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Las matemáticas y las ciencias tradicionales en Canarias José Manuel González Rodríguez

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Título: LAS MATEMÁTICAS Y LAS CIENCIAS TRADICIONALES EN CANARIAS

Autor: José Manuel González Rodríguez. Catedrático de Métodos Cuantitativos para Economía y Empresa. Universidad de La Laguna.

Edita: CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN, UNIVERSIDADES, CULTURA Y DEPORTES DEL GOBIERNO DE CANARIAS DIRECCIÓN GENERAL DE ORDENACIÓN E INNOVACIÓN EDUCATIVA

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Índice

Introducción ......................................................................................................... 9

Medida, Estimación y Cálculo de Magnitudes en la experiencia cotidiana: la Metrología Tradicional ........................................ 10

Números y operaciones: aplicaciones de la Aritmética ........................................ 14

Geometría Práctica: Técnicas de Medición y Representación y Organización del Espacio ........................................................ 16

De la Matemática a la Física ................................................................................ 18

Bibliografía ........................................................................................................ 23

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Introducción

Comencemos anotando que el pueblo conoce y se reconoce en unos sencillos principios de co-nocimiento cuando debe afrontar sus labores. Como explica C. Hallpidke, en este modelo de sabiduría no intervienen ni la especulación científica ni la elaboración de teorías que fundamen-ten su rigor. Esto es, el campesino no sabe explicitar, ni tampoco tiene interés en averiguar las causas que ocasionan un determinado fenómeno. Sólo le importa ejecutar los procedimientos adecuados, de tal forma que le depare los deseados frutos en la época de cosecha.Según esto, son escasos los ejemplos de teorías que expliquen la naturaleza. En contadas oca-siones podemos encontrar alguna interpretación mítica de los fenómenos asociados con el mo-vimiento de la Tierra y de los astros, de la composición y estructura de nuestro Planeta o de las causas y efectos de la transmisión del calor o de la propagación de la luz. Estas interpretaciones, que los etnólogos vascos y catalanes han recopilado en el Norte de la Península (ver Julio Caro Baroja o Ramón Violant i Simora, 1986), no han sido contrastadas entre los campesinos y marineros canarios, por cuanto éstos, además de mostrarse reacios a exponer sus ideas sobre la realidad física, se encuentran enteramente contaminados por la doctrina católica y en poco, o en nada, han atesorado tradiciones paganas ajenas a ella.

En todo caso, podemos centrar nuestra atención sólo en la descripción de las prácticas y técnicas que, cotidianamente, ejecuta nuestro pueblo. Son estas, estrategias productivas o formas de ac-tuación sobre el medio, carentes de cuestiones especulativas, pero de fácil aplicación y compren-sión. Dichos procedimientos atañen fundamentalmente a las Ciencias Aplicadas del estudio de la Naturaleza: Meteorología, Cronología, Geofísica, Metrología, y otras.

Conocemos al menos dos formas de transmisión y recopilación del saber popular. Una, más universal y generalmente extendida, se expresa con la ayuda de refranes, proverbios, “aberrun-tos” y calendarios, que son conocidos por la mayoría de la población y que se aplican indistinta-mente para valorar la incidencia de las condiciones naturales en las tareas cotidianas. Otra, de carácter particular y propia de cada comarca o región, se recoge en conocimientos específicos, más elaborados y contrastados científicamente y es patrimonio singular de ciertas personas, conocidos y reconocidos como sabios, zahoríes o adivinadores.

El origen de la primera de las formas de conocimiento popular y la génesis de sus estructuras se pierden en la tradición grecolatina y mediterránea. Refranes que usan nuestros hombres del campo y de la mar ya fueron recogidos por Rodrigo Zamorano en su “Cronología de la razón de los tiempos”, 1594; prácticas adivinatorias y procedimientos para ejecutar las labores agrícolas de acuerdo con los movimientos de los astros se reconocen iguales a los actuales en los textos de Columella, Vitruvio y Paladio, y prácticas de predicción meteorológica, enteramente similares a las que han sido recopiladas en Canarias (J. L. Concepción, 1996; F. Navarro Artiles, 1982; J. Padrón Machín, 1989) se encuentran en los textos clásicos de Alonso de Chaves y Vitruvio. Podemos argumentar, por tanto, que este conjunto de saberes, transmitidos de forma oral de generación en generación, bien en el círculo familiar o con la intervención de otros oficiantes de la tradición no escrita, forma parte de un corpus general, reconocible en todos los ámbitos geográficos iberoamericanos, y sujetos a escasas variaciones en su temática, estructura y aplica-ción práctica.

Por otra parte, los saberes populares atesorados por magos, curanderos o zahoríes se nos mues-tran específicos de cada zona. Sus fórmulas adivinatorias o de predicción son poco o nada

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conocidas por el resto de la población. Se ocultan celosamente al investigador etnográfico, y sólo admiten una aplicabilidad local. Estos gozan de gran reconocimiento entre sus vecinos, sus aseveraciones admiten un alto predicamento general y son destacados como “sabios”. Difícil-mente sabremos descubrir el origen de sus conocimientos. En opinión de algunos investigadores (M. Lorenzo Perera, 1983 o J. Barrios García, 1997) son sucesores de los adivinos o zahoríes que Fray Alonso de Espinosa denominara Guanameñes entre los aborígenes tinerfeños. Mas, habremos de coincidir con don J. Padrón Machín que estos sabios del pueblo han adquirido su sabiduría desentrañando todas las recetas, prácticas de procedencias varias y remedios con los que se ha enriquecido el acervo tradicional isleño, ya sean portugueses, peninsulares o ame-ricanos. En todo caso, los métodos de los hombres sabios de nuestros campos concitan una general apreciación y en su práctica cotidiana conocen un rigor y fundamento muy cercanos a la experiencia científica. La sabiduría de estos hombres se alimenta en muchas ocasiones de los conocimientos extraídos de manuales y libros de Aritmética y Geometría. Estos textos, sencillos y prácticos, han sido difundidos en la mayor parte de las escuelas rurales del Archipiélago, y sus fórmulas y técnicas operativas han perdurado en la memoria de aquellos hombres más aptos para el estudio y la curiosidad.

Como ya comentamos, los conocimientos populares atañen a las ramas aplicadas de las ciencias exactas; y, en particular, a la Metrología, o ciencia de las Medidas; a la Aritmética, aplicada en contabilidades mercantiles; a la Meteorología y a las aplicaciones geofísicas, cartográficas y de Agrimensura de la Geometría plana y de los cuerpos sólidos. Detengámonos en describir los contenidos de la Sabiduría Tradicional Canaria en cada una de estas materias.

Medida, Estimación y Cálculo de Magnitudes en la experiencia cotidiana: la Metrología Tradicional

Las medidas de uso común en Canarias coincidían, casi por completo, con aquellas que con-quistadores y tratantes peninsulares introdujeron en épocas de Conquista. A partir de entonces, los pesos y medidas premétricas se regularon a través de Ordenanzas y Disposiciones de los Cabildos; y, así, lo que en principio constituía un apretado amasijo de patrones y formas de medición de orígenes diversos (M. Lobo, 1989), confluyó en un nuevo Modelo metrológico tradicional, de carácter eminentemente ergométrico. Su uso quedó regulado por leyes promul-gadas desde la capital del Reino (Ley de 7 de Enero de 1496, sancionada por los Reyes Católicos; Pragmática de 24 de Junio de 1568, firmada por Felipe II; Real Orden de 26 de Enero de 1801, de Carlos IV); que imponían una unificación metrológica en todas las posesiones de la Corona española.

Patrones de Capacidad para Áridos

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Con todo, siendo las Islas tradicional tierra de “promisión” frecuentemente visitadas, pobladas, y , ante todo y sobre todo, gobernadas por tratantes y comerciantes de orígenes y procedencia variopintas, a lo largo de la evolución metrológica isleña aparecen innumerables unidades pro-cedentes de sistemas diversos que, en algunos casos, fueron recogidas por nuestros antepasados, quienes las incorporaron así a nuestro rico acervo.En la época actual del agro isleño sólo encontramos los antiguos patrones en aquellas activi-dades y prácticas comerciales que podemos calificar como marginales o en aquellas otras de clara raigambre costumbrista y popular. Así, sólo sabemos del uso de la vara en algunos telares antiguos; los pescadores aún miden en brazas las dimensiones de las “liñas” y algunos tratantes de ganado identifican el “trapío” de las reces con “cuartas” o palmos (J. M. González, 1993). La fanegada de terreno, cuya dimensión media supone unos 5000 metros cuadrados, aún nos sirve de referencia (al menos en el Valle de La Orotava y otras comarcas tinerfeñas) para valorar la dimensión de las fincas rústicas; pero son pocos los agricultores que siguen computando la extensión de sus viñedos por almudes o celemines. Ya nadie reconoce los patrones de capacidad de áridos: almud, fanega o cuartilla, y, tan sólo, en algunos molinos tradicionales (en Tejeda y en La Orotava) podemos contemplar cuartillas “colmadas” de grano que sólo se usan para trans-portar y manipular el millo y el trigo. Los cestos de medio almud, tradicionales en la cosecha de papas cultivadas en jable en el Sur de Tenerife (información recogida de los cesteros Hermanos González, Tienda Rica, La Orotava), ya no son utilizados como medidas de capacidad, y aque-llos artesanos que aún trabajan la cestería de madera rajada elaboran estos cestos sin mantener ningún principio de proporción, esto es, sin respetar el patrón de medida (según nos informa N. Perdigón, D. Grillo y las artesanas de la Escuela de Artesanía de Arafo).

Con onzas y libras sabemos que aún se aprecia el peso de los gallos de pelea, se pesa la seda en La Palma y se comercia con la semilla de cebollinos en Lanzarote. De igual modo, la pipa de 480 litros, esto es, de 12 “barriles de cuenta”, sigue reconociéndose entre bodegueros y viticul-tores. Justamente, este patrón de capacidad representa una de las medidas con mayor presencia en Canarias, pues con él se mide el caudal de las galerías y el contenido de arquillas de riego, cantoneras y “pesadores de agua”. Como podemos apreciar, aquellas actividades que con más arraigo y “tipismo” identifican la vida cotidiana del canario mantienen las técnicas metrológi-cas tradicionales. En particular, asociada con la siembra y cosecha de la papa bonita, se da una práctica, ya casi en desuso, que nos habla de la correcta manipulación de las medidas populares. La cosecha de dicho tubérculo se realiza con ayuda de la tradicional raposa.

En todo caso, las medidas de nuestros mayores no se entienden como restos primitivos de un proceder arcaico y obsoleto, sino, más bien, como herramientas precisas, aplicadas como estra-tegias métricas inteligentes, que posibilitan resolver los problemas de cálculo exigibles en todas las tareas propias del trabajo cotidiano. La Metrología Tradicional supo responder con éxito a las necesidades matemáticas de todas aquellas personas, que, carentes de instrucción, hubieron de afrontar la valoración de sus producciones agrícolas o marineras, el reparto de las cosechas y zafras o la cuantificación de sus propiedades y pertenencias.

Las causas del éxito de estas prácticas metrológicas que, aún hoy en día permanecen fuerte-mente arraigadas, desafiando el uso generalizado de los patrones decimales, se explican por ser nuestro SMD un modelo de medidas fuertemente jerarquizado, de reciente invención (fue instaurado por primera vez en la Francia Revolucionaria, en 1795) y de aún más cercana po-pularización (hasta mediados de nuestro siglo no se generalizó su uso en Canarias, cuando ya, desde 1849, fue impuesto como sistema legal de medidas en toda España). En él, los patrones

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se hallan ligados entre sí por factores de conversión convencionales, con divisores y múltiplos en escala decimal; proponiendo un entramado de patrones intangibles, universales, invariables e invariantes.

Y la práctica cotidiana con las unidades métricas no resulta sencilla y accesible. Al contrario, su estructura decimal imposibilita los repartos y los cálculos, por cuanto sólo permite divisiones exactas entre múltiplos de cinco y diez; sus patrones, intangibles y abstractos, carentes de sig-nificado ergonómico concreto, impide el uso reiterado, y su estructura matemática, compleja y convencional, provoca la incomprensión de todos los que no han sido instruidos en los princi-pios básicos de dicha Ciencia. Por contra, los patrones metrológicos tradicionales se estructuran en sistemas individualizados: de capacidad, longitud, peso y superficie; en los cuales las unida-des se materializan en moldes tangibles: almudes, raposas, arrobas, quintales, etc. Los factores de conversión responden a las exigencias propias de cada proceso productivo, y los múltiplos y divisores, o bien están en relación dicotómica, son divisibles por dos, o en escala duodecimal, esto es, divisibles por doce, y por lo tanto, también por 2, 3, 4 y 6. Como consecuencia, el uso de los patrones tradicionales simplifica y no dificulta la práctica metrológica y encarece, por tanto, su éxito.

Además, como quiera que en cada proceso productivo se repiten los condicionantes que deter-minan la evolución de la Metrología Histórica, la manipulación selectiva de las unidades tradi-cionales se adapta aún más a cada necesidad real. Así, se encuentran en cada aplicación metroló-gica tanto la medición arcaica con aquellos patrones relativizados en partes del cuerpo humano, característicos de la etapa Antropométrica, como el uso de patrones intangibles y jerarquizados en sistemas complejos, propios de la etapa Convencional. Esto es, a medida que se incrementa la complejidad de los tratos y recuentos, y, a tenor de la precisión que exijan éstos, nuestros hom-bres de mar y de tierra se valen de distintos procedimientos metrológicos. En una primera fase, sólo necesitan una aproximación burda a la exactitud de la medida y usarán exclusivamente las partes de su cuerpo; pero, a medida que se encarece la precisión de la medida y su comprobación formal, acudirán a la ayuda de aparatos y máquinas que puedan facilitar sus cómputos.

Valorando las medidas canarias con esta clasificación histórica, destaquemos que, en nuestras actividades metrológicas tradicionales, la práctica antropométrica se reconoce en aquellos pro-cedimientos asociados con actividades marginales y poco o nada reguladas, donde el hombre se encuentra en contacto directo con la naturaleza y tan sólo precisa un cómputo aproximado en su medición. Este tipo de práctica la realizan personas que manipulan productos poco apreciados económicamente y propios de la primera fase que determina el inicio de los procesos produc-tivos. La encontramos, por tanto, entre los campesinos que siembran la papa, distanciando el tubérculo en palmos o pies, según el convenio nemotécnico “a donde va el ojo, va la papa”. También, en la plantación del millo se procede “al zanco”, colocando el pie izquierdo perpendi-cularmente a la dirección en que se avanza, y depositando uno o más granos de cereal, al avanzar un paso (Candelaria García Herrera, campesina de las medianías del Valle de La Orotava). Entre los pescadores aún es costumbre medir la profundidad del fondo y las “liñas” para pescar en brazas. Cada braza se evalúa extendiendo en su totalidad un brazo y aproximando el cordel hasta el hombro contrario (Salvador Montesdeoca Betancourt, “Ñito”, pescador del Puerto de la Cruz). De igual modo, los artesanos de la madera rajada, del mimbre y del pírgano se valen de palmos, jemes y codos, para determinar tanto la profundidad de los cestos como el diámetro de bordes y suelos.

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Como vemos, son estos, procedimientos arcaicos e imprecisos, que sólo permiten una valoración aproximada de la magnitudes que se miden. No obstante, posibilitan un acertado recuento de los bienes, así como el cómputo elemental de las prácticas metrológicas. En concreto, plantan-do la semilla en tal forma, los campesinos “miden” tanto la extensión de los terrenos como la cantidad de semilla necesaria. Lo reconocen con aseveraciones del tipo: “esta huerta se lleva dos sacos de semilla” y “da una cosecha de (tantas) raposas”; y, en esta forma, computan el valor material de la productividad de la siembra, así como la extensión de los terrenos en almudes o fanegadas; proponiendo relaciones naturales entre patrones de distintos sistemas de medida, que constituyen los denominados factores de conversión.

Cuando se precisa mayor exactitud, pues las mediciones intervienen en la comercialización de un producto o en la contabilidad de la producción de zafras o cosechas, aparecen las prácticas metrológicas propias de la etapa Ergométrica. Ésta se da históricamente con el advenimiento de las Culturas del Antiguo Oriente, culturas fuertemente jerarquizadas, en las cuales se asignaron aforos precisos, fijos e inmutables, a las unidades procedentes de la primitiva etapa antropomé-trica. A esta etapa corresponde la organización metrológica castellana, origen y base de nuestras medidas tradicionales, que, tras múltiples intentos de unificación, se formalizó enteramente por Real Orden de 26 de Enero de 1801, bajo el reinado de Carlos IV.

Las unidades ergométricas son, en consecuencia, las más comunes en las prácticas metrológicas que aún perviven en el Archipiélago. Estas unidades provocan una medición precisa y exacta, al menos en el entorno comarcal o provincial en el que se haya aceptado tácitamente su operativi-dad. Los aforos y dimensiones son conocidos (más bien lo eran) por todos aquellos que precisan de su manejo; se expresan en moldes concretos y tangibles y su estructura de múltiplos y diviso-res, duodecimales y dicotómicos, posibilita la ejecución de repartos y trueques, sin necesidad de recurrir a mayores conocimientos matemáticos.

Recipientes de cestería como la “raposa”, la “espuerta”, los cestos abarcados y las “barquetas”; útiles de tonelería, como los toneles, las barricas, los “barriles de a cinco y de a siete”, y las “cuarticas”, cuartillas, almudes y celemines, también de madera, responden a esta estructura metrológica particular y, todavía en la actualidad, se usan con profusión.

Los patrones ergométricos se adaptan a la perfección a las necesidades materiales que se dan en cada práctica productiva. De este modo, se adaptan a las condiciones en las que se desarrolla el trabajo de agricultores y pescadores. Como ejemplo, proponemos el modelo metrológico asocia-do con el comercio de la madera entre leñadores y artesanos de la cestería.

Para tratar con varas y palos de brezo, castaño o nogal se procede a su corte en una práctica conocida como “rolazo”. Cada “rolazo” se agrupa en un número preciso de “manadas”. Y estas manadas responden a las necesidades ergométricas de los cesteros y arrieros, de tal modo que, dos manadas determinan la carga usual de una “bestia”. Cada manada supone a su vez un número concreto de varas, conformando un atado que pueda ser manipulado y transportado por una sola persona. Así, según el grosor, y, por consiguiente, a tenor de su peso, las varas se clasifican en “latas”, “latones” y “horquetas”. Una manada de latas comprende 50 varas, siendo la de horquetas, más gruesas, de tan sólo 25. Las varas se disponen en hatos o haces, ceñidos por “vergas”, que se compran o venden por cargas de bestia o simplemente por unidades. Así, con ayuda de este ordenamiento metrológico, cesteros, leñadores y arrieros acuden a un procedi-miento estandarizado, que delimita con precisión el buen uso de los tratos y comercios.

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Por último, las prácticas metrológicas características de la etapa Convencional de la Metrología, que se extiende desde la invención del SMD hasta nuestros días, sólo aparecen en las tareas pro-ductivas canarias cuando se asocian con el uso de básculas, pesas y romanas. Podemos asignarle una presencia reciente, que fue más antigua en el comercio al detalle, esto es, en el menudeo que se practicaba casa por casa: los pescadores se han valido tradicionalmente de “gangochas”, los caleros de almudes y cuartillas y los salineros de “panecitos” y arrobas, conformando una prácti-ca metrológica que afectaba tan sólo a los productos caros o escasos, nunca a los de menor valor, como fueran la leña, la paja o el estiércol. Cabe anotar, por último, que los instrumentos para pesar eran patrimonio de tratantes, intermediarios y comerciantes, y, en numerosas ocasiones, fueron poco apreciados por campesinos y pescadores.

Advertimos en la descripción anterior la presencia de un rico acervo tradicional que ha confor-mado la compleja estructura metrológica isleña. Aunque se han perdido la mayor parte de los patrones tradicionales, aún se viene utilizando un número notable, y su manipulación exige el uso correcto de los numerales y la operatividad más cotidiana de las operaciones elementales. La Metrología tradicional se imbrica, por tanto, en las necesidades diarias del cálculo numérico.

Números y operaciones: aplicaciones de la Aritmética

La aplicación más apreciada de la matemática en general, y de la Aritmética, en particular, se identifica con capacidad de ejecución de “cuentas”. La facilidad para realizar cálculos numéricos siempre fue apreciada con gran reconocimiento entre las capas populares, y las medidas tradi-cionales en Canarias nos proponen un laboratorio idóneo para ejercitar tal facultad. En concre-to, la manipulación de los patrones de longitud, peso y capacidad requiere un adiestramiento notable en los siguientes tópicos:Formalización de un sistema de notación numérica en conjunción con el modelo jerarquizado de unidades, múltiplos y divisores; conceptos de base y de numeración “compleja” no decimal. Cálculo de productos y divisiones en base dicotómica (en ordenamiento binario) o duodecimal. Ejecución de repartos no exactos en base decimal y expresión decimal y compleja de los resulta-dos. Conversión entre unidades y sistemas de distinta jerarquía: conceptos de área y volumen. Cálculo mental con ayuda de la multiplicación dicotómica, el producto con divisores de la docena o la división no exacta.

Todas estas habilidades pueden comprobarse en la historia de nuestra Cultura Popular:

Entre las actividades aborígenes que siguieron desarrollándose tras la Conquista, destacan las asociadas con el pastoreo. Los pobladores prehispánicos de Canarias continuaron en gran medi-da su oficio de pastores y se adaptaron en cierta forma a las nuevas condiciones del modelo eco-nómico impuesto por los conquistadores. De procedencia aborigen, y heredada por los actuales “cabreros” de las Islas, perdura su habilidad a la hora de reconocer, contar o valorar el número total de cabezas de ganado que pastorean a su cuidado. Esta práctica matemática primitiva re-presenta una habilidad notable, propia del estado intermedio en el desarrollo mental del hombre primitivo; se reconoce de igual forma en otras sociedades de tradición pastoril, y ya fue descrita por los primeros cronistas de nuestra historia reciente.

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En concreto, los primeros colonizadores europeos quedaron notablemente sorprendidos por la facilidad de los pastores guanches para reconocer con exactitud el número de cabezas de ganado que poseían, y que computaban enteramente “de memoria” (Citas de Fray Alonso de Espinosa). Los primitivos habitantes de Tenerife, y sus descendientes actuales, distribuyen el ganado en subgrupos (a modo de complejos lógicos), que quedan delimitados de acuerdo con color de su pelaje, al nombre de las cabras o por sus características en el comportamiento diario. La dispo-sición en el terreno (cabras delanteras o traseras), su estado de salud (enfermas, preñadas, etc.), y las relaciones de consanguineidad, les aporta, así mismo, una clasificación topológica en clases diferenciadas.

Comparando estas técnicas de asociación y clasificación con los rudimentos de la teoría del conocimiento, podemos entender el recuento de nuestros pastores como un modelo elemental de clasificación y seriación, realizado con herramientas de contaminación y limitación, propias de las etapas preoperatorias en el desarrollo de los conceptos numéricos.

Entre los primeros sistemas de registro conocidos por la humanidad (y también por el alumno en su entorno cotidiano) encontramos la notación con ayuda de marcas o muescas, reconoci-ble en todas las sociedades de tradición pastoril. En Canarias, se discute sobre el uso de tales “tájaras” o “tablas de contar” entre los aborígenes, y, aunque no existe evidencia material de su utilidad entre guanches, canarios o majos, (ver J. Barrios, 1997 y J. Reyes García, 1998), su presencia actual en numerosas contabilidades agrícolas (en el cómputo de cosechas de cereales en Fuerteventura, en el registro de las cargas de bestia en el cultivo de la papa y de la vid, en Tenerife, etc.) nos habla de un modelo de contabilidad y registro elementales, que se reconoce en toda la tradición comercial isleña.

De naturaleza similar son los recuentos que pescadoras y venteras de todas las Islas han venido ejecutando con ayuda de sus peculiares signos. En concreto, nuestras abuelas analfabetas se han apoyado en un complejo sistema de grafos, que utilizaron para representar el dinero y realizar el cómputo de las operaciones elementales en sus comercios. Tales signos presentan una gran uni-formidad en cada sector comercial que hemos analizado (en el comercio al por menor en ventas y en la venta a domicilio del pescado, el pan o la leche) y recopilan un patrimonio ancestral, de clara procedencia pastoril. Conocemos con precisión el origen de tal simbología, que se muestra enteramente diferenciada según el tipo de actividad comercial donde se ejecuta, diferenciándose las grafías de pescadoras y sus áreas de influencia de las reconocibles entre las “venteras” de las medianías.

Los signos de nuestras venteras

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Precisada la notación estándar de cada moneda en uso, los cálculos con tales signos permiten efectuar operaciones elementales: sumas, productos sencillos, por adición reiterada; sustraccio-nes, que se ejecutan al devolver el cambio, y repartos proporcionales, sus toscas divisiones. Tales cálculos comportan un avance técnico y teórico respecto al cómputo realizado con ayuda de “tarjas” y tablas de contar, y sirven como ejemplificación práctica de los rudimentos teóricos que subyacen en la manipulación del producto, la sustracción y la división.En todo caso, en ambos modelos de cómputo primitivo se obvia el cálculo mental, muy aprecia-do entre campesinos y tratantes. Este aparece en la dilatada práctica de conversión de cuentas valoradas en reales, onzas o duros a pesetas. La reducción de tales contabilidades en distintas unidades monetarias posibilita entender el producto y la división como estrategias de cálculo diversificadas, abundando en el significado numérico de los conceptos de múltiplo y divisor.

Por lo demás, la comprobación de los resultados de estas operaciones puede realizarse con ayuda de las conocidas reglas o tests “del nueve” y “del once”, en completo desuso en la actualidad, pero que interesaron notablemente a los educadores de nuestros padres y abuelos. Dichas prue-bas, de procedencia aún oscura, ya fueron utilizadas por los matemáticos árabes Alwarizmi y Avicena; se difundieron en el occidente cristiano tras los trabajos de Lucca Pacioli, Fibonacci y Tartaglia y esconden no pocas propiedades pedagógicas. Su fundamentación teórica radica en la teoría de congruencias, que fuera ideada por Karl F. Gauss; y las congruencias posibilitan, a su vez, la comprensión de los distintos criterios de divisibilidad (ver D. E. Smith y M. Sierra).

Geometría Práctica: Técnicas de Medición y Representación y Organización del Espacio

En este apartado habremos de retomar la práctica de la Metrología, por cuanto las técnicas más difundidas en el entorno cultural canario se imbrican en aplicaciones de los clásicos teoremas de Tales y de Pitágoras y en el ordenamiento causal del tiempo.

Destaquemos, en primer lugar, que las habilidades de nuestros campesinos y marineros en este terreno proceden de la amplia cultura material grecolatina. Los tratados clásicos fueron recopi-lados en sencillas normas de aplicación práctica en numerosos textos renacentistas (destacando los de Rodrigo Zamorano, Alonso de Chaves o Alonso de Herrera) y su práctica cotidiana se popularizó en las Islas con ayuda de numerosos tratados de Aritmética y Geometría Elemental, los libros de texto de nuestros abuelos. Entre ellos, destacan, por su popularidad y difusión generalizada, los firmados por Puerta Canseco y Dalmau Carles y las sucesivas ediciones de la Editorial Bruño.

De la Agrimensura se pueden extraer diversos métodos para la valoración de distancias inaccesi-bles y prácticas de cómputo de áreas de terrenos limitados por contornos irregulares. Se encuen-tran detallados con todo lujo de aplicaciones cotidianas en el librito de D. José Estevez Méndez, donde se explica, en particular, el conocido como método del “fraguero”, propio y particular de Canarias, que ya fuera descrito por el farmacéutico D. Cipriano de Arribas y Sánchez a comien-zos de este siglo. Este método permite medir la altura de árboles o edificios contando tan sólo con la ayuda del cuerpo del observador. D. Cipriano lo comenta como sigue:

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El pino de la madre del agua tiene 66 metros de altura con 7’80 metros de circunferencia.Como carecía de medios a propósito para medirlos, una persona que me acompañaba sacóme del apuro, diciéndome: -Dé V. La espalda al pino, vaya marchando de frente y mirando por entre las piernas lo más posible, con la cabeza cercana a la tierra hasta que vea la copa del árbol; verificando así, mida la distancia que exista desde donde V. está hasta el tronco del árbol y ésta será la medida absoluta de su altura.

El método del fraguero aparece anotado en numerosos tratados de Geometría, se reconoce como uno de los procedimientos más antiguos, pues ya fue recogido por Oroncio Fineo en 1553 en la traducción del texto de Jerónimo Girava (M.a Isabel Vicente, 1993) y su fundamento científico se basa en la aplicación correcta del teorema de Tales. Ha perdurado en la memoria de esos hombres sabios, destacados entre sus pares por su sabiduría, aunque su práctica y uso no exigen ni determinan conocimiento matemático avanzado.En Geometría esférica y de los cuerpos sólidos, el saber tradicional recoge prácticas relativas al cálculo de volúmenes y a las imbricaciones planetarias del cómputo horario. En el primero de los tópicos, la valoración de los volúmenes de los cuerpos sólidos hace un uso generalizado del principio de Cavalieri. Su utilidad en el estudio de elipsoides, prismas y otras superficies de revolución se extiende también al cómputo de las capacidades de barriles, barricas y toneles. En concreto, tales prácticas estimulaba la pericia de los “cubicadores” de barriles, toneleros y bode-gueros y comportan problemas matemáticos no exentos de enjundia formal.

“Cubicadores” ejecutando el Aforo Diagonal

El “Aforo Diagonal” es el procedimiento práctico para aforar toneles y barriles de menor dificul-tad en su implementación práctica, pero que atesora el mayor contenido matemático (ver J. M. González, 1993). Es técnica antigua, que interesó notablemente a los matemáticos medievales y renacentistas, atentos siempre a la pericia de los “gauger”, esto es, los “cubicadores” .

El procedimiento de Aforo Diagonal consiste en medir la distancia L que se extiende entre la boca del barril horadada en su vientre hasta el extremo más alejado de uno de los fondos; se eleva el valor calculado al cubo y se multiplica el resultado por el factor corrector 0’625, obteniéndose de esta forma el volumen:

V8 = 0’625 x L3

Esta fórmula, recogida por numerosos textos de geometría elemental (Dalmau Carles, J. Estévez, Morroyo y Gago, Bruño, etc.), es la que se utilizaba en Canarias, en ejercicio de maestros de tonelería y viticultores expertos.

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La explicación de la exactitud de este método nos la propone P. Gianni en su obra “Práctica de Geometría y Trigonometría”, de 1784, quien identifica el prototipo de tonel con un esferoide, del cual se conoce su volumen (“solides” según la terminología dieciochesca) igual a 2/3 del área de la máxima latitud circular por la longitud total de la figura.De la Geometría del Espacio podemos rescatar las aplicaciones de las coordenadas esféricas. En concreto:

Establecimiento de relaciones métricas entre las unidades de medida de longitud y las dimen-siones planetarias. Relaciones que no se agotan en la definición original del metro como diez-millonésima parte del cuadrante terrestre, sino que afectan, de igual forma, a las extensiones comprendidas por la legua, la milla terrestre, la milla marina y el grado.Así fueron entendidas por los matemáticos del Renacimiento.Medición aproximada del cuadrante terrestre, que puede valorarse de forma sencilla con ayuda del procedimiento ideado por Eratóstenes, quien se basó tan sólo en los teoremas de Tales y de Pitágoras.Cómputo horario, ejecutado con relojes de Sol ecuatoriales o verticales. Para ello, podemos rescatar su uso en plazas y edificios canarios.Ejercicios de orientación durante el día y la noche, que se pueden realizar con la manipulación de cuadrantes y ballestillas elementales o con ayuda de los procedimientos empíricos que utili-zaron los pescadores y marineros de la costa sahariana.Cálculo de distancias hasta el horizonte, fácilmente computables con sencillas fórmulas de con-versión, recopiladas en los textos de Geometría elemental.Alineación de puntos inaccesibles en el mar, siguiendo el procedimiento de las conocidas “mar-cas”, que usan nuestros pescadores para fijar los “bajíos” o “pesqueros”.

De la Matemática a la Física

Los contenidos en Matemáticas alcanzan su mayor aplicabilidad material en la formulación y resolución de las ecuaciones de la Física. No obstante, como ya comentamos en párrafos ante-riores, no existen testimonios populares que nos informen sobre la concepción popular de las teorías físicas: forma y composición de la Tierra, apreciaciones cosmológicas, teorías sobre la naturaleza de los elementos, etc.; y, tan sólo, encontramos ejemplos de aplicación práctica en la necesidades materiales de nuestras gentes.

Entre las ramas de la Física con abundante presencia en la cultura popular destacan la Astrono-mía y la Cronología, que, a su vez, se relacionan con la Geometría esférica del apartado anterior. Sus implicaciones cotidianas parten de una misma necesidad, y, así, el campesino de nuestras tierras, al igual que hiciera el hombre primitivo, interroga al cielo en busca de presagios que auguren el buen resultado de sus cosechas.

El hombre primitivo, acuciado por la fragilidad de su existencia e impelido por la necesidad de asegurar sus alimentos, ya fueran fruto de cosechas o de actividades de caza y pesca, enfrentó el estudio de los cielos y el análisis rudimentario de los movimientos cíclicos de los astros con una doble perspectiva. Por un lado, sabiendo anotar convenientemente la aparición de fenóme-nos periódicos: orto y ocaso del Sol, llegada de las estaciones, fases de la Luna; podía predecir con cierta antelación las fechas y las horas idóneas para iniciar la siembra o la recolección; para proveerse de leña y alimento; para adelantar la fecundación del ganado, etc. Esto es, la elabo-

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ración de calendarios rudimentarios le permitió controlar en buena parte los imponderables de su existencia, que, de algún modo, podían ser anunciados por ciertas regularidades previsibles y observables en el comportamiento de los astros.

Por otra parte, y acorde con el prodigio mágico de la periodicidad de sus movimientos y de la dependencia casi total de su evolución astral, el hombre prehistórico otorgó a los seres celestes características humanas, cualidades vitales cuyos actos volitivos podían repercutir bien a su favor o bien en contra suya.

El hombre de la antigüedad no dejó de sentirse fascinado y empequeñecido por ese corpus de armonía del Cosmos, que, entre otros casos, le permitía sobrevivir con éxito en La Tierra. Fue así que los astros amigos se entendieron como divinidades que, dotadas de inteligencia huma-na, actuaban con conciencia, mejorando o dificultando la vida de los mortales. Justamente, la conjunción de estos dos posicionamientos, hoy en día contradictorios, posibilitó el desarrollo de las investigaciones astronómicas y de las especulaciones astrológicas. El hombre, provisto de mayores y mejores condiciones materiales, supo y pudo conciliar su inicial devoción astral con la incesante curiosidad científica, en busca de explicaciones racionales de los fenómenos del Universo.

Las distintas civilizaciones resolvieron el problema de ordenar sus labores acorde con los movi-mientos de los astros de forma enteramente dispares, ideando calendarios, que posibilitaron el cómputo del tiempo. Desde los observatorios astronómicos megalíticos, hasta nuestro calendario gregoriano (basado en la disposición anual de las fiestas litúrgicas), se han sucedido los intentos de ordenar el paso del tiempo, armonizando los periodos de rotación y traslación de la Tierra, la Luna y el Sol, siempre de forma aproximada. Los ciclos de Meton, la rueda perpetua y las ruedas calendaristas de mayas y aztecas son los ejemplos más distinguidos en este vano intento.

Por contra, junto con los cultos primitivos al Sol y a la Luna, las civilizaciones antiguas se inte-resaron también por los efectos predictivos de ciertos acontecimientos asociados con los movi-mientos de estos astros y con su observación de la Tierra sobre la sucesión de las épocas cálidas y húmedas y sobre la formación de los meteoros celestes. Métodos primitivos de predicción climática fueron recogidos por griegos y romanos, quienes le otorgaron certificado de previsión de los designios de los dioses. En concreto, alrededor del año 800 a. C., el poeta griego Hesíodo escribió tablillas dando consejos a los marineros sobre el mejor tiempo para navegar. Las tabli-llas de arcilla se guardaban a bordo de los barcos para que los capitanes pudieran consultarlas oportunamente, y, evitar así el mal tiempo. En el siglo I d. C., los romanos recopilaron los trabajos que incluían señales y predicciones meteorológicas. En la Edad Media, se prepararon pequeños panfletos conteniendo una predicción astrológica del tiempo para un solo año; y, con la introducción de la imprenta en el siglo XV, aparecieron gran cantidad de estos libros, que se convirtieron en los precursores de los modernos almanaques.

Entre estos, destaca el tratado de Alonso de Herrera, que recoge una completa relación de «se-ñales» para predecir el estado futuro del tiempo. Asimismo, Alonso de Chaves, en su Manual de Navegación para Navegantes, recopila buen número de estas “señas” de tal modo que en sus modestas técnicas se encontraba ya la base argumental de la moderna ciencia del clima.

Justamente, estas dos facetas de la indagación del Cosmos se pueden reconocer en la tradición oral isleña.

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De naturaleza análoga a los cálculos calendaristas, se conocen en Canarias los calendarios agrí-colas, imbricados en el santoral católico y recopilados en Almanaques o “picatostes” varios (los de la editorial Ceres y el Zaragozano, como más destacados). Suponen una reducción concep-tual de los ciclos lunisolares ideados por Meton, y sus sistemas de cómputo de los días, semanas, meses y años no concuerdan con otros, de fácil consulta en las Islas.

También, el ordenamiento de las estaciones puede entenderse con ayuda del modelo primitivo que utilizaron los aborígenes (ver J. Barrios, 1997). De este modo, la distribución de las cele-braciones católicas, que va cambiando su disposición en el año, de acuerdo con la incardinación de los ciclos de cómputo solar (propio de nuestro calendario gregoriano) y lunar (caracterís-tico del cómputo judaico), nos propone otra aplicación conjunta de los contenidos en Física y en la operatividad de nuestro sistema decimal de numeración. Finalmente, los calendarios universales o perpetuos, que editan los distintos anuarios de las publicaciones periódicas, son útiles imprescindibles para asimilar correctamente los conceptos de divisibilad y de relación de congruencia.

En el apartado prospectivo de la Astronomía, y en sus aplicaciones a la Meteorología, se conoce un ingente número de formas populares de predecir los cambios en la atmósfera que presentan un evidente rigor científico, pues, saben interpretar con corrección algunos fenómenos natura-les, usualmente asociados con la variabilidad climática. La mayor parte de estas leyes empíricas provienen de la tradición grecolatina, y ya fueron recopiladas en 1594 por Rodrigo Zamorano en su Cronología de la razón de los tiempos. Transmitidas de forma oral de generación en generación, se han conservado ante todo en la memoria de ciertas personas especializadas en predicciones, hombres sabios que suelen ser consultados y que conocen una tradición fecunda en Canarias.

En todo caso, el fundamento teórico que puede justificar la veracidad de tales predicciones lo podemos entresacar del texto de Alonso de Chaves (p. 178) donde se recoge el siguiente aserto:

Nota que todas estas señales, unas son y se dicen generales y otras particulares, no puede ser ninguna señal tan general que se extienda en todo el mundo, ni puede ser tan particular que sea en un solo lugar o pueblo.La certeza predictiva de estos dichos no deja de contar con voces incrédulas. Así, el propio refranero popular, ¡que nunca se equivoca!, afirma: “No hay mejor señal de lluvia que cuando llueve”. Esto es, la mentalidad popular reconoce que muchos “aberruntos” y cabañuelas se dan con posterioridad a los fenómenos atmosféricos y, por tanto, deben tomarse con una buena dosis de cautela.Entre estas prácticas, destacan las predicciones cabañuelísticas de Fuerteventura, recopiladas por D. Francisco Navarro Artiles y su hija y las que anualmente formulan los “perlos” de Sabi-nosa y los zahoríes de la comarca de Daute-Icode en Tenerife. No todas las cabañuelas presen-tan certeza empírica clara, pero existe un buen número de ellas que se explican con ayuda de conceptos físicos precisos.

Al igual que las cabañuelas, los “aberruntos”, métodos de pronóstico del clima venidero a corto plazo, suelen aparecer en las recopilaciones paremialistas ibéricas e isleñas, fuertemente conta-minadas por supersticiones de procedencias dispares. No obstante, una buena parte de estas “señas” de lluvia admiten una interpretación física acertada. Son ejemplos de fórmulas tácitas de actuación sobre el medio, acordes con las concepciones ágrafas de los fenómenos naturales.

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Precisamente, el éxito y el fundamento científico de estas prácticas y de las creencias populares, manifiestas en refranes y proverbios, reside en la conjunción de circunstancias varias, entre las que cabe destacar, en primer término, su validación por la experiencia. Tras siglos de trabajos continuos y cotidianos, los hombres del pueblo han sabido ordenar la sucesión de hechos y la repetición de éstos, y, así, han podido predecir los resultados de una determinada actuación so-bre el medio. Como reconocen los agricultores de San Bartolomé de Tirajana o los campesinos de El Hierro y de Tenerife, la papa debe sembrase cuando la Luna se encuentre en menguante, pues en cuarto creciente, “sale mucha planta pero poca raíz” (según los informantes D.a Aurora Quintero de El Pinar, D. Juan Grillo de San Juan de La Rambla). La práctica anotada encuentra su fundamento, aunque carente de todo rigor lógico, en la costumbre de plantar en dicha fase; pues, siendo así, se produce la proliferación de frutos, mientras que, en creciente, sólo provoca el crecimiento de los vegetales (J. M. Anglés, 1993). Esta es “creencia” generalizada entre los campesinos del Mediterráneo y ya fue popularizada por Columella y Vitruvio.

En otras ocasiones, los hombres del campo o del mar han extraído su conocimiento de la re-gularidad y la repetición cíclica de los fenómenos naturales. Por ejemplo, si bien el labrador no sabe reconocer que las borrascas en el Hemisferio Boreal se propagan de Oeste a Este, debido a la rotación de la Tierra y como consecuencia de la fuerza de Coriolis, ha recogido el saber conte-nido en el refrán “Arco Iris de poniente, coge las bestias y vente”. Según este dicho, que hemos recopilado en toda la geografía ibérica, su aparición por el Oeste anuncia más lluvia, pues aún la borrasca no ha pasado.

La experiencia del pueblo se une, a su vez, con un legado rico y completo, que recorre toda la tradición oral de Occidente y que valida, casi con absoluto rigor, sus apreciaciones más coti-dianas. Como reconocieran Hesíodo y otros sabios griegos, el campesino de Fuerteventura y de Gran Canaria sabe que la aparición de “Las Cabrillas”, esto es, la Constelación de las Pléyades, anuncia el advenimiento de la primavera, el fin del rigor invernal y, por tanto, la época propicia de la cosecha. Así fue anotado también por Enrique Casas Gaspar entre los labradores de la Meseta Ibérica.

Otra base argumental, que fundamenta el rigor de un buen número de apreciaciones populares, se apoya en la universalidad de la fenomenología natural. Los movimientos de la Tierra, el Sol, la Luna, los planetas y estrellas, se reconocen por igual en todo el hemisferio boreal, y, en con-secuencia, provocan un entendimiento de su repetición cíclica casi similar. El conocido dicho “Por Santa Lucía, se acortan las noches y crecen los días” nos informa de la llegada del solsticio de invierno. Si, en realidad, no coincide con el 13 de diciembre, festividad de Santa Lucía, es debido al cambio producido por la cuenta de días en el Calendario Gregoriano. La introduc-ción del nuevo calendario provocó la desaparición de 10 días en octubre de 1582, computados entonces con el calendario Juliano (J. Dutourd, 1986; J. M. González, 1995) y ocasionó el desplazamiento del día del mes de diciembre que determina el solsticio invernal.

Finalmente, los refranes y proverbios y las sentencias adivinatorias de perlos y zahoríes, ade-más de atesorar, en ocasiones, conocimientos desarrollados, comportan una clara interpretación natural de los acontecimientos, fácilmente comprensible por las personas ágrafas. A modo de ejemplo, anotemos que los cesteros de follado y de madera de castaño reconocen ciertas épocas propicias para la poda y el corte de los arbustos y árboles. Según ellos, si se realiza en fase cre-ciente “la madera se pica” y “se llena de bichos”. Debe cortarse, por tanto, en menguante. La poda de la viña se debe ejecutar de igual forma, para que los sarmientos “no lloren”. Sabemos

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que estas prácticas han de coincidir con la parada invernal o estival de la savia, y es creencia generalizada (inclusive entre expertos agrónomos) que los flujos de este líquido responden, al igual que las mareas, a la acción de nuestro satélite.

No abundan las aplicaciones de los teoremas de la Física en la vida cotidiana, aunque en la experiencia diaria se dan numerosos ejemplos de principios relacionados con las máquinas ele-mentales: plano inclinado, palanca, y poleas, entre otras. Sólo queremos destacar en este último apartado la incidencia del teorema de Torricelli y de los principios de Bernouilli en hidrodiná-mica en el aprovechamiento de los caudales de riego en las Islas.

El método tradicional en el reparto de estas “gruesas” se conoce con el nombre de Dula. En la actualidad, gobierna su distribución en La Gomera, Sur de Gran Canaria, Norte de Tenerife y otras muchas comarcas insulares, con ligeras variantes, pero con un principio conceptual aná-logo. La palabra dula, derivada del vocablo árabe “daula”, significa rotación o turno de riego, y, por extensión, medida de agua. En las Islas Canarias, adulamiento es el proceso por el cual la gruesa de cada canal se divide en partes proporcionales a las que se asigna un valor determinado, expresado en ciertas unidades de medida o tiempo.

Para controlar el caudal controlado se usan cantoneras, “pesadores de agua”, “arquillas de riego” o, más recientemente, caudalógrafos. Estas obras de albañilería salpican la geografía isleña y permiten la valoración del caudal que discurre por las atarjeas.

La construcción de los pesadores se recomienda a maestros albañiles diestros. Estos han de valo-rar las dimensiones de cada tanquilla de acuerdo con el caudal que deberá “amansar”. Se “aman-sa” o aquieta el agua, de tal modo que se mantenga una situación en la que la velocidad de salida del líquido sólo dependa de la altura alcanzada en la tanquilla; y no de imponderables externos, como puedan ser la fuerza de presión con la que ésta es bombeada y la velocidad alcanzada por la corriente al precipitarse el líquido desde zonas altas a otras de altitud inferior u otros.

El pesador consta de dos o más estanques de pequeñas dimensiones, comunicados entre sí por orificios horadados en la parte inferior de las paredes colindantes. En el primero de los estanques se recoge el agua, que suele llegar con gran velocidad. Al pasar a la segunda de las tanquillas, atravesando la abertura que la separa de la primera, el agua pierde velocidad y se remansa. Este proceso se repite cuantas veces sea preciso, con el uso de tantas tanquillas como se necesitare, hasta conseguir que el líquido se eleve en la última debido sólo a la fuerza de la gravedad. En esta tanquilla el agua fluye lentamente por una escotadura o reborde perforada en el borde superior de la pared no conectada con las otras tanquetas. Quedan entonces reproducidas las hipótesis subyacentes en el teorema de Torricelli, y el caudal se podrá evaluar tan sólo con la medición de la altura que se alcanza en la boca.

Como vemos, un procedimiento práctico, de uso generalizado entre nuestros campesinos, es-conde una explicación científica nada trivial. Y habremos de concluir, corroborando que estos ejemplos de aplicaciones de conocimientos y saberes, sin ser simples, han otorgado carácter de sabiduría a las prácticas de nuestros agricultores y campesinos.

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