar preparada para loque venga después.

—Tómame de la mano —le digo. Noestoy segura de adonde ir y me acuerdode Raven. Luego me doy cuenta de queestá muerta, de que la han matado en elmuro, y las ganas de vomitar amenazancon apoderarse de mí otra vez. Pero

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tengo que mantener la calma por Grace.Debo encontrar un lugar seguro para

ir con ella hasta que termine la lucha. Mimadre me ayudará, ella sabrá qué hacer.

El apretón de Grace es curiosamentefuerte. Avanzamos por la orilla, entre lagente, inválidos y reguladores todosmezclados: heridos, moribundos,muertos.

En lo alto de la loma, Colin, quecojea, camina apoyándose mucho en otromuchacho y se dirige hacia un trozovacío en la hierba. El otro chico alza lacabeza y se me para el corazón.

Álex.Me ve casi un segundo después de

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que le vea yo. Quiero llamarle, pero seme queda la voz atrapada en la garganta.Durante un instante, duda. Luego colocaa Colin con cuidado en la hierba y seinclina para decirle algo. Colin asiente,se sujeta la rodilla con un gesto dedolor.

Luego, Álex corre hacia mí.—Álex —es como si decir su

nombre le hiciera real. Se para a unoscentímetros y sus ojos descubren aGrace y luego se vuelven hacia mí—.Esta es Grace —digo, tirando de sumano. Ella se queda atrás, intentandoesconder su cuerpo tras el mío.

—Me acuerdo —dice. Ya no hay

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más dureza en sus ojos, ni más odio. Seaclara la garganta—. Pensé que no te ibaa volver a ver.

—Aquí estoy —el sol parecedemasiado brillante, y de pronto no seme ocurre qué decir, no tengo palabraspara describir todo lo que he pensado ydeseado, tantas cosas que me hepreguntado—. Yo… vi tu nota.

Asiente con la cabeza. Se le tensa laboca solo un poco.

—¿Julián está…?—No sé dónde está Julián —digo, y

al momento me siento culpable. Meacuerdo de sus ojos azules y de su calor,que me envolvía mientras yo dormía.

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Espero que no haya resultado herido.Me agacho para poder mirar a Grace alos ojos—. ¿Te puedes sentar aquí unminuto, Gracie, porfa?

Se sienta en el sueloobedientemente. No consigo alejarmemás que dos pasos de ella. Álex mesigue.

Bajo la voz para que Grace no nosoiga.

—¿Es cierto? —le pregunto.—¿Qué es cierto?Sus ojos son del color de la miel.

Esos son los ojos que recuerdo de missueños.

—Que aún me quieres —digo sin

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aliento—. Tengo que saberlo.Álex asiente con la cabeza. Alarga

la mano y me toca la cara, apenasrozándome el pómulo y apartando unpoco el pelo.

—Es cierto.—Pero… he cambiado —digo—. Y

tú has cambiado.—Eso también es cierto —dice

suavemente. Miro la cicatriz de su cara,que se extiende desde el ojo izquierdohasta la mandíbula, y algo se me encogeen el pecho.

—¿Y ahora qué? —le pregunto. Laluz es demasiado intensa, parece comosi el día se estuviera fundiendo con el

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sueño.—¿Tú me quieres? —pregunta Álex.

Y yo podría llorar, podría apretar lacara contra su pecho y aspirar su olor, yfingir que nada ha cambiad, que todo vaa ser perfecto, entero, sin fisuras.

Pero no puedo. Sé que no puedo.—Nunca he dejado de quererte —

aparto la vista Miro a Grace y a lahierba alta cubierta de heridos y demuertos. Pienso en Julián, en sus ojosazules, en su paciencia y su bondad.Pienso en toda la lucha que hemosllevado adelante y en toda la que aúnnos queda. Respiro hondo—. Pero esmás complicado.

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Álex me coloca las manos en loshombros.

—Ya no voy a volver a huir nunca—dice.

—No quiero que lo hagas —le digoyo.

Sus dedos encuentran mi mejilla ypor un instante me apoyo en su palma,dejando que el dolor de los últimosmeses me abandone. Dejo que mevuelva la cabeza en su dirección.Entonces se inclina y me besa: es unbeso ligero y perfecto, sus labios apenasse juntan con los míos, un beso quepromete una renovación.

—¡Lena!

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Me aparto de Álex al oír el grito deGrace. Se ha puesto de pie y señalahacia la pared fronteriza dando saltitosde alegría sobre los dedos de los pies,llena de energía. Me vuelvo a mirar.Durante un instante, las lágrimasdescomponen mi visión y convierten elmundo en un caleidoscopio de colores:color que trepa por el muro, de formaque el cemento es un mosaico.

No. No es color: gente. Gente queconfluye en el muro.

Es más que eso: lo están derribando.Entre gritos salvajes y triunfantes,

con martillos y trozos de andamiosderribados o con las manos desnudas,

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están desmantelando el muro trozo atrozo, quebrando los límites del mundotal como lo conocemos. La alegríarebosa en mi interior. Grace echa acorrer, ella también se ve atraída haciala pared.

—¡Grace, espera!Hago ademán de seguirla, pero Álex

me toma de la mano.—Te encontraré —dice mirándome

con los ojos que recuerdo—. No tedejaré ir otra vez.

No confío en mí misma para hablar.En vez de eso asiento con la cabeza, conla esperanza de que comprenda. Meaprieta la mano.

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—Ve —me dice.Y me voy. Grace se ha detenido para

esperarme, y cojo su pequeña manodelgada en la mía, y enseguida me doycuenta de que estamos corriendo entre elsol y el humo persistente, por la hierbade la orilla que se ha convertido en uncementerio, mientras el sol continúa surotación indiferente y el agua no reflejanada más que cielo.

Al acercarnos a la muralla veo aHunter y a Bram, uno al lado del otro,sudorosos y morenos, atacando elcemento con enormes trozos de tuberíametálica. Veo a Pippa, de pie sobre untramo que todavía permanece, ondeando

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una falda de color verde fuerte como unabandera. Veo a Coral, salvaje y bella,que aparece y desaparece cuando lamultitud pasa junto a ella. A variosmetros de distancia, mi madre trabajacon un martillo moviéndolo confacilidad y elegancia, de forma queparece un baile: esta mujer dura ymusculosa a la que casi no conozco, unamujer a la que he amado toda mi vida.Está viva. Estamos vivas. Va a poderconocer a Grace.

Veo a Julián también. No llevacamiseta, se mantiene en equilibriosobre un montón de escombros y usa laculata de un rifle para derribar la pared,

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con lo que los trozos y el polvo blancocaen sobre la gente de debajo. El solhace que su pelo brille como un anillode fuego pálido, y le toca los hombroscon alas blancas.

Durante un instante me asalta undolor abrumador: por cómo las cosascambian, por el hecho de que nuncapodemos volver atrás. Ya no estoysegura de nada. No sé lo que va asuceder, ni a mí ni a Álex ni a Julián, aninguno de nosotros.

—Vamos, Lena.Grace me tira de la mano.Pero no se trata de saber. Se trata

simplemente de avanzar hacia delante.

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Los curados desean saber. Nosotros, porel contrario, hemos elegido la fe. Yo lehe pedido a Grace que confiara en mí.Nosotros también tendremos que confiar,confiar en que el mundo no va aacabarse, en que mañana llegará, en quela verdad también llegará.

Una vieja frase, una frase prohibidade un texto que Raven me enseñó unavez, me viene ahora a la memoria:Quien salta puede caer, pero tambiénes posible que vuele.

Es el momento de saltar.—Vamos —le digo a Grace, y dejo

que ella me lleve hasta el grupo degente, manteniéndola bien sujeta de la

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mano todo el tiempo.Nos abrimos paso entre los gritos y

la alegría y conseguimos llegar hasta lapared. Grace se sube a un montón hechode madera rota y trozos de cemento y yola sigo con torpeza, hasta que estoyarriba manteniendo el equilibrio junto aella. Grita, más alto de lo que nunca lahe oído, en un lenguaje infantilininteligible de gozo y de libertad, y medoy cuenta de que me uno a ella mientrasjuntas nos ponemos a quitar trozos decemento con las uñas, mirando cómodesaparece la frontera, mirando cómomás allá de ella emerge un mundonuevo.

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Derribad los muros.Ese es el quid de la cuestión, a fin

de cuentas. No se sabe lo que pasará siderribamos los muros, no se puede verlo que pasa al otro lado, no sabemos sieso traerá la libertad o la ruina, lasolución o el caos. Puede ser el paraísoo la destrucción.

Derribad los muros.De otro modo, viviremos encerrados

en el miedo, elevando barricadas contralo desconocido, rezando contra laoscuridad, pronunciando versículos deterror y rigidez.

De otro modo, puede que nuncaconozcáis el infierno, pero tampoco

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conoceréis el cielo. No conoceréis elaire fresco y la sensación de volar.

Todos vosotros, dondequiera queestéis, en vuestras ciudades caóticas oen vuestros pueblecitos. Encontrad lafortaleza que hay en vuestro interior, elpunto donde el metal se fisura, lasesquirlas de piedra que os colman elestómago. Os propongo un pacto: yo loharé si lo hacéis vosotros, por siempre ypara siempre.

Derribad los muros.

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LAUREN OLIVER proviene de unafamilia de escritores en la que pasarsehoras delante del ordenador es algohabitual. Empezó a escribir siendo unaniña y afirma que cuando terminaba unahistoria le apremiaba el deseo de iniciaruna secuela para no desprenderse de lospersonajes que había creado su

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imaginación.

Estudió Literatura y Filosofía en laUniversidad de Chicago y completó susestudios con un master en Bellas Artesen la Universidad de Nueva York. Luegotrabajó como asistente editorial en laciudad de los rascacielos, dondecontinúa viviendo en el barrio deBrooklyn.

Sus aficiones son muy variadas. Ademásde escribir constantemente, le gusta leer,dibujar, cocinar, viajar, bailar y cantarsus canciones favoritas. Se consideracuriosa por naturaleza y disfrutaprobando cosas nuevas. Entre sus

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autores preferidos se encuentran HenryJames, Edith Wharton, Gabriel GarcíaMárquez, C. S. Lewis y Roal Dahl.

Sus obras más conocidas son la trilogíaDelirium y Si no despierto, que seráadaptada al cine.