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LA VICTORIA DE ABRIL SOBRE LA NACIÓN I EL FRACASO Y LA POSTRACIÓN Hay en el escudo de la capital de esta nación boliviana, un testimonio alegórico de la antigüedad de nuestra mayor dolencia nacional. Pero también, a modo de arcaico recetario, está presente la vieja manera de curarla. Para los involuntarios continuadores del secular sacrificio, todavía es, el simbólicamente infranqueable río pintado de azul en el escudo paceño, la “cívica” manera de impedir que el león devore al cordero. Claro está que para los devoradores y devorados de hoy día, la ingenua imagen del angosto río escudal ha sido reemplazada por el destierro o la reclusión impuestos por los primeros, o por un prudente silencio, por los segundos, de cuanto pudiera inducir al león a vadear el río. Me propongo, al redactar estas notas, renegar de esta vieja terapia política. Inicio así el análisis de algunos de nuestros más hondos temas nacionales, persuadido de su inutilidad y aún a riesgo de provocar un nuevo encuentro entre los ya tradicionales personajes de esa cruenta fábula que es nuestra historia patria. Quisiera advertir a quien incurriese en el error de suponerme representante de algo o alguien, que apenas si aspiro a representarme con la mayor fidelidad posible. Se pensará que quien no lleve la delegación de algún grupo social, no debiera ocuparse públicamente de temas públicos. Es verdad. Por esto, hacen ya algunos años que en Bolivia nadie se ocupa de ellos. Es que en nuestro país nadie representa a nadie: los partidos, de este y otro tiempo, están a tanta distancia de la nación, como sus dirigentes lo están de sus imaginarios seguidores; las instituciones civiles se han estereotipado y el cause por el que era posible alguna comunicación vital entre ellas y el país, hace tiempo qué no conduce sino, espasmódicamente, agrios fermentos de discordia y resentimiento; en cuanto a las instituciones militares, parecería que al cabo de ciento treinta y cuatro años de vida "independiente", hubieran descubierto que su misión consiste en sostener en el gobierno a un partido que ignora si una de las dos fracciones en que está dividido debe permanecer en el poder o si debe abandonarlo. Puesto que nadie representa a nadie, que alguien resuelva y asuma la representación de sí mismo, no parecerá impertinente. Un monólogo oficial Salir a la caza de explicaciones sobre las causas, peculiaridades y consecuencias de un complejo proceso socio- político, partiendo a esta aventura teórica desde el centro mismo, temporal y físico, de este caótico paisaje que se quiere penetrar, parecería, cuando no temerario, al menos infructuoso. Y, sin embargo, nada puede orientarnos mejor sobre nuestra confusa ubicación histórica que, abandonando la densa oscuridad que nos rodea, arribar a una zona donde algunos razonamientos nos revelen el punto cardinal que es propio atribuir a ese proceso social que la gente ha convenido en llamar "revolución".

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LA VICTORIA DE ABRIL SOBRE LA NACIÓN

I

EL FRACASO Y LA POSTRACIÓN

Hay en el escudo de la capital de esta nación boliviana, un testimonio alegórico de la antigüedad de nuestra mayor

dolencia nacional. Pero también, a modo de arcaico recetario, está presente la vieja manera de curarla. Para los

involuntarios continuadores del secular sacrificio, todavía es, el simbólicamente infranqueable río pintado de azul

en el escudo paceño, la “cívica” manera de impedir que el león devore al cordero. Claro está que para los

devoradores y devorados de hoy día, la ingenua imagen del angosto río escudal ha sido reemplazada por el

destierro o la reclusión impuestos por los primeros, o por un prudente silencio, por los segundos, de cuanto

pudiera inducir al león a vadear el río. Me propongo, al redactar estas notas, renegar de esta vieja terapia política.

Inicio así el análisis de algunos de nuestros más hondos temas nacionales, persuadido de su inutilidad y aún a

riesgo de provocar un nuevo encuentro entre los ya tradicionales personajes de esa cruenta fábula que es nuestra

historia patria.

Quisiera advertir a quien incurriese en el error de suponerme representante de algo o alguien, que apenas si aspiro

a representarme con la mayor fidelidad posible. Se pensará que quien no lleve la delegación de algún grupo social,

no debiera ocuparse públicamente de temas públicos. Es verdad. Por esto, hacen ya algunos años que en Bolivia

nadie se ocupa de ellos. Es que en nuestro país nadie representa a nadie: los partidos, de este y otro tiempo, están

a tanta distancia de la nación, como sus dirigentes lo están de sus imaginarios seguidores; las instituciones civiles

se han estereotipado y el cause por el que era posible alguna comunicación vital entre ellas y el país, hace tiempo

qué no conduce sino, espasmódicamente, agrios fermentos de discordia y resentimiento; en cuanto a las

instituciones militares, parecería que al cabo de ciento treinta y cuatro años de vida "independiente", hubieran

descubierto que su misión consiste en sostener en el gobierno a un partido que ignora si una de las dos fracciones

en que está dividido debe permanecer en el poder o si debe abandonarlo.

Puesto que nadie representa a nadie, que alguien resuelva y asuma la representación de sí mismo, no parecerá

impertinente.

Un monólogo oficial

Salir a la caza de explicaciones sobre las causas, peculiaridades y consecuencias de un complejo proceso socio-

político, partiendo a esta aventura teórica desde el centro mismo, temporal y físico, de este caótico paisaje que se

quiere penetrar, parecería, cuando no temerario, al menos infructuoso. Y, sin embargo, nada puede orientarnos

mejor sobre nuestra confusa ubicación histórica que, abandonando la densa oscuridad que nos rodea, arribar a una

zona donde algunos razonamientos nos revelen el punto cardinal que es propio atribuir a ese proceso social que la

gente ha convenido en llamar "revolución".

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La política, ese quehacer predilecto del hombre contemporáneo, reconoce en el diálogo su forma más saludable

de expresión. En el monólogo, en cambio, se expresa mejor una política desnaturalizada. Desde abril de mil

novecientos cincuenta y dos, un estridente y tedioso monólogo oficial ha impedido la libre discusión de las ideas

y suplantado todo razonamiento sereno. Desde entonces, los problemas de más delicada solución, las cuestiones

sociales más agudas, los temas substanciales de nuestra vida pública; han sido tratados con rudos y groseros

instrumentos teóricos, manejados torpemente por gente más interesada en la expresión de un plañido o de un

sentimiento de odio, que en el descubrimiento de la verdad.

Guerra y revolución

Se afirma, con demasiada frecuencia, que el suceso de abril ha separado a la familia boliviana. Pero, ¿es que

alguna vez los bolivianos se han unido en torno de algo? ¿Es que en nuestra infortunada historia, alguna vez se

han sentado, unidos por un apetito común, a saciar una misma necesidad espiritual? Ciertamente, jamás. Y es que

aún en los períodos de mayor serenidad, lo que parecía concordia y comunidad de propósitos era, más bien, la

quietud derivada de una falta absoluta de propósitos; una ausencia total de intenciones nacionales proyectadas al

futuro. Así, la historia de Bolivia aparece como la historia de una interminable desinteligencia, excepcionalmente

interrumpida por períodos de laxitud durante los cuales la fatiga en los contendores hacía pensar en la ausencia de

grandes motivos de discordia. Hay, sin embargo, dos eminencias en el gráfico que registra la temperatura de

nuestra vida republicana. La guerra del Chaco y la llamada Revolución de abril. Contrariamente a lo que ocurre

con las personas enfermas, estas dos cimas de la temperatura social registran, más bien, los períodos de mayor

vitalidad nacional. Ambos acontecimientos son la máxima exaltación colectiva de que ha sido capaz nuestro país.

De ambos, también, como de un esfuerzo desmesurado, Bolivia ha salido exhausta. Pasado el derroche de

vitalidad, dilapidada toda energía, la nación se ha recogido a restañar, impotente y vacía de esperanzas, las heridas

recibidas en ambas derrotas. Mas, como el contendor de Bolivia en el suceso de abril, fue Bolivia misma, la

nación toda ha debido sobrevivir a una suerte de suicidio del que ha salido con vida… pero sin deseos de vivir.

El hecho libertario

Pero antes de precipitarnos por la línea que marca el grado de salud de la nación, parecería aconsejable un

retroceso en el tiempo.

Hay en la relación escrita del desarrollo político de toda excolonia, un mayúsculo error de interpretación histórica.

Consiste éste en atribuir a la fundación de la república el carácter de un vagido histórico. De este inveterado

equívoco se sigue, con envidiable e ingenuo sentido cronológico, que toda edad posterior a la de su advenimiento

será edad de aproximación a un estado de plenitud de difícil definición. Al reconocer en el momento de la

organización republicana, un anodino punto de partida, se ignora que, si bien para la biografía de la república en

cuanto república, toda época pretérita tiene apenas el sentido de una progenitura proclive a la leyenda, para la

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historia, en cambio, tiene el valor de un desarrollo social cuya culminación es la república misma. Así, el Alto

Perú es la infancia de nuestra nación y su transmutación en Bolivia indica el momento en que algunos postulados

y algunos, apetitos colectivos, hicieron posible un breve pero intenso estado de entusiasmo en torno a la idea de

"República Independiente".

Si la fundación de Bolivia es el apogeo de una ascensión que dura lo que duró la colonia, ¿no parecerá natural que

la centuria posterior al hecho fundamental sea una inevitable caída hacia un perigeo sospechosamente próximo en

el tiempo a la guerra del Chaco? Porque si la idea de independencia dio cohesión al conglomerado social

altoperuano, logrado este ideal, habrá que preguntarse por el elemento unificador que debió aglutinar a los grupos

circunstancialmente unidos. Una nación es una sociedad que vence cotidianamente el riesgo de disolución creando

atractivos programas de acción en común, sólo realizables por la sociedad. No se requiere de gran perspicacia para

percatarse de que, comparado con el apetito libertario de la edad colonial, heroicamente satisfecho, todo cuanto la

república deseó con posterioridad a su constitución fue un plato de lentejas. ¿Qué otra cosa, sino, significaba el

repertorio de ideales republicanos, comparados con aquel alucinante proyecto de ser libres e independientes y de

entrar súbitamente en el goce de cuanto hasta entonces no les pertenecía?

Juzgada así nuestra historia, Bolivia habría nacido de un supremo acto de fe: la República Independiente. A

expensas de ese magnífico estado de hipertensión cívica vivió la república un siglo. Del recuerdo de ese hecho

primordial vivió el país, languideciendo, durante una centuria. El año treinta parece marcar el momento preciso en

que las últimas huellas némicas del formidable esfuerzo, debilitadas por el transcurso de cien años vacíos de

grandes ilusiones, se extinguían y dejaban a la nación extraviada en su viaje por la historia. Porque la caducidad

de una centuria cívicamente parasitaria se intuía inminente es que la guerra del Chaco pareció inevitable. Se

comprenderá ahora por qué excluyo de los grandes hechos nacionales las otras seis dentelladas al territorio nacio-

nal. Todas ellas provocaron movimientos de defensa patria. La del Chaco, en cambio, fue un hecho bélico de

conquista, no de territorio, sino de confianza en la vitalidad de la nación.

El Diario, 6 de marzo de 1960

Por una victoria cívica

Detengámonos ahora en la primera de estas dos empresas vitalizadoras del sentimiento nacional y busquemos su

causa eficiente. Habrá que inquirir por el secreto atractivo que la trágica aventura tuvo para los bolivianos del año

treinta y dos. ¿Qué género de virtudes se creyó descubrir en aquella bélica tarea? ¿Cuál el cívico botín imaginario

al término del sangriento camino? Porque no se trata de la responsabilidad que en la iniciación del conflicto

pudiera corresponder a cada uno de los beligerantes. No. Esto es material para la anécdota grande, que es la

Historia, o para la pequeña, que es crónica menuda y satisface sólo a las personas de mayor pereza mental. Y

cuanto aquí me propongo es permanecer lo menos posible en los hechos y, sin pretensiones de rigor, entregar

algunas intuiciones de realidad que me parecen ciertas.

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Es indudable que abiertas las hostilidades, Bolivia se entregó con tanto entusiasmo como falta de eficacia a una

lucha de la que no dudaba salir victoriosa. ¿Qué resortes impulsaron a nuestro pueblo en procura de esa victoria?

Hay razones para pensar que desde el Palacio Quemado hasta la trinchera calcinada, un claro presentimiento de

que la victoria sobre el enemigo traería consigo una otra forma de victoria sobre todo cuanto de vergonzoso y

censurable había acumulado nuestra historia, alentaba en todos los corazones. Porque, al fin, es la misma fábula

en que intervienen la zorra y las uvas. Tantos inútiles saltos había dado hasta entonces Bolivia, que este último, al

parecer iniciado de posición tan ventajosa, parecía destinado a compensarla de todo esfuerzo infructuoso,

impidiendo que el país se abandonara a un sentimiento de fracaso irremediable. Así, lo que Bolivia debía derrotar

en el Chaco, era la sensación de derrota que inhibía la conducta de toda la nación. Cuando el soldado aventuraba

un miembro más allá de su escondrijo, no hacía sino prolongar el gesto con que la nación salía de su encierro para

buscar angustiosamente aquella victoria sobre la que edificaría una nueva conciencia nacional.

Derrota y postración

¿Sorprenderá entonces que, consumada la derrota, el país se hubiera postrado agobiado por el peso de una catás-

trofe moral de igual magnitud que la victoria esperada? Porque hubo que pensar que el riesgo de la empresa

importaba tanto daño en la derrota como beneficio se esperó de la victoria. ¿Sorprenderá aún que los derrotados se

hubieran vuelto sobre la nación para vencerla? Es la historia de post-guerra de toda nación inmadura. Quienes han

tenido en sus manos durante el desarrollo del conflicto el máximo instrumento de fuerza, pierden conciencia del

carácter dependiente de su organización; olvidan que son, nada más y nada menos, que una peculiar manifestación

del país y terminan por considerar a la nación de que forman parte, como una parte de ellos. Este fenómeno de

hipertrofia militar nacido de una contienda perdida tuvo, en el caso de Bolivia, el carácter de una expurgación

nacional. Desde el teatro de su derrota llegaron periódicamente los militares a conquistar por la fuerza el gobierno

de su nación. Durante once años, desde esa enorme llaga que la contienda abrió en el extremo sur del cuerpo

patrio, una infección de inepcia y deshonestidad invadió el organismo nacional. Pero sería de una imperdonable

superficialidad suponer que la mayor responsabilidad de la derrota debiera corresponder al ejército en cuanto

institución. Ello equivaldría a imaginar un país, no como un organismo, sino como un fortuito habitar simultáneo

en un mismo territorio, por entidades sin relación de dependencia vital. El ejército es, digámoslo así, el traje de

guerra de la nación. Por eso, la derrota del Chaco, fue la derrota de la nación. Pero como nación es una comunidad

en el tiempo, el fracaso del Chaco ha comprometido el pasado y futuro de Bolivia e impreso a su conducta el

amargo gesto de la impotencia y la frustración.

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II

LA COMPOSICIÓN SOCIAL DE LA REPÚBLICA

Obedeciendo a ese ritmo pendular que va del desencanto a la esperanza, Bolivia edificó en la década de post-

guerra una nueva fe. Resultaría prematuro filiar una inquietud nacional cuya extensión, en los primeros años que

siguieron al armisticio, no alcanzaba la precisión que requiere un partido y cuya profundidad social sobrepasaba

con mucho las capas que solían interesar las colectividades políticas de la época. Cuando este innominado anhelo

de rectificación y recuperación, vástago de la tragedia en que sus progenitores, los partidos de la tradición,

encontraron la muerte, alcanzó su mayoría de edad, fue -ya veremos con cuanta impropiedad— bautizado con el

nombre de Revolución Nacional.

¿Por qué caminos emergió Bolivia de la profundidad casi abisal en que la había hundido la derrota, para alcanzar

semejante altura vital? ¿Qué circunstancias extrañamente propicias hicieron posible el precoz desarrollo cívico

que dio a Bolivia, en quince años, tan desconcertante estatura política? Intentaré una descripción del fondo social

y político sobre el que Bolivia pudo movilizar este su segundo gran entusiasmo colectivo.

Responsabilidad en el aborigen

Hay en el vocabulario político del boliviano una frase acuñada para tranquilizar su conciencia y para liberarlo de

todo esfuerzo mental: "El ochenta por ciento de la población boliviana está formado por indígenas". Esta

afirmación, repetida hasta la majadería desde la edad escolar hasta esa otra, no muy distinta, que es la edad

política, parecería expresar la convicción de que cuanto ocurrió de lamentable o desgraciado a nuestro país,

debiera anotarse en la cuenta de ese ochenta por ciento. Pero como no se es responsable sino en la medida en que

se interviene, habrá que preguntarse por esa forma de intervención cuya magnitud parece guardar una estrecha

relación con el elevado porcentaje que se señala. ¿Ejerció autoridad? ¿Eligió? ¿Tributó? ¿Defendió su territorio?

¿Produjo para los demás o consumió de ellos? Que se sepa, la única forma de relación con esa estructura jurídica

que se llama país fue el delito; Sólo en la comisión de un acto delictivo el aborigen se convertía en sujeto de

derecho. Al parecer, la responsabilidad que en el infortunio y la falta de capacidad para organizar el país pudiera

corresponder al indígena, es de esa naturaleza de responsabilidad que nace de la omisión. Sí; sólo una pura

ausencia que dura lo que la república parece imputable a la raza indígena. Este decisivo grupo étnico constitutivo

de la nacionalidad ha lastrado el proceso nacional de un modo muy peculiar: Permaneciendo. Una terca

permanencia en el tiempo y en el espacio que nos induce a considerarlos más coetáneos del paisaje que habitan

que contemporáneos nuestros.

Recíproca incomunicación

La recíproca incomunicación en que durante un siglo habitaron el aborigen y el blanco un mismo territorio,

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terminó por crear una recíproca indiferencia por la suerte de ambos. Así, las poblaciones urbanas, tributarias del

privilegio de integrar un cuerpo social hecho de deberes y derechos, evocaban la figura del aborigen, ya no como

la de un miembro del mismo organismo histórico, pero ni siquiera como la de un remoto y miserable pariente que

avergüenza. La actitud mental y espiritual con que el blanco ciudadano enfrenta la idea de un parentesco con la

raza indígena, es la de una risueña incredulidad. Sólo algunos espíritus candorosos intentaban tímidamente

persuadir a los demás, de un modo más o menos lírico, de que aquella ascendencia enojosamente remitida a la

región del mito, podría ser de una realidad histórica. El significado inequívoco de esta conducta espiritual es que

el blanco republicano no reconoce en la organización nacional de que es usufructuario, una metamorfosis histórica

del cuerpo social prerepublicano, el que a su vez constituye otra transmutación del primitivo organismo social que

fue el Incario. Para él, el aborigen habitante de Bolivia tiene el carácter de un vestigio étnico inasimilable; algo

con que se encontró, del mismo modo que la fauna o los accidentes geográficos, en el territorio conquistado por la

gesta libertaria.

Un residuo étnico

¿Cuál la consecuencia de esta secular incomunicación racial? Es indudable que si para el blanco, el indio no

sobrepasa la categoría de un residuo étnico, para éste, en cambio, el blanco y su organización, a pesar del hecho

de la independencia cuyo significado político resulta de una sutileza inaprensible para la enclaustrada mente

indígena, constituyen la continuación del proceso histórico que se inició en la conquista. ¿Acaso puede imaginarse

nada más extraño que la idea de patria alojada en la mente aborigen? ¿A qué hechos, experiencias, recuerdos,

emociones; en fin, a qué vivencia podrá remitir mental y espiritualmente un anacoreta la idea de hogar? Hasta el

año mil novecientos treinta y dos en que la grande e incomprensible entidad política que ignoraron y los ignoró,

reclamó su concurso para la defensa de un territorio cuyos límites, por no ser los de su pertenencia, le eran ajenos,

el aborigen permaneció esencialmente extraño a la idea de patria. Sólo entonces, cuando el martirio pareció un

precio justo por la defensa de algo que hasta entonces no le pertenecía, la patria cobró un sentido para él y desde

entonces también fue suya. Pero también desde entonces, la nación, puesta en supremo apuro, comprendió que si

el origen de ambos era distinto, al menos se debían a un destino común.

Todo esto quiere decir que si el ataque chaqueño fue de tal gravedad que estuvo a punto de provocar el deceso de

Bolivia, al menos tuvo la virtud —¡por fortuna!— de herir la parte indígena de la nación y provocar en ella una

respuesta refleja: ¡Estaba viva!

Desde entonces, ese inmenso y anquilosado miembro indígena con que el país vino a la vida de república y que

arrastró penosamente durante un siglo, herido en la contienda, inició un lento movimiento de aproximación al

ritmo vital de la nación y después de marchar un tiempo a su vera —ya comenzamos a percibirlo— nos

sobrepasará con una celeridad y vigor de que la tradicional organización nacional no será capaz.

El Diario, 8 de marzo de 1960

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Partidos populares

Si la contienda del Chaco provocó una profunda modificación de concepto en la mente indígena y por la vía de la

sangre entró éste en posesión del repertorio emocional en que para el blanco consistía la patria, modificó también

de un modo decisivo la composición social del país.

Cuando los partidos de la tradición republicana se referían al apoyo popular de que disfrutaban sus colectividades,

debía entenderse que sus hombres y sus ideas despertaban alguna simpatía en las muchedumbres mestizas

habitantes de las ciudades o de sus inmediaciones. Estas muchedumbres que por su número y composición no

tenían ideales distintos de los que perseguían las clases dirigentes, eran el producto de una exigua relación, la que

por su carácter inevitable guardaba más semejanza con una fricción, entre las dos razas extremas que componen

nuestra nación. El número de este contingente mestizo crecía en la medida en que la complejidad del aparato

económico e institucional demandaba una mayor colaboración entre sus progenitores. Así, el alfarero devino en

obrero y el campesino en soldado. Paralelamente a su crecimiento demográfico, el mestizo incrementaba su con-

ciencia política con la certidumbre de su creciente importancia y utilidad social. Este estado de conciencia sobre la

necesidad que de él tenía la nación, no pudo menos que determinar alguna modificación en el programa de ideales

políticos de la época. De hecho, contribuyó a reemplazar el culto a entelequias más o menos cívicas, por una

preocupación social que confería a los partidos de entonces un cierto carácter popular.

Aristocratización y equilibrio

Pero la mecánica política tiene, para estos casos de emergencia, una espita por donde fuga la fuerza social con que

el conglomerado mestizo presionaba el aparato político. Esta válvula de descongestión social tiene un nombre: La

aristocratización de los partidos populares en el ejercicio del poder. Nuestra historia política no es sino un

incesante alternarse de partidos originalmente populares y aristocratizados después por el disfrute del poder

político, y de otros nacidos del desprestigio de sus antecesores y engrosados a expensas de la inconsecuencia de

ellos. Merced a esta metamorfosis de los partidos populares, la nación consumía de un modo imperceptible toda la

energía que el crecimiento numérico del mestizo ponía en la actividad política, energía que amenazaba con

inclinar el aparato institucional hasta una distancia peligrosamente próxima a sus manos.

De este modo, una ley semejante a la que regula la pervivencia de las especies zoológicas, impidiendo la extinción

de muchas y la proliferación de algunas, permitía a la nación conservar un aparente equilibrio político basado en

un profundo desequilibrio social. Pero la historia guardaba para el destino de Bolivia el acontecimiento bélico que

rompería esa yá por entonces vacilante regulación de fuerzas. Concluidas las hostilidades en el Chaco, comenzó la

desmovilización de los contingentes militares y su posterior alistamiento político en masas que invadieron las

ciudades con un nuevo concepto de sus relaciones con la nación.

He ahí el itinerario de las poblaciones autóctonas en su parsimonioso viaje hacia la nación. Al término de esta

desorientada peregrinación nativa, una puerta de guerra, súbitamente abierta en el Chaco, dirigió su espíritu y sus

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pasos hacia el corazón del país. El ingreso de estas derrocadas multitudes guerreras significó, a pesar de su

derrota, el humus social en cuya dolorida entraña se operó la precoz germinación de un nuevo ideal político.

III

LA DÉCADA MILITAR

Hasta aquí he intentado la descripción de algunos hitos (el hecho republicano y la guerra del Chaco); de los

caminos que a ellos y de ellos salen y de los grupos sociales que por esos caminos avanzaron impulsando

penosamente a nuestra nación en su transcurso por la historia. Todo esto obedece al deseo de fijar, siquiera con la

brevedad que impone un trabajo periodístico, los hilos que desde el fondo de nuestra historia mueven los

acontecimientos políticos de que somos espectadores. Entiéndase pues, cuanto llevo dicho, como un rápido

escorzo del cuerpo histórico boliviano en actitud de avanzar hacia esta nueva circunstancia política que nos

incluye. Aventuremos ahora una descripción del próximo paso y de la postura en que este movimiento dejó al

país.

Permanencia institucional

Sólo una visión superficial de la década militar que siguió a la terminación del conflicto, ofrece la engañosa

apariencia de un período político uniforme. Observadas con algún detenimiento las circunstancias que hicieron

posible esta permanencia institucional, se advertirá que, a través de los cinco presidentes militares que

inamistosamente se repartieron la década de post-guerra, dos fuerzas políticas antagónicas pugnaban por

preponderar. La Tradición Republicana, llamémosla así, encarnada en los partidos Liberal y Republicano, y di-

versas agrupaciones políticas que obedecían, con alguna inclinación de derecha o de izquierda, al común

denominador del socialismo. Ninguna de las dos poseía la fuerza necesaria para desplazar a la extraviada

institución militar. Los primeros estaban asistiendo a su propio deceso y las segundas no conseguían ponerse en

pie.

A estas causas de imponencia e inmadurez política debe agregarse el tradicional fenómeno de distorsión

institucional de que son víctimas las fuerzas armadas por efecto de una contienda prolongada. Como el país,

puesto en trance de guerra, debió convertirse orgánicamente en un ejército dispuesto a la lucha, los jefes de este

circunstancial ejército que incluía todos los grupos y actividades civiles, entendieron que esta temporal tensión

bélica puesta a su mando podía ser un ideal de organización nacional con carácter permanente. Fue tanta su

impaciencia por ver a la nación marchando bajo sus órdenes y siempre al son de un ritmo militar, que ni siquiera

aguardaron la conclusión del conflicto. Después de retroceder trescientos mil kilómetros cuadrados, avanzaron

sobre el palacio de gobierno y lo "tomaron". Adviértase en este "tomar", el sentido de apropiación por la fuerza

que le presta la jerga de guerra. Tomar para sí; hacerse dueño de lo que se toma. Claro es que el ejército de

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entonces no se formulaba estos juicios. Obedecía simplemente a un impulso irreflexivo por satisfacer la ingénita

necesidad de mando de que adolece todo soldado.

Fue esta coincidencia de intereses y posibilidades militares y civiles, la que permitió al ejército permanecer en el

gobierno durante once años. Si ninguna de las dos corrientes políticas en pugna alcanzaba la fortaleza necesaria

para la conquista del gobierno, al menos disponían de la influencia indispensable para inclinar el ánimo militar en

su provecho. Parecería innecesario agregar que los presidentes Toro y Busch fueron proclives a las nuevas ideas

políticas y que los presidentes Quintanilla y Peñaranda lo fueron a la tradición republicana. Repárese, sin

embargo, en que los dos primeros tradujeron mal el incipiente ideario político de post-guerra, y que los dos

segundos, en cambio, prestaron a sus administraciones la imagen fiel de un pasado exhausto.

La última batalla

El año mil novecientos cuarenta y tres indica el momento en que los partidarios de la reforma y la restauración,

hasta entonces tímidamente transparentados en una discordia militar para la que se buscaban explicaciones

adjetivas, emergen a la superficie para librar su última batalla. Si con el triunfo de la revuelta encabezada por el

mayor Villarroel concluye el período de gestación de los primeros, con el derrocamiento de éste se inaugura el

período agónico de la tradición.

¿De qué fueron capaces unos y otros? ¿Qué exhibió la tradición en su postrer gobierno y qué los nacional

socialistas en su primera administración?

La respuesta a estas preguntas deberá explicar, consecuentemente, por qué el último período tradicional será el

último.

Rememoramos algunos hechos de público conocimiento. Se recordará que el año mil novecientos cuarenta y tres,

una logia militar encabezada por el mayor Villarroel y en estrecha colaboración con un nuevo partido político, el

M.N.R., derrocaba al gobierno del general Peñaranda, tres años antes elegido presidente como candidato de los

partidos de la tradición. ¿Por qué, de todas las nuevas agrupaciones políticas, todas ellas radicalmente opuestas a

la doctrina y práctica tradicionales, asoció la logia Radepa al partido M.N.R.? Es indudable que a la hostilidad que

en unos y otros despertaba la idea de tradición, se sumaba un apasionado como ingenuo culto del nacionalismo;

una sincera inclinación a la violencia que más tarde los haría solidarios en crímenes que precipitaron su caída y,

por último, un gran entusiasmo por la supuesta eficacia del carácter totalitario de sus organizaciones. Estos rasgos

comunes a los integrantes de la logia y del M.N.R. hicieron del gobierno de Villarroel una desafortunada

expresión del hondo anhelo de recuperación nacional de que fueron, sólo accidentalmente, sus desnaturalizados

intérpretes.

El Diario, 10 de marzo de 1960

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El aporte de Radepa

El aporte de la logia militar a la sociedad política formada con el M.N.R., fue una gran dosis de patriotismo con

un inconfundible sabor escolar. Anotemos en su homenaje y vituperio que su mayor virtud, la exacerbación de su

sentimiento patriótico, fue también su más grueso defecto. Todo ello nace del concepto de patria que estos

oficiales tenían. Cuestión de semántica emocional. Patria, en ellos, no suscitaba ninguna idea relacionada con la

complejidad jurídica en que consiste un país. Nada les habría parecido más tediosamente mediocre que

administrar la nación con eficacia. Esa era tarea para generales. Ellos eran jóvenes; tan jóvenes, que la idea de

patria se conservaba en ellos con toda la fresca e ingenua apariencia que la literatura cívica escolar presta a esta

entidad. En verdad, todos los actos de estos oficiales estaban influidos de este simple sentimiento de patria. Su

juventud y la de sus ideas prestó a su gobierno toda la apariencia de un juego. Jugaron a la pureza con tan sincero

afán que, creyeron obra de purificación matar a los impuros. Entonces el juego se hizo terrible. Porque los

impuros merecedores de la muerte fueron muchos y muy diversas las causas por las que se hacían pasibles de

semejante sanción: algunos, porque dirigían partidos de oposición o influían en la opinión pública insinuando que

el futuro bienestar de Bolivia bien pudiera no ser obra de la logia; otro, porque jefaturizaba un partido de

izquierda y los izquierdistas "nunca aman lo suficiente a su patria"; muchos, muchos, porque llegó un día en que

se cansaron de este estúpido puritanismo de manos ensangrentadas y salieron a las calles para pedirles que se

fueran.

La contribución del M.N.R.

¿Cuál la contribución del M.N.R? Sólo en razón de la necesidad de un nexo político entre la población civil y la

joven oficialidad, parece ser que estos últimos asociaron al M.N.R. en su gobierno. Claro es que este menester de

vinculadores les era pagado con una generosa docilidad a sus directivas e inspiraciones. Tanta, y sin embargo tan

velada, fue la influencia que ejercitó este partido en el ánimo militar, que la opinión pública, largo tiempo

confundida sobre la responsabilidad que en algunos desgraciados actos de gobierno pudiera corresponder a sus

elementos militares o civiles, terminó por señalar a estos últimos como a los sinuosos consejeros de los actos más

reprobables. Pero al margen de esta perniciosa influencia que terminó sólo veinticuatro horas antes de que

terminara el propio gobierno —cuando, bajo la presión de una general indignación, el presidente Villarroel

despidió a sus ministros civiles—, ¿cuál la orientación política que este partido imprimió a su primer gobierno?

Empecemos por las raíces de ese complejo emocional hecho de odio y de entusiasmo en que consistió el

atrabiliario nacional socialismo del primer gobierno del M.N.R. El nacional socialismo que estos hombres

profesaban, debiera entenderse más bien en un sentido literario que político. Agreguemos que además de literario

era romántico y se tendrá una idea bastante aproximada de la irrealidad de sus aspiraciones. ¿Era para ellos, el

nacionalismo, una vasta empresa política, pedagógica, económica, cultural en suma —¡imposible de culminar con

decretos!—, para persuadir a la nación de que volviera la mirada sobre sí misma?; ¿para persuadirla de que de ese

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trabajo de introspección colectiva saldría, ya no avergonzada, sino reconfortada y llena de fe en su futuro? No.

Nacionalismo para ellos era la profesión de fe en un país utópico, imaginariamente vitalizado por la torpe traduc-

ción que practicaban del confuso sentimiento de entusiasmo que algunas peculiaridades nacionales despertaban en

ellos. En suma, que incrementando la xenofobia y aborrecimiento de todo cuanto les antecedió, creían conducir al

país a ese ideal folklórico en que diluyeron la idea de nacionalismo. ¿Y el socialismo de este partido? Era, más

bien que una preocupación preponderante por las clases obreras y asalariadas, una forma derivada de ese

nacionalismo folklórico a que nos hemos referido. Entre los necesitados de ese socialismo el aborigen ocupaba el

primer plano. No porque su condición de extrema indigencia lo hiciera merecedor de esta antelación, sino porque

se veía en este autóctono al heredero directo de una prestigiosa civilización pretérita de la que se intentaba

comunicar algo de su mítico esplendor, a esta parte de la nación, extranjerizada y desprovista de carácter singular.

Pero basta de penetrar en la escasa significación de un nacional socialismo que por encima de estas puerilidades

de concepto, permaneció radicalmente obediente al corte totalitario de extrema derecha que hizo célebres al

fachismo y nazismo europeos, doctrinas de las que el M.N.R. tomó, sobre todo, la violencia e intolerancia como

sus rasgos esenciales.

IV

EL PERIODO AGÓNICO DE LA TRADICIÓN

La última aparición del personaje tradicional en nuestra escena política, para quien sienta la historia como un

proceso esencialmente vital, tiene todo el dramatismo de una agonía histórica. Nada, nada en torno suyo escapa a

esa triste iluminación que tiembla sobre toda decadencia. Ni un solo gesto que revele, ¡ya no energía!, pero ni

siquiera deseo de vivir. Muecas, sí; laxas muecas; movimientos reflejos; abandonados miembros de un cuerpo

social desfalleciente que oscilan sin avanzar. Ni siquiera la voluntad de caer derrumbados… un centímetro más

allá en la historia.

Entiéndase aquí, por tradición, un grupo social y un conjunto de ideales —llamémosles así, siquiera

provisoriamente—, cómodamente instalados en la mayor parte de nuestra historia. Entiéndase también que la

desocupación se produjo, no porque el grupo social se extinguiera, sino porque los ideales que ese grupo social

alentaba dejaron de ser sus ideales. No debe concluirse de ello que el derecho a orientar una nación y el vigor

requerido para semejante tarea nazcan de la vigencia de los ideales que un grupo persiga. No. Este nace del hecho

de que ese grupo persiga algún ideal. Nada más.

Formulado éste, al parecer, prematuro juicio de existencia, intentemos un diagnóstico de ese "phatos" histórico

que tan lerda como inexorablemente enervó a las minorías tradicionales.

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Progresiva insatisfacción

Entre el hecho libertario de mil ochocientos veinticinco y la guerra de mil novecientos treinta y dos, nuestra

nación arrastra una vida progresivamente insatisfecha, y, sin embargo, no desea nada. Al menos, nada que sea

capaz de imprimir a su marcha la celeridad característica de la ansiedad. Por el contrario, hay un constante

aminoramiento del ritmo vital de la nación. Esto se explica porque avanza con la mirada vuelta atrás. Su interés

permanece adherido al hecho libertario como a la hazaña de cuyo recuerdo extrae la sugestión de un vigor

perdido.

Resulta obvio que aquí no se trata de una interpretación épica de la historia de la que deba inferirse que todo ideal

nacional deba ser ideal de heroicidad. No. Pero hay naciones, la nuestra es una de ellas, para las que vida en

común sólo se explica como grande empresa en común. Hay razas de espíritu estático para las que el menudo y

lento perfeccionamiento de su sociedad es incentivo suficiente para interesar las mejores voluntades. Nuestras

naciones hispanas se sienten a sí mismas esencialmente dinámicas. Pero la nuestra, además, desmesuradamente

dinámica. El ideal de serena organización y perfeccionamiento del aparato institucional que podría provocar

incluso entusiasmo en una nación europea, provocaría en la nuestra esa perplejidad que causa la supuesta

amenidad de una vida conventual dedicada a la contemplación. Pero renunciemos a este tema ahora, para tratarlo

en otra ocasión con la morosa delectación que se merece.

Viejas y nuevas generaciones

En ese liso paisaje histórico que se extiende entre la independencia y la guerra del Chaco, sólo un relieve político

rompe la monotonía de nuestra vida nacional: La Revolución Liberal. Salvado el obstáculo, un efímero

aligeramiento del peso muerto que venía lastrando a la nación, imprime a su paso un ritmo algo más vivo. Veinte

años después, cuando la fatiga había consumido todo el impulso que diera a su marcha el descenso desde la cima

liberal; un nuevo grupo, el Republicano, toma en sus manos la misma "tea", no para torcer el rumbo, sino para

conducirla con mayor vigor hasta la meta y con ella encender la hoguera del Chaco. Apenas extinguido el

incendio en que ardieron hombres e ideales constitutivos de las minorías tradicionales, una multitud de hombres

nuevos, hondamente sacudidos por la tragedia, inician un desordenado movimiento entre las ruinas de la nación

para concluir la obra del fuego: expulsar a los viejos sobrevivientes de la catástrofe para edificar de nuevo. Veinte

años duró esta lucha entre las nuevas y viejas generaciones. Tantos años para derribar a un moribundo parecen

justificar alguna sospecha sobre la senectud de los sobrevivientes y sobre el vigor de los nuevos hombres. Sólo

para completar este cuadro, metafóricamente descrito en obsequio de una más rápida intelección, adelantemos que

la explicación de este curioso fenómeno social parece ser que las nuevas generaciones dirigían mal sus ataques.

No se hacía víctimas de estos embates a los elementos integrantes de las minorías tradicionales o a sus ideales,

sino a las minorías en cuanto minorías.

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El Diario, 11 de marzo de 1960

Las minorías y sus partidos

Dije, al comenzar este capítulo, que las minorías tradicionales perdieron el ascendiente moral que toda minoría

debe poseer para conservarse en ese carácter, en el momento mismo en que las abandonó la fe en sus propios

ideales. ¿Qué ideales fueron éstos, capaces de movilizar el primitivo anhelo de una egregia minoría? ¿Cuál el

nombre de ese ideal de fugaz condición que después de despertar entusiasmo devino en tedioso deber?

No hay mejor modo de conocer lo que una minoría desea, que indagando por lo que se propone y realiza el

partido político en que ella se siente fielmente representada. Los partidos son, de este modo, una suerte de

precipitados del complejo anhelo que agrupa y sustenta a toda minoría. Ahora bien; ¿qué organismos políticos

fueron aquellos en que nuestras minorías tradicionales encontraron reflejada su imagen? Siguiendo un orden

cronológico, el Constitucional, el Liberal y el Republicano.

Descartado el primero cuyo propósito se adivina por el carácter que le sirve de nombre, sólo la actuación de los

dos últimos repercute de un modo visible en el período de que nos ocupamos. Entre el partido Liberal y

Republicano media la distancia que va del ideal mal satisfecho a la intención de satisfacerlo bien. En rigor, ambos

son liberales. La aparición del partido republicano obedece, aparte las causas adjetivas (transgresiones de derecho,

abusos de poder, ineficiencia administrativa, etc., etc.), al incremento numérico del mestizo y el carácter popular

(entiéndase sólo comparativamente) que la organización en que esa clase se alistara, debía tener.

La pérdida de la fe

Sólo en virtud de este relevo de los que dirigían y seguían la doctrina liberal parece explicable que ésta hubiera

prolongado su prestigio un lustro más allá de la caída de sus primitivos servidores de veinte años. Pero al término

de este angustioso estiramiento estaba la guerra que la despojaría de todo atractivo. La doctrina liberal ya no

despertaba el entusiasmo de las multitudes tiempo ha desencantadas; los oficiantes del liberalismo ya no merecían

el apoyo de esas multitudes; pero al menos los liberales (no todos, algunos) seguían creyendo en el liberalismo.

¿Cuándo, pues, se produjo la pérdida de la fe que provocó el deceso de las minorías tradicionales políticamente

representadas por el liberalismo? No fue, ciertamente, durante los cinco años de penosa espera que siguieron a la

conclusión del conflicto; comenzó a insinuarse cuando eligió al general Peñaranda; pero se hizo evidente cuando

intentó su postrer período. Esta es la razón por la que será, también, el último. Se recordará que entonces los dos

partidos usufructuarios de la misma doctrina, pretendían el gobierno en alianzas que, por el carácter

doctrinalmente antitético de sus aliados, tenían el significado de una confesión de culpa. Este es el momento en

que los últimos fieles del liberalismo, a quienes se suponía conservando el fervor de su doctrina impopular con

esa reserva con que las sectas preservan sus ritos de la hostilidad ambiente, hacen pública abjuración de sus ideas.

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Desde entonces, toda la conducta pública de este apóstata de la política boliviana no hace sino musitar un "E pur,

si muove" tristemente inaudible para los torpes oídos populares.

El orden: un medio y un fin

El término de toda decadencia histórica suele ser apurado por un desesperado intento de conservación. Hay innú-

meros ejemplos de ello. Las minorías tradicionales de Bolivia encontraron su más rápida muerte social al

pretender salvarse. Expliquemos este suicidio involuntario aunque no injusto. ¿Qué se proponían ellas al inicio de

nuestra vida republicana? Bastaría recordar al partido Constitucional. ¿Qué intentaba éste? Parecería innecesario

decirlo; tan evidente era su anhelo que le servía de nombre. Para los hombres de este lejano partido, como para los

miembros de toda minoría criolla de las excolonias, sólo había una tarea que cumplir, después de la liberación: la

conformación institucional de los nuevos países a imagen y semejanza de las más viejas repúblicas. Nuestras

minorías también pagaron su tributo a la época y se entregaron denodadamente a la conservación de un orden

constitucional del que, estaban persuadidos, saldría la felicidad y bienestar del país. Transcurrido un tiempo se

entregaron con más angustioso denuedo a la conservación del orden del que tanto esperaron, pero ya no porque

todavía esperasen algo de él, sino porque lo que hasta entonces sólo fue un medio, se convirtió en un fin. El orden,

en sí mismo, mereció desde entonces un culto para el que su objeto no debía ser el resultado de un acuerdo social

sino algo que estaba por encima de la sociedad misma. ¿Será necesario añadir que el próximo paso fue la defensa

de ese orden, ya no por el orden mismo, sino porque así se asumía la defensa de quienes dirigían ese orden? Fue

entonces que nuestras minorías resolvieron una coalición política heterodoxa, no para llegar al gobierno y desde él

desarrollar un programa liberal, apenas para instalar en el poder a unos dirigentes que empezaban por pedir a la

nación el olvido de lo que ellos eran. ¿Se dirá que el significado de esta conducta evidencia un extraordinario

sentido de actualidad? Lo que prueba es un reprochable sentido de oportunidad, más censurable por errado que

por inconsecuente, ya que de política se trata y no de moral.

¿Caducidad o impopularidad?

Mediante esta equívoca unión las exhaustas minorías tradicionales asumieron el gobierno de la nación. Todavía

algún tiempo después de su ascensión vivieron bajo la sugestión de un súbito rejuvenecimiento. Cuán grande y

penoso sería el engaño, que llegaron a pensar, seriamente, en que la orfandad política de que el país les había

hecho víctimas, era sólo imputable al ánimo versátil de nuestras multitudes politizadas. Pensaban —¡esto es

cierto, pensaban!— que la caducidad histórica de sus organizaciones era un simple problema de popularidad o

moda. De ahí que durante algunos años, mientras duró en las gentes la repugnancia por la sangre vertida en el

primer régimen del M.N.R., se entregaran despreocupadamente al goce de lo que creyeron una primavera senil y

que no era más que ese fugaz y postrer estado de lucidez que precede a la muerte. Porque, ¡cómo no ver una

agonía en esos años vacíos de toda iniciativa, de toda ilusión, de todo impulso; en fin, de toda manifestación vital!

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¡Cómo no ver la inminencia de un deceso social si sus más enérgicas manifestaciones de vida, cuando el nuevo

fermento social roía sus entrañas, guardaban más semejanza con un estertor que con un acto de defensa!

La derrota

Cinco años después del más cruel derrocamiento político de que se tenga memoria en nuestro país, el partido

execrado por razones de justicia política, retornaba al gobierno, mediante la más sangrienta revolución, por

razones de justicia social.

Con la "victoria de abril", cesa la lucha que los partidarios de la Reforma y la Restauración libraron durante veinte

años. No quiero decir, solamente, que en la última batalla corresponda la victoria a los renovadores, sino que la

derrota de la tradición es definitiva.

Una última escena para completar este argumento de veinte años: Antes de hacer mutis el personaje tradicional

deja en escena un militar que se empeñará, vanamente, en impedir el acceso del público a la escena. Se cierra así

con el general Ballivián, el ciclo militar que se inició a la terminación del conflicto chaqueño. El mismo ejército

que con el primer presidente militar, Toro, abrió las puertas del gobierno a las nuevas generaciones, sirvió

también, aunque con tan poca fortuna como en su primera administración, para impedir el paso de las mismas.

El Diario, 15 de marzo de 1960

V

METAMORFOSIS POLÍTICA Y ENGAÑO

En las notas que precedieron la publicación de ésta, he intentado la breve descripción de una larga contienda.

Comencé presentando a los beligerantes: La Tradición y la Reforma, los expuse trabados en lucha de veinte años,

destacando las dos o tres batallas en que cada uno venció y concluí por opinar que al vencedor de la última

correspondía, también, la victoria definitiva. Dije que esta victoria constituía una de las dos eminencias cívicas de

nuestra historia republicana, nítidamente destacada sobre un tedioso fondo vacío de ilusiones, uniformemente

desprovisto de apetitos y, sin embargo, progresivamente insatisfecho. Agregué que a esa cima ascendió Bolivia

por una escala cuyas piedras fundamentales se asentaron en las cenizas del Chaco. Ahora que la atalaya en que

esta magnífica escala culmina, comienza a derrumbarse bajo el peso de una insoportable carga de estulticia y

deshonestidad, diré, además, por qué ese triunfo sobre la tradición comienza a ser una victoria sobre la nación y

por qué, del mismo modo que las extenuadas minorías tradicionales, el país está también mortalmente vencido.

Lo que se incluye aquí bajo el nombre común de Reforma, es una media docena de colectividades políticas y un

vasto movimiento extrapartidario, empeñados todos en una modificación de los modos y preocupaciones al uso.

De otra parte, por Tradición debe entenderse dos partidos políticos de idéntica raíz doctrinal y una minoría nacida

de esos partidos y conservada, aunque en condiciones harto precarias, a pesar de la obra de los mismos; minorías

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que, justa o injustamente, ejercitaban el derecho de herencia sobre cuanto nuestra historia había incorporado a su

perfil nacional.

La elección de un conductor

Hechas estas advertencias y rememoraciones, sólo resta filiar al grupo político que liderizó a las multitudes vence-

doras de abril y que hoy detenta el poder, ya que no el gobierno de la nación. Lo que este grupo fuese, será

también atribuible a ese anhelo nacional que hizo posible una victoria electoral, primero, y la insurrección armada,

después. No en vano esas multitudes reconocieron en él al más fuerte ariete capaz de violentar las puertas del

palacio de gobierno y franquearles su acceso. Es indudable que las multitudes solidarias de este partido lo eran

por la similitud que suponían entre sus ideales y los que creyeron descubrir en el M.N.R. de su primera

administración. Porque, no podría sostenerse con alguna seriedad que las masas se enterasen de toda mutación

formal o de doctrina operada en la clandestinidad o en el exilio.

¿Qué evidenció el M.N.R. en su primera gestión? Las tres palabras que sus fundadores adoptaron para nominarle

son generosamente explicativas. Revelan el tipo de organización a que aspira (Movimiento), la doctrina política

que inspira sus actos (Nacionalista), y los métodos por los que se propone realizar su programa (Revolucionario).

Sin embargo de estas tres rotundas aspiraciones sólo la segunda, el nacionalismo, aunque de corte más bien

folklórico (y sumado a un indigenismo nostálgico) que de doctrina y cultural, plasmó en su primer gobierno. En

cuanto a los otros dos propósitos, no es posible pensar que las muchedumbres hicieran de ellos una certera

interpretación teórica y de ésta un artículo de fe.

¿Por qué el M.N.R?

¿Significa esto que esa enorme esperanza que al principio sólo consiguió evitar el desplome moral de la nación,

pero que después logró hacerla marchar, a pesar de sus minorías, con paso cada vez más vivo, incitándola a su

más audaz ascensión política; encontraría su satisfacción en una repetición de esa demencial cruzada de

puritanismo que ensangrentó al país durante los años cuarenta y cuatro al cuarenta y seis? Ciertamente que no.

¿Por qué, pues, se eligió a este partido? Si a la pregunta de qué vieron los bolivianos de coincidente entre sus

aspiraciones y las del M.N.R., no encontramos respuesta digna de su anhelo; habrá que inquirir por lo que no

vieron en él y objetaron en cambio a los otros grupos políticos contemporáneos y solidarios, de esa empresa de

rectificación y renovación nacional. Los otros, excepción hecha de F.S.B., cuya importancia política no sobrepasa

la de una sociedad juvenil —con más juventud que la aconsejable y menos socios de lo que podría esperarse—, en

constante estado de entusiasmo por el carácter totalitario, aunque inofensivo, de su organización interna; se

inspiraban, con mayor o menor comprensión del carácter supranacional de la doctrina, en la filosofía marxista. De

éstos, sólo el P.I.R. logró un volumen semejante al del M.N.R. y precisamente por obra de su oposición a esa

versión criolla del nacional socialismo alemán que fue la primera administración de este partido. Se recordará que

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unos años después los dirigentes del P.I.R. se apresuraron a extender el acta de defunción de su propio partido.

¿La causa? La misma que precipitó el deceso de los partidos tradicionales: Inconsecuencia doctrinal. El abrazo

electoral del año cuarenta y seis que debió iniciar una simbiosis política recíprocamente provechosa, terminó, por

lo de parasitario que había en los partidos tradicionales y por lo de doctrinalmente corrosivo que aportaba el

P.I.R., en una híbrida administración primero, y en una rápida muerte simultánea después.

Desaparecido el partido de mayor prestigio popular, porque antes desapareciera el prestigio que le hizo merecedor

de esa popularidad, las muchedumbres debieron orientar sus pasos siguiendo la huella que el último partido de la

Reforma con alguna importancia, el M.N.R., dejaba en su transcurso de la "derecha" a la "izquierda".

La metamorfosis

Expliquemos este cambio de dirección del que las multitudes se percataron demasiado tarde, cuando ya habían

arribado a una zona en extremo zurda. La ausencia de un partido de extracción marxista con el suficiente prestigio

político para promover un movimiento de envergadura en torno suyo, y con la menor apariencia de tal para burlar

el veto norteamericano, indujo a los varios grupos de esta filiación y a muchos dirigentes sindicales identificados

con ella a penetrar en el M.N.R. y, luego de cabalgar por dentro, asomar a la superficie sólo cuando este caballo

troyano fuese recibido en el palacio de gobierno como un presente grato a la ciudadanía. Esta es la historia de una

transfiguración política subrepticia por la que Bolivia siguió con insólito entusiasmo el trágico paso de quienes la

conducen al desastre.

No parecerá dudoso este engaño colectivo si se piensa que aún los fundadores del partido que albergó a los extre-

mistas necesitaron ocho años para reparar en su presencia e intentar, sin éxito, la expulsión de los incrustados.

Digo sin éxito porque el intracuerpo marxista del año mil novecientos cincuenta y dos es hoy todo el cuerpo.

¿Acaso no es evidente que, recién, los primitivos organizadores del M.N.R. intentan la expulsión de los otrora

intrusos, expulsión que tendrá el carácter de una amputación en la que los que pretenden expulsar serán el

miembro cercenado? A tal punto es hoy el M.N.R., cabeza de otro tiempo, el extremo más modesto de un vasto

cuerpo de reacciones incontroladas.

Pero este es el final de una historia que habrá que contarla desde el principio. Empecemos, pues, por narrar las pri-

meras incidencias de este viaje que prometía ser feliz y que hoy parece tocar a su fin. Que el término de esta

aciaga peregrinación sea esperado de manera unánime y angustiosa, debería disuadir, a quienes hacen de guías, de

su ciego empeño de conservarse en ese desgraciado papel.

El Diario, 16 de marzo de 1960

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VI

LOS OBJETIVOS DE LA INSURRECCIÓN

Historia como innovación

Para comprender la insurrección de abril en su más enérgica y expresa manifestación, cual es la voluntad de

rectificar, hay que referirla a su más honda motivación: la ahistoricidad característica en el boliviano.

Así como hay individuos para los que la idea matemática, el concepto filosófico o la noción estética resultan

inaprensible, hay también pueblos radicalmente impermeables a la idea de Historia. El nuestro es uno de ellos.

Los grupos sociales ventanas de esta insensibilidad histórica suelen ser, sin embargo, los que más acontecimientos

aportan a la historia que a su pesar se forma con ellos. Se explica este fenómeno, porque el pasado de estos

lamentables organismos sociales opera sobre ellos a la manera de una intolerable ligadura que impide sus

movimientos. Es de un pasado así entendido que se ven precisados a huir, adoptando para ello toda postura

histórica que, por caprichosa, pudiera liberarlos de sus ataduras. Sólo en una perenne rectificación del rumbo

histórico se satisface la necesidad de tomar conciencia de su temporal singularidad social.

Son estas algunas de las razones por las que Bolivia sólo entiende la historia como innovación. Si de los

Bolivianos dependiese, fundarían Bolivia todos los días. El boliviano de todo tiempo no se siente como una

vértebra más, engastada en la columna nacional de que es su más extrema prolongación, por donde crece

históricamente el organismo de que forma parte; no; Bolivia no vive con la impresión de que vivió antes; de que

cada día que transcurre es un día más. Bolivia se siente nacer todos los días. Para mayor infortunio suyo, a lo que

más se parece este nacimiento de mil novecientos cincuenta y dos, es al de un miserable expósito abandonado a la

caridad de los extraños. Cada día se yergue Bolivia por la primera vez. Por esto su marcha tiene toda la vacilación

de un tambaleante ambular infantil y esta misma razón explica el que sus siempre primeros pasos terminen en una

lamentable caída. Su itinerario es una perpetua partida; su historia, una perenne aurora. El nueve de abril de mil

novecientos cincuenta y dos es otro de estos tristes amaneceres que jamás alcanzarán la plenitud de un medio día.

Descentración del eje político

Intentemos ahora una descripción, siquiera sucinta, del audaz itinerario que el nuevo vástago se propuso seguir.

Probaremos también señalar los accidentes que frustraron tan alucinante excursión política.

La gran tarea a cumplir por el movimiento de abril fue descentrar el eje natural de la política, trasladando a éste de

las ciudades al campo; arrebatar a las poblaciones urbanas el papel protagónico de la política y transferirlo al

habitante rural, hasta entonces una simple comparsa. Este cambio de papeles importaba, para su cumplimiento,

dos empresas de previa realización: la liquidación de las minorías tradicionales, exterminio que traería consigo la

anulación de la clase media como grupo representativo de las poblaciones urbanas, y la politización del aborigen

para su más eficiente desempeño en el nuevo papel que se le iba a conferir. Logradas las dos tareas antecedentes,

resultaría inevitable la traslación del eje social sobre el que gravitaba la política tradicional. Desde entonces, el

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movimiento que en torno del eje aborigen se iniciaría debía ser, necesariamente, una rotación que arrastraría a la

nación toda en una vertiginosa indigenización.

Claro es que el método, la finalidad y la consecuencia de este proceso, no aparecen formulados de este modo en

ningún pronunciamiento teórico del movimiento de abril. Quizás tampoco se deba atribuir a sus dirigentes una

intención semejante. Pero consientes o no de la coherencia de este desarrollo, contribuyeron a su cumplimiento

adoptando medidas adecuadas a ese plan informulado.

Todas estas son afirmaciones que requieren de alguna explicación. Démosla siquiera muy brevemente.

Las clases sociales

¿Por qué hablar de poblaciones urbanas o rurales y no de clases sociales? Porque éstas, con el carácter distintivo

que les es esencial en naciones de mayor complejidad económica, no existen en la nuestra. Su "aristocracia"

estaba a tal punto confundida, social y económicamente, con la clase media, que o no había aristocracia o ella

estaba formada por toda la clase media. En cuanto a ésta, por ausencia de aquella y porque el proletariado, debido

a nuestra indigencia industrial, era escaso de miembros y falto de una conciencia clasista, no tomaba ese carácter

de equidistancia social de los otros dos grupos extremos constitutivos de una sociedad moderna.

Esta ausencia de límites más francos impedía que cada clase tomara conciencia de su peculiaridad económica y

social y que por ella llegara a concebir un destino irreconciliable con el de las otras. A esta inmadurez en el

espíritu clasista del proletariado boliviano se debe atribuir que el movimiento de abril hubiera confiado al

aborigen el rol impulsor del proceso político que se iniciaba. No porque creyera descubrir en el campesino aquel

estado de beligerancia clasista que lamentaba no encontrar en el obrerismo fabril o minero, sino porque a falta de

un estado de persuadido resentimiento, no tenía más recurso que confiar en el abrumador desequilibrio numérico

favorable a aquel, y en las peculiaridades raciales que hacían del autóctono un grupo étnico sin relación de

parecido con el que habitaba las ciudades. Así, en ausencia de un belicoso espíritu de clase, se contaba al menos

con una rotunda diferencia social. A partir de esta inocua aunque radical disimilitud se labraría en la mente

aborigen una conciencia de grupo agraviada y dispuesta a la lucha. Debe agregarse a ello aquel viejo indigenismo

nostálgico que la literatura aportó como ingrediente de ideal romántico, del que un proceso político, urgido de

merecer la calificación de revolucionario, no podía prescindir, y se tendrá una clara explicación de por qué a un

labrador, aislado social y geográficamente, se intentaba transferir el papel primordial que el desorientado obrero

fabril no podría desempeñar con éxito.

Todo esto en cuanto al itinerario que los hombres de abril debían cumplir. Veamos ahora por qué causas estos

mismos hombres hicieron de cada hito de su camino, más bien que parciales triunfos que les incitaran a

procurarse uno más, hondas frustraciones que los impelían a huir en procura de una "conquista" que casi sin

excepción, determinaba un nuevo fracaso.

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Liquidación de las minorías

El primer objetivo de la insurrección de abril fue la liquidación de las minorías tradicionales, más propiamente, lo

que de ellas quedaba.

¿Cuánto tiempo llevó esta tarea? Pese al empeño que en ello ha puesto el gobierno, aún no ha concluido. ¿Cómo

explicar la necesidad de tan crueles golpes, de tanta herida para desangrarla? ¿Acaso la victoria de sus frustrados

ejecutores no fue posible, justamente porque la víctima llegó exánime a su última batalla? Es que lo que de esa

minoría quedaba era nada más que el vacío social que su extinción había dejado. Los hombres de abril estaban,

pues, asestando inútiles golpes a un cadáver político con la pretensión de matar en él al espíritu evadido. Así, el

movimiento de abril se propuso el exterminio de las minorías tradicionales, primero por quienes las integraban,

después por ser tradicionales (empeño éste que guardaba alguna congruencia con el carácter supuestamente

revolucionario de su movimiento), por último, por ser minorías. Esta es la causa porque la tarea de exterminio se

hubiera hecho tan morosa. Se atacó a los grupos integrantes de aquellas minorías por un costado invulnerable: el

carácter de minorías directoras que algún grupo, por indigno que fuese de este papel, debe ocupar en toda nación o

sociedad y que los nuevos hombres hacían alarde de repugnar. Su remisión a ocupar el sitio de los derrotados debe

entenderse como una confesión de incapacidad rectora, o como el intento de ocultar, bajo un aparente

menosprecio por el papel directivo, por lo que de selecto tiene éste, la responsabilidad que debían asumir en la

obra (me resisto a llamarla de gobierno) que ya lleva ocho años.

Anulación de la clase media

Es claro que si ocho años no fueron suficientes para deshacerse de un despojo social, resultaban un tiempo

brevísimo para anular a la clase media. Porque cualquiera que fuese el grado de salud de esta clase social, es tan

notable y constante, su preponderancia política que todo cuanto constituye nuestro patrimonio nacional es obra

suya, incluso el intento de destruirlo, pues los hombres de abril han salido de sus entrañas. A este intento fallido

por anular el irresistible predominio social de esta clase, debe atribuirse el tardío llamado a la reconciliación con

ella que el sector disidente del M.N.R. hacía a su propio partido.

Politización del aborigen

El adoctrinamiento político del aborigen debió ser la última labor preparatoria para la traslación del eje sobre el

que gravitaría la política del futuro. Las masas autóctonas debían reemplazar al remiso y pacífico proletariado

urbano en el papel motriz del movimiento de abril. ¿Se logro este objetivo? Por el contrario, hay sobradas

razones para persuadir al más ilusionado hombre del gobierno, de que lo que creyeron un motor es, en verdad, el

gran freno que detendrá su desbocada carrera.

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Un movimiento social de vastas y ambiciosas modificaciones sólo es posible en sociedades presas del espíritu

racionalista. Es merced a la sugestión de las ideas, al influjo de un esquema mental que se logra despertar

entusiasmo por la modificación de la realidad vigente. Ahora bien, el autóctono habitante de Bolivia es un ser

saturado de misticismo. Aquel panteísmo suyo que la religión oficial (con todas las facilidades que esta situación

le brinda para su difusión) no ha podido destruir en su infraconciencia, donde se repliega secreta y persuadida, con

la terquedad con que las finas raíces de un oscuro temor se hincan en su espíritu supersticioso, es la antítesis del

ánimo racionalista. Para éste la realidad es susceptible de descomponerse en elementos teóricos que a su vez

pueden conformar, mediante una alteración de sus relaciones internas, una nueva realidad. Para el espíritu mítico

del aborigen la realidad es un misterio indescifrable por el conocimiento humano. Un programa de innovaciones

es una proposición para imaginar una sociedad inexistente. El autóctono habitante de Bolivia es,

psicológicamente, un ser larvado. Sólo en razón de esa rutina mental que ha carcomido todo resorte de ilusión, se

explica la increíble tenacidad para mantenerse integralmente inalterable a través de los siglos.

Son estas algunas razones de psicología racial que hablan en contra de la participación activa de las masas

aborígenes en el movimiento de abril. Pero hay otras, históricas, no menos ciertas. En capítulos antecedentes me

he referido, con algún detenimiento, al divorcio histórico de las dos razas constitutivas de nuestra nacionalidad. Es

a tal punto extrema esta incomunicación racial, que la intención de indigenizar a la república equivale a renunciar

a ella. Bolivia se ha formado como nación con una total prescindencia del elemento autóctono. El espíritu de su

conformación republicana es francamente europeizante. En este sentido, nuestra república, lejos de constituir una

nación surgida de la simbiosis histórica indohispana, continúa siendo el primitivo núcleo colonial acrecentado a

expensas de un constante retroceso (geográfico y espiritual) del autóctono altoperuano. Ceder al encanto que tiene

el ideal de indigenizar a Bolivia, admitiendo como su implicación el renunciamiento y olvido de una conducta co-

lectiva de ciento treinta años, conducta que ha logrado diseñar ese perfil histórico que se llama personalidad

nacional, es de un exotismo utópico imperdonable en gente adulta.

No siendo posible el aniquilamiento de las minorías en cuanto minorías; ni la anulación del predominio social de

la clase media; ni la indigenización de la república; el movimiento de abril debió resignarse a la tarea (menos

quimérica que las anteriores y de más funestos resultados) de vertebrar un partido de clase desde el gobierno.

El Diario, 24 de marzo de 1960

La ilusión revolucionaria

El proceso político iniciado el año mil novecientos cincuenta y dos ha merecido, sin discrepancia conocida, el

nombre de Revolución. Con igual unanimidad se le ha añadido el aditamento Nacional, para significar que la

hondura de las transformaciones intentadas que justificarían el primer vocablo, es de una profundidad que más

allá de nuestras fronteras parecería superficial.

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En este reconocimiento de su carácter locativo, en esta confesa carencia de un sentido ecuménico, debiera

detenerse la curiosidad de los comentaristas políticos. Es la confesión de que falta una pieza sin la que el

mecanismo revolucionario no puede funcionar. Esta pieza tiene un nombre: universalidad; y su intervención en el

aparato revolucionario es a tal punto necesaria, que sin ella el vertiginoso avance de qué sería capaz se reduce a

una triste ilusión de movimiento que no progresa. Tal el caso de esta Revolución Nacional que ya cumple ocho

años en la tarea de desordenar la apariencia institucional de Bolivia y con ello regalarse la sugestión de que

transcurre por paisajes nuevos.

El requisito ecuménico podría no tener un sentido tan rigoroso, si acaso Bolivia fuese una nación de estructura sui

géneris. Pero sucede que la suya es una organización común a todo occidente. No digo que hubiese sido, sino que

continúa siendo la misma, sin innovación digna de la medida revolucionaria. Porque la modificación del régimen

de propiedad agraria, o la aplicación de un criterio irrestricto en la interpretación del voto universal, o la

estatización de la economía nacional y la desnacionalización de la economía del estado; son todas medidas que

podrían parecer audaces (más bien por sus consecuencias que por la dificultad de realizarlas), pero que con

algunas diferencias de forma y de tiempo, ambas desfavorables a Bolivia, han sido adoptadas por otras naciones

que no por ello incurrieron en el error de suponerlas probatorias de un estado revolucionario. Pero aún en el

supuesto de que las modificaciones con las que se ha pretextado la leyenda revolucionaria hubiesen constituido

por sí mismas una revolución en el país que primero las introdujo, ¿qué razón habría para que los rezagados

imitadores de Bolivia proclamen una más?

Es como si fuese posible inventar, tantas veces como experiencias individuales se haga del hallazgo, algo que ya

se ha inventado. Sería más propio llamar "incorporación" a esta experiencia colectiva de aproximación, a otras

naciones de más aventajada situación social. He aquí una otra razón para persuadir de que los alucinados

conductores del movimiento de abril, no perciben el sentido histórico que entraña una revolución.

El ingrediente "nacional"

En cuanto a la calificación de Nacional con que se orna la intención revolucionaria, obedece a un doble propósito.

El primero le confiere un carácter diferenciador, por él que la empresa intentada no reconocería vínculo alguno

con la revolución proletaria en la que se objetiviza la filosofía marxista. Política de "buena vecindad", se dice en

el cauteloso lenguaje diplomático. El otro propósito es despojar al movimiento de abril del carácter doméstico que

tiene y cubrirlo con una extraña vestidura autóctona y exótica a la vez. Para lograr este segundo objetivo se dice

que otras “revoluciones nacionales" se desarrollan paralelas en diversos continentes; que ello es prueba de que la

iniciada aquí disfruta del carácter trascendente que la ubicuidad de los principios en que ellas se sustentan les

confiere. Pero este es un puro error de interpretación. Lo cierto es que los movimientos de emancipación nacional

comunes al África, Asia y América, obedecen al ciclo de integración y desintegración imperial que es una

constante histórica. La Roma imperial fue el resultado de progresivas incorporaciones y su decadencia y muerte

fue causa y efecto de un movimiento de secesión por el que los núcleos incorporados buscaron su emancipación.

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Estamos asistiendo al ocaso de los imperios europeos y por ello al nacimiento de nuevas repúblicas. En la medida

en que aquellos se aproximan a su muerte, se acercan éstas a un estado de plenitud que, por magnífico y ansioso

que fuere, no constituye un estado revolucionario.

Un movimiento

¿Qué es, pues, ya que no Revolución, el fenómeno político iniciado el año mil novecientos cincuenta y dos? Fue

un movimiento; hoy es sólo un partido. ¿Cuál la diferencia? Un partido se propone la conquista y conservación

del gobierno; un movimiento intenta ganar la nación.

Vastos, hondos anhelos, largamente acariciados, y después súbita y violentamente satisfechos, no hacen una

revolución. El cauce institucional del país era lo bastante ancho para que por él se deslizaran todos los deseos y

necesidades nacionales. Sólo el haberlos detenido artificialmente hizo que la corriente de apetitos se hinchiera

hasta provocar un rebalse descongestionador. A este fenómeno se le ha llamado Revolución Nacional; tal vez

porque, a diferencia de las ciento treinta inocuas subversiones que le precedieron, ésta de abril ha intentado

modificar algo más que el nombre del presidente de la república. Sin embargo, la genealogía social de este

fenómeno político autorizaba a llamarle Movimiento. Un auténtico movimiento. No para resistir el abuso, sino

para sustituir al desmayado régimen oficial por otro que latiera al ritmo con que la nación, alentaba. Transcurrido

un tiempo sospechosamente breve, el vigoroso movimiento del año cincuenta y dos comenzó a perder vitalidad al

punto de contraerse hasta la dimensión de un partido de clase organizado desde el gobierno.

El Diario, 25 de marzo de 1960

VII

PARTIDO DE CLASE Y CLASE SIN PARTIDO

El policlasismo del M.N.R.

Cuando el M.N.R. nombra a los grupos sociales que lo integran, tiene la precaución de reservar un sitio, siempre

el último, a la clase media. Aunque ella le estaría más agradecida por su exclusión, se la cita para impresionar con

la apariencia de un partido policlasista. Lo cierto es que la clase media está representada en el M.N.R. por algunos

dirigentes salidos de sus filas e incorporados después a la "aristocracia", merced al disfrute del poder político que

su halago al proletariado les ha conferido. Es en este sentido que debiera entenderse el policlasismo del M.N.R.

Pero exceptuando a estos hombres de tan versátil condición social, el M.N.R. es albergue político para una sola

clase el proletariado. Veamos de qué modo le ha sido posible conservarse con esta apariencia, aunque el

pretendido hospedaje ha sido, más bien, una prisión.

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Espontaneidad de un partido de clase

¿Cómo pudo surgir un partido clasista si la incultura política de las clases impedía que ellas tomaran conciencia

de sus límites y de la incompatibilidad de sus destinos? Porque es de este carácter excluyente que nace la idea de

un partido de clase. Un partido político es una proposición al país; un partido de clase es una incitación a la suya

contra las demás.

Para concebir un partido obediente a los intereses de uno solo de los grupos constitutivos de la nacionalidad, es

preciso ignorar a la nación como causa y efecto de todos ellos. Sólo en esta radical incomprensión de su origen y

destinó comunitario, crece la mutua hostilidad que los incita a la lucha por conquistar la nación. Es decir, por la

apropiación de aquello que ha sido posible sólo por el concurso de todos.

Es claro que hasta abril de mil novecientos cincuenta y dos, nuestros grupos sociales no estaban persuadidos de

este extremo ideal de clase que sólo se satisface con la extinción de los demás. No lo estaban, ciertamente, ni

siquiera en esa medida que haría posible la formación espontánea de un partido de clase. Si a ello se agrega que el

triunfo electoral y armado del M.N.R. fue posible por el decidido concurso de las poblaciones urbanas —clase

media—, se tendrá que concluir que el M.N.R., como partido de la clase proletaria, es un partido de clase

organizado desde el gobierno.

Partido de clase organizado desde el gobierno

Ahora bien; ¿qué es un partido de clase organizado desde el gobierno? Es una repartición pública que somete a la

clase que dice liberar. Su formación no es el resultado de una espontánea aberración del sentimiento nacional. El

extravió de los apetitos de clase, la distorsión de sus objetivos sociales, es obra de un complejo aparato oficial.

Tan eficaz ha sido el funcionamiento de esta repartición del estado, que durante sus primeros cuatro años de

actividad el gobierno disfrutó de una paz social casi paradisíaca. Una ausencia total de conflictos sociales paralela

a una intensa actividad sindical. Lo primero, consecuencia de lo segundo. Tal la contribución de esta dependencia

gubernamental a la estabilidad del gobierno.

Una clase sin partido

Pero esta tarea de sindicalizar desde el gobierno y para el gobierno, es empresa que entraña un grande riesgo: que

el autómata se haga autónomo.

El primer paso es un partido de clase; el próximo será una clase sin partido.

En la medida en que el gobierno estructura para su provecho más dependencias sindicales, crece en ellas la

sensación de fuerza que un día pondrán a su exclusivo servicio. Pero éste parecería un final feliz por el que las

aherrojadas multitudes recuperarían su libertad. Ciertamente, sería el término de una excecrable servidumbre

política si acaso la autonomía correspondiese a ellas. Pero sucede que el beneficio de esta emancipación recae en

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una costra sindical superpuesta a ellas. De este modo, la puerta de liberación les franqueará el paso a una nueva

prisión. Se trata, pues, de una simple transferencia por la que los manumitidos del dominio gubernamental, pasan

al sometimiento que les imponen los empleados del gobierno, independizados del tutelaje oficial en el momento

mismo en que su número y organización les proporcionan una forma de mayoría de edad política.

El deceso social de los partidos políticos, entendidos como entidades de origen y destino nacional, coincide con la

emancipación de esa legión de dirigidos dirigentes sindicales. No se crea que me refiero, solamente, a los partidos

de la tradición; no. Su extinción es anterior a este fenómeno. Se trata, precisamente, de los partidos eliminados del

papel contralor de un sentimiento de clase exacerbado; de ellos y de aquellos que se intenta formar a despecho de

esta causa que los hace circunstancialmente innecesarios.

Porque, ¿para qué necesitaría de un partido político, una clase a la que se ha persuadido de un derecho y poder

ilimitados? Le bastará con su organización gremial. A un partido en función de gobierno, por preponderante que

fuese su interés de clase, siempre le preocupan algunas cosas que no son de interés exclusivo de su grupo. A una

organización gremial, en cambio, nada le distrae de su particular interés. Esta concentración en sus

preocupaciones gremiales, supone una total abstracción del resto de la nación de que sólo es capaz un

sindicalismo aberrado. El sindicato será, pues, la fuerza de representación colectiva que reemplace al partido

político. Así, el partido de clase organizado desde el gobierno por el M.N.R., comienza a disolverse en una clase

sin partido, o peor aún en una clase como partido.

Extinción del M.N.R.

Hoy mismo, apenas es posible distinguir los límites de este partido gobernante. Los dos grupos en que está

fraccionado se acusan mutuamente de no ser el partido. Por añadidura, el jefe de uno de ellos y fundador de los

dos, descubre que su partido carece de una carta de intenciones políticas con carácter programático; qué la que ha

servido para dar alguna coherencia al movimiento de abril no les pertenece. Se trata, pues, de un extraño caso de

extravío. Ha desaparecido un partido político. ¿Cómo no ha de ser tarea difícil el definir los límites de este

escurridizo partido, si sus progenitores ven en el vástago con que gobiernan un usurpador de su casta política? La

recíproca acusación de impostura evidencia la desaparición de este original partido del que sus fundadores son

hoy desorientados sobrevivientes. Una prueba más de que el movimiento de abril usó del M.N.R. como de una

piel que mutaría cuando la próxima estación política la hiciera innecesaria.

Los dos núcleos en que la primitiva célula política del M.N.R. se ha dividido, comienzan a experimentar una

escisión que los duplicará nuevamente. No son sino las primeras manifestaciones de una proliferación celular que

diluirá por completo al M.N.R. en el exuberante organismo sindical que comienza a reemplazarlo.

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Desintegración nacional

Pero la rebelión de los componentes de esa costra sindical a que he aludido (formada desde el gobierno del

M.N.R., capa a capa, para paliar la llaga social que requería de más desinteresados remedios), no es más que una

manifestación parcial, acaso la más grave, de un vasto proceso de desintegración nacional.

El ideal de liberación de una clase ha terminado por contagiar a todos los grupos nacionales de una irreprimible

necesidad de independencia. Este tópico de la emancipación es a tal punto un lugar común en el vocabulario del

boliviano de hoy día, que hasta los grupos más modestos proclaman su resolución de independizarse, aunque no

precisan el yugo del que estarían resueltos a no depender más. Bajo la apariencia casi pueril de esta urgencia

liberadora, se expresa la trágica incomprensión de la vida de nación, con todas las dependencias a que obliga el

derecho de integrar una comunidad.

Si el sentimiento nacional fue siempre incipiente, hoy se ha reducido a un mínimo apenas compatible con la

conservación unitaria del país. El “separatismo”, los comités departamentales, las emancipaciones gremiales; son

todos indicios que componen la clásica sintomatología de ese gravísimo mal que comienza a desarticular la

nación. Es que la recíproca independencia de los grupos constitutivos de la nación trae consigo la dependencia de

la nación misma. El gobierno, que fuera el lamentable organizador de esta funesta tarea de desintegración

nacional, es hoy el organismo con menos independencia del país. Sin embargo de estar en tan penosa situación de

dependencia económica y política, continúa proclamando el triunfo de su empresa de liberación n a cional.

Abruma tan grande idoneidad para el error y la simulación.

El Diario, 3 de abril de 1960