La Vida Es Basura

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Carta al Doctor Basura: Querido Doctor Basura, en mis sueños Rafa y yo surcamos el espacio en un carrusel sideral. Vueltas y vueltas y vueltas. Medusas y erizos viajan a nuestro alrededor. Es un universo improbable con una vista formidable. Desde acá arriba podemos ver a todo el mundo, espiarlos, somos fisgones igual que el Señor. >«¿Podemos hacer un picnic estelar?», pregunta Rafa. Descendemos en un pequeño claro en medio del jardín y nos tendemos sobre la hierba húmeda a fumar tranquilamente. Veo mis pies, están sucios, llenos de barro y de bichos aplastados. Me pinto dos grandes flores en los pechos y él no deja de mirar; tengo cola y bigotes de gato pero no puedo maullar. Rafa entonces se pone a cazar escarabajos. Que “adorable”. Los chicos siempre hacen ese tipo de cosas, ¿verdad? Cazar escarabajos, saltar la cuerda, correr, volar… Mmm, que divertido sería poder jugar eternamente, no envejecer jamás. >De repente, como si alguien oprimiera un enorme interruptor, el día se apagó y la noche apareció. «¡Adora!», me llama Rafa, «Adora, ¿dónde estás?». Poco a poco su voz comienza a extinguirse en la penumbra. «¿Dónde estás tú?», le pregunto. Las luciérnagas tratan de guiarme pero es inútil, en un momento él ya no está, se ha ido. ¡No me gusta el final de este sueño! Pero este no es un sueño ordinario, no, es solo un producto más de mis excesos psicotrópicos, una ficción de mi mente trastornada. Lo he recreado tantas veces… En breve abriré los ojos y, como siempre, contra mis deseos, abandonaré este viaje demencial y retornaré a mi indeseable y muy prescindible vida. Síp, aquí viene… Adora intentó abrir los ojos pero aún se encontraba bajo el efecto de los somníferos. «Lari-lari-laré —escuchó en la penumbra—. Ven, acompáñame esta vez». Luego, aturdida, retornó a la inconsciencia. >Suelo soñar que me matan. A veces enciendo la

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Carta al Doctor Basura:

Querido Doctor Basura, en mis sueños Rafa y yo surcamos el espacio en un carrusel sideral. Vueltas y vueltas y vueltas. Medusas y erizos viajan a nuestro alrededor. Es un universo improbable con una vista formidable. Desde acá arriba podemos ver a todo el mundo, espiarlos, somos fisgones igual que el Señor. >«¿Podemos hacer un picnic estelar?», pregunta Rafa. Descendemos en un pequeño claro en medio del jardín y nos tendemos sobre la hierba húmeda a fumar tranquilamente. Veo mis pies, están sucios, llenos de barro y de bichos aplastados. Me pinto dos grandes flores en los pechos y él no deja de mirar; tengo cola y bigotes de gato pero no puedo maullar. Rafa entonces se pone a cazar escarabajos. Que “adorable”. Los chicos siempre hacen ese tipo de cosas, ¿verdad? Cazar escarabajos, saltar la cuerda, correr, volar… Mmm, que divertido sería poder jugar eternamente, no envejecer jamás. >De repente, como si alguien oprimiera un enorme interruptor, el día se apagó y la noche apareció. «¡Adora!», me llama Rafa, «Adora, ¿dónde estás?». Poco a poco su voz comienza a extinguirse en la penumbra. «¿Dónde estás tú?», le pregunto. Las luciérnagas tratan de guiarme pero es inútil, en un momento él ya no está, se ha ido. ¡No me gusta el final de este sueño! Pero este no es un sueño ordinario, no, es solo un producto

más de mis excesos psicotrópicos, una ficción de mi mente trastornada. Lo he recreado tantas veces… En breve abriré los ojos y, como siempre, contra mis deseos, abandonaré este viaje demencial y retornaré a mi indeseable y muy prescindible vida. Síp, aquí viene…

Adora intentó abrir los ojos pero aún se encontraba bajo el efecto de

los somníferos. «Lari-lari-laré —escuchó en la penumbra—. Ven, acompáñame esta vez». Luego, aturdida, retornó a la inconsciencia. >Suelo soñar que me matan. A veces enciendo la luz y puedo verme ahí, tendida sobre la cama, con los audífonos puestos y las cajas vacías de “pam” alrededor. Doctor, ¿nunca ha tenido esa extraña sensación de no estar vivo?, ¿de no sentir nada?, ¿de ni siquiera tener un reflejo en el espejo?, ¿ser irreal, inexistente? A mí me resulta tan sencillo… Cuando la joven despertó lo primero que vio fue a una mujer de pie junto a su cama, vestida de blanco y con un estetoscopio al cuello. ¿La Virgen María? No hizo falta recobrar la total lucidez para saber quién era y en dónde había ido a parar. —Hola, Adora —le saludó la Doctora con sequedad. Se conocían. Era la segunda vez que la chica despertaba en aquel mismo hospital; la segunda vez que intentaba suicidarse. >El suicidio, ciertamente, es una actividad repudiable que cualquier persona puede practicar, pero me ha resultado imposible poder alcanzar el éxito en esta empresa. Verá usted, la primera vez que lo intenté (a los catorce) fue en el baño de mis padres. Mi abuela, que también vivía con nosotros, abrió la puerta de un golpe y me sorprendió sobre el sanitario, sedada, con la soga al cuello y lista para el gran salto. Como si de un montaje se tratara la vieja me sonrió y dijo: «el nudo está mal hecho, hija mía, ¿puedo ayudarte?». Ah, que simpática. Había olvidado que también era una bruja

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entrometida… Un lavado estomacal, un respirador artificial y una pésima alimentación son los servicios que ofrecía el hospital a todo aquel que buscaba en los estimulantes la solución final a sus problemas. Claro, solo el que despertaba llegaba a disfrutarlos. ¿Qué le depara a esa persona —aparte de la vida— al volver abrir los ojos? Lo que nunca previó en sus frustrados planes: pruebas psicológicas, rehabilitación física y la profunda decepción familiar. —¿Y bien? —preguntó Adora, irguiéndose con dificultad sobre la almohada—. ¿Finalmente me cociné el cerebro o qué? La Doctora cruzó los brazos y permaneció en silencio tratando de hallar la manera correcta de darle la noticia a la joven. Decirle que su cerebro estaba bien resultó fácil, informarle que sus padres habían muerto costó un poco más. >La selección natural me timó Doctor, la Muerte prefirió llevarse a mis padres antes que a mí, la débil, la incompatible. ¡Muerte traicionera! Tal parece que a ésta no le hace gracia llevarse a aquellos que la desean, no, eso sería perderle el encanto al oficio. Cuando papá y mamá se enteraron de mi segundo intento (a los diecisiete, mismo método, mismo resultado) corrieron a verme al hospital. Por desgracia en la autopista el auto volcó y murieron. Una tragedia. Perder a uno puede ser bastante duro, perderlos a ambos mientras intentas matarte es una auténtica paliza. Síp, me enfadó mucho que murieran, que me dejaran aquí, así, viva, fue injusto. Si hoy me tocara ser madre de seguro les haría a mis hijos el mismo favor que mis padres me hicieron al final: no los vería nunca jamás… Adora no asistió al funeral ni al entierro. Mientras el cura terminaba de decir las oraciones y los ataúdes eran bajados al sepulcro, en el hospital una enfermera le ayudaba a ir al baño. Su cuerpo, luego del letargo, debió aprender nuevamente a realizar funciones básicas como comer, caminar, defecar; los enfermeros y las sillas de ruedas se convirtieron en sus medios de transporte, y los pañales repitieron como el método más efectivo para evitar molestias en la cama. —¿Cómo te sientes hoy? —preguntó la Doctora luego de un par de días. La joven estaba demacrada, ojerosa, había llorado toda la noche—. ¿Viste las flores que te trajo tu abuela? Esa señora es realmente muy gentil, aparte de llamar a la ambulancia también ha querido pasar a ver cómo sigues. Pero descuida, de momento le hemos dicho que no deseas visitas. —¿Cuándo saldré de aquí? —interrumpió Adora con hostilidad. La mujer se le quedó viendo, conocía muy bien aquellos síntomas: irritabilidad, tristeza, pánico; sabía por todo lo que había pasado esa muchacha: intentos fallidos, padres muertos, rapto… Despertar de pronto y darse cuenta que no se había ido, que seguía aquí; que muy a su pesar continuaba con vida en un mundo que detestaba, sola, sin padres y soportando a diario la lástima de todos, debía ser devastador. —Adora, sabes bien que no será sencillo. Ingeriste más fármacos que la vez anterior y casi logras tu objetivo en esta oportunidad —una amarga mezcla de orgullo y desconcierto turbó el rostro de la chica—. Tristemente, ahora te nos presentas como una huérfana menor de edad. No podemos dejarte ir pero tampoco retenerte más tiempo aquí. Este hospital ya no es apto para un paciente con tu historial. La dirección,

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con el consentimiento de tu abuela por supuesto, ha decidido enviarte a un lugar más apropiado. Adora permaneció en silencio, sabía perfectamente a dónde la enviarían. >No recuerdo por qué quiero morir, solo que quiero hacerlo. Morir, es todo, no conozco otra forma más sencilla de decirlo. Desde que tengo uso de razón siempre he tenido ese tipo de pensamientos. Puede que a la gente común fallecer les resulte tan atemorizante como la visión de una calavera con túnica negra y guadaña reluciente llegando en mitad de la noche por ellos. Pero para mí la Muerte es un poco más hermosa: un jardín de flores, un baño de agua tibia a oscuras, el olor de la lluvia; es algo distinguido, algo chic, como ser sepultada en París, en Père-Lachaise, junto a Édith Piaf, Wilde, y por supuesto, junto a Jim Morrison. Alucinante. ¡Sexy! >Cierto, puede que a los catorce o a los diecisiete el retiro sonara un tanto descabellado, pero mis ansias de autodestrucción continúan intactas. Si hoy me diagnosticaran cáncer o sida no haría nada por salvarme, feliz me dejaría morir. He aceptado mi problema y mi problema es respirar. A la mayoría de seguro les tiene sin cuidado mis conflictos, y no los culpo, a mí también me valen una mierda los suyos. ¡Váyanse a dormir! No espero que alguien comprenda, solo que no me estorbe…

La “recuperación” de Adora resultó rápida. Cuando la trasladaron al

Centro Psiquiátrico La Vida, la silla de ruedas y los pañales habían quedado atrás. Le permitieron visitar la tumba de sus padres y traer algunas pertenencias de la casa; también le informaron que su abuela vendría a visitarla pronto y que hasta entonces debía colaborar con las personas del lugar. —Estamos muy contentos de tenerte con nosotros, Adora — expresó el enfermero al avanzar por los corredores—. Este sitio no es un manicomio como la mayoría de la gente supone, no, La Vida es un paraíso destinado al descanso, un lugar plácido y maravilloso donde las personas vienen a relajarse, a elevarse, a encontrarse con el Señor; a sanar, a vivir… >Querido Doctor Basura, es difícil pensar en vivir cuando lo único que quieres es morir. Antes solía cuestionar el sentido de la existencia, pero ya no. La vida resultó ser, en efecto, una basura. Y sí, lo confieso, yo contribuí a eso. Pero jamás renegaré de mis actos, ni tan siquiera un poco. ¿Ingrata? Por favor, aquí la víctima he sido yo. ¿Fracasada?, ¿desastre de persona?, ¿cliché? ¡Vamos! Yo solo quise ahorrarles a todos la molestia de descubrir que: no es que yo no sirva para nada, es que NO QUIERO SERVIR PARA NADA.

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>¡Qué diablos! Este mundo ya gastó su tiempo intentando ayudarme. Estoy enferma y soy lo bastante consciente para darme cuenta. Puede que a simple vista luzca estable y saludable, incluso atractiva, pero no es más que una ilusión. Esta piel que me cubre es solo un disfraz, oropel. Decirle que me siento obstruida, anulada y aplastada, está de más. Levantarme de la cama y salir a la calle me resulta una tarea imposible. Fraternizar, tener algún tipo de amistad, es una carga insoportable que no deseo. Cantar cumpleaños, regalar tarjetas de navidad, dar abrazos, hacer favores, «no gracias, no funciono bajo tanta presión». Quiero soñar con un mundo paralizado donde la única que se mueva sea yo, quiero que me rapte nuevamente un extraterrestre, quiero, quiero, quiero. ¡Ah, quiero tantas cosas! Las dos figuras cruzaron el enorme jardín y se internaron en el edificio principal. Al entrar, una bandada de elegantes pavos reales los escoltó. La Vida, al igual que el Country Club, era un vasto complejo destinado a razas adineradas; un prestigioso sanatorio para perturbados acaudalados que, si bien no todos llegaban a sanar, no dejaba de resultar, al menos, estético y confortable. Estatuas vanguardistas, frescos y cuadros surrealistas, aves exóticas; era un lugar glamoroso, un ambiente exclusivo y acogedor, el escenario ideal para un auténtico trato de primera. —Como luego descubrirás, Adora —prosiguió su anfitrión—, nuestras instalaciones cuentan con diversas áreas destinadas al disfrute y bienestar de los internos. Poseemos jardines, iglesia, salón de lectura. ¿Ya notaste el fantástico aire de montaña que se respira aquí? Es simplemente divino. Estoy seguro que ningún otro sitio te sentirás más cómoda y cercana al Señor que aquí, con nosotros, en La Vida. Y la comodidad y la cercanía se hicieron sentir de inmediato. Cuando llegaron a los dormitorios el enfermero le pidió a Adora abrir su equipaje para una inspección. La joven ya lo había previsto, pero la idea de que registraran sus pertenencias y metieran mano en sus pantaletas no le agradaba en absoluto. «Solo es por tú seguridad», dijo el hombre y bajo ese justificativo le fueron confiscados audífonos, pulseras, cinturones; hasta las trenzas de los zapatos y los tirantes de sus sostenes fueron retenidos. ¿Soy acaso una chiquilla a la que se le deben esconder las cosas para no agarrarlas? Sin duda el ser una suicida era motivo suficiente para que el personal de La Vida se tomara ciertas precauciones con ella. —Adora, cuando hayas terminado de desempacar podrás bajar al jardín a tomar el aire. Hoy los doctores han organizado un bonito carnaval. Habrá globos y golosinas. También escogerán a la nueva reina de La Vida. ¿A la loca más linda del manicomio? —Anímate —exclamó el enfermero antes de marcharse—. Será una noche fastuosa. Bienvenida. >Doctor, creo justo decirle que mi niñez no fue en absoluto desafortunada. No provine de una familia disfuncional. No fui adoptada ni abusada ni nada de eso. Simplemente nadie me estaba atendiendo (no es que merecieran morir por algo así). Tal vez ni se fijaron. Papá era un respetado lambiscón de alto cargo que viajaba constantemente y al que nunca veía. Y mamá, pues, no tenía tiempo para mí, era severa y muy latosa, criticaba duramente mi manera de vestir y debido a su enfermiza obsesión por la limpieza no dejaba de tratarme como a la sirvienta: «Adora, mueve esto», «dora, has aquello», «dorita, sacude esto otro». Vaya estupidez. Las tareas domésticas no me van, procuro (inútilmente) hacer todo mal para que la próxima vez no me molesten. Síp, soy una holgazana, me tomo muy en serio eso de pasar por la vida esforzándome al mínimo. Gasto mis días pensando en cómo dejar de pensar.

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Cuando mi madre se iba a sus clases de yoga me quedaba echada como un parásito en el sofá, odiando el calor y la jornada. A veces deambulando por toda la casa en panty medias, con el cabello verde y una botella de vino del estante de papá. Ellos jamás advirtieron mis intenciones, mis razones, ¿me sentía sola?, ¿estaba aburrida?, ¿deprimida? >No tuve la dicha de tener hermanos, ni primos. Tampoco una verdadera amiga por siempre. Nunca hablé con los vecinos y odiaba mucho a las mascotas, son muy tontas, en cuanto te encariñas con ellas se mueren. Solo era yo, «la nena encantadora», «la niña soñadora», «la adolescente con problemas». Recurrir a la imaginación para mitigar el dolor emocional a veces no funciona. Escribir en un diario, encerrarse en el closet y masturbarse en ocasiones tampoco. Necesitaba algo más, un ingrediente adicional. >A esa edad los juegos aún tienen cabida, al igual que las responsabilidades. Y también, ¿por qué no?, el primer amor. ¿Pero en verdad podía haber congeniado con alguien? En el liceo siempre fui una niña normal: católica, virgen, de conducta aceptable y calificaciones regulares. Ataviada de accesorios y con el cabello teñido de colores (mamá tenía razón, era estrafalaria). No era una táctica para atraer miradas o aparentar rebeldía, lo hacía porque me gustaba.

Curiosamente esta llamativa apatía me situó entre las más populares del liceo, todas querían sentarse a mi lado, cuchichear, almorzar conmigo, compartir su horrible música. ¿A quién le interesaba oír a sus princesitas del pop cuando contaba con Su Majestad “el Rey Lagarto”? ¿A quién le entretenían sus celulares de moda, las redes sociales y demás bobadas? Síp, resulté ser una damita despreciable, como todas. Me irritaba adoptar sus gustos y modismos, y que ellas los adoptaran de mí. Que me ignorasen al hablar y que me hablaran cuando no las quería escuchar. Las trataba pero en verdad las odiaba a Muerte. Las muy idiotas se pasaban el día entero cepillándose el pelo y tomándose autofotos glamorosas para subirlas a internet. Vacas tetonas retrasadas. ¿Envidiosa yo? Huh, puede que solo un poco. Verá Doctor, mi busto, a diferencia del de mis compañeras de clase, jamás aumentó. No es que anhelara tener tetas grandes pero las mías apenas eran perceptibles. La menstruación tampoco me visitaba (según, algo hormonal). Era un cuerpo extraño, a medio brotar. Pero nunca me han importunado mis desmanes, al menos no en exceso. En serio. Siempre fui una experta fingiendo estar bien, cuando tenía un mal día lo resolvía todo con una sonrisa, mera educación (aunque para serle franca, a veces fantaseaba con una solución al estilo Nevada-tan).

Finalmente ocurrió que una tarde, mientras me alistaba para otra de las aburridas recepciones de mi madre, me miré al espejo y vi a una chica desconocida sin sentimientos ni encanto que no era yo. ¡No no no! No piense mal de mí, Doctor. No me vea como una de esas emo-bulímicas que basan sus conflictos únicamente en el look (en ese “aspecto” alguien más me superaba). Simplemente me había ido, esfumado, no quedaba nada de mí, nada, ni un rastro. De pronto el desayuno sabía mal y el clima era fatal. Lo que no llenaba mis expectativas terminaba en la basura, sin más. No se trataba de enfado o rencor, tampoco buscaba vengarme de nadie actuando así, solo era… vacío. ¿Problemas del género? ¿Ausencia de fe? ¿Búsqueda de identidad? Tuvieron que pasar algunos años (y otros eventos) antes de descubrir aquello que realmente me entusiasmaba. Resultó ser una lista muy exigua: mis audífonos, el olor

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de la lluvia y Rafa… Sí, Rafa, el chico calvo y gris del liceo. Mi compañero, mi amigo, mi secuestrador: Rafa. ¿Le hablé ya sobre Rafa, Doctor?…

El hombre es demasiado propenso a adormecerse, se entrega pronto a un descanso sin estorbos; por eso es bueno darle un compañero que lo estimule, lo active y desempeñe el papel de su demonio” Fausto, Goethe

“Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño. Una mañana, cuando los habitantes salieron de sus casas para ir al trabajo, encontraron las calles atestadas por una terrible plaga: ¡ratas!...”

Rafael dejó el morral sobre la cama y se desvistió. Dobló su uniforme

con sumo cuidado y lo colgó en el armario. Aquel guardarropa era una luctuosa colección de camisas y pantalones grises, exquisitamente ordenada en una fría degradación del blanco al negro, de izquierda a derecha, completamente ausente de colores. —¿Qué tal el día? —preguntó—. ¿Te has portado bien? Hoy nuestros compañeros han vuelto a jugar. ¡A jugar! ¿Puedes creerlo? Eso es lo falso de este tipo de asuntos. Al principio todos se muestran tristes y confusos, pero luego, con la llegada de la navidad, cambian; solo piensan en regalos y en ser felices. Seguro en un mes nadie se acordará.

El muchacho cerró las puertas del armario y volvió sobre sus pasos hasta la cama, se movía en interiores, comodidad absoluta. La apacible sonrisa en su rostro lo expresaba todo. Sentir el cosquilleo de encontrarse nuevamente en su habitación era reconfortante. —¡Oh, discúlpame! —dijo apenado—. ¿Qué ha sido de mi cortesía? Permíteme ayudarte. Rafa se arrodilló ante la cama y metió sus brazos por debajo hasta casi alcanzar el otro extremo; luego, con un leve esfuerzo, extrajo de su interior aquello que celosamente ocultaba bajo las sábanas… —Hola Adora —saludó, y le obsequió una horrorosa sonrisa a la joven de uniforme que, atada y amordazada, aguardaba ante sus pies. Hace unos años un chico raptó a una compañera de clases y la ocultó bajo su cama durante un mes; aquel fue un caso célebre que escandalizó a toda la comunidad, los padres dejaron de enviar a sus hijos al colegio y muchas madres, temerosas, abandonaron sus empleos para poder vigilarlos a tiempo completo. Fue una verdadera histeria colectiva. «¿Cómo es que un niño puede hacer algo así?, ¿acaso ya los padres no revisan lo que sus hijos esconden debajo de la cama?». Cuando la policía halló a la chica estaba sucia, desnutrida y aún vestía su uniforme: ¿Extraviada? encontrarla… >Doctor, a los niños se les enseña desde muy temprano a desconfiar de los extraños, se les repite una y otra vez que deben dudar de los adultos y que, por ningún motivo, deben dejarse guiar por las apariencias. Pero, ¿qué hacer cuando el villano resulta ser un chiquillo igual que ellos?… camisa beige,

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No, claro que falda, medias, zapatos escolares... no, Rafael siempre supo donde Rafa y Adora se conocían, llevaban varios años asistiendo al mismo liceo, compartían el mismo salón, el mismo transporte y una vez hasta el mismo sacapuntas; no obstante, a pesar de la proximidad, no se hablaban. Ella era tres años mayor que él; encima, era la niña más popular, la más encantadora, la rompecorazones. Rafa, por su parte, no era nadie, solo el más listo de la clase. Su alto coeficiente intelectual le permitió saltar algunos grados y alcanzarla; era un chico brillante: conducta intachable, calificaciones formidables, medallas, diplomas, reconocimientos; era el sueño de toda madre, un modelo a seguir. Aunque no por sus compañeros, estos le odiaban; así como algunos profesores quienes lo veían como alguien ávido y presuntuoso. Su desmesurada inteligencia y su precocidad les indignaba; su forma de hablar, de caminar, su manera de vestir, todo en él era motivo de aversión. Y es que francamente aquel chico parecía más un extraterrestre salido de alguna película clase B que un chico. ¿Niño prodigio o abominación? Todos los padres suelen creer que sus hijos son los más bellos del mundo: «¡Mírenlo, parece un príncipe!». Pero a Rafael no se le podía tildar ni siquiera de feo: cabeza enorme, con venas y manchas que resaltaban claramente en aquella áspera y pálida piel; y no tenía ni un solo cabello, ni cejas, ni pestañas, nada. Por tratarse de un niño, algo que usualmente contempla cierta compasión, “espeluznante” terminó siendo el calificativo menos ofensivo. Rafa padecía de una rara variación de Progeria, un trastorno degenerativo que lo hacía envejecer física y mentalmente, de forma acelerada y brusca. Un mal que al atacar exclusivamente a la población infantil sembraba entre los niños la discriminación social. «Mírenlo, parece un insecto, un vampiro, una rata de laboratorio. ¿Habrá algo más repugnante?». Imposible que pasara desapercibido, su extraño aspecto físico y su comportamiento esquivo y solitario le habían convertido en el marginado del salón, en la mascota del colegio y en la víctima de los bravucones: Oh, creo que me huele a rata / creo que huelo una rata… “Rafa la rata”, así lo llamaban, repitiendo la última silaba para asemejarla al sonido que produce una ametralladora: ratatat… ¿Clubes? ¿Anuarios? ¿Bailes? Para la mayoría de los jóvenes estas actividades resultan irresistibles, incluso imprescindibles a la hora de buscar amigos y pareja, pero no para Rafa. Su vida era como estar permanentemente en clases de gimnasia, no cuadraba, no encajaba, no lo aceptaban en ningún equipo —ni en ningún lado—. ¿Relegado? ¿Perdedor absoluto? ¿Víctima del stress escolar? Contrario a lo que podría esperarse, él nunca se sintió apenado de ser como era. ¿Para qué pretender ser otro del montón cuando era evidente que no? Rafa sabía que este mundo hería y no lo evadía, las adversidades le eran completamente indiferentes, las veía, inclusive, como desafíos de imbéciles, pruebas insensatas e innecesarias. Él jamás se dejaría abatir, su convicción era tan intratable como su enfermedad, sentía —sin temor a caer en una irrisoria vanidad— que en la vida eran necesarias personas como él, personas especiales. Fue inusual hallar a un chico que a tan temprana y tempestuosa edad tuviera claro lo que buscaba. Un niño que supiera bien lo que necesitaba —y lo que no—. Lo que quería lo tomaría, así de sencillo. Y Adora, la niña más popular, la más encantadora, la rompecorazones del liceo, era su objetivo. ¿Amor? Un amor consciente, siempre supo que en circunstancias normales jamás la tendría. Armarse de valor y decirle «hola, tú me gustas» no sería suficiente. Entonces, ¿qué hacer? >¿Qué impulsa a los chicos a esconder sus secretos, sus tesoros, bajo el colchón? ¿Cuál es el anhelo de buscar escondrijos y poseer madrigueras como auténticas ratas? ¿Soledad?, ¿diversión de

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niño malcriado?, ¿brillantez? No, el gran problema de esta juventud (y seguramente el de

muchos adultos) es ese terrible defecto de querer tenerlo todo: «quiero, quiero, quiero. ¡Ah, quiero tantas cosas!» Para un niño de doce años el sexo no es imprescindible. Comprar licor o aprender a conducir tampoco. Rafa no era la excepción. Sus momentos más preciados, los más satisfactorios, los disfrutaba al refugiarse cada tarde en sus cuatro muros. Su esencia, su naturaleza, todo lo que necesitaba para vivir y ser él estaba encerrado en aquella habitación. No solo se limitaba a la cama, a los libros y a los diplomas que colgaban de la pared, no. Allí dentro existió algo más, un ingrediente adicional. En casa, ciertamente, no había cabida para glorificar posesiones tangibles, ni nada, pero con la llegada de Adora las cosas cambiaron, se convirtieron en algo mucho más… interesante. Cada tarde al regresar de clases el chico saludaba a sus padres y se sentaba en la sala a realizar sus deberes con absoluto fervor. Era un orgullo verlo devorar los libros. La constancia y la dedicación le habían otorgado puntos en su hogar, cuestión de disciplina. Periódicamente limpiaba su cuarto sin protestar y ser ordenado no era problema. Se encargaba de la casa y no olvidaba sus estudios distrayéndose en pasatiempos. No, jamás lo haría. Al terminar su faena recogía los útiles, se servía leche y galletitas, y se retiraba a su habitación a contemplar a su rehén durante horas. Él nunca le hizo daño a Adora, todo lo contrario, la atendía, la cuidaba; únicamente lamentaba no poder conversar con ella a sus anchas. De noche, cuando todos dormían, Rafa saltaba de la cama y despertaba a su amiguita para jugar junto a ella al “fin del mundo”. Imaginaba que aquél era el último día en la tierra y que el Señor, enfadado, había enviado desde el cielo un meteoro a destruirlos. Por supuesto, nunca sucedía nada, ni siquiera se comían las galletas, al chico le resultaba imposible dar de comer a Adora con la mordaza puesta. Durante un mes todo marchó de maravilla. Cuando Rafa se ausentaba para ir a la escuela su maniatada invitada era incapaz de hacer el menor ruido; y con respecto a las ineludibles necesidades fisiológicas de ésta, los pañales resultaron ser la opción más práctica e higiénica. Rafael era el niño más feliz del mundo. ¡El más feliz! Desgraciadamente una noche sus padres abrieron la puerta del cuarto y pues, el juego se acabó. Cuando la policía vino por Rafa fue muy confuso. «¿Qué hacer?, ¿cómo proceder?». Aquel era un caso demasiado insólito y vergonzoso, la comunidad entera estaba desconcertada. «¿Un chico hizo eso? —se preguntaban, imaginándose los detalles más sórdidos—. Démosle gracias al Señor porque no se le ocurrió asesinarla». De inmediato su familia y la policía acordaron recluirlo —de ser posible permanentemente— en un Centro Psiquiátrico, uno donde pudiera recibir una atención adecuada, un trato justo y tal vez, solo tal vez, volverse un niño normal. Por fortuna a pocas calles de su propia casa se hallaba el lugar perfecto para él. «Rafa, en ningún otro sitio te sentirás más cómodo y cercano al Señor que aquí, con nosotros, en La Vida».

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Carnaval, halloween, hanukkah, cada cierto tiempo el personal de La Vida se sentía complaciente y argumentaba cualquier celebración para compartir junto a sus muy especiales inquilinos un rato de “sano” esparcimiento. No obstante, esta era una actividad que la mayoría de las veces resultaba deprimente. La mera idea de estar en un sanatorio era agobiante, una sensación carcelaria. ¿A dónde ir? ¿Con quién hablar? ¿A quién mirar? Aquellos seres lánguidos y meditabundos daban la impresión de desplazarse en cámara lenta. Algunos charlaban, otros fumaban, los demás simplemente estaban allí, sentados, idos. —Aquí dentro hay personas como tú, Adora —afirmó el enfermero, guiando a la chica hasta el salón —. Gente con los mismos problemas y necesidades. Cuando las cosas nos abruman solemos tomar decisiones desesperadas de las que luego nos arrepentimos. Pero ¿quitarse la vida? Ese es un acto espantoso que solo puede ser considerado por almas débiles y enfermas. La vida es un regalo maravilloso que el Señor nos ha dado. ¡El Señor es dulzura! ¿Puedes sentir su inmensa presencia? Él es nuestro guía y nuestro salvador, el único redentor del cielo que librará nuestras almas de todos sus pecados. —¿Pescados? —preguntó la chica, hastiada del sermón. —PE-CA-DOS.

Sé bien que por mis ofensas al Señor el infierno me depara, más deberán tener en cuenta que, a pesar de mi aborrecer, todo lo soporté. Doctor, ¿en verdad los golpes de pecho despiertan conciencia? Todavía recuerdo aquellos domingos de mi infancia perdida cuando, junto a mis padres, iba a la iglesia a rendirle pleitesía al Señor. Sinceramente nunca presté demasiada atención a lo que decía el cura. Embobada, me quedaba mirando a los ventiladores cuello-largos que colgaban del techo, y que no paraban de rotar… y rotar… Desde un primer momento quedó en evidencia lo excéntrica que era la joven recién llegada. Los aretes de corazones, el recortado cabello púrpura y la dormilona de osos rosados que Adora desfiló durante su estadía, contrastaron enormemente con las descoloridas y tristes vestimentas que usaban el resto de los pacientes. ¿Alcurnia en harapos? La inusual mezcla de pijamas, batas de dormir y camisas de fuerzas resultaba inquietante, incluso para un pomposo cóctel de desquiciados. Las luces navideñas de las guirnaldas y los faros intermitentes de las ambulancias dibujaban en aquellos rostros aquejumbrados una colorida máscara de miedo y vergüenza. A pesar de la impresión inicial, en La Vida pululaban la élite y el jet set: magnates, aristócratas, banqueros, artistas deprimidos, poetas sin inspiración, músicos… Individuos que, aparte de fortuna o talento, poseían comportamientos peculiares, pasados increíbles, secretos. Rafa, el chico en el jardín, era un claro ejemplo de ello. Era el vástago en decadencia de una respetable y muy influyente familia —no por nada había terminado en un lugar tan ostentoso—. Habituado a la hostilidad, parecía no importunarle aquel zoológico de gente curiosa que se agolpaba a su alrededor para mirarlo. «¿Qué es este bicho raro? —decían—, ¿un fenómeno de circo?». Iba vestido como la mayoría, de gris. Su tez fantasmal simulaba fragilidad, días sin dormir.

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Adora, al otro extremo del salón, lo observaba con notable interés. Lo conocía, lo había visto merodeando un par de veces por el salón de lectura y en el pabellón de psicóticos; ahora estaba segura que era él. Y es que, ¿cuántas personas podían verse así? De seguro no muchas. Sin ceremonia, la joven atravesó el salón y salió al jardín resuelta a su encuentro: —¡Estúpido! —le soltó a apenas lo tuvo enfrente—. Estaba allí dentro esperando a que fueras a saludarme y no lo has hecho. El muchacho alzó la cabeza y la estudió con indecorosa atención. Aquella era una chica muy bonita, mezquina de pechos, aunque bastante aceptable para la ocasión. —¿La nueva enfermera? —preguntó. —No… No soy la nueva enfermera. El cabello corto no le favorecía, le hacía ver pequeña y un tanto varonil. Olía a recién bañada. Temblaba. La sugestiva dormilona de osos rosados parecía no protegerla de la fría brisa nocturna. —Bonitos osos —comentó Rafa, y se dedicó a hostigarla con un aluvión de preguntas y apreciaciones—: ¿Qué edad tienes?, ¿dieciséis, diecisiete? Luces obscenamente infantil con ese atuendo, Lolita. ¿Estás ya en tu despertar sexual? Seguro eres de esas jovencitas que se atiborran de perfume para alborotar a sus compañeritos de clases. ¿Y por qué te has pintado el cabello de morado? Pareces salida de un anime japonés. Bah, las adolescentes están todas locas. No había duda, era Rafa, “Rafa la rata”. Solo él tenía esa manera tan particular de decir, hacer y obtener las cosas que quería. ¿Cuánto tiempo había pasado?, ¿uno, dos años? Jamás confió en volverlo a ver, mucho menos encontrárselo en un lugar como ese. Pero ahí estaba, justo frente a ella. “Ratatat…”. Oh, cómo olvidarse de aquel chico, de su apariencia, de su enfermedad, de su irresistible e incomprensible atractivo ratonil. La muchacha lo vio de arriba abajo y esbozó una sonrisa. ¿Le gustaba? ¿Fingía que no? No lo odiaba ni le guardaba rencor, pero aquella hiriente indiferencia con que su ex captor le trataba la confundía, la hacía sentir rara, nerviosa, no lo podía explicar. Después de pasar un mes debajo de su cama, de observarlo y oírle hablar a diario, siempre a solas, hoy tenía una impresión muy diferente de él. —Te ves bien —dijo ella. Rafa evaluó el sarcasmo. —Eres muy graciosa Isidora, Isadora… ¿Te llamas Adora, verdad? Ya recuerdo. Te secuestré en el liceo, entre tu primer y segundo intento… ¡Ah, el liceo! Aquel día por alguna extraña razón estabas más bella que antes. Nadie lo notó, nadie supo que acababas de salir de un hospital, pero yo sí, yo presto atención. Pedías a gritos un secuestro. Tuve que esperar hasta la hora del recreo para ir por ti. La chica no pareció impresionada ante la memorable osadía. —¿Supiste lo del tiroteo que hubo una semana después? —indagó el muchacho, con regocijo—. Una maestra de primaria enloqueció en plena clase y mató a sus pequeños alumnos con una escopeta. ¡Ja! Que risa. Oh, lo siento, no ha tenido gracia. Pero no me veas así, no tuve ningún mérito en ello. Sé que no he sido un buen ejemplo pero aún no he privado a nadie del hábito de respirar. A propósito, lamento lo de tus padres, me enteré en los periódicos. A Adora le tomó un momento dar con un sentimiento. —Sí… bueno, ni siquiera tuviste la gentileza de llamarme para saber cómo estaba. Ni un recado, ni un saludo, nada. Eres un grosero. ¿Qué tal si hubiese querido volver a verte? Rafa hizo una mueca, como una sonrisa, más o menos. —Lo del encierro no fue idea mía, dorita —explicó—. Fue más bien una torpeza de la policía, un incidente molesto. ¿Deseabas un “Estocolmo”?, ¿intercambiar cartas y ser amigos por siempre? No quiero parecer insensible pero no, gracias, mejor háblame de ese último plan suicida tuyo. Te encuentro muy saludable. Supongo que si estás acá en La Vida es que algo salió mal. Por cierto, ¿de dónde sacabas las píldoras, del botiquín de tu abuela? Claro… Oye, siento no haber podido atenderte antes, esta gentuza y su alharaca siempre buscan

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molestarme en mis momentos de ocio. ¿No te parecen insultantes sus fiestas? No tienen buffet, ni máquina espresso y nunca sirven licor. Para la joven, más que insultante, aquello resultaba tedioso. Sus malogrados padres habían sido los típicos estereotipos burgueses y la idea de pasar una velada deleitando a otros no era novedad. —¿Ya tienes edad para beber? —preguntó Adora. El chico negó con la cabeza. —Recién cumpliré catorce, son comooo… setenta en realidad. —¿De veras? Que viejo. ¿Y cuándo te darán de alta? —Jamás en esta vida, amiga. Como bien puedes ver no soy ningún Adonis, la gente tiende a encontrar mi apariencia un poco perturbadora. No los culpo, mi condición es cada vez más patente, más… repulsiva. Hay quienes piensan que recitando El flautista de Hamelín o comprando “mataratas” logran fastidiarme. Ilusos. ¿Acaso olvidan que soy un trastornado y puedo valerme de ello? Antes consideré llevar máscara y peluca pero pronto desistí de eso, resulta más divertido observar el miedo en sus rostros, su asco, su ignorancia, su odio. A ellos solo les consuela saber que pronto moriré. Aquella honesta respuesta tomó a Adora por sorpresa. ¿Rafa moriría? Sí, en efecto, moriría. Las expectativas de vida de un paciente con Progeria eran sumamente cortas. No existía tratamiento, ni cura. Él jamás llegaría a cumplir los quince. Consternada, la muchacha recogió sus faldas y se sentó en la hierba junto a su desahuciado secuestrador. Por un instante él le miró las piernas y ella sonrió entristecida.

—¿Fumas? —preguntó el chico, sacando un cigarrillo. —Claro. —Que no te vean los guardias. Fumaron en silencio; luego se quedaron muy quietos observando a la jubilosa muchedumbre que indiferente se pavoneaba en la estancia junto a las aves… Estrellas de mar, relojes de arena, una mujer con un repollo entre sus brazos, un viejo con cosquillas en los pies, un canguro dando brincos por allí, alguien cazando moscas... Que diversión la de estos lunáticos. Todos llevan cuadritos de papel con su nombre en la solapa, como en un jardín de niños. Rafa irguió su horrible nariz y respiró el suave aroma que flotaba en el aire, el suave y exquisito aroma de Adora. —No tienes que compadecerte de mí —dijo él, colmado de una ligera sensación de alivio—. Lo inevitable ya no me atemoriza. Disfruto cada instante de este tiempo prestado. Vislumbro con alegría acontecimientos mejores: plagas, hambruna, terrorismo y xenofobia. Mis infortunios jamás se compararán a los del mundo: cambio climático, derrames petroleros, recesión económica, sacerdotes pederastas, desastres nucleares, amor… ¿Recuerdas el “fin del mundo”? El pesimismo es mi virtud, siempre espero lo peor de todo, así cuando sucede no me duele nada. ¿Ínfulas? ¿Delirios? ¡Psss! Realismo, hermana. ¿Nunca te ha provocado insultar a la cajera del supermercado por ser demasiado lenta, o golpear a alguien en la cabeza por no contestar los buenos días? ¿No te parece asquerosa esa gente que se moja los dedos con saliva para pasar las páginas de un libro, los ojos lagañosos, las uñas sucias? Seres humanos despreciables. ¡Cerdos! Hieden y miran mal. Imposible ser amable. Imposible simpatizar con otro ser vivo. Bueno, si nos fijamos bien, tal vez nunca tuve parentesco alguno con los hombres. La muchacha lo miró con incredulidad (y cierta fascinación).

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Permíteme algo —prosiguió el chico—. Antes de tu estadía en mi cuarto un monstruo solía salir de mi armario contarte. Todas las noches se sentaba en un borde de la cama y me jalaba los dedos de los pies, le tenía mucho miedo, muchísimo; pero un día me miré al espejo y descubrí que el monstruo era yo. Desde entonces no le temo a nada. Dime, Adora, ¿continuas empecinada en morir? Obviamente tu afición por la Muerte no la he imbuido yo, ya la tenías antes del secuestro. Pero, ¿aún conservas ese arriesgo o solo se trató de un vulgar clamo de atención? En caso de esto último que aburrida eres —Rafa escrutó a la bella suicida y ésta, con soberbia, se batió en aquel duelo de miradas—. ¿Qué se siente, dorita? ¿Qué se siente saber que mientras yo en breve seré alimento de gusanos, tú seguirás aquí? Aquí, en La Vida, viviendo sin vivir, resignada a coexistir con la gente que una vez decidiste odiar. A que un día los niños te llamen “señora” y se burlen de ti porque tu ombligo ha desaparecido entre los asquerosos pliegues de tu gordura y de tu irremediable y fea vejez. Y te saldrán várices, y te volverás sorda y estúpida, extrañarás a tu papi muerto y a tu mami muerta. A la rica comidita y a las sábanas limpias. «Oh papá, ¿he sido buena niña?», «Oh mamá, ¿he sido buena hija?». Y te sentirás sola, absurda, vacía e inútil. ¿Qué se siente, adorable y encantadora Adora? Triste, siempre triste. La vil ironía de aquellas palabras hizo temblar a la chica. “La rata” sabía donde dolía. Su manera de razonar era, en efecto, la de una persona mayor. ¿Un demente con momentos de claridad, de genialidad? Causaba incertidumbre el no saber lo siguiente que saldría de su boca. —¡Vete a la mierda! —embistió la joven—. ¿Se te metió el demonio? ¿Tienes alguna avería en esa enorme cabezota? ¿Lombrices acaso? Anda, continúa. ¿Te regocija mi dolor? ¿Crees que estoy aquí para entretenerte?, ¿que me afecta tu maldito complejo de superioridad? No eres más que un niño necio y pretencioso, un neurótico, un pequeño monstruo. ¡Anda, vapuléame hasta morir! Tus alardes no me resienten,

a pesar de lo cruel y sin sentido que es la vida, ésta… ésta sería absolutamente maravillosa si todo el mundo supiera qué hacer con ella. ¡Si yo misma supiera qué hacer con la mía! De repente, como si la cabeza del chico irradiara un raro fulgor, todo el rostro se le iluminó. Parecía excitado. Las mejillas coloradas le daban un toque travieso y triunfal a su malcarada estampa. No, más bien exagerada y teatral. No no no, grotesca, maligna. —Solo los niños lo saben —afirmó el muchacho, complacido de conducir la conversación hasta ese punto—. Pero no niños inestables y feroces como tú y yo, no, los verdaderos niños, los que ríen, los que lloran, los que sueñan. A ellos no les interesa el mundo y sus estragos, no les importa el futuro ni la vida, ellos solo quieren jugar, cazar escarabajos, saltar la cuerda, correr, volar… ¿Sabías que siempre quise surcar el espacio en un carrusel sideral? Dar vueltas y vueltas y vueltas. ¿Qué tiene eso de malo? Bah, los mayores nunca entienden nada, lo confunden todo y hacen como que no nos escuchan. Mis padres, personajes que alardeaban de su infinita tolerancia por haber tenido un hijo como yo, me encerraron y olvidaron. Ahora, mírame aquí, dos largas temporadas en este lindo lugar. Me espían tras los espejos, me temen. Soy el eslabón perdido. ¡El hombre elefante! Analizan mi actuación, registran pulsaciones y ondas cerebrales, prescriben medicamentos y llenan informes con una errada patología sobre mí. Los muy crédulos piensan que hurgando dentro de mi mente lograrán descubrir fantasías sádicas como las de El hombre de las ratas. Aficionados. No hacen más que confiar en sus métodos, en su manual de procedimientos, técnicas tan obsoletas como la lobotomía. Algo que fácilmente

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podríamos denominar BASURA. ¡Despertad, borregos! ¡La Vida es basura! Adora se rascó la cabeza.

Estás loquito dijo—. Que bueno que te encuentras en el lugar correcto. —¡Ah, chica piadosa! ¿Eres de lo que creen que el confinamiento es algo edificante? No todos estamos cuerdos en este manicomio, claro, pero algunos sí que están peores. ¿Ves aquel sujeto de allá? ¡Aquél! El que va de Napoleón. Ayer intentó atacar a una anciana en pleno comedor. Tuvieron que atarlo y aislarlo. Motivador, ¿no? Te digo, amiga mía, estar aquí no es como estar en un plan vacacional, en los folletos no te explican que el día que quieras marcharte simplemente no podrás, primero tendrás que usar todo tu encanto y ser como ellos quieren que seas: normal, normalita como todos. ¿Dónde queda la dignidad del orate entonces? Mejor arrójennos Zyklon-B. —Yo no soy como esta gente —se apresuró a decir la joven. —Igual serás salvada, hermana. SAL-VA-DA. ¿Sabías que el perdón divino del Señor es lo único garantizado aquí? Los diligentes custodios de esta suntuosa ratonera siempre han tenido la razón, lo único aceptable de todo esto es su infinita misericordia. Chiflados, fenómenos, inadaptados, todos, absolutamente todos seremos perdonados en La Vida. ¿No te parece genial que el dinero de papá y mamá pueda pagar eso también? —Pues… —objetó la chica—, yo aún no he visto a ningún doctor. —¡Y no lo verás! —aseveró el muchacho en una especie de clímax atroz—. ¡Eres una suicida! ¡Un caso perdido! Ningún loquero malgastará su tiempo intentando ayudarte. Tarde o temprano te quitarás la vida y eso nadie podrá impedirlo. Una familiar mezcla de orgullo y desconcierto turbó el rostro de la joven. —Pero serénate dorita —añadió Rafa—. Todo es más tolerable cuando le damos menos importancia. Además, no sirve de nada hacerse la exquisita aquí. Esta gente no te alivia ni la tos. Te compadecen, te

inflan de “pam” (entiéndase

Clonazepam, Diazepam, Alprazolam;

Fluoxetina, Sertralina) y luego, con falso entusiasmo y una sonrisa zalamera, te arrullan diciendo: «Respira, respira. Lugar feliz, lugar feliz». No no no, mejor buscarse otra alternativa. Adora titubeó. ¿Se lo diría ó no se lo diría? —He pensado…, he pensado seriamente en escribirle al Doctor Basura. —¿Qué? —¡Que quiero escribirle una carta al Doctor Basura! ¡Sordo! Su interlocutor quedó perplejo ante aquella revelación, más prontamente estalló en una sonora risotada. Pacientes, enfermeros, pavos reales, todos a su alrededor voltearon a mirarlos. —¿Al embaucador del periódico? —le preguntó el muchacho, muerto de risa. Efectivamente, el Doctor Basura era un médico de dudosa credibilidad que atendía a sus pacientes por correspondencia; una especie de “Doctor del amor” bizarro que, como rasgo distintivo, recomendaba siempre los peores remedios. Sus casos más sonados solían aparecer en la prensa sensacionalista. —Lástima que ya murió el Doctor Kevorkian, al menos él

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no te habría expuesto al escarnio público —Rafael lloraba y tosía, parecía ahogado en su propia diversión—. Que ingenua eres, Adora. ¿Ves lo fácil que fue raptarte? Bah, las adolescentes están todas locas. La joven lo miró con intensa dureza. ¿Quién coño era Kevorkian? —¡TÚ ERES EL LOCO! —gritó—. ¡Odioso! ¡Ya no te soporto! Era todo, mejor no decir nada más. Se levantó y sacudió su dormilona. Por un instante el chico alcanzó a ver destellos de su ropa interior. Ella, al darse cuenta, se enrumbó indignada a su dormitorio. —¡PERDÓN! —chilló Rafa—. Perdóname… Adora se detuvo a unos pasos y bufó.

—¿Perdón por qué? —preguntó, sin darse vuelta. Rafael cerró los ojos y hundió la cabeza en la hierba, se sentía mareado, exhausto, plenamente feliz. —Perdón —repitió—, por no poder secuestrarte esta noche. Hubiese sido lindo poder pasar más tiempo en la vida junto a ti. La chica volteó a mirarlo y Rafa abrió los ojos. Finalmente, ambos sonrieron con complicidad. >Doctor, el día que Rafa y yo huimos de La Vida, fuimos directo al parque de atracciones, subimos al carrusel y a la rueda de la fortuna. Luego compramos algodón de azúcar y nos sentamos en una banca a burlarnos de la gente que nos miraba con desprecio. Que risa, Rafa les apuntaba con sus dedos de extraterrestre y los ametrallaba: «ratatat…». Cuando comenzó a llover me tomó de la mano y fuimos corriendo hasta su casa. Fue extraño regresar allí, “La rata” había vuelto a su madriguera. ¿Estarían sus padres? ¿Se alegrarían de verlo? No lo averiguamos, nos metimos por la ventana de su cuarto, nos quitamos la ropa húmeda y nos refugiamos debajo de la cama toda la noche. Había un montón de calcomanías ahí pegadas: cometas, meteoros, planetas que brillaban en la oscuridad. Era un universo improbable con una vista formidable… —¿Qué hora es? —preguntó la chica. —Duerme un poco más, dorita. Aún queda tiempo para los sueños. Al abrir los ojos lo único que hay es realidad. Eso y pies sucios de tanto andar en la tierra. Adora lo miró muda. Que “adorable”, podría pasarme toda la noche mimándolo. Ojalá fuera un poco más peludo, como un oso, así no me daría tanto frío.

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>Cuando por fin amaneció, Rafa me miró a los ojos y preguntó si podíamos andar juntos. No supe qué contestarle, la gente piensa que soy una loca frívola que solo sabe odiar. Pero a él eso parecía fascinarle. Le dije que sí, nos besamos y comenzamos a andar juntos, juntos juntos juntos. No juntos para rascarnos las malas pulgas el uno al otro, no, juntos para ensañarnos contra todo. No nos creíamos especiales, tampoco mejores que los demás, solo éramos nosotros mismos: chicos retorcidos que les gustaba sufrir y hacer sufrir. Reíamos, reñíamos, comentábamos acerca de todo, de la vida, de la Muerte, de la sinrazón de muchas cosas en el mundo, era como si conociéramos todas las respuestas. Éramos otra frecuencia, otro lenguaje, podíamos decirnos cualquier cosa, lo que fuera, incluso lo más horrible y nos parecía genial. Fue irónico darnos cuenta que yo, la más popular, la más encantadora, la rompecorazones del liceo, era igualita a él. >Nunca he creído en los milagros, en el destino o en la alineación de los planetas. No desfallezco por amor, y la verdad es que me causa mucha risa aquellos que lo hacen. Pero con Rafa algo pasó. Con ningún otro ser, antes o después de él me sucedió igual. Con nadie tuve tanto en común. Con nadie me sentí tan plena... Lloré mucho cuando su corazón finalmente se detuvo (tampoco asistí a su funeral, me arrastraron de vuelta a La Vida). ¡Claro que tuvo corazón! Cuando me tomaba de la mano lo hacía con tanta ternura que me hacía sonrojar. Pues sí, me gustaba. Ojalá hubiese podido ayudarle, le echo mucho de menos. >A veces, cuando abro los ojos en mitad de la noche, puedo verlo. Sé que no es real, que solo es un producto de mi mente trastornada, pero me gusta creer que en verdad viene a jugar al “fin del mundo” junto a mí. «Sí, dorita, mejor que te enteres, soy un monstruo. Déjame alimentarme de ti, de tu inocencia y juventud. ¿Te hablé ya de mi demencia? Déjame mostrarte esta noche cuál es mi juego favorito, déjame mostrarte esta noche cómo morir».

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“Entonces, el flautista condujo a los niños a una tierra en donde estos serían felices por siempre, alejados de los crueles adultos (…) Y en la desierta ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca más encontraréis ni una sola rata, ni un niño.”

“—Adiós, hermoso loco. —Divina loca, adiós” Los locos de Valencia, Lope de Vega

>Querido Doctor Basura, todo el mundo muere, papá, mamá, Rafa, todos mueren. Todos excepto yo. ¡Muerte traicionera! >La Muerte debería ser, por algún tipo de acuerdo implícito, exclusiva y extravagante. Hoy morir es tan popular que hasta resulta de poca clase. ¿Un claro indicio de su agotamiento?, ¿del mío? Sería genial volver a tener la determinación de antes, salir corriendo por una autopista y arrojarme a los autos. O abrir la ventana del cuarto y saltar como una estrella de rock, simplemente saltar. ¿Me acobardé?, ¿me faltan agallas?, ¿pretextos? Ah, era tan fuerte entonces, tan rebelde, tan fuera de juicio (y sin saberlo, tan feliz). >Señores de La Vida, mi insania no es mental, esta radica en el corazón. A veces me siento tan llena de ira que mi pecho parece querer reventar de pura ansiedad. Duele, duele mucho. Todavía me cuesta sonreír, todavía me cuesta respirar, todavía siento unas ganas terribles de llorar. Doctor, ¿no me prescribe un buen calmante?, ¿alguna inyección letal?, ¿cianuro? Tal vez las estadísticas estén en lo correcto y termine alcanzando mi objetivo a la tercera, quién sabe…

—¿Me estás escuchando, Adora? La Doctora cruzó los brazos y se quedó mirando a la joven en el diván. «¿Servirá de algo un nuevo test Rorschach?» se preguntaba. Aquella muchacha había faltado deliberadamente a todas las citas, y por la manera en que veía el reloj de pared parecía más interesada en acabar la sesión que en tratar su trastorno depresivo. —¿Estás a la espera de algo extraordinario? —insistió la mujer, buscando la atención de su evadida y recapturada paciente—. Tal vez hayas oído hablar de un tal Freud. Él planteó algo interesante que tiene mucho que ver con tu problema. Expuso que: junto a las pulsiones de vida, mismas que originan nuestras necesidades físicas, también existe una pulsión de Muerte; y ésta dictamina que toda persona de manera inconsciente siente una profunda necesidad de morir. La treta funcionó, la chica dejó de mirar el reloj y por primera vez parecía atender a la charla. —Verás —prosiguió la Doctora—, todos, absolutamente todos hemos considerado, al menos una vez en la vida, el suicidio. Por supuesto, para la mayoría solo es un pensamiento inofensivo, una mera cavilación, pero hay quienes como tú no lo ven así. La vida les resulta tan insoportable y dolorosa que perciben a la Muerte como única alternativa. La no-existencia, el no ser nada, es el alivio al sufrimiento, el fin de la agonía, el Edén. —Ya… —musitó Adora, inexpresiva—. Eso lo explica todo. ¿Puedo irme ahora? Comienzo a sentirme mejor. La Doctora se levantó y abrió la puerta del consultorio. —Puedes irte cuando gustes muchacha —dijo colmada—. Estás de alta.

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Adora permaneció en el Psiquiátrico un par de horas más hasta que su abuela finalmente la recogió. —¡Pero mírate! —exclamó la mujer al verla—. ¡Tienes tetas! Avergonzada, la nieta cruzó los brazos intentando ocultar “la evidencia”. —Obviamente estos meses en La Vida te han sentado muy bien. Durante el tiempo que duró el trayecto un incómodo silencio reinó dentro del auto. La joven no hacía más que mirar absorta por la ventana. Era como si desconociera todo lo que veía allá afuera. Autos, aceras, edificios, hojas cayendo de los árboles, padres llevando a sus hijos a pasear; la ciudad emanaba un viciado aire de melancolía, era como si por un momento los habitantes hubieran olvidado todas sus calamidades: trabajos, deudas, gripes, conductores mal hablados, asaltos a mano armada, vida, Muerte. —Sabes —volvió hablar la abuela—, tus compañeras de clase pasaron hoy por la casa. Son buenas chicas, te dejaron una invitación para su baile. ¿Irás? No tienes que ir si no quieres, ni sentirte mal por no poder graduarte junto a ellas. El director me ha prometido que podrás hacerlo el próximo año cuando apruebes todas tus materias. Al llegar a un semáforo en rojo el auto se detuvo junto a un autobús que hacía la parada. El dulce rostro de una niña se asomó por una de las ventanas y le obsequió a Adora una tierna sonrisa. Ésta última, malhumorada, le sacó la lengua y su vecinita arrugó la cara. Luz verde. —¿Ya pensaste en algo especial para tu cumple? —la vieja insistía en conversar—. Dieciocho es un buen número, más si cuentas con la generosa herencia de tus padres. Joven, rica e independiente. ¿Vale pedir más? Hasta podrías organizar tu propia fiestecita. Oh, lo siento. Pero que cosas digo… ¡Ya eres mujer! ¿Comenzaste a usar toallas? Si gustas podemos parar en la farmacia y…

—¡Puedes callarte, por favor! —exclamó Adora, y de inmediato el silencio volvió a reinar dentro del auto. >Doctor, la estadía en el manicomio fue sin duda el punto más álgido en mi vida. Lo que siguió después ya no lo fue tanto. Mi retorno al mundo exterior resultó ser un tanto desalentador. Convivir con mi abuela no fue precisamente el mejor ejemplo de una independencia plena: «Adora, mueve esto», «dora, has aquello», «dorita, sacude esto otro». Vaya estupidez. La experiencia de crecer, por desgracia, no fue para nada excitante, la amenorrea cedió y mi busto creció, por mucho que ahora quise resistir florecí. >En los ciernes de mi adultez descubrí, junto a un dócil y muy torpe compañero de escuela (el Morrison de barba rala y espalda ancha no estaba disponible), que el sexo era solo un ardid publicitario. Los gemidos, los gestos, el sudor, el olor, ¿cómo pueden disfrutar de algo semejante? Bueno, necesitaba práctica. Sí, lo confieso, me volví un poco libertina. ¿De qué me había valido ser popular en el liceo si no era para hacer relaciones públicas? ¿Desaprovecharía acaso mi nueva feminidad y mis recién adquiridos atributos limpiando la casa? ¡Ni hablar! Duré meses de juerga. Mi cabello era un verdadero arco iris, todas las noches un color diferente, amarillo, naranja, rojo; un par de orejas de conejo, lentes de sol, encajes, minifalda (¿un atuendo a la altura de Père-Lachaise? Probablemente no) y a la calle. Discos, clubes, casinos. Me entregué sin reserva al desenfreno, me creía invencible, omnipotente, capaz de probarlo todo y hacer lo que fuera. ¡Y podía! Era una huérfana mayor de edad con tarjetas de crédito. Perfume, champagne, ácido y la embriagada voz de Jim Morrison recitando en mis oídos: “El autobús azuuuuuuuuuul... nos llama / el autobús azuuuuuuuuuul... nos llama / chofer, ¿a dónde nos llevas?”. >Una noche, mientras copulaba y moría de risa, enloquecí, me volví completamente loca, loca loca como una cabra. Escuchaba voces, veía

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sombras, veía a Rafa: «No entristezcas mi bella suicida, alégrate de que ya no exista. Quién sabe qué atrocidades hubiese hecho de aún seguir con vida»; deliraba, conspiraba, decía cosas como: «cómete un tomate antes que te maten» e incoherencias así. Fue sin duda mi etapa más creativa. Hacía anotaciones, me estrujaba la cabeza descifrando acertijos y formulaba estólidas teorías que solo a mí me convencían: «aquí nada sirve, hay que salir a la calle y arreglar las cosas con un mazo». Estaba paranoica, demente y narcolépsica: «¡Aléjense de mí! ¡No me molesten! ¡Déjenme sola!». Ojos rojos, labios rotos, botellas por el suelo y muebles volando. ¿Cómo no colapsar después de eso? La fiesta debía acabar. Cuando telefoneé a casa le dije a mi abuela «ya voy» y no volví a verla en un largo tiempo. Compré un cepillo de dientes, pagué por una suite y me encerré a dormir. Dormí, dormí y dormí. Dormí mucho, demasiado. Lo curioso era que el tiempo parecía no alcanzar para dormir un poco más… —¿A… aló? —Disculpe señorita, le hablamos de recepción. ¿Está todo en orden? La mucama ha subido temprano a hacer el aseo y nadie ha contestado… >Cuando salí del sopor estaba tan apestosa y anémica que parecía la chica holocausto. A propósito de cadáveres, Doctor, ¿puede creer que mis padres (en la gloria desde hacía cinco años) aún me mantenían? Servicio de cuarto, lavandería, comida para llevar, taxis, tampones, todo pagado con dinero de difuntos. ¿Patético cierto? Bah, no quería hacer nada de nada. ¡Nada! ¡Al infierno el Carpe Diem! Los que moramos la tierra sin un plan concebido nos dedicamos simplemente a esperar, a esperar, esperar, esperar y luego ver qué pasa. Finalmente, cuando me cansé de contar ovejas tomé mi abrigo de caperucita, mi boina francesa a crochet y salí a

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estirar las piernas. ¿Un poco de turismo? Bulevares, cafeterías, tienda de discos… Por la letra R: Radiohead, Ramones, Raphael, Ratt… —¡Mierda! —gritó Adora. ¿Será posible? Aquél disco parecía temblar entre sus manos. La hipnótica carátula mostraba a una mujer de pie sobre un sintetizador, desnuda y con rayos de colores cayéndole sobre la espalda. Una recién bañada con un arco iris de toalla. No podía creer que un disco así existiera, que un grupo con ese nombre realmente existiera. Era una rareza, algo único. ¿Una burla? ¿Un capricho de sus ex compañeros de clases? A su lado, un hombre que también curioseaba en las estanterías se le quedó viendo: —¿Qué te pasa, muchacha? —le preguntó—. ¿Hallaste algo interesante? La contrariada chica volteó a mirarlo y balbució: —Este… este grupo… —¿Sí, qué pasa con ese grupo? —¡Este grupo se llama Ratatat! ¡Metiche! >Un día entré en Alcohólicos Anónimos y me hice pasar por una del gremio: «síp señores, estoy realmente jodida. ¡Auxilio!». También iba a los Bancos, allí podía sentarme durante horas sin hacer absolutamente nada; luego, cuando tocaba mi turno, tomaba otro número y comenzaba de nuevo. Particularmente prefería los supermercados, llenaba carritos enteros con artículos de limpieza y los dejaba tirados en los pasillos. Era un ser sin oficio, renuente al trabajo, absolutamente despreocupada por el devenir de mi vida. No tenía aspiraciones, ni iniciativa, y ni hablar de perspectiva. Me había acomodado en la mediocridad y esta me gustaba. Fantaseaba con no necesitar de los hombres (de los hombres como especie).

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La raza humana no tenía nada más qué ofrecerme. ¿Qué quedaba ahora?, ¿la caída del meteoro?, ¿algo extraordinario tal vez? La tormenta golpeó en la ventana de la habitación con estrepitosa fuerza. Suelo soñar que me matan. Adora se arremolinó entre las sábanas y olfateó: ¡Ah, la lluvia! Alguien debería embotellar su aroma y comercializarla, “LLÚVIA”. Bajo las fundas unos dedos seductores dieron inicio a unos estimulantes masajes al clítoris; movimiento circular, movimiento rectilíneo, más profundo, un poco más profundo… Mmm, me gustaría treparme ahora mismo al techo y danzar bajo este gran torrencial, gravitar dentro de una burbuja de jabón, convertirme en la sirena mágica de la Luna, sentirme cósmica, plena, un poco menos triste... Bah, ya estoy harta de soñar siempre lo mismo. Quiero entrar en las casas ajenas y robarle las almohadas a la gente. Quiero soñar cosas nuevas, soñar a color, soñar una vida mejor. La chica alargó la mano hasta la mesa de noche y encendió la lámpara. Las feas cortinas y los anacrónicos colores del juego de cuarto aportaban a aquella habitación una atmósfera de absoluta decadencia. La opulencia había desaparecido, lo glamoroso se caía a pedazos, pero dentro de aquella lóbrega y ruinosa suite, aún habían migas de su antigua ocupante: ella. Oh, creo que me huele a rata / creo que huelo una rata. Adora se quitó los audífonos y ronroneó al ver restos de “pam” alrededor suyo. Luego, perezosa, apartó las sábanas, caminó desnuda hasta el baño y se metió en la regadera. El agua caliente y las lágrimas le escocían los ojos. ¿Cómo es posible llorar después de tanto tiempo?, ¿yo?, ¿un ser sin sentimientos, sin alma? Avergonzada, ocultó su rostro entre las manos y se derrumbó. Papá, mamá, ¿están orgullosos de mí?, ¿he sido buena niña, buena hija? Lamento todo el dolor que les causé. Lamento no haber podido ser esa princesa que tanto desearon, esa bella e inmaculada flor que tanto añoraron; jugar a la casita, a las muñecas, orar antes de dormir; ir a las lecciones de ballet, a las

obras de la escuela; ser más humana, más preciosa, más amorosa. Dime papi, ¿me trajiste algo del trabajo? Eres tan bueno. Dime mami, ¿puedo usar tu maquillaje? Eres tan hermosa. Nunca quise que las cosas terminaran así, nunca creí que me dolería tanto. Me gustaría abrazarlos ahora y decirles cuánto los quiero, cuánto los amo, cuánto los extraño. ¿Podemos volver a casa ya? Seré buena… De pronto, como en un ensueño, la chica escuchó tras de sí una dulce voz que le susurraba: «en este punto no hay marcha atrás, dorita». ¿Rafa? Adora se levantó del suelo y bruscamente abrió las cortinas. No se atemorizó al verla; la conocía, la había visto tantas veces en sus sueños psicotrópicos... —Sí, lo soy —dijo la visitante y canturreó una deliciosa melodía—: lari-lari-laré, con solo mirarte presiento lo que ocurre en tu piel. Y finalmente sucedió, una esplendorosa, aclamada y muy esperada Muerte apareció de la nada en aquel cuarto de baño y, educadamente, decidió acompañar a Adora en la bañera. Enseguida sus afiladas uñas se deslizaron por la espalda de la joven y le rasgaron la piel. La sangre no tardó en brotar. Adora abrió la boca como queriendo gritar pero no pudo emitir ningún sonido. Intentó moverse pero sus miembros estaban completamente entumecidos. —¿Te gustan los azotes? —preguntó la Muerte, explorando a la chica un poco más—. Hoy necesito algo extra y no me refiero a la lujuria. La temperatura del agua aumentó y el baño se convirtió en un inmenso horno. «Lari-lari-laré —volvió a tararear—, este lugar se está calcinando y no nos importa». De repente un vals comenzó a sonar y ellas a dar vueltas por todo el baño. «Ven, bailemos entre llamas —incitó la Muerte—, entre más nos quema más nos gusta, y

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nos gusta estar aquí». Adora mostraba los dientes, sacaba la lengua, agitaba el cabello, parecía estar realmente

feliz. Si por dentro los recuerdos la estaban carcomiendo en ese momento no lo parecía. Las quemaduras fueron un placer y el ardor un alivio, todo a su alrededor estalló en un infierno y sus cuerpos se fundieron en un abrazo abrasador. —Sí Adora, en ocasiones suelo arder. Ven, acompáñame ésta vez. >Querido Doctor Basura, la gente se equivoca. La vida no es para nada corta; la mía, de hecho, ha sido muy larga, continúa y continúa (un auténtico inconveniente a mis planes originales). ¿Impune? ¡Jamás! Estoy condenada, y mi castigo es vivir, y viviré muuucho. >Ya he pasado antes por esto, en consecuencia me tomo las cosas con calma, acepto los días tal y como llegan, disfruto del gusto adquirido de no ser nadie. Floto por la vida cual fantasma, irreal, inexistente… ¿Que cómo hago para vivir con este vacío? Supongo que simplemente me ha quedado la mala costumbre de vivir. Me he ablandado, resignado, y es horrible. Ojalá algún día en algún lado alguien se dé cuenta que esto ha sido un grave error. La vida no es para mí, es para gente más adaptable, más manejable, más… viva. >Dudo mucho que haya algo de vida corriendo por estas venas. Odio. ¡Puro odio! ¡Estoy infestada de odio! Odio tanto… Odio sudar, ensuciarme y herirme, odio comer, bañarme y vestirme; odio la autoestima y las condolencias; que me hablen cuando llevo mis audífonos puestos; que los médicos se crean tan importantes por llevar una simple bata blanca; que la gente de la National Geographic viaje por todo el mundo; odio las risas escandalosas, la gente descortés y los veintiocho de cada mes; pero por sobre todas las cosas, odio cruzarme con las personas que conozco, con esas que me abrazan y dicen «ánimo linda, hay que mirar hacia adelante». Vaya mierda. A esa gente optimista que siempre anda de buen humor deberían darle con un martillo en la cabeza. Bueno, estoy exagerando, en verdad no odio a nadie (aunque tampoco quiero a nadie). A juzgar por las

caras que tienen los demás la única que parece pasarla mal aquí soy yo. No sé vivir, simplemente no sé vivir. No sé cuál es la vida que quiero o espero, pero no es ésta. Tampoco tengo ánimos de hacerme una nueva, tengo mil cosas que hacer, como dormir. >Afrontémoslo, soy una cabeza dura. Soy egoísta, pesimista, insegura, inmadura, holgazana, insensible, amargada, creída y frígida; una llaga fastidiosa e inútil (no creo que exista un mejor adjetivo). ¿Cuestión de talento? ¿Cuál es el propósito de tenerme aquí, a merced del calor, de la chusma ineludible y de los dolores menstruales? ¿Soy acaso un recurso vital para la especie humana? ¿Me extrañarían mucho si decidiera morir hoy? Me enferma creer que sí. >Doctor, lo sé, no hago otra cosa que quejarme como un bebé, y no voy a mentirle, jamás creceré. Si las niñas nos desarrollamos y maduramos antes que los varones hoy la naturaleza decidió mostrar lo contrario: si Rafa a los catorce ya estaba senil yo a mis veinticuatro aún soy una mocosa. ¡Pero quién desea madurar! ¡Quién desea ser un ciudadano ejemplar! ¡Quién quiere un trabajo ingrato, vecinos molestos y un marido infiel! ¡Quién anhela quehaceres, responsabilidades, metas y éxito! ¡O esa sarta de costumbres que con significación llamamos vida! Seguro que muchos. ¡Yo no! Yo no quiero realidad. No quiero tener más los pies en la tierra. Quiero alucinar, volar... ¿Acaso los niños y los

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desequilibrados son los únicos que sueñan con volar, con dar vueltas en un carrusel sideral? ¡Vamos, despeguemos! Todo el mundo en el fondo añora lo mismo, jugar eternamente, no envejecer jamás. >Entonces, ¿la vida es basura? Huh, al menos ésta fue entretenida. Quizás lo siga siendo… ¿¿Quizás?? ¡Indecisiones! ¡Contradicciones! ¿Creyente reticente? Síp, puede que hoy tenga un poco de buenas intenciones, algo de vibra y aura positiva. He pensado incluso en buscarme un lindo chico japonés. Uno que me cuide, me quiera y que no haga demasiadas preguntas; vivir con él en una modesta casita de cerca

blanca, chimenea y un jardín de begonias; retirarme al campo o al mar, a Jamaica o Bangladesh. Cuando una está lejos, en otro lugar, puede convertirse en otra persona, hablar diferente, usar ropa distinta, realizar cosas que nunca creyó hacer: pintar, surfear, escribir memorias… ¿Cómo sería volverme una hippie o una gitana? Rodar de un sitio a otro y mendigar, vestir faldas frescas y bailar, hacer malabares para la gente que pasa, echarme en un campo de fresas, confeccionarme una corona de flores y fumar yerba todo el día; gozar de las cosas más sencillas, las más bellas: aire puro, lluvias apacibles, verdor, gente pintoresca, platos típicos, calles empedradas, qué se yo. >Ah, me gustaría viajar nuevamente con mis padres, mirar por la ventana del auto y disfrutar de la felicidad que me brinda el paisaje. Envidiar todo aquello que hay ahí afuera: libélulas, colibríes, niños con la piel arrugada de tanto nadar, viejos que se arrancan pellejos secos de abajo de los pies por tanto andar en la tierra… ¿Redención personal? Siempre adoré la cálida paz que me transmite un buen paseo final, la melodía en los oídos, el cosquilleo en las sienes, los pelos erizados, el latir del corazón. ¡Claro que tengo corazón! Me duelen los niños de la calle y la matanza de focas bebés. Quiero energía limpia, la cura del cáncer y que reviva Jhon Lennon, todo el paquete de la maldita paz mundial. Quiero, quiero, quiero. ¡Ah! Quiero tantas cosas.

En espera de una pronta respuesta. Suya, Adora.

Respuesta Basura:

Querida Adora, que inesperada pero que grata ha sido tu carta. He sonreído con cada línea. En verdad gracias por escribir, eres tan bella. En estos días donde todo ha sido estudiado, donde el oficio se ha convertido en algo tedioso y vacío, mismos pacientes, mismos problemas; ansiedad, stress, fobias, drogas; mismos métodos, mismo bla bla bla: «tómese dos de éstas y nos vemos la próxima semana»; tus palabras han vuelto a conmoverme, a llenarme de esperanzas. Tus emociones respecto a la vida me enorgullecen, me siento tan maravillado que hasta puedo reflejarme en ellos. En verdad te felicito, has sabido recrear el auténtico sentir de un mundo que te destruye. Antes que nada quiero disculparme por el retraso de mi respuesta, suelo estudiar muy a fondo cada carta antes de escoger el tratamiento adecuado. Pero descuida, el Doctor Basura siempre elije lo mejor para sus pacientes. A ver, dime, ¿hay algo en este mundo que aún no odies? Creo que no tienes muy claro el concepto de crecer, pequeña. ¿Aún te hurgas la nariz?, ¿aún mojas la cama? El tiempo de los pañales sucios ha terminado para ti. Ya eres una mujer. ¡Una adulta! No no no, no intento persuadirte de

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nada, sé bien que feliz te arrojarías a un volcán. Y es que estoy plenamente convencido de que muerta lograrás vivir mejor. ¿Pero sabes qué más? ¡La vida no es para siempre! Algún día morirás, claro, pero todavía no. El día que te sientas a gusto en la vida, ese día, estoy seguro, la Muerte vendrá a buscarte y todo, todiiito, estará mejor. No te impacientes, querida mía, su encuentro es ya inminente. Así que pues, vive y déjate morir. ¿Preguntas cómo ser parte del mundo? Ah, la angustia adolescente. Los chicos siempre creen saberlo todo pero nunca saben nada. “Respira, respira. Lugar feliz, lugar feliz”. Es cierto, la intención paradójica es un ejercicio inútil y sin sentido, pero en vista de tus infructuosos intentos y de la persistencia de la vida en retenerte, ¿qué más da lo que te diga? ¿Ya probaste las hierbas curativas, las infusiones, los ungüentos? Hija, no esperes grandes resultados. ¿Preguntas qué hacer cuando el villano es un niño? Los talentos y aptitudes de esta juventud resultan difíciles de explicar. La mayoría no son pretensiosos, solo desconfiados y selectivos. Quizás por su aparente timidez y hermetismo suelen pasar por chicos ingenuos e inseguros, pero no hay que dejarse engañar, detrás de esa cándida fachada se esconden personas sumamente astutas. Es una pena que los padres nunca puedan ver el verdadero potencial de sus hijos. Bueno, ya me harté de escribir. No queda más que agradecer otra vez tu misiva, Adora. Ojalá este sea el comienzo de una larga y bonita relación entre los dos. Ahora, contéstame algo: ¿Qué llevas puesto?, ¿vas bien abrigada? No quiero que pesques un resfrío, tesoro, soy tu médico y me preocupo. Convendría concertar una consulta a domicilio, creo que resultaría muy interesante poder ser testigo de tu paulatino desquiciamiento. ¿Ya pediste algo para

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estas navidades? ¿Te gustan los azotes?, ¿las ratas de mascotas? Por cierto, lamento lo de tu novio muerto. Debes saber que los que sufren de “Casandra” son incapaces de cambiar su propio destino, una lástima chica. Espero halles pronto un reemplazo. No hay que reprimir esos deseos. Armarse de valor y plantearse algo “loco” mientras se pueda no hace ningún daño. La vida de por sí es ya bastante pecaminosa. ¡Ánimo! Al fin y al cabo, como dicen por allí, solo se vive una vez. Mándame algunas fotos tuyas, ¿vale? Le envío un fuerte abrazo a tu abuela.

Con afecto, tu amigo, DB.

>Pd: ¿Quieres ser sepultada en París? Chérie, todo el mundo quiere lo mismo. ¡C'est la vie!

Al jugar al paciente en mi mente no existe pared que divida los niveles entre el caos y el orden. Esto es diversión, ¿o no sientes lo mismo? Te voy a imaginar como estrella de mar tirados en el suelo. Podemos despegar y dormir en el viaje, pero al despertar sudaré la sangre… la sangre de estar en trance.

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Desnuda y roja

La tormenta golpeó en la ventana de la habitación con estrepitosa

fuerza. El resplandor que se colaba por entre las cortinas iluminaba de a ratos a los amantes invisibles que, a ritmo de estruendos, danzaban bajo las sábanas rojas. Era una suerte de visión catódica. Las feas cortinas, los anacrónicos colores del juego de cuarto y los obscenos quejidos del amor en clímax, aportaban a aquella habitación una atmósfera de absoluta decadencia. Adora despertó sin recordar dónde estaba. Encendió la lámpara. ¿Rafa? Sobre la mesa de noche, estáticas y mudas, las imágenes de una vida anterior de repente le saludaron. Las cálidas fotografías familiares mostraban a una niña jugando en el parque junto a sus padres; disfrutando de un paseo a orillas del lago; armando el árbol de navidad… Dígame, Doctor, ¿odié a mis padres?, ¿los amé? Supongo que la única vez que en verdad los amé fue cuando era bebé; los bebés no se cuestionan el amor ni la habilidad de crianza de sus progenitores. Tampoco pueden solicitar una emancipación en la sala de partos, uno nace y ya, no hay manera de evitarlo. «Adora, ¿sacaste la basura?», «¿le dijiste a tu padre que reprobaste matemáticas?», «cariño, debo dejar el auto en el taller», «¿dónde puse las llaves?», «no olvides pagar las tarjetas», «este sueldo ridículo ya no

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alcanza para las almejas», «¿tengo mal aliento?», «necesito una manicura». En el último portarretratos, el más grande, Adora vestía un hermoso traje de cenicienta: sus quince. ¿La enterrarían con él? ¿Elegirían un féretro color rosa? Probablemente no. Soñolienta, la chica reptó por entre las sábanas hasta el borde de la cama y miró el suelo, su dormilona de osos rosados reposaba en una esquina de la habitación, desgarrada, roja. Había jirones por todas partes, jirones de ella misma… ¿Qué pasó? Su mente, que apenas percibía el incesante transcurrir del tiempo, continuaba ausente, fuera de este mundo. La separación de mi ser con la realidad a veces resulta insoportable. Los doctores acertaron en señalar episodios bloqueados de mi vida, de mi niñez: «dorita, ¿ya pintaste tu escena primaria? No discutas conmigo, muéstrame tus sueños. Una pincelada. Dos pinceladas. Solo un poco de arte». Mi paleta está llena de colores, mezclas de olores y sabores que me permiten viajar por mi memoria. Soy una artista probando estados alterados, aunque no soy yo quien los experimenta sino él… Adora levantó la cabeza y buscó a Rafael en la penumbra. Lo halló de pie frente al espejo, contemplándose. El muchacho se había levantado apenas terminado el acto; no se molestó en quitarse el condón. Solo estaba allí, inmóvil, con los lentes de sol y esa rara expresión en el rostro. —¿Ya te vas? —le preguntó la muchacha—. Quédate un rato más, aún llueve. Rafael permaneció callado, ajeno a su propia imagen, irreal, como si no tuviera un reflejo en el espejo, inexistente. Sí, finalmente se había convertido en un ente sin alma, en un espejismo, en una imitación de vida. Por más que Adora intentara descifrarlo no podía, si lo hacía corría el riesgo de hundirse junto a él en la locura, ¿o acaso era al revés? —Esta noche estás más raro que nunca —le dijo.

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¡RELÁMPAGO! «¡Presta atención, dorita!», «basta ya de barbitúricos», «combina los colores del bolso con los zapatos», «¡ponte derecha!», «¡cierra las piernas!», «tus modales, niña, tus modales». La chica apartó las sábanas y alargó la mano hasta su bolso. Buscó el bloc de notas. —¿Qué?, ¿otra carta? —preguntó Rafa desde el espejo. —No, mis memorias. —Huh… —el chico se quitó el condón, los lentes y regresó al lecho—. No sabía que te apasionaba escribir. ¿Transmutarás de Lolita a Ana Frank? Me gusta ese nuevo aire intelectual. Durante mis días en el manicomio intenté hacer lo mismo ¿sabes?, escribir, pasé horas en el salón de lectura. —¿Algo interesante que contar? —Nada, pero hurté varias historietas y algunas revistas del corazón. La joven hizo una mueca, como una sonrisa, más o menos. —¿A parte de secuestrador y loco también eres un ladrón? —le acusó, dándole la espalda. ¡RELÁMPAGO! —Perdón —dijo el chico. —¿Perdón por qué? Rafa cerró los ojos y hundió la cabeza en la almohada. Respiró el penetrante y dulzón aroma de Adora. —Perdón —repitió—, por no existir… Adora volteó a mirarlo y, una vez más, como de costumbre, Rafael desapareció ante sus ojos. Siempre es lo mismo. Oh Rafa, eres el mejor chico del mundo pero estás completamente loco. Me revienta que te olvides por entero de que existo. ¡Anda,

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vete! ¡Escapa! ¿Te gusta escapar, verdad? “Escaposo”. ¡Anda, regresa a aquella acogedora habitación acolchada y reclama tu camisa de fuerza! Afuera la tormenta arreciaba. Una repentina sensación de soledad envolvió a la chica. Cerró el bloc de notas y lo arrojó con ira contra la pared. ¡Ya no pienso deprimirme más! Se levantó y encendió la luz. Dos grandes flores aparecieron pintadas en sus pechos. Areolas amarillas, pétalos blancos, cola y bigotes de gato. Estaba desnuda… Desnuda y roja. Papá, mamá, ¿puedo dormir esta noche con ustedes? Papá, mamá, sigo paseando por la habitación sin poder hallarlos. Solo está él. ¡Siempre está él! El chico calvo y gris del liceo. Mi compañero, mi amigo, mi secuestrador… «Oh Adora, esta noche seremos niños epilépticos, o mejor aún, niñoscadáveres de sonrisa Glasgow y brazos cruzados. Entra, toma asiento, sírvete un trago y relájate, escapar de este lugar es imposible. Juntos, mi alma destrozada y tus ojos de fuego, a teñir de sangre el cuarto entero: papel tapiz, ventilador, abrigo de piel (humana)». Adora arrastró los pies hasta la peinadora y le echó un vistazo al espejo. Sonrió al no ver ningún reflejo en él. «Cierra los ojos, bella suicida, es hora de tu “hojilla-somnífero”. Lamo tu cuerpo cancerígeno y me excito. Sí, vamos a amar. Dolor si no lo hay. ¡Vamos a amar! Vísceras a degustar». Siempre es lo mismo. A veces enciendo la luz y puedo verme ahí, tendida sobre la cama. Muñecas abiertas, manantial rojo. ¡Odio herirme! A pesar de que mi cadáver ha sido retirado y llevado a la morgue, la sangre aún mancha las sábanas, el colchón y mi dormilona… «¿Ya estás muerta, dorita? ¿Ves algún Señor? Vamos, miénteme un poco más, me gustas así. Anda, ascendamos, surquemos el espacio en un carrusel sideral. ¡No te sueltes! Enséñame ése truco tuyo, dime cómo haces para inventar tanto cuento».

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El autobús azuuuuuuuuuul... nos llama

“¿Recuerdas cuando eras joven? Brillabas como el sol. ¡Sigue brillando, diamante loco!” Shine On You Crazy Diamond, Pink Floyd

Recorrer las calles de esta ciudad con la nariz pegada al vidrio se ha

convertido, para sorpresa de ella, en un verdadero placer. Uno más para su exigua lista. Observar los autos, las aceras, los edificios; disfrutar de los colores, percibir los olores, espiar a la gente riendo o discutiendo. ¿Cuántas veces se habrá enamorado en autobús? Seguramente un centenar… —¡Parada! Cuando las puertas se abrieron una jauría de estudiantes, ancianos y señoras con bolsas del supermercado se lanzó por el pasillo a la caza de los pocos asientos vacíos. Empujones, insultos, calor, hedor. Adora, en la última fila, observó con repudio a aquella ineludible chusma de siempre. Vendedores ambulantes, niños berreando… Tengo una absurda teoría, una que no muy a mi pesar ha resultado correcta: soy una víctima de los niños. Por alguna extraña razón, como si poseyera algo que los demás no tienen, como si fuera un juguete o una rica golosina, a ellos les resulto atrayente. Me explico. Si de pronto nos reuniéramos varios adultos en una

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habitación, sin seña o distinción alguna entre nosotros, vistiendo, riendo y oliendo exactamente igual, clones idénticos, puedo asegurar que al soltar a un niño en ese mismo cuarto, éste, sin siquiera detenerse a pensarlo ignoraría al resto e iría tras de mí para hablarme, para jugar conmigo y luego, sin piedad, a hacerme papilla. Los niños al igual que los adultos pueden ser muy crueles, te patean, te escupen, se burlan de tu gordura, de tu irremediable y fea vejez, y al final, para rematar, cortésmente te llaman “señora”. —Permiso, señora —dijo la niña. Adora titubeó. Con recelo apartó su cartera y le cedió el puesto de la ventana a la chica de uniforme. Al pasar a su lado, una vaharada de su exquisita fragancia la captura. Que bien huele. Seguro es de esas jovencitas que se atiborran de perfume para alborotar a sus compañeritos de clases. —¡Vámonos! —anunció el conductor desde la parte de enfrente y de inmediato el autobús se puso en marcha. Mientras avanzaban, la mujer volvió a experimentar aquella recurrente sensación de alivio que siempre le sobrevenía de vuelta a casa. Sí, pronto estaría en casa. Pronto culminaría otro día normal, otro perfecto y despreciable día “normal”. La realidad —la triste realidad— era que mañana retornaría al horario, a los víveres, a los cupones de descuento; a su trabajo como cajera por turnos en un supermercado. A sus treinta y tantos Adora era tan corriente y vulgar que daban ganas de vomitar. Bueno, no tanto. Cuando la manutención de sus padres expiró (ayudada por años de excesos y despilfarro) y el auto y las alhajas debieron empeñarse, Adora tuvo que salir a trabajar. No lo hizo por ella, no, eso jamás. Lo hizo por su abuela, su única familia. ¿Su única amiga por siempre?

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La niña de la ventana hurgó en el interior de su morral floreado y halló el reproductor portátil, de Hello Kitty. Mientras desenmarañaba los cables y se calzaba los auriculares, Adora no dejaba de mirarla. ¿Qué música escuchará? ¿Indie? ¿Britpop? Esta música actual es una verdadera ensalada. La chiquilla no paraba de agitar la cabeza al ritmo de aquel sonido desconocido. Para la mujer era una visión nostálgica, un espectáculo entrañable, envidiable. ¿Qué edad tendrá?, ¿quince, dieciséis? Lleva puesto el uniforme de último año: camisa beige, falda, medias, zapatos escolares… Huh, no recuerdo que en mis tiempos lleváramos las faldas así de cortas… De pronto, como si una turbia intuición la previniera, la jovencita paró su batir de pelo y volteó urgente a ver a su vecina. Mierda, ¿qué ha pasado? ¿Me habrá pillado viéndole la falda? ¿Pensará que soy una pervertida? «Una pervertida», pensó la niña al percatarse quién era aquella mujer que tenía a su lado. La ropa gris, el cabello azul, la boina francesa a crochet; sí, la conocía, la había sorprendido tantas veces en el autobús, espiándola y eludiendo su mirada, que ahora al tenerla a un palmo de distancia resultaba alarmante. Enseguida forzó una hosca sonrisa y se volteó nerviosa hacia la ventana. Vaya tontería. ¿Hemos entablado amistad con solo una sonrisa?, ¿ella es ahora mi pequeña amiga del autobús? Esa es una idea un tanto infantil. ¡Soy una adulta! Una no puede liarse con niños así nada más, es incómodo e inapropiado. ¿Podríamos tener algo en común?, ¿nos habríamos llevado bien de haber estudiado juntas?, ¿gustado tal vez? —¡Parada! —anunció el conductor. Espera un segundo. Yo la conozco. Sip, ahora la recuerdo…

Hace unos años conocí a un Profesor de arte, un prominente académico acostumbrado a la buena vida que, curiosamente, quizás para lucirse entre los piojosos, hacía sus compras en el mismo supermercado feo donde yo trabajo. Un

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día al no hallar en los anaqueles sus habituales productos importados se me acercó para preguntar; no hizo falta hacerle ojitos para conquistarlo, a pesar de mi facha y mi mal carácter era toda una monada. Conversamos, nos gustamos y comenzamos a salir. Él bordeaba los cincuenta y yo un poco más de la mitad de eso. Era un verdadero caballero, atractivo, amable y obviamente muy culto. Me habló de viajes, de vinos, de pinturas famosas y películas francesas. Buscaba impresionarme y lo logró. Cuando le hablé de mí, solo respondió: «Que rara eres muchacha. ¿Tomas drogas? Bueno, da igual». De inmediato me mudé a su departamento. Naturalmente no teníamos nada en común. Su vida, a diferencia de la mía, era extremadamente ordenada. Era pulcro, meticuloso y muy vanidoso, no dejaba de mirarse nunca al espejo, le gustaban las camisas correctamente planchadas y mudar los muebles de un lado a otro (a su difunta esposa, pues había enviudado un año antes, le encantaba remodelar la casa constantemente), fanático. —¿En serio ha leído todos esos libros? —le preguntó Adora al descubrir en la sala una nutrida biblioteca. El orgulloso Profesor, custodio de aquella impresionante colección de volúmenes y documentos raros, sonrió con jactancia. —Claro muchacha, no solo sirven para cubrir la pared, también se puede aprender algo de ellos. Por cierto… El hombre caminó hasta la pila de libros y tomó uno. Se humedeció el dedo índice con la punta de la lengua y comenzó a hojear concienzudamente aquel texto. Al poco rato halló las líneas que buscaba:

“…apaleada y corrompida, la piñata se mece solitaria en el techo de una extinta fiesta, sin niños con quienes jugar, y con las entrañas desparramadas, devoradas. Es el fin de la niñez que pronto nos llega”.

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Durante el tiempo que vivimos juntos, el Profesor no dejó de tratarme como a su princesa —una princesa de miradas suaves y besos violentos, una mezcla sumamente letal—. A parte de las rosas y los bombones, lo que más me atraía de él era su febril adoración por la pintura, y esas sabias y paternas manos con las que me acariciaba. Incestuoso, excitante. «¿Y tus padres?», me preguntó una vez con fingido interés. «En sus tumbas», le contesté sin más. En la víspera de año nuevo, la tórrida pareja cumplió un mes de feliz idilio. Para celebrar la ocasión el hombre decidió, por fin, presentar a su joven amante ante su selecto círculo de amigos y colegas. Con laboriosidad Adora cocinó y limpió. Luego, a regañadientes, se vistió. La chica estaba radiante pero fúrica. Su consorte la había persuadido de usar «solo por esta noche» uno de los lustrosos vestidos de su difunta esposa. Tuvo que complacerlo sin objetar. Tacones, perlas de imitación y una sonrisa de igual factura completaron el atuendo. Se codeó entre los invitados y simuló pasarla bien. Parloteó y rió a placer sobre temas que no le atraían para nada, política, finanzas, literatura… ¿Qué cara pondrán si de pronto les pongo a The Doors en el tocadiscos? ¿Me enviarán a la cama?, ¿a mí, la núbil agasajada? Avanzaba la velada, misma que ostentaba —según apreció Adora— la marca de “el convite con más bostezos en la historia”. Cansada, deprimida y con los tacones en las manos, la muchacha deambulaba por la sala con absoluto desinterés y sueño. Ahí va el Profe, sorteando entre los invitados con bocadillos en las manos. Pobre desgraciado, no hace más que intentar convencerme de entrar en su dichosa escuela de arte. Psss, como si me importara mucho. ¿Y esta horrible mortaja de lentejuelas con la que me ha envuelto? No es más que un intento desesperado por revivir a su mujer, de ocultar mi imagen malsana. De pronto, en una esquina de la sala, apareció ella… ¿Una niña? ¿Qué hace una niña aquí?

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Adora miró a todos los presentes pero nadie más pareció advertirla. Volvió a mirarla. La pequeña, como de unos diez años, vestía un tutú azul. Solitaria, jugaba en la alfombra con un autobús de juguete. Un autobús azul. En eso la chiquilla levantó la cabeza y se le quedó viendo. Mierda, ¿qué hago?, ¿la saludo?, ¿le ofrezco ponche?, ¿sigo de largo hasta la cocina? No, ya no hay tiempo. Aquí viene… La niña se enderezó, tomó su juguete y caminó en línea recta hasta donde se encontraba Adora. Ella, apurada, improvisó su papel de anfitriona: —Hola, pequeñita —dijo, extendiéndole una “adorable” sonrisa—. ¿Cómo t… Adora no lo vio venir. No vio cuando el autobús hizo una curva en el aire y se estrelló directo en su frente. ¡PAF! De camino al piso, la muchacha tuvo tiempo para una desconcertante teoría: soy una víctima de los niños. «¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!», corearon los invitados. Mocosa incluida.

—¡Parada! “El autobús azuuuuuuuuuul... nos llama / el autobús azuuuuuuuuuul... nos llama / chofer, ¿a dónde nos llevas?”. El autobús dejó a Adora en el lugar habitual, a unas cuadras de casa. Culminaba así otro día normal, otro perfecto y despreciable día “normal”. Mañana retornaría al horario, a los víveres, a los cupones de descuento; a la triste realidad de ser una cajera por turnos en un supermercado. La jornada, como de costumbre, terminó siendo una pesadilla. No obstante, algo la motivaba a sonreír, algo le hacía sentir realmente bien.

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Cuando la mujer entró a la casa halló a su abuela sentada a la mesa, lista para cenar. Mi abuela, mi alegre y despreocupada abuela. Mi antagonista, mi lado B, mi antítesis. Que feliz y tranquila se le ve ahí, discutiendo sola frente a la TV. ¿Qué haré cuando enferme o caiga por las escaleras? ¿Quién la cuidará? ¿Quién olerá sus flatulencias?, ¿yo? Oh, mi pobrecita abuela. Al menos nunca me colmó de consejos ni me alentó a hacer de mi vida algo provechoso. Tal vez un día haga de su enfermera Adora no la saludó, comenzaba a dar las gracias y no era buena idea interrumpir. En silencio atravesó la cocina y subió las escaleras hasta su cuarto. —¡Llegas tarde! —protestó la anciana desde el comedor—. Cámbiate rápido y lávate las manos, te serviré la cena de una vez. Hoy es viernes. Viernes… Nunca dejaba de recordarle que los viernes debía limpiar los baños y sacar la basura; mientras ella, imperturbable, veía las noticias en la cocina. A la nieta ya no le importunaba nada de aquello, en serio, los años la habían instruido en el difícil arte de aparentar ser feliz. Solo aparentar. —¡Sí abuela! —contestó desde su puerta—. Enseguida bajo. Y de inmediato trancó con doble seguro. Quiero soñar con un mundo paralizado donde la única que se mueva sea yo… Adora dejó la cartera, el paquete de pañales, el reproductor portátil —el de Hello Kitty— sobre la cama y se desvistió. Dobló su uniforme con sumo cuidado y lo colgó en el armario. Aquél guardarropa, en otrora amplio y escandaloso, finalmente había perdido la batalla ante una modesta y más convencional colección de faldas y camisas grises, exquisitamente ordenada en una luctuosa degradación del blanco al

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negro, de izquierda a derecha, completamente ausente de colores. Su uniforme de cajera, de hecho, también era gris. Quiero que me rapte nuevamente un extraterrestre, quiero, quiero, quiero. ¡Ah, quiero tantas cosas! La mujer cerró las puertas del armario y giró para observar sus dominios. Dio pasos en derredor, se movía en pantaletas, comodidad absoluta. La apacible sonrisa en su rostro lo expresaba todo. Sentir el cosquilleo de encontrarse nuevamente en su habitación era reconfortante. —¿Qué tal el día? —preguntó—. ¿Te has portado bien? Hoy he tropezado con un viejo conocido. Más bien fue como una colisión: ¡PUM!: «Hola Profe, ¿cómo está?», le saludé en tono alegre, pero el muy imbécil hizo como que no me reconoció. Pagó sus artículos, besó a su nueva (linda, joven y seguramente más sofisticada y ambiciosa) novia y me insultó por no devolverle su cambio a tiempo. ¡Cretino! Síp, puede que aún conserve ese aire intelectual que un día me sedujo, pero hoy sé que solo es un cobarde. El día que llevé una prueba de embarazo a su departamento se meó en los pantalones. El test dio negativo, por supuesto, pero en seguida me dijo: «debes irte Adora, te quiero mucho y todo eso, pero…», y fue todo. Al final resultó que sí teníamos algo en común, lo fácil que se nos da abandonar y dejar de querer. Bueno, la pasé bien. Abajo, en la TV de la cocina, daban los titulares: «Plagas, hambruna, terrorismo y xenofobia —el hombre en el noticiero no paraba de anunciar calamidades—; cambio climático, derrames petroleros, recesión económica». La abuela alcanzó el control remoto y le subió al volumen… Cabizbaja, Adora arrastró los pies hasta la peinadora y le echó un vistazo rencoroso al espejo: Espejito, espejito, maldito espejito. ¿Por qué este

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cuerpo me creció? ¿No hubo más remedio? «Es el fin de la niñez que pronto nos llega». Dime espejito, ¿me veo horrorosa con este cabello azul?, ¿gorda?, ¿arrugada?, ¿varicosa? Vamos, dime, ¿es esta la crisis de los treinta? ¿Qué? ¿¿Qué?? Ya estoy sorda de tanto audífono… TV: «Esta mañana el Papa ha declarado que el escándalo suscitado en torno a los cientos de casos de sacerdotes pederastas alrededor del mundo “no desacreditará al clero ni representará pecado alguno ante los ojos del Señor”. Reiteramos estimados televidentes, “ningún PE-CADO”…» —¿Sabes lo que quiero? —continuó la chica, agotada—. Quiero conducir uno de esos enormes camiones que recogen la basura, poder compactar toda mi mierda y desecharla muy lejos de aquí. Síp, eso quiero. Ya la Muerte no seduce. Ni el olor de la lluvia, ni París, ni Jim. Tal parece que allá afuera, entre los más de siete mil millones de humanos, hay un montón como yo. Digo, andamos por la vida sintiéndonos especiales, pensando estúpidamente que somos excepcionales, únicos, pero no es así. Hoy alguien en alguna parte también ha comenzado a aborrecer al prójimo; hoy alguien también ha decidido seguir durmiendo porque descubrió que no valía la pena ir a trabajar; alguien prefirió un ménage à trois a un fútil polvo con su pareja; alguien se perforó el ombligo y se tatuó el trasero; alguien olvidó sacar la basura; alguien amó y odió; alguien vivió y murió; alguien adoró a sus bandas favoritas y honró a sus héroes literarios con un refinado y exitoso plagio. ¡Y me incluyo! ¿Te dije que terminé de redactar mis memorias? Es más, ya les tengo título: “Maneras de malgastarse la vida sin levantarse de la cama”. Un texto nada innovador pero comestible. Sería regio poder publicarlo y convertirme en la heroína de algunos, tener groupies que me adulen y obren en mi

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nombre, conceder entrevistas, hacer una película, ser un ídolo, una mártir. ¿Soy ya una figura trágica? ¡Que risa! ¿Qué hubiese sido de mí de no ser quien soy ahora? ¿Actriz porno? ¿Dentista como querían mis padres? ¿Ama de casa? Pienso que de haber desarrollado más neuronas, o por el contrario, quemado algunas otras durante el arduo proceso de intentar quitarme la vida, hoy sería normal, normalita como todos. De repente una vaharada de su exquisita fragancia la captura… —¡Oh, discúlpame! —exclamó, y apenada volvió sobre sus pasos hasta la cama—. ¿Qué ha sido de mi cortesía? Permíteme ayudarte. La mujer se arrodilló ante la cama y metió sus brazos por debajo hasta casi alcanzar el otro extremo; luego, con un leve esfuerzo, extrajo de su interior aquello que celosamente ocultaba bajo las sábanas… TV: «En otras noticias, la policía continúa en la búsqueda de la pequeña estudiante desaparecida hace una semana. A pesar del centenar de agentes y de los muchos vecinos que se han sumado a las labores de rastreo, aún se desconoce el paradero de la menor…» —Hola, pequeña —saludó Adora, y le obsequió una “adorable” sonrisa a la joven de uniforme que, atada y amordazada, aguardaba ante sus pies. Rafa, mi bienquerido Rafa, mi único amor. ¿Tenías que saberlo todo, verdad? ¿Tenías que ser un maldito sabiondo, verdad? Cuando fuiste apartado de la compañía de los chicos y obligado a renunciar a tu propia niñez, ya lo sabías. Tu prematura vejez no te amedrentó, te exhortó a luchar por tu infancia, a arrebatársela a otros. Siempre lo supiste, siempre fuiste el más listo de la clase. Y es que la respuesta salta a la vista, entre niños no se distingue la maldad. ¿Perversión? ¿Bajos instintos? ¡Nah! Es solo un juego, no es el fin del mundo.

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Camisa beige, falda, medias, zapatos escolares... Para la mujer aquello era una visión nostálgica, un espectáculo entrañable, envidiable. ¿Extraviada? No, claro que no, Adora siempre supo donde encontrarla. Con esfuerzo, la niña reptó por entre las sábanas y sacó la cabeza para mirar a su captora. Se estremeció al reconocer a aquella señora. Sí, la conocía. La había sorprendido tantas veces en el autobús, espiándola y eludiendo su mirada que… —Síp —afirmó Adora—. Mejor que te enteres, soy un monstruo. Déjame alimentarme de ti, de tu inocencia y juventud. ¿Te hablé ya de mi demencia? Déjame mostrarte esta noche cuál es mi juego favorito; déjame mostrarte esta noche cómo… —¡Adora! —gritó la abuela desde las escaleras—. ¡Tu cena se enfría, cariño! —¡VOOOY!

«Lari-lari-laré».

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A Teresa, Luisa, Carmen Teresa y Carmen Luisa; a Yegli, por tu apoyo incondicional, paciencia y amor; a la familia Borregales; a la familia Díaz; a mis demás parientes… GRACIAS.

A mis conocidos, compañeros y amigos; a los que no puedo eliminar; y a todos aquellos que no volveré a ver jamás… GRACIAS.

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