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La fotografía como expresión del concepto – Arlindo Machado Publicado en El paisaje Mediático. Sobre el desafío de las poéticas tecnológicas , Arlindo Machado, Libros del Rojas, Universidad de Buenos Aires, 2000. De tanto en tanto la discusión sobre la naturaleza más profunda de la fotografía vuelve a la superficie con insistencia. En esas ocasiones, todo lo que parecía sólido se disuelve en el aire. Dentro de algunas décadas la fotografía completará los dos siglos de existencia y, todavía entonces, estaremos tratando de entenderla. Estas dificultades tienen buenos fundamentos. La fotografía es la base tecnológica, conceptual e ideológica de todos los medios contemporáneos y, por ese motivo, comprenderla, definirla, es un poco también comprender y definir las estrategias semióticas, los modelos de construcción y percepción, las estructuras en las que se sustenta toda la producción contemporánea de signos visuales y auditivos, sobre todo de aquella que se hace a través de mediación técnica. Cada vez que se introduce un medio nuevo, este sacude las creencias establecidas anteriormente y nos obliga a volver a los orígenes para revisar las bases a partir de las cuales edificamos la sociedad de los medios. La televisión y, por extensión, la imagen y sonido electrónicos, ya nos hicieron encarar esa indagación hace algunas décadas. Ahora, el procesamiento digital y la modelación directa de la imagen en la computadora nos enfrentan a nuevos problemas y nos hacen mirar retrospectivamente, en el sentido de rever las explicaciones que hasta entonces sustentaban nuestras prácticas y teorías. En un momento como este, en que la imagen y también el sonido pasan a ser sintetizados a partir de ecuaciones matemáticas y de modelos de la física, en un momento en que hasta el mismo registro fotográfico puede ser memorizado en forma numérica, es necesario revisar buena parte de nuestros paradigmas teóricos. Hablando en términos de la teoría de los signos de Charles S. Peirce, la fotografía ha sido habitualmente explicada ya poniendo énfasis en su iconocidad (Cohen, 1989: 458; Sonesson, 1998), o sea, tanto en su analogía con el referente u objeto, como en sus cualidades plásticas particulares; ya enfatizando su indexicalidad (Dubois, 1983:

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La fotografía como expresión del concepto – Arlindo Machado

Publicado en El paisaje Mediático. Sobre el desafío de las poéticas tecnológicas, Arlindo Machado, Libros del Rojas, Universidad de Buenos Aires, 2000.

De tanto en tanto la discusión sobre la naturaleza más profunda de la fotografía vuelve a la superficie con insistencia. En esas ocasiones, todo lo que parecía sólido se disuelve en el aire. Dentro de algunas décadas la fotografía completará los dos siglos de existencia y, todavía entonces, estaremos tratando de entenderla. Estas dificultades tienen buenos fundamentos. La fotografía es la base tecnológica, conceptual e ideológica de todos los medios contemporáneos y, por ese motivo, comprenderla, definirla, es un poco también comprender y definir las estrategias semióticas, los modelos de construcción y percepción, las estructuras en las que se sustenta toda la producción contemporánea de signos visuales y auditivos, sobre todo de aquella que se hace a través de mediación técnica. Cada vez que se introduce un medio nuevo, este sacude las creencias establecidas anteriormente y nos obliga a volver a los orígenes para revisar las bases a partir de las cuales edificamos la sociedad de los medios. La televisión y, por extensión, la imagen y sonido electrónicos, ya nos hicieron encarar esa indagación hace algunas décadas. Ahora, el procesamiento digital y la modelación directa de la imagen en la computadora nos enfrentan a nuevos problemas y nos hacen mirar retrospectivamente, en el sentido de rever las explicaciones que hasta entonces sustentaban nuestras prácticas y teorías. En un momento como este, en que la imagen y también el sonido pasan a ser sintetizados a partir de ecuaciones matemáticas y de modelos de la física, en un momento en que hasta el mismo registro fotográfico puede ser memorizado en forma numérica, es necesario revisar buena parte de nuestros paradigmas teóricos.Hablando en términos de la teoría de los signos de Charles S. Peirce, la fotografía ha sido habitualmente explicada ya poniendo énfasis en su iconocidad (Cohen, 1989: 458; Sonesson, 1998), o sea, tanto en su analogía con el referente u objeto, como en sus cualidades plásticas particulares; ya enfatizando su indexicalidad (Dubois, 1983: 60-107; Schaeffer, 1987: 46-104), es decir, basandose en su conexión dinámica con el objeto (es el referente lo que causa la fotografía); o bien aceptando finalmente ambos énfasis al mismo tiempo (Santaella y Nöth, 1998: 107-139; Sonesson, 1993: 153-154). A pesar de eso, incluso admitiendo que muchos de los elementos codificadores de la fotografía pueden ser considerados arbitrarios y convencionales, prácticamente no existe una reflexión sistemática sobre la fotografía como símbolo, en el sentido peirceano del término, es decir, como la expresión de un concepto general y abstracto. Aunque algunos analistas hayan alertado ya sobre la necesidad de pensar a la fotografía, sobre todo la contemporánea, “haciendo intervenir, de manera simultánea (y no exclusiva) las tres categorías peirceanas” (Carani, 1998), la verdad es que la concepción de la fotografía como ley o norma generalizadora constituye un desafío teórico. La única voz discordante en medio del consenso general parece haber sido la de Vilém Flusser, un pensador de la técnica que, ya en 1983, en una obra fundamental escrita bajo el impacto del surgimiento de las imágenes digitales, aseguró que la fotografía, más que simplemente registrar impresiones del mundo físico, en verdad traduce teorías científicas en imágenes. El pensamiento de Flusser, en ese sentido, es radical y sin concesiones: la fotografía puede tener muchas funciones y usos en nuestra sociedad, pero la razón de su existencia está en la materialización de los conceptos de la ciencia o, para usar palabras del propio autor, ella “transforma conceptos en escenas” (1985:45). El objetivo de este artículo es, partiendo de la consideración inicial de Flusser y basandonos en las nuevas referencias apuntadas por las imágenes digitales,

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discutir algunos de los argumentos y razones que a nuestro entender autorizan el reposicionamiento de la fotografía en ese terreno que Peirce clasificó como tercero en su escala semiótica, el terreno del concepto.

¿Índice o símbolo?

Durante un viaje que hice en la Patagonia argentina hace algún tiempo, me llamó la atención la increíble e infinita variedad de verdes del paisaje. Jamás podía imaginar que ese simple color que llamamos “verde” pudiera abarcar una gama de sensaciones cromáticas tan exhuberante, al punto de dar la impresión de que cada árbol en particular, o que cada parte de un árbol, exhibiera un matiz de verde completamente diferente de los otros. De regreso a casa, después de revelar y de ampliar los negativos fotográficos sacados en la Patagonia, pude constatar, bastante frustrado, que todo aquel espectáculo cromático de la naturaleza se había reducido drásticamente. A pesar de haber utilizado una cámara profesional, fotómetro independiente y película de un amplio espectro de respuesta, la variación de verdes del paisaje fotografiado me pareció demasiado pobre, además de banal y previsible. Comparando posteriormente mis fotos con otras obtenidas en los mismos lugares por un colega con quien había compartido el viaje, percibí que, pese a que los resultados parecían igualmente limitados en términos de respuesta cromática, él había obtenido algunos tonos de verde que no existían en mis fotos. Luego pude saber la razón de eso: mi colega había utilizado otra marca de negativo y otro tipo de papel para la ampliación. Esta singular experiencia personal me ayudó bastante a entender algunas de las estrategias operativas de la fotografía. Lo que llamamos “color”, en verdad, es el resultado perceptivo del comportamiento físico de los cuerpos en relación con la luz que incide sobre ellos y, como tal, una propiedad de cada uno de esos cuerpos. Cada planta, de acuerdo a sus constituyentes materiales, absorbe y refleja de una manera particular los rayos de luz y, por eso, produce su propia gama de verdes. Ya las emulsiones fotográficas, por estar compuestas de otros materiales, producen otra gama de verdes. Por esa razón, resulta casi imposible tener en una foto exactamente los mismos colores de un paisaje. El color fotográfico será siempre, por el contrario, una interpretación del color visto, a partir de los componentes materiales propios del film. Ciertamente, la palabra “color” se refiere habitualmente a dos modalidades distintas de fenómenos. Por un lado, un color es una cualidad particular (en términos fenoménicos) o una sensación particular (en términos perceptivos), por lo tanto un hecho de primeridad en términos peirceanos. Por otro lado, un color puede también ser un concepto, una categoría, una abstracción del pensamiento, establecida de manera enteramente convencional. Damos el nombre “verde” a una cierta gama de extensiones de ondas luminosas (expresadas en nanómetros), que resultan de determinadas propiedades reflexivas de los materiales. Pero como el espectro cromático visible es continuo, la categorización de los diversos colores no es sólo imprecisa (en las fronteras entre los colores, algunos verán “amarillo” o “azul” aquello que otros ven “verde”), sino también arbitraria, lo que explica el hecho de que diferentes culturas clasifiquen de modo distinto las mismas cualidades (los esquimales, por ejemplo, clasifican el único color que llamamos “blanco” en más de una decena de colores).En nuestro caso, el corolario inevitable de esa constatación es que la película fotográfica sólo puede corresponder al paisaje enfocado con la gama de colores que ella es capaz de producir. La cantidad de verdes que se puede encontrar en la naturaleza es probablemente infinita, porque infinitos son los cuerpos físicos con sus diferentes propiedades reflexivas, pero un determinado patrón fotográfico –digamos un film

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Kodakolor de 100 ASA, fabricado en la sucursal mexicana de la Kodak y revelado rigurosamente de acuerdo con las instrucciones del fabricante- produce una gama de verdes no sólo finita, sino también tipificada, regular y fija. La totalidad de las imágenes producidas con esa película mostrarán siempre la misma gama de verdes, independientemente del hecho que el referente sea la Patagonia argentina o las estepas rusas. Los verdes Kodakolor no son, por lo tanto, simples cuali-signos de esa exhuberante experiencia cromática que llamamos “verdor”, pero sí colores-tipos, clasificables en catálogos de colores (y, de hecho, los laboratorios de revelado son calibrados a partir de categorías cromáticas), por lo tanto algo cercano al concepto peirceano de legi-signo. Un film Kodakolor nunca logrará producir un verde singular, como aquel que se puede encontrar sólo en las hojas de una melissa officinalis, observada en la orilla de un lago de la Patagonia, durante una determinada tarde de primavera, luego de haber parado de llover, o como aquel que se puede ver solamente en determinado fresco del Giotto, producido con una tinta fabricada por el propio pintor, a partir del procesamiento de plantas encontradas en la periferia de Florencia. Por el contrario, los verdes Kodakolor se repiten de forma regular y previsible en todas las fotos obtenidas en las mismas condiciones-tipo y es esa regularidad lo que vuelve utilizable a la fotografía en situaciones de reproducibilidad industrial, para distribución a escala masiva. Parte de los problemas relacionados con la comprensión de la fotografía derivan de su encasillamiento tradicional en la categoría peirceana de índice, un encasillamiento que podemos considerar, como mínimo, problemático. Lo que registra la película fotográfica no es exactamente una acción del objeto sobre ella (no hay contacto físico o “dinámico” del objeto con la película), sino el modo particular de absorción y reflexión de la luz por un cuerpo ubicado en un espacio iluminado, tal como una emulsión sensible lo interpreta, basandose sólo en aquella parte de los rayos de luz reflejados por el objeto que pudieran ser captados por la lente y filtrados por los dispositivos internos de la cámara. Se trata de un proceso extraordinadiamente complejo, que se encuentra a algunos años luz distante de la simplicidad franciscana de los índices visuales clásicos, como la pisada dejada en el suelo por un animal, o la impresión digital. En el límite, es posible fotografiar (es decir, registrar en la película) los rayos de luz directamente de su fuente, sin que hayan sido reflejados por objeto alguno. Esto significa que se puede tener fotografía sin objeto, a menos que consideremos, incluso con toda pertinencia, que el verdadero objeto de la fotografía es la luz y no el cuerpo que la refleja. Pensemos en las siguientes paradojas de la fotografía astronómica:1)La explosión de una estrella, fotografiada en este momento por una cámara acoplada a un telescopio, sucedió, en verdad, varios siglos antes. Lo que ocurre es que la luz emitida por la estrella moribunda tuvo que recorrer una buena parte del universo antes de llegar hasta nuestra emulsión.2) Por lo menos hay un referente que jamás podrá ser fotografiado: el agujero negro, toda vez que no absorbe ni refleja rayos de luz o cualquier otro tipo de onda. De ahí que una prueba material de la existencia de un agujero negro es imposible. La fotografía es un proceso enteramente derivado de la técnica, entendiendose aquí por técnica aquello que Simondon (1969: 12) define como “gesto humano fijado y cristalizado en estructuras que funcionan”. En su forma industrial y masiva, la técnica es concebida como un modo de automatización o de tipificación, en el mismo límite del estereotipo. En su acepción más sofisticada, en la investigación científica y en la experimentación artística, por ejemplo, la técnica puede también ser un detonador heurístico, en la medida en que posibilita al pensamiento ir más allá de aquel otro que la engendró. Si un dispositivo técnico preve “cierto margen de indeterminación”,

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como afirma Simondon (1969: 11), “puede volverse sensible a una información exterior”. De cualquier manera, siempre es un conocimiento científico el que, materializado en los medios técnicos, hace existir la fotografía, considerando que, al contrario de las pisadas y de las impresiones digitales, las fotografías no se forman naturalmente, por la mera casualidad del encuentro fortuito entre un objeto y un soporte de registro. La fotografía existe sólo cuando hay una intención explícita de producirla, por parte de uno o más operadores o poseedores del know how específico, y cuando se dispone de un inmenso dispositivo técnico para producirla (cámara, lente, film, iluminación, fotómetro incluído o separado de la cámara, cuarto oscuro de revelación, baños químicos, cronómetros diversos para la marcación del tiempo, etc.), dispositivo desarrollado después de varios siglos de investigación científica y producido en escala industrial por un segmento específico del mercado. La definición clásica de fotografía como índice constituye, en realidad, una aberración teórica, pues si consideramos que la “esencia ontológica” (expresión tomada de André Bazin, 1981: 9-17) de la fotografía es la fijación del trazo o del vestigio dejado por la luz sobre un material sensible a ella, tendremos obligatoriamente que concluir que todo lo que existe en el universo es fotografía, ya que todo, de algún modo, sufre la acción de la luz. Si me acuesto en una playa para tomar sol, la piel de mi cuerpo “registrará” la acción de los rayos de luz bajo la forma del bronceado o de la quemadura. Si apoyo mi disco predilecto en una mesa junto a una ventana, donde por azar a una determinada hora del día da la luz del sol, el disco se torcerá como el pétalo de una rosa y podremos entonces llamar “fotografía” a ese disco deformado, pues de algún modo esa es su manera de “registrar” en definitiva la acción de la luz del sol sobre él. Incluso una simple hoja de papel olvidada en el suelo, expuesta a la luz del sol, después de algún tiempo se “amarilleará”. Pero cuando tomo una fotografía, lo que veo allí no es sólo el efecto de quemadura producido por la luz. Más bien veo una imagen extraordinariamente nítida, intencionalmente moldeada, encuadrada y compuesta, una cierta lógica de distribución de zonas de foco y fuera de foco, una cierta armonía del juego entre claro y oscuro, sin hablar de una cierta inequívoca intención expresiva y significante, que no encuentro jamás en el cuerpo bronceado, en el disco deformado o en el papel amarillento.El trazo grabado por la cámara fotográfica ( en este caso, la luz reflejada por el objeto) depende de un número extraordinariamente elevado de mediaciones técnicas. En lo que respecta a la cámara, tenemos: la lente con una específica distancia focal, la abertura del diafragma, la abertura del obturador, el punto de foco. En lo que respecta a la emulsión fotográfica: la resolución de granos, la mayor o menos latitud, la amplitud de respuesta cromática, etc. En lo que respecta al papel de ampliación o de impresión: su rugosidad, propiedades de absorción, etc. Esto quiere decir que una foto no es solamente el resultado de una impresión indicial de un objeto, sino también de las propiedades particulares de la cámara, de la lente, de la emulsión, de la/s fuente/s de luz, del papel de reproducción, del baño de revelado, del método de secado, etc. Claro que, como observó correctamente Sonesson (1998), también una pisada es resultado de una interacción variable entre la pata de un animal y el suelo (diferentes tipos de suelo permiten imprimir diferentes tipos de pisadas de un mismo animal). Sin embargo una pisada, aunque tenga apariencias diferentes conforme al tipo de suelo, será siempre una pisada, pudiendo ser reconocible como tal por un interpretante, mientras que una fotografía sólo será realmente una fotografía si la totalidad de las condiciones técnicas fueran cumplidas con el rigor exigido por los dispositivos mecánico, óptico y químico.

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En ese sentido, a diferencia de la pisada, de la impresión digital e incluso de la pintura y del dibujo, la fotografía es el resultado de cálculos complejos y matemáticamente precisos, automátizados en el diseño de la cámara y de la película . El hecho de poder fotografiar sin conocer necesariamente estos cálculos no es muy diferente del hecho de modelar formas, de darles textura y brillo, con una computadora, sin tener necesidad de saber programar, pero sólo utilizando aplicaciones comerciales. La fotografía es una actividad técnica de extrema precisión, basada en la medición (de la distancia y velocidad del objeto, de la cantidad de luz que penetra en la cámara, del paralaje entre el visor y la ventana del film, del margen de profundidad de campo, del tiempo de revelado, etc.). El fotómetro mide la cantidad de luz que incide en el objeto o que se refleja para la cámara; el termocolorímetro mide la temperatura del color, para adecuar el tipo de film al tipo de iluminación; el diafragma y el obturador deben ser ajustados en una relación de compensación mutua (cuanto más se abre uno, más se cierra el otro), de acuerdo con el valor obtenido por el fotómetro y aún de acuerdo con el grado de sensibilidad de la película. Un error de cálculo, por mínimo que sea, y adiós fotografía, por más que el referente esté allí bien iluminado. El mismo razonamiento sirve también para el cálculo de la profundidad de campo, que establece la cantidad de foco y fuera de foco de una foto, y que es determinado a partir de una compleja ecuación, incluyendo: 1) la distancia del objeto en relación a la cámara; 2) el grado de abertura de diafragma y obturador; 3) la cantidad de luz que ilumina la escena; 4) la distancia focal de la lente utilizada. Los buenos fotógrafos siempre traen en sus bolsos un manual con tablas de profundidad de campo, que es necesario consultar cada vez que surgen dudas sobre si una imagen aparecerá en foco o no. De ahí por qué una fotografía puede ser considerada, sin vacilar, un signo de naturaleza predominantemente simbólica, perteneciente prioritariamente al dominio de la terceridad peirceana, porque es imagen científica, imagen informada por la técnica, tanto como la imagen digital, no obstante un cierto grado de indicialidad presente en la mayoría de los casos. En otras palabras, fotografía es, antes que nada, el resultado de la aplicación técnica de conceptos científicos acumulados por lo menos a lo largo de cinco siglos de investigaciones en los campos de la óptica, de la mecánica y de la química, así también como de la evolución del cálculo matemático y del instrumental para hacerlo operacional. En tanto símbolo, según la definición peirceana, la fotografía existe en una relación triádica entre: el signo (la foto, o, si se quiere, el registro), su objeto (la cosa fotografiada) y la interpretación físico-química y matemática. Esa interpretación es un tercero, pudiendo ser “leída” (por otra parte, esa es la única lectura seria de la fotografía) como la creación de algo nuevo, de un concepto puramente plástico respecto del objeto y su impresión. La verdadera función del aparato fotográfico no es, por lo tanto registrar una impresión, sino interpretarla científicamente. Esto quiere decir que la impresión fotográfica, cuando existe, no nos es dada en estado bruto y salvaje, sino ya inmensamente mediada e interpretada por el saber científico. Observese cómo el aparato técnico de captación de señales, en ciencias rigurosas como la medicina y la astrofísica, está programado para interpretar y codificar la impresión indicial en elementos sensibles o perceptibles que puedan ser “leídos” por el analista: por ejemplo, ciertos colores pueden representar, por mera convención, determinadas temperaturas del cuerpo o determinadas propiedades de los materiales. Eso quiere decir que se puede codificar visualmente, como resultado del registro fotográfico, valores obtenidos a través de la medición termodinámica o del análisis físico-químico. A decir verdad, tanto el recurso de remote sensoring en astrofísica, como el examen no invasivo del interior del cuerpo humano en medicina, modalidades más rigurosas de

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fotografía, para uso científico, son procesos tan codificados que sólo un especialista puede descifrarlos, ya que sólo el especialista detenta el modelo, la clave interpretativa, la convención-patrón. Esas fotos científicas exigen un trabajo de “desciframiento” difícil y altamente especializado, en parte realizado por el propio dispositivo técnico, en parte por el científico que lo opera. Aun así, la ambigüedad y el error son inevitables, por la simple razón de que nunca se pueden inferir con seguridad las cualidades de un objeto al cual no se tiene acceso directo, sino sólo a través de investigación instrumental. En ese sentido los astrofísicos pueden interpretar equivocadamente determinadas señales de los astros y los médicos pueden interpretar mal las respuestas del cuerpo a las ondas de sondeo emitidas por las máquinas. El error es siempre una posibilidad inevitable en estos medios porque el investigador trabaja no con muestras reales, sino con interpretaciones técnicas de las señales emitidas por los cuerpos animados o inanimados, por lo tanto con índices degenerados, transfigurados por la mediación tecno-científica. Por ese motivo, un buen médico no hace nunca un diagnóstico apoyándose sólo en los resultados obtenidos en una radiografía, una ecografía o una tomografía computada, pero sí basándose en un examen completo, al que deben agregarse todavía los exámenes de laboratorio de las muestras reales del cuerpo, para después confrontar e interpretar los diferentes resultados. Por lo tanto la decisión del médico no es dictada por lo que dice una supuesta evidencia indicial, considerada imprecisa y deformada por la mediación técnica, sino por la interpretación del mayor número posible de evidencias dadas por el cruzamiento de examenes de distinta naturaleza.“Un índice –dice Peirce (1978: vol. 2: 315)- implica siempre la existencia de su objeto”. Pero en el mundo no existe una inmensa cantidad de elementos que pueden encontrarse en una fotografía. Por ejemplo: el borrón que deja un cuerpo en movimiento rápido; el “temblor” de la cámara; la descomposición en forma de arcoiris de los rayos de luz que entran en la lente directamente de la fuente; el estrechamiento o la disminución de tamaño de los objetos que se distancian de la cámara (efecto de perspectiva renacentista); el punto de fuga; el fuera de foco; el recorte o moldura del cuadro (rectangular en la mayoría de las veces, circular en los casos de las lentes “ojo de pescado”); la exclusión de lo que está fuera del cuadro; la alteración de la escala; la granulación, la saturación, la homogeneidad y el contraste de la emulsión de registro; la inversión de tonos y colores producida por el negativo; la deformación óptica producida por ciertas lentes como el gran angular o el teleobjetivo; el blanco y negro; el punto de vista de la cámara; el movimiento congelado; la bidimensionalidad del soporte de registro; el sistema de zonas (Ansel Adams); la deformación lateral (en las cámaras pinhole); la anamorfosis de las figuras planas; la anamorfosis producida por obturadores de plano focal; el filtrado de los reflejos por polarización; el brillo u opacidad del papel de reproducción, y así prosigue, para quedarnos sólo en los aspectos visuales del enunciado. Todos estos elementos icónicos y simbólicos introducidos por el aparato técnico no son sólo agregados que se sobreponen al índice, a la impresión del objeto, sino también agentes de transfiguración, deformación e incluso borramiento del trazo. La historia de la fotografía está repleta de ejemplos de fotos cuyo referente, por las más variadas razones técnicas o expresivas, no puede ser identificado, ni siquiera genéricamente. En este caso, se perdió la impresión, aunque haya quedado la fotografía con toda su elocuencia icónica y simbólica. Hay todavía otro aspecto de la cuestión: la fotografía hoy viene siendo ampliamente utilizada, en el plano de los medios gráficos o electrónicos, como signo genérico, que designa a una clase de imágenes. Véase el ejemplo de los bancos de imágenes (analógicas o digitales), que alimentan en la actualidad la mayor parte de las

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publicaciones y producciones icónicas. Normalmente, las imágenes, en esos bancos, son solicitadas por lo que ellas tienen de poder de generalización, no por su singularidad. Si una revista, por ejemplo, pretende publicar un artículo sobre deportes de invierno, necesita para ilustrarlo imágenes de gente esquiando. Poco importa quién está esquiando, cuándo, dónde o por qué. Lo que importa es una imagen que signifique genéricamente la acción de esquiar en la nieve. Cuanto más indefinidos y no identificables sean el modelo, el escenario y la ocasión, tanto mejor para la foto, pues tendrá mayor poder de generalización. Los bancos de imágenes hoy guardan varios millones de fotos clasificadas ya no más por epígrafes descriptivos, sino por temas visuales genéricos e identificadas sólo por números de orden. Prácticamente todos los temas pueden ser encontrados en esos bancos: niños, selvas tropicales, establecimientos ganaderos, intervenciones quirúrgicas, reptiles, bibliotecas, núbes, piscinas, lo que se quiera. Esta nueva demanda ha incentivado el desarrollo de otro tipo de fotografía, ya no más “documental” en el sentido habitual de la palabra, sino una fotografía que busca, a través de una imagen singular, simbolizar una clase, una norma o una ley dotada de sentido generalizador.

Fotografía: concepto en expansión

En términos de posibilidades creativas y heurísticas, el énfasis tradicional en la fotografía como índice introdujo otra distorsión en esta área de producción simbólica: privilegió el apriete del botón disparador de la cámara como el momento emblemático de la fotografía, dejando de lado tanto los preparativos previos del motivo a fotografiar y de los ajustes del aparato fotográfico, como todo el procesamiento posterior de la imagen obtenida. Todavía hoy, a pesar de la creciente digitalización del proceso fotográfico en todos sus niveles, gran parte de los círculos teóricos y profesionales permanece aún paralizada en la mística del “clic”, del “momento decisivo” (Cartier-Bresson, 1981: 384-386), de aquel instante mágico en el que el obturador parpadea, dejando entrar a la luz en la cámara y sensibilizar la película. Todo lo demás, esto es, el antes y el después del “clic”, es considerado afectación pictórica (icónica) o “manipulación” intelectual (simbólica), apartandose por lo tanto del ámbito de lo “específico” fotográfico. La insistencia, por parte de muchas teorías y prácticas todavía en boga, en una supuesta naturaleza indicial de la fotografía, produjo como resultado una restricción de las posibilidades creativas del medio, su reducción a un destino meramente documental y, en consecuencia, su empobrecimiento como sistema significante, considerando que gran parte del proceso fotográfico fue eclipsado por la hipertrofia del “momento decisivo”. El sistema de zonas de Ansel Adams parece haber sido la única “manipulación” posterior al registro aceptada universalmente (o por lo menos tolerada) por los círculos más limitados de la fotografía. Ahora mismo la digitalización y el procesamiento posterior de la foto en computadora son todavía largamente impugnados, en el plano teórico, como procedimientos que puedan ser incluídos en el ámbito de la fotografía, aunque, en rigor, no exista diferencia alguna entre el procesamiento de la imagen en computadora y la ampliación diferenciada de las partes de una foto mediante el sistema de zonas. Pero la disposición del objeto en su espacio natural o en el estudio, la ubicación de la iluminación, la modelación de la pose, los ajustes del dispositivo técnico y todo el proceso de codificación que sucede antes del “clic” son tan pertinentes a la fotografía como lo que ocurre en el “momento decisivo”. De la misma manera, también forma

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parte del universo de la fotografía todo lo que pasa en el momento siguiente: el revelado, la ampliación, el retoque, la corrección y el procesamiento de la imagen, la solarización, etc. Después de más de un siglo y medio de restricciones técnicas, conceptuales e ideológicas, subvertidas sólo marginalmente por los artistas de vanguardia, la fotografía comienza, finalmente, a tomar conciencia de su emancipación y a derribar las fronteras que la limitaban. Con la cámara digital y el software del procesamiento ocupando rápidamente el lugar de las técnicas fotográficas tradicionales, podemos decir que la fotografía vive un momento de expansión, tanto en lo referido al incremento de sus posibilidades expresivas, como en lo que respecta a los cambios en su conceptualización teórica. Recientemente, Andreas Müller-Pohle (1985), fotógrafo, crítico y editor de la revista European Photography, acuñó el término de fotografía expandida para ponerle nombre a la nueva actitud emergente con relación a ese medio. Para Müller-Pohle, la fotografía hoy presupone una gama prácticamente infinita de posibilidades de intervención, tanto en el plano de la producción (se puede interferir en el objeto a ser fotografiado, en los medios técnicos para fotografiar, e incluso en la propia imagen que queda en el negativo), como en las áreas de circulación y consumo social de las fotografías. Veamos algunos ejemplos. Podemos citar en primer lugar la obra de la fotógrafa norteamericana Cindy Sherman. Por lo que se sabe, nadie está en desacuerdo con la inclusión de esa obra en el ámbito de la fotografía. Mientras que, valga la paradoja, Sherman no es fotógrafa, o por lo menos no es ella quien se dedica al trabajo de mirar por el visor de la cámara, encuadrar el motivo y cliquear el botón del disparador. En realidad, ella no podría hacer eso, porque siempre es el referente, el objeto de sus propias fotos y no podría estar en frente y detrás de la cámara al mismo tiempo. Quien manipula la cámara es un otro, o varios otros, nunca nombrados. La fotógrafa está en tránsito, por lo tanto y de forma ambigua, entre el sujeto y el objeto de sus propias fotos. Para Sherman, fotografiar consiste menos en apuntar con la cámara a alguna cosa preexistente y fijar su imagen en la película, que en crear escenas y situaciones imaginarias para ofrecer a la cámara, como sucede con el cine de ficción. La fotografía es aquí concebida como creación dramática y escenográfica, o como mise-en scène, donde la fotógrafa interpreta, al mismo tiempo, los roles de directora, dramaturga, escenógrafa y actriz. En otra dirección, tenemos el caso de Rosângela Rennó, una fotógrafa brasileña que no fotografía, no usa cámara ni película, ni nada. Ella sólo vuelve a hacer circular las fotos ya existentes, sobre todo aquellas que fueron descartadas por el flujo interminable de imágenes industriales en el mercado masivo. En un primer momento, Rennó busca el material para sus reflexiones en fotos antiguas y anónimas, en general producidas con fines legales o institucionales, como aquellas usadas en los documentos de identidad, en obituarios y en la identificación criminal. Ella las encuentra por millares, en estudios de fotógrafos populares: son fotos tipo, producidas a gran escala, feas y mal terminadas, que la fotógrafa saca de sus circuítos normales de consumo, proponiendo nuevas formas de interrelación. Estas fotos no siempre se las presenta tal cual fueron encontradas. A veces la fotógrafa expone el propio negativo original, como un modo de obliterar la visibilidad y volver todavía más evidente el carácter “fotográfico” (técnico) de la imagen. En otras oportunidades la artista amplia los negativos y expone copias extremadamente oscurecidas de las fotos originales, a tal punto que es preciso un cierto esfuerzo de visualización para conseguir distinguir un ténue vestigio de figura humana. El efecto final recuerda a aquellas fotos fantasmáticas que se ven en las tumbas y que, al quedar mucho tiempo expuestas al tiempo y al sol, terminan deteriorandose y perdiendo sus detalles. Incluso otras veces, Rennó imprime

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sus copias directamente sobre vidrio, para que el observador, al enfrentarse a la fotografía, vea también su propia imagen reflejada y superpuesta con la imagen que ve, como en un juego de ironía con el propio efecto especular de la fotografía (“espejo de la realidad”). La recuperación de esas imágenes descartadas por la sociedad y convertidas en desecho industrial permite a Rosângela Rennó situarse en dos caminos simultáneos y aparentemente contradictorios. Por un lado, las fotos ampliadas y oscurecidas, sin referencia alguna a un contexto, sin epígrafes que las identifiquen en el tiempo y en el espacio, resultan apenas impresiones opacas y sin sentido de singularidades perdidas, que son testimonio de la imperfección de la fotografía, como documento o como revelación de una realidad, y de la imposibilidad de una verdadera memoria. Por otro lado, estas mismas imágenes, articuladas de nuevo y recolocadas en un nuevo contexto, permiten a la artista redescubrirles un sentido. Müller-Pohle (1985) define esa postura como una especie de ecología de la información, pues se trata de intervenir sobre los residuos (Abfall) y reintroducir una nueva significación en aquello descartado por la sociedad de las imágenes técnicas. De este modo, la obra de Rennó se presenta como una investigación sistemática sobre la impresión y la convención, sobre la memoria y el olvido, sobre los efectos del tiempo en la experiencia humana, para proponer finalmente una especie de política del sentido y de la opacidad. Otro fotógrafo que nos ha posibilitado entender más a fondo el proceso de expansión de la fotografía es Kenji Ota, también brasileño. Teniendo en cuenta que tanto el efecto indicial como la homología icónica sólo pueden ser obtenidos a través de un control extraordinariamente preciso de todos los elementos del código fotográfico (la calidad de la emulsión, la naturaleza de la luz de registro y de ampliación, el tiempo y la temperatura de revelado y secado, la homogeneidad del papel, etc. ), una manera de subvertir los resultados consiste en jugar aleatoriamente con el control químico y matemático del proceso. En lugar de cumplir con todos los protocolos dictados por la técnica, para obtener de esta manera un resultado fotográficamente consistente, Ota prefiere abrir su proceso al azar e introducir la inestabilidad, el desregulamiento, el desorden en la producción de la imagen. Navegando en contra de la corriente de la técnica, él rechaza todo lo industrial y tipificado para reintroducir el artesanado en la fotografía. Rescata procesos fotográficos antiguos y en desuso, como la cianotipo, el calotipo, el papel albuminado, etc. , no a título de nostalgico sino como una forma de extraer a la fotografía algunas calidades nuevas. Así, la utilización de distintos tipos de gelatina, con diferentes grados de dureza y de niveles de saturación en el agua, transforma al proceso de reconstitución de la imagen en una aventura errática entre la voluntad y el azar. El uso de papel artesanal, en vez del papel industrial apropiado para la ampliación fotográfica, permite obtener como resultado imágenes "manchadas" con colores, tonos y texturas de una variedad impresionante, principalmente por el hecho de que las irregularidades en la distribución de las fibras determinarán una absorción no homogenea ni tampoco previsible de la emulsión. La mayor o menor permeabilidad de la emulsión repercute en la escala cromática y tonal de la imagen. Y como la emulsión se expande en forma no homogenea en la superficie del papel, a través del uso de un pincel, las irregularidades aumentan. Los procesos de revelado y fijación pueden ser interrumpidos antes de la aparición íntegra de la imagen, permitiendo así el rescate de etapas intermedias de acabado. Y más: visto que las irregularidades del papel y de la emulsión cambian de hoja en hoja, cada copia es completamente distinta de las otras, aunque la matriz pueda ser la misma. De este modo, con cada nueva copia, el registro fotográfico se va transfigurando en imágenes completamente diferentes unas de las otras.

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Cuanto más se distancia Ota de las normas, de las reglas rígidas de la práctica de laboratorio (control de tiempo y temperatura, control de calidad y vida útil de las sustancias reveladoras y fijadoras), cuanto más él introduce la imprecisión, la discontinuidad, el procesamiento sin cronómetro y sin mediación técnica, tanto más las imágenes se descomponen en anamorfosis, manchas y alteraciones gráficas de todo tipo, distanciando a la fotografía cada vey más de la homología icónica y de la impresión documental para aproximarla estrechamente a la pintura abstracta. Con el desarrollo de su proceso, Ota percibe que los mejores resultados plásticos ocurren, paradojalmente, en las zonas del negativo que no tienen imagen (áreas vacías, fondos negros), porque en ellas la emulsión recibe más luz y el procesamiento químico es más intenso. A partir de esa constatación, él comienza entonces a eliminar casi completamente el referente de sus fotos, dejando nacer al espectáculo visual sólo del juego controlado a medias y semi-aleatorio entre la luz, el papel, la emulsión y las sustancias de activación/fijación de la imagen. El resultado es una especie de foto inaugural, adánica, sin cámara, sin objeto, sin trazo, pura epifania, que saca provecho del doble sentido del término revelación en portugués: "revelado fotográfico" y "manifestación de algo desconocido" al mismo tiempo.

Obras citadas

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