La verdad y la virtud: certezas para educar
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La verdad y la virtud: certezas para educar
Tradición educativa
Tratemos de reseñar una situación histórica acabada para tratar de comprender
situaciones del presente.
Antes de los años ‘60, básicamente, la educación familiar tenía parámetros
semejantes, comunes a toda la tradición occidental, aún en lugares muy distantes
geográficamente. Los padres desempeñaban una misión orientadora, basados en principios
claros; la palabra paterna era firme, trataba de sustentarse en certezas confirmadas por el
saber o la experiencia, pero siempre se asumía una posición ante la realidad. Se defendía la
virtud, en tanto ejercicio del bien obrar; se buscaba la verdad en las cosas, se tomaba
posición ante los hechos.
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Hay que decirlo claramente, aunque la educación tuviera errores, aunque fuera
limitada a veces o estereotipada otras, se procuraba educar con criterios firmes. Niños y
jóvenes sabían que sus padres y maestros compartían una imagen del mundo afín, ante la
cual ellos debían pronunciarse.
Era una sociedad donde se escuchaban criterios homogéneos, los hijos recibían de
los padres las mismas indicaciones o prescripciones que podían recibir sus compañeros y
amigos de sus distintas familias, las escuelas sostenían lo dicho en la casa y la escuela
estaba avalada por los padres en sus decisiones.
Era una sociedad donde el tono estaba dado por el mundo adulto, mundo adulto
que tomaba la responsabilidad de guiar a los jóvenes e iniciarlos en su propio camino de la
vida. La presencia y la voz de los mayores ocupaba un lugar rector, y también, magnánimo,
porque aquéllos decidían ser tutores de las generaciones siguientes, con el consiguiente
esfuerzo, compromiso y abnegación. La presencia de la tradición importa esa continuidad,
se transmiten valores consolidados, ideas de bien y mal, recomendaciones y consejos. Y
mientras los mayores hablaban, los jóvenes aprendían escuchando. Con generosidad por
parte de unos y confianza por parte de los otros, valores indispensables para la educación.
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El concepto de libertad, en este contexto, dependía de lo aprendido, de cómo
moverse luego de haber sido preparado, elegir lo que se entendía como mejor para el
desarrollo personal y social; libertad era la opción de ser uno mismo más perfecto según su
naturaleza. No implicaba elegir cualquier cosa entre las posibles, sino la que llevaba a
alguna forma de bien. Se distinguía entre libertad y libertinaje.
Los años ‘60
Después de la década del ´60 el mundo empezó a poner en controversia esa
relación entre las generaciones, la relación adulto-joven, padre-hijo, educador-educando.
Desde Europa y de inmediato a EEUU se desató una contracultura de separación y
oposición. Las consignas conocidas "Pedir lo imposible", "La imaginación al poder",
"Sexo, drogas y rock and roll", "No queremos tu educación".
El eje de esta contrapropuesta fue la exaltación de la juventud, como forma
permanente y no en proceso, como totalidad acabada, como estatuto vital. Ser joven como
absoluto y sus consecuentes ideales: un estado de ruptura permanente, de oposición crítica,
de rebeldía, transgresión y no previsión, en definitiva, de desorden continuo. Lo que es
propio de la juventud como etapa transitoria de consolidación pasó a ser entendido y
exaltado como una edad de oro permanente, triunfal y perfecta. Esa concepción inundó los
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ejes sociales, tanto la familia como la escuela y se extendió a las formas de vida
comunitaria.
En cuanto a la familia, se comenzó a debilitar la idea de continuidad, ejemplo y
guía para ser sustituida por la de oposición, crítica e independencia. La relación de cuidado
y conducción, la relación de ejemplaridad, todo se diluye. Las diferencias se explotaron
para presentarlas como relaciones inconciliables de criterios y las generaciones de padres e
hijos comenzaron a darse la espalda; conviene recordar que esta actitud no es unilateral, es
recíproca, pero desde luego, pediremos más a quien está en condiciones de dar más, esto es,
a la generación adulta y por eso nos referimos aquí a ellos.
Y de pronto, todos quisieron ser jóvenes, moda, estilo, productos de consumo, y
más, lenguaje, ideas, valores todo impuesto por una perspectiva de juvenil, vale decir, de no
madurez, de no solidez, de variabilidad constante, de inseguridad y movilidad.
La generación de adultos, adultos padres y docentes que cumplieron etapas
cronológicas pero no quisieron cumplir asimismo las etapas psicológicas, constituyeron su
personalidad en base a valores inestables: esta es la posición dominante de la cultura
contemporánea, el relativismo.
El relativismo cultural
El relativismo es la nota de las últimas décadas, nada puede defenderse como
verdadero, nada es pasible de ser conocido, todas las posiciones son defendibles, lo que
afirmo hoy mañana puede variar. Y esta permeabilidad cultural que es propia de valores
superficiales (me puede gustar una comida hoy y no mañana, puedo preferir una marca de
automóvil y otra mañana) fue transferida a valores esenciales. A decisiones de vida,
opciones existenciales, donde la familia, la pareja, la vocación, las grandes decisiones se
vieron afectadas.
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El relativismo como conducta de la época posmoderna dejó sin estabilidad la
sociedad. Los adultos, en tanto responsables de comunicar certezas para formar a las
generaciones venideras, cayeron en el silencio. Es complejo al mismo tiempo convertirse en
la ley, en el parámetro y su ruptura, en su transgresión. Ya nadie quiere pronunciarse sobre
la verdad, las certezas del hombre, el bien de las acciones, todo queda bajo la lupa del
observador subjetivo, una cosa puede ser esa o su contraria; y si no se asume esa posición,
que los medios de comunicación se ocupan de globalizar, uno es reaccionario, conservador,
o sencillamente “viejo”, el peor insulto a esta humanidad que ostenta eterna juventud.
Con esta situación se vio afectada la familia y la escuela; si el adulto no asume su
función, si tiene dudas frente a la distancia de concepciones que debe tener respecto de los
jóvenes. Si la institución que tiene que conducir, sea padres o maestros, tiene dudas,
confusiones o contradicciones, su sentido en la sociedad pierde validez. De ahí el
desprestigio que tienen los padres y los maestros en la sociedad contemporánea. Lo que se
ve afectado es el concepto total de educación, más allá de quien la imparta.
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Y como los adultos estamos tan ocupados en resolver nuestras dudas, en volver a
hacer una opción de vida, en rehacer tantos errores, es decir, estamos elaborando un nuevo
modelo de adultez, no podemos tener tiempo de ocuparnos de los que están en crecimiento.
Quedan entonces estas generaciones de niños y adolescentes desatendidos, bajo la
apariencia de crianzas libres o abiertas. Bajo el ropaje de la libertad, de la opción personal,
de dejar que elijan su propio camino, hay miríadas de jóvenes sin orientación, sin que nadie
se ocupe de ellos. El nuevo modelo de adultez, bajo el estandarte de la libertad, deja solos a
muchos jóvenes. Ser libre no es excusa para renunciar a la función natural que siempre
tuvieron las generaciones mayores; los animales, sin ruptura de la ley natural, siguen ese
curso instintivo de trasmitir lo que sus crías necesitarán para sobrevivir. Sólo los humanos
decidimos renunciar a ello ¿A quién echaremos la culpa de que los jóvenes no crean en
Dios, no crean en la familia, no crean en la sociedad, en la justicia, en la solidaridad, sino
a nuestros gestos de escepticismo e individualismo?
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La vuelta a las convicciones
La educación está aprisionada por un cambio cultural. Los adultos reclaman para
sí modelos de conductas libres, sin parámetros y no pueden transmitir confianza a sus hijos,
si ellos mismos son volubles e inseguros. Pero no advertimos, entre dudas e inseguridades,
que para ser libres los jóvenes necesitan certezas y verdades del mundo adulto. No se hace
desde la ausencia de los mayores, ni desde su silencio. Las nuevas libertades, las que los
jóvenes adquirirán cuando maduren, se construyen en relación positiva o negativa respecto
del mundo adulto.
Les debemos a los jóvenes una distancia real entre las generaciones de padres e
hijos, diferencias entre sus posiciones y las nuestras, tensión entre sus ideales y los del
mundo adulto; les debemos permitir la rebeldía, como confrontación con sus mayores, a
ellos y renunciar nosotros a trasnochadas rebeldías, para que construyan su propio proyecto
enfrentado al nuestro.
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Insistamos una vez más: para poder definirme con firmeza, deben tener claridad
respecto a qué modelo enfrentan. Ellos deben escuchar qué pensamos, qué creemos, qué
defendemos con toda firmeza, para saber qué decidirán pensar. Eso se trasmite en el día a
día de toda vida de familia y en cualquier situación donde padres e hijos compartan una
experiencia; frente a esto no hay televisión, ni tecnología que separe, muy por el contrario
cada uno de estos temas invasivos contemporáneos pueden y deben ser motivo para emitir
un juicio y enseñar a través de él.
Cabe recordar que, aunque nos equivoquemos, porque lógicamente los adultos nos
equivocamos, es preferible enseñar a tener convicciones y capacidad de rectificación a no
tener ideas propias. Los jóvenes usarán la rebeldía para definir su propia vida en cotejo y
discusión con la nuestra, aunque sepamos que al cabo de los años, a la vuelta de la vida, se
parecerán a nosotros más de lo que quisieran.
Si no les planteamos un camino, aquél en el que creemos, los dejaremos sin un
testimonio contra el cual oponerse o usar como punto de partida para construir el propio
rumbo; nosotros no haremos historia, ni ellos harán futuro.
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Superar el relativismo cultural en los actos paternos y docentes, es nuestro desafío.
Defender la virtud y honrar la verdad no es tarea que podemos pedirles a nuestros
hijos sin antes ejemplificarla cada día; no se hace a los gritos ni expansivamente. Se hace
con la firmeza de la convicción; y debemos estar seguros de que ellos lo sabrán y lo
agradecerán algún día.
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Ethel Junco de Calabrese