Las islas afortunadas

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Vida y Viaje en Mallorca, Menorca e Iviza LAS ISLAS AFORTUNADAS Mary Stuart Boyd Traducido por José Miguel Abad Indarte

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“¿He oído que vais a pasar el invierno en las islas Baleares?” Dijo el único inglés que conocíamos y había estado allí. “Pues os advierto, no lo vais a pasar nada bien. Están como en otro mundo. No hay turistas. No hay un alma que entienda una palabra de inglés, y no hay nada que hacer. Si me hicierais caso, no iríais.”Pero fuimos, y lo que viene a continuación es un relato verídico de lo que nos aconteció en esas islas afortunadas.

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Vida y Viaje en Mallorca, Menorca e Iviza

LAS ISLASAFORTUNADAS

Mary Stuart Boyd

Traducido porJosé Miguel Abad Indarte

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Vida y Viaje en Mallorca, Menorca e Iviza

LAS ISLASAFORTUNADAS

Mary Stuart Boyd

Con 8 ilustracciones en color y 52 dibujos de Alexander Stuart Boyd

Traducido por:

José Miguel Abad Indarte

Fue publicado bajo el título:

The fortunate islesEn el año 1911

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< Foto de la portada: Bahía de Alcudia.

I.S.B.N.: 978-84-15344-79-7

Edita:

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser

reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito de las autoras.

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Al traducir el título original, “The Fortunate Isles” por “Las Islas Afortunadas,” no pre-tendo arrebatar ese concepto a las islas Cana-rias; sobrenombre por el cual las conoce todo el mundo. Simplemente lo hago para mante-nerme fiel al título que Mary, la autora, quiso dar a su libro.

Pero pienso que el tema merece una expli-cación. La expresión “Islas Afortunadas” es muy anterior a la de “Islas Canarias,” en el sentido de que es un concepto perteneciente a la antigua mitología griega, como cuando se habla de “Los Campos Elíseos” o “La Atlán-tida.” Ocurre que como son lugares mágicos, producto de una fantasía, su ubicación hasta la época de los descubrimientos marítimos siempre estuvo relacionada con los mares te-nebrosos y desconocidos que se supone había más allá de las Columnas de Hércules.

Es evidente que la autora, al titular su obra, “The Fortunate Isles,” está recurriendo al concepto mitológico griego, materia de la que ella tenía un amplio conocimiento, y con ello demuestra simplemente que durante aquellos 6 meses que pasó en las Baleares, fue feliz.

José Miguel Abad Indarte.

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Calle del Calvario. Pollensa

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Aviso de navegante:

“¿He oído que vais a pasar el invierno en las islas Baleares?”

Dijo el único inglés que conocíamos y había estado allí.

“Pues os advierto, no lo vais a pasar nada bien. Están como en otro mundo. No hay turistas. No hay un alma que entienda una palabra de inglés, y no hay nada que hacer. Si me hicierais caso, no iríais.”

Pero fuimos, y lo que viene a continuación es un relato verídico de lo que nos aconteció en esas islas afortunadas.

M.S.B.

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Presentación

Los tres protagonistas de este libro de viajes son la propia autora, Mary Stuart Boyd, nacida en Glasgow el año 1861, su marido Alexan-der nacido también en Glasgow en 1854, y el hijo de ambos, Stuart, que contaba 22 años de edad.

Al amanecer del martes 19 de octubre de 1909, esta familia hacía su entrada en el puerto de Palma de Mallorca. Con un desconocimiento general de lo que iban a encontrar, pero con una aguda capacidad de observación que habían desarrollado en sus viajes por el mundo. Al-quilaron una casita a las afueras de Palma y desde allí organizaron sus desplazamientos por Mallorca y a las islas de Menorca e Iviza.

Mary es muy romántica, se nota que su trasfondo cultural se ha forjado en el siglo XIX.

Esta señora se puede considerar afortunada de haber conocido las islas tal como las describe, en un estado excelente, pero se lo merecía, porque sabe captar el valor y el mérito de los sitios que visita. Algunos de los pasajes más notables, los he encontrado cuando Mary describe su estado de ánimo. Hubiera sido interesante que se hubiesen encontrado con el Archiduque Luis Salvador, que en esas fechas aún vivía.

Su narrativa es una obra de arte que te traslada a la época y al lugar. Es curiosa la forma de referirse a su marido y al hijo; el Hombre, el Chico, al menos tiene la deferencia de ponerlos con mayúscula.

Se deja sentir en el relato el porte y el aire de superioridad que ema-naba de la gente acomodada sobre la mayoría de la población de las islas, que eran de condición humilde, y Mary, que a pesar de su men-talidad abierta y buen humor también considera fundamental mante-ner las distancias con la gente llana, al hacerlo simplemente refleja un comportamiento correcto y acorde con la mentalidad de la época. La población de las islas estaba entonces exultante de poder hablar con gente venida de otras tierras –más tarde se saturaría de ello–.

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Por otra parte llama la atención el profundo conocimiento que Mary tiene de la flora autóctona, tan diferente a la de su bonita Esco-cia. Echo de menos que en los aspectos históricos y arqueológicos no acierte con la misma precisión, aunque es notable la curiosidad que siente acerca de la apertura de una tumba. Pienso que, si en vez de ve-nir a las islas como simples visitantes, hubieran venido para quedarse, pronto se hubiese despertado en ella el interés por la historia, sobre todo teniendo en cuenta que en aquellos tiempos se estaban llevando a cabo importantes descubrimientos arqueológicos.

También cabe preguntarse cómo hubiera sido su futuro si hubieran vuelto a Mallorca para quedarse a vivir para siempre, como han hecho tantos extranjeros. Me imagino que se hubiesen integrado perfecta-mente dentro del mundo de los artistas, pintores y escritores, y el hijo que tristemente perdió la vida en octubre de 1916, en el trascurso de la Gran Guerra, de este modo se hubiera salvado, para alegría de sus padres. Parece como si Mary, al describir su estado de ánimo el día de la despedida, en el que se mezclan el agua de la lluvia y sus propias lágri-mas, pudiera presagiar que al abandonar Mallorca estaban perdiendo la posibilidad de ser felices en el futuro.

Todavía tuvieron ánimo, Mary y Alexander, para en el año 1920 rehacer sus vidas en Takapuna, Nueva Zelanda, donde ya habían estado anteriormente, en 1898. Allí acabarían sus días Alexander murió en 1930, y Mary falleció el 31 de julio de 1937.

He escrito en cursiva las palabras que Mary escribe en español o las que ella misma presenta también en cursiva. También he conservado la ortografía curiosa o equivocada de algunas palabras, como Iviza o encimada.

Sería interesante hacer un seguimiento fotográfico de la evolución que han experimentado los lugares que visitaron, así como de las per-sonas que se mencionan. Como ejemplo de ello ofrezco el resultado de un viaje a Andraitx, donde con la ayuda de mi amigo Ramón Castell Oliver, conseguí recopilar algunos datos en febrero del 2011, que a continuación muestro:

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Gabriel Calafell Covas es el personaje en primer plano.

De todos los posaderos que conocieron los Stuart Boyd durante su es-tancia de seis meses en las islas, uno de los que parece ser que dejó más grato recuerdo a Mary sin duda fue Gabriel Calafell de Andraitx. En aque-llos días, Gabriel, que tendría unos 32 años, llevaba junto con su mujer una tienda situada en la calle Cerdá, ahora llamada de Juan Carlos I. El matrimonio tenía una hija, Antonia, de siete años. Más tarde tuvo siete hijos más. En aquellos momentos iniciales parece ser que el negocio de Gabriel ofrecía alojamiento y pensión de un modo casual, orientado hacia los escasos viajeros que la diligencia de Palma dejaba en Andaitx al dete-nerse justo al lado de la casa de Gabriel -curiosamente cien años más tarde, el autobús de Palma que me llevó hasta Andraitx tiene parada en el mismo sitio.- Cuando Gabriel se decidió a montar un hotel, lo hizo en la casa de al lado y se llamó “Hotel Can Rico”.

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Debió despertar eco entre sus lectores la publicidad que Mary hace en-salzando la cordialidad de Gabriel Calafell y la bondad del establecimiento que él regenta. Prueba de ello es esta carta que Tomeu, nieto de Gabriel aún conserva y en la que una agencia de viajes de Barcelona solicita lista de precios.

Gabriel falleció el día 2 de Marzo de 1946, a los 68 años.

Aspecto actual que presenta la casa.

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Esta es la casa donde Gabriel tenía la tienda, y en ella se alojaron los Stuart Boyd.

Monte de los molinos, donde la pequeña Antonia acompañó a los protagonistas.

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Aspecto actual del molino que pintó Alexander. Junto a él vemos a Ramón Castell Oliver.Este señor, con la simpatía innata de los mallorquines de siempre fue mi guía en la recopilación de datos acerca de Gabriel Calafell.

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Aquí vemos a Ramón Castell Oliver hablando con Tomeu, nieto de Gabriel. Nótese el parecido físico de Tomeu con su abuelo tal como aparece en la foto del hotel Can Rico.

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Carta dirigida a Gabriel Calafell donde se le solicita la lista de precios de su esta-blecimiento.

* * *

Y hablando de precios, el cambio de la Libra en 1910 era de 26’92 pe-setas. Así pues, cuando Mary hace comparaciones con los precios, 1 chelín equivaldría a 1’35 pesetas, y 1 penique sería igual a 1 perra gorda.

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LAS ISLAS AFORTUNADAS

I

HACIA EL SUR

La Lonja y la Catedral de Palma

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Fue una mañana tempestuosa de sábado de mediados de Octubre que habíamos salido de Londres, y el domingo por la noche nos encontramos paseando por las Ramblas de Barcelona, sobre nuestras cabezas un cielo púrpura, aterciopelado salpicado de estrellas, y una multitud de alegres pa-seantes a nuestro alrededor.

Cuando el Chico y yo planeábamos el viaje a las islas Baleares (el Hombre nunca hace planes,) nuestras fantasías siempre comenzaban con el embarque en el puerto de Barcelona en el vapor mallorquín que nos iba a llevar a las islas objeto de nuestro deseo. Así cuando llegamos caminando al final de las Ramblas entre las palmeras del puerto, parecía la materialización de un sue-ño ver el vapor Balear, justo allí bajo la gran columna de Colón, con su proa apuntando hacia el mar, como si estuviese esperándonos para subir abordo.

Cuando al atardecer del día siguiente el ómnibus del hotel nos llevó al puerto, el Balear parecía ser el centro de atracción. Aún faltaba media hora para la salida, pero su cubierta iluminada con luz eléctrica estaba llena de gente. Dada nuestra falta de experiencia con los puertos españoles, la en-trada ya ofreció tantas dificultades que nos auguraba un pasaje incómodo y apretujado.

Apenas había sitio a bordo para moverse, y todavía por una especie de es-calerilla de gallinero que hacía de pasarela, seguía fluyendo la gente; –mujeres con mantilla, mujeres con abanico, mujeres con niños de pecho, y hombres de todas las edades, los hombres todos fumando cigarrillos.

Afortunadamente un signo distintivo hacía que aquellos cuya visita en el barco era simplemente ceremonial, quedaran confinados en cubierta. Cuan-do bajamos a inspeccionar nuestro alojamiento encontramos un camarote individual para cada uno de nosotros; y comprobamos que a pesar de la multitud de a bordo, sólo había cuatro pasajeros más de salón. Estos, como más tarde averiguamos, eran una pareja francesa en luna de miel, y una jo-ven mallorquina acompañada por su dueña.

Se había anunciado lluvia, y la esperaban con gusto, pues hacía tiempo que no caía. Y aún así la noche era perfecta. El mar quieto y el aire suave y fra-gante. Tras la ciudad iluminada con sus miles de luces se alzaban los oscuros montes catalanes. Apiñados cerca de nosotros en el puerto, las tripulaciones

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de los barcos pesqueros constituían unos grupos maravillosamente pintores-cos, mientras cenaban a la luz de lámparas colgantes. Y por encima de todo, incluso de las palmeras del Paseo Colón, la estatua del Descubridor siempre señalando el oeste.

Contemplando la brillante escena, resulta difícil dar crédito al hecho de que Barcelona, con su aspecto superficial de animosa alegría, se hallaba bajo la ley marcial, aunque habíamos visto soldados armados vigilando las calles y los barrios, y sabíamos que por donde ahora paseaban grupos de gente, un día o dos antes habían estallado bombas con efectos mortales. Era duro también pensar que en esos momentos el interés de toda Europa recaía sobre esa som-bría fortaleza al suroeste de la ciudad, dentro de cuyos muros, solamente cinco días antes, justa o injustamente, Ferrer había hallado la muerte de un traidor.

Sonó la sirena. Y con su aviso los visitantes descendían lentamente por la escalerilla de gallinero, se soltaron amarras, giró la hélice, y partimos –hacia las Islas Afortunadas.

De tantas noches maravillosas pasadas por mares extraños no recuerdo otra más hermosa. Eramos casi los únicos en cubierta. Por lo que a soledad se refiere parecía como si el Balear hubiera sido contratado exclusivamente para nosotros. Los pasajeros de segunda habían desaparecido todos delante. Los novios franceses habrían encontrado un escondite seguro en el que arru-llarse; y la vigilante dueña se habría desentendido de su cargo.

Nosotros tres permanecimos sentados bien entrada la noche, contem-plando las luces de la hermosa e inquieta ciudad desvanecerse en la dis-tancia, mientras sobre la siniestra fortaleza de Montjuich la luna nueva en forma de hoz dorada colgaba como una nota de interrogación.

La costa española había desaparecido. La proa del barco está orientada hacia África, y cuando al fin bajamos a nuestros camarotes se divisaban se-ñales de fuegos en el horizonte.

Las luces aún chispeaban, pero nuestra estela estaba avanzada, cuando nos despertamos a eso de las cuatro de la mañana vimos que el Balear seguía navegando en modo equilibrado junto a una costa montañosa cuya cima estaba coronada por un faro.

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Una vez nos hubimos vestido y desayunado con galletas y chocolate hecho sobre un infiernillo, subimos a cubierta mientras todavía estaba oscuro, y contemplamos la tierra que gradualmente se hacía más palpa-ble con la fuerza del amanecer. El Chico, que pronto había reconocido algunos signos británicos en nuestro vapor, por medio de la leyenda con-servada en la campana, hizo el interesante descubrimiento de que aunque ahora se le conocía como el Balear, el barco había comenzado su carrera como el “Princess Maud”, uno de los vapores de linea que navegaban entre Glasgow y Liverpool.

Mientras el vapor bordeaba la pintoresca costa, intentamos sin demasia-do resultado, la verdad sea dicha, identificar las bahías y cabos que la historia relaciona con Jaíme, el valiente joven Rey de Aragón, que acompañado de una fuerte flota, partió de Barcelona en un día de Septiembre de la primera mitad el siglo xiii, decidido a arrebatar Mallorca de la tiranía de los moros, los cuales durante cuatrocientos años la habían dominado. Pero cuando ha-bíamos decidido que debió ser alrededor de aquel punto, que sus barcos con todas las luces apagadas, se habían deslizado a media noche para anclar en esta bahía, la aparición de otro punto y de otra bahía nos hacía vacilar. Sin embargo, no podía haber error con Porto Pí, con su torre vigía en cuanto al punto en el que los moros, alertados de la proximidad del enemigo, reunie-ron todas sus fuerzas para resistir el desembarco.

El sol iluminaba las laderas boscosas entorno al viejo castillo de Bellver, y radiante brillaba sobre Palma, iluminando las saetas de la noble Catedral y las murallas que rodean la ciudad, brillando sobre las montañas más allá, cuando a eso de las seis y media entramos en el puerto, encontramos que el muelle ya estaba ocupado por gente.

Atrás quedaban las grises y lóbregas ciudades de Londres y París. Aquí todo era vivo y resplandeciente. El aire era estimulante, el puerto, con sus indescriptibles naves, era una fiesta de color. Voces que hablaban la lengua de la isla sonaban de un modo extraño en nuestros oídos no acostumbrados. Nuestra primera impresión de Palma fue de luminosidad; una impresión en parte transmitida por los cálidos tonos ámbar y dorado que tiene la piedra con la que está hecha la encantadora ciudad.

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En la noche anterior habíamos pensado que el Balear iba medio vacío; pero al llegar la mañana muchos pasajeros insospechados hicieron su apari-ción. El guardia civil que viajaba con su hijito, sacó un pañuelo de bolsillo, lo metió en un cubo de agua y lo restregó activamente en la cara de su hijo hasta sacarle brillo, mientras el niño mantenía una emocionada charla.

La pareja de recien casados estaban ya en cubierta y buscaban el ómnibus que les llevaría al Gran Hotel. Pero nosotros estábamos cerca de la linea del muelle antes de que la joven mallorquina, controlada de cerca por su dueña, dejara el camarote. Tenía ésta una hermosa figura y el porte agraciado de su raza. Como es habitual entre las aristócratas españolas cuando viajan, iba vestida de negro y llevaba un abanico que extrañamente se ajustaba a su elegante sombrero. Pero sus labios bien formados, tenían una expresión de desánimo que les sentaba mal, como si ya estuviera cansada de esperar algo que no terminaba de suceder. Su acompañante era una mujercita arrugada, que con las encías ya sin dientes, su rostro reflejaba la palidez de un retiro obligado, pero cuya expresión de alerta anunciaba generaciones de paciente vigilancia. Tenía que ser un amante apasionado e ignorante a la vez para no darse cuenta del destello de aquella mirada discreta. Una mantilla negra cu-bría su pelo, un chal semitransparente caía sobre sus hombros. Además del abanico llevaba dos paquetes, uno envuelto en papel verde y el otro en color naranja –una envoltura demasiado fina, para un viaje en barco.

Solicitamos los servicios del primer mozo que subió por la pasarela, –un hermoso joven de aspecto bandolero con el sombrero gacho, los bigotes rizados y botas amarillas. Portando un montón de equipaje en cada mano, bajó rápido a tierra, y dócilmente nosotros le seguimos.

Un amigo español en Londres nos había recomendado La Fonda de Ma-llorca (Aquí conocida como Barnils) como el mejor ejemplo de un típico hotel mallorquín, y allí decidimos alojarnos hasta que nuestros planes para los próximos meses hubieran madurado.

Al salir del puerto el ómnibus del hotel se detuvo frente a la oficina de aduanas, y por tercera y última vez durante el viaje pasamos la solemne farsa de la inspección de nuestro equipaje. En esta ocasión fue del todo superficial. Ni un solo artículo fue abierto. Los baúles, que venían detrás en

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un carro, los debieron tratar con la misma generosidad y confianza, pues las llaves nunca salieron de nuestro bolsillo.

Como nuestro equipaje comprendía un suministro de los materiales de artista para una estancia de seis meses, en la báscula dio un peso de tres-cientas libras. Entre Charing Cross y París pagamos por el sobrepeso 15 chelines y 6 peniques. De París a Barcelona nos costó 35 francos. De ahí a Palma viajó gratis. Pero aunque vimos compañeros de viaje en distintos es-tados de irritación acerca de molestas reclamaciones, no pagamos derechos en ninguna parte. Incluso el té indio, que sin que lo supieran mis hombres, yo había camuflado, viajó sin despertar sospechas. Y como el té en Mallor-ca es muy apreciado, y el de la India es el mejor, sentía yo una satisfacción segura con mi provisión de contrabando, al menos mientras durara.

El Hotel Barnils nos dio una bienvenida cordial. La apreciable fragancia del café caliente estaba en el aire mientras nos llevaron arriba y nos dejaron al cuidado de Pedro, el camarero, el cual fumaba un cigarrillo mientras lim-piaba las baldosas del pasillo con un cubo de serrín húmedo y una escoba de aspecto poco eficiente.

Nuestro cuarto en el segundo piso constaba de un pequeño salón, al cual daban las habitaciones. La más pequeña tenía ventana a la Calle del Con-quistador, la mayor daba a un patio interior con sus palmeras en macetas y plantas de jengibre. Las paredes de las habitaciones estaban empapeladas to-das igual según un modelo de grandes hojas negras y marrones sobe un fon-do amarillo. El efecto era muy raro. Seguramente hubiese puesto a prueba el temperamento de aquellos con una predisposición a la melancolía, aunque transmitiera un cierto alivio la colección francesa de litografías de color que más adelante adornaban las paredes. En nuestro cuarto de estar, que como las habitaciones, tenía el suelo de baldosas, había una ventana alta que abría hacia el suelo y estaba protegida por una reja. Había dos sillones forrados de rojo, cuatro sillitas con brocado de color cervato, y una mesa redonda con un triste mantel amarillo.

En un espacio sorprendentemente pequeño nos sentamos alrededor de la mesa a beber café en unos vasos altos, y pasamos a conocer la enciamada, un manjar delicado de la isla, que no es ni pastel ni pan ni bollo, pero parece

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tener algo de las buenas cualidades de los tres. Por su forma se parece al fósil conocido en nuestros días de la niñez como un amonite. Si se imaginan un hermoso amonite horneado y espolvoreado con azúcar verán una enciamada.

Terminado el pequeño desayuno, salimos a explorar la ciudad. Había gente que subían con prisa por la calle del Conquistador: hombres que lle-vaban sobre sus cabezas cestos llenos de pescado de colores rosa y plateado, todavía goteando del mar, y mujeres que portaban cestos vacíos. Siguiendo la corriente nos encontramos en el mercado que está rodeado de edificios altos de muchos pisos.

Era una escena animada. Todo el mundo estaba ocupado –el que no estaba vendiendo, estaba comprando. Y a nuestro alrededor había produc-tos que eran extraños para nosotros. Los puestos de pescado que estaban apiñados en un rincón, mostraban unos peces raros, muchos de ellos de aspecto repulsivo, y bajo nuestro punto de vista, todos demasiado pequeños. Los puestos de carne, exponían cuartos de enigmático corte, y salchichas de colores amarillo-mostaza y bermellón colocadas a modo de guirnaldas, como si el gusto que sienten los mallorquines por los colores brillantes, se manifestara asimismo en los alimentos que comen.

El aspecto más atractivo de las frutas y las verduras nos llevó a los rin-cones donde los vendedores se sentaban plácidamente rodeados de enor-mes calabaza, rábanos de dieciocho pulgadas, extrañas setas de aspecto poco apetecible. El suministro de mercancías era variado, pero el producto que parecía dominar el mercado era el pimiento; por todas partes están en mon-tones cuyo color varía de un intenso verde a vivos escarlata y naranja. Una o dos señoras con mantilla estaban comprando, ayudadas por criadas cuyo peinado de un solo pliegue se dejaba ver debajo del rebozillo que es la prenda que llevan sobre la cabeza las mujeres del campo.

Un producto del mercado, y solo uno, me permití comprar. La fruta favorita del Hombre es el higo verde, un producto que en Londres cuesta unos dieciocho peniques la docena. Viendo una mujer con un capazo de los mejores higos, procedí a comparar los precios de Mallorca con los de Gran Bretaña. Siguiendo el consejo de la experiencia de un amigo que pidió uvas en un mercado extranjero por valor de media corona, y se encontró con la

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Un patio en Palma.

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imposibilidad de llevar su compra, yo discretamente mostré lo equivalente a un penique y señalé los higos.

La persona que los vendía, viendo que yo no llevaba cesto, mantuvo un breve coloquio con un vendedor vecino, y como resultado del mismo sacaron un trozo de periódico arrugado. Señalándome que abriera las manos, exten-dió el periódico encima de ellas, y empezó a contar higos conforme me los iba colocando, poniendo un cuidado especial en seleccionar los mejores ejem-plares del montón. Como había oído que la comida era barata en estas islas afortunadas, yo esperaba confiadamente que por mi penique podría comprar cuatro higos: pero en vez de parar en un número razonable, la mujer seguía apilando más hasta que sentí deseos de decir ¡Vale, suficiente! Cuando cesó, tenía sobre el papel una docena de jugosos higos morados, y media docena de los verde dorados que son considerados los más delicados por su sabor.

Un refrán español dice que para que un higo maduro sea perfecto debe tener tres cualidades: “el cuello para un verdugo, el vestido para un mendi-go, y la lágrima para el penitente”. Estos tenían todos los atributos necesa-rios: el cuello delgado, la piel rasgada, la gota de jugo rezumando. No nos podemos imaginar, que se hayan comido mejores higos que los conseguidos por un penique experimental aquel día de Octubre en el mercado de Palma.

La mente se adapta fácilmente a las condiciones existentes. Unos minu-tos más tarde apenas nos sorprendió ver a una señora mayor que compraba diez hermosos tomates por medio penique, –o escucharla pedir uno más en justo valor de su dinero.

Al partir del mercado dirigimos nuestros pasos hacia las estrechas calles, que con sus viejas casonas y sus curiosos patios ofrecen tantas escenas pintorescas.

Palma está densamente poblada, y sus gentes nos han dado la impresión de ser un pueblo atractivo, bien vestido y alimentado, y felices. Pocas de las señoras que encontramos llevaban sombrero y a mi me resultaba extraño ver a una señora con un vestido bien cortado llevar mantilla mientras sale con su sirvienta a hacer la compra.

Muchas de las mujeres peinaban su pelo con una larga coleta, y llevaban bien el rebozillo –una prenda elegante de muselina blanca, en forma de pe-

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queña caperuza unida a un collar –o un pañuelo de seda de colores, o am-bos. Un pequeño chal orlado solía cubrir sus hombros. Pero era en el tema del calzado donde la fantasía mallorquina parecía desmandarse. Gentes de ambos sexos, por lo demás vestidos con seriedad, lucían botas amarillas, botas verdes, botas en color crema, botas color naranja elásticas; y los niños llevaban zapatillas de vivos tonos bordadas con alegres flores.

Cuando una lluvia repentina que caía con fuerza tropical nos obligaba a buscar refugio en un portal desde el que observábamos la gente pasar, Tuvi-mos la oportunidad de notar, que aunque todas las señoras del mercado lle-vaban botas elegantes, muchas de ellas habían prescindido de los calcetines.

El vestido parecía marcar con fuerza la distinción de clases. Pasábamos por la iglesia de San Miguel y montones de mujeres que habían estado aten-diendo el servicio matinal, salían de ella. Con casi total uniformidad de ropa-je, los vestidos eran negros de raso brocado. Mantillas negras cubrían su pelo bien peinado, y además de sus rosarios cada una llevaba un abanico.

Nuestro refugio temporal estaba junto a la puerta de Santa Margarita, y cuando la lluvia hubo cesado, nos acercamos para leer la inscripción gravada en español en la piedra a un lado de la entrada:

Por esta puerta entraron en la ciudad el 31 de Diciembre, 1229, las tropas del Rey Don Jaime I de Aragón, Conquistador de Mallorca. En recuerdo de esa memorable ocasión, en que Mallorca fue recuperada para la fe y la civilización cristianas, esta puerta llamada “Bab-al-Kofol” en los tiempos de la dominación islámica, desde entonces “Escuchidor y Pintador,” y en tiempos modernos “Santa Margarita,” fue declarada monumento nacional el 28 de Julio, 1908, y restau-rada con cargo al estado.

Parece ser que apenas se tienen datos acerca de las razas más antiguas que poblaron la isla. Los Gymnesias, conocidos como el pueblo cuyo agraciado clima hacía superfluo el uso del vestido; los fenicios, los romanos incluso los honderos baleáricos, se han perdido en la noche de los tiempos, mientra que uno encuentra referencias al valiente y joven Rey de Aragón en cada esquina.

Al sentir la hora de comer volvimos al hotel a probar nuestra primera ex-periencia con la cocina mallorquina, por la cual la isla es justamente conocida.

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El acogedor comedor comunica con un patio cuadrado, cuyas paredes estaban marcadas por anchas lineas azules y blancas como una sombrerera francesa. En cada una de las seis mesas había una jarra grande de vino tinto.

El primer plato que nos sirvieron requirió cierta dosis de coraje, por nuestra parte, para abordarlo. Era un montón de arroz de color ámbar en el que se veía una extraña mezcla de pescado, carne, pollo y verduras cortadas. Lo raro era la abundancia de conchas marinas vacías, porque mientras su contenido indudablemente se había incorporado a los demás ingrediente,las conchas vacías permanecían de modo insistente y poco atractivo.

Pero el hambre nos hizo perder el miedo, y al lanzarnos, encontramos el arroz con mariscos merecedor de la estima nacional que se le tiene. A ello siguió una clase de carne muy sazonada. Luego vino un pescadito exquisita-mente cocinado. Después algo que no nos atrevimos a descubrir si pertenecía la reino animal o al vegeta. No hubo dulce, pero el postre fue abundante y delicioso. Albaricoques, manzanas de aspecto exótico con rayas carmesí sobre un fondo de color de rosa, grandes racimos de pequeñas uvas amarillas que parecían retener el brillo del sol bajo su piel, y las apetitosas almendras ligera-mente horneadas que son la especialidad del Barnils.

Una lluvia que en pocos minutos convirtió las estrechas calles en ríos, cesó tan repentinamente como había empezado. El cielo estaba otra vez de un intenso azul, y era un placer respirar aquel aire puro y suave, cuando a través de unas escaleras accedimos a la azotea del hotel, que dominaba una extensa vista sobre la ciudad. A nuestro alrededor había muchos tejados de aspecto moro, unos usados como jardines, en otros había grandes jaulas llenas de palomas. Hacia el sur quedaba el puerto con su alegre exhibición de barcos y las centelleantes aguas del Mediterráneo. Al norte, este y oeste estábamos rodeados por torres y cúpulas y las murallas de la ciudad. Más lejos estaban los fructuosos llanos y un poquito más allá las montañas azules.

En torno a nosotros surgía el suave murmullo de la ciudad, el repicar de las campanas, el susurro del mar, el sonido de voces hablando lenguas extrañas. Todo era novedoso y completamente encantador.

La descripción de Palma escrita por Chopin hace setenta años cuando con George Sand pasó un invierno en Mallorca, no necesita ser corregida al día de hoy:

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“Aquí estoy en Palma”, escribió a su amigo Fontana, “ en medio de pal-meras, cedros, cactus, olivos, naranjas limones, higos y granadas... El cielo es como una turquesa, el mar es como lapislázuli, y las montañas son como esmeraldas. El aire es puro como el aire del paraíso. A lo largo de todo el día, el sol brilla y es cálido, y todo el mundo pasea en ropas de verano. Por la noche se escuchan guitarras y serenatas. Hay grandes balcones que están engalanados con parras. A nuestro alrededor se alzan paredes de estilo moro.

La ciudad, como todo lo demás, mira hacia África. En una palabra, es una vida encantadora la que estamos viviendo”.

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Poco después de la media noche, dormía yo con la placidez de un sueño recuperador, cuando un sonoro y profundo grito me despertó:

Alabado sea Dios...Las doce y media...Sereno...

Se oyó en medio del silencio.

Salté de la cama y abrí la ventana a tiempo de ver pasar una figura negra envuelta en una gran capa, de la linterna que llevaba salían rayos que arroja-ban un oscilante círculo de luz sobre el pavimento a su lado. Era el sereno, el guardián de la ciudad que duerme.

Deteniéndose delante de una de las puertas cerradas, la golpeó tres veces con su bastón. Luego se dio la vuelta y se perdió de vista, mientras su grito surgía de nuevo en medio de la noche como un lamento.

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LAS ISLAS AFORTUNADAS

II

NUESTRA CASA EN ESPAÑA

La Casa Tranquila

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Palma bullía de alegría y decoración en honor al cumpleaños de la joven reina de España, cuando al atardecer de nuestro segundo día en Mallorca, salimos a entregar una carta de presentación que iba a tener una influencia determinante para nuestras futuras disposiciones. Mucho se ha escrito acer-ca de los usos y abusos de las cartas de presentación. A veces la carta revierte en una alegría para ambos, el que la lleva y el que la recibe. ¿Acaso no resultó ser uno de nuestros mejores amigos aquel que por medio de una simple nota procedente de un hombre que no habíamos visto desde hacía años, y al cual el destinatario ni siquiera conocía? Cuando salimos de Londres, llevábamos una carta de presentación para un inglés residente en Barcelona, y él a cam-bio nos dio otra carta para un amigo suyo americano que ejercía de Cónsul para una república sudamericana.

La casa del Cónsul estaba en Son Españolet, un pequeño y atractivo ba-rrio residencial situado como a una milla más allá de las murallas. Entre este barrio y el mar se halla la animada zona de Santa Catalina. De los montes lo separan ondulados campos de almendros y olivos.

Tomamos el tranvía que tirado por mulas hace el servicio entre Palma y Puerto Pí, nos bajamos en Santa Catalina; y después de hacer varias pes-quisas, nos encontramos llamando a la puerta de la casa sobre cuya torre ondeaba vistosamente la bandera del Consulado. Dudo que si el Cónsul y su esposa hubiesen adivinado que estos tres intrusos británicos iban a abusar de su paciencia por un periodo de seis meses, nos hubieran recibido con tanta cortesía y afabilidad. Sea como fuere, su recepción fue tan cordial, que a la media hora de nuestro encuentro me atreví a revelar cual había sido mi deseo secreto: –que pudiéramos alquilar una casa amueblada cerca de Palma para el invierno. No una casa imponente, –simplemente un techo bajo el que pudiéramos meter nuestras pertenencias, un centro desde el cual pudié-ramos irradiar nuestros viajes por las islas.

¿Podrían aconsejarnos? ¿Pensaban que la idea era factible?

“No cerca de Palma” dijo el Cónsul con un movimiento negativo de la ca-beza. “en Porto Pí o el Terreno, podrías tener la oportunidad de encontrar una. Pero esos son lugares para el veraneo al lado del mar. La mayoría de las casa están cerradas ahora. Lo encontraríais aburrido e incómodo en el invierno.”

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–Esta zona parece encantadora, y cercana a la ciudad. ¿Habría alguna posibilidad de conseguir una casa por aquí?

–Sin muebles, sí, amueblada no. Pero ¿por qué no toman una casa libre y alquilan lo que necesitan? Ustedes no son más que tres, no necesitaran muchas cosas.

–¡Oye, Luis! (dijo la guapa esposa del Cónsul) ¿qué hay de la casa que el Mayor dejó la semana pasada? Ahora está vacía, ¿serviría ésa?

Por un momento, el Cónsul permaneció meditabundo.

–Estoy pensando. Sí. – Tienes razón. Ese es el sitio apropiado. Es una hermosa casita, Tiene huerto. También cuadra. Y una bonita vista desde la terraza.

–¿Está la casa cerca. Podríamos verla? (Preguntamos nosotros)

–Está ahí, al lado, en la calle de Mas. Vamos a verla ahora mismo.

Afortunadamente para nosotros, el Cónsul era un hombre de acción. Con el sonido de una campanilla, llamó a Isidoro, su criado, el cual buscó a Mar-garita, la cocinera. Y Margarita, habiendo recibido instrucciones de remover cielo y tierra hasta que diera con la persona encargada de la casa vacía y traerla hasta aquí, partió enseguida en su búsqueda. En un espacio de tiempo increi-blemente breve volvió en compañía de una viejecita con dos grandes llaves.

Siguiendo sus pasos caminamos en procesión alrededor de las esquinas de varias calles discretas, cuyas paredes amarillas, tejados planos y un follaje casi tropical, tomaban un aspecto oriental bajo el cálido brillo del atardecer.

Vista desde la calle, la casa que buscábamos, con sus postigos verdes y te-jado de tejas, tenia el aspecto de tantas otras. Pero cuando las llaves hicieron su papel y hubimos pasado a través de las dos habitaciones centrales y nos encontramos en una amplia terraza con una balaustrada de piedra con una vista que cruzando campos de naranjos y limoneros llegaba hasta el punto donde el sol caía sobre un mar celeste, en nuestras mentes no cabía duda. Sabíamos que aquella era nuestra casa.

Simplemente para asegurarnos de que no había otra casa que la igualara, investigamos las condiciones de otras dos viviendas antes de volver al con-

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sulado. Una tenía un sótano, en el que había una familia de gente nativa (los cuales parecían vivir exclusivamente de ajos). La otra pretendía mostrar mediante estucos imágenes de las que carecía a simple vista.

Ya era demasiado tarde aquella noche para dar más pasos que nos asegu-raran la casa. El Cónsul, que era un lingüista genial, y conociendo nuestro escaso español, fue de una ayuda incomparable a la hora de tratar los deta-lles del arrendamiento de casas, acordó que al día siguiente acompañaría al Hombre y al Chico para entrevistar al propietario, y si era posible, supervi-sarlo todo hasta completar las negociaciones.

Pienso que estábamos todos un poquito intranquilos, por eso fue un alivio cuando supimos que bajo la recomendación personal del Cónsul, el casero nos había aceptado como inquilinos sin vacilaciones, y que está de acuerdo en poner el huerto en orden, arreglar algún cristal de las ventanas o las puertas, asegurarse de que la cisterna estaba limpia y permitirnos tomar posesión de la casa enseguida.

Con la casa asegurada, pasamos a considerar el tema importante de los muebles. Conscientes como éramos de las limitaciones que imponía tener que alquilar el ajuar, decidimos comprar lo que fuera absolutamente necesario. Y la cuestión era ¿qué cantidad de muebles iban a necesitar tres personas poco exigentes para una existencia de seis meses de gira en medio de un clima suave?

En la casa ya había algunos artículos indispensables; dos mesas, una lo suficiente grande para comer en ella, un banco, y un armario alto de cocina adaptado a una esquina con cristales en las puertas. Necesitaríamos camas, lavabos, dos mesas más de las sencillas, media docena de sillas con el asiento de anea, de las que se hacen en la isla, por su utilidad, dos sofás para alivio de nuestra pereza, y un espejo para nuestra vanidad.

Todavía, bajo la experta dirección del Cónsul, visitamos una tapicería, una tienda oscura y estrecha, donde el material almacenado ocupaba tanto espacio, que apenas había sitio para un solo cliente. El tendero, un hom-brecillo redondo y sonriente con una camisa de color de rosa, y su hija, una chica sonriente, grande y redonda con un vestido blanco, captaron since-ramente el ánimo de nuestras necesidades; y con la ayuda del Cónsul para reducir los precios, rápidamente adquirimos lo que nos hacía falta.

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Llegamos a Mallorca un martes por la mañana. Y antes del anochecer del jueves ya teníamos no solamente casa alquilada, sino también los muebles comprados. La luz eléctrica es un lujo poco costoso en Palma, y para nuestra comodidad en las noches del invierno, pedimos que la conectaran. Como sabíamos que la instalación de la luz, la limpieza de la casa y los arreglos del huerto, llevarían un día o dos, decidimos permanecer en la Fonda Barnils hasta el lunes, ese día por la mañana, viajaríamos a Son Españolet para to-mar posesión. Mientras tanto recorrimos Palma con la mente puesta en las cosas que aún faltaban en nuestro asentamiento, comprando una escoba aquí, un colador para el café allá, unas cucharas de madera más allá.

Las cosas iban con sorprendente rapidez. El lunes por la mañana encon-tramos la electricidad puesta, los suelos de baldosas bien fregados, una escasa provisión de muebles en las habitaciones y el huerto cavado. De modo que tomamos un carruaje y acomodados con nuestro equipaje pequeño en él, partimos hacia nuestra nueva casa, mientras en un carro detrás venia el equi-paje pesado. A partir de ahí, el progreso fue tortuoso, pues primero teníamos que recorrer las estrechas calles de la ciudad para recoger las pequeñas com-pras que habíamos hecho.

Primero fuimos a una tienda de ultramarinos para recoger provisiones que iban a formar el núcleo de artículos para la casa. Luego pensábamos ir con el carro a la tienda de porcelana para recoger un servicio de vajilla. Pero la tienda de porcelana como estaba situada en una pendiente empinada a la que se accedía por medio de anchos escalones, resultaba inalcanzable para nuestro medio de transporte tirado por dos caballos. De modo que dejamos el carruaje al pie de los escalones y el Hombre y el Chico subieron a la tienda, para reaparecer poco después acompañados de un hombre y una muchacha cargados con los platos.

Ya el espacio en nuestro carro había quedado limitado antes. Ahora ro-deados de cacerolas de barro, tazas, jarras y platos, con el traqueteo sobre el antiguo pavimento de las calles pasamos a través de la puerta de Santa Catalina, hacia la casita en Son Españolet.

Quizás fue nuestro sentido de posesión lo que dio encanto a la vivienda, pero ya parecía tener el aspecto de un hogar. Los escasos muebles estaban en

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su sitio, unos pocos minutos fueron suficientes para colocar las provisiones en los estantes, los platos en el armario de cristal, las cacerolas de barro y las sartenes en el aparador de la cocina. Entonces, con nuestras nuevas tazas de té extendidas sobre la mesa decorada con rosas y fragante verbena del jardín puestas en una jarra, y la tetera a punto de hervir sobre nuestro infalible infiernillo, nos sentamos con gran contento para disfrutar de la primera comida en nuestra casa en España.

La puerta de Santa Catalina. Palma

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Los acuerdos de alquiler en Mallorca, incluso para un inquilino ex-tranjero se hacen de forma agradable. Desde nuestro punto de vista, el mallorquín, dueño de la casa, había llevado la peor parte del trato y sus inquilinos la mejor.

Tomamos la casita para tres meses, pagando por adelantado la mode-rada cantidad de veinte pesetas al mes, equivalente a unos 15 chelines, acordando dar o tomar un mes de aviso. Hecho esto, nuestras obligaciones hubieron cesado. No había impuestos, al menos ninguno que afectara al inquilino. No había ninguna tarifa por el agua. La cisterna del huerto nos proporcionaba el suministro necesario de agua pura de lluvia. Si se rompía alguna ventana, el dueño de la casa enviaría o prometió enviar a un crista-lero para arreglarla. En el caso poco probable de que la chimenea necesitara limpieza, el complaciente casero, emplearía a un albañil para hacer el tra-bajo. Y cuando llegó la temporada que aquí se considera la mejor del año para podar las parras –el periodo que va entre el 15 y el 20 de Enero–, un experto jardinero, enviado por el dueño de la casa, apareció y podó las que había en nuestro terreno.

Nuestra casa mallorquina resultó poseer la más encantadora intimidad. Su arquitectura era la perfección de la simplicidad; un niño podría haberla diseñado. Estaba en un solo piso y medía unos 15 pasos cuadrados. No había ni recibidor ni pasillos y al poco tiempo, nos encontramos pregun-tándonos por qué antes habíamos considerado semejantes cosas necesarias. Todas las puertas tenían cristales. La puerta de la casa daba directamente a un cuarto de estar, con una puerta ancha de cristal que comunicaba a otra habitación que abría hacia la terraza. A la derecha de la puerta principal estaba la habitación del Chico, a la izquierda un departamento que servía de estudio. La parte de atrás del cuarto de estar comunicaba por un lado con un dormitorio que tenía un apreciable armario, y por el otro una cocinita compacta con una fresca despensa que era bastante grande. En la cocina las paredes, a la altura del pecho, estaban alicatadas con baldosines azul y blanco; y bajo la ventana que daba al mar había una hilera de fogones bien cuidados, para el consumo de carbón mineral o vegetal.

Los dos cuartos de estar lucían la deferencia de tener las paredes em-papeladas, y el techo de nuestro cuarto favorito –aquel que abría hacia la

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terraza– lucía un azul celeste entre cuyas nubes lanosas revoloteaban pájaros y mariposas. A un lado de la casa estaba la cuadra y un cerramiento con tinas de piedra y cocios destinados para hacer la colada.

La terraza prometía convertirse en nuestro deleite perpetuo. Estaba cu-bierta por una extensa parra, cuyas hojas incluso en noviembre estaban loza-nas. El inquilino anterior había consumido todas las uvas, excepto un raci-mo, del cual las avispas se habían posesionado; y nosotros eramos demasiado generosos o demasiado tímidos para disputarseles.

Sobre la repisa de la terraza, a cada lado del corto tramo de escalones que llevaban al jardín, había unos macetones verdes con plantas. Tres tenían geranios rosa de hojas como la hiedra, uno contenía un cactus que tenía exactamente la apariencia de cuatro erizos de mar espinosos y amoldados, los otros estaban vacíos.

El huerto medía diecinueve pasos por veintidós. Unos senderos de hor-migón elevados lo dividían en ocho piezas. Las cuatro más anchas rodeaban al pintoresco pozo; las cuatro más pequeñas estaban en fila, dos a cada lado de los escalones de la terraza. Las piezas tenían numerosos árboles frutales. Había un vigoroso limonero que tenía fruta y también flores, y tres naran-jos; uno cargado con unas sesenta mandarinas. Y al lado de una segunda parra había siete almendros y dos albaricoqueros. Un arbusto en cuyos ra-cimos de espinosas y fragantes flores, las abejas estaban ocupadas, nunca lo habíamos visto antes. Más tarde supimos que era un níspero.

Unos rosales que tenían la consideración de echar flores todo el invierno, un jazmín, una alta y perfumada verbena, un largo surco de pimientos, dos matas de alcachofas, y unos manojos de hierbas secas por el sol completaban nuestro reino vegetal.

Mallorca es un paraíso para el hortelano –o podría serlo si las precipita-ciones fuesen seguras– porque el clima varía tan poco que casi puede plan-tarse de todo en cualquier época del año.

El día que tomamos posesión de la casa, yo sembré unos surcos de gui-santes pequeños. En una semana ya habían brotado y estuvieron echando flor más allá de lo esperado, hasta llegar a un punto muerto, debido a la

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larga y continua sequía. La lluvia de enero estimuló su crecimiento de nue-vo, y desde primeros de febrero hasta abril, tuvimos platos de guisantes de nuestro propio terreno.

Al otro lado de la pared del huerto había dos pequeñas viviendas, una es-taba vacía. En la otra vivían un zapatero remendón llamado Pepe, su mujer, y un gatito flaco de color royo.

La repentina llegada de estos extranjeros resultó un acontecimiento de extraordinario interés en las vidas limitadas de la pareja y del escuálido ga-tito, que se hizo un hermoso gato con nuestras sobras de comida. El señor Pepe y su señora no tenían terraza, pero desde su huerto subía una pequeña escalera que conducía a un mirador –una especie de torre vigía con tejado– desde la cual tenían una vista magnífica de la ciudad, del puerto y de sus vecinos. Como en esos días soleados de noviembre vivíamos con las anchas puertas de cristal que daban a la terraza abiertas, había tanto que observar en lo que hacíamos que al menos durante la primera semana de nuestra estancia, los clientes de Pepe se debieron sentir desatendidos; porque en la mañana, al medio-día y por la noche, él estaba en su puesto controlando. Tan pronto nos sentábamos a la mesa, nos acostumbramos a ver el perfil de su figura rechoncha marcado en el horizonte, mientras que él sin disimulo observaba nuestros movimientos. A veces, incluso subía su curiosa botella de vino con pico y un pedazo de pan de centeno al mirador, y disfrutaba de su desayuno con un ojo puesto sobre nosotros.

Pepe tenía gusto por el jardín, en el pequeño terreno perteneciente a su vivienda cultivaba crisantemos y claveles. A veces, con el debido ceremonial, nos regalaba uno de sus claveles rayados. Y un día, en que yo estaba en el huerto, bajó apresuradamente de su observatorio, para aparecer de nuevo en nuestra puerta lateral, y con una amplia sonrisa, nos regaló la raíz vigorosa de una caléndula francesa. Nosotros mostramos nuestro aprecio por el cum-plido, mandandole una bota para arreglarla; y hechos estos intercambios de cortesía preliminares, continuamos viviendo en términos de reservada con-cordia. Inmediatamente planté la caléndula en una de las macetas vacías, donde todo el invierno lució una sucesión constante de flores aterciopeladas con sus tonos marrón y anaranjado.