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Revista de la Inquisición 2001,10: 259-282
ISSN: 1131-5571
La sed de creer produce herejía: reflexiones sobre la «leyenda del gran
inquisidor» de F.M. Dostoievski
Eugenia Smokti
Instituto Internacional de Estudios Sefardíes y Andalusíes Universidad de Alcalá
«La Iglesia fabrica dogmas (...) y levanta catedrales; el intelec- tualismo fabrica dudas y levanta telarañas religiosas.»
Rafael GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, Arzobispo de Granada1
INTRODUCCIÓN
Rotundas y rígidas, sonaron, sin duda alguna, estas palabras del reve- rendisimo padre García de Castro que coronaban su epílogo a la famosa obra de don Marcelino Menéndez Pelayo sobre las corrientes heterodoxas en España. Entendida, además, desde nuestra óptica contemporánea, adquiere esta afirmación un sentido mucho más flexible, siempre cuando se atreva el lector a insertarla en el marco del debate historiográfico de la cultura religiosa que hoy se desarrolla entre diversos historiadores en este momento. Dicho de otra manera, tal es la crítica implícita manifestada por el arzobispo granatense, a mediados de los años sesenta del siglo XX, respecto del anhelo intelectual, siempre constante, de reflexionar sobre el poder «eclesial» institucionalizado en relación con valores que desde hace mucho han sido considerados de referencia universal.
1 GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, R., Arzobispo de Granada, Menéndez Pelayo y su «Historia de los heterodoxos españoles». En MENÉNDEZ PELAYO, M. Historia de los heterodoxos, vol. II, BAC, Madrid, 1965, p. 1064.
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Expresados estos valores, como bien sabemos, a través de la tradición religiosa, se han desarrollado, pues, en los términos generados e impuestos por ella misma; es decir, en los límites de su propio engranaje simbólico que se fue perfilando a lo largo del tiempo. Tal vez, sería una exageración considerar todos los indicios de esos anhelos intelectuales como las representaciones a d hoc de unas determinadas corrientes culturales; presentemos, por tanto, este discurso como un intento de discernir lo universa l de lo particular, lo cual siempre resulta más fácil, cuando se trata de conceptos engendrados por genios, deseosos, en un momento dado de su proceso creativo, de plantear ante nosotros sus propias dudas, tanto intelectuales como espirituales.
Muchos han sido, sin lugar a dudas, los pensadores cristianos, que se plantearon el problema de su propio credo religioso por la necesidad de encontrar una razón afectiva del mismo. Ejemplos tenemos de esto en la historia de Europa. Uno de ellos se produjo, cuando en aquella madrugada nebulosa de 1517 todo el P opu lu s D e i del Viejo Continente se despertó, conmovido, por la cla m a tio de Lutero que exigía la libertad de conciencia de cada uno de los fieles cristianos. Entonces, aquella aclamación expresaba, en primer lugar, la necesidad innata de aquel fraile rebelde de desenmascarar sus propias angustias y descubrimientos doctrinales y, asimismo, compartirlas con el mundo cristiano.2
De igual manera, personalizada e individual, se expresaba, a finales del siglo XVI el gran maestro de filosofía, Pierre Charron, hombre destacado, junto con Jean Bodin, como inspirador del llamado libertin a je espiritual.
«Dios, —decía Charron— es el último esfuerzo de nuestra im aginación en su vuelo hacia la perfección, y cada uno desarrolla esta idea según su capacidad .»3
La sabiduría de Charron buscaba de nuevo —parafraseando, naturalmente, las inquietudes intelectuales de su tiempo— hacer el correlato entre los elementos principales que ponían de relieve, por aquel entonces, todo el contenido del pensamiento moderno. Es decir: la razón, la naturaleza v D ios.
2 Véase CONTRERAS, J. De la herejía a la Iglesia: Lutero, el Emperador y los príncipes, Actas del Congreso Internacional «CARLOS V. EUROPEÍSMO Y UNIVERSALIDAD», Granada, 2001, vol. V, pp. 173-196.
3 TENENTI, A. Libertinaje y herejía a mediados del siglo XVI y comienzos del XVII, cit. CHARRON, P. De la sagesse. En LE GOFF, J. Herejías y sociedades en la Europa preindustrial, s.s. XI-XVII, MEC, Madrid, 1987, p. 242.
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«Lo que se hace p o r fuera —escribió el filósofo francés— es más para nosotros que para Dios, más para unidad y edificación humana que para la verdad divina.»4
Basten estos dos ejemplos como muestras de la «clásica» heterodoxia europea... Por consiguiente, deberíamos, tal vez, cambiar de rumbo y girar el gigantesco caleidoscopio de la cultura, para intentar observar detrás de los arabescos más estrafalarios que el cristal nos ofrece, algunos rasgos comunes que han estimulado la imaginación, en estos temas, de unos de los pensadores más «ateo», según sus propias confesiones al respecto, y más «creyente», tal y como se le han definido de ordinario. De ahí aparece mi pregunta: ¿surgen, entonces, las críticas más agudas de la tradición religiosa, como resultado de un deseo, sobremanera, fervoroso, de encontrarse con Dios?
I. EL DEBATE SOBRE LA FE Y LIBERTAD
Como ocurriera con Lutero y Pierre Charron, el gran escritor ruso Fio- dor M. Dostoievski no logró escapar de aquella angustia personal y dolo- rosa, aun siendo hijo de su propio tiempo, impregnado, sobre todo, de las corrientes liberales decimonónicas.5 Elevado, además, por su ansiedad espiritual, el autor recurrió en su relato a una metáfora muy «española» en el sentido más histriónico de la palabra, para expresar un instante importantísimo de sus preocupaciones religiosas: se trata, desde luego, de uno de los episodios más famosos de la literatura rusa que, empero, ha pasado ya a ser patrimonio de toda nuestra cultura: se trata del Capítulo
4 Ibídem, p. 241; 244 y sgs.5 Reconocía F. Dostoievski en la carta dirigida a Natalia D. Fonvísina en febrero de
1854: «(...) Le diré de mi mismo que soy el hijo del siglo, el hijo de la incredulidad y de la duda hasta la tapa de mi ataúd. Tantas torturas increíbles me ha costado y sigue costando esta sed de creer, la cual es más fuerte, cuantos más argumentos contrarios tengo en mi interior. No obstante, Dios me envía, de vez en cuando, los momentos, cuando estoy completamente tranquilo; en estos instantes yo amo y me encuentro amado por los demás, y, precisamente, en aquellos minutos he compuesto en mi mismo mi credo, mi propio símbolo de la fe, donde todo está claro y sagrado para mi. Ese símbolo es muy sencillo, aquí lo tiene: hay que creer que no existe nada más bello, profundo, simpático, sensato, valiente y perfecto que Cristo; y no es que simplemente no existe, sino -digo a mi mismo con amor celoso- no pueda existir. Es más: si hubiese alguien, que me hubiera demostrado que Cristo se encuentra fuera de la verdad y así fuera de veras, es decir, que la verdad estaría fuera de Cristo, entonces, en este caso, más quisiera quedarme con Cristo, que con la propia verdad.» DOSTOIEVSKI, F.M. Polnoe sobranie sochinenii v 10-ti tomaj, Leningrad, 1986-1990, Pis'ma vol.28, libro l, p. 176. Cf. MÜLLER, L. Poniat' Rossiyu: istoriko-kul- turnie issledovaniya, Moskva, Progress-Traditsiya, 2000, pp. 313-314.
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V del Libro V (Segunda parte) de la novela «Los hermanos K aram ázov» que contiene a la Leyenda del Gran Inquisidor de todos conocida.
Se dice, habitualmente, que los personajes escapan, a veces, fuera de la voluntad de sus autores y siguen rutas totalmente inesperadas... Inesperadas, pero, de todas formas, enraizadas en el mismo interior de su concepción. Pues, quién puede conocer mejor, sino el autor, el mundo de aquellos «hijos rebeldes», el mundo de sus incertidumbres y afirmaciones, de sus contradicciones, de sus descubrimientos y de sus silenciosas exclamaciones. En nuestro caso, creo recordar el pasaje que viene a cuento para servir como punto de arranque del proceso de comprensión de la literatura rusa, cuya grandeza recae, cómo no, en el siglo XIX:
«Releyendo a D ostoievski — así empezaban sus reflexiones A . Guénis y P. Vail— no se nos oculta, cuan lejos de la propia literatura llevaron a las letras rusas sus grandes autores ( ...)» 6
Tal es el destino de la Leyenda, contada por Iván Karamázov, el protagonista de la última novela de Dostoievski, su obra predilecta que salió de la pluma del escritor en el año 1880. Allí, en aquella pieza cumbre se cruzaron, como sabemos, varias vertientes del talento humanista de Dostoievski: la vertiente histórica, la filosófica y la literaria; aquí, también, finalizaron sus pesquisas antropológicas para intentar resolver el problema tan importante para él, es decir, el debate perm anente sobre la fe v la libertad del espíritu humano. Se refiere, por supuesto, a una diatriba sumamente contradictoria, siempre presente, según Dostoievski, en el corazón del hombre, donde, el diablo lucha contra Dios.
Por lo tanto, decenio tras decenio y con toda la lógica del mundo, sigue llamando la atención la imagen misteriosa del Gran Inquisidor que apareció ante nuestro autor entre las tinieblas amarillentas y las siluetas de los templos ortodoxos de San Petersburgo —la ciudad-fantasma y la ciudad- paradoja— cuyos habitantes vivían, como si fueran estigmatizados para siempre por el mero hecho de haber nacido en aquel lugar, llamado, también, el del Anticristo.
En este sentido, ha de subrayarse que la mayoría de las investigaciones inspiradas en el relato karamazoviano, se fueron focalizando en torno a un asunto capital: el denominado cristianism o de D ostoievski. Sin embargo, desde mi punto de vista y, en función de premisas exegéticas, pocos han sido los estudiosos que se han preocupado, particularmente, por rastrear el planteamiento, digamos, «inquisitorial», del escritor ruso.
6 Guenis A., Vail, P. Strashny Sud. Dostoievski. En Guenis A., Vail, P. Rodnaya rech, Moskva, Nezavisimaya Gazeta, 1995, p. 163.
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La Leyenda de Dostoievski se expresa en un ámbito de alto contenido religioso. Su argumentación es tan poderosa y tan extraordinariamente ambigua que suscitó grandes debates en diversos medios filosóficos de toda Europa. Así, por ejemplo, N iko la i Berdiaev, uno de los representantes más significativos de la filosofía rusa religiosa, entendió al Gran Inquisidor como la encam ación del m al m etafísico1. Por su parte, el cardenal H enri deLubac, el conocido teólogo francés, vio a los personajes de la composición dostoievskiana como la manifestación más tajante de lo que él definió como el «humanismo ateo».7 8
Por otro lado, como si participase en el «diálogo» anterior, J.-L. L ópez Aranguren en la España de los setenta, y desde los principios puramente sociológicos, minimizaba las connotaciones religiosas de la Leyenda, arguyendo que su autor estaba muy apegado, entre otra cosas, al tradicionalismo paneslavo.9
Será muy importante repasar, aunque sea de forma introductoria, algunos de los anteriores planteamientos que permiten insertar la fábula inquisitorial de Dostoievski en el marco de la filosofía de h istoria . No obstante, antes de entrar en la senda movediza de las diversas interpretaciones —siempre ambiguas y, sin duda alguna, subjetivas— detengámonos un poco para escuchar al propio autor y, tal vez ¿quien sabe? para contestar algunas preguntas que se entrevén detrás de la imagen siniestra del Gran Inquisidor...
II. LA LEYENDA: ¿UNA VISIÓN RUSADE LA INQUISICIÓN?
En tal sentido, siguiendo la voluntad de nuestro autor, un buen día, cuando España vivía los tiempos singulares de su trayectoria histórica, aquellos tiempos que anunciaron el llamado Siglo de Oro, aconteció que Cristo, visitó Sevilla... En honor a la verdad, Dostoievski nos advierte, desde el principio, que a él, personalmente, se le ocurrió presentar el escenario de forma premeditadamente teatral, lo cual exigió del autor un buen conocimiento de la coyuntura histórica de aquellos tiempos. Leamos el inicio de su narración:
7 BERDIAEV, N. A. El Gran Inquisidor en Novoe religuiosnoe sosnanie i obsches- tvennost', Moskva, 1999, p. 59.
8 Véase la obra de LUBAC, H. de El drama del humanismo ateo, Madrid, Madrid, Espesa, 1967.
9 Este es la opinión expresada nítidamente por LOPEZ ARANGUREN, J.-L. El cristianismo de Dostoievski, Taurus, Salamanca, 1970.
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«La acción pasa en España, en Sevilla, en los tiempos más pavorosos de la Inquisición, cuando a la mayor gloria de Dios las hogueras ardían diariamente en el país y en magníficos autos de fe quemaban a los perversos heréticos.»10
Ha de admitirse, también, que Dostoievski —desde el principio y hasta el final— permanece totalmente fiel al genero de la Leyenda o p ieza poética , lo cual le permite definir una vez y para siempre el lenguaje, empero, alegórico de su discurso. Un lenguaje que exige desplegar un gran ingenio intelectual y literario, capaz de atraer la atención del conjunto social al tratar de asuntos trascendentales.
Tal es así que el Cristo de Dostoievski no vino a la tierra, según los textos sagrados «como aparecerá, según promesa suya, al fin de tiempos, en toda su gloria celestial, repentinamente «como un rayo que brille del Oriente al Occidente». No, quiso sólo visitar a sus hijos (...) por su misericordia infinita (...) en la misma forma humana en que vivió entre la gente quince siglos antes.»11
Y allí fue, precisamente, en Sevilla, donde transcurrió el encuentro entre Dios-Hijo y la mayor autoridad del Santo Oficio de la Inquisición española... ¡Nada más y nada menos! Se trataba, entonces, de aquellos tiempos temibles de la historia de España, donde los inquisidores, siguiendo las ordenes de Su Católica Majestad, persiguieron, a diestro y siniestro, en primer lugar, a los judaizantes, luego, a los protestantes y, por último, a cualesquiera, cuyo comportamiento y procedencia pudiese parecer sospechoso para aquellos celadores de la doctrina católica. Tiempos relevantes, sin duda, cuando la mayor y única justificación de cualquier represión moral, se expresaba en una ley fundamental, grabada para siempre jamás en las conciencias humanas como A d m ajorem g lo - riam D ei. Pero fijémonos bien: en este caso, el Cristo inventado por el escritor ruso, quiso, simplemente, comprobar —en una visita particular— cuál fue, en realidad, la ley que sus hijos consideraban como divina...
Conviene preguntarnos, en este momento, si puede afirmarse que el retrato del Gran Inquisidor es una visión rusa de la Inquisición española. O, dicho de otro modo, si sería correcto percibir la Leyenda que aparece en «Los hermanos Karamázov» como una mera generalización estereotipada y, en cierto modo, producto de la Leyenda negra, esa «maldición» de la historiografía española extendida por toda Europa a lo largo de los siglos. La respuesta, a mi modo de ver, no puede ser unívoca.
Ahora bien, el fresco que nos regaló el escritor parece, ab ovo, realmente impresionante por dos razones principales: en prim er lugar, el Gran Inqui
10 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamázov, Madrid, Cátedra, 1987, p. 402.11 Ibíd.
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sidor mantiene su conversación con Jesucristo siguiendo la dinámica de un auténtico proceso inquisitorial, siendo este reo singular conducido por la guardia al «viejo caserón del Santo Oficio» y encarcelado «en un estrecho calabozo abovedado».12 En segundo término. el autor respeta plenamente la tradición evangélica, en el sentido de que Jesús-Prisionero se defiende ante el gran Juez-Inquisidor, casi igual a cómo lo narró San Mateo:
«El sum o sacerdote, puesto en pie, le dijo: «¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti?»
Pero Jesús callaba. (.. .j»13
Esta coincidencia entre el texto bíblico y el discurso de Dostoievski fue el gran descubrimiento —sencillo como todo lo genial— de Henri de Lubac... No obstante, el padre jesuíta tenía sus razones para mostrarse más preocupado por defender la «ortodoxia» de Dostoievski en el seno de la cultura cristiana, que por profundizar en las coherencias o disfunciones exegéticas de su composición. Me refiero aquí al concepto de la presunción de la cu lpabilidad aplicado por el Sumo Sacerdote del Sanedrín respecto de Jesús, según el texto de San Mateo, y retomado, luego, por Dostoievski en el discurso de su Inquisidor. Leamos a continuación en el mensaje del primer evangelista (San Mateo, 26-63):
«Y el sum o sacerdote le dijo: «Te conjuro p o r el D ios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el H ijo de D ios».14
Y, como si fuera el eco, atronaron las palabras del Gran Inquisidor de Dostoievski:
«¿Eres tú? ¿Tú? —pero, com o no recibe respuesta, añade rápidamente— : N o contestes, calla. Adem ás, ¿qué podrías decir? Se dem asiado lo que dirías. N o tienes derecho a añadir nada a lo que antes ya dijiste. ( ...) N o sé quien eres ni quiero saberlo: si eres tú o solo una sem ejanza suya; pero mañana te condenaré y te haré quem ar en la hoguera com o al más vil de los herejes ( . . . ) .»15
Subráyese, además que la intención de Lubac era demostrar, por así decirlo, a la inversa, la autenticidad del cristianismo del escritor ruso, a
12 DOSTOIEVSKI, F.M., op. cit., p. 404.13 SAN MATEO, 26:62-63. Cf. «Jesús autem tacebat» en Lubac, H. de, El drama del
humanismo ateo, Madrid, Espesa, 1967, p. 225.14 SAN MATEO, 26-63, véase la nota anterior.15 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., p. 404.
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pesar de que toda su obra abundaba, como él mismo reconocía, en ideas totalmente ateas.16 Debe asumirse, entonces, esta realidad: el autor de «Los Hermanos Karamázov» —el gran admirador de los filósofos más racionalistas de los siglos XVIII y XIX, como Voltaire, Feuerbach y D.F. Strauss— expresaba juicios ateos muy considerados en su novela cumbre, hasta tal punto, que el pensamiento secularizado de Europa no llegó nunca a enunciar.17
III. DE LOS JUECES Y LOS REOS
Así lo afirmaba Dostoievski... ¡Señores, aparentemente estamos en el reino de los espejos falsos! La cuestión, entonces, es entender la dualidad del autor; cómo es posible fabular tantas argumentaciones, deliberadamente, escépticas en la obra de un autor tan creyente. Me temo que centrarse en esta paradoja de forma unívoca sería una percepción demasiado simplista; salvo que algunos historiadores elaboren nuevas formas de lectura, cuya metodología estuviese bien armada frente a opiniones admitidas, a priori, de forma indiscutida. Dicho esto, ello no quiere decir, ni mucho menos, que deberíamos menospreciar el apoyo de tales posibles aseveraciones. Más aún: Dostoievski ha de entenderse con la famosa máxima de M.Bajtin respecto de una polifonía, siempre presente en su obra.18
Añádese a esa polifonía la duda —respecto de todo y de todos— que alcanzaba, a veces, tal fuerza, que el propio H. de Lubac no pudo hallar otra solución y empleó el método dostoievskiano para demostrar su cristianismo, cuestionado, aparentemente, por el propio autor. Se trataba, entonces, del enigma del escritor ruso, de su famoso quid pro quo.
No le pasó desapercibido, en absoluto, al teólogo francés el juicio del filósofo Nikolai Berdiáev, quien sostenía desde su óptica de la filosofía religiosa oriental, que Dostoievski habría que entenderse, ante todo, como un magnífico antropólogo y como el creador de la metafísica experimental para con ser humano y, por tanto, no ha de estimarse desde criterios ordinarios.19
16 A ese respecto afirmaba H. de Lubac que «su cristianismo (él de Dostoievski - ES) es auténtico, es en su fondo el mismo Evangelio, y es este cristianismo el que, por encima de sus dotes prodigiosas de psicólogo, da tanta profundidad a su visión del hombre.», Lubac, H. de, op. cit., p. 359 y sgs.
17 Literaturnoe nasledstvo. Neizdanny Dostoievski. Zapisnye knizhki i tetradi 1860- 1881, Moskva, 1971 vol. 83, p.696. Cf. MÜLLER, L. Ponyat'Rossiyu..., op. cit., p. 294.
18 Véase sobre este tema BAJTIN, M.M. Problemy tvorchestva Dostoievskogo. Pro- blemy poetiki, Kiev, ed. Firm Next, 1994.
19 BERDIAEV, N. Otkrovenie o cheloveke v tvorchestve Dostoievskogo, op. cit., p. 56.
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En este sentido, permítaseme recordar que el hombre de Dostoievski, en la mayoría de los casos, aparece insertado en el vértigo doloroso e incisivo del auto-conocimiento. Y no es por casualidad que Dostoievski, a través de los discursos más brillantes de Ivan Karamázov, exclámase con tanta firmeza:
«No es Dios, a quien yo no acepto (...) , es el m undo que É l creó lo que yo no quiero.»20
Por lo tanto, la Leyenda sobre Cristo y el Gran Inquisidor encaja perfectamente en el discurso atemporal sobre del conocimiento del hombre en relación con Dios... Por otra parte, también es verdad que en aquel mundo —tan querido como odiado por Dostoievski— todo fue injusto, incluida la propia Justicia, ésta, tan sólo, por el hecho de estar ejercitada por los seres mortales. ¿Acaso conviene olvidar que, para e l escritor, ninguno de los tribunales habría de ser legítim o sa lvo del Juicio F in a n 21 Ocurre que en las justicias temporales un hombre debe juzgarse a sí mismo, aun cuando someta las creencias al crisol de la duda. Este tema de la quiebra exacerbada que se produce en el mismo interior del ser humano, «el con flic to gen eral y gen ial»22 tan típico para Dostoievski, reaparece con una tremenda intensidad en la Leyenda del Gran Inquisidor.
Ese punto fundamental no debe cuestionar, a mi entender, el cristianismo de Dostoievski; ni tampoco asentar con fijeza los postulados clásicos que reiteran su posición anticatólica, idea, a la que, muy corrientemente, se acude como principal, para explicar el sentido de su Leyenda. Creo que aquí hemos de reflexionar sobre la prop ia escala ética del escritor, siempre proclive a buscar la verdad en el mismo Evangelio y no en las interpretaciones realizadas posteriormente por la jerarquía eclesiástica. Conviene pensar que esta visión va más allá de las críticas confesionales expuestas implícitamente en las palabras del Inquisidor dostoievskiano, cuando se dirige al Cristo. Leamos, a propósito, este texto tan famoso:
«Lo has pasado todo al Papa; p o r tanto, ahora se encuentra todo en manos del Papa y es m ejor que tu no vengas, no nos estorbes, p o r lo menos, hasta la hora señalada.»23
He aquí al Inquisidor, la Suprema Autoridad en la defensa de la doctrina de la Iglesia que, en nombre de toda ella aleja a Dios-Hijo de cual
20 DOSTOIEVSKI, EM. Los hermanos Karamázov, op. cit., p. 423.21 GUENIS, A., VAIL, P. Strashny Sud..., op. cit., p. 165.22 GUENIS, A., VAIL, P. Strashny Sud, ibíd.23 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamázov, op. cit., p. 405.
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quier intervención en su propio Templo, hasta que llegue «la hora señalada», es decir, hasta el momento del Juicio bíblico, aquél que se ubica en la consumación de los tiempos; el único y verdadero Tribunal de la Fe. Así, al menos, lo percibía nuestro autor.
Por tanto, preocupado por ello sobremanera, Dostoievski desata un debate filosófico, donde los efectos, digamos, «escénicos», sirven, a su pesar, para resaltar su gran preocupación respecto del destino humano, sometido — sea cual sea la índole de la cultura religiosa dentro del mundo cristiano— a toda clase de autoridad sacralizada. Él mismo se sirve de todo su genio literario para alcanzar una imagen siniestra, sin duda, y ... asombrosamente herética.
«Sabes tú, —amenazaba el Gran Inquisidor a Jesús— que pasa ran los siglos y que la hum anidad con su sabiduría y su ciencia, p r o clamará que el crimen no existe y que, p o r tanto, no existe tampoco el pecado, sino que existen solo seres hambrientos. «¡Dales de com er y exígeles, entonces, virtud!», eso es lo que escribirán en la bandera que elevaran contra ti y con la que destruirán tu templo.»24 (Subrayado de la autora - ES).
Es sumamente importante este pasaje para entender el premeditado cambio de papeles que se nos ofrece en la Leyenda de Ivan Karamázov para, reitero, destacar, otra vez el polisentido de la homilía dostoievskia- na, donde aquel quid pro quo, reclamado con tanta excitación por el hermano menor de Ivan, Aliosha Karamázov,25 representa, sin duda, un brillante manojo artístico, una de las múltiples y chispeantes provocaciones inventadas por el Dostoievski-novelista para avivar el interés de sus interlocutores hacia los conceptos que exprime el Dostoievski-filósofo.
De esta manera, sin darse cuenta aún, el lector se halla ante un dilema que se remonta al discurso mucho mas general en el pensamiento europeo —moderno y contemporáneo— respecto del problema de discernimiento del hereje como fenómeno sociocultural; eso sí, siempre en relación con la única autoridad, la cual que tenía el derecho exclusivo de sentenciar: el Señor Inquisidor.
Naturalmente, no ha de olvidarse que en ambas tradiciones cristianas —tanto la católica, como la ortodoxa— él que declara abiertamente y de forma repetitiva, su disconformidad con el adoctrinamiento oficial o, dicho de otra forma, manifiesta su explícita rebelión contra los dogmas de la Santa Madre Iglesia, se percibe, una vez y para siempre, como apósta
24 Ibíd., p. 419.25 Véase el texto de Dostoievski, donde se trata, precisamente, «de una mera fanta
sía insondable, o de algún error del viejo (el Gran Inquisidor - ES), de algún imposible quid pro quo?». Ibíd., nota anterior, p. 405.
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ta. Por todo ello ha de ser juzgado, en consecuencia, por los ministros del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición conforme, como sabemos, con el estricto cumplimiento del derecho románico-canónico. Este rasgo de trascendencia tan eminente, caracterizaba, por encima de todo, a la Inquisición Española, cuyos oficiales, como se ha puesto de relieve, eran expertos en jurisprudencia; eso sí, mucho más cualificados —explica J. Caro Baroja— que sus homólogos de otras Inquisiciones, incluida la italiana.26
Tales son, en breve resumen, los datos principales de los estudios inquisitoriales respecto de este asunto, los cuales, a mi modo de ver, deben recordarse constantemente a la hora de entender el «juicio» manifestado en la gran Leyenda, para evitar posibles confusiones conceptuales. ¿Pero tan lejos andaba Dostoievski del conocimiento de estas sutilezas procesales, como se piensa asiduamente? Sea cual fuere la razón, no cabe duda de que el escritor ruso intentó crear una escena relativamente «exacta», aunque, de todas maneras, indudablemente espléndida del autentico Proceso Inquisitorial.
Puede pensarse que se trata de la intuición del genio o bien, de un acierto casual... Tal vez. No obstante, sabemos que la Leyenda del Gran Inquisidor, como toda su obra no es, ni mucho menos, un tratado epistemológico; y los objetivos de nuestras reflexiones son más bien, preguntas que respuestas afirmativas. En este caso, a Dostoievski se le ocurrió hablar de los Jueces y los Reos, elevando el papel de cada uno a su máxima y perfecta encarnación: el Juez, un Gran Inquisidor en sentido estricto, y un Reo. Cristo, el hijo de Dios, el reo por excelencia. Lo demás es accesorio, incluidos los aditamentos externos del «españolismo» más estereotipado: máscaras, trajes, etcétera.
IV. LÍMITES INTERNOS Y LÍMITES EXTERNOS DE LA LEYENDA
En cualquier caso, no debe olvidarse que el propio autor nos invitó, desde el principio de la Leyenda, al teatro de la calle, tal y como existió en Europa hace siglos. Escribe Dostoievski:
«En Francia, los curiales, así com o los monjes en los m onasterios daban verdaderas representaciones completas, en las que hacían salir a la escena a la Virgen María, ángeles, santos, a Jesucristo y hasta al m ism ísim o Dios. Entonces todo esto era m uy ingenuo. ( ...) En nuestro país, en Moscú, en los antiguos tiempos, anteriores al Pedro el Grande, también se representaban de vez en cuando obras casi dramáticas de ese tipo (..).»27
26 CARO BAROJA, J. El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio, Alianza Editorial, Madrid, 1970, pp. 20-21.
27 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., pp. 399-400.
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Por otra parte hay que precisar que fuesen cual fuesen, las lecturas que el autor hiciese respecto del tema inquisitorial y de la Inquisición española, particularmente —ya se tratara del conocido autor J. Prescott, cuya descripción, demasiado proclive a los cánones de la ya mencionada Leyenda negra sobre el reinado de Felipe II, fue traducida al ruso y editada en San Petersburgo en 1868, ya se tratara de la obra de T.McCrie sobre las corrientes protestantes en España que estaba a la disposición de los lectores en la Biblioteca Pública de San Petersburgo desde 1820— todo ello le interesaba a Dostoievski, y en primer lugar, desde su óptica de filósofo y escritor. Eso sí, siempre guardando fidelidad a sus raíces histórico-religiosas y más aún, a su ortodoxia innata.
En cualquier caso, ha de reiterarse aquí el lenguaje simbólico de Dostoievski, y, sin perderlo de vista, podemos afirmar que el tema esencial de su relato es mucho más amplio que una simple controversia respecto del catolicismo originario, aquél que se expresó en la corriente apostólica petro-paulina.
Vanos serían, además, los intentos de atribuirle afán para la propaganda o, mejor dicho, para la anti-propaganda de aquella visión tan vulgarizada del Santo Oficio que se extendía por los ámbitos intelectuales de Europa a medida que el declive hispano se tornaba irreversible.28
También es cierto que resultaría inútil esperar de un novelista, aunque fuera tan preeminente, el conocimiento pormenorizado del complejo entramado histórico que caracteriza a aquélla parte «inquisitorial» de la modernidad española. Tal vez, pocos son los expertos, que, incluso, en nuestros días, podrían presumir de ello.
Observamos que allí, en la novela, el escritor quiso desarrollar su reflexión histórica sobre la naturaleza del Tribunal, o mejor, sobre los Tribunales de la Inquisición. Para él estas instituciones no eran las instituciones que solo perseguían la heterodoxia; esto solo era un pretexto para algo más serio, es decir, para debatir sobre la naturaleza del Poder, de la libertad y de las formas y maneras en las que se expresa la fe. Y no sólo atendiendo a las constantes históricas, sino también a las máximas más importantes de los textos sagrados. Pero fijémonos bien en la propia Leyenda, porque, al fin y al cabo, la composición de Dostoievski no otorga verosimilitud a ambos sentidos —ni al histórico, en cuanto a la imagen de la Inquisición, ni al teológico, en cuanto a los Evangelios—.
Me imagino que estas contradicciones aparentes, a no ser intencionadas, subrayan el papel secundario que tuvieron aquellas «verdades primordiales» para el autor de la Leyenda del Gran Inquisidor. Veremos más
28 Véase, a este propósito, la obra de GARCÍA CARCEL, R. La leyenda negra: historia y opinión, Alianza Ed., D.L., 1992.
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adelante que con la misma sencillez que puso las palabras blasfemas en la boca de su Inquisidor, nuestro autor, deseoso, tal vez, de resaltar la relatividad de su composición, optó por «condenar» a su Jesús a...la libertad. Recordemos la frase final del relato:
« (...) cuando el Inquisidor termina, espera un rato a que el P risionero le responda. E l silencio que el Cautivo guarda le resulta p en o so. (. . .) E l viejo quería que el otro le dijera algo, aunque fuese am argo y terrible. El, de pronto, sin decir una palabra, se le acerca y le besa dulcemente los exangües labios nonagenarios. Esta es toda su respuesta. E l viejo se estremece. A lgo tiembla en los extremos de sus labios; se dirige a la puerta, la abre y dice: «Vete y no vuelvas m ás... no vuelvas nunca... ¡nunca, nunca!» Y le deja salir a las «oscuras plazas v calles de la ciudad». El Prisionero se va.»29 (Subrayado de la autora. -ES)
He aquí, en este párrafo, la explicación del desenlace: desde su trono nos mira el Gran Inquisidor, la suma autoridad simbólica, la solución posible de todas las incertidumbres que nacen en el interior del ser humano y, cómo no, también, la absolución de todos los pecados por el amor al prójimo.
Y este Inquisidor, fruto de la imaginación dostoievskiana, es capaz, igualmente, de negar, con firmeza, el dogma principal por excelencia: la resurrección de Cristo; axioma fundamental. ¿Era, entonces, hereje nuestro Inquisidor? Sin duda alguna que sí. Pero en esta estructura jurídica el juez-inquisidor nunca puede ser reo y por lo tanto no será acusado de ninguna heterodoxia. El autor, por consiguiente, juega, con la libertad que le permite el discurso literario y manipula los datos inquisitoriales a su antojo con un gran sentido de la polisemia. En realidad, a Dostoievski le importa solo lo que ocurre cuando un sujeto individual se ve delante de un poder, genéricamente concebido.
De hecho, el individuo de Dostoievski es un creyente cristiano, uno, entre muchos; pero no por ello menos importante ni desconocido, en cuanto que forma parte del Pueblo de Dios, que desea reafirmarse en su fe, y por tanto, sobrepasa sus propios lím ites m orales internos, tal y como los define su propia conciencia.30 Podría decirse que se comprueban, también, así, los lím ites externos que se constituyen desde fuera, por efectos del discurso religioso que respalda el poder temporal; y que, en consecuencia, desde la Baja Edad Media, se asientaron en la tradición y en la costumbre. elevadas a categoría de lev. Curiosamente, este proceso se manifes
29 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., p. 421.30 BERDIAEV, N.A. Otkrovenie o cheloveke...,op. cit., p. 78.
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tó, desde entonces, con notoriedad evidente en los dos extremos del Viejo Continente, España y Rusia. Esto es lo sorprendente.
V. MISTERIO, AUTORIDAD Y MILAGRO
No se puede entender, aunque sea mínimamente, su obra, si intentamos estereotipar su pensamiento, reduciéndolo a moldes socioculturales e, incluso, teológicos tradicionales. Sabemos, además, que los mismos Evangelios apenas pueden considerarse como una fuente histórica por el hecho de que el mismo proceso de Jesucristo cuenta más de una docena de versiones, cuyo contenido difiere sobremanera.31
Resulta interesante que la supuesta sagacidad de los lectores se detiene, a menudo, tan sólo en una de las múltiples facetas de la Leyenda, aquella que es conocida como la crítica del catolicismo. Desde luego, no se puede ignorar que el anticatolicismo es una de las constantes de la obra de Dostoievski.32 Ello, no obstante, tal visión unilateral del asunto, empobrece, en mi modesta opinión, el planteamiento filosófico de su discurso. Reflexionando sobre la Leyenda desde esta vertiente, cabe preguntarse, por ejemplo, que s i existe, p o r ahora, el crimen, debe saberse, asimismo, quién es él que tiene derecho a im poner el castigo.
Llegamos, entonces, a la conclusión de que la figura del Inquisidor representaba para Dostoievski la renuncia a la libertad en pro de la segundad. la renuncia, incluso a D ios para, p o r ello, favorecer la jerarquía. Es evidente, entonces, que nunca el Poder, aun siendo revestido peregrinamente por el ropaje de paradigmas culturales y códigos de leyes, puede ser reprendido.
El escritor alcanza el límite de su compleja argumentación, cuando demuestra que el propio Hijo de Dios puede ser declarado como hereje prófugo y pertinaz... igual, como había sucedido hacía veinte siglos atrás, cuando tuvo lugar aquella decisión del Praefectus de Judea, Pondo Pilatos, que aprobó el veredicto del Sumo Sacerdote del Sanedrín en la madrugada del día catorce del mes de Nisán, justo después del equinoccio de primavera.
¿Fue aquel proceso bíblico el prototipo para el juicio, descrito, aunque fuera a su manera, por Dostoievski?En verdad, una lectura diligente permite aceptar esa hipótesis. Además, es, precisamente, este tema del juicio, relacionado a la par, con él del crimen v castigo, el que, como ya hemos visto,
31 FERNÁNDEZ UBIÑA, J. El proceso de Cristo, Historia, N.° 192,1992, p. 48. A ese respecto el autor del artículo pone de relieve que «el Sermón de la Montaña que narra Mateo tiene lugar cuando lo cuenta Lucas... en un llano». Ibíd., nota anterior.
32 Destacase entre ellos DOSTOIEVSKI, F.M. Diarios de un escritor, Espasa-Calpe, Madrid, 1980. El idiota, Círculo de Amigos de Historia, 1973.
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suscitó el anhelo del autor ruso de crear su propia percepción evangélica, y amoldarla, posteriormente, a las carestías espirituales de su época. Merece recalcar aquí la frase celebre, ya citada al principio de esta reflexión:
«Yo soy el hijo del siglo, —escribió, angustioso, Fiodor Dos- toievski— el hijo de la incredulidad y de la duda hasta la tapa de m i ataúd. Tantas torturas increíbles m e ha costado y sigue costando esta sed de creer, la cual es más fuerte, cuantos más argumentos contrarios tengo en m i interior.»33.
Cabe, en consecuencia, interrogarse, junto con L. Müller, cuya atenta mirada, también, había descansado en esta cita, ya clásica; es decir, qué queda, entonces, a un ser humano, que se proclama a si mismo como «el h ijo de la in credu lidad y de la duda», sin querer, ni mucho menos, rechazar la doctrina cristiana. Dostoievski —opina Müller — parte del principio de la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios por medio del m ilagro. puesto que la fe «milagrosa», también, se postra ante la autoridad y, el misterio. Recuérdese, a este respecto, el aserto del Inquisidor, el protagonista de nuestra Leyenda:
«Pero tú no sabías que tan pronto el hom bre rechaza al milagro, p o r p oco que sea, rechaza inmediatamente, asimismo, a Dios, pues el hombre busca no tanto a Dios como al milagro. Y com o quiera que el hom bre no tiene fuerzas para quedarse sin milagros, crea otros, que ya son tuyos, y se inclina ante el milagro del curandero, ante la brujería, aunque sea cien veces rebelde, hereje y ateo. Tú no bajaste de la cruz, cuando te gritaban (...): «Bájate de la cruz y creeremos que eres tú.» N o bajaste, porque tampoco quisiste esclavizar a l hombre con un milagro, anhelabas una fe libre. no milagrosa.»33 34 (Subrayado de la autora. -ES)
Por lo tanto, este camino no puede ni debe llevar a una revelación espiritual, puesto que está basado en los dogmas eclesiales que controlan y dominan a las conciencias, pero «no p o sib ilita n la fo rm a de a lca n za r una f e libre y genuino».35
33 Véase nota 5, p. 4.34 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op.cit., p. 412.35 Dice el estudioso alemán que «en el «Gran Inquisidor» Dostoievski, asimismo, rei
tera con insistencia, que el propio Cristo rechaza el milagro, puesto que creer en él significa, también, creer en la autoridad; y supone, también, «la exaltación servil de un esclavo ante un poder que le horrorizó una vez y para siempre». (Cit. DOSTOIEVSKI, F.M. Brat'ia Karamazovy, Polnoe sobranie sochinenii: v 30-ti tomáj. Leningrad, 1986-1990, t. 9, p. 321). En MÜLLER, L. Ponyat' Rossiyu..., op. cit., p. 306.
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Claro está, que Dostoievski no propone ninguna receta universal; su tarea engloba, también, la necesidad de recordar, indirectamente, la expresión, más citada que entendida, de la Sagrada Biblia: «No juzguéis y no seréis juzgados». El único poder que puede enjuiciar cualquier tipo de transgresión es el propio Dios; y cada uno de sus hijos ha de vivir de acuerdo con su ley, tal y como se entiende a través de la palabra revelada. Probablemente, en su Leyenda, el escritor carga los tintes, negando a cualesquiera de las autoridades, sobre todo, a la eclesial, el derecho de intervenir, aunque sea en nombre de la divinidad, en el proceso del auto- conocimiento del hombre, por mucho que este proceso se ejecute desde la perspectiva cristiana.
A ese respecto, no es de extrañar que para Dostoievski, del mismo modo, la encarnación más completa del Tribunal que juzga los delitos contra la doctrina fuera él del Santo Oficio de la Inquisición, cuya expresión más conocida tuvo lugar en la España Moderna. No es el lugar de mencionar ahora los apartados a todos conocidos. Tampoco se le ocultó al autor que el hereje en la Europa Moderna podía ser condenado a muerte, al igual, que Jesús de Nazaret, por ser, entre otras cosas, un elemento gravemente distorsionador de aquella sociedad; y siempre procesado, como Cristo con el escrupuloso cumplimiento de los cánones jurídicos romanos. Agrégase a eso un detalle poco conocido: la pena en la cruz era, en el Imperio Romano, la sentencia reservada, tradicionalmente, a los graves delitos contra la seguridad del estado. Esto es: para con los graves delitos de la naturaleza estatal, los rebeldes, traidores, bandidos y criminales violentos, delitos que conllevaban una tremenda iniquidad social.36
Lo dicho, en suma, es la razón principal de la petición final del Gran Inquisidor a su interlocutor silencioso: que no viniese más para estorbar a la gente, porque el Cristo inicial, evangélico, todavía continuaba siendo incómodo para la tradición oficial y por ello, esta tradición había creado el mito de un Cristo «eclesial». Atiéndanse ahora sus palabras:
«¿No amábamos, p o r ventura, a la hum anidad al reconocer tan humildemente su impotencia a tolerar a su débil naturaleza a pecar, a condición de que sea con nuestro perm iso? (. . .) Les perm itirem os pecar porque los amamos, en cambio, los castigos correspondientes los cargaremos sobre nosotros ¡que le vamos a hacer! (. . .) Pero ellos nos adoraran com o a sus bienhechores que cargan con sus pecados ante Dios. »37
36 GARCÍA IGLESIA, L. Muerte en la cruz, Historia 16, op. cit., p. 60. Texto procedente del artículo del mismo autor La Palestina de Jesús, Cuadernos de Historia 16, N.° 259.
37 Ibíd., p. 417.
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He aquí la gran tentación que resulta más sutil, incluso que las el que Cristo sufrió en el desierto. El Poder, la cúspide de la voluntad autoritaria como placer cumbre... Se precisa en el texto anterior, respetando las bases de la propia ética inquisitorial; una ética que se inspira en el impulso para descubrir el delito contra la fe, y, así, tranquilizar la conciencia del mismo juez, como se ha explicado suficientemente, por ejemplo, en la obra de H. Ch. Lea: «El sospechoso debe permanecer encarcelado para no estorbar al pueblo. »38
VI. LOS «JUDAIZANTES DE NÓVGOROD»:UNA OCASIÓN FRUSTRADA
A ciencia cierta sabemos que la Ortodoxia rusa no había conocido nada igual en semejantes materias, cuando hubo de enfrentarse con las corrientes heterodoxas que reaparecieron en las tierras moscovitas desde finales del siglo XV. Más aún: el fenómeno ampliamente conocido como la herej ía de los judaizantes de N óvgorod («véres" zhidóvstvyuschikh»). cuyos rebrotes inquietaron sobremanera a las autoridades eclesiásticas de la Rusia del Antiguo Régimen a finales del Cuatrocientos, conllevó las p r imeras referencias a la Inquisición española, entendiéndola, como el instrumento más eficaz en toda Europa para extirpar a los enemigos acérrimos de la fe cristiana. Entonces, se pensó que aquellos adversarios eran los supuestos «judaizantes» que aparecieron, en los confines nórdicos de los dominios del propio Gran Príncipe moscovita Ivan III. También es verdad, que sería demasiado precipitado por mi parte, entrar, en este momento, en la polémica sobre la entidad de este fenómeno de los dichos heterodoxos. Tal asunto requiere una mención más detallada y una reflexión particular respecto de sus orígenes. No obstante, me permito hacer una observación al respecto, a modo de una breve excursión histórica.
Tenían aquellas persecuciones razones más bien políticas que confesionales —evento muy frecuente en la historia de la Europa Moderna— puesto que resulta harto difícil encontrar ahora algunos testimonios que podrían respaldar la tesis de una existencia indudable de los judaizantes en Nóvgorod, siempre cuando se entiendan bajo este término practicas, más o menos relacionadas con el culto hebreo realizado por cristianos bautizados.
Añádase a eso la tendencia soberana del Príncipe ruso por obtener el apoyo de la Iglesia Ortodoxa para resolver un nudo gordiano de su políti
38 LEA, H.Ch. A history o f the Inquisition o f the Middle Ages, 3 vols, New York, 1906. Cit. edición rusa: Inkvizitsiya, POLIGON-AST, Sankt-Peterburg-Moskva, 1999,p. 1008.
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ca interior de aquellos tiempos: el sometimiento de Nóvgorod, una ciudad libre, por entonces —tanto en su cultura religiosa, como en los asuntos gubernamentales— de la influencia moscovita, y no afectada por la tierras exentas de la invasión tártara. Hablando con mayor certeza, la presencia de las corrientes occidentales resultaba allí tan evidente, que el arzobispo Guennadi (Gonzov), enviado a Nóvgorod por el metropolitano de Moscú, decidió a actuar conforme a los medios de control utilizados por los inquisidores de la Corona española.39 Más aún: indicaba aquel prelado ortodoxo en su conocida epístola a l metropolitano Zosima. la necesidad de volver la mirada hacia las tierras latinas, donde los príncipes se mantenían firmes combatiendo las herejías y luchando a brazo partido, junto con sus Iglesias, por la unanimidad de la fe cristiana en sus dominios. También, exhortaba, fervoroso en su anhelo religioso, que allí, en la Europa católica, «los francos defienden su fe como un castillo» y el rey de España «había limpiado su tierra de los herejes»40. Pero lo más importante del padre Guennadi fue la propuesta dirigida al jerarca eclesiástico de Nóvgorod, que aparece en la carta fechada del año 1490, donde éste diseñaba formas de procedimiento penal, inspirado, en los procesos inquisitoriales, que habían de posibilitar la represión de herejías, no tan sólo en Nóvgorod, sino en todas las tierras rusas. Sin embargo, lejos estaba tal diseño de aplicar el modus procesandi que practicaba el Santo Oficio, entre otras razones, porque Guennadi consideraba necesario negar la palabra a los herejes acusados en el ejercicio de su defensa. Véanse las palabras del arzobispo:
«Además, los hombres nuestros son gente llana, no saben hablar conforme a los libros corrientes: pues, no ha de crear con ellos ninguna platica sobre lafe\ hágase el concilio tan sólo para ejecutarles — quemar y ahorcar—.»41
No sabemos cómo hubiese concluido aquella cruzada del arzobispo de Nóvgorod, si no se viera implicada en ello la propia familia del Gran Prín
39 SKRYNNIKOV, R.G. Russkaya tserkov'vXV-XVI vv. Vsaimootnosheniya Moskvy i Novgoroda en Culture and Identity in Muscovy, 1359-1584, ed. by KLEIMOLA, A.M., LENHOFF, G.D, UCLA Slavic Studies, vol.III, Moskva, «ITZ-Garant», 1997, pp.544-545 y sgs. Respecto al «problema de los judaizantes» es del particular interés el artículo de KLIER, J.D. Judaizing Without Jews? Moscow-Novgorod, 1470-1504. Culture and Iden- tity, op. cit., nota anterior, pp. 336-350.
40 KLIER, J.D. Judaizing Without Jews?...cit. Poslanie arkhiepiskopa Gennadiia novgorodskomu mitropolitu Zosime, op. cit., p. 345.
41 Istochniki is istorii ereticheskikh dvizhenii XJV-nachala XVI v. en KAZAKOVA, N.A., LURIE, Ya. S. Antifeodal'nye ereticheskie dvizheniya na Rusi XIV- nachala XVI v., M.: L., 1955, p. 383. Cit. en SKRYNNIKOV, R.G. Russkaya tser'kov'... op. cit., p. 546.
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cipe de Moscovia, Ivan III... Además, la antigua disputa del soberano ruso con su propia jerarquía eclesiástica por la influencia política e, incluso, religiosa, impidió el avance de las ideas del arzobispo. En fin, el Tribunal Conciliar celebrado en el año 1490 en Moscú, rechazó definitivamente la pena de muerte para los herejes moscovitas, condenando a muchos a la cárcel y a otros a la excomunión y a la privación del orden sacramental. Tan sólo por las calles de Nóvgorod se veían algunos desdichados, cabalgando, puestos cara a la cola de caballo y coronados con los gorros puntiagudos de berestá (berestá (rus.) —el corzo de abedul— ES), donde aparecía, garrapateada, la frase: «He aquí la hueste de Satanás.»42
Más allá de estas acciones, nada recordaba, en adelante, a las formas del Tribunal inquisitorial. En Rusia lo que se pretendía ahora era la necesidad de que Moscú se organizase como un gran poderío; otro más de la Cristiandad; ésta, entendida desde el vértice ortodoxo.
Dicho esto, sugiero la pregunta: de cómo pudo escapar este episodio, tan estudiado por los historiadores de varias generaciones y escuelas, a la mirada de Fiodor Dostoievski, quien fue, también, un admirador destacado del pasado de su país. Confieso que resultaría más difícil negarlo que admitir. Lo más probable que su stárets Zosima43 que representa la idea de la ortodoxia rusa disfrazada por el autor del siglo XIX con el hábito monacal, tenía algo que ver con el metropolitano de Nóvgorod. Qué se me perdone este vuelo de la fantasía; pero también es cierto que, encerrada, desde la Baja Edad Media, en los límites de su propia exclusividad religiosa, Rusia —para su bien o para su mal— supo conservar esa «inmovilidad» espiritual hasta la época actual. Por tanto, vista desde esta óptica del mesianísmo del pueblo ruso, un pueblo —según decían— único y verdadero portador de Dios, la imagen de la Inquisición fue creada por Dostoievski; una imágen, empero, singular, por su talla y su relevancia en la literatura universal, que llegó a desempeñar un papel polifacético e, incluso, ambiguo en determinados sectores de intelectuales.
VII. DOS FILÓSOFOS Y EL GRAN INQUISIDOR
En ese sentido, creo, que más que nadie acertaron N.A.Berdiaev y, como queda dicho antes, J.-L.López Aranguren —aunque, conservando cada uno, la dialéctica de los tiempos que vivieron— cuando insistían en la necesidad de «traducir» la Leyenda desde el léxico anticatólico al 11a
42 SKRYNNIKOV, R.G. Ibíd., nota anterior, p. 549.43 Stárets (rus.) -e l ermitaño; también la autoridad importante en monasterios de
Rusia-, Stárets Zosima es el otro personaje singular de «Los hermanos Karamázov».
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mado idiom a contemporáneo. También fue evidente para estos dos filósofos, ruso y español, que no existe ni existió nada más actual que el entendimiento personalizado de la libertad, es decir, tal y como lo intentó enfocar Dostoievski en su obra. Así que, evocando, cómo no, todo el énfasis sociocultural de los años setenta, Aranguren abogó por la «des- ideologización» de la Leyenda del Gran Inquisidor, es decir, por la conveniencia obvia de quitar el ropaje de la visión puramente religiosa que restringe, sobremanera, el valor filosófico y literario de la composición. Por otra parte, nosotros mismos hemos de hacer un esfuerzo para elaborar nuestra propia interpretación del discurso demasiado politizado de Aranguren en su análisis de Dostoievski. No creo que hoy sea correcto afirmar —como decía el filósofo español— que actualmente «la cuestión de Dios ha quedado completamente desproblematizada: Cuestión de gustos, de con- venience personal, de preferencia puramente subjetiva: modelo 1968, avai- lable con o sin item, elfeature, el aditamento denominado (denominations) Dios,»44
No creo que tampoco deba de aceptarse, sin escrúpulos, su aserto postrero de que el Gran Inquisidor «no posee ya más que un interés histórico- cultural».45 Convengamos que, precisamente, esta faceta de la Leyenda, aparte la curiosidad arriba citada de las «denominations» religiosas, da pie para que nuestra reflexión vaya más allá de las fronteras y exigencias temporales, impuestas imperiosamente por cada época. Es éste interés histórico-cultural. visto a través del prisma de la cultura europea, lo que impide, de úna u otra manera, encerrarnos entre las rejas de modalidades socio-políticas. Diríase, también, que es demasiado elemental buscar el sentido político en Dostoievski y el propio Aranguren lo apunta, haciendo hincapié en el valor artístico de la obra; es decir, dando prioridad al don literario del autor ruso y alejando las consideraciones de todo género, que se han esgrimido en torno al fenómeno del Gran Inquisidor. Ello, no obstante, no puede negarse que el escritor demostró su fidelidad a las corrientes anticlericales del tiempo, aunque sin quitarse encima la carga pesada de la influencia de la ortodoxia rusa.
Con todo ello me atrevo a insistir que no es tan idóneo, como parece, aparejar al Inquisidor dostoievskiano al momento actual, puesto que, al igual sería aplicable su imagen a los tiempos venideros, como lo fue quince siglos antes. La imagen del Gran Inquisidor ha llegado en convertirse en una noción universal, que está por encima de cualesquiera de las connotaciones temporales. Si a principios del siglo XX, Nietsche (el otro «her
44 LÓPEZ ARANGUREN, J.-L. El cristianismo de Dostoievski, Taurus, Salamanca, 1970, p. 67.
45 Ibíd., p. 65.
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mano-gemelo» de Dostoievski),46 47 revolucionó el mundo con su: «¡Dios ha muerto»-, entonces, pasados unos setenta años, nadie se sorprendió tras haber leído la exclamación de Aranguren: «Dios murió, igual que nuestro vecino, y a nadie parece importarle.»*1 Pero, curiosamente, nadie aceptaría ahora aquella rotunda declaración sin otorgarle, previamente, diversas matices; por otra parte, no son pocos los que, igualmente, la rechazarían sin más.
De ordinario, suponemos que los genios del pensamiento sienten la necesidad de escribir sus tratados tan sólo para expresar los conceptos ya moldeados en sus mentes; sin embargo, con bastante frecuencia, resulta — y el caso de Dostoievski y su última novela lo confirman — que nos enfrentamos con algo inesperado, con las dudas y angustias, con todos sus pro y sus contra que torturaron a su conciencia, produciendo, a veces, una sensación de un profundo desdoblamiento espiritual. Por lo tanto, siempre hemos de tener en cuenta las controversias personales que quedaron hábilmente reflejadas por Dostoievski en sus novelas y que cristalizaron, finalmente, en «Los hermanos K aram ázov». Nos encontramos de nuevo con el problema de la identificación personal y espiritual, cuya naturaleza arraiga intrínsecamente en el concepto de la libertad y no en él de la conciencia otorgada, de antemano, a todo el mundo cristiano por la palabra divina, percibida y vivida por cada uno según sus principios religiosos personales.
El tiempo, por supuesto, siempre encuentra un punto débil en cualquier idea: no se puede evitar la fuerza inmensa de las jerarquías que buscan adaptarla para sus propios fines, modificados en generosidad en pro del bien común. También es cierto que la palabra es demasiado frágil para que pueda resistir a las reivindicaciones del Poder, que, de vez en cuando, se demuestra capaz de tergiversarla hasta cambiar su sentido principal.48
Y esto es la enseñanza de Dostoievski, que por voz de su Gran Inquisidor, pronunció, dirigiéndose al Dios-Hijo:
«Sé demasiado lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que antes ya dijiste.»49
El mensaje de Cristo, según la Sagrada Escritura, llevaba la idea de hermandad y de igualdad, pero ha sido aplicada por la Iglesia, muchas veces, en el sentido contrario. He aquí la gran tragedia de Dostoievski y, también, su gran secreto.
46 LUBAC, H. De El drama del humanismo ateo, op. cit., p. 340.47 Ibíd., p. 101.48 BERDIAEV, N.A. Russkaya idea. Sud'ba Rossii, Moskva, ZAO «Svarog i K.°»,
1997, pp. 130 y sgs.49 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., p. 404; véase nota 11.
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Sin duda alguna, el núcleo de su filosofía humanista y, en cierto modo, neokantiana, se halla en la búsqueda perpetua de un punto de apoyo en la bondad innata en un ser humano: por lo tanto, la desesperación del escritor radica, sobre todo, en la imposibilidad de encontrarlo.
Él ni siquiera puede admitir que el hombre, despojado del miedo frente al juicio divino y de la esperanza de encontrarse por fin en el reino de los cielos, sería capaz de actuar en función de la verdad y de la justicia.50
Quizá, esto es el punto de encuentro más importante y original de Aranguren y Berdiaev: la fatiga de la libertad, cuya dura carga tantas veces había sido rechazada por los hombres a cambio de la promesa auto- crática de recibir, regalada, la felicidad. Berdiaev denomina al discurso de Dostoievski como él del anarquismo religioso, y subraya que el disfraz «católico» lo había puesto en tela de juicio, tras haber ocultado desmedidamente la idea del m al esencial m etafísico que quería trasmitir Dostoievski en su Leyenda.
«En realidad —escribió Berdiaev a principios del siglo pasado— la «Leyenda del Gran Inquisidor» combate terriblemente a cualquiera autoridad y a cualquier poder; ella rebota el reino de Cesar no tan sólo en el mundo católico, sino, también, en el ortodoxo, en toda la tradición religiosa, al igual que en el comunismo y socialismo. »51
Y añade, luego, una observación, realmente singular: no es el hombre, quien exige, según Dostoievski, a Dios que le conceda la libertad, sino, al contrario, es Dios quien confía en el hombre, creado a su imagen y semejanza, y requiere, por tanto, que éste actúe desde su dignidad en la elección libre de su credo religioso. Claro esta que el Gran Inquisidor aparece como «el príncipe de la oscuridad»52, mas no encarna ni el catolicismo con su criatura predilecta del Santo Oficio de la Inquisición, contraponiéndose, de esta manera, a la supuesta blandura de la Iglesia Ortodoxa, ni, tampoco, representa la llamada dejación religiosa que podría percibirse como un tanto atea.
Al final, hemos de reconocer que sean cual fuesen las razones del genio, no fue la casualidad que empujó a Fiodor Dostoevski escoger la ciudad de Sevilla en pleno amanecer del Siglo de Oro español, para reflexionar sobre la fe y la justicia, la autoridad y libertad. Y...¿acaso lleva razón Berdiaev, cuando constata, con la profunda tristeza, que nuestra época no crea ni titanes ni demonios, porque en vez de la grandeza terrible, pero monumental del Gran Inquisidor, el mundo que vivimos, está
50 Véase BERDIAEV, N.A. Russkaya idea, ibídem.51 BERDIAEV, N.A. Russkaya idea. Sud'ba Rossii, op. cit., p. 133.52 Esto es la definición de Berdiaev. Ibíd., p. 134.
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repleto de los «pequeños grandes inquisidores», que forman una especie de conjura para guardar el misterio de la vida a cambio de la seguridad predicada?53
CONCLUSIÓN
Tal vez, convendría entender que la famosa Leyenda es, simplemente, un intento más de encarar, en mazmorras de Sevilla, dos tendencias singulares del espíritu humano: el afán de la libertad por un lado, y la necesidad de la obediencia a la ley y tradición, por el otro.
La Ilustración francesa nos respondió ingenuamente tras la sonrisa pensativa de Voltaire: «S'il n'existepas Dieu ilfaudrait l'inventer»... Pero la humanidad ha conquistado ya su derecho de elección, entonces, ¿inventar... a quien? El Gran Inquisidor y Cristo, ambos están presentes en la consciencia del hombre; eso sí, siempre cuando seamos conscientes que ellos ya habían escapado fuera de la voluntad de sus autores para convertirse en un concepto universal, que se desarrolla, tal y como lo afirmaba P. Charrón, en cada uno, según su capacidad.
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