Las Cinco Llagas de La Santa Iglesia (Antonio Rosmini)

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Santa Iglesia

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Antonio Rosmini

LAS CINCO LLAGASDE LA SANTA IGLESIA

TRATADO DEDICADO AL CLERO CATÓLICO

Edición preparada por Clemente Riva

Prólogo de IIdefons Lobo

ediciones península'"'

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La versión original italiana fue publicada por Edizioni Mor-celliana, de Brescia, con el título de Delle cinque piaghe dellaSanta Chiesa. © Edizioni Morcelliana, 1966

Traducción de ILDEFoNsLOBO

Cubierta de Jordi Fornas,impresa en Aria s. a., Avda. López Varela 205,Barcelona.

Primera edición: julio de 1968.Realización y propiedad de esta edición (incluidos la traduc-ción, el prólogo y el diseño de la cubierta) de Edicions 62 sla.,Casanova 71, Barcelona.

Impreso en Flamma, Pallars 164, Barcelona.Dep. legal B. 25.181-1968

Prólogo:«Actualidad de la obra de Rosmini)

Al presentar al lector de habla castellana la obra más im-portante de Antonio Rosmini (1797-1855)-importante por sucontenido, por su lucidez, por su valentía y por sus conse-cuencias-, nos da la impresión de hallarnos ante una obrareciente y actual, a pesar de que fue escrita en 1832.Muypocas de sus páginas pueden considerarse como supera~aspor las circunstancias actuales. Diríase que el autor ha Id?describiendo y analizando algunos aspectos de nuestra SI-tuación actual.

No nos detendremos en situar la obra en su contexto his-tórico: el sacerdote Clemente Riva que ha preparado esta edi-ción crítica, lo ha hecho magníficamente en el estudio intro-ductorio que sigue a estas páginas. Nos limitaremos a señalaralgunos detalles relativos a la publicación de este libro, y ainsistir en algunos puntos que nos parecen particularmenteinteresantes para el lector actual.

Rosmini fue un hombre de su tiempo. Filósofo, hombreextraordinariamente erudito, observador perspicaz de la si-tuación social y política de la época en que vivió, no dudó enpronunciarse abiertamente ante unos hechos que nadie seatrevía a desenmascarar. Fueron su amor y fidelidad a la Igle-sia lo que le indujeron a ello.

Rosmini no fue de aquellos hombres que pasaron des-apercibidos por sus contemporáneos. Su talento y su·rectitud,sus dotes y su sentido de la eficacia, le llevaron a entrar encontacto con las más altas esferas políticas y eclesiásticas.Confidente del Papa Pío IX (1846-1878),éste le había manifes-tado su propósito de crearlo cardenal dentro de muy poco, eincluso era señalado como su futuro Secretario de Estado.Su personalidad y su influencia le crearon enemigos. Y así,mientras en el Santo Oficio se tramaba la condena de su li-bro «Las cinco llagas de la santa Iglesia», Rosmini tampocoera nombrado Consultor del mismo Santo Oficio y del Indice.Acusado ante el Papa de errores doctrinales, interceptada lacorrespondencia entre él y Pío IX, el prestigio de Rosmini

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se derrumbó en pocos días en el Vaticano. En mayo de 1849el mismo Pío IX confirmaba la inclusión de la obra de Ros-mini en el Indice de libros prohibidos, aunque por otro con-ducto se le aseguraba que su obra estaba exenta de cualquiercensura teológica.

Uno de los frutos positivos del Concilio Vaticano II ha si-do el plan de reforma de la Curia Romana, y concretamentede la Congregación del Santo Oficio, efectuada en diciembrede 1965. Poco después, el mismo cardenal Ottaviani confir-maba el acta de defunción del Indice de libros prohibidos.Entre los autores contenidos en el Indice, después de su su-presión, Rosmini ha sido el primero en ser rehabilitado. Enefecto, en marzo de 1966,la Congregación para la Doctrina dela Fe autorizaba la publicación de «Las cinco llagas de lasanta Iglesia», y poco después el cardenal Ottaviani, Prefectode aquella Congregación, lo confirmaba oficialmente median-te una carta dirigida a Clemente Riva, perito rosminiano queha preparado la edición que presentamos, y en la que nose han omitido los pasajes que Rosmini se vio obligado a su-primir, y en la que se señalan los que fueron retocados debi-do a la censura de la época.

Es cierto: Rosmini ha sido rehabilitado. Pero como decla-raba a finales de 1966 el cardenal Pellegrino, arzobispo deTurín, refiriéndose a la obra en cuestión, «las rehabilitacio-nes póstumas son necesarias, pero no son suficientes paracambiar los hechos ni borrar las consecuencias». Los hechosque denuncia Rosmini son de actualidad, y por consiguiente,su sensibilidad eclesial, su voluntad de eficacia, su enormeerudición y su sólida documentación sobre la que funda sustesis, deberán. prestar grandes servicios para despertar lasconciencias y poner en marcha un cambio de estructuras po-líticas y eclesiásticas.

Quisiera ahora señalar brevemente algunos puntos que meparecen especialmente válidos y sugestivos ante una situa-ción político-religiosa determinada.

Rosmini nos ha legado un magnífico ejemplo de obedien-cia y de fidelidad a la Iglesia. Según él, la auténtica fidelidadconsiste en la justica y sinceridad (n. 117, nota 122), no enjustificar y ocultar, ni en un falso irenismo, ni ea una falsaprudencia de los que creen que «los católicos no han de te-ner la temeridad de hablar y que deben observar perfecto si-

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lencio para no levantar inquietudes y rumores molestos ... Es-ta clase de prudencia es el arma más terrible de cuantas estánminando a la Iglesia» (n. 124). Se trata de una autocríticaconstructiva instalada en el interior de la Iglesia la que Ros-mini ejerce con la mayor dignidad, citándonos otros ejem-plos elocuentes de la historia, incluso el caso de reconocimien-to público de errores de gobierno por parte del Papa Pas-cual II ante el sínodo del Concilio de Letrán de 1112,y delreconocimiento de abusos de poder por parte de los Papasdel siglo xv.

En las páginas de Rosmini descubrimos algunas ideas-cla-ve que son como el hilo conductor de su exposición: el ca-rácter divino de la Iglesia fundada por Cristo y dotada deuna misión salvadora y civilizadora; la fidelidad a la mássana tradición y a la experiencia histórica de la que aún 11.0día tenemos mucho que aprender; la libertad absoluta de laIglesia frente a los poderes temporales y a los gobiernos quea menudo se sirven de ella; la fidelidad a los hechos y a larealidad: aquéllos, según él, son de derecho divino en cuantotodo sucede dentro de un plan providencial (n. 97 y 126).Es-ta fidelidad a la realidad presupone en Rosmini una visiónprofunda del sentido de la historia. Se trata de una visióndinámica, evolutiva: todo está sujeto al progreso (n. 18),y porlo mismo afirma la posibilidad de un cambio incluso del mis-mo objeto de lo que es de derecho divino, según las circuns-tancias de los tiempos (Carta 1, p. 218). Este mismo princi-pio lleva a Rosmini a formular una crítica de la concepciónestática de la ley: ciertas leyes promulgadas ante unas ne-cesidades de un momento histórico, impiden a menudo «tan-to el abuso como el óptimo uso», e incluso son perjudicialessi siguen en vigor después de haber desaparecido su objetivo(n. 159).

Un principio fundamental para la reforma de la Iglesiapropuesta por Rosmini se basa en una justa concepción dela autoridad y de un ejercicio correcto de la misma. De acuer-do con el Evangelio, Rosmini concibe la autoridad no comoun dominio ni básicamente como gobierno, sino como unservicio (n. 77 y nota 4). Es sorprendente hallar enunciadopor Rosmini un principio que él califica de certísimo: «todocuerpo y persona moral, hablando en general, es apta, y sóloella, para juzgar lo que más le conviene» (n. 116). De esteprincipio y de la primitiva y más auténtica doctrina de losPadres de la Iglesia, Rosmini deduce la necesidad de la par-

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ticipación del clero y del pueblo no sólo en la elección de losobispos, sino también en el gobierno de las Iglesias locales.Los antiguos obispos daban cuenta a sus súbditos de todocuanto hacían y les pedían su consejo (n. 54). ¡Cuán lejos es-tamos hoy día de esta concepción de la autoridad eclesiásti-ca! Igualmente Rosmini cita ejemplos de la independencia yde la valentía de los antiguos pastores ante los poderes pú-blicos que no se comportaban según la justicia (n. 80). Ros-mini espera de la autoridad del Papa y de la de los obisposla curación de las cinco llagas que afligen a la Iglesia, algu-nas de las cuales siguen sangrando actualmente.

El autor enumera como primera, segunda y tercera llagade la Iglesia, la separación entre el clero y pueblo en la li-turgia, la insuficiente educación del clero, y la desunión delos obispos. La Iglesia del Concilio Vaticano II ha tomadoconciencia y posición ante estos males mediante la introduc-ción de la lengua vulgar en la liturgia (objeto de duras acu-saciones contra Rosmini por el solo hecho de haberlo insi-nuado tácitamente), mediante las orientaciones dadas por elConcilio para reformar los Seminarios, y mediante la doctri-na de la colegialidad episcopal.

En cambio la cuarta llaga descrita por Rosmini, la inter-vención de los gobiernos en el nombramiento de los obisposy la exclusión de los fieles y del clero en esta designación, si-gue aún abierta. Este es el problema que más preocupa aRosminí, que llena más páginas de su libro y que es objetode mayor atención en las tres cartas publicadas en el Apén-dice en las que acumula copiosa documentación. Rosminipone en juego todos sus recursos de erudición para dejar enclaro los males inmensos que acarreó y acarrea a la Iglesiala intervención de los gobiernos en el nombramiento de losobispos. Intentó demostrar que el derecho divino, la tradi-ción apostólica y patrística y la misma razón, postulan laparticipación del clero y del pueblo en la designación de suspastores. «Toda sociedad libre -escribe Rosmini- tiene de-recho, por esencia, a elegirse sus propios oficiales. Este de-recho le es tan esencial e inalienable como el de existir»(n. 74). Ya el Papa san León Magno escribía: «quien debe pre-sidir a todos, por todos debe ser elegido». Según las máximasde la Iglesia antigua citadas por Rosmini, los fieles tienenderecho a rechazar a un pastor que no sea de su agrado. Tam-bién los Papas san Celestino y san León reconocían a los fie-les el derecho de poner el veto a un candidato, y mandaban

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que nunca se nombrara a un obispo contra la voluntad de los.fieles.

Otra norma tradicional en la elección de los obispos citadapor Rosmini (nn. 114-115),era que no podía ser obispo unsacerdote mandado de fuera, sino que debía haber vivido yalargo tiempo en la diócesis: diversos Papas insistieron tam-bién en esto (Carta III, p. 239-240).Escribe Rosmini: «El reyque nombra (a los obispos), no quiere fijarse, o en últimotérmino, no se fija en estas cosas. Manda a la diócesis laspersonas que él quiere, sean de donde sean, y no sólo defuera de la diócesis, sino también de fuera de la provinciay hasta de otro clima y nación. Ahora bien, un extranjeroque incluso quizás habla otro idioma, quizás proviene de unpaís aburrido por las rivalidades nacionales, tal vez no co-nocido por otra fama que la de ser calificado como favoritodel rey, hombre hábil y buen cortesano, ¿acaso será éste elconfidente de todos? No se trata de saber si un pueblo desantos se puede santificar incluso bajo tal obispo. Más biense diría que si se supone un pueblo de santos, el obispo re-sulta inútil. Si se supone el pueblo cristiano tal como es, y sise quiere conducirlo a la práctica del Evangelio, no se nece-sitan tales pastores, sino otros. Si se quiere descristianizar almundo, que se siga actuando así, y veremos por cuanto tiem-po los príncipes pueden gobernar el mundo después de haber-lo descristianizado» (n. 115). Y aun suponiendo que el elegi-do fuera «una persona de cualidades excepcionales, segúnlas santas máximas de la Iglesia, esto no basta para ser obis-po de una diócesis, por ser desconocido o por no convenircon el carácter de los que deben ser sus súbditos, o por ser-Ies indeseable debido a cualquier causa» (n. 114). Rosminidescribe también la trágica situación de la diócesis a la quese le ha impuesto un obispo sin escuchar al pueblo (Carta II,p. 225-226),y propone incluso un método o procedimiento pa-ra que el obispo sea elegido por el clero y el pueblo (Car-ta III, p. 240 ss.).

La quinta llaga que el autor observa en el cuerpo de laIglesia, es la servidumbre de las riquezas y de los bienes tem-porales excesivos, bienes que le privan de su libertad. Poresta razón afirma que empobrecer a la Iglesia equivale asalvarla, y alaba a los sacerdotes que renuncian a los esti-pendios estatales (n. 73 y nota 37). El autor toca también elespinoso problema de las tasas impuestas a los bienes de laIglesia. Rosmini opina que si los bienes de la Iglesia sobrepa-

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san lo que es de estricta necesidad para el sostenimiento delclero, y no se da todo lo restante a los pobres, aunq~e setrate de un estado cristiano, no es justo que aquellos bienesestén exentos de los impuestos comunes (n. 160, nota 51).

Rosmini propone también que los laicos adquieran ma-yor compromiso en la gestión de los bienes ?e la Iglesia yque -como se hacía en la antigücdad- los ObISpOSden cuen-ta a sus diocesanos de la administración de los bienes quepertenecen sobre todo a los pobres, y que se haga público elestado económico de la diócesis sin excluir una posible cen-sura por parte del laicado (nn. 161-162).

Introducción

ILDEFONS LOBOCuixa, noviembre de 1967

Antonio Rosmini (1797-1855) revela en esta obra todo sugran amor y su visión grandiosa de la santa Iglesia de Dios.Se trata de un amor iluminado por la inteligencia, amor quele hace apreciar y valorar todos los elementos esenciales dela Esposa de Cristo, y que al mismo tiempo, no le cierra losojos ante las penas que afligen su organismo debido a la tris-teza de los tiempos y a los defectos de los hombres.

Ya el Concilio de Trento había identificado algunas situa-ciones enfermizas del mundo cristiano de su tiempo y habíainiciado una obra eficaz de saneamiento, desgraciadamenteno del todo llevada a término por los hombres de Iglesia. «ElConcilio de Trento, escribe F. Bonali en un lúcido artículo,hunde el bisturí especialmente sobre tres llagas: a) la igno-rancia del clero y del pueblo; b) la división del clero, y el dis-tanciamiento de éste respecto al pueblo, con la consiguientedisminución de la acción social de la Iglesia; e) la supina su-jeción del clero al poder laico. De todo ello derivaron tresprincipales reformas que pueden caracterizarse así: a) culturadel clero y del pueblo; b) celebración de Sínodos y restaura-ción integral de la jerarquía eclesiástica según la práctica dela disciplina antigua, a fin de conducir la Iglesia al lugar quele compete como guía e iluminadora de los pueblos; e) liber-tad absoluta de la Iglesia en la acción social. Esta es la sín-tesis. Mientras que el análisis nos viene dado por Las cincollagas de la santa Iglesia de Rosmini.» I La exposición de Ros-mini, empero, se extiende más allá, incluyendo otros nume-rosos aspectos del organismo eclesiástico.

El sacerdote de Rovereto, a medida que llena sus pági-nas, tiene presente la imagen de la Iglesia crucificada. A se-mejanza del Cristo crucificado, la Iglesia sufre a causa de lasllagas infligidas a su cuerpo, que son como aquellas inferidasen el cuerpo adorable del divino Salvador sobre la cruz. Losmales que afligen a la Iglesia de su tiempo, Rosmini cree

El lector fácilmente se habrá dado cuenta del interés y dela actualidad de los problemas tratados en «Las cinco llagasde la santa Iglesia». Es verdad que algunos de los puntos devista de Rosmini podrían ser objeto de discusión, por ejem-plo su concepción algo teocrática de las naciones cristianas,su idea del sacerdote que, según él, estaría falto de perso-nalidad propia en cuanto representa a la Iglesia, etc. No obs-tante, Rosmini sigue siendo un profeta: por la agudez conque identificó una problemática, por las bases que sustentansu ideología, por las soluciones que propuso, por su fidelidada toda costa a unos principios que defendió contra viento ymarea. Ojalá su obra contribuya a sensibilizar a los espíritusdespreocupados y a iluminar las mentes de todos cuantos,desde dentro o desde fuera, observan, sufren y trabajan parasuperar la crisis que conmueve a algunas Iglesias nacionalesy locales.

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1. F. BONAL!, Le cinque piaghe di A. Rosmini e il Concilio diTrento en «Rivista Rosminiana», XLI (1947), p. 11.

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que son cinco principalmente, tantos cuantas fueron las lla-gas de Jesús crucificado. Dichos males los enumera así: a) laseparación entre el pueblo y el clero en el culto público, b)la insuficiente educación del clero, c) la desunión de los obis-pos, d) el abandono del nombramiento de los obispos al po-der temporal, e) la sujeción de los bienes de la Iglesia alpoder político.

Rosmini, con su cálido y radical análisis descubre unnexo lógico, y a la vez histórico, entre una llaga y otra, nexoque nos viene explícitamente subrayado en el mismo texto.Junto a estos cinco puntos principales, nos vienen indicadostambién otros aspectos estrechamente conexos. De modo queresulta una exposición que respira a todo pulmón, aunqueRosmini tuviera el proyecto de un tratado en el que habríadiscurrido de los remedios a los males que afligen a la Igle-sia de Dios. El escrito que presentamos no se agota en elmero diagnóstico de los males, sino que la parte más impor-tante del libro es el tratado positivo sobre la Iglesia. Las lla-gas constituyen solamente un motivo, uno de los estímulosque permiten a Rosmini ampliar su mirada penetrante y llenade exaltación sobre la figura entera de la Esposa inmacula-da de Cristo, con todas sus inmensas riquezas y sus poten-cialidades infinitas, capaz de obrar el bien de sus miembrosy de la humanidad entera, y de ser el verdadero instrumentode salvación y de santificación de todos los hombres. La Igle-sia posee una tal fuerza intrínseca, que efectivamente es ca-paz de extraer de su seno y de su historia energías antiguasy modernas más que suficientes para sanar estas llagas. Sufuerza es la misma fuerza de Cristo, de Dios. Con ella puederenovar y rejuvenecerse a sí misma en todos sus aspectos, entodos sus miembros y en todas sus instituciones.

El Concilio Vaticano II ha confirmado abundantementeque las páginas de Las cinco llagas de la santa Iglesia sonrealmente verdaderas y proféticas. Los puntos más destaca-dos del libro son: la unión viva del clero y de los fieles enel único Pueblo de Dios; la participación activa e inteligenteen la liturgia; el Cristianismo como misterio de vida sobrena-tural; el carácter central del Sacramento y de la Palabra deDios; el retorno a las fuentes de los Padres de la Iglesia; lanecesidad indispensable de una teología viva; los graves da-ños causados por el juridicismo adulatorio; la educación pro-funda del clero; la unión de todos los obispos para formarun solo cuerpo con el Romano Pontífice como cabeza; el re-

torno, en la comunidad cristiana, a la idea del obispo comopadre y pastor de la Iglesia local; presencia y consentimientode todos los fieles en la elección del propio pastor; el sentidode responsabilidad y de participación sincera a la vida de lacomunidad eclesial; la libertad de la Iglesia en relación a lospoderes políticos y a los bienes terrenos; la pobreza del cleroy de los fieles; la caridad de la Iglesia con los indigentes, alos cuales pertenecen, en parte, los bienes de la misma; el pre-dominio de la idea social, aportada por el Cristianismo, sobrela idea individual, propia del paganismo; la vivificación cris-tiana de los individuos ante todo, y después, de la sociedad; elplanteamiento Cristocéntrico de la historia humana. Todo estecomplejo aparece completado con una documentación y eru-dición increíbles, como es normal hallarla en casi todas lasobras rosminianas.

Naturalmente, en este libro hallamos algunas posicionesque reflejan situaciones de la historia de la Iglesia de la pri-mera mitad del siglo XIX. No sería justo pretender que co-rrespondan exactamente a situaciones de tiempos sucesivos.Por lo mismo hay cosas afirmadas por Rosmini, que poseenun valor contingente y transitorio. Pero los motivos de fon-do son siempre válidos. Basta pensar únicamente en el espí-ritu y en los Documentos del Concilio Vaticano II. -

Los principios sobre los que el sacerdote de Rovereto lla-mó la atención y que expuso en su época, incluso con in-comprensiones, sufrimientos y humillaciones, hoy están ma-durando y fructificando. No inciden en el tiempo y no hacenhistoria los hechos clamorosos y publicitarios, ni solamentelos acontecimientos y las ideas que hallan en su curso un ca-mino fácil, apoyado y sostenido oficialmente. En la historiade la Iglesia hay movimientos e ideas que se prolongan en elsilencio y la persecución, penetrando a fondo en las concien-cias y produciendo beneficios que aparecen a largo plazo.

Creemos estar no muy lejos de la verdad, afirmando queLas cinco llagas es la obra más célebre de cuantas escribióRosmini (bastante numerosas, por cierto). La ofrecemos aho-ra al público en una edición verdaderamente nueva. Es decir:presentamos el último texto del autor, ya que hemos llevadoa cabo nuestro trabajo a base de una copia de la obra queRosmini anotó de propio puño y letra. En caso de haberlesido posible, tenía intención de reeditar su propio trabajo conno pocos retoques y con notables añadiduras y aclaraciones.

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"Para comprender Las cinco llagas, escribe F. Bozzetti,'es necesario, ante todo, penetrar en el estado de ánimo conel que fueron escritas. Esto es evidente para quien lee sin pre-venciones. Rosmini cree en la Iglesia. La piensa y la sientecorno la gran obra de Dios en el universo, corno el Reino deDios, corno el cuerpo místico de Cristo. Quizás en los veintesiglos de existencia de la Iglesia, no exista un católico que lahaya amado más que él. Por esta razón se aflige de los malesque ella sufre. Y en su dolor, no digo que los exagere, peroles da un relieve que, para quien no ama corno él, puedeparecer exagerado. Y a pesar de todo, un tal sentimiento aca-lorado no atenúa ni ofusca la claridad de la mente. Aquellosmales que Rosmini veía en la Iglesia de principios del si-glo XIX, eran una realidad. En efecto, el sentido de Cristo, lavida sobrenatural y litúrgica del pueblo cristiano, eran de ba-jo nivel. Para levantarlo precisaba un clero fervoroso y sa-bio. Pero para ello se requería una formación más completa.Esto era incumbencia de los obispos. Mas los obispos no po-dían actuar con fruto si no estaban unidos formando un so-lo cuerpo, según la institución de Cristo, y no se hallabanapiñados junto a su cabeza, el Papa. ¿Qué impedía dichaunión? La intromisión del poder laico que había obtenido te-ner en sus manos el nombramiento de los obispos. ¿Y cómolo consiguió? Poniendo a su servicio los bienes de la Iglesia,servidumbre que constituía un resto del feudalismo. ~ste esel contenido de Las cinco llagas.

»Es fácil darse cuenta de que el objeto principal y final dellibro es la reivindicación de la libertad de la Iglesia. Casidos tercios del libro, en efecto, no hablan de otra cosa.Rosmini lo escribió en 1832, en una población de la regiónpaduana, Correzzola, perteneciente al duque de Melzi, y loterminó en el Calvario de Domodossola el año siguiente. Des-pués lo encerró en un cajón. Publicarlo en aquel momentohubiera sido un escándalo. Era demasiado osado para unsúbdito de Austria. Era precisamente el sistema de José II,entonces eficiente corno nunca, el que era tornado en consi-

deración: resultaba una protección sobre la Iglesia que seconvertía en capa de plomo; la religión era un "ínstrumen-tum regni": un clero pávidamen te obsequioso; y era reglaoficial la sospecha por toda afirmación espontánea de vidaespiritual.

»Precisamente en aquel momento, Rosmini lo experimen-taba personalmente en Trento, donde la modesta tentativa deabrir una casa para su nuevo Instituto de Caridad hallabapersecuciones y vejaciones de toda suerte por parte del Go-bierno, del cual el Príncipe obispo y la Curia eran cómplicescon un servilismo que a nosotros hoy nos parecería increí-ble. Eran tiempos aquellos en los que, para citar un soloy simple episodio, podía darse el caso de un obispo cornoTschiderer, hombre piadoso y santo cuya beatificación se tra-mita, pero que interrogado una vez por un sacerdote suyosimplemente para obtener el permiso de ir al Veronese paraun mes de vacaciones fuera de la diócesis, respondió: "Pormi parte no tengo nada que objetar, pero ¿qué dirá el Gu-bernium]"

»La santa indignación del ánimo sacerdotal de Rosminiante un tal estado de cosas, se desborda en las páginas deLas cinco llagas, y las convierte quizás en las más vivas y lasmás calurosas que haya nunca escrito: facit indignatioversum,»

Pero los tiempos cambian y la situación italiana se abre auna nueva vida. Los «tiempos propicios» parece que llegan,según Rosmini, con la elección a Papa de Pío IX. En efecto,así escribe: «Pero ahora (1846) que la cabeza invisible de laIglesia ha colocado sobre la cátedra de Pedro un Pontíficeque parece destinado a renovar nuestra época y a dar a laIglesia aquel nuevo impulso que debe impeler por nuevos ca-minos hacia una carrera tan imprevista cuanto maravillosa ygloriosa, ahora se acuerda el autor de estas cartas abandona-das y no duda más en confiarlas a manos de aquellos amigosque en el pasado condividían con él el dolor y en el presente lasmás alegres esperanzas (n. 165).»

Entonces Rosmini <das sacó, prosigue el P. Bozzetti, y laspublicó dedicá rdolas al pueblo italiano. Al mismo tiempo so-licitaba los amigos que ejercían alguna influencia en la vidapública, para que los nuevos principios de libertad fuesen re-conocidos prácticamente, ante todo en relación a la Iglesia,cuya libertad él consideraba como la más segura y fecun-da garantía de todas las demás libertades. La Iglesia no tie-

2. Son muchos los que han escrito sobre esta obra rosrninia-nao Más que otra cosa indicaré la bibliografía esencial. Tengo antemis ojos algunas páginas manuscritas de dos profundos conocedo-res de la figura y del pensamiento de Rosmini: el P. Giuseppe Boz-zetti (1878-1956)y el P. Giovanni Pusineri (1886·1964),los cuales ha-bían empezado, en diversas ocasiones, a escribir sobre Las cincollagas de la santa Iglesia. En esta introducción me referiré a las con-sideraciones a propósito hechas por los dos escritores rosminianos.

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ne necesidad de protección y de privilegios, sino de liber-tad: éste era el clavo que machacaba. En una carta a Mons.Moreno, obispo de Ivrea (del 30 de abril de 1848) deploracon los siguientes términos, un opúsculo escrito por un sacer-dote con alabanzas excesivas del Estatuto de Carlos Alber-to: "Conviene escribir sobre cosas que se conocen y no so-bre las que se ignora. La Constitución del Piamonte poseelos mismos vicios gravísimos que todas las otras, sin garanti-zar en modo alguno la libertad de la Iglesia. El clero debe al-tamente reivindicar esta última, sin dejarse engañar por lasinsidiosas y falsas palabras del poder laical: llegó el momen-to de abrir los ojos y demostrar que los sacerdotes ya no sonmás niños que deben ser conquistados con cerezas y golosi-nas." Para él, por ejemplo, era una "golosina" aquel primerartículo del Estatuto: "La religión católica es la religión delEstado": frase indeterminada y equívoca que lo prometía to-do sin mantener nada. Parece que los hechos, más tarde, lehan dado la razón.

»Rosmini quería la libertad para la Iglesia como un dere-cho esencial que debía serIe reconocido, no como un privilegioconcedido casi por favor y de manera limitada. Libertad deexistir, de formarse, de gobernarse, de organizarse para ejer-cer su ministerio espiritual, y usar los medios, incluso mate-riales, que poseyera legítimamente, según el derecho natu-ral y común: ni más, ni menos.

»Pero él se engañó creyendo que los tiempos fuesen yamaduros. Mientras se abusaba de la libertad hasta llegar alos graves errores acaecidos, que obligaron al Papa a aban-donar Roma (huyendo a Gaeta), el hecho de proclamar la li-bertad se prestaba, en la confusión de los espíritus, a una ma-la interpretación entre el gran público. y esto explica la in-clusión en el Indice de un tal libro, por más ferviente quefuera en celo honesto y en amor sublime de la Iglesia. Nohay duda que después de la experiencia de un siglo, lo~ ca-tólicos italianos de hoy lo sabrán comprender en su Justosignificado. En cuanto a los liberales de entonces, los que loleyeron se quedaron con el juicio de Francisco de Sanctis, elcual vio en la reivindicación hecha por Rosmini de la libertadde la Iglesia, casi una afirmación de predominio sobre el Es-tado. En este aspecto aquellos liberales heredaban la menta-lidad de los gobiernos absolutos del siglo XVIII.}) 1

3. El P. Bozzetti escribía estas consideraciones en 1943, estimu-

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Esta mentalidad ni siquiera hoy día ha muerto. Un verda-dero y auténtico concepto de libertad, incluso en relacióna la Iglesia, no ha penetrado todavía en la mente de todos loshombres modernos. La idea del Estado como fuente del de-recho, de todos los derechos, forma parte todavía de muchasculturas y políticas de nuestro tiempo. A este propósito, muya menudo se exhibía aquella expresión equívoca de «Estadode derecho» como suprema afirmación de libertad, mientrasque no se trata de otra cosa que de una afirmación inciertae indeterminada, incapaz de reconocer, de respetar, de ga-rantizar y de promover una verdadera y real libertad para to-da persona y para toda comunidad de personas, más allá detodo paternalismo y de todo despotismo del así llamado Es-tado de derecho.

En Rosmini el concepto de libertad alcanza verdaderamen-te una coherencia lucidísima y universal. Sus obras jurídicasy políticas representan un desafío al liberalismo de entoncesy a toda suerte de demagogia libertaria, precisamente en elmismo campo de la libertad entendida y aplicada de la ma-nera más radical, más realista y concreta posible, y que talvez desconcierta y escandaliza a ciertos demócratas y libera-les perfectistas y abstractos. El libro de Las cinco llagas esun testimonio ferviente y vivo de ello.

El sacerdote de Rovereto escribe su libro en 1832.La com-posición de Las cinco llagas, escribe el P. Pusineri,' «en aque-lla fecha y en aquellas circunstancias puede parecer miste-riosa, inexplicable. Decidió viajar con toda urgencia haciaMilán y Venecia después de haberse enterado de que susdos amigos, el conde Giacomo Mellerio y Don Luigi Polidori,se disponían a trasladarse a Venecia en noviembre de 1832.Quiso aprovechar la ocasión para hacer el viaje con ellos, yvisitar al Patriarca de Venecia, Mons. Giuseppe Monico, ysolicitar la aprobación de las Constituciones de su Institutoque recientemente había puesto en marcha. Monico, en uninstante ojeó y aprobó las Constituciones: tal era la gran es-

lado por una reedición de Las cinco llagas, preparada por E. Zazo(editor Bompiani).

4. En vistas a una eventual publicación de Las cinco llagas, ennuestros días, el P. Pusineri empezó a escribir la i'!troducción, in-terrumpida apenas iniciada, por su muerte (1%4). CItamos aquí a~-gunos fragmentos inéditos que nos introducen en el tema del ori-gen histórico de la obra rosminiana.

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tima que profesaba hacia su joven amigo. Mellerio, pasandopor Padua, decidió permanecer algunos días en Correzzola,en una finca del duque Melzi de Eril, del cual era tu-tor. Rosmini aprovechó aquellos pocos días de descansopara empezar y adelantar bastante el libro de Las cincollagas.

»¿Por qué precisamente entonces y en aquella ocasión?La carga psicológica que hemos considerado, no bastaría paraexplicar aquella decisión al improviso, a no ser que hubieraaparecido una causa determinante y urgente. El problema dela Iglesia -que, debido a su gran corazón, tenía siemprepresente- se lo había planteado Niccoló Tommaseo comonecesidad de una solución práctica e inmediata. Transcurríanaños de trastornos no sólo políticos y sociales, sino tambiénreligiosos. Considérese toda la obra de los adalides de laRestauración religiosa: de Chateaubriand a De Maistre, deDe Bonald a Haller y De la Mennais. Esto, en modo particu-lar, había suscitado, junto con alguna desconfianza, un in-creíble entusiasmo. En Florencia, Lambruschini, Capponi yTommaseo se habían encontrado en el Círculo de la Antologíade Pietro Vieusseux: sobre todo Lambruschini sufría deimpaciencia ante los dogmas, los vetos, la disciplina impues-ta por el Catolicismo Romano, y anhelaba romper las ca-denas e introducir novedades. En el otoño de 1831 se habíadirigido a Capponi, el cual no quiso saber nada de ello. Sevolvió hacia Tommaseo, quien le reconocía la necesidad deun rejuvenecimiento, de una renovación incluso profunda,si no radical: los dos se comunicaron las propias ideas,pero cuando se trató de pasar a un nivel positivo y prácti-co, se hallaron ante un desacuerdo insuperable. A Lambrus-chini todo le parecía mal en la Iglesia católica romana, ypropugnaba una "religión del corazón" que asumiese algúnelemento cristiano, pero que se inspirase también en la re-forma protestante, en la cual descubría igualmente cosasbuenas. Pero en modo especial debería tomar algo de losSansimonianos, en los cuales hallaba mucho de bueno ymás adaptado a las necesidades del tiempo.

»Tommaseo, a pesar de condescender en mucho con Lam-bruschini, a pesar de reconocer el mal estado en el que ha-bía decaído la Cristiandad, admitía todo el Catolicismo, noquería saber nada de reforma protestante ni de novedadessansimonianas, sin negar méritos de su parte, pero creíaque en el Cristianismo se hallaban intrínsecamente todos

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los elementos para una renovación de la sociedad cristiana,y por lo tanto. n<:>se trataba de .otr':l co~a que de rest~ur~ción,de rejuveneCImIento de las ínstítucíones, de aplicacionesnuevas y prudentes de principios antiguos. El punto pre-ciso sobre el que se produjo una ruptura insoluble entrelos dos, fue la firme voluntad de Tommaseo d<: .que todarenovación religiosa debía ser hecha por los legítimo s Pas-tores.» '

Entonces Tommaseo, con todo su fervor, se volvió haciaRosmini, amigo de mucho tiempo y de quien valoraba lamteligencia como el más profundo pensador de la época.Conservamos algunas cartas cruzadas entre ambos en aque-llos años. Pero una de ellas, en particular, tiene una granimportancia. Tommaseo la anuncia a Rosmini desde el ve-rano de 1832, y Rosmini la espera con gran anhelo. El dál-mata se decide a mandársela ellO de octubre. Dentro de unasemana (el 17 de octubre) se produce la respuesta del ro-veretano.'

Ambos afrontan el tema del deber de intervenir paracombatir los males del mundo y los prejuicios contra la re-ligión instigadora de todos los bienes incluso temporalesy de todas las libertades. Pero entre los dos media una pro-funda diferencia relativa a la prioridad. Tommaseo sostieneque toda soberbia debe ser disipada, para lo cual es nece-saria la lucha. Todos deben intervenir y enderezar todoerror: "la lucha es ya inevitable, yo la creo ordenada a quese manifieste el pensamiento de muchos corazones». El fo-goso dálmata se siente íntimamente impulsado a la acciónabierta, a la cruzada por el Cristianismo frente al mal yfrente a los errores modernos.

Tommaseo considera que la religión cristiana debe asu-mir aún otra iniciativa, y es la de comprometerse para elbienestar social y material. "El mundo se ha apoderado delos intereses materiales. Y con ellos, casi abre y cierra conllave el corazón de los hombres: la religión debe hacerse

5. Aquí terminan los apuntes manuscritos del P. Pusineri. Sobreesta cuestión se puede consultar con mucha utilidad el libro deNrccoio TOMMASEO, Delle innovazioni religiose e politiche buone al/'-Italia (Lettere inedite a Raffaello Lambruschi~'¡j: 1831-1832),.preparadopor R. Cimpianí y con un ensayo introductono de G. Sofri, ed. Mor-celliana Brescia 1%3, p. 218. Véase especialmente el ensayo de Sofri.

6. Las dos cartas han sido reproducidas íntegramente en «Cha-ritas», julio 1964, pp. 21-30.

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dispensadora de estos intereses, no para tiranizarlos, sinopar~ garantizarlos y difundir un goce de los mismos segúne~Uldad. Entonces los hombres volverán a ser religiosos, delmismo modo como al ver los milagros de Jesucristo lasmultitudes creían en él. Visteis como el catolicismo en lostiempos y en los lugares donde mantuvo su espíritu y sufuerza se presentó siempre como un beneficio social. Preo-cupémonos de hacer del mismo un elemento de regenera-ción social: resultará doble gloria para Dios y doble utilidadpara los hornbres.» No se olvide que Tommaseo no llegaba aconvencers~ del tipo de vida escogido por Rosmini, dadoa los estudios, al recogimiento, a la vida de perfección mo-nástica. Muchas veces lo había invitado a lanzarse al mundode la acción con todos sus talentos. Era de loco retirarse enla soledad del Calvario de Domodossola, mientras el mundoy la Iglesia lo necesitaban.

Rosmini responde a la carta de Tommaseo, planteandoal revés la perspectiva de acción cristiana. Reconoce queel estado actual de la religión es doloroso, reconoce malesinnumerables en el mundo y también en el interior de laIglesia. Pero ¿cómo eliminarlos? Hay el principio de pasi-vidad que debe regular la vida de todo cristiano, es decir,aquella norma de conducta en virtud de la cual el cristianoescoge por iniciativa propia la humildad operante en el re-tiro y en lo oculto, a fin de no estorbar con su activismo laobra de Dios, a pesar de estar dispuesto para toda llamadadivina, dispuesto a abandonar el retiro para dedicarse atodas aquellas obras que la voluntad de Dios pudiere indi-carIe.

Escribe Rosmini, que Dios es omnipotente y es capaz dedisipar «la soberbia de todos». «Dios se basta a sí mismo.Dios lo es todo; y el que es justo en los bienes terrenosposee su corazón... Por lo tanto la religión no tiene necesi-dad de ser justificada con artes humanas, sino que, ob-servada, se justifica a sí misma.» La caridad sea el estí-mulo. Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y lodemás vendrá por añadidura. La pobreza es «el único mediomediante el cual la religión del Crucificado puede llegar adominar los intereses humanos». Cuando «Ia Iglesia cargacon los despojos de Egipto, igualmente que con otros tantostrofeos, cuando parece haberse convertido en árbitro de losdestinos humanos, sólo entonces es impotente: es comoDavid oprimido bajo la armadura de Saúl. Entonces se ve-

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rifica el tiempo de su decaimiento». Mas Dios, que está aten-to, después de haberla humillado, le hace comprender que«en Él solamente es fuerte y a Él puede confiarse. Movidopor la piedad hacia ella, permite a la ferocidad del mundoarrojarse sobre los bienes temporales de la Iglesia y sa-car botín, reduciéndola de tal modo a su originaria simpli-cidad que". nuevamente todo lo atrae hacia sí», pronta arenunciar a ello siguiendo la palabra del Esposo celeste. Elcristiano saca su fuerza del Evangelio y de la renovaciónde su conciencia interior. No cede a la tentación de ver ala Iglesia promovedora del bienestar temporal y material,bienestar que podrá ser una consecuencia de su obra (y loserá ciertamente para la sociedad que viva de manera cohe-rente el Evangelio y las virtudes individuales y sociales).Pero no podrá ser éste el fin de su existencia y de su acción,el cual será siempre esencialmente de orden espiritual y re-ligioso. La Religión y la Iglesia no pueden ser vivificadas at~av~s.del bien t~mpora! y social, sino a través del Evange-Iio VIVIdoy practicado fielmente. Cualquier reforma eclesiás-tica y cristiana es esencialmente reforma de la concienciade cada individuo, de todos los aspectos religiosos de laIglesia, mediante el retorno a las fuentes y a la simplicidadoriginaria. Vienen aquí a la memoria la palabras de JuanXXIII, relativas a la obra del Concilio Vaticano II: «Laverdad que santifica las almas ejerce también una benéficainfluencia sobre todo cuanto atañe a la vida ordinaria de losindividuos y de los pueblos.» La actitud del catolicismo li-beral del siglo XIX, especialmente el francés, halla una oposi-ción intransigente en Rosmini quien no puede admitir unaconfusión entre religión y política. Su pensamiento teológi-co-~i~os~fico-jurídicosobre el particular, es muy explícito.~e~vmdIca una clara y neta distinción entre política y re-ligión frente a toda suerte de cristianismo político y social,así como también frente a todo galicanismo, contra el cualllena muchas páginas de Las cinco llagas. Alguien vio en élinjustamente, como veremos, la teoría de la separación entr~Estado e Iglesia.

Rosmini fue estimulado por Tommaseo a llevar su re-flexión sobre temas de importancia vital para la vida de laIglesia. Hay quien ha visto también otro estímulo sobreRosmini por parte del tío de Tommaseo: el capuchino P. An-tonio, el cual en junio de 1832 escribía al roveretano pi-diéndole consejos y observaciones relativos a algunos escri-

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tos suyos sobre las proposiciones galicanas.' Se sabe seguroque Rosmini en noviembre de 1832, en el retiro de Correzzo-la, disponiendo de algunos días de tranquilidad, comienzatodo su trabajo de modo orgánico y escribe la mayor partede la obra Las cinco llagas de la santa Iglesia. Los diversosproblemas de renovación de la religión y de las institucioneseclesiásticas transcurren ante la mente de Rosmini y adquie-ren luz y vida a partir de su experiencia sufrida en sus re-laciones con el obispo de Trento, -más ligado al emperadorque a la Iglesia-, a partir de sus conocimientos y de su in-mensa erudición, de su amor por la Iglesia y de la asistenciadivina. Los males de la cristiandad son analizados con aque-lla profundidad que invade toda obra rosminiana, y sobretodo con la preocupación de indicar al mismo tiempo losremedios oportunos, apelando al alma de la Iglesia y a suantigua tradición capaz de informar, salvar y santificar losnuevos tiempos, como lo había ya hecho en otros períodosde su historia.

Quisiéramos considerar otra cuestión, antes de terminarestas reflexiones introductorias, a saber, la cuestión de lainscripción en el «Indice de libros prohibidos» de la obraLas cinco llagas de la santa Iglesia. Las vicisitudes históri-cas de Rosmini en 1848-1849 son suficientemente conocidas.En cambio se conocen menos los motivos de la condena desu libro.

En agosto de 1848, Rosmini había sido enviado a Romaoficialmente por Carlos Alberto y por el gobernador pia-montés, con el objeto de discutir con el Gobierno pontificioy con otros gobiernos de la península, un eventual proyectode Liga nacional y de Confederación entre los varios Esta-dos italianos. Plo IX, que profesaba una estima sincera porRosmini, manifestó su alegría de tenerlo en Roma. Lo recibíacon frecuencia para oír sus consejos y sugerencias, invitán-dolo a comer en el Quirinal. Incluso le manifestó su propó-sito de nombrarlo cardenal. En consecuencia, debería hacertodos los preparativos necesarios, ya que sería elegido enel próximo Consistorio del mes de diciembre. Muchos dela Curia lo consideraban ya el futuro cardenal Secretariode Estado. Rosmini hizo todos los preparativos. Pero la si-

7. F. BONAL!, op. cit. II, p. 2, n.

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tuación política de Roma se precipitó, y Pío IX tuvo quehuir a Gaeta, manifestando su voluntad de que Rosmini sereuniese con él allí.

Las nuevas vicisitudes políticas y el cambio de situacio-nes históricas cambiaron el ánimo del Pontífice. El influjodel cardenal Antonelli y de Austria convencieron a Pío IXa retirar la Constitución que había dado a su pueblo, im-pulsado por nuevos ideales políticos y por sugerencia deRosmini. En Gaeta comienza el período más triste para elroveretano. Pío IX cada vez resulta más bloqueado por elpartido de tendencia austríaca que, primero neutraliza yluego aleja del Papa los mejores hombres, Rosmini en primerlugar.

Data de este período (16 de febrero de 1849) una carta«confidencial» del Embajador austríaco cerca de la SantaSede, Mauricio Esterhazy, dirigida al Primer Ministro enViena,' en la cual Rosmini es definido «nuestro más formi-dable enemigo» y como «el mal espíritu de Pío IX». Antonelliy Pío IX están de vuelta, así como también la mayoría delSacro Colegio. Fácilmente se echarán en los brazos deAustria, ya que cuando el Embajador llegó a Gaeta, tuvo laimpresión de ser «esperado como el Mesías», Situado eneste clima político, el escrito de Rosmini, destinado a arre-batar al poder político el nombramiento de los obispos ennombre de la libertad de la Iglesia, no podía menos de pro-vocar toda la reacción de Austria que, en el nombramientode los obispos, tenía puesto uno de los principales reductosde seguridad y de fuerza política de su Imperio.

Hay que añadir a todas las vicisitudes mencionadas, lasacusaciones de desviaciones y errores doctrinales hábilmen-te difundidas por sus adversarios, especialmente eclesiásti-cos, en muchos ambientes y desde hacía ya tiempo. De estemodo se obtiene un cuadro de la época y de las situacionesen las cuales se produjo la prohibición de Las cinco llagas.y no resultará difícil intuir las causas, las intenciones y lascircunstancias que provocaron y acompañaron tal condena.

He aquí los particulares que llevaron a inscribir en elIndice el libro rosminiano.

Algún cardenal acusó a Rosmini al Papa en otoño de 1848como si en Las cinco llagas hubiera doctrinas erróneas.

8. D. MARIANI, Rosmini nei rapporti della Cancelleria austriaca,en «Rivista Rosminiana» LVI (1962), p. 308.

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Pío IX encargó a Mons. Corboli de hablar de ello con Ros-mini. Cinco eran los puntos de acusación sobre los cualesse deseaba que aclarase mejor su pensamiento: 1) el hecho deafirmar ser de derecho divino la elección de los obispos porparte del clero y del pueblo; 2) tender a la transformaciónde la liturgia en lenguas vernáculas; 3) hablar mal de losEscolásticos; 4) decir que los hechos históricos son de de-recho divino; 5) desear la separación entre Estado e Iglesia.'

Rosmini quedó sorprendido al sentirse imputar tales opi-niones, e hizo notar al monseñor la diferencia entre lasacusaciones y lo que realmente se leía en los propios escri-tos. Sea como fuere, invitó a Carboli a presentarle consejosy hasta una carta destinada al Papa que, el mismo Rosminicon mucho gusto transcribiría, firmaría y presentaría a PíoIX, con pocos retoques. El Papa la acogió benévolamenteprometiendo leerla, lo cual no se verificó puesto que, pasadoun tiempo, hablando con alguien, afirmó que esperaba unacarta aclaradora de Rosmini. Rosmini, habiéndose entera-do de esto, escribió otra carta al Papa, la cual a su vez quedósin respuesta. Ahora ya temía que su correspondencia no lle-gara a su destino. En la misma declaraba que estaba siempredispuesto a modificar todos los eventuales errores que lefuesen indicados. Lo mismo repitió de palabra al Papa di-versas veces. Pero nunca nadie le dijo nada.

Entretanto, las acusaciones más diversas y los cuchicheosmás extraños circulaban sobre Rosmini, el "ual se habíatrasladado a Nápoles. Rosmini visitó algunas veces al Papa,pero constató que el ambiente y el ánimo del Papa habíansufrido un cambio profundo. No obstante, él usó siempre desu lealtad y sinceridad con todos. A mediados de julio (1849),después de supercherías y vejaciones de todo género porparte de la policía borbónica, que no actuaba por propiocapricho, abandonó Nápoles e inició su doloroso retorno através de Italia hasta Stresa, donde llegó el 2 de noviembre,siendo recibido con abrazos por sus queridos colegas. «Laspenas y humillaciones de todo género no habían disminuidoen nada la serena dulzura de su sonrisa que bajo aquellosojos profundos y penetrantes daban un carácter casi sobre-humano a su fisonornía.» 10

Durante el viaje, mientras era huésped del cardenal Tosti,

9. Diari, en Scritti editi e inediti, ed. Nazionale, Roma 1934.10. Diario di Vittoria Manzoni, citado en Vita di A. Rosmini,

II, p. 261.

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en Albano, recibió (13 de agosto 1849) una carta del Maestrode los Palacios Pontificios, en la cual se le anunciaba que«por orden del Santo Padre fue convocada en reunión ex-traordinaria, en Nápoles, la Congregación del Indice, queprohibió en decreto del 30 de mayo confirmado por el Papael 6 de junio ... mis dos opúsculos Las Llagas y las Consti-tuciones ... Me fue ocultado enteramente todo este trabajo,y no se me dio a conocer motivo alguno de tal prohibición.Yo mandé mi plena sumisión... Sit nomen Domini benedic-tum»."

Había sido encargado el examen de Las cinco llagas al«P. G. De Ferrari, Comisario del Santo Oficio, y fueron juz-gadas "censurables según las reglas del Indice" en fechade 4 de noviembre de 1848 (el voto se conserva en la sec-ción de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios)»," Es intere-sante observar tal fecha, porque el 15 de noviembre Rosminiprestaba juramento en la Minerva en presencia de ocho car-denales por el hecho de haber sido nombrado Consultor delSanto Oficio y del Indice. Rosmini había llegado a Roma enagosto. Los desórdenes políticos en el Quirinal se iniciaron el16 de noviembre. El Sumo Pontífice le era todavía favorabley benévolo. Pero el partido contrario se había puesto a tra-bajar immediatamente en los primeros meses después desu llegada a Roma. Se trataba de arrebatar a Rosmini, «elmal espíritu de Pío IX», el afecto y confianza del Pontífice.Las penosas circunstancias políticas en las que Pío IX sehalló cuando la fuga a Gaeta (24 de noviembre de 1848), ylos manejos de funcionarios y dignatarios, facilitaron el jue-go, y en poco tiempo Rosmini fué hundido. Con todo, eltiempo y la historia han dado la razón a su inteligencia pre-visora. Y el bien que sembró en el dolor y en la humillaciónresplandece hoy con claridad profética.

¿Cuáles fueron los motivos de la prohibición de Las cincollagas? La denuncia y la imputación iban cargadas de mo-tivaciones doctrinales. Mons. Corboli, en efecto, le había re-ferido que era sospechoso de doctrinas erróneas. Ahora bien,la continua insistencia de Rosmini para que le fueran seña-lados y precisados mejor los eventuales puntos que debían

11. Diari de Rosmini, op, cit., pp. 411-412. Su sumisión y su hu-mildad aumentaron en gran manera la estima y admiración gene-ral hacia él, especialmente por parte de los espíritus más ilumina-dos y abiertos.

12. R. AUBERT, II Pontijicato di Pio IX, Torino 1964, p. 65, n.

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ser corregidos, el silencio sobre las motivaciones de la con-dena, el modo de comportarse de los responsables, las ma-niobras políticas poco claras, orientan a los estudiosos acreer que tal prohibición responde a un hecho de oportuni-dad y de prudencia. Precisamente el punto más discutido, elde la elección de los obispos por parte del clero y del pueblosegún derecho moral divino, fue aclarado por Rosmini demodo eficaz en sus escritos, de manera que no deja lugar adudas. Mas los tiempos no estaban maduros para doctrinasy orientaciones que incluso apelaban, con fundamento, atradiciones antiguas de la Iglesia.

Indudablemente las intenciones de los adversarios de Ros-mini hoy día pueden ser fácilmente identificadas con losdocumentos que los historiadores ya poseen. Se precisaba im-pedir cuanto antes que Rosmini llegara a ser cardenal. Ade-más, para Austria, con su josefinismo, Las cinco llagas re-sultaba ser una acusación más evidente. Otros adversarioshabían denunciado también a la Santa Sede numerosísimasproposiciones rosminianas, y veían en Rosmini un pensadorpeligroso que suscitaba problemas inquietantes para las cos-tumbres adquiridas en un determinado sistema curial. Elinflujo de Rosmini sobre el Papa debía ser humillado. Nadamás eficaz para obtener estos resultados que poner en elIndice el libro sobre Las cinco llagas. La hipótesis de Rosmi-ni sobre la prohibición, es la siguiente: «Me aseguraron queni una proposición fue hallada en aquel escrito digna departicular censura teológica. De lo cual deduzco que proba-blemente fueron prohibidas por temor de acusaciones y afin de que no se sintieran ofendidos algunos gobiernos te-naces en el nombramiento de los obispos.» \3

Casi inmediatamente apareció una obra polémica contra

13. Epistolario Completo, X, p. 263. La preocupación de la Igle-sia, en el nombramiento de los obispos, ha sido siempre la de subs-traerlo al poder político y convertirlo en un hecho religioso y litúr-gico. La presencia activa del pueblo cristiano y del clero en la elec-ción de los pastores de la Iglesia, constituye todavía hoy una cues-tión prematura. El problema de la participación activa del pueblocristiano en el interior de la vida jerárquica de la Iglesia, es cierta-mente delicado y difícil, pero seguramente el tiempo hará madurarla cuestión. Aunque las soluciones no sean idénticas a las que hoy sepueden imaginar -ya que incluso el límite de participación activade los laicos y sus varias formas de expresión, están sujetas a laevolución histórica como todas las cosas de este mundo-, no obs-tante, no dudo de que este punto será uno de los temas con que se

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Las cinco llagas, debida a la pluma del P. Agustín Theiner,el cual en forma de carta 14intentó una confutación, con ex-presiones no siempre caritativas. Rosmini, por su parte, habíapublicado en Nápoles un arreglo de tres cartas sobre laselecciones epíscopales," en las cuales expone una larga do-cumentación histórica y doctrinal sobre la elección de losPastores de la Iglesia por el clero y el pueblo, aclara losproblemas, e indica el modo y el procedimiento según el cualhoy en día se podría efectuar la elección de los obispos porel clero y el pueblo. Bajo instigación insistente del cardenalTosti, Rosmini prepara una fuerte respuesta a Theiner," enla cual hace notar la incomprensión y el falso planteamientode la cuestión, además de numerosas inexactitudes, errores,equívocos, e ideas confusas en torno a los diversos temasafrontados. Algunos amigos de Rosmini, en Casale, acertarontener en sus manos la respuesta y lo persuadieron de per-mitir la publicación, que tuvo lugar, en efecto, en el año 1850.

Resulta bastante fácil reconstruir las vicisitudes del texto.De los «Diarios» de Rosmini se deduce que la redacción dela obra empezó el 18 de noviembre de 1832. En el «Diariopersonal», en la fecha «1832, 18 de noviembre», se halla ex-plícitamente anotado: «Hallándome en Correzzola (Padua)con el amigo Mellerio, tutor del duque Melzí, a quien perte-nece aquella posesión, empecé a escribir el libro sobre Lascinco llagas, que después terminé el 11 de marzo de 1833(Domodossola). Pero redacté de nuevo la última llaga enStresa, en noviembre de 1847.,,17Entretanto había escrito ypublicado la Filosofía del Derecho (1841-1845), con una partenotable dedicada al derecho de la Sociedad Teocrática, enparticular la de la Iglesia." Aquí Rosmini desarrolla su pen-samiento sobre los derechos y sobre la constitución de la

enfrentarán los futuros Concilios ecumerncos. El sentido de corres-ponsabilidad activa, viva, en la Iglesia por parte de los fieles todos,cuanto más sea profundizado y se desarrolle, tanto más llevará auna participación real en todos los aspectos de la vida de la Iglesiapor parte de toda la ecclesia cristiana.

14. Se trata de las cartas que se hallan en el Apéndice.15. Lettere Storico-critiche intomo al/e Cinque piaghe, Nápoles, 1849.16. Risposta ad A. Theiner, Casale 1850.17. Diari, op. cit., p. 425.18. En 1963 la editorial Morcelliana de Brescia publicó La So-

cieta Teocratica, edición preparada por C. Riva.

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19. Progetti di Costituzione, ed. Nazionale, por C. Gray, Milán 1952.

nos hemos referido, y en las cuales precisa mejor su pen-samiento y lo refuerza con una esmerada documentaciónde la antigua tradición de los Concilios ecuménicos y de losPadres de la Iglesia universal, particularmente de la Iglesialatina, de la Iglesia oriental y de la Iglesia africana.

La elección de los obispos por el clero y el pueblo, afirmaRosmini, es ciertamente de derecho divino, pero no de de-recho divino constitutivo, sino de derecho moral. Por «dere-cho divino constitutivo» se entienden aquellas disposicionesy realidades de institución divina, que son necesarias, esen-ciales e inmutables, bajo pena de invalidez de sus efectos.Por «derecho divino moral» se entiende, por el contrario,todo lo que tiene como origen disposiciones divinas o apos-tólicas que la Iglesia determina de varios modos, según lostiempos y las necesidades históricas, sin que el efecto seainvalidado por el cambio. Escribe Rosmini en la primera delas tres cartas del Apéndice: «Con tal distinción entre dere-cho divino constitutivo y derecho divino moral, se concilianlos varios pareceres de los autores sobre esta cuestión. Yaque sobre la misma existen diversas opiniones entre los es-critores de la Iglesia, y no dándose ninguna expresa decla-ración por parte de la Iglesia, se puede opinar por ambaspartes. Sirviéndome de esta libertad, me ha parecido bienquedarme en el medio, conciliando las opiniones y decidiendoque las elecciones por el clero y el pueblo no son de dere-cho divino si se habla de derecho divino constitutivo, y loson si se habla de un derecho divino meramente moral.»

De todo esto resulta que también los obispos elegidospor el poder temporal o en modo diverso a la elección porel clero y el pueblo, son elegidos válidamente, mientras seanconsagrados y reciban el mandato de la legítima autoridadreligiosa, como fue establecido por el Concilio de Trento.Para convalidar su opinión, Rosmini apela, como se ha dicho,a la antigua tradición apostólica y patrística. Por otra parte,después de haber reafirmado el principio de la elección porel clero y el pueblo, reconoce a la jerarquía eclesiástica, omejor, «a la sabiduría de la Iglesia y de la Santa Sede Apos-tólica», el poder de determinar «en qué modo, por cuálescaminos, por qué grados se debe proceder para obtener estefeliz resultado» (Carta I).

Era una preocupación fundamental de Rosmini la de rea-firmar el derecho radical y originario de la Iglesia en laelección de los propios Pastores y de sustraerlo a los poderes

Iglesia en sí misma y en sus relaciones con las otras socie-dades, especialmente con la sociedad civil. Igualmente en1848se ocupa de un proyecto de Constitución según la jus-ticia social para ofrecer a las nuevas esperanzas del «Risor-gimento» italiano, una indicación constitucional y orgánicacaracterística de los italianos, sin repeticiones o imitacionespedantescas de constituciones de otros países."

La primera edición de Las cinco llagas apareció en Lu-gano (Suiza) en 1848,edición preparada por Valadini, y en laque no constaba el nombre del autor. Más tarde aparecieronnumerosas reediciones: el mismo año 1848,en Bruselas, porparte de la «Société typographique». En 1849 en Génova.El mismo año Batelli la edita en Nápoles. Así como tambiénEnrico De Angelis en 1860. En la misma fecha aparece enFlorencia una edición de Le Monnier. En 1863,en Rovereto,dedicada a los Pastores de la Iglesia reunidos en Trento enocasión del tercer centenario del Concilio. En 1883Rivingtonla edita en Londres traducida al inglés por el doctor H. P.Liddon, Canónigo anglicano de S. Pablo. En 1943 es publi-cada por Bompiani en Milán, en edición preparada por E.Zazo. Las tres cartas añadidas en Apéndice fueron publica-das en el periódico Fede e Patria de Casale en 1848·1849.Fueron reimpresas en Nápoles el año 1849 por la LibreríaNazionale en un fascículo: Rosmini realizó algunos retoquesy notables añadiduras, especialmente en las cartas primeray tercera que fueron totalmente redactadas de nuevo y comopletadas. En algunas reediciones de Las cinco llagas se pu-blican las dos primeras, pero sin los retoques y añadiduras.

Rosmini tenía también intención de preparar una nuevaedición de su libro con anejos y retoques aclaratorios queiban madurando en su mente, a fin de evitar eventuales yposibles malas interpretaciones. De hecho, hallándose él enNápoles, sobre una copia de la edición de Batelli del año1849, efectuó una esmerada revisión de la obra. Sin dudaque al hacerla tenía presentes los cinco puntos que le habíansido señalados por Mons. Corboli y a los que ya hemos he-cho referencia.

Por lo que atañe al punto más delicado, sobre la elec-ción de los obispos por el clero y el pueblo, Rosmini añadióvarias precisiones en diversos lugares del texto. Pero sobretodo quiso añadir en Apéndice las tres cartas a las que ya

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temporales que se lo habían apropiado. Esta preocupaciónes propia de todas las épocas de la historia de la Iglesia.También actualmente, ella reivindica su máxima libertad eneste campo. Pablo VI en el discurso a los representantes delos Pueblos y Naciones, presentes en la Clausura del Con-cilio Vaticano II el día 7 de diciembre de 1965,decía: «Eneste mismo espíritu (de libertad religiosa) la Iglesia pide alos Gobiernos -es objeto de un parágrafo del Decreto so-bre la labor pastoral de los obispos (n. 20)- que consientanen reconocerle y devolverle su plena y entera libertad encuanto concierne a la elección y al nombramiento de susPastores.» Y el párrafo 20 del Decreto citado, afirma preci-samente el derecho de la Iglesia a la máxima libertad y «hacevotos para que en el futuro no se concedan más derechoso privilegios de elección, nombramiento, presentación o de-signación para el oficio episcopal; y a las autoridades civi-les, cuya dócil voluntad para con la Iglesia reconoce agrade-cido y aprecia en lo que vale el Concilio, se les ruega contoda delicadeza que se dignen renunciar por su propia vo-luntad, efectuados los convenientes acuerdos con la SantaSede, a los derechos o privilegios referidos de los que dis-fruten actualmente por convenio o por costumbre».

Por lo que se refiere a la acusación de querer introducirla lengua vernácula en la liturgia, ante la actual renovaciónlitúrgica, considero superfluo extenderme más. Solamentequisiera observar, que Rosmini no era en modo alguno con-trario al latín, pero constataba dos hechos de fondo, a saber:la real separación entre pueblo y clero en el culto divino,_yla ignorancia difundida en el pueblo respecto a la lengualatina. Sugería varios medios para subsanar estos males. Aeste propósito véanse los números 16, 22, 23.

En tercer lugar, Rosmini observaba que no era verdaden manera alguna que él hablase mal de los Escolásticos.De hecho, remite al lector, en una nota añadida posterior-mente, a las otras obras en las cuales se había «afanado endevolverles el honor con veinte años de trabajo» (n. 40). Así,donde afirmaba que «los hechos son de derecho divino»,precisaba que su intención era decir que «todo lo que suce-de, incluso permisivamente, tiene un orden y un fin provi-dencial, está orientado a la gloria de Cristo; y este últimoresultado de todos los hechos del mundo es de derecho di-vino» (nota 129).

Finalmente, en cuanto a la acusación de pretender la se-

paración entre Estado e Iglesia, Rosmini responde que nun-ca ha sostenido semejante teoría propia del liberalismo. Encambio ha luchado con fe y valentía para reivindicar los de-rechos de plena, real y auténtica libertad de la Iglesia res-pecto a la opresión de todo despotismo estatal. Y hasta sos-tiene en su libro Cuestiones político-religiosas del día (Pes-cara 1964),la doctrina «de la armonía en la distinción», teo-ría propia del pensamiento jurídico y teológico rosminiano.

Frente a las numerosas acusaciones injustificadas, Ros-mini «invoca la indulgencia de los lectores ... pidiendo ins-tantemente su caridad en la interpretación correcta de suspalabras, proponiéndose él escribir para edificar, no paradestruir: ha querido unir, no dividir. Todo lo que dijo, losometió al juicio de la Iglesia con aquellos sentimientos ex-puestos en las palabras que preceden la obrita» (Advertencia).

El trabajo que presentamos es una edición nueva y exactadel último texto de Rosmini. Con lápiz y pluma él mismoaclaró y añadió algunas precisiones al texto precedente. Haypáginas enteras totalmente nuevas e inéditas. Muchos frag-mentos fueron añadidos. Otros fueron suprimidos o modi-ficados. Todo ello con el fin de precisar su pensamiento, deponer en claro expresiones que podían prestarse a confusioneso equívocos, y confirmar y documentar mejor sus «opinio-nes». Son añadiduras completamente nuevas en esta ediciónrespecto al texto primitivo: la Advertencia inicial; los nú-meros 16, 22, 23; las tres largas cartas dispuestas en Apén-dice, además de numerosos fragmentos, frases y notas. Ter-minado nuestro trabajo, podemos, con todo, observar queno se produjo un cambio sustancial en el pensamiento deRosmini respecto a la primera edición, sino más bien unamayor claridad y precisión, además, naturalmente, de loscambios de estilo y de forma literaria.

En notas señaladas con asteriscos, paréntesis cuadradosy palabras explícitas, hemos señalado las indicaciones delas variantes, los retoques y añadiduras más significativas.

Además no hemos querido retocar el estilo ni cambiarvocablos usados o revisados por el autor, aunque hoy en díaestén fuera de uso, con el fin de presentar el texto tal comolo habría presentado Rosmini mismo, temiendo que cualquiercambio pudiera modificar su pensamiento.

Finalmente nos parece oportuno hacer una advertencia.Cuando Rosmini usa los términos «laical» o «laicos», quieresignificar generalmente realidades o individuos extra-eele-

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siásticos, según lo cual para Rosmini el poder laical es elpoder político y temporal. Igualmente cuando usa el tér-mino «eclesiástico», significa sea eclesiástico en sentido es-tricto, sea, también, eclesial.

CLEMENTE RIVA

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Advertencia*

En el advenimiento de Pío IX al trono, el autor, al pu-blicar esta obra, escrita hace 17 años, se proponía darla aconocer a algunos amigos más íntimos, como él mismo de-claraba en la conclusión. Pero habiendo caído algunos ejem-plares en manos de libreros, éstos prepararon otras edicio-nes contra su voluntad, con el fin de obtener una ganancia.De este modo la obra obtuvo una publicidad mayor y másrápida de la que el autor hubiera deseado.

Dejada así la obra en manos de toda suerte de lectores,el juicio del público fue muy variado: algunos la ensalzaronhasta las estrellas, otros la hundieron en los abismos. Sinembargo, estos incidentes reportaron al autor verdaderasventajas. Varios y muy doctos eclesiásticos le hicieron ob-servaciones sensatas, por las cuales él se declara agradecido.y para demostrar con hechos hasta qué punto las aprecia,se decidió a hacer esta nueva edición, en la cual ha procu-rado corregir diligentemente todos los puntos que le fueronindicados como dignos de corrección.

Quizás en el fervor del celo y del dolor que le ocasiona-ban los males que oprimen a la Iglesia (donde la impiedades llevada al triunfo y el nombre de Cristo es profanado),su pluma se dedicó a pincelar aquellos males con rasgos ex-cesivamente severos, tales que podían ofender de algunamanera buena parte del clero al cual se siente honrado depertenecer. El autor reconoce plenamente la santidad, la doc-trina, el celo infatigable, de tantos venerables Prelados ysacerdotes que combaten valerosamente las guerras del Se-ñor y conducen las almas a la salvación con asiduas fatigas.Apela al testimonio del Señor, y declara que fue absoluta-mente ajeno a su intención reducir en lo más mínimo susméritos y sus coronas.

Al describir los dolores presentes de la Iglesia, para ha-cerlos resaltar más, el autor a menudo instituyó una com-

* [Autógrafa y escrita a pluma por el mismo Rosmini. Comple-tamente nueva respecto a .las otras ediciones.]

re 17.3 33

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paración entre las condiciones en las cuales hoy día se hallala Iglesia, y aquellas en las que se hallaba cuando el pueblocristiano florecía más ferviente en la fe y la caridad. De locual algunos dedujeron que el autor proponía, como reme-dio universal, reinstaurar en todo la antigua disciplina ecle-siástica. Nunca tuvo esta preocupación pues reconoce en ladisciplina moderna la obra de la misma sabiduría divina quedictó la antigua, y sabe muy bien que la disciplina no puedeser del todo inmutable, al contrario, conviene que sea aco-modada a las circunstancias de los tiempos, tal como lo hacela Iglesia a medida que el Espíritu Santo -que continuamen-te la asiste- lo sugiere. El objeto de la obra fue señalarsimplemente las calamidades de la Iglesia. Sobre los reme-dios, apenas toca el tema cuando la conexión de la exposi-ción lo exige: según su propósito, debería constituir el te-ma de otro tratado.

En alguna sección de la obra, pareció que quedaba unalaguna que podía hacer suponer al lector sentimientos porparte del escritor, que él realmente no profesa. Por ejemplo,donde él indica que históricamente la desaparición de lalengua latina fue una de las causas que planteó una divisiónde sentimientos entre pueblo y clero en el culto público, elautor sin entretenerse en desaprobar el parecer de aquéllosque querrían ver introducidas en la misma liturgia las len-guas modernas, pasa inmediatamente a afirmar que el cleropodría aportar remedio oportuno a aquel inconveniente, siem-pre que su formación fuera perfeccionada. Se deseó, justa-mente, que añadiera una desaprobación explícita de la opi-nión de aquéllos que favorecen la reducción de la sagradaliturgia a la lengua vernácula, opinión censurada por laIglesia.

A ésta y a las precedentes observaciones ha satisfecho elautor en la presente edición. Es más, no satisfecho de lasobservaciones de los otros, el autor, por sí mismo, ha reco-rrido diligentemente la obrita y ha corregido muchos máspuntos que nadie le .había señalado y que debían ser corre-gidos. Si a pesar de todo, el sabio lector se hallare todavíaante algún pasaje necesitado de enmienda, sepa que nadiese lo indicó al autor.

Se dijo que el autor quería atribuir al pueblo la elecciónde los obispos. Hasta qué punto sea falsa esta creencia lodemuestra por sí mismo el capítulo IV, en el cual no expresaotro deseo, sino el de que el pueblo pueda en tales eleccio-

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nes aportar su libre y piadoso testimonio a los candidatos,según el espíritu de la Iglesia. Para aclarar más el pensamIe~-to del autor sobre esta cuestión, se han añadido a esta e~l-ción tres cartas escritas y publicadas por él antes de la mIS-rna sobre tal argumento.

Finalmente, invoca la indulgencia de los lectores por losdefectos que todavía han quedado en su escrito, rogando ins-tantemente su caridad para interpretar en buen sentido suspalabras, ya que se ha propuesto escribir para edificar y nopara destruir, ha qu.e~ido unir, no. dividir. Todo. c~antodijo lo sometió al JUICIOde la Iglesia con los sentímíentosexp~estos en las palabras que preceden la obrita.

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Algunas palabras preliminaresque hay que leer

1. Hallándome en una casa de campo de la region dePadua, me puse a escribir este libro como desahogo de miánimo afligido. Y quizás también para confortamiento ajeno.

Dudé antes de hacerla, ya que me preguntaba a mí mis-mo: «¿Está bien que un hombre sin jurisdicción compongaun tratado sobre los males de la santa Iglesia? ¿No hay algode temerario por su parte, en el hecho de preocuparse y es-cribir sobre ello cuando toda solicitud de la Iglesia de Dioscorresponde por derecho a los Pastores de la misma? Se-ñalar las llagas ¿no será tal vez una falta de respeto a losmismos Pastores, como si ellos no conocieran tales llagas, ono les pusieran remedio?»

A esta pregunta yo me contestaba que el hecho de me-ditar sobre los males de la Iglesia no podía serle reprocha-do ni a un laico, mientras fuera movido por el celo vivo delbien de la misma y de la gloria de Dios. Y me pareció, exa-minándome a mí mismo, en cuanto un hombre puede estarseguro de sí, que mis meditaciones no derivan de otra fuenteque ésta. Y aun me respondía que si algo de bueno había enestas meditaciones, no había razón de esconderlo; y si algohabía de malo, sería rechazado por los Pastores de la Iglesia;ya que no hablaba con intención de decidir cosa alguna, sinoque me proponía, al contrario, al exponer mis ideas, some-terlas a los Pastores, y principalmente al Sumo Pontífice,cuyas declaraciones venerables me serán siempre norma rec-ta y segura para cotejar y corregir todas mis opiniones. Medecía también que los Pastores de la Iglesia, ocupados ycargados por muchos asuntos, no siempre tienen la tranqui-lidad suficiente para dedicarse a apacibles meditaciones, yque ellos mismos suelen desear que otros les propongan ysugieran aquellas reflexiones que pueden ayudarles en elgobierno de sus Iglesias particulares y de la universal. Y fi-nalmente comparecían ante mis ojos los ejemplos de tantoshombres santos que en todos los siglos han florecido en laIglesia, los cuales sin ser obispos, como un san Jerónimo,un san Bernardo, una santa Catalina y otros, hablaron y es-

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cribieron con admirable libertad y sinceridad sobre los ma-les que afligen a la Iglesia de su tiempo, y sobre la necesidady el modo de restaurarla. No es que yo me compare, ni delejos, a aquellos grandes, sino que pensé que su ejemplodemostraba que de suyo no era reprobable investigar y lla-mar la atención de los Superiores de la Iglesia, sobre lo queangustia y fatiga a la Esposa de Jesucristo.

2. Reanimado lo suficiente con estas consideraciones-a saber, que podía sin temeridad dar paso a ideas que s~amontonaban en mi ánimo sobre el estado y condición pre-sente de la Iglesia, y que no era reprensible tampoco tra-ducirlas sobre el papel y comunicarlas a otros-, nacía enmí otra duda, aparte de la honestidad de la cuestión, res-pecto a su prudencia. Consideraba que todos cuantos hanescrito sobre semejantes materias en nuestros tiempos, yse propusieron y declararon querer mantener una vía mediaentre los dos extremos, en vez de complacer a los dos po-deres, el de la Iglesia y el del Estado, han desagradado igual-mente a ambos. Esto me probaba la gran dificultad que pre-sentan tales materias para ser tratadas con satisfacción uni-versal, y por lo tanto, me profetizaba que, en vez de ayudar,escribiendo mis susodichas meditaciones no haría otra cosaque ofender y chocar contra ambas potestades.

Pero a todo esto yo me respondía de nuevo que razonabaen conciencia, y que por lo tanto, nadie tenía razón de to-márselas conmigo aunque yo me equivocara: yo no buscabapara nada el favor de los hombres ni ventaja alguna tempo-ral. En caso que hombres de las dos partes se las tomarancontra mí,* yo hallaría compensación en el testimonio de miconciencia y en la esperanza del juicio sin apelación.

3. Por otra parte, razonaba sobre cuáles podían ser lasmaterias que podían ofender a personas de las dos partes.

Por parte del Estado yo consideraba que sólo una cosapodía desagradar a algunos, a saber: el hecho de no poderaprobar el nombramiento de los obispos dejado en manosdel poder secular. Pero si yo desaprobaba un tal privilegioconsiderado en sí mismo (aunque considerado en la época enque fue concedido, la Iglesia ciertamente no erró al otor-garla, sino que usó de su acostumbrada prudencia), por

,.. [Digo «hombres de las dos partes», ya que en la misma Igle-sia no penetran ni pasiones ni partidos, siendo asistida por el Es-píritu Santo, y por lo tanto, bajo este aspecto, no hay nada que te-mer por parte de ella. (Nota añadida a lápiz.)]

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otra parte estoy plenamente convencido de que no es menosfunesto para la Iglesia que para el Estado. Creer lo contrarioes ull grave error político. Las razones de que yo dispongosobre esta aparente paradoja y que he expuesto en mi libro,son tales que puedo apelar a cualquier hombre de Estadoque sepa profundizar una cuestión y vencer los comunes pre-juicios con la fuerza de la razón, que sepa calcular y concer-tar todas las causas concomitantes: sólo a partir de ellas sepuede predecir y medir el efecto total de cualquiera máximade Estado. Dicho esto, y sosteniendo tal opinión, creo de-mostrar no menos premura por el bien del Estado que porel bien de la Iglesia. Por esta razón los soberanos no po-drán lógicamente tomar a mal cuanto digo, sino aceptarlobien. A lo más, quien piense diversamente me podrá objetarque yo entiendo poco en política. Pero mi poco saber ¿serárazón justa de hacerme la guerra? Ya que también en polí-tica, decía alguien, todo depende de cómo se considere.

4. Por cuanto atañe a la Iglesia, no descubría nada, en lamateria de este libro que pudiese disgustar a alguien, a noser quizás lo que indico sobre las excesivas reservas ponti-ficias en las elecciones. Pero por otra parte. este abuso yano es propio del tiempo presente, sino que ha pasado ya ala historia. Y todos los hombres de buen sentido estarán deacuerdo conmigo en que, cuando el hilo de la exposición loexija, no hay por qué temer confesar sencillamente abusostan patentes. Ya que comportándonos así, es manifiesto queno andamos con partidismos a favor de los hombres y de susobras, sino que únicamente llevamos en el corazón la verdady la causa de Dios y de la misma Iglesia. Por otra parte,me parece que no debía disuadirme de escribir la molestiaque pudiera causar a personas que poseían más buenas in-tenciones que amplias perspectivas, ya que tenía la convic-ción de que mi escrito no era para desagradar a la SantaSede, a cuyo juicio me propongo someter toda cosa mía,puesto que su pensamiento siempre lo he considerado no-ble, digno y sumamente conforme con la verdad y la justi-cia, y sus decisiones dogmáticas, infalibles. Ahora bien, yo nohe calificado de abuso sino lo que los Sumos Pontíficeshan reconocido como tal y en cuanto tal lo corrigieron: abu-so, empero, que fue exagerado por los herejes y maliciosos,por lo cual yo mismo en parte he justificado aquellas reser-vas (ver n. 71). Recordaba, entre otras cosas, aquella insigneCongregación de cardenales, obispos y religiosos a la cual

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Pablo nI en 1538,encargó bajo juramento el deber de inves-tigar y manifestar libremente a Su Santidad todos los abu-sos y desviaciones del recto camino introducidos en la mis-ma corte romana. No podían darse personas más respeta-bles que aquéllas que la componían, ya que formaban partede ella cuatro de los más insignes cardenales, a saber: Con-tarini, Caraffa, Sadoleto y Polo. Tres de los más doctos obis-pos: Federico Fregoso de Salerno, Girolamo Alessandro deBrindísi, Giovammateo Giberti de Verona. Junto a ellos, Cor-tesi, abad de S. Giorgio de Venecia, y Badia, maestro del sa-grado Palacio, ambos más tarde cardenales. Pues bien, estoshombres excelsos en doctrina, prudencia e integridad, cuyosnombres vale más que cualquier elogio, cumplieron fielmen-te el encargo recibido del Pontífice, y no dejaron de señalaral Santo Padre, entre los máximos abusos, el de las graciasexpectativas y el de las reservas, y todo lo que había de de-fectuoso en la colación de beneficios. No dejaron tampoco dedescubrir y señalar con visión penetrante, la raíz profundade tales abusos: indicaron la que suele consistir en desviar-se del recto camino en el uso de su poder, tanto el Estadocomo los ministros de la Iglesia, la cual también yo he lle-gado a señalar como tal, es decir, «la adulación refinada delos hombres de leyes». Las palabras que usaron sobre estacuestión aquellos Consultores llenos de sabiduría, en la re-lación que sometieron al Pontífice, no pueden ser, sin duda,más francas y eficaces. Ya que dicen así: «Tu Santidad,amaestrada por el Espíritu divino que, como dice Agustín,habla a los corazones sin estrépito alguno de palabras, cono-ce muy bien cuál fue el principio de estos males, a saber,cómo algunos Pontífices predecesores tuyos se circundaronde maestros de acuerdo con sus deseos, con el prurito deescuchar, como dice el Apóstol, y no precisamente paraaprender lo que debían hacer, sino para hallar razones enel estudio y en la astucia de aquéllos a fin de justificar loque les agradaba. De lo cual se siguió (sin considerar que laadulación sigue detrás de todo principado como la sombraal cuerpo, y que siempre fue difícil sobremanera escucharla verdad junto a los oídos de los Príncipes) que inmediata-mente mataron a los doctores que enseñasen que el Papaera el señor de todos los beneficios, y por ello (pudiendo elpropietario vender sin injusticia lo que es suyo) se conclu-yera que en el Pontífice no hay caso de simonía: por estarazón, además, cualquier voluntad del Pontífice era regla

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según la cual él podía dirigir sus operaciones y acciones. Porlo tanto, lo que era codicia, se convertía en lícito en virtudde tal ley. De manera que de esta fuente, Santo Padre, comode caballo troyano desembocaron en la Iglesia de Dios mu-chos abusos y gravísimas enfermedades que ahora vemosoprimirla como un desafío. Y así la fama de tales vergüen-zas (crea Tu Santidad a quien lo sabe) llegó hasta los infie-les: por esta razón precisamente se mofan de la religióncristiana, de modo que a causa de nosotros el nombre deCristo es blasfemado entre las naciones.»

Después de tales consideraciones, aquieté en mí toda du-da, y con ánimo seguro y mano libre empecé a escribir estepequeño tratado, que ruego a Dios que lo dirija para su glo-ria y provecho de su Iglesia.

Correzzola, 18 de noviembre de 1832

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1. La llaga de la mano izquierda de la santaIglesia: la división entre pueblo y clero

en el culto público de la Iglesia'

5. El Autor del Evangelio es el Autor del hombre. Jesu-cristo vino a salvar a todo el hombre,' ser mixto compuestode cuerpo y espíritu. La ley de la gracia y del amor debía,pues, penetrar y posesionarse tanto de la parte espiritual,como de la parte corpórea de la naturaleza humana. Porello debía presentarse al mundo de tal modo que pudiera ob-tener este fin y, por decirlo así, debía, también ella, ser mix-ta: compuesta, en parte, de ideas, en parte de acciones, y consu palabra imperante y vivificadora debía dirigirse no menosa la inteligencia que al sentimiento, a fin de que todo lo hu-mano y hasta los mismos huesos en su aridez pudieran sen-tir la voluntad de su Creador y ser vivificados por ella.

6. No era suficiente que el Evangelio penetrara todo elhombre como individuo. Ya que la Buena Nueva era desti-nada a la salvación de toda la humanidad, además de obrarsobre los elementos de la naturaleza humana, debía acompa-ñar con su acción divina esta naturaleza, sin abandonarlanunca en todo su desarrollo, y debía sostenerla también entodos sus estados sucesivos por los que debía transcurrir afin de que su peso o gravitación hacia el mal no la precipi-tara en la destrucción, sino que una ley benéfica de progre-sivo perfeccionamento presidiera su marcha. La Buena Nue-va, en suma, debía mezclarse y desarrollarse al mismo pasoque las personas humanas, y penetrar con ellas en las aso-ciaciones constituidas por ellas. Debía entonces regenerar ysalvar toda sociedad compuesta de hombres: la familia, lanación, todo el consorcio humano, después de haber salvadoal hombre. Debía imponer leyes sanas a todos estos gruposydominarlas en nombre del Dios pacífico, ya que las socieda-

1. No hay que entender aquí por «división» una separación decomunión o de espíritu, ya que esta comunión no puede faltar nuncaa la Iglesia de Jesucristo. El autor entiende por «división» única-mente la mengua de aquella mayor unión actual que nace entreclero y pueblo, cuando éste comprende plenamente los ritos y lasplegarías que aquél realiza y recita en las funciones sagradas.

2. In. 7, 23.

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de~ son obra del hombre, y aquella ley divina que domina ysenorea sobre el hombre, es igualmente señora y dominadoranatural de sus obras.

7. Los Apóstoles, mandados por el divino Maestro parainstruir y bautizar a los pueblos, y formados por su palabray su ejemplo, se presentaron al mundo como los responsa-bles de la gran labor, y se mostraron como investidos deaquella plenitud de espíritu que correspondía a una tan altamisión.

Ellos no se propusieron fundar una escuela filosófica.Loshombres, invitados meramente a esto, no habrían acudidoa la predicación apostólica sino en reducido número, aunqueaquella escuela no hubiera enseñado otra cosa que la ver-dad. Así sucedió con todas las sectas filosóficas de Grecialas cuales no tuvieron mayor concurrencia por razón de laparte de verdad que enseñaban o de la menor cantidad defalsedad que contenían. En aquel caso todas las lenguas jun-tas no hubieran comunicado sino ideas bajo expresiones di-versas. Pero siempre ideas. En cambio, la naturaleza huma-na exigía más: obras reales. Y los Apóstoles no volcaronsobre el género humano meras palabras como habían hecholos filósofos, sino obras. Ni el hecho de hablar todas las len-guas hubiera sido suficiente para el feliz éxito de la empre-sa. Al mismo tiempo, pues, que revelaron a la parte pasivadel entendimiento humano verdades luminosas y profundosmisterios, y proveyeron para que se imitaran ejemplos he-roicos, dieron a la parte activa un fuerte impulso, una nuevaorientación y una nueva vida. Nótese bien que cuando hablode las obras con las que los pregoneros evangélicos acompa-ñaron y completaron la eficacia de sus palabras, no preten-do aludir únicamente a los portentos obrados sobre la na-turaleza exterior y con los cuales probaron la divinidad desu misión. La potencia de que se mostraban provistos y conla c~.Ial~oblegaban las leyes de la naturaleza en obsequio ytestimonio de las verdades que anunciaban, a lo más teníapor efecto convencer a los hombres de que su doctrina eraverdadera. La verdad de la doctrina, empero, podía probar-se también de otros modos. Y los hombres podían estar con-vencidos de ella, sin que les satisfaciera. Ya que, como decíasi bien la naturaleza humana aspira a descubrir la verdaden el orden de las ideas y no puede reposar hasta que la hayahallado, la naturaleza, con todo, tiene otra exigencia no menospotente y esencial que aquélla: la aspiración constante a ha-

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llar la felicidad en el orden de las cosas reales, felicidad so-bre la Que la naturaleza humana gravita por ley de su mis-ma naturaleza.

8. ¿Eran, pues, estas obras con las que los Apóstolesreforzaban las elevadas palabras que dirigieron al génerohumano, las virtudes practicadas por ellos?

Sin duda que la virtud es una exigencia esencial del hom-bre. Ya que sin la dignidad moral el hombre es desprecia-ble ante sí mismo. Y quien es despreciable para sí mismo,no es feliz. Los Apóstoles hicieron patentes en sí mismos yante los ojos de los hombres corrompidos, un nuevo espec-táculo: todas aquellas virtudes que ellos mismos habían vis-to e imitado de su divino Maestro.

¿Qué efectos podía producir esto? La exigencia naturalde la virtud era oprimida, sofocada, en el hombre idólatrapor la falsa exigencia de la maldad. Las virtudes del apos-tolado no fueron las que extrajeron del fondo de la natura-leza humana un acento de aprobación, ya que este fondo sehabía convertido en un abismo cuyo acceso era custodiado,como cancerbero feroz, por la perversidad humana a fin deque no penetrara la luz en su interior. Fueron precisamenteaquellas virtudes las que atizaron la ferocidad y crueldad delos hijos de los hombres contra los Apóstoles del Señor, yéstas se saciaron y complacieron en su sangre. La misma fiso-nomía de la virtud, o había sido olvidada por los hombres, oera conocida sólo por su odio. Y donde algunos de mejor vo-luntad reconocieron algún vestigio de su belleza y fueron to-cados por un rayo de luz de sus atractivos divinos, la perfec-ción inaccesible con la que la practicaban los enviados deCristo, no podía menos de aumentar en ellos, privados defuerzas morales, la desesperación en conseguirla, hundiéndo-los en el envilecimiento que es hijo de la desesperación ypadre de aquel reposo de muerte en el que el hombre ex'tenuado por la depravación extingue toda su actividad y seabandona conscientemente al vicio. Tanto más, cuanto queen la vida de aquellos nuevos enviados aparecía un orden devirtud extraño a la humanidad, por razón de ser sobrenatu-ral. Y las virtudes sobrenaturales, no sólo no podían sercomprendidas, sino que ni podían ser justificadas. A no sermediante una sabiduría que empezaba por considerar comoiocura cuanto la prudencia humana creía poseer de más in-dudable y ventajoso hasta entonces y ser también lo quemás aplaudía de sí misma.

4S

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9. Así, pues, las doctrinas evangélicas no podían pasara ser potentes y eficaces por obra de milagros admirables ode ejemplos virtuosos que las acompañaran hasta penetrary dominar a la humanidad en sus principios y en su desarro-llo, ya que aquéllos no tenían otra virtud que la de demos-~rar la verdad de la teorías predicadas, de por sí estériles emeficaces: el valor de los milagros y de los ejemplos no po-día ni quería ser apreciado por hombres sumergidos en elvicio. A lo más eran admirados por pocos, vana y parcialmen-te, en cuanto prodigios de seres extraordinarios que no po-día~ ser imitados por el común de los mortales. ¿Dónderadicaba, pues, aquella secreta virtud que hacía que las pa-labras .apostólicas fueran algo más que meras palabras,muy lejanas de las que proferían los maestros de la sabidu-ría humana? ¿De dónde derivaba aquella fuerza salvadoraque sobrevenía al hombre hasta el recinto más profundo delalma, triunfando sobre él? ¿Qué obras singulares añadíanlos Apóstoles para salvar al hombre entero, en su parte inte-lectiva y afectiva, y someter todo el mundo a una Cruz?

Para conocer estas obras con las que los Enviados de Cris-to,. por mandato, debían acompañar el eco de sus voces, hayque recordar el texto referente a la misión que recibieron.¿Qué les dijo Jesucristo? «Id y enseñad a todos los pueblosbautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí-ritu Santo.» J Nunca sabio alguno había hablado en estostérminos a sus discípulos. Con semejante precepto se deter-mina cómo los Apóstoles deberán comportarse tanto en re-lación a la parte receptora del hombre, como a la actividadque le es inherente. Respecto a la inteligencia, que es pasivaen cuanto tiene la función de recibir la verdad, les fue di-cho «enseñad a todos los pueblos». Y contemporáneamente,les fue manda~o regenerar a la voluntad en la que residetoda la actividad humana e incluso resume en sí a todo elhombre, cuando se les dijo «bautizándolos en el nombre delPadre, del Hijo y del Espíritu Santo». Se instituyó así unSacramento que es la puerta de todos los demás y en el quese oculta la virtud recreadora del Dios uno y trino que debíaobrar la renovación de la tierra y la resurrección de la yaextenuada en el pecado y eternamente perdida humanidad.

10. Fueron, pues, los Sacramentos los ritos misteriososy las obras poderosas que sirvieron a los Apóstoles para re-

formar al mundo entero. Y entre ellos, el más grande detodos, a saber, el Sacramento que nace del sacrificio del Cor-dero que había dicho al alimentarlos con la propia carneantes de morir: «Haced esto en conmemoración mía.»' Es-tos sacramentos eran también palabras, es decir signos, peropalabras que nunca tuvieron las escuelas de los sabios deGrecia. Palabras que no llegaban sólo a los oídos materialesni instruían solamente a la inteligencia, sino que revelabanal corazón reanimado del hombre la inmortal belleza de laverdad, los premios reales de la virtud. Manifestaban Diosal sentimiento, el Dios que se ocultó para no ser contamina-do por el contacto de la humanidad impura. Por último, eranpalabras y signos, mas palabras y signos de Dios, palabrasque creaban un alma nueva en el interior de la vieja, creabanuna nueva vida, un nuevo cielo y una tierra nueva. En suma,lo que los Apóstoles añadieron a su predicación, fue el cultocatólico que consiste principalmente en el Sacrificio, en losSacramentos y en las plegarias anexas.

11. Las doctrinas que se divulgaban con la predicación,eran otras tantas teorías. Mas la fuerza práctica, la fuerzade la acción, nacía del culto en el que el hombre debía ob-tener la gracia del Omnipotente. Se hizo frecuente la confu-sión de las dos palabras moral y práctica, dándoles un sig-nificado común, Y... hablándose igualmente de filosofía moraly de filosofía práctica. Sucedió así que cuando el filósofoenseñaba los preceptos de la moral, se persuadía de que conello ya era hombre virtuoso, y sus discípulos se convencieronde poseer ya en sí mismos la virtud y de haber quedado puri-ficados de los vicios por el solo hecho de haber oído y ense-ñado la definición del vicio y de la virtud. ¡Infeliz orgullohumano! ¡Diabólica soberbia de la mente que cree haberrealizado en sí todo el bien, e ignora que el conocimiento noe~ más que un modesto y elemental inicio del bien, y que elbien verdadero y consumado pertenece a la acción real, a lavoluntad efectiva, y no al simple entendimiento! Y no obs-tante, esta arrogancia de la inteligencia es la perpetua se-duc~ión de la huma~:lÍdad,siempre vigente desde que nació,el día en que fue dicho al hombre: «Vuestros ojos se abri-rán y seréis semejantes a Dios.»5

12. Cuando el autor del hombre se decidió a reformarlo,

3. Mt. 28, 19.4. Le. 20, 19; 1 Coro 11, 24-25_S. Gén. 3, 5.

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no se contentó con manifestar a la inteligencia los preceptosmorales, sino que comunicó aun a su voluntad !~tuerzapráctica para practicarlos. Y si esta fuerza la umo a CIer-tos ritos externos, fue debido a que quería mostrar qu~ .ladaba gratuitamente al hombre, pudiendo añadir l~s condicio-nes que más le agradaran. Si q~iso. que estos ntos fueranotros tantos Sacramentos, es decir, signos, era para que f.~e-ran adaptados a la naturaleza del ser. par.a cuya salvacióneran instituidos. Convenía a este ser inteligente, que ;;e lecomunicara la vida y la salvación precisamente a traves de~~~y~~~. .

13. La gracia que fortifica la voluntad. es com~mcadamediante la inteligencia. El cristiano per~l~e a DIOS co~este sentido intelectivo: vive de este sentimiento y p_or .eles eficaz en la acción. Los Apóstoles y sus suce~ores ana die-ron a los pocos sacramentos instituidos l?or C:nsto, adornosconsistentes en santas plegarias, ceremomas, signos externosy ritos muy nobles, a fin de que el culto público del Reden-tor de los hombres, resultara más adecuado para honra delHombre-Dios y más adaptado a la asamblea de los creye~-tes en su palabra. Con ello siguieron el ejemplo que les dIOel Maestro divino, es decir: no introdujeron ~? el t~mplocosa alguna privada de significado. Toda locución debla ex-presar las elevadas y divinas verdades, ya que ~ada absolu-tamente de cuanto se realizaba en las sacras reumones -don-de se congregaban para adorar y rogar al Ser. que pe~etra co~su irradiación las inteligencias de las cnatures intelecti-vas- podía ser inexpresivo y falto de la luz ~e la ~erdad.Allí la Inteligencia suprema recibía el obsequio raCIOnal. ymarcaba, penetraba e inflamaba vitalmente aquellas cr~a-turas. Dichas ceremonias y sacramentales que la .Igl~SI~,según el poder recibido, añadió a la parte del culto instituí-da por Cristo que constituye el t.un~amento de .todo el cul-to católico, no sólo poseen un significado propio como !o.sSacramentos, sino que participan también de su fuerza VIVI-ficadora, por lo que, mediante la fe,. de ~os s~grados '! verda-deros significados orientados a la inteligencia, des.clende alcorazón una virtud confortante que recobra y reamma en élla voluntad del bien.

14. Hagamos, empero, otra observ~ció~, sobr.e .el cult?cristiano introducido junto con la predlcacIOn, crísttana. DI-cho culto -al que Dios unió su gracia, que debla hacer capa-ces a los hombres de practicar las doctrinas morales que les

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eran enseñadas-, no fue solamente un espectáculo presentadoa los ojos del pueblo y en el que él no debía intervenir sinopara contemplar lo que se hacía como si no fuera parte yactor en la misma escena cultual. Cierto es que el pueblo delos creyentes en Cristo podía ser instruido sólo con ver loque se realizaba en la Iglesia, como simple espectador de lasagrada representación: Dios, patrón absoluto de sus do-nes, de haberlo querido, hubiera podido conectar la influen-cia vivifican te de su gracia con el sólo hecho de contemplarlas funciones del culto realizadas por los sacerdotes. Para or-denar, empero, todas las cosas al hombre y de la maneramás conveniente, no quiso hacerla. Es más, quiso que elmismo pueblo, en el templo, jugara una parte importanteen el culto: quiso que en algunos momentos se realizaranacciones sobre el pueblo (como sucede cuando se le aplicanlos Sacramentos y las bendiciones eclesiásticas), y en otros,que el mismo pueblo unido al clero por la inteligencia nomenos que por la voluntad, interviniera junto con él comolo hace en todas las plegarias en las que el pueblo reza, res-ponde a las salutaciones o invitaciones de los sacerdotes, co-munica la paz recibida, ofrece e interviene incluso cual mi-nistro del Sacramento, como en el Sacramento del Matrimo-nio. En suma, en la Iglesia católica el clero a veces repre-senta a Dios y habla y obra en nombre de Dios sobre elpueblo; otras veces el clero se mezcla con el pueblo, y comoperteneciente al cuerpo de la humanidad unificado por unamisma Cabeza, habla a Dios y de él espera las misteriosasintervenciones a fin de que le devuelva la salud moral y lofortalezca. De manera que el culto sublime de la santa Igle-sia es uno sólo, y resulta del clero y del pueblo, los cualescon ordenada concordia y según la razón realizan juntosuna sola y misma acción.

15. En la Iglesia todos los fieles, clero y pueblo, repre-sentan y forman aquella espléndida unidad de la que Cristohabló cuando dijo: «Donde estén dos o tres reunidos en minombre y convengan en las cosas que pedirán, allí estaréyo en medio de ellos.» 6 Y en otro lugar dice hablando alPadre: «y yo les he dado la gloria que tu me diste, a finde que sean una sola cosa, como nosotros somos una solacosa.» 7 Considérese que esta inefable unidad de espíritu de

6. Mt. 18, 20.7. In. 17, 22.

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la que habla Cristo con tan sublimes palabras y que tantorepite, halla su fundamento en la «claridad de luz intelecti-va» que Cristo dio a su Iglesia a fin de que los fieles fuesenuna sola cosa con él, unidos a una misma verdad, o mejor,unidos a él que es la verdad misma. Y para ser perfectamenteconcordes en las cosas que piden a Dios los que se reúnenpara suplicarle lo que necesitan, es preciso, o al menos muyútil, que todos comprendan lo que dicen en las plegarias queelevan conjuntamente al trono del Altísimo. Dicha unanimi-dad perfecta de sentimientos y de afectos viene a ser, pues,la condición establecida por Cristo para el culto que le rin-den los cristianos, a fin de que dicho culto le sea aceptabley él esté en medio de ellos. Es digna de consideración la in-sistencia con que Cristo expresa esta condición O ley quedebe distinguir la verdadera plegaria cristiana, y separarlade la hebraica, que consistía en un culto material y en unafe implicita. Ya que no se contenta con decir que sus fielesrecen juntos y unidos en un consentimiento de voluntad,sino que dice expresamente que los quiere unidos «en todocuanto le piden». ¡Hasta tal punto Cristo es solícito parala unidad de los suyos! Unidad no de cuerpos, sino de mentey de corazón; unidad por la que el pueblo cristiano de todacondición, reunido al pie de los altares del Salvador, no for-ma más que una persona y constituye aquel Israel que, se-gún la frase de la Sagradas Páginas, lucha y avanza como «unúnico hombre». Ahora bien, ¿cuándo se verifica que todo elpueblo cristiano sea concorde en todo y perfectamente uno, ano ser cuando los cristianos reunidos en el templo realizanjuntos las sagradas funciones, por lo general sabiendo loque hacen allí, y lo que se realiza sobre ellos, todos tratandolos mismos comunes intereses, todos, en suma, intervinien-do en el culto divino no sólo materialmente, sino con perfec-to entendimiento de los sagrados misterios, de las oraciones,símbolos y ritos de los que se compone el culto divino? Porconsiguiente, es necesario, o por lo menos muy útil y conve-niente que el pueblo pueda comprender las palabras de laIglesia en el culto público, que sea instruido sobre lo que sedice y se hace en el santo sacrificio, en la administración delos Sacramentos, y en todas las funciones eclesiásticas. Contodo, el hecho de que el pueblo esté casi dividido y separadode la Iglesia en un culto que no comprende, constituye laprimera de las llagas abiertas y patentes que derraman san-gre viva en el cuerpo místico de Jesucristo.

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16. Con esta exposición * no pretendo decir que si uncristiano, sin culpa propia ignora el sentido de los ritos dela Iglesia y está privado de la comprensión explícita de cuan-to se dice y se hace en el ejercicio del culto público, nopueda ya rezar santamente, no pueda elevar oraciones acep-tables a Dios. Sé muy bien que "el Espíritu, como dice S.Pablo, ayuda nuestra debilidad. Ya ~ue, aña~e~ no sabemosqué pedir como conviene. Pero el mismo Espíritu ruega I!0Inosotros con gemidos inenarrables, y quien escruta los co-razones sabe lo que desea el Espíritu, ya que él pide porlos santos según Dios».' No ignoro que la voz de los simplese ignorantes penetra los cielos si es movida por el Espíritudivino. ¡Pobre humanidad si así no fuera! Lo que pretendoafirmar solamente es que, después que Cristo y la Iglesiahan instituido el culto divino de modo que esté compuestode palabras y de signos que tengan un sentido y con los cua-les se habla al pueblo cristiano y éste responde o toma par-te activa, parece conveniente y conforme a las intencionesde Cristo y de la Iglesia, que el pueblo, en general, asista yrealice con la máxima comprensión posible la función quele es asignada. Así como también quiero decir que donde estose realiza, el pueblo experimenta un gusto y un mayor de-leite espiritual en las sagradas funciones, se enfervoriza sucorazón, adquiere mayor estima, reverencia y devoción enlos ejercicios de la piedad cristiana, y sobre todo se uneal clero, cuya dignidad conoce mejor. Y por consiguiente, lacaridad se difunde suavemente entre clero y pueblo y entrelos fieles que lo componen por razón de la unanimidad delos santos afectos, de los religiosos sentimientos y de una co-municación espiritual por los que todos se sienten eficaz-mente unidos en un solo corazón, en una sola alma, comouna sola familia cuyo Padre es Dios. ¡Cuánto contribuye todoesto a la difusión en los corazones de los fieles de aquel Es-píritu que ora y pide con gemidos inenarrables! ¡Cómo ayu-da a mantener al pueblo cristiano adicto a sus maestros enCristo, sumiso y obediente al clero que lo debe guiar en elcamino de salvación!

17. Se dieron otras causas de una tan dolorosa e infaus-ta división. Pero dos, en modo especial, parecen haber sidolas principales.

* [El n. 16 es todo él una añadidura manuscrita y autógrafa.]8. Rom. 8, 26-27.

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En los símbolos instituidos por Cristo y en los ritos aña-didos por la Iglesia nos viene expresada y figurada toda ladoctrina perteneciente tanto al dogma como a la moral delEvangelio, y en un idioma común a todas las naciones: lade los signos, que sitúan las verdades ante los ojos medianterepresentaciones visibles. Pero este idioma natural y univer-sal exige, para ser plenamente entendido, que sus destinata-rios posean antes en sí mismos el conocimiento de las ver-dades cuyo recuerdo se quiere suscitar en su ánimo. Elpueblo cristiano tanto menos comprende y percibe los altossignificados expresados por el culto cristiano, cuanto menoses instruido con la predicación evangélica. Por lo cual Cris-to quiso que la enseñanza de la verdad precediese a las ac-ciones del culto: antes de decir «bautizad las naciones», dijoa sus Apóstoles «instruidlas», Por consiguiente, la escasezde una plena y vital instrucción del pueblo cristiano (afecta-da por el prejuicio pagano arraigado en muchos según elcual es conveniente mantenerlo en una media ignorancia, otambién que no es apto para recibir las más sublimes ver-dades de la Fe cristiana), constituye la primera razón delmuro de división que se eleva entre él y los ministros de laIglesia.

18. Dije plena y vital instrucción, ya que en cuanto ainstrucción material quizás abunda más en nuestro tiempoque en otros. Los catecismos están en la memoria de todos.Los catecismos contienen las fórmulas dogmáticas, expre-siones conclusivas más simples y más exactas a las que me-diante los trabajos conjuntos de todos los Doctores que flo-recieron durante muchos siglos, éstos resumieron toda ladoctrina del Cristianismo con admirable sutileza de entendi-miento, especialmente asistidos por el Espíritu Santo pre-sente en los Concilios y que siempre habla en la Iglesia ex-tendido por doquier. Tanta concisión y exactitud en las fór-mulas doctrinales constituye, sin duda, un progreso. La pala-bra se convierte toda ella y exclusivamente en verdad. Setraza un camino seguro a través del cual los instructorespueden hacer vibrar en los oídos de los fieles a los que ins-truyen -y sin mucho trabajo por parte de aquéllos- losdogmas más recónditos y sublimes. Pero ¿constituye igual-mente una ventaja que los maestros de las verdades cristia-nas puedan ser dispensados de un estudio personal y pro-fundo de las mismas? Si se les ha facilitado el hacer llegarfórmulas exactas a los oídos de los fieles que instruyen, ¿se

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ha facilitado igual~ente que dichas fórmulas penetren ensus mentes, que bajen hasta el fondo de sus corazones dondeno pueden lle~~r si no es a t:avés de sus mentes? El hechode la abreviación de la doctrina, el hecho de. que las ex~re-siones de las que se ha revestid? ~sta doct~ma hayan, s.Idollevadas a una perfección y a la ultlm~ exactitud dog~atlc~,y sobre todo, el hecho de ha"?erlas fijad? de modo mI?ovl-ble y, por decirlo así, hayan sido conv~rtldas ~n eXpreSI?neSmicas 'acaso ha motivado que sean mas accesibles a la mte-u , (. .ligencia común? Quizás no pueda. dudars~ que una. CIertamultiplicidad y variedad de expresiones sena un medio aptopara introducir el conocimiento de. la verdad en las mentesde la multitud, ya que una expresión aclara a la otra, y ~lmodo o forma que no es apto para un auditor, resulta admi-rablemente adaptado para otro. En suma, con la ayuda, pordecirlo así, de toda la riqueza variada de.l idioma divino,¿acaso no se intentan mejor todos los cammos, no se apre-mian todos los accesos por los cuales la palabra penetra enlos espíritus de los auditores? ¿Acaso no es verdad qu.e ';lnaúnica e inmovible expresión está privada tanto de movimien-to como de vida, y deja también inmóvil la mente y. el cora-zón de quien la escucha? Un instructor que pronuncia lo queél mismo no entiende, por más escrupuloso que sea en rep~-tir verbalmente lo que recibió en otra parte, ¿acaso no marn-fiesta que tiene helados los labios y derrama escarcha en vezde irradiar el calor entre sus auditores? Las palabras y lassentencias, cuanto más perfectas y llenas son, tanto m~srequieren inteligencia para llegar hasta el fondo, tanto ma~exigen sabias explicaciones. Ya que resultan para la multi-tud como el pan sólido para el estómago del niño: no lodigiere mientras no se le dé molido y triturado: Aquellasfórmulas, imperfectas si se quiere, que en otros tiempos seusaban para enseñar los dogmas cr~stianos, quizás ten~an ensu misma imperfección esta ventaja: que no comurncabanal género humano la verdad entera y sólida, sino diríase másbien fragmentada en partes, y la explicación por extenso en-mendaba el defecto -si lo había- de las expresiones. Uníay reunía las partes de verdad fragmentadas ún~camente enla expresión. Por no decir que era la verd~d misma la ,quese juntaba y unía en las mentes y en los ámmos de aquéllosen los que había penetrado, y por sí misma se construía y secompletaba. Es cierto, la verdad no puede actuar en los es-píritus si en vez de ella nos contentamos con su imagen muer-

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ta, con las palabras que la expresan a buen seguro de modoexactísimo, pero cuya exactitud sirve poco más que paramover la sensación del oído, ya que aquellas palabras tropie-zan y mueren en los oídos. Es verdad que cuando se trata deadmitir a un niño en la celebración de los Sacramentos másimportantes, se pide con solicitud que conozca los princi-pales misterios. El niño recita las fórmulas y prueba asíque los conoce. Aunque también se puede dudar de si elniño que pronuncia de memoria las palabras del catecismo,sabe algo más sobre aquellos misterios de lo que conoce otroque nunca ha oído hablar de ellos. ¿Hay que concluir quela introducción moderna de los catecismos ha sido más da-ñosa que ventajosa para la Iglesia? De ser así el efecto pro-ducido por una institución que de sí misma prometía tanto,sería sorprendente. Hay que afirmar de dichos admirablescompendios de la doctrina cristiana, lo que el Apóstol decíade la ley de Moisés: «son sin duda santos, justos y buenos;son útiles en manos de quien sabe usarlos justamente».' Porlo tanto, el defecto está en el hombre, no en la cosa en sí. Elcatecismo moderno es una óptima invención en sí misma:debía aparecer en la Iglesia debido a la ley de progresióna la que está sujeto todo lo humano sostenido por la Iglesia.Puede hacerse fructificar admirablemente por maestros há-biles y espirituales. Que el clero reflexione sobre ello: se lepedirá cuenta del bien o del mal que habrá causado tanto éstacomo todas las demás admirables instituciones con las queel Espíritu Santo enriquece continuamente la Iglesia delVerbo y que, muertas por sí solas, esperan la vida por obrade la sabiduría del clero.

19. Pero no solamente los ritos hablan al cristiano. Ala expresión de la acción y a los signos visuales, Cristo en lainstitución del culto, y la Iglesia, añadieron signos auditi-vos, a saber, la palabra vocal: ésta, ya al principio, necesa-riamente, debió variar según las diversas naciones. No obs-tante, a fin de subsanar este impedimento para una prontacomunicación, la Providencia tenía preparado el imperio ro-mano: formando una sola comunidad de innumerables nacio-nes, había extendido la lengua latina hasta las extremida-des de la tierra. Los pueblos llamados al Evangelio se halla-ron con una lengua común por la que comprendían las pa-labras que acompañan, explican y, aun más, informan los

9. Rom. 7, 12; 1 Tim. 1, 8.

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Sacramentos y los ritos. Por esta razón precisamente las pa-labras constituyen la forma de los Sacramentos: porqueCristo mediante signos más concretos, quiso hablar de modototalmente claro a la inteligencia, y dirigiéndose a ella, ac-tuar místicamente. Por lo que convenía que la virtud delsacramento no fuese inherente a la materia usada -de porsí misma muda y que no expresa nada de determinado-,sino a la palabra, que manifiesta a la mente el uso de aque-lla materia y el fin por el cual se usa. Así, el entendimientorecibía luz por el significado de las cosas que se le manifes-taban, y fuerza por la gracia administrada en el sagradorito. Y no es que la gracia del Sacramento sea impedida porla ignorancia de quien lo recibe sin comprender el signifi-cado de las palabras sagradas, ya que los Sacramentos obranex opere operato: pero quien comprende su significado pue-de cooperar mejor a la misma gracia.* Ahora bien, las gue-rras y las mezclas de pueblos cambiaron los idiomas. De talmanera que la lengua de la Iglesia hace ya mucho tiempoque dejó de ser la lengua de los pueblos, y debido a un tangran cambio el pueblo se halló en la obscuridad, dividido enla inteligencia respecto a la Iglesia que siguió hablando deél, a él y con él. A lo cual no puede responder mejor de loque puede un peregrino errante en tierra extranjera dondeno oye sino sonidos fuera de uso para él, y privados com-pletamente de sentido.

20. Estas dos calamidades, la disminución de la instruc-ción vital y el cese del latín, cayeron contemporáneamentesobre el pueblo cristiano debido a una misma causa, a saber:la invasión de los bárbaros del norte en tierras meridionales.El paganismo y su espíritu penetró en lo más íntimo de lasociedad. La doctrina cristiana había dominado hasta en-tonces sólo a los individuos. La misma conversión de losemperadores no era otra cosa que la adquisición de indivi-duos, ciertamente poderosos, pero individuos. Y en los des-tinos del cristianismo, a los que todo obedece, estaba escri-to que la palabra de Cristo debía penetrar en la sociedad,debía juzgar las ciencias y las artes después de haber juzga-do a los hombres, y que toda cultura, toda floración huma-na, todo vínculo social, sólo a partir de ella debía rebrotarde nuevo. Por consiguiente, la Providencia condenó la socie-dad antigua a la destrucción y la arrasó desde sus funda-

* [El período precedente fue añadido por el autor.]

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mentas. Para llevar a término un tal anatema, las hordas delos bárbaros, guiadas por los ángeles del Señor, no sóloarruinaron el imperio romano sucediéndose y cubriéndoseunas sobre las otras, sino que trituraron incluso sus ruinas.Así se preparó un suelo despojado para el gran edificio de lanueva sociedad de los creyentes. Realmente, en el curso dela humanidad, la edad media es un abismo que separa elmundo antiguo del nuevo, los cuales no tienen más comuni-cación entre sí, de la que poseen dos continentes divididospor un océano interminable. En la balanza de la sabidu~íadivina, las dos calamidades, la de la ignorancia y la pérdidade la lengua de la Iglesia -calamidades que en aquellas cir-cunstancias cayeron sobre los fieles-, pesaron menos queel bien que dicha sabiduría consideró en la destruccion ra-dical de las instituciones sociales y de las costumbres de laidolatría. Mediante un tan terrible juicio, el Eterno aceleró eladvenimiento sobre la tierra de una sociedad bautizada, tam-bién ella, con sangre, por decirlo así, y regenerada en lapalabra del Dios vivo.

21. Si por estas dos calamidades Dios permitió que suIglesia fuera herida por una tan amplia llaga, como es la di-visión del pueblo cristiano y del sacerdocio en las funcionesdel culto ¿significa esto que la llaga sea incurable? ¿Seráverdad que el pueblo en el templo del Señor -donde por ins-titución primitiva no es sólo expectador, sino en gran parteactor-, debe conservar apenas nada más que una presenciamaterial? Digo apenas, ya que resulta demasiado duro a unpueblo de inteligencia avispada tener que intervenir en ritosen los que no se siente implicado y que ni tan sólo entiende,"Esta repugnancia en frecuentar las iglesias cristianas, da lu-gar después a una motivación injusta y por la cual la indis-creción humana llega a menudo a dar un sentido muy extra-

10. La institución de los Oratorias y de las Congregaciones ma-rianas, fue obra de algunos santos que se dieron cuenta que la pie-dad del pueblo cristiano tenía necesidad de algún alimento parti-cular, siendo insuficientes las funciones públicas de la Iglesia. Hom-bres severos que se atienen a teorías y que se fijan poco en las nue-vas circunstancias, alzaron la voz contra dichas instituciones, igualcomo contra aquellas que, según su modo de ver, son nuevas en laIglesia y desconocidas en la venerable antigüedad, y que les parecencomo un deshonor para las funciones comunes de la Iglesia, comosi éstas no bastaran, a pesar de haber sido siempre suficientes enlos primeros siglos. Censores tan severos y tan atrevidos, empero,no piensan en el hecho de que las funciones sagradas se han con-

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ño y lejano de la verdad a aquel compelle intrare del Re-dentor_

Si las naciones han sido hechas de manera que puedanser susceptibles de curación, mucho más lo son los malesde la Iglesia. Me parecería ser injurioso a su divino Autor,el pensar que respecto a aquéllos por los que oró a su DivinoPadre a fin de que hiciera «de todos sus discípulos una solacosa, como Él y el Padre eran una sola cosa»," permitieradespués, que siempre durara un tal muro de separación en-tre pueblo y clero," y que el pueblo, para el cual ha nacidola luz del Verbo, asistiera a los más grandes actos de dichoculto, -iba a decir como asisten a él las estatuas y las co-lumnas del templo-, sordo a las palabras que su madre, laIglesia, le dirige en los momentos más solemnes cuando ellale habla y actúa en persona y en acto de Iglesia. Igualmenteinjurioso me parecería que el sacerdocio, segregado del pue-blo casi diría a una altura ambiciosa en cuanto inaccesible,e injuriosa en cuanto ambiciosa, degenerase en un patri-ciado, en una sociedad peculiar, es decir, dividida respectoa la sociedad entera, con intereses propios, con leyes y cos-tumbres propias. Tales pueden ser las deplorables consecuen-cias provenientes de un motivo pequeño en apariencia. Conse-cuencias a las que sería sometido inevitablemente el sacer-dacio que no estuviera ya presente entre el pueblo, o lo estu-viera sólo materialmente, mientras que en realidad se ausen-tara de la grande y popular comunidad de los fieles.

22. Ahora bien: si la llaga es curable ¿cuál será la medi-cina saludable? ¿y.quién la aplicará a la llaga? **

Por más que hayamos expuesto la desventaja provenien-te del hecho de haber desaparecido del pueblo la compren-sión de la lengua latina, no obstante, no pretendemos queconvenga traducir a las lenguas vernáculas la sagrada Litur-gia. No sólo la Iglesia latina sino también la griega y la orien-

vertido en inaccesibles al pueblo. Por otra parte, san Felipe Neri, sanIgnacio y otros que se preocupaban del bien de las almas, son tes-timonios serios de la verdad de nuestras palabras.

11. In. 17, 11.* [Ha sido borrada la siguiente frase: «Y que todo lo que se di-

ce Y se hace en la celebración de los divinos misterios resultaralleno de ficciones».]

** [El n. 22 Y el primer párrafo del n. 23 han sido añadidos com-pletamente de nuevo, por lo que resulta evidente la obediencia deRosmini a las disposiciones de la Iglesia de aquel tiempo.]

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tal mantuvieron constantemente las liturgias en las lenguasantiguas en las que fueron escritas. Una sabiduría divina asis-te a la Iglesia católica tanto en sus decisiones dogmáticas ymorales como en sus disposiciones disciplinares. Adherién-donas plenamente a una tal sabiduría," reconocemos quela desventaja de una lengua no comprendida por el puebloen las sagradas funciones, es compensada por algunas ven-tajas, y que al querer traducir los sagrados ritos a las len-guas vernáculas, se chocaría con mayores dificultades y seaplicaría un remedio peor que el mismo mal. Las ventajasde la conservación de las lenguas antiguas son principal-mente éstas: las antiguas liturgias representan la inmutabi-lidad de la fe; unen diversos pueblos cristianos en un solorito y con un mismo lenguaje sagrado, haciéndoles sentirmejor la unidad y la grandeza de la Iglesia y su común fra-ternidad; una lengua antigua sagrada posee algo de venera-ble y de misterioso a manera de lenguaje sobrehumano y ce-lestial, por lo que para los mismos paganos las lenguas anti-guas se convirtieron en sagradas y divinas, y fueron mante-nidas constantemente en sus ceremonias religiosas y plega-rias solemnes; se infunde un sentimiento de confianza enquien sabe que ora a Dios con las mismas palabras con lascuales oraron durante tantos siglos innumerables hombressantos y nuestros padres en Cristo; otra ventaja es el hechode que las lenguas antiguas estén ya adaptadas por obrade Ios santos para expresar convenientemente todos losmisterios divinos. Las dificultades que se originarían al tra-ducir la liturgia y las plegarias de la Iglesia a las lenguas mo-dernas, además de la pérdida de las ventajas mencionadas,serían principalmente éstas: existen innumerables lenguasmodernas, y por lo tanto, además de intentar un trabajo in-menso, se introduciría una gran división en el pueblo, dis-minuyendo así 'aquella unidad y concordia que tanto desea-mos y que queremos inculcar con este librito. Las lenguasmodernas son variables e inestables, por lo que apareceríainmediatamente un cambio continuo en las cosas sagradas

12. En la Bula dogmática Auctorem [idei, promulgada por Pío VI,se definió: «Propasito Synodi, qua cupe re se ostendit, ut causa etollerentur, per quas ex parte inducta est oblivio principiorum adliturgiae ordinem spectantium, revocando illam ad maiorem rituumsimplicitatem, eam vulgari lingua exponendo et elata voce projeren-do; temeraria piarum aurium ofiensiva, in Ecclesiam contumeliosa, fa-vens haereticorum in eam conviciis. (Prop. XXXIII, et iterum LXVI).»

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cuyo carácter es la estabilidad. No pudiéndose ponderar con-tinua y suficientemente tantos cambios, éstos pondrían enpeligro la misma fe. El pueblo, muy celoso de la uniformidady estabilidad del culto sagrado, al que fue habituado de pe-queño, sospecharía del cambio y le parecería que con el cam-bio de la lengua se le cambiaba la religión. Las lenguas mo-dernas no siempre estarían convenientemente formadas paraexpresar todo lo que expresan de religioso las lenguas anti-guas modificadas debidamente por el espíritu del cristianis-mo por obra de los santos. No he enumerado aquí todas lasventajas de las lenguas antiguas ni todos los inconvenientes delas modernas. Pero sólo lo que ya he señalado basta parademostrar plenamente que para obviar el daño de la separa-ción indicada entre clero y pueblo en las sagradas funciones,no se puede aplicar el remedio consistente en introduciren las Iglesias otras lenguas diversas de las que se usan yque están consagradas por el uso de los siglos: es más, esteremedio, como hemos dicho, sería peor que el mismo mal.

23. Excluido este camino, no quedan sino dos posibili-dades: una es la de mantener tanto como se pueda el estu-dio del latín, difundiéndolo entre el mayor número posiblede fieles, a lo que podrá contribuir en gran manera el me-joramiento de los métodos que hagan más fácil y breve laenseñanza. La otra es la de dar al pueblo cristiano una dili-gente explicación de las sagradas funciones, introduciendotambién la costumbre de que los fieles que saben leer (todosdeberían saber) asistan a los oficios eclesiásticos con librosadaptados en los cuales se lea en el lengua vernácula lo queen la Iglesia se recita en latín.

¿Pero quién, nos preguntamos, aplicará estos remediossaludables? El clero. Únicamente el clero católico puede,ante todo preparar, y después obtener la curación de lasllagas que hemos señalado. Está confiado al clero el ejerci-cio de toda caridad laboriosa: en sus labios se halla la pa-labra de vida. Cristo se la puso para salvación de la humani-dad. ~l es la sal, él es la luz, él es el médico universal.

¿Qué impide, pues, que la medicina no se preste solícita-mente, no se aplique?

Esto proviene de otra llaga de la Iglesia de la que brotano menos sangre que de la primera: es la insuficiente ins-trucción del mismo clero.

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11. La llaga de la mano derecha de la santaIglesia: la insuficiente educación del clero

24. La predicación y la liturgia eran las dos grandes es-cuelas del pueblo cristiano en los mejores tiempos de laIglesia. La primera instruía a los fieles con palabras. La se-gunda, con palabras y con ritos. Y entre ellos, instruía prin-cipalmente por medio de los que su divino Fundador enrique-ció de manera particular con efectos sobrenaturales, a sa-ber: el Sacrificio y los Sacramentos. Ambas instruccioneseran totales: no iban orientadas sólo a una parte del hombre,sino a todo él. Como decíamos, lo penetraba, y lo conquistaba.No eran palabras dirigidas sólo a la inteligencia, ni símbolosque no tuvieran más virtud que sobre los sentidos. Sino que,sea a través de la mente, sea a través de los sentidos, ambosungían el corazón e infundían en el cristiano un alto senti-miento en relación a todo lo creado. Sentimiento misteriosoy divino que era activo, omnipotente como la gracia que loconstituía, ya que las palabras de la predicación evangélicaprovenían de santos que derramaban sobre sus auditoresaquella abundancia de espíritu de la que ellos rebosaban. Ylos ritos, de suyo ya eficaces, lo eran mucho más debido a labuena y óptima disposición de los fieles preparados a reci-bir los efectos saludables de la palabra de los Pastores, ytambién por razón de la clara comprensión de todo lo que sehacía y de lo que ellos mismos realizaban en la Iglesia. De ta-les fieles surgían los sacerdotes. ~stos comunicaban a la Igle-sia, que los elegía para el alto honor de ministros suyos,una doctrina preparatoria, tan grande como la fe que habíanalcanzado junto con el común de los fieles en la misma ac-ción de la plegaria y contemporáneamente a la visita divina,es decir, de la gracia. Lo cual les hacía conocer y sentir ínti-mamente en toda su amplitud la sublime religión que profe-saban. Ciertamente, conociendo el pueblo del que provienen,se puede ya hablar de los ministros del Santuario. Y con elsolo conocimiento de los fieles de los primeros tiempos y desus santas asambleas, nos bastaría para saber cómo debíanser sus sacerdotes. Así se explican los pasajes que aparecenante nuestros ojos como prodigios inexplicables y por los

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que a veces un simple laico aclamado por los gritos de lamultitud como pastor suyo, y negándose él en vano, se con-vertía en pocos días en obispo consumado: cosa nada extra-ña en la antigüedad que nos legó tantos ejemplos como elde san Ambrosio, san Alejandro, san Martín, san Pedro Cri-sólogo y otros tantos, elevados sin más del humilde estado desimples fieles y de la vida oculta u ocupada en la direcciónde cosas profanas, al episcopado. Estos, tan pronto eran co-locados sobre el candelabro, irradiaban un maravilloso res-plandor sobre toda la Iglesia.

25. En virtud de la misma ley, también nuestros cléri-gos son tales cuales son nuestros fieles. Ya que, comúnmen-te hablando, no pueden ser de otra manera proviniendo decristianos que en )as sagradas ceremonias quizás nuncahan entendido cosa alguna, y que han intervenido cual ex-pectadores extranjeros presentes en una escena sobre la queno saben muy claramente que se trata de sacerdotes. Estosquizás nunca tuvieron el sentimento de la propia dignidadde miembros de la Iglesia. Nunca concibieron ni experimen-taron aquella unión en un solo cuerpo y en un solo espíritu,en la que clero y pueblo se prostran ante el Omnipotente ytratan con Él y Él con ellos. Quizás muchos siempre hanconsiderado también al clero como una porción privilegia-da y envidiable, porque vive de lo que proviene del altar,como una clase de superiores sin distinción por respecto acualquier otra superioridad laical, como un todo en sí, y nocomo la porción más noble de la Iglesia de la que los laicosson miembros menores de un cuerpo que debe ser dignode una única acción, que tiene una única voz para orar, unsolo sacrificio por ofrecer, una única gracia derivada delcielo. De todo esto proviene aquel dicho tan común de quelas cosas de iglesia son cosas de curas. ¡Por dónde se em-pezará a instruir y formar un verdadero y noble pensar sa-cerdotal con alumnos que se acercan a la escuela de la Igle-sia tan desmantelados! Despojados de las primeras nocionesque deberían suponerse adquiridas y de las que la educacióneclesiástica no debería ser otra cosa que un desarrollo pro-gresivo, no tienen ni idea de lo que significa ciencia del sa-cerdote, no saben lo que quieren al desear llegar a ser sa-cerdotes y no saben qué emprenden al entrar en la escueladel santuario.

26. Tal defecto de preparación conveniente por parte delos que se agregan al clero para recibir la educación de sa-

cerdotes, es más deplorable de lo que parece a primera vista.Ya que no se puede edificar donde no hay terreno firmemáxime tratándose de una doctrina como la del sacerdotecatólico que an:es. supo~e necesariamente al cristiano, ya queel estad~ de cristiano VIene a ser como el primer grado delsacerdocIO. Por lo que los alumnos del santuario introducenconsigo en él una falta absoluta de ideología eclesiásticasi no las ideas de este .mundo muy bien aprendidas, preci-samente porque no tuvieron otra escuela auténtica en sen-tido contrario. Y con las ideas traen el espíritu mundanoque se oculta por algún tiempo bajo la ropa negra, junta-mente con costumbres no superadas. Esto alude a los su-periores, los cuales no se dan cuenta que ello no basta a laIglesia de Cristo, quien vino a llenar de sí mismo todas lascosas y mucho más las mentes de los sacerdotes destinadosa conoce; .y hacer conocer a los otros todo lo más grandede la religión que debe conquistar y salvar a la humanidade~t~ra. Y en cambi~, la pobreza y miseria de ideas y de sen-t~mIentos .que. constrtuye el aparato y la semilla de la institu-cIón. eclesiástica moderna, no da como fruto sino sacerdotesq~e Ignoran lo que es el laicado, el sacerdocio cristiano y elvlI~c~lo entre uno y otro. Tales ministros de espíritu ra-qUltICO, de mente engreída, son los que más tarde, cuandoson adultos, sacerdotes y cabeza de las iglesias, educan aotros sacerdotes que resultan todavía más flacos y mezqui-nos que ellos. Y a su vez, se convierten en padres e instruc-tores de otros, necesariamente decrecientes de edad en edady~ que ~{eldiscípulo no es mayor que el maestro»,' hasta queDIOS m.Ismo no mande su ayuda sintiendo misericordiosacompasión de su amada Iglesia.'

27. No hay duda de que sólo los grandes hombres puedenformar a otros grandes hombres. Y éste era precisamente elvalor de la educa~ión antigua de los sacerdotes, dirigidacomo era por ~o.s,mas grandes hombres que tuviera la Iglesia.En contraposición, por lo tanto, hay que insistir en la se-gunda causa de la educación insuficiente de los sacerdotesmodernos.

En los primeros siglos, la casa del obispo era el semina-

1. Mat. 10, 24.2.. Hay que advertir que no desconocemos con todo esto, que

también en nuestros tiempos tenemos óptimos sacerdotes, pero ha-blam.os sólo con el deseo de que éstos aumenten. [Esta nota ha sidoañadida por el autor al texto corregido.]

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rio de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida ~antade su prelado, resultaba ser una lección candente, cont,mua,sublime, en la que se aprendía conjuntamente la te0I1:a ensus doctas palabras y la práctica en su~. asiduas oCUpaCI?,neSpastorales. Y así, se veía cre~er magníficamente a .los Jove-nes Atanasios junto a los Alejandros. Junto a los Sixtos, losLorenzos. Casi cada gran obispo preparaba de entre su f~-milia alguien digno de sucederle, un heredero d~ s~s ~e-ritos de su celo de su sabiduría. A este modo de instituciónse d~ben todos' aquellos grandes Pastores que hici~ron tanadmirables, tan felices los primeros siglos de la Iglesia, mod?grande y perfecto de institución por la que el sagr~do depo-sito de las divinas y apostólicas enseñanzas, a traves de .unatradición familiar, fluía fielmente de boca en boca. DIchainstitución era también apostólica ya que los Ireneos, losPantenos, los Hermes y tantos otros, habían obt.enido susabiduría de los discípulos de los Apóstoles, d~l mismo x:no-do como los Evodios, Clementes, Timoteos, Titos, Ignacios,Policarpos habían sido instruidos a los pies de los Apóst?-les, para usar una frase de la Escritura. Entonces. se. cr.eIaen la gracia, se creía en que las palabras del pasto~ mstl~u~dopor Cristo como maestro y go.ber~an~e .de la Igles~a, recibíandel divino Fundador una eficacia umca y partIcul~r. Poresta fe, adquiría nervio y vida s?b.renatural la do~trma co-municada y se esculpía en los ammos de modo mdeleble.Todo inducía a hacerla operante: la dulzura de la palabra,la santidad de la vida, la compostura y gravedad de las for-mas, la profunda persuasión del hombre sublime que la ad-ministraba. . .

«Recuerdo», explica Ireneo hablando de su pnmera m~-trucción preparatoria bajo el gran Policarpo, «rec~erdo -dI-ce- cuanto sucedió entonces, y lo recuerdo mejor q~e loque sucedió más tarde; ya que las c?sas q~e se apr.endIeronen la infancia nutriéndose, por decirlo aSI, y creciendo enel espíritu con la edad, no se olvidan nunca más. De mane-ra que podría todavía señalar el lugar .donde se sentaba elbienaventurado Policarpo cuando predicaba la palabra deDios. Tengo aún presente y vivo en el espíritu la grav~dadcon la que él entraba y salía dondequiera que .anduviera,cuál era su santidad en toda la conducta de su vida, la ma-jestad que brillaba en su rostro ~ en toda la compostura ex-terior de su cuerpo, las exhortaciones con las q~e ahme?-ta-ba a su pueblo. Y paréceme todavía oírlo exphcar que él

había conversado con san Juan y con muchos otros quehabían visto a Jesucristo y también las palabras que él re-cogió de sus labios y los detalles que les habían sido na-rrados por el divino Salvador, sea sobre sus milagros, seaacerca de su doctrina. Y todo lo que él decía era plenamenteconforme a las divinas escrituras, tratándose de cosas quevenían referidas por los que habían sido testimonios ocula-res del Verbo y de la palabra de vida. Es verdad que por lamisericordia de Dios, yo escuchaba todas estas cosas coninterés y con ardor y las grababa no sobre las tablillas, sinoen lo más profundo de mi corazón. Dios me ha hecho siem-pre la gracia de recordarlas y revivirlas en mi ánimo».'

28. Tal era el modo de educación sabia y eficaz por laque los grandes obispos educaban por sí mismos al propioclero de manera que resultaba un conjunto de grandes hom-bres, a saber, muy conscientes del propio carácter y llenos,si me es lícito expresarme así, del sacerdocio. No es nece-sario que diga ¡qué grado de unión entre el pastor supremoy el resto de los eclesiásticos discípulos suyos, hijos suyos,procuraba tal educación! Las expresiones alto y bajo cleroresultaban, en aquel entonces, inauditas. No fueron pronun-ciadas sino mucho más tarde. Esta singularidad de ciencia,esta comunicación de santidad, este modo de vida, este in-tercambio de amor que el obispo primitivo transfundía ensu joven clero renovándose él mismo como maestro, pas-tor y padre, ni que decir tiene qué orden armonioso y ad-mirable creaba en el gobierno de la Iglesia, qué dignidadañadía al sacerdocio, a este cuerpo tan unido y compacto, yqué fuerza saludable creaba sobre los pueblos. Escogido yeducado así, incluso un clero escaso suplía ampliamente lasnecesidades de las iglesias. El grado de simple sacerdotepasaba a ser tan venerable y elevado, que no había quien nole pareciera ser altamente honrado al ser integrado en él,por más grande que hubiera sido antes en el mundo. Paralos pueblos y las iglesias, era objeto de atención cualquieraque fuera destinado al presbiterado por el propio obispo: •

3. Este fragmento de una carta que el santo obispo escribió aFlorino para retraerlo de sus errores, es referida por EUSEBIOenla Historia ecclesiastica, lib. V, cap. 20.

4. Para conocer cuánta importancia se daba al grado de simplesacerdote, basta recordar las palabras con las que los mártires deLyon se expresan en la carta al papa Eleuterio. Puesto que habíasido encargado san Ireneo de esta embajada, entonces simple sacer-

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esta dignidad del presbiterado, llena de veneración, hacíaque resplandeciera más la del episcopado, levantada sobretan sólida base. Y el sacerdote, de este modo, se hallabaentera, afectivamente y, casi diría por naturaleza, sujeto alobispo.'

29. No causa maravilla el hecho de que aquellos muysantos obispos reservaran celosamente para sí la enseñanzade los clérigos, cuando incluso la del pueblo con suma difi-cultad y muy raramente se decidían a confiarla a otras ma-nos.' Eran conscientes de que Cristo les había confiado todo

dote, en dicha carta con la que viajaba lo recomiendan al Papa deeste modo: «Os suplicamos que lo consideréis como un hombre to-talmente lleno del celo por el testimonio de Jesucristo. Es precisa-mente bajo este título que os lo recomendamos. Ya que si creyéra-mos que el grado y la dignidad pueden conferir justicia y virtud,.os lo recomendaríamos más bien como sacerdote de la Iglesia,puesto que lo es» (EUSEBIO,op. cit. lib. V, cap. 3). Resulta evidentea todo el mundo que, en nuestros tiempos no sería éste el estilocon el que se recomendaría al Papa un sacerdote. En cuanto al in-terés que los pueblos y la Iglesia ponían en la ordenación de unnuevo sacerdote, bastará recordar los rumores surgidos en ocasiónde que los más célebres obispos de Palestina, entre otros Teotistode Cesárea, y san Alejandro de Jerusalén, ordenaran sacerdote algran Orígenes. San Jerónimo atribuye estos rumores a la envidia deDemetrio, obispo de Alejandría. ¡Ser ordenado de sacerdote hoy endía no sería ciertamente objeto de tanta envidia y de tanta conmo-ción!

5. En las cartas de san Ignacio a diversas iglesias, se recomiendaen modo especial esta unidad y sumisión del pueblo y del clero asu obispo. En la carta a los Tralianos, los alaba por la perfectasumisión a Polibio, su obispo, cuyo elogio pronuncia. Dice de él «quees un espejo de aquella caridad que reina en sus discípulos; sólo suporte exterior es ya una gran instrucción: su fuerza la constituye sudulzura extrema, de manera que resultaba difícil a los mismos impíos,no respetarlo». Escribiendo después a la Iglesia de Magnesia, alaba demanera especial a sus sacerdotes por el hecho de ser tan sumisos easu obispo Dámaso, aunque sea de muy joven edad». En la carta a losEfesios, después de haber sido llevado al cielo el santo obispo Oné-simo, los alaba en gran manera porque «todos estaban estrechamenteunidos a él, y sobre todo «el presbiterio (presbutérion), es decir, elclero, y porque la gracia les hacía concordar en Jesucristo en perfec-ta armonía, con los sacerdotes y con el obispo, partiendo todos jun-tos un mismo pan, que, cual remedio saludable, nos da la inmorta-lidad y nos preserva de la muerte».

6. Resultó un honor extraordinario para san Juan Crisóstomo,que san Flaviano obispo de Antioquía, le confiara la instrucción de supueblo. Estos ejemplos no eran comunes en la Iglesia. Los primerosobispos que permitieron a simples sacerdotes predicar el Evangelio,fueron movidos a ello por la virtud y sabiduría extraordinaria de

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el rebaño, es decir, clero y pueblo a la vez, y de que ~l habíapuesto la palabra en sus labios y había unido particularmen-te a su carácter la misión y la gracia.

30. Con estos sentimientos y con estas costumbres delclero, la religión del Crucificado triunfó de los tiranos y delos herejes, y su cabeza invisible le destinaba otra victoria nomenos preciosa sobre la impetuosa barbarie. Comoya indiqué,al mandar a los bárbaros del norte a destruir desde sus ci-mientos la vieja sociedad, la divina Providencia se proponíamanifestar al mundo la fuerza de la palabra de Cristo que so-brevive a la destrucción de los imperios y de todas las obrasde los hombres, siendo capaz de recomponer la vida, incluso apartir del esqueleto y del polvo, y de recrear la sociedad ani-quilada y en forma digna de la misma Providencia. Debenotarse que cuando los hombres, sociales por esencia, rotostodos los vínculos que los unen conjuntamente, humillados,dispersos, sin recursos, sin esperanzas, naufragan, por de-cido así, en la inmensidad de un océano de desventuras, en-tonces recurren, en virtud de un impulso natural y comoúltima y única tabla de salvación, a la ayuda de potenciassobrenaturales: entonces se vuelven y se concentran en lareligión, idea extraordinariamente dulce para todos los des-venturados y a cuyos ojos hace resplandecer de nuevo unaesperanza que lo promete todo en la pérdida de todo, yaque es grande como la misma Divinidad. Por lo tanto, lareligión -cuyo sentimiento precede a todo desarróllo decualquier medio e institución social y sobrevive a la des-trucción de las mismas-, apareció siempre a la cabeza, pordecido así, de los pueblos que nacen o que resucitan de suaniquilamiento. Esta disposición saludable que ya al iniciode las naciones hizo de toda cultura, de toda vinculaciónsocial una hija de la religión, debía ser preparada en eltiempo destinado por la Providencia, a saber, en el Medioevo,incluso para el Cristianismo. Todo ello a fin de que la única

éstos. El talento de san Agustín, indujo al obispo de Cartago, Valerio,a confiarle la instrucción del pueblo. Así como también el talento aeCrisóstorno, indujo a san Flaviano a hacer lo mismo. Igualmente po-demos decir de la célebre escuela de Alejandría, fundada bajo sanMarcos, y en la que siempre se tuvieron como maestros, a hombresextracrdinaríos en doctrina y santidad. ¡Entonces sabíase muy biencuáles son los hombres dignos de enseñar al mundo, y principalmentede enseñar la doctrina de Cristo! ¿Por qué desventura no se siente yamás la fuerza de una máxima tan auténtica y tan saludable?

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y verdadera religión no fuera inferior en sus efectos a lasfalsas e imperfectas, a fin de que si éstas habían contribuidotambién admirablemente a la unión social y al progreso delos pueblos por el hecho de poseer alguna partícula deverdad, la otra apareciera tanto más provechosa, cuanto quecontenía en sí misma una verdad completa, una revelaciónpura y plena, una gracia redentora.

Por consiguiente, los pueblos sacudidos y oprimidos porlas calamidades temporales, acudieron a los brazos salva-dores. de aquella religíón en la que ya habían reconocidotanta dignidad en el orden de las cosas espirituales y di-vinas. Entonces, por vez primera, solicitaron de ella inclusoun socorro humano. Y las tiernas entrañas de la madreuniversal de los fieles, por aquella caridad con la que habíanacido, se conmovieron ante las necesidades de los pueblosabatidos, deshechos, por decirlo así, y fue para ellos consuelo,escudo y guía.

Entonces, el clero, sin saber cómo, se halló a la cabezade las naciones. Y habiendo cedido a la invitación irresisti-ble de la caridad que le apremiaba y le urgía para que so-corriera a la sociedad desbordada, se halló, debido a unaconsecuencia imprevista, como padre de las ciudades huér-fanas, y gobernante de los asuntos públicos abandonados:fue entonces cuando la Iglesia en seguida se encontró llenaa rebosar de honores y riquezas del mundo, las cuales ladesgarraron, diríase, con el propio peso, del mismo modoque las aguas del mar penetran en un nuevo seno abierto enla tierra, al retirarse el continente.

31. Esta nueva ocupación del clero, que apareció en elsiglo VI, resultaba infinitamente gravosa y molesta para aque-llos muy santos prelados que se daban cuenta de que laI~lesia era oprimida por la suma de bienes terrenos, per-diendo aquella pobreza preciosa que los antiguos Padreshabían recomendado tanto; 7 y al mismo tiempo eran agobia-

7. Ni será desagradable ni inoportuno para nuestros tiempos queaduzca como prueba de lo que digo, un pasaje insigne del gran Orí-genes. Lo refiero únicamente cual monumento histórico, y como talno podrá ser rehusado. En él aparece de qué modo en aquellostiempos, los más insignes hombres de la Iglesia pensaban relativa-mente en la pobreza y en la libertad del clero. Orígenes, aquel graninstructor de obispos y de mártires, en una de las homilías o cate-quesis que predicaba públicamente en Alejandría, aprovechando laocasión de tener que hablar sobre los sacerdotes, a quienes el rey deEgipto había dado tierras, se manifestó con estos nobles sentimientos:

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dos por la mole de preocupaciones mundanas que apartabana su espírit1;1de la contemplación de las cosas divinas, y lesrobaba su tiempo precioso y sus fuerzas necesarias para co-municar la palabra de Cristo a los fieles, para la educacióndel clero y para la asiduidad en las plegarias públicas y pri-vadas.

San Gregario Magno, que gobernó la Iglesia precisamen-te en aquel siglo, era inconsolable ante los peligros que veíacomportaba necesariamente esta nueva carrera que se abríaa la Iglesia. Y en sus cartas, no dejaba de lamentarse y del,lorar por las duras ~ircunstancias de su tiempo, en el queel debla ser el guardián de las arcas, es decir, el tesorerodel ~mp.erador, en vez de hacer de obispo, y así «bajo lasapariencias de la administración eclesiástica, debía ser arro-llado por las olas que frecuentemente sumergen a este siglo».'Esta frase la repite muchas veces, entre otras en una cartaque escribe a Teotista, hermana del emperador Mauricio, enla cual para mostrarle su presente infelicidad, empieza a des-

«El ~eño: no da. a sus sacerdotes porción alguna sobre la tierra, yaque el mismo quiere ser su porción: ésta es la diferencia entre unosy otros. Fijaos bien en esto, todos cuantos ejercéis el oficio sacerdo-tal. Daos cuenta de que no sois antes sacerdotes del Faraón que delSeñor. El Faraón quiere que sus sacerdotes posean tierras, que seocupen más de las tíerras que de las almas, y que se dediquen a latierra antes que a la ley de Dios. Y Jesucristo ¿qué ordena a sus dis-cípulos? «Quien no renuncia a todo 10 que posee, dice El, no puedeser mi discípulo.» Tiemblo al pronunciar estas palabras. Ya que meacuso antes que todos, y pronuncio mi propia condena. ¿En qué es-tamos pensando? ¿Cómo nos atrevemos a leer estas verdades y pro-c1amarlas al pueblo, nosotros que no sólo no renunciamos a 10 queposeemos, sino que además queremos adquirir lo que no poseíamosantes de convertimos en discípulos de Jesucristo? Si nuestra concien-cia nos condena, ¿podemos acaso ocultar, por esta razón, 10 que hasido escrito? ¡No quiero hacerme culpable de un segundo delito! Sí,lo confieso, y 10 confieso ante todo el pueblo: he aquí 10 que elEvangelio contiene, he aquí 10 que todavía no puedo decir que hayapuesto en práctica. Pero al menos, ya que conocemos cuál es nues-tro deber, apliquémonos desde este momento a cumplirlo: apliqué-monos en dejar de ser sacerdotes del Faraón, para convertirnos. ensacerdotes del Señor, como Pablo, como Pedro, como Juan, los cua-les no poseían ni oro ni plata, no obstante, poseían tales riquezas,que la entera posesión de la tierra no se las hubieran podido dar»(In Genes. Hom. XVI).

Un pasaje tan claro no necesita comentario: todos saben de qué mo-do ejemplar Orígenes profesó la pobreza.

8. Epistulae, lib. XI, epist. 1. «Nos enim sub colore ecc1esiastici re-giminis, mundi huius [luctibus volvimur, qui [requenter nos obruunt,»

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cribirle la paz de que disfrutaba en su vida humilde de mon-je, antes de ser elevado al pontificado: «Bajo el color delepiscopado, he vuelto al mundo: ya que en la condición ac-tual del oficio pastoral,' debo ocuparme de tantos afanesterrenos, que no recuerdo haberme ocupado nunca de tan-tos en la vida laical. He perdido los elevados placeres de mipaz. y mientras internamente he decaído, externamente pa-rece que haya subido. Por lo que me compadezco a mí mis-mo, alejado como estoy de la faz de mi Creador. Ya quetodos los días me esforzaba para salir del mundo y de lacarne, para alejar todas las imaginaciones corpóreas de losojos de mi mente, y contemplar incorpóreamente los gocessuperiores. Y no sólo con palabras, sino con la médula delcorazón exclamaba anhelando a Dios: "Te dijo mi corazón:he buscado tu faz: tu faz, Señor, seguiré buscando" (SalmoXXVI). Y no deseando nada de este mundo, sin ningún temor,me parecía hallarme en lo más elevado de todas las cosas. Detal modo que casi creía realizado ya en mí, lo que habíaaprendido de la promesa del Señor, hecha por su profeta:"Te elevaré por encima de las alturas de la tierra" (Isaías58). Puesto que, quien mediante el desprecio interior de lamente, pasa por encima de lo que en el tiempo presente pa-rece alto y glorioso, es elevado sobre las alturas de la tierra.»Así, después de haber descrito de modo elevado la dulzurade la vida privada dedicada a la contemplación, llñade. alu-diendo al cargo episcopal que le fue impuesto: "Pero de re-pente, empujado por el torbellino de esta tentación, caí delo más elevado de todas las cosas, en temores y angustias, yaque a pesar de no temer nada para mí, mucho temo paralos que me han sido confiados. Por todas partes me sientoagitado por las olas de los litigios y sumergido por la ri-queza, y qué justamente exclamo: "Estuve en alta mar y laborrasca me ha engullido" (Salmo LXVIII). Deseo penetrarde nuevo en el corazón después de los quehaceres, pero soyapartado de él por los vanos tumultos de las preocupaciones,y no puedo volver a él. Por lo tanto, se ha convertido en algolejano para mí lo que hay dentro de mí mismo, de tal ma-nera que no puedo obedecer la voz profética que gritaba:Volved, prevaricadores, al corazón (Salmo XXXVIII).» De

9. Esta frase, «ex hac moderna pastoralis oiiicii continentia», de-muestra cómo el embarazo causado por los asuntos seculares era unpeso nuevo, al que el episcopado no había estado sujeto hasta en-tonces.

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este modo sigue lamentándose largamente el santo Padre,porqu~ «entre las preocupac~ones terrenas no sólo no puederese~Ulr con la mente los milagros del Señor, sino tampocopredIcarlos con la palabra», y oprimido en su dignidad porel tumulto de los quehaceres mundanos, se ha convertido enuno de aquellos de quien se escribió: «los has hundido enlo que se exaltaban» (Salmo LXXII).'·

32. Así, la divina Providencia, nunca engañada por losacontecimientos, obtuvo lo que quiso: hacer penetrar la re-ligión de Cristo en la sociedad, o mejor, crear una sociedadnueva, cristiana. En aquellos siglos de la edad media, la re-ligión de Cristo penetró en todas las partes de la sociedad, yse esparció en ella cual aceite balsámico sobre llagas gan-grenadas. Infundió una nueva valentía, una nueva vida en elgénero humano aturdido, abatido, postrado bajo siglos dedesastres. Ella lo acogió bajo su tutela materna; y él, enve-jecido, después de un cambio admirable, cansado por pruebaslargas y crueles, se vio retornado a la edad de la primera in-fancia: La religión educó a éste su discípulo, nacido de sudivina caridad. Y entonces, una nueva semilla fue lanzadasobre la tierra, semilla que fructificó en l'as modernas insti-tuciones civiles. Me refiero a la semilla de una justicia PlÍ-blica .-cosa inaudita en el mundo antiguo-, cristiana poresencia, a la que todas las pasiones humanas intentan infa-tigablemente, ofuscar, pero que, no obstante, siempre brillará,Ya que la providencia del Rey supremo, se comprometió aconservar su obra; aquella providencia que, habiéndolo dis-puesto todo según su parecer, tiene un solo fin: la gloriamáxima del Predilecto del Eterno, los destinos gloriosísi-mas del reino heroicamente por él conquistado. De lo cualderivó lo que muy bien podía esperarse: que los jefes delas nuevas naciones hijas del Evangelio, demostraran sentiren sí mismos toda la fuerza de aquella religión que constituíasus nuevos Estados y consagraba sus nuevas coronas, y porlo tanto, dieran a contemplar en sí mismos, ejemplos inau-ditos de virtud cristiana. Esto explica por qué la Edad Me-:dia fue una época en la que reinaron casi tantos santos ilus-tres cuantos eran los soberanos sobre los tronos de Europa,y para los cuales ser hijos y tributarios de la Iglesia, consti-

10. Epistulae, lib. 1, epist. 5. Se pueden constatar los mismos la-mentos del santo Pontífice, en todas las cartas del libro 1 en la car-ta 121 de libro IX, y en la carta 1 del libro XI. '

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tuía la gloria más hermosa. Igualmente, constituía una preo-cupación continua, y era una ocupación de toda la vida, lle-gar a saber y poder dominar la fuerza, feroz de por sí, conla mansedumbre del Evangelio recibido ávidamente de loslabios de los obispos, y por el que obtenían la equidad delas leyes y la espléndida piedad de las acciones reales. Estomuestra también, la razón por la cual mientras los reyes sehallaban en el camino de la santidad, el clero, por el con-trario, andaba por el de la corrupción en el que finalmentefue derribado.

33. El clero, que había empezado con dolor y lágrimasa enredarse en quehaceres temporales, y a verse rodeado delos despojos del mundo que venía a menos, comenzó muypronto, debido a la condición de la naturaleza humana, aaficionarse a ellos; y por causa de las ocupaciones que lecayeron encima -y en las que era principiante y aún noadiestrado en saberse librar de los peligros que traían con-sigo- olvidó, poco a poco, las costumbres pacientes y es-·pirituales propias del gobierno pastoral, y asimiló demasiadola brutalidad y materialidad de las administraciones pro-fanas: se complació en mezclarse con los nobles, imitandoy emulando sus maneras. Desde aquel momento, le desagradóla convivencia con el pequeño rebaño de Cristo. Desde en-tonces, sus más preferidas ocupaciones fueron la adminis-tración política y económica, y siendo así, no le fue difícilpersuadirse mediante argumentos sofistas -que no faltannunca a las pasiones- de que aquéllas eran las ocupacionesmás importantes para la Iglesia. Entonces los obispos sedescargaron y traspasaron al clero inferior la instrucción delpueblo y las ocupaciones pastorales, que habían pasado aser una carga molesta, o al menos, incumbencias de segundacategoría. Y así nació la institución de las parroquias, queen el siglo x se empezaron a introducir también en las ciu-dades bajo la vigilancia del obispo, institución que, por otraparte, considerada en sí misma, es laudable y significa unprogreso. Como consecuencia, las casas de los obispos, de-jaron de ser escuelas florecientes de sabiduría eclesiásticay de santidad para los jóvenes alumnos que crecían comoesperanza de la Iglesia, y se convirtieron en otras tantascortes principescas llenas de militares y de cortesanos. Elcelo ardiente y apostólico, y la meditación profunda o laexposición de las palabras divinas, no constituían ya el or-namento de aquellas casas. Su gloria suprema fue la de

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aparecer como un freno para la altivez militar y un liber-tinaje moderado. Y así se abandonó insensiblemente el mi-nisterio pastoral de los pueblos en manos del bajo clero co-mo tal, de manera que, poco a poco, los párrocos aparecie-ron ante los ojos de la gente como los pastores y se olvidóque el obispo era pastor," el que verdaderamente, por ins-titución de Cristo, es el único Pastor. Después, el bajo cleroy los obispos se fueron separando mutuamente cada vez más,ya que tenían ocupaciones muy diversas y casi contrariasunos respecto de otros. Cesó la costumbre de la vida en co-mún, los encuentros de intercambio se hicieron raros y lomás breves posible, ya que resultaban molestos para las dospartes. ¡Qué molesta resultaba la conversación de dos clasesdemasiado separadas entre ellas! La veneración y el amorfilial de los sacerdotes se convirtió en tímida sujeción. Comoque la autoridad tierna y paterna de los obispos tomó airesde superioridad, mezclada, ya de desprecio burlón, ya decompasión, el clero inferior resultó así desacreditado antela opinión popular, mientras que el clero superior adquiríaun lucimiento más aparente que real." ¿Causará maravillaque en la clase sacerdotal, de tal modo degradada, hallarala puerta abierta toda clase de chapucería, y que el caráctersacerdotal apareciera innoble ante sí mismo, después de serconsiderado como tal ante los ojos de la gente? Es ciertoque las ocupaciones de la predicación y la cura de almasdejadas, casi totalmente como he dicho, en manos del cleroinferior, podían colaborar a salvarlo del abismo, tratándosede ocupaciones santas por esencia. Pero desde el momento

11. Por esta razón, así como hasta el tiempo de san Gregario.cuando se hablaba de "Ciencia pastoral» se entendía la ciencia delobispo, así también en nuestros seminarios en los que se enseña laPastoral. bajo este nombre se quiere expresar la ciencia de los pá-rrocos, de modo que el obispo, en aquellos libros de "Pastoral» no semenciona ni poco ni mucho. Mas el hecho de usar el nombre de Pastorúnicamente para indicar el párroco, excluyendo al obispo, deriva prin-cipalmente de los Protestantes. los cuales han exterminado el episco-pado, ya que éste había abandonado los signos por los que debía serreconocido como institución de Cristo, es decir, las incumbencia s QueCristo les confió. Y por consiguiente, la ignorancia del pueblo, hizoperder la idea de obispo. Tal ignorancia fue principio v fundamentodel error de los Protestantes que se separaron de la Iglesia por laherejía.

12. Todo cuanto aquí decimos. hemos dicho y diremos, lo decimoshablando en general: hay excepciones, ya que en la Iglesia, siemprehubo obispos muy santos. Queremos advertirlo una vez y para siempre.

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en que el grado más alto del sacerdocio brillaba ante losojos ataviado casi de nada más que de opulencia y de po-der, el simple sacerdote naturalmente dirigía también él sumirada hacia aquellos bienes envidiando a su obispo. Y porconsiguiente, la palabra de Dios, el Sacrificio y los Sacra-mentos sirvieron para un triste comercio en el que se reno-vaba, mil veces cada día, la venta del divino Maestro porobra del discípulo traidor. Por la misma razón, los sagra-dos ritos, las devociones, las plegarias y los mismos dogmas,fueron apreciados, predicados y administrados al pueblo, porrazón de lo que rendían al sacerdote. Y así, el pueblo quehabía permanecido ignorante de tantos aspectos de la sabi-duría cristiana, conoció siempre perfectamente las doctri-nas especiales de los sufragios, de las bendiciones, de lospreceptos de la Iglesia, de las indulgencias, que traían con-sigo una ganancia para los ministros del altar. Supo aún máscosas, sobre estos particulares, de las que contenía la doc-trina cristiana. Siguiendo este proceso, los sacerdotes llega-ron a un tal envilecimiento, que ya no se consideró que fue-ra digno que el obispo se rebajara a pensar en ellos y sefastidiase con molestos afanes en orden a una educaciónque no les era ya más necesaria. Los vicios rebasaron los lí-mites. Se pensó en poner remedio con leyes y con penas,es decir, con medios legales más propios de los gobiernostemporales que del eclesiástico; aquellos medios, sin des-truir la raíz moral de los males, los mantienen por algúntiempo y por la fuerza en los propios cauces a fin de que noirrumpan en una inundación universal. Pero finalmente, ro-tas las barreras, toda la Iglesia resultó inundada. Y amenaza-da su fastuosidad profana, fue abatida y arrollada su mismagrandeza temporal por aquellas olas inmensas. Entonces lamadre de los creyentes resultó desconocida para sus hijos,y pueblos enteros huyeron de su faz que permanecía comooculta a sus débiles ojos. El episcopado fue castigado porla Providencia de modo inesperado e improviso, ya que sehabía acostumbrado a creer que sus intereses progresabancuando se incautaban de un palmo de tierra o de un gradomayor de poder en el reino que viene de este mundo. Y almismo tiempo, absorto en sus pequeños cálculos, no se dabacuenta de que las naciones se alejaban de él y de que laspersonas, cuya solicitud había abandonado y cambiado porla de las cosas materiales, lo abandonaban a su vez y recu-peraban todo lo que es inherente a las perso?as. El episco-

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pado, despreciado, renegad?: a~ulado ~e improviso y casiinvisible en centenares de diócesis, el episcopado que descen-dió espontáneamente del trono y~ que se sintió ?dioso antesí mismo (fueron en efecto los ObISpOSde Alemama, de Fran-cia y de Inglaterra los que se arrar:caron de sus, frentes lasvendas de su sacerdocio real), el epíscopado, decía, que pue-de ser castigado pero no morir del todo porque la palabrade Cristo lo constituyó para que durara ha.s,ta el fin de l~ssiglos, se sacudió de su letargo, se estremec~o ~nte el propiopeligro y reconoció que una de las causas principales del des-orden, había sido la negligente educación de los sacerdo~es.Entonces, para poner remedio, se pensó finalmente en la ms-titución de los Seminarios.

34. Los Seminarios se inventaron para ~roveer la de-cadente educación del clero, así como fueron mventados ~oscatecismos para remediar la decadencia de la instruccióndel pueblo. No se tuvo la valentía -:-y no era de e~perar quese tuviera- de volver al estilo antiguo: que el ObISpOperso-nalmente formara a su pueblo y a su clero.. Se ~antuvo lanorma de dejar este trabajo para el cl~ro. I~fenor, .aUI:q~ese confió el control a los obispos. La disciplina ~eJoro m-mensamente. Se reformaron las costumbres, s: ~IOre~pl:m-decer un celo propio de aquella esfera de actIv~dad.limita-da, y en gran parte material, a l~ que el clero inferior fuecircunscrito desde hace algunos siglos. Pero ya no se recu-peró el arte de dar a la Iglesia grandes hombres- aunqueDios concede algunos a la Iglesia, ~e cuando en .c~~ndo-,sacerdotes que conocieran la amp!Itud ~e su ~IsIon, queconsideraran a la Iglesia en su sublime universalidad ~ gran-deza, y que aparecieran poseídos interiorJ?e~te y do,?madospor la comprensión del Verbo, que constituía el. ~aracter delos sacerdotes primitivos, por aquella comprension 9-ue,. ab-sorbiendo el alma toda, la arrebata al mundo transítorio yhaciéndola vivir en lo eterno, desde las moradas etern.as leenseña a alumbrar un fuego capaz de abrasar toda la tierra.Lo repito solamente los grandes hombres pueden formar aotros grandes hombres. Y para distinguir la diferencia quemedia entre los discípulos basta comparar en~re ellos .a losmaestros. ¡Ah! de una parte tenemos a los antiguos ObI~POS,los hombres más insignes de la Iglesia, y en, la .otra lo.s,Jóve-nes maestros de nuestros Seminanos. ¡Que diferencial

35. Considérese con qué cautela y dificultad se empren-día en los buenos tiempos, la institución de una escuela para

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el pueblo," y también para el clero, que fuera diversa de lad~l obispo: éste no se decidía a hacerlo a no ser que le mo-VIera a ello la extraordinaria sabiduría y santidad de loshombres a los que confiaba tal responsabilidad, como se veen, la instituci?n de la ya mencionada escuela de Alejan-dría, que fue sm duda la primera de este género, ya que fuefundada por S. Marcos." Considérese, por otra parte, cómoabundan, o se cree que abundan hoy en día en maestros idó-neos para enseñar al clero la doctrina y la religión de Cristo.No sólo cada diócesis posee su seminario y cada seminariomuchos maestros, sino que debido a la gran abundancia deellos en nuestro tiempo, y debido a la suma facilidad conla que hoy el obispo puede encontrar sacerdotes capaces deser instructores del clero joven, se cambian los maestrosdespués de pocos años de magisterio, prornoviéndolos a algúnbeneficio menos flaco, y sustituyéndolos por otros totalmen-te nuevos. Estos, aunque no hayan adquirido experienciaalguna de las cosas humanas, ni hayan terminado de apren-der los principios del sentido común, a partir de las costum-bres sociales, no obstante, han terminado el curso superiorde las escuelas del seminario, el non plus ultra del saber ecle-siástico moderno. Después de lo cual, los tiernos ministrosdel altar son dedicados sin demora a algún oficio, y así sondispensados honradamente del estudio. Entretanto, la cien-cia de la religión que aquellos jovencitos maestros recibie-ron en el seminario, hecha añicos, o mejor, reducida a aque-llos aspectos que parecieron más necesarios para poder des-pachar pronto y materialmente las funciones eclesiásticasque el pueblo y el gobierno exigen de los sacerdotes por jus-ticia, esta gran ciencia, digo, no ha echado raíces en elánimo del joven sacerdote, ni ha adquirido unidad. No pe-netró, ni mucho ni poco, en su alma. Privado del sentidode la ciencia, ptivado de su verdadera inteligencia, la lleva

13. La escuela del pueblo de aonel entonces. no era, con todo. co-mo la .escuela del pueblo de hoy. La sagrada Escritura, v con ella to-da la Inmensa materia de la religión de Cristo, se explicaba abierta-mente al pueblo cristiano. Y así servía de escuela para el pueblo v parael clero juntos, como ya lo hice notar anteriormente. Es decir, los queeran elevados al clericato, hallaban en ella la preparación necesariapara recibir más tarde la educación eclesiástica. Actualmente estamostan lejos de la elevada mentalidad de aquéllos, que muchísimos denuestros eclesiásticos no s~n capaces de comprender lo que digo aquí,y estoy seguro Que tomaran a mal estas mis nalahras.

14. Da testimonio de ello S. JERONIMO, De viris illustribus, cap. 36.

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pegada o, por decirlo así, colgada de su joven memoria, y esprecisamente por su memoria que se considera más aptoque un sabio maduro, para ejercer el oficio de preceptor.¿Cómo? ¿Se necesitan acaso memoriones? Tales resultaránlos alumnos. Cosa muy diversa que hablar a la memoria eraaquel modo de instrucción referido por Clemente de Ale-j~~~ría y usado por su maestro, a quien califica de «abejasiciliana que chupaba de las flores de los prados proféticosy apostólicos a fin de producir en el ánimo de los que le es-cuchaban, la miel de un conocimiento honesto e incorrup-to»." Finalmente, en una época en la que la cuantía de lapensión aneja a los empleos es un indicio bastante seguropara juzgar de la habilidad de los hombres que los ejercen,¿no habrá que dudar seriamente de los grandes conocimien-tos de los maestros de nuestros seminarios, a cuyo cargo vaanejo un estipendio muy escaso, de manera que a menudoles parece tocar el cielo con el dedo, el día que saliendo delse~inario obtienen un beneficio parroquial al que siempreaspIra:on como objetivo de todos sus anhelos, más que auna catedra? 16

36. Por lo tanto si se confía a hombres tan mediocres laformación del clero no es de maravillarse que éstos, abando-nados los escritos de los santos y sabios, usen como librosd~ texto libritos prepara.dos, como se dice en la primera pá-gma, para el uso de la Juventud y por cabezuelas parecidasa las de éstos. Todo resulta proporcionado: una cosa recla-ma a otra de parecida, y un defecto produce otro defecto.

. 15. Stromata, lib. 1. Según la opinión de EUSEBIO(Historia eccles.,lib. V, cap. 11), el maestro de quien habla aquí Clemente es san Pan-teno, que presidió la célebre escuela de Alejandría. '

16. Las necesidades de nuestro tiempo exigen que los estipendiosde los maest~os ..de seminaz:i0s equivalgan al menos a las gananciasde las más pmgues parroquias, y que los maestros no sean retiradosde la cá~edra, a ~o ser para I;lromoverlos a algún canonicato o digni-dad capitular o incluso al episcopado, En la célebre escuela de Ale-jandría, san Dionisio, san Heráclito y san Aquilea, los tres pasaronuno después de otro, de la cátedra a la sede episcopal de aquellaciudad, la segunda después de Roma. Entonces resonaba todavía enlos oídos y en el alma la palabra del Apóstol que recomendaba a Titoque s.e buscara,n. «hombres idóneos para enseñar a los otros» la grandoctnna evangehca. A tales hombres, el Apóstol los caracteriza con elepíteto de «fieles», y quiere que Timoteo no sólo les comunique la doc-trin~ que de él había recibido, sino que «se la recomiende»: «et quaeaudisti a me per multos testes, haec commenda [idelibus hominibusqui idonei erunt et alios docere (Il Tim. 2, 2).

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Tal flaqueza y superficialidad de los libros usados en las es,cuelas, constituye precisamente la tercera razón de la insu-ficiencia de la educación del clero.

37. Se dan dos tipos de libros. Hay libros clásicos, so-lemnes, que contienen la sabiduría del género humano, es-critos por los representantes de dicha sabiduría: libros enlos que no hay nada de arbitrario y de estéril, ni en el méto-do, ni en el estilo, ni en la doctrina, en los que no se registranmeros particulares, en una palabra, vana erudición. Sino quese comunican las verdades universales, las doctrinas fecun-das, saludables, en las que la humanidad se ha como trans-fundido a sí misma con sus sentimientos, con sus necesida-des, con sus esperanzas. Existen, al contrario, libros mezqui-nos y parciales, obras individuales en las que todo es pobrey frío, en los que la verdad inmensa no aparece sino des-menuzada y bajo la forma en la que una pequeña inteligen-cia ha podido abarcarla. Libros en los que el autor, rendi-do por la fatiga al darlos a luz, ha quedado sin fuerzas paraimprimir al libro otro sentimiento que el de su apuro, otravida que la del que se desvanece. Libros a los que la huma-nidad, superados los años de minoría de edad, les vuelve laespalda ya que no se reconoce en ellos, ni en sus afanes nien sus afectos. Y con todo, se condena bárbara y obstinada-mente a ellos a la juventud que los repudia ni que sea porsentimiento natural; y a menudo, ante la necesidad de cam-biarlos por otros mejores, cae en la seducción de los libroscorruptores, o cobra una decidida aversión por los estudios,o, tras sufrir violencia por largo tiempo bajo la opresión delas escuelas, nace en él un odio oculto y profundo que duratanto como la vida, contra los maestros, contra todos lossuperiores, contra los libros y contra las mismas verdadescontenidas en ellos. Sí, un odio, diría, que quizás no se expli-ca del todo, pero que trabaja continuamente bajo formasdiferentes a las del odio. Odio que se viste de todos los pre-textos. Odio que, cuando se manifiesta, maravilla al mismoque lo posee, ya que no se había dado cuenta de tenerlo yno se explica las razones del mismo. Odio que tiene todo elaspecto de impiedad o de ingratitud brutal hacia los precep-tores, que, por otra parte, son buenos y que han prodigadotantos cuidados, tantas palabras y tanto amor a sus discí-pulos.

38. Al principio de la Iglesia, la divina Escritura era elúnico texto de instrucción popular y eclesiástica. Esta Escrí-

tura, constituye verdaderamente el libro del género humano,el libro (BuBlía), la escritura por antonomasia. En dicho có-digo se describe la humanidad desde el principio hasta elfin. Comienza con el origen del mundo, y termina con sudestrucción futura. El hombre se reconoce a sí mismo entodos los cambios de los que es susceptible. Halla una res-puesta precisa, segura e incluso evidente, a todas las gran-des interrogaciones que siempre tendrá que formularse. Sumente se sosiega con la ciencia y el misterio, así como su co-razón es sosegado por la ley y por la gracia. Es el «gran» li-bro del que habla el profeta, escrito «con el estilete del hom-bre»." Ya que en dicho libro, la verdad eterna habla de todoslos modos propios de la expresión humana: narra, enseña,sentencia, canta. La memoria es nutrida por la historia. Laimaginación se deleita con la poesía. La inteligencia, con lasabiduría. El sentimiento se conmueve mediante todos estosmodos juntos. La doctrina resulta tan sublime, que el doctodesespera de poder llegar hasta el fondo: el estilo parecehumano, mas es Dios quien habla en él. Así, dice Clementede. Alejandría: «l~ ~scritura alumbra el fuego del alma, y almismo tiempo dirige convenientemente los ojos hacia lacontemplación, hechando en nosotros, como por casualidad,alguna semilla -como hace el agricultor en la tierra-, quemás tarde vuelve a hallar en estado de fecundación»." Estaspal~bras, si es lícito aplicarlas a las escrituras en general, seaplican con mayor propiedad a las divinas.. 39. Tal era el libro de las escuelas cristianas. Y este gran

libro en. manos de los grandes hombres que lo explicaban,era el alimento de otros grandes hombres. Mientras los obis-pos fueron personalmente los maestros del pueblo y delclero, ellos fueron también los escritores de la Iglesia y dela socie~ad. Por esto casi. todas las ~randes obras de los pri-meros SIglos, fueron escritas por ObISPOS,y resulta casi unaexce~7ión a la regla, hallar libros no escritos por ellos, ex-cepcion que va a favor de algún genio extraordinario comoOrígenes, Tertuliano u otros tales a los que, por razón desu gran mérito, se les daba el acceso incluso a la cátedra cris-tiana. E.stos libros, que debemos al episcopado, constituyen,por decírlo así, una segunda época en la historia de los li-bros usados para formar a la juventud en las escuelas cris-

17. Is. 8, 1.18. Stromata, lib. 1.

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19. Digo insensiblemente, ya que estos cambios nunca se hacen nirápida ni universalmente. «El modo de enseñar, dice Fleury hablandode los cinco siglos que se sucedieron a los seis primeros, era el mismoque el de los tiempos primitivos. Las iglesias catedrales y los monaste-rios, eran escuelas. Enseñaba el mismo obispo, o algún clérigo por or-den suya, o algún monje que despuntaba por su doctrina. Los dis-cípulos aprendían la ciencia eclesiástica, y al mismo tiempo se forma-ban, bajo los ojos del obispo, en las buenas costumbres y en las fun-ciones de su ministerio» (<<Discurso en torno a la Historia eclesiásticadesde el año 500 al año 1500»).

20. «La mayor parte de las escuelas se hallaban en los monas-terios, y las mismas catedrales eran oficiadas, en algunos países, porlos monjes, como en Inglaterra y Alemania. Los canónigos, cuya ins-titución empezó a mediados del siglo VIII con la regla de san Crode-gango, hacían casi vida monástica, y sus casas se llamaban igualmente"monasterios". Ahora bien, yo cuento a los monasterios entre los prin-cipales medios de los que se ha servido la Providencia para conser-var la religión en los tiempos más desgraciados. Estos constituíanasilos de la doctrina y de la piedad, mientras que la ignorancia, elvicio y la barbarie, inundaban el resto del mundo. Allí se seguía la an-tigua tradición en la celebración de los divinos Oficios, en la prácticade las virtudes cristianas, cuyos ejemplos los jóvenes veían realizaren los más viejos. Se custodiaban allí los libros de muchos siglos, yse escribían nuevos ejemplares: ésta era una de las ocupaciones delos monjes. No nos quedaria ninguna clase de libros, sin las biblio-tecas de los monasterios» (FLEURY,ibid., par. XXII).

El obispo vivía con los canónigos, lo que demuestra la vigencia,durante largo tiempo, de las costumbres episcopales de los primerostiempos. Cuando las distracciones seculares separaban a los obisposy a los canónigos de la santidad de la vida común, los Concilios, ani-mados por obispos celosos, reformaban la vida eclesiástica bajo elmismo patrón, y mediante nuevos reglamentos, de modo que en laIglesia se mantuvo siempre vivo el mismo espíritu, y ésta trabajabainfatigablemente para reparar sus pérdidas. Se sabe que el mismo sanCarlos, tuvo el mismo deseo de llevar vida común y regular con su

educación de la juventud eclesiástica y cristiana, recibiócon respeto aquella preciosa herencia de los venerables pas-tores Ypadres de la Iglesia, y la consideró como una normasegura a la que atenerse en sus instrucciones, de manera quepuede decirse que por mucho tiempo los antiguos obisposfueron todavía los maestros de la juventud, a través de susobras. Pero había una gran diferencia: antes la instruían deviva voz y con su presencia física; después sólo con sus es-critos, de suyo muertos. Y entre los preceptores de aquellostiempos infaustos, no eran muchos los que eran capaces dedarles vida. El clero de segundo grado, no llegó a hacer na-da de original en los cinco siglos sucesivos. No hizo más querepetir las instrucciones y documentos que recibiera de losantiguos padres," sea porque no tenía conciencia de ser maes-tro en Israel -aquella conciencia que tanto ensanchaba, elcorazón de los obispos-, sea porque su actividad intelec-tual era oprimida por las circunstancias deplorables de laépoca las cuales, con estragos, devastaciones e infortunio sdominaban por doquier. Pero una vez cesadas las incursio-nes, y establecidos los bárbaros en las tierras conquistadas,los nuevos maestros pusieron manos a la obra para compo-ner libros en los que quedó plasmado el carácter de la situa-ción. y por consiguiente, resultaron tan inferiores en auto-ridad, en elocuencia y en firmeza de pensamiento respecto alos de los primitivos obispos, como inferiores eran en digni-dad y autoridad respecto a los principios de la Iglesia aque-llos ministros subordinados. Dichas obras no podían tenerel sello de la originalidad. Eran Compendios o Sumas en lasque con método científico se anotaban las verdades cristia-nas. Compendios, por otra parte, exigidos por la necesidadde facilitar el conocimiento de la tradición eclesiástica, cuyoestudio resultaba demasiado amplio debido a las obras mo-

tianas y eclesiásticas. Constituyen la herencia que los obis-pos legaron al clero inferior cuando, debido a los afanes dela sociedad política, que se derrumbaba por todas partes y serefugiaba en el seno de su caridad, los obispos fueron aleja-dos de las funciones que hasta entonces habían sido consi-deradas como inseparablemente unidas a su oficio pastoral:la formación del clero y del pueblo. Insensiblemente el cleroinferior los reemplazó en esta obra." Y empezó aquel sectordel clero que era más próximo a los obispos y más digno deveneración por su vida eclesiástica, a saber: los canónigosy los monjes que la divina Providencia hizo florecer en aque-lla época para subvenir a las grandes necesidades de la Igle-sia," Esta parte del clero, que sucedió a los obispos en la

clero: de manera que ésta es la preocupación constante de todos los si-glos en la Iglesia: hacia esto tiende su espíritu y su deseo.

21. «Estudiaban los dogmas de la religión -dice aún Fleury ha-blando de los monjes- en la Escritura y en los santos Padres, y ladisciplina de los cánones. Tenían poca avidez por saber. y poca in~e~-tiva, pero sentían una alta estima por .los autores antiguos : se Iimi-taban a estudiarlos, a copiarlos, a cornpilarlos y a abreviarlos. Esto eslo que se observa en los escritos de Beda, de Rában<;>y. de los otrosteólogos de la Edad Media. No son otra cosa que. florilegios de santosPadres de los seis primeros siglos: era el medio más seguro paramantener la tradición» ("Discurso en torno a la Historia eclesiásticadesde el año 500 al año 1500», par. XXI).

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numen tales que habían crecido de siglo en siglo. Dichoscompendios constituyeron la era de la Teología escolástica,que propiamente puede considerarse como la obra caracte-rística del magisterio presbiteral. El primero entre ellos yque por su celebridad señaló el principio de la era, fue elcompilado en el siglo XII por el Maestro de las Sentencias,Pedro Lombarda. ¡Optima idea la de resumir la doctrina es-parcida en las grandes obras de la tradición eclesiástica! Enaquéllas los temas se repiten necesariamente mil veces, loque ocasiona que la fatiga del estudiante también se multi-plique. Pero la doctrina cristiana, no sólo fue abreviada enlos compendios a fin de decir una sola vez lo que en lasgrandes obras se repetía una infinidad de veces, cosa muyrecomendable. Sino que se abrevió en otro sentido: aban-donando todo lo que se refería al corazón 22 y a las otras fa-cultades humanas, se trataba de satisfacer sólo a la inteli-gencia. Y así, estos nuevos libros no hablaron ya más alhombre como lo hacían los antiguos. Hablaron a una partedel hombre, a una sola facultad, a la que no se limita elhombre. La ciencia tea lógica salió ganando con ello, peromenguó la sabiduría, y las escuelas adquirieron así aquelcarácter estrecho y restringido que hizo de los escolásticosuna clase aparte del resto de los hombres: les dejaron aellos el sentido común, para entregarse a razonamientossutiles. Tal consecuencia era normal. Era propio del obispohacer una exposición llena de contenido, persuasiva, que sedirigiera a todo el hombre, ya que él no es simplemente uninstructor, sino padre 2J y pastor, a quien se dio la misiónno sólo de enseñar la verdad, sino también de hacerla ama-ble y salvar así al hombre por la verdad. El sacerdote nopuede hacer tanto, y no se siente responsable de esto, por loque se limita a presentar fríamente la verdad ante los ojosde los discípulos los cuales razonan con él casi de igual aigual." Su método es científico, es decir, sin relación res-

22. San Bernardo, san Buenaventura y algún otro, son talentos deexcepción: éstos escriben con la dignidad de los primeros Padres.

23. Clemente Alejandrino, dice: «Llamamos Padres a los que noshan catequizado. Por lo tanto, es hijo el que es instruido, mientrasobre según lo que le enseña quien lo instruye.» Y en este sentido dicela Escritura: «Hijito, no te olvides de mis prescripciones (Prov. 3)>>.Stromata, l.

24. Esta es también la razón por la que los doctores de estos si-glos, en materia de filosofía siguieron a Aristóteles, mientras que losde los primeros siglos sentían más simpatía por Platón.

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ecro a la persuasión, que exige una disposición múltiple,Pino al orden objetivo de las doctrinas, orden absoluto e m-~ariable. Con lo cual mengua la plenitud ~el d.iscurso y fá-cilmente introduce aquel elemento de racionalismo que enel siglo XVI se desarrolló plenamente en el protestantismo,"siglo en el que la ciencia sagrada y la religión de Cristo de-jaron de ser dominio del clero y fueron, por decirlo así, to-talmente secularizadas.

40. Los compendios y las sumas escolásticas llegaronal apogeo de su perfección en el siglo XIII con la Suma deSanto Tomás de Aquino, obra maravillosa. Los maestros quese sucedieron hasta nuestro tiempo en las escuelas cristia-nas, aunque recibieron muchísimo del nuevo florecimiento delos estudios por lo que respecta a la historia, a la crítica, alas lenguas, a la elegancia del estilo, en el fondo de la doc-

25. El protestantismo, que hoy en día ha renunciado a la revela-ción para atenerse a la sola razón, es decir, a la razón sistemática,que no es razón, constituye el extremo y total desarrollo de aquel ele-mento de racionalismo que fue sembrado por los Escolásticos en lasagrada doctrina (pero no por todos ellos, sino por Abelardo, Ockham,etc.). No se vaya a creer que en los católicos, es decir, en aquella partedel mundo cristiano que no se sintió con fuerzas para seguir el desa-rrollo de este elemento hasta su término final, que es salirse de laIglesia y de la misma revelación, el elemento de dominio racionalhaya sido ocioso y no haya comportado ningún efecto apto para sermostrado y reconocido por nosotros como prole legítima de tal pa-dre. Es fácil darse cuenta de que, en cuanto a la doctrina dogmática,fueron efecto suyo las disputas que dividieron a las escuelas católicas,sobre todo respecto a la gracia, llegando a ser irreconciliables. Porcuanto atañe al derecho civil y canónico, fueron efecto suyo muchascavilaciones que, en parte, disminuyeron el vigor de las leyes más sa-ludables. Y en cuanto a la moral, el efecto no fue diverso, ya queocasionó todo cuanto se dijo y se hizo en torno a la cuestión del pro-babilismo: lo que se dijo y se hizo en esta materia tuvo gran influen-cia en el decaimiento de las costumbres del pueblo cristiano, decai-miento acaecido no menos debido a la influencia de lo que se llamó«Iaxismo», que debido a lo que se llamó «rigorismo». Son demasiadoconocidas las batallas teológicas tan perjudiciales para la unión delclero y para su santificación. No añadiré nada más sobre esto. Asíhabla Fleury sobre las cavilaciones de los hombres de leyes del si-glo XIII: «Véanse los cánones del gran Concilio de Letrán, y másaún los del primer Concilio de Lyon, y se conocerá hasta qué puntoextremo llegó la sutileza de los litigantes, con el objeto de eludir to-das las leyes y utilizarlas como pretexto para la injusticia, ya que estoes precisamente lo que yo califico de espíritu de cavilación. Ahora bien,los abogados y los prácticos en los que dominaba este espíritu, eranlos clérigos, los únicos que entonces estudiaban la jurisprudencia civil

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trina, empero, no hicieron más que seguir a los Escolásticos,copiarlos, glosarlos, resumirlos, casi diría igual como losmaestros que se sucedieron después de los seis primeros si-glos de la Iglesia, habían hecho con los Padres. No se con-sidere injuriosa esta comparación, cuya verdad comprenderácualquiera que no se quede en la superficie de las cosas. Lascartas aparecidas de nuevo en los siglos xv Y XVI llamaronla atención de los hombres, los cuales, abandonada la espe-culación por el afán de la imaginación y del sentimiento, echa-ron a perder el nervio de la filosofía cristiana, que pere-ció así como había perecido antes la grandeza y plenitud dela exposición. Ya no se dio más importancia a las grandes eintrínsecas razones de la doctrina de la fe, mantenidas, sinembargo, por los mejores Escolásticos, que a su vez habíanperdido de vista la importancia del modo grandioso y rebo-sante con que los Padres la exponían. Los Escolásticos dis-minuyeron la sabiduría cristiana al despojarla de todo loque pertenecía al sentimiento, y la hacía eficaz. Los discípu-

o canónica, la medicina y las otras ciencias. Si la sola vanidad y laambición de distinguirse, suministraba a los filósofos y a los teólogostan perversas sutilezas para disputar continuamente y no rendirse nun-ca, ¿qué no habrá hecho la codicia del lucro para incitar con mayorvigor a los abogados? ¿Qué podía llegar a ser semejante clero? El es-píritu del Evangelio no es otra cosa que sinceridad, candor, caridad,desinterés. Tales clérigos, tan desprovistos de estas virtudes, resulta-ban muy incapaces de enseñarlas a los otros» (<<Discurso sobre la His-toria ecles», par. XVII).

Sobre los efectos que tuvo sobre la moral el hecho de haber con-cedido al raciocinio humano un predominio en las escuelas, Fleuryescribe estas palabras con las que no estoy totalmente de acuerdo:"El peor efecto del método tópico (es decir, de aquel método que en-seña a buscar en cada argumento el "pro" y el "contra", como lo ha-cían los escolásticos), y de la desconfianza de poder hallar la verdad,lo constituye el hecho de haber introducido y autorizado en moral lasopiniones probables.» El mal no consistió en introducir las opinionesprobables, sino en abusar de ellas. «De hecho, esta parte de la filoso-fía no se trató mejor en nuestras escuelas que en las otras. Nuestrosdoctores, acostumbrados a discutirlo todo y a señalar todas las po-sibilidades, las descubrieron incluso en materia de costumbres. Y elinterés por halagar las propias pasiones o las de los otros, les indujoa menudo a salirse del recto camino. Este es el origen del relaja-miento tan manifiesto en los casuistas modernos, origen que, no obs-tante, he descubierto que empezó en el siglo XIII. Estos doctores secontentaban con un cierto cálculo de probabilidades, cuyo resultadono siempre concordaba con la lógica o con el Evangelio. Pero todo loarreglaban con la sutileza de sus distinciones» (<<Discurso V sobre laHistoria ecles», par. IX).

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los (y los discípulos, digámoslo de nuevo, no son mayoresque los maestros) continuaron disminuyéndola, amputándoletodo lo que había en ella de más profundo, de más íntimo,de más sustancial, y evitando hablar de sus grandes princi-pios, con el pretexto de facilitar el estudio: en realidad, ellosmismos no los entendían en absoluto. Así la redujeron mise-rablemente a fórmulas materiales, a consecuencias aisladas,a nociones prácticas de las que la jerarquía no puede pres-cindir si quiere presentar a los ojos de la gente las cosasde la Religión del mismo modo superficial como fueron pre-sentadas más tarde. Esta constituye, por lo tanto, la cuarta yúltima época de la historia de los libros usados en las es-cuelas cristianas. La época de los teólogos, que sucedierona los escolásticos. Y así, a través de estos grados (la Escritu-ra, los Padres, los escolásticos y los teólogos), hemos llegadofinalmente a los textos tan maravillosos que se utilizan ennuestros seminarios, los cuales nos infunden mucha presun-ción de saber, y mucho desprecio hacia nuestros mayores. Di-chos libros, en los siglos futuros en los que la Iglesia, quenunca puede perecer, pone todas sus esperanzas, serán juzga-dos, a mi parecer, como lo más mezquino y desgraciado quese ha escrito en los dieciocho siglos que cuenta la Iglesia.Libros, para resumirIo todo en una palabra, sin espíritu, sinprincipios, sin elocuencia y sin método," aunque medianteuna aparatosa y regular distribución de materias -en la quehacen consistir el método-, los autores hagan ver que hanagotado toda la capacidad de sus inteligencias. Libros, final-mente, que no habiendo sido creados ni por el sentimiento,ni por el talento, ni por la imaginación, no son, por decirverdad, ni episcopales ni sacerdotales, sino que con toda ra-zón los llamaremos laicistas. No necesitan otros maestros niotros expositores que tengan más que ojos para leer, niotros discípulos que tengan más que oídos para escuchar,"

26. Citemos ejemplos de entre los más doctos: un Tournely o unGazzaniga. Estos escriben un grueso volumen, eruditísimo por cierto,sobre la gracia, Sólo al final, no tratan ya, sino que solamente tocande paso la cuestión «en qué consiste la esencia de la gracia», y la dejansin resolver, como si se tratara más de cuestión de curiosidad que deimportancia. ¿Acaso no es lo más importante, lo anterior a todo, cono-cer la esencia, es decir, la naturaleza de la cosa sobre la que se razo-na? ¿No es acaso la naturaleza de la cosa, bien conocida, la que nospuede dar la definición auténtica? ¿Y no es la definición el principiofecundo del que deben emanar los raciocinios sobre la misma cosa?

27. Al indicar lo que les falta a los escolásticos y a los teólogos, en

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41. Si libritos y maestrillos caminan juntos, ¿acaso apartir de estos dos elementos podrá formarse una gran escue-la, podrá resultar un digno método de enseñanza? No. Ladeficiencia del método constituye la cuarta y última razónde la llaga de la Iglesia, de la que estamos hablando, a sa-ber, la insuficiente educación del clero en nuestra época.

Decíamos que las costumbres del clero habían perecidoen la Iglesia del tiempo en que se separó dentro de las es-cuelas la formación del corazón de la de la mente." Más tar-de se pensó en remediar la excesiva decadencia, efecto na-tural de aquella separación. Y actualmente en nuestros se-minarios bien ordenados se ha introducido la bondad o almenos la regularidad de las costumbres. Pero no se consi-deró la raíz del mal, no se pensó en reparar la funesta se-paración entre teoría y práctica, no se procuró formar maes-tros que fueran igualmente padres. «Para ser padre escri-bía Juan ~risósto~o, no basta haber engendrado, si~o quees necesario también haber educado debidamente al niño.» 29

Todo lo que se hizo fue prestar ayuda y, por decirlo así,apuntalar por los lados, a fin de sostener las costumbres endecadencia. Pero ciertamente que esto no basta a la Iglesia:

comparación con los escritos de los Padres de la Iglesia, ruego allector que no vaya a creer que quiero despreciar a los unos o a losotros, cuyos valores y méritos también reconozco. Tanto menos espe-ro que no se me imputará desprecio en relación a los escolásticos: to-d.os saben la atención que presté, en las otras obras mías, a los prin-cipales autores de la Escuela, y cómo he trabajado para revalorarIosdu.rante veint: ~ños de fatigas. [Esta nota fue añadida en lápiz, por elmIsmo Rosmini, en el texto corregido.]

28.. «¿Me atreveré, dice Fleury hablando de los jóvenes estudiososdel siglo XII y XIII, a llamaros la atención sobre las costumbres denuestro~ est':1diantes tal como las he descrito en la historia, a partirdel testimonie de los autores contemporáneos? Vísteis cómo todos losdías iban a las manos, entre ellos y con los paisanos' cómo sus pri-meros privilegios consistían en prohibir a los jueces seculares ouejuzgaran sus delitos; que el Papa estuviera obligado a conceder alabad de san Víctor la facultad de absolverles de la excomunión proferi-da por los cánones contra los que golpean a los clérigos; que sus desave-nencias empezaban de ordinario en la taberna debido al vino y al al-borozo, y llegaban hasta el crimen y a las violencias más extremadas.En suma, podéis contemplar el horrendo retrato que hace de ello Ja-cobo de Vitri, testimonio ocular. Y a pesar de todo, todos estos estu-diantes eran clérigos, destinados a servir o gobernar las Iglesias»(<<Discurso V sobre la Historia ecles.», par. X).

29. Ou lo speirai poiei patéra mónon, allá kai to paideüsai Kal6s.Homilia XII.

es necesario que las buenas costumbres de los eclesiásticoshallen sus raíces y reciban su alimento de la misma solidezy plenitud de la doctrina de Cristo. Ya que no se trata mera-mente de formar hombres honestos, sino de formar cristia-nos y sacerdotes iluminados y santificados en Cristo. Estefue el principio y el único fundamento del método usado enlos primeros siglos: ciencia y santidad estaban íntimamenteunidas, y una nacía de la otra. Es decir, propiamente la cien-cia nacía de la santidad. Ya que si se deseaba aquélla, eradebido al amor que se profesaba a ésta. Se deseaba aquellaciencia, porque era tal que contenía la santidad en sus mis-mas entrañas, y no se deseaba otra. Y así todo resultaba uni-ficado: en dicha unidad consiste propiamente la índole ge-nuina de la doctrina destinada a salvar al mundo: no espura doctrina ideal, sino verdad práctica y real. Y por lotanto, si se separa de ella la santidad, ¿creeremos acaso quepueda mantenerse aquella sabiduría que Cristo enseñó? Creer-lo sería un engaño. Nos consideraríamos sabios y seríamosestultos. Confundiríamos la doctrina de Cristo con una vanay muerta imagen de la misma, falta de fuerza y de vida.

42. He aquí como un santo anhelo de verdad prácticaguiaba en sus estudios a san Papías, célebre discípulo delos Apóstoles: «Papías, dice Eusebio en su Historia, se com-placía no de la compañía de los que mucho hablaban, sinode los que le enseñaban la verdad. No iba detrás de los quepublicaban nuevas máximas inventadas por el espíritu hu-mano, sino de los que referían las normas que el Señor nosdejó como sostén de nuestra fe, y sobre las cuales la mismaVerdad nos amaestró. Cuando encontraba a alguien quehabía sido discípulo de los ancianos, recogía con todo esme-ro sus discursos. Por ejemplo, preguntaba lo que había di-cho san Andrés, san Pedro, san Juan, san Felipe, santo Tomás,san Jaime, san Mateo o Juan el Viejo. Ya que le parecíaque las instrucciones que sacaba de los libros le hacían menosprovecho que las que recibía de viva voz de aquéllos con quie-nes conversaba. En sus escritos hacía notar que había sidodiscípulo de Aristón y de Juan el Viejo. Los citaba a menudoy refería muchas cosas que decía haber aprendido de ellos.» JO

En esta descripción que hace Eusebio vemos qué puroamor de la verdad efectiva -característica propia de la doc-trina de Cristo- sin vana curiosidad, llevaba a aquellos san-

30. EUSEBIO, op. cit., ríb, 111, cap. 39.

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tos hombres de los primeros tiempos a desear, no tanto sa-ber cómo penetrar con el alma la verdad misma, saborearlacon el gusto interior, nutrirse de ella como de pan sustan-cioso y vital. Por lo que la enseñanza no dependía tanto delos libros, como de la palabra viva a la que se confiaban losmás sublimes misterios;" esta palabra era anhelada por losdiscípulos que la experimentaban en sí mismos como muysaludable. Todo esto constituye uno de los valores del métodoque usaron los grandes de aquel tiempo para formar gran-des hombres: la enseñanza no se limitaba a una breve leccióndiaria, sino que consistía en una continua conversación entrediscípulos y maestros, entre jóvenes eclesiásticos y grandesobispos. Esta ventaja pereció, naturalmente, en el momentoen que la instrucción fue confiada exclusivamente al cleroinferior, es decir, a meros instructores en lugar de pastores."

43. La ciencia es común a todos los hombres, buenos ymalvados. Pero la verdad viva y práctica del Evangelio essólo propia de los buenos. Por lo que tratándose de enseñarúnicamente la ciencia, no es necesario preocuparse demasia-

31. A fin de que las verdades más sublimes no fueran oídas por losindignos, existía la «ciencia del arcano». Aquellas altas doctrinas, nose confiaban de viva voz más que a los discípulos que habían sidosometidos a prueba durante largo tiempo, y que se habían hecho dig-nos de ellas mediante el constante propósito de conseguir la santidadde la vida cristiana. Todos los antiguos escritores, nos hablan de estaprudencia y reverencia que se sentía por las verdades reveladas: bas-tará citar aquí a Clemente de Alejandría, el cual, habla de ello en ellibro 1 de sus Stromata, y en tantos otros lugares de sus obras.

32. En los remedios aplicados a la negligente educación del clero,se mantuvo este inconveniente. Uno de los remedios de que hablo, fuela institución de las Universidades. Pero éstas no hacían más que ale-jar, siempre en mayor grado, a los clérigos de sus obispos, como su-cede también actualmente. «Otro inconveniente de las Universidades-dice Fleury=-,' es éste: que los maestros y discípulos, no ocupadosen otra cosa que en sus estudios, eran todos clérigos, y muchos deellos beneficiados, pero fuera de sus Iglesias no ejercían funciones re-lativas a las órdenes sagradas. Y aSÍ, no aprendían todo lo que seaprende con la práctica -el modo de enseñar, la administración delos sacramentos, el gobierno de las almas- como hubieran podidoaprenderlo en sus pueblos. viendo actuar a los obispos y a los sacer-dotes, y prestando servicio a sus órdenes. Los doctores de la Universi-dad eran meros doctores aplicados sólo a la teoría: tenían todas lasoportunidades para escribir y tratar largamente cuestiones inútiles,y también motivos de emulación y de discusión, queriendo unos ma-tizar más que los otros. En los primeros siglos, los doctores eran losobispos, sobrecargados de las más sólidas ocupaciones» (<<Discurso Vsobre la Historia ecles », par. X).

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do de las cualidades morales de los preceptores: éstas erantan solicitadas y exigidas por los antiguos, precisamente por-que lo que pretendían era una auténtica santidad, y por lotanto, se preocupaban de que el hombre que debía enseñar-la fuera santo." Igualmente se comprenderá que no se hagauna selección moral de discípulos, cuando se trata de unaenseñanza puramente científica y no verdaderamente moral.En cambio, cuando se busca la sabiduría moral de la ense-ñanza, se procura con solicitud alejar de la escuela a todoslos que no son movidos por el santo deseo de aquella sabi-duría. En los primeros tiempos, en los que de suyo resultabamás fácil escoger sabiamente los alumnos del santuario, sedaba esta solicitud, ya que se aplicaba aquel criterio moralúnico y certero para distinguir los llamados de los no llama-dos. Y los mismos jóvenes que se acercaban a aquella escue-la, sabían muy bien qué iban a hacer allí y qué doctrina tra-tábase de aprender. Además, la verdad piadosa y práctica tie-ne esto de propio respecto a la verdad puramente ideal: im-pone un respeto y veneración hacia sí misma, tanto por partede quien la recibe, como por parte de quien la comunica,puesto que es de naturaleza esencialmente sagrada y divina.Así, los que tienen la sublime incumbencia de comunicarla,suelen experimentar una gran repugnancia y aversión al te-ner que prodigarla a los indignos, ya que les da la impresiónde que se hacen culpables al profanar y violentar su vene-rable santidad. Estos tales comprenden muy bien el sentidode aquellas palabras con las que Cristo prohíbe «echar lasperlas ante los puercos»." Por esta razón, los maestros pri-mitivos, como 10describe Clemente Alenjandrino, «sometían ala prueba del tiempo, juzgaban con atento examen y discer-

33. He aquí cómo todo se relaciona, y una cosa es origen de otra:el mal método comporta, naturalmente, malos maestros. En cambio,¡qué idea más noble no tenían los antiguos sobre el maestro cristiano![Cuánto no exigían de él! San Gregorio Nacianzeno, en un célebresermón suyo titulado «Sobre la teología», describe largamente cómodebe ser quien hable de cosas teológicas, a quién debe hablar y conqué precauciones: «No está bien que todos -dice entre otras cosas-,filosofen sobre lo divino. Podrán hacerlo los que han purificado ya elcuerpo y el alma, o al menos los que se esfuerzan por hacerlo y sesienten avanzados en la meditación de las cosas sagradas» (<<Oración,.XXXIII; cf. también la «Oración» XXIX). Clemente Alejandrino (<<Stro-mata», lib. 1, y «Pedagogos»¡ habla por extenso del desinterés, de laluz espiritual y de la santidad necesaria para que alguien sea aptopara enseñar las cosas divinas.

34. Mt. 7, 6.

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nían de entre los demás al que podía escuchar sus palabras,y observaban sus conversaciones, sus costumbres, su vida,sus ademanes, su vestido, su aspecto externo; investigabansi era trivial, si era como la piedra o como camino pisadopor los viajeros, tierra fértil o terreno arbolado o campoabonado, fértil y labrado en el que se pudiera multiplicar lasemilla». E imitaban a Cristo que, como dice el mismo Cle-mente, «no reveló a muchos las cosas que no eran para mu-chos, sino que las reveló a pocos, a los que sabía que les con-venía; ya que aquéllos podían no sólo -decía él- acogerlas,sino también convertirlas en formación propia». Lo cualequivale a decir que realizaban con la rectitud de su vida elanuncio de la verdad que habían recibido en su inteligencia."Comportándose así, pocos serán los sacerdotes. Pues bien,Clemente no tiene otra respuesta a dar a esta objeción quela siguiente: «Rogad al Señor de la mies a fin de que mandetrabajadores a su mies.» 36

44. El principio de «tener que comunicar la palabra vivade Cristo en la instrucción eclesiástica y no la palabra hu-mana y una palabra muerta», daba como resultado otra con-secuencia. Todas las ciencias espontáneamente venían a su-bordinarse a ella, para recibir la unidad y prestar servicio yhomenaje a Cristo, preparando los ánimos y las mentes paraapreciar mejor la belleza y el precio de la sabiduría evan-gélica. Por lo tanto, no se daban dos instrucciones, una paga-na y otra cristiana, una, la de las ciencias profanas y de es-píritu profano, y la otra, la de las ciencias eclesiásticas; una,enemiga y opuesta a la otra. No se echaba a perder el vigorde los jovencitos, infundiendo en su ánimo el espíritu de losescritores paganos y los falsos objetivos humanos de la ac-ción para corregirlos después y enderezarlos con las máxi-mas cristianas y eclesiásticas; sino que se les enseñaba unsolo objetivo, así como también una sola doctrina: la deCristo. ~sta siempre lo dominaba todo. Y así, los estudiosprofanos servían también para reforzar su fe. Con tal métodoveíanse salir de las escuelas los Pantenos y los Orígenes, yde las escuelas de los Orígenes los Gregarios Taumaturgos."

35. Stromata, lib. I.36. [bid.37. San Jerónimo, cuenta que Orígenes se servía de las ciencias pro-

fanas para atraer a la fe a los filósofos y a otras personas doctas queiban a escucharle (D.V.M., cap. 54). Gregorio Taumaturgo, el más ilus-tre de sus discípulos, en el discurso que pronunció al terminar sus

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45. En la época, empero, en la que todo recibía unidad,gracias a la unidad del principio y a la unidad del objeto pro-puesto a los estudios verdaderamente cristianos, aquel prin-cipio saludable y verdadero convertía los estudios en comple-tos y universales, ya que lo abarcaba todo y en modo especialtoda la religión, sus misterios arcanos, sus más profundosprincipios, sus grandes máximas, en una palabra: todo susistema. No se hacían exclusiones arbitrarias, ni excepcionesinjustas de ciertas partes de doctrina, o preferencias en re-lación a otras. La palabra de Cristo era amada e investigadapor sí misma, y por esta razón se quería penetrar en todo loque fuera posible de indagar. Y puesto que en dicha palabra,se buscaba la vida oculta en ella, la palabra se comunicabacon plegarias, con santas lágrimas y en la liturgia, de la quederivaba la gracia que de modo sobrenatural alimentabacon su luz divina las mentes ávidas de justicia."

46. ¿Quién restituirá a la Iglesia tan gran método, el úni-

estudios en alabanza de su maestro (In Orig.), narra el método apli-cado por Orígenes en su formación. En él se ve cómo aquel gran hom-bre, empezó la educación corrigiendo sus costumbres. Después, lo in-trodujo en las diversas ciencias, enseñándolas de modo que fueranorientadas a preparar y fortificar la fe de su alumno. Orígenes no seservía de los compendios, sino que leía junto con él todos los filóso-fos principales, haciéndole discernir continuamente en ellos la verdaddel error. Después de este estudio preliminar, mediante el cual preparóla mente y el espíritu del jovencito y le inspiró el deseo de doctrinasmás altas y perfectas, abrió finalmente ante él las sagradas páginas,por las que le hizo alcanzar las enseñanzas de Dios. Sé muy bienque en nuestra época, los compendios no se pueden dejar de lado, perosé también que, sólo con ellos, nunca se hará nada. Ni se obtendrátan sólo encaminar a un jovencito hacia el conocimiento verdadero.El uso de los compendios, por lo tanto, debe servir solamente pararesumir lo que los grandes autores expusieron por extenso. Convieneleerlos y explicarlos. Ya sé que no se pueden leer y explicar todos. Perose pueden leer y explicar en parte, y una parte puede servir parainspirar al discípulo, para hacerIe adquirir alguna idea de la grandezade la sabiduría cristiana, así como del pie de Hércules se pudo de-ducir que era hombre. Es cierto que de tal modo no se dominaran loslímites de toda la ciencia. Cuando se tratare únicamente de señalarlos límites, se utilizarán los compendios: para esto sirven legítima-mente, y para nada más. La ciencia que el joven aprenderá en las es-cuelas mediante este método, se asemejará a un cuadro que el alum-no ha visto pintar al maestro, y que ha visto pintar sólo en parte.Le faltará que él termine el cuadro del mismo modo como ha vistopintar al maestro.

38. Clemente Alejandrino, cuando en sus obras habla del estudiode las ciencias, siempre añade los Sacramentos de Cristo. Quiero queel maestro no sea un puro instructor, sino un agricultor que asume

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co digno de ella? ¿Quién devolverá a las escuelas de los sacer-dotes sus grandes libros, sus grandes preceptores? ¿Quién,en una palabra, curará la llaga profunda de la insuficienteeducación del clero, que se debilita día tras día, y provoca la-mentables gemidos por parte de la bella Esposa de Cristo?Únicamente el episcopado: a él se le encargó de gobernarla,a él se le dio el poder milagroso de sanarla cuando estuvie-ra enferma; pero a él en cuanto forma un todo, no en cambiosi está fraccionado y dividido. Se solicita esta obra a todoel cuerpo del episcopado, unido en una sola voluntad, en unasola acción. Ahora bien, es precisamente esta unión lo quefalta a los Pastores de la santa Iglesia en estos tiempos deengaño. Y ésta constituye una tercera llaga de la Iglesia,no menos cruel, sino incluso más cruel todavía que las otrasdos descritas hasta el presente.

todos los cuidados y preocupaciones de los retoños que ha plantado.y añade. «Hay dos tipos de agricultura: una que se hace sin escritos,otra con escritos. Haciéndolo de ambos modos, el obrero del Señorque haya sembrado buen trigo y haya hecho crecer las espigas y lashaya segado, será un divino agricultor. "Trabajad, dice el Señor, nopor el alimento Que perece, sino por el que perdura hasta la vidaeterna." Pero el alimento se toma, ya sea en forma de comida, ya enforma de palabras. Verdaderamente son bienaventurados los pacíficosque apartan de su estado miserable a los que son combatidos por laignorancia en esta vida y se hallan en este error continuo, y les ense-ñan todo lo contrario y les conducen a la paz que se halla en el Ver-bo y en la vida que viene de Dios, y alimentan con la distribucióndel pan a los que están hambrientos de justicia» iStromata, 1). En estetexto, se ve cómo este discípulo de los Apóstoles une la distribucióndel pan a la instrucción mediante las palabras. Ya antes había com-parado la instrucción a la Eucaristía. Tal es la descripción que siemprehace del maestro de las cosas divinas. Quiere que sea un obrero di-vino, un pastor, un ministro de Dios, v como en seguida añade. «quesea una sola cosa con Dios mismo». Orígenes, discípulo de Clemente,piensa igual. «No debe escuchar la palabra de Dios, quien no hayasido santificado en el alma y el cuerpo -dice él-, ya que poco des-pués debe entrar en el convite de la boda, debe comer la carne delCordero, y beber la Copa de la salvación» (In Exod. hom. XI). [Heaquí, pues, la magnífica unión del Sacramento Santísimo y de la pa-labra! Escuchemos otro fragmento de aquel gran hombre llenos delmismo espíritu: «Vosotros -dice en una de las homilías recogidas desus mismos labios- que estáis acostumbrados a asistir a los misterios,sabéis muy bien con qué cautela y respeto recibís el cuerpo del Se-ñor, temerosos de que caiga al suelo la más mínima partícula, ya quecon mucha razón os consideraríais culpables si por negligencia vues-tra, se perdiera alguna migaja: si justamente usáis tanta precauciónpara conservar su cuerpo, ¿creéis que será menor pecado despreciar supalabra?» (In Exod. hom. XXIII).

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111.La llaga del costado d.~ la santa Iglesia:la desunión de los obispos

47. El divino Autor de la Iglesia, antes de dejar este mun-do, oró al Padre celestial que hiciera que sus Apóstoles for-maran juntos una unidad perfecta, del mismo modo que ély el Pad~e formaban .la más perfecta de las unidades, pues-to que tienen una misma naturaleza. Esta unidad sublimísi-ma d~ la que hablaba el Hombre-Dios en aquella oraciónmaravillosa que. pronunció de.spués de la cena, pocas horasantes de su pasion, era principalmente una unidad interioruna unidad de fe, de esperanza y de amor. Pero a dicha uni-dad interior, unidad que no puede faltar nunca en la Iglesiade manera absoluta, debía corresponder la unidad exteriorc.omo el efecto corresponde a la causa, como el edificio aítipo o plano según el cual es construida, como la expresióncorresponde a la cosa que quiere expresarse. « Un solo cuer-po y un solo espíritu», dice el Apóstol: 1 y así lo abarca todo.Puesto que por el cuerpo se significa la unidad en el ordende las cosas externas y visibles, y por el espíritu la unidad enel orden de las _cosas <.!uese ocultan a nuestra vista corpo-ral. «Un s?lo Senor -anade-, una sola fe, un solo bautismo:un solo DIOSy Padre de todos, que está sobre todo y por to-do y en todos.» 2 He aquí de nuevo la unidad de la natura-leza divina, puesta como fundamento admirable de la uni-dad que, de~en formar los h?mbres, los dispersos que Cristocongrego ~aJo sus alas del mismo modo como la gallina reúnea sus pollitos, y constituyó la Iglesia. He aquí, también lafu~nte de. aquella unidad. del episcopado en la Iglesia' deC~IStO, umdad que los ObISpOS percibían de modo tan su-blime, y que ~an Cipriano expresaba con tan elocuentes pa-labras en el libro que tituló precisamente «Sobre la unidadde la Iglesia».

.48. Los Apóstoles tuvieron y mantuvieron esta dobleumdad en grado eminente. Ya que en el aspecto interno to-dos en comunión poseían, por decirlo así, una misma doctrí-

1. er. 4, 4.2. Ef. 4, 5-6.

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na y una misma gracia. Y en cuanto al aspecto externo, unosolo de ellos tenía el primado J y «el origen del único episco-pado», y como dice el gran obispo y mártir de Cartago «loposeían todos solidariamente».' A uno sólo fue dado en parti-cular lo que fue dado a todos en común. Y sobre uno deellos, cual única roca indivisa, se edificó la Iglesia cuyo fun-damento constituían todos juntos con él y edificados so-bre él.

49. La conciencia de esta perfecta unidad en la jerar-quía, que es expresión bellísima y como un vago reflejo dela unidad interior del espíritu, llenaba el pecho de los pri-meros sucesores de los Apóstoles, los cuales, tantos cuantosse hallaban dispersos por las naciones, se sentían constituirun solo y casi diría acreditadísimo personaje, y realizar to-dos juntos aquel ideal divino de fuerza benéfica que, a seme-janza de Dios, se halla todo en todas partes. No ignorabantampoco que esta estupenda unidad era el testamento queCristo legó a sus enviados antes de morir, es decir, antes dederramar su sangre que sellaba su nuevo y eterno testamen-to. Y verdaderamente, la unidad de los suyos, simbolizadaen el Pan eucarístico y también en la túnica inconsútil quecubrió su carne divina, constituía como el último signo detodos los deseos de Cristo, y debía ser el fruto de sus inmen-sos sufrimientos, habiendo él orado a su Padre que precisa-mente por esto deseaba «que fuesen todos salvos en su nom-bre, a fin de que pudieran ser una sola cosa».'

50. Puesto que tan sublime idea de la unidad, dominabalas mentes de los antiguos obispos, y mucho más llevándolaellos en el corazón, no descuidaban nada de todo cuanto pu-diera vincularles. Y así como mantenían todos la misma fey el mismo amor hacia el cuerpo de Cristo, también -y es loque máximamente importa para el recto gobierno de la Igle-sia de Dios- nada amaban tanto, nada consideraban cornomás antiguo -como suele decirse- que comportarse todoscon uniformidad. Quien considere la amplitud del gobiernode la santa Iglesia, esparcida por todas las naciones de la

3. «Deus unus est -dice san Cipriano en una carta- el Christusuna EccIesia, et cathedra una super Petrum, Domini voce [undata»(Epístola 40).

4. «Episcopatus unus est, cujus a singulis pars in solidum tenetur»(Liber de unitate EccIesiae).

5. «Pater sancte, serva eos in nomine tuo, quos dedisti mihi: utsint unum, sicut et nos» (In. 17, 11).

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tierra, ciertamente se asombrará al descubrir en todas par-tes la instauración de tanta unanimidad en la doctrina, enlas disciplinas e incluso en las costumbres, y cuán pocas son,y no precisamente esenciales, las diferencias que se descu-bren.

51. Mas, todo esto, ¿de dónde provenía, cómo se man-tenía?

a) Debido a que los obispos se conocían personalmente.Tal conocimiento empezaba ya antes de ser nombrados obis-pos y era una consecuencia natural de la digna educación conla que eran formados los grandes hombres, entre los quemás tarde eran siempre elegidos los obispos de la Iglesia.Ya que éstos, o habían sido condiscípulos en las escuelas deotros grandes obispos,' o mediante viajes hechos a propósito,habían procurado conocerse mutuamente. En aquel tiempo,no se ahorraban viajes Iarguísimos e igualmente incómodos,para gozar ni que fuera del mero hecho de poder ver a ungran hombre, célebre en santidad y en doctrina, y tener lasuerte inestimable de poder oír su voz y aprovecharse de suconversación. Porque precisamente tenían la convicción deque los libros no bastan para comunicar la sabiduría en elsentido en que se entendía esta palabra, es decir, no comoun conocimiento estéril, sino como una inteligencia íntima,como un sentimiento profundo, como una convicción ac-tiva. Y por otra parte, creían que la presencia, la voz, el ges-

6. Para citar un ejemplo, san Juan Crisóstomo se educó baio sanMelecio de Antioquía, Y Sócrates narra expresamente que, observan-do el natural bueno del joven, aquel santo obispo le permitía estarsi,empre a su lado, y lo bautizó al cabo de tres años de formación, lohIZO Lector, y más tarde lo admitió a las órdenes del subdiaconadoy del diaconado. Además, junto con san Juan Crisóstomo estaban Teo-doro y Máximo, los cuales más tarde fueron obispos de Mopsuestia enCilicia, y de Seleucia en Isauria, Diodoro, que los ejercitaba en la vidaascética, fue también obispo de Tarso. Basilío, amigo de san JuanCrisóstorno, fue promovido al episcopado siendo muy joven. He aquíun nido de obispos, amigos ya antes de ser elevados a aquella digni-dad. Si se desea un ejemplo sacado de Occidente, obsérvese la escue-la de san Valeriano obispo de Aquilea, Cuando san Jerónimo fue a vi-sitado, además de san Crornacio, que fue después sucesor de san Va-leriano en el obispado aquilense, además de Eliodoro que igualmentemás tarde fue obispo, florecían allí muy sabios y piadosísimos sacer-dotes, diácono s y ministros inferiores, corno el célebre Rufino, Jovino,Eusebio, Nepociano, Benoso y otros recordados por la historia. Sesabe en Africa, que la casa, o mejor, el monasterio de san Agustín eraun semillero de obispos.

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to y hasta las acciones más indiferentes 7 de los grand~s ho~-bres, tienen la virtud de transfluir en el otro, comumcar di-cha sabiduría y hacer saltar en los jóvenes chispas de genio:éste muere o permanece sepultado e inerte cuando no es-por decirlo así- frotado por el genio ajeno. San Jeróni-mo fue de Dalmacia a Roma para recibir allí su primeraeducación. De allí viajó a las Galias donde visitó a todoslos personajes que florecían en aquel país. Pasó a Aquileapara escuchar al obispo san Valeriano, bajo el cual se sabeque se hallaban reunidos muchos hombres. celebérrim~s.Después se marchó a Oriente a visitar a Apohnar de Antio-quía; se hizo alumno de Gregorio Nacianzeno en Constanti-nopla, y con sus canas no desdeñó aprender en Alejandría, deboca de Dídimo el Ciego, aquel conocimiento de la verdadcuya búsqueda, en aquel tiempo, no terminaba sino con lamuerte. ¿Qué más diremos? Para conocer una sola cuestiónde doctrina eclesiástica ¿no se recorría acaso medio mundo?Valga como ejemplo el caso del sacerdote Orosio que desdeEspaña, habiendo viajado a Africa para aprender de sanAgustín el modo de confutar las herejías que entonces infes-taban a la Iglesia, éste lo mandó con el mismo objeto a sanJerónimo, a quien fue a visitar a Palestina.

52. b) De la correspondencia epistolar que todos losobispos mantenían continuamente, incluso los más lejanos.y esto a pesar de faltarles tantos medios de comunicaciónque nosotros poseemos. Por ejemplo, causa maravilla vercómo un san Vigilio, obispo de Trento, manda como don asan Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, acompañadocon carta, una parte de las reliquias de los Mártires de laAnaunia, y otra parte la manda a Milán a san Simpliciano.y además de estas cartas de amistad privada de obispo aobispo, también las iglesias se escribían mutuamen~e, so-bre todo las principales a sus subordinadas. En esta piadosacorrespondencia, participaban tanto el presbítero como elmismo pueblo. Dichas cartas venerables, eran leídas despuéscon respeto en las reuniones públicas, los días festivos. Talera el ejemplo que los Apóstoles dieron a sus sucesores: re-

7. Esto se comprueba mucho más todavía en el orden. sobrenatu-ral. Los santos comunican a través de todo lo SU?O, y VIerten, pordecirlo así, el espíritu de santidad en cua~tos estan a su alreded.or.Lo mismo expresó Cristo claramente mediante las pal~bras «quiencree en mí, como dijo la Escritura, saldrán de sus entranas torrentesde agua viva» (Jn, 7, 38).

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cardemos, por ejemplo, las cartas de san Pedro, de san Pa-blo, de san Juan, de san Jaime y de san Judas, las cuales seconservan insertas en el cuerpo de los escritos canónicos.También las cartas de los Sumos Pontífices san Clemente, ysan Sotero a la Iglesia de Corinto, así como las que escribie-ron san Ignacio y san Dionisio, obispo de Corinto, a variasIglesias, especialmente a la de Roma,' y tantas otras.

53. e) De las visitas que se hacían los obispos, los unosa los otros, movidos por una caridad mutua o por el celode las cosas de la Iglesia. Y no únicamente por causa delcelo por la Iglesia particular a ellos confiada, sino muchomás a causa de la Iglesia universal, ya que eran conscientesde ser obispos de la Iglesia católica' y de que una diócesisno se puede separar del cuerpo total de los fieles más de loqU,esepararse pue?e cualquier miembro del cuerpo. Ya queaSI como todo miembro del cuerpo humano tiene necesi-dad de ser irrigado por la masa de sangre que recorre todoel cuerpo y penetra por los poros de las arterias, de las ve-nas medianas y por los capilares, hasta las extremidadescambiándose y renovándose continuamente por todas par~tes, diríase como de vaso en vaso, de manera que no se pue-de señalar una porción de sangre que pertenezca a un brazoy otr~ que sea propia de una pierna, sino que todo pertenec~al mismo cuerpo (y lo mismo podríamos decir de los diver-sos ~umores que circulan por todo el cuerpo según sus leyespropias, así como también de la acc-iónsimultánea de todaslas partes que concurren en producir un único efecto es de-cir, la vida de la que participa y vive cada parte del cuerpo,no por ~azón de ,tener una. vida propia y particular, sino por-que la VIdacomun es precisamente su vida), así es igualmen-

8. En esta carta de Dionisio a la Iglesia de Roma, el santo diceentre otras cosas: «Hemos celebrado en este día la santa fiesta del do-mingo, y hemos leído vuestra carta y seguimos leyéndola todavía paranuestra instrucción, así como la anterior que nos escribió Clemente»(EuSEBIO,Historia eclesiástica, lib. IV, cap. 23). Se conocen siete car-tas de este insigne obispo de Corinto, escritas a los fieles de diversasIglesias, una a los de Atenas, una a los de Nicomedia, una a la Iglesiade Amastris en el Ponto, una a la Iglesia de Gortina en Creta y unaa los de Gonsos, en la misma isla de Creta. Más conocidas son las seismagníficas cartas de san Ignacio que aún se conservan: a los de Efeso,a los de Magnesia, a los de Tralla, a los Romanos, a los de Filadelfiay a los de Esmirna. ¡Hasta este punto eran amplias las relaciones quemantenían aquellos santos obispos, presbíteros y pueblos cristianosentre ellos!

9. A menudo firmaban con esta denominación.

re 17,7 97

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te en la Iglesia católica, en la que conviene que cada dióce-sis particular, viva de la vida de la Iglesia universal mante-niendo con ésta una continua comunicación vital, y recibasu influencia saludable. Y cuando se separa de ésta, ni quesea un poco, inmediatamente queda como muerta. Igualmen-te, cuando se pone un impedimento a la comunión con todala Iglesia, entonces no posee más que una vida lánguida y dé-bil, por razón de aquel impedimento que la encoge y la des-virtua, de la misma manera como un brazo estrechamenteatado con un cordel, pierde la sensibilidad y el movimien-to, o también como un brazo accidentado se paraliza o seentorpece al faltarle circulación y al pararse y suspenderselas funciones. Estas ideas si no se inculcan en la educación"de nuestro clero, nos encontraremos con obispos cuya visiónapenas llegará a los límites de sus diócesis y se persuadiránde haber cumplido acertadamente su función episcopal mien-tras no hayan faltado a las comparsas habituales en sus Igle-sias catedrales o en el Seminario, o en cuanto el servicio ex-terno de la diócesis se ha cumplido de alguna manera y sinocasionar quejas de los laicos, y finalmente por haber reali-zado todas las funciones del Pontifical y del Ceremonial delos obispos."

54. d) Por razón de las frecuentes reuniones y Conci-lios, sobre todo provinciales, que se celebraban. La unidadde la Iglesia debía ser una unidad de voluntades, unidad deconvicciones, unidad de afectos. Y para obtenerla, no bastael gobierno de uno solo revestido de la autoridad; esta auto-ridad, siendo sola, comporta siempre algo de codicioso y dehostil y, por lo general, no convierte a los sujetos en seresmás iluminados, sino únicamente en más sobrecargados. Porlo que el mismo Apóstol decía: «Todo me está permitido,pero no todo es conveniente.» 11

Por esta razón se requería a menudo, en los asuntos dis-

* El texto precedente decía: «Pero estas ideas son extrañas a lamayor parte de nuestro clero.»

10. Así escribe san Cipriano sobre la misión que tienen los obisposde preocuparse del florecimiento de la Iglesia universal: «Copiosumcorpus est sacerdotum concordiae mutuae glutine atque unitatis vinculocopulatum, ut si quis ex collegio nostro haeresim [acere, et gregemChristi lacerare et vastare tentaverit, subveniant ceteri. Nam etsi pas-tores mu/ti sumus, UNUM tantum GRR;EM pascimus, et oves universas,quas Christus sanguine suo et passione quaesivit, colligere et [overedebemus» (Epístola 68, al. 67 ad Stephanum).

11. 1 Cor. 6, 12.

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'plinares, el voto del pueblo; se puede decir que en aquel~!empo era el consejero fiel de los «obemantes de la Igle-~a u por lo mismo el obispo daba cuenta al pueblo de todo

~~~nto se hacía en el gobierno de la diócesis," y cedía y con-descendía a los deseos populares en todo lo que era posi-ble, -cosa que resulta dulce y afable y sumamente conve-niente para el gobierno episcopal, gobierno sublime y quetodo lo puede, pero no del mismo modo que el de los reyesde la tierra. Ya que aquél lo puede todo sólo para el bien,y nada para el mal, y por su misma esencia está adornadocon la humildad, la modestia y una gran caridad. Es suma-mente razonable en todo, y por lo mismo es fuerte por sudulzura." De lo cual provenía también la unión de los obis-pos con sus presbíteros, cuyo parecer solicitaban respecto atodos los asuntos relativos al gobierno de la Iglesia, a fin deque los que participaban en la ejecución, participaran tam-bién en las determinaciones que se venían tomando, y resul-taran así de acuerdo con el deseo común y fueran conocidas

12. «En la Iglesia todo se hacía -dice Fleury- según consejo,puesto que no se quería que dominara otra cosa que la razón, la reglay la voluntad de Dios.» «Las asambleas tienen esta ventaja, que de or-dinario siempre hay alguien que hace ver cuál es el mejor partido,y reconduce a los otros a lo que es razonable. Se da ocasión a que semanifieste el respeto mutuo, y causa vergüenza mostrarse injustospúblicamente. Los que son más débiles en virtud, son sostenidos porlos otros. No es fácil corromper a toda una asamblea: pero resultafácil ganarse a un solo hombre o a aquél que lo gobierna. Y si éstese determina por sí sólo, sigue la inclinación de las propias pasionesque no hallan oposición. En todas las ciudades el obispo no hacíanada importante sin el consejo de los sacerdotes, de los diáconos y delos principales de su clero. A menudo es aconsejable también con to-do el pueblo cuando éste tenía un interés en el asunto, como es el casode las ordenacíones» (Discurso 1 sobre la Historia eclesiástica, par. 5).

13. San Cipriano daba cuenta al pueblo de todo cuanto realizaba,y cuando no podía hacerlo personalmente, durante el tiempo de laspersecuciones, lo hacía igualmente mediante cartas, algunas de lascuales aún se conservan (C]. Epístola 38, col. 33). Dos siglos más tarde,se constata que san Agustín hace lo mismo con su pueblo. En sussermones lo informa de todas las necesidades de la Iglesia, y les dacuenta detallada de su conducta. Son dignos de especial atención lossermones 355 y 356.

14. «Se tenía en tanta consideración el asentimiento del pueblo-dice Fleury- en los seis primeros siglos de la Iglesia, que si ésterehusaba a un obispo, incluso después de haber sido consagrado, secreaba a otro que le fuera aceptable» (Discurso 1 sobre la Historia ecle-siástica, par. 4). San Agustín da la razón de ello con estas palabras di-rigidas a su pueblo: "Nosotros somos cristianos para nosotros mis-mos, y obispos para vosotros» (Sermón 359).

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15. San Cipriano, en una carta que escribe a su clero desde el es-condrijo donde vivía en tiempo de persecución, da como razón de nohaber contestado a una carta que le habían enviado sus sacerdotes, elhecho de estar solo: «porque -dice- al principio de mi episcopadodecidí no hacer nada por mí mismo sin vuestro consejo y sin el con-sentimiento del pueblo» (Epístola 14). Obraba así según el ejemploconstante de los Apóstoles. Considérese el procedimiento apostólico enla elección de los diáconos. Los Apóstoles ciertamente que tenían elpoder de elegir a quien querían. Y no obstante, ¿con qué suavidad yprudencia no proponían el asunto a los fieles, a fin de que ellos mis-mos nombraran a los que juzgaran más dignos e idóneos para ejerceraquel oficio? «Fijaos, hermanos -dicen ellos-, en hombres de buenareputación, hasta siete, a fin de que nosotros podamos constituirIosen este ministerio» (Act. 6). Y «el discurso agradó a toda la muche-dumbre -sigue diciendo el sagrado historiador-, que eligió a los sie-te primeros diáconos de la Iglesia».

16. El S.· de los veinte cánones del gran Concilio de Nicea, ordenaque dos veces al año se celebre un Concilio en todas las provincias.

cesidades graves, todos los obispos y todas las Iglesias delmund<:>,,cual padre, juez, maestro, centro y fuente común. Deél recIbIan con~uelo los pastores perseguidos, limosnas lospobres y despojados, así como también los fieles de todaslas naciones. Todo el orden católico recibía de él luz orien-tación, defensa y un orden seguro y tranquilo. '

57.. ~a!es era? los seis eslabones de oro que constituíanlos sohdISlm?S vmculo~ que unían a todo el cuerpo episco-pal en los mas bellos tiempos de la Iglesia. ¡Y eran verdade-ramente de oro! Porque no eran hechos de otra materiaque de santid~d, de caridad, de adhesión a la palabra de Cris-to y. a los ejemplos de los Apóstoles, de celo por aquellaIglesia fu.ndada con la sangre de Cristo y confiada en manosde los ObISPOS,de temor y temblor presente en su ánimo por!a ~~enta mexorable que un día el mismo Señor y Cabezainvisible y Pastor Jesús, debería pedirles.

Hemos visto cómo las invasiones de los bárbaros que des-t~uyeron el Imperio Romano, dieron a la Iglesia el princi-pIO de uno de aquellos nuevos períodos que pueden llamar-s~ de movimiento, en cuanto se levanta de su reposo e ini-CIa una nueva marcha. Períodos en los que ella desarrollapor sí misma una nueva actividad, antes oculta en su senopor falta de ocasiones de manifestarse; entonces ejerce unanueva acción sobre la humanidad y produce una nueva se-rie de efectos benéficos. El período del que hablamos tienec~mo carác!e.r propio <da inserción de los obispos en los go-biernos políticos». El fin de la Providencia en un aconteci-~i~?to tan i~portante, decíamos que consistió en que la re-hglO? ~e Cristo pen~trara lo más íntimo de la sociedad, ydominándola la santificara. Y tal fin fue conseguido, ya queel orden de la Providencia es infalible y certero. Mas fueconseguido al precio de graves males, ya que las cosas hu-manas de las que se sirve la Providencia, son todas necesa-riamente limitadas e imperfectas. Ahora bien, uno de estosmales, además de los que hemos enumerado fue la desunióndel episcopado, ¡terrible golpe de lanza que desgarró el pe-cho y traspasó el mismo corazón de la tierna esposa de Je-sucristo!. 58. Debemos ahora examinar cómo se llegó a un supli-

CIO tan cruel. Pero antes, séame permitido hacer una obser-vación sobre las leyes según las cuales Dios alivia las vicisitu-des de la santa Iglesia.

La Iglesia posee en sí lo divino y lo humano. Divino es

en su esprritu y en sus razones por los que debían actuar-les." Por la misma razón se explican aquellos Concilios enlos que los obispos de las provincias colindantes, cual otrostantos hermanos, trataban juntos dos veces al año 16 los asun-tOS comunes. Se consultaban mutuamente sobre los casosdifíciles que se daban en sus gobiernos particulares y acorda-ban juntos todo lo que era menester para evitar los desórde-nes. Decidían las causas, y nombraban los sucesores de losobispos que fallecían; tales sucesores establecidos por losobispos colindantes, eran no sólo conocidos, sino también desu agrado, y eran tales que contribuían óptimamente a con-servar aquella perfecta armonía que unía a todo el cuerpoepiscopaI. Por esta razón se reunían finalmente los Conciliosmás amplios, de varias provincias, los nacionales y los ecu-ménicos.

55. e) De la autoridad del Metropolitano que presidíaa todos los obispos de una provincia, y de la autoridad delas sedes más importantes que tenían sujetas otras provin-cias y metrópolis. Esta ordenada distribución de todo el go-bierno eclesiástico, unía y enlazaba admirablemente entre síel cuerpo de la Iglesia, ya que no se trataba de una jerarquíavana y de puro honor.

56. 1) Finalmente provenía sobre todo de la autoridaddel sumo Pontífice, piedra principal, siempre única e inmó-vil en la gran mole del edificio episcopal, y por lo mismo, pie-dra verdaderamente fundamental que da a toda la Iglesiamilitante su identidad y perennidad. A él recurrían en sus ne-

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su eterno designio. Divino el medio principal por el que aquel designio se realiza, es decir, la asistencia del Reden­tor. Es divina, en fin, la promesa de que dicho medio nunca faltará: no faltará nunca a la santa Iglesia la luz para co­nocer la verdad de la fe y la gracia para practicar su san­tidad, y una suprema Providencia que todo lo dispone sobre la tierra en orden a ella. Pero dicho esto, además del mec;lio principal mencionado, hay otros medios humanos que reali­zan el designio del E terno. Porque la Iglesia es una sociedad compuesta de hombres, y mientras se hallan en camino, son hombres sujetos a las imperfecciones y miserias de la huma­nidad. Por lo que dicha sociedad, en cuanto es humana, obe­dece en su desarrollo y en su progreso a las leyes comunes que presiden la marcha de las otras sociedades humanas. Y con todo, estas leyes a las que las sociedades humanas están sometidas en su desarrollo, no pueden aplicarse enteramente a la Iglesia, precisamente porque ésta no es una sociedad totalmente humana, sino que en parte es divina. Y así, por ejemplo, la ley de que «toda sociedad empieza, progresa has­ta su perfección, después decae y muere», no se aplica a la Iglesia, asistida por una fuerza externa a la esfera de las vi­cisitudes humanas, una fuerza infinita que repara sus pér­didas, que vuelve a infundir la vida cuando ésta disminuye. De suerte que dicha sociedad, única y singular, sobrepasa la vida común de las otras sociedades, precisamente porque posee algo en sí misma extraño y superior a las meras socie­dades humanas. En suma, la Iglesia es tan estable como la sociedad humana tomada en general, la cual, constituida junto con el hombre, no perece sino con el último individuo de la especie.

Ya que las otras sociedades particulares se forman, se destruyen y se reforman de nuevo, existe para ellas un pe­ríodo de destrucción que sucede a un período de formación a la que sigue otro de nueva formación. Mas estos períodos organizadores y estos períodos críticos no se pueden apli­car a las sociedades humanas en general ni, por lo mismo, a la Iglesia de Jesucristo, que siempre subsisten, sino que di­chos períodos sólo pueden aplicarse al modo accidental de una y de otra, el cual sólo él se organiza, se destruye y se reorganiza. El momento en el que empieza a obrar la fuer­za que preside la organización, se puede llamar época de arranque. El momento en el que la organización termina, se puede calificar de época de estacionamiento. La Iglesia se

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halla sucesivamente en estas dos épocas. Ora se halla en mo­vimiento hacia algún nuevo y gran desarrollo, ora se halla en reposo como la que ha llegado al fin de su viaje."

59. Hay que hacer otra observación relativa a la ley que preside la marcha de la sociedad, si se quiere aplicar a la Iglesia: en las otras sociedades la recomposición sucede a la destrucción, ya que aquélla intenta reconstituir en mo­do mejor lo que antes había sido destruido. Pero en la Igle­sia la destrucción y la composición son simultáneas, ya que una Y otra no se realizan en torno al mismo objeto, como sucede en las otras sociedades, sino que al mismo tiempo que se destruye un orden, se construye uno nuevo. Tome­mos como ejemplo, precisamente aquel tiempo memora­ble en el que el clero, por razón de la invasión de los bár­baros/' fue impelido a meterse en los gobiernos temporales, época de arranque para la Iglesia de Dios, época que cons­tituye el objeto principal de nuestra atención.

En aquel tiempo, el progreso de la Iglesia, el nuevo orden

17. Distingamos, pues, dos épocas o dos perlados. El momento en que empieza un nuevo orden de cosas, constituye la época de arran­que. El momento en que este orden de cosas ya está formado y asen­tado completamente, constituye la época de estacionamiento. Entre la évoca de arranQue y la época de estacionamiento hay un período en el cual la sociedad trabaia para organizarse, es decir, para llevar a la perfección aquel orden de cosas al que presta atención, y esto es lo que calificamos ' como período organizador. Organizado perfectamente aquel modo de ser de la Iglesia, y llegada la época de estacionamien­to, no pudiendo las cosas humanas cesar en su movimiento, muy pronto le sucede otro movimiento en sentido cont,ario . a saber, un movimiento de destrucción, y a éste llamamos período crítico.

18. Varias fueron las causas que llevaron al clero -debido a la fuerza de las circunstancias y verdaderamente contra su voluntad­al gobierno temporal. A las que ya hemos mencionado , se puede aña­dir la que un célebre historiador expresa con las siguientes palabras: «Los romanos profesaban un desprecio total y una aversión hacia es­tos nuevos señores -los bárbaros-, que además de su vulgaridad y fe,ocidad naturales, eran todos paganos y herejes. Por el contrario, aumentó en los pueblos la confianza y el respeto hacia los obispos, todos romanos, y que a menúdo eran personas de las más nobles y ricas.» A esta causa, añade: «Con el andar del tiempo, los bárbaros convertidos al cristianismo, entraron en el clero y aportaron sus cos­tumbres: de manera que se vio no sólo a los clérigos, sino también a los mismos obispos ser cazadores y guerreros. También ellos se con­virtieron en señores, y como tales, estaban obligados a presentarse en las asambleas en las que se dirigían los asuntos del Estado y que al mismo tiempo eran Parlamentos y Concilios nacionales." (F'LEURY, Discurso VII sobre la hist. ecles., par. S).

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que iba organizándose, era la santificación de la sociedad ci­vil. Esta sociedad, hasta entonces pagana, debía convertirse al cristianismo. Es decir, debía adaptar todas sus leyes, su constitución y hasta sus usanzas, al nuevo código de gracia y de amor: el Evangelio. Pero junto con este progreso, se destruía otro orden de cosas, e incluso, en la Iglesia se daba una regresión. La nueva orientación que la Iglesia aportaba a la sociedad civil, traía consigo el desorden indicado, a saber, que el episcopado, alejado de sus naturales incumbencias, instrucción y culto,19 se lanzaba en el abismo de los asuntos mundanos. Tal ocupación fue una tentación imprevista para el clero, desconocida, de la que se presentía ciertamente el peligro; 2l) pero no se había aprendido aún el arte de resistirla y de vencerla. Por lo que, a la larga, la humanidad cayó en la terrible prueba: la santidad del clero se halló en la ruina, y las usanzas más bellas y las mejores costumbres eclesiásti­cas perecieron. He aquí la destrucción que se verificaba jun­to con la organización. ¡Hasta tal punto llega -y lo diré una vez más- la limitación humana! Aparece incluso en la Iglesia, que en sus nuevos progresos y desarrollos está some­tida también a un cambio y a un transtorno, aunque siem­pre en su modo de ser accidental.

60. Mas, ¿qué siguió a todo esto? Después que la orga­nización -que se quería obtener de Dios-, era ya una rea­lidad, después que el período de destrucción ya se había verificado y había devorado todo lo que fue abandonado por la Providencia a su voracidad, entonces parece por un mo­mento que tal destrucción, una vez consumada, ponga en pe­ligro la misma existencia de la Iglesia, y que atraiga a sus ruinas y al abismo abierto ante él, también lo que se había obtenido y organizado simultáneamente. En tal situación la Iglesia se con~urba. Su fe apenas la sostiene. Y en su extrema

19. Cuando en los tiempos primitivos se trató de servir las mesas de los fieles, los Apóstoles eligieron a siete diáconos encargándoles de esto. En cuanto a ellos, declararon que no era conveniente que se ocu­paran de tal cosa, y designaron las dos funciones eminentemente epis­copales, en estos términos: «Nos vera ORATIONI et MINISTERIO VERBI ins­tantes erimus» (Act. 6, 4). La oración corresponde al Culto, y la pre­dicación a la Instrucción.

20. Lo prueban los temores que manifiestan en sus escritos san Gregorio y otros obispos, que fueron los primeros en tenerse que de­dicar a los asuntos seculares. Estos temores y lamentos van desapa­reciendo poco a poco de la Iglesia: síntoma del afecto que el clero iba cobrando a los bienes temporales.

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turbación, dirige súplicas y lamentos a su divino Autor, que duerme en la barquita que peligra. Y entonces llega el mo­mento en el que se despierta y amenaza al viento y al mar. y se realiza la experiencia: se comprueban los efectos fu­nestos del principio destructor, y al fin se piensa en hallar el remedio. En aquel momento comienza un nuevo período en el que se quieren reparar los perjuicios sufridos por la nave en su larga y difícil travesía: época de estacionamiento, ya que estas reparaciones no hacen avanzar a la Iglesia, no le dan ningún nuevo y notable desarrollo, sino que sólo la remiendan, por decirlo así, en aquellas partes que han sufrido demasiado en el viaje fatigoso. Con todo, se ha avanzado ya un buen trecho en el camino. Y después de haber reparado la nave, que no puede perecer, debe afrontar todavía otros mares, otros vientos, otras tempestades.

61. El orden de la Providencia en el gobierno de la Igle­sia es tal, de manera que la fuerza organizadora resulte siempre más fuerte de la que preside la destrucción, y que las dos fuerzas operen contemporáneamente a fin de que todo se realice con la máxima rapidez y sin pérdida de tiem­pO,2! y terminado el trabajo, siga un período de reposo para la Iglesia, durante el cual no se realice un largo viaje, ni se afronten grandes empresas, sino que vertladeramente se tienda a reparar sus daños por separado y con diligencia, hasta que llegue el tiempo de zarpar de nuevo para otra tra­vesía audaz. Desde hace ya muchos siglos, desde el ya siem­pre memorable 1076, y con nuevo vigor desde el Concilio de Trento, se trabaja para restaurar minuciosamente los da­ños sufridos por la disciplina y por las costumbres eclesiás­ticas. ¡Quién sabe si no se aproxima ahora un tiempo en el Que la gran nave desamarre de nuevo y desplegue sus velas hacia la alta mar, para descubrir un nuevo y quizás mayor continente! 2l

21. Quizá solamente puede hallarse una exceoción a esta ley en los ~eis primeros siglos, en los que actuó casi la sola fuerza organizadora. Pero no faltaba el antagonismo : tenía su oposición fuera de la Iglesia, en la sociedad pagana.

22. Al veríodo de destrucción sucede, pues, un período de recons­trucción. Esta reconstrucción pertenece no al movimiento, sino al es­tado de la I¡rJesia. Contemporáneamente al período de destrucción, se da un período de organización: éste pertenece al movimiento, es el tiempo de las empresas. A éste sucede un cansancio. tiempo de esta­cionamiento. En el tiempo de movimiento, pues, trabajan dos fuerzas extremadamente activas: una edifica, la otra destruye. En el tiempo

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62. Pongámonos ahora en camino: ~n lo~ capítulos pre­cedentes hemos contemplado la actlvIdad mfatigable q desplegó. una fuerza de~tructora en perjuicio de la Igles~~ el!- los sIglos que .s,ucedIeron a los seis primeros, y con res­pect~ a la educacIOn del pueblo y del clero. Sigamos ahora consIderando esta fuerza enemiga aplicada a deshacer la unión del episcopado.

.Los primeros .sucesores de los Apóstoles, pobres y des­pOJados, se relacIOnaban con aquella simplicidad infundida por e! Evangelio en las almas, y que es sólo expresión del corazon. Por ella, el hombre se comunica inmediatamente a su .semejante, y por ella la conversación de los servidores de DIOS resulta tan fácil y suave, útil y santa. Tal era la con­versación de los primeros obispos. Pero cuando éstos fueron circundados y cercados por el poder temporal, su comunica­ción resultó más difícil. La ambición mundana inventó títu­los fijos y determinó un ceremonial material, exigiendo de los hombres, como precio para poder tratar con sus prela­dos, generosos sacrificios del amor propio, y hasta a me­nudo un tributo de envilecimiento, en cuanto lo era de fic­c~ón y mentira; Por medio de estas exigencias siempre cre­CIentes, se llego al punto que los meros preliminares en las relacione~ de los cristianos con los príncipes de la Iglesia, se complIcaron con cuestiones artificiosas de formalidad, y a. menudo de tal manera, que no admitían una solución po­sI.ble y raz~na.ble. Y la mente del pastor de la grey de Cristo, dIgna. de hmIt.arse a meditar las sublimes verdades, y de estudIar consejos prudentes, se halló exhausta por el estu­dio y en la tutela de dichos nuevos derechos de la Iglesia que nacían del nuevo Código de ceremonias. Por lo que su cará~ter se hizo desconfiado, serio, cauto y falaz por pre­venCIón y por recriminación. Todo se complicó. Una asam­blea de obispos, cosa de suyo tan dulce y fácil, exigió en ade­lante las más serias y largas deliberaciones. Ya que antes de participar en ella, había que aplicarse a estudiar sus ce­remo~ias, poseer mucho dinero para los gastos, tener mu­cho tIempo para emplear, y muchas energías para resistir

d~ estacionamiento obran también dos fuerzas, pero ambas de poco VIgO,: una repara parcialmente los desgastes, la otra perjudica toda­ví~, pe,o más por negligencia que por otra cosa, como en una fá­bnc~ en la que, después de ser edificada, faIte una buena manu­tenCIón.

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las fatigas de la etiqueta: más ligeras que éstas bastan qui­zás para matar a viejos caducos.2J

63. Tales dificultades que alejan a los obispos unos de otrOS, envolviéndolos en una atmósfera repulsiva, es el sig­no certero de la ambición que penetraba furtivamente en su interior. ¿Y qué mayor causa de división y de cisma existe que la ambición, mezclada siempre de sus dos servidoras, la codicia de la riqueza y la codicia de poder? Este es un he­cho constante en la historia de la Iglesia: «doquiera que a una sede episcopal se juntara por mucho tiempo un tan gran poder temporal, allí se manifestaron también causas de dis­cordia». Inmediatamente nos viene al pensamiento el caso de Constantinopla. No se cumplía aún un siglo de su fun­dación, cuando los obispos de la nueva Roma, poderosos por la presencia cercana del Emperador, ambicionaron superar las sedes más antiguas y más ilustres de la Iglesia, y obtuvie­ron llegar al segundo lugar, después de muchos conflictos.'· No contentos todavía, rivalizaron con Roma y ocasionaron el fatal cisma griego.2S He aquí, de modo evidente, una de las terribles consecuencias del poder temporal anejo a la sede constantinopolitana: la pérdida del Oriente por parte de la Iglesia. En occidente, se presta a nuestra consideración el exarcato de Rávena, creado allí en el siglo VI. Muy pronto insubordinó a aquellos arzobispos y les hizo desobedecer a Roma, de tal manera que sólo con decisiones extremas, al fin pudieron ser humillados.2

' Pero el gran origen de las discor-

23. «Los obispos -dice Fleury- se trataban entre ellos como her­manos, con pocas ceremonias y con mucha caridad. Y si constatáis que se dan el título de santísimos, de muy venerables o otros títulos se­mejantes, atribuidlo a la costumbre que se introdujo en la decadencia del imperio romano de dar a cada persona los tratamientos que corres­pondían a su condición." (Discurso sobre la hist. ecles., par. 5).

24. Aquella Sede obtuvo el primer lugar, después de la romana en el Concilio de Constantinopla del año 381. Para ello le sirvió nó poco el nombre que aquella ciudad se dio a sí misma: el de nueva Roma.

25. El apoyo del poder político fue lo que hizo que aquellos arzo­bispos se rebelaran contra Roma. Obtuvieron del emperador una orde­nanza que se llamó Tipo, mediante la cual eran substraídos a la obe­diencia de la Iglesia romana. Este Tipo fue librado en manos del Papa cuando se sometieron bajo León n .

26. En el año 677, Rávena retornó a la obediencia del Papa Domno. Aquellos arzobispos se rebelaron de nuevo en 708, y fue un signo de la Providencia que aquel Exarcato desapareciera muy pronto debido a la destrucción llevada a cabo por Astolfo, rey de los longobardos, en 752, y después de haber durado sólo 180 años. Así la Providencia se sirvió

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dias y de las desuniones en la Iglesia occidental, fue d · A' . y f' ron lo Iversos ntIpapas que aparecIeron. malmente en 1 .s glo XIV, se produjo el gran cisma de Occidente que aue Sl­extinguido, dejó los más profundos gérmenes de div'isió nque envidias, de ocultas hostilidades entre las Iglesias cr~' t~e nas, gérmenes vigorizados por todo lo que se llevó a cab~ la­los Concilios memorables de Pisa, de Constanza y de Basnen

en ocasión del cisma. Dicho cisma, fue el que preparó la ;~ fección del sector septentrional de la Iglesia, acaecida ~ siglo más tarde. Aunque extinguido materialmente, dura to­davía, y con su espíritu infausto actúa infatigablemente, en­vuelto bajo el manto del aulicismo y del galicanismo. Sus frutos son las tan mal aconsejadas empresas eclesiásticas de un Emperador o de un Gran Duque; la tan ciega ambición de cuatro arzobispos de Alemania que, luchando con la Se­de apostólica, única y ·leal protectora de sus Estados tempo­rales, -perdieron sus dominios; así como también todo cuan­to se deseó, se dijo y se tentó más recientemente en una ca­pital católica, a fin de instituir allí a un patriarca y Oca­sionar un nuevo cisma en la Iglesia.

64. Estas divisiones, funestísimas , que desgarran el se­no de la Esposa de Jesucristo, no causan maravilla si se con­sidera que los primeros obispos que tuvieron que sumergir­se en' 'los asuntos temporales, tenían el corazón tan santo y un espíritu tan verdaderamente episcopal, que no lo hi­cieron sino con dolor infinito y lágrimas. Mas no sucedió lo mismo con todos sus sucesores. Estaban muy lejos del epis­copado -pobre y fatigado en la predicación del Evan¡!elio yen la cura inmediata de almas- todos aquellos que estaban dominados por un espíritu mundano, por la codicia de ri­queza, y por la avidez de poder profano. De manera que, en todo esto, no hallaban sino preocupaciones y solicitud y a menudo también persecuciones, fatigas, martirio. Tanta era la fortaleza y el espíritu de sacrificio que se les exigía, que podían muy bien decir de su cargo, lo que di.io el Apóstol: «Quien desea el episcopado, algo bueno desea.» 27 Mas los hombres santos huían de él por otra razón: veían en este cargo una dignidad totalmente divina, tal como aparece a los ojos de la fe, y a la que sólo Dios podía llamar y elevar.

de estos bárbaros invasores de las tierras de la Iglesia, para consolidar el dominio romano, derribando el poderío ravenense.

27. 1 Tim. 3, 1.

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d un humilde sentimiento respecto a sí mismos, no ¡JeDOS, e en modo alguno con el grado de virtud requerida, se crelan para tan divino ministerio. Por lo que, no presen­de suYa' ningún aspirante a la cátedra episcopal, la Iglesia tá1ld,:,~e e en su elección, y ella misma iba en pos de los hom­era h rás santos, con criterio desapasionado, sin que el jui­b!es f n;ra prevenido y turbado por prevención alguna por CIO u de los electores o por manejos de los candidatos. Y pa:t~a elección recaía en personajes, cuya piedad y sabiduría asl, landecía como las que más. Pero este orden justo cam­r~~P desde el momento en que el episcopado no fue más un blO

ro poder espiritual, sino que se le añadió la administra­~~n de abundantes riquezas y la gestión de los gobiernos ~~Il1Porales. Entonces el episcopado se hizo más temible y arduo para los santos, los cuales, se mantenían lejos de él con toda clase de artimañas, hasta obligarse con votos de es­quivar aquel peso, como hicieron los apóstoles que, tres si­glos antes, tuvieron a Loyola como capitán en la fundación de una compañía de obreros, infatigables en la viña del Se­ñor." y al mismo tiempo, el episcopado desde entonces halló muchos más pretendientes de los que necesitaba, es decir, todos los que ibán detrás de una fortuna temporal, y que tenían cerrada cualquier mejor puerta, y más difícil de abrirse que la de la Iglesia.

Entonces apareció la devoción de los nobles, material y formalista. Apareció aquel género de mérito de los plebeyos, que consistía en el arte de tratar los asuntos, o en el desco· nocimiento de las leyes canónicas, más que en celo o virtud en manejar la espada de la palabra divina y guiar las almas al cielo. Entonces, los príncipes terrenos y los grandes, no vieron otra cosa en los pingües obispados, que el medio para premiar a sus aduladores y a sus ministros, o también un modo de situar a sus hijos segundogénitos o a sus hijos llaturales. y lo que antes se hacía por instinto de codicia

28. Muchos casi se escandalizan al ver que los religiosos hacen tanto por la Iglesia, sin ser pastores, y gozan de privilegios que en gran parte los eximen del gobierno de los obispos. Pero ¿no resulta evidente que éste fue un medio utilizado por la Providencia, mediante el cual sostuvo a la Iglesia de Dios, precisamente en el tiempo en que los obispos estaban absortos por las grandezas temporales? La insti­tución de los frailes mendicantes en el siglo XIII, y de los clérigos regulares en el siglo XVI, tuvo, evidentemente, esta finalidad: la de suplir lo que no hacía aquél que, desgraciadamente, se llamó clero secular.

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inconsiderada, no tardó muchó en convertirse en un sistema político y casi constitutivo del Estado. Podría citar como ejemplo de lo que vengo diciendo, cualquer nación cristiana de Europa, indiferentemente. Ya, que, analizando en cada una de ellas el límite al que llegaron las cosas de la Iglesia, se constatará que, en el fondo, las máximas y el espíritu fueron los mismos que el de la república Véneta de los últi­mos tiempos, en cuyo dominio los obispos eran todos se­gundogénitos de las casas patricias, y tuvieron la vocación al episcopado como por casualidad, ya antes de nacer. En otras palabras, ya antes de nacer fueron condenados al epis­copado por hombres codiciosos, crueles, presuntuosos, los cuales, en compensación por la condena, dispensaban des­pués a los pastores de la Iglesia de Jesucristo, de sus sa­grados deberes y de buen agrado les consentían que lleva­ran, con ociosa pereza, una vida disipada. ¿Se podrá, aca­so, esperar hallar entre tales obispos la mayor carida~ y fortaleza, aquella unión íntima, verdaderamente pastoral, que nace de un celo común por la prosperidad de la amada · Es­posa la Iglesia y de una sabiduría que se engrandece y se fortifica con la aceptación de las máximas y con la unifor­midad de la conducta?

65. Los hombres que poseen una misma preocupación, la de hacer progresar el género humano hacia la verdad y la justicia, y que no tienen otro interés fuera de éste, fácilmen­te se unen entre ellos con los lazos de la más sincera amis­tad e íntima correspondencia. La verdad es universal e inmu· tableo Y la misión, que tiene como fin este bien divino, no puede menos de ser también ella universal, sin poner límites al número de sus miembros. Además, teniendo como vínculo este bien divino, dicha unión no puede menos de ser es­table y permanente, sin que cese por las vicisitudes, ni se afloje por el cambio de todas las circunstancias externas de la vida. Tal era la fraternidad de los antiguos obispos: te­nía como objeto y vínculo la verdad evangélica, y a Dios mismo como fundamento. Pero cuando el espíritu del hom­bre se orienta hacia los bienes terrenos y se propone como fin el disfrutarlos, y por consiguiente, se propone también la conservación y aumento de los mismos, entonces ya no es más libre, ya no está consagrado exclusivamente a aquel sumo bien que puede ser de todos sin que falte a nadie, y que no recibe su precio de cosas externas y mutables, sino que lo posee en sí mismo, sin cambios. Entonces el hombre

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es vano: no puede ya constituir una sociedad verdadera­mente leal y de perpetua e indisoluble amistad con otros hombres. Su sociedad, no puede menos de estar condicio­nada por las circunstancias. Sean cualesquiera las formali­dades externas, sean los que sean los signos convencionales de afecto parcial en un tiempo o en otro, no obstante la umon tiene siempre un límite tácito, va siempre acomp~ña­da de temores y de cautelas, debe ir provista de reservas que la debilitan de modo increíble y la modifican completa; mente en su naturaleza. He aquí cuántas fórmulas se presu~' ponen: «Si, con quién, cómo, cuánto, sólo hasta el punto que l.a .unión no perjudique los intereses que constituY~n el obJetIVO, o al menos la condición de la unión misma.» Por. lo t~nto, mientras los obispos, ricos y poderosos, no sean espejos extraordinarios de virtud, sino que más bien perte­nezcan a aquel género de hombres que quizás durante toda s~ vida tuvieron la vista puesta en una Sede pingüe, cual bIenaventuranza anhelada, ¿qué sucederá? ¿Qué podrá es­perarse de estos apóstoles? ¿ Qué duda hay de que su solici­tud tendrá como fin su poder y haber temporal? Felices con su suficiencia temporal nunca podrán sentir el deseo de man­tener ~na relación espiritual con los otros obispos. Ya que abso:bldos por los asuntos materiales, no les queda ni tiem­po m voluntad para mantener vivos semejantes carteos ecle­siales, los ~u~les requieren también otra disposición, otro temple de ammo y otro género de estudios. Y si por mila­gro, procura conservar una unión y correspondencia, ésta s~ra estorbada por todos los manejos mencionados rela­tIVOS al modo, a las personas, al grado o al tiempo, por las cautelas para no sufrir estorbo alguno en sus comodida­des, o molestia alguna en su tranquila felicidad, o por el peligro de disminuir su grandeza mundana, o aumentar l~s preocupaciones y las fatigas: y por todo esto se con­slderarán a sí mismos y serán considerados hombres pru­dentes.

.66. La historia de la Iglesia, demuestra, además, que los ObISPOS que llegaron a ser poseedores de señoríos, se enemis­taron entre ellos y fueron implicados en facciones, guerras, y en todas las horribles discordias que agitaron los pueblos de todos los siglos; discordias atroces contra la humani­dad, fatales para aquella Iglesia que está fundada en el amor, y tremendamente escandalosas por hallarse en manos de aquéllos a los que Cristo había dicho: «Os envío como ove-

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jas en medio de lobos.» 29 Y era bien natural que tales obis­pos, convertidos en uno de los estados del gobierno político, y por ventura el más influyente, aficionados ya a esta su suerte temporal, se vieran envueltos en las disputas y discor­dias que hervían entre los potentados del mundo: el poder y la riqueza son por naturaleza origen infausto de colisio­nes, sea para el que quiere defenderlas para conservarlas, sea para el que las utiliza como medios de agravio para hacer­las más grandes todavía. Mas la unión santa, perpetua, uni­versal del episcopado de los primeros tiempos, desapareció, y le sucedieron aquellas uniones parciales y momentáneas, creadas por ÍIltereses temporales: me refiero a las confede­raciones, a las ligas, a las facciones. ¡Qué variedad! ¿Acaso podía conservarse la unidad del cuerpo episcopal con tales partidos! ¿No debía necesariamente producirse, poco a po­co, aquel aislamiento total de los obispos, que perdura aún demasiado, aunque hayan cesado en gran parte las causas y que constituye una de las llagas más graves y atroces que hacen llorar de manera inconsolable a la Iglesia de Dios?

67. Los obispos que se hallan sumergidos en las preocu­paciones y asuntos mundanos, es evidente que deben mez­clarse continuamente con magnates y príncipes. Y es también evidente que, estando continuamente con esta gente del mun­do,. tarde o temprano se toman sus costumbres y sus modos de comportarse, y se adaptan a su gusto, incluso la propia familia y la propia casa. Resulta también evidente, que el tipo de vida secular es bastante opuesto al eclesiástico: quien se ha vuelto galán por el fausto, por el clamoreo y por la licencia de aquélla, desdeña ya la modestia, el orden y la se­veridad de ésta. Por lo que necesariamente debía suceder que, ocupado el prelado por la grandeza mundana, no sólo le molestara estar con la gente, a pesar de ser su grey, y con los clérigos inferiores dedicados exclusivamente a las humil­des funciones de la Iglesia y a los detalles de la cura de al­mas, sino que también prefiriera a la conversación con los otros prelados -precisamente porque eran eclesiásticos-, la de los grandes del mundo, por ser más divertida, menos ligada a la censura, y quizás bastante más provechosa a sus intereses.

68. De ello provenía el abandono de las propias diócesis por parte de los pastores, no sólo por razón de tener que

29. Mat. 10, 16.

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trasladarse a los parlamentos y a los Ca '1' . al . nCI lOS naclOn es, sIlla por el gusto de permanecer habitualmente en las cortes ?e los, reyes, de donde en vano la voz de tantos Concilios Illt~n,to hac~rlos volver.JO ¿Y qué iban a hacer en las cortes? QUlzas a dIsfrutar de los placeres. Quizás a buscar la ma~ nera de aument~r la .fortuna terrena que abre en el corazón humano apetencIas sIempre insaciables. Quizás a alimentar­se de. vamdad, recaudando honores y creándose un nombre ven~aJoso. Quiz,á~ a me.z~larse en las dobleces o en la bar­barIe. de la pol~tIca. QUlzas, en fin, a hacer la guerra contra la ~Isma IglesIa, contra su doctrina o su disciplina Q . , a ejercer el oficio i~fame de delatores. Quizás a s~tisr~~:~ sus person~le,s enemIstades contra sus hermanos en el epis­copado. QUlzas a reinflamar una guerra pérfida y sacrílega c?ntra su padre y ma~stro común, el romano Pontífice. Qui­zas a beber de la sonnsa de los príncipes la felicidad de s almas .envilecidas. Quizás a adularlo, a c~ndimentar los p~~ c~res Illfames, las empres~~ crueles, con una jovialidad ne­Cla? despreocupada. ¿DIJe, a condimentarlas de joviali­dad. Incluso a bendecir aquellas empresas, a santificar aque­l~os .p!aceres con sol.emnes palabras episcopales, con la pros­tI~uclOn del Ev.angellO y de todas las formas de piedad." 'Oh ~IOS, no .mencIOno m~ras posibilidades: de todo cuanto I di­Je, hay ejemplos hornbles en la Historia! ¡Están escritos en e~la con caracteres firmes e indelebles, y lágrimas amarguí­SImas de la Iglesia y todo el roce de los siglos nunca podrán borrarlos! '

69. Fue, sin duda un ~~je~ivo de la Providencia -al pro­curar que el poder ecleslastIco adquiriese gran influencia

30. El Concili? de ~ntioquía del año 341, así como censurar el he. cho de que el obIspo vIva .en la corte, no habla de ello como si se tra­tara. de un hecho desconoCIdo, y ordena que ningún obispo sacerdote o cléngo, . p~eda hacer ni que sea una mera visita al empe~ador sin el conse~tmllento y las cartas de presentación del obispo de la p;ovincia y partJcula~~ente ~el de la metrópoli. y si alguno viola esta orden del santo ConcIlIo, sera excomulgado y además será privado de su d' . dad 'Ta tI' . Ign¡­b . ¡ n a era ~ santa suspIcaCIa que se sentía entonces por la li. ertad de la IgleSIa! ¡Tal era el temor que se tenía del contagio de las

gr~ndezas temporales! El Concilio de Sárdica de año 347 ordena que el obl~po no. vaya a la corte ni tan sólo por razón de íos asuntos de candad, smo que mande un diácono. d 31. Ba~ta con leer la historia de Cristierno, tirano de Suecia, y la d e los ?blsPOS aduladores suyos, para convencerse de ello. La Iglesia

.esgraclada.mente, debe a .aquellos prelados la pérdida de aquella na~ C¡ón. Lo mismo puede decIrse de Alemania y de Inglaterra.

PC 17.8 113

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en los gobiernos políticos-, el de constituir mediadores pa­cíficos entre los gobernantes y los gobernados, entre débi­les y fuertes a fin de que la Iglesia, después de haber ense­ñado a los 'primeros, durante seis siglos, la submisión y mansedumbre sin par, enseñara también a los segundos a mitigar el uso de la fuerza y los humillara incluso bajo la Cruz, y por la Cruz bajo la justicia, y así de árbitros de .las cosas humanas, pasaran a ser ministros del pueblo de DIOS, por medio de dicha justicia y. de la beneficenc~a:, Esta in­cumbencia del poder eclesiástIco, esta noble mISlOn ~e la Ig~sia de Cristo, la ejerció por la pa.labra de ta.ntos ObISpOS que predicaron la verdad y, como dIce la Es~ntura, fueron testimonios de Dios ante los reyes: tales ObISpOS no falta­ron nunca, aun dándose el caso de la perversión de un gran número de ellos. Oponiendo sus pechos episcopales a sus primeros resentimientos feroces, rompieron su ímpetu. Y calmado, después, su furor instintivo, los prepararon para comprender la existencia de una fuerz~ moral, muy o,t~a de la puramente material que ellos poseIan, fuerza pacIflca y llena de mansedumbre, pero que exige nada menos que sea la rectora, la que juzgue a la fuerza bruta. Esta fuerza inau­dita era la legislación evangélica, que ocasionó todas aque­llas luchas objeto de tantas supercherías y calumnias, y a pesar de todo tan admirables, tan generosas. Luchas que sos­tuvieron los Pontífices del Medioevo, contra los monarcas, en favor de los pueblos, es decir de los fieles, y que ,procu­raron al mundo, como resultado, una nueva soberarua, una monarquía totalmente nueva, la monarquía cristiana. Así el Eterno dispuso que el gobierno feroz de los señores de la tierra, se modelara según el gobierno pacífico de los obispos de la Iglesia y que no hubiera más esc!avos e? el m~fo1do cristiano, ya que la Iglesia de Cristo no tlene mas .que .hIJOS. Dispuso también que no hubiera más poder arbItrano, ya que la Iglesia posee una potestad santa y razonable. Y por fin, que cesara el hecho de que la mayoría de los hombres fueran meros instrumentos en manos de unos pocos, ya que la potestad de la Iglesia no es otra cosa que un m!~is,terio y un servicio que los pocos prestan a los otr?s, sacnf~ca~do­se a sí mismos por el bien de los que han sIdo constItUIdos prójimos suyos. Dios obtuvo todo esto por Cristo: lo obtuvo con los hechos, y cuandQ faltaron los hechos, lo ?btuvo en el grave juicio público de los prevaricadores, mdefensos contra todo esto a pesar de su fuerza . En vista de lo cual,

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penetradas las máximas evangélicas en todas las mentes, se convirtieron en elementos de un nuevo sentido común que juzga a los monarcas, y lo hace con aquella severidad que jamás se vio sino en los pueblos cristianos. Pero esta noble misión del clero católico ha terminado: el período de la conversión de la sociedad se acabó ya en el siglo XVI. Hoy en día todo hace creer que se prepara una nueva época para la Iglesia, ella que ha trabajado durante los últimos siglos pa­ra reparar sus más ínfimos daños, ya que un clero conver­tido en servidor y vil adulador de los príncipes, no es ya más un mediador entre éstos y el pueblo que lo rehúsa. Y entonces nacen tiempos como el nuestro, en los que todo es irreligiosidad e impiedad. Entonces el poder eclesiástico es dislocado. Ya no se sitúa entre el poder legal de los Reyes, y el poder moral de los pueblos, sino que absorbido por e,l primero, se identifica con él, y resulta monstruosamente des­naturalizado, presentando dos caras: una cruel, fraudulenta la otra; y dos formas: una militar y la otra clerical. Y en­tonces el mundo rebosa de bandas militares, y de un número excesivo de sacerdotes inútiles. Los reyes se enfrentan direc­tamente con los pueblos: o para recibir la sentencia capital o -lo que es más funesto- para darla. Ya no hay quien los reconcilie entre ellos, quien junte la mano derecha de unos y otros, quien bendiga los pactos y reciba los juramen­tos. No hay fe ni sanción. Cada uno de los dos atemoriza y amenaza: prepara una batalla campal, y en ella todo se pone en juego. ¡Qué maravilla si en Rusia, en Alemania, en Ingla­terra, en Suecia, en Dinamarca y en otras naciones, tan pron­to como los príncipes, antes católicos, dominados por el capricho banal de alguna pasión, quisieron constituirse je­fes de la religión y separar sus Estados de la Iglesia, no sólo no hallaron casi ninguna resistencia en el episcopado, sino que hallaron en los obispos los ministros más celosos del cruel estrago que se proponían causar en el cuerpo de la santa Iglesia? Aquellos cismas ya eran tales antes de que se realizaran. Sólo se añadieron las formalidades externas, só­lo se cambió un nombre. El poder eclesiástico, el único que podía impedírselo, ya no existía, puesto que se había identi­ficado con el poder soberano. Los obispos habían renuncia­do a ser obispos para ser grandes de las cortes. Y no sólo se habían dividido entre ellos, convertidos en émulos ce­losos y pendencieros, sino también se habían separado de su Cabeza, el romano Pontífice, y de la Iglesia universal, ante~

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poniendo a todo su umon personal con el Soberano. Así re­nunciaron a su propia existencia, y por lo mismo, prefirieron ser esclavos de hombres lujosamente ataviados que Apósto_ les de un Cristo desnudo. ¡Ay! ¡Qué panorama ofrecen las na­ciones católicas! ¡Cuál sería la unión y la generosidad del epis­copado si penetrara en el ánimo de un soberano el propósito de separarse de la unidad de Iglesia!

70. y obsérvese que aunque la prostitución de los su­mos pastores no llegara a un tal extremo -si bien nada pue­de pararse a medio camino, y todo mal, así como todo bien en la sociedad, por obra del tiempo debe crecer y llegar a su extremo-, con todo, la adhesión obsequiosa de los obispos a los príncipes, y el continuo mezclarse de aquéllos en la ma­terialidad de los asuntos de éstos, disminuye para siempre la unión del cuerpo episcopal. Ya que el obispo, hecho minis­tro del príncipe, o convertido en persona influyente en los asuntos políticos, debe ser circunspecto con los que tratan con él, incluso con sus mismos hermanos en el episcopado. Se convierte desde entonces en un hombre cauto, taciturno, reservado, difícil de abordar. En tales circunstancias, todos los partidos políticos que se forman en una nación, y también todos los sistemas que se suceden en las administraciones, separan y desgarran el cuerpo episcopal en otras tantas fac­ciones. Facciones que quizás se unen entre ellas en la forma externa, durante un tiempo de tranquilidad pública, ya que las formas eclesiásticas mantenidas desde la antigüedad no proclaman otra cosa que fraternidad y amor. Pero en lo oculto, no están menos desunidos y divididos: desgraciada­mente más divididos, en cuanto se hallan superficialmente cubiertos por el manto de la mansedumbre pastoral. ¿Qué diremos de la unión de los obispos de varias naciones? Ha­biendo dejado de ser obispos de la Iglesia católica por lo que respecta al espíritu por el que están animados y según el cual se comportan, ya no parecen ser otra cosa que pon­tífices nacionales. Puesto que el grado episcopal se ha con­vertido en una magistratura, en un empleo como cualquier otro empleo político, así también ellos hacen sus guerras y sus paces, sus treguas y sus hostilidades con los obispos extranjeros y con la misma Iglesia de Dios. Ya en el siglo xv se vio el más absurdo escándalo que nunca haya podido dar­se en la Iglesia: reunirse un concilio dividido en naciones, y en el cual, renegando con 10i hechos de la potestad que los obispos recibieron de Cristo, la de ser jueces de la fe y maes-

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trOS en Israel, se pusieron a decidir las controversias dogmá­ticas del cristianismo, no ya a votos de prelados, sino a vo­toS de naciones, y en las asambleas de cada nación se admi­tieron a votar con los obispos, a los sacerdotes y laicos todos mezclados: preludio infeliz de tantas dietas y congresos de príncipes seculares que en el siglo XVI, en Alemania, en oca­sión de la Reforma, sucedieron a los deplorables concilios del siglo precedente. Preludio también de aquellas decisio­nes por las que tantas magistraturas cívicas, juzgando en materia de religión, renunciaron a la fe de sus padres. Los obispos habían perdido su voto. El poder laical lo había devorado. Y después de todo esto, ¿causarán maravilla los sacerdotes constitucionales de Francia o el monstruoso sis­tema de la Iglesia nacional?

71. Sí, hay que terminar con la Iglesia nacional cuand,o el episcopado casi no se considera más como el cuerpo de los pastores, sino como el primero de los Estados, cuando se ha convertido en una magistratura política o en un consejo de Estado, o en una junta de cortesanos. Esta nacionalidad de la Iglesia, que existe antes de hecho que formalmente, es lo más opuesto, y constituye la destrucción total de cual­quier catolicidad. ¿Cómo la Cabeza de la Iglesia católica, ce­losa de ella, esposa solamente de Cristo, podrá ser de buen gusto hermano de semejantes obispos nacionales o reales? ¿Acaso no se descubre en esta pregunta, una razón más que suficiente de los límites impuestos por el Romano Pontífice al poder de los obispos, y de las reservas pontificias que se convirtieron también en tema extenso de tantas discusiones y de tantas calumnias? 3Z ¿Acaso existía otro medio para

32. Los reyes franceses, por ejemplo, se habían metido en la cabe· za que al morir un obispo del Estado, ellos eran los sucesores de los derechos del obispo para conferir los beneficios simples, etc. ¿Qué utilidad prestará a la Iglesia que los derechos de los obispos, en e~tas condiciones, sean muy extensos? ¿No será mejor que sean moderados a fin de que la Iglesia, defendiendo al menos algún residuo de su li· bertad, pueda decir al rey lo que Gregorio IX escribía al emperador Federico 11 : «esto quod in col/atione beneficiorum morientibus suc­cedas, ut dicis, episcopis: majorem in hoc ipsis non adipisceris poi es­tatem?» (Citado por Oderico Raynoldo en el año 1236). ¡Estas palabras van dirigidas por el Pontífice a un soberano que quería tener más de­rechos sobre la sede vacante, que los que tenía el mismo obispo! Ade­más, los hombres de leyes franceses, los llamados pragmáticos, sos· tienen, que aunque el rey deje de conferir beneficios, y así, mande a la perdición las almas de sus súbditos, su derecho no puede prescribir ni ser proveído de otra manera.

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salvar a la Iglesia de la disolución de todas sus partes, de la división de todos sus obispos, fuera de este único medio: hacer mas fuerte y más activo el centro de la misma? ¿Aca­so no era urgente, en tales circunstancias, que la Cabeza de los obispos tirara a tiempo de las riendas que ellos habían dejado caer miserablemente de sus manos, a fin de que el carro celestial no se precipitara en el abismo? De hecho, si a la Iglesia le queda algo de libertad -y sin libertad la Igle­sia no vive mejor de lo que vive el hombre sin aire para res­pirar-, ésta no se halla en los obispos sujetos a los prínci­pes católicos, sino que se ha concentrado toda en la Sede Romana, con excepción quizás de la libertad de la que goza la Iglesia en los Estados Unidos de América o en otras re­giones católicas: sólo allí el catolicismo respira aún libre­mente de alguna manera. Digo de alguna manera: ya que se ha hecho todo y se prueba todo para encadenar total e ignominiosamente incluso al Pontífice Romano. Y si él es libre, lo es sólo de día en día, y por el cansancio de las lu­chas. Es libre, pero como un Sansón en medio de los filis­teos, a base de que despedace continua y prodigiosamente las siempre nuevas cadenas que se le ciñen en torno. Y no obstante, es libre. Sí, aún es libre a pesar de todas las tran­sacciones que dolorosamente está forzado a hacer con aque­llos «reyes de la tierra que están a su alrededor, con aque­llos príncipes que se han unido contra el Señor y contra su Cristo»." Precisamente porque es libre, precisamente porque es irreductible, ya que es superior la fuerza que lo sostiene que la potencia de los hombres, por esto «tiemblan las mul­titudes, y los pueblos meditan cosas vanas». Por esta razón toda la tierra se levanta, y el infierno todo irrumpe contra él solo: no existe otra roca inexpugnable contra la que pue­da dirigir sus maquinaciones. Precisamente por esto, las múltiples disensiones de los hombres se calman súbitamente cuando se trata de unirse todos juntos para perjudicar a la Cabeza visible de la Iglesia. También por esta razón se ve­rifica que no sólo los impíos, no sólo los herejes, no sólo los reyes, sino también los obispos, el clero áulico y nacional, en su interior no tienen objetivo más odioso, más abomina­ble que su Padre común, el obispo romano. Ya que él cons­tituye el único obstáculo que encuentran en el camino de la dispersión, donde se hallan por ignorancia, por debilidad,

33. Sal. 4.

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por prejuicio, por corrupc;Jón, por endemoniada maldad; ca­mino digo que conduce a la apostasía, a la venta de Cristo, a la desesperación de Judas. ¡Y ellos no comprenden nada de todo esto! En medio de tantas desventuras para la Esposa del Redentor, los discípulos fieles al Maestro traicionado no tendrían consuelo alguno, si antes de ser crucificado no les hubiera dicho estas palabras: «Tu eres piedra, y sobre esta piedra yo edificaré mi Iglesia, y las puertas del infier­noS no prevalecerán contra ella.» l4

72. Otro efecto deplorable de esta falsa actitud de los obispos, que les divide entre ellos más y más, fue la envidia de los soberanos. Los prelados, convertidos en otros tantos señores temporales, sufrieron de la misma envidia y de las vicisitudes de la nobleza. Y cuando ésta fue temida o comba­t ida por .el poder supremo, los obispos fueron tambit.n te­midos y combatidos, y más aún que los nobles. Por lo que cada vez fueron más vigilados y asediados en su actividad, encadenados en todos sus pasos, encerrados y asediados co­mo en prisión, no sólo dentro del Estado, sino en sus mis­mas diócesis. Y así, fueron separados entre ellos por deci­sión del Estado, se les impidió trasladarse a los Concilios o reunirse entre ellos, y se les sometió a infinitas humi­llaciones. Muy pronto su poder político cayó junto con el de los nobles. Pero siendo más débiles que éstos, fueron también despojados más fácilmente de sus señoríos, y, por otra parte, envidiados por los mismos nobles. Para colmo de su humillación, fueron asalariados. Situados un millón de millas lejos del centro de la unidad cristiana, no se habla más de ellos. Toda disensión entre los obispos y su Cabeza fue vista con buenos ojos. Se sembró cizaña. La rebelión fue alabada, apoyada ocultamente, y premiada. Por consiguien­te, el Papa, el padre de los padres, el juez supremo de la fe, el maestro universal de los cristianos, ya no pudo entrar en comunicación libremente con sus hermanos y con sus hijos, con los que fueron encargados por Cristo de gobernar con él y bajo él a la Iglesia. No pudo corregirlos, ni llamarlos a su tribunal, ni sus hijos pudieron recurrir a él cuando pade­cían injusticia." Sus decisiones en materia de fe, sus senten-

34. Sal. 16, 18. 35. Habiéndose conferido a los eclesiásticos muchos bienes tempo­

rales, el soberano pretendió ser el administrador de los mismos, quiso ser él quien los diera en posesión al prelado, el cual los recibía del rey como un regalo, según la frase que se halla eh las fórmulas de las

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cias en materia de costumbres, antes de ser publicada d bieron ser sometidas a un tribunal laico que pretendió s l~­varse sob:e t?do triJ;>unal eclesiásti~o. ¿Qué digo, a un ~~~ bunal? Mas bIen debIeron ser sometldas al cálculo de la lítica de un príncipe, ni turco, ni hebreo, sino bautizado po­decir, a un hijo y súbdito de la Iglesia 3. ·-de la que él h~b~s recibido la enseñanza cristiana y que en el bautismo hab~a jurado mantenerla-, a un hijo y súbdito que puede ser ad~ vertido, corregido, castigado como cualquier otro fiel de entre el pueblo, puesto que la Iglesia no hace excepció~ de personas y los hombres son realmente iguales ante la ley de Jesucristo. Finalmente, mediante el progreso del siglo, se llegó a organizar una nueva rama de policía destinada exclu­sivamente a los eclesiásticos. Y fue la policía más minuciosa más inquieta, más petulante, bajo cuyos innumerables aguijo: nes el clero católico fue martirizado con el suplicio de los primeros cristianos que, cubiertos de miel y expuestos a los rayos del sol, morían lentamente bajo las picadas de las moscas, avispas y tábanos. Un sistema de esta índole no fue llevado a la perfección de golpe. Su vasta construcción fue labor larga, fatigosa y docta de los hombres de leyes, de es­tos sutilísimos aduladores de todos los gobiernos. La primera y vaga idea de esta creación de la prepotencia humana, fue sugerida, naturalmente, a la política de los reyes y de los go-

Investiduras de los siglos de la Edad Media. El rey, en esta ocasión, exigía del nuevo prelado un juramento en el que le hacía prometer todo cuanto quería. Eadmero (Historia Novorum, lib . II) cuenta que, entre otras cosas que Guillermo II rey de Inglaterra hacía jurar a los nuevos pl;'elados, había ésta: que no apelarían al Sumo Pontífice ni irían a Roma sin permiso de! rey. La apelación al Jerarca supre­mo por parte de todos los cristianos, es una libertad de derecho divino que deriva de la constitución instrínseca de la Iglesia. Impugnarla constituye un ' intento de destruil;'la. Si se introducen abusos, conviene perseguirlos y enmendarlos, pero no impedir las apelaciones. Igualmen­te, todo cristiano debe poder dirigirse al Padre común, al Pontífice Romano: tales son las libertades del cristianismo. La pl;'ovidencia de los gobernantes no debe destruir estas libertades, sino defenderlas. Y equivale a defenderlas impedir que bajo el pretexto de éstas se obre e! mal. Es igualmente cierto que bajo el pretexto de eliminar el abuso anejo al uso de esta libertades, los príncipes introdujeron el despo­tismo temporal en la Iglesia, y aplicaron la fuerza bruta donde debe hallarse sólo la fuerza moral, buscando la impunidad de sus maldades.

36. San GREGORIO NACIANCENO. Oratio ad Civ.: «Quid vera vos prin­cipes et praefecti, quid igitur dicitis? Nam vos quoque potestati me<le lex Christi subjecit. Imperium et nos gerimus, adde etiam praestan­tius.» Esta es doctrina de la Iglesia católica.

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. os por la falsa actitud de un clero decadente. Este blern , 1 . 'd . onstituye uno de os pensamIentos que actuan y omman en e almas Y en las conductas de los gobernantes antes que 1aSalquiera de ellos se haya formado una línea de conducta cUpIícita, haya sido consciente de ella, y la haya reducido a ex 'd l ' l ' . f d una teoría. Mas t~r e aparece a gun po IÍlCO pr? un o q'!e e apropia aquella Idea, y desde entonces se constltuye en SIS­

:ema y toma el nombre del ministro que antes que cualquier otro la ha descubierto más claramente y la ha seguido con mayor constancia. A partir de este momento aquel sistema se elabora con infatigable ingenio, y se lleva a término con método riguroso. ¿ Quién creería que un sistema político tan destructor de la libertad, de la existencia de la Iglesia, lo debemos a un prelado y precisamente a un prelado ornado de todas las apariencias de piedad pero ministro de un prín­cipe? Ni el mismo Richelieu sabía que cuando rebajaba la nobleza para hacer que el poder supremo fuera menos em­barazoso ·en sus manos, constituía entonces esta monarquía de los reinos modernos, la cual se ha hecho intolerable a los pueblos, contra la que se rebelan debido a su violencia. Y se ha hecho intolerable al clero que sucumbe bajo él porque es débil, y no les queda otro refugio que el gemido secreto que ora al cielo, cual un nuevo Moisés, a fin de que libre de Egipto al pueblo de Dios. ¡Ah, que el Señor que habita en las llamas de un zarzal inconsumible, mande sin tardanza su ayuda a su Iglesia oprimidal

73. Si se considera luego cómo las riquezas del clero, no utilizadas en obras de caridad, forzosamente debían con­vertirlo en objeto de envidia ante la plebe, objeto de odio para los nobles que ven en aquellas riquezas otros tantos bienes patrimoniales substraídos a sus familias, y objeto de ávida codicia para los soberanos, no será difícil recono­cer en ellas una abundante fuente de desunión en el pueblo de Dios. Conviene considerar además, que la riqueza poseí­da por el clero, no tiene una fuerza correspondiente que la protege, siendo aquél ajeno a las armas. Cualquier gran riqueza, privada de la defensa, acaba tarde o temprano por ser pasto del más fuerte, cuyas apetencias resultan no poco sensibilizadas por las apariencias de tesoros tan fáciles de adquirir. Es evidente que todos los espolios sufridos por la Iglesia, tantas veces repetidos en las distintas épocas, tuvie­ron este simple origen, o por decir mejor, esta ocasión: la debilidad de sus poseedores. Esto explica por qué tan fre-

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cu~ntemente, tanto los ,nobles como los clérigos, fueron des­pOJados de ellas. Aquellos a menudo fueron considerados fuertes: per<:> cuando se hicieron débiles en relación a otra fu~rza superIor a la de ellos, ésta no dejó de caer sobre los mIsmos, tal como últimamente se vio en la Revolución Fran­cesa, acontecimiento menos nuevo de lo que la gente suele creer. Pero lo que resulta sumamente deplorable en el acto de despojar al clero, es lo siguiente: que debido a la ignoran­cia de los hombres, penetra en las mentes una opinión fal­sa a saber: que las riquezas de la Iglesia constituyen una sola cosa con ello y con la religión cristiana. Incluso el clero tuvo por demasiado fundamento este prejuicio. Ya que no teniendo otro medio de defender sus bienes temporales con­tra los agresores que privarlos de los bienes espirituales, el clero consideró el delito del robo sacrílego como algo in­separable de la renuncia a la religión. Es cierto que la pena era justa, y fue igualmente eficaz en los tiempos de mayor fe. Pero después que los príncipes decidieron despojar a to­da costa al clero, se pusieron de acuerdo en separarse com­pletamente de la santa Iglesia. Si el clero es perspicaz, debe proceder con mayor cautela en nuestros tiempos. Con la ex­comunión aneja al robo de las cosas eclesiásticas, se con­vertía aquel delito en algo más grave, ya que constituye ma­yor delito robar e incurrir conscientemente en la separación de la Iglesia, que no el solo hecho de robar. Es más difícil que se cometa un delito muy grave, una gran impiedad, en pueblos religiosos en los que vive todavía la fe, que en los pueblos en los que no existe una limitación de la maldad; en aquéllos, en ciertas épocas y en ciertos lugares, las éxco­muniones, como decíamos, pudieron defender las riquezas de la Iglesia.* Pero en los tiempos de incredulidad, así co­mo también ~n cualquier lugar donde la pasión y el grado de la perversidad ha rebasado los límites y ha desafiado

. * [La siguiente nota fue tachada: «En los buenos tiempos de la Igle­SIa, se andaba con mucho cuidado en aplicar penas canónicas que se­paran de la Iglesia a los culpables, por temor de abandonarlos a la desesperación. En el Concilio que san Cipriano convocó en Cartago después de la persecución de Decio, en el año 251, se examinó la causa de aquellos que habían apostado de la fe durante la persecución, y después de un prolongado debate, se decidió "no quitarles del todo la esperanza de la comunión, a fin de que desesperándose, no empeora­ran, y viendo cerrada la Iglesia ante sí, no volvieran al mundo y a la vida pagana". He aquí qué consideración se tenía por la fragilidad 'humana.» ]

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Iquier tipo de delito, la excomumon no frena a los cri­c~~ales sino que les incita y les provoca a rebasar los lími­gl1 en su misma acción criminal. Quizá en ciertas naciones tes habría salvado de un naufragio al catolicismo, aligerándo-se l· d· d 1 del mismo modo que se a 1gera una nave en me 10 e ;a furiosa tempestad, echando al mar las cosas incluso más preciosas y más apreciadas, a fin de que se salve la na-e y las vidas de los navegantes. Quizá abandonando oportu­~arnente a un Gustavo Vasa, a un Federico 1, a un Arri-0"0 VIII, las inmensas riquezas que la Iglesia poseía en Sue­~ia en Dinamarca y en Inglaterra, o al menos una parte de eIl~s, el clero pobre de aquellas naciones las habría salva­do y se habría salvado a sí mismo, y habría también resu­citado la fe con aquellos medios con los que precisamente los Apóstoles la habían plantado. Mas ¿ dónde hallaremos un clero inmensamente rico que tenga la valentía de hacerse pobre, o al menos que mantenga clara la luz de su inteli­gencia hasta darse cuenta de que ha llegado la hora en la que empobrecer a la Iglesia equivale a salvarla? Ah!, quizá la experiencia larga y funesta, quizá el grito generoso de li­bertad lanzado por un hombre, hace poco tiempo -cualquie­ra que sea la opinión que bajo otros aspectos se tenga de él-, quizá tal grito esté dominado por una gran preocupa­ción que lo eleva por encima de todas las particularidades, y al mismo tiempo un sentimiento católico que posee algo de extraordinario, emana de todas sus palabras de modo que no ha volado en vano por los aires, no ha irritado en vano a los oídos de los centinelas que han sido puestos por Dios como vigías de Israel! 37 Quizá la misma inquietud de los

37. Se alude a la propuesta que un sacerdote hizo al clero de Fran­cia, de renunciar a los estipendios que ,ecibe del gobierno, y recuperar así la propia libertad: propuesta inoportuna quizás, pero generosa y digna de los tiempos primitivos de la Iglesia. Recuerda la libertad de la que era tan celoso el apóstol Pablo, el cual para no disminuirla, no quería ser mantenido a expensas de los fieles, aunque tuviera derecho a ello, como todos los demás Apóstoles : prefería añadir también el traba­jo manual a las grandes fatigas del Apostolado, mediante el cual pu­diera ganar diariamente lo poco que necesitaba para mantenerse : «Omnia mihi licent -decía- sed ego SUB NULLIUS REDIGAR POI'ESTATIl» (1 COY. 6, 12).

[Ha sido tachado este período: «Tan nobles sentimientos resultan extraños a nuestros tiempos. Pero algún corazón los recibirá. La se­milla lanzada no morirá sin dar fruto, ya que la palabra de Dios nunca vuelve vacía.»]

Pero quien ha pronunciado esta noble palabra, quien ha compJ;"en-

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pueblos -que al manifestarse toma formas completamente materiales porque un sentimiento que tiene necesidad de ma­nif.estarse, se reviste de las primeras formas que halla a su paso aunque sean inadecuadas y quizá estén también en Con­tradicción con él-, tal inquietud, digo, tales lamentos conti­nuos por razón de agravios materiales, quizá tengan un ori­gen secreto que los mismos pueblos no han identificado aún en sí mismos. Se oculta seguramente una necesidad de reli­gión donde parece que triunfe la irreligiosidad, la necesidad

di do de modo tan elevado el precio de la libertad de la Iglesia, ¿por qué ha entregado esta libertad de la Iglesia a los impíos? ¿Por qué no ha visto que la libertad no es más que un derecho exclusivo de la verdad? ¿Por qué ha m ezclado los derechos de la verdad inmutable con la mentira, por qué ha elevado a la humanidad sin Dios a la altura del grado que sólo pertenece a la humanidad divinizada de Cris­to, por qué ni se ha detenido a adorar en la Iglesia, es decir, en la sociedad de los hijos de Dios, a la columna y fundamento de la ver­dad y se ha complacido en hallar esta base firme en la sociedad de los descendientes de Adán, de los hijos de los hombres? Es cierto, el sis­tema resulta coherente: si la verdad es propia de la humanidad peca­dora, a ella pertenece igualmente la libertad. Pero no veo que sea posi­ble que la verdad y la justicia se excluyan mutuamente. Soy de la opinión de que la verdad es exclusiva de la sociedad de los justos, y de que el derecho de ser libre no es propio del error. Por lo mismo, el hombre no nace, sino que es hecho libre por Cristo, de quien reci­be la luz de la verdad y el ornato de la justicia. La doctrina deses­perada de que «todas las ideas que proceden del corazón del hombre tienen el mismo derecho a propagarse y a asaltar la enfermiza y mane­jable persuasión de los pueblos» es propia sólo de los que son cons­cientes de que no poseen la verdad, sino que andan siempre detrás de ella, de los que ni mintiendo pueden persuadirse a sí mismos de [lO

poseer más que una vana esperanza que nunca se realiza. Tal doctrina no es propia de un católico, no. Este sabe que posee la verdad, siente la dignidad , el precio infinito de la misma, y comprende que no está en su mano desposeerla de sus derechos. Esta es la razón por la que la Cabeza de la ' Iglesia católica ha elevado su voz contra una doctrina que se presentaba bajo el nombre del catolicismo, y la ha ignOl;ado co' mo tal. Que Dios ilumine la mente del hombre del que no podemos hablar sin arrebato de estima y de afecto. Que le dé tal dominio de sí mismo, y tal fortaleza de ánimo, que habiendo salido vencedor sobre el amor propio y sob,e las adulaciones de los amigos y de los enemi­gos, vuelva del todo y lealmente al camino de la verdad a la que prestó tantos servicios y a la que ha demostrado tanto afecto y devoción , hasta el punto de situarse en una afortunada necesidad de no poder ya ser coherente consigo mismo, si no es retractando francamente los propios errores, y sometiéndose de lleno a la Cátedra eterna a la que se confió el magisterio de la verdad.

[Se trata de La Mennais, a quien Rosmini había conocido años atrás y a quien escribió fraternalmente en 1837.]

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d una religión que se comunique libremente al corazón de l:s pueblos sin la mediación de los príncipes y de los go­biernos, El grito de l~ .irreligio~idad se engaña. ~ ,sí mismo, y

el odio a un servIcIO esclaVIzado de la rehglOn confunde en destruye por error la religión misma. En el orden de la ~rovidencia se prepara una reestructuración de las naciones, reestructuración que tiene un fin muy diverso que el de dis­minuir los tributos -tributos que los pueblos revoluciona­rios soportan pacientemente en mayor grado- y que consis­te _quién lo creería- en librar a la Iglesia de aquel Cristo en cuya mano están todas las cosas.

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IV. La llaga del pie derecho de la santa Iglesia: el nombramiento de los obispos

dejado en manos del poder laical.*

74. Toda sociedad libre tiene el derecho de elegirse sus ropios oficiales. Este derecho le es tan esencial e inaliena­

ble como el de existir. Una sociedad que haya dejado en ma­nos ajenas la elección de sus propios ministros, se ha aliena­do a sí misma. La existencia ya no le pertenece: aquél de quien depende la elección de sus ministros, puede darle la existencia a su agrado y puede eliminarla de un momento al otro. y en caso de que exista, no existe ya de por sí misma, sino por causa de él, por su benigna concesión, lo cual con's­tituye una existencia aparente y precaria, no una existencia verdadera y duradera.

75. Ahora bien, si para los católicos hay sobre la tierra alguna sociedad que tenga el derecho de existir, que equivale a decir que tenga el derecho de ser libre, es sin duda la Iglesia de Jesucristo. Ya que este derecho lo recibió de la

.. [En orden a una objetividad histórica, conviene insistir en el pensamiento genuino de Rosmini sobre el tema tratado en este ca­pítulo. El objetivo principal del autor, era sustraer el nombramiento de los obispos de manos del poder temporal y profano, tratándose de un hecho exclusivamente religioso y eclesial. Las difíciles y dañosas con­diciones en las que se hallaba la Iglesia santa de Dios en diversos lugares de la cristiandad en tiempo de Rosmini, especialmente donde los emperadores disponían arbitrariamente del poder de nombramien­to de obispos, nuestro autor las tenía muy presentes ante su sojas. Su deseo y su presagio era el de ver tal poder, de nuevo en manos de la Iglesia, a fin de conservar la independencia, la autonomía y libertad que le son propias, sobre todo en un punto de extrema importancia: el del nombramiento de los pastores de la Iglesia.

A este propósito merecen ser (ecordadas las páginas de la Introduc­ción y las tres Cartas del Apéndice, relativas a la aclaración y pro­fundización del pensamiento exacto de Rosmini , a fin de no incurrir en falsos popularismos o en interpretaciones equivocadas de politiqueos o demagogias sobre el punto de la elección de los obispos por el clero y el pueblo. No se olvide, sobre todo, que tal modo de elegir a los obis­pos no es de «derecho divino constitutivo», y que según Rosmini, corresponde a «la sabiduría de la Iglesia y de la Santa Sede Apostó­lica» determinar «de qué modo, por qué caminos, y según qué grados hay que proceder para llegar a este feliz resultado» de la elección de los obispos, según la forma que la Iglesia y la Sede Apostólica romana considere ser la mejor. (Nota del editor italiano.)]

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palabra inmortal de su di~ino fundador, y esta palabra~ <Jue sobrevive al cielo y a la tIerra, se la ha garan~l~ado dIcIen_ do: «Yo estaré con vosotros hasta la consumaClOn de los si­glos.» J La Iglesia de Cristo, por lo tanto, no' puede dej.ar en manos extrañas el propio gobierno, no puede vender m alie­nar en modo alguno y a quien sea la elección de los propios gobernantes, ya que no puede destruirse a sí mi~ma. Y cual­quer abandono completo a este p~opósito, invahdado p~r sí mismo constituiría un contrato vIcIado ya desde su ongen, un pacto nulo, del mismo modo como es nulo cualquier víncu­lo de iniquidad.

76. Cristo eligió desde el principio a sus Apóstoles. Es­tos eligieron a sus sucesores: 2 a los sucesores de los Após­toles corresponde, ha correspondido siempre inmutablemen­te' elegir a otros a quien consignar el depósito que debe transmitirse ileso sobre la Tierra hasta el fin, y respecto al que sólo a ellos, el Señor que se ha dignado confiarlo a sus manos, les pedirá cuenta.* .

77. Es verdad que el gobierno instituido por Cn.st.o ¡en su Iglesia no siendo un dominio terreno, sino un serVIClO en favor de Íos hombres, un ministerio de salvación. de las al­mas: no se ejerce por el arbitrio de una autondad dura,

1. Mat. 28, 20. b ' . 2.. En los Actos de los Apóstoles se l~e qU7 Pablo y Berna e «Ins­

tituían ancianos en cada Iglesia», es deCir, obiSpos y sacerdotes (Act.

14, 23). . b' d C t Escri 3. San Pablo había consagrado a Tito o ISpO e, re a. -biéndole le ordena que él haga lo mismo en las otras clU~3ldes. "Por esta razón -dice-, te dejé en Creta, a fin d~ que. corrijas lo que es defectuoso, e instituyas ancianos -es deCir, oblspos- en cada ciudad, como yo hice contigo» (Tit . 1, 5). ,

* [El siguiente texto fue tachado: "Por ~sta razo~, la culpa de la mala elección de los prelados de la IgleSia recaera so~re la ca­beza de los prelados precedentes, los cuales antes que nadie se ~an dejado escapar ' de sus manos la elección d7 sus, sucesores, o bien no han utilizado todos los medios de que dlspoman l?~ra enco~trar otras manos puras y fieles a las que pudie:r;an transmlhr desp~es el sagrado depósito de la palabra y de las inst.itucion;s de Jesucnsto.»)

4. «Quien es llamado al episcopado -dlce .Ongenes-, no lo e~ para que mande, sino para que sirva a la ~glesla y le preste su s.el ­vicio con tanta modestia y con tanta humildad, que a~de a ~Ulen lo reciba.» Y añade esta razón que es común. a cualqUier g.ob.lerno cristiano como al de la Iglesia: «ya que el gobierno de los cnsh~nos debe se; del todo diverso del de los paganos, que resulta duro,. mso­lente y vano» (Hom. in Math. 20, 25). Esta doctrina del Evangeho, es unánime en todos los Padres.

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° se jacta de un derecho riguroso. Sino que condesciende n fundamentado en la humildad y la razón, recibe la ley, Y~r decirlo así, de los mismos sujetos por cuyo bien ha sido f'nstituidO, y su constitución admirable es precisamente la de ~oderlo todo ~a~a el bien y nada para el mal: tal es la su­perioridad, ~l umco derecho .qu~ ~lardea: e~ derecho d.~ ayu­dar. De aqUl aquel doble pnncIpIO del gobIerno eclesIastico que se manifes~aba en todo durante lo~ yrimeros sig~os. de la Iglesia, Y partIcularmente en la elecclOn de los pnncIpales pastores, Y era éste: «El clero juez, el pueblo consejero.» Cierto que de haberse tratado de un derecho rígido y estre­cho, el pueblo cristiano no podía tomar parte alguna en la elección de los obispos. Pero ya que era la sabiduría y la ca­ridad las que presidían el ejercicio del derecho que los go­bernantes de la Iglesia habían recibido de Cristo y lo mode­raba suavizando toda dureza, por lo mismo, aquellos sant<;?s prelados, nada decidían de modo arbitrario, nada decidían en secreto, nada por propia iniciativa. Enseñados por el mis­mo Cristo, deseaban la aprobación y el consejo de los de­más, y consideraban que el mejor consejo, el consejo menos sujeto a engaño, era precisamente el de todo el cuerpo de los fieles. Así, la Iglesia de los creyentes, actuaba como un solo hombre. Y aunque en este hombre, la cabeza se dis­tinguía de los miembros, con todo, no rehusaba el servicio de los miembros, y no se dividía en sí mismo por el deseo de comportarse por sí solo, independientemente de los miem­bros. Por lo cual, el deseo de los pueblos designaba a los obispos y a los sacerdotes.' Era más que razonable que los que debían abandonar sus propias almas -y cuando digo almas significo todo lo que decir se puede hablando de los pueblos en los que la fe es viva- en manos de otro hombre, supiesen qué clase de hombre era, y tuvieran confianza en él, en su santidad y en su prudencia: Pero en caso de que el obispo o el sacerdote, de pastor ya no posea más que el

5. En el Pontifical Romano se conserva todavía la ceremonia por la cual el obispo pregunta si los que han de ser ordenados gozan de buena fama ante los fieles.

6. Orígenes, en la Homilía 32 sobre los Números, y en la Homi­lía 6 sobre el Levítico, dice que «en la ordenación del obispo, ade­más de la elección de Dios, se busca la presencia del pueblo, a fin de que todos tengan la seguridad de que se elige como pontífice al mejor y más docto que hay, al más santo y más distinguido en to­das las virtudes. Por lo tanto, el pueblo estará presente, a fin de que nadie tenga que arrepentirse y se elimina así todo escrúpulo».

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nombre, y no sea ya el confidente, el amigo, el padre de los fieles, y a él entreguen con plena confianza no ya lo que poseer puedan de más querido, sino a sí mismos; en caso de que el clero se limite a formalidades, o a determinadas y materiales ceremonias de culto, parecido -iba a decir- a los antiguos sacerdotes del paganismo; 7 cuando las cosas propias de aquella religión que enseña a adorar a Dios en espíritu y verdad llegan a un tal extremo, no es extraño en­tonces que el pueblo se someta y reciba con indiferencia cualquier pastor que se le imponga, aunque no lo conozca, y aun conociéndolo, que no sienta por él no estima ni con­fianza, sino que sienta hacia él los afectos contrarios.* ¿Po­drán proferirse invectivas contra la indiferencia pública en materia de religión, cuando se exige del pueblo y se le edu­ca de manera que esté dispuesto a recibir como obispo suyo, cualquier personaje desconocido y extranjero con el que no posee en común ni comunión de afectos, ' ni vínculos por ra-

7. Tal concepto del sacerdocio desgraciadamente prevalece en el mundo. ¡Se cree o se simula creer que todas las funciones del sa­cerdote cristiano deben quedar limitadas por los muros materiales de la Iglesia! ¡He aquí de qué modo hablaba hace poco el señor Dupin, decano de la Cámara de Diputados de Francia (sesión del 23 de febrero de 1833): «l'ai le plus profond respect pour la liberté du pretre, tant qu'il se renferme dans ses fonctions: si cette liberté était attaquée je serais le premier a la défendre; mais que le pretre se contente du maniement des choses saintes, ET QU'IL NE SORTE PAS DU SEUIL DE SON EGLISE; hors de la, il rentre pour moi dans la foule des citoyens; ' il n'a pas des droits que ceux de droit commun.» ¿Es éste el sacerdote católico, es éste el sacerdote instituido por Jesu­cristo del que se habla? ¿Cuándo Jesucristo ha encerrado el sacer­docio dentJ:o de los muros de la ' Iglesia? ¿O no le dijo acaso: «Id, predicad a todo el mundo», no le ha dicho «Sois la sal de la tierra?» ¿Cuándo habló de templos materiales el divino Fundador de la Igle­sia, ~l, que enseñó que «los verdaderos adoradores, adoran al Padre en espíritu y verdad?» ¿Acaso sólo dio a los sacerdotes el poder de desatar y atar dentro de las iglesias, cuando les mandó anunciar la verdad desde encima de los tejados, y los envió diciendo: «Así como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros», cuando les encargó llevar el Evangelio ante los tiranos y los dominadores de la tierra, entonces imponía aquellos límites estrechos al sacerdocio cristiano dentro de los que el señor Dupin encieJ;Ta al sacerdote? La ignorancia y los prejuicios del señor Dupin, en cierto modo son inex­cusables, puesto que son el efecto del entero sistema de los asuntos públicos y de los obstáculos creados por la política a la religión.

* [El siguiente fragmento ha sido tachado: «Y que el derecho de elegirlo pase de mano en mano, de un dueño al otro, como sucedería con un terreno o con una casa».]

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zón de beneficios recibidos, y cuyas santas obras nunca vio ni .oyó s~ fama, o tal vez vio y oyó algunas poco edificantes? ¡!?IOS qu~era que todas sean santas! Mas, exigir y crear una in­diferenCIa e.n el pueblo en relación a sus propios pastores ¿no es lo mIsmo, acaso, que hacerlo indiferente hacia la doc­trina que enseñe, indiferente en ser conducido por un cami­no u otro! ¿No equivale acaso, a exigir que los hombres no tengan ya necesidad de confiar en los ministros de la reli­gió?: es decir, que se renuncie a las necesidades y a las intran­qu~h~ades del alma, que se pueda, en fin, prescindir de la rehgH~n ,o contentar~e, como máxiI?o, con la exterioridad y matenalIdad deJa n:IsI?a? ~No eqUIvale esto a obligar al pue­blo a una obedIencIa IrracIOnal, que es sinónimo perfectísi­mo de indiferencia religiosa?' Es verdad que cuando se ha llegado a ?btener esto. del pueblo cristiano, se ha consegui­do pervertlrlo y destrUIr en su alma al cristianismo, dejándo­lo abandonado a sus costumbres. De un pueblo tan infeliz q~e ha perdido sin darse cuenta el sentido religioso me­dIant~ una secreta: lenta y constante corrupción, de un pue­?lo, dIgO,. adormecIdo en sus intereses religiosos, y hecho ya mdependIente respecto a sus obispos," y por lo mismo indi-

. 8. El gra~ san, León sabía muy bien que obligar al pueblo a reci­bIr a un ObISPO mdeseable equivalía a perver tirlo: ésta es una de las razones por las que el santísimo Pontífice es firme en mante­ner la anti~a disciplina de la Iglesia sobre la elección de los obis­pos por medIO, del clero, pueblo y obispos provinciales. He aquí uno de tantos pasaJe~ de este g:¡;an hombre y que podría citar como prue­ba de cua~to afIrmo. En el año 445, así escribe a Atanasia, obispo de Tesalómca: «Cuando se trate de la elección del sumo sacerdote que se prefiera a todos el que ha solicitado el consentimiento con~ carde del clero y del pueblo, de modo que si quizás los votos se re­~arten con otra p~rsona, sea preferido el que, a juicio del Metropo­htan~ ,ha consegUIdo mayor afecto y tiene más méritos, Se ponga atenc~o~ en que n? sea ordenado ning¡.mo de los que no son deseados o .solIcItados,. a fm de que el pueblo, contrariado, no despreGie u odIe a su ObISPO, y NO SEA QUE NO HABIENDO PODIDO TENER AL QUE HU­BIERA ~UE~IDO, N? PASE A SER MENOS RELIGIOSO DE LO QUE CONVIENE: ne ple.b~ znvtta eplscopor.um aut contemnat aut oderit; et fiat minus relIgIOsa quam convenzt, cui non licuerit habere quem voluerit.» ¡Tal era ~l. modo .de pensar de los Leones! Ved lo que el mismo Sumo PontIfIce escnbe en la carta a los obispos de la provincia de Viena en el capítulo 3, y en la carta a Rústico de Narbona, capítulo 7. '

9. P~ra darse cuenta de cuán grande era la estrecha unión y de­pendenCIa :ntre los pueb.los y sus obispos en los tiempos antiguos, bas­tará deducIrlo de una cIrcunstancia, según la cual, no sólo los sacer­dotes, sino también los simples fieles, al·· pasar de una provincia a

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ferente al hecho de que cualquier clérigo presida el coro y realice las sagradas ceremonias que no comprende, de tal pueblo, se puede decir justamente lo que decía un padre del tercer siglo de la Iglesia, a saber, que «Dios destina los obis­pos de la Iglesia según los méritos del pueblo».'"

78. Quien quiera hallar el origen de tan gran desgracia, conviene que retroceda a aquella época tan gloriosa por una parte, y tan fatal por otra, en la que empezó para la Iglesia el período que he calificado de conversión de la sociedad, aquella época que explica toda la historia eclesiástica pos­terior a los seis primeros siglos, ya que contiene la semilla de todas sus prosperidades y de todas sus desgracias. Es la época, en suma, en la que el clero pesó inmensamente en la balanza del poder temporal, y siendo poderoso, fu,e igual­mente rico."

otra, debían recibir de sus obispos cartas que demostraran que es· taban . en comunión con la Iglesia. En el Concilio de Arlés del año 314, se ordena «que también los gobernadores de las provincias, ob­tenidos sus cargos siendo fieles, deben recibir como los otros cartas de comunión con sus obispos, y el obispo del lugar en el que ejer­ce su cargo, debe preocuparse de ellos y si hacen algo contra la dis­ciplina, debe excomulgarlos». Lo mismo se dice de todos cuantos tienen empleos públicos.

10. ORIGENES, In ludie. hom. 4. 11. Ya antes de esta época, apenas los emperadores fueron cris­

tianos, hicieron alguna tentativa para mezclarse en las elecciones de los obispos. Por decir verdad, esto no fue tanto culpa de ellos, cuan­to de los tristes eclesiásticos por los que eran sorprendidos y arras­trados hacia actuaciones tan subversivas de la constitución eclesiás­tica. ¡Qué fácil es a un príncipe secular dejarse engañar por la hi­pocresía y el atrevimiento,' o por la ignorancia de los 'malos sacer­dotes, sobre todo en materia eclesiástica! El gran Atanasio tuvo que lamentarse mucho en este aspecto de las tentativas del emperador Constancio. He aquí lo que escribe de él aquel campeón invicto de la divinidad 'del Verbo: «Esté -dice-, anduvo pensando el modo cómo poder cambiar la ley, disolver la constitución del Señor que nos fue transmitida por los Apóstoles, y cambiando la costumbre de la Iglesia, inventó un nuevo sistema de instituir a los obispos. Los manda a pueblos que no quieren que sean extranjeros, lejanos de más de cincuenta jornadas, y los hace escoltar por soldados. Y estos obispos, en vez de ser objeto de aquella justicia que aplicaría el pue­blo sobre ellos, son ellos los que emiten amenazas y cartas a sus jueces» (Epist. ad solitariam vitam agentes). En este pasaje aparece cómo se consideraba un punto importante de la constitución de la Iglesia, el modo de elegir a los obispos por obra del clero y del pue­blo, y se consideraba como de institución divina y mantenida por la tradición apostólica.

También san Cipriano, en la epístola 68, declara que esta manera

l32

Es evidente que, desde el momento en que el clero fue po­deroso y rico según el mundo, la política de los soberanos resultó interesada en subyugarlo, y por lo mismo interesa­da en participar en la elección de los prelados. Por esta razón, las primeras sedes en las que el poder laical asumió las elecciones, fueron las de Antioquía y Constantinopla, don­de residían los emperadores y donde los Patriarcas poseían un poder más amplio.12

79. La lucha contra el poder secular, que quería arrogar­se las elecciones de los obispos, duró muchos siglos. La Igle­sia se defendía con los cánones. Pero éstos son respetados por razón del culto de los principios y de la opinión religio­sa de los pueblos. Por lo que, el hecho de que viniera a me­nos la libertad del clero en las elecciones, puede ser un signo certero de la disminución de la fe, de la moralidad y de la piedad por parte de los gobiernos y de las naciones. He aquí un resumen histórico.

Ya en el siglo VI empezó a pesar inmensamente en la ba­lanza de los electores, más que los méritos del candidato, el

de elegir a los obispos es de derecho divino: «de traditione DIVINA et apostolica observatione descendit» . Merece también reflexión, el repro­che que hace san Atanasio a Constancio, porque manda los obispos «ex aliis loeis et quinquaginta marzsionum intervallo disjunctis!»

12. Con todo, se requería que junto al voto del emperador siem­pre tuviera lugar la elección canónica por el clero y el pueblo. Por ejemplo, Epifanio, al principio del siglo VI, siendo Patriarca de Cons­tantinopla y dando relación de su elección al Romano Pontífice Or­misdas, después de haber dicho que había sido elegido por el empe­rador Justino y por todos los grandes, añadía qué «no faltó el con­sentimiento de los sacerdotes, de los monjes y del pueblo»: «simul et sacerdotum et monacorum et fidelissimae plebis consensus accessit •. Igualmente, en el mismo siglo, la carta del Sumo Pontífice Agapito que se leyó en el Concilio de Constantinopla celebrado bajo el Pa­triarca Mennas, hablando de la elección de éste, indica también que hubo el consentimiento imperial, pero como algo accesorio, e insis­te sobre lo que era norma canónica, a saber, la elección por el clero y el pueblo: «Cui licet praeter cae teros , serenissimorum imperatorum electio arriserit, similiter tamen et totius c1eri ac populi consensus ilccessit, ut et a singulis eligi crederetur.» Estas palabras indican la libertad eclesiástica.

¿Cuál fue la razón por la que, en ciertas épocas, el patriarcado de Constantinopla llegó a ser públicamente puesto a la venta? ¿Por qué, en otros tiempos se vendió el Papado? ¿Quién no se dará cuenta de que no fue otra la razón, sino los bienes temporales anejos, no ya a la caridad, sino a la pompa de las sedes? Los hombres del mundo no están dispuestos a gastar por dignidad alguna, que no comporte ventajas mundanas.

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favor del soberano. Entonces, los Concilios, con sus cánones, se preocuparon con solicitud del peligro, defendiendo la liber­tad de aquellas naciones.

El Papa Símaco, en un Concilio celebrado en Roma el año 500 en el que intervinieron doscientos diez y ocho obispos, publicó un decreto confirmando las elecciones canónicas de los obispos, contra la potestad laical que continuamente pre­tendía meter mano en ellas. El decreto empieza con estas pa­labras: «No nos agradó que algunos de los que tienen el deber de seguir, y no la autoridad para mandar, tuvieran poder alguno para determinar cualquier cosa en la Iglesia.» Y des­pués de este exordio, fija el antiguo procedimiento para ele­gir a los obispos con los votos del clero y del pueblo.u

El concilio de Clermont del año 535," añade que el obispo sea constituido por la elección del clero y de ' los ciudadanos, y con el consentimiento del Metropolitano, sin que intervenga

13. ¡Cuánta importancia no dio la Iglesia, desde los primeros has­ta los siglos actuales, en mantener inviolablemente el método de las elecciones episcopales consistente en el consentimiento de todos y en el juicio del clero! Siendo este punto, según mi opinión, algo que in­teresa sobremanera a la constitución divina de la Iglesia, no quie­ro dejar de señalar aquí otros documentos ante¡;iores al siglo VI, ca­paces de probar la continua y solícita preocupación de la Iglesia en mantener las elecciones inmunes de la influencia de todo poder laica!.

Ya en el gran Concilio de Nicea, se sintió la necesidad de confir­mar con un canon (can. 6) la costumbre divina y apostólica de las elecciones. Esto prueba que, apenas los emperadOJ;-es fueron cristia­nos, la libertad de la Iglesia se sintió amenazada. Por la misma ra­zón, los Concilios siguientes no dejaron de publicar decretos, a fin de que quedara en firme el antiguo y legítimo modo de elegir a los obispos por medio del clero y del pueblo, entre otros el de Antioquía, en los cánones 19 y 23.

EntI:e los cánones apostólicos, hay uno, el 29, que dice así: «Si un obispo, haciendo uso de los principios seculares, ha obtenido una Iglesia por su favor (del emperador), sea depuesto y excomulgado; y hágase lo mismo con todos los que comulgan con él.»

El papa Celestino 1, al principio del siglo V, publicó igualmente un decreto con el cual mantenía la misma libertad: «Nullus invitis -di­ce- detur episcopus; cleri, plebis et ordinis consensus et desiderium requiratur.,.,

El gran san León, que tuvo la cátedra de Pedro en el mismo si­glo, es decir, del 440 al 461, y ya citado más arriba, estuvo siempre atento para asegurar el libre procedimiento en las elecciones de los obispos. Bastará señalar el decreto dirigido a Atanasio, obispo de Tesalónica, en el que dice: «Nulla ratio sinit, ut inter episcopos ha­beantur, qui nec clericis sunt electi, nec a plebe expetiti, nec a pro­vincialibus cum metropolitani iudicio consecrati.»

14. Can. 2.

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pro~ección de l~s grandes, y sin ningún artificio, sin obligar a nadIe, con el mIedo o con dones, a escribir un decreto de elfCción. De lo contrario, quien incurriera en ello, sea pri­v~do de. la comunión de la Iglesia que pretende gobernar."

La mIsma preocupación por mantener libres las elecciones respecto a los influjos del poder temporal, se constata en el II Concilio de Orleans en el año 533," y en el III Concilio del año 538,17 así como también en el Arvernés el año 535, y en otros. Lo cu~l demuestra la necesidad que tenía la Iglesia de aquellos tIempos, de defenderse de algún modo del poder temporal que la desgarraba continuamente y se apoderaba de sus derechos.

Este mismo poder temporal ha logrado en Francia hacer sancionar por ley eclesiástica la necesidad del consentimien­to real, consentimiento que de hecho ya se requería en las elecciones de los obispos. Esto se obtuvo mediante el célebre canon del Concilio V de Orléans (549), en el cual se salvan, no obstante, los derechos del pueblo y del clero." No se con­sidere de ninguna manera irracional que se pida el consen­timiento real. Al contrario: es, sin duda, conforme al espíritu de. l~ Iglesia, espíritu de unión y de paz, y que desea que los m~mstros del Santuario sean aceptados por todos, y por lo mIsmo mucho más por los jefes de los pueblos. Con todo este consent!miento lleva ~onsigo un enorme peligro, a saber; que se conVIerta en orden ' y llegue a ser una gracia del soberano.

15. Can. 4. 16. Can. 7. 17. Can. 3. Fleury, exponiendo el contenido de este Concilio dice

q.ue «se recomienda en él que se siga la antigua forma en las' elec­cIOnes de los obispos de la provincia, con el consentimiento del cle­ro y de los ciudadanos, probablemente por .razón de los disturbios que el poder temporal empezaba a introducir» (Lib. 32, par. 59).

.18: .Can. 10. «Nulli episcopatum praemiis et comparatione liceat adzplscl, sed cum voluntate regis IUXTA ELECfIONEM CLERI AC PLEBIS.» . 19. Así ha sucedido, por desgracia. Entre las formas que nos han

SIdo conservadas por MARCOLFO (lib. II. cf. también el Apéndice al to­mo II de Concilii della Francia del P. SIRMONOO), las cuales estaban e!l uso en Francia bajo los reyes de dinastía merovingia, hallamos pre­c~samente no la del consentimiento que daba el rey a las elecciones, SIUO l~ del precepto. Se expresa así: «Con el consejo y voluntad de lo~ obISpos y de nuestros mayores, según la voluntad y el consenti­~Iento del clero y del pueblo de la misma ciudad, en la mencionada C!~dad de N., nos os conferimos en nombre de Dios la dignidad Pon­hf¡cal. Por lo cual, mediante el presente precepto decidimos y man­damos que la mencionada ciudad, los bienes de esta Iglesia y el clero, sean sujetos a vuestro arbitrio y gobierno. » Nada más frecuente en

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Ya que en tal caso, la Iglesia, libre por gracia se convierti en servidora por justicia.U) Y la gracia de suyo es arbitraria. De suerte que el hecho de que la Iglesia tuviera o no tuviera los más dignos pastores, dependería de la voluntad y del mismo capricho de una persona laica por ser poderosa, y de aquellos o aquellas que más influjo ejercieran sobre ella.

y así ocurrió. Y no sólo el consentimiento fue una gracia, sino que también lo fue el gobierno. Finalmente resultó una gracia vendida. Y que se quiso vender a alto precio. Los bienes de la Iglesia,'! el envilecimiento, el alma, fueron la moneda destinada a comprarla."

los escritores de este tiempo que hallar la frase «por orden del rey» mediante la cual éste o aquél fue hecho obispo. Existen también las fórmulas de súplica que el pueblo presentaba al rey para que se publicara este precepto: se necesitaban peticiones para obtener órdeñes. ¡Y qué órdenes!

20. La adulación y la vanidad inventaban estas expresiones, que pdmero no tenían ningún valor, pero pronto adquieren valor de­masiado real. Es extraño que no se dieran cuenta de que de esta ma­nera no se presta a los soberanos aquel auténtico y constante res­peto que se les debe, sino que se usa un lenguaje que Pronto o tar­de se convierte en satírico. Parece verdaderamente un discurso iróni­co y mordaz, el de un escritor del siglo pasado, por: otra parte muy erudito, el cual habiendo sido criticado por haber dicho de este tiem­po del que hablamos: «era un beneficio del rey que el clero gozara de la libertad de elegir, y que el rey era el árbitro y el juez de la elección» -como si estas dos cosas pudieran hallarse juntas-, se defiende diciendo que por beneficio real entiende el hecho que el rey haya abandonado la usurpación. ¿No sería éste uno de los benefi­cios de los ladrones, que perdonan la vida? He aquí las palabras del escritor, por otra parte muy devoto del poder laico: «us eligendi pe­nes clerum erat. Sed quia saepe reges electionum usum interturbave­rant, assensum in merum imperium vertere soliti, Ecclesia Gallicana his qui veterem electionum USW11 restituerant . uf Ludovico Pio, plu­rimum se debere profitebatur. Eorum certe beneficiorum erat asser­ta et vindicata .sacrarum electiorwn libertas etc.» (N . ALEx., Ad cal­cem Dissert. VI in saec. XV et XVI).

21. San Gregario de Tours escribía en el año 527: «Jam tunc ger­men illud inicuum coeperat fructificare, ut sacerdotium aut vendere­tur a regibus aut compararetur a clericis.» El santo escribe estas pa­labras después de haber mencionado muchas actuaciones de clérigos que habían obtenido de los reyes las sedes episcopales, no movidos por la virtud pastoral, sino en virtud del dinero.

22. Los reyes godos, usurparon el nombramiento del mismo Su­mo Pontífice, perturbando la elección canónica . Alejados estos de Ita­lia, Justiniano se reservó el derecho de confirmar a los Pontífices. Sus sucesores exigieron una gran suma de dinero del nuevo Papa a cambio de la gracia de esta confirmación, la cual suma se pagó has­ta Constantino Pagan ato que subió al trono el año 668.

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Este peligro dio ocas IOn al III Concilio de París, celebra­dp cuatro años después del de Orléans, es decir en 553, de restablecer con un canon la antigua libertad de las elecciones, sin mencionar más el consentimiento real.

«Ningún obispo, dice el canon 8.° de este sínodo, sea or­denado contra la voluntad de los ciudadanos, sino ordénese solamente a aquéllos que la elección del pueblo y del clero ha propuesto con total libertad. Nadie sea introducido por orden del príncipe o, bajo cualquier condición, contra la vo­luntad del metropolitano y la de los obispos colindantes. Si alguien presumiera, con exceso de temeridad, acaparar por orden del rey la grandeza de este honor, sea juzgado indigno de ser aceptado por los coprovinciales de aquel lugar, los cuales lo considerarán como ordenado indebidamente.»

Al final de este mismo siglo VI, el gran Pontífice San Gr,e­gorio veía toda la importancia de la libertad de la Iglesia, y por otra parte comprendía muy bien que los obispos que han recibido su promoción del poder secular, son servidores de éste.

En ocasión de la muerte de Natal, obispo de Salona, me­trópoli de Dalmacia, así escribía el Papa al subdiácono Anto­nino, rector del patrimonio de aquella provincia en 593: «Ad­vertid inmediatamente al clero y al pueblo de la ciudad, que elijan de común acuerdo a un obispo, y mandadnos el de­creto de la elección a fin de que el obispo sea ordenado con nuestro consentimiento, como en los tiempos antiguos. So­bre todo, tened cuidado de que en esta acción no se entro­metan ni reales ni protección alguna de personas podero­sas; ya que el que es ordenado de este modo, está forzado a obedecer a sus protectores, a cuestas de los bienes de la Iglesia y de la disciplina»."

En 615 el V Concilio de París proclamó igualmente la libertad de las elecciones, aunque Clotario II modificó las decisiones del Concilio con un edicto en el que insistía en que quería, ciertamente, ver observados los estatutos de los cánones sobre la elección de los obispos, haciendo, con todo, excepción para los obispos que a él le gustara que fueran ordenados o que él mandaría desde su palacio, esco-

23. Epist. 22 11, Ind. cap. 2. San Gregario prestaba mucha atención a la libertad de las elecciones de los obispados . Este es un tema que se halla a menudo en sus cartas; véanse, entre otras, Lib. III, epist. 7.

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gidos entre sacerdotes dignos: edicto que incluso bajo Da­goberto, su sucesor, resultó válido!'

El Concilio Cabilonense celebrado bajo Clodoveo II en el año 650, declaró inválidas y nulas, sin excepción alguna, todas las elecciones en las que no se procediera según la forma establecida por los Padres.25

En aquel tiempo, se constata en Francia una lucha con­tinua -aunque secreta, y llevada a cabo con intrigas y res­petos aparentes-, entre los reyes y el clero. Los primeros, con objeto de usurpar las elecciones episcopales; el segun­do, para conservarlas libres.2

' Lucha que trajo muchas vici-

24. He aquí la expresión del edicto que constituye una contradic· ción "in terminis»: «1 deoque definitionis nos trae est, ut canonum statuta IN OMNIBUS conserventur ... Ita ut, episcopo decedente, in loco ipsius, qui a metropolitano ordinari debet cum provincialibus a clero et populo eligatur.» Después de estas bellas palabras siguen inmedia­tamente estas otras: «Et si persona condigna fu erit, PER ORDINATIG­NEM PRINCIPIS ordinetur: veZ certe si DE PALATIO etigitur, per meritum personae et doctrinae ordinetur.» ¡¡He aquí cómo el poder civil pre­tendía que se mantuviera los estatutos canónicos IN OMNIBUS!!

25. Can. 10. 26. He aquí algunos hechos. Gregorio de Tours (Lib. IV, cap. 5 y

6), narra que los obispos pidieron instantemente a Catón, elegido ca­n6nicamente como obispo de la Iglesia de Auvergne, que consintiera en ser consagrado sin esperar el nombramiento del rey Teobaldo (año 554). El mismo san Gregorio, cuenta (Lib. VI, cap. 7) que Al­bino sucedi6 a Ferreolo en la sede Uceticense «extra regis consilium». Muerto Albino, el mismo historiador narra que un cierto Jovino re· cibi6 el «precepto» real de aceptar aquel obispado, pero los obispos coprovinciales, habiéndose apresurado a hacer la elecci6n canónica, previnieron a Jovino, y dieron la sede al diácono Marcelo (Lib. VII. cap. 31). Los ciudadanos de Tours, pidiendo al rey que les concediera por obispo a Eufonio, que habían elegido can6nicamente, el rey res­pondi6: «PRAECEPERAM us Cato presbyter illic ordinaretur: et cur est spreta JUSSIO NOSTRA? (GRBGORIUS TOURON., Lib . IV, n, 15). Ha­biendo el rey 'Clotario colocado en la Iglesia Santonense a Emé­rito como obispo, fue tolerado, pero una vez muerto el rey Clotario, el metropolitano Leoncio, congregados los obispos de la provincia, lo depuso del episcopado por no haber sido elegido canónicamente (año 562 (GRa:;QRIUS TOURON., Lib. IV, cap. 26). · Igualmente los obispos de Aquitania se apresuraron a dar a la Iglesia de Aqui el sacerdote Faustiniano, a pesar de que el rey hubiera destinado aquella sede al conde Nicecio. Por esto Constantino Roncaglia, dice sabiamente que «habiendo juzgado los obispos que era su deber oponerse a la auto­ridad del rey que intentaba hacerse el generoso con las sedes epis­copales, resulta claro que aquellos principes nunca se hallaron en la posesi6n pacífica de tal poder que se atribuían a sí mismos en la elecci6n de los obispos por propia voluntad», y que «la Iglesia nunca ha consentido en ello libremente, por más que a menudo tenga que

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situdes pero la Iglesia, aunque no resultó siempre oprimida del todo, por lo menos sufrió aprietos y resultó oprimi~a de modo intolerable por el peso de la fuerza.

Es cierto que los Papas no se durmieron ante el peligro, cada día mayor, de que el poder de los príncipes invadiera las elecciones episcopales: en este caso, la Iglesia entera hu· biera estado en sus manos. Al principio del siglo VIII, se vio a Gregario II escribir incluso hasta Oriente para amonestar al emperador y disuadirlo de poner mano en este sacrosan­to derecho que tiene la Iglesia de darse sus propios prela­dos.27 Pero, ¿ con qué resultado? La violencia se renovaba continuamente, y la Iglesia no podía oponer otra cosa que nuevos cánones, nuevas leyes y nada más.

De hecho, el séptimo Concilio ecuménico,' celebrado en Nicea en este mismo siglo, el año 787, no dejó de proteger, a la Iglesia con un canon contra la violencia de este mundo, que suele considerar lícito para sí todo lo que puede: «Toda elección -dice el santo Concilio-,28 de ' obispos, sacerdotes o diáconos llevada a cabo por los príncipes, sea inválida se­gún la regla que reza: "Si alguien sirviéndose de los pode­res temporales, obtiene una Iglesia a través de éstos, sea depuesto y sean excomulgados todos los que están en co­munión con él." Ya que es necesario que el que debe ser promovido al episcopado, sea elegido por los obispos, como fue definido por los santos Padres que se reunieron en Nicea.»

El sínodo celebrado el año 844 cerca de la población' de Teodon 29 mandó una solemne amonestación a los reyes her­manos Lotario, Ludovico y Carlos, a fin de que las iglesias no permanecieran más faltadas de pastor, ya que acaecía que, dependiendo de los príncipes las elecciones de los obispos, y estando en discordia entre ellos, no tenían ni tiempo ni ánimo para dedicarse a los intereses de la Iglesia, y así, ésta, debido a tal servilismo, participaba de todas las vicisitudes del poder laical: «Como legados de Dios, dicen

soportar forzosamente muchas cosas cual madre piadosa, a fin de que no le suceda lo peor».

27. Entre otras cosas, Isáurico escribe a León estas notables pa­labras: «Quemadmodum Pontifex introspiciendi in palatium potestf!­tem non habet ac dignitates regias deferendi: sic neque imperator m Ecclesiam introspiciendi et eZectiones in clero peragendi» (Epist. II ad Leon. lsauricum).

28. Can. 3. 29. Can. 2.

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con mucha dignidad y libertad aquellos Padres, os amones­tamos a que las sedes que permanecen viudas de pastor de­bido a vuestras discordias, después de haber apartado de ellas cualquier peste de simonía herética, reciban sin dila­ción sus obispos, los cuales quieren ser dados por Dios con­fOTme a la autoridad de los cánones, designados regular­mente por vosotros, y consagrados por la gracia del Es­píritu,»

El Sumo Pontífice Nicolás 1, firmísimo defensor de los cánones en todo, no dejó de hablar muchas veces y públi­camente contra este abuso de la alta potestad: el de mez­clarse en las elecciones de los obispos. Entre otros docu­mentos, lo hizo en la carta que dirigió a los obispos del reino de Lotario, a los que manda bajo pena de excomunión, de advertir al rey que saque a Ilduino de la Iglesia de Cam­brai que él le había dado, a causa de ser indigno e irregu­lar, y que permita «al clero y al pueblo de aquella Iglésia que se elijan por sí mismos un obispo del modo que pres­criben los sagrados cánones».'"

Bajo el sucesor de Nicolás el Grande, Adriano n, se ce­lebró el octavo Concilio ecuménico en Constantinopla en el año 869, tiempo en el que la libertad de la Iglesia había sido muy maltratada." Con la misma fuerza se protesta en defensa de dicha libertad, se repiten las mismas máximas 'de la antigüedad en orden a la elección de los obispos: pro­hibición de ordenar obispos por autoridad y orden de un príncipe, bajo pena de deposición," e incluso prohibición a

30. Epist. 63. 31. Los obispos de Francia, en este tiempo, no podían ya salir

del reino sin permiso expreso del rey. Ni un metropolitano no po­día mandar a un obispo como legado suyo fuera del Estado, como se deduce de lá carta de Incmaro de Reims al Papa Adriano, escrita en el año 869.

32. Can. 8. «Apostolicis et synodicis canonibus promotiones et con­secrationes episcoporum. et potentia et praeceptione principum factas interdicentibus, concordantes, definimus, et sententiam nos quoque proferimus, ut si quis episcopus, per versutiam vel tirannidem prin­cioum. huiusmodi dignitatis consecrationem susceperit, deponatur om­nimodis, ut pote qui non ex voluntate Dei, et ritu ac decreto ecc/e­siastico, sed ex voluntate carnalis sensus, ex hominibus, et per ho­mines, Dei donum possidere voluit vel consentit.»

Can. 33. «Promotiones atque consecrationes episcoporum, concor­dan s prioribus conciliis, electione ac decreto episcoporum collegii fie­ri, sancta haec et universalis synodus definit et statuit atque jure pro­mulgat, neminem laicorum principum vel potentum semet inserere

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los laicos poderosos de intervenir en la elección de los obis­pos si no son invitados por la Iglesia."

Mas, ¡ay! ¡Cuán rezagada anda la razón y la justicia en su influencia sobre los hombres, en comparación con las pasiones! ¡Mucho más si éstas tienen de su parte la fuerza externa! Los príncipes cristianos, lejos de prestar oídos a las exhortaciones de su madre la Iglesia, a sus mandamien­tos, a sus amenazas, no hicieron más que ulteriores usurpa­ciones de su libyrtad, sostenidas por sutilezas legales y por la violencia. Hablo en general. Ya que, sin duda, no falta­ron monarcas dóciles y respetuosos que obedecieron. Y éiíré más todavía: casi todos los príncipes experimentaron alguna influencia por parte de las continuas decisiones y de las leyes eclesiásticas que íbanse publicando con perseveran­cia por parte de los Pontífices y de los Sínodos, en torno a la

electioni patriarchae, vel metropolitae, aut cuiuslibet episcopi; ne vi­delicet inordinata hinc et incongrua fiat confusio vel contentio; prae­sertim cum nullam in talibus protestatem quemquam potestativorum vel caeterorum laicorum habere conveniat, sed potius silere ac atten­de re sibi, usquequo regulariter a collegio ecc/esiastico suscipiat finem electio futuri pontificis. Si vera quis laicorum ad concertandum et cooperandum ab ecclesia invitatur, licet huiusmodi cum reverentia, si forte voluerit, obtemperare se asciscentibus; taliter enim sibi dignum pastorem regulariter ad ecclesiae suae salutem promoveat. Quisquis autem saecularium principum et potentum, vel alterius dignitatis lai­cus, adversus communem et consonantem, atque canonicam electionem ecclesiastici ordinis agere tentaverit, anatema sit, donec obediat el consentiat quod Ecclesia de electione ac ordinatione proprii praesu, lis se velle monstraverit.» .

33. Estos cánones, resultan dignos de mención, dice Fl(;!ury, «en cuanto que eran publicados en presencia del emperador y del senado» (Lib. LI, par. 45). En este Concilio se redactaron otros cánones en defensa de la libertad de la Iglesia. Los principales son los siguien­tes : Can. 21: «Los poderosos del mundo, respetarán los cinco Pa­triarcados sin intentar desposeerlos de las sedes y sin hacer nada contra el honor que se les debe», por lo que se constata cómo los Patriarcados eran objeto de mayor consideración que las otras se­des, debido a las rentas y al mayor poder temporal que les era anejo. - Can. 14: «Que los obispos no abandonen sus Iglesias para salir al encuentro de los soldados, o de los gobernadores, bajando del caballo o prostrándose entre ellos. Deben mantener la autoridad necesaria para reprenderles cuando sea necesario.» - Can. 17: «Los patriarcas tienen el derecho de convocar a los metropolitanos a su Concilio, siempre que lo juzguen conveniente, sin que aquéllos pue­dan excusarse diciendo que el príncipe se lo impide.» Y añaden estas palabras : «Rechazamos con horror lo que dicen algunos ignorantes, a saber : que no se pueden celebrar Concilios sin la presencia del pl;'Íncipe.» ¡Así hablan los Concilios ecuménicos!

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disciplina de la Iglesia, cuyo punto capital fue siempre el de las elecciones. Con todo, a aquéllos quizás les interesaba menos extender su poderío que dominar las elecciones epis­copales. No se precipitaron a eludir las leyes canónicas, a no ser con invenciones muy ingeniosas. E incluso, junto a sus usurpaciones, emitieron declaraciones y cláusulas res­petuosas que constituían una contradicción y condena ma­nifiesta de las mismas.34 Todo lo cual, empero, no hizo me­nos necesaria la vigilancia de la Iglesia ni. la fortaleza de aquellos máxima mente íntegros custodios de Israel que lu­charon en las guerras del Señor, y que el mundo no dejó de calumniar atribuyendo sus generosos esfuerzos a la pro­pia -ambición y orgullo, mientras que, en cambio, obraban por una exigencia de la justicia y por la salvaguardia del depósito que les fue confiado, y para no incurrir en la sen­tencia de Cristo que un día deberá pedirles cuenta rigurosa de aquel depósito.

80. Uno de dichos generosos prelados de la Iglesia que, a fin del siglo nono, defendió en Francia, con _ nobleza y rectitud episcopal, la libertad de las elecciones episcopales, fue el célebre arzobispo de Reims, Incmaro. Bastará con explicar aquí lo que le sucedió con el rey Luis JII.

Se celebraba en 881 el Concilio de Fismes, presidido por

34. He aquí, como ejemplo, con qué mezcla de orden y de súplica, de sumisión y de autoridad, con qué estilo de piedad que oculta a la prepotencia, escribe Luis 11 a Odón, arzobispo de Viena, para impo­nerle o moverlo por todos los medios a nombrar obispo de Grenoble a un cierto Bernario, únicamente por la razón de ser un clérigo del emperador Lotario, y porque este emperador deseaba que fuera ins­tituido obispo: «Nuestro amadísimo hermano Lotario -dice-, rogó a nuestra mansedumbre (mansuetudinem nostram), que quisiéramos conceder el obi:;pado de Grenoble a un clérigo suyo, de nombre Berna­rio, lo cual hicimos con toda benignidad (quod nos benignissime feci­mus).» He aquí la prepotencia de Su Mansedumbre: primero realiza la cosa, y después se dirige humildemente a la Iglesia en favor de ella. "Por esta razón amonestamos a tu santidad (monemus), que si nuestro amable hermano te mandara al mencionado clérigo para ser orde­nado, obedezcas (obbedias) enseguida (mox) a su voluntad, por lo que te certificamos nuestra concesión de que sea ordenado para la Igle­sia de Grenoble.» Las recomendaciones de Carlos el Calvo y de Luis 111, eran por el estilo, conteniendo más contradicciones que palabras. A veces se recomienda a un sujeto, añadiendo la cláusula: «a no ser que sea hallado indigno», dejando el examen en manos del metro­politano. Pero lo que valían semejantes cláusulas, en realidad se puede juzgar por el hecho del Concilio de Fismes, bajo Luis 111, que explicamos un poco más adelante.

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el arzobispo Incmaro. Habiendo quedado vacante la sede de Beauvais, después de la muerte del obispo Odón, un clé­rigo llamado Odoacro, se presentó al Concilio con decreto de elección por parte del clero y del pueblo de Beauvais, pero obtenido con el favor de la Corte. El Concilio tenía el derecho de examinar a este clérigo antes de confirmarlo; y habiéndolo hecho, lo juzgó indigno. Se redactó entonces una carta al rey en la que los Padres exponían los motivos por los que, según los cánones, no podían proceder a la consagra­ción de Odoacro. Se mandó la carta al soberano, junto con una delegación de obispos. Muy pronto se produjeron gran­des rumores en la Corte. Se decía «que cuando el rey per­mitía una elección, debía ser elegido el que él dese~ba,JS y que los bienes eclesiásticos estaban en su poder y que él los confería a quien quería»." El rey escribió una carta a Incmaro con el estilo acostumbrado: incierto y contradictorio. Insis­tía en que «quisiera seguir sus consejos, tanto en los ne­gocios del Estado, como en los de la Iglesia, y le rogaba que tuviera hacia él la misma deferencia que había tenido con los otros reyes predecesores suyos». Después añadía, como prueba de querer seguir sus consejos: «Os ruego que con vuestro consentimiento y ministerio yo pueda dar el obis­pado de Beauvais a Odoacro, vuestro amado hijo y fiel ser­vidor mío. Si me complacéis, honraré a todos los que vos más amáis.» 31

¿ Será, acaso, para complacer a un hombre, que se puede entregar a un Pastor el rebaño de Cristo? ¿ Se pueden con­fiar las almas redimidas por la Sangre del Hombre-Dios en manos, no de quien posee la santidad y la prudencia, sino en manos de un predilecto, de un poderoso, y deseado por

35. He aquí cuál era el proceso de las usurpaciones: 1.0) el poder laico impide a la Iglesia llevar a cabo elecciones sin haber antes obtenido el permiso; 2.°) después, este permiso se convierte en mera gracia soberana, que se niega o se concede arbitrariamente; 3.°) esta gracia ya no se concede gratuitamente, sino que se hace pagar por quien sea; 4.°) finalmente esta gracia soberana vendida, por la cual se permite la elección, se concede bajo condición de que se elija a quien el rey quiere.

36. Nótese la acostumbrada confusión de ideas que hacían estos cortesanos. ¡Los bienes eclesiásticos, que no eran más que lo acceso­rio, se convierten en lo principal, sobre todo en relación al episco­pado! Y además, los bienes de la Iglesia, ¿son o no son de la Igle­sia? ¿Acaso el gobierno civil puede disponer de la propiedad ajena?

37. HINCMARUS, Epist. 12, t. 11, p. 188.

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un rey, a fin de que se en~-iquezca ~on los bienes del episco­pado? ¿Qué trastorno de Ideas es este? "

Incmaro no faltó a su deber: respondlO que «en la carta del Concilio no había nada que fuera contra el respeto de­bido al rey, ni contra el bien del Estado, y que no pretend,ía otra cosa que mantener el derecho de exammar y de confIr­mar las eJ.ecciones según los cánones por parte del met,r,opo­litano y de los obispos de la provincia». ,«Que vos s,ea~s el señor de las elecciones, añade, y de los bIenes eclesIastIcos, son discursos salidos del infierno y de la boca de la serpien­te. Recordaos de la promesa que hicisteis en ocasión de vuestra consagración y que fue suscrita por vuestra ma~o. Fue presentada a Dios sobre el altar y delante de ,los ObIS­pos. Hacérosla leer en presenci~ de vuestro conseJo. Y no pretendáis introducir en la IglesIa lo que ~os grandes e~pe­radores predecesores vuestros no pretendIeron en su tIem­po. Espero conservaros siempre la fidelidad y el respeto que os debo. Vuestra elección me ha causado no pocas preocu­paciones. No queráis, pues, devolverme mal por bien, inten­tando persuadirme en mi vejez de que me aleje de las san­tas normas que he observado, gracias al Señor, hasta el mo­mento presente durante los treinta y seis años de episcopa­do. En cuanto a las promesas que me hacéis, no pretendo pediros ninguna, a no ser en beneficio de lo~ pO~,res y para salvación vuestra. Mas, os ruego, que conslderels que las ordenaciones contra los cánones, son simoníacas, y que to­dos los que son sus mediadores, .participan ,de est~ culpa. No os he hablado aquí según mI cabeza m he dIvulgado ideas propias. Os he referido las palabras de Jesucristo y de sus Apóstoles, de sus santos que reinan con él en el cielo. 'Temed si no las escucháis! Los obispos se reúnen en Con­~ilio para proceder a una elección regular junto. c~n el clero y el pueblo de Beauvais, y con vuestro consentImIento.»

Los obispos que hablaban así de la verdad a lo~ rey~s, sin desprecio, creían darles la mayor prueba de su fI~~ e m­violable adhesión. ¡Cuán poco se conoce esto! ¿De qUIen po­drán esperar los monarcas, poder oír la verdad y la palab~a divina, si los obispos se la ocultan? ¡Ah, que sepan, pues, dIS­tinguir el acento de aquella libertad apostólica que no tiene nada que ver con el poco respeto y aprecio! Que ~os r~yes católicos sepan apreciarlo. Sepan que es un don mestlma­ble de Dios tener hombres que les hablan en conciencia, y que para no violarla, van al encuentro de su indignación y

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de otra mucho más opresora: la de sus aduladores y ser­viles ministros. De ninguna manera quieren traicionarles ni venderles agradables mentiras, las cuales parecen aumentar su poder terreno, pero en realidad, socavan lentamente sus fundamentos y preparan la ruina. La Iglesia, «columna y fir­meza de la ven1ad», siempre fue de esta opinión: que no se debe engañar ni a los prmcipes que quieren ser engañados y que castigan cruelmente a quien no los engaña. Esta leal­tad de la iglesia, siempre amiga, está destinada a consoli­dar los tronos, dándoles como apoyo la justicia y la piedad. Esta voz tan fiel ¡ha sido tan mal interpretada! ¡Tan mal comprendida! ¡Tan calumniada por los enemigos mortales del principado, enmascarados por sus celosos sustentadores! Saben éstos muy bien, que si el príncipe escucha las pala­bras severas de la Iglesia, la misma Iglesia y el Estado avan­zarán de común acuerdo. Por lo que nada les preocupa más, que hacer creer al principe que la Iglesia siempre sustrae algo de sus derechos. Y presentan la libertad apostólica de los Papas y de los obispos como ambición y detracción de la dignidad real.

Precisamente bajo este aspecto fue presentada a los ojos de Luis IlI, por sus ministros, la digna y fiel contestación de lncmaro. Y mientras ésta debía aumentar en el joven príncipe la veneración y la gratitud por el ,viejo prelado, no hizo más que indignarlo y llevarlo a mortlfIcar al generoso anciano con la sigUIente respuesta: «Si vos no consentís a la eleCCIón de Odoacro, tendré como cosa cierta que no queréis prestarme el respeto debido," y mantener mis derechos, sino que queréis resistir en todo a mi voluntad. Contra un igual a mí, haría uso de todo mi poder para mantener mi dignidad," pero contra un súbdito mío que pretende rebajarla, me ser­viré de mi desprecio. No se irá más allá en este asunto hasta que haya informado a mi hermano rey y a mis primos reyes, a fin de que se reúna un Concilio de todos los obispos ~e nuestros reinos 40 que sancionarán conforme a nuestra dIg­nidad. Por fin, si la necesidad lo requiere, haremos también cuanto la razón exija.»

Si Incmaro hubiese obrado por ambición e interés, tal

38. Se hace consistir el respeto al rey en cometer vilezas, en trai­cionar a la Iglesia de Cristo y a las almas compradas por él a pre­cio de sangre, ¡todo para complacerles!

39. ¡Una dignidad que consiste en la superchería! 40. He aquí el capricho o el puntillo de un simple fiel, que im-

pe 17.10 145

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respuesta, con la que se veía amenazado de perder la gracia del ' soberano, indudablemente le hubiera hecho ceder. Mas el hombre que obra en conciencia, no cede. El príncipe no es capaz de hacerse traicionar por éste, ya que la fidelidad que profesa hacia el príncipe, se funda en la fidelidad que profesa a Dios. No es una fidelidad de interés, sino una fi­delidad de deber. Incmaro, efectivamente, respondió con libertad. En cuanto al reproche de falta de respeto y de obe­diencia, se contentó en desmentirlo solemnemente al secre­tario que escribió la carta del rey. Y añadió sobre lo restante: «En cuanto a lo que decís que haréis, si la necesidad lo re­quiere, todo lo que la razón exija, veo muy bien que esto se dice para atemorizarme. No tenéis otro poder que el que viene de arriba. Plazca a Dios librarme de esta prisión o por medio de vos o por medio de quien quiera -me refiero a este cuerpo anciano y enfermo- para llamarme a él a quien con todo mi corazón deseo ver. No porque lo merezca, ya que no merezco más que el mal, sino por su gracia gratuita. Si yo pecare consintiendo a vuestra elección, contra la vo­luntad y las amenazas de muchos, ruego al Señor que ves mismo me déis el castigo en esta vida, a fin de no sufrirlo en la otra. Y ya que os tomáis tan a pecho la elección de Odoacro, mandadme decir cuándo los obispos de la provin­cia de Reims podrán reunirse junto con los que os fueron enviados en delegación por el Concilio de Fismes. Yo me haré llevar allí, si aún vivo. Mandad también a Odoacro, junto con los que lo han elegido, sean éstos del palacio o de la Iglesia de Beauvais. Venid también vos, si os place, o que vengan vuestros comisarios. Y se verá si Odoacro entró en el redil por la puerta. Pero que él sepa, que si no viene, lo man­daremos a buscar dondequiera que se hallare en la provin­cia de Reims, y será juzgado por nosotros como usurpador

,de una Iglesia, de modo que nunca más ejercerá función eclesiástica alguna en lugar alguno de esta provincia. Todos cuantos habrán tenido parte en su culpa, serán excomulga­dos, hasta que no hayan satisfecho a la Iglesia.»

pide a todos los obispos de un reino reunirse en Concilio. ¿Por qué? Para obtener de ellos que promulguen «una ley no según la justicia, sino de acuerdo con su gusto», al que dan el nombre de dignidad. ¡Es bien extraña la esperanza de corromper a un Concilio nacional para vengarse de la rectitud de un Concilio provincial! ¿Acaso no vimos cómo espe,anzas semejantes producen los mismos resultados en nuestros días? ¿Quién ha olvidado el Concilio nacional de París?

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Palabras tan espléndidas, tan dignas de los obispos de los primeros siglos, no retuvieron la violencia: los cortesa­nos, que se emulan mutuamente para ver quién obtiene pro­nunciar palabras más lisonjeras a oídos de su señor y mos­trarse más devotos, llevaron a Luis In al uso de la fuerza: la intrusión de Odoacro se consumó a mano armada: la in­feliz Iglesia de Beauvais sostuvo a este mercenario. Pero no lo inscribió en el catálogo de sus pastores. Un año más tarde, excomulgado por éste y otros delitos, fue depuesto, habiendo ya Luis nI bajado al sepulcro para dar cuenta de su con­ducta al juez divino."

81. Lo que facilitó inmensamente la empresa de apode­rarse de las elecciones episcopales, intentada asiduamente por el poder temporal de los príncipes, fue la división entre pueblo y clero, verificada debido a las razones que he men­cionado. El pueblo, siempre más separado de sus past~res, siempre más corrompido, empezó a importarle menos te­ner pastores dignos. Por otra parte, las sedes episcopales, habiéndose convertido en lugares de felicidad temporal por las riquezas rebosantes y los honores, y por lo tanto, aspi­rando a ellas los más codiciosos y obteniéndolas los más intrigantes, era fácil que el pueblo, echado a perder, fuese comprado y vendido, desgarrado en partidos, conmovido por 'tumultos, y por fin convertido en instigador de indignos gue lo adularan, y en los que amaba y buscaba sus propios vicios, en vez de las virtudes episcopales. Tales desórdenes, dieron

41. Para todos cuantos la palabra Providencia -que regula las cosas humanas- signifique algo, y los que creen que nada sucede sin una sabia disposición de la misma, no podrán menos de refle­xionar sobre la coincidencia de la muerte de este joven príncipe Luis 111, con la admonición que le hizo el prelado de Reims a pro­pósito del asunto del obispado de Beauvais. Éste, en la carta que respondió al rey, firme en querer a Odoacro como obispo, a pesar de las leyes canónicas, dice entre , otras cosas: «Si vos cambiáis lo que hicisteis de mal, Dios lo arreglará cuando querrá. El emperador Luis no vivió tanto como su padre Carlos; vuestro abuelo Carlos vivió me· nos que el suyo, ni vuestro padre vivió tanto como el suyo. Cuando estéis en Compiegne, bajad la mirada: mirad dónde está vuestro pa­dr.e, y pedid dónde está enterrado vuestro abuelo. No os exaltéis ante quien murió por vos: resucitó y ya no muere más. Vos pronto os iréis de aquí. Pero la Iglesia con sus pastores, bajo Jesucristo su Cabeza, durará para siempre, según su promesa.» Fleury, que cieJ;ta­mente no es un historiador crédulo, después de haber citado estas palabras del digno arzobispo, añade: «esta amenaza de Incmaro, po­dría considerarse como una profecía cuando, al año siguiente, se vió morir a este joven rey» (Lib. 111, par. 32).

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justa ocasión de excluirlo enteramente de las elecciones. Pri­mero se hizo en Oriente, donde ya antes el poder laical se apoderó de las elecciones. Después en Occidente. Y esto ta­chó de los cánones su sanción, que consistía principalmente en el pueblo. El clero se alegró -apoyado en esto sin que se diera cuenta, por la política de los príncipes, a su vez me­nos movidos por una decisión deliberada que por un instin­to infalible- por el hecho de reservarse para sí solo todas las elecciones, sin consultar ni contar más para nada con el deseo de la multitud de los fieles. En el clero, muy pronto prevalecieron algunos pocos sobre la gran mayoría de ios eclesiásticos," y convirtieron en privilegio de su clase la facultad de elegir al obispo. Y estos tales, que fueron los ca­nónigos de las catedrales, obtuvieron hacer confirmar con leyes de la Iglesia lo que habían arrogado. Excluida, por lo tanto, la gran masa del pueblo de las elecciones episcopales, y también la del clero, el cuerpo electoral se extenuó, sin fuerza alguna para mantener el derecho de elegir contra los que quisieran apoderarse de él.

82. Estando así las cosas, en tiempos de los Papas fran­ceses residentes en Avignon," tuvieron lugar principalmente

42. Esto ocurrió en el siglo XII y XIII. Por una carta del célebre Incmaro, obispo de Reims, se ve claro que en aquel tiempo, en el siglo IX, participaba en la elección del obispo, el clero del campo, y no sólo el de la ciudad. Escribe a Edenulfo, obispo de Laudun, man­dándole que presida la elección del obispo Cameracense: «quae e/ec­tio non tantum a civitatis c/ericis erit agenda, verum et de omnibus monasteriis ipsius parochiae, et de rusticanarum parochiarum pres­biteris occurrant vicarii commorantium secum concordia vota feren­tes. Sed et /aici nobi/es ac cives adesse debebunt: «QUONIAM AB OM NI­BUS DEBET ELIGI, CUI DEBET AB OMNIBUS OBEllIRI."

El hecho de que Incmaro advirtiera de ello a Edenulfo, significa que ya desde entonces se tendía a modificar esta antigua costumbre. Inocencio 111, a finales del siglo XII, en una decretal (De causo possess. et propriet., cap. 3), atribuye el de,echo de elegir «ad cathedralium ecclesiarum clericos». Finalmente el Concilio IV de Letrán, en 1215 (canon 24-25), limitó las elecciones a los canónigos de las catedrales. Esto se hizo seguramente por razones justas, atendidas las circuns­tancias de los tiempos. Pero esto no excluye que aquellas razones y circunstancias que obligaron a la Iglesia a comportarse así, no fueran calamitosas. [El último período fue añadido.]

43. Clemente V fue el Pontífice que en el año l306 extendió las reservas pontificias a los obispados. Benedicto XII, que subió a la sede apostólica en el año l334, casi las universalizó. Bonifacio IX, a fines de este si¡lo XIV, extendió las anualidades a los obispados, y las perpetuizó.

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las reservas pontificias, las gracias expectativas, y las anua­lidades para conseguirlas. Desde el primer momento fueron bien vistas por los príncipes, y quizás también solicitadas por ellos, porque debilitaban cada vez más las sanciones del derecho que la Iglesia posee para elegirse los pastores." Ya que la sanción que tutela al derecho, conviene que sea tan fuerte como amplio es aquél. Pero una persona sola, aunque revestida de la dignidad que se quiera, no tiene la fuerza correspondiente a la extensión del derecho de elegir los obis­pos en todo el mundo. Con las reservas universales, se asu­mió una responsabilidad superior a las fuerzas, se emprendió el ejercicio de un derecho inmensamente vasto, a cuya salva­guardia no podía aplicarse una fuerza correspondiente. Y un derecho sin la sa1vaguardia de una sanción correspondiente, es precario: es un derecho perdido. De ello derivan los la­mentos de las naciones, las humillaciones de los concorda­tos con los que la madre de los fieles es obligada, por sus hijos descontentos, a rebajarse a pactar con ellos.'s De lo

44. Esta observación explica un hecho que, de lo contrario, resulta incomprensible. El Concilio de Basilea, sostenido por los poderes lai­cos, anula las reservas pontificias. ¿Cuál fue el auténtico y profundo propósito de la política de los príncipes, al ponerse de la parte del Concilio de Basilea? ¿Acaso destruir las reservas? No. Sino más bien debilitarlas para poderlas dominar. La prueba de ello la hallamos en la conducta de los reyes de Francia a este propósito. Carlos VII, recibe con aparente exultación los decretos de Basilea, y los declara ley del Estado en la asamblea de Bourges, donde se publica la Prag­mática Sanción. ¿Y por qué? El mismo Carlos VII, poco más tarde, y sus sucesores Luis XI y Carlos VIII, ruegan al Papa que se reserve la colación de ciertos obispados y que los confiera a tenor de las súplicas reales. Por lo tanto, querían las reservas, pero querían que fueran débiles, a fin de que el Papa hiciera de ellas lo que ellos querían. Por lo tanto, el verdadero espíritu de la política, era el de abrogar las reservas para debilitarlas, y una vez atenuadas, servirse de ellas para eludir las leyes de la Iglesia.

45. Durante quince siglos, la Iglesia, en medio de tantas calami­dades, quizás nunca cayó en tan gran envilecimiento hasta ser for­zada a aceptar tales pactos con los fieles. Tanta humillación se debió a los pecados del clero: «¿Si la sal se desvirtúa, con qué se salará? Ya no sirve para nada más que para ser echada fuera y pisada por los hombres» (Mat. 5, 13). Digo esto, porque no se puede disimular que los concordatos fueran verdaderos pactos, tal como los califican los mismos Sumos Pontífices: «Nos attendentes -dice Julio 111-, concordata vim PACTI inter partes habere etc.» (Constit., 14 septiem­bre 1554, citado por RAYNALD.) Aunque ningún pacto se mantiene cuan­do empieza a convertirse en inicuo. Ni los pactos con la Iglesia se deben interpretar de modo tan estrecho que ofendan a la plenitud

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mismo pro.viene, en fin, aquella llaga horrible en el cuerpo de l~ I?lesla, por la. que, suprimidas las elecciones antiguas, suprImIdas las eleccIOnes del clero, despojados los Capítulos de su derecho, despojados los Papas de sus reservas el nom­bramiento d~ los obispos de todas las naciones c~yó sólo en manos lalcales, reservando únicamente la confirmación -bien poca cosa- a la Cabeza de la Iglesia. Y así se con­sumó la obra de la violencia, revestida exteriormente con el manto de la b~nig?idad, «!a servidumbre de la Iglesia bajo todas las aparIencIaS de lIbertad»." Antes de manifestar la insoportable acerbidad de tan horrenda llaga, antes de hablar de esta libertad fingida, de esta verdad de servilismo debo detenerm.e todaví~ a enumerar las otras causas por l~s que las ~le~cIOnes epIscopales llegaron a tan infeliz situación. Segulre narrando las largas luchas de los santos Pontífices y Pastores que tanto hicieron, tanto sufrieron, a fin de im­~edir que se ,re~lizaran, para mantener libre a la Iglesia, con lIbertad autentica, tal como fue constituida para siempre por su divino Fundador.

83. Cuando. los caudillos del Norte guiaron a los bárba­ros a la conqUIsta del Sur, después de la conquista se titu­laron reyes de Francia, de Italia, de Inglaterra, es decir:

de su l?oder para el bien de los cristianos, la cual, siendo esencial­mente hbre, nunca puede ser encadenada. Estas mis palabras no orien­tan a conden~r a I?s concordatos, sino a deplorar su necesidad. Es verdad ~,ue , DI medIante los concordatos, ni mediante cualouier otra convenClOn humana, .pue~en ser derogados los derechos divinos e in­n:u.tables de !a IgleSIa , DI se puede restringir su poder legislativo re­cIbId~ de Cnsto . ni disminuir en modo alguno aquella plenitud de autondad por la que ella puede llevar a cabo todo el bien y. por lo tanto, puede condenar, puede imponer, sin límites, a los fieles cuanto ella crea necesario y útil para su eterna salv'lción y para in: cremento sobre lá tierra del Reino de Cristo.

46~ Cuando el gran Pontífice Adriano 1, escribió a Carlomagno en el a!l? 784 para hacer!e saber que no correspondía al poder laical partICIpar en las eleccIOne~ de los obispos, y que debía dejarlas li­bres, entonces el Papa te~Ia un argumento persuasivo y justo para ?res.ent~r a Carlos, y ~e este: que ni él mismo, aun siendo Papa, se mmISCUIa ~n las ~leccIOnes, a fin de que quedaran más libres. Y de hecho, Adnano ~IZO U S? de este argumento. He aquí sus palabras : «Numquam Nos m quallbet .electione úwenimus nec invenire habemus. Sed !'leque vestram excel/enttam optamus in talem rem incumbere. Sed qua~lS a c~e~o et plebe ... ~l~ctus canonice fuerit, et nihil sit quod sacro obslt ordlm, soltta tradUlOne il/um ordinamus» (Conc. Gal/., t. 11 p. 95 y 120). ~ste argun:ento, muy válido de cara a los príncipes, lo; Papas lo perdIeron en tIempo de las reservas.

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reyes de las tierras; y también de los franceses, de los ita­lianos, de los ingleses, o sea, de las personas . Ya que era imposible a un solo señor, por fuerte que fuera, conservar la propiedad de las tierras, de tan grandes exJ:ensiones de los países, debido a la ley mencionada, -a saber, que «1.a sanción apta para defender un derecho, debe corresponder a la extensión del mismo derecho»- aquellos capitanes, nuevo género de reyes, inventaron o adoptaron los feudos como medio de conservar para sí la propiedad de los latifundios, cediendo el usufructo a otros que pasaban a ser custodios fieles de aquellas tierras de las que, de otro modo, hubieran sido salteadores peligrosos, sobre todo sus compañeros de armas: una vez restablecida la paz, no hubieran aceptado en manera alguna no participar de las comunes conquistas. Tales beneficiados del rey, escogidos por un interés común, fueron aquellos fieles de los que derivó el nombre de feudos . Estos juraban fidelidad al rey, y vasallaje en servicios de­terminados, sobre todo en el de prestar soldados y luchar ellos mismos en las guerras que el rey emprendía. Agudísi­mo descubrimiento aquél, en tales circunstancias. De tal ma­nera ql:le los conquistadores conservaron la propiedad de las tierras, sometiendo por un tiempo a las personas me­diante el cebo del dominio útil que se les cedía, el . cual, a la muerte del feudatario, recaía de nuevo en manos del rey que a su vez investía a otro leal, al que más le gustaba:'

Ahora bien, muy pronto se dio cuenta la política de los nuevos señores de Europa, de que más que a soldados, con­venía confiar el depósito de las tierras a conservar, a los obis­pos y a las iglesias. Lo cual dio origen a los feudos y a los señoríos eclesiásticos, ya desde el tiempo de Clodoveo. Más que ningún otro, fue Carlomagno quien comprendió la im­portancia de esta invención. «El gran Carlos», dice Guillermo de Malmesbury, «para debilitar la ferocidad de las naciones germánicas, había entregado casi todas las tierras en manos de la Iglesia, considerando, con suma clarividencia, que los hombres de orden sagrado no se propondrían tan fácilmente como los laicos, quitarse de encima de sus hombros el fiel servicio del gobernante. Además, en caso de que los laicos se

47. Los feudos laicales, en Francia, se hicieron hereditarios sólo hacia finales de la segunda dinastía, como lo prueba M. ANTONIO DI­MINICY, De praerogativa al/odiorum, cap. 15. Respecto a los eclesiás­ticos, no teniendo éstos sucesores, fueron siempre personales.

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rebelaran, los eclesiásticos podrían frenarlos con la autoridad de la excomunión y con la severidad del poder.»"

Tan gran liberalidad de los príncipes respecto a los obis­pos, si por una parte equivalía a actos de piedad, por otra resultaba ser como los regalos de los clientes a los jueces. Además, la misma naturaleza de estas regias munificencias, comportaba, casi necesariamente, el servilismo de la Iglesia. Los obispos, convertidos en otros vasallos, obligados a pres­tar el juramento y el homenaje de fidelidad en manos reales," solidarios del rey y hechos partícipes de los intereses de gran­deza en este mundo, devotos suyos, compañeros de armas en las expediciones y guerras que le agradaba emprender, estos tales era imposible que sintiesen la fuerza de la palabra del Apóstol: «Ninguno que lucha bajo la bandera de Dios, se complica en asuntos seculares.»" Era igualmente imposible que no se acostumbraran a considerar a su rey únicamente como su señor temporal , y que ellos mismos no se conside­raran siervos suyos, participantes de sus riquezas y de su poder por su gracia. Se olvidaban de que su propio rey era, al mismo tiempo, un simple laico, un hijo de la Iglesia, una oveja de su redil, y de que ellos eran los obispos manda­tarios del Espíritu Santo para gobernar a la Ip;lesia de Dios. En una palabra, no era posible que habiéndose con­vertido en hombres del rey,'! tuvieran presente que eran

48. De gestis regum Anglorum (lib. V). «Carolus magnus pro con­tundenda gentium illarum (germanicarum) fe roda, omnes pene terras ecclesiis contulerat, consiliosissime perpendens, nolle sacri ordinis ha­mines tam fadle quam laicos fidelitatem domino reiicere. Praeterea, si laid rebellarent, illos posse excommunicationis auctoritate et po­tentiae compescere.»

49. y no todo terminó aquÍ. Ya que, ¿dónde está el límite? El ju­ramento que se exigía a los obispos como feudatarios, después se exigió a los obispos en cuanto obispos, «per extensionem» dirían los juristas, y mediante esta cláusula creyeron haber justificado la usur­pación. La Iglesia no calló. Prohibió prestar juramento a los obispos que no habían recibido del príncipe cosa temporal alguna. Se pro­mulgó un solemne dec.reto de Inocencio III, en el Concilio de Letrán, que dice así en el can. 43: «Nimis de JURE DIVINO quidam laid usur­pare conantur, cum viros ecclesiasticos nihil temparale detinentes ab eis, ad praestandum sibi fidelitatis juramenta campellunt. Quia vera, secundum apastolum, servus sua domino stat aut cadit, sacri auctari­tate Condlii prahibemus, ne tales clerici persanis saecularibus praes­tare cagantur hujusmadi juramenta.»

SO. II Tim. 2, 4. SI. Quien era investido de un feudo por el rey, calificábase de

hamo regis. No se puede hallar mejor expresión que indique el abso-

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,'tambres de Dios, ya que «nadie puede servir a dos seño­res»."

84. Desgraciadamente, es efecto característico del uso de las cosas temporales para un fin temporal el de obcecar a los hombres. Todo el poder de la Iglesia, toda la libertad eclesiástica pertenece a un orden espiritual e invisible. ¿Por qué maravillarse, pues, si añadiendo un gran poder exter­no y sensible, un oficio temporal y material al poder y al oficio espiritual del episcopado, los obispos, hombres tam­bién ellos, resultaran tan obcecados y ocupados por estas añadiduras como aquellos príncipes, y situaran muy pronto en todo ello el nervio espiritual de su dignidad episcopal, que mezclaran y confundieran el poder espiritual recibido de Cristo con el poder temporal recibido del príncipe; que este poder invisible, mezclado y confundido con el tempo­ral, se desvaneciese, por decirlo así, y lo perdieran de vista y que como consecuencia se llamara episcopado el beneficio anejo, no pudiéndose comprender ya más una separación entre el oficio del episcopado y el beneficio temporal, ni cómo podía subsistir aquél sin éste? Verdaderamente, las frases corrientes que contienen según el estilo de aquella época, las opiniones comunes, prueban de modo manifiesto lo que estoy diciendo. Lo confunden todo. En vez de decir que el rey confiere los bienes temporales anejos a la sede episcopal, dicen que «da, confiere el episcopado, la dignidad episcopal, manda, preceptúa que fulano sea obispo, por or­den del rey mengano es ordenado, etc.»5J

Repito que estos modos de expresión no contenían, en la

luto dominio del rey sobre este hombre, convertido en propiedad real. ¡Qué idea más rara no sería imaginarse a un san Pedro, o a un san Pablo, o a un Crisóstomo, o a un Ambrosio convertido de horno Dei en hamo regis! La palabra hamo se había transfOrmado en sinónimo de soldado, en aquellos tiempos, como se puede ver en DU CANGE, Glass. medo et infim. latinit. voc. «miles».

52. Mat. 6, 24. 53. Fulberto Carnotense (Epist. 8), escribe de Franco, canciller del

rey Roberto, que fue obispo «eligente clero, suffragante papulo DONO ROOIS». Como indiqué más arriba, esta frase era usada comúnmente por todos, y no se daba importancia a su inexactitud. Entre las fór­mulas de Marcolfo, en la que contiene el precepto del rey -a la que nos hemos referido ya-, se dice al obispo designado: «PONTIFICALEM in Dei nomine COMISSIMUS DIGNlTATEM.» Un celoso defensor de los de­rechos reales conviene en que tal expresión exige una explicación, añadiendo precisamente la que sigue: «quad saniori sensu et magis canonico intelligi non potest quam de regiorum jurium et feudorum

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época en la que fueron inventados, todo lo que expresan: pero predecían lo que algún día significarían. Precisamente sucede así: primero se inventan unas frases, y durante algún tiempo circulan sin valor alguno: son otras tantas condes­cendencias de la verdad a la pasión, otras tantas falsedades. Pero las cosas no se detienen detrás de las frases. Puesto que hay una ley que impele a los hombres a decir la verdad, y les lleva a poner en práctica las palabras que pronuncian, aunque sea vanamente. Por lo que el modo corriente de ha­blar de una nación, preanuncia, a quien sabe penetrar hasta el fondo de las vicisitudes humanas, el camino que se está tomando. Y en la manera de expresarse, lee las tendencias de los pueblos y profetiza lo que pretenden conseguir con su orientación. Dicha identificación de los beneficios tem­porales con la dignidad episcopal en el modo de expresión, el hecho de atribuir al poder laical la distribución de las dig­nidades pontificales del mismo modo como se distribuyen los dones que dependen por naturaleza del arbitrio del do­nador, indicaba claramente la adulación, la corrupción del clero, vuelto ya a la baja servidumbre de los príncipes se­culares, prefiriendo las riquezas del mundo a la libertad de Cristo. Y en los príncipes aparecía la infatigable tendencia de invadirlo todo, de conquistar la Iglesia de la misma manera como habían conquistado la tierra. Esta tendencia podía sos­tenerse por algún tiempo sin desarrollo natural, por la piedad personal de algunos y por la repugnancia de la opinión pú­blica, todavía religiosa. Pero después, con la ayuda del tiem­po, debía caer indudablemente hacia donde tendía, y debía también madurar el fruto cuyo germen poseía.

Vemos, pues, que desde el principio, a excepción de al­gunos actos arbitrarios en las elecciones, aquellos reyes re­conocían, no obstante, el derecho de la Iglesia a escoger sus propios Pasto"res. E incluso cuando conferían las sedes epis­copales según su arbitrio, solían hacerlo con palabras que moderaban la extravagancia de su injusticia e inspiraban

investitura et concessione quae Clodoveus ex ecc/esiis manu liberali contulerat (Hist. Ecc/es. saec. XIII, XIV, dissert. VII, arto 3).

San Gregorio de Tours (lib. IV, cap. 7) dice de Cantino, obispo de Auvergne: «Tunc JUSSU regis TRADITIS ei CLERICIS et omnibus quae hi de rebus ecc/esiae exhibuerant.» Clotario 11, en el edicto en el que modifica el canon del Concilio V de París, dice: «uf si persona con­digna fuerit PER ORDINATIONEM PRINCIPIS ORDINETUR». Estas expresiones se hallan continuamente en los escritos de aquel tiempo.

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piedad, cautos como eran para no ofender de golpe la opi­nión de los prelados y de los pueblos que aún se mantenía rígida y fija sobre la norma de los cánones y de la verdad: aún no se había hecho flexible y cortesana."

La piedad, la rectitud y la política de Carlomagno fue más allá, y restituyó a la Iglesia incluso aquella parte de libertad que había sido violada por los reyes de estirpe me­rovingia. También Ludovico Pío imitó el ejemplo de su magnánimo progenitor.55

Mas no fue así con los reyes que vinieron más tarde. 85. Que a la muerte de cada obispo, los feudos volvieron

a las manos del rey, y que durante la sede vacante, el rey disfrutara del fruto del feudo -10 que se llamaba regalía-, era tolerable, porque surgía de la misma naturaleza de los feudos. Pero no se limitaron a esto. Por la codicia de perci­bir estos réditos, los príncipes mantuvieron largo tiempo las iglesias privadas de pastores.56 De esta manera impedían las

54. He aquí cómo se atenuaba el Praeceptum de Episcopatu de los reyes francos, según la fórmula que nos ha sido conservada por Mar­colfo: "Cognovimus antistitem i/lum ab hac luce migrasse, ob cuius successorem so/licitudinem congruam una cum pontificibus (vel proce­ribus nostris) plenius tractantes, DECREVIMUS i/lustri viro i/li pontifi­calem in ipsa urbe committere dignitatem.»

55. El Sumo Pontífice Adriano 1, había amonestado a Carlomagno sobre su obligación de dejar libres las elecciones de los obispos . y este gran hombre, recibió la admonición de la Cabeza de la Igle· sia con aquella docilidad que manifiesta mayor grandeza de ánimo en los supremos príncipes cristianos por grandes que puedan ser sus resistencias y desobediencias. Es más, en el año 803, en sus capitula­res de Aquisgrán, en el capítulo 2, declaró y sancionó aquella libertad con el siguiente Decreto: «No desconociendo los sagrados cánones, hemos aceptado la orden eclesiástica, a fin de que la santa Iglesia posea con mayor seguridad su propio honor: que los obispos sean elegidos por la propia diócesis, mediante elección del clero y del pue­blo, a tenor de los cánones establecidos, alejada cualquier aceptación de personas y de dones, según el mérito de la propia vida y se­gún el don de la sabiduría; a fin de que puedan ayudar en todo a sus súbditos con el ejemplo y con la palabra.» En el año 806, Ludo­vico Pío confirmó la ley de Carlomagno en el capitular publicado des­pués del Sínodo de Aquisgrán.

56. En el siglo XI la usurpación había llegado al colmo. Para no ser interminable, bastará indicar lo que sucedió a dos arzobispos de Cantorbery -Lanfranco y san Anselmo- con dos reyes de Ingla~e­rra: Guillermo I y Guillermo 11. Pidiendo Lanfranco, nombrado obIS­po por Guillermo 1, los bienes de que gozaban sus predecesores, . el rey respondió altivamente: «se ve/le omnes baculos pastorales Angllae in manu sua tenere». El historiador que narra este hecho (GERVASIUS DOROBERNENSIS, Imaginationibus de discordiis inter monacos Dorober-

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elecciones, exigían que no se pudiera elegir obispo sin el permiso real sr y supeditaban el Evangelio y la salvación de las almas a la voluntad del rey, a su capricho, y sobre todo a su avaricia. Y ya que los simples sacerdotes disfrutaban también ellos de los réditos de la Iglesia, se mandó que la Iglesia desde entonces no tuviera ya el derecho de ordenarse

nenses et Baldevinum Archiepisc., p. 137) dice que el prelado, al oír esta respuesta, quedó desconcertado, y calló por prudenci,a a fin de que el rey no causara males peores a la Iglesi? Ademas d~ esto , puede explicar en qué estado se hallaba la IglesIa en aquel tJe~po , lo que le acaeció al sucesor de Lanfranco, san Anselmo, con Guille~­mo n . Narra Eadmero (Historia Novor., lib. I) que, puesto que GUI­llermo dejaba sin pastor a las iglesias a fin de percibir los réditos durante la sede vacante, Anselmo, como primado, se creyó con el de­ber de hacerlo notar al rey, a fin de que se diera cuenta de los grandes males que provenían de la falta de prelados,. Y.le suplicó humildemente que pusiera término a un hecho que perjudicaba a su propia alma. Dice el historiador, que al oír este dis~urso del sant? arzobispo «non potuit amplius spiritum suum rex coh~bere, se~ Oppl­do turbatus cum iracundia dixit: "Quid ad te? numqutd abbatlae non sunt meae? Hem, tu quod vis agis de villis tuis, et ego non agam quod volo de abbatiis meis?"» Aquel gran prelado, no pudiendo menos de hacer algunas reflexiones al rey sobre su discurso, notando que los bienes de la Iglesia no eran suyos a no ser para defenderlos y protegerlos, y que eran de Dios, destinados al sostenimiento. de l.o~ ministros de Dios, el rey indignado añadió: "Pro certo novens, nllht valde contraria esse quae dicis. Non enim antecessor tuus auderet ulla­tenus patri meo dicere: et nihil faciam pro te.» ¡Hasta este punto era limitada la propiedad y la libertad de la Iglesia en aquellos tiem­p~s, y tal era la prepotencia y el modo de pensar del pode~ laical!

57. La Iglesia siempre demostró repugnarle tal dependencia. Y la lucha entre la Iglesia que quie.re actuar libremente, y el poder secu­lar que quiera someterla, continúa en la historia. Por esta razón, a menudo había conflictos por causa de elecciones realizadas sin que antes se obtuviera el permiso del rey. Ricardo I, hacia el año 1190, en una carta al obispo de Londres, se lamenta mucho de una elec­ción verificad'a sin habérselo consultado antes: «Quod si ita est, re­giam majestatem nostram non modicum esse offensa,:,-»; y de~lara : «Non enim aliqua ratione sustineremus quod a pra~f~t¡s moy!achls v.el ab aliis quodquam cum detrimento honoris nostr¡ In electlOne epts­copi fieret: et si forte factum esset, quin in. irritum .revocarelur~ . Pero los progresos que había hecho el poder lalcal en tiempo de Ricardo, invadiendo los derechos de la Iglesia con la opresión de su libertad, eran increíbles, y debilitaban cada vez más la resistencia de la I.g,le­sia. ¡;:sta hubiera perecido, si Dios, que vela por su conseryaC;lOn, no hubiera suscitado Papas de una fortaleza y de una magnammIdad sobrehumanas a fin de que la liberaran. ¿Qué hubiera dicho la Igle­sia en sus mejores tiempos, si príncipes seculares hubieran preten­dido que debía someterse a ellos en la elección de sus propios pas­tores, y que debía impetrar la gracia de poder Ilevar a cabo toda

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ni tan sólo un sacerdote, a no ser por gracia y concesión so­berana."

86. Es más: los hombres de leyes, que son en las Cortes lo que los sofistas demagogos son en un pueblo que ha lle­gado a la corrupción, descubrieron este singular argu~ento: «Lo que es principal absorbe a lo que es acceSOrIo. Los feudos son lo principal entre los bienes de la Iglesia. Por lo tanto, todos los bienes de la Iglesia deben equipararse a los

nueva elección? ¿Qué hubieran dicho los Ambrosios o los Crisóstomos al ver que el hijo de la Iglesia quiere atar las manos a su madre, y que no la deja actuar, sino i~al como a una esclava 9-ue se le per­mite actuar sólo con el benepláCito de su amo? ¿Con que noble y san­ta vehemencia habrían contestado a semejantes violencias, defendien­do los sagrados derechos de la esposa de Cristo? Toda:ría en el si­glo x, y en el mismo Oriente, la Igl~sia demost~aba experimentar toda la humillaci6n provocada po.r semejante opresión a la que se la re­ducía. Cedreno, cuenta que Nicéforo Focas había prohibido realizar elecciones de obispos sin su permiso. Y 'aunque aquel emperador se había manchado con muchos delitos, no obstante, el historiador con­sidera esta ley mediante la cual subordinaba las elecciones de los pastores de la Iglesia a su voluntad, como la mayor ~e su~ malda­des: «Id omnium gravissimum -dice-, quod legem tulll, CUt el EPlS­COPl QUIDAM LEVES ATQUE ADULATORES (¡aquí está la raíz del mal!) SUB­SCRIPSERUNT ne absque imperatoris sententia ac permissu episcopus vel eligeret~r vel ordinarelur.» Habiendo después sucedido a ~ocas Juan Tzimiscem, el patriarca que entonces gobernaba la Iglesl~. de Constantinopla, Polieutes, con coraz6n sacerdotal, rehus6 a~mltIrlo en la Iglesia con los fieles hasta que no abrogara la ley de Nlcéforo, ley destructora de la libertad. Y el emperador lo hizo rasgando aque­lla ley ante todo el pueblo (CEDREN., Ad ann. 969).

58. Entre las fórmulas de Marcolfo (19) hay la titulada Praecep­tum de clericatu, la cual constituye la licencia necesaria que confería el rey a quien quisiera ser clérigo. Se llama también precepto, por­que todo lo que sale de boca del rey debe ser un precepto: la acos­tumbrada mentira de la adulación. Si yo pudiera llegar a aconsejar a los príncipes, les aconsejaría que desterraran toda falsed~d del len­guaje de la Corte, y que edificaran su poder sobre la solidez de la verdad. S610 con hacer esto, ¡cuánto más finnes y augustos serían sus tronos! ¿Pero quién no se reirá maliciosamente de estas palabras? Por otra parte, algunas veces los obispos ordenaban a cléri~os sin preocuparse del permiso real. Entre las cartas de Gerberto (Eplst. 57), hay una de un arzobispo de Reims en la que dice «';lue se le acusa de delito contra la majestad del rey por haber conferido grados ecle­siásticos sin la autoridad y permiso de aquél».

También los reyes de Francia querían que dependiera de ellos que los fieles cristianos se pudieran retirar del mundo y consagrarse a Dios en las órdenes religiosas. Incmaro, en una carta a Carlos el Calvo, dice expresamente a aquel monarca, que tal ley nunca fu~ aceptada por la Iglesia. Esta carta está publicada por el P. CellottI junto con el Concilio Duziacense.

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feudos y someterse a la misma legislación.» 59 Con esta argu­mentación singular, todos los bienes de la Iglesia tuvieron el alto honor de ser considerados como entidades nobles, como bienes de primera categoría, y por lo mismo, como bienes, de alguna manera, reales.'" En consecuencia, el rey preten­dió tener los mismos derechos no ya únicamente respecto a los feudos, sino respecto a todos los bienes eclesiásticos, sin distinción. Quiso percibir de todos la regalía, es decir, los frutos de los beneficios 61 vacantes, que al morir el be­neficiado debían recaer en manos del príncipe, el cual, des­pués muchas veces disponía de ellos a su gusto y como si se tratara de algo absolutamente propio." A veces incluso

59. Cf. NAT. ALEJANDRO, In saec. XIII et XIV, Dissert, 8, art. 1. 60. Se dice que éstos poseían una mejor protección y defensa .

Pero el poder civil, ¿acaso no fue instituido para proteger igualmente todas las propiedades?

61. El nombre de beneficios, que se conserva todavía universal· mente en la Iglesia, proviene en su origen primero de los beneficios militares, y después de los eclesiásticos, que eran asignados por los monarcas de los nuevos reinos de la Edad Media. Aquel nombre re· cuerda la venta que hizo el clero, sin darse cuenta, de su propia li­bertad al príncipe, cambiéndola por las riquezas.

62. La Iglesia no ha enmudecido: ha intentado defenderse contra tales usurpaciones. Pero, ¿qué puede oponer a las armas? No tenía más que la razón, la autoridad y los cánones. He aquí algunos de ellos: el gran Concilio ecuménico de Calcedonia, ya en el 451 había redactado este canon: «Reditus vera viduatae Ecclesiae integras re­servari apud oeconomum ejusdem ecclesiae placuit.» - El Concilio Re­giense del año 493, decreta en el canon 6: «5tabili definitione consul­tum est, ut de caetero observaretur, ne quis ad eam Ecclesiam, quae episcopum perdidisset, nisi vicinae Ecclesiae episcopus exequiarum tempore accederet; qui visitatoris vice tamen ipsius curam districtis­sime gereret, ne quid ante ordinationem discordantium in novitatibus c/ericorum subversioni liceret. /taque, cum tale aliquid accidit, vicinis vicinarum Ecclesiarum inspectio, recensio, descriptioque mandatur.»

En los Concilios españoles de Valencia y de Lérida de los años 524 y 525, se repite la disciplina establecida por el Concilio de Cal­cedonia.

En el 11 Concilio de Orleans del año 533 (can. 6), se decreta que, muerto el obispo de una diócesis, su vecino irá a hacerle los funera­les, reunirá a los sace,dotes, hará un inventario exacto de los bienes de aquella Iglesia y confiará su custodia a personas diligentes y se­guras, igual como determina el Concilio Regiense.

El Concilio V de París del año 614 (can. 7), manda que nadie too que los bienes de algún obispo o clérigo que haya muerto, ni en caso de que intervenga un precepto real, bajo pena de excomunión: se de· termina que - «ab archidiacono vel clero in omnibus defensentur et conserventur».

El célebre Incmaro, arzobispo de Reims, así escribía en el si-

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se equipararon los bienes eclesiásticos libres a los feudos. De esta manera se enfeudaron los diezmos." Y yendo siempre más allá por este camino, se confirieron como beneficio a los laicos, estos diezmos u otros bienes libres enfeudados, igual como sucedía a veces con los verdaderos feudos en ocasión de la muerte de los obispos o de los abades." Y pues­to que se consideraba inseparable la dignidad espiritual del beneficio temporal, llegó a verse laicos, las más de las ve­ces soldados, gobernar abadías como abades en medio de monjes, o en los obispados como obispos en medio de clé­rigos.65

glo IX a los obispos y principales de su provincia (Epistola IX): «et sicut episcopus et suas et ecclesiasticas faculta tes sub debita discre­ti~me in vita sua dispensandi habet potestatem, ita facultates Ecclesiae vlduatae post mortem episcopi penes oeconomum integrae conservári jubentur futuro successori ejus episcopo; quoniam res et faculta tes ecclesiasticae "NON IMPERATORUM ATQUE REGUM POTESTATE SUNT" ad dis­pensandum vel invadendum, sive diripiendum, sed ad defensandum at­que tuendum». Este célebre obispo escribe las mismas cosas directa­~ente al rey Carlos el Calvo (Epistola XXIX), y lo mismo repite en diversas cartas, como por ejemplo en la XXI y XLV.

Otro célebre arzobispo de Reims, Gerberto, el mismo que más tar­de fue sumo Pontífice bajo el nombre de Silvestre 11 establece la misma doctrina en su carta 118 dirigida al clero y al ~ueblo.

Siendo tan repetidas e inculcadas en la Iglesia estas leyes, los prín· cilJes, hasta el siglo IX no podían poner mano en los bienes de la Iglesia sin incurrir en una pública desaprobación. Por ejemplo, Los Anales Bertinianos, no dejan de notar, en el año 882, como un delito d~! emperadOJ:" Carl?s el Grande el hecho de haber permitido a Ugón hIJO de Lotano el Joven, que consumiera los bienes de la Iglesia de ~etz, «quas sacri canon es -dicen- futuro episcopo reservari praeci­plunt».

63. Es cosa sabida, y se deduce del cuerpo del derecho canónico que los diezmos fueron usurpados por los príncipes, así como tam: bién por los obispos y rectores de las Iglesias. Cf. la Estravagante De decim. cap. 26, y la Estravagante De his quae fiunt a praelato sine consensu capit. 17.

64. Quien quiera conocer ejemplos de cuanto estoy diciendo, que consulte la Historia de Natalio Alejandro, siglos XIII y XIV diserta-ción VIII, art. I11. '

65. El Concilio de Meaux del año 845, no dejó de hablar con li­bertad apostólica al rey Carlos el Calvo, el cual ejercía el despotismo sobre la Iglesia, concediendo los bienes de la misma a laicos «con lo que se ocasionaba que, contra toda autoridad, contra los de~retos de los. ~adres y contra la costumbre de la religión cristiana, los laicos r~sIdleran como amos y maestros en los monasterios regulares en me­dIO a . sacerdotes, clérigos y religiosos, y siendo abades decidían de s~ vida religiosa, los juzgaban, dispensaban o les enco~endaban, se­gun la regla, la cura de almas y los divinos tabernáculos, no ya sin

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87. Tal contubernio inseparable entre lo espiritual y lo temporal, fue ocasión, por lo tanto, de que el hecho de usur­par lo temporal resultara lo mismo que usurpar también lo espiritual. Y así, los príncipes dieron las investiduras, con las insignias del poder espiritual, el anillo y el báculo pasto­ral; los obispados quedaron totalmente vacantes allí donde el príncipe se reservaba los beneficios;" los príncipes se in-

la presencia, sino también sin el conocimiento del obispo» (Cf. los cánones 10 y 42 del mencionado Concilio). Y por esta razón, aquellos Padres decretan «ut praecepta illicita jure beneficiario de rebus ec­clesiasticis facta a Vobis -hablan al rey Carlos el Calvo- sine dila­tione rescindantur, et ut de cae/ero ne fiant, a dignitate Ves tri nomi­nis regii caveatur» (can. 8). Y pintan ante sus ojos, con toda durezá, la indignidad que supone desgarrar la túnica de Cristo, cosa que no hicieron ni los soldados que lo crucificaron, «ante oculos reducen tes tunicam Christi, qui vos elegit et exaltavit, quam nec milites ausi fue­runt scindere, tempore vestro quantocitius reconsuite et resarcite: et nec violenta ablatione, nec illicitorum praeceptorum confirma/ione res ab ecclesiis vobis ad tuendum et defensandum ac propagandum com­missis auferre ten tate; sed ut sanctae memoriae avus et pater ves ter eas gubernandas vobis, fautore Deo, dimiserunt, redintegrate, praecep­fa regalia earumdem ecc1esiarum conserva te et confirma te» (can. 2).

Obsérvese que en este Concilio se distinguen los bienes dados a la Iglesia como «aUodi e liberi", de los dados como «feudi». Se reprende al rey sobre todo por haber entregado los ptimeros a los laicos.

66. He aquí cómo se expresa una Notitia de Villa Novilliaco que se halla en el Apéndice de Flodoardo: «defuncto Tispino archiepisco­po, tenuit Dominus, rex Carolus Remense "EPISCOPIUM" in suo domina­tu, et dedit vi/lam Novilliacum in beneficio Anschero saxoni», etc., es decir, a un soldado, confundiéndose el beneficio temporal con el epis­copado. Y ya que no hay nada que la codicia unida al poder, no in­tente y no invente para llegar a la satisfacción propia, los príncipes que se veían solicitados por la Iglesia para que no las dejaran pri­vadas de pastor durante largo tiempo, idearon mandar, en lugar de obispos, una especie de comisarios llamados corespiscopi, reser­vándose entretanto los bienes episcopales. Estos no-pastores atribu­laron en gran manera a la Iglesia: así se explican tantos lamentos y tantos decretos de los Concilios del siglo IX contra los corespiscopi, hasta que estos seres de naturaleza incierta, después de haber cau­sado a la Iglesia prolongadas molestias, desaparecieron completamen­te. Flodoardo (Historia Remensis, lib. IIl , cap. 10), hablando de una carta de Incmaro al Sumo Pontífice León IV, dice así: «in hac vera epistola, de his quos temeritas chorepiscopalis ordinare, vel quod Spiritum Sanctum consignando tradere praesumebat, requisivit. Et quod terrena potes/as hac materia saepe offenderet, ut videlicet epis­copo quolibet defuncto, per chorepiscopum so/is pontificibus debitum ministerium perageretur, et res ac facultates Ecclesiae saecularium usibus expenderentur, sicut et in nostra Ecclesia iam secundo actum es!», etc.

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trometíeron en todas las elecciones; 61 se produjo un comer­cio de sedes episcopales vendidas a quien más ofrecía; se elevaron a almas viles sobre los tronos de la Iglesia, por el único mérito de ser viles, es decir, vasallos del príncipe e incitadores de sus vicios. Hubo una degradación y corrup­ción exorbitante en el clero y en el pueblo, y todos los males que derivaban de este terrible estado de cosas, oprimían a la desdichada Iglesia y redundaban luego -los monarcas no se dan cuenta de ello- en el mismo Estado: lo embestían, lo turbaban, lo desgarraban y le impedían aquel progreso de civilización hacia el que -si se conserva la justicia del po­der civil- son conducidas las naciones por sí solas, siguien­do en curso tranquilo, asociadas en bella armonía la natura­leza racional y la religión de Cristo.

88. El clero, ante tal opresión, perdía cada día más l¡¡l conciencia de su dignidad y de su libertad. Y se consideraba recompensado de tales pérdidas, cuyo precio ya desconocía, con el aumento de las riquezas y del poder temporal."

67. Quien quiera saber cuál fue el proceso . según el que los prín­cipes llegaron a apoderarse de las elecciones, empezando por las sú­plicas y recomendaciones, y terminando por las órdenes y las violen­cias, no tiene más que consultar a TOMASSINO, Veto et Nov_ Eccles. Discipl. pars I, lib. I, cap. 54.

68. Considérese la abyección de estas palabras del obispo Arturi­co, referidas por Elmoldo (In Cronico Sc1avorum, lib. I, n. 69 y 70), y bastará para conocer hasta qué punto el modo de pensar. de los ministros del Omnipotente quedó viciado por la redundancia de ven­tajas temporales. «Las investiduras de los Pontífices -dice este obis­po- son sólo permitidas a la dignidad imperial, ya que siendo la única excelente, es después de Dios, la más sublime entre los hijos de los hombres.» (Un obispo declara que la dignidad imperial es la más sublime después de la de Dios, olvidando que cualquier sobertl­no temporal es en la Iglesia un puro laico, un hijo suyo.) «Aquella dignidad obtuvo este . honor con gran usura.» (No se trata de un ho­nor: repartir los obispados es cosa gravísima y derecho sagrado e inalienable de la Iglesia. ¿Puede la Iglesia venderlo? ¿Pueden los prín­cipes comprarlo con bienes temporales? ¿Qué otra cosa queria Simon Mago?) «y no fue debido a una ligereza vana que los dignísimos emperadores se hicieron llamar Señores de los obispos» (¡¡¡un obis­po que alaba a los príncipes laicos porque se hicieron llamar Señores de los obispos!!!), «sino que compensaron este menoscabo» (¿es acaso un menoscabo?) «con copiosísimas riquezas del reino» (¿La libertad de la Iglesia se puede compensar acaso con riquezas temporales? ¿Se puede echar a perder aquella que constituye la única riqueza dejada por Cristo a la Iglesia, para tomar éstas que sólo pueden darlas los monarcas del mundo?), «mediante las cuales la Iglesia se engrande­ció y fue adornada más decentemente» (¿de virtud o más bien de un

pe 17 ,11 161

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Esto no significa que haya faltado nunca a la Iglesia una voz solemne que se elevara de lo más profundo de la humi­llación para proclamar la verdad. Esta nunca dejará de hablar al mundo: ya que la Iglesia inmortal no existiría más desde el momento en que dejara de anunciarla. Mas era como una voz solitaria, eran como lamentos y gemidos que se oyen surgir acá. y acullá en medio de un campo funerario.

Me contentaré con referir un pasaje efe Floro, diácono de Lyon, el cual en este siglo x, en el que las elecciones de los obispos habían llegado a tan mala situación y había pereci­do casi del todo su libertad, se puso a escribir precisamente un libro «sobre la elección de los obispos», a fin de dar a conocer cómo debía realizarse según las santas leyes de la Iglesia, y confutar aquella opinión que ya empezaba a pene­trar en la corte, introduciéndose insensiblemente como algo de derecho, a saber, «que era necesaria la voluntad del rey para que la elección del obispo fuera legítima y ratificada».

Empieza exponiendo netamente la doctrina auténtica so­bre las ordenaciones episcopales, con estas palabras: «Es manifiesto a todos los que ejercen el oficio sacerdotal en la Iglesia de Dios, que debe observarse todo lo que la autori­dad de los Sagrados Cánones y las costumbres eclesiásticas ordenan "según la disposición de la ley divina y según la tradición apostólica" acerca de la ordenación de los obispos,

fatuo esplendor externo?). «Que ella nunca considere ser un envile· cimiento el hecho de ceder un poco a la sujeción; ni se avergüence de inclinarse ante uno sólo, a través del cual puede dominar sobre muchos» (¡singular consejo, digno verdaderamente de un sucesor de los Apóstoles! La Iglesia no se propone dominar, sino salvar a los hombres; lo primero se hace con los bienes temporales, pero lo se­gundo con la fuerza de la palabra de Dios y del Espíritu Santo. Si la Iglesia fuera sierva de un solo hombre, aunque dominara a todos los hombres, . desde aquel momento sería repudiada por Cristo). El modo de hablar de este obispo es tan extraño, que podrá ser útil que cite también las mismas palabras latinas, a fin de que no pa­rezca, por ventura, que las he inventado yo o que las he cambiado al traducirlas a la lengua italiana. Relas, pues, aquí: «lnvestiturae pontificum imperatoriae tantum dignitati permissae sunt, quae sola excellens, et post Deum in filiis hominum praeminens, hunc honore

.":' non sine faenare multiplici conquistavit. Neque impera tares dignissimi levita te usi sunt, ut episcoporum domini vocarentur, sed compensa­verunt noxam hanc amplissimis regni divitiis, quibus Ecclesia copio­sius aucta, decentius honestata, iam non vile reputet ad modicum cessisse subjectioni; nec erubescat uni inclinari per quem possit in multas dominari.» ¡¡Quién podría creer que Natale Alejandro, citando este pasaje, añadió: «praeclare dictum!!».

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a saber, que, muerto el pastor, y estando vacante la sede, un miembro del clero de aquella sede, el que sea elegido por el común y concorde consentimiento del mismo clero y de todo el pueblo, designado notoria y solemnemente con decreto pú­blico y que será consagrado por el legítimo número de obis­pos, debe obtener de manera justa el puesto del pontífice des­aparecido. No hay que dudar en absoluto de que no sea cosa confirmada por el juicio y concesión divina lo que se celebró con tanto orden y observancia legal por parte de la Iglesia de Dios. Tales son las cosas que se constatan como decididas en los Concilios de los Padres, en los decretos de los Pon­tífices de la Sede apostólica y acreditados desde el principio por la Iglesia de Cristo.>;

Como prueba de esta doctrina, cita las palabras de San Cipriano, el cual en una carta a Antoniano, hablando de , la elección de San Cornelio, escribía así: «El obispo debe ser constituido por el juicio de Dios y de su Cristo, por el testi­monio de todos los clérigos, por el sufragio del pueblo y por el consentimiento de los sacerdotes ancianos y el de los me­jores (bonorum virorum).»

Después de lo cual, añade: «Según estas palabras del bie­naventurado Cipriano, es manifiesto que desde el tiempo de los Apóstoles, y después de casi cuatrocientos años, todos los obispos de la Iglesia de Dios han sido ordenados, y han gobernado legítimamente al pueblo cristiano, sin consulta alguna del poder humano. Cuando más tarde, los príncipes empezaron a ser cristianos - un argumento evidente basta para convencerse de ello-, en general se mantuvo la liber­tad de la Iglesia en la ordenación de los obispos. Puesto que no era posible que, siendo el monarca de todo el mundo un solo emperador, éste pudiera conocer y escoger a todos los obispos que debían ser ordenados en todas las extensísimas partes de la tierra, en Asia, en Europa y en Africa. Y, no obs­tante, siempre fue válida la ordenación que celebró la santa Iglesia según la tradición de los Apóstoles, y según la forma de acuerdo con una observancia religiosa. Que más tarde en algunos reinos se haya introducido la costumbre de que la ordenación episcopal se haga consultando al rey, sirve para un aumento de fraternidad a fin de estar en paz y concordia con el poder secular, pero no para hacer más auténtica y au­torizada la sagrada ordenación. Esta sólo puede conferirse a quien sea, por indicación divina y con el consentimiento de los fieles de la Iglesia, pero no mediante el poder real.

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Puesto que el episcopado no es un oficio humano, sino un don del Espíritu Santo... De lo cual se dedúce que el prín­cipe peca gravemente si cree que por beneficio suyo puede conferirse lo que solamente la gracia divina distribuye, ya que en esta cuestión, el ministerio de su poder no debe pre­ceder, sino seguir detrás como por añadidura.»·'

89. Conviene declarar que el poder laical, con perseve­rancia mantenida durante muchos siglos en la constante ten­dencia a dominar a la Iglesia, mediante una alternativa de beneficios y de supercherías, había por fin avanzado tanto, que no podía ir más allá: la conquista era ya un hecho. La misma Iglesia, en este siglo x, parecía fatigada ya de levantar la voz y de protestar inútilmente contra las usurpaciones: pa­recía que ya no tuviera más voz ni aliento, o que se hubiera puesto ronca. Hablaba, pero muy débil y raramente.

Nos hallamos en el más desgraciado de los siglos. El clero, desencaminado, obcecado por los bienes temporales y ya casi acostumbrado a traficar con la dignidad y la con­cier.cia, se halló ante una notable situación, apta para cola­borar con la servitud eclesiástica: el poder de ütón 11, que humilló a los grandes señores, e hizo más fuerte y absoluto el poder monárquico. Hubiera sido un gran beneficio para la sociedad, si el poder monárquico no se hubiera encami­nado hacia la usurpación de los derechos de la Iglesia. Me­diante una tal prioridad y viciosa costumbre, todo aumento de su fuerza no era más que un aumento de la misma usur­pación.70

69. "Cum ministerium suae potestatis in hujusmodi negotium pera­gendo adjungere debeat, non praeferre.» Esta es la verdadera idea de lo que los príncipes pueden hacer en favor de la Iglesia: no cons­tituirse en . le~isladores, sino ayudar a que las leyes y disposiciones de la IglesIa sean observadas según la voluntad de la Iglesia, y no de otra manera.

70. Esto no sucedió inmediatamente. Otón I fue príncipe religioso y piadoso, y se sentó en el trono junto con los grandes Alfredo y Carlos. Se narran de él muchos hechos que prueban su respeto hacia la Iglesia y hacia su autoridad. A un conde que le pedía los bienes de un cierto monasterio a fin de mantener a los soldados le res­pondió desdeñosamente que «el dar a los laicos los bien~s de la Iglesia, le parecía ofender el precepto de Cristo: "no deis lo que es santo a los perros"». Ayudó mucho a la Iglesia romana. Sancionó la libertad de la elección del Sumo Pontífice. Por lo tanto no fue Otón quien acabó de oprimir la libertad eclesiástica. Pero é~ta acabó de desaparecer como consecuencia del mayor poder legado por Otón a sus sucesores, que no fueron ni tan rectos como él, ni de menta-

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-Al principio del siglo XI, la libertad de las elecciones ha­bía perecido casi enteramente.

Escribe así, desde Inglaterra, el abad Ingolfo, contempo­ráneo de Guillermo el Conquistador: «Desde hace muchos años no se realiza ya más elección alguna simplemente libre y canónica, sino que la corte real confiere todas las dignida­des a su buen gusto mediante el anillo y el báculo: tanto las de obispos como las de abades.» 71

En tiempo de Felipe I, así se lamentaba el Papa sobre Francia, a Procleo, obispo de Chalon: «Entre otros príncipes de nuestro tiempo que traficando con perversa codicia han atropellado del todo a su madre, nos hemos enterado me­diante un relato cierto, de que Felipe, rey de los Francos, oprimió de tal manera a las iglesias galicanas, que parece que ha llegado ya a su punto extremo el ultraje de tan det~s­table crimen. Lo cual lo soportamos sintiendo tanta mayor pena por aquel reino, en cuanto que se sabe cómo en otras ocasiones fue a un mismo tiempo el más poderoso por su prudencia, por su religión y por su fuerza y mucho más fiel a la Iglesia romana.» 72

En cuanto a Alemania, he aquí lo que dice san Anselmo, obispo de Lucca, escritor contemporáneo: «Tu rey -se dirige al antipapa Guilberto- vende continuamente los obispa­dos, publicando edictos diciendo que no hay que tener por obispo a quien sea elegido por el clero o pedido por el pue-

lidad tan amplia y magnánima. Añadiré todavía, que otra de las cir­cunstancias que prepararon la ruina total de la libertad eclesiástica consumada en la primera mitad del siglo XI, fue también el celo re­ligioso de príncipes piadosísimos, sobre todo de Otón I y Otón III y del muy santo emperador Enrique: éstos pusieron sus manos sobre la Iglesia con la intención sincera de ayudarla. Y la Iglesia, viendo las ventajas que obtenía, no se opuso a ello. Pero acaeció que sus sucesores se hallaron como con facultad de disponer de las cosas eclesiásticas y después la utilizaron para las propias pasiones.

71. «A multis annis retroactis nulla electio praelatorum erat mere libera et canonica; sed omnes dignitates tam episcoporum quam ab­hatum per annulum et baculum regis curia pro sua complacentia con­ferebat ."

72. "Inter cae te ros nos tri huius temporis principes, qui Ecclesia Dei perversa cupiditate venumdando dissipaverunt, et matrem suam ancillari subjectione penitus conculcarunt, Philippum regem Franco­rum Gallicanas Ecclesias in tantum oppressisse certa relatione didici­mus, ut ad summum tan detestandi huius facinoris cumulum perve­nisse videatur. Quan rem de regno illo tanto profecto tulimus moles­tius, quanto et prudentia et religione et viribus noscitur fuisse poten­tius, et erga Romanam Ecclesiam multo devotius» (Epistola 35).

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blo, si no precede la voluntad real , como si él fuera el por­tero de aquella puerta sobre la que la verdad dijo: "¡A éste abre el portero!" Vosotros desgarráis los miembros de la Iglesia católica que habéis invadido en todo el reino, y que, reducida a la servitud, mantenéis bajo vuestro dominio como viI esclava. Y hacéis presa de la libertad de la ley de Dios con el viI servicio que prestáis al emperador, diciendo que todo está sujeto al derecho imperial: los obispados, las abadías, todas las iglesias sin excepción alguna; mientras que el Se­ñor habla diciendo: "Mi Iglesia, mi paloma, mis ovejas." Y Pablo dice: "Nadie arrebata de por sí mismo la dignidad si no es llamado por Dios como Aarón."» 73

. 90. P~ro en estos tiempos tan infelices, en los que la Igle­SIa de DIOS parece morir inevitablemente, Cristo suele re­cordarse de su palabra, se despierta, y suscita algún hombre extraordinario que con inmensa fuerza moral, ciertamente no h.umana, todo lo afronta, todo lo resiste y se mantiene supe­rIor a todo. Casi diría que rejuvenece el reino del Eterno so­bre la tierra. Cualquiera ha comprendido ya quién es el En­viado de Dios en el tiempo del que hablamos: todos se han dado cuenta que hemos descrito a Gregorio VII.

Este hombre, memorable para siempre, subió a la cátedra de Pedro en el año 1073. Ya habían sido presentadas a su predecesor no sólo las acusaciones sobre el libertinaje desen­frenado, y sobre la tiranía inaudita ejercida sobre sus súb­ditos los cristianos, sino también la vejación que Enrique IV causaba a la Iglesia. Pero san Alejandro n, adelantado por la muerte, no había podido poner mano en la llaga profun­da y mortal del cuerpo de Cristo.7

' La Providencia reservaba

73. Estas opiniones fueron divulgadas por los aduladores del em­perador, y el santo obispo de Lucca se dedicó a rebatirlas en una obra n.oble y franca escrita expresamente, en la que resuena todo el lenguaje de la antigüedad que, como tantas veces he dicho, nunca ha faltado . del todo a la Iglesia. He aquí el argumento del libro 11, tal como el. l~ expo~e en la introducción con estas palabras : «Opi­tulante Domml nostn clementia, qui nos et sermo"nes nostros suo mi­rabili nutu. regit atCJue ~is,!onit, a~cingimur respondere his qui di­cunt, regalt potestatl C:hnstl Ecclestam subiacere, ut ei pro suo libi­to, vel prece, vel pretro, vel gratis, liceat pastores imponere eiusdem possessiones vel in sua vel in cujus libuerit iura transferí.»' Esta res­puesta del santo obispo está llena de erudición y de fuerza.

74. El santo Pontífice, antes de morir, en el año 1703, había citado nada menos a Enrique a comparecer en Roma para satisfacer ante la Iglesia por los delitos de los que era acusado por los sajones. Por lo que Gregario VII cuando subió a la Sede Apostólica, haiIó la cau-

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para el humilde monje HiIdebrando la mISIOn durísima de usar también después de los suaves estímulos y lenitivos, el bisturí que con corte valiente y magistral curara la ya vieja gangrena." Este había rehusado el pontificado: lo aceptó des­pués en conciencia para no oponerse a la voluntad divina, y constató que los tiempos eran tan lúgubres que, supuesto

sa ya abierta por su predecesor, el cual siempre había puesto toda su energía en poner un dique a los males de la Iglesia que ya rebo­saban, en reprimir las elecciones simoníacas y vengar la libertad de las mismas. Odón de Frisingen, dice de este gran hombre: «Ecclesiam iamdiu ancillatam in pristinam reduxit libertatem» (Lib. VI, cap. 34).

75. Siempre son interesantes las palabras de los contemporáneos. Pero me apuro en justificar con su testimonio todo cuanto digo, tratándose de materia tan desfigurada y confundida por los historia­dores partidistas. He aquí cómo Mariano Scoto (in Cronico ad ano 1075) cuenta este acontecimiento: «No temió -habla del emperador Enri­que- hacer todo lo posible para manchar y ofuscar la única y ama­da Esposa del Señor por medio de los concubinarios, de los here­jes, poniendo a la venta - siguiendo el ejemplo de Simón-, los mi­nisterios espirituales de la Iglesia, dones gratuitos del Espíritu Santo, mediante contratos malvados, contrarios a la fe católica. Pero algu­nos personajes eclesiásticos de la Iglesia de aquel tiempo, viendo y oyendo semejantes maldades del rey Enrique, maldades nefastas e inauditas, llevados por el celo de Dios por la casa de Israel, como el profeta EIías, lloraban y se lamentaban con cartas y de viva voz, mandando delegados a Roma y quejándose a Alejandro obispo de la Sede Apostólica de éstas y de otras cosas sin número que se decían y se hacían en el reino teutónico por obra de los insensatos herejes simoníacos, y de las que era autor y señor el rey Enrique. Entre­tanto, muerto el señor apostólico Alejandro, empezó a gobernar la Sede Apostólica Gregorio, llamado también Hildebrando, monje de profesión. ~ste, habiendo oído las quejas y .Jos justificados clamores de los católicos contra el rey Enrique, así como también la crueldad de sus maldades, encendido por el celo de Dios, pronunció la seri­tencia de excomunión contra el susodicho rey, principalmente por la culpa de simonía.» Los escritores contemporáneos están de acuerdo en describir a Enrique como entregado a toda suerte de desenfre­nos, tanto en sus costumbres privadas, como por la tiranía hacia los súbditos y por la impiedad desvergonzada respecto a la Iglesia. En cambio Enrique halla la protección de los escritores del siglo pasado. Y Gregario, el justo y magnánimo Gregorio, que renuncia a su soledad y a su vida para refrenar a un tirano bestial, para pro­teger al pueblo oprimido y para salvar al cristianismo que perecía sin una valiente y urgente protección, este Gregorio sólo merece la abominación y la execración de la humanidad. ¡Gracias al cielo, que mueve a los mismos protestantes a reconocer en Gregorio VII el ver­dadero defensor del género humano y no sólo el de la Iglesia, el demiurgo de la civilización moderna! (Cf. la obra publicada en ale­mán bajo el título Hildebrando y su siglo). Aunque el siglo de Gre­gario seguirá siendo materia de meditación en los siglos futuros.

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que un Papa qUIsIera cumplir con las obligaciones propias, debía resultar una víctima. Por lo que se inflamó en un es­píritu de sacrificio, y mostró pronto al mundo que poseía el mismo sublime concepto del episcopado que los primitivos obispos de la Iglesia, escribiendo a sus colegas: «Conside­rando que, debido al breve lapso de esta vida y a la frívola cualidad de las comodidades temporales, nadie puede recibir mejor este apelativo de obispo que cuando se padece perse­cución por la justicia, hemos decidido incurrir antes en las enemistades de los perversos, obedeciendo a los mandamien­tos divinos, que obedeciendo torpemente a aquéllos, provo­car la ira del cielo.» 76

91. No obstante, ante todo tentó lo más paternalmente posible con Enrique, todos los caminos de la dulzura y de la paciencia. Pero resultaron inútiles. Los enviados del Pontí­fice, sus cartas, sus numerosas y amorosas insistencias re­sultaron igualmente despreciadas e ilusas. Reunió en Sínodo a los obispos y a los cardenales, y les pidió consejo. Les fue­ron expuestos todos los pasos hechos por el Padre de los fie­les con el objeto de sacar del error al hijo extraviado, y por otra parte las vejaciones, los insultos y el aumento de las maldades con las que había correspondido Enrique. Tam­bién y sobre todo les expuso el cisma que había intentado realizar en la Iglesia por el ministerio de muchos obispos corrompidos, viles mandatarios suyos en Lombardía y en Ale­mania. Se leyeron las cartas imperiales que traían los emba­jadores allí presentes en el Sínodo, llenas de toda clase de sacrílegos vilipendios. Y se escuchó a los embajadores que, en pleno Concilio, hicieron el siguiente discurso al Papa: «Manda el rey nuestro Señor que abandones la Sede apostólica y el Papado, ya que le pertenece, y que no ocu­pes más este santo lugar.» TI Se consideraron todas las cir-

76 . Epistola 11, lib. IX. 77. Un contemporáneo registra este hecho, he aquí sus palabras:

«Cum igitur dissimulare amplius tanti facinoris malitiam non posset, Apostolicus excommunicavit tam ipsum, quan omnes eius fautores , atque omnem sibi regiam dignitatem interdixit, et obligatos sibi sa­cramentis ab omni debito fidelitatis absolvit: quia quod verecundum etiam est dicere, praeter haereticam quam praelibavimus culpam ade­rant in sancto Concilio nuntii illius sic audentes latrare : "Praecipit Dominus noster rex, ut Sedem Apostolicam et Papatum, utpote suum, dimittas, nec locum hunc sanctum ultra impedias" ... Igitur quem sui solius iudicio Dominus reservavit, hic non solum iudicare, verum etiam suum dicere, et quantum in ipso est, audet damnare: quam ob cau-

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cunstancias, la excepción de los tiempos, el mal irremedia-· ble, sin que existiera un remedio eficaz. Y todos los Padres, de acuerdo, sin ninguna excepción, aconsejaron al Papa que, si nunca se daba una circunstancia en la que fuera necesa­rio usar del rigor, era aquélla, y por lo tanto se tenía que intentar este último camino: no se debía abandonar a la Igle­sia, sino que debíase dejar un ejemplo solemne de constan­cia eclesiástica para los siglos futuros. Por otra parte, el emperador no había recibido la corona de modo incondicio­nal, sino bajo condiciones y pactos jurados: se había verifi­cado un verdadero contrato entre él y el pueblo cristiano cuando fue elegido emperador. Se descubrían obligaciones por las dos partes: el pueblo había hecho el juramento de fidelidad condicionado al mantenimiento de los pactos rela­tivos principalmente a la libertad y defensa de la religiqn; la Iglesia por naturaleza era madre y protectora de los cris­tianos; ésta había recibido los ' juramentos imperiales en nombre propio y del pueblo; no convenía que el pueblo se desvinculara por sí mismo de sus .iuramentos, sino que co­rrespondía a la Cabeza de la Iglesia proveer para la salud del pueblo y de su religión, cual intérprete y juez de los jura­mentos. Por lo que el Sumo Pontífice se sentía ahora obli­gado en conciencia, a causa de la Iglesia y del pueblo fiel, a pronunciar la sentencia, declarando que el emperador había faltado a sus juramentos, y por consiguiente, el pueblo era también libre respecto a los suyos. Este era el fondo y la explicación auténtica del consejo dado unánimemente por todo el Sínodo al Sumo Pontífice Gregorio VII." Por lo tan-

sam omnis illa sancta S-modus iure indignata, anathema illi conela­mat atque confirmat» (S. ANSELMI LICENSIS , Paenitentiarius, in ejus Vita, cap. 3).

78. Tal doctrina de derecho público, era común en aquel tiempo entre los cristianos, y nadie la ponía en discusión. Los reyes eran realmente constitucionales, aunque todavía no había sido inventada esta palabra. El Concilio habló suponiéndolo. He aquí las palabras del Concilio referidas por Pablo Benriedense en la Vida de Grego­rio VII. Narra que, habiendo pronunciado el Pontífice un grave dis­curso a los Padres, informándoles del estado de las cosas, exclama­ron: «Tua, sanctissime Pater, censura, quem ad regendum nostri tem­poris saeculum divina peperit elementia sententiam proferat, quae hunc conterat, ET FUTURIS SAECULIS TRANSGRESSIONIS CAUTELA M conferat. Tandem omnibus acelamantibus definitum est, ut honore regio pri­varetur, et anathematis vinculis tam praenominatus rex, quam omnes assentanei sui colligarentur. Accepta itaque fiducia, Dominus Papa, EX TOTIUS SYNODI CONSENSU, ET JUDICIO, protulit anathema.»

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to, Gregario, forzado por la propia conciencia, excomulgó a Enrique IV, y en 1076, declaró a sus súbditos libres de su juramento de fidelidad.

92. Este hecho capital señala la época, como dije, del período de reconstrucción de la Iglesia. Este fue el signo de una batalla terrible. La Iglesia levantaba la cabeza opri­mida durante tanto tiempo por un yugo ignominioso: tal cosa necesariamente debía dar ocasión a una lucha desesperada entre la oprimida y la fuerza opresora. No triunfó sino des­pués de tres siglos de luchas. Habiéndose desvinculado con fortaleza de la servidumbre, del poder laical, el gran Cisma de Occidente la desgarró. Apenas se extinguió éste, llegaron las herejías del septentrión. Sólo con el Concilio de Trento la Iglesia empezó a descansar. Entre tanto, las dos grandes máximas de Gregorio VII, a saber, la libertad del poder eclesiástico y la honestidad de los clérigos se impusieron fir­memente. La primera aportó inmediatamente su fruto, dando fuerza y valor a la Iglesia para triunfar sobre tantos enemi­gos: el mismo Concilio de Trento se puede considerar como fruto suyo. Después de éste, empezó a fructificar sensible­mente la segunda máxima, mediante la depuración de la dis­ciplina clerical y de las costumbres.

93. Era inevitable la triple y horrenda lucha contra el desafuero, el cisma y la herejía. El cisma y la herejía eran hijas de la violencia y sobrevivían a la madre. Cuando Grego­rio VII subió al trono, existía ya la semilla fecundada de todos estos males. El remedio fue poderoso y rápido. Pero era imposible que con su acción llegara tan rápidamente a impedir la explosión de aquellos males que era inminentes. Si no impidió aquellos males, por lo menos llegó a vencer­los. Gregorio halló a la Iglesia en un estado semejante al de la tierra en el momento del solsticio invernal. Aunque el as­tro vivificador, cuando llega al máximo alejamiento del cír­culo que pasa sobre nuestras regiones , vuelve con su curso hacia atrás desde aquel punto extremo y se acerca a nuestro meridiano, sin embargo el retorno no es tan rápido como para impedir los mayores rigores de la estación que sólo cae cuando ya ha dado la vuelta. Pero a pesar de los fríos y de los hielos, el sol da la vuelta en su camino y retorna sobre Imes­tras cabezas. Esperémoslo. Llegará un día en el que derretirá los hielos y reavivará con calor benéfico toda la naturaleza entorpecida y esterilizada.

94. No será inútil hacer una observación sobre aquel

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aspecto de la decisión del Concilio romano y de Gregorio, que fue ocasión de tantas habladurías y calumnias contra la Sede Apostólica, a saber: la disolución del juramento de fideli­dad concedida a los súbditos del rey Enrique. La observación es la siguiente:

La Providencia divina, decíamos, al hacer entrar en la Iglesia a las riquezas y al poder del mundo -lo cual empezó con la conversión de los emperadores romanos y principal­mente desde las invasiones de los bárbaros que destruyeron el Imperio Romano y fundaron los reinos modernos-, se proponía santificar a la sociedad después de haber santifica­do al hombre, y hacer que los principios del Evangelio p~­netraran en las leyes y en la misma entraña del orden públi­co. Si tal influencia benéfica de la religión se constató muy pronto con signos manifiestos mediante una mayor justicia y equidad que presidía las diversas ramas de la administra­ción pública, al fin se descubrió que había igualmente ejer­cido una acción poderosa y perseverante sobre la naturaleza misma del poder supremo, hasta cambiar por fin la índole de aquel poder. Pero este cambio se había obrado de mane­ra tan sabia y tan gradualmente, con tanta suavidad, de ma­nera que la naturaleza del poder político supremo cambió antes de que persona alguna se diera cuenta de lo que el Evangelio obraba tácitamente. Y después del hecho, quedó por hacer una investigación muy delicada y difícil: la de de­terminar el modo y los grados por los que la religión de Cristo llevó a término este cambio importantísimo. En suma, la monarquía pagana, o si se quiere diré incluso la monar­quía natural, era absoluta. Y el cristianismo la convirtió en constitucional. Que nadie se ofenda por esta palabra: con­vengo en que en los tiempos modernos ha sido profanada. Si se me permite la exposición completa de mi pensamiento, se verá que éste es del todo extraño a tantas cuestiones peligro­sas que se ventilan en los tiempos actuales en los que se desea el bien sin haberlo conocido de una manera clara. Un ministro de Estado, un célebre escritor sobre quien no pue­de recaer sospecha alguna de favorecer la insubordinación de los pueblos, escribía que <<los Papas habían educado la mo­narquía moderna de Europa», y que <<la naturaleza de esta monarquía y lo que tanto la elevaba por encima de los go­biernos de los tiempos antiguos, era una ley fundamental que ella había recibido: la de que los monarcas, movidos por aquel espíritu de justicia y de amor que el Evangelio infun-

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de en los hombres, hubieran confiado a tribunales constitui­dos, a propósito, el derecho de castigan>." Y así, este notable escritor, que afirmaba también con mucha razón, que no po­día crearse una constitución política por obra de manos hu­manas, reconocía, no obstante, que la monarquía al conver­tirse en cristiana, había recibido leyes fundamentales. Dicho esto, todos pueden darse cuenta de que cuando yo hablo de Constitución, entiendo algo completamente diverso de todo lo que los partidos intentan imponer con rivalidad a un pueblo o a un rey, algo muy diverso de las teorías de hom­bres ingeniosos y benévolos. No pretendo una constitución hecha por hombre, sino nacida por sí misma por obra de los siglos y de la fuerza misteriosa de las circunstancias, lo que equivale a decir una constitución hecha por Dios. Pienso en una constitución que es efecto espontáneo de una doctrina que se ha convertido en común por su potente evi­dencia, y que después de haber subyugado la persuasión de los monarcas y de los súbditos, los ha hecho actuar igualmen­te de acuerdo con sus dictámenes. Ahora bien, yo sostengo que esta doctrina firme e invariable que mereció la fe de todos cuantos componen la sociedad europea. fue el Evan­gelio. Y que la persuasión de los monarcas y de los pueBlos, vinculada a aquella doctrina, lleva a la siguiente consecuencia: Que su modo de obrar «dejó de ser arbitrario y empezó a tener principios inmutables». Esto equivale a decir que los príncipes se sometieron a la constitución que les fue im­puesta por el Evangelio, y así acogieron y reconocieron el principio y la semil1a inmortal de todas las reformas civiles.

Tal constitución, ciertamente que no vio la luz ni se per­feccionó en el mismo instante en que los emperadores - se hicieron cristianos, ya que hablamos, y nótese bien, de una Constitucióu de hecho. Convenía que antes el Evangelio fue­ra conocido y abrazado por los pueblos y los monarcas. Después convenía que penetrase en sus corazones y dominara su persuasión, cosa que no podía hacerse tan rápidamente. Convenía también que de los principios del Evangelio se de­dujeran las consecuencias, que se aplicaran aquellos princ~­pios al modo de gobernar, lo cual no exigía menos tiempo. FI­nalmente era necesario que el cristianismo cobrara tal fuerz~ sobre el ánimo de los monarcas, que obtuviera de ellos la SI­

guiente resolución: «Somos cristianos, queremos ser coheren-

79. El conde José De Maistre.

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tes con nosotros mismos, queremos que la ley del Evangelio regule nuestro poder, triunfe sobre nuestras pasiones.» Este era el hecho importante. Y se obtuvo poco a poco. Y mientras este poder de la religión no se desplegó sobre los monarcas, éstos no bajaron su cabeza altiva. Y de monarcas absolutos no podían pasar a ser monarcas constitucionales en obsequio del Dios que se hizo hermano de todos los hombres. Añadi­ré todavía que cuando se hizo esta constitución, ésta no fue li­mitada únicamente al artículo mencionado por el hombre ilustre que hemos citado más arriba. Tuvo otros artículos, todos los que el espíritu evangélico dictó y vendrá dictando sucesivamente.

95. Se distinguen, pues, tres estados diversos del Cristia­nismo respecto al poder político. Cuando los emperadores no habían aún entrado en la Iglesia; cuando una vez introducidos en ella, no habían sufrido todavía la influencia saludable del Evangelio; y cuando dicha influencia les trajo sus más be­néficos efectos en provecho suyo.

Mientras la Iglesia de Cristo no contaba más que con el pueblo, y el soberano les era extraño, la Iglesia no podía diri­gir la palabra de sus enseñanzas celestiales sino al pueblo. Y le decía: «Tú, pueblo fiel, gimes bajo el dominio, a menudo tiránico, de príncipes impíos o supersticiosos que adoran a los falsos dioses. Soporta en paz tu opresión. Considera todo cuanto sucede como inscrito en el orden de la Providencia. Ella vela sobre ti. Aquel poder no estaría en manos de prínci­pes infieles, si también él no fuera ordenado por la eterna Providencia para tu propio provecho. Porque todo poder vie­ne de Dios que es omnipotente. Sólo el pecado, es un mal, sólo la virtud es bien. Ocúpate de éste, y abandona lo res­tante a la solicitud de tu Padre que está en los cielos. Cuando a él le parezca bien, cuando verá que otro orden de cosas te confiere mayor cantidad de méritos para la vida eterna, en­tonces él cambiará las cosas externas, y tendrás tus príncipes en medio de ti. Entre tanto, respeta a los que te han sido da­dos, obedéceles en todo lo que no es contrario a la ley de Dios. Combate, muere por ellos. Y no por temor, sino házlo en conciencia, para honrar en ellos al Dios que desde lo alto dispone todas las cosas humanas.»

Cuando más tarde llegó el tiempo en el que los príncipes se convirtieron a la fe, siguió hablando al pueblo de la misma manera. Pero se puso a enseñar también a los príncipes. Y ya que el Evangelio todavía no había penetrado en ellos a

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fondo, y puesto que sólo lo poseían en la superficie, ella les h~bló no públicamente, por decirlo así, sino en privado. Y mIentras que, por una parte, decía al pueblo: «Nunca consen­tiré que te rebeles contra tu soberano, aunque sea díscolo; si eres pueblo de Cristo, debes profesar la humildad, la sumisión y el sacrificio», por otra, tomaba aparte y por separado a los monarcas y les decía: «Sabed que no sois más que hombres, y ':lue los hombres son todos iguales ante el Eterno; que seréis Juzgados por Cristo como el último y el más mezquino de vuestros súbditos, y aun más severamente porque está escri­to: "Juicio durísimo será hecho sobre los que presiden." Sabed que vuestro estado es temible y no deseable a los ojos de la .fe; que la justicia y la caridad son los dos únicos ca­minos por los que podréis escapar de los suplicios eternos y s~lvar vuestras almas; que no debéis amar ni poner el co­razon en la,s grandezas de las que estáis circundados y que os abandonaran todas con la muerte; que habéis sido constitui­d~s. por la Providencia cabezas del pueblo cristiano, no para utIlIdad vuestra, sino suya; que vuestra dignidad es un minis­terio, un servicio; y que para haceros más grandes que los otros, debéis haceros los más pequeños de todos.» Tales son las verdades sublimes y humanísimas que la Iglesia hizo re­sonar en los oídos e infundió en los ánimos de los reyes cuando se convirtieron en hijos suyos. Y ellos las escucharon con respeto, maravillados al descubrir una nueva nobleza que no les podía ser dada por el poder ni por el fausto de las co­ronas, sino únicamente por la humildad de la cruz del Sal­vador. ¿Y qué sucedió? Tales verdades penetraron en el cora­zón y vencieron. Llegó su tiempo, y sobre casi todos los tronos de Europa aparecieron héroes que practicaron todas las vir­tudes del Evangelio a la perfección. Si con una mano admi­nistraban justicia y luchaban por ella, extendían la otra para socorro de lós pobres, nuevos hermanos suyos queridísimos, hasta nutrirlos y servirlos personalmente, viendo a Cristo en ellos, el cual se hizo presente en la persona de todos los po­bres, y llegaron a curvar sus hombros reales bajo el peso de enfermos miserables abandonados por todos sobre los cami­nos, por ser demasiado repugnantes.

CuaQdo la Iglesia hubo adoctrinado de tal modo en la teo­ría y en la práctica del Evangelio tanto a los príncipes como a los pueblos, entonces ya no les habló más por separado. La buena madre llamó, por decirlo así, a los unos en presencia de los otros, e hizo con ellos este razonamiento: Príncipes,

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~ijos míos:. habéis sido ya iluminados por la luz del Evange­lIo: ¿ quereIs comportaros conforme a él en todo?

-Lo queremos. -Pues b~en, se. os r~cuerda que el Evangelio os dice que,

no la casualIdad, SInO DIOS por su benigna Providencia os ha constitu~?o cabezas de su pueblo cristiano, a fin de 'que le conserveIS la paz, le administréis la justicia, y sobre todo le mantengáis y protejáis el bien que es para él el mayor de to­dos: su religión. ¿Deseáis otra cosa?

-Es justo. No deseamos nada más: pondremos nuestra gloria en gobernar al pueblo de Dios justa y pacíficamente y en defender a la Iglesia de Cristo, madre nuestra. :

-Jurad, por lo tanto, todo esto, juradlo en mis manos, an­te vuestros pueblos.

-Lo juramos. -¿Mas, qué garantía dais de vuestro juramento? ¿No es

justo que vuestro pueblo, a fin de que ponga toda su confian­za en vosotros, cual otras tantas imágenes de Cristo, tenga igualmente una prueba y seguridad de cuanto hoy le prome­téis, para que nunca suceda que el pueblo cristiano sea go­bernado por príncipes infieles o rebeldes a la Iglesia?

-Es más que razonable: que Dios mande sobre nosotros todas las desgracias si faltamos a nuestros juramentos.

-¿Declaráis, pues, que descenderíais con gusto de vuestros tronos si os alejarais de la obediencia de la Iglesia? ¿Decla­ráis que seríais indignos de ceñir una corona cristiana que co~stituye en vicario de Cristo, único Rey de los siglos, a qUIen la lleva, en caso de llegar a ser enemigos de su Iglesia, y que por lo mismo, aceptáis que el juramento de fidelidad ' no obligue más a vuestros súbditos desde el momento que cayerais en tal enormidad?

-Sí, sí, lo declaramos. Aceptamos con gozo todo esto: nos parece justo que los hijos de la Iglesia no sean goberna­dos más que por otros hijos devotos de la misma, ya que si un príncipe no es más que un ministro de Cristo, encargado del bien de los fieles, ya no es tal cuando se ensaña contra el mismo Cristo.

-¡Ea pues! príncipes y súbditos, hijos mios amados; to­cad con vuestras manos este sacrosanto libro del Evangelio: vuestros mutuos juramentos por los que hoyos ligáis, sean recuerdo perpetuo a modo de leyes fundamentales e inmuta­bles de los reinos cristianos. Serán fuentes inagotables de fe­licidad pura, mientras sean religiosamente observados. Que

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caiga maldición y desventura sobre el primero que los viole. Todo esto no es un sueño: es un hecho realísimo. Es la

constitución de los reinos cristianos, nacida en la Edad Me­dia, en el tiempo en que el espíritu del Evangelio había llegado a dominar y someter las más elevadas cimas de la sociedad. Aquellos príncipes, penetrados por la doctrina de Cristo, se sentían fervorosos por ella más que nunca, y hubieran que­rido sufrir cualquier cosa antes que renunciar a ella. Por lo que, seguros de sí mismos, no temían pronunciar juramen­tos que consideraban muy justos y humanos, y no temían desear que junto con ellos se ligaran también sus descendien­tes, como con vínculos dichosos. La equidad y la caridad hacia sus pueblos -los cuales lavados en las aguas de un mismo bautismo, los consideraban como sus hermanos, arras venerables y sagradas confiadas a sus manos por el rey de los reyes- y el celo ardiente de la fe, prevaleció sobre la am­bición, sobre el amor del propio poder. Y para gloria de esta fe, para bien auténtico de los pueblos, tuvieron el gozo de traspasar a sus sucesores un imperio menos absoluto en cuanto a la forma, pero más noble por cuanto más justo, más compasivo y consagrado él mismo a la religión. Así au­mentaron en dignidad moral, y a su vez en estabilidad y consistencia aquellos cetros que se inclinaban bajo una ley eterna de amor y de justicia: reinar consiste única y verda­deramente en servirla. Esta constitución cristiana de los reinos, en parte fue escrita, en parte no lo fue. Pero siempre fue aceptada por todos. En otros tiempos no hubo príncipe, no hubo pueblo que la pusiera en duda. Ya que, estando to­dos unidos, siendo todos religiosos, no tenían razón de ha­cerlo. Era un bien común. Interesaba a todos mantenerla. Algunas veces se reducía a leyes más concretas, más preci­sas: tales eran las que presidían el Imperio Romano y el Reino de Alemania. Veámoslo en el hecho que tenemos en las manos de Enrique.

96. Cuando Enrique, amenazado en ser depuesto para siempre por parte de los Señores alemanes reunidos en Tri­bur, fue a ver al Papa en el castillo de Canossa, para impe­trar la absolución de la excomunión, a fin de moverlo a con­cedérsela sin dilación, adujo que pronto expiraba el año al que había sido vinculada la excomunión, y la urgencia que le daban las «leyes palatinas», según las cuales en caso 'que el rey permaneciera más de un año y un día fuera de la co~ munión de la Iglesia, era declarado indigno del cargo de rey,

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y perdía ipso tacto el trono sin posibilidad de ser resta­blecido en él.80 Lo cual movió al santo Pontífice a conceder­le la absolución, engañado por los actos externos de arrepen­timiento que el infeliz monarca supo simular.

Ya que en Alemania se había fijado el período de un año y un día de excomunión para privar del trono, así en la ma­yoría de los tronos cristianos se tenía como cierto y acepta­do por las partes interesadas, que la herejía y la infidelidad privaban del trono, y los juramentos de fidelidad emanados de los súbditos, se hacían sólo bajo condición de que el prín­cipe perseverara en la fe cristiana católica."

97. Dicho esto, resulta evidente que la destitución de un príncipe cristiano dependía de una causa cuya decisión pertenecía al foro de la Iglesia, ya que a ella incumbe decidir sobre la fe y mantener o expulsar de su seno a los fieles, de

80. He aquí las palabras de Lamberto Scafuaburgense (ad ann. 1076): «Ut si ante hanc diem excomunicatione non absolvatur, dein· ceps JUXTA PALATINAS LEGES, indignus regio honore habeatur, nec ultra pro asserenda innocentia sua audientiam mereatur: proinde enixe pe­tere, ut solo interim anathemate absolvatun>, etc. ¿Qué son estas le­yes palatinas , sino una verdadera constitución?

81. Enrique reconoció esta condición aneja a los reinos de los príncipes cristianos como proveniente de la tradición de la Iglesia, en una carta que escribió a Gregario VII , en la que dice así: «Me quoque, licet indignus in ter christianos sum, ad regnum vocatus, te teste, quem sanctorum Patrum traditio soli Deo judicandum docuit, nec pro aliquo crimine NISI A FIDE (quod absit) exorbitaverim, depo­nendum asseruit.»

Santo Tomás, que es el escritor que ha recogido la tradición ecle­siástica con mayor extensión y seguridad, más que ningún otro, y cu­yas decisiones son consideradas como sentencias de la Iglesia, sos­tiene que esta «ley constitutiva» de los reinos cristianos, es decir, que un rey católico, al hacerse hereje, cae automáticamente del tro­no, resulta y proviene de la misma constitución de la Iglesia hecha por Jesucristo, y no proviene meramente de una convención expresa o sobreentendida pactada entre los principes y el pueblo por media­ción de la Iglesia (Summa Theol. I1a I1ae, q. XIII, a. 2). Pero es cierto que mientras esta convención no se realizara, mientras la doctrina no fuera aceptada y recibida como buena y justa, no sólo por la opinión de los pueblos sino también por la de los príncipes, no ha­bía llegado el momento en que los Jefes de la Iglesia pudieran ejer­cer este su derecho sobre los fieles cristianos. Esto no ha sido lo suficientemente considerado por los que se maravillan de no hallar en los primeros siglos de la Iglesia el ejercicio de este poder, y de ello deducen que es abusivo. Primero la Iglesia debía llevar a cabo la reforma del individuo, y después debía reformar a la sociedad. Una vez reformada ésta, podía aplicar a la misma las leyes exigidas por el cristianismo.

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cualquier condición que sean. Además, habiendo sido la Iglesia la que, convertida en madre común, había aproxi­mado y unido a los príncipes y a los pueblos mediante una convención de amor, y habiendo dado al mundo el espec­táculo nuevo y conmovedor de que unos y otros se dieran fraternalmente la mano derecha, convenía que sólo la Igle­sia, depositaria del pacto sagrado, fuera también su intér­prete, y en caso de violación, ella la declarara antes de ~ue las partes reivindicaran con los hechos los derechos violados.

Antes de que estas convenciones cristianas entre los pue­blos y sus jefes fueran ratificadas, la sujeción humilde era de derecho divino: 82 ,', en aquel estado de cosas la Iglesia nunca reconoció la posibilidad de que los súbditos cristia­nos se substrajeran a la obediencia de su soberano en cosas honestas. Cuando los mismos soberanos, prestando oído a las voces de la equidad y de la caridad, ennoblecieron sus co­ronas, las hicieron brIllar con luz celestial al someterlas al Evangelio deseando que dependieran de los principios evan­gélicos, cuando quisieron llegar a ser los ministros y vica­rios de Jesucristo para bien de los hombres libres, en vez de ser señores de hombres esclavos; cuando prometieron, jura­ron querer ser tales y se plantearon la necesidad de ser hi­jos que respetan a la Iglesia de Jesucristo, entonces la so­beranía llegó a ser, por decirlo así, «de derecho humano­eclesiástico», y la Iglesia reconoció que podía darse el caso de que los súbditos pudieran ser absueltos de sus juramen­tos de fidelidad.

Pero ya que este cambio en la sociedad no llegó de gol­pe, sino insensiblemente, como decíamos, y sin que ojo hu-

82. Entiéndase de modo justo y en el sentido en el que san Pa· blo dijo «omnis potestas a Deo», y san Pedro: «subditi estote OM NI HUMANAE CREATURAE propter Deum ». Por esta razón, santo Tomás en­seña expresamente que es contra el derecho divino sustraerse a la sujeción de un príncipe infiel. «Est ergo contra jus divinum prohibere quod ejus judicio non stetur, SI SIT INFIDELIS» (Expos. in Ep. 1 ad Cor., cap. 6). Y en cambio, si el príncipe es cristiano, el santo Doctor re­conoce que puede darse el caso que los súbditos puedan ser absuel­tos del juramento de fidelidad por la autoridad de la Iglesia. - «Et ideo quam cito aliquis per sententiam denuntiatur excommunicatus propter apostasiam a fide, ipso facto eius subditi sunt absoluti a do­minio ejus et juramento fidelitat is, quo ei tenebantuY» (Summa Th. IIa IIae, q. XIII, a. 2).

* [Ha sido tachado: «la soberanía era, como decíamos, absoluta, de derecho divino, ya que los hechos son de derecho divino, siendo ordenados por la Providencia» .]

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mano alguno se diera cuenta de ello, y por otra parte, pre­sentándose a la Iglesia la ocasión de pronunciar por vez primera un juicio tan importante en tiempo de Gregario VII, na es de extrañar que el paso de este santo Pontífice parecie­ra a muchos algo nuevo, y aprovecharan la ocasión de esta novedad para calumniarlo. Los que entonces lo calumniaron, tenían por qué hacerlo: la Iglesia había ejercido mucho an­tes una jurisdicción, que dependía de los mismos principios del derecho público cristiano, sin hallar la más mínima opo­sición y sin que nadie se maravillara de ello, ya que se tra­taba no de actos de rigor, sino de favor y que no iban con­tra vicios fuertes y obstinados.

98. Además, los que se oponen a la conducta de la Igle­sia respecto a Enrique IV, argumentan, en sus interminables y amargas declamaciones, a partir de los males que redunda­ron en la sociedad y durante tanto tiempo por causa de la lucha entre la Iglesia y el imperio. Ante todo, quisiera ro­gar a éstos que se dieran cuenta de que una de las razones por las que la Iglesia se abstuvo de semejantes extremismos antes del siglo de Gregorio VII," fue precisamente a causa de estos males; también les ruego que no quieran servirse del hecho de que la Iglesia se abstuviera de semejantes actos peligrosos hasta el siglo XI -el más corrompido de todos y en el que no pudo soportar más al delito-, como un ar­gumento contra la jurisdicción de la misma. En segundo lugar quisiera pedirles que consideren fríamente la cuestión de «si el paso de Gregario fue de tal natur~leza hasta llegar a causar necesariamente todos aquellos males que se oca­sionaron».

99. Tan terrible lucha no fue en realidad entre el sacer­dote y el imperio, como vulgarmente se acostumbra a creer, sino que fue una lucha llevada a cabo (,en nombre del sacer­docio y del imperio»: fue más bien un sacerdocio dividido en dos partes: una de ellas combatía por la Iglesia y era la Igle­sia; la otra combatía para sí misma contra la Iglesia, cubrién-

83. El mismo Enrique en una carta que escribe al Papa, hablando de Julián el Apóstata, atribuye no a la falta de derecho sino a la prudencia de la Iglesia el hecho de no haberlo depuesto. «Cum etiam Julianum Apostatam, PRUDENTIA sanctorum episcoporum non sibi, sed solí Deo deponendum commiserit.» Este era el modo común de pensar en tiempo de Enrique. ¿Cómo cambió este modo de .pensar entre los cristianos? ¿De dónde provienen las opiniones modernas del derecho cristiano? He aquí un problema importante.

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d?se bajo las apariencias del celo por los derechos del impe­no. Los nobles, así como también el pueblo, concordaban Con el Papa." Pero muchos obispos ricos y poderosos iban contra el Papa. La razón es clara: el Papa en manera alguna había declarado la guerra al rey, a quien amaba con afecto paterno y m~cho menos a. la corona ni a ninguno de sus derechos qu~ nadIe ha pretendIdo nunca usurpar'. Sino que el Papa había declarad~ guerra contra el clero simoníaco y licencioso: se creía oblIgado en conciencia a exterminar, aunque fuera a

8~. Fueron los príncipes alemanes los que llevaron la causa de Ennque .ante. el Papa. Y no ya únicamente los sajones, sino que al. gunos h~stonadores modernos quieren hacer creer que también los de S.uavI~ y los de otros pueblos alemanes, como refiere Bruno en la HIStOrz~ de le: guerra de Sajonia. Después de haber descrito la des­garrada ~lsoluCI.ÓI?- y la tiranía inmoderada y desmesurada de Enri­qu.e, prOSIgue dIcIendo: «Gens vero Svevorum, audita Saxonum cala­mztate, clamo legatos suos ad illos misit, et foedus cum eis fecit, ut neut~r populus ad alterius oppressionem regí ferret auxilium. Eandem querzmomam fecerunt ad ínvicem OMNES PENE RB:iNI TEUTONICI PRINCI­PES,. sed tamen palam nullus audebat fateri.» Cuando más tarde, Gre­gono, en una carta llena de espíritu de concordia, verdaderamente evangél~co, disuadió a los príncipes alemanes reunidos en Gerstenge d~. elegIrse C?tro rey, entonces estos príncipes, concordes en la deci­SIOn de elegIrlo, eran «pars longe maxima». Algunos años más tarde queriendo aún los príncipes reunidos en Tribur elegirse a otro rey' dejaron finalmente y de nuevo las cosas en manos del Papa man: da?do a E.n:~que -en actitud suplicante y dispuesto a acepta~ cual­qUIer condlcIOn- delegados que le dijeran: «Tametsi nec in bello nec in pace ulIa unquam ei justitiae veZ legum cura fuerit, se LEGIBUS cum eo agere ve/le» (¿qué eran estas leyes según las cuales los señores alemanes querían tratar a Enrique, sino leyes fundamentales, en una p~lab:~,. la Constit/fción cristiana del Estado?); «et cum crimina quae el ObJI~luntu~ ?"!1mbus. c.0n~tent luce cladora, se tamen rem il1tegram Romam PontlflclS cogmtlOm reservare» etc. Esto manifiesta que la cau­sa la ponía en manos del Papa la misma nobleza alemana, a la que co­rrespondía la· elección del rey. Que este cuerpo electoral de estado se man~uvo de buena fe en el derecho de elegir otro rey si Enrique se obstmaba en sus culpas, se deduce de las palabras que siguen por part.e de la legación, puesto que después de haber prescrito lo que E.nnque debía hacer para dar satisfacción al Estado cuyas leyes había vlOlado, se ~ncargaba a los legados de decir al rey: . Porro si quid ho­rum prevarzcetur, tum se OMNI CULPA, OMNI JURISJURANDI RELIGIONE OMNI

~E~I~IAE I':'FAM~A LIB.ERATOS, non expectato ulterius Romani Po~tificis JUdIClO, qUId relpubllcae expediat, communi consilio visuros.» Este era el dc:;recho público de aquel tiempo. Este lenguaje no fue desmentido por_ Enrique! ni .fue objeto de reprensión por parte del Papa, ni ex­tran~ a nadIe, m fue hallado contrario a la justicia o equidad. Sólo los fIlósofos de nuestros tiempos se escandalizan de él, y gritan : ¡a por los rebeldes!

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cuestas de la propia sangre, aquellos VlClOS ya tan desarrolla­dos que hubieran acabado con la Iglesia en caso de ser tole­rados por más tiempo."

Atemorizados, pues, ante la integridad y santidad de aquel hombre elevado por Dios a la Cátedra apostólica a fin de dar seguridad al pueblo de Israel, cual otro Sansón, todos los clérigos relajados y cuantos habían comprado los obis­pados a Enrique a elevado precio, fuertes en virtud de las Señorías y por su influencia en el gobierno del Estado, se sublevaron de común acuerdo, se unieron en una alianza for­midable por odio a la virtud, la más potente de las pasio­nes. Usaron todos los artificios que sugerir puede la maldad más consumada," y como signo de unión, lanzaron el grito «tenemos que defender todos los sagrados derechos del pro­pio soberano». Mas ¿ qué derecho del propio soberano pre­tendían defender estos obispos? ¿Quizá el de ser simoníaco

85. He aquí cómo Hugo Flaviacense expuso la verdadera razón de la llamada guerra entre el sacerdocio y el imperio: «OB HANC IGITUR CAU­S~M, q~ia scilicet sanctam Dei Ecc/esiam castam esse volebat (Grego­nus), llberam, atque catholicam, quia de sal1ctuario Dei simoniacam, et neophytorum haeresim, et foedam libidil10sae contagionis po/lutionem volebat expelIere; membra diaboli coeperunt in eum insurgere, et us­que ad sanguinem praesumpserunt in eum manus iniicere, et ut eum morte vel exilio confunderent, mu/tis eum modis conati sunt deiicere. SIC surrexit inter regnum et Sacerdotium contentio, ac crevit solito gravior sanctae Dei Ecc/esiae tribulatio» (In Chron. Virdunensi). Cf. ~LEURY, el artículo titulado Rebelión de los Clérigos concubinarios, lIb. LXII, XII). Todos los obispos que estaban de la parte del empera­dor y q~e excitaban su ánimo contra las admoniciones del Papa, ya habían SIdo excomulgados antes por simonía, por herejía, por liberti­naje y por otras infamias de toda suerte: eran los mismos a quienes Enrique había vendido los beneficios eclesiásticos. ¡Qué corazón no necesitaba un Papa que debía gobernar a la Iglesia con semejante cle­ro y que osaba emprender su reforma, siendo arrollado el poder tem­poral por los mismos vicios y siendo manejado por la parte más co­rrompida del clero!

86. No sólo la violencia brutal, sino también el arte de la calum­nia, del sofisma, y todo género de sutiles engaños fueron agotados contra Gregorio VII por parte de los clérigos que estaban en torno a Enrique, disfrazados de partidarios, consejeros y ministros suyos, cu­yas chapucerías él quería corregir. El arzobispo de Rávena, Guiberto, que más tarde fue antipapa, no dejó de falsificar el decreto de Ni­colás n, y haciéndolo circular, quería hacer creer que la elección de los Papas había sido confiada del todo en manos del emperador. Con semejantes mentiras se engañó a mucha gente, se creó una confusión sobre esta cuestión, y se prolongó la discordia. ¡He aquí los verdaderos autores de los disturbios!

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y protector desvergonzado del concubinato del clero? ¿Qué otro derecho del rey Enrique resultaba atacado? ¿Acaso Gre­gario VI! propuso nunca la más mínima pretensión respecto a cualqUIer otro derecho real? ¿Pidió otra cosa, sino que ce­sara de negociar con las sedes episcopales y dejara de pros­tituirlas con personas infames? Con toda certeza lo excomul­gó para detener la total e inminente ruina de la Iglesia, ya que no resultaban útiles los otros medios: el emperador era seducido por las pérfidas sugerencias de los prelados com­pañeros suyos de libertinaje.

, Pero no sólo el clero corrompido arrastró a Enrique a lo mas profundo de tantos males!' ~l mantuvo e impidió que la lucha terminara. Era natural: la guerra no puede terminar hasta que se vence al enemigo; y el único enemigo era la corrupción de este clero áulico.

Sup.ong?I?os que Enrique hubiera escuchado las pater­nas y ~~StlSImas :palabras de la Cabeza de la Iglesia, o que reconCIlIado la pnmera vez con el Pontífice en el castillo de Canossa, no hubiera sido arrastrado hacia sus pasadas irre­gularidades por obispos inicuos que se servían de él como escudo, para sí mismos y para sus vicios. Pronto se hubie­ra calmado toda la tormenta. El rey, al ser absuelto inme­diatamente de la excomunión, hubiera permanecido en per­fecta paz con la Iglesia. Hubiera conservado su reino, y . el

87. Desde la primera juventud, prevalecieron en torno a Enrique los clérigos más libertinos, y debieron separarse de él un san Anón y otros hombres íntegros, puesto que no eran aduladores ni insti­gadores d~ s~s peryersas tendencias. Bruno, en la Historia de la gue­rra de Saloma, atnbuye el hecho de que Enrique se entregara hasta el .fondo a todos los vicios más infames, a su familiaridad con el ObISP? de B.r~men, ~dalbert<;>:. «Hac igitur -dice- episcopi non epis­co.p.all .doctnna, rex In nequltla confortatus ivit per libidinum praeci­pttla SICUt equus et mulus, et qui multorum erat rex populorum thro­nu~ posuit in se libidini cunctorum reginae vitiorum» etc. El ~ismo E~r:que en un mon;ento de arr~?entimiento, verdadero o fingido, y es­cnbIendo a Gregor:o la confeslOn de sus faltas, atribuye la causa en part7 a sus ~e.sgraC!ados consejeros: «H eu criminosi nos -le escribe-, par.tlm puenttae blandientis instinctione, partim potestativae nostrae et . lmperios~e potentiae libertate, partim eorum, quorum seductiles ni­mlum secutl sumus consilia, seductoria deceptione, peccavimus in coe­lu.m et coram vobi~, et jam digni non sumus vocatione ves trae filia tia­"!IS .• N?n so!um .emm no~ res. ecclesiasticas invasimus, verum quoque Indlgn~S qUI~usltbe! et. Slmomaco felle amaricatis et non per ostium sed allunde mgredlentlbus Ecclesias ipsas vendidimus et non eas ut oportuit, defendimus» etc. (Cf. GOLDASTI, Constit. Imp~rial. t. 1). '

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iadoso Pontífice, abrazándolo en su seno con entrañas re­hosantes de paternidad, lo hubiera rociado con copiosas lá­grimas de p~ra al~gría. ~i la pret~ndida lu~ha entre ~l sacer­docio Y el Impeno hubIera termmado aSI, en segUIda des­pués de nacer, ¿qué hubiera sido de los prelados intrusos, simoníaco s Y concubinarios? Ellos presentían muy bien las consecuencias: presentían qué hubiera sido de sus vicios, de su vida bellaca y desenfrenada, de sus riquísimos benefi­cios comprados por ellos a altos precios, de sus mujeres, de la gracia del príncipe, cómplice suyo arrepentido. Esto lo explica todo, y muestra la razón, más clara que el sol, del por qué esta gente ~ayó en l~ ~esesperación al enterarse ?e que Enrique se habIa reconCIlIado con el Papa, y la raza n de que utilizara los medios más extremos para hacerlo re­caer en el precipicio, rompiendo así de nuevo con el Pontí­fice y con la Iglesia."

100. ¿Se desea aún otra prueba de que no eran los de­rechos del imperio el objeto de aquellas contiendas suma­mente infelices y tan prolongadas? Recuérdese cuanto suce­dió medio siglo más tarde entre Enrique V y Pascual n. Este inmortal Pontífice lanzó a oídos de todos un lenguaje al que no se hubiera podido hallar otro más santo y más elevado en boca de cualquier Papa de la antigüedad. Con su conduc­ta demostró que en la sede de Pedro no ha faltado nunca el espíritu de apostolado y que el eterno Evangelio de Jesu­cristo no tiene ni ayer ni hoy. Creo tener que citar las mis­mas palabras del pacto que este gran Papa propuso. a ~~­rique V, puesto que constituye un monumento lummosIsI­mo: prueba que nunca en la Iglesia se podía extinguir ni faltó en los siglos más lastimosos, aquella sublimidad de

88. Cuando Enrique obtuvo de Gregorio VII la absolución de la ex­comunión en el castillo de Canossa, entonces los obispos de su parti­do, quedaron desolados al ver que el emperador abandon.aba su causa. Roberto de Bamberg, Udalrico de Costreim, y otros pnmeros conse­jeros de sus maldades cuyo alejamiento de la corte y de la persona del rey, el Papa, al ab~olverlo, había puesto como condición, así como también respecto a otros obispos lombardos del mismo talante, los cuales levantaron tal rumoreo amenazando con la rebelión -todo por causa ' del celo que ostentaban por la deshonrada dig~idad real. ~e Enrique-, que apartaron a Enrique de su buen propÓSIto y l.e hlcle; ron volver a las andadas. ¡La lógica de estos prelados era sm~lar. La dignidad real era deshonrada porque se había dejado corregIr d~ sus vicios por el Papa: por esto intentaban castigar al rey. j«et qU!­pem» con los hechos!

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pensamiento que eleva al sacerdocio cristiano por encima de todas las alturas y por encima de todas las riquezas tran­sitorias de la tierra y lo hace poderoso por la sola palabra de Dios. Al mismo tiempo, este fragmento de Pascual II puede demostrar aquella verdad que continuamente repe­timos: que la servidumbre y la corrupción del clero derivan del hecho de inmiscuirse éste en los asuntos mundanos. El Papa, en suma, con un acto de magnanimidad sin par, pro­pone que el clero renuncie a los feudos y a todas las gran­dezas seculares, y que a cambio de este abandono se le res­tituya su completa libertad. Sublime propuesta, hallándose la Iglesia en aquel estado; propuesta a la que los escritores de la historia eclesiástica no prestaron la debida atención, y a la que todavía hay que hacer justicia. Las reflexiones del futuro lo harán, procurando que brille como uno de los hechos más luminosos de la historia de la Iglesia, aunque tanta sublimidad y belleza por parte de la propuesta del Papa Pascual, digna de los Apóstoles, la convertía precisa­mente en extraña y absurda a los ojos de sus contemporá­neos. El clero de Alemania, al oirla, se horrorizó, se revol­vió contra el Papa y revolvió al emperador que por parte suya la había aceptado y jurado. No podía esperarse otra cosa. He aquí de nuevo la seducción del clero producida por los bienes temporales, y cómo, por tercera vez, al menos, impedía la paz entre el sacerdocio y el imperio. He aquí có­mo el imperio se substraía a la obediencia a la Iglesia para hacerse obediente y esclavo del clero corrompido, lisonjeado y envanecido por el humo de la adulación con la que este género de clero que no tiene ni dignidad ni libertad para vender, siempre lo seduce. El imperio, pues, constituye un puro pretexto: es algo accesorio en la gran lucha. El clero corrompido ~btiene implicar astutamente al imperio en su propia causa, y combate para sí mismo en nombre de los derechos del imperio y con el brazo de éste. Pero oigamos ya al Papa Pascual.

Así escribe al emperador: «Fue decretado por las insti­tuciones de la ley divina y prohibido por los sagrados cáno­nes, que los sacerdotes se ocupen de los asuntos seculares y que vayan a la corte si no es para interceder a favor de los condenados o a favor de otros a quien se haya hecho in jus­ticia. Pero en las regiones de vuestro reino, los obispos y los abades andan tan ocupados en asuntos seculares, que no pueden menos que frecuentar asiduamente la corte y ejer-

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cer la milicia. Y los ministros del altar se han convertido en ministros de estado, habiendo recibido de manos de los re­yes ciudades, ducados', marquesados, casas de moneda, for­talezas y otras cosas que pertenecen al servicio del reino. Por lo que se ha impuesto una costumbre en la Iglesia: que los obispos elegidos no reciban ya la consagración si antes no son investidos por el rey." Incluso a veces algunos son investidos en vida de los obispos. Nuestros predecesores de feliz memoria, Gregorio VII y Urbano II, conmovidos por estos males y por otros sin número que muy a menudo su­cedían por causa de la investidura, reuniendo frecuentes Concilios episcopales, condenaron aquellas investiduras rea­lizadas por manos laicas. Y si había clérigos que obtenían iglesias por este medio, creyeron que debían ser depuestos y los que les investían debían ser excomulgados, a tenor del canon apostólico que reza así: "Si un obispo, haciendo uso del poder secular, obtiene de él una Iglesia, sea depuesto, y .sean excomulgados los que estén en comunión con él." Por lo que ordenamos que te sean entregadas, a ti, rey Enrique e hijo amadísimo, y a tu estado, los derechos reales que evi­dentemente pertenecían al estado en tiempo de Carlos, Lu­dovico, Odón y de los otros príncipes predecesores tuyos. Excluimos y prohibimos bajo pena de anatema que en 'ade­lante ni obispos ni abades presentes o futuros, adquieran de­rechos reales, a saber, las ciudades, los ducados, los marque­sados, los condados, las casas de moneda y de impuestos, las abogacías, los derechos de los centuriones, los tribunales rea­les con sus dependencias, el ejército y las fortificaciones. Decretamos además, que las Iglesias permanezcan libres con sus oblaciones y posesiones hereditarias que claramente no pertenecen al reino, tal como prometiste el día de tu coro­nación al Señor Omnipotente, ante toda la Iglesia.» 90

89. He aquí la verdadera causa de las investiduras: los feudos. 90. «Divinae legis institutionibus sancitum est, el sacris canonibus

interdictum, ne sacerdotes curis saecularibus occupentur, neve ad co­mitatum, nisi pro damnatis eruendis, atque pro alliis qui injuriam pa­tiuntur, accedant. In ves tri autem regni partibus, episcopi vel abbates adeo curis saecularibus occupantur, ut comitatum assidue frequentare , et militiam exercere cogantur. Ministri vera altaris, minislri curiae facti sunt, quia civitates, ducatus, marchionatus, monetas, turres, el caetera ad regni servitium pertinentia, a regibus acceperunt. Unde etiam mos Ecclesiae inolevit, ut electi episcopi nullo modo consecra­tionem acciperent, nisi per manum regiam investirentur. AI~quando etiam vivis episcopis investiti sunl. His et aliis plurimis malls, quae

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¿Acaso es éste el lenguaje de los usurpadores? Tanta ge­nerosidad, tanto desapego respecto al poder temporal legí­iimamente adquirido por la Iglesia debido a los servicios prestados al estado durante muchos siglos, ¿ constituye, qui­zás, una prueba de la ambición de los Papas y de su avari­cia? 9! ¿ Qué intercambio se exige al poder secular pára re.

p~r investituram plerumque contigerant, praedecessores nos tri Grego. rzus VII et Urbanus Il felicis recordationis Pontifices excitati, collec· tis frequenter episcopalibus Conciliis, investituras illas manu laica dam· naverunt, et si qui dericorum per eam tenuissent Ecclesias, deponen· dos, dato res quoque communione privandos percensuerunt, juxta illud Apostolicorum Canonum Capitulum, quod ita se habet: Si qui episco­pus saeculi potestatibus usus, Ecclesiam per ipsas obtineat, deponatur, et segregentur omnes qui illi communicant. Tibi itaque, fiti carissime Henrice rex, et regno regalía illa dimittenda praecipimus, quae ad reg­num manifeste pertinebant tempore Caroli, Ludovici, Ottonis, et cae­terorum praedecessorum tuorum. lnterdicimus etiam el sub anathema· te districtione prohibemus, ne qui episcoporum seu abbatorum, prae­sentium vel futurorum, eadem regalia invadant, id est, civitates, du­ca tus, marchias, comitatus, monetas, telonium, advocatias, jura ceno turiorum, et curtes quae regi erant, cum pertinentiis suis, mílitiam el castra. Porro Ecclesias cum oblationibus et hereditariis pos­sessionibus, quae ad regnum manifesle non pertinebant, liberas manere decrevimus, sicut in die coronationis tuae omnipotenti Domino in cons­pectu totius Ecclesiae promisisti» (Epistola XXII).

91. Otros acusarán al magnánimo Pontífice de no haber sostenido suficientemente con esto los derechos de la Iglesia, abandonando a la codicia de otros los bienes temporales de la misma. Que se me perdone una observación a este propósito: me tomo la libertad de someterla al juicio de los que tienen más visión de las cosas que yo. Me parece que, cuando la riqueza y el poder temporal han penetrado en el clero, no sólo han producido una evidente corrupción en una parte del mis· mo, sino que también, par lo general, han engendrado una excesiva confianza en los medios humanos respecto a la religión. Me pregunto si quizás en otros casos estos bienes no han sido defendidos con ex· cesivo empeño. -como explicaré mejor más adelante-, mientras que, según el espíritu eclesiástico de la antigüedad, «es mejor abandonar· los cuando su defensa puede producir al peligro de un mal espiritual mayor», ya que los bienes materiales no son de absoluta necesidad para la Iglesia, como lo es su libertad y santidad. Por esto no mere· cen una defensa absoluta e incondicional.

Quien quiera constatar cuán desinteresados eran los sentimientos de san Agustín, no sólo respecto a su persona, sino también respecto a los bienes de su Iglesia, que lea los sermones que dirigía a su pueblo, en particular el 316. En éste, entre otras cosas, dice: «Quien prive de algo a sus hijos para dejar lo que le pertenece a la Iglesia, que busque a otro que no sea Agustín, para recibir su don. Creo que, si Dios quiere, no podrá hallarlo»: estas últimas palabras demuestran que este sen­timiento era común a los obispos de su tiempo. Y añade: «iCómo se alabó la acción de Aurelio, obispo de Cartago! Un hombre que no

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nunciar a tan vastos ·derechos? ¿Se nutre, por debajo, una segunda intención? ¿Es éste, acaso, un juego de la política de la corte romana? Dios juzgue entre éstos que opinan así y Roma. Los Papas no piden otra cosa a los reyes que la "libertad» de la Iglesia oprimida hasta su extinción. Me atrevo a decir que nunca han pedido otra cosa: éste es el límite de toda su ambición y avidez." Pero por desgracia, era

tenía hijos ni los esperaba, dejó todas sus posesiones a la Iglesia, reservándose el usufructo. Le llegaron hijos, y el obispo restituyó cuanto le había legado, en el momento en que menos se lo esperaba. Podía dejar de restituírselo según el mundo, pero no según Dios.»

Igualmente, con qué generosidad escribe san Ambrosio: «Quid igi­tur non humiliter responsum a nobis est? Si tributum petit (impe­rator) non negamus. Agri Ecclesiae solvunt tributum: si agros desi­derat imperator, potestatem habet vindicandorum, nemo nostrum intervenit» (De Basilicis tradendis, n. 33).

Sobre este asunto de los tributos, añadiré todavía que algunas ve­ces se puso demasiada preocupación en mantener la exención de los tributos en favor de los bienes eclesiásticos. Cuando los bienes de la Iglesia son muchos, este Privilegio comporta algo sumamente odioso, y parece ser contra la equidad. Me atrevo a decir más todavía: cau­só más daño a la Iglesia que ventajas, incluso en el orden temporal, ya que fue ocasión de que se inventara aquella terrible expresión de las manos muertas, y de que se dijera, como 10 hizo Barbosa, «reg­norum utilitas postulat ut bona stabilia sint in commercio hominum non privilegiatorum ET EXEMPrORUM (De Pensionibus, lib. I1, vol. XXVI, n. 19).

Un justo arreglo hubiera sido «que el Estado renunciara a la re­galía respecto a los bienes que por su origen no son realmente feu­dos, y que los bienes de la Iglesia pagaran el tributo como · todos los otros».

92. Pascual II sabía muy bien que eran las sugerencias de los be­llacos las que enturbiaban la cuestión, y por esta razón escribía así al rey de Inglaterra: «En medio de estas contradicciones, no de­bes permitir, rey, que nadie introduzca en tu ánimo una persuasión profana, como si nosotros quisiéramos disminuir algo de tu poder o exigir una mayor influencia nuestra en la promoción de los obis­pos. Más bien abandona tu pretensión, pOr amor de Dios, que es evi­dentemente contraria a Él, y que no puedes ejercerla estando con Dios; ni nosotros podemos concederla, por nuestra salvación y la tuya. Por lo demás, cualquier cosa que nos pidas y que podamos concederte según Dios, te la concederemos con sumo placer, y nos ocuparemos con interés siempre creciente de todo cuanto redundare en tu honor y exaltación. Y no creas que se debilite el nervio de tu poder por el hecho de desistir de esta usurpación profana: antes bien, reinarás con mayor eficacia, con más solidez, con más honor, porque en tu reino reinará la autoridad divina.» Estas últimas pala­bras de Pascual, son a la vez bellas y dignas de atención, ya que in­dican un hecho observado por un profundo pensador de nuestros tiempos: «que aunque los Papas se opusieron a los soberanos cuan-

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precisamente esta libertad y la existencia de la Iglesia lo que desagrada. El hecho de pedirla y reivindicarla, consti­tuye el único error que no se perdona en esta lucha. Y el mundo se llena de estos gritos : ¡insulto a la majestad de los tronos! ¡usurpación ambiciosa de sus derechos! Tal es el espíritu de injusticia y de engai'..ú profundo que ha presidi­do las exclamaciones contra los Pontífices romanos e inclu­so la prensa del siglo pasado. ¡ ¡Tal es la razón puesta en evi­dencia por aquel celo afectado por la dignidad de los monar­cas en tiempos en los que se intenta todo para borrarlos de sobre la faz de la tierra!! ¿Y sólo los monarcas no se dan cuenta de ello?

101. La proposición que sostengo, a saber, que <da así llamada lucha entre el sacerdocio y el imperio no fue otra cosa que una lucha entre el clero depravado que rehusaba la Reforma, y la Iglesia que quería reformarlo», resplande­ce con luz manifiesta en todo el proceso de aquella contienda. Basta con abrir al azar los cronistas de aquella época. Tó­mese cualquiera de ellos, sin excepción de partido u opi­nión, y en cualquier página con la que topen los ojos, digo que en seguida se hallarán pruebas evidentes de la verdad que afirmo. Lo cual hace más sorprendente la distracción de los historiadores modernos, que les impidió conside­rar una verdad tan palmaria, y escrita en todos los monu­mentos de aquella época, diría yo, con caracteres de lágri­mas y de sangre. Resultan pues inútiles otras pruebas desde el momento en que los hechos completos son pruebas de ello. Pero la mencionada distracción de los escritores filóso­fos, me lleva a añadir otro hecho, cuya verdad, a pesar de ser manifiesta, ha sido no obstante tan obscurecida y olvi­dada, que a muchos les parecerá novedad al oírla. Lo nuevo que se conooe, merece ser comprobado con diligencia por causa del respeto debido a la opinión pública. El hecho que quiero mencionar aquí, será externo a la oposición con los

do éstos quisieron oprimir a la Iglesia, no obstante, nunca los han rebajado; y el hecho de someterse a la autoridad de aquélla, incluso confirió algo de sagrado a la soberanía y como un reflejo del esplen­dor divino» . Resultan oportunas aquÍ las palabras de Pascual al rey de Inglaterra: «Nee existimes quod potestatis tuae eolumen infirme­tur si ab profana usurpatione desistas. Imo tune validius, tune ro­bustius, tune honorabilus regnabis, CUM IN REGNO TUO DIVINA REGNABIT AUCTORITAS» (Cf. EADMERo, Historia Novorum, lib. 111). Se podría aña­dir que sólo reina el que sirve a Dios, a la justicia y a la verdad.

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emperadores de Alemania, a fin de que se vea cómo la ver­dad que sostengo es común a todas las luchas que en aquel tiempo tuvieron lugar entre los Papas y los príncipes. Se trata de lo que sucedió entre Pascual II y Enrique 1 de In-glaterra. . , . .

Enrique, como cualqUIer otro pnnclpe de su tIempo, ha-cía lo que se le antojaba con los obispados. El Papa le advir­tió que eran cosa sagrada; que no se podía traficar con ellos; que la Iglesia debía conferir las Sedes; que debían con­ferirse a sucesores de los Apóstoles y llamados por Cristo por medio de las elecciones canónicas. El Rey no accedía: de lo cual se seguía un intercambio de cartas y de delega­ciones." Pascual II permanecía inmóvil como una roca, y con

93. A la primera embajada que Enrique envió a Roma para ob,te­ner de Pascual el derecho de investir a los obispos, este ilustre Pon­tífice le respondió con una carta digna de la Cabeza de la Iglesia, y en la que, entre otras cosas, decía así: «Pedías que te fuera conce­dido por indulto de la Iglesia Romana el derecho y la facultad de constituir a los obispos y a los abades por medio de la investidura, y que se sometiera al poder real lo que el Señor 0r:mipo!ente" declara que se hace sólo por obra suya, puesto que el Senor dIce: Yo soy la puerta: si alguien entra a través de mí se salvará." Ahora bien, cuando los reyes ' se arrogan ser ellos la puerta de la Iglesia, enton­ces sucede que los que penetran en la Iglesia a través de ellos, no son ya pastores, sino robadores y lad~ones, ya qu~ el ~eñor dice: "Quien no entra por la puerta del redll de las ovejas, SInO que pe­netra por otra parte, es robador y ladrón." En , real~dad si t~ di!~­ción nos pidiera algo muy importante que, segun DlOS, con JustIcIa y salvo nuestro poder pudiéramos concederte, con mucho gus~o .te lo concediríamos. Pero lo que nos pides es cosa tan grave, tan IndIg­na, que ni con artificio alguno la Iglesia puede ju~tificarlo o adm~­tirIo. El bienaventurado Ambrosio llegó a ser empUjado hasta los h­mi tes extremos antes que conceder al emperador el dominio de la Iglesia. Le respondió: "No quieras agravar tu situación, oh. empe.ra­dar, creyendo que sobre las cosas divinas exista un de:echo Impenal. No te ensalces, sino que si quieres reinar por mucho tIempo, sométe­te a Dios. El ha escrito: "Las cosas de Dios a Dios, las cosas del César, al César." Los palacios corresponden al emperador, las .Iglesias, a~ sa­cerdote. A ti se te confió el derecho sobre las construcClOnes publIcas, no sobre las sagradas. ¿Qué esperas de una adúltera? Puesto que es adúltera la que no está unida por legítimo matrimonio. ¿No te re­pugna oh rey, que se llame adúltera aquella Iglesia que no ?a con­traído matrimonio legítimo? Ya que todos creen que el obISpo es esposo de la Iglesia. Si eres hijo de la Iglesia, deja que tu madre contraíga matrimonio legítimo de. modo que se una. a un. esposo le­gítimo, no por obra de hombre, SInO por obra de .Crlsto DlO~ y Hom­bre. El Apóstol atestigua que los obispos son elegldo~ por DlOS cuan­do son elegidos canónicamente, cuando dice : "NadIe se arroga el honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón." Y san Ambro-

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él, San Anselmo, entonces primado de Inglaterra. Este San­to Arzobispo había sufrido ya muchas persecuciones y exi­lios por la libertad, a causa de Guillermo, inmediato prede­cesor de Enrique, el cual lo había hecho volver del destierro por política, y lo acogió con honor. Pero nunca pudo co­rromperlo ni recibir honor alguno por parte de los obispos investidos por mano real. Para terminar la discordia Con Anselmo, una nueva embajada fue enviada al Pontífice: tres obispos por el rey, y dos monjes por el primado, pero vol­vieron sin haber obtenido nada. En presencia de los obispos y de los nobles reunidos por el Rey, se leyeron las cartas del Papa a Anselmo, lleno de dignidad y de constancia." La causa parece terminad'a y el Rey finalmente se rinde. ¿Fue realmente así? En el momento de tratar la paz, al ser resti­tuidos a la Iglesia los sagrados derechos violados, los tres obispos enviados al Papa se levantan y enturbian la situa-

sio dice : "Justamente se cree que ha sido elegido por el juicio divino aquél que todos han solicitado"; y poco después: "cuando concuerde la petición de todos, no dudes de que el Señor Jesús haya sido el autor de la voluntad y el árbitro de la petición, el presidente de la OI:denación y el que otorga la gracia". Además, el profeta David, con­versando con la Iglesia, dice: "En lugar de tus padres te han nacido hijos: los constituirás príncipes sobre toda la tierra," He aquí cómo la Iglesia engendra hijos y los constituye príncipes. Verdaderamen­te es monstruoso decir que el hijo engendra al padre, y que el hom­bre deba crear a Dios! Ya que es manifiesto que en la Escritura los sacerdotes son llamados dioses en cuanto son vicarios de Dios. Por todo esto la santa Iglesia Romana y apostólica, no dudó en oponerse valientemente por medio de nuestros predecesores a la usurpación de los reyes y a la abominable investidura que pretendían conferir; las gravísimas persecuciones de los tiranos, no fueron capaces de some­terla, persecuciones por las que fue afligida y sacudida hasta nues­tros tiempos. Pero confiamos en el Señor, puesto que Pedro el Prín­cipe de la Iglesia y el primero de los obispos tampoco perderá la virtud de la fe 'depositada en Nos.» Esta carta es citada por EADMERo, Historia Novorum, lib. IlI.

94. Estas cartas de Pascual a Anselmo decían así: «Es bien co­nocido a tu sabiduría con qué eficacia, firmeza y severidad nuestros Padres combatieron en los tiempos pasados contra la venenosa raíz de depravación simoníaca: la investidura. En tiempo de Urbano, se­ñor y predecesor nuestro de memoria digna de respeto en Cristo, se reunió cerca de Bari un venerable Concilio de obispos y de abades provenientes de diversas partes: en él intervenimos tu religión y Nos mismo, como recuerdan muy bien los que estaban con nosotros, y se pronunció la sentencia de excomunión contra aquella peste. Y Nos, que tenemos el mismo espíritu de nuestros Padres, pensamos lo mismo y atestiguamos lo mismo.» Esta carta lleva la fecha de 11 de diciembre de 1102.

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ción: mediante un indigno y apenas creíble engaño, ocasio­nan la rebelión del rey contra el reo ausente, y mantienen la esclavitud de la Iglesia. Desenmascarada después la im­postura, fue castigada con la excomunión. Ellos aseguraron que el Papa les había hablado en secreto dando permiso al Rey para hacer lo que prohibía en sus cartas, ya que no ha­bía querido ponerlo por escrito, a fin de que los otros prín­cipes no se aprovecharan de la ocasión para desear lo mis­mo." En vano los dos monjes compañeros de embajada pro­testaron y negaron el hecho: fueron vilipendiados y oprimi­dos. De esta manera desapareció toda esperanza de concor­dia, y no por obstinación del Rey, sino por maldad de obispos aduladores, simoníaco s e infamemente extraviados.

Constituye, pues, una evidente injusticia por parte de los historiadores modernos el hecho de olvidar la importancia de la cuestión, para entretenerse en un punto accesorio de procedimiento, olvidando la causa por la cual se combatía, y

95. He aquí lo que respondió Pascual cuando oyó la infame men­tira de los tres obispos cortesanos: «Apelamos como testigo contra nuestra alma a Jesús que penetra los ríñones y los corazones, en ca­so de que desde el momento en que tomamos la responsabilidad de esta santa Sede, semejante delito haya solamente pasado por nues­tra mente. Dios nos libre de que nunca seamos infectados oculta­mente por tal delito, de manera que tengamos una cosa en la boca y otra escondida en el corazón, ya que se pronunció esta impreca­ción contra los falsos profetas: "Que Dios disperse a todos los labios mentirosos ," Si callando aceptáramos que la Iglesia fuera manchada con la hiel de la amargura y con la raíz de la impiedad, ¿cómo po­dríamos excusarnos ante el Juez eterno, cuando el Señor dijo al Pro­feta como enseñanza para los sacerdotes: "Te puse como vigía de la Casa de Israel?" No proteje debidamente a la ciudad quien situado sobre la roca y distraído expone la ciudad a ser presa de los enemi­gos. Pues bien, si es una mano laica la que entrega el signo del oficio pastoral, el báculo, y el símbolo de la fe, el anillo, ¿qué hacen ya los Pontífices en la Iglesia? El honor de la Iglesia cae por el suelo, se disuelve la fuerza de la disciplina, se conculca toda la religión cristiana desde el momento en que toleramos que la temeridad de los laicos presuma llevar a cabo lo que sabemos que incumbe sólo a los sacerdotes. No, no es propio de los laicos traicionar a la Iglesia, ni de los hijos manchar con el adulterio a la madre, ya que corres­ponde a los laicos defender a la Iglesia y no traicionarla. Odas arro­gándose ilícitamente el oficio sacerdotal, fue tocado por la lepra. También los hijos de Aarón, al colocar sobre el altar un fuego extran­jero, fueron consumidos por las llamas divinas», etc. Y sigue proban­do el carácter ilícito del hecho que el príncipe confiera según su voluntad los obispados, excomulgando por fin a los impostores y a aquellos que entre tanto habían sido investidos por el rey con sedes ep1scopales.

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ocupándose todos de los combatientes. Los combatientes, o los jefes de los combatientes eran los Papas y los soberanos. Pero la causa por la cual se combatía era la del clero: los primeros luchaban para restituirles la antigua virtud y digni­dad; y los segundos para mantener sus vicios, de tal manera que los príncipes no eran, por decirlo así, sino caudillos a sueldo del populacho de la clase de los eclesiásticos, los cuales bajo su escudo, como siempre perseguían también en­tonces la impunidad.

102. Así, pues, ¿convenía que la Cabeza de la Iglesia se dejara atemorizar por la fuerza bruta de la que disponía el clero corrompido? ¿ Convenía que los sucesores de san Pedro se desanimaran considerando la dificultad de la em­presa? ¿Convenía que ante los males que se originarían de la terquedad invencible de los eclesiásticos que rehusaban los avisos y las leyes saludables, los sucesores de san Pedro se retiraran sin proveer por la salud de la Iglesia de Dios que les había sido confiada y que se hallaba en extremo peligro? Tal vileza de ánimo ¿podía ser digna de los sumos Pontífi­ces? ¿O acaso no debían éstos entregarse a aquella obra eon tanta mayor grandeza de ánimo y espíritu de sacrificio, en cuanto la fe en la palabra de Cristo les decía que al fin su éxito era seguro?

Por otra parte, ¿ cuándo se obró reforma alguna sobre la tierra sin grandes atropellos? ¿ Cuándo se aniquilaron abusos introducidos e inveterados universalmente, sin obstáculos y contradicciones? ¿Acaso un pueblo ha recuperado nuncá la dignidad perdida sin sacrificios? ¿Acaso nunca una nación se ha hecho feliz sin pasar por grandes desventuras y sin sostener las más duras pruebas? ¿ Se pretenderá que la Igle­sia católica, esta comunidad de pueblos envilecida y esclava, pueda resurgir de lo más profundo de la humillación y vol­ver a ser libre sin una gran sacudida, sin una gran agitación social? Por lo tanto, no saben lo que dicen aquellas cabezue­las que con tanta seguridad en sí mismas critican a aquellos grandes hombres que fueron destinados por la Providencia como guías de las naciones cristianas y encargados por ella de la reforma de la humanidad.

103. Interrogo a los historiadores más enemigos de los Pontífices, a los escritores protestantes, pregunto a Hume y Robertson, y no pueden menos de reconocer el hecho de que «el resurgimiento de la sociedad humana que había llegado a una degradación extrema, y no sólo la Iglesia, coincide con

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la época del pontificado de Gregario VII." Bastaba un ojo no infectado por la pasión para darse cuenta de que esta coincidencia no es casual, y que se explica por las acciones humanas y sublimes del Pontífice, contra las que tanto ha­blan, y que incluso consideradas en sus efectos totales, han redundado indudablemente no menos en bien de la Iglesia que en bien de la sociedad civil, cuya causa es común, o más bien es una e indivisible. Nuestra exposición, empero, sólo se refiere a la libertad de la Iglesia en las elecciones de los obispos," y por lo mismo limitémonos sólo a éstas.

104. El grito de libertad lanzado por Gregario, sacudió a la Iglesia de Dios de aquella especie de sopor por el que se había dejado invadir. Pareció un grito nuevo, agradable, útil. La fe, la justicia, la dignidad de la Iglesia se reavivaron cual chispas apagadas por medio de aquel soplo en el interior de todos los corazones. Y las iglesias particulares y todos los santos prelados que quedaban en la Iglesia, respondieron a la llamada," se enrolaron bajo el signo de la causa común, repitieron las antiguas declaraciones y protestas contra las usurpaciones seculares mediante escritos y cánones que no

96. «Los abusos del gobierno feudal, junto con la depravación del gusto y de las costumbres -su natural consecuencia-, no habían hecho más que aumentar durante muchos años. Parece que hacia fi­nales del siglo XI llegaron al colmo de su progreso. En esta época se constata que empieza el proceso en sentido contrario, y a partir de ella podemos enumerar la sucesión de las causas y de los aconteci­mientos, cuya mayor o menor influencia ha colaborado a dirigir .la confusión, la barbarie, y a substituirlas por el orden, la educacion y la regularidad.» (Introducción a la Vida de Carlos V, seco 1).

97. Constituiría una investigación profunda y útil «el examen de los sentimientos de justicia, de equidad y de humanidad que Grega­rio VII inspiró a la sociedad llena de barbarie, y las consecuencias provechosas que se verificaron». Por ejemplo, en un Concilio cele­brado en Roma, se preocupó de promulgar una ley en favor de los náufragos, ordenando «que en cualquier playa en la que arribaran, se respetara su infortunio, y que nadie se atreviera a tocar su per­sona y sus cosas»: «ut quicumque naufragum quemlibet et illius bo­na invenerit, secure tam eum quam omnia sua dimittat» (Concil. IV Rom. sub Gregor. VII) . Esta es una de aquellas leyes de humanidad que pasaron al derecho público europeo.

98. Sería interminable referir cuánto cansancio y sufrimiento so­portaron por causa de la libertad de la Iglesia como consecuencia del movimiento iniciado por Gregario, un san Anselmo de Cantorbery, un san Pedro Damiano, un san Anselmo de Lucca, un san Guido de Chartres, y más tarde un san Bernardo y tantos otros prelados insignes que florecieron sucesivamente en la Iglesia. .

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aparecían en absoluto, o al menos raramente, en el siglo an­terior."

Evidente~ente la obra fue guiada por Dios. ¿Qué consejo humano pOdIa socorrer a la Iglesia en situación tan extre­ma? ¿ Dónde hallar un hombre -diría yo casi único en la historia-, para colocarlo, después de haber sido hallado, so­bre la Sede Apostólica, y que osara imponer una reforma total a un mundo viejo y corrompido, que afrontara todos los po~eres y todos los enemigos internos, que en pocos años y mediante once concilios castigara los más solemnes e inve­terad~s desórdenes y que purificara de ellos a la Iglesia, y que fmalmente dejara como herencia a sus sucesores las máximas por él precisadas y puestas en evidencia, las úni­c~s que po~ían regir el tan combatido gobierno de la Igle­Sia? ¿De que manera, a no ser por decisión divina, podía su­cederse aquella larga serie de pontífices que siguieron a Gre­gorio VII, y que fueron un Víctor lII, un Urbano n, un Pas­cual Il, un Gelasio n, y un Calixto Il, partícipes del espíritu de fortaleza y de rectitud de aquel gran Pontífice que era cons~derado por todos como padre y maestro común,"JO y que contm~~ran.!a gran obra de liberación de las elecciones y de punfIcaclOn de las costumbres, sin que ni uno sólo se des­mintiera a sí mismo, o cambiara el camino seguro que halló trazado ante sí? 101 Se requería nada menos que todo esto:

99. He aquí algunos cánones de Concilios celebrados después que Gregorio levantó el estandarte de la reforma y de la libertad ya an-tes de que expirara el siglo XL '

El Concilio de Clermont, en el año 1095, redactó dos cánones : 15. Nullus ecclesiasticum aZiquem honorem a manu Zaicorum accipiat. -18. Nullus presbyter capellanus aZicuius laici esse possit nisi conces-sione sui episcopio '

El ConciliQ de Nimes del año siguiente 1096, redactó el canon 8 : «CZericus veZ monachus, qui ecclesiasticum de manu laici susceperit beneficium, quia non intravit per ostium, sed ascendit aliunde sicut fur et latro, ab eodem separetur officio.»

El Concilio de Tours del mismo año 1096, dice en el can. 6: Nullus laicus det veZ adimat presbyterum Ecclesiae sine consensu praesulis.

100. En la profesión de fe hecha por Pascual II en el Concilio Letrán del año 1112, dice aquel Pontífice que abrazaba los decretos de los Pontífices sus predecesores, et praecipue decreta Domini mei Papae Gregorii VII, et beatae memoriae Papae Urbani: quae ipsi lau­dave;unt, laudo; quae ipsi tenuerunt, teneo; quae confirmaverunt, ~onflr'!l0; quae damnaverunt, damno; quae repulerunt, repello; quae -mterdlxerunt, interdico; quae prohibuerunt, prohibeo in omnibus et per omnia, et in iis semper perseverabo. '

101. Todos estos Pontífices, también los que reinaron poco tiern°

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esfuerzos prolongados; una perseverancia, casi obstinada en las mismas máximas, más duraderas que la vida de un ;010 hombre; una infatigable y valiente predicación de la verdad realizada con ánimo apostólico por muchos Pontífices se­guidos, que aparecieran como un solo Pontífice vivo e inmor­tal de la misma manera como único era el Pontificado que fue capaz de romper .los prejuicios, dominar las pasiones, y hacer penetrar en el ánimo de los soberanos la fuerza len­ta de la razón y hacerlos inclinar finalmente bajo Cristo. Así

po, convocaron Concilios y promulgaron decretos a favor de la liber­tad de las elecciones, con gran fortaleza y magnanimidad. Siendo im­posible e~po?er todas sus actuaciones, referiré solamente algunos de­cretos pnnclpales por ellos publicados.

Víctor 11, aunque sólo reinó dos años, celebró un Concilio en Be­nevento en 1087, donde publicó el siguiente decreto: «Establecemos igualment.e que si de ahora en adelante alguien recibe de persona lai­ca un obIspado o una abadía, no sea considerado ni obispo ni abad ni se le preste honor como si tal fuera. Además, le prohibimos el uso del .gremial de san Pedro y la entrada en la Iglesia hasta que, arr~pentldo, n? abandone el puesto que ha recibido con tan grave dellto de ambICIón y de desobediencia, que es también infamia ido­látri~a. Igualmente establecemos respecto a los grados y dignidades i~fenores de la Iglesia: También si algún emperador, rey, duque, prín­CIpe, conde o cualqUler otro poder secular presumiera conferir el episcopado u otra dignidad eclesiástica cualquiera, sepa que los 318 Padres del Concilio de Nicea excomulgaron a tales vendedores y com­pradores, juzgando que fuera anatema tanto el que da como el que recibe.

Urbano 11 defendió la misma libertad de las elecciones en tres Concilios que convocó en Melfi, en Clermont y en Roma, los años 1089, 1095 Y 1099. He aquí dos cánones del segundo de estos dos Con-cilios: ..

1. «La Iglesia católica sea casta en la fe y libre de toda servidum­bre secular.»

2. «Los obispos, los abades u otros miembros del clero que no reciban dignidad eclesiástica alguna de mano de los príncipes o de cualql,1ier otra persona laica.» ..

Pascual 11, opuso al abuso de la esclavitl,1d de las elecciones epis­copales, los decretos de ocho Concilios celebrados por él cinco en Roma en los años 1102, 1105, 1110, 1112, 1116; los otros tre~ en Guas­talla, en Trozes y en Benevento en los años 1106, 1107, 1108. Es increí­ble con qué magnanimidad, equidad y dulzura Pascual II combatió p?~ la libertad de las elecciones : la fortaleció y la exigió. En el Can­CIlla de Guastalla, se habla de modo que se ve cómo los esfuerzos del Papa empezaban a obtener algún fruto en la reforma de la Igle­sia. He aquí un fragmento del mismo: «Desde hacía ya tiempo la Iglesia <;atólica era ultrajada por hombres perversos, tanto clérigos como laICOS. Por lo que en nuestro tiempo nacieron muchos cismas y herejías. Ahora por gracia divina, habiendo disminuido los autores

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ocurrió, cuando en 1122 en Worms, y en el año siguiente en el Concilio Ecuménico de Letrán, precisamente cuarenta y nueve años después que Gregorio VII condenara por vez primera el abuso de las investiduras, los soberanos renun­ciaron solemnemente a sus usurpaciones. ¿ Quién, sino la di­vina Providencia, perfeccionó y selló la gran obra, cuando el derrumbamiento de circunstancias y situaciones imprevis­tas, condujo a Odón IV en 1209, a Federico Il en 1213 y en 1220, y por fin a Rodolfo I en 1275 a renunciar a los derechos abusivos de regalía, de espolio, y de deportación que toda­vía embarazaban no poco la libertad de la Iglesia?

105. Se puede decir que la Iglesia, y la Santa Sede que la guiaba, había triunfado plenamente con las promesas jura-

de tales maldades, la Iglesia resucita a su libertad originaria. Por lo que conviene proveer a fin de que las causas de tales cismas per­manezcan enteramente destruidas. Por esto, dando nuestra aproba­ción a las constituciones de nuestros Padres, prohibimos absolutamen­te que se verifiquen investiduras por parte de los laicos. En caso que haya algún violador del presente decreto, cual reo de injuria hacia su madre, si es clérigo será apartado de la participación de su dig­nidad, si es laico será alejado de los umbrales de la Iglesia.»

Gelasio n, vejado, expulsado de Roma y perseguido como sus pre­decesores, defendió valientemente con la vida la misma causa.

Calixto n, que consiguió, después de esfuerzos increíbles, hacer la paz al abandonar Enrique V las investiduras, antes las había ya con­denado con solemne decreto en el Concilio de Reims en el que par­ticiparon 420 Padres. Será útil referir aquí las palabras del obispo de Chalon, nuncio del Papa cerca del emperador. Suscritos los pactos en presencia de muchos testimonios, el emperador negaba con auda­cia haber prometido cosa alguna. El nuncio, después de haberlo con­vencido de su mala fe, sirviéndose de lo que había escrito con su puño y mediante el testimonio de todos los presentes que testifica­ban contra él, se puso a hablar de modo capaz de darle a conocer muy bien el verdadero estado de la cuestión: «Señor -le dijo-, por parte nuestra nos hallarás fieles en todo a nuestras promesas. Ya que nuestro Señor el Papa, no intenta disminuir en cosa alguna la condición del imperio o la corona del reino, tal corno algunos sem­bradores de discordia están divulgando desatinadamente. Al contrario , él proclama a todos públicamente que te deben servir de todos mo­dos prestando el servicio militar y todos los otros servicios, tal co­rno acostumbraban a servirte a ti y a tus predecesores. Si tú consi­deras que ' disminuye la condición de tu reino por el hecho de que no puedas ya en adelante vender los obispados, tal juicio es muy falso, ya que hubieras tenido que considerarlo corno un aumento y una ventaja para tu reino, y corno tal esperarlo, ya que se trata de que abandones por amor de Dios, aquellas cosas que son contrarias precisamente al Señor Dios.» Se trataba únicamente de esto. Se po­dría desafiar a todos los sofistas modernos a que probaran que el Papa deseaba algo más.

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das por Rodolfo en Limsanne: todo prometía que la libertad de las elecciones era ya cosa establecida para siempre, y que, por lo tanto, se debía esperar el reflorecimiento univer­sal de la grey de Jesucristo.

Pero entonces, el enemigo del género humano halló un nuevo y más perspicaz método para enturbiar la paz y la prosperidad de la Iglesia. Y fue -¡.debo decirlo?- las re­servas inmoderadas. La superioridad que la Santa Sede ha­bía conquistado mediante un triunfo tan justo y puro sobre los poderes del mundo, la colmó de responsabilidades -sus necesidades casi la obligaron a ello--, y otras causas más de­plorables entraron en juego ante tan grave cambio de dis­ciplina. No es que la Santa Sede no tenga derecho de reser­varse las elecciones, cuando una necesidad extraordinaria lo exija. Aquella Sede siempre tiene el derecho de salvar a la Iglesia, pero fueron las reservas ordinarias y universales las que levantaron contra ella todos los intereses. Las dispu­tas empezaron casi al mismo tiempo que las reservas. Ya en el siglo XIII, para reducir al silencio a los ingleses, Grego­rio X se veía obligado a prometer que no conferiría más beneficios de patronato secular.lo

, Poco más tarde, se pedía al Concilio de Lyon 103 que dictara medidas oportunas, y no habiéndolo obtenido, disminuyó por todas partes el respeto debido a la madre de todas las Iglesias, y surgieron actos hostiles contra ella. En Inglaterra, Eduardo III anuló las provisiones pontificias.IO< En Francia el clero galicano compo­nía decretos por sí mismo, mediante los cuales imponía le­yes al Papa. Carlos VI en 1406 asumía aquellos decretos co­mo ley del Estado. Si el Concilio de Constanza, presionado por todas partes para que arrebatara las reservas pontifi­cias, se abstuvo de ello debido a la reverencia que aún se profesaba hacia el supremo jerarca, siguió muy pronto el de Basilea, más impaciente y atrevido, y lo arrebató todo. Los decretos de Basilea contra las reservas, contra las gracias ex­pectativas y contra las anualidades, fueron recibidos como caídos del cielo por parte de Francia, que las había provoca­do, y en 1438 pasaron a la famosísima pragmática sanción. Alemania pronto imitó su ejemplo en 1439. Y poco después, cediendo los Pontífices cada vez más, se crearon discordias

102. Epistola XIII. 103. Año 1245. 104. Año 1343.

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contra los concordatos de Eugenio IV y de Nicolás V de los años 1446 y 1448.'05 Esta vez el abuso provenia de' la Iglesia: debemos confesarlo junto con los sumos Pontífices que lo re­conocieron sencillamente. Y así, el asunto de las reservas terminó de tal modo, que la Sede Apostólica resultó tan hu­millada por ellas, como gloriosamente ensalzada había sido antes por el triunfo reportado en la cuestión de las inves­tiduras.

106. Pero lo más deplorable, fueron las consecuencias funestísimas que este hecho causó en la Iglesia, incluso des­pués de haber desaparecido. Es verdad que la lucha de las investiduras había sido más atormentada. Pero sus heridas habían sido menos graves, y más fáciles de cicatrizar. Roma, en aquella lucha, brillaba con todo el esplendor de la jus­ticia, de la magnanimidad y del desinterés. Sólo la fuerza bru­ta, el libertinaje y la mentira iban contra ella.'Oó No fue así

105. El primero de estos dos concordatos se concluyó en Frank­furt; el segundo en Aschaffenburg, bajo Federico 111.

106. Observé ya que absteniéndose los Pontífices romanos de m· tervenir sin necesidad en las elecciones de los obispos, podían hablar con mayor vigOr a los príncipes y disuadirlos de que intervinieran. Tiene mucha fuerza el hecho de que el Papa Adriano pudiera decir lo que escribía a Carlomagno: Numquam nos in qualibet electione in· venimus, nec invenire habemus.» Después de esta premisa, qué valor no toma la amonestación del Papa que sigue diciendo: Sed neque ves· tram excellentiam optamus in tale m rem incumbere. Sed qualis a clero et plebe... electus canonice fuerit, et nihil sit quod sacro obsit ordine, solita traditione illum ordinamus?» (Conc. Gall. , t. 11, p. 95 Y 120). En ocasión de la discordia producida por razón de las inves· tiduras, aquellos grandes Pontífices no dejaron de asegurar a los prín­cipes que al sostener la libertad de la Iglesia, no pretendían conse­guir un fin secundarío como el de arrogarse las elecciones o el de in· fluir en ellas. Hicieron todo lo posible para apartar del ánimo de los príncipes esta sospecha . Pascual 11 escribía a Enrique 1, rey de In· glaterra: «bíter ista, Rex, nullíus tibi persuasio profana surripiat, quasi aut potestati tuae aliquid diminuere, aut NOS IN EPISCOPORUM PROMOTIONE ALIQUID NOBIS VELIMUS AMPLlUS VINDICARE» (EADMERO, Hist. Novor., lib. 111). Alejandro 111 (siglo XII) fue tan delicado en este aspecto, que habiendo fundado la ciudad de Alessandria y habiéndole asignado su primer obispo, declaró que no pretendía prejuzgar con aquel acto la libertad de las elecciones de los prelados futuros : De novitate et necessitate processit -dice en la Bula-, quod nulla prae· cedente electione, auctoritate nostra, vobis el Ecclesiae ves trae elec­tum providimus. Statuimus ut non praejudicetur in posterum quo­minus electionem liberam habeatis, sicut Canonici Ecclesiarum Ca­thedralium, quae Mediolanensi Ecclesiae subiacent ¡Con tanta delica­deza y nobleza procedían los Pontífices de aquellos tiempos en la cuestión de las elecciones!

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en' lo de las reservas. En este último asunto, a todas las na­ciones, a los príncipes y a las Iglesias, no les pareció ver otra cosa en la acción de Roma que un bajo interés. Esto causaba más disguto que ira. Y ésta es menos dañosa que el desprecio. Resulta mucho menos perjudicial la pérdida de los bienes temporales, expuestos a la violencia de la perse­cución, que la pérdida de la propia dignidad moral. Desgra­ciadamente, la Providencia divina, que quería purgar de ava­ricia a aquella primera Sede a la que nunca abandona, de­bió someterla a la más amarga y rigurosa de las pruebas. Permitió que aquella avaricia fuera vencida por la violencia, por el odio, por el desprecio. Por desgracia aquélla no cede nunca sino bajo el peso de la fuerza que la oprime. La de­rrota de Roma dejó impresos en los ánimos unas disposi­ciones tan contrarias a ella, que la Iglesia de Jesucristo re­sultó sobremanera debilitada. Esta circunstancia favoreció sumamente a las herejías del siglo XVI. Estas hallaron a los príncipes fatigados y desanimados en la estima y en el amor a la santa Sede, escandalizados de ella, y no dispuestos a sos­tenerla, sino incluso satisfechos al ver hormiguear entre el mismo clero, valientes opositores de los Papas que entona­ban el grito de libertad bajo el yugo envejecido y molesto. Aquella libertad, al ser proclamada, resultaba licenciosa. De­cía más de lo que los príncipes podían comprender enton­ces. Era la independencia de la razón natural respecto toda revelación positiva. Se trataba de aquel racionalismo fatal que, cual gérmen de muerte, se fue desarrollando en los años siguientes hasta constituir la gran planta de la incredulidad que cubrió la tierra, cambió las costumbres sociales, de­rrumbó los tronos, y dio que pensar a la humanidad respec­to a su futuro destino. La Revolución francesa y la de Euro­pa remonta a tan lejanos orígenes.

107. Otra consecuencia del hecho de las reservas, más funesta de cuanto decir se puede, fue, como ya hemos insi­nuado, el nombramiento de los obispos cedido a los prínci­pes seculares,'07 mediante el cual menguó la libertad de las

107. En Inglaterra, poco antes del Concordato de León X con Francisco 1 se había cedido al rey el nombramiento de los obispos, con indulto' pontificio. Pero ¿será verdad que el sucesor de León X, Adriano VI cediera a Carlos V y a los reyes de España que le suce­dieran el nombramiento de los obispos de aquel reino, como mues­tra de' gratitud, por ser el monarca discípulo suyo y por cuyos bene­ficios era deudor del Pontificado? ¿Es posible que la libertad de la

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elecciones que tan magnánimos esfuerzos, tan largos peli~ gros, tan inmensas aflicciones habían costado a un Grega­rio VII, y durante siglos enteros a sus invictos sucesores. ¿Diremos que en el Concordato de Bolonia del año 1516, a fin de conservar algunas ventajas económicas, Roma cedió una parte de esta preciosa libertad? Jamás. Así como tampoco se nos escapará de los labios una palabra de reproche de un acto que León X realizó con gran madurez de parecer, y cuya lectura escucharon los Padres de un Concilio general.'" ¿ Quién nos impedirá, no obstante, que deploremos las tris­tísimas circunstancias de los tiempos que hicieron necesaria, cual mal menor, una tan gravosa convención? ¿ Quién nos im­pedirá que lamentemos el duro destino de la sabiduría de tan gran Pontífice y de tan importante Concilio a quien tocó tener que abandonar de nuevo en manos del poder laical gran parte de aquella preciosa libertad de las elecciones, pa­ra cuya reivindicación habían sido consideradas bien emplea­das las agitaciones y las atroces discordias en toda la Iglesia y en todo el mundo durante tantos siglos?

108. Si de hecho el poder de los Pontífices romanos ha­bía llegado, como hemos visto, a lo más alto, después que se solucionó la cuestión de las investiduras, el poder de los príncipes temporales había ido decayendo hacia el lado opuesto. La nobleza, en ocasión de aquellas discordias , se había sublevado contra ellos, y se había independizado del todo acá y acullá, formando nuevos y menores principados en Europa. Pero en la época del restablecimiento de la paz, mientras el poder papal, retrocediendo en su apogeo, empezó a decaer, por decirlo así, y decayó por el mismo medio me­diante el cual parecía que quisiera crecer siempre más se­gún las previsiones humanas -con las reservas y con otras funciones que se atribuía, cubriéndola de riqueza-, los po­deres temporales aprovechaban aquel tiempo de tranquili-

Iglesia fuera regalada así, como moneda vil con la que pagar obliga­ciones privadas y personales? ¡Qué infeliz liberalidad hubiera sido ésta!

108. Es incluso cómica esta frase de Natalio Alejandro hablando de las elecciones : «Jus plebis in Reges christianissimos ECCLESIAE GAllI ­CANAE LIBERTATIBUS et antiquo more ab Ecclesia tacite saltem appro­bato transfusum est .» (Hist. Eccles. In saec. I, dissert. VIII) . ¡Bellas libertades aquellas que someten la Iglesia de Dios a los príncipes temporales! Se debería llamar con razón «las servidumbres de la Iglesia Galicana».

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dad para reparar sus pérdidas, sirviéndose de cul:lnto pu­diera aumentar su poder y autoridad. Finalmente, en el si­glo xv, un príncipe cruel que ignoraba cualquier obstáculo impuesto por la honestidad, Luis XI, enseñó a todos los príncipes de Europa el modo de abatir a la nobleza con du­ros y atroces golpes, y convertir así en absoluto el dominio real. Esta política fue recibida substancialmente por todas las cortes, aunque no con igual desfachatez de abierta t ira­nía. Fue continuada con perseverancia, hasta que Francisco 1 y Carlos V acabaron de poner las bases de la gran obra que, en Europa, confería a la soberanía una nueva forma y natu­raleza. Los Pontífices del siglo XVI tuvieron que negociar con estos últimos soberanos, y el resultado de tales negocia­ciones fue la necesidad de entregarles de nuevo una parte de la libertad de las elecciones, a saber, el nombramiento para las sedes episcopales, reservando a la santa Sede sólo la confirmación. Este tipo de disciplina, ¿qué es básicamen­te sino las mismas reservas divididas entre soberanos y Pon­tífices! Esta disciplina es la que todavía rige, y va profundi­zando cada vez más una de las más amargas y lamentables llagas de la crucificada Esposa de Cristo.

109. y no todos se dan cuenta de ello: parece que ha­biendo cedido al poder temporal sólo el nombramiento, re­servando al Pontífice la confirmación, aquél no perjudica demasiado a la libertad eclesiástica.

Pero esta razón aducida a favor de la disciplina actual ¿acaso en tiempos mejores hubiera dejado de ser considera­da como un velo que cubre, pero que no cura la llaga, o si se me permite decirlo, como un engaño diplomático?

Lo dudo mucho. Veamos qué idea tenía la Iglesia sobre las elecciones, antes de este último estado de la disciplina. Intentemos deducir el juicio que los antiguos prelados emi­tirían sobre el nombramiento de los obispos abandonado en manos del poder laica!.

En aquel tiempo en el que el poder laical iba creciendo en su constante empresa de conquistar las elecciones, y con ellas la libertad de la Iglesia, es decir, en el siglo IX -en el siglo siguiente la usurpación llegó al colmo-, un paso ade­lante en esta progresiva invasión lo constituyó el hecho de exigir que la elección no se hiciera sino después de haber pedido y obtenido el permiso de los príncipes, como hemos visto. Diplomáticamente hablando, diríase que tal cosa no tiene nada que ver con la elección libre. Sin embargo, ¿ qué

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le párecióa la Iglesia de entonces! Consideró tal pretensión de los soberanos como una violación de su libertad. Vimos de qué manera el arzobispo Incmaro, y otros prelados de aquel tiempo se opusieron fuertemente a este cepo puesto a la Iglesia, declarando en aquella ocasión que «el deber de una diócesis de pedir permiso al príncipe antes de proceder a la elección del propio pastor, lo consideran como una obligacion de elegir al que sea del gusto del príncipe». Así se consideraba entonces tal atentado. Ahora bien ¿qué hu­bieran dicho los prelados de aquella época, si en vez de tener que pedir nuevamente el permiso para elegir, se hubiera tra­tado de que el mismo príncipe nombrara concretamente la persona a quien se había de elegir? No hubieran temido aún mucho más que todo terminara de manera que se tuvieran por obispos sólo a los que el príncipe le agradara imponer a las Iglesias? ¿No hubieran temido igualmente que la con­firmación pontificia resultara una formalidad que nunca se­ria rehusada mientras la persona elegida fuera inmune de delitos públicos, o al menos, notorios? Si los deseos de las Iglesias no son tenidos en cuenta, si éstas no son escucha­das, ¿qué libertad eclesiástica les queda, o al menos, para qué sirve la libertad eclesiástica?

110. Otro paso ulterior realizado por el poder laical en aquel siglo, en proceso ascendente en su influencia sobre las elecciones, fueron las súplicas l'eales. ¿Qué parece más ino­cente que una simple súplica? ¿Obliga acaso? ¿No pueden los electores dejar de escucharla? Pues bien, ¿qué le pareció entonces a la Iglesia? El célebre san Guido de Chartres, aquel obispo tan amante de las buenas relaciones entre Estado e Iglesia,'09 y tan conciliador, consideraba la súplica real como un aniquilamiento de la libertad eclesiástica.u• Los más in-

109. Basta con leer la carta 238 de san Guido a Pascual n , para ver cuán grande era el espíritu de concordia y de paz de este santo obispo, y cómo con todas sus fuerzas procuraba que nunca se pertur­bara el acuerdo entre el Estado y la Iglesia. En esta carta, entre otr~s cosas, escribe esta frase preclq¡:-a: Novit enim Paternitas vestra, quta, cum regnum et sacerdotium inter se conveniunt, bene regitur mundus, floret et fructificat Ecclesia. Cum yero inter se discordant, non so: lum parvae res non crescunt, sed etiam magnae res miserabiliter dl­labuntur.

110. Cf. las cartas 67, 68 Y 126 de este gran obispo. En la carta 102 dice precisamente que «non licet regibus, sicut sanxit octava Sy­nodus, quam romana Ecclesia commendat et vel1eratur, ELECTIONIBUS

EPISCOPORUM SE IMMISCERB».

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teligentes y santos prelados del siglo IX, protestaron ' fuerte­mente con él contra aquella súplica real. Préstese atención: 'qué es más: la simple manifestación de un deseo en favor de una persona, tal como hacía entonces el príncipe a los lectores, o nombrar explícitamente a un individuo según :1 propio gusto? Si aquella simple manifestación del deseo oberano se consideraba como un atentado contra la elec­

\ón canónica, ¿a dónde iría a parar tal libre elección cuando fos príncipes nombran a los obispos? ¿Acaso los Pontífices deberán hacer otra cosa que denegar la confirma~ión? Y tal confirmación, ¿pueden en todo caso rehusarla l~?remente? No. Primeramente sólo pueden hacerlo, como se dIJO,. cuando recaigan culpas sobre el que ha recibido el nombramIento .. Y aun no siempre, cuando así fuere, sino que será necesano que éstas hayan podido llegar a oídos de la Cabeza de. la Iglesia. Y no basta esto, sino que es preciso que l.as culp~s sean lo suficientemente probadas. No todo termma aqUl: conviene que el Pontífice, al negar la confirmación, no tema irritar demasiado al monarca, no tema ocasionar a la Igle­sia un mal bastante peor. Y esto depende del temperamento de los príncipes, de su religiosidad, y más todavía de los mi­nistros que los dirigen, y de todo el complejo de las circuns­tancias y relaciones diplomáticas en las que se halla la santa Sede. ¿No será muy fácil a un príncipe introducir este ~e­mor en el ánimo del Pontífice, sobre todo en tiempos de m­credulidad, de frialdad; de hostilidad general contra la Se­de apostólica? ¿Dónde queda pues, en nuestros tiempos una auténtica libertad en las elecciones de los obispos, libertad que no sea meramente formal? ¿Qué diría la antigüedad ecle­siástica de semejante situación de la Iglesia?

111. Si pareciere que yo no comparo !a. libertad que l~ queda actualmente a la Iglesia con las maXImas de los pn­meros siglos, me contentaré con llamar a colación e~ modo de pensar de los primeros prelados del siglo IX, SIglo de adormecimiento, por decirlo así, en el que el clero, extenua­do, casi ya se había acostumbrado a la servitud de los so­beranos. Y no obstante, en aquel siglo todavía se sabía q~é era la libertad y en qué consistía. Pero veamos ahora cu~l era el pensamiento del siglo siguiente en el que la IglesIa sacudió de sus espaldas el yugo ignominioso, y en el que muy santos y valerosos Papas hicieron resplandecer como el sol la libertad de la Iglesia. Veamos qué dirían aquellos gran­des Pontífices, de nuestra situación según la cual en la ma-

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yoría de las naciones católicas no se verifican otras eleccio­nes episcopales que las que llevan a cabo los soberanos por sí mismos. Veamos si tales elecciones serían consideradas como tristes o dichosas. Bastarán dos hechos.

¿ Qué pudieron obtener del magnánime Pontífice en la te­rrible persecución de Enrique V contra Pascual 1I, la cárcel, las ignominias, las fatigas, la muerte próxima, los estragos de la ciudad y del territorio romano, los apremios, los ro­bos, la desgracia de los buenos faltos de protección, vícti­mas del desenfreno de bárbaras milicias no guiadas, sino incitadas por la ira de un emperador perjuro? Obtuvieron el privilegio de investir a los obispos con rentas episcopales confiriéndoles el báculo y el anillo, pero a condición de que dichos obispos fueran antes elegidos canónica y libremente, sin simonía, sin «violencia" 1I1 y según otras condiciones aña­didas que restringían el privilegio. A Enrique le pareció que se había salido con la suya arrebatando un privilegio de esta naturaleza al oprimido Pontífice. Y no obstante, el privilegio no confería en absoluto al emperador facultad al­guna para intrometerse ni en las elecciones ni en la orde­nación. Sólo la de consentir a ellas y dar al elegido la pose­sión del obispado. ¿ Qué sucedió con esto? Pareció como si toda la Iglesia se levantara contra Pascual y proclamara que había disminuido la libertad eclesiástica: amenazaban un cisma. ¿Por qué razón? Por haber concedido al rey realizar una ceremonia poco conveniente, la de investir al obispo con el báculo y el anillo, signos de la jurisdicción episcopal. Y con todo, el rey insistía en que no pretendía con aquella ce­remonia sino conferir la posesión de los bienes temporales.m

Pero la Iglesia no se contentó con esto, ya que el báculo y el anillo siendo en realidad símbolos de algo más, y ya que la investidura exigía el consentimiento del príncipe para que el elegido pasara a ser obispo, se originaron Concilios por todas partes, movimientos de prelados, asambleas de cardenales contra la concesión arrebatada al Papa, e incluso amenazas de sustraerse a la obediencia de aquel santísimo

111. « ... ut regni tui episcopis et abbatibus LIBERE PRAETER VIOLEN· TIAM ET SIMONIAM ELEcrIS investituram virgae et annuli conteras», dice el privilegio citado por GUILLERMO DE MALMESBURY, De gestis Regum Anglorum, lib. V.

112. «Non Ecclesiae jura, non officia quaelibet, sed regalia sola. dare asseret (Henricus).» Así lo atestigua PEDRO DIACONO, Chronicl Cassinensis, lib. IV, cap. 42.

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..

Pontífice. Para apaciguar tanta ebullición de los ánimos, no se requería nada menos que la heroica humildad del Pon­tífice. Reconoció haber traspasado los límites del deber: con­vocó un Concilio en la Basílica de Letrán, se presentó allí allí como reo, se acusó a sí mismo, depuso las insignias pon­tificiales y declaró estar dispuesto a renunciar al pontifica­do para satisfacer ante la Iglesia, y confió la propia correc­ción al juicio de los Padres. «Aquel escrito -dijo- que com­puse sin el consejo y aprobación subscrita de los herman?s, forzado por una grave necesidad, no por razón de la vida, de la salud y gloria mía, sino únicamente debido a los ap.u­ros de la Iglesia, aquel escrito en el que no nos obliga nin.­guna condición o promesa, puesto que lo reconozco mal he­cho, como mal hecho lo confieso, y deseo corregirlo del todo, con la ayuda divina. El modo de tal corrección lo confío al consejo y al juicio de mis hermanos aquí reunidos, a fin de que por causa de él no se origine en el futuro algún daño para la Iglesia o perjuicio alguno para mi alma.» El Concilio, habiendo examinado el asunto, pronunció después esta sen­tencia «Aquel privilegio, que no es privilegio y que no debe recibir tal nombre, y que fue arrebatado por la violencia del rey Enrique al Papa Pascual para liberar prisioneros y la misma Iglesia, todos nosotros reunidos en este Concilio con el mismo Papa, lo condenamos con censura canónica por autoridad eclesiastica y por juicio del Espíritu Santo, decla­rándolo invalidado y absolutamente abrogado, y bajo pena de excomunión sentenciamos que ya no tenga ninguna auto­ridad ni eficacia.') Se da la siguiente razón de semejante sen­tencia: «Se condena porque en aquel privilegio, el que es ca­nónicamente elegido por el clero y el pueblo, no puede ser consagrado por persona alguna, antes de que sea investido por el rey. Lo cual va contra el Espíritu Santo y contra la institución de los Cánones.» 1I3

113. «Et hoc ideo damnatum est, quod in eo privilegio contine­tur quod electus canonice a clero et populo, a nemine consecre· tur nisi prius a rege investiatur. Quod est contra Spiritum Sanctum et canonicam institutionem.» Doble era el defecto que se descubría en aquel privilegio: 1) No pudiendo el obispo tomar el gobierno de su diócesis sin el consentimiento del rey, y por lo tanto, pudiendo ser negado por el rey por capricho o por voluntad de perj.udicar ~ la Iglesia, ésta resultaba impedida en el uso de su ministeno que tIen~ el derecho de ejercer en todo el mundo libremente debido a l,a auton· dad recibida de Jesucristo. Inocencio 11 decía que convema poner atención en el disentimiento del rey cuando era motivado por razo-

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Así, pues, aquellos Padres y toda la Iglesia de entonces, no consideraban tolerable que un obispo, aunque elegido le­gítimamente por el clero y el pueblo, necesitara el consenti­miento y la investidura del príncipe para ser consagrado. Ahora bien, ¿ qué les hubiera parecido, si Pascual hubiese descartado la libre elección canónica, privilegiando de tal modo al emperador, que sólo un sujeto nombrado por él pudiera ser consagrado obispo? ¿Acaso no hubieran estima­do mucho más deplorables que las circunstancias en las que se hallaba Pascual,' '' las del siglo XVI, en las que un Pontífice llegaba al extremo de considerar menor mal para la Iglesia

nes justas y jurídicamente probadas, y no en caso contrario. 2) La palabra investidura contenía un equívoco, ya que «investir a un obis· po» parecía significar conferirle la jurisdicción episcopal, lo cual era herejía atribuirlo al poder laical y era contra el Espíritu Santo. Se podría añadir, 3) que poner a un obispo en posesión de los bienes libres del obispado, es injusticia y superchería si quiere hacerlo el rey por propia autoridad, y no por privilegio concedido por la Igle· sia que es la propietaria de sus bienes. ' Por el contrario, era justo que el rey, por propia autoridad, invistiera al obispo de, los ,bienes feudales, ya que la propiedad directa de estos bienes r,a~lca, ~Iempre en el príncipe: el feudatario no posee más que el dommlO utIl. Pero estas dos clases de bienes se confundieron en la jurisprudencia de aquel tiempo, como ya hemos observado, y todos l~~ bienes de. la Iglesia se hicieron pasar por feudales, Esto no sucedlO tanto debido a la avaricia personal de los monarcas, cuanto por la naturaleza de aquellos gobiernos bajo los cuales las propiedades no eran todas igualmente protegidas, sino las reales mejor que las otras. ~e la ven­taja de los bienes feudales por encima de los otros, nacieron los feudi oblati.

114. Este Pontífice se condenó a sí mismo en otro Concilio cele­brado en la Basílica de Letrán en el año 1146. ¡Qué emocionantes resultan las circunstancias que él describe narrando cómo fue inducido a aquella condescendencia hacia Enrique! ¡Cuánta humildad y dignidad inspiran! «De:;pués que el Señor hubo hecho lo que quiso con lo que era suyo -dice-, y después de haberme entregado a mí y al pue· blo romano en manos del rey, yo veía cómo todos los días sin cesar se realizaban robos, incendios, matanzas, adulterios. Yo deseaba apar­tar de la Iglesia y del pueblo de Dios tales y semejantes maldades. Lo que hice, lo hice para librar al pueblo de Dios: lo hice como hombre, ya que soy polvo y ceniza. Confieso que obré mal. Elevad súplicas a Dios por mí a fin de que me perdone, Y en cuanto a aquel desgraciado escrito que se redactó en las tiendas militares, ,y que para verguenza suya se califica de sacrílego, yo lo condeno ,baJO anatema perpetuo, a fin de que no resulte memorable para nadie, ~ os ruego que vosotros hagáis lo mismo,» Y todos aclamaron : «ASl sea, así sea,» Tan tristes circunstancias pudieron obtener de Pascual todo esto. No obstante, es como nada en comparación al nombramien­to real de los obispos, cedido a los príncipes cuatro siglos más tarde.

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de Dios el hecho de conceder que los obispos fueran nombra­dos por un príncipe secular, antes que sufrir las consecuen­cias de su denegación? Me abstengo de añadir ulteriores re­flexiones a estos hechos, aunque creo que merecen una me­ditación profunda.

112. Dedúzcase también el juicio que hubiera hecho la Iglesia del siglo XII sobre el nombramiento real, a partir de otro hecho acaecido bajo Inocencia II. Fallecido el arzQ.­bispo de Bourges, Luis VII dejaba amplia libertad al clero y al pueblo de aquella Iglesia para que se eligiera su prelado. Solamente ponía la condición de que no se intentara elegir a Pedro de Castra: había jurado de no quererlo como obis­po. La elección recayó nada menos que sobre él. El elegido fue a Roma, el Papa lo instituyó sin admitir la excepción del rey y «juzgó que no existía auténtica libertad de elección allí donde el príncipe pudiera excluir a alguno por voluntad pro­pia a no ser que probara ante un juez eclesiástico que fal­taban al candidato las condiciones necesarias para ser ele­gido. En tal caso, el rey, lo mismo que cualquier otro fiel, debía ser escuchado»."5 Pero en el caso citado no se trataba de otra cosa que de dejar en manos del rey el derecho de excluir a una persona, lo cual era considerado por aquellos prudentísimos Pontífices como una violación de la libertad eclesiástica, ya que la libertad es cosa delicadísima y resul­ta perjudicada por la más mínima cosa. Por lo tanto, ¿ qué le hubiera parecido a Inocencia II si se hubiera tratado no de conceder al rey la exclusión de una sola persona, en una sola diócesis, y en un solo caso accidental, sino del nombra­miento de todos los obispos del reino y para siempre? ¿Qué hubiera sido ante sus ojos de la libertad de la Iglesia cuan­do se hubiese entablado tal proyecto y se hubiese aplicado? No se insulte la memoria de aquellos sumos Pontífices que conservaron ideas tan nobles y auténticas sobre la libertad con la que Cristo ha decorado a su Iglesia,'" diciendo que su

115. « , .. judicante veram non t!sse electionis libertatem ubi quis ex­cipitur a Principe, nisi forte docuerit coram ecclesiastico judice illum non esse eligendum: tune enim audiatur ut alius.»

116. Estas ideas no faltaron nunca ni pueden faltar en la Iglesia, ya que son eternas como la verdad. Para darse cuenta de que en el siglo XVI los Pontífices no pensaban de otro modo que todos los siglos precedentes, basta observar que Julio 11, inmediato predecesor de León X, confirió a veces obispados contra la voluntad del rey, como a fines del siglo precedente lo había hecho Inocencia VIII con el obispado de Angecs. Sin entrar en la cuestión de Si esto fue digno de

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mo~o. de pensar era, exa.gerado, t~l como la ignorancia y la codlcl~ humana estan sIempre dIspuestas a decir. Apelo a cualq~ler de los homb~es más grandes, santos y discretos que florecIeron en la IglesIa en esta época: apelo a un san Ber­n~rdo, cuyo catolicismo era citado como ejemplo por el mIsmo Napoleón. El prudentísimo abad de Clairvaux no pen­sa~~ de otro modo, que Inocencia n. Al suplicar a éste que ~Ulslera condes~e~Qer sólo por una vez a Luis vn permi­tIendo que se elIgIera para la sede de Bourges un obispo que no fuera Pedro de Castra, no discordaba en absoluto de los sentimientos del Pontífice. Porque aunque aquel santo hom­bre se manifestaba como muy leal y muy libre en el modo de escribir a Roma, no obstante, en este asunto intercede por el rey, escribiendo así a los cardenales: «De dos cosas no excusamos al rey: de haber jurado ilícitamente, y de perseve­rar en su juramento injustamente. Lo hace no por voluntad propia, sino por vergüenza, ya que conside¡;-a vergonzoso -co­mo sabes muy bien- no mantener el juramento ante los francos, ~unque se. haya jurado mal públicamente (a pesar de que nmgun sabIO duda de que los juramentos ilícitos no poseen valor alguno). Con todo, confesamos que ni de esto P?demos ex~usarlo:, no tratamos de excusarlo, sino que pe­dImos perdon por el. Considerad si se puede excusar de al­g';l.na manera l~ ir~, la ~dad, la majestad. Sí se puede si que­r~ls qu~ la mlser~cordl~, sea exaltada por encima del jui­CIO, ~:mendo co~slderacIOn por un rey que tiene apariencia de mno, perdonandole por esta vez, mitigando de tal manera las cosas que en lo futuro no presuma lo mismo. Quiero de­cir que se le perdone si es posible, quedando en todo salva la libertad de la Iglesia y conservando la debida veneración hacia el arzobispo consagrado por mano apostólica. Esto es lo que el mismo rey pide humildemente, esto es lo que nues­tra ya demasiado afligida Iglesia os ruega con humildad.» 117

P.or lo tax:to, s~n. Bernardo no ~~llaba excusa para un prín­cIpe que mtervmIera en la eleccIOn de los obispos excluyen­do una persona de las que podían ser elegidas: reconoce en e~to ~.ma ofensa a la libertad eclesiástica. Según estos princi­pIOS mmutables en la Iglesia de Dios, ¿en qué se convierten

e~comio -lo cual no nos corresponde indagarlo-, no obstante, es clerto que tal modo de proceder de los Pontífices, demuestra cuáles son las ideas verdaderas e inmutables sobre la libertad de la Iglesia.

117. Epístola 219.

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los nombramientos reales? ¿Se deberá calificar el tiempo en el que aparecen, tiempo de libertad o de servidumbre? ¿Deberán los hijos de la Iglesia alegrarse o llorar por su siglo?

113. Para conocer mejor la naturaleza de esta llaga ma­ligna de la Iglesia, considérese que con el nombramiento real se han abandonado todas las máximas más respetables sobre las elecciones que la Iglesia había seguido en todos los si­glos y de las que se había mostrado extremadamente celosa. Considérense una a una estas grandes máximas cuya prácti­ca desapareció de la Iglesia en el año 1516, aunque siempre se mantuvieron vivas en el deseo.

Una máxima inviolable de la Iglesia fue que «sea elegido como obispo el mejor de cuantos haya». Esta máxima es justa, clara y conforme a una idea muy elevada del episcopa­do. La Iglesia no cree que se pueda poseer una determinada dosis de doctrina, de bondad y de prudencia que pueda ser suficiente para tan gran oficio, de suerte que lo que haya de más pueda ser superfluo. Sino que a pesar de todos los méritos de un hombre, por muchos y grandes que sean, le parecen siempre poco para aquel cargo que se ha califica­do de «tremendo para hombros de Angel». No pudiéndose ha­llar persona adecuada para tan gran dignidad, se deseaba que se eligiera obispo al mejor de todos cuantos se pudie­ran hallar.11I

118. Toda la sagrada antigüedad proclama muy alto este princi­pio. He aquí con qué fuerza Orígenes lo inculcaba en el segundo si­glo de la Iglesia. Hablando del modo según el cual Aaron fue consti­tuido en la antigua ley, señala que en aquel lugar se significaba el modo cómo se debía elegir al obispo en la nueva ley. Dice, pues: "Veamos cómo fue constituido aquel pontífice. Moisés convocó la Sinagoga, dice el texto sagrado, y habló así: "Esta es la palabra que ha mandado el Señor." He aquí cómo, aunque el Señor había man­dado constituir al pontífice y él mismo lo había elegido, no obstan­te, convoca también a la Sinagoga, ya que al ordenar algún sacerdo­te, se desea la presencia del pueblo a fin de que todos sepan y ten­gan la certeza de que se elige para el sacerdocio aquel que entre todo el pueblo es el más docto, el más santo, el más eminente en todas las virtudes; ut sciant omnes et certi sint quia qui praestantior est ex omni populo, qui doctioT, qui sanctior, qui in omni virtute eminen­tior, ille eligatur ad sacerdotium» (Hom. VI in Levit.).

Esta doctrina es propia de toda la tradición de la Iglesia. He aquí el discurso que en siglo IX el Visitador, es decir, aquel obispo que era mandado por el metropolitano y por el príncipe para presidir las elecciones, pronunciaba ante la asamblea de los electo¡;es: "Os man­damos por orden soberana y por la fe que jurasteis conservar a Dios

pe 17.14 209

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Ahora bien, el concordato que establece el nombramien­to real, tuvo que substituir la antigua máxima por otra: el nombrado debe ser «un hombre grave, maestro en teología o en derecho, y que al menos tenga veintisiete años».' l9 Por lo tanto, ya no se requiere el mejor, sino un hombre capaz. Es verdad que al príncipe, a quien se deja el nombramiento, no se le exime de la obligación de elegir al mejor. ¿Pero qué garantías posee de ello la Iglesia? La Iglesia no puede rehu­sarlo, a no ser en caso que «el nombrado no sea hombre grave, maestro en teología o de la edad prescrita». ¿Qué ga­rantías posee la diócesis particular a la que es destinado ? Cuando ésta se lo elegía, se aseguraba de ello por sí misma. Cuando era nombrado por los obispos provinciales o por el sumo Pontífice, siempre era la Iglesia quien finalmente hacía la elección. Ella sabía; debía saber lo que le convenía. En caso contrario, se dañaba a sí misma, nadie la injuriaba. Pero siéndole impuesto, debe aceptarlo mientras sea suficien­temente capaz. ¿ Y qué quiere decir hombre grave y doctora­do en teología? ¿Qué significa un hombre de veintisiete años? Aunque el proceso que hace la santa Sede antes de confir­marlo, fuera una garantía para la diócesis, ¿qué garantía daría este proceso? Que el obispo es un hombre grave y doctora­do ¿ Y acaso puede bastar esto para una diócesis? ¿ Todo hombre grave y todo hombre doctorado será un obispo con­veniente para ella? Dejando aparte la cuestión de si será realmente el más conveniente, ¡qué amplitud no suponen es­tas palabras de flOmbre grave, doctor, de veintisiete años! ¡Qué gradación no existe entre hombres graves! ¡Qué diver­sidad de doctrina entre cuantos han recibido el honor del doctorado! ¿Nos quedamos con palabras o consideramos la realidad? ¿Confiamos acaso en nuestras Universidades? ¿Su doctrina ha llovido del cielo? ¿Se trata acaso de la doctrina de Salomón, y es toda ella buena y segura? En fin, ¿ tendre­mos que contentarnos con tener obispos cuyo precio será

y a nuestro señor emperador Ludovico, a fin de que no incurráis en aquella gravísima sentencia de condenación y bajo aquel terrible ana­tema que nos conduce a todos ante el tribunal del juez, que no nos ocultéis quién es el que en esta congregación consideráis como el mejor, el más ' docto, el más adornado por las buenas costumb~es «ut eum quem meliorem et doctiorem et bonis moribus ornatlOne.m in ista congregatione conversari noveritis, nobis eum non celare dlg­nemini) (lnter formulas promotionum episcopalium).

119. Estas son las palabras del Concordato.

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negativo, es decir, que serán hombres en los que no se po­drá hallar mancha alguna grave y pública? El control de la santa Sede, es cierto, no puede ir más allá, y en caso que pudiera y lo quisiera, su lucha con los príncipes sería con­tinua. Por lo tanto, el obispo es elegido en último término, no porque se acumulen en él el mayor número de cualida­des, sino porque no hay delitos, o por decirlo más exacta­mente, no hay acusación segura contra él. Ahora bien, ¿basta tal bondad negativa para constituir, no digo ya a un buen obispo, sino puramente a un buen cristiano?

114. Otra máxima inviolable de la Iglesia sobre la elec­ción de los prelados, fue siempre «que fuera elegido un sa­cerdote conocido, amado y querido por todos aquellos a quienes debe gobernar».12O Lo que equivale a decir que sea elegido por todo el clero y pueblo de la diócesis a la que .es destinado. Por consiguiente, puede darse el caso de una per­sona provista de cualidades excepcionales, y que según las santas y antiguas máximas de la Iglesia esto no baste para ser el obispo de una diócesis, por ser desconocido, o por no convenir con el carácter de los que deben ser sus súbditos, o por serles indeseable debido a cualquier causa. Una Iglesia es como una persona que tiene confianza en un ministro del altar, y no en otro. Su deseo de tener como padre y pastor aquel en quien tiene más confianza, es razonable y bueno. ¿Por qué no sera satisfecho tal deseo? Si el príncipe es quien nombra al obispo, por lo general el deseo común queda sin cumplir. Y así se subvierte aquella máxima, llena de pru­dencia y de caridad que la Iglesia tuvo siempre presente en el nombramiento de los obispos.

115. Una tercera máxima invariable en la Iglesia fue la de que «se eligiera para ser obispo a un sacerdote que por largo tiempo fuera adscrito a la diócesis que debe gober­nar y no mandado de país extranjero».''' Quien ha vivido y,

120. ef. más atrás el n. 77 y ss. - El hecho de que un obispo no fuera conocido por los diocesanos, lo declaraba ilegítimo e in­truso. San Julio 1 en una carta a los Orientales (Apud Athan. Ap. 2), deduce que Gregorio, elevado a la sede de Alejandría es un intruso «quia mullis notus, nec a presbyteris, nec ab episcopis, nec a populo postulatus fuerat". San Celestino 1: «Nullus invitis detur ep~scopus.» (Epist. 2). San León: «Qui praetuturus est omnibus, ab ommbus eh­gatur» (Epist. 84).

121. Sentencia solemne de toda la antigüedad: «EX PRESBYTE~IS EJUSDEM ECCLESIAE, VELEX DIACONIBUS OPTIMUS ELIGATUR» (SAN LEON, Eplst. 84). Inocencia 1 en la epístola al Sínodo Toledano (cap. 2), condena el

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por decirlo así, ha envejecido en la diócesis, conoce las cosas, las personas, las necesidades y los medios convenientes para satisfacerlas. Es conocido y amado por los prolongados ser­vicios prestados, y es ya como un viejo padre de aquel pue­blo, desde largo tiempo hermano de aquel clero. Y además del esplendor de sus virtudes, el deber de gratitud por sus prolongadas fatigas, y basta la misma suave costumbre, le vinculan todos los ánimos que se le someten con reverencia. También esta máxima tan luminosa y tan evangélica es pi­soteada por el nombramiento real. Es natural. El rey que nombra, no quiere fijarse, o en último término no se fija en estas cosas. Manda a la diócesis las personas que él quiere, sean de donde sean, y no sólo de fuera de la diócesis, sino también de fuera de la provincia y hasta de otro clima y nación. Ahora bien, un extranjero que quizás incluso habla otro idioma, quizás oriundo de un país aborrecido por las rivalidades nacionales, tal vez no conocido por otra fama que la de ser favorito del rey, hombre hábil y buen cortesa­no, ¿acaso será éste el confidente, el amigo de todos? No se trata aquí de saber si un pueblo de santos se puede santifi­car también bajo un tal obispo. Más bien se diría que si se supone un pueblo de santos, el obispo resulta inútil. Si se supone el pueblo cristiano tal como es, y se quiere condu­cirlo a la práctica del Evangelio, no se necesitan tales pas­tores, sino otros. Si se quiere descristianizar al mundo, que se siga actuando así, y veremos por cuánto tiempo los prín­cipes pueden gobernarlo después de haberlo descristianizado.

116. Alguien dirá: un buen príncipe puede por sí mis­mo mantener de algún modo estas máximas de la sagrada antigüedad, a las que la Iglesia nunca puede renunciar. Pero en tal caso, ¿por qué la Iglesia no ha hecho el pacto de ma­nera que los príncipes nazcan siempre buenos?

Además, incluso cuando el príncipe sea bueno, ¿se pre­tenderá que un laico, distraído por tantas preocupaciones y por tantos placeres como le procura el gobierno temporal y el uso de la corte, sea un teólogo profundo? ¿ Se preten­derá que conozca las más graves y profundas máximas de la disciplina eclesiástica? o ¿ que comprenda la importancia ex­trema de las mismas, que tenga un celo apostólico hasta an­teponerlas a cualquier otro interés, que las mantenga fir-

hecho de Rufino «qui contra populi voluntatem et disciplinae ratio· nem episcopatum LOCIS ABDITIS ordinaverat».

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mes contra la seducción, la adulación, la intriga, contra las oscuras, infatigables y violentas pasiones de todos los que le circundan y de cuyo consejo y ministerio depende ? ¿Quién podrá exigir tanto a un pobre mortal?

Pongamos que se dé realmente este nuevo prodigio. Esto no basta. Además de conocer y querer mantener las máxi­mas inviolables de la disciplina eclesiástica, debería poder­lo llevar a cabo. Para que ello fuera posible, sería convenien­te que conociera todas las Iglesias particulares, de la misma manera como cada una se conoce a sí misma. Debería trans­formarse él mismo en cada una de las Iglesias, después de haberse transformado en la Iglesia universal. ¿Quién no pre­sentirá la imposibilidad de realizarlo? Finalmente, sin ir más allá, bastará un principio certísimo para iluminar la cuestión, principio confirmado por la experiencia universal y resul­tante de la naturaleza humana y de la naturaleza de las co­sas. Es el siguiente: «Cualquier cuerpo o persona moral, hablando en general, es la única capaz de juzgar lo que más le conviene», ya que está iluminada por el propio interés, siendo éste el tutor más seguro y atento que hallar se pueda. A pesar de cualquier excepción que se quiera asignar a esta ley que preside todas las corporaciones y todas las socie­dades, no obstante, por lo general ésta siempre será verda­dera, y más verdadera aún hablando de la Iglesia, cuyo in­terés es espiritual y moral, recto y simple, fiel consigo mis­mo y luminoso. De todo lo cual resulta que si las iglesias re­ciben de manos de otros los propios obispos, éstos nunca les podrán ser asignados con aquella casi infalibilidad de juicio con la que las Iglesias podrían procurárselos a sí mis­mas, tal como lo hicieron durante tantos siglos. Esto es su­ficiente para darse cuenta de que su derecho resulta así con­culcado, ya que ¿ cómo se podrá negar al pueblo de Dios el derecho de tener el mejor pastor posible?

La Iglesia que elige el propio pastor tiene un único in­terés: el de las almas. El príncipe tiene muchos intereses. ¿Es verosímil que el príncipe, entre sus muchos intereses y los de sus partidarios, haga siempre dominar como interés SUpremo en el nombramiento de los obispos, el de la Iglesia? ¿Es posible que la preocupación del bien de la Iglesia esté Continuamente presente en su espíritu, y que sea tan fuerte hasta luchar contra todas las otras preocupaciones y ven­cerlas? En tal caso, ¡que héroe y qué apóstol se sentaría so­bre el trono!

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El príncipe debería contentarse con que el obispo fuera un súbdito fiel a toda prueba. Es imposible que no lo sea si es un hombre santo y cuyo corazón está lleno del espí­ritu del Evangelio y de la Iglesia. Pero no debe exigir nada más del obispo. No debe exigir que el obispo sea un agente secreto suyo y -séame permitido decirlo-, un miserable empleado de policía. Esto desnaturalizaría el carácter epis­copal y violaría la máxima fundamental del episcopado. «Na­die que ejerza la milicia de Dios se implica en asuntos tem­porales.» Es ésta una máxima tan delicada, que se viola hasta con el pensamiento. En suma, no es lo mismo la fide­lidad evangélica que nace de la conciencia y que tiene por fundamento la rectitud de la justicia, y la fidelidad políti­ca que nace de los vínculos del interés humano y que no tiende hacia la justicia, sino que su fundamento es la utili­dad. El obispo es el hombre de la justicia, y debe poder serlo libremente. El príncipe cristiano no debe establecer una especulación política o económica sobre su carácter sa­grado. En cambio, ¿cuál es la norma del príncipe, en general y hablando de buena fe, sino la política? Y en todos los otros asuntos, fuera de los de la religión, ¿acaso podrá tener otra norma? ¿Cómo, pues, un asunto tan importante, el nombra­miento de los obispos -e~ el que ningún objetivo político debería estar presente, sino únicamente un objetivo del todo puro y espiritual-, podrá resultar lo suficientemente garan­tizado, si se deja en manos de un hombre, cuyas circuns­tancias, costumbres, educación, ejemplos, lo fuerzan a obrar siempre políticamente? ¿Deberemos ser tan confiados hasta el punto de descansar tranquilamente sin dudar en absolu­to de que en él los intereses de la religión prevalgan siempre sobre los de la política? ¿Qué entiendo por política? ¿Acaso no es lo que. siempre está dispuesto a sacar ventajas de todo, que se nutre de cualquier alimento, y destila en sus alambi­ques todo lo que le viene a las manos? ¿Qué será, pues, un obispo elegido por la política? Lo someto a reflexión de cada uno. Por lo tanto, ¿tiene necesidad la Iglesia de hijos de la política?

117. Hubo un tiempo en el que la Iglesia entabló una guerra encarnizada contra la simonía. Creíase que no podía existir vicio más nocivo e ignominioso para la Iglesia. ¿Es, acaso, la simonía secreta, menos simonía? La simonía que provi:ene de la política ¿es menos vergonzosa y triste? La gangrena que no duele, ¿ es menos mortal que la llaga que

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duele y hace gemir? Los objetivos temporales que se mez­clan en el nombramiento de los obispos, y los medios astu­tos utilizados para obtener del príncipe las sedes ¿son acaso otra cosa que simonía? Es simonía refinada y decorosa, e incluso modesta. No repugna por su insolencia, no duele. Pero digo yo: ¡mala señal! Hay gangrena y se requiere el bisturí.

¿Es verdad que los procesos por simonía han desapare­cido en nuestro tiempo? ¿Quién osaría reinstaurarlos? ¿Pero acaso esto significa que haya cesado aquel vicio tan vergon­zoso, o más bien será que ha hallado una fortaleza inexpug­nable donde no puede ser atacado? *

¿Por qué, pues, el príncipe pone tanto empeño en reser­varse el nombramiento de los obispos? ¿Es quizás el bien de la Iglesia lo que le preocupa? Si fuera así, es evidente que dejaría que la Iglesia se eligiera los obispos. Ya que es imposible que presuma de saber elegirlos mejor que ella. ¿Es acaso simplemente para tener en la persona de los obis­pos, súbditos fieles según las máximas del Evangelio o según el espíritu de la Iglesia? De ser así, precisamente debería dejar en manos de la misma Iglesia la elección, ya que, cuanto más digno es un obispo del carácter episcopal, más santo es, más apostólico, y también más fiel, con una fide­lidad limpia y cristiana. Préstese atención: digo fiel, inclu­so a costas de la propia vida. No digo adulador, no digo cor­tesano, no digo bandolero, no digo vasallo servil en todos los deseos, en todos los pensamientos conocidos o supues­tos del rey, del ministro, del gobierno al que a menudo le correspondería iluminar y guiar sirviéndose del código del Evangelio cuyo intérprete es él.'" S' no es ésta la razón por

* [El fragmento precedente ha sido añadido.] 122. ¡Cómo habría que desear que todos, príncipes y súbditos co­

nocieran en qué consiste la auténtica fidelidad! No, esta virtud no consiste en actos viles, en vender la propia conciencia, sino que siem­pre va acompañada de la justicia y de la sinceridad. Por esta ra­zón yo presento este libro, no sólo como signo de mi adhesión a la santa Iglesia, sino como una demostración de mi fidelidad a mi so­berano. ¡Ojalá pueda ser recibido como tal, sin que las intenciones más puras sean a veces mal interpretadas! El concepto de fidelidad evangélica, sobre la que estoy razonando, se halla constanter,nente en la tradición eclesiástica. Relo aquí en un hecho que se relaCIOna pre­cisamente con las elecciones de los obispos . En el siglo XI, habiendo el rey de Francia dado a la Iglesia de Chartres un obispo i~norante e indigno, los canónigos de aquella Iglesia intentaron comprometer

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la que el príncipe pone tanta importancia en tener en su mano los nombramientos episcopales, es claro que busca en ellos un apoyo positivo, no moral, sino político; pero apoyo político del propio poder, no divino, sino humano, un apoyo cualquiera, no un apoyo meramente justo. Y con todo esto, ¿no estamos en el campo de la simonía? ¿No es, pues, simo­nía ca la causa y la raíz de los nombramientos seculares? ¿La Iglesia no resulta, con ello, desnaturalizada? ¿El oficio epis­copal, no es envilecido y corrompido? Ciertamente que si el soberano temporal se propusiera con intención pura, única­mente el bien espiritual de la Iglesia, aunque a él le corres­pondiera nombrar al obispo, de ninguna manera querría fiar­se de sí mismo ni de sus ministros. Desearía más bien to­mar como consejera a la Iglesia misma, ateniéndose fiel­mente a sus consejos."J

al arzobispo de Tours y a los obispos de OrIeans y de Beauvais pa­ra que intervinieran cerca del rey, a fin de que quisiera reparar la herida causada por él a la disciplina eclesiástica; a este propósito, en su carta, escriben estas palabras: «No queráis ser lentos en ac­tuar por causa de la reverencia debida al rey, como si abstenerse sea propio de la fidelidad hacia él, ya que le seréis verdaderamente ~ás fieles si corregís en su reino lo que hay que corregir, y le indu­CIS a que desee tal corrección.» Esta carta se halla en FULBERTO DE CHARTRES, Epist. 132.

123. Una de las razones más poderosas por las que la Iglesia no quiso nunca que dependiera de los príncipes la adquisición de los obispados, era porque veía que concediéndolo, se hacía inevitable la simonía. Calixto II, en el Concilio de Reims, donde se trató de la paz entre la Iglesia y Enrique, declaró que haria todo lo posible para desterrar de la Iglesia a la simonía «quae maxime» - dijo­«per investituras contra Ecclesiam Dei innovata erat». El sumo Pon­tífice Pascual, había dicho ya antes que la influencia laical en el acto de conferir los obispados, era la raíz de la simonía. Y el Con­ciIi? .Lateranense del año 1102, renovó la prohibición de que nadie recibiera de .manos laicas, ni Iglesias ni bienes de Iglesias: Haec est enim -dice- simoniacae pravitatis RADIX, dum ad percipiendos ho­n?res Ecclesiae, saecularibus personis insipienter homines placere de­slderant. Este era un hecho que saltó a los ojos de todos: los más santos prelados de la Iglesia no han dejado de deplorarlo. El in­signe obispo de Lucca, san Anselmo califica de semillero de simo­nía el hecho de que los obispados' dependan de la voluntad del príncipe, y no creía que la religión cristiana pudiera subsistir por mucho tiempo con tal disciplina. «Quis enim non advertat -dice­hanc pestem seminarium esse simoniacae haereseos ET TaTIUS CHRIS­

TIA.NAE ~LIGIONI~ I:AMENT~B~LE:-r DESTRUCTIONEM? Nempe cum dignitas epIscopalls a prznclpe adlplscl posse speratur, contemptis suis episco­pis et. clericis, Eccles!a D~i deseritun>~ etc. (Lib. II). Se quería, pues, destruir no sólo la slmoma en la Iglesia, sino también su raíz e in-

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118. Diré más todavía: dejar libre a la Iglesia en la elec­ción de sus pastores es propio del verdadero interés , tem­p0ral del príncipe. A primera vista esto parecerá una para­doja, y así lo han considerado hasta ahora los políticos vul­gares. Pero si uno se eleva a consideraciones más altas, ha­ciendo un cálculo más amplio de los intereses, más profun­do, se termina volviendo a descubrir como verdad de hecho este principio: «Todo lo que es justo y conforme al espíri­tu de la religión cristiana, en general resulta también más útil al príncipe cristiano.» Digo en general, es decir, supo­niéndolo convertido en máxima de estado. Apliquemos este principio a la materia que estamos tratando.

Un obispo que no ha sido elegido por el príncipe, será un mediador entre el príncipe y el pueblo. El príncipe puede contar totalmente con él, ya que en todos los tiempos la Igle­sia católica ha inculcado siempre a los súbditos la doctrina de «que no les es lícito rebelarse contra el príncipe por cualquier razón». Por lo tanto, cuanto más el pastor de la Iglesia esté revestido del espíritu eclesiástico, cuanto más sea el elegido de la misma Iglesia, tanto más constante será en inculcar a los pueblos la sumisión, la obediencia, el su­frimiento hasta en las más duras opresiones. El pueblo es­tará pendiente de los labios de quien le enseña la manse­dumbre y de quien le da ejemplo; en él ve a un hombre im­parcial, a un sacerdote de Cristo que no posee otro código que el Evangelio. Pero si los obispos son nombrados por el príncipe, si el pueblo descubre en ellos otros tantos emplea­dos del soberano, si los considera como parte interesada y teniendo un mismo interés común con el príncipe, ¿ cómo recibirá sus palabras? Estas perderán toda su fuerza moral. y la fuerza de la religión, que es tan grande, no podrá prestar servicio alguno al príncipe, ya que cuando un mediador se convierte en parte interesada, deja con ello de ser mediador. El príncipe tendrá, es cierto, un apoyo político por parte del clero, en cuanto se ha convertido en una sección de la nobleza, en cuanto cuenta en su seno con grandes propie­tarios, y en cuanto por sus riquezas posee muchos amigos

c1uso su semilla. ¿O es que acaso se perdonará a la raíz y a la se­milla porque no se ven, porque se esconden bajo tierra? De tal absurdidad quisiera persuadirnos una jurisprudencia aduladora. ¿Pero acaso puede mantenerse una persuasión que no tenga la base firme de la verdad que la sostenga? No puede durar, porque la Igle­sia de Cristo debe sobrevivir al mundo.

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influyentes. Pero la fuerza que es propia de la Iglesia, la fuerza del Evangelio, y que tiene efectos invencibles, la fuer­za que ejerce la justicia sobre los corazones de los hombres, la fuerza misma que tiene Dios y que ha sometido al mundo, esta fuerza ya no existe más en los países en los que los obispos son impuestos por el príncipe, y por consiguiente el príncipe, por la avidez de tener mucho, ha perdido más. Igualmente de todo esto proviene un daño muy grande para la religión, la cual se hace odiosa al pueblo y participa de todo el odio que las facciones políticas pueden estimular contra los príncipes, y en tal caso, resulta tan lejana la po­sibilidad de que pueda sostener el trono, que ni resulta ca­paz ya de sostenerse a sí misma. Esto es lo que hemos visto acaecer en Francia en nuestros días. Su clero no ha podi­do frenar el furor de la rebelión de la que ha sido víctima junto con los re?~s de aquella nación, precisamente por la desunión política creada en aquel Estado entre clero y prín­cipe, porque aquel clero fue elegido por el mismo príncipe. ¡Gran y terrible lección! Docto, pío y hasta heroico era aquel clero intrépido que cayó bajo la guillotina sin envilecerse. Y sin embargo, nada podía en aquella nación que por otra parte no era insensible ni a las palabras del cristianismo ni a la generosidad de la virtud. No, no bastaron las dotes más espléndidas: el Galicanismo lo ha perdido. Enseñaba la re­ligión del rey. Tenía el pecado original, porque el Galicanis­mo dependía de la palabra del rey. Esto bastó para que fuera objeto de todos los oprobios, de todas las amarguras en las que fue tan abundantemente abrevado. Aquel odio no fue odio al clero, fue odio al rey, que perseguía también, en el clero y con el clero, a la religión.

119. Hagamos otra reflexión. A un conquistador, a un aventurero .que intenta usurpar un trono, comprendo muy bien que le pueda ser útil tener obispos que prefieran los bienes temporales a la religión, y que le vendan sus almas. Mas para un príncipe cristiano, reconocido como legítimo, considero que no hay utilidad mayor que la de tener en su reino hombres desapasionados, que le sepan decir la verdad, incluso a cuestas de incurrir en su desgracia. Sostengo que para un príncipe cristiano no hay utilidad mayor que la de poder conocer bien y estar seguro de lo que constituye la justicia y saber en qué consisten las verdaderas ventajas de la religión cristiana. Admitido esto, para que sobre los tronos de la Iglesia se sienten hombres tales, sumamente íntegros,

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seguro que no hay mejor sistema que el recibirlos de la misma Iglesia. Ella posee el espíritu de Dios, a no ser que se pretenda que el gobierno secular posee y conoce mejor el espíritu de Dios, más que el clero y la Iglesia. De modo que yo creo que si el príncipe quisiera tener como obispos a hombres totalmente leales y que fueran libres heraldos de la verdad, y además quisiera y supiera elegirlos él mis­mo, debería, obrando siempre con precaución, hacerlo se­cretamente, es decir, sin que nadie supiera que la elección provenía de él: ya que el solo hecho de que se sepa, basta para que lo engañen. ¿ Quién conoce el precio de la modes­ta, pero cándida libertad evangélica, propia del carácter epis­copal? ¿Qué príncipe o qué política serán lo suficientemen­te elevadas hasta poder darse cuenta de que la mencionada libertad evangélica de los obispos impediría al gobierno del estado desbordarse en excesos, y sería la que le detendría al borde del precipicio hasta el que lo empujan la inconsi­deración o las pasiones de los gobernantes? ¿ Cuántos Es­tados hubieran sido salvados de las revoluciones y de la anarquía si esta libertad preciosa, -auténtico perfume que dondequiera que se perciba, impide a los Estados cristianos que se corrompan- hubiera sido apreciada tanto como se merece? Pero, como he dicho, en vez de calcular las venta­jas de este freno que la injusticia y la pasión de los gober­nantes descubriría como muy ventajoso para su propia con­servación, la inconsiderada prudencia del mundo propone como único fin de la política un ciego, ilimitado y continuo aumento de poder, y se considera como algo antipolítico cual­quier limitación impuesta al poder del gobierno; como . si un poder pudiera subsistir después de haber alejado de sí cualquier límite, aunque sea justo, es decir, después de haber conseguido poder realizar libremente cuanto se le antoje, sea justo o injusto, y como si no hallara precisamente su pro­pia destrucción en este poder sin límites. Un monarca total­mente absoluto, no podría subsistir, ni que fuera unos po­cos días, sobre el trono. Los límites que soñara en destruir a nivel del derecho, los hallaría duplicados y agravados a nivel de los hechos. Por esta razón se observó con perspica­cia «que cuando los príncipes quisieron quitarse de encima toda sujeción respecto a la Iglesia, se dieron cuenta de que eran verdaderos esclavos del pueblo»: esto sólo explica to­das las circunstancias políticas de nuestros tiempos. A des­pecho de las obscuridades que han difundido los sofistas

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enemigos de los tronos reales junto con sus aduladores, y de los prejuicios sistemáticos que han manchado a los his­toriadores modernos que han hablado del siglo XI, me per­mito hacer aquí una reflexión apelando a los hombres más desapasionados y más penetrantes que podrán declarar si ésta no es justa. Mi reflexión es la siguiente: «Afirmo que el clero libre representado por Gregario VII, fue verdade­ramente útil al m ismo emperador Enrique IV, a pesar de la aparente oposición respecto a él, mientras que el clero adulador y esclavo suyo, fue la auténtica causa de su ruina.» Extraña afirmación. Y no obstante, es fácil de demostrar. Basta considerar lo que sucedió a los barones alemanes. Los señores sajones y alemanes, irritados por sus desenfrenos y su tiranía extremada, al rebelarse contra él, se quejaban so­bremanera de la lentitud y moderación del Papa, y amenaza­ban con elegirse por sí mismos un nuevo emperador, sin es­perar el juicio del Papa. Este, en cambio, daba largas al asunto, intentaba arreglar las cosas, hacíase mediador entre el soberano y aquellos señores, con el deseo de dar tiempo para ver si quizás Enrique entraba en razón: de ser así, prometía inoluso sostenerlo. Pero aquellos príncipes, impa­cientes ante la larga espera, sin consentimiento del Papa que era partidario de la conciliación, eligieFon a Rodolfo de Sua­bia, lo que hizo interminable el litigio. Y Enrique perdió. Aho­ra bien, si Enrique hubiera escuchado al Papa, hubiera sido uno de los más grandes emperadores, las disensiones se hu­bieran solucionado precisamente por mediación del clero li­bre que era escuchado debido a su libertad y que era apto para ejercer tal mediación. En cambio, ¿quién arrebató a Enrique esta ventaja? ¿Quién lo condujo a tan triste fin de morir destronado, fugitivo y pobre? Nadie más que su clero esclavo a quien había vendido los obi·spados. Este clero fue el que le aéonsejó ciegamente, no que mantuviera una auto­ridad sin el freno de la justicia, un derecho vano de arbitra­riedad que le situara en un estado capaz de realizar tanto el mal como el bien sin obstáculo alguno, sobre todo una .utoridad para hacer el mal, ya que la de hacer el bien nadie se la disputaba. Este clero perdió a Enrique. Un clero fiel, no de fidelidad política, sino de fidelidad evangélica, lo ha­bría salvado.'''

124. Quien quiera constatar de hecho la certeza de esta conjetu­ra, basta que recuerde lo que sucedió a otro · Enrique, al gran rey

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120. Este deseo de hallar en el episcopado un apoyo per tas et netas, un medio tal no para hacer respetable ante los pueblos una autoridad justa, sino que les haga esclavos de cualquier tipo de autoridad, este principio del que es tan difícil que se despoje el gobierno laical, es el que los mueve también a nombrar obispos fatales para la Iglesia que, como por casualidad, posean una apariencia eclesiástica -y hoy en día no se puede prescindir de ella-, pero que de hecho no sean libres ministros de Dios, sino siervos del príncipe vestidos de obispos. Debido a la fidelidad que se busca en ellos, fidelidad que nace de motivos humanos, les conviene disponer de personas que den mucha importancia a los bienes humanos; les conviene evitar diligentemente el nombramien­t.o de aquellos hombres que se elevan por encima de todo lo terreno, y que en las riquezas y en los honores que reciben de mano del príncipe, no reconocen más que una miseria que les cae encima y un grave peso al que someten sus hom­bros sin entusiasmo, con resignación y por amor de Dios. l2S

de Francia. El Papa no pedía otra cosa sino que los franceses tuvie­ran un rey católico: no sentía hostilidad personal alguna contra En­rique, ni ocultaba pretensión política alguna al respecto. Los cató­licos franceses confederados no se mantenían dentro de estos lími­tes. En la carta que escribieron al legado del Papa, a Cayetano, incitaban al Papa para que nombrara un rey de Francia: la opinión de la Sorbona apoyaba a este partido: «Sorbona -dice la carta­huius sententiae est, urgetque Pontificem ut ipse regem Galliae pro­nuntiet, declaretque; alioquin Gallia conclamata est, expersque re­medii. Et esse hanc potestatem Pontifici regem declarandi, rationibus plane evidentibus, multisque exemplis ostendunt. Immo adiungunt, ubi Pontifex regem pronuntiaverit, isque in Gallia denuntiatus fuerit, con­tinuo a clero et ab omnibus catholicis receptum iri» (sub. ano 1592, die 16 april.). ¿Qué hizo el Papa? Ni llegó a este extremo ni cayó en el otro de Enrique: jugó el noble papel de mediador. La mediación obtuvo su efecto, de hecho, a favor de Enrique, ya que éste cedió en la herejía, y fue reconciliado y reconocido como rey por el Papa y por todos los franceses. ¿Qué duda cabe de que si Enrique se hu­biera obstinado en la herejía, hubiera perecido por fin con todo su valor? El Papa, pues, no perjudicó a Enrique como le hubiera perju­dicado un clero vendido que le hubiera incitado contra el Papa y con­tra la Iglesia, sino que la resistencia del Papa le ayudó extraordinaria­mente a hacerlo entrar en la Iglesia y al mismo tiempo a devolverle la estimación de los franceses. ¡He aquí cómo la Iglesia libre mantiene y restablece a los príncipes en el camino de su política auténtica, e incluso beneficia su grandeza temporal!

125. El célebre Cardo Gofredo, abad Vindocinense, en su opúsculo sobre las Investiduras, dirigido a Calixto JI, escribía a este propósito: «Ex jure autem humano tantum illis debemus (a los príncipes tempo-

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Estos hombres evangélicos a quienes la verdad ha hecho li­bres, hasta son temidos por la política del mundo, cual escollos y obstáculos para sus vanas empresas. Pero la Igle­sia llega a ver muy pocos que resplandezcan sobre las sedes episcopales -al contrario de los tiempos primitivos-, y el mundo carece de heraldos sinceros del Evangelio, carece de la justicia eterna de maestros y de sacerdotes, y los prín­cipes carecen de amigos y consejeros verdaderamente fieles .

Esta misma razón, que el obispo debería poder ser un hombre capaz de servir lealmente a su príncipe manifestán­dole la verdad, confirma lo que decía antes: al episcopado no le bastan los espíritus mediocres. Tal oficio exige dema­siada prudencia y demasiada fortaleza. Quien dijo: «El buen pastor da su vida por las ovejas»,''' exigió una gran magna­nimidad por parte del obispo. No son éstas, palabras de consejo, sino de obligación estricta. Quien en la vida normal podría ser un hombre honesto, sobre la cátedra episcopal no será más que un lobo o un perro mudo tal como califica la Escritura a los pastores que no saben morir o ladrar. ¿Qué rey se propone en conciencia no nombrar como obispos sino a hombres que demuestren poseer un corazón tan ínte­gro y fuerte que sepan morir antes que callar la verdad?

121. Otros inconvenientes se añaden a todos éstos a causa del nombramiento real. Los reyes y los gobiernos con­sideran a los obispos como otros tantos empleados políticos: los eligen según el mismo sistema, que prevalece en el go­bierno. Se exige, naturalmente, que tales obispos hayan abra­zado también ellos las mismas máximas políticas. En este estado de cosas, los obispos no pueden quedar contentos y satisfechos con el mero estudio de las normas eternas de verdad y de justicia, absteniéndose de pronunciarse respec­to a las do~trinas políticas y limitarse a mantener y conser­var la paz y el amor entre los hombres sirviéndose de las máximas universales y divinas del Evangelio. Donde el nom­bramiento de los obispos se hallare en manos del poder lai­cal, es inevitable que el sistema que preside tal nombramien­to esté sujeto a cambio, de la misma manera como cambian los principios de los gabinetes y de los ministerios; es inevi­table que hoy se elijan como obispos a hombres de cierto

rales) QUANTUM POSSESSIONEM DILIGIMUS, quibus ab ipsis veZ a parentibus suis Ecclesia ditata et investita dignoscitur.»

126. In. lO, 11.

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color, y mañana a hombres de otro color diferente, sin que llegue nunca el tiempo en que se elijan hombres blancos,. de ningún color. Entre tanto con tales nombramientos se ali­mentan todos los intereses y todas las pasiones individuales, sin que se preste atención al bien espiritual de los pueblos y a la conservación de la Iglesia de Jesucristo.

122. No me dedicaré a exponer todo lo que la Iglesia y el mismo Estado deberían temer del nombramiento real de los obispos en el momento en que, desgraciadamente, na­ciera un soberano necio, o se convertiera en un hombre im­pío y enemigo de la Iglesia, o tuviera a su lado ministros crueles y enemigos también de la Iglesia. Es más que cono­cido lo que sucedió en tales casos. Así como lo es igualmen­te con qué facilidad los príncipes fueron siempre engañados por los herejes, ávidos maestros de mentira, de adulaciqn y de seducción religiosa. Y no solamente los príncipes per­versos, sino también los óptimos, y especialmente los que poseen mayor ardor por el bien de la Iglesia, resultan más miserablemente engañados y seducidos por la astuta maldad de éstos que siempre hormiguean por las cortes y buscan en ellas instigadores.m La herejía se esconde bajo el manto de la piedad, y la teología de los laicos no es lo suficientemente precisa para poderla descubrir en seguida, ya que aquélla ha­bla con dulces palabras, fomenta la ambición, es indulgente con las blandas pasiones, y no le cuesta nada simular y men­tir. Y así, hasta los mejores príncipes, en tales tiempos eli­gen incluso a verdaderos herejes que simulan la doctrina ca­tólica, y cuando ya fuertes y estando la nación ya perdida,

127. El arrianismo se propagó de esta manera; y en realidad todas las otras herejías no se difundieron por el mundo sin el apoyo de las cortes y de los príncipes que se dejaron engañar por la astucia de los herejes. ¡Cuántos obispos herejes se introdujeron por la fuerza bru­ta del poder laica!! Basta con abrir la historia eclesiástica y las páginas aparecen llenas de ejemplos. Si en el siglo XVI no se produjo en todas partes la intrusión de obispos herejes como en Inglaterra, en Suecia y en otros países, fue debido a que en muchas partes las herejías des­truyeron el episcopado, y lo destruyeron con el brazo del poder secu­lar. El poder secular, por lo tanto, no puede precaverse en modo alguno contra los falsos sistemas religiosos si no es adhiriéndose fuer­temente a los Jefes de la Iglesia y creyendo en su magisterio, ya que no existe otra voz igualmente viva, suprema y duradera. ¿Esperarán és­tos, acaso, la convocación de un Concilio ecuménico? ¿Es siempre po­sible disponer de este tribunal extraordinario? ¿Y mientras tanto se deben dejar engañar? Que abran el Evangelio y lean: «Yo he fundado mi Iglesia sobre piedra.» Que crean, pues, en el Evangelio.

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aban?onan las apariencias y se quitan las máscaras que les cubnan el rostro. Todo esto se descubre en la historia recien­te de la Iglesia. Pero vaya hablar de un peligro todavía más tremendo por ser más oculto. Mejor dicho, de un mal pre­sente.

123. Una fuerza infatigable actúa hoy en día y desde hace mucho tiempo por todas partes de la tierra, para pro­pagar en la Iglesia de Dios la semilla más venenosa del cisma. Por desgracia se ha creado un sistema cismático. El cisma aún no se ve por ninguna parte: nunca se ve hasta que ex­plota. Y entre tanto, los instigadores de este sistema -mu­chos de los cuales están en la buena fe-, pronuncian pala­bras sumamente seductoras e insidiosas a oídos de todos los príncipes de Europa, y les hacen creer desdichadamente que aq~l sistema constituye un baluarte necesario para su autond~~ y poder, y denuncian el sistema contrario, que es ,el catolIcIsmo,. con las acusaciones más injuriosas, despa­chandolo como SI se tratara de una pura invención huma­na, de un descubrimiento maligno de la ambición de la Ca­beza de la Iglesia. ¿Cómo no serán seducidos los monarcas? ¿~caso 'pueden éstos poseer tanta penetración, tanto desapa­SIOnamIento, tanto amor a la verdad, que distingan correcta­mente el sistema cismático del que hablamos, y la verdadera doctrina de la Iglesia? Cierto que no. No existe otro cami­no para ellos que el de cerrar sus oídos a los doctores parti­culares y sin misión, y abrirlos a los pastores de la Iglesia escuchándolos según el grado que les viene asignado en eÍ orden jerárquico, creyendo finalmente en las palabras de Cristo, que dijo que su Iglesia la edificó sobre Pedro. Estas palabras serán de condena inexcusable para aquellos prín­cipes que habrán preferido la voz de otro maestro a la de la Cabeza de .la Iglesia. Por desgracia cada príncipe tiene sus teólogos, y cree justificarse ante Dios siguiendo quizás los consejos de algún obispo de su reino. ¡Pero cómo! ¿En qué círculo vicioso se enreda? ¿No es él mismo, acaso, quien ha nombrado a estos obispos? ¿No es él mismo quien escoge a aquellos teólogos privados? Si es así, ¿cómo podrá estar seguro de que a través de ellos escucha la voz de Dios? ¿Cómo sabrá que es la Iglesia que le habla? Si quiere oir a la Iglesia, ésta debe ser la Iglesia libre, no la Iglesia escla­va. Debe ser la Iglesia en el orden de la jerarquía, y no pue­de ser un miembro de la Iglesia que se halla en contradic­ción con el todo. De lo contrario, no habrá opinión, por rara

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que sea, que no se pueda justificar medíante el voto de teó­logos privados o de obispos vasallos del príncipe. No es así como la verdad se saca a flote. El príncipe no hallará en sus consejeros sino a sí mismo y sus intereses. Entre tanto, el sistema cismático sobre el que estoy hablando, desgraCiada­mente ha prevalecido y prevalece por todas partes. ¿ Qué medio más seguro para hacerlo prevalecer más y más, que dejar el nombramiento de los obispos en manos de los príncipes? Es evidente que, dondequiera que los príncipes estén imbuidos de este sistema cismático, éstos nombra­rán obispos a personas de cuyas ideas estén antes muy se­guros. Y ya que este cisma se acuIta como el fuego bajo la ceniza, es evidente que ni el Papa, con la reserva de la confir.mación de los que han sido nombrados obispos, pue­de evItar esta oculta destrucción de la Iglesia, especialmente tratándose no de Italia, donde el Papa puede obtener infol'­mación más fácilmente, sino de naciones lejanas en las que la política, la diversidad de lengua y otras causas, dificultan la comunicación entre la Cabeza de la Iglesia y los pueblos. Las retractaciones,* las declaraciones y los juramentos no son más que paliativos ineptos para quien no tiene concien­cia: ,son medios. oportunísimos por parte de quien hace pro­feslOn de sedUCIr para obtener su fin. ¡Ojalá la experiencia no hubiera comprobado esta triste verdad! Cuando todo el reino ya no tenga más que obispos de esta naturaleza el cisma, a la más mínima ocasión, será ya un hecho consu~a­do, sin reparo ni obstáculo alguno. Si la Iglesia cismática de Francia que se manifestó en ocasión del concordato de Napoleón con Pío VII, constituyó la porción más pequeña de la Iglesia de aquel país, se debe a la feliz incongruencia de aquel clero singular, el cual, debido a un orgullo nacional, puso en Europa las bases del sistema cismático del que es­toy hablando. Debido a un sentimiento más recto de pie­dad, en la práctica no fue fiel a su vana teoría. Si aquella pequeña Iglesia cismática, no llegó a turbar y destrozar to­da la Iglesia de la nación, y tampoco la Iglesia universal tal como habría sucedido en otras circunstancias fue debido ~i~~mente a u~ 7asgo de la divina Providencia: la cual per­mItlO que la polItlca de aquel hombre poderoso que domina­ba entonces en Francia, y que todo lo había sometido a sí con cetro de hierro, se asociara a la verdadera Iglesia y al

* [Las últimas cuatro líneas fueron añadidas.]

pe 17.15 225

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sumo Pontífice, permaneciendo así impotente, pero no hu­millada ni sometida a la facción cismática.'"

124. Por más que puedan introducirse abusos y desórde­nes en las elecciones realizadas por las diócesis y provin­cias particulares, éstos serán siempre parciales, la corrup­cion no se extendera a toda la nación, no se harán, al menos, bajo la capa de un sistema prefijado, no será un principio de maldad infernal que rija todas las elecciones y que infl~ya directamente en la perversión del total de los reinos. En cambio, concedido el nombramiento a un príncipe, ¡qué po­der tremendo de hacer el mal se concede a la voluntad de un solo hombre! Si se concede a un gabinete, ¡qué poder tremendo se instituye fuera de la Iglesia, poder que con su acción terrible sobrevive a las personas de los príncipes, y dura tanto cuanto duran las normas adoptadas por los ga­binetes!

Por desgracia el cisma está ya muy avanzado. En toda Europa se colocan en secreto sus primeras piedras. ¡Y son muy otras que las piedras sobre las que se construye el tem­plo del Señor!

Ahora bien, en circunstancias tan fatales para la Igle­sia católica, ¿ dónde y quién no duerme un plácido sueño? Todo maroha bien, a juicio de los prudentes de este mundo. Según el parecer de otros más prudentes aún, es necesario que los católicos no tengan la temeridad de hablar: convie­ne observar perfecto silencio para no excitar inquietudes y rumores molestos. Todo lo que puede ocasionar turbación, no es más que imprudencia y temeridad. Esta clase de pru-

128. Un testigo excepcional por no ser sospechoso de no favorecer el absolutismo político -me refiero a Richelieu-, consideraba el Gali­canismo como un sistema cismático. Descubría el espíritu del cisma también en esto, en el hecho de que «una Iglesia particular se pro­ponga decidir cuestiones de tal importancia que conciernen los inte­reses de toda la Iglesia y de todos los Estados cristianos: cuestiones que por lo mismo no corresponden sino al tribunal supremo del sumo Pontífice y de los Concilios ecuménicos». ¿Qué sucederá si la Iglesia de una nación particular, si algún obispo, si un consejero, un profesor de teología osa no sólo decidir, sino decidir contra la práctica de los Concilios y de los Pontífices, y a veces contra sus declaraciones ex­plícitas? ¿Acaso no es éste un proceder cismático? ¿Hab¡;á algún prínci­pe cristiano que pueda tener la conciencia tranquila ateniéndose al pa­recer de tales doctores particulares? ¿Podrá afirmar que ha buscado suficientemente la verdad, la doctrina de la santa Iglesia católica? ¿Po­drá creer de buena fe que no actúa sino para mantener sus derechos y que no perjudica en nada los del prójimo?

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dencia es el arma más terrible en manos de cuantos están minando a la Iglesia. La minan ocultamente. Y quienes de­nuncian su acción, quienes revelan su traición, son conside­rados turbulentos, son los perturbadores de la sociedad. En­tre tanto la Iglesia se lamenta, y con mucha razón puede pronunciar las palabras del Profeta: «en la paz, su amargu­ra se ha hecho amarguísima». Por consiguiente, si alguna voz, interrumpiendo el silencio de muerte, se levanta para hablar de los medios de salvación que aún le quedan a la Iglesia, fijaros de dónde procede: sale de boca de un sim­ple fiel. Como máximo se tratará de un pobre sacerdote va­liente. Fueron dos pobres sacerdotes -lo digo para honrar a la verdad-, los que últimamente, aprovechando al menos la ocasión de aquella revolución que en Francia renegó de la religión católica como religión del Estado, osaron presep.­tarse con súplicas a los obispos de su religión, y someterles estas reflexiones sobre el nombramiento para los obispados:

«Mientras los jefes de la religión sean hombres escogi­dos por la misma religión -dijeron a los obispos de su nación-, esta religión no tiene por qué temer. No la mata­rán ni la persecución ni el hambre: ni la persecución ni el hambre mataron las iglesias de Oriente, de Alemania y de Inglaterra. Murieron por la intervención corruptora del poder en la constitución del episcopado, sea porque los obis­pos vendieron voluntariamente la propia independencia, sea porque quizás ignoraron hasta qué punto hombres libres y creyentes pueden resistir a las voluntades sacrílegas. ¡Ha lle­gado vuestra hora, oh sagrado resto de nuestros obispos, ha llegado vuestra ocasión de aguantar este ataque obstinado con­tra la autoridad! Con sus ojos han ya contemplado vuestras cabezas encanecidas en las precedentes desventuras. Han contado vuestros años, y se han alegrado: ya que el tiempo del hombre es seguro. A medida que vayáis desapareciendo, colocarán en vuestras sedes hombres de su confianza, cuya presencia diezmará vuestras filas sin destruir todavía la uni­dad. Un residuo de vergüenza desaparecerá más tarde de sus actos. La ambición oculta contraerá pactos terribles. Y el último de vosotros en morir, podrá descender bajo el al­tar mayor de su catedral con la convicción de que sus fune­rales son los funerales de toda la Iglesia de Francia.»

125. Así, pues, ¿se abandonará a la Iglesia? ¿No queda esperanza alguna de que el catolicismo se levante de la opre­sión, de que vuelvan a ser libres las elecciones episcopalesJ

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sin las que la Iglesia no puede subsistir? No, no hay espe­ranza: toda la fuerza está de parte del cisma; de parte de la Iglesia no hay más que debilidad. Consideradas las presentes circunstancias, ni los obispos ni el mismo Sumo Pontífice pueden remediar el mal. No hay poder alguno en mano del hombre capaz de tan gran empresa. Pero existe la fe, existe la palabra de Dios: debe ser intimada incluso al mun­do que la rehúsa. Los enviados del Señor que la proclaman, han salvado sus almas que perderían no proclamándola. Pero este estado de la Iglesia no es nuevo. En otras ocasiones la Iglesia no tenía esperanza de salvación alguna puesta en los hombres. Nunca la tuvo. Ya que la Providencia, superior a ellos, quiere reservar toda gloria para sí, de manera que sea exaltada la única Cabeza invisible de la Iglesia, Jesucristo. Triunfará precisamente cuando sus enemigos crean haber consumado su victoria, y cuando a sus fieles les haya falla­do todo socorro que no sea él.

En la libertad de las elecciones, se vio resplandecer siem­pre, y de modo particular, sobre todos los pensamientos de los hombres, la omnipotencia de Aquél que ha recibido del Padre «todo poder en el cielo y en la tierra».

126. La nación cristiana y el pueblo cristiano, miembro de ésta, posee una constitución de derecho verdaderamente divino, es decir, de hecho. Los hechos son de derecho divino, ya que es Dios y solo Dios quien dirige todos los hechos.'" ¡Ay de quien toca esta constitución! ¡Ay de la nación que in­fringe sus leyes! Los males caerán sobre ella en tal abundan­cia, que no dejará de ser agitada y desgarrada hasta que no haya retrocedido y no haya restablecido la Constitución de la que estamos hablando. He aquí las leyes simples, univer­sales e inmutables de esta constitución.

Dicha qmstitución insiste en dos ,fundamentos: 1: en un derecho supremo, 2.° en un hecho universal que es el resul­tado de todos los hechos. Es decir, ante todo hay un poder legislador supremo, o si se prefiere, un poder que proclama las leyes superiores, y un poder que las sanciona. Estos dos

129. Cuando digo que los hechos son de derecho divino, ent iéndase bien. Con esto no se quieren justificar los hechos malvados que se oponen a la ley divina. únicamente nos proponemos decir que todo lo que sucede, incluso permisivamente, tiene un orden y un fin providen­cial, está orientado a la gloria de Cristo : y este último resultado de todos los hechos del mundo es de derecho divino_ [Nota añadida a ldpiz.]

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poderes nunca se' unen en una misma persona, sino que siem­pre pertenecen a personas diversas. Me explicaré.

En medio del pueblo cristiano, hay una voz incesante que anuncia la ley evangélica y que es la justicia completa. Esta misión se confía a la Iglesia. Es el poder legislativo o promul­gador de leyes. ¿De dónde recibe su sanción? No se 'trata de la sanción en la otra vida, sino en la presente. La Iglesia no está armada -me refiero a armas materiales-, 'j su ca­rácter esencial está expresado en las palabras con las que Cristo confió la misión a los Apóstoles: «He aquí que yo os mando como ovejas en medio de lobos.» 130 La sanción tem­poral, de suyo no está en manos de la Iglesia. Es otro poder, ya que Dios ha separado la ley de su sanción.13I Confió a la Iglesia la misión de anunciar aquélla, y se ha reservado sólo para sí el sancionarla temporalmente, a fin de que nadie se pueda vanagloriar y domine por encima de sus semejantes: ni la Iglesia, por su debilidad física, ni todavía menos el go­bierno temporal, ya que la fuerza bruta no puede ser razón de gloria humana. Y no' obstante, Dios, en general, no sancio­na la ley de la Iglesia en el tiempo y con milagros. Más bien ha organizado en su pueblo, por decirlo así, la sanción de la ley anunciada por la Iglesia. Es decir, ha constituido de tal modo el pueblo de los creyentes, que se halle en la feliz necesidad de tener que sancionar él mismo la ley divina: así, ha cedido a su pueblo el poder que sanciona la ley. Lo que voy a decir, aclarará esta afirmación que no debe hacer caer en sospecha a nadie.

En el pueblo cristiano, es decir, en toda nación que per­tenezca a este pueblo, aparecen siempre, de hecho, tres pode­res: el poder supremo o de gobierno, el poder de los magna­tes o de los nobles, y el poder del pueblo. Sucede que cuando uno de estos tres poderes es culpable, halla una oposición e incluso su castigo por parte de los otros dos, los cuales entonces se unen para defender la justicia contra el tercer poder que conculca las leyes. Cuando digo que sucede, lo re­pito, no me refiero sino a lo que es propio del hecho histó­rico, y me abstengo en absoluto en esta exposición sobre lo que sucede, de toda cuestión de derecho. Para que cada

130. Mat. lO, 16. 131. La Iglesia posee ciertamente el poder de ratificar de varios mo­

dos sus leyes. Pero aquí no se h abla de estas ratificaciones eclesiás­ticas. Se habla de una ratificación superior a la que nunca falta la plena eficacia, [Nota añadida a ldpiz. ]

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poder se "m"antenga en esta sujeción que le impide faltar sin ser castigado, es necesario, evidentemente, que dos de los tres poderes mencionados, sean siempre más fuertes que el tercero, ya que s610 entonces su alianza ocasional en favor de la justicia constituye la misma justicia. Ahora bien, tal san­ción sera tanto más eficaz, cuanto más fuertes sean los dos poderes unidos respecto al tercero abandonado a sí mis­mo, y la justicia se mantendrá así tanto más protegida y asegurada. Pero ya que la culpabilidad contra la justicia puede recaer en cada uno de los tres poderes, la meior repar­tición de la fuerza en favor de la justicia, es indudablemen­te aquélla «por la que, en cualquier caso, la sanción de la iusticia contra el poder prevaricador, sea la mayor posible». De donde se deduce la consecuencia de que la repartición de la fuerza más favorable para la justicia en el pueblo cristia­no, será la que establezca un perfecto equilibrio de fuerzas entre los tres poderes, de modo que cada uno posea una cantidad igual de fuerza. De esta manera, toda prevaricación de un poder u otro, hallará una oposición contra sí por par­te de los otros dos que lo superan de mucho, es decir, que su relación respecto a él, será de dos a uno. De modo que si sucediera que uno de los tres poderes llegara a ser más fuerte que los otros dos luntos. se daría entonces la tiranía al menos en potencia. Si " sucediera que dos poderes se unie~ ran a favor de la in lusticia, y oprimieran a la minoría, es decir, al tercer poder, se daría la conjura contra el Estado. Pero si los tres poderes se coninran contra la iusticia -lo que no sería opresión de sí mismos, sino de la Iglesia-. enton­ces llega el momento en Que la nación pierde el catolicis­mo. y más tarde se sale también del cristianismo: se da, pues, Hereiía e Impiedad. Estas son las tres enfermedades radicales de . la sociedad civil cristiana. Qué fin le espera a una nación separada de la Iglesia y substraída así al magis­terio de la verdad, es difícil decirlo. Ya no pertenece al pue­blo de Dios del que estamos hablando. Se ha introducido al orden de las naciones infieles -o al m~nf)S terminará me­tiéndose entre ellas- y las naciones infieles están suietas a males Que les son propios. Estará ba io la influencia de algo más funesto todavía por parte de las naciones infieles, a saber, de una ley de degradación que no se puede prever a dónde la conduciría si otras causas no perturbaran su acción infatigable: no existe todavía en la historia un ejem­plo de nación que haya agotado todas las transformaciones a

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las que una ley tan fatal la empuja incesantemente, y que llegada a ciertos límites, no haya vuelto hacia atrás llena de temor ante un abismo abierto ante sí, acercándose de nuevo a la Iglesia católica e incluso volviendo a entrar en ella. Dejando aparte este caso de muerte por apostasía, y volviendo a los otros dos males de las naciones cristianas -la tiranía y la conjura contra el Estado-, diré que la na­ción católica afectada por estos dos males, no dejará de ser agitada hasta que no haya expulsado de su seno el germen de su triste mal y hasta que no haya restablecido la ley de su constitución divina, que consiste en que dos de los tres poderes sean más fuertes que el tercero, y por lo tanto, que siempre sean capaces de sancionar en cualquier caso la vio­lación de la justicia por parte del tercero.

127. La Providencia siempre se sirvió precisamente de esta constitución propia de los Estados cristianos para sal­var las elecciones de los obispos cuando uno de los tres po­deres intentó usurparlas. Hubo una época en la que la no­bleza impedía la libertad de las elecciones, utilizando todos los medios para convertirse en árbitro de las mismas. En­tonces la divina Providencia se sirvió de los soberanos, jun­to con el pueblo, para reivindicar a la Iglesia su derecho, y devolver la libertad a las elecciones.''' En otras ocasiones el abuso estuvo de parte del pueblo, y aquél fue reprimido al ser ayudada la Iglesia por los soberanos y por la nobleza: l33

132. En el siglo VIII los obispados , por razón de los feudos. eran invadidos por la nobleza, armada e Ín"iuriosa. CarIomagno v Pepino defendieron a la Iglesia, y este último obtuvo del sumo Pontífice Za­carias el privilegio «ad personam» de nombrar a los obispos. El abad LUDO de Ferrara. escribe: "Pipinus a quo per maximum Carolum et religiosissimum Ludovicum imperatorem duxit rex noster originem, ex: posita necessitate hujus regni Zacariae romano Papae, in Svnodo, CUt Martir Bonifacius interfuit, eius accepit consensum, ut acerbitati tem­poris, industria sibi probatissimorum, decedentibus episcopis, medere­tur» (Epist. 81).

133. Se distinguen, pues, dos periodos en los intentos de la nobleza y del poder supremo para apoderarse de las elecciones: en el primer período se trataba de tomarlas por asalto, mediante una abierta usuJ:; pación: en el segundo se actuó bajo mano y con habilidad, y se llego insensiblemente hasta el fin. . ..

En Francia el poder supremo se unió con el pueblo en perjUIcIO de la libertad 'de la Iglesia y contra la nobleza, y por esta razón hubo conjura contra el Estado. En la asamblea de las comunas d~l año 1615, el tercer lugar fue para el galicanismo, v el sistema católIco fue ~e­fendido por el clero y por la nobleza, " de manera que, como escr:be Bartolomé Grammond presidente del departamento de Toulouse (Htst.

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son beneficios imperecederos que los piadosos soberanos rin­dieron a la Iglesia y que ésta siempre recordó y recordará hasta el fin de los siglos. Finalmente los mismos monarcas se entrometieron y tiranizaron horriblemente las elecciones. Esto dio ocasión a la gran lucha que empezó o, por decirlo meior, explotó en tiempos de Gregorio VII, y en la que la Iglesia fue reivindicada por la nobleza y por el pueblo, con­tra la usurpación de los soberanos. Humillados éstos, la no­bleza levantó de nuevo la cabeza, y se apoderó más hábilmen­te todavía de las elecciones no menos que de las sedes epis­copales, dirigiendo las cosas de tal modo que, excluido el pueblo y la mayoría del clero, las elecciones dependieran de los Capítulos catedralicios que vinieron a ser como la desem­bocadura de la nobleza, salvadas siempre las debidas excep­ciones. Por este medio la monarquía de nuevo cobró fuerza sobre la nobleza que se envilecía. y llegó a presionarla y final­mente a dominarla totalmente. Entonces los príncipes obtu­vieron el nombramiento de los obispos, es decir, sin duda alguna la máxima influencia sobre las elecciones episcopa­les. Esta influencia fue legalizada bajo forma de protección. Se utilizó con cautela y decencia externa, y se vistió del me­jor gusto diplomático. Entre tanto, el cisma se hace cada vez

ad ann. 1615, lib. n, el partido católico decía: «c1erum et nobilitatem convenire in eandem sententiam, nec ideo contrariam opinionem va­lere quía ita populus censet: duorum vota et calculos uni praevalere •.

En 1673 el clero se declaró también según la misma sentencia correcta, pero en 1682 contradijo a sus padres. El clero, de nombra­miento real bajo un rev despótico como Luis XIV, fue partidario del rey: entonces el galicanismo tomó las apariencias de la mayor regularidad y obtuvo su triunfo.

Pero ¡de qué sirvió esta conjura del poder supremo y del pueblo contra el Estado y contra la Iglesia? Sirvió para la ruina del rev. Con la nobleza, casi aniquilada, el rey se halló ante el pueblo que él i'nismo había elevado. Dos poderes , uno ante el otro , sin mediador, no pueden perseverar concordes por mucho tiempo : el pueblo eliminó al rev, lo mató. ¡Qué lección és ta! ¡Qué falsa política aquélla Que no piensa en otra cosa que en convertir en ilimitado el poder supremo! Los excesos se tocan : quien se ensalza excesivamente, más miserablemente se de­rrumba.

Hay que observar algo singular: el Cardenal Richelieu estuvo a fa­vor de la Iglesia y contra el galicanismo. Y no obstante, fue él quien preparó el triunfo de éste: él fue el más grande instrumento del hundimiento de la nobleza y del absolutismo real. El gran hombre no se daba cuenta, pues, de lo Que hacía. ¡Cuántos hav Que parecen ver mucho, y en realidad son miopes engañándose de la misma ma­nera!

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más irreparable. ¿Quién librará de él a la Iglesia, al mundo? ¿ Quién salvará los tronos extenuados en prepararse a sí mis­mos las más miserables desgracias y las más raras peripe­cias? ¿Cuál de los tres poderes podrá utilizar la divina Pro­videncia para sancionar una vez más la ley de la injusticia, y para restituir a la Iglesia aquella plena libertad de existir que nunca mano mortal tocó impunemente? Una rápida mi­rada sobre el mundo nos dará la respuesta. La sanción tre­menda de la divina Providencia no está ya en la oscuridad, no es necesario adivinarla. Ha empezado ya y se deja oír en varios puntos de Europa y del universo. Inglaterra e Ir­landa, los Estados Unidos y Bélgica gozan de libertad para elegir a los obispos. Por ningún precio la Providencia dejará de redimir a la Iglesia para que tenga libertad en todas las naciones de la Tierra: que los monarcas no lo duden. Los pueblos, sÍ, los pueblos son la vara de la que ella se sirve. Las rebeliones son execrables: ¿quién las execra, quién las condena más que la Iglesia? Lo que no hace la Iglesia, no lo hacen los más buenos. Lo hace precisamente el poder de Jesucristo qUe es Señor de los reyes y de los pueblos, que somete a su voluntad todas las cosas, que suele sacar el bien del mal. El usará también el brazo del malvado para sus fines.

128. Sí, me atrevo a decir que es irreparable la confu­sión de toda Europa ya que hay un solo medio para evitarla: el de restablecer a la Iglesia en su plena libertad, el de com­portarse respecto a ella con sumisión y justicia. Pero este medio, es el único que no se aprecia, es el único que des­graciadamente se rehúsa. Se intenta todo, se utiliza todo, los ejércitos y las más prudentes negociaciones. Pero todos estos medios son parecidos a los últimos socorros que se prestan al moribundo con la mayor urgencia y vigilancia, los cuales obtienen ya mucho cuando se logra prolongar por al­gunos instantes sus sufrimientos mortales. ¿Acaso falta inte­ligencia? No, falta fe. Falta un amor suficiente a la justicia. No se cree que la Providencia tiene un designio fijo en el go­bierno de los acontecimientos. No se cree que la Iglesia po­see una misión que debe ser realizada a toda costa. El hom­bre se persuade que no necesita de ella. Así, la incredulidad elimina después a la inteligencia, es decir, hace incomprensi­ble el sagrado y universal grito de los pueblos cristianos: él de Libertad. Los pueblos confiesan que no se rebelan por una razón verdadera. Se engañan a sí mismos, ya que tienen

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una conciencia profunda de la verdadera razón por la que se sublevan, y les falta la expresión de esta conciencia. Es necesario que se sepa que los cristianos, siendo esencial­mente libres, no pueden servir al hombre en el que no vean la imagen de Dios; no pueden servirlo más que bajo una con­dición: la de recibir del magisterio de la Iglesia la ley evan­gélica de humildad y de mansedumbre, ley que la Iglesia, es­clava y despreciada, ya no es capaz de enseñarles. ¡Ah, si se entendieran estas verdades! En este caso se llegaría aún a tiempo! *

* [El siguiente fragmento, escrito en 1832, fue excluido de la edi· ción de las Cinco Llagas, de 1848, ya que las condiciones políticas y el ánimo de Rosmini habían cambiado profundamente.]

En Europa sobrevive una persona' [probablemente se trata de Fran· cisco Ir de Austria, pero hay dificultades para admitirlo] digna de como prenderla: una persona augusta y sumamente venerable, sea por las prolongadas desventuras en las que ha encanecido y que ha superado; sea por la madurez obtenida en tantas experiencias y por la dulzura de su carácter verdaderamente real que la convierte eri delicia y objeto de amor para millones, no de súbditos, sino de hijos : sea por,Ja rec· titud de su intención pura y resplandeciente como la luz. Y ahora ¿quién impide que, no éstas mis humildes palabras que no presumen de tanto, sino la verdad que contienen, llegue a aquellos oídos augus­tos que están ávidos y que no son dignos de otra cosa que de la verdad, y penetren aquella mente que no busca nada más que la jus­ticia y que reconoce sólo a ella como fundamento de su trono? ¿Quién puede impedir que este pastor de pueblos, con paso magnánimo y va­liente, rompiendo la densa multitud de los prejuicios, avance solitario por un camino totalmente nuevo y se constituya en libertador de la Iglesia, y mediante la libertad recuperada, se convierta en salvador de las naciones? ¡Qué gloria más ilustre y más digna del monarca que quiere proveer su trono de tanta piedad, gloria que es propia también de sus ejércitos bien adiestrados, que Dios ha protegido en tantos pe­ligros no sin razón, que con su espada ha defendido a la Iglesia y que, finalmente, es el sucesor de un Apóstol! ¡Ah, si mis votos pudieran ser escuchados desde el Cielo, si mi sangre pudiera ser aceptada, quisie­ra contemplar con mis ojos antes de morir, o muriendo, esta nueva corona inmortal en torno a las sienes de tan gran soberano!

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r

V. Sobre la llaga del pie izquierdo: la servidumbre de los bienes eclesiásticos

129. A partir de las cosas que hemos razonado hasta aquí, aparece claro que la caída de la Roma pagana, predi­cha por las Escrituras bajo el nombre de Babilonia, fue , en el orden de la altísima Providencia, no sólo un acto de justi­cia vindicativa de la sangre de los mártires y extirpadora de las últimas raíces de la idolatría, sino también una disposi­ción de aquella política divina por la que la humanidad es go­bernada por el Rey de los reyes, mediante la cual, disuel­ta la antigua y decrépita sociedad, adquiriera una nueva hija de la Iglesia del Hombre-Dios, marcada en su , frente con un carácter sagrado, indeleble, que la hiciera semejante a su madre inmortal, y junto con ella se desarrollara mediante un progreso interminable de civilización desconocida y nue­va. Pero la gloria que de tal obra debía provenir al ele­mento divino de la iglesia de Cristo, convenía que fuera mo­derada y contrarrestada por la humillación que debía derivar de] elemento humano de la misma Iglesia, a fin de que todo el bien se atribuyera a Dios o a su Cristo, y no al hombre. Por lo cual Dios permitió que los conquistadores bárbaros, encargados de la destrucción del imperio romano por un elevado designio, y movidos, sin saberlo, a convertirse en dis­cípulos de la Iglesia, introdujeran el Feudalismo que acabó extinguiendo la libertad de la misma Iglesia y siendo causa de todos sus males. A decir verdad, la afluencia de riquezas no habría bastado para precipitar al clero en aquel precipicio que hemos considerado, ni tampoco los poderes temporales hubieran ocasionado efecto tan deplorable si éstos hubieran sido independientes. Dios se sirvió incluso de la monarquía para mantener íntegra la libertad de la Sede Apostólica, a fin de que al menos la Cabeza quedara a salvo de la servi­dumbre universal, y libre la Cabeza, después diera la liber­tad a los miembros, siendo ésta la gran obra que Roma debe todavía llevar a cabo.

130. Sí, el Feudalismo fue la única, o al menos la princi­palísima fuente de todos los males, siendo un sistema mez­clado de señorío bárbaro y profano, y a la vez de servidum-

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bre y vasallaje a los príncipes temporales. En cuanto es do­minio señorial, el Feudalismo separó al clero del pueblo (pri­mera llaga), y dividió en dos partes al mismo clero, que fue­ron llamadas injuriosamente alto y bajo clero, sustituyendo la relación de padre e hijo, que lo unfa, por la de señor y súbdito, que lo divide. Esta es la causa de la negligente edu­cación de los clérigos (segunda llaga), y también de la divi­sión, que se introdujo en el alto clero, es decir, entre los obispos. Faltos de fraternidad, revivían de nuevo los ce­los de los señores feudales tanto respecto a sí mismos como por lo que se refiere al príncipe cuyo vasallaje todavía les dominaba. De este modo, cada obispo permanecía separado del pueblo y alejado de todo el episcopado (tercera llaga). En cuanto es una servidumbre, el Feudalismo después de haber sometido a los obispos a su señor temporal, como si fueran simples fieles y súbditos suyos, encadenó ignominiosamente a la Iglesia, junto con todas sus cosas, al carro del poder laical, arrastrándola por todas las simas y precipicios, en los que durante su curso irregular y falaz, a menudo se va descuartizando y se precipita en los abismos. Después de mil envilecimientos y de mil desdichas, despojada de los po­deres recibidos, se halla tan desprovista de fuerzas , hasta el punto de no saber ya conservar ni defender el nombra­miento de los propios pastores (cuarta llaga). Digo que el Feudalismo esclavizó a la Iglesia con todas sus cosas, por­que los monarcas bárbaros acostumbrados a no reconocer sino vasallos, consideraron todas las cosas eclesiásticas con este mismo instinto. Los hombres de leyes aduladores, considerando todo esto, supieron reducir a teoría de derecho el despotismo bárbaro, ya arraigado de hecho, enseñando Que "lo principal exige 10 accesorio». Declaraban que los feudos real{;!s eran como 10 principal, deduciendo de este mo­do que, por 10 tanto, también los alodios poseídos por la Iglesia debían ser considerados como bienes feudales . De esta manera el Feudalismo 10 absorbió todo: no dejó libres ni las personas ni las cosas de la Iglesia.

131. Dejando, pues, aparte el caso de la soberanía que no se realizó más que en la Sede Romana, y que no habría podido realizarse tampoco en otras, al menos durante mu­cho tiempo -y que siendo dominio libre no comporta una servidumbre ignominiosa- digo, pues, que lo que corrorT'­pe y envilece al clero no son las riquezas libres sino las es­clavas: fue, en efecto, la servidumbre de los bienes eclesiás-

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ticos, la causa lamentable por la que la Iglesia no pudo conservar sus antiguas máximas respecto a los bienes ecle­siásticos, ni regular libremente la adquisición de los mismos, su administración y su distribución tal como convenía según su propio espíritu. Esta falta de una ordenación convemen­te respecto a la administración y al uso de los bienes de la Iglesia en conformidad con las antiguas máximas y con el espíritu eclesiástico, constituye precisamente la quinta llaga que todavía hoy aflige y martiriza a su cuerpo místico.

132. El Feudalismo en gran parte ha caído ya, y cada vez va disolviéndose más ante la civilización de las naciones, de la misma manera como las sombras huyen ante los rayos del sol: la Iglesia no posee ya feudos. Pero los principios legales, las costumbres, el espíritu del feudalismo, perduran después de él. La política de los gobiernos se inspira en él y los códigos modernos han heredado de la Edad Media tan lllfausto legado. Señalamos las razones para que se conside­ren los efectos.

133. La Iglesia primitiva era pobre, pero libre. La perse­cución no le robaba la libertad de su gobierno, ni tan solo el despojo violento de sus bienes, no comprometía en abso­luto su auténtica libertad. No tenía vasallaje ni protección y aún menos tutela o abogados defensores. Bajo estas deno­minaciones traidoras, se introdujo la servidumbre de los bienes eclesiásticos. Desde entonces resultó imposible a 'la Iglesia, como decíamos, mantener sus antiguas máximas en lo que se refiere a la adquisición, al gobierno, y al uso de sus bienes materiales. El olvido de estas máximas que arre­bataban a los mencionados bienes todo lo que poseen de li­sonjero y de corruptor, la condujo a un peligro extremo. De­bemos señalar las principales de aquellas máximas.

134. La primera máxima, que se refería a la adquisición de los bienes, era que la oblación debía ser espontánea. «En cualquier casa en la que entrareis, había dicho Cristo a los apóstoles, decid ante todo: Paz sobre esta casa. Per­maneced en la misma, comiendo y bebiendo cuanto posean: porque el obrero merece su salario.» 1 Estas últimas palabras fueron norma de los apóstoles, norma repetida muchas ve­ces por san Pablo.' Con ellas Cristo imponía a los fieles la obligación de alimentar a los obreros evangélicos y les daba

1. Le. 10, 5-7. 2. 1 Coro 9, 4, 15; 1 Tim. 5, 17-18.

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el derecho de ser mantenidos por ellos. Se trataba de un ver­dadero precepto. Pero por el hecho de ser un prec~pto, no disminuye la espontaneidad de la acción, ya que espontánea debía ser también la misma adhesión al evangelio y la in­corporación al cuerpo de los fieles. La espontaneidad de la acción humana no cesa sino cuando a la obligación se añade también una coacción violenta. Ahora bien, Cristo no añadió otra sanción que ésta: «ante cualquiera que no os reciba ni escuche vuestras palabras, salid fuera de la casa o de la ciu­dad, y sacudid el polvo de vuestros pies».' Se deja en manos de la justicia divina la imposición de un castigo a los infrac­tores de aquel precepto, de acuerdo con el espíritu de man­sedumbre del divino Legislador, el cual promete que a su tiempo así lo hará: El suceso de Ananías y Safira prueba lo mismo: «Si hubieras conservado tu campo, dijo san Pedro a Ananías, podías disponer de él, y vendiéndolo ¿acaso no quedaba en tus manos su precio?» s Igualmente las colectas ordenadas por san Pablo a las Iglesias de los Gálatas y de los Corintios, para subvenir a las necesidades de los cristia­nos pobres de Jerusalén, se dejan al espíritu de caridad y a la discreción de cada uno: «cada domingo, cada uno de voso­tros separe lo que le parezca bien».'

135. Además, el precepto dado por Cristo a los fieles de mantener al clero, no se extiende más allá de la estricta nece­sidad, lo cual venía significado en la expresión «de que los heraldos evangélicos comieran y bebieran en cualquier casa en la que entraran», edentes et bibentes quae apud iUos sunt. Por lo que Pablo, ateniéndose a la manera de expresar­se de Cristo, escribía a los Corintios: «¿Acaso no tenemos nosotros la necesidad de comer y beber?» 7 Si a los fieles se les dejaba toda la espontaneidad en el modo de suministrar el necesario sostenimiento al clero primitivo, respecto al cual existía también un precepto, ¿cuánto más espontáneas resultaban por su propia naturaleza aquellas ofertas que sobrepasaban el límite de la necesidad?

136. A finales del siglo II y a principios del 111, Tertu­liano nos hace saber que esta bella espontaneidad se conser­vaba todavía. "Cada uno, escribe en el Apologético, cada

3. Mat. 10, 14. 4. Ibid. 15. 5. Act. 5, 1, 11. 6. 1 Coro 16, 2. 7. J Coro 9, 4.

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mes o c~ando quiere y si 'pued~, guarda una pequeña canti­dad de, dmero, ya que nadIe es forzado a ello, sino que lo da espontaneamente. Estos ahorros son como depósitos de pie­dad.»'

Esta máxima, reaparece más o menos explicada en todos los siglos de la Iglesia, la cual quería y recomendaba que no sólo los fieles no fueran violentados en sus oblaciones, sino que ni tan sólo se les indujera a prestarlas artificialmente y con halagos. Hasta en el siglo IX se constata que el Conci­lio III de Chalan publica cánones para mantener ilesa, inclu­so contra este abuso, la espontaneidad de los dones que los fieles ofrecían a la Iglesia:

137. La ley de los diezmos, que Dios había asignado a los Levitas en el Antiguo Testamento, no fue confirmada por Cristo en el Nuevo. Y la razón creo que debe ser ésta:, No queriendo el Autor de la gracia añadir peso alguno positi­vo además del que la naturaleza de las cosas ya exigía -y la naturaleza de las cosas exige solamente que el clero sea mantenido por los fieles que se benefician de su trabajo, lo cual no determina medida alguna en la subvención a prestar, pudiendo ser más o menos grandes las necesidades, según el número de los obreros-, la determinación precisa de la me­dida, en algunos casos hubiera constituido una prescripción algunas veces superior a las necesidades, y otras inferior a las mismas. No habiendo el Señor prohibido tal oblación, sino que la dejó libre en absoluto a discreción de los fieles, éstos ya desde los primeros siglos la ofrecieron espontánea­mente, teniendo presente la antigua determinación/o de mo­do especial los que provenían de la sinagoga. E incluso en el siglo VI, parece que por insinuación de los obispos más tenaces en la conservación de las antiguas máximas, Justi­niano prohibía no sólo que no se usara la fuerza para recau­darlas, sino que ni se aplicaran penas eclesiásticas.u

Es cierto que la Iglesia podía reducir a precepto lo que

8. Modicam unusquisque stipem menstrua die, veZ cum velit, et si modo possit, apponit: nam nema compellitur, sed sponte conjert. Haec quasi deposita pietatis sunt CApaZ. cap. 39).

9. Cj. TOMASSINUS, P. III, Lib . 1, cap. 23. 10. IRAENEus, Lib. IV, cap. 34. - ORIGENES, Hom. in XI Num. -

Cj. el pasaje de S. CIPRIANO, De unitate Ecc1esiae, cap. 5, donde dice : «At nunc de patrimonio nec decimas damus», parece que hay que con­siderarlo como un reproche hacia los que por falta de fervor, no las pagaban.

11 . Cad. De Episco. et Cleric., lib. 39.

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se había introducido por costumbre, tal como lo hizo prime. ro en algún lugar, en el siglo VI," y después por todas par­tes, cuando le pareció que éste era el medio más convenien­te o necesario para asegurar al clero su sostenimiento. Pero la espontaneidad de la oferta, sólo desaparecía cuando se aplicaba una sanción por parte del poder civil: ésta ap~re­ce en el siglo VIII junto con el Feudalismo."

138. Es éste el momento de considerar que el Evangelio introdujo en el mundo una nueva especie de derechos que podemos calificar de derechos eclesiásticos. Antes no se co­nocían más que derechos de estricta justicia, y acciones de beneficencia. Los primeros admitían la fuerza externa y vio­lenta, las segundas permanecían del todo libres. Entre estas dos formas de acciones morales, el divino Legislador que reformó al mundo, introdujo una tercera forma de la que precisamente constituye un ejemplo el derecho conferido por él a los sagrados ministros: es el derecho de vivir del altar, al cual añadió como defensa del mismo, la amenaza del castigo futuro. Tal es la naturaleza de las otras disposi­ciones eclesiásticas sancionadas únicamente por penas canó­nicas y espirituales, ya que la máxima pena que la Iglesia posee como propia, es la de separar al desobediente y con~ tumaz del cuerpo de los fieles, y por lo tanto, la priva­ción de los bienes que provienen de la comunión con ellos. Esta categoría de penas con las que la Iglesia mantiene sus órdenes y sus derechos, resultaba absolutamente descono­cida y extraña al gobierno temporal, tal como Cristo había ya enseñado en aquellas palabras: <<los reyes de las nacio­nes señorean sobre ellas, y los que sustentan el poder se declaran misericordiosos; pero vosotros no lo haréis así».I' ¿ Qué sucedió, pues, cuando los bienes eclesiásticos no fueron ya libres en manos de la Iglesia, sino que fueron esclaviza­dos, subyugados por el poder temporal? Sucedió lo que de­bía suceder: el poder temporal aportó su fuerza, ya que no tenía ni conocía otra cosa, y quizá de buena fe creyó prestar con ello un beneficio muy singular al clero, et qui potestatem habent super eos, benefici vocantur.

139. Ciertamente era justo y no contrario al espíritu del Evangelio y de la Iglesia, que las propiedades ya adquiridas

12. Así se hizo en el Concilio 11 de Macan en el año 585. 13. In Capitulo An. 779, 794, 801. 14. Mat. 20, 25, 26; Luc. 22, 25, 26.

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por ésta en virtud de donaciones espontáneas, fueran tutela­das por la fuerza pública, lo mismo que todas las demás, ya que después de la donación adquieren naturaleza de derecho de estricta justicia. Pero el empleo de la fuerza parece re­pugnar a la antigua máxima, tratándose de obligar a los fip.­les a hacer donaciones y ofertas como es el caso de los diez­mos, de las primicias y de oblaciones semejantes. La primi­tiva y espontánea naturaleza de esta máxima, no podía echar­se a perder debido a la costumbre introducida, no tratándose de nada más que de uno de tantos sofismas jurídicos que pretende convertir un donador espontáneo en un estricto deudor por la única razón de que por largo tiempo ha perse­verado en la donación.

140. Este primer grado de servidumbre al que fueron so­metidas las oblaciones espontáneas, disminuía la caridad en­tre los fieles donadores y el clero, ya que no se sentían más vinculados por las suaves relaciones de bienhechor y benefi­ciado, o mejor por las relaciones mutuas de los beneficiados entre ellos, dando los unos cosas temporales y el otro las espirituales según el pensamiento apostólico, si nos vobis spiritualia seminavimus, magnum est si nos carnalia vestra metamus. 15 Las relaciones naturales primitivas eran reem­plazadas por las relaciones frías y odiosas entre deudor y acreedor, las cuales por una parte eliminaban el mérito y la suavidad de dar y por la otra la gratitud de recibir. Y el clero, seguro de poder vivir, ya no experimentaba el aumen­to y la disminución de las ofertas según sus fatigas.

141. Pero otro grado de servidumbre más funesta, fue la confusión de las propiedades libres y ofrecidas a la Igle­sia, con las propiedades feudales que absorbieron a todas las otras. Esta confusión engendró la opinión de que todas las cosas de la Iglesia pertenecían al Señor que confería el feudo, y a quien servían las personas de la Iglesia. La prueba de esta servidumbre de los bienes eclesiásticos, se expresa incluso en el lenguaje de aquel tiempo, ya que las iglesias se llamaron manos muertas, lo cual significaba una clase de siervos; 16 nunca más pareció este vocablo injurioso. Y la

15. 1 Coro 11, 11. 16. «La aparcería no podía ser calificada de propiedad para los ca·

lonas, ya que estos últimos o siervos de la tierra, llamábanse precisa· mente manos muertas porque nada podían poseer como propio» (Cr­BRARIO, Dell'Economia del Medioevo, Lib. 111, cap. 3).

pe 17 . 16 241

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mala semilla, después de haber producido ocultamente los más venenosos frutos en medio del clero, ünalmente produ­jo el despojo actual de la Igle.sia, y el solemne decreto del 2-4 de noviembre de 1789, medIante el cual la Asamblea Na­cional de Francia declaró que todas las propiedades ecle­siásticas pasaban a disposición de la nación entera, de ~1~­nera que la revolución llevada a cabo en nombre de la CIVI­lización recibió la herencia y los despojos del Feudalismo.

142. ' La segunda máxima que protegía a la Iglesia de la corrupción que de suyo pueden acarrear los bienes terre~os, era que «éstos se poseyeran, se administraran y se distnbu­yeran en común». Así, los primeros fie17s entregaban ,el pre­cio de las casas y de los campos vendIdos a los Apostoles, distribuyéndose a cada fiel según la necesidad de cada uno prout cuique opus eral." ¡Qué caridad no fomentaba er: los tiempos primitivos, qué unión no aportaba entre los fIeles, entre los fieles y el clero, esta comunión de bienes! «La mul­titud de los creyentes poseía un solo corazón y una sola alma, y ninguno de ellos calificaba de propias las cosa~ que poseían, sino que todo era común».Ia ,El dulc~ es~ecta~ulo que ofrecía esta fraternidad, nunca mas conocIda, mduJo a Filón de Alejandría, aún siendo judío, a escribir un l~bro de elogio. Los santos consideraron siempre esta fratermdad como el mejor ejemplo del amor evangélico, y se sabe por la historia cómo Crisóstomo deseó poderla introducir entre su pueblo de Constantinopla: constituía la perfección de cuanto narra Livio sobre los mejores tiempos de Roma, cuando dice que el censo privado era breve, el común amplio.

143. Esta máxima se conservó durante mucho tiempo entre el clero. Los obispos, sucesores de los Apóstoles, eran depositarios de todo el haber de la Iglesia y distribuían, ge­neralmente. cada mes, cuanto era necesario a los clérigos que bajo sus órdenes trabajaban en el Evangelio. Nadie poseía cosa alguna como propia. Cuando Consta~tino, en el año 321 permitió las disposiciones testamentanas a f~~or de la Iglesia, se expresó así: «que a todos les sea permItIdo de dejar cuando mueran los bienes que desee el santísimo, católico y venerable Concilio de la Iglesia católica»."

Más tarde la I~lesia prohibió expresamente que se con-

17. Act. 4, 35. 18. ¡bid. 32. 19. Cad. de saol'os. Eccle':iiis, lib. 1.

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cediera a un individuo del clero alguna porción de bienes, separándola del conjunto -como lo demuestra un edicto del siglo v atribuido al santo Padre Gelasio-, a fin de que los bienes eclesiásticos fueran mejor administrados y con­servados.'" A partir de este mismo espíritu de la Iglesia, se dictó la ley de Valentiniano, que prohibía dejar legados o herencias a miembros del clero secular o regular," ley de la que no se lamentaron los hombres santos de aquella época, como un san Ambrosio o un san Jerónimo, sino que más bien se dolieron de los eclesiásticos que la habían mereci­do para vergüenza propia. «No me quejo de la ley, dice Je­rónimo, pero sí me duele haberla merecido. El cauterio es excelente, pero ¿para qué tener la herida que necesita el cauterio? Que haya heredero, pero que sea la madre de los hijos, es decir, la Iglesia: sea ella la heredera de su rebaño que engendró, alimentó y apacentó. ¿Por qué nos entromete­mos entre la madre y los hijos?» 22 Así, pues, el santo no quería que los miembros del clero o del monacato se entro­metieran entre la Iglesia depositaria de las ofertas piadosas, y sus hijos, con los que las compartía según las necesidades. Esta unidad de los bienes comunes, administrados por la sabiduría y la caridad episcopales junto con el consejo del clero,21 ni que decir tiene cuánto sirvió para construir y con­servar la salubérrima unidad interior del clero, y la del cle­ro con el pueblo.

144. Pero al difundirse cada vez más el Evangelio en las aldeas, fue provechoso fundar Iglesias en el campo, lejos de las catedrales y resultó conveniente asignar un fondo dis-

20. GRATIANUS, Causo XII, cap. 23: nec cuiquam cIerico proportione sua aliquid solum EccIesiae putetis deputandum, ne per incuriam et negligentiam minuatur: sed omnis pensionis summam ex omnibus prae­diis rusticis urbanisque collectam ad Antistitem deferatis.

21. L. VALENTINIANI 20. De Episcopis et cIericis, lib. XVI. Cod. Teod. Tit. 2 ad S. Damasum R.P.

22. Epist. ad Nepotianum. - San Ambrosio haciendo también men­ción de esta carta de Valentiniano, dice: «Quod ego non ut querar, sed ut sciant quid non querar, comprehendi, malo enim nos pecunia mino­res esse, quam gratia.» A lo que, poco después, añade: «La po~e~ión de la Iglesia es el gasto de los pobres. Que cuenten cuántos pnSIoneros han r.edimido las Iglesias, cuántos subsidios han administrado para alimentar a los emigrados» (Epist., lib. 1, ep. 17).

23. Etenim ea aetate -dice Berardi hablando de este punto- quo: tiescumque negotium eccIesiasticum peragendum erat, Episcopus cIen consilium, convocata Synodo, expetebat (GRATIANl, Canones ... de Gela­sio, cap. 46).

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tinto a las mismas." Esto se hizo en un primer momento por vía de excepción. Se asignó también algún fondo para uso eventual a los clérigos beneméritos y a los peregrinos, como se deduce de una disposición del Papa Símaco, en el siglo vr." Estos fondos se llamaron precarios." Pero la deten­tación, la administración y el uso de los bienes eclesiásti­cos, fue perdiendo cada vez más la unidad primitiva, hasta desparramarse en beneficios particulares, a medida que se disolvía la vida común del clero, tan deseada por la Iglesia. Mediante frecuentes leyes y disposiciones canónicas, la res­tauró en alguna ocasión, pero al fin no pudo mantenerla. ¿ Qué razón nefasta se lo impidió, sino de nuevo el muy bár­baro sistema del Feudalismo?

145. El Feudalismo comporta una servidumbre perso­nal, y sólo por esto resulta ya repugnante al carácter eclesiás­tico, que es el de la libertad. Además de esto, los bienes del feudatario no sólo se convierten en esclavos, sino que ade­más adquieren una servidumbre especial como consecuen­cia de la servidumbre personal del que los disfruta: nueva razón de su oposición intrínseca al espíritu de la Iglesia y al de la condición eclesiástica. A decir verdad, en la divina cons­titución que Cristo legó a la Iglesia, desaparece la persona­lidad de sus ministros: éstos no se representan a ellos mis­mos, sino que representan a la Iglesia. Siempre es todo el cuerpo de la Iglesia y en virtud de su Cabeza quien obra por medio de ellos en todas sus funciones. Los órganos no poseen personalidad alguna propia más de la que posee un pie, un brazo o cualquier otro miembro del cuerpo humano. La perfecta unidad mística constituye pues, el fundamento de esta admirable constitución. Así como, en caso de que cada uno de los miembros del cuerpo humano quisiera ser o lle­gar a ser una persona aparte, el cuerpo, habiendo perdido

24. Postea vera primum factum, ut Praesbyteris ruralibus, quos Pa­rochos adpellabant, bonorum administrationem concederent, eorumdem· que exemplo praesbyteris illis, qui in civitatibus titulos, sive ecclesias regere dicebantur. Id etiam totum constat ex Concilio Aguthensi, cui praefuit idem Caesarius anno 506, praesertim vera Can. 32, et 33. Can . 12, q. 2. (BERARDI, Ibid. De Symmacho, cap. 48).

25. GRATIANUS, Causo XVI, lib. 1, cap. 6l. 26. Un autor reciente observa que, al principio, una porción de

bienes no la disfrutaban invidualmente, sino solamente donde había una comunidad de sacerdotes, car dans celle-ci -dice-, la vie commu­ne maintient encore quelque temps l'ancien état des choses (WALTER, Manuel de Droit Ecclésiastique, par. 241).

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toda su belleza y su orden natural, se convertiría en un monstruo, o mejor, no podría ya existir más, lo mismo puede decirse de la Iglesia. Esto es precisamente lo que intentó hacer con ella el sistema feudal, ya que todo vasallo no puede representar más que a sí mismo, la persona a quien sirve y con ella las cosas que posee. Este vasallaje es un servicio prestado al señor temporal, y tiene un objeto, es un oficio esencialmente temporal y secular. Mientras se trató de li­bres riquezas, éstas podían tener una destinación espiritual. y los bienes libres de la Iglesia siempre la tuvieron: eran administradas y se distribuían según un espíritu y una des­tinación caritativa: por ellas eran mantenidos los sagrados ministros, y se sostenía el culto divino. Las manos de los pobres, las de las viudas, las de los leprosos, las de los pe­regrinos, las de todos los miserables, eran las arcas precio­sas en las que la Iglesia depositaba sus tesoros, para librar­los de la rapacidad humana. Haciendo todo esto la madre de los fieles no se extralimitaba en su ministerio eclesiásti­co, que es ministerio de caridad materna y de misericordia cristiana.27 Pero el vasallo, el siervo que debe ocuparse del servicio de su señor, y que debe administrar lo que posee en función de este servicio, tiene ya otra función esencial­mente diversa, y ya no eclesiástica: ya no es más el bonus miles Christi: se ha implicado en negocios temporales con­tra el precepto del Apóstol," y en él ya no se ve más a la sola Iglesia, sino al hombre aislado, un hombre como todos los demás, un hombre que sirviendo los intereses y el honor de su señor, debe tener una corte, debe hacer uso de la ostentación y del lujo en su propio tratamiento, debe po­nerse incluso a la cabeza de gente armada, en una palabra, hacer el papel de conde, de barón, para sí mismo y para el señor, no ya el de obispo ni de prelado para su Iglesia y para su pueblo indiviso gracias a él.

27. Será útil someter a consideración del lector este mismo concepto expresado con palabras de un escritor del siglo v, Julián Pomerío: «Nunc autem -dice- quod christiani temporis sacerdotes magis susli· nent quam curant possessiones Ecclesiae, etiam in hoc Dco serviunt: quia si Dei sunt ea quae conferuntur Ecclesiae, DEI OPUS AGIT, qui res Deo consecratas, non alicuius cupiditatis, sed fidelissimae dispensationis in­tentione non deserit. Quapropter possessiones quas oblatas a populo suscipiunt sacerdotes, NON SUNT IN1"ER RES MUNDI DEPUTARI CREDENDAE, SED DEI (De vita contemplativa, lib. n, cap. 11).

28. Labora sicut bonus miles Christi JESU. Nemo militans Deo im­plicat se negotiis saecularibus (n Tim. 2, 34).

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146. Esta gran transformación, contra naturaleza, de las personas de la Iglesia, marcó en las mentes de los obispos de la Edad Media, la idea de su individualidad, languide­ciendo la de la unidad del cuerpo del episcopado y del cle­ro. Disolvió los vínculos que hacían tan poderoso en Cristo y tan espléndido el maravilloso cuerpo de la Iglesia en sus mejores tiempos, capaz de obrar todo el bien. Finalmente dividió y desmenuzó incluso los bienes eclesiásticos, que con su unión o disgregación representan, a modo de efectos, y en parte constituyen a modo de causas, la unidad moral o la disgregación de las personas; los desmenuzó hasta poner su administración y su provecho, casi enteramente en ma­nos de clérigos particulares. Así se explica el origen filosó­fico de los beneficios significado por la misma palabra: be­neficio es un término del vocabulario feudal. Se llama bene­ficio, ante todo, las tierras cuyo usufructo el príncipe con­cede a sus cortesanos y comensales como galardón por sus servicios.

147. Hay que observar que cuando una idea y una for­ma se imprimen fuertemente en la inteligencia y en la ima­ginación de los hombres, y prevalecen sobre ella, entonces se convierten en norma y modelo al que se adaptan todas las otras ideas y todos los modos de obrar susceptibles de ser influidos por aquella idea, y las que no lo son, se subordi­nan igualmente a ella y se agrupan a su alrededor como siervas dominadas por ella. En los primeros siglos de la Iglesia, la gran idea esculpida en todas las mentes cristia­nas, era la de la unidad: la unidad de Cristo iluminaba y dominaba en todos los pensamientos y palabras de los fieles y del clero, en las disposiciones eclesiásticas, en los inter­cambios, en la administración y en los bienes que se poseían. El feudalismo se basaba en una idea totalmente opuesta: la idea de 'separación, idea que procede de la de individua­lidad, y sobre la idea de individualidad que procede de la de señorío. Este sistema que dominó sobre el orden tempo­ral, esculpió poco a poco en la mente de los eclesiásticos aquella idea que precisamente le servía de fundamento: de aquí proceden los males de la Iglesia.

148. Para los bárbaros que conquistaron Europa, era nor­mal la idea de fuerza, de violencia, de valor personal de do­minio. La Iglesia insinuó lentamente en sus rústicas menta­lidades la idea contraria que le era propia. Y así se originó la lucha entre las dos ideas. De la misma manera que cuan-

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do se enfrentan dos sociedades dominadas por dos ideas contraria~, éstas, en parte se combaten abiertamente usando cada una sus armas propias, en parte intentan conciliarse y fundirse penetrando una. idea en el dominio de la otra -aun­que siempre conserven la oposición oculta que les es propia por naturaleza-, así suce~ió q.ue los gobierno~ b~rbaros en parte oprimiendo con arbItrarIedad a l~ I~lesla, mt~ntaron subyugarla y reducirla totalmente ~l CrIterIO de su ld~a de señorío, violenta, individual, materIal; y en parte acogIeron en su seno, casi sin darse cuenta, la idea contraria mmIS­terial moral unitaria y espiritual de la Iglesia. Así se ex­plica' su modo de obrar doble y. ~ontra~ictorio, te}ido de actos de suma piedad y de beneficIOs haCIa la Igl:sIa, y de actos impíos de despotismo, extremadamente nOCIV?S para ella, según que obedecieran a una u otra de las do;, Ideas: ~ la idea original aportada por ellos, o a la q_ue hablan ~~cIbl­do del magisterio de la Iglesia. Y algo semejante sucedIO con el clero, el cual en parte instruyó y apaciguó a aquellos hombres violentos con la palabra evangélica, introduciendo en sus mentes la propia idea unificadora de la caridad, en parte quedó herido en la .gran lucha, ~ a.c,ogió la idea con­traria: así se explica la mIsma contradlccIOn en su compor­tamiento ora de santísimos y heroicos ejemplos y esfuerzos para con'servar la unidad de Crist~, ora de desór~ene~ p.r~­fanos, de bajísimas condescendencIas, de tendencI~s mdl~l­dualistas, disipadoras de la unidad y de la ~omumdad CrIS­tiana y eclesiástica. La lucha entre las dos Ideas, y la con­tradicción práctica tanto en el orden temporal como en el eclesiástico, constituyen el carácter distintivo de la Edad Media. Esto solo explica todos los acontecimientos de aque­lla época, y especialmente los choques entre el iI?perio '! la Iglesia. No pudiendo ésta 'perecer, ni se: destrUld~ la Idea que la domina enteramente, p~rque el Cielo y la t~erra pa­sarán, pero no la palabra de CrIsto, cada vez que .la Idea con­traria a la Iglesia, la del dominio temporal y VIOlento y la de la desunión domina y penetra en el clero hasta compro-1;Ileter su existencia, la Iglesia se levanta en aquel ~o~ento cual gigante que se despierta, y con renovada e mUSItada potencia, abate, ante el extremo peligro, a su enemigo, ,lo ~x-

Pulsa de sus tiendas por él invadidas, y restaura en SI mIS-d 'd 29 ma y en sus ministros, la idea de la que depen e su VI a .

2~. He~os dicho que la conciliación de las dos ideas, la de la indi-

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149. Todo esto nos explica las vicisitudes sufridas por los bienes eclesiásticos. Los señores medievales, compor­tándose segun la idea de individualidad y de señorío. no sólo consideraron feudales incluso los bienes libres de la Iglesia, sino que los invadieron, dispusieron de ellos como si les pertenecieran, los distribuyeron a laicos y los expropia­ron. Estas usurpaciones fomentaron amplias discordias en­tre ellos y la Iglesia, la cual, mediante cánones conciliares leyes pontificias y penas canónicas luchó contra tan gra~ abuso.

Los prelados, es decir, aquel sector de entre ellos que era vasallo del príncipe, y en el que la idea de individualidad se había arraigado junto con los feudos comportándose a tenor de ésta, dispusieron de las propiedades eclesiásticas como si se tratara de las propias. Olvidándose de que eran comunes, las expropiaron, las infeudaron, las intercambia­ron, las entregaron a los mismos laicos, las derrocharon en o~tenta~iones, en lu)os, en delicias , en acciones militares y en VIOlencIas. La IgleSIa se opuso a todo esto con innumerables cánones y decretos, permaneciendo así estrechamente vin­culadas la alienación, la administración y la disposición. El

v~dualidad propia del imperio bárbaro, y la de la unión orgánica pro­pIa de la Iglesia, son de por sí irreconciliables, y que su momentánea concordia o fusión, no es más que aparente: pareció muchas veces que l.a J~ri~era ~~ea debía aniquilar a su contraria. Pero la Iglesia, en tal dIfícil sItuaclOn, la restablece y restaura con un poder siempre re­novado. ¿Hemos de profetizar que nunca habrá paz entre los dos po­deres, entre el temporal y el espiritual? Lejos de nosotros tan funesto presentim!e!lto. Puede ser que haya concordia, y la habrá, pero bajo una condICIón: que el poder temporal aleje totalmente de sí mismo l~ idea de la individualidad, resto de la violenta barbarie y del feuda­lIsmo, y se reconstruya sobre la idea propia de la Iglesia que no ~uede perecer, es decir, sobre la i~ea de la unidad orgánica y cris­tIana entre los hombr~s. Esta constItuye la única conciliación posible, y no la de las dos zdeas que son irreconciliables sino de los dos órdenes: el temporal y el espiritual, que admiten perfectamente una conciliación. Así, los gobiernos temporales de los señoríos deben trans­formarse totalmente en sociedades civiles. Después de una lucha de más de un milenio, ¿no nos damos cuenta de que ya se acerca y de que ya empezó tan deseable transformación? Toda la sociedad de Euro­pa sufre a'?te tal ?arto. La expulsión de la idea de señorío por parte ct.e los gobIernos, Idea que perturba la tranquilidad del mundo, cons­tItuye la gran obra que la Providencia preparó con tantas luchas in­t~stinas de la humanidad y que tomaron forma y apariencia de con­flIcto entre el poder laical y el poder eclesiástico -aunque no sea t~l- durante tantos siglos : aquéllas todavía sobreviven bajo las ce­nIZas hasta que se perfeccione y se termine la obra.

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clero inferior, cada vez más desligado de sus prelados, tuvo que ser protegido a toda costa por la Iglesia contra la ar­bitrariedad y la crueldad de aquéllos, mediante repetidas y minuciosas disposiciones. Así se explica la lucha que se ori­gina tan a menudo también hoy día entre los cabildos y los obispos, la inamovilidad de los párrocos, que arrebata en gran parte a los prelados la posibilidad de remediar rá­pidamente los escándalos y las desgracias espirituales de las poblaciones.

150. Puesto que el divino fundador de la Iglesia no quería que pereciera el principio de la comuni?? de .los bi.en~s ~cle­siásticos nO sólo respecto a su posesIOn, smo m SIqUIera respecto' a su administración Y uso, por esta razón suscitó y multiplicó en aquellos tiempos el Monacato y el orden re­Ügioso, el cual hiciera expresa Y pública profesión. de . tan saludable principio. Los fieles, guiados por aquel mstmto cristiano que les es infalible, mostráronse desde entonces más propensos a presentar sus oblaciones y sus dones al clero rerular que custodiaba rigurosamente las antiguas má­ximas, ~ue al clero secular. Cuando el Concilio III .de Le­trán (1179), intimó a los laicos la restitución de los dIezmos enajenados, éstos, en su mayor parte, los remitieron a los monasterios, y nO ya a las iglesias a los que habían pertene­cido, lo cual en lo sucesivo fue permitido por los mismos Ponfífices, mientras tuvieran el consentimiento del obispo.3<J

151. Una tercera y preciosa máxima de la antigüedad. era que «el clero nO usará de los bienes eclesiásticos, sino en lo más indispensable para el propio sostenimiento, des­tinando lo máximo posible a obras piadosas, especialmente para desahogo de los pobres».

Cristo había fundado el apostolado sobre la pobreza y el abandono en manos de la providencia, la cual movería a los fieles a alimentar a sus evangelizadores. Él había pres­tado el más sublime ejemplo: «Las zorras, pudo decir, tie­nen sus cuevas, y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde posar su cabeza.» 31 Esta es la situación que describía a quien ·deseaba seguirlo. Y Pedro había dejado incluso sus pobres redes para seguir a su des­pojado Maestro. Es verdad que el colegio apostólico poseía

30. Decre. Greg. lib. lII, tito lO, cap. 7; lib. V, tito 33, cap. 3; también en VI, lib. lII, tito 13, cap. 2, par. 2.

31. Mat. 8, 20; Luc. 9, 58.

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un fondo en el que se depositaban las oblaciones de los fieles, pero era absolutamente comunitario, para ejemplo de lo que debía hacer e hizo más tarde la Iglesia. Cuando el paralíti­co pidió limosna, Pedro pudo decirle: «Argentum est aurum non est mihi.» '" Pero a los Apóstoles se les aseguraba lo ne­cesario mediante su derecho a vivir en las casas de los fieles que les acogían; recibían bastante más de lo que daban. El apóstol Pablo informaba de esta doctrina a su discípulo Ti­moteo cuando le escribía: «La piedad es un gran negocio si uno se contenta con lo suficiente. Ya que nada hemos traído a este mundo, y sin duda que no podemos llevarnos de él lo más mínimo. Por lo tanto, mientras tengamos para comer y vestirnos, estemos contentos con esto.» J3 Así, pues, inte­grarse al clero, en los mejores tiempos de la Iglesia, equi­valía a hacer profesión de pobreza evangélica." En aquel tiempo la expresión clero secular no había sido inventada: apareció en ocasión de la decadencia de la antigua discipli­na, cuando parecía que también el mundo secular tenía su clero. La profesión de pobreza duró largo tiempo cual ór­na mento del ministerio sacerdotal, al que generaln;J.ente en­tregaban lo que poseían los que eran escogidos para tal mi­nisterio, o bien lo distribuían entre los pobres. Como dice Isidoro de Pelusio, tum voluntaria paupertate gloriabuntur." A hombres tan íntegros y desinteresados se les confiaba después la administración y la distribución de los bienes de la Iglesia, como depositarios de la posesión de los pobres. Julián Pomerio, después de haber presentado como ejem­plos de pobreza voluntaria los dos grandes obispos Paulina de Nola e Hilario de Arlés, que de riquísimos que eran, se habían convertido en pobres de Cristo, añade: «Por lo que se puede comprender muy bien que tan grandes hombres -que para . ser discípulos de Cristo renunciaron a todo lo que poseían-, conscientes de que los bienes de la Iglesia

32. Act. 3, 6. 33. 1 Tim. 6, 6·8. 34. Lo sabemos directamente de Julián Pomerio que escribe: «l tao

que sacerdos, cui dispensationis cura commissa est, non solem sine cupiditate, sed etiam cum laude pietatis, accipit a populo dispensan· da et fideliter dispensat accepta; QUI MONIA SUA, AUT PAUPERIBUS DISTRI· BUIT, AUT ECCLESIAE REBUS ADJUNGIT, ET SE IN NUMERO PAUPERUM, PAUPER' TATIS AMORE, CONSTITUIT; ita ut UNDE PAUPERIBUS SUBMINISTRAT, INDE ET IPSE TAMQUAM PAUPER VOLUNTARIUS VIVAT» (De vita contemplativa, lib. JI, cap. 11).

35. Lib. V, Epist. 21.

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no son otros que la piedad de los fieles , la satisfacción por los pecados, y el patrimonio de los pobres, no los reclama­ron para uso privado, como si les pertenecieran, sino que, como algo confiado a ellos, los distribuyeron a los pobres. Lo que la Iglesia posee, lo posee en común con aquellos que nada tienen: de modo que no debe dar cosa alguna a los que ya poseen lo suficiente con lo propio. Dar al que ya tiene, equivale a desperdiciar.» 36 Por esto los clérigos reci­bían de los fondos comunes lo necesario para vivir, igual como los que se contaban entre los pobres, a quienes se consideraba pertenecer dichos fondos comunes. Así, el obis­po era el primero de los pobres, y distribuyéndoseles aque­llos bienes, era justo que bajo el mismo título se asignara una parte a sí mismo y a los clérigos inferiores." Esta digní­sima máxima, estaba tan marcada en los espíritus, que no. se juzgaba conveniente ' que si un sacerdote se reservaba algo de lo suyo, viviera de lo de la Iglesia, y no siendo pobre ni indigente tuviera derecho a ello, substrayendo indebidamen­te a los pobres lo que les pertenecía. Era justo. Nos viene confirmado por el autor del siglo v ya citado, que entre otras cosas escribe así: «Los que poseyendo algo como propio, quieren, no obstante, que les sea dado algo, reciben, no sin cometer un gran pecado, parte de lo que debería sostener al pobre. Ciertamente que el Espíritu Santo habla de ellos cuando dice: "Comen los pecados de mi pueblo." Si los que nada poseen, no reciben los pecados, sino los alimentos que necesitan, así los que poseen, no reciben los alimentos que ya poseen en abundancia, sino que asumen los pecados de los otros. Igualmente, los pobres, si con su ingenio y es­fuerzo pueden arreglárselas, no pretendan recibir lo que es debido al débil y enfermo, no sea que la Iglesia, cargada con el peso de todos, incluso de los que en manera alguna se hallan en la necesidad, -si también éstos deben recibir de

36. De vita contemplativa, lib. II, cap. 9; es digna de mención aquella sentencia: Quod habet Ecclesia cum omnibus nihil habentibus habet commune, como aquella otra que demuestra la opinión que entonces se tenía de que los bienes de la Iglesia eran para el uso común, no para el individual.

37. Esta máxima es registrada también en el decreto de Gra· ciano (Can. 12, q. 2, cap. 22), donde se cita uno de los cánones apos­tólicos que dice: Ex his autem, quibus episcopus indiget (SI TA~EN INDIGET) ad suas necessitates et peregrinorum fratrum usus et lpse percipiat, ut nihil ei possit omnil1o deesse.

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lo que ella puede distribuir como necesario a los que no tienen ayuda alguna-, no pueda después socorrer a aquellos a quienes se debe. Los que sirven a la Iglesia, piensan de modo demasiado carnal si creen que van a recibir estipen­dios terrenos ,'" y no más bien premios eternos. Ya que si un ministro de la Iglesia no tiene de qué vivir, la Iglesia aquí bajo no le da en manera alguna un premio, sino que le presta 10 necesario, a fin de que en lo futuro reciba aquel premio de su trabajo que con la esperanza de la promesa di­vina, espera con certeza ya en esta vida. En cuanto a aque­llos que poseyendo, no piden que les sea dado sino lo que se les debe, y viven a cuestas de la Iglesia, no me incumbe a mí determinar con qué pecado reciben lo que quitan al alimento de los pobres. Estos, debiendo ayudar a la Iglesia con sus bienes, la sobrecargan en cambio con sus gastos, como si vivieran en la comunidad con el objeto de no tener que alimentar a ningún pobre, no albergar a lÜ's huéspedes o no tener que disminuir el propio presupuesto con los gas­tos diarios .» 39

152. Los abusos contrarios a esta generosa máxima antes de la Edad Media no podían ser más que parciales, ya que eran los mismos hombres, no la dignidad eclesiástica, )os que por su misma índole los repudiaban. Pero ¿ cómo podía mantenerse vigente la misma máxima, hablando en general, cuando los bienes de la Iglesia, habiendo perdido su natu­raleza primitiva, se convirtieron en feudales, y los eclesiás­ticos más eminentes en otros tantos feudatarios? Desde aquel momento, la distribución de los bienes tomó otra ley, otra dirección: los bienes, en vez de bajar a manos de los pobres, se estancaron o volvieron a subir en manos del señor. La primitiva idea se perdió, o al menos se hizo ineficaz en mu­chos, y se introdujo la idea de la propiedad absoluta: los fondos sagrados fueron derrochados.

153. También la dispersión del fondo común en bene­ficios asignados a clérigos en particular, por una parte hizo desaparecer en los clérigos -a los que el obispo distribuía una cuota de bienes desproporcionada a sus fatigas y a sus méritos- un estímulo incluso humano en el cumplimiento

38. Según estos sentimientos, ¿cuánto menos deberán esperar be­neficios, palabra que recuerda el don que hace el señor temporal de lo que es suyo a quien quiere?

39. De vita contemplativa, lib. II, cap. 10.

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de sus sagrados deberes, y los separo del obispo de quien resultaron independientes por lo que atañe a sus ganancias; 40

por otra parte cesó el ejemplo luminoso del público sost~ni­miento ministerial de los pobres por manos de la Iglesia, y junto con el alimento material, menguó también el alimen­to espiritual. En aquel entonces la Iglesia tenía una solici­tud especial por el cuerpo de pobres que consideraba como algo suyo y con el que continuamente trataba: el solo he­cho de alimentarlo de aquel modo, equivalía ya a una ins­trucción, era un estímulo al agradecimiento que les hacía conocer, venerar y amar a la Iglesia, doblemente madre pa­ra ellos. Se debe insistir en que, después de esto, se produ­jo, por decirlo así, la secularización de las obras de cari­dad. Ya que por defecto del clero, éste fue substituido por los institutos de caridad independientes, en los que P9cO a poco prevalecieron los laicos. En el orden de la Providen­cia se dio la ventaja de que muchos cristianos se enfervo­rizaron en el ejercicio de estas santas obras. Pero sufrieron también el perjuicio de que, no siendo ya aquellas obras ani­madas por el espíritu y por la sabiduría eclesiástica, se hu­manizaron, perdieron el carácter divino que las sublimaba y las ordenaba a la salvación de las almas. Este es el origen primitivo de la filantropía moderna. El bien perdido se re­cuperará, no obstante, cuando el clero vuelva a ser generoso y magnánimo. Ya que en aquel tiempo tan esperado -que parece ya cercano-, los laicos no querrán separarse y se­gregarse más del clero: separados de él, pierden toda com­prensión espiritual, y se esterilizan en los asuntos materia­les. Entonces, la adquisición de la cooperación de los laicos será útil y preciosísima, desde el momento en que laicos y clero, abandonada toda separación, volverán a ser un solo cuer­po en Cristo, del mismo modo como los miembros y la cabeza constituyen uno sólo. La división de los beneficios, por lo tanto, impidió el flujo espontáneo de los bienes de la Iglesia hacia los necesitados: el deber de la limosna, fue repartido

40. Esto es advertido por san Cipriano, el cual atribuye a los lectores Celerino y Aurelio la misma porción que se daba a los sa­cerdotes ut et sportulis eisdem cum presbiteris honorentur (Epist. 33); también por san Gregario Magno en diversas de sus cartas, en una de las cuales escribe a un obispo: De redditibus Ecclesiae, quantum in integro portionem Ecclesiae tuae clericis, secundum meritum veZ officium, sive Zaborem suum, ut ipse unicuique dandwn perspexeris, sine aZiqua praebere debeas tarditate (lib. XI, Epist. 51).

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entre los beneficiados, no sujeto ya a la supervlslOn del obispo y no regulado por su prudencia. Los pobres dejaron de formar desde entonces un cuerpo sagrado, como era an­tes, confiado a la tutela de la Iglesia.

154. La cuarta máxima reguladora de los bienes eclesiás­ticos y que impidió que los mismos perjudicaran la inte­gridad del clero, era que «no sólo aquellos bienes debían utilizarse para fines piadosos y caritativos, sino que además, a fin de que su distribución permaneciera alejada de la ar­bitrariedad y de la avaricia, debían ser compartidos en fina­lidades fijas y determinadas». Tan pronto como aumen­taron los bienes de la Iglesia y los abusos empezaron a ser graves, aunque accidentales y parciales, la Iglesia pensó y decidió que se determinara el uso preciso de las riquezas de la Iglesia. Así se explica la división cuatripartita de las mismas: una parte era para el obispo, otra para los clé­rigos inferiores, la tercera para los pobres, la cuarta para la construcción de Iglesias y mantenimiento del culto. Los Concilios de Ageda del 506, y el de Orléans del 511, prescri­ben esta reparticion, refiriéndose a disposiciones eclesiás­ticas más antiguas. Gregario Magno la recuerda en muchas de sus cartas." Es cierto, no había nada más oportuno para alejar la corrupción que podía introducir la riqueza, que determinar bajo ley el uso preciso en el que debía ser apli­cada: 42 el abuso es inevitable si el uso de una gran cantidad de bienes se deja al arbitrio de aquél a quien se confía aquella cantidad. La corrupción y ruina de muchos monas­terios parece que debe atribuirse precisamente a esta causa: poseyendo enormes riquezas, no existía una ley capaz de determinar los objetivos principales. Por lo que se gastaban

41. Lib. I, epist. 64; Lib. II, epist. 5; Lib. III, epist. 11; Lib. IV, epist. 26; Lib. VII, epist. 8; Lib . IX, epist. 51. - En España la por­ción de los pobres se unía a las del obispo y a la del clero infe­rior: de esta manera los bienes eclesiásticos eran tripartitos.

42. Es probable que no siempre la cuádruple repartición debiera entenderse como si se tratara de partes iguales, sino que la cantidad de cada una debía variar según las necesidades. Es lo que observa Carlos Sebastián Berardi en su obra sobre el Decreto de Graciano, en la que, después de haber citado un canon del Papa Gelasio, añade : «In quo sane illud observandum est, quadripartitam illam ecclesiasti­corum redituum distributionem non adeo rigide esse intelligendam, ut ad proportionem quandam, ut vocant, geometricam, non ad arith­meticam rationem exigatur» (Gratiani Canon es, etc., pars 11, cap. 49: De Gelasio).

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como mejor parecía a los abades o superiores en cuyo po­der se hallaban.

155. ¿Cuándo penetró el Feudalismo en el santuario? ¿ Cómo es que no se pudo mantener ya más aquella santísi­ma distribución? Era interés del señor, o por decir mejor, de aquella aristocracia violenta a la que se reduce el Feudalis­mo, que los bienes se acumularan en manos de las grandes familias, en manos de pocos. El poder secular se fundaba en esta acumulación. Por lo tanto, repugnaba la dispersión de los bienes, la justa, caritativa y fraterna distribución de los bienes. Se hizo necesaria la institución de los beneficios a fin de asegurar el sostenimiento de la parte más débil del clero, la cual habría perecido de hambre y de miseria, si no se hubiera salvado así de la avaricia rapaz de los gran­des señores, entre los que se contaban los obispos. Estos ya no pertenecían al pueblo, como en los tiempos prim.iti- " vos sino a la clase de los aristocráticos y dominadores in­vasores ya que los antiguos obispos, si bien provenían de familias quizás riquísimas y nobilísimas, al pasar a ser obis­pos, se convertían en parte del pueblo cuya pobreza profe­saban. A partir de entonces, el abuso se convirtió en ley: los cánones de la Iglesia fueron eludidos mediante innumera­bles combinaciones de palabras," cuando no se eludían me­diante la violencia o infracciones manifiestas. La división cuatripartita, la determinación de los réditos eclesiásticos para usos determinados, resultó insoportable. La antigua má­xima en la práctica naufragó, y con ella, su espíritu.

156. «El espíritu de generosidad, la facilidad en dar, la dificultad en recibir» constituía la quinta máxima con la que la Iglesia se ponía al abrigo del peligro de las riquezas en los siglos anteriores al Feudalismo.

La Iglesia mantenía esculpida muy alto la sublime e inau­dita palabra de Cristo: «es mejor dar que recibir»," palabra

43. Entre las más deplorables confusiones de palabras, o por de­cirlo mejor, de verdaderas mentiras, hay que enumerar las encomien­das. Para eludir la ley que prohibíá la acumulación de varios bene­ficios en una sola persona, se daba la encomienda; es decir, se con­fiaba y recomendaba su administración. Esta administración de los bienes eclesiásticos, incluso de los monasterios y de los obispados, se concedían también a personas laicas, y así disfrutaban de los fru­tos sin peligro alguno: ¡como quien dijera, al dar una oveja al lobo, que se hace para encomendarla a su protección! Toda la jurispru­dencia se pervirtiÓ con semejantes perversas mentiras.

44. Act. 20, 35.

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que predicaba cual buena nueva al mundo esclavo del egoís­mo, y la hacía resplandecer en todos sus actos, en todas sus actuaciones. Los obispos consideraban los bienes tempora­les y su administración como un peso molesto que soporta­ban sólo como exigencia de caridad." Todavía no existían leyes que dificultaran la alienación de los bienes recibidos. Se recibía con gran reserva, y se daba con gran liberalidad. San Ambrosio rehusaba los dones y las herencias si sabía que podía ser en perjuicio de parientes pobres: Non quaerit -escribía- donum Deus de jame parentum. Y añadía: Mi­sericordia a domestico progre di debet pietatis otticio." La Iglesia podía entonces llevarlo a cabo, cuando su espíritu era libre, no atado por mil lazos, y en modo especial por la protección -así la califican- de los príncipes seculares, ya que precisamente un efecto de dicha servidumbre de la Iglesia bajo la fuerza, lo constituye el hecho de que le fuera im­pedido realizar actos de generosidad, actos que tan a menu­do practicaban los antiguos obispos de la Iglesia y que le conferían un gran esplendor. He mencionado ya los senti­mientos de Aurelio y de Agustín en esta materia. En uno de los sermones que el gran Padre de Hipona pronunció ante su pueblo, tuvo que defenderse de la voz que circulaba: Episcopus Augustinus de bonitate sua donat totum, non sus­cipit -qué magnífica acusación!-, por lo que se lamenta­ba que a causa de esta generosa liberalidad del santísimo obispo, nadie ofreciera cosa alguna a la Iglesia de Hipona, nadie la constituia en heredera. Posidio, en la vida que es­cribió de san Agustín, cuenta que éste restituyó una pose­sión a uno de los notables hiponenses, el cual habiéndola librado a la Iglesia bajo escritura legal y desde hacía ya muchos años, después se había arrepentido de ello, y había pedido al obispo que se la devolviera para su hijo. Y se la restituyó rehusando incluso una cantidad de dinero que le había enviado para los pobres, aunque no sin advertirle de su conducta pecaminosa. Narra también que habiéndose da­do cuenta san Agustín, de que entre el clero inferior alguien

45. «Dios me es testimonio -escribe san Agustín en la carta 126-, que toda la administración de las cosas eclesiásticas de las que se cree que nosotros poseemos la propiedad, no la amo sino que la tolero por razón del servicio que debo a la caridad de los herma­nos y al temor de Dios: de manera que si pudiera prescindir de ellas, salvo mi ministerio, desearía que así fuera.»

46. In Luc. cap. 18.

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el1vidiába ~l ,?bi~I'O j eh cuyas manos se hallaban los bienefó de la IgleSIa, hizo unas reflexiones ante el pueblo de Dios con. el que aquellos obispos compartían todas las cosas ex~ pomendo «que a. él le hubiera gustado vivir de las col~ctas del pue~lo de DIOS, antes que soportar las preocupaciones y el g~bIernO de ~quellas posesiones, y que estaba dispuesto a cederselas a fm de que todos los servidores ' : _ t d D' .. . y mllllS :-os e lOS VIVIeran del modo según el cual se lee en el An-

tIguO Te~tamento: los s~rvidores del altar participaban to­dos de el. Pero los lalcOS nunca quisieron consentir en ello»."

. 157: San Juan Crisóstomo, hablando a su pueblo, men­c~ona Igualmente la razón .del por qué la Iglesia no siguió vi­vIend.~ de las colec!as accIden~ales d~ los fieles. Pero aceptó tambIen l~s do~aclOnes de bIenes mmuebles. Dice que el clero se VIO oblIgado a hacerlo, no por interés propio sino P?r ~az~n de la necesidad de proveer a los pobres, habiendo dIs:~mnUldo por parte de los fieles el fervor primitivo de la cand.ad. «Po~ causa de vuestra poca generosidad, dijo, la IgleSIa necesIta poseer lo que ahora tiene. Ya que si todo se llevara a cabo según las leyes apostólicas, las rentas de la Iglesia las constituirían vuestro mismo espíritu el cual sin duda, sería un depósito seguro y un tesoro ina~otable. Pero puesto q~~ vosotros acumuláis tesoros en la tierra y tod¿ lo encerraIS en vuestros escondrijos, la Iglesia necesita gas­tar para las comunidades de las viudas, para los coros de las vírgenes, para recibir a los huéspedes, para las estrecheces de los que deben viajar lejos, para las calamidades de los que están en las p~isiones, para las necesidades de otros que son mancos o mutIlados, y para otras cosas similares. ¿Qué se puede hacer?»"

158. ¿Quién no deplorará tan notable cambio verificado durante los siglos de ruina y barbarie que se han sucedido en la Iglesia, y por el que un clero provisto de tan elevados espíritus, ~e tanta s~bli~idad, liberalidad y caridad, llegó a ser tan dIverso de SI mIsmo y de su propia naturaleza has-

.. 47. La ~u~an~dad de todos los tiempos es defectuosa, pero qui­Sleramos dIstmgUlr el error parcial y excepcional de lo que ha lle­gado ~ ser costumb~e univer~al, perjudicando al mismo cuerpo social y abolrendo las máxImas segun las cuales se rige.

48. Sed numquam id laici suscipere voluerunt (POSSIDIO, Vita August.).

49. Hom. XI in Epist. ad Coro

pe 17 . 17 257

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ta el punto de merecer ser estigmatizado con el verso, En él su exceso se sirve de la avaricia?

Considérense dos causas: una la de los actos de los prín­cipes bárbaros, la otra, la de las disposiciones que la Iglesia se vio obligada a establecer en defensa propia a fin de evi­tar un mayor mal.

159. El Feudalismo, como hemos visto, habiendo hecho cambiar de naturaleza a los bienes eclesiásticos, y siendo éstos apropiados con frecuencia y concedidos por los prín­cipes a laicos, así como también por los mismos prelados feudatarios, la Iglesia debió oponerse al abuso mediante le­yes. Como consecuencia, la legislación empezó a tomar una dirección compl~tamente opuesta a las máximas primitivas; es decir, desde aquel momento se orientó «a facilitar lo más posibie a la Iglesia la adquisición y la conservación de los bienes temporales, y a dificultar lo máximo su enajenación». Los legisladores suelen acudir con sus disposiciones, donde es mayor el abuso: en nuestro caso llegaba hasta el extremo. Pero muy a menudo, sucede que con la preocupación de impedir el abuso, se hace más de lo que es necesario, o bien no se consideran otros inconvenientes que provienen de aque­lla misma legislación, y se impiden otros bienes debido a la excesiva disminución de la -libertad. Y así al abuso, se ata el mejor uso. 0, por fin sucede también que dicha legislación que tenía como fin legítimo exterminar el abuso, sobrevive al abuso ya exterminado, por lo que la humanidad resulta encadenada y coartada por leyes desprovistas de la razón que las justificaba cuando fueron emanadas. En nuestro ca­so, ciertamente que era un gran mal que los bienes eclesiás­ticos fueran desviados de su destinación, que se les diera una finalidad profana, y se los utilizara como paga de ser­vicios y oficios seculares, traicionando las piadosas inten­ciones de los donadores. Pero constituía también un grande y sumo bien que los obispos, con el consejo de su clero, pu­dieran renunciar oportunamente a las donaciones y heren­cias que se ofrecían a la Iglesia, pudiendo vender las pose­siones y distribuirlas -sin excesivas dificultades y formali­dades-, a todos cuantos tuvieran necesidad de ellas: así la Iglesia socorría todos los males que pesan sobre la humani­dad. La Iglesia ya es lo suficientemente rica si posee un tesoro de caridad y un amplio servicio de beneficiencia. La Iglesia es ya lo bastante feliz si puede decir con san Ambrosio: Aurum Ecclesía habet, non ut servet sed ut e roge t, ut subveníat in

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necessítatibus.'" Ahora bien, ¡qué trIste significado, qué per­juicio para los justos inter.eses de la Iglesia, qué escándalo no resulta ser la idea, la opinión dominante de que el clero tiene siempre las manos abiertas para recibir y siempre ce­rradas para dar! Es cierto, la consideración de que todo lo que entra en las arcas de la Iglesia no saldrá quizás nunca más, es cosa que entristece, engendra la desestima, suscita la envidia, extingue la liberalidad de los fieles, produce la sospecha de que en el curso de los siglos se acumulan las riquezas que las familias necesitan para vivir, el comercio para florecer, el estado para defenderse. Ofrece un pretex­to a los gobiernos para que intervengan en las disposiciones sobre los bienes eclesiásticos; les dicta las deshonrosas le­yes de amortización; rompe el amor y desune cada vez más al pueblo del clero y de la Iglesia; es causa de incredulidad; provoca las detracciones y las calumnias de los impíos y . fi­nalmente arma el furor de las multitudes sublevadas por los desgraciados, o por la codicia de los poderosos y les lle­va a romper violentamente la arca sagrada para extraer el oro, y a derribar las puertas del santuario, cerradas con llave, para robar sus tesoros. Por mi parte considero que no dar ocasión alguna a estos males es mucho más deseable, mucho más útil para la Iglesia de Dios que abundar en ri­quezas temporales, o impedir que una parte de ellas sean expropiadas incluso inconsideradamente.

160. Las admoniciones, los cánones, las penas de la Igle­sia, pudieron poco a poco calmar a los bárbaros conquista­dores e impedir que disiparan a su voluntad el patrimonio eclesiástico. Pero cabe advertir, que el poder secular no es nocivo solamente por la violencia o pillaje: daña mucho más con sus mismas liberalidades, con sus leyes civiles dic­tadas bajo inspiración secular y profana para tutelar y pro­teger a la Iglesia y a sus bienes. El gobierno civil no posee el sentido eclesiástico, y siempre que mete mano en el san­tuario enfría y apaga su espíritu sólo con tocarlo. Carlomag­no y Otón 1 favorecieron a la Iglesia: y no obstante, el feliz regalo de los feudos -al que fueron movidos no sólo, por la

so. En el Cuerpo del Derecho Canónico se registran las magní­ficas enseñanzas de san Ambrosio y de los otros Padres sobre el es­píritu de liberalidad de la Iglesia, siempre pronta a romper los va­

.sos sagrados para socorrer a los vasos vivos redimidos por la sangre de Cristo. Cj. GRACIANO" Causo XII, quaest. cap. 2, 70 Y 71.

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devoción a la Iglesia, sino por aquella política que quería menguar el poder de los nobles y al mismo tiempo someter la de los obispos- fue el cebo fatal que atrajo al clero. Desde entonces el poder secular se entrometió en la Iglesia: sus gracias, sus favores, terminaron con robarle la libertad, el aire del que vive. ¿Qué otra cosa puede hacer el gobierno temporal, sino ayudar a la Iglesia con la fuerza bruta, su úni­co medio natural de actuaclOn? Pues bien, la fuerza es pre­cisamente de índole directamente opuesta al espíritu de la Iglesia. ¿Qué aspecto presenta la Iglesia retratada con las cadenas, los fasces consulares y las hachas en las manos? Horroriza a la vista. «¡Qué máscara más cruel! Rechaza no sólo a los malos, sino también a los buenos. El poder tem­poral, además, ni conoce ni guarda los límites de su protec­ción: acostumbrado a mandar, manda cuanto puede. Incapaz de conocer el verdadero bien de la Iglesia, pretende ser juez de la misma, y considera su bien procurarle ventajas en el orden terreno. Trata la administración de sus bienes como lo hace con los propios, ignorando que aquéllos son de gé­nero muy diverso. Acumula tanto como puede, permite que se gaste lo menos posible. Enriquece a la Iglesia, si es nece­sario, incluso con privilegios e inmunidades, mediante una protección exagerada y excepcional, incluso contra la justicia, llegando a oponerse a la igualdad civil, y por lo tanto, resulta siempre odiosa al pueblo que no comparte todo esto." Y así,

51. La inmunidad de los impuestos, debe consideJ:arse según dos períodos diversos de los Estados. Todos los Estados modernos de Europa, desde el tiempo de su fundación hasta el actual han cam­biado de naturaleza. En el primer período eran Señoríos : en este peliodo lo que los súbditos daban como contribución, era cosa privada del plincipe- que era señor de todo y llevaba adelante al Es­tado por su cuenta. Por lo tanto, eximiendo de los impuestos públi­cos a quien él ' quería, no hacía más que dar lo que era suyo: de este modo fueron eximidos los nobles y los eclesiásticos. Pero los Estados europeos, debido a una acción secreta del Cristianismo, y principalmente por influencia de los Papas, se transformaron lenta­mente en verdaderas sociedades civiles. Aquí nace el problema: ¿es justo que en una sociedad civil, los bienes de la Iglesia estén e~e~­tos de los impuestos públicos? Se debelia responder que en la hIPO­tesis de que estos bienes no excedieran lo necesario para el mante­nimiento del clero y que lo restante se diera a los pobres, no sería injusto tal favor. Pero tratándose de bienes que exceden tales nece­sidades o no utilizándose ya más en las antiguas obras de benefi­cencia 'es razonable que paguen como todos los demás. De todos modo; esta es la actitud más decorosa y útil para la misma Iglesia.

Par~ convalidar las expropiaciones de los bienes eclesiásticos, se

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la máxima de la facilidad en dar y de la reticencia en recibir, que es connatural a la Iglesia, le resulta imposible ponerla en práctica cuando sus bienes ya no son más libres en su mano, sino que sirven al poder laical.

161. No solamente en esto la Iglesia se mostraba de ele­vada índole, sino también por el hecho «de querer que la ad­ministración de sus bienes. apareciera ante todos»: ésta es la sexta máxima que practicaba en los tiempos primitivos.

Hemos visto cómo los antiguos obispos discutían todas las cosas con su pueblo y con el clero: lo mismo hacían por lo que atañe a los bienes temporales. Además, los sacerdotes y los diá­conos que los administraban, debían disfrutar del sufragio del pueblo cristiano, según la tradici6n apostólica: 52 debían ser

multiplicaron las formalidades, además de las requeridas para con­validar las expropiaciones de los bienes privado~, v entre otras dis­po~iciones se nromulgaron los años de la prescripción : en oposición f\ la validez de un testamento en favor de la Iglesia. se redujeron las formalidades requeridas para. todos los demás testamentos. ~Fue justo e~to? Consideradas estas disposiciones como armas de defensa contra los fraudes oue abundaban con el objetivo de usurpar lo de la Iglesia, mucho más oue lo de los particulares, entonces no se pue­den censurar aquellas formalidades. Si se consideran bajo otro as­pecto, algunas de tales disposiciones son dilmas igualmente de .iusta alabanza. en cuanto corregían las leyes civiles y preparaban el ca­mino a leyes más justas de las Que algún día debelian disfmtar igual­mente todos los ciudadanos . Así, las formalidades requeridas por las leves romanas para la validez de un testamento. eran y habían llegado a ser excesivas. La Iglesia se queió de ello por cuanto afec­taba a los bienes eclesiásticos, y así señaló el camino de la reforma de la legislación. hasta tal punto que acrecentó con ello la libertad de legar a favor de todos. Una vez corregida la legislación . es de desear que la Iglesia no sea favorecida por ningún privilegio entre las naciones civilizadas. nrivilegio Que mejore su condición en el orden temporal. bastándole que se le respete el derecho sagJ:ado e inviolable que tiene por naturaleza: la libertad, la plena libertaci. no sólo de recibir y de administrar por sí misma cuanto espontánea­mente se le ofréce o le ofrecieron ya los fieles, sino igualmente. de dar y de ser generosa con aquel espíritu de caridad que la amma y la informa. . . ., ,

52. Considérese la eleCCIón de los pnmeros dIaconas. Los Apost?­les convocaban a la multitud de los discípulos y les hablaban aSI: «Considerate. ergo, tratres, viros ex vobis boni testimonii septem, plenos Spiritu Sancto et sapientia, quos constituamus super hoc opus» (Act. 6. 2). Dejan que la multitud los elija se)!Ún su buen ,iuicio (<<con­siderate, ergo. tratres»): no se reservan nada más ~ue la confirma­ción y 1'1 ordenación. Se trataba del menor: uso posIb!e de la pl.ena Dotestad que habían recibido de Cristo. ¡Qué prudenCIa más dIvma! Tal debería ser la norma de todos los prelados.

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personas conocidas y de su absoluta ' confianza. ¡.Con qué deli­cada reserva no propone san Pablo a los de 'Connto que ellos mismos se elijan a los que deberán llevar sus limo~nas a los cristianos necesitados de Jerusalén! «Que cada dommgu, cada uno ponga aparte lo que crea conveniente, a fin de que cuan­do yo llegue no se hagan las colectas. Cuando est~ré entre vosotros, entonces enviaré con cartas de presentaCIón a los que habréis juzgado dignos para qu: '~leven v'!estros dones, a Jerusalén. Y si será necesano que VIaje tambIén yo, vendran conmigo.» 53 Pablo era obispo y apóstol. Tenía todo el poder. No obstante, no quiere elegir por sí mismo a los portadores de aquellas limosnas: deja la elección en manos del pueblo: omnia mihi !icent, sed non omnia expediunt.54 ¿Acaso habrían dudado de la fidelidad del Apóstol? No. Pero no basta. En ma­teria de intereses temporales, el hombre santo se abstiene tanto como puede de mezclarse en ellos. Reserva su poder apostólico únicamente para las cosas necesarias, y deja .libre al pueblo en lo restante: constituye para el~~ una satlsfac: ción justa y natural que pueda hacer ta~~)l~n algo p~r SI misma, que vea con sus ojos, qu~ use su JUICIO, que se mte­rese en el bien, que intervenga también la Iglesia. Así, san Juan Crisóstomo no temía dar cuenta a su pueblo del uso que hacía de lo; réditos de la Iglesia: Sumus etiam p~rati vobis reddere rationem.55 Del mismo modo y con el mIsmo espíritu procedían todos los. antiguos obispos. .

162. Es cierto que no basta que el uso de los bIenes de la Iglesia se haga de acuerdo con el d~ber: que se ~é cuenta sólo a los gobiernos tampoco es sufiCIente para satIsfacer al pueblo cristiano que ofrece piadosamente sus cosa~ a la Iglesia. Constituiría una ayuda increíble para la IgleSIa que todos los bienes que posee, especialmente los de las órdene.s religiosas, fueran regulados en su uso, con la mayor ~recI­sión posible, mediante sabias leyes emanadas de la mIsma Iglesia. Para cada finalidad debería signarse una parte co­rrespondiente, ni demasiado pequeña ni excesiva. Se d~be­ría publicar, después, un informe, de manera que a~:>a.recIera ante todos con la máxima claridad, lo que se reCIbIÓ y lo que se gastó para cada finalidad, de manera que .la opinió? de los fieles de Dios pudiera presentar una sanCIón de Pl!-

53. 1 Coro 16, 2-4. 54. Ibid. 6, 12. 55. In Epist. ad Coro Hom. 21.

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blica estima o de reproche por el empleo de las rentas, y así también los gobiernos estarían informados sin más. No, no hay duda de que no conviene, que la justicia y la caridad, se­gún la cual la Iglesia se comporta en la administración eco­nómica de sus bienes temporales de cualquier especie que sean éstos, permanezcan ocultas, sino que es más deseable que nunca que resplandezcan cual antorcha ardiente sobre el candelero. ¡Esto, cómo la reconciliaría con los ánimos de los fieles! ¡Qué instrucción y qué ejemplo podría dar a todo el mundo! Sólo entonces la debilidad de sus ministros, sos­tenida por la opinión pública, se mantendría lejos de caer en la tentación humana, ya que el hombre, cuando no puede pecar ocultamente, no peca, o al menos, no peca tanto. Tan dichosa necesidad de dar cuenta de sí mismo a los fieles pú­blicamente, incluso a la sociedad de los hombres, desper­taría las conciencias de muchos, somnolientas por falta de estímulos suficientes, y haría sentir la necesidad de que los puestos eclesiásticos fueran ocupados sólo por hombres va­lientes dotados de una rectitud, perfecta y patente y de una piedad auténtica.

163. Finalmente indicaré una séptima y última máxima: ' que <<1os bienes de la Iglesia sean admi.nist;ados por ella mis­ma bajo absoluta vigilancia». La IgleSIa SIempre lo ha reco­mendado a quienes confió la administración, declarando que aquellos bienes son de Dios y de los pobres, que se comete sacrilegio si por descuido o dejadez de los procuradores se perdiera algo. Esta máxima es tanto más importaI;tte, cuan­to al ser descuidada dio mayor ocasión a los gobIernos de meter mano sobre los bienes haciendo lo que quisieron: así se perpetuó la servidumbre de la Iglesia y de ~us posesio~e~.

164. Es verdad que la Iglesia, ya persegUIda, ya opnm~­da, siempre en lucha con el poder temporal an:igo o ene~I­go, y además siempre ocupada en asuntos consIderado~ mas importantes que el bien de las almas, nunca tuvo tlempo suficiente para llevar hasta la perfec~ión la adm,ini.strac~ón de sus bienes, y para establecer un SIstema economIco. bIen organizado y defendido por todas partes. ~i se. conSIdera cuánto ha recibido la Iglesia durante los vanos SIglos de su vida, y cuánto ha perdido por defecto de una at~nta e i.n­dustriosa administración económica, resulta impOSIble deCIr, qué sería ahora la Iglesia si sus bienes materiales ~u?ieran sido administrados siempre sabiamente por sus mIlllstros. Pero la fuerza del espíritu humano es limitado, y nunca lle-

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ga a realizar dos empresas diversas al mismo tiempo, aun­que estén vinculadas entre ellas. La finalidad espiritual de la Iglesia, debía absorber necesariamente casi toda su aten­ción, y no podía al mismo tiempo ser muy solícita de la buena marcha de la parte material, mientras su legislación disciplinaria más importante -la que se refiere directamen_ te a la salvación de las almas- no hubiera sido establecida antes de manera completa, y mientras la experiencia no hu­biera demostrado el daño incalculable que la negligencia de la parte material comportaba para la misma parte espiritual. El hecho de que esto no fuera posible desde el principio, ni Quizá tampoco conveniente, nos lo demuestra el ejemplo de Cristo, que se conformó con tener un administrador infiel entre sus discípulos , a fin de que, me parece, sirviera de prue­ba de que nada debía distraerlo del gobierno espiritual, ni que fuera el peligro de perjuicios materiales. Y terminaré con esto, concluyendo Que, de todo cuanto ha sido objeto de reflexión, resulta evidente que, cuando Pascual II hizo la magnánima propuesta de renunciar a los feudos , aquel gran hombre colocó el hacha sobre la raíz de la planta per­versa, pero la época era demasiado descompuesta para tole­rar tal remedio.

165. Esta obra, comenzada en el año 1832 y terminada el año siguiente, dormía en el pequeño escritorio del autor, completamente olvidada, ya que los tiempos no parecían propicios para publicar lo que había escrito más para alivio de su espíritu, afligido por el grave estado en el que contem­plaba a la Iglesia de Dios, que por otra razón. Pero ahora (1846) Que la Cabeza invisible de la Iglesia ha colocado so­bre la Sede de Pedro un Pontífice que parece destinado a renovar nuestra época y a dar a la Iglesia aquel nuevo im­pulso que debe empujarla por nuevos caminos hacia una tra­yectoria tan imprevista como maravillosa y gloriosa, el autor se recuerda de estos papeles abandonados, y ya no duda en confiarlos en manos de aquellos amigos que junto con él com­partían el dolor en el pasado, y las más alegres esperanzas en el presente.

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APÉNDICE:

Cartas sobre las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo*

DIRIGIDAS AL SEÑOR CANóNIGO GIUSEPPE GATTI, DOCTOR EN TEOLOG/A, DE CASALE

* [Estas cartas fueron publicadas por vez primera (1848-1849). en el periódico (<<religioso, social y literario») de Casale, «Fede e Patna», dirigido por el canónigo G. Gatti, destinatario de las carta~. M~s tarde Rosmini las reeditó en Nápoles en el año 1849 en la «L1brena Nazionale», con retoques y notables añadiduras, sobre todo en las car­tas primera y tercera. Las cuales fueron redactadas de nuevo Y ?Iuy ampliadas respecto a las tres o cuatro páginas originales del pnmer texto.]

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Primera carta

St-resa, 8 de junio de 1848

Debo agradecerle la honrosa mención que Ud. ha queri­do hacer, en el estimable Diario que se publica bajo su di­rección, de la pequeña obra que he publicado en Milán con el título La Constitución según la justicia social, etc. No obstante, no deseando presentarme ante Ud. con un mero acto de agradecimiento estéril, permítame que aproveche esta -\ ocasión para manifestar mejor mi opinión sobre el punto que Ud. insinúa cuando dice que a mí me gustaría «introdu­cir el aspecto democrático incluso en el gobierno eclesiás­tico,.

Amo la unión en todas partes y la discordia no la quiero en ningún lugar, ya que la unión es caridad o para decirlo mejor aún, la caridad es unión auténtica, y es el precepto que el divino Maestro dio a los individuos, no menos que a la so­ciedad humana. Puesto que amó muchísimo al pueblo, amó sobre todo la unión entre el pueblo y el clero. No quiero decir con esto que el pueblo tenga una parte directa en el gobierno de la Iglesia: sé muy bien que tal cosa fue confiada por Jesucristo en manos de los Apóstoles y de sus suceso­res, los obispos, los cuales constituyen una maravillosa uni­dad jerárquica mediante el primado de honor y de jurisdic­ción que san Pedro dejó en herencia a los Sumos Pontífices. La intervención del pueblo no puede ser otra cosa que inter­vención de caridad, de consejo, de correspondencia paterna y filial, y por lo tanto, puede variar de modo y de grado se­gún lo dicte a la Iglesia el espíritu de caridad y de prudencia.

De este intento hablaba yo cuando en la mencionada obra proponía como remedio muy saludable para nuestros males, y me atrevo decir cual remedio necesario, el retorno a la elección de los obispos por el clero y el pueblo, según la an­tigua costumbre que precisamente no otorgaba al pueblo otra cosa que la facultad de expresar su deseo sobre los can-

1. Esta carta fue reelaborada por el Autor.

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didatos, honFarlos con su buen testimonio, y aceptar al ele' do que fuera de su confianza. gI· . Añadía que tal procedimiento de elección, confirmada mnumerables cánones de Concilios es de derecho dI' por , VIno con lo que no me he propuesto afirmar ciertamente . l ' h d · h ' . , nI o

e IC o, que todas las practIcas y los varios modos usad en la antigüedad para efectuar las elecciones por parte dO~ clero y del pueblo, fueran de derecho divino. Tampoco :e puede dedl;lClr. del. ?ech? .que el pueblo haya ejercido un de­recho de mstItuclOn dlvma en la elección de los obisp -como demostré en otro lugar y como manifestaré me]' os

, dI' or mas a e ante-, que la IglesIa no pueda cambiar la form de elecc~ón, o que haya obrado mal haciéndolo, puesto qu: ~e movld~ a ello por razones gravísimas, según aquel espí­nu de candad y de prudencia que dirige, como he dicho todos sus actos. '

No .co~sidero sUI?erfluo a~~dir -a fin de que nada quede como mClerto en mI afirmaclOn-, que no se trata de un de­recho divino constitutivo, sino de un derecho divino moral que es cosa muy diversa. Ya que el segundo, cuando es vul~ nerado, no comporta invalidez alguna, y por esta razón los obispos, incluso los nombrados por el gobierno civil, mien· tras sean confirmados y reciban el mandato del Sumo Pon­tífice, son pastores legítimos, tal como lo definió el sagrado Corrcilio de Trento en la sesión XXIII, canon 8. Mediante tal distinción entre el derecho divino constitutivo y el de­recho divino moral, se concilian los diversos pareceres de los autores sobre esta cuestión. Ya que dándose diversas opi­ni?nes sobre la misma entre los escritores de la Iglesia, y no eXIstiendo ninguna declaración expresa de la Iglesia, se pue­de opinar a favor de una o de la otra parte. Sirviéndome yo de esta libertad, me ha parecido bien mantenerme en un pun­to medio, y conciliar las opiniones diciendo que las eleccio­nes de los obispos por el clero y el pueblo, no son de derecho divino si se habla de un derecho divino constitutivo, pero lo son si se habla de un derecho divino meramente moral.

Es verdad que sólo es de derecho divino constitutivo en la institución de los obispos, la sagrada ordenación y la mi­sión por parte de la Iglesia: las dos cosas, en efecto, son in­dependientes respecto al pueblo y respecto a cualquier otro poder laical, como lo enseña el sagrado Concilio de Trento con estas palabras: Docet sacrosancta Synodus, in Ordine Episcoporum, Sacerdotum, et caeterorum Ordinum, nec po-

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puli nec cuiusvis saecularis potestatis, et magistratus con­sensum, sive vocationem, sive auctoritatem ita requiri, ut sine ea irrita sit Ordinatio: quin potius decernit, eos qui tantummodo a populo aut a saeculari potes tate aut magis­tratu vocati et instituti, ad haec ministeria exercenda aseen­dut, et qui ea propria temeritate sibi sumunt, omnes non Ecclesiae ministros, sed tures et latrones, per ostium non ingressos, habendos esse.'

El derecho divino moral se reduce al derecho que tiene la Iglesia de ser libre, así en sus funciones, como también en la elección de sus propios pastores, y al deber que tienen to­dos los fieles, de cualquier dignidad que estén revestidos, así como también todas las sociedades, de dejarla perfec­tamente libre. ¿Acaso esta libertad no es de derecho divino? ¿Fue la Iglesia la que primero y espontáneamente ofreció , sus manos a fin de que se las encadenaran? ¿O no fue más bien el orgullo de los hombres el que, sometiendo a sus pies precisamente el derecho divino de la libertad de la Iglesia, intentó todos los medio.s para despojarla de su libertad esen­cial, para enredarla entre mil cadenas, ora sirviéndose de la violencia, ora de las seducciones, ora de las más astutas doctrinas legales? ¿ Y la Iglesia no tuvo acaso que soportar muchas veces las limitaciones impuestas a su libertad, p.ara evitar males peores? En el hecho de las elecciones, ¿fue la: Iglesia acaso la que ofreció espontaneamente al poder laical el nombramiento para todas las sedes episcopales de cier­t?S Estados, y no hizo más bien este sacrificio, tras larguí­SImas luchas, forzada por las más duras circunstancias? La historia está abierta a todos, y justifica plenamente a la Iglesia.

La Iglesia no cesó nunca de proclamar bien alto no menos a los príncipes que a los pueblos, que le corresponde la más plena libertad en sus actos, y no cesó de reivindicar para sí la parte de libertad que le fue posible. No dejó de permitir, e incluso de encomiar el celo de aquellos sacerdotes o sim­ples fieles que con la palabra o por escrito defendieron sus libertades. Yo amo esta divina libertad, como debe amarla todo hijo fiel a la Iglesia y especialmente todo sacerdote su­yo, como la amó Jesucristo, cuya esposa es la Iglesia. Por razón de este amor, y no por otra causa, también yo levan­té mi humilde voz, y manifesté mi vivo deseo de que se res-

2. Ses. XXIII, c. 4.

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tituya a la Iglesia su absoluta libertad de elegirse a sus pas­tores, la más importante de todas ante mis ojos: en su seno fecundo, contiene todas las otras. No puede ser restituida a la Iglesia la totalidad de esta libertad, sin que cesen los nombramientos de los obispos que en los tiempos moder­nos han vuelto a las manos del poder laica!'

Estos nombramientos que están en manos del poder lai­cal, no por razones excepcionales sino de modo permanente y perpetuo, constituyen evidentemente una disminución de la libertad de la Iglesia, una cadena que se le ha impuesto, por la que ella ya no puede elegir libremente y sin obstácu­los a los que considera los más dignos para las sedes episco­pales. Por lo tanto, a mi parecer, constituyen una violación del derecho divino de la libertad eclesiástica, por parte de quien ha puesto a la Iglesia en la dura necesidad de tener que concederlos.

Tal derecho exige, a mi modo de ver: 1. Que las elecciones de los supremos pastores destina­

dos a apacentar la grey de Cristo, se hagan libremente por parte de la Iglesia, es decir, por el poder eclesiástico. Ahora bien, ¿ esta libertad no resulta inmensamente restringida y disminuida con el nombramiento concedido al poder secu­lar? ¿Cómo puede la Iglesia estar segura de que será elegido el más digno y el de mayor confianza del pueblo? ¿ Qué ga­rantías le da o le puede dar el poder laical, especialmente los gobiernos que no reconocen la religión católica como reli­gión de Estado, sino que son admitidas indiferentemente to­das las creencias, y son todas igualmente protegidas? Cual­quier disminución de la libertad de la Iglesia en la elección de sus pastores, hiere, por lo tanto, su derecho divino, pues­to que Jesucristo la hizo libre e independiente. Por consi­guiente, conviene que la libertad de la Iglesia sea reivin­dicada y reintegrada también en esto sin demora, tan pron­to como sea posible.

2. Que en las elecciones se escuche al pueblo cristiano, que verdaderamente se atienda a su testimonio, que no sea forzado, ni tan sólo moralmente, a recibir un pastor en el que no confía y que quizás no conoce ni de nombre, ni de vista, ni por sus acciones, ni por su fama: mientras que las ovejas conocen a su pastor, como ha dicho Jesucristo:

No dije de qué manera se debe hacer todo esto. Esta es

3. In. 10.

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otra cuestión. Se deberá buscar el medio más oportuno. No obstante, parece ser cierto que no podrá faltar alguna posibi­lidad en un tiempo en el que se atribuye al pueblo el nomo bramiento de sus representantes a los parlamentos.

Tampoco dije de qué modo, por qué caminos, por qué grados se debe proceder para llegar al feliz resultado de e~i­gir de los gobiernos laicales la plena libertad de las eleccIO­nes episcopales. Esto es incumbencia de la sabiduría de la Iglesia y de la Santa Sede Apostólica que la preside. Así como también le corresponde juzgar si ha llegado ya el tiempo de esta gran obra de regeneración, como yo lo espero, o si los tiempos no son todavía maduros. Quiero observar que aunque fuera vana mi esperanza de que este tiempo bienaven­turado haya llegado o esté próximo, no creo que obrara pia­dosamente reprimiendo el ardor que me empuja a hablar de , esto, ya que los anales de la Iglesia me enseñan que las re­formas se preparan siempre lentamente, y que antes de que se efectúen por completo, muchos suelen alzar la voz para señalarlas, y la Iglesia los aplaude con su espíritu. Antes de que la legítima autoridad lo juzgue oportuno, o antes de que pueda ponerse manos a la obra de manera eficaz, muchos fieles y sacerdotes las proponen y las piden con su celo pri­vado y con vivísimas instancias. Todo lo cual me persuadió de que el hecho de levantar la discusión sobre la necesidad de reivindicar para la Iglesia la absoluta libertad de las elecciones episcopales, no debía ser contraproducente en ma­nera alguna, a no ser para mí mismo, empezando así a prepa­rar desde lejos su llegada, cosa que debía agradar a la Igle­sia y ser conforme en todo a su espíritu. He dicho franca­mente todo cuanto oprimía mi ánimo, sin buscar mis intere­ses, sino los de Jesucristo.

Pero volvamos a los dos aspectos según los que he consi­derado la libertad de las elecciones, es decir, respecto al cle­ro y respecto al pueblo. Nadie se maraville si menciono tam­bién esto. No conviene de ninguna manera que el pueblo sea despreciado o considerado demasiado altivamente. En él no faltan I.unca hombres santos, hombres prudentes en Cris­to y que tienen el sentido de Cristo. Este pueblo es parte del cuerpo místico de Cristo. Forma un solo cuerpo junto con sus pastores y está incorporado a su Cabeza. Por el bautismo y la confirmación, ha recibido un carácter indeleble, un ca­rácter sacerdotal. No es que los fieles participen del sacer­docio público o que posean jurisdicción alguna, y mucho

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menos que de ellos provenga la jurisdicción eclesiástica como dijeron los herejes: esta jurisdicción deriva inmediata~ mente de Cristo al episcopado ordenado en unidad bajo Pe­dro. Pero el simple cristiano disfruta, no obstante, de un sa­cerdocio místico y particular que le confiere una dignidad y un poder especiales, y un sentido de las cosas espirituales. Por 10 tanto, no solamente el clero jerárquico y el no jerár­quico, sino también el pueblo cristiano tiene unos ciertos derechos. Existe una libertad del clero, y una libertad del pueblo dentro de los límites prescritos por la sagrada tradi­ción y por las leyes de la Iglesia. Todos son libres en Jesu. cristo. Por ejemplo, el pueblo cristiano puede y debe opo­nerse a un obispo que enseñara de modo evidente la here­jía; puede y debe separarse de un obispo intruso o de un cismático: su sentido sobrenatural lo advierte de ello y le confiere el derecho.'

Los Santos Padres, que enseñaron que la participación del pueblo en la elección de los obispos procede de la ley divi­na, sacaron las pruebas: 1) de la ley antigua; 2) de los Actos de los Apóstoles que nos narran la elección de san Matías, de san Timoteo, y de los siete diáconos; 3) de algunos luga­res de las cartas de san Pablo; 4) de las razones intrínsecas procedentes de la doctrina de Cristo, a saber, de la suavidad y racionalidad del gobierno eclesiástico, de la dignidad de los cristianos, del fin del ministerio eclesiástico, de la mayor seguridad del juicio público, etc.; 5) de la tradición inmedia­ta de Cristo y de los Apóstoles, no escrita.

Me extendería mucho si me pusiera a desarrollar todos estos capítulos y a confirmar cada tema con citas de los Pa­dres y de los escritores eclesiásticos. Por lo tanto, me limi­taré a escoger únicamente algunos de los más autorizados y conspicuos testimonios, aptos para demostrar la tradición divina y apostólica de las Iglesias más célebres.

La Iglesia Romana es la primera y la Cabeza de todas las Iglesias. La tradición de esta Iglesia, madre y norma de

4. San Cipriano, en la carta 68, deduce este derecho y este deber que tiene el pueblo cristiano de separarse de un obispo infiel pre­cisamente por la facultad que tiene el pueblo de intervenir co~ su sufragio en la elección de los propios Pastores. «Propter quod -dlce­plebs obsequiens praeceptis dominicis et Deum metuens a peccato.r~ Praeposito separare se debet, nec se ad sacrilegis sacerdotis sa_cnfl-. cia miscere, quando ipsa maxime habet potestatem eligendi dlgnos­sacerdotes. veZ indignos recusandi.»

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todo el mundo, nos viene dada por san Clemente· P~pa y mártir, discípulo inmediato de los Apóstoles, en su pn~era carta de la que disponemos todavía, dirigida a la !glesIa de Corinto: esta carta fue escrita en nombre de la mIsma Igle­sia romana, como lo atestiguan el título y el contexto de la misma.

En el párrafo 44 de esta carta, se lee: «Et Apostoli nos tri cognoverunt per DOMINUM NOSTRUM JE­

SUM CHRISTUM, quod futura esset contentio de nomine e'p~sco­patus. Ob eam ergo c~usam, a~cepta perfecta 'praecognltlOne, constituerunt supradlctos (epIscopOS), et demceps, FUTURAE

SUCCESSIONIS REGULAM TRADIDERUNT; ut cum -illi decederent, ministerium eorum et munus alii viri probati exciperent. Constitutos (Katastazéntas) igitur ab illis, vel deinceps ab aliis viris eximiis, CONSENTIENTE AC COMPROBANTE (s~n~udp­Kesáses tes ekklesías páses) UNIVERSA ECCLESIA; qUI mcul­pati ovili Christi ministraverunt cum humilitate, quiete, nec illiberaliter: quique lango tempore AB OMNIBUS TESTIMONIUM

PRAECLARUM REPORTARUNT; hos putamus officio iniuste dei­id.» etc.'

No creo que pueda hallarse un documento más ilustre y auténtico en la tradición de la Iglesia romana que el de este santo Papa el cual escribe en nombre de la misma Igle­sia que recibió directamente de boca de san Pedro la norma para la elección y constitución de lo~ obispos, tal ~omo Cristo la había enseñado. Este nos atestlgua que los ObISpOS eran constituidos, es decir, ordenados, enviados y elegidos por otros obispos, debiéndose interpretar así aquel ab aliis eximiis viris; pero se requería el consentimiento, la aproba­ción y el buen testimonio de toda la Iglesia, también por parte del pueblo. Esta es, pues, la tradición divina y apos­tólica.

y aunque un testimonio de tal y tan grande autoridad pa­rece que se debería considerar como suficiente para demos­trar que la intervencion del pueblo cristiano en ~as eleccio­nes episcopales es de derecho divino y apostólico: según la tradición de la Iglesia Romana, no obstante, séanie permiti­do transcribir también otra cita de las Constituciones Apostó-

5. Un erudito añade la siguiente nota a este texto: «Locus, si qui a/ius, apprime utilis ad intelligendum quae fuerint partes cler! et po­pulí in episcoporum ordinatione. Katástasis ad apostolos et eplscopOS, suneudókesis ad plebem spectat.»

PC 17 . 18 273

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licas. Se halla en el libro VIII, capítulo 4.· de esta ant'igua colección, y dice así:

«Primus igitur ego Petrus aio, ordinandum esse episco­pum, ut in superioribus omnes pariter constituimus, incul­patum in omnibus, ELECTUM A CUNCTO POPULO UT PRAESTANTIS-

IMUM. Quo nominato et placente, CONGREGATUS POPULUS una cum presbiterio et episcopis qui praesentes erunt, in die do­minica, consentiat. Qui vera inter reliquos praecipuus est, interroget praesbiterium et PLEBEM, an ipse est, quem IN

.FRAESIDEM POSTULANT: et ILLlS ANNUENTIBUS, iterum roget, an AB OMNIBUS testimonium habeat, quod dignus sit magna hac et illustri praefectura; an quae ad pie tate m in Deum spec­tat ab ipso sint recte facta, an iures erga homines servata, an domesticae res pulchre dispensatae, an vitae instituta sine reprehensione. Cumque UNIVERSI pariter secundum verita­te m, non autem secundum anticipatam opinionem, testificati fuerint talem eum esse; quasi ante iudicem Deum ac Chris­tum, praesente scilicet Sancto Spiritu et omnibus sanctis et administratoribus spiritibus, rursus tertio sciscitetur, an dignus vere sit ministerio; ut in ore duorum aut trium tes­tium stet omne verbum: atque iis tertio assentientibus dig­num esse; A CUNCTIS PETATUR SIGNUM ASSENTlONIS, ET ALACRI­

TER DANTE S AUDIANTUR; silentioque facto» etc. De esta Constitución, cuyas palabras se ponen en boca del

mismo san Pedro, se deduce de modo manifiesto, que se con­sideraba ser de tradición apostólica, la intervención que se atribuía al pueblo en la elección de los obispos:' san Clemen­te, en el lugar citado de su carta sinodal, da a entender que los Apóstoles habían recibido de Cristo tal precepto. Lo mis­mo se puede deducir de las Constituciones apostólicas, ya que en el libro II, capítulo 2.°, se pone en boca de los Após­toles: «De episcopis vera EX DOMINO NOSTRO AUDIVIMUS» etc., y poco después se lee: «quod si in quapiam parva paroecia aetate provectus non reperiatur, et sic aliquis iuvenis, quod episcopatu dignum IUDICENT CONTUBERNALES, quique in adoles­centia senilem mansuetudinem et disciplina m ostenderit, is

6. El gran pontífice san León, sin duda repetía la voz de. eSJa antigua tradición primitiva cuando, interpretando una sent~ncla ~ Pablo Apóstol, escribía: «U t apostolicae auctoritatis norma In om~~ bus servaretur QUA PRAECIPITUR ut sacerdos Ecclesiae praefuturus .n solum ATIESTATi:ONE FIDELIUM, sed etiam eorum qui foris sunt testImo­nio muniatur .. (Epist. 89).

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TESTIMONIO ILLORUM FRETUS, salva pace constituatur». Juan Beveregio, apoyándose en éstos y otros argumentos, sostiene que en semejante materia «nihil inter ius divinum el aposto­licum interest».7 Los sucesores de san Clemente conserva­ron fielmente tan excelsa tradición, y tenemos pruebas clarí­simas de ello en las actas, que aún hoy poseemos, de san Cornelio,' de san Julio,' de san Zósimo,'o de san Bonifac.io I," de san Celestino," de san León Magno,13 de san Hila-

7. ef. eodex eanonum Ecclesiae primitivae illustratus, lib. 11, cap. 11, par. 18.

8. En una carta a Fabio obispo de Antioquía a la que hace refe· rencia EUSEBIO, Hist. Ecles. lib. VI, cap. 43, Cornelio demuestra que Novato se había introducido en la sede apostólica mediante una elec­ción que pecaba de muchas irregularidades, entre las cuales la falta de consentimiento del pueblo: «cui cum universus clerus multique ex populo refragarentur», etc. ef. SAN CIPRIANO, Epist. 24.

9. San Julio, en la carta que escribió en defensa de san Atana­sio y que fue conservada por el mismo san Atanasio, no se escanda­liza de que éste hubiera dicho que el pueblo debía intervenir en la elección de los obispos según la ley divina, sino que lo .reconoce y acepta tal doctrina de Atanasio, declarando que Gregorio no podía ser admitido en la sede alejandrina, neque plebi cognitum neque postu­latum a praesbiteris (Athan. Ap. cap. 2).

10. San Zósimo condena a Lázaro y a Herodes como usurpadores del episcopado, también por la razón de que el pueblo no los que­ría: «plebe et clero contradicen te, ignotos, alienigenas intra Gallias sacerdotia usurpasse» (Epist. 3).

11. San Bonifacio, en una Constitución ordena que quede elegido como obispo «quem ex numero clericorum - divinum iudicium et uni­versitatis consensus elegerit».

12. San Celestino escribe a los obispos de las Galias: «Nullus in­vitis detur episcopus: cleri plebis et ordinis consensus requiratur» (Epist. 2).

13. Nadie más que san León el Grande se dio cuenta de la uti· lidad de mantener la libertad del pueblo en las elecciones de sus pas­tores según la antigua tradición, atestiguada por tantas cartas su­yas. He aquí algunos pasajes de las mismas:

Epístola 84. «eum de summi sacerdotis electione tractabitur, ille omnibus praeponatur, quem cleri plebisque consensus concorditer pos­tularit. Metropolitano defuncto, cum in locum ejus alius fuerit sub­rogandus, provinciales episcopi ad civitatem metropolitanam conve­nire debebunt, ut omnium clericorum atque omnium civium volun­tate discussa ex presbyteris eiusdem Ecclesiae, vel ex diaconibus, op­timus eligatur.»

Epístola 89. «Expectarel1fur certe vota civium, testimonia populo­rum, quaereretur honoratorum arbitrium, electio clericorum, quae in sacerdotum solent ordinationibus, ab his qui norunt PATRUM REGULAS custodiri. Teneatur subscriptio clericorum, honoratorum testimonium, ordinis consensus et plebis. Qui praefuturus est omnibus, ab omnibus eligatur. Nullus invitis et non petentibus ordinetur; ne civitas epis-

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rio," de san Ormisdas,1S de san Gregorio Magno,16 de Adria­no 1/' del siempre memorable Gregorio VII," así como tam-

copum non optatum AlIT CONTEMNAT AlIT ODIlRIT ET FIAT MINUS RELIGIOSA QUA M CONVENIT, cui non licuit habere quem voluit. Nulla ratio sinit ut inter episcopos habeantur, qui nec a clericis sunt electi, nec a ple­bibus expetiti, nec a provincialibus episcopis cum metropolitani iudi­cio consecrati.»

14. En la carta I de san Hilario Papa, se pide cuenta a un obispo que había consagrado a otro sin el consentimiento popular, «nullis petentibus populis».

15. Este santo pontífice, en la voz del pueblo que pedía a uno como obispo suyo, descubría un gran signo de la voluntad divina. Bn una de sus cartas escribe: «l stam sacerdotibus ordinandis reve­rentiam servet electio, ut in grave murmure populorum divinum cre­datur esse iudicium. lbi enim Deus, ubi simplex sine pravitate con­sensus» (Epist. 25).

16. San Gregario Magno fue muy escrupuloso en exigir el con­sentimiento del pueblo según la antigua tradición, antes de confirmar a los obispos, como se deduce de muchas cartas suyas. Las cartas 56 y 58 del libro 1, y las cartas 3, 8, 30 del libro n, van dirigidas no menos al clero que al pueblo de Rimini, de Perugia, de Nápoles y de Nepi exhortando a unos y a otros a la elección de sus propios obis­pos. He aquí otros pasajes de las mismas que confirman idéntica doctrina:

Lib. l, Epístola 19. «Qui dum fuerit postulatus, com solemnitate de­creti omnium subscriptionibus roborati et dilectionis tuae testimonio litterarum, ad nos veniat sacrandus.»

Lib. Il, Epístola 15. Salte m tres viros rectos ac sapientes eligite, quos ad urbem generalitatis vice mittatis, quorum et iudicio plebs tota consentiat.

Este gran pontífice ponía tanto cuidado en mantener libre la elec­ción de los obispos y la del pueblo, que se había propuesto abstenerse él mismo de todo cuanto pudiera disminuirla, como claramente se deduce de las cartas: Lib. l, Epístola 14 y 55; lib. Il, Epíst. 29 y 38.

17. Este Papa imitó a los grandes pontífices León y Gregario con su delicadeza de no tomar parte en las elecciones, dejándolas totalmente libres: así pudo d~fender su libertad más eficazmente, incluso contra la usurpación de los príncipes. Por ejemplo, pudo escribir a Carlomag­no: «Numquam nos in 'qualibet electione inveninus nec invenire habe­mus. Sed neque vestram excellentiam optamus in talem rem incumbere. Sed qualis a clero et a plebe, cunctoque populo electus canonice fuerit, et nihil sit quod sacro obsit ordini, solita traditione illum ordinamus» (Concil. Gall. t. II, p. %, 120).

lB. San Gregario VII, no fue menos celoso que sus predecesores y que los grandes León y Gregario en mantener las antiguas tradicio­nes y en reivindicar para el pueblo y para el clero la plena libertad de las elecciones episcopales. Todas sus cartas, todos los actos de su vida lo comprueban. Como ejemplo no citaremos más que algunos po­cos pasajes.

a) Escribe al clero y al pueblo Carnotense a fin de que elijan a su pastor «praemissis orationibus, atque triduano ieiunio et elemosi-

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bién de Urbano n, de Pascual n," y de otros- innumerables que siempre han exigido y defendido, de acuerdo con el de­pósito de la tradición romana, la intervención del pueblo­en las elecciones episcopales. Si las elecciones por el clero y el pueblo, cesaron más tarde en la Iglesia occidental que en la oriental, se debe atribuir al hecho de que la sede de Pedro que las sostuvo, quedó situada en occidente.

Nadie puede determinar el origen de la intervención del pueblo en las elecciones episcopales. Nadie puede decir: em­pezó tal año, por orden de tal Papa, con el canon de tal Con­cilio. Constituye una norma recibida de los teólogos, para reconocer cuáles son las tradiciones apostólicas, el hecho de

nis» (Lib. IV, Epíst. 4, 5). b) Ordena que sea destituido el obispo de Orleans por intruso, '

«sine idonea cleri et populi electione» (Lib. IV, Epíst. 6; Lib. V, Epíst. 5, 11, 14).

c~ Se alegra con el clero y el pueblo de la misma ciudad, por haber elegIdo canónicamente a Sansón como obispo (lbid.).

d) No cede ante el deseo del rey Felipe de que fueJ;'a promovido obispo un cierto abad, sin que antecediera la elección canónica por parte del clero y del pueblo, «qui sanctorum patrum statuta sequi el observare cupimus»; y repite en la misma carta: electio carlOnica et sanctorum patrum regulis consonans dignoscatur (Lib. V).

e) Escribe universo clero et povulo Arelatensi para exhortarles a la elección de su obispo (Lib. VI, Epíst. 21).

f) Por la mü¡ma razón escribe al clero y al pueblo de Reims (Lib. VIII, Evíst. 16). Cf. igualmente las cartas 17-20 del lib. VIII, Y la 18 del lib. IX.

g) El Concilio Romano del año lOBO, celebrado bajo Gregario VII, ~rescribe el modo de la elección canónica con el canon 6, que empieza así: «lnstantia visitatoris episcopi, qui ab apostolica vel metropolita­na sede directus est, clerus et populus, remota omni saeculari ambi­tione, timare atque gratia, apostolicae sedis vel metropolitani sui con­sensu, pastorem sibi secundum Deum eligat.»

Sería demasiado extenso referir cuanto hizo Gregario VII en de­fensa de las elecciones libres por parte del clero y del pueblo. Tho­massinus opina que la gran lucha de las investiduras entre la Iglesia y el Imperio , no hubiera tenido lugar si Enrique IV hubiera permi­tido que precediera a la investidura la elección canónica del clero y del pueblo (Vetus et nova Eccle. discipl., Pars 11, Lib. 11 cap. 3B, paJ;'o 2). Bastará con decir que este gran Papa imitó la delicadeza del primer Gregario, de León y de Adriano absteniéndose ordinariamente de in­tervenir en las elecciones a fin de que en nada se disminuyera, según la antigua norma, la plena libertad del clero y del pueblo (Cf. App. Epist. 3).

19. Estos dos pontífices y otros que les sucedieron, siguieron el mismo camino señalado por el máximo restaurador de la disciplina eclesiástica, Gregario VII, y' mantuvieron firmemente el derecho del clero y del pueblo de intervenir en las elecciones de los obispos.

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que se pierdan en la más remota antigüedad sin que nadie pueda asignar un tiempo determinado en el que empezaron. Hay, pues, que concluir afirmando lo que el Papa Liberio decía al emperador Constancia: la Iglesia Romana ha reci­bido sus tradiciones directamente de labios de san Pedro,'· o también con el canon atribuido en el Cuerpo de derecho canónico al Papa Anacleto, que fue el mismo Señor Dios quien concedió al pueblo tomar parte en la elección de sus pastores.21

Parece que hoy en día haya algunos que, a nuestro modo de ver mal informados, creen poder justificar mejor a los Sumos Pontífices de los últimos siglos -que debido a las circunstancias de los tiempos, debieron conceder a diver­sos príncipes católicos el nombramiento de los obispos-, sosteniendo que la antigua tradición de la Iglesia Romana que consistía en escuchar la voz de todo el cuerpo de los fie­les, no era divina ni apostólica, sino puramente eclesiásti­ca. Pero, como decíamos, nosotros consideramos que éstos están bastante mal informados. Creemos que el camino para justificar a aquellos Sumos Pontífices, no consiste en negar el origen divino y apostólico de dicha intervención. Cuál sea el verdadero camino que hay que seguir sin necesidad de recu­rrir a tal negación, lo diremos dentro de poco. Deseamos ar­dientemente defender y conservar para la Santa Iglesia Ro· mana aquella gloria de la · que justamente fueron muy celo­sos todos los Pontífices, y que proviene del hecho de haber recibido sus autorizadas tradiciones de la misma boca del príncipe de los Apóstoles que la fundó. {(Quis enim nesciat, ~diremos con el santo Pontífice Inocencia 1- aut non ad· vertat, id quod a principe apostolorum Petro Romanae Eccle· siae traditum est, ac nunc usque custoditur, ab omnibus de· bere servari, nec superduci, aut introduci aliquid,quod aut auctoritatem non habeat, aut aliunde accipere videatur exem· plum.» 22 Por lo cual los Concilios hacen referencia a esta ve­nerable tradición de la Iglesia Romana, incluso cuando se trata de fijar el lugar que ocupa el pueblo en la elección de los obispos, como se puede ver en el Concilio III de Orleans.23

20. S. Athan. Apol. 11. j 21. Ejectionem quoque, ut supra memoratum est, summorum

sacerdotum sibi DOMINUS reservavit, /icet electionem eorum bonis Sacerdotibus et spiritualibus POPULIS concessisset (Can. 11, Dist. 79). , 22. Epist. 1 ad Decentium Ep. Can. 2, Dist. 11.

23. Can. 3

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. Después de la Iglesia Romana, la Alejandrina precedíó a la de Constantinopla, antes que ésta apareciera. Es convenien­te, pues, que intentemos descubrir cuál era la tradición ~e esta Iglesia por lo que atañe a la intervención del pueblo CrIS­

tiano en las elecciones episcopales. Los Padres, testimonios de la tradición de la Iglesia Alejandrina, afirman también ellos que esta intervención es de derecho divino y apostóli­co. La tradición de san Marcos se halla en perfecto acuerdo con la tradición de san Pedro. Nadie más autorizado que san Atanasio entre los grandes hombres de la Iglesia de Alejan­dría. Empecemos, pues, por éste.

Es necesario que se sepa que los primeros en infringir y subvertir lo que los Apóstoles, instruidos por Cristo, habían dispuesto acerca de las elecciones de los obispos por el cle-. ro y el pueblo, fueron los herejes, y en tiempo de san Atana- .. sio, los Arianos, los cuales se sirvieron para ello del desafue­ro del emperador Constancia, que les era favorable. A él hay que atribuir los primeros atentados contra la anti~ua disciplina.

San Atanasia describe así el modo de proceder del empe­rador ~n este asunto, oponiéndose a la temeridad dé Cons­tancia:

Hoe (Constantius) exsistimavit DEI LEGEM immutaturum, '1.um STATUTA DOMINI PER APOSTOLOS TRADITA violaverit, Eccle· ,iae mores inverterit, novumque adinvenerit ordinationum genus. Ex aliis quippe loeis, etiam quinquaginta mansioni­bus dissitis, episcopos militibus stipatos AD INVITOS POPULOS

ransmittit: qui UT POPULIS COMMENDARETUR, IPSIQUE Non FIANT,

minas adfuerunt, litterasque ad iudices.24 Este gran Padre, ?ues, da ·testimonio, según la tradición de su Iglesia, de que wnstituir obispos contra la voluntad de los pueblos que deben a'Jacentar como grey propia, constituirlos tales sin que sean conocidos ni dignos de la confianza del pueblo por sus obras, es una infracción de la ley de Dios y de los estatutos confia­do~ por Cristo a los Apóstoles y transmitidos por los Após­toles a las Iglesias.

En otro lugar afirma lo mismo para demostrar que Gre­gar io, sucesor suyo en la sede alejandrina, no es más que un intruso. He aquí sus palabras:

-Si qua enim adversum nos criminatio vim haberet, opor­tuit nec Arianum nec haereticae sententiae hominem adhi-

24. Epist. omnibus ubique solitariam vitam agentibus etc., n . 74.

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herí, sed secundum ecclesiasticos canones, et SECUNDUM VER­BA PAULI: CONGREGATIS POPULIS et Spiritu ordinantium Cum virtute Domíni nos tri JESU Christi, omnia iuxta ecclesiasticas leges disquíri ac peragi, PRAESENTIBUS POPULIS et clericís QUI ILLUM POSTULARENT. Nec .decuit eum ex alia regione ab Arianis adductum, episcopi nomen quasi mercatum apud eos QUI

EOS NEC PETERENT, NEC VELLENT, ET REM GESTAM PRORSUS IGNORAVERINT, saecularium iudicium patrocinio ac vi ses e intrudere. Illud vera ecclesiasticorum canonum abroga­tio est, ethnicosque ad blasfemandum inducit et ad sus­picandum, quod non SECUNDUM DIVINAM LEGEM, sed nun­dinatione et patrocinio ordinationes fiane Aquellos cá­nones, pues, de los que hacían uso las Iglesias de entonces, Atanasia los califica de «ley divina», precisamente porque provenían de los Apóstoles y de Jesucristo mismo.

Lo mismo repite y explica en otro lugar diciendo del in­truso Gregario que neque iuxta' ecclesiasticum canonem or­dinatus fuisset, neque IUXTA APOSTOLICAM TRADITIONEM vocatus fuisset episcopus: sed ex palatio cum militari manu et pom­pa missus fuisset.2I>

Según esta misma tradición de la Iglesia alejandrina ha­bla otra luz gloriosísima de la misma Iglesia, Orígenes, cuan­do confirmándola con la ley dada por Dios en el Antiguo Tes­tamento, comenta aquel pasaje del Levítico que empieza así: Convocavit Moyses Synagogam et dicit ad eos etc. El pasaje es éste:

Licet ergo Dominus de constituendo pontifice praecepis· set, et Dominus elegisset, tamen convocatur et Synagoga. Re­quiritur enim in ordinando sacerdote et PRAESENTIA POPULI

ut SCIANT OMNES ET CERTI SINT, quia qui praestantior est e~ omni po pulo, qui doctior, qui sanctior,qui in omni virtut6 eminentior, ille eligitur ad sacerdotium, et hoc ASTANTE PO­PULO, ne qua postmodum retractio quiquam, ne quis scr;/.­pulus resideret. Hoc est autem quod et APOSTOLUS PRAECEFIT

in ordinatione sacerdotis dicens: Oportet autem illum et tes­timonium habere bonum ab his qui foris sunt. r7 Por lo tarta, estos Padres deducían la necesidad de la intervención del pueblo en las elecciones, de las leyes divinas concordes, es

I

25. Epist. encyclica ad omnes ubique commint'stros Domino dilec· ttl:!; n. 2: .

26. Epist. omnibus ubique solitariam vitam agentibus etc., n. 14. 27. In Cap. 8 Levit. Hom. 6.

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decir, de las leyes del Antiguo y del Nuevo Testamento, y todo según la enseñanza y la tradición de las Iglesias a las que pertenecían. En este pasaje de Orígenes, debe notar se la razón que aduce de la presencia del pueblo ut sciant amnes et certi sint quia qui praestantior est ex amni papuZo, qui sanc­tior, qui doctior, qui in omni virtute eminentior, ille eligitur ad sacerdatium, ya que se considera siempre en la Iglesia que en la elección de los pastores no basta contentarse en hallar el hombre que posea solamente buenas cualidades negativas, si­no que se debe aplicar todo el esfuerzo para descubrir a quien esté adornado con las mayores cualidades posibles, en una palabra, el que sea más digno ex omni populo. De ser así, si tal es la doctrina y la norma de la Iglesia, que se nos. diga cómo pueden cumplirse éstas -sin querer engañarnos con vanos subterfugios y con sutilezas de forma, sino de­seando honestamente hallar la verdad de los hechos- cuan­do los nombramientos sean abandonados en manos de los gobiernos laicos y se lleven a cabo en lo oculto de sus gabi­netes.

El mismo Orígenes, en la homilia XXII sobre el libro de los Números, advierte cuánta diferencia existe entre la elec­ción de un simple sacerdote y la de un obispo, que él com­para al caudillo del pueblo hebreo: Moisés no se atrevió a constituirlo por sí mismo, sino por revelación divina y con­gregando a todo el pueblo, a pesar de que hubiera nombrado por sí mismo a los ancianos, los cuales, según Orígenes, co­rresponden a los simples sacerdotes. Y, no obstante, Moisés hubiera podido hacerlo. «Sed hoc non facit, non eligit, non audet. Cur non audet? Ne posteris praesumptionis relinquat exemplum.» 21 Así se expresa Orígenes, cuyas observaciones son repetidas por san Juan Crisóstomo.Z9

No se opone a esta tradición de la Iglesia alejandrina lo

28. L. M. FRANC HAU..IER explica de esta manera el pensamiento de Orígenes: «qui (Orígenes) notat Moysem elegisse presbiteros quos ipse ordinat: populo vera ducem nequaquam nisi ex divina revelatione et synagoga congregata, eligere ausum fuisse: simili enim ratione epis­coporum, qui sunt populi duces, electionem videtur Ecclesia maioris momenti censuisse, quam ut episcoporum, INCONSULTA PLEBE, arbitrio permitteret» (De sacris electionibus etc., p. 1, sect. 1, cap. 2 a. 4).

29. In Act. Apost. Hom. 14. Este Padre enseña la misma doctrina: deduce la necesidad de hacer intervenir al pueblo en las elecciones episcopales no menos por razón de los ejemplos de la ley antigua

, que por razón del ejemplo de los Apóstoles. Observa que los Apóstoles no eligen a los diáconos propria sententia y que «prius rationem

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que señalan san Epifanio 30 y san Jerónimo," a saber, que en Alejandría, inmediatamente después de la muerte del obispo, el clero lo substituía por otro, sacándolo de su seno, a fin de no dar ocasión a las facciones y a los partidos populares. Al morir san Alejandro, añade san Epifanio, no se pudo elegir en seguida al diácono Atanasio, aunque había sido designado sucesor suyo por el prelado moribundo, ya que se hallaba ausente: había sido enviado por el mismo Alejandro a la Corte del emperador, por lo que se confirió la cátedra ale. jandrina a Aquila. Pero lo que cuenta san Epifanio, es con­siderado por los mejores críticos como un error de este Pa­dre. En realidad, y es cosa indudable, Atanasio, como él mis­mo atestigua, fue sucesor inmediato de Alejandro, por lo que aquel Aquila del que habla Epifanio, si es que existió y si no se refiere al gran Aquila antecesor de Alejandro, situado por error en este lugar, a lo máximo pudo ocupar la Sede sólo de modo provisional hasta el retorno de Atanasio y en nom­bre suyo. De todos modos, la alusión hecha por aquellos dos Padres, no prueba otra cosa sino que no se admitía demora en hacer la elección del nuevo obispo así que moría el anti­guo, y no que el pueblo no interviniera: prueba, en efecto, como observa Thomassinus, primariam eligendi auctoritatem penes praesbyteros alexandrinos fuisse,J2 lo cual no puede ser puesto en discusión; pero que el pueblo no tomara parte al­guna en la elección y que no debiera aportar su testimo­nio, su aprobación, su aceptación, no lo prueba de ninguna manera.

Si las cosas hubieran sido de otro modo, los herejes no hubieran después opuesto a la elección la falta del consenti­miento del pueblo: o si la hubieran impugnado, hubiera bas­tado con responder que tal era la costumbre y la tradición

reddunt mu/titudini»; y añade: quod etiam nunc fieri oPo.~tet (Ibid.). Hace una observación semejante hablando de la elecclOn ~e .sa~ Matías: «lam illud considera quod Petrus omnia ex communt d¡sc¡­pulorum sententia nihil auctoritate sua, nihil cum imperio» (In 1ct. Hom. 3) , y esto a~nque reconociera la plena potestad que tenía Pe ro de elegir por sí mismo. Podemos considerar a este gran Padre co.mo

testimonio autorizado de la tradición de Antioquía Y de ConstantlllO-

pla ya que si la doctrina de estas Iglesias hubiera sido diferentde, s:~ Ju~n Crisóstomo lo hubiera sabido y no hubiera interpretado e a modo la Escritura.

30. Haers. 69, n. 11. 31. Epist. ad Evangelum. 32. Ve tus et nova Eccles. disciplina, p. II, lib. II, cap. !, 6.

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de la Iglesia Alejandrina. Pero no se respondió así: se res­pondió demostrando cómo su elección había sido pública y solemne, cómo había sido unánime el consentimiento de to­dos al elegirlo, y con cuántas instancias y aclamaciones lodo el pueblo cristiano había demostrado quererlo como obispo." Finalmente, hay que creer que san Atanasio conocía como ningún otro la tradición de su propia Iglesia ya que cuando para demostrar que Gregorio se había incautado indebida­mente de la sede de Alejandría observaba entre otros defec­tos, que la elección no había sido hecha «SECUNDUM VERBA

PAULI», congregatis populis et Spiritu ordinantium cum vir­tute «D. N. JESU CHRISTI»." Se puede creer muy bien que Orí­genes conocía la tradición cuando consideraba la interven­ción del pueblo como una exigencia de la misma ley de Dios, tanto de la antigua como de la nueva.

Hallamos, pues, concordes en esto toda la Iglesia occiden­tal, o mejor, la Iglesia universal representada por san Cle­m ente y por la Iglesia Romana, y la Iglesia oriental represen­tada por san Atanasio y por la Iglesia Alejandrina, cuando nos aseguran que la intervención del pueblo en las eleccio­nes episcopales procede de la tradición inmediata de Cristo y de los Apóstoles, y que viene confirmada también por la ley escrita del Antiguo y del Nuevo Testamento, interpretada bajo la luz y el espíritu de la misma tradición. Hallamos con­cordes estas Iglesias en atestiguarnos que la intervención del pueblo en las mencionadas elecciones, pertenece al dere­cho divino. No obstante, consultemos también a las iglesias de África, de las que pueden ser dignos representantes san Cipriano y los obispos de su tiempo.

La carta 68 de este insigne Padre es una carta sinodal, y fue escrita no sólo en nombre propio, sino en nombre de cuarenta y dos obispos de África, cuyos nombres aparecen al principio de la misma carta. Además, no va dirigida a una persona en particular, sino a las Iglesias de España ad cleros et ad plebes in Hispania consistentes. En esta carta, pues, escrita en ocasión de haber desaparecido en la persecu­ción dos obispos españoles, Basílides y Marcial, se lee lo si­guiente:

«Quod et ipsum videmus DE DIVINA AUCTORITATE DESCEN­

DERE, ut sacerdos PLEBE PRAESENTE, SUB OMNIUM OCULIS sicut

33. Epist. encyclica Concilii Alexandrini, in Athan. ApoJ., n. 34. Ad Ep. Ortodox., n. 2.

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in Numeris c. XX Dominus Moysi praecepit dicens: It Appre­hende Aaron fratrem tuum et Eleazarum filium eius et im­pones eos in monte coram omni Synagoga, et exue Aaron stolam eius et induere Eleazarum filium eius, et Aaron ap­positus moriatur ibi." CORAM SYNAGOGA iubet Deus constitui sacerdotem, id est instruit et ostendil ordinationes sacerdo­tales NON NISI SUB POPULI ASSISTENTIS CONSCIENTIA FIERI OPOR­

TERE, ut PLEBE PRAESENTE veZ detegantur maZorum, veZ bono­rum praedicentur, el sit ordinatio iusta et legitima QUAE

OMNIUM SUFFRAGIO ET IUDICIO FUERIT EXAMINATA. Quod pos­tea SECUNDUM DIVINA MAGISTERIA observatur in Actis Aposto­lorum, quando de ordinando in locum Iudae ApostoZus Pe­trus ad plebem Zoquitur: Surrexit, inquit, Petrus in medio discentium: fuit autem turba hominum fe re centum viginti (Act. 1). Y aducido el ejemplc de los siete diáconos, sigue di­ciendo: quod utique iccirco TAM DILIGENTER ET CAUTE, CON­

VOCATA PLEBE TOTA, GEREBATUR ne quis al altaris ministerium vel ad sacerdotaZem locum indignus obreperet; y poco des­pués concluye: Propter quod diligenter DE DIVINA ET APOSTO­LICA OBSERVATIONE servandum est et tenendum quod apud nos quoque fe re per provincias universas tenetur ut ad ordina­tiones rite ceZebrandas AD EAM PLEBEM, CUI PRAEPOSITUS OR­DINATUR, episcopi eiusdem provinciae proximique quique con­veniant, et episcopus deligatur PLEBE PRAESENTE, QUAE SINGU­

LORUM VITAM PLENISSIME NOVIT ET UNIUSCUIUSQUE ACTUM DE EIUS CONSERSATIONE PERSPEXIT.»

Me detengo aquí, ya que me parece que tales documentos son suficientes para conprobar lo que decía, es decir, que también la intervención del pueblo en las elecciones episcopa­les, pertenece al derecho divino. Esto no lo dije por mí mis­mo, sino apoyándome, como se ve, en las bases de los más venerables y .antiguos documentos.

Después que, desgraciadamente, tuve el dolor de consta­tar que alguien se había escandalizado de esta mi opinión -que no es mía, como dicen, sino de los que estuvieron cer­ca de la fuente de la tradición, cerca de Cristo y de los Após­toles, legítimos sucesores de éstos a los que se les confió el sagrado depósito para transmitirlo a la posteridad-, creo que t{!ngo el deber de impedir cualquier escándalo que al­guien haya podido sufrir, añadiendo alguna reflexión y dicién­doles: Hermanos míos, si vosotros os limitarais a mantener una opinión diversa de la mía, me abstendría en absoluto de haceros algún reproche o de lamentarme por ello. Pero vaso-

,,: , 284

tras no soportáis que otro piense de otro modo en algo que la Iglesia nunca ha definido a 'ruestro favor, y os precipitáis a acusarme de herejía, de ~or: de temeridad, cuando más bien deberíais -si me creéis en el error-, atribuir el desa­cierto a una doctrina muy inferior a la vuestra, puesto que siempre he confesado la falibilidad de mi mente, y he de­clarado siempre y he demostrado con las palabras y con los hechos, querer estar sometido, como el último de los fieles, a cualquier decisión y sentimiento de la Santa Iglesia Após­tolica Romana. De esto me lamento. Pero para convenceros de que en la sentencia de la que hablamos no es probable que haya herejía ni error alguno, contentaros con hacer jun­to conmigo las siguientes consideraciones:

Cuando el discípulo de los Apóstoles, el sucesor de Pedro, el Vicario de Jesucristo, el Santo Padre y mártir Clemente, en nombre y persona de la Iglesia Romana, escribía a la Igle­sia de Corinto que, según el documento dejado por Cristo a los Apóstoles, los obispos debían ser instituidos mediante la intervención de todo el pueblo, si en esta sentencia hubie­ra error -y ciertamente que no puede haberlo-, ¿es posi­ble que la Iglesia de Corinto, apostólica también ella, y que conservaba las recientes tradiciones de Cristo y de los Após­toles, no se hubiera escandalizado como ahora hacéis voso­tros conmigo? ¿Es posible creer que no hubiera dicho una palabra contra esto, sino que al contrario aquella carta vene­rable se leyó en las Iglesias públicas, como si fuera inspirada por Dios mismo, sin oposición alguna? Y puesto que tales cartas, como observan los eruditos," aunque fueran dirigi­das a Iglesias particulares, no obstante se consideraban como dirigidas igualmente a todas las Iglesias, ¿es posible que ni la Iglesia universal ni una Iglesia particular no emitiera ni un hilo de voz para señalar aquel error o aquella herejía que ahora vosotros os complacéis en descubrir en la misma doctrina porque la veis en mis labios? ¿Es acaso posible que los sucesores de san Clemente, sin decir nada de lo con­trario, sin hacer censura alguna, hayan confirmado en sus cartas y disposiciones todo cuanto san Clemente les había transmitido, cuando incluso el mismo Papa Liberio, hablan­do de sus predecesores, entre los que Clemente era consi­derado uno de los principales y más ilustres, declara que re­cibieron y transmitieron fielmente de mano en mano la tra-

35. ef. Beveregio en la edición de los Padres Apostólicos.

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dición del Apóstol Pedro, quam ipsi a beato et magno Aposto­lo Petra acceperunt? 36 I

Y san Atanasia cuando e.':i~:~ndo a todos los obispos y a todos cuantos en el orbe católico hacen profesión de vida solitaria, afirma que el pueblo cristiano por tradición apos­tólica y divina toma parte en la elección de los obispos, ¿ es posible que no temiera ser tachado de error o herejía por parte de alguno de los obispos contemporáneos o por algu­na de las iglesias, o al menos no temiera ser contradicho por el Sumo Pontífice? Y en cambio, en vez de ser acusado de tan gran culpa, fue defendido y considerado como el cam­peón de la pureza de la fe por el Sumo Pontífice y por toda la Iglesia católica, mientras que san Julio Papa, en un Con­cilio condena cual intruso en la Iglesia Alejandrina a Gre­gario, por varias razones, entre otras también por la falta de intervención del pueblo cristiano, confirmando así el mis­mo argumento mencionado por Atanasia. Y con todo, éste apeló y se dirigió a Roma in Ecclesia -dice- ubi nulla ex­tranea formido, ubi solus Dei timar est, ubi liberam quisque habet sententiam! 37 San Atanasia hace este magnífico elogio de la Iglesia Romana.

¿Acaso san Cipriano, unido casi con todos los obispos de Africa, hubiera escrito impunemente y con toda seguridad a los obispos de toda España que el pueblo debía intervenir en las elecciones episcopales secundum divina magisteria de divina auctoritate, de divina et apostolica traditione, sin que nadie nunca lo tachara por ello de herejía o de error, o lo hubiera desmentido en lo más mínimo, sino que todos lo aplaudieron cual auténtico testimonio y doctor de la Iglesia?

Por lo tanto había un asentimiento de toda la Iglesia so­bre este punt!='o Los obispos y las iglesias andaban todos de acuerdo. Las tradiciones concordaban con ellos en magnífica armonía. Apoyado sobre estos fundamentos, también yo me he atrevido a decir, sin temeridad sino con respeto hacia la Iglesia y hacia su espíritu, hacia sus cánones y sus decretos, que el pueblo tiene un derecho divino de tener parte en la elección de los pastores que deben apacentarlo y conducirlo a la salvación.

Hay que añadir una reflexión que proporcionará otro ar-

36. SAN ATANASIO, Epist. ad omnes ubique vitam solitariam agentes. 37. Ad omnes ubique solitariam vitam agentes, n. 29,

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gumento para probar que no es temeraria, y muchos menos herética, la sentencia de que la facultad otorgada al pue­blo cristiano de intervenir con su sufragio en la elección de los propios pastores, forma parte de una tradición divina y apostólica. Es doctrina común de los teólogos, que cuando una costumbre eclesiástica, cuyo inicio no se puede determi­nar, se constata que es común a todas la Iglesias, y especial­mente a las fundadas por los Apóstoles, tal costumbre debe considerarse de institución apostólica. Ahora bien, consta por la historia como un hecho indiscutible, que en todas las igle­sias más ilustr'es del mundo, y de modo especial en las fun­dadas por los Apóstoles, en las iglesias de Roma, de Ale­jandría, de Antioquía, de Constantinopla, de Efeso, de Hera­clea, de Corinto, de Tesalónica, de Cartago, y lo mismo puede decirse de todas las otras, durante muchos siglos eJ pueblo intervino ordinariamente en la elección de los obis­pos, y sin el voto o consentimiento del pueblo el obispo no era considerado legítimo, sino intruso." Aunque no hubiera otros argumentos, éste ya bastaría por sí solo para considerar aquella costumbre como una de las fundadas por los Apósto­les, según el espíritu de Dios y la enseñanza de Cristo.¿Sa­béis ahora lo que hacéis cuando no reconocéis la fuerza de este argumento y negáis el carácter apostólico de una sola tradición eclesiástica que se apoya sobre este argumento y sobre los otros expuestos más arriba? Negáis así la apostoli­cidad de todas las tradiciones, os cerráis el camino para de­mostrar el carácter apostólico de cualquier otra tradición. Este es el verdadero peligro: y este peligro es grave."

38. Adviértase aquí de nuevo que afirmamos que la intervención del pueblo en las elecciones episcopales es de derecho divino pura­mente moral. El hecho de que se considerara como intruso el obispo que entraba en la diócesis contra la voluntad del pueblo, provenía únicamente del derecho eclesiástico, lo cual equivale a decir que la Iglesia no le confería la jurisdicción ni le confiaba la misión, preci­samente porque quería que interviniera el consentimiento del pueblo requerido moralmente por la tradición divina y apostólica.

39. Cuando un autor es atacado en las palabras que ha pronun­ciado, tiene lugar una discusión de la que puede surgir la verdad. Pero no es así cuando la inculpación no tiene otro fundamento que las intenciones que se suponen en lo más acuIto del espíritu. Tal es la acusación que algunos me hacen, la de querer que la sagrada liturgia se celebre en las lenguas vulgares. Yo no dije ni una palabra de esto, ni nunca pensé .de otro modo de lo que piensa y definió la santa Iglesia sobre esta cuestión. La ocasión de semejante acusación fue el hecho de que yo indicara históricamente las causas por las cuales ac-

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·Por todo lo cual me parece que puedo concluir, sin mere­cerme culpa alguna, con la frase de Natale Alessandro que escribe así: DE TRADITIONE DIVINA ET APOSTOLICA OBSERVATIONE descendit quod populus in electionibus sacris suffragetur suo testimonio, concedo: iudicio, nego: '" esto es todo cuanto dije nada de más, nada de menos. '

Me parece necesario, además, que responda a la obje­ción que puede insinuarse en el ánimo de los que, consta­tando que se ha verificado un cambio en una gran parte de la Iglesia católica, y desde hace ya algunos siglos, respecto a la disciplina acerca de las elecciones de los supremos pas­tores, temen que al admitir como de derecho divino la inter­vención del pueblo en ellas, se critique a la Iglesia, como si hubiera sobrepasado los límites de su poder modificando

tualmente el pueblo cristiano que asiste a las funciones sagradas no to­man aquella parte activa que le asignan los ritos y el espíritu de la Iglesia. Históricamente, pues, dije que esta separación del pueblo cris­tiano respe~to al clero que realiza las funciones, se ha producido poco a poco debIdo a dos causas, a saber: por la escasa instrucción que ~e ha dado al pueblo sobre las funciones sagradas, y por haberse perdi­do el uso de la lengua latina al introducirse las nuevas lenguas. No dije nada más. Y no obstante, ¡esto bastó al celo de algunos para deducir mi intención de querer que las sagradas funciones se tra­dujeran en lengua vulgar.! ¿Impugnan acaso la verdad de las dos razo­nes indicadas por mi históricamente? No, puesto que no pueden hacer­lo. En su lugar añaden por sí mismos y me atribuyen lo que no dije. Concluyen: ¿queréis, pues, la lengua vulgar? Yo les contestaré: herma­nos míos, seguid leyendo mi libro y se disipará en vosotros toda sos­pecha. Yo no sólo indico históricamente aquellas dos I;:azones del mal, sino que propongo también el remedio. ¿Cuál es este remedio? ¿Acaso el que vosotros interpretáis, que las sagradas funciones deben tradu­cirse en lengua vulgar? Vaya, de ningún modo: no propongo un re­medio que sería peor que el mal. Yo señalo como único remedio «una mayor instrucción del clero», porque el clero mejor instruido en el espíritu def culto eclesiástico y alimentado del jugo vital del mis­mo, comprendería mejor la importancia y sabría hallar los medios de instruir al pueblo y hacerlo participar más íntimamente y saborear más de cerca los sagrados ritos y todo lo que se le dice y se le hace en la Iglesia. Esto es lo que dije y únicamente esto en la obra Las cinco llagas de la santa Iglesia, y no otra cosa. Lo cual demues­tra claramente que no formo parte de aquellos que, no comprendien­do la divina sabiduría de la Iglesia, querrían cambiar la lengua que ella usa en las sagradas funciones . De todos modos, para tranquilizar ante cualquier escrúpulo, insisto y declaro aquí solemnemente que me atengo en todo y por todo a cuanto se definió en torno a esta cues­tión en la bula llena de sabiduría Auctorem fidei, y especialmente en las proposiciones 33 y 66.

40. Diss. 8 in Saecul. 1.

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una costumbre de derecho divino, o como si hubiera obra­do con poca prudencia.

Si hubiéramos creído que tales consecuencias provienen lógicamente de la doctrina expuesta, nunca la habríamos aceptado ni expuesto.

Por más que esta objeción ya la haya resuelto en otro lugar, no obstante, pensando que quizá se pueda leer este escrito sin haber leído los otros escritos míos, volveré so­bre el tema prestando servicio a mis adversarios buenos y bien intencionados.

No quiero aprovecharme de las opiniones de varios teólo­gos sobre el poder que atribuyen al Papa de dispensar, por causa justa, incluso las cosas que son de derecho divino. Las opiniones de estos teólogos se pueden leer en las obras de Suárez·' y en otros autores. No obstante, observaré que no habiendo sido condenada la sentencia de Me1chor Cano, el cual, distinguidos dos tipos de preceptos divinos, algunos in­mutables, y otros que son tales, que su observancia puede en algún caso particular impedir un bien espiritual mayor, como el voto o el juramento, sostiene que la Iglesia tiene facultad para dispensar de estos últimos. Así, tampoco po­dría condenarse el hecho de afirmar que la Iglesia tiene"'la facultad de dispensar la consulta del pueblo en las eleccio­nes episcopales cuando esto sea necesario para evitar un mal mayor, aunque dicha intervención del pueblo sea de derecho divino. Según esta sentencia teológica no condenada, por el hecho de admitir que las elecciones del clero y del pueblo sean de derecho divino, no se sigue la consecuencia que se quiere deducir, a saber, que la Iglesia haya traspasado los límites de su autoridad al cambiar la forma de dichas elec­ciones.

En segundo lugar, es admitido entre los teólogos que se califique de derecho divino todo lo que sea de institución apostólica, como lo advierte santo Tomás," y en estas cosas el doctor Angélico, seguido por muchos, concede al Papa la facultad de dispensar.

En tercer lugar, conviene distinguir entre el derecho di­vino y el objeto del derecho divino. El objeto del derecho divino no siempre viene determinado por el mismo derecho,

41. De Legibus, lib. X, cap. 6. 42. Quodlib. 4, a. 13, y Quodlib. 9, a. 15; también In 4 disto 26, qu.

3, a. 3, ad 2.

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y por lo tanto la Iglesia tiene el poder de determinarlo de diversas maneras según las diferentes necesidades y las di­versas oportunidades de las épocas. Tomemos como ejem­plo el contrato matrimonial, que es objeto del derecho di­vino porque constituye la materia del sacramento. Este de­recho no determina todas las formalidades que debe reves­tir tal contrato a fin de que sea materia apta para el sacra­mento del matrimonio: es objeto del derecho divino, pero indeterminado. Por consiguiente la Iglesia tiene la facultad de determinarlo y de añadir aquellas condiciones y formali· dades que ella cree que conducen mejor al bien espiritual y temporal del pueblo cristiano, )' tiene facultad también para variar estas formalidades según las diversas circuns­tancias sociales en épocas diversas. Con su poder la Iglesia hace que aquel mismo contrato que en una época era ma­teria válida del sacramento del matrimonio, en otra época no sea más materia válida. Y así, antes del Concilio de Tren­to, eran considerados como válidos por la Iglesia los matri­monios clandestinos; después de este Concilio, el contrato matrimonial ya no es materia idónea para el sacramento si no se concluye en presencia del propio párroco y ante dos testigos. De esto no se debe deducir que la materia de los sacramentos no sea de derecho divino, o que la Iglesia, cambiando la materia del sacramento matrimonial, se haya apartado del derecho divino, cuando en realidad no ha he­cho otra cosa que determinar de modo diverso el objeto, el cual, por otra parte, no es especificado por el mismo derecho divino, sino que solamente se indica en general. Algo seme­jante debe decirse sobre el modo de elegir a los obispos. Es­te modo es objeto del derecho divino, pero no es determina­do de manera total y en todas sus circunstancias; correspon­de, por lo tanto, a la autoridad de la Iglesia, determinarlo según las necesidades y la utilidad del pueblo crist.iano. Po; lo tanto, están sujetas a la autoridad de la IglesIa las dI­versas modificaciones que en el transcurso de los siglos ha experimentado el método de elegir a los pastores diocesanos, ya que ella, movida por el Espíritu Santo, determina lo que más conviene al Reino de Dios sobre la Tierra.

En cuarto lugar, conviene tener presente lo que advertí al principio: no se trata del derecho divino constitutivo, sino de un derecho divino moral. Por ejemplo, el robo y la agresión los prohíbe el derecho divino. No obstante, yo pue­do dar el dinero a quien me pide la vida: yo que cedo lo _que

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es mío, no infrinjo el derecho divino, pero lo infringe quie.n me obliga con violencia a cederlo. Lo mismo hay que , d~clr de la libertad de la Iglesia; ésta es toda ella y en su maxlma totalidad, de derecho divino. Pero esta inalienable e impres­criptible libertad fue asediada y ~iol~nta?a muchas veces. y la IO'lesia tuvo que tolerar su dlsmmuclón. Para salvar a una p:rte, la parte mayor y esencial, ha de~~do abandonar la parte menor y menos imp?rtante. La ces.lOn a los sobe­ranos cristianos del nombramIento de los ObISPOS, debe con­siderarse bajo este aspecto, ya que la Iglesia no lo hizo ciertamente por decisión propia y espontánea, no fue ella quien se avanzó a los soberanos a pedirles que lo a~eptaran. Lo hizo porque, teniéndolo todo en cuen~a, descubnó en ~u sabiduría, que éste era el menor mal posIble en aquellas CIr­cunstancias difíciles de los tiempos en los que se hallaba. Y por parte de la Iglesia no hay en ello la más. mínima. ir:frac-ción del derecho divino: no fue el agente smo el pacIente.

En quinto lugar hay que advertir qu~ la Iglesia: debie~do, por razón de la angustia fruto de las CIrcunstancIas, teme.n­do en cuenta la barbarie que cubrió al mundo y por lo mIS­mo la ignorancia del pueblo y la facilidad en llegar a violen­cias y a facciones tumultuosas'" teniendo en c~enta la n~­gligencia de los eclesiásticos 44 y la preponderancIa del domI­nio temporal de los príncipes bárbaros que oprimían a los pueblos con la espada de conquist~dores, Y, q~e por todos los medios empuñaban la fuerza caSI como umca base del or­den público en aquellos siglos agitados, d~biendo la ~gl~sia, digo, ceder a la presión del tiempo y confIar a los prmclpes los nombramientos de los obispos,'l lo hizo por una parte

43. Esta fue la razón excepcional y momentánea por la cual Pe­pino se lisonjeaba de haber recibido del Po?-tíf~ce Zacarías !a facu.l­tad de proveer las sedes vacantes, «ut acerb!tatz temporum zndustr!a sibi probatissimorum decedentibus episcopis mederetur» (Lupus, Ep!st. 81). . l.

44. La dejadez de los eclesiásticos en mantener lIbres l~? e ecclO-nes según la antigua fórmula, es atestiguada por los Con~IllOs. de la época. El Concilio II de Orleans dice en el can. 7: «In ordznand!s me­tropo/itanis episcopis antiquam institutionis formulam renov?mus, QUA.M PER INCURIAM OMNIMODIS VIDEMUS OMISSAM. /taque metr0'p0lztanus epts­copus a comprovincialibus episcopis: c!e~icis velo pop~tl!S el~ctus, con­gregatis in unum omnibus comprovznctalzbus epzscop!S ordznetur.» Lo mismo se deduce del Concilio V de París, en el can. 1, el cual resta­blece las elecciones por el clero y el pueblo «iuxta statuta patrum».

45. Se cree vulgarmente que el sínodo séptimo y octavo celebra?;os en los siglos VIII y IX -es decir, cuando los pueblos del norte, hablen-

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conservando al menos el princIpIo en la forma legal, y por otra, acompañando la gran cesión con todos los atenuantes capaces de disminuir el inconveniente.

He dicho que en las formas legales se salvó el princIpIO, ya que según el derecho público que entonces vigía en Euro­pa, los monarcas absolutos representaban ellos solos a los pueblos, y sólo ellos se ocupaban de sus intereses. Según es-

dose precipitado sobre occidente y sobre el septentrión, habiendo con· vertido en bárbaras las regiones más civilizadas de Europa, habiendo disuelto los vínculos de la antigua sociedad y reducido a la ignorancia y a todas las calamidades a los pueblos más cultos-, apartaron total­mente al pueblo de la intervención mediante su sufragío, en las elec­ciones episcopales. Esto es falso. Si se examinan detenidamente los cánones de aquellos Concilios generales, se descubre, al contrario, que no hacen otra cosa que oponerse a las intromisiones de los príncipes y de sus magnates en las elecciones episcopales, y protegen así la liber­tad de la Iglesia. He aquí el canon 3 del Sínodo VII, que es el segundo de Nicea (año 787): Omnis e/ectio a principibus facta episcopi aut pres­biteri aut diaconi, irrita maneat secundum regu/am quae dicit: Si quis episcopus saecu/aribus potestatibus usus, ecclesiam per ipsos obtineat, deponatur et segregentur omnes qui illi communicant (Cant. Ap. XXX). Oportet enim ut qui provehendus est in episcoporum ab episcopis e/i­gatur; quemadmodum a sanctis patribus qui apud Nicaeam convene­runt, definitum est etc. El título que antecede a este canon en la tra­ducción de Herveto, es éste: quod non oporteat a principibus e/igi episcopum. Es, pues, evidente, que no se trata aquí de excluir al pueblo cristiano de prestar su testimonio: no se abroga nada de lo que hacía la Iglesia antes de este Concilio, sino que se renuevan los cánones apostó­licos y los decretos del primer Concilio de Nicea, los cuales ciertamen­te que no excluyen al pueblo. En suma, el Concilio no se propone otra cosa que proteger la libertad de las elecciones episcopales contra la in­tromisión en ellas de los poderes laica les que en aquella época preten­dían acaparar con la violencia, no menos los derechos del pueblo que los de la Iglesia. Se desea que los obispos elijan como ya antes lo habían hecho, sin impedir que el pueblo continuara expresando su deseo y prestando su testimonio como también se había hecho hasta entonces.

El VIII Concilio ecuménico, el IV de Constantinopla (año 869), con los cánones 12 y 22 renueva la misma prescripción concordans, como dice, prioribus Conci/iis, sin abrogar ni innovar nada respecto a las antiguas tradiciones. Anastasio Bibliotecario, resumiendo el canon 12, lo enuncia así: Statutum est etiam istud admodum Ecclesiae Dei pro­ficuum, ne favore principum e/igantur episcopio Es verdad que en el ca­non 22, después de haberse ordenado «neminem /aicorum principum ve/ potentum semet inserere electione ve/ promotione patriarchae ve/ metropolitae, aut cuius/ibet episcopo, ne videlicet inordinata hinc et incongrua fiat consufio», añade: «praesertim cum nullam in ta/ibus potestatem quemquam potestativorum ve/ ceterorum /aicorum habere conveniat, sed potius si/ere, ac attendere sibi, usquequo regu/ariter a collegio Ecclesias suscipiat finem electio futuri pontificis». Mas, ¿qué

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te derecho, pues, se consideraba que el pueblo debía aceptar a sus pastores por boca de su soberano, ya que, así como en el orden civil, el pueblo nada hacía a no ser por medio de su príncipe, del mismo modo los hombres de leyes laicos extendieron esta máxima al orden eclesiástico y espirituaL Cualquiera que fuera el valor intrínseco de tal derecho, éste vigía, se aceptaba y se creía en éL

aporta todo esto? 1.0 Está fuera de discusión que ningún laico tiene poder de elegir al obispo: este poder pertenece y siempre ha pertene­cido a la autoridad de la Iglesia, es decir, a los obispos y al sumo Pon­tífice. Conviene, pues , distinguir la autoridad de elegir del derecho del pueblo de dar el propio parecer que es lo que nosotros defendemos. 2.° El Concilio habla de cada uno de los laicos, no del cuerpo de los fie­les: se propone excluir las imposiciones de los príncipes y de los laicos poderosos; 3.° el Concilio ordena que los laicos no hablen hasta el final de la elección, y permite, pues, que una vez terminada la elec­ción expresen su consentimiento y su aceptación; 4.° El Concilio per­mite además que si algún laico es invitado por la Iglesia no sólo a dar su testimonio y aceptación respecto al elegido, sino a participar tam­bién en la elección, lo haga, aunque modestamente: si vera quis laico­rum ad concertandum et cooperandum ab Ecclesia invitatur, licet huius­madi cum reverentia, si forte vo/uerit, obtemperare se asciscenti­bus»; 5.° quiere que la elección del orden eclesiástico sea común, con­corde y canónica, y la defiende contra la intromisión de los laicos po­derosos que se propusieron impedir su resultado: «Quisquis autem saecu/arium principum et potentum, veZ alterius dignitatis laicis -se habla siempre de laicos individuales de alto rango- adversus ca m­munem, consonantem atque canonicam electionem ecclesiastici ordinis agere tentaverit, anathema sit» etc.; 6.° finalmente hay que observar que después de estos Concilios, en la Iglesia oriental, la intervención del pueblo en las elecciones no cesó sino poco a poco, lo cual debe atribuir­se a la degradación del estado del mismo pueblo, cuyos derechos eran absorbidos pOr el absolutismo de los gobiernos civiles, pues excluidos los príncipes y los poderosos, cesaba también la intervención del pue­blo que, o no se preocupaba de ello, o no era dejado libre ni en esto por parte del poder laical que quería ingerirse él en lugar del pueblo.

Optima cosa es defender y proclamar limpia de toda mancha la dis­ciplina moderna aprobada por la Iglesia. Pero esto debe hacerse con verdad y lealtad, ya que no otra cosa quiere la Iglesia. El celo que mueve y justifica a la Iglesia en su actuación actual, no debe prejuz­gar la gloria que le proviene de su actuación primitiva. Por lo que no es digno de alabanza imitar a ciertos escritores griegos del bajo im­perio, como Zonara y Balsamón, los cuales, perjudicados en sus sen­tencias por las costumbres de la época en que vivieron, cuando el pue­blo ya no intervenía más en las elecciones, mintieron diciendo que. ~a facultad de intervenir había sido quitada al pueblo por el ConcllIo Niceno I. a cuyos cánones se refieren los Concilios Niceno II y Cons­tantinopolitano IV.

A fin de que nadie crea que la interpretación que yo hago .de es­tos Concilios es sólo mía y mis adversarios hallen nueva ocaslón de

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En cuanto a los atenuantes que se añadieron a la cesión de los nombramientos, hay que notar que la propuesta del príncipe, antes de confirmar al elegido, puede recoger la in­formación de juzgarse necesaria, incluso por parte de los fieles, sobre la persona nombrada, lo cual prueba que la Iglesia también de hecho mantuvo la máxima de que no se excluyera totalmente, por lo general, la voz de la grey sobre su futuro pastor.

En sexto lugar, finalmente, conviene distinguir el dere­cho del ejercicio del derecho. El primero puede muy bien provenir de la institución divina, ¿pero acaso se deduce de ello que sea también de origen divino el ejercicio del dere­cho, y que la Iglesia no pueda regular de otro modo dicho ejercicio? Si, pues, la Iglesia suspendió por causas justas el ejercicio del derecho del pueblo de intervenir en las eleccio­nes de sus pastores, ¿se sigue acaso de ello que haya anula­do el derecho mismo? ¿Con qué documento eclesiástico se podrá nunca probar tal tesis?

La historia no nos brinda ninguno: antes bien, nos dice que el pueblo fue en gran parte excluido de la intervención en las elecciones de los obispos, pero no existe documento alguno, que yo sepa, que pruebe algo más de lo dicho, a sa­ber, que se suspendió el ejercicio de aquel derecho del pue­blo. ¿En cuántos otros casos la Iglesia no regula, y en tiem­po oportuno no suspende el ejercicio de derechos incluso naturales y divinos? El derecho de comer es natural, confir­mado también por la ley divina." Y, también la Iglesia sus­pende y regula su ejercicio, sin sobrepasar en nada su auto­ridad, cuando impone a sus fieles, a sus hijos, el ayuno y la

hablar mal de mí, recordaré que el eruditísimo Luis Thomassinus ex­plica exactamente como yo las deliberaciones de aquellos Concilios y según el modo que claramente señala el texto de aquellos cánones. Estas son sus pabaJ;as respecto a cuanto definió el VII Concilio: «U t ergo Nicaeni 1 Concilii canone ita episcopis adsignabantur summa elec­tionum potestas, ut cleri populique nihilominus momenti aliquid ha­berent suffragia, quorum tamen omnium arbitri et iudices essent epis­copi; non aliter Nicaenae II Synodi canone supra laudato, ita consti­tU/tur episcoporum quidam auctoritatis apex, ut nec clero tamen, nec populo sua excutiantur suffragia7> etc. (Vetus et nova Ecclesiae disci­plina, p. 11, lib. 11, cap. 26, 1). Aquel docto compilador de la disciplina eclesiástica hace las mismas observaciones sobre lo que dispuso el VIII Concilio ecuménico, demostrando con muchos ejemplos que también después de éste, el pueblo siguió interviniendo en las elecciones episco­pales según los cánones antiguos.

46. Gen. 2, 15-17; 9, 2-5.

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abstinencia de carne. Es un derecho divino el que tienen los fieles de participar de la santísima Eucaristía: responde al precepto impuesto por Cristo. Y también la Iglesia impone condiciones positivas para el ejercicio de este derecho, como estar en ayunas desde la medianoche precedente: lo regula con esta y otras disposiciones. Lo suspende del todo a los excomulgados. Lo limita de muchas maneras, por ejemplo prohibiendo que un hombre sano comulgue dos veces en el mismo día. Los obispos, por institución divina, tienen el de­recho de gobernar a la Iglesia: in qua vos Spiritus Sanctus posuit episcopos regere Ecclesiam Dei:' ¿Qué significa esto? ¿Acaso la Iglesia no tiene facultad de dictar leyes para los obispos, de limitar su jurisdicción, de suspenderlos por com­pleto en el ejercicio de sus funciones? La Iglesia, por lo tan­to, tiene autoridad para reglamentar y suspender, por cau­sa justa, el ejercicio de todos y de toda clase de derechos que tienen los fieles; sin que esta reglamentación del ejercicio de los mismos destruya o anule los derechos radicales. Y así, la Iglesia podía suspender perfectamente, de acuerdo con su sabiduría, o limitar" el ejercicio del derecho que tiene el pueblo de participar en las elecciones de sus pastores. El hecho de que la suspensión de este derecho fuera universal y durara varios siglos, no constituyó un obstáculo, ya que el más o el menos no cambia la especie, y la suspensión debe durar tanto cuanto duran las causas que la han motivado, a juicio de la Iglesia. Por otra parte la vida de la Iglesia es tan larga que varios siglos pueden considerarse como un tiempo breve. Por lo tanto, esta mera distinción entre el derecho y el ejercicio del derecho es más que suficiente para justificar a la Iglesia de lo que hizo, y libra de toda mancha la antiquísima doctrina que el pueblo fiel recibió de Cristo

47. Act. 20, 28. 48. Es cierto que, incluso actualmente una ciudad que se hubiera

quedado sin obispo, podría expresar su deseo de que tuviera como sucesor a esta o a aquella persona de su confianza y excluir a otra. Esto ha sucedido muchas veces en los tiempos modernos, y la Igle­sia nunca reprobó estas manifestaciones espontáneas de la opinión pú­blica de los fieles . También en la ordenación de los sacerdotes, según el Pontifical Romano, se suele realizar todavía la ceremonia, de .pedir al pueblo el buen testimonio a favor del clérigo que es pl:"0movldo. ~, como dice Hallier, <mee hoc tempore populus excusatur, Sl de mer.ttls vel demeritis ordinandorum interrogatus reticeat, indignorum ordma­tioni aeque ac dignorum consensum praebendo» (De sacris electioni­bus el ordinationibus, etc. p . 1, seco 1, cap. 2, a 2).

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por medio de los Apóstoles: la facultad de dar de buena fe su consentimiento en la elección de los obispos.

Por lo demás, ya expuse extensamente en otra obra * re. cientemente publicada cuál es la parte que corresponde al pueblo en las elecciones de los obispos, y cuán urgente es -hablando siempre según mi opinión privada- la necesi. dad de poner fin a la forma excepcional de tales elecciones y restablecer la forma legítima y canónica, por lo que me limi. to a estas pocas cosas que he querido escribirle como signo de mi reconocimiento y de mi estima.

* [Se trata precisamente de Las Cinco llagas, en concreto del cap. 4.]

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Segunda carta

Roma, 21 de octubre de 1848

A la amable acogida que usted ofreció a mi carta del día 8 de junio del año en curso, en la que yo declaraba que la libre elección de los obispos es de derecho divino, usted añade aún otra amabilidad, la de invitarme a obviar las difi· cultades que se presentan sobre el modo de actuar para que el pleno ejercicio de este importantísimo derecho de la li· bre elección, sea restituido a la Iglesia y se ponga en práctica.

Usted considera difícil que el soberano quiera renunciar espontáneamente a la presentación de candidatos para las sedes episcopales vacantes, y además le parece muy arduo determinar el modo según el cual se podría proceder a la elección canónica sin inconvenientes de discordia u otros. Tales dificultades serían ciertamente graves en otros th!m· pos, por ejemplo, hace un siglo. En el nuestro, o bien no las hay, o si las hay, creo que se pueden solucionar fácilmente mientras el clero lo quiera, ya que si el clero quiere, no hay libertad alguna de la Iglesia que no se pueda reivindicar en breve tiempo: la fuerza bruta debe ceder ante la fuer· za moral, y lo que es razonable y justo halla siempre un ca· mino conveniente mediante el cual se puede pasar a la prác. tica.

En la presente no hablaré más que de la primera dificul· tad, de su temor de que los monarcas católicos rehúsen ce· der espontáneamente el derecho de nombramiento para las sedes episcopales. Creo que esta reticencia proviene más que de otra cosa, del amplio velo de ignorancia que cubre a la plebe cristiana desde hace ya largo tiempo por respecto a esta materia de las elecciones episcopales. Apartémoslo, afir· mo yo, y la luz de la verdad hará lo restante.

Me basta, pues, que se proclame muy alto de modo que todos, incluso los laicos, sepan que las elecciones de los obispos son de derecho divino según el modo que expliqué en la mencionada carta; que la libertad de la Iglesia, toda entera, en particular la libertad de las elecciones, es de de·

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recho divino; y que si la Iglesia, después de haber combati­do durante siglos para salvarla, renunció a una parte de ella, en gran parte, fue para evitar males mayores en aquella situació,n agitada y casi de disolución en la que se halla­ba la sociedad civil, y para poner un dique a usurpaciones mayores con las que amenazaba la presunción del poder lai­cal que había llegado a ser absolutísimo, especialmente en t iempos de Francisco rey de Francia. Basta con que esto se haga saber y se predique sobre los tejados. Basta con que se publiquen las razones por las que la restitución de la li­bertad de las elecciones es una necesidad suprema y urgen­te para la Iglesia de nuestros tiempos. Y que se haga saber a todos, principalmente a los laicos, que éste es el único camino por el que el clero podrá ser reformado y ponerlo al nivel de las grandes necesidades de la sociedad actual. No es que el clero de nuestros días esté falto de doctrina y de virtud, sino que una y otra deben aumentar. La palabra evan­gélica debe brillar con mayor resplandor en su boca, en su vida, en la plenitud de sus obras santas. Esta vivificación del espíritu eclesiástico, todos la desean y la invocan, a ex­cepción del diablo y de sus ángeles. Conviene, pues, que se señale el camino para llegar a ello. Conviene persuadir a to­do el mundo de que el camino más breve y más seguro, el único, consiste en terminar con la servidumbre de la Igle­sia en la elección de sus ministros, y restituirle su plena li­bertad.

Cuando los príncipes cristianos se persuadan de que son causa de un gravísimo mal para la Iglesia de Jesucristo -y corresponde al clero enseñárselo- estorbando el nombra­miento de los prelados en vez de dejarlo en absoluta liber­tad a la Iglesia, tal como debe ser por su naturaleza, enton­ces hablará en ellos la conciencia. Y aunque se pudiera du­dar de alguno de ellos, de manera que la apariencia de un mayor poder temporal prevaleciera sobre la voz de la con­ciencia, yo ciertamente que no dudaré, en general, de los so­beranos católicos, pues creo en sus rectas intenciones, en su piedad, en su fidelidad a la Iglesia, en la influencia que deben ejercer sobre ellos no pocos ejemplos que recibieron de sus augustos antepasados, los cuales se distinguieron por su ver­dadera piedad y sumisión filial a la Iglesia, constituyendo la más espléndida gloria de sus linajes. Basta que uno solo de ellos inicie este camino generoso, para que los otros no pue­dan faltar y deban seguir detrás. Estoy convencido de que

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Dios los bendecirá si son hijos amorosos de la Iglesia, si consideran una gloria hacerla libre, si se levantan hasta con­vertirse en vengadores de su libertad.

Pero al mismo tiempo que creo que los soberanos son ca­paces de un acto de justicia tan magnánimo y tan santo co­mo es el de dejar plena libertad de acción a la Iglesia, reco­nozco igualmente que para promover tan gran bien, la opi­nión pública ejercerá una enorme influencia, que el clero, como decía, debe formar instruyendo al pueblo sobre este tema. ¿Por qué actualmente se hiere al clero con injurias ca­lumniosas? Porque los obispos son nombrados por el rey: los fieles de las diócesis los reciben sin conocerlos, sin amarlos, sin haberlos amado antes, sin haber visto sus obras, sin tener confianza en ellos; y tampoco el clero diocesano pue­de tenerla. El prelado es impuesto a los sacerdotes y al pue­blo, y hay que aceptarlo tal cual es : podrá ser óptimo, pero debe luchar contra la indiferencia y contra la aversión mis­ma antes de que sus dotes puedan dar fruto para el bien de la grey, sus dotes que supongo egregias, sus virtudes que su­pongo excelentes. Se habla de la reforma de los estudios en los seminarios. Dadme obispos nombrados por el clero y el pueblo y aquellos estudios cobrarán en seguida nueva vida . Los pueblos profesan poco respeto hacia sus pastores. El mismo clero de la diócesis no está demasiado unido a él. Haced que el obispo sea elegido por el clero, que tenga la aprobación del pueblo y todo se arreglará. Se sospecha que los obispos son vasallos del príncipe, y por lo mismo contra­rios a aquellas reformas y a aquellas libertades que parece que disminuyen el poder arbitrario del príncipe. Por falsa que sea esta sospecha, existe, y resulta increíblemente nociva a la Iglesia, a la religión, a las almas de los fieles. Pero tal sospecha cae totalmente por sí misma desde el momento en que ya no se puede ver en el obispo al favorito o al benefi­ciario del príncipe que lo nombra.

Podría extenderme más si no hubiera ya tratado expresa­mente esta materia en una de mis últimas obras. No hay ca­pítulo alguno sobre el que se pueda pedir una reforma en las cosas de la Iglesia, al que no se pudiera satisfacer mediante la libre elección de los prelados. Basta, pues, con que la ma­teria sea tratada ampliamente por los eclesiásticos doctos: que éstos hagan ver las infinitas y saludables consecuencias de las elecciones libres, y en seguida aparecerá una opinión iluminada que pedirá a los príncipes esta preciosa libertad.

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¿Qué duda cabe de que 'al menos entonces los príncipes la concederán?

Usted teme que, a pesar de todo, los príncipes manten­drán para sí lo que en otros tiempos obligaron a ceder a la Iglesia amenazándola con mayores males, ligados por el pro­pio interés al darse cuenta de la influencia moral de los obispos sobre sus pueblos.

No me parece que sea cosa de nuestro tiempo tal cálculo de interés que tiende a aumentar el poder de los príncipes mediante el sacrificio de la libertad de la Iglesia, y junto con ella, el de la razón de los pueblos. Considero demasiado avi­sados a nuestros príncipes para que se equivoquen tan desa­foradamente en este su cálculo de interés: despues de tan­tas lecciones, no puedo creerlos tan ciegos.

Los obispos presentados por los príncipes, tal como se hace actualmente, no pueden ejercer gran influencia sobre los pueblos libres que son celosos como nunca de la liber­tad que han adquirido. Por lo tanto, los príncipes no pueden confiar demasiado en la influencia de tales obispos que tie­nen un pecado original ante el pueblo. Pero lo que es más lamentable tener que decir, es que si es verdad que tales obispos no pueden ejercer gran influencia sobre los pueblos a favor del monarca que los ha elegido y cuyos partidarios son considerados, tampoco pueden ejercer gran influencia en el mantenimiento de la fe, de las buenas costumbres y de la religión. Ahora bien, ¿ constituye el verdadero interés del príncipe que los pueblos se vuelvan indiferentes respec­to a la religión, incrédulos, libertinos, que no respeten más a sus pastores y que no escuchen más su voz? Ciertamente que no. Esto no es útil ni al príncipe ni a nadie. Este es el medio mediante el cual los príncipes han sido derribados de sus tronos y atropellados bajo los pies de la plebe: esto se repetirá, o estaremos continuamente bajo el peligro de ver cómo se repite, mientras los príncipes y los pueblos no sean dóciles a la voz de la Iglesia, su madre y maestra. Y esto no será así hasta que los obispos no sean nombrados por los príncipes.

Si la justicia es el único fundamento firme de los tronos, que los príncipes empiecen a ser justos con aquella Iglesia que fue antes que ellos y que perdurará después de ellos. Empiecen ya a desear sinceramente que entre ellos y el pue­blo haya árbitros imparciales, pacíficos, autorizados, esti­mados y amados por ambas partes: tales serán los obispos

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nombrados libremente por los que deben nombrarlos, sin in­tervención de la monarquía, que ciertamente no tiene nada que temer si quiere la justicia, aunque deberá temer mucho si quiere la arbitrariedad. No existe mayor bien para un prín­cipe justo y grande, que disponer de hombres, ministros del Dios de la paz y de la justicia, que le digan claramente la verdad. Con demasiada razón, hace pocos días, Thiers decía en la Constituyente francesa, que los príncipes han pereci­do porque abundaron demasiado en su propio interés.

Durante tres siglos los hechos han demostrado absoluta­mente que los príncipes -y al decir príncipes entiendo tam­bién las otras formas de gobierno- no son aptos para pro­poner a grandes hombres para las sedes de la Iglesia. Por esta razón la religión se halla reducida al estado al que ha sido reducida. Muchos irrumpen en lamentos y exclamacio­nes sobre la impiedad que domina, sobre el libertinaje re· bosante; pero después no se preocupan de identificar las causas, de proponer remedios. Y si probáis de hacerlo, los hombres celosos, aquellos nuevos Jeremías, fruncen el ceño, y por poco no os cuelgan el título de hereje, de innovador, o al menos de temerario. Y así, por ignorancia, disuelven de entre los hombres aquella caridad que podría dar tanto fru­to en el progreso del reino de Dios sobre la tierra, igual como ellos, desean el bien. ¡Qué raros fueron sobre las se­des episcopales los hombres ilustres en santidad, doctrina, actividad, en amplitud de miras y de medios durante estos tres siglos en los que la Iglesia siguió adelante gimiendo ba­jo la esclavitud de las elecciones! No, esto no es útil ni a los príncipes, ni a los pueblos, ni al orden, ni a la libertad, ni a las almas, ni a la prosperidad temporal del mundo.

Estas cosas proclamadas bien alto, ahora que se puede abrir la boca y respirar, llegarán cuando sea a oídos de los príncipes. Puede ser que al oírlas pongan su mano sobre el corazón y digan abriendo sus ojos: Hemos estorbado a la Iglesia, y Dios nos ha castigado. Es posible que en un mo-mento de paz consideren la tremenda responsabilidad quve asumen ante la faz de Jesucristo, mezclándose en las elec-ciones de los obispos, ya que los mismos autores benignos, como san Alfonso de Liguori, declaran que el príncipe come-te un pecado mortal si no presenta para los obispados a los más dignos sacerdotes de cuantos se puedan hallar. ¿ Qué príncipe puede afirmar con buena fe que siempre ha pro-puesto al más digno de todos cuantos podía hallar para una

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cátedra vacante? ¿Acaso le excusará ante Jesucristo el he­cho de que fuera inepto para hacer la elección? Ya que no sólo el príncipe, sino que ni el poder laical en general no conoce, no puede conocer las necesidades reales de la Igle­sia, no posee el don de apreciar justamente las sublimes cua­lidades del pastor, y por lo mismo, es incapaz de reconocer­lo y elegirlo entre muchos, aun suponiendo que las miras humanas y temporales no desencaminaran su juicio, tal como sucede. El laicado ejercerá óptimamente su oficio, pero nunca el que es propio de la Iglesia.

Concluyendo: el interés de los príncipes, tanto temporal como espiritual, su grande, iluminado y bien entendido inte­rés les aconseja que restituyan a la Iglesia la libertad de ele­girse a sus pastores. Yo espero que escucharán este conse­jo de uno que ciertamente no tiene autoridad, pero que les ama sinceramente: espero que lo escucharán a tiempo. De lo contrario, sucederá que los pueblos, aconsejados también por el propio interés, y mejor prevenidos que los príncipes, se encargarán de conseguir de las manos tenaces de sus seño­res, aquella libertad de elegirse los obispos, la cual constituye un derecho sagrado, no menos del pueblo que del clero, tal como he declarado. Será la mejor garantía que pueda darse de las libertades concordadas, del Gobierno constitucional. Si parece que el pueblo cristiano en el momento presente da poca importancia a las elecciones episcopales, llegará el día en que les dará muchísima, y entonces, tarde o temprano, ciertamente que serán redimidas. Tengo el honor, etc.

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Tercera carta

Roma, 1 de noviembre de 1848

En la última carta que tuve el honor de escribir a V. S. Reverendísima sobre las elecciones episcopales, me limité a responder a la primera dificultad que me proponía, sobre la reinstauración de dichas elecciones según la antigua libertad: se trataba de la dificultad que opondrían los soberanos, te­naces en mantener las concesiones que la Iglesia les hizo. No prometí responder también a la segunda, la que hace referencia a los inconvenientes que podrían surgir al querer poner en práctica el precioso derecho que tiene el clero y el pueblo de la Iglesia católica de elegir a sus pastores. No prometí responder, puesto que dudaba si convenía hacerlo. Era consciente de que no me correspondía a mí definir cuál era el modo más oportuno y que excluyera inconvenientes, o al menos con inconvenientes menores -ya que en las ac­ciones humanas siempre hay inconvenientes- según el cual se pudiera restablecer la antigua disciplina, adaptándola a nuestros tiempos. El clero y el pueblo pueden ser llamados a participar en las elecciones episcopales mediante diversos procedimientos. La determinación de cuáles sean los más oportunos, depende en gran parte de las diversas circuns­tancias en las que se hallan las diferentes provincias. Por lo cual, también antiguamente, cuando regía la forma canónica de las elecciones por parte del clero y del pueblo, no se ob­servaban por todas partes los mismos procedimientos para llevarlas a cabo, sino que, según las circunstancias, eran vá­lidas diversas costumbres por cuanto se refiere a los par­ticulares de la ejecución. No me faIta la esperanza de que los obispos, conocedores de las condiciones de los tiempos en que vivimos, de 1as grandes necesidades de la Iglesia, y de las esperanzas que comporta el grito de libertad que se ha elevado, después de tanto tiempo de desunión y de aislamien­to, querrán reunirse en el espíritu del Señor, y tratar de las COsas que interesan al gobierno de sus Iglesias. La sabiduría colectiva y la unidad del espíritu y de medioi, es lo que la

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Iglesia más necesita, hoy día más que nunca. Es necesario que sienta toda la grandeza de la promesa del Señor, que dijo que donde se hallen dos o tres congregados en su nom­bre, allí estará El en medio de ellos. Mis esperanzas crecen al ver que los obispos de Alemania se mueven y se reúnen en el espíritu del Señor, confrontando entre ellos los grandes intereses de la religión de aquel país y la de la salvación de los pueblos. El ejemplo de la reunión de Würzburg será imi­tado por otros, y poco a poco se irán reanudando entre los prelados de ias diferentes provincias y de las diversas na­ciones, aquellas relaciones íntimas y continuas que hicieron tan admirable, uniforme y potente la santificación del re­baño de la Iglesia de los primeros siglos, la cual caminaba en la peregrinación de este mundo y luchaba en el campo del Señor como si fuera un solo hombre. Hablo de los obispos católicos y de los que lo hacen todo en comunión con el Su­mo Pontífice, con la debida subordinación al que es el pri­mero entre ellos y de quien todo el episcopado recibe la unidad, el orden y la existencia. Ya que no existe el segundo sin el primero, aunque primero no signifique uno sólo. Es verdad que a la plenitud del poder que reside en la Sede Apostólica, no falta ninguno de los derechos que son nece­sarios para dirigir y mantener continuamente en orden a la Iglesia universal. Pero las mismas disposiciones que provie­nen de la Cabeza de la Iglesia serían estériles sin la ejecu­ción y sin la obediencia concorde de todos los otros prela­dos que presiden cada una de las Iglesias. Las propuestas, los consejos y los deseos manifestados unánimemente por éstos., sirven para dar mayor seguridad a la Sede Apostólica de su colaboración y de su celo por el bien de la Iglesia, y le dan a conocer si es conveniente y oportuno dar o no ciertas órdenes relath:as a la disciplina eclesiástica ya que omnia mihi licent, sed non omnia expediunt. Ciertamente que no sería ni útil ni oportuno prescribir lo que el episcopado no estuviera dispuesto, en su mayoría, a ejecuta.r o pareciera repugnarle. Esto exige a menudo la caridad y la prudencia. Depende de la Sede Apostólica ante todo, y en segundo lugar de la ayuda y de la cooperación que le presten los obispos, las reformas y el buen resultado de las mismas en el orden 4isciplinar.

Esta preocupación, como decía, me hizo dudar si era con­veniente que yo 'le manifestara mi opinión sobre el modo más apto para regular las elecciones episcopales en el mo-

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mento en el que se restituyera a la Iglesia la antigua discipli­na según la cual las verificaban el clero y el pueblo. No obs­tante, habiendo meditado y reflexionado que no es ilícito ni injurioso para la Iglesia que se exprese una opinión privada, sino que a menudo incluso es ésta la economía de la Iglesia, a saber, que no se decida a llevar a cabo grandes reformas sino después de haber sido propuestas muchas veces y desea­das por todos, y después de haber sido discutida su utilidad y necesidad, para lo cual ella misma antes .de decidirse so­licita el voto de los teólo~os privados -aunque sea reunida en Concilios generales, y siendo así dirigida por la sabiduría inspirada-, por todo esto, no quiero dejar del todo incom­pleta la reflexión que empecé. Quisiera satisfacer igualmente de alguna manera a su segunda pregunta, -pudiendo decir también yo con el amigo Job sobre algo tan importante: conceptum sermone m tenere quis poterit?

Ante todo conviene decir que, sean quienes fuesen los que nombren y elijan a los obispos, no hay duda de que la cosa es de tanta importancia que, ningún cuidado, ninguna garan­tía será superflua a fin de que la elección resulte óptima. Por esta razón el Sacrosanto Concilio de Trento recomienda y confía en que qui maxime digni fuerint, quorumque prior ac omnis aetas, a puerilibus exordiis usque ad perfectiores annos per disciplinae stipendia ecclesiasticae laudabiliter ac­ta, testimonium praebeat, secundum venerabiles beatorum patrum sanctiones assumantur." De ello se deduce la res­ponsabilidad que asumen ante Dios y ante los hombres todos cuantos influyen en la elección. De manera que puede de­cirse sin temor a equivocarse que tales son los obispos, cual es el clero inferior; tal es el pueblo, tal es el estado de la Iglesia, y tal es la condición de la sociedad humana. Es cier­to que la opinión particular a menudo se engaña a sí misma: los afectos y las inclinaciones particulares ejercen no poca influencia sobre ella. Y a menudo cede ante aquéllas sin que el mismo hombre sea consciente de esto, movido por el fa­vor o por las recomendaciones individuales. Un hombre solo no puede, hablando en general, verlo siempre todo donde hay tanto que ver. Por el contrario, no es tan fácil que la opinión unánime de todos se equivoque o resulte influencia­da, ya que en la apreciación de muchos juntos, las tenden­cias individuales se eliminan y se destruyen mutuamente,

49. Ses. VI De Reform. cap. 1.

pe 17 . 20 30,5

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las luces particulares y los puntos de vista especiales se com­pletan al unirse, y la verdad permanece clara y concorde. La sentencia que pronunciaron los Sumos Pontífices Siricio 50

e Inocencio 1 concuerda con esto, al decir: Integrum enim est iudicium "quod plurimorum sententiis contirmatur." Además, cuando todos pueden expresar su opinión, y preva­lece la de la mayoría, cesa también la sospecha de favori­tismo, y todos tienen la seguridad de que se hizo cuanto se podía para hallar la verdad. Esta doble razón, de que se des­cubre más fácilmente la verdad cuando el juicio de muchos concuerda, y que esta verdad es más fácilmente reconoci­da y aceptada por todos, fue precisamente una de las princi­pales causas de la antigua disciplina sobre la elección de los obispos, sobre los que escribía Tertuliano: praesides apud nos probati quique seniores, honorem istum non pretio, sed testimonio adepti.S2 Y Lampridio narra que el emperador Alejandro Severo, aunque pagano, se maravilló al ver que los cristianos sabían elegirse pastores tan excelentes mediante votos comunitarios, y quiso imitar su ejemplo en la elección de los Gobernadores de las provincias: propuso por escrito los nombres de los que él quería elegir para este cargo, ex­hortando al pueblo a declarar si había alguna culpa que imputarles, y en caso afirmativo a alegar las pruebas.53 No quiero dejar de observar qué influencia benéfica empezÓ a ejercer la Iglesia en la reforma del gobierno civil ya bajo los emperadores paganos, induciéndoles a despojarse de los procedimientos y de los arrebatos del despotismo.

Es necesario, además, que antes de penetrar en las en­trañas de la cuestión, veamos a qué se reduce la esencia de la misma: así, simplificaremos no poco la cuestión distin­guiendo todo lo que es accesorio y accidental. Diré, pues, que la esencia consiste en estas dos cosas: que se elijan \:omo pastores' de la Iglesia los mejores hombres que puedan hallarse, y que sean reconocidos como los mejores por el mismo rebaño que se les confía, por la g.rey que somete su propia alma bajo su solicitud pastoral. Cuando se obtengan estas dos condiciones, la mayor idoneidad posible y la opi­nión de esta idoneidad por parte del rebaño, nada faltará

SO. Epist. 4. 51. Epist. ad Victricium Rothomagensem Ep. Can. 5, disto 64. 52. Apolog. 39. 53. Vita Alexandri Severi, cap. 45.

306

ya para una óptima elección. Cualquier método que se uti~ !ice para llevar a cabo estas dos condiciones esenciales, es del todo indiferente mientras se obtenga el objetivo. En épo­cas y condiciones sociales diversas, puede ser necesario un modo de proceder más eficaz que otro. Algunas veces ocu­rrió que el modo de por sí mejor y más eficaz para el inten­to, como es indudablemente el que determina el gran Papa san León: qui praetuturus est omnibus, ab omnibus eliga­tur," no se pudo utilizar debido a inconvenientes accidenta­les que sobrevinieron debido a la ignorancia y a la barbarie del pueblo, debido a la ambición de los sacerdotes y a las discordias que fácilmente se suscitaban. Entonces fue con­veniente aplicar mitigaciones sacrificando. el método óptimo para evitar males mayores. No obstante, aquel método con· servado casi intacto por la Iglesia oriental durante casi ocho siglos, y durante más de once por la occidental," no fue aban· donado sino gradualmente por la Iglesia y lo menos posible, hasta que las elecciones cayeron casi totalmente en manos de soberanos absolutos y avidísimos de reinar también en el templo; éste marcaba el límite de su autoridad y el cons· tante e invencible obstáculo que halla el absolutismo, o me· jor, el despotismo.

Actualmente, pues, la cuestión se reduce a saber si las condiciones sociales de los tiempos han cambiado respecto a aquellas en las que se hallaba la sociedad humana" cuando se abandonaron al juicio de uno sólo, a saber, del gober­nante civil, todos los nombramientos episcopales de una na­ción, salvo, empero, la confirmación Apostólica. Se reduce

saber si el mejor modo de elegir a los obispos, modo arrai· gado en la Iglesia durante tantos siglos, y del que atestigua san Cipriano de divina auctoritate descendere,56 y sobre el que añade diligenterde traditione divina et apostolica obser­vatione observandum est et tenendum,S1 se puede restable· cer totalmente o en parte, o bien si hay que perder comple­tamente la esperanza de reinstaurarla. Ciertf\mente que cuan·

54. Epist. 10 ad episcopos Vienneses. SS. También después del octavo sfnodo se siguió, en general y so­

bre todo en occidente, realizando las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo. Gregorio VII, como se ve en sus cartas, apoyó con tenacidad esta antigua costumbre que se mantuvo, en gran parte, in­cluso en el siglo siguiente. Cf. SAN BERNARDO Epist. 12 y 13.

56. Epist. 68. 57. [bid.

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do el Concilio de Trento dijo, hablando de las elecciones, ni­hil in iis «PRO PRAESENTI TEMPORUM RATIONE» innovando," al mismo tiempo venía a indicar que se podía o se hubiera po­dido innovar al efectuarse un cambio en la condición de los tiempos.

Cuando considero que el antiguo y óptimo modo de ele­gir -que provenía de una tradición divina y apostólica- po cesó hasta que sobrevino la barbarie, y como dijo Lupo, abad de Ferrara, hablando del privilegio que se pretendía haber sido concedido por el Sumo Pontífice Zazarías a Pepino, acerbitate temporis,59 en un tiempo en el que la sociedad romana se desorganizó y se disolvió cuando sobrevinieron las invasiones del norte, sucedidas una después de otra, y que confundía todos los órdenes niveles sociales, cuando ~onsidero que a pesar de todo la Iglesia, ante tal confusión de la cosa pública, mantuvo tanto como pudo y a menudo se esforzó por restablecer la antigua disciplina, abatida por la confusión del orden público y por la ignorancia, entonces me parece que digo algo conforme al espíritu y al deseo de la Iglesia afirmando que, al contrario de nuestros tiempos, aca­bada la barbarie, reorganizada la sociedad, resucitada y avan­zada no poco la civilización, conviene que al cesar la causa cese el efecto, y que se restituya el antiguo régimen. Debe cesar la excepción cuando la regla puede recuperar su vigor.

¡Cuánto no ha cambiado el mundo entero y el orden so­cial desde la época del Concilio Tridentino!

Tres fueron las causas principales que hicieron necesario que cesara la antigua forma de elegir a los obispos por par­te del clero y del pueblo: la ignorancia del pueblo que lo ha­cía indiferente a tener este o aquel pastor,'" las perturbacio­nes y las discordias que contaminaban las elecciones de los obispos, el desafuero de los reyes bárbaros convertidos des­pués en absolutos y despóticos y que no toleraban ningun freno de su autoridad, y por consiguiente, atropellaban con-

58. Ses. XXIV, De Reform., cap. 1. 59. Epist. 81. 60. Domingo CavalIerio en sus Comentarios De iure canonico obser­

va cómo los pueblos poco a poco hacia fines del siglo XII se habían vuelto indiferentes respecto a la elección de sus pastores. Variis -di­ce- et frequentibus regum ad episcopos constituendos nominationi­bus suffragia populi ferme ceciderant, et quo tempore sub Callisto Il (a. 1120-1125) canonicae electiones restitutae sunt, populi non mu/tum videntur fuisse suffragiorum appetentes (P. 1, cap. 22, par .. 13).

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tinuamente los derechos de la Iglesia, nueva razón ésta que insensiqilizaba al pueblo respecto a la elección de sus pasto­res, hallándose en estado servil y habituándose a ceder en todo a la voluntad de sus señores.

La primera de estas causas, a saber, la ignorancia, ha desaparecido, ya que la cultura se ha difundido por todas partes. También ha cesado la tercera de las causas, y va desa­pareciendo de día en día el absolutismo de Europa, sustitu­yéndole por doquier el gobierno libre y constitucional en el que toma parte el mismo pueblo. Queda la segunda causa, el temor de que se introduzcan en las elecciones episcopales los partidos, las disensiones y los escándalos. Es verdad, ac­tualmente hay que temer estos males si las elecciones se de­jan en manos del pueblo. Es de temer que la misma ambi­ción que convierte servilmente a los sacerdotes en cortesanos y adeptos de los monarcas absolutos cuando éstos distribu­yen las sedes episcopales, les convierta, en cambio, en adula­dores del pueblo y facciosos en el momento que puedan espe­rar del pueblo las dignidades eclesiásticas. Toda la cuestión se reduce, pues, a saber si existe un modo de restablecer lo substancial de las elecciones antiguas sin chocar y estrellar­se contra este gravísimo inconveniente.

Ahora bien, la dificultad parece más grande de 10 que es, mientras no se defina exactamente qué parte corresponde al pueblo. Y cuál al clero en las elecciones episcopales ségún el espíritu de la Iglesia. Según este espíritu, el pueblo nunca ejerce el oficio de juez. Nunca es él quien determina de mo­do aosoluto quién debe ser su pastor. A este propósito, el papa san Celestino decía, escribiendo a los obispos de Pu­glia y de Calabria: Ducendus est populus, non sequendus; nosque, si nesciunt, eos qui liceat, quidve non liceat, commo­nere, non consensum praebere debemus'" Y el gran Incmaro, arzobispo de Reims, escribiendo al clero y al pueblo Bello­vacense para decirles que debía elegir obispo, y después pre­sentarle la elección como metropolitano a fin de examinar­la y confirmarla, así instruye claramente a aquellos electo­res: Praenoscere vos denique volo, quia si persona a sacris canonibus deviam scienter nobis adduxeritis, non solum ex ea pontificem non habebitis, verum etiam pro illicita electio­ne, ut contemptores canonum, iudicium incurretis. Sed et nostro, et coepiscoporum nostrorum iudicio refutata rationa-

61. Can. 2, disto 62.

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/ biliter eZectione vestra incongrua, taZem secundum Laodicen­ses canones studebimus eligere, qui vestris vitiosis voZunta­tibus non vaZeat consentire.

Si, por lo tanto, el pueblo no es el juez que pronuncia la sentencia definitiva en la elección de sus pastores, ¿cuáles serán sus funciones y sus derechos naturales en esta gran obra? Estos se reducen a los tres siguientes que se incluyen uno en el otro:

1. Dar buen testimonio de las virtudes y de la idoneidad del pastor ya que se trata de procurarle, testimonio que de­be pesar muchísimo en el ánimo de quien lo elige, y por consiguiente tiene el derecho de hacer notar igualmente los defectos, ut plebe praesente, dice san Cipriano, veZ detegan­tur ma.lorum crimina, veZ bonorum merita praedicentur.61

2. Desear y solicitar el pastor cuyas virtudes atestigua. Por lo que los obispos de Alejandría, reivindicando la elec­ción de san Atanasio frente a las calumnias de los arrianos, afirman que a fin de constituirlo obispo en lugar del difunto Alejandro, omnis multi'iudo, et omnis popuZus CathoZicae Ec­clesiae, tamquam ex una anima et corpore convenientes, vo­ciferabantur, Qlamabant petentes Athanasium Episcopum Ec­clesiae: hoc praecabantur publice a Christo, et hoc nos adiu­rabant facere, per multos dies et noctes, ipsi neque ab Eccle­sia discedentes, neque nos sinentes abire: huius rei nos tes­tes sumus, huius et urbs universa, et provincia.6l

3. Rehusarlo incluso después de haber sido elegido, mien­tras el rechazo provenga de la mayor parte o de la parte más sana de los diocesanos: por esta razón el Papa san Ce­lestino escribe que nullus invitis .detur Episcopus," lo cual equivale a una especie de veto que la Iglesia reconoce cual derecho del pueblo cristiano.

La Iglesia, aJ conceder estas atribuciones al pueblo en la elección de sus pastores, es guiada por una sabiduría supre­ma. Ya que es cierto, quiero repetirlo una vez más, que la elección en materia tan importante, realizada por uno o por pocos, está sujeta al engaño, y fácilmente la negligencia pe­netra en el elector en el reducido número de electores cuan­do no tienen que temer el juicio del público o pueden superar­lo impunemente, y además porque la causa principalísima

62. Epist. 68. 63. Vita sancti Athanasii in nova edito eius operum. 64. Epist. 2, cap. 5, ap. GRATIANUM, can. 13, disto 61.

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del buen resultado del gobierno pastoral es el amor, la esti­ma y la confianza que las almas de los fieles que deben ser conducidas a la vida eterna depositen en el pastor .

Debido especialmente a esta última razón fue prescrito por los Sumos Pontífices san Celestino os y san León," que los obispos tenían que ser elegidos entre los clérigos de la diócesis que debían gobernar. Esta prescripción de la Igle­sia provenía de tiempos más antiguos, y fue ratificada por los reyes francos. como afirman sus Capitulares: ut e/Jiscopi per electionem cleri et populi secundum statuta canonum de propria diocesi eligerentur.67 Tan excelente disposición. fue muy frecuentemente descuidada cuando ya no se escuchó al pu~blo en las elecciones. Esta no puede ser descuidada don­de quiera que la elección se funde en el testimonio y el deseo popular: aquélla no puede recaer sino en sacerdotes de la propia diócesis de los que el pueblo cristiano singulorum vi­tam plenissime novit, et uniuscuiusque actum de eius conver­satione perspexit," o también en hombres ilustres y famosos en la Iglesia por su virtud, doctrina y prudencia, cuyos méri­tos son universalmente conocidos: en este caso la excepción no contradice a la regla, puesto que conserva su espíritu.

Conviene ahora que determinemos ante todo cuál es el pueblo o plebe cristiana que es llamada por el espíritu y por los cánones de la Iglesia a ejercer las tres funciones men­cionadas en la elección de los obispos. No se puede cierta­mente considerar como pueblo a los infieles, para cuya evan­gelización la Iglesia manda a los obispos. En este caso el pueblo no puede emitir sufra¡!io alguno, sino que los misio­neros son mandados por la Iglesia docente -siguiendo el ejemplo de la misión dada por Cristo a los Apóstoles-, a convertir las naciones paganas al Evangelio, como 10 hizo san Atanasio cuando ordenó a Frumencio, obispo de los in­dios, y como hicieron y hacen tantas veces los Sumos Pontí­fices. Tampoco son comprendidos entre la plebe cristiana que atestigua en las elecciones episcopales, los herejes o los cis­máticos. Tampoco los impíos e indiferentes, a quienes no

65 . Epist. 2 ad episc. Narbonens. 66. Epist. 12 ad Anastas., ed. QUESNELL. 67. Lib. 1 Capitular., 85. El emperador Honor io había prohibido

igualmente ne clerici ex aliena possessione vel vico, sed ex eo, ubi Ecclesiam esse constiterit, ordinentur (Lib. XXXIII, C. Th. De Epis­copis).

68. S. CYPRIANUS, Epist. 88 .

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(

importa la bondad del pastor. Si se introdujeran ~ dar el voto personas movidas por fines profanos y por mtereses secu'ares, el clero, que es juez de la elección, debe, como ya indicamos anteri')rmente, enmendar el mal prescindiendo de sus votos viciados o nulos por sí mismos. Por lo tanto, bajo el nombre de pueblo o plebe fiel, se deben incluir a los bue­nos y más iluminados de entre los diocesanos, c~yo voto de­be únicamente prevalecer: compete a la sagacIdad de los jueces reconocerlo. San Clemente, Pontífice Romano y dis­cípulo inmediato de los Apostóles, en su primera carta a los Corintios dice expresamente que los Apóstoles prescribieron que después de su muerte los obispos fueran desi~nados por los hombres más preclaros y célebres de la IgleSIa, gratum sibi hoc esse, testante universa Ecclesia. E incluso cuando, modificada la antigua disciplina, se confió la elección de los obispos a los Capítulos de las Catedrales, las leyes eclesiásti­cas determinaron que fuera considerado elegido, «in quem omnes veZ maior et SANIOR pars CapitUili consentit»." >

Puestas estas premisas, estoy totalmente convencido -aunque, como ya dije antes, la mía es una opinión privada y sin ninguna autoridad- de que se p~e~e, y por lo. tanto, se debe restablecer totalmente en la practIca, en las CIrcuns­tancias actuales en las que se hallan las naciones católicas, la gran máxima de san León Magno: Qui praefuturus est omnibus, ab omnibus eligatur, y por lo tanto, deben concu­rrir en la elección del obispo:

a) El pueblo cristiano y piadoso de la diócesis, b) El clero de la misma diócesis, c) Los obispos coprovinciales presididos por su metro­

politano, d) El Romano Pontífice como juez y definidor supremo. . De qué mánera puede contribuir el pueblo cristiano sin

cae~ en los graves desórdenes de los tumultos aburridos por la Iglesia y condenados por muchos Concilios, especialmente por el canon 13 del Concilio de Laodicea? 70

69. Cap. Quia propter, cap. 57. Cavallerio en sus Come?tarios De iure canonico, P. 1, cap. 22, par. 14 dice: Dignitates Eccleslarum con­ferendae sunt dignioribus, et hinc potius pond.eranda, quam ~umeran· do suffragia. Sed ne in rixas et turbas suffraglOr.um ponderat!l;me eva­derent electiones, moribus receptum est, ut malOr pars expnmat ~o­tius corporis consensum. Cf CABASSUT., Theor. et prax. lur. Canon. lib.

n, cap. 24. 'b VIII 70. Pedro de Marca cree erróneamente (De C.S. et l. Ll , cap.

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Esto se podría obtener, según mi opinión, de varios m?­dos. Para mencionar uno sólo, me parece que se podrían abrIr registros en todas las parroquias de la diócesis, a las que to­dos los fieles que lo desearen pudieran dirigirse para escri­bir su parecer sobre el nuevo obispo que hay que elegir, pa­ra denunciar los impedimentos canónicos contra los que tu­vieran probabilidades de ser elegidos, y dar también el nom­bre del sacerdote que consideraran más digno de ser el fu­turo obispo de aquella diócesis.

Para resucitar en el pueblo el sentimiento de la impor­tancia que tiene que sea elegido e1 mejor pastor posible, además de la~ preces e instrucciones públicas oportunas he­chas desde el púlpito, especialmente sobre la rectitud de in­tención al dar el voto, me gustaría que cada párroco, cerra­dos los susodichos registros que podrían haber quedado abiertos durante ocho días, invitara a su casa a doce an­cianos, es decir, a los más viejos entre sus feligreses que ha­yan comulgado por Pascua y que no estén impedidos para asistir a la reunión -es también conveniente hoy día resu­citar el sentimiento de respeto hacia la vejez-, y dialogando con ellos, recogiera sus sentimientos, llamando también a es­ta conferencia a los sacerdotes de la parroquia. Después, he­choel escrutinio de los votos y el proceso verbal de la con­ferencia, que fuera enviado todo al Vicario foráneo o decano. De esta manera el pueblo tendría amplias ocasiones para dar a conocer sus deseos prestando su testimonio a favor de los mejores, abandonando los tumultos y las facciones.

Pasemos a analizar la parte que debería tomar en las elec­ciones el clero diocesano. A mi parecer, sería útil y conve­niente que el clero diocesano se reuniera en asamblea en la ciudad episcopal, en la Iglesia catedral: podrían ser nombra­dos escrutadores los canónigos de las catedrales, los rectores y directores espirituales de los seminarios, los profesores que instruyen y educan en letras, en filosofía y teología a los clérigos -es razonable que se dé a aquéllos más importan­cia de la que generalmente se les da-, y los vicarios forá­neos o decanos. Esta asamblea es suficiente para conocer cla-

6, JI. 2) que este canon excluye de las elecciones la parte ínfima del pueblo, interpretando «kojlous» por vilem plebeculam, puesto que esta palabra, como ya otros observaron, significa propiamente los tu­multos y motines. Cf. TOMASS.: De V. et N. Eccles. Discipl. P. n, lib. n, cap. 2.

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ramente ,el voto del clero diocesano. La primera cosa que de­bería haoer esta asamblea, sería examinar diligentemente los sufragios del pueblo presentados por los vicarios forá­.neos, y habiendo verificado el escrutinio de los mismos, y habiendo escrito los nombres de los que han sido indicados 'por el deseo popular, la asamblea debería examinar, ante to­do, si puede estar de acuerdo ·con la elección del que es más deseado. Cuando no sea así, debido a excepciones canónicas, o por otras razones, llevaría a cabo el mismo examen sobre las otros designados, procurando escoger alguno de éstos. Si tampoco esto fuera posible, la asamblea nombraría a otro_a votos, indicando las razones por las que, declinadas las pro­puestas del pueblo, ha creído deber preferir a un sacerdote no designac;.o. El decano del capítulo o el vicario capitular, o un canónigo elegido por la asamblea, subscribiría las actas en los que siempre debería indicarse la persona hacia la cual el pueblo demostró mayor deseo, así como también la que fue preferida por la asamblea del clero diocesano: estas ac­tas serían enviadas o llevadas al metropolitano.

Después, en función de jueces, se reunirían con el metro­politanoe1 día establecido, los obispos coprovinciales, y exa­minadas las aetas de la elección verificada, confirmarían al elegido por el pueblo, o al elegido por el clero diocesano. Y si ni uno ni el otro reunieran en sí las condiciones requeridas por los cánones, o se pusieran de aouerdo en elegir a otro sacer,dote más digno de modo manifiesto, pondrían por es­crito el resultado de su juicio, que sería sometido al Sumo Pontífice como a juez supremo, quien debería realizar la confirmación y la elección definitiva. Si los obispos copro­vcinciales, el clero diocesano y el pueblo convinieran en una misma persona, sólo ésta sería presentada al Sumo Pontí­fice. Si fueran dos las personas que hubieran resultado ele­gidas por las 'tres clases de electores, entrambas .serían pro­puestas a la confirmación pontificia. Finalmente, si el pue­blo nombrara a uno, el clero diocesano a otro, y los obispos coprovinciales a un tercero, se sometería la terna a la senten­cia pontificia.

No vaya a decirse que este procedimiento para elegir a los obispos es largo y complicado, ya que resulta ordenado y puede ser tan rápido como se quiera mientras los respon­sables provean su ejecución. Y en caso de que comportara alguna lentitud, sería compensad¡:t de sobras por las garan­tías que ofrecería la correcta elección de los obispos y por

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la satisfacción de todos, ya que hoc tamen munus, dice el Concilio de Trento, huiusmodi esse censet, ut sí pro reí mag­nitudine expendatur, numquam satis cautum de eo videri possit.71

No obstante, cabe notar diligentemente una cosa, y es que no se debería cambiar en nada el modo prescrito para la elección del Sumo Pontífice, modo sabiamente determinado a partir de la más madura y larga experiencia, sobre todo con­siderando que sus electores son lo suficientemente numerosos y son siempre los hombres más eminentes e ilustres de la Igle­sia de Dios, los cuales conOfl.~n de cerca las necesidades de la Iglesia universal, cuyos asuntos tratan, habiendo sido dis­puesto por el sagrado Concilio de Trento, que sean escogidos entre todas las naciones cristianas, quos SS. Pontifex ex om­nibus christianitatis nationibus quantum commode fieri po­test, prout ido neos reperit, assumet, y que sean los más ex­celentes, nihil magis in Ecclesia Dei esse necessarium, quam ut Beatissimus Romanus Pontifex, quam sollicitudinem uni­versae Ecclesiae ex muneris sui officio debet, eam hic patis­simum impendat, ut lectissimos tantum sibi Cardinales ads­ciscat.72 La elección del Sumo Pontífice es del todo excepcio­nal, ya que no se trata de elegir solamente el obispo de Ro­ma, cuyo clero, por otra parte, los Cardenales -representan, sino de elegir la Cabeza de la Iglesia universal, cuyacondi­ción nadie puede conocer mejor que el sagrado colegio -que asiste al Pontífice en el gobierno de la misma, cual propio Senado. Por lo que la elección del mismo no necesita ningún cambio, ninguna ley nueva. Cumplidas las leyes que han sido publicadas y confirmadas por la experiencia, y observado 10 que prescribe el Concilio de Trento, se garantiza y se asegu­ra plenamente la óptima elección de la Cabeza suprema de la Iglesia.

Se objetará, quizás, al modo que indicamos como el que nos parece más conveniente para las elecciones episcopales, que no se menciona para nada alguna intervención del poder civil. ¿No parece que debería tener algún peso también és­ta en la elección de los obispos?

Ante todo, existe una diferencia entre el poder civil, que puede ser organizado bajo diversas formas de gobierno, y la persona del rey. Este no es más que un simple fiel como

71. Ses, XXIV, De Reform., cap, 1. 72. [bid.

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todos los otros y que debe ser juzgado, según sus méritos buenos o malos, por Dios y por la Iglesia. La riqueza y el poder no le añaden nada de nuevo ante la ley de Di~s y. ante el poder espiritual. E1, por su naturaleza y pres.CIndI.endo de sus privilegios, es un fiel que pertenece a la dIócesIS en la que reside, y también él puede registrar su voto como to­dos los demás, puede registrar sus excepciones y sus re­comendaciones como todos: el peso de las mismas será con­siderado y medido por quien le incumbe. Pasemos a consi­derar el poder civil.

Si éste quiere prestar ayuda a la Iglesia debe hacerlo únicamente del modo que la Iglesia lo desea y se '10 pide, no según su arbitrio propio. Por lo tanto, cuando la Iglesia so­licite su intervención para reforzar la legítima elección de los pastores ya realizada, el poder civil hará una buena obra si presta su apoyo a la ejecución de 10 que la Iglesia ha de­terminado. En la época en la que las elecciones episcopales eran perturbadas por los tumultos populares, la Iglesia re­currió muchas veces al poder civil para mantener el orden y a fin de que las facciones no impidieran al obispo elegido tomar legítima posesión de su sede. Pero también mu­chas veces el poder civil, aprovechándose de estas peticio­nes de la Iglesia, se introdujo en las mismas elecciones, más allá de cuanto los sagrados cánones permitían y de cuanto la Iglesia deseaba, 10 cual constituyó un abuso de fuerza, deplorable y muy funesto."

73. Así, parece que el Sumo Pontífice Simplicio advirtió al Pre· fecto del Pretorio, Basilio, bajo Odoacro rey de los érulos, que en las elecciones de los obispos debía hallarse presente para ayudar a re· primir los tumultos y los amotinamientos, y que el mismo Basilio des· pués pretendió . más diciendo que sin él no se podían elegir obispos. Por lo que Cresconio, obispo de Tívoli, en el sínodo romano celebrado en el año 502 se lamentó del edicto de Basilio con estas palabras: cHoc perpend~t sancta Synodus, si praetermissis personis religiosis qui­bus maxime cura est de tanto Pontifice, electionem laici in suam re­degerint potestatem: quod contra canones esse, manifestum est.» Teo­dorico, rey de los Godos, muerto el Pontífice romano, para poner tér· mino a las discusiones y a las luchas que duraban desde haCIa dos me­ses, nombró a Félix 111, a quien nadie igualaba en cualidades excelen­tes entre el clero romano, y el Senado y el pueblo espontáneamente lo aceptaron, como se deduce de las cartas del rey Atalanco (CASSIODOR~, Lib. VIII, Epist. 16). También po.r estl3: razón, a fin de que. fueran repr~ midas las perturbaciones y las vIOlencias, Juan IX en el SITIodo rom~ del año 898 quiso que el nuevo Pontífice fuera consagrado, no elegl o, en presencia de los magistrados civiles y con la ayuda de la fuerza

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Se ' dirá que el poder civil tiene un gran interés que sean elegidos obispos que mediante su influencia moral no per­turben los asuntos públicos, y que por 10 tanto, parece ra­zonable que también aquél debe interve~ir.

No negamos esto, sino en el modo debIdo. El asunto debe ser considerado en todos sus aspectos.

Así como en las formas modernas de gobierno se deja a todos los ciudadanos la libertad de opinar, incluso en los .asuntos administrativos y políticos, así también los obis­pos deben ser hombres que gocen de la misma liberta~ .. No debe considerarse culpa del obispo si no aprueba las InJus­ticias y los abusos de la administración pública, o si no calla ante los mismos. Es más, los obispos, como maestros de las naciones, deben mantener derecha en su mano la ba­lanza de la justicia, deben proteger a los oprimidos incluso contra los abusos de la autoridad pública, aunque de modo prudente y legítimo. Deben amar i~al~ente a los grandes y a los pequeños, a los reyes y a los subdltos, a los gober~an­tes y a los gobernados. Ahora bien, si el gobierno pudIera excluir del episcopado, a su arbitrio, los mejores y m~s ín­tegros sacerdotes, o elegir a los que le son más dócIles y que demuestran ser ciegos e indiferentes ,ante los males públicos, resulta claro que nunca se te~dn~ .sobre las se­des episcopales a hombres de perfecta JusticIa, y que go-

pública, como él mismo declaró: «Quia sancta romana. Ecclesia pIUl'.i­mas patitur violentias, Pontifice obeunte; quae ob hoc mfe,:unt~r, quta absque imperatoris notitia et suorum legatorum praesentu~ fa . <:ONSE­CRATIO nec canonico ritu et consuetudine ab imperatore dlrectt mter­sunt ~untii, qui violen tia m et scandala in. eius consecratione non per­mitterent fieri" etc. (Ap. LABB. t. IX Concll. ). Por esta razón con fre­cuencia los mismos Concilios pidieron a los príncipes prudentes y de­votos de la Iglesia, que ellos mismos eligieran a un obispo, temi~nd.o que de no hacerlo así se produjeran discordias. Pero esto conStltU1~ una excepción, y los príncipes quisieron que fuera un derecho ordI­nario y que pudieran ejercerlo segú? su arbitr:i0' En vez, de prest~r su ayuda a la Iglesia cuando lo requena la necesIdad de. eVItar las dIscor­dias y las violencias que se introducían en las elec~IO~es y que ,ellos solos, teniendo la fuerza en sus manos, podían rep~ImIr, pretendIe:~n que les correspondía siempre, y por derecho propIO .~el poder CIVI~, la elección episcopal aunque hubieran caído en la hereJIa. As~ se explI­can las quejas continuas de la Iglesia y sus esfuerzos repehd?s para reivindicar de las manos de los príncipes su liber~ad de elegIrse s~s pastores : «Ubi ille canon -exclamaba san AtanaSIa-, ut e~ palatt? mittatur is, qui episcopus futurus est? aut quod genus c~nonts quo. lt­citum est militibus Ecclesiam invadere et episcopos constttuere? (Eptst. ad solitar.).

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zando de la confianza popular, fueran idóneos por una par­te para tutelar a los gobiernos contra los excesos popula­res, y por la otra, para proteger a los pueblos contra las arbitrariedades del gobierno, dirigiendo a unos y a otros palabras de verdad, y constituyéndose en mediadores y maes­tros de concordia y de paz.

Por lo tanto, que el gobierno tenga su parte e influencia para excluir en las elecciones episcopales a los que podrían verdaderamente perjudicar el orden público; pero que no sea ésta una facultad arbitraria de excluir a quien quiera, y mucho menos la de elegir a quien desea. Que no sea una facultad de excluir ejercida ocultamente, un poder abso­luto y arbitrario, sino que esté obligado a manifestar las ra­zones por las que cree tener que excluir a esta o a aquella persona. Las causas de la exclusión sean formuladas pn!ce­dentemente, y las culpas imputadas, suficientemente pro­badas con argumentos y hechos, ya que las arbitrariedades que perjudican a los ciudadanos privados, deben excluirse absolutamente en los nuevos sistemas de gobierno público. A fin de que el poder civil pueda ejercer mejor este su de­recho, yo propondría que al mismo tiempo que el metro­politano manda a Roma el nombre de los elegidos, lo co­municara también al Gobierno civil. En caso de que éste pudiera imputar a los elegidos alguna culpa o delito polí­tico, lo manifestaría al Tribunal Supremo de la Iglesia, es decir, al Papa, dentro de un tiempo determinado, y el Papa decidiría si la acusación política está bien fundada o no.74

Por consiguente, la admitiría o la rechazaría, pero no po­dría aceptarla mientras el gobierno no aportara, como decía­mos, ·hechos positivos que probaran que la persona elegida se excedió en la libertad de opinar con manifestaciones de sentimientos :>ubversivos del orden público, o se manchó con

74. Hablando del consentimiento del rey que se requería antes de la consagración bajo los francos, Cavallerio escribe: «Consensus au­tem regius, electioni accedens, non nuda erit probatio, sed potius ex causis confirmatio, licebatque ideo regibus factam electionem expen­dere et ex causis reiicere; y poco más adelante: causae autem, quibus licebat regibus electos excludere, erant illae ipsae, quae electiones mi­nus legitimas faciebant, petebanturque vel ex electionum vel persona­rum vitiis.» Hasta aquí muy bien. Pero a estas causas se añadía otra: «si electus minus aptus esset servitio regis», la cual provenía del siste­ma feudal. Esta ya no podría darse hoy en día, ya que los obispos no son y no pueden ser siervos del rey o del poder civil (Cf. CAVALLE­RIO, Comment. De l. C., pars 1, cap. 23, par. 2).

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un delito político. Fuera de estos casos, las instancias de los Gobiernos no deben tener valor alguno, tanto más cuanto que la forma propuesta para elegir, hace casi imposible que sea elegido un hombre falto de honestidad y de honra, desde el momento que es considerado el más excelente que puede ser escogido con la colaboración de la opinión pú­blica y de la del episcopado. De este modo, se da a cada uno lo suyo, se restituye a la Iglesia su libertad, a los Gobiernos su legítima influencia. Así se restablece el acuer­do razonable y cristiano entre el Gobierno civil y el poder eclesiástico.

He aquí, pues, reverendísimo señor, la humilde opinión sobre el procedimiento según el cual se podrían llevar a cabo útilmente las elecciones episcopales, opinión que usted solicitaba de quien tiene el honor de ser etc ...

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..,

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Bibliograffa

ANTONIO ROSMINI, Lettere sulle elezioni vescovili, Nápoles 1849; La societa teocratica, en «Filosofia del Diritto», ed. prepara­da por C. RIVA, Brescia 1963; Progetti di Costituzione, prepa­rada por C. GRAY, Ed. Nazionale, Milán 1952; DelZa missione a Roma di A. Rosmini, Turín 1881; Diari, en «Scritti editi e ine­diti», ed. preparada por E. CASTELLI, Ed. Nazionale, Roma 1934; Risposta ad Agostino Theiner, Casale 1850.

PAGANI, BOZZETTI, ROSSI, La vita di A. Rosmini, 2 vols. Rovere­to 1957.

ROGER AUBERT, Il pontificato di Pio IX, Turín 1964. AGOSTlNO THEINER, Lettere storic()cCritiche in tomo alZe cinque

piaghe del chiarissimo Sacerdote D. Antonio Rosmini-Serbati, Nápoles 1849.

STEFANO SPINA, Il Parricidio attentato dall'Abate A. Rosmini-Ser­batí roveretano, cioe, la piagha mortale che alZa Santa Catta­lica Apostolica Romana Chiesa, sua e nostra Madre comune, ha egli cercato di fare col suo velenosissimo opus colo inti­tolato «Le cinque piaghe della Chiesa» , Nápoles 1849,

FRANCESCO PUECHER, Osservazioni critiche sull'opuscolo intitolato «Lettere storico-critiche intomo alle cinque piaghe della santa Chiesa» del P. Agostino Theiner, Casale 1851.

GIOVANNI CASATI, Libri letterari condannati sull'Indice, Millán 1921. GIUSEPPE BOZZETTI, Per una giusta valutazione delZe «Cinque

Piaghe», Novara 1922. GIUSEPPE CAPOGRASSI, La Conferenza di Gaeta e A. Rosmini, Ro­

ma 1941. FRANCESCO BONALI, Le Cinque Piaghe di Rosmini e il Concilio di

Trento, en «Rivista Rosminiana», XL (1946), pp. 55-62. ERNESTO BALDUCCI, La Chiesa e il Tempo secondo Rosmini, in

«Conferenze Rosminiane», Milán 1955. LUIGI PAGGIARO, Le cinque piaghe della Chiesa, en «Humanitas»,

X (1955), pp. 974-980. DoMENICO MARIANI, Rosmini nei rapporti della Cancelleria aus­

triaca, en «Rivista Rosminiana», LVI (1962), pp. 300-309. GIOVANNI PUSINERI, Dalle «innovazioni» del Tommaseo alle «no­

vita» del Rosmini, preludio al libro delle Cinque Piaghe, en «Charitas», mayo 1964, pp. 217-222, julio 1964, pp. 21-30.

CLEMENTE RIVA, Critica rosminiana al perfettismo politico, en «Humanitas», XII (1963), pp. 1232-1247.

321

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índice

Prólogo: «Actualidad de la obra de RosminÍ>t

Introducción

Advertencia . .

5

11

33

Algunas palabras preliminares que hay que leer 37

1. La llaga de la mano izquierda de la santa Iglesia: la división entre pueblo y clero en el culto público de la Iglesia. . . . . . . . .. 43

JI. La llaga de la mano derecha de la santa Iglesia: la insuficiente educación del clero . . 61

lIl. La llaga del costado de la santa Iglesia: la des-unión de los obispos. . . . . . . . .. 93

IV. La llaga del pie derecho de la santa Iglesia: el nombramiento de los obispos dejado en ma-nos del poder laical . . . . . . . . . . 127

V. Sobre la llaga del pie izquierdo: la servidumbre de los bienes eclesiásticos. . . . . . . . 235

Apéndice: Cartas sobre las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo. . . . . . . . . 265

Primera carta. (Stresa, 8 de junio de 1848) . 267 Segunda carta. (Roma, 21 de octubre de 1848) . 297 Tercera carta. (Roma, 1 de noviembre de 1848) 303

Bibliografía . . . . . . . 321

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r

Esta obra de Antonio Rosmini, sin duda la más importante por su contenido , por su lucidez, por su valentía y por sus consecuencias, nos da la impresión de hallarnos ante una obra reciente, a pesar de que fue escrita en 1832. Rosmini , fílósofo, erudito, observador perspicaz de su época , no dudó en pronunciarse abiertamente ante unos hechos que nadie se atrevía a desenmascarar. Fueron su amor y su fidelidad a la Iglesia que le indujeron a ello . Habiendo sido incluida esta obra en el índice de los libros prohibidos , en mayo de 1849, poco después de su publicación, Rosmini ha sido, no obstante , el primer autor rehabilitado después de la supresión del rndice , gracias al Concilio y a la reforma de la Curia . En efecto, la Congregación para la Doctrina de la Fe autorizaba su edición, en mayo de 1966. Es vetClad que , como decía el Cardenal Pellegrino, « las rehabilhaciones póstumas son necesarias , pero no son suficientes para cambiar los hechos ni borrar las consecuencias» . Los hechos que denunciaba Rosmini todavía son de actualidad y, por consiguiente , su sensibilidad eclesial y su enorme erudición deberán prestar grandes servicios para despertar las conciencias y poner en marcha un cambio de estructuras eclesiásticas. Un principio fundamental para la reforma de la Iglesia -según la tesis rosminiana- se basa en una justa concepción de la autoridad y en un ejercicio correcto de la misma. Finalmente , uno de los problemas que le preocupaban más era la intervención de los gobiernos en el nombramiento de los obispos y la exclusión del clero y de los fieles en esta designación. Y esta «cuarta llaga » sigue aún abierta, pese al movimiento actual de renovación impulsado por el Vaticano 11