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LA REVOLUCIÓN CUANTICA - VICTOR WEISSKOPF Pag . 1 / 29 NIELS BOHR Y LA REVOLUCIÓN CUÁNTICA INDICE UNA ACELERACIÓN EN LA HISTORIA 1 LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO SEGÚN NIELS BOHR 3 DE LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO A LA DEL NÚCLEO 5 CUESTIONES SOBRE EL ELECTRÓN: PAUL DIRAC 7 REPERCUSIONES EN LA FÍSICA 10 TEORIA DE LOS CUANTOS Y ASTROFÍSICA 12 EL SIGNIFICADO DE LA MECÁNICA CUÁNTICA 13 LA REALIDAD DEL MUNDO ATÓMICO 14 LA EXACTITUD DE LA FÍSICA CUÁNTICA 15 LA ESCALA CUÁNTICA 16 ¿ PORQUÉ ES AZUL EL CIELO ? 18 UN NUEVO OFICIO DE FÍSICO 20 EL DESTINO SOCIAL DE LA FÍSICA CONTEMPORÁNEA 21 EL ARMA NUCLEAR 22 CIENCIA , TÉCNICA Y SOCIEDAD 24 ELOGIO DE LA INVESTIGACIÓN FUNDAMENTAL 26 FILOSOFÍA DE LA COMPLEMENTARIEDAD 27 UNA ACELERACIÓN EN LA HISTORIA Siempre es discutible tratar la historia de las ciencias en términos de discontinuidades. Incluso cuando la ruptura parece evidente e incontestable, no se tarda en encontrar, en efecto, las líneas subterráneas de pensamiento que relacionan las nuevas teorías y los conceptos novedosos con el pasado. Tomemos un ejemplo: el de la teoría de la relatividad, restringida y general, que aparece a los ojos de muchos como una novedad absoluta en la historia de la física en el momento de su aparición, en los primeros años de este siglo. Hija del pensamiento de una personalidad inigualable, es con seguridad un nuevo armazón conceptual que, una vez construido, ha permitido realizar la unificación de la mecánica, de la electrodinámica y de la gravitación; ha supuesto, además, una percepción inédita del espacio y del tiempo. Yo, en el fondo, pienso que en un sentido hubiera sido preferible denominarla «teoría de lo absoluto». Se habrían evitado así todos los contrasentidos y los malentendidos filosóficos, más o menos elaborados, que han querido ver un argumento en favor del relativismo, como si Einstein hubiera querido buenamente decir «todo es relativo». Se habría subrayado, de paso, lo que constituye la verdadera novedad de esta teoría: nos permite, por vez primera, formular las leyes de la naturaleza con independencia de cualquier sistema de referencia; diremos, más exactamente, que nos permite darles una significación absoluta. Pero, además, y de paso, se habría marcado el hilo sutil que la une con la ciencia del siglo XIX. La teoría de la relatividad no es, en cierta forma, más que el coronamiento y la síntesis de la física del siglo pasado; mucho más que una ruptura con la tradición clásica, como se ha escrito con frecuencia. Por contraste, yo emplearía el término de revolución para hablar de la teoría cuántica, precisando que, en sí misma, no elimina de ninguna manera las leyes de la física clásica en todo lo que concierne a lo movimientos de los cuerpos cuando no están situados en el nivel atómico. No hay que olvidar, en efecto, que es a partir de la mecánica newtoniana como se calculan las órbitas de los satélites artificiales , del mismo modo que a partir de la electrodinámica de Michael Faraday y John Clerk Maxwell se calculan las ondas de radio. La teoría cuántica, sin embargo, representó de hecho un verdadero salto en lo desconocido; con ella se penetra en un mundo de fenómenos que no se incardinan en el tejido de ideas de la física del siglo XIX. Para edificaría y para desarrollarla luego ha sido necesario crear nuevos tipos de

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NIELS BOHR Y LA REVOLUCIÓN CUÁNTICA

INDICE UNA ACELERACIÓN EN LA HISTORIA 1 LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO SEGÚN NIELS BOHR 3 DE LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO A LA DEL NÚCLEO 5 CUESTIONES SOBRE EL ELECTRÓN: PAUL DIRAC 7 REPERCUSIONES EN LA FÍSICA 10 TEORIA DE LOS CUANTOS Y ASTROFÍSICA 12 EL SIGNIFICADO DE LA MECÁNICA CUÁNTICA 13 LA REALIDAD DEL MUNDO ATÓMICO 14 LA EXACTITUD DE LA FÍSICA CUÁNTICA 15 LA ESCALA CUÁNTICA 16 ¿ PORQUÉ ES AZUL EL CIELO ? 18 UN NUEVO OFICIO DE FÍSICO 20 EL DESTINO SOCIAL DE LA FÍSICA CONTEMPORÁNEA 21 EL ARMA NUCLEAR 22 CIENCIA , TÉCNICA Y SOCIEDAD 24 ELOGIO DE LA INVESTIGACIÓN FUNDAMENTAL 26 FILOSOFÍA DE LA COMPLEMENTARIEDAD 27 

UNA ACELERACIÓN EN LA HISTORIA

Siempre es discutible tratar la historia de las ciencias en términos de discontinuidades. Incluso cuando la ruptura parece evidente e incontestable, no se tarda en encontrar, en efecto, las líneas subterráneas de pensamiento que relacionan las nuevas teorías y los conceptos novedosos con el pasado. Tomemos un ejemplo: el de la teoría de la relatividad, restringida y general, que aparece a los ojos de muchos como una novedad absoluta en la historia de la física en el momento de su aparición, en los primeros años de este siglo. Hija del pensamiento de una personalidad inigualable, es con seguridad un nuevo armazón conceptual que, una vez construido, ha permitido realizar la unificación de la mecánica, de la electrodinámica y de la gravitación; ha supuesto, además, una percepción inédita del espacio y del tiempo. Yo, en el fondo, pienso que en un sentido hubiera sido preferible denominarla «teoría de lo absoluto». Se habrían evitado así todos los contrasentidos y los malentendidos filosóficos, más o menos elaborados, que han querido ver un argumento en favor del relativismo, como si Einstein hubiera querido buenamente decir «todo es relativo». Se habría subrayado, de paso, lo que constituye la verdadera novedad de esta teoría: nos permite, por vez primera, formular las leyes de la naturaleza con independencia de cualquier sistema de referencia; diremos, más exactamente, que nos permite darles una significación absoluta. Pero, además, y de paso, se habría marcado el hilo sutil que la une con la ciencia del siglo XIX. La teoría de la relatividad no es, en cierta forma, más que el coronamiento y la síntesis de la física del siglo pasado; mucho más que una ruptura con la tradición clásica, como se ha escrito con frecuencia. Por contraste, yo emplearía el término de revolución para hablar de la teoría cuántica, precisando que, en sí misma, no elimina de ninguna manera las leyes de la física clásica en todo lo que concierne a lo movimientos de los cuerpos cuando no están situados en el nivel atómico. No hay que olvidar, en efecto, que es a partir de la mecánica newtoniana como se calculan las órbitas de los satélites artificiales , del mismo modo que a partir de la electrodinámica de Michael Faraday y John Clerk Maxwell se calculan las ondas de radio. La teoría cuántica, sin embargo, representó de hecho un verdadero salto en lo desconocido; con ella se penetra en un mundo de fenómenos que no se incardinan en el tejido de ideas de la física del siglo XIX. Para edificaría y para desarrollarla luego ha sido necesario crear nuevos tipos de

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formalismos, ajustar nuevos modos de pensar. Gracias a ella se ha abierto a la inteligencia de los seres humanos el mundo de los átomos y de las moléculas, con sus estados energéticos discretos y sus esquemas característicos de espectros y de enlaces químicos. Sí, se puede decir: se produjo al comienzo del siglo un cambio radical en el carácter de la física. Y ese cambio procede de la teoría cuántica. Antes de dibujar las etapas de esta extraordinaria aventura intelectual, en cuya prolongación me fue dado contribuir a partir de 1929-30, quiero llamar por primera vez la atención sobre aquello que distingue esta teoría de los que es necesario llamar, retrospectivamente, física clásica. A comienzos de siglo, los siglos aparecían como constreñidos por la revelación de dos fuerzas de la naturaleza: la gravedad y el electromagnetismo. El desarrollo de la mecánica clásica, de Galileo y Newton a (y comprendidos) Joseph-Louis Lagrange y William R. Hamilton, había demostrado que la misma ley de la naturaleza, la ley de la gravitación, reinaba en la tierra y en el universo. La electrodinámica, hija del siglo XIX, creada por Faraday, Maxwell y Heinrich R. Hertz, había iluminado el papel decisivo de los fenómenos eléctricos en la materia; el desarrollo de la teoría cinética de los gases y de la termodinámica había conducido a pensar la materia en términos de estructura atómica y molecular. Pero, por entonces, no se comprendían las propiedades de la materia: no se podían deducir de conceptos más elementales; la física se contentaba con medirlas y expresarlas en términos de constantes específicas de los materiales: elasticidad, compresibilidad, calores específicos, viscosidad, etc. Con toda seguridad, los físicos del siglo XIX suponían la importancia de las fuerzas interatómicas para la determinación de esas propiedades. Maxwell, por ejemplo, había estudiado las fuerzas de repulsión entre las moléculas gaseosas. Pero no había manera de saber cuál era el origen de esas fuerzas interatómicas; no se sabía tampoco dar cuenta de su tamaño. Además, el estudio de las propiedades de los distintos elementos no se consideraba relevante para la física; se dejaba a los químicos el cuidado de analizar y sistematizar, como testimonia la aventura emprendida por Mendeleiev y el éxito, por otra parte admirable, que obtuvo al establecer la tabla periódica de los elementos. No es sólo que se ignorasen los rasgos específicos de las distintas especies de átomos; es que incluso su estudio estaba excluido del campo de la física y encomendado a los químicos. Lo que es preciso resaltar es, primeramente, la extraordinaria rapidez con la que se invirtió la situación. Incluso aunque la idea del cuanto fuera formulada por Planck en 1900, se puede afirmar que el gran paso hacia adelante se lleva a cabo en el espacio de trece años: a partir del descubrimiento de las órbitas cuánticas del átomo de hidrógeno por Bohr en 1913, hasta el desarrollo final de la mecánica cuántica por Louis de Broglie, Niels Bohr, Wolfgang Pauli , Werner Heisenberg, Erwin Schródinger y Paul Dirac, ¡en 1926! Lo que se produjo fue una prodigiosa aceleración en la historia de la física. Y el entusiasmo, casi la euforia, que se suscitó en la generación de investigadores de esos tiempos heroicos es hoy difícilmente imaginable. Los físicos tenían con frecuencia la impresión de tener en sus manos, por vez primera, las llaves del universo! Para comprender la audacia y el impacto del pensamiento de Bohr, según fue expuesto en su artículo de 1913, hay que regresar al célebre modelo atómico propuesto dos años antes por el físico neozolandes Ernest Rutherford, premio Nobel de química en 1908, que por entonces enseñaba en la universidad de Manchester. Es sabido que Rutherford propuso considerar el átomo como un sistema solar en el que los electrones giraban en torno al núcleo atómico, del mismo modo que los planetas giran en torno al sol, sustituyéndose la fuerza de atracción gravitatoria del modelo solar por la atracción eléctricamente los electrones, cargados negativamente, y el núcleo positivo. A partir de ese modelo se podría enunciar un cierto número de previsiones en lo tocante a la conducta del electrón. Es de justicia señalar que esas predicciones se revelaron como acertadas en muchos aspectos. Por ejemplo, el periodo de revolución de los electrones, que puede ser deducido de la frecuencia de la luz emitida por los átomos, correspondía, con decente aproximación, al que las dimensiones orbitales, deducibles de las dimensiones atómicas, permitían augurar.

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Sin embargo, cuando el joven físico danés Bohr (había nacido en 1885) llegó en 1912 desde Copenhague como alumno de prácticas al laboratorio de Rutherford en Manchester, el modelo planetario del átomo dejaba sin resolver una temible cuestión. Si los átomos son sistemas planetarios, tal como los concibió Rutherford, tales sistemas, en buena y clásica mecánica, deberían ser muy sensibles a colisiones y otras perturbaciones. Extremadamente. Ahora bien, sucede lo contrario: calentados, o bombardeados con una energía no demasiado alta, Tos átomos no sufren ninguna modificación. ¿Cómo explicar también, aunque sea exactamente la misma cuestión, la «identidad» de los átomos de una materia dada? Sean dos trozos de oro, extraídos de dos minas diferentes, una americana y la otra de Asia, tratados con procedimientos rigurosamente distintos: todas las propiedades de cada átomo de oro están fijadas, y son completamente independientes de su historia pasada. ¿Cómo explicar esa identidad si uno sostiene la idea de un sistema planetario, regido por las leyes de la mecánica clásica de Newton'? Si se comprobara que el modelo de Rutherford es correcto, si el átomo fuera verdaderamente un sistema planetario semejante al sistema solar, se esperaría del mismo que la forma particular y las dimensiones de las órbitas dependieran de la historia pasada del sistema. Y existiría una probabilidad muy débil de encontrar dos átomos que tuvieran la misma dimensión y la misma forma. Tomemos un nuevo ejemplo para hacer sensible esta paradoja al lector: si consideramos un gas como el aire, sabemos que sus átomos entran en colisión varios millones de veces por segundo. Si esos átomos tuvieran una estructura planetaria regida por la mecánica clásica -hipótesis de Rutherford- cada una de esas colisiones debería cambiar completamente las órbitas de los electrones. Ahora bien, no sucede esto: tras cada colisión, los átomos aparecen de nuevo dotados de su primitiva forma. Tendremos ocasión de volver sobre este punto fundamental, y de utilizar nuevamente este ejemplo, para subrayar la importancia de la teoría cuántica y su alcance filosófico. Por ahora nos conformamos con enfatizar que fue la resolución de estos problemas difíciles y la eliminación de estas paradojas la causa de que Bohr debiera reelaborar el modelo de Rutherford.

LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO SEGÚN NIELS BOHR

Bohr había comenzado su vida de científico en 1905; el mismo año en el que Einstein publicaba su primer trabajo sobre la relatividad restringida. La estructura del átomo no era aún conocida. Ocho años más tarde él la desvelará en lo esencial. Su extraordinario artículo de 1913, uno de los textos más fecundos en investigaciones nuevas de la historia de la física, se propuso explicar las propiedades desconcertantes del átomo de hidrógeno introduciendo en la física un concepto completamente nuevo, el concepto de estado cuántico, que vamos a analizar en detalle. Para abandonar en este punto la historia, digamos que el golpe de genio de Bohr fue aplicar a la estructura atómica la idea de cuanto, avanzada por Planck en 1900. Era un golpe genial, porque Planck había adelantado esta idea solamente para resolver un problema particular que afectaba a ciertos fenómenos de la radiación. No entremos en detalles; Planck, asustado de su propia audacia, llegó a considerar que los intercambios de energía entre materia y radiación se producen de manera esencialmente discontinua, por cantidades discretas (los cuantos), y no de modo continuo, lo que hubiera sido conforme con los principios de la teoría electromagnética. Es sabido que Einstein, en 1905, yendo más lejos que Max Planck, había atribuido a la radiación en sí misma, no sólo a sus intercambios con la materia, una estructura corpuscular, admitiendo que la radiación, esencialmente discontinua, estaba formada por un conjunto de corpúsculos, transportando cada uno de ellos un cuanto de energía. En 1912 Einstein llegó a dar cuerpo definitivamente a esta concepción. Bohr, apoyándose en los trabajos de Planck y Einstein, estableció una relación entre las propieda-des atómicas que acabamos de recordar y la teoría cuántica. Repensó el modelo de Rutherford «cuantificando» las órbitas del sistema planetario. Demostró, en efecto, que a cada órbita electrónica del modelo planetario del átomo está asociada una determinada energía, la energía de los electrones que giran en esa órbita, y que esta energía no puede adquirir más que ciertos valores

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discretos. Existen así «estados cuánticos» determinados, imposibles de describir según las leyes de la física clásica, que caracterizan propiamente a los sistemas atómicos e informan, en particular, acerca de su estabilidad y de sus caracteres y propiedades específicas. Para un átomo dado, los electrones no pueden agruparse alrededor del núcleo más que según cier-tos modos perfectamente definidos -los estados cuánticos-, con exclusión de cualquier otro. En condiciones normales, es el modo que presenta la energía más baja el que prevalece. Estamos entonces ante una configuración estable (el átomo se encuentra en un estado conocido como «estado fundamental»). No es posible ningún cambio si no se suministra una cantidad de energía suficiente para poder pasar al estado cuántico siguiente, situado en un nivel claramente superior en la escala energética (el átomo ha sido excitado). En su comunicación, Bohr subrayó que la existencia de órbitas cuantificadas en el átomo no era por entonces más que una hipótesis provisional. Sus contemporáneos, sin embargo, lo aceptaron al pie de la letra, pese a que Bohr no cesó de ponerles en guardia en publicaciones y discursos, teniendo cuidado constantemente de indicar que esa no podría ser la explicación final, y que debería existir algo fundamental, aún por descubrir, que permitiría comprender verdaderamente lo que ocurre en la cuantificación del átomo. Eso no fue obstáculo para que se abriera entonces un periodo heroico, que merece todo mi respeto, sin equivalente en la historia de las Ciencias: el periodo mas fructífero y más interesante de la física moderna. Para comprenderlo, hay que añadir que Bohr no se conformó, para ser exactos, con enunciar una simple hipótesis: hizo más, y dio las reglas para calcular, precisamente, los niveles de energía de los estados cuánticos en algunos casos sencillos. Pero la significación de ese concepto apareció plenamente cuando se puso en evidencia su íntima asociación con la «doble naturaleza» de los electrones, cuyos movimientos son observados a veces como los de una partícula, a veces como si se tratara de una onda. El francés Louis de Broglie fue quien expresó por primera vez, en 1923, esta doble naturaleza. Se encuentra así que el estado cuántico de los átomos no viene definido por otra cosa que por las vibraciones especificas de las ondas electrónicas; ondas tales que se encuentran limitadas por la atracción eléctrica en un espacio muy próximo al núcleo. Situación inesperada y apasionante: los estados atómicos específicos serian las vibraciones armónicas de las ondas electrónicas entretenidas, bajo la influencia determinada de la fuerza eléctrica nuclear. Las propiedades específicas de los elementos provendrían, en consecuencia, de una propiedad natural de esas vibraciones. Es conocido por todos que Bohr pudo así explicar la tabla periódica de los elementos en 1922. Algunos años más tarde se comprendió que el enlace químico es un fenómeno de origen cuántico: es lo que demostraron Walter Heitler y Fritz London en el año 1927. Pero, por apasionante que fuera, esta situación seguía siendo también profundamente turbadora. ¿Cómo era posible que los electrones pudieran aparecer unas veces como partículas y otras como ondas? La contradicción resultaba aparentemente insoluble. El descubrimiento de la naturaleza ondulatoriocorpuscular del electrón por Louis de Broglie no hizo sino reforzar la impresión de que en el átomo sucedían cosas muy raras. La idea de Bohr fue que la situación exigía atacar el problema en lugar de esquivarlo, observar la estructura del átomo. Al comenzar los años veinte, reunió en torno suyo a los más dotados y clarividentes de entre los físicos de todo el mundo, en su célebre Instituto de Copenhague: Oscar Klein, Heindrick A. Kramers, Wolfgang Pauli, Werner Heisenberg, Paul Ehrenfest, George Gamow, Felix Bloch, Heindrick Casimir, Lev Davidovich Landau y algunos otros. Inauguró así un tipo de investigación colectiva que se ha ido imponiendo a continuación. Dotándose de argumentos cada vez más perfeccionados, esos físicos emprendieron la tarea de descubrir en detalle la estructura del átomo, para dejar zanjada la cuestión de la naturaleza ondulatorio-corpuscular del electrón. Pero se hizo evidente que la naturaleza está hecha de suerte tal que una observación detallada está condenada al fracaso, ya que ninguna observación de un objeto minúsculo puede ser llevada a cabo sin ejercer una influencia sobre él. El estado cuántico tiene, por tanto, una curiosa forma de escapar a las observaciones corrientes, porque el hecho mismo de observarlo hace desaparecer las condiciones de su existencia. El estado cuántico es una forma de movimiento que no puede ser

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descompuesta y seguida punto por punto, tal como hacemos, por ejemplo, cuando describimos el movimiento de un planeta alrededor del sol. Las propiedades cuánticas no pueden desarrollarse más que cuando el átomo no está desordenado, cuando las perturbaciones a las que se halla expuesto sean energéticamente inferiores al umbral de su nivel cuántico superior; entonces encontramos al átomo con sus propiedades características, y se comporta en ese caso como una entidad indivisible. Cuando tratamos de examinar los detalles del estado cuántico con un poderoso instrumento de observación, estamos comunicando forzosamente una gran cantidad de energía. Las propiedades características del cuanto se han perdido en ese caso. La inevitable tosquedad de nuestros medios de observación - la luz llega por cuantos, así como cualquier otra forma de energía- hace imposibles las observaciones exactas, en el viejo sentido de la palabra. He aquí la base del famoso principio de indeterminación, formulado por Heisenberg en 1927, cuando trabajaba con Bohr en Copenhague. Tendré ocasión de volver sobre él para explicar de qué modo su denominación tradicional de «principio de incertidumbre» me parece un desastre. Pero para que todo sea más claro quiero detenerme aún un instante sobre el resultado esencial de esta investigación acerca de la estructura atómica. La teoría cuántica nos dice que el átomo es una entidad indivisible «si» las energías que se le aplican no desbordan un cierto umbral que está definido por la energía necesaria para elevar el átomo de su estado fundamental al primero de sus niveles excitados-. De hecho, si la perturbación a la que se somete al átomo es inferior a un cierto umbral, el átomo es indivisible en el sentido real del término, el sentido griego, etimológico y filosófico: en el sentido tradicional. Eso significa que si los átomos entran en colisión con energías inferiores a ese umbral, rebotan sin alterarse, y se les reencuentra tras el choque idénticos. ¡He aquí la idea de cuanto, la idea nueva! Sin embargo, cuando la energía de la colisión es superior a ese umbral, los átomos se fragmentan y se comportan en ese caso como sistemas ordinarios clásicos que contienen partículas. A muy altas temperaturas, por ejemplo, un átomo se encuentra totalmente descompuesto, y sus constituyentes, el núcleo y los electrones, no se relacionan entre si de la misma manera. Consideremos un átomo de sodio y un átomo de neón. El primero tiene once electrones y el segundo diez. Por debajo del umbral, ambos se encuentran en el estado cuántico fundamental, siendo muy diferentes el uno del otro, en consecuencia. El uno es un metal, el otro es un gas. Muy por encima del umbral -a gran temperatura- ambos son un gas de núcleos y electrones. Es lo que llamamos un plasma. Y no existe mucha diferencia entre un plasma de sodio y un plasma de neón. Los estados cuánticos difieren radicalmente de los estados clásicos, y no pueden ser descritos por tanto de manera clásica. Presentan características que no se encuentran en los objetos de nuestra cotidiana experiencia. Esa es la razón por la que hablamos en términos abstractos para describir la realidad atómica. Pero esta realidad, dígase lo que se diga de ella (volveremos sobre ello) es claramente una realidad, con la misma seguridad, con la misma plenitud con la que afirmamos que es una realidad lo que tocamos o vemos.

DE LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO A LA DEL NÚCLEO

No sabría dar en unas cuantas páginas un cuadro fiel del conjunto de investigaciones que, a partir de finales de los años veinte, se desarrollaron tomando como base la teoría cuántica. Me conformaré con indicar lo que me parece haber sido la marcha general, y con subrayar los datos más destacados. El camino general ha sido el de una profundización constante en el conocimiento de la estructura fina de la materia. Se han abordado así dimensiones cada vez más pequeñas, utilizando energías cada vez más altas. Se han aprehendido fenómenos y leyes profundamente escondidas. Pero en el mismo tiempo, y correlativamente, se ha aplicado este conocimiento, progresivamente más refinado, a la comprensión de fenómenos cada vez más numerosos, sin relación aparente, en su origen, con el dominio de la física que estamos considerando.

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Por lo que respecta a esta «inmersión» en el átomo, yo recuerdo que, cuando en 1897 Marie y Pierre Curie aislaron el radio en la célebre barraca de la Escuela de Física y Química de París, aterrorizados por la inquietante luminosidad azul de esta sustancia en la oscuridad, fueron los primeros en observar un fenómeno extraterrestre, un fenómeno que va más allá del mundo habitual de nuestro entorno. Hoy sabemos que lo que vieron los Curie era un vestigio de la época lejana en la que la materia terrestre se encontraba en un ámbito muy diferente, en una estrella que luego estalló. Las sustancias radiactivas son los últimos testigos, las últimas brasas, aún enrojecidas, de épocas inmemoriales durante las cuales se formaron nuestros elementos. Volveré sobre ello más adelante, cuando indique cómo en la actualidad, sobre esta base, cooperan la física de partículas y la astrofísica, investigaciones sobre lo infinitamente pequeño y sobre lo infinitamente grande. Pero, en lo inmediato, hay que recordar que Rutherford se apropió rápidamente de la radiación así descubierta, utilizándola como una técnica para penetrar en la estructura de los átomos y establecer, en 1911, la existencia del núcleo atómico. Por increíble que pueda parecer, seis años más tarde solamente, en 1917, utilizó la misma técnica para estudiar, esta vez, la composición del núcleo, descubriendo la existencia de los protones. Un nuevo mundo de fenómenos había sido descubierto. Fue, sin embargo, quince años más tarde, en el transcurso del año más famoso de la física contemporánea, 1932, cuando se reveló la composición del núcleo, velada hasta entonces. Ese año, James Chadwick descubrió el neutrón, Enrico Fermi publicó su teoría de la radiactividad beta, y Herbert L. Anderson y Seth 11. Neddermeyer descubrieron el positrón, el gemelo positivo del electrón. La física nuclear había nacido, con su doble objetivo: el estudio de la estructura del núcleo atómico, tomado como un sistema de protones y neutrones en estrecho contacto mutuo; y el estudio de las fuerzas nucleares que gobiernan las partículas. Sabemos, desde el gran descubrimiento de Hideki Yukawa en 1934, que las fuerzas nucleares son transportadas por mesones, esas partículas intermediarias de las interacciones entre los elementos que forman el núcleo, llamados nucleones (protones y neutrones). Pero antes de adentramos más en este dominio, del que nacerá a su tiempo, para separarse de él, la física de partículas, detengámonos un instante en los descubrimientos del año 1932, porque cada uno de ellos tiene un significado de gran alcance. El hallazgo del neutrón como constituyente del núcleo reveló la existencia de una nueva fuerza en la Naturaleza. Indicaba un fuerte efecto no eléctrico que mantenía a neutrones y protones constreñidos juntos en los límites del núcleo. Esta fuerza desconocida no tenía equivalente alguno en física macroscópica. Lo que después fue conocido como interacción fuerte había sido identificado. La teoría de Fermi, conocida como de la desintegración beta, es decir, de la desintegración de un núcleo atómico con emisión de un electrón (rayo beta), condujo a admitir otra interacción entre las partículas elementales. Llamada interacción débil, explica el hecho de que un neutrón pueda transformarse en un protón con la emisión de un electrón y un neutrino , partícula neutra cuya existencia había sido postulada por Pauli en 1924, y que no pudo ser observada hasta 1956. Fermi le adjudicó en 1932 un rol paralelo al del electrón en las interacciones débiles. Esas interacciones son muy poco intensas. Al igual que las interacciones fuertes, sólo se hacen notar a distancias muy cortas, mientras que las interacciones electrmagnéticas y gravitatorias se dejan sentir a distancias muy grandes. Desde los años sesenta se ha establecido que la interacción débil posee un agente de cambio, llamado bosón intermediario, que es una suerte de fotón para este campo, aunque es mucho más pesado: alrededor de noventa veces la masa del protón. La investigación de la estructura del núcleo y de sus constituyentes ha permitido, en particular, determinar la naturaleza y la estructura, complicada por otra parte, de la fuerza que rige la interacción entre protones y neutrones. No puedo entrar en detalle aquí. Se recordará solamente que los sistemas nucleares son cien mil veces más pequeños que los sistemas atómicos, y las energías pertinentes próximas al millón de electrónvoltios. El electronvoltio por átomo es la energía característica de los sistemas atómicos. Para situar las ideas, cuando se enciende una cerilla se liberan algunos electronvoltios. ¡Las energías de las que estamos hablando son enormes, en consecuencia!

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Establecido esto, la mecánica cuántica pudo ser aplicada al núcleo considerado como un sistema de protones y neutrones. Y lo que resulta muy notable es que descubrió entonces que existían numerosas similitudes entre la estructura atómica, tal como era conocida desde Bohr, y esta estructura del núcleo, a pesar de la gran diferencia de escala. Una de las similitudes más chocantes es, desde luego, que se encuentren los mismos modelos de vibración típicos y de estructuras en capas. Las propiedades atómicas eran explicadas por curiosas vibraciones que las ondas electrónicas ejecutaban al ser aproximadas al núcleo atómico por efecto de la atracción eléctrica entre núcleo y electrones. Ahora bien, el mismo fenómeno aparecía de nuevo en el interior del núcleo, en una escala mucho más reducida y con unos niveles energéticos considerablemente más altos. La estructura nuclear ofrece así una impresionante confirmación de la fundamental corrección de la mecánica cuántica. Los físicos se encontraban ante la repetición de los mismos fenómenos básicos a un nivel distinto y nuevo. Pero hay que decir, sin poder precisar más aquí, que se trata más de una analogía que de una estricta similitud ya que, como cabría esperar, también se manifestaron importantes diferencias: en el átomo, el núcleo domina los movimientos y las vibraciones del electrón en razón de su elevada carga y de su gran masa. En el núcleo se trata más bien de un «régimen republicano» o de un «sistema democrático», como se prefiera: todos los constituyentes tienen el mismo peso. Aún pueden ser presentadas las cosas de otra manera. En razón de la analogía que acabo de subrayar, existe una química nuclear como existe una química atómica, pero con una diferencia esencial que hay que poner de manifiesto enseguida. En los átomos y las moléculas algunos de sus constituyentes, los núcleos atómicos, están bien localizados por el hecho de que su masa es muy superior a la del electrón: permanecen separados unos de otros y forman el esqueleto de la molécula. No es ése el caso de la estructura nuclear. Ahí, cada tipo de constituyente está distribuido sobre el entero volumen nuclear, sin sitio propio, si bien cuando dos núcleos entran en reacción, gracias a una colisión, se funden completamente el uno en el otro. ¡Dos núcleos de oxígeno forman un núcleo de azufre, y no una molécula de O 2 ¡¡¡¡¡ En ciertos aspectos valdría más establecer, además, una analogía entre núcleos y moléculas, no entre núcleos y átomos. Analogía en la que los nucleones jugarían el mismo papel en el átomo que los átomos en la molécula. Esta analogía presentaría la ventaja de remarcar la complejidad de la fuerza química que reina entre átomos y moléculas, con su carácter repulsivo a cortas distancias, su mínimo de potencial entre los átomos y su dependencia con respecto a la simetría de la función de onda. Siguiendo esta analogía se nos viene la idea de que la fuerza nuclear puede ser, como la fuerza química, derivada de una fuerza fundamental, más profunda e imputable a la misma naturaleza del nucleón. Ahora bien, la física de partículas ha acumulado suficiente número de pruebas de la estructura interna del nucleón. Hoy se sabe que los nucleones están formados por quarks, esos nuevos entes físicos que aparecen como los más elementales. Queda para la física nuclear integrar este nuevo dato. Es, desde luego, una de las perspectivas más estimulantes de las investigaciones actuales.

CUESTIONES SOBRE EL ELECTRÓN: PAUL DIRAC

Otra línea de investigación desarrollada desde los años treinta es la investigación de la estructura interna del mismo electrón. Recuerdo que la teoría clásica del electrón había sido elaborada por Thompson a fines del siglo pasado. Analizó el desplazamiento del electrón siguiendo la mecánica clásica, y elaboró la hipótesis de que hay varios electrones por cada átomo. Ligados elásticamente a su posición de equilibrio y, por tanto, susceptibles de efectuar vibraciones armónicas de frecuencia dada. Supuso que en los conductores eléctricos existían electrones suplementarios que podían desplazarse libremente. Con la ayuda de estas herramientas teóricas pudieron ser explicados numerosos fenómenos: la absorción, la difusión y la refracción de la luz por parte de la materia, por ejemplo, o las propiedades ópticas de los metales en el infrarrojo, o muchas otras. En muchos casos la explicación no pasaba de cualitativa. Pero, fundamentalmente, la existencia de una ligadura elástica de los electrones en el átomo permanecía inexplicada. Thompson tuvo sin embargo el mérito de plantear. haciendo camino, otro problema de la mayor importancia: ¿puede

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ser considerado el electrón como una carga puntual? Y, para resolver la cuestión, se vio obligado a hacer algunas hipótesis acerca de la estructura interna del electrón, con el fin de poder aplicarle las ecuaciones de la electrodinámica. Esas hipótesis, como él mismo subrayó en su obra sobre «La teoría del electrón», corresponden a «especulaciones audaces», pero necesarias. Una vez establecida por Einstein (1905) la equivalencia de la masa y la energía, fue preciso aban-donar la idea de que el electrón pudiera ser una carga puntual. Heindrik A. Lorentz, Max Abraham y Henri Poincaré habían estudiado con detalle las consecuencias de este abandono. Es inútil reproducir aquí sus argumentos y sus conclusiones, ya que los acontecimientos posteriores les han convertido en algo completamente obsoleto. Pero desde el punto de vista de la historia de las ciencias, es necesario remarcar que el problema de la estructura del electrón, que acababa de ser planteado así y que había suscitado investigaciones considerables, fue durante un largo período de tiempo relegado a un segundo plano de las preocupaciones de los físicos por el desarrollo, coronado por éxitos notables, de la teoría cuántica del átomo. La atención de los físicos se enfocó entonces sobre la teoría de las órbitas cuánticas de Bohr y sobre el enigma de la dualidad onda-corpúsculo. Y se perdió de vista con tanta mayor facilidad (la cuestión de la estructura interna de electrón) cuanto que pronto se pudo, sin necesidad de hacerla intervenir, calcular la emisión, la absorción o la difusión de la luz por los sistemas atómicos. Era muy satisfactorio salir del dominio de lo cualitativo sin necesidad de resolver la cuestión que había obsesionado a Lorentz. No obstante, sobre la base de la extensión y del perfeccionamiento de la teoría cuántica regresó el problema y se instaló en el orden del día de modo insistente. El físico inglés Paul Dirac, que dio los primeros pasos en esta dirección, subrayó que era preciso mejorar la teoría cuántica del electrón en dos direcciones: generalizarla para las altas energías, conformándola a la teoría de la relatividad, e integrarla de modo coherente en la teoría de la interacción entre la materia y la radiación. Aquí se sitúa uno de los episodios más notables y admirables de la historia de la física contemporánea. En 1927, Dirac, buscando la ecuación que fuera capaz de dar cuenta del comportamiento del electrón y satisficiera simultáneamente la teoría cuántica y la relatividad einsteniana, encontró esa ecuación por vía puramente matemática. Pero pronto se dio cuenta de que dicha ecuación poseía dos soluciones, y no una sola: una corresponde a estados de energía cinética positiva, y al comportamiento efectivamente observado del electrón, y la otra a estados de energía cinética negativa (lo que no tiene clásicamente sentido alguno ), y al comportamiento de otra partícula desconocida dotada de carga positiva. Tras haber especulado con la posibilidad de que dicha partícula fuera el protón (única partícula positiva entonces conocida ) , llegó a la consideración de que se trataba de otra partícula, aún por descubrir, con la misma masa que el electrón pero con carga positiva. Como ya he señalado antes, en 1932 se comprobó experimentalmente la existencia de esta partícula, establecida teóricamente por los cálculos de Dirac. Anderson observó su existencia en una fotografía tomada en una cámara de Wilson (que permite visualizar las trayectorias de las partículas elementales). A esta nueva partícula se le dio el nombre de positón o positrón. A fines de los años treinta los físicos estaban en condiciones de generalizar este resultado. No se trataba solamente del electrón: cada vez que se construye una teoría cuántica relativista para describir una partícula, la teoría hace aparecer la necesidad de postular una «antipartícula», simétrica, de carga opuesta. Esas antipartículas forman lo que se ha dado en llamar «antimateria», desprovista de todo el misterio del que se rodea a veces este nombre: no es, de hecho, sino otra forma de materia, compuesta de antipartículas que presentan cargas opuestas a las de las partículas ordinarias. La antimateria puede ser creada al mismo tiempo que la materia; basta con disponer de energía suficiente. No quiero acabar este punto sin mencionar que Dirac, sacando conclusiones del descubrimiento de positrón, pudo proponer una descripción completamente nueva del vacío. Hasta entonces se había representado el vacío como realmente vacío: se imaginaba un espacio del que se hubiera extraído cualquier forma de materia o de radiación, no conteniendo estrictamente nada ( de modo particular, ninguna energía ) .

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A Dirac se le debe haber repoblado, en dos etapas, el vacío, haciendo de suerte que el vacío no esté vacío ya (eso que la lengua inglesa permite enunciar de manera sonora: «the vacuum is not empty») La primera etapa de este repoblamiento data del comienzo del año 1927. Dirac, en un artículo célebre, proponía entonces cuantificar no solamente los átomos, sino también el campo de radiación. Retomando una idea sugerida inicialmente por Paul Ehrenfest y Peter Debye, Dirac demostró que debe considerarse la radiación como equivalente a un conjunto de osciladores ficticios, cuantificados a su vez si hay que creer en la teoría cuántica. Es, en efecto, uno de los resultados más elementales de la mencionada teoría la previsión de una cuantificación por valores enteros de un mismo grano, o cuanto de energía, para la energía de un oscilador. Ahora bien, cuando se aplican las desigualdades de Heisenberg a un oscilador, se constata que jamás puede tener una energía rigurosamente nula; sería preciso para ello que pudiera tener simultáneamente una posición y una cantidad de movimiento nulas, cosa que prohiben precisamente las relaciones de Heisenberg. De ahí se extrae una conclusión: si, con Dirac, se considera el campo electromagnético como un conjunto de osciladores, su energía no es nula jamás; incluso aunque haya sido vaciado de todos sus granos de energía (los fotones), presenta siempre una energía residual, conocida como energía del punto cero, que no es otra que la suma de las energías de los osciladores que lo constituyen. Se ve cómo, al término de este primer acto, el vacío recibía una energía residual , lo que impedía considerarlo como realmente «empty». Pero no se detuvo aquí Dirac. En el año siguiente, en 1928, prosiguió con su empresa repobladora del vacío, cuya segunda etapa está ligada directamente al descubrimiento de su ecuación y de la antimateria. Apoyándose en lo que se conoce como principio de exclusión de Pauli, según el cual un mismo estado cuántico no puede ser ocupado por más de un electrón, Dirac emitió la hipótesis según la cual, en el vacío, todos los estados de energía cinética negativa, revelados por su ecuación, están ocupados, y ocupa-dos por un electrón. Demostró entonces cómo, si al sistema se le suministra una energía suficiente, una partícula puede ser extraída del «mar» de estados llenos y llevada a un estado de energía positiva, dando lugar a la «creación» de un electrón ordinario y dejando tras ella un «agujero». Ese agujero presenta las mismas propiedades que la partícula creada, salvo que tiene una carga opuesta. Se trata, en consecuencia, de un antielectrón, de un positrón. Dicho de otra manera, es posible hacer «salir» del vacío una partícula y su antipartícula. Desde este punto de vista, el vacío está así, de alguna manera, «lleno como un huevo», y las partículas no acceden a la existencia en el mundo ordinario más que gracias a un proceso de creación aniquilación en el seno de esa plenitud que es el vacío. En cierta manera, el trastorno obrado por Dirac en el conjunto de ideas que autoriza el sentido común es comparable, aunque de distinta naturaleza, al que había provocado Einstein en 1905, cuando dio el toque de difuntos, con la teoría de la relatividad restringida, para el concepto de éter, representante hasta entonces del vacío. Aunque 1905 había devuelto al vacío sus títulos de nobleza, 1928 marcó el retorno del no-vacio a la física. A despecho de sus numerosos éxitos, la teoría de los agujeros presentaba graves inconvenientes, ligados al hecho de que la existencia de un mar de estados llenos de energía negativa debía estar acompañada de una densidad de carga infinita para el vacío: eso que algunos físicos no están dispuestos a admitir. Por ello la teoría de Dirac debió sufrir a continuación profundas modificaciones, capaces de evitar la desagradable hipótesis según la cual el vacío estaría lleno de electrones. En suma, el vacío no ha reinado en la física contemporánea más que durante un corto instante, desde 1905 hasta 1928. De otro lado, el periodo que va desde 1927-28 hasta el final de la segunda guerra mundial se caracterizó por una incesante lucha contra los infinitos que, cuando se podía creer que habían sido expulsados de una zona de la teoría, reaparecían invariablemente en otro sitio. De esta época data mi colaboración en Zurich con Pauli. Tras dos años preparatorios en la universidad de Viena, emprendí la tarea de completar mi formación con una estancia prolongada en la universidad de Göttingen, que fue decisiva en la formación de mis ideas en torno a la física, gracias a las enseñanzas de Ehrehfest, del que siempre he retenido la máxima: «La física es algo simple, pero sutil».

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Allí se encontraban reunidas, en aquella época, todas las cabezas pensantes de la nueva física. Aún me acuerdo de la tremenda impresión que me produjo la ecuación de Dirac. Imagínese a un jovencito que acaba justo de familiriarizarse, medianamente, con los conceptos de la mecánica cuántica ordinaria, y que se encuentra proyectado de repente en un mundo de funciones de onda de cuatro componentes y de energías cinéticas negativas. Todo ello tenía algo de profundamente descorazonador, y creo que mis compañeros, y yo mismo, estaríamos todavía sumidos en la perplejidad sin la ayuda del articulo, extraordinariamente claro, que a la sazón publicó Fermi. Se trataba de la exposición más limpia que me ha sido permitido leer acerca de la radiación de Dirac y su ecuación de onda relativista; en él se encuentran explicadas todas las bases de la futura electrodinámica cuántica, en términos sencillos y precisos. En Göttingen, evidentemente, nosotros no dejábamos de discutir la teoría de los agujeros de Dirac. Me acuerdo muy bien de que Gamow tenía la costumbre de comparar a esos electrones que se desplazaban en sentido inverso con la fuerza aplicada a los burros. A decir verdad, fue enormemente dificultoso para nosotros familiarizarnos con esos nuevos desarrollos de la física, tanto más cuanto las complicaciones liga-das a los infinitos de las que acabo de hablar nos parecían sencillamente monstruosas. En esas condiciones y con esas inquietudes en la cabeza me encontré, en 1934, trabajando con Pauli (a sus órdenes). en lo que el mismo Pauli llamaba una «teoría del anti-Dirac». Esta teoría no afectaba a los electrones, sino a partículas que eran bosones; estos últimos no eran conocidos por entonces, pero fueron descubiertos diez años más tarde. Pauli me había pedido calcular la sección eficaz del proceso de creación de un par partícula - antipartícula de bosones. Hans Bethe había realizado un cálculo parecido, algún tiempo antes, referido a los electrones. Como yo le preguntara, después de que él me explicara cómo debía proceder, cuánto tiempo necesitaría para llevar a buen puerto dichos cálculos, me contestó con la mayor seriedad del mundo:

“ Ese cálculo me llevaría tres días; a usted le llevará, por consiguiente, tres semanas “. Evidentemente, tenía razón, como siempre; más, incluso, de lo que él mismo pensaba: cuando los cálculos (que Pauli no reviso) fueron publicados, se mostraron inexactos en un factor 4. Con independencia de lo que haya sucedido más tarde con esas discusiones, creo haber demostrado suficientemente lo que fue la revolución intelectual ligada al nacimiento de la mecánica cuántica: no solamente se acumulaban conocimientos nuevos ante el fervor de los físicos con una rapidez escalofriante, sino también cuestiones que requerían una audacia especulativa cada vez mayor iban surgiendo ante nosotros. ¡ Era, ciertamente, una nueva ciencia la que estaba naciendo !

REPERCUSIONES EN LA FÍSICA

Voy a ser más breve sobre el otro aspecto de los desarrollos de la física a los cuales ha dado origen o impulso la revolución cuántica: no afectan a la comprensión cada vez más fina de las estructuras de la materia; pero, sobre la base de conceptos fundamentales así formados, afectan de cerca a dominios de la física aparentemente lejanos. Esos desarrollos son tan considerables que sería vana pretensión presentar un cuadro exhaustivo. Me limitaré, por tanto, a mencionar algunos ejemplos significativos. La física del estado sólido está, de aquí en adelante, en condiciones de dar cuenta, con gran precisión, del comportamiento de los metales, los semiconductores y toda suerte de cristales. En particular, el comportamiento de la materia sólida a muy bajas temperaturas ha puesto de manifiesto fenómenos como la superconductividad, que durante mucho tiempo han desafiado todo intento de explicación. Sólo a partir de hipótesis básicas de la mecánica cuántica se han podido comprender fenómenos así (valdría también como ejemplo la superfluidez de ciertos líquidos a bajas temperaturas). Otro ejemplo: el desarrollo de nuevos métodos instrumentales en física experimental. Los grandes avances en las técnicas de ondas cortas contribuyeron al progreso de numerosas investigaciones en todos los dominios de la física, desde la física del estado sólido a la de partículas. El conocimiento de materiales como los semiconductores ha dado origen a nuevos dispositivos, mejorando la detección de partículas, y los haces de partículas elementales son los mejores instrumentos para el

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estudio de los campos atómicos en líquidos y sólidos. Los haces de luz fuertemente coherentes, producidos en láseres y máseres, tienen una elevada importancia en cualquier dominio de la física. Nuevas técnicas de vacío, dispositivos de microondas y poderosos campos magnéticos han hecho posible el estudio de la materia bajo la forma de plasma (es decir, una forma de presentación de la materia a elevadas temperaturas y baja presión, en la que la mayor parte de los electrones no se encuentran en sus órbitas cuánticas atómicas). Este estado de la materia es altamente común en el universo. Pero abordamos aquí el último elemento de esta ojeada sobre la revolución cuántica: el que corresponde a un verdadero salto en el cosmos.

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TEORIA DE LOS CUANTOS Y ASTROFÍSICA

Una de las consecuencias teóricas mayores de la aparición de la mecánica cuántica, y de sus prolongaciones en forma de física nuclear, ha sido, en efecto, la constitución de la astrofísica moderna como tal: esta nueva ciencia que se alza en la frontera entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. La astrofísica ha encontrado su consistencia sobre la base de un resultado y una tesis: el hecho esencial de que las reacciones nucleares son la fuente de la energía estelar. y la tesis de la expansión del universo. El resultado, el descubrimiento, resulta decisivo. Dimana de que nos hemos dado cuenta de que las reacciones nucleares son una fuente de energía infinitamente más poderosas y fundamentales que las reacciones químicas ordinarias. Ahora bien, como se ha visto, los procesos nucleares no se producen en la tierra, excepción hecha de los raros casos de algunos elementos radiactivos, que son las últimas brasas de la explosión de la que proviene la materia terrestre. Si se quieren estudiar los procesos nucleares es necesario, por tanto, provocados artificialmente en los laboratorios. Y ya es conocida la extrema dificultad tecnológica que eso conlleva. Hoy, sin embargo, se ha conseguido, consiguiéndose una hazaña de la que tal vez no se ha medido bien la magnitud. Pero, entre otras cosas, ello ha supuesto una ojeada sin precedentes a los procesos que se producen, sin género de dudas, en el centro de las estrellas. Se ha podido establecer así que en el corazón de cada estrella, en el universo, se desarrollan sin discontinuidad alguna procesos nucleares; de modo que la dinámica nuclear juega un papel esencial en la evolución de la naturaleza. Se sabe también ahora, como corolario, que los fenómenos nucleares son la fuente de toda la energía de la que disponemos en la tierra, porque el sol es, por sí mismo, una especie de reactor nuclear. Escrutando lo infinitamente pequeño, han sido aprehendidos, por consiguiente, fenómenos que su-ceden a distancias que se consideraban, incluso a Comienzos del presente siglo, fuera de nuestro alcance. En lo tocante a la tesis de la expansión del universo, aún no ha liberado, ciertamente, todos sus secretos, y todavía conlleva algún misterio; pero conviene comprender la «lógica» que subyace en ella, ya que esta lógica la relaciona directamente con el descubrimiento precedente. La composición de la materia, tal como la conocemos en la actualidad, no puede ser otra cosa que el resultado de reacciones nucleares que tuvieron lugar en las estrellas hace muchísimo tiempo, o en explosiones estelares o reinando, con toda verosimilitud, condiciones que en la actualidad simulamos a escala microscópica en nuestros aceleradores. A partir de ahí, la atención de los investigadores se ha podido enfocar sobre la historia de nuestro universo; sobre el intervalo de tiempo, de alrededor de diez mil millones de años, durante el cual el universo ha podido evolucionar hasta su estado actual. Estamos todavía muy lejos de saber a qué se parecía el universo al comienzo de este intervalo, pero un hecho es cierto: la materia estaba en un estado muy diferente al de hoy. A eso hay que añadir que el intervalo de tiempo define también la distancia recorrida por la luz en el mismo, y da el radio de nuestro universo presente, más allá del cual no puede llegar hasta nosotros mensaje alguno. Vemos cómo se accede, con la astrofísica, a una nueva escala de tiempo y de espacio. No es exagerado decir que, para el universo, el siglo XX habrá sido lo que fue el siglo XVI para la Tierra, cuando los barcos de Magallanes y Elcano dieron la vuelta al mundo y demostraron que éste tenía una superficie limitada. Nosotros hemos aprendido, en efecto, en este siglo que el universo es finito, que podemos entrar en contacto con él y que, en adelante, estamos obligados a sondear su profundidad. La astrofísica ha introducido en física, así, una nueva dimensión: la dimensión histórica. Antes, la física era la ciencia de las cosas tal como son; la astrofísica se ocupa del desarrollo de estrellas y galaxias, de la formación de los elementos, de la historia del universo en una palabra. Hay, evidentemente, numerosas cuestiones en esta historia que no se han resuelto; pero muchos sucesos, aún ayer inimaginables por ser inconcebibles, han quedado establecidos. Se sabe que las estrellas, formadas por una nube de hidrógeno y helio, se desarrollan pasando por varios estados, acabando

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unas su vida en forma de grandes trozos de materia sólida y helada, otras en formidables explosiones, que nosotros observamos en las «supernovas», dejando detrás de si, muchas veces, estrellas de neutrones en veloz rotación alrededor de sí mismas. Las energías cinéticas producidas cuando las grandes estrellas se contraen, una vez que se ha agotado el combustible nuclear, son de tal magnitud que los protones individuales alcanzan energías del orden de varios centenares de millones de electronvoltios, bastante próximas a la energía de sus masas en reposo. Y es aquí, ciertamente, donde la física de altas energías, con todos los fenómenos que ha podido descubrir y analizar desde los años treinta, aporta instrumentos de comprensión de inestimable interés. No es imposible suponer que un día pueda establecerse una conexión entre esta física y los fenómenos gravitatorios. Entonces se realizaría el sueño de muchos físicos: las cuatro interacciones que conocemos en la naturaleza – fuerte , débil, electromagnética y gravitatoria- estarían conectadas. Se habría llevado a cabo lo que llamamos la gran unificación.

EL SIGNIFICADO DE LA MECÁNICA CUÁNTICA

Si se quiere comprender el significado profundo, siempre actual, de la revolución cuántica - que ha abierto, como acabamos de ver, una nueva era en la historia de la física , conviene volver sobre alguna de las cuestiones establecidas por ella, y descartar algunas interpretaciones, gravemente erróneas, de los resultados obtenidos a principios de siglo; interpretaciones que, desgraciadamente, aún están muy extendidas. Ya he dicho que la idea fundamental de la mecánica cuántica es la idea de «identidad». Dos átomos de oro, de hierro o de hidrógeno son idénticos en cualquier sitio. Ya he subrayado hasta qué punto esta idea rompe con los presupuestos mismos de toda la física clásica. Se me permitirá detenerme un poco en la historia de nuestra disciplina, evocando lo que llamo la paradoja de Boltzmann, para poner de relieve una vez más la novedad de este pensamiento. Si permanecemos en el marco de la mecánica clásica resulta evidente que en un sistema de átomos en equilibrio térmico, a una temperatura dada, la energía debería repartirse por igual entre todos los modos de movimiento. Eso es, además, lo que Ludwig Boltzmann remarcó en 1890. Por tanto, si calentamos un trozo de materia, los electrones deberían girar más rápidamente, los protones vibrar con más intensidad en el interior del núcleo, las partes de las que están constituidas los protones moverse a mayor velocidad, etc. No es eso lo que sucede, sin embargo. Solamente los movimientos externos de los átomos resultan modificados. La energía térmica no penetra en los átomos y no afecta a sus grados internos de libertad, si la temperatura no rebasa la cifra de algunos millares de grados. Para poder comprenderlo, hay que pensar la estructura del átomo con criterios diferentes a los de la mecánica clásica. Comprender la «identidad» del átomo es comprender el concepto de estado establecido por Bohr en el primer período de su actividad científica. Las funciones de onda electrónicas forman esquemas especiales característicos de la situación que el electrón tiene en el campo atractivo del núcleo. modificado por la presencia de los otros electrones. Esos esquemas constituyen las formas fundamentales que dan cuenta de la constitución de todas las cosas que conocemos. Esas formas están determinadas directamente por los campos de fuerza que ligan a los electrones. Aparecen siempre, idénticas e inmutables, cada vez que el átomo se encuentra en condiciones similares. Y hay que añadir que los estados cuánticos están caracterizados por números. El número de electrones y los números cuánticos de un estado dado determinan completamente todas las propiedades del átomo en ese estado. He aquí la grandeza, la riqueza y, si se me permite, la belleza de la teoría cuántica; su poder para dar una explicación precisa de la realidad atómica. Un problema fundamental de la filosofía de la naturaleza ha sido resuelto por el descubrimiento de leyes que explican las formas específicas de entidades bien definidas. La naturaleza está construida con tales entidades. Esto queda claro incluso sin necesidad de referirnos más que a la experiencia corriente. Los materiales tienen, como es sabido, propiedades características: el hierro sigue siendo el mismo hierro tras su evaporación o

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condensación posterior. Esas propiedades especificas fueron, en el principio, el objeto de la química; la mecánica cuántica ha venido a explicarlas. Las maneras infinitamente variadas pero extraordinariamente bien definidas en las que se agregan entre sí los átomos para formar grandes unidades son, gracias a ella, interpretables de modo racional. Se ha construido una teoría del enlace molecular en la que «los orbitales» (ese es el nombre que reciben las formas aludidas) mantienen a los núcleos atómicos unidos en correcta disposición. Si se consideran los agregados atómicos, se sabe que son asociaciones de núcleos y electrones, unidos entre si por atracciones mutuas. Los núcleos son pesados y los electrones ligeros. Las distancias interatómicas vienen determinadas por la dimensión de la nube electrónica de cada átomo. Esta dimensión puede ser considerada, a su vez, como la amplitud de oscilación de las ondas electrónicas. Como su masa es mucho mayor, las oscilaciones de los núcleos en una molécula son mucho más pequeñas; y esa es la razón por la que, en las moléculas y en los sólidos, los núcleos forman un esqueleto bastante bien localizado, mientras que los electrones están distribuidos de modo continuo, como la carne de un cuerpo esta distribuida alrededor del esqueleto. La disposición de los electrones en el seno de las moléculas introduce rasgos estructurales, cuyas consecuencias arquitectónicas estudian la química y la ciencia de los materiales. Así, la descripción de los agregados atómicos por la mecánica cuántica conduce a una comprensión de todas las propiedades de la materia, y a una explicación de sus constantes, sobre las que la física clásica sólo había podido acumular información empírica. Tomemos un ejemplo: el de la dureza de los sólidos. La mecánica cuántica permite comprender que la resistencia a la compresión que caracteriza a la materia sólida proviene del hecho de que una disminución de volumen supone un acrecentamiento de la energía cinética cuántica de los electrones, que se opone a la disminución de energía potencial que acompañaría a esa reducción de volumen. A este respecto quisiera subrayar que yo no comparto en absoluto la opinión de quienes pretenden que el mundo atómico carece de realidad; se dice de él que es menos real que el mundo visible en torno nuestro. Pero si el universo atómico difiere del universo al que estamos acostumbrados, y difiere incluso más de lo que cabría esperarse, es preciso señalar también que los esquemas que organizan ese submundo son mucho más ricos que los que organizan los fenómenos visibles y aprehensibles a través de los conceptos de la física clásica.

LA REALIDAD DEL MUNDO ATÓMICO

Se ve también por qué me he sublevado siempre contra la expresión «principio de incertidumbre» o relación de incertidumbre, que se atribuye a Heisenberg. De escuchar a algunos, la historia de la física contemporánea se resumiría en una serie de catástrofes filosóficas: con Einstein habríamos entrado en el mundo de lo relativo; con la mecánica cuántica, poco después, en el de la incertidumbre. Ya he expresado mi sentir sobre el primer punto. Pero, ¿cómo hay que interpretar las relaciones establecidas por Heisenberg? Recuerdo los datos de un problema que es, a la vez, un problema técnico y un problema teórico. ¿Cómo es posible, se preguntaban algunos, que un electrón sea a la vez una partícula y una onda? Un trazado cuidadoso de la trayectoria de un electrón, se pensaba, debía poder permitir dejar zanjada la cuestión, y hacer ingresar al electrón en una u otra de esas dos aparentemente incompatibles categorías. Pero sucede que si queremos «ver» la estructura detallada de la órbita del electrón, es necesario utilizar ondas de luz, de longitud de onda francamente pequeña. Esta luz posee una elevada frecuencia y, por ello, un gran cuanto de energía. Cuando golpea al electrón, puede sacarle fuera de su órbita. Se destruye así, por lo tanto, aquello que se quería observar, precisamente. Tales son las consideraciones que están en la base de las relaciones llamadas «de incertidumbre». Enunciado negativo que dice que, en física, ciertas medidas son imposibles, y precisamente

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aquellas que podrían decidir acerca de la naturaleza - onda o partícula- del electrón, hecho extensible, evidentemente, al protón o a cualquiera otra partícula. Si se emprende la medida el estado del objeto que se mide ha cambiado, gracias a la acción que sufre, completamente de estado cuántico. Y esta dificultad no se reduce a un problema técnico, que pudiéramos esperar resolver con el tiempo a través de dispositivos más ingeniosos. Las restricciones de Heisenberg tienen raíces más profundas: son el corolario de la doble naturaleza de los objetos atómicos. La reacción del objeto a nuestra experimentación presenta rasgos inéditos, sin equivalente alguno entre los procesos experimentales a escala macroscópica. En consecuencia, nuestra descripción del objeto es inseparable del proceso de observación, al contrario de como sucede en la descripción de los objetos clásicos. La naturaleza ondulatoria del electrón es un carácter ligado a la integridad del átomo y a su identidad. Si tratamos de ver con más precisión dónde se encuentra el electrón en esa onda, le encontraremos como una verdadera partícula, pero habremos destruido la sutil individualidad del estado cuántico. A hora bien, las propiedades características del estado cuántico del átomo nacen de la naturaleza ondulatoria del electrón: la forma simple, el regreso al estado inicial después de una perturbación... El gran descubrimiento de la física cuántica es la existencia de esos estados cuánticos individualizados. Cada uno de ellos forma un todo indivisible durante tanto tiempo como permanezca sin recibir el ataque de medios de observación que lo perturben. Toda tentativa de observar subdivisiones atómicas utiliza medios de tan alta energía que, inexorablemente, destruyen la estructura del estado cuántico.

LA EXACTITUD DE LA FÍSICA CUÁNTICA

Retomemos, antes de concluir este punto, el caso tan importante, desde el punto de vista histórico, del haz de electrones. Si nos situamos en el campo de la física clásica, antes de la revolución cuántica, debemos tratar el haz de electrones como un chorro de partículas, pequeñas unidades materiales que se desplazan en línea recta hacia adelante. Un haz de este tipo es muy diferente de un haz de luz, tal como lo concibe la física clásica: un paquete de ondas electromagnéticas que se propagan en el espacio en una cierta dirección. Aquí no hay, por tanto, materia que se mueve; aquí no existe más que el estado del campo electromagnético en el espacio que cambia. La diferencia entre ambos haces clásicos es tan neta y radical como la que existe entre el movimiento de ¡À las olas en un lago y el de un banco de peces navegando en la misma dirección. El mismo término de haz, empleado en ambos casos (luz y electrones ), designa dos realidades diferentes. Es comprensible la sorpresa de los físicos cuando descubrieron que los haces de electrones presentaban características ondulatorias y que, inversamente, los haces de luz presentaban un comportamiento análogo al de los haces de partículas. He recordado ya cómo se había resuelto el problema en teoría: la luz tiene una estructura granular; y la energía del haz es transferida a la materia por cantidades definidas, es decir, por los cuantos de luz. El valor de un cuanto de energía es proporcional a la frecuencia f; tiene el valor h e f, donde h es la constante de Planck. En cuanto a la naturaleza ondulatoria de los haces de partículas, se pone de manifiesto de diferentes maneras. Una de ellas corresponde a la observación, bien conocida, según la cual los haces de partículas suscitan fenómenos de interferencia análogos a los que engendran los haces de ondas cuando pasan a través de una pantalla provista de dos rendijas. De ahí la necesidad de tratar esos fenómenos en términos de probabilidad: y la predicción del punto exacto en el que va a encontrarse el electrón no puede ser más que probabilista. Así, se podrá determinar una región de la onda en la que se encuentra el electrón pero el punto exacto permanecerá indeterminado. Pues bien, hay que añadir ahora que este fenómeno tiene también su individualidad. Cuando se intenta efectuar, en efecto, una experiencia con el fin de descubrir a través de qué rendija ha pasado el electrón, desaparece el fenómeno de interferencia. La experiencia ha destruido la identidad del fenómeno cuántico.

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¿'Se hace necesario concluir, después de todo lo precedente, que entrando en el dominio atómico se entra en un dominio en el que reina la incertidumbre? ¿Hay que decir, tal como se repite desde hace cincuenta años, que la revolución cuántica ha hecho entrar a la física en una nueva época, en la que las bases mismas del edificio anterior, firmemente establecido, se revelan inciertas? ¿Hay que sacar de ello lecciones que pongan en duda el valor de la ciencia, su objetividad? No lo pienso, en modo alguno. Por el contrario, tal como ya he dicho, es una extraordinaria conquista en la precisión y en la determinación fina de los fenómenos lo que verdaderamente ha significado esta revolución. Piénsese en las causas de la identidad de dos átomos de la misma especie, que son también las causas de sus propiedades características. Dependen de hecho de que las órbitas electrónicas, teniendo en cuenta el potencial atractivo del núcleo, revisten formas bien determinadas; a la manera en la que los modos de vibración de una cuerda de violín están prefijados por la posición de sus puntos de fijación, por el punto de ataque, etc. En el átomo de hidrógeno, por ejemplo, la onda estacionaria correspondiente a la energía más baja, tiene simetría esférica; la onda correspondiente a una energía superior tiene la misma simetría que una figura en forma de ocho; cada nivel de energía tiene así su forma, bien definida. Estamos lejos, muy lejos, de la incertidumbre con la que se continúa asociando, con excesiva frecuencia, la idea misma de mecánica cuántica.

LA ESCALA CUÁNTICA

Si se quiere adquirir conciencia completa de esta precisión nueva que a la física aportan los conceptos y los métodos que acabamos de recordar, considérese lo que yo prefiero llamar la escala cuántica; es decir, la jerarquía de los sistemas materiales, tal como ha podido ser establecida desde los años treinta. Hemos dicho y repetido que la identidad del átomo subsiste en tanto en cuanto no sea afectado por efectos cuánticos. Pero hay que añadir aquí que el umbral de excitación depende del carácter del sistema. Este umbral es tanto más elevado cuanto más pequeña es la dimensión del sistema. Basta, por ejemplo, una pequeñísima cantidad de energía para cambiar el estado cuántico de una gran molécula; hacen falta energías centenares de millares de veces mayores para producir un cambio en el interior del núcleo atómico. Esas consideraciones permiten construir la noción de escala cuántica. A temperaturas muy bajas, las moléculas de cada sustancia constituyen un gran elemento, un cristal herméticamente cerrado en el que cada parte es idéntica a cualquiera otra. Si calentamos ese cristal se producirán una fusión o una evaporación, cuyo resultado será un líquido o un gas. En un gas como el aire, a la temperatura normal cada molécula se mueve por sí misma según su propia trayectoria; las moléculas rebotan unas con otras, a merced de múltiples colisiones, siguiendo movimientos irregulares. Esos movimientos de las moléculas no son, en consecuencia, idénticos; cambian constantemente. Pero si es cierto que los movimientos son disímiles, las moléculas deben ser siempre idénticas las unas a las otras. Decimos, en nuestro vocabulario, que las energías de colisión no son suficientemente fuertes para destruir el estado cuántico de las moléculas. Si todavía elevamos más la temperatura, las energías de colisión sobrepasarán a las energías de excitación de las moléculas. El movimiento interno de átomos y electrones va a participar en el intercambio de energía. Son las temperaturas a las cuales el gas comienza a radiar y a emitir luz. A temperaturas superiores, las moléculas se dividen en átomos y después los electrones son arrancados del seno de los mismos. Entonces los átomos pierden su identidad, su individualidad y su especificidad, los electrones y los núcleos se desplazan libremente, al azar. Una situación como esa se presenta en el interior de las estrellas, a temperaturas muy altas. Es posible, sin embargo, crear en los laboratorios condiciones similares para un grupo reducido de átomos. Ese es el objeto de lo que llamamos física de plasmas. En ese nivel de energía los núcleos atómicos conservan todavía su identidad, mientras que los átomos han perdido sus cualidades específicas. Hasta que no se introducen en el sistema energías de millones de electronvoltios, como sucede en los grandes aceleradores de partículas, no se excitan los estados cuánticos más

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elevados de los núcleos; puede suceder incluso que el núcleo mismo se desagregue en sus componentes, protones y neutrones. Entonces el núcleo mismo ha perdido su identidad y sus propiedades específicas: se ha convertido en un gas de protones y de neutrones. Los aceleradores de partículas más recientes, los aceleradores gigantes, permiten a protones y neutrones a cantidades tales de energía que su estructura interna comienza a su vez a desvelarse; al precio, una vez más, de perder su identidad. Es, sin género de dudas, la estructura del mundo la que se revela así, paso a paso. Y, para aquellos lectores que no se hayan convencido aún, propongo ahora un descenso en la escala cuántica de energías: realizar por consiguiente el camino de vuelta, tras haber hecho el de ida. Partamos de lo alto de la escala: un gas de protones, de neutrones y de electrones, a temperaturas extremadamente altas, con energías cinéticas de varios millones de electronvoltios. En tales condiciones las únicas «individualidades» que podemos encontrar son las tres partículas citadas. Sus movimientos son absolutamente desordenados, por otra parte. Descendamos un escalón, por ejemplo el que corresponde a energías cinéticas de un millón de electronvoltios. Ahora los protones y los neutrones se reúnen y forman los núcleos atómicos. Vemos formarse otras individualidades. Hay varios tipos de núcleos atómicos posibles: los núcleos de los noventa y dos elementos de la tabla periódica de Mendeleiev y sus isótopos (es decir, los elementos ubicados en la misma casilla de la tabla pero cuyos núcleos difieren, por tener distinto número de neutrones), dotado cada uno de ellos de un estado individual bien definido. Sin embargo, el movimiento de los electrones y de los núcleos atómicos sigue siendo guiado por el azar; es irregular, desordenado. Pasemos a temperaturas más bajas, a energías de algunos pocos electronvoltios solamente (la temperatura que corresponde a la superficie del sol): los electrones vuelven a caer ahora en estados cuánticos regulares alrededor de los núcleos atómicos. Es el punto en el que, sobre la escala cuántica, aparecen los átomos con sus individualidades especificas y sus propiedades químicas. Si aún descendemos más, hasta el nivel de un electronvoltio, vemos cómo los átomos forman moléculas simples, y encontramos una variedad mucho mayor de realidades químicas, tan distintas y especificas como lo son los átomos, pero un poco menos estables. Un nuevo descenso de la temperatura - energía, hasta algunas centésimas de electronvoltios la temperatura habitual en la superficie terrestre y la mayor parte de las moléculas se agregan en forma de líquidos o de cristales, aumentando la diversidad de la materia. Pero es también el umbral a partir del cual se forman las cadenas gigantes de moléculas: aparecen los organismos vivos. Eso comienza por la formación de una gran variedad de compuestos químicos de carbono y de hidrógeno, de oxigeno y de nitrógeno: ácidos nucleicos, aminoácidos y proteínas. La dinámica detallada de esas moléculas gigantes comienza a ser bien conocida por la biología molecular. La más espectacular de sus propiedades es, como se sabe, la capacidad que poseen de producir dobles de si mismas. La posibilidad de la reproducción destapa un mecanismo nuevo: la estructura mejor adaptada a la reproducción, la que esté mejor protegida contra los desgastes, se reproducirá más abundantemente. De ahí un desarrollo encadenado o de estructuras, los seres vivos, que evolucionan hacia una adaptación cada vez mayor, según el mecanismo de la selección natural. Se sabe que la reproducción de las estructuras vivientes viene determinada y guiada por ciertas macromoléculas, de las cuales la más importante es el ADN (ácido desoxiribonucleico). La estructura interna del ADN determina las propiedades de los elementos constantemente reproducidos en el ciclo vital. Pero me gustaría resaltar una vez más que es la individualidad de los estados cuánticos la responsable de la estructura específica de las bases nucleicas y de la estabilidad del orden en el que se instalan en la molécula de ADN. Como las macromoléculas son muy largas, el número de estados cuánticos posible es infinitamente mayor que en el caso de los átomos o de las moléculas sencillas, y sus formas mucho más complejas y variadas; lo que se traduce en la gran diversidad de especies vivientes.

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Un paso más: la vida, para perpetuarse, exige que la temperatura sea lo bastante baja para permitir la formación de macromoléculas, pero exige también temperaturas suficientemente altas como para que la energía necesaria para los procesos vitales esté disponible. Si continuamos nuestra bajada en la escala cuántica hasta una temperatura igual al cero absoluto, veremos descomponerse la vida, y veremos a toda la materia formar un gran cristal en el que muchas de las variedades existentes son preservadas, pero congeladas en la inactividad. Es el estado de la muerte. Es muy probable que la transformación de la materia en la historia del universo haya descendido la escala cuántica, como nosotros acabamos de hacer, desde las energías más altas a las más bajas. La historia del mundo material, de nuestro mundo, comenzó sin duda con una acumulación de protones, de neutrones y de electrones de muy alta energía, comprimidos por la fuerza gravitatoria en el corazón de una estrella joven. Período de pocas diferenciaciones. Más tarde, las partículas elementales formaron los núcleos atómicos, y después se formaron los átomos en las regiones más frías de la estrella, primer paso hacia la organización. Comenzaron a aparecer las propiedades individuales, y el movimiento y la radiación no fueron ya uniformes. Aparecieron categorías distintas de objetos idénticos. En la superficie de las estrellas y de los planetas más fríos continuó bajando la temperatura. y se establecieron las condiciones apropiadas para la formación de una gran variedad de compuestos químicos. En este período el mundo adquirió un aspecto que no nos resulta extraño: rocas, minerales, desiertos. agua y productos químicos: pero desprovisto de forma viviente alguna. Finalmente, en algunos lugares del universo en los que las condiciones fueron favorables tuvo lugar la gran aventura de la naturaleza, de la que nosotros mismos formamos parte. Las macromoléculas orgánicas comenzaron su ciclo de reproducción y se disparó la evolución hacia formas de vida variadas. La vida humana, el pensamiento de los hombres, sus sentimientos, no son más que una manifestación de esta fase. El contraste con el caos informe del comienzo ilustra luminosamente la tendencia íntima de la materia hacia la diferenciación y la especificidad: una tendencia que es, en último análisis, algo basado en la estabilidad y en la individualidad de los estados cuánticos.

¿ PORQUÉ ES AZUL EL CIELO ?

Por impresionante que resulte este cuadro, se dirá quizás que éstas son teorías abstractas, muy alejadas de lo que constituye lo esencial de nuestro vivir. Creo haber dado todos los argumentos para pensar lo contrario: la teoría cuántica no está alejada en absoluto de nuestras preocupaciones; afecta al mundo mismo en el que vivimos y permite comprender las estructuras más finas de la materia; ella es la que nos ha procurado, para lo mejor y para lo peor, el dominio de algunos de los procesos energéticos más potentes del universo. Con todo, yo quisiera aportar a mi argumentación un elemento suplementario que hable a todos y cada uno y demuestre que la teoría cuántica de la interacción de la luz con la materia permite responder a cuestiones muy familiares, del tipo de: ¿por qué el cielo es azul? ¿por qué es blanco el papel? ¿por qué es transparente el agua? ¿cuál es la razón por la que aparece coloreado un objeto?, o, incluso, ¿por qué son brillantes los metales? Me permitirá el lector no abordar más que el problema del cielo azul , para evitar complicar en demasía una presentación que, incluso tratando sólo ese caso, resultará esquemática. ¿Cómo explica la teoría cuántica la absorción de la luz por un cuerpo, o dicho de otra manera, por un átomo o por una molécula? Imaginemos un átomo o una molécula sumergidos en el campo de una onda de luz de color bien definido. En términos cuánticos, una onda como esa viene descrita como una asamblea de fotones, cada uno de los cuales posee una energía h e f, ligada a la frecuencia f correspondiente al color de la luz utilizada. En cuanto al átomo, la teoría cuántica le describe como un sistema cuya energía está cuantificada; es decir, presenta una sucesión de niveles separados entre si: la energía de un átomo no puede alcanzar más que ciertos valores. los

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de los niveles de energía, y esos valores son característicos del átomo en cuestión, o más exacta-mente, de la especie a la que pertenece: carbono, nitrógeno, etc. En el estado normal, llamado estado no excitado o fundamental, un átomo se sitúa en el estado de mínima energía entre aquellos que le están permitidos. Cuando recibe energía luminosa transportada por fotones de una frecuencia dada f, puede pasar a un estado de energía superior, a condición de que la energía de los fotones sea exactamente igual a la diferencia entre uno de sus niveles permitidos y su estado fundamental. Esa energía, ya lo hemos dicho, es h . f. Si ese es el caso, el átomo absorbe un fotón, que desaparece del haz incidente, mientras que el átomo se encuentra en un estado de energía más alto. Se designan esas absorciones con el nombre de absorciones resonantes o, incluso para decirlo con más brevedad, resonancias. Voy ahora a introducir nuevamente un modelo cómodo para representar el átomo. Imaginemos a sus electrones como pequeños osciladores, capaces de vibrar bajo la acción de una onda electromagnética y cuyas frecuencias propias (es decir, las frecuencias a las cuales el electrón se pone a vibrar con una gran amplitud) corresponden a transiciones del átomo desde su estado fundamental a uno de sus niveles excitados. Dicho de otra manera, las frecuencias propias del resonador que nos sirve de modelo atómico son iguales a sus frecuencias de resonancia cuántica. Examinemos el efecto de la luz sobre los átomos por medio de este modelo de oscilador. Podemos, de ahora en adelante, olvidar los fotones y los estados cuánticos del átomo: este modelo permite, en efecto. considerar la luz como una onda electromagnética actuando sobre osciladores clásicos caracterizados por sus frecuencias propias. Bajo la acción de una onda luminosa el oscilador se pone a vibrar; la respuesta del oscilador es muy débil, pero no nula. cuando la frecuencia de la onda incidente es diferente de una de sus frecuencias propias, y se hace, por el contrario, muy importante cuando las frecuencias de onda y oscilador son acordes, cuando existe resonancia. ¿Cuáles son, por tanto, las frecuencias de resonancia de los diversos átomos o moléculas? Para la mayor parte de los átomos simples (oxígeno, hidrógeno, nitrógeno), dichas frecuencias se sitúan muy por debajo de las que caracterizan a la luz visible; se sitúan en la región que llamamos ultravioleta. Esa es la razón por la que un gas se nos aparece transparente. Para las moléculas ( O 2 , H 2 , N 2), las resonancias se encuentran por debajo de las frecuencias visibles en el infrarrojo, y en el ultravioleta, fuera, por tanto, una vez más del dominio visible. Pero hay una diferencia importante: en el caso de los átomos, las masas que oscilan son electrones, mientras que en el caso de las moléculas las masas que oscilan son átomos, mucho más pesados que en el primer caso, por lo tanto. Esto trae como consecuencia que una misma onda sea capaz de poner en movimiento con mucha mayor facilidad a los osciladores correspondientes a los átomos que a los correspondientes a las moléculas. A partir de aquí podemos empezar a comprender uno de los colores más hermosos de la naturaleza, el azul del cielo. La luz del sol está compuesta, como se sabe, por un conjunto de radiaciones que presentan todas las frecuencias posibles del espectro, yendo del ultravioleta al infrarrojo pasando por el visible. Examinemos el efecto de esas distintas radiaciones sobre los osciladores que constituyen los átomos y moléculas de la atmósfera. Las radiaciones infrarrojas inducen la resonancia de las moléculas, pero las amplitudes correspondientes son pequeñas, como acabamos de decir. En revancha, las radiaciones ultravioletas provocan la resonancia de los átomos, y las amplitudes correspondientes son importantes. En cuanto a las radiaciones de la luz visible, ponen en marcha los osciladores con una amplitud media, incluso débil. pero igual para todos, porque los osciladores implicados no presentan resonancia en el visible. En conjunto, la luz solar provoca vibraciones de amplitud media en la zona visible, de amplitud despreciable en el infrarrojo y de amplitud muy grande en el ultravioleta. Ahora hay que tener en cuenta que una carga oscilante, tal como un electrón en un átomo puesto en vibración, es a su vez un emisor de luz. Esa es una de las consecuencias fundamentales de la teoría electromagnética de Maxwell. Un electrón oscilante emite, en todas las direcciones, una onda electromagnética (una onda de luz) cuya frecuencia es igual a su propia frecuencia de

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oscilación: lo que se llama difusión Rayleigh. Se demuestra además que la intensidad de esta emisión es proporcional a la cuarta potencia de la frecuencia. Así se explica que las moléculas de aire iluminadas por el sol emitan luz; y, además, que esta emi-sión sea más importante en el azul que en el rojo. porque la frecuencia de la luz azul es alrededor del doble de la de la luz roja. Así, cuando miramos el cielo sin mirar al sol, lo vemos azul: es el efecto de la potencia 4 (una intensidad 16 veces mayor).

UN NUEVO OFICIO DE FÍSICO

Hasta ahora he hablado bastante, me parece, de la revolución intelectual que supuso y supone la emergencia de la mecánica cuántica. Quisiera subrayar otro aspecto de la transformación que ha conocido la física desde esa fecha y gracias a ese impulso. Afecta al oficio de investigador; es de gran alcance sociológico, pero también filosófico. Como acabamos de ver, la investigación de los peldaños más altos de la escala cuántica requiere la construcción de aceleradores de partículas cada vez más poderosos, que nos permitan experimentar con energías verdaderamente altas, sin equivalencia en nuestro planeta. Así ha nacido una física «pesada», de la que el Centro Europeo de Investigaciones (Recherches, en francés) Nucleares de Ginebra (CERN), creado a comienzos de los años cincuenta por los principales países de la Europa Occidental ha sido, y es, uno de los lugares privilegiados. En 1960, tras la trágica muerte de J. Bakker, su director, se me pidió que fuera su sucesor. Era la época en la que los aceleradores, construidos según un programa decidido en 1952, estaban listos para la investigación; era la época, también, en la que se hacía preciso pensar en programar la construcción de una nueva generación de máquinas. No entraré aquí en detalle en las actividades que fueron no sólo del centro sino mías de 1961 a 1966, año en el que regresé a Estados Unidos. Contaré en otra obra las apasionantes discusiones que se desarrollaron durante este período para determinar cómo y qué deberían ser esas máquinas del futuro. Se presentaban, evidentemente, varias opciones, y fue necesario resolver los problemas que inevitablemente se plantearon entre las diferentes naciones, los físicos que tenían su lógica pero en absoluto el mismo punto de vista, los ingenieros, los constructores, los mecánicos, los obreros y los políticos. Guardo personalmente un recuerdo exaltante de aquellos cinco años de mi vida, y el sentimiento reconfortante de haber ayudado a cumplir y realizar una cosa grande. Pero quisiera insistir sobre las dificultades de largo alcance que este nuevo estado de la ciencia física puede suscitar, si no nos ponemos en guardia. Organizada así, y comprometida en programas a largo plazo, en los que hay que prever con seis o siete años de antelación qué interés científico pueda tener tal o cual línea de experimentación, la física es ahora un oficio muy diferente del que era en los días en los que daba mis primeros pasos. En muchos aspectos, la ciencia es una empresa cuyo destino es producir resultados nuevos tan rápidamente cómo sea posible. La super especialización se convierte así en la regla, y es muy peligrosa. Responde esa super especialización a la aceleración de las líneas investigativas; los científicos no tienen el tiempo necesario para interesarse en otros campos distintos del propio, acuciados por la concurrencia, que se acentúa cada vez más. Resultado: nuestro sistema educativo ya no produce físicos; produce físicos de altas energías, físicos del estado sólido, físicos nucleares, etc. Y, una vez terminados sus estudios, cada uno de ellos busca un empleo en una subespecialidad de su tesis doctoral. He aquí una visión bien estrecha de la física. Un físico debería interesarse por todas las ramas de la física, y alegrarse de cambiar de focos de interés, ya que es así como nacen las ideas nuevas y fecundas. La mayoría de los avances de la ciencia se han producido a partir de un punto de vista muy dilatado. Permítaseme evocar a este respecto un recuerdo personal. Habiendo escrito, con mi colega John Blatt, un grueso tomo sobre «La física nuclear teórica», yo era de alguna manera un reconocido experto. Me acordé entonces de una advertencia que Pauli me había hecho un día: «No te

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conviertas en un experto, y eso por dos razones: en primer lugar, si te conviertes en un experto, te haces un virtuoso del formalismo y olvidarás la verdadera naturaleza; en segundo lugar, te arriesgarás a no poder trabajar en adelante en ninguna cosa interesante». Así fue cómo enfoqué mi atención hacia la física de altas energías y los problemas de política internacional de la ciencia, que finalmente me condujeron hasta el CERN. Soy un convencido de que la enseñanza de la ciencia debe, urgentemente, volver a cargar el acento sobre su unidad y su universalidad. Debe cesar de producir pequeños artesanos especializados en una tarea particular. No niego que tengamos necesidad de expertos competentes, pero debemos también constantemente preocuparnos de las relaciones entre los diferentes dominios científicos, y mostrárselas a los estudiantes. Lo ha dicho Isidor Rabi en pocas palabras: «La ciencia, en sí misma, tiene necesidad de integración. La tendencia nos conduce en sentido opuesto... Sólo el estudiante de licenciatura, pobre bestia de carga, está en condiciones de saber se supone un poco de cada cosa. Como el número de físicos crece, cada especialidad se encierra cada vez más sobre sí misma. Una balcanización así aleja a la física, y a decir verdad a todas las ciencias, de la filosofía de la naturaleza, que intelectualmente constituye su meta y su significado». Otra consecuencia deplorable de la superespecialización: la estructura y el lenguaje de una publicación científica son, a partir de ahora, considerados como algo sin importancia. Parece creerse que sólo el contenido es interesante. Lo que se denomina artículos generales no pueden, en realidad, ser comprendidos más que por expertos. La redacción de libros o artículos para los no científicos se tiene como una ocupación secundaria y, fuera de algunas notables excepciones, encomendada a redactores sin formación científica seria. Hay en todo ello un auténtico defecto conceptual. Porque si se está profundamente penetrado por las propias ideas y por su importancia, es un deber tratar de transmitirlas a los demás, y con enunciados que sean tan claros como sea posible. En música, el artista que interpreta es enormemente apreciado. Una interpretación maravillosa de una sonata de Beethoven es considerada como una proeza mayor que la composición de una pieza de segundo orden. No dudaría yo en sostener que la presentación clara de un aspecto de la ciencia moderna tiene más valor que un fragmento de una pretendida investigación original, del tipo de las que se encuentran en ciertas tesis de doctorado, y requiere una mayor madurez y una superior inventiva. En fin; en el mismo orden de ideas, quisiera llamar la atención sobre el beneficio que puede reportar unir enseñanza e investigación. No solamente porque la enseñanza queda vivificada por la investigación, sino también por lo contrario, cosa que no se subraya con suficiente frecuencia: por la investigación misma. Mencionaba hace poco la redacción de mi libro La física nuclear teórica, junto a John Blatt. Al escribirlo aprendimos ambos muchas cosas de física. Yo, personalmente, descubría que el esfuerzo de explicar y de clarificar un dominio de la física conduce no solamente a una mejor comprensión del trabajo pasado, sino algo más: produce numerosas ideas nuevas, explicaciones e incluso descubrimientos. A decir verdad, jamás me ha parecido posible hacer investigación sin enseñanza. Me temo que esta convicción, por las razones ya expuestas, no sea compartida por los especialistas de hoy.

EL DESTINO SOCIAL DE LA FÍSICA CONTEMPORÁNEA

La física no es solamente la investigación de la verdad; es también, al mismo tiempo, la conquista de un poder sobre la naturaleza. Y esos dos aspectos no pueden ser separados; pretender hacerlo es pura hipocresía. Lo que es cierto para la física, es cierto, en suma, para todas las ciencias: nunca son pura contemplación ya que, lo quieran o no, están profundamente comprometidas con la realidad. Y juegan su papel, tanto en las mayores tragedias como en los progresos más gloriosos de la humanidad. Juzgarlas en nombre de ese papel, en uno u otro sentido, se demuestra siempre como un ejercicio peligroso, porque resulta cómodo olvidar las contradicciones y enmascarar la complejidad de la vida.

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EL ARMA NUCLEAR

Tal es, al menos, la lección general que yo he extraído de ese acontecimiento mayor de nuestra historia, que ha sido la puesta a punto de la primera bomba atómica; acontecimiento en el que yo me encontré participando directamente. Retrospectivamente, diría que hoy estaría sumamente orgulloso de haber rehusado participar en ello, si en aquel momento se me hubiera ocurrido tan siquiera. Pero ni siquiera lo pensé, porque las cuestiones no se planteaban entonces en esos términos. Por el contrario, nosotros habíamos encarado sobre todo los investigadores que venían de la Europa ocupada por los nazis el problema de que Hitler desarrollara la bomba. Ante todo, el fenómeno de la fisión nuclear había sido descubierto en Alemania. La bomba, en manos de Hitler exclusivamente, habría supuesto una catástrofe espantosa, que había que evitar a toda costa. Los aliados estaban obligados a desarrollar la bomba. Y yo, físico nuclear, debía participar en esa empresa. Había yo abandonado Europa en 1937 por un puesto de instructor en la pequeña universidad de Rochester , en Estados Unidos, donde me había sido posible no solamente proseguir mis investigaciones en física nuclear, sino reencontrar, gracias a los desplazamientos veraniegos hacia la costa oeste, a Oppenheimer y a Bloch , que habían reunido en torno suyo a un muy activo equipo de físicos. Desde el comienzo de la guerra, en 1939, la mayoría de los físicos se pusieron a trabajar en radar o en la bomba atómica. Personalmente, como todo investigador europeo proveniente de Alemania o de Austria, fui descartado de esas investigaciones y constreñido, en principio, a realizar tareas educativas. Por una coincidencia dramática en la historia del género humano, la fisión nuclear había sido descubierta apenas unos meses antes del comienzo de la conflagración. No existía duda alguna sobre la posibilidad de crear un superexplosivo. Las necesidades de la guerra intensificaron las investigaciones; y en 1942 Fermi tuvo éxito al provocar una reacción nuclear en cadena. Las aplicaciones técnicas del proceso de fisión estaban en adelante al alcance de la mano. Se solicitó entonces a todos los físicos, fuera cual fuera su país de origen, que se unieran al esfuerzo de desarrollar la bomba. Así fue como, a principios de 1943, Oppenheimer me pidió que me reuniera con él en Los Alamos, para trabajar en la puesta a punto de un arma ofensiva nueva. A riesgo de ofender, sostengo que la experiencia del trabajo en común en Los Alamos fue una experiencia científica y humana, cautivadora y fructífera. Recuérdese que estaban reunidos allí, en un mismo esfuerzo, alguno de los grandes espíritus que acababan, en el curso de los decenios precedentes, de revolucionar el edificio de la física: Niels Bohr, Enrico Fermi, James Chadwick, Rudolph E. Peierls, Emilio Segré y muchos otros. Por añadidura, estábamos concentrados en un trabajo completamente inédito: debíamos predecir el comportamiento de la materia en condiciones que no habían sido experimentadas jamás. Después del gran test, la primera explosión realizada en Nuevo México, comenzamos a darnos cuenta además de que algunas de nuestras previsiones eran gravemente erróneas. La intensidad de los rayos gamma era mucho más fuerte de la que habíamos pensado, y estábamos equivocados acerca de la absorción de dichos rayos. Se sabe que, durante el verano de 1945, solamente trece años después del primer descubrimiento del neutrón, dos bombas atómicas estallaron sobre ciudades japonesas, matando y mutilando a más de un millón de personas. La primera bomba habría podido terminar con la guerra. Eso es lo que pensábamos; y estábamos convencidos de poder ahorrar algunos millones de vidas humanas. Yo estaba consternado por la explosión de la segunda. Al finalizar la guerra pensamos que otro conflicto mundial sería impensable. Esperábamos que hubiera una administración internacional de la energía nuclear, incluyendo las bombas. Cuarenta años después puede parecer que éramos francamente ingenuos. No ha existido la colaboración internacional. Al contrario, las grandes potencias se han lanzado a una carrera de armamentos nucleares escalofriante. Hay en la actualidad cerca de cincuenta mil bombas, suficientes para aniquilar cien veces la Unión Soviética, América del Norte y Europa.

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Lo que no imaginábamos es que así comenzaba una nueva era en la historia política de la humani-dad; una era que las generaciones futuras, si es que la catástrofe de una guerra nuclear no barre del planeta a la especie humana, juzgará como un caso gravisimo de locura colectiva. Piénsese en la situación presente: incluso las organizaciones que militan en favor de la paz están convencidas de que el equilibrio del terror, sobre el que reposan las pacificas relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, es inevitable. Lo esencial de su combate se dirige así a impedir una nueva escalada en la carrera de armamentos. Se consagran, en consecuencia, estudios destinados a determinar el número mínimo de misiles estratégicos necesarios para disuadir al adversario de dar el primer golpe. Pero todo desarrollo tecnológico nuevo, ofensivo o defensivo, es susceptible de hacer crecer ese número: ¡es la lógica de la escalada! No niego el interés de esos estudios ni el valor de esos esfuerzos para «estabilizar» el equilibrio del terror; al contrario, los tratados ARM y SALT-1, a los que el movimiento Pugwash ha aportado una decisiva contribución, me parecen un suceso importante. Pero el fondo del problema está más allá: es preciso «invertir» la tendencia. Romper la lógica infernal, y encontrar los medios para transformar la agresividad, el miedo y la desconfianza en espíritu de cooperación. Es necesario que las dos superpotencias se fijen objetivos de interés común, en beneficio de la humanidad en general. Sigo convencido, por mi parte, de que ese deseo podrá verse cumplido si ambas partes, Este y Oeste, se interrogan lealmente sobre los objetivos y temores de los otros, ahora que se ha cumplido el tiempo en que cada uno podía suponer que el otro quisiera propagar por la fuerza su modelo de sociedad. Evitar la guerra nuclear, tal es hoy el primer deber de la humanidad. Evitar que los admirables éxitos de la física de este siglo, que nos han permitido penetrar las estructuras más intimas de la materia, no conduzcan a la catástrofe final: tal es la tarea, tal es la urgencia; pero eso supone una verdadera conversión de los espíritus, tanto por parte de los ciudadanos como por parte de los que toman las decisiones. Hay que dejar de razonar en términos militares para hacerlo en términos de responsabilidad política mutua. Porque, hay que decirlo sin temor, la carrera de las armas nucleares, que ha conducido a las cincuenta mil armas hoy desplegadas, representa la más terrible, la más siniestra, la más insidiosa corrupción de los espíritus. Revela una atrofia ilimitada de la facultad moral de resistencia a la violencia. Y de esta atrofia, que comenzó con los bombardeos masivos de ciudades ante la indiferencia general, son igualmente culpables el Este y el Oeste, porque ambos han hecho aceptar a los pueblos de la tierra la idea y la realidad de una carrera perpetua de armamentos, y los han habituado a vivir en ella. Si la cuestión es, en definitiva, una cuestión política y, como acabo de decir, espiritual o moral asunto de todos, en consecuencia , eso no significa que se acabe con la especialísima responsabilidad de los sabios. Los científicos deben encarar los desacuerdos suscitados por el impacto de la ciencia en la sociedad; deben preguntarse por los mecanismos sociales que llevan a los buenos y a los malos usos de los resultados que obtienen; deben intentar impedir el desvio de sus descubrimientos con fines mortíferos: deben, a la inversa, estar atentos a todas las posibilidades de explotar su trabajo para mejorar la situación de las mayorías. Si es preciso, deben ser también capaces de resistir a las presiones financieras y políticas que se ejerzan sobre ellos, y negarse a participar en aquellas empresas que juzguen condenables . Quiéranlo o no, los científicos están situados en el corazón de la vida social y política, de sus tensiones y de sus enfrentamientos. Lejos de cerrar los ojos ante este hecho, deben reconocerlo y obrar en conse-cuencia. Se me permitirá tomar de nuevo el ejemplo de Bohr para ilustrar este aspecto. Como ya se ha visto, Bohr era un gran físico: uno de los más grandes; su nombre puede estar colocado al lado del de Galileo, del de Newton, del de Maxwell, del de Einstein. El trabajo que realizó sobre la fisión del uranio le condujo hacia regiones en las que la física y los asuntos humanos están imbricados irremediablemente. Pero, mucho antes de esos descubrimientos, era ya extremadamente sensible al mundo en que vivía. Fue uno de los primeros en adquirir conciencia de que la física atómica iba a jugar un papel decisivo en la civilización; estaba convencido desde hacia mucho tiempo de que decidiría, en

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manera esencial, el destino del género humano. Fueron esta sensibilidad y esta convicción las que le dictaron su conducta cuando un conjunto de científicos debió abandonar la Alemania nazi. Organizó en el Instituto de Copenhague la ayuda y el soporte para todos esos refugiados. Permitió que cierto número de ellos prosiguiera su trabajo al lado suyo: James Franck, Georg Charles von llevesy, Georg Placzck, Otto Robert Frisch y yo mismo. Cuando Dinamarca fue ocupada por los nazis, en abril de 1940, Bohr rehusó colaborar y se puso en estrecho contacto con la resistencia danesa. Llegado a Estados Unidos, vía Suecia y Gran Bretaña, se añadió al grupo de Los Álamos. Trabajó, ya lo he dicho, en la puesta a punto de la bomba; no por espíritu bélico, sino porque pensaba, como todos, que era una necesidad. Pero al mismo tiempo emprendió la tarea, solo, de advertir a los hombres de estado del Oeste de los peligros que esta bomba iba a hacer correr a la humanidad, más allá de las esperanzas inmediatas que pudiera alimentar en lo tocante a un final rápido de la guerra. Se reunió con Roosevelt y Churchill, e intentó persuadirles de que Este y Oeste, teniendo en cuenta las fabulosas posibilidades nuevas que se abrían para la humanidad, deberían unirse para crear un mundo más abierto. Ya se sabe lo que sucedió: Churchill le encontró sospechoso de ser un poco demasiado complaciente con los soviéticos. Después de la guerra, intentó sin descanso alertar a los políticos acerca del peligro de la carrera armamentística; puso todo su ardor en unir concretamente a los científicos de todos los países. Ayudó particularmente a la creación y construcción del Centro europeo de investigación nuclear, el CERN, en Ginebra.

CIENCIA , TÉCNICA Y SOCIEDAD

Si he insistido tanto sobre la cuestión de las aplicaciones militares de la investigación fundamental en física nuclear, es porque yo me he encontrado mezclado con ella. Pero también es, acaso funda-mentalmente, porque ese caso extremo y trágico continúa inspirando todo un movimiento de crítica a la ciencia, que se basa en una apreciación de sus aplicaciones tecnológicas. Ese movimiento fue particularmente virulento a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. Ciertos científicos, atacados de vértigo, llegaron incluso a proponer una «moratoria» de la investigación fundamental. ¡Era necesario, decían, detener los trabajos para reflexionar! Esas críticas y esas posiciones me parece que descansan sobre una grave confusión, que oscurece incluso hoy a un buen número de espíritus nobles y que concierne a la relación entre investigación fundamental e investigación aplicada; o, si se prefiere, que testimonia la dificultad de plantear correctamente la cuestión de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad. Se dice que la mayor parte de la investigación científica en la actualidad es nociva para la sociedad, porque es la fuente de innovaciones industriales a las que puede imputarse el deterioro de nuestro entorno, el estrés de la vida moderna, así como la amenaza de una aniquilación total de la especie por medio de una guerra. Es cierto que el cambio tecnológico se ha acelerado brutalmente. Parece, en efecto, que haya alcanzado una suerte de valor critico en el tiempo y en el espacio. Las alteraciones inducidas en nuestros hábitos vitales por la aparición de tecnologías nuevas son hoy tan rápidas y tan destacadas que pueden ser observadas por una generación en el curso de su vida. Y, por añadidura, no existe porción del globo terrestre, isla, océano, desierto o selva, que permanezca intocado por los efectos de esa alteración. Dado que la tecnología, y en particular su tasa creciente de cambio, está basada en la ciencia, se supone que hay que hacer cargar a la ciencia con la responsabilidad de todas las catástrofes. Para apreciar adecuadamente los términos del problema no resulta inútil, me parece a mi, volver los ojos hacia la historia. Conviene, sin duda, recordar que la unión profunda que observamos en la actualidad entre ciencia y tecnología es una realidad muy reciente. La tecnología ha precedido, de lejos, a la ciencia. Piénsese en Galileo: sin la existencia previa del telescopio, no hubiera podido ser Galileo. Pero hace un siglo y medio solamente, cuando se inventó la máquina de vapor, no fue, como se sabe, por aplicación de las leyes de la termodinámica. Al contrario, fue por la existencia de la máquina de vapor por la que la atención recayó sobre la cuestión de la naturaleza de los gases

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calientes. Lo mismo podría predicarse del conjunto de la mecánica, que suponía, para desarrollarse, de la existencia previa de máquinas o, como se decía en el siglo XVII, de «mecánicas». Uno de los primeros casos en los que se vio a la ciencia preceder a la tecnología fue el del motor eléctrico. En 1834-35, Michael Faraday, Franz E. Neumann y Wilhelm E. Weber habían descubierto las leyes de la electricidad y del magnetismo, y veinte años más tarde solamente, Werner von Siemens construía el primer motor eléctrico. En nuestros días existe una relación simbiótica muy fuerte y estrecha entre la tecnología y la ciencia. La tecnología tiene necesidad de la ciencia para desarrollar sus métodos, y la ciencia tiene necesidad de la ciencia para construir sus instrumentos. La física moderna sería imposible sin los láseres, sin los aceleradores de partículas, los telescopios y otros equipamientos sofisticados que presuponen una avanzada tecnología. A la inversa, la tecnología necesita de la ciencia, como testimonian los grandes laboratorios de investigación de los grupos industriales importantes. Piénsese, entre tantos otros, en los laboratorios de Philips, en Holanda, o en los de la Bell Telephone en Estados Unidos. Pero antes de preguntarnos si hay que llegar a la conclusión de una identidad entre el pensamiento científico y el tecnológico, yo quisiera señalar que esta simbiosis no ha tenido sólo efectos nocivos. Suelen subrayarse los aspectos negativos del progreso técnico, y se olvidan los positivos, como si fueran naturales. Deberíamos, no obstante, recordar que la ciencia médica ha doblado la media de la esperanza de vida humana, ha eliminado numerosas enfermedades y permite en la actualidad , en muchos casos, suprimir el dolor. ¿Cómo, tras haber hablado de la bomba, no recordar los resultados prácticos inmediatos de las investigaciones de Marie Curie en física nuclear para el tratamiento del cáncer? Es cierto, y lo admito, que en muchos casos la tecnología, al desarrollarse, ha producido efectos que se vuelven contra su objetivo. Incluso en el caso de la medicina es fácil ver que el alargamiento de la vida ha tenido consecuencias demográficas que no son favorables en su totalidad. No hablemos de la contaminación de las aguas a consecuencia del uso indiscriminado de detergentes, ni de la de la atmósfera a causa de los medios de transporte. Pero hay que distinguir con mucho cuidado entre dos tipos de problemas: aquellos que son exclusivamente de naturaleza social y política, y aquellos que tienen una componente tecnológica importante. Si se trata, por ejemplo, del uso de la energía nuclear con fines destructivos, eso se alza inmediatamente como un problema social y político. Para su regulación, repito, hay que encontrar los medios para reducir e impedir los conflictos armados, lo que, en sí, no es un problema científico o técnico. Lo mismo podemos decir, claramente, con ciertos problemas ligados a la urbanización o a la contaminación. En revancha, cuando se trata de los efectos nocivos de la industrialización sobre el entorno y, por ejemplo, de la influencia de la producción de dióxido de carbono sobre las corrientes atmosféricas y las condiciones climáticas, hay un conjunto complejo de fenómenos que quedan aún por explorar y por explicar. Y sabemos que las ciencias de la naturaleza pueden contribuir, produciendo conocimientos nuevos, a la solución de esos problemas. Sin progreso científico no habrá solución para esos problemas. Dicho esto, lo esencial, para responder eficazmente a este último imperativo y corregir los daños tecnológicos, aún queda no confundir la marcha de la ciencia aplicada, del pensamiento técnico por tanto. y la de la investigación fundamental. Son dos realidades diferentes; y que permanecen como diferentes a pesar de su actual imbricación.

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ELOGIO DE LA INVESTIGACIÓN FUNDAMENTAL

La ciencia responde en principio a una aspiración que caracteriza al ser humano como tal: la aspiración de conocer. Se esfuerza en descubrir las leyes fundamentales de la naturaleza, las que gobiernan el mundo en que vivimos. Observar, clasificar los fenómenos observados para poner orden en ellos; desvelar lo absoluto y lo invariante estudiando los fenómenos en condiciones especiales e inhabituales, establecidas por el ingenio del hombre, tal es el alma de la investigación fundamental. Esta investigación se desarrolla, debe desarrollarse sin otra finalidad que la de acrecentar y precisar los conocimientos. Ahora bien, aunque esto pueda parecer paradójico, de esta búsqueda libre de cualquier idea de aplicación y de utilidad inmediata nacen las nuevas ideas, las que permiten precisamente las aplicaciones más eficaces. El objetivo primero de la ciencia no es la aplicación; es, repito, comprender mejor las causas y las leyes que gobiernan los procesos naturales. Pero una mejor comprensión de los fenómenos naturales conduce casi siempre a la posibilidad de dominarlos o, por lo menos, de dominar otros procesos relacionados con el que es objeto de la investigación. Cuanto más se desarrolla la ciencia, es sabido, más estrechas y numerosas son las relaciones que se establecen entre procesos que, aparentemente, no tienen ninguna relación de parentesco . El estudio de la corona solar, por ejemplo, puede llevarnos a una mejor comprensión del comportamiento de los gases altamente ionizados en el seno de campos magnéticos. Y esta cuestión se revela como de gran importancia tecnológica. Pero los astrofísicos que han producido esos conocimientos tan importantes desde el punto de vista tecnológico no tenían en absoluto como perspectiva esta aplicación. Es la investigación aplicada la que ha podido maravillarse de sus resultados y después sacar partido de ellos con una finalidad industrial. Casimir ha demostrado magníficamente, no hace mucho tiempo, que los progresos técnicos decisivos de este siglo han sido conseguidos por científicos que no trabajaban en absoluto con un objetivo práctico definido. «Podríamos preguntarnos», escribía, por ejemplo, «si los ordenadores habrían podido ser inventados por gentes que quisieran construir ordenadores. Se encuentra, en cambio, que fueron descubiertos hacia 1930 por físicos dedicados al estudio de las partículas elementales, porque estaban interesados en la física nuclear. Podríamos preguntarnos si alguien, animado del deseo de mejorar las comunicaciones, ha podido descubrir las ondas electromagnéticas. Las descubrió Hertz, animado del deseo de poner en evidencia la belleza de la física, y apoyándose en las consideraciones teóricas de Maxwell ». Casimir multiplica los ejemplos y concluye que «en el siglo XX no hay casi ningún ejemplo de innovación que no sea deudor del pensamiento científico fundamental». Comparto su punto de vista. Y añado que la explicación es muy sencilla: la experimentación y la observación en la frontera de la ciencia exigen medios técnicos que sobrepasan las posibilidades de la tecnología existente. Así es como un importante número de inventos técnicos tienen su origen en las tentativas para hacer retroceder los limites de lo conocido, no en el deseo de alcanzar un fin práctico determinado. Las conclusiones que se pueden extraer de estas consideraciones generales son muy concretas y muy brillantes, en lo que concierne a la investigación física, especialmente en física de partículas y en astrofísica. Se sabe, en efecto, que los equipamientos necesarios para observar el comportamiento de las partículas elementales o para estudiar los limites del universo son extraordinariamente costosos. Los enormes presupuestos necesarios exceden a menudo las posibilidades de un solo Estado. Si, como algunos, se tiene una visión tecnologista de la ciencia se dirá: «¿A santo de qué?» Mesones y quarks no aparecen más que si la materia es sometida a una energía extremadamente alta, que no es ordinariamente accesible en la tierra: más valdría invertir esas colosales sumas en investigaciones más cercanas a nuestras preocupaciones económicas y sociales. Por esas mismas razones, ese razonamiento es falso, e incluso peligroso. Porque las investigaciones aportarán un día, sin duda, aplicaciones beneficiosas, si la prudencia de los seres

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humanos es capaz de imponerse a la sinrazón. La radiactividad artificial ha revolucionado muchas ramas de la medicina; el proceso de fisión es una fuente de energía siempre creciente, ya sea para bien o para mal. Todo conduce a creer que, mañana, astrofísica y física de partículas, por el hecho de que habrán levantado una esquina del velo de lo desconocido, podrán aportar efectos comparables, por más que sean imprevisibles. ¿Quién sabe si algunas de las dificultades nacidas del desarrollo de la tecnología no podrán ser resueltas gracias a los «residuos» de estas investigaciones? Se me permitirá añadir, para finalizar, que el desarrollo de la investigación fundamental puede ser contemplado como una suerte de deber que nos es asignado: la aventura humana correspondiente a este momento de la aventura del universo en el que la naturaleza, bajo la forma del ser humano, comienza a comprenderse a sí misma. De generación en generación, sin descanso, más allá de las fronteras, debemos, por un esfuerzo colectivo, contribuir a ensanchar y profundizar en esta comprensión. Es quizá uno de los méritos de la física «pesada» haber permitido una toma de conciencia como la citada, porque exigía la reunión de cerebros y capitales venidos de todos los países.

FILOSOFÍA DE LA COMPLEMENTARIEDAD

Se comprenderá que no comparta el punto de vista. hoy tan extendido, según el cual la ciencia seria inhumana o deshumanizaría al mundo. Los que sostienen esta opinión consideran que la ciencia trata de verlo todo en términos matemáticos, excluyendo o rechazando una parte considerable de la experiencia humana: la de la emoción, la de lo irracional. Los juicios de valor, la distinción entre el bien y el mal, los sentimientos personales... tantas realidades que supuesta-mente no tienen cabida en la ciencia. Se concluye que el desarrollo unilateral del pensamiento científico ha suprimido aspectos importantes y preciosos de la experiencia humana; que produce un individuo alienado en un mundo dominado por la tecnología y la ciencia. Para afrontar estos problemas creo necesario recurrir al concepto adelantado por Bohr de la complementariedad. Introdujo Bohr este término, como se sabe, en 1927, en el congreso internacional de física celebrado en Como con ocasión del centenario de la muerte de Alessandro Volta. Su objetivo era dar una fórmula general que permitiera pensar adecuadamente la discordancia profunda que existía entre la representación clásica de los fenómenos físicos y su representación cuántica. El ejemplo elegido por Bohr en Como fue el de la naturaleza de la luz. Se propuso acordar las representaciones clásica y cuántica. ¿La continuidad, criterio esencial subyacente de la representación clásica, debía entrar en contradicción permanente e irremediable con el carácter esencialmente discreto, discontinuo de los procesos atómicos? Bohr sugirió que convenía comprender el carácter complementario que presentan las descripciones de los sucesos en ambos lenguajes, más que reabsorber las antítesis. Si se quiere, decía, comprender la naturaleza como un todo, hay que expresarse por medio de modos de descripción complementarios. Muy rápidamente Bohr dio al principio de complementariedad un significado que desbordaba am-pliamente el objetivo inicial. Por ejemplo, en la célebre conferencia de 1933, aventuró la idea de que el fenómeno de la vida, de una parte, y las realidades aprehendidas por la física y por la química, de otra, mantienen relaciones de contradicción susceptibles de ser pensadas en términos de complementariedad. Toda tentativa, explicaba, de verificar la validez de la física y la química en todos sus detalles y en una célula viva la mataría inevitablemente y destruiría el objeto mismo de la investigación. Existiría así un nuevo estado diferente de la materia, totalmente acorde y con las leyes de la física, pero que estaría fuera de su aplicación regular. Sea cual sea el destino de esta idea, que los progresos de la biología molecular parecen confirmar, Bohr, al ensanchar como lo hizo el concepto de complementariedad, me parece haber propuesto una manera de pensar singularmente profunda y útil. Hay un modo científico de comprender las cosas, de comprender cada fenómeno, pero eso no excluye la existencia de una experiencia humana que subsiste, y subsistirá siempre, fuera de la ciencia. Ilustremos este punto con un solo ejemplo: ¿cómo puede ser descrita desde el punto de vista científico una sonata de Beethoven'? Desde el punto de vista físico es una oscilación casi periódica compleja transmitida por la presión del aire; fisiológicamente, es una sucesión compleja de impulsos nerviosos.

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Y esto es todo lo que la ciencia puede decir de una sonata maravillosa, y en el orden científico, cuando se han efectuado ambas descripciones, se ha obtenido una explicación «completa». Cualquiera de nosotros reconoce que esta última explicación no contiene los elementos del fenómeno que consideramos más pertinentes a propósito de una sonata. Incluso un estudio psicológico en profundidad acerca de lo que provoca en quien escucha una sucesión tan apa-sionante de sonidos resulta decepcionante, y no hace justicia a la experiencia inmediata y directa de la música. Tales aspectos complementarios se encuentran en cada situación humana. Existen experiencias humanas en los dominios de la emoción, del arte, de la moral, y en las relaciones personales que son tan reales como cualquier experiencia mensurable a través de los cinco sentidos; es seguro que el impacto de esas experiencias puede ser objeto de un análisis científico, pero su significación y su relación inmediata con nuestra sensibilidad pueden perderse en un análisis así, de modo análogo a cómo se pierde la naturaleza cuántica del átomo cuando se le somete a observación. Nuestra tesis es, consecuentemente, que existen dominios importantes de la experiencia humana que no pueden ser aprehendidos por la ciencia. No puede haber, por ejemplo, definición científica completa del bien o del mal, de la piedad, del odio, del amor o de la fe, del sentimiento de la dignidad, de la humillación, de la felicidad... Es posible, ciertamente. y deseable, llevar a cabo un análisis de los procesos nerviosos y psicológicos que se desarrollan al experimentar tales sentimientos o cuando se tienen tales ideas. Los recientes progresos de la neurofisiologia y de la bioquímica nos traen la promesa de una comprensión científica mucho más profunda de este aspecto de la vida humana. Podemos incluso adquirir medios para modificar o suscitar tales procesos. Pero quedan aspectos importantes que la aproximación científica no puede abordar. Y son precisamente, con la mayor frecuencia, aquellos aspectos que nos afectan más hondamente. Esos otros aspectos son abordados por el arte, la poesía, la literatura, la música, la ética, la filosofía, la religión, la mitología, todos los dominios que implican formas de creatividad humanas distintas de la creatividad que se expresa a través de la ciencia. El contraste entre la ciencia y las otras aproximaciones a la verdad no se resume necesariamente al que opone el pensamiento racional al pensamiento emocional. Puede muy bien hablarse racionalmente de sentimientos y de emociones, de la música y del resto de las artes, de cuestiones éticas... Se puede, también, hablar afectivamente de aspectos científicos, a propósito de las maravillas de la naturaleza, de la inmensidad del espacio, de la pasmosa evolución del universo a partir de la primera explosión. Pero hay que señalar que, en el marco de cada rama del conocimiento, existe un tipo definido de discurso; un tipo de discurso que resulta penetrante y conciso cuando se le estima según su propia escala de valores, pero que aparece frágil y brumoso si es juzgado a la luz de una rama del conocimiento complementaria. Un punto de vista es el complemento de otro, y debemos hacer uso de todos los puntos de vista si queremos llegar a conocer el significado total de nuestras experiencias. Desdichadamente, el espíritu humano no acepta, sin una cierta resistencia, la existencia de aspectos complementarios. Tenemos una fuerte tendencia a buscar respuestas redondas, universalmente válidas y que excluyen cualquier aproximación distinta. Una respuesta científica, por ejemplo, es considerada a menudo como la única que resulta seria y razonable. Ningún campo de la experiencia humana parece inaccesible en principio para el pensamiento científico, incluso aunque el estudio de los procesos mentales esté aún en sus balbuceos. En un sentido, como ya he dicho, la pretensión de la ciencia no es injustificada. Pero incluso si llegamos a una comprensión científica de nuestras maneras de pensar y de nuestros sentimientos, será necesario utilizar otros métodos, otros discursos, para tratar nuestras experiencias. Un sistema de pensamiento como la ciencia puede ser «completo» en su propio marco de pensamiento, pero se le escapan muchas cosas fuera de él. Algunos de los prejuicios que se expresan a menudo contra la ciencia y la tecnología están fundados en un modo de resistencia, más o menos consciente, contra esa pretensión implícita de la ciencia de ser el único modo de comprensión legitimo y razonable. Subrayando, como acabo de hacerlo en el espíritu de Bohr, la complementariedad entre las diferentes maneras de pensar, creo que el camino queda abierto para, a la vez, reconocer el valor

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de los modos no científicos de pensar y para reconocer el valor intrínseco de la ciencia, tan desacreditada hoy.