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Revista de la Inquisición 2001,10: 259-282 ISSN: 1131-5571 La sed de creer produce herejía: reflexiones sobre la «leyenda del gran inquisidor» de F.M. Dostoievski Eugenia Smokti Instituto Internacional de Estudios Sefardíes y Andalusíes Universidad de Alcalá «La Iglesia fabrica dogmas (...) y levanta catedrales; el intelec- tualismo fabrica dudas y levanta telarañas religiosas.» Rafael GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, Arzobispo de Granada1 INTRODUCCIÓN Rotundas y rígidas, sonaron, sin duda alguna, estas palabras del reve- rendisimo padre García de Castro que coronaban su epílogo a la famosa obra de don Marcelino Menéndez Pelayo sobre las corrientes heterodoxas en España. Entendida, además, desde nuestra óptica contemporánea, adquiere esta afirmación un sentido mucho más flexible, siempre cuando se atreva el lector a insertarla en el marco del debate historiográfico de la cultura religiosa que hoy se desarrolla entre diversos historiadores en este momento. Dicho de otra manera, tal es la crítica implícita manifestada por el arzobispo granatense, a mediados de los años sesenta del siglo XX, res- pecto del anhelo intelectual, siempre constante, de reflexionar sobre el poder «eclesial» institucionalizado en relación con valores que desde hace mucho han sido considerados de referencia universal. 1 GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, R., Arzobispo de Granada, Menéndez Pela- yo y su «Historia de los heterodoxos españoles». En MENÉNDEZ PELAYO, M. Histo- ria de los heterodoxos, vol. II, BAC, Madrid, 1965, p. 1064. 259 Revista de la Inquisición 2001 , 10: 259-282

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ISSN: 1131-5571

La sed de creer produce herejía: reflexiones sobre la «leyenda del gran

inquisidor» de F.M. Dostoievski

Eugenia Smokti

Instituto Internacional de Estudios Sefardíes y Andalusíes Universidad de Alcalá

«La Iglesia fabrica dogmas (...) y levanta catedrales; el intelec- tualismo fabrica dudas y levanta telarañas religiosas.»

Rafael GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, Arzobispo de Granada1

INTRODUCCIÓN

Rotundas y rígidas, sonaron, sin duda alguna, estas palabras del reve- rendisimo padre García de Castro que coronaban su epílogo a la famosa obra de don Marcelino Menéndez Pelayo sobre las corrientes heterodoxas en España. Entendida, además, desde nuestra óptica contemporánea, adquiere esta afirmación un sentido mucho más flexible, siempre cuando se atreva el lector a insertarla en el marco del debate historiográfico de la cultura religiosa que hoy se desarrolla entre diversos historiadores en este momento. Dicho de otra manera, tal es la crítica implícita manifestada por el arzobispo granatense, a mediados de los años sesenta del siglo XX, res­pecto del anhelo intelectual, siempre constante, de reflexionar sobre el poder «eclesial» institucionalizado en relación con valores que desde hace mucho han sido considerados de referencia universal.

1 GARCÍA Y GARCÍA DE CASTRO, R., Arzobispo de Granada, Menéndez Pela­yo y su «Historia de los heterodoxos españoles». En MENÉNDEZ PELAYO, M. Histo­ria de los heterodoxos, vol. II, BAC, Madrid, 1965, p. 1064.

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Expresados estos valores, como bien sabemos, a través de la tradición religiosa, se han desarrollado, pues, en los términos generados e impues­tos por ella misma; es decir, en los límites de su propio engranaje simbóli­co que se fue perfilando a lo largo del tiempo. Tal vez, sería una exagera­ción considerar todos los indicios de esos anhelos intelectuales como las representaciones a d hoc de unas determinadas corrientes culturales; pre­sentemos, por tanto, este discurso como un intento de discernir lo univer­sa l de lo particular, lo cual siempre resulta más fácil, cuando se trata de conceptos engendrados por genios, deseosos, en un momento dado de su proceso creativo, de plantear ante nosotros sus propias dudas, tanto inte­lectuales como espirituales.

Muchos han sido, sin lugar a dudas, los pensadores cristianos, que se plantearon el problema de su propio credo religioso por la necesi­dad de encontrar una razón afectiva del mismo. Ejemplos tenemos de esto en la historia de Europa. Uno de ellos se produjo, cuando en aquella madrugada nebulosa de 1517 todo el P opu lu s D e i del Viejo Continente se despertó, conmovido, por la cla m a tio de Lutero que exigía la libertad de conciencia de cada uno de los fieles cristianos. Entonces, aquella aclamación expresaba, en primer lugar, la necesidad innata de aquel fraile rebelde de desenmascarar sus propias angustias y descubrimientos doctrinales y, asimismo, compartirlas con el mundo cristiano.2

De igual manera, personalizada e individual, se expresaba, a finales del siglo XVI el gran maestro de filosofía, Pierre Charron, hombre des­tacado, junto con Jean Bodin, como inspirador del llamado libertin a je espiritual.

«Dios, —decía Charron— es el último esfuerzo de nuestra im a­ginación en su vuelo hacia la perfección, y cada uno desarrolla esta idea según su capacidad .»3

La sabiduría de Charron buscaba de nuevo —parafraseando, natural­mente, las inquietudes intelectuales de su tiempo— hacer el correlato entre los elementos principales que ponían de relieve, por aquel entonces, todo el contenido del pensamiento moderno. Es decir: la razón, la naturaleza v D ios.

2 Véase CONTRERAS, J. De la herejía a la Iglesia: Lutero, el Emperador y los prín­cipes, Actas del Congreso Internacional «CARLOS V. EUROPEÍSMO Y UNIVERSA­LIDAD», Granada, 2001, vol. V, pp. 173-196.

3 TENENTI, A. Libertinaje y herejía a mediados del siglo XVI y comienzos del XVII, cit. CHARRON, P. De la sagesse. En LE GOFF, J. Herejías y sociedades en la Europa preindustrial, s.s. XI-XVII, MEC, Madrid, 1987, p. 242.

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«Lo que se hace p o r fuera —escribió el filósofo francés— es más para nosotros que para Dios, más para unidad y edificación humana que para la verdad divina.»4

Basten estos dos ejemplos como muestras de la «clásica» heterodoxia europea... Por consiguiente, deberíamos, tal vez, cambiar de rumbo y girar el gigantesco caleidoscopio de la cultura, para intentar observar detrás de los arabescos más estrafalarios que el cristal nos ofrece, algunos rasgos comunes que han estimulado la imaginación, en estos temas, de unos de los pensadores más «ateo», según sus propias confesiones al respecto, y más «creyente», tal y como se le han definido de ordinario. De ahí apare­ce mi pregunta: ¿surgen, entonces, las críticas más agudas de la tradición religiosa, como resultado de un deseo, sobremanera, fervoroso, de encon­trarse con Dios?

I. EL DEBATE SOBRE LA FE Y LIBERTAD

Como ocurriera con Lutero y Pierre Charron, el gran escritor ruso Fio- dor M. Dostoievski no logró escapar de aquella angustia personal y dolo- rosa, aun siendo hijo de su propio tiempo, impregnado, sobre todo, de las corrientes liberales decimonónicas.5 Elevado, además, por su ansiedad espiritual, el autor recurrió en su relato a una metáfora muy «española» en el sentido más histriónico de la palabra, para expresar un instante importantísimo de sus preocupaciones religiosas: se trata, desde luego, de uno de los episodios más famosos de la literatura rusa que, empero, ha pasado ya a ser patrimonio de toda nuestra cultura: se trata del Capítulo

4 Ibídem, p. 241; 244 y sgs.5 Reconocía F. Dostoievski en la carta dirigida a Natalia D. Fonvísina en febrero de

1854: «(...) Le diré de mi mismo que soy el hijo del siglo, el hijo de la incredulidad y de la duda hasta la tapa de mi ataúd. Tantas torturas increíbles me ha costado y sigue costando esta sed de creer, la cual es más fuerte, cuantos más argumentos contrarios tengo en mi inte­rior. No obstante, Dios me envía, de vez en cuando, los momentos, cuando estoy comple­tamente tranquilo; en estos instantes yo amo y me encuentro amado por los demás, y, pre­cisamente, en aquellos minutos he compuesto en mi mismo mi credo, mi propio símbolo de la fe, donde todo está claro y sagrado para mi. Ese símbolo es muy sencillo, aquí lo tie­ne: hay que creer que no existe nada más bello, profundo, simpático, sensato, valiente y perfecto que Cristo; y no es que simplemente no existe, sino -digo a mi mismo con amor celoso- no pueda existir. Es más: si hubiese alguien, que me hubiera demostrado que Cris­to se encuentra fuera de la verdad y así fuera de veras, es decir, que la verdad estaría fue­ra de Cristo, entonces, en este caso, más quisiera quedarme con Cristo, que con la propia verdad.» DOSTOIEVSKI, F.M. Polnoe sobranie sochinenii v 10-ti tomaj, Leningrad, 1986-1990, Pis'ma vol.28, libro l, p. 176. Cf. MÜLLER, L. Poniat' Rossiyu: istoriko-kul- turnie issledovaniya, Moskva, Progress-Traditsiya, 2000, pp. 313-314.

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V del Libro V (Segunda parte) de la novela «Los hermanos K aram ázov» que contiene a la Leyenda del Gran Inquisidor de todos conocida.

Se dice, habitualmente, que los personajes escapan, a veces, fuera de la voluntad de sus autores y siguen rutas totalmente inesperadas... Ines­peradas, pero, de todas formas, enraizadas en el mismo interior de su con­cepción. Pues, quién puede conocer mejor, sino el autor, el mundo de aque­llos «hijos rebeldes», el mundo de sus incertidumbres y afirmaciones, de sus contradicciones, de sus descubrimientos y de sus silenciosas exclama­ciones. En nuestro caso, creo recordar el pasaje que viene a cuento para servir como punto de arranque del proceso de comprensión de la literatu­ra rusa, cuya grandeza recae, cómo no, en el siglo XIX:

«Releyendo a D ostoievski — así empezaban sus reflexiones A . Guénis y P. Vail— no se nos oculta, cuan lejos de la propia literatura llevaron a las letras rusas sus grandes autores ( ...)» 6

Tal es el destino de la Leyenda, contada por Iván Karamázov, el pro­tagonista de la última novela de Dostoievski, su obra predilecta que salió de la pluma del escritor en el año 1880. Allí, en aquella pieza cumbre se cruzaron, como sabemos, varias vertientes del talento humanista de Dos­toievski: la vertiente histórica, la filosófica y la literaria; aquí, también, finalizaron sus pesquisas antropológicas para intentar resolver el proble­ma tan importante para él, es decir, el debate perm anente sobre la fe v la libertad del espíritu humano. Se refiere, por supuesto, a una diatriba sumamente contradictoria, siempre presente, según Dostoievski, en el corazón del hombre, donde, el diablo lucha contra Dios.

Por lo tanto, decenio tras decenio y con toda la lógica del mundo, sigue llamando la atención la imagen misteriosa del Gran Inquisidor que apare­ció ante nuestro autor entre las tinieblas amarillentas y las siluetas de los templos ortodoxos de San Petersburgo —la ciudad-fantasma y la ciudad- paradoja— cuyos habitantes vivían, como si fueran estigmatizados para siempre por el mero hecho de haber nacido en aquel lugar, llamado, tam­bién, el del Anticristo.

En este sentido, ha de subrayarse que la mayoría de las investigacio­nes inspiradas en el relato karamazoviano, se fueron focalizando en torno a un asunto capital: el denominado cristianism o de D ostoievski. Sin embargo, desde mi punto de vista y, en función de premisas exegéticas, pocos han sido los estudiosos que se han preocupado, particularmente, por rastrear el planteamiento, digamos, «inquisitorial», del escritor ruso.

6 Guenis A., Vail, P. Strashny Sud. Dostoievski. En Guenis A., Vail, P. Rodnaya rech, Moskva, Nezavisimaya Gazeta, 1995, p. 163.

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La Leyenda de Dostoievski se expresa en un ámbito de alto contenido religioso. Su argumentación es tan poderosa y tan extraordinariamente ambigua que suscitó grandes debates en diversos medios filosóficos de toda Europa. Así, por ejemplo, N iko la i Berdiaev, uno de los represen­tantes más significativos de la filosofía rusa religiosa, entendió al Gran Inquisidor como la encam ación del m al m etafísico1. Por su parte, el car­denal H enri deLubac, el conocido teólogo francés, vio a los personajes de la composición dostoievskiana como la manifestación más tajante de lo que él definió como el «humanismo ateo».7 8

Por otro lado, como si participase en el «diálogo» anterior, J.-L. L ópez Aranguren en la España de los setenta, y desde los principios puramente sociológicos, minimizaba las connotaciones religiosas de la Leyenda, argu­yendo que su autor estaba muy apegado, entre otra cosas, al tradicionalis­mo paneslavo.9

Será muy importante repasar, aunque sea de forma introductoria, algunos de los anteriores planteamientos que permiten insertar la fábula inquisitorial de Dostoievski en el marco de la filosofía de h istoria . No obstante, antes de entrar en la senda movediza de las diversas interpre­taciones —siempre ambiguas y, sin duda alguna, subjetivas— detengá­monos un poco para escuchar al propio autor y, tal vez ¿quien sabe? para contestar algunas preguntas que se entrevén detrás de la imagen siniestra del Gran Inquisidor...

II. LA LEYENDA: ¿UNA VISIÓN RUSADE LA INQUISICIÓN?

En tal sentido, siguiendo la voluntad de nuestro autor, un buen día, cuando España vivía los tiempos singulares de su trayectoria histórica, aquellos tiempos que anunciaron el llamado Siglo de Oro, aconteció que Cristo, visitó Sevilla... En honor a la verdad, Dostoievski nos advierte, des­de el principio, que a él, personalmente, se le ocurrió presentar el escena­rio de forma premeditadamente teatral, lo cual exigió del autor un buen conocimiento de la coyuntura histórica de aquellos tiempos. Leamos el ini­cio de su narración:

7 BERDIAEV, N. A. El Gran Inquisidor en Novoe religuiosnoe sosnanie i obsches- tvennost', Moskva, 1999, p. 59.

8 Véase la obra de LUBAC, H. de El drama del humanismo ateo, Madrid, Madrid, Espesa, 1967.

9 Este es la opinión expresada nítidamente por LOPEZ ARANGUREN, J.-L. El cristianismo de Dostoievski, Taurus, Salamanca, 1970.

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«La acción pasa en España, en Sevilla, en los tiempos más pavo­rosos de la Inquisición, cuando a la mayor gloria de Dios las hogue­ras ardían diariamente en el país y en magníficos autos de fe quema­ban a los perversos heréticos.»10

Ha de admitirse, también, que Dostoievski —desde el principio y has­ta el final— permanece totalmente fiel al genero de la Leyenda o p ieza poética , lo cual le permite definir una vez y para siempre el lenguaje, empero, alegórico de su discurso. Un lenguaje que exige desplegar un gran ingenio intelectual y literario, capaz de atraer la atención del conjunto social al tratar de asuntos trascendentales.

Tal es así que el Cristo de Dostoievski no vino a la tierra, según los tex­tos sagrados «como aparecerá, según promesa suya, al fin de tiempos, en toda su gloria celestial, repentinamente «como un rayo que brille del Orien­te al Occidente». No, quiso sólo visitar a sus hijos (...) por su misericordia infinita (...) en la misma forma humana en que vivió entre la gente quince siglos antes.»11

Y allí fue, precisamente, en Sevilla, donde transcurrió el encuentro entre Dios-Hijo y la mayor autoridad del Santo Oficio de la Inquisición española... ¡Nada más y nada menos! Se trataba, entonces, de aquellos tiempos temibles de la historia de España, donde los inquisidores, siguiendo las ordenes de Su Católica Majestad, persiguieron, a diestro y siniestro, en primer lugar, a los judaizantes, luego, a los protestantes y, por último, a cualesquiera, cuyo comportamiento y procedencia pudiese parecer sospechoso para aquellos celadores de la doctrina católica. Tiem­pos relevantes, sin duda, cuando la mayor y única justificación de cual­quier represión moral, se expresaba en una ley fundamental, grabada para siempre jamás en las conciencias humanas como A d m ajorem g lo - riam D ei. Pero fijémonos bien: en este caso, el Cristo inventado por el escritor ruso, quiso, simplemente, comprobar —en una visita particular— cuál fue, en realidad, la ley que sus hijos consideraban como divina...

Conviene preguntarnos, en este momento, si puede afirmarse que el retrato del Gran Inquisidor es una visión rusa de la Inquisición española. O, dicho de otro modo, si sería correcto percibir la Leyenda que aparece en «Los hermanos Karamázov» como una mera generalización estereoti­pada y, en cierto modo, producto de la Leyenda negra, esa «maldición» de la historiografía española extendida por toda Europa a lo largo de los siglos. La respuesta, a mi modo de ver, no puede ser unívoca.

Ahora bien, el fresco que nos regaló el escritor parece, ab ovo, realmente impresionante por dos razones principales: en prim er lugar, el Gran Inqui­

10 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamázov, Madrid, Cátedra, 1987, p. 402.11 Ibíd.

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sidor mantiene su conversación con Jesucristo siguiendo la dinámica de un auténtico proceso inquisitorial, siendo este reo singular conducido por la guardia al «viejo caserón del Santo Oficio» y encarcelado «en un estrecho calabozo abovedado».12 En segundo término. el autor respeta plenamente la tradición evangélica, en el sentido de que Jesús-Prisionero se defiende ante el gran Juez-Inquisidor, casi igual a cómo lo narró San Mateo:

«El sum o sacerdote, puesto en pie, le dijo: «¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti?»

Pero Jesús callaba. (.. .j»13

Esta coincidencia entre el texto bíblico y el discurso de Dostoievski fue el gran descubrimiento —sencillo como todo lo genial— de Henri de Lubac... No obstante, el padre jesuíta tenía sus razones para mostrarse más preocupado por defender la «ortodoxia» de Dostoievski en el seno de la cultura cristiana, que por profundizar en las coherencias o disfunciones exegéticas de su composición. Me refiero aquí al concepto de la presun­ción de la cu lpabilidad aplicado por el Sumo Sacerdote del Sanedrín res­pecto de Jesús, según el texto de San Mateo, y retomado, luego, por Dos­toievski en el discurso de su Inquisidor. Leamos a continuación en el mensaje del primer evangelista (San Mateo, 26-63):

«Y el sum o sacerdote le dijo: «Te conjuro p o r el D ios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el H ijo de D ios».14

Y, como si fuera el eco, atronaron las palabras del Gran Inquisidor de Dostoievski:

«¿Eres tú? ¿Tú? —pero, com o no recibe respuesta, añade rápi­damente— : N o contestes, calla. Adem ás, ¿qué podrías decir? Se dem asiado lo que dirías. N o tienes derecho a añadir nada a lo que antes ya dijiste. ( ...) N o sé quien eres ni quiero saberlo: si eres tú o solo una sem ejanza suya; pero mañana te condenaré y te haré que­m ar en la hoguera com o al más vil de los herejes ( . . . ) .»15

Subráyese, además que la intención de Lubac era demostrar, por así decirlo, a la inversa, la autenticidad del cristianismo del escritor ruso, a

12 DOSTOIEVSKI, F.M., op. cit., p. 404.13 SAN MATEO, 26:62-63. Cf. «Jesús autem tacebat» en Lubac, H. de, El drama del

humanismo ateo, Madrid, Espesa, 1967, p. 225.14 SAN MATEO, 26-63, véase la nota anterior.15 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., p. 404.

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pesar de que toda su obra abundaba, como él mismo reconocía, en ideas totalmente ateas.16 Debe asumirse, entonces, esta realidad: el autor de «Los Hermanos Karamázov» —el gran admirador de los filósofos más racionalistas de los siglos XVIII y XIX, como Voltaire, Feuerbach y D.F. Strauss— expresaba juicios ateos muy considerados en su novela cumbre, hasta tal punto, que el pensamiento secularizado de Europa no llegó nun­ca a enunciar.17

III. DE LOS JUECES Y LOS REOS

Así lo afirmaba Dostoievski... ¡Señores, aparentemente estamos en el reino de los espejos falsos! La cuestión, entonces, es entender la dualidad del autor; cómo es posible fabular tantas argumentaciones, deliberada­mente, escépticas en la obra de un autor tan creyente. Me temo que cen­trarse en esta paradoja de forma unívoca sería una percepción demasiado simplista; salvo que algunos historiadores elaboren nuevas formas de lec­tura, cuya metodología estuviese bien armada frente a opiniones admiti­das, a priori, de forma indiscutida. Dicho esto, ello no quiere decir, ni mucho menos, que deberíamos menospreciar el apoyo de tales posibles aseveraciones. Más aún: Dostoievski ha de entenderse con la famosa máxi­ma de M.Bajtin respecto de una polifonía, siempre presente en su obra.18

Añádese a esa polifonía la duda —respecto de todo y de todos— que alcanzaba, a veces, tal fuerza, que el propio H. de Lubac no pudo hallar otra solución y empleó el método dostoievskiano para demostrar su cris­tianismo, cuestionado, aparentemente, por el propio autor. Se trataba, entonces, del enigma del escritor ruso, de su famoso quid pro quo.

No le pasó desapercibido, en absoluto, al teólogo francés el juicio del filósofo Nikolai Berdiáev, quien sostenía desde su óptica de la filosofía reli­giosa oriental, que Dostoievski habría que entenderse, ante todo, como un magnífico antropólogo y como el creador de la metafísica experimental para con ser humano y, por tanto, no ha de estimarse desde criterios ordi­narios.19

16 A ese respecto afirmaba H. de Lubac que «su cristianismo (él de Dostoievski - ES) es auténtico, es en su fondo el mismo Evangelio, y es este cristianismo el que, por enci­ma de sus dotes prodigiosas de psicólogo, da tanta profundidad a su visión del hombre.», Lubac, H. de, op. cit., p. 359 y sgs.

17 Literaturnoe nasledstvo. Neizdanny Dostoievski. Zapisnye knizhki i tetradi 1860- 1881, Moskva, 1971 vol. 83, p.696. Cf. MÜLLER, L. Ponyat'Rossiyu..., op. cit., p. 294.

18 Véase sobre este tema BAJTIN, M.M. Problemy tvorchestva Dostoievskogo. Pro- blemy poetiki, Kiev, ed. Firm Next, 1994.

19 BERDIAEV, N. Otkrovenie o cheloveke v tvorchestve Dostoievskogo, op. cit., p. 56.

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En este sentido, permítaseme recordar que el hombre de Dostoievski, en la mayoría de los casos, aparece insertado en el vértigo doloroso e inci­sivo del auto-conocimiento. Y no es por casualidad que Dostoievski, a tra­vés de los discursos más brillantes de Ivan Karamázov, exclámase con tan­ta firmeza:

«No es Dios, a quien yo no acepto (...) , es el m undo que É l creó lo que yo no quiero.»20

Por lo tanto, la Leyenda sobre Cristo y el Gran Inquisidor encaja per­fectamente en el discurso atemporal sobre del conocimiento del hombre en relación con Dios... Por otra parte, también es verdad que en aquel mundo —tan querido como odiado por Dostoievski— todo fue injusto, incluida la propia Justicia, ésta, tan sólo, por el hecho de estar ejercitada por los seres mortales. ¿Acaso conviene olvidar que, para e l escritor, nin­guno de los tribunales habría de ser legítim o sa lvo del Juicio F in a n 21 Ocurre que en las justicias temporales un hombre debe juzgarse a sí mis­mo, aun cuando someta las creencias al crisol de la duda. Este tema de la quiebra exacerbada que se produce en el mismo interior del ser humano, «el con flic to gen eral y gen ial»22 tan típico para Dostoievski, reaparece con una tremenda intensidad en la Leyenda del Gran Inquisidor.

Ese punto fundamental no debe cuestionar, a mi entender, el cristia­nismo de Dostoievski; ni tampoco asentar con fijeza los postulados clási­cos que reiteran su posición anticatólica, idea, a la que, muy corriente­mente, se acude como principal, para explicar el sentido de su Leyenda. Creo que aquí hemos de reflexionar sobre la prop ia escala ética del escri­tor, siempre proclive a buscar la verdad en el mismo Evangelio y no en las interpretaciones realizadas posteriormente por la jerarquía eclesiástica. Conviene pensar que esta visión va más allá de las críticas confesionales expuestas implícitamente en las palabras del Inquisidor dostoievskiano, cuando se dirige al Cristo. Leamos, a propósito, este texto tan famoso:

«Lo has pasado todo al Papa; p o r tanto, ahora se encuentra todo en manos del Papa y es m ejor que tu no vengas, no nos estorbes, p o r lo menos, hasta la hora señalada.»23

He aquí al Inquisidor, la Suprema Autoridad en la defensa de la doc­trina de la Iglesia que, en nombre de toda ella aleja a Dios-Hijo de cual­

20 DOSTOIEVSKI, EM. Los hermanos Karamázov, op. cit., p. 423.21 GUENIS, A., VAIL, P. Strashny Sud..., op. cit., p. 165.22 GUENIS, A., VAIL, P. Strashny Sud, ibíd.23 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamázov, op. cit., p. 405.

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quier intervención en su propio Templo, hasta que llegue «la hora seña­lada», es decir, hasta el momento del Juicio bíblico, aquél que se ubica en la consumación de los tiempos; el único y verdadero Tribunal de la Fe. Así, al menos, lo percibía nuestro autor.

Por tanto, preocupado por ello sobremanera, Dostoievski desata un debate filosófico, donde los efectos, digamos, «escénicos», sirven, a su pesar, para resaltar su gran preocupación respecto del destino humano, sometido — sea cual sea la índole de la cultura religiosa dentro del mundo cristiano— a toda clase de autoridad sacralizada. Él mismo se sirve de todo su genio literario para alcanzar una imagen siniestra, sin duda, y ... asom­brosamente herética.

«Sabes tú, —amenazaba el Gran Inquisidor a Jesús— que pasa ­ran los siglos y que la hum anidad con su sabiduría y su ciencia, p r o ­clamará que el crimen no existe y que, p o r tanto, no existe tampoco el pecado, sino que existen solo seres hambrientos. «¡Dales de com er y exígeles, entonces, virtud!», eso es lo que escribirán en la bandera que elevaran contra ti y con la que destruirán tu templo.»24 (Subra­yado de la autora - ES).

Es sumamente importante este pasaje para entender el premeditado cambio de papeles que se nos ofrece en la Leyenda de Ivan Karamázov para, reitero, destacar, otra vez el polisentido de la homilía dostoievskia- na, donde aquel quid pro quo, reclamado con tanta excitación por el her­mano menor de Ivan, Aliosha Karamázov,25 representa, sin duda, un bri­llante manojo artístico, una de las múltiples y chispeantes provocaciones inventadas por el Dostoievski-novelista para avivar el interés de sus inter­locutores hacia los conceptos que exprime el Dostoievski-filósofo.

De esta manera, sin darse cuenta aún, el lector se halla ante un dilema que se remonta al discurso mucho mas general en el pensamiento europeo —moderno y contemporáneo— respecto del problema de discernimiento del hereje como fenómeno sociocultural; eso sí, siempre en relación con la única autoridad, la cual que tenía el derecho exclusivo de sentenciar: el Señor Inquisidor.

Naturalmente, no ha de olvidarse que en ambas tradiciones cristianas —tanto la católica, como la ortodoxa— él que declara abiertamente y de forma repetitiva, su disconformidad con el adoctrinamiento oficial o, dicho de otra forma, manifiesta su explícita rebelión contra los dogmas de la Santa Madre Iglesia, se percibe, una vez y para siempre, como apósta­

24 Ibíd., p. 419.25 Véase el texto de Dostoievski, donde se trata, precisamente, «de una mera fanta­

sía insondable, o de algún error del viejo (el Gran Inquisidor - ES), de algún imposible quid pro quo?». Ibíd., nota anterior, p. 405.

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ta. Por todo ello ha de ser juzgado, en consecuencia, por los ministros del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición conforme, como sabemos, con el estricto cumplimiento del derecho románico-canónico. Este rasgo de trascendencia tan eminente, caracterizaba, por encima de todo, a la Inqui­sición Española, cuyos oficiales, como se ha puesto de relieve, eran exper­tos en jurisprudencia; eso sí, mucho más cualificados —explica J. Caro Baroja— que sus homólogos de otras Inquisiciones, incluida la italiana.26

Tales son, en breve resumen, los datos principales de los estudios inqui­sitoriales respecto de este asunto, los cuales, a mi modo de ver, deben recor­darse constantemente a la hora de entender el «juicio» manifestado en la gran Leyenda, para evitar posibles confusiones conceptuales. ¿Pero tan lejos andaba Dostoievski del conocimiento de estas sutilezas procesales, como se piensa asiduamente? Sea cual fuere la razón, no cabe duda de que el escri­tor ruso intentó crear una escena relativamente «exacta», aunque, de todas maneras, indudablemente espléndida del autentico Proceso Inquisitorial.

Puede pensarse que se trata de la intuición del genio o bien, de un acierto casual... Tal vez. No obstante, sabemos que la Leyenda del Gran Inquisidor, como toda su obra no es, ni mucho menos, un tratado episte­mológico; y los objetivos de nuestras reflexiones son más bien, preguntas que respuestas afirmativas. En este caso, a Dostoievski se le ocurrió hablar de los Jueces y los Reos, elevando el papel de cada uno a su máxima y per­fecta encarnación: el Juez, un Gran Inquisidor en sentido estricto, y un Reo. Cristo, el hijo de Dios, el reo por excelencia. Lo demás es accesorio, incluidos los aditamentos externos del «españolismo» más estereotipado: máscaras, trajes, etcétera.

IV. LÍMITES INTERNOS Y LÍMITES EXTERNOS DE LA LEYENDA

En cualquier caso, no debe olvidarse que el propio autor nos invitó, desde el principio de la Leyenda, al teatro de la calle, tal y como existió en Europa hace siglos. Escribe Dostoievski:

«En Francia, los curiales, así com o los monjes en los m onasterios daban verdaderas representaciones completas, en las que hacían salir a la escena a la Virgen María, ángeles, santos, a Jesucristo y hasta al m ism ísim o Dios. Entonces todo esto era m uy ingenuo. ( ...) En nues­tro país, en Moscú, en los antiguos tiempos, anteriores al Pedro el Grande, también se representaban de vez en cuando obras casi dra­máticas de ese tipo (..).»27

26 CARO BAROJA, J. El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio, Alianza Edito­rial, Madrid, 1970, pp. 20-21.

27 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., pp. 399-400.

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Por otra parte hay que precisar que fuesen cual fuesen, las lecturas que el autor hiciese respecto del tema inquisitorial y de la Inquisición españo­la, particularmente —ya se tratara del conocido autor J. Prescott, cuya des­cripción, demasiado proclive a los cánones de la ya mencionada Leyenda negra sobre el reinado de Felipe II, fue traducida al ruso y editada en San Petersburgo en 1868, ya se tratara de la obra de T.McCrie sobre las corrien­tes protestantes en España que estaba a la disposición de los lectores en la Biblioteca Pública de San Petersburgo desde 1820— todo ello le interesa­ba a Dostoievski, y en primer lugar, desde su óptica de filósofo y escritor. Eso sí, siempre guardando fidelidad a sus raíces histórico-religiosas y más aún, a su ortodoxia innata.

En cualquier caso, ha de reiterarse aquí el lenguaje simbólico de Dos­toievski, y, sin perderlo de vista, podemos afirmar que el tema esencial de su relato es mucho más amplio que una simple controversia respecto del catolicismo originario, aquél que se expresó en la corriente apostólica petro-paulina.

Vanos serían, además, los intentos de atribuirle afán para la propa­ganda o, mejor dicho, para la anti-propaganda de aquella visión tan vul­garizada del Santo Oficio que se extendía por los ámbitos intelectuales de Europa a medida que el declive hispano se tornaba irreversible.28

También es cierto que resultaría inútil esperar de un novelista, aunque fuera tan preeminente, el conocimiento pormenorizado del complejo entramado histórico que caracteriza a aquélla parte «inquisitorial» de la modernidad española. Tal vez, pocos son los expertos, que, incluso, en nuestros días, podrían presumir de ello.

Observamos que allí, en la novela, el escritor quiso desarrollar su refle­xión histórica sobre la naturaleza del Tribunal, o mejor, sobre los Tribu­nales de la Inquisición. Para él estas instituciones no eran las instituciones que solo perseguían la heterodoxia; esto solo era un pretexto para algo más serio, es decir, para debatir sobre la naturaleza del Poder, de la libertad y de las formas y maneras en las que se expresa la fe. Y no sólo atendiendo a las constantes históricas, sino también a las máximas más importantes de los textos sagrados. Pero fijémonos bien en la propia Leyenda, porque, al fin y al cabo, la composición de Dostoievski no otorga verosimilitud a ambos sentidos —ni al histórico, en cuanto a la imagen de la Inquisición, ni al teológico, en cuanto a los Evangelios—.

Me imagino que estas contradicciones aparentes, a no ser intenciona­das, subrayan el papel secundario que tuvieron aquellas «verdades pri­mordiales» para el autor de la Leyenda del Gran Inquisidor. Veremos más

28 Véase, a este propósito, la obra de GARCÍA CARCEL, R. La leyenda negra: his­toria y opinión, Alianza Ed., D.L., 1992.

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adelante que con la misma sencillez que puso las palabras blasfemas en la boca de su Inquisidor, nuestro autor, deseoso, tal vez, de resaltar la relati­vidad de su composición, optó por «condenar» a su Jesús a...la libertad. Recordemos la frase final del relato:

« (...) cuando el Inquisidor termina, espera un rato a que el P ri­sionero le responda. E l silencio que el Cautivo guarda le resulta p en o ­so. (. . .) E l viejo quería que el otro le dijera algo, aunque fuese am ar­go y terrible. El, de pronto, sin decir una palabra, se le acerca y le besa dulcemente los exangües labios nonagenarios. Esta es toda su res­puesta. E l viejo se estremece. A lgo tiembla en los extremos de sus labios; se dirige a la puerta, la abre y dice: «Vete y no vuelvas m ás... no vuelvas nunca... ¡nunca, nunca!» Y le deja salir a las «oscuras plazas v calles de la ciudad». El Prisionero se va.»29 (Subrayado de la autora. -ES)

He aquí, en este párrafo, la explicación del desenlace: desde su trono nos mira el Gran Inquisidor, la suma autoridad simbólica, la solución posi­ble de todas las incertidumbres que nacen en el interior del ser humano y, cómo no, también, la absolución de todos los pecados por el amor al pró­jimo.

Y este Inquisidor, fruto de la imaginación dostoievskiana, es capaz, igualmente, de negar, con firmeza, el dogma principal por excelencia: la resurrección de Cristo; axioma fundamental. ¿Era, entonces, hereje nues­tro Inquisidor? Sin duda alguna que sí. Pero en esta estructura jurídica el juez-inquisidor nunca puede ser reo y por lo tanto no será acusado de nin­guna heterodoxia. El autor, por consiguiente, juega, con la libertad que le permite el discurso literario y manipula los datos inquisitoriales a su anto­jo con un gran sentido de la polisemia. En realidad, a Dostoievski le impor­ta solo lo que ocurre cuando un sujeto individual se ve delante de un poder, genéricamente concebido.

De hecho, el individuo de Dostoievski es un creyente cristiano, uno, entre muchos; pero no por ello menos importante ni desconocido, en cuan­to que forma parte del Pueblo de Dios, que desea reafirmarse en su fe, y por tanto, sobrepasa sus propios lím ites m orales internos, tal y como los define su propia conciencia.30 Podría decirse que se comprueban, también, así, los lím ites externos que se constituyen desde fuera, por efectos del dis­curso religioso que respalda el poder temporal; y que, en consecuencia, desde la Baja Edad Media, se asientaron en la tradición y en la costum­bre. elevadas a categoría de lev. Curiosamente, este proceso se manifes­

29 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., p. 421.30 BERDIAEV, N.A. Otkrovenie o cheloveke...,op. cit., p. 78.

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tó, desde entonces, con notoriedad evidente en los dos extremos del Vie­jo Continente, España y Rusia. Esto es lo sorprendente.

V. MISTERIO, AUTORIDAD Y MILAGRO

No se puede entender, aunque sea mínimamente, su obra, si intenta­mos estereotipar su pensamiento, reduciéndolo a moldes socioculturales e, incluso, teológicos tradicionales. Sabemos, además, que los mismos Evangelios apenas pueden considerarse como una fuente histórica por el hecho de que el mismo proceso de Jesucristo cuenta más de una docena de versiones, cuyo contenido difiere sobremanera.31

Resulta interesante que la supuesta sagacidad de los lectores se detie­ne, a menudo, tan sólo en una de las múltiples facetas de la Leyenda, aque­lla que es conocida como la crítica del catolicismo. Desde luego, no se pue­de ignorar que el anticatolicismo es una de las constantes de la obra de Dostoievski.32 Ello, no obstante, tal visión unilateral del asunto, empo­brece, en mi modesta opinión, el planteamiento filosófico de su discurso. Reflexionando sobre la Leyenda desde esta vertiente, cabe preguntarse, por ejemplo, que s i existe, p o r ahora, el crimen, debe saberse, asimismo, quién es él que tiene derecho a im poner el castigo.

Llegamos, entonces, a la conclusión de que la figura del Inquisidor representaba para Dostoievski la renuncia a la libertad en pro de la segu­ndad. la renuncia, incluso a D ios para, p o r ello, favorecer la jerarquía. Es evidente, entonces, que nunca el Poder, aun siendo revestido peregri­namente por el ropaje de paradigmas culturales y códigos de leyes, puede ser reprendido.

El escritor alcanza el límite de su compleja argumentación, cuando demuestra que el propio Hijo de Dios puede ser declarado como hereje pró­fugo y pertinaz... igual, como había sucedido hacía veinte siglos atrás, cuan­do tuvo lugar aquella decisión del Praefectus de Judea, Pondo Pilatos, que aprobó el veredicto del Sumo Sacerdote del Sanedrín en la madrugada del día catorce del mes de Nisán, justo después del equinoccio de primavera.

¿Fue aquel proceso bíblico el prototipo para el juicio, descrito, aunque fuera a su manera, por Dostoievski?En verdad, una lectura diligente permite aceptar esa hipótesis. Además, es, precisamente, este tema del juicio, rela­cionado a la par, con él del crimen v castigo, el que, como ya hemos visto,

31 FERNÁNDEZ UBIÑA, J. El proceso de Cristo, Historia, N.° 192,1992, p. 48. A ese respecto el autor del artículo pone de relieve que «el Sermón de la Montaña que narra Mateo tiene lugar cuando lo cuenta Lucas... en un llano». Ibíd., nota anterior.

32 Destacase entre ellos DOSTOIEVSKI, F.M. Diarios de un escritor, Espasa-Calpe, Madrid, 1980. El idiota, Círculo de Amigos de Historia, 1973.

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suscitó el anhelo del autor ruso de crear su propia percepción evangélica, y amoldarla, posteriormente, a las carestías espirituales de su época. Merece recalcar aquí la frase celebre, ya citada al principio de esta reflexión:

«Yo soy el hijo del siglo, —escribió, angustioso, Fiodor Dos- toievski— el hijo de la incredulidad y de la duda hasta la tapa de m i ataúd. Tantas torturas increíbles m e ha costado y sigue costando esta sed de creer, la cual es más fuerte, cuantos más argumentos contrarios tengo en m i interior.»33.

Cabe, en consecuencia, interrogarse, junto con L. Müller, cuya atenta mirada, también, había descansado en esta cita, ya clásica; es decir, qué queda, entonces, a un ser humano, que se proclama a si mismo como «el h ijo de la in credu lidad y de la duda», sin querer, ni mucho menos, recha­zar la doctrina cristiana. Dostoievski —opina Müller — parte del principio de la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios por medio del m ila­gro. puesto que la fe «milagrosa», también, se postra ante la autoridad y, el misterio. Recuérdese, a este respecto, el aserto del Inquisidor, el prota­gonista de nuestra Leyenda:

«Pero tú no sabías que tan pronto el hom bre rechaza al milagro, p o r p oco que sea, rechaza inmediatamente, asimismo, a Dios, pues el hombre busca no tanto a Dios como al milagro. Y com o quiera que el hom bre no tiene fuerzas para quedarse sin milagros, crea otros, que ya son tuyos, y se inclina ante el milagro del curandero, ante la bru­jería, aunque sea cien veces rebelde, hereje y ateo. Tú no bajaste de la cruz, cuando te gritaban (...): «Bájate de la cruz y creeremos que eres tú.» N o bajaste, porque tampoco quisiste esclavizar a l hombre con un milagro, anhelabas una fe libre. no milagrosa.»33 34 (Subrayado de la autora. -ES)

Por lo tanto, este camino no puede ni debe llevar a una revelación espi­ritual, puesto que está basado en los dogmas eclesiales que controlan y dominan a las conciencias, pero «no p o sib ilita n la fo rm a de a lca n za r una f e libre y genuino».35

33 Véase nota 5, p. 4.34 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op.cit., p. 412.35 Dice el estudioso alemán que «en el «Gran Inquisidor» Dostoievski, asimismo, rei­

tera con insistencia, que el propio Cristo rechaza el milagro, puesto que creer en él signi­fica, también, creer en la autoridad; y supone, también, «la exaltación servil de un esclavo ante un poder que le horrorizó una vez y para siempre». (Cit. DOSTOIEVSKI, F.M. Brat'ia Karamazovy, Polnoe sobranie sochinenii: v 30-ti tomáj. Leningrad, 1986-1990, t. 9, p. 321). En MÜLLER, L. Ponyat' Rossiyu..., op. cit., p. 306.

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Claro está, que Dostoievski no propone ninguna receta universal; su tarea engloba, también, la necesidad de recordar, indirectamente, la expre­sión, más citada que entendida, de la Sagrada Biblia: «No juzguéis y no seréis juzgados». El único poder que puede enjuiciar cualquier tipo de transgresión es el propio Dios; y cada uno de sus hijos ha de vivir de acuer­do con su ley, tal y como se entiende a través de la palabra revelada. Pro­bablemente, en su Leyenda, el escritor carga los tintes, negando a cuales­quiera de las autoridades, sobre todo, a la eclesial, el derecho de intervenir, aunque sea en nombre de la divinidad, en el proceso del auto- conocimiento del hombre, por mucho que este proceso se ejecute desde la perspectiva cristiana.

A ese respecto, no es de extrañar que para Dostoievski, del mismo modo, la encarnación más completa del Tribunal que juzga los delitos con­tra la doctrina fuera él del Santo Oficio de la Inquisición, cuya expresión más conocida tuvo lugar en la España Moderna. No es el lugar de men­cionar ahora los apartados a todos conocidos. Tampoco se le ocultó al autor que el hereje en la Europa Moderna podía ser condenado a muerte, al igual, que Jesús de Nazaret, por ser, entre otras cosas, un elemento gra­vemente distorsionador de aquella sociedad; y siempre procesado, como Cristo con el escrupuloso cumplimiento de los cánones jurídicos romanos. Agrégase a eso un detalle poco conocido: la pena en la cruz era, en el Imperio Romano, la sentencia reservada, tradicionalmente, a los graves delitos contra la seguridad del estado. Esto es: para con los graves delitos de la naturaleza estatal, los rebeldes, traidores, bandidos y criminales vio­lentos, delitos que conllevaban una tremenda iniquidad social.36

Lo dicho, en suma, es la razón principal de la petición final del Gran Inquisidor a su interlocutor silencioso: que no viniese más para estorbar a la gente, porque el Cristo inicial, evangélico, todavía continuaba siendo incómodo para la tradición oficial y por ello, esta tradición había creado el mito de un Cristo «eclesial». Atiéndanse ahora sus palabras:

«¿No amábamos, p o r ventura, a la hum anidad al reconocer tan humildemente su impotencia a tolerar a su débil naturaleza a pecar, a condición de que sea con nuestro perm iso? (. . .) Les perm itirem os pecar porque los amamos, en cambio, los castigos correspondientes los cargaremos sobre nosotros ¡que le vamos a hacer! (. . .) Pero ellos nos adoraran com o a sus bienhechores que cargan con sus pecados ante Dios. »37

36 GARCÍA IGLESIA, L. Muerte en la cruz, Historia 16, op. cit., p. 60. Texto pro­cedente del artículo del mismo autor La Palestina de Jesús, Cuadernos de Historia 16, N.° 259.

37 Ibíd., p. 417.

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He aquí la gran tentación que resulta más sutil, incluso que las el que Cristo sufrió en el desierto. El Poder, la cúspide de la voluntad autoritaria como placer cumbre... Se precisa en el texto anterior, respetando las bases de la propia ética inquisitorial; una ética que se inspira en el impulso para descubrir el delito contra la fe, y, así, tranquilizar la conciencia del mismo juez, como se ha explicado suficientemente, por ejemplo, en la obra de H. Ch. Lea: «El sospechoso debe permanecer encarcelado para no estorbar al pueblo. »38

VI. LOS «JUDAIZANTES DE NÓVGOROD»:UNA OCASIÓN FRUSTRADA

A ciencia cierta sabemos que la Ortodoxia rusa no había conocido nada igual en semejantes materias, cuando hubo de enfrentarse con las corrien­tes heterodoxas que reaparecieron en las tierras moscovitas desde finales del siglo XV. Más aún: el fenómeno ampliamente conocido como la here­j ía de los judaizantes de N óvgorod («véres" zhidóvstvyuschikh»). cuyos rebrotes inquietaron sobremanera a las autoridades eclesiásticas de la Rusia del Antiguo Régimen a finales del Cuatrocientos, conllevó las p r i­meras referencias a la Inquisición española, entendiéndola, como el ins­trumento más eficaz en toda Europa para extirpar a los enemigos acérri­mos de la fe cristiana. Entonces, se pensó que aquellos adversarios eran los supuestos «judaizantes» que aparecieron, en los confines nórdicos de los dominios del propio Gran Príncipe moscovita Ivan III. También es ver­dad, que sería demasiado precipitado por mi parte, entrar, en este momen­to, en la polémica sobre la entidad de este fenómeno de los dichos hete­rodoxos. Tal asunto requiere una mención más detallada y una reflexión particular respecto de sus orígenes. No obstante, me permito hacer una observación al respecto, a modo de una breve excursión histórica.

Tenían aquellas persecuciones razones más bien políticas que confesio­nales —evento muy frecuente en la historia de la Europa Moderna— pues­to que resulta harto difícil encontrar ahora algunos testimonios que podrí­an respaldar la tesis de una existencia indudable de los judaizantes en Nóvgorod, siempre cuando se entiendan bajo este término practicas, más o menos relacionadas con el culto hebreo realizado por cristianos bautizados.

Añádase a eso la tendencia soberana del Príncipe ruso por obtener el apoyo de la Iglesia Ortodoxa para resolver un nudo gordiano de su políti­

38 LEA, H.Ch. A history o f the Inquisition o f the Middle Ages, 3 vols, New York, 1906. Cit. edición rusa: Inkvizitsiya, POLIGON-AST, Sankt-Peterburg-Moskva, 1999,p. 1008.

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ca interior de aquellos tiempos: el sometimiento de Nóvgorod, una ciudad libre, por entonces —tanto en su cultura religiosa, como en los asuntos gubernamentales— de la influencia moscovita, y no afectada por la tierras exentas de la invasión tártara. Hablando con mayor certeza, la presencia de las corrientes occidentales resultaba allí tan evidente, que el arzobispo Guennadi (Gonzov), enviado a Nóvgorod por el metropolitano de Moscú, decidió a actuar conforme a los medios de control utilizados por los inqui­sidores de la Corona española.39 Más aún: indicaba aquel prelado ortodo­xo en su conocida epístola a l metropolitano Zosima. la necesidad de vol­ver la mirada hacia las tierras latinas, donde los príncipes se mantenían firmes combatiendo las herejías y luchando a brazo partido, junto con sus Iglesias, por la unanimidad de la fe cristiana en sus dominios. También, exhortaba, fervoroso en su anhelo religioso, que allí, en la Europa católi­ca, «los francos defienden su fe como un castillo» y el rey de España «había limpiado su tierra de los herejes»40. Pero lo más importante del padre Guennadi fue la propuesta dirigida al jerarca eclesiástico de Nóvgorod, que aparece en la carta fechada del año 1490, donde éste diseñaba formas de procedimiento penal, inspirado, en los procesos inquisitoriales, que habían de posibilitar la represión de herejías, no tan sólo en Nóvgorod, sino en todas las tierras rusas. Sin embargo, lejos estaba tal diseño de apli­car el modus procesandi que practicaba el Santo Oficio, entre otras razo­nes, porque Guennadi consideraba necesario negar la palabra a los here­jes acusados en el ejercicio de su defensa. Véanse las palabras del arzobispo:

«Además, los hombres nuestros son gente llana, no saben hablar conforme a los libros corrientes: pues, no ha de crear con ellos nin­guna platica sobre lafe\ hágase el concilio tan sólo para ejecutarles — quemar y ahorcar—.»41

No sabemos cómo hubiese concluido aquella cruzada del arzobispo de Nóvgorod, si no se viera implicada en ello la propia familia del Gran Prín­

39 SKRYNNIKOV, R.G. Russkaya tserkov'vXV-XVI vv. Vsaimootnosheniya Moskvy i Novgoroda en Culture and Identity in Muscovy, 1359-1584, ed. by KLEIMOLA, A.M., LENHOFF, G.D, UCLA Slavic Studies, vol.III, Moskva, «ITZ-Garant», 1997, pp.544-545 y sgs. Respecto al «problema de los judaizantes» es del particular interés el artículo de KLIER, J.D. Judaizing Without Jews? Moscow-Novgorod, 1470-1504. Culture and Iden- tity, op. cit., nota anterior, pp. 336-350.

40 KLIER, J.D. Judaizing Without Jews?...cit. Poslanie arkhiepiskopa Gennadiia novgorodskomu mitropolitu Zosime, op. cit., p. 345.

41 Istochniki is istorii ereticheskikh dvizhenii XJV-nachala XVI v. en KAZAKOVA, N.A., LURIE, Ya. S. Antifeodal'nye ereticheskie dvizheniya na Rusi XIV- nachala XVI v., M.: L., 1955, p. 383. Cit. en SKRYNNIKOV, R.G. Russkaya tser'kov'... op. cit., p. 546.

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cipe de Moscovia, Ivan III... Además, la antigua disputa del soberano ruso con su propia jerarquía eclesiástica por la influencia política e, incluso, reli­giosa, impidió el avance de las ideas del arzobispo. En fin, el Tribunal Con­ciliar celebrado en el año 1490 en Moscú, rechazó definitivamente la pena de muerte para los herejes moscovitas, condenando a muchos a la cárcel y a otros a la excomunión y a la privación del orden sacramental. Tan sólo por las calles de Nóvgorod se veían algunos desdichados, cabalgando, puestos cara a la cola de caballo y coronados con los gorros puntiagudos de berestá (berestá (rus.) —el corzo de abedul— ES), donde aparecía, garrapateada, la frase: «He aquí la hueste de Satanás.»42

Más allá de estas acciones, nada recordaba, en adelante, a las formas del Tribunal inquisitorial. En Rusia lo que se pretendía ahora era la nece­sidad de que Moscú se organizase como un gran poderío; otro más de la Cristiandad; ésta, entendida desde el vértice ortodoxo.

Dicho esto, sugiero la pregunta: de cómo pudo escapar este episodio, tan estudiado por los historiadores de varias generaciones y escuelas, a la mirada de Fiodor Dostoievski, quien fue, también, un admirador destaca­do del pasado de su país. Confieso que resultaría más difícil negarlo que admitir. Lo más probable que su stárets Zosima43 que representa la idea de la ortodoxia rusa disfrazada por el autor del siglo XIX con el hábito monacal, tenía algo que ver con el metropolitano de Nóvgorod. Qué se me perdone este vuelo de la fantasía; pero también es cierto que, encerrada, desde la Baja Edad Media, en los límites de su propia exclusividad reli­giosa, Rusia —para su bien o para su mal— supo conservar esa «inmovili­dad» espiritual hasta la época actual. Por tanto, vista desde esta óptica del mesianísmo del pueblo ruso, un pueblo —según decían— único y verda­dero portador de Dios, la imagen de la Inquisición fue creada por Dos­toievski; una imágen, empero, singular, por su talla y su relevancia en la literatura universal, que llegó a desempeñar un papel polifacético e, inclu­so, ambiguo en determinados sectores de intelectuales.

VII. DOS FILÓSOFOS Y EL GRAN INQUISIDOR

En ese sentido, creo, que más que nadie acertaron N.A.Berdiaev y, como queda dicho antes, J.-L.López Aranguren —aunque, conservando cada uno, la dialéctica de los tiempos que vivieron— cuando insistían en la necesidad de «traducir» la Leyenda desde el léxico anticatólico al 11a­

42 SKRYNNIKOV, R.G. Ibíd., nota anterior, p. 549.43 Stárets (rus.) -e l ermitaño; también la autoridad importante en monasterios de

Rusia-, Stárets Zosima es el otro personaje singular de «Los hermanos Karamázov».

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mado idiom a contemporáneo. También fue evidente para estos dos filó­sofos, ruso y español, que no existe ni existió nada más actual que el entendimiento personalizado de la libertad, es decir, tal y como lo inten­tó enfocar Dostoievski en su obra. Así que, evocando, cómo no, todo el énfasis sociocultural de los años setenta, Aranguren abogó por la «des- ideologización» de la Leyenda del Gran Inquisidor, es decir, por la conve­niencia obvia de quitar el ropaje de la visión puramente religiosa que res­tringe, sobremanera, el valor filosófico y literario de la composición. Por otra parte, nosotros mismos hemos de hacer un esfuerzo para elaborar nuestra propia interpretación del discurso demasiado politizado de Aran­guren en su análisis de Dostoievski. No creo que hoy sea correcto afirmar —como decía el filósofo español— que actualmente «la cuestión de Dios ha quedado completamente desproblematizada: Cuestión de gustos, de con- venience personal, de preferencia puramente subjetiva: modelo 1968, avai- lable con o sin item, elfeature, el aditamento denominado (denominations) Dios,»44

No creo que tampoco deba de aceptarse, sin escrúpulos, su aserto pos­trero de que el Gran Inquisidor «no posee ya más que un interés histórico- cultural».45 Convengamos que, precisamente, esta faceta de la Leyenda, aparte la curiosidad arriba citada de las «denominations» religiosas, da pie para que nuestra reflexión vaya más allá de las fronteras y exigencias tem­porales, impuestas imperiosamente por cada época. Es éste interés histó­rico-cultural. visto a través del prisma de la cultura europea, lo que impi­de, de úna u otra manera, encerrarnos entre las rejas de modalidades socio-políticas. Diríase, también, que es demasiado elemental buscar el sentido político en Dostoievski y el propio Aranguren lo apunta, hacien­do hincapié en el valor artístico de la obra; es decir, dando prioridad al don literario del autor ruso y alejando las consideraciones de todo género, que se han esgrimido en torno al fenómeno del Gran Inquisidor. Ello, no obs­tante, no puede negarse que el escritor demostró su fidelidad a las corrien­tes anticlericales del tiempo, aunque sin quitarse encima la carga pesada de la influencia de la ortodoxia rusa.

Con todo ello me atrevo a insistir que no es tan idóneo, como parece, aparejar al Inquisidor dostoievskiano al momento actual, puesto que, al igual sería aplicable su imagen a los tiempos venideros, como lo fue quin­ce siglos antes. La imagen del Gran Inquisidor ha llegado en convertirse en una noción universal, que está por encima de cualesquiera de las con­notaciones temporales. Si a principios del siglo XX, Nietsche (el otro «her­

44 LÓPEZ ARANGUREN, J.-L. El cristianismo de Dostoievski, Taurus, Salaman­ca, 1970, p. 67.

45 Ibíd., p. 65.

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mano-gemelo» de Dostoievski),46 47 revolucionó el mundo con su: «¡Dios ha muerto»-, entonces, pasados unos setenta años, nadie se sorprendió tras haber leído la exclamación de Aranguren: «Dios murió, igual que nuestro vecino, y a nadie parece importarle.»*1 Pero, curiosamente, nadie aceptaría ahora aquella rotunda declaración sin otorgarle, previamente, diversas matices; por otra parte, no son pocos los que, igualmente, la rechazarían sin más.

De ordinario, suponemos que los genios del pensamiento sienten la necesidad de escribir sus tratados tan sólo para expresar los conceptos ya moldeados en sus mentes; sin embargo, con bastante frecuencia, resulta — y el caso de Dostoievski y su última novela lo confirman — que nos enfren­tamos con algo inesperado, con las dudas y angustias, con todos sus pro y sus contra que torturaron a su conciencia, produciendo, a veces, una sen­sación de un profundo desdoblamiento espiritual. Por lo tanto, siempre hemos de tener en cuenta las controversias personales que quedaron hábil­mente reflejadas por Dostoievski en sus novelas y que cristalizaron, final­mente, en «Los hermanos K aram ázov». Nos encontramos de nuevo con el problema de la identificación personal y espiritual, cuya naturaleza arraiga intrínsecamente en el concepto de la libertad y no en él de la conciencia otorgada, de antemano, a todo el mundo cristiano por la palabra divina, percibida y vivida por cada uno según sus principios religiosos personales.

El tiempo, por supuesto, siempre encuentra un punto débil en cual­quier idea: no se puede evitar la fuerza inmensa de las jerarquías que bus­can adaptarla para sus propios fines, modificados en generosidad en pro del bien común. También es cierto que la palabra es demasiado frágil para que pueda resistir a las reivindicaciones del Poder, que, de vez en cuando, se demuestra capaz de tergiversarla hasta cambiar su sentido principal.48

Y esto es la enseñanza de Dostoievski, que por voz de su Gran Inqui­sidor, pronunció, dirigiéndose al Dios-Hijo:

«Sé demasiado lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que antes ya dijiste.»49

El mensaje de Cristo, según la Sagrada Escritura, llevaba la idea de hermandad y de igualdad, pero ha sido aplicada por la Iglesia, muchas veces, en el sentido contrario. He aquí la gran tragedia de Dostoievski y, también, su gran secreto.

46 LUBAC, H. De El drama del humanismo ateo, op. cit., p. 340.47 Ibíd., p. 101.48 BERDIAEV, N.A. Russkaya idea. Sud'ba Rossii, Moskva, ZAO «Svarog i K.°»,

1997, pp. 130 y sgs.49 DOSTOIEVSKI, F.M. Los hermanos Karamazov, op. cit., p. 404; véase nota 11.

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Sin duda alguna, el núcleo de su filosofía humanista y, en cierto modo, neokantiana, se halla en la búsqueda perpetua de un punto de apoyo en la bondad innata en un ser humano: por lo tanto, la desesperación del escri­tor radica, sobre todo, en la imposibilidad de encontrarlo.

Él ni siquiera puede admitir que el hombre, despojado del miedo frente al juicio divino y de la esperanza de encontrarse por fin en el rei­no de los cielos, sería capaz de actuar en función de la verdad y de la justicia.50

Quizá, esto es el punto de encuentro más importante y original de Aranguren y Berdiaev: la fatiga de la libertad, cuya dura carga tantas veces había sido rechazada por los hombres a cambio de la promesa auto- crática de recibir, regalada, la felicidad. Berdiaev denomina al discurso de Dostoievski como él del anarquismo religioso, y subraya que el disfraz «católico» lo había puesto en tela de juicio, tras haber ocultado desmedi­damente la idea del m al esencial m etafísico que quería trasmitir Dos­toievski en su Leyenda.

«En realidad —escribió Berdiaev a principios del siglo pasado— la «Leyenda del Gran Inquisidor» combate terriblemente a cualquiera autori­dad y a cualquier poder; ella rebota el reino de Cesar no tan sólo en el mun­do católico, sino, también, en el ortodoxo, en toda la tradición religiosa, al igual que en el comunismo y socialismo. »51

Y añade, luego, una observación, realmente singular: no es el hombre, quien exige, según Dostoievski, a Dios que le conceda la libertad, sino, al contrario, es Dios quien confía en el hombre, creado a su imagen y seme­janza, y requiere, por tanto, que éste actúe desde su dignidad en la elec­ción libre de su credo religioso. Claro esta que el Gran Inquisidor apare­ce como «el príncipe de la oscuridad»52, mas no encarna ni el catolicismo con su criatura predilecta del Santo Oficio de la Inquisición, contrapo­niéndose, de esta manera, a la supuesta blandura de la Iglesia Ortodoxa, ni, tampoco, representa la llamada dejación religiosa que podría percibir­se como un tanto atea.

Al final, hemos de reconocer que sean cual fuesen las razones del genio, no fue la casualidad que empujó a Fiodor Dostoevski escoger la ciudad de Sevilla en pleno amanecer del Siglo de Oro español, para refle­xionar sobre la fe y la justicia, la autoridad y libertad. Y...¿acaso lleva razón Berdiaev, cuando constata, con la profunda tristeza, que nuestra época no crea ni titanes ni demonios, porque en vez de la grandeza terri­ble, pero monumental del Gran Inquisidor, el mundo que vivimos, está

50 Véase BERDIAEV, N.A. Russkaya idea, ibídem.51 BERDIAEV, N.A. Russkaya idea. Sud'ba Rossii, op. cit., p. 133.52 Esto es la definición de Berdiaev. Ibíd., p. 134.

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repleto de los «pequeños grandes inquisidores», que forman una especie de conjura para guardar el misterio de la vida a cambio de la seguridad predicada?53

CONCLUSIÓN

Tal vez, convendría entender que la famosa Leyenda es, simplemente, un intento más de encarar, en mazmorras de Sevilla, dos tendencias sin­gulares del espíritu humano: el afán de la libertad por un lado, y la nece­sidad de la obediencia a la ley y tradición, por el otro.

La Ilustración francesa nos respondió ingenuamente tras la sonrisa pensativa de Voltaire: «S'il n'existepas Dieu ilfaudrait l'inventer»... Pero la humanidad ha conquistado ya su derecho de elección, entonces, ¿inven­tar... a quien? El Gran Inquisidor y Cristo, ambos están presentes en la consciencia del hombre; eso sí, siempre cuando seamos conscientes que ellos ya habían escapado fuera de la voluntad de sus autores para conver­tirse en un concepto universal, que se desarrolla, tal y como lo afirmaba P. Charrón, en cada uno, según su capacidad.

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