Laberinto No. 592

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Laberinto David Toscana El teatro de la vida página 2 Xitlalitl Rodríguez Mendoza Poesía página 3 Hugo Roca Joglar Camelia y la cabeza de Eleazar página 10 Heriberto Yépez Benjamin en la era del selfie página 12 sábado 18 de octubre de 2014 Salvar al buitre N.o 592 Armando González Torres Páginas 4 y 5 OCTAVIO HOYOS MILENIO Héctor Aguilar Camín Adiós a los padres Entrevista Abraham Gorostieta Páginas 6 a 8

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LaberintoDavid Toscana El teatro de la vida página 2Xitlalitl Rodríguez Mendoza Poesía página 3Hugo Roca Joglar Camelia y la cabeza de Eleazar página 10Heriberto Yépez Benjamin en la era del selfie página 12

sábado 18 de octubre de 2014

Salvar al buitre

N.o 592

Armando González Torres Páginas 4 y 5

OCTAVIO HOYOS

MILENIO

Héctor Aguilar Camín

Adiós a los padresEntrevistaAbraham Gorostieta

Páginas 6 a 8

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MILENIO02 b sábado 18 de octubre de 2014

TOSCANADAS

DE CULTO

EX LIBRIS

El teatro de la vida

Allá cuando no había imprenta o cuando la imprenta era muy joven o

cuando mucha gente todavía no sabía leer o escribir, la literatura se escuchaba. Y la forma más popular de escucharla era el teatro. Aun las lecturas o recitaciones públicas de un texto tenían elementos de teatralidad, pues cualquier buen lector hacía mucho más que mover los labios.

Mi espíritu aureosecular me inclina a pensar en Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz y otros de sus contemporáneos cuando pienso en teatro; y por supuesto también en Shakespeare.

De estos teatreros han salido muchas joyas de nuestro lenguaje, incluyendo la tan conocida: “¿Qué es la vida? Un frenesí./ ¿Qué es la vida? Una ilusión, /una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; /que toda la vida es sueño, /y los sueños, sueños son”.

Palabras que por bellas, certeras y poderosas han influido incluso a la filosofía.

Hoy me quiero ocupar de un aspecto de este teatro: lo importante que podría ser en las escuelas para educar en la literatura, humanidades, retórica, lengua, memoria, socialización, dicción y otros tantos aspectos.

No soy un pedagogo para saber qué obras de teatro pueden asimilarse y adaptarse a qué edad, pero tampoco confiaría en que este asunto lo dictaran los pedagogos, que mayormente se han dedicado a tratar a los niños como pequeños idiotas sin criterio, waltdisneyizando buena parte de la infancia. Temas que aparecen regularmente en el teatro como la violencia, la muerte, la infidelidad, el

Antes de ser colocado bajo la guillotina, a sus setenta y tres años, frente a la multitud reunida en la Plaza del Carrusel en París, Jacques Ca-

zotte pronunció sus últimas palabras: “Muero como he vivido, fiel a Dios y a mi rey”. Un hombre valiente, sin duda. Cuatro años antes, en la primavera de 1788, Cazotte escuchó en silencio los comentarios que con emoción expresaron los invitados a una cena. El tema era la razón, esa especie de ángel salvador que habría de traer raudales de felicidad al género humano, y los cambios sociales que se experimentaban en Francia. Entre los comensales estaban el marqués de Con-dorcet, político y matemático; Jean–François de la Harpe, dramaturgo; Jean Sylvain Baillo, astrónomo; Félix Vicq–d’Azyr, el médico de María Antonieta; y el escritor Sébastian–Roch Nicolas Chamfort. Cazotte siguió sin abrir la boca, incomodando a sus amigos. Le pidieron que hablara. Como si se tratara de la escena inicial de El diablo enamorado, su libro más famoso, en la que Alvaro, el protagonista, escucha la discusión de sus compañeros de armas —se habla de cabalistas y cábalas—, y que da pie a que el flamenco Soberano, otro soldado, le muestre al joven español cómo atraer y dar órdenes a toda clase de espíritus, incluido el Diablo, Cazotte dijo que una revolución estaba a punto de iniciar, pero que la razón no le de-pararía al pueblo francés dicha y alegría. Después, y aunque se cree que el vaticinio de Cazotte pertenece a los terrenos de la leyenda, presagió el destino de cada uno de sus amigos con una exactitud tan filosa como la hoja de la guillotina que años después le cortaría la cabeza: Condorcet se envenenó para librar la pena capital; Chamfort se cortó las venas; Baillo también fue guillotinado. Solo Vicq–d’Azyr murió de un modo distinto: de fiebre y no desangrado, como le anunció Cazotte.

La supuesta inclinación hacia lo místico y lo eso-térico que se le atribuye a Jacques Cazotte apuntala la idea de que perteneció a los Illuminati, y que en El diablo enamorado difundió algunos de los secretos de la secta, lo que le costaría la vida. De joven fue

engaño y los juegos de poder son perfectamente compatibles con una mente de seis o siete años. Quienes se quejaron de la muerte de la mamá de Bambi no lograron sino idiotizar un poco más a la siguiente generación.

Ya que mencioné unas líneas de La vida es sueño, imaginemos el trabajo que sería para unos chicos del sexto de primaria montar la obra. Sí: de sexto de primaria.

Hacer las pruebas para seleccionar los actores, en las que los alumnos son inevitablemente jueces y parte. Imaginar los escenarios y montarlos. Competir por los papeles principales. Asignarse los secundarios y de bulto. Memorizar las partes. Pulir la actuación mediante crítica de los propios compañeros. ¿Cómo debe expresarse tal o cual parlamento? ¿Con rabia o vergüenza o llanto? Encargarse de todos los aspectos de la producción, incluyendo la promoción de las presentaciones y, ¿por qué no?, de las finanzas tanto de gastos como de patrocinios y venta de boletos.

El proyecto sería para trabajar diariamente en él durante todo el año escolar. La calidad del producto final dependerá de muchos factores, tristemente incluyendo al maestro. Pero el mero hecho de mandarlos a una aventura artística e intelectual que busca exigir en vez de adormecer ya sería un triunfo educativo. Encima iluminarían a los padres asistentes al estreno, que ahora apenas están acostumbrados a obritas de tres minutos o al poema de Paquito.

Y si hablo del teatro del Siglo de Oro es porque también es importante tratar con ese lenguaje, ritmo y poesía. Al final, una representación de alguna obra maestra nos dejará también la enseñanza de que la vida es teatro, y el teatro, vida es. L

Jorge Vázquez Ángeles b [email protected]

La lógica en busca de Ernst Mailly bEKO

Jacques Cazotte

Bailando con el diablo

ESPECIAL

ESPECIAL

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Coedición: Roberto Pliego, Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía

David [email protected]

comisario en la isla Martinica, donde combatió va-lerosamente a las tropas inglesas. Formado por los jesuitas, y siguiendo el prólogo de Jorge Luis Borges a El diablo enamorado, Cazotte vendió sus posesiones en Martinica tras casarse con Elizabeth Roignan y depositó el dinero en el banco de la Compañía de Jesús. De vuelta a Francia solicitó su fortuna pero por alguna razón no volvió a ver un solo luis, lo que motivó el rompimiento con los jesuitas y, aparentemente, su acercamiento al ocultismo. De ser así, debemos a esa ruptura la historia del Diablo que se transforma en una bella mujer, dispuesto a dejar su condición de espíritu o entidad para volverse un humano enamo-rado de Álvaro, quien así describe a Biondetta: “Su rostro, despojado de todo adorno, brillaba solo con sus perfecciones. Había como una transparencia en el color de su cara; no podía concebirse cómo la dulzura, el candor, la ingenuidad podían unirse al rasgo de fineza que brillaba en sus miradas”.

Al estallar la Revolución francesa, Jacques Cazotte tomó partido a favor del rey. Una serie de cartas decomisadas por milicianos en las Tullerías sirvió como prueba para acusarlo de alta traición en contra de la República y de planear el escape del rey. Fue llevado a la cárcel junto con su hija, quien a pesar de ser absuelta decidió quedarse junto a él hasta el final. Tuvo la oportunidad de escapar pero sabía que la suerte estaba echada. A las siete de la tarde el verdugo accionó el mecanismo de la muerte. Corría el 25 de septiembre de 1792. L

Corral de comedias, siglo XVII

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POESÍA ESCOLIOS

Morir y respirar

BicicletaEn una ciudad que parece ajena de tan conocida, el paso del tiempo se mide con el compás del pedaleo y no con la huella de las horas muertas

Se dice que vivir y morir son acontecimientos oscuros que solo se

iluminan de manera póstuma. En Luto y autobiografía. De San Agustín a Heidegger (Taurus, 2001), Maurizio Ferraris señala que la muerte es la experiencia esencial de la humanidad, pero que siempre se ensaya a través del otro. Mediante el duelo, el individuo va experimentando pequeñas muertes que prefiguran la propia y las biografías son historias de duelos, en las que se conforma una noción de la muerte, a partir de la experiencia mimética de la ajena. Esta moderna interpretación me remite a Gilgamesh, esa agridulce epopeya, plagada de colorida acción e imágenes tan elementales como poderosas, que salpican polvo de batallas, olor a cerveza y lágrimas. La historia es conocidísima: Gilgamesh es un tirano cuyos abusos llegan a oídos de los dioses, quienes crean a Enkidú, un héroe inocente y bestial para que se le enfrente. El rival de Gilgamesh se humaniza con las caricias de una prostituta y con el consumo de pan y de cerveza. Los contrincantes se enfrentan y Enkidú vence en fiera liza a Gilgamesh; aunque la pelea hace aflorar la camaradería y terminan como grandes amigos.

Gilgamesh invita a Enkidú a compartir su palacio y los placeres de la vida urbana arcaica, aunque pronto el salvaje se aburre de la ciudad y se torna melancólico. Gilgamesh le propone entonces a su amigo realizar hazañas que habrán de

desafiar y alterar el equilibrio de los dioses. De hecho, con sus proezas Gilgamesh atrae la atención de la diosa del amor, Isthar, quien lo corteja, pero es groseramente rechazada. Despechada, Isthar pide a su padre, Anu, que le conceda un toro del cielo para castigar la osadía de los mortales, pero Gilgamesh y Enkidú matan al divino animal y, en el colmo de la ofensa, Gilgamesh arroja un muslo del toro a la cara de Isthar. Este gesto de insolencia merece un castigo ejemplar y los dioses mandan la enfermedad y la muerte para Enkidú. Un presagio lo hace avizorar su destino y Enkidú maldice la conciencia de la muerte que le trajo su humanización. A Gilgamesh, la desaparición de su amigo lo hace consciente de su propia finitud. Por eso, aterrado, parte en busca de la inmortalidad, dispuesto a vencer todos los obstáculos. Quiere entrevistarse con el único hombre que descubrió el secreto para vencer a la muerte, y pasa todas las fronteras y los peligros hasta que consigue un elíxir que, sin embargo, pierde por un descuido pueril. La paranoia y angustia ante la muerte de Gilgamesh es semejante al descubrimiento y pasmo infantil ante la finitud. Cierto, tanto ante la primera pérdida como ante la proliferación de los muertos, se aviva esa conciencia de la muerte y se cultiva esa mezcla de indignación, miedo y alivio del sobreviviente. Quizás habría que pensar que, ante la cercanía ominosa de la muerte, como decían los antiguos, el mayor privilegio y el mayor placer (culposo) no consisten en la fama, el dinero o el amor, sino en la respiración. L

La tarde es el interior de una cuchara.Por dentro

la curvatura del movimientose eriza sobre un riel y dos llantas,el zanco en espiral del equilibrio.

Este vestido en que andoes un derrame de caminoraya ausente raya blancasobre el asfalto.

La tela crecese esponja con el pedaleode inhalaciones huecas.

Todo es ondulación y retorno,y entiendo que el horizonteno es más que metro y medio de poliéster a la redonda.

Andar en bici con vestidono es hacer silbar las banquetascon doce centímetros forrados de charol.

La bici con vestidoanda en los espejosde una ciudad acantiladamemorizando, sobre mí,la resonancia de una estación perenne.

ESPECIAL

ESPECIAL

Xitlalitl Rodríguez Mendoza (Guadalajara, Jalisco, 1982) es-tudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Pertenece al consejo editorial de la re-

vista literaria Reverso y es asistente de producción de Tierra Adentro. Autora de tres libros —Polvo lugar (La Zonámbula, 2007), Datsun (UNAM, 2011) y Apache (2013) —, es becaria del Programa de Apoyo a Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. El poema que aquí presentamos for-ma parte de Apache, una serie de odas a los vehículos autoim-pulsados, que apareció con motivo de la primera edición del Festival Verbo de la Ciudad de México.

MILENIO bLABERINTO b http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter: SCLaberinto

Armando González [email protected]

Xitlalitl Rodríguez Mendoza

Bajorrelieve que ilustra la epopeya de Gilgamesh

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lecturas

El fotógrafo que no hace nada por aliviar el hambre del niño famélico, moribundo, al que ronda un buitre, incurre en la codicia estética y en la negligencia criminal, pues en busca de una imagen sublime, olvida el sufrimiento del prójimo.

No, la revelación estética es siempre benigna, pues aguza la per-cepción de plenitud, o de privación. Por lo demás, ante el dilema cósmico de dos seres que no pueden sobrevivir simultáneamente, debes entender que el fotógrafo no pretendía salvar al niño, sino salvar la imagen del buitre sobrevolando la humanidad caída.

DE LA MEMORIA Y EL OLVIDO EN LA INFANCIA Una mujer, a la que quise mucho, me pidió una vez que le escribiera un recuerdo de mi infancia. De esas épocas recuerdo poco y solo puedo colegir, con alivio, que sobreviví. Me demoré en atender su petición y no sé si ella lo interpretó como falta de confianza, lo que contribuyó a que nuestra relación se enfriara. Después de eso, he sido carne de diván por años. ¡Qué ansia por atisbar el territorio de la infancia! Hace poco, sin embargo, unos seres afables me su-girieron dejar al psicoanalista y procurar, como cuando era niño, la frecuentación de los amigos imaginarios y los buenos consejos de los animales.

¿Por qué lloras? Porque aún no he expiado lo suficiente ¿Qué falta cometiste? No lo recuerdo.

Salvar al buitre

RESEÑA

Los aforismos del escritor mexicano que ha cultivado el arte de la brevería en volúmenes como Eso que ilumina el mundo y Sobreperdonar parten de una sola certeza: la existencia solo es palpable, verdadera, si es capaz de ser deletreada. Vuelve a ellos en su libro más reciente, publicado por Cuadrivio, del cual ofrecemos algunos fragmentos

Armando González Torres

Diego José

nostalgia y simpatía por ese niño desconocido y feroz que confino en el olvido.

Con restos escogidos de recuerdos se puede cons-truir una verdad enteramente distinta a lo que pasó. Sin embargo, cualquier asociación de los recuerdos actúa siempre a favor de la pesadilla. ¿Y si concibiéramos al hombre como un títere que es manipulado tanto por su perniciosa memoria como por sus juguetones olvidos, tanto por el niño como por el adulto?

Brindo por todo aquello que hemos olvidado, y que debería continuar perdido. Decía: “Soy un autor que no es capaz de salir de la primera persona, ni de ahondar en la primera per-sona, ni de recordar nada de esa primera persona”.

La concentración y el recuerdo son estados mor-bosos que deben ser sustituidos por el olvido y la

indiferencia.

Don Juan olvidaba el nombre de las mujeres con las que compartió lecho, pero recordaba cada uno de los mo-mentos de la seducción y del coito, por ejemplo, los ruidos absolutamente característicos y distintos entre sí de los vestidos cuando caían y de los sexos cuando se frotaban.

Ese recuerdo remoto que, precisamente al alejarse y difuminarse, parece más apetecible que ningún otro.

 Los recuerdos más hermosos de mi vida son de ocasiones en que he perdido la memoria.

Solo hay que aprender a descifrar la elocuencia del olvido.

Somos una parte indescifrable, esperemos que jocosa, en la reminiscencia del clan.

Fermentábamos los olvidos hasta que, al abrevarlos, nos provocaban una leve euforia.

Hay una materia pertinaz del olvido que abulta las memorias disueltas.

Ahora te contesto, no he dicho nada de mi infancia, ni de mi vida, porque las he perdido.

Me susurró: no has perdido nada, solo por un instante, en una especie de juicio final, se nos concederá saber a detalle qué hicimos de nosotros.

En nuestro interior siempre se enfrentan una memoria banal y alegre de niños y una memoria solemne y tiránica de adultos.

La memoria más tenaz tiende a ser anónima y adversa.

 Un país donde se prohíbe el recuerdo convencional y solo se permite la remi-niscencia platónica: así, diariamente, cada vez que un amnésico, guiado por el hábito, regresa a casa a la hora de la comida, se asombra de tener mujer e hijos y los llena de besos y lágrimas.

En la amnesia cotidiana, el hábito responde por nosotros.

Hoy, en esa memoria vilipendiada, ha ocurrido un milagro: olvidos que se redimen, recuerdos que se adelantan.

Que nunca te sean desconocidos ni el recuerdo flamígero, ni el olvido reparador.

 Padezco periodos de amnesia, estoy acostumbrado a encontrar en mis bolsillos juguetes, estampas y golosinas. Los anfitriones de las fiestas suelen reclamarme imprudencias pueriles que ni siquiera responden a la ebriedad. Ignoro las extravagancias de las que soy capaz, los personajes infantiles que encarno en esos raptos de regresión. Por supuesto, siempre siento un gran alivio en volver a ser ese “yo” adulto que trabajosamente construyo en la vigilia, pero también siento una irreprimible

Bienvenida, desgracia

La difícil mixtura entre fatalidad, culpa y conciencia, aunados a un contexto histórico convulsionado y a una visión muy precisa de la

complejidad humana, produjeron personajes literarios como Kurtz, Stupen o Meursault. El crítico Geney Beltrán Félix ha expuesto en reiterados ensayos sus intereses como lector en la búsqueda de una literatura que enfrente la realidad sin atavismos estetizantes, desde las inmediaciones de una postura reflexiva del escritor: “el novelista tiene la obligación de identificar ‘posibles nuevos horizontes de la conciencia’ para entender por qué actuamos como actuamos y cuáles son nuestros límites y contradicciones”.

Su postura ataca tanto a una literatura pensada desde la superficie como a una narrativa artificiosa-mente difícil que desemboca en lo intrascendente. No habla de temas elusivos o necesarios, no exige “la gran novela” de nuestra época que pueda descifrar los orígenes de la corrupción nacional ni la verdad última de los conflictos sociales; más bien demanda una visión honesta que constituya el epicentro de la novela como aportación del escritor a su tiempo. Los temas coyunturales, gratuitos o falsamente compro-metidos han ocupado el blanco de su mordacidad crítica: “Literatura que no es crítica de la vida en su sentido más amplio es literatura muerta”.

En el caso de Geney Beltrán, el crítico y el narrador son indivisibles, y esto se confirma en su reciente novela: Cualquier cadáver (Cal y arena, México, 2014).

Más allá del tremendismo retratado en la historia que relata, el personaje, enervante por el límite al que ha sido expuesto, desarrolla un cuestionamiento de hondura en distintos aspectos cruciales: la condición de las víctimas, la conciencia individual trastocada y las posibilidades de la escritura. Para Emarvi, la dificultad no estriba solo en la aceptación de los hechos (el secuestro y el asesinato de su hijo) sino en la responsabilidad del abandono, en su fracaso como padre e hijo, en su deserción a toda forma de compromiso con la realidad.

Primo Levi observa y analiza con una objetividad pasmosa el proceder de uno de sus compañeros en La tregua, y con-cluye: “Contemplar el comportamiento de quien actúa no de acuerdo con la razón sino según sus impulsos más profundos, es un espectáculo de interés extraordinario, semejante al que disfruta el naturalista que estudia las actividades de un animal de instintos complejos”. ¿No es éste el sentido último de imaginar al ser humano en sus propios límites, uno de los argumentos en favor de la literatura?

Los temas centrales de Cualquier cadáver son la fatalidad, la culpa y la conciencia de la desgracia. Cada uno de los sucesos padecidos por Emarvi implican el trazado de un destino por el cual lo improbable se torna posible en la ficción; el perso-naje no emprende una lucha contra la injusticia ni contra el inmerecido dolor, sino que azuza contra

sí toda la inclemencia de que ha sido sujeto. El desbordamiento de la realidad: lo intolerable, aquello que Simone Weil sentencia: “La des-gracia obliga a reconocer como real aquello que no creemos posible”.

¿Puede la novela como arte, es decir, como una creación imagi-naria, restaurar al individuo frente a la violencia real del mundo? Vuelvo al crítico Geney Beltrán Félix: “La apuesta, el riesgo, la ambición consiste en cambiar el mundo, cambiando a través de la escritura la idea que el lector tiene del mundo”.

Cualquier cadáver toma el riesgo de orientar su excesiva aspereza temática, verbal y sintáctica para confrontar al lector. El acento, más allá de las circunstancias en que se inscribe la novela, está en las inquie-tantes preguntas que Emarvi descubre: ¿es posible comunicar el dolor?, ¿puede la escritura hablar sobre la desgracia?, ¿qué significa novelar? Las respuestas crean una cerradura: ética y estética. No ideológica ni estilística, sino vinculada con el carácter y el espíritu de una obra que

asume de manera crítica la herencia lingüística, literaria e histórica, y su propia visión del mundo.

El planteamiento sugiere que una novela como Cual-quier cadáver aspira a diferenciarse del periodismo amarillista (aun cuando su lenguaje alude a una sobre-exposición de los horrores registrados por los medios), de la corrección social y de los clichés pesimistas que abogan por el sinsentido del mundo en un periodo fá-cilmente denominado de “post–ética”. Otra vez, Simone Weil propone la respuesta y la restauración: “Decir que el mundo no vale nada, que esta vida no vale nada, y poner como prueba el mal, es absurdo, porque si esto no vale nada, ¿de qué nos priva entonces el mal?”

Con Cualquier cadáver, Geney Beltrán Félix entrega una novela en contrasentido a la negación de esta posibilidad reivindicativa de la ética del escritor (no tanto como intelectual sino como creador de historias que desmenuzan la belleza y el horror humanos), como lo han venido haciendo sus maestros: Kertész, Oé, Coetzee, Jelinek, Müller. Le toca al lector asumir el riesgo de la lectura, aceptarla, procesarla y dictaminar si este trabajo cumple, primero con las exigencias e intencio-nes del escritor, y después si al estremecerlo puede proporcionarle una mirada distinta del mundo, no necesariamente mejor sino distinta. L

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lecturas

RESEÑA

Adrián Curiel Rivera

ESPECIAL

Secretos de alcoba y clausura

La más reciente novela de Beatriz Espejo, ¿Dónde estás, co-razón? (Alfaguara, México, 2014), llama la atención desde el título mismo y por una impactante imagen del Sagrado

Corazón de Jesús que ilustra la portada. No se trata de una alu-sión irónica a un homónimo y famoso programa televisivo de la prensa rosa española, y ya desde el primer acercamiento visual el lector podrá suponer que encontrará entre sus páginas una historia relacionada con este símbolo del amor divino de Jesucristo. Con probabilidad, un enredo de monjas. Y, en efecto, las religiosas cumplen el papel protagónico en el desarrollo del argumento, si bien la novela de Espejo trasciende este ámbito temático para ofrecer asimismo una pormenorizada reconstrucción de la cotidianeidad en la que se fueron forjando las insti-tuciones públicas y privadas de la Nueva España en la primera mitad del siglo XVIII.

En la metrópoli, la coronación de Felipe V en 1700 ha significado el relevo de la monarquía de los Habsburgo por parte de los Borbones y una época de renovación, vientos de cambio a los que no es ajeno el mundo no-vohispano. Bajo los auspicios de Baltasar de Zúñiga y Guzmán, virrey de la Nueva España entre 1716 y 1722, se funda en la Ciudad de México el convento de Corpus Christi, el primero con acceso a mujeres indígenas hijas de caciques, quienes deben entregar una importante dote al momento de ser aceptadas y desposarse con Cristo. Este hecho histórico constituye el motor de la acción novelesca, el pretexto del que se vale Espejo para arriesgarse a una recuperación no solo de las intrigas y luchas por el poder en el seno del referido

convento, sino de los mecanismos sociales y culturales que transfor-maron a la antigua Tenochtitlán en una urbe pujante, multirracial y llena de contrastes. La narración oscila hábilmente entre diversos planos que inciden en distintos aspectos de

la sociedad colonial. Los conflictos de la abadesa Sor Petra y sus enclaustradas franciscanas, en su mayoría indias, son representativos en cuanto microcosmos que refleja cuestiones más generales: las tensiones entre el poder temporal y el espiri-tual; las contradicciones de una nobleza criolla

decadente e incapaz de mantenerse a salvo de la realidad prolífica del mestizaje; la convivencia del culto cristiano con prácticas paganas de idolatría; el dogmatismo de la Inquisición, la circulación de algunos libros pese a su expresa prohibición. La novela brinda un variopinto desfile de figu-rantes de toda laya y origen, desde el marqués al lépero, pasando por el peninsular ensoberbecido por su linaje hasta la indiada famélica o el negro segregado, habitantes de una ciudad populosa con su catedral, su plaza mayor, su Palacio de los Virreyes. Al compás de los rezos de las monjas en sus celdas, corren los carruajes por la calza-da de Tacuba. Es notable el inventario de usos y costumbres de la época, y Espejo consigue crear una atmósfera en la cual los vestidos, los olores, la comida, la sensibilidad barroca en las artes plásticas y musicales, cobran tanto o más relieve que los hechos. Al principio, ¿Dónde es-tás, corazón? se plantea como un relato sobre un exorcismo que un padre español debe practicar a una mística del convento, pero este asunto se difumina en una serie de subtramas que, a través de las biografías de las beatas, desembocan en los secretos de alcoba del virrey y una de las monjas, y en la obsesión hacia ésta por un aristocrático solterón, Fernando de Santa Cruz y Espejo, que también mantiene amoríos adulterinos con una cortesana mestiza. En algunos pasajes, sobre todo en las primeras páginas, los diálogos se presentan en tiempo pasado, lo que abre un nuevo canal de lectura. Como sea, hay que destacar el mérito de un texto que, no obstante la intervención de per-sonajes que efectivamente existieron, constituye menos una novela histórica que el vívido cuadro de toda una época, un complejo mosaico de la vida íntima, social y conventual novohispana. L

Hay que destacar el mérito de un texto que

constituye menos una novela histórica

que el vívido cuadro de toda una época

Eras tan aburrida, tan insignificante que estoy sorprendido, no por haberte al fin olvidado, sino por haberte recordado alguna vez.

“Y si tú aceptaras el olvido que yo soy”, era la frase con la que yo me humillaba ante ella.

“Ella era un recuerdo que no te estaba destinado”, me dijo alguien.

Ella y yo terminamos detestándonos y, sin embargo, estamos condenados a recordarnos en todos los cuerpos en que pretendemos olvidarnos.

Y, de repente, esa especie de llanto de los sentidos, ese olfato y ese tacto que añoran el cuerpo cuyo nombre y figura ya no quisieran recordarse. Y toda la estirpe lamenta su olvido y la estirpe teme recordar.

El exceso de recuerdos es nocivo para vivir placenteramente, para ese buen propósito solo se deben poseer suficientes ambiciones y apetitos, así como unas vagas remembranzas justificantes.

Desplegamos la astucia más aguda tratando de aliñar nuestros recuerdos de la infancia.

Pero la desmemoria también es ingeniosa, pues estamos más gobernados por lo que olvidamos que por lo que recordamos.

A todo aquello que olvidamos podemos llamarle la borradura de lo acontecido, o el misterio sin resolver, o la noche del día. Aun sin recordar nada de la primera infancia, algo nos pesa demasiado.

En toda esa vaga tristeza que te circunda, ya no hay nada parecido al recuerdo.

En cada olvido imaginemos que hay un dato de dicha, de heroísmo perdido.

Por lo demás, ningún recuerdo desaparece, sim-plemente se recicla en otros vientres. L

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LABERINTO

“La felicidad tiene mala memoria”

 CIUDAD DE MÉXICO, 2004

He visto una foto de mi padre joven, la mejor de sus fotos. Tiene veintiséis años, viste un traje de lino claro que el aire infla. Está de

pie en una playa de guijarros y arena revuelta, junto a una muchacha de talle alto y piernas largas. Dentro de unos años, esa muchacha será mi madre. La foto recoge una mañana de julio del año de 1944 en el club naval de Campeche, frente al Golfo de México, en el sureste mexicano. El día en que la foto es tomada tropas británicas y canadienses ocupan Caen. Un mes antes, ciento sesenta mil soldados han desembarcado en Normandía. Nada de eso existe en la playa de Campeche que tengo ante mis ojos, la foto de la playa donde mi padre y mi madre, recién casados, inician la que será, creen, la mejor parte de sus vidas.

Además de una entrevista con el narrador, historiador y periodista, presentamos un adelanto de su más reciente libro (Penguin Random House), una inmersión en el pasado familiar que, como un arcón, guarda reveses de la fortuna, pasiones desvaídas y esqueletos intactos Abraham Gorostieta

ADIÓS A LOS PADRESLa vida casi ha terminado para los habitantes

de aquel paraíso. De los rostros de la foto inicial no quedan sino escombros, el eco juvenil de una sonrisa, alguna frase clara que cruza por el cerco tembloroso de los labios. La muchacha sonriente de la foto tiene ahora ochenta y cuatro años. Apenas puede caminar. Ha perdido un oído y la visión de un ojo. Un enfisema misterioso ha tomado la mayor parte de sus pulmones de no fumadora. El joven que será mi padre tiene ahora ochenta y siete años. Pasa sus últimos días en un departamento cercano al Bosque de Chapultepec, en la Ciudad de México, repitiendo algunas historias y algunos nombres, entre ellos el de su mujer de aquella foto, ya solo un rumor sellado por un resplandor de olvido. El olvido es ahora la especialidad de su memoria.

Mi padre y mi madre llevan casi medio siglo de no verse, desde la mañana del año de 1959 en que mi padre hace su maleta y deja nuestra casa de la avenida México, frente al parque del mismo nombre. Con el tiempo esa será la casa mítica de mi familia. Entonces solo es una casa de dos pisos, con cochera y balcón, un frontis art déco, ventanas con herrajes,

zócalos y cornisas de granito negro. Mi padre deja la casa una mañana que no tiene fecha para mí, sin despedirse de mi madre ni de nosotros, acaso ni de él mismo. Pone su maleta al pie de la escalera de granito negro, único lujo interior de la casa, mientras mi madre guisa o finge guisar en la cocina rogando que el esposo con el que ha vivido quince años y tenido cinco hijos se vaya sin intentar el gesto de una despedida. Mi padre duda de ir a despedirse de la única mujer que ha querido y perdido absolutamente. No se siente digno o merecedor de esa despedida. Se siente en realidad disminuido frente a su mujer, que lo mide a la baja luego de haberlo tenido en lo alto. No quiere verla cara a cara ni decirle adiós por no encontrar en sus ojos un alivio o en su boca un reproche. No va a decirle adiós, sale rendido de la casa esa mañana, cumpliendo la voluntad última de su mujer, que ha dejado de respetarlo hace tiempo aunque no de quererlo, porque las mujeres quieren mucho tiempo después de que han dejado de respetar lo que quieren. Mi padre se va tímida pero decididamente. Quiero decir que no regresa más, salvo por una noche, cinco años después, en

Héctor Aguilar Camín

Héctor Aguilar Camín

Adiós a los padres es la historia en la que Héctor Aguilar Camín concluye la indagación a su pasado que empezó de manera “formal” con la publicación de El resplandor de la madera (1999). El escritor sostiene que “quien desee escribir la historia de su familia tiene que empezar por

traicionarla: sacar a la luz los esqueletos ocultos y revelar sus secretos: no importa cuán bochornosos o descarnados sean”.

En el libro de Aguilar Camín hay una idea que flota de principio a fin. El historiador inglés Edward Gibbon dice que a pesar de lo avanzadas, igualitarias y civilizadoras que fueron las leyes romanas había una costumbre muy antigua que escapaba a toda ley y razón: los padres tenían poder sobre el destino de los hijos, no importa qué tan sabios, ilustres, valientes o poderosos pudieran llegar a ser: “Lo que el hijo adquiere por su esfuerzo o su fortuna es o puede volverse, como el hijo mismo, propiedad del padre”, sostiene Gibbon.

 ◆ ◆ ◆

A Héctor Aguilar Camín todos en su oficina le dicen El Doctor. Es alto —de joven jugó baloncesto en la selección de su colegio—. Su madre es de origen cubano, los padres de su madre son asturianos. Su estudio es ascético: hay un orden que pide ser visto. No acoge el caos como el estu-dio donde Monsiváis escribía o el universo de libros en desorden como el de José Emilio Pacheco. No hay fotografías ni medallas ni jarrones como en el estudio de Poniatowska. Hay una pequeña sala de sillones negros de piel, mesa al centro. “El Doctor está siempre ocupado pero lo encuentras por las mañanas, a esas horas resuelve sus pendientes”, dice su secretaria.

Héctor Aguilar Camín nació en 1946, en Chetumal, durante el sexe-nio de Miguel Alemán, cuando comenzaba lo que con el tiempo los historiadores llamarían “El milagro mexicano”. De esos tiempos, el historiador Aguilar Camín recuerda: “El Chetumal en el que yo nací no era parte del milagro mexicano. No había drenaje ni agua corriente. Yo me abrí una ceja corriendo por la zanja que cavaron para instalar el drenaje. Había dos tipos de agua: agua de pozo que olía a podrido y agua de lluvia que era muy delgada y dulce y que se almacenaba en unos toneles de madera ceñidos por flejes llamados curbatos, que re-cibían el agua de lluvia del techo de las casas mediante unas canaletas de lámina. El pueblo tenía ocho calles por lado, todas de dos sentidos, con un camelloncito en medio. Recuerdo esas calles anchas y largas. No lo eran, lo son en mi memoria. De niño jugábamos kimbomba, un juego en el que se empleaban palos de escoba. El palo chico tenía las puntas afiladas; con el palo grande pegabas en una de esas puntas. El

palo chico saltaba y lo golpeabas en el aire. Ganaba el que hacía llegar más lejos el palo chico. Juego de pobres”.

Entre otras cosas, el presidente Alemán mantenía el control político del aparato del Estado y quitaba y ponía gobernadores a su antojo, como lo hizo con el de Jalisco, Marcelino García Barragán, o con el de Tamaulipas, Hugo Pedro González, a quien le aplicaron el artículo 76 de la Constitución. Así surgió la desaparición de poderes. Otra historia fue la de Margarito Ramírez Miranda, gobernador de Quintana

Roo desde 1944 hasta 1958. Había sido gobernador de Jalisco, cinco veces diputado y otra más senador. Con la vista fija sobre la mesa de centro, Héctor Aguilar Camín recuerda: “Nací en el gobierno de Margarito Ramírez, un político jalisciense que gobernó Quin-tana Roo por catorce años. En alguna ocasión no se apareció en Chetumal durante un año. Entonces, gobernaban sus segundos, en particular un hombre apellidado Amezcua, personaje arbitrario y fornicario. Iba a matar a un tío mío, Abel Villanueva, que había conquistado el amor de una mujer que pretendía el

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“La felicidad tiene mala memoria”

que al llegar yo a la casa lo encuentro ebrio, con el antebrazo puesto sobre el hierro forjado de la puerta, la frente recargada sobre el antebrazo, esperando que le abran. Mi madre y mi tía se asoman por las persianas de madera para verlo, sacudidas por este asalto inesperado al reino de su libertad, la cueva donde se han encerrado a piedra y lodo a trabajar, desde que mi padre se fue. Yo llego por casualidad a esa hora y resuelvo la escena por inercia, tomo del brazo a mi padre, lo aparto de la puerta donde pena, paro un taxi en la calle y lo llevo a su casa. No sé qué decirle, ni para qué. Le pregunto si tiene mujer, sugiriendo que sería normal que la tuviera, que podemos hablar como adultos, de hombre a hombre, él y yo. Me mira estúpidamente y llora, humedeciendo aún más su rostro, de por sí lustroso de pena y alcohol. Lo miro estúpidamente y  me digo que debo recordar lo que veo para escribirlo algún día.

No vuelvo a ver a mi padre sino hasta el final de su vida, la noche del día de noviembre de 1995 en que llama a mi oficina luego de treinta y seis años de

perfecta ausencia. Llama antes del almuerzo. Dice que quiere verme. Lo busco esa misma noche en la posada donde vive, un hotel perdido en las calles que rodean el antiguo frontón de la ciudad. Es un barrio de edificios viejos, hoteles de paso y tintorerías que todavía planchan a vapor con percloro y gasnapta. La posada en que mi padre vive se llama Alcázar. No tiene luz en la entrada, tiene fundidos los focos. Apenas lo reconozco entre las sombras del recibidor cuando viene a buscarme. No sé quién es este hombrecito encorvado que me sale al paso. Tengo una vida de no verlo y él una vida de no ser el que yo recuerdo. Me lleva entre las sombras a su cuarto, cuya descripción merece un texto aparte. Ahí me muestra papeles de unos pleitos judiciales, y me pide dinero. Empieza a llenar así, con esa escena, el círculo fantasmal de una ausencia que ha llenado mi vida.

Hablaré luego de aquel círculo, de aquellos años, de aquel encuentro. Ahora, en el mes de noviembre del año 2004 en que escribo, mis padres se han reunido de nuevo, por primera vez, luego de medio siglo de no verse. Los hemos reunido la neumonía y yo. La neumonía porque es experta en viejos y los

ha atacado a los dos en semanas subsecuentes. Yo, porque los he traído a los dos al lugar donde pueden curarlos. Ese lugar es el Hospital Inglés de la Ciudad de México. Odio este hospital. Aquí, hace catorce años, murió Luisa Camín, mi tía, de la manera atroz en que mueren los enfermos terminales a los que entuban para evitar que se mueran. Mi odio se ciñe al edificio de hospitalizaciones, en realidad al tercer piso de este recinto de suelos diáfanos y claridad inmóvil, en cuyo extremo están las salas de terapia intensiva y de terapia intermedia. De la primera salió mi tía, entubada contra la muerte, para morir en un hospital público luego de meses de no morir aquí, un día de noviembre de 1991. En la sala de terapia intermedia ha sido ahora internada mi madre, también en el mes de noviembre, pero del año 2004. Me sitúo en ese tiempo y recuerdo desde ahí el irónico reencuentro de mis padres al final de sus vidas.

¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cómo han terminado por coincidir en pisos paralelos estas dos neumonías de cuerpos que dejaron de unirse hace medio siglo pero siguen dando cuenta de una vida juntos? L

en su mayoría gente de campo con la piel quemada por el sol. “Un pueblo de vaqueros sin caballos”, diría la madre de Héctor Aguilar Camín, quien mira hacia sus adentros y dice: “Chetumal estaba en un mundo aparte por su propio derecho. Para llegar o salir en avión había que volar a Mérida, a Villahermosa, a Veracruz y a la Ciudad de México. El vuelo a la capital duraba todo el día. Por barco podían hacerse dos semanas a Veracruz. Por tierra no era posible ir o salir. Había una brecha a Mérida, impracticable en tiempos de lluvia. No había camino a Campeche o Villahermosa. Estaba la tienda de los Marrufo, donde con el avión del mediodía llegaba el periódico Excélsior que aún olía a tinta. Llegaban también las tiras cómicas de El Fantasma”.

Nuevamente, El Doctor fija su mirada en el centro de la mesa y explica: “Tengo dos Chetumales en la cabeza: el que yo recuerdo y el que recuerdo de las historias que contaban mi madre y mi tía, Emma y Luisa Camín. El segundo es mejor que el primero. El Chetumal que recuerdo de las palabras de Emma y Luisa Camín es como una novela. Tiene personajes que dominan la escena, en particular los padres y los gobernantes, y luego muchas historias que son ramas del mismo árbol. El Chetumal que recuerdo por mí mismo está nublado por un resplandor. Tiene un eco feliz pero recuerdo poco. La felicidad tiene mala memoria. Recuerdo mal mi infancia. Aparte del resplandor que lo baña todo, hay un patio con langostas vivas, una fiesta, una palmera al fondo de la casa. Está mi abuelo Camín que me daba café con yemas al amanecer, mi padre llevando una serenata en la madrugada. Recuerdo sueños de travesías agónicas que hacen chirriar los dientes. Otros en los que avanzo a zancadas por los aires como el Gato con botas. Recuerdo los berridos de un puerco que iban a destazar en el patio de mi casa. Recuerdo una mata de guaya en la casa vecina. Recuerdo el olor a talco inglés que había en la cercanía de mi madre y de mi abuela paterna. Pero la memoria más acabada de mi infancia es la de una desgracia: la noche de septiembre de 1955 en la que el ciclón Janet destruyó Chetumal. Lo demás son retazos”.

En 1955, Chetumal era una población aislada en México, sin las mínimas vías de comunicación. Existía una pequeña estación de radio, la XEQZ, que Roque Salvatierra fundó en 1948. Ahí se anun-ció la peligrosidad del ciclón que se acercaba. El gobernador Margarito Ramírez avisó del peligro en carros con altoparlantes y advirtió que la zona baja de Chetumal era muy peligrosa y que la gente debía salir de ahí ante la presencia del huracán.

El huracán llegó el 27 de septiembre por la noche. Las aguas de la bahía de Chetumal se alejaron gradualmente de la costa —un fenómeno conocido como bajamar—, y en algún momento volvieron a toda velocidad durante el pleamar; es decir, justo cuando el mar alcanzó su mayor altura, formando una enorme ola. Los pobladores aseguraban que alcanzó diez metros de altura. La fuerza del hura-cán era de vientos de 265 kilómetros por hora que empujaban todo a su paso. El resultado oficial: 87 muertos, 49 de los cuales fueron niños, más decenas de desaparecidos. “Nosotros vivíamos en la parte baja del pueblo. El ciclón tuvo dos fases. En la segunda, luego de una calma chica que era el ojo del huracán, los vientos metieron el agua de la bahía. Para ese momento estábamos refugiados en la cocina, el único cuarto de cemento. El resto de la casa, toda de madera, había sido destruida por los airones de la primera fase. En la cocina estábamos los cuatro hermanos: Emma, la mayor, de diez años; yo, de nueve; Juan José, de siete; y Pilar, de cinco. Nos cuidaban mi madre y mi tía, la nana y la cocinera. Durante la calma chica, mi abuelo Camín y mi tío Raúl habían cruzado de sus casas vecinas a ver cómo estábamos. La cola del ciclón les impidió volver. El agua del mar empezó a entrar por la rendija debajo de la puerta, como si alguien la regara desde afuera. Y fue subiendo. Nos subieron a los niños a la mesa y a la estufa. Cuando los adultos tuvieron el agua a la cintura, subieron también a la mesa y a la estufa, con nosotros en brazos. El agua siguió subiendo, les llegó a los adultos al pecho y a nosotros, en sus brazos, a la cintura. Entonces la marea alta se detuvo y empezó a bajar, tal como vino, poco a poco. Al día siguiente el pueblo no era sino astillas y lodo. El ciclón Janet arrasó Chetumal la noche del 27 de septiembre de 1955.”

propio Amezcua. Otro colaborador de Margarito era Inocencio Ramírez Padilla: mató por la espalda a un rival político, Pedro Pérez. Fue un crimen mitológico en Chetumal que mi madre contó mil veces. Yo lo cuento, imitando la narración de mi madre, en “La noche que mataron a Pedro Pérez”, que forma parte de Pasado pendiente y otras historias conversadas”.

Chetumal es una tierra tropical donde el calor parece que asfixia, donde la belleza del trópico y la humedad de las tierras pegadas al mar han creado una flora y fauna peculiares... como los lugareños,

A la puerta de la casa de su infancia en la colonia Hipódromo

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de portada

◆ ◆ ◆  La voz del novelista es grave, no se permite suavizarla, solo en algunos momentos, cuando habla de su madre, doña Emma, y su tía doña Luisa. Al igual que la infancia de Mario Vargas Llosa, la de Héctor Aguilar Camín estuvo marcada por el universo femenino: “Toda infancia es un mundo aparte, paradisiaco a su manera. El Chetumal que me marca es el que estaba en los cuentos de mi madre y de mi tía. Creo que es el origen de mi vocación literaria”. Junta sus manos, mira a su interlocutor y suaviza la voz: “Recuerdo a mi madre y a mí tía en el centro de un sistema planetario de mujeres. Tenían el don de acercar a operarias, nanas y cocineras a su intimidad, lo mismo que a sus clientas y comadres. No les paraba la boca, ni a ellas ni a sus amigas. Con Guadalupe Rosas, mi primera suegra, podían conversar del desayuno a la merienda en un solo tranco. Lo mismo con Mercedes Alavés, la viuda de Pedro Pérez, y con Amparo Valencia, mi madrina de Xkalac, que decía: “No hay mal que no alivie una buena conversación”. Mi madre además era cantora. Cantaba a todas horas. Mi tía tenía lengua de gitana; se cuidaba de no maldecir porque sus maldiciones se cumplían. Una noche, oyó dos disparos en el silencio de los grillos de Chetumal. Dijo ‘Mataron a Pedro Pérez’ y lo habían matado”.

 Después del huracán Janet la familia Aguilar Camín se mudó a la Ciudad de México. El padre de Héctor cargaba una acusación de fraude: su propio padre, el verdadero responsable, culpó a su hijo y lo despojó de sus bienes. El éxodo fue doloroso. Madre y tía llegaron con la esperanza en sus corazones. El padre, derrotado por su propio padre.

Los hijos del matrimonio ingresaron a la escuela. La madre y su hermana abrieron una tienda de vestidos que ellas mismas fabricaban. El negocio prosperó hasta que las máquinas de coser y todo lo que había en la tienda fueron robados. El niño Héctor  Aguilar Camín resintió el golpe y desarrolló un tic por el cual se ganó en la escuela el apodo de El Loco: “Estaba medio loco. Tenía un tic que me hacia sacudir la cabeza como una maraca. Mi experiencia de la salida de Chetumal fue la de un derrumbe. Por un lado, el ciclón Janet destruyó el pueblo. Por otro lado, mi padre naufragó en sus negocios madereros. La familia perdió todo: lo que tenía y lo que esperaba. Nos mudamos a la Ciudad de México. Era el año de 1955. La capital era fría y anónima. En el pueblo éramos algo. En la ciudad, nada. La quiebra de los negocios familiares quebró también la unidad de la familia. Mi padre peleó con su padre, mi madre y mi tía con el suyo. Crecimos sin abuelos, sin tíos, sin primos. No teníamos familia en la ciudad. Mi padre se fue de la casa en 1959, cuando yo tenía trece años. Mi madre y mi tía montaron una casa de huéspedes y cosían sin parar. Su utopía de bolsillo era que los hijos estudiaran. Su lujo era conversar. Creo que mi hermano Luis Miguel (quien nació en Chetumal en 1956) y yo nos hicimos escritores colgados de ese lujo: la conversación de Emma y Luisa Camín. Eran un surtidor de historias de Cuba y Chetumal”.

Su madre y su tía se repusieron del atraco. No tenían otra opción. Decidieron montar una casa de huéspedes en la colonia Condesa, en Avenida México casi esquina con Sonora. Ahí cambió el universo del niño Héctor Aguilar Camín: “Era una casa de huéspedes, todos ellos más grandes que yo. A ellos debo mi iniciación sexual y libresca. Por ahí pasó todo tipo de personas: estudiantes del Poli, de la Universidad o de la Ibero. Sus historias paralelas y las de mis amigos del Instituto Patria formarían una novela. Uno de ellos hizo una carrera de don Juan, fronteriza con el crimen. Otro fue guerrillero. Otro hizo una exitosa carrera en la política. Otros dos en las letras, la diplomacia y la academia. Pasaron por esa casa dos hermanos sinaloenses, uno de los cuales terminó en el Ejército y otro en el narcotráfico. Supongo que esa casa es mi novela pendiente. Tiene ya la distancia temporal y el vaho mítico necesario en mi cabeza. Pero la verdad, no sé como contarla”.

La educación del niño y del adolescente Héctor Aguilar Camín transcurrió en el Instituto Patria y más tarde en la Universidad Iberoamericana. Reconoce la influencia de los jesuitas. Sentado sobre su sillón, utilizando uno de los brazos del sofá como respaldo, continúa su relato: “Estudié con los jesuitas de los nueve a los 21 años. Primero en El Patria, al que amé, y después en la Ibero, a la que odié. El Patria fue para mí el lugar de los maestrillos aficionados al deporte. Yo jugué basquetbol en la selección de la escuela. Aquellos maestrillos jesuitas y los sacerdotes cercanos al deporte eran todo menos confesionales. Jugaban y bebían con nosotros, castigaban con una sonrisa escondida nuestras fugas a lo prohibido. En una ocasión, de gira estudiantil por Tampico, nos escurrimos una noche al congal canónico del puerto, que se llamaba Pepe’s. Los jesuitas nos descubrieron y nos castigaron el resto del viaje. Nos castigaron por la ida al congal pero sobre todo porque al día siguiente de nuestra escapada jugamos tan mal en Tampico que nos dieron una paliza”.

El Instituto Patria cerró sus puertas. Muchos jesuitas sintieron el llamado “revolucionario” y se volcaron al pueblo. El Doctor afirma: “Se radicalizaron y se subieron a la revolución, a la pastoral de los pobres; algunos a la lucha armada.

Yo supongo que fue también en el Patria donde bebí mis primeras lecciones de indignación y solidaridad social: el origen de mi viaje a la izquierda. De un maestro jesuita escuché este dicho: ‘Educación es lo que queda después de que se te ha olvidado todo’. Lo que queda en mí del Patria es sinónimo de camaradería y libertad”.

Héctor Aguilar Camín estudió Ciencias de la Comunicación en la Ibero, en ese entonces una universidad muy conservadora: “Estaba dominada por los jesuitas conservadores, muy preocupados por las relaciones amorosas de los alumnos. Muy intervencionistas. Había en la Ibero de mis tiempos, a principios de los años sesenta, un toque de escuela confesional que a mí me fastidiaba. Se rezaba el Angellus todas las tardes a las cinco”.

 ◆ ◆ ◆ 

En 1995 se reencontró con su padre: “Cuando lo encontré, luego de 36 años, no lo reconocí”. Durante cinco años conversó con él. Tenía una enorme necesidad de entender su pasado y comprender el abandono. Las charlas dieron material suficiente y

en 1999 apareció la novela El resplandor de la madera, la historia familiar vista desde el lado del padre. Es la historia del despojo, de la traición, de la eterna obediencia filial que Gibbon explica en algunos de sus ensayos.

El Doctor dibuja una estampa sobre su padre y los últimos quince años a su lado: “Estaba solo, como un hongo en el mundo. Lo acompañé en sus últimos años. Murió rodeado y querido por la familia de la mujer que lo cuidaba, Rita Tenorio, el ángel de la guarda de su vejez. Ya muerto, en unos papeles que le dejó a Rita, me dio la última sorpresa: el texto para una lápida que había dedicado a su segunda mujer,

una adivina muy conocida en la Ciudad de México durante la década de 1960, Nelly Mulley. El texto que puso en la lápida hizo girar ciento ochenta grados mi versión de su vida”.

El escritor se ha acomodado nuevamente en su sillón. Se levanta, se prepara y se sirve una taza de café y sentencia: “Mi padre fue un misterio para mí. En el fondo, quizá todos los padres lo son. Son nuestros dioses familiares, nunca alcanzamos a verlos en su sencilla condición humana”. L

OCTAVIO HOYOS

El autor de La guerra de Galio frente a los retratos de su familia

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en librerías

De lo insignificante

Kundera se quedó sin Nobel una vez más, igual que Philip Roth,

Adonis, Amos Oz, Ismail Kadaré, Lobo Antúnez y un largo, larguísimo etcétera que incluye a autores sospechosamente omitidos en las nominaciones (digamos el asombroso Michel Tournier), porque el destino es imperfecto y los premios representan muchas cosas (no todas para bien) pues rara vez llegan como una muestra de que en verdad existe la justicia poética. Tolstoi, Joyce, Proust, Nabokov, Valéry, Claudel o el inmenso Jorge Luis Borges nunca recibieron el Nobel y la lista de sinrazones es todavía más larga, recordemos que hace treinta años George Steiner despotricó contra la Academia Sueca tildándola de “burocracia de buen tono” pero afectada por un grosero provincianismo. Con todo, el checo sigue siendo un candidato inobjetable: de La broma a La fiesta de la insignificancia, su obra provee una indispensable lucidez para sobrevivir en este mundo.

La fiesta… continúa la reflexión del tema central en las inquietudes estéticas de Kundera: la ironía, el crepúsculo de las bromas, la era de la posbroma. Entre la primera y ésta, su novela más reciente, siguen gravitando los detalles más ambiguos de la condición humana, esos pequeños pero graves elementos que enturbian o deshacen las relaciones (amorosas, sexuales, familiares, fraternas, políticas, laborales y otro largo etcétera), y culminan con un retrato fiel de la imbecilidad de los mortales. Quizá es por eso que en esta breve historia de sí, efectivamente, lo insignificante, Ramón comenta a Calibán: “Hegel dice que el verdadero humor es impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso es lo que dice literalmente: «infinito buen humor»; «unendliche Wholgemutheit!». No la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Solo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella”.

En La broma, Ludvik se siente herido porque en vez de quedarse con él en Praga, su novia Marketa se marcha a un cursillo en un palacio en el centro de Bohemia y le envía una carta en la que afirma que la gimnasia y la salud espiritual la hacen feliz. Como despedida, proclama el alborozo que le causa la próxima revolución de Occidente. El joven responde con una postal en la que anota: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotsky! Ludvik”. Esa pulla desencadena la tragedia. El destino de Ludvik queda roto, reducido, tristemente, a la vulgaridad de un chiste. ¿Y cómo iba a ser de otra manera si en medio de esta penetrante historia de amor se encuentran la intolerancia, la crueldad y el odio esparcido por un régimen dictatorial embozado en la utopía?

El momento clave de La fiesta… es el ágape de cumpleaños de D’Ardelo, un tipo arrogante que engaña a Ramón con el cuento de que padece cáncer. La mentira, como el mal, se extiende a Alain, Charles y Calibán, los últimos dos asisten a la reunión donde la amistad y los afectos hieden a idiotez: ahí todo es muy serio, no hay infinito buen humor. Y mientras los invitados se derriten en cumplidos a D’Ardelo y a una mujer irresistible conocida como La Franck, es posible colegir que los tipos más falsos son los zalameros. ¿Y la insignificancia? Ah, ésta se halla en el espíritu de todos los personajes (incluido el sarcástico Stalin y su corte de hipócritas e intrigantes, esa corte en la que el más impopular para el jefe es el sincero, el que no rasca su espalda y solo es él mismo): el verdadero encanto de existir surge cuando comprendemos que nada o nadie es vital ni trascendente, cualquier detalle es monumental con solo contemplarlo. Pienso esto al recordar la escena en que una plumita cae lentamente al centro del salón y el dedo de La Franck, esa mujer por la que todos matarían, captura en su yema la jeroglífica levedad que se desprendió de un ave. L

LOS PAISAJES INVISIBLES

Iván Ríos Gascónivanriosgascon.wordpress.com

Esta novela ganadora del Premio São Paulo de Literatura gira en torno a la afanosa persecución

de una leyenda: antes de suicidarse, un hombre le cuenta a su hijo la extraña muerte de su abuelo, acaecida décadas atrás en un pueblo llamado Garopaba. Sucede que en un baile dominical so-brevino un apagón y cuando los focos volvieron a prenderse el gaucho se hallaba tendido en medio de la sala, sobre un charco de sangre. Así, el joven huérfano decide trasladarse a aquella aldea para esclarecer esa misteriosa historia que también le prodigará su propia dosis de aventuras.

Junto a Alvin E. Roth figuran Gary E. Bolton, Paul Klemperer, Zvika Neeman y Nir Vulkan como

coautores de este volumen dedicado a la ciencia aplicada al diseño de mercados, disciplina que surge de problemas concretos y del conocimien-to teórico sobre el modo en que interactúan los agentes económicos. Cada especialista se con-centra en un tema específico, digamos la teoría de juegos o el diseño de sistemas, la ingeniería para esbozar soluciones aplicables o la economía para desarrollar cualquier tipo de proyecto de manera eficiente y calculada.

Un periodista enganchado a la cocaína, un po-licía correoso y Ciudad Juárez como imagen

del infierno son los ingredientes con los que Silva Márquez preparó esta novela que alimenta la im-presión de que México no puede concebirse sin el narcotráfico. Más que la violencia y los crímenes que se suceden al compás del ruido de las sirenas a la distancia, Silva Márquez tiene el propósito de explorar los sentimientos de sus protagonistas, capa-ces de llevarse una hamburguesa a la boca mientras contemplan un cuerpo destazado. La escritura es tan maquinal como el golpe de un percutor.

Hablar de las víctimas de una tragedia resulta tan importante como hablar de su muerte para, con

esto, desentrañar la memoria de las mujeres que antes de ser parte de una escena del crimen fueron hijas o madres. Los periodistas Padgett y Loza encuentran que ésta no es una tarea sino una necesidad y al ca-minar sobre las huellas de las mártires que quedaron como una simple estadística del gobierno de Enrique Peña Nieto en el Estado de México logran recrear un paisaje desolado y una devastación moral a través de la cruda narrativa de la realidad.

Daniel GaleraRandom House

México, 2014404 pp.

Alvin E. Roth et. al.Fondo de Cultura Económica

México, 2014197 pp.

César Silva MárquezAlmadía

México, 2014224 pp.

Humberto Padgett y Eduardo LozaGrijalbo

México, 2014459 pp.

Barba empapada de sangre

Diseño de mercados

La balada de los arcos dorados

Las muertas del Estado

A partir del presentimiento de que su muerte se encuentra a la vuelta de la esquina, un histórico

y a la vez imaginario Francisco Villa recapitula los momentos estelares de su vida. En esos instantes caben los años de juventud en la sierra, cuando conoció “los maltratos más injustos y más groseros contra los peones”; la traición de Huerta; la incursión a Columbus; la paz en la hacienda de Canutillo. Los recuerdos se encabalgan con pasmosa elocuencia y hasta arriesgan una que otra opinión política. Como en muchas de sus novelas, Palou echa mano de un prolijo material de consulta.

Viajes, peripecias y otros destinos, son los apartados en que se reúnen los relatos de Luis

Bernardo Pérez, una suerte de periplo por extra-vagantes hemisferios y personajes espectrales con los que el autor engancha hábilmente a los lectores. Pongamos un ejemplo: un hombre adquiere un antiguo llamador de hotel (esos timbres con que emplazan a los botones) y sus sueños se vuelven una suerte de reunión fantasmagórica porque el llamador hace del pequeño apartamento un inmenso hotel y del hombre un criado que carga las maletas de la gente muerta.

Pedro Ángel PalouPlaneta

México, 2014188 pp.

Luis Bernardo PérezOcéano

México, 2014186 pp.

No me dejen morir así

Papeles de Ítaca y otros destinos

Quinta reimpresión de este ensayo de Torres Bodet, autor para el cual el arte era la expresión

genuina del ser y el vínculo más entrañable del linaje humano, un material imprescindible para los estu-diosos de las letras y de la vida y obra de los grandes escritores. En Balzac palpitan los actos, el espíritu y los textos del novelista francés para recuperar las tres dimensiones de la vida de quien empeñó todo su esfuerzo en ensamblar una Comedia Humana. Cabe mencionar que este título forma parte de las reediciones que el FCE está llevando a cabo de su imprescindible colección Breviarios.

Julio Cortázar es la figura alrededor de la cual giran los diez textos principales a cargo, en riguroso

orden alfabético, de Eduardo Casar, Gonzalo Celo-rio, Ana Clavel, Hernán Lara Zavala, Rafael Luna, Mauricio Molina, Vicente Quirarte, Ignacio Solares, Ignacio Trejo Fuentes y Guillermo Vega. Completan esta entrega un ensayo de Christopher Domínguez sobre Pedro Henríquez Ureña y un reportaje gráfico que reproduce algunas de las piezas que se exhiben en la muestra En esto ver aquello. Octavio Paz y el arte, en el Museo del Palacio de Bellas Artes.

Jaime Torres BodetFondo de Cultura Económica

México, 2014237 pp.

UNAM, MéxicoSeptiembre 2014

112 pp.

Balzac

Revista de la Universidad de México

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varia

Entre la abulia y el compromisoESPECIAL

Vivimos días de mucha agitación por lo que no quisiera que la reflexión de esta entrega escapara de las preocupaciones que nos desvelan en

la actualidad. Hace una semana se realizó en la sala Miguel Covarrubias la Gala de Solistas. A propósito de ella, leí en la revista Fluir una dura crítica hacia este encuentro de talentos. La revista especializada en danza lamenta la absoluta desconexión entre lo acontecido en el escenario y el pulso de la realidad nacional; lamenta también el interés frívolo y super-ficial del público por las meras evoluciones, eso sí, cargadas de virtuosismo: “Triste y difícilmente, sin un programa de mano, logré encontrar esa ‘necesidad de comunicarse’ de la que habló Wigman. Prefiero nombrar en general a los participantes de esta Gala y aplaudir sus cualidades técnicas y físicas. No me detengo en el tema interpretativo, porque a pesar de revisar el programa de mano, no encuentro el camino para llegar a él y solo me queda la duda de que si esa búsqueda de la que Wigman hablaba en 1975 sobre la danza moderna permanece perdida en la danza contemporánea o posmoderna de nuestros tiempos”.

Yo disfruté mucho las limpias evoluciones téc-nicas de cada estilo, pero coincido plenamente con la preocupación por el completo autismo que

DANZA

por momentos invade a la creación artística en general. Sobra aclarar que no se plantea con esto proponer un arte panfletario y elemental, pero sí asumir la responsabilidad que los creadores tienen con su entorno inmediato, con una reali-dad convulsionada como la que hoy padecemos.

Escribió el desaparecido filósofo Adolfo Sánchez Vázquez: “El arte es pues una actividad humana práctica creadora mediante la cual se produce un objeto material sensible, que gracias a la forma que recibe una materia dada expresa y comunica el contenido espiritual objetivado y plasmado en dicho producto u obra de arte, contenido que pone de manifiesto cierta relación con la realidad”. El modo y desde qué posibilidades del lenguaje ar-tístico hacerlo es la tarea de los artistas.

En las próximas semanas la UNAM seguirá celebran-do 85 años de autonomía; otro tema que se presenta más vigente, no solo para la institución sino porque rige la discusión en torno al movimiento estudiantil del Instituto Politécnico Nacional. En el marco del aniversario, la Coordinación de Danza de la UNAM preparó algunas funciones en la Sala Miguel Cova-rrubias los días 17, 18, 19, 24, 25 y 26 de octubre. Por muchas razones, este evento genera expectativas en más de un sentido; se trata de un proyecto de danza en la Universidad y ese mero esfuerzo es ya en sí mismo una buena noticia. Uno más de los objetivos

VIBRACIONES

Camelia y la cabeza de Eleazar

Hugo Roca [email protected]

Gabriela Ortiz está cansada de que la re-traten junto al piano. Es compositora de lenguajes que convocan múltiples formas

de articulación sonora y por momentos requieren plataformas ajenas a la música, como el video. El problema es que en su casa faltan elementos que refieran a la música experimental. Solo hay herra-mientas tradicionales: flautas, chelos, un arpa y el piano. Así que no hay de otra. Aunque le parezca una imagen falsa, que transmite mentiras, Gabriela tiene que instalarse otra vez junto al piano: “Así cualquiera pensaría que compongo sonatas tipo Chopin o algo parecido”. Posa y sonríe. Su sonrisa es fea. Ya no sabe cómo hacerlo ante las teclas.

—¿¡Únicamente la verdad!? Gabriela se relaja por completo: los muslos y la

frente, los hombros y la boca.—Sí, y hay que ser muy cuidadosos con ella.—¿Cuidadosos?—Saber muy bien de qué estamos hablando. Estamos hablando de su primera ópera. La

historia de cómo nació es muy parecida a la de Leoncavallo y sus Payasos: sangre y tragedia en una nota de prensa. En un ejemplar de la revista Alarma! (febrero de 1986), Gabriela leyó este encabezado: “¡Un tren le arrancó la cabeza!”. La nota, que remite a Ciudad Juárez, explica que un joven de Torreón, de nombre Eleazar (22 años), “en estado de ebriedad y encorajinado porque el tren que desde hacía rato hacía maniobras, no salía rumbo al sur. Armado de la más férrea decisión, se acostó en las vías del tren, dejando el cuello listo para ser partido en las vías. Según declararon los empleados de una agencia funeraria cuando comparecieron ante la policía, encontraron la cabeza entre las temblorosas manos de una mujer que antes de desaparecer dijo llamarse Camelia la Tejana”.

Aprovechamos el reciente lanzamiento de la grabación de la ópera ¡Únicamente la verdad! para hablar con su autora, Gabriela Ortiz, una de las compositoras mexicanas más activas de los últimos años

GABRIELA ORTIZ

La creadora de Ana y su sombra (2012)

—¿La misma del corrido de los Tigres del Norte, “Contrabando y traición”?

—Sí y no. Investigué sobre Camelia y resulta que se le atribuyen múltiples apariciones en diferentes épocas.

—¿Una especie de fantasma?—Más que nada un mito.—¿Y en tu ópera de qué Camelia hablas?—De todas. Es una ópera sobre la construcción

de su mito. Está la Camelia del periódico cargando una cabeza a mediados de los años ochenta y una Camelia asesina a principios de los años setenta que es la del corrido. También, a mediados de los setenta, una tal Agustina Rodríguez declaró a la televisión que alguna vez fue Camelia pero que eso era cosa del pasado, pues se había convertido en evangelista. Y el periodista César Güemes (el 28 de enero de 1999), publicó una entrevista con una supuesta Camelia que afirmaba haber sido en algún tiempo contrabandista pero negaba haber matado a Emilio Varela.

—¿Entonces es una narración fragmentada?—Sí.—¿Hay ilación entre las escenas?— No en cuanto a personajes o acción dramática.—¿Y musicalmente?—Hay una especie de cumbia que se repite a lo

largo de la obra.—¿Es para orquesta de cámara?—Para dieciséis instrumentos (con algunos raros

como acordeón y guitarra eléctrica).—¿Utilizas electroacústica?—Hay varios interludios con sonidos grabados.—¿Está cantada en español?—Sí. Solo el personaje de un escritor estaduni-

dense (Elijah Wald) canta en inglés.—¿Cómo son las líneas vocales?—Eclécticas, incorporo lenguajes de todas partes.—¿Hay algún pasaje vocal que te guste especialmente?—Un tipo de rap que canta un blogger que en

su página publica opiniones sobre Camelia. (“Así

Argelia [email protected]

El bailarín José Carlos Martínez

que no me vengan con que la Camelia se fue a Tijuana a vivir. Si esa vieja era bien viva, no mames pinches narcos weyes, cómo se les ocurre”.)

—¿Cuál es la función del video en la ópera?—Enriquecer la narración. Un ejemplo es la escena final, cuando

se proyecta un montaje abstracto y modernista de vías del tren en movimiento en el que Eleazar acomoda su cabeza. Su sangre cubre la pantalla y la cabeza sale volando.

—¿Qué sucede al final?—Hay un epílogo: Camelia le canta el corrido de los Tigres del

Norte a la cabeza de Eleazar. L

de este proyecto es la difusión de la obra de un músico relevante, Arturo Márquez, que va más allá del conocido y manoseado Danzón núm. 2 y que, sin restarle genialidad, no es lo único valioso de este magnífico compositor. También apreciaremos el trabajo de siete coreógrafos que no solo ofrecerán variedad técnica, de estilo y lenguaje, sino que abordarán temáticas variadas entre las que se encuentran la relación entre Juárez y Maximiliano en el México del siglo XIX o el movimiento estudiantil de 1968, hoy más vigente que en cualquier otro año.

Coreógrafos y ejecutantes tienen frente a sí el reto de conectar tema y emoción, música y danza, para llevar al público a un estado de reflexión sensible a través de su trabajo creativo, porque esa, y no otra, es la función comunicativa del arte. Esperaremos, pues, que se dé la tercera llamada. L

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sábado 18 de octubre de 2014 b 11LABERINTO

cineESPECIAL

Hace tiempo que quiero escribir un texto que solo pueda entender quien haya visto la película. Gone Girl ofrece esta oportunidad.

Gone Girl tiene algo de Something About Mary aunque a primera vista no lo parece. Vamos, Something About Mary es una comedia y Gone Girl es un thriller, pero yo no creo en esta clase de géneros y sospecho que David Fincher tampoco. Estoy convencido de que esta película tiene que verse con buenas dosis de sentido del humor. Así, será fácil notar que sin duda hay “algo” en Rosamund Pike; un “algo” que enloquece a los hombres. Ella es tan perfecta que resulta lógico que la locura se dé vueltas siempre cerca de su cabello rubio y sus ojos azules. El tono de ambas películas es distinto, claro, pero quien haya visto Gone Girl debe concederme que ese “algo” del que goza Amazing Amy, heroína de las niñas bobas de Estados Unidos, cuando decide sentar cabeza y casarse con un hombre más bien rural, tiene que salirse fuera de control. Como con Mary, cuando un hombre comete el error de enamorarse de Amy, enloquece. Y enloquece textualmente.

Pero Gone Girl tiene también algo de Plein soleil, esa película francesa que René Clément dirigió en 1960. Uno quiere que el sociópata se salga con la suya, que venza y nos dé a todos el placer de ver a la burguesía subyugada frente a la inteligencia. En Plein soleil, Alain Delon interpretaba a un extraordinario señor Ripley que por desgracia varios años después reinterpretó Matt Damon en clave homoerótica. La adaptación de la novela

HOMBRE DE CELULOIDE

“Buscamos refugio en nuestros propios discursos”

ENTREVISTA

Jesús Piedra Ibarra desapareció en 1975. “Yo era una mujer feliz hasta que llegó el zarpazo de la represión y me quitaron un hijo”, dice la activista Rosario Ibarra de Piedra. A casi cuarenta

años de ese episodio brutal, la directora argentina y exiliada en México Shula Erenberg estrena Rosario, filme en el que muestra el lado íntimo de la líder del Comité Eureka.

¿Cómo conoció a Rosario Ibarra?Llegué a México en 1976, pero la conocí en 1980 porque quien fue mi suegra era una madre de la Plaza de Mayo y organizó un acto en el consulado argentino. Rosario acudió y a partir de entonces seguimos viéndonos. Sin embargo, fue hasta 2006, cuando dio el grito de independencia en el Zócalo, que pensé en hacer un do-cumental sobre su vida.

La historia y causa de Rosario Ibarra sigue siendo objeto de atención. ¿Cómo delimitó el tema de lo que quería contar?Es verdad, su lucha no ha terminado. Rosario no se desprende de su actividad: en corto o con su familia, no abandona su figura política. Es un montón de cosas a la vez y eso se nota en el documental. La cuestión es que a mí me interesaba mostrar lo que siente una madre durante esa lucha. Se le conoce a partir del discurso político pero no en la intimidad.

Ante un personaje con un discurso político tan armado, ¿qué tan fácil fue acercarse a su faceta íntima?Uno siempre trata de cuidarse y de ocultar a los otros quién es. Siempre fue accesible y bondadosa pero al principio tuvo reticencias para mostrarse enteramente. Buscamos refugio en nuestros propios discursos pero al final conseguimos trascender mediante el trabajo. Mi objetivo era mostrarla a corazón abierto y me concentré en ello.

La directora sigue los pasos de Rosario Ibarra de Piedra, líder del Comité Eureka, en su lucha tenaz por encontrar a los desaparecidos en la década de 1970

Imagino que el exilio que usted vivió, influyó a la hora de armar la película.Mi exilio me permitió sensibilizarme con el tema y conocer a Rosario. Sin duda, fue algo que facilitó mi acceso a ella. Nuestras historias son comunes.

Rosario Ibarra es un personaje eminentemente político. ¿Cómo sorteó hacer una película más de personaje y menos de militante?Ese era uno de mis grandes retos. No por levantar el puño logras motivar políticamente algo; si a partir de su ejemplo se mueve tu inconsciente, eso ya es otra cosa. Nunca se habla ni se hace referencia a lo que sucede hoy en México, pero es incuestionable que por su historia se filtra el relato de muchas madres que hoy están perdiendo a sus hijos.

Sé que su investigación en el archivo de la familia fue exhaustiva.Al marido de Rosario le encantaba filmar, regis-

traba prácticamente todo en 8m.m. y Súper 8. El material estaba mal resguardado. Pudimos rescatar unas cosas y eso nos permitió aproximarnos a la familia de una manera más personal.

¿Fue necesario reescribir el guión durante el rodaje?Escribí el guión a la hora de empezar a editar. Como todo proceso de reflexión, llevó un tiempo. Tardamos cerca de ocho meses en armarlo para llegar al punto al que quería.

¿La empatía o el respeto que inspira un personaje como Rosario Ibarra no fue un obstáculo a la hora de abordar sus contradicciones?Creo que no. El ser humano tiene muchas facetas y la vida se trata de aprender a conocerlas. Por más bien que me caiga Rosario, tiene contradicciones e intenté reflejarlas en la película. Nunca me en-frenté a la censura o autocensura. L

Shula Erenberg

de Patricia Highsmith que dirigió Minghella en 1999 es absolutamente prescindible, pero por fortuna para los amantes de Fincher su Gone Girl recuerda el Plein soleil de los sesenta. Y los valores burgueses giran como en un barril colina abajo. ¡Viva el malo de la película!

También hay algo aquí de What Ever Happened to Baby Jane. No se trata solo de ese misterio psicológico que tanto soban los críticos, no. En la película de Aldrich había unas hermanas que, creo, se amaban sinceramente. En Gone Girl Fincher juega con esta clase de amor. Y es que a pesar de lo que pudiesen creer los biempensantes, estoy convencido de que el matrimonio Dunne se ama todo lo que puede. ¿Que son retorcidos? Es cierto. Los amantes de la dulzura de un cine como el que hacen Robert Aldrich y David Fincher tienen que ser también un poco retorcidos.

Lo más sorprendente, sin embargo, es que tam-bién hay algo aquí de David Fincher, el director. En efecto, Se7en era macabra hasta el extremo. No había nada de qué reírse. Era una película que más que sangrienta resultaba triste. Gone Girl, con todo y los sicópatas que pueblan la película (o tal vez gracias a ellos), es el reverso de Se7en y, claro, uno sale lleno de preguntas pero con excelente buen humor.

Hay en Gone Girl un matrimonio que para cele-brar su aniversario cada año juega a “la búsqueda del tesoro”. El tesoro es en sí mismo la búsqueda, de modo que la belleza de esta película radica en que solo quien sepa lo que el tesoro es puede, cabalmente, apreciarlo. L

El tesoro perdido

La activista social, candidata a la presidencia de México en 1988

Fernando Zamora@fernandovzamora

Carlos Jordá[email protected]

ESPECIAL

Gone Girl (Perdida). Dirección: David Fincher. Guión: Gillian Flynn. Fotografía: Jeff Cronenweth. Música: Trent Reznor y Atticus Ross. Con Ben Affleck, Ro-samund Pike, Neil Patrick Harris y Tyler Perry. Estados Unidos, 2014.