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Las musas no se divierten Pandemonium en la Casa de la Arquitectura, por Jorge Silvetti Este ensayo fue originalmente presentado como la “Gropius Lecture” en la Escuela de Diseño de Harvard en abril de 2002, en ocasión del homenaje al profesor Silvetti por sus siete años al frente del Departamento de Arquitectura. La conferencia estuvo ilustrada por casi 200 imágenes, de las que sólo una fracción puede reproducirse acá; el texto necesitó por lo tanto de una adecuada modificación. En la primavera de 2003, el Profesor Silvetti agregó un postscriptum, delineando posibles implicaciones de su conferencia. 1 Si hay un rasgo continuo que impulsa mis búsquedas intelectuales y artísticas, es el deseo de explorar, explicar y experimentar con todas las fuerzas que convergen en la concepción, la imaginación y la proposición de la forma arquitectónica; en última instancia, producir ésta y construirla. Lo específico y fundamental que los arquitectos hacemos es imaginar y producir forma arquitectónica. La “forma” de la que estoy hablando no se ocupa sólo de posiciones estéticas elaboradas a priori, o de vocabularios heredados. Es más bien la forma arquitectónica que involucra todas las fuerzas que convergen en el resultado final, sean estas culturales, sociales, económicas o ideológicas tanto como técnicas o metodológicas. De ahí que el lenguage, los edificios, la topografía, el arte, la moda, la televisión y el cine, materiales nuevos y viejos —por sólo nombrar algo de lo que es forma y genera forma— hayan sido y todavía sean la flora y fauna que habita y nutre la topografía de mi derrotero intelectual. Es más, en los casos que me interesan, este esfuerzo de producir forma ocurre porque el arquitecto tiene voluntad de producir esta forma, de crearla, sea por necesidad, interés o por un deseo irreprimible. Este autoesbozo introductorio es necesario porque ayuda a explicar por qué me perturba lo que percibo como una progresiva disipación de la centralidad de nuestra misión como educadores, de enseñar y aprender rigurosa y vigorosamente sobre la cración de forma y sus consecuencias, un proceso que lentamente se está volviendo secundario y periférico. Considero a este creciente descuido, que veo en las publicaciones de escuelas de diseño, en los escritos, en las discusiones, como no menos que suicida para una profesión cuya creatividad y relevancia depende en última instancia de su domino absoluto de esta tarea única y dificil. Las condiciones bajo las que tiene lugar esta pérdida progresiva son doblemente desafortunadas, porque ocurren bajo la engañosa euforia de la proliferación de diferentes modos,

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Las musas no se divierten

Pandemonium en la Casa de la Arquitectura, por Jorge Silvetti

Este ensayo fue originalmente presentado como la “Gropius Lecture” en la Escuela de

Diseño de Harvard en abril de 2002, en ocasión del homenaje al profesor Silvetti por

sus siete años al frente del Departamento de Arquitectura. La conferencia estuvo

ilustrada por casi 200 imágenes, de las que sólo una fracción puede reproducirse acá;

el texto necesitó por lo tanto de una adecuada modificación. En la primavera de 2003,

el Profesor Silvetti agregó un postscriptum, delineando posibles implicaciones de su

conferencia.1

Si hay un rasgo continuo que impulsa mis búsquedas intelectuales y artísticas, es el

deseo de explorar, explicar y experimentar con todas las fuerzas que convergen en la

concepción, la imaginación y la proposición de la forma arquitectónica; en última

instancia, producir ésta y construirla. Lo específico y fundamental que los arquitectos

hacemos es imaginar y producir forma arquitectónica. La “forma” de la que estoy

hablando no se ocupa sólo de posiciones estéticas elaboradas a priori, o de

vocabularios heredados. Es más bien la forma arquitectónica que involucra todas las

fuerzas que convergen en el resultado final, sean estas culturales, sociales,

económicas o ideológicas tanto como técnicas o metodológicas. De ahí que el

lenguage, los edificios, la topografía, el arte, la moda, la televisión y el cine, materiales

nuevos y viejos —por sólo nombrar algo de lo que es forma y genera forma— hayan

sido y todavía sean la flora y fauna que habita y nutre la topografía de mi derrotero

intelectual. Es más, en los casos que me interesan, este esfuerzo de producir forma

ocurre porque el arquitecto tiene voluntad de producir esta forma, de crearla, sea por

necesidad, interés o por un deseo irreprimible.

Este autoesbozo introductorio es necesario porque ayuda a explicar por qué

me perturba lo que percibo como una progresiva disipación de la centralidad de

nuestra misión como educadores, de enseñar y aprender rigurosa y vigorosamente

sobre la cración de forma y sus consecuencias, un proceso que lentamente se está

volviendo secundario y periférico. Considero a este creciente descuido, que veo en las

publicaciones de escuelas de diseño, en los escritos, en las discusiones, como no

menos que suicida para una profesión cuya creatividad y relevancia depende en última

instancia de su domino absoluto de esta tarea única y dificil. Las condiciones bajo las

que tiene lugar esta pérdida progresiva son doblemente desafortunadas, porque

ocurren bajo la engañosa euforia de la proliferación de diferentes modos,

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acercamientos y técnicas de la producción de forma, que pretenden haber facilitado y

multiplicado nuestras habilidades para generar forma. Ahora, tal como yo lo veo, están

en cambio transformando al arquitecto en el observador aturdido de seductoras

maravillas.

De todas formas, a lo largo de la pasada década, que será el período de alguna

manera arbitrario que instruya mi caso, hemos tenido evidencia de que la arquitectura

importa, y de que es a través de sus formas que nos afecta. Dicha evidencia es el

resultado de una acumulación de sucesos que para la arquitectura, y en particular para

la presencia física de la arquitectura en la ciudad, han sido conmovedores e

iluminadores, en formas tanto alegres como dolorosas. Y puesto que quiero centrarme

no en edificios y arquitectos específicos, sino en cambio en las estrategias y técnicas

de diseño que producen la forma arquitectónica, y en las ideas e ideologías detrás

suyo, alcanza con decir que el período y el corpus al que dirijo la mirada podría

encerrarse entre la irrupción, en el mundo y en nuestra imaginación, del Guggenheim

Bilbao y la herida que dejaron en nuestro sentir las consecuencias físicas del 11 de

septiembre: la desaparición de dos edificios que no pensábamos que íbamos a

extrañar tanto.

Hoy voy enfocar principalmente las cuestiones involucradas en la producción

de forma y en la voluntad del diseñador de producirla en un medio académico. En este

contexto, la fundamentación teórica refleja mi permanente preocupación por entender

cómo son representadas o fijadas las ideas en la arquitectura, y cómo enseñar este

aspecto del proceso de diseño. Escogí cuatro casos que creo representan un amplio

espectro de ese aspecto del proceso creativo. Por supuesto muchas otras cosas

importantes han sucedido en la ultima década que sin duda valdría la pena discutir,

sobre todo en la tecnología y en la construcción, en la sustentabilidad y el medio

ambiente. Pero desde mi punto de vista, el éxito de estas depende en última instancia

de la habilidad con que los arquitectos trasciendan sus logros puramente técnicos y les

den una forma intencional y adecuada.

Mis víctimas hoy serán: primero, una muy discutida tendencia, para la que no

tenemos todavía un nombre oficial, sobre la que escasea la literatura pero que uno de

mis colegas ha bautizado “Programismo”;2 segundo, un modo de producción

ampliamente generalizado que ha alcanzado a las escuelas a un alto nivel intelectual,

sobre todo como tópico de análisis, y que los medios arquitectónicos o no

especializados han llamado “Tematización”; tercero, los “Blobs”*; y por último, el

“Literalismo” en la representación arquitectónica. Este es un extraño rejunte de

“arquitecturas” heterogéneas que sin embargo comparten rasgos comunes. En última

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instancia, me van a ayudar a abrir la discusión en dirección al problema mayor de cuál

podría ser el rol de la teoría de la arquitectura en los próximos años.

Programismo

En primer lugar el “Programismo”, la actual tendencia que deriva de la adopción

sobreentusiasta de una vuelta, de otra forma sana, a la idea de “programa” (opuesto a

“función”) como generador de la arquitectura: programa entendido como el protocolo

de conglomerados de información complejos y no lineales, que anima, inspira,

impacta, cimenta, influencia y colorea un diseño, un edificio, o cualquier condición

física para el habitar. La vaguedad, inevitable al intentar definirlo, es parte de su

atractivo y riesgo.

El “Programismo” es el desarrollo extremo de la tendencia a acumular y

manipular información que, por el mero poder de su cantidad, por lo acrítico de su

método de recolección, por su aparente autoridad como “datos neutrales” y por su

apremiante representación gráfica, se vuelve, con poca transformación, la forma

misma de la arquitectura propuesta, o su inspiración figurativa (figs. 1-5). Este

desarrollo bizarro pertenece más al reino de la magia primitiva que al ámbito del

diseño, en tanto descansa sobre las simpatías entre diversos medios que parecen

obrar en forma intercambiable como causas y efectos —la “forma” de las matrices o

esquemas de datos data produciendo la forma de la arquitectura, y esta, a su vez,

supuestamente induciendo las “acciones” promovidas por el programa.

Podemos tomar esto como un primer ejemplo de un proceso que

potencialmente exime al arquitecto de su rol creativo. Pero detrás de esta capitulación

yace una sospechosa operación metodológica que asume que un reordenamiento

arbitrario de datos, una coordinación de figuras y composición de aquellos en

esquemas, provee automáticamente la solución a los problemas mismos que

encierran. Craso empirismo, doctrina tautológica de la inferencia, esta pobreza de

imaginación no está muy alejada de la estructura ideológica de doctrinas

metodológicas de gran aceptación en un pasado reciente, hoy gastadas y

desacreditadas, como aquellas del Pattern Language o de las teorías generales de

sistemas. En todo esto volvemos a experimentar la ingenuidad sesentista sobre el

proceso creativo, y no sorprende que también entonces el “programa” fuera elevado a

la primacía.

No estoy dispuesto a desechar por completo lo que todavía es un desarrollo en

progreso, basado en una consideración inicial sobre el programa que no es [en sí]

impugnable, pero a medida que uno es testigo de la firme expansión de esta idea

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como un insensato método de diseño basado en la mímesis gráfica, crece el

desasosiego frente a la resultante socavación de nuestras habilidades.

Para ser convincente y de utilidad, el programismo debería ser intelectualmente

más serio respecto a cómo determinar la calidad de los datos que usa y cómo articular

con inteligencia el pasage de los datos a la forma, que no es más ni menos que la

habilidad mínima y quintaesencial que un arquitecto debiera desplegar, pero que

requeriría, como siempre, trabajo duro, conocimiento acerca de la propia historia de la

arquitectura, rigor, imaginación y el cultivo de talentos creativos, más que los

automatismos que por ahora tipifican sus movimientos.

Tematización

La “Tematización” es sorprendentemente, como veremos, una imagen especular del

“Programismo”, que funcionaría como un símil o análogo de este.3 El término

“Tematización” no fue acuñado específicamente para definir este modo de operación

en arquitectura y planeamiento, sino que más bien (y significativamente) se tomó

prestado del marketing y la publicidad, que lo acuñaron para identificar desarrollos

muy particulares llamados “parques temáticos”. Los motivos son claros.

La idea es simple pero poderosa, e implica que el diseño arquitectónico se guía

por el objetivo de ejercer un control total sobre las formas de un ambiente: no sólo

sobre su vocabulario y sintáxis físicos, sino sobre sus mensajes mismos, lo que

significa que se requiere una retórica apropiada dentro de bien definidos precintos

físicos. Es importante que deriven sus fuentes de referencia generales de precedentes

históricos o de la cultura popular; su vehículo es siempre la arquitectura misma. Su

propósito es conjurar algo que no puede estar presente, sea porque sólo existe en el

pasado, en la memoria, o en la ficción literaria, o porque, si bien en el mismo espacio

temporal, está en algún lugar exótico, remoto o inaccesible.

Con estos objetivos como guías, las operaciones formales de la Tematización

son mantenidas a un mínimo, puesto que busca acortar la distancia entre el modelo

usado como referente y la arquitectura producida para invocarlo, y apunta a despertar

en el espectador el placer de una artificial puesta en escena, efímera y lúdica, o la

ilusión del restablecimiento de una forma de vida entera y sus valores. La diferencia

entre estos dos efectos es tan fundamental que justifica un intento de definirlos como

distintos modos de la Tematización. Y para esto, la buena retórica antigua resulta de

gran utilidad, ya que nos provee de las figuras de la parodia y la mímesis para

circunscrbir con cierta precisión una tipología de este conjunto de fenómenos algo

complejo, y de sus correspondientes consecuencias ideológicas.

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En este punto nos ayudaría un poco de historia. La alusión a arquitecturas

preexistentes o contiguas [contiguous] no es nueva en la arquitectura. Podríamos

retrotraernos hasta la Roma imperial e interpretar que algunos de los esfuerzos de

Adriano en Tívoli intentaban evocar ciertos lugares favoritos de sus dominios

mediterráneos, pero la de Adriano era de hecho una operación demasiado sofisticada,

erudita y sutil para mi propósito actual. El hammeau de María Antonieta en Versailles

es el ejemplo clásico, y está más directamente relacionado con la Tematización (fig.

6). Era el retiro de avanzada de la reina, donde ella y sus invitados podían remediar su

aburrimiento y entregarse al estúpido juego de actuar como campesinos.

Ha vuelto a nosotros reencarnado en el moderno parque temático, del que Las

Vegas es el ejemplo supremo (fig. 7) —no ya un parque temático, sino una ciudad

entera cuyo éxito se basa en la extravagante idea de crear un conglomerado

heterogéneo de experiencias “temáticas” adyacentes. A diferencia del hammeau de

María Antonieta, que era un entretenimiento privado por medio de la mímesis, lo que

ahora tenemos es entretenimiento de masas por medio de la parodia.

Del otro lado que estos dos ejemplos, impulsados por las fuerzas de una

“Tematización para el entretenimiento”, se ubica una instancia más perturbadora, que

llamaré “Tematización para la vida” y que con falta de humor, pomposidad y una

gravedad insoportable intenta apoderarse, de jure, del título de arquitectura. Aunque

ha dado vueltas ya por un tiempo, sólo recientemente fue catapultada a un primer

plano, a causa de su repentina e incómoda doble fama de ser a la vez el ejemplo más

contemporáneo de Tematización y el desarrollo más exitoso de la industria

inmobiliaria.

Ahora, por un lado, en los dos casos anteriores de Las Vegas y Versailles, la

impostura de la arquitectura temática no sólo es manifiesta sino que hasta es

subrayada por la forma en que se despliega, siempre dentro de límites bien definidos

que proveen los umbrales necesarios para promover y efectivamente inducir la

suspensión del descreimiento que los vuelve admisibles.

La “Tematización para la vida”, por el otro, implica una doble impostura: la

operación formal de la mímica de una arquitectura conocida y la promesa de que esta

arquitectura despache una forma de vida buena, predeterminada. O, para expresarlo

de otra manera, la tentativa de mímesis es total —se extiende no sólo a formas sino a

acciones y a contenidos. La “Tematización para la vida” no sólo suprime el

descreimiento, sino que establece la amnesia como condición necesaria para la

prescripción moralista del estilo de vida que quiere poner en vigencia (fig. 8).

Los dos mejores ejemplos, que han estado gestándose por al menos dos

décadas, pero que recién en los últimos años se desarrollaron completamente, son el

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contextualismo extremo, que en muchas ciudades ha adquirido estatus legal, y los

más recalcitrantes excesos del Nuevo Urbanismo.

Y resulta a la vez divertido y perturbador verficar, brevemente, cuánto comparte

el Programismo con la Tematización, a pesar de sus propensiones estéticas y

estilísticas radicalmente divergentes. Mientras que por un lado el Programismo intenta

evitar las asociaciones con cualquier referente preestablecido mediante la exhibición

de abrumadoras series de información aparentemente exhaustiva, neutral, que

transmite una sensación de frialdad, indiferencia y objetividad frente a la “realidad ahí

fuera”, y contrariamente, por el otro, los proyectos tematizados, como algunos

promovidos por el Nuevo Urbanismo, prescriben sólo una solución basada en un

precedente (fig. 9), es en los dos casos su confianza acrítica en la evidencia empírica

del mundo “como es” cuidadosamente recogida la que sirve para validar su

formulación. Las dos posiciones ideológicas estan envueltas en diferentes trucos

retóricos, de una inclusividad indiferente en la primera, de un ejemplo moral excluyente

en la segunda. Estéticamente serán archienemigos, pero en los más profundos niveles

filosófico e ideológico son hermanos en su ratificación pasiva del status quo.

Pasemos ahora a una historia totalmente diferente de producción formal que

barrió la escena académica, las revistas, exhibiciones y bienales en los ultimos años,

aunque pocos ejemplos de edificios reales existan de hecho.

Blobs

Para algunos de nosotros directamente involucrados en el trabajo de la arquitectura,

resultó extraña la súbita irrupción, hace algunos años, de criaturas amorfas que

parecían venir del espacio exterior (fig. 10), o de una mala condición intestinal (fig. 11).

Por el contrario, para aquellos más involucrados con los desarrollos técnicos en la

tecnología digital y en sus aplicaciones, particularmente en los medios académicos,

esta irrupción podía verse como el resultado lógico del rápido desarrollo de esa

tecnología en la representación tridimensional. Lo que ocurrió en esta última década

fue la evolución vivificante e incitante de una tecnología que no sólo aceleró el proceso

de describir y representar formas complejas, elevando la precisión de su

representación, potenciando la abilidad del arquitecto para manipularla como si se

tratara de verdadera materia plástica, sino que también permitió la producción, con

sólo apretar un botón, de prototipos reales en tres dimensiones directamente de la

pantalla.

¡Qué festín brindó esto! ¡Qué tremendas repercusiones tuvieron y todavía

tienen estos desarrollos en la transformación de los procesos arquitectónicos, desde el

diseño a la construcción y a la profesión misma, que todavía no se avista su fin!

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¡Y qué inesperado y aterrador abismo se abrió frente a nosotros cuando la

computadora nos insinuó que podía producir formas que no ya no tenián ningún

precedente, sino, más desconcertantemente, podían no tener siquiera referentes! Una

liberación de la semántica, de la historia y de la cultura se hizo tal vez por primera vez

posible en la civilización.

Mi reacción frente a esta constatación fue entonces, al igual que hoy, “¿Y qué?”

¿Quién quiere eso? Mi único interés por producir arquitectura se basa en que es una

práctica cultural entre otras prácticas culturales (en el sentido antropológico), lo que

equivale a decir que el juego con referentes no es sólo algo que me interese a mí, sino

que es inherente a la idea misma de la arquitectura. Desde ya, no quiero reproducir

esos referentes, sino apropiarmelos y usarlos de alguna manera para comprometer a

la gente, criticar ideas, transformarlos en otra cosa, para destronarlos o elevarlos, para

socavar o promover, para producir belleza y placer.

Esa no parece haber sido sin embargo la reacción de los muchos que no

pudieron resistir la tentación de generar ciertas formas sólo porque podían hacerlo —

por la mera fascinación de este poder aperentemente deiforme, del que de repente se

veía investida la profesión siempre impotente de la arquitectura.

Hacemos Blobs porque podemos, y esa fue, por un tiempo, razón suficiente. Su

proliferación y su rápida caída, hoy, en una indiferencia benigna (para el año 2002

todo el asunto se había desinflado tanto en las revistas como en las escuelas)

expresan con claridad su prosecusión fascinante pero algo desviada. Querría no

obstante enfatizar la promesa todavía vigente de logros más sustanciales, que deben

ser buscados, puesto que la tecnología se ha vuelto una parte natural de nuestro

quehacer.

Los Blobs también pusieron al descubierto un elemento importante de nuestro

Zeitgeist actual: una nostalgia por el futuro, una posición casi predeterminada al

revertirse en los ´90 el movimiento pendular de las tendencias, desde la nostalgia

hacia el pasado que había dominado los ´70 y ´80; al volverse ésta asfixiante, y

evidente el hecho de que nos habíamos quedados sin décadas que resucitar. Es sólo

una cuestión de tiempo para que nuesta nostalgia por el futuro se vuelva igual de

ridícula y debilitante.

Pero no terminé todavía con los Blobs, ya que nos brindan una oportunidad

única para explorar nuestra cultura arquitectónica. ¿Por qué la emergencia de la

posibilidad de producir forma sin referente despertó una respuesta tan entusiasta? Y,

¿cómo procedió la arquitectura para intentar esto? El “porqué” es claro. Altamente

solicitada por pensadores recalcitrantes, concebida como quimera en la ficción

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literaria, la idea de producir forma sin significado parecía irresistible y fue siempre diga

de un intento prometeico.

Pero, ¿qué es lo que efectivamente hicimos con esta “cosa” que apareció en

nuestros monitores? Muy rápidamente, la rellenamos con significados. Criaturas que

podían desear producir una forma sin significado, también albergamos el impulso

contrario, aún más apremiante, de sentirnos rechazados por aquello que no podemos

nombrar o entender, y por esto empezamos a investir los blobs con cualquier

significado con el que podíamos asociarlos. Pasamos a verlos como signos

representativos de muchas condiciones, como vehículos de referentes más esotéricos;

así que ahí estaba el resurgimiento de analogías arquitectónicas orgánicas y

biológicas, seguido de procesos, flujos informacionales, luego manifestaciones más

abstractas, como datos estadísticos. En suma, todas esas cosas “amorfas” que tal vez,

dado nuestro recién adquirido poder para producirlas, podían suplantar otras fuerzas

generadoras de arquitecturas más tradicionales, más simples, históricas, algunos

dirían conservadoras.

De ahí que la deliberada asignación de sentido a los Blobs haya producido una

nueva generación de criaturas más evolucionadas que, aunque también tengan su

origen en la representación digital, han adquirido un estatus arquitectónico superior y

una identidad propia, que conceptualmente me gustaría describir como el fenómeno

de la representación literal, nuestra cuarta categoría de casos.

Literalismo

“Literalismo” es el atributo esencial de una especie más evolucionada y difícil de

nombrar de criaturas, con mayor propósito y más significativa, ya que interpreta la

informidad y le confiere atributos físicos concretos. Por ejemplo: un blob sin significado

(fig. 12), visto como líquido, sugiere fluidez; visto como viscoso, sugiere adaptabilidad;

visto como un sólido maleable, sugiere flexibilidad. Y más: indeterminación (carecen

de centro), proceso (parecen desenvolverse, estar vivos), parasitismo (parecen

quedarse pegados), etc. —todas propiedades físicas que sugerirían propiedades

arquitectónicas, si lo que estas formas evocan con su continuidad y suavidad puede

ser usado para ilustrar una idea arquitectónica. Todo lo que necesitamos hacer es

etiquetarlas. Y puesto que la adaptabilidad, la flexibilidad, la fluidez, la indeterminación,

la procesualidad, la maleabilidad, etc. son términos descriptivos que hoy son

preferidos (algunos por buenos motivos) para describir ciertas condiciones, ya sea de

la ciudad contemporánea o de la vida contemporánea en general, se han vuelto

metáforas de utilidad para hablar de estas condiciones en el diseño arquitectónico.

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Lo que ha sido tremendamente decepcionante, de todas formas, es la adopción

insensata de esas tentadoras imitaciones formales de lo líquido-plástico-viscoso como

las soluciones formal-arquitectónicas mismas para aquellas condiciones urbanas o

sociales consideradas como problemas a ser resueltos. Un ensayo de este tipo sólo

puede ser el resultado de una imaginación empobrecida que vueleve a las peores

pesadillas del posmodernismo. Y esto se debe a que del hecho que si algún aspecto

de una actividad compleja pueda describirse con discernimiento como un “fluir”, de

esto no se sigue que la arquitectura y el urbanismo puedan referirlo haciendo que se

vea como un fluido (fig. 13). Aunque creíamos que ya hoy sabríamos más, seguimos

estando sometidos al mismo insufrible proceso de ilustración de ideas que hace una

década nos dio proyectos y edificios deconstruídos (fig. 14), plegados (fig. 15) e

historicistas (fig. 16). De nada nos sirvió saber que los edificios no son realmente

cosas orgánicas, aunque podamos usar metáforas orgánicas para describirlos.

Subsiste de hecho la continua insistencia en hacer que se vean como si lo fueran.

Tampoco hubo nunca ninguna buena razón para construir un edificio que pareciera

roto simplemente porque su creador adhiere a la deconstrucción como filosofía; ni

edificios que fluyan, se plieguen o sean antiguos cuando en verdad no lo hacen ni lo

son. Los edificios no pueden ser “flexibles” ni tampoco “indeterminados”. Son rígidos e

inmóbiles (aunque puedan, con cierto esfuerzo, modificarse y adaptar sus formas a

propósitos particulares).

Tal vez es tiempo de aceptar que la metáfora en arquitectura es útil como

chispa, arranque, como una guía, o como sombra, pero que se vuelve un juego

peligroso cada vez que en excursiones a otros medios deja su confortable morada en

el lenguaje y la poesía —hecho del que estamos enterados por lo menos desde la

época del barroco, donde la metáfora fue ampliamente usada, bajo control, pero

siempre pisando peligrosas fronteras entre lo sublime y lo ridículo.

Sólo para asegurar que lo que estoy intentando sostener no es errado, lo que

sugiero es que la metáfora, en arquitectura, como en cualquier otra práctica, debería

verse como un enriquecimiento del significado, y no como un sustituto por la cosa

misma.4 La metáfora es de mayor utilidad cuando no encontramos palabras para

explicar algo en sus propios términos y necesitamos de la analogía para formular una

impresión, o como una inspiración para propiedades que no pueden describirse mejor

que con una analogía. Como tal, la metáfora siempre será indispensable para el

avance del conocimiento.

En suma, el “literalismo” es el desarrollo formal más debilitante de los últimos

veinte años de arquitectura. Sin embargo no sorprendentemente es de una extensa

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aceptación, a causa de su fácil consumo: es el domino par excellence de los

unidimensionales.

Y como cerrando un círculo, estoy a un pensamiento de conectar Literalismo y

Programismo, lo que me permitiría hacer del literalismo la condición general de la

representación arquitectónica hoy, en todos los casos que hemos cubierto, y en tanto

la estrategia y el método de diseño dominantes en la academia, el verdadero blanco

de este ensayo. Por ahora dejo de lado esa especulación generalizante, ya que me

gustaría llevar el razonamiento en otra dirección.

Conclusión provisional

Lo que tal vez ya resulta evidente es el hecho de que, tan distintas como estas cuatro

estrategias morfopoiéticas parezcan ser, todas comparten un debilitamiento de la

indispensable volición de crearlas por parte del diseñador. Tal vez seducido por la

posibilidad de minimizar esfuerzos y costos con la ayuda de modelos y máquinas

preexistentes, el arquitecto inadvertidamente está minimizando también la calidad del

trabajo intelectual que requiere la imaginación arquitectónica, a medida que él o ella se

apartan del lugar del agente que en la creación de forma arquitectónica sabe, quiere,

ejecuta.

Que no haya equivocación: estos desarrollos son todos intentos honestos y

bienintencionados de producir forma, en algunos casos seguramente nacidos de

críticas genuinas y positivas de las condiciones existentes, ya que se proponen

generar buena arquitectura y señalar asuntos y problemas.5 Pero nadie involucrado en

estos intentos parece querer hacerse responsable del resultado y su autoría en lo que

concierne a la forma. En forma interesante, a pesar de sus diferencias ideológicas

superficiales, todos relegan al arquitecto al rol de intermediario —de comadrona, como

hubiera dicho Colin Rowe— en el alumbramiento de forma que de alguna manera es

entendida como el producto del matrimonio de otros agentes, externos e

independientes del arquitecto. El arquitecto, figura aséptica y solitaria, permanece de

esta forma casto y puro.

No hace falta que nos explayemos desarrollando las consecuencias

esterilizantes de la tematización, el contextualismo y los nuevos urbanismos, en suma

de todos esos recursos literales a los precedentes arquitectónicos. Ahora, del otro lado

de este paisaje, a medida que vemos estos ejemplos de literalismo (Blobs, fluidos,

flexibilidad, etc.) y programismo marchar juntos como los portadores de la antorcha

que ilumina el camino heroico hacia una arquitectura presumiblemente exenta de

representación, de precedentes históricos, separada de su propia sombra, también

notamos lo que ellos parecen ignorar: que semejante camino conduce a un inevitable

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cul de sac, donde reina la representación de todas las cosas que no son arquitectura,

disponibles, en libertad, y predatorias. Y como desde cualquier perspectiva cultural

seria sabemos que la representación es inevitable, en esta condición obstaculizada la

arquitectura sería condenada a ponerse disfraces que no le sientan.

Barroco

Me gustaría introducir primero una analogía histórica que me permita llevar el

argumento hasta el punto en que pueda verse de dónde viene todo esto, para luego ir

concluyendo.

Pemítaseme afirmar, como obvia paradoja, que la mayoría de las condiciones

conspicuas bajo las cuales opera esta condición contemporánea de abnegación de la

dotación de forma, resultan análogas a las operaciones que controlaban la

exhuberante producción de forma en la época del barroco —una paradoja en efecto,

puesto que se asocia al barroco con un exceso de producción formal conscientemente

controlada, basada en un precedente, a saber, el lenguaje de la arquitectura clásica.

Desde la perspectiva de nuestra discusión de hoy, no ha habido nunca un

período tan similar al nuestro: en el que el arte de la retórica se hallara tan cerca del

arte de la arquitectura; en el que los roles del entretenimiento y el arte popular fueran

tan dominantes; en el que las fronteras entre las formas tradicionales de arte fueran

tan puestas a prueba, tan desafiadas, roídas, violadas y transgredidas; en el que el rol

de la metáfora fuera tan activo, y tan extendido dentro de ésta el uso de la

representación literal del movimiento en arquitectura. El movimiento es de hecho la

metáfora predilecta del barroco.

Empecemos por ahí entonces. Podría decirse que la arquitectura, siendo un

arte tan físicamente pesado e inerte, posee una nostalgia innata por el movimiento.

Que la del barroco fue una época en la que esa predisposición fue el impulso formal

dominante, y que hoy reencontramos esa nostalgia expresada en una gran cantidad

de superficies onduladas. No hay nada malo en los “deseos formales” de una época.

Cualquiera que hubiera recorrido Roma o cualquier ciudad italiana importante entre

fines del siglo XVII y mediados del XVIII se habría sentido un poco mareado por los

muros ondulados, por las fachadas alternativamente implosivas (fig 17) y explosivas

(fig 18). Alguien que haya recorrido los talleres de las escuelas de arquitectura en los

últimos años, habrá sentido que esas formas estaban por volver a nuestras calles.

Pero para entender la diferencia fundamental entre la metáfora barroca del movimiento

y aquella de las búsquedas actuales en torno a la representación del movimiento en

arquitectura, más allá de lo que indudablemente es una proposición formal similar,

debe captarse que hay en el barroco un sentido de “performance”, de teatralidad, y

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una autoconciencia sobre esa concepción que no se encuentran en las

representaciones actuales, literales, naive, del flujo y del dinamismo.

Por un lado, el soporte provisto por el lenguaje clásico de la arquitectura, por

entonces dos mil años viejo y todavía activo en innumerables encarnaciones, brindaba

a la vez un vocabulario reconocible y una prueba resonante de su propia artificialidad.

La metáfora era simplemente una maniobra poética en la búsqueda de un efecto. Por

el otro lado, existe el efecto barroco mismo, que tiene el propósito concreto de

maravillar. El deslumbramiento es el efecto barroco: así de simple. En suma, la

suspensión del descreimiento que la obra de arte barroca pretende del espectador no

es más que una generalizada estrategia de complicidad en torno al rol y a las

posibilidades de las artes y del juego entretenido y gentil que proponían. Si bien

asombrados por la destreza y el virtuosismo (aunque nosotros arquitectos sepamos

del pesado trabajo y rigor intelectual que esta fluidez requería —vease la fig. 19), y por

el poder aparentemente mágico de las representaciones, nadie nunca creyó que lo

edificios se movían realmente, que las fachadas se doblaban, que las basílicas podían

abrazar (fig. 20), o las cúpulas comerte vivo (fig. 21).

Desde ya que no estoy trayendo esto a colación porque piense que es

necesario volver a esta operación barroca. La historia no se repite (ésta es su única

“enseñanza”) y una mirada hacia el barroco en búsqueda de similitudes sólo puede

ayudarnos a distinguir con mayor claridad las diferencias respecto de nuestra época y

nuestras posibilidades. Así que ahí van otras dos características aparentemente

similares, que el barroco podría compartir con el momento presente. Su verdadera

naturaleza y comprensión nos ayudará a llevar esta discusión hacia su conclusión

tentativa.

En las artes visuales barrocas, la primera es el recurso, como fuerza operativa,

a una idea, usualmente un tema literario; la segunda es la disolución de los límites

tradicionales entre las artes. La idea, por lo general el clímax en una narración, muy a

menudo involucra la representación de un instante en el que el movimiento fue

congelado (fig. 22). En lo que hace a la disolución de límites, ésta se encontraba sobre

todo en la aparentemente indiferente y altamente efectiva transgreción de los límites

entre arquitectura, escultura, pintura, a través de una manipulación ambigua y sutil del

color, de los materiales y de la luz natural. Estas dos características constitutivas del

barroco se corresponden directamente, en mi opinión, con dos condiciones definitorias

del arte contemporáneo, a saber: la primacía del Concepto y su consecuencia lógica,

la pérdida de una especificidad de medios en las obras de arte.

Voy a argumentar que, en el pasaje desde un mundo donde “las artes”

reinaban cada una asociada a y definida por los aspectos de un medio (sonido, color,

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bidimensionalidad, materia, acciones, historias, etc.) a otro, nuestro propio mundo,

donde, cada vez más, las artes se hunden en una idea única de “Arte”, la arquitectura

de alguna manera se desorientó al verse definida por dos condiciones claramente

incompatibles.

Se trata de la arquitectura como Arte o de la supervivencia del arte de la

arquitectura.6

Sólo para asegurarnos de que podemos fundamentar esto, permítaseme

recurrir a una de las críticas de arte más apegadas a la arquitectura, Rosalind Krauss,

quien a lo largo de sus escritos confirma el advenimiento del fin de las artes

individuales como medios específicos y el reinado supremo del Arte Conceptual.7

Convincentemente ha sostenido que el arte finalmente se ha librado de su sujeción a

medios específicos, lo que puede plantearse a la inversa: cualquier medio puede ser

vehículo del Arte. Por supuesto se trata ahora del Arte con A mayúscula, del único:

ningún arte “específico” ya, como aquellos alguna vez asociados a medios específicos,

como la pintura, la escultura, la música, la dramaturgia y la arquitectura, cada uno con

su propia Musa. En esta condición contemporánea, que creo existe, el Arte Conceptual

ocupa triunfal el centro —el Arte Conceptual con su privilegio de la Gran Idea y su

necesaria indiferencia frente al medio.

Este desenlace en retrospectiva aparentemente inevitable de la historia del arte

occidental es el innegable logro de la vanguardia del arte moderno, cuyo brillante y

eficaz ataque a la noción de especificidad de medio comenzó casi en el mismo

momento en que Gotthold E. Lessing fundaba la teoría del arte en 1766, estableciendo

el acto de identificación del medio artístico como condición indispensable de la

definición de la especificidad de cada arte, esfuerzo que por de pronto puede verse

como la crítica de la Ilustración al Barroco.8 Ciertamente la defunción de este último

fue celebrada entonces un poco prematuramente.

Es bastante obvio para mí que la posibilidad relativamente recién adquirida por

la arquitectura, la de maniobrar tan libremente por fuera de sus tradicionales límites

formales y materiales, optando en su lugar por referentes no convencionales para sus

formas y por similares medios para su expresión, tiene su fuente directa, tal vez

incluso la única, en esta atmósfera de abatimiento de la especificidad de medios en las

artes.9 También resulta claro para mí que este desahogo fue directamente facilitado

por el equivalente y simultáneo ablandamiento y abandono, por parte de la Teoría de

la Arquitecura, de un núcleo de sustancias arquitectónicas convencionales, para

volverse exclusivamente dependiente (cuando no sirviente) del discurso general de la

Teoría del Arte, de la que hoy es de hecho un capítulo.

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Es en efecto algo espectacularmente bueno para el Arte que la Arquitectura se

haya vuelto un medio a su disposición, el vehículo para alguna de sus Grandes Ideas,

y que, como tal, pueda tener un rol protagónico en la realizaci{on de muchs de sus

diferentes manifestaciones, como las instalaciones de “arte de la tierra”, happenings, y

otras formas en que es o contenido o continente. De hecho, algunos momentos

verdaderamente notables en el arte contemporáneo tienen a la arquitectura como

vehículo (fig. 24), y yo los aprecio tanto como aprecio los buenos edificios.

Ahora, en la medida en que los verdaderos contenidos de todas estas

instancias que carecen de especificidad en sus medios artísticos son conceptos e

ideas, a veces representados de manera bastante honesta por las palabras mismas,

los procesos por los que son generadas no necesariamente son reversibles, como

para garantizar una inversión de la ecuación que estableciera que cualquier medio

puede ser arquitectura, lo que me temo que es hoy la base de muchas confusiones.

La Arquitectura como Arte es una instancia de la más adelantada condición del

Arte hoy. El Arte como Arquitectura es un travestismo.

Hemos escuchado en artículos, simposios, reseñas y cursos que la

“arquitectura” puede ahora ser muchas cosas, incluso palabras, y tal vez Mark Wigley

en la Universidad Columbia todavía esté en desacuerdo conmigo en la disputa que

comenzamos hace ocho años en Nueva Orleans, sobre si él era un arquitecto

simplemente porque escribe y piensa sobre la arquitectura. En tal caso, yo seguiré

diciendo que no lo es, aunque siga escribiendo sobre arquitectura con tanta lucidez e

inteligencia. Esto no es para mí un juego de palabras y definiciones. La diferencia es

real y vital, casi una cuestión de supervivencia.

Lo que tenemos ahora es una confusión fenomenal, mayormente generalizada

en los medios académicos, el periodismo y los museos, entre dos condiciones en las

que la arquitectura se halla a sí misma desempeñando dos roles absolutamente

legítimos, pero absolutamente diferentes: uno como soporte de ideas artísticas y otro

como inspiración para edificios, las más de la veces sin darse cuenta en qué escenario

está parada.

Digámoslo con claridad, porque es más sencillo de lo que parece: por un lado,

como vehículo de la Gran Idea, la arquitectura se ubica en el gran proscenio del Arte.

Por el otro, como vehículo adecuado para acciones humanas, se ubica, desnuda como

edificio, en la arena social donde transcurre la vida real. Las dos son instancias

legítimas e inspiradoras. Son, sin embrago, diferentes y no intercambiables, y muy

raramente concurrentes. La forma en que maniobremos, ajustemos y nos salgamos de

esta confusión definirá el núcleo del futuro de la formación arquitectónica, y en última

instancia de la arquitectura misma. Este es el desafío que me gustaría que la Teoría

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tomara en serio, con miras a reinfundir energía en lo que percibo como un estado de

languidez de la arquitectura en tanto apéndice de la Teoría del Arte.

Epílogo: la analogía con la música

Para terminar permítaseme volverme hacia un terreno totalmente diferente, la música,

donde la visualidad no es dominante y a la que la interacción (y confusión) entre

creador e intérprete coloca en un reino conceptual y material enteramente diferente al

de la arquitectura y las artes visuales. Como pianista amateur, me maravilla la firme

resistencia de la música a disolverse en el Arte; es una de las últimas artes

tradicionales que se mantiene incorruptible y capaz de conservar su propia

especificidad en lo que hace al medio —no sin intentos en la dirección contraria. Más o

menos hace un año empecé a interesarme más por la obra del compositor

contemporáneo Gyorgy Ligeti. Recientemente, en un negocio de Nueva York, me hice

de la única partitura de Ligeti para teclado que pude encontrar que a primera vista

pareciera lo suficientemente fácil como para que pudiera tocarla, una obra suelta

llamada “Continuum”.

Pero cuando me senté en el piano de casa e intenté articular los primeros

compases, fue una historia completamente diferente. Para mi sorpresa, las dos notas

que se repiten en secuencia durante los primeros compases son exactamente las

mismas para las dos manos, pero tocadas alternativamente. Así que mientras el dedo

derecho toca un si bemol el dedo medio izquierdo toca en conjunción un sol, y el paso

siguiente requiere una inversión, al tocar el pulgar derecho un sol mientras que el

izquierdo toca si bemol —una propuesta dificil e incómoda. Si a esta situación de

inconveniencia física se suman las particulares dinámicas que el autor prescribe para

la pieza —“prestissimo”, con absoluta continuidad sonora— el resultado es que

aquellos pasos se cancelan mutuamente y (sorpresa, sorpresa) no se produce ningún

sonido.

¡Qué mal trago si realmente querías tocar y escuchar algo de música! Pero

esto no es todo. A medida que me familiaricé con la partitura y fui pasando las

páginas, empecé a hacerme la idea de que tal vez esta pieza no trataba en realidad

sobre el sonido, la melodía, o cualquiera de esas cosas anticuadas que encontramos

en la música —tal vez se trataba de la creación de patterns, de diseño gráfico, de una

narración visual, una metamorfosis pictórica, una forma visual que de pasada también

producía algun sonido. Tal vez. (fig. 25)

Estaba a la vez fascinado y perturbado por esta astuta jugarreta.10 Bueno,

resultó que me había equivocado en mi lectura inicial de la partitura: me enteré más

tarde que la obra era para un instrumento con dos teclados (clave), y que sus primeros

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compases podían tocarse y producían sonido. ¿Por qué uso entonces este ejemplo

equivocado? De manera algo cómica, mi desviada decepción se halla sin embargo

validada por la condición bajo la cual operan mis juicios estéticos. Ya la idea misma de

que pudiera aceptar como posible el hecho de que Ligeti quisiera producir, a través del

acto de la interpretación, una pieza de música que negara su propia naturaleza

produciendo silencio describe el estado espiritual en el que todos pensamos hoy sobre

el arte. De mayor importancia resulta que tales instancias ya hayan sido producidas,

como en la famosa pieza de John Cage “4´33´´”, de 1952, en la que los músicos, sobre

el escenario y listos para tocar, se quedaban en silencio, y el concierto lo constituían

de hecho los sonidos que se produjeran en el ambiente en que el “concierto” tenía

lugar, o menos radicalmente en su “Music of Changes”, en la que las decisiones

musicales se toman mediante operaciones aleatorias, tirando una moneda (de ahí el

juego de palabras, típico del Arte Conceptual), y en general como en toda la música de

vanguardia de la segunda mitad del siglo XX que empieza con ideas externas a la

música en sí, con un “concepto” si quieren, que luego aplican al medio del sonido,

como “Refrain” de Stockhausen, de 1959, para piano, celesta y percusión, en la que el

“refrán” está impreso en una tira transparente que puede rotarse a diferentes

posiciones en las distintas ejecuciones (fig. 26). No sorprendentemente, estos intentos

de alinear la música con la ideas del Arte Conceptual hicieron que estas piezas

sobrevivieran sólo en los manuales [textbooks], en vez que en las salas de concierto, a

las que rara vez volvieron después de sus primeras “ejecuciones”. El sentido era

alguna Gran Idea, en algún lado. Esto es Música como Arte. Está bien, es astuto, es

inteligente. Es interesante, ¿o no?

Ahora, al lado de aquella partitura sobre mi piano también estaba la partitura de

las “Suites Francesas” de Bach, con su forma bien establecida, una secuencia de

danzas presentadas de diferentes maneras. Y de repente no pude contener el flujo de

pensamientos que desató esta yuxtaposición. Porque en la creación de Bach hallaba

una obra de arte indiscutible que apuntaba a algo bastante preciso y sin embargo

humilde. Ninguna Gran idea acá. Sólo pretendía existir dentro de los confines del “arte

de la música”. Como tal, este género particular de suites estaba dirigido a una

ejecución doméstica acompañada al baile. Pero cuando uno las escucha incluso hoy,

es posible experimentar su exuberante riqueza y su poder de evocar o sugerir a

nuestra imaginación todo lo que representaba y reunía: la decoración interior

pequeñoburguesa de un hogar alemán (fig. 27), su acústica mansa, imperfecta, el

descubrimiento de los adolecentes de sus cuerpos a través de su ritmo, sus

temperaturas, sus contactos y su eroticidad incipiente, las melodías que aluden a una

tierra extranjera, el sonido de las prendas contra los muebles, de los zapatos rascando

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el piso, y un gran sensación de placer, de íntima diversión. Al mismo tiempo, el arte de

la música era bien servido y llevado hacia delante como probablemente nunca antes.

Hoy, por supuesto, podemos pagar mucha plata para escuchar a alguno de los

mejores solistas del teclado interpretar las “Suites Francesas” en algún gran auditorio,

aunque Bach nunca haya concebido que se ejecutaran de esta forma. Él era un simple

compositor y ejecutante, un creador de música que hacía plata lo mejor que podía,

publicando danzas y ejercicios para teclado, y tocando y componiendo para la iglesia

local.

Y bien, sería terrible si la música fuera hoy incapaz de dirigir su mirada a la vida

de la gente y de nutrirse directamente de ella para lograr inspiración, para

transformarse a sí misma y hacer avanzar sus propias tradiciones. Sin embargo, como

melómano, no desespero, porque el mundo del sonido parece encontrar otras

jurisdicciones fuera del Arte que siguen haciéndonos felices.

La musica, cualquiera sea al reino al que se la destierre, nunca se detiene.

Postscriptum, un año después de la Gropius Lecture

Para aquellos familiarizados con los desarrollos de la teoría de la Arquitectura en las

últimas décadas, la línea de razonamiento que presenté les parecerá llena de trampas,

algunas potencialmente fatales. Me siento no obstante preparado para coonfrontar y

superar estas trampas, puesto que también estoy al tanto de que aceptar esas

advertencias y cambiar de dirección sería entrar en el juego de esos extremos

mutuamente excluyentes que se originan en péndulo penetrante (si bien silencioso) y

letal que el Zeitgeist regula, péndulo que se mueve entre conservadurismo y

vanguardismo, entre lo reaccionario y lo progresivo, lo clásico y lo moderno, el pasado

y el futuro.

Una cosa que aprendí, después de que el péndulo se hubo movido algunas

veces de extremo a extremo a lo largo de mi vida profesional (privando de esta forma

a ambas, la teoría y la arquitectura, de cualquier riqueza y saber acumulado), fue a

ignorar este tipo de oposiciones y a trabajar con lo que pienso que es positivo de cada

uno de los términos enfrentados. Por eso es que identifiqué algunos tópicos que a

menudo son reprimidos por la Teoría, tópicos que se insinuan a lo largo de todas mis

argumentaciones y que, por todos sus peligros, creo es necesario reintroducir en la

discusión, aún si la Teoría los ha usado unos contra otros como anatemas, sin por eso

descartar todo lo que ganamos en el pasado reciente.

De mi afirmación de que una vez aceptada la representación en arquitectura

como inevitable, sus referentes deberían venir sólo de la arquitectura misma, podría

deducirse una amenaza de parálisis creativa. Aquello podría leerse como el volver a

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abrir la puerta a un historicismo asfixiante. Pero estamos hoy en un punto en que,

gracias a la teoría y a la historia, entendemos que “la arquitectura misma” no significa

exclusivamente su heredado depósito figurativo. Hoy significa, más bien, que la

arquitectura, como la única fuente de arquitectura, puede buscar inspiración formal en

cualquier lado, pero desde su interior, manteniendo sus pies en su núcleo constructivo,

anclando su imaginación en una investigación programática más allá de las

traducciones formales literales, y continuando en el flujo de su propia trayectoria

cultural, a la vez atenta y crítica respecto de sus convenciones, lo que no implica el

uso literal-figurativo de referentes. De ahí que los más prometedores desarrollos de

Blobs no sean los que surgen de la lectura metafórica de sus propiedades formales

sino los que lo hacen de una integración de tecnologías computarizadas avanzadas

con una conciencia tectónica y un conocimiento histórico/antropológico de la

disciplina.11

Como corolario, parece inevitable que se deba llevar a cabo una

reconsideración y reformulación del odiado asunto de la “autonomía disciplinaria”, sin

que se nieguen la “intertextualidad” y “contaminación” cultural que hoy tanto

apreciamos en arquitectura. Me parece que, por ejemplo, una lectura juiciosa,

imparcial de los escritos e ideas más importantes de Rossi revela una comprensión tan

rica de la arquitectura y de la ciudad, y una comprensión que no es irreconciliable con

algunas de las nociones estéticas y formales más avanzadas de, por ejemplo, Herzog

y de Meuron.

También parece urgente, hasta imperativo, que se renueve y se promueva una

discusión seria enfocada en la cultura popular, no como una fuente figurativa para la

arquitectura, sino como el mecanismo cultural operativo con el que la arquitectura no

puede evitar interactuar. Me parece que algunas ideas de la teoría iconográfica de la

arquitectura de Venturi y Scott Brown, cuidadosamente seleccionadas, algunos de los

artificiosos pero seductores y penetrantes trucos de Ghery para manipular emociones,

la comprensión de los fenómenos culturales de Koolhaas (reformulada tras una seria

crítica a su sospechoso silencio respecto de las implicaciones politicas de sus

posiciones) deberían poder impulsar la arquitectura y definir sus territorios en formas

en formas nuevas y fructíferas.

También creo que debemos superar de una vez por todas los clichés

vanguardistas de los retratos inflados e irreales del poder de la arquitectura de

“criticar” y subvertir la sociedad.

Esto me devuelve a la polémica sobre la ”Arquitectura como Arte” y el “Arte

como Arquitectura”.

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Las musas deben estar bastante aburridas por el estado actual de la

arquitectura. Pero francamente, ¿a quién le importa? Erato, Clío, Euterpe, Melpómene

y las demás son señoras mayores que hace rato perdieron su credibilidad, cuando el

arte se transformó y ellas se quedaron jugando, ociosa e irrelevantemente, con los

atributos gastados de formas artísticas perimidas. Y desde ya que no podemos pensar

en reestablecer el mundo disciplinado de Bach.

Pero el pandemonium en la casa de la arquitectura es real, desde mi punto de

vista, y un esfuerzo por entender lo que las musas representan, a saber, que existe un

cierto territorio y una cierta especificidad que un métier como la arquitectura puede

reclamar como propios, es digno de exploración, especialmente en las buenas

escuelas de arquitectura, donde nos concierne, sobre todo, la educación y el avance

del conocimiento.

1 Una grabación de la Gropius Lecture está en vías de ser publicada en formato CD por la Graduate School of Design (GDS, Harvard Un.) con la totalidad de las imágenes y una transcripción de las palabras pronunciadas el 25 de abril de 2002. El CD incluirá también versiones escritas de otras intervenciones públicas del Profesor Silvetti durante su ejercicio de la jefatura del Departamento de Arquitectura y estará disponible en otoño de 2003. 2 El respnsable es Preston Scott Cohen, que acuñó el término durante la temporada de revisión de tesis de 2000. * [n. del t. =gota, glóbulo, burbuja, grumo, etc] 3 Esta simetría es ya observable en el hecho de que mientras el programismo prevalece y hasta rampea en la escuelas, la tematización es mucho mas “triunfante” en los campos de la práctica del diseño y en las industrias inmobiliarias. 4 Cuando se hablaba de la arquitectura de Frank Lloyd Wright como “orgánica”, no era porque pareciera un organismo, sino porque sus características sugerían un fenómeno orgánico: ni se la confundía con un organismo natural viviente, ni se la disfrazaba para que lo pareciera. 5 Me estoy refiriendo a muchos ejemplos buenos y alentadores que usan y experimentan con la tecnología y los principios de estos desarrollos recientes, como el trabajo de Foreign Office en Japón. 6 Debo mucho de la reflexión implicada en esta dicotomía a los escritos del escritor y filósofo español Félix de Azúa, particularmente a su “Diccionario de las Artes” (Barcelona: Editorial Plantea, S.A., 1999). 7 Véase “A voyage on the North Sea”: Art in the Post-Medium Condition (London: Thames & Hudson, 2000). 8 Gotthold Ephraim Lessing, Laocoön: An Essay on the Limitsof Painting and Poetry (Baltimore: The John Hopkins University Press, 1962), publicado originalmente en 1766. [Hay traducciones castellanas] 9 Lo que no se verifica en las formalmente análogas irrupciones “expresionistas” intermitentes e intrínsecamente diferentes a lo largo del siglo XX, como aquellas de Mendelsohn, de Scharoun, de Utzon e incluso de Ghery, todas altamente individualistas y arraigadas en una idea del arquitecto como artista que es totalmente ajena a los fenómenos que estoy tratando. Sin embargo, a pesar de los cambios fundamentales que separan el “expresionismo” de los desarrollos a los que me estoy refirendo, con frecuencia aluden a este linaje los promotores de estos últimos, invocándolo como un origen legitimante. 10 Este párrafo se añadió con posterioridad a la Gropius Lecture original, como una necesaria clarificación y correción de una suposición incorrecta que hiciera en relación con la obra “Continuum” de Ligeti. A su vez, como la equivocación refuerza el argumento presentado en el epílogo, más que cambiar o modificarlo, era importante que permaneciera en el texto. 11 Esta es una línea de pensamiento e investigación que me siento orgulloso de ver florecer en GSD en todos los niveles: véase, por ejemplo, Inmaterial/Ultrameterial: Architecture, Design and Materials, ed. por Toshiko Mori (Cambridge, MA: Harvard Design School y George Braziller, 2002).