La Vuelta a La Manzana Memoria Literaria de Cali (2)

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LA VUELTA A LA MANZANAUna Memoria Literaria de Cali

Pedro Alcántara. Jotamario Arbeláez. Medardo Arias Satizábal. Fernando Cruz Kronfly. Germán Cuervo. Kevin Alexis García. Álvaro Gärtner. Darío Henao Restrepo.

Orlando López Valencia. Julián Malatesta. Fabio Martínez. Juan Fernando Merino. Juan Sebastián Murillas. Carmiña Navia. Omar Ortiz. León Octavio Osorno. Ana Milena

Puerta. Elvira Alejandra Quintero. Mario Rey. Ruth Rivas. Sandro Romero Rey. Amparo Sinisterra de Carvajal. Javier Tafur González. Ángela Tello. Hernán Toro.

Hernando Urriago Benítez. Umberto Valverde. Fernando Vidal Medina. José Zuleta Ortiz.

Compiladores: Álvaro Suescún, Aníbal Tobón y Eduardo Márceles

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LA VUELTA A LA MANZANAUna Memoria Literaria de Cali

Pedro Alcántara. Jotamario Arbeláez. Medardo Arias Satizábal. Fernando Cruz Kronfly. Germán Cuervo. Kevin Alexis García. Álvaro Gärtner. Darío Henao Restrepo.

Orlando López Valencia. Julián Malatesta. Fabio Martínez. Juan Fernando Merino. Juan Sebastián Murillas. Carmiña Navia. Omar Ortiz. León Octavio Osorno. Ana Milena

Puerta. Elvira Alejandra Quintero. Mario Rey. Ruth Rivas. Sandro Romero Rey. Amparo Sinisterra de Carvajal. Javier Tafur González. Ángela Tello. Hernán Toro.

Hernando Urriago Benítez. Umberto Valverde. Fernando Vidal Medina. José Zuleta Ortiz.

Compiladores: Álvaro Suescún, Aníbal Tobón y Eduardo Márceles

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ISBN:

© Fundación Carvajal © Red de Bibliotecas Públicas de Cali© Álvaro Suescún. Aníbal Tobón. Eduardo Márceles © Pedro Alcántara, Jotamario Arbeláez, Medardo Arias Satizábal, Fernando Cruz Kronfly, Germán Cuervo, Kevin Alexis García, Álvaro Gartner, Darío Henao Restrepo, Mónika Herrán, Orlando López Valencia, Julián Malatesta, Fabio Martínez, Juan Fernando Merino, Juan Sebastián Murillas. Carmiña Navia. Omar Ortiz, León Octavio Osorno, Ana Milena Puerta, Elvira Alejandra Quintero. Mario Rey, Ruth Rivas, Sandro Romero Rey, Amparo Sinisterra de Carvajal, Javier Tafur González, Ángela Tello. Hernán Toro, Hernando Urriago Benítez, Umberto Valverde, Fernando Vidal Medina, José Zuleta Ortiz.© Fotos de: Amparo Sinisterra de Carvajal, Omar Ortiz, Fernando Cruz Kronfly y José Zuleta Ortiz por María Isabel Casas.

Coordinador Editorial: José Zuleta Ortiz Diseño y diagramación: Héctor H. SantamaríaFotografía Carátula: Mónika Herrán Fotografías: Fotos colección particular de autoresCorrección de textos: Rodolfo Villa

Primera edición, Noviembre de 2013

Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso y hecho en Colombia por: Feriva S.A.

Foto Pedro Alcántara

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MiRAFLORES Elvira Alejandra Quintero 161

CALi: Mi MANZANA Mario Rey 171

MEMORiAS DE UNA ESCURRiDiZA Ruth Rivas 177

RECUERDOS CENTENARiOS Sandro Romero Rey 185

EL DELiCiOSO MANJAR BLANCO DE Mi TiERRA Amparo Sinisterra de Carvajal 195

EL MiMO SEPiA Javier Tafur González 201

UN CAMiNO DE iNiCiADOS Angela Tello 211

EL EMPERADOR DE BARRiO Hernán Toro 221

NOCHE ROJA EN LA MANZANA VERDE Hernando Urriago Benítez 227

LA CARRERA OCTAVA DEL BARRiO OBRERO Umberto Valverde 233

CANTARRANA, MÁS QUE UNA CANCHA Fernando Vidal Medina 241

ALí BABÁ José Zuleta Ortiz 251

Biografías 256

Contenido

Prólogo 13

EL VOyERiSTA Pedro Alcántara 17

NADA ES PARA SiEMPRE Jotamario Arbeláez 23

HABiTANTE DEL SUR PROFUNDO Medardo Arias Satizábal 31

LA CASA DEL COMiENZO DEL MUNDO Fernando Cruz Kronfly 37

EL PASEO EN UN TREN DESOCUPADO Germán Cuervo 51

UNA MANZANA PROHiBiDA Kevin Alexis García 59

CAMPiñA, BARRiO y MONTAñA Álvaro Gärtner 65

A MEDiA CUADRA DEL PARQUE ALAMEDA Darío Henao Restrepo 77

TARDE PARA EL FúTBOL Orlando López Valencia 85

LA CASA DE LA ViRGEN Julián Malatesta 93

LA COLiNA DE SAN ANTONiO Fabio Martínez 103

LA MANZANA DEL ÁGUiLA Juan Fernando Merino 111

STiCKER Juan Sebastián Murillas Salgado 119

BARRiO MELéNDEZ LA ViDA ENTRE LA HACiENDA y LA iNVASióN Carmiña Navia Velasco 127

CALi, DE SAN FRANCiSCO A SAN PACHO Omar Ortiz 137

UNA CALLE DE PELíCULA León Octavio Osorno 143

EN LA OTRA ACERA y FRENTE AL RíO CALi Ana Milena Puerta 153 Foto Orlando López

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Prólogo

Este libro es una memoria informal de Cali en textos escritos por personas que se han des-

tacado en el amplio y muy diverso mundo de la cultura, casi todos han ganado reconocido prestigio en el oficio de la literatura, otros han descollado en de las artes plásticas, del teatro, de la fotografía, y también del periodismo.

Cada relato ha sido elaborado desde la ex-periencia de sus protagonistas, de manera que las vivencias de cada escritor, en un específi-co sector y durante un tiempo determinado, configuran la memoria de la toponimia de las calles, sus sitios de concurrencia, los anecdota-rios y los personajes que se destacaron por sus proezas singulares que los convirtieron en los héroes de barriada, el paisaje arquitectónico, el tejido sociocultural, en fin, la suma de todo eso, compilada, ha pasado a vivir ahora en esta en-ciclopedia de recuerdos de la Sultana del Valle, habida cuenta de que el concepto de ciudad se consolida desde un núcleo original y diverso de células urbanas conformadas por casas, de cuyas uniones nacieron las cuadras, de la suma de las cuatro adyacentes surgieron las manza-nas y, con ellas, los barrios. Así, hasta lograr esta síntesis histórica de la ciudad desde la mirada

Foto techo florescido.

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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intelectual puesta en estos retículos urbanos.Con diferentes intereses, y edades desde los 20 hasta casi los 80 años, los autores han abar-cado en sus escritos segmentos de historia en agrupamientos estables de una sociedad muy diversa, desde simples remembranzas del pasto espiritual en aquella vida coloquial que hasta hace poco tuvo la capital del Valle del Cauca, retratos vivos de hechos escapados de los baú-les, de los anaqueles, que ahora regresan dis-traídos en escenas y sitios tan pintorescos como lo fue en sus mejores días aquel promontorio habitado que es la colina de San Antonio, o la postal sepia de aquella carbonera que ocupaba el centro de la atención fabril en Granada, las locuras colgadas de las escalerillas al paso de los vagones de carga en la vía a Buenaventura, o el ancho y ajeno mundo de ilusiones que guarda-ban los teatros al aire libre, ahí, aun intactos en el recuerdo. El añejo cuadro de referentes cinéfilos que fue El Rialto, en el barrio Obrero, sus largas bancas de madera proyectándose en picada sobre el telón de ladrillos y cemento; los baños en aquel charco del Burro en el barrio El Peñón, donde ahora emergen airosas las pers-pectivas del arte abriendo las primeras puertas

a la imaginación en el museo La Tertulia; el par-que de San Nicolás, con su iglesia, su escuela, y su teatro; aquellos bailaderos dominicales, los salones de billares, las bicicletas de alquiler; la felicidad y la fiesta de los diciembres, la emo-ción entregada al largo placer del balón-pie en los equipos silvestres de una lejana juventud, los primeros asomos de la salsa en Cali, Richie Rey, Los Lebrón, Héctor Lavoe, cuando empe-zaba a calentarse el ambiente que hoy es inter-nacional marca registrada; la trasformación de la avenida sexta en epicentro de la rumba, ha-bitada en sus noches de discotecas centellantes por compradores de amor, serenateros, estu-diantes, hippies y poetas; Aguablanca, mezcla de escenarios, prácticas culturales y personajes en lucha constante por encontrar su identidad, en fin.

El resultado nos ofrece estas pequeñas es-cenas que fluyen desde el siglo pasado hasta entrar, con la fuerza de los deseos y con reno-vadas aspiraciones, en este nuevo milenio en el que ha crecido el mapa de la ciudad en ambas orillas, a lo largo y ancho de la autopista, los barrios han ido nutriendo la serpiente de asfalto hasta llegar a los límites inciertos de hoy. Ahora

el imaginario urbano tiene una nueva dimen-sión, superando quizás el concepto tradicional, transformando aquellos asentamientos en lo que hoy empezamos a conocer en atrevidos di-seños de hábitats perpendiculares.

La sumatoria de estos muy diversos testimo-nios -que, por su naturaleza, terminan siendo mini biografías referenciales-, son la base de este intento de recuperación de la memoria ur-bana al filo del post modernismo, de tal modo que es una suerte de compendio escrito con el sólo fin de mostrar el tipo de relaciones socia-les que se desarrollaron dentro de ese entorno urbano, los estilos de vida que tuvieron lugar y, en algunos casos, las causas que permitieron las transformaciones que se produjeron. En otras palabras: la cara de la historia reciente de Cali, desde la óptica y la experiencia de sus artistas y creadores.

Queremos subrayar, finalmente, que La vuel-ta a la manzana es una expresión usada para in-dicar un corto y cercano paseo, consistente en una carrera alrededor de un área cuadriculada de casas para agotar la energía en los juegos infantiles. Ese nombre, al considerarlo apropia-do, fue el que escogimos para dar a conocer la

historia desde una perspectiva diferente, la de la manzana que habitamos y que, por muchos motivos, tiene aún permanencia en el recuerdo y las nostalgias.

Álvaro Suescún, Aníbal Tobón y Eduardo MárcelesCompiladores

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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El voyerista

Por Pedro Alcántara

La clínica

No alcancé a conocer la acequia que bajaba por el centro de la carrera Sexta desde San

Antonio. Nací en la casa de los faroles, en el Nº 8-49, en 1942, cuando Cali tenía 142 mil habitan-tes y había alcantarillado. Fui parido en casa cuan-do ya era posible nacer en centros hospitalarios y fue en la clínica de Occidente donde tres años después sobreviví a una peritonitis, al cuarto año me sellaban una hernia inguinal tras una cabalgata con mi soberbio padre y, al quinto, me premiaban con la circuncisión.

La manzanaNunca tuve necesidad de recorrer mi manzana completa pues era la manzana la que giraba en torno a la casa de misiá Emilia, la viuda de don Teófilo J. Martínez, la mamá de Angelita, la sue-gra de Tomás el mellizo Herrán, la abuela de Pe-dro Alcántara. La casa era centro no sólo de esa manzana, que se extendía entre las calles Octava y Novena y las carreras Quinta y Sexta, sino tam-bién de una parte importante de la vida cultural y social de la ciudad y era afamada por sus gran-des fiestas, sus exóticos visitantes, su colección de arte colonial, su biblioteca y su cocina. Antes

Foto Pedro Alcántara - Amigos del colegio

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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de la muerte de mi abuelo, y aun después, la celebración era parte de nuestra vida cotidiana. Teófilo J. celebraba sin pretexto, atendía sin res-tricciones. Sus amigos se convertían en dueños de la casa; los corredores, en cómplices de las in-terminables discusiones entre el maestro Guiller-mo Valencia y Baldomero Sanín Cano. Cada vez que podía, don Daniel Valdivieso se venía desde Popayán con sus hijas solamente para bailar en las fiestas de vestido largo, frac y disfrutar las bon-dades de la gastronomía europea que mi abuela introdujo en la monótona dieta caleña.

La casa

Los muros originales de esta casa databan de mediados del siglo 18, tenía patios de piedra ce-rrados por columnatas y era inundada por la fra-gancia de sus jardines de jazmín. Su portón siem-pre estaba abierto a vecinos y extraños, como está hoy durante el día la verja que custodia un parqueadero polvoriento, irónicamente llamado “Parqueadero Emilia”, donde también se sirven almuerzos ejecutivos en el sitio exacto del co-medor en el que alguna vez se atendió a poetas, embajadores y ministros. Tras ese portón de tres metros de altura seguía un amplio zaguán inte-

rrumpido por una gran reja desde la cual se veía la totalidad del patio central y sus corredores, donde yo esperaba, muy pequeño todavía, a mi abuelo Teófilo, “Papá Lobito”, impecablemente vestido de lino blanco y sombrero de “Panamá”, para revolcarme con él en un abrazo sobre las rojas baldosas. Desde la reja se alcanzaba a ver la entrada al comedor con su gran artesonado, el vestíbulo y las bocas de nuevos y misteriosos pasillos que penetraban más allá del límite de las miradas hacia una casa infinita.

El político

yo era el niño que bailaba sobre la mesa del comedor llamando la atención de los presentes con una campanilla. Una vez captada la audien-cia, sobre todo cuando mi abuela recibía visitas, recitaba a gritos trozos de fragmentos de discursos de Gaitán, a mi manera, escuchados en el inmen-so radio del vestíbulo, siguiendo la férrea herencia liberal de mi abuelo Teófilo y la disciplinada tra-dición de reunirnos reverencialmente en torno al aparato como si fuera el mismo caudillo, o como si el Reporter Esso fuera la voz de la verdad abso-luta o como si “Chan-Li-Poo”, radionovela, donde locutaba una prima mayor, fuera una autoridad

suprema y no un detective chino luchando contra las entonces ingenuas fuerzas del mal. Era mejor orador de niño que cuando fui elegido al senado casi 40 años después.

El aviador

Fui el primer niño aviador de Colombia porque mi madre fue la primera mujer piloto. yo viajaba con ella amarrado a mi silla, aprendiendo los ru-dimentos de la navegación visual, en el Piper Cub

rojo de tela, que cada vez que aterrizaba de emer-gencia en un potrero era necesario remendar. Mi manzana se convertía entonces en una inmensa trama de campos de caña, de verdes distintos y entrecruzados, de puntos de vista interminables pero familiares para mí. Aún hoy me oriento en el aire tan bien como en la tierra y gozo a veces adivinando, reorganizando la geografía en códi-gos secretos que inserto en mis dibujos. Mientras los terrestres se desplazaban en sus grandes berli-nas, cegados por el calor y triturando cascajo, yo flotaba en el aire al revés o al derecho, según las ocurrencias de mi madre, siguiendo el polvo de la carretera, el trazado del ferrocarril, imitando las curvas del Cauca a baja altura, entre Cali y Tuluá. Solos no nos aventurábamos a ir más allá en esa

cometa para dos. Era un aparato de tubería ligera y de finos listones de madera forrado en lona, parte de una flotilla de tres con los que se fundó alre-dedor de 1946 la escuela de aviación Socomex, propiedad de mi padre y de mi tío Rafael. Allí, entre aprendices de vuelo y otras actividades aé-reas, también se pretendía curar la tosferina de los niños subiéndolos a grandes alturas. Nunca pude entender el beneficio de esta práctica. Supongo que por ser un bacilo aerobio el causante de esta tos paroxística y por eso se intentaba asfixiarlo cer-ca del cielo.

Los límites

Mi verdadera manzana se extendía hasta los límites fijados por la familia, los amigos y la ima-ginación. Llegaba a San Antonio por mi tía Alicia; al Peñón, por mis primos de la familia Hormaza y los Ochoa; a Juanambú, por Máximo Tedesco y Alan Eder; al centro, por Carlos Jorge Garcés en el Edificio Colombia, y a Versalles por “Ca-beza de Papaya”, Eduardo Ospina, quien a los nueve años era experto en explosivos, en vue-lo tripulado desde los segundos pisos y en au-

toflagelación por su capacidad en convertir en accidentes de la vida real lo que todos veíamos

Pedro Alcántara

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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en películas. Sin embargo, el centro de concen-tración siempre fue la casa de la carrera Sexta, utilizada como punto de partida. Para nosotros el centro de la manzana más que la casa era el cló-set de mi abuela, donde, aparte de los alacranes, encontrábamos una rica despensa de comestibles de ultramar comprados en el comisariato de la base aérea. Dos rutas marcaron entonces nues-tras excursiones fuera de los límites establecidos: en la primera, nos convertíamos en furiosa jauría de ciclistas que, para angustia de nuestras fami-lias, nos lanzábamos, durante horas a la conquis-ta de la carretera de yumbo, destapada, llena de peligros, donde sufríamos estruendosas caídas. Nunca llegábamos a la meta, nuestro regreso era el de una caballería motorizada derrotada por el cansancio. En la segunda, nos trasformábamos en pequeños freneros salvajes, envolvíamos el rostro y la cabeza en pañuelos y trapos mojados para no asfixiarnos en los túneles, abordábamos los trenes de carga en la vía a Buenaventura colgándonos de las escalerillas de los vagones de madera ape-nas salidos de la estación. Nuestro destino era La Cumbre y fuimos aprendiendo con los profesio-nales a movernos sobre los vagones, a saltar de uno a otro, a ocultarnos oportunamente al paso

por las estaciones. Pero nunca aprendimos a es-condernos adecuadamente de mi abuela Emilia que intrigada por el estado de deterioro en que llegábamos tras el supuesto viaje, gozando la co-modidad del tren de pasajeros, nos recibió un día con su fino perrero tras habernos visto pasar frente a su finca “Cádiz” sin precaución alguna y abrazados sobre el último vagón del tren. Mi abuela era una mujer célebre, recia, disciplina-da y de gran educación, adquirida primero en la práctica comercial y social al lado de su pa-dre, don ismael Hormaza, desde los 17 años, y después con su esposo, viajando con él cuando diplomático y asesorándolo como comerciante. Había tolerado ya demasiadas aventuras insensa-tas con Ángela y Tomás como para admitir que sus nietos y sobrinos intentaran repetirlas siquiera en menor escala. No importaba el pretexto de que el paisaje fuera más amplio y la geografía más comprensible desde la parte superior de un vagón ni que la estación “Cresta de Gallo” fuera para nuestros sentidos un triunfo serpenteante sobre ese pedacito de cordillera. Nuestra opción había sido el engaño, el peligro y esa era suficien-te justificación para el castigo.

El colegioCiro era el chofer del Buick 42 negro de mi

abuela en el que viajábamos al colegio antes de la contratación del bus. Mi madre hizo parte del grupo de aventureras bilingües que desafiaron los esquemas tradicionales de la educación en Cali y apoyaron la creación del Colegio Bolívar, un ga-raje y una pieza al lado de un lote que permane-cía inundado, donde estudiábamos la anatomía de los lagartos, cerca de donde hoy la circunvalar desciende hacia la calle Quinta. Los niños que teníamos blue jeans y estudiábamos en inglés con niñas éramos vistos con sospecha pero con intri-ga por nuestros primos del Berchmans, que sólo muchos años después tuvieron acceso a ese goce elemental de descubrir la compañía femenina más allá de la proporcionada por sus hermanas. yo llegué bien preparado al kinder del Bolívar y al trato con las niñas; venía de la escuela mixta de doña Soledad de Calderón, mi maestra oficial, la primera en entregarme un tablero completo y va-rias tizas con la orden perentoria de dibujar una vaca. Allí, también en la carrera Sexta, tuvimos en los recreos prolongados nuestras iniciales expe-riencias eróticas compartidas jugando pizingaña y haciéndonos cosquillas entre abrazos.

El pintorEn la casa de la carrera Sexta se realizó el pri-

mer taller abierto de un joven y brillante pintor llamado Hernando Tejada. Era un taller para un grupo de aficionados y para un niño. Provistos de caballetes, tablas, papeles, lienzos y los más variados materiales, uno de los amplios y lumi-nosos espacios traseros de la casa se convertía de súbito en palacio de bellas artes. Un par de tardes en la semana yo llegaría directo del colegio a mi papel de acuarela donde encontraba un mundo ilimitado y fantástico, acolitado por Hernando, quien daba crédito a todos mis inventos y oía los cuentos de adultos de los talleristas que eran para mí menos impresionantes que el resultado de mis cuadros. De allí surgieron “Procesión en un Pue-blo” y “El Cocodrilo” que, por parecer obras de un pintor ingenuo y no de un niño, fueron se-leccionadas en un Salón Nacional. Mi madre y mi abuela acordaron mi ascenso al Conservato-rio Antonio María Valencia, donde fui aceptado como único infante en la escuela de Bellas Artes. Me tiraba del bus del Colegio Bolívar todavía con los guayos del partido de la tarde y subía las gra-das con un ruido inconcebible para los apacibles estudiantes de música que a esa hora ensayaban.

Pedro Alcántara

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Allí comencé de cero y le advirtieron a mi ma-dre de mi falta de habilidad real para enfrentar la academia. Me era imposible dibujar una línea recta continua, mas no tardé en darme cuenta que la línea se dibuja desplazando todo el cuer-po y no sólo haciendo el trazo con la mano que sigue su curva natural y cae. Como era el único niño, cada vez que había una modelo desnuda, era encerrado en un clóset donde no cabía sino yo, a pesar de las protestas de mi madre, que desaprobaba el procedimiento, me resignaba a seguir la clase por el agujero de la llave, aguzan-do la mirada sobre las formas de esas niñas gran-des que aún hoy asaltan mi recuerdo. Tal vez así aprendí a ver lo que antes sólo era capaz de mi-rar, a concentrarme absolutamente en un punto real y a construir y deconstruir imaginariamente lo que sucedía en el entorno. Así operan toda-vía algunos de mis mecanismos creativos a partir de ese voyerismo forzoso, el mayor logro de mis maestros de entonces.

Nada es para siempre

Por Jotamario Arbeláez

Barrio San Nicolás Carrera 4ª. Calles 19 y 20

En la puerta de la casa de la carrera Cuarta nú-mero 20-60 hay un aviso de hojalata azul con

letras blancas en altorrelieve que dice: “Se venden pantalones de paño para niño”. A granel acuden las madres, y mi padre les toma a los pilluelos con el metro que carga a manera de estola las me-didas de la cintura, de la corta entrepierna y de largo hasta la mitad del muslo. Son los tradiciona-les pantalones cortos que se usaban en Antioquia hasta entrada la adolescencia y que en Cali están en desuso, pues los niños a partir de los siete se niegan a ponérselos.

Mi padre toma las medidas mientras las madres sostienen a los hijos que patalean. Ellos me piden que le diga a mi papá que los haga largos. “Papá, por qué no los haces largos que mis amigos me piden que te diga por favor que los hagas largos”, y él me convence que no puede porque esos pan-talones los corta y confecciona con los retazos so-brantes de los vestidos que hace para los grandes.

Cuando no llegan clientes, papá se las ingenia para hacer de todas maneras pantaloncitos cortos con medidas imaginarias, con cargaderas cruza-

Pedro Alcántara

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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das y las braguetas con cuatro botones, pues la moderna cremallera ha resultado un peligro para los prepucios de los pequeñines que no usamos pantaloncillos. Es el muestrario con que deslumbra a las señoras cuando arriman a vestir sus “culica-gaos”. Muchas veces los compran hechos o con ligeras reformas en el largo o en el talle, alejándose de la ventaja principal del sastre de postín, que es el de sólo ofrecer el producto sobre medidas a su clientela de príncipes.

Desde “el burro” en que estoy sentado sobre la gran mesa de cortes, veo a papá todas las no-ches trazar con tiza sobre el paño y cortar con las enormes tijeras las piezas diminutas para vestir a la gente menuda. él, entretanto, me cuenta sus aventuras por los pueblos de Antioquia, llenas de duendes y de brujas que lo asaltaban en los cami-nos, hasta que me voy quedando dormido.

Despierto ya con ocho años cumplidos y sigo asistiendo a la escuela de San Nicolás y participan-do en los juegos de bolas de cristal y en los partidos de fútbol y aún en las peleas a la salida de clases a la vuelta de la iglesia, con las piernas cubiertas de vello a la vista, para mofas de los condiscípulos, todos ellos con pantalones largos pero de dril, un material barato y nada elegante. Curiosamente, la

mayor clientela para los pantalones cortos son los hijos de uno de los policías de la estación cerca-na, el mismo que le da bala al balón cuando nos sorprende jugando un partido en el Pasaje Sardi o al pie de la estatua de ignacio de Herrera en el parque de San Nicolás.

De modo pues que, por el barrio, andamos dos tipos de chachos bien diferenciados. Los de pantalón de dril largo que se las tiran de hombres hechos y derechos y los de pantalón de paño corto “de ese papá de Arbeláez”, con la mirada baja por la vergüenza de que nos vean las intimidades sa-lientes como son los vellos hirsutos, mientras aún se nos considera proyectos de hombres. Los pri-meros ya asedian a las niñas -como la bella Olga García- que dan vueltas los domingos al parque de San Nicolás y hasta las llevan de gancho; mientras los segundones, montados en el inmenso árbol del centro chupando pepitas rojas arrancadas de los arbustos de coca, los vemos pasar con envidia.

Si me aprendo una poesía de Julio Flórez para recitar en la escuela el día de la madre y si gano segundo de primaria con el señor Paz, mi papá me ha prometido “largarme los pantalones”. y ya con pantalones largos de paño, comenzará a tomar otro perfil esta Vuelta a la Manzana.

Travesuras en el parqueEl parque de San Nicolás está enmarcado por

la iglesia y la escuela del mismo santo por la calle 20, el teatro San Nicolás en cuyo segundo piso funciona el bailadero “Moroco”, los billares de “Cuco”, el alquiler de bicicletas y el Sindicato Fe-rroviario del Pacífico por la 19; la pastelería, la casa de los Brión y el café “Regina” por la carre-ra Sexta; la droguería, una peluquería, una larga casa misteriosa y un expendio de leche y jugos por la quinta. Está dividido en segmentos triangu-lares de prado resguardados por arbustos de coca, de los que chupamos las pepitas rojas hasta anes-tesiar las encías. Los pasillos enmosaicados tienen bancas de piedra que ostentan relievadas en una placa de mármol el nombre de cada empresa do-nante. Enraizada en el segmento de pasto que da a la Quinta hay una enorme ceiba donde solemos encaramarnos a contar cuentos. Frente a la iglesia se cuadran los taxis de la flota. Hay una caseta que recibe las llamadas en solicitud de servicio. Los expectantes choferes juegan parqués mientras hablan de fútbol, de putas y de política. En el rue-do central a veces nos citamos los peleadores de la escuela, cuando está ocupado con otras bron-cas el costado de la iglesia de San Nicolás.

Los domingos desde las siete de la noche las parejas se toman el parque. Dan vueltas con los brazos de gancho al son de las luces de las farolas. Todo es un murmullo de acoso. Los de la barra asistimos a ver muchachas, que a su vez asisten en grupos a que las vean, vestidas a la usanza más seductora, pero somos tan tímidos que en vez de acercarnos a entablarles conversa nos limitamos a buscar la forma de tocarles el culo con disimulo. Lo cual ha ocasionado que terminemos, si nos va bien, víctimas de una dulce cachetada de la mu-chacha, y si nos va peor, con un ojo negro por la trompada del novio o el hermano de la dueña de la nalga comprometida.

El personaje del parque es el embolador, que se cubre la calva con una boina. Mantiene en su caja una bolsa de arroz que arroja a las torcazas y estas se le posan en los hombros y la cabeza. él tie-ne una forma de currucutear que pone a llorar de amor a las tortolitas. A veces lo vemos desde lejos fumar un cigarro delgadito que maneja con las ye-mas de índice y pulgar y le deja los ojos rojos. En-tonces echa a correr alrededor del parque perse-guido por las torcazas, portando en la mano la caja y bajo el sobaco la banqueta en la que se sienta. A las seis y media de la tarde, cuando comienza a

Jota Mario Arbeláez

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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oscurecer debajo del árbol, llega a hacerse lustrar “La Negra”, a la que se comen los de la barra de la 22. Es alta, despeinada y arrebatada. No habrá cumplido 17. Cuando camina, si uno la ve que llega, a cada paso manda adelante el hueso de la cadera correspondiente, y si se le mira yéndose desde atrás, una nalga le sube mientras la otra nalga le baja. La falda a su vez oscila de acuerdo con el ritmo de su meneo y el acoso del viento que la persigue. Víctor Mario y yo, desde el árbol, y “Vitatutas” y “Mañosca”, desde la caseta de la flota, espiamos cómo el eminente lustrabotas, en lugar de lustrarle las botas, le mete la mano em-betunada falda arriba a brillarle lo que sabemos, porque lo que sabemos es que la desvergonzada no usa calzones. yo prefiero no mirar y alzo la vista hacia el balcón celeste del edificio del Sindi-cato Ferroviario, por si de pronto aparece la niña de mis ojos Olga García, encendiendo las luces con su traje de colegiala.Pero nunca aparece.

Lecturas a la abuela

“¿Rezamos o leemos?”, me pregunta mi abue-la todas las noches después de persignarnos y san-tiguarnos. Ella va trayendo al escondido -y des-

pués los devuelve-algunos libros de la biblioteca de Luis, el esposo de la tía Tina, y me pide que se los lea pues ella, a pesar de lo viva que es, no tuvo tiempo ni paciencia para aprender a leer y escribir. Sólo cuando estoy muy cansado de haber jugado fútbol en el pasaje me transo por las ora-ciones, entre las que no fallan el Padrenuestro, el Avemaría, la Salve, el Señor mío Jesucristo, y una que me gustaba mucho y no volví a oír y rezaba: Bendita sea tu pureza / y eternamente lo sea / En

tan graciosa belleza / hoy todo un Dios se recrea

/ A ti celestial princesa / Virgen sagrada María / yo

te ofrezco en este día / alma vida y corazón / Míra-

nos con compasión / No nos dejes madre mía / en

la última agonía / morirnos sin confesión, además de una letanía adosada con recomendaciones al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de una sarta de personajes muertos y vivos que son los seres de la familia o del pueblo de quienes ella tiene fresco el recuerdo. yo le pregunto quién es cada uno de ellos y ella me cuenta, por ejemplo, que Pacho Martín era su hombre, quien enamoraba a todas las mujeres que lo sentían pasar a caballo y a quien nunca veían, ni cuando se les metía a os-curas en sus habitaciones; que este era un sobrino a quien peleando en una gallera en Manizales le

pegaron una puñalada y él alcanzó a salvarse por-que camino del hospital se iba bogando la sangre que recogía del abdomen en una taza; que ese era otro sobrino que está en la cárcel porque no se dejó comer de un cacorro, a quien con otros amigos le hundieron la cabeza con la tapa del tanque del inodoro; que aquel era el campanero de la iglesia de Rionegro que se fue para Roma a hacerse bendecir por el papa y a los veinte años regresó enmozado con una monja piamontesa a continuar tocando campanas; que Pagalito anda-ba con pies chonetos y por eso le dice Pagalito a todo el que ve que anda con los zapatos al revés; que la loca Emilia creía que vivía en todas las ca-sas, y que Mercedes Ortiz gustaba de ser ostento-sa en el vestir y exagerada en lo que decía. Nos acostamos a las ocho, ella en su cama grande y la mía contra la pared de la pieza, donde todas las noches sacramentalmente me orino.

Antes de la sesión reglamentaria de paseo por la gran comedia humana ella apaga la luz, se pone el camisón al oscuro y orina sentada en la baci-nilla con un chorrito cantarino que pone al aire a hacer olas. Enciende, abre el escaparate y saca de él una media de aguardiente de la que bebe un trago largo, escupe en la bacinilla caliente, se

cobija y me da la orden de arranque.Un centavo por página leída fue mi tarifa. El

primer libro que le leí por capítulos fue El hombre de la máscara de hierro, del que quedé enamo-rado. Después siguieron El Conde de Montecristo,

Veinte años después, lo que nos hizo devolvernos a Los Tres Mosqueteros y La hija maldita (“Leéme una miajita de Lucilamiller”, me pedía). De allí pasamos a La hija del cardenal (por error, pues me hizo suspender la lectura cuando comenzaron las bacanales de los clérigos), El jorobado de Notre

Dame, y empezamos Los Miserables, pero tiré la toalla porque me mamó Víctor Hugo. Nos pasa-mos al atormentado de Maupassant. y allí empe-zaron mis migas con la literatura francesa.

Le metimos muela a los ingleses empezando con Ilusiones perdidas. Después ensayamos los alemanes con Mario y el Hipnotizador, de Tho-mas Mann, y el Juego de Abalorios, de Hermann Hesse, pero este último se nos hizo ininteligible. A los españoles nos los saltamos y de los colombia-nos nos leeríamos después El Cristo de espaldas, de Caballero Calderón, y Viento seco, de Daniel Caicedo. Empezamos El alférez real, pero el tío Emilio se encaprichó con él y se lo llevó para su casa donde terminó refundiéndose. Hasta allí leí

Jota Mario Arbeláez

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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colombianos1. Por lo general trato de no hacerlo para no correr el riesgo de dejar de admirarlos. Sé que estoy bien correspondido y que por eso me quieren.

“Un día te voy a contar mi historia para que la escribás y se entere la gente que todo eso que pasa en las novelas es pálido reflejo de lo que a mí me ha pasado”. Por estos resabios de la abuela entro en la literatura y, por qué no, en la abrupta pornografía. Con el correr del tiempo andaría por las librerías de viejo buscando La hija del cardenal para leer a escondidas, y de paso me encontraría con Crimen y castigo, Así hablaba Zarathustra, El

proceso, El satiricón y Justine, de Sade. y allí co-menzaría el acabose de este prospecto de persona útil a la sociedad de su tiempo.

“Dios se lo pague”

Desde hace meses esperamos ansiosos la visita nocturna del carro fantasma. No se trata del que echa bala por las ventanillas desde la boca de los revólveres de los “pájaros” a transeúntes de cor-bata roja. Es el carro fantasma de Coltejer que, en desarrollo del programa “Coltejer toca a su

1 Años después me apasionaría por Vargas Vila, de quien llegué a creerle que era el mejor escritor del mundo y que yo podía llegar a ser lo mismo si seguía por su camino. Mas ni lo uno ni lo otro.

puerta”, arriba los viernes antes de medianoche a una casa de una calle con placa terminada en un número previamente anunciado. Tocan, piden el santo y seña y al escucharlo entregan el fabuloso premio de 500 pesos.

Jorge y Adelfa han invitado a Jesús y Elvia a cine al San Nicolás, donde presentan esta noche Dios

se lo pague, con Arturo de Córdoba y Zully More-no. El teatro se especializa en películas mexicanas. Creo recordar que se trataba de un millonario ele-gante que se vestía de mendigo y se sentaba en un andén a recibir limosnas. Sé que papá se queda dormido desde que apagan las luces y ponen los primeros vidrios de propaganda. y a mi madre le chocan esas cintas donde sólo ve pobreza. “Con la que tengo en casa me sobra”, me dijo un día que salimos de ver un quinto patio, en una con Pedro infante. A ella las que le encantan son las películas imperiales, donde se ve el esplendor de las emperatrices, muchas alfombras, espejos, ja-rrones, brocados y diademas. La recordé mucho cuando Aura Lucía me despachó a visitar el pa-lacio de Schonbrunn, la residencia oficial de los Habsburgos en Viena, y eché un motoso sobre la cama de Sissi.

¿Qué haría nuestra familia con quinientos

pesos? Podríamos comprar otro radio, acaso un pick-up y varios discos de 78 revoluciones. Som-breros Stetson para Jorge y Jesús. Ropa para Ste-lla, Graciela y Rupi. Pagaríamos los dos arriendos atrasados a don Adalberto. y alcanzaría para la fiesta de mi primera comunión.

El radio de Adelfa y Jorge se ha quedado en la sala y esta la han dejado cerrada con doble llave. Mi abuela y yo no podemos escuchar el programa que nos cautiva y nos tenemos que transar por la lectura de un libro, que si mal no recuerdo es Ana

Karamazov, de Tolstoyewski2. A las once estamos profundos, cuando escucho unos golpes tremen-dos con nudillos de acero en la gruesa puerta de la calle. Me levanto de un salto y grito: “Abuela, son los del carro fantasma de Coltejer toca a su puerta, y no nos sabemos el santo y seña”. Sali-mos en piyama, abrimos y nos encontramos con una multitud de vecinos y los micrófonos abiertos de los animadores que nos instan a decir la clave. Abuela se desgañita quejándose de estos malna-cidos que se fueron para cine y dejaron el radio encerrado y que por eso no sabemos el santo y

2 Alusión descarada de admiración a Vladimir Nabokov, autor de la frase increíble: “Frígidas damas del jurado: he de confesar algo muy extraño. Fue ella quien me sedujo”, refiriéndose a su Lolita.

seña pero que es la única vez que nos perdemos el programa y que no se vayan a llevar la platica que tanto la necesitamos, no sean infames.

En ese momento llega por el entejado y des-ciende mi compañero Flavio Ortiz, quien vive en la misma carrera 4ª, en el número 20-10, y es-taba esperando pegado del radio a que el carro fantasma llegara a su casa, listo para dar el santo y seña él solo, porque sus papás estaban en cine, y cuando oyó que había parado en la mía, en la número 20-60, y nos habían corchado, él se lanzó a auxiliarnos. Alcanza a gritarme desde el patio: “Coltejer es la tela de los hilos perfectos”, pero ya el carro fantasma ha partido en busca de una nueva dirección terminada en 0, ha tocado los tres golpes sacramentales en la casa de los Or-tiz, adonde no alcanza a llegar Flavio de vuelta por el entejado, y así perdimos todos esa fortuna.

Al regreso del cine mi abuela los recibe dán-doles a los cuatro con una escoba, les reclama que por su culpa no sólo no ganamos la plata sino que quedamos en ridículo en la ciudad, y el llanto de la abuela se nos contagia a todos en la familia. Pero lo peor fue que tampoco les gustó la película.

Jota Mario Arbeláez

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Habitante del sur profundo

Por Medardo Arias Satizábal

Avenida Los Mangos Barrio San Fernando

El sitio se llamaba “Winnipeg”, en homenaje a una ciudad canadiense donde se decidie-

ron los Juegos Panamericanos para Cali. Una comisión de caleños ilustres, entre los que se contaban el presidente del Comité Olímpico Colombiano, Mario García y García, y el pe-riodista antioqueño Raúl Echavarría Barrientos, había viajado hasta allá para convencer a las di-rectivas del deporte panamericano acerca del potencial de Cali para organizar estas gestas con éxito. En ese tiempo a la ciudad se le reconocía como la capital deportiva de Colombia, y tam-bién la llamaban “Sultana”, cosas así. Cuando se supo que la capital del Valle sería la sede, la ciudad estalló en júbilo, repicaron las campanas de las iglesias y las sirenas de los bomberos.

“Winnipeg” quedó así inscrita en la historia nuestra y, para recordarla, le dieron ese nombre a una fuente de soda. Estaba en la esquina de la calle Novena, conocida también como la aveni-da de Los Mangos, en el barrio San Fernando. El aviso del lugar fulgía en las noches como sal-

Foto Medardo Arias Satizábal

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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sa de tomate derretida sobre nuestras cabezas, cuando caíamos ahí en busca de un perro calien-te con jugo de mora, la estrella del menú ligero. Cerca de ahí vivía Luis Fernando Tascón, a quien llamábamos “Taseche”, en cuya casa viví por pri-mera vez lo más parecido al placer bibliófilo: una biblioteca-hemeroteca en la que se alineaban to-dos los libros que uno quisiera leer, entre ejem-plares de revistas Life con unas crónicas estupen-das sobre el Jazz en el sur de Estados Unidos, las ediciones por entregas de Muerte en la tarde, de Hemingway, ejemplares viejos de El Espectador y

Relator y un pequeño acordeón recostado al des-cuido sobre los libros. “Es de mi padre”, me dijo Taseche, y era casi como una sugerencia para no tocarlo. Su padre usaba una gorra campera, a cuadros, como las que llevan los ganaderos en la meseta castellana, y por Dios que parecía un poeta de la generación de León de Greiff, a quien Taseche veneraba.

“Vivan los calzones rojos de las putas de Pa-rís”, gritó Luis Fernando Tascón en el Teatro Mu-nicipal de Cali mientras descendía de galería a luneta por una columna del teatro, como un bombero inspirado, en homenaje a Leo Le Gris, el poeta que en ese momento empezaba su me-

lódica diatriba con aquello de “por que me ven la barba y la alta pipa / dicen que soy poeta…”. De Greiff puso a un lado su cachimba para mirar por un instante, asombrado, al joven poeta que descendía de las alturas con aquella imprecación que no era propiamente la canción del hombre de Kenya.

También estaba en el vecindario el pintor Chalo Rojas. Su pintura traía hasta nosotros algo de la noche en sus neones y fue por ella que me aproximé al trabajo de Evert Astudillo, obsesio-nado también con esos rincones de sombras, a veces inéditos, tomados del Cali que anochecía en sus bohemias barriales, en su música. y de ahí, abrí una ventana a esa otra poética urbana en la plástica, fundada en los billares nocturnos por Saturnino Ramírez.

La avenida de Los Mangos se llamaba así por-que en otra época estuvo sembrada con árboles de este fruto; también de mamoncillo y poma-rrosas. En tiempo de cosecha, los vendedores de mango biche no tenían que ir muy lejos para re-coger su mercadería. Alzaban un palo en la calle y llenaban la carreta. Cerca estaba la concentra-ción deportiva “José de Jesús Clark”, y en una esquina, bajo una casa tutelada por una palmera,

vivían las hijas de Alcides Nieto Patiño, el hom-bre que dio nombre al velódromo de Cali. Eran una jóvenes divinas, inalcanzables, a las que sólo reconocíamos como “las velódromo…”. Cerca de la galería de Alameda, un poco más acá de la Granja Tibidabo, una de las proveedoras de huevos más grandes del sur de Cali, estaba la “casa quinta” del general Deogracias Fonseca, miembro de la junta que presidió el gobierno de Colombia después de Rojas Pinilla. El general sa-lía, con su caminar cansino y una talega, a com-prar coronillos y guayabas en la galería cercana. A pocos pasos estaba la iglesia de El Templete y el espacio contiguo a las piscinas panamericanas donde empezó la historia musical moderna de Cali, con la llegada de Ricardo “Richie” Ray a fines de los años 60. Estos sucesos fueron poé-tica y profusamente narrados por Andrés Caice-do Estela en su novela Qué viva la música. Eran los predios de la caseta Panamericana, donde también se había inmortalizado ismael Miranda, joven aún, al cantar “Señor Sereno” y “Mi opor-tunidad”.

En el parque cercano, dos cuadras más allá de “Winnipeg”, todos los sábados, sentados en el césped, los chicos de la cuadra podíamos ir a

escuchar, de viva voz, al “Piruncho”, un cantan-te natural de la tribu de los Henao. “Piruncho” había sido trompadachín y venía de las duras re-friegas pandilleras de los años 70, cuando el sur de Cali parecía un plató de West Side Story, con peleas que involucraban galladas como Canta-

rrana, famosa por su beligerancia con las cade-nas, la guayas y la patada voladora, además de “El triángulo”. Algunos ex pandilleros de estos grupos se “regalaron” al ejército de Estados Uni-dos y murieron en los arrozales de Vietnam.

“Piruncho” usaba gomina, se vestía de blanco y cantaba, con el acento de Abelardo Barroso, canciones del Benny Moré. Me veo ahí, en tor-no suyo, sentado en el césped, siguiendo el coro “¡Ay!, si se me fue”, que acompañaba su me-lodía predilecta. Se afinaba el cuello y luego se empinaba como un gallo para cantar: “La saqué de la manigua / la metí a la poblana / cuando conoció La Habana, esta China se me fue…”. Acompasaba el canto con dos baquetas de bue-na madera que portaba en el bolsillo trasero del pantalón. El incienso iba de mano en mano, y alguien vigilaba para “cantar la zona”, o avisar si venía la “Miami”, patrullas policiales, llamadas así porque fueron traídas en barco desde Florida

Medardo Arias Satizábal

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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dentro de un convenio de “Ciudades Hermanas” que se le ocurrió a un alcalde de Cali. Eran unas patrullas ya obsoletas, enormes como yates, pero con toda la tecnología de “gringolandia”. Lo que se entendía como tecnología eran unas sirenas de película y unas luces que de pronto hacían parecer al barrio San Fernando como un rincón de Coconut Grove o de West Palm Beach.

Las peleas no faltaban, sobre todo en las can-chas de baloncesto donde El Pájaro jugaba en pi-jama y derrotaba, sin querer, a los propios juga-dores de la selección Valle. El sur de Cali era un lugar de paraíso con no pocos personajes céle-bres que iban haciendo historia sin proponérse-lo. Uno de ellos fue “Pelos”, un genial jugador de ajedrez que tenía el sueño de derrotar a Bobby Fisher o a Anatoly Karpov. Nadie sabía de dónde había venido. Tenía la traza de un hippie esca-pado de un incendio, su cabeza era un nido de medusas, con pelos apelmazados por el mugre y por la urdimbre de jugadas y movidas maestras. Llevaba siempre la misma indumentaria, y la au-sencia de jabón hacía que hubiera perdido todo hedor. “Pelos”, conservado en su propia esencia, llevaba siempre un cartón enrollado debajo del brazo, su cama, la que extendía en cualquier lu-

gar cuando caía la noche, y un ajedrez que se doblaba también para buscar con él alguna es-trella. Que se sepa: derrotó a todos los buenos jugadores que merodeaban por San Fernando, las canchas y las piscinas, y se despedía de ellos con una sonrisa magnánima, prometiéndoles re-vancha.

Frente a las canchas vivía también Oscar López, la gran figura del Deportivo Cali, y era común ver en los estaderos vecinos a Eduardo Vilarete, un futbolista de la costa Caribe, a María isabel Urrutia, a Pedro Grajales (el atleta), a la Maquilón, a Armando González y a Guillermo Moreno Rumiet, estos últimos basquetbolistas de la selección del Valle.

Era el sur de Cali, el sur de “La Habana” don-de Servio bailaba “yimboró”, mientras William danzaba también detrás de la barra; el sur de Diego Henao, el nadador hermano del “Pirun-cho”, el mismo que había viajado hasta Puerto Rico para convencer a Richie Ray de venir a una feria de Cali por primera vez; el mismo sur de Beto Borja, que hacía chistes en inglés o en espa-ñol, iba a misa puntualmente con pantalón plan-chado y dictaba cátedra de jazz a quien quisiera escucharlo. Beto vivía cerca de una panadería

mítica frente al parque Panamericano, donde el panadero tenía hijos con cada empleada que contrataba, los mismos que andando el tiempo se instalaban detrás del mostrador. Huelga decir que ahí, hasta tiempos muy recientes, continua-ban haciendo el pandebono clásico, o sea, el de rosca, con queso traído de la costa caribe.

En ese sur profundo de Cali nació también el mito del Padrino local, de Jaime Caicedo, El Gri-llo, un rumbero de Buenaventura que abrió las primeras grandes discotecas en la calle Quinta. A estos lugares, entonces, se les llamaba “griles” y encendían sus nombres en esas noches de los 70: “Chapaqua”, “Chapaqualito”, “La Manzana Verde”. El submundo de la ciudad se pobló de mariachis que daban serenatas a domicilio, ca-mionetas “Rangers” que cruzaban raudas la no-che, orquestas de salsa que venían directamente desde Nueva york, y también disparos. Toda la leyenda del narcotráfico caleño empezó en el sur; muchos de sus protagonistas murieron en el intento y otros están en las cárceles de Estados Unidos.

Fue en este mismo sur donde se abrió el sa-lón de baile “Los años locos”, en el complejo residencial y comercial de imbanaco, y donde

la salsa tuvo su templo en sitios como “La jirafa roja”, “El escondite”, cerca al Club San Fernando, y “Cañandonga”, lugares inmortalizados hoy en las canciones del Grupo Niche.

Salir a dar la vuelta a la manzana era encon-trarse con el mito de Jaime Aparicio y del primo Flavio Salinas, atletas cuyas gestas eran recorda-das en los muros del estadio Pascual Guerrero; era la oportunidad para saludar a Jorge Gallego, a Gilberto Cuero, del América, al “Barby” Ortiz y a “La Mosca” Caicedo. Con “La Mosca” nos sentábamos en un muro de la avenida de Los Mangos a recordar sus días de gloria en el De-portivo Cali y en el independiente de Argentina; la charla iba hasta que amanecía, pues “La Mos-ca” era pariente del “Negro Concho”, toda una institución en Buenaventura, el primer porteño afrodescendiente que abrió una almacén de telas en el centro del puerto, al cual no entraba nadie. A diferencia de los árabes que vendían rollos de popelina canciller y dril armada, y se mantenían atareados en sus negocios, él podía sentarse a la puerta de su almacén a leer prensa sin que le importara vender un solo metro de género. Los bonaverenses decían que había encontrado un tesoro, un baúl lleno de oro, y por eso se daba

Medardo Arias Satizábal

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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el lujo de enviar a su hijo a estudiar Leyes en Bo-gotá; a la postre, aludían a Colón Caicedo Porto-carrero, uno de los porteños más genuinos que haya conocido Buenaventura.

Esta vuelta a la manzana envolvía también el paso por “La cueva de la rana”, el sitio del viejo Roberto Echeverry, tío de iván Olano, donde, en-tre empanadas y ají de aguacate, nacieron y se disolvieron muchos romances, como en “El Re-creo”, más arriba, en la Novena, o en el Teatro Asturias, del asturiano José Fernández, en pleno barrio Alameda, donde era posible ver un doble-te inimaginado: Chinatown y, como segunda pe-lícula, Corre, Nicky, corre, un filme que contaba la vida de un pandillero de Nueva york converti-do después al cristianismo. Nicky acompañó a Ri-chie Ray en su primera venida a Cali, después de convertirse en mensajero del Nuevo Testamento, junto a la periodista puertorriqueña Paquita Be-rio. yo era entonces reportero de El País y pude entrevistarlos en el Hotel Aristi.

En la esquina de la avenida Roosevelt que mi-raba al Coliseo Evangelista Mora, estuvo durante muchos años “Manolete”, un sitio abierto donde cada viernes era posible encontrar una orques-ta, llamada cariñosamente “Los chupacobres de

Manolete”. Tocaban “Palmira Señorial”, “Víctor Panamericano” (Víctor fue un niño humilde de Cali que fue símbolo de los Juegos), “Carmen de Bolívar”, y otras melodías de este tenor.

Escribir este texto me ha permitido salir a ca-minar otra vez, imaginariamente, por calles y lu-gares que ya no existen, pero sobreviven en el recuerdo del perfume de los mangos de aquel San Fernando que cantaran Benny Moré y Ma-tilde Díaz; permanece, también perenne desde aquella época, la mancha de mamoncillo en mi primera guayabera. Mancha indeleble.

Ese que fue mi “Deep South”, ya no existe; como todo lo que se lleva el tiempo, marchó en tropel hacia el olvido. La mayoría de aquellas ca-sas solariegas fueron derribadas para dar paso a torres, discotecas, mueblerías, supermercados.

La única prueba de su existencia hoy es esta crónica. Sólo perfume del recuerdo.

La casa del comienzo del mundoPor Fernando Cruz Kronfly

Barrio Granada Calle 15 Norte entre

avenidas 6ª y 7ª

La ebanistería del barrio despachaba en una vieja casamata, en línea diagonal a la puerta

de mi casa. En el aposento oscuro que hacía de bodega esperaban su turno para ser trabajadas las piezas de madera, recostadas como carraspo-sos huesos a la vista en los muros descascarados. Bloques de cedro negro, comino crespo y médu-la de nogal, que unos arrieros vestidos de color kaki arrimaban en mulas desde la región boscosa de los páramos cercanos a La Cabaña que papá había comprado en la cordillera, donde se había presentado la epidemia de llanto que asfixiaba a los niños. Tenían fama las telarañas que soste-nían por sí mismas en el aire el tejado de zinc de la casamata del viejo ebanista. De vez en cuan-do, sobre todo en Semana Santa, brotaban a los andenes tarántulas y alacranes tuntunientos, ce-gados por la fuerza de la luz y empujados por la humedad del invierno que los invitaba a salir. Cuando esto ocurría, formábamos alboroto con palos y piedras. Entonces nuestros sueños pasa-ban a ser de pesadilla. No temíamos a los alacra-

Medardo Arias Satizábal

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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nes sino a las historias que sobre ellos se tejían. Lola Barón decía que provenían del fondo de la tierra y que los brazos de aquellos animales eran con seguridad ganchos arrancados a los bigotes del demonio. Rosa, la mujer de Víctor Rincón, el albañil que levantó las paredes de nuestra casa, aseguraba que su marido se había caído del te-cho porque había perdido la conciencia debido al almizcle de los alacranes. A todo lo cual se su-maba la agonía de Cristo en la cruz, las llamara-das del infierno y el terror por nuestros pecados. Durante aquellos días de miedo no dormíamos.

Los hijos del médico Racines Pombo, que vi-vía en la esquina, se ponían pálidos delante la presencia de aquellos animales. Pero, sobre todo, al escuchar las historias que los sobrinos de los carboneros reproducían en sus oídos para dar-les susto. Nosotros nos carcajeábamos a los gritos pero al rato estábamos tan asustados como los hijos de Racines Pombo, debido a nuestras pro-pias invenciones macabras. Los pobres mucha-chos salían despavoridos hacia su casa. Tardaban semanas en retornar a la calle con la ropa plan-chada, vestidos de marinero y recién peinados con un fijador brillante bastante aceitoso que le decían “glostora”. Cada mes, la esposa del eba-

nista organizaba y aseaba el taller, reunía con un rastrillo el aserrín y la viruta y sacaba a la calle los desperdicios en costales. Entonces hacíamos la gran fiesta y saltábamos encima de los bultos como chivos que trepan a los riscos, antes de que vinieran las carretas del municipio a llevarse la basura. Cierto día trajimos fuego de una estufa vecina y causamos un incendio que no produjo daños pero que hizo época.

En el rincón derecho, al precipitarse la noche, alumbrados por la bombilla que colgaba del envi-gado del techo, iban saliendo de las sombras y se iban dibujando en el aire interior de la casamata el banco de trabajo del ebanista y las herramien-tas. Garlopas, serruchos y martillos, cuyas siluetas apenas adivinábamos desde la acera de enfrente. Cuñas, prensas, escuadras y lápices bajo la luz mortecina. El carpintero era de andar lento, mi-rada torcida y misteriosa. Los rayos de sus ojos siempre pasaban por un lado de los ojos de uno. De piel oscura, mostraba pelo abundante y enre-dado alrededor de sí mismo, ya casi blanco. yo amaba el sonido de la garlopa, el perfume de la viruta de cedro y de nogal. y me mantenía en la puerta de nuestra casa observándolo todo, pero el viejo ebanista hacía mala cara y escupía tor-

cido encima de sus botas. En la mitad de aquel desorden resplandecían echados encima de la vi-ruta los muebles en proceso. Cerca de las puertas se agolpaban, a punto de ser empujados a la ca-lle, amortajados en hojas de periódico los mue-bles terminados, que debían pagarse por cuotas y que con el tiempo la clientela se iba llevando a sus casas en carretas tiradas por caballos. yo me sentaba en el andén a escuchar los resoplidos de aquellos animales que amaba y a verlos comer salvado de maíz de un tarro de lata mientras car-gaban las carretas con los muebles. Cuando na-die había a la vista, metía la cabeza en la canoa improvisada para sentir de cerca el olor de la me-laza. He amado siempre el aliento que brota de las entrañas de los herbívoros, hasta hoy. Pero a pesar de todo no he buscado psicoanalista.

El pulimento final con el tapón debía cumplir-se en un costado de los andenes, bajo el sol dora-do que bañaba el frente de la casamata. La calle de por medio en aquel entonces era de tierra y macadam. También había matojos de hierba en la juntura de los adoquines de los andenes. Durante el verano, con muy poco o casi nada se levan-taba la polvareda. Entonces el terminado de los muebles debía sufrir las inclemencias. Para matar

el polvo, la mujer del carpintero salía a la calle con la regadera de mano y humedecía la calle to-das las mañanas del verano. No miraba a nadie y se hacía la que cantaba en solitario para evitar el saludo. Pero en los inviernos se formaban pozos, espejos de lodo. Es en los confines y bordes oscu-ros de este telón arrugado donde todavía creo ver los caballos que día a día bajaban de La Cabaña, cargados de huevos, quesos, leche y leña seca. Ramos de flores nunca faltaron. Parte de la leche y de los quesos se vendían en el expendio de la señora Paulina Domínguez. Otras partes se que-daban en casa o iban a parar al vecindario por los orificios de los muros traseros, que hacían las veces de vasos comunicantes.

Si miro de nuevo hacia aquellos mismos bor-des y confines, en las puertas abiertas de la car-pintería, veo todavía a los hijos del ebanista jugar y entretenerse con la viruta, aplastados por la au-toridad del viejo en los quicios. Siempre estaban atados de los tobillos a un grillete de madera, sin haberse comportado como criminales todavía. La cabeza la tenían llena de crespos desordenados y por vestido sólo llevaban calzones. Cuando no vestían calzones completos les echaban encima media camisa de faldas hasta las rodillas. Noso-

Fernando Cruz Kronfly

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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tros los veíamos desde la ventana, como si fueran nuestros propios esclavos, cantando en contravía de su suerte. Mi hermana tenía un piano de ju-guete y cuando se hacía la que tocaba ladeaba la cabeza como las gaviotas hacen delante de una concha de perla. De este recuerdo quedan por ahí a la deriva algunas fotografías. La familia del carpintero se había propuesto hacer de sus cuatro hijos gente de bien. Aspiraba a educarlos como personas que algún día pudieran interrogar de frente al mundo y llegar hasta las cumbres del reconocimiento social. Difícil tarea de malasan-gre, palos en la cabeza y madera con bisabras en los tobillos. Papá ebanista se esforzaba trabajan-do de la mañana a la noche y a veces su bigote goteaba sudor en el piso. yo no perdía detalle. Con las gotas saladas, allá abajo hervía el ase-rrín. Se humillaba, se mostraba decente ante la clientela pero cuando estaba a solas casi siempre gruñía su malestar. Su mujer lo ayudaba a punta de cantaleta. En el fondo de aquel mundo im-penetrable, siempre hubo un radio encendido y una jeta de mujer ocupada protestando por todo. Sobreponiéndose al infortunio, el hombre fabri-caba asientos, mesas y muebles, aunque también grilletes con bisagras de acero para los tobillos

de sus hijos, que aspiraba se convirtieran con el tiempo y la disciplina en un modelo de vida y nada más, en aquella manzana de buenos apelli-dos, atributos que él no tenía a su favor porque era un intruso pero que anhelaba merecer con su buen trato algún día. Pobre ingenuo.

Papá ebanista cometió el desacierto de vivir en el mismo barrio donde instaló su lugar de tra-bajo. Esto le generó ingentes problemas de aisla-miento y desprecio, aunque no de mercado para sus muebles, que se vendían tan fácil en el vecin-dario como el arroz de las praderas. Debió haber montado su taller en un lugar céntrico y vivir con su familia en otro sitio, prudentemente lejano, en las estribaciones de la Loma de la Cruz, si fuera el caso. Pero el rendimiento de la ebanistería, por prometedor que fuera, no daba para abrir dos frentes de vida a la vez. Entre tanto, dando por descontado aquel error estratégico, lo más indi-cado era asegurar a sus hijos de los tobillos, para que no se comprometieran en travesuras calleje-ras y no vinieran a mezclarse con la sangre de la aristocracia que corría por las calles como agua blanquecina. De este modo el ebanista daba ejemplo de autoridad sobre sus hijos y se ganaba la admiración del médico Racines Pombo, líder

social de la manzana que de paso tampoco lo quería sentir respirando demasiado cerca, aun-que de vez en cuando le comprara asientos y me-sas para los corredores de su hacienda ganadera. Mi padre trataba al viejo con más consideración, sobre todo cuando venía a casa de la cantina con sus tragos en la cabeza. Contrató con él la hechura de un gigantesco comedor de dieciseis puestos, para sentar completa a la familia árabe de mi madre, que era numerosa. También man-dó hacer varias repisas, un comedor auxiliar para instalar en la cocina, un mueble de biblioteca y dos mesas de noche para la alcoba de Lola Ba-rón, madre del albañil que levantó las paredes de nuestra casa. La vieja me hizo abandonar para siempre el biberón y me pasó a beber la leche de un pocillo de peltre. Racines Pombo usaba cha-leco bajo la canícula de agosto y solía consultar a cada rato el estado de su reloj de leontina, mu-cho más por alardear que por orientar en el tiem-po su cabeza descuadrada durante los diferentes períodos del día. Se decía de él que la inquietud de sus manos y el modo como devoraba el pe-llejo cercano a sus uñas se debía a su adicción a la morfina, pero esto jamás se pudo comprobar.

Con el paso del tiempo, que todo lo domesti-

ca para dejarlo instalado en el terreno de lo inútil, reconocí como descendiente de la familia del ebanista Hernández a un Juez corpulento, que cuando se emborrachaba desbarataba los bares en Cartago, lanzando las mesas y los asientos contra el techo, hasta destruirlos, ahogado por la babaza. Mesas y asientos era lo que papá carpin-tero fabricaba, y esto mismo fue lo que su hijo Juez se dedicó a destruir en las noches de bohe-mia durante muchos años, hasta que debió por orden médica suspender la bebida antes de ser destituido de su cargo por escándalo. Entonces el hombre se sumió en ataques de melancolía y de-bió recurrir al auxilio de la psiquiatría. Decía que no podía controlar los ímpetus que lo empujaban al desafuero y sufría como el prisionero de una agitación interior que no estaba en condiciones de comprender, mucho menos de arrastrar como armario de caoba desde las sombras de su infan-cia hasta la luz de la razón. Ningún médico del espíritu logró jamás descifrar el origen de aque-llos males, que obraban sobre la pobre víctima como una fijación. Mucho menos el mismo Juez, que con sus frecuentes entrenamientos noctur-nos había agarrado un esponjoso pecho de toro, famoso por su musculatura. Levantaba las mesas

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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y los asientos como si fueran de paja. Laberinto humano que creo estar en condiciones de des-cifrar en medio de mis propias sombras, debido a la extraña luz que arrojan mis recuerdos sobre hechos tan lejanos.

Dos cuadras al oriente despachaba la trillado-ra de café. El puente entre la trilladora y la plaza de mercado, por el costado occidental, estaba conformado por un cinturón de cafetines, hote-luchos, casas de lenocinio disfrazadas de inquili-nato y comedores populares que no dormían. En medio del bullicio, en una destartalada pieza de alquiler ofrecía sus servicios espirituales una igle-sia pentecostal que tenía el encargo de convocar, por medio de alaridos desgarradores a través de un parlante, a las almas descarriadas que no que-rían saber nada de la muerte y sus peligros. Los bares alrededor, por el contrario, operaban como un canto a la vida. En la zona se trabajaba por turnos y siempre había movimiento y contagio-sa vitalidad. Durante el día, hombres y mujeres iban de un lado para el otro, entre las carnicerías y los graneros. En la noche aquellos negocios se cerraban y empezaba la fiesta. A veces los sexos cruzaban su mirada y luego de un gesto de fácil lectura los protagonistas desaparecían por los co-

rredores penumbrosos de los inquilinatos, cada quien en busca de lo suyo. Más tarde, los chilli-dos del amor venían a sumarse al bullicio general. Desde muy lejos se podía olfatear el vaho de las ollas en los restaurantes, donde hervía el caldo de pajarilla y de pescado para el desayuno de los carretilleros y los desalmados que ya no tenían ojos de tanto abrirlos a la oscuridad. Los domin-gos se servían albóndigas, acompañadas de arroz, papas y ensalada. Aquellos gigantescos recipien-tes de aluminio y poderosas orejas, parecidos a las ollas donde se preparaba la mazamorra de verduras con carne de tercera que devoraban los prisioneros, iban bajando de contenido a medida que pasaban las horas y el ánimo de los espíritus decaía junto con la espuma de la sopa. Pero, al atardecer, todo renacía como si la vida volviera a comenzar, a la manera de un renovado fuego sa-lido de un extraño fondo de ceniza y piedras cal-cinadas. En vasijas aparte humeaban las lentejas, los frisoles en ahogo y el arroz con manteca. Los asientos de los comedores estaban encadenados al piso y las cucharas y los tenedores amarrados con alambres acerados al borde de las mesas.

En el molino de la trilladora se retiraba la cas-carilla al grano de café y la almendra esencial era

despachada en bultos rumbo a Buenaventura. Toda la noche salían camiones rumbo al puerto, haciendo sonar sus cornetas en la rotonda. Allí vendían chorizos, panes de maíz, tazas de choco-late y café. Los motoristas sacaban la mano por la ventanilla y con un trapo rojo se despedían de las cocineras, que gritaban en coro mientras secaban sus manos en el vuelo de los delantales. Aquellas máquinas parecían barcos a la deriva desprovis-tos de toda esperanza. Al rato se escuchaba el quejido de las cajas de cambio entre la niebla baja del amanecer por la orilla del Cauca, río te-nebroso que me fundó con sus miedos y paisajes oscuros, cuando en la madrugada se poblaba de cadáveres que flotaban como pesados bagres de madera. En las noches de lluvia, el eco de aque-llos motores llegaba hasta mi casa. Entonces dor-mía más profundo, arrullado por el ronquido que era traído por el viento a ras de tierra. En aquel tiempo el puerto no era tan pestilente como lo es ahora. Las veces que después me alojé en el Ho-tel Estación, sentí cómo me subía la náusea hasta la tráquea desde el puente de El Piñal.

La cascarilla de café que escupía la trillado-ra iba a parar a los gallineros de pisos de tierra, revuelta con el aserrín de madera que enrarecía

el aire de los aserraderos del arrabal, donde se habían empezado a utilizar sierras eléctricas traí-das de inglaterra y Alemania. Aquel mismo pre-parado se distribuía también por la red de ca-fetines y bailaderos de milonga, para garantizar el aseo de la desgracia que encima de los pisos iba depositando la parranda. Polvo de zapatos, escupas dirigidas a las grietas del piso y desper-dicios de sangre ofrecida por los heridos en el combate de la melancolía, que de paso llenaba de alegría el alma. La cascarilla de café, junto con el aserrín de madera, se esparcía por el piso de aquellos lugares. A todo lo cual se agregaba el afrecho húmedo de la cafetera, recogido en baldes durante los turnos del día y de la noche. La cafetera era la pieza del engranaje mundano que menos dormía. Entre tanto, las coperas se ponían a bailar entre ellas y en medio de cantos solitarios iban barriendo el sobrepiso con todo lo que había. Colillas de cigarrillo, polvo y terrones de sangre. Al venir presurosos de los cuarteles, todavía dormidos bajo sus gorras, los policías no querían encontrar prueba de nada y se hacían los locos, del mismo modo como hoy lo siguen ha-ciendo. Después del procedimiento los mosaicos ajedrezados volvían a quedar tan brillantes como

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antes y sobre ellos se podían deslizar otra vez los zapatos de dos colores, durante las jornadas de tango que se reiniciaban a partir de las siete de la noche. Para este momento ya los faroles ro-jos se habían encendido y las claves simbólicas del bajo mundo empezaban a cumplir su papel. Las letras de los valses que sonaban entre tanda y tanda no se bailaban, porque su finalidad era la de hacer meditar a la concurrencia sobre la complejidad de la existencia humana y el dolor supremo de la vida.

Al caer la tarde, después del pitido de la sirena instalada en la torre de lata de la trilladora, sen-tados en el borde de la ventana nos divertíamos viendo pasar las obreras que salían del trabajo como bocanada de sudor y humo. Caminaban casi al trote, con la mirada siempre al frente, in-yectada de una extraña fe, que podría atribuirse a la confianza en el progreso de la humanidad. Aquellas que no venían de la trilladora lo hacían de la fosforera, a sólo una cuadra la una de la otra en la dirección donde despachaba la estación del ferrocarril. Nosotros las diferenciábamos por el uniforme y las contábamos al pasar, para ver quién ganaba la apuesta de los pasos más rápi-dos. El uniforme obligado en la trilladora era azul

marino y el de la fosforera color tierra. En aquel entonces no había abierto todavía sus puertas la fábrica de vidrio industrial, a partir de la expe-riencia del vidrio soplado, técnica con la cual se habían elaborado algunos de los recipientes en que Lola Barón ingería sus brebajes y me ofre-cía de paso chorritos de leche hervida. Tampoco despachaba por aquellos días la fábrica de gra-sas y aceites. Ambas lo harían décadas después, junto con la factoría de alimentos concentrados para animales. De este modo, el pequeño pobla-do donde nací habría de tomar con el tiempo una cierta fisonomía industrial y el semblante de los propietarios se tornaría más arrugado y menos inocente. Sin embargo, los pies de los hijos del lugar siguieron teniendo dedos redondos y uñas encarnadas. Las historias clínicas del hospital de San José y las mediciones de los antropólogos confirman este hecho, casi único en la historia de la región. Los ojos de las chicas, hasta hoy, parecen de ternera que se asoma a la ventana, aunque ahora deba reconocer que se trata de hembras un tanto más brinconas y adictas a los moteles que adornan y alegran el entorno. Pero, más allá del paso de la historia y la modificación de las costumbres, la fijación psíquica colectiva a

lo que se conoce como la agonía del Milagroso permaneció inalterada. Sobre esta agonía reposa el turismo actual, que atiborra los restaurantes de la zona y ha disparado hasta el delirio la indus-tria de velones y medallería sagrada. Estampas conmemorativas, llagas purulentas inventadas en las pantorrillas de los miserables al gusto de los feligreses, mendicidad por contrato y voleo a dis-creción de agua bendita. Entre tanto, las fábricas muelen cada una lo suyo y los encargados de la limpieza social a cada rato engrasan sus escope-tas. El poblado funciona de este modo como un relojito.

Las obreras pasaban en pequeños grupos de-lante de nuestra ventana. Entonces bajábamos los ojos y nos codeábamos, mientras las contábamos una por una, como vacas lecheras. Ellas vivían en lugares para nosotros tan invisibles como inimagi-nables. Por lo que se rumoreaba de sus vidas, era conveniente permanecer a prudente distancia de su vaho libertario. Se decía de ellas que eran re-volucionarias y a nosotros se nos paraba el pelo de pavor. Seres misteriosos pero atractivos, pues-to que las únicas mujeres que trabajaban en algu-na cosa reconocible eran aquellas que cumplían con el servicio doméstico y las que llevaban a la

mesa de los hombres el aguardiente y la cerveza en los bares. No parecían mujeres sino pájaros. Por el contrario, con las obreras el comestible de la vida era a otro precio. Su cuerpo uniformado olía a material político, no era bueno lo que su-cedía cuando se juntaban y en cualquier caso se trataba de otro tipo de mujeres que la época mo-derna producía, libres y altaneras, sin dueño co-nocido. Las fábricas del lugar las preferían sobre los hombres porque eran más baratas, chupaban menos alcohol y se mostraban responsables con sus deberes. Pero eran escasas y cuando se enca-britaban no había corral que las mantuviera en-cerradas en su sitio. Rompían las alambradas, al rato lloraban, pataleaban en la puerta de la fábri-ca amenazando con marcharse de nuevo a casa y para impedirlo era necesario subirles el sueldo de centavo en centavo. La ley laboral habría de ser expedida hacia los años cincuenta. Pero, mien-tras llegaba, la pataleta estaba llamada a cumplir importantes funciones laborales.

Más cerca de nuestra casa, doblando apenas la esquina por el costado norte, rumbo a la ca-rrera Quince despachaba el depósito de carbón, donde resoplaban siempre ahogados los tíos tu-berculosos de mis dos amigos preferidos de man-

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zana. Contra la voluntad de mamá, yo jugaba con aquellos muchachos a la democracia y ellos conmigo a la aristocracia. Tendría por entonces cinco años y la exigencia familiar de nobleza en las maneras se me brotaba por todas las hendijas, como el ruedo de un encaje que al salir a la ca-lle debía ocultar para sobrevivir entre la crápula. Mamá se mostraba contrariada por aquellas com-pañías que estaban por debajo de lo permisible, pero no podía evitarlo porque la calle de enfrente y la democracia parecían lo mismo. Otros amigos más cercanos eran los hijos de Molina Martínez, el mujeriego cariacontecido que regentaba con su vozarrón la casa vecina. Los chicos clasificaban por encima de la raya de lo socialmente desea-ble, según los criterios de mamá. En el solar de al lado de muros repartidos, habíamos instalado una escalera común para pasar de una casa a la otra, como las cacatúas alegres de una misma jaula. Pero la verdadera causa era otra. Bajo los naranjos más espesos nos bajábamos las ropas in-teriores y los chicos nos comparábamos con las chicas, mutuamente y sin tocar demasiado, asus-tados de lo mucho que estábamos haciendo tan cerca los unos de los otros en absoluto secreto. Todos teníamos seca la garganta. Por fuera de la

sombra de aquellos naranjos el calor era infernal y quedábamos al descubierto. Las gallinas se re-volvían en el polvo junto a la baranda y debían dar la señal de alerta si debido a la presencia de algún intruso empezaban a cacarear. El cordero Michael acezaba de calor en una esquina, en compañía del pavo real, que solía dormir lejos de los aplausos del público con la cola arrugada.

De aquellas comparaciones a la sombra de los naranjos, de espaldas a mamá y en contravía de los espejuelos ahumados de Lola Barón, que parecían un invento traído de otra época, nun-ca concluimos que a las niñas les faltara algo por cuya ausencia debieran ellas sentirse infelices, amargadas por el resto de sus pobres vidas. Por el contrario, la imantada ranura que ostentaban como un tesoro escondido, ya desde entonces prometía un secreto de maravilla incompara-ble, fuente de tan inquietante y temprano po-der que ninguno de nosotros estaba llamado a comprender. Se trataba de un absoluto misterio. Ante aquella autoridad oculta todavía sin pelos, estaríamos con el tiempo condenados a llorar y jadear incados de rodillas, como hoy todavía lo hago cuando lo juzgo necesario. Las chicas no eran vistas por los chicos como carentes de algo

que nosotros sí teníamos, sino más bien como las portadoras de una profundidad oscura y húmeda cuyo misterio envidiábamos y donde se concen-traba toda la fuerza de su poder. La ansiedad por causa de la falta del palito debieron registrarla después los psicoanalistas en sus maravillosas in-venciones y obras imaginarias, para dar cuenta de los efectos malignos de la desigualdad entre los géneros y sus mundos simbólicos, pues cuan-do la frontera se desdibuja y el combate entre los sexos prende fuego, la ansiedad por la ausencia del falito toma cuerpo hasta derivar en infelici-dad y sentimientos encontrados de inferioridad y al mismo tiempo de alegría. La vida en estos términos suele ser demasiado peligrosa. Hubo una época en que los chicos queríamos tener a la vez hendija y palito, para disfrutar a solas del misterio y no tener que ir a lloriquear de rodillas ante aquel poder ajeno, tan lejano a nuestro al-cance y tan huidizo. Cierto día Jacinto, uno de los dos sobrinos de los carboneros, nos confesó a todos que quería tener siquiera una teta al lado izquierdo, para chuparse a sí mismo sin tener que implorarle a nadie un préstamo de uso como ese. Ahora las cosas al parecer se han invertido. Las épocas dan saltos y el significado de la ausencia

del falito-palito, tanto como la definición de la mujer a partir de dicha ausencia, es asunto prio-ritario de los tiempos actuales. Ausencia capaz de convertir toda carencia en inferioridad.

Aquella estornudadera de los carboneros a la vuelta de la esquina, que llegaba hasta nuestras habitaciones a través del gran solar que había en el fondo de la casa, duraba hasta casi la media noche. Sentíamos que la enfermedad empezaba a trepar al cielo a la hora del crepúsculo y todavía la escuchábamos cuando el aparato de radio de Lola Barón apagaba sus tubos y la luz de las últi-mas bombillas encendidas en los corredores des-aparecía de las ranuras de las puertas cerradas. Momento cumbre en que los viejos carboneros comenzaban a escupir sus flemas ensangrenta-das por los orificios de las ventanas, polvosos as-nos de belfos de terciopelo obligados a meditar acerca de sus pobres vidas en el claroscuro bajo los madroños envueltos en sombras. Durante el invierno el asunto se ponía peor y aquellos pe-chos sufrían de espasmos y bloqueos hasta el amanecer. Los carboneros eran seres hermosos y extraños, divididos entre el silencio interior de su existencia y la vergüenza exterior de su oficio. Bultos de huesos porosos ya encorvados forrados

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en pellejo polvoriento, que en ocasiones me era permitido ver de lejos, cuando me atrevía a dar vuelta a la esquina. Se me paraba el pelo de la nuca al sorprenderlos sentados en el andén sa-cudiéndose la ropa al final de la jornada, dedica-dos al aseo de las uñas de sus pies con astillas de huesos de gallina y agujas de macana. No usaban calzado sino los domingos, día en que tomaban el baño y se iban en fila a la plaza de mercado a ver gente y a comerse un helado de crema con el repaso ensimismado de sus lenguas amoratadas. Se comportaban retraídos, encapsulados en su destino y solitarios. Sobre sus lomos recaía buena parte de la mitología tenebrosa de la manzana y ellos a conciencia lo sabían mientras parecían dedicarse al juego de los equívocos. Según Mo-lina Martínez, mujeriego con cara de semental, aquellos hombres misteriosos y callados eran los responsables del contagio de todos los males que él sufría, incluida la tos de astilla de leña seca que al caer la tarde por poco lo desgarraba. El patio trasero de la casa de Molina Martínez lin-daba muro con muro con la carbonera. Su queja de años fue no haber podido pegar los párpados desde el día en que los carboneros ocuparon el local. Sin embargo, semanalmente iba al negocio

a comprar el carbón que demandaba la estufa de su mujer, que confesaba de vez en cuando a las vecinas su condición de mártir, debido a que su esposo tenía la manía de comerse a las sirvientas con tenedor y cuchillo debajo de la mismísima mesa del comedor auxiliar.

Con los hijos del médico Racines Pombo no me agradaba jugar. Me dieron siempre la impresión de ser demasiado rosados, bobos y aburridos. Se reían de lo que no era y lloraban por lo que tam-poco era. Jamás acertaron. Prefería entonces co-rretear por la calle de una esquina a la otra sin te-nerlos en cuenta, a veces con mi hermana menor y casi siempre con los dos sobrinos de aquellos carboneros deshauciados que en todo momento olían a desorden, a mugre y a contagio, pero que me llegaban al alma por su ingenio y el modo dis-tinguido como me trataban. yo era su amo. Con los chicos del ebanista no podía jugar aunque lo quisiera. Ellos siempre estaban amarrados de los tobillos desde las siete de la mañana hasta casi las siete de la noche, cuando empezaban a cerrar-se las puertas de la carpintería. Pero antes, hacia las seis y media, papá ebanista venía a darles de comer a sus críos y después a soltar los grillos de sus pies. Los chicos se sentaban en el andén a

desocupar el plato y luego, con mucho orden, se perdían entre las sombras, rumbo a las ramadas interiores hasta donde mis ojos no alcanzaban a llegar. Así fueron educados pero cuando grandes se comportaron como tigres.

En las tardes jugaba a la rayuela, en ocasiones a las damas chinas en el zaguán de mi casa, tirado en el piso entre el portón y el contraportón de vi-drios de colores, hasta donde los rayos del sol ba-jaban en pedazos. Contra la voluntad de mamá, que siempre echaba afuera a los sobrinos de los carboneros por polvorientos, de origen misterioso y absolutamente desconocido. Esta era la princi-pal fuente de su cantaleta, que día por día llenaba de basura mis oídos ¿De quién en realidad eran hijos aquellos muchachos, que sólo se enorgulle-cían de tener tíos reconocidos debido a la abne-gación de su trabajo honrado? Nunca lo supimos. Contiguo a la carpintería despachaba un expen-dio de leche, siempre recién pintado de blanco o de marfil. Jamás doña Paulina Domínguez dejó de atenderlo asomada como una aparición a la ventana, donde agitaba semidormida una bande-ra embadurnada de crema de natas, con el fin de llamar la atención de la clientela. En medio de su ancianidad, doña Paulina luchaba por ser útil. No

tenía necesidad de hacerlo, por cuanto aquella era la única venta de leche que despachaba en la manzana y la gente solía llegar hasta el lugar guia-da por el olor, con los ojos cerrados. Pero de todos modos doña Paulina se empeñaba en ser útil, pa-sando por encima de su avanzada edad de retiro. Su hija, María Nelly, fabricaba nuestra ropa en el verano, cuando teníamos vacaciones escolares y disponíamos de un tiempo mayor para probarnos los pantalones, las camisas, las batas y las blusas. La viruela se había comido en otro tiempo la mi-tad de la cara de la modista y encima tenía un lu-nar de sangre en el borde chorreado de la frente, que disimulaba con la cascada de la mitad de su pelo. De esta manera ocurrieron los desarrollos de la vida por aquellos tiempos en nuestra casa del comienzo del mundo. Todo lo cual recuerdo, asomado ahora a la hendija por donde veo pasar los ancianos de esta otra manzana en que vivo, rumbo al parque del Perro. Ahí tomarán un buen baño de sol y beberán limonada. Un día me invi-taron a seguirlos, pero les tiré la puerta en la cara.

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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El paseo en un tren desocupado

Por Germán Cuervo

Parque de Versalles

A través de los años recuerdo el parque. Allí se fue estableciendo nuestra residencia de

sueños. Un territorio auténtico de libertad, sin re-presiones. El futuro era una pared altísima, una nube donde nos encontraríamos siendo cada uno la estrella que todavía no éramos. Allí creci-mos como hierba salvaje, como pasto sin cortar hacia un cielo encapotado y lechoso.

En el centro del parque Versalles había un estanque circular con la estatua de una bella adolescente inclinada y semidesnuda, apenas cubierta por un escaso tul, una tela muy delgada y húmeda plegada a su piel, una tela sensual que presentía un cuerpo hermoso. Era nuestra dio-sa, la ninfa ideal. Una muchachita ensoñadora como para cuentos de hadas eróticos.

Puedo describir la construcción del parque con palabras de niño: era una aplanadora, eran unos señores con botas vestidos de kaki hacien-do unos caminos, unos señores haciendo una construcción plana, un gran andén que rodea-ba el parque y unos camiones que conducían al centro, a la pileta donde estaba el agua, y la estatua, la adolescente inclinada y semidesnuda.

Foto Édgar Collazos - Barrio San Antonio

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Alrededor del parque solo había tres casas y una de ellas era la nuestra. Después hicieron el -para ese entonces gigantesco- almacen“Sears”, que ocupaba toda una cuadra. Para entonces vino un progreso, un crecimiento desmesurado y el barrio se llenó rápidamente de casas. Antes eran potreros. Uno podía caminar con el perro hasta San Bosco, un monasterio de franciscanos. El camino estaba plagado de matorrales, guaya-bas, cítricos, mangos y unos pájaros negros que nosotros llamábamos “chamones” y “bichafues”. También podía uno llegar por estos caminos o por los primeros trazados de calles sin casas has-ta Chipichape, donde estaban los talleres del fe-rrocarril. Para mí estas altas bodegas misteriosas a donde uno no podía entrar eran las casas de los trenes, donde nacían, salían y tenían que ir a dormir las locomotoras. Unos años más tarde nos colábamos en los vagones que marchaban lentamente de Chipichape a la estación. Era un paseo como de un kilómetro y medio en un tren desocupado.

Por la mañana, antes de las ocho, íbamos con las maletas de cuero a la espalda para el colegio con “Casamedias” (así le decíamos y no he podi-do acordarme por qué) y su hermanita Gloria, y

podíamos irnos a pie sin coger buses, lo cual era más entretenido y libre para jugar, o por ejem-plo para coger mangos en el camino, ya que casi llegando al colegio había un kindergarten de una agria maestra alemana llamada “Misistronki” y en su patio había un árbol de mango donde en algu-nas ocasiones, sin poder resistir la tentación, sal-tábamos la verja del jardín y nos encaramábamos en el árbol hasta que salía la maestra vociferando con un palo como una loca furiosa y pues sí, era furiosa e histérica y no me podía explicar y compadecía a esos niños que les tocaba ir a ese kínder. Al pasar por esa acera yo creo que todavía sigo sintiendo esa sensación que oscila entre el miedo y el impulso de ir a robar las apetecibles frutas. El kínder se acabó, quizá la directora teu-tónica murió. y uno pasa por allí y piensa: ¿cómo puede haber tantos mangos? ¡Tantos mangos en el suelo pudriéndose!

En la esquina de la avenida Sexta con la ave-nida Estación, había un rancho muy pobre de bahareque, o sea, de paredes de láminas de gua-dua, revestidas de barro aprisionado con cagajón, adentro era oscuro, olía a todos esos materiales y a humedad. Su fachada pintada de cal resplan-decía de blancura. El suelo era de tierra pisada.

Era una tienda escasamente surtida, llamada La Casita. Allí comprábamos dulces, chiclets, cual-quier confitito o bananita, por lo general antes de entrar al colegio. Cruzar la avenida y comprar algo de afán antes de entrar a clase y para mascar en clase ya era todo un acontecimiento de avan-zada que muy pronto se convirtió en la compra de cigarrillos.

El rancho de La Casita con los años fue rem-plazado por una venta de helados, de tipo ame-ricano, llamado Dari Frost, que fue el “parche” o sitio de reunión de una gran cantidad de mucha-chos en los años sesenta y setenta. En esa esquina de la calle 23 con avenida Sexta, entre parasoles, sundaes de fresa, banana splits y “vaca negra”, un batido de helado de vainilla y coca cola, reco-nocimos como nuestros el piano de Richie Ray, con sus maravillosos cambios rítmicos, la voz alta de Boby Cruz. Así mismo, varios iconos del rock como Stones, Hendrix , Morrisson, Joplin…

En ese punto y momento no había pandilla. Allí conocí al negro Franklin, mítico peleador ca-llejero, fundador de la barra “Marquetalia” en San Fernando; al baterista de rock y luego de jazz, Larry Joseph. Nos embriagó otra moda, la bota campana para el pantalón y la cannabis para

la cabeza con las mechas largas y el “african–look”. Posteriormente, el ácido. También aterri-zaron por esas bancas los “pepos” amantes del rojo Seconal, menos del Daprisal y el Mandras, como en cámara lenta, desafiando todas las leyes del tránsito, la gravedad, el equilibrio, el espacio. Fueron muchas las horas que trascurrieron en esa esquina de parasoles, tardes y noches. Tuvi-mos mucho murito para sentarnos y mucha ave-nida Sexta para caminar. Se decía que el mundo estaba cambiando pero no podía sentirme a gus-to. Demasiada calle repetida, demasiada aveni-da Sexta para arriba y para abajo y las fantasías románticas que quise tener no podía lograrlas. Tarde en la noche siempre regresaba entonces al parque bello, oscuro y desolado. Todo para mí.

El colegio de infancia se llamaba Liceo Ciu-dad de Cali. Quedaba sobre la avenida Sexta y lo dirigía una pareja de profesores portugueses: Silia y Salvador Docarmo. Era un colegio mixto y amable. Ahora pienso que eso podría haber sido una ventaja dada la ruda educación sexista que posteriormente tuve en otros colegios.

Entrábamos a las ocho de la mañana y sa-líamos a las once para ir a casa a tomar el al-muerzo. Por la tarde regresábamos a las dos y

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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salíamos a las cuatro. Sólo dos horas de clase y esa esperada salida de la tarde era un momento feliz. Regresábamos a pie con las maletas en la espalda y ya en casa tomábamos el “algo”, que consistía en un refresco de avena o aguadepa-nela con pandebono o acemas. Una vez hacía-mos las tareas, que eran fáciles, no muy largas -nunca ocupábamos mucho tiempo en ellas-, corríamos al parque donde jugábamos hasta que caía por completo la noche. Mamá nos lla-maba asomada a la puerta, y solo hacíamos caso hasta sentir la gravedad de la amenaza maternal o cuando estuviera ya definido el juego, enton-ces pasábamos a cenar. Esa comida casi siempre era el almuerzo repetido o algo similar y, como no había televisión, los viejos salían a “bajar la comida”, como ellos lo llamaban, dando una vuelta al parque de manera que me parece ver a esos señores y señoras, de cabezas plateadas y vestidos claros, dando tranquila y lentamente la vuelta al Versalles por la noche. Algunos se de-tenían y hablaban entre ellos, luego regresaban a las casas y podían continuar una tertulia en un estado de paz y silencio en los pórticos. Un ciga-rrillo, una pipa, una que otra palabra mezclada con el neón mágico de una luciérnaga, entre el

coro de grillos en la fresca noche del estío.Al parque lo llamaban Versalles pues el ba-

rrio así se llamaba, quizá porque en un princi-pio tenía pinos nunca peluqueados con formas geométricas, al estilo francés. Los pinos después se volvieron feos en su descuido y fueron rem-plazados por otros árboles. Los faroles siempre estaban rotos por los vándalos, igual suerte co-rrieron las bancas donadas por “El Club de Leo-nes” que tenían como insignia la cabeza del león en bronce. Años después se robaron la estatua de la niña. Pero el parque Versalles alcanzó a tener casi 30 años de esplendor. Tal vez es una gran vergüenza aceptarlo pero el vandalismo comen-zó con nuestra generación. Después, por esas co-sas “del progreso” y los cambios de mentalidad, en el lugar donde estuviera aquella hermosa es-tatua pusieron un busto horrible de alguien que nunca supimos quién era y, para colmo, la pileta fue pavimentada. Donde antes hubo un remanso encantado, hay aséptico y vil cemento.

Casi todas las líneas de buses pasaban por la avenida Estación y nosotros los tomábamos en el paradero que había frente al “Sears”. Las rutas o las direcciones hacia donde se dirigían podían distinguirse con mucha facilidad por el color de

los buses: verdes, azules, grises, rojos; de tal for-ma que no sabiendo leer o siendo uno un ce-gatón no había forma de equivocarse, ya que desde la distancia se podía distinguir la mancha del color apropiado que se acercaba. Me acuer-do de un Gris San Fernando, de un Verde San Fernando y, especialmente, del Rojo Santa Rita, porque también lo llevaba a uno hasta el Bosque Municipal (por donde está ahora el zoológico) y donde había un buen charco donde íbamos de paseo a bañarnos. Si las otras rutas de buses y co-lores implicaban en cierta manera obligaciones como hacer vueltas, estudio, trabajo, ir al médi-co… el rojo Santa Rita traía en cambio siempre para mí una implicación de esparcimiento y re-creación, de feliz paseo al río.

La ruta del Blanco y Negro fue abierta poste-riormente. Venía de Menga, en el extremo norte, recorría la avenida Sexta y, tomando la Quinta, llegaba hasta Meléndez, al extremo sur, donde habían construido la nueva sede de la Universi-dad del Valle. En el Blanco y Negro se montaban las estudiantes que iban a los colegios aledaños o a la universidad. Eran buses que iban y vol-vían repletos de peladas que para nosotros se constituía en un gran atractivo. O sea que el bus

Blanco y Negro eran las muchachas. y era tal la ansiedad, o la incapacidad de espera, o las de-moras reales, que lo comenzamos a llamar “el blanco y nunca”.

Mi padre compró un Dodge 48 (más tarde lo cambiaría por un Pontiac del 55) pero no me lo enseñó a manejar. De manera que comencé a tomarlo al escondido, cuando se descuidaba o hacía la siesta. Cuando se dio cuenta le puso un sistema de seguridad para poder prenderlo. Pero yo, astuto ya, comencé a robarme la alarma. El bicho, ese gran automóvil, para mí siempre fue un objeto tabú y adquirí con él una relación delictiva. Esperaba que mi padre durmiera pro-fundamente para sustraerle, con sigilo supremo, la alarma del bolsillo; luego, con mi hermano, empujábamos del garaje hasta la calle el carro para no hacer ruido, y al volante salía raudo este as del automóvil. Recuerdo el auto lleno de muchachos del barrio gritando emocionados y yo conduciendo sin apenas saber hacerlo, reco-rriendo a gran velocidad las calles de la ciudad cometiendo todo tipo de infracciones. Luego, la policía de tráfico nos hacía detener, y al pedir los respectivos papeles, por supuesto, no los tenía. El pobre auto terminaba casi siempre aporrea-

Germán Cuervo

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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do o confiscado en los patios de circulación y tránsito.

Ahora, cuando pienso en nuestra casa, en la esquina frente al parque, lo primero que me vie-ne a la mente es el rojo del ladrillo, sobre todo el ladrillo de su tercer piso: allí había un solo cuarto y se veía en esa esquina como una torre en forma de castillo. A lado y lado una vetusta construcción, con techo de teja de barro a dos aguas. Recuerdo un pórtico con una banca de granito y un perro que correteaba por un jardín casi salvaje. Ese pórtico que nosotros siempre llamamos el vestíbulo era un remanso del sol al mediodía y de paz en las noches, allí transcu-rrían las tertulias, no solo las de los viejos o las familiares, sino también las de nuestros amigos.

En el vestíbulo de esa casa frente al Parque votamos mucha corriente. Nos reuníamos para discutir sobre literatura, cine, filosofía y sobre psicoanálisis, tema que en los años setenta tuvo un prurito exacerbado en La Sultana, entre otros, Charlie Pineda (filósofo, coronado como Charlus Rex dentro de una invencible lúdica), Andrés Caicedo (escritor, dramaturgo, cinéfilo, suicida a los 25 años), William Calé (avanzadí-simo filosofo), Octavio Paz (poeta, llamado “el

loco Paz”), Jorge Hernán Gutiérrez (estudiante de análisis, luego acupunturista), Bernardo Gó-mez (profesor de Thai Chi y traductor de poesía china), Carlos Cuervo (mi hermano mayor, en-marcado en clínicas como “esquizofrénico”) y Luis Augusto Cuervo (humanista y swami, llama-do Ludovico Ashisananda Paramahansa Satya-nanda Saraswati, que murió en Benares, india, donde fundaba una nueva religión).

La casa frente al Parque, erguida en aque-lla esquina, tenía un aire pintoresco y especial. Muchos de los habitantes de Cali de aquella época la recordaron y consideraron un pecado urbanístico su demolición. Desde 1949 en que fue construida (según rezaba en números roma-nos en un pergamino de cemento encima de la puerta de entrada) hasta su destrucción sufrió, igual que la ciudad, varias etapas representati-vas: desde ser la solitaria casa solariega en un remoto norte de la ciudad despoblado, a irse rodeando poco a poco de otras familias y de todos esos estilos arquitectónicos importados de Europa que pueblan nuestras ciudades. Así se fue haciendo el barrio, como una colcha de re-tazos: también hubo tiempos ostentosos de ca-sas con muy dicientes narcotoyotas, de nuevos

ricos, parqueados al frente de las relucientes fa-chadas como épocas en que el sector fue deca-yendo y quedaron solo apolilladas casas de vie-jitos, sin gente joven, cada día más destartaladas y derruidas. Luego las tumbaron para construir edificios como cajas de fósforos. y lo que era un barrio residencial, con sus palmeras africa-nas y casas solariegas, se convirtió en una nueva prolongación del centro; un área comercial, po-luta y ruidosa. Nuestra vivienda y nuestra fami-lia podrían ser un efecto reflejo de espejo de lo que fue ocurriendo en la ciudad, con todos sus cambios y altibajos. Desde su nacimiento hasta convertirse en un edificio anodino y nuestra fa-milia y otras familias y sus conciliábulos… desa-parecer del barrio. Vinieron otros tiempos.

Germán Cuervo

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Una manzana prohibidaPor Kevin Alexis García

Avenida Sexta

Para el año 2000, la avenida Sexta era un ex-tenso cinturón de asfalto, bordeado por dis-

cotecas multicolores y centellantes, atravesada por vendedoras de rosas, serenateros, salsoma-nos, estudiantes, hippies y poetas. Nuestro desti-no era el edificio Diana Margarita, un rectángulo rojizo de cinco pisos y diez apartamentos.

Los primeros días los rostros de los residentes, entre coloridos y hoscos, se alternaban por horas a intervalos irregulares como pantallazos de una cadena televisiva. Con los días fui organizando la programación. Supe que en el edificio Diana Margarita vivía un libanés venido a menos, que arribó a nuestras tierras en busca de una colom-biana sumisa; también vivía un pintor homo-sexual y bohemio, un camarógrafo intrépido, una abogada melancólica, tres estudiantes universita-rios que serían grandes clientes de las ‘niñas’ del barrio; vivía un peluquero pudoroso que orga-nizaba fiestas en su apartamento para un joven amante, ignorando que cuando lo hacía, las es-caleras se convertían en pequeños resguardos de intimidad para el intrépido compañero; vivía una mujer tan blanca como un queso, semimadura

Foto Álvaro Gärtner- Barrio La Campiña

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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y semigrasa, que vendía rellena y tamales para mantener a su hija de trece y a su marido, quince años menor que ella. Con ellos vivía Zene, una negra corpulenta y rotunda proveniente de Puer-to Tejada que alquilaba los apartamentos, barría el edificio y maldecía nuestra gata.

Nuestra gata, Daniela, recién llegada disponía los corredores para que Zene los limpiara con ahínco. Era la alegría de nuestro apartamento y el horror del edificio. En las mañanas ronroneaba sobre la cama de mi tío para que le acariciara con sigilo el cuello y las orejas. Daniela tomaba leche tibia en las mañanas y se tendía sobre la ventana en las tardes. Al poco tiempo empezó a crecer y una noche que jugaba con nosotros, mi prima descubrió entre sus patas dos redondas y tibias protuberancias; desde entonces, Daniela empe-zaría a llamarse Dani.

Dani pronto se cansaba de aruñar los mue-bles, de tumbar las fotos, de esconder las chan-clas. Pronto hizo amistades en los tejados y se escapaba hacia las edificaciones vecinas. Gracias a Dani hicimos algunos amigos, pues Octavio, el cuidador de motos y carros, empezó a darnos cuenta de su paradero.

Octavio y nuestro gato Dani no entablaron

amistad, y aunque el primero parecía un armadi-llo gruñón y Dani apenas un felino juguetón, am-bos tenían cotidianidades similares. Ambos dor-mían varias horas en el día. Dani, apostado sobre los muebles del apartamento; Octavio, recostado en la acera de la Avenida, sobre una butaca de madera a punto de romperse. Dani se desperta-ba para comer alimento concentrado; Octavio, para exigir unas monedas por su rigurosa vigilan-cia y comprar un café y un buñuelo.

Octavio con su mirada adusta, los ojos par-cos, la cabeza gacha. Lo veía sobre su butaca de madera mañana y tarde. Con el poco tiempo co-nocí que era un campesino de Anserma, que en su juventud fue un pájaro conservador. Entre el tufo de su memoria quise hurgar en su pasado. Así que mientras mi tío asistía a las reuniones de la iglesia mormona para tratar de conquistar el mundo y mi prima se enamoraba de cuanto po-licía, vigilante o uniformado cruzaba la Avenida, yo me sentaba junto al cuidador de carros para leer las alas de su historia de “pájaro”.

Mi vecindario, la avenida Sexta, era el fruto prohibido para ejecutivos sutiles que avanzaban lentos buscando calle abajo, entre las penumbras, los cuerpos depilados de travestis con nalgas pro-

tuberantes y bocas carnosas. Otros hombres lle-gaban en las tardes para almorzar con sus fami-lias y en las noches retornaban solos en busca de “casas de cita” para rezongar sobre catres que, en desuso, reposaban en las mañanas sobre la acera hasta que los auxiliaba el carro de la basura.

La mañana, la tarde y la noche eran muy dis-tintas en la Avenida. En una esquina se vivía un ambiente familiar al mediodía y al caer el sol se convertía en una zona prohibida. A un lado de las materas de una acera caminaban un par de novios enamorados en la tarde, y en la noche un expendedor escondía entre las matas las bolsis-tas de basuco y los tubitos de perico que algunos hombres compraban antes de recoger a los tra-vestis. A los clientes del sexo les bastaba dar una vuelta lenta en sus autos, usualmente polariza-dos, y seleccionar entre los cuerpos semicubier-tos con ligueros. Entonces frenaban sus motores, abrían las puertas, negociaban el precio y el servi-cio; acto seguido, con el nuevo plan para pasar el rato, desaparecían raudos por la Avenida.

Con los travestis hice mi primera crónica uni-versitaria. Grabadora en mano, dialogaba con ellas en las noches y transcribía los textos en las mañanas. En una ocasión que apareció la poli-

cía de repente, de inmediato mis entrevistadas se quitaron sus tacones y salieron corriendo por la avenida. yo, por supuesto, salí huyendo con ellas.

yo, que de niño no viví en Europa como Bor-ges, que en mi pueblo no tuve una biblioteca de Babel, que en mi adolescencia no traduje a los clásicos; yo, que me ufanaba de conocer todos los pueblitos del norte del Valle y sentía que Car-tago era el ombligo del mundo, la primera vez que recorrí la calle Quinta (esa misma de Si por la

quinta vas pasando es mi Cali bella que vas atra-

vesando) llegué hasta la carrera 35 y comprendí que el mundo, como la capital, era ancho y ex-tenso. A lo lejos, la calle Quinta se perdía en el horizonte. Pero luego comprendí que el horizon-te era apenas la carrera 50 y que la popular calle continuaba otras cincuenta cuadras más abajo. Lo supe la mañana en que fui a la Universidad del Valle para inscribirme en Comunicación So-cial. Mis cálculos de contador empírico me de-cían que tenía opciones para ingresar. Mi prima, en frontal lucha contra su icfes, desafiando las estadísticas, se inscribió en Psicología. Aspiraba a quedarse con uno de los cupos ofrecidos, como lo anhelaban otros quinientos aspirantes.

En los días siguientes mi tío se emocionó

Kevin Alexis García

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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cuando supo que a la vuelta de la casa litigaba el abogado Benítez, un motivador profesional que junto al padre Gonzalo Gallo llenaba los tendidos en el norte del Valle. Me ponía a leer en las ma-ñanas Ama y no sufras y sobre todo Tu espíritu en

frecuencia modulada, escrito por el avícola cura. yo, por mi parte, para equilibrar tanto desbor-de de optimismo, leía la historia de un hombre que un día se había despertado convertido en un insecto.

Mi manzana, a falta de remodelaciones oca-sionales, cambiaba de fachada cada seis meses. Un día una discoteca pintaba sus paredes de color naranja, otro día demolía todo y disponía répli-cas patéticas de árboles con sogas y micos. Meses después dibujaba papayas y sandías y cáscaras de coco como si estuviese en Hawai. La discoteca vecina hacía lo propio y aparecía con barriles y butacas de madera, en una extraña combinación del Lejano Oeste en medio del trópico.

El día que salieron los resultados de la Uni-versidad, mi prima se peleó la primera consulta. Junto a mi tío nos apostamos frente al computa-dor. Los primeros quince nombres del listado los leímos con emoción, los quince siguientes con

ansiedad, los veinte finales con estoicismo. Los cincuenta que continuaban los leímos con pre-ocupación, los cien restantes con decepción, los doscientos siguientes con la certeza de que ella ni siquiera había quedado inscrita. Por fin, apa-reció la luz al final del túnel, o, en otras palabras, el nombre de mi prima en la casilla 482. Mi tío, para consolarla, le dijo que habría sido una de las punteras si la lista hubiese aparecido de atrás para adelante. Por su parte, ella, desconsolada, se encerró a llorar lágrimas de cocodrilo, pero luego llegó su novio el policía y se fue a bailar a una de las discotecas de la cuadra. yo, por mi parte, corrí con mejor suerte. Esa noche otro primo anunció la debacle en la carrera de Odontología. Al final de la jornada, dos bajas y un sobreviviente.

Los bares menos pudientes de la cuadra, o los que no tenían tanto dinero para lavar, se con-formaban transformando la decoración de sus nombres. Anochecía en la avenida Sexta y como de la nada emergían unas letras descomunales, compuestas por tubitos de neón, por bombillitas fucsias e intermitentes y cortinillas como vitrales. Otro día, los meseros comentaban en alta voz, para intimidar a la competencia, que en su ne-gocio pondrían una fachada en mármol con el

rostro de los presidentes norteamericanos como el monte Rushmore. Pero todos se volvían ultra-nacionalistas cuando jugaba la selección Colom-bia. Las discotecas, los bares y los griles termina-ban atiborrados de banderas tricolores y bombas amarillas y azules con serpentinas rojas; todo dis-puesto para atraer a cuanto incauto se volcara a pagar tres veces el valor de la cerveza para vivir la emoción de la eliminación al mundial.

La avenida Sexta era el epicentro de la fiesta, la zona rosa de la ciudad. A medida que se fue popularizando, los sitios para la clase media y alta se fueron adentrando más hacia el barrio Grana-da, acercándose poco a poco a la montaña. En la Avenida anhelé festejar todos los campeonatos del Deportivo Cali. Como maldición, debí pade-cer tres títulos seguidos del América. Entonces la manzana se llenaba a reventar de banderas rojas y terminaba atiborrada por hinchas del mundo y del inframundo. Luego que sonaba el pitazo final, celebraban volteando los carros, pateando las motos y rompían los vidrios del almacén que vendía máquinas de fisiculturismo, y algunos ce-lebraban subiendo hacia el barrio Granada con bicicletas estáticas sobre sus hombros. Nunca supe como festejaban los hinchas del Cali. Por su

parte, los americanos menos intrépidos danzaban sobre la vía con bultos de harina y espuma. En las mañanas siguientes la Avenida, ese habitual cinturón de asfalto, amanecía convertido en una extensa faja de harina de trigo que los obreros del aseo debían retirar con cepillos y abundante agua, como si estuviesen aseando los patios de sus casas.

En mi manzana prohibida, mi manzana rosa, todo pasaba en una noche. A falta de vecinos, se veían aquí y allá los restaurantes con meseros presurosos, los asaderos, las vendedoras de ro-sas, los hoteles en construcción, los viejitos con voces moribundas y guitarras destempladas que ofrecían canciones por mil pesos y que un hom-bre sólo contrataba cuando quería fraguar una di-plomática retaliación contra la novia. A falta del usual vigilante de cuadra, en bicicleta y con radio transistor, pululaban los gigantones guardas con trajes de negro, pechos de testosterona y creatina y ojeras de insomnes.

A falta de la típica música plancha de la vecina de barrio, vivíamos al lado de un establecimien-to de salsa, en la zona posterior se agitaba una discoteca gay, donde todos los clientes parecían conocerse y gritar al unísono; del otro lado de la

Kevin Alexis García

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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vía reposaba una discoteca de vallenato y al lado izquierdo de la edificación abría sus puertas “Bar Clays”, un bar que ponía rock todos los días.

Nuestro apartamento parecía ofrecer varios ambientes musicales y bastaba caminar de un lado a otro para escuchar distintas melodías. Pero la armonía se rompió cuando el almacén “Azúcar” se trasladó y un negociante presuroso instaló “Studio 54”. Entonces “Bar Clays” se pre-ocupó y la música de los Guns N’ Roses, Metalli-ca, Nirvana y Aerosmith se peleaba a gritos con los Ángeles del infierno, Kraken y Ratablanca. y el grupo Niche subió la voz para opacar a Jean Carlo Centeno y Diomedez Díaz. y en nuestro apartamento, empezaron a vibrar los vidrios de todas las ventanas, del comedor y las porcelanas. y ya no nos causaba tanta gracia ver a las parejas tímidas dar varias vueltas a la manzana antes de entrar al Sex Shop para comprar consoladores, lubricantes o muñecas inflables; y ya no gozaba viendo a mi vecino libanés confundir a mi prima con una colombiana sumisa. Dani, nuestro gato, ya se había contagiado del ambiente hedónico de la zona rosa y llevaba a comer a la casa a toda gata que se encontraba en los tejados. Un fin de

semana de paseo en Cartago, tal parece que es-cogió perder los testículos en medio de la cópu-la con una felina desconocida, que someterse al bisturí ascético del veterinario. Se marchó sin de-jar huella, no sin antes ofrendarnos una torcaza con su cuello retorcido.

En los días siguientes mi prima se deprimió por el traslado de su novio el policía y se encerró a llorar en su cuarto, pero al poco tiempo se ena-moró de otro uniformado y el día del trasteo nos ayudó a disponer algunos cuadros y sillas en el camión. Octavio, como siempre, dormía sobre su banca a punto de romperse y en un momento en que despertó pudimos despedirnos. Emprendía-mos un nuevo viaje. Al fin y al cabo, el mundo, como la capital, era ancho y extenso.

Poco antes de amanecer el… (no importa el día) de junio de 2003, una conversación pro-

veniente de la calle rompió el silencio casi abso-luto de la noche y se coló por la ventana ahuyen-tando el sueño. Un sueño profundo y reparador después de agotador trasteo la víspera. Las cajas por ahí diseminadas se perfilaban en la sombra quieta de la casa, mientras afuera los hablantes se saludaban con efusividad, dejando en el nue-vo vecino el primer reconcomio por tan abrupto despertar, cuando el cansancio engarrotaba cada coyuntura. Mientras los bulliciosos emprendían el ascenso a la montaña cercana, adentro hubo un último y vano intento de dormir otro poco antes de reanudar las labores de acomodación de corotos en el recién adquirido vivitorio.

La madrugada contra voluntad era la prime-ra cuota del precio de asentarse en La Campiña. Al acostumbrarse el espíritu a los sonidos y los ruidos del nuevo vecindario, las siguientes cuotas fueron pagadas con alegría.

Es este un barrio con personalidad enclavado en el norte de Cali. Una veintena de manzanas que comienza a orillas de la atafagada Avenida Sexta y se agota mansamente al pie de un ramal desprendido de la Cordillera Occidental que se

Campiña, barrio y montaña

Por Álvaro Gärtner

Kevin Alexis García

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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asoma al valle del río Cauca desde el cerro de las Tres Cruces. Flanquea la barriada por la iz-quierda un barranco alto y largo que malamente sobrevive a los mordiscos del progreso y a su vez custodia el centro comercial Chipichape. A la de-recha colinda con una franja de casas pomposa-mente llamadas barrio La Paz, donde en honor a su nombre no pasa nada, excepto carros, porque ni iglesia ni cura tiene, para mayor gloria de Dios.

Hasta en eso depende de La Campiña, donde su párroco hizo colecta para tumbar un frondoso árbol que daba sombra a su incomunicación con el Altísimo, detrás de su templo siempre vacío. Una grabación a manera de falso carillón retum-ba a eso de las siete de cada mañana con un des-templado Ave María, que revolvería los restos de Schubert en su lejana Alemania, de llegar los ecos hasta allá. Ni las horas peligrosas del Salmo 90 son conjuradas con la música, que debiera sonar cada seis para cumplir con el mandato bíblico.

Una calle, la 44 norte, se desprende de la Sexta en grácil curva debajo de otro gran árbol a salvo de limosnas parroquiales y en permanente riesgo de sierras oficiales. Al ascender por suave pendiente, la calle va curvándose hasta tornarse en Avenida Octava por cuenta de la nomencla-

tura municipal; forma un arco y serpentea al pie del barranco al pasar por detrás de Chipichape y caer al Bulevar Santa Mónica. Una vía de des-ahogo sólo para iniciados en los vericuetos viales norteños.

De la parte más profunda del arco se despren-de la amplia 43 norte que hacia oriente lleva has-ta Todelar de la Sexta y hacia occidente se bifurca en dos callejuelas mochas que triangulan el últi-mo parquecito de Cali. La una se transforma en puentecito peatonal de románticas pérgolas que une con el barrio El Bosque. Una especie de pa-cífico puente sobre el río Kwai, esta vez sin río, pues las aguas que debieran copar su cauce des-embocan en una manguera tres centenares de metros montaña arriba, para surtir una finquita ganadera al pie de una antigua cascada que caía por una roca vertical. La otra callecita se estrella contra el muro que cerca una cancha de fútbol, escenarios de vibrantes clásicos dominicales de equipos anónimos.

Historia sobre rielesEsta Campiña se remonta a los años 40, quizás

a finales de los 30. Fue destinada originalmen-te a asentar a los obreros que trabajaban en los

talleres de Chipichape para el Ferrocarril del Pa-cífico, talleres que fueron convertidos en centro comercial al desaparecer las locomotoras. Ecep-to la que hace de monumento, simbolizando un pasado menos ostentoso, pero sí más próspero y pujante de Cali.

Con la perspectiva actual, las casas para los obreros eran verdaderas mansiones, en medio de su sencillez. Fueron construidas sin hambre, con una arquitectura coqueta que incluyó jardi-nes y porches arqueados para sacar la mecedora al atardecer, aleros que sostienen tejas de barro y encantadoras ventanas de dos batientes. Tres, cuatro habitaciones grandes y patio trasero que arrancan suspiros de nostalgia.

Cuando la Avenida Sexta dejó de ser la carre-tera vieja a yumbo y Chipichape ya no fue más taller de reparación, La Campiña cambió de ca-tegoría. Los obreros se convirtieron en jubilados de buen vivir, porque les dieron universidad a los hijos y estos retribuyeron con nivel de vida, o porque las esposas estrecharon la vivienda para abrir peluquería unisex o minibutic, que terminó como miscelánea de vanidades y baratijas. Otros cedieron sus casas a ejecutivos que las transfor-maron en viviendas modernas; entiéndase cajo-

nes de dos pisos, sin gracia. y en tiempos más re-cientes, en edificios de hasta cinco que hienden el paisaje.

Sin embargo, hay quienes conservan las casas originales. Si las remodelan, mantienen la estruc-tura y la apariencia que dieron carácter al caserío de antaño. Ello, aunado a su condición de barrio de orilla de ciudad, casi extra muro en el buen sentido de la palabra, confieren a La Campiña un aire de pueblo apacible y silencioso, de días tran-quilos y noches estrelladas, más frescas gracias a los cinco o diez metros por encima del resto del Cali plano. y en ese no pasar nada a veces pasan cosas, como algún vecino que se sale de madre con alguna esporádica fiesta o las todavía más es-paciadas visitas de ladrones.

Para espantarlos fueron instaladas sirenas en algunas casas, con la pretensión de reforzar el sentido comunitario, según el cual allí todos se conocen más o menos. Los artilugios funcionan de maravilla, casi siempre los domingos, no por razones de orden sino para celebrar el magno acontecimiento de un gol del Cali o del Améri-ca, porque en esta ciudad para comenzar a ser alguien se debe matricular con una de estas dos enseñas futboleras. Bueno, también las sirenas

Álvaro Gärtner

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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suenan si el gol lo hacen a alguno de los dos equipos, manipuladas por los hinchas del rival de patio. Todo hay que celebrarlo.

Nostalgias de puebloTal enclave pueblerino estaría incompleto si

careciera de personajes. y en La Campiña los hay variopintos, comenzando por la vecina que ya parece parte del paisaje, siempre en camino a la tienda, que no por casualidad tiene el nombre del barrio y tampoco por coincidencia es propie-dad de un paisa amable que a todos atiende bien sin ser amigo de ninguno, lo cual lo libra de fiar. Tienda en la cual fácilmente se podría mercar y a cuya entrada jamás faltan el puesto de chan-ce, del cual no se tiene noticia que haya ganado nadie, y el círculo de ociosos que toma cerveza, par-lotea a todo pecho, tutea al dueño y no tiene otro tema que los “sebos” del Cali o del América. Son pontífices de la desgracia futbolística.

También hay personajes típicos, menos el bobo. En compensación, uno es casi de leyenda: Pacheco, un marihuanerito menudo, enteco, casi incorpóreo, borrachín dominical y bazuquero en días felices, dotado de un silbido prodigioso que repite in crescendo en momentos de exultan-

cia. Mientras tuvo una bicicleta monareta como de museo, volaba en la oscuridad de la noche adentrándose por la carreterita que lleva al Alto Menga, con seguridad para aplicarse la consabi-da dosis de lo que tuviera a mano. Como el de un fantasma, su chiflido resonaba en las afueras del barrio y a los pocos segundos se sentía en las primeras calles.

Cuando la bicicleta desapareció, dicen que por una caída fea, dicen que para asegurarse va-rias dosis, el silbido de Pacheco siguió atravesan-do el aire a menor velocidad. y si no anda por ahí chiflando, entonces reparte “juaputas” y “lampa-ridos” a sus enemigos, que son de dos clases: los que le recuerdan a su odiado Deportivo Cali o los que se enfrentan con su amado América. En cambio, sus amigos son, indistintamente, “Faroli-to”, y entre ellos figuran todos los vecinos que lo llaman por el apellido, para quienes tiene tuteos y comedimientos, y extremada educación con las jóvenes. Cuando se cansa de vagar o necesita unos pesitos para lo de siempre, Pacheco vende mangos en el vértice del parquecito triangular a los niños que salen de la diagonal escuela Repú-blica del Brasil.

Es que, a pesar de ser La Campiña un barrio

sano y apacible, sus personajes de la calle están casi todos relacionados con el vicio: hasta hace poco vagó por allí Roque, un vecino alto, flaco, más bien moreno, canoso y de ojos desorbitados, cuya voz casi como de profeta proclamaba su eterna inconformidad y su espanto por la dege-neración del mundo. Sus anuncios apocalípticos eran más profundos bajo los efectos de la droga.

Un día su voz no tronó más y se supo que se había ido para el otro lado, muerto de muerte natural, sin otra ayuda que su desgaste físico y su ruina espiritual. Dejó en herencia un hermano, ex coronel, ex agregado militar en el exterior, menos estentóreo pero igual de vicioso, quien olvidan-do sus pasadas glorias no vacila en humillarse a pedir quinientos pesos para evadir los recuerdos. Su cuartel sigue siendo el taller de reparaciones de otro hermano, quien a fuer de trabajador ha soportado con amorosa resignación la caída libre de aquellos dos.

Usuario permanente del parquecito es tam-bién -Napoleón por nombre, no por apodo-, otro marihuanero insigne que se las ingenia para aparentar aires señoriales. No es un vagabundo pero sí un vago; tiene casa en La Campiña y en la casa una esposa con todas las razones para vivir

furiosa y ninguna para mostrar sus piernas que viven al aire libre. La mujer, joven aún y de be-lleza recientemente perdida, es custodiada por una jauría de cuatro perros falderos, orejones y lanudos, que ladran a su dueño al son de la can-taleta de su ama.

impresiona ver a Napoleón siempre bañado, siempre bien vestido, despojado de toda ver-güenza para pedir, mejor mendigar, doscientos pesos que sostengan por otros minutos su eva-sión de la responsabilidad. Dicen que dicen que si le dan oportunidad entra a las casas cercanas a arramblar con lo que pueda, en homenaje a su vicio. Sus cultas maneras podrían desmentirlo.

Tal vez enterada de ello, su mujer le puso una venta de arepas, chorizos y chuzos que llenaban de tentadores aromas los aires campiñescos ma-tinales. Poco duraron, para gratitud de las dietas: el negocio se volvió humo en manos del dictador de esa isla de Elba que es el parquecito de La Campiña.

Por allí, después de que el hermano de Roque se va a dormir la juma y antes de que Napoleón salga y Pacheco anuncie con sus chiflidos que vive otro día más, a eso de la oración, cuando se anuncian las primeras sombras, sale como de

Álvaro Gärtner

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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la nada un viejecito de andares lentos, no más de 155 centímetros de alzada, camisa y panta-lones impecablemente pobres, siempre bajo un sombrero alón, llueva o solee. Jamás se le ha visto hablar con nadie y ocasionalmente se sienta en la misma banca de ladrillo a mirar para ninguna par-te y a pensar quién sabe qué. Podría jurarse que es el Duende salido a darse un aire de ciudad.

En cambio, sí se sabe de dónde sale Fernan-do Como-se-llame, quien a sus poco más o me-nos sesenta abriles le cayó el honor de su vida: fue nombrado presidente de la Junta de Acción Comunal, cargo que lo sacó de la banquita que ocupaba -un día sí y otro también- al frente de su casa, donde se sentaba a parlar con los amigos y conversar con la esposa, con tonito regañón.

Siempre vestido con una pantaloneta que deja al aire sus zanquitas flacuchas y amarillentas, clavadas con tres o cuatro pelos como alfileres negros, Fernando tiene los aires del típico tierra-fría que visita a los parientes calentanos. El ros-tro enjuto con un bigotico a lo Pedro infante y el mirar rayado del que se las sabe todas, denotan a las claras el origen caldense. Es más, conserva las maneras del campesino que sale a vivir a la ciudad y tiene buen pasar.

Cual virrey granadino, el flamante presiden-te sale algunas tardes a caminar las calles de su reino, flanqueado por dos amigos, dando zanca-das, con las manos enlazadas en la espalda, con el aspecto del hacendado que descubre proble-mas muy importantes que sus mayordomos, con estar allí todos los días, no han podido ver. Tal vez lo visto por él pueda ser algún día consulta-do en el Archivo General de indias…

Tres casas, un mundoTal es, a grandes rasgos, el vecindario que

aquel amanecer de junio de 2003 recibió de manera extraoficial a su nuevo vecino, quien se asentó en la manzana final del barrio. Manzana mordida a decir verdad, pues sólo consta de tres casas y detrás, el campo, la montaña, la brisa vespertina que arrasa los calores hacia otros rin-cones de la ciudad, los caminos por explorar. Esa sola manzana es un mundo inexplorado, pues sus habitantes apenas sí se conocen.

La casa de la esquina, en realidad cinco apartamentos, tiene una población casi flotan-te, pues la nómina de inquilinos cambia más o menos cada año. Los que pasan ese tiempo, se vuelven rostros familiares que rara vez se inte-

gran con la comunidad permanente. En aquel entonces había allí una pareja homo-

sexual que discutía más que una heterosexual, y en uno de los apartamenticos de abajo medraban unos recién casados que tarde en la noche rom-pían el silencio con la pasión que la unió. Al poco tiempo, temprano en el día, insultaban el aire de campo con el odio que los separaba.

La otra casa que da a la Avenida Octava no sólo tiene aspecto de convento en pueblo, sino, parece serlo: sus ventanas pequeñas, perdidas en la inmensidad de una pared amarillosa sin más adornos que una instalación permanente de lu-ces navideñas que encienden sólo en diciembre, esas ventanas jamás se abren, ni su tamaño y al-tura permiten vislumbrar el rostro de alguno de sus habitantes... si los hay. y en la vivienda final, de reminiscencias romanas y mármol de imita-ción que colinda con la cancha de fútbol, vive una familia de cinco personas cuyos rostros im-pe-netrables y su corrección apenas sí dejan en-trever su infelicidad.

Si la parte posterior de la manzana es fasci-nante, la callejuela que termina en el campo de juego y sirve de acceso por la 43 es encantadora, pues enfrente tiene el parquecito que da vida a

ese punto. Un triángulo perfecto de almendros y guásimos umbrosos, así como matas florecidas que se las arreglan para sobresalir en la lluvia permanente de hojas secas que trae el viento del Pacífico cada atardecer. También llegan pajaritos cantores, reyezuelos, azulejos y bichafués en el día; murciélagos planeadores y búhos ominosos en la noche.

De vez en cuando una ardilla surca las ramas. Una, un día, hizo lo impensado: jugar con un ga-tico niño que desprovisto aún de malicia hacía pinitos de cazador con tan particular compañero, el cual después de tres o cuatro amagos graciosos trepó a la seguridad de la altura antes de que al minino se le ocurrieran ideas extrañas.

De todo ello, desde la montaña dominante hasta la desolación humana y la efervescencia natural circundantes, sólo se percató el nuevo vecino después de muchos días. Apenas desem-pacado su menaje y puestas las cosas en su lugar, creyó no estar allí solo. Una presencia, mejor, una sensación incómoda surgía por la noche, como si alguien espiara desde adentro, y en determinado punto de la casa los vellos de la nuca se erizaban con un frío aterrador. Hasta cuando dos o tres semanas después, poco antes de la medianoche,

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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el cielo raso de ese punto de derrumbó con gran estruendo. La causa de la caída nunca se supo, pero la presencia tomó forma en el relato de un conocedor: el anterior habitante había muerto trágicamente, y su espíritu se negaba a dejar el lugar que tan feliz lo hizo.

Sin ser aún convencido el endriago, mediante conjuros, de quedarse en el más allá, episodios del más acá pusieron a prueba el temple del nue-vo vecino: la actitud ladina y la mirada torva de la mucama de los homosexuales sembraron en su alma sinfín de premoniciones, a las cuales quedó atado, sin elementos para comprobarlas, sin ra-zones para desecharlas.

Apenas tres meses después comprobó que la intuición suele superar la lógica. Un sábado llu-vioso de septiembre, tres, cuatro hombres guia-dos por la de mirar tenebroso saquearon a placer las dos viviendas, llevándose la tranquilidad más que algunos bienes, y dejando los restantes, junto con el alma, regados por el suelo. Todo llamaba a abandonar lo recién adquirido, pero una fuerza ató al recién llegado al barrio, más que al lugar que tan poco propicio le había sido en esos esca-sos noventa días. De nuevo la percepción primó sobre la razón.

Rehecho el ánimo, la paz remendada y reem-plazado lo perdido, llegó el momento de salir al pequeño mundo de La Campiña, no tanto a ha-cer amigos como para conocer el territorio. De a poco fue dándose alientos para dejar atrás las calles pavimentadas y trepar la loma que cada amanecer muchos caminantes emprenden, unas veces hacia las Tres Cruces, otras a Golondrinas; las más, hacia dos redondos cerros que la vulga-ta ha denominado Las Tetas por razones obvias, una de ellas, la Súper, por causas que saltan a la vista; o hacia Caracolí, cumbre señera de la localía, por multitud de caminos que serpentean de un lado para otro, con nombres dictados por el poco poético sentido común: la Dos, la Dos y Media, la Tres, que borraron toponímicos ances-trales, quizás más sonoros. O por la carretera que sube hasta caseríos cercanos y baja campesinos y volquetadas de carbón.

Sinfonía en verdeEntonces supo que la magia de La Campiña

no se halla tanto en sus casitas evocativas, ni en los silencios, las tardes soporíferas, los vecinos apacibles o la iglesia siempre vacía; ni siquiera en su reminiscencia de pueblo, con personajes

típicos y todo. No, esa magia está en montañas que, aún holladas, arañadas y explotadas con mi-nerías y alucinantes proyectos campestres que la justicia del norte truncó, tienen una naturaleza obstinada que ha sabido sobrevivir a la incons-ciencia humana.

La mayor parte está cubierta con una vegeta-ción rala, a veces ríspida, aferrada a una delgada capa vegetal que las lluvias fuertes arrastran, acu-mulándolas en la última esquina de la manzana mordida de La Campiña. Cuando el sol aporrea inclemente un día sí y otro también, lo verde se torna amarillo y tiemblan quienes caminan por ahí o simplemente aprecian en la distancia, aguardando a que en cualquier momento estalle el incendio que rapará lo poco que brota arriba. Apenas en unas pocas cuencas que otrora tuvie-ron arroyos se levantan tupidos bosquecitos, lo mismo en unos terrenos que en la empresa Car-vajal cuidan como reserva forestal.

A esos oasis se debe, sin duda, la increíble fauna (animal, no humana) de La Campiña: ban-dadas de tímidas guacharacas o pavas de monte con esplendentes colas verdeoscuro en compe-tencia de graznidos para saludar la salida del sol; alharacosos pellares que tratan de empollar en los

pastizales y multitud de pajaritos invisibles cuyos cánticos denotan variedad de especies; búhos que ululan en las noches de luna y lechuzas que con las últimas sombras harían jurar que La Lloro-na gime por ahí sus niños perdidos; gavilanes de vuelo majestuoso y hasta un águila de pico ama-rillo vista una sola vez. iguanas verdes de mirada desafiante, zarigüeyas emboscadoras de nidos y, dicen que dicen, pequeños zorros. Tremebundas serpientes corales y rabodeají, siempre en peligro de morir por el mero hecho de arrastrarse, y tími-das culebras cazadoras, no menos perseguidas. y como secuela de la cercanía citadina, una jau-ría de perros negros sin dueño, nietos del mismo abuelo, que bajan a las calles por la noche a har-tarse de bolsas de basura.

También abundan los bípedos, sobre todo en las madrugadas: caminantes que suben las mon-tañas a ejercitarse, dejarse abrazar por los pri-meros rayos del sol y tentar la suerte de poder contemplar en la lejanía el majestuoso nevado de Huila y el páramo de Las Hermosas. y si no hay sol ni nevado ni páramo, también hay adoradores de la niebla. A todos les está reservado el placer de subir a las cimas a gritar a los cuatro vientos para botar el estrés. Eso dicen los gritones.

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Con los de a pie van ciclistas de carretera des-tapada, ataviados con chillones atuendos que les hacen creer que en lugar de trepar a Golondri-nas, compiten en el Tour de France. Unos van en alegre charla, como si les fuera poco el esfuerzo de pedalear falda empedrada arriba; otros pasan con el corazón en la mano, como si en cada pe-dalazo se les fuera el último suspiro. Cada maña-na se les ve subir y raras veces se les ve bajar.

La mayoría de paseantes proviene de La Cam-piña y del cercano El Bosque, barrios de viejas rivalidades que arriba se olvidan, y de los menos cercanos Álamos, Prados del Norte y La Flora. A todos atrae la posibilidad de combinar ejercicio espiritual con físico, tan evidente el primero que durante dos horas tempranas cambian la habi-tual hosquedad citadina por inesperada amabili-dad montañera de “buenos días” cantarines que intercambian desconocidos. La magia de la mon-taña hace el milagro temporal de transformar ciu-dadanos envarados en campesinos sencillotes.

Algunos han perseverado tanto en las andan-zas que es como si hicieran parte de la montaña. Casi tienen ribetes legendarios: se les menciona aunque nunca se les haya visto; se les saluda con respeto por sus pequeñas hazañas escaladoras;

son punto de referencia en los sueños de con-quistar las cimas. Salen llueva, truene o relampa-guee antes de la falsa aurora, pues al conocer de memoria caminos, vericuetos y travesías, la luz les es dispensable.

El primero era Camacho, un octogenario ras-capulgas y solitario, sin familia conocida porque no lo soportaba, que a las cuatro y media em-puntaba para el cerro, al que llegaba con el co-razón de un joven de veinte, delgado y atlético. Después de bajar y ducharse, caminaba las calles cercanas a paso de vencedores, aunque no lo es-peraban en ninguna parte. Para deshonra suya lo mató en la cama, a medianoche, un infarto que sufrió por la mañana y él, terco que era, no acep-tó el diagnóstico.

Todavía de noche asciende Marcel, un estilista más o menos cincuentón, portador de un cor-netín de mazamorrero que suena a cada tanto, váyase a saber para qué. En el silencio oscuro, el pitazo que nada anuncia resuena en la lejanía, despertando a guacharacas y torcazas, espan-tando a búhos y lechuzas. Alérgico a la lluvia y previsivo como él solo, Marcel lleva refundido en su bolsillo-canguro un paraguas de telita a cua-dros que saca con las primeras gotas matinales,

cuadros que se niegan con furia a combinar con sus bermudas raídas y sus botas de montañista. Otro caminante solitario que fue dejando rega-dos a sus amigos de ocasión en los recodos de la monta-ña.

Las siguientes en salir son Gloria y Damiana, dos pequeñitas regordetas obsesivas con la figu-ra perfecta, en cuya búsqueda acumulan años, kilómetros y siliconas. Poco les va el paisaje y les da lo mismo si Huila se deja ver en lontananza; sólo cuenta llegar hasta las antenas en menos de veinte minutos, casi tres mil metros camino arri-ba, para luego bajar a toda velocidad a despachar hijos para los colegios. Una lengua perversa de La Campiña las bautizó como las Cuchiliebres. Huelgan explicaciones.

El club campestre de La Campiñaya salido el sol suben señoras escoltadas por

hombres ya mayores que prefieren la carretera y la conversación a desafíos físicos inútiles. Son como costureros ambulantes que viven al tanto de lo que sucede en el barrio y de a quién le sucede con quién, secretos que guardan entre todos y adoban con picantes crónicas, no siem-pre ceñidas a la verdad. Licencias perdonables

en aras de la picaresca local. Unos y otros y otras se cruzan en saludos y en rutas con ciclistas que suben y campesinos transformados en obreros que bajan desde Golondrinas o La Paz, quizás de Montebello.

A falta de club, pues los vecinos de La Campiña hicieron de ‘sus’ montañas punto de encuentro, que de lo meramente deportivo en semana tiene otras connotaciones los domingos. Es cuando van los grupos de amigos, ya sin afanes y despojados de competencias, a caminar despacio dejándose bañar por el sol, en alegre garrulería rumbo a las Tres Cruces a desayunar “trancado” o a Golon-drinas a hartarse de fritanga acabada de salir de una sartén hirviente que reverbera a los ojos de todos, sacando al gusto papas rellenas, chorizos, empanadas, bofe, salchichas, buñuelos, aborraja-dos y todo cuanto despierte antojos y contribuya con la causa del colesterol. y pensar que quienes se atragantan son los mismos devotos de la figura que devoraron montañas los días precedentes y lo harán los siguientes.

Más tarde salen familias con niños que se ini-cian en las sacralidades montañescas, para subir hasta donde estos aguanten o a lugares ya esco-gidos para sentarse a la sombra de algún árbol a

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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A media cuadra del parque Alameda

Por Darío Henao Restrepo

Barrio Alameda

Me darás una ajena inmortalidad, calle solaEres ya sombra de mi vida.

Jorge Luis Borges1

Nací a media cuadra del parque Alameda, en el corazón del barrio que lleva el mismo

nombre. El barrio lo empezaron a construir con la primera industrialización de la ciudad en los años 30, cuando Cali empezaba a dejar atrás los trazos de burgo colonial para empezar a gatear como ciudad moderna. La llamada cuadrícula colonial del Cali viejo -entre San Antonio, la plaza de Cai-cedo, Santa Rosa y el Vallano, antiguo nombre del barrio San Nicolás-, comenzó a expandirse en esos años. Alameda fue uno de esos barrios surgidos con el desarrollo industrial. A sus casas se vinieron a vivir obreros, empleados, artesanos, maestros y comerciantes, gente de muy diversos orígenes. Entre ellos mi padre, que era un obre-ro ferroviario, y mi madre, una modista, llegados a la ciudad provenientes del Viejo Caldas. Eran los tiempos en que se instalaron grandes multi-

1 Jorge Luis Borges. “Para una calle del Oeste” en Luna de enfrente. Buenos Aires, Obras completas, Emecé editores, 1974.

compartir algún condumio casero o las delicias de encopetados quesos con carnes embutidas. y se las ha visto con pastel de cumpleaños sobre mantel blanco en la yerba de algún terraplén, en espera de que el celebrado llegue de la cami-nata para sorprenderlo cantando el consabido estribi-llo.

ya se ve, pues, cómo la parte posterior de la última manzana de La Campiña, la manzana mordida de tres casas con patio infinito que llega al Pacífico, ejerce una fascinación que delinea la personalidad de este barrio del norte de Cali. Ba-rrio en el que una madrugada de junio de 2003 su nuevo vecino fue despertado por el bullicio de los caminantes que cada mañana cambian la pla-nicie de cemento por el verdor inclinado de unas montañas que sienten como propias.

Desde entonces, el nuevo vecino, que ya no es nuevo, es otro caminante que las primeras ho-ras del día olvida que vive en una ciudad.

Barrio La Campiña, Cali, agosto de 2009

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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nacionales como Cartón Colombia, Laboratorios Squibb, Good year, Coca Cola, Chiclets Adams, Quaker, Monark, Eternit, Unión Carbide, Tissot, Celanese, Propal, Croydon, Palmolive y empresas nacionales como Fruco, Canada Dry, Lloreda Gra-sas, Coltabaco, Britilana, Ultratex, Punto Sport, La Garantia, Textiles El Cedro, Tedesco y Cementos del Valle. Algunos obreros y empleados de esas fá-bricas vivían en el barrio y muchos eran asiduos clientes del bar que tenía mi padre en una de las esquinas del parque.

Muchas de las imágenes que tengo del ba-rrio Alameda emergen de la variopinta clientela proletaria del bar de don Cristóbal, en especial la de sus antiguos compañeros del Ferrocarril del Pacífico. Todos compartían el disfrute de la música popular del país y el continente. Así se forjó una memoria musical colectiva en la que perviven tangos, boleros, sones, cumbias, porros, guarachas, danzones, pasodobles, rancheras, co-rridos y currulaos. Peregoyo y su combo Vacaná cosechaba éxitos con sus canciones del litoral Pacífico. Eran los inicios de los años 60. Todos se emocionaban con “Mi Buenaventura”, de Pe-tronio Álvarez: Bello puerto del mar, mi Buena-

ventura, donde se aspira siempre la brisa pura.

Jolgorio y emociones que se animaban con un vasto repertorio de músicas mulatas. Hasta hoy en las tiendas, bares y discotecas que existen al-rededor del Parque Alameda suenan “Rayito de luna”, del Trío los Panchos; “Alma tumaqueña”, de Tito Cortés; “Atlántico”, de Pacho Galán; “San Fernando”, de Lucho Bermúdez, cantada por Ma-tilde Díaz; “El mecánico”, de Edmundo Arias; “De dónde son los cantantes”, del Trío Matamoros; el inolvidable “Caminito”, de Carlos Gardel; “Vengo a decirle adiós a los muchachos”, de Daniel San-tos; “El bobo de la yuca”, de Bienvenido Granda; “Quítate de la vía Perico”, de Cortijo y su Com-bo, y los pasodobles “Silverio” y “Manizales del Alma”. Una tradición y unas formas de relación con la música y el baile que se enriqueció años después con la salsa.

El Bar de don Cristóbal y el parque Alame-da eran los espacios que más anhelaba durante mi niñez. Vuelven siempre como en sueño las tranquilas tardes del bar paterno, antes de que se llenara con la alegría nocturna de los obreros, con las suaves brisas del Pacífico acariciando las palmeras del parque. Su mano sobre mi mano me enseña las primeras letras, con el traqueteo de las bolas de billar al fondo. El chas-chas seco

del marfil contra el marfil siempre trae a mi me-moria a este antiguo paisa, pleno de menudas sabidurías de la tierra de Tomás Carrasquilla, que canturreando el Pachito Eché me inculcó su amor por Cali.

El ambiente general del barrio, y por conta-gio el del bar, tenía el salero del trópico, sabor a mar, a puerto, tanto por su población negra y mulata como por los vasos comunicantes con Buenaventura y el Pacífico, por los muchos por-teños que vivían en sus calles, por la comida de mar de las negras guisanderas de la galería Ala-meda y las pescaderías de las calles aledañas. Ambiente puntualmente alegrado por las brisas del litoral que llegaban de tarde a refrescar la ciudad encajonadas por el cañón del río Dagua. A todo este pequeño mundo que impregnó mi niñez contribuyó el amor de mi padre por la vida de los puertos, en especial la de Buena-ventura y Barranquilla. En el primero trabajó 18 años en el Ferrocarril. En el segundo estuvo unos diez años trabajando en varios oficios como el comercio de la cerveza por el río Magdalena y sus puertos, de obrero en la Tropical Oil, la Tro-co, en el Difícil, o administrando el bar de una pereirana que le decían “La Turca”, en la Cu-

rramba de los años 40. En su compañía, en un viaje a Buenaventura, por primera vez conocí el mar, subí al tren y divisé y escuché el nombre del río Dagua.

El barrio Alameda siempre estuvo cruzado por la música. Había radios en todas las casas. Escu-char música en la radio, a más de noticias, depor-tes y radionovelas, era una ferviente pasión de todo el vecindario. En casa, el viejo radio Phillips de mi padre sonaba desde que amanecía hasta alta horas de la noche en las emisoras de enton-ces: Radio Eco, Radio el Sol, Radio Reloj y La Voz del Valle. Muchas canciones de las emisoras se repetían en el toca-disco Garrard del bar de don Cristóbal.

La algarabía infantil se tomaba el parque todas las tardes. Además de corretear en sus prados, ju-gar a las escondidas o patear pelota, muchos ni-ños iban a montar en triciclo bajo el cuidado de sus madres, entre semana, o los domingos, de sus padres. En medio de sus senderos y entre palme-ras y samanes recorríamos infinidad de veces ese seguro laberinto de la felicidad.

Las idas a la galería Alameda, a solo tres cua-dras de la casa, eran otra de las rutinas favoritas de mi infancia. Recuerdo las caras de las verdu-

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leras, los carniceros, los queseros, los graneros, los yerbateros, las fritangueras, las canasteras, las dulceras, en medio de infinidad de colores y olo-res reconcentrados. De la mano de mi madre, cada mañana, íbamos a hacer el mercado, el dia-rio que llamaban porque en esa época no ha-bía neveras en las casas de los barrios populares. Se compraba el hielo en cubetas, en las tiendas donde tenían congeladores. La bullaranga de la galería ejercía sobre mí la fascinación de un cir-co. Las negras grandotas vendedoras de frutas, verdaderas delicias para mi paladar, me atendían con ese cariño infinito y la dulzura de su raza: “¿Qué querés, ve, papito?”, me decían, y de in-mediato me complacían pelando un chontaduro o un mango, lavándome un gajo de mamoncillos o abriéndome una larga guama. A los sabores que forjaron mi gusto se asocian las habladurías de la gente en medio del desacompasado bullicio en los tenderetes abarrotados con los productos de la tierra. De todo ese palabrerío traigo la marca de origen del mirá ve, oíme ve, soy de Cali ve,

tené ve, cogé ve, ese voseo que nos viene de los negros esclavos y de los mulatos que contra los patricios blancos de la ciudad ganaron la guerra lingüística imponiéndolo con sus declinaciones

verbales a toda la población.Una explosión que aparecía en mis primeros

sueños es el recuerdo más antiguo que tengo de mi calle. Luego, sin que me lo propusiera, el rela-to de mi madre sobre la casa sacudida como por un temblor de tierra y los vidrios de las ventanas volando en añicos, me introdujeron por primera vez en ese “hecho histórico” que marcó a la ciu-dad y que por muchos años nunca relacioné con los sueños que me despertaban asustado en la in-fancia. En los juegos de niños apostábamos quién podía hacer armas más poderosas que la bomba atómica de Hiroshima. Tampoco entendía por qué venían a nuestras ingenuas mentes esas co-sas. Pasados los años fui entendiendo la relación de mis sueños infantiles con la explosión del 7 de agosto de 1956 y todo lo que produjo el estallido de los siete camiones cargados de dinamita. Eran los tiempos de la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla. Conocí los relatos de muchas perso-nas que vivieron la catástrofe y ahora entiendo la marca llevada en mis sueños infantiles.

A tan sólo dos cuadras de mi casa, en una ca-lle que salía a una de las esquinas del parque Ala-meda, quedada la sala de maternidad del Hos-pital Departamental Evaristo García. La recuerdo

siempre porque allí nací, y más, porque fui el pri-mer nacido apenas fue inaugurada. Mi madre se ganó un premio, además de las mejores atencio-nes, porque fue la primera parturienta que llegó a tener su hijo en esa sala. Ese día mi abuela Julia acompañó a mi padre, algo providencial, pues les tocó tomar una terrible decisión sobre la vida: o la de madre o la del niño. Ante la noticia del médico de que el parto estaba muy complica-do, venía de pie y con el cordón umbilical aho-gándome, el galeno les consultó cómo resolver el dilema. Mi abuela, según me contó mi padre muchos años después una tarde de brisas frente al mar de Puerto Colombia, un balneario cerca de Barranquilla, fue tajante en su respuesta: “Hay que salvar a la madre”. La sorpresa mayor para los dos después de una eterna espera, en la que se comprimieron todas las horas del mundo, fue cuando el médico salió sonriente al pasillo a dar la buena nueva de que se habían salvado madre e hijo. y sobre mí, según me contaba siempre mi madre, pronunció una frase que nunca he olvi-dado en los momentos difíciles que he tenido en la vida: “Si se salvó de esta, ese niño se salva de las que sean”.

ir al centro de Cali, desde el barrio Alameda,

montado en el bus Verde San Fernando era para mí todo un viaje, una fiesta y una felicidad. Mi madre me llevaba al almacén de telas de don Jorge Arabia en la calle 12. El turco, con amabi-lidad y zalamería, le bajaba todos los tubos de telas señalados por mi madre y con la pacien-cia milenaria de los vendedores entraba en el regateo de los precios. Al final, muchos tubos en desorden para unos pocos metros de venta. A mí me apenaba, pues pensaba que era dar-le mucha lora al pobre turco. Luego me lleva-ba a comer sándwiches de cordero en la “Casa da Troya”, situada en ese entonces al lado del puente Ortiz sobre el río Cali.

Otro de mis recuerdos infantiles más gratos son las procesiones de Semana Santa organiza-das por la iglesia del Perpetuo Socorro y su pá-rroco, el cascarrabias padre Arango. Me gustaba observar en las filas tras los velones los rostros de las muchachas de estos barrios populares, en su mayoría mulatas. A esta imagen se superponen las melodías de la música clásica en las emiso-ras de radio, así como los sermones del padre Alfonso Hurtado Galvis, el Santo Varón para su enorme audiencia popular. El tesón del padre Arango y sus férreas convicciones cristianas lo

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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llevaron a cautivar a toda una comunidad de los barrios Alameda, Bretaña, Colseguros, Junín, Guayaquil, que asistía fervorosamente a sus mi-sas y procesiones.

En mi calle, aún sin pavimentar, jugué los pri-meros picados de fútbol a inicios de los 60’s. Al mismo tiempo que inicié el aprendizaje de hincha alrededor del Deportivo Cali y los Dia-blos rojos del América. Las discusiones y los re-tos eran de nunca acabar entre los muchachos que ya habían tomado partido, muchas veces por la influencia de sus padres que los llevaban al Estadio Pascual Guerrero, en el barrio San Fernando, a unas 15 cuadras del Alameda. Asi-mismo aprendí a montar en bicicleta, con un joven varios años mayor, José Ramón Garcés, el maestro a imitar. Años más tarde sería una de las glorias del ciclismo colombiano. Ganó medalla de oro en 4000 metros pista en los juegos Pana-mericanos del 71, en el equipo que encabezaba el antioqueño “Cochise” Rodríguez. Lo encon-trábamos de tarde al frente de la bicicletería de don Segundo Segovia, señor al que recuerdo con gratitud porque en su casa vimos por pri-mera vez la televisión. íbamos todas las noches varios niños del barrio a ver la tele y su esposa,

doña Marta, nos brindaba galletas Saltines Noel untadas de mermelada Fruco con un vaso de ga-seosa Popular, Coca Cola o Manzana Postobón.

A la Loma de la Cruz, en el barrio San Cayeta-no, al lado de otro llamado San Antonio, íbamos en agosto, aprovechando los vientos del Pacífico, a elevar cometas que hacíamos con mi hermano en casa con la ayuda de mi madre. Comprába-mos la guadua para sacar las varillas bien delga-das, pita y papelillos de todos los colores. Luz Marina, una muchacha del Cauca que ayudaba en los oficios de la casa, nos hacía el engrudo a base de almidón de yuca que vendían en las tien-das. La cola la hacíamos de trapos viejos que mi madre nos ayudaba a cortar y que pegábamos a punta de nudos, uno atrás de otro. La madeja de piola que iba en un pedazo de palo era lo último que uníamos al cuadrante una vez terminada la cometa. La elevada era todo un arte y cuando lo lográbamos era la mayor dicha. La energía que pasaba a través de la piola por el jaloneo de la cometa corcoveando en el aire era una vibración que nos hacía sentir fuertes. Un descuido podía ser fatal, pues, o la cometa se caía o se enredaba o hasta se iba y casi nunca era posible recuperar-la. En el parque Alameda o en los prados cerca-

nos al colegio Santa Librada también elevábamos cometas, muchas veces con mi padre y unas pri-mas que vivían en el barrio cerca a la escuela La Gran Colombia, al lado de los Bomberos, donde hacían sus primeros grados de primaria.

Recuerdo a locos famosos de Cali que a veces deambulaban por el Alameda. Como Mi general, un negro avejentado que lucía toda su vestimen-ta militar y que exigía el saludo de su condición y daba órdenes a toda hora. Lo vi muchas veces en la esquina de mi calle con mucho miedo y curiosidad. El pintor Diego Pombo lo ha recreado para la memoria de las generaciones venideras. A Jovita Feijó, una loca genial que fuera la reina de Cali por varias décadas, la vi desfilar muchas veces por la calle 5 en los desfiles de reinas de diciembre, a sólo tres cuadras de mi casa. El fo-tógrafo Fernell Franco la retrató para la poste-ridad, al igual que el poeta Javier Tafur con su poemario Jovita. Cincuenta y dos sonetos y una

balada de amor para la reina, y en sus frescos Diego Pombo, además gestor de su estatua en el parque de Santa Librada, a una cuantas cuadras de mi calle natal.

Personajes de mi calle rescato a Barrilito, un gordito con bigote a lo Cantinflas, que lavaba ca-

rros en una de las esquinas del parque. A Doña Rosa, una negra caucana que hizo a sus hijos pro-fesionales vendiendo empanadas, champús, ma-sato, aborrajados, papas rellenas y bofe frito. Al señor Chávez, un mulato cartagenero que traba-jaba entrenando equipos de béisbol que patro-cinaban las empresas de gaseosas. Con él y sus lindas hijas asistí por primera vez al juego de la pelota caliente. A don Ramón, que vendía gasoli-na y petróleo a la vuelta de mi casa, el padre del ciclista. A don Emiro, un negro grandote de Bue-naventura que manejaba una furgoneta de Colta-baco. Al negro Salomón Rocha, compadre de mi padre, un minero que hizo plata vendiendo car-bón mineral a las empresas de la zona industrial de yumbo. A la señora Marta, que en el kínder del barrio me enseñó con la cartilla La alegría de

leer. y a mi tío Raúl, el más simpático de los 16 hermanos de mi padre, vendedor de perfumes, a su mujer, la gorda Beatriz, una cocinera insigne, y a sus tres hijos, Alicia y Lucero, las primas que me enseñaron a bailar, y Raulito, el patulecas, in-válido por polio desde muy pequeño, con el que hicimos toda clase de diabluras con los amiguitos de la cuadra.

Mis primeras películas las vi en el Teatro Ala-

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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meda, que estaba en un barrio contiguo, el San Bosco. Las salas de cine fueron mi atracción des-de mi infancia y luego en la adolescencia. Los teatros Aristi, Colón, Cid, Colombia, Cervantes, junto a los de barrios como el Alameda, Asturias, San Nicolás, Ángel, Maria Luisa y San Fernando fueron los escenarios donde hice mi periplo de pasión por el cine. A finales del bachillerato vino el punto más alto con en el Cineclub de Andrés Caicedo, en el San Fernando y su revista Ojo al

cine. ya había salido de mi vieja calle a una casa cercana y muy próxima al estadio Pascual Guerre-ro y al teatro donde funcionaba el cine-club que Andrés lideraba con Luis Ospina y Carlos Mayolo.

Ahora que recorro el barrio lo veo decadente, respirando pobreza, sin embargo, siento que de todas maneras he sido un afortunado por haber nacido en una de sus calles y en una ciudad como Cali, en la que he pasado buena parte de mi vida, que es para mí un destino indeclinable, el mío, el que me tocó y sobre el que siento placer de escribir. Cada que paso por él, ruta obligada para quien va del sur al centro de la ciudad, vuelvo al relato fundacional que tantas veces me contó mi madre y siento eso que los luso-brasileros nomi-nan como Saudades. y la verdad, estas líneas es-

tán hilvanadas con muchas saudades. Apenas son unas breves notas sobre mi estadía en estas calles que me vieron nacer, con los recuerdos que ellas me provocan, de la cuales salí en tantas direccio-nes a darle vueltas a muchas otras manzanas por este mundo.

Con tantos años de por medio, la calle 7 en-tre carreras 22 y 23, y mi casa con placa 22-91, todo su entorno y la memoria colectiva urdida por los años, bien que merece una aproximación mayor en esa batalla contra el olvido, en esa ba-rahúnda de pesares, alegrías y pensares que mo-vilizan nuestros cuerpos, algo inseparable de esas geografías urbanas que nos constituyen. Ahora sé que estas íntimas imágenes son la patria, la patria de la infancia que se apodera del corazón, / Que manchan para siempre el alma. / En esa patria… a contraluz / Vi a una muchacha desnuda, / y con el corazón a mil, / Viví mi primer deslumbramien-to, / Hoy mi eterno retorno, / Mi luz marina en el amor, / Amor de siempre, / De alma tibia, / Sin fin hasta la muerte.

Tarde parael fútbol

Por Orlando López Valencia

El disparo traspasó la barrera. Volé hacia el vér-tice izquierdo y me colgué del balón. Mien-

tras descendía escuchaba la ovación y una frase que nunca olvidaría: “Este pelao tapa mucho”. Me levanté de prisa y saqué largo. Cuando la pe-lota descendía, el árbitro pitó el final del parti-do. Todos se abalanzaron sobre mí y celebramos nuestro primer triunfo. El técnico del equipo rival se acercó y nos pidió la revancha. Días antes se había mostrado renuente a jugar contra nosotros porque su equipo ya estaba cotizado y el nues-tro apenas empezaba. Después del cinco a cero que le acabábamos de propinar tenía su orgullo herido. Una semana después nos puso un equipo que nos doblaba en talla y nos ganó. No nos sen-timos mal, Álvaro Arturo le hizo dos veces la bici-cleta al marcador derecho y el pequeño Víctor le quebró la cintura a los dos enormes centrales que todavía lo andan buscando. Era maravilloso, dos o tres jugadas prodigiosas bastaban para regresar a casa con la retina llena de belleza. y si bien nos dolía la pérdida de un partido, el arte estaba por encima de los resultados.

Todavía no habían construido la autopista Sur Oriental y toda esa enorme franja estaba llena de peladeros en los que jugábamos hasta que caía la

Darío Henao Restrepo

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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noche y ya no veíamos el balón. Mis hermanos y yo vivíamos en Santa Mónica Popular, pero per-tenecíamos de corazón al Veinte de Julio. Sólo bastaba atravesar la calle para estar allí todas las noches sentados en el andén del “Loco Ceballos” que de tanto en tanto salía a la puerta a pedirnos que abandonáramos su casa porque tenía que madrugar y el ruido que hacíamos no lo dejaba dormir. Entonces nos pasábamos al frente, a la casa de los Reyes, y hablábamos del colegio, de los profesores que nos caían mal y de virgo loco, una muchacha hermosa que atravesaba la cuadra como una gacela para ir a la tienda de la esqui-na y al regresar contoneaba despacio las caderas, nos miraba con picardía y nos dejaba prisioneros de su tumbao. Con el tiempo descubriríamos que todos probamos sus besos detrás de la fábrica de baldosas donde, en las noches, uno a uno éra-mos citados. Me parece verla saltando entre los matorrales cuando su hermano gritaba a lo lejos: Daneryyyyyyyy.

Una vez descubierto el secreto, Héctor fue el gran damnificado, estaba enamorado y le habían hecho creer que era el único. Daba pena verlo como un alce luciendo su cornamenta, pero el tiempo fue benévolo con él, estábamos descu-

briendo el mundo y cada nuevo suceso superaba el anterior.

Fue en una de esas noches que tuvimos la idea de crear un equipo. Mi hermano Gerardo, que había estudiado sastrería en el Sena, se ofre-ció para hacer las camisetas. Compró un retal de cretona, una tela barata que se usaba para hacer cortinas, y una semana después teníamos el uni-forme. Era azul celeste y decidimos bautizarnos como “Expreso Azul”. Las pantalonetas y las me-dias eran dispares y los que carecíamos de guayos jugábamos con tenis. No teníamos entrenador, simplemente jugábamos con lo que se aprendía en el estadio, o los que no teníamos la posibilidad de ir lo hacíamos a través de la radio. Vivíamos con emoción cada relato. Los narradores eran tan hábiles que le imprimían un ritmo endemoniado a los partidos y los describían con rigor: “La re-cibe Montanini, elude a uno, dos, tres, cuatro, cinco…”, y todos nos imaginábamos ese zigzag maravilloso que luego tratábamos de imitar en las recochas del barrio. La radio fue nuestra primera escuela de fútbol y a ella le debemos en parte nuestro saber.

yo fui portero porque siempre me gustó esa mezcla entre héroe y villano. Quería emular al

“indio Montaño”, que volaba de palo a palo, y las hazañas de Amadeo Carrizo, que se paraba en la barrera y dejaba el arco solo en un acto temerario, sólo comparable a saltar del trapecio sin protección.

En mi familia todos eran hinchas del Cali. Sólo mi abuela y yo éramos americanos. Esa afinidad hizo que sintiera preferencia por mí y cuando perdía nuestro equipo formábamos un frente común para defendernos de las bromas de nuestros adversarios. Mi abuela después de la reyerta descolgaba el cuadro del equipo y lo colocaba bocabajo sobre la mesa de noche. “Pe-rros haraganes”, decía y fumaba su tabaco senta-da en una vieja silla de mimbre. Ella no entendía que el fútbol era una obra de arte, una puesta en escena en donde el número de malabares, de atajadas, de paredes, eran lo más importante porque esa era la ganancia. Si no había filigrana todos perdíamos.

Para entonces, el “Expreso Azul” ya era famo-so en los barrios vecinos y don Francisco, el papá del “Negro Chucho”, que jugaba de puntero iz-quierdo, había tomado las riendas del equipo. Nos inscribía en torneos y a cambio de una char-la técnica lo único que hacía era armar la alinea-

ción. Al final del partido recogía los uniformes y los llevaba a lavar.

Cuando empezaron a construir la Autopis-ta Sur las canchas empezaron a desaparecer, y mientras la academia radial nos nutría con las maravillas del Barby Ortiz y Mario Desiderio, no-sotros no teníamos dónde practicar. Estábamos relegados al goce estético que nos producían los narradores y los comentaristas. éramos un equi-po silvestre que en la medida que fuimos cre-ciendo, desapareció.

Había llegado a nuestras vidas la música y el baile. En seguida de mi casa los Reyes habían construido un grill que se llamaba “Los tres re-yes”, pero que terminó llamándose “La cueva del humo” porque la mayoría de los clientes eran negros. Nos sentábamos en el antejardín a ver cómo los bailarines antes de entrar hacían fintas y visajes con sus zapatos blancos.

A veces nos asomábamos por las rendijas de una enorme puerta metálica y quedábamos fasci-nados por las luces. “Ha llegado el tumbaito”, de Nelson y sus estrellas, sonaba en los enormes par-lantes, y nosotros afuera tratábamos de imitar los pasos. Durante muchos años me dormí escuchan-do a los Lebrón, a Nacho Sanabria y Los Blanco

Orlando López Valencia

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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de Venezuela. También, a veces, nos despertaba la algarabía de los tropeles y la voz melancólica de algún negrito que decía: “Pero pa’qué se tiran la fiestica”.

Años más tarde, cuando pude entrar a “La Cueva”, borré la distancia que me separaba del anhelo. Bailé con una mujer que estaba en la ba-rra y sentí temor de hacer el ridículo entre tanto bailarín.

“Fresco, pelao, le está pegando bien”, dijo, advirtiendo mi timidez.

A orillas de la autopista los barrios crecían como si se nutrieran de ese largo y ancho río de asfalto y nosotros los recorríamos a veces con te-mor y otras con la confianza de tener un amigo que era como decir un puerto seguro.

Cuando tuve mi primer salario lo primero que hice fue ir al estadio. Me fui a pie por la Auto-pista y a la altura del barrio Champagnat giré a la derecha. Sentí lo que era cambiar de estrato. Cada fachada era el doble de las nuestras. La ar-quitectura tendía a la uniformidad en tanto que en nuestras casas cada uno hacía lo que le venía en gana. Fachadas en granito con adornos irregu-lares en los bordes de las ventanas, otras sin re-pellar o con rejas de seguridad, pero lo que más

marcaba la diferencia eran las calles pavimenta-das y el silencio. Nuestros barrios, en compara-ción, eran pequeñas aldeas con dos parlantes en cada esquina que terminaban la semana a golpe de timbal y aguardiente a pico de botella.

Creo que fui el primero en entrar. Me acomodé en oriental segundo piso y me hice en la primera fila contra la baranda. Cuando salieron los equipos hubo un ruido ensordecedor. Todos saltaban y yo, que era hincha de radio, no me atrevía a tomar partido, me limité a gozar con los colores y el jol-gorio de la gradería. Cuando empezó el partido me pareció que era en cámara lenta. Acostumbra-do al ritmo vertiginoso de los narradores esto era una obra apática y sin sentido. Noté entonces que la mayoría del público tenía radios pegados a sus orejas. Era una suerte de estimulante que acelera-ba los sentidos y hacía que todos hallaran un equi-librio entre lo real y lo imaginario. No hubo una sola jugada memorable. Entonces me sentí enga-ñado. Era mucho mejor el “Expreso Azul”.

Cuando llegué a casa, encendí la radio y escu-ché comentarios que no correspondían a lo que había visto y me pregunté si mi formación radial era la que me impedía establecer un nexo con la realidad.

Volví el domingo siguiente y ocurrió lo mismo, con el agravante de un hincha que se me sentó al lado y ofició de técnico. “yo sacaría al central”. “¿No te parece que debería armar un cuatro-tres-tres?”. y yo, que siempre había visto el fútbol como una obra de arte, no me podía concentrar. Buscaba la belleza en esa figura táctica y sólo po-día ver un manojo de hombres que devolvían el balón como si estuviera caliente y un arquero que nunca voló ni agarró el balón como lo hacía el “indio” Montaño. Desde ese día no volví al esta-dio. Cambié de emisora y me dediqué al amor y al estudio. Mi abuela ya muy anciana me decía: “No sufra, mijo, por esos perros”. Pero si la pa-sión es legítima no se apaga fácilmente. Cuando la televisión comenzó a transmitir fútbol extranjero me encontré con una paradoja: los partidos eran a un ritmo endemoniado y los narradores eran parcos. Gritaban gol brevemente y no el sostenido goooooooooooool nuestro que dura una eterni-dad. Ante este fenómeno rítmico decidí escuchar música clásica mientras veía el partido. No era un conocedor de este género pero me creaba la sen-sación más nítida de que me hallaba frente a una obra de teatro donde el único argumento válido era el fútbol. Si el partido era rudo y sin goles, era

una obra fracasada, y si por el contrario había di-vertimento y goles, había valido la pena.

“Qué jartera”, decía mi novia, “¿no tienes otro programa que no sea perseguir un balón?”.

“Me gusta”, Rosa, “como a ti te gustan las novelas”.

“Cómo se te ocurre comparar el drama hu-mano con una manada de hombres dándole pa-tadas a un balón”.

“Pensándolo bien se parecen. Cada partido es un capítulo de la gran final. Hay buenos y malos y al final el bueno es el que goza”.

“No te entiendo. Te quejas de que ya el fút-bol no es como antes y sin embargo no hay do-mingo que no te sientes a ver dos y tres partidos. yo quiero salir a pasear, ir al cine. Por última vez te lo digo, si no cambias voy a salir sola”.

Pensé en las palabras de Rosa y no pude me-nos que darle la razón. Empezamos a salir de paseo pero en cada sitio que veía un televisor me detenía con algún pretexto y terminábamos viendo un partido. Quizá siempre he guardado la esperanza de ver lo que la radio me mostró.

“Rosa, amor mío, me gustaría enseñarte a ver el fútbol. Antes era un juego, ahora es una es-trategia. imagínate que es una telenovela y que

Orlando López Valencia

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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el equipo chico es el que sufre durante muchos años tratando de alcanzar su sueño y cuando está a punto de alcanzarlo llega el árbitro y le mete la mano al partido y todo vuelve a comen-zar, hasta que un día lo logra y todo es felicidad. ¿No te parece bonito?”.

“No, Orlando, no me parece. Quiero que en-tiendas una cosa: yo no me opongo a que lo veas, sólo quiero que entiendas que la relación nuestra también necesita tiempo. No sé de dónde lo vas a sacar, pero lo necesito”.

“Está bien, Rosa, lo estoy intentando”.Con esfuerzo dejé de lado el fútbol durante

tres largos meses, y mi novia se sentía a gusto. yo, en cambio, tengo alergia a las telenovelas, no obstante traté de meterme en ese mundo sórdido de venganzas y traiciones, y cuando la rutina vol-vió a posarse sobre nuestra vida empecé a ojear revistas deportivas y volví al fútbol con más ím-petu. Entonces Rosa decidió terminar la relación.

Solo, sin compromiso, todo se llenó de fútbol. Llegué a contemplar la posibilidad de volver a ju-gar y decidí aceptar la invitación que me habían hecho para integrar el equipo del colegio en el que trabajaba.

La tarde era soleada. No había mucho público pero sí mucho entusiasmo. Saqué del maletín el viejo buzo negro que conservaba intacto con un número 1 grande en la espalda. Me cambié y me puse los guantes. Estaba tan emocionado que no pensé en calentar. Mis compañeros me palmotea-ban en la espalda y me decían: “Bien, viejo O”.

En el sorteo elegimos el arco sur. El área de las dieciséis con cincuenta estaba pelada, sin cés-ped. Tracé con el guayo una línea en el centro y coloqué la toalla detrás del palo izquierdo.

El partido se jugaba en el centro del campo. Había mucha marca y trataba de dirigirlos gritan-do que abrieran la cancha. En una falla de nues-tro volante de contención el diez le ganó la espal-da y lanzó un pase como con la mano al punta que avanzaba por la izquierda. El balón le quedó justo para su perfil y lanzó un zapatazo hacia el vértice izquierdo. Me lancé y me colgué del ba-lón. Mientras caía escuché la ovación y me pare-ció volver a escuchar: “Ese pelao tapa mucho”. Al contacto con la tierra, mi espalda crujió. Hacien-do un gran esfuerzo me puse en pie y despejé con la mano. Le pedí el cambio al técnico y me dijo: “Qué pasa, viejo O, después de semejante atajada no nos vas a dejar iniciados”.

El elogio me llenó de ánimo y decidí conti-nuar. Diez minutos después lanzaron un tiro so-bre el horizontal. Salté y con la yema de los de-dos lo saqué al tiro de esquina. Cuando caí no pude volver a moverme. No sentía las piernas. Un dolor intenso me recorría la espalda mientras mis compañeros trataban de levantarme en una camilla improvisada. Recordé a Rosa, por mi ca-beza pasaron como en un filme los dos años de nuestra relación, tuve el impulso de hacerla lla-mar, pero me arrepentí. Me habían dicho que la habían visto con otro man en el estadio.

“Levante la pierna derecha”, dijo un médico, horas más tarde, parado frente a la camilla.

“No puedo”.“Levante la izquierda”.“Tampoco puedo”.“¿Cuánto hace que no jugaba?”.“Diez años, tal vez...”.Me trasladaron a la sala de rayos X, me toma-

ron tres placas y luego me llevaron a la casa en una ambulancia.

Mientras me debatía en la incertidumbre de volver a caminar, los compañeros del equipo trataban de consolarme diciendo que entre el público había un señor que decía que yo volaba

como el “indio” Montaño.Me causó gracia el comentario, pero entendí

que ya era tarde para el fútbol.

Orlando López Valencia

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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La casa de la virgen

Por Julián Malatesta

Barrio GuayaquilCarrera 18ª calle 13

yo me crié en un barrio sano, en una calle modesta pero respetable, con una tienda en

la esquina donde nos fiaban y donde mi padre decía sus poemas a los cuatro vientos, mientras era aplaudido por sus amigos, ebrios de aguar-diente y de conversación. Debo decir que este hombre celebrado en la esquina solía convertir el barrio en un estrambótico auditorio, en esas abúlicas tardes de sencilla bohemia. y así nos educó, diciendo la palabra en voz alta. Hay cierta altanería en este credo, una soberbia de tribu que desde entonces nos distingue. En la escuela, en esos días en que se izaba la bande-ra, decía poemas a la patria que mi padre urdía en endecasílabos y afilaba con sátiras políticas. Los profesores inquietos me interrogaban sobre otros poetas, quizá menos ofensivos, pero siem-pre los planté: “Sólo sé los de mi padre”, les de-cía. Tiempo después fui acogido por mis amigos que empezaban a perseguir a las muchachas del barrio y requerían mis servicios para decirles la palabra dulce que les abriera la puerta de su co-razón. Las cartas celebraban el súbito despertar

Foto Pedro Alcántara

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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de mujeres y entonces: eres bella y desconocida

como el alba; tus cabellos son los rubios rayos de

la tarde, las crenchas olorosas a menta que te ha

donado la noche; tus ojos las puertas del miste-

rio, lagos donde naufragan las estrellas; tus labios

el columpio donde quiero que esté mi nombre… Todas esas cosas decíamos y las muchachas ar-dían en un fuego desconocido. Así empezó mi militancia en la cofradía de los poetas.

Sólo alteraba nuestro goce la inspección de policía situada al frente de la tienda. Mantenía en ejercicio de tiempo completo un grupo de gendarmes, ágiles en la maroma del decomiso del balón y expertos en el garrote. Las pocas veces que estos enemigos de nuestra fiesta ce-lebraban con alborozo el rapto de la pelota, to-dos los muchachos emprendíamos las primeras estratagemas de la conspiración, tirábamos una moneda al aire y así escogíamos al audaz que debía penetrar la custodiada oficina y recuperar nuestro esférico. Con quiebre de cintura, rápi-da agachada, una buena porción de camonina

y amague, entrábamos al infierno, y los can-cerberos de cuatro, cinco y hasta diez cabezas se estrellaban entre ellos, se mordían de cólera mientras la muchachada corría llena de gozo,

arrojando la pelota al uno, al otro, al de más allá, y le daba la vuelta a la manzana, midiendo, calculando, sopesando con malicia la persecu-ción, o se refugiaba, cuadras más arriba, en esos callejones de “Pueblo e lata”, llenos de fábula y temidos por la policía. Callejones oscuros habi-tados por nobles ladrones que pese a su oficio respetaban la zona. Cuando uno es muchacho esta oscuridad seduce, contagia su fuerza de mi-lagro, posee luz, tiene el misterio de la revela-ción. En esa oscuridad habita una cara del mun-do con saberes discretos, apacibles y peligrosos.

El Guayaquil era sano, con decirles que al frente de mi casa había un pequeño edificio de apartamentos, y la señora María, su dueña, los ofrecía en alquiler. En ellos vivían toda clase de personas con rutinas y ocupaciones diver-sas, algunas duraban años, otras iban de paso y de ellas no se volvía a saber. Doña María había instalado un pequeño jugadero de sapo donde vendía trago y empanadas. Sus clientes eran los trabajadores de las Empresas Municipales que alternaban las argollas del juego con los temas de la política, del sindicato y de las mujeres. En el lugar aparecieron unas señoras rollizas que bebían con los trabajadores, bailaban en los

descansos de las apuestas y eran palmoteadas frecuentemente en las nalgas sin que pusieran el menor reparo. Estas señoras vivían en el edificio y sólo estaban disponibles en su tarea a la hora que abrían el negocio. yo me hice amigo de los jugadores, aprendí las mañas de las apuestas y empecé mis discusiones políticas sobre el desti-no de la clase obrera. Mi padre me había puesto al tanto de estas luchas, me había enseñado el sentido de lo justo. Así que con mis argumen-tos solía granjearme la simpatía de los operarios que, poco a poco, me hacían su confidente. Las señoras, con gestos maternos, acariciaban mi cabello, me abrazaban o me pellizcaban jocosas el mentón y se reían burlonas de mis sorprendi-das miradas cuando eran tocadas en sus abulta-dos traseros o algún borracho intentaba sacarles el sostén por el sobaco. Así terminé haciéndoles los mandados, en mi casa me enseñaron a ser servicial, y yo iba al centro, al Calvario, a com-prar la masa de las empanadas en “Molinos San-tarrita” o a la farmacia “La Favorita” a comprar el jabón Neko número dos que las señoras me encargaban. Aunque no veía nada malo en estas solicitudes, me cuidaba de que llegara a saberse en mi casa. Pienso que intuía cierto pudor con

lo que fuera a decir mi mamá o con la opinión de mis hermanas.

Tenía doce años cuando conocí la magia. Se sorprenderán si les digo que mi barrio tenía su bruja, como debe tenerla un barrio respetable. Una cuadra más abajo de mi calle apareció una muchacha de mi edad, tenía nombre de virgen -no lo revelo por superstición, aún creo en el milagro-, y yo la vi y ella me miró, y aunque uno todavía no sabe cómo es la cosa, digo, el tejemaneje ese del amor, allí estaba su primera chispa y eso es como una candelita que quema sin que se note y le cambia a uno el caminado y lo pone a mirar de frente con fuerza de hombre. yo sentí que me crecían los hombros, el pecho se me hinchaba y mi mirada era alta, altanera, y empecé a alistarme para merodear esa casa. Enseguida vivían los Cambindo, una familia de negros. La mamá era del Chocó y ejercía el tra-bajo de contrabandista. Con muy poco capital traía bisuterías de Maicao. Ella me enseñó el ne-gocio del contrabando, con ella fui varias veces de viaje y con ella aprendí el modo de burlar las aduanas, las argucias para salvar la mercadería.

Mi amigo Eduardo Cambindo me hizo entrar a la casa de la virgen y empezamos a compartir

Julián Malatesta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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sus juegos, el de la pelota contra la pared: O a sin moverme, sin hablar, sin reírme… Las ma-

nos que se chocan veloces al ritmo del estribillo:

Zumba nely nely tamba. Zumba zah zah zah, me-

catimba ya, charalun balá, zumba zah zah zah… los caminos que no se tocan en la hoja de papel y se dibujan tras el sitio indicado por su propio número, los lápices que se retiran uno por uno sin mover a los otros, los zorros que se obstinan en evadir las trampas y acosos de las gallinas, el palito en boca, estatua, rayuela, el coclí coclí a

que no te vi… y agotábamos la casona, de aquí allá, por los recovecos, escondiéndonos en los cuartos, resbalando en los decorados arabescos de los mosaicos, que iban a darse de frente, un poco más allá de la alberca, con el pedazo de tierra desnudo, poblado de macetas, tablas mor-didas por la intemperie, hierros oxidados, tre-bejos en los que aún podría reconocerse una remota distinción, entrañables objetos que al-guna vez pertenecieron al doméstico mundo de la utilidad. En ese suelo resaltaban recipientes de diversos materiales y extravagantes colores, donde se habían sembrado en desorden las ma-tas y un árbol frutal ejercía como rey en medio de las flores y del abandono. Su tronco servía

para tender los alambres donde se secaban las sábanas y se colgaban en pública subasta los se-cretos íntimos de la casa. Nuestros juegos eran de niñas y los practicábamos a espaldas de la ga-

llada. Que no se supiera de nuestras andanzas, pues nadie podría cargar con el señalamiento y la sorna de nuestros amigos.

Permanecíamos allí muchas horas, y allí al-morzábamos y comíamos. La mamá nos cogió confianza y sólo nos despachaba de sus predios cuando llegaba su marido. Era un señor que ca-minaba torpe, surumbático, pidiéndole permiso a las ventanas, dándose con las salientes de las paredes, haciendo equilibrio en los sardineles, tropezando con tarros y piedras en la calle. Usa-ba gruesas gafas de carey con vidrios verdes os-curos, ocultándole los ojos. Los muchachos le pusieron el apodo de Clark Kent. Bueno, cuan-do Clark llegaba, nosotros debíamos irnos y eso nos parecía muy raro. Lo cierto es que la vieja tenía calculada la hora de la llegada de su hom-bre, para ese momento ya se había esparcido el rubor, los polvos de cuerpo, untado las cremas y frotado de abajo hacia arriba, como si fuera un linimento, el Kariakito morado, perfume para la buena suerte que le vendía la mamá de los

Cambindo. Con esos afeites, adobos y unturas se encerraba con él.

Siempre nos inquietó saber qué pasaba con la virgen, para dónde se iba ella. Pero la casa era grande y nosotros entendimos que la mamá la encerraba en su cuarto y dejaba el resto del caserón para su servicio. Un día oímos unos quejidos alarmantes, acompañados de reniegos y súplicas y entonces nos trepamos al zarzo y vi-mos a la vieja totalmente desnuda, extrañamen-te colgada del pequeño arbusto de guayaba que se erguía en el solar, y a Clark Kent, como una bestia mitológica, a horcajadas sobre ella, arran-cándole gemidos y maldiciones. La escena era asombrosa, pues a nosotros no nos preocuparon las nalgas arrugadas de la vieja, ni el cuerpo re-torcido por la posición que exhibía su verdugo, como si saber que esas cosas ocurrían en todas las edades, y que esos cuerpos acicateados por una extraña fuerza presentaban alardes de ju-ventud.

Para quien ha vivido en un barrio sano, esta imagen es imborrable, lo define como un ba-rrio corriente, donde lo que acontece es natural como los días de lluvia o los días de la canícu-la, cuando los soles duermen en las aceras y el

barrio cae en una modorra de la que es muy difícil reponerse. En una de esas horas entré a la casa de la virgen, pregunté por ella y su mamá me explicó que había salido de viaje a visitar unos parientes en el Cauca. “Pero ya que estás aquí”, agregó, “comprame unos tabacos en la tienda”. “¿Cuántos?”, respondí. “Un paquete”, dijo ella. y así fui a donde don Germán, a la tienda de la esquina, y compré el pedido. Cuan-do volví, la vieja se había acomodado detrás de la cocina con unas amigas que yo no había vis-to, fumaban sendos cigarros de tabaco, mientras pronunciaban extrañas palabras que no se des-prendían de los labios, que se colgaban en esas bocas, haciendo malabares con la saliva, o que eran bruscamente escupidas, acompañadas de un claro, sonoro y crudo improperio. ¿Conse-guiste el encargo?, preguntó ella, arrojando una bocanada de humo que ya casi le hacía saltar los ojos de las cuencas. Le pasé el envoltorio. “Siquiera llegaste”, dijo otra, “pues estábamos en un número par y así no funciona el hechizo”. La mamá de la virgen la miró como mandándo-la a callar, pues yo de eso no sabía nada y era mejor mantener la discreción en un barrio tan sano como este. “yo creí que el muchacho era

Julián Malatesta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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un iniciado”, dijo riendo la reprendida. “él tiene aptitudes”, dijo la vieja celebrando la ocurrencia de su amiga. Busqué un rincón donde hacerme y desde allí empezó mi conocimiento.

Cuando me enviaban a comprar los tabacos y don Germán no tenía, entonces me devolvía y arrimaba a la otra esquina, donde el viejito payanés que se creía un aristócrata, o le daba media vuelta a la manzana y los buscaba donde don Neftalí, famoso en el barrio por sus enreda-das cuentas a lápiz y la desvergonzada clavija. A veces me tocaba ir más lejos, al granero “El Aho-rro”, donde el arroz y los fríjoles se vendían con pala y aún no se conocían los procedimientos mercantiles del auto servicio, como habría de ocurrir unos años después. En las tiendas nun-ca solicitaba tabacos, siempre pedía un paquete de horóscopos. Tal ocurrencia me la celebra-ban suspicaces los tenderos. Así el vecindario se fue enterando de lo que acontecía, y eso lle-gó a oídos de la mamá de los Cambindo, que desde entonces, cada vez que volvíamos de las jugarretas en la casa de la virgen, nos hacía zu-mos de zarzaparrilla dizque para limpiarnos del montón de porquerías que nos tragábamos en esa casa. De ese modo consumíamos sin temor

lo que nos ofrecía la virgen o su mamá, y en la noche bebíamos la contra que nos preparaba la señora Cambindo.

El tabaco marea, no hay cabeza que pueda sobrevivir a las náuseas producidas por un ritual donde se consumen uno, tres, cinco, siete ciga-rros y en números impares sucesivamente, hasta encontrar en la colilla o en el mismo tabaco la prueba de que está surtiendo el efecto. Si la víc-tima se pone los pantaloncillos o los calzones al revés, hay que fumarlo al revés; si tiene anillo de oro, se fuma con el sello; si carga un limón en cruz, entonces se amarran con hilo negro dos tabacos en forma de cruz y lo fuman dos personas de modo simultáneo; si se sabe que lleva un ajo macho como amuleto, se frotan los tabacos con tres ajos machos macerados, esta operación requiere un mínimo de siete cigarros. La ceniza advierte la dificultad, señala el pro-cedimiento a seguir, anuncia el acontecimiento, hay que leerla como quien desdobla una carta, en sus pliegues hay saludos, augurios de buena o mala fortuna, duras recriminaciones, piadosos consejos y siempre culmina con un ofrecimien-to. La pavesa tiene sus propios caracteres, posee su grafía y el seguimiento adecuado de esa sinta-

xis de fábula, define la acertada lectura. En una ocasión habían llegado al último puro sin obte-ner un indicio positivo y estrellaban la colilla, el babeado chicote, contra el suelo, hijueputián-dolo con tanta convicción, que en una de esas el pedacito del puro quedó parado en vilo ante los ojos de las sorprendidas fumadoras, quienes empezaron a correr y con toallas abanicaban el aire y escondían los vestigios de la ceremonia y se decían entre sí: “ya viene, ya va a llegar, que no se entere porque nos mata”. Se hallaban en plena batahola cuando tocaron a la puerta, la mamá y la virgen corrieron hacia la sala y le abrieron al visitante. Ah sorpresa, era Clark Kent, más surumbático que antes, entró agitado, con zozobra y pidió un vaso de agua. Se lo negaron. “Esperate unos minutos, desacalorate, frenale al desespero, te damos un jugo que es de más pro-vecho, metele sosiego a la vida”, decían, y así lo entretuvieron hasta que Clark se tranquilizó. La virgen era quien más tenía poder de persua-sión y sus palabras me sonaban repetidas, con esa retahíla me ofreció muchas veces confites, galletas y refrescos. Uno mismo no puede saber cómo anda, cómo babea o tambalea las esqui-nas, cómo explicarse los vahídos y la falta de

aire cuando cruza la calle, pero yo confiaba en la zarzaparrilla y eso me mantenía a cubierto. Supe unos días después, por una confidencia de una de las consultantes, que lo único que vence el poder del tabaco es el agua porque elimina la ansiedad.

Me preocupaba, por así decirlo, la tecnolo-gía. Era angustioso ver a estas señoras al borde de las náuseas pronunciando oraciones que a veces no surtían efecto por la mala dicción, las palabras se les enredaban en la lengua o salta-ban en una burbuja de saliva, aire y silbidos que hacía imposible saber lo que decían. La virgen y yo nos cogíamos las manos y cruzábamos los pies por pura desesperación y con eso nos ga-nábamos los insultos de las mujeres que veían como se les apagaban los puchos. Pues dicen que si alguien se cruza, hasta allí llega el hechi-zo, la pavesa se oculta, el tabaco no habla. Un día hurté de mi casa un pequeño tarro de plás-tico donde venía la laca que mis hermanas usa-ban para el cabello. La boca tenía el diámetro exacto del grosor del tabaco y era susceptible de presionar y aflojar sucesivamente del mismo modo como aspira el fumador. Llevé mi inven-to y descubrimiento ante la vieja, e inmediata-

Julián Malatesta

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mente lo puso a prueba con tan buen éxito que ahora sus amigas se ufanaban de su destreza y ostentaban con orgullo el instrumento.

Un día que había llovido, jugábamos a las adivinanzas con la virgen, cuando de pronto la mamá le pegó un grito a Clark Kent y lo conmi-nó a que la acompañara al solar. El viejo todo lo hacía de mala gana, refunfuñando. Entonces ella lo llevó hasta el palo de guayabas, le mostró una orquídea recién florecida colgada de una maceta en el mismo árbol, le conversó sobre sus recuerdos de aquel lugar y luego lo dejó ir tran-quilo a acomodarse en el sofá de la sala. Acto seguido la observé coger un barretón y una pala y haciendo un cuadrado en la tierra donde se había parado el marido, con mucha maña le-vantó la huella y fue a esconderla en la coci-na. Pregunté de qué se trataba y dijo que era el modo de recoger los pasos para que ese viejo pendejo no se volara.

Las cosas con la virgen progresaban sin pala-bras. Cuando nos cogíamos las manos sentíamos correr una cosa distinta a la sangre pero que era nuestra, nos mirábamos y evadíamos el énfasis con una sonrisa. Entonces ella optó por desnu-darse, un día se quitó la blusa para mostrarme

un brassier color fucsia enviado por una herma-na desde los Estados Unidos, luego se quitó la falda y me mostró unos calzones pequeñitos del mismo tono. yo permanecía en el filo de la cama atrapado por el espectáculo pero sin moverme. Desfiló con ademanes de modelo y le observé las pequeñas nalgas como dos lunas menguan-tes que se miran, sus piernas en compás, talla-das por la luz, moldeadas con el carboncillo de la sombra, desafiantes ante el hipotético jurado. Se hacía en el vano de la puerta como evitan-do mi huida, pero al mismo tiempo fisgonean-do que nadie viniera a perturbar el desfile. Se acercó a mí, acezante, con los labios húmedos, brevemente abiertos como si una pequeña pa-labra se hubiera detenido entre ellos y se negara a dejar oír su afán, su propósito de mundo. Era un jardín que despierta en el alba y esparce su perfume, un olor a frutas invadiendo de impro-viso la habitación, dicen, los que saben, que así se manifiestan los ángeles. Con la respiración al-terada y sus ojos brillantes, intensos, se retiró el sostén y puso un seno junto a mi boca y luego con suave movimiento acercó el otro. Se con-toneaba acompasadamente como si escuchara una melodía lejana, sus pezones golpeaban in-

sistentes en mis labios. No puedo asegurar qué iba a suceder, en mi cabeza había desorden, más cuando intentaba abrir la boca, el grito de su mamá la hizo correr y colocarse, a la ligera, una blusa. La vieja entró y escrutó como una fe-lina toda la habitación, luego me miró con intri-ga. “¿ya te mostró el biquini?, preguntó. yo sólo moví la cabeza.

La virgen me invitó al lavadero, tenía que re-coger una ropa. Del tanque tomó un caldero y me roció con agua. “Para que te sosegués”, dijo. yo hice lo mismo, le aventé agua hasta desnu-darla de nuevo y volver a ver sus prodigiosos pe-zones ahora temblando debajo de la tela, iner-mes, sin cautela, vulnerables al asalto. El juego continuó largo rato, y yo tenía su cuerpo todo agitado, deseoso pero inocente, ansioso de per-derse en la caricia y al mismo tiempo huidizo. Cuando su mamá vio el pantano que habíamos hecho, llamó en secreto a su hija y como si hu-bieran pactado un nuevo juego dijeron: “Vení, Julián, ¿ya viste las matitas que florecieron?”. “Desde aquí las diviso bien”, contesté, y no me moví de la baldosa.

Julián Malatesta

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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La colina de San Antonio

Por Fabio Martínez

Barrio San Antonio Carrera 12 No. 2-45 Oeste

Nací en la colina de San Antonio. En una casa blanca de ventanas y zócalos verdes. La casa

tenía una cocina, nueve piezas y un patio inte-rior, donde yo vivía en compañía de mis abuelos maternos, mi madre y siete tías.

Don Agustín Martínez Sanabria, mi abuelo materno, perteneció a una familia de tipógrafos que fueron pioneros en la industria editorial de Cali. Mi tío Francisco tuvo la famosa imprenta Martínez, ubicada en plena olla de la ciudad (carrera 9ª con 16) y mi abuelo trabajó durante muchos años en la imprenta Bolivariana, pro-piedad del padre Alfonso Zawadski, que esta-ba ubicada en la carrera Cuarta, del barrio San Antonio, contigua a la casa donde Jorge isaacs escribió el último capítulo de su novela María.

Si alguien me pregunta por mis influencias literarias, debo afirmar que ellas tienen su ori-gen en aquella casa donde compartía con mis abuelos maternos y mis siete tías.

Mi abuelo era un lector que tenía una biblio-teca clásica y llevaba a la casa cuanto libro o revista se imprimía en la imprenta. En medio de

Foto Édgar Collazos - Barrio San Antonio

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un país religioso y conservador, era un hombre que se destacaba por sus ideales liberales. Fue él quien me enseñó a leer y escribir a la edad de cin-co años, y a conocer algunos autores como Ale-jandro Dumas, Gabriela Mistral y Ruben Darío. Escritores que, si bien es cierto no comprendía en aquellos años, dejaron un eco imborrable en mi memoria.

Don Agustín tenía los sábados en la tarde, con sus amigos, una tertulia literaria, donde leían poesía en voz alta y se la pasaban, al calor de un aguardiente, hablando de literatura. Re-cuerdo a don Luis Chicaiza, que tenía una voz grave y profunda y era un excelente contador de historias. Aquella voz de don Luis me persiguió durante toda la vida. Cuando llegué a la adoles-cencia y tuve que decidir mi carrera profesional, dije -no sin cierta ingenuidad- que quería ser es-critor. En la universidad no se enseña a escribir; se enseña ingeniería, medicina o derecho. Con-testó mi madre.

Mi infancia transcurrió feliz entre libros, esco-tes y los ligueros de mis tías, que siempre, cuando estaban acicalándose ante el espejo para ir a un baile o ir a tirar paso al “Séptimo cielo”, me pe-dían que las ayudara a vestirse. “Tía, ¿para dónde

va?”, preguntaba atónito mientras les colaboraba a subir un cierre o poner un liguero; ellas, jóve-nes, bellas y seductoras, respondían: “Mijo, voy pa’ vieja”.

Con su pasito tun-tun, mis tías se despedían de besito en la mejilla y se alejaban dejando el eco de sus tacones resonando en toda la casa.

La colina de San Antonio era perpendicular y todos los años reverdecía como el amor de los adolescentes. Los sábados en la tarde, la colina se convertía en una cancha de fútbol donde las galladas del barrio se reunían a jugar. La cancha era vertical. El lado de cada cancha se sorteaba con una moneda. El equipo que ganaba el cenit siempre llevaba la ventaja sobre su contendor, pues cuando el delantero se acercaba a la valla imaginaria, sólo le era necesario dar un taquito a la pelota para meterla en la portería. La bola traspasaba la zona de gol y descendiendo por la carrera Quinta, llegaba hasta la plaza de don Joaquín de Caycedo y Cuero. Mientras el “reco-gebolas” bajaba hasta el centro de la ciudad y recuperaba la pelota, el partido se suspendía. El equipo que le tocaba el lado inferior de la colina era el que más sufría pues para marcar un gol siempre tenía que desafiar la ley de gravedad.

Cuando no había fútbol, jugábamos al co-clí-coclí, un rito de la infancia que consistía en que un niño, abrazado a un arbusto, se tapa-ba los ojos con sus manos mientras los otros se iban a esconder. “Coclí-coclí, al que lo vi lo vi, al que está detrás de mí, no juego más”, cantaba el niño; apenas terminaba la canción, salía a buscar a sus compañeros de juego.

En la colina, experimentamos nuestros prime-ros amores y nuestros primeros sufrimientos. En la noche, el cielo en la colina de San Antonio es de color azul cobalto y está lleno de estrellas. Allí, después de una jornada sudada, nos sentábamos en un banco de cemento a contemplar la ciudad y el valle del mundo.

Mi morada estaba situada en el camino que va de la casa del poeta isaías Gamboa a la del novelista Jorge isaacs. En la mitad del camino, en-tre las dos casas, se levantaba un frondoso palo de mango. Debajo de aquella sombra del mango escuché por primera vez los cuentos de Buziraco, la Llorona de San Antonio y el relato del negro de la Loma de la Cruz.

La colina de San Antonio era un microcosmos múltiple y variado: allí se encontraba el zapatero, el carnicero, el dentista, la modista, el panadero,

la enfermera, el peluquero, el carpintero, el tala-bartero y el hacedor de macetas.

Por las calles empedradas se escuchaba cómo iba subiendo la flauta aguda del afilador de cu-chillos; el voceador de periódicos que a todo pulmón gritaba “El País”, El Tiempo”, “El Especta-dor”. y el pregón delicioso de las negras, que con sus platones de aluminio en la cabeza trepaban por la colina, ofreciendo frutas, cocadas y pesca-do fresco.

De los personajes del barrio, quizás el pana-dero, la enfermera y el hacedor de macetas eran los que tenían la mejor aceptación entre los ni-ños. El panadero porque siempre que uno iba a comprar el pan del desayuno, le daba de ñapa una cuca o un pandebono. La enfermera porque cuando un niño le reventaba la nariz a otro, ella lo curaba con sólo mirarlo a los ojos. El hacedor de macetas era el fabricante de dulces de azúcar, que tenían distintas formas y colores, y venían empotrados en un palo de maguey. Cada 29 de junio los padrinos acostumbran a regalarles a sus ahijados una maceta.

El peluquero y el dentista eran crueles y tenían la reputación por el suelo. Mi madre siempre me llevó engañado a ese par de lugares. “Voy a

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comprarte un juguete”, me decía; cuando menos pensaba, estaba sentado en la silla de la peluque-ría frente a un hombre gordo y barrigón, que con tijeras en mano comenzaba a cortarme el pelo sin ninguna consideración.

En aquellos años, al contrario de los mucha-chos de hoy en día, deseábamos tener el pelo largo porque nos identificábamos profunda-mente con John Lennon y el Che Guevara. Las madres, quizás influenciadas por los soldados norteamericanos que iban a Vietnam, nos que-rían ver rapados y nos imponían el corte Hum-berto. Al final de la castrada, el peluquero nos regalaba un pirulí de consuelo.

La ida a la dentistería era otro dolor. La madre nos llevaba engañados, y cuando menos pensá-bamos estábamos sentados en una silla frente a un hombre de delantal blanco que con unas tenazas en la mano nos obligaba a que abriéra-mos la boca. En aquellos años, la odontología, al no estar desarrollada técnicamente, no usa-ba anestesia, y por esta razón toda escisión se sacaba con dolor. Después del forcejeo con el dentista, terminábamos agotados y con la boca roja. Como paliativo, la madre nos compraba una paleta en la heladería de la esquina.

Pero todo no era dolor en la colina de San An-tonio. También había momentos para el asom-bro y la tristeza. Recuerdo que en una tarde de agosto, un niño famélico comenzó a elevar su cometa. De pronto, vino un viento tan fuerte que sacudió al niño y se lo llevó por los aires. Desde la altura, el párvulo levantó su mano y nos dijo adiós. No lo volvimos a ver.

Otro día, un carro de cervezas Bavaria se vol-teó y aplastó a un borracho que bajaba tamba-leándose por la loma.

Otro buen día, a una niña se la llevó el mons-truo de los mangones.

En esos tiempos, el terror de los niños era el monstruo de los mangones. Un hombre oscuro y solapado que acostumbraba a llevarse a los in-fantes, los violaba y luego los mataba.

Sobre la imagen del monstruo de los mango-nes existían varias leyendas. Unos decían que se trataba de un hombre que había sido contrata-do por un señor poderoso de la ciudad; al sufrir de leucemia, el señor tenía que alimentarse con la sangre de los niños. Era una versión tropical de la historia creada por el escritor británico Bram Stoker. Otros afirmaban que el monstruo de los mangones era, en verdad, un ‘pájaro’ de

la violencia; aquella figura siniestra que asoló el campo colombiano durante los años cincuenta.

Desde la manzana de San Antonio con-templaba la ciudad. Desde allí, podía apreciar la plaza de Caycedo, la torre Mudéjar de San Francisco, la Ermita y el Hotel Alférez Real, que años más tarde fue destruido por la mano de un alcalde inescrupuloso.

Allí, en aquella manzana prodigiosa, transcu-rrió mi infancia. Luego, vino la adolescencia. Los años sesenta y setenta donde la ciudad vivió una época dorada en las artes y las letras.

Fue el periodo de los festivales de arte dirigi-dos por Fanny Mickey; los montajes del TEC con Enrique Buenaventura a la cabeza; la creación del Museo de Arte La Tertulia bajo la dirección de Maritza Uribe de Urdinola y donde expusie-ron por primera vez los artistas Pedro Alcántara, óscar Múñoz y Ever Astudillo; y Ciudad Solar, fundada por Hernando Guerrero y Pakiko Or-dóñez.

Los años del Cine Club San Fernando diri-gido por Andrés Caicedo, donde cada sábado veíamos en la pantalla lo mejor de Buñuel, Tru-ffaut y Fellini.

De aquellos años, hay tres acontecimientos

que fueron clave en el proceso de mi formación literaria: El Congreso de Escritores Hispanoame-ricanos, dirigido por Gustavo Álvarez Gardea-zábal, donde participaron los escritores Camilo José Cela, Juan Rulfo y Manuel Puig.

Aquella tarde, Cela, como buen español, fue el más hablador. Puig, el más divertido. Rulfo, el más silencioso. Recuerdo que cuando Gar-deazábal lo anunció ante el público, el autor de Pedro Páramo se había quedado dormido.

Los jóvenes que habíamos decidido ser es-critores estuvimos allí, escuchando a los grandes de las letras hispanoamericanas.

El segundo evento que me marcó fue la apa-rición en la ciudad de la revista cultural “Estra-vagario”, del periódico El Pueblo, dirigido por Fernando Garavito. Era un periódico literario que tenía un diseño moderno y sus viñetas, en blanco y negro, eran sugestivas. Allí se po-día leer desde un texto de Albert Camus, hasta un cuento de Jorge Luis Borges. Pero también, allí se podían leer los escritos de María Merce-des Carranza, Roberto Burgos y Fernando Cruz Kronfly, que comenzaban a descollar como es-critores.

Los jóvenes caleños que deseábamos ser es-

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critores, esperábamos el domingo con ansiedad para recibir en la puerta de la casa, por parte del voceador de prensa, el manjar literario.

El tercer acontecimiento fue mi paso como actor, durante cinco años, en el Grupo de Teatro Experimental Latinoamericano -GRUTELA- que dirigía Danilo Tenorio.

El dramaturgo caleño venía del TEC y había dirigido excelentes obras como Guárdese bien cerrado en un lugar seco y fresco y Los papeles del infierno. A su regreso del Festival de Nancy, en Francia, creó el grupo de teatro en el barrio San Antonio, que se hizo famoso por su montaje Túpac Amaru, 1780. Una obra que tenía la in-fluencia del dramaturgo polaco Jerzy Grotowski.

Con esta pieza estuvimos en el Primer Festi-val internacional de Teatro, en Manizales, don-de fueron jurados, entre otros, el poeta Pablo Neruda y Atahualpa del Chiopo, y recorrimos todo el país.

Estos años hacen parte de mi educación sen-timental y fueron claves en mi proceso de for-mación literaria donde no sólo los libros fueron mi compañía, sino también la música, el teatro y, por supuesto, la ciudad que, en aquel momento, respiraba un aire de arte, civismo y progreso.

Hoy, la pequeña montaña mágica de San Antonio es un barrio de artistas y escritores; de pequeños restaurantes y tiendas de artesanías; de estudios de pintura y salas de teatro. Allí vi-vieron por muchos años los actores y actrices Jacqueline Vidal, María Eugenia González, Jorge Herrera y Diego Vélez. Allí vivió el director de cine Luis Ospina e hicieron su residencia el ar-quitecto Benjamín Barney y la fotógrafa Silvia Patiño. Allí nacieron los grupos de teatro imagi-nario, de Tenorio; La Máscara, de Lucy Bolaños; El Globo, de Jorge Vanegas, y Cali Teatro, de Ál-varo Arcos.

Allí viven los músicos Liliana Montes y Gus-tavo Vivas y conservan sus talleres de pintura los maestros Labrada, Polo y Tello. Allí vive el ce-ramista Mauricio Pazán y la familia Otero (esta última famosa por las macetas). Allí pernocta-ron durante años los escritores Germán Patiño, León Octavio, Leopoldo Berdella de la Espriella y Lucy Fabiola Tello, entre otros.

Luego, un buen día, pasó el periodo de la adolescencia, y entonces hubo necesidad de abandonar la pequeña montaña mágica. Había llegado el momento decisivo de dejar la colina, alistar maletas y lanzarse a conocer el mundo.

Como la imagen de la colina era tan fuerte y me perseguía, cada vez que llegaba a una nueva ciudad escogía el barrio más alto. Cuando lle-gué a vivir a París, pernocté por un tiempo en la colina de Montmartre; en Barcelona viví en la colina del Tibidabo; y en Bogotá, en la colina de la deshonra, del barrio la Macarena.

La memoria es una colcha de recuerdos y ol-vidos. Mis recuerdos más profundos vienen de la loma de San Antonio, mi bella y dorada man-zana de la infancia. Los lapsus y olvidos vienen de mis experiencias más recientes.

Si hoy alguien me pregunta por mis prime-ras influencias literarias, no sabría decir qué fue primero: si el lenguaje de mi abuelo o el olor a tinta que emanaban sus manos; si el lenguaje de los árboles de la vieja colina de San Antonio o el lenguaje indescifrable de las mujeres.

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La manzana del Águila

Por Juan Fernando Merino

En sus marcas…Listos…

¡yaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

y entonces salían o salíamos rodando en ca-rritos de balineras los cuatro competidores

(cinco máximo) entre los siete y los diez años de edad (once máximo) por una empinada calle cuasimocha del barrio Santa isabel que iba a cho-car contra el muro del ancianato San José.

¿El ganador? Una vez más, Federico Torre de la Vega.

¡El gran Freddy Tower! ¿Coordenadas?Comienzos de los años 60, una manzana de

casas de dos plantas más bien medianas, más bien idénticas (por lo menos al principio, antes de que empezaran a prosperar unos vecinos y a hundirse otros), sin espacio entre unas y otras, muro contra muro, pared contra pared, reproche contra confidencia, pero casi todas con garaje, patio de atrás y pequeño jardín, financiadas por el Banco Central Hipotecario y adquiridas a muy largo crédito por profesionales jóvenes con fami-lias numerosas, abogados y funcionarios públicos

Foto Juan Fernando Merino

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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en los inicios de sus respectivas carreras, comer-ciantes, administradores de empresas modestas, profesores de universidades públicas, uno que otro finquero con vocación de ciudad, contado-res, dos agentes de seguros, un inventor de pa-tentes…

De acuerdo, eso está muy bien, pero ¿y las coordenadas topográficas, geográficas, de no-menclatura?

Muy sencillas: nuestra calle empinada y se-mi-mocha nacía media cuadra abajo del Monu-mento al Águila (en honor y loor de los primeros aviadores que llegaron a Cali, si no me equivoco) y media cuadra arriba de la iglesia del Perpetuo Socorro, demolida hace varios años, y de la he-ladería Dari Frost, aún en pie y con el sundae de mora intacto y congelado en la memoria.

Abajo y arriba, arriba y abajo. Literalmente. Porque en la planísima avenida en que se erigían la heladería y la iglesia, la muy famosa carrera 15 (rebautizada como calle Quinta en algún mo-mento de mi adolescencia) iba a terminar el Valle del Cauca -topográficamente hablando- y co-menzaban las estribaciones de los Andes…

Lo cual, por supuesto, ni sabíamos, ni men-cionábamos y nos importaba un bledo. En mi

caso personal, confieso, sólo empecé a utilizar los vocablos “Andes” y “estribaciones” para sonar más interesante a los oídos de mis compañeras de curso cuando una década más tarde estudiaba en una universidad de otro país, precisamente en uno de los estados más planos de ese país. No hay vuelta de hoja: los Andes, a la altura de la Florida, empiezan a adquirir alcurnia, prosopo-peya, hasta un poco de magia…

¿y el campeón de los Andes, el ganador de las carreras de carritos de balineras?

Siempre, casi siempre, Federico Torre de la Vega, como podrían atestiguar si todavía vivieran en nuestra calle los dos jueces habituales aposta-dos en la línea de llegada, un metro y veinte cen-tímetros antes del muro de ladrillo del ancianato San José: Paquito Escalante y el “Bebé” Gutiérrez. Paquito (la última vez que tuve noticias de él era un comerciante más o menos próspero en Tuluá) porque era cegatón, gafufo y bizco y por ende no participaba en ningún deporte de mediano o alto riesgo, y Bebé (en la actualidad un pediatra endocrinólogo reconocido a nivel departamen-tal) porque su mamá le tenía terminantemente prohibido mancharse la ropa.

Por su parte Federico, mi vecino del alma, el

mejor amigo de la infancia, el gran Freddy Tower (hoy en paradero desconocido) no era ni el ma-yor del grupo, ni el más alto, ni el propietario del carro más veloz, las balineras más aceitadas… Simplemente gozaba o penaba de un nerviosis-mo a flor de piel, de un estado permanente de alerta, que le permitía impulsarse con las manos desnudas -otros usaban los guantes de jardinería de los padres o los de fiesta desechados por las madres- una fracción de segundo antes de que diera la partida el ex campeón Alvarito “El Cha-to” Lalinde (jubilado por haber cumplido ya los doce años), descender la pendiente con la mitad del cuerpo inclinado hacia adelante y no frenar jamás, por más que ya se le estuviera echando encima el muro del ancianato, por más que Pa-quito “Cuatroojos” y Gutiérrez “Baby” estuvieran haciendo gestos desorbitados para advertir que por el único costado abierto al tráfico en nuestra calle cuasimocha bajaba un vehículo motorizado de dos, cuatro u ocho ruedas.

yo gané muy pocas carreras (la semana que Freddy tenía varicela, la del sarampión y uno que otro triunfo inexplicable), frené varias veces y una vez que frené con miedo, caí mal y me abrí la frente. Freddy nunca frenó y nunca se accidentó.

Debía tener la fiebre, la temeridad o la locura de los verdaderos campeones… ¿Qué más se puede decir? Creo que son las palabras justas. Qué lásti-ma que pasara lo que pasó. ¡Qué desperdicio de talento y de nervios aguzados! Qué dolor…

*****

En sus marcas…¡Listos!y entonces, tres, cuatro, cinco años después,

salíamos o salían disparados por la misma ca-lle pendiente de la infancia los ciclistas partici-pantes en la quíntuple vuelta a la manzana del Águila, seis, a veces siete, a veces aún más bici-cletas… y pasábamos raudos frente a la casa de los Esquivel, la de doña Amelia -la viuda italiana que tenía una colección enorme de historietas cómicas para los muchachos de la cuadra-, fren-te al muro del ancianato bajo la mirada ausente, impávida (jamás los vi hacer un solo gesto, ni saludar ni despedirse, ni pedir un segundo de atención, nada) de los ancianos del segundo piso sentados en el corredor, junto al borde, casi rozándolo para ganar centésimas de segundo, del pequeño espacio de tierra arenosa al final

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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de nuestra calle donde jugábamos a las bolitas, la meca y el carambombo, a la vuelta a Colom-bia con tapas de gaseosa, el trompo y el yo-yo, para enseguida subir la primera pendiente del recorrido y pasar frente a la casa de Mónica la Buenaza -que llegaría a ser modelo y actriz de televisión en Bogotá- la de los Gómez-Alarcón que siempre ofrecían whisky cuando las fami-lias de nuestra cuadra le daban, le dábamos, la vuelta a la manzana los 31 de diciembre a me-dianoche, la mansión del Ahogado -aunque aún faltaban varios años para que se ahogara en las Piscinas Panamericanas-, el patio del colegio de las Franciscanas donde los días de vagancia nos íbamos a guindiar las clases de gimnasia de las niñas del Stella Maris, con sus shorts y sus ca-misetas sudadas, en seguida la segunda subida fuerte, esta vez hacia el monumento del Águi-la, la casa sin garaje de la tetuda Narváez -hoy una digna abuela de familia-, el garaje de mi profesora de kínder, la señorita Violeta, cuyo sa-grado espacio de la primera sabiduría algún día se convirtió en la primera pandebonería de la calle, la casa de los Martínez, donde en su debi-do momento se abriría la primera fotocopiadora del barrio, la casa de Alicia isabel, mi primera y

hermosísima novia y el resto de su familia, de regreso a la esquina de partida de las balineras, la casa de mi amigo Freddy, la nuestra, la de los hermanos León, y así una y otra y otra vez, y otra y otra, hasta completar el número de vuel-tas estipulado por los jueces de turno…

¿Ganador? El que fuera… No me acuerdo en absoluto. Qué veloz pasa a veces la infancia… Qué brumosa parece a veces la adolescencia.

Pero cuánto había cambiado todo. ¡Cuánto se había perdido entre la era de las balineras y la era de las bicicletas!

Para empezar, habíamos perdido a nuestro campeón, Freddy Torre de la Vega. En un in-tento por calmar su piel indomable de aventu-rero sin freno, su rebelión contra todo tipo de autoridad (sobre todo la de los curas y la de los propios padres), su familia lo había ido envian-do cada vez más lejos: seminterno a un colegio en las afueras de Cali, una academia militar con nombre de mariscal en las afueras de Bogotá, un desastroso intercambio en Estados Unidos, en donde después de enfrentarse con puño en alto a la tercera familia que lo echaba de casa, por poco termina deportado…

Fue poco después de aquel regreso apresu-

rado de Estados Unidos que se iniciaría su com-bate de por vida con objetos fumables cada vez más intensos.

Habíamos perdido también el lote baldío en-tre la casa de doña Amelia y el muro del anciana-to de las Hermanas Vicentinas… O sea el bosque de los juegos de lleva y escondite, de cacería de mariposas y de cacería de virginidades por lado y lado, aunque de eso no se volvió a hablar des-pués de que en aquel lote se levantaron dos casas contiguas y un edificio de apartamentos de cua-tro pisos.

y habíamos perdido al subcampeón de los ca-rritos de balineras, Fernando Velandia, sindicado justa o injustamente de follarse a la vista de todo el vecindario a una joven empleada del servi-cio, una esplendorosa joven aindiada de nuestra edad, de pelo negrísimo y lacio que le caía hasta la cadera, recién llegada a la familia Velandia des-de las montañas de Corinto (Cauca).

Lo de la follada a la vista del público requiere un asterisco, supongo, o una nota a pie de pá-gina. En realidad ocurrió durante una de las ca-rreras a techo traviesa en la época de transición entre las balineras y las bicicletas: salíamos co-rriendo sobre el cuasi-techo delantero que cubría

la mitad del garaje de cada casa, jugándonos la vida a centímetros de una caída libre a lado y lado, sorteando las materas con plantas o flores, los bultos de cemento (de las familias que preten-dían eventualmente seguir elevando sus casas), las pequeñas verjas de metal entre un semitecho familiar y otro, hasta ir a descolgarnos al final de la calle sobre el espacio de tierra arenosa para los juegos de bolitas y las vueltas a Colombia con ta-pas de Coca Cola. El primero en tocar tierra firme era el triunfador… Cuando no estaba Federico Torre, claro.

Sólo que un día Dieguito Escobar, que otra vez iba de último, a mitad del recorrido gritó que paráramos… Que paráramos a mirar lo que esta-ba pasando detrás de la ventana sin persianas del cuarto de Fernando Velandia. Porque Fercho y la india hermosa que nunca devolvía nuestros salu-dos o silbidos se encontraban en plena follada…

y resulta que la chica de Corinto venía de una familia notable de las montañas del Cauca, veni-da a menos, es verdad, pero había sido recomen-dada por un cura de Piendamó, compañero de seminario del tempestuoso padre Silva, el de la iglesia ahora demolida de la calle Quinta.

Poco después los Velandia se mudaron a

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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un barrio del lejano norte y desaparecieron de nuestro mapa.

*****

Estamos en 1995 o 1996, creo, máximo 1997. Han pasado 30 años desde las carreras de baline-ras, 25 desde las bicicletas… y seis o siete desde la última vez que visité Cali, a mi familia y a mi barrio Santa isabel. Después de haber vivido durante dos décadas en cinco países y de haber recorrido otros 15 buscando quién sabe qué.

Pero ahora tengo un pretexto para quedarme en la casa de la infancia y no salir corriendo: una beca de creación del Ministerio de Cultu-ra para escribir una novela situada en una isla musulmana de Kenia, una curiosa historia de un intendente católico que conocí y que se fue de-jando enredar por las contradicciones del país, la religión y sobre todo la isla.

Mi “taller” de escritura pasa a ser el único sitio de la casa por donde circula aire en horas del día: un espacio cubierto añadido al segundo piso, justo en el ángulo por donde antes pasa-ban las competencias a techo-traviesa… Con la soledad ideal para escribir: mis padres respetan

a rajatabla mi voluntad de asilamiento durante siete horas al día y las tres horas para revisar los textos durante la noche…

Sólo que al segundo día aparece Federico Torre de la Vega… la silueta del Gran Freddy después de treinta años de sobresaltos y de humo. Su familia se ha mudado lejos, la casa está clausurada y a la venta; él se quedó sin sitio donde escampar y los días los pasa acostado en el suelo duro de la azotea o recostado leyendo contra el muro de la habitación que de niño compartió con su herma-no Gregorio. Las noches las pasa dando vueltas a la manzana del Águila en compañía del grupo de los “espectros”, que permanecen la noche entera fumando y temiendo, caminando y temiendo…

Cuando Federico se despierta, a mitad de la tarde, conversamos un rato, del libro que él esté leyendo ese día y el que yo estoy escribiendo, del vecindario, de esto y lo otro, hasta que le ruego el favor (él y yo jamás nos hemos levantado la voz, jamás hemos tenido una discusión ni un malen-tendido) que necesito escribir, que el plazo para terminar la novela avanza inexorable… Entonces me dice: “Tranquilo, Juanillo, no problem”, sonríe y se queda mirando en silencio los cables de la luz o la calle inclinada donde de niños se ganaba

todas las carreras.

*****

Han pasado otros ocho años desde la beca de novela. Ahora estoy en otra ciudad, otra vida, esta vez compartida. Terminando una segunda novela que aún se niega a cuajar. ya veremos…

Pero pienso en aquella primera novela del in-tendente… ¿Acaso era posible escribir sobre una isla musulmana de África cuando quedaba tanto por entender de mi propia calle, de la manzana del Águila, de mi mejor amigo en otros tiempos, que noche tras noche se seguía destrozando, que diga buscando, que diga postergando…?

No se pudo. No salió nada que valiera la pena.No culpo a Freddy del fracaso de la novela.

Por supuesto que no; fue mi primer amigo.Es todo culpa mía, de los recuerdos insubordi-

nados, de esta traviesa mano con la que escribo, que tantas veces no se decide por este lado ni por el otro, ni por ninguno.

Pero cualquier día de estos regreso a Colom-bia a pasar una temporada con mis padres en la manzana del Águila, y entonces recupero la no-vela africana, la pulo, la reescribo, la publico.

O escribo una novela con todos aquellos personajes desmesurados del barrio Santa isa-bel, incluyendo las leyendas de la Mansión del Ahogado y las historias -tergiversadas o no- de la tetuda Narváez. Hasta donde yo sé, no se ha escrito esa novela.

O le enseño a mi sobrino-nieto a fabricar un carro de balineras…

No, eso va a ser más difícil…O me sirvo otra copa de vino tinto y desde la

azotea de casa de los padres me siento a ver caer el sol sobre las estribaciones de los Andes.

En sus marcas…

Juan Fernando Merino

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Unidad residencial Cañaverales V,

Calle 18A No. 55-96

En este espacio cada uno es capaz

de zurcir sus vislumbres y tinieblas

árboles me rodean con sus patas de elefante

tengo un gong en las sienes memoriosas

Mario Benedetti, Preguntas al azar

“Recorta y pega cinco calcomanías en las que dis-

tingas los objetos, las personas y las situaciones

que se presentan en de tu barrio”.

Tenía siete años. Cursaba segundo de prima-ria. Era retraído y mi boca un planeta hermé-

tico, de zumbidos entrecortados y peticiones sin fluidez. Salía del colegio. Del colegio Claret, a las seis y media de la tarde. Me iba en el carro agua-marina de don Alberto. No conocía el barrio, mucho menos la ciudad. Tarea curiosa esa de sociales. Venía de yotoco, en el centro del Valle. Llevaba dos semanas viviendo en esos edificios. La gente del pueblo es la misma de Cali, solo que con piernas más largas. Cañaverales Cinco, creo que se llama la unidad donde vivo. La “unidad”.

Sticker

Por Juan Sebastián Murillas Salgado

Foto Juan Sebastián Murillas Salgado

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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¿Será sinónimo de barrio? Ahora tengo que pe-dirle al portero que me diga quién compra pren-sa en la unidad. y comprar en Rapitiendas unas tijeras escolares y un tarrito de colbón. El carro cruza la Guadalupe y entra en la manzana. Los edificios se ven blandos cuando llueve. Llueve. Entonces don Alberto espera a que me coloque el impermeable que guardo en el morral y pienso que lo primero que voy a buscar en el periódico es la foto de la lluvia. Aquí casi siempre llueve. Debería llamarse “Barrio El Diluvio” o unidad “de las Sombrillas”.

-Hasta mañana, don Alberto.

*****Sticker 1. Llegué en agosto, ese mes que

consta de un domingo, de un crepúsculo y una lluvia clara. Ese día siempre se llega a algún lugar; no importa adónde. Ese día, mientras viajábamos en un camión de lomo negro e hinchado, mi ma-dre me impuso el reto de construir con los legos armables, y adivinando el número de pisos y el color, los edificios donde viviríamos: “Oye, Juan, si quedan iguales, te compro stickers de los ca-

balleros”. No di tregua, así que construí cuatro torres de veinte piezas y de color azul porque

siempre me pareció que los edificios debían ver-se como las montañas en las lejanías de la niebla. Perdí. La unidad era mucho más realista; cons-taba de quince edificios de color verde y cinco pisos daban el tope a cada uno. Una malla me-tálica y un cerco cuadrado de endebles árboles verdes circundaban el terreno, convirtiéndolo en un cuadrilátero de saltamontes y concreto. No sé si fue por el efecto de repetición de las plantas y el color, pero desde el momento en que bajamos del camión de trasteos sentí en mi boca flotar un vapor liviano con sabor a limón.

Las gotas caían con un humor crepuscular y en el aire se mezclaban la fragancia silvestre de la hierba húmeda y el hedor de la cal derramada. En la bahía del parqueadero sin pintar reposaban columnas de baldosas selladas, bultos de cemen-to, láminas de latón y cajas repletas de hicopor reforzado. El conjunto, al parecer, no llevaba mu-cho tiempo de haber sido erigido y aún faltaba perfeccionar el sistema de desagüe, pues detrás de cada torre había una zanja que dejaba al des-cubierto los síntomas clínicos del suelo: tubos gruesos de PVC y traviesas de metal que brillaban en la conmoción plástica del ocaso. Fue entonces cuando nos dirigimos al apartamento hueco don-

de nos instalaríamos aquella noche y conocimos esa mezcla de cifra y alfabeto que habitaríamos hasta el día de hoy: apto K -142.

*****Febrero 12 de 2009. El aire intenta ser puro don-

de vivo. Aquí la altitud es de llanura, lo suficiente-

mente cercana al sol como para sentir las hormigas

de ardor pellizcarme la frente y lo necesariamente

escondida del mar como para sentir añoranza de la

sal en el agua. Cuando salgo a la calle debo intuir

lo que hay detrás de los edificios, de las murallas

residenciales, de las verjas grises, de las ventanas

polarizadas que capturan las nubes para transfor-

marlas en algodones de cristal oscuro. Sebastián.

Mi mamá me sirvió agua de panela con queso. “No, Juan, el barrio es una cosa y la unidad es otra. Si vas a recortar, ahí están las tijeras para tela”. La luna cabía por las rendijas de la ventana y me pre-guntaba si esa bolita de yeso sería parte del barrio. Seguro mi mamá piensa que no. Tomé seiscientos pesos para el colbón y salí a la calle. Aquí la calle está dentro de la unidad. En yotoco se tiende a punto de atravesar la sala. Mi mamá dice que por seguridad, es mejor que la calle esté lejos. Había

escampado. Antes de salir del conjunto, le pregun-to al portero quién compra la prensa en el barrio. Perdón, en la unidad. “Mijo, en el cuatro dieci-nueve vive un muchacho que estudia periodismo o algo así. Sebastián, creo que se llama. Todos los domingos deja encargada la Gaceta. Seguro él se la presta”. A las nueve cierran Rapitiendas. A las ocho, la tienda de los peces. Primero veo los acua-rios, luego compro el colbón y después voy donde el periodista. O algo así.

*****Sticker 2. A mi hermano y a mí nos encantan

los stickers. Lo bueno de ellos es que se pueden coleccionar y al mismo tiempo se pegan en cual-quier parte. Tenemos stickers de casi todos los muñecos. De los Caballeros del zodiaco, los Pi-

capiedra, Scooby Doo, Dragon Ball. Entre los que brillan, tenemos de los X- Men, El hombre araña,

los Power Rangers, Garfield. A veces compramos los álbumes para llenar, pero no pegamos los stic-kers porque cada álbum trae dibujos que se pier-den si se pegan las láminas. Nosotros calcamos esos dibujos. yo los calco y mi hermano los pinta. También me gustan los stickers que recortamos en el colegio para pegar en las tareas. Montañas,

Juan Sebastián Murillas Salgado

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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ciudades, animales, presidentes, modelos. Pero hace poco está llegando a la unidad un camión con botellas de Coca Cola y por cada una traen un sobrecito con juguetes y stickers colecciona-bles. Los muñecos se llaman “Hielocos” y son figuras de pasta, de una sola pieza, que simulan hielos con múltiples y graciosas figuras. Entre se-mana el camión llega a las tres de la tarde. A esa hora estoy en el colegio. Entonces le digo a mi hermano que esté pendiente y que no se duer-ma, Salvatore, porque nos quedamos sin Hielo-cos. “Un sobre para vos y otro para mí”, le digo a mi hermano que tiene seis años. yo tengo ocho. El sábado sí puedo ver el camión. Todos los ni-ños salimos a correr y nos pegamos a la malla de la unidad mientras dos señores con camisas de Coca Cola bajan las botellas y los Hielocos. No me puedo dejar quitar el puesto. Tengo mil qui-nientos pesos. Esta vez me alcanza para tres Coca Colas. Las Coca Colas se las regalo a un amigo y mi hermano y yo nos quedamos con los muñe-quitos y los stickers. Esta tarde, la fila de niños es larga. Ojalá no me salgan figuras repetidas.

*****Febrero 15. La frontera de mi barrio es un cua-

drado de asfalto y semáforos conformado por la

calle Simón Bolívar (el sendero de los tiburones de

acero), la carrera 66 (una pista límpida y veloz), la

calle 14 (principio de la selva urbana) y la carrera

55 (una ruta herida por las aguas sanitarias). Entre

cada esquina hay una muerte de cien metros, un

peso de ochocientos ladrillos y un olor a hierba

mutilada. Una feria de peluquerías, carritos con

chontaduro, renaults cargados de huevo y pan,

minuteros ambulantes, volquetas de reciclaje y

viajeros con mazamorra fresca, asedia los flancos

de las unidades residenciales desde el amanecer.

Los vítores se enredan con el ronquido de los mo-

tores y suben hasta los cables de energía que no

tienen nada que decir. La unidad queda en un rin-

cón del barrio, en una esquina. Creo que la noche

empieza ahí, la he visto salir de su nido, la he vis-

to abandonar su parcela en la cañería de la 55 y

espantar los buitres que inundan la arteria de la

Simón Bolívar. Entonces, del mismo rincón salen

como avispas de sangre nocturna los mercaderes

de la comida rápida local: las calles se atiborran

de carros-cocinas donde se preparan arepas, fri-

tangas y perros calientes. Así, la noche se va re-

gistrando en la memoria de mi cerebro nasal y al

final la veo embadurnarse las fauces con la cebolla

caliente, el queso derretido, el pan oloroso a car-

ne y las papas revueltas en salsa del barrio Caña-

verales. Sebastián.

¿Son jaulas aquellas cajas de agua donde en-cierran a las bailarinas y los escalares? El niño llevaba casi una hora tratando de resolver su in-quietud frente a la tienda peces. La vendedora lo miraba de soslayo y por un momento se sonrió al pensar que quizás aquel pequeño taciturno que-rría un pez para comer. “El último cliente y nos vamos”, se decidió la mujer de cabello amarillo y revuelto. El niño se apresuró a decir algo. “¿Qué cuestan las bailarinas?”. “Una en dos mil y tres en cinco mil”. “¿y los corronchos?”. La mujer recar-gó su cadera sobre el mostrador: “Seis mil pesos”. Faltaban cinco para las nueve. “¡ya casi cierran Rapitiendas!”. Al niño se le olvidó decir gracias, dio media vuelta y corrió lo más rápido que pudo hacia la papelería del centro comercial.

-Buenas, ¿me vende un colbón?-Ay, mijo, acabamos de cerrar -respondió la

señora de anteojos con un énfasis de misericor-dia-, y ni modo de volver a abrir la caja porque ya están cerrando el almacén.

Bueno, le podía decir a la mamá que se ha-bían acabado todos los tarritos de colbón. “A lo

mejor el periodista me regala un poquito”. Las puertas del almacén habían sido selladas, así que el niño salió por la plazoleta, donde están los jue-gos de máquinas infantiles. iba distraído, inten-tando acordarse del número del apartamento del periodista. “¡Oye, Juan!”. El pequeño, aterrado de escuchar su nombre, se volvió hacia la dere-cha y descubrió aquel flacucho de ojos verdes que se había convertido en su amigo de juegos en tan solo dos semanas. “¡Quike!”. Los dos ni-ños se saludaron y el más alto, con una sonri-sa maliciosa, se apresuró a retar al otro. “Media hora de Street Fighter; el que pierda más peleas, paga”. Juan le había ganado a su amigo las dos veces que se habían enfrentado en el Super Nin-tendo, así que interpretando ese reto como una actitud “masoquista”, aceptó. La tienda de video-juegos la abren hasta las diez de la noche. Media hora de Super Nintendo cuesta quinientos pesos. Tres veces a la semana, después de asediar los camiones de Coca Cola, un grupo de seis niños varones, entre ellos Juan, se dirigían a la plazoleta de Rapitiendas a jugar la “media de Súper”. Rara vez apostaban, pero cuando lo hacían, todos de-bían atenerse a los correazos a los que serían so-metidos en casa, si llegasen a perder la apuesta:

Juan Sebastián Murillas Salgado

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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casi siempre el dinero de un mandado se perdía en las apuestas de los video juegos.

Los dos niños se sentaron frente a un televisor de treinta pulgadas, cada uno tomó su control de mando y al mismo tempo contuvieron la respira-ción. Al instante se sumergieron en la pantalla de video y sus instintos afloraron a la velocidad con que oprimían los botones del control.

*****Sticker 3 y 4: Afiche. Febrero 17. El colegio

para los aprendices, el parque para los entrena-

dores y la iglesia para los seguidores. Tres puntos

de encuentro donde convergen tres edades a dis-

tintas horas y de distintas formas. A las siete de la

mañana se abren las puertas del Instituto Técnico

Industrial; una procesión de rostros vivos y som-

nolientos bajo el dominio de los cabellos húme-

dos, se tuerce en la esquina de mi unidad para

fluir hacia las aulas del edificio escolar. Dos horas

antes ha iniciado el ciclo de caminatas y tonifi-

cación que se va a prolongar hasta el anochecer

en la pista parda del parque local. La iglesia está

cerrada. A las diez, suenan panderetas en el co-

legio; un animal de mil voces se escurre por los

muros del edificio y habita su cueva armónica en

el rincón del barrio. Músculos rosados y un sudor

de bronce tiemblan sobre las piedras envejecidas

del parque. El tiempo empuja suavemente el por-

tal de la iglesia y se convierte en olor. El medio día

se asoma con sus timbales de luz y la procesión

se invierte: los niños repletos de chispas y bate-

rías azotan el asfalto con sus zapatos de cuero, la

panadería Real se atiborra de gargantas secas, y

si ando por ahí, le sonrío a doña Sonia, quien a

esas horas desea estrangular al sol con las bolsas

de Frescolín que surte para los niños. A las cuatro,

nadie percibe los tres fantasmas del coronel Rojas,

un anciano excombatiente de los años cincuenta,

quien se diluye en una triada de imágenes espec-

trales: el esqueleto maldito de un guayabo en el

borde del parque, un perro pastor hecho de éba-

no y abnegación y un hombre de ojos elásticos y

mandíbulas de concreto. La canela eclesiástica se

derrama por la cima de los tejados, dobla las ver-

jas, derrite las puertas, rasga las ventanas y arras-

tra por los pastos otoñales que huelen a mierda

de labrador a los ávidos de La Palabra. Sebastián.

*****Ahora qué le digo a mi mamá. y a qué horas

se volvió tan bueno Quike jugando Super. Me

duele el pulgar derecho. Seguro mañana me sale una ampolla. ¿y los quinientos pesos? ¿Cómo los recupero? No, Juan, sin llorar. Cruzo la avenida Guadalupe y antes de llegar a la cuadra de la uni-dad, me espanta un estampido de tambores. ¿Los diablitos, a estas horas? Vuelvo la mirada hacia atrás y ahí vienen. Ahí vienen disfrazados y con máscaras. El que tiene antifaz rojo con los cuer-nos del Diablo, es el capitán. Golpea, golpea y de pronto me mira. Me río de puros nervios. Se aprovecha de que no le veo el rostro y se bur-la. “¿Qué le pasa, parcerito, por qué llora?”. yo escondo la mirada y de pronto una niña de mi estatura, morena, me estira una lata de incienso. En el fondo brilla un montoncito de monedas. De pura inercia, deposito en el tarrito de lata los cien pesos que me quedan. La caravana de los diabli-tos se va desvaneciendo y me voy detrás de ellos. yo me quedo mirándolos hasta que se desapare-cen por la esquina de la panadería Real. Tun Tun Tun Tun… y luego todo queda en silencio. ya se me olvidó el número del apartamento de Sebas-tián. “Cuatro diecinueve”, me dice Segundo, el portero de por la noche. “Mire, allí en esa torre, en el cuarto piso, se ve la luz de la sala prendida”. “Gracias, Segundo”. Empiezo a caminar rápido

porque parece que va a llover otra vez. Como siempre. y cuando estoy a punto de salvar la ori-lla del parqueadero, escucho de nuevo la voz alargada del portero que me alcanza por la nuca. “Su mamá ha estado preguntándolo; ¡que qué fue lo que pasó con el periódico y el Colbón!”.

y me vuelven a dar ganas de llorar.

*****Sticker 5. Los árboles se alineaban y monta-

ban guardia a las seis de la tarde, la hora irre-vocable en que el cielo y los faroles le prenden fuego a las ventanas hasta convertirlas en incen-dios rectangulares. Me disfracé, tomé mi tambor y salí a la calle. Primero a la calle de la unidad y luego a la de la ciudad. Me encontré con Daniel, Andrés y Rubén, es decir, con los tres bailarines del carnaval. Llovió. Aquí es igual todos los días. No importa. En Rapitiendas reunimos como siete mil pesos y desde Torremolinos hasta Cañavera-les Vi, juntamos otros siete mil. A las diez de la noche sólo quedábamos unos cuantos golpeando el tambor y danzando sobre los charcos. Con la recolecta de esta tarde podemos costearnos los refrigerios del festival de periodismo que estamos organizando, además ya tengo material para es-

Juan Sebastián Murillas Salgado

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Calle 4D No. 93-02 del casco viejo del Barrio Meléndez,

es decir: La manzana: 93/94.... 4C/4D, atrás del actual Puesto

de Salud, frente al Colegio Lacordaire

Pasada la quebrada de Cañaveralejo, entraron

en el extenso y limpio llano de Meléndez. A

la izquierda, a una o dos cuadras del camino real,

estaba la hacienda de… Habían pasado ya el her-

moso llano de Meléndez y llegaban al cristalino

río que lleva ese nombre. Pasado el río, entraron

en tierras de la hacienda de Meléndez….

Leemos, en el capítulo primero de la novela de Eustaquio Palacios El Alférez Real, y eso nos habla de unos hechos que marcaron el barrio en las primeras décadas de su existencia. Un pasado cercano, muy cercano, con sabor y con olor a campo, a vacas y caballos, a río, a amaneceres acunados por el canto de pájaros y el volar de mariposas, a caña dulce del azúcar. Meléndez era un corregimiento vecino de la ciudad de Cali, un extenso llano compuesto por dos o tres hacien-

Barrio MeléndezLa Vida entre la hacienda y la invasión

Por Carmiña Navia VelascoCasa Cultural Tejiendo Sonoridades

cribir la crónica sobre los diablitos. A eso de las diez y cuarto golpean a la puerta, son tres golpe-citos suaves, que me hacen pensar en el tamaño de las manos de quien esté al otro lado. Abro la puerta y ese “buenas noches” orillado en algún rincón del llanto me llena de un silencio conmo-vido. ¡Pero si es el pequeño llorón que nos mi-raba desde la esquina de la cuadra! “¿Qué se te ofrece?”, le pregunto con una sonrisa en la que me incrusta la mirada. “Sí, ¿el señor Sebastián?, es que me dijeron que él compraba la prensa”. “Claro, soy yo, mucho gusto. Sólo tengo revis-tas. ¿Cuántas necesitas?”. “Unas cinco. Es que necesito recortar y pegar cinco stickers”. Le pre-gunto qué clase de stickers y él me responde empinado, para mirar la vitrina donde guardo la Gaceta, que “sobre lo que hay en el barrio”. Le ofrezco los cinco ejemplares que creo más apropiados y él los recibe derramando su son-risa sobre las revistas. “¿En qué año estás?”, le pregunto apoyando un brazo sobre el tambor que reposa en mi sofá. él me dice, como pre-ocupado, que en segundo y que estudia en el Claret por la tarde, y olvidando decir gracias me dice chao, mi mamá me está esperando enoja-da. Pero antes de que cruce el umbral y llegue

al pasillo que lleva a la gradería, tuerce el cuello y grita: “¿Tienes colbón?, es que ya cerraron Ra-pitiendas”. Entonces tomo el “Pega Stick” que guardo en la estantería del comedor, me dirijo hacia el niño y antes de entregarle la barra de pegante, inquiero sonriente:

-y supongo que los diablitos no te repondrán el dinero que les diste.

-Ah, no, no fue mucho -dijo inflando los ca-chetes-, pero ¿cómo sabe lo de los diablitos?

-yo soy el capitán -modulé mi voz y la torné algo gangosa-. ¡Parcerito, no llore tanto!

El niño se rio y un instante después lo vi des-lizarse por las escaleras hasta el primer piso del edificio, que a estas horas de la noche debe lucir como un bloque de arena seca resguardada entre la bruma de la lluvia.

Juan Sebastián Murillas Salgado

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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das que muy lentamente fueron parcelándose.La primera hacienda que se desglosó del con-

junto fue la de El Limonar. Unos años más tarde, en 1930, la hacienda San Joaquín -que presidía lo que es hoy el gran sector Meléndez en la margen sureña del río- se convierte en el Club Campes-tre, diseñado para jugadores de golf. Durante las primeras seis décadas del siglo XX, Meléndez si-guió siendo un sitio fuera de la ciudad: la calle 5 actual, antiguo Camino Real primero y carretera a Jamundí después, atravesaba antes de llegar al río un callejón polvoriento que estaba custodiado por terrenos baldíos salpicados eventualmente por alguna construcción rústica de bahareque.

Esta historia oculta, pero real, plena de caminos culebreros y mucha vida, es muy difícil aprehen-derla en esa carrera 94, que en medio de super-mercados gigantes y ventas de muebles o de pollo asados, alberga en su pavimento supuestamente reforzado un alimentador del MiO, sistema re-ciente de transporte masivo en la ciudad, alimen-tador que en sus tonos azules y amarillos cerró definitivamente la expulsión de las terminales de buses (Alameda y Cañaveral) muy típicas de mu-chos años y transformará aún más la mirada y la vida del barrio.

Nueva etapaUna primera modificación de este paisaje hu-

mano del sector la constituyeron la construcción ya mencionada del Club y la fundación del ingenio Meléndez, en 1949. Estos dos polos se convirtie-ron en sitios de trabajo deseados por quienes que-rían o tenían que alejarse de la vida campestre. El desarrollo continúo siendo rural, pero el ingenio atrajo población que se desplazó desde distintos lugares de la ciudad y del Departamento. Cam-biaron las rutinas, acomodándose a un sistema productivo más exigente. El proceso poblacional continúa lentamente en las décadas del cincuenta y sesenta. El 1 de octubre de 1956 abre sus puer-tas el colegio Lacordaire, en la esquina misma del callejón Meléndez. El Acuerdo Municipal 047, del 9 de noviembre de 1965, transforma el corregi-miento en barrio de Cali. Para este momento ya se habían anunciado algunas dispersas invasiones en las laderas, hoy densamente pobladas, que cons-tituyen actualmente Alto Jordán, Alto Meléndez, Polvorines y muchos otros sectores

En estos años se inicia una nueva etapa en la vida del sector. Se asientan las primeras familias, las fundadoras: vienen de distintas partes del país, pueblos del Valle y del Eje Cafetero, de la región

central: Huila y Tolima… En la medida que el tiempo avanza, los nuevos pobladores serán cada vez más del sur, específicamente de Nariño. El polvoriento callejón -en esos años- nos lleva a un espacio amplio, de poca densidad poblacional y muchas posibilidades recreativas.

Los extensos terrenos se parcelan cada día más. Desde la calle 5ª hasta las inmediaciones de La Choclona, en el borde mismo de la cordi-llera Occidental, el río Meléndez es buscado por familias enteras para tomar el baño los domingos acompañado de un buen sancocho o para darse un chapuzón al final de la tarde, después de una jornada de trabajo o de estudio. Corre cristalino y caudaloso un río que, poco a poco, los vertederos irán contaminando y resecando. En los mismos re-codos buscados por los bañistas, unas cuantas mu-jeres lavan la ropa blanca con jabón hecho casera-mente con chambimbe. Hasta los alrededores de los años setenta del siglo pasado, ambas márgenes del río fueron clasificadas como reserva natural y en él era posible una abundante pesca.

Burros cargados de leña

La casa de don Valerio y de doña Margarita, los Cano-Rojas, vecina del actual centro de salud,

es una buena ubicación para pasear por esta épo-ca. Desde allí divisamos un inmenso mangón, con cuatro o cinco casas-haciendas grandes y alguna vivienda más sencilla dispersa. Ese mangón va des-de el actual barrio Caldas hasta la quebrada del Lili. Bordeando la ladera del río, en el sector del Aguacate, se asientan algunas familias de origen afroamericano, viviendas más o menos amplias para familias grandes. Elsa Mery, la hija mayor de los Cano-Rojas, recuerda que los vecinos indios-li-lis recorrían las rutas casa a casa con sus burros car-gados de leña para alimentar los fogones; recuerda especialmente a Celestino, conocido por todo el vecindario. Los muchachos del sector, sus primos, sus amigos, corretean libremente amigándose con los árboles frutales que brindan a su paladar y, so-bre todo, a su alimentación, nísperos, chirimoyas, algarrobos, caimos, piñuelas, naranjas, madroños, guayabas… Frutas vallecaucanas tradicionales, al-gunas hoy casi desaparecidas del mercado, al me-nos en la ciudad. Fugazmente los niños pasean por entre los cafetales y se acercan al principal ordeño del sector, la finca Alaska, convertida unos años más tarde en el orfanato “Mi Casa”.

Pero definitivamente las cosas van cambian-do. Un nuevo panorama de la geografía humana

Carmiña Navia Velasco

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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acompaña la aparición de los cuarteles de Ná-poles que, alrededor de 1960, parten de tajo el sector de Caldas y el de Meléndez, convirtiendo en dos lo que había sido uno. Una consecuencia casi inmediata es la construcción de los primeros bailaderos, precisamente en esas casas de afrodes-cendientes en torno al Aguacate. Los bailaderos se multiplican muy rápidamente y connotan al barrio en la ciudad. Es tiempo de salsa, salsa vieja: Sono-ra Matancera y Celia Cruz, primero; Héctor Lavoe y Richi Ray, después. Los bailaderos tienen días: los sábados son familiares, los domingos son prin-cipalmente para soldados y muchachas del servi-cio, los lunes se les llama de goce total… entonces rondan la prostitución. En los ochenta los bailade-ros decaen, para desparecer totalmente antes del fin de siglo; pero en sus años fuertes estuvieron animados permanentemente por Tito Cortés, Am-paro Arrebato, Piper Pimienta, entre otros. Todo el barrio es un hervidero permanente de fritangas.

Entre 1965 y 1980, mientras Colombia se em-pobrecía y sus dinámicas sociales y políticas se enfermaban cada vez más, Meléndez se convirtió en territorio urbano; en los márgenes, sí, pero ur-bano. iniciando estos años se abrieron las escuelas Luis Eduardo Nieto Caballero, para mujeres, y Ru-

fino José Cuervo, para varones; esta última se tras-ladó de lugar cuando se construyó el batallón y se transformó posteriormente en el Álvaro Echeverri, colegio mixto de bachillerato. También, con la co-laboración de todos los vecinos, se construyó una primera capilla, en el mismo sitio en el que hoy se levanta la parroquia católica Santa María Reina. A partir de 1974, en los predios del templo, se fundó y funcionó el Centro Cultural Popular Meléndez, que abrió la primera biblioteca barrial-popular en la ciudad. También el centro de salud, depen-diente de la Secretaría de Salud Municipal.

Primeras casas de ladrillo

La casa de los Cano-Rojas dejó de ser un grane-ro tradicional, sitio de encuentro y de intercambio, para convertirse en una más de las construcciones que se multiplicaron, que en ningún caso tuvieron las escasas medidas de una vivienda tipo obrero de los años setenta (viviendas que en su momento se sintieron pequeñas, pero que comparadas con la vivienda de interés social de hoy, eran unos pa-lacios). Primeras casas de ladrillo salpican aquí y allá el barrio, casas en las que la cocina y el solar de atrás continúan siendo amplios.

La parroquia en sus inicios fue muy importante

y significativa para los habitantes del sector, mayo-ritariamente católicos; hasta ese momento habían dependido para todo lo religioso de la del barrio Caldas. Unos sacerdotes españoles, muy queridos por todos, configuraron la primera comunidad pa-rroquial. En los años iniciales, entre 1975 y 1985 aproximadamente, la parroquia y el Centro Cul-tural Meléndez formaron una unidad y realizaron muchas actividades conjuntas: formación para mujeres, semanas culturales a partir de las cuales se empezó a traer teatro, cine y danzas al barrio… y un movimiento juvenil con mucha conciencia y compromiso, que se proyectó sobre la ciudad.

Progresivamente, Meléndez se fracciona y lle-gan nuevas urbanizaciones. Hasta este momento hubo una misma dinámica con el sector de La Pla-ya, al otro lado de la calle Quinta. Empieza a ha-blarse, iniciando los años ochenta, de la construc-ción de un gran centro comercial que disparará los impuestos y sacará a muchos de los habitantes del barrio. ya la Universidad del Valle se ha trasladado prácticamente toda a su actual sede, terrenos ale-daños… Finalizando el siglo, Unicentro arrincona definitivamente y asfixia a La Playa, la valorización y los impuestos obligan a los más pobres a salir. ya no paseamos por el gran Meléndez, ese Valle

que fue; ahora pasamos del antiguo barrio a La Esmeralda, Horizontes, Nuevo Horizontes, Por-tobelo, Jordán, Holmes Trujillo, Polvorines, Alto Jordán, la invasión… Cada rincón va definiendo su dinámica.

Clausura de una época

Los trabajadores del ingenio, los últimos en ser liquidados, traen al hombro, atravesando toda la calle 5ª, el antiguo Cristo de la capilla de El ingenio y lo entregan -reivindicando su propiedad- a la re-cién establecida parroquia católica, en 1976. Este hecho se puede considerar simbólicamente como la clausura de toda una época y el inicio de una muy diferente.

Desalojados los jugadores de fútbol, tanto del América como del Cali, que tuvieron por varios años allí sus sitios de entrenamiento, abandonados los bailaderos e iniciada la especulación del suelo y la avalancha de unidades residenciales de apar-tamentos de 70 metros… se cierra definitivamen-te una historia de Meléndez, su transformación de ese extenso llano del que hablaba Eustaquio Palacios, primero en un corregimiento y después en un barrio del sur de la ciudad. Se inicia otra,

Carmiña Navia Velasco

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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igualmente llena de vida y de colores, de espacios densamente poblados. Desde que se abrieron los cuarteles de Nápoles hasta finalizar la década de los ochenta, vivieron dispersos por el barrio mu-chos sargentos y mayores del ejército… A lo largo de la década de los noventa, el batallón construyó apartamentos en sus predios para las familias de los oficiales; con ello, la vida militar se fue alejan-do de Meléndez.

Los procesos poblacionales del plano tienen su sabor propio: jalonados por construcciones de pequeños apartamentos o de casas en unidad ce-rrada, traen al barrio a oficinistas, maestros, pro-fesores de la cercana Universidad o de las uni-versidades del sur, hijos o nietos de los primeros pobladores. Una clase media con raíces en el ám-bito popular que poco a poco cambia sus patrones de vida. La carrera 94 se transforma, a lo largo de la década de los ochenta, de antiguo callejón pol-voriento en vía pavimentada un poco más amplia. única arteria que comunica al sector con el resto de la ciudad en ambos sentidos, de entrada y de salida… hoy se queda definitivamente pequeña. En la medida en que se adentra en el barrio, la 94 nos ofrece un panorama lleno de colores, sonidos, olores… venta de materiales de construcción -pai-

saje antiguo-, cabinas de internet -paisaje nuevo-. Floristerías, droguerías, ventas de muebles… dis-tintos restaurantes populares, panaderías… La pa-rroquia aún saca los domingos y festivos su venta de empanadas.

Los Cano-Rojas (algunos ya se fueron del ba-rrio, otros habitan en la loma) vienen de visita los domingos. Los que quedan en la antigua casona han trasformado su relación con el entorno en algo más funcional, porque el concepto de vecino se ha modificado con el paso de los últimos años.

Hervidero de gentes

La calle Cuarte, en su cruce con la carrera 94, primera vista desde la Quinta, de todo el conjunto habitacional que se denomina ahora Meléndez, es un verdadero hervidero de gente de muy dis-tinto tipo: van y vienen del centro de salud, van y vienen de la parroquia, entran y salen del barrio caminando… compran en los puestos callejeros, se paran, se saludan… preguntan por antiguos co-nocidos. Juegan bingo, una de las novedades de los últimos años; comen pollo frito en el local de la esquina. Los hombres, al volver del trabajo, gas-tan su salario en cervezas en una de las esquinas/bar que reciben también a los recién llegados. ya

no se toma cerveza en un rincón de los graneros, al tiempo que se juega parqués o dominó: para eso están los bares en la ciudad moderna.

En esta misma calle, en la parte oriental del polideportivo Wembley y de las canchas de fút-bol y de básquet, la inspección de policía, jun-to con el Cali 18, constituyen la cara del Estado, un Estado bastante indiferente frente a los vacíos y necesidades de los nuevos habitantes de este mundo variado, que no se diferencia apenas del de otros entornos populares de la ciudad. Esas canchas que en la Feria de Cali y en otros acon-tecimientos se convierten en lugar de audición de salsa nueva, de rock metálico, de hip-hop… y que reúnen a multitud de jóvenes al ritmo de cer-vezas en lata. Estos conciertos que hacen parte de un fenómeno más amplio de la periferia de Cali: la contaminación acústica.

Trazos de una vida anterior

Más cerca a las laderas, las dos últimas cua-dras del plano, lo que se llama hace ya tiempos El Jordán, conserva trazos de una vida anterior. El nombre de El Jordán no hay acuerdo de dónde exactamente viene: ¿de una antigua quebrada con esa denominación? ¿De una familia dueña de una

finca muy amplia que tenía ese apellido? Quizás se unen los dos motivos y las familias fundadoras lo asumen hacia el futuro. En general, los lotes son más amplios y en casi todos se conserva alguna forma de solar trasero. Esto permite a las muje-res cuidar e intercambiar sus matas, una forma muy popular de vecindad. igualmente permite conservar algunos árboles frutales, especialmente mangos, para el consumo de las casas y los ami-gos/as más cercanos. A este espacio se trasladó el Centro Cultural Popular Meléndez a mediados de los ochenta, hoy se llama Casa Cultural Tejiendo Sororidades y es un lugar habitado especialmente por mujeres y niños; los jóvenes se han alejado de este tipo de propuestas.

Hacia lo alto, en las laderas, la vida es otra cosa, tiene otros coloridos. Subimos en un primer trecho un par de cuadras y encontramos casitas apiladas, la mayoría en ladrillos, de dos pisos. Las familias que llegaron al barrio hace veinte o treinta años, en busca de oportunidades urbanas o después del terremoto de Tumaco (1979), han terminado su construcción y los colores y diversidad de estilos y tamaños presentan un panorama muy bonito, pro-pio de los climas calientes. Quienes van subiendo encuentran a lado y lado letreros que hablan de

Carmiña Navia Velasco

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necesidades antiguas y recientes: se aplican inyec-ciones, venta de empanadas y arepas, llamadas a $200, todo destino, modistería… grupos de la ter-cera edad.

Una de las transformaciones significativas la constituye la proliferación de iglesias o centros es-pirituales que ofrecen alternativas diferentes a la católica. Garajes, salas… pequeños espacios, en los que alguna comunidad, dirigida por un pastor, se reúne a alabar, a cantar, a dar testimonio de su salvación vivida como un regalo de Jesucristo. Estas iglesias son cambiantes: se van, se trasladan de cuadra… sin embargo, hay en este sector dos más grandes y más permanentes: los Pentecostales y los Testigos de Jehová.

Nuevos asentamientos

Pero a una altura de aproximadamente siete, ocho cuadras, el paisaje se quiebra, los nuevos asentamientos son ya otra cosa y el rostro del dolor, de la guerra y del margen se apoderan irremedia-blemente de la mirada y la vivencia. En la última década, y de manera especial en los últimos tres o cuatro años, los paramilitares, las guerrillas, el ejér-cito, el narcotráfico u otras formas de persecución y de presión, de violencias, continúan expulsando

a la gente de su tierra, continúan desalojando de los campos a familias enteras, a mujeres solas con hijos pequeños, a muchos/as que no quieren servir a ningún ejército y pagan con su desplazamiento sus intentos de resistencia ante esta guerra maca-bra que nos mata.

Estos asentamientos, cada vez más lejanos del plano, cada vez más arriba en la montaña, nos muestran un paisaje de ranchos que no llegan a convertirse en casas: guaduas, cartones, pedazos de madera… techos de paja, alguna lata de zinc, cobertizos de plástico. Se trata, en todo caso, de invasiones recientes, sin servicios; en zonas de alto riesgo, sin trazados urbanos, que facilitan el incen-dio, el atraco, las violaciones, el consumo de bazu-co o cualquier otra cosa. No quiere decir que estos hechos no se presenten en otros lugares del gran barrio, pero pueden ser más fáciles acá. Son zonas habitadas por el desplazamiento, por algunos y algunas de los cuatro millones de desplazados que este gobierno eufemísticamente ha querido llamar migrantes.

Se intentan construir en el sector algunas de las obras destinadas a la Comuna 18, a la que per-tenecemos: una biblioteca, un centro cultural, diferentes programas de apoyo y educación… es-

cuelas… puesto de salud. Todo esto ayudará a la población más recientemente llegada a una incor-poración menos traumática a la ciudad. Pero no está allí la raíz del problema, está más allá, en las causas de la desigualdad en la ciudad globalizada y en el país Colombia.

Los límites del vecindario se ensanchan y se en-cogen. Algunas de las familias fundadoras no reco-nocerían estas estribaciones de la montaña como parte de su barrio. y, sin embargo, Meléndez es un gran globo de unidad, un paisaje abarcable de una sola mirada. Un paisaje que en detalle son dos, son tres… que une y separa destinos. Una vida desde la cual se vive la ciudad, se llega a ella, se regresa de ella. Un mundo desde el que se sigue soñando y añorando.

Por ello, por el sueño, por la añoranza, por la historia que se fue, por la que viene, termino estos recuerdos colectivos con un poema:

MeléndezUna vida transita por tus venas añejasde barrio de añoranzasde atardeceres nuevosde soleadas y calurosas noches.El comercio

de más allá del mundodesalojólos baileslas caderaslas rumbaslas charlas del soldado dominguerocon la empleada negra.Un vertederosiempre contaminantesiempre nuevodesalojólas cristalinas aguasy el árbol de chambimbe. El son se fuejunto con las aguas del río y la fritanga,y en tus calles ahorahabitan sólo prisasy bocinas de autos que atropellan la tarde.

y no quiero acabar sin antes agradecer a las

mujeres que en la Casa Cultural Tejiendo Sorori-dades me ayudaron a realizar este recorrido, es-pecialmente a Elsa Mery, la hija de don Valerio y doña Margarita.

Cali, Mayo de 2009

Carmiña Navia Velasco

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Cali, de San Francisco a San Pacho

Por Omar Ortiz

Nací en Bogotá en el hospital San José, de madre cundinamarquesa, de La Mesa en

la provincia de Tequendama, y de padre valle-caucano, tulueño para más señas. Esta diversi-dad regional de la que disfrutamos la mayoría de los colombianos hizo que mi infancia estuviera influenciada por los viajes -“paseos”, les decía-mos-, tanto a Anapoima como a Tuluá, donde se asentaban las familias de mis progenitores. y pese a que en Tuluá vivimos por lo menos un año largo, mi padre fue el primer abogado del ingenio San Carlos, cuando yo apenas contaba con cuatro años de edad. El primer recuerdo que tengo de Cali es el de un amanecer bogo-tano, un siete de agosto de 1957, cuando mis padres comentaban angustiados la explosión de los camiones militares cargados de dinamita que bajo el régimen del General Gustavo Rojas Pini-lla desaparecieron del mapa buena parte de una ciudad, en ese entonces, liberal y contestataria.

y sólo en 1961 a mis once años, cuando cur-saba quinto de primaria en el Colegio del Virrey Solís, regido por la comunidad franciscana, en un avión de la FAC viajé a la capital del Valle a conocer las nuevas instalaciones del Seminario de la Umbría que los curas franciscanos planea-

Foto Mónika Herrán

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ban inaugurar el año siguiente para fortalecer las vocaciones sacerdotales de sus alumnos. y fue así como en 1962 me encontré haciendo primero de bachillerato en las amplias instalaciones del seminario que contaba, además de sus nuevas edificaciones, con variedad de campos deporti-vos, piscina, teatro y una variada y rica huerta donde aprendimos a robar guanábanas, madro-ños, piñuelas, guayabas, anones, que sazonaban la franciscana dieta de arroz con gorgojos y cho-colate con cucarrones, platos del consumo dia-rio. Pero también aprendí a nadar, a jugar fútbol, baloncesto, ping pong, billar y a saber guardar las fuerzas en las largas caminatas que emprendía-mos a los ríos cercanos o a los farallones caleños cuya meta definitiva era “Pico de loro”.

Fue un año en Cali, entre cantos gregorianos, siembra de árboles, latines, libros, discursos y sa-lidas esporádicas del “Callejón de las Chuchas” a la ciudad, cuando mi padre me visitaba y lograba que el cura Gaviria, el rector, permitiera mi salida por uno o dos días en que nos alojábamos mi pa-dre y yo en el hotel María Victoria, propiedad de una pareja de españoles que huyendo del fran-quismo se habían refugiado en la ciudad siendo los pioneros en la preparación de los churros y los

riñones al vino que ofrecían en una carta españo-la tan exquisita como alimento de dioses.

Años más tarde, el seminario se convirtió en la Universidad de San Buenaventura y el hotel en una pocilga de mala muerte de la que sólo sobrevivía la bella edificación que lo albergaba y la nostalgia.

Una vez terminé mis estudios de Leyes en la Universidad Santo Tomás, de Bogotá, y me vine a ejercer como pichón de abogado en el Juzgado Civil de Riofrío, en 1974, rápidamen-te entendí que mi futuro estaba en el Valle del Cauca, en Tuluá, donde no sólo tenía amigos, Germán Cardona Cruz entre ellos, y entrañables familiares, mi primo el médico Hernán Moreno Ortiz, el más cercano, dado que en estas tierras podía leer más y trabajar menos. y supe que en Cali se encontraban Fernando Garavito y María Mercedes Carranza dirigiendo “Estravagario”, el excelente suplemento dominical del desapare-cido periódico El Pueblo, y que en la Univer-sidad del Valle armaba escandaleras el tulueño Álvarez Gardeazábal quien acababa de organi-zar un encuentro de escritores al que trajo a la plana mayor de la literatura latinoamericana: Rulfo, Vargas Llosa, Puig, Haroldo Conti, Jorge

Ruffinelli, Clarice Limspector, entre otros. Descubrí también mi capacidad de gestor cul-

tural, como llaman ahora a los preocupados por las actividades de la imaginación, y dado que en Tuluá no existía casa de la cultura, con un puña-do de amigos nos dimos a la tarea de establecerla y para ello creamos la Fundación Cultural Tuluá, que se sostenía en buena parte por la actividad de un cine club que funcionó en el emblemático Teatro Sarmiento, propiedad de la familia Mar-molejo, y que nos puso nuevamente en contacto con la capital vallecaucana, no sólo porque allí tenían sede las distribuidoras de películas, sino porque entidades como el museo La Tertulia, a través de Ramiro Arbeláez, quien dirigía su sala de cine, apoyaron sin reservas nuestra actividad. y porque era desde Cali que nutríamos con invi-tados buena parte de nuestro quehacer cultural. Ecologistas como Aníbal Patiño, escritores como Fernando Cruz Kronfly, artistas como óscar Mu-ñoz, periodistas como Godofredo Sánchez, para citar algunos, estuvieron siempre atentos a nues-tros requerimientos.

Fueron años en que poco a poco fuimos re-construyendo esa importante red vital que los años de la violencia habían cortado desde la con-

servatización de la política y las relaciones socia-les hasta la entrada a la región de los grandes in-tereses del imperio. Pero optimistas no sabíamos qué nos corría pierna arriba.

Porque fue precisamente por esas calendas en que se consolidaba una importante y magnifica labor artística, intelectual y cultural en la región, con expresiones como Ciudad Solar, que dirigía Hernando Guerrero y que alimentó obras como la de Fernell Franco, Pedro Alcántara, Mónica Herrán, o con la actividad de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Luis Ospina desde el cine, o con instituciones como Proartes que ya llevaba a cabo el Festival de Artes de Cali, y nombres de gran respeto en la gestión cultural a nivel nacio-nal como Maritza Uribe de Urdinola desde “La Tertulia”, cuando descubrimos que había algo más que hacía de Cali una ciudad diferente en el ámbito colombiano y ese ingrediente era la Salsa.

y junto al esplendor de las artes Cali se convir-tió para mí, como para todos los vallecaucanos, en la ciudad de la rumba, donde periódicamente podíamos cantar y bailar con lo más granado de los ritmos del Bronx que con celeridad desplaza-ban al tradicional Peregoyo para instalarse como únicos amos de las noches y las madrugadas ca-

Omar Ortiz

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leñas. y entonces Umberto Valverde nos entra-ba de gratis en las salsotecas de Juanchito donde su autoridad como rumbero era tan indiscutida como la calidad literaria de su Reina Rumba y a donde se llegaba luego de agotar sitios como “Convergencia” o “Rumba Habana”, donde se reunía la vieja guardia antillana. Fueron notables las visitas de la Fania, con todas las estrellas, los soneros nuevos como Héctor Lavoe, los ya con-sagrados como Cheo Feliciano y los mitológicos como Celia Cruz y Daniel Santos; los toques de Willie Colon y su compositor y cantante estrella Rubén Blades, del Gran Combo de Puerto Rico, de Henry Fiol, de los Hermanos Lebrón, de Wi-llie Rosario y el de Cuco Valoy en el Hotel Pete-cuy, donde pude compartir mesa con el músico junto a Medardo Arias, en ese entonces simpá-tico y buenazo periodista farandulero del diario El Pueblo, el que complacido escuchó, como yo, el comentario del merenguero dominicano en el sentido que en el caribe colombiano se hacía la mejor música tropical del continente con Lucho Bermúdez, Pacho Galán y Edmundo Arias, quien a propósito era tulueño.

Pero había una descomunal trampa en esas inolvidables noches, en aquellos amaneceres de

pescado frito en Puerto Mallarino, luego de dis-frutar con Fernando Urrea y Ana Milena Velas-co el Primer Carnaval de Juanchito, codo a codo con el grupo Niche que estrenaba “…del puente para allá está Cali, del puente para acá Juanchi-to”. Una trampa que comenzó a revelarse por los años 90, una vez que la revista de poesía Luna Nueva, que publicáramos por primera vez en 1987, ya llevaba un buen recorrido por las pá-ginas del parnaso nacional y latinoamericano y que nos había permitido conocer y trabajar con poetas como Horacio Benavides, Antonio Ziba-ra, Ana Milena Puerta, Orietta Lozano, Hum-berto Jarrín, Julián Malatesta, Lucy Tello, Álva-ro Burgos, Orlando López, Ángela Tello, Aníbal Arias, Alberto Cardona, Armando Romero, Aní-bal Manuel, Fabio Arias, Elvira Alejandra Quin-tero, Hernando Urriago, Fabio ibarra, Carlos Patiño, y con narradores como Fabio Martínez, Alejandro López, Boris Salazar, óscar Perdomo, Harold Kremer, Eduardo Delgado, para citar los más allegados y que tuvimos ocasión de palpar en toda su dimensión una vez que justo por la labor adelantada en la continuidad de la revista y su relación con la comunidad centro vallecau-cana, fui nombrado Gerente Cultural del De-

partamento siendo gobernador Gustavo Álvarez Gardeazábal.

y desde allí constatamos lo que intuíamos de tiempo atrás como fue el apoderamiento por al-gunos avivatos de buena parte de la rica tradición artística de la región y en especial en el campo de la música. Con la colaboración de la mayo-ría de los integrantes de la Orquesta Sinfónica, del Ministerio de Cultura y el apoyo irrestricto de algunos miembros de la Junta Directiva de la or-questa, nos dimos a la tarea de devolver a lo pú-blico una entidad que estaba siendo usada para enriquecer patrimonios privados de dudosa pro-cedencia, bajo la apariencia del mecenazgo. Pero además se trazó un ambicioso programa de des-centralización artística que contó con la valiosa colaboración de amigos como Julián Rodríguez, Liliana Montes, Marieta Quintero, Maritza Uribe, Carlos Jiménez y Jenny Vilá, y que irradió en el Valle del Cauca un agresivo plan de permanente agitación cultural.

Fue en ese Cali de fines de los noventa que experimentamos el surgir de otra ciudad que se replegaba en las apariencias de una Cali rica en servicios y civismo, aristocrática y adinerada, pero que sólo era la ciudad que habiéndole entregado

el alma al diablo se culpaba ahora de su ligereza, de la indolencia y la pereza de una clase dirigente que engordaba de las rentas de la caña de azúcar, y que a la primer crisis de la industria azucarera no había tenido el menor recato en entregarse de pies y manos a los nuevos detentadores de poder económico, los barones del narcotráfico. La capi-tal señorial de los encopetados blancos caleños, ahora en franca decadencia social, económica y política, daba paso a una ciudad que desde sus inicios venía llegando por los ríos San Juan, Telembí, Mira, Dagua, para desembocar en ese proceloso y agitado océano de Aguablanca para establecer nuevos imaginarios, nuevas formacio-nes sociales que ya no velaban en Semana Santa el claustro de San Francisco, pero que celebraban con toda su música ancestral que retomaba sus dominios, las populares fiestas de San Pacho.

Omar Ortiz

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Una calle de películaPor León Octavio Osorno

Colina de San AntonioCarrera 4ª con 2 Oeste

Cali ostentó hasta hace algunos años la fama de ser “el mejor vividero del mundo” y por

ello atrajo la mayor cantidad de inmigrantes, de todas las regiones del país y del planeta que en-contraron aquí, en la “Sucursal del cielo”, como también se le decía, el lugar ideal para vivir por la cordialidad y el civismo de sus habitantes, el cli-ma amable con todas las procedencias de quie-nes llegaban, la brisa de las cinco de la tarde que picarona levantaba las faldas a las muchachas cuya hermosura inspiró al compositor Arturo J. Ospina para decir en canción que “las caleñas son como las flores”, las que antes ganaban todos los reinados de belleza.

y eso de ser el mejor vividero del mundo era una de las pocas exageraciones que resultaban ciertas porque aquí se podía andar tranquilamen-te por las calles sin riesgos de atracos o de ser alcanzado por la detonación de un carro bomba o una bala perdida. Para los caleños la vida era el ejercicio de la amabilidad sin regionalismos dis-criminadores, un goce permanente de todos los sentidos, en especial el oído, cuyo refinamiento

Foto León Octavio Osorno - Barrio San Antonio

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no dio para que hubiera grandes compositores de música bailable como en la costa, pero sí para producir los mejores bailarines de Colombia, así Barranquilla se niegue a reconocerlo. Prueba de ello son los concursos mundiales de salsa y tango donde los bailarines caleños se han alzado con los títulos.

Más que músico, el caleño era un melómano que sabía apreciar los sonidos bien producidos y eso lo llevaba al baile como la mejor mane-ra de expresar su goce de la música, el arte más cercano al alma de los pueblos porque tal vez sea el alma misma. ¿Acaso la vida no es ritmo y vibraciones?

Para comprobar lo dicho en el párrafo ante-rior, basta oír cantar a los melómanos y colec-cionistas que hacen los excelentes programas de Univalle Estéreo, grandes investigadores y cono-cedores de la música, pero difícil encontrar gente más desafinada que ellos.

Como una sonora paradoja Cali, que no pro-dujo grandes músicos salseros a pesar de haber adoptado esa música como propia, lo hizo en un instrumento tan ajeno a la estruendosa rumba como es la guitarra clásica, cuyos intérpretes han tenido un reconocimiento internacional como es

el caso de los concertistas Ricardo Cobo Sefair y Héctor Manuel González, quien recientemente acaba de ganar el premio de composición para guitarra Andrés Segovia, en España, en el que participaron 75 compositores de 25 países.

Ese fenómeno de la escuela guitarrística de Cali seguramente se debe al maestro Alfonso Val-diri Vanegas quien fue el iniciador de los estudios serios de tan delicado como exigente instrumen-to, cuyos alumnos después de él haberlos inicia-do por la ruta del rigor, continuaron su formación en las más estrictas academias españolas y que después regresaron a consolidar a Cali como la capital de la guitarra clásica en Colombia.

Pero el Cali de la sabrosura antillana se fue desdibujando ante la avalancha de basura despe-chada, el reguetón y los ranchenatos, balanatos y bolenatos promovidos por los medios de comuni-cación masiva y que las secretarías de cultura de la Alcaldía y la Gobernación tratan de remover con la organización de festivales como el Mun-dial de Salsa, el de música del Pacífico “Petro-nio Álvarez” y el Festival de la Marimba de más reciente creación, festivales que demuestran la identidad marina de Cali, bien sea por el Caribe tan cercano a los afectos de los bailadores o por

la proximidad geográfica del Pacífico que apor-tó la melanina para Cali convertirse en la ciudad con la mayor población de afrodescendientes.

La manzana de la resistencia

El Cali de hoy, tan distinto al de ayer, tiene sus focos de resistencia donde la terquedad alia-da con la nostalgia, comandan las acciones para evitar la desaparición del Cali raizal, aquel del gusto por la buena música y las tertulias donde la conversación era otro género literario, el de las buenas vecindades y otros detalles pueblerinos despreciados por la deshumanizante moderni-dad que confundió el crecimiento de la pobla-ción con el desarrollo y dio como resultado la masificación de la neurosis y de la violencia.

En uno de esos focos, tal vez el más carac-terizado de la ciudad por su conformación ar-quitectónica, tengo la suerte de tener mi casa, localizada en la carrera 4ª con la calle 2 oeste, en la manzana que conserva las únicas calles de piedra, tal como eran todas las del llamado Cali viejo, y como tengo el alma pueblerina, no hay mejor lugar para tener mi residencia, cuando es-toy en la ciudad, porque la mantengo en el área rural de la misma y a la que suelo escaparme

con la idea de que algún día sea para siempre. Esta calle (la carrera 4ª) la más importante

de la manzana, conocida antiguamente como la “Calle del piojo”, fue el epicentro de una ac-tividad artística efervescente desde los finales de los años 60 con la llegada de los melenudos que buscaban su identidad en los principios del hipismo y el rock de los Rolling Stones, como Andrés Caicedo, que vivió en la casa que había alquilado su gran amigo Bernardo Jaramillo, sas-tre de alta costura y apasionado lector de Cortá-zar, la misma donde se escribe esta nota y cuyo fantasma he querido encontrar en todos los rin-cones sin resultado positivo alguno.

Bernardo Jaramillo, a quien conocí cuando me tomaba una cerveza con Fernando Mejía, frente a la tienda de “La Socia”, un personaje muy querido del sector; el sastre, cuando ya ha-bía superado el duelo de Andrés Caicedo que lo llevó a una crisis mental severa, por fin se sintió capaz de volver a esta calle a recordar la con-vivencia con el escritor suicida, y a Fernando, que me lo presentó con el protocolo normal de los cerveceros, le comentó: “La casa donde vi-víamos como que la compró un man que hace caricaturas”.

León Octavio Osorno

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-¿y dónde queda la casa? -le pregunté sospe-chando que era la mía.

-La casa de la esquina redonda de la carrera 4ª con 2 oeste.

-Esa es mi casa -le dije, y de una lo invité a que la viera.

Apenas entró a la casa comenzaron a invadirlo los recuerdos. “Aquí tenía yo mi taller de sastre-ría, allí hacíamos las tertulias con los amigos, allí para el vicio, este cuarto era el de Andrés, donde escribió Qué viva la música y de aquí le robaron la máquina de escribir los ladrones que se su-bieron por la ventana que da a calle. Pilas, viejo León, que esa ventana de la 4ª es una escalera para subirse al tejado y de allí caen al patio de la casa que es muy insegura porque mucho nos robaron por allí”.

Valga reconocer que cuando compré esta casa los malandrines eran los dueños del sector y por eso, a pesar de lo barata, nadie la compraba, porque el peligro acechaba a los moradores, y lo hice aconsejado por Esteban Malandro, uno de los personajes de Villa Maga que sabía que sus parceros, drogadictos y ladrones se iban a ir de allí y a los pocos meses, el barrio San Anto-nio fue declarado patrimonio histórico y cultural

de la ciudad por gestión de la concejal primípara Claudia Blum, quien saltó de la cultura a la polí-tica y al sector llegó la presencia del Estado y los precios de las casas se multiplicaron. Sin tener conciencia de ello y menos de que en esta casa hubiera vivido Andrés Caicedo, este ha sido el único negocio bueno que he hecho en mi vida.

Bernardo, que me habla de la inseguridad y al otro día ya estaba yo contratando un cerrajero que me hiciera un encierro con rejas en el patio de la casa. Desde que el sastre me dijo que An-drés Caicedo vivió en esta casa, he tratado de encontrar su fantasma, y al no lograrlo pienso que lo desterré con la música que pongo y no coincide en nada con lo que él acostumbraba oír porque yo como campesino que soy, no entendí lo que dijeron los Rolling, ni los Beatles, aunque sí entendí las melodías de estos últimos que no necesitaban de palabras. Seguramente el fantas-ma de Andrés salió corriendo cuando saqué mi acordeón para intentar tocar como Luis Enrique Martínez, el creador de la escuela del vallenato -vallenato al que le debemos tanto los acordeo-neros y no se le ha hecho el reconocimiento que se merece el “pollo vallenato”-. El vallenato en Cali en esa época no entraba en los oídos refina-

dos de los caleños, y como no había quién más tocara vallenato, yo era el acordeonero de la co-lonia y los estudiantes costeños que me llevaban a todas sus parrandas.

Qué le iban a gustar los “Trovadores de Cuyo” al Andrés o los pasillos ecuatorianos que me traen tantos recuerdos de mi pueblito Anzá en las montañas de Antioquia o la música de “Los Morochucos”, de Perú, o los grupos de Argentina o los chilenos o los brasileros porque mi norte musical ha sido el sur y esta calle 4ª que parece la de un pueblito, tiene el fondo arquitectónico ideal para esa música de nostalgias plenas.

Además de Andrés Caicedo y el sastre intelec-tual, en este sector del barrio San Antonio han vi-vido muchos personajes del mundo de la literatu-ra y el arte minuciosamente reseñados en el libro Bahareque, Carbón y Piedra, del gestor cultural Fernando Ortega, quien cuando fue presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio, le dio la dimensión histórica y cultural que este sector del barrio precisaba. El hecho de haber vivido en Europa muchos años le permitió conocer la tras-cendencia de la obra de las calles de piedra la que supervisó cuando fueron levantadas para el cambio de alcantarillado y los contratistas quisie-

ron empedrar de cualquier manera. Ortega les hacía repetir el trabajo cuando las piedras que-daban descuadradas sin importarle los madrazos de los afanosos contratistas que hacían la obra.

Refugio de artistas

En esta manzana, y las adyacentes, han vivido y trabajado artistas e intelectuales que le dieron un perfil particular, valga mirar a la del frente de la carrera 4 con la 2 oeste donde vivió Jorge isaacs, casa que el municipio ha querido restaurar pero se ha quedado en buenas intenciones, y a la vuelta de la manzana que nos ocupa, vivió Marta Lucía Calderón, directora del Coro Polifónico de Cali, y después, en la misma casa, el trombonista Ricardo Cabrera. En la esquina de la carrera 4ª con la 3 oeste tenía la sede el grupo de teatro “La Máscara” y en esa misma casa Ana Milena Cedeño instaló su taller de tejidos artesanales. Allí mismo tenía su residencia y taller la escul-tora Carmen Elisa Jiménez y al frente el escultor José Antonio Moreno y a la vuelta Gilberto Gon-zález, un artesano de la guadua que participa en exposiciones en varias ciudades del país, manda las obras por encomienda y se va ¡en bicicleta!, llevando carpa y estufa para descansar y dormir

León Octavio Osorno

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donde lo obligue el cansancio. A Valledupar, el sitio más lejano a donde ha ido, se gastó 11 días.

Este sector pintoresco de Cali ha ejercido una atracción especial para artistas e intelectuales que han sido mis vecinos entre los que recuer-do al profesor Jorge Vallejo; a los actores Helios Fernández, Johana López y Román Betancur; a los poetas Carlos Barona y Aníbal Arias; al che-lista Luis Eduardo Gómez; a Leonardo Vidarte, que se fue tan temprano de la vida y quien había sido uno de los fundadores del Bando musical de Villa Maga y profesor de música del “Circo para Todos”. Frente a mi casa, por la calle 2 oes-te, tenía Jairo Agudelo, profesor de serigrafía en la escuela de Bellas Artes, su taller, por donde pasaban los artistas gráficos más destacados de la ciudad como Pedro Alcántara, Diego Pombo, Mario Gordillo, quien instaló su atelier a la vuelta de la manzana, y una lista enorme de artistas que agotaría el espacio.

Como en esta breve semblanza de mi manza-na se trata de expresar una vivencia personal, me remito a la esquina donde vivió mi compadre de parrandas sabaneras y vallenatas, Leopoldo Ber-della de la Espriella, cereteano raizal, anfitrión de tantas tertulias literarias porque ese era su mun-

do. En su casa, que compartía con su compañera la escritora Lucy Fabiola Tello y su cuñado el pin-tor Walter Tello, conocí a la poetisa Meira Delmar y al maestro Germán Vargas Cantillo, dos íconos de la cultura de Barranquilla, una noche deslum-brante hermosamente registrada en una crónica por el periodista y poeta Alvaro Burgos Palacio en el diario El País. Escritor, poeta, músico o ar-tista que una vez en Cali no pasara por la casa de Leopoldo, había perdido el viaje. En aquella casa se armaban unas parrandas de película.

Aquí, en esta casa encantada, donde tam-bién vivía el pintor Walter Orlando Tello, oloro-sa a trementina y aceite de linaza, poblada de cuadros y libros, tuvo lugar uno de los encuen-tros más memorables de la historia literaria de la ciudad por allá en 1985: fue el remate de un revelador recital en las voces de Álvaro Sues-cún, Joaquín Mattos Omar, Nora Carbonell, Mi-guel iriarte y la divina Meira Delmar, organizada por el poeta Javier Tafur bajo los auspicios de Comfamiliar. Fue una cálida noche tropical de amigos, en la que alternaron los poetas caribes, con los poetas cachacos Aníbal Arias, Álvaro Burgos, Ana Milena Puerta, Orietta Lozano, Elvi-ra Alejandra Quintero, Lucy Fabiola Tello, Julián

Malatesta, Ángela Tello, Antonio Zibara y Javier Poetafur, el primiciático, señor de los duendes en duenderías y aficionado a trenzar las crines cabalgantes de la noche, el mismo que, poco después, nos trajo el tambor encarnado en el poeta Jorge Artel.

Los vates aquella noche convirtieron la colina de San Antonio en Montparnasse, celebrando la amistad, los versos y la vida. Aquella noche se juntaron las regiones en la geografía espiritual de la patria. La caja y el acordeón no dejaron de sonar; costeños y caleños éramos llamas de una misma alegría, destacándose, entre todos, el pelirrojo de Cereté, con su alma de juglar -esa vitalidad que envidiaría Zorba el Griego- mien-tras la dulcísima Meira Delmar refrescaba, con su rumorosa voz marina, la inolvidable velada.

yo trataba de participar en todas esas tertu-lias porque con Leopoldo tenía una vecindad de alma y domicilio que reforzaba mi pertenencia al patrón cultural costeño. Hasta himno tenía-mos: “El Bocachico”, un porro cantado por no-sotros a dúo cada vez que a él se le removía su ancestro sabanero. Una noche en que la rumba no estaba en mi programa, en lugar de las notas musicales costeñas con las que me llamaba mi

compadre, sonó un disparo y a ese extraño lla-mado no quise responder. Poco después, a las 3 de la mañana, tocó a mi ventana Lucy Fabiola para decirme que Leopoldo se había suicidado, noticia que solo creí cuando, ahí tendido, ca-llado como nunca, vi a aquel amigo con el que había conocido la magia del porro sabanero, del que me volví fanático cuando me llevó a Córdo-ba a conocer a su familia en Cereté.

El cine se toma la calle

La presencia fallida de Andrés Caicedo en esta casa la sentí en “La Calle del Piojo” cuando la vi como un espacio ideal para presentar cine ca-llejero por la inclinación natural del empedrado, que permitía a los espectadores ver sin ser estor-bados por los sentados adelante, y la ocasión se presentó cuando inauguramos con la gente del Bando de Villa Maga la librería “Corriente Alter-na” en una casita de bahareque situada al frente de mi casa. invité a mi amiga caleña Clarita Rias-cos, representante en Bogotá del llamado Cali-wood, quien había tenido un reconocimiento in-ternacional por su película La Mirada de Miriam para que hiciera un foro con los asistentes y ella aceptó complacida.

León Octavio Osorno

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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La proyección la hizo con un equipo de 16 mm la amiga belga Catherine Dupriez que tenía su proyecto FEDiM -Fundación para la Educación por Medio de la imagen- y tanto la película como el foro salieron tal como lo habíamos deseado. La amiga Carmen Lila Alvarez hizo valer el poder de la amistad que tenía con el encargado de la esta-ción eléctrica del sector quien amablemente apa-gó el alumbrado de la calle mientras se proyec-taba la película y luego las encendió para el foro y la verbena que se prendió con la orquesta de niños salseros “La Charanguita” y el Grupo Bem-bé. La fiesta que se armó también fue de película.

Después de haberse comprobado la vocación de teatro de cine de esta calle, que no tiene un flujo vehicular regular, el presidente de la Junta de Acción Comunal, Fernando Ortega, quien ad-quirió la casita donde quedaba la Librería “Co-rriente Alterna” que la habíamos trasladado a La Morada Alternativa, continuó con la actividad como “Cine al aire libre” y la respuesta de la gen-te fue positiva. Hasta el partido de la selección Colombia contra Rumania en un mundial se pro-yectó en pantalla gigante, batiendo el récord de asistencia y ante la derrota de nuestro equipo na-cional, la gran mayoría de los espectadores que-

daron tan aburridos que no quisieron quedarse para ver la película Jardín secreto, programada para después del partido.

En las calles de esta manzana se han realiza-do varios proyectos de cine, el primero de ellos, San Antonio, Vida cotidiana desde abajo, fue presentado en algunos teatros de la ciudad y la televisión nacional, dirigida por Andrés Agude-lo, la producción de Fernando Reyes Morris con guión del profesor Fernando Urrea y el escul-tor José Antonio Moreno, habitantes del barrio, protagonizada por actores naturales del barrio como Aidé Perlaza, más conocida como “La Socia”, como también han sido aprovechadas como escenario de documentales, videos mu-sicales, programas para la televisión como el de Calle Luna, de Telepacífico, que tenía como cor-tina visual “La calle del piojo”. Son las únicas calles que conservan la memoria de piedra del Cali de antaño y por eso son visitadas con fre-cuencia por los turistas, estudiantes de arquitec-tura y de fotografía en especial.

La actividad del “Cine al aire libre” se acabó con la renuncia irrevocable de Fernando Ortega a la presidencia de la Junta de Acción comunal por su desacuerdo con las prácticas politiqueras

que caracterizan el trabajo comunitario en Co-lombia y su labor, testimoniada por las obras que gestionó y no superada por las presidencias que le sucedieron, ha tenido el reconocimiento de los vecinos que todavía lamentan su retiro del traba-jo comunal, pero como buen terco que es, sigue en la lucha desde San Antonio por Cali, como di-rector del único periódico cultural independien-te distribuido gratuitamente, Cali cultural, que no es un “cadaquepuedario” como la mayoría de las publicaciones culturales, sino que ya lleva 12 años saliendo a cumplir la cita mensual con sus lectores que lo tienen como derrotero de la cultura en la ciudad y asegura llegarle a más de 100.000 lectores, hazaña no realizada por nin-guna otra publicación de su tipo.

Estas manzanas, que fueron preferidas por los artistas y por lo mismo imperio del bullicio culto, ahora son una suerte de pueblito tranquilo donde todos los vecinos nos conocemos y prac-ticamos la solidaridad entre nosotros, donde la tranquilidad solo es interrumpida cuando un visi-tante motorizado estaciona mal su carro y obliga al llamado puerta a puerta hasta que el dueño aparezca con las debidas excusas por haber esta-cionado en el lugar indebido, pero sigue siendo

atractiva para la gente del cine y de los medios audiovisuales que la siguen aprovechando en sus producciones porque por sus características y su historia este es un sector de película.

León Octavio Osorno

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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En la otra acera y frente al río Cali

Por Ana Milena Puerta

Avenida Segunda norte con calle 19

La Olla: universo de diversionesDiez… Once… Doooce! ¡Salí!

El escondite americano era el mejor juego del mundo, se trataba de encontrar al que uno

quería besar y a los demás también pero des-pués, primero el que nos interesaba. Era 1970, acabábamos de admirar en la televisión el mun-dial de fútbol México 70, teníamos los nombres de toda la selección de Brasil grabados en nuestra memoria (Tostao, Falcao, Jairsiño, Pelé…) pues hicimos porras con los grandes sobre quién sería el campeón, y lo fueron.

Jugamos escondite americano en la Olla, una manzana en grama y con una depresión que la hacía parecer una media torta. Esa Olla fue nues-tro salón de recreo. Está ubicada en la avenida Segunda norte con calle 18, frente a la manzana de nuestra casa y el río. En esa época era un te-rreno baldío con población de chicharras y sitio ideal para elevar las cometas de agosto sin temor a engancharlas en los cables de la luz. Hoy es el terreno donde se encuentra el edificio Torre de Cali, el más alto de la ciudad, con 42 pisos.

Foto Ana Milena Puerta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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A la Olla íbamos Juan Carlos y José, llamados “Los Lecheros”; Luz Ángela, Martha y Liliana, conocidas como las hermanas Baena; Astrid y Cristina, las de Popayán; Gustavito y Darío Fran-co, Jaime Andrés, Alicia, isabelita Cruz, el mono Freddy, Fernando Trejos, Diego Ángel Lloyd, mis hermanos Olga y Hernando, y yo.

Nuestra casa era la séptima en la avenida Se-gunda norte con calle 19, al frente está el río Cali que surca la ciudad. El escondite americano se jugaba entre la cuadra, la Olla y el río, por eso los escondites eran muchos y si tocaba contar te-níamos que estar muy atentos a los sonidos para saber si era un lugar con pasto, si había plantas, árboles o se cerraban puertas de antejardines.

A todos los muchachos les encantaba Luz Án-gela Baena, ella fue elegida la reina de la cuadra, mi hermana fue la virreina, yo fui princesa junto con mi amiga Hilde Fenger, que no era del barrio pero iba mucho a la casa y era amiga de todos.

Cuando los amigos querían jugar fútbol, las mujeres nos íbamos a uno de los antejardines a escuchar música en el tocadiscos portátil de isa-belita, se lo trajo su papá de Perú, en él sonaban y cantábamos baladas de Sandro, Nino Bravo, óscar Golden, Harold, Gigiola Cinquetti, Silvana

Dilorenzo, Jerónimo y Aznavour. Otra actividad muy importante fue la llamada a las emisoras, decidíamos hacerlas los viernes en la tarde desde una casa diferente pues la prestada del teléfono era complicada y las mamás se molestaban, lla-mábamos a Radio Uno a pedir las canciones fa-voritas o a enviar mensajes secretos a los chicos.

Ponchao y pico e’ botella

Pero si el juego era Ponchao entonces partici-pábamos todos, las mujeres éramos buenas que-mando a los hombres con el balón. Se jugaba en la calle, entre el andén y el río, pocos autos pasa-ban por allí, éramos los dueños de la vía.

Cuando el balón pegaba contra un antejardín o, en el peor de los casos, contra una ventana, el miedo nos hacía correr hasta la vuelta de la cua-dra que era la avenida de Las Américas, donde el amplio corredor de las oficinas de la empresa Eternit nos servía como pista de patinaje y la igle-sia presbiteriana era un buen escondite así tocara escuchar un sermón, recibir propaganda y darles nuestros nombres.

Era importante esconderse a tiempo, pues doña isabel Caicedo de Cruz tenía un genio tre-mendo y equivalente a decibeles de voz, nos

causaba terror esa señora, abuela de isabelita, con sus largas uñas pintadas de rojo. Ella era la vi-gía de la cuadra, siempre estaba espiando lo que sucedía a través de las ventanas, por eso el es-condite americano tenía como norma no besarse cerca de su casa.

Unos años después trasladamos nuestra pista de patinaje al Anillo Central, la obra vial más monumental de la ciudad que se construyó a unas cuatro cuadras de nuestras casas; por un tiempo breve, entre su terminación y la inau-guración, sus puentes elevados fueron nuestra delicia en patines.

El pico e’ botella era un juego con más ex-pectativas, se jugaba siempre en la noche, con la oscuridad como cómplice y participaban chicos más grandes como Gustavo Ascencio, que tam-bién vivía en la cuadra, los Barberena y los Do-glioni, que eran amigos de isabelita y la visitaban con frecuencia. Se tomaba una botella vacía de gaseosa, todos nos hacíamos en círculo y alguien la ponía a girar, frente a quien parara el pico de la botella era la persona que debía darle un beso a quien la hizo girar. La gracia consistía en hacerla girar con la fuerza necesaria para que la botella quedara frente a quien podía interesarnos. Si al-

guien se negaba a cumplir con lo del beso era castigado con una pena elegida entre todos y que podía ir desde tocar el timbre de la casa de doña isabel, pedir papel higiénico en otra casa o bailar delante de todos y sin música, entre muchas pe-nas que se impusieron para los faltones del beso.

El río dominical

Todos los domingos de mi infancia salió el sol. y nosotros cumplimos con su cita en las orillas del río donde colgábamos columpios entre los ár-boles y jugábamos en sus orillas a mover ramitas, rescatar hojas secas de su lecho, apresar hormi-gas arrrieras o conversar con el arrullo del agua. Olga, mi hermana, tenía solamente seis años y un 25 de diciembre decidió rescatar a un perro que había caído al río y que a ella le pareció que se estaba ahogando. Feliz, con el lanudo bañado en barro y agua, fue hasta la casa para mostrár-selo a mi mamá y en lugar de recibir aplausos por su valor, se ganó un buen regaño por haber enmugrado el vestido nuevo y salvar a un chan-doso cuando todo el mundo sabe que los perros siempre nadan.

En la otra orilla del río, la calle Primera con 21, quedaba el cuartel de la policía. Sabíamos que

Ana Milena Puerta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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el largo muro de ladrillo con pequeñísimas ven-tanas mugrientas era una cárcel porque algunas tardes, cuando estábamos en la orilla nuestra del río, podíamos ver manos que con esfuerzo salían de ellas y nos saludaban. Siempre respondimos a ese gesto.

Un día de septiembre la lluvia arreció muy fuerte y se fue la luz, acontecimiento que cele-brábamos porque podíamos mirar las luciérnagas que emergían de las orillas del río hasta los ande-nes y tocarlas. Comenzaba a anochecer y el río se desbordó sin que la lluvia cesara, su caudal pasó la ribera, la calle y llegó hasta los andenes de las casas. También llegaron los bomberos, la policía, los noticieros de radio y los periodistas. Esa noche todos los vecinos salieron a mirar el río desbor-dado, a pedir acciones de las autoridades y a im-pedir que fuéramos más allá de los antejardines.

Al día siguiente, en el diario El País, una foto-grafía en blanco y negro mostraba el desborda-miento del río frente a nuestra cuadra, todo un evento especial que se comentó largamente en el salón de belleza de Magnolia, la tía de nuestra amiga Alicia, donde mi mamá, mi tía, las señoras y mujeres de la cuadra asistían cada semana. Mis amigas y yo lo hacíamos cuando había una fies-

ta, entonces Magnolia nos peinaba con moñas, enredos y bucles que se mantenían varias horas gracias al poder de kleer lac, la última moda.

Solamente una noticia habría de opacar la del río: la celebración de los Sextos Juegos Paname-ricanos el año siguiente, 1971, cuando los veci-nos comenzaron la competencia por la casa más bonita y mejor pintada, con posibilidades de salir en El País, para ser seleccionada por la alcaldía como hotel temporal debido a la avalancha de turistas que tendría el evento. A nosotros nos co-rrespondieron dos turistas bogotanas aficionadas al deporte pero también a la música clásica y a las discotecas nocturnas, hecho que mis tíos meno-res aprovecharon hasta el cansancio.

Me voy pal’ club

Doña isabel se teñía el cabello de negro azu-lado que contrastaba con su piel blanca azulada haciéndola parecer una mujer de Tasmania, ella se enorgullecía de su blancura y no desperdiciaba oportunidad para negrear a los otros. “Cómo les parece, ahora cuanto negro ves vos diciendo: me voy pal’ club. ¡Hasta dónde hemos llegado!”. Ese era su comentario ante mi mamá y las otras se-ñoras al enterarse que una caja de compensación

social, Comfandi, se encontraba construyendo el primer club campestre de la ciudad para sus em-pleados y obreros asociados, algo inaudito para ella que mantenía en condiciones de cuasi escla-vitud a Omaira, la empleada de adentro que en las noches comentaba con la empleada de nues-tra casa sus desdichas y humillaciones por cuenta de ser negrita y madre soltera. Su hijo Jairo, un niño de ocho años, se hizo amigo de mi hermano en esas idas y venidas de su madre entre la casa de la vieja isabel y la nuestra, así llegamos a saber que la cena de ellos se reducía a medio huevo frito con un poco de arroz para cada uno, que se debían duchar en menos de un minuto porque eran dos, que las salidas de fin de semana eran quincenales y no semanales, sin permitir que Jai-ro estudiara porque la llevada y traída le quitaba tiempo de trabajo a su mamá.

En sus cotidianas vigilancias de la cuadra a tra-vés del balcón de su casa o rendijiando por la cortina de la ventana de su cuarto, doña isabel observó que mi hermano jugaba con Jairo regu-larmente y no dijo nada, hasta el día que Her-nando lo invitó a venir con nosotros de paseo al club Calimío, entonces llamó a mi mamá y de una manera desdeñosa le advirtió que los negros

no iban al club ni se bañaban en las piscinas de los demás y que esa era una muy mala amistad para Hernandito. Como estaba planeado, Jairo fue con nosotros al club que quedaba en El Agua-catal, se bañó en la piscina y jugó a enviar barqui-tos de papel por el canal de agua que recorría las instalaciones.

Lectura y chocolatinas Jet

En las tardes de fin de semana que no íbamos a alguna piscina, cuando las amigas estaban de paseo con sus familias y no me atraía la película del matineé del Teatro Bolívar, leía. Previa visita a la tienda de la cuadra, La Lonjita, para abaste-cerme.

Los cuentos de Edgar Allan Poe, dos libros gor-dos numerados, fueron de mis primeras lecturas. Acostada en la cama, con una barra de chocola-tina Jet en la otra mano que no sostenía el libro, leía con avidez sus historias, solamente me daba cuenta del paso del tiempo porque comenzaba a atardecer y era necesario que me parara y en-cendiera la luz del cuarto. Pero no podía hacerlo. Una voluntad superior me impedía mover siquie-ra las piernas. El miedo. Tenía los personajes tru-culentos de esas historias en mi cabeza, imagina-

Ana Milena Puerta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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ba al hombre tapiado en una bodega de vino, por ejemplo, y miraba la pared del cuarto, imposible moverme. Entonces, esperaba a que mi mamá o alguno de mis hermanos subiera y encendiera la luz de la escalera, así se iba mi miedo y podía salir a buscar a las amigas.

En la biblioteca del colegio de María Auxilia-dora encontré las narraciones de Eugenio Sue sobre María Estuardo, Ana Bolena y tantos per-sonajes de la corte europea, lo mismo que las apetecidas novelas rosa y las de Rocío Durcal que debíamos devolver al lunes siguiente pues la lista de pedidos era grande. En la biblioteca de mi padre encontré otras novelas como La Roma-na, La Panadera, El puente de los suspiros y la maravillosa Madame Bovary, que me hizo ir a la Librería Nacional del Centro Comercial del Nor-te para conseguir otra obra de Gustave Flaubert y comenzar mi -hasta ahora- intacta admiración por este escritor.

La poesía me llegó en la revista dominical de El Tiempo. Cada domingo, mi padre y yo recor-tábamos el poema que aparecía publicado en el tabloide literario, además de leer todos sus ar-tículos. Muchos años tuvo mi padre un poema de León de Greiff en su mesa de noche, yo solía

buscarlo de vez en cuando para leerlo sin lograr aprenderlo completo, solamente me queda una frase: “Voy a encerrarme en mi silencio de donde no debí salir”.

Llegó diciembre con su alegría

En los primeros días de diciembre la acera del río frente a la Olla se llenaba con las casetas de los vendedores de pólvora, teníamos prohibido comprarla y eran los grandes quienes lo hacían y la quemaban en las noches. Mi papá era feliz con la pólvora, le gustaba quemar doce volcanes a las doce de la noche del 24, además de voladores, rosetas, estrellas y toda una variedad de colores sobre el cielo de nuestra manzana. Los globos se elevaban cerca del río, era necesario pensar un deseo antes de soltarlos a la noche caleña.

El día 25, desde la una de la tarde y con el estreno del niño Dios recién planchado, todos los chicos nos dirigíamos a la vuelta de la manzana, la avenida de Las Américas, por donde pasaba la cabalgata inaugural de la feria de Cali. Mis papás con mis tíos y sus amigos tomaban una mesa en la fuente de soda de la avenida con calle 18, no-sotros íbamos y veníamos entre su mesa y el com-bo de amigos, escapando de los bolillazos que la

policía utilizaba para impedir que la calle fuera tomada por la gente y se congestionara el paso de los caballistas.

En esos días mi abuela decidía hacer el tradi-cional manjarblanco sobre fogón de leña, batido en paila de cobre y con un cucharón de madera enorme. La leche llegaba desde la finca “Potrero Chico”, de Luis Horacio Gómez, el jefe de mi tía. Desde las cinco de la mañana comenzaban los preparativos de mi abuela, la empleada, mi mamá y mi tía en el patio de la casa que era en pavimento y muy amplio. Hacia el medio día las fuerzas se disminuían y nos buscaban para ayu-dar en la batida, por turnos pasábamos a remover la mezcla color melcocha mientras que cada tan-to se le medía el punto hasta obtener su color do-rado intenso. De inmediato comenzaban a llenar los mates de libra y las cajas de madera. Cuando la cuchara ya tocaba fondo el pegao era nuestro, nos peleábamos por servir cantidades del mismo en platos y comerlo aún burbujeante. No valían recomendaciones, todos los chicos de la cuadra comíamos en exceso hasta empalagarnos.

Los vecinos supervisaban la operación desde las ventanas de sus casas, pues los patios colinda-ban unos con otros y el intenso olor, además del

humo de la leña, llamaba la atención de todos. A nosotros nos correspondía llevar el presente aún tibio a cada casa, como era la costumbre en di-ciembre.

Nadar y bailar, principios de la caleñidad

Aparte de clubes como Calimío, San Fernan-do y La Rivera, donde íbamos como invitados de algún vecino o bien donde invitábamos a nuestros amigos, existía una casa de la cuadra con piscina, la casa de los Lloreda, en la esqui-na. Vale decir que todos la llamábamos la casa de las Lloreda, pues las cuatro hermanas ado-lescentes eran evidentemente más hermosas y llamativas que sus hermanos.

Una o dos veces al año, los Lloreda invitaban a toda la muchachada de la cuadra a una tar-de de piscina en el patio de su casa, con Coca Cola, ponqué Ramo y chitos, el mecato de ese entonces. Era la casa más grande de la manzana, daba la vuelta a la cuadra. Hoy es la sede de una funeraria y cuando lo supe mi primera imagen fue la de la piscina llena de formol y albergando cadáveres en lugar de bañistas.

En las fiestas infantiles también había baile,

Ana Milena Puerta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Carrera 24a, luego te encuentras con las

escalinatas que corresponderían a la calle 2,

giras a la derecha sobre la carrera 23 o “Calle

del Muerto”, de nuevo a la derecha con una

que creo es la calle 3, luego una que es curva

y es combinación de carrera 23b y calle 3 y

esta empalma con la inicial carrera 24a.

De abajo a arriba: de la calle Quinta a la Loma de las cometas

Un sol estridente alarga hasta el infinito la ca-lle que sube a Miraflores. Por ella voy con

mi maleta de libros a cuestas, un poco más ade-lante que mis hermanas, a las que miro de vez en cuando de soslayo, girando hacia atrás para asegurarme de que nada malo les ha ocurrido to-davía en el camino. Son las dos de la tarde de un posible jueves, tan largo como la semana que ya casi termina. Hemos salido del colegio hace un rato y vamos camino a casa subiendo por esta calle larga donde los jardines tienen flores de to-dos los colores, los andenes muchos árboles y en algunos de sus recodos un intenso olor a cadmias que se esfuma y regresa con el viento. Me impac-tan en especial las veraneras, aunque también

Miraflores

Por Elvira Alejandra Quintero

Bahía Blanca, Argentina, mayo 27 de 2009

ensayábamos con las mamás o las mujeres ma-yores los pasos, todos queríamos aprender a bai-lar y lo hacíamos con la música de moda: Pacho Galán, Lucho Bermúdez, la Billos Caracas Boys y Tania, además del twist de la gallinita Josefina y el infaltable casatchok. La salsa, esa maravilla caleña, no había llegado a nuestro barrio.

Las niñas hacíamos comitivas que eran reu-niones en el patio, con fogón de leña, donde cocinábamos guiadas por las mamás, luego se servía para todos los chicos y después venía el tocadiscos o la radiola con la música bailable.

A esas reuniones asistíamos con pantalones Bobbie Brooks, antecesores de los famosos bluyi-nes Baboo. Los zapatos eran de suela plástica con plataforma forrada en cabuya y tan altos como las mamás lo permitieran. Las blusas de pellizco y en telas sintéticas, como la terlenka, eran nuestras favoritas.

No había gordas entre mis amigas y vecinas, no hacíamos dietas ni íbamos a gimnasios, tam-poco existía la bulimia ni la anorexia, mucho me-nos la granola, el salvado y el musli como alimen-tos humanos. Quizás el único régimen delicioso y obligatorio era el de jugar todas las tarde en la Olla y escondernos al anochecer para robar algún

beso que nos interesara, además de bailar entre todas para aprendernos los pasos y caminar con el directorio telefónico sobre la cabeza para que no nos saliera joroba. y dio resultado.

Ana Milena Puerta

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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hay rosas, claveles y pensamientos. A lo largo de la calle, guayacanes, chiminangos, carboneros, almendros, forman en ciertos tramos una bóve-da sombreada que aliviana la subida y que en períodos de lluvias se carga de miles de gotitas que siguen cayendo durante mucho tiempo des-pués de que ha pasado el aguacero. De todos ellos, los que más me gustan en esa época son los carboneros, porque sueltan unas pepitas blan-cas envueltas en unos sobrecitos alargados como los de las habichuelas y ahora, resecos por el sol, chirrían con un sonido delicioso cuando los piso; un tiempo después, ya adolescente, nació en mí el amor que todavía subsiste por los guayacanes, por lo cual fui descubriendo que cuando flore-cían en la calle de Miraflores, ya en otras calles de Cali los demás guayacanes del mismo color se ha-bían puesto de acuerdo para hacerlo al unísono: esto lo cuento también en alguno de mis poemas. Me encantan los amarillos. Esta es la calle central de Miraflores, fiel a su nombre que nace de los árboles y flores que la llenan. Tiene murmullo de chicharras, grillos y palomas torcaces en el día y de aleteo misterioso de murciélagos que en las noches se estrellan contra los vidrios de las venta-nas y los postes de la luz.

La tarde que evoco debe estar seguramen-te alrededor de 1968, posiblemente un marzo. Abajo, en la calle Quinta, nace esta calle larga que sube serpenteando en el sentido este-oes-te, trepándose por el piedemonte de la cordillera Occidental. En la esquina que forma abajo con la calle Quinta, quedaba en aquella época la em-presa de taxis Tax Barona y en seguida el cole-gio Alejandro Humboldt, donde mis hermanas y yo hemos entrado a estudiar recientemente, de manera provisional, mientras termina el perío-do académico actual e ingresamos a los colegios donde ocurrirá realmente nuestra formación, primero el Santo Tomás de Aquino y luego el Gimnasio Universitario del Valle. Aunque había-mos nacido aquí, en Miraflores, sólo hace poco tiempo hemos regresado a Cali después de haber vivido unos cinco años en Manizales, mientras nuestro padre cursaba sus estudios de ingeniería civil en la Universidad Nacional. Ahora papá se había graduado ya como ingeniero y volvíamos al ámbito cálido de la casa de Miraflores con las tías y el abuelo. Tuve la fortuna de que la noche de nuestra llegada a Cali fuese en navidad, porque la ciudad lucía muy alegre llena de bombillos de colores y, tal vez por ello, el recuerdo más anti-

guo de este centro del mundo que intento des-cribir corresponde a una calle larga que sube ser-penteando en medio de los jardines iluminados y de las ventanas donde brillan las luces de colores que celebran la navidad. Hacía mucho calor y, al mismo tiempo, soplaba un viento cálido.

Aquí en Miraflores desaparece la idea de manzana o, al menos, el concepto tradicional de manzana cuadrada o rectangular de cuatro esquinas impuesta por los españoles en la fun-dación de las ciudades durante la colonia. Aquí cede la topografía plana que se extiende a lo largo del valle del río Cauca, entre las dos cor-dilleras, y la ciudad empieza su ascenso por los cerros de la cordillera occidental hacia los Fa-rallones. La calle que protagoniza esta primera parte de mi relato es la carrera 24a, conformada por casas en su mayoría de dos pisos y algunas con un piso más o un altillo que también llama-mos “palomar”. Casi todas tiene antejardines, pilastras decorativas que marcan la entrada prin-cipal y los balcones, cornisas y frontones en las fachadas y, algunas, aislamientos laterales que después fueron utilizados para dividir la casa y sacar apartamentos independientes. Después, cuando estudié arquitectura, supe que eran ca-

sas de estilo republicano y que Miraflores había empezado a construirse hacia 1940 junto con San Fernando y otros barrios del norte como Versalles y Santa Mónica, por gente de clase media profesional, algunas de las cuales ocupa-ban cargos administrativos en las multinaciona-les que se asentaron en la región. Por las formas curvas y pendientes de esta parte de la ciudad, la disposición de los lotes se aparta de la cuadrí-cula española tradicional pero aún así se integra a la malla existente mediante la prolongación de las carreras que van de este a oeste, o viceversa, generando con el barrio Alameda un flujo de integración que fue cortado por la ampliación de la Quinta. En el otro sentido el laberinto se empalma mediante calles y escalinatas con los barrios del sur (San Fernando), del oeste (Nacio-nal, San Cayetano) y del centro (Libertadores, San Antonio). Nuestra casa había sido construi-da por nuestro abuelo materno, que era inge-niero civil, el “doctor Juan Manuel Hincapié”, quien construyó también otras casas del sector y además, pensando en la necesidad de vincular los dos sectores, donó el terreno y construyó las escalinatas que comunican la carrera 24a con la carrera 23 o Calle del Muerto, esta última con-

Elvira Alejandra Quintero

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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formando el límite entre Miraflores y el barrio Libertadores.

Si ahora la subida por la calle de Miraflores puede no parecerme tan ardorosa e interminable como entonces, había días de mi infancia en que ella era una calle infame y llena de curvas, no obstante el encanto de sus sorpresas. Algunas de ellas: el parquecito de La Herradura, al cual, para llegar, había que desviarse un poco ya que está escondido en el recodo que forma la carrera 23b o c, cerca de la cafetería Niágara, sobre la calle Quinta, que también era un lugar clásico de en-cuentro con los amigos y amigas, lugar de las citas con los novios, amigos y “gallinazos”, no obstante los zancudos y los bichitos que nos llenaban de picadas las piernas descubiertas en las sandalias, igual que en el parque de La Herradura y la esta-tua del general San Martín. Recuerdo de manera especial los perros que atacaban desde los jar-dines apareciendo de repente; uno de ellos, el de mi amiga Ana Milena, me clavó sus dientes en el hombro izquierdo dejándome un trauma eterno y una incurable enemistad con el reino canino. Las señoras de labios rojos y voz grave que vivían abajito de nuestra casa y que religio-samente cada tarde le enviaban saludos al doctor

Hincapié y de paso aprovechaban para indagar por los chismes de la familia. Las tiendas de doña Soledad y de don Gustavo, donde nos volvimos adictos a las golosinas de entonces, las “cucara-chas”, la chancarina y los “borrachos”, unos pas-telitos deliciosos por cuyo nombre hacían chistes los señores -borrachos de verdad- que tomaban cerveza en la tienda, diciéndonos cuando íbamos a comprarlos: “niña, lléveme a mí”. El garaje del loco Viera, también bajando por esta calle larga, a donde mis hermanos Mono y Dito y mi primo Queto iban de cansones temprano en la mañana para no dejarlo dormir; ya mayor, mi primo Que-to hizo una película con ese tema, que se llama Dito, el niño despertador. El Consulado Francés, por cuyas celebraciones la calle se llenaba de ca-rros en una fila eterna que llegaba hasta la calle Quinta por un lado y a la Loma de las Cometas por el otro, en especial cada 14 de julio, día de la Revolución Francesa, y que quedaba justo antes de llegar a la tapia del Convento de Las Monjas Adoratrices.

La casa: torre, terraza y paraísoDe dos pisos, sótano y terraza, nuestra casa

quedaba al finalizar la tapia larga del Convento

de las Monjas Adoratrices e inmediatamente an-tes de las escalinatas que comunican a Miraflores con la carrera 23 y los barrios Libertadores, San Cayetano y San Antonio, en el punto exacto don-de la calle de Miraflores forma una curva pronun-ciada, conocida como la “Curva de la herradura”.

Debido al descenso del terreno en el sentido oeste-este, la mayoría de las casas que están en la acera izquierda tienen sus jardines a un nivel un poco más elevado del andén y sólo algunas de la acera derecha tienen jardín, en cuyo caso este se encuentra a nivel de la calle, y/o disponen ade-más de un sótano para aprovechar la pendiente inclinada. En nuestra casa no hay jardín. En cam-bio en el andén había un maravilloso chiminango extendiendo sus ramas desordenado, saludando nuestra terraza y estirándose hasta el jardín de la casa de enfrente, el cual fue talado años después para que las niñas internas en el Convento no se escaparan por las ramas. La casa es una edifica-ción de dos viviendas, la inferior conformada por el piso a nivel del andén y un sótano, y la superior en el segundo piso y la terraza. Desde la terraza se divisa la ciudad y el mundo de abajo. En el pasado que ahora evoco, la terraza es el lugar donde suelen ocurrir las cosas importantes como

los juegos, las conversaciones con el abuelo o las tías, las comitivas con mis hermanos menores, las fiestas. Uno de los momentos más gratos era cuando, con el abuelo, llenábamos de agua la te-rraza aprovechando las tardes del eterno verano de Cali, jugando a divisar la ciudad desde aquí, adivinando su laberinto. Hacia el oeste se podía ver perfectamente la cuadrícula de tejados, árbo-les y calles, muchas de las cuales apenas estaban en proceso de pavimentación, de los barrios San Cayetano y Libertadores, subiendo y bajando por las colinas. La cúpula de la iglesia San Cayetano aún no ha sido derrumbada por un temblor y se yergue imponente con un halo de misterio so-bre una de las lomas. Un poco más allá se divisa el tejado de la iglesia de San Antonio, el parque inclinado que la rodea y el parque del Acueduc-to. Hacia el este la cuadrícula se ve más plana y organizada, extendiéndose hasta perderse en la serpiente ancha del río Cauca, más allá del brillo de los techos plateados de Aguablanca. Desde nuestra terraza se ve también el sur, la cuadrí-cula del barrio San Fernando y el Estadio. Afuera de la casa, la calle larga de Miraflores continúa serpenteando hacia el suroeste, subiendo hasta lo que yo llamo el infinito, que no es más que la

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Loma de las cometas, algo así como un paraíso majestuoso a donde íbamos cada tarde, especial-mente en agosto, a elevar cometas con el abuelo. Desde la Loma de las cometas se divisa mucho mejor la ciudad. Allí el abuelo hace gala de toda su sabiduría y se llena de orgullo al identificar para nosotros las calles, los edificios del centro, las torres de las iglesias que se ven en la distancia y mucho más allá, los cerros de Las Tres Cruces, Cristo Rey y Pico de Loro. No obstante la an-gustia por la ansiedad de crecer que invadía la infancia, esta es en mi recuerdo una época feliz. Con cartones, mis hermanos y amiguitos de la cuadra nos rodamos por la loma. Clara, Marga y Leo, Ana Milena, los Gil, las Ayala. Nos impreg-namos del olor a pasto húmedo y a tierra. Nos llena la inmensidad azul del cielo, el viento de Cali, el ruido de los carros de balineras en los que nos rodamos también calle abajo, acabando con la paz de las señoras que se asoman furiosas por las ventanas a protestar.

Con el tiempo y las circunstancias, la casa se dividió en apartamentos que, también según las circunstancias, alguno de nuestra familia y/o sus nuevas familias ocupó eventualmente: mis tías Poly y Lelé con sus respectivos esposos, mis

hermanas Margarita y Leonora, etc. Así, en algún momento me llegó el turno de habitar el aparta-mento de la terraza cuando, aún muy joven, me casé con el novio que me enamoró con su voz y sus canciones. Allí nació Sara, mi hija mayor. Hasta aquella terraza llegaban nuestros amigos a compartir con nosotros discusiones literarias, poéticas, políticas y bohemias, entre lecturas y serenatas que se prolongaban hasta el amanecer en torno a las guitarras de Ricardo, Carlos Andrés o María del Carmen. Era una época en que se afianzaban en todos nosotros los sueños literarios y de rebeldía política, y al mirar desde la terraza la ciudad suspendida bajo la bruma de la noche o del amanecer, éramos una mezcla de entusiasmo y desesperanza que nos empujaba a seguir hur-gando en ese laberinto, creando entre nosotros los vínculos que aún perduran. Recuerdo ahora a Pepe, a Amanda y Rodrigo, a Graciano, a Pacho y Lelé, a Maní, Nelson y Manuel, o a Luz Eume-lia, con quien nos amanecimos tantas veces escu-chando a ignacio Corsini. Fue allí también donde Alejandro Herman lanzó a gritos sus últimos dis-cursos lúcidos y terribles, contra la ciudad que se “arrastraba abajo”, durante la bohemia rebelde que parecía interminable. Tal vez el nacimiento

de mi hija marca un quiebre, porque al poco tiempo nos fuimos de aquella torre a un palomar del barrio San Antonio, frente al parque, lugar donde transcurre la etapa siguiente de mi vida.

Más adelante, siendo ya arquitecta y acom-pañada de mi nuevo esposo, también arquitecto y escritor y padre de Lucía, mi segunda hija, re-greso a la casa de Miraflores, esta vez para hacer junto con él las reformas arquitectónicas corres-pondientes a la consolidación de los apartamen-tos, con todas las de la ley. También con Carlos nos dejamos atrapar por este mismo barrio y por esta misma calle ligada de manera consustancial a nuestras vidas. Una y varias veces durante el tiempo que duró nuestro matrimonio, ocupamos algún apartamento o casa de Miraflores. Primero, sobre la parte alta de la Calle del muerto, después junto a Miracali y en la última época, sobre esta misma calle larga en un edificio de apartamentos localizado una cuadra más abajo de la casa a la que me he referido, donde ha transcurrido toda la historia familiar.

Las escalinatasA la derecha de mi casa-torre-terraza están si-

tuadas las escalinatas que comunican a Miraflores

con la Calle del muerto. Descender por ellas es, en todos los casos, salir del idilio familiar e ingre-sar al mundo “real”. Atravesar las colinas de San Cayetano y San Antonio para llegar al colegio con mis hermanas, o cruzarlas de regreso, al pleno sol de las dos de la tarde y, más adelante, corriendo con los amigos y compañeros del colegio o de la universidad para huir de la policía en alguna de las “pedreas” que se formaban con las manifes-taciones de protesta estudiantil al pasar por San-ta Librada. Caminé por estas calles en todos los sentidos, norte-sur, este-oeste y viceversa, sola, en pandilla o de la mano del amor. Creo que no se entiende en verdad la ciudad si no es a pie. Sólo allí, en el ritmo que da la lentitud del propio paso puede percibirse, sintiéndolo, el impacto de los colores, los ruidos, los olores, las texturas, los sabores de las frutas, licores y golosinas que ofrecen en las tiendas y en las esquinas. Por eso, antes de descender por las escalinatas a la Calle del muerto y a ese otro universo, vale la pena detenerse un poco aquí, en lo que solía ocurrir en estas escaleras. En la parte superior había un murito donde se sentaban los novios, amigos y pretendientes a esperar que saliéramos de casa, casi siempre en las tardes, para ir a caminar por

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las calles de San Antonio hacia La Tertulia o a la Avenida Sexta. En otras ocasiones, el murito se llenaba con los chicos del barrio que armaban pandilla para gastar el tiempo, entre otras cosas, diciéndoles piropos a las chicas que pasaban “in-defensas”. Pasar por allí a solas era dar una gran muestra de valentía porque había que arriesgarse a recibir los silbidos y risotadas de los sardinos. Era también este murito desde donde, tarde en la noche, salía el olor a la “yerba” que algunos de los más grandes ya fumaban a escondidas, apro-vechando la oscuridad.

De arriba abajo: la Calle del muertoAhora tengo ya catorce años, época de salir

a explorar el mundo. Con mi amiga Clara y mis hermanas Marga y Leo descendemos por las es-calinatas hacia la Calle del muerto, girando a la derecha para bajar hacia la calle Quinta, donde el mundo parece ser mucho más complicado que en el nicho inicial de la familia. Esta calle que for-ma el límite entre el barrio Miraflores y el barrio Libertadores es la carrera 23 o Calle del muerto, una calle larga, inclinada y sin curvas pronuncia-das como la anterior. Abajo, en el cruce con la calle Quinta, existió primero una heladería lla-

mada la Frost Bitten a la que íbamos a comer helados por las tardes, y después una fuente de soda o taberna llamada La Esmeralda, lugar de encuentro con los amigos y los novios. Allí, entre la frescura de la noche y las cervezas, podíamos escuchar perfectamente a Charles Aznavour y en seguida algún disco de Richie Ray o de la Fania, o a los Rolling Stones y en seguida a Los Beatles, Santana, León Gieco, Francis Cabrel, Nicola di Bari o a Juan Manuel Serrat, es decir, de todo, según el ánimo que hubiera y los gustos de los clientes. Enfrente de La Esmeralda, el Hospital infantil Club Noel. Al atravesar la calle Quinta llegaríamos al parque Alameda y en el sentido contrario, subiendo por la Calle del muerto hacia Miraflores, al mirador y taberna llamado “Mira-cali”, un punto al que también le dicen “Siete esquinas” porque efectivamente confluyen allí siete manzanas con sus aristas. A diferencia de la calle central de Miraflores, en la Calle del muer-to la mayoría de las casas no tienen jardines, a excepción de algunas en la parte inferior, cerca de la calle Quinta. Son edificaciones de uno y dos pisos y en algunos casos de tres, estas últimas con varias viviendas o apartamentos. Siempre me pareció esta una calle más árida y congestionada

que la calle central de Miraflores, con pocos ár-boles y donde el calor se sentía más inclemente, tal vez porque la mayoría de las casas estaban desprovistas de aleros. Así, descendiendo por la Calle del muerto con mis hermanas en esta “vuel-ta a la manzana”, llegamos a la esquina de la ca-lle Tercera o Cuarta donde nos topamos con una casa alta de tres pisos, frente a la cual hay otra azul con rejas y jardín, que recuerdo de manera especial porque allí vivieron mis padres cuando mi hermana y yo nacimos, así que muchas veces me fue relatado dicho acontecimiento y referen-cia. En las otras dos esquinas que conforman este cruce hay una casa alta, de tres pisos y terraza, donde viven la tía Luz y los primos, y al frente una pequeña, de un piso, en cuya puerta había escrita muy grande la letra Z.

Al girar hacia la derecha la calle remata en la carrera 23a, por lo que la llamamos calle mocha. En el otro sentido, hacia la izquierda, se prolonga por las colinas de San Cayetano y San Antonio. Acá está conformada por una tapia larga de la-drillo común pegado a la vista, con una cornisa adornada con pedazos de vidrios y botellas que-bradas que le han puesto para que no la escalen los ladrones, de afuera hacia adentro, o las niñas

internas, de adentro hacia afuera, para escaparse. Esta es la tapia del Convento de las Monjas Ado-ratrices, misterio y encanto de nuestras fantasías. Por encima de los vidrios de colores que forman la cornisa, se asoman las ramas de los árboles de mango que cuando están cargados tiran sus fru-tos por montones en la acera. Este Convento, que ahora contemplamos desde afuera, colinda por su parte interior con nuestra casa, así que desde este punto también se divisa la terraza, trepada en medio de los otros tejados como una torre le-jana. Acá abajo, la puerta central del Convento se yergue misteriosa sobre dos escalinatas muy grandes, unos cuantos metros más adelante de la esquina de la calle Cuarta o Tercera con la carrera 23a, la cual se prolonga en el sentido contrario hacia la Quinta, conformando la calle donde vi-vía mi amigo Gustavo Vivas, a quien conocería más adelante. Es esta una calle plana en contraste con todas las anteriores de mi manzana amorfa, pero igualmente llena de árboles, flores y jardines como es el estilo característico de Miraflores. En mi caminata la calle hace una curva hacia el su-reste, y allí me topo de nuevo con la carrera 24a donde inicié mi recorrido, en una casa cuyo lote es de forma triangular. En Miraflores abundan las

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Cali: mi manzana

Por Mario Rey

Barrio ObreroCarrera Diez y Quince, entre

calles Quince y Séptima.

Aunque viví algunos años de mi niñez entre Bogotá y Palmira y buena parte de mi vida

adulta en México, yo nací en Cali, soy caleño y lo seré toda la vida. Mis padres se conocieron en el histórico Hotel Aristi, a pocas cuadras de la Pla-za de Caycedo, regida por el Edificio Otero, la Catedral, donde fui bautizado, y sus larguísimas, elegantes e imponentes palmeras meciéndose en el aire fresco del atardecer. y, con seguridad, me engendraron a ritmo de bolero, en algún lu-gar entre el centro y el barrio Guayaquil, “Amor-cito corazón…”, donde nací a la vieja usanza, entre las manos cálidas y expertas de la matrona del barrio, poco antes de que saliera el canden-te sol que envuelve mis recuerdos, en el muy breve lapso en el que se dejaban de escuchar en la radio los ritmos afromestizos del son y la guaracha, el guaguancó y la rumba, el danzón y el chachachá, la cumbia y el porro, “Se oye el rumor de un pregonar…”. Allí, alrededor de la calle 17 y la carrera 18, en un barrio de trabaja-dores y pequeños comerciantes, di mis primeros

formas irregulares en los lotes y en las esqui-nas, y en consecuencia algunas casas de aspec-to triangular que identificamos como casas “de barco”. Termino así mi vuelta a la manzana, con la certeza de que he dejado de nombrar infini-dad de detalles, colores, olores, ruidos, perso-najes, en fin, tantos matices que ahora en la dis-tancia se me escabullen. Pienso solamente que en aquella época era mucho menos frecuente que alguien apareciera muerto de manera vio-lenta en cualquier calle y que, precisamente por eso, el día en que un cadáver de un descono-cido apareció tirado en la carrera 23, causó tal asombro y revuelo en la vecindad que a partir de entonces la calle quedó bautizada como la Calle del muerto.

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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pasos, y allí se ubica un punto de mi manzana caleña, refrescante fruta que recuerdo sin esqui-nas, sonora, roja y seductora.

Tras mi padre, mi mamá y yo partimos del ba-rrio Guayaquil hacia Bogotá, en cuyas entrañas -como en todas las ciudades del país- ha pene-trado mi Cali bella con su música y su ritmo, con sus patacones, pandebonos y pandeyucas, con su sancocho, sus pescados y sus mariscos, con su música, su alegría y su calor, para felicidad de todos los colombianos y sus huéspedes, “Tumba la caña, jibarito, túmbala…”. Después de unos pocos años, regresé al Barrio Obrero, a la carre-ra Diez, entre dieciocho y diecinueve, donde mi abuela Rosa y su marido Marcos, mi abuelo Mar-cos, instalaron su almacén de calzado, en una larguísima calle que arrancaba de la carrilera, en la calle Veinticinco -en cuyas mangas se avivan las brasas que alumbran los miles de muertos y daños de la explosión de dinamita que generara la pugna entre las fuerzas tradicionales de la oli-garquía colombiana y las del ejército del general Rojas Pinilla, donde se jugaron los partidos de fútbol, marihuana y vaca muertas que recuerda Umberto Valverde en su Bomba Camará, donde hoy se superponen la modernas avenidas y las

reconversiones del sueño del ferrocarril-, con sus casitas de bahareque y teja y algún viejo y ol-vidado techo de palma, reverberante de tiendas de víveres, telas, cueros y zapatos, una que otra ferretería o papelería, el cine de los cuadros más que fotográficos de Evert Astudillo y numerosos cafés o cantinas con el canto de sus vitrolas como telón de fondo de las transacciones comerciales, las discusiones políticas y los negocios del cuer-po, entre trago y trago de aguardiente, cerveza o café, hasta la calle quince, “Songo le dio a Boron-dongo, Borondongo le dio a Bernabé…”.

Nosotros vivíamos en la carrera 10 número 18-53, “Calzado Germán”; allí pasé muchas ho-ras de mi vida: jugando a ser el mejor vendedor, limpiando, marcando y empacando zapatos; es-perando la llegada de los clientes: “Siga”, “Pase”, “Ofrezca”, “Es lo mínimo”, “Lléveselos”; leyen-do, mientras llegaba el marchante: El País, El Quijote para niños -que me regaló mi tía Fanny-, Corazón, Bomba Camará -que me regaló mi tío Pedro Nel, y leía a escondidas, pues hablaba de sexo y mis abuelos no lo consideraban apropiado para mi edad-, María, El Alférez Real, El Cuento Colombiano -una antología de Manuel Zapata Olivella, a quien recibimos en una ocasión en

casa y me dio una gran lección, a las seis de la mañana, cuando él se tomaba el primer café y escribía, y yo desayunaba y me alistaba para ir al colegio: “Para ser escritor hay que trabajar, mucho, y mejor en la madrugada”-, El Enano, El Coronel no tiene quien le escriba, El Extranjero, Neruda, Nicolás Guillén, Poe, Mao, “La Historia me absolverá”, La Madre, El Materialismo Histó-rico, La Revolución Permanente…, en un desor-denado y ecléctico proceso, las lecturas obliga-torias del colegio, las de la célula socialista y las recomendaciones de los amigos; dormitando, al calor de la tarde, mientras mis abuelos hacían la siesta; percibiendo el despertar del amor y el sexo, ante la hermosa mona del salón de belleza de enfrente, y sus miradas, mis vecinitas ado-lescentes, o las jóvenes o las mujeres mayores que desfilaban por la gran puerta del negocio, “La noche es buena, vida mía, para el amor y la alegría, muy juntitos…”.

Mi condición de niño trabajador, la persona-lidad fuerte y sobreprotectora de mi abuela, así como el carácter del barrio, no permitieron que jugara fútbol en la calle o me uniera a los grupos de muchachos, que ya se iban perfilando como los malevos del futuro -varios de ellos murieron

muy jóvenes, a cuchilladas y balazos-; por ese motivo, y por ahorrarme los diez o quince cen-tavos del bus, disfrutaba caminar y caminar y perderme, es un decir, por las calles de Cali, “Si por la Quinta vas pasando…”.

La Quince era un efervescente punto de en-cuentro de transeúntes, comerciantes, putas, tra-vestis y ladrones; camiones, camionetas, jeeps, buses, taxis, carretas y cargadores; almacenes, cines, bares, hoteluchos y puestos callejeros de verduras y de mercancías robadas. Recuerdo que en alguna ocasión vi pasar por esta Quince el desfile de inicio de la Feria, con sus carros de caña de azúcar engalanados de colores, muje-res bellas, grandes y coloridos muñecos de pa-pel maché que representaban los personajes de Cali, caballos y música. A este otro punto de mi manzana llegaba camino a mi entrañable Cole-gio Santa Librada, pleno de samanes, “fundado por Francisco de Paula Santander” y honrado por el nadaísta Jotamario en sus célebres versos de “Santa Librada College”, “me paseé por tus co-rredores / como el emperador de abisinia / por abisinia…”.

Si continuaba hacia los cerros, al fondo de la carrera Diez, después de atravesar el vital y sono-

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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ro hormiguero del Mercado Central, o Mercado del Calvario, “Va la mancha”, “¿Dónde quedó la bolita?”, “Champús, champús”, arribaba a los célebres puesticos de libros de segunda traídos de las orillas del Sena, a un costado de la iglesia de Santa Rosa, a espaldas del Hotel Aristi, “Can-tan las aves por la mañana, en lo profundo del Maniguá…”. Volteaba a la izquierda y me re-montaba por un entrañable Cali Viejo de calles estrechas y blancas casitas de bahareque y teja terracota.

Si en la Quince doblaba hacia la izquierda, prolongaba la agitación y el ruido de la esquina de la Quince con Diez por un buen rato, hasta llegar a la carrera Quince; ¡la Quince con Quin-ce!, donde doblaba a la derecha, rumbo a la calle Quinta, por un camino de negocios de re-puestos, casas de citas y uno que otro bar. ¡Cómo me encantaba quebrar la monotonía de la línea recta y hacer el camino en zigzag! A veces pasa-ba por Fray Damián, un célebre colegio de cu-ras, donde estudiaban jóvenes de la clase media caleña, y otras por el San Juan Bosco, también dirigido por sacerdotes, donde los muchachos de origen más humilde hacían el bachillerato y eran formados en los oficios tradicionales, “yo

tengo que trabajar, desde que amanece el día, y tengo que trabajar pa´ buscarme la comida…”.

Esas pequeñas manzanas de mi gran manzana caleña, entre la carrera Diez y la carrera Quince, entre la calle Quince y la calle Séptima u Octa-va, eran un verdadero arco iris visual, sonoro y de energía humana cuyos colores, sonidos y vi-braciones se desplazaban y entremezclaban sin límites, desde el vital, colorido, desordenado y oloroso mercado, hasta los reverberantes salo-nes juveniles de libros, cuadernos, reglas, mapas y compases, silencio, reflexión y algarabía, sue-ños y competencias, pasando por las capillas de lilas, verdes y dorados, cánticos e inciensos, los barcitos de luces de neón con la Sonora Matan-cera, el Trío Matamoros y sus descendientes, y por un lugar maravilloso y único en el mundo -más allá de nuestra ingenuidad provinciana de mitos repetidos hasta el cansancio: “Las muje-res más bellas del mundo”, “La mejor comida del mundo”, “Cali es Cali, lo demás es loma”, “Cali, la sucursal del cielo” -: La Casa de Lila Cuéllar, donde la música clásica de los centena-res de discos que tapizaban los muros nos hacía olvidar la rumba y la fiesta afrocaribeña en la que vivíamos inmersos, iniciados con sus sabios

consejos, sus historias de amor con Beethoven, su hospitalidad, la mirada perdida de la hija de su desliz con el célebre músico -una muñeca de medio metro de altura que reinaba en su cama- y los sagaces ojos de su marido, “Un ojo al gato y otro al garabato”.

La música y los sueños de cambio social me llevaron muy pronto de regreso a otro punto de mi manzana infantil: la escuela República de México, donde terminé la primaria, en el ba-rrio San Nicolás, vecino del barrio Obrero, en un costado de la plaza, al pie de la iglesia, frente al teatro donde iba con mi abuelo Marcos a ver las películas de vaqueros que tanto le gustaban, El bueno, el malo y el feo… En esas calles vi en-tonces con otra mirada los trabajadores, las fá-bricas, los sindicatos y la Plaza de las manifesta-ciones de la izquierda -allí se instala mi memoria para reinventar la presencia y las palabras que Gaitán y Camilo Torres dejaran para la historia y el presente-; hacia allá nos desplazábamos con nuestros cantos de sirena de “Revolución Socialista” y “Poder Obrero”; allá, un primero de mayo, otros izquierdistas nos hicieron saber que ese era un territorio colonizado por ellos, mientras nos sacaban a palo…

Junto a los sindicatos y las fábricas también redescubrí una buena cantidad de barcitos; en sus mesas y en sus pistas de baile recalábamos para celebrar nuestros encuentros, los primeros contactos con los trabajadores, la salida del pe-riódico, las marchas, las huelgas y la inevitable e inminente revolución… ¡Ah del Habana Club! También en esa manzana di mis primeros pasos en el baile y mis primeros acercamientos al cuer-po y el alma femeninos. y allí me traslado y me instalo al escribir estas líneas, con la voz de la incomparable Celia Cruz, “No sé qué tiene tu voz que fascina…”, desde la otrora Región más Transparente del Aire.

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Memorias de una escurridiza

Por Ruth Rivas

Barrio Guayacanes. Carreras 1D y 1E con calle 69,

en Santiago de Cali

La suerte nos convidó en el año 1977 a ser ve-cinos en un barrio de interés social, las casas

las entregaba el instituto de Crédito Territorial (iNSCREDiAL) a un precio de 38.870 pesos. Te-nían dos pisos, con tres cuartos, un baño, sala, comedor, cocina, patio y antejardín (aunque de-cían que no se podía encerrar, hoy todas tienen cercados sus predios). De estas bellezas de casas de interés social no volveremos a saber los co-lombianos hasta que haya un gobierno que qui-siera enderezar las cosas y hacer de lo importante lo primero.

Mis papás tuvieron la primera tienda de la manzana (en ese pedacito de tierra hoy tenemos cinco negocios entre tiendas, misceláneas y lico-reras). Al principio su nombre era la Rivera ii etapa y aún es más conocido por ese nombre que por el de Guayacanes que le fue adjudicado legalmente por allá en los noventa, aunque el trámite no está completo, porque cada dueño debía enviar sus escrituras a Bogotá para hacer el cambio y segui-mos siendo la Rivera ii etapa… ¿o Guayacanes?

Foto Álvaro Gärtner- Barrio La Campiña

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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A la vuelta de la esquina está la calle 70, una de las principales vías (atraviesa la ciudad de nor-te a oriente, y el nuevo sistema de transporte co-lectivo, el MiO, pasará por allí), y los vecinos son Chiminangos (“Criminangos”, le dicen), la i etapa de La Rivera, Gaitán y Barranquilla, todos barrios conocidísimos por los niveles de inseguridad que se manejaron tiempo atrás. Nuestro barrio, sano, como todo en un principio, por parsimonia y fal-ta de acción cambió su apacible entorno al punto de que no podíamos dar la vuelta a la manzana sin el temor a un robo o algo peor…

Ese lugar ya no es el lugar en el que crecí. El mercado móvil que se ubica en el separador vial de la calle 70 le da un aspecto sucio y un olor a putrefacción que hace que la alegría de llegar al hogar se convierta en palabrería barata.

Hace poco menos de diez años que no vivo allí, pero mi padre aún habita en nuestra casa, él es lo único que me obliga a volver a ese lugar y llegar allí es cada vez más deprimente, el progreso se ha detenido, las casas se deterioran, los vecinos que aún quedan, incluido mi papá, parecen ha-berse contagiado de ese deterioro, parece como si la pobreza, una pobreza más allá de lo económi-co, se hubiese tomado a las casas y a las personas.

Conviene que las nuevas generaciones, las que nacimos allí, nos demos lo que nos corres-ponde de látigo, pues no sé cómo o de dónde nos vinimos a creer de mejor ralea y esa casita, en la que nacimos, ya no bastó para nuestros sue-ños, será porque casi todos somos profesionales, fuimos a la universidad y nos comimos el cuento, nos lo tragamos entero e hicimos salir a nuestras familias de su terruño, algunos vendieron la casa por unos cuantos pesos, otros las alquilaron, solo para venderlas después, porque la gente no cui-da lo que no es de ellos, hubo quienes se fueron y volvieron, pero solos, sin los hijos, sin esta ge-neración desagradecida. También están los que como familia siguen unidos y siguen atados a su casita, a la que vio crecer no solo a los hijos sino a los nietos, para ellos, por su tesón y empeño, un abrazo.

Tuve la suerte de nacer, en 1979, en una casa propia. Cuando tuve dos años mis padres la re-formaron convirtiéndola en dos casas indepen-dientes, nosotros nos quedamos en la de abajo y alquilaron arriba, pero quedaron comunicadas por la escalera y una puerta interna. Cuando mis padres se separaron, mi madre, mis hermanos y

yo pasamos a la parte de arriba y mi padre se quedó abajo. Después decidimos irnos a vivir en otro barrio, central, simpático, más apto para un negocio que puso mi hermana.

Cuando tenía cerca de seis años, jugaba con mis vecinos a dar la vuelta a la manzana. Era una hazaña digna de un explorador. y si me quedaba sola en casa, encerrada bajo llave, cuando mis vecinitos salían a jugar, pues yo… ¡también sa-lía! Como era flaquita me escabullía por entre las rejas de la ventana, jugaba y antes de que lo hicieran mis padres o alguno de mis hermanos, yo estaba de regreso por el mismo camino, solo lo supieron hace un par de años cuando se lo confesé muerta de risa a mi madre. Esas escabu-llidas duraron hasta que la cabeza no cupo más por entre las rejas, había crecido un poco y tuve que resignarme con verlos nada más. Entre nues-tros juegos favoritos estaba el de la gallina ciega, fue así como me gané la tragedia de mi vida: me vendaron los ojos, me dieron como cinco vueltas y en la alegría del juego iba de un lado para otro, la boca abierta en tremenda sonrisa, cuando me-nos pensé sentí el estruendo de un golpe fuerte en mi boca, no fue dolor, fue un susto, me había topado con algo, cuando me destaparon los ojos

estaba frente a una señora con una matera gigante y en mis dientes una horrible abertura. Por mucho tiempo mi hermano me decía “El puente de Man-hatan”. Todavía sufro las consecuencias odontoló-gicas de jugar a la gallina ciega riéndome.

Cuando fuimos niños grandes nos juntamos con los de las manzanas vecinas para jugar Jeimy, Ponchado, béisbol, Bobby o Policías y ladrones, que fue un juego que nos hizo correr más allá de la manzana, pero siempre bajo los ojos vigilantes del guachimán del parqueadero. En esa época llegó a la cuadra una mujer de edad y como su jardín no estaba todavía cercado, cuando no po-díamos jugar en el parqueadero nos tomábamos las casas sin rejas para divertirnos y ella, que no soportaba la bulla, salía a insultarnos y a tirarnos agua caliente, “Chuky”, le decíamos… para su suerte nos hicimos adolescentes y pasamos a sen-tarnos en la esquina (la misma que a lo largo de dos décadas fue varias veces fortín de negocios informales para el sustento de alguna familia; las arepas de mamá, los asados de otra vecina y hasta las empanadas para recoger plata para la iglesia).

Los de la 1e no nos hablábamos con los de la 1d, éramos enemigos de esquina, hasta que los noviazgos y los amores platónicos nos hicieron

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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juntar de nuevo, entonces nos sentábamos en un sitio neutral, el parque, ese que cuando niños te-nía juegos infantiles y que queda justo entre el parqueadero y la manzana, pero que ahora, a nuestros trece, había sido recién reformado, por-que de los juegos que eran en metal ya casi no quedaba nada; lo que quedaba estaba oxidado y carcomido, era un peligro; además, por las no-ches, como había tanto árbol, el parque se con-vertía en fumadero de marihuana, entonces una vecina, de esas que son líderes y que tanta falta nos hacen, citó a los habitantes y con la ayuda de un político (¿cuándo no?) reformaron el par-que, todos ayudaron a podar, los muchachos nos encargamos de la pintura y al final… sólo había bancas para sentarse. Allí nos tocó la época del racionamiento eléctrico bajo el gobierno de Gavi-ria, y fue cómplice de más de un cuadre clandes-tino y autor intelectual del castigo más largo en la historia de los castigos: una noche me quedé hablando con un amigo (hablando ¡lo juro!) en el parque y, como estaba oscurísimo, mi madre no me vio. Llegué a casa pasadita de las diez, y se-vero regaño que me tenían, para cerrar el castigo se me entra a las ocho de la noche de aquí hasta que cumpla los quince años. ¡Ay! A mi madre se

le fue la mano, tenía trece años y a las ocho de la noche era que nos sentábamos en el parque a CONVERSAR, no hacíamos nada malo, solo eso. Bueno, igual que cuando era niña, encontré la manera de evadirme: bajaba a visitar a mi padre por la escalera interna, salía por la puerta de su casa, iba al parque -que seguía oscuro- conver-saba y cuando ya era hora de entrarme, lo hacía por el mismo camino.

En fin, cumplí mis quince y me levantaron el castigo, pero ya no tenía amigos para sentarme a conversar en una esquina, mis amigos, los de toda la vida, fueron mis compañeros de colegio, de modo que la vida de la muchachada en la manzana me la perdí.

Además, empezó el éxodo. Mi hermano y los chicos de su generación, mayores que yo por ocho años, se fueron yendo uno a uno a perseguir sueños, unos de dinero, otros de gloria, porque aquí no encontraron alguien de la rosca, alguien que les permitiera vivir de lo que soñaban, y vi-vir dignamente, o quizá les faltó brío para luchar por lo suyo. Sin embargo, pocos encontraron lo que fueron a buscar y, para vivir dignamente en un país extraño, les tocó dejar en su maleta, sin desempacar, la dignidad. Fueron personajes au-

sentes por quienes preguntábamos siempre que la conversación no hallaba salida, era un interés genuino, porque en esa manzana los vecinos no eran sólo los que vivían al lado, sino que se cum-plía muy bien ese dicho de que el que se casa, no solo se casa con la hija sino con su familia, así mismo, nuestros vecinos conocían a mis tíos, a mis abuelas, a mis primos, y mis padres cono-cían a los hermanos, a los sobrinos y a los padres de sus vecinos, cumpliendo eso de “pueblo chi-quito, infierno grande”, se repasaba la vida de los demás a puerta cerrada, con esos muros que todo lo dejaban oír. Así nos dimos cuenta de que uno de los que se había ido estaba en la cárcel, por narcotráfico, pero como era la certeza de algo que no se había dicho, nadie fue a expre-sarle su solidaridad a la madre acongojada, por el contrario, nos fuimos alejando secretamente de esa familia, por temor a sólo Dios sabe qué.

y como lo que uno menos quiere llega, a nues-tra manzana llegó la muerte, silenciosa, rápida, sorpresiva y dolorosa, de muchas maneras, pero -es lo extraño-hasta ahora pocas veces de mane-ra natural, es decir, dos o tres veces llegó envuelta en cáncer, dejó viudos y huérfanos, casi siempre llegó estruendosa, cubierta de escándalos y con

cámaras de noticieros, dicen que aquella mujer en la esquina, siempre alegre, que nos dejaba jugar en su antejardín, le dieron unos disparos para cobrarle una deuda de narcos, nunca supe si de la hija o el hijo. También se vistió de sangre y frustración cuando lo que era una excursión ruti-naria en bicicletas a Dapa, terminó con el cuerpo de una de las promesas del ciclismo vallecaucano en un abismo. Nunca supimos cómo sucedió.

De toda esta época de caos y violencia que parece no terminar, a mi familia también le tocó su poquito. yo estaba en la universidad, en ese proceso de descreer de Dios, mi padre trabajaba en una camioneta Chevrolet Luv, blanca, y la de-jaba parqueada allí, en la esquina, el vigilante no llegaba hasta entradas las seis de la tarde y de día no había quién cuidara los carros. Una noche mi papá se demoró más de lo usual, no había llama-do a su casa para decir nada. A eso de las diez yo lo llamé por el patio y la inquilina, que vivía en la casa de él, me contestó que no sabía nada. Me preocupé, mi padre nunca fue rumbero ni borra-chín y solía llevar una vida muy rutinaria, sin ami-gos que visitar de pronto o amores escondidos.

Esperamos, esperamos lo que parecía una eternidad y entonces la vecina me llamó, él aca-

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baba de llegar, me quería ver. yo bajé y lo vi, sentado en un sillón, golpeado, con sus muñecas ensangrentadas, la ropa sucia, me dijo que estaba vivo gracias a Dios, por un milagro… Dos tipos armados se le habían subido a la camioneta, en el parqueadero, no había apagado el motor y los tipos ya estaban dentro, lo obligaron a conducir hasta las afueras de Jamundí (mi papá atravesó la ciudad de norte a sur, con dos tipos intimidán-dolo y nadie se dio cuenta). En un lugar oscuro lo bajaron, después de amordazarlo lo golpearon, lo tiraron a una especie de barranca y se fueron. No le pegaron un tiro tal vez porque lo vieron viejo y pensaron que de todos modos iba a mo-rir. Mi papito, ese hombre que había sido capaz de matar a un hombre con un solo golpe en su juventud, ese día, ya con sesenta años, se puso en las manos de Dios. Sacó fuerzas, se desamarró los pies y echó a andar. La gente pasaba rauda en sus autos, nadie lo auxilió. El puto temor que nos envuelve siempre. Al fin llegó a una estación de policía, allí se sintió a salvo, allí le terminaron de quitar la mordaza y los restos de las ligaduras en sus las manos. yo, en un estúpido raciocinio, me enojé con Dios, pues para mí, gracias a la magna-nimidad de esos tipos había conservado la vida,

porque simple y llanamente no les dio la gana pe-garle un tiro. Afortunadamente mi pelea con él duró lo que tenía que durar.

y así como nos damos cuenta de todo lo que pasa en el barrio, así los vecinos se dieron cuenta de lo que había pasado con él. Sus palabras de afecto, su rabia, sus conjeturas, su impotencia, lo acompañaron, nos acompañaron.

Ahora que lo pienso, sólo en ese lugar, sólo en esa manzana a la que me da tedio volver, sólo allí fui vecina. He vivido en tantos barrios y no re-cuerdo los nombres de aquellas personas con las que me cruzaba en el día a día, jamás estuve en el funeral del familiar de alguno de ellos, jamás los visité mientras estuvieron enfermos. Pero fue lo mismo que recibí de ellos, a nadie más que a mi compañera de apartamento importó mi varicela, y fueron los vecinos de esa cuadra, los que me vieron crecer, quienes estuvieron en las exequias de mi abuela, fueron ellos quienes llamaron a la policía cuando mi papá le pegó a mi mamá, y gra-cias a ellos también pude ir a estudiar más de una vez que nos quedamos sin lo del bus, son ellos los que visitan a mis padres cuando enferman, serán ellos quienes les den el último adiós.

Quizás deba volver, anteponer los recuerdos

felices al olor de porquería, a la polvareda de la avenida, preguntar por aquellos que aún no re-gresan, regresar, sí, regresar desde la distancia. Ser vecina otra vez, preocuparme por lo que aconte-ce en las casas que me rodean, ser solidaria con el dolor ajeno, enseñarle a Toña lo que es crecer en una manzana, así la casa no sea de uno.

Como puedes ver, amable lector, mi manza-na se diferencia poco de las de otras ciudades. Aquí pusimos presos y muertos por la influen-cia del narcotráfico, aquí algún joven deportis-ta frustró sus esperanzas de obtener medalla de oro y, más temprano que tarde, cumplió su cita con la muerte. No faltaron los artistas: poetas, músicos, actores y actrices, bailarines, siempre nos sentimos orgullosos de sus pequeños avan-ces como si de alguna manera triunfáramos con ellos, y en nuestra humildad ningún triunfo fue pequeño. Tuvimos infidelidades comprobadas solo en el territorio de los susurros, hubo amo-res que sobrevivieron enfermedades, vivimos la vergüenza de la hija adolescente que salió em-barazada, vergüenza que luego fue de casi todos y que, así como así, dejó de ser vergüenza. Tu-vimos viudos y viudas, solterones y solteronas, drogadictos, homosexuales y enfermos de sida.

Hubo ladrones que se llevaron lo que pudieron, hubo policías entre vecinos y también los hubo para resolver peleas familiares, a nuestra manza-na llegó el desplazamiento, nos tocó ver cómo 16 se metían en una casa que no era sino para cuatro o cinco, y ¡qué decir de las despedidas a los que se fueron a perseguir el sueño america-no o el europeo! Hubo balacera en las esquinas, robo de autos y secuestros que terminaron en milagro… Hubo fiestas, pólvora (gracias a Dios nunca tuvimos niños quemados, pantalones sí, a mi padre le cayeron los restos del cohete de un vecino en su pantalón, hubo enojo, madrazos y disculpas, nada más). Hubo añoviejos y recolecta para adornar la calle en Navidad (solo hasta que se fue C… después nadie quiso echarse la carga de lidiar con cuotas y jornadas de aseo). Hubo abrazos y hubo olvido…

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Recuerdos centenarios

Por Sandro Romero Rey

Sandro Romero Rey. Nuestra Señora de los Remedios. 2002Al Barrio Centenario. De allí no hemos debido salir nunca. Del olor sedante de las cadmias y del sonido atafagante de las chicharras. Sandro Romero Rey. Réquiem/ruinas. 2009

Barrio Centenario Avenida Segunda Norte

Había una brisa... magnífica. Había antejardines y

choferes que no usaban uniforme. Había pájaros

que producían sonidos como palabras y todo olía

en el aire a uniformes escolares. Entonces apareció

ella, Susana, en cámara lenta. Porque ella siempre

ha caminado en cámara lenta, como en un co-

mercial. Sus ojos tenían el color del asesinato y su

sonrisa podía detener las carcajadas de las sirenas.

Entonces se puso frente a mí y me pidió que la

acompañara a bailar a la fiesta de sus compañeras

de colegio. “¿Cuál es su colegio?”, le pregunté,

así, sin tutearla, porque me parecía un atentado

demostrarle confianza. “Nuestra Señora de los Re-

medios”, me contestó. Esa noche aprendí a bailar,

mientras su cuerpo echaba chispas fosforescentes

y todos los asistentes se preguntaban, no quién

era ella, porque eso era más que evidente, sino

quién era yo, el mastín que intentaba acomodarse

a sus pasos inmarcesibles.

Nací en la clínica de Los Remedios, en el centro de Cali, la noche del 6 de julio de

1959. Mi mamá, Luz Stella Rey, acababa de

Barrio Miraflores Carrera 24 A . Carlos Fernando Cobo

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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cumplir, un día antes, sus 25 años de edad. No tengo recuerdos prehistóricos de mi ciudad na-tal, salvo los que percibo a través de las fotos en blanco y negro y de los home-movies que filmó mi tío Benjamín Romero Lozano con su cama-rita de ocho milímetros. Vengo de una familia enorme, pues mi papá, don Daniel Romero Lo-zano, tenía quince hermanos, todos de la ciu-dad de Buga. Por supuesto, la constelación de primos (hasta donde me llegan los cálculos eran más de cuarenta) se me pierde en mis cuentas destempladas. Del lado de mi mamá, mi abuelo se había casado dos veces, había tenido un nú-mero de hijos que todavía se me enreda en la cabeza y he desistido ante la idea de ponerme a hacer un cuidadoso árbol genealógico. De él se encargan, con envidiable paciencia, mis tías Raquel y Amparo Rey, maestras de disciplina perfecta.

Sé que los primeros días de nacido los viví por los lados del barrio El Peñón, cerca de lo que se llamaba antes El Charco del Burro, don-de hoy se levantan las tercas instalaciones del Museo de Arte Moderno La Tertulia. Hay fotos que no me dejan mentir. Luego, nos fuimos a vivir a una casa que para mí sigue siendo enor-

me, muy cerca de la planta de tratamiento del Acueducto Municipal, en la avenida que se convierte luego en lo que se conoce como La Circunvalación. Esa casa era propiedad de la fa-milia del periodista y publicista Mario Fernando Prado. Tengo lejanísimas imágenes de ese lugar, pero no se me olvida que un 31 de diciembre se entraron los ladrones, robaron algunas cosas y dejaron encima de la cama de mis papás mi co-lección de diminutos muñecos de plástico. Creo que ese es el recuerdo más antiguo de mi vida.

Mi papá era pintor y mi mamá bailarina de ballet. Ambos vivían, sobre todo, de la docencia. Ambos eran profesores de la Escuela de Bellas Artes y, poco a poco, el lugar de residencia real de la familia Romero Rey se fue acercando a sus instalaciones, al edificio que se conocía gené-ricamente como “El Conservatorio”. Creo que, cuando yo tenía unos cuatro años, nos fuimos a vivir a una casa frente al río Cali, a una cuadra de donde, tiempo después, tendría su estudio el escultor Edgar Negret. Mi hermana Tatiana ya había nacido, en septiembre de 1960. Ella era un año menor que yo, pero parece la mayor de toda mi familia. incluso mayor que mi mamá. Me gustaba torturarla, cuando era muy chiqui-

ta, diciéndole que ella no era hija de mis papás sino que la habían comprado a una señora muy pobre. Mi hermana sufría y yo era feliz.

En 1967 hice la primera comunión y ya está-bamos instalados en la que siempre he conside-rado “mi casa”. Queda, quedaba, en la avenida Segunda norte, a tres cuadras del colegio San Juan Berchmans de los jesuitas, donde estudié toda mi vida. y queda, quedaba, a cinco cua-dras del “Palacio” de Bellas Artes. Mi infancia y mi adolescencia giraron en torno de ese triángu-lo. No salía de allí sino para ir a la casa de mis abuelos maternos y para descubrir, con progre-siva fascinación, el cine y, eventualmente, para ir a los espectáculos teatrales con mis papás o con mi tío Alfredo Rey. Estudié la primaria con las monjas de Manresa, primero en el Aguaca-tal (antes había estado en un establecimiento de un tal Lindemeyer Fajardo que huyó sin dejar rastro: ¿o será que me lo inventé?). Allí, en Man-resa, me inscribieron en pre-kínder, pero como ya sabía leer me pasaron a kínder. De prime-ro a tercero de primaria lo hice en las nuevas instalaciones del colegio, las cuales quedaban lejísimos, al otro lado del mundo, al sur de la ciudad, cerca al barrio Ciudad Jardín. El bus me

recogía muy temprano, como a las seis y treinta de la mañana y tardaba una hora para llegar a su destino. En Manresa teníamos uniforme: cha-queta café, pantalones cortos de color caqui, camisa blanca, zapatos y medias marrones. Al llegar al colegio, nos quitábamos la chaqueta y nos poníamos un overol gris. Almorzábamos en el colegio. Una monja subida en una silla nos leía cuentos mientras comíamos. yo odiaba la comida y me guardaba en el bolsillo los fríjoles, el arroz, la sopa, para luego botarlas por el inodoro.

Cuando pasé a cuarto de primaria, comencé a ser vecino de mi colegio. Se acabó el uniforme y podía almorzar en mi casa. Oía la campana para entrar a clases desde mi cama. En diez mi-nutos estaba listo. Por la avenida Segunda norte no pasaba ningún carro. El barrio se llamaba, se llama, Centenario. Nunca supe a qué cente-nario se refería el nombre. En la puerta de mi casa se alcanzaba a leer la placa de un lejano congreso eucarístico. Caminando hacia el cole-gio, hacia Bellas Artes, tenía mi silencioso ritual que pronto comencé a denominar “metafísico”. El viento soplaba y alborotaba las cadmias y las chicharras. No tenía amigos en el barrio. Fui un niño al que le gustaba la soledad, el silencio de

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la lectura y la timidez de su cuarto. Cuando te-nía doce años, tuve conciencia de la evidencia de la muerte y el miedo se instaló en mí. Pronto lo camuflé con el cinismo y el humor amargo. A los nueve años, mi papá fundó una academia de arte infantil que se llamaba “Juvenilia”. Allí tomé mis primeras clases de pintura y de teatro. Antes había estado en el Centro Musical Marte-not, donde aprendí solfeo y piano. Pasé luego al Conservatorio y allí hice cinco años de gra-mática musical y de violín. Odiaba las clases de música. Tanto, que amenacé a mis padres con no volver a oír ningún disco de música clásica si me tocaba ir a soportar a Alfonso Valdiri, a Kurt Bieler, a Rafael Arboleda y el resto de mis tutores sonoros. La razón, en realidad, no era el odio hacia la música sino mi amor a primera vista por el mundo de las tablas.

El T.E.C., de Enrique Buenaventura, había sido “expulsado” de Bellas Artes por razones políticas (aunque luego me contaron una ex-plicación muy distinta de los acontecimientos). Alejandro Buenaventura, su hermano, entraría como director de la Escuela de Teatro y funda-ría el Departamento de Teatro infantil. Allí entré con entusiasmo y del mundo de la escena no

he podido desembarazarme nunca más, a pesar de mis esfuerzos. iba al colegio Berchmans has-ta las dos de la tarde y luego me encerraba en Bellas Artes hasta las seis o siete de la noche. El teatro se convertiría en mi ocupación central. A los doce años dirigí por primera vez una obra. Se trataba de Picnic en el campo de batalla, de Fernando Arrabal, la cual puse en escena con compañeros de colegio y con mi hermana como actriz invitada. Participamos en un concurso in-tercolegiado y nos ganamos todos los premios. Un año después comencé a escribir. Pero esa es otra historia. Regresemos al barrio. Al lado de mi casa había un lote baldío. Por esta razón se albo-rotaban, de vez en cuando, los murciélagos, las mariposas negras, los ratones. yo les tenía terror pero, al mismo tiempo, me atraía su misterio, su furtiva presencia. Al costado norte teníamos como vecinos a la familia Vergara. Francisco “Pacho” Vergara estudiaba música. Era cantan-te, bajo profundo. Sus escalas felices alegraban las mañanas cuando se duchaba.

Todas las casas del barrio escondían una per-dida aristocracia. Nosotros no éramos ricos, ni por asomo. Pero el Centenario conservaba una fachada galante que todos nos preocupábamos

por mantener, a pesar de que mi entorno era el de los muy politizados compañeros de la Es-cuela de Teatro. Mis papás nunca fueron de iz-quierda pero yo sí me instalé, entre los doce y los diecisiete años, en sus filas de simpatizantes, hasta que la guerra entre Vietnam y Camboya, primero, y el cine y el rocanrol después, me es-timularon a curarme del sarampión del comu-nismo para siempre. Ahora la comunista es mi mamá. Pero volvamos. A mí me encantaban las casas, todas de dos pisos, con amplios antejar-dines. Mi casa, por ejemplo, tenía dos puertas y un garaje. Un largo pasillo permitía jugar al fútbol. A finales de los setenta, mi mamá montó su propia academia de ballet en el primer piso y mi papá su academia de pintura en el segundo. Cancelaron el garaje, porque nunca tuvimos ca-rro. En mi casa, nadie maneja, con excepción de mi hermana, ya que es hija de una señora pobre. La casa comenzó así una serie de transformacio-nes arquitectónicas. yo le decía a mi mamá que ella no podía ver una pared tranquila porque le daba por tumbarla. Mis papás se separaron dos veces. La primera vez, mi papá se fue a vivir a un apartamentico en el centro. yo era muy niño y nunca entendí las razones. Mi papá volvió a la

casa, pero se separaron, definitivamente, cuan-do yo tenía catorce o quince años. Mi hermana, apenas terminó su bachillerato en el colegio Li-ceo Benalcázar (cuyo lema era “Tensión y Rit-mo”) se fue a vivir a Bogotá y yo me quedé en la casa con mi madre, hasta que finalmente me fui a vivir a la capital cuando el corto verano de la anarquía cinematográfica (léase “Caliwood”) había terminado. Pero de nuevo me adelanto.

Cali, como todas las ciudades sin tiempo, no termina de transformarse. Pero no sé si el Cali que me pertenece es el mismo Cali que podría-mos concebir como el Cali de una generación. Me cuesta trabajo identificarme con algún gru-po, puesto que mis compañeros de actividades artísticas siempre fueron mucho mayores que yo. De los años sesenta no recuerdo sino a mis compañeros de colegio, a quienes les perdí la pista para siempre, salvo a Juan Carlos Henao, eminente abogado y al “Paisa” Jorge Alberto Vé-lez, médico de memoria envidiable. Sé que ha-bía un vecino con el que curioseábamos revistas pornográficas, el cual vivía en un callejón, en la calle Cuarta, frente a la casona de la familia Mur-gueitio, donde decíamos con Luis Ospina que íbamos a construir los estudios de Caliwood. Es

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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curioso, pero de mi generación de compañeros de estudios teatrales, a lo largo de la década del setenta, muy pocos se dedicaron al oficio, sal-vo Gerardo Calero, quien se casaría con nuestra profesora Vicky Hernández y con quien ten-dría un hijo. Hoy, Gerardo sigue siendo actor de prestigio en Bogotá. También siguió siendo teatrero Germán Barney, que terminaría sus es-tudios en París y luego regresaría como profesor de Bellas Artes y de la Universidad del Valle. A los demás les perdí la pista. Sé que alguno de ellos terminaría loco, otro moriría defenestrado en New york y el más de malas está en una cár-cel francesa por coquetear con el narcotráfico.

Cuando terminé el bachillerato, en 1976, me inscribí en la Universidad del Valle para estudiar literatura. Lo hice durante cinco semestres pero me retiré porque el demonio del cine terminó devorándome. Comencé a salir de los límites del barrio Centenario, hasta que descubrí el res-taurante “Los Turcos”, en el Barrio Juanambú, en la avenida Cuarta norte, muy cerca del co-rreo aéreo y del Teatro Calima. Allí se reunía el mundillo intelectual de la ciudad: la troupe del Cineclub de Cali, profesores de humanidades, narcotraficantes en ciernes, el Loco Guerra, los

escritores Umberto Valverde y Fernando Cruz Kronfly, el fotógrafo Hernando Guerrero y el cineasta Carlos Palau, el embolador “Chichi” y Paloma Lemos (hermana de Clarisol Lemos, la “musa” de Andrés Caicedo), en fin, abogados histéricos, basuqueros tartamudos, taciturnos, modelos hermosas y curiosos último modelo. La flora y la fauna local. El 4 de marzo de 1977 mi vida se partió en dos cuando, a la una de la tarde de ese viernes sin aire, el mesero Pablito me informó del suicidio del autor de ¡Qué viva la música! A partir de ese momento comencé a mirar la vida con otros ojos.

En 1979 me hice amigo del director de cine Luis Ospina. Colaboré con él en el rodaje de su opera prima titulada Pura sangre. Ospina vivía en una inmensa casa del barrio Versalles. Des-pués del rodaje, la casa fue vendida y demolida. Luis y su cómplice, Karen Lamassonne, se ins-talaron en un apartamento a una cuadra de mi casa, en el glorioso Centenario. Ese lugar sería nuestro cuartel general durante mucho tiempo. Allí tendrían lugar las mejores fiestas del mun-do, las cuales duraban varios días con sus no-ches, en medio de las lentejuelas y los excesos de los paraísos artificiales del cine. Poco a poco,

el barrio Centenario fue cambiando. La avenida Segunda norte se fue llenando de autos y de ve-cinos congestionados. Las casas galantes fueron cayendo y, en su lugar, se construyeron inmen-sos edificios sin forma ni contenido. En 1988 me fui a vivir a Bogotá y no regresé a Cali, salvo para asuntos familiares. Viví en París entre 1990 y 1993. Durante ese tiempo, Cali existiría para mí gracias a las cartas que me enviaban mi papá y, eventualmente, mis amigos del cine. Mi madre se fue a vivir a Bogotá y vendió la casa de Cali al fotógrafo Fernell Franco. Fernell, amigo de mis papás desde mi primera infancia, había registra-do imágenes únicas del Ballet de Bellas Artes y de mis primeros pasos en el teatro. Cuando re-gresé de Europa fui a visitarlo y me costó mucho trabajo reconocer su casa como la mía. La casa de mi memoria era otra, muy distinta a la que Fernell había reconstruido. En la parte de ade-lante había montado un restaurante que se lla-maba “Azul”. Atrás, el estudio y las habitaciones habían borrado de un solo golpe arquitectónico todo mi pasado. La casa del Centenario se ha-bía convertido en la casa del fotógrafo Fernell Franco. Allí viviría Fernell y allí moriría, víctima de un infarto anunciado, el 2 de enero de 2006.

Con frecuencia, se me escapa una frase que es un chiste flojo: Cali ya no existe. Mis tías se ponen furiosas conmigo y mis amigos chauvinis-tas me retiran el saludo. Pero, de alguna manera, es cierto. Cuando voy a Cali, siento como si se tratase de un inmenso estudio cinematográfico al que le tumbaron todos sus sets y construyeron otros. Las hermosas niñas de mi adolescencia han desaparecido y las amplias calles para cami-nar se hundieron en una agitación atortolante. En Cali me siento apiñado, tropezándome con todo y sin un espacio para el silencio. Atrás que-dó la ciudad amable, misteriosa, con un viento de otro mundo que trastornaba las conciencias a las cuatro de la tarde. Atrás quedó la mítica avenida Sexta, por donde caminábamos los jo-vencitos en busca de lo que no se nos había per-dido. Atrás quedaron las salas de cine, el río Cali que se inundaba y se salía de madre y dejaba pescados vivos en los andenes de la avenida Co-lombia. El colegio Berchmans fue derrumbado y, en su lugar, levantaron unos edificios donde se refugia, entre otros, el fotógrafo Eduardo “La Rata” Carvajal. Para colmo, el Berchmans, cuyo lema era “Donde hay un Berchmans hay un ca-ballero”, ahora es mixto. Todo el paisaje de mi

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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infancia, de mi adolescencia, ha sido borrado sin contemplaciones, porque en Cali no hay tiempo para la nostalgia. Es una ciudad en construcción, en permanente y peligroso desarrollo.

Una navidad fui a visitar a mi papá. Vivía en la sede de su academia de arte infantil, llamada “Mundo creador”. él, que se había caracterizado por ser un hombre feliz, de impecable sentido del humor; él, que siempre se había sentido como un eterno adolescente, estaba cansado. Rezon-gaba y se quejaba por todo. incluso mi presen-cia parecía molestarlo. Regresé a Bogotá mucho antes de lo previsto. Pocas semanas después me llamó mi hermana para anunciarme que nuestro padre, don Daniel Romero Lozano, había muerto del infarto que la vida le tenía reservado a to-dos los de su familia. Viajamos a Cali en silencio. Cuando vi su cadáver en una funeraria hirviente del barrio San Fernando, me descompuse y lloré largamente. A la madrugada, unos alumnos su-yos me pidieron permiso para hacerle una mas-carilla mortuoria. yo accedí. Lo que pensé iba a ser un asunto de pocos minutos se convirtió en una labor escultórica de muchas horas. Ver a mi papá con la cara cubierta por el barro me produ-jo cierta divertida nostalgia. A él le hubiera en-

cantado el absurdo de la situación. Sobra agregar que nunca vi la mascarilla mortuoria terminada. Tampoco he vuelto a visitar su tumba.

Los años se fueron en una estampida temi-ble. De un momento a otro cumplí treinta, cua-renta, cincuenta años. Muy pronto, el viento de lo irreparable se llevará mis huesos. Pero no me arrepiento de haber nacido en Cali. Ni mucho menos de haber vivido en el útero metafísico del barrio Centenario. A veces, con mucha frecuen-cia, lo visito en sueños. De hecho, casi todos los paisajes de mis dulces pesadillas son paisajes caleños. Es un paisaje azul, siempre nocturno, donde me cruzo por escenarios en los que he olvidado la letra, donde soy testigo de filmacio-nes en los que desaparecen los actores o fiestas donde bailotean María Helena Doering, Marga-rita Rosa de Francisco, Alejandra Borrero, mis musas felices. Nunca voy a volver a Cali, porque mi Cali ya no existe. Existe otro Cali, el de otros jóvenes y otros viejos, el cual se instalará en sus memorias y en sus espíritus durante un buen nú-mero de años, hasta que ese Cali también desa-parezca entre atronadoras descargas de música, de viento y de sonoras carcajadas.

En el año 2002 escribí y dirigí una pieza de

teatro titulada Nuestra Señora de los Reme-dios. Sin proponérmelo, me di cuenta de que se trataba de un tácito homenaje onomástico a la clínica donde había nacido. La obra, curiosa-mente, no hablaba en ningún momento de mis años de infancia. Tampoco hablaba de la mítica avenida Segunda norte del barrio Centenario. La obra contaba la historia de un fanático del rock que, al cumplir los cuarenta años, decide ir en busca de la mujer de sus sueños. Esa mujer se llama Susana del Valle. Esa mujer posee una canción secreta de uno de sus grupos emblemá-ticos: los Silver. Al llegar al castillo de Susana del Valle, el protagonista de la historia descubre que Susana del Valle es La Muerte. No sé por qué ahora me da por pensar que Susana del Valle no es el fantasma de alguna novia perdida, sino que Susana del Valle es, por qué no, el fantasma de Santiago de Cali.

Sandro Romero Rey

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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El delicioso manjar blanco de mi tierra

Por Amparo Sinisterra de Carvajal

Barrio San Antonio

Fueron los años de mi infancia los encargados de marcar, en forma indeleble, la ruta que se-

guiría en mi vida. y fue mi padre, Tomás, quien más influiría en ello. Su testimonio vital dejó en mí huellas imborrables. A pesar de nuestra preca-ria situación económica, vivíamos en un entorno familiar muy grato, en una ciudad amable como era Cali en los años 40.

La suerte del abuelo, quien había sido un per-sonaje de gran prestigio, abolengo y buena for-tuna, dilapidada en malos negocios, llevó a mi padre desde muy joven a luchar con tenacidad y empeño para sacar la familia adelante. Su gran sentido de humor le permitió afrontar las difi-cultades propias de una familia extensa como la nuestra. Jocosamente, nos decía: “Nuestro pro-blema es ser pobres, pero de buena familia…”.

Contaba con sólo dieciséis años cuando cono-ció a mi madre, una tierna jovencita, de su mis-ma edad, bondadosa y muy bella. Se enamora-ron y juntos sortearon grandes dificultades, pero el amor estuvo siempre presente. éramos cinco hermanos y cuatro hermanas. Siendo yo la me-nor de las mujeres, fui muy consentida por los

Foto Vía Cristo Rey

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dos. Mi viejo y yo hablábamos el mismo idioma, me atraía su apreciación de todo lo que nos ro-deaba y su gratitud con el Buen Dios por todas las manifestaciones de la vida. Nos hacía obser-var el esplendor de la naturaleza e inventaba be-llas historias que escuchábamos embelesados y con los ojos desorbitados. Hoy pienso que si se hubiera dedicado a escribir habría tenido éxito.

Recuerdo con emoción algunos de los juegos que nos organizaba, como el de salir al campo y sentarse en círculo y, agachándonos, tratar de oír crecer la hierba, debíamos guardar silencio para lograrlo, si nos dábamos por vencidos per-díamos el turno y había que salir del círculo; los que lo lograban debíamos imitar ¡el sonido de la hierba al crecer!, o el de subir la montaña para respirar aire delgadito. Así mismo le gustaba di-vertirnos a punta de historias que empezaba di-ciendo con su sonora voz: “Había una vez…”, o… “En una hermosa y soleada mañana, el tío conejo salió de su madriguera a buscar comi-da…”. De allí en adelante, cada quien debía continuar el relato, hasta cuando alguien decía la palabra “entonces” y perdía el turno por falta de imaginación.

También nos entreteníamos descubriendo

figuras en las nubes, las grandes piedras o los árboles del campo. Así era como con sus sagas e invenciones nos llenaban de alegría, enri-queciéndonos espiritualmente y desarrollando nuestra imaginación y creatividad, que es la me-jor forma de enfrentar la vida y transformar la realidad que nos toca en suerte. ¡Qué maravi-lloso legado!

Así crecimos, entre la ciudad y el campo, don-de mi padre explotaba una mina de carbón, he-rencia de mi madre, y que fue también -en mi caso- fuente de maravillosos juegos y fantasías. Solía acompañarlo y montándome en el coche en el cual se trasportaba el carbón recorríamos, sobre rieles de madera construidos por él, a falta de los de hierro que solo llegaron a la mina años más tarde facilitándole un poco su trabajo, ese paisaje mágico y fantasmagórico, muy adecuado para dejar volar la imaginación, con los colores de las estalagmitas y estalactitas (fue a él a quien por primera vez le escuché esas dos palabras que nunca he olvidado) que se descolgaban de las ro-cas carboníferas, tomando formas que parecían salidas del pincel de un gran pintor abstracto.

Cuando era época de vacaciones lo que más

me divertía era organizar una escuela para los hijos de los mineros, me sentía como la mejor maestra del mundo. Los paseos a un correntoso río llamado el ChoCho, en compañía de fami-liares y primos, eran de maravilla. yo, la menor de las mujeres, estaba en medio de dos herma-nos, lo que significaba que si quería jugar con ellos debía aceptar sus condiciones y hacerles cuarto en sus juegos de chicos, como construir carreteras en las lomas de tierra roja donde es-taba nuestra finca llamada Tranquilandia, túne-les que eran minas de carbón y los camiones que las transportaban los fabricábamos nosotros mismos, con las cajas de madera vacías en las que venía el delicioso manjar blanco de mi tie-rra, para las llantas utilizábamos las tapas de las botellas de cerveza que aplastábamos y, con un clavo en la mitad, se las pegábamos a la caja, y ¡listo nuestro camión!

Como no teníamos casa propia, en varias ocasiones debimos trastearnos, esto se convertía en todo un evento. Mi madre siempre anota-ba que no hacíamos más que quejarnos de la pobreza, y a la hora del trasteo protestaba di-ciendo: “¿De dónde salen tantos chécheres?”, pero terciaba mi padre entusiasmándonos con

todas las sorpresas que estaba seguro íbamos a encontrar en la nueva casa, así que clamaba: “No se me pongan la mano en el considéreme, más bien démosle gracias a Dios por esta nueva oportunidad”.

Aquella nueva casa estaba en el tradicional barrio San Antonio, a tres cuadras de la loma. Por esa época tendría seis o siete años, mis ami-gas imaginarias eran las gallinas que tenía en una finca y a las cuales, tomando una pequeña carterita de mi madre, salía a visitar, y cuando me preguntaban a qué iba a la finca respondía: ¡voy a ordeñar a mis gallinas y volveré mas tarde! Aquella casa era sitio de reunión familiar, mi pa-dre madrugaba y salía para la mina en su brioso caballo llamado Canario, regresando en las horas de la tarde. Se comía temprano y una vez termi-nábamos empezaba el rezo del rosario durante el cual no se nos permitía ninguna distracción. él tomaba una pequeña siesta para luego acicalarse con su traje blanco y sentándose en la sala, le traían un tinto y un gran vaso con agua; era el momento de la ceremonia del tabaco, nos en-cantaba mirarlo mientras cuidadosamente le cor-taba la punta y con un alambre que él mismo había fabricado, lo perforaba para abrir el hue-

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co y encender y aspirar pausadamente el cigarro dejando salir el humo en espirales y figuras con el cual nos deleitaba. Esto era, como dicen mis nietos, ¡una Chimba! Cada noche se fumaba un tabaco y dos cigarrillos Lucky Strike.

Llegaban familiares y amigos de mis hermanos mayores y empezaba el llamado foforro, charla animada para comentar los sucesos familiares y del país. En ocasiones especiales él sacaba su tiple y empezábamos a cantar bambucos, pero si se armaba la fiesta los menores debíamos ir a acostarnos sin olvidar las oraciones de la noche.

Todas las familias de las casas en la manzana eran gente conocida y con las cuales compar-tíamos actividades que variaban según la épo-ca del año. Por ejemplo, el mes de mayo era de la virgen María y en las casas instalábamos pequeños altares, hacíamos la procesión entre una calle de honor que nosotros adornábamos con pétalos de claveles rojos. La época de las vacaciones escolares, que eran desde el mes de junio hasta septiembre, si no estábamos en la finca, el sitio preferido para reunirse con los amigos era la loma de San Antonio, los juegos favoritos eran “Cuclí cuclí”, “Que pase el rey que ha de pasar, que el hijo del Conde se ha

de quedar…”. Rodarse loma abajo montados en las hojas que caían de las palmeras era un deporte de alto riesgo. En junio todos esperába-mos la llegada del padrino con su maceta para los ahijados, llenas de deliciosos dulces blancos adornadas con figuritas de gran delicadeza. Con la llegada de los fuertes vientos del mes de agos-to, había que alistar las cometas, pero lo impor-tante era fabricarlas nosotros mismos, mi padre era el experto, una vez listas subíamos a la loma para elevarlas y apostar cuál llegaba más alto, también enviábamos mensajes con deseos que esperábamos se nos hicieran realidad.

El regreso al colegio era en septiembre, la jor-nada era desde muy temprano en la mañana y se suspendía a las 11:30 para regresar a las dos de la tarde, tiempo durante el cual mi padre nos recogía y, antes de ir a almorzar, había tiempo para nadar un poco en el charco de Los Pedro-nes, en el río Cali, justo al frente donde ahora está el museo de La Tertulia. Los muchachos ju-gaban al fútbol y las niñas a las muñecas, o a las comitivas, en pequeñas ollas de barro don-de hacíamos arroz y freíamos tajadas de pláta-no maduro que siempre nos quedaban crudas. Otro de los paseos favoritos era a la orilla del río

Pance, mientras los mayores armaban el fogón de piedra para el sancocho de gallina los hom-bres se tomaban unos aguardientitos del Valle, y los pequeños gozábamos de lo lindo en el río.

La misa de los domingos en la Catedral era todo un evento social, había que ponerse la percha (el mejor vestido) preferiblemente de ta-fetán y con un gran moño atrás, a la salida se armaban los corrillos de la gente saludándose.

Pero la mejor época del año sin lugar a du-das era la Navidad, la empezábamos a celebrar desde la noche de las velitas, el 8 de diciem-bre, dia de la virgen María; los juegos preferidos para esta época del año eran los aguinaldos y entre estos los más populares eran hablar y no contestar, palito en boca, el beso robado y a las estatuas. Preparábamos el pesebre con musgo fresco, hacíamos las casitas con cartón, fabricá-bamos un río con papel plateado que extraía-mos de las cajetillas de cigarrillos, el rebaño de ovejas y su pastor y, lo más importante, el es-tablo con las tiernas imágenes de San José, la Virgen y el niño, la mula y el buey completaban la escena. Todos los días hacíamos la novena del Niño Jesús y poníamos las cartas pidiendo los regalos que esperábamos recibir.

Las familias y vecinos intercambiaban tortas y pasteles y el delicioso manjar blanco, previamen-te preparado en una gran paila de cobre y en fo-gón de leña; todos nos reuníamos alrededor de la misma y cuando estaba listo y colocado en mates de totumo la pelea era por el pegado del fondo de la paila. El menú se completaba con hojaldres, torta de pastores y de coco, la natilla, buñuelos, brevas rellenas de manjar, deliciosas melcochas, chancarina, en fin, era una verdadera orgía gas-tronómica.

En los años de la adolescencia, la vida social giraba alrededor de las repichingas (el equivalen-te a las rumbas de hoy), no era necesario ir con parejo, en el sitio de reunión se colocaban asien-tos alrededor para dejar espacio para el baile, y la expectativa era a quién iban a sacar a bailar primero, pues lo peor era quedarse sentada, lo que significaba estar comiendo pavo. La comida consistía en deliciosas luladas acompañadas de empanadas y patacones.

Las idas a cine en grupo eran una gran opor-tunidad para divertirse. Había funciones en la mañana, llamadas matinal; a la 1:00 p.m. era el matinée y a las 4:00 el “social pepita”, nombre que nunca pude saber de dónde salió. igual que

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hoy, lo mejor era la compra del mecato, cucuru-chos de maní salado, gelatina de pata, polvorosas y melcochas

El Paseo Bolívar era el preferido en aquellos años de nuestra adolescencia, íbamos caminan-do a su alrededor mientras los muchachos nos coqueteaban, y nosotras, tímidas pero felices, respondíamos a aquellos piropos con la mejor de nuestras sonrisas. Otro lugar de reunión eran las fuentes de soda, a las cuales arrimábamos al ter-minar el recorrido por el Paseo Bolívar, recuerdo a “La Rivera”, y en el barrio Centenario había un kiosco donde ponían música y se bailaba.

Cuando cumplí los quince años pude ir al club San Fernando, época inolvidable, donde bailába-mos los porros y las cumbias de Lucho Bermúdez y su orquesta, y qué decir de la música cubana y la mexicana con sus románticos boleros, propi-ciando el romance. Me los aprendí de memoria y aún sigo disfrutándolos.

Durante siete años asistí al Conservatorio An-tonio María Valencia para estudiar piano, teoría y solfeo, danza, historia del arte, pertenecía a la Coral Palestrina, y hacíamos presentaciones en la Sala Beethoven, fueron años en los cuales pude dar rienda suelta a mi inclinación hacia las bellas

El mimo sepia(Una aproximación a la avenida

Segunda, por Bellas Artes)

Por Javier Tafur González

Un Mimo viene creciendo conmigo desde la niñez

y remeda mis movimientos; ese soy yo; el otro.

Jan Parteso

Serían las 3 de la tarde. Venía de la Plaza Cayzedo por la calle 12, y al descender las

gradas del puente sobre la avenida Colombia, un Mimo se puso a mi lado. Tenía la cara de blanco, un ojo abierto y alegre y el otro triste con una lágrima inestable; era joven y llevaba un raído frack, desteñido, casi sepia, y un sombrero de “Charlot”.

El Mimo comenzó a remedar mi manera de caminar, la forma como llevaba mis libros, con una leve cojera hacia el lado izquierdo, que me llamó la atención. ¿Era él o yo quien caminaba así? Me volteé y lo imité, así, en este juego, segui-mos por el Paseo Bolívar, para buscar los andenes de la orilla del río, bajo la sombra de las palmeras.

Continué por el antiguo Club de Tenis para pasar el puente que llamaban de la Cervecería hasta llegar al puente de La Estaca; así salí a la avenida Segunda, junto a la loma, y el Mimo con-migo; a veces él, adelante; a veces él, atrás...

Avanzando hacia El Conservatorio noté que todavía había cadmias con sus verdes-amarillos

artes y cultivarlas; fue para mí, sin lugar a dudas, una época inolvidable.

Como se puede ver en esta corta recopila-ción, se vivía una vida tranquila y la familia era el centro de todas las actividades, formando con el ejemplo todos los valores que estructurarían la base de la personalidad y principios que serían la mejor herencia para el futuro de nuestras vidas.

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manojos estrellados, y me fue grato recordar esa misma cuadra, cuando mis padres nos llevaban a la misa de 9 de la mañana, los domingos, en la iglesia del Sagrado Corazón. yo tendría 5 años, mis hermanas lucían sus lindos vestidos, amplios y largos, con sombreros de cintas delicadas, y mis padres se detenían a saludar ceremoniosa-mente a conocidos y vecinos. Era un poco abu-rrido porque tantos saludos y paradas demora-ban el regreso a casa. Numerosas hojas estaban en el suelo, y el ambiente matinal era fresco y agradable.

Nosotros vivíamos en El Peñón y para pasar al barrio El Centenario, debíamos cruzar el puente de La Estaca; allí el río Cali se estrecha y hunde, y abajo se ven las grandes piedras. ya estaban las pérgolas y las barandas que bordean el río desde el museo de La Tertulia (donde antes quedaba el charco del Burro, y la avenida Colombia termi-naba en el Obelisco), hasta La Ermita, eran blan-cas y le daban al sector, y a la ciudad, ese sello propio que la ha caracterizado, desde los tiem-pos del Cali Viejo, según cuentan los mayores.

-Usted es uno de ellos -se entrometió el Mimo.-Es verdad. Lo miré y me vi con mis “... y

tantos años”.

Sentí eso que llaman el síndrome de la ver-dad absoluta; que “lo único que uno tiene es que morirse, y lo demás, tal vez ocurra”. Se me tensó la cara, pero enseguida se me distendieron los músculos, y vi al Mimo, tendría unos 10 años; llevaba jean negro de “Ropa El Roble” y la ca-misa por fuera, miraba las caídas del agua por unos saltos que le habían hecho, a manera de suave represa sobre su cauce, y que adornaban el paso por el lugar, en cuyas orillas habían sem-brado matas de bambú. Era misterioso ver fluir el agua interminablemente; “¿De dónde vendría? ¿Qué es el agua?” -me preguntaba. “¿Por qué vie-ne de arriba, siempre bajando?”; y, “¿por qué no se acaba, si no llueve...?”.

Mientras seguía hacia El Conservatorio vi al niño-mimo entrar al colegio Berchmans; lo vi entrar con temor; lo vi entrar y salir con amigos; lo vi correr en un patio de suelo de ladrillo; lo vi haciendo fila para ir a misa, jugar fútbol, trom-po, bolas, correr, sudar, pelear, comer manga biche; lo vi estudiar, hacer chancuco, confesar-se, reír, llorar, compararse; lo vi haciendo velas, columpiándose en el trapecio. Me pareció ver al niño-mimo vestido de boyscout, con su mo-

rral y todo, un día sábado, equivocado, en que tenía muchas ganas de salir en excursión, pero esta no había sido programada...; o verlo cantar en el coro, regresar solo a la capilla y mirar de-tenidamente a la Virgen con los 3 pastorcitos y a las ovejitas; lo vi con un cuaderno de versos y pidiéndole a un condiscípulo que le hiciera letras bonitas, en forma de ramas y hojas de los árboles, por lo mucho que amaba la finca. Vi cómo el Mimo me siguió a la casa de un compa-ñero de colegio, un día en que nos volamos de la misa de 9 de la mañana, para ir a jugar ping-pong al edificio que queda al frente de Bellas Artes.

Bellas Artes era el Parnaso, lugar encantado, con gente grande y especial que tenía que ver con los pensamientos, la desnudez, los colores, las formas, el viento, los sonidos, la música, las palabras, y producía unas atractivas e interesan-tes sensaciones. La palabra clave era “Plectro”, inspiración, goce, la parte instintiva y lúdica del impulso vital de la especie.

Un día salí del colegio -el Mimo me siguió-; me asomé a al sala de teatro del Conservatorio Antonio María Valencia y vi a Enrique Buena-ventura que recitaba un poema de Shakespeare,

cuyos versos finales decían: “En fin, bien sé que soy un hombre; cosa orgullosa y cosa lastimera”. El Mimo se inclinó por encima de mi hombro y me vio escribir la frase en mi cuaderno de no-tas; en este mismo. yo lo miré a él. ya yo tendría unos dieciséis años y a la salida del colegio me quedé mirando a los artistas de Bellas Artes, a Helio Fernández, a Aida, a Liber, a ivan Barlahan Montoya, a Danilo Tenorio, a todo el grupo con sus movimientos y ademanes tan distintos a los de los demás; y, más al fondo, a los maestros de pintura y cerámica, a las modelos desnudas y be-llas... ya el Mimo me ayudaba a buscar los libros de la biblioteca: Cervantes, de nuevo Shakespea-re, Sófocles, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Silva, José Eustasio Rivera, isaacs, Villafañe, Llanos, Herman Hesse, Estefan Zweig.

Al frente del instituto Departamental de Be-llas Artes vivía un duende en un garaje, como un enanito de Blanca Nieves, lleno de muebles, ob-jetos, esculturas, cuadros, gatos, afiches, cuader-nos, libros de arte, dibujos, pinceles, y de colores. El Mimo me lo presentó: era Hernando Tejada.

Los actores pelearon, en el escenario del ins-tituto expusieron sus motivos, interpretaron su “Acto de fe y de sueños”, que algunos llamaban

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ideales, otros ideología, y otros compromiso, y salieron de allí con sus parlamentos a otra parte, dejando los decorados en el edificio y las pala-bras metidas hasta en los agujeros de las paredes. Se fueron al TEC, donde algunos viven todavía. Por los lados del Teatro Municipal y la antigua Universidad Santiago de Cali, donde hoy queda Proartes, en la calle 7ª, que los mayores cono-cían como Calle del General Cabal.

Sentado en las gradas del instituto, el Mimo vio pasar a los muchachos que salían del Berch-mans a las 12 del día, conversando; en uno de esos grupos iban Germán Villegas Villegas, Fer-nando Cruz Kronfly, Álvaro Escobar Navia; iban con sus libros hacia el horizonte del tiempo don-de se curva la tierra.

El Mimo mostró curiosidad cuando me vio con un antropólogo, menudo, barbado y de ga-fas, que usaba sandalias. Era Jorge Ucrós que había llegado de Lovaina, por la época de mayo del 68. El café que hizo Jorge fue muy agrada-ble, y la conversación, guiada por Álvaro Esco-bar, se refería a los problemas nacionales de jus-ticia social y la participación de la universidad en procura de aportar a su solución.

Me subí a un bus de la empresa Papagayo, y el Mimo también; pasé por la registradora, y la oí sonar cuando el Mimo la empujó. yo me senté en la penúltima banca, en la hilera izquierda, y el Mimo se sentó atrás, en la última banca, en la larga, y enseguida entró Jovita con sus prisas, sus citas, afanes, su cartera encontrada, la digestión empezando, su adiós a los mechudos queridos, a su hermana, a sus sobrinos y a sus primos, fue sa-liendo la andarina callejera con su vestido blan-co de lunares negros, de mangas largas, sandalias bajitas, a sus recintos abiertos. Casi se iba alcan-zando a sí misma, pero no, ella siempre iba ade-lante en una parte suya, porque era dividida de ansiedades y de sombras; por delante, le pisaba el talón a sus ilusiones, por detrás, le pisaban sus talones los recuerdos de cinco minutos atrás. La perspectiva de la calle eran sus sueños, los gran-des proyectos, horizontes abiertos de paisajes azules soleados, vallecaucanos, y ella vestida de un tono humilde e imperial que envidiaría a la Reina de inglaterra, colosa de tanta libertad, de imaginación tan fértil, porque a pesar de todo la Reina isabel tal vez tendrá sus debilidades ro-mánticas, sus nostalgias de civil.

Sin rumbo fijo, cogió el primer bus de cual-

quier ruta que intuyó pasaba por el centro de la ciudad -porque intuición le sobraba para su-poner el sentido común de sus súbditos, como el de los acontecimientos trascendentales de su Sultana-. En el bus venían siete u ocho per-sonas. Extrañada de que el chofer le cobrase, reaccionó bruscamente, le reprochó altanera su ignorancia y sin mayor reparo a su decisión fue alzando su pierna derecha para saltarse la regis-tradora de un solo vuelo, con tan mala suerte que La Reina en sus apuros se enredó en la fal-da y cayó patas arriba, en un espectáculo para los viajeros tan grotesco como lastimero; porque no deja ser sensible que una mujer mayor, con sus aires de majestad, la pase tan mal por cinco centavos que no tiene, porque aunque nada le falta, de todo carece. Pero ella no se inmutó; se reincorporó y ante la atónita perplejidad del conductor, fue a buscar puesto en los asientos traseros, limpiándose el vestido e indignada de la circunstancia que le causó el chofer. El bus Pa-pagayo siguió en sus arranques y paradas. Diez cuadras más allá ya no tenía puesto libre y los que llegaban se quedaban de pie. Un gallo del techo decía con lógica abrumadora: “Córrase atrás”; otro: “Timbre una vez y listo a la salida”.

El bus estaba lleno de calcomanías: “Dichoso Adán que no tuvo suegra”. El mecánico, que re-visando el Volkswagen de una despampanante representante de las exuberancias del sexo fe-menino, comenta, encantado del impase al ver que empieza a lloviznar: “Con esta repisa, que llueva todo el día”; “No pida zanahoria, pida Chik y Tico”. Otros moralistas: “Hoy por ti, ma-ñana por mí”; “Tan solo el amor salvaría al mun-do; todavía no estamos perdidos”; “Aquí se raja de todo el mundo; pero no se le sostiene a na-die...”; reproducciones del Divino Rostro, de la virgen del Carmen, de san Cristóbal, san Jorge, de las reinas de belleza, boxeadores, futbolistas, junto a los infaltables: “Cali me encanta”, “No pite, no joda”, “Pluto es hijo de Pluta”, que de no ir Jovita extraviada de la ira, la habrían hecho censurar la vulgaridad de esa mezcla espontánea del sentir popular, cual “collage” de zapatería.

Se levanta un señor y una mujer coge el puesto. Se queda de pie por un momento es-perando se enfríe, pone la cartera y sobre ella, oronda, se sienta.

Treinta cuadras después en el bus ya no cabía nadie y la calcomanía de tal, “Córrase atrás”, no era más que un completo absurdo; ya no había

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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cupo y en cada parada subían diez. Nadie pro-testaba. ¿Acaso se viaja por placer? “¡Manejá con cuidado!”, le gritó al conductor no se supo quién y el chofer paró desafiante. Nadie repitió nada.

Pero manejaba de vértigo; la gente se iba para adelante, para atrás. Si se llegasen a soltar se irían sobre los otros y con una sonrisa justificarían la connatural promiscuidad urbana. Se buscaba la proximidad de las muchachas bonitas, de las hembras prominentes y con ellas se rozaban, con ellas miraban, a ellas se las deseaba. y el calor erotizaba el viaje, como las calcomanías, como las propias costumbres. A todos les pasaba lo mis-mo. Los pequeños ponían en peligro la vida ante el peso de los mayores. Se sudaba. Se aguanta-ba. Que no se caigan los paquetes, la remesa, los bultos, los libros, la caja; que no se le zafen los niños. y las embarazadas no eran madres encin-tas, sino mujeres gordas que ocupaban más sitio. Ancianos, inválidos y lisiados se defendían como podían. Ojo al reloj, a la plata. Nadie daba un puesto por cortesía y si lo daba era un pendejo, menos si la beneficiada era querida y quedaba al lado para aprovechar el favor, mirarle el escote, encontrarle los senos, deslizar la vista y desvestir-se con la misma codicia de todos.

y la Reina Jovita se desenvolvía de lo mejor: pidió permiso, se escurrió a la puerta, timbró y cayó a la calle desde la increíble altura del tram-polín de las gradas del bus. Siguió tranquila, de paso rápido, metida en lo suyo, hacia las ofici-nas de Occidente...

***“¿Por qué escribió sobre ella?”, me preguntó

el Mimo; y yo le contesté: “Para hablar de la ciu-dad; para hablar del lugar donde nací, y crecí, donde vivimos; para recordar a mis padres, a sus amigos, a mis amigos, a mi triciclo. Así recupero, vuelvo a saborear la aguapanela con limoncillo, a comer manjarblanco, a jugar bolas, escondido”.

“No, en serio, ¿por qué escribió sobre Jo-vita?”, me inquirió. yo le respondí: “Porque la gente la quería; porque fue una mujer muy be-lla, en el sentido de que fue valiente; ciertamen-te una mujer extraordinaria, que hacía de las co-sas mínimas, grandes causas; que no se dejaba trazar los límites con los cuales los demás quie-ren someter a los otros a la esclavitud, al uso, a la servidumbre. Ella encarnaba la libertad qui-jotesca, con su locura, la misma que la ciudad

admiraba para sublimarse en ella, como sucedió a la hora de su entierro, el más numeroso y con-currido de todos los tiempos en esta ciudad”.

El Mimo sonrió. Quise hacerle otras precisio-nes, y le dije: “Pero también he escrito otras no-velas urbanas y otros cuentos, para describir, sin nombrarlo siquiera, los efectos de un secuestro. Respecto de esta motivación deseo comentarle el hecho que movió mi sensibilidad y mi mano para escribir mi novela ‘Lalo Salazar’. Fue que secuestraron una amiga de mi madre, de más de 80 años, y ella murió. La secuestró el mayordo-mo de su finca. La enterraron en un cañaduzal. y ella tenía hijos, nueras, yernos, nietos, amigos; y, como se expanden los círculos que hace la caída de una piedra en la superficie del agua, así me propuse narrar las consecuencias de ese horroroso crimen, resaltando los efectos que produjo en la vida familiar, a través de la historia de un muchacho de 13 años. Es que nada es in-trascendente en este mundo; hasta el germinar de un grano de trigo modifica el universo. La depresión de la hija, la intranquilidad del pa-dre, los detectives, los abogados, la denuncia, los fiscales, los jueces, etc; y al muchacho que no lo dejan salir a jugar, y él que se escapa...;

las llamadas extorsivas, el miedo, el pánico, la ‘sicosiada’, como se dice”.

Mimo, quiero decirte lo que pienso; que ha-blando de la ciudad hablamos de ‘eso otro’, que está afuera, pero que misteriosamente llevamos dentro. incluso cuando ya no existe, sin embargo permanece en el recuerdo. A mi querido colegio lo vendieron, lo tumbaron, pero no tumbaron los recuerdos”. y dije: “El colegio existirá en mi me-moria, mientras viva”. Esta es una frase de cajón, pero creo que es cierta. O como dicen los fran-ceses, “vivirá en mi corazón”; que es la expre-sión que ellos tienen para decir la memoria, “par coeur”. y es así, porque, como se suele decir, “la permanencia de los muertos depende de la exis-tencia de los vivos”. Esto es algo distinto a la nos-talgia; es la certeza de que somos perecederos, un poco de barro angustiado entre la piel...

El Mimo se puso triste. yo le dije: “Mimo, el garaje donde vivía el

Duende lo demolieron, y allí construyeron el edificio que está al frente de Bellas Artes. ya el Duende murió, pero en mi recuerdo están, patenticas, todas esas imágenes de “ese afuera” que llevo por dentro, y más aun, que me hacen y me constituyen, como los elementos químicos

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que tomo en los alimentos. La ciudad esta en mí y se confunde con mi propia identidad, como un reflejo que deja su impronta por dentro; no que resbala en un espejo. Los recuerdos se pare-cen a la antigua escritura cuneiforme, en la que con un instrumento incisivo, con un estilete, se hacían las inscripciones en el barro; así quedan las impresiones vividas en todo nuestro cuerpo, interno y externo, desde los hemisferios cerebra-les a las terminaciones nerviosas de la piel.

“Mimo, ¿dónde se va quedando la ciudad, con sus vivos y sus muertos, sino en el corazón?”.

El Mimo no me contestó.Cuando iba para mi grado de bachiller, el

Mimo nos siguió. Salí contento aquel día. Ese día el Mimo no me imitó a mí, sino a mi enfer-mo padre, que llevaba de la mano a mi madre; mi padre, que era muy serio y se contrariaba con las salidas inoportunas de la gente, ese día tuvo una sonrisa muy bella, un resplandor que aún alumbra y enternece mi alma. El Mimo tomó a mi madre del brazo, y ella continuó con él; con su fino vestido negro y su collar cayendo sobre su pecho; elegante, con su peinado de moña y la mirada hacia delante. Así entraron mis padres a la cancha de básquet donde llevaban a cabo

las ceremonias de graduación de bachilleres en el colegio.

Las calles de nuestra ciudad recogen nuestros momentos y no son testigos mudos; hablan con su manera de hablar y de hacerse entender, que es la de ser referentes del alma de la gente, pues “en ese afuera que llevamos dentro” transcurre la vida, que también hace la ciudad. Finalmente tenemos -habitantes y ciudad-, una implicación recíproca: somos por la ciudad y la ciudad es por nosotros; sucedemos en la simultaneidad de la fluidez inestable del ser, en el tiempo y en el espacio. Somos y nos construimos individual y colectivamente; somos cuerpo, casa, ciudad. Es admirable ver como crece una hierbecilla en la ranura de una autopista; y crece y florece. Esta misma fuerza quiero tener hacia la vida, en me-dio de la atropellada fuerza cambiante que lo transforma todo.

Cada día construimos el lugar que habitamos -es la poética del espacio-, la vereda, el pue-blo, son los escenarios de la vida humana en interferencia de roles, llenos de necesidades, de apetencias y de sueños, mientras dura el papel asumido en esa breve función de la vida. No es propiamente una metáfora, es la realidad.

La distinción entre “rol social” y “rol teatral” se supera, en mi concepto, por su propio consis-tir actorial y representativo. El rol teatral es re-afirmación del rol social, pero el rol teatral es, igualmente, rol social con una función especí-fica; ¿dónde está la ruptura si los dos se subsu-men en su esencia repesentativa? El ser humano actúa, como persona, con su máscara, con su rostro, con sus necesidades, motivaciones, sue-ños, nostalgias, apetencias (en el teatro que es vida, en la vida que es teatro) y su escenario son los lugares por donde va recorriendo: cuerpo, habitación, casa, pasillo, calle, corredor, cami-no, sobre la esponja que es la tierra, girando en el sistema solar, la galaxia, los universos posibles e incomprensibles, donde somos como indivi-duos, como familia, especie, mamiferos, vida, misterio, Tao.

Lo mismo ocurre con la poesía, el cuento. Me es imposible diferenciar la poesía de un saludo, de un piropo, de una nota de diario, de un tele-grama, de un haikú, de la anécdota, de un mini-cuento, de un dicho, un refrán, una sentencia.

Al Conservatorio lo reformaron, vi mientras lo reformaban y cuando lo terminaron. Todos estos pasos los llevo dentro. Dicté una conferencia so-

bre Villafañe en la Sala de Música de Cámara, y le escuché una audición a mi hija quien, cuando chiquita, se entretenía con las teclas del piano y alguna partitura (“Musette”, de Bach) que la ani-maba. ya adolescente estuvo en algunos talleres de danza y de teatro. Una vez que salía le tocó ver cómo en la noche, la luz, que caía desde un bombillo en un poste del alumbrado municipal, descubría el dorado pendiente de una joven, y cómo los vagos se lo robaban. Todo ocurriendo por la avenida Segunda con calle Séptima.

ya el Mimo sepia se cansó de tanto recuerdo, y tal un Rodín, se puso a llamar la atención, como cualquier reproducción de El Pensador, en la pla-cita que los estudiantes llaman “El Cenicero”.

Javier Tafur González

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Carrera 4B calle 2A

En 1982 llegué con Malatesta y otros jóvenes a compartir una vivienda del barrio San Anto-

nio, uno de los más antiguos y tradicionales, que es y ha sido epicentro artístico y cultural de la ciudad. Nos unía, además del arte y el afecto, la necesidad de resolver, de manera colectiva, unas condiciones habitacionales a bajo costo. A partir del acercamiento con un grupo de índole espiri-tual denominado “Arco iris” emprendimos juntos un viaje, orientados por los hados, a través de los senderos del conocimiento oculto. Fueron rutas que marcaron nuestra existencia de manera in-deleble; semillas que se sembraron durante esos años de juventud y que hoy prodigan sombra; saberes que nos permiten confirmar con certeza que cada ser humano que toca nuestra existen-cia, de manera permanente o efímera, ha sido un prodigioso maestro.

Caminar por las calles de San Antonio se ha constituido en un paseo de la muchedumbre desde tiempos inmemoriales. Hombres y muje-res, cansados de los deberes del día, suben con regocijo a recibir la brisa y a divisar los arreboles de la tarde. Desde la cima intentan ver la ciudad

Un Camino de iniciados

Por Angela Tello

Foto Angela Tello

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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como una fotografía, quizá confiando en detener los temores y las angustias cotidianos y regresar después rejuvenecidos a reconquistar sus mu-rallas. Un alboroto de niños, oraciones, lebreles finos y vagabundos, se confunden con los pre-gones de los vendedores ambulantes que ofre-cen múltiples productos que calman el hambre, el deseo, la soledad y la desdicha. Sobre la cima de la colina, blanca y soberana, se encuentra la iglesia, construida en estilo barroco durante el Si-glo XViii, y en sus alrededores algunos vecinos han adaptado pequeños locales donde se reúnen grupos de jóvenes a compartir sus andanzas, sus escritos, sus proyectos de vida, sus contradiccio-nes con el universo de los adultos. Nosotros tam-bién acostumbrábamos subir en esa época hasta la cima de la colina a lanzar nuestros poemas al viento hasta que llegaba la noche y nos informa-ba que haría falta morir infinidad de veces para alcanzar el trofeo que aguarda a los inmortales. Regresábamos con el orgullo que producen las hazañas del día, nos congregábamos alrededor del fogón y preparábamos un plato sencillo sa-zonado con los guisos tradicionales de las madres de los hogares humildes. Acompañados de una conversación digna de comensales inquietos con

el despertar de sus quimeras, estos alimentos se constituían en un suculento banquete que calma-ba nuestras diversas hambres y necesidades. La reunión se mantenía hasta el amanecer mientras Victoria Alejandra, la tejedora de blusas, enhe-braba sus agujas con hilos de nuevos colores que envolvían el ánimo colectivo, y Salomé, la baila-rina de la noche, ensayaba los pasos con los que esperaba remontar el vuelo sobre los tejados de las casas. La pareja de aventureros paisas, por su parte, nos convocaba a extraviarnos y a confundir nuestras voces con el sonido de los grillos que se colaban en los cuartos.

El campanario de la iglesia despertaba a los parroquianos convocando a las misas matutinas. Nosotros, somnolientos, las atendíamos diligen-temente, dirigiéndonos a reposar nuestras cabe-zas colmadas de historias y de versos sobre las almohadas. Fue un tiempo sin calendarios, sin horarios; breve lapso en que la brisa de la tarde arribaba a despertarnos de la modorra para re-comenzar el viaje. Bajábamos entonces cargados de historias, de poemas, de creencias y de fe en el futuro rumbo a las diversas estaciones de la ciudad y, como Prometeo, nos convencíamos de que llevábamos el fuego a los hombres. Trasegá-

bamos por el café de Los Turcos; las casas de los amigos que vivían en el sector o en los barrios vecinos -Miraflores, San Cayetano, Libertadores, El Peñón, Juan Bosco-; la Universidad del Valle, con sus dos sedes donde confabulábamos a fa-vor de la vida; las casas de los parientes que nos obligaban a desplazarnos a barrios un poco más alejados -Juanambú, Bretaña, La Base-; y estaba el luminoso faro que nos guio en esos días, la casa recién descubierta de los “viejos”, nuestros maestros espíritas, que ufana se levantaba con sus tres pisos en el barrio El Jardín.

El Templo

El trayecto de San Antonio al barrio El Jardín -que a menudo caminábamos, sobre todo en las noches cuando ya se había silenciado la ciudad y los buses se guardaban-, se fue constituyendo en la ruta más regular y cotidiana. Los pies nos dolían pero el alma se agitaba incansable frente a todos los nuevos acontecimientos que vivíamos en aquella época. En la casa de El Jardín nos es-peraba don Héctor Jurado y doña Bertha, su cáli-da esposa, que se habían propuesto, al lado de su familia, crear en Cali la Escuela de iniciación, con los vestigios y las tradiciones de las antiguas escue-

las egipcias. Desde tempranas horas las puertas del Templo se abrían de par en par para infinidad de personas que, como nosotros, llegaban desde diversos confines de la ciudad, peregrinos en bus-ca de penitencia y de purificación para continuar su viaje. Albeiro, Nelson, Alba Lucía, Magnolia y otros compañeros hicieron parte de esa noble causa formativa que buscó comprender las leyes que rigen el Cosmos. El ambicioso programa de formación nos condujo a abandonar la rumba y el esparcimiento cotidiano, en una ciudad donde empezaban a tomar auge los grupos del narcotrá-fico, construyendo otras formas de socialización, de identidad y de encuentro entre los jóvenes ca-leños. Nosotros nos perdimos de ese baile; prefe-ríamos salir en las noches a caminar en medio de las frías aguas del río Pance, en parejas y tomados de la mano. Avanzábamos contra la corriente du-rante un par de horas, enfrentando el miedo a la oscuridad, a la fuerza del agua, a las sombras, dispuestos a escuchar la voz de los elementales que habitaban el cauce y los bosques. Algunos de los caminantes escucharon voces y susurros, vieron figuras sorprendentes, mientras que los más ciegos y sordos anhelábamos que llegara el día en que despertaran esas capacidades dormi-

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das. Mojados, tiritando de frío, dejábamos que el deseo de aprender fuera la estrella que nos que guiaba de nuevo al Templo a estudiar con entu-siasmo historia del arte, filosofía, literatura anti-gua o el sentido del viaje a través de la existencia que indicaban las figuras de los arcanos mayores y menores. y no podía faltar el ejercicio físico y la meditación, donde el yoga, algunas técnicas marciales o actividades de resistencia corporal, se constituían en métodos para limpiar el aura, para sanar y para abrir los centros energéticos además de contribuir a entretener el sueño durante las noches en que la prueba exigida era el insomnio. El sendero hacia la iniciación, que no logramos culminar, tuvo otras pruebas como el ayuno, la resistencia al fuego que consistía en apagar len-tamente una vela con la palma de la mano. Cada prueba la asumíamos con alegría y el premio de la jornada eran las viandas calientes y olorosas que doña Bertha servía con ternura de madre.

A la caza del ladrón

Todo lo que nos unió también fue el motivo postrero de las separaciones. El poder se coló por las fisuras del encuentro del grupo Arco iris, rompió los vertiginosos cauces del río y arrastró

lo que encontró a su paso. No fueron suficientes las manos de todos los integrantes para contro-lar esa inundación. En la casa de San Antonio, los objetos domésticos, los libros, la alegría y la camaradería se fueron perdiendo; alguien los sustrajo de nuestros cuartos y de nuestras mo-chilas, constituyéndose en el pretexto para los enfrentamientos, los rudos desacuerdos, las des-confianzas mutuas que terminaron por disolver nuestra transitoria convivencia. Todo se fue esfu-mando sin que supiéramos quién era el ladrón de nuestros primeros sueños juveniles. No hicimos un gran esfuerzo por descubrirlo porque los ojos habían perdido el deseo de mirarse en los ojos de los otros. Entonces decidimos huir y, sin des-pedirnos, corrimos por las lomas del barrio, los suelos empedrados intentaron interponerse pero pudo más la pesadumbre y el desconcierto co-lectivo, y aunque perdimos los zapatos en esta carrera, descendimos de nuevo a la ciudad, que nos volvió a atrapar en sus redes. Los paisas re-gresaron a su lugar de origen; la tejedora perdió por un largo periodo sus hilos y sus luminosos co-lores, y la bailarina se extravió en su danza. Julián y yo decidimos proteger el amor y nos lanzamos a la búsqueda de nuestro primer hijo, Pablo, que

llegó con su complicidad a reconstruirnos el día. Ahora, mientras escribo estas líneas, desde ese proceso de auto-reflexión que provoca el recuer-do, confirmo que el ladrón no estaba entre noso-tros, era simplemente la vida que, aún en medio de nuestro duelo por la pérdida, nos exigía surcar en otras aguas.

Hacia otras alturas de la ciudad

Otros jóvenes, desde otros ámbitos -Lupe, Juanita y Julián, el de la Bodeguita del Medio-, arribaron a nuestras vidas en 1985. Ascendimos en su compañía otras lomas más altas; escalamos las cimas de Siloé y de Terrón Colorado. Eran los años de los campamentos de paz del M-19 en la ciudad. Afranio Parra, comandante, pintor y poe-ta, consideraba que la transformación del país era cultural y no militar, convicción que lo llevó a convocar a un grupo de jóvenes que trabajaban en los sectores populares para que gestaran un movimiento cultural en el país. Nos sumamos a esta iniciativa cultural, convencidos también de la importancia de gestar una revolución cultural al interior de la población. Convocamos poste-riormente a otros artistas y trabajadores de la cultura, que remontaron estas sendas para ins-

taurar un período de encuentros con los artistas populares de las laderas de Cali. La certeza que nos unía nos condujo a encender una antorcha que pensábamos que en un tiempo iluminaría a toda la ciudad. Pablo avanzaba ahora con noso-tros por las calles angostas, aprendía a caminar en el pleno sentido de la palabra, con sus propios pies sobre la tierra y la imaginación construyendo mundo. Jugaba a crecer donde volaban las come-tas que ayudábamos a construir con los escasos recursos que reuníamos para armar los encuen-tros con los niños, con los jóvenes y con las mu-jeres. El producto de esas gestas culturales dio a luz una revista literaria que escribíamos a mano alzada y cuya publicación era posible gracias al apoyo de muchos amigos que se comprometie-ron con la idea. La Gaitana, escrita desde esta nueva historia de amor tejida colectivamente, se filtró por todos los rincones de Cali, llegó a otros lugares del país, viajó a través de muchas manos por otros países de América Latina, nos enredó con otros movimientos culturales que aportaron poemas, dibujos y sueños que fortalecieron nues-tras alas por un tiempo de regocijo. El Movimien-to Cultural La Gaitana, al que dimos origen en esta sumatoria de espíritus libertarios, convocó al

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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“Primer encuentro de artistas por la vida”, bajo el cielo azul del resguardo indígena de Paniquitá. Tres días y tres noches albergó la comunidad a poetas, músicos, pintores, cuenteros, bailarines, actores, que viajaron desde la costa Atlántica, Bo-gotá, Antioquia, Tolima Grande, Valle del Cauca, Cauca y Nariño. En medio de la fiesta artística y cultural, redactamos el “Primer Manifiesto de la Cultura por la Vida”, y Leopoldo Berdella de la Espriella, uno de los escritores que arribó a ese pequeño universo, contribuyó a la redacción del documento. Julián iniciaba en esos días un nuevo compromiso como intelectual, había sido convo-cado por el pintor Pedro Alcántara a sumarse a las filas de la Unión Patriótica, movimiento po-lítico que buscaba reconstruir el país desde una cultura de paz que propiciara que los actores del conflicto armado pudieran integrarse a los proce-sos de participación democrática en Colombia.

Segunda cita con la manzana

Estos vientos literarios produjeron el encuentro con Leopoldo y Lucy. Desde Cereté esta pareja de escritores, él costeño y ella caleña, se traslada-ron a Cali. Con el ánimo de comenzar a construir vínculos con personas del oficio, nos invitaron a

un almuerzo familiar y, entre anécdotas de mar e historias infantiles, nos expresaron abiertamente que querían ser amigos nuestros y nos expresaron su júbilo con el calor de su hospitalidad. Allí se se-lló el comienzo de una profunda amistad que se mantuvo durante varios años. El destino, que es diestro en tejer y destejer las historias de los hom-bres, los llevó posteriormente a alquilar una casa en la misma manzana donde inicia esta historia y volvimos a subir de manera asidua al barrio San Antonio. Walter, el hermano de Lucy, llenaba las altas paredes de los corredores con sus pintu-ras de rostros oscuros, mujeres y hombres que enredaban en una danza sus cuerpos desnudos. Contaba sobre sus intensas jornadas de baile y de meditación en las que se proponía despertar la fuerza kundalini que lo llevaría a la ilumina-ción. Lucy, experta anfitriona y cálida amiga, pre-paraba los alimentos como antigua alquimista y transmutaba su alma en el apasionado fuego de sus historias y poemas. Leopoldo, con la usual desmesura de los hombres del mar, nos relata-ba los últimos sucesos del taller que dirigía en la Universidad Libre con la complicidad del escritor Harold Kremer. “La casa dulce del barrio” -como la bautizamos cuando cerró inusitadamente sus

puertas para siempre-, se constituyó, con el trans-curso de los días, en un lugar de paso obligado de los poetas y escritores, aquellos que residían en la ciudad o los que arribaban desde otras tierras a Cali. Fue centro de encuentros, conspiraciones y ensueños para los poetas Antonio Zibara, Orietta Lozano, Alvaro Burgos, que integró poco después al grupo a Ana Milena Puerta; los Arias, que nos emocionaban con sus historias de arenas y man-glares. Fue puerto seguro para el maestro Ger-mán Vargas, los poetas Álvaro Suescún, Miguel iriarte, Fernando Rendón y Angela García. Hay más nombres, es larga la lista, tan larga como los días que precedieron al desastre. Malatello, así bautizó Leopoldo a nuestro hijo, se desplazaba confiado sobre los hombros del grupo, descubría cada sendero del barrio que empezaba a poblar-se de talleres y galerías de arte, pequeñas salas de teatro, espectáculos callejeros, toda una primera proliferación de espacios que fueron promovidos por los mismos artistas que buscaban romper la rutina, construir un público y sostener su pro-puesta de vida.

El principio del fin

La noche se hizo larga a partir del momento

en que le notificaron a Leopoldo que se había ganado la beca otorgada por Colcultura para escribir su proyecto de novela durante un año. Noche a noche distintos grupos de escritores de la ciudad subieron hasta la casa de San Anto-nio a brindar con la pareja. Leopoldo lo com-partía como un logro colectivo, como el augu-rio de futuros laureles para el resto del grupo, contagiándonos su alegría, su desmesura, sus vallenatos, su complicidad, su lealtad, su opti-mismo, su persistencia. Malatesta había ingresa-do al Congreso de la República como asistente del Senador Pedro Alcántara, lo que lo había llevado a residir en Bogotá. yo me había des-plazado a la ciudad de Popayán donde iniciaba mi carrera profesional capacitando a grupos de mujeres campesinas que accedían a recursos de crédito y asistencia técnica para sus cultivos de piña. Celebré con Leopoldo el premio en su úl-timo sábado y el domingo regresé a las tierras del Cauca. Una moto rugió en la vereda el mar-tes y penetró alarmante la madrugada. Tocaron fuerte a la puerta del sitio donde me alojaba y con voz grave pronunciaron mi nombre. Me es-tremecí, presentí que algo grave había sucedi-do. El mensajero me informó parcamente que

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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alguien muy allegado había muerto en Cali en la noche del lunes. No hubo más palabras, las pie-zas del rompecabezas no encajaban y descendí a Cajibío con temblor en el cuerpo, con paso inseguro. La voz de Julián dejaba traslucir una honda tristeza, un cansancio infinito, cuando me informó que Leopoldo se había suicidado en medio de la última hora de esa larga noche de celebración. La casa dulce del barrio se desplo-mó. Los huesos se nos rompieron a todos con esa muerte prematura. De nuevo el ladrón nos robaba ahora la vida del más alegre de todos, nos robaba la fuerza colectiva, nos robaba los sueños. Tampoco, en esta ocasión, hicimos un gran esfuerzo por descubrir al ladrón porque los ojos de nuevo perdieron el deseo de mirarse en los ojos de los otros. Nuevamente la huida, nue-vamente el desperdigarse del grupo. Esta vez no perdimos los zapatos entre las piedras de las ca-lles de San Antonio, teníamos rutas propias que seguiríamos trasegando, esta vez no pudimos proteger el amor y lo dejamos sucumbir colec-tivamente. La muerte nos miró en silencio y no la comprendimos. Creo que aún no la hemos logrado comprender, aún no sabemos leer su in-descifrable escritura.

En deuda con mis muertosHe visitado la manzana dos veces. En el 2004

participé, por motivos académicos, en un estu-dio sobre la violencia en el barrio San Antonio y me fue asignada esta manzana para aplicar unas encuestas. La curiosidad me guio a tocar en las puertas de las dos casas; solamente me abrieron en la que habitara Leopoldo. Miré al interior y los recuerdos se hicieron imágenes entre el aire y la luz que llegaban desde adentro. Le pregunté al hombre que me atendió si sabía algo de los anti-guos moradores de la casa y negó con un simple movimiento de cabeza. No hice más preguntas para no generar vanas sospechas. Descubrí que la tristeza era el viento que barría las calles cuando bajaba lentamente por ellas.

El 17 de agosto de 2009 recorrí la manzana para hacer esta crónica. El sol incendiaba la calle empedrada, olía a romero y albahaca. San Anto-nio es un viejo barrio que permanece en el tiem-po y conserva tesoros ocultos, historias de amor y de muerte. El deseo de poder escribir sobre el presente fue el pretexto para tocar nuevamen-te en las puertas de las memoriosas casas. Una amable señora me permitió mirar el interior de la casa en que vivimos, no reconocí sus pasillos, su

lienzo de luz, su penumbra. No me asusté cuan-do al ligero golpe de mis nudillos en la puerta de la segunda casa escuché una voz conocida que me dijo desde adentro: descansa, Angelita, sigue y tomate un tinto. Tomé café con Leopoldo en su casa, todos los objetos que aún guarda la memo-ria se encontraban allí y confirmaron nuestro en-cuentro. Las campanas rompieron el viaje entre la vida y la muerte. Por los escalones de piedra que llevan al atrio de la iglesia se aleja Leopol-do, asciende en compañía de todos mis muer-tos, cruzan la portada de ladrillo, atraviesan las puertas cerradas. Sé que me esperan al final del sendero, aún me encuentro en deuda con ellos. Ustedes quizá no lo creerán pero en San Anto-nio, cuando comienza la tarde, muchos difuntos deambulan por sus calles de piedra buscando el encuentro, las palabras vivas, el viento. Algunos confían en alcanzar el trofeo que aguarda a los inmortales: renacer diariamente en la memoria de los seres humanos, especialmente de aquellos que compartieron su tiempo.

Angela Tello

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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El emperador de barrio

Por Hernán Toro

Barrio Bretaña, calle 26

En algún momento imprecisable, la calle co-menzó a dejar de ser “La Veintiséis”, como

siempre la habíamos llamado, para convertirse en “La Veintiséis, antigua nomenclatura”. Fue sin duda después de los Juegos Panamericanos, cuando el sistema de direcciones de la ciudad fue transformado (hablo de Cali, hablo de 1971), pero en todo caso no de manera inmediata, pues todos la seguimos llamando, años después de ese hito urbano, por el nombre que había sido siempre el suyo: “La Veintiséis”. Luego, pero ya muchísimo tiempo después, debió haber aban-donado su nuevo apelativo por otra denomina-ción ya carente de sentido para nosotros, perdi-do cada uno en los laberintos y urgencias de su propia vida.

“La Veintiséis” era el reino de los inmigran-tes y de los desplazados de la época: una calle larga, sin árboles, con casitas de un piso sin an-tejardín pintadas con colores disímiles y venta-nales de hierro, postes de la energía conectados por cables combados bajo los cuales ejercíamos nuestras saturnales prohibidas hasta horas altas de la noche. “La Veintiséis” cruzaba transversalmen-

Foto Panorámica de Cali

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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te los barrios Bretaña y Junín, ambos todavía sin pavimentar, y se proyectaba sobre los pantanos palúdicos de lo que años después habría de ser llamado “Colseguros”, un barrio de clase media, de oficinistas puntuales, de profesores de bachi-llerato bien peinados, de matrimonios serios y bien establecidos. En aquella calle coincidíamos bandas enteras de muchachos marginales de los años 60: náufragos sociales que acababan de ser desplazados de sus pueblos y pequeñas ciuda-des de origen por los ramalazos de la violencia política de aquellos azarosos e injustos años. Per-seguidos por la miseria, por la ley, por el Estado, acosados por la marginación y la carencia de oportunidades, estábamos dispuestos a lo que fuera: si todo lo habíamos perdido, qué agrega-ba el peligro, qué importaba el riesgo. Había un trasfondo de rencor y de rabia cuya naturaleza todavía escapaba a nuestras inteligencias rudi-mentarias, y su enceguecimiento, como una fle-cha lanzada en la oscuridad, atacaba cualquier blanco que se moviera. No confiábamos ni en nuestra propia sombra.

Como sea, quiero es hablar, acaso porque es un símbolo antonomástico de nuestra condición social de aquellos años, de “El Negro Laguna”,

un verdadero emperador de barrio. Que le lla-máramos “El Negro” no era más que una redun-dancia: su piel era retinta, casi morada, como la de esos santones hindúes que piden limosna exhibiendo de manera fugaz y deslumbrante una moneda brillante en la lengua. Pero nunca supe por qué le decíamos “Laguna”; quizás era en ho-menaje a un boxeador panameño muy famoso de la época -creo que se llamaba ismael Lagu-na, welter junior, como después lo sería Anto-nio Cervantes, Kid Pambelé-, pues le encantaba hacer sombra -ese combate de boxeo en solita-rio contra un fantasma- mientras jugábamos fút-bol en la calle y pelear por cualquier razón con quien fuera, con el que se le atravesara. En más de una ocasión le vimos asumir como suyo un conflicto de cualquiera de nosotros por el sólo placer de practicar y exhibir sus dotes crudas de peleador de barrio, y parecía que no había para él otro paraíso distinto al de dos cuerpos cruzándose sudorosos los puños callejeros en el más estricto respeto de las reglas del deporte de

las narices chatas y orejas de coliflor, como de-cían, en ese entonces incomprensiblemente, los locutores costeños que transmitían las peleas por la radio. Sus combates más memorables fueron

contra los hermanitos Acuña (muertos después en un oscuro lance de esquina), un par de ge-melos que habían impuesto su ley despiadada y sembrado el terror en uno de los barrios aleda-ños, “Puebloelata”, y cuyo poder intentaban ex-tender entonces hasta nuestra calle. Como si se tratara de una ceremonia de shabat, los miem-bros de ambas galladas rodeábamos en círculo, como oficiantes, vigilantes y armados de navajas y manoplas, los cuerpos de “El Negro Laguna” y de uno de los hermanos gemelos, trenzados en un choque nocturnal que terminaba, épico, en medio del sudor, la sangre y el agotamiento. Casi como si se tratara de una versión tropical de Antí-

gona, cada banda retiraba los cuerpos exhaustos de sus soldados, no para darles sepultura, pero sí para honrarlos con cuidados de pañuelos sucios limpiando la sangre del rostro y cubrirlos con el bálsamo reconfortante de palabras elogiosas. Durante los días siguientes, “El Negro Laguna” se pavoneaba con todo su plumaje real extendi-do y vistoso por las calles del barrio, exhibiendo como trofeos de guerra los esparadrapos y sutu-ras sobre su piel, a sabiendas, orgulloso, de que las muchachas del barrio ya habían conocido sus gestas heroicas de media noche (admito que sea

probable que el panameño ismael Laguna haya existido sólo después y todo sea una composi-ción de mi memoria para agarrarme de los ba-randales del tiempo. Como siempre). Mientras caminaba despacio por su territorio de las calles del Bretaña, alto, sacando pecho, balanceando los brazos hacia atrás un poco más de lo acos-tumbrado para acentuar su estilo de camaján, siempre miraba por encima de los hombros, un ojo puesto de través en la esquina próxima por si acaso aparecía la Ley, escupía entre los dien-tes, se veía sumido en dilemas mentales laceran-tes e incomunicables. Casi nunca hablaba, y su comentario más elogioso sobre lo que fuera se sintetizaba en una expresión tomada de una pa-changa de la época: “Ají, ají picante”, que pro-nunciaba levantando el dedo pulgar de su mano izquierda. Creo que es esa pachanga que dice “En El Caravana se baila pachanga con doña Jua-na”. Las muchachas lo adoraban, pero él se ha-cía el difícil.

Pero “El Negro Laguna” sobrevive en la me-moria colectiva no tanto por sus dones boxísti-cos como por sus excelsas virtudes de bailarín. Durante noches enteras practicaba sus pasos de baile en los ándenes de “La Veintiséis” siguiendo

Hernán Toro

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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la música que emitían las emisoras populares por un radio transistor al que le había hecho un adita-mento para pilas grandes con el fin de que durara más. El estilo que más dominaba y en el que era un verdadero maestro era el llamado “ganso”: los brazos muy pegados al cuerpo y los antebrazos en diagonal sobre el pecho seguían el ritmo de la pieza, mientras que los pies, ágiles y veloces, asociados a los quiebres de la cadera, dibujaban en el aire la melodía; cuando la orquesta toca-ba con ese golpe llamado “a caballo”, “El Negro Laguna” daba esos saltitos con un pie hacia de-lante y el otro hacia atrás, cruzándose el uno al otro por delante, alternándose, tan típicos de la época y tan usados hoy por las parejas caleñas ganadoras en los campeonatos mundiales de sal-sa. Horas y horas se la pasaba, emulando con otros bailarines, en plan de pulir su dramaturgia espontánea: giros sobre los talones, saltitos en las puntas de los pies, caídas hacia atrás sostenién-dose al final con una mano… En los bailes de fin de semana, invitan Julián y Graciela, hombres

caneca y diez, damas no pagan, música de La Per-

fecta (la orquesta de inmigrantes puertorros del Spanish Harlem, donde nació la salsa, dirigida por Eddie Palmieri) que todos esos muchachos

veíamos desde el andén, todos miembros de la muy distinguida “familia Miranda”, “El Negro La-guna” ocupaba, por derecho propio, terrenal y divino el lugar de privilegio: la ventana principal de la casa, de donde él se hacía dueño y señor de la mejor vista y la mejor audición de la sala de baile. “El Negro Laguna” se engalanaba como para una ceremonia de entrega de los óscares: sacaba de su armario su viejo pero bien plancha-do vestido blanco mil rayas, comprado a crédito donde Alonso Restrepo, para su cita de sábado en la noche, calzaba sus zapatos blancos y negro con la efigie repujada de un ancla en la parte su-perior, y no había pieza musical que no bailara, sin parar, toda la noche, agarrado a los barrotes de la ventana, su pareja fiel e incansable, apenas estimulado por algunos cigarrillos indebidos que entre todos circulábamos apenas con discreción (pero con mucha vigilancia, no sea que apare-ciera por algún lado imprevisto la jaula, que era el nombre que recibía el carro de la policía). Los hermanos Palmieri, Charlie y Eddie, Joe Cuba, Pacheco con la Duboney, la Allegre All Stars, Luis Ramírez, en fin, las grandes orquestas y músicos de salsa desfilaban bajo sus pies etéreos y sus arabescos alados de danzarín nocturno. Su pieza

preferida era “A las seis”, de Joe Cuba:

A las seis te voy a ver

Pa que bailes la pachanga, mama,

Pa ti yo traigo malanga rica

Pa que goces como es.

A las seis es la cita

No te olvides de ir

Pa bailar la pachanga

Donde estéis, sí, sí, heyyyyy.

Todos repetíamos en coro Donde estéis, sí,

sí, heyyyy, aunque no estábamos muy seguros de ese “donde estéis”. Como sea, “El Negro La-guna” terminaba de bailarla (Donde estéis, sí,

sí, heyyy) con una patadita al aire con la par-te interna del pie izquierdo, como pegándole con efecto a un balón imaginario, exactamente como años después haría el peruano César Cue-to cuando, para el América, cobraba tiros libres en corto. La rumba, que nunca paraba (entre otras cosas porque los DJ de la época habían ya institucionalizado los dos pick-ups alternos: apenas terminaba una pieza, arrancaba la otra sin respiro alguno) se iba haciendo cada vez más

intensa, hasta que llegaba una tanda de bole-ros, porque los enamorados también exigían un lugar para su placer en la noche, y “El Negro Laguna” los seguía con su paso cadencioso y su mujer imaginaria aprisionada en sus brazos fuertes de boxeador cerrero. En uno de aquellos momentos en una de esas noches de baile de boleros, “El Negro Laguna” lloró con la cabeza puesta encima del hombro de su mujer soñada. En un entorno de hombres en formación que no lloraban porque era indigno de la naciente condición masculina, lo hizo no obstante sin vergüenza, entregado al llanto sin reservas y de-molido por una pena interior cuya naturaleza nadie quiso explorar. Mientras bailaba bañado en lágrimas, cada cual, sorprendido, hizo sus cábalas, apostando por la decepción por tal o cual muchacha, y no faltó quien creyera que se estaba afeminando. Pero la verdad la supimos de inmediato, cuando “El Negro Laguna”, tras finalizar su bolero de tres minutos de dolor, en-tró como una ráfaga de furia a la casa de la fiesta y sin protocolo alguno agarró a puñetazos a un desconcertado adolescente que había cometido la imprudencia de sacar a bailar un bolero, jus-tamente un bolero, a una muchachita esmirria-

Hernán Toro

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da que nadie antes había reconocido. “El Negro Laguna”, herido en alguna parte secreta de su alma, atenazó a la muchachita por el antebrazo y la sacó a la fuerza de la fiesta, y ambos se fue-ron caminito de la noche, hacia una reconcilia-ción de lágrimas, perdones y promesas.

Pero, en general, las rumbas no terminaban así, va de suyo. Se prolongaban por horas bajo la autoridad irrecusable de “El Negro Laguna”, juez severo y vigilante desde su ventana de pri-mer tendido, prima donna de esta coreografía de andén de barrio. Pero como todo está con-denado a morir, la rumba no era la excepción: los organizadores, hacia las 4 de la madrugada, ponían a sonar el Himno Nacional, que era la señal inequívoca de que el baile había termi-nado, y todos los fantasmas desfilábamos hacia nuestra respectiva soledad, resplandeciendo bajo la luz irregular de las farolas nocturnas. Ahí va “El Negro Laguna” caminando de lado por “La Veintiséis” abajo.

Noche roja en la manzana verde

Por Hernando Urriago Benítez

Aunque el hincha puede contemplar el milagro,

más cómodamente, en la pantalla de la tele,

prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar

donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles,

batiéndose a duelo contra los demonios de turno.

Eduardo Galeano

De todos los recuerdos de infancia, creo que sólo unos cuantos, a lo sumo dos o tres, per-

duran: cuándo aprendimos a leer, en qué instan-te dimos nuestro primer beso y cómo fue que nos convertimos en hinchas del equipo de fútbol que late entre nuestras más altas pasiones.

El miércoles 19 de diciembre de 1979 yo te-nía cinco años cumplidos. Oscilaba, como todo niño de mi edad, entre las aventuras del Capitán Centella, El Chavo del 8 y los primeros números y las primeras letras del 1° de primaria. Tenía una máquina fotográfica Kodak y me divertía mucho disparándoles con una pistola de fulminantes a mis primos, mientras que en las calles andaba fresca la leyenda del Monstruo de los Mangones, al que imaginábamos desolando los potreros de barrios como El Guabal y La Selva, al sur-orien-te de una ciudad que gozaba aún del esplendor

Hernán Toro

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de los Juegos Panamericanos de 1971 y que, sin que muchos lo supiéramos, se aprestaba a caer de bruces, como novia boba, ante los señores in-visibles de pechos enchapados en oro y fachadas de yeso al más burdo estilo greco-vallecaucano. Algunos recuerdos de infancia -asaltar con bene-volencia a los borrachos en la tienda para que nos dieran billetes de 5 pesos, correr en busca de los timbres de todas las casas o elevar come-tas cada vez que la luz de agosto pegaba en las ventanas- permanecen, titilan como pequeñas luces al final de un camino que siempre conver-ge hacia el máximo recuerdo: el miércoles 19 de diciembre de 1979.

Casi todas las imágenes que retengo en la me-moria de aquel día, que para mí fue una sola no-che larga, son en blanco y negro: el televisor Zeni-th encendido con sus cuatro patas, sus dos perillas y su pantalla oval mostrando el estadio Pascual Guerrero abarrotado, casi hasta caerse; la grama inundada de gente que corre para uno y otro lado, como esperando la redención de un dios pagano, y once hombres tratando de elevarle un trofeo a ese dios, al tiempo que intentan respirar entre una multitud frenética que parecía quererse salir de la pantalla y entrar a la sala de mi casa.

Entre tanto, mi padre y mi madre guardan si-lencio. Años después fui consciente del contras-te entre la euforia del televisor y el semi-luto de sus rostros. Mi papá y, por solidaridad de tálamo, mi mamá habían visto el partido a salto de mata, pero jamás participarían de semejante jolgorio reservado para la hinchada del América, cuyo equipo acababa de derrotar al Unión Magdalena y tras ello celebraba su primera estrella del Tor-neo Profesional del fútbol colombiano.

Era más que justo, pensaría yo tiempo des-pués: 50 años de espera, luego de que los padres fundadores del rojo jugaran su primer partido el domingo 13 de febrero de 1927 enfrentando amistosamente a una selección de Hermanos Maristas, ante quienes decidieron empatar 3-3 para no perder ni la cerveza ni la comida que les habían ofrecido. Ese mismo cuadro escarlata que lidiaría toda su vida con el sapo enterrado de la “Maldición de Garabato”, sobrenombre de Ben-jamín Urrea, quien a raíz de la falta de pago por sus servicios como futbolista maldijo al equipo sosteniendo con fuerza una botella de aguardien-te y pidiéndole al diablo que jamás le ofrendara estrella alguna al América; no obstante, en 1978,

miembros de la junta directiva del equipo lleva-ron a “Garabato” hasta la gramilla del Pascual Guerrero y le conminaron a firmar un documen-to en el cual se decía que la maldición quedaba levantada, protagonizando uno de los episodios de brujería y cábala que tanto abundan en el fút-bol (el pobre viejo murió en enero de 2008, po-bre y rencoroso, en uno de los ancianatos de la ciudad). En fin, era ese América de grandes fintas y filigranas en la hierba y de catastróficas jornadas que dieron pie a la vieja sentencia: “El América juega como nunca y pierde como siempre”. Pero todo esto lo supe más tarde a través de suple-mentos deportivos y de la Revista del América, en la que escribían Mario Posso, Álvaro Bejarano, Alfonso Bonilla Aragón, Umberto Valverde y otras reconocidas plumas afectas al equipo. Porque mi padre se ocupaba de sus cuentas y de los me-nesteres propios de un hombre al que más bien apasionaban la tertulia, algunos pocos buenos li-bros y unos cuantos toreros que iba a ver cada di-ciembre con mi mamá al tendido Sol de la Plaza de Cañaveralejo.

Jamás le oí decir “Me voy al estadio”; era más bien un hincha de radio que disfrutaba de las narraciones y los comentarios deportivos de Ar-

mando Moncada Campuzano y de Joaquín Ma-rino López, y que completaba su escasa cultura futbolera con la lectura de las crónicas deporti-vas de los periódicos locales. Aunque guardaba cierta imparcialidad en los triunfos de uno u otro equipo de la ciudad, confesaba deberle tributo al Deportivo Cali, del que se hizo hincha en los años 60, después de que desapareciera el Boca Juniors en 1957. Ante la orfandad de quedarse sin equipo, muchos hinchas de este prefirieron irse a las toldas del Cali, con la convicción de que América era un equipo de negros, de obreros re-cién llegados del norte del Cauca y de maleantes sin otro futuro que deambular por cafetines de mala muerte después de que sus patrones, blan-cos y caleños, los explotaban en fábricas de tex-tiles y en empresas de transporte. Sin embargo, conciliador como siempre, mi padre solía beber sin exceso con los amigos que divergían de opi-nión respecto a la defensa del rojo o del verde, y hasta recibió de buen agrado la boleta de cortesía que alguien debió regalarle para ingresar al parti-do final América-Unión Magdalena de ese 19 de diciembre.

Era una entrada azul de 350 pesos para Occi-dental Segundo Piso con la imagen del presidente

Hernando Urriago Benítez

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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del equipo, José “Pepino” Sangiovani, y la leyen-da deseándole una feliz navidad y un venturoso año 1980 a toda “la ferviente afición escarlata”. Mi padre la guardó en su baúl de comerciante fracasado hasta que el papel vino a mi encuen-tro. Del billete preservo casi todo, menos la coli-lla de entrada, que arranqué hacia 1986, cuando compartía mis cuitas escarlatas con amigos cinco centímetros más altos que yo y pagaba 150 pesos por entrar a Oriental Primer Piso. Quizá arranqué esa colilla para darle a entender al tiempo que yo había estado también ese día en la silla N° 026 de la Fila 18 del estadio sanfernandino. Moralmen-te, como diría cualquier argentino, pero había estado al fin y al cabo.

Sigo viendo a mi padre con su prudencia fren-te al televisor, siempre encendido, a la espera, como todos en esa cuadra del barrio Santa Clara, en Cali, de la llegada de los pocos americanos que vivían en ella y que habían ido al Pascual desde el mediodía o, incluso, desde la noche an-terior. La cuadra, como la manzana entera, que limitaba con la galería Santa Elena, al sur, y el hotel La Luna, al norte, era insignia de caleños torcedores del Deportivo Cali, que un año antes había sido sub-campeón de Copa Libertadores

perdiendo la final con Boca Juniors de Argenti-na, y que con cinco estrellas en su escudo era la “Tocata Verde” de Zape, Ángel María Torres, “El Maestrico” Arboleda, Diego Umaña, Willington Ortiz y “El Tigre” Benítez. El onceno azucarero, dueño de una hinchada dedicada a alimentar el insano comentario: “Lo bueno de que América juegue es que ese día podemos dejar las casas abiertas porque todos los maleantes de Cali están en el estadio”.

La prudencia de mi padre, imagino ahora, guardaba cierta desazón también, porque a pesar de que la cuadra se hallaba en un mutismo casi doloroso, tres barrios arriba, Colseguros, Bretaña y Alameda, en los límites y a la redonda del Pas-cual Guerrero, la barriada del Obrero, Junín, San-ta Elena, Periquillo, El Rodeo y de la emergente Agua Blanca, rugía como un león hambriento en busca de más y más hinchada con qué saciar su sed de gloria. y en los ojos de mi padre puedo ver ahora cierta preocupación: su pequeño hijo aferrado al televisor, absorto por vez primera ante el ir y venir de la pelota entre veintidós piernas, rumbo a una malla que el rojo ha inflado dos ve-ces hasta pedir como suyo ese trofeo; su peque-ño infante sin trazas de equipo en los glóbulos,

con una calcomanía del Gauchito -mascota del Mundial de 1978- en su armario como único testimonio de su escasa cercanía al fútbol, y la jauría americana, compuesta por dos vecinos, don Adolfo Díaz y doña Marlene Grajales, y unos cuantos amigos, los únicos americanos de la cua-dra por llegar hasta los predios de la manzana verde. Hasta la sala de su casa, donde todo es sospecha y silencio preocupados.

En su “Bagatela de la infancia”, el ensayista Hernando Téllez dice que el niño es el único que en su instante de niñez no se da cuenta de que es feliz. A esto podemos sumarle que el niño es lo que el adulto recuerda y que por eso un adulto sin memoria de niño es como un baile sin música. Sea como sea, lo cierto es que yo me veo ahora escu-chando los gritos de los hinchas americanos pro-venientes del estadio, con banderas rojas como emblemas imponentes de esa noche en blanco y negro, y los mismos hinchas pidiéndole permi-so a don Hernando, mi padre, para sacarme del antejardín de nuestra casa y ponerme a hombros de gigantes, los únicos gigantes reales que conocí en mi vida. Ahora el rostro de mi padre se diluye entre trapos rojos y canecas de aguardiente blan-didas a ese dios que nunca aterrizó porque hacía

rato había hecho las paces con el diablo en algún bar de la ciudad. Sólo escucho que Perdone don Hernando pero es que ganamos, ganamos, y Dale Rojo Dale, para luego verme alzado y saliendo a hombros de mi cuadra como un pequeño y feliz torero en un ritual goyesco.

La mancha roja alcanzó con rapidez la auto-pista Sur-Oriental con calle 13. Por ahí pasaría la gran caravana que escoltaría al equipo, monta-do sobre un carro de bomberos que lo recogió en el estadio para salir a avivar un fuego que se extendería por toda la ciudad durante cinco días de fiesta y farra interminables. inusitadamente, carros, algunas motos, mucha gente a pie, en yi-nes y con atuendos rojos se sumaron a la jauría, y la “euforia colectiva”, de la que años más tarde escribiera Umberto Valverde, se quedó grabada en mi memoria: cientos, miles de rostros gritan-do, aturdidos, ebrios, llorosos; mechas rojas de celador de carro y de taxista y banderas hechas en dacrón y dulceabrigos sobre niños como yo, igualmente a hombros de padres, tíos o vecinos de cuadra, mirando atónitos la llegada de once super-héroes sobre una carroza con escalera al cielo, escuchando “Pascutini; Cañón; Qué viva Ochoa; Gracias, Lugo”, como si al mismo tiempo

Hernando Urriago Benítez

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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fueran embajadores celestes de ese dios pagano que no cabía en la manzana verde, ahora man-chada de rojo. Desde entonces la afición america-na hizo como suyo el disco “Aquel 19”, que canta Alberto Beltrán cada tanto en los bares de San Ni-colás y del Parque Alameda, justo cuando el rojo sale del estadio alentado por una muchedumbre fatalmente entregada al hervor de la violencia.

Asistía, sin mucha conciencia de ello, a mi co-ronación como hincha del América, pero también sabría de una buena vez el sentido de la palabra “tolerancia”. Tras la euforia di curso a mi viaje de pasión y de dolor por un equipo que desde entonces se convirtió en el segundo mejor del continente, que todo lo ganaba, excepto la Copa Libertadores, extraviada en los anaqueles de la nada durante tres finales consecutivas. y a la lle-gada a mi casa, esa noche travestida en madruga-da, mi padre se encargó de escribir en mi razón la palabra “tolerancia” con un gesto grandioso: la sala había sido despejada de televisor, muebles y comedor, pero sólo el tocadiscos reinaba con la música de óscar de León y del Cuarteto impe-rial, anfitriones de los gritos, las banderas y el goce americano, que entran de golpe a la sala donde el Blanco del Valle bailaría hasta más allá de la ma-

drugada del jueves 20 de diciembre. Jamás se dijo que hubiera habido muertos esa noche en Cali, pero sí fue comentado que mucha gente salió de su cuadra a celebrar y terminó dos días más tarde en casas ajenas de barrios lejanos, ya en las pos-trimerías de la Nochebuena y de la Feria de Cali.

Mientras los vecinos inundan mi casa, yo al-canzo a recibir dos aguardientes, sin acordarme del cuaderno de Matemáticas con la plana de los números del 1 al 100 todavía irresuelta. Titila una última imagen en color de esa noche blanquine-gra: por obra y gracia del diablo rojo, esa noche el Sagrado Corazón de Jesús que colgaba en una pared de mi sala, con ese manto sagrado y esa víscera escarlata, también fue americano.

La carrera Octava del barrio Obrero

Por Umberto Valverde

Un lunes fue el día más cruel de mi infancia. Cuando salía para la escuela, con el male-

tín de cuero sobre mi espalda, después de tomar mi buena taza de aguapanela caliente con pan, descubrí con estupor que estaban tumbando a pedazos el teatro Rialto. Me quedé petrificado y empecé a llorar. Por primera vez conocí el dolor porque algo dentro de mí empezaba a morir.

El Rialto era nuestro mundo de ilusiones. Le decíamos “La nevera” porque no tenía techo, o mejor dicho, apenas contaba con una enramada que ostentaba el nombre de Preferencia y el resto era al aire libre, el telón era la pared pintada de blanco y las sillas eran largas bancas de madera que resistían la lluvia y el sol. Antes de las pelícu-las oíamos un concierto de boleros y guarachas, aprendimos a distinguir las voces de Daniel San-tos, Bienvenido Granda, Celia Cruz, los mambos de Pérez Prado, las plenas de Cortijo y los sones del Trío Matamoros.

El Rialto quedaba en la carrera Octava con ca-lle 2l. Estaba en el límite del barrio San Nicolás y el barrio Obrero porque la frontera exacta era la Octava. Mi casa estaba hacia la 20, pero en la margen del Obrero. El sitio de encuentro de los amigos era el teatro, o en la tiendecita de la es-

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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quina, donde los Domínguez, conocidos por su afición al ciclismo, vendían un kumis que quitaba los dolores de cabeza.

Nacimos y nos criamos en la calle. Viejas calles de mi barrio donde di mis primeros pasos. Nunca conocimos otro mundo: la Octava era todo para nosotros. En estas calles inventamos los prime-ros juegos y compartimos la vida con los amigos. Aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo. Desde niños éramos los reyes del barrio, protegi-dos por la gallada de los grandes. Nadie se metía con nosotros y nosotros nos metíamos con quien nos daba la gana.

No recuerdo con exactitud cuando empecé a ir a cine. Fue mucho antes de saber leer. La boleta costaba treinta centavos pero casi nunca pagába-mos. El precio subía cada vez que estrenaban una película de Cantinflas. Cuando llegaron A volar jo-

ven y El portero, el teatro se llenó de bote en bote.Había muchas formas para entrar sin pagar:

en los primeros años porque éramos tan chiquitos que entrábamos con una persona mayor; después, fue el imperio de “El Carnicero”, un luchador que pesaba más de cien kilos, vecino nuestro, que car-gaba al portero mientras todos nos escurríamos por debajo del administrador; en otras ocasiones,

los mayores llevaban barras de hierro y abrían las rejas de la puerta, por donde nos deslizábamos; en un tiempo, en Semana Santa, nos hicimos ven-dedores de fresco y cucuruchos de maní. Fue así como me tocó ver quince veces Santa Teresita de

Jesús hasta aprendérmela de memoria. Otros se subían a los árboles de la 2l y veían las películas desde las ramas, con el peligro de caer y quebrar-se una pierna. Esto también se acabó porque les dio por llevar chuspas de papel que llenaban con orines y las tiraban dentro del teatro provocando los madrazos de la gente. La policía llegaba en sus jaulas y se llevaba a más de uno.

Me aprendí todas las canciones de Luis y An-tonio Aguilar. Era el “Águila Negra” y los huapan-gos de Miguel Aceves Mejía, que a veces gemía, y conocí el miedo con el monstruo de la Laguna

Negra. Los actores preferidos eran James Cagney, quien siempre interpretaba a los malos, y Hum-phrey Bogart, quien hablaba con el cigarrillo en la boca.

El cine que más nos gustaba era el de las rum-beras mexicanas. Preferíamos a María Antonieta Pons por ese cuerpote que tenía, aunque “Tongo-lele” se movía mejor. Ninón Sevilla nos conquistó

en Perdida, al lado de Agustín Lara, el caricorta-do, el ídolo de mi padre. En una de esas películas vimos a un Daniel Santos delgadito, y la Sonora Matancera cuando tocaba Lino Frías, “Manteca” y Pedro Knight. Oíamos a Pedro Vargas y Ortiz Tirado. También a “Tin Tán” que se jalaba sus bo-lerazos y nos encantaba con sus pintas de pachu-co. “Resortes” era el gran bailarín del mambo. Por entonces en el barrio se impuso la moda del pan-talón con bota estrecha, colores zapotes y anaran-jados, camisas de flores, unos sacos larguísimos que daban a la rodilla y el cuello de la camisa por fuera, el prense bien arriba y las correítas que ni se veían.

Cuando tenía nueve años vi por primera vez mujeres desnudas en el cine: presentaron Que

bravas son las costeñas y nos coleamos aunque tenía censura de 21 años. Todo el barrio se es-candalizó con las escenas fuertes y llamaron a la policía. Cuando fueron a revisar nos escondimos debajo de las sillas. El cuento era que las mucha-chas estaban en un yate, salían corriendo y se tira-ban al mar. No duraba casi nada pero a esa edad nos parecía una eternidad.

El sexo lo empezamos a descubrir en las con-versaciones que lográbamos oír de los mayores.

Cada palabra que escuchábamos íbamos a bus-carla en el diccionario para entender su signifi-cado. Mi primer encuentro con una niña ocurrió para una velada de la escuela Mariano Ramos. Trajeron una muchachita rubia, de trenzas, ves-tida de virgen para participar en el acto, y antes de que me viera me escondí debajo de la cama. Sentí miedo y pena de mirarla a los ojos.

Lo más escandaloso entre nosotros fue cuando por toda la cuadra se supo que el hijo del Carni-cero, el luchador, jugaba todas las tardes con su vecinito al juego de papá y mama, y, claro, “El Carnicerito” era el papá que tenia derecho a ba-jarle los pantaloncitos. Por un tiempo no se ha-bló más hasta que Alberto, el hijo del luchador, reincidió en sus andanzas con otros peladitos de la 21 en un carro abandonado que servía de es-condedero.

De repente, en la esquina del teatro Rialto un costeño, alto y flaco, se paraba dejando ver que parecía cargar un bolillo de policía por debajo del pantalón. Alguien nos dijo: “No es un bolillo, es la cosa que tiene y tiene que amarrársela”. Natu-ralmente, causaba curiosidad y temor. Nadie se le arrimaba ni le dirigía la palabra, aunque él trataba de hacer amigos.

Umberto Valverde

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Pedro infante era el ídolo de la radio: “Sem-bré una flor” se escuchaba hasta en la sopa. yo se la cantaba a Vilma, la hermana de los González, porque era linda y creía que era mi novia. No sé si Vilma se dio cuenta de mi amor por ella. Nunca me le declaré ni le di un beso. Nos sentábamos en el andén de su casa y casi ni hablábamos. Las dos familias fuimos a una fiesta que se realizaba en un barrio que empezaba a construirse llamado Cris-tóbal Colón. Me atreví a bailar con ella un bolero en la sala, frente a la ventana que daba a la calle, y sin que nadie nos acompañara. La abuela de Vilma, doña Carmen, tenía en su cuarto un altar con fotos de Pedro infante y cuando ocurrió el accidente salió como loca llorando y diciéndole a los de la cuadra:

“Se me murió, se me murió”.

Todos pensaron que era su hija, la mamá de Vilma, simplemente se trataba de Pedro infan-te, el actor mexicano que rivalizaba con Jorge Negrete en su fama continental gracias al cine mexicano.

Alberto, hermano de Vilma, nos reveló que su tía tenía una casa de citas. Gloria, su prima, vaci-laba con mi hermano Carlos, y una vez me sentó

sobre sus piernas, alcancé a ver y tocar uno de sus senos llenos de pecas. Eso fue deslumbrante.

Las noches que no entrábamos al Rialto nos dedicábamos a jugar fútbol, apostábamos carre-ras de resistencia a la vuelta a la manzana y co-rríamos en patineta. El cine casi me convierte en inventor: para sorpresa de mis padres y de mis amigos inventé una máquina de cine con rodillos de madera. Pegué las historietas de Tarzán que salían dominicalmente en el periódico El Tiempo y cobraba cinco centavos por la pasada de cada aventura.

La única que iba al cine todos los días de su vida hasta que murió fue doña Sara, la judía soli-taria que llegaba de primera con su cojín de seda. Tenía dos perros pequineses que según las malas lenguas estaban amaestrados para completarle la felicidad.

El Rialto, en nuestra más lejana infancia, era el templo de un mundo mejor. Ese lunes, bien tem-prano, cuando salíamos para la escuela, descu-brimos que el templo se empezaba a caer piedra sobre piedra.

Para completar, don Félix, el dueño de la casa donde siempre habíamos vivido, le pidió a mi papá desocupar sin dar explicación alguna. Mi

madre comentó que era por miedo porque llevá-bamos l7 años y no quería dar pie a una deman-da. Con tristeza, tuvimos que hacer el trasteo en un camión para una casa en el barrio La Flores-ta. Dejar la Octava era abandonar esos primeros años de mi infancia.

Salir del barrio Obrero fue todo un cambio en mi vida. La carrera Octava era el mundo que yo conocía. Cali era una calle y no importaba lo demás. Por la Octava era el paso obligado del aeropuerto viejo, a unos cuantos kilómetros de Juanchito y de las instalaciones de Guabito. Por ahí entraban los ciclistas, con Ramón Hoyos a la cabeza, y el equipo guardándole las espaldas, Ho-norio Rúa, el “Negro” Mesa y Francisco Luis Otál-varo. Sin mi antigua calle me sentí desamparado. La Floresta nos parecía lejísimos y teníamos que coger bus para ir al centro. Nos cambiamos para el Junín, un barrio que apenas nacía pero los zan-cudos nos sacaron corriendo. Mis recuerdos son pocos: el parto múltiple de Kyra, la perrita que nos acompañaba por varios años. Lamía y limpia-ba a sus perros pero insólitamente se comió uno. Nadie se le podía acercar y gruñía a menudo. En las noches jugaba a ser arquero: me había hecho unas rodilleras y volaba de palo a palo. A las ocho

de la noche no me perdía la serie radial de Chan Li Po, el detective de la mucha paciencia.

Pasamos una temporada donde Alfredo, un sobrino de mi madre, arrinconados en un cuarto, mientras encontrábamos una casa mejor. Los bo-leros de Virginia López nos amenizaba el encie-rro. Fuimos a vivir a Guayaquil, frente a la Escuela de Artes. Ahí nos tocó la noticia de la muerte del Papa Juan XXiii. Por esta época mi madre mante-nía la casa y sólo contaba con una pequeña ayuda de Carlos, que había conseguido un trabajo en la Liga de Fútbol, que me permitía tener pases para todos los partidos aficionados de los sábados. Eran los tiempos de la Selección de Jorge Orth, con in-gelman Benítez, el arquero más volador que he visto, Abadía y “Muelón” Sánchez en la defensa, “Tabaco” Escobar y Daguía Sinisterra en el medio campo y adelante con Marino Klinger, “Maravilla” Gamboa y “ Cóndor” Valencia. Ese equipo puso a sufrir al River Plate de Sívori y Rossi en un históri-co empate a dos. Los domingos íbamos al estadio a ver jugar al América, porque Boca Junior se li-quidó por problemas económicos y el Deportivo Cali reapareció en l959, a instancias de un grupo de comerciantes judíos y sectores de la burguesía local. América, con el diablo en el pecho, se con-

Umberto Valverde

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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virtió en mi pasión. No importaba que perdiera. Recuerdo a Pachequito, “Huequitos” Cuadros, Viáfara y “Shinola” Aragón. También fue memo-rable el partido contra el Real Madrid, de España, que venía con Di’ Stefano, Puskas, Gento y el ar-quero Domínguez. América le metió dos goles en el primer tiempo. No importó que Real Madrid nos hiciera cinco en el segundo.

Por fin, de vuelta en vuelta, regresamos al ba-rrio Obrero. Nos pasamos a una casita en la es-quina de la Once bis con 22, al frente de uno de los bares más tradicionales del sector: “La Esquina del Movimiento”, donde sonaba la Sonora Ma-tancera. Los sábados se llenaba desde temprano y Alfonso, un amigo de Hugo, mi hermano, bebía sabajón, ese trago de color amarillo. Otro de los habituales del bar era “Shinola” Aragón, el pun-tero izquierdo de América. Nos acostábamos y al otro día, en la belleza de la mañana del domingo, la misma gente seguía en el bar. Alfonso seguía tan fresco, por lo menos así me parecía, y se convirtió en uno de mis héroes.

En esa casa, quizá por un problema de alcan-tarillado, había mucha rata. Me convertí en el especialista en matarlas. Apenas aparecía una mi nombre se convertía en grito de batalla y solícito

atendía el llamado de mis padres y aun de mis vecinos. Me armaba de un palo de escoba y las perseguía hasta destrozarlas.

En ese diciembre volvió la felicidad y la fies-ta. La noche de alegría venían acompañados de villancicos que sonaban por doquier el 7 de di-ciembre, el día de las velas. La tradición obliga-ba a colocar hileras de velas por el ánden que le correspondía a la fachada de cada casa, los de más platica se ufanaban con faroles y unos cuan-tos con bombillos eléctricos. Diciembre era luz y estallaba la pólvora, las papeletas y los volcanes. La costumbre ordenaba a los muchachos a reunir-se en la esquina, a caminar hasta el parque, y las muchachas también iban en grupo y se cruzaban miradas seductoras con esos adolescentes ansio-sos de mujer. Ellas mandaban razones mientras los muchachos se ponían de acuerdo en hacerse los arrogantes hasta que se iban a sus casas. De ahí en adelante los muchachos caminaban por la calle 23 apagando las velas y llevándoselas para hacer una bola y el que al final de la noche la tuviera más grande era el más verraco de todos. Los siete de diciembre nunca llovía y el cielo era azul, lleno de estrellas y una luna grande. El bullicio disminuía en su volumen, las velas se apagaban, los mayores

se entraban a sus casas y en las esquinas sólo per-manecían los adolescentes que habían comprado su caneca de aguardiente para descubrir la prime-ra borrachera. Al otro día, tremenda soledad, el sol picante azotaba las cabezas resentidas por un guayabo mortal. Concluía el día y surgía el abu-rrimiento de saber que al otro día regresaban las clases, pero quedaba la esperanza que en una se-mana vendrían las vacaciones de final de año. Mi madre anunciaba la preparación del desamarga-do, el manjar blanco, las hojaldras y las brevas dul-ces y a cada uno le prometió sus regalos. En este diciembre, en un almacén del centro escogí un vestido entero, el primero que me estrenaba, de color habano. En ese año se iniciaron las Ferias de Cali. Se bailaba en las calles, en los parques, en las casetas y en las casas.

El primero de enero, mientras en “La Esqui-na del Movimiento” se escuchaba un bolero de Celio González que habla de la navidad, de un año más que se va, de la novia muerta, un extra detuvo la música para informar que Fidel Castro y sus rebeldes habían llegado a La Habana, y el dictador Batista había huido sin destino co-nocido. Ese primero de enero, con el vestido habano que me estrenaba, acompañado por

mis padres, cogimos un taxi para ir al Gimnasio Olímpico, que quedaba a un lado del estadio Pascual Guerrero. íbamos a ver a la orquesta de Dámaso Pérez Prado, el creador del mambo, chiquitico y con su bastón, con ese grito que lo caracterizaba, y después cantó Carlos “Argenti-no” Torres, secundado por la orquesta de Pacho Galán, que se había hecho famoso por el me-recumbé. El cantante de la Sonora Matancera interpretó un tema que estaba de moda: “…que buena que está la mama, que buena que está la hija, yo me quedo con la mama, yo me quedo con la hija”.

CODA

Este es el octavo capítulo de mi novela Quíta-

te de la vía Perico (2001) y tiene muchas cerca-nías con el capítulo tercero de Celia Cruz: Reina

Rumba (1981). Es el barrio Obrero de Cali que sólo existe en mi memoria porque lo que hoy so-brevive es una zona deteriorada y destruida por cuanto el uso fundamental ya no es la vivienda de lo que fue un barrio de artesanos, que tiene el mérito de ser el que acogió la música cubana y permitió construir esa memoria y sabiduría de una ciudad sobre la música antillana convirtién-

Umberto Valverde

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Cantarrana, más que una cancha

Por Fernando Vidal Medina

La fundación de un barrio

Cuando mis padres anunciaron que nos tras-ladábamos al lejano sur, los vecinos de la ca-

rrera 14A, al frente del teatro Alameda, nos despi-dieron con muchas recomendaciones debido a lo agreste y peligroso del sitio que habíamos escogido para trastearnos, a esas casas tan pequeñas que en una desperezada se corría el riesgo de salirse por la ventana. Saber que ahora, tantos años después, Champagnat es un barrio casi central y sus casas son apreciadas por lo espaciosas (las que quedan en pie en medio del auge comercial que se apo-deró de este sector). Nuestra nueva casa estaba ubicada en la última manzana de Cali por esa vía, era el terminal de los buses Verde San Fernando, allí quedaba el control de despachos, corría el año 56 y estábamos a dos meses de la explosión del 7 de agosto que conmovió los cimientos de la villa que quería ser ciudad.

Era como una fundación, las ciénagas de la ha-cienda de Pasoancho habían sido loteadas para construir una urbanización, la novedad, un barrio que emergía en los terrenos campestres, adorna-dos de cagajón y boñiga, con matas enormes de higuerrilla, con sus pepas que servían para jugar

dose en protagonista hasta llamarse “Capital de la Salsa”.

Es el verdadero inicio de una literatura sobre una geografía urbana: esquinas, calles, cuadras y manzanas. Nací dentro de la música, es por eso que cada recuerdo o rostro está ligado a una canción. Es bolero, guaracha o mambo. Es piano, timbales o trompetas. Es un bar como “Cangre-jos”, “Nápoles”, de la carrera Diez, o el “Séptimo Cielo”. Con el paso del tiempo, la ciudad ya no existe, sólo nos queda la música. Es la única geo-grafía que podemos narrar. Es un leviatán que lle-va la música adentro, como lo escribió Guillermo Cabrera infante.

Umberto Valverde

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y los charcos dejados por los aguaceros preñados de renacuajos que mutarían en manadas de ranas, que por las noches cantarían en coros estereofóni-cos hasta conquistarse el nombre de “Cantarrana”.

Realmente no vivíamos en una manzana a la que se le pudiera dar la vuelta, era una manza-na incompleta, pues la espalda de la casa era el hipódromo de San Fernando, un lugar de paseo dominical, a las afueras del casco urbano, el sitio privilegiado para las apuestas de caballos, carreras que podíamos ver los domingos y festivos sin salir de la casa. Subirse a la tapia trasera, en la escalera que mi padre había armado especialmente para la ocasión o al muro del baño al aire libre, era un programa familiar, venían los primos y las primas que todavía habitaban en el centro, y unos cuan-tos compañeros del colegio que les encantaba dis-frutar las competencias hípicas. Algunas veces el partidor automático se parqueaba al frente de no-sotros y hasta los jinetes escuchaban las preferen-cias de los apostadores, apostábamos por el placer de ganar y... de perder, nos habíamos convertido en unos expertos en la especulación de los por-menores de las competencias. Contábamos con la ventaja de asomarnos entre semana, cuando se podía, para ver los entrenamientos, para averiguar

detalles y confidencias de ese mundo secreto de los preparadores y sus trucos, estábamos más cer-quita de los acontecimientos, les llevábamos algu-na delantera a nuestros invitados. En el hipódro-mo se prolongaba cierta carencia de vecinos por la parte de atrás, lo mejor es decir que ellos eran los vecinos con los que nos relacionábamos, unos vecinos eventuales que residían en otros lugares.

Nuestra manzana se completaba con la cuadra del frente, que nunca se construyó y se convirtió en la cancha de Cantarrana, el sitio del encuentro y el movimiento, por la que pasaba mucha de la actividad social del barrio y, sobre todo, por don-de pasaba la actividad deportiva y seductora de los pelados. La gallada de los de Cantarrana, los grandes, los del medio y los pequeños, si un chi-co se descuidaba, se la montaban y lo ponían a hacer mandados. El crecimiento hacia el sur fue ocupando las fincas y haciendas que topaba en su camino, las tierras fangosas y los pastizales para la crianza de las bestias, como se llamaban a las vacas y los caballos, se fueron extinguiendo. Los terrenos del Cedro se juntaron con los de Pasoan-cho, en una gran zona que recorríamos, niños y ni-ñas recogiendo pececitos cupis o renacuajos que embotellábamos para soltar en los patios, mientras

identificábamos los metederos de las ranas que crecían en esos pantanos, y conocíamos a las que animaban las noches con su croar, acompasando las risotadas y los altercados de los vecinos y las ju-garretas infantiles. Se podía deambular libremente, sin tantos cuidados, por los vericuetos de nuestros fantásticos viajes, visitar mapas de otros mundos, los del juego espontáneo que tanto se cohíbe a los infantes de ahora, a los que hay que recrear. Nos perdíamos en esos matorrales, jugando a las escondidas, a cojín de guerra, al quemado, a la comitiva, a que te cojo ratón, a ¿Hay huevos?, a la rayuela. Eran épocas en las que no se pagaba para entretenernos, nosotros sabíamos entretenernos, coger pececitos cupis en los riachuelos que caían al río Cañaveralejo, embotellarlos en su propia agua y exhibirlos en algún sitio de la casa como trofeos, al que más lograra preservarlos. “¿Llegará el día en que se le niegue un vaso de agua al pró-jimo, o se lo vendan?”, se preguntaba la abuela cada que le recordaban que el agua del tanque del lavaplatos no se puede dejar chorreando, a ella que era joven con una hija, cuando la guerra de los Mil Días, empezando el siglo veinte, estaba en pleno furor.

Eso sí, cuando se estaba disputando un partido

de vida o muerte, entre los dos equipos, el de la cuadra contra los de enfrente, la tensión se estira-ba, nadie lo podía interrumpir y siempre apare-cía una olla de limonada de alguna casa vecina, o se hacía un descanso para que cada cual fuera a rebuscarse el refresco y retornara a la cancha de fútbol para la revancha; como siempre alguno per-día, había de donde echar mano para un motivo de desquite. Por eso los partidos eran intermina-bles, una deuda quedaba pendiente para jugarse otra herradura, o cobros desde el tiro penalty en equipos. y ni se diga cuando la selección de los mejores de Cantarrana se enfrentaba a algún equi-po contratado en otra zona, posiblemente en un agite nocturno se habían retado o se había cazado una apuesta por la supremacía, el fútbol dirimía toda contienda. Cuando los enemigos eran de otro lado, ahí sí no había ninguna rivalidad, los riva-les eran los otros, los de afuera, y todos hacíamos fuerzas por los muchachos grandes que nos repre-sentaban: Titulo, el Pecas, los Henao, sobre todo Piruncho, que era el único de nuestra generación al que dejaban jugar con ellos. Mis primos Rey-naldo y Alberto arribaban desde la mañana, en las vacaciones, con su termo de jugo de naranja con zanahoria para reforzar el equipo de la cuadra.

Fernando Vidal Medina

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Cuando nos pasamos, las casas del instituto de Crédito Territorial estaban recién terminadas, listas para estrenar y para irlas moldeando al gusto de cada familia, eso era muy llamativo, ir observan-do como cada casa se diferenciaba. Se le decía El Cedro, aunque con el transcurrir de los tiempos se fue posicionando el nombre de Champagnat, de-bido a la proximidad del colegio de los hermanos maristas en el que estudiábamos varios del vecin-dario. En un año se pobló completamente la cua-dra, se pasaron varios maestros de la educación pública, Olga, mi madre, doña Ligia y la señorita Ligia, que no eran la misma, algunos nombres se han ocultado en la geografía de mis recuerdos, también llegaron funcionarios de la Gobernación, alguno que otro venía huyendo de las inclemen-cias de la violencia partidista, de algún poblado de la montaña, del Dovio o del Águila.

El día del trasteo, mi madre tenía siete meses de embarazo y una felicidad desbordada por la oportunidad de pisar su propiedad, por lo que no paró ni un momento organizando cada deta-lle hasta caer desfallecida en la noche. Las calles eran en tierra y piedra triturada, con los calores del verano se levantaba caprichoso un nubarrón de polvo que había que remojar por las tardes, para

evitar que el ripio tapara los anjeos que cubrían los ventanales. Si no se abrían las compuertas de las ventanas nos asábamos del calor, si se abrían nos comían las bandadas de zancudos, los marcos con anjeo dejaban entrar las corrientes de la brisa fresca pero impedían el ingreso de esas nubes de zancudos, de las plagas de cucarrones o las olea-das de avispas que aparecían de vez en cuando, o las culebras, que se colaban esporádicamente al interior de las residencias, por portillos distintos a los marcos con anjeo. Una noche de visita, una culebrita estaba escalando por una de las patas del sillón de la entrada a la sala, en el que estaba plá-cidamente sentada mi prima Mercedes, cuando la vi, grité: “¡Cuidado con la serpiente!”, o la cazado-ra gigante que se metió en el patio solar cuando se iniciaron los trabajos de reconversión del antiguo y clausurado hipódromo en las nuevas canchas que se construyeron con motivo de los juegos pana-mericanos de 1971.

Los límites entre lo rural y lo urbano se configu-raban, fuimos privilegiados en vivir esa transición de edades. Todavía se ordeñaba en una finca pe-gada al extremo de la pista del hipódromo, y todos los días entre las siete y las ocho de la mañana llegaba un garrafón con leche tibia, recién extraí-

da. Se entregaba a cambio otro garrafón, limpio y vacío para la entrega siguiente, por lo que había de tenerse dos para hacer la rotación, vacío/lle-no. A la leche hervida y reposada, mi abuela le sacaba la gruesa nata para batirla y batirla hasta que se convertía en mantequilla. También recuer-do los chicharrones con patacones en la piedra de moler que ella hizo traer de la casa del centro, una piedra grande y marrón como una batea, en la que nos dejaba patacones y chicharrones, que machacábamos con una piedra negra, de una for-ma perfecta y brillante, para que entretuviéramos el hambre y no la interrumpiéramos en la cocina hasta que todo estuviera listo y la mesa servida. El almuerzo era un encuentro familiar al que se faltaba sólo por un caso estrictamente obligatorio e ineludible, y la puntualidad la marcaban las doce y treinta del mediodía, pues todos deberíamos re-tornar a las obligaciones, menos mi hermanito que se quedaba jugando y la abuela que aprovechaba para fumarse un tabaco en el patio y escribirle car-tas a sus hijos que viven en Bogotá y Cúcuta. Mi hermano Rodrigo, se puede afirmar que es raizal del barrio, pues nació allí y todavía, medio siglo después, sigue habitando y conservando el calor de hogar, adecuando la casona a sus preferencias

pero preservando el ambiente particular de la fa-milia, cultivando su pasión y su profesión por el cine, con dos salas para visionar y una colección de películas que sobrepasa los cinco mil títulos de todos los tiempos y orígenes.

Poco a poco, a lo largo de unos cuantos años, a los muritos que separaban una casa de la otra, por los que saltábamos en carreras de obstáculos, les fueran soldando rejas, cerrando con puertas, puertas con candados y pestillos, aunque los la-zos de vecindad se conservaron bastante rato más, exagerando, por décadas, el juego de distancias y de marcar territorios fue surgiendo de las mismas dificultades de la agreste convivencia, de la necesi-dad de evitar ciertas nocivas intromisiones ajenas, vivezas y excesos de confianza, así como de pro-piciar unas relaciones un poco más formales, en medio de los altibajos de la rueda de la fortuna.

Los que llegamos niños pequeños tuvimos una fortuna, la de ver y experimentar las transforma-ciones de la urbanización y beneficiarnos de algu-nas, como cuando bajaron de unas tracto mulas esos tubos gigantes, que atravesábamos de pie sin lastimarnos, porque iban a cambiar los alcan-tarillados para hacer un desagüe que resumiera las aguas negras y las aguas de las lluvias torren-

Fernando Vidal Medina

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ciales que inundaban hasta lo recóndito de las ha-bitaciones y anunciaban que pavimentarían. Una inundación era un acontecimiento predilecto en esa edad, aunque para los mayores era todo un problema si no se tomaban medidas preventivas, como unas rendijas que se hicieron construir en el portón de entrada para atravesarle un tablón que contuviera las arremetidas del agua represada que corría por la calle, de todas maneras se entraba a los antejardines y subía a la altura de las rodillas. Si una de estas inundaciones nos cogía en la calle, a la salida del colegio o porque ya habíamos salido de las casas después de estudiar, saltábamos cha-puceando por los raudales de agua que bajaban arrastrando basura, reíamos y gritábamos plenos, aunque sabíamos a ciencia cierta que siempre ter-minaba en una agua panela caliente, con acosta-da tempranera y un regaño apocalíptico, por las consecuencias futuras de este desmán cometido irresponsablemente.

La caída del régimen militar y el saqueo

En el 57 otro cataclismo removió los cimientos de la aparente calma, el derrocamiento del gobier-no de Rojas Pinilla, la caída de la dictadura y de todo lo que oliera a pájaros, como se designaba a

los cómplices del régimen militar, los pájaros con-tra los chulavitas, los generales directamente ejer-ciendo el poder legítimo y bandas de bandidos y bandoleros asolando los campos. Precisamente esta zona sureña se había estado poblando y ex-tendiéndose por distintas oleadas de ocupación urbanística, una de ellas de importantes persona-lidades del régimen, como el general Deogracias Fonseca que haría parte de la Junta de transición, pero también por personajes menos santos, con actividades que oscilan entre lo permitido y lo de-lincuencial. El día que reventó la resistencia ciu-dadana, en la madrugada, ya amaneciendo, una estampida de parroquianos bajaba en desbanda-da, muchos de ellos nunca vistos, todos regresa-ban cargados de trofeos, de botines, que agarra-ban triunfantes de las casas de los tildados pájaros, unos alcanzaron a volarse pero sus casas fueron saqueadas, unas cuatro cuadras hacia arriba, hacia el cerro. Ese día la pólvora se extendió por cual-quier rincón de la ciudad, en el barrio Obrero, por ejemplo, a un pájaro bandido, cómo se los tildaba también, lo cogieron y lincharon hasta colgarlo de un árbol para escarmiento público. La estampida pasó por la casa, un vecino tocó a la puerta y le dijo a mi papá, “Coja algo, don Manuel, no se las

pique de honesto, que de golpe lo tildan de pá-jaro y se mete en un problema”. Con la abuela y mi mamá hubo una especie de consejo familiar de emergencia y se resolvió que él iría con otro vecino, don Antonio, y traerían cualquier baga-tela para evitar el juicio enfurecido y destructor. Mucho tiempo estuvieron colgadas en la pared las porcelanas con pinturas de tauromaquia que trajo del asalto, contaba que era de lo poco que habían dejado, por su mínimo valor, estaban a la disposición sin controversia, y él las transportó a la vista para la tranquilidad general y, sobre todo, para apaciguar los ánimos a su alrededor.

Se puso de moda el comportamiento camaján, con mota peinada con lechuga, un fijador efecti-vo, la camisa arremangada y, en casos extremos, con un nudo a la altura del estómago con los úl-timos botones sueltos, buenos mocasines quesos para echar paso, ir mancado con manopla o con guaya o con una automática, una navaja que dis-para la cuchilla. Los grandes se organizan y alistan en galladas, siguen jugando fútbol, le suben a la rumba nocturna y hacen cruces a la hora que se presenten, para financiarse, los primeros apare-cieron con la chapa de Tintofrío; estaban los de Cantarrana; los del triángulo, que se reunían en

el parquecito triangular ubicado a una cuadra an-tes de la circunvalar; los de la Loma de la Cruz, una bandola arrebatada y numerosa que aportó malandrines y gente renombrada en sociedad; los Gansos, de Palmira; los de Marquetalia, exacta-mente en la zona de los pájaros derrocados, qui-zás el hijo de alguno prevaleció, eran de los más braveros. Las peleas callejeras ya no se desarrolla-ban como juegos de destreza, con corozos de hi-guerilla, sino enfrentamientos con puñal, con otras armas blancas y hasta de fuego, juegos peligrosos que oscilaban en el terreno de lo fatal. Unos ca-yeron en Villanueva o en una silla de ruedas o en un cajón de tablas con los pies para adelante, o se fueron para los “yores”, que era el sueño america-no materializado por unos gringos que rondaron por la cancha y enlistaron unos cuantos. El más sensato hizo un viaje y con las ganancias montó una cadena de restaurantes de pollo loco. Uno de esos duros seguía frecuentando mucho tiempo después, cuando ya no estaban de moda y él era un fracasado social, los rumbeaderos pesados, co-brando impuestos a los incautos y ufanándose de sus múltiples cicatrices, como si fueran condeco-raciones de guerra, con los pocos admiradores que lo trataban, talvez por lástima o por respeto.

Fernando Vidal Medina

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Con este movimiento turbulento alrededor y la aparición en los matorrales de cadáveres de niños violados y secos de su propia sangre que les ex-traían valiéndose de la transfusión, el Monstruo de los mangones, los permisos se complicaron, aunque siempre nos las ingeniábamos para jugar a las escondidas en los tubos del alcantarillado, de las calles sin pavimentar, esperando el inicio las obras, un período inolvidable, pues teníamos espacios para perdernos sin irnos muy lejos, para habitar un mundo oculto a la vista de todos. Más de un lance pasional se cuajó en esos encuentros furtivos, se conformaron parejas momentáneas que se deshacían como espuma o matrimonios que en la actualidad subsisten, toda una proeza. Finalmente hubo una arremetida de maquinaria y obreros, la terminal de los buses Verde San Fer-nando hacía rato se había trasladado a un punto más lejano, los alrededores quedaron impecable-mente asfaltados, el barrio subió de estatus, eso se notaba en los comportamientos colectivos, los comentarios triunfalistas mientras se guardaban las mangueras que apaciguaban la polvareda y las pri-meras inversiones de los nacientes capos del sec-tor se notaban. Este proceso tardó lustros, pero el ansiado progreso se enseñoreó en los contornos,

una tarde intempestivamente apareció el mismí-simo señor obispo bendiciendo el trazado de la autopista Sur, con una comitiva protocolaria que celebraba su diez por ciento (¡épocas aquellas de casi honestidad!) y un pelotón de ciclistas peda-leaba con dificultad por el trazado que había sido delineado por una gigantesca cuchilla que raspó el barro y una aplanadora que fijó unos pocos viajes de volquetas cargadas con grava. Esos trabajos se hicieron en un dos por tres, los escondites en los mangones y las aventuras monte adentro se esfu-maron, el loteo y la construcción desmesurada se multiplicó a diestra y siniestra, para atravesar ha-cia Colseguros ya había que tener precauciones al cruzar los puentes peatonales sobre el colector de aguas que quedó a la vista y por ratos se tornaba pestilente. Los más chicos estábamos creciendo, otros menores nacieron, entre ellos mi hermana Mireya que nos alegró a todos con su sencillez y buen genio, su capacidad para escuchar que le valió unas amistades variadas y excéntricas. Ana Mireya, por señas particulares, nació enredada en el cordón umbilical, acompañó a mi madre en to-dos sus viajes hasta en el final, un accidente auto-movilístico bajando de Dapa, treinta y tantos años después. Un recorrido completo, toda una vida,

de principio a fin, una conexión afectiva que se afianza con el discurrir de los tiempos y un suceso funesto que despertó la solidaridad de todos alre-dedor, que nos rodearon y acompañaron.

En el patio solariego se sembró, al pasarnos, un árbol de mango exquisito que mi padre trajo del vivero experimental de la Secretaría de Agricultu-ra, creció frondoso y ofrecía unos frutos exquisi-tos, y me servía de hamaca, acostándome a hor-cajadas en sus ramas para dormir la siesta, oliendo su aroma, en las tardes de los miércoles que no teníamos que ir a estudiar. Precisamente el día que vino al planeta mi hermana, estaba disfrutan-do esta oportunidad, acompañado por la abuela que le sacaba humo a su tabaco, cuando me fui brotando, primero los ojos, luego cada parte del cuerpo, un picor insoportable, que me hizo bajar y revolcarme en la cama, hasta que ella alarmada llamó a sus vecinas de confianza y entre todas me pusieron una lavativa, de tal suerte que cuando en el hospital luchaban por salvar a mi madre y a mi hermana, yo padecía esta intoxicación provocada por la ingestión desmesurada de unos exquisitos turrones que devoré sin límite.

El tiempo tejió y destejió historias, de cualquier calibre y espesor. La cancha de Cantarrana fue ur-

banizada con casas de dos plantas, los habitantes de esas nuevas propiedades crecieron, estudiaron y se organizaron, algunos vecinos envejecieron, muchos se perdieron en la bruma del recuer-do imaginado, otros tuvieron desenlaces trágicos como Piruncho, que fue bueno en lo que hacía, jugar fútbol meleando y convirtiendo, e intenso en todas sus empresas que para él eran aventuras libertarias, como la de cantar desde el centro de la cancha a altas horas de la madrugada, con su poderosa voz de Beny Moré que quiso contratar alguna de las orquestas más famosas, pero que él despreció por su ansiada libertad de hacer lo que le diera la gana. Murió en su ley, la casa familiar abandonada, con cirrosis, acompañado de sus es-casos fieles panas que le traían los baldes de agua de la vecindad pues ya no tenía conexión de las empresas públicas, se alumbraba con velo-nes y se extinguió como se fue la casa al piso, para darle paso a otra época. El barrio cumplió medio siglo en el 2006, pero no se celebró con actos públicos, solamente se expandió la noticia privadamente y se tomaron abundantes tragos para rememorar en las pocas casas de raizales que aún se conservan.

Fernando Vidal Medina

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LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Alí Babá

Por José Zuleta Ortiz

La Buitrera

Lo primero que preguntamos fue qué quería decir “La Buitrera”. La explicación nos en-

sombreció y asociamos el lugar con el olor de la mortecina. “¿Será que allá viven los gallinazos?”, preguntó mi hermano a nuestra hermana mayor. Ella no supo responder, tampoco estaba a gusto con el nombre del lugar donde viviríamos. “¿Será que estamos muy pobres?”, volvió a preguntar mi hermano. En medio de esas expectativas el camión del trasteo avanzaba por la calle 5ª hacia el sur de Cali. En un lugar de la vía giró hacia Los Farallones y tomó una carretera despavimenta-da. El aire era limpio y lo que veíamos era grato, pero aguardábamos a que, en algún lugar, nubes de gallinazos nos anunciaran que estábamos lle-gando a La Buitrera.

Pasaron garzas como trazos de tiza contra el verde oscuro del Farallón. Después oímos la al-garabía de una bandada de loras. Más adelante vimos volar varias parejas de torcazas moradas. A todas estas, ningún gallinazo. La cumbre abrupta y altísima de Los Farallones estaba despejada y marcaba contra el cielo una silueta como el grá-fico de un electrocardiograma.

Foto Estanislao Zuleta y José Zuleta en 1968

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Prólogo LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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Los buitres no aparecieron y llegamos a una colina desde donde se veían el valle y el sur de la ciudad. Allí quedaba nuestra nueva morada.

La casa era como una finquita de altos muros y amplios corredores, salones generosos y un pra-do muy cuidado la rodeaba. Abajo pasaba el río Meléndez y al frente, en la montaña vecina, esta-ba “Polvorines”: las rigurosamente vigiladas santa-bárbaras del Batallón Pichincha.

Pasarnos a esa casa fue una novedad: no había agua, ni baño dentro de la casa, y Pedro, el jardi-nero, con una mula negra en unas tinas de alumi-nio, como las de la leche del campo, traía del río el agua que consumíamos.

Los fines de semana la casa se llenaba de ami-gos de mi padre que leían con él a Marx, a Freud y hablaban de política. Mi padre era de izquierda y hoy, 20 años después de muerto, a diferencia de muchos de sus amigos vivos, sigue siendo de iz-quierda. Alguna vez dijo jocosamente que el lugar de la casa era estratégico: “porque los arsenales del capital estaban a tiro de cauchera”.

El 19 de abril de 1970 llegaron a la casa los amigos a oír los escrutinios de las elecciones para presidente. Los candidatos eran Misael Pastrana y el general Rojas Pinilla, que tenía, según les oí de-

cir: “serias posibilidades de acabar con el negocio de la repartición del Estado entre los partidos Libe-ral y Conservador”.

Sentados en el corredor sumaban las cifras que la radio iba dando. A las siete de la noche el gene-ral Rojas Pinilla ganaba las elecciones. Mi padre y sus amigos estaban muy felices. “Se acabó el Fren-te Nacional”, decían, se abrazaban, brindaban a la salud de un nuevo país, bebían cerveza y ron. En lo más animado de la celebración se fue la luz y toda Colombia quedó en penumbras, a los niños también nos mandaron a dormir. Al día siguiente nuestro padre dijo muy indignado que se habían robado las elecciones y que lo que vendría no iba a ser bueno para nadie.

Cerca de la casa, subiendo hacia la montaña, había una tienda que también era cantina y el lu-gar de encuentro de los vecinos. Se llamaba “El Portento”. Mi padre iba a beber allí; mis hermanos y yo lo acompañábamos para que nos comprara mecato. Un domingo llegó un señor a caballo. Nos quedamos mirando el achacado animal y acaricia-mos su cuello y la frente en la que resplandecía una estrella blanca. El caballo, de un marrón claro, un poco rojizo, tenía botines blancos en las cuatro

patas, era pequeño y estaba flaco y mugroso, pero olía a ese aroma manso y vigoroso de los caballos. Rosendo, el dueño de la tienda, nos dio trozos de panela para que le diéramos de comer. El caballo tomaba con sus hábiles labios de nuestras manos los trozos de panela y se los comía con mucho pla-cer. El dueño del caballo al ver nuestro entusiasmo le dijo a nuestro padre: “Por qué no le compra el caballo a los niños”. Regatearon un poco y al final, por mil quinientos pesos (sin la silla) fue nuestro.

Alí Babá era brioso, engordó y su pelaje se puso brillante, toleraba los excesos, y los pequeños ji-netes nos entregamos a él con todo el amor de la infancia. Aprendimos a montar a pelo, le enseña-mos a saltar sobre las zanjas y en la noche escu-chábamos, desde la cama, el sonido de sus dientes rasgando la hierba.

Una mañana salimos a buscar a Alí Babá y no lo encontramos por ninguna parte. Preguntamos a Pedro, el jardinero, y él señaló la montaña del frente mientras decía: “Está en Polvorines”. Des-de donde nos encontrábamos vimos un grupo de caballos en la montaña de enfrente y creímos dis-tinguir entre ellos a Alí Babá. Sin decir nada toma-mos un lazo y bajamos corriendo hasta el río, lo cruzamos por un charco que llaman El Remanso y

subimos la montaña de Polvorines. Ni los letreros de “Zona Militar”, ni los avisos de “Peligro” y “Pro-hibida la Entrada a Particulares” nos detuvieron en la carrera para alcanzar a nuestro caballo.

Aparecieron de la nada unos soldados y co-menzaron a gritarnos. Pero en la agitación no en-tendíamos lo que decían. Escuchamos unos dispa-ros y paramos. Los militares llegaron corriendo con los fusiles en la mano y nos regañaron por estar en una zona restringida. “Vinimos a rescatarlo”, expliqué, mientras señalaba a Alí Babá. Los sol-dados se quedaron mirando el caballo que en ese momento trataba de aparear a una yegua mucho más grande y más bonita que él. Como no la al-canzaba, la yegua se acomodó en dirección al río y Alí Babá quedó atrás de ella como en una repisa y la penetró con su gran miembro que parecía un champiñón gigantesco y rosado. Los soldados tra-taban de espantarlo. “Es la yegua del coronel, es la yegua del coronel”, gritaba muy ofuscado uno de ellos, mientras nosotros gozábamos excitados por lo que estábamos viendo. Cuando Alí Babá terminó de aparearse con la yegua se dejó enlazar. El soldado dijo que saliéramos rápido y que “por el bien de todos no nos dejáramos ver de nadie”. Volvimos a la casa y no dijimos nada.

José Zuleta Ortiz

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Prólogo

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Al otro día, Alí Babá tampoco estaba, miramos a la montaña de Polvorines y lo alcanzamos a ver con el grupo de yeguas de los oficiales. Corrimos a buscarlo, cuando llegamos, los soldados ya lo habían capturado. “Se va a quedar aquí deteni-do”, nos dijeron. Regresamos corriendo a buscar ayuda. Pedro, el jardinero, fue a interceder por Alí Babá. Estuvo dos horas en el batallón mientras lo interrogaban sobre los dueños del caballo. Por la tarde llegó a la casa un oficial del ejército a decirle a mi padre que “El renque ese había violado la seguridad del batallón y que en pleno Polvorines se había tirado el plan de reproducción asistida de las yeguas pura sangre de la caballería del ejército, y que la próxima vez abrirían fuego contra el se-moviente intruso”.

Mi padre se reía. Finalmente, le dijo al oficial que esas cosas solían pasar entre vecinos y le re-galó como prueba un ejemplar de Romeo y Ju-lieta. “Usted no entiende”, dijo el oficial irritado, “estamos hablando de yeguas pura sangre, de las yeguas de los generales”. Mi padre respondió: “El caballo de mis hijos también es pura sangre, como puede ver, de una tan ardiente, o más que la de sus yeguas. Además, y como están las cosas, no veo por qué amenazarnos entre compadres”. El

militar se fue malhumorado. Nosotros asustados por las amenazas decidimos encerrar a Alí Babá.

Unos meses más tarde vimos gallinazos volan-do alrededor de una de las yeguas del batallón. Mi hermano preguntó si había llegado la época de los gallinazos. Nuestro padre respondió que los galli-nazos son de todas las épocas. “Siempre y cuando la muerte ajena los pueda alimentar”.

Bajamos al río para ver si se había muerto una de las novias de Alí Babá; pasamos por las piedras de El Remanso y subimos un poco hasta donde es-taban los gallinazos. Entre el pastizal, tratando de pararse, había un potrico recién nacido. A su lado grandes aves devoraban entre oscuros aletazos la placenta.

Cuando el potro se incorporó, vimos en su fren-te la estrella y en sus paticas delgadas los peque-ños botines blancos. Los buitres alzaron el vuelo y planearon sobre el río remontando el aire hasta perderse sobre el cielo de La Buitrera.

Foto Mónika Herrán

José Zuleta Ortiz

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Biografías LA VUELTA A LA MANZANA - Una Memoria Literaria de Cali

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BiografíaAlvaro Suescún T.Barranquilla, 1951. Poeta, investigador cultu-ral. Autor de “De la vida que pasa”, análisis crítico de la poesía y la obra periodística de Jorge Artel”; de “Danza en el recuerdo”, sobre el Carnaval de Barranquilla encarnado en uno

de sus más celebrados personajes, Carlos Franco. Publicó tam-bién “Ceniza salobre” biografía del poeta cartagenero Gustavo ibarra Merlano. Es miembro del comité editorial de las revistas “viacuarenta” y “La Lira”, de la Junta Directiva de Carnavalada, teatro y carnaval, y de diversos grupos de apoyo integrantes del Carnaval barranquillero. Con E. Márceles y Aníbal Tobón ha realizado proyectos conjuntos como el bar “Caza de Poesía”, conferencias en “Cátedra de filosofría” y la revista oral “Astrola-bios”. Tiene inéditos tres libros de poesía y prepara una publi-cación sobre Arte expresionista.

Aníbal Tobón BermúdezBarranquilla, 1947. Director, actor de teatro, periodista, titiritero, escritor y narrador oral. Estudios de teatro en la Universidad de Vin-cennes, París, Francia, 1974. Premio Nacional de Artes Visuales, 1978, con el Grupo Experi-

mental El Sindicato. Vivió 25 años en diversos países de Europa y África con actividades culturales. Recibió dos veces, 19844 y 88, una Bolsa Trabajo del Consejo de Artistas de Estocolmo, Suecia.

Como escritor ha sido ganador del Concurso Liberación, 1982, con el cuento Sos Pechosa. También aparece incluido en la antología de poesía sueca Poeternas Strad. Ha publicado tres libros de poemas:Pandemonium, en Colombia; Testimonios de naufragios en

Suecia y Ocios del oficio en Venezuela. Tiene publicados 4 li-bros infantiles: Nimba la nubecita viajera, El Caballo y la bici-cleta y Don Quejote sin Mancha, con Libros&Libros, y El poeta y el pozo mágico, para el Museo Julio Flórez.

Trabajó como periodista más 20 años para diarios y agencias de prensa nacionales y extranjeras. Actualmente vive y crea en Salgar, Atlántico. Además creador de los proyectos Revista Oral, y Los Monumentos Hablan, para la Universidad del Norte, y La Vuelta a la Manzana, la Cátedra de Filosofría y los Concerveza-torios. Fue fundador y codirector del Festival internacional de Poesía, PoeMaRío, en Barranquilla.

Eduardo Márceles Daconte Nació en Aracataca, desde temprana edad vivió en Barranquilla. Licenciado en Humani-dades (B.A.) de New york University (1970) y tomó cursos para la maestría en la University of California (Berkeley). Regresó a Colombia en

1975 y se vinculó como profesor de literatura e historia del tea-tro en la Universidad Javeriana. De 1986 a 1988 fue profesor visitante de estudios latino americanos y editor del diccionario chino-español en la Universidad de Shanghai (China) y Distin-guished Visiting Professor en la Universidad de Miami-Dade (Florida). Se ha desempeñado como curador multicultural y conferencista en el Queens Museum of Art de Ny. Cuenta en su bibliografía con Los perros de Benares y otros retablos pere-grinos (Editorial La oveja negra, 1985), el libro de ensayos La crí-tica de arte y las tendencias de la pintura en Colombia (Minrex, 1984); Narradores colombianos en USA (antología comisionada por Colcultura); Nereo López: Testigo de su tiempo, (Mincultura, 2002), ¡Azúcar!: La biografía de Celia Cruz (Reed Press, New york, 2004). Los recursos de la imaginación: Artes visuales de la región andina de Colombia, Los recursos de la imaginación: Artes visuales del Caribe colombiano (2011) y cocompilador de La vuelta a la manzana (Fundación Carvajal, 2013).

Pedro Alcántara-Herrán Cali, 1942. Pionero del Arte Neofigurativo en Colombia y uno de sus más grandes exponentes. Sus estudios de especia-lización en Bellas Artes los hizo en Roma. Ha participado en innumerables exposiciones nacionales, y en representación de Colombia en exposiciones y bienales internacionales, ob-teniendo innumerables reconocimientos y premios. Su obra se encuentra en los más importantes museos y colecciones públicas y privadas de América y Europa, destacándose el Fondo Alcántara de la Fundación Arte Vivo Otero Herrera. Fue Senador de la República en representación de la Unión Patriótica por el Departamento del Valle. Ha publicado “Cali, Ciudad visible”, Memoria Visual de una Ciudad, 2005.

Jotamario ArbeláezCali, 1940. Cofundador del nadaísmo. Su poesía y su prosa se caracterizan por el humor negro, el erotismo, el desenfado, la irreverencia social y antimoralista con un lenguaje directo, vo-luntariamente prosaico y contundente. Ha sido publicista, fun-cionario público, periodista y profesor universitario. En 1980 ganó el Premio Nacional de Poesía convocado por la editorial Oveja Negra y la revista de poesía Golpe de dados. Posterior-mente ha obtenido otros como el Nacional de Poesía del Mi-nisterio de Cultura, el Premio del instituto Distrital de Cultura, etc. En 1996 recibió la Orden del Congreso de Colombia y el V Encuentro internacional de Escritores de Bogotá le ofreció su homenaje. Entre sus libros de poesía publicados se cuentan: “El profeta en su casa”, 1966; “Mi reino por este mundo”, 1980; “En paños menores”, 1994; “La casa de memoria”, 1995, y “El cuerpo de ella”, 2000. Sus memorias aparecieron en el 2002 bajo el título de “Nada es para siempre”.

Medardo Arias SatizábalBuenaventura, 1956. Escritor y periodista, recibió en 1982 el Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar”, en el género Mejor investigación por una serie sobre la Historia de la Salsa,

investigación musical pionera en América. Es autor de las nove-las “Jazz para difuntos”, 1993, y “Que es un soplo la vida”, de-dicada a la vida de Carlos Gardel y preseleccionada al Premio Latinoamericano Pegaso. El compositor Douglas Bruce Johnson y la contralto Elizabeth Anker, musicalizaron “Palabra, obra y corazón, cinco poemas de Medardo Arias Satizábal”, presenta-da en 2002 en la Longy School of Music, de Cambridge, Massa-chusetts. Ha recibido en dos ocasiones el palmarés nacional de Cuento, y se le confirió también el Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, en 1987.

Fernando Cruz Kronfly Buga 1943. Reconocido como uno de los mejores escritores co-lombianos, es Doctor Honoris Causa en Literatura, Universidad del Valle, Abogado de la Universidad La Gran Colombia. Fue jefe del Departamento de Literatura e idiomas de la Universi-dad Santiago de Cali (1970-1972), Director de la Revista Fin de Siglo, editada por la Universidad del Valle durante sus primeros cuatro números, profesor de la Universidad Santiago de Cali, de la Universidad Libre de Colombia, Seccional Cali y de la U del Valle. Entre sus publicaciones más importantes destaca-mos Falleba-Cámara Ardiente. Las Alabanzas y los Acechos, La Obra del Sueño, La Ceniza del Libertador, La Ceremonia de la Soledad, La Sombrilla Planetaria, La Ultima Noche de Antonio Ricaurte, Amapolas al Vapor, El Embarcadero de los incurables, La tierra que atardece, y La Caravana de Gardel.

Germán Cuervo Cali, 1950. Escritor y pintor. Estudió publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Ha obtenido varios galardones literarios: 1er concurso nacional de cuento Universidad Jorge Tadeo Lozano, 1972; concurso nacional de cuento Pablo Neruda, 1973; concur-so Puertas de Oro, Madrid, 1981; concurso 30 años Universidad Gran Colombia, 1982. Ha publicado: Los indios que mató John Wayne, cuentos, 1985; Historias de amor salsa y dolor, antolo-gía de cuentos, 1989; El Mar, novela, 1994; segunda edición,

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Universidad del Valle, 2007. El Viento en la Balanza, premio de poesía Jorge isaacs 2006, es su primer libro de poesía. Ha sido publicado por la Gobernación y Secretaría de Cultura y Turismo del valle del Cauca, 2007.

Kevin Alexis García Cali, 1985. Magister en Literatura Colombiana y Literatura Lati-noamericana y Comunicador Social de la Universidad del Valle. Obtuvo el Premio de periodismo Alfonso Bonilla Aragón 2012. Mención especial Premio Nacional de Periodismo Semana-Pe-trobras. 2007. Ganador de la convocatoria nacional en rea-lización documental. Señal Colombia. 2005. Tercer Puesto en el Premio Nacional de Periodismo Escrito Universitario PPEU, 2003. Cofundador del Centro Virtual isaacs. Ha sido editor del periódico La Palabra y la revista Nexus Comunicación. Dirige Ciudad Vaga, revista especializada en periodismo narrativo, pu-blicada por la Escuela de Comunicación Social de Univalle, lugar donde se desempeña como docente.

Álvaro Gärtner Manizales, 1955. Su formación y trayectoria han girado al-rededor del periodismo, la música, la cultura popular y la historia de Colombia, actividades que desempeña con rigor. Abogado de la Universidad de Caldas, está vinculado al pe-riodismo desde que tenía 17 años de edad desarrollando in-tensa carrera durante más de 40 años. Ha sido editor de la Gaceta Dominical de El País, editorialista y columnista en La Patria de Manizales. Catedrático de escritura periodística en la facultad de Comunicación de la Universidad Autónoma de Occidente y de lectoescritura en la facultad de Educación en la Universidad de San Buenaventura. Es autor de varios libros de historia de Colombia, área en la cual es considerado un experto. Ensayista y conferencista en festivales nacionales e internacionales de música.

Darío Henao RestrepoLicenciado en Letras, Universidad del Valle, 1977; tiene una maestría en Lengua y Literaturas Hispánicas y estudios de Doc-torado en Lenguas y Literaturas Hispánicas, títulos otorgados por la Universidad Federal de Río de Janeiro. Ha publicado “Entre la Historia y la Ficción, una aproximación teórica y un caso en la literatura colombiana”. Poligramas 20, Universidad del Valle, 2003. “Retos y perspectivas para una historiogra-fía de la literatura colombiana”. Poligramas 19, Universidad del Valle, 2003. “Gómez Valderrama o la utopía liberal”. Po-ligramas 17, Universidad del Valle, 2001. “La unidad diver-sa”, ensayo. Gerencia Cultural del Valle, 1997. O fáustico na nova narrativa latino-americana. Ensayo. Leviata, Brasil, 1992. Obtuvo el premio de crítica literaria “Jorge isaacs”, en 1997.

Orlando López Valencia Cali, en 1956. Poeta y narrador, realizó estudios de Artes Plásti-cas. Publicaciones: yurupary, 1979; Párrafos de piel, 1989; Ami-gamos, 1992; La pared del frente, 1996; La vestidura del aire, 1998; Del mal amor, 1999 y Gracias al mal tiempo, 2000. En 2005 recibió el Premio Nacional de cuento Jorge Gaitán Durán con el libro Cuentos al óleo.

Julián MalatestaMiranda, Cauca, en 1955. es un poeta, ensayista y crítico literario de Colombia, cuyo nombre original es Juan Julián Jiménez Pimen-tel. Licenciado en literatura de la Universidad del Valle donde ha ejercido como profesor titular durante los últimos años. Su obra poética y ensayística abre una perspectiva de vanguardia y renova-ción profunda en el contexto de la moderna literatura colombiana, desde la lucidez conceptual y la riqueza imaginativa del lenguaje. Textos y poemas suyos han sido recogidos en diferentes antologías nacionales y del exterior así como traducidos al inglés y francés.

Fabio Martínez.Cali, 1955. Doctor en Semiología. Universidad de Quebec.

Magister en Estudios ibéricos e iberoamericanos. La Sorbona, Paris. Licenciado en Literatura e idiomas. Universidad Santiago de Cali. Ha publicado Un habitante del séptimo cielo. 1988. Fantasio. Cuentos. 1992. Breve tratado del amor inconcluso. Cuentos cortos. 2000. El viajero y la memoria. Ensayos sobre la literatura de viaje en Colombia. 2000. La búsqueda del paraíso. Biografía de Jorge isaacs, 2003. Cuentos sin cuenta. Antología de cuentistas colombianos de la generación del 50, 2003. Club Social Monterrey. Novela, 2003. Pablo Baal y los hombres invi-sibles. Novela, 2003. Balboa, el polizón del Pacífico. Novela, 2007. El tumbao de Beethoven. 2012. Es Vicerrector de la U del Valle, en Buenaventura.

Juan Fernando MerinoCali en 1954. Ha obtenido varios premios literarios colom-bianos, así como una beca nacional de novela. En España ha sido ganador de siete concursos de cuento, incluyendo los de Bilbao, Ponferrada y León. Es autor del libro de relatos Las visitas ajenas (1995) y la novela El intendente de Aldaz (1999). Entre 1987 y 1997 se desempeñó como jefe de traductores del Festival de Cine de Valladolid, y entre 1990 y 1996 estuvo vinculado con la editorial Anaya de Madrid, para la cual tra-dujo obras de Mark Twain, Daniel Defoe y Herman Melville, entre otros. Para editorial Norma ha traducido cuatro novelas de Roddy Doyle, así como obras de Coraghessan Boyle y Julie Hecht. Recientemente tradujo Ricardo ii, como parte del pro-yecto Shakespeare por escritores. Actualmente vive en Nueva york, donde es colaborador de El Puente Latino e integrante de la Mesa de Edición del diario La Prensa.

Juan Sebastián Murillas Cali, Marzo de 1989. En la séptima hora del mismo día, arre-bata un gajo a la luna mañanera y se la lleva de recuerdo a yotoco, el pueblo de su primera infancia. Vive con su abuela Mercedes, la mujer que “en la mirada lleva un cultivo de niños y de puños”, que le leía Tarzán de los monos en la versión de

las cajas olvidadas y le hizo creer que Perrault era un french poodle escritor de fábulas. Llega a Cali por segunda vez, en el año 96. ingresa al colegio Claret y recita en voz baja a Shakes-peare, Neruda y Barba Jacob. Se enfila en las líneas teatrales a los quince años de edad y escribe dramas teatrales y mo-nólogos para fastidiar la retórica discursiva de los sacerdotes. Se matricula en la Universidad del Valle, buscando una ciu-dadela lo suficientemente grande como para caminar sin ser atropellado. Hoy cursa Licenciatura en literatura y pertenece al taller de poesía El Palabreo y al liceo amoroso Los músicos de Bremen.

Carmiña NaviaPalmira, 1948. Poeta y gestora cultural, teóloga y feminista. Con sus investigaciones en literatura ha demostrado el aporte de las escritoras colombianas y latinoamericanas a la paz. Acompaña los pasos de mujeres colombianas en su lucha por la dignidad y reconocimiento de la palabra. Sus libros han contribuido a develar desde lo cultural y bíblico, mecanismos de dominación sobre las mujeres. Pionera en estudios literarios de género. Se destacan sus obras: “La Narrativa Femenina en Colombia” (2006) “Guerra y Paz en Colombia. Las mujeres escriben” (2004). Premio Casa de las Américas, 2004. Lidera campañas en defensa de las personas secuestradas y desaparecidas, deli-tos que ha sufrido. Estableció una Escuela de Estudios Bíblicos con perspectiva de género, en Cali en 1985.

Omar Ortiz ForeroBogotá, 1950. Abogado de la Universidad Santo Tomás. Gestor cultural. Poeta. Ocupó la Gerencia Cultural del Valle cuando Gustavo Álvarez Gardeazábal fue gobernador. Edita y dirige desde 1987 la revista de poesía “Luna Nueva” que completa 39 ediciones y 26 años de vida. Ha publicado 13 libros de poesía de los cuales destacamos: “Las muchachas del circo”, “Diez re-giones”, “Un jardín para Milena”, “El libro de las cosas”(Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia) “La luna en el

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espejo”, “Diario de los seres anónimos” y “Cequiagrande” que acaba de ser editado por la Universidad de Caldas.

León Octavio Osorno Anzá, 1948. Autor de El Bando de Villa Maga. Ha trabajado en albañilería, fue mensajero y asesor creativo de varias empresas, colaborador de diversas revistas culturales de América latina y columnista del diario El Tiempo-Cali. No le interesa la políti-ca pero si la POLéTiCA, nueva ciencia que anda promoviendo para conciliar la política con la ética que desde hace mucho tiempo rompieron relaciones. Promueve una campaña deno-minada «Reforestemos el corazón», invento suyo para corregir la erosión espiritual tan de moda en esta época de falsos profe-tas y sólo tiene a la naturaleza como guía espiritual. A nadie más recurre para que oriente sus acciones.

Ana Milena Puerta Cali, 1961. Estudió comunicación social en la Universidad del Valle, y Publicidad en la Academia de Dibujo Profesional. Hizo un postgrado en Gerencia para las Artes, en el instituto De-partamental de Bellas Artes. Ha publicado, Acto de Palabras (Ediciones Museo Rayo, 1986), A Contrapelo (Universidad del Valle, 1994), Galaxia triste (Universidad del Valle, 2002), His-torias de Vida (Médicos Sin Fronteras-Bélgica, 2004), De parte del amor y de la guerra (universidad Nacional, 2007) y Si tuvie-ras tanto tiempo (Caza de Libros, 2011). Reconocimientos a su obra: Mención iV Concurso Nacional de Poesía Carlos Castro Saavedra (1993), Premio internacional Poesía Erótica Funda-ción Plexus (2000), Mención concurso de cuentos El Barsil de los Sueños iBRACO (2007), Tercer premio Concurso de Cuento Cámara de Comercio Montería y Fundación El Túnel (2013).

Elvira Alejandra QuinteroCali, 1960. Doctora en Letras, Magíster en Literaturas Colom-biana y Latinoamericana y Arquitecta. Autora de 5000 kiló-metros al sur (Bahía Blanca, Argentina, 2013), Memorias de

Alejandrina (Córdoba-Argentina, 2011), Los nombres de los días (Bogotá, 2008), La mirada de sal (Cali, 2005), La ventana - Cuaderno de Ana Ríos (Cali, 2004), La noche en borrador (Chi-quinquirá, 2000) y Hemos crecido sin derecho (Cali, 1982); y de ensayo: El pozo de la escritura. Enunciación y Narración en Juan Caros Onetti (Cali, 2009). Ha recibido los siguientes reconocimientos: Premios de poesía: Antonio Llanos 1984, Ciudad de Chiquinquirá 1999, Jorge isaacs 2004, Mención en el Crisóstomo Lafinur en San Luis-Argentina, 2011, finalista en el Héctor Rojas Herazo en 1983 y en el Premio Nacional de poesía del Ministerio de Cultura en 1998. Mario Rey Cali, 1955. Maestro en Literatura iberoamericana y Licenciado en Educación -Literatura-. Fundador y director de la Semana Cul-tural de Colombia en México, de las revistas La Casa Grande, Li-toral Sur, érase Una vez, El Periódico de los Niños y de la editorial Del ReyMomo, especializada en libros para niños en español y lenguas indígenas. Autor de Las aventuras del zoológico ilógico; Historia y muestra de la literatura infantil mexicana; de la novela Por las tierras del cóndor y del águila negra, y del libro Miniaturas y otros poemas. Obtuvo el Premio al Arte Editorial de la Cámara de la industria Editorial de México, CANiEM, 2000; y Mención Honorífica en el Premio Nacional de Historia del instituto Nacio-nal de Antropología e Historia, 2.000, en México.

Ruth Rivas FrancoEgresada del Bachillerato Artístico en Teatro de Bellas Artes y Licenciada en Literatura de la Universidad del Valle. Actual-mente trabaja como docente en la Facultad de Artes escénicas de Bellas Artes.

Sandro Romero Rey Cali, 1959. Director de teatro con Maestría en Artes Escénicas de la Université de Paris Viii, 1992 y estudios teatrales en la Escuela de Bellas Artes de Cali. Ha combinado la actividad li-

teraria y escénica con distintos oficios en cine, televisión radio, y el periodismo cultural. Con Luis Ospina recopiló la obra de Andrés Caicedo. Algunas de sus publicaciones son: Oraciones a una película virgen, novela; Las ceremonias del deseo, cuen-tos; Clock Around the Rock, crónicas de un fan fatal; Gineceo y Quiproquo, teatro; entre otras. Buena parte de su produc-ción dramatúrgica (El aire, Nuestra Señora de los Remedios, El purgatorio de Margarita Laverde…) ha sido publicada y mon-tada en su país natal. Su novela más reciente, El miedo a la oscuridad fue publicada por Alfaguara. 2010.

Amparo Sinisterra de CarvajalLleva más de 50 años dedicanda al fomento y promoción de la cultura. Dirige la Casa Proartes. Fundó la Emisora Clásica 88.5. Uno de sus grandes aportes ha sido el Festival internacional de Arte de Cali.

Javier Tafur González Cali en 1945. Abogado de la Universidad Santiago de Cali; estudios de antropología, Universidad de París; lingüista, Uni-versidad del Valle; ex - Director del instituto de Criminolo-gía, ex-Conjuez del Honorable Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cali; Presidente de la Asociación Colombiana de Lingüístas -Asolingua-; Profesor de Humanidades de la Uni-versidad Javeriana en la cátedra “Sabiduría Oriental, sabiduría Occidental”.Alterna el ejercicio profesional, la docencia y la investigación humanística. Destacado igualmente en los campos del ensa-yo, la poética y la narrativa, teniéndosele como un maestro del minicuento y de la poesía breve.Autor prolífico, ha publicado entre otros libros Jovita - o la Biografía de las ilusiones -; Piel de Tierra; Oficios Existencia-les; Cuentos para Kremer; Vara de Premios; Alúa; Travesuras y Silencios; Los inquilinos del Sueño; Duenderías; Cantilena; Breves Historias Sobrenaturales; Ocarina; La Ardilla en el Maizal; Casa de Fantasmas; Asubio; El Haiku - o el Arte de

Guardar el Momento Sublime -; El Trino Persistente; La Fun-ción Reguladora del Lenguaje; El Protagonista en la Narrativa Popular - Orígenes Africanos de Tío Conejo -; Temas Vallecau-canos; Vericuentos; El Parque de los Poetas; La Literatura en Al-Andalus; Almadía; Apachetas; La Celebración de las Cosas - Antología Personal -; Lalo Salazar; Ambito de Luz (Poemas); El Minicuento Fantástico; El Horizonte Alcanzado; Para el co-razón que no duda (Antología del Haiku Japonés, realizada a la alimón con el poeta Rodrigo Escobar Holguín.

Ángela Tello GonzálezSantander de Quilichao, 1959. Economista, Especialista en Desarrollo Comunitario y Magíster en Sociología, formación que la ha llevado a ejercer su labor en el direccionamiento y el acompañamiento a procesos de desarrollo social y comu-nitario, a partir de esta labor alimenta su ejercicio literario. Ha publicado tres libros de poesía: De Raíces y Alas, Editorial Caracolas y Lunas, Cali, 1997. En el Corazón de la Bestia o Transfiguraciones del Rostro de la Ciudad, Colección Escala de Jacob, Universidad del Valle, Cali, 2005. Cartas a Farim Nasem, Colección Las Ofrendas, Escuela de Estudios Litera-rios de la Universidad del Valle, Cali, 2011. Trabaja en el ins-tituto Popular de Cultura de Cali.

Hernán ToroDecano de la Facultad de Artes integradas de la Universidad del Valle1975-1977: Maestría en Literaturas Hispanoamericanas por la Universidad de Paris Viii. 1967-1973: Licenciatura en Letras por la Universidad del Valle.1977-1981: D.E.A. (Diplôme d’études Approfondies) en Lite-raturas Hispanoamericanas (Paris Viii y la Sorbonne Nouvelle). 1975-1980: Seminario “Teoría e ideología de los discursos” en la Escuela de Altos Estudios de Paris.investigaciones: (Todas adelantadas como profesor de la Escue-la de Comunicación Social de la Universidad del Valle y oficia-

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lizadas y aprobadas por la Vicerrectoría de investigaciones de la misma institución).El efecto de objetividad en los noticieros de televisión.La ilusión informativa.Las figuras retóricas y los discursos de la información.Los discursos de la información.La dimensión temporal en los discursos informativos.El reportaje: un género estallado.La lectura vertical (entrega 25 de septiembre 2008.)

1982: Ganador del primer premio en el “ii Concurso Nacional de cuento” organizado por la Fundación Testimonio de Pasto. Jurados: Jaime Mejía Duque, William Ospina y Otto Ricardo.

Hernando Urriago BenítezCali, Colombia, 1974. Profesor, poeta y ensayista colombiano.Estudió literatura en la Universidad del Valle obteniendo una Maestría en Literatura Colombiana y Latinoamericana. Su tesis de grado fue sobre la obra del ensayista Baldomero Sanín Cano. Es profesor de las cátedras de Teoría Literaria y del Taller de Escritura de Ensayos.En 1999 fue Premio Departamental de Poesía del Ministerio de Cultura(Colombia). Se desempeña como docente de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle.

Umberto ValverdeCali, 1947. Además de su trabajo periodístico, literario y cine-matográfico, ha tenido gran importancia como gestor y promo-tor cultural. Fue editor y director de las revistas Trailer y Améri-ca, y del periódico La Palabra. Finalista en el Concurso Nal de Cuento del V Festival Nacional de Arte de Cali, con La piel del caos. Primer premio nacional de cuento, concurso Universidad Externado de Colombia, con La calle mocha. Ha publicado: Colombia, 3 vías a la revolución (con óscar Collazos); Repor-taje crítico al cine colombiano; La Máquina; Abran Paso; Me-moria de la Sonora Matancera; Bomba Camará; En busca de

tu nombre; Celia Cruz, reina rumba (única biografía escrita en vida de la cantante cubana) y Quítate de la vía, Perico (2002), crónica ficticia sobre la rumba caleña.

Fernando Vidal MedinaCali 1952, Director de teatro, dramaturgo y gestor cultural, per-tenece al Grupo de investigación en Estéticas Urbanas de Bellas Artes (Colciencias). Se graduó en Derecho y Ciencias Políticas (Universidad Santiago de Cali), en Didáctica Del Arte (Convenio instituto Superior De Arte De Cuba – instituto Departamental De Bellas Artes), con estudios en Dirección Teatral (Atahualpa del Cioppo) en el Taller de Actores Profesionales de la RESAD - Madrid, de dramaturgia en el Taller Nacional de Dramaturgia, 1996, Colcultura.Como director de teatro ha tenido reconoci-mientos en España con el Teatro independiente La Luna (Santa Coloma de Gramanet), “Historia de Vasco” Schahade, ha sido seleccionado con el Teatro Bellas Artes a los Festivales Naciona-les de Teatro 1994 y 96 , con las obras “Momo” y “¿Quién no tiene su minotauro?” (M. yourcenar), con Teatro de la Ciudad obtuvo un premio en la Fiesta del Teatro San Martín, Caracas (Venezuela) 2005, con la obra “Cuarto Frío” de Tania Cárdenas, y en 2010 dirigió la coproducción iberescena (Colombia, Méxi-co, Chile) en Santiago de Chile, con la obra “Oc ye Nechca” de Jaime Chabaud. Obras escritas: Sub-terráneos, Momo, (recrea-ción libre), Nocturno para Laura F, Charlestón el Andariego, No tienes que hablar con nadie (coautor con Carlos Enrique Loza-no), Salón Unisex (Ed. Paso de Gato, México), Un cuarto para las cuatro (Revista de Teatro - Universidad de Caldas). Profesor universitario en Dirección e investigación teatral, (Universidad del Valle, Bellas Artes y del Magister de Dirección - Universidad de Chile), de gestión cultural en el postgrado “Gerencia social” Luis Amigó y la especialización “Gerencia para las artes” de Be-llas Artes. Director artístico de la fundación Teatro de la Ciudad. Representó al sector teatral colombiano en el 1er. Consejo Na-cional de Cultura de Colombia, que elaboró el Plan Nacional de Cultura 2001 - 2010. Jurado de Becas de Creación y Producción

de Bogotá, Medellín, Ministerio de Cultura, de las residencias de creación México, Venezuela y Colombia y del Premio Na-cional de Dirección 2011. Director ejecutivo del Festival Na-cional de Teatro, Cali - 1996, y productor de los espectáculos “Sara y simón” (España - Colombia 1994), “La Cantante Calva” dirigida por el nicaragüense Tito Ochoa y “Charleston el anda-riego”.Fue Decano de la Facultad de Artes Escénicas de Bellas Artes, donde actualmente es docente y dirige la revista Papel Escena desde 1994.

José Zuleta OrtizBogotá en 1960 y vive en Cali desde 1969. Es fundador y di-rector de la Revista de Poesía Clave. www.revistadepoesiaclave.com. Orienta el programa Libertad Bajo Palabra en 17 cárceles de Colombia. Ha ganado varios premios nacionales de poe-sía y cuento entre otros el “Carlos Héctor Trejos” con el libro “Las Alas del Súbdito.” Premio Nacional de Poesía “Descanse en Paz la Guerra” con la obra “Música Para Desplazados” de la Casa de Poesía Silva de Bogotá en Mayo 23 de 2003 y el Pre-mio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura en 2011, con el libro de cuentos Ladrón de olvidos. Ha publicado: Las Alas del Súbdito 2002 Premio Nacional de Poesía, La Línea de Menta 2005 Universidad del Valle, Mirar Otro Mar 2006 Hom-bre Nuevo Editores, La sonrisa trocada (cuentos) 2008 Hombre Nuevo Editores, Emprender la Noche 2008 Común Presencia Editores, Las Manos de La Noche Universidad Nacional de Co-lombia 2009, Todos somos amigos de lo ajeno Alfaguara 2010 (Cuentos), Esperando tus ojos Hombre Nuevo Editores (Cuen-tos) La Oración de Manuel y otros relatos Universidad del Valle 2012 y La mirada del huésped Hombre Nuevo Editores 2013.

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