La Revolución Secreta - Preludio (Héroe)

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PRELUDIO HÉROE Francia, 1909. Como siempre, la sangre lo cubría todo. La mesa era tan alargada que apenas se veían los comensales. A un lado se encontraba el anfitrión con una joven acompañante. Vestían ropajes de épocas olvidadas, como pelucas blancas onduladas y túnicas talares bordadas con brillantes. Al otro extremo, el moribundo se apretaba la herida del costado con los retales de su capa negra. Quiero hacer un brindis el francés levantó un cáliz de oro con incrustaciones de piedras preciosas. Por Erzsébet Báthory. Después bebió su contenido escarlata. La tisis lo había reducido a la mitad de un hombre, con pómulos marcados por la enfermedad, uñas descuidadas y renegridas, ojos hundidos y tos crónica. Hacía tiempo que habían despojado a su familia de todos sus títulos nobiliarios, pero aún se consideraba de una casta superior. Por encima de él sólo se encontraban Dios y el demonio, y bajo sus pies el resto de la humanidad, tan irritantes y aburridos como el rebaño de ovejas que eran. Gracias a unas ágiles gestiones consistentes en sobornos y favores sexuales, había logrado conservar un castillo en ruinas en la rivera del Ródano y algunos acres de tierra en Vaucluse. Se lo habían quitado casi todo, incluida la dignidad, pero no por ello renunciaría a sus derechos de linaje. Jamás. Ella fue la mejor de todos nosotros continuó. Hace casi trescientos años tuvo una revelación: los baños de sangre le otorgarían juventud. Mató a cientos de niñas, a muchachas que no alcanzaban la veintena. Bebió sus fluidos, todos, y se convirtió en leyenda. El castillo tenía las ventanas tapiadas. Los tapices de las paredes estaban cubiertos de telarañas, y éstas de porquería grisácea. Las tenues llamas de los candelabros apenas iluminaban el salón de actos y la penumbra era casi total. En el techo había un boquete producto de un desprendimiento reciente por el que apreciaba una luna rojiza. En Francia, hasta el firmamento era carmesí. Sangre dijo. Los primeros cristianos conocían su poder regenerador. Lo equipararon a la vida eterna. “Bebed mi sangre, comed mi carne, y yo os haré inmortales”. La condesa Báthory nos mostró el camino, pero yo he perfeccionado el

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PRELUDIO

HÉROE

Francia, 1909. Como siempre, la sangre lo cubría todo.

La mesa era tan alargada que apenas se veían los comensales. A un lado se

encontraba el anfitrión con una joven acompañante. Vestían ropajes de épocas

olvidadas, como pelucas blancas onduladas y túnicas talares bordadas con brillantes. Al

otro extremo, el moribundo se apretaba la herida del costado con los retales de su capa

negra.

—Quiero hacer un brindis —el francés levantó un cáliz de oro con

incrustaciones de piedras preciosas—. Por Erzsébet Báthory.

Después bebió su contenido escarlata. La tisis lo había reducido a la mitad de un

hombre, con pómulos marcados por la enfermedad, uñas descuidadas y renegridas, ojos

hundidos y tos crónica. Hacía tiempo que habían despojado a su familia de todos sus

títulos nobiliarios, pero aún se consideraba de una casta superior. Por encima de él sólo

se encontraban Dios y el demonio, y bajo sus pies el resto de la humanidad, tan

irritantes y aburridos como el rebaño de ovejas que eran. Gracias a unas ágiles gestiones

consistentes en sobornos y favores sexuales, había logrado conservar un castillo en

ruinas en la rivera del Ródano y algunos acres de tierra en Vaucluse. Se lo habían

quitado casi todo, incluida la dignidad, pero no por ello renunciaría a sus derechos de

linaje. Jamás.

—Ella fue la mejor de todos nosotros —continuó—. Hace casi trescientos años

tuvo una revelación: los baños de sangre le otorgarían juventud. Mató a cientos de

niñas, a muchachas que no alcanzaban la veintena. Bebió sus fluidos, todos, y se

convirtió en leyenda.

El castillo tenía las ventanas tapiadas. Los tapices de las paredes estaban

cubiertos de telarañas, y éstas de porquería grisácea. Las tenues llamas de los

candelabros apenas iluminaban el salón de actos y la penumbra era casi total. En el

techo había un boquete producto de un desprendimiento reciente por el que apreciaba

una luna rojiza. En Francia, hasta el firmamento era carmesí.

—Sangre —dijo—. Los primeros cristianos conocían su poder regenerador. Lo

equipararon a la vida eterna. “Bebed mi sangre, comed mi carne, y yo os haré

inmortales”. La condesa Báthory nos mostró el camino, pero yo he perfeccionado el

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ritual —señaló al cielo con un cuchillo dorado—. Cuando el eclipse sea completo y la

luna se cubra de tinieblas, tomaremos el manjar más puro que pueda existir.

A su lado, la mujer estalló en llanto. Se aferró con ambas manos al fruto de su

vientre, su hijo no nato, como si sus dedos pudieran evitar que el acero atravesase la

carne.

—Tú nos llamas monstruos, nos das caza como a animales —dijo el francés—.

Pero, ¿qué hay de malo en seguir a tu instinto?

El falso noble sonrió y dejó a la vista un par de colmillos puntiagudos y

desproporcionados. Se trataba de dos prótesis de oro puro que lo dotaban de un aspecto

amenazador, dientes postizos del mismo metal que las coronas de los reyes.

Al otro lado de la mesa, su invitado se removió en la butaca. Arrojó los retales

con el que taponaba la hemorragia y observó su mano. El líquido bermellón se

coagulaba bajo las uñas. Se incorporó con dificultad. Tenía la cabeza afeitada y debía

medir casi dos metros de puro músculo. De su cadera colgaba una espada curva.

—Quieto ahí, héroe —el francés empuñó un revólver nacarado de marfil y

plata—. No des un paso más.

El tipo dio dos. El francés miró a su alrededor y recapituló. Aquel individuo

gigantesco había aparecido en mitad de su castillo y había masacrado a sus ayudantes.

Siete personas asesinadas antes de llegar a él. Cuando cruzó el umbral de la puerta, le

había disparado, lo había abatido sobre la silla del fondo, había respirado otra vez. La

pregunta era, ¿cuántas balas había gastado?

—Quiero que seas testigo de lo que va a suceder —dijo el vampiro—. De la

culminación del trabajo de toda una vida. Te ofrezco la inmortalidad.

El desconocido desenfundó la espada y avanzó un paso más. El francés abrió

fuego de nuevo. Disparó tres veces hasta quedarse sin munición. Uno de los proyectiles

impactó en el hombro izquierdo del gigantón y se derrumbó sobre la mesa. Un

candelabro cayó e incendió el mantel. El francés mostró su sonrisa colmilluda de júbilo,

babeante. Hasta los héroes mueren si una bala le atraviesa el pecho. Tosió, se mareó, se

recompuso. Su gozo se difuminó al ver que su adversario seguía con vida. El tipo se

levantó, la barbilla desafiante, y sin hacer caso al dolor del hombro avanzó en su

dirección.

El francés agarró a la chica del cabello y la incorporó con furia. Le colocó un

cuchillo en el cuello y se parapetó tras ella.

—Maldito fanático —bramó—. Si te acercas, la mataré.

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La muchacha rompió aguas en ese momento. El extraño avanzó un paso más.

Arrastraba los pies, una mano al costado, la otra en la espada, la mirada fija en el

vampiro. La mujer lloraba, derrotada, sujetándose las tripas y lo que habitaba en ellas.

El francés hizo presión con el filo y una corbata carmesí cayó del cuello de su rehén. La

sed era tan intensa que pasó su lengua por la herida. Ella se estremeció. Las llamas se

extendieron a los tapices y a la inmundicia.

—¡La mataré! —el noble se agazapó aún más tras el cuerpo de la chica—. Si das

un paso más, un solo paso más, la degüello. Morirán los dos, madre e hijo. ¿Es que no

lo entiendes, héroe?

El tipo lo entendía a la perfección. Levantó la espada y la incrustó con furia en el

pecho de la mujer. El filo la atravesó y ensartó al francés tras ella.

—No me llames “héroe” —susurró el asesino.

Extrajo el acero y los dos cuerpos cayeron al suelo. El vampiro miró hacia el

hueco en el techo. El eclipse estaba en su apogeo.

—Tan cerca…

Lo decapitó con violencia. Estaba cansado y herido, por lo que tuvo que realizar

varios cortes y luego girar el cuello como si fuera una peonza. Después rompió una silla

de madera y le clavó una estaca en el corazón.

El incendio devoraba la mesa del banquete y las butacas cercanas. Las llamas lo

anegaban todo, el humo ocultaba la luna. Cuando se disponía a salir, una mano le asió el

tobillo.

—Por favor… —suplicó la mujer, herida de muerte.

—No puedo hacer nada por ti.

—Mi… mi hijo…

El tipo observó la barriga de la muchacha. Su otra mano temblaba sobre ella.

Escupía sangre negra y pastosa.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —ella asintió—. ¿Sabes el precio a pagar?

Sus ojos se llenaron de lágrimas y asintió una vez más.

—Hazlo —dijo.

El tipo le clavó la espada en el abdomen y la rajó de lado a lado. Los gritos de la

mujer se extinguieron cuando comenzó a llorar un recién nacido.