La Sirena del Viernes Santo

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1 La Bruja de mi Cuadra / Volumen 1

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De la Colección "La Bruja de Mi Cuadra". Lectura para Adolescentes.

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A todos nos gusta andar inventando cuentos para asustar a los menores y otros les ha tocado vivirlos por no respetar a los espíritus. Pero yo quiero compartirles lo que he escuchado, un día que me metí a la casa de La Bruja de mi Cuadra, que le asustaba a los patojos que la molestaban o la miraban feo; Y yo por valiente me decidí a investigar y que susto me he llevado al ver que en su casa las almas que andan asustando a la pobre gente se reúnen para reírse de las maldades que hacían y aquí están algunas de las historias que pude escuchar.

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La Sirena del Viernes Santo.

La Niña del Día de Finados.

El Hombre del Más Allá.

El Amor del Sol y la Luna.

El Venado del Señor de Los Cerros.

La Misa del Cura Sin Cabeza.

El Caballo de Piedra.

El Grano Sagrado.

La Piedra y los Compadres.

Kapracán y los Volcanes.

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Alba Lucrecia era una muchacha encantadora, con la inocencia propia de sus años. Su rostro licía unas mejillas sonrosadas y un leve candor que mostraba la edad de la niñez recién abandonada. Aunque no era una mujer de extraordinaria belleza, sí era la más alegre y vivaz de la región. Ella animaba todas las fiestas populares de Retalhuleu.

Como era de esperarse, todos los jóvenes del poblado se disputaban sus atenciones, e incluso algún hombre maduro soñaba con los amores de Alba Lucrecia.

Ella se sentía halagada por todas las manifestaciones de interés que le mostraban los varones.

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Poco a poco, la joven se fue convirtiendo en el motivo de celos de las otras muchachas y de algunas señoras casadas que pensaban que sus esposos podrían prenderse de ella.

Llegadas las fiestas de Nochebuena, Alba Lucrecia, acostumbrada a ser el centro de atención durante las posadas, no faltó a ninguna. En todas fue recibida con galanteos y la lucha de los jóvenes que deseaban obtener su aprobación, ofreciéndole ponche, un tamal o la mejor silla de la reunión, y hasta hubo otros que se atrevieron a darle una flor.

Algunos soñadores escribían poemas y se los entregaban a escondi-das, mientras se celebraban los rezos. Durante la misa del gallo, pudo ver cómo llamaba la atención de la muchedumbre, ya fuese por celos o por admiración.

Una de sus pocas amigas le insinuó que hasta el sacristán, desde el altar de la iglesia, había estado observándola.

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También su madre resentía un poco la atención que desper-taba su hija. Últimamente, Alba Lucrecia había abandonado sus quehaceres. Ya no trabajaba correctamente en la tienda de sus padres. Gastaba el tiempo platicando con los jóvenes que, a decir verdad, iban a la tienda solamente a buscar conversación con ella.

Y con ese pretexto, las señoras dejaban de hacer sus compras allí, argumentando que no se les recibía bien y que la tendera estaba siempre en alguna con-versación trivial. Además, Alba Lucrecia había dejado de bordar, con la excusa de que la necesita-ban más en la tienda.

Por otro lado, la jóven nunca demostro mayor interés por los estudios. Apenas había terminado la escuela primaria cuando los dejó para ayudar a su familia con el bordado que, al decir de las compradoras, lo hacía de diseños primorosos.

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Ella bordaba con imaginación y nunca repitió un solo diseño. Uti-lizaba los hilos de color de la tepa para que las blusas o pañuelos no llamaran la atención y fueran elegantes.

Sus trabajos más celebrados eran los que hacía en blanco, labor que aprendió mientras estudió en el convento con las monjas.

Sin embargo, ella abandonó el oficio y se dedico horas y horas al arreglo personal. Pasaba la mayor parte del tiempo peinándose, limándose las uñas, y se bañaba varias veces al día porque, en cierta ocasión, un viajero que pasó por la tienda elogió el olor a baño reciente que despedía su cabello. Además, Alba Lucrecia no disfrutaba del clima cálido de Retalhuleu.

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Cierta vez, ella pudo observar unas fotografías que uno de los señores acaudalados de la región había olvidado en la tienda. En dichas fotos, las mu-jeres lucían finos vestidos largos, con mucha tela, cintura dibujadas por los corsés y peinados altos con sombreros muy decorados. La muchacha imaginó lo que habrían sufrido esas mujeres por el calor y se lo comentó al dueño de las fotos cuando volvió por ellas.

-No, hija- le argumentó el caballero con su marcado acento extranjero-, ocurre que donde ellas viven no hace tanto calor como acá, por eso ellas usa vestidos con tanta tela.

Desde entonces, Alba Lucrecia no dejó de soñar con vestir esos grandes trajes y lucir joyas como esas de las fotos. Se imaginaba paseando con un enorme sombrero decorado con plumas.

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Su sueño pareció hacerse realidad cuando un joven extranjero llegó a la población. Los vecinos decían que era un estudiante que buscaba antiguedades para colec-cionar. -¿Qué es una antiguedad? -preguntó la muchacha a su madre. -Son las cosas viejas que se encuentran enterradas -respondió la sencilla mujer.

Alba Lucrecia sintió viva curio-sidad por aquel joven que, a la vez, era de su agrado, y pensó que si lograba casarse con él seguramente visitaría un lugar donde pudiera vestirse como en sus sueños y todos admirarían su belleza engalanada con joyas y pieles.

La primera vez que vio al joven fue cuando pasó frente a la tienda de sus padres. Él iba viendo hacia el suelo, guiado por uno de los ancianos nativos de la población.

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Desde ese día, Alba Lucrecia, empezó a ingeniárselas tratando de conseguir que se fijara en ella y, para lograrlo, habló con el anciano y le pidió que con el pretexto de hacer alguna compra, llevara al muchacho a la tienda.

En efecto dos días despues, el guía y el estudiante llegaron allí. Lucrecia lucía uno de sus mejores vestidos. Al verla, Gunther quedó impresionado y la saludó efusivamente. “Es la muchacha más bella que he encontrado en el pueblo”, pensó el muchacho y lo demostró con su mirada y los movimientos algo torpes al recoger sus compras, pues no dejaba de verla.

Alba Lucrecia quedó complacida. El estudiante ya era uno de sus admiradores. Y pensó que para las celebraciones de Semana Santa ya habría logrado su propósito. De a cuerdo a las instrucciones de la joven, el guía pasaba con cierta frecuencia por la tienda para com-prar azúcar, pan y otras cosas que necesitaba el estudiante para sus excursiones.

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Y así, empezó la temporada de Cuaresma. Cada viernes, las personas rezaban en la iglesia o en sus casas, preparándose para la gran festividad de la Pascua.

Alba Lucreacia, sin embargo, solamente tenía en mente el arreglárselas para conseguir que Gunther se decidiera a pedir su mano, ya que apenas habían cruzado algunas palabras.

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Una de sus vecinas, al observar lo que ocurría en el poblado, insinuó que Gunther pronto se casaría con una joven extranjera como él, que vivía en la capital.

Angustiada, Alba Lucrecia le preguntó al anciano guía si eso era verdad.

-Mi niña, eso no lo sé. Lo que sí es cierto es que el estudiante se va después de Semana Santa a la capital, porque ya encontró lo que buscaba. Eso preocupó a la joven. “No importa”, pensó “me haré un hermoso traje para estrenar el Viernes Santo”.

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Cuando su madre la encontró bordando de nuevo se alegró.

-Al fin volverás a trabajar - le dijo-, con la falta que hace.

-No mamá- repuso la joven-, es para usarlo yo.

-No importa, lo que vale es que vuelvas a trabajar, así lo lucirás el Domingo de Pascua.

Sin responderle, Alba Lucrecia pensó que ese día sería demasiado tarde, pues Gunther tal vez se iría el lunes.

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Los días festivos llegaron y Alba Lucrecia buscó la forma de acercarse a Gunther poco a poco. El Jueves Santo, la joven se bañó como siempre.

-Qué bueno que te estás bañando- le dijo su madre-, porque hacerlo mañana es pecado.

-¡Qué pecado va a ser!- dijo la joven-, mañana también lo haré, para estrenar mi vestido - le dijo.

-¡Ni se te ocurra! ¡Te volverás de piedra! - le reprendió la madre asustada.

Convencida de que eso era suficiente para que su hija le obedeciera, no insistió.

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Alba Lucrecia conversó con Gunther esa tarde y se citaron para el día siguiente. Ella esperaba que él sucumbiera ante su belleza y no pudiera casarse con nadie más.

Era la mañana del Viernes Santo. Los padres de Alba Lucrecia escucharon que se bañaba y, asustados, acudieron al patio. Fue muy grande su sorpresa cuando vieron a su hermosa hija convirtiéndose en una sirena de piedra.

Los vecinos, aleccionados por lo sucedido, trasladaron a la bella joven con-vertida en sirena auna fuente de la plaza, para que todas las generaciones recordaran que los días sagrados se deben de respetar.

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