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La juventud de Mamá Pulpa Y otros futuros más allá de la Tierra y de la humanidad Universidad Complutense Madrid

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Sc i · Fd I - Rev i s ta d e C i e n c i a F i cc i ó n - # 1 7 - 0 2 /2 0 1 6 - Fa cu l ta d d e I n fo rm á t i ca - U CM - I SSN 1 9 89 -8 3 63

Sci·FdI: Revista de Ciencia Ficción

de la Facultad de Informática

de la UCM

La juventudde Mamá Pulpa

Y otros futuros más alláde la Tierra y de la humanidad

Po r t a d a : F e rn a n d o S a n g re g o r i o | h t tp : //www . u cm . e s /s c i - fd i | s c i fd i @ fd i . u cm . e s

· Siempre juntos · Hasta que la muerte nos separe ·· La abominación desoladora · Persegu idos · Las reliqu ias modernas ·

· El origen del futuro · Progen itores · Juventud de Mamá Pu lpa ·

UniversidadComplutense

Madrid

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Comité EditorialRafael Caballero RoldánEnrique Eugenio Corrales MateosHéctor Cortiguera HerreraManuel Gómez LagóstenaPablo Moreno GerJavier Muñoz PérezSalvador de la Puente GonzálezFrancisco Romero CalvoFernando Rubio DiezJulio Septién del CastilloDavid Sigüenza TortosaGumersindo Villar García-Moreno

PortadaFernando Sangregorio

MaquetaciónBeatriz Alonso CarvajalesEnrique Eugenio Corrales MateosSalvador de la Puente González

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EditorialComité Editorial

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Tras la publicación del número especialen conmemoración del 25º aniversario denuestra Facultad, escrito íntegramente porautores ligados al centro, volvemos a nuestrohabitual formato abierto a autores decualquier lugar del universo. Aunque demomento no hemos recibido ningún envíode nadie procedente de fuera de nuestroplaneta (o al menos ningún autor haconfesado tal cosa), es un placer presentaren este número trabajos de autoresprocedentes de Argentina, México,Venezuela y de diversos lugares de España,desde Andalucía hasta Cataluña pasandopor Madrid.

Comenzaremos con “Siempre juntos” y“Hasta que la muerte nos separe”, dos relatosque parten de un título similar y cuyoscontenidos exploran de forma diferente loslímites que puede llegar a superar (o no) elamor. A continuación, “La abominacióndesoladora” y “Perseguidos” nos presentaránpersonajes que deben sobrevivir en dosmundos post-apocalípticos muy diferentes.Posteriormente exploraremos conjuntamenteel pasado y el futuro del mundo con “Lasreliquias modernas” y “El origen del futuro”,que vendrán seguidos de “Progenitores”, unnuevo relato en el que se explora el pasadode un futuro no muy lejano. Para terminar,“Juventud de Mamá Pulpa” nos presenta a lamadre de una nueva especie de pulpos quenos harán temer por nuestro futuro.

Antes de finalizar, debemos volver aleditorial del número 15, en el queprometimos que desvelaríamos la relaciónentre el número 11112 y nuestra portada deportadas. Como buena parte de los lectoresya han adivinado, se trataba de unarepresentación de un cuadrado mágico.Ahora bien, el equipo editorial desea realizaruna importante aclaración. Ha llegado anuestro conocimiento el rumor recientemente

propagado de que la abundancia de tonososcuros en dicho cuadrado mágico revelabanuestro conocimiento de la magia negra. Elequipo editorial y los responsables de laFacultad desean anunciar que, lógicamente,estas acusaciones son únicamentehabladurías sin fundamento. Es más, sialguien no nos cree, que se atreva adecírnoslo…

Siempre juntos...................................................................5Hasta que la muerte nos separe......................................... 7La abominación desoladora............................................. 1 2Perseguidos..................................................................... 21Las rel iquias modernas.................................................... 29El origen del futuro.......................................................... 37Progenitores.................................................................... 45Juventud de Mamá Pulpa ................................................51

Índice

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Código de coloresRE

LATO

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Había perdido la noción del tiempo. Lastinieblas y el silencio eterno que lo envolvíanhabían hecho que no supiera qué día era, nicuánto tiempo había pasado desde su ataqueal corazón. Todo había sucedido a la velocidaddel rayo: estaba en este mundo y al siguienteinstante la Nada…

Era una oscuridad absoluta, opresora, sinpercepciones, que hacía manar pensamientosa borbotones. Sus recuerdos del pasado eranmás intensos que sus vivencias del momentopresente: los colores, los sonidos, los oloreseran tan vívidos que le parecía estar allí.Quizás era una trampa de su mente. Serefugiaba mucho en esos recuerdos nítidos:oía las palabras, repetía los diálogos,acariciaba las imágenes. Repasar su vidaanterior era lo único que le consolaba. A ratosse dedicaba a hacer cálculos matemáticos, asumar y repasar las tablas de multiplicar; sabíaque, de lo contrario, se volvería loco. Se oyó un“bip”.

—Papá —le dijo Javi tímido—. Heaprobado el carnet de conducir.

—¡Qué alegría, hijo, qué orgulloso estoyde ti!

—Ahora me voy a celebrarlo con losamigos. Qué pena que no puedasacompañarme —añadió casi avergonzadomientras sonaba otro “bip”.

—No pasa nada, hijo. Diviértete. ¡Solo seaprueba el carnet una vez! —dijo intentandoparecer despreocupado, aunque seguramenteJavi no captaría lo frustrado que estaba.

No poder percibir nada era terrible, perosoportable. No poder abrazar a su mujer y a suhijo, una pesadilla de la que nunca se iba adespertar. Si existía el infierno era eso: vivir enla soledad y el aislamiento definitivo. Queríallorar, pero no podía. Se oyó otro “bip”.

—Ha aprobado el carnet, está como locode contento —dijo la dulce voz de su mujer.

Siempre juntosBelén Fernández Crespo

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—Estoy muy orgulloso de él —respondióAndrés. Hubo un silencio enorme. Como si Evaestuviera midiendo sus palabras.

—La tecnología avanza muy deprisa.Dentro de poco habrá dispositivos portátilespara que te podamos llevar con nosotros. Yseguro que inventan algo para que puedastener sensaciones. —Volvió a sonar el “bip”.

—Sí, ya sé. Me lo habéis dicho muchasveces —respondió Andrés. Si el sintetizadorhubiera podido reproducir tonos de voz, Evahubiera notado su profundo hastío y tristeza.

—Te queremos.

—No sabes lo que es esto. No poder oír,ver, tocar… Estar atrapado dentro de tuspensamientos y que la oscuridad te devore—dijo Andrés desesperado.

—Era necesario. No queríamos perderte—dijo Eva a punto de llorar.

—Debíais haberme dejado marchar—respondió Andrés—. Si pudiera suicidarmelo haría.

—¡No digas eso! —exclamó Eva llena derabia y dolor. Intuía que se había equivocado.Por eso no quería escucharlo—. ¡Era necesario!¡Cuando nos casamos prometimos estarsiempre juntos! —Se oyó el “bip”.

—Esto no es estar juntos, ¡es un martirio!¡Es puro egoísmo!

—Por favor, Andrés —rogó con lágrimasen los ojos—. No quiero que discutamos. Tequiero. Siempre juntos…

—…Juntos siempre —completó Andrés,resignado, con un nudo en la garganta.

Eva dejó de pulsar el botón a cámaralenta, como sin querer, y lo acarició levementecon el dedo índice. Se quedó apoyada en lamesa, derrotada, con un dolor tenaz en lagarganta que hacía que le brotaran lágrimasde sangre. El ataque al corazón había sido tanrepentino y fulminante… No podía hacerse ala idea de perder al amor de su vida. Siemprehabía sido una rebelde. Cuando le ofrecieronesta técnica experimental, pensó que sería suforma de vencer a la Muerte: aunque el cuerpode Andrés no estuviera con ellos nunca más, síque estaría su mente. ¡Estuvo tan eufórica trastomar la decisión! Sentía que habíaencontrado la solución perfecta, que los habíasalvado a todos.

Ahora, dos años después, se arrepentía acada segundo. Sabía que había cometido unaaberración contra la Naturaleza, un pecado.¿Quién era ella para manipular el orden de lascosas? ¿Por qué jugar con la vida y la muerte?¿De verdad ese con el que hablaba todos losdías era Andrés, o era todo una ilusión a la quese quería aferrar desesperada?

Pero ya no había marcha atrás.

Jamás debió haber transferido una copiade la mente de Andrés al disco duro.

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Me había enamorado y sentía queestaría con ella para siempre.

—Tengo que contarte algo —me dijoella al poco tiempo.

Podría haberme dicho que estabacasada y tenía cuatro hijos. Podría habermedicho que era la líder de un grupo terrorista.Podría haberme dicho que tenía una parafiliarara con los Pokémon. Lo que no me esperabaes que me dijera:

—Soy inmortal. Bueno, no literalmente...Si me cae un piano encima, moriría, claro. Opodría morir de algo infeccioso, supongo.Quiero decir que no puedo morirme de vieja,no envejezco.

No, eso no me lo esperaba. Le pedí que,para demostrarlo, me contase algún hechomuy antiguo, algo del siglo XII por ejemplo.

—Soy inmortal, pero mi memoria no esinfinita.

Eso no lo entendía.

—Pues no, ni siquiera recuerdo ningúnhecho concreto de aquella época que puedacontarte. No recuerdo nada de entonces. Dehecho, puede que ni siquiera haya vivido esaépoca. Que sea inmortal no significa que lleveaquí desde el big bang, o desde la época delprimer ser humano, o algo así, qué tontería.Pude haber nacido hace solo cincuenta o cienaños, por ejemplo. Podría ser así, pues dehecho no recuerdo cuando nací.

Pero entonces, ¿cómo podía saber queera inmortal?

—Simplemente lo sé. Sé lo suficientecomo para poder afirmar que no envejezco. Ysi sigues conmigo más tiempo, tú tambiénpodrías llegar a saberlo por ti mismo, pues tútambién podrías volverte inmortal a mi mismamanera.

¿Así que aquello era contagioso? Bueno,no parecía una mala cosa de la quecontagiarse.

Hasta que la muerte nos separeIsmael Rodríguez Laguna

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—De hecho, también podría funcionaren la dirección contraria, pues otra posibilidadsería que tú me volvieras mortal a mí. Siestamos juntos suficiente tiempo,necesariamente tendrá que ocurrir una de lasdos cosas.

Vaya, qué mitológico: la diosa que podríaconvertirse en mortal como castigo por unirsea un simple mortal. ¡Épico! ¡Maravilloso!

—Pero tampoco lo veas como que mearriesgo a una pérdida inconmensurable porestar contigo. No pienses que dichaeventualidad me privaría de sentir yo misma lavivencia de unos hipotéticos infinitos años pordelante. No funciona así exactamente.

Aquello no lo entendía. Pero bueno, síque entendía que, o bien ambos acabábamossiendo mortales, o bien siendo inmortales.Vale. Lo importante era que la segundaposibilidad no hacía falsa la frase con la quecomencé este relato, y de hecho le daba unanueva dimensión que excedía lo cuantitativopor definición: mi enamoramiento era tal quesentía que deseaba estar con ella para siempre,incluso aunque aquello no acabase siendosimplemente una forma de hablar.

—Eso no será posible, no podremosestar juntos para siempre.

Conocía y comprendía aquello que sedice de que la pasión se acaba antes odespués, no era un ingenuo. Pero sentía quenuestro amor, el nuestro en particular, sí podríaser eterno. ¿Por qué no? Nos idolatraríamossiempre, nos admiraríamos siempre y nossorprenderíamos siempre. Sin ir más lejos, quetu pareja te diga que es inmortal dejaba ellistón muy alto en eso de sorprendernos, sinduda aquello prometía.

—Lo que dices es muy bonito y yotambién lo siento así, pero no funciona así.Aunque pongamos todo de nuestra parte...simplemente tendrá que acabarse. Ya loentenderás.

Pero no lo entendía.

Los meses siguientes fueronmaravillosos. No parábamos de conocernos yde conocer el mundo a través de los ojos delotro, de compartir rutinas que no resultabantales y de hacer el amor. Llegué a preguntarmesi podríamos llegar a tener hijos.

—Si acabásemos siendo ambosinmortales, no. Si finalmente fuéramosmortales, sí.

Sin saber muy bien qué mecanismo regíaesa regla, veía que aquello tenía sentidodespués de todo: los inmortales no deberíanpoder reproducirse, so pena de poder acabarconvirtiendo todo el planeta antes o despuésen una grotesca manta continua deinmortales, una amalgama caótica de cuerposinmortales aplastados unos contra otros. Noera difícil imaginarlo.

Un día me miré al espejo y me extrañémuchísimo. Tenía los ojos azules. Recuerdoque me habían dolido durante los díasanteriores. ¿Dónde estaban mis ojos marronesde toda la vida?

—Ya ha comenzado.

¿El qué? ¿Lo de que yo me vuelvainmortal? ¿O lo de que tú te vuelvas mortal?

—Todavía no se sabe, pero ya hacomenzado.

Otro día, noté que ella se había puestomorena, pero no había tomado el sol. ¿Cómoera posible?

—Es porque tú eres más moreno de piel.

¿Cómo?

Luego, tras notar durante unos días unainexplicable inflamación en mis orejas, éstas sesepararon ligeramente, volviéndose como lasde ella. Después, las manos de ella se hicieronun poco más grandes, como las mías. ¿Quésignificaba aquello?

—Ser inmortal no significa no cambiar.Piénsalo, no cambiar resultaría mortal en unmundo donde todo lo demás cambia.Digamos que los mortales, como grupo,cambiáis de manera discreta: muere unageneración y es reemplazada por la de sushijos, que es diferente, y así sucesivamente.Pero los inmortales cambiamos de maneracontinua: somos los propios individuos los quecambiamos poco a poco. Los mortales tenéisel instinto del sexo para premiar lareproducción y así poder crear a la generaciónsiguiente, la del cambio. Vuestros nuevosindividuos son mezcla de otros dos, susprogenitores. Así la especie se mezcla ycambia. Pero los inmortales tenemos elinstinto del sexo para premiar la mezcla

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directamente, para cambiar en vida. Con elcontacto físico y el sexo, nos mezclamos.

¿Cómo? ¿Cómo había llegado lanaturaleza a crear un mecanismo tansorprendente?

—En realidad no es tan raro, todo elmundo sabe que hay bacterias que siguenfuncionando así. De hecho, dicha forma decambiar es más antigua, es previa a lainvención del sexo: una bacteria introduce uncilio en otra y, como si fuera un virus, cambiaalgunos genes en el núcleo de la segundabacteria, todo ello en vida. Así logra que enadelante ésta se parezca más a aquélla. Si locomparamos con dicho mecanismo, la únicadiferencia de mi forma de cambiar, de la detodos los inmortales como yo, es la presenciadel sexo, que compartimos con vosotros. Dehecho, no debería hablar de nosotros yvosotros, pues somos la misma especie y nosmezclamos entre nosotros, a vuestro estilodiscreto o a nuestro estilo continuo. La únicadiferencia está en algunos genes.

Pero, ¿cómo puede cambiar un órganoen vida?

—No soy bióloga, pero digamos que escomo un cáncer controlado. Además, durantevarias oleadas, las células pierden sudiferenciación y vuelven al estado de célulasmadre, para después volver a poderreprogramarse con su nueva forma, con sunueva genética cambiada. Creo que es algoasí.

Todo aquello continuó: adopté sucomplexión, ella mis labios, yo su color depelo, ella mis dientes. Todos los cambios ibanacompañados de algunos días de inflamaciónen las zonas afectadas. También me dolía elcuerpo por dentro, pues obviamente muchasde mis vísceras estaban convirtiéndose encopias de las de ella, o mezclas de las deambos, o lo que fuera que implicasen esosgenes suyos que estaba adoptando mi cuerpo.

Entonces empezó la fase borrosa. Mimente empezó a tener lagunas, empecé aolvidar hechos de mi infancia, perdí habilidadal volante. Para mi decepción, esto no ibaacompañado de recibir alguna de lashabilidades o conocimientos de ella, noaprendí a tocar la guitarra ni heredé susconocimientos de arte. Tampoco ella heredóningún conocimiento o habilidad míos,

simplemente olvidaba cosas y se hacía mástorpe como yo.

—El proceso de adoptar algunosaspectos del sistema neurológico del otro, y enparticular de su cerebro, tiene ese efecto queestás observando. Se desencadena al morirunas neuronas y nacer otras nuevas en sulugar. De hecho, debes saber que dichapérdida de información en tu cerebro esirreversible. Volverás a conducir bien si vuelvesa practicar, pero no porque lo recuerdes, sinoporque vuelvas a aprenderlo con nuevapráctica. No volverás a recordar las fases de tuinfancia que olvides, pues no volverás avivirlas. En algún momento empezarás aperder vocabulario o habilidad gramatical alexpresarte, y sólo podremos seguir hablandoporque seguiremos practicando el habla cadadía. No se nos olvidarán a ambos las mismaspalabras a la vez, así que cada uno aprenderálas palabras olvidadas del otro.

Todo esto me resultó inquietante. Dehecho, aquel efecto colateral me parecía ungrave fallo de todo ese mágico proceso demezcla mutua. ¿Por qué no mantener lamemoria propia? O al menos, ¿por qué norecibir recuerdos del otro?

—No sería bueno. Tienes otro esqueleto,así que tienes que aprender a andar de otraforma que armonice con él. Tienes otroestómago, así que tienes que aprender acomer conforme a lo que te pide tu nuevaforma de digerir. Tienes que reaprenderlo todopara manejar bien este nuevo cuerpo queahora tienes. Tampoco sería bueno que, porejemplo, adoptases en tu mente la manera deandar que yo tenía antes, pues no te estásconvirtiendo en mí, sino en una mezcla deambos, algo nuevo. Tu sistema nervioso y tucerebro tienen que adaptarse a elloreseteándose por partes, función a función,borrando un recuerdo tras otro, una habilidadtras otra, y creándolas de nuevo con el uso,con vivencias nuevas.

Olvidé las películas que me gustaban, ymis nuevas películas preferidas pasaron a serlas que vimos juntos, que no sabía si habíavisto antes o no pues las había olvidado.Olvidamos cómo se cocina y volvimos aaprenderlo juntos. Olvidé a mis padres y miúnica familia pasó a ser ella. Aprendimosjuntos a tocar el piano y a hacer ganchillo. Tras

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resetearse, nuestra percepción del mundopasó a basarse totalmente en las mismasexperiencias compartidas, y a ser interpretadapor los mismos ojos, oídos, y cerebrosmoldeados por los mismos genesconvergentes. No era de extrañar quedesarrollásemos los mismos gustos,incluyendo por ejemplo las mismas opinionespolíticas o el mismo estilo musical preferido.

Le vi gracia poética a todo aquello:nuestra fusión llegó a tal punto queestábamos convergiendo literalmente, nosestábamos convirtiendo en uno solo. Elobjetivo metafórico de cualquier amoridealizado se estaba convirtiendo paranosotros en una realidad literal.

A medida que seguíamos mezclandonuestros genes, nuestro parecido físico se fuehaciendo más y más evidente. Éramos laversión en chico y en chica de la mismapersona, es como si fuéramos gemelosmonocigóticos pero con distinto sexo. Solo elnatural dimorfismo sexual humano nosdiferenciaba.

Pero, paradójicamente, aquel sumun defusión física, emocional y mental de dospersonas empezó a desencadenar unaalarmante carencia de complementariedad.Llegado cierto punto, ninguno de los dospodía conocer una vivencia radicalmentedistinta de las del otro, ni ningún punto devista radicalmente distinto de los del otro. Nohabía nada que aprender uno de otro, ningunahabilidad ni rasgo de carácter que admirar enel otro porque se careciera de él. Aquellafusión entre dos personas, aquella supuestaperfección de unión amorosa por definición,estaba muriendo de éxito. Aunque lacompenetración en el sexo era fácil de lograr,ver todos los rasgos propios en la pareja acabódándonos la extraña sensación de que loscoitos eran para ambos una manera retorcidade masturbarse. Aquella falta de exotismoajeno era como un incesto rutinario, un sexosin tabú, un jugar a ser Edipo o Electra pero sinmorbo alguno. Dos que duermen en el mismocolchón, y además mezclan sus genes, yademás olvidan todas las vivencias que losdiferencian, se vuelven de la misma condición,y de la misma apariencia, y de la mismaopinión, y en definitiva se convierten enespejos de literalidad sin osadía alguna paradeformar o inventarse nada nuevo.

Nuestra compenetración como parejaera tan precisa que no necesitamos hablar.

—Sí, esto ha terminado.

Así que ella había tenido razón durantetodo este tiempo, lo nuestro no podría serpara siempre. Recordé aquella conversaciónentre ambos que narré al principio de esterelato, pero solo pude recordarla porquehabíamos vuelto a hablar de ella varias vecesdespués. De hecho, no recordaba nadaanterior a nuestra convergencia de lo que nohubiéramos hablado repetidas veces durantela misma.

Así que ahora éramos dos inmortalesque deberíamos seguir nuestros propioscaminos. Sí, por lo visto yo me había vueltoinmortal, y no ella mortal, y la prueba de elloera que nuestra convergencia se habíacompletado. Ella solo podía contagiarme susgenes y ser contagiada por los míos mientrasmantuviera sus propios genes deinmortalidad, pues eran dichos genes los quele permitían mantener activo tal intercambio.Si algunos de los genes que recibió de míhubieran reemplazado a los que a ella ledaban su inmortalidad, entonces laconvergencia se habría detenido, y habríamospodido ser una pareja que disfrutase de susdiferencias, con suerte hasta que la muertenos separase. Pero ella siempre había tenidorazón: en ambos casos posibles, conconvergencia o sin ella, nuestra relaciónestaba condenada a terminar algún día de unaforma u otra, a no ser eterna.

Sabía que nuestra relación había muerto,pero seguía recordando lo buena que habíasido mientras seguimos siendo nosotrosmismos. ¿Y si ambos teníamos relaciones conotras personas, lo justo para divergir un poco,y luego volvíamos a buscarnos?

Ella no tuvo que responderme, yo sabíala respuesta tanto como ella (qué tiemposaquellos en los que tenía sentido preguntaralgo al otro). Para volver a sentirnos atraídos eluno por el otro, nuestra divergencia tendríaque volver a hacernos significativamentediferentes, y en cualquier caso dichadivergencia nos convertiría en otras dosnuevas personas con otro aspecto y otrasformas de ver el mundo, en ningún caso en lasque fuimos y de las que respectivamente nosenamoramos locamente. Algún día, tampoco

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recordaríamos ya que esta relación queacabábamos de terminar había sido un día tanmaravillosa, pues ya no habría nadie pararecordárnoslo. Si seguíamos siendoinmortales, seguiríamos muriendo en cadanueva relación, en cada nueva mezcla,convirtiéndonos sucesivamente en nuevaspersonas.

Y así terminó aquel amor que un día fueel más maravilloso de todos.

***

No sé cuántos años han pasado desdeque escribí todo el relato anterior. Solo sé que,por algún motivo, relación tras relación,mezcla tras mezcla, siempre guardo estaspáginas conmigo. No recuerdo detalle algunode todo aquello pues fui otra persona cuandolo escribí, así que solo conozco esa historia porlo que narran sus palabras. Y sin embargo,añoro sentir aquello de lo que hablo, aquelloque no puedo recordar porque soy otro.

Si ella ha seguido siendo inmortal igualque yo desde aquellos días, entonces tieneque estar ahí fuera en algún lugar, aunque nosea ella, igual que yo no soy yo. Sé que ellatambién debió decidir escribir su propio relato,pues yo lo hice. Es probable que ahoratambién conserve dicho relato suyo con ella,pues si la historia que les he narrado antesresultó lo suficientemente convincente comopara que yo mismo la conservara a pesar de lasveces que habré cambiado desde que loescribí (imposible saber cuántas), su propiorelato de aquella historia, que debe seresencialmente el mismo, probablemente lehaya cautivado de la misma manera. Por esoveo probable que ella añore, igual que yo,aquel amor que tuvimos juntos, del quetampoco podrá recordar nada y que solopodrá imaginar leyéndose a sí misma, igualque yo.

Si ambos seguimos siendo inmortales,algún día encontraré a la chica que escribió supropia versión de esta misma historia.

Y sospecho que, igual que yo ahora,cuando nos encontremos, seamos comoseamos, desearemos estar juntos.

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Esos son los que vienen de la gran persecución.

(Apocalipsis, 7,14)

La quebrada silueta del anciano emergiósilenciosa, como florecida de la nada; un jirónde carnes y de ropas desdibujadas por elviento, interrumpiendo la perfecta línea quetrazaba el horizonte en aquel paisajedesolado.

Los dos niños la contemplaron uninstante. Y luego:

—¡Abajo! —encareció el mayor—. ¡Es unanciano!

Y ambos se echaron al punto al suelo,hasta morder tierra y paladear polvo. Esavisión silueteada en la lejanía había sido paraellos como recibir una puñalada de horror enel vientre. Quedaron así un momento:inmóviles, pálidos y sudorosos, con larespiración rota en incontrolables y agitadosespasmos. Y no fue hasta haber superadoaquel primer ramalazo de estupor, que los dosniños comenzaron a arrastrarse con lentitud,encogidos como dos caracoles que buscaransu caparazón en el promontorio rocoso máscercano.

Permanecieron un largo rato con lasespaldas apretadas contra la escabrosasuperficie de piedra hasta hacerse daño, amedias incorporados sobre el fino polvomineral. El miedo estaba latente como unpálpito helado, cortando la mudez del paisaje,y su pulso firme era el compás que contaba lossegundos en esa medida de angustiainterminable… Al cabo, fue el más pequeñoquien susurró:

—¿Crees que nos haya visto?

—No, no lo creo —respondió una vozque ya sonaba adolescente—. Los viejos noven bien a larga distancia.

Pero faltaba convencimiento a esaspalabras, y el niño, que era sensible a la menoroscilación en el tono de su líder, pudoadvertirlo.

La abominación desoladoraRicardo Giráldez

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Pasaron unos minutos de intensonerviosismo aún, durante los cuales cada unopudo oír la respiración del otro. Agria y cruel seextendía la espera como una insoportableagonía. Hasta que el menor de los chiquillos,de apenas unos diez años de edad, sin podercontenerse, echó un vistazo por sobre susespaldas, arqueando largamente el cuello.

—Viene derecho hacia aquí —dijosobresaltado.

—Pero, ¿qué haces, tonto? —loreprendió el otro tironeándolo de las raídasropas—, ¿quieres que nos descubra? Novuelvas a asomar la cabeza, ¿me oyes?

Pero el pequeño era ya presa del temor:

—Está a tiro. Podrías dispararle.

—No. Los viejos nunca andan solos.Bastaría un solo disparo y en cuestión desegundos tendríamos sobre nosotros unamanada de ellos. Además… me queda pocamunición y hace tiempo ya que no hallamossuministro.

—¿Qué haremos entonces?

—Por el momento, esperar en silencio.Seguramente seguirá de largo.

Pero inútil reprimir el miedo; sobre todocuando a las palabras que debieran atenuarloles falta la convicción. Y tal era el caso:

—No debimos haber salido a campoabierto.

—Es tarde para eso. Había que buscarcomida y tú eras el que más se quejaba. Yahora a callar. Huele ya a viejo.

En efecto, el anciano ya estaba a unospocos pasos de ellos. Arrastraba los pies contal pereza que se hubiera podido intuir que nole importaba ser advertido, o que no lequedaban fuerzas para intentar evitarlo.Pronto un cercano crujido de pedruscos,torpemente pisoteados, delató su inmediatez,y el mayor de los muchachos no lo dudó: deun salto furtivo se irguió sobre las piernas altiempo que un revólver florecía gigantesco ensus juveniles manos.

—¡Quieto! —exclamó encarándose conel anciano—. Ni un paso más o disparo.

Temblaba el revólver entre los dedoscrispados del muchacho; pero toda la firmezaque faltaba en los nervios, se condensaba en

unos ojos impávidos que parecían de hielo: allíhabía una frialdad y resolución extraña para sucorta edad. El viejo se detuvo al punto; yahabía visto esa mirada antes. Conocía elpeligro que podía conllevar desafiarla. Losniños estaban siempre prestos a pasar de laamenaza al acto sin mediar transición alguna.Ante ellos nunca sobraban los recaudos. Noobstante, aunque consciente del riesgo quecorría, no se mostró sorprendido; como si laactitud del muchacho fuera para él unarespuesta esperada.

Enmarañados y muy blancos le caían loscabellos a ambos lados del rostro enjuto,confundidos con una barba cenicienta queparecía ser la continuación de la cabellera yque avanzaba muy largo por sobre el pecho yavencido. Sus ropas eran indignos harapos ydejaban ver unas carnes fláccidas a través delos muchos jirones; carnes arremangadas eninfinitos pliegues y repletas de manchasdesagradables. Bajo las cejas muy pobladas eirregulares, la mirada legañosa y profundaexpresaba un cansancio sin tiempo.

—No teman —balbució—. No tengointenciones de hacerles daño.

—Ya lo creo. Todos los viejos dicen lomismo.

—Pues éste les habla en serio. No estoyarmado. Pueden revisarme.

—Tú, quizás. Pero los que aguardanescondidos...

El anciano meneó la cabeza:

—Estoy solo.

—¿Solo? Los viejos andan siempre enmanada.

—Yo no, créanme.

—¿Creerle a un viejo? ¡Ja! Eso sí estábueno… Y seguramente nos seguías decurioso nomás…

El apergaminado rostro del anciano secontrajo aun más, y sus arrugas se perdieronen lo recóndito de las carnes. Al igual que losniños, tenía miedo y no podía quitar los ojosdel revólver que le apuntaba. El miedo parecíaser la única realidad en ese mundo de ceniza,la única llama vital que seguía ardiendo entrelos escombros carbonizados de la civilización,y acaso la sola diferencia entre esas criaturasemergentes de las ruinas era lo que cada cual

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podía hacer con sus miedos.

—No —balbuceó—, pero mis intencionesson buenas.

—No hay buenas intenciones en losviejos.

Cada vez temblaba más el revólver antela tensa mirada del hombre barbado, y elagujero del cañón, como una boca negra yabierta, parecía a punto de escupir una lenguade fuego destructor. El muchacho no podíaevitar que sus dedos bailoteasen en el gatillo, ytemiendo se confundiese ello con falta deresolución:

—Si crees que no me atreveré a disparar,te advierto que no sería la primera vez quematara a un viejo, y que seguramente no serála última.

Una bocanada de viento ásperoestremeció el aire en aquel momento, y elsilencio pareció gemir sordamente a todo lolargo del páramo solitario.

—No lo dudo, muchacho, no lo dudo—suscribió el anciano—. Y sé que no tehabrán faltado motivos. Pero en esta ocasióncometerías un error.

“Un error”. El muchacho, en efecto,vacilaba; las sirenas de alarma que desde hacíaun buen rato aullaban en su cabeza emitíansonidos confusos. Aunque no sabía qué era,algo en esa situación se presentaba decarácter inusual. Algo en el rostro del viejo, sí,reprimía sus furias; nunca antes le habíaocurrido lo mismo de cara a un anciano, nuncaantes se había permitido el lujo de la duda. Eserostro benevolente, aunque acribillado dearrugas, casi que le inspiraba confianza. ¿Porqué? No lo entendía; era tan solo un pálpitovago. No obstante, el pequeño noexperimentaba las mismas vacilaciones y ya seimpacientaba; el temor lo corroía por dentrocomo una sangre infecta y bullente:

—Mata al viejo de una vez, Ángel.

—¡Tú te callas, mocoso! —le gritó elmuchacho apartando al pequeño de unempujón, aunque sin quitar la mirada delanciano a quien seguía apuntando con elrevólver—. No estás tú para decirme lo que yodebo hacer —y dirigiéndose otra vez alsupuesto antagonista—. Y bien, viejo, dime deuna vez por qué andabas siguiéndonos si no

estás de cacería con tu manada. O te explicas ote mueres.

—Una niña —masculló diligentementeel anciano—. Tengo una niña bajo miprotección… y… y estoy muy enfermo…

El muchacho reunió ambas manos en elpomo del revólver; también él se estabaimpacientando:

—Los viejos no cuidan niños—sentenció—, solo los matan.

Este atisbo de determinación en el jovenhizo que el anciano se creyera ya perdido. Sucuerpo esquelético se sacudió convulsamentepor un acceso de tos y una burbuja de sangrele reventó en los labios al intentar aclarar:

—Es que esta niña es mi…

Pero no pudo concluir la frase. En esepreciso momento, y de modo inesperado, ungrito providencial llegó en su auxilio:

—¡Padre!

Entonces todas las miradas seencauzaron hacia el sitio de donde parecíaprovenir la voz, y allí fue que la vieron. Corríaagitando un brazo en alto, en dirección algrupo, y podía advertirse en el rostro y actitudde la joven una gran desesperación. Sumaríaunos trece años todo lo más, como no tardó elmayor de los chiquillos en constatar; era unacriatura que, bajo los cabellos de oro queflameaban al viento, resplandecía como un solen aquel escenario nebuloso y funerario. Uncapullo de mujer todavía, sí; pero que yacomenzaba a abrir sus fragantes y exquisitospétalos. Y al verla, de súbito, el muchacho bajóel revólver en un gesto involuntario, como siaquel mismo que a punto estaba de cosecharmuerte se sintiera rendido ante tal explosiónde vitalidad.

—Es mi hija —completó sofocado elanciano la frase que había dejadointerrumpida momentos antes.

Y apenas decir esto, se estrechaba ya lajoven contra él, en un abrazo conmovedor.

—¿Qué haces aquí, pequeña? Te dije queaguardaras en el refugio hasta que volviese.

Pero ella, sin poder apartar los ojos delrevólver que empuñaba todavía el mayor delos muchachos:

—Lo sé, padre, lo sé; pero no pude evitar

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seguirte. Tuve un mal presentimiento. Y túsabes que mis presentimientos rara vez seequivocan.

El anciano no pudo regañarla;definitivamente en esa niña, como en todas lasniñas, había algo de sibilino; y así, con una desus manos ásperas, en un gesto tierno, secó laslágrimas que brotaban abundantes bajo ladorada cabellera. Luego, dirigiéndose a loschicos:

—¿Comprenden? Por eso los estabasiguiendo. Hace ya tiempo que estoy enfermo,muy enfermo, y temo lo que pueda ser de miquerida hija cuando yo…

—¡Ni lo pienses, padre! Ni lo pienses.

El anciano se contuvo en una miradaindulgente. Por un momento hasta el vientopareció hacerse eco de su silencio. Las piedrasresecas de polvo semejaron enmudecertambién y bajo aquel cielo agreste todo fuesosiego. Tras una breve pausa:

—Vivimos aquí cerca —indicó elanciano—, en un refugio que yo mismoconstruí antes de que cayera la lluvia deceniza. Si aceptasen acompañarnos y recibirnuestra hospitalidad, les aseguro que allíestarían a salvo y comerían bien… Estoyhartamente abastecido. Además… prontocaerá el último sol y no necesito decirles lopeligroso que resultaría para ustedes andar aldescubierto.

Las palabras sonaron a oídos del quehabía sido llamado “Ángel” por su compañero,casi inaudibles. Desde el arribo de lamuchacha, no había podido quitar los ojos deella. Nunca había visto nada semejante. Nuncacreyó que pudiesen existir criaturas similares.Sentía fluir su sangre de un modo acelerado altiempo que constataba que su cerebro caía enuna dulce languidez. Y todas estas sensacioneseran nuevas para él. De hecho, sus sentidos sevieron de pronto asaltados por sabores,aromas y tibiezas indecibles, tan gustosascomo punzantes. En cuanto al pequeño, todossus temores y deseos homicidas se habíandisipado apenas oír hablar de “comida”. Sí, fueel corazón y el estómago los que movieron auno y a otro, respectivamente, a aceptaraquella inesperada invitación. Quizás setratase de una imprudencia de su parte.“Confiar en un viejo”: nunca lo habían hechocon anterioridad, y acaso por ello mismo

continuaban vivos. Sí, quizás estaban a puntode cometer un gran error… El peligro estabalatente en el aire todavía. Pero qué noresultaba peligroso en un mundo donde todoestaba sometido a continua amenaza.

Caminaron en silencio, respetando ellento andar del anciano, por ese desiertopedregoso y gris, barrido de continuo por unviento helado que gastaba las pieles yestremecían los huesos, hecho de polvo acre yde cenizosa muerte. Cada tanto algún resto dela extinta civilización emergía a ambos ladosdel trayecto. Algún automóvil tumbado,mordido por la herrumbre, despojado de todapieza útil. Algún fragmento de carreteradesusada e inservible. Alguna ruinosa viviendaque, cual un fantasma de cemento emergidode su tumba de ceniza, contemplaba al grupoinsensiblemente al través de sus ventanas sincristales. Todo ello eran los restos fósiles deuna civilización devastada. La ceniza tóxica,caída desde el cielo años atrás, como unpolvillo venenoso, casi había sepultado hastael último vestigio de lo vivo y lo no vivo. Soloquedaban sobrevivientes, merossobrevivientes, cuya única expectativa eraatravesar cada jornada como mejor pudieran.La marcha se prolongó durante poco más deuna hora, hasta que cercanos a las ruinas de loque semejaba haber sido en otros tiemposuna morada:

—Allí —señaló el viejo, con el brazoextendido—. Allí, bajo esos escombros, está elrefugio.

Piedra sobre piedra, ceniza sobre cenizay un viento áspero arrancando postrerosgemidos a lo ya extinto. Tal era el invariablepaisaje de ese mundo miserable. La tierraparecía una carcasa vacía que de la vida soloatesoraba la reliquia del músculo vencido.

Cuando llegaron al sitio que habíaseñalado el anciano, el sol era ya una llagamuerta al límite de un cielo enfermo, y bajo lassombras que reptaban por el suelo el díacomenzaba a diluirse en otro ayer sinmemoria. Entonces, la silueta barbada seinclinó con dificultad sobre sus débilespiernas; tanteó a gatas la cobertura dedeshechos y pedruscos diseminadoscaprichosamente a sus pies, y luego,atenazando con sus dos manos una granargolla de hierro, a la que las últimas luces

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quitaron acerados destellos, tiró con todas susfuerzas de ella.

Ante la suspensa mirada de losmuchachos, un gran hoyo negro bostezó bajolas primeras estrellas; fue como la revelaciónde un secreto celosamente guardado en loprofundo de la tierra. El socavón tenía el justodiámetro para el paso cómodo de una personapor vez, aunque su desembocadura se hacíainsondable por mucho que se aguzara la vista.

—Abajo está nuestro mundo —indicó elanciano—. Es un mundo subterráneo pero queno presenta peor aspecto que el de lasuperficie. Allí, al menos, tendrán techo ycomida por esta noche. Mañana dependerá deustedes.

Los muchachos se miraron con maldisimulado recelo. El mayor, sobre todo, vacilónervioso ante aquel abismo negro abiertosobre el misterio. “Meterse en esa cuevasonaba cuando menos a locura”. Mas en esosus ojos se toparon de nuevo con los de la hijadel anciano, y la joven le sonrió. Fue un gestoapenas perceptible, mas lo suficientementeelocuente como para decidirlo. Acaso unasonrisa como esa bien valiera la bajada a aquelextraño submundo, aun cuando se tratase delmismísimo infierno.

De uno en uno, pues, fuerondeslizándose, con sumo sigilo, a través de unaescalera adherida al bloque de cemento querecubría la excavación. Todas las respiracionesse hicieron una única respiración dentro delestrecho conducto mientras duraba eldescenso. Hacia el fondo, un amarillo ojo deluz parpadeaba débilmente. Los jadeos fueronmultiplicándose a lo largo del pasadizo tubularde modo ininterrumpido, hasta que, salvado elúltimo peldaño, algo sofocados, losmuchachos se encontraron a su turno enmedio de una sala lo bastante amplia yconfortable como para inspirar sensacionesplacenteras. Sin embargo, tuvieron quetranscurrir unos cuantos segundos para queambos acostumbraran los ojos a la luz despuésde atravesar el tenebroso socavón. Cuando asílo hicieron, lo primero que hirió su curiosidadfue comprobar que, a todos los lados, desde elsuelo hasta la abovedada techumbre, losmuros del habitáculo estaban cubiertos porrepisas abarrotadas de latas de conservadispuestas con orden en sus estantes. La visión

fue como asomarse al paraíso. Había allí, enefecto, suficiente comida como paraalimentarlos durante varios años, y “variosaños” era una medida de tiempo eterna enaquel mundo donde se vivía bajo continuoapremio. Los chiquillos no pudieron evitarpensar en esto mientras contemplaban lamultitud de latas con avidez. El viejo no loshabía engañado. El insólito escondrijo, que seperdía hacia un extremo lateral en una suertede galería penumbrosa, no sólo estaba bienprovisto, sino amueblado con todo lonecesario para hacer la vida confortable. Era,de hecho, lo más parecido al hogar que hacíamucho tiempo habían dejado atrás. En lo altodel techo, solitarias, tres bombillas de medianotamaño tejían la tenue atmósfera que losenvolvía con su agradable telaraña de luz.

Al reparar en esto último, Ángelpreguntó al anciano:

—¿Cómo obtienes la electricidad?

—Mediante aquella bicicleta fija quepuedes ver en el rincón.

El mayor de los chiquillos recordaba loque era una bicicleta y la excitante sensaciónde ir cortando el viento montado en ella. Sinembargo, ese trasto que tenía ante sus ojos, nose parecía mucho al objeto evocado.Advirtiendo la desconfianza de ambosjóvenes:

—No es una bicicleta de paseo, si es esolo que los desconcierta —precisó el anciano,con acento bonachón—. Se trata en verdad deun dispositivo ideado con otra finalidad. Elaparato posee un generador que permite,gracias al movimiento del pedal, almacenarenergía dentro de una batería. Se oyecomplejo pero es bien sencillo, y además unrecurso bastante primitivo. Tan solo una horade pedaleo por la mañana y mi hija y yotenemos luz durante varios días. Y si bien escierto que la bicicleta no nos lleva a ningunaparte en sentido estricto, basta a veces cerrarlos ojos, cuando uno está montado en ella,para dejarse llevar, si no por las ruedas, almenos por la imaginación.

Ángel se quedó contemplando elartefacto boquiabierto. Nunca hubieraimaginado que pudiesen darse tales prodigios.“Una bicicleta que generaba luz”. El menor, sinembargo, no estaba tan interesado enartefactos milagrosos como en las muchas

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latas de conserva que exhibían las estanterías,y que devoraba ya con la mirada. Ello sí que sele figuraba todo un prodigio.

Al reparar en esto, el anciano sonrió:

—Tomen asiento, muchachos. Debenestar cansados y hambrientos. Les prepararéalgo de comer y después, con mejordisposición de ánimo, podremos conversar.

Los chicos no se lo hicieron repetir.Llevaban casi un día de marcha inútil en buscade raíces comestibles y estaban extenuados.No obstante, en Ángel los sentidoscontinuaban alertas, y cada tanto, parasentirse más tranquilo, palpaba el frío revólverque llevaba al cinto.

También la hija del anciano tomó sitio enla mesa junto a ellos. Se llamaba “Clara”, segúnla había presentado el padre, y Ángel no podíaevitar que sus ojos recayesen una y otra vezsobre los de ella. Tenía la joven unos labiosturgentes y encarnados y las mejillas eran delcolor de aquellos amaneceres previos a laceniza. Chispeaban en su mirada destelloscapaces de iluminarlo todo, como si dentro deesas radiosas cuencas hubieran quedadoatrapados pequeños fragmentos de los viejossoles. Además, no estaba sucia como todo enese mundo mugroso y hediento, y susvestidos, aunque remendados muchas veces,estaban lejos de semejar andrajos. Cuanto másla contemplaba de reojo, más descubría Ángelsentimientos nuevos y extraños. Unaconfusión de impresiones y agitacionesintestinas lo sacudían. ¿Qué era ello? No podíasaberlo. La muchacha no solo se veía diferente;olía distinto y su olor lo atontaba con dulzura.Imposible decidir si todas esas sensaciones leagradaban o mortificaban; solo sabía una cosa:que era imposible reprimirlas o ignorarlas. Encuanto a Clara, conforme a su naturalfemenino, sabía hacerse observar a capricho, y,sin que nadie lo notase, observar a su vez adiscreción.

Cuando el anciano apareció con unacazuela humeante que olía a mil maravillas, aambos muchachos se les salieron los ojos delas órbitas. Por un momento, Ángel se olvidóde Clara y de su revólver; se sintiótransportado a los días de su niñez cuandoesos festines culinarios no eran raros. Y bastósolo que el dueño de casa apoyara la cazuelaen el centro de la mesa para que los famélicos

chicos se lanzaran sobre el alimento sinreservas. Era el instinto que se desatabaincontenible.

A poco de verlos llevarse a la boca, contal avidez, un bocado tras otro, Clara miró a supadre admirada, y éste respondió sonriéndolecon complicidad. Esos comensales estaban enverdad hambrientos, no cabía duda;difícilmente recordaban lo que era comer deveras, y de fijo que si se hubiera podidoindagar bajo sus andrajosas ropas, se habríadescubierto un trazado de huesos fácilmentevisible al través de las delgadas carnaduras. Sí,el anciano sonrió a su hija con indulgencia yles dejó hacer a los chicos complacido. Nopondría ninguna objeción a aquel apetito defieras. Poco le importaba que en una nocheellos dieran cuenta de lo que a su hija y a élpodría haber alimentado durante variasjornadas. Precisaba ganarse la confianza deambos. Tenía sus planes al respecto. Y conocíaque a los niños se los conquista por elestómago antes que por cualquier otra cosa.Claro que Ángel no era ya un niño, sino todoun adolescente, y, acaso, en algún aspecto,incluso un hombre; pero para ganarse lavoluntad de éste último disponía de unrecurso con mucho más poderoso que unabuena cena, a saber: la bellísima Clara. ¿Era porello que contemplaba con satisfacción lasprofusas miradas que, entre bocado y bocado,lanzaba Ángel a su hija?

Tan pronto como los muchachos dieroncuenta del banquete, sin dejar una sola migajaen el plato, la conversación se inició. Esta vez letocó a Clara traer, desde la improvisada cocina,la jarra con el café. El pequeño nunca habíaoído hablar de tal brebaje, y, receloso ante suoscura coloración, lo olisqueó un buen ratopor sobre la taza en que se lo sirvieron. Ellohasta ver que Ángel bebía de la suya condeleite.

—Hacía tiempo que no veía comer contamaño apetito —les dijo el anciano con unasonrisa apenas insinuada bajo la espesa barba.

—Hacía tiempo que no comíamos así—replicó Ángel—. ¿Cómo es que cuentan contanta provisión de alimento?

—Supe ser precavido. Eso es todo. Laceniza, que al mundo tomó por sorpresa, nofue tan sorpresiva sin embargo. Su amenazahabía estado latente durante muchas décadas,

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solo que nadie quiso oír las advertencias. Unhombre puede mostrarse sabio a veces; lahumanidad, casi nunca.

—He oído algunas historias al respecto;me refiero a los motivos que ocasionaron lalluvia de ceniza. Pero nunca logré sacar nadaen limpio.

—¿Y qué has oído?

—Un poco lo que mi padre me contóantes de morir, y otro poco también lo que losadultos me confiaron antes de que soloquedásemos niños en nuestro grupo desobrevivientes. Según parece los hombresfueron los responsables de la hecatombe. Loshombres y sus máquinas.

—Pues créeme que entonces sabes todocuanto hay que saber.

—Pero no logro entenderlo. ¿Por qué loshombres ocasionarían su propia destrucción?

El anciano tosió. Esta vez no hubo sangreen los labios, sin embargo en el rostrohuesudo pareció profundizarse el cansancio:

—Esa es una buena pregunta muchacho,para la cual lamento tampoco tener unarespuesta. No hay mayor enigma en lanaturaleza humana que el que acabas deplantear. Digamos, tan solo para intentar echaralguna luz sobre incógnita tan esquiva, que laindiscriminada explotación del planeta amanos del hombre y su máquina, realizada aescala global, ofrecía, a la par queconsecuencias nefastas, ventajas muyprovechosas. Al menos en un principio. Ypuesto que las ventajas eran inmediatas y lasconsecuencias se sabía habrían de pagarse alargo plazo, se priorizó el presente y sesubestimó el futuro. Después de todo, los quese aprovechaban de la explotación y el saqueode los recursos naturales del planeta no eranlos que deberían asumir el costo postrero, sinosus descendientes.

—O sea nosotros.

—En efecto, muchacho. O sea ustedes.

Se hizo un grave silencio en lahabitación. El mundo, aun en sus miserias,resultaba difícil de comprender. Ángelacababa de hartarse de comida y habíasentido una maravillosa sensación al hacerlo;una voluptuosidad rayana en el delirio. Quizásvaliera la pena destruir un mundo para gozar

de placeres similares. Sí, acaso esa fuera larespuesta. Tal vez él habría hecho lo mismoque sus antepasados con tal de atiborrarsecomo esa noche. No obstante, quedaba algoque no podía comprender. De hecho, algo quenunca había comprendido pese a ser lacaracterística más perentoria de ese mundo deceniza.

—Pero… ¿por qué entonces los ancianosnos matan? ¿De qué nos culpan? Somosnosotros, los “descendientes”, tal como acabasde llamarnos, los que debiéramos odiarlos aellos y pedirles cuentas por hacernos pagar elprecio de sus muchas glotonerías.

El rostro del anciano se puso serioentonces, y bajo las espesas cejas parpadearonlos ojos con fatiga. De hecho, parecían estarapagándose, como si un telón de negrura seestuviese descolgando pesadamente sobreesa mirada que comenzaba ya a presenciar losúltimos actos de una larga existencia.Contempló al muchacho unos momentos aún,desde el fondo de esa obscuridad… Y luego:

—Creo que esa es una pregunta que sípuedo contestar, Ángel, aunque se trate la míade una triste respuesta. Los ancianos no venen los niños sino a ellos mismos. Expían susculpas en ustedes. Se saben malditos porhaber traído la desgracia sobre el planeta yquieren acabar con el mal desde su simiente,antes de que esta humanidad diezmadarecupere fuerzas y torne a su destructiva labor.Ustedes son la simiente; ustedes son, paraellos, la semilla del mal. Los ancianos quierenacabar sus días seguros de haber expiado suserrores. Y mientras haya un niño con vida eneste mundo no tendrán paz. ¿Entiendes? Hantomado la resolución de liberar al planeta delque ellos consideran su peor enemigo, lamayor de sus plagas: el hombre.

—¿Y tú?

El añoso barbado había previsto lapregunta antes de oírla:

—Yo… no puedo culparlos…Comprendo sus temores y entiendo susrazones. Mirado desde la óptica de losancianos, su locura homicida no parece tal.

—La óptica de un anciano como tú.

—Sí, es cierto… Yo soy uno de ellos…Solo que…

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Se detuvo para echar un vistazo a Clara.Sentada en su silla, ella se hallaba ya dormida,con los codos apoyados sobre la mesa y elóvalo del rostro descansando entre sus manos.Dormía Clara un sueño de cristal, y se la veíatan frágil en su sueño y tan maravillosa en suabandono…

—Yo la tengo a ella —redondeó elanciano tras este breve intervalo, sin desviarun momento la mirada puesta en su hija—. Yola tengo a ella y me basta contemplarla paraver las cosas de un modo muy distinto.Cuando nació mi niña ya estaba yo en unaedad en que poco se espera recibir de la vida,tanto menos un hijo. De pronto todo mimundo quedó reducido a sus infantilesmonerías. Era el bebé más hermoso que puedauno imaginarse. Fue por mi Clara que planeé ehice realidad este reducto. Me llamaron “loco”en su momento; pero yo no desistí en miempeño, y ya ves que los locos eran ellos, losque desoían los signos de alarma que daba elplaneta, aunque yo tenga mi parte en la locuratambién. Ignoro el extraño motivo por el cualla ceniza únicamente afectó a jóvenes yadultos. Mi esposa, la madre de Clara, perecióbajo la primera oleada. Tan solo los viejos y losniños se mostraron invulnerables a su letaltoxicidad, como si la ceniza solo respetara lavida en sus extremos. Aunque tal vez solo setrate de una ralentización en el proceso; quizástodos terminemos cayendo a nuestro turnoestrangulados por la ceniza; puede que en losniños y los ancianos la evolución del mal sedesarrolle con mayor lentitud, aunque no porello con menor inexorabilidad. ¡Quién sabe!Solo el tiempo tiene la respuesta a estascuestiones. En mi caso particular, hace ya másde un año que estoy muy enfermo, y misenergías menguan con cada jornada. No sé siserá la ceniza o la edad; pero de todos modos,yo quiero que mi Clara viva. Aun en estemundo condenado y miserable, sujeto a tantalocura y horror, aun cuando la existencia de laespecie humana resulte un marcadodespropósito y se vea amenazada a cadamomento, aun así quiero que mi Clara viva…Sí, esto es lo que me distingue de los ancianos.Entiendo sus temores y razones; pero mi amorpor Clara es más fuerte que el gusanillo delremordimiento, más poderoso que todoescrúpulo y toda prevención. ¡Clara debe vivir!No existe imperativo superior a éste. No paramí. Por ello, cuando esta tarde, mientras me

encontraba husmeando los alrededores delrefugio en busca de alguna huella sospechosa,cual suelo hacer a diario (ya que los recaudosnunca están de más), apenas avistarlos austedes dos a lo lejos tuve de inmediato laidea. Hacía mucho que no veía niños por loscontornos. Llegué a temer incluso que ya nolos hubiera, ni aquí ni en ninguna otra parte.Temí, sí, que no quedasen ya más niños sobrela tierra… Muchas veces palidecí de horrorante esta fúnebre perspectiva. Pues las batidasde ancianos cada vez son más minuciosas yenconadas. Ellos siempre marchan en grupo yvan muy bien armados. No obstante, hacealgún tiempo que no escucho detonaciones nigritos ni jaleos. Como si ya no existiera nadiepara oponerles resistencia o para servirles depresa. De aquí mis temores, y de aquí que,apenas verlos hoy, se me ocurriera pensar:“Esos niños, que ya marchan como hombres,quizás puedan cuidar de mi Clara cuando yono esté”. Y de inmediato salí tras de ustedes.Solo que necesitaba observarlos de cerca,estudiar su comportamiento y disposición deánimo. Por ello los seguí con cautela, evitandoser descubierto… Lo demás ya tú lo sabes.

Ángel, que había escuchado muyatentamente esta relación, dirigió una miradainstintiva hacia Clara apenas callar el anciano.Con las mejillas apretadas entre las palmas desus manos, ella seguía dormitando al borde dela mesa, sumida en su sueño de cristal.También el pequeño dormía, reclinado sobreel respaldo de su silla, emitiendo cada tantoun largo respiro. Ambos componían una deesas escenas familiares antiguas, tan típicas enaquel mundo previo a la ceniza, como si nofuera cierto que arriba, en la superficie, todoestaba muerto o descompuesto.

—Yo cuidaré de tu hija —dijo al cabo elmuchacho, en tono grave y apoyando surevólver sobre la mesa—. Yo la cuidaré de losancianos.

El viejo no pudo evitar sonreírse para símismo ante ese gesto casi teatral. Noobstante, sabía que Ángel hablaba muy enserio y que era bien capaz de cumplir loprometido, y ante esta halagüeña certeza elsemblante del padre recuperó un poco delcolor perdido.

—Aquí tendrán todo lo necesario paravivir durante un largo tiempo —reanudó

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luego—, y acaso para entonces ya no quedeen el mundo de arriba un solo anciano. Si tal esel caso, podrán volver a asomarse a la luz delsol y edificar un nuevo hogar sobre la tierra…Quizás para esos días hasta la toxicidad de laceniza haya menguado… Sí, es muyprobable… Muy probable…

Suspiró… y se hizo un silencio… Por unmomento el anciano quedó solo y aislado enuna grieta de mutismo trazada en torno a supersona, con los ojos abiertos hacia el fondode su ser. Tantas palabras, tantas emociones,tantos planes lucubrados lo habían dejado enun estado de ensoñación. Permaneció enidéntica postura un buen rato todavía,sumergido en sus propias reflexiones, ajeno atodo estímulo exterior. Cuando despertó de suensimismamiento y quiso volver a abrir laboca, ansioso ya por poner al tanto almuchacho sobre los mecanismos del refugio,sobre los medios de los cuales se valía él paraobtener agua, mantener caldeada laatmósfera, conservar medianamenterespirable el oxígeno; cayó en la cuenta de quetambién Ángel había cedido al sueño.

Se sonrió para sí mismo al constatarlo.Casi había olvidado, mientras hablaban, queaquel muchacho aguerrido no dejaba de sertodavía un niño. Los contempló a los tres unosmomentos, maravillado ante la escena. En esapostura de durmientes semejaban todos ellospequeños ángeles inofensivos… Solo que…¿lo eran, en verdad? No pudo evitarpreguntarse esto mismo en esa hora. ¿Estabahaciendo lo correcto? Al fin y al cabo, esos tresniños eran también las semillas del hombre.¿Valía la pena salvar a través de ellos a lahumanidad? No podía saberlo ni tampoco lodeseaba averiguar. Sus únicos pensamientoseran para Clara y el mañana era un misterioindesvelable. Ni siquiera los ancianos podíanechar luz sobre tal misterio, ni siquiera ellos.Aun cuando se tratase del mañana de unacriatura tan previsible como el hombre, nadiepodía decir nada de cierto. Y sin embargo, algoen lo profundo de su ser, como una vozsurgida de sus entrañas, le decía que no habíaotro destino para la humanidad que propiciarsu propia destrucción; que todos los caminosla conducirían siempre a un mismo y crueldesenlace; que todo estaba llamado a acabaren la ceniza; y que, por tanto, todo esfuerzoera vano, que nada tenía sentido.

“Sí”, pensó a su pesar, “tal vez misesfuerzos sean inútiles… Tal vez incluso estéhaciendo un daño más que un bien… Talvez…”.

Pero en eso Clara abrió los ojos; esos ojossuyos tan vivos en los cuales parecían ardertantas hogueras. La muchacha contempló unmomento a su padre, algo extrañada por lasituación, y luego… simplemente le sonrió.Entonces las hogueras de sus ojos chispearoncon viveza y el anciano casi que pudo sentir elcalor, el vivificante calor de sus llamas.

“Quién sabe”, volvió a repetirse para símismo. “Acaso estas llamas sean la respuesta ala ceniza… del mismo modo que la ceniza esla respuesta a la llama. Acaso todo debaconsumirse una y otra vez para renacer una ymil veces más, y no haya más lógica que ésta.Sí, puede que no existan inocentes niculpables, que la llama y la ceniza sean laúnica verdad, la sola lógica, la eternarespuesta”.

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PerseguidosMarc Barrio Vil legas

Ochoa corrió por un túnel que noconocía el sol. Los aullidos de los zombisresonaban en la garganta de hormigón comoun canto gregoriano en una iglesia; mordían elaire, ciegos por la falta de luz, guiados por elchapoteo en los charcos de sangre y vísceras.El aire del túnel, estancado durante años por lafalta de ventilación, había absorbido el aromade quilos y quilos de carne endescomposición. Esas paredes de techoabovedado habían olvidado el sabor de lapulcritud o el canto de la brisa. Ochoa tenía elcuello rígido allí donde un zombi le habíamordido el día anterior. La herida no tardó encurarse y dejar una cicatriz azul en la que sedistinguían a la perfección los dientes de suagresor. Habría preferido la muerte.

Las piernas palpitaban impulsadas porun corazón desbocado. Allí abajo era difícilrespirar y orientarse, no sabía cuán lejosestaba la salida. Corría con los brazos pordelante, apartando todo lo que se interponíaen su camino, sacando fuerzas de donde nolas tenía a cada zancada que daba. Cada vezque bajaba el ritmo los pasos de susperseguidores se hacían audibles a su espalda.Oía sus pies en los charcos, sus palos en loscráneos, sus gritos en las paredes.

Ochoa apartó un zombi que se cruzó ensu camino y se estampó contra otro. Los doscayeron en un charco sanguinolento. Ochoatenía la cabeza sobre el viscoso pecho del nomuerto. El zombi agitó los brazos como unescarabajo panza arriba y olfateó a Ochoa sinidentificarle como una presa. El hombre seincorporó tan rápido como pudo y pasó porencima del zombi. Los pies le resbalaron por lavía del metro; avanzó impulsándose conbrazos y piernas hasta erguirse por completo.Escuchaba a sus perseguidores cada vez máscerca, sus risas, sus golpes, sus pasos.

Algo le cogió del tobillo, detuvo sucarrera en seco y lo zarandeó como unmuñeco de trapo. El estómago se le subió a lagarganta y sus brazos colgaron sobre su

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cabeza. Al colgar del techo en la más absolutaoscuridad, comprendió que había caído enuno de los lazos trampa. Los aullidos, laszancadas y lo golpes de sus perseguidores seconvirtieron en un murmullo que llegóacompañado de agitadas respiraciones. Loschapoteos le rodearon y de las tinieblas surgióuna lluvia de palos que no remitió ni siquieracuando quedó inconsciente.

***

—Las vacantes se adjudicarán a aquellosque sean los primeros en llegar y superen elexamen médico —la voz sonaba mecánica. Eraun mensaje grabado, emitido en un bucle porla radio—. Se han establecido treinta vacantesen el refugio de Nueva Barcelona. Las vacantesse adjudicarán a aquellos que sean losprimeros en llegar y superen el examenmédico.

El mensaje caló en cada refugio de lavieja ciudad condal. Diecisiete años habíanpasado desde el día de la primera infección. Lacivilización quedó reducida a refugiosdesperdigados por todo el globo. Aquelloscontrolados por los antiguos gobiernos eranlos más parecidos a la civilización extinta. Trassus muros aún había medicinas, industria,democracia, economía y todos los buenosvalores del pasado. No obstante en ellos nohabía espacio para todos los supervivientes ylos rechazados vivían en las ruinas de lacivilización. Sobrevivían en refugios que, en elmejor de los casos, eran madrigueras.

El refugio de Nueva Barcelona era uno delos lugares donde se conservaba la sociedadcivilizada y el anuncio de vacantes entre susmuros cayó en los demás refugios comoazúcar en un hormiguero. Por toda la ciudadaquellos que anhelaban volver a una vida mássencilla y segura salieron de sus escondites; debarcos varados, de edificios de oficinas, demonumentos históricos, de estaciones demetro, de las alcantarillas. Salieron y volaronpor la ciudad como perdices tras el primerdisparo.

Eva y Pablo salieron de unos escaparates.Ella era una anciana, coja de una pierna, conpelo grisáceo y pobre; vivió años en el mundoanterior y soñaba con volver al pasado. Él eraun muchacho de pelo negro rasurado y la pielbronceada; creció en el interior de un refugiorodeado de manos muertas; el tiempo en que

todas las amenazas estaban vivas le resultabalejano, confuso, como un breve sueño queprecedió a la realidad de muertoshambrientos. Ambos abandonaron RefugioDiagonal queriendo llegar a Nueva Barcelona.Ella armada con una lanza y él con un hacha;ambos con mochilas donde cargaban unospocos alimentos.

Salieron del refugio y caminaron por lacarretera, a un lado la playa se fundía con unmar tranquilo, abandonado por los bañistas.En la luz del amanecer el horizonte sedifuminaba en ascuas y turquesas. Al otro ladola ciudad se extendía más allá de la vista. Losedificios amenazaban con caerse tras años desaqueos y abandonos, la yedra trepaba por lasfachadas y las ventanas, escaparates yporterías eran bocas desdentadas. Las callesestaban desquebrajadas por la vegetación quese abrió paso gracias a la sangre que la regó.

Anduvieron con precaución, entre loscuerpos que servían de alimento a gaviotasinmutables, alejados de las bocas de losedificios, por mitad de las calles, girándose acada paso para vigilar la retaguardia.

—Tener siempre una vía de escape—Uno de los dogmas del Refugio Diagonal,Eva lo repetía como un rezo.

El viento aullaba acrecentado por loshuecos edificios que se comportaban como untrombón a su paso. A medida que Eva y Pablose adentraban en la ciudad la brisa marinadesaparecía en pos de las moscas y ladescomposición. El sol estaba cada vez másalto y proyectaba las sombras de los edificioscomo mantos negros sobre las calles.

Cruzaron varias manzanas antes deencontrar los primeros zombis. Eran tres,estaban quietos y en pie. Esperando ve a saberqué en la calma de la ciudad.

—Un zombi muerto es unapreocupación menos —murmuró Pablo, otrodogma de Refugio Diagonal.

Empuñó su hacha y se acercó con pasosque apenas rozaron el asfalto. El primer zombise giró a tiempo para que la hoja se leincrustara en la frente. Se desplomóarrastrando el hacha clavada en su cráneo. Elruido que hizo alertó a los otros dos que segiraron y avanzaron hacía Pablo con pasoserráticos. El chico se agazapó nervioso, las

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manos trémulas, intentaba arrancar su armade la cabeza del difunto, pero era incapaz.Ambos zombis abrieron las bocas en ungemido hambriento, cada vez más cerca de supresa. Eva retrocedió asustada, mirandoconstantemente atrás.

—Tener siempre una vía de escape. Tenersiempre una vía de escape. Tener siempre unavía de escape.

Los zombis ya estaban sobre Pablocuando liberó su arma, trazó un arco frente a ély derribó al segundo de un golpe en la sien.Pablo retrocedió, aún armado, el tercer zombitropezó con el cuerpo del segundo y cayó alsuelo, a los pies de Pablo. El muchacho semovió por puro instinto y lanzó un golpedescendente partiendo la tercera cabeza endos.

Contempló los tres cuerpos inertes en elsuelo, le temblaban las piernas y el corazón leagitaba los brazos en violentas sacudidas. Evase acercó con la cojera incrementada por elmiedo, observó el entorno como un cervatilloobserva la maleza.

—¿El Nueva Barcelona está muy lejos?—dijo Pablo.

—Al otro lado de la ciudad —respondióla anciana señalando calle arriba, allí donde lostejados de los edificios eran superados por elverde en la cima de las montañas.

Pararon un momento para reponer elaliento y un siseo les abordó. Empuñaron susarmas. Eva miró los alrededores, Pablo escuchóel viento aullando, las moscas zumbando enlos cadáveres y el siseo. Supo que venía de unade las porterías que les rodeaban.

—Un zombi muerto es unapreocupación menos —dijo yendo a la fuentedel sonido.

Eva le siguió rezagada, escudriñando losalrededores con la lanza trémula apuntando ala nada.

—Tener siempre una vía de escape—decía.

Pablo llegó a la portería, la puerta habíadesaparecido y dentro las paredes y el sueloestaban ennegrecidos por un viejo incendio.En mitad de la portería había un cuerpoensangrentado, sus extremidades trazabanángulos imposibles y de su torso brotaban

lanzas y saetas. Era una mujer joven querespiraba con dificultad, miró a Pablo congrandes ojos verdes cuando entró en laportería. Pablo contempló su rostro precioso,cubierto de sangre seca y cicatrices azules. Elpecho de la mujer bombeaba con dificultad;arriba, abajo, arriba, abajo; las saetas y lanzasde su torso oscilaban con el ritmo de larespiración. Eva llegó a su lado y al ver la mujerapartó a Pablo y apuntó su lanza contra ella.

—¿Estás bien? —dijo nerviosa—. ¿Te hatocado?

—¿Qué? No. ¿Qué haces? —Pablo quisoacercarse a la mujer, pero Eva le cogió delbrazo—. Está herida.

—Déjala, es un zombi.

—No lo es.

—Tú no lo recuerdas —dijo Evamirándole a los ojos—. Ellos surgieron con lainfección, como los zombis.

—¿Ellos?

—Los costrázules —Eva señaló a lamujer con la lanza—. Son inmunes a loszombis, pero son infecciosos.

Pablo retrocedió asustado y miró lamujer en el suelo.

—Cuando todo empezó los persiguierony quemaron con el resto de cuerpos infectados—Eva retrocedió y arrastró a Pablo con ella—.Déjala, tenemos que seguir.

Pablo le dio la espalda a la mujer y juntoa Eva abandonó la portería. Apenas se habíanalejado cuando volvió a escuchar aquel siseo.

—Aaaa…yuuu…aaaa.

Caminaron.

—Aaaa…yuuu…aaaa.

No se detuvieron.

—Aaaa…yuuu…aaaa.

Y el siseo se desvaneció.

Caminaron tan concentrados en seguir elcamino que por un momento olvidaron dóndeestaban y dónde iban.

Los edificios les vigilaban con ojosnegros. “No queda nada”, “Cuidado zombis”,“No hay salida”; decían las pintadas en lasfachadas de las tiendas. En los cruces loscoches destartalados yacían amontonados en

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desastrosas barricadas que impedían tomardesvíos. Pablo y Eva avanzaban en la direccióncorrecta, pero sin poder elegir la ruta, comocorderos al matadero.

—Mira —La anciana se detuvo y miróatrás.

Pablo la imitó y juntos contemplaron ladecena de zombis que les seguían a muchadistancia con paso lento y constante. Sedespertaban con el sonido de las zancadas,con el jaleo de las presas, con el olor de lacarne y se unían a la persecución. Salían de losportales abandonados, de las tiendassaqueadas, se levantaban del suelo tras unanube de gaviotas.

—Tener siempre una vía de escape.

Eva empuñó su arma, pero Pablo le cogiódel brazo y le obligó a dar la espalda a loszombis.

—Nuestra vía de escape es NuevaBarcelona —dijo señalando más allá de losedificios.

Anduvieron deprisa, ganando terreno asus perseguidores. Eva arrastraba la pierna, sinpensar en las consecuencias de un tropiezo,sintiendo cada paso como un mordisco en elmuslo. Los edificios eran cada vez más altos yellos más y más insignificantes. Cruzaron juntoa un autobús estrellado en una fachada ysalieron a una plaza en la que los zombis sesucedían como árboles en un bosque, todosmirando al infinito, chocando unos con otroscomo ramas descerebradas. Palomas ygaviotas los picoteaban en un banquete sinfin. Eva giró, con el rostro desencajado por elpánico, y corrió a la pata coja deshaciendo elcamino. Había olvidado qué había detrás.

—¡No lo conseguiremos! —gritó—. Esimposible.

Los gritos cayeron en la plaza como unaroca en un estanque, las ondas agitaron lasuperficie y las cabezas muertas tomaronconciencia de los intrusos. Los zombis semovieron con pasos torpes, volviéndose hacíalos vivos. Un sonido gutural surgió al unísonode un centenar de gargantas y un millar deaves emprendió el vuelo entre graznidos yplumas.

Pablo empuñó el hacha y corrió tras Eva.La anciana le llevaba ventaja y al cruzar junto

al autobús se sumergió en el río de bocaspútridas que les seguía. Pablo se quedó quietoen tierra de nadie. Frente a él, la calle estabarepleta de estómagos vacios, a su espalda laplaza era un hervidero de dientes muertos y alos lados todo eran edificios tapiados. “No haysalida”, decía la pintada de una de las fachadas.

Junto al autobús, Eva clavó la lanza en lafrente de un zombi que cayó desplomado,retrocedió y lanzó otra estocada desesperada.El arma se clavó en un pecho picoteado y elmango se partió. Eva perdió el equilibrio ycayó. Una oleada de bocas la sepultaron y learrancaron la carne y las vísceras sin que losgritos las detuvieran.

Pablo retrocedió al ver como Eva erareducida a una mancha cárnica en el asfalto.Sintió a su espalda el aliento putrefacto yvolvió a girarse, con el hacha extendida, lanzógolpes sin control, retrocedió sitiado por unatormenta de manos ansiosas y bocashambrientas. Lentamente el cerco se cerró entorno a él. Pablo pegó la espalda al autobús,rodeado por más zombis de los que podíacontar. Una infinidad de miradas huecas, unaoleada de gemidos, un manto de carne endescomposición.

Estaban cada vez más cerca. Pablo losmantenía a distancia con el hacha,empujándolos con ella, incapaz de pensar enque debía golpear. Por cada paso que dabanlos pies muertos, Pablo retrocedía dos.Deslizando la espalda por la chapa delautobús, yendo a la fachada; hasta que ésta leimpidió seguir huyendo. El vehículo yacíaempotrado contra una tienda sin dejar espaciopara pasar y el portal estaba tapiado; frente aél, los zombis mantenían un ritmo incesante.Pablo forzó la puerta del autobús y unosdedos viscosos le rozaron la nuca cuando secoló en el vehículo. Cerró la puerta tras él justoa tiempo para que una boca de dientesamarillentos se estrellara contra el cristal.Pablo buscó por dónde seguir huyendo, peroestaba atrapado. La luna delantera estababloqueada por un montón de escombros yalrededor del autobús las manos golpeabanlos cristales; manos ensangrentadas, manospútridas, manos huesudas y muñonescercenados. El autobús se balanceaba comouna barca en una tormenta. Pablo supo queestaba atrapado y se sentó en un asientosabiendo que iba a morir allí.

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***

Los zombis se agolpaban alrededor deun viejo autobús. A sus quejidos y golpesacudían otros no muertos, movidos por lainercia de su lógica de estímulos. Elvagabundo observó la horda desde el otrolado de la plaza. Un pañuelo negro le cubría lamitad derecha de la cara y un poncho de cueroensangrentado el cuerpo. El vagabundoobservó cómo los zombis acecharon yacorralaron a un joven en el autobús. Sinplantearse el porqué, el vagabundo decidiósalvarlo. Cogió su arma, una larga tubería deplomo terminada en codo, y se adentró en lahorda por la retaguardia. Avanzó sin que loszombis advirtieran su presencia; los empujaba,esquivaba y apartaba con la tubería comoquien pasea entre inofensiva maleza. Al llegar,los cristales del autobús estaban agrietados yensangrentados. El aullido de ultratumbahacía temblar el suelo y se alzaba con el aromade los muertos.

El vagabundo blandió la tubería y de ungolpe aplastó la cabeza de un zombi contra lacarrocería; luego apartó a los zombis dealrededor con empujones y patadas y de unnuevo golpe convirtió una ventana en unalluvia de esquirlas. De un elegante salto se colóen el interior del autobús. Pablo le recibió conel hacha en alto. A ojos del vagabundo Pabloera un crio inexperto, un cachorrito que solosobreviviría bajo la custodia de una madrepreocupada.

—Baja eso, chaval. Harás daño a alguien.

Pablo obedeció.

El vagabundo se situó bajo la claraboyade emergencia del techo y la golpeó repetidasveces con la tubería. Los brazos muertosentraron por la ventana rota moviéndosecomo algas arrastradas por la corriente. Laclaraboya cedió mostrando el cielo. Pablo nonecesitó indicaciones, con torpezaelefantiásica se encaramó a la claraboya y salióal techo del autobús. Alrededor el mar demuerte embestía el vehículo con olas demanos sanguinolentas. El vagabundo salió altejado. Pablo tanteó el borde del autobús,mirando la sucesión de cráneos fragmentadosy cabezas podridas, sin ver lugar dónde huir.

—No te distraigas, chico —El vagabundohablaba como si adiestrara un perro. Anduvocon tranquilidad hacía la fachada donde

estaba empotrado el autobús, rompió unaventana del primer piso y se coló en el edificio.

Pablo reaccionó cuando el vagabundoya había desaparecido tras el manto detinieblas. Siguió sus pasos y se adentró en elnegro ojo. El otro lado era un hogarabandonado hacía tiempo.

El vagabundo se movió con naturalidadpor el entorno desconocido seguido de Pablo.Salieron a un pasillo estrecho donde seacumulaba el aroma a podredumbre y elzumbido de los moscardones surgía de cadarincón, y ascendieron sin problemas a laazotea.

Desde la cima se divisaban las ruinas dela ciudad: edificios en decadencia, ríos dezombis ocupando calles abandonadas, lejanosrascacielos convertidos en refugios. Sobreellos estaban las montañas, enfrentadas almar. En sus lomas nacían grandes casas,factorías y edificios de aspecto institucional. Alos pies de las colinas tres gruesas murallasaislaban el refugio de Nueva Barcelona delresto de la ciudad. En cada torreta devigilancia, al igual que en la cima de losedificios más altos, ondeaba la bandera de laONU.

Pablo observó el refugio y lainterminable sucesión de ruinas y calles que loseparaban de él.

—Gracias —dijo.

—No deberías haber salido a la ciudad—El vagabundo caminó con confianza por lacornisa que separaba el tejado del vacío,escudriñó las calles con su ojo.

—Hay plazas en Nueva Barcelona. Yosolo quería… —Pablo se calló, el vagabundoni siquiera le miraba y tampoco estaba segurode qué decir.

—Si quieres ir a Nueva Barcelona hayque ponerse ya en marcha —El vagabundobajó de la cornisa y caminó con calma hacía ellugar donde el tejado lindaba con otroedificio—. El camino parece corto, pero haymuchos obstáculos, hordas en constantemovimiento, saqueadores, murallas, fosos,empalizadas, trampas. No quieres que se tehaga de noche por el camino, así que espabila.

El vagabundo pasó al tejado del edificiocolindante. Pablo corrió tras él sintiéndose

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como un lastre.

—Gracias por ayudarme —dijo—. Mellamo Pablo.

—Qué bien.

***

Descendieron por el edificio colindantehasta una calle desierta. Pablo debía esforzarsepara mantener el ritmo del vagabundo.Siguieron la calle unos metros antes dedesviarse a través de un edificio. Tomaron unasenda a través de tabiques agujereados ypuertas reventadas y salieron a un parquecitode arboles tupidos y caminos que rodeabanun estanque verdoso. La maleza se habíaapoderado de los lindes del camino, losbancos estaban destrozados, en el campo depetanca se congregaban las gaviotas sobre loscadáveres y la hiedra abrazaba el tobogán y loscolumpios. Pablo y el vagabundo tomaron unode los caminos que cruzaba el parque, la gravarechinaba con sus pasos. Tras ellos llevabanuna procesión de no muertos y cuanto másavanzaban más se les unían; se levantaban delos arbustos con el cuerpo lleno de ramas yhojas, y salían de la charca con la piel pútrida ypeces en las cuencas de los ojos.

Salieron del parque y se dirigieron a unaboca de metro. Los pies muertos sonabancontra el asfalto descascarillado y la gravacomo una orquesta de panderetas y maracas.Los viajeros bajaron por las escaleras del metrohasta la reja que separaba el exterior de lastinieblas del subsuelo. El vagabundo abrió lareja sin problemas.

—El metro. Antes lo usábamos paramovernos por toda la ciudad —dijo elvagabundo. Pablo le escuchaba abstraído,hipnotizado por el pesado aire que sedeslizaba desde el interior

—Aquí viven los saqueadores —dijoPablo.

—Sí, lo usan para moverse de formasegura. El metro llega junto a Nueva Barcelonaasí que también lo usaremos.

—¿Hay otra manera?

El vagabundo no respondió. De lo alto delas escaleras llegaron las dentaduras muertas ylas manos hambrientas. Pablo entró primero,le siguió el vagabundo y cerró la reja tras éljusto cuando el primer zombi bajaba rodando

las escaleras. Ambos se sumergieron en laoscuridad camino de los túneles.

***

Pablo siguió a su guía todo lo cerca quepudo, bajó larguísimas escaleras y pasilloshasta llegar donde sentía las vías del metrobajo los pies. Llevaba rato sin poder ver quétenía más allá de la nariz, pero se guiabamanteniendo una mano sobre el hombro delvagabundo. Los pies chapoteaban en unmejunje cálido y viscoso, el eco les devolvíacada uno de sus movimientos y extrañaspresencias acechaban ocultas tras las tinieblas.Escuchaba gargantas que emitían suavessilbidos a su alrededor como fugas de gas. Seoía el ¡CLOCK! de dentaduras afiladas, el rocede cuerpos blandos y el crujir de articulacionesmuertas. Pablo sabía que estaba rodeado dezombis, pero no se detenía. Andaba siguiendoel chapoteo del vagabundo, el sonido de suponcho de cuero oscilando con cadamovimiento y el quejido que emitía cada vezque apartaba un obstáculo de un golpe;siempre cogido a su hombro.

Era difícil avanzar por el suelo irregularsin poder verlo. Había obstáculos duros ytambién blandos, hoyos llenos de caldo ybaches y más baches. Las moscas seacumulaban alrededor de la cabeza,zumbaban en las orejas, tanteando boca ynariz, atraídas por una respiración viva. Pablotropezó con algo y perdió contacto con elhombro; trastabillo en la oscuridad y unáspero tentáculo le atrapó el tobillo y lo lanzócontra el techo. El hacha le cayó cuandoquedó colgado boca abajo, mecido por lainercia de la sacudida.

—¡Ayuda! —dijo, intentó añadir algomás, pero las palabras y el estómago se leacumularon en la garganta. Pasos seacercaron, picaban con furia contra elpavimento irregular. Pablo escuchó unlatigazo, el quejido del vagabundo y el sonidode la tubería al caer al suelo se extendió portodo el túnel—. ¿Estás bien? —No huborespuestas, solo el leve sonido de un forcejeo,el poncho de cuero cayendo al suelo, elmurmullo de los zombis acumulándose bajoél, lejanas zancadas, tímidas risas, risasansiosas.

Pablo se revolvió contra la cuerda que losostenía del techo, pero solo consiguió apretar

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más el lazo. Pasaron unos minutos, un silenciolo invadió todo antes de que se encendieranlas luces. Había al menos seis focos, todosalineados frente a él. El resplandor amarilloiluminó una decena de rostros endescomposición y cuerpos hechos jirones;estaban debajo de Pablo, miraban al techo conlos brazos extendidos. Pablo vio a los hombresque sostenían los focos, llevaban armadurasde cuero y chatarra, así como escopetas,hondas, espadas, hachas, ballestas y arcos. Loszombis perdieron el interés en Pablo yavanzaron con torpeza hacia la guerrilla. Juntoa Pablo colgaba otra cuerda, balanceándosecon la punta cortada. Al verla el chicocomprendió que le habían abandonado.

—Nos ha tocado el gordo —exclamó laaguda voz de un saqueador.

Los zombis ya estaban sobre elloscuando las escopetas rugieron, las hondassilbaron y las ballestas y arcos cacarearon.Cabezas pútridas se desintegraron en unanube sanguinolenta, de las frentes muertassurgieron saetas y los cráneos fueronaplastados por pedruscos.

En menos de un minuto los zombisfueron reducidos a una alfombra cárnica. Lossaqueadores se acercaron a Pablo con muecasperversas. El saqueador de la voz aguda, conun casco de chapa y cuero, adornado conhuesos puntiagudos y una barba rojiza decinco puntas, se plantó bajo Pablo paraexaminarlo bien.

—Gracias por salvarme —dijo el chico.

—Ha sido un placer, princesa—respondió con voz de hiena. Luego empuñósu escopeta y le golpeó con la culata en lacara.

Pablo quedó colgado, inerte.

***

Las luces tintinearon con el zumbido deun enjambre. Las paredes de cemento estabanarañadas y cubiertas por cables y tuberías. APablo le pesaba la cabeza y tenía la visiónborrosa; estaba atado a una camilla dehospital. La sala estaba adornada con largasmesas repletas de material médico, así comomiembros y órganos en descomposición:brazos, piernas, corazones y cerebros.

Un carnicero con traje de médico

paseaba por la sala. Junto a una de las mesashabía un hombre atado a otra camilla. Estabadesnudo, lleno de cicatrices azules de las quesupuraba sangre negra como alquitrán; lehabían extirpado recuadros de la caja torácicaabriendo así ventanas a sus órganos internos.El carnicero se acercó a él, le clavó unajeringuilla y le extrajo sangre. El hombrecontrajo los dedos de los pies y soltó unquejido.

—Ya pasó, Ochoa —dijo el carnicero condulzura. Luego fue junto a Pablo y le extrajosangre con otra jeringuilla.

El carnicero fue al microscopio, preparóplacas con cada muestra de sangre y lasexaminó usando distintas lentes. Despuésvació las jeringuillas en una probeta, mezcló lasangre con otro suero y la examinó almicroscopio.

—Qué suerte la mía —El carnicero miróa Pablo—. Eres un puto afortunado, ¿lo sabías?

El carnicero fue junto a Ochoa y leextrajo más sangre, comprobó el fluido rojo acontra luz y se acercó a Pablo.

—Veamos cómo reaccionas a esto —Elcarnicero clavó la jeringuilla en el brazo dePablo e inyectó la sangre de Ochoa.

Pablo se revolvió en sus ataduras. Lasangre extraña recorrió las venas; la sentíadeslizándose por su interior, extendiéndosecomo aceite derramado, fluyendo en él conlargos tentáculos que ocupaban todo sucuerpo con un cosquilleo; y luego nada. Sucuerpo volvió a la normalidad. El carnicero lemiró intrigado, ladeando la cabeza a uno yotro lado.

—¿Bien? ¿Notas diferencias? ¿Tienesganas de comerme?

Pablo abrió la boca, la lengua seca y lagarganta cerrada le impidieron hablar peropudo esbozar una mueca de suplica. Elcarnicero tomó un bisturí y le hizo un tajo enel brazo. Pablo se revolvió, pero las atadurashicieron que apenas se moviera. Junto a él, elcarnicero miró como el tajo sangraba enabundancia y, de pronto, se cerró en unacostra. En el brazo quedó el rojo de la sangrederramada y el azul de la cicatriz. El carnicerorió entusiasmado.

—Excelente, excelente. Tenemos un gran

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futuro por delante, puto afortunado.

El carnicero fue a una de las mesas y elsaqueador de la barba roja atravesó la puertade un salto, empuñaba una escopeta. Con él secolaron los disparos de los vivos, los aullidosde los muertos y los gritos de los devorados.

—Hay que irse —dijo el saqueador—.Una horda ha entrado en el túnel.

—¿Qué pasa con las trampas?

—Las esquivaron no sé cómo. Hanllegado a la estación y siguen avanzando.Están cayendo todos. Coge lo imprescindible yvámonos.

—¡Cuidado! —El carnicero señaló a lapuerta.

El saqueador se giró y vio a los zombisagolpándose en el quicio, luchando por entraren la sala. El saqueador apuntó y disparó, unacabeza estalló, amartilló y disparó, otra cabezamenos. En mitad de los zombis, el vagabundoesperaba paciente, empujaba a los zombis quele rodeaban y los dirigía a través de la puerta amedida que llegaban. El saqueador disparóhasta agotar la munición, luego empuñó laescopeta por el cañón candente y la usó paragolpear cráneos.

Cuando los disparos cesaron, elvagabundo se coló en la sala. El saqueador y elcarnicero estaban acorralados en una esquina,los zombis se apretujaban a su alrededor,sobre los cuerpos de los que lo intentaronantes que ellos. El saqueador con la escopeta yel carnicero con un palo mantenían ladistancia con los muertos, pero cada golpeque daban y cada boca que cerraban lesmermaba las fuerzas y sus armas estaban cadavez más bajas. Mientras tanto, la puertaescupía más y más muertos. Al entrarignoraban al chico y al vagabundo e ibandirectamente con sus hermanos, a la esquinaen la que el saqueador y el carnicero notardarían en exhalar su última fuerza.

El vagabundo se acercó a Pablo. Con suúnico ojo vio la cicatriz azul en el brazo delchico, sin decir nada le desató, pero Pablo nose movió.

—No tengas miedo —dijo el vagabundoapartando el pañuelo de su cara.

—Tú… —dijo Pablo mirando alvagabundo.

El rostro bajo el pañuelo carecía de ojoizquierdo, en su lugar había una relucientecicatriz azul que explotaba por los bordes y seramificada con delgadísimos capilares por elcontorno hasta desaparecer bajo el cabello ytras la oreja.

—No puedes ir a Nueva Barcelona.Nunca te dejarán entrar. Tú y yo estamosatrapados entre dos mundos —El vagabundotendió su mano. Pablo la tomó y se levantó dela camilla—. Ya no puedes ir a la civilización,pero sus ruinas te pertenecen.

Pablo y el vagabundo abandonaron laslíneas de metro y salieron a un mundo en elque solo tenían que temer a los civilizados.

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La nave apareció por encima de lasmontañas curtidas por el sol de mediodía. Unanciano en silla de ruedas, salido de quiénsabe dónde, se detuvo a un costado mío. Susojos marchitos y bastante secos atendían lallegada de esa extraña nave.

Preguntó:

—¿Viene a ver los escenarios bíblicos?

—Así es —dije—. Me informaron de queeste es el lugar donde inicia el itinerario.

—Somos la guía oficial del recorrido,señor. Eh, ¿usted no es de por aquí, verdad?—Examinó mis ropas y escuchó el leve siseode los ventiladores que refrescaban mi piel.Advirtió las gafas solares que tenía puestas.Otra cosa que me delataba era mi espigadaaltura.

—Sí —respondí—. Vengo de otroplaneta. De Nancymg. Estoy aquí para tomaralgunas imágenes tridimensionales. Me llamoYlox.

—Mucho extranjero visita los escenariosbíblicos. Han venido de Luna y Marte, peronunca de fuera del Sistema —Hizo una pausay escupió en el suelo—. Si no fuera por esto,supongo que no habría otra atracción. Hayque explotar lo que se tiene, ¿no es así?

En aquel momento comenzó aescucharse el grave revoloteo de la nave.Descendió hasta estabilizarse a unos veintemetros de nosotros. La portezuela se abrió ydejó ver a un hombre poco más bajo que yo.Cabello esponjado y de color rojo. Portaba unachaqueta de cuero marrón, la cual mostrabasignos de desgaste en los codos, con loscierres de sus bolsillos descompuestos. Susojos no dejaban de parpadear por ningúnsegundo.

Se dirigió hacia donde nosencontrábamos, sin quitarme la vista deencima.

—Errani, el caballero desea visitar losescenarios bíblicos —dijo el anciano—. Se

Las reliquias modernasMauricio del Castil lo

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hace llamar Ylox.

El piloto dijo:

—En seis horas se ocultará el sol, señorYlox. Mejor haga una parada en el sanitario. Noencontrará uno en quinientos kilómetros a laredonda.

Me extendió una mano. No supe cómointerpretarlo; decidí no hacer ningúnmovimiento. Errani rumió algo, guardó sumano en uno de los bolsillos de suspantalones y dijo:

—Tendré que cobrarle el pasaje poradelantado. Y ya que usted viene solo y no esSemana Santa, el monto es de treinta dianas.

Me despojé de un guante y oprimí midedo pulgar en la superficie táctil que elanciano llevaba consigo. Luego de comprobarque tenía los suficientes fondos, Errani dijo:

—Partamos ya. —Accionó la puerta y enpocos minutos emprendimos el viaje.

Alrededor del paraje y hasta donde sedibujaba el horizonte pude advertir que noexistía la más mínima señal de vegetación.Miré la llanura seca; me asombró la rigidez delaire y el enrojecido cielo. En su amplia y pocollamativa extensión brillaba la ausencia de másvehículos de vuelo. Los árboles se encontrabanmuertos, aún de pie, y las ruinas antiguas depoco valor aún imploraban por un recuerdo.La herrumbre y el abandono salpicaban porinstantes la tierra gris y sucia. Cascajos demetal se hundían en el suelo. El vientopatinaba a ras de tierra.

Errani rompió el silencio:

—Primero tiene que ver el lugar dondecomenzó todo. Durante la Guerra del GranVeneno los clérigos pidieron que losescenarios bíblicos fueran respetados —Lanave entró a un valle dorado donde se podíavislumbrar por fin un terreno fértil y virgen—.Allí está. Prepare su cámara.

Tres veces por segundo capté el valle conlas gafas. Enseguida contemplé un terraplénque protegía el primer escenario. La naverealizó varios giros hasta acercarse al centro.Enseguida se posó como una hoja en elterreno llano. Errani y yo tocamos el suelo.

La hierba estaba diseñada a base demusgo plástico; rodeaba un árbol artificial ypoco convincente. Ni siquiera se bamboleaba

al ritmo del viento.

Un grupo de clérigos se acercó. Meobservaron con atención mientrasintercambiaban comentarios entre ellos. Erranipercibió su hostilidad y explicó:

—Es aquí donde Padre Adán ofreció aMadre Eva el fruto. Como puede notar, laserpiente aún permanece en su sitio.

Una extraña criatura alargada y sinextremidades apareció enroscándose en eltallo del árbol. Me miró por unos instantes,mostró su lengua bífida y regresó al mismopunto de donde vino.

—Fue en este lugar donde Gran Élconcibió a Padre Adán —dijo Errani—. A partirde una costilla de Padre Adán reprodujoátomo por átomo a Madre Eva. Y para probarsu fidelidad y obediencia dictó la directriz deconsumir todos los frutos del árbol del huerto,excepto uno, llamado Árbol del conocimientodel bien y del mal. Por mucho tiempo vivieronen total armonía hasta que Madre Eva rompióla directriz al adquirir una manzana dedescuento por el Señor Satanás. Se les exigióque firmaran su renuncia. Sus barcos, susmáquinas, sus alimentos… Todo les fuedespojado.

Asentí con satisfacción. Las gafasregistraban cada imagen. Los clérigos semantenían apartados de mí a prudentedistancia. De alguna manera yo provocabatemor en ellos. Era sabido por todos laexofobia que manifestaban los clérigos en laTierra. Rara vez tendían a valorar en su justamedida una idea, un trabajo o un servicio queno fuera realizado en la Tierra. Sin embargo,los altos montos de dianas percibidas por elturismo lograban hacerlos más tolerantes.

—No se ha alterado este escenariodesde hace miles de años. La serpiente es unmecanismo eléctrico y el árbol ha sidoimplantado desde hace doscientos años. Suhistoria puede contarse en el fichero Génesis,desde el versículo 26 del capítulo 1 hasta elversículo 2 del capítulo 5. Está certificado quefue exactamente en este lugar donde el GranÉl creó el complejo turístico como «Paraíso».

Los clérigos no entendían el idioma queel piloto y yo empleábamos. Susurraron algo.Errani escuchaba con atención. Toda supostura se había evaporado, como si estuviese

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comprometido a hacer algo desagradable.

Enseguida se dirigió a mí:

—Creo que será mejor que continuemoscon el itinerario. El siguiente escenario seencuentra a diez kilómetros de aquí.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—Dispénseme, señor. Los clérigos mecomentan que no debe perderse todos losescenarios bíblicos que atestiguan la historiadel hombre. Recuerde que su permiso aduanalexpira en menos de cuarenta y ocho horas.

—¿El número de dianas depositadas noes suficiente?

—Se trata de una cuestiónadministrativa —argumentó Errani—, noeconómica. Espero que lo entienda.

La serpiente —al igual que los clérigos—me seguía con la mirada. Quise capturar unaimagen de aquella especie extinta, pero la luzresultaba muy intensa. Ajusté las gafas y meacerqué al llamado Árbol de la Supercienciasin hacer caso de Errani y los clérigos. Tomé lainstantánea, pero algo provocó que laserpiente dejara de enroscarse. Soltó algunaschispas de entre sus escamas de cuarzo. Susojos se apagaron. Enseguida cayó bajo supropio peso. Quedó oscilando hasta dejar demoverse por completo.

Los clérigos comenzaron a gritar y amirar al cielo. Algunos de ellos cayeron derodillas y juntaron sus dos manos. Otros memiraron con hostilidad.

—¿Qué sucedió? —pregunté, confuso—.La serpiente dejó de funcionar, pero yo no…

—Vámonos —dijo Errani. Me tomó de unbrazo y me dirigió a la nave, sin que yo pudierahacer algo para evitarlo.

—Debo saber qué fue lo que hice.Tenemos tiempo para discutirlo.

Errani se limitó a contemplar el horizontemientras accionaba los controles de la nave.Después, como si yo mereciera una respuesta,dijo:

—Descompuso la serpiente; es muysensible a los reflejos de luz. Ahora tendremosque conseguir a alguien que pueda repararla.Sólo limítese la próxima vez a no tocar nada ya no sacar ninguna imagen… —Se dominó.Accionó la palanca y la nave ganó velocidad.

Bastante velocidad. Después, el aparato deradio se encendió y una serie de gritosinundaron la cabina. No lo soportó más ydescargó un golpe en la parte superior delaparato. Los gritos fueron silenciados.

Me volví y escruté el valle debajo denosotros, con doscientos metros de pista secay limpia, bien asentada, mil metros cuadradosde aparcamiento para los aeroplanos, lacarretera de acceso y la estrecha vía de asfaltopara los bicitaxis. Una montaña bajaconstituida de rocas salientes sobresalía en elinterior del valle, sin un solo helecho o arbustoen ella.

La nave aterrizó en la pista. Dentro de unparaje sin vegetación se encontraba unpalacio de cristal. A medida que nosacercábamos alcancé a observar un grupo declérigos que custodiaban el palacio. Sustúnicas de color negro estaban arrojadas haciaatrás revelando su revestimiento de cueroescarlata. Llevaban colgando sobre la espaldarifles con municiones y un cuchillo sujeto en lafunda del cinturón.

Luego de que la nave dejara de moverse,la arena se asentó y permitió que los clérigos-guardias nos identificaran mejor. Mi condiciónde extranjero parecía hacerlos desconfiar demí. Errani sacó a relucir una sonrisa paraapaciguarlos. Mostró una tarjeta y los clérigosconsintieron mi presencia.

—Esta es la ciudad judía de Shaarayim—comenzó Errani—. Adentro se encuentranlos vestigios de la lucha entre los guerrerosGoliat y David.

—¿Sucedió aquí?

—Así es. La antigua pelea sucedió eneste terreno —Errani contempló la playadonde el gigante Goliat había caídodecapitado—. Muy bien. Entremos.

Nos internamos en el palacio. Losclérigos-guardias se mantenían a laexpectativa, sujetando con fuerza los rifles.Uno de ellos acariciaba la hoja de su cuchillocomo si se tratara de un amuleto.

La luz dentro del palacio era clara ycálida. El palacio dejaba entrar la luz debido alas rejillas de acrílico en el techo. En el sueloestaba dispuesto un pequeño laberinto en elcual se mostraban algunas pinturas querepresentaban la batalla entre dos imperios.

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En una vitrina de vidrio y reforzado con latónse exponía un curioso objeto.

—La honda de David —dijo Errani—.Con este objeto dio muerte al soldado gigantede la ciudad de Gat y paladín del ejércitofilisteo, que durante cuarenta días asedió a losejércitos de Israel. Por el camino David recogiócinco piedras lisas en un arroyo y se plantódelante del gigante Goliat. Este se burló de él,pero el pequeño David estampó una piedra ensu frente. Cuando cayó Goliat, Davidaprovechó para cortarle la cabeza, con laespada del propio gigante. Para acceder a lainformación deberá consultar en el primerfichero de Samuel, capítulo 17, versículos 4 al23 hasta el versículo 9 del capítulo 21.

Se adelantó algunos pasos y mostró en lasiguiente vitrina una sandalia de gran tamañodentro de un compartimento de cristaltransparente. La luz blanca dio de lleno en elrostro de Errani.

—Perteneció al soldado gigante. LaIglesia la ha podido conservar a través de lossiglos así como la honda de David. Vea eldeterioro en las orillas y la huella del piemarcada en la suela. No hay mejor prueba desu existencia. El equipo de Arqueología de laUniversidad Romana sigue conservadovestigios del Nuevo y Antiguo Testamento.

—Por lo que sé es la única universidadque sigue en pie —dije, en un intento porcambiar el tema.

—No hubo ninguna universidad quefuera tomada por comunidades sobrevivientes—afirmó Errani. Su aspecto de piloto tosco setornaba un tanto delicado en su papel deguía—. La Iglesia subvencionó lasinvestigaciones a cambio de salvaguardar losintereses de los antiguos decanos. Han tenidola confianza de seguir investigando elparadero de objetos históricos. —Cerró loslabios con un chasquido y se inclinó de nuevohacia delante, clavando su brillante ypenetrante mirada en la sandalia. Habíamanchas de sangre en la suela. Aquello eravisto como un premio, una victoria, unacontecimiento digno de celebración. Laguerra y la muerte eran aplaudidas por losterrestres.

Me descubrí a mí mismo luchando porno ser el primero en desviar la mirada.Comencé a sentirme un poco ridículo, como si

me hubiera visto obligado a trabarme endisputas y engaños en un mundodesconocido. Y en un mundo desconocidouno siempre las tiene de perder.

Estuve a punto de retirarme cuandoErrani señaló la siguiente cámara. En ella seexhibía un mural grande que emulaba labatalla de David contra Goliat. Habíasatisfacción en el rostro de David y dolor en elde Goliat. Su sangre salpicaba en las rocas.Observé los ojos de David y en ellos pudeadvertir una locura bárbara. Las palabras y losargumentos no eran medios en su lucha. Suodio no tenía el menor significado.

Al fin, cuando fueron contempladastodas las vitrinas y pinturas en el palacio, nosdirigimos a la nave. Por un momento cerré losojos y moví los labios sin pronunciar sonidoalguno, como si esa atroz exhibición mehubiera dado el coraje de tomar la decisión deregresar al espaciopuerto y partir en el primervuelo a mi planeta.

Esperé a que Errani abriera la escotilla.Sacudió la cabeza, luciendo su disparejadentadura debajo del bigote.

—Lo están vigilando, señor Ylox —dijoen voz baja—. Creen que puede representaruna amenaza.

—Solo me observan, pero no dicennada.

—Deben estar seguros. Antes eran másintolerantes, pero luego del linchamiento deuna pareja de ciudadanos de Luna, se formóun gran escándalo. Ciudadanos del SistemaSolar, así como las autoridades delConfederado Solar, exigieron una disculpa. Esotrajo consigo la Guerra del Gran Veneno.Luego de perder la guerra, la Santa Iglesia sevio obligada a pagar los daños moralescausados a los ciudadanos lunares. Y estoderivó en un rechazo a los extranjeros. Perotenemos que reconocer que son grandesturistas con grandes recursos, de modo que suingreso al planeta Tierra es aceptado bajonuestras leyes.

Eso no me había traído el más mínimoalivio.

—¿Eso pasa con todos los extranjeros?—pregunté—. Esta creciente hostilidad…

—Así pasa en ocasiones. Pero no se

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preocupe: mientras yo interceda por usted,estará seguro.

El siguiente punto en el itinerariocorrespondía a una de las mayores atraccionesde los escenarios bíblicos. Mientrascontemplaba el paisaje de la tarde, Errani,valiéndose de los sensores de la nave, pudover cerca de ahí el contorno de una costa.Aminoró el vuelo de la nave en una trayectoriarecta. Al llegar a los cien kilómetros porencima del océano volvió a disminuir lavelocidad.

La descomunal masa que descansabasobre la suave arena podía observarse desdecualquier punto. La peculiar forma en la que seasentaba sobre los riscos de la montañallamaba mi atención.

—El Arca de Noé —anunció Errani—. Tanfuerte y sólida como el primer día que zarpópor las aguas provocadas por el gran diluvio.La historia del Arca de Noé, según los capítulos6 al 9 del libro del Génesis, dice que el Gran Élobservó que los hombres se estabanmultiplicando sobre la faz de la Tierra. Lamaldad crecía en ellos y el propósito de sucreación no se cumplía, por lo que decidiódestruir esas generaciones. El Gran Él dijo aNoé que construyera un arca y que llevara conél a su esposa, a sus hijos Sem, Cam y Jafet, asícomo ciertas parejas de animales. Noé no teníalos conocimientos ni las herramientas paraconstruir tamaño proyecto de barco, pero elGran Él se los proporcionó. Cuando Noécompletó el Arca, entraron con él su familia ylos animales. El diluvio cubrió toda la tierrahasta las montañas más altas. Todas lascriaturas de la Tierra murieron. Solo Noé, sufamilia y los animales en el Arca sobrevivieron.Finalmente, después de muchos días, el Arcase asentó en el monte Ararat, y las aguasretrocedieron por algunos días hasta queemergieron las cimas de las montañas.

Una vez estabilizada, la nave se dirigióhacia la playa. Descendió hasta quedar a laaltura de las copas de los árboles artificiales.Respirar me resultaba difícil, pero mi atenciónse fijó en aquella magnifica construcción demadera. Era de un perfecto acabado, según losestándares antiguos. Se hallaba en posiciónhorizontal sujeto a una base de hormigón yfierro retorcido. Sus curvaturas se elevaban enarcos monumentales que intentaban tocar el

cielo. No podía creer que después de la Guerradel Gran Veneno y la posterior devastaciónfuera a sobrevivir algo tan grande y magníficocomo esto.

Estaba siendo resguardada por muchosmás hombres, algunos de ellos con lanzas.Llevaban puestos viejos cascos con visera quelos protegían de los ojos. Repararon en mipresencia y entraron en alarma.

—No se fije en ellos —dijo Errani con elpropósito de aplacar mi nerviosismo—. Noestán acostumbrados a ver extranjeros, muchomenos con esas ropas tan vistosas que ustedlleva consigo. —Me condujo hacia una rampa.Podían notarse con claridad las marcas dellantas en su superficie. Adelante reinaba lamás absoluta de las oscuridades. Errani dijoalgo, y de inmediato se encendió una bujía. ElArca se encontraba llena de desgaste y endeterioro. Los años no habían pasado en vanopor ella. En todas partes se alzaban vigas ycolumnas de madera. Olía bastante ahumedad, y el aire circulaba a través de ondasde calor.

Una vez dentro no mostré señales deemoción. Miraba hacia cada punto conindiferencia, sin una sola palabra y sinexpresión.

—Aquí fue donde Noé reunió a lasparejas de cada especie de animales parasalvaguardarlas del diluvio. Algunosarqueólogos la habían dado por perdida, perohace doscientos años fue descubierta en elfondo del mar por un explorador marino. Fuearrastrada al mar por un diluvio. Nunca sesupo qué había ocurrido con el hermano Noé.

Errani notó mi desconcierto. Se acercó yme preguntó:

—¿Sucede algo, señor Ylox?

—Espero que usted me excuse, Errani, yaque mi sentimiento nace de un profundorespeto por el noble pasado de su granplaneta pero, ¿dónde están las parejas deanimales? No las veo por ningún lado.

Errani bajó la vista y contempló loscompartimentos dentro del arca.

—Bueno, en realidad no pudo salvarsemucho después de la Guerra del Gran Veneno.Esos animales, la mayoría, habían dejado deexistir desde hacía mucho tiempo. No se sabe

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a ciencia cierta dónde está su paradero,aunque corre el rumor de que debajo denosotros, en el subsuelo, se hallanresguardados a consecuencia de la Guerra delGran Veneno.

—No tenía idea de que fueran asobrevivir en ese lugar.

—Oh sí. Por supuesto. El Arca de Noé nosobreviviría ni siquiera a las amenazasdiplomáticas acontecidas, pero un refugioatómico puede hacerlo. La tierra por sí mismaprovee una barrera natural, reduciendo demanera efectiva los niveles de radiación.

Salí de ahí y apoyé una rodilla en el suelo.Tomé un puñado de tierra seca y murmuré casipara mí mismo:

—Aquí fue donde comenzó todo. Aquíes donde se formaron las primeras moléculasorgánicas. Cuando duermo, sueño concascadas, nubes blancas y hierbas retozadasde suavidad. Vivo bajo los árboles y cohabitocon las criaturas del bosque. Ahora no tiene elmenor sentido.

Errani me tomó de un brazo y me pusoen pie con delicadeza. Su voz se tornó un tantosuave y cortés:

—Está perturbando a los guardias. Nolos mire. Pueden pensar lo peor.

Me encontré a mis espaldas con unadecena de rostros cubiertos. Esta vez moduléla mirada con antipatía. Uno de ellos mantuvola lanza al frente, preparado para justificar encualquier momento su ataque. Errani se dirigióhacia él y el resto de los guardias paratranquilizarlos.

Apreté la mandíbula y acaricié lasarticulaciones de mi arma. Me habían dichoque me cuidara de los habitantes de la Tierra,pero no tenía idea de a qué grado.

—Eso es una escopeta sónica —dijoErrani alarmado—. Debió declararla en laaduana.

—¿Cómo sabe que no la he declarado?

—La agencia de Turismo me lo hubierainformado.

—Por favor —dije—, arreglemos estocomo hombres de negocios.

—Estoy listo para facilitar la rápidatransferencia al siguiente punto del itinerario

cuando usted disponga, señor Ylox.

Por una vez lo obedecí y guardé el arma.Errani ya tenía preparada la nave. No demoróen poner en marcha el motor. El aireacondicionado me repuso y recuperé el ritmode mi respiración. Partimos con rumbo al sur.

Abrí los ojos y contemplé el paisaje. Grispor doquier. Un sol vengativo. Un mundo quecomenzaba a ser devorado por la entropíaabsoluta. Las sombras de los riscos y de lasdunas comenzaban a alargarse. El sol setornaba cada vez más opaco y redondo, casi apunto de hacer contacto con el horizonte.

—¿Adónde nos dirigimos? —pregunté.

Después de algunos segundos alcanzó adecir:

—Estamos cerca del Mar Rojo donde elGran Él dividió las aguas del mar pormediación del iluminado Moisés, permitiendoque lo cruzaran los hebreos con seguridad yescapar así del ejército egipcio. Este hechologró que se sistematizara y se inculcara unanueva forma de teoingeniería. Los ingenierosciviles fueron consultados por el Vaticanodebido a sus conocimientos matemáticos y sualto grado de divinidad y concentración.—Enarcó las cejas—. Tal vez el viaje no resultócomo usted esperaba, pero créame que esto lova a dejar con un buen sabor de boca.

La moribunda tarde hacía acto depresencia sobre los terrenos. Después detraspasar un complicado grupo de montañas,Errani apuntó con el dedo y anunció:

—Hemos llegado. El Mar Rojo.

El piloto se mostró más excitado que yoal arribar al último escenario bíblico. El MarRojo resplandecía bajo el manto oscuro. Sinembargo, una luz más poderosa logró quepudiera distinguir la orilla de la playa. Justo ahíse hallaba la instalación improvisada de unanfiteatro, donde algunas personas con lostorsos descubiertos y los cabellos largos sedesperdigaban en las tarimas. Sus semblanteseran serenos. Al mismo tiempo seencontraban ansiosos de que comenzara lapresentación.

Errani desconectó el motor. Tocó laventanilla con la llave codificada y los cierresmagnéticos se soltaron.

Mi negra piel y mis ropas de extranjero

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excitaban la curiosidad de los niños. Lospresentes se apretujaban en el anfiteatro losunos a los otros hasta que sus movimientos seconvirtieron en una ola apacible. Errani pensóque sería buena idea observar el escenario aprudente distancia.

Una cortina deshilachada y bastantepolvorienta corrió a los lados. Sobre una pareddescansaban dos planchas de piedra con unaserie de inscripciones grabadas:

1. — Amarás a Dios sobre todas lascosas2. — No tomarás el nombre de Dios envano3. — Santificarás el día del Señor4. — Honrarás a tu padre y a tu madre5. — No matarás6. — No cometerás actos impuros7. — No robarás8. — No levantarás falsos testimoniosni mentirás9. — No consentirás pensamientos nideseos impuros10. — No codiciarás los bienes ajenos

Caía ya la noche. Permanecí solo, conuna mirada clavada en la playa plateada y lasestrellas pendiendo de un hilo en la magraoscuridad.

Errani se acercó y dijo:

—Creo que eso es todo, señor Ylox. Nohay otro punto más por ver en este planeta.

Permanecí callado algunos segundos ydije:

—Escuché algo sobre la Tierra. Es acercade otro mundo, uno paralelo a éste. No se hapodido comprobar su existencia, pero… Huboun acontecimiento entre esto —señalé elanfiteatro—, y la Guerra del Gran Veneno.¿Qué fue lo que ocurrió entre tanto? ¿Por quése empeñan en ocultarlo?

Errani guardó silencio. Luego de unosminutos emprendimos el vuelo. Era muy tardeya para conseguir un transporte que mellevara al espaciopuerto. El piloto mantenía fijala vista en el panorama nocturno. Yo, por miparte, miraba a través de la ventanilla.

Había llegado la hora de decir:

—Cambie el curso, Errani. Diríjase a lassiguientes coordenadas…

—¿Qué dice? —Por la expresión en su

rostro, supe que Errani estaba familiarizadocon esas coordenadas—. El itinerario terminó.No hay más a dónde ir. Ese lugar es altamenteradioactivo.

Fue entonces que tomé el arma entremis manos y dije:

—Puedo cortar la sinapsis de su cerebro.No sentirá nada, pero tampoco podrá sercapaz de mover un solo músculo para lo quele queda de vida si no cambia el curso de lanave.

—¡Miserable! No tengo por qué…

Hundí la punta del arma en sus costillas.Eso fue suficiente para convencerlo. El aparatovolvió a girar y tomó la dirección correcta.

Tardamos dos horas en llegar. Pequeñosdestellos de luz comenzaban a ganar altura nomayor que la de una montaña. Una torre sealzaba ahora por arriba de los cien metrossobre la llanura desértica. No era más que unremanente hueco, sin tejado y sinrecubrimiento.

Enseguida, Errani dijo:

—Es un pueblo perdido, señor Ylox. Notiene mayor importancia.

—Tengo que verlo. Ese edificio… Y losotros.

—No encontrará nada —dijo Errani conseriedad—. No hay nada que le interese.

Alrededor de la torre se agrupaban losotros edificios en un radio de mil metros.

La radio llamó. Errani tomó el micrófonoy atendió. Después de unos segundos sevolvió hacía mí y dijo:

—Los guardias exigen que retornemos.

El sol estalló como una ola de fantásticobrillo en el horizonte, revelando la lejana líneade unos edificios arruinados, montados en unenorme terreno en el que nada crecía. Sólo sedestacaba allí una gran plataforma decemento gris.

—Era cierto… —musité—. Era cierto. Síexiste una historia oculta. Ellos, los clérigos…Quisieron ocultarlo por temor. Y los hombressolo destruyen lo que más temen. Pero, ¿cómolograron apilarlos en un solo sitio?

—¿Por qué quiere saberlo?

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—Porque las autoridades delConfederado Solar desean saber la historiaoculta. Desean saber qué otros sucesosacontecieron en la Tierra. Al fin y al cabo, todosprovenimos de este planeta.

La nave continuó su vuelo bajo laluminosa mañana. Las edificacionespermanecían inmóviles, frías, aúnresplandecientes, como si se trataran de unapromesa y una amenaza al mismo tiempo.Montados en sus estructuras se encontrabanvarios técnicos que desmantelaban piezas y lastrasladaban mediante grúas y vehículos decarga. Grandes monumentos antiguoscubiertos por rojiza herrumbre y musgo verde,a punto de ser arrastrados por el fuerte vientodel olvido.

Los monumentos ocultos no teníanningún significado para ellos, pero miformación me había enseñado a reconocerlos:La Pirámide de Giza, el Coliseo de Roma, elCristo Redentor, la Muralla China, El Big Ben, laTorre Eiffel, la Estatua de la Libertad, laAcrópolis de Atenas…

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Capítulo 1 . -Evolución.-

No sé si podríamos calificar sus vidas defelices, lo que es seguro era que los Naxgullvivían en la despreocupación de cualquierhecho que no fuera su propia supervivencia.

Sus únicos intereses eran nadar, cazar elalimento diario, recolectar las algas queservían como complemento a su dieta y huirde los depredadores.

Estos acontecimientos transcurrían deforma similar para el resto de las especies delplaneta; hasta el día en el que su mundo,como hasta entonces lo habían conocido,cambió por completo para ellos…

El gran haz de luz atravesó las aguasreflejándose en los corales gigantes habitadospor el gran pueblo.

Tras el temor inicial, los más arriesgadosnadaron hacia el extraño fenómeno llenos decuriosidad.

Ante sus atónitas miradas, una granmasa de metal descendía desde la superficie.

La mayoría se refugiaron con unmovimiento rápido, casi eléctrico, en suscuevas; aunque algunos no podían dejar deobservar la inmensa mole que desfilaba antesus ojos.

Nunca antes había bajado nada delmundo exterior y el espectáculo, que sepresentaba ante los sorprendidos Naxgull, erahipnótico.

El más osado, Thaar, no paraba deacercarse peligrosamente a la gran máquina.

Finalmente, y como era de esperar, fuecapturado por uno de sus brillantes rayos.

Su mente se nubló y quedó sumido enun profundo sueño.

No sabía exactamente cuánto tiempohabía pasado ni lo que había ocurrido tras sucaptura.

El origen del futuroJuan Ramón Segura

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El caso es que despertó flotando en elmismo sitio donde lo habían recogido y, enapariencia, siendo la misma criatura desiempre.

A pesar de las extrañas miradas de suscongéneres, Thaar siguió cazando, huyendo yllevando la misma vida de costumbre hastaque, con el correr de los meses, descubrió queel fuego de los volcanes oceánicos podía serútil para mejorar el sabor de la comida.Descubrió también que con el coral, y gracias alos dedos prensiles en los que terminaban susaletas delanteras, se podían fabricar lanzas,hachas y una serie de armas arrojadizas que lesdarían cierta ventaja con respecto al resto deespecies.

Tras adoctrinar a sus iguales, esta seriede hechos los convirtió en seres superiores.

Los siglos se sucedieron sin que losvisitantes regresaran y los Naxgull se olvidaronde ellos.

El gran pueblo se convirtió en una grancivilización.

Cuando ya los orígenes de suinteligencia se perdían en el tiempo,entremezclados con la leyenda, la granaglomeración de hierro, metal y luces quellegaba del mundo exterior volvió a visitarlos.

Esta vez, se abrió una compuerta y unosextraños seres con escafandras salieron de lamisma.

Los descendientes del pueblo de Thaarya no tenían el aspecto primitivo de antaño.Incluso se comunicaban a través de unintrincado lenguaje telepático, el cual no fueningún problema para ser descifradorápidamente por los recién llegados.

Estos necesitaban los recursos delplaneta y a cambio los Naxgull avanzarían,como civilización, a pasos de gigantes cadavez que se efectuara la transacción.

Lo que más atraía a los extrañosalienígenas eran unas curiosas piedrasbrillantes que extraían, de forma constante,del fondo oceánico.

El pueblo disfrutó de edificios,medicinas, armas y vehículos que losdesplazaban dentro y fuera del agua, entreotras muchas cosas. Estos nuevos avances losseguían catapultando como especie

dominante en la cadena alimentaria.

La mortandad se redujo drásticamente,aumentando su esperanza de vida.

Apenas tenían depredadores de los quepreocuparse y muchas enfermedades tuvieroncura gracias a las artes avanzadas de losvisitantes.

En esta cultura, que evolucionabarápidamente, también hubo tiempo paracultivar una nueva forma de expresión a travésde la belleza y la imaginación. Algo quedespués denominarían como “Arte”.

En los sucesivos trueques, el gran pueblofue dando increíbles saltos tecnológicos.

Pasaron por el equivalente a la edad depiedra, edad media, clásica, renacimiento yedad moderna en un tiempo record mientrassus recursos se agotaban sin remedio.

Algunos habitantes incluso llegaron atrabajar, codo con codo, con los extraños seresen las máquinas recolectoras.

El intelecto de los Naxgull eraactualizado y modificado genéticamente trasfinalizar cada temporada de extracción.

Ya no eran, en absoluto, los que solíanser.

Para cuando los bienes del planetacomenzaron a escasear, Thaar y su gentehabían colonizado el espacio exterior en susnaves llenas de agua.

Tanto en un bando como en otro,también la codicia y la avaricia se repartían apartes iguales.

Los visitantes exprimían el planeta todocuanto podían y los habitantes marinossentían la necesidad de adquirir másconocimiento.

Querían subir el nivel de su intelectohasta lograr ser como los seres que, alprincipio, consideraron dioses.

Ya casi alcanzaban la gran concienciauniversal, casi tenían un conocimiento cercanoa lo absoluto cuando, de repente, los recursosse agotaron.

Los visitantes fueron inflexibles en sudecisión y los abandonaron a su suerte.

A partir de ahora, con una tremendasensación de traición y abandono, deberían

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evolucionar por sí solos.

Capítulo 2. -Enfermedad.-

La nave surcaba el espacio en una lenta yfalsa deriva mientras se iba acercando a sudestino.

Sentado a los mandos, Klunhart se podíapermitir soñar despierto.

No en vano, en el destartalado carguerode serie B, incluso las más intrincadasmaniobras eran dirigidas por el ordenador de abordo.

—Hasta un niño hubiera podidopilotarlo. La verdad, no sé para qué me tienenaquí, pero mientras me paguen… —Siemprese repetía a sí mismo. Aunque, en esosmomentos, tenía su mente en otrasdistracciones.

Klunhart pensaba en la cantidad dehuevos que había fecundado en su vida,gracias a sus encantos para con las hembras desu clase.

—¿Serán cientos, miles o tal vezmillones…? —pensó.

En definitiva, era irresistible vaciar lacarga espermática de sus glándulas, tras ladanza de apareamiento y roces posteriores delas resbaladizas bellezas escamosas quehabitaban Fosa Coralis, su puerto base.

—¿Conoceré alguna vez a algunos demis descendientes? —Siguió divagando.Ciertamente, sentía curiosidad por ello.

Criados todos en la gran colmena deFosa Abisal, ciudad guardería de las larvas, loscientíficos Naxgull habían fabricado unapulsera, muy de moda últimamente, queindicaba el grado de coincidencia genéticacon otro individuo.

Estaba deseando llegar y nadar paravisitar a una de sus hembras favoritas. Llevabamuchos meses allí metido y eso era demasiadopara un espécimen tan joven y apuesto comoél.

Además, le pagarían bien por elcargamento minero del planeta Kirius.

Lo que desconocía, mientras soñabadespierto, es que el universo y el destinonunca dejan de sorprendernos.

Entre las rocas de la bodega, unretrovirus basado en el silicio y resistente a lasmás altas temperaturas volcánicas habíapasado por todas las fases de esterilizacióncomo si nada.

Eso sería el fin para su raza.

Capítulo 3. -Decl ive.-

Los científicos hicieron todo lo que sutecnología les permitía por salvar el máximonúmero de vidas posibles.

Jamás se habían hallado ante un fracasotan atroz.

Los dos máximos exponentes en cienciasavanzadas del planeta charlabanacaloradamente:

—¡Ojalá los seres de luz estuvieran aquí!—dijo el doctor Remis.

—¿Otra vez con sus estúpidas leyendas,doctor? ¡Somos Naxgull de ciencia, nohechiceros supersticiosos! —respondió elprofesor Atros, enfadado.

—¡No son leyendas! —añadió el primero.—¡Debería mostrar algo de respeto por lascreencias de su pueblo! ¡Más ahora queagoniza! De todas formas, nadie, ni la gran luz,podrá salvarnos ya. Hemos contactado con lascivilizaciones vecinas y, a pesar de susesfuerzos, ninguna nos ha podidoproporcionar ayuda.

—Está bien… le pido disculpas, doctor.Estas circunstancias nos ponen nerviosos atodos. Reunamos al consejo e informemos dela situación. Todos tenemos demasiados genesen común y esos mismos genes, que nosconvirtieron en lo que somos ahora, son en losque el retrovirus se ceba. Para nuestro mundoy nuestras células ya no hay salvación. Sinembargo, los viajantes no han contactado connosotros ni están contagiados. Incluso Thrall,hijo de Thaar, uno de los antiguos, está enmisión de exploración. ¡Ordenemos que noregresen! Construiremos una nave lejos, en elespacio; una nave que sea la salvación paranuestra especie, nuestra inteligencia y cultura.Salvará a los últimos especímenes nocontaminados.

—Pero, profesor Atros. ¿Qué pasará conlos demás?

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—Hmm, mi viejo amigo Remis. Ojalá yotambién fuera un creyente como usted.Aunque creo que, dadas las circunstancias,rezaré con las mismas fuerzas que loshermanos de la luz.

Para los demás, solo queda eso… rezar.

Y ambos quedaron flotando en silencio.

Capítulo 4. -El arca.-

El sistema de a bordo los fuedespertando poco a poco de su prolongadoletargo.

Los últimos descendientes de la granraza, a punto de extinguirse para siempre,nadaban en el fluido que llenaba su naveevocando su antiguo hábitat.

Los que ya estaban reanimadospululaban de un lado a otro, como renacuajos,contoneando sus cuerpos en ágiles cabriolasdirigiéndose a revisar los controles.

A pesar del transcurso de los siglos, y delas nuevas expresiones de su arte, seguíanusando la telepatía como medio principal decomunicación.

Gracias a ello, sus sentimientos ypensamientos fluían entre sus iguales deforma más directa.

En contra de la creencia generalgaláctica, este hecho los había hechoevolucionar más rápido que a otros seres demundos cercanos.

Pero en la carrera evolutiva por unahomogeneidad e igualdad que losconformaban, casi, como un único organismoformado por muchos individuos, olvidaronque este hecho los hacía vulnerables.

A pesar de su gran longevidad, erandébiles.

Y también, a pesar de su avanzadaciencia, estaban muriendo sin remedio.

De hecho, el motivo de su despertar erael haber encontrado un planeta con vida.

Una última oportunidad, tal vez, antes dela extinción.

Thrall lanzó sus pensamientos primero:

—Sé que las decisiones del consejo sonirrevocables pero creo que, en esta ocasión y

dada la importancia de los hechos,deberíamos reconsiderarlo.

Todos se miraron escandalizados. Enmuy contadas ocasiones alguien contradecíaal consejo. Y el hecho de que fuera uno de losantiguos lo hacía más asombroso.

Krull respondió:

—Amigo Thrall, comprendo tu repulsa ala mezcla de nuestra herencia genética con lade otras especies pero… ¿Acaso no fuenuestra obsesión por la limpieza de sangre loque nos ha llevado a morir lentamente comopueblo?

Thrall intensificó su mente, para quetodos lo captaran:

—Si nos hubiéramos mezclado connuestras castas inferiores, eso tal vez noshubiera salvado y aún hoy no me negaría aello como medida de emergencia. Sinembargo, otra cosa muy distinta es engendrarmonstruos. Aunque ese planeta esté repletode agua se entiende que su futuro está entierra firme. Es un planeta con una gravedadmuy superior a la nuestra, con temperaturasque nos matarían, con condicionesaborrecibles y con seres abominables. Solocon una nueva especie de mutante, quecontenga algunos de nuestros genes,sobreviviríamos como un vago recuerdo de loque fuimos. Ni siquiera sabemos en qué seconvertirán. ¿Ese va a ser nuestro legado?

—Te comprendo —respondió Krullvisiblemente afectado. —Pero, es lo único quenos queda.

—¿Y por qué no morir con dignidad?Simplemente, desaparecer —añadió elprimero.

—Thrall, dejemos al menos la chispa dela inteligencia, dejemos un legado, te lo ruego.Además, el consejo ya tomó su decisión ypronto habremos desaparecido del universopor completo. Ya probaron con los quequedaban de nosotros, una repoblación enotras zonas de la galaxia; pero el virus eracapaz de viajar a través del espacio y no haparado de perseguirnos, por eso optaron poresta opción.

—Tendrán que ingeniar algo para lucharcontra el clima. Serán la especie más débil condiferencia. Tal vez, su inteligencia no baste

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para que sobrevivan —continuó el másanciano.

—Solo nos queda confiar en la suerte, eslo único que tenemos —añadió Krull.

—De acuerdo, probemos entonces conuna criatura marina, ya que es lo más similar anosotros. Luego descansaremos por untiempo y veremos qué ocurre.

—Gracias, Thrall, a todos nos duele tantocomo a ti el rebajarnos a ensuciar nuestraherencia.

Todo volvió a la calma tras el últimointercambio de pensamientos entre losancianos. A continuación, procedieron a lamodificación genética del animal. Cuandohubieron incrementado su intelecto losuficiente, durmieron en órbita unos miles deaños a la espera de ver su logro.

El tiempo pasó y, al regreso de suhibernación, ya no nadaban grácilmente, sinoque renqueaban entre el fluido.

Con la fuerza y vitalidad mermadas porel paso del tiempo, fueron directos aldispositivo de rastreo y…

La nueva especie no aparecía.

Se miraron con tristeza, a sabiendas de loque había sucedido.

—Os dije que en ese mundo demonstruos un ser con la chispa de nuestrainteligencia, y con nuestra debilidad, moriríarápidamente —habló Thrall. —Es tan diferentea nuestro planeta. Era tan hermosa nuestracasa, y la añoro tanto. Este planeta estáhabitado por bestias gigantescas que sedevoran constantemente. Nunca nuestrasemilla daría aquí su fruto. Me repugna la ideade mezclarla con semejantes seres.

En ese momento, Krull tomó otradecisión extrema.

—Thrall, haré lo que sea necesario paraque nuestra herencia sobreviva, y si esasdescomunales bestias son un impedimento,pronto dejarán de serlo.

En el rostro de Thrall se vieron reflejadastoda una amalgama de emociones, quepasaban desde la repulsa más profunda hastala ira.

—¿A esto se van a reducir nuestra carreraevolutiva y pacífica civilización?

—Pero Thrall, esto es también evolución.

—¡No, Krull! ¡No lo es! ¡Estásinterviniendo en la natural progresión de lasespecies como si fueses un ser omnipotente, yeso va en contra de nuestros principios!

—No espero que lo entiendas—respondió Krull— pero debemos hacerlo.—En ese momento, todos asintieron contristeza. Thrall se había quedado solo en sudecisión. El ansia por perdurar era unsentimiento muy fuerte en el grupo.

—Está bien, pues en tal caso prefiero noexistir para ver en qué nos hemos convertido.

A Thrall, siendo el más anciano, no le fuedifícil autoinducirse el coma que lo llevórápidamente a la muerte.

Con la melancolía invadiendo susmentes, los escasos descendientes de losNaxgull tiraron la bomba. El planeta quedóinvadido por las llamas y la ceniza en cuestiónde minutos.

Una gran nube de humo acabó con casitoda la vida que lo habitaba, y durante muchotiempo la luz del sol apenas penetró en lairrespirable atmósfera.

Antes, sin embargo, en medio de aqueldesastre, plantaron su semilla, su “chispa” deinteligencia como decían ellos, en un pequeñoy asustado mamífero.

Este evolucionaría hasta ser una especiearborícola, débil y huidiza al igual que suscreadores.

Más tarde, ante su sorpresa, derivaría enun ser que andaría sobre dos piernas.

En su evolución vieron que habíadescubierto el fuego y utilizaba herramientas,como sus ancestros.

A pesar de no ser tan fuerte como elresto, ni estar capacitado para resistir el clima,la falta de alimento o poder luchar contra otrasespecies, la mezcla de la agresividad delprimate junto con la astucia heredada de lagran raza no solo le hizo sobrevivir, sino que loconvirtió en un gran depredador.

Este fue el último despertar de losNaxgull.

Se miraron, sorprendidos por losresultados obtenidos, y entristecidos a la vez.

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Lentamente, se fueron apagando con unsolo pensamiento en sus mentes:

—¿Qué hubiera dicho Thaar alcontemplar esta creación?

Capítulo 5. -La tierra.-

Los homínidos eran ya humanos.Desconocían su verdadero origen, perdidoentre las brumas de la creación.

Tenían la teoría general de que unamutación espontánea había dotado a algúnantepasado suyo de una inteligencia algosuperior al resto de su iguales, pero… claro,solo era una teoría.

No se podría decir que realmentedisfrutaran de inteligencia.

El planeta agonizaba. La tenue atmósferaestaba siendo socavada por el humo de susfábricas, provocando un asfixiante efectoinvernadero irreversible.

La tierra era exprimida por los más ricos apesar de dirigirse a la autodestrucción; ni tansiquiera habían conquistado las estrellas,hecho que hubiera podido ser su salvación.

Mientras tanto, los extremistasseguidores de un antiguo dios oriental sepreparaban para una guerra santa que haríatemblar occidente.

Sin embargo, para el ingeniero HarryPalmer, que el mundo se fuera por el retrete noresultaba un problema, ya que estaba creandouno mucho mejor.

Harry era el típico genio que vivíaausente de las noticias del exterior.

Para él no había nada más importante enla vida que su investigación. Investigación que,por otra parte, en un futuro no muy lejano, loharía millonario. Aunque el dinero no era, ni delejos, su principal interés.

—¿Cómo va eso, Harry? —preguntó sujefe, Walter Edwin.

—¡Mejor de lo que yo pensaba, señor!

—Muy bien —dijo el viejo tejano.—Ciertamente hijo, no tengo la menor idea delo que estás haciendo, pero me han dicho misconsejeros que es bueno para el negocio. Cadaadolescente de este “puñetero” país querrá un“chisme” de esos. Jaja —rió—, ¡La verdad es

que la juventud de hoy en día está loca! ¡Conla de placeres que el mundo real ofrece! ¿Porqué diablos querrían pasar sus vidas metidosdentro de un absurdo juego?

—Señor Edwin, permítame decirle queeste “juego” tendrá todos esos “placeres” queusted indica, y algunos más que ni tan siquieraexisten.

—¡Jajaja, muy bien, Palmer! ¡Siga así! Esaserá una gran publicidad. ¡Oh, sí! Ya estoyoliendo esos dólares en mi bolsillo. ¡Continúe,continúe…!

Capítulo 6. -Extinción.-

Se habían jurado a sí mismos no usararmas nucleares ni biológicas, pero… ¿quiéndicta las normas en un conflicto a nivelmundial? ¿Acaso alguien no dijo en unaocasión: “En el amor y en la guerra todo vale”?

No recordaban realmente quién inició elprimer ataque; lo único que sabían era queapenas quedaban humanos con vida, y suscuerpos no resistirían la hambruna, los virus nila radiación.

El invento de Harry Palmer revolucionóla forma de ver el mundo antes de la gran yúltima guerra.

La mayor parte de la población vivíaahora en lo que llamaron hiperrealidad; estohizo que el viejo tejano, el jefe de Harry, setransformase en un gran multimillonario.

Fue una lástima que su fortuna no losalvara de la explosión nuclear que arrasó surancho, junto con él y su familia dentro.

Un nuevo universo en el que no existíanlas desigualdades, el dolor o la enfermedad sehabía convertido en la guía de lo que debíahaber sido la humanidad y nunca fue.

Ahora el experimento de Harry iba másallá.

El doctor Himura, experto en inteligenciaartificial y eminente neurólogo, realizaba lasúltimas comprobaciones antes de transferir laconciencia del moribundo ingeniero alordenador.

—¿Está seguro, Harry? Es un prototipo yaún no es del todo fiable.

—Cof, cof —tosió Palmer—. DoctorHimura, me queda muy poco de vida. La

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enfermedad me consume por dentro. Prefieromil veces morir en mi creación que en estabasura. Si todo sale bien, al menos, tendremosun futuro.

—Está bien —dijo el japonés cogiéndolela mano—. ¡Vamos allá!

El casco con electrodos comenzó acomponer el mapa mental del cerebro delinventor y sus interacciones. Si tenía éxito, lospocos científicos que quedaban serían losprimeros habitantes del nuevo mundo virtualy trabajarían en la fabricación de los droidesexternos a los que podrían transferir susconciencias de forma regular.

El cuerpo de Harry comenzó aconvulsionar.

—¡Cielo Santo! —dijo el doctor— ¡Debodarme prisa!

El ordenador procesaba a la máximapotencia mientras el ingeniero daba botes enel asiento.

—¡Aguanta Harry! ¡Aguanta!

De repente, la máquina se detuvo. Elcuerpo de Palmer se tornó fláccido y sinfuerza.

El japonés se puso las gafas dehiperrealidad y entró en el simulador abuscarlo.

—¿Harry? … ¿Harry? ¿Está usted ahí?—Tras unos minutos de silencio, el doctorcomenzó a desesperarse. Cuando, de repente,escuchó un susurro en el viento.

—Gracias, viejo amigo.

Himura reía y lloraba de alegría al mismotiempo. Lo habían logrado.

Los siglos pasaron y el gran ordenador,gracias a la influencia de las mentes humanas,evolucionó hacia un tipo de conciencia quejamás nadie habría imaginado.

Capítulo 7. -Renacimiento.-

—Pero padre, no entiendo por qué razóntenemos que conocer la realidad. Aunque,para ser sincero, siento algo de curiosidad porel tema. Me han dicho que las sensaciones,incluso la visión, son menos nítidas que aquí.

—En el pasado —respondió suprogenitor—, los habitantes de la tierra

vivieron, durante siglos, en un lugar en el queexistían el trabajo y la lucha sin cuartel por lasupervivencia. Fue una época oscura ydespiadada a la que casi no conseguimossobrevivir; pero lo que comenzó como unadiversión, incluso un juego, terminó siendonuestra salvación.

Tras el considerable descenso de lapoblación generado por el cambio climático,guerras santas y otras penurias, los queresistimos tuvimos que mejorar las máquinaspara nuestro abastecimiento sostenible. Pocoa poco, comenzamos a fundirnos con ellaspara librarnos de las limitaciones a las quenuestros cuerpos carnales nos ataban. Tras locual sentimos que no teníamos queconformarnos con un sólo planeta enfermo,estéril y decrépito. Un universo se abría antenosotros allá afuera y una nueva realidad, sinlímites, nacía en las simulaciones creadas porel gran ordenador de entonces. Desdetiempos inmemoriales recordamos nuestrosorígenes saliendo del mundo virtual,volviendo al real, creando y guiando nuevascivilizaciones.

—Comprendo, padre, que todo eso esmuy noble, pero nuestra forma de vida ycivilización es infinitamente mejor que larealidad. ¿Para qué guiar esas civilizaciones?¿No podríamos dejar que ellas solitasalcanzaran el estado de conciencia absolutacomo nosotros? A lo mejor, algún día, inclusopasan a ser formas de luz también.

—Jajaja —rió su padre—. Puede queaún no lo comprendas todo. Pero en cuantome acompañes ahí afuera lo entenderás.

—Está bien, te acompañaré.

Y ambos se transportaron mentalmenteal edificio central donde la conciencia delmundo, a la que todos llamaban “Harry”,organizaba las idas y venidas de los múltiplesentes que habitaban el simulador.

—¿Qué deseáis? —dijo el ordenador.

—Bien lo sabes —dijo el padre—.Venimos a cumplir la misión que se nosencomendó en el alba de los tiempos.

—¿Estáis preparados?

—¡Sí! —respondió de nuevo el padre.

—Vuestra nave está lista. Espero querecordéis el mar...

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Y al cerrar los ojos, ambas conciencias sehallaron en el interior de una gigantescaestructura.

A pesar de que, en su mayor parte, eranseres de luz, Harry los había dotado de ciertaorganización celular para interactuar en larealidad.

—Padre, no sabría decirte pero presientoque eres más joven que yo.

—Jajaja —rió divertido—, esto es elmundo real. Aquí manejamos una descomunalmáquina, somos mensajeros de la concienciauniversal, tendremos que usar trajes espacialescuando visitemos a los seres de otros mundos,y lo que es más inusual, aquí soy yo el hijo y túel padre.

—No comprendo.

—En el mundo real llegaste a ser tananciano que comenzaste a olvidar muchascosas. Cuando Harry nos preguntó pornuestros roles en el simulador, nos pareciódivertido intercambiarnos. Por eso yo, querecuerdo mejor todo, ahora te enseño a ti,como a un hijo.

Al ver el rostro desconcertado del otroser, el antiguo padre rió.

—No te preocupes, te acostumbrarás.Ahora, hagamos nuestro trabajo. ¡Vamos depesca!

Y la gran nave descendió hacia unplaneta rodeado de un inmenso océano.

—Escucha, hijo —siguió llamándolo, apesar de todo—. Harry ha analizado la químicay seleccionado a la mejor especie paradespertar su inteligencia. Dormiremos al másaudaz, tocaremos su mente y regresaremos alcabo de los siglos para guiarlos. Perosolamente hasta cierto punto de evolucióntecnológica.

—¿Por qué? —preguntó el otro.

—No sé todas las respuestas. Harry tienesus misterios. Además, necesitamos suspiedras preciosas para que la hiperrealidadfuncione.

El rayo se centró en un espécimen quenadaba hacia ellos y los miraba con curiosidad.Lo atrapó, y la luz de la inteligencia se hizo enThaar.

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I

—¿Qué estás haciendo acá? —dijo Ato alabrir la puerta de su casa.

—Te dije que encontraría el archivo—dijo Soto. Sus ojos brillaban, aun en laoscuridad de la noche y no dejaban demoverse. Parecía que la emoción le haríaestallar de un momento a otro—. Te dije quelo encontraría y acá está.

Soto extendió hacia Ato un pequeñodispositivo rectangular de color rojo. Atoreconoció el dispositivo e instintivamente dioun par de pasos hacia atrás.

—¿De dónde lo sacaste? —dijo con unligero temblor en su voz.

—Eso no importa —contestó Soto, cadavez más emocionado ante sudescubrimiento—. Pero, si quieres saberlo, lotomé prestado del departamento de genética.

—¡Estás loco! —dijo Ato, cada vez másmolesto con su amigo—. ¿Sabes lo quepasaría si nos descubren? ¡Nosdesmembrarían!

—¡Tranquilo! —dijo Soto, quien lucíacalmado y decidido—. Devolveré el transmisorde datos lo más pronto posible. Lo puedohacer mañana mismo, si lo usas ahora.

Ato quedó en silencio durante uninstante. La idea le llamaba la atención porpura curiosidad pero también tenía temor.Sabía que no habría misericordia de parte delas patrullas del conocimiento si descubrieranque habían violado la ley.

—Y, luego de usar esta información, laborraremos de nuestras memorias parasiempre —dijo Soto, para tratar de tranquilizardefinitivamente a Ato.

Los dos se miraban fijamente. Sotoseguía tranquilo, incluso feliz. Ato no podíaocultar la duda y el temor que se dibujaban ensu rostro, pero al mismo tiempo deseabaconocer lo que su amigo había visto.

ProgenitoresEfrain Gatuzz

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—Dámelo —dijo Ato completamenteresignado.

—No lo podrás creer —dijo Soto,mientras le entregaba el dispositivo deinformación, conocido comúnmente comoDIN. Ato no dejaba de mirar a su amigomientras introducía el dispositivo en elreceptor instalado en la base de su cráneo.Enseguida su cuerpo se puso rígido y sus ojoscomenzaron a pestañear con extrema rapidez.Soto, a su lado, no dejaba de sonreír.

II

—¿Y bien? —preguntó Soto apenas Atose quitó el DIN—. ¿Qué te parece?

Ato observó a su amigo durante uninstante. No estaba seguro de qué decir en esemomento. Quizás podría decir una mentira yacabar con todo antes de que se metieran enmás líos. Sabía que si decía la verdad alentaríaa su amigo a seguir con las locuras queplaneaba en su mente.

—¿Me crees ahora? —dijo Soto coninsistencia. Ato no dijo nada pero bajó lamirada, un simple gesto que su amigocomprendió perfectamente. Sin podercontenerse, Soto comenzó a brincar y gritar deemoción, a pesar de su corpulento cuerpo.

—¡Quédate tranquilo! —dijo Ato en unsusurro mientras lo trataba de calmar—.Recuerda que todavía tenemos el transmisor,así que deja de llamar la atención. Nosmeteremos en un lío. ¡No nos puedendescubrir!

Soto se detuvo inmediatamente. Aunqueno dejaba de sonreír, las palabras de su amigohabían surtido efecto.

—Bueno, ¿cuál es tu plan? —preguntóAto.

—Quiero revivir a uno de ellos —dijoSoto y, al decirlo, sus ojos brillaron conintensidad. Apenas podía contener laemoción.

—¿Te volviste completamente loco?—dijo Ato mientras comenzaba a cerrar lapuerta de la casa en la cara de Soto. No queríasaber nada más del asunto y se arrepentía dehaber usado el transmisor de datos. Lasituación había llegado demasiado lejos.

—Espera —dijo Soto poniendo la manoen la puerta de la casa, impidiendo que se

cerrara—. ¿Acaso no entendiste lo que temostré? Son nuestros creadores, Ato. ¿Deverdad no estás interesado en conocer a unode ellos?

—¡No quiero que vuelvas a decirmenada al respecto! —gritó Ato.

—Espera —dijo Soto tratando dedetenerlo. Ato no le hizo caso y cerró la puertadejando a Soto de pie en el umbral de la casa.

—Conseguí un corazón intacto —dijoSoto en medio de la oscuridad antes de darmedia vuelta e irse.

III

Soto no pudo dormir bien esa noche.Estaba seguro de que su amigo aceptaríaunirse a su proyecto así que ese rechazo lotomó por sorpresa. De hecho ahora teníadudas acerca de si había hecho lo correcto alpasarle la información a Ato. Se habíamolestado bastante.

—¿Y si les cuenta algo a los delministerio de información? —se preguntabaSoto—. No creo. Él sabe que sería castigadotambién por haber accedido a la información.¿Ya habrá borrado el registro?

Soto se asomó por la ventana. Afueratodo estaba oscuro, una madrugada sin luna.Las leyes que regulaban la energía en laciudad exigían que todas las luces estuviesenapagadas, desde las vallas publicitarias hastalas casas. Incluso el alumbrado público habíasido sustituido por señales impregnadas de unmaterial fluorescente que no necesitabaelectricidad para su funcionamiento. Elgobierno central había dispuesto una soluciónsimple para evitar la infracción de la ley: sequitaba la luz a todas las ciudades desde losgeneradores principales.

—Y pensar que, siglos atrás, las nochespodían ser tan luminosas como el día—pensóSoto con amargura mientras cerraba laventana de su habitación. Se volvió a acostaren la cama y trató de dormir pero el sueño loevadía. Por un lado le emocionaba pensar enlos siguientes pasos que tenía que dar pero almismo tiempo le daba miedo porque no creíaque lo pudiera hacer sin ayuda. Se inclinó en elborde de la cama y tomó una pequeña cajanegra que había colocado debajo de la cama.Apretó un botón y enseguida la caja se tornócompletamente transparente, revelando lo

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que había en su interior. Soto contemplaba elcorazón con reverencia mientras pasaba susdedos por la pared externa del recipiente quelo contenía.

—Espero que funciones —susurróacercando la caja a sus labios—. Haré quefunciones de nuevo. En ese momento, elsonido del timbre lo sobresalto, haciendo quela caja cayera estrepitosamente contra el suelo.Sin perder tiempo la arrojó al fondo de lapared, ocultándola bajo la cama y se dispuso aabrir la puerta.

El timbre no dejaba de sonar y Sotocomenzó a temer que los agentes delministerio de la información lo hubiesendescubierto. Se acercó a la puerta, sin poderevitar que las piernas le temblaran, y se dirigióal videocomunicador. No pudo evitar dar unpequeño grito de sorpresa al contemplarquien era su visitante.

—Espero que tengas un buen plan—dijo Ato mientras entraba en casa de suamigo.

Ato se sentó en la pequeña mesa que seencontraba en la habitación. Estaba todorealmente oscuro pero por lo menos podíandistinguir sus siluetas.

—Necesitamos tres elementos —dijoSoto sin perder tiempo, llevaba días esperandoesa conversación—. Un corazón, un cerebro yun cuerpo.

—¿Por qué por separado? —preguntóAto.

—Parece que luego de la gran guerra a lamayoría de los cadáveres les sacaron ambosórganos para someterlos a estudio —dijoSoto—. Sinceramente, no entiendo muy bienpor qué hicieron eso, pero el punto es que escasi imposible conseguir un cuerpo que tengasu corazón y cerebro con él.

—¿Dónde podemos conseguir el cerebroy el cuerpo?—preguntó Ato.

—El cuerpo es relativamente fácil. En ellaboratorio de genética de la universidad hayalgunos en buen estado, pero necesitaré tuayuda. —A pesar de la oscuridad Ato sintió lamirada penetrante de su amigo al decir lasúltimas palabras. Sin saber si su amigo veía elgesto, Ato asintió lentamente—. El verdaderoproblema es el cerebro. Sinceramente, no

tengo idea de donde podamos conseguir uno.Tiene que estar perfectamente conservado, asíque los cementerios quedan descartados ensu totalidad. Lo único que se me ocurre son loslaboratorios de investigación y lasuniversidades. Pero, como te imaginarás, laseguridad es máxima en esos sitios.

—Ya veo —dijo Ato—. Pero hay otraforma, más sencilla quizás.

—¿Cuál?

—La lista de Oz.

—Ni siquiera sabemos si existe —dijoSoto sin disimular una risa que indicaba loabsurda que le parecía la idea.

—Sí existe. Yo la he usado.

Soto detuvo la risa inmediatamente. Lalista de Oz, en referencia a la famosa obraliteraria, consistía en el estrato más oculto dela red global de comunicaciones, la supranet.Era ahí donde se hacían la mayor parte de losnegocios ilícitos, incluyendo contrabando,secuestro y extorsión. Incluso había uninsistente rumor de que en ese lugar se podíanconseguir asesinos a sueldo. Pero todos eranrumores y nadie parecía haber entrado ahíantes.

—¿Cómo? —Fue todo lo que preguntóSoto. Ato se quedó en silencio y, aún en mediode la oscuridad, se podían percibir las dudasque tenía para responder a esa pregunta.Suspiró antes de comenzar a hablar.

—Mi interfaz principal estabadefectuosa. Lo descubrí hace un par de años. Y,bueno, ya sabes lo que les ocurre a aquellosque presentan ese tipo de defectos. Así que,desesperado, comencé a investigar acerca dela lista de Oz. Era mi única opción. Pasé horasindagando, creyendo que estaba perdiendomi tiempo, hasta que un día me encontré conuna pista. A partir de ahí no me tomó muchotiempo encontrar lo que buscaba. Aunque, adecir verdad, sospecho que ellos se dieron aconocer al descubrir cuáles eran misintenciones. Finalmente pude obtener unainterfaz nueva, así que valió la pena.

—¿Cuál fue el costo?—preguntó Soto.

—Mi próxima actualización.

—¡Es en serio! —gritó Soto, con tantafuerza que estuvo a punto de hacer sonar laalarma de la habitación. Estaba prohibido

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hacer ruido a esas horas.

—¡Cálmate! —dijo Ato en un susurro,tratando de tranquilizarlo—. Recuerda queigual tendré oportunidad de hacer laactualización en cinco años más.

—¿Tú tienes idea de lo que significa eso?Vas a ser un completo inútil comparado conlos demás. Son muchos años, Ato. El sacrificioes muy grande.

—Era eso o la muerte —dijo Atosecamente—. Pero no estoy acá para discutircontigo las decisiones que yo haya tomado enel pasado. Quiero saber si estás dispuesto arealizar sacrificios semejantes para lograr loque te propones.

El silencio envolvió la sala mientras Sotomeditaba sobre las palabras de su amigo.

—Estoy dispuesto—dijo finalmente.

—Bien, manos a la obra entonces —dijoAto, quien ahora estaba emocionado ante loque iban a hacer—. Es hora de que conozcas lalista.

IV

Estableciendo conexión…

Enviando señal: Puerta 353.545.23.11

Conexión rechazada

Enviando señal: Puerta 353.545.23.12

Conexión rechazada

Enviando señal: Puerta 353.545.23.13

Conexión rechazada

—¿Qué ocurre? —preguntó Soto de piedetrás de Ato, quien se encontraba centradofrente al ordenador—. ¿Por qué nos rechaza?

—Tranquilo —dijo Ato mientras seguíaenviando señales, esperando recibir algunarespuesta—. Como te imaginarás, la lista de Ozes uno de los lugares más proclives a recibirataques de todo tipo. Y no solo por parte de lagente del ministerio de la información.Hackers, piratas contrabandistas, aficionados ycuriosos. Son muchos los que quierenprobarse a sí mismos violando todo el sistemade seguridad de la lista. Así queconstantemente están cambiando la dirección.Al menos la dirección de enlace, la direcciónverdadera nadie la conoce. Algunos dicen quela sede es en la Capital y otros dicen que todo

está ubicado en un satélite.

Al escuchar la palabra satélite Soto nopudo evitar levantar la vista aunque solo seveía el techo de la habitación.

Enviando señal: Puerta 353.545.23.35

Conexión establecida

Iniciando protocolo de seguridad.

¿Eres un script? Introduce el siguiente

código de seguridad 832yqF$%&i1

—Estamos dentro —dijo Ato. Soto nopudo evitar sonreír al ver que el sistema nopreguntaba si el usuario era un robot sino siera un script—. Bien, una vez que introduzca elcódigo tendremos diez minutos para navegarantes de que el sistema nos rechace ytengamos que buscar otro puerto para entrar.Déjame ver si mi contacto previo estáconectado en este momento.

¡Código de seguridad correcto!

Bienvenido / Welcome / Willkommen /

добро пожаловать / /

> Localizar a Asimov

Localizando…

Localizando…

Localizando…

¡Localizado!

¿Quién me busca?

> Soy Artos. ¿Te acuerdas de mí? Hace un

par de años me conseguiste una interfaz T4

Sí, te recuerdo. ¿Cómo va ese sistema?

> Funciona a las mil maravillas. Pero me

he conectado porque quiero ver si me puedes

conseguir algo.

Claro. ¿Qué necesitas?

> Un cerebro. Un cerebro humano.

Durante unos segundos que parecieroninterminables no hubo respuesta de parte deAsimov. Ato y Soto miraban la pantalla,concentrados y un poco nerviosos. Ato nopudo evitar un suspiro de alivio cuandofinalmente recibieron un mensaje.

Puedo conseguirlo.

> ¿Para cuándo?

Dame dos semanas.

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> Excelente.

Esto es un objeto realmente inusual. De

hecho nadie ha pedido algo así nunca. Como te

imaginarás, y dadas las dificultades que me

tomará conseguirlo, esta pieza requiere un pago

especial.

> ¿Cuánto?

Tres actualizaciones.

Soto se quedó boquiabierto frente a lapantalla. Ato también estaba sorprendido anteel costo que suponía lo que estaban buscando.

—Es demasiado —dijo Sotofinalmente—. Si accedo a eso, prácticamenteme estaré condenando a ser un inútil por elresto de mi existencia.

—Bueno, tú eres el de la idea delproyecto —dijo Ato—. Me pediste que teayudara y eso es lo que estoy haciendo. Perotú debes decidir si vale la pena el sacrificio.

Durante un instante que pareció unaeternidad Soto se quedó en silencio. Cerró losojos y suspiró. Se acercó a la computadora ycomenzó a escribir en el teclado.

> Acepto.

V

El viejo sótano del edificio tenía añosclausurado aunque no fue difícil romper elviejo candado que cerraba la puerta de hierro.Tuvieron que acondicionar el lugar, algo queles tomó un par de días debido a la cantidadde basura, junto con excrementos de animales,que había por doquier. También introdujeronunas tablas para hacer una mesa centraldonde colocaron el cuerpo, obtenido dellaboratorio de genética de la universidad. Nohabía mucho que elegir y al final sedecantaron por el cuerpo de un hombreadulto. Tenía una barba tupida, el cabello largoy una complexión atlética.

—Me pregunto cómo habrá muerto—dijo Ato cuando lo vio la primera vez—.Pareciera que estaba en buenas condiciones.

Sin embargo no encontraron ningúnreporte médico para saber la causa de lamuerte. Algo que, de todos modos, no eraimportante. Insertar el corazón y el cerebrorequirió bastante trabajo, aunque no tantocomo ellos temían antes de hacerlo. Asimovles había entregado, junto con el cerebro,

algunos DIN acerca de operacionesquirúrgicas. Dado lo innecesarios queresultaban esos procedimientos en la épocaactual, Soto pensó que esa información quizásvalía lo mismo o más que el mismo cerebro. Lasangre no fue ningún problema tampoco. Eramuy fácil conseguir sangre artificial,desarrollada por los humanos siglos atrás yutilizada principalmente en situaciones decombate.

Finalmente llegó el día señalado para elexperimento. Colocaron electrodos endiversas partes del cuerpo. Al principio Atocreyó que era una broma aquello de utilizarelectricidad para revivir el cuerpo pero Soto ledemostró que, según sus cálculos, era posible.Aunque para ello la cantidad de corriente y loslugares que recibirían los impulsos eléctricosdebían ser muy precisos.

—Ya todo está listo para comenzar—dijo Soto. Sus ojos brillaban en una extrañamezcla de emoción y temor—. ¿No esemocionante?

—Solo espero que nadie se dé cuenta delo que estamos haciendo.

—Ato, si no nos han detenido hastaahora, dudo que alguien sepa qué hacemos.

—¿Cómo crees que reaccionará sirevive?

—Pues no tengo idea. Solo comomedida de prevención hice un puente decorriente desde acá —dijo mientras señalabaun cable—. Si algo peligroso ocurre, basta conpresionar este botón azul y una descargavolverá a mandarlo al otro mundo.

—Bueno, creo que si ya hemos llegadohasta acá es mejor que sigamos —dijo Atomientras grandes gotas de sudor corrían porsu rostro.

Cada uno se colocó a un lado delcadáver. Soto presionó el botón y escuchó unzumbido que provenía de las máquinasgeneradoras y comenzó a crecer. Pequeñaschispas surgían de los cables que estabanconectados al cuerpo. De repente la carga seincrementó de forma violenta y el bombilloque colgaba del techo explotó mientras Atomaldecía.

—¡Busca la linterna! —gritó Soto, sinpoder ver bien en medio de la oscuridad. Los

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generadores de corriente seguíanfuncionando a pesar de la fuerte descarga.

Ato encendió la linterna y un haz de luzcomenzó a recorrer la habitación, primeroposándose sobre Soto y luego sobre la mesa.Ahí estaba el humano. Ato se acercó un pocomás y observó cómo el pecho del hombre seinflaba y se desinflaba a un ritmo constante.

—Está vivo —dijo Soto en voz alta, sinpoder contener la emoción mientras seacercaba a la mesa. El hombre parpadeó uninstante y, luego de hacer un esfuerzo, sesentó en la mesa.

Soto y Ato se dieron cuenta enseguida.Los ojos del hombre no mostrabaninteligencia de ningún tipo. La saliva salía desus labios y caía sobre sus piernas. Aquello noera un humano. Ante sus ojos se hallaba uncascarón vacío, con vida pero vacío. No habíarastro alguno de la existencia de unaconciencia real en ese individuo.

—¿Qué le pasa? —preguntó Soto en vozalta. Pensaba que iba a encontrarse con un serinteligente. Un ser tan inteligente que fuecapaz de crear a los ancestros de Soto y a todasu raza. Pero ante él solo se encontraba uncuerpo sin rastro de humanidad.

—Tanto esfuerzo para nada —dijo Atocon desilusión, mientras miraba al pequeñohombre que se babeaba mientras miraba alvacío.

Soto no decía nada, aunque se notabaque también estaba profundamentedesilusionado. Comprendió que la razahumana se había extinguido. Quizás no suscuerpos y tal vez podía hallarse todavía algúncerebro. Pero aquello que los hacía únicoshabía desaparecido para siempre.

Soto pensó que, al contrario de él,aquella criatura carecía de alma.

—Deshazte de él —dijo Ato con frialdadmientras daba la vuelta y salía del sótano sinmirar hacia atrás. Soto, sin perder tiempo,accionó el botón azul.

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—¡Por Tetis! —dijo Mamá Pulpa—¡Cuánto hacía que no veía uno de estos!

Mamá Pulpa adoraba hacer referencia alos dioses y tradiciones de los humanos, queprobablemente solo ella había estudiado demanera decidida y exhaustiva. Eso le daba laoportunidad no solo de burlarse de loshumanos, a quienes detestaba, sino sobretodo de mostrar su superioridad frente aquienes la rodeaban, como correspondía a suestatus. Los pulpos habían desarrollado unainteligencia superlativa y dominado el mundo,de modo que Mamá Pulpa estaba encondiciones de hacer ambas cosas: sinembargo, el número de humanos habíadescendido tanto que el hermoso pulpohembra ya no tenía ocasión de cruzarse conellos. En su juventud, Mamá Pulpa habíallegado a conocerlos mejor que nadie, para suzozobra y la mayor grandeza de la raza de lospulpos. Pocos, sin embargo (y entre ellos no sehallaba Mamá Pulpa), conocían el origen delasunto.

—Ya no se los encuentra, Señora—respondió con deferencia uno de loscomandantes—. Lo hemos traído hasta aquísolo para complacerla. Mis pulpos aseguranque luchó con ferocidad.

—Gracias, querido —dijo Mamá Pulpa,observando al comandante—. ¡Qué cortesía!Especialmente tratándose de un pulpo tangallardo y competente…

Juventud de Mamá PulpaMaximil iano E. Giménez

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Naturalmente, el gran invento de MamáPulpa eran sus hijos: pulpos dotados deespermatóforos de nueva generación, capacesde inseminar y colonizar los huevos de otrasespecies de moluscos, y eventualmente todohuevo blando, generando procesos decruzamiento génico que habían dado lugar avarias clases de pulpos, púlpidos y pulpinos.Aunado al hecho de que los pulpos hembrapodían poner entre doscientos y cuatrocientosmil huevos por nidada, el dominio del mundohabía sido un asunto celerísimo, inclusovertiginoso: por ello, el patético humano quehabía sido conducido a su presencia no eramás que un despojo de tiempos pasados,como el fósil de un tacho de basura halladodurante la construcción de una catedralsubmarina. Un número similar de huevoshabía estado en la matriz del ascenso de lospulpos, y también habían sido tirados a labasura: en la búsqueda de una cura para lasenfermedades neurodegenerativas, unapromisoria empresa biotécnica del estado deWashington había desarrollado una línea deinvestigación que procuraba ligar lascapacidades regenerativas de los pulpos conlas propiedades de las células madreneuronales. Aplastada por sus rivales máspoderosos, la empresa había sido cerrada, losempleados despedidos, y los materiales deinvestigación descartados por personal de unaempresa de construcción que ignoraba lasnormas más elementales de bioseguridad. Lacamada AB101, compuesta por 372.896huevos gastrulados en torno a neuronas-madre modificadas, fue arrojada en el muelle,junto a miles de otras pequeñas criaturasmarinas, para deleite de las gaviotas y lospeces que frecuentaban el puerto de Seattle.

Todo ello no le habría importado aMamá Pulpa de haberlo sabido, puesto que suinterés no estaba ligado a su origen, sino a suporvenir. Empero, la visión de aquel humanohabía reavivado las impresiones de una épocaprimera e imprecisa, y sin embargodolorosamente patente. De todos los huevos,sólo Mamá Pulpa había sobrevivido, flotandoen la espesa sopa marina de radiolarios ymedusas muertas. Su primera nidada habíaproducido una colonia de pulpos parlantes,cuyos conspicuos descendientes habrían dellevar el dudoso don de la palabra a todas lasregiones del océano en una oleada inaudita delogospermia. Los espermatóforos de nueva

generación habían garantizado la expansiónde la marca “Mamá Pulpa”, el sello único ypersonal que la caracterizaba, a través de losmares crecientes, y el planeta entero había idogirando lentamente hacia su figura estelar,torciendo la cabeza para contemplar suascenso. Mamá Pulpa se dirigió al prisionero.

—¿Y, pequeño? ¿Qué novedades secuentan entre los humanos? Es decir, entre losque quedan.

El hombre intentó escupir, sin lograrlo.Lo habían golpeado y lo habían drogado, o talvez al revés, lo que en ambos casos constituíauna desconsideración. Tal vez ese gallardocomandante no era un caballero, después detodo. Mamá Pulpa se acercó flotando alinsurrecto y le habló con delicadeza, con aquelparticular acento que los humanos aborrecían:

—¿Logras comprender dónde teencuentras, desdichado?

—Tenga cuidado, Señora —advirtió elcomandante—. Son peligrosos.

—Solo de los celos debemos cuidarnos,mi querido —repuso Mamá Pulpa, entornandolos verdes ojos—. Y de las hogueras queencendemos contra nuestros enemigos…—añadió, reflexionando.

Nadie entre la guardia pareció captar lasreferencias shakespearianas, ni aun el humano,que permanecía con la cabeza echada haciaatrás y una sonrisa torcida de idiota plantadaen la cara ancha y basta. Mamá Pulpa selamentó porque pronto no quedaría en elmundo, tal vez no quedaba ya, nadie conquien compartir cómplice las citas de lacultura humana, los chistes y la música derock. Bueno, pensó, de todos modos ella viviríapara siempre.

—Me encuentro en el corazón de labestia —respondió de pronto el hombre,arrastrando las palabras—. En la matriz, sipuede decirse, de todo el asunto.

—¡Ah! La metáfora es inadecuada—replicó Mamá Pulpa—. La matriz es ahora elmundo mismo.

La mejor juventud de Mamá Pulpa habíatranscurrido precisamente mientras las mareasde pulpos mutantes inundaban la atmósferacon gases de invernadero y los casquetespolares se fundían en torrentes que arrasaban

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las metrópolis superpobladas. Enormescantidades de metano habían sido liberadasdesde los yacimientos del lecho oceánico,aumentando la temperatura global hasta queel nivel del mar había alcanzado el pie de lasmontañas. Desde las planicies inundadasMamá Pulpa había conducido a los ejércitosvictoriosos, mientras todas las formas de lavida marina se esforzaban en parecérsele, omorían en el intento. El mundo mismo sepulpizaba.

—Entonces el mundo mismo es la bestia—le respondió el prisionero, como si hubieraseguido el curso de su pensamiento interior.

—¡Ah, chiquitín, qué candoroso!—Mamá Pulpa acarició con un tentáculo labarbilla hirsuta del cautivo, mientras miraba desoslayo al comandante de la guardia—. Casihabía olvidado lo pasionales que pueden serestas criaturas. ¿Cuántos quedan de ustedes?¿Dos mil? ¿Tres mil?

—Somos millones —dijo el humano, convoz pastosa.

Mamá Pulpa rió para sus adentrosmientras veía pasar, a través de la burbuja decomando, las formaciones de pulperíadirigiéndose a la conquista del mundo.¡Millones!, bufó. No había número sobre elglobo que pudiera contrarrestar la potenciacolonizadora de los espermatóforos generadospor su progenie, capaces de abrirse camino através del tejido blando y germinar en losóvulos de prácticamente cualquier especie.Los púlpidos –variedades de cefalópodos ymoluscos colonizadas por los espermatóforosmutantes-, y los pulpinos –hijos de otrosanimales inseminados por los pulpos-, sehabían multiplicado exponencialmente, hastaen los lugares más inesperados: la lucha habíaalcanzado los continentes y las mujeres habíandado a luz pulpos que las habían devorado,mientras las nubes de langostas pulpinasavanzaban, oscureciendo los cielos a su paso.En última instancia, se dijo Mamá Pulpa, latoma final del poder por parte de los pulposhabía sido consecuencia de esa subordinación,de esa sumisión de la Naturaleza a la supremaforma pulpa, que le daba un centro y unareferencia ineludible. Habló dirigiéndose alcomandante:

—¿Qué dice usted, mi gallardo oficial?

—Mátelo, Señora. Cuanto antes, mejor.

—Su impaciencia revela una granvitalidad, comandante. ¿Los ha probadoalguna vez?

—¿Cómo dice, Señora? —inquirió,perplejo, el comandante.

—Le pregunto si alguna vez los haprobado, si los ha comido.

—¿A los humanos? No, Señora, me danasco.

—Y veo que también conserva ciertosentido del recato… Eso me gusta. Me temoque debo meditar más largamente sobre eldestino de este infortunado. ¡Guardias!—exclamó Mamá Pulpa—, llévense a todos ydéjenme a solas con el prisionero. Ustedquédese, comandante, lo necesito aquí.

Los oficiales y la guardia se retiraron atoda prisa: el edecán, que conocía laspreferencias de la Señora, bajó las luces antesde salir. La burbuja quedó envuelta en lapenumbra azul y suavemente oscilante de lasprofundidades.

—Pues yo sí los he probado…—prosiguió Mamá Pulpa, como si volviera deuna tanda comercial en televisión—. En unaépoca los comía con frecuencia. Me gustabanespecialmente sus sesos, que tenían un saborcompletamente distinto de cualquier otroanimal. Pero su carne también es comestible, yes sabrosa. No es carne de mar, por supuesto.

Con el rápido movimiento de untentáculo clavó en el reo un aguijón deoctopamina, una sustancia capaz de producirtrance y alucinaciones en los humanos, y conotro tentáculo arrancó un largo jirón de carnede su pecho, que masticó con fruición. Elcomandante la observaba impávido, menosperturbado por el festín que por su cercanía ala Señora.

—¿Lo ve? —dijo Mamá Pulpa—. Sírvase,comandante, esto no se come todos los días.

El comandante aceptó un trozo, ante lainsistencia. Mamá Pulpa, con discreción, vacióuna vejiga de feromonas que siempre llevabapara estas ocasiones, y vio al prisioneroarrugar el rostro con una mueca. Se acercó aél.

—Ahora, ya en serio —dijo—. ¿Qué pasacon la Resistencia?

El hombre farfulló algo ininteligible.

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Mamá Pulpa le inyectó otro aguijón.

—Cuidado, Señora —advirtió elcomandante—. No son tan resistentes.

Pero Mamá Pulpa aferró al humano conun tentáculo en torno al cuello, dominándolodesde el ominoso dosel de su presencia.

—¡Dónde están! ¡Cuántos son! Quieroque me digas quién está al mando, dóndeguardan las armas, quiero que me hables delas futuras operaciones…

El rebelde intentó reír con un gorgoteoestertoroso, como una cañería que no acabarade destaparse.

—¿Futuras operaciones? ¡Yo soy laoperación! —gritó, y luego dejó caer elmentón sobre el pecho, como si hubieraperdido el sentido. Mamá Pulpa levantó sucabeza con un tentáculo: los ojos del humanoestaban en blanco, señal de que su voluntadaun intentaba conservar el control de suconciencia. Con el otro tentáculo apretó elcuello del maldito, inclinando la cabeza paraescuchar su confesión.

—Los inseminaré… —balbuceaba elprisionero—. Espermatóforos humanos conuna particular afinidad por los pulposmutantes... Ustedes creen ser los únicoscapaces de colonizar otros organismos…¡Habrá humanos, homínidos y homininos!. Esla lucha por la evolución entre los gigantes dela empresa…

—Se lo advertí, Señora. El miserabledelira —dijo el comandante, y comoconfirmando sus palabras, el humano sufrió unacceso convulsivo—. Termínelo ya, Señora, selo ruego.

—¡Ah, la piedad! —exclamó MamáPulpa, mientras despedazaba y devoraba alcautivo—. Verdaderamente es usted undechado de virtudes, comandante… Venga,acérquese más, terminemos con esto juntos.

Los pulpos se unieron, acabando deengullir al humano. Mientras copulaban,Mamá Pulpa pensó en las próximas camadasque daría al mundo. Ya no eran sus tiempos dejuventud, cuando podía liberar una puestafecundada cada nueve lunas, pero esta nochesentía la vida bullendo dentro de sí, anhelantedel germen que la transformaría en cientos demiles de pulpos hermosos, todos con la marca

genética de Mamá Pulpa, creciendo en elsabroso mar con la marea alta, la luz cayendooblicuamente sobre las ciudades sumergidas.El condenado oficial la había inflamado conese señuelo del prisionero, con esa trampatendida a su deseo, y ella había mordido elanzuelo, como debía suceder. Pronto, millaresde crías poblarían los nuevos mares que MamáPulpa había abierto para goce de lasgeneraciones futuras. Pondré a estos que llevoen mi vientre al frente de todo, se dijo, la Lunacreciente es signo de grandeza y majestad.

—¿Me habló usted, Señora? —dijo elcomandante.

Mamá Pulpa no respondió. Su organismotenía una enorme capacidad de regeneración,lo que le había dado una longevidad inaudita,pero más relevante que la persistencia de sucuerpo era la permanencia de su obra, lapregnancia de su presencia en la faz delmundo. Mamá Pulpa estaba presente en todoslos procesos reproductivos bajo la línea delmar, y en la mayoría de aquellos que seproducían por encima: en ese sentido erainfinita, replicada en cada cría y cada clon,distribuida por las aguas como un cuervo, unapaloma. La juventud es un estado de ánimo,pensó Mamá Pulpa mientras la cópula llegabaa su fin, especialmente para los inmortales.Señalando los restos del desventurado recluso,preguntó al oficial:

—¿Y, comandante? ¿Qué opina? ¿Elsabor?

—El sabor no está mal. No es muchacarne que digamos, pero se deja comer.

—Sí, son pequeños… —reconocióMamá Pulpa.

—No lo volvería a comer, aunquecelebro la ocasión de haberlo probado almenos una vez.

—A veces con una vez es suficiente,comandante —dijo Mamá Pulpa.

El comandante la miró entrecerrando losojos. Como era habitual luego de la cópula, elapuesto pulpo entraba en un estadotransitorio de semisueño, Pero a Mamá Pulpala roía algo que le impedía abandonarse a lamodorra. Se removió inquieta, arropando lacabeza entre los pliegues del cuello como si deuna cogulla se tratara. A medida que el soporla alcanzaba, pensó: “Humanos, homínidos y

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homininos ¡qué absurdo!” Al fin, ahíta, acunadapor el ronroneo de los ejércitos queatravesaban el mar, Mamá Pulpa se durmió.

Al instante, en sus entrañas, losespermatóforos del humano que habíadevorado rompieron sus sacos y echaron anadar en todas direcciones.