La Torre de Marfil Asediada

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La Torre de Marfil Asediada Leopoldo Marechal “Cuaderno de Navegación” Emecé, Buenos Aires, 1995, páginas 197- 208. Este 11 de junio, como salutación de cumpleaños, Bernardo Ezequiel Koremblit me hizo llegar un ejemplar de su obra La Torre de Marfil y la Política. Elbiamor y yo la leímos esa misma noche y aprobamos la tesis de Koremblit pensada con agudo entendimiento y expresada con aguda ironía. En mi esquela de agradecimiento le dije: “Muchos creen que la Torre de Marfil habitada por los intelectuales es algo así como un fumadero de opio en uso excluyente, o un garito unipersonal para el juego de ‘solitarios’; y no sospechan ellos que dichas torres, en su aparente inutilidad, están sosteniendo estructuras espirituales que, sin ellas, no tardarían en venirse abajo.” En mi Autopsia de Creso dije ya por qué razón el artista y el filósofo, tras perder la función social y el “estado público” de que gozaban antes de que se impusiera el Hombrecito Económico, debieron refugiarse en sus catacumbas; porque al fin y al cabo una torre de marfil es una catacumba en propiedad horizontal. Lo que trata Koremblit en su libro es la tragicomedia del artífice y del pensador así excluidos y hoy reclamados por las nuevas musas de lo político, lo social y lo económico. Elbiamor, recuerdo yo que mi primer topetazo con dichas musas lo tuve cuando Güiraldes publicó su Don Segundo Sombra. Los elogios que se le tributaron entonces y que la posteridad confirmó luego alegraron mi corazón y el de mis camaradas “martinfierristas”, hombres de hígado tormentoso y de nariz beligerante. Mas he ahí que un Señor Y (cuyo nombre no te daré por muy dulces razones de caridad) interrumpió la fiesta con cierto artículo en el cual afirmaba que Güiraldes había pintado al resero criollo “desde el punto de vista del patrón” y no del resero mismo. Como ves, era la Sociología que asomaba ya su oreja peluda. Lo asombroso del caso fue que el Señor Y no había dado antes ningún indicio de su dolencia; ni lo dio luego, ya que se convirtió hasta el presente en el miembro reiterado de cuanta Junta Directiva se crea en el país, ya se trate de una Comisión

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La Torre de Marfil AsediadaLeopoldo Marechal

“Cuaderno de Navegación” Emecé, Buenos Aires, 1995, páginas 197-208.

Este 11 de junio, como salutación de cumpleaños, Bernardo Ezequiel Koremblit me hizo llegar un ejemplar de su obra La Torre de Marfil y la Política. Elbiamor y yo la leímos esa misma noche y aprobamos la tesis de Koremblit pensada con agudo entendimiento y expresada con aguda ironía. En mi esquela de agradecimiento le dije: “Muchos creen que la Torre de Marfil habitada por los intelectuales es algo así como un fumadero de opio en uso excluyente, o un garito unipersonal para el juego de ‘solitarios’; y no sospechan ellos que dichas torres, en su aparente inutilidad, están sosteniendo estructuras espirituales que, sin ellas, no tardarían en venirse abajo.” En mi Autopsia de Creso dije ya por qué razón el artista y el filósofo, tras perder la función social y el “estado público” de que gozaban antes de que se impusiera el Hombrecito Económico, debieron refugiarse en sus catacumbas; porque al fin y al cabo una torre de marfil es una catacumba en propiedad horizontal. Lo que trata Koremblit en su libro es la tragicomedia del artífice y del pensador así excluidos y hoy reclamados por las nuevas musas de lo político, lo social y lo económico.

Elbiamor, recuerdo yo que mi primer topetazo con dichas musas lo tuve cuando Güiraldes publicó su Don Segundo Sombra. Los elogios que se le tributaron entonces y que la posteridad confirmó luego alegraron mi corazón y el de mis camaradas “martinfierristas”, hombres de hígado tormentoso y de nariz beligerante. Mas he ahí que un Señor Y (cuyo nombre no te daré por muy dulces razones de caridad) interrumpió la fiesta con cierto artículo en el cual afirmaba que Güiraldes había pintado al resero criollo “desde el punto de vista del patrón” y no del resero mismo. Como ves, era la Sociología que asomaba ya su oreja peluda. Lo asombroso del caso fue que el Señor Y no había dado antes ningún indicio de su dolencia; ni lo dio luego, ya que se convirtió hasta el presente en el miembro reiterado de cuanta Junta Directiva se crea en el país, ya se trate de una Comisión de Energía Atómica, ya de un jurado para Cuestiones de Límites, ya de una inocente Sociedad de Fomento Vecinal, en torno de cuyas reuniones giró y gira con la helada regularidad de un planeta muerto. Elbiamor, si trazo aquí la semblanza del personaje, no se debe a un arranque de furia retrospectiva, sino al intento pedagógico de señalar hasta qué punto un ser noblemente ridículo puede alterar las armonías del orbe: a decir verdad, y a mi juicio, en esos entes inesperados radica la verdadera peligrosidad de la Historia.

Como te decía, el eructo político-social del Señor Y, lanzado en la propia cara del resero, me obligaba ya, como fiel “martinfierrista”, o a las vías del hecho (léase “pateadura”, ya que no lucía yo entonces la benignidad que luego me cubrió de laureles) o a la refutación enjundiosa, disciplina que yo había cultivado poco antes de mi polémica inocente con Lugones acerca

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del “verso libre” y del “versolibrismo”, tema que a la sazón ya estaba superado en la Historia de la Literatura; es que yo era entonces un inocente, y Lugones era otro inocente, y aquellos eran los años de inocencia. Elbiamor, la maroma se nos vino después, cuando la serpiente de lo político-social se nos deslizó en aquel paraíso. Descartada la “pateadura” que a mi entender no entraría en el cuerpo visiblemente abstracto del Señor Y, sólo me quedaba la “refutación enjundiosa”; y me lancé a ella en un artículo que apareció en La Nación y que se titulaba: “Legalidad e ilegalidad en la crítica del arte.”

Sin dar nombres ni exponer circunstancias (la naturaleza del diario así lo requería), declaré al Señor Y reo en el ejercicio ilegal de la crítica literaria, según el párrafo que transcribo: “La obra de arte sólo admite una crítica valedera: ya el asentimiento, ya la reprobación de los hombres capaces de juzgarla, no de cualquier modo, sino en su carácter específico, vale decir en la razón suficiente que le da vida y condiciona su realidad: en su belleza. Porque ‘ser bella’ es la razón primera de una obra de arte, y exigirle otra distinta es violentar su esencia por modo de extorsión.” Y agregaba: “Puede suceder que la obra de arte, además de ser bella, se proponga otro fin, tal como la demostración de una tesis o el planteo de una teoría. Cada uno de dichos fines aparecerá entonces como ‘razón segunda’ de la obra; y el crítico, después de juzgar se razón primera, universal y necesaria, que es la belleza, puede hacer lo mismo con su razón segunda, particular y contingente, siempre que guarde la jerarquía que media entre ambas razones. Pero si el crítico, en acto de juzgar, supedita lo primero a lo segundo, lo universal a lo particular y lo necesario a lo contingente, incurre, por una inversión de la jerarquía, en ilegalidad de juicio, haciendo prevalecer una razón insuficiente sobre una razón suficiente.”

Como ves, Elbiamor, aquella tesis mía de hace treinta y cinco años era bastante ortodoxa, y hoy le pondría sólo dos reparos: a) Yo le asignaba entonces a la hermosura el carácter de una razón primera y sobre todo “final”; y lo hacía porque militaba en la legión del “arte por el arte”, y no había gustado aún la belleza como Nombre Divino, ni sospechaba todavía la posibilidad de un “ascenso por la belleza” gracias al cual era dable presentir los rastros del hermoso Primero. b) En aquel párrafo yo había tendido una mano excesivamente ancha (y ahora lo veo) a la introducción de “segundas razones” en el arte, sin pensar que un poeta, verbigracia, si es la vez un sociólogo y quiere manifestar una idea sociológica, no debe hacerlo en un poema, sino en un tratado de sociología, ya que nadie se lo impide y, por el contrario, se lo reclama el orden natural de las cosas.

Más adelante decía yo: “¿Qué circunstancias han mediado para que lo bello se discuta ya como razón primera del arte? Hubo tiempos en que el arte procuraba ‘un conocimiento con deleite’ (y aquí, Elbiamor, se insinuaba mi futuro Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza); olvidado ese camino –proseguía yo-, el arte se limitó a proporcionar ‘un deleite sin conocimiento’ y se redujo a un simple fin hedónico; y no fue la última etapa de su desprestigio, ya que llegamos a los días en que el arte ni hace conocer ni deleita.” Elbiamor, en ese párrafo yo adivinaba dos instantes del descenso

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cíclico acelerado que nos toca vivir y que se manifiesta en todos los géneros de la actividad humana. Pero mi artículo tenía el mejor de sus bemoles en el párrafo que sigue: “No es extraño entonces que se le busque al arte otra razón suficiente al gusto del siglo. El pragmatismo actual, que trata de hallarle a todo una finalidad inmediata y visible, postulará que el arte debe servir a los ideales de la época; y como lo político-social-económico es la preocupación eminente del siglo, no faltarán quienes conciban el arte como un instrumento que debe ponerse ‘al servicio’ de las doctrinas sociales, hasta el punto de colocarlo en este riguroso dilema: o tomar esas doctrinas como su razón suficiente o desaparecer del mundo exterior al que ya no responde.” ¡Y atención, Elbiamante! Yo concluía del siguiente modo: “No es que el arte se resista, por naturaleza, a toda servidumbre. Por el contrario, en sus tiempos mejores lo vemos dado a la religión o a la metafísica, para servir a los Principios Eternos ya en su adoración ya en su intelección.” ¡Qué buen muchacho era ya este Leopoldo que aún gateaba en su noche y en la de sus hermanos! Elbiamor, las últimas palabras que acabo de transcribir son las que servirán para defender la Torre de Marfil Asediada.

Te dije algunas veces que todo gesto que aventura el hombre, sea cual fuere, ya en la verdad o en el error, tiende a conocer o expresar alguna cosa; por otra parte, sin bien lo miras, el compositum humano se integra en su totalidad con facultades y órganos destinados o al conocimiento o a la expresión. Ahora bien, las actividades humanas en lo cognoscitivo y en lo expresivo se ubican y se relacionan según una jerarquía de valores; y esa jerarquía, como es natural, se establece a partir de “lo alto” y se desarrollan en “descenso”. Podríamos esbozar una representación gráfica de lo dicho con una serie de planos horizontales en superposición que guardan entre sí un paralelismo riguroso: cada plano de la serie representa un género de actividad humana, y su paralelismo con los otros indica “geométricamente” que no hay identidad con ellos ni reducción posible de los unos a los otros, aunque puedan y deban relacionarse merced a correspondencias y analogías que dan a la serie la unidad propia del ser que la va realizando. El arte ocupa, naturalmente, uno de los planos horizontales en la jerarquía. Su actividad entra en el orden de la “expresión”: es la expresión de la belleza; y como la belleza en sí es el “esplendor de la forma”, el arte define y cumple su actividad al hacer que una forma resplandezca sobre una materia dada. En justicia, no se le debe pedir al arte otra cosa, ni arrancarlo de sus límites propios que son, por otra parte, los que aseguran su independencia.

Sin embargo, el “esplendor de la forma” se alcanza por la “intuición de lo bello” que, naturalmente, atañe a la facultad “cognoscitiva”: de tal modo, la belleza es un “trascendental” (el Areopagita la da como uno de los Nombres Divinos). Y el arte, que trabaja con ella, puede “trascender” su órbita natural, pero en el sentido de “la altura”, vale decir ascender a un plano superior de la jerarquía mencionada. Esa virtud trascendente de lo bello es la que, sin duda, origina el servicio tradicional reclamado al arte por lo religioso y lo metafísico. En realidad, lo que una religión o una metafísica le pide al arte es que sus obras, además de ser bellas, oficien como

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“soportes” de una verdad trascendente: nadie podría negar que La Cena de Leonardo es una obra cabal del arte, con abstracción de su tema religioso, ni que también lo es El andrógino del Louvre, con abstracción de su significado metafísico. De tal manera, el arte no sólo guarda intacto su libre comercio con la hermosura, sino que adquiere además, y en consecuencia, la elevación del plano a que sirve sin degradarse. A menudo el artífice, llamado a representar algunas formas de significación metafísica, no tiene conciencia de tal significación y se reduce a expresar la hermosura de las formas que le solicitan: en tal caso, por cumplir la única y “suficiente” razón de su arte, dicho artífice mantiene su jerarquía con absoluta legalidad y libertad.

Ya ves, Elbiamor, cómo el arte, puesto al servicio de una actividad que lo supera en jerarquía, continúa siendo libre, tenga o no conciencia de tan alta servidumbre. Pierde su libertad, en cambio, si presta servicio a planos de actividad inferiores al suyo (como lo son el de lo político, lo social y lo económico); porque tales actividades, tan necesarias en su “género”, le impondrán al arte una razón suficiente que no es la suya propia, con lo cual el arte dejará de serlo para descender a la “bajeza” de lo que sirve. Y sucederá entonces que si el arte defiende a la belleza como a su razón única, se le responderá que la belleza es un “prejuicio burgués”. No es mucho, pues, que la Torre de Marfil y sus torreros, asediados hoy con tanta insistencia, se resistan a esa invasión de jurisdicciones, y que, antes de ceder, prefieran la soledad del águila o el hermetismo de la catacumba. Bien saben los torreros que la verdad es inmutable y obra por sí misma, eternamente, aunque tenga sus “estaciones de ocultamiento” cuando les son desfavorables las condiciones externas del mundo.

Elbiamor, establecido el orden jerárquico en verdad “armonioso” que preside las actividades humanas, te mostraré que tal ordenamiento, además de “armonioso”, es “armonizante”, y que su destrucción produciría el caos, fatalmente. Las antinomias y oposiciones que desunen a los individuos en un plano de actividad humana son a menudo irreconciliables dentro del mismo plano en que se dan; y lo serían definitivamente si no existiera un plano superior en que lograran reconciliarse “por altura”. Yo te diría, Elbiamor, que uno de tales planos es el del arte, con respecto a cualquier actividad que le sea inferior en jerarquía. Te daré un ejemplo cuya simplicidad enternecería el corazón naturalmente sensible de las tías de Córdoba: ¿qué ideólogos político-sociales, divididos a muerte, no se reconciliarían, fuera de su litigante asignatura, en una sonata de Beethoven, en un cuadro de Hieronimus Bosch o en un drama de Shakespeare? Elbiamor, el arte se parece mucho a un Paraíso donde los hombres logran unirse “por arriba” si están divididos “por abajo”. Y te juro por el bonete de Pitágoras que si los hombres, en su locura niveladora, llegasen a destruir tan saludable jerarquía, destruirán también ese Paraíso de la unificación posible, y se irán todos al infierno.