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Juan Enrique Lagarrigue La religión de la humanidad Biblioteca Saavedra Fajardo, 2016

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Juan Enrique Lagarrigue

La religión de la humanidad

Biblioteca Saavedra Fajardo, 2016

Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO

de Pensamiento Político Hispánico

Juan Enrique Lagarrigue

La religión de la humanidad

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Transcripción y revisión de Miguel Andúgar Miñarro a partir de: Lagarrigue, Juan

Enrique. La religión de la humanidad. Santiago de Chile: Imprenta Cervantes, 1884.

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ÍNDICE

I. LA CUESTIÓN RELIGIOSA ................................................................................. 5

II. AUGUSTO COMTE Y LA RELIGIÓN DE LA HUMANIDAD ....................... 10

III. TEORÍA POSITIVA DEL ALMA ..................................................................... 13

IV. EL VERDADERO SER SUPREMO.................................................................. 19

V. TEORÍA POSITIVA DE LA RELIGIÓN ........................................................... 25

VI. HISTORIA DE LA RELIGIÓN ......................................................................... 32

VII. NECESIDAD DEL CULTO ............................................................................. 38

VIII. INMORTALIDAD POSITIVA DEL ALMA .................................................. 44

IX. CULTO PRIVADO ............................................................................................ 51

X. CULTO PÚBLICO .............................................................................................. 57

XI. DOGMA POSITIVO .......................................................................................... 63

XII. DOGMA POSITIVO — Conclusión ................................................................ 70

XIII. RÉGIMEN POSITIVO .................................................................................... 75

XIV. EDUCACIÓN POSITIVA ............................................................................... 81

XV. EL CAMINO DEL DEBER .............................................................................. 87

XVI. MORAL POSITIVA ........................................................................................ 94

XVII. ARTE POSITIVO ........................................................................................ 106

XVIII. LA MISIÓN DE LA MUJER ..................................................................... 112

XIX. EL PORVENIR.............................................................................................. 115

APÉNDICE ............................................................................................................. 120

INTRODUCCIÓN .............................................................................................. 120

LA PAZ ............................................................................................................... 121

EL TRATADO DE LÍMITES ENTRE CHILE Y LA REPÚBLICA ARGENTINA

.................................................................................................................................. 123

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HONRAS HECHAS A LOS ESPAÑOLES MUERTOS EL 2 DE MAYO ...... 124

TERCER CENTENARIO DE SANTA TERESA .............................................. 126

DISCURSO ......................................................................................................... 132

CONSEJOS ......................................................................................................... 133

PRIMERA DEFENSA DEL POSITIVISMO ..................................................... 137

SEGUNDA DEFENSA DEL POSITIVISMO ................................................... 143

EL SUICIDIO ..................................................................................................... 147

EL DESAFÍO ...................................................................................................... 148

LA MASONERÍA .............................................................................................. 149

EL SOCIALISMO .............................................................................................. 150

LA VERDADERA EXPERIENCIA DE LA FRANCIA ................................... 152

RESUMEN DE LA TEORÍA CEREBRAL ....................................................... 156

CALENDARIO HISTÓRICO ............................................................................ 161

BIBLIOTECA POSITIVISTA EN EL SIGLO XIX .......................................... 175

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I. LA CUESTIÓN RELIGIOSA

Para todo espíritu sincero, que se preocupe de los destinos de nuestra especie, la cuestión

religiosa es de una importancia capital. Encontrarle una solución satisfactoria, sería hacer

el mayor de los servicios a la Humanidad. A primera vista parece imposible que alguna

vez se verifique eso. Los repetidos conflictos de la ciencia y de la religión hacen dudar de

su conciliación. Herbert Spencer ha creído realizarla asignándoles dos campos muy

distintos que se tocan por todas partes sin confundirse jamás: a la ciencia, lo conocible, a

la religión, lo inconocible. Esta pretendida conciliación deja en pie la dificultad y

desconoce, por otra parte, el verdadero objeto de la ciencia y de la religión. Una y otra no

tienen campos distintos, sino un solo terreno que les es común: el mundo y el hombre. La

religión determina nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos en

virtud del conocimiento que se tenga sobre el mundo y el hombre. Es decir que la religión

supone la ciencia y descansa en ella. La religión regla nuestra existencia personal y social,

en conformidad con los datos de la ciencia.

Pero hay que tener presente que la ciencia no es otra cosa que la interpretación de la

naturaleza, hecha por el hombre. Esa interpretación ha cambiado con el desarrollo de la

observación y de la experiencia, verificándose, de ese modo, transformaciones en el

estado de la ciencia, que la ponían en contradicción con la religión. De ahí los conflictos

incesantes entre la ciencia y la religión. Mas esos conflictos no pueden ser eternos. La

verdadera ciencia ha de servir de base a la religión verdadera. Una y otra tienen que

hermanarse en la más perfecta armonía porque su objeto es común: mejorar la condición

humana. La ciencia con el conocimiento exacto de la realidad, echa las bases de las reglas

que prescribe la religión. La ciencia suministra los materiales que la religión elabora en

suprema síntesis, para unificarnos en sentimientos, en ideas y en actos, haciendo

converger todas las fuerzas humanas hacia una destinación común.

La incompatibilidad del catolicismo, como de las demás doctrinas teológicas, con el

estado actual de la ciencia, se halla fuera de eluda. Todas las tentativas de conciliación

han fracasado. El cisma entre la teología y la ciencia es definitivo. Pero la ciencia es

incapaz de hacer las veces de la teología en las naturalezas afectuosas y, sobre todo, en la

mujer. De ahí las aspiraciones más o menos vagas a una reforma religiosa que, eliminando

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de las doctrinas conocidas lo que tengan de opuesto a la ciencia, las haga propias para

seguir dirigiendo a la Humanidad. Los matices de esas aspiraciones son infinitos, desde

los que quieren conservar la revelación hasta los que solo aceptan el deísmo filosófico.

Cualquiera de esas formas que se tomara por base, nada de estable habría de conseguirse.

Ninguna de ellas podría reunir las condiciones que la hicieran apta para asociar a todos

los hombres en una creencia común. Y eso debe tenerse especialmente en vista al intentar

una renovación religiosa.

La necesidad de esta renovación no puede ser desconocida por nadie que esté al cabo de

la situación social que atravesamos. Todo el mundo es educado en el teologismo católico

o protestante. El desarrollo del espíritu hace salir a la mayor parte de los hombres del

teologismo de su infancia. Entonces se establece la separación de ideas entre el hombre y

la mujer, entre hermanos y hermanas, entre esposos y esposas, entre padres e hijos. Ese

desacuerdo rompe la armonía moral de la familia y hace imposible toda verdadera

educación, la cual consiste en la cultura tranquila y sin solución de continuidad del

sentimiento, de la inteligencia y del carácter, los tres atributos que constituyen nuestra

naturaleza.

Donde el padre piensa de un modo y la madre de otro, no es dable formar hombres de

convicciones. Por eso es que vemos a tantas personas que no son ya dobles, sino triples,

cuádruples, víctimas obligadas de una educación fatal. Además, participando la mujer de

ideas que el hombre rechaza, ella no ejerce sobre él todo el influjo moral que debiera. Y

la vida privada y la pública se resienten de la falta de reacción femenina que tanto las

dignificaría. ¡Cuántas no son las mujeres que, en vez de estimular a sus maridos y a sus

hijos al desempeño de sus deberes cívicos, no hacen sino deplorar lo que imaginan sus

extravíos!

Pero la buena educación no solo supone la comunidad de ideas dentro de la familia sino

también fuera de ella. Es preciso que las diversas familias que forman la patria estén

ligadas por la misma doctrina. La verdadera cooperación cívica no es posible cuando

existen una multitud de sectas que se odian entre sí. La única separación que debe haber

es, entre los hombres honrados y los que no lo son. Nada es más deplorable que ese

rompimiento con las personas virtuosas y esa alianza con las viciosas que procede de la

diversidad de creencias.

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La comunidad de ideas dentro de la patria no es suficiente todavía para que la educación

del hombre sea completa. Es preciso, con ese objeto, que todas las naciones estén ligadas

por una doctrina común que las haga mirarse como miembros diversos de una existencia

superior a cada una de ellas, la Humanidad. Solo en ese caso podría tener lugar la

educación verdaderamente armoniosa. Entonces el hombre se elevaría por grados del

amor de la Familia al de la Patria y al de la Humanidad, sin que hubiera conflictos entre

esos tres elementos que deben inspirar toda nuestra existencia. Y si llegaran a ponerse en

pugna en la práctica, tendríamos un criterio seguro para guiarnos, en la subordinación de

la Familia a la Patria, y en la subordinación de la Patria a la Humanidad, cuyo interés

supremo ha de prevalecer siempre.

Hay ciertos espíritus que miran esa comunidad de ideas como un gran peligro social.

Creen que el choque de las opiniones encontradas es el tipo ideal a que debemos aspirar.

Los que así piensan desconocen por completo las verdaderas condiciones del bienestar

social. La armonía humana no estriba en el combate de ideas contra ideas, sino en la

unidad intelectual y moral. Sin duda que para poder llegar a esa unidad, es indispensable

que haya completa libertad espiritual, puesto que las ideas solo pueden establecerse por

medio de la persuasión. Esa unidad solo podría ser un peligro cuando se la quisiera fundar

por la violencia. Fuera de ese caso, ella tiene que ser la noble aspiración de todo ser

humano verdaderamente animado de sentimiento social.

El individualismo de opiniones es un signo inequívoco de imperfección moral. Tener

ideas propias, para uno mismo, sin sentir el deseo de hacer partícipes de ellas a nuestros

semejantes, indica un estado de egoísmo lastimoso, Eso es romper ingratamente los lazos

morales que nos ligan a la Humanidad. Como todo se lo debemos a ella no es dable sentir,

pensar, ni obrar sino teniendo en vista lo que pueda contribuir a perfeccionarla. Ningún

corazón bien puesto se encerrará jamás en sí mismo, porque sabrá cumplir con la

obligación sagrada de vivir para los demás.

A causa de la lucha contra antiguos sistemas de ideas, hay muchas personas enteramente

ajenas a todo sentimiento social. Su manera de pensar es solo negativa. Ponen en duda las

ideas antiguas, pero no tienen con qué reemplazarlas, ni se preocupan de ello. Así es que

no poseen el menor espíritu de proselitismo y se admiran de que haya gentes que se

dediquen a propagar ideas. Si en vez de negaciones tuvieran convicciones, su actitud

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cambiaría por completo. Entonces tratarían de persuadírselas a los demás, cumpliendo de

ese modo con un ineludible deber moral.

Muchos llegan hasta tachar de inconveniente la propaganda de ideas nuevas en la

sociedad. Reírse de las ideas antiguas les parece muy natural, pero afirmar ideas nuevas,

por verdaderas y santas que sean, eso no lo quieren tolerar. La conversación puede bajar

hasta el último grado de la inepcia y de la inmoralidad, aun en presencia de la mujer, sin

que hagan el menor reparo, Pero si se llega a hablar de ideas que tiendan a levantar el

espíritu y a perfeccionar el corazón, entonces se peca contra la urbanidad. Así es que

conversar no es cambiar opiniones, a fin de ilustrarse cordialmente unos a otros, sino

hacer palabras fingidas, palabras necias, palabras inmorales.

Esa manera de pensar revela la profunda descomposición moral que se ha apoderado

dee una gran parte de la sociedad. Se vive al día, sin ideas, sin propósitos, bajo el imperio

del capricho o de las pasiones. Los grandes intereses de la Humanidad son completamente

desatendidos. El egoísmo se arraiga más y más. Marchamos al envilecimiento, si no

cambiamos luego de rumbo. Pero abrigamos la confianza de que las nobles aspiraciones

que han salvado siempre a nuestro linaje en los momentos críticos, lo salven también en

el caso actual.

Las nobles aspiraciones se hallan condensadas hoy en el Positivismo o Religión de la

Humanidad, sublime doctrina fundada por Augusto Comte. En ella están unidas y

armonizadas para siempre, la ciencia y la moral. La cuestión religiosa ha sido resuelta de

una manera definitiva con esa doctrina verdaderamente divina por la solidez y la

elevación de sus principios. El Positivismo puede hermanar a todos los hombres y a todos

los pueblos con la misma fe demostrable.

Si los espíritus levantados que se preocupan siempre de los intereses morales, le

prestaran su ayuda al positivismo, la regeneración humana no se haría esperar. Por

desgracia, muchas naturalezas enérgicas y ardientes, se hallan empeñadas en sostener el

catolicismo, creyendo equivocadamente que en él se encuentra la salvaguardia de la

sociedad. Los positivistas somos los primeros en reconocer los grandes servicios hechos

por el catolicismo a la Humanidad, durante la edad media. Pero el desarrollo de la ciencia

zapó la base teológica del catolicismo, y entonces comenzó su decadencia. Todos los

esfuerzos para detenerles han sido infructuosos. En presencia de su ruina manifiesta, De

Maistre, el más ilustre de los pensadores católicos modernos, decía a principios del siglo,

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en sus Consideraciones sobre la Francia. “Estoy tan persuadido de las verdades que

defiendo, que cuando considero el debilitamiento general de los principios morales, la

divergencia de las opiniones, el quebrantamiento de las soberanías que carecen de base,

la inmensidad de nuestras necesidades y la insuficiencia de nuestros recursos, me parece

que todo verdadero filósofo debe optar entre estas dos hipótesis, o que se va a formar una

nueva religión o que el cristianismo será rejuvenecido de una manera extraordinaria. Es

menester elegir entre estas dos suposiciones, según la opinión que se tenga sobre la verdad

del cristianismo”.—“Esta conjetura no puede ser rechazada desdeñosamente más que por

esas personas de cortos alcances que no creen posible sino lo que ven. ¿Qué hombre de

la antigüedad habría podido prever el cristianismo? ¿Y qué hombre extraño a esa religión

hubiera podido en sus comienzos prever sus triunfos? ¿Cómo sabemos si no ha

principiado ya una gran revolución moral? Plinio, como se ha probado por su famosa

carta, no tenía la menor idea de ese gigante del que solo veía la infancia.”

Pues bien, el cristianismo no ha sido rejuvenecido, y, en cambio, una nueva religión se

ha formado. La revolución moral prevista por De Maistre, ha comenzado con el

Positivismo. El nuevo gigante, más grande que el antiguo, porque va a tomar posesión de

todo la tierra, está ahora en su infancia. Que no se engañen, como Plinio, los que quieran

cooperar al mejoramiento de nuestra especie.

Pero hay algo mucho más deplorable que el equívoco de las personas que apoyan el

catolicismo, en vez de apoyar el positivismo, y es la culpable indiferencia por la cuestión

religiosa. Los que padecen de esa anemia moral, son verdaderos parásitos de la sociedad

que, encerrados en su egoísmo, no hacen nada por los demás. Ajenos a toda noble

aspiración, nunca se mueven en favor de una doctrina, por grande que sea. Andan siempre

en busca de los intereses materiales, pero de las morales, jamás. De ellos nada puede

esperar la Humanidad.

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II. AUGUSTO COMTE Y LA RELIGIÓN DE LA HUMANIDAD

La Filosofía Positiva es bastante conocida, pero no sucede lo mismo con la Religión

Positiva. Sin embargo, aquella no es más que el preámbulo de ésta, y todas las personas

que se interesen por los destinos de nuestra especie, todas las que tengan un corazón

sensible y generoso, todas las que sientan la pasión por lo bueno, han de profesar con

ardor una doctrina tan llena de verdad como de grandeza moral. En cuanto cesen las

prevenciones anárquicas que mantienen oculta esa religión, vendrán a ella las naturalezas

levantadas y enérgicas y especialmente las naturalezas amantes.

Esa religión es la obra de Augusto Comte. Nadie ha tenido más inteligencia, mas

energía, y, sobre todo, más amor que él. Su vida entera la consagró desde la infancia, en

el seno de la desgracia, al servicio continuo de nuestra especie, anticipando así con su

conducta el precepto fundamental de su doctrina: vivir para los demás.

Acababa de tener lugar la revolución francesa. El espíritu metafísico de Voltaire y de

Rousseau había prevalecido en ella sobre el espíritu positivo de Hume, Diderot y

Condorcet. Toda reorganización social llegó a ser imposible. El partido católico hacía

notar entonces por el mas eminente de sus órganos, De Maistre, la vacuidad de las

doctrinas negativas para dirigir la sociedad, y demostraba, por otra parte, la grandeza del

régimen que había imperado en la Edad Medía. Pero al indicar como remedio del

desquiciamiento social y moral de nuestros tiempos, la reinstalación de ese antiguo

régimen, desconocía De Maistre la verdadera causa del mal. El catolicismo había decaído

por efecto del desenvolvimiento científico que formaba día a día nociones más y más

incompatibles con los dogmas de esa religión. El descrédito de los dogmas trajo consigo

el de la moral basada en ellos. Los preceptos impuestos por razones teológicas cayeron

junto con las razones que los motivaban, De ahí que la reconstitución del orden social no

fuera posible en la forma que deseaba De Maistre.

En esos momentos principió Comte sus meditaciones. Profundamente versado en todas

las ciencias, discípulo de la escuela orgánica de Hume, Diderot y Condorcet, rectificada

con la apreciación de la Edad Media, hecha por De Maistre, consagróse a la tarea de la

reorganización intelectual y moral. Con ese espíritu publicó una serie de estudios que

anuncian al futuro fundador de la religión. Pero, queriendo edificar el orden moral sobre

bases inamovibles, se puso a elaborar su Sistema de Filosofía Positiva, trabajo que hizo

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en doce años. Constituido que hubo ese monumento del espíritu humano, que bastaría por

sí solo a su inmortalidad, se entregó de lleno a la cuestión moral que, en la grandeza de

su alma, había sido siempre el fin de sus meditaciones. Como Dante encontrara a Beatriz

que le inspiró su gran poema, Comte tuvo entonces la suerte de conocer a Clotilde de

Vaux, que, despertando las fibras más delicadas de su corazón, le hizo concebir la sublime

doctrina de la Religión de la Humanidad.

En su Sistema de Política Positiva está contenida esa santa y suprema creación que,

sucediendo a todas las religiones que han regido los destinos de nuestra especie en el

pasado, moralizándonos más y más, viene a llenar la primera necesidad de nuestros

tiempos. Pues, a pesar del gran desarrollo intelectual y material que existe ahora, nótase

un profundo desorden moral. El corazón de la Humanidad está enfermo. Las naturalezas

nobles y delicadas deploran la falta de cultura altruista que hace prevalecer por todas

partes el más craso egoísmo. Los que salen del catolicismo no saben cómo educar a sus

hijos, pues el libre pensamiento carece de una verdadera moral. La mujer que es la parte

selecta de la Humanidad, como que tiene más sentimiento que el hombre, queda ajena al

movimiento científico y sigue afecta al catolicismo, que le ofrece siquiera satisfacciones

a su corazón. Pero, si le mostráramos una doctrina superior al catolicismo en moral, sería

la primera en aceptarla, porque ella obedece siempre al amor del bien, como que las

nobles aspiraciones, los santos ideales, la ternura, la abnegación forman su vida.

Al paso que casi todos los espíritus que se dicen progresistas, se ocupan en atacar al

catolicismo, Comte ha reconocido la necesidad de esa doctrina fundada por el gran San

Pablo y siente por el sacerdocio de la Edad Media el respeto más profundo, la mayor

admiración. Más aún, cree que hoy mismo el sacerdocio católico llena una noble tarea,

manteniendo el punto de vista moral, religioso, predicando la cultura del corazón. Pero

como él ha fundido en uno la ciencia y la religión, que parecían condenadas a eterna

lucha, cesa el cisma que nos tenía separados de nuestras madres, de nuestras esposas y de

nuestras hijas, y las mismas creencias serán profesadas por todos. Su fe en el triunfo de

la gran doctrina es tal, que abriga la esperanza de que las naturalezas verdaderamente

sacerdotales del catolicismo, es decir, aquellas que comprenden que el fin de la religión

es perfeccionar moralmente al hombre para hacer más feliz la vida privada y la vida

pública, han de convertirse al positivismo.

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Y en verdad, si el sentimiento social y moral que animaba a los San Pablo, los San

Agustín, los San Bernardo vive aún en el corazón de los sacerdotes católicos, si están

dotados de un alma verdaderamente religiosa, si se duelen sinceramente del profundo

malestar que nos agobia, si lloran sobre la honda inmoralidad que nos corroe, no podrán

menos de aceptar la sola doctrina capaz de regenerar a la Humanidad. Es el amor ardiente

y abnegado, es el interés vivísimo por el destino de los hombres, lo que ha formado las

grandes naturalezas sacerdotales. Es ese fuego sagrado el que inspiraba a los grandes

místicos y el que ha dictado el más sublime de los poemas, la Imitación de Jesucristo, que

resume el catolicismo. Todas esas almas superiores estarían hoy con la Religión de la

Humanidad, que considera el amor como el centro de todos nuestros pensamientos y de

todos nuestros actos. Ella subordina la ciencia y la industria a la moral, la vida privada a

la vida pública, la personalidad a la sociabilidad. Ella impone los deberes en nombre del

altruismo.

Los que lleven en sí los gérmenes espontáneos hacia lo bueno, los que sientan bullir en

su alma los impulsos irresistibles de la benevolencia, los que experimenten que la

verdadera felicidad está en el predominio de nuestros sentimientos de simpatía, de

veneración y de bondad, vendrán muy pronto a la más santa de las religiones. Y como, a

pesar de todas las demoras, la doctrina que más conmueve el corazón del hombre, la que

toca sus cuerdas más sensibles y delicadas, la que le despierta aspiraciones mas generosas,

la que lo lleva a actos más sublimes, concluye por triunfar, la suerte de la Religión de la

Humanidad no es dudosa. Tarde o temprano la hemos de ver uniendo a todos los hombres

con los indisolubles lazos de unas mismas ideas y unos mismos sentimientos. Esa

tendencia a la unidad humana que se ha manifestado en el curso de la historia al través de

tantas luchas y que el catolicismo quiso realizar, sin poder conseguirlo, ha de verificarse

bajo la acción del positivismo que llena todas las condiciones de una religión definitiva y

universal: verdad del dogma, santidad del culto, utilidad del régimen.

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III. TEORÍA POSITIVA DEL ALMA

Tratemos primero de la teoría positiva del alma, fundada por Augusto Comte, que es

como la clave de su gran doctrina. El buen sentido universal ha reconocido desde la más

remota antigüedad la división del alma en sus tres atributos fundamentales; el

sentimiento, la inteligencia y la actividad. El sentimiento inspira, la inteligencia guía, la

actividad ejecuta.

Pero, como el sentimiento llevara, sea al mal, sea al bien, establecióse la diferencia entre

los buenos y los malos sentimientos. Estos son más fuertes que aquéllos, y en la perpetua

lucha que traban dentro de cada uno de nosotros, a menudo los malos sentimientos

prevalecen. Esta lucha fue formulada por el gran San Pablo en su célebre teoría de la

naturaleza y la gracia. El hombre, decía San Pablo, es inclinado al mal por su propia

naturaleza; todos sus sentimientos son bajos, viles, y si ama, por ventura, si practica el

bien, es merced a la gracia de Dios, que se digna concederle buenas inspiraciones. Así

concebidas las cosas, el hombre había de pedir incesantemente a Dios la gracia para

triunfar de la naturaleza.

A esa concepción provisoria de la parte esencial del alma es debido, en gran manera, el

perfeccionamiento moral del mundo; pues el catolicismo ha mejorado mucho el corazón

humano, despertando, por medio de sus prácticas, que arrancaban de aquella concepción,

nuestras más nobles y delicadas afecciones. Ello es un hecho incuestionable, y la

consideración de la mujer, enteramente ajena al negativismo, bastaría para comprobarlo.

El recuerdo de la ternura y la bondad de nuestras madres católicas convencerá a los más

escépticos.

A la teoría de la naturaleza y la gracia de San Pablo, Augusto Comte sustituye la teoría

del egoísmo y el altruismo. El egoísmo significa nuestras inclinaciones al mal, nuestros

instintos personales; el altruismo, nuestras inclinaciones al bien, nuestros instintos

sociales. Uno y otro, egoísmo y altruismo, están en nuestra naturaleza, los lleva consigo

cada uno de nosotros.

El egoísmo lo componen siete instintos, a saber: nutritivo, sexual, maternal, destructor,

constructor, el orgullo y la vanidad. El altruismo lo forman tres, la simpatía

(attachement), la veneración y la bondad. Esta descomposición del sentimiento en diez

funciones distintas, siete egoístas y tres altruistas, lo puede comprobar en sí mismo cada

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cual, si se examina con sinceridad. Todos los hombres poseen esas diez funciones

afectivas irreductibles, que corresponden a otros tantos órganos, si bien están

desigualmente dotados de cada una de ellas.

En cuanto al egoísmo, el instinto nutritivo es el más fuerte de todos, y sirve directamente

a la conservación del individuo. Viene en seguida, el sexual, el más perturbador, que

preside a la conservación de la especie. Se sucede el maternal que ayuda también a la

conservación de la especie y que a primera vista no parece egoísta, porque se acompaña

casi siempre con la bondad; pero es fácil verlo con su verdadero carácter en ciertas

naturalezas desprovistas de altruismo, que miran a sus hijos como una propiedad de la

que pueden sacar provecho. Se siguen el destructor, que ha producido las guerras, y el

constructor que ha creado la industria. Y los últimos, los menos egoístas, el orgullo o la

necesidad de dominación, y la vanidad o necesidad de aprobación. Todos esos instintos

van decreciendo en vigor y haciéndose más dignos, según el orden en que los hemos

enumerado.

Por lo que respecta al altruismo, la simpatía (attachement) es el sentimiento que forma

los lazos entre iguales, la amistad, la fraternidad y el más íntimo de todos, el matrimonio.

Después viene la veneración, el sentimiento religioso por excelencia, que nos hace sentir

profundo respeto por nuestros padres, por nuestros maestros y por todos nuestros

benefactores. En fin, el más sublime de todos nuestros sentimientos, la bondad, que nos

despierta el amor más grato y generoso por nuestros hijos, por nuestros discípulos, por

nuestros conciudadanos, por todos los hombres en general, y que, haciéndonos gozar con

la felicidad de los demás, nos impulsa a trabajar por ella. Estas tres funciones altruistas

van siendo menos fuertes y más dignas por el orden de su enumeración.

Tenemos, pues, siete funciones egoístas contra tres altruistas, y como las primeras no

solo son más numerosas, sino que también son más enérgicas, parece imposible que pueda

predominar el bien sobre el mal. Pero antes de examinar esta gran cuestión,

completaremos la teoría positiva del alma. Conocemos ya el sentimiento, mas nos quedan

por analizar la inteligencia y la actividad.

Respecto de la inteligencia se ha divagado mucho en todos los tiempos, hasta que

Augusto Comte, ayudándose con la sociología que él constituyera, logra hacer su

verdadero análisis, descomponiendo ese atributo medio de nuestra alma, en cinco

funciones irreductibles, a saber, la contemplación concreta, la contemplación abstracta,

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la meditación inductiva, la meditación deductiva y el lenguaje. La contemplación

concreta o relativa a los seres, es la más elemental de nuestras funciones intelectuales.

Ella es la que nos da la noción de los diversos objetos. La contemplación abstracta o

relativa a los acontecimientos, es más complicada. Ella es la que nos suministra la noción

de las propiedades; independientemente de objetos dados. Estas dos funciones acumulan

los materiales que elaboran en seguida la meditación inductiva, que procede por

comparación, de donde generalización, y la meditación deductiva, la más alta de nuestras

funciones intelectuales, que procede por coordinación, de donde sistematización. Hecha

así la elaboración, le toca su turno al lenguaje, que manifiesta nuestras concepciones.

Estas cinco funciones explican todos los fenómenos del mundo intelectual, ya las

creaciones del arte, ya las de la ciencia.

Tocante a la actividad, el tercer elemento de nuestra alma, la forman, según Augusto

Comte, tres funciones muy fáciles de comprobar, que ya había reconocido el buen sentido

universal, a saber, el valor, la prudencia y la perseverancia.

Se ve, pues, que nuestra alma es compuesta de diez y ocho funciones, diez afectivas,

cinco intelectuales y tres activas. Esas funciones corresponden a otros tantos órganos, que

forman el conjunto del cerebro. Esto fija de una manera positiva la relación entre el moral

y el físico, la cabeza y el cuerpo, lo que producirá, en bien de la Humanidad, una

revolución en la medicina. La combinación de esas funciones de varias maneras y sus

diversos grados de actividad, determinan todos los estados del alma y todas sus

operaciones.

Vengamos, ahora, a la gran cuestión del egoísmo y el altruismo, esos eternos enemigos

que tratan de apoderarse de nosotros, pareciendo que el triunfo ha de corresponder al más

fuerte. Desde luego haremos notar que los elementos que forman el egoísmo no son

susceptibles de armonizarse entre sí, sucediendo que el predominio del uno excluye, de

ordinario, a los otros. Y, por otra parte, el egoísmo de cada cual está limitado, en la

sociedad, por el egoísmo de los demás. No pasa eso con el altruismo. Los diversos

elementos que lo forman, en vez de excluirse, se ayudan y fortifican recíprocamente. Y

la sociedad, lejos de limitarlo, no hace sino extenderlo más y más, pues el altruismo de

cada uno reacciona favorablemente sobre el de los demás.

Tenemos, también, en nuestra naturaleza, un atributo que de suyo es neutral y que puede

servir así al egoísmo como al altruismo: la actividad, compuesta del valor, la prudencia y

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la perseverancia, que constituyen el carácter. Lo mismo sucede con la inteligencia que

despliega, sin embargo, su mayor energía y sus mejores cualidades cuando es excitada

por los buenos sentimientos. Si empleamos el carácter en servicio del altruismo, con la

ayuda, además, de la inteligencia que ilumina, no nos será difícil poner bajo la planta el

instinto egoísta que pretenda dominarnos. Y ello nos costará tanto menos, cuanto más

vivo sea nuestro altruismo. Porque la mejor manera de sujetar nuestros malos instintos

está, más que en comprimirlos, en despertar los buenos. Ya la Imitación había dicho con

profunda verdad, que el mal hábito se vence con el buen hábito, y que el amor todo lo

facilita, velando aun durante el sueño (et dormiens non dormitat).

Además, cuando el altruismo comienza a predominar en nuestra naturaleza, es tal su

propio encanto, son tan inefables las emociones de que nos llena, que buscamos

continuamente esos placeres puros que derraman el bien entre los hombres. La simpatía,

la veneración y la bondad son la fuente eterna de los verdaderos goces de la Humanidad.

De ahí brotaron las grandes poesías de todos los tiempos, que han despertado las más

sublimes emociones e inspirado las más nobles acciones. AI impulso del altruismo se

deben también todos esos seres superiores que, comenzando por perfeccionarse a sí

mismos, perfeccionaron en seguida a los demás, quedando como ejemplos ideales para

nuestra conducta.

Muchos de esos seres han sido primero esclavos del egoísmo, pero como sintieran al fin

vibrar en su alma las cuerdas del altruismo, experimentaron una trasformación completa,

mirando con horror su vida pasada y subiendo en el amor del bien a alturas casi

inaccesibles. Citaremos entre innumerables a San Agustín, que tuvo durante varios años

una conducta licenciosa, y que, después de su reforma, se veía perseguido, mientras

dormía, por los malos recuerdos de su antigua vida, hasta que, en fuerza de la

perseverancia de su amor ferviente, logró purificar sus sueños. El caso de Santa Teresa

de Jesús es más singular aún. Esta no había llevado mala vida aunque, según ella cuenta

en su auto-biografía, estuvo a punto de llevarla. Tenía una constitución muy delicada y

enfermiza, y pasó mucho tiempo postrada por un mal gravísimo. Pero, cuando se verificó

en ella la trasformación moral que la hizo vivir solo del amor, sus dolencias se disiparon

y adquirió una energía extraordinaria. El moral cambió el físico. Y aquella naturaleza,

que parecía destinada a ser inútil para los demás, a causa de su debilidad, hizo una de las

vidas más puras y benéficas, y sembró la virtud a manos llenas. Jamás se ocupaba de sí

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misma, aunque se viera calumniada. Su solicitud estaba siempre fija en el prójimo. Si

sabía a alguien en desgracia, luego acudía en su auxilio. Hasta el sombrío Felipe II recibió

cartas de la Santa, empeñándose por personas perseguidas. Su purificación moral fue tan

grande que llegó a suprimir de su alma el egoísmo, viviendo solo bajo la inspiración del

más sublime altruismo. Podía pasar en medio del mal sin contagiarse. La elevación de su

alma era tal, que todo lo veía bajo el aspecto del bien. En las efusiones de su ardiente

corazón, soñaba a veces despierta un mundo de afecciones que la solía llevar hasta el

éxtasis. Y de ahí venia más dispuesta a amar y servir a sus semejantes. El inmoral

materialismo ha pretendido ver en Santa Teresa una enferma. Ello no es extraño. Cuando

se considera el exceso del egoísmo como el tipo de la salud, se había de mirar el exceso

del altruismo como el tipo de la enfermedad. Y ¿cómo desconocer el profundo buen

sentido de la Santa que se revela en sus preciosos e inimitables escritos, y que se halla

como grabado en esta advertencia a sus monjas: “La única manera de saber que amáis a

Dios es amando al prójimo”?

El predominio del altruismo sobre el egoísmo es, pues, muy posible. Muchos seres lo

han conseguido en el pasado, muchos lo consiguen hoy a nuestra vista. Nuestras madres

son un ejemplo viviente de ello. La mujer lo realiza, en general, con más facilidad que el

hombre, porque es de suyo más tierna, más venerante, más bondadosa. Pero, velando para

tener siempre vivo y ardiente el fuego del altruismo, llegaremos a enfrenar nuestro

egoísmo por rebelde que sea. Y si, desgraciadamente, éste se hubiere apoderado ya de

nosotros, habituándonos al mal, haciéndonos esclavos de alguno de sus siete instintos, no

hay que desesperar mientras nos quede un fondo de altruismo. Despertémoslo,

cultivémoslo con energía, prudencia y perseverancia, y veremos transformarse como por

encanto todo nuestro ser. Nos sentiremos atraídos por la virtud que nos seduce, y

huiremos del vicio que nos repugna. Y una nueva vida, llenada por el bien, nos dará la

paz y la felicidad que nunca conocimos antes.

Sería muy conveniente familiarizarse con la teoría positiva del alma para conocernos, a

fin de perfeccionarnos. Ella nos permite apreciar la grave enfermedad moral que sufre

ahora la sociedad, la que consiste, en el fondo, en una gran sobreexcitación del orgullo y

la vanidad y en una falta completa de veneración. Cada cual se cree superior a todos los

demás. Nadie respeta a nadie. El hijo es irreverente para con el padre, el discípulo para

con el maestro, el ciudadano para con el magistrado, los vivos para con los muertos, todos

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para con todos. Y lo peor del caso es que, en medio de la más profunda inmoralidad, nos

creemos muy morales. No es raro ver individuos que llevando una vida licenciosa, andan

muy satisfechos de su conducta, Como se juzguen con el criterio del egoísmo, nada

encuentran que reprocharse. Nunca había pasado el mundo poruña situación más funesta.

Es verdad que en todos los tiempos ha habido hombres corrompidos, pero al menos sabían

que lo eran. Hoy, cosa increíble, se hace la vida más inmoral, creyéndola, de buena fe,

muy moral. Somos viciosos y nos creemos virtuosos. Estamos engreídos de nuestra

inmoralidad.

La reacción contra el catolicismo y la falta de una doctrina que lo reemplace, es la causa

efectiva del mal. Felizmente la Religión de la Humanidad viene a remediarlo, sacándonos

del peligroso marasmo que nos aqueja. Ella despertará el dormido altruismo del hombre,

y, trasformando su extraviado corazón, lo conducirá por la vía del perfeccionamiento

moral, que constituye nuestro supremo destino. Pues la verdadera grandeza del género

humano, su más alto título de gloria, consiste en su íntima aspiración para hacer

prevalecer el altruismo sobre el egoísmo. La inteligencia ha servido esa aspiración,

conociendo más y más las verdaderas relaciones de las cosas, a fin de fundar sobre ellas

el orden moral. Y la actividad se ha empeñado en realizarlo. Esa es, en el fondo, la

verdadera historia de la Humanidad. De ella ha extraído Comte la formula sagrada del

positivismo: “El amor por principio, y el orden por base; el progreso por fin.”

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IV. EL VERDADERO SER SUPREMO

Todos somos hijos de la Humanidad. A ella le debemos nuestros adelantos en industria,

en ciencia, en arte, y en moral. Hemos comenzado por el salvajismo y el egoísmo,

elevándonos gradualmente hasta la civilización y el altruismo, gracias a nuestra verdadera

providencia. Ella es formada de la mujer, nuestra providencia moral, del sacerdocio

(comprendiendo en él los sacerdotes propiamente dichos, los sabios y los poetas), nuestra

providencia intelectual, del patriciado (comprendiendo en él los hombres de estado, los

inventores y los jefes industriales), nuestra providencia material, y del proletariado,

nuestra providencia general. Esos cuatro elementos, que componen juntos el orden social

entero, han elaborado, ellos solos, todos los progresos del género humano.

La mujer es quien hace nacer en el corazón del hombre los sentimientos generosos. En

su carácter de madre echa los gérmenes en nuestra alma del amor al bien, y los cultiva

con tal delicadeza y asiduidad, que llegan a florecer hasta en los caracteres más rudos. El

recuerdo de una madre es suficiente, a menudo, para detenernos en el camino del mal. Su

imagen es una divinidad que vela constantemente a nuestro lado, reprimiendo nuestras

malas inclinaciones e inspirándonos los más nobles deseos. Si realizamos, en la vida, algo

de bueno, ahí está su mano. Todas las grandes naturalezas son hechura de una madre.

Pero si la mujer forma al hombre en su carácter de madre, lo perfecciona también mucho

como esposa. A la verdad, en el matrimonio es donde se completa nuestra educación

moral. Bajo esa santa institución, que la Religión de la Humanidad viene a mejorar en su

forma y en su destinación, la reacción afectuosa de la mujer sobre el hombre es más íntima

aun. Cuando las labores teóricas o prácticas han secado su corazón, cuando el egoísmo lo

domina, encuentra en la ternura de la esposa la fuente viva del sentimiento que lo inunda

de gratas emociones. Y si el hombre se aparta del camino del deber, nadie sabe volverlo

a él como una esposa.

Todavía educa la mujer al hombre en su calidad de hija. Una bondad inefable brota en

el corazón del padre a la vista de la encantadora y dulce hija. Sus delicados cariños

conmueven a los seres más indiferentes. Y la debilidad embelesante de una hija suele

hallar gracia en naturalezas que no habían sabido amar ni a la madre, ni a la esposa. Tócale

así a la mujer despertar, al fin, nuestro dormido altruismo.

La madre, la esposa y la hija son tres verdaderos ángeles que acompañan al hombre,

guiándolo por el camino del bien. En los peligros morales que corremos, alguno de los

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tres nos salva. Cuando no es la madre, es la esposa o la hija. Sus imágenes acuden, de

ordinario, juntas a nuestra alma, para persuadirnos la virtud. Y tal es su poderoso encanto

que consiguen, a veces, arrancarnos de en medio del mal.

La mujer ha cumplido esa santa misión desde los primeros pasos del género humano.

Todos nuestros buenos sentimientos son obra suya. A ella es debido el mundo de los

nobles afectos, que se desenvolviera con el tiempo. En la mujer está siempre el origen de

cuanto el hombre ha hecho de grande y de sublime en la tierra.

Veamos nuestra providencia intelectual. Cuando se considera el asunto sin prevención

anti-teológica, nadie puede desconocer que los sacerdotes de todas las religiones, y en

especial los teócratas, sean los maestros del género humano. Ellos han reglamentado, con

relación al tiempo y al lugar, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros

actos en virtud de doctrinas provisorias, llenando así las condiciones de una verdadera

enseñanza. Pero, además de los sacerdotes que ejercían un magisterio indispensable para

la organización social, hay una serie de sabios, a contar desde Tales y Pitágoras hasta

Bichat y Gall, que elaboraron poco a poco las ciencias positivas. Mientras estas ciencias

se hallaban más o menos dispersas no podían hacer las veces de una verdadera doctrina

y, si servían a la industria, la dirección social correspondía siempre a las creencias

teológicas. Ese estado de cosas ha cesado hoy; pues las ciencias fueron coordinadas por

Comte en su célebre clasificación de matemática, astronomía, física, química, biología y

sociología, que es ya popular. Las cinco primeras las encontró constituidas, quedándole,

empero, la gloría de disponerlas en orden jerárquico y de enlazarlas entre sí. Mas la

última, la sociología, la más difícil de todas, hubo de constituirla él mismo. Y ello le ha

permitido reemplazar después la religión teológica con la religión sociológica. En su

Sistema de Política Positiva completó esa clasificación con un término último, la moral,

la ciencia de las ciencias, a la cual deben subordinarse todas las demás.

Así las cosas, las ciencias llenan las condiciones de una verdadera doctrina, pudiendo

reglamentar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros actos de una manera

más positiva que las creencias teológicas.

Pero, como las preocupaciones anti-religiosas mantengan oculta la gran creación de

Augusto Comte, y como abunden las gentes que viven de negaciones, no es extraño que

la verdadera doctrina no sea aceptada aún. Sin embargo, ella se abrirá camino,

convirtiendo poco a poco a las naturalezas que pueden pasar de los sentimientos

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generosos a las concepciones generales, y, recíprocamente, de las concepciones generales

a los sentimientos generosos. La religión definitiva ha sido elaborada por todo el pasado

de la Humanidad, encargándose Comte solo de formularla, como él mismo lo dice, con

ese sentimiento de profunda veneración por los servidores de nuestra especie, que le es

característico. El establece que no existe más que una religión, la que ha recorrido las

fases del fetichismo, del politeísmo y del monoteísmo para llegar al positivismo. Ella

presidió siempre los destinos del hombre, y siempre seguirá presidiéndolos. En distintas

épocas ha habido espíritus que, haciéndose intérpretes de las necesidades sociales, y

resumiendo los trabajos anteriores, formulaban la religión del modo más conveniente para

el momento dado. Eso hicieron Moisés, San Pablo. Eso mismo ha hecho Augusto Comte,

a nuestra vista, cuando todo el mundo salía del catolicismo sin tener adonde ir.

Examinemos ahora la providencia material. Ella es formada por el patriciado que,

dirigiendo la política y la industria, ha contribuido a hacer más llevadera la existencia

física de la Humanidad. No es raro que se desconozca hoy esta providencia, a causa de la

falta completa de sanas nociones sociales. Se mira con antipatía a todo jefe político o

industrial, en el pasado y en el presente. Por el hecho de ser jefe, se le cree, comúnmente,

un enemigo del género humano. Hay quienes llegan aun a considerar el anarquismo, como

el ideal gubernativo. No obstante, sin los jefes políticos e industriales seríamos hoy

salvajes, viviendo en una tierra inculta. Como toda operación política o industrial dependa

de la cooperación social, es incuestionable que esa cooperación tiene que ser presidida

por alguien. Lo que sí se debe exigir es que el que preside no pierda de vista el interés de

la comunidad, y eso es lo que constituye a los verdaderos hombres de estado y a los

buenos industriales. Y son ellos los que han velado al través de la historia por nuestra

vida física.

Consideremos, por fin, la providencia general. Esta la constituye el proletariado que,

bien mirado, comprende toda la población humana, y del cual salen los patricios para

presidir el orden material, y los sacerdotes para presidir el orden espiritual. De hecho,

todos somos obreros, todos somos funcionarios sociales, es decir, cooperadores naturales

en la cosa pública, desde el barredor de calles hasta el jefe del Estado. Todos somos

responsables de nuestra conducta ante la sociedad, si no sabemos llenar nuestra función.

Pero aquí consideramos el proletariado en el sentido de los que trabajan, dirigidos por

empresarios, en toda la industria humana. La tarea incesante de ese proletariado al través

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del tiempo y del espacio, es lo que realiza todas las cosas. Si la mujer nos educa

moralmente, si el sacerdocio nos instruye, si el patriciado nos gobierna, el proletariado

ejecuta siempre. Él sirve a todos y todos deben servirlo a él.

Las cuatro providencias que acabamos de examinar forman para cada hombre un

verdadero Ser Supremo, (la Humanidad), del cual todo lo recibe, al cual todo se lo debe.

Él ha velado hasta aquí sobre nosotros, vela hoy y velará en lo sucesivo. Definida por

Comte, la Humanidad es el conjunto continuo de los seres convergentes pasados, futuros

y presentes. Al decir seres convergentes, quiere significar que ella es compuesta, no de

todos los hombres, sino de aquellos que cooperan con sus sentimientos, sus pensamientos

y sus actos a la obra común del progreso. Y si con ese término se elimina de la Humanidad

a las personas inútiles o perjudiciales, se le incorpora en cambio los animales domésticos,

fieles servidores y compañeros del hombre. Concebida así, la Humanidad es nuestro único

Ser Supremo. Ella se cierne sobre nuestro espíritu y nuestro corazón. Ella nos envuelve

por todas partes con su pasado, con su porvenir, con su presente. No podemos movernos

sino en su seno. Ella es la expresión sublime que condensa en sí todas las nobles

emociones, todos los grandes pensamientos, todos los actos benéficos de que fuere

susceptible nuestra naturaleza. Ser real e ideal a la vez, que nos inspira la más viva

simpatía, el más profundo respeto, la más inefable bondad. Su existencia es innegable.

No podemos desconocerla sin la más negra ingratitud. La mano de la Humanidad está en

todas partes. No hay nada en la tierra de verdaderamente individual, todo es colectivo. Y

la cooperación sucesiva de las generaciones es mil veces mayor que la cooperación

contemporánea.

Por mucho tiempo se había supuesto que todo lo recibíamos de los dioses o de Dios, y

el hombre, agradecido, se reunía en los templos para rendir homenaje a esos seres que

consideraba como sus benefactores. En esos recintos augustos han tenido lugar las más

nobles efusiones del alma humana. Ahí se desarrollaban los más santos y sublimes

sentimientos. Esa ha sido la grande escuela del corazón, en que se ponían los hombres en

comunión de afectos, olvidando sus odios.

Si los seres imaginarios han podido despertar emociones tan vivas y profundas, ¿qué no

será con el ser real? Cuando entremos al templo de la Humanidad, nuestro verdadero ser

supremo, cuando escuchemos la voz del sacerdote que nos habla en nombre del pasado y

del porvenir, para aconsejarnos en el presente, cuando oigamos los acordes solemnes de

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la música religiosa que nos llama a las más generosas efusiones, cuando nos veamos

rodeados de seres animados de un mismo sentimiento, entonces brotará en nuestra alma

el más sublime entusiasmo. Se apagarán nuestras malas pasiones y seremos envueltos en

un mundo de amor y de virtud. Saldremos del templo purificados, fortalecidos y llenos

de benevolencia para con nuestros semejantes. Asistiremos a él a menudo, para despertar

nuestro débil altruismo. Y en vez de ir al teatro a buscar emociones que muchas veces

corrompen nuestra alma, iremos al templo donde la música, desplegando todo su poder,

todo su encanto, producirá solo sentimientos puros, generosos, sublimes.

Las verdaderas fiestas públicas deben ser en el templo. Solo ahí se realiza la fusión de

las almas en la unidad del amor. Las grandes reuniones han de tener por objeto el

levantarnos a las santas aspiraciones, a los bellos ideales, avivando, en común, el

altruismo de todos. Cuando nos juntamos con un mismo sentimiento de simpatía, como

que se multiplica su fuerza en cada cual. En medio de nuestros semejantes se enardecen

los nobles afectos. La reacción del amor es increíble. Pasa de uno en otro con la rapidez

del rayo y los enciende a todos en su sagrado fuego. Entonces tienen lugar las profundas

emociones que son la gloria y la felicidad del hombre.

A esas grandes manifestaciones concurrirán todas las artes. La arquitectura, la escultura

y la pintura, que tan descaminadas andan hoy, vendrán bajo la dirección de la Religión de

la Humanidad a formar y embellecer los augustos edificios, donde resonarán la palabra

del sacerdote y los acordes del compositor, inspirados por la gran doctrina. Todo se

juntará entonces para recogernos y elevarnos el alma: el grandioso aspecto del templo,

las estatuas animadas de nuestros benefactores, las escenas conmovedoras de los cuadros,

la voz elocuente del sacerdote, los acentos sublimes de la música.

El culto del verdadero Ser Supremo que la Religión de la Humanidad viene a establecer

sistemáticamente, ha sido practicado siempre espontáneamente. El homenaje que se

tributara a los muertos en todos los tiempos y países y la apoteosis de los grandes

hombres, son los antecedentes naturales del culto de la Humanidad. Pero el catolicismo

es todavía un precursor más decisivo de ese culto. Desde luego, comienza por humanizar

a Dios, sustituyendo al tipo divino el tipo humano. En seguida, establece la comunión de

los santos, trasformando más la concepción teológica en la concepción humana. Y, por

último, crea bajo la inspiración de los caballeros de la edad media el admirable tipo de la

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Virgen María, resumen de todas las perfecciones, verdadero emblema de la Humanidad,

tan bien caracterizada por el Dante en su sublime terceto del Paraíso.

In te misericordia, in te pietate,

In te magnificenza, in te s’aduna

Quantunque in creatura è di bontate.

Era que el verdadero Ser Supremo se presentaba más y más al hombre como su único

benefactor, su solo ideal positivo. Llega Comte y formula netamente la concepción de la

Humanidad, mostrándonos en ella el Gran Ser que todos debemos adorar, para agradecer

sus servicios e identificarnos con sus virtudes. Rindamos pues a la Humanidad el culto

que le corresponde.

¿Por acaso, permaneceremos en la indiferencia, seguiremos en el inerte catolicismo

actual o en el impotente negativismo de todas formas y colores, sin querer aceptar la gran

doctrina que viene a reconstituir definitivamente el orden social? El momento es solemne.

Todo está en peligro. No hay educación, no hay opinión, no hay deberes. El más

desvergonzado individualismo se ostenta en todas partes como el verdadero ideal. Que

cada cual consulte su corazón, poniendo atento oído a la voz inextinguible de todas las

grandes almas que, resonando al través de los siglos, nos llama al punto de vista supremo

de la moral. Subamos hasta él en alas del altruismo, y entonces comprenderemos que la

Religión de la Humanidad tiene el secreto del porvenir.

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V. TEORÍA POSITIVA DE LA RELIGIÓN

Por lo general, se cree que la palabra religión implica necesariamente la idea de teología.

Pero antes de pasar adelante, volveremos a hablar de Herbert Spencer, pensador que está

contribuyendo a descaminar a los espíritus en la difícil situación actual. En sus Principios

primeros, resumen de toda su filosofía, trata de la más grande de las cuestiones: la

conciliación de la ciencia y la religión. Mas, ¿cómo pretende conciliarlas? A su juicio, el

terreno de la ciencia es lo conocible, y el de la religión, lo inconocible. Todos los

conflictos habidos entre ellas vienen de que ambas se han invadido recíprocamente sus

dominios, interviniendo la ciencia en lo inconocible, y la religión en lo conocible. Si se

mantiene cada una en su respectivo dominio— y a ello se ha tendido más y más en el

curso de la historia, según Spencer— la conciliación es segura. Por otra parte, considera

lo conocible como la manifestación de lo inconocible y cree que todas las religiones, aun

las primitivas, tienen “un alma de verdad”, porque todas afirman la existencia suprema

de lo inconocible.

Desde luego tenemos un error capital que vicia por su base toda la filosofía de Spencer,

y es el establecimiento de lo inconocible como cosa positiva, concepto gratuito que nos

revela en él, a pesar de toda su erudición científica, al último de los metafísicos. Además,

su modo de apreciar la tarea de las religiones llega a ser pueril, creyendo no han tenido

otra misión que la de mantener incólume la gran verdad de lo inconocible. Y ¿qué decir

de su extraña manera de conciliar la religión y la ciencia? No, quien tal piensa no había

nacido para resolver las grandes cuestiones sociales y morales de nuestra época. Sus libros

están sembrados de errores gravísimos.

Es de advertir que Augusto Comte escribió antes que Spencer, y si éste se hubiera

tomado el trabajo de meditar el Sistema de Política Positiva habría podido, tal vez, ser

muy útil a la Humanidad. Pero quiso a toda costa ser original, y en vez de estudiar la

solución del problema humano que había dado Comte, se puso a resolverlo a su modo.

Spencer ha cometido así, a pura pérdida, una grave falta moral. Pues, siendo la ciencia

obra colectiva, no es permitido trabajar en ella sin conocer lo que han hecho nuestros

predecesores, a fin de seguir sus huellas y no exponerse a tratar de resolver lo que ya

estaba resuelto, malgastando, en ese caso, fuerzas que se deben a la Humanidad.

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Pasemos ahora a la palabra religión. Ella viene, etimológicamente de religare (atar dos

veces), significando, en el fondo, doctrina que regla al hombre individualmente y lo liga

socialmente. Esa doctrina puede ser teológica, y entonces la religión es teológica y puede

ser sociológica, y entonces la religión será sociológica. La palabra religión, es de suyo

independiente de la teología, aunque se la haya identificado con ella por la circunstancia

de que la religión se ha basado casi siempre en la teología. Más todavía, religión indica

el estado de completa unidad que caracteriza al individuo y a la sociedad cuando todos

sus atributos— sentimiento, inteligencia y actividad— convergen hacía un fin dado. Se

ha tratado de alcanzar esa unidad por diversos medios, y ellos han sido considerados

equivocadamente como el fin. De ahí que a juicio de Comte no haya sino una sola

religión, a la cual nos hemos acercado más y más, viendo de armonizar nuestros afectos,

nuestros pensamientos y nuestros actos. Ese ha sido el objeto supremo de todas las

creencias teológicas. Nada hay por eso más respetable, más augusto, nada que interese

más al hombre que la religión. Ella está sobre todo, lo abarca todo; fuera de su dominio

no existe nada.

Para obtener ese gran resultado habían de emplearse los medios adecuados al tiempo y

al lugar, y ello ha dado origen a las diversas formas religiosas. Todas ellas tienen, así, un

fondo común muy distinto del que piensa Spencer. No es lo inconocible lo que hermana

a las religiones, es, sí, como dice Comte, el fin moral que todas ellas han tenido. Todas

tendieron a formar al hombre y guiarlo en la vida. De ahí que nuestro maestro establezca,

entre su gran doctrina y las religiones del pasado, una verdadera afinidad de miras y

propósitos. Y constituyéndose, por otra parte, en intérprete supremo de los destinos de la

Humanidad, traza la historia positiva de la religión, lleno del más profundo respeto por

todas las formas preparatorias que revistiera.

Si estudiamos las doctrinas religiosas del pasado, con ánimo sereno, colocándonos en el

punto de vista de los progresos morales de la Humanidad, no podremos menos de

reconocer que todas ellas han tenido la más noble de las tareas: la de velar siempre sobre

el hombre, llamándolo a los buenos sentimientos, a las buenas acciones. Esos

llamamientos se han hecho en nombre de los seres superiores que se creía gobernaban al

mundo. Ya eran los fetiches, ya los astros, ya los dioses, ya Dios, lo que servía para educar

a la especie humana. Esa educación mejoraba nuestro corazón, disponiéndonos más y

más a la benevolencia, a la virtud. Con el trascurso de los siglos se han alcanzado notables

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progresos. Pero hay diversas épocas peligrosísimas para la Humanidad, cuando las

creencias que la dirigen se agotan, teniendo que formarse otras que las reemplacen. Así

fue con el paso del politeísmo al monoteísmo, y así es ahora, a nuestra vista, con el del

monoteísmo al positivismo.

Todas esas doctrinas religiosas han versado sobre dos dominios, el orden exterior y el

orden interior, el material y el moral. Queremos decir que todas ellas han tenido una

concepción dada sobre el mundo y el hombre, y eso es lo que forma el dogma. Sobre él

se basaba el culto, es decir, el sistema de prácticas para perfeccionar moralmente al

hombre. Del dogma y del culto se desprendía el régimen correspondiente. He ahí los tres

elementos que abraza toda religión. Mejorar el dogma y el culto para mejorar el régimen,

esa es la historia fundamental de nuestra especie, lo que ha hecho establecer a Comte el

axioma sociológico de que “el hombre se vuelve cada vez más religioso.”

La religión nos civiliza al través de la historia en nombre de seres imaginarios, pero por

obra exclusiva de la Humanidad. Ella es el autor de todas las concepciones religiosas, y

por medios humanos se han verificado todos los perfeccionamientos. Los fundadores y

los adeptos de las diversas religiones teológicas estaban ciertamente de buena fe. Pero

como no conocían ni la teoría positiva del alma, ni la concepción científica del mundo,

atribuían entonces las grandes inspiraciones morales a seres extraños a la Humanidad.

Así, el gran San Pablo se creyó tocado de la mano de Dios en el camino de Damasco.

¿Qué había pasado en realidad? Naturaleza fuerte y activa, pero dotado a la vez de una

sensibilidad profunda, empeñóse en la persecución de los cristianos, creyéndolos

corrompidos y perniciosos. Mas, como hubiera visto perecer a tantos individuos, entre

ellos ancianos y débiles mujeres, firmes en su creencia, serenos, alegres aún, sin proferir

una sola queja, operóse en su alma un trabajo latente, que produjo al fin la gran crisis

moral, que de enemigo lo convirtió en apóstol. Identificóse con la creencia cristiana, dióle

toda su energía, todo su amor, la trasformó, la engrandeció, e hizo de ella una gran

doctrina que ha presidido durante siglos los destinos de la Humanidad.

Lo que aconteciera a San Pablo ha tenido lugar también, en grados diversos, con muchos

seres que estuvieron empecinados en el mal por falsos conceptos o hábitos viciosos, hasta

que se hizo en ellos la gran transformación. Y como quiera que se realicen las profundas

reformas morales del hombre, ellas arrancan siempre del altruismo que cada cual lleva

consigo. Suele ese altruismo tardar a veces en despertar, agobiado como se halla bajo el

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peso del egoísmo. Pero, si llega a sobreponerse por un momento, son tan vivas y tan gratas

las emociones de que nos llena, nos sentimos animados de una energía tan fácil y

poderosa, que nos lanzamos por el camino del bien sin que nada pueda detenernos. Y

cuando estamos, así, bajo el imperio del amor, somos felices, aun en medio de la

desgracia. El gran San Pablo era todo alegría entre las cadenas de su prisión. Y la

Imitación, que contiene el análisis más profundo que se haya hecho del corazón humano,

se expresa como sigue: “El amor no tiene límites. Nada le pesa, nada le cuesta, emprende

más de lo que puede, y jamás se escusa con lo imposible, porque todo le parece posible.

Y por eso mismo todo lo consigue, y realiza muchas cosas que fatigan y agotan en vano

al que no ama. El amor siempre vela; en el sueño mismo está despierto. No hay fatiga que

lo canse, ni lazos que lo amarren, ni miedos que lo turben, sino que a la manera de viva y

ardiente llama sube a lo alto y se remonta seguramente.”

Pudiera creerse que ese amor, que se apodera a veces del hombre, procede de la

esperanza del cielo y del temor del infierno. Pero esa especie de policía teológica no ha

obrado jamás sobre las buenas naturalezas. Y en el seno mismo del catolicismo, vemos la

serie innumerable de santos, que sentían y preconizaban el amor, como la cosa más alta

que puede alcanzar el hombre. "Nada hay, dice la Imitación, haciéndose el intérprete de

todas esas almas superiores, “más grande ni en el cielo, ni en la tierra que el amor.” El

libro del Amor de Dios de San Bernardo es toda una demostración admirable de que

debemos amar a Dios, no por esperanza del premio, ni por temor del castigo, sino por

agradecimiento a sus beneficios y por el profundo placer del mismo amor. Y si el gran

San Bernardo volviera a la vida, diría del amor de la Humanidad lo que decía del amor

de Dios. Todos los escritos de Santa Teresa abundan en ese mismo sentimiento, y

demasiado conocido es el sublime soneto que retrata su alma.

Se ve, pues, que, en medio de la teología, ha sido el altruismo, inherente al hombre, lo

que verificaba todos los perfeccionamientos morales. De ahí que nuestro maestro tenga

el más profundo respeto por los nobles seres de todas las religiones. Más todavía, los

incorpora a la Humanidad, mirándolos como fieles de la doctrina altruista que ellos

profesaron espontáneamente, pues obraban movidos del amor. Las diferencias que

dividen a los hombres en el espacio y en el tiempo, desaparecen con la Religión de la

Humanidad, que los hace fraternizar a todos en la unidad del mismo santo propósito: el

triunfo del altruismo sobre el egoísmo, de la sociabilidad sobre la personalidad. Varios

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caminos se han seguido para alcanzar eso, y los hombres se han separado de país a país y

de época a época. Pero el móvil supremo del amor permanece el mismo.

El más grande de los mortales ha sabido encontrar, en fin, la doctrina que pudiera unir

a los hombres en un mismo sentimiento, en un mismo espíritu, en una misma acción. Con

la teoría positiva del alma demostró que el altruismo debe prevalecer sobre el egoísmo

para conseguir la armonía individual y social. Y, en verdad, la experiencia manifiesta que,

sin el amor, no es posible obtener la paz ni dentro, ni fuera de nosotros. De manera que

el perfeccionamiento de los hombres y de los pueblos depende, en el fondo, de la cultura

del altruismo. En virtud de ese hecho incuestionable, Comte establece el amor como el

principio fundamental de su religión. Pero, para unir a los hombres entre sí, no basta la

comunidad de sentimientos, sino que es menester también la de ideas. Tenía pues que

hallarse una concepción del mundo, que pudiera ser aceptada por todos. Ya el mismo

Comte la había encontrado, fundando la filosofía positiva, que constituye el dogma de la

religión de la Humanidad. Como se cuente con la inspiración del altruismo y con el

criterio de la filosofía positiva, es dable fijar el régimen que más convenga a la

Humanidad. Fue también Augusto Comte el que realizó esta última tarea.

El régimen que Comte formula es abiertamente contrario a las tendencias democráticas

de nuestra época. Mas, no se vaya a creer por eso que miraba en menos al proletariado.

Si ha habido alguien que lo haya amado de veras, ese ha sido nuestro maestro. Pero, con

la profundidad de su espíritu, comprendió luego que la algarabía democrática no hace

más que empeorar la situación del proletariado. El verdadero remedio está, a su juicio, en

la regeneración moral de todas las clases sociales. Fija como tipo político, no la

aristocracia, ni la democracia, sino la sociocracia. En este régimen, todos los individuos

son considerados como miembros de la sociedad, teniendo cada cual su función en ella.

Y la teoría de los derechos, que hoy prevalece, es reemplazada por la teoría de los deberes.

Para Comte nadie tiene otro derecho que el de cumplir con su deber.

Cuanto más se estudia y medita la gran doctrina de Comte, tanto más se convence uno

de que ese genio sublime es el fundador de la religión definitiva. La ciencia, la moral y la

política que se elaboraran en el curso de los siglos, por los trabajos de mil y mil

generaciones, fueron formuladas, al fin, por el órgano supremo de la Humanidad. Todo

lo que se ha hecho de bueno y de grande en el pasado está encerrado en su doctrina, y

todo lo que se haga en el presente y en el porvenir.

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La religión de la humanidad

30

Hoy más que nunca se siente la necesidad de una religión que venga a armonizar el

sentimiento, la inteligencia y la actividad, que se hallan en completo desacuerdo. La

religión teológica es impotente ahora para dirigir al mundo. Ello es un hecho palpable. Es

escusado pensar en corregirla o en modificarla. Todas las tentativas serian infructuosas.

Es menester reemplazarla.

Algunos espíritus han comprendido esa necesidad y emiten a ese respecto ideas más o

menos vagas. Mientras tanto, el genio sublime de Comte resolvió hace treinta años el gran

problema. La solución está viva, inmortal, en su “Sistema de Política Positiva” el libro de

los libros, que regirá eternamente los destinos de la Humanidad. Por ahora las

preocupaciones anti-religiosas no le han dejado hacer aún el camino que le corresponde.

Sin embargo, gana insensiblemente nuevos adeptos, y día llegará en que los hombres de

los diversos países sean reunidos por la gran doctrina en un mismo espíritu, en un mismo

sentimiento, realizándose así, al fin, la aspiración de todas las grandes almas.

Cuando habla Comte, parece que se escucha la voz de todos los seres virtuosos,

inteligentes y enérgicos que han vivido. Y ello proviene de que esa naturaleza, la más

ricamente dotada que haya existido jamás, se identificó con todos los grandes hombres

del pasado, recibiendo de cada uno de ellos sus mejores inspiraciones. Más aun,

identificóse también con todos los seres superiores que viven y han de vivir, concibiendo

lo que pueden hacer en bien de la Humanidad. Y por seres superiores, entiéndase, no solo

los que descuellan por la inteligencia y la actividad, sino, sobre todo, por el sentimiento,

del cual deriva todo lo que se realice de grande.

La Religión de la Humanidad, que viene a tomar posesión formal del porvenir, es

también dueña del pasado y dueña del presente. Ella ha sido practicada siempre por las

naturalezas verdaderamente virtuosas, que sacaban de su propia alma ese ardiente amor

que lo abarcaba todo. Donde quiera que hubiera algo digno de nuestro afecto, eso entraba

a formar parte de nuestro corazón. Así en todos los tiempos y lugares se ha tenido la más

viva simpatía por la tierra, patria común del género humano, por el país de que fuéremos

ciudadanos, por la casa en que naciéremos, por la esposa, por los padres, por los hijos,

por los hermanos, por los amigos, por los sirvientes, y, en fin, por el perro, el caballo, el

elefante, el camello que han cooperado en la obra humana más que muchos hombres

venidos al mundo para hacer daño. Es decir, que han sentido y sienten de esa manera las

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personas naturalmente amantes. En el campo de los afectos todo se liga así en bien como

en mal. Cuando el odio domina, todo es malevolencia; cuando el amor, todo benevolencia.

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VI. HISTORIA DE LA RELIGIÓN

Para estudiar las cuestiones sociales y morales, es indispensable sentirse animado del

altruismo. Con el criterio del individualismo o del egoísmo no llegaremos jamás a

ninguna solución razonable. Se podrá, con ese espíritu, conocer el mundo exterior, el

orden físico, pero nunca penetraremos en el orden moral. Desgraciadamente domina, por

ahora, de tal suerte el individualismo, que las mejores naturalezas se corrompen,

haciéndose incapaces de abordar los grandes problemas sociales. Nótase una profunda

perversión del sentido moral, que hace vivir a la gente de negaciones, de crítica y de

maledicencia, inhabilitándola para los nobles sentimientos, para las grandes ideas, Cada

cual dictamina con increíble petulancia sobre las más graves cuestiones, y hace burla y

escarnio de las cosas más santas, de los afectos más puros y delicados. Nada hay seguro

hoy contra la terrible degradación del corazón humano.

Sería de desesperar de los destinos de nuestra especie si el mal no fuese pasajero. Sí,

tenemos profunda fe en la gran regeneración moral que ha de cambiar la faz de las cosas.

La Religión de la Humanidad está fundada, y ella ha de reunir, al fin, a las almas virtuosas,

y a todas aquellas que, a pesar de sus vicios, son susceptibles aun de transformarse al

bien. Solo falta que haya espíritus bastante elocuentes y persuasivos para difundir la gran

doctrina. Yo no sé lo que acontece; parece increíble; las mejores naturalezas, aquellas que

podrían prestar tan buenos servicios a la causa de la Humanidad, con su corazón, con su

talento, con su energía, se hallan de tal modo extraviadas por las malas tendencias de

nuestra época, que tienen vergüenza del sentimiento y miran con miedo la Religión.

¿Cómo encontrar el secreto para que todos esos seres escogidos cooperen en la grande

obra?

Vamos, ahora, a ver modo de completar la teoría positiva de la religión, indicando su

historia. Augusto Comte comienza el capítulo primero del tomo segundo de su “Sistema

de Política Positiva” con esta frase: “Espontánea al principio, después inspirada, luego

revelada, la religión se hace en fin demostrada.” Ahí está resumida toda la historia de la

religión.

Que la Humanidad ha comenzado por el fetichismo, es un hecho fuera de duda. Las

primeras explicaciones del mundo han tenido que ser tomadas necesariamente del

hombre, animando los objetos exteriores de sentimientos análogos a los nuestros. No

había otro medio de interpretar el orden exterior, y el hombre no puede estar sin una

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concepción cualquiera respecto a ese orden que lo circunda por todas partes. Esa manera

de ver el mundo cuando no se le conoce suficientemente aun, es tan espontánea, que el

hombre la profesa siempre en su infancia, pues todos pasamos por un periodo fetichista.

Más todavía, cuando nos hallamos en presencia de fenómenos, cuyas leyes no

conocemos, nos sentimos dispuestos naturalmente a interpretarlos a la manera fetichista.

De modo que, a los principios, todo el orden material ha sido identificado con la

naturaleza humana, o, mejor dicho, ha sido concebido a nuestra imagen y semejanza. Así,

para nuestros primeros padres, no había diferencia entre el hombre y el mundo: el mismo

espíritu los animaba a ambos, los mismos sentimientos, las mismas pasiones, los mismos

móviles. Y en esa manera de concebir el mundo, cada objeto era considerado como un

ser distinto que tenía vida propia.

Pero si el hombre explicaba el mundo atribuyéndole una naturaleza idéntica a la suya,

no por eso dejaba de sentir respeto por él y de mirarlo como un ser superior. De ahí que

los primeros deberes que se hayan practicado dependan del fetichismo. En su nombre se

formaron las más antiguas asociaciones humanas. La domesticación de los animales, que

ha sido tan útil a la Humanidad, corresponde por entero al fetichismo, que nos hacía

simpatizar con todos los seres del mundo. Bajo el imperio de esa creencia no había

sacerdocio, pues cada cual se ponía en relación con su fetiche directamente.

Con el trascurso del tiempo se sucedieron naturalmente a los fetiches especiales, los

fetiches generales, es decir, que a los objetos múltiples de la naturaleza, con los cuales

podía tener relación todo el mundo, se sustituyeron los astros, que requerían la existencia

de un sacerdocio para interpretar sus voluntades. Bajo el imperio de la astrolatría, la

asociación humana toma más extensión y más consistencia. Se puede decir que solo

entonces se organiza la sociedad en un pie de verdadera armonía; pues la teocracia, que

resultó de la astrolatría, es el régimen social más perfecto que haya existido hasta aquí, y

solo puede ser superado por la sociocracia. Todos los atributos de la naturaleza humana,

sentimiento, inteligencia y actividad convergían en ese régimen hacia un fin dado. Las

diversas clases sociales tenían marcados sus deberes y eran juzgadas con una ley común.

En nuestra época se mira con horror la teocracia y se considera como el mayor de los

progresos el completo desorden actual, en que no hay dos personas que piensen de la

misma manera. Está bien que hayamos salido de la teocracia, porque el sentimiento, la

inteligencia y la actividad que ella armonizara, requerían una cultura superior, Pero,

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después de la teocracia, nunca han vuelto a reunirse esos tres elementos. Así, los griegos

cultivaron la inteligencia, pero sin ponerla de acuerdo con el sentimiento y la actividad;

los romanos se dieron a la actividad, descuidando la inteligencia y el sentimiento; y la

edad media perfeccionó el sentimiento, desatendiendo la inteligencia y la actividad. Toca

a la sociocracia armonizarlos de nuevo, realizando en mejores condiciones la empresa de

la teocracia,

Tal vez parecerá extraño que tomemos por modelo ese régimen tan abominado por la

anarquía moderna. Pero, cuando se considera el orden social bajo el punto de vista de

nuestro verdadero bienestar, que solo puede provenir del acuerdo de los hombres en

sentimientos, en ideas y en actos, es fácil convencerse de que estamos en transición desde

hace treinta siglos. Reconocemos, sí, que esta transición era indispensable, y por eso

tenemos el mayor respeto por la Grecia, Roma y la Edad Media. Pero sentimos la más

grande admiración por el antiguo Egipto, esa venerable madre de la civilización

occidental.

Nosotros, los sociócratas, concebimos toda la historia de la Humanidad como la

preparación indispensable del régimen final. Desconocer que somos hijos del pasado, no

puede resultar sino de falsos conceptos y de miras superficiales, por no decir de la más

profunda ingratitud. Es muy frecuente, hoy, echar maldiciones sobre el pasado, en nombre

del progreso. Los que tal hacen, ni se sueñan lo que es el progreso. Sería conveniente que

meditaran, para no dañar a la Humanidad con tanta inmoral declamación, el admirable

axioma de Comte, de que el progreso no es más que el desarrollo del orden. Si esa gran

verdad sociológica se hiciera popular, nos veríamos libres de la metafísica política, que

falsea lastimosamente todas las cuestiones.

Pero sigamos la marcha de la religión. De la astrolatría se pasó al politeísmo, como lo

indica el nombre de los dioses tomado de los astros. Es decir que los atributos humanos,

que se daban a los fetiches y a los astros, se pusieron en seres separados del mundo; y los

dioses fueron considerados como directores del orden material y del orden moral. Aquí

la religión toma el carácter de inspirada, pues se suponía que esos dioses estaban en

comunicación continua con el hombre, y que eran la causa de todos sus sentimientos. Se

crearon tantos dioses como afectos había en el hombre.

Del politeísmo se pasó al monoteísmo, y esta religión la califica Comte de revelada,

porque siempre se ha presentado bajo la forma de revelación, en Moisés, en San Pablo,

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en Mahoma. El monoteísmo colocaba en un solo Ser supremo todos los atributos

humanos, sentimiento, inteligencia y actividad, pero en un grado ilimitado. Ciertos

hombres privilegiados se imaginaron recibir de ese Ser, sus grandes inspiraciones. En su

nombre se dictaron, pues, los preceptos morales que debían dirigir a la Humanidad por

mucho tiempo.

La religión se hace en fin demostrada gracias a Augusto Comte; y los deberes que se

han impuesto en nombre de los fetiches, de los astros, de los dioses y de Dios, se imponen,

en adelante, en nombre de la Humanidad. Pero, ¿cómo pasa esto? Desde Tales y Pitágoras

principia el conocimiento científico del mundo, que sujeta a leyes inmutables toda la

naturaleza, que se creyera antes al arbitrio de voluntades caprichosas. Ese conocimiento

avanza poco a poco y está escalonado al través de los siglos. Se constituye primero la

matemática, en seguida la astronomía, después la física, luego la química. Con esto queda

establecido el orden material. Pero ello no basta para formar la religión demostrada. Y,

por lo tanto, la religión revelada sigue dirigiendo a los hombres. Mas, el conocimiento

científico no se detiene, y funda luego la biología, y en fin la sociología. El orden vital y

el social salen así de la arbitrariedad y caen bajo el imperio de la ley.

Con todos esos elementos puede constituirse ya la religión demostrada, que ha de dirigir

a todos los hombres. El mundo moral, que, hasta entonces, había sido un misterio, se

explica naturalmente. Examinémoslo, en el pasado y en el presente, con la teoría positiva

del alma, y toda dificultad desaparece. Esos eternos buscadores del bien, que vivieron en

diversos países y en diversos tiempos, recibían solo de la Humanidad todas sus

inspiraciones. Eran sus padres los que les habían dado el ser físico y moral; eran sus

contemporáneos los que reaccionaban simpáticamente sobre su corazón; era el recuerdo

de sus antepasados, de sus palabras, de sus acciones lo que les infundía las más nobles y

santas aspiraciones.

Pero, la religión demostrada, que hoy se establece, ha sido preparada por la religión

espontánea, la inspirada y la revelada. Hemos sido fetichistas, politeístas y monoteístas

para llegar a ser positivistas. La Humanidad alcanza al fin su madurez, después de un

largo aprendizaje. No vacilemos; reunámonos los hombres de buena voluntad en el seno

de la gran doctrina. Todos los que sientan vibrar en su alma las cuerdas de la virtud,

encontrarán en la religión demostrada su más seguro guía. Ella nos forma el sentimiento,

la inteligencia y el carácter, desenvolviendo armónicamente todas nuestras facultades.

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Es menester que nos convenzamos, una vez por todas, de que los hombres necesitan de

una misma educación.

Y en vez de creer un ideal la situación presente, en que se educa de mil modos, la

debemos mirar como una gran crisis que no ha de durar. Se habla mucho de la opinión

pública, y esta no existe en parte alguna. Ella solo puede formarse bajo la dirección de

una misma doctrina, que sea aceptada por todos. La doctrina existe, pero, lejos de

estudiarla, parece que tuviéramos empeño en mantener la anarquía actual, en que cada

uno puede sentir, pensar y hacer lo que guste, sin freno de ningún género. Nadie quiere

sujetarse a reglas en su conducta, porque se piensa que ello sería desdoroso para nuestra

dignidad, Y estamos tan empecinados, que desoímos todos los buenos consejos, cuando

no hacemos burla de ellos. Ya pasó el tiempo de la religión, se dice a cada paso. Sin

embargo, nunca ha sido ella más necesaria que ahora. El hombre vive separado de la

mujer en sentimientos y en ideas, y, por consiguiente, no existe la verdadera familia. La

vida privada se halla aislada de la vida pública. La política y la moral están reñidas. Las

ciencias, las artes y la industria andan fuera de camino. El desconcierto está en todas

partes.

Cuando se contemplan las cosas desde un punto de vista elevado, no es dable

permanecer indiferente. El mal es profundo y necesita de un gran remedio. No son las

reformas políticas las que pueden mejorar la situación. Lo que se requiere es una

regeneración social. Es preciso formar la familia, uniendo al hombre y a la mujer con las

mismas creencias. Es preciso ligar la vida privada a la vida pública, preconizando lo que

decía hace tantos siglos el gran Confucio de que, para ser buen magistrado, hay que ser

buen padre de familia. Es preciso subordinar la política a la moral. Y en fin. es preciso

que las ciencias, las artes y la industria se sujeten a la religión, para no descarriarse.

No necesitamos decir cuál es la doctrina capaz de realizar todo eso. Pero, como tocia

doctrina, ella no producirá sus efectos, sino cuando sea aceptada por la generalidad. Por

ahora, va ganando adeptos paso a paso. Ha hecho ya trasformaciones profundas.

Naturalezas muy revolucionarias y anarquistas se han convertido al positivismo religioso.

Muchos han venido del comunismo y del nihilismo. Los hay también partidos del

catolicismo. Y los adeptos son de todos los países: franceses, ingleses, holandeses, rusos,

españoles, norte-americanos, brasileros, mejicanos, chilenos.

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Pero lo más significativo es que la mujer viene también al positivismo. Y su corazón no

la engaña. Ella había permanecido ajena al movimiento científico moderno, que, a

consecuencia de su lucha con el catolicismo, tenía mucho de inmoral. Se la había tachado

de pobre de inteligencia, porque el hombre era pobre de sentimiento. Y tan cierto es ello,

que ahora que la religión de la Humanidad subordina la ciencia a la moral, presentándola

como un medio para practicar el bien, la mujer no vacila en simpatizar con ella. Mientras

tanto, el hombre no quiere aceptar esa subordinación que molesta a su egoísmo.

Cuando una doctrina llega a convertir a la mujer, su suerte está asegurada. La filosofía

nunca había llegado a persuadirla, la religión sí. Y la mujer siempre ha tenido razón. Lo

que habla al sentimiento, lo que educa al corazón, eso es la verdad. La ciencia sin la moral

no vale nada. Pero ambas han sido reunidas por Augusto Comte en la Religión de la

Humanidad, sublime doctrina hecha para la mujer. A ella le corresponde en su

sensibilidad exquisita ablandar más de un corazón de hombre, petrificado por el

individualismo actual. Y en su carácter de madre educará las nuevas generaciones.

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VII. NECESIDAD DEL CULTO

Antes de hablar del dogma de la Religión de la Humanidad trataremos del culto. El

perfeccionamiento moral se halla tan desatendido hoy que nunca se le podrá recomendar

bastante. Se cree que no se necesita más que cultivar la inteligencia y la actividad,

mirándose en menos todo lo que tiende a purificar y ennoblecer el sentimiento. De ahí

esa situación tan funesta que nos hace vivir en medio del más profundo egoísmo, sin que

nos demos cuenta de ello. Andamos satisfechos de nosotros mismos, contentos, alegres,

bebiendo la inmoralidad por todas partes y difundiéndola impunemente. Sí nos reunimos,

se establece una competencia para el mal, en que todos tratan de distinguirse. Nadie quiere

ser menos que otro en las palabras impuras, la maledicencia y demás faltas. Es una

verdadera emulación del vicio en que nos corrompemos recíprocamente. Y si alguien está

animado de buenos sentimientos, como que se avergüenza de ellos con la compañía, y

sigue el mal ejemplo de los otros, llegando a veces a sobrepujarlos. De modo que cuando

nos separamos, cada uno saca muy aumentada su dote de egoísmo.

La misma indiferencia con que se mira todo lo que se refiere al sentimiento, índica la

gravedad del mal. No se quiere oír hablar de moral, ni de religión. Se desea vivir

libremente, para no tener que preocuparse del deber. Pero las cosas han llegado a tal

punto, que es de esperar una gran reacción. El altruismo, por muy olvidado que esté, no

puede haber muerto en el hombre. Tarde o temprano lo hemos de ver despertarse

vigoroso, para efectuar la más profunda regeneración moral.

Vengamos al culto. Él es, positivamente considerado, un conjunto de prácticas que

perfeccionan el corazón humano. Esas prácticas se han establecido en nombre de los seres

imaginarios que se creía dirigían al mundo, pero hoy se establecen en nombre de la

Humanidad, nuestro verdadero Ser Supremo, Si hemos podido tener relación con seres

supuestos, si los hemos venerado y adorado, si nos hemos mejorado tratando de

asemejarnos a ellos ¿qué no sucederá con el ser real, cuya providencia y cuya grandeza

son palpables?

Pero prescindamos, por ahora, de lo que debemos a la Humanidad, y consideremos el

culto con relación a nuestro propio perfeccionamiento. Dada la teoría positiva del alma,

de que dimos cuenta en el capítulo tercero, el egoísmo es mayor que el altruismo en cada

uno de nosotros, y si no estamos constantemente en guardia, si no comprimimos aquél y

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cultivamos éste, no podremos lograr que prevalezcan los buenos sentimientos. Más aún;

hay que empeñarse en fortalecer el altruismo por un cuidado asiduo de todos los días, de

todos los momentos, si no queremos vernos esclavos del egoísmo que es tan poderoso. Y

¿cuál será el medio más adecuado para conseguirlo? Ya la Humanidad lo había hallado

espontáneamente, fundando el rezo. Pero ¡cómo!—dirán los libres pensadores—¿se

quiere que nos pongamos a rezar cual los católicos? Precisamente; con esta única

diferencia, de que el rezo católico ha podido tener mucho de egoísta, mientras que el rezo

positivista será enteramente altruista; pues solo pediremos a la Humanidad más

veneración, más bondad, más coraje para practicar la virtud. Al establecer el rezo, como

manera de desarrollar el altruismo, no ignora Augusto Comte que las obras son más

eficaces que las palabras, para perfeccionarnos. Pero las buenas obras no se pueden

practicar cuando se quiere. Y ellas dependen además de nuestros sentimientos

preexistentes. Conviene, pues, tener a la mano un medio para mejorar incesantemente

nuestro corazón, disponiéndolo siempre al bien.

Se crítica mucho a Augusto Comte porque ha tomado por modelo al catolicismo en lo

que se refiere al culto. Ello proviene de que, con el espíritu de odio que hay contra el

catolicismo, no se quiere reconocer todo lo que esa religión hiciera de bueno en el pasado.

Son tantas las preocupaciones que existen a ese respecto, que basta que el catolicismo

haya prescrito algo, para que ello sea considerado por eso mismo necesariamente

perjudicial. Convendría que dejáramos ya esa monomanía, que nos incapacita para toda

contemplación profunda del orden social. El catolicismo ha sido elaborado por lo más

selecto de la Humanidad, como que tuvo en su seno, durante varios siglos, una serie de

hombres eminentes, por su corazón, su inteligencia y su carácter, eternos modelos de

servidores de nuestro linaje. El genio supremo de Comte, levantándose por encima de las

miras superficiales que desconocen hoy la obra de nuestros antepasados, comprendió que

había allí mucho que aprender y mucho que imitar. Libre de las preocupaciones anti-

teológicas y antehistóricas que ciegan a tantos, pudo apreciar la tarea profundamente

humana que realizara el catolicismo, por el intermedio de su gran sacerdocio. Este, a pesar

de la insuficiencia y de lo absurdo del dogma de que disponía, llevó a cabo, gracias a su

profundo conocimiento de la naturaleza humana, el perfeccionamiento moral más grande

que se haya efectuado hasta la fecha.

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La religión de la humanidad

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Para convencerse de eso bastaría examinar la Imitación, que resume en cierto modo al

catolicismo. Nunca se había hecho una pintura más fiel y exacta del corazón humano;

nunca se habían sondeado tan bien todas sus dolencias y amarguras; y nunca se había

indicado con tanta verdad y profundidad la manera de aliviarlo. La Imitación es un libro

de una bondad infinita, que no tiene igual en la antigüedad, ni en los tiempos modernos.

Y si, tal cual vez, se desliza en él algún concepto inmoral, culpa es del dogma, de suyo

tan egoísta, que trasciende a pesar del altruismo de uno de los corazones más sublimes

que hayan existido. Suprimiendo esos pasajes, y reemplazando la palabra Dios con la

palabra Humanidad, quedaría el libro de moral más precioso que pudiera imaginarse.

Nosotros, los positivistas, lo leemos en esa forma, a ejemplo y por consejo de nuestro

maestro.

Comte, en la alteza de su espíritu, ha comprendido que necesitamos continuar la obra

del perfeccionamiento moral, interrumpida desde la caída del catolicismo. Y por eso es

que el positivismo no teme calificarse de digno heredero de esa doctrina. El catolicismo

ha de ser enterrado por nosotros, con todos los honores y respetos debidos a sus grandes

servicios. Las almas verdaderamente virtuosas, que le pertenecen aun, vendrán al fin a la

Religión de la Humanidad. Y la mujer, que pasó del politeísmo al monoteísmo, pasará

con seguridad del monoteísmo al positivismo, porque ella se deja llevar siempre de los

grandes sentimientos. De modo que en algún tiempo más, solo quedarán fuera de la

verdadera doctrina, las naturalezas incorregibles aferradas al egoísmo.

El positivismo se presenta con todos los caracteres de una religión definitiva y universal.

Nada de odios para con el pasado. En vez de abominar a las otras religiones, como el

catolicismo lo hizo con el politeísmo, tiene para con todas ellas, sean fetichistas,

politeístas o monoteístas, el más profundo respeto; y las considera como sus precursores

indispensables. Reconoce los servicios que han hecho a la Humanidad, conforme al

tiempo y al lugar. Y las mira, en verdad, como las diversas tentativas para edificar la obra

eterna, que solo él podía realizar al fin: uniendo a todos los hombres con los mismo

sentimientos, con las mismas ideas, con los mismos propósitos.

Es preciso convencerse de que ya pasó el siglo diez y ocho. No se debe, en lo sucesivo,

demoler sino reedificar. Hay mucha gente que se ocupa en parodiar ese siglo, imitando lo

que él tuvo de peor. Empeñarse en ello es hacer obra de inmoralidad. Lo que tiene de

grande el siglo diez y ocho no es su escepticismo, sino el espíritu de renovación social

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simbolizado por Diderot y Condorcet. Ese espíritu es el que ha recibido Comte, purificado

aun de todo sentimiento destructor para con el pasado, poniendo término con su gran

doctrina al negativismo. Ya no es dable persistir en el libre pensamiento sin acreditar

estrechez de inteligencia o perversidad de corazón.

Veamos ahora qué cosa es el rezo. Él es una manifestación de nuestro amor por algo. Y,

por lo tanto, cuando rezamos se perfecciona nuestro corazón, disminuyéndose su egoísmo

y aumentándose su altruismo. El catolicismo prescribiendo el uso constante del rezo, ha

mejorado notablemente nuestros sentimientos, La gracia, que se pedía a Dios, era

obtenida muchas veces, porque en fuerza de desear ser virtuosos, se conseguía despertar

el propio altruismo. Y cuando las nobles y santas afecciones llegaban a apoderarse de las

almas, después de largo ejercicio en el rezo, se creía, a causa del dogma, que ello era

efecto de un don sobrenatural. Tan cierto es que el rezo ha perfeccionado

espontáneamente nuestros sentimientos, que todas las grandes naturalezas del catolicismo

recomendaban que no se le diera de mano ni por un momento, aunque nos halláramos en

las peores disposiciones, dominados por el más profundo egoísmo. Sabían perfectamente

que el rezo había de sacarnos al fin de ese marasmo moral, que suele invadirnos de cuando

en cuando.

Pero si el rezo ha mejorado nuestro corazón bajo el catolicismo, lo mejorará más aún

bajo el positivismo. Él importa para nosotros la cultura especial de nuestros afectos de

simpatía (attachement), de veneración y de bondad. Nadie ignora que el ejercicio fortifica

la inteligencia y la actividad; pero, como el orden moral es completamente desconocido,

no se quiere convenir que lo mismo ha de suceder con el sentimiento. Y lo que hay de

más grave es que si no se cultiva asiduamente nuestro escaso y débil altruismo nativo,

éste desaparece, en cierto modo, bajo el peso del abrumador egoísmo siempre en

actividad. "Para nosotros, según lo dice Comte “el rezo se hace el ideal de la vida. Pues

rezar es a la vez amar, pensar y aun obrar, como que la expresión constituye siempre una

verdadera acción. Jamás los tres aspectos de la existencia humana pueden estar tan

profundamente unidos cual en esas admirables expansiones de reconocimiento hacia

nuestra gran Diosa (la Humanidad) o sus dignos representantes y órganos. Ningún motivo

interesado vendrá a manchar, de hoy en adelante, la pureza de nuestras efusiones.”

No falta quienes digan que el rezo positivista tiene algo de facticio. Me parece que es

facticio lo que carece de raíces en nuestra naturaleza, lo que no corresponde a

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La religión de la humanidad

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sentimientos reales. Pero si experimentamos una afección, es natural manifestarla. Y si la

afección tiende a su manifestación, esta reacciona, a su vez, sobre aquella avivándola. Tal

es la ley de nuestra naturaleza. Y sobre ella está basado todo el arte moral, que se empeña

en comprimir nuestros malos sentimientos y en estimular los buenos.

Ahora bien, ¿cómo dudar de los sentimientos de amor que nos inspira todo lo que es

digno de ser amado? ¿Quién no ama a su familia? ¿Quién no ama a su patria? ¿Quién no

ama a la Humanidad? ¿Es por ventura facticio ese amor? Y sí es un sentimiento real, ¿por

qué privarnos de manifestarlo, de cultivarlo? Toda la poesía que idealiza la Familia, la

Patria y la Humanidad, ¿qué otra cosa es que las efusiones de almas tiernas, generosas,

sublimes? Cuando su lectura nos conmueve, rezamos, en verdad, y nuestro corazón se

perfecciona. La música, la pintura y la escultura, siempre que interpretan sentimientos

levantados y dignos, son también una especie de oración. Reza el compositor que vacía

su alma noble en sus notas, reza el pintor que crea cuadros llenos de dulzura y de bondad,

reza el escultor que anima el mármol con sus emociones puras y enérgicas. Y todos

rezamos cuando oímos la gran música, y cuando contemplamos los grandes cuadros y las

grandes estatuas.

Los sentimientos de simpatía, de veneración y de bondad que hemos de manifestar por

medio del rezo positivista, además de ser reales, exigen una cultura muy esmerada, para

que podamos llegar a la verdadera virtud. Esos sentimientos pertenecen a todos los

tiempos, como inherentes que son a nuestra naturaleza; pero están hoy tan descuidados,

que la situación actual ofrece el tipo de la más completa inmoralidad. El examen de la

poesía, que según Augusto Comte, abarca la arquitectura, la escultura, la pintura, la

música y lo que se llama comúnmente poesía, (que comprende, la novela, el drama, la

lírica y la épica), como que todo eso es el reflejo de nuestras emociones; ese examen,

digo, bastaría para persuadirnos de que al presente la naturaleza humana está

profundamente corrompida. Salvo raras excepciones, la poesía es la expresión de un

desquiciamiento moral horrible. Cuando hayamos salido del delirio que sufre ahora la

sociedad, costará trabajo comprender como se pudo bajar tanto en la escala del vicio. Hay

libros, por ejemplo, que, en la popularidad de que gozan, revelan la inmensidad del mal.

Ellos son una verdadera deshonra de nuestra época.

Sin embargo, mucha gente se halla satisfecha con semejante estado de cosas, y no quiere

oír hablar de la Religión de la Humanidad, que viene a imponer deberes positivos e

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ineludibles. Dominados como están por el egoísmo, rechazan la doctrina altruista por

excelencia. Pero hasta ahora, no hay ningún caso de un alma grande por la elevación de

sus sentimientos, que, habiéndola conocido, haya dejado de aceptarla. Y eso indica

claramente, que la Religión de la Humanidad es dueña del porvenir.

Los peores obstáculos que ha de encontrar para implantarse, nacen de la malísima

instrucción que predomina hoy. Esa instrucción es completamente desprovista de espíritu

filosófico. El punto de vista concreto, especial, vicia, de ordinario, las inteligencias,

incapacitándolas para las concepciones generales. Sucede aun que llega a perderse el buen

sentido natural. De ahí, que se encuentre, a menudo, más cordura en las personas incultas

que en las letradas. Con todo, para comprender la Religión de la Humanidad y apreciar

su grandeza, es preciso colocarse en el punto de vista moral.

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VIII. INMORTALIDAD POSITIVA DEL ALMA

Desde los tiempos más remotos los muertos han quedado en la memoria de los vivos.

El amor, supremo guía de todas las buenas naturalezas, inmortaliza así el alma humana.

Siempre que alguien cumple dignamente su tarea en la tierra, su nombre, su imagen, sus

sentimientos, su espíritu, en una palabra, no muere con su cuerpo, Vive en el recuerdo de

todos los que lo han conocido, de todos los que lo han amado, y la misión benéfica que

llenara en su vida, se perpetúa después de su muerte. Más aún; la muerte aumenta, en

cierto modo, la existencia del hombre. Como que desaparecen con ella las imperfecciones

posibles, resaltando solo las buenas cualidades, que se aprecian entonces mejor que

nunca. Todos los rasgos de virtud, de grandeza de alma, todos los méritos, en fin,

repartidos en el curso de la vida, se reúnen para embellecer al muerto, que se nos hace

más querido todavía que antes. Su alma se junta en esa forma con nosotros, inspirándonos,

a menudo, los más delicados sentimientos, las más nobles acciones. Los muertos dirigen

así a los vivos.

El que ha amado está seguro de la inmortalidad. La muerte no puede acabar con su vida.

Su alma se trasmite al corazón de los que lo rodeaban, que no pueden olvidarlo. Por eso

es que los padres viven siempre en la memoria de los hijos, y todos los seres virtuosos en

la de los sobrevivientes. La muerte, en vez de matar a los buenos, no hace sino agrandar

su vida. Y cuando los hombres se han distinguido por grandes trabajos, por virtudes

heroicas, por actos sublimes, sus almas pasan entonces de siglo en siglo, enseñando,

aconsejando, inspirando a todas las generaciones. El recuerdo de esas almas durará lo que

dure la Humanidad.

Desgraciadamente, puede acontecer que echemos en olvido la memoria de los muertos,

pero entonces estamos gravemente enfermos de la peor de las enfermedades. Nuestro

corazón se encuentra, en ese caso, profundamente pervertido. Nos hallamos enteramente

privados de veneración, el sentimiento moral por excelencia. A nadie respetamos: ni al

padre, ni al maestro, ni al magistrado, ni al anciano. El más desmedido orgullo nos devora.

La insolencia, la ironía y el sarcasmo son nuestra regla de conducta. Y como

reaccionemos los unos sobre los otros, esa funesta condición moral se propaga

rápidamente y toma las proporciones de una verdadera epidemia. Se vive así en una

atmósfera pestilencial, en que andando todos más o menos infestados, nos creemos, sin

embargo, muy sanos.

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Ahora pesa sobre nuestro linaje esa especie de epidemia. Preocupados como estamos,

exclusivamente, del orden material, de la industria, desconocemos por completo el orden

moral. La admiración por los Estados Unidos, que se consideran generalmente como el

pueblo ideal, revela toda la intensidad del mal. Pues, esa nación, a pesar de su adelanto

material, está profundamente corrompida, y necesita de una gran regeneración moral para

no acabar de perderse. Solo la Religión de la Humanidad podrá salvarla. Si el ilustre

Franklin resucitara, sería el primer apóstol de la gran doctrina en su extraviada patria.

Sin embargo, la mujer se ha visto libre del contagio; y si el altruismo se conserva en el

mundo, es porque ella lo guarda. Pero no contentos con nuestro propio egoísmo,

quisiéramos arrastrar también a la mujer. Bajo pretexto de emanciparla de su esclavitud

doméstica, la incitamos a que entre en la vida pública, lo que sería poner término a la

santa misión de las madres. Desde entonces ya no recibiríamos de nadie esa preciosa

educación moral de todos los instantes, que solo la mujer sabe dar en el santuario del

hogar. Por otra parte, se quiere disolver también el matrimonio, para armonizar mejor,

según se dice, la familia. Y en verdad, ello no conseguiría sino destruirla. Felizmente, el

corazón de la mujer se resiste a esas aberraciones. En vano se empeña el hombre en

persuadirla. La increpa de falta de inteligencia, y así ha logrado seducir algunas

naturalezas desprovistas de ternura. Pero las almas delicadas, nobles, puras, la verdadera

mujer, jamás seguirá al hombre en ese camino.

Si queremos que la mujer nos acompañe en nuestros sentimientos, en nuestras ideas,

comencemos por regenerarnos radicalmente. Saquemos de nuestra alma todas las falsas

nociones, todos los malos hábitos, todos los vicios, que nos tienen sumidos en el egoísmo,

y llenémosla, en cambio, de buenos conceptos, de nobles prácticas, de santas virtudes, y,

entonces, la mujer se juntará con nosotros para no separarse nunca. Ella nos seguirá

siempre a un mundo moral superior. En su sensibilidad exquisita, le repugna el libre

pensamiento, que menosprecia las necesidades del corazón y que no afirma más que

negaciones. De ahí que se refugie más y más en el catolicismo, a pesar de lo absurdo de

su dogma, porque encuentra en él siquiera la vida moral que desconoce el libre

pensamiento. Pero con la Religión de la Humanidad la situación cambia por completo.

Ninguna doctrina ha comprendido como ella las necesidades del alma humana, Las más

delicadas aspiraciones del corazón y las más profundas meditaciones de la inteligencia,

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encuentran bajo su amparo una plena satisfacción. A lo que se agrega que la mas enérgica

actividad tiene siempre delante en esa religión un campo inagotable.

No obstante, para que todos, hombres y mujeres, nos reunamos en la gran doctrina, es

menester que prevalezca el punto de vista moral. Solo el altruismo puede asociarnos, el

egoísmo no sabe sino separarnos. No olvidemos que el sentimiento es nuestro único

motor, y que los pensamientos y los actos revisten el carácter que él les da. Son pequeños

o grandes, bajos o sublimes como el sentimiento que los inspira. Sacudamos el letargo

que nos inhabilita para las vastas contemplaciones. Purifiquemos nuestro corrompido

corazón, que ya no late para las emociones puras, nobles, santas. Empleemos, en una

palabra, todas las fuerzas que nos quedan, en reconstituir nuestro ser moral, poniendo

bajo la planta el estrecho egoísmo que nos domina. Y libres, entonces, de esa vergonzosa

esclavitud, penetraremos animados del mas generoso altruismo en la Religión de la

Humanidad.

Esta religión afirma la inmortalidad subjetiva del alma, en vez de la inmortalidad

objetiva. Y aquí haremos notar lo sobrio que ha sido Augusto Comte de voces técnicas al

exponer su gran doctrina. Se puede decir que fuera de las palabras sociología y altruismo

inventadas por él y que ya son populares; y de los términos estática y dinámica que ha

aplicado a la sociología; y de las expresiones subjetivo y objetivo de uso frecuente en el

positivismo, y que responden a puntos de vista bien reales y muy diferentes, no existe tal

vez ninguna voz nueva en la más grande de las creaciones. Ello proviene de que la

Religión de la Humanidad, como lo dice su fundador, no es más que el buen sentido

generalizado. Pero no nos engañemos; el buen sentido que constituye el verdadero talento,

es muy distinto de la instrucción. Puede una persona ser relativamente inculta y poseer,

sin embargo, ese espíritu comprensivo que hace abarcar las cosas en su conjunto y en sus

verdaderas relaciones. Y, al contrario, habrá gentes, agobiadas de erudición, que no saben

salir del detalle, y que son incapaces, por consiguiente, de levantarse al punto de vista

sintético. Eso es muy fácil de apreciar en lo que respecta a las cuestiones complicadas.

Así no es raro encontrar mujeres, que en su buen sentido hijo de su altruismo—pues el

corazón ilumina la mente—se penetran profundamente de las verdades morales, al paso

que muchos pretendidos sabios, con toda su instrucción, no pueden comprenderlas.

Examinemos las palabras subjetivo y objetivo. Subjetivo, quiere decir, lo que se refiere

a la Humanidad; objetivo, lo que responde al mundo exterior. Si bien se mira, existe para

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nosotros, un gran dualismo, la Humanidad y el mundo; aquella, el sujeto, este el objeto.

En ese dualismo, la supremacía corresponde moralmente a la Humanidad. Si

estudiáremos el mundo, no ha de ser, pues, por el solo gusto de conocerlo, sino para

servirnos de él en provecho de la Humanidad, Nuestras meditaciones objetivas deben

tener siempre una destinación subjetiva. De ahí que el positivismo condene con energía

el espíritu enteramente objetivo, que prevalece hoy en el campo científico. La mayor parte

de los pretendidos sabios, están empeñados en conocer más y más el mundo exterior,

hasta en sus más nimios detalles, olvidándose por completo de la Humanidad, a la que

miran en menos, como una de las tantas producciones de la naturaleza. Se quisiera llegar

a la síntesis objetiva, la que es imposible, además de antihumana, en vez de ceñirse a la

síntesis subjetiva, la sola posible, moral, fecunda. Y casi nadie piensa en lo que nunca

debiera perderse de vista, que el conocimiento del hombre es la sola ciencia verdadera, y

que todas las otras no son más que su prefacio.

Consideremos la inmortalidad subjetiva del alma por oposición a la objetiva. Entiende

el positivismo por inmortalidad subjetiva, ese recuerdo imperecedero que dejan en el seno

de la Humanidad todos sus benefactores. Anda el tiempo, trascurren los siglos y nunca

mueren las grandes naturalezas. Vivas están subjetivamente, y pasan de una generación a

otra, en medio de la admiración y el respeto de todos. ¿Quién no conoce a Homero, el

Dante, Aristóteles, San Pablo y tantos otros? ¡Qué de millares de personas no conversan

con ellos al través de las edades! Y ¡cuántos nobles pensamientos, cuántas grandes

resoluciones no han inspirado e inspirarán todavía! Esa existencia, en el seno de la

Humanidad, fue siempre la aspiración de todas las almas superiores,

Ellas han deseado perpetuarse entre los hombres, por el amor que les profesaran y los

servicios que les hicieran, para seguir obrando el bien después de muertos. Y si

preguntamos, en el seno mismo de la familia, a toda naturaleza generosa y amante, que

se halle al borde de la tumba, cuál es su más íntimo sentimiento: “vivir, nos dirá, en el

recuerdo de todas las personas que me son queridas, hablar con ellas, para estimularlas

constantemente a la virtud.”

He ahí la sola inmortalidad positiva del alma. Ella satisface a los corazones más

delicados, más tiernos, más puros. Y si parece haber prevalecido durante cierto tiempo la

inmortalidad objetiva, eso ha sido efecto de un dogma profundamente egoísta. Pues la

perpetuidad personal, en un mundo distinto del nuestro, no puede ser deseada por las

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almas nobles, sino en virtud de conceptos erróneos, que les hacen suponer el amor fuera

de la Humanidad. No; el amor está en nosotros, es inherente a nuestra naturaleza. Él ha

producido todas las grandes cosas, él enlaza a los hombres entre sí al través del espacio y

al través del tiempo, él forma de todos los pueblos y de todas las generaciones un solo

ser, él es, en una palabra, el corazón de nuestra especie. Si hay quienes duden aun de su

existencia, creyendo que solo el egoísmo nos impulsa, ¿cómo sacarlos de su error? ¿Qué

medio habría para hacerles palpar el altruismo espontáneo que ha animado a tantos seres,

y que, trascendiendo de unos en otros, es el santo origen de todos los esfuerzos hacia el

bien?

Levantémonos, todavía, a una suprema contemplación, y veremos formarse del conjunto

de los seres convergentes en el amor, que han existido, que existen, y que existirán, la

más grande de las realidades, la Humanidad. En ella se funden en uno, no solo, todas las

naturalezas superiores que cooperan de una manera visible en los destinos de nuestra

especie, sino también, la infinidad de almas virtuosas que producen silenciosamente

tantos bienes. Concebidas, así, las cosas, se despierta naturalmente la más viva gratitud,

el más profundo afecto, por ese ser inmenso y eterno que nos rodea por todas partes. Nos

identificamos con él, al través de todo el pasado, de todo el porvenir y de todo el presente.

y llenos entonces de su inefable bondad, de su providencia infinita, podremos entonar el

más sublime canto que haya salido del corazón humano. Hélo aquí, adaptado a la Religión

de la Humanidad.

(IMITACIÓN. Libro III. Cap. V.)

—Bendita seas, Humanidad santa, porque me has concedido un poco de bondad, en

medio de mi egoísmo, indicándome, así, el camino de la perfección.

Te doy gracias de todo corazón, porque a pesar de mi indignidad, me ofreces siempre

auxilio y consuelo. Y te glorifico en los siglos de los siglos por tu providencia infinita.

¡Tú eres el sublime objeto de mi amor! Cuando ocupas mi alma, me siento inundado de

las más serenas y profundas emociones.

¡Tú eres la gloría y la alegría de mí corazón!

¡Tú eres mi esperanza y mi refugio en los días de tribulación!

Pero como mi amor es débil todavía, y mi virtud vacilante, necesito ser fortificado y

consolado por ti; visítame pues a menudo, y dirígeme con tus divinas instrucciones.

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Líbrame de las malas pasiones, y arranca de mi corazón todas sus afecciones

desarregladas, a fin de que, curado y purificado interiormente, me haga apto para amarte,

fuerte para sufrir, firme para perseverar.

Es cosa muy grande el amor y un bien superior a todos los bienes. Él solo vuelve ligera

la más pesada carga y hace que se soporte con alma igual todas las vicisitudes de la vida.

Más aún, torna dulce lo que hay de más amargo.

El amor de la Humanidad es generoso, hace emprender grandes cosas, y excita siempre

a lo más perfecto.

El amor quiere estar libre y desprendido de todo sentimiento egoísta, para alcanzar ese

grado de suprema virtud en que se transforma en bien el mismo mal.

Nada es más dulce que el amor, nada más fuerte, más elevado, más inmenso, más

delicioso; no existe en la tierra nada mejor que el amor, pues él inspira todas las buenas

obras y en él se encuentra el único reposo verdadero de nuestra alma.

El que ama, corre, vuela, siempre está alegre, pronto, nada le detiene. Todo lo da porque

lo posee todo, y nunca se empobrece, pues el amor se acrecienta con el uso.

El amor carece de límites. Nada le pesa, nada le cuesta, emprende más de lo que puede;

y jamás se excusa con lo imposible, porque todo le parece posible.

Y por eso mismo todo lo consigue, y realiza muchas cosas que fatigan y agotan

inútilmente al que no ama.

El amor vela sin cesar; durante el sueño mismo está despierto aún.

No hay trabajo que lo canse, ni lazos que lo amarren, ni miedos que lo turben; sino que

a la manera de viva y ardiente llama sube a lo alto y se remonta seguramente.

El amor es pronto, sincero, piadoso, dulce, fuerte, paciente, fiel, constante, magnánimo

y jamás se busca a sí mismo; pues tan luego como uno se empieza a buscar a sí mismo,

al instante deja de amar.

El amor es circunspecto, humilde, justo, sin negligencia y sin ligereza, no se ocupa en

cosas vanas; es sobrio, casto, firme, tranquilo y siempre atento para vigilar los malos

instintos.

El que ama de veras, admira y respeta lo ajeno, humilla y desprecia lo propio.

Consagrado a la Humanidad sin reserva y lleno de reconocimiento, no cesa de confiar en

ella, aun cuando parezca que se halla abandonado, porque no se vive sin dolor en el amor.

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¡Humanidad santa! ¡Mi amor! ¡Tú eres toda mía como yo soy todo tuyo! ¡Dilátame en

el altruismo a fin de que yo sepa gustar en el fondo de mi corazón, cuan dulce es amar y

fundirse en ese inefable afecto!

¡Que el amor me levante y me arrebate por encima de mi egoísmo con la vivacidad de

sus transportes!

¡Que yo te cante el cántico del amor, que te siga Humanidad santa hasta las alturas de

tu gloria, que todas las fuerzas de mi alma se empleen en alabanza tuya y en servirte con

el placer más íntimo!

¡Que yo te ame a ti más que nada, y no por mí sino por causa de ti, por tus perfecciones

sublimes, por tus méritos inapreciables!

¡Y que ame en ti a todos tus hijos, que forman parte de ti por sus virtudes!—

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IX. CULTO PRIVADO

Como no queramos ponernos en el punto de vista de nuestro perfeccionamiento moral,

nos cuesta mucho comprender la necesidad del culto. Nos parece extraño todo lo que

tenga alguna analogía con la religión y, en especial, con el catolicismo. Nuestro

rompimiento con este último, nos hace mirarlo con profunda antipatía. No podemos creer

que nada bueno haya en su seno.

Sin embargo, por una especie de contradicción singular, educamos a nuestros hijos en

esa misma religión que condenamos. Al proceder así, obedecemos, en verdad, a un

sentimiento que es superior a nuestras ideas. Cuando se trata de seres que nos son

queridos, pensamos ante todo en formarles el corazón; y como nuestras virtuosas madres

y esposas son católicas, dejamos que nuestros hijos lo sean también. Sabemos entonces

perfectamente que el catolicismo da una sana educación moral. Y en su carácter de padre,

no hay hombre que desatienda el corazón de su hijo. Todo el mundo reconoce, además,

que fuera del catolicismo no existe una verdadera doctrina capaz de suplir su enseñanza

moral, si se exceptúa, naturalmente, el positivismo, que no es apreciado aun en toda su

plenitud. Por lo que hace al dogma erróneo del catolicismo, a su parte teológica, se abriga

la esperanza de que con los años se deshará de ella el hijo de la misma manera que el

padre.

Reflexionemos con tranquilidad. Si nuestras madres, si nuestras esposas, si nuestros

hijos reciben su educación moral del catolicismo, debe de haber algo de grande en esa

doctrina. Ello no puede ser el dogma, que es notoriamente absurdo; luego, es el culto. Y

en efecto, si bien se mira, la obra de perfeccionamiento moral que ha realizado el

catolicismo en el pasado y que todavía realiza, hasta cierto punto, en el presente, es

debida, por completo, a su culto y en manera alguna a su dogma. Son sus preceptos, sus

oraciones y sus sacramentos, lo que ha influido en nuestro adelantamiento moral y lo que

aun obra en el corazón de la mujer y del niño, Y este es el lado verdaderamente grande

del catolicismo, y el que ha preocupado siempre a las naturalezas sacerdotales. Hoy

mismo es muy fácil conocer a las almas religiosas del catolicismo, que son las que hacen

más moral que teología. En ese sentido descuellan todas las madres que crían a sus hijos

en la virtud, dándoles nobles ejemplos y santos consejos. Y los buenos predicadores, a

imitación del gran San Pablo, apenas si hablan de teología y se esparcen en la moral.

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Ese modo de apreciar el catolicismo, que responde a la realidad de las cosas, ha surgido

por vez primera en el genio incomparable de Augusto Comte. Antes de él, a nadie se le

había ocurrido semejante interpretación. Pero si ya tenemos la clave de los beneficios del

catolicismo, no se debe olvidar que es preciso reemplazarlo cuanto antes. Se objetará tal

vez a nuestro maestro: “si reconocéis que el catolicismo tiene una buena moral, ¿por qué

no lo mantenéis? ¿A qué empeñaros en formar una nueva religión?” Por la razón evidente

de que si la moral del catolicismo es buena, el dogma es malo, y cuando se rechaza este,

se suele rechazar también aquella. Esto se ve casi todos los días. Al dejar el dogma del

catolicismo, dejamos casi siempre su moral. Nunca se podrá apreciar bastante todo el mal

que eso encierra.

Es menester que nos convenzamos de que nuestra educación debe hacerse de una

manera armoniosa. Los sentimientos y las ideas de la infancia han de ser los gérmenes,

los antecedentes de los sentimientos y las ideas de la edad madura. No debe haber

contradicciones en el curso de nuestra vida moral e intelectual. La esposa tiene que poseer

las mismas creencias que el esposo, el hijo las mismas que el padre. Una sola religión

debe reunir a las diversas familias dentro de la patria, y a las diversas patrias dentro de la

Humanidad. Y como el catolicismo nada de eso pueda realizar. Augusto Comte funda el

positivismo, que lo ha de conseguir.

Alguien ha dicho que la Religión de la Humanidad no es más que un catolicismo con el

cristianismo de menos. Se ha creído hacer una crítica de nuestra doctrina, y se ha hecho

su mejor elogio. En efecto, Comte se apropia cierta parte del culto, que constituye el alma

del catolicismo, su verdadera grandeza, y elimina, por completo, el cristianismo, que es

su dogma erróneo, reemplazándolo con la filosofía positiva, condensad a subjetivamente

en la concepción de la Humanidad.

Entremos ahora al culto privado del positivismo. Él se descompone en culto personal y

en culto doméstico. El culto personal se refiere a nuestro propio perfeccionamiento

íntimo, que consiste en el predominio del altruismo sobre el egoísmo. Desde Pitágoras

hasta Franklin, todas las naturalezas superiores han practicado espontáneamente el

riguroso examen diario de conciencia, para mejorarse moralmente. Pero hoy se halla tan

desatendido lo que se refiere al sentimiento, que son muy pocos los que se miran por

dentro.

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Ese descuido sobre la vida que se hace, ocasiona las más graves consecuencias. Como

el egoísmo sea naturalmente más fuerte que el altruismo, sin un esfuerzo diario para poner

a este encima de aquél, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos,

seguirán el rumbo del mal. Y una vez empeñados en ese camino es muy difícil retroceder.

La fuerza de nuestros instintos egoístas, robustecida por el hábito, nos arrastra; siendo

desoída la voz del altruismo que de cuando en cuando resuena en el fondo del alma. Se

llega a perder así, por grados, todo sentido moral, y, completamente pervertidos, amamos

el vicio y odiamos la virtud.

Sin embargo, el examen diario de conciencia, no basta, por sí solo, para nuestro

perfeccionamiento moral. Fuera de que podría tal vez excitarnos la vanidad, él no

consigue encender nuestro altruismo, que requiere una cultura especial. De ahí que Comte

establezca los ángeles guardianes, a fin de despertar constantemente nuestros

sentimientos de simpatía, de veneración y de bondad. Se ha clamado, con ese motivo, que

nuestro maestro había vuelto a la teología. Pero tal cargo solo puede partir de gentes que

no han estudiado bien la gran doctrina. Comprendemos que se hiciera un reproche

semejante, si Augusto Comte hubiera supuesto la existencia real de esos ángeles en un

mundo distinto del nuestro.

Mas, él dice, terminantemente, que los ángeles guardianes, en la Religión de la

Humanidad, son la madre, la esposa y la hija. Esos tres seres, verdaderos tipos de

perfección moral, rodean a cada hombre, formándole una especie de mundo ideal. Ahí

surgen las más puras, las más bellas emociones de nuestra alma, que nos impulsan

después a las cosas grandes, sublimes. Nada despierta tanta veneración como el recuerdo

de una madre, nada tanta simpatía como el recuerdo de una esposa, nada tanta bondad

como el recuerdo de una hija. Por eso debemos adorar cuotidianamente, en nuestro altar

doméstico, a esos tres ángeles, a fin de avivar nuestro altruismo. Y ya se sabe que la

muerte no puede arrebatarnos esos seres, pues ellos quedan vivos subjetivamente en

nuestra alma, y se nos hacen más queridos, si es posible, que antes.

Para subir de veras al amor de la Humanidad, es menester pasar por el amor de la familia.

La madre, la esposa y la hija personifican, en cierto modo, el pasado, el presente y el

porvenir de la Humanidad. No es posible respetar el pasado, si no se ha venerado a la

madre; ni querer el presente, si no se ha amado a la esposa; ni trabajar generosamente por

el porvenir, si no se ha idolatrado a la hija. Nuestro corazón se forma, pues, en el culto

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personal. Y sí nos resolvemos a trabajar en nuestro perfeccionamiento moral, lo que ha

sido el empeño de todas las grandes almas, es preciso rezar según el precepto de Comte,

tres veces al día, al levantarse, al acostarse y en el intermedio. El rezo de la mañana tiene

por objeto prepararnos a las labores del día, disponiendo nuestro corazón a la virtud, con

el recuerdo y la adoración de los ángeles guardianes. El rezo de la noche, que se acompaña

con el examen de la conducta observada en el día, debe ser una manifestación de gratitud

a esos mismos ángeles, y una efusión de bondad para que el altruismo prevalezca en el

sueño. Por lo que hace al rezo del día, que será más corto que los otros, él nos reconcentra

un momento, en medio de nuestras tareas, a fin de despertar los buenos sentimientos que

suelen dormirse bajo el peso del egoísmo.

Si elevándonos hasta el punto de vista supremo de la moral, comprendemos el culto

personal instituido por el positivismo, nos será fácil darnos cuenta del culto doméstico,

que liga la vida privada a la vida pública. Este culto, que es tan ajeno a la teología como

el culto personal, se compone de nueve sacramentos sociales, a saber: la presentación, la

iniciación, la admisión, la destinación, el matrimonio, la madurez, el retiro, la

trasformación y la incorporación. El primero, la presentación, ha sido practicado por

todas las religiones. Su objeto en el positivismo, es que los padres contraigan, ante el

sacerdocio, el compromiso formal de educar al recién nacido en la Religión de la

Humanidad. En este sacramento, el positivismo toma del catolicismo la bellísima

institución de los padrinos, que deben suplir a los padres si llegaren a faltar. Hasta los

catorce años el niño debe recibir su enseñanza de los padres, y, en especial, de la madre,

que no puede ser reemplazada por nadie en la educación de la infancia. A esa edad tiene

lugar la iniciación, en virtud de la cual el hijo es confiado al sacerdocio para que reciba

de él la enseñanza teórica, que comprenderá las siete ciencias fundamentales, a saber:

matemática, astronomía, física, química, biología, sociología y moral. Esa enseñanza

durará hasta los veintiún años. A esta edad se administrará el sacramento de la admisión

a los que estén suficientemente preparados. Desde los veintiún años se ensaya el joven en

la vida, con el objeto de encontrar su verdadera vocación; y a los veintiocho recibe el

sacramento de la destinación. Este sacramento solo se había administrado hasta aquí, a

los que desempeñaban ciertas funciones superiores, en la ordenación de los sacerdotes y

en la consagración de los reyes; pero bajo el positivismo, en que todas las funciones son

sociales, todas ellas, desde las más humildes a las más altas, son dignas de la destinación.

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Después de la destinación viene el matrimonio, hasta los treinta y cinco años para el

hombre y hasta los veintiocho para la mujer, como regla general. El objeto de esta

institución, según el positivismo, es el perfeccionamiento recíproco de los esposos. Si el

matrimonio comenzó por la poligamia para llegar a la monogamia, que fue sancionada

por el catolicismo, el positivismo va más lejos todavía, estableciendo la indisolubilidad,

aun después de la muerte de uno de los cónyuges.

Esta modificación introducida por el positivismo en el matrimonio, ha sido realizada

siempre espontáneamente por las naturalezas amantes, mereciendo la simpatía, el respeto

y la admiración de todo el mundo. Y, en verdad, las personas que bien se quieren, no

pueden pasar a segundas nupcias. El vivo guardará la memoria del muerto; y la sola idea

de un segundo matrimonio le parecerá una infidelidad. La promesa de viudez eterna, que

harán los novios positivistas al contraer su enlace, será acompañada del compromiso de

castidad en los tres primeros meses de matrimonio. La consagración del acto más

importante de nuestra vida doméstica, toma así un carácter imponente de grandeza moral.

El más elevado altruismo viene, pues, a embellecer, en la Religión de la Humanidad, una

institución que se había considerado, hasta aquí, bajo el punto de vista material.

Las tendencias actuales son muy desfavorables al matrimonio positivista. No falta

quienes aboguen por la disolubilidad, en vida de los cónyuges, bajo pretexto de arreglar

mejor la familia, Y entre ellos hay individuos que se atreven a darse el título de

positivistas, desacreditando así la más santa de las doctrinas. En verdad, los que eso

piensan de buena fe, tocante al matrimonio, se hallan en un estado de desmoralización

inconsciente, muy común en nuestra época, que hace grandes estragos en la sociedad.

Después del matrimonio viene la madurez, a los cuarenta y dos años. Hasta entonces se

pueden perdonar muchos yerros, que no serían excusables en adelante. El hombre entra,

a esa edad, en el periodo de la plena responsabilidad, en que debe tratar de cumplir su

tarea, de modo que merezca después de su muerte la incorporación a la Humanidad. A

los sesenta y cuatro años se administra el retiro. Es muy justo que el hombre descanse en

su vejez, cuando ha llenado dignamente su función social. Entonces, libre del trabajo

activo, se consagra al consejo, de que lo hacen merecedor su edad, su experiencia y sus

servicios. Eso se ha efectuado ya espontáneamente, por la sola fuerza de la moral, en las

funciones que dependen del Gobierno, donde se practica la jubilación, bosquejo del

sacramento positivista. Pero la religión final, que subordina sistemáticamente todo el

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orden humano a la moral, extiende el retiro a las diversas funciones sociales, sean o no

gubernativas.

Al retiro sucede la transformación. Este sacramento viene a reemplazar la extraña

ceremonia de la extremaunción, en que el catolicismo, obedeciendo al carácter antisocial

de su dogma, aparta al moribundo de todas las afecciones humanas, para llevarlo al

tribunal de Dios. En la trasformación, el sacerdocio de la Humanidad, “mezclando”—son

palabras de Comte—“los pesares de la sociedad a las lágrimas de la familia, aprecia

dignamente el conjunto de la existencia que se acaba. Como haya obtenido las

reparaciones posibles, hace esperar, a menudo, la incorporación subjetiva, pero sin

comprometer jamás un juicio que no está maduro todavía.”

Siete años después de la muerte, tiene lugar la incorporación. Este, que es el último de

los sacramentos, consiste en un juicio solemne, cuyo bosquejo suministra la teocracia a

la sociocracia. Cuando el muerto fuere considerado digno de ser incorporado a la

Humanidad, sus restos serán conducidos del cementerio civil al bosque sagrado, que ha

de rodear cada templo del verdadero Ser Supremo.

Los nueve sacramentos positivistas tienen, pues, todos un carácter profundamente

social, sin mezcla alguna de teologismo.

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X. CULTO PÚBLICO

Entre los muchos defectos morales que ha producido la lucha contra el catolicismo, no

es el menos grave ese espíritu de ironía, tan común hoy, que hace risa y burla de todo lo

que es noble y grande, a tal punto que se podría pensar que hay empeño en acabar con la

virtud. Creemos, sin embargo, que los que se dejan llevar de ese espíritu, proceden tal vez

inconscientemente; pues, no es posible suponer que, si ellos están pervertidos, quieran

también pervertir a sus hijos. Y, en verdad, nada corrompe tanto el corazón de un niño,

como el oír de la persona que más respeta, de la que es su modelo necesario, esa perpetua

ironía que todo lo mancha y denigra. De ahí, que sea conveniente que los individuos que

hubieren contraído ese mal hábito, se ocupen en corregirse, ya que no por un deseo de

propio perfeccionamiento, a lo menos por el bien de sus hijos.

Pero el mal que se hace con esa ironía traspone los límites de la familia. Como ella parta

del instinto destructor, que es tan fuerte en cada uno de nosotros, encuentra eco en los

demás, excitándolos a la imitación.

La ironía pasa así de alma en alma, secando los sentimientos dignos y generosos. Y si

alguien los conserva, como que los esconde y se avergüenza de ellos, para no ser objeto

de burlas; sucediendo, al fin, que llegan a perderse por falta de expansión. Los hombres

no se reúnen entonces para comunicarse su altruismo; las grandes manifestaciones

sociales que tanto realzan la naturaleza humana son imposibles; y solo se ve el triste

espectáculo de la asociación del odio, de partido a partido y de nación a nación.

La Religión de la Humanidad viene a remediar ese funesto estado de cosas. Con el culto

personal nos corrige nuestros defectos y nos dispone al altruismo; con el culto doméstico

nos liga dignamente a la vida social. Ya nos ocupamos de uno y otro en el capítulo

anterior. Preparados por el culto personal y el doméstico nos introduce, en seguida, la

Religión de la Humanidad en el culto público.

Hagamos primero algunas consideraciones sobre el calendario. A nadie se le oculta que

los beneficios de esa institución son incalculables. Ella importa, para la Humanidad, la

medida del tiempo, y nos permite fijar nuestros trabajos, nuestros proyectos, nuestros

recuerdos y nuestras esperanzas. El calendario actual se ha establecido después de muchos

siglos de tareas. Al principio se contaba el tiempo por los días, en seguida se imaginó la

semana, luego se empleó el período lunar, en fin, el período solar. Este último período ha

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pasado por varias modificaciones, hasta llegar al calendario gregoriano, en que los años

ordinarios se componen de trescientos sesenta y cinco días, y los bisiestos de trescientos

sesenta y seis. En este calendario, como es sabido, el año se divide en meses, que

recuerdan los antiguos períodos lunares, y el mes en semanas, y estas en días. Pero los

meses, que forman el año gregoriano, son desiguales, como que unos constan de treinta

días y otros de treinta y uno, y el mes de febrero ya de veintiocho, ya de veinte y nueve

días. Además las semanas no coinciden con los meses.

Esa irregularidad de los meses y esa falta de correspondencia con las semanas, que no

dejan de tener sus inconvenientes, se hallan salvadas con el año positivista, introducido

por Augusto Comte. En vez de dividir el período solar en doce meses, nuestro maestro lo

divide en trece, compuestos todos de veintiocho días, distribuidos en cuatro semanas

exactas. Como sobre un día en los años ordinarios, se le dará la denominación de día de

los muertos, y se consagrará a su recuerdo solemne. Y el otro día de los años bisiestos se

llamará el día de las santas mujeres, y será dedicado expresamente a su memoria. Esos

dos días, ajenos a los trece meses, finalizaran el año, en calidad de días extraordinarios,

llevando el nombre especial que se les ha puesto. Con el año positivista queda, pues,

perfectamente regularizado el tiempo.

Augusto Comte conserva la denominación de los días de la semana del antiguo

calendario, porque recuerdan el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo, las tres fases

religiosas que ha recorrido la Humanidad, antes de llegar al positivismo. Pero en cuanto

a los nombres de los meses, que son completamente arbitrarios y que nada significan, los

reemplaza con los nombres de las consagraciones religiosas propias de cada uno de ellos,

conforme al culto público.

Esas consagraciones son: a la Humanidad, al matrimonio, a la paternidad, a la filiación,

a la fraternidad, a la domesticidad, que forman los lazos fundamentales del hombre y

que ocupan los seis primeros meses según el orden de enumeración: al fetichismo, al

politeísmo, al monoteísmo, que representan el desenvolvimiento fundamental de nuestra

especie, hasta llegar al positivismo, y que llenan el sétimo, el octavo y el noveno mes; a

la mujer, al sacerdocio, al patriciado, y al proletariado, que constituyen las funciones de

providencia moral, intelectual, material y general, y que corresponden a los cuatro últimos

meses. He ahí el culto sociolátrico del positivismo.

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La religión de la humanidad

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Dejemos hablar al maestro: “El año se abrirá con la más augusta de las solemnidades,

adorando directamente al Gran Ser (la Humanidad) del cual somos hijos y servidores. Su

naturaleza compuesta y subjetiva, su existencia fundada en el amor, y su sumisión al

orden que mejora, se hallarán estéticamente caracterizadas en esa fiesta inicial, en. que

todas las almas renovarán dignamente su activa consagración al perfeccionamiento

universal. Este comienzo sintético, que no dejará de honrar convenientemente las especies

auxiliares, se desenvolverá por la celebración especial de los diversos modos o grados

propios de la unión humana, en los cuatro domingos del primer mes. Se comienza

glorificando la asociación universal, fundada sobre la fe demostrable, única plenamente

religiosa, pero salida de una preparación a la cual concurrieron todas las creencias

ficticias. Se celebra en seguida, la más vasta de las uniones parciales, la que vuelta

esencialmente subjetiva, queda objetivamente caracterizada por una lengua común, entre

naciones sujetas en otro tiempo al mismo gobierno. El tercer domingo la fiesta de la patria

glorifica la plenitud del lazo político, a fin de cultivar mejor la afección cívica. En fin, el

último día del mes de la Humanidad, honra la asociación elemental de las familias en la

comuna (municipio) propiamente dicha, cuya feliz denominación expresa el grado más

íntimo de la unión activa.”

“Durante el segundo mes en el cual se concentrará el quinto sacramento, el lazo

conyugal será celebrado en todos sus modos. El primer domingo honrará el matrimonio

completo, haciendo apreciar cuán consolidada y desenvuelta se halla la armonía de los

esposos por su digno concurso a la santa función que les es confiada respecto del hijo de

la Humanidad, Pero la fiesta siguiente caracterizará mejor la verdadera naturaleza de la

unión conyugal, glorificando la perfección superior del casto lazo en que la pura

identificación de las almas reservará la procreación humana a las parejas más aptas para

cumplirla... El tercer domingo se consagra a la unión, verdaderamente excepcional, que

no es susceptible sino de una imperfecta armonía, en virtud de la falta de conformidad,

que será más relativa a la edad que al rango, y nunca a la riqueza, dada la supresión de

toda dote para la mujer (que en la sociocracia debe ser alimentada siempre por el hombre).

El mes del matrimonio se terminará con la celebración especial del lazo subjetivo

procedente del compromiso de la viudez, en que se hará apreciar lo indispensable de esa

perpetuidad del matrimonio para la adoración sincera del Gran Ser, compuesto

esencialmente de muertos. Quien fuere incapaz de vivir idealmente con el mejor objeto

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de su ternura, seria con mayor razón impropio para sentir y aun para comprender el

conjunto de los predecesores y de los sucesores.”

“Una explicación común puede bastar aquí respecto de los tres meses siguientes, dada

la conformidad natural de las relaciones paternales, filiales y fraternales a las cuales son

respectivamente consagrados. Me limito, pues, a especificar la descomposición del

primer caso, el más importante y el mejor caracterizado, pero invitando al lector a

trasportar convenientemente al cuarto y quinto mes las subdivisiones del tercero. La

celebración del primer domingo se refiere a la paternidad completa y natural, única

enteramente normal, en que la afección por el hijo reposa, por decirlo así, en la ternura

hacia la madre, dada la insuficiencia de semejante instinto en el sexo activo. El segundo

domingo glorifica el lazo voluntario, si bien completo, procedente de una digna adopción

aun respecto de un adulto, enteramente extraño a la familia... En el tercer domingo se

celebra la paternidad voluntaria, pero incompleta, que resulta de los lazos espirituales,

cuyo desarrollo decisivo pertenece al régimen sociocrático, en que cada cual será iniciado

durante siete años por el mismo sacerdote de la Humanidad. A pesar de la menor plenitud

del patronato temporal, su digna glorificación terminará este mes.”

“Consagrando a la domesticidad el conjunto del sexto mes, el culto de la Humanidad

hará resaltar convenientemente una institución que, destinada a completar la familia

ligándola a la sociedad, no podía adquirir su verdadero carácter mientras persistió la

servidumbre. Después de la liberación personal, la anarquía occidental no ha permitido

nunca una digna apreciación de ese lazo necesario (la domesticidad) igualmente

desconocido por el orgullo de los grandes y la insubordinación de los pequeños. Pero el

conjunto de una existencia en que todos se honren de servir (como que todos somos

sirvientes unos de otros, salvo los seres inútiles y perjudiciales) debe hacer respetar las

familias, que para concurrir mejor a la conservación y al perfeccionamiento del Gran Ser

(la Humanidad) se consagran de buen grado a secundar personalmente a sus intérpretes o

a sus ministros.”

Cortamos aquí la palabra del maestro, porque lo trascrito basta para tener una idea del

culto público del positivismo. Nada hay en él de teológico, como que el genio

incomparable de Augusto Comte nunca estuvo mejor inspirado que cuando se elevó a la

concepción religiosa. Él ha fundado una doctrina perfectamente demostrable, que elimina

lo sobrenatural. Pero, para comprender esa doctrina, es preciso estudiarla no solo con la

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inteligencia, sino también con el corazón. Bajo el punto de vista del egoísmo, jamás

llegaremos a apreciarla. El culto público, lo mismo que el culto privado de la Religión de

la Humanidad, tiene pues un objeto bien visible: idealizar la existencia humana para

mejorarnos moralmente y armonizar más y más el orden social.

Como preparación del calendario definitivo que se usará en el régimen normal, Augusto

Comte ha hecho un calendario provisorio, en que los trece meses llevan los nombres de

los más ilustres representantes de la Humanidad: Moisés, simbolizando la teocracia, es el

primer mes, y los siguientes: Homero, la poesía antigua; Aristóteles, la filosofía antigua;

Arquímedes, la ciencia antigua; César, la civilización militar; San Pablo, el catolicismo;

Carlomagno, la civilización feudal; Dante, la epopeya moderna; Gutenberg, la industria

moderna; Shakespeare, el drama moderno; Descartes, la filosofía moderna; Federico (el

grande), la política moderna; Bichat, la ciencia moderna. A cada uno de esos grandes

hombres, le están subordinados en su respectivo mes, cuatro individuos que le siguen en

mérito, jefes de las cuatro semanas, cuyos días son dedicados a personas menos notables.

Así el mes de Aristóteles, tiene de jefes de semana, a Tales, Pitágoras, Sócrates y Platón.

La era para el calendario provisorio, es la revolución francesa de mil setecientos ochenta

y nueve; de modo que ahora estamos en el año noventa y seis. Cuando prevalezca el

calendario definitivo, la era será, sin duda, el año de la fundación de la Religión de la

Humanidad.

El culto público que el positivismo establece puede reunir a todos los hombres y a todos

los pueblos con las mismas aspiraciones, con los mismos ideales. Y nunca ha sido eso

más necesario que ahora. Las religiones teológicas son ya impotentes para dirigir a la

Humanidad. Esta se aleja más y más de las doctrinas sobrenaturales. Pero, al desechar la

teología, es menester que se mantenga la religión, a fin de no perder la moral. Por

desgracia, como la emancipación de la teología se hubo de hacer espontáneamente, sin

que estuviera construida, aun, la doctrina que debía reemplazarla, la más honda

inmoralidad se extendió por el mundo. Esta ha ido cundiendo poco a poco, hasta tomar

proporciones inauditas. La vida privada y la vida pública están minadas por el más

vergonzoso materialismo. Se ha llegado a proclamar, como el ideal humano, la lucha por

la existencia, en que el más fuerte tiene que destruir al más débil. ¡Tan corrompido está

el corazón del hombre por la falta de religión!

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Felizmente Augusto Comte ha construido, fuera de la teología, la Religión de la

Humanidad, Esta doctrina viene a regenerar profundamente el orden social y moral. La

vida privada y la vida pública libres de los ataques que las pervierten, serán purificadas y

engrandecidas. Y las egoístas doctrinas que hoy intentan prevalecer, con menosprecio de

la moral, se verán luego acalladas por la Religión de la Humanidad, que proclama el ideal

del altruismo. Tenemos profunda fe en ello, porque los sentimientos generosos de que

está dotado el hombre y que son su verdadera gloria, si pueden amortiguarse, nunca llegan

a extinguirse. Después de largo sueño se les ve despertar al fin. Son esos sentimientos los

que han realizado en el mundo todas las grandes cosas, que enaltecen a nuestro linaje. Y

bajo su inspiración se ha podido imaginar la ciudad de Dios, en que no habría más que

virtud y amor.

Esos mismos sentimientos generosos, mejor guiados, nos hacen concebir ahora la ciudad

de la Humanidad, en que todos los habitantes del planeta estarían ligados por el altruismo.

Incumbe pues a las almas puras, nobles y enérgicas empeñarse en su realización,

profesando la religión positiva de Augusto Comte y esparciéndola con el ejemplo y la

palabra. Así se ganarán insensiblemente las naturalezas capaces de altruismo, que el

contagio de la virtud es también posible. Y cuando la gran doctrina esté en todas partes,

la ciudad de la Humanidad se habrá realizado. Entonces, terminadas las diferencias y las

guerras de los diversos pueblos, unidos ya por la misma religión, el culto público del

positivismo será la expresión común del amor universal.

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XI. DOGMA POSITIVO

A juzgar por el espectáculo que presenta hoy el mundo, dividido entre la ciencia y la

teología sin que ni una ni otra consiga predominar, podría parecer imposible la armonía

humana bajo las mismas creencias, Si la ciencia hubiera de quedar siempre en la forma

dispersiva y puramente material que tiene ahora, así sucedería en efecto. Pues las

naturalezas generosas, las almas ardientes y, sobre todo, la mujer que vive de sentimiento,

nunca dejarían la teología. En verdad, sí la teología ha explicado, a su manera, el orden

físico, ella ha explicado también, a su modo, el orden moral, poniendo a éste encima de

aquél. Y esa es la causa de la permanencia de la teología en medio de una ciencia estrecha,

que se desentiende del orden moral, que es lo que más interesa al hombre. Mientras la

ciencia sea ajena a ese orden, no logrará a pesar de todos sus esfuerzos suplantar a la

teología. Se cree, por lo general, que es la ignorancia lo que hace vivir aun a la teología,

pero la causa efectiva como lo acabamos de decir está en la imperfección de la ciencia.

Si esta llegara a sostener que el fin de la vida humana debe ser el mejoramiento moral, no

cabe duda que reemplazaría a la teología. Esa es la obra del positivismo.

No sería éste una gran doctrina si no subordinara la actividad y la inteligencia al

sentimiento. Desarróllese en hora buena la actividad, cultívese la inteligencia, pero que

ello tenga por objeto mejorar el corazón. ¿Qué sacaríamos con ser activos e inteligentes

si fuéramos inmorales? La energía y el talento han de ser, pues, los servidores del bien.

La moral debe regirlo todo.

Nuestro maestro dice, con profunda razón, que los verdaderos positivistas son los que

se ocupan ante todo del perfeccionamiento moral. De ahí que trate de falsos discípulos a

los que se apellidan positivistas intelectuales, para quienes la gran doctrina queda

reducida a un método de filosofar. Algo más que eso es el positivismo. Y los que no

quieren comprenderlo, deberían dejar el título de positivistas, que no hacen más que

desacreditarlo. Augusto Comte hubo de bautizar con el nombre positivismo la primera

parte de su doctrina, para significar la realidad que la caracteriza. La palabra, que se creyó

infeliz en un principio, hizo luego su camino, y se halla ahora en alto honor, como

sinónima de verdadera filosofía. Cuando el maestro completó después su obra, fundando

la Religión de la Humanidad, mantuvo el nombre de positivismo, y dio así a esta palabra

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el sentido de moralidad. A medida que se extienda y se arraigue la doctrina definitiva, se

hará la palabra positivismo más y más simpática, indicando a la vez verdad y bondad.

Haremos notar aquí la antipatía que inspiran de ordinario los términos de que se ha

servido la teología, y en especial la palabra religión. Ese espíritu antiteológico manifiesta

claramente que son pocas las personas que se dan cuenta exacta de lo que ha sido en el

fondo la teología. No se quiere comprender, lo que Augusto Comte ha demostrado hasta

la evidencia, que la teología es un producto espontáneo de la Humanidad, y que ella

contiene los más nobles pensamientos, las más puras emociones de nuestra alma. En una

palabra, la teología es la creación extraterrestre de un mundo moral a que aspiraba el

hombre, sin poder realizarlo aquí. Estúdiese imparcialmente la teología, y ha de verse en

ella una obra enteramente humana, que revela las aspiraciones al bien de nuestro linaje.

Así Dios, por ejemplo, no es más que la Humanidad perfeccionada, y los ángeles son

hombres idealizados. En vez de indignarnos contra la teología, que fue una doctrina

provisoria para dirigir a nuestra especie, debemos antes mirarla con simpatía respetuosa

por los servicios que ha prestado. Y en cuanto a las voces que ella empleara en noble

sentido, podemos usarlas sin inconveniente en el positivismo, que como doctrina

demostrable y definitiva que es, se sirve sin prevención alguna de toda la experiencia de

la Humanidad. De ahí que nuestro maestro se apropie, como tantas otras, la palabra

religión, que los negativistas de todos colores quisieran abolir torpemente. Esa palabra, a

juicio de Comte, es tal vez el más bien formado de todos los términos humanos, como

que ella índica el doble lazo que requiere el estado de completa unidad a que debemos

aspirar. Eso lo han tratado de realizar todas las religiones, ligando el interior por el amor

y religándolo al exterior por la fe. Y eso mismo viene a hacer de una manera más completa

todavía el positivismo, por lo que toma con justicia el nombre de religión. El lazo interior,

según esta doctrina, es la subordinación del egoísmo al altruismo, y el lazo exterior, es el

orden de la naturaleza a cuyo imperio debemos someternos, si bien modificándolo.

Los individuos que no quieren colocarse en el punto de vista religioso del positivismo,

están más lejos de la Humanidad que los teologistas. Estos, se ponen es cierto en relación

con seres imaginarios, pero dotados siquiera de sentimientos análogos a los nuestros. Mas

¿qué pensar de los que se entusiasman en presencia de lo infinito, de lo inconocible, sin

que sepan conmoverse ante la Humanidad, que les parece un ser ficticio? ¡Cuán profundo

es lo que dijo Vauvenargues, de que los grandes pensamientos parten del corazón! Y si el

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corazón los crea, solo él los comprende. Así lo prueban las almas secas y heladas de tantos

pretendidos sabios que rechazan la Religión de la Humanidad ¡y se atreven a invocar la

ciencia en contra de esa gran doctrina! Desde el fondo de su egoísmo no pueden

comprender que la verdadera ciencia es la que conduce al amor. Han llegado, aun, a

establecer como la suprema ley de la vida humana, la lucha por la existencia. Semejante

concepción ha sido muy afortunada entre los egoístas de todas partes. Pero ella no ha

hecho más que desacreditar la ciencia entre las almas honradas, que se indignan de tales

blasfemias contra la Humanidad.

Eso no lo puede decir la verdadera ciencia. La suprema ley de la vida humana está por

el contrario en el predominio del altruismo, que ha de reunir al fin a todas las almas en

una cooperación armoniosa. Al través de la historia nótanse los esfuerzos constantes del

hombre para hacer triunfar el amor en la tierra. Las religiones de todos los países, y de

todos tiempos son el sagrado depósito del ideal del bien que siempre buscara la

Humanidad. Lo que constituye la gloria positiva de nuestra especie, es su eterna

aspiración al perfeccionamiento moral. Cualesquiera que hayan sido sus extravíos, sus

errores, jamás ha olvidado que no existe en el mundo nada más grande que la virtud. Pero

lo que ignoran los pretendidos sabios, lo sabe toda mujer, por humilde que sea. No hay

ninguna que desconozca, mientras conserve puro su corazón, que el fin de la vida humana

debe ser el perfeccionamiento moral. Siempre están amando el bien y haciéndolo amar a

los demás. Nunca abandonan las mujeres esa labor santa.

Si no existieran tantas preocupaciones anti-religiosas, el positivismo se esparciría con

rapidez, efectuándose muy pronto la trasformación de la sociedad. Pero nos hallamos, en

general, tan indispuestos para todo lo que sea una disciplina de nuestros sentimientos, de

nuestros pensamientos y de nuestros actos, que rehuimos la Religión de la Humanidad.

Antes que someternos a una doctrina, preferimos que el trastorno y la inmoralidad se

extiendan por el mundo. Mas todavía queremos a toda costa ser libres e independientes,

sin lazos de ningún género; y miramos el orden, sea individual, sea colectivo, como una

esclavitud indigna del hombre. Con un estado de cosas semejante, no llegaríamos nunca

a una buena educación personal, ni a una verdadera organización social. Pero eso

desaparecerá, tarde o temprano, bajo el benéfico influjo de la misma Religión de la

Humanidad, a cuyo triunfo se opone por el momento,

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Pasemos ya a ocuparnos del dogma de esta Religión. Él es formado por el conjunto de

las siete ciencias fundamentales, a saber: matemática, astronomía, física, química,

biología, sociología y moral. Estas siete ciencias abarcan todo el orden de la naturaleza.

Nada existe fuera de ellas, Augusto Comte hizo en su Sistema de Filosofía Positiva una

primera clasificación de las ciencias, que no comprendía la moral. Esa es la forma en que

se le conoce generalmente. Pero a esa clasificación le faltaba un elemento, y el genio de

Comte, que iba siempre ascendiendo, no tardó en agregarle la moral, la ciencia de los

deberes, la más importante de todas.

Los positivistas incompletos solo aceptan la primera clasificación, sin fijarse en que la

doctrina de Comte sería, en esa forma, insuficiente. Por cierto, que al hacer Comte esa

clasificación prestó un gran servicio, sacando la ciencia de la especialidad en que se

hallaba y elevándola a la generalidad, convirtiéndola así en filosofía. Pero ello no bastaba

para reemplazar a la teología; y en el último tomo del Sistema de Filosofía Positiva

aparece ya la idea de la supremacía de la moral, que preocupaba al más ilustre de los

maestros, aunque todavía no hubiera formulado netamente su modo de ver. Meditando

más y más sobre la cuestión, llegó a constituir la moral en ciencia distinta, y la colocó

encima de todas las otras. Entonces fue cuando declaró que la Síntesis del saber humano

debe ser subjetiva, lo que no ha querido ser comprendido por algunos discípulos de la

primera hora. Cambió de método, dijo un día Littré, y lo han seguido repitiendo muchos

con él, sin darse cuenta de la profundidad del aserto del maestro.

¿Qué entiende Comte por Síntesis subjetiva? Aquella que hace centro a la Humanidad

de todos nuestros conocimientos, es decir que los refiere a ella todos. Esa síntesis es la

única que debe prevalecer, si nos subordinamos a la moral. Pero como el desarrollo

científico se ha hecho, hasta cierto punto, en oposición con la síntesis teológica que era

subjetiva, se mira con repugnancia lo que dice relación con ella. Sin embargo, debemos

persuadirnos de que es menester convertir de nuevo al hombre en centro del mundo como

lo hizo la teología; con esta diferencia, de que ahora no afirmamos que todo haya sido

creado para nosotros. Pues si hubiéramos de empeñarnos en formar una síntesis

puramente objetiva, nunca llegaríamos, por una parte, a construirla, y por otra, nos

alejaríamos más y más del hombre, que debe ser el fin de nuestras meditaciones. De ahí

que Comte establezca que la matemática, la astronomía, la física, la química, la biología

y la sociología han de estudiarse con el objeto de llegar a la moral; lo que importa una

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La religión de la humanidad

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verdadera destinación para cada una de esas ciencias. Todas ellas deben ser útiles a la

Humanidad. Ninguna ha de cultivarse sin la disciplina subjetiva que determina su campo

de acción. En una palabra, la moral absorbe todas las demás ciencias, reglándolas.

No quieren convenir en ello los que se quedan en el punto de vista objetivo. Mas

debieran fijarse en que permanecer ahí, es ser enemigo de nuestra especie. Estúdiese

naturalmente el Mundo, pero a fin de servir al linaje humano. Y coordínense los diversos

conocimientos en derredor del verdadero Gran Ser, que merece todas nuestras

aspiraciones y todos nuestros trabajos.

La teoría positiva de la naturaleza humana, de que dimos cuenta en el capítulo tercero,

sirve de apoyo a la síntesis subjetiva. Según esa teoría nuestra alma se compone de

sentimiento, inteligencia y actividad. El sentimiento es formado de egoísmo y altruismo.

La inteligencia y la actividad pueden servir al uno o al otro. El objetivismo, que desconoce

esa teoría, preconiza el imperio exclusivo del egoísmo. Pero la síntesis subjetiva

establece, basada en ella, que el egoísmo debe subordinarse al altruismo, y que éste ha de

ser servido por la inteligencia y la actividad. Y eso lo establece no solo en nombre del

deber, sino también en nombre de la felicidad. En efecto, la verdadera felicidad solo nace

de los sentimientos de simpatía, de veneración y de bondad, Los placeres puros son

extraños al egoísmo. Ello es un hecho incuestionable comprobado por la historia entera

de la Humanidad. El deber y la felicidad están, pues, de acuerdo.

Desde el punto de vista subjetivo nuestro maestro formuló una trinidad positiva, que ha

levantado grandes protestas de parte de algunos espíritus, que le achacan el haberse

lanzado en plena teología. Eso no es, dicen, más que una copia del catolicismo. Por de

pronto, la trinidad católica nada tiene de repugnante para Augusto Comte, que sabe

penetrar hasta el fondo de las cosas, y que ve en ella una idealización espontánea de la

naturaleza humana, en que el Padre representa la actividad, el Hijo el amor y el Espíritu

Santo la inteligencia. Lo que constituye el carácter erróneo de esa trinidad, es la

suposición de la existencia objetiva y misteriosa de los tres atributos que pertenecen de

hecho a la Humanidad. En cuanto a la trinidad positiva que establece Comte, ella es

formada del Gran Medio, del Gran Fetiche y del Gran Ser. A primera vista podría parecer

eso una creación arbitraria del maestro; pero no es así. En efecto, el Gran Medio no es

más que el Espacio, concepción subjetiva de nuestro espíritu, donde colocamos todas

nuestras imágenes; el Gran Fetiche es la tierra, verdadero hogar del género humano, en el

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que han vivido nuestros antepasados y en el que vivirán nuestros descendientes; y el Gran

Ser es la Humanidad. Esa trinidad no hace sino coordinar los sentimientos, los

pensamientos y los actos del hombre, tomando en cuenta su propia naturaleza y las

condiciones en que vive. El amor, base indispensable de toda existencia feliz, debe

extenderse al Espacio, a la Tierra y a la Humanidad, que forman el conjunto de nuestras

relaciones positivas.

Refiriéndose a la trinidad positiva, Comte ha convertido la clasificación de las ciencias

de setena en ternaria. A la matemática, le dio el nombre de LÓGICA; a la astronomía. la

física y la química juntas, las llamó FÍSICA; a la biología, la sociología y la moral, las

reunió bajo el solo término de MORAL. La Lógica se aplica al Espacio; la Física a la

Tierra; y la Moral a la Humanidad, Pero lo que hay de notable en esta nueva labor del

maestro, es la trasformación de la matemática en la lógica. Esta es según la definición

sistemática que se halla en la SÍNTESIS SUBJETIVA:1 el concurso normal de los

sentimientos, de las imágenes y de los signos para inspirarnos las concepciones que

convengan a nuestras necesidades morales, intelectuales y físicas. ¿Cómo, se dirá, puede

llenar esas condiciones la matemática, que es enteramente ajena al sentimiento? Tal cual

se encontraba hasta Augusto Comte, así era en efecto. Mas él la ha regenerado por

completo. Se creía que la matemática solo servía para ejercitar la deducción, pero el

maestro le incorporó los métodos surgidos en las ciencias superiores, a saber, la

clasificación, la comparación y la filiación, Hizo notar además que las primeras nociones

de la matemática son necesariamente inductivas. Y teniendo especialmente en vista la

sencillez de sus operaciones, la constituyó en el tipo del verdadero trabajo mental, que

estriba en inducir para deducir a fin de construir. Ello le quitaba, en cierto modo, a la

matemática su sequedad, gracias a su destinación. Pero animando de simpatía el Espacio,

en que se ejercita esa ciencia, el maestro ha hecho más fácil aun sus operaciones, dándoles

un carácter afectivo. Los números sagrados—que así apellida Augusto Comte al uno, al

dos y al tres, porque el uno representa el amor, el dos el orden y el tres el progreso—como

1 SÍNTESIS SUBJETIVA o Sistema universal de las concepciones propias al estado normal de la

Humanidad. Esta obra de Augusto Comte ha quedado desgraciadamente inconclusa, habiéndole

sorprendido la muerte en medio de su gran tarea. Ella debía constar de tres partes: “Sistema de Lógica

positiva”; “Sistema de Moral positiva”; y “Sistema de Industria positiva”. El maestro no pudo terminar más

que el Sistema de Lógica positiva o tratado de filosofía matemática.

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69

formen la base de toda la matemática vienen a enlazar directamente la ciencia preliminar

con la ciencia final, la Lógica con la Moral.

Los que se empeñan en sostener a toda costa que la Religión de la Humanidad es

teológica, citan como la prueba más decisiva, la utopía de la Virgen madre, de la que ha

hecho Comte el resumen ideal de su gran doctrina. Eso es, dicen, introducir a la virgen

María en el positivismo. Ciertamente: más con la modificación de convertir en utopía

humana lo que se había creído una realidad teológica. Y si se supiera leer la historia de

nuestro linaje, sondeando las profundidades del corazón humano, se comprendería lo bien

inspirado que ha estado nuestro maestro al resumir su doctrina en la utopía de la Virgen

madre. En todos los tiempos se ha puesto en la virginidad el más alto grado de perfección,

viéndosela siempre con sumo respeto y admiración. Y la mejor imagen que haya podido

concebir el hombre de la belleza moral, es la de una mujer virgen. La edad inedia,

condensando ese sentimiento universal del género humano, creó la Virgen María. El

positivismo que recibe la herencia de todas las nobles aspiraciones del pasado establece

pues la utopía de la Virgen madre como el límite ideal de nuestro perfeccionamiento. Y

esa utopía simboliza dignamente la Religión de la Humanidad que hace del altruismo el

gran fin de la vida.

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70

XII. DOGMA POSITIVO — Conclusión

Ya indicamos en el capítulo anterior en qué consiste el dogma positivo. Completaremos

ahora esa indicación, trascribiendo las quince leyes, establecidas unas por Comte y

generalizadas otras por él, y que sirven de preámbulo sintético a la jerarquía de las

ciencias. Esas quince leyes vienen a llenar el desiderátum de Bacon, de una filosofía

primera, que pudiera ser como la clave de todos nuestros conocimientos. Ellas se

distribuyen en tres grupos. El primero se compone de las siguientes: 1.ª formar la hipótesis

más sencilla y más simpática que admita el conjunto de los datos por representar; 2.ª

concebir como inmutables las leyes cualesquiera que rigen los seres según los

acontecimientos; 3.ª todas las modificaciones del orden universal se limitan a la

intensidad de los fenómenos, permaneciendo inalterable su arreglo. El segundo grupo se

subdivide en dos, de tres leyes cada uno, que, siguiendo el orden de las anteriores, son:

4.ª subordinar las construcciones subjetivas a los materiales objetivos; 5.ª las imágenes

interiores son siempre menos vivas y menos netas que las impresiones exteriores; 6.ª toda

imagen normal debe ser preponderante sobre las que la agitación cerebral hace surgir

simultáneamente. Ese es el primer subgrupo. He aquí el segundo; 7.ª Cada entendimiento

presenta la sucesión de tres estados: ficticio, abstracto y positivo, respecto de las

concepciones cualesquiera, con una velocidad proporcionada a la generalidad de los

fenómenos correspondientes; 8.ª la actividad es primero conquistadora, después defensiva

y por último industrial; 9.ª la sociabilidad es primero doméstica, después cívica y por

último universal, según la naturaleza propia de cada uno de los tres instintos simpáticos.

El tercer grupo se subdivide a su vez como el anterior en dos, de tres leyes también cada

uno, que son, siguiendo la enumeración, éstas: 10.ª todo estado estático o dinámico tiende

a persistir espontáneamente sin ninguna alteración, resistiendo a las perturbaciones

exteriores; 11.ª un sistema cualquiera mantiene su constitución activa o pasiva cuando sus

elementos experimentan mutaciones simultáneas, con tal que ellas sean exactamente

comunes; 12.ª hay siempre equivalencia entre la reacción y la acción, si su intensidad es

medida conforme a la naturaleza de cada conflicto. Ese es el primer subgrupo. He aquí el

segundo. 13.ª subordinar siempre la teoría del movimiento a la de la existencia,

concibiendo todo progreso como el desenvolvimiento del orden correspondiente, cuyas

condiciones cualesquiera rigen las mutaciones que constituyen la evolución; 14.ª toda

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clasificación positiva debe proceder, según la generalidad creciente bajo el punto de vista

subjetivo, y decreciente bajo el punto de vista objetivo; 15.ª todo intermediario debe ser

normalmente subordinado a los dos extremos cuyo lazo opera. Esas quince leyes son tan

profundas como verdaderas y presiden al dogma positivo, elevándolo a la categoría de

síntesis definitiva. Ellas resumen el desarrollo del espíritu humano y han de ser en

adelante nuestra segura norma.

Pero no olvidemos que la concepción capital del dogma positivo es la de la Humanidad.

Si llegamos a aceptarla somos de hecho positivistas, considerándonos como hijos y

servidores del único Ser Supremo. Y ¿por qué no habíamos de aceptarla? Elevémonos a

un punto de vista general y generoso, saliendo de las consideraciones estrechas y egoístas

de todo momento, y entonces no podremos menos de reconocer que por encima de cada

uno de nosotros flota algo grande y sublime que debe suspender nuestra alma.

Implícitamente todo el mundo asiente a ello, cuando rinde acatamiento a la moral, aunque

mas no sea de palabra. En efecto ¿qué cosa es en el fondo la moral? Es la expresión del

altruismo inherente al hombre, que le ha hecho alabar los actos dictados por el amor a los

demás y censurar los dictados por el amor a sí mismo. ¿Por qué dudar entonces, de la

realidad del conjunto de los seres que encarnan la moral por sus disposiciones al bien?

¿Quién puede concebirla virtud sin el hombre virtuoso? La moral supone, pues, la

Humanidad.

La concepción de la Humanidad fue preparada por la concepción de Dios, que resumiera

durante mucho tiempo el ideal moral del hombre. Esta última concepción ha presidido al

mejoramiento del corazón humano. Pero hoy es insuficiente para dirigir el mundo; y,

además de eso, perturbadora y antisocial. En efecto, como según esa concepción, cada

hombre dependa inmediatamente de Dios, ello hace que se mire a la Humanidad cual cosa

accesoria, que no merece muchos miramientos. El hombre se aleja así del hombre por

acercarse a Dios, De manera que basar todavía la moral en Dios, es hacerla

voluntariamente egoísta.

Bajo esa concepción que coloca el ideal moral fuera de nuestro planeta, las guerras y

demás calamidades pasan por lo menos desapercibidas, cuando no se las sanciona. Dentro

del deísmo, nos desentendemos de las imperfecciones de esta vida, y guardamos, nuestras

aspiraciones al bien, para otra vida. Es increíble cuantas nobles naturalezas no se

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esterilizan con ese modo de ver. La mejor parte del tesoro de bondad con que podrían

embellecer la tierra, se pierde en miras ilusorias.

Pero la concepción de Dios tiene además el inconveniente de que no es demostrable, lo

que la inhabilita para servir de base sólida a la moral. Sin embargo, esta se hubo de apoyar

ahí antes que surgiera la concepción de la Humanidad que es, por el contrario,

demostrable. Nadie puede negar, en efecto, que todos los beneficios se los debamos

directamente a la Humanidad. Gracias a su sola providencia hemos llegado por grados,

del salvajismo a la civilización, del egoísmo al altruismo. Por otra parte, bajo la

concepción de la Humanidad el deber del hombre es perfeccionarse a sí mismo, para

servir a los demás. Entonces no se puede mirar con indiferencia los males de esta vida,

que nos cumple ponerles remedio. Y no cabe duda que algún día han de ser abolidas, en

nombre de la Humanidad, las guerras y otras miserias, que hoy se sancionan o se toleran

en nombre de Dios.

El dogma de la Humanidad abarca las siete ciencias fundamentales: matemática,

astronomía, física, química, biología, sociología y moral. En efecto, si queremos ser hijos

dignos de nuestra gran Madre, es preciso, de hoy en adelante, conocer esas siete ciencias.

Ciertamente, que bastaría con la moral. Pero para conocer a fondo la moral, hay que

conocer antes la sociología, y para conocer esta es preciso conocer la biología, y así en

seguida hasta llegar a la matemática, que es la ciencia inicial. De modo que la moral

resume todas las ciencias. Y como se baja de la moral hasta la matemática, se puede subir

de esta hasta aquella. Debemos estudiar pues la matemática para llegar a la astronomía y

esta para llegar a la física, y así sucesivamente hasta llegar a la moral, que es el término

de nuestros conocimientos y que los domina a todos.

Esta manera de considerar los estudios, que es el alma del positivismo, corta de raíz la

cuestión tan debatida de si la instrucción moraliza o no. Sin duda que una instrucción

deficiente no moralizará, y, será antes perjudicial, desarrollando la vanidad, como se

observa a menudo. Pero, dada en la forma prescrita por el positivismo, no podrá menos

de ser profundamente moralizadora. Entonces se sabe, que los conocimientos se

adquieren para practicar los deberes; y desde las más sencillas nociones matemáticas,

hasta las más difíciles cuestiones sociales, todo penetra en el espíritu como elementos

indispensables de la moral, que es nuestra verdadera ciencia. Y nadie se detendrá en

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ninguna de las seis ciencias preliminares, creyendo que ha llegado al término de la

jornada, como acontece ahora, cuando él solo se encuentra en la moral.

Alguien ha dicho que esa subordinación de la matemática, la astronomía, la física, la

química, la biología y la sociología a la moral, es una vuelta a la Edad Media, que

subordinaba la filosofía a la teología. Desde luego, el catolicismo anteponiendo la

teología a la filosofía, no hacía sino colocar los deberes por encima de todo, llenando así

una misión social muy benéfica. Pues la teología se ocupaba de las supuestas relaciones

del hombre con Dios, en las cuales se basara la única moral compatible con la época.

Si los libres pensadores se emanciparan de las preocupaciones ante-históricas que los

ciegan, no podrían menos de apreciar la grandeza del sacerdocio católico de la Edad

Media, que, animado del más profundo sentimiento social, subordinaba el espíritu al

corazón. Es cierto que ese sacerdocio fracasó en su empresa de hacer prevalecer la moral;

mas ello fue debido a la insuficiencia de la doctrina teológica, la única de que podía

disponer. En verdad, para salir de la anarquía actual tenemos que proclamar de nuevo la

subordinación del espíritu al corazón, como lo hace el positivismo, convirtiendo la

matemática, la astronomía, la física, la química, la biología y la sociología en sirvientes

de la moral.

Se ha aseverado también que Comte había caído en el misticismo, al establecer la

supremacía del sentimiento. Pero ello implica un desconocimiento de la Religión de la

Humanidad, dentro de la cual no cabe el misticismo, como que el deber, según esa

doctrina, consiste en vivir para los demás. Ella nos prescribe, sí, la cultura asidua del

sentimiento, para que podamos cumplir con ese deber. Y los que protestan contra eso, no

se fijan en que, después de todo, el sentimiento es la verdadera causa de nuestros

pensamientos y de nuestros actos. Lo que acontece es que unas veces se obedece al

egoísmo y otras al altruismo. Pero nadie puede sustraer su alma a esa alternativa. O bien

recibimos el impulso de alguno de los siete instintos egoístas, el nutritivo, el sexual, el

maternal, el destructor, el constructor, el del orgullo, el de la vanidad; o bien de alguno

de los tres altruistas, la simpatía, la veneración, la bondad.

Considerada la boga que alcanza ahora la doctrina de la lucha por la existencia, parece

que tendiera a formarse una especie de moral del egoísmo. Pero eso mismo nos viene a

revelar la gran desorganización que sufre el mundo. Es indigno de la Humanidad que se

propalen semejantes ideas. A ese paso llegaríamos pronto al más vergonzoso estado de

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cosas, y, seríamos, con todos nuestros adelantos materiales, de peor condición que los

animales. Con todo, a pesar de los malos hábitos y de los falsos conceptos que tienen tan

perturbado el corazón del hombre, abrigamos la íntima convicción de que la voz del

positivismo llegará a ser oída. En el fondo de todas las naturalezas, por desvirtuadas que

se hallen, reside el altruismo, que puede operar profundas regeneraciones. El triunfo de

ese altruismo, dentro y fuera de nosotros, es lo que constituye la verdadera felicidad

individual y social. Mas este hecho comprobado por la historia entera de la Humanidad,

parece que hubiera sido olvidado hoy, pues no se quiere aceptar la subordinación del

espíritu al corazón, que no es otra cosa que la supremacía de la moral. Sin embargo,

mientras no se convenga en ello con el positivismo, seguiremos en la anarquía que lo ha

invadido todo, decayendo más y más.

Desgraciadamente, como el punto de vista industrial predomina hoy de una manera casi

absoluta, se mira en menos todo lo que se relaciona con el orden moral.

Vengan las máquinas, que lo demás poco importa, es el sentimiento general. Vengan en

hora buena, decimos los positivistas, pero hay algo que vale más que las máquinas, y eso

es la moral. Sin ella, las máquinas nos llevan rápidamente al abismo, como pasa en los

Estados Unidos, donde la preocupación exclusiva de la industria, está sumiendo a ese

pueblo en la más profunda inmoralidad. Si a Washington y Franklin les fuera dado revivir,

se avergonzarían de la patria que ellos fundaron sobre la virtud.

Jamás se podrá agradecer bastante a Augusto Comte el servicio inmenso que nos ha

prestado estableciendo la supremacía del sentimiento. Parecía imposible que sin la

teología pudiera encontrarse un apoyo sólido a la moral, siendo infructuoso todo el

desarrollo de la ciencia. El materialismo no habría satisfecho nunca a las naturalezas

levantadas; que si lo han profesado a veces espíritus superiores, como aconteció en el

siglo dieciocho, ello ha sido solo por reacción contra doctrinas erróneas, mas no sin

perjuicio de la moralidad. Pero Comte, basado en la teoría positiva de la naturaleza

humana, hizo del altruismo el regulador de nuestra existencia, y fundó el dogma de la

Humanidad, que puede llenar las más sublimes aspiraciones de nuestra alma.

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XIII. RÉGIMEN POSITIVO

La Política de Aristóteles ha sido el libro más fundamental referente al orden social

hasta la aparición del Sistema de Política positiva de Augusto Comte. El gran pensador

griego establece en su obra el principio de la cooperación, en bien común del Estado, de

las diversas familias distribuidas en ocupaciones distintas. Eso constituye la solidaridad.

Pero el orden social es formado no solo por la solidaridad, sino también por la

continuidad. Augusto Comte es el primero que ha puesto en evidencia este segundo

elemento del orden social, que es más importante que el primero. En efecto, la

cooperación de las generaciones sucesivas es muy superior a la cooperación de las

familias contemporáneas. Y a medida que trascurre el tiempo, aquella crece cada vez más

y esta decrece por el contrario. Ese hecho ha sido formulado por Comte en su célebre

axioma sociológico. “Los muertos gobiernan más y más a los vivos.”

La cooperación de las familias contemporáneas es presidida por el poder temporal; la

cooperación de las generaciones sucesivas por el poder espiritual. Esa doble cooperación

hace necesario ese doble poder. De ahí es que no se encuentre sociedad sin gobierno y sin

sacerdocio, Uno y otro han tenido caracteres muy diversos, sin que hayan dejado de existir

jamás. La necesidad del gobierno es una verdad inconcusa desde Aristóteles; la del

sacerdocio desde Augusto Comte. El gobierno regulariza la cooperación indispensable de

los vivos; el sacerdocio, la cooperación más indispensable aun de los muertos. Al primero

le corresponde la acción en el presente, al segundo la enseñanza que liga el porvenir con

el pasado.

Nadie discute hoy la necesidad del gobierno, pero no sucede lo mismo con el sacerdocio.

Los que han salido de la teología sin haber llegado aún al positivismo, sostienen que la

sociedad puede subsistir sin sacerdocio. En su antipatía para con el sacerdocio teológico,

que es ya incapaz de dirigir la sociedad, no quieren reconocer que el poder espiritual es

tan indispensable como el poder temporal. No se fijan, al pensar así, en que ellos

contribuyen a mantener el desorden actual, dejando la dirección de los espíritus en manos

de individuos anárquicos e incompetentes, como los sabios especialistas, los literatos y

los diaristas. Sí penetraran a fondo el orden social, se convencerían de que, dada la

necesidad del poder espiritual, es preciso empeñarse en que sea digno de llenar sus

funciones normales: las de enseñar, aconsejar y juzgar. Para ello es menester que los

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individuos que lo formen, junten a la superioridad intelectual, la elevación moral y la

energía del carácter. Esas condiciones solo pueden realizarse con un sacerdocio positivo,

que no con el teológico, ni con el negativo. Por eso decía Augusto Comte que la primera

necesidad de nuestro tiempo era la reorganización del poder espiritual.

La Edad Media había establecido empíricamente la separación de los dos poderes, que

el positivismo viene a fundar ahora científicamente. El carácter teológico de la doctrina

en que se apoyaba el poder espiritual de entonces, hizo imposible su conciliación estable

con el poder temporal. El destino del hombre era diverso para cada uno de esos dos

poderes: según el poder temporal, terrestre, según el espiritual, extraterrestre. Así es que

no podían llegar a una verdadera armonía. No sucede igual cosa con el positivismo; pues

el destino del hombre es el mismo, en este caso, para el poder temporal y para el poder

espiritual, aunque el primero vela por sus intereses materiales y el segundo por sus

intereses morales. Pero esos dos intereses se mezclan en todos los momentos, sirviendo

los materiales de base a los morales y subordinándose siempre aquellos a estos. Esta

coexistencia de los intereses materiales con los morales dentro del positivismo, permite

la constitución del más riguroso poder espiritual que se haya conocido jamás. Si en el

teologismo los intereses morales eran en cierto modo egoístas, puesto que se aspiraba a

una eternidad de goces, en el positivismo esos intereses son enteramente altruistas. La

misión del sacerdocio positivo consiste en hacer predominar esos intereses por medio de

la enseñanza, del consejo y, muy especialmente, por medio del ejemplo. Ese sacerdocio

ha de ser pues el modelo vivo del triunfo del altruismo sobre el egoísmo. Conduciéndose

de esa manera, encontrará un auxiliar irresistible en la opinión pública. Nadie podrá

sustraerse entonces a la acción moral del poder espiritual positivo, que nunca dejará

socialmente impune a los infractores del deber.

La teología no pudo fundar la teoría exacta del deber.

En el fondo los deberes teológicos son más bien derechos contra el cielo. La

preocupación de la salvación personal en que descansaba la doctrina sobrenatural, hacía

imposible la verdadera concepción del deber. La metafísica, siguiendo el individualismo

de la teología, ha establecido la teoría de los derechos en vez de la de los deberes. Al

positivismo le ha tocado crear la verdadera noción del deber. Según esta doctrina, los

sentimientos altruistas son inherentes a la naturaleza humana. Y el deber tiene su origen

real en esos sentimientos. Gracias a ellos se han formado todas nuestras relaciones

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morales positivas con la Familia, con la Patria y con la Humanidad. Pero como además

de los sentimientos altruistas, tenemos los sentimientos egoístas, incesantemente se traba

la lucha entre unos y otros. Los primeros tienden a hacer prevalecer la sociabilidad, los

segundos la personalidad. El deber consiste siempre en el triunfo de la sociabilidad sobre

la personalidad o del altruismo sobre el egoísmo, en nuestra conducta. Así es que, para

cumplir con, él hay que anteponer en toda ocasión la Humanidad a la Patria, esta a la

Familia y esta al individuo. En la noción positiva del deber no cabe, pues, ninguna mezcla

de egoísmo.

Trascribiremos aquí el siguiente trozo de Augusto Comte. “El positivismo no admite

jamás sino deberes de todos para con todos. Pues su punto de vista siempre social no

consiente ninguna noción de derecho constantemente fundada sobre la individualidad.

Nacemos cargados de obligaciones de toda especie, respecto de nuestros predecesores, de

nuestros sucesores y de nuestros contemporáneos. Ellas se desenvuelven y se acumulan

en seguida antes de que podamos prestar ningún servicio. ¿En qué fundamento humano

podría pues sentarse la idea del derecho que supondría razonablemente una eficacia

previa? Cualesquiera que puedan ser nuestros esfuerzos, la más larga vida bien empleada

no nos permitirá jamás volver más que una porción imperceptible de lo que hemos

recibido. Y solamente después de una restitución completa nos hallaríamos dignamente

autorizados para reclamar la reciprocidad de los nuevos servicios. Todo derecho humano

es pues tan absurdo como inmoral.”

En virtud de esa concepción social del positivismo, esta doctrina excluye así la

aristocracia basada en los derechos de los gobernantes, como la democracia basada en los

derechos de los gobernados, e instituye en cambio la sociocracia basada en los deberes de

todos. Según este régimen, todos los individuos son funcionarios obligados y

responsables, tanto los que ocupan los puestos más humildes como los más altos. Cada

hombre tiene pues en él su función respectiva. Los servicios que resultan de las diversas

funciones son naturalmente gratuitos, de modo que el salario no los gratifica, sino que

permite llenarlos. Todo individuo, para cumplir su función, necesita de ciertas

condiciones variables que le toca al salario satisfacer, y reglar. Por otra parte, la riqueza

material y la riqueza intelectual no pueden ser personales en la sociocracia. Ambas son

sociales en su origen y deben serlo en su destinación. Pero como la riqueza material y la

intelectual tienen que ser administradas para su distribución entre todos los individuos,

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78

ello hace indispensable los dos poderes cuya necesidad habíamos establecido ya al

principio de este capítulo.

El poder temporal que se ocupa en la administración de la riqueza material, se subdivide

en las cuatro secciones que constituyen toda la industria humana, a saber: la agricultura,

la manufactura, el comercio y la banca. Cada una de esas secciones es presidida por el

patriciado, nombre que da el positivismo a los empresarios. El patriciado es auxiliado en

su tarea por el proletariado: aquel dirige, este ejecuta. Las cuatro industrias están

enlazadas entre sí y descansan la una en la otra, siendo la base de todas, la menos

complicada, la agricultura; y el coronamiento, la más complicada, la banca. Los patricios

que dirigen esta última se hallan en el punto de vista más general, a causa de la naturaleza

de las operaciones del crédito. De entre ellos deben salir por lo tanto las personas que han

de formar el gobierno propiamente dicho, que no es más que una fracción del verdadero

poder temporal, socialmente considerado. Pues la función real del gobierno consiste solo

en la vigilancia de la industria humana, para que no se rompa la armonía entre sus diversas

partes.

El positivismo establece el único modo normal para la continuidad del poder,

imponiendo a cada funcionario el deber de designar a su sucesor. Con ello queda

definitivamente eliminado el modo teocrático que subordinando la sociedad a la familia

hacía que los hijos desempeñaran las funciones de los padres, y el modo revolucionario

basado en la elección, que trastornando el orden social a los inferiores jueces de los

superiores. La designación de sucesor hecha por cada funcionario, es apreciada por el

verdadero órgano de la opinión pública, el sacerdocio. A él le incumbe también la

administración de la riqueza intelectual. Esa administración consiste en la enseñanza

uniforme dada a todos los individuos, seguida del consejo y completada con el juicio de

la conducta. El sacerdocio es auxiliado en su tarea por la mujer, que, según el positivismo.

debe ser completamente ajena a la vida pública, concretándose a la vida doméstica. En el

seno del hogar, la mujer tiene en sus manos la educación de la infancia que solo ella sabe

hacer; y además de eso el perfeccionamiento continuo del esposo, del hermano, del hijo,

y del padre mismo con sus suaves insinuaciones y sus dulces consejos. De ese modo ella

prepara y ayuda empíricamente la obra sistemática del sacerdocio.

La comunión de los fieles que profesan la Religión de la Humanidad constituye la Iglesia

positiva. Esta Iglesia que abarcará toda la tierra será representada por el sacerdocio

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universal, regido por un jefe supremo. Ese sacerdocio tendrá, además de las funciones

que hemos indicado ya, la administración de los nueve sacramentos sociales y la

celebración del culto público. Y a él le corresponderá, en fin, la misión altísima de

mantener la armonía entre las diversas naciones en nombre de la Humanidad. Si llegara

a tener lugar un conflicto, el jefe supremo de la Iglesia dictará el fallo que será acatado

donde quiera que exista el positivismo.

En el régimen normal todo individuo pertenece a la Familia, a la Patria y a la Iglesia. A

la primera por el sentimiento, a la segunda por la actividad, a la tercera por la inteligencia.

El elemento preponderante de los tres es la Patria, pues el positivista es ante todo

ciudadano. Pero la Familia y la Iglesia en vez de estar en pugna con la Patria, no hacen

sino vigorizarla. Una y otra educan al individuo a fin de que sea un digno ciudadano. Pero

la Patria positiva debe ser formada solo por cada ciudad con sus campos respectivos. Pues

esa es la única manera de que el sentimiento de la cooperación social se haga sentir a

todos los ciudadanos en el régimen pacífico. De ahí que una vez que se halle difundido el

positivismo por todo el planeta, se ha de verificar la reconstitución política de la

Humanidad sobre la base de pequeñas nacionalidades, ligadas todas por la Iglesia

universal.

La mujer personifica la Familia como el sacerdocio la Iglesia. Según el positivismo el

hombre debe alimentar a la mujer; y la clase activa debe alimentar a la clase

contemplativa. Ello es indispensable para que la mujer y el sacerdocio puedan llevar a

cabo su enseñanza respectiva, doméstica, la primera, pública, el segundo. La Patria es

personificada por el patriciado que, ayudado del proletariado, realiza la labor práctica que

los sustenta a todos. El patriciado y el proletariado forman, en cierto modo, el cuerpo

social, cuya alma son la mujer y el sacerdocio. Las relaciones entre el patriciado y el

proletariado se reglan por el positivismo, conforme a esta admirable fórmula: abnegación

del fuerte por el débil, veneración del débil para con el fuerte. Así es que el patriciado

estará lleno de bondad para con el proletariado, distribuyendo el salario de manera que

cada obrero pueda vivir con su familia; y el proletariado se sentirá penetrado a su vez de

respeto para con el patriciado, que, lejos de trabajar en provecho personal, se consagra

noblemente al bienestar común.

El menosprecio con que mira hoy el industrialismo a los obreros y el odio que tiene su

adversario el comunismo a los empresarios, desaparecerán mediante el positivismo que

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armonizará a empresarios y a obreros en una jerarquía sociocrática. Tan indispensable

son unos como otros para la actividad humana, pues tiene que haber siempre quienes

dirijan y quienes ejecuten. Pero todos son cooperadores obligados del orden social que

trabajan en beneficio los demás. Cada uno para todos y todos para cada uno, eso es lo que

caracteriza el régimen positivo.

Este régimen se encuentra en perfecta relación con el culto y el dogma de la Religión

de la Humanidad. En esta doctrina se pasa del culto y del dogma al régimen lógicamente.

El régimen viene a ser el resultado natural del culto y del dogma, que lo preparan y lo

afianzan. Los tres atributos de la naturaleza humana, el sentimiento, la inteligencia y la

actividad, dominios respectivos de la poesía, la filosofía y la política, se hallan

armonizados al fin en la Síntesis positiva, debida al genio incomparable de Augusto

Comte. El culto o la poesía, el dogma o la filosofía y el régimen o la política son en esa

síntesis tan reales como humanos. El culto idealiza lo que el dogma enseña y lo que el

régimen ejecuta.

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XIV. EDUCACIÓN POSITIVA

Las ideas corrientes sobre educación son muy erróneas. Podemos decir aun que se carece

de ellas en general, pues si se declama mucho respecto de la necesidad de la educación,

casi nadie tiene nociones claras sobre el particular. Se observan, sin embargo, dos

opiniones más o menos acentuadas, la de los católicos y la de los libres pensadores.

Persisten los primeros en enseñar un dogma teológico que ya cumplió su tarea en el

mundo y que hoy día es profundamente desmoralizador; quieren los segundos desarrollar

la inteligencia por medio de una ciencia incompleta, menospreciando la cultura del

corazón y excitando el egoísmo del individuo, especialmente su orgullo y su vanidad.

Católicos y libres pensadores se denigran recíprocamente, tratándose de incapaces de dar

una enseñanza sana, noble y enérgica. Pero la verdad es que ni unos ni otros saben formar

como es debido el corazón, el espíritu y el carácter del hombre.

A pesar de la diferencia que hay entre los católicos y los libres pensadores, tienen no

obstante un punto de contacto en que ambos niegan la existencia natural de los

sentimientos benévolos, sosteniendo que el hombre procede siempre movido del interés.

No queremos detenernos a calificar lo indigno de semejante aseveración, que podría

revelarnos la miserable condición moral de los que la mantienen. La teoría positiva de la

naturaleza humana debida a Augusto Comte, establece de una manera inconcusa que

somos orgánicamente egoístas y orgánicamente altruistas. Todas las grandes y nobles

cosas provienen siempre del altruismo inherente al hombre. Y el que no lo sienta hervir

en su alma, por más que se desviva trabajando, no hará sino obras estériles o perniciosas.

De ahí que si queremos hablar a nuestros semejantes por medio de la arquitectura, de la

escultura, de la pintura, de la música, de la poesía, debamos cultivar primero los nobles

afectos en nosotros mismos, para presentar en seguida al público creaciones animadas del

más puro y santo altruismo. El incomparable Homero, en la infancia de la civilización

humana, nos había dado ya el ejemplo y el consejo. Y el mismo Aristófanes a pesar de su

cinismo que refleja las costumbres de su época, nos dice que la misión de la poesía es

formar noblemente el corazón del hombre. He aquí sus palabras: “El poeta debe ocultar

lo que es infame y no sacarlo a luz ni representarlo en las tablas. El maestro instruye a la

infancia, el poeta a la edad madura. No debemos mostrar sino el bien.”

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Desgraciadamente, en medio de la profunda anarquía actual, son muy pocos los que

obedecen a los dictados del altruismo. Acontece aún, que muchas almas sofocan en

germen sus nobles aspiraciones, y se avergüenzan de ellas, considerándolas como una

debilidad. Creen que para ser enérgico es preciso ser egoísta; y pudiendo obrar el bien,

hacen el mal. Halagando las bajas pasiones de los demás, llegan a participar de ellas. ¡Qué

de talentos no se pierden de ese modo! ¡Cuán triste debe ser para esas almas, llegadas al

término de su carrera mortal, la contemplación de la vida que han hecho! ¡Cuántas

lágrimas tardías e inútiles derramarán entonces, por no haber sabido cumplir su misión

humana! Separarse de los vivos sin dejarles el inolvidable recuerdo de las nobles acciones

y de los santos consejos; no haber hecho nada por mejorar la suerte de nuestro linaje; y,

en cambio, haber sembrado el vicio. ¡Qué terrible momento para los que no han perdido

del todo la conciencia!

No se nos oculta que en el desconcierto de las opiniones, es muy difícil al presente

encontrar el camino del deber. Muchos, buscándolo sinceramente, toman rumbos errados.

Debemos, por lo tanto, ser muy indulgentes con esas almas descarriadas. Los falsos

maestros contribuyen, sobre todo, a aumentar el desorden actual. Nadie tal vez ejerce una

acción más perniciosa, a ese respecto, que Herbert Spencer, a causa de la gran popularidad

que le han granjeado su inmensa erudición y la claridad de su estilo. Él es aclamado en

todas partes como el gran maestro. Se marcha así al más refinado egoísmo, siguiendo las

huellas de un filósofo desprovisto de ese ardiente entusiasmo que dicta los grandes

pensamientos. Toda la doctrina de Herbert Spencer descansa en el concepto teológico de

San Pablo, de que lo visible es la manifestación de lo invisible, que el falso maestro del

siglo diecinueve ha traducido diciendo, que lo conocible es la manifestación de lo

inconocible. Herbert Spencer ha ido a copiar precisamente del gran apóstol, fundador del

catolicismo, un pensamiento que ya no tiene razón de ser en nuestra época, y que él sería

el primero en desechar si pudiera renacer. Mientras tanto el amor infinito de San Pablo

por la Humanidad, y sus inmortales trabajos en favor del perfeccionamiento moral del

mundo, no han sido comprendidos por Herbert Spencer, que es incapaz de continuar la

tarea del gran apóstol de una manera adecuada a nuestros tiempos.

A Herbert Spencer le falta el fuego sagrado que encierra el secreto de las grandes cosas.

Encontróse una vez en Roma con uno de nuestros correligionarios, delante de las

maravillas de Rafael y de Miguel Ángel. ¿Qué experimentó Spencer ante las obras del

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83

genio consagradas por la admiración de los siglos? Se puso a hacer críticas anatómicas.

Nuestro correligionario pasaba de la sorpresa a la indignación, oyendo blasfemar a esa

alma sin veneración.

Hace poco estuvo Spencer en los Estados Unidos. Allí profetizó a ese pueblo que de su

seno saldría una raza de titanes. No es de extrañar esta absurda predicción de parte de un

espíritu que considera a nuestra especie bajo el punto de vista animal de la lucha por la

existencia. El triunfo del altruismo sobre el egoísmo, que constituye la gran ley de la

Humanidad, es desconocida por el filósofo inglés. En conformidad con ese criterio

positivista, nos atrevemos a profetizar a la inversa de Spencer, que dado el desarrollo

creciente del egoísmo en los Estados Unidos, si no se efectúa en ese pueblo una profunda

regeneración moral, podría llegar a formarse ahí una verdadera raza de bandidos. Pero

abrigamos la confianza de que los elementos de virtud, que conserva todavía ese país,

sirvan de base para la gran trasformación que ha de realizar la Religión de la Humanidad.

Es triste ver ahora la multitud de espíritus que, por falta de nobles inspiraciones,

equivocan el camino de la gloria. Quieren ser admirados a toda costa, y se empeñan en

idealizar el vicio. Logran adquirir así reputaciones efímeras, sostenidas solo por las malas

pasiones que fomentan. Pero jamás serán honrados por las almas virtuosas, que se

indignan siempre de culpable empleo del talento. La única gloria que debemos

ambicionar, es la de ser útiles a nuestros semejantes, contribuyendo en la medida de

nuestras fuerzas a hacerlos más morales, mas ¡inteligentes y mas enérgicos. Esa es la

gloria santa que nunca muere.

Tan desconocida es hoy la moral, que muchos escritores pretenden justificar sus

corrompidas producciones diciendo, que ante todo hay que ser verdadero, y que siendo el

vicio mayor que la virtud, debe aquel prevalecer en los libros. Se olvidan así de la noble

misión que les incumbe, de perfeccionar la naturaleza humana con la pintura ideal de

nuestra existencia. Si son incapaces de hacerlo por falta de altruismo, mejor sería que no

escribieran. Nadie debería complacerse en trazar cuadros infames, como pasa ahora tan a

menudo. Más todavía; a nuestro modo de ver, no conviene sacar a luz bajo ningún

pretexto, ni las ridiculeces ni las obscenidades, porque ellas empuercan el alma del que

las escribe y del que las lee. Para llenar dignamente la tarea de escritor, no hay más que

un camino; la virtud, la virtud y siempre la virtud. El que lo encuentre monótono y triste,

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debe transformar su alma, para no caer en el vicio y precipitar en él a los demás. La alegría

sana es siempre honesta. Ella fortifica el cuerpo y el alma.

El remedio de la deplorable situación presente de los espíritus se halla en la educación

positiva, Esta educación forma el sentimiento, la inteligencia y el carácter del hombre.

Forma el sentimiento, cultivando sin cesar el amor a la Familia, a la Patria y a la

Humanidad; forma la inteligencia, enseñando las siete ciencias fundamentales de

matemática, astronomía, física, química, biología, sociología y moral; y forma el carácter,

desarrollando el valor, la prudencia y la firmeza.

Si los griegos brillaron, en especial, por la inteligencia, los romanos por el carácter, y

los católicos por el sentimiento, los positivistas se distinguirán por las tres cosas a la vez.

Sin embargo, uno de esos elementos tiene que prevalecer, aunque sin ponerse en pugna

con los otros, y es el sentimiento, porque en él se apoya la verdadera educación. De

nuestras disposiciones morales depende toda nuestra conducta. La inteligencia y el

carácter no hacen sino completar el corazón. Así es que se observa a menudo en las épocas

de anarquía como la presente, que una gran inteligencia y un gran carácter están al

servicio de un mal corazón.

A causa de eso, la educación positiva se resume en la moral que lo regla todo. Creado

en nuestro ánimo el sentimiento del deber, el trabajo, tanto intelectual como material, se

hace llevadero. Desaparece, además, el peligro de las desviaciones de la inteligencia y de

la actividad, que hoy son tan generales. A la vista tenemos el gran desperdicio de fuerza

mental que representa la literatura malsana de nuestros tiempos, y el de fuerza industrial

que importa la cultura del tabaco, el opio y otras sustancias nocivas. Bajo la disciplina de

una vigorosa educación moral, como la que viene a establecer el positivismo, no pasarán

esas cosas. La literatura se verá entonces inspirada por el más puro y santo ideal, y la

industria solo se ocupará en mejorar la condición de los mortales. Nada de lo que el

hombre hace puede estar fuera de la moral.

No faltan espíritus que llaman eso una tiranía insoportable. Tan ofuscados están, que no

se fijan en que patrocinan el vicio, defendiendo la independencia fuera de la moral. Como

lo decía nuestro augusto maestro, nadie tiene otro derecho que el de cumplir con su deber.

El que lo viola, en sus palabras o en sus acciones, merece la censura. Comprendemos que

si obligáramos por la fuerza al cumplimiento del deber, se nos tachara de tiranos; mas no

se trata de eso sino de enseñarlo, de aconsejarlo primero, para juzgar, en seguida, ante la

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Humanidad a los infractores. El que no quiera someterse se hace acreedor al desprecio de

los hombres. Pero serán muy raras las personas tan corrompidas, que se atrevan a resistir

a la opinión en una sociedad positivista.

Cuesta ahora aceptar esas sanas ideas, porque la desorganización social es tan profunda,

que ha desaparecido, en cierto modo, el sentido moral. Se puede decir que el interés

material, es casi el único móvil que agita actualmente al hombre, y que todos sus ideales

descansan en esa base. Los entusiasmos cínicos por las especulaciones mercantiles más

vergonzosas, revelan la intensidad del mal. La admiración universal por los Estados

Unidos, en que hasta la caridad ha sido convertida en negocio, es uno de los síntomas que

mejor caracterizan la epidemia egoísta, que toma proporciones alarmantes. Es tan grave

la situación actual, que individuos muy bien dotados se ven arrastrados por la corriente.

Solo la educación positiva sistemáticamente aplicada podrá reconstituir la naturaleza

humana tan miserablemente decaída.

La educación positiva librará también al mundo de esa multitud de espíritus que hacen

tanto daño ahora con su insuficiencia intelectual y moral. Bajo el influjo de esa educación

no se verá el triste espectáculo, demasiado común hoy, de gentes que dictaminan sobre lo

que no conocen y que insultan a los servidores de la Humanidad. ¡Qué de escritores

superficiales, sin más talento que el de saber manejar la pluma, no han condenado el

positivismo y a su inmortal fundador! Tan incapaces de comprender la verdad como de

obrar el bien, cuando debieran callarse, se gozan en falsear la doctrina que viene a

establecer el régimen normal de la Humanidad. En su falta completa de sentido moral, no

les importa que se agrave la profunda anarquía actual. Como menosprecien la virtud, se

ocupan en apartar a las almas débiles del buen camino. La posteridad podría ser muy

severa con esos enemigos de la gran causa, que nunca experimentaron en vida la

satisfacción del deber cumplido.

Es preciso que salgamos de la funesta decadencia moral que aqueja ahora a la sociedad.

El más triste escepticismo se ha apoderado de las mejores naturalezas. Casi todas las

almas dudan de la virtud. Está muerta la fe en los nobles sentimientos. Nadie se

entusiasma por las grandes cosas que enaltecen a la Humanidad. Los corazones

predispuestos al bien, llegan a pervertirse en fuerza de avergonzarse de sus mejores

impulsos. Les falta esa energía que sabe triunfar de la indiferencia y de la burla, para

cumplir con el deber, en lo que consiste la dignidad real del hombre y su verdadera gloria.

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La educación, positiva además de intelectual, práctica y, sobre todo moral, será, por otra

parte, eminentemente estética. El arte resume en cierto modo la vida humana

idealizándola. Lo bello encierra lo verdadero y lo bueno. Mediante el dibujo y el canto

aprendidos por todos desde la infancia, se ha de formar el gusto acendrado, que llevará a

la producción de las nobles obras estéticas, y que hará gozar de ellas. La arquitectura, la

escultura y la pintura parten del dibujo, como la música del canto. Y esas cuatro artes que

se inspiran en el más completo de todos, la poesía, vienen después a dar nuevo esplendor

a la madre común. En los majestuosos templos de la Humanidad, embellecidos por la

escultura y la pintura e inundados por la música, se ha de oír la voz de una poesía, que

levantará las almas a las puras regiones del mas santo ideal. Todo concurrirá entonces

para hacer bella, virtuosa y feliz la existencia humana.

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XV. EL CAMINO DEL DEBER

Uno de los defectos más comunes hoy, es la falta de dignidad personal. En vez de eso,

hay un orgullo desmedido que se goza en el más inmundo cinismo. Son muy escasas las

naturalezas que tienen sentimientos honestos y pensamientos serios. De ahí que las

conversaciones sean, en general, de una futileza y de una inmoralidad asombrosas. Pero

la cosa no se detiene en ese punto, sino que cuando se escribe salen a luz las mismas

miserias. Y ¿cómo podía ser de otra manera? Cada cual da lo que tiene. Por el hombre se

conocen sus escritos y por sus escritos el hombre.

La mujer y el proletario conservan, sin embargo, la dignidad personal. Esta consiste en

esa profunda sinceridad del alma que lleva a buscar la virtud y a practicarla. Así es que

los que poseen la dignidad personal simpatizan siempre con las nobles aspiraciones y

jamás se ríen de lo que pueda conducir al mejoramiento moral.

Los individuos que carecen de dignidad personal todo lo manchan con sus palabras o

con sus escritos. Nada hay para ellos que merezca respeto. Solo saben menospreciar. Esas

almas corrompidas, que desconocen los generosos afectos, no hacen otra cosa que

fomentar el vicio.

El tiempo ha de dar cuenta de esos individuos depravados, sumiéndolos en el olvido.

Morirán despreciados. Vivieron para hacer el mal como seres abyectos que deshonran a

la especie humana. Nunca se preguntaron lo que debían hacer, sino que obraron siempre

bajo el impulso de sus más groseros instintos. Casi los creeríamos más desgraciados que

infames, si no hicieran tanto perjuicio.

Además de esos enemigos naturales de la Religión de la Humanidad, esta encuentra

también algunos adversarios en ciertos espíritus honrados, cuya antipatía por el

catolicismo no les permite apreciar la nueva doctrina, a causa de las afinidades que tiene

con la antigua. En su preocupación contra el catolicismo, que es hoy socialmente

considerado tan retrógrado, como perturbador, se olvidan de los grandes servicios que ha

prestado en la Edad Media, contribuyendo a la cultura moral. El programa que intentó

realizar entonces, de unificar a todos los hombres por medio de una misma educación,

revela el valor histórico de esa doctrina, tan desconocida fuera del positivismo. Por otra

parte, la multitud de servidores ilustres que ha tenido, los San Pablo, los San Agustín, los

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San Bernardo, debiera hacer sentir su verdadera importancia. Solo las grandes cosas

arrastran a los grandes hombres.

El dogma teológico, que sirve de base al catolicismo, ha sido la causa de que su misión

fuese pasajera. Esa base hubo de ser minada por el desarrollo de la ciencia y el edificio

se vino al suelo. Pero el trabajo de demolición contra el catolicismo ha hecho perder de

vista a muchos espíritus el fin de la labor humana, que es la construcción. Si destruimos

ha de ser para reedificar. No se vive en medio de ruinas. En pleno siglo dieciocho, cuando

la demolición llegó a su colmo, hubo un genio que presintió el porvenir. Es preciso

reorganizar sin Dios ni Rey, dijo la figura más ilustre de ese siglo, el inmortal Diderot,

cuyo valor intrínseco es tan grande como el de Aristóteles, aunque el momento social en

que vivió no le haya permitido hacer la síntesis del saber humano. El pensamiento de

Diderot ha sido completado por Augusto Comte en esta forma: Es preciso reorganizar

sin Dios ni Rey, por el culto sistemático de la Humanidad. Así la parte positiva se

sobrepone a la negativa.

Para comprender la gran doctrina de Augusto Comte, es menester que reconstituyamos

nuestra naturaleza moral tan profundamente viciada por el libre pensamiento. La salida

del catolicismo nos ha habituado a negarlo todo y a no afirmar nada, situación tan funesta

para el corazón como para el espíritu. Ni las nobles emociones, ni las grandes ideas tienen

entonces cabida en el alma. Todo es mezquino y estrecho. Si se despliega actividad, si

hay arranques de entusiasmo, ello es solo bajo el influjo de sentimientos odiosos. Nadie

está contento si no ha contribuido a destruir algo. El deseo de edificar, que parte del

altruismo, es desconocido. La literatura contemporánea manifiesta hasta qué punto ha

desaparecido la aspiración a lo verdadero, a lo bueno y a lo bello, que produce las grandes

obras.

Hay cierto número de espíritus que se imaginan servidores del progreso humano, cuando

en realidad no hacen sino perturbarlo. Piensan que todo estriba en desechar el catolicismo.

Es verdad que esa doctrina es ya impotente para dirigir al mundo, y que se necesita poseer

una inteligencia muy estrecha, para apoyarla todavía sistemáticamente. Pero es menester

reemplazarla. Esta es la tarea que viene a llenar el positivismo. Los libres pensadores ni

siquiera cumplen con el deber de estudiar la gran doctrina de Augusto Comte. No vacilan

en juzgarla sin conocerla. Así es que su insuficiencia moral se junta a la incapacidad

mental de los católicos, para impedir la verdadera regeneración humana.

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No sé cuáles sean más culpables si los católicos o los libres pensadores, contribuyendo

unos y otros a agravar la anarquía actual. Si el nihilismo se extiende por el mundo, ellos

son los únicos responsables, La enfermedad social toma proporciones alarmantes por su

indiferencia egoísta, que no les permite apreciar la verdadera causa del mal, para

encontrar su remedio. Encerrados los católicos en su dogma absurdo, y los libres

pensadores en su inmoral individualismo, presencian la cosa sin comprender nada. En

vano les dice el positivismo que esos síntomas terribles indican una gran dolencia en el

cuerpo social. Según la doctrina de Augusto Comte, es indispensable que la condición del

proletariado sea mejorada por medio de una reorganización completa de las opiniones,

que imponga deberes a ricos y pobres. Todos somos miembros de la Humanidad y hemos

de ser sus servidores.

Para conseguir eso, es menester que salgan los espíritus del fatal enervamiento moral en

que yacen ahora. El escepticismo se ha apoderado de las mejores naturalezas, que no se

atreven a tener convicciones profundas. Así es que no vienen al positivismo porque temen

ser tachados de fanáticos, Si se llama fanáticos a los que perseveran en nobles propósitos,

los positivistas estamos en el deber de serlo. Nada ha de detenernos en el camino que nos

marca la sublime doctrina. Seriamos miembros indignos de la Humanidad si

procediéramos de otro modo. Debemos ser inflexibles en nuestra labor, para concluir con

el fanatismo del vicio, de la indiferencia y del absurdo que deshonran a nuestra especie.

Tan cierto es que importa mucho ahora fortalecer el sentido moral del hombre, que hasta

los que llegan a comprender la grandeza del positivismo no se creen obligados a

convertirse. El conocido pensador alemán Luis Büchner, dando cuenta en uno de sus

libros del positivismo, lo califica de doctrina sublime. El concepto de Augusto Comte de

que la verdadera ciencia es la que conduce al amor, le merece especialmente una profunda

admiración. Pero halla la religión de la Humanidad demasiado perfecta para que pueda

ser practicada por los hombres. De manera que Büchner pasa por la gran doctrina

comprendiendo su sublimidad, aunque sin detenerse a profesarla, ni a propagarla. Ha visto

el ideal y no ha tenido fuerzas para lanzarse a él. Sus talentos van a perderse por falta de

aliento moral. Büchner no ha sabido sentir que el positivismo es demasiado perfecto,

porque viene precisamente a perfeccionar la Humanidad. Trabajar por esta doctrina,

empeñarse en que sea opinión universal inculcándolo en todos los espíritus, es el deber

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La religión de la humanidad

90

sagrado de los que se interesan por la suerte de nuestro linaje. Deploramos que Büchner

no se haya convertido. El habría podido sacar a su patria del egoísmo en que está sumida.

Goethe, el discípulo de Diderot, les reprochaba en su tiempo a los sabios alemanes la

oscuridad de sus pensamientos; sí viviera hoy, les reprocharía la estrechez de sus ideas.

Con raras excepciones, son incapaces de elevarse a las altas meditaciones sociales y

morales.

Toda la muchedumbre de los pretendidos sabios alemanes no hacen más que acumular

materiales sobre materiales, sin que sepan construir nada porque no hay entre ellos un

solo arquitecto. Si un espíritu de la talla de Goethe surgiera en Alemania, desdeñando a

todos esos falsos guías, tomaría por maestro a Augusto Comte. Bajo la dirección de este

gran genio realizaría algo más moral y armonioso que lo que hizo ese poeta ilustre. Los

defectos de la obra de Goethe vienen de que no tuvo una doctrina que coordinara y reglara

sus sentimientos y sus pensamientos. El mismo sentía ese vacío, según consta de su

correspondencia con Schiller, en que se desespera de no encontrar una síntesis que

satisfaga su espíritu. Por otra parte, hombre del siglo dieciocho, en que se derrumbó el

cristianismo, participa del espíritu antimoral de la época. Así cuando el purísimo

Klopstock le aconsejó, después de la aparición del Werther, que diera una destinación

más elevada a su talento, se indispuso con él, y siguió su camino sin preocuparse de la

misión moral del arte. Eso le ha hecho producir obras como el Fausto, que es una

verdadera idealización del vicio. Sin embargo, los nobles sentimientos, que no podía

menos de abrigar un espíritu de esa altura, se manifestaron en trabajos como el precioso

poema idílico Herman y Dorotea que era el encanto del noble Schiller, y su Wilhelm

Meister, sobre todo, en su segunda parte. Goethe trata de hacer ahí el cuadro ideal de una

educación humana basada en la moral y en el arte. Había experimentado esa

trasformación completa, mediante el desenvolvimiento de su propia naturaleza en el curso

de su larga vida; pues la segunda parte del Wilhelm Meister es fruto de su ancianidad.

Ciertos pasajes de esta meditada producción indican claramente que Goethe deploraba

haber escrito varias de sus obras.

Los grandes poetas llegan por sí mismos, a pesar de las circunstancias desfavorables en

que viven, a la concepción del bien. Entonces se empeñan en idealizarlo. Shakespeare, el

discípulo del escéptico Montaigne, bajo cuya influencia hizo su Hamlet, ese cuadro tan

terrible como profundo del crimen y la locura, escribió después obedeciendo a sus propias

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inspiraciones, la Tempestad, en que se halla la pintura del más tierno y puro de los amores

y donde resplandece la más sublime generosidad. Ese drama nos revela la nobleza de

alma del poeta inglés, ¡Qué no sería capaz de hacer hoy ese genio inmenso, guiado por la

Religión de la Humanidad, si pudiera revivir!

No falta quienes nieguen la aptitud estética del positivismo, como otros niegan su

aptitud moral y otros su aptitud política. Eso pasa porque no se le conoce suficientemente.

La gran doctrina de Augusto Comte regla nuestros sentimientos, nuestros pensamientos

y nuestros actos, haciéndonos cada vez más morales, más inteligentes y más enérgicos.

Su lema sagrado es el amor por principio y el orden por base: el progreso por fin. Este

lema se puede descomponer en dos partes, que constituyen el precepto moral y el precepto

político del positivismo: “vivir para los demás”, “orden y progreso”.

El primero simboliza la moral completamente altruista, de la gran doctrina. La antigua

fórmula, ama a tu prójimo como a ti mismo, tiene el defecto de que antes está uno que los

demás. Eso le da cierto carácter egoísta que no debe tener un precepto moral.

Consistiendo la virtud en un esfuerzo hecho sobre sí mismo en favor de los demás, según

la feliz definición de Duclos, no se la puede inspirar al hombre sino prescribiéndole el

deber de vivir para la Familia, para la Patria y para la Humanidad. En cuanto a la

conservación personal, se la ha de mirar como un medio para cumplir con nuestras

funciones sociales. El que se aniquila físicamente, se hace inútil para servir a los demás

y se vuelve gravoso. De ahí que los preceptos higiénicos sean dictados por el positivismo

en nombre del amor al prójimo, recibiendo de ese modo una consagración moral. Nadie

debe, pues, amarse a sí mismo, lo que es una monstruosidad, aunque es preciso

conservarse para poder amar y servir a los demás.

En cuanto al precepto político orden y progreso, él deriva del profundo axioma

sociológico de Augusto Comte, de que el progreso no es más que el desenvolvimiento del

orden. Los anarquistas de todos colores, son incapaces de comprender esa gran

concepción de nuestro maestro, que le ha hecho deducir el porvenir de la Humanidad de

su pasado, marcándonos el camino que debemos seguir ahora todos los hombres

honrados.

Bajo el punto de vista estético ninguna doctrina ha ofrecido jamás un terreno tan extenso

y noble al espíritu humano. Como el verdadero arte consiste en la expresión de los

sentimientos puros y generosos, es dentro del positivismo donde mejor puede ser

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cultivado. La gran doctrina, preconizando el triunfo del altruismo sobre el egoísmo, nos

conduce al más alto ideal. Ella ha de sacar el arte de la falsa vía en que está empeñado al

presente, viviendo de crímenes, de vicios y de nimiedades, y lo ha de llevar al

cumplimiento de su santa misión, la de perfeccionar la naturaleza humana con la pintura

del bien. El positivismo consagra de ese modo el arte haciéndolo servir al

engrandecimiento moral del mundo. El arte debe conducir a la virtud y la virtud al arte, y

ambos harán la felicidad del hombre.

Algunos creen que el positivismo no será nunca aceptado por la mujer. Esas personas

no conocen la gran doctrina o no conocen la mujer. No conocen la gran doctrina; pues

ella hace de la mujer la providencia moral del hombre, consagrando la función de noble

inspiradora y santa consejera que ha llenado siempre en el mundo, desde el seno del hogar.

En todo lo que el hombre ha podido realizar de grande, se ve el influjo de la madre, de la

esposa, de la hermana y de la hija. De ahí que el positivismo afiance esa modesta pero

sublime misión que la mujer solo puede desempeñar en la familia, en la vida privada,

ajena a los trabajos teóricos o prácticos reservados al hombre. Traerla a la vida pública es

desnaturalizarla, haciéndola rival del hombre, cuando debe vivir siempre amada,

respetada y servida por él. Si la mujer sale de la vida doméstica, se destruye la familia. Y

es ahí donde se forma el niño y se perfecciona el hombre. La mujer para el hogar, el

hombre para la patria y ambos para la Humanidad.

No conocen la mujer; pues se imaginan que ella permanece católica a causa de su apego

a lo sobrenatural. Si la mujer no ha salido del catolicismo es porque la ciencia no

comprendía la moral. Ella vive ante todo de sentimiento, de nobles afectos, como que es

la personificación del bien. La abnegación constituye el fondo de su existencia. La alteza

de su corazón se revela en su misma adhesión al catolicismo, que la calumnia tan

infamemente, suponiéndola la causa de la degeneración del hombre, cuando es ella quien

lo ha sacado de la barbarie. Pero la mujer le perdona eso y muchas otras cosas al

catolicismo, en gracia de los servicios morales que ha hecho, y porque no divisa doctrina

que lo reemplace. Con padres y esposos libres pensadores, que no saben más que burlarse

del catolicismo, la mujer no abandonará nunca esa religión. Con padres y esposos

positivistas, la mujer también lo será, porque la Religión de la Humanidad, reuniendo la

ciencia y la moral han santificado aquella y hecho positiva ésta, satisfaciendo de ese modo

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el espíritu y el corazón. Y la mujer ha de ser más positivista que el hombre, porque es

más altruista que él.

La gran doctrina de Augusto Comte está llamada a realizar la armonía en la Familia, en

la Patria y en la Humanidad. Los que de cualquier modo la contrarresten, directa o

indirectamente, son moralmente responsables. Más aún; creemos que todos los hombres

están obligados a prestarle su concurso en la medida de sus fuerzas. Es preciso

desprenderse de las viejas preocupaciones, de los malos hábitos, para tomar dignamente

el camino del deber. Sigamos el ejemplo de todos los servidores de la Humanidad.

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XVI. MORAL POSITIVA

Son muy pocas la personas que habiendo llegado a cierta edad se resuelven a cambiar

de ideas. La mayor parte persisten aferradas a sus viejas preocupaciones y temerían ser

tachadas de inconsecuentes si las abandonaran, aunque fuera para optar por la verdad. Se

olvidan así, por una pueril vanidad, del cumplimiento de su deber de hombres. Siendo

responsables de nuestras opiniones ante la Humanidad, ellas tienen que ser siempre las

que creamos más convenientes al bienestar social. Debemos, pues, considerar como

individuos moralmente muy inferiores a los que comprendiendo la sublimidad del

positivismo permanecen, sin embargo, católicos o libres pensadores porque ya lo eran.

Esos individuos nunca serán verdaderos servidores de la Humanidad. Pero las personas

que honran con sus virtudes a nuestra especie, cualquiera que sea la edad que tengan,

aceptarán la gran doctrina de Augusto Comte, que viene a establecer la paz, la unión y la

felicidad en el mundo. Ellas no saben permanecer indiferentes, ante las grandes

cuestiones.

Después de la aparición del positivismo, los católicos no tienen ya pretexto para

continuar en su dogma teológico. Antes se explicaba hasta cierto punto su adhesión a ese

dogma, en interés de la moral que se basaba en él. Pero una vez que el positivismo ha

instituido la más pura y sólida moral, los católicos son verdaderamente responsables de

su obcecación, que indica estrechez de inteligencia y pobreza de sentimiento. Si San Pablo

pudiera revivir hoy, sería el primero en renegar de todas esas almas pequeñas que nunca

han comprendido el objeto de la religión. Él les diría ahora a los católicos lo que les decía

en su época a los hebreos, que acepten la nueva doctrina porque la vieja ley es ya

impotente e inútil. Y por cierto que todos los católicos que tuvieran un corazón bien

puesto lo escucharían, siendo desoído solo de las naturalezas hermanas de las que lo

apedrearon.

La doctrina católica, si bien se mira, está basada en el egoísmo. Según ella, se debe hacer

el bien por interés. Todas las grandes naturalezas que han pertenecido al catolicismo,

rectificaban con los nobles impulsos de su corazón los vicios de la doctrina. Pero los

espíritus vulgares, siguiendo lógicamente la doctrina, iban a parar en el más monstruoso

egoísmo. Ningún alma generosa podrá continuar siendo católica cuando existe ya una

doctrina basada en el altruismo. Hoy día es repugnante prescribir el deber por interés. Eso

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es propio de seres degenerados, incapaces de llegar a la virtud. Pero si se quiere formar

hombres verdaderamente morales, enseñemos a practicar el deber por el deber. Todos los

hijos dignos de la Humanidad aceptarán esa santa y viril enseñanza. Con tanto más

motivo, cuanto que la verdadera felicidad consiste—como lo dice en su Moral el

incomparable Aristóteles—en cierta actividad del alma dirigida por la más perfecta

virtud.

Si los católicos tienen una moral egoísta, los libres pensadores son de peor condición

aun. Para ellos no existe el deber, solo reconocen el derecho. Cada uno se cree con

derecho a la satisfacción de todos sus instintos por groseros que sean. El mundo es para

los libres pensadores un campo de batalla en que el triunfo corresponde a los más fuertes.

De ahí que traten de ser lo más egoístas posible para salir vencedores. En la vida privada

y en la vida pública solo se ocupan de su interés personal. Así es que se constituyen

tranquilamente en corruptores de la Familia y de la Patria. Ese es su derecho. Si les habíais

del deber, os dirán que es una vana palabra y que cada cual tiene que hacer lo que más le

conviene. Su moral es el vicio. No es de extrañar pues que los que más necesitan del

positivismo hayan sido sus peores enemigos. Pero que no tengan la impudencia de

declararse servidores del progreso humano, los que no hacen sino perturbarlo. Si la

Religión de la Humanidad no consigue sacar a los libres pensadores actuales del pantano

en que están sumidos, ellos quedarán en la historia como un testimonio de la profunda

perversión moral a que puede descender el hombre.

Suelen encontrarse a veces ciertos tipos de libres pensadores que invocando el nombre

de Dios quieren aparentar moralidad. Pero eso no es sino agregar un egoísmo más a su

grosero individualismo. Afirman la existencia de Dios para negar la de la Humanidad y

sustraerse a los deberes sociales. Desconocen todos los beneficios que hemos recibido de

nuestro verdadero Ser supremo, que nos ha sacado de la barbarie y que nos ha de llevar a

un glorioso porvenir, mediante la cooperación de sus nobles hijos. Y juntando la más vil

ingratitud a la más desvergonzada infatuación, esos libres pensadores se creen más

perfectos que la Humanidad y dignos de entenderse con un pretendido Ser supremo, que

fabrican sin duda sobre el modelo de su propia alma.

El concepto imaginario de Dios, que ha podido servir durante siglos a la dirección moral

del mundo, habiendo sido reemplazado ahora por el concepto real de la Humanidad, no

hace ya sino perturbar la reorganización social de nuestra especie. Por eso ha dicho

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Augusto Comte con tanta justicia: “En nombre del pasado y del porvenir los servidores

teóricos y los servidores prácticos de la Humanidad vienen a tomar dignamente la

dirección general de los negocios terrestres, a fin de construir directamente la verdadera

providencia moral, intelectual y material, excluyendo irrevocablemente de la supremacía

política a los diversos esclavos de Dios, católicos, protestantes o deístas como siendo a la

vez atrasados y perturbadores.”

Pero no se vaya a creer que baste con haberse emancipado de Dios, para ser un hijo

digno de la Humanidad. Es menester, con tal objeto, rendir homenaje por una vida

ejemplar llena de virtudes a esa misma Humanidad, que es nuestra verdadera providencia.

Los groseros materialistas, que han sacudido la tutela de Dios para lanzarse sin freno

alguno en .toda clase de vicios, deshonran a nuestra especie. Esos enfermos de

inmoralidad crónica se ocupan solo en corromper, en degradar, en envilecer cuanto tiene

relación con ellos. Donde y como quieran que ejerzan su acción, en privado o en público,

de palabra o por escrito, no hacen sino sembrar el mal. Con su infame conducta son los

peores enemigos de la Humanidad.

Según el positivismo, la moral es hija de los sentimientos altruistas inherentes al

hombre. La teoría católica de la naturaleza humana desconoce el hecho de la existencia

natural de los sentimientos generosos, comprobado ya no solo en el estudio de nuestra

especie sino en el de las especies animales, que los poseen también aunque en un grado

menor. El gran San Pablo había tratado de suplir tal vacío con su concepción de la gracia.

Si el hombre abandonado a sí mismo, decía ese apóstol, solo puede hacer el mal, merced

a la gracia divina llega a obrar el bien. De manera que todos los nobles impulsos del

hombre eran atribuidos a la influencia directa de Dios. Esa hipótesis de San Pablo, si bien

contraria a la realidad de las cosas, ha servido, sin embargo, para la dirección moral del

mundo. Buscando la gracia se llegaba a la virtud por medio de las fuerzas afectivas

propias de la naturaleza humana, aunque se las supusiera extrañas. Así la gracia de que

San Pablo se creía favorecido no era sino su mismo gran corazón.

La existencia natural de los sentimientos benévolos explica todo el orden moral. Ellos

obraban espontáneamente en el curso del desenvolvimiento de nuestra especie. Las

diversas concepciones religiosas que nos han guiado por el camino del bien derivan de

esos mismos sentimientos. Es el altruismo propio del hombre lo que le ha hecho

interesarse por el destino de toda su especie. Mediante ese altruismo ha salido

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gradualmente de la más grosera personalidad para elevarse hasta la más noble

sociabilidad. Cualesquiera que hayan sido las teorías que sirvieran para reglar nuestra

vida, las que cambiaban con el desarrollo de la inteligencia, siempre está en nuestro

altruismo natural, la causa íntima de todos los progresos realizados en el mundo. Ese es

el atributo supremo de la Humanidad, que constituye su verdadera nobleza. Toda su

ciencia seria vana si no estuviera basada en el amor. De este amor inherente a la naturaleza

humana ha partido necesariamente la moral empírica que dirigiera hasta aquí a nuestra

especie y de él parte la moral sistemática que el positivismo viene a establecer.

El precepto fundamental que resume en cierto modo la moral positiva es “vivir para los

demás”. A manera de complemento se agrega este otro precepto “vivir a las claras.” Esos

dos preceptos forman la mejor regla de conducta para la vida, y el mejor criterio para

apreciar las acciones humanas. El que se ajusta a ellos es un ser moral y el que no, un ser

inmoral. “Vivir para los demás” quiere decir vivir para la Familia, para la Patria y para la

Humanidad, que son los tres órdenes de relaciones que tiene el hombre. Vivir para Dios,

es vivir para sí mismo, y por lo tanto ello es una inmoralidad. Ese antiguo precepto de la

doctrina egoísta basada en la salvación personal, era rectificado por todas las nobles almas

que, sobreponiéndose a la doctrina, practicaban y recomendaban ante todo el amor y el

servicio del prójimo. Vivir para Dios, es, por otra parte, querer sustraer sus actos a la

apreciación de los demás, infringiendo el precepto de vivir a las claras, que nos impone

nuestra condición de miembros de la sociedad. El que no vive para la Familia, para la

Patria y para la Humanidad, por más que se ampare del pretendido Dios, es moralmente

culpable y acreedor al desprecio de los hombres.

A fin de poder vivir para los demás, cada individuo está obligado a velar por su

perfeccionamiento físico, intelectual y moral. Todo aquello que pueda perjudicar de algún

modo ese triple perfeccionamiento, redunda en daño de la sociedad, pues en ese caso nos

haríamos menos aptos para cumplir con nuestros deberes. Por otra parte, el

perfeccionamiento físico y el intelectual deben subordinarse al perfeccionamiento moral,

del cual depende, en último análisis, nuestra conducta. Mejoramos nuestro cuerpo y

nuestro espíritu, para que sirvan mejor a nuestro corazón, cuyo perfeccionamiento es el

más importante de todos. Sin sentimientos generosos el hombre no llegada jamás a la

virtud. De un corazón bien formado parten siempre nobles acciones. Pero existe además

una perfecta correlación entre el estado moral, el intelectual y el físico. El que no es sobrio

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nunca alcanzará las nobles disposiciones de corazón que llevan a hacer el bien, y el que

ignora las verdaderas relaciones de las cosas, con la mejor intención, puede ser perjudicial

a sus semejantes. Es preciso, pues, desarrollar armónicamente los tres aspectos de nuestra

naturaleza, aunque teniendo siempre en vista el perfeccionamiento moral.

El positivismo prescribe el estudio de la ciencia y la observancia de la higiene no por

interés personal, sino para poder cumplir con nuestros deberes sociales. El saber y la salud

son indispensables para servir a los demás. Desatender una u otra de esas cosas por desidia

o por capricho, es ser egoísta y perder la dignidad de miembro de la Humanidad. Solo en

servicio de nuestros semejantes puede darse a veces la salud y la vida. Eso constituye a

los héroes del deber. Pero suicidarse de golpe o por grandes o pequeños vicios, eso no lo

hacen sino los desertores del deber. Tenemos que vivir el mayor tiempo posible para

servir a los demás.

A fin de cumplir con el deber, es preciso ante todo cultivar directamente nuestro

altruismo. Este se compone de tres sentimientos: la simpatía, la veneración y la bondad,

que son la fuente de nuestra moralidad. Cuanto más desarrollo tengan en nuestra alma

esos nobles sentimientos, tanto más fácil nos será subordinar a ellos los siete instintos que

constituyen el egoísmo, a saber: el nutritivo, el sexual, el maternal, el destructor, el

constructor, el del orgullo y el de la vanidad. La solución del problema del

perfeccionamiento moral del individuo estriba en esa subordinación. No hay, pues, que

destruir los instintos egoístas, sino comprimirlos solamente hasta cierto punto y

relacionarlos, sobre todo, con los altruistas. Así el instinto nutritivo, que es el más

poderoso y el más grosero, será ennoblecido siempre que se le satisfaga en cuanto importe

al desarrollo físico, intelectual y moral del individuo. Fuera de eso es menester reprimirlo;

y el que se acostumbre a dominarlo vencerá con facilidad los impulsos de los otros

instintos egoístas, que pudieran ser dañosos a la sociedad, y en especial los del sexual.

Este instinto, que es el más perturbador de todos, solo debe ser satisfecho con la mira de

la conservación de la especie y dentro del matrimonio indisoluble. Si no se le encierra

ahí, va a desorganizar la familia y a degradar la mujer. Es preciso, pues, encadenarlo en

nombre de la moral. Los médicos prescriben ahora el vicio bajo pretexto de salud. Ignoran

por completo que el individuo debe subordinarse a la sociedad, y que aun en el supuesto

de que la salud de alguien requiriere de una mujer seducida o de una mujer corrompida

no sería permitido el remedio. Pero si los médicos se convirtieran al positivismo, saldrían

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de su error actual, no pudiendo dejar de reconocer que la abstinencia, practicada por

deber, ennoblece y perfecciona al hombre, sin menoscabo de la salud.

En cuanto al instinto maternal parecerá tal vez extraño que lo califiquemos de egoísta

con Augusto Comte. Pero si se estudia bien la naturaleza humana, se comprenderá la

razón que hay para eso. El instinto maternal es de suyo egoísta, como es fácil verificarlo

en las personas desprovistas de ternura, que miran a sus hijos a manera de cosa que les

pertenece, y que solo tienen en vista el provecho que pueden sacar de ellos. Mas como

ese instinto se asocia naturalmente con la bondad, se produce entonces el sentimiento que

se llama amor materno. Hay ciertas naturalezas privilegiadas en las cuales ese noble

sentimiento adquiere tal desarrollo, que viven enteramente consagradas a sus hijos y solo

gozan con su felicidad.

Hasta el instinto destructor es susceptible de socializarse. Él se ennoblece, por ejemplo,

cuando nos indignamos contra el vicio en defensa de la virtud. En ese caso la cólera es

un deber santo y la indiferencia es una inmoralidad.

Por lo que hace al instinto constructor, es muy fácil comprender su relación con el

altruismo. Lo mismo se puede decir del orgullo y la vanidad. El orgullo o necesidad de

dominación se hace sentir sobre todo en el hombre de Estado. Sin el orgullo, nadie querría

llegar al poder. Pero es preciso que el orgullo se una a la bondad para que se gobierne

teniendo siempre en vista la felicidad social. César y Napoleón ofrecen el tipo de las dos

clases de hombres de Estado, el altruista y el egoísta. Ambos tenían igual orgullo, pero el

de César estaba asociado a una bondad suprema, al paso que el de Napoleón no tenía

ninguna relación con el altruismo. Napoleón, que fue una verdadera parodia de César, no

pensó sino en sí mismo, y sacrificó Familia, Patria y Humanidad, a su ambición loca.

La vanidad o necesidad de aprobación predomina particularmente en los jefes

espirituales de la Humanidad. Ellos se preocupan de enseñar y de aconsejar, para guiar al

hombre por el camino del bien; pero desean naturalmente que se reciba con simpatía su

enseñanza y sus consejos. Y cuando sus contemporáneos los desoyen, no pierden la

esperanza de que la posteridad los escuche; así es que persisten en una tarea que creen

benéfica para la especie humana. Esa vanidad, que se cifra en demostrar la verdad y en

inspirar la virtud, está santificada por todas las grandes cosas que se han hecho en el

mundo.

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El orgullo y la vanidad deben subordinarse siempre a la sociabilidad. La falta de cultura

del altruismo ha producido al presente una sobreexcitación exclusiva de esos dos

instintos, que ocasiona la mayor parte de las locuras. La medicina contemporánea, que

solo conoce el cuerpo y no el alma,2 es impotente para explicarse el mal y buscar su

remedio. Pero el positivismo, basado en la verdadera teoría del alma, nos demuestra que

esas locuras vienen especialmente de un desorden cerebral, en que el orgullo y la vanidad

funcionan sin el contrapeso de la simpatía, la veneración y la bondad. El desarrollo de

estas tres nobles facultades es el mejor preservativo y el mejor remedio de las

enfermedades del alma. Con la cultura asidua del altruismo mantendremos la ponderación

entre nuestras diversas funciones cerebrales, subordinando la personalidad a la

sociabilidad.

Pero la cultura del altruismo no solo sirve para mantener la salud del alma, sino que

reacciona también favorablemente sobre el cuerpo. La armonía moral es la verdadera

salvaguardia del físico. El antiguo aforismo mens sana in corpore sano puede ser

invertido. El imperio de nuestra alma sobre nuestro cuerpo es inmenso. Fuera de la acción

cosmológica que cada día neutralizamos más, es preciso reconocer que casi todos los

desórdenes del cuerpo provienen directa o indirectamente de los desórdenes del alma.

Para tener el cuerpo sano hay que tener sana el alma.

Habiendo examinado el individuo, pasemos a considerar la familia. Su constitución ha

variado con el curso de la civilización. A los principios fue polígama y enseguida se hizo

monógama. La mujer de esclava del hombre pasó a ser su compañera. El positivismo

viene a vigorizar más todavía la familia, haciendo indisoluble el matrimonio aun después

de la muerte de uno de los cónyuges. Este complemento es indispensable a fin de darle a

la familia toda su nobleza. El hombre y la mujer se casan, según nuestra doctrina, para

perfeccionarse recíprocamente y educar a sus hijos. La muerte de uno de los esposos no

puede romper el lazo moral de seres que se aman.

Pero nada es más sublime que la función asignada a la mujer por el positivismo. A ella

le corresponde formar el corazón del esposo y de los hijos en el santuario del hogar. Para

desempeñar esa santa misión ha de ser ajena a la vida pública. De ahí que el positivismo

2 Alma, según el positivismo, es el conjunto de las diez y ocho facultades afectivas intelectuales y

activas localizadas en el cerebro.

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establezca el principio de que el hombre debe alimentar a la mujer. Esa es la única manera

de que ella pueda cultivar su altruismo para perfeccionar moralmente al hombre.

Las buenas costumbres de la sociedad dependen de la pureza y de la ternura de la mujer.

Ella es la verdadera providencia moral del mundo. Sus defectos, sus caídas son fatales,

porque entonces el hombre pierde la fe en la virtud. Nunca ha de apoderarse de la mujer

el orgullo y la vanidad que ciegan la fuente de los nobles afectos. Ella debe ser siempre

un modelo de simpatía, de veneración y de bondad.

Guardemos a la mujer en el hogar, para que pueda llenar su augusta misión. Ella solo es

grande cuando impulsa al hombre por el camino del bien. Todos los verdaderos servidores

de la Humanidad son obra de una madre. El que ha tenido la felicidad de ser hijo de una

mujer virtuosa, podrá extraviarse más o menos tiempo, pero la santa influencia moral que

recibiera, lo hace capaz de regenerarse algún día. No hay desgracia mayor que ser hijo de

una mujer viciosa, Entonces es casi imposible llegar a ser un hombre honrado.

Dependiendo de la mujer la moralidad de los hombres, es preciso que todos puedan tener

su hogar. El artesano que vuelve de su trabajo, debe encontrar ahí a la afectuosa

compañera que endulce y perfeccione su existencia. El hombre provee la casa; la mujer

la ordena y la embellece. El hombre mantiene los cuerpos, la mujer las almas. Arrancar a

la mujer del hogar, como se intenta ahora, pretextando su emancipación, es

desnaturalizarla y privar al hombre de su mejor guía. La verdadera reforma social, a ese

respecto, consiste en una mejor distribución de la riqueza, que permita al proletario el

sostenimiento de la familia. Su esposa y sus hijas, como las de las personas acomodadas,

deben estar en el hogar. Es preciso abolir la miseria que condena hoy tantas mujeres al

taller y a la corrupción.

Examinada la Familia, consideremos ahora la Patria. Ella ha comenzado por la tribu que

era la reunión de varias familias ligadas por una actividad común. La tribu nómade en un

principio, se hizo, andando el tiempo, sedentaria y entonces a la actividad común se

agregó un territorio determinado. La cooperación de diversas familias en un suelo fijo

vino a dar más fuerza a la constitución de la Patria. Pero además de la cooperación de las

familias en un territorio más o menos extenso, hay otro elemento de suma importancia en

la formación de la Patria y es la historia. Sin antecedentes, sin el recuerdo de los trabajos

de las generaciones que nos han precedido, la Patria no tendría verdadera consistencia.

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Es su pasado lo que nos induce a pensar en su porvenir. Nos sentimos obligados a hacer

por nuestros descendientes lo que nuestros ascendientes han hecho por nosotros.

Como las patrias han tenido que formarse originariamente por medio de la guerra,

atacando a los vecinos o defendiéndose de ellos, cada una de las que se constituía quería

dominar a las demás. La que llegó a adquirir mayor incremento fue Roma. No hay

ejemplo alguno de que el sentimiento cívico haya alcanzado el vigor que tuvo en ese gran

pueblo. Así es que su heroísmo incomparable lo hizo señor de una gran parte del mundo.

Entonces los romanos, que se habían formado ganando batallas, comprendieron que la

verdadera civilización tenía que ser pacífica. Y si hacían la guerra era, como decía

Virgilio, para imponer la costumbre de la paz (pacis imponere morem). No había llegado,

sin embargo, el momento de la civilización pacífica, ni era ese el medio de conseguirla.

Los romanos presintieron el porvenir, pero el mundo tenía que pasar por muchas

trasformaciones para llegar a él.

Napoleón I, como viese preocupado a uno de sus sabios de la manera de instituir la paz

universal, le dijo que la solución del problema estaba en el imperio universal. Esta opinión

del gran retrógrado no era más que un plagio de la política romana, a diez y ocho siglos

de distancia. Por cierto que el ilustre César no habría pensado de ese modo después de la

revolución francesa. La paz universal no puede ser obtenida por medio de la fuerza, sino

por medio de la persuasión. Esa será la obra gloriosa de la Religión de la Humanidad.

Entre tanto, es preciso mantener el statu quo en política. Ninguna nación debe conquistar

a otra. La gran tarea del presente consiste en la reorganización completa de las opiniones,

mediante la doctrina altruista que puede unir a todos los hombres con la misma fe.

Convertido el mundo al positivismo, se efectuará entonces naturalmente la reorganización

política en la forma de pequeñas nacionalidades, ligadas todas por la misma Religión.

Cuando ese tiempo llegue, el amor a la Patria se verá purificado del egoísmo que suele

empañarlo ahora. Para querer a la Patria no habrá que odiar a las demás naciones. Pero

los positivistas deben practicar desde luego la moralidad futura de la especie humana. A

ellos les cumple protestar contra todas las desviaciones de la justicia en que incurra su

Patria en las relaciones con los otros pueblos. El ejercicio constante de la moral positivista

apresurará su propio triunfo. Así el ideal de hoy será la realidad de mañana.

Además de la Familia y la Patria que todos reconocen, como que nadie puede dejar de

pertenecer a ambas, existe otro ser de más importancia, aunque muchos no lo aprecien

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todavía, la Humanidad. Si todos somos miembros de una familia y de una patria, todos

somos también necesariamente miembros de la Humanidad. Podrá echarse en olvido

nuestra dependencia de esta última, pero en ese caso seríamos malos hijos de la

Humanidad, como hay malos hijos de la Patria y de la Familia.

La Humanidad es la verdadera providencia del hombre. A los principios se atribuían

todos los beneficios a los fetiches, enseguida a los dioses, después a Dios; y por último

ha sido reconocido el solo Ser supremo que provee realmente a nuestro destino. Es la

Humanidad quien nos ha sacado de la más grosera barbarie hasta el grado de civilización

que alcanzamos, y es ella quien nos impulsa hacia un glorioso porvenir. Su noble

existencia solo puede ser desconocida ahora por los ingratos. El hombre había creado a

Dios antes que pudiera apreciar a la Humanidad, pero no es dable seguir creyendo en ese

tipo del egoísmo que se bastaba a sí mismo. Según la Imitación, Dios dice al hombre: yo

te soy necesario, tú me eres inútil. La Humanidad nos dice, al contrario, que todos

debemos serle útil. Si ella trabaja para cada uno de nosotros, todos debemos trabajar para

ella. Su perfeccionamiento, su grandeza, dependen de la cooperación de sus nobles hijos.

Tan cierta es la existencia de la Humanidad que no se concibe sin ella la de la Patria.

Desde luego, todas las naciones cambian sus productos unas con otras. Además de eso se

comunican recíprocamente su ciencia y sus artes. Pero esta cooperación en el espacio es

relativamente insignificante al lado de la cooperación en el tiempo. La civilización de la

Patria más adelantada hoy, supone el fetichismo primitivo, la teocracia egipcia, la

elaboración griega, la incorporación romana, la influencia católico-feudal, y el desarrollo

científico industrial moderno. Sin ese gran pasado no se explicaría la cultura de cualquiera

de las naciones modernas que están a la vanguardia del progreso. La Patria depende pues

de la Humanidad.

Si la Patria presupone la Humanidad, con mayor razón todavía la presupone la Familia

que depende de la Patria, y el individuo que depende de la Familia. Cada hombre recibe

de la Familia lo que esta ha recibido de la Patria y esta de la Humanidad. No es posible

desconocer a la madre universal que ha velado siempre por nuestro destino. Debemos

tratar de identificarnos con ella por nuestra veneración y nuestros servicios. Augusto

Comte hacía notar con su penetración característica que hasta para desconocer a la

Humanidad teníamos que emplear una obra suya, como es el lenguaje. Los verdaderos

blasfemos no son los que niegan a Dios, sino los que niegan a la Humanidad.

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Montesquieu anticipó hasta cierto punto la moral positiva en este noble pensamiento:

que si él estuviera en competencia con su familia optaría por la familia; si esta lo estuviera

con su patria, optaría por la patria; y si esta lo estuviera con la Humanidad, optaría por la

Humanidad. De ahí pueden derivarse todos nuestros deberes que la Religión definitiva

resume de una manera análoga, en vivir para la Familia, subordinándola a la Patria, y en

vivir para la Patria subordinándola a la Humanidad, que ha de ser la regla suprema de

nuestra conducta. Pero jamás sabremos cumplir con nuestros deberes humanos sí no

cumplimos primero con nuestros deberes cívicos y con nuestros deberes domésticos. Para

amar y servir a la Humanidad hay que amar y servir a la Patria y a la Familia. El que no

es buen hijo, buen esposo y buen padre, nunca será un buen ciudadano, ni podrá ser un

benefactor de la Humanidad. La lógica moral es ineludible.

El positivismo es la sola doctrina que garantiza hoy la moral, haciéndola científica y

altruista. El sacerdocio católico, insistiendo en mantenerla unida al dogma teológico y

basada en el egoísmo de la salvación personal, nos revela su profunda decadencia. Ese

sacerdocio no se interesa ya por los destinos de la Humanidad. El verdadero espíritu

religioso, que consiste en la preocupación del mejoramiento moral del mundo, le es

completamente extraño. Si así no fuera, se consagraría de lleno a la gran regeneración

humana en que está empeñado el positivismo. Pero el sacerdocio católico actual, en su

mayor parte, se halla enteramente desprovisto del sentimiento social que animaba a los

San Pablo, los San Agustín, los San Bernardo. Esas grandes almas serian al presente, sí

pudieran renacer, el más firme apoyo de la Religión de la Humanidad.

La actitud de los libres pensadores es peor aún que la del sacerdocio católico. Este

corrompe y desprestigia, en cierto modo, la moral con su teología, pero los libres

pensadores la desconocen por completo. Su cinismo llega a tal punto, que la mujer tiene

que refugiarse en el catolicismo contra las inmorales opiniones de sus padres y esposos.

A pesar de las imperfecciones de esa doctrina teológica, ella ofrece siquiera una

apariencia de moralidad. En el fondo, todas las mujeres virtuosas son muy superiores al

catolicismo, porque practican el bien desinteresadamente. Dado su altruismo espontáneo,

ellas son positivistas. Y cuando conozcan la gran doctrina, por conducto de sus padres,

de sus hermanos, de sus esposos, de sus hijos, no tardarán en profesarla.

Es sabido que los corazones falseados son incapaces de hacer algo de bueno en la vida,

y pueden, al contrario, causar mucho perjuicio. El talento y la energía que posean solo

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serán un auxiliar en su obra de corrupción. Los positivistas, después de haber intentado

en vano la regeneración de esas naturalezas, deben separarse de ellas, para no contagiarse

con su mal espíritu. La reacción de los hombres entre sí, es inevitable. La compañía

honesta perfecciona, la deshonesta corrompe. Se engañan los que piensan que hay mucha

distancia de la palabra a la acción. Hace más de dos mil años que Aristóteles consignó en

su Política esta profunda verdad: que el que dice cosas obscenas está muy cerca de

practicarlas. En efecto, la palabra es una acción en pequeño; y palabra y acción dependen

de los sentimientos previos y contribuyen a robustecerlos. El que goza con las

conversaciones o con las lecturas impuras, no será jamás un hombre virtuoso, y cometerá

tal vez muchas malas acciones.

Los verdaderos positivistas son los que se ocupan ante todo del perfeccionamiento

moral. Si quieren llevar a cabo la noble tarea de la regeneración social, han de penetrarse

de una profunda sinceridad de corazón, de un ardiente amor a la Humanidad, y de una

energía incontrastable para el bien. Los grandes deberes no se pueden cumplir sin

heroísmo. Es preciso beber a veces la amargura para hacer la felicidad del género humano.

Pero el sacrificio dignifica nuestra naturaleza, y lleva consigo la inefable satisfacción de

la fraternidad moral que establece entre todos los cooperadores pasados, futuros y

presentes del bienestar de nuestra especie. La Humanidad, según la define nuestro

maestro, es el conjunto continuo de los seres convergentes. Así es que no pertenecen a

ella los egoístas por encumbrados que estén, sino los altruistas por modestos que sean. La

Humanidad solo es formada de sus servidores.

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XVII. ARTE POSITIVO

La obra realizada por el arte» en la historia de la Humanidad, es inmensa. Casi podría

decirse que los libros sagrados y los grandes poemas han hecho la civilización. Aunque

los primeros sean menos perfectos que los segundos, por la forma, su influencia es mayor

sin embargo. Y ello proviene de que los libros sagrados son más morales que los poemas,

como que han sido dictados por un sentimiento directo de vivo amor al prójimo. Sus

autores hablan siempre poseídos del anhelo de mejorar a sus semejantes. Lo que dicen es

la traducción espontánea del noble ardor que los domina. De ahí que ellos conmuevan

profundamente todos los corazones. La santa palabra de Confucio o de San Pablo, como

la de muchos otros, penetra hasta el fondo de nuestras almas. Ella es tan sincera y

afectuosa que no podemos dejar de escucharla.

La Imitación es el más bello y completo de los libros sagrados. No hay situación moral

que no se encuentre consignada ahí. Todas las angustias, todos los dolores de la naturaleza

humana están descritos uno a uno. Esa obra es un verdadero tratado de las enfermedades

del alma; y el remedio acompaña siempre a la enfermedad. Quien quiera que lea la

Imitación se sentirá mejorado por los saludables consejos y las santas inspiraciones de

que está lleno el precioso libro. El capítulo quinto de la tercera parte es el más hermoso

de todos. Nunca se había escrito nada tan sublime. Ese capítulo encierra el secreto de la

virtud y de la felicidad. En los siguientes versos de la admirable traducción del santo libro

hecha por Corneille, está muy bien condensado ese secreto:

Ainsi, qui sait aimer se rend de tout capable;

Il réduit à l’effet ce qui semble incroyable,

Mais le manque d’amour fait le manque de coeur,

Il abat le courage, il détruit la vigueur

Relâche les desirs, brouille la connaissance

Et laisse enfin tout l’homme à sa propre impuissance.

Si los grandes poemas no tienen la unción de los libros sagrados, hay sin embargo uno

de ellos que se les asemeja, y es la Divina Comedia del Dante. Esta es una obra

verdaderamente religiosa. La concepción general del poema, que supone a Beatriz la

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La religión de la humanidad

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salvadora del Dante, que se había apartado del buen camino en la vida, revela el profundo

sentido moral del poeta. Con ello ha manifestado, en efecto, que el hombre necesita de la

mujer para llegar a la virtud, y que es ella quien lo levanta de sus caídas. Y eso lo ha

sacado el Dante de su experiencia personal. Pues el recuerdo de su amada Beatriz, muerta

en la juventud, lo ha hecho volver de sus extravíos, y le ha inspirado el sublime poema.

En efecto, la Divina Comedia, en su conjunto, no es más que la idealización de lo que

había pasado en el alma del poeta.

Pero el Dante, al trazar la historia de su propia alma, ha trazado también la de la

Humanidad entera. En el viaje que emprende al través del Infierno, del Purgatorio y del

Cielo, va encontrando según sus méritos los hombres de todos los países y de todos los

tiempos. Ese viaje es, en verdad, un supremo juicio sobre el pasado, debido al vasto

espíritu y al recto corazón del Dante. Como la teología católica, bajo la cual escribiera su

poema, no le consintió llevar al Cielo a los grandes hombres del paganismo, les ha creado

un Paraíso especial antes del Infierno. Ahí se halla con ellos, y después de divisar a

muchos, entre otros a Aristóteles, a quien apellida con tanto criterio il Maestro di color

che sanno, se mezcla con sus hermanos en sentimiento, los poetas, presididos por

Homero, y le es dado conversar apaciblemente de cosas muy profundas.

El Infierno es la mansión de los castigos eternos como lo dice la terrible inscripción que

el Dante pone a su entrada. El poeta es inexorable con el mal. Su imaginación no se agota

nunca en idear suplicios cada vez más horrorosos a medida que aumenta la perversidad

de los condenados. Aquello es una sucesión interminable de tormentos siempre nuevos.

Al salir de tan severo y pavoroso espectáculo se entra con placer en el Purgatorio, donde

se regeneran las almas que no han sido enteramente culpables. En esta mansión las penas

son endulzadas por la esperanza. La poesía del Dante se hace más y más suave al describir

la purificación creciente de los espíritus. De momento en momento se percibe la

proximidad de la eterna paz. La bellísima escena de la aparición de Beatriz, que perdona

al Dante después de la confesión de sus faltas, es como el vestíbulo del Paraíso. Pero antes

de penetrar en él tiene que bañarse el poeta primero en el Leteo para olvidarlo todo, y

luego en el Eunoe que despierta solo los buenos recuerdos. Este doble baño le permite el

acceso a la mansión de la felicidad con el alma purificada, sin ningún mal pensamiento.

En el Cielo es donde el Dante se encuentra en su verdadero elemento. La cólera terrible

que desplegó en el Infierno se transforma aquí en una bondad infinita. Ta vez ningún ser

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humano si se exceptúan ciertos reformadores como San Pablo, San Bernardo y Augusto

Comte, ha ofrecido una mezcla igual de fuerza y de sensibilidad. Su energía es tan

poderosa como inmensa su ternura. Pero la energía solo la emplea el poeta en servicio de

la justicia, y jamás se irrita si no es contra el vicio. El fondo de su alma es un altruismo

incomparable. De ahí que la parte más bella de su poema sea el Paraíso. Nunca se había

ideado un cielo tan hermoso como el que ha construido el Dante.

Todos son ahí más o menos felices, según el grado de su virtud. En medio de esa

desigual felicidad, cada uno está contento con su suerte. Nadie envidia a nadie. La más

perfecta concordia reina de un extremo del Paraíso al otro. La única diferencia consiste

en la viveza del resplandor y en la dulzura del canto que traducen la intimidad afectiva de

los seres virtuosos. El Dante va subiendo, en su marcha por el Paraíso, de emoción en

emoción, hasta llegar al supremo amor que todo lo puede. Nada más grandioso que el

último canto del poema. Ahí se encuentra esa admirable invocación dirigida por San

Bernardo a la Virgen en favor del Dante, para que le permita la contemplación divina.

Esa es la más bella idealización de la mujer que se haya hecho jamás. He aquí los

principales tercetos de la invocación:

Donna, se’ tanto grande e tanto valí,

Che qual vuol grada, e a te non ricorre

Sua disianza vuol volar senz’ali.

La tua benignità non pur soccorre

A chi dimanda, nía molte fiate

Liberamente al dimandar precorre.

In te misericordia, in te pietate,

In te magnificenza, in te s’aduna

Quantunque in creatura è di bontate.

Podríamos agregar a estos tercetos los dos versos referentes a Beatriz, que se hallan en

otro canto del Paraíso y que pintan por sí solos el alma del Dante:

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Non è l’affezion mia tanto profonda

Che basti a render voi grazia per grazia.

La Divina Comedia y la Imitación son las obras más sublimes que hayan salido de la

mano del hombre. Ellas contienen toda la experiencia moral de nuestra especie. Con

eliminar el punto de vista teológico bajo el cual, dada la época, hubieron de concebirse,

serian la más inagotable fuente de nobles afectos y el más seguro guía hacia la virtud y la

felicidad. A pesar de eso han hecho mucho bien en el mundo, y leídas bajo el punto de

vista positivista, es decir, refiriéndolo todo a la Humanidad y no a Dios, su influencia será

por cierto mucho más santa aún. Ellas cultivarán entonces el altruismo humano, sin

mezcla alguna de egoísmo teológico.

Si la poesía, que abarca los libros sagrados y los poemas, ha ejercido tanta influencia en

el progreso de la Humanidad, les ha cabido asimismo cierta participación en él a las demás

artes, la música, la pintura, la escultura y la arquitectura. La más importante, después de

la poesía, es la música. Ya en tiempos muy remotos se había notado su gran influjo en el

corazón humano, sea en bien, sea en mal, según el género de sentimientos que despierta.

Confucio recomendaba que solo se empleara la música que inspira la virtud. Análogas

recomendaciones hicieron Platón y Aristóteles. Esos sanos consejos no han sido, por

desgracia, seguidos siempre, y se ha abusado bastante de la música. Con todo, en la

historia de la Humanidad, hay muchas nobles emociones despertadas por ese precioso

arte.

A la música le sucede en influencia la pintura. La contemplación de un cuadro bello y

bueno, perfecciona el corazón. Tuvo la pintura una época de verdadero esplendor, cuando

los artistas que conseguían la destreza técnica alcanzaron a recibir la inspiración de la

Edad Media que acababa de morir. Entonces idealizaron a la mujer en la Virgen. El que

más descolló en esa santa labor fue el inimitable Rafael. Sus vírgenes tienen tanta dulzura

y tanta pureza que despiertan la bondad en las almas menos sensibles. Ningún pintor

puede competir con él en suavizar y embellecer corazones.

Sigue a la pintura en influencia la escultura. La Grecia llevó este arte a la mayor

perfección bajo el punto de vista material. Pero la escultura griega carece de belleza

moral. La edad moderna ha suplido en cierto modo ese vacío, aunque se halla muy

dominada todavía por la belleza material de las estatuas antiguas. Así es como se persiste

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110

en el desnudo, que está en pugna con nuestras costumbres, creyéndosele indispensable a

la escultura. Ello es una grave equivocación, pues el vestido serviría para ennoblecerla,

haciéndola representar sobre todo la belleza moral. El arte, bajo cualquiera de sus formas,

debe ser antes superior que inferior a nuestras costumbres, a fin de cumplir con su

verdadera misión de perfeccionar la existencia humana idealizándola.

La arquitectura es, en fin, el arte que ejerce menos influencia en el alma humana. Casi

no tiene carácter estético y pertenece más bien a la industria. Sin embargo, los templos y

especialmente los de la Edad Media, producen cierta impresión de majestad y convidan a

la veneración. Además en esos augustos recintos, es donde se juntan, todas las artes para

mejorar y embellecer nuestra naturaleza.

Las cinco artes que tanto bien han hecho a la Humanidad, están ahora completamente

desprovistas de ideal. El escepticismo y la anarquía, que abarcan la sociedad entera, se

reflejan en las producciones estéticas, con muy raras excepciones, desde la poesía hasta

la arquitectura. No existen hoy las convicciones que engendran obras benéficas. La

armonía moral ha huido de las almas. Se vive en un desasosiego perpetuo, sin fe y sin

esperanza, Pero el positivismo viene a remediar la situación, poniendo fin a la terrible

crisis que devora al mundo. Esta santa doctrina puede regenerarlo todo, vida privada y

vida pública, ciencia y arte.

En verdad, el positivismo impone deberes, crea convicciones, despierta el amor y lleva

a la felicidad. Rindiendo homenaje al pasado abre un porvenir radiante de virtud y belleza;

y llama muy especialmente al arte para que contribuya a realizarlo. Los hombres de

corazón que son los únicos dignos de ser artistas, no podrán desoír su voz. Así es que

saldrán de la atmósfera antiestética en que se consumen hoy, viniendo a respirar el aire

puro, fortificante de la Religión de la Humanidad.

No basta saber manejar la palabra, las notas, el pincel, el cincel, el compás, para ser un

artista benéfico. Es preciso que los sentimientos que inspire la producción estética

levanten el alma. La perfección de la forma sin la belleza del fondo, es muy perniciosa.

De ese modo el mal se insinúa en los espíritus y el artista persuade el vicio al público.

El arte es hijo de nuestras emociones. Ellas se manifiestan espontáneamente

repercutiendo en los demás. Cuando se quiere conservar esas emociones de suyo

fugitivas, entonces surge el arte. Este no es más que una imitación de la naturaleza. La

copia ciega a los principios, se aplica en seguida a esto de preferencia a aquello. El arte

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111

se perfecciona así y adquiere tanto más valor cuanto más nobles son las cosas que

reproduce. Toda obra estética revela el alma de su autor.

De todas las artes la que más puede cooperar al triunfo de la Religión de la Humanidad

es la poesía, trazando cuadros más o menos completos de la existencia positiva. La

contemplación de esos cuadros sociales, trasformará insensiblemente las almas,

haciéndolas desear vivir esa vida. De manera que los escritores que se inspiren en la gran

doctrina, pueden apresurar el porvenir, anticipándolo en sus libros.

Mucho menor, es la influencia de la música, de la pintura y de la escultura, en esa

trasformación. La dependencia inmediata del público en que se encuentra los que las

cultivan, no les permite la iniciativa de los escritores.

Su inspiración no será verdaderamente armoniosa hasta que se halle constituida la

existencia positiva. Con todo, pueden empeñarse desde ahora, en la expresión exclusiva

de los nobles afectos, desechando por completo la impureza. En cuanto a la escultura,

tendrá que esperar el predominio de la Religión de la Humanidad, para construir los

templos que serán la más grandiosa manifestación del arte.

El positivismo santifica el arte, prescribiéndole la representación de los más puros y

elevados sentimientos. Para ejercerlo dentro de esta doctrina hay pues que sentirse

animado de los más generosos ímpetus. El arte tiene que ser la expresión y el instrumento

del amor universal, que ha de asociar a todos los hombres en el espacio y en el tiempo,

formando de todos ellos una sola familia. Esa es su función positiva que constituirá su

eterna gloria.

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XVIII. LA MISIÓN DE LA MUJER

La mujer es la fuente de la virtud. De ella dimanan todos los nobles afectos. Su

existencia la constituye el amor. Olvidándose a sí misma, vive para los demás. La

abnegación es su mayor felicidad. Tiene el instinto del bien y anda siempre buscándolo.

El mal le repugna y solo se acerca a él para transformarlo en bien. En esta santa tarea su

paciencia es infinita, hasta que logra el triunfo. El más duro egoísmo cede a la tierna

influencia de la mujer.

Esa es la misión efectiva de la mujer en todos los países y en todos tiempos, aunque a

veces haya sido desconocida. El ideal sobre cualquiera materia aparece casi siempre en

forma femenina. Todos los grandes sentimientos están personificados por el arte en la

mujer.

La época que más justicia ha hecho al sexo amante es la Edad Media. Entonces los

caballeros feudales rindieron un verdadero culto a la mujer. Cada cual consagraba su vida

entera a la elegida de su corazón. El recuerdo de su dama le inspiraba al caballero el valor

y la firmeza que requerían las difíciles empresas del tiempo. Si lo sorprendía la muerte,

su último pensamiento era para ella.

Este culto de los caballeros por la mujer hizo surgir la bella concepción de la Virgen

que reemplazó en cierto modo al Cristo, en el alma de los fieles. El sacerdocio quiso

combatir esa suplantación, pero al fin hubo de sancionar una tendencia irresistible de la

sociedad. La Virgen es una creación feudal antes que católica. El modelo de la virtud pasó

a ser femenino de masculino que era, gracias a la situación social. La Divinidad que se

había humanizado primero en el Cristo, se convirtió así en su verdadero tipo, la mujer, en

la idealización de la Virgen.

El positivismo al instituir la Humanidad como el único Ser supremo real, lo personifica

en la mujer. Siendo el amor el atributo fundamental de ese Ser supremo, nada más justo

que esa personificación. Pues la mujer encarna, por su índole, la ternura, la veneración y

la bondad, las tres facultades de nuestra naturaleza, que han hecho posible la cooperación

social al través de los siglos, mejorando más y más nuestro destino. Y de ella parte

siempre el impulso directo o indirecto en todas las grandes cosas realizadas por el hombre.

No existe un solo servidor de la Humanidad que no haya sido formado moralmente por

la mujer. En toda vida bien llenada está, sin duda, aunque a veces no aparezca, la

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influencia afectuosa de una madre, de una hermana, de una esposa, de una hija. El

recuerdo solo de una virtuosa amiga ha solido bastar a los más grandes hombres. Tal les

aconteciera al Dante con Beatriz, a Petrarca con Laura y a Augusto Comte con Clotilde

de Vaux.

Unido al nombre de Augusto Comte irá siempre el de su incomparable amiga Clotilde

de Vaux. Juntos atravesarán ambos los siglos de los siglos, envueltos en la veneración de

todos los hombres. El conocimiento de esa mujer excepcional por la ternura infinita de su

alma, elevó al maestro a un ideal supremo. Antes de encontrarse con ella había realizado

ya, mediante el profundo sentimiento social que lo animaba, su gran elaboración

filosófica. Si bien con eso quedaba establecida la base de la regeneración humana, faltaba

no obstante construir el edificio. Augusto Comte se disponía a continuar sus

meditaciones, cuando le cupo en suerte encontrar a Clotilde. Su genio se retempla con ese

feliz hallazgo. La más tierna y pura amistad lo une indisolublemente a esa mujer angelical.

El alma profundamente afectiva del filósofo, que no había sido todavía comprendida por

nadie, halla al fin a quien amar y de quien ser amado con una efusión sin límites.

Esa santa amistad apenas dura un año, pues la muerte rompe prematuramente la frágil

existencia de Clotilde, Pero ese corto espacio de tiempo basta a encender en Augusto

Comte la llama inextinguible de los más nobles y delicados sentimientos. Su

identificación moral con Clotilde le hace penetrar el secreto de nuestros destinos, que

estriba en el amor. Guiado por la dulce imagen de la mujer, a quien adora más y más

desde su desaparición objetiva, construye, sobre la filosofía, el edificio indestructible de

la Religión de la Humanidad, sublime doctrina que realizará la felicidad en la tierra.

¡Gloria eterna a la que ha sabido inspirar así al más grande de los hombres!

Clotilde de Vaux es el tipo más perfecto de la misión social de la mujer. En su pura

intimidad con Augusto Comte le asaltaba la zozobra de distraerlo de la labor social en

que estaba empeñado. A menudo tenía que tranquilizarla el filósofo, haciéndola sentir

que su espíritu recibía fuerza y luz de esa tierna amistad. Clotilde no hizo en verdad otra

cosa, gracias a su belleza moral, que impulsar a Augusto Comte en el cumplimiento de

sus grandes deberes. Dos frases solas de ella nos dan la medida de su corazón y nos

revelan la santa influencia que había de ejercer sobre el maestro: Helas aquí: “Quels

plaisirs peuvent l'emporter sur ceux du devouement.” “Les mechants, ont plus besoin de

pitié que les bons.” El destino del hombre depende siempre de la mujer.

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114

Augusto Comte, acordándose de Clotilde ha reunido los siguientes versos, el primero

del Dante, el segundo de Petrarca:

Quella che imparadisa la mia mente

Ogni basso pensier dal cor m’avulse.

¡Feliz el hombre que pueda decir lo mismo de su amada!

Su preciosa experiencia personal le sirvió de base a Augusto Comte, para establecer la

teoría positiva de la mujer. La verdadera fuerza de esta consiste en el sentimiento. El

hombre debe pensar y obrar bajo la inspiración de la mujer. Ella ha de ser la providencia

moral del mundo. Para cumplir tan augusta misión, es menester que sea enteramente ajena

a la vida pública, teórica y práctica, que tiende a secar el corazón. El hombre alimentará

pues, a la mujer, a fin de que desempeñe tranquilamente, en el hogar, su santa tarea de

purificar y ennoblecer las almas. Ese es el centro natural donde ella ha de ejercer

modestamente como madre, esposa, hermana e hija, tanta influencia sobre la Humanidad.

Ahí recibirá el homenaje diario del hombre, que solo debe arrodillarse delante de la mujer.

El positivismo, que así consagra la función normal del sexo amante, no tardará en ser

aceptado por él. Pero esa sublime doctrina ganará el corazón abnegado de la mujer, no

tanto porque favorezca su destino, cuanto porque viene a mejorar la suerte del género

humano todo entero.

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115

XIX. EL PORVENIR

Antes de penetrar en el porvenir que la Religión de la Humanidad viene a edificar,

rindamos un justo homenaje al pasado. Esa Religión no es más que la síntesis suprema en

que ha llegado a resumirse por el esfuerzo del genio sublime de Augusto Comte, la labor

de la serie innumerable de generaciones que nos precedieran en la vida. El positivismo

es, en verdad, el término que alcanza nuestra especie, después de haber pasado

sucesivamente por el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo. Bajo cada una de esas

fases, que forman la evolución social preparatoria, se ha verificado la cultura progresiva

de los tres atributos de nuestra naturaleza: el sentimiento, la inteligencia y la actividad.

La suma de trabajo que ello representa es infinito. Los obreros escalonados al través de

los siglos están unidos todos por el deseo común de mejorar a nuestra especie.

Reconozcamos sus servicios, venerando su memoria.

Inspirémonos también en su ejemplo, para llevar a cabo la evolución social definitiva.

Lo que ellos han preparado y buscado con tantos afanes, puede ser un hecho gracias al

positivismo. La felicidad humana que se ideara de diversos modos en las utopías terrestres

y celestes, construidas por las más nobles almas, ha de obtenerse con esa doctrina tan

bella como verdadera. Hombres de todas las condiciones y de todos los países,

pongámonos ardientemente en su ayuda, sacudiendo el egoísmo que mata los corazones.

Rompamos los lazos del interés personal que nos aferran al presente y marchemos con

energía, animados del altruismo, al porvenir. Vivamos en espíritu con nuestros

descendientes para hacerlos felices. Empeñémonos desde hoy en que nuestras ideas,

nuestros sentimientos y nuestros actos se acerquen en lo posible a los que han de constituir

su existencia. ¡Que el amor de la Humanidad encienda nuestras almas y guíe nuestros

pasos!

No nos detengamos ante los obstáculos de cualquier género que sean, Fuertes con el

sentimiento del deber, busquemos la gloria de ser útiles a la especie humana. Libremos a

nuestros hijos del escepticismo y la anarquía del presente. Y a fin de rehacernos en

nuestros desfallecimientos, contemplemos siempre el porvenir que ha de ser edificado

con la perseverancia invencible de los que, poseídos del fuego sagrado del amor, saben

olvidarse a sí mismos viviendo para los demás. La distancia que nos separa del porvenir

es más o menos larga, conforme a la medida de nuestros esfuerzos. El camino más corto

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116

será el más honroso. Que todas las personas de buena voluntad cooperen a esa obra, cada

cual según sus aptitudes y su posición.

Sostengamos nuestro entusiasmo a pesar del egoísmo propio y ajeno. Pasemos por

encima de la indiferencia, del escarnio, de la miseria para aliviar la suerte de nuestros

semejantes, Cumplamos en todas las ocasiones, así en público como en privado, con

nuestros deberes positivos sin desalentarnos jamás. Marchemos armados de una virtud

inquebrantable y nada podrá resistir, todo será subyugado. En esa campaña pacífica, los

deberes son más difíciles que en las campañas guerreras, pero son también mucho más

nobles, derramando solo el bien por todas partes, sin que el odio ni la muerte vengan a

empañarlos jamás. Un pequeño número de hombres estrechamente coaligados con ese

espíritu de santo heroísmo, se apoderaría, en breve, del porvenir.

No olvidemos jamás que el positivismo tiene que realizar ante todo la reforma moral

definitiva del mundo. El que no se halle en esa situación de ánimo a su respecto,

perjudicará la santa causa en vez de servirla, desatendiendo la cuestión suprema de la

subordinación del egoísmo al altruismo. La ciencia, el arte, la civilización, la felicidad,

todo gira alrededor de esa cuestión y viene como a condensarse en ella. De ahí que los

verdaderos positivistas deban trabajar incesantemente en ser cada día mas altruistas y

menos egoístas, para convertir con el ejemplo a los demás. La doctrina que no se encarna

en los hombres, nunca transforma a la sociedad. Hagamos el porvenir con nuestra

conducta.

Consideremos ahora ese porvenir. Todos los habitantes del planeta están unidos por la

Religión de la Humanidad. El sentimiento, la inteligencia y la actividad se hallan muy

bien reglados. El sentimiento es dirigido especialmente por la mujer, la inteligencia por

el sacerdocio y la actividad por el patriciado. Cada individuo depende en sus afectos de

la primera, en su doctrina del segundo, y en su función social del tercero. La mujer realiza

en el hogar la educación de los niños, formándoles sobre todo el corazón con sus consejos

y cultivándoles la imaginación con la poesía, el canto y el dibujo. Preparados así, pasan a

la edad de catorce años a recibir del sacerdocio la enseñanza teórica que comprende la

matemática, la astronomía, la física, la química, la biología, la sociología y la moral.

Concluida la educación teórica, entran a los veintiún años a ensayarse en la vida práctica,

bajo la dirección del patriciado, para elegir a los veintiocho la función adecuada.

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117

Toda persona está ligada a la Familia por la mujer, a la Humanidad por el sacerdocio, y

por el patriciado a la ciudad. Esos tres elementos, la mujer, el sacerdocio y el patriciado,

providencia moral, intelectual y material del mundo, cooperan a la felicidad del

proletariado, que explota directamente la tierra, en beneficio de la sociedad entera. La

mujer inspirándole el altruismo y aligerándole sus tareas con las dulzuras del hogar; el

sacerdocio enseñándole, aconsejándolo y protegiéndolo siempre; el patriciado,

haciéndolo trabajar sin exceso en industrias útiles a nuestra especie, y asignándole un

salario conveniente al bienestar de la familia. La providencia moral, la intelectual y la

material sirven así a la providencia general del proletariado, que las sirve a todas.

El hogar es una especie de templo privado, en que cada hombre fortifica diariamente su

altruismo bajo la inspiración de la mujer. Esta cultiva como madre, en los niños, los

nobles sentimientos. La ternura, la veneración y la bondad se desenvuelven poco a poco

en ellos, bajo su oportuna vigilancia y con el precioso auxilio del rezo positivo, De esos

tres afectos, ella estimula en especial la veneración, que hace susceptible al hombre del

más alto grado de perfeccionamiento. Con su insinuante magisterio, la madre les despierta

a los niños el respeto por todos sus superiores y los trae a reconocer en ella misma la

providencia que deben adorar particularmente. Así se preparan a adorar más tarde a la

Humanidad. La hermana, la esposa y la hija, ayudan y completan la tarea moral de la

madre. Con la hermana se ejercita la ternura, y sobre todo con la esposa, en la perfecta

unión de las almas. A la hija le cabe inspirar una bondad inefable. Bajo todas condiciones,

la mujer purifica y embellece la vida del hombre en la más dulce intimidad. Desde el seno

del hogar ella nos prepara para la vida social y nos suministra siempre el reparador

descanso de su inagotable simpatía. Verdadera encarnación de la virtud, la mujer guía al

mundo por el camino del deber.

En los templos públicos del Ser Supremo se desenvuelve y complementa la obra del

hogar. Ahí se cultivan los lazos morales que ligan a las diversas familias en una

cooperación común, al través del espacio y al través del tiempo. El sacerdocio desempeña

esa augusta función, celebrando las diversas fiestas del año, compuesto de trece meses de

veintiocho días. El primer mes es consagrado a la Humanidad, el segundo al Matrimonio,

el tercero a la Paternidad, el cuarto a la Filiación, el quinto a la Fraternidad, el sexto a

la Domesticidad. A la celebración de esos lazos fundamentales del orden humano, sucede

la conmemoración del pasado, en los tres meses siguientes, dedicados al Fetichismo, al

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118

Politeísmo y al Monoteísmo, precursores necesarios del positivismo. Los cuatro últimos

meses son consagrados a la Mujer, al Sacerdocio, al Patriciado y al Proletariado, que

forman con su incesante concurso la providencia efectiva del hombre. Esa serie de fiestas

embellecidas con todos los esplendores del arte, despiertan las más nobles emociones en

las almas fortificándolas en la virtud e impulsándolas a la armonía social. La existencia

humana se eleva en los templos al más perfecto ideal. En ellos se respira siempre el amor

universal que nos pone en comunión simpática con el Gran Medio, el Gran Fetiche y el

Gran Ser, trinidad positiva que lo resume todo.3

El hogar y el templo están moralmente enlazados por los nueve sacramentos

sociocráticos que llevan al hombre desde su nacimiento objetivo hasta su inmortalidad

subjetiva. Cada uno de esos sacramentos hace sentir el carácter eminentemente social de

nuestra vida. Con la presentación los padres contraen el compromiso solemne de educar

a sus hijos para la Humanidad. La iniciación manifiesta que se recibe el aprendizaje

teórico como un beneficio de la Humanidad y a fin de prestarle los servicios que se le

deben. La admisión revela que no se puede entrar a la vida práctica sin la preparación

teórica común para todos. La destinación consagra todas las funciones útiles a la sociedad,

así las más modestas como las más altas. El matrimonio une indisolublemente a los

esposos con la promesa de viudez eterna, para que se perfeccionen recíprocamente sin

cesar. La madurez, que se administra a los cuarenta y dos años, fija desde esa época la

responsabilidad inexcusable de nuestra conducta. El retiro, que tiene lugar a los sesenta

y cuatro, concede el descanso de las tareas prácticas a todos los funcionarios,

reservándoles el consejo. La transformación ayuda a bien morir, invitando la existencia

que termina a consagrar un último sentimiento de amor a los vivos, entre los cuales

quedará el recuerdo de sus virtudes. La incorporación hace inmortales a los buenos

servidores de la Humanidad. De esos nueve sacramentos la mujer no recibe ni la

destinación, ni la madurez, ni el retiro, porque ella es ajena a la vida pública,

desempeñando en el seno del hogar su función única de providencia moral del hombre,

como madre, hermana, esposa e hija.

El arte, pura expresión del altruismo, envuelve toda la existencia humana. El hogar y el

templo son los centros respectivos del culto privado y del culto público. A las tiernas

3 Véase el capítulo XI.

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La religión de la humanidad

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emociones de la Familia suceden las profundas emociones de la Humanidad. Aquellas

preparan a estas y estas refuerzan a aquellas. Ambas se ligan, se confunden en la más

perfecta armonía.

Bajo la influencia constante del arte, el trabajo es muy llevadero. Los sentimientos de

bondad que él despierta, facilitan la cooperación social. Cada obrero fraterniza con los

demás en la labor general. Patricios y proletarios llevan a cabo en una afectuosa jerarquía

la tarea industrial necesaria al sustento de nuestra especie.

Toda la tierra está poblada por la Humanidad distribuida en un sinnúmero de ciudades

independientes políticamente, pero ligadas por la misma religión y el mismo idioma. La

paz universal no se interrumpe jamás. De día en día se acrecientan la salud y el bienestar

en el seno de la concordia. El tiempo fortalece el altruismo. Nuestra especie se aproxima

incesantemente a la unidad.

Cada año que trascurre se cierra en todas partes con el día extraordinario, que sobra a

los trece meses, consagrado a los muertos. Ese día se complementa en los años bisiestos

con el dedicado a las santas mujeres. El último día del año se encaminan, pues, todos

religiosamente al cementerio, para rendir homenaje a los muertos queridos. Ahí, donde

reposan sus cenizas, se avivan los recuerdos encendiéndose la gratitud. Esa visita solemne

a la mansión de los muertos deja en los ánimos la más profunda veneración. Con este

santo recogimiento se preparan todos para la gran fiesta que abre el nuevo año.

Reunidos el primer día del año en los templos del Ser supremo fraternizan los fieles con

el conjunto continuo de los seres convergentes, abarcando en su simpatía el pasado, el

futuro y el presente de la Humanidad. Todo concurre entonces a elevar las almas: la

majestad del edificio; la belleza moral de las estatuas y los cuadros; la santidad de la

música; la unción del sacerdote que traduce en sus palabras el sentimiento general. En esa

augusta ceremonia se respira el más sublime altruismo. Las almas todas se sienten

penetradas de ese amor supremo, que hace una sola familia de nuestro linaje. Cuando la

ceremonia ha terminado, se sale del templo con la virtuosa alegría de la verdadera

felicidad. La fiesta del Ser Supremo renueva de año en año la fusión completa de las

almas, acercándonos cada vez más a la armonía humana en el planeta.

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La religión de la humanidad

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APÉNDICE

INTRODUCCIÓN

Al comenzar este apéndice, que está moralmente ligado a lo anterior, inscribo el

nombre de mi inolvidable madre AURORA ALESSANDRI DE LAGARRIGUE que me

educó para la Humanidad con sus santos consejos, y el de mi respetable padre JUAN

LAGARRIGUE que me presenta un tipo del deber con su conducta diaria.

Juntaré a esos dos nombres, que venero agradecido, el de mi hermano JORGE; que,

habiéndose iniciado primero que yo en el positivismo completo, se esforzó en disipar las

preocupaciones antirreligiosas que me tenían alejado de la sublime doctrina.

Mucho de lo que precede, como casi todo este apéndice, ha sido publicado ya, en forma

de artículos, a contar desde el siete de mayo de mil ochocientos ochenta y dos, en que

comencé la propaganda en mi patria. Según el precepto positivista, la firma aparecía

siempre en mis escritos.

Cierro este trabajo con la traducción de lo siguiente del maestro: "Cuadro sistemático

del alma”, “Cuadro sistemático del dogma positivo”, y “Cuadro sociolátrico”,

“Calendario histórico” y “Biblioteca positivista”.

Abrigo la persuasión de que los hombres honrados de iodos los países, así como las

mujeres que tengan el instinto de la verdadera virtud, han de convertirse al positivismo.

En ese caso se formaría una opinión universal que, imponiendo deberes privados y

públicos, haría especialmente imposible el crimen social tan pernicioso de la guerra.

Esta, dada la situación actual del mundo, desmoraliza más todavía al vencedor que al

vencido. El trabajo pacífico ha de unir, ciertamente, a todos los pueblos en armonía

fraternal, presidida por la Religión de la Humanidad.

JUAN ENRIQUE LAGARRIGUE,

nacido el 28 de enero de 1852, en Valparaíso.

SANTIAGO Homero 13 de 96 (Febrero 10 de 1884) CALLE DEL CHIRIMOYO, ½.

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LA PAZ

Aunque a riesgo de incurrir en el desagrado de mis compatriotas, me creo en el deber

de decir una palabra, en nombre de la Religión de la Humanidad, sobre la guerra con el

Perú y Bolivia. Y me parece que el haber esperado hasta este momento, es culpable

debilidad de mi parte.

Si hubiéramos sido positivistas, chilenos, peruanos y bolivianos, la guerra no habría

tenido lugar. Pero ya que la Religión de la Humanidad no pudo evitar la contienda, porque

no era profesada por nadie, ni entre nosotros, ni entre nuestros vecinos, tócale sí a esa

sublime doctrina hacer fraternizar en lo futuro a chilenos, peruanos y bolivianos, a pesar

de los sangrientos recuerdos que dejará el presente.

Con el objeto de acercar, en lo posible, ese tiempo de simpatía y concordia, me atrevo a

dirigir un llamamiento a la generosidad de mis compatriotas. Después de la energía

desplegada en la campana, sería altamente honroso para Chile, que supiera vencerse a sí

mismo, haciendo una paz que no fuera humillante para el vencido.

Sin duda que le sobrarían ejemplos de grandes naciones con que legitimar todas sus

exigencias. Pero yo desearía ver descollar a mi patria, no solo por su valor, sino también

por su generosidad, a fin de que llegara a ser el más virtuoso de los pueblos.

En el supuesto de que los inolvidables Prat y Ramírez pudieran hablar, serían los

primeros en aconsejarnos que fuéramos generosos, pues la grandeza de alma es

patrimonio de los héroes. Saben morir por la patria, pero saben levantar al vencido, que

ellos no conciben la venganza.

¿Qué nos dirían, en verdad, ahora, con Prat y Ramírez todos los nobles compatriotas

que han perecido en la guerra? Me parece oír que nos claman a una voz: “haced la paz.”

Los escucho disuadirnos de penetrar en el interior del Perú para asolarlo, y disuadirnos

igualmente de retirarnos a la línea de Arica y Tacna. Haced la paz desde Lima, es su

dictámen.—Pero ¿con quién?—Con el jefe que hubiere.—¿Cómo?—Pidiendo menos de

lo que pedís; esto solamente: los gastos de la guerra, las pensiones de los heridos, las

viudas y los huérfanos, y cierta indemnización de perjuicios. Nada de conquista, que

hemos dado la vida por la patria y no por adquirir tierras.—

El consejo de nuestros héroes es también el de la Religión de la Humanidad, que

prescribe la subordinación de la política a la moral. ¿Será, acaso, desoído por mis

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122

compatriotas? No lo creo, que la generosidad se apodera al fin de las almas enérgicas por

conturbadas que estén a causa de las exaltaciones de la guerra. Y ya veo a este viril pueblo

de Chile estrechar la mano del Perú y Bolivia.

Gutenberg 7 de 94 (Agosto 19 de 1882.)

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EL TRATADO DE LÍMITES ENTRE CHILE Y LA REPÚBLICA ARGENTINA

Los positivistas estamos en el deber de ser respetuosos con las autoridades. Pero cuando

ellas se apartan de la moral en el desempeño de sus funciones, nos cumple amonestarlas

y censurarlas.

Tanto el ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina, como el de Chile,

se han olvidado de la misión del verdadero hombre de Estado en sus respectivas

memorias, a propósito del tratado de límites celebrado entre ambos países.

Uno y otro se han permitido a ese respecto apreciaciones hirientes para la nación vecina,

adulando las pasiones de la propia. Parece que ambos desearan romper el tratado para

lanzarnos a la guerra. A pesar de sus inconsideradas palabras, no creemos que abriguen

tan criminal intención.

Felizmente, la prensa argentina y la chilena han reparado la torpeza de sus Ministros,

desaprobando altamente su conducta. La lección es severa, pero merecida, y honra en

sumo grado al pueblo argentino y al pueblo chileno que han hecho constar, que no quieren

ser adulados por sus Gobiernos.

Como el tratado de límites ha sido sancionado por la opinión, desaparece todo peligro

de rompimiento. No habrá, pues, guerra entre las dos naciones, porque ninguna de ellas

la quiere. La generosidad recíproca las hermana para siempre.

Eso revela que, en el fondo, el corazón de ambos pueblos es digno, grande. Sacrifican

mutuamente el amor propio nacional en aras de la Humanidad. Cuando en medio del

egoísmo y la anarquía que devoran al mundo hoy día, dos naciones proceden

espontáneamente de ese modo, ellas están llamadas a profesar muy luego la Religión del

altruismo fundada por Augusto Comte.

Me cabe la satisfacción de felicitar en nombre de la Religión de la Humanidad a la

prensa argentina y chilena, por su noble y enérgica actitud en la ocurrencia actual. En

cuanto a los dos Ministros, espero que no vuelvan a olvidarse de la misión del hombre;

de Estado, tanto más que es ya bien sabido que la verdadera grandeza de los pueblos solo

puede conseguirse en el seno de la paz.

Federico 12 de 94. (Noviembre 16 de 1882)

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HONRAS HECHAS A LOS ESPAÑOLES MUERTOS EL 2 DE MAYO

He vacilado mucho, antes de tomar la pluma, temiendo lastimar a un amigo que aprecio

y considero, pero me he decidido al fin a cumplir con el deber que me impone la Religión

de la Humanidad.

Este amigo movido de un celo de amor patrio, permítanos la expresión, que nos parece

equivocado, reprobó en el Senado las honras hechas en Lima por los chilenos a los

españoles muertos en el combate del 2 de mayo. Ha creído ver ahí una especie de

satisfacción de nuestra parte a España, pendiente como se halla el tratado de paz que

vamos a celebrar con ella. Aun en el supuesto de que lo fuera, ello no tendría nada de

desdoroso para Chile, que ha probado siempre que le sobra valor para que se pudiera

pensar que lo hacía por miedo. Pero como lo han dicho muy bien los Ministros, a quienes

me complazco ahora en felicitar, esas honras enaltecen a nuestra patria. En verdad, con

ese paso nos hemos elevado a la mayor dignidad de nación independiente, rindiendo culto

a la Humanidad. Un defecto no más les encuentro a esas honras, y es el que no hayan sido

celebradas en Chile. Pues entonces habríamos abrazado a nuestra madre patria, después

de haber hecho las paces con nuestras hermanas el Perú y Bolivia.

Descendemos de España, el más noble y generoso de todos los pueblos, Nos separamos

de ella para hacer vida de naciones soberanas, desenvolviéndonos libremente, Pero hemos

guardado el altruismo que nos dio la madre patria.

El sentimiento de la dignidad personal y el de la fraternidad universal, nadie lo posee,

como lo decía nuestro augusto maestro, en el grado que el pueblo español, De uno y otro,

participamos los americanos sus hijos. Debemos felicitarnos de tener por madre a la patria

de Pelayo y el Cid, de Santa Teresa y Fray Luis de Granada, de Cervantes y Calderón, de

Jovellanos y Quintana.

Rotos los lazos que nos unían a España, nos constituimos en una multitud de naciones

diversas. Todas ellas han progresado más o menos, descollando Chile por su creciente

prosperidad, según lo ha reconocido la misma madre patria que se enorgullece de su hija.

Han llegado a señalarnos sus hombres públicos como un modelo de buen gobierno. No

nos envanezcamos y continuemos perfeccionándonos.

Si la ruptura de los lazos políticos fue un bien, es menester, sin embargo, que ellos sean

reemplazados por los lazos morales. Esa es la obra que ha de realizar la Religión de la

Humanidad. Augusto Comte, con su penetración maravillosa, anunció que los americanos

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125

seríamos los primeros en convertirnos. Él sabía que habíamos heredado el corazón de

España, sin sus dificultades políticas, Hemos de unirnos, pues, en la gran doctrina para ir

en armonía fraternal, todas las repúblicas de América, a honrar a nuestra venerable madre

que profesará la religión de sus hijas.

El acto que acaba de cumplir Chile, revela que a su energía indomable, junta la

generosidad. Eso nos hace esperar que llegue a ser un modelo no solo por su constancia

en el trabajo y su orden inalterable, sino, sobre todo, por su grandeza de alma. Ya veo

tomara mi patria una vigorosa iniciativa en favor de la Religión de la Humanidad, que ha

de ligarnos moralmente no solo con nuestras hermanas y nuestra madre, sino también con

la gloriosa Francia, donde nació el más sublime de los hombres, con la Italia, la Inglaterra,

la Alemania, con los pueblos que han tenido un Confucio, un Buda, un Mahoma, en fin,

con todos los habitantes del planeta. Entonces Chile habrá trabajado para la Humanidad.

Bichat, 5 de 94. (Diciembre 7 de 1882.)

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126

TERCER CENTENARIO DE SANTA TERESA

Hace tres siglos que murió Santa Teresa de Jesús. Desearía celebrar dignamente en

nombre de la Religión de la Humanidad este centenario de la santa, pero me siento muy

pequeño ante esa sublime naturaleza. Para poder honrar, como es debido, esa alma

suprema sería preciso poseer algo siquiera de su virtud infinita. La vida de la santa fue

toda ternura, veneración, bondad, y energía para obrar el bien.

El medio social del siglo dieciséis, en que Santa Teresa cumplió su alta misión, era

completamente teológico. Acababa de aparecer el protestantismo que se extendía por el

mundo. Ello ocasionó un movimiento de regeneración en el catolicismo que se hallaba

muy relajado. Santa Teresa es su más pura encarnación.

En su anhelo de perfeccionamiento moral concibió, desde muy joven, el proyecto de

reformar la orden religiosa de Carmelitas Descalzas, que estaba enteramente olvidada de

sus antiguas prácticas. Los obstáculos que encontró habrían bastado a desalentar al

hombre más resuelto, pero la incomparable santa no desmayó ni un momento, y pasando

por encima de las burlas, los insultos, las calumnias, las persecuciones llegó a fundar

como doscientos conventos. Poseía de tal manera el lenguaje del corazón que todos los

que conversaban con ella, quedaban convertidos a sus nobles propósitos. Tan persuasiva

era su santa elocuencia que en muchas ocasiones transformó en ardientes partidarios a

personas que estaban muy prevenidas en su contra. Fue un apóstol irresistible que reunía

a la mas prodigiosa actividad una dulzura inefable. Tenía una humildad sin límites que la

hizo calificarse siempre de “alma ruin”, creyéndose muy imperfecta en medio de sus

perfecciones. Cuando había alcanzado una grandeza moral que no conservaba ni el menor

rastro de egoísmo, le parecía que estaba todavía muy lejos de la verdadera virtud. Quería

siempre subir más arriba en su sed insaciable de bondad. Nunca se dio cuenta de la alteza

de su alma.

Pero la acción de la santa no se limitó a su vida, que sus libros escritos, por mandato de

sus superiores, sin ninguna pretensión literaria, han hecho mucho bien en el mundo,

purificando y ennobleciendo la naturaleza humana. El estilo de esos libros es inimitable

por su naturalidad, su fuego y su dulzura. Es el corazón el que habla siempre en ellos, y

un corazón como el de Santa Teresa, henchido de las más puras y sublimes emociones,

donde jamás halló abrigo un mal pensamiento. Nadie puede sustraerse al imperio

afectuoso que ejerce la palabra insinuante y persuasiva de la santa. Nos despoja de

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127

nuestros malos sentimientos, nos tranquiliza, nos suspende, nos eleva hasta el más

sublime amor. Si esto nos pasa a los que la leemos, ¿qué no sucedería a los que la oyeron?

La voz de los seres privilegiados que solo viven de santos afectos, tiene un influjo

misterioso que todo lo subyuga. Almas muy rebeldes aún y habituadas al mal, se sienten

vencidas, transformadas al escucharlos. Por eso, todos los que tuvieron la suerte de hablar

con la incomparable santa cobraron alientos poderosos para seguir la senda del bien.

Sus obras principales son: El Libro de su Vida, el Camino de la Perfección y las

Moradas. El Libro de su Vida es la historia detallada de un alma que desde su más tierna

infancia sintió ímpetus irresistibles hacia la virtud. Hubo un solo momento en que decayó

de su elevación moral por el trato con una pariente demasiado mundana. Su falta se redujo

al excesivo cuidado de su persona, con la mira de agradar por su exterior. Nunca dejó de

lastimarse de esa debilidad de su juventud que, en la pureza de su corazón y en su

aspiración al bien supremo, le parecía un gran crimen. Su recuerdo le ha dictado el

precioso consejo de la gran vigilancia que deben ejercer los padres sobre las relaciones

de los hijos, para que las malas juntas no los corrompan. Si no hubiera más peligro que el

corrido por la santa, casi no era necesaria toda esa vigilancia. Pero son muy pocos los

seres nacidos con un instinto moral tan superior; que los más necesitamos no solo de la

ausencia del mal ejemplo, sino también del contacto asiduo con las personas virtuosas

para que nos comuniquen sus nobles sentimientos. Aun a pesar de eso, la soberbia, el peor

de los defectos humanos, suele oponerse a nuestro mejoramiento. ¡Cuán verdadera y

sublime es esta exclamación de la santa: “¡Oh humildad, que grandes bienes haces,

adonde estás y a los que se llegan a quien la tiene!”

La fuerza moral de la santa era tan poderosa que pudo robustecer su cuerpo débil y

enfermizo. En medio de sus dolencias, siempre proseguía en la tarea de perfeccionar su

corazón. Nunca estaba satisfecha de la pureza de sus sentimientos. Cuando tenía noticias

de alguna persona virtuosa, deseaba ardientemente conocerla, con la esperanza de

encontrar estímulos para mejorarse. Ella creía, en su modestia, que podría sacar de los

demás lo que llevaba en sí misma. Ni la más ligera sombra de vanidad empañó su alma.

De ahí que haya encontrado esos acentos inefables, que llenan sus escritos, expresión de

un altruismo sin ejemplo. La única emulación de su vida fue la de desear subir hasta la

altura moral de los grandes santos que siempre tuvo por modelos. Pero jamás se imaginó

que los había igualado, a pesar de que ha sido el tipo más puro y sublime del catolicismo.

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128

Del Libro de su Vida, que encierra un tesoro inagotable de santos afectos, tomamos este

admirable trozo: “Este concierto querría hiciésemos los cinco que al presente nos amamos

en Cristo, que como otros en estos tiempos se juntaban en secreto para contra Su Majestad

y ordenar maldades y herejías, procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos

a otros y decir en lo que podríamos enmendarnos y contentar más a Dios; que no hay

quien tan bien se conozca a sí, como conocen los que nos miran si es con amor y cuidado

de aprovecharnos. Digo en secreto, porque no se usa ya este lenguaje. Hasta los

predicadores van ordenando sus sermones para no descontentar; buena intención tendrán

y la obra lo será, mas así se enmiendan pocos. Mas ¿cómo no son muchos los que por los

sermones dejan los vicios públicos? ¿Sabe que me parece? porque tienen mucho seso los

que predican. No están sin él con el gran fuego del amor de Dios como lo estaban los

apóstoles, y así calienta poco esta llama, no digo yo que sea tanto como ellos tenían, más

querría que fuese más de lo que veo”. Cuán oportunas son todavía las preciosas palabras

de la santa, puesto que ni nos reunimos para perfeccionarnos recíprocamente, ni

hablamos, ni escribimos con el corazón.

Es una desgracia que la incomparable santa sea desconocida de tantos espíritus por no

tener en cuenta el medio teológico en que vivió. Se privan así de la contemplación del

supremo ideal del bien que ella realizara. Pero es muy triste cosa que haya aun quienes se

atrevan a herir esa veneranda memoria que enaltece al linaje humano. La santa los

perdonaría, sin embargo, que nunca el odio encontró abrigo en su alma, ni siquiera el

resentimiento. Era tanta su bondad que pensando en Satanás, ese tipo del mal, prorrumpió

en este generoso grito: “¡El infeliz es incapaz de amar!”

El Camino de la Perfección es un hermoso guía para mejorar nuestros sentimientos. La

santa recomienda ante todo, que tengamos la ambición de elevarnos a una grande altura

moral. Sin esa ambición no emprenderemos nunca el difícil ascenso de la virtud. Es

preciso sentir enérgicas aspiraciones hacia el bien para llegar a practicarlo. Una vez

formado el firme propósito de engrandecimiento moral, hay que irse con mucho tiento.

Nuestros esfuerzos deben ser lentos, graduales, aunque tenaces y constantes. No

violentemos demasiado el natural, y, sobre todo, no nos dejemos vencer de la

desesperación en nuestras caídas, por graves que sean. Levantémosnos avergonzados,

humillados, pero con más ánimo para seguir mejorándonos: y de ese modo veremos al fin

coronado nuestro valor. El desaliento por las faltas cometidas es un peligroso abismo en

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La religión de la humanidad

129

que se ha perdido mucha gente, que habría podido llegar a ser virtuosa. Jamás

desmayemos que, mientras los nobles sentimientos no se hayan extinguido en nuestra

alma, siempre es tiempo de regenerarse. Pero cualquiera que sea, por otra parte, el grado

de perfeccionamiento que logremos alcanzar, no abramos nunca las puertas de nuestro

corazón al temible orgullo que todo lo destruye en un momento. Seamos humildes en

medio de nuestros mayores triunfos morales. Esa es la marcha que conviene a la

generalidad de los espíritus, salvo ciertos seres excepcionales, dotados de poderosas

facultades, que llegan de un salto a la grandeza moral.

El libro por excelencia de Santa Teresa es el de las Moradas, en que brillan todos los

esplendores de su alma. Lo escribió en su vejez cuando ya había subido al más alto grado

de santidad. Es un poema sublime que traduce todas sus inefables emociones. Mediante

una feliz alegoría hace recorrer a el alma siete moradas, que va ocupando sucesivamente,

a medida de su progreso moral. El paso de la una a la otra supone un aumento de facilidad

para el bien que alegra, y de dificultad para el mal que entristece. Los placeres del alma

van siendo mayores en cada nueva morada, por el predominio creciente de los santos

afectos. Las tentaciones se hacen, por su parte, más débiles, disminuyéndose el riesgo de

las caídas. En fin, el alma bien purificada y fortalecida penetra en la séptima morada,

donde se realiza el triunfo completo del amor. Esa morada es inaccesible a los asaltos del

mal. Cuando el alma se aposenta ahí, puede acercarse impunemente al vicio para

transformarlo en virtud, consiguiéndolo a menudo.

Santa Teresa entró muy luego, gracias a su energía afectuosa, en esa séptima morada

cuyas bellezas ha sabido pintar tan bien. Así es que encendía siempre en nobles

sentimientos a todos los que se acercaban a ella, sin que nadie pudiera empequeñecerla.

Cuantos la conocieron nunca olvidaron su figura resplandeciente de virtud, ni su voz que

seguía resonando en los corazones. Como tratara de identificarse con el ideal teológico

del bien, el ardor de su alma la elevó muchas veces hasta el éxtasis. Pero en medio de los

arrebatos de su amor a Dios, que no eran sino las efusiones de un alma llena de santos

afectos, jamás dejó de pensar en la felicidad del prójimo. Tenía un sentido moral muy

profundo para que hubiera podido extraviarse. Y, en verdad, quien ha escrito las

siguientes altruistas líneas que se hallan en las Moradas, profesaba de hecho la Religión

de la Humanidad. “La más cierta señal que a mi parecer hay de si guardamos estas dos

cosas (amor de Dios y del prójimo) es guardando bien la del amor del prójimo, porque si

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amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entenderlo, más el

del prójimo entiéndese más, y estad ciertas que mientras más os viéredes aprovechadas

en él, más lo estáis en el amor de Dios.” Y más adelante. “Oh Hermanas como se ve claro

donde está de veras el amor del prójimo en algunas de vosotras y en las que no está con

esta perfección. Si entendiésedes bien lo que nos importa esta virtud no traeríades otro

estudio. Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy

encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir, ni menear el pensamiento,

porque no se les vaya un poquito del gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán

poco entienden del camino por donde se alcanza la unión (con Dios) y piensan que allí

está todo el negocio. No hermanas, no, obras quiere el señor; y si veis una enferma a quien

podéis dar algún alivio, no se os dé nada de perder esta devoción y compadeceros de ella

y si tiene algún dolor os duela, y si fuera menester le ayunéis porque ella lo coma no tanto

por ella sino porque el señor lo quiere. Esta es la verdadera unión con su voluntad, y si

viéredes alabar mucho a una persona, os alegréis más que sí os loasen a vos; esto, a la

verdad, fácil es; que si hay humildad antes terná (tendrá) pena de ser loada. Mas esta

alegría de se entiendan las virtudes de las hermanas es gran cosa; y cuando vieres en ellas

alguna falta, sentirla como si fuere propia y encubrirla.”

Existe, por otra parte, un testimonio indestructible del amor de Santa Teresa por la

Humanidad en la multitud de sus admirables cartas que derramaron tantos consejos y

tantos consuelos. Grandes y pequeños las recibieron. Al mismo rey Felipe II le escribió

varias veces la santa, para librar de persecuciones a diversas personas. Ella que nunca se

ocupó en defenderse a sí misma, siempre salía en defensa de los demás.

En fin, el amor purísimo y sublime en que hierve el alma de Santa Teresa se desborda,

a pesar de la teología en su célebre soneto:

No me mueve, mi Dios, para quererte

El cielo que me tienes prometido,

Ni me mueve el infierno tan temido

Para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, mi Dios, muéveme el verte,

Clavado en esa cruz y escarnecido;

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131

Muéveme el ver tu cuerpo tan herido:

Muévenme las angustias de tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor de tal manera

Que aunque no hubiera cielo yo te amara

Y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

Porque si cuanto espero no esperara,

Lo mismo que te quiero te quisiera.

¡Qué corazón de fuego! Eso explica todo lo que hizo la santa, pues el amor ilumina la

mente y facilita la acción.

Tal es la mujer incomparable que nuestro augusto maestro ha colocado en el calendario

histórico del positivismo. Su gloria de haber convertido en vida y en muerte, con su

palabra y con sus escritos, a tintos seres a la virtud, es la más pura y envidiable de todas.

¡Ah! Si esa sublime santa pudiera revivir hoy, ¡qué prodigios no obraría en favor de la

Religión de la Humanidad! ¡Cómo tocaría los corazones más fríos, levantándolos hasta

la verdadera doctrina! Nadie que fuere capaz de comprender la moral se resistiría a la

persuasión de la santa. Cuando se encontrara con algún talento olvidado de la cultura de

los nobles afectos, le diría:—son palabras suyas,—“No está la cosa en pensar mucho sino

en amar mucho y así lo que más os dispertare a amar eso haced.”

Descartes 8 de 94. (Octubre 15 de 1882.)

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DISCURSO

PRONUNCIADO EN LOS FUNERALES DE ISABEL ESPEJO DE CARRERA,

FALLECIDA EL 12 DE SETIEMBRE DE 1883. A LOS VEINTE Y DOS AÑOS DE EDAD.

En presencia de este doloroso suceso no se puede menos de protestar contra la

implacable naturaleza que mata muchas veces antes de tiempo a los mejores.

Pero la desaparición material de Isabel Espejo de Carrera, no implica su desaparición

moral. La Humanidad inmortaliza siempre a los que han vivido haciendo el bien e

inspirándolo. Quien fue hija, hermana, esposa y amiga incomparable como Isabel Espejo,

no puede morir. Si su vida objetiva ha terminado, su vida subjetiva, la del recuerdo,

comienza, y esta no se acabará jamás en su familia y en los que hemos tenido la suerte de

conocerla.

Hay un secreto en su existencia que ella en su modestia se empeñaba en ocultar. Era una

inspirada poetisa que envolvía en la más bella forma los más puros y delicados

sentimientos. Gracias a una infidencia fraternal pude juzgar del precioso talento que

realzaba sus virtudes.

Deploremos que Isabel Espejo no haya alcanzado a cumplir toda la misión de la mujer,

siendo madre de los más nobles hijos. Lloremos su muerte prematura y cuidemos su

hermosa alma.

APÉNDICE A LO ANTERIOR.

Solo algún tiempo después de la muerte de Isabel Espejo he venido a comprender todo

el alcance de su pérdida. Bajo la modestia en que se encerraba había una fuerza de alma

que nadie sospechara. La lectura de sus confidencias íntimas me ha revelado que era una

de esas mujeres excepcionales que, como Santa Teresa, están llamadas a ejercer en el

mundo una gran influencia moral. Isabel Espejo no alcanzó a iniciarse en el positivismo,

pero esta frase suya, escrita a los quince años de edad en una época de anarquía como la

presente, manifiesta que habría profesado la sublime doctrina, haciéndole además

preciosos servicios: ¡Quisiera algo que fijara mis ideas, conmoviendo mi corazón!

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CONSEJOS

Los positivistas debemos tener mucho miramiento con los católicos para convertirlos a

la Religión de la Humanidad. Desde luego, nuestras madres, nuestras esposas y nuestras

hijas se encuentran en el catolicismo, y no vendrán al positivismo hasta que se persuadan

de que es una doctrina moralmente superior. Para llevarles esa persuasión, es

indispensable que nos despojemos de todo espíritu de befa contra el catolicismo. La mujer

tiene un instinto moral muy profundo, y le repugna la ironía y el sarcasmo que corrompen

el alma. Así nunca se la sacará del catolicismo al burlón libre pensamiento, salvo algunas

excepciones que, por lo general, se hallan desprovistas de ternura.

Pero los libres pensadores se sienten tan incapaces de convertir a la mujer, que ni

siquiera lo emprenden. Casi todos ellos se contentan con que sus esposas y sus hijas no

sean católicas extremosas. La verdad del caso es que no las convierten porque no tienen

a qué convertirlas, porque carecen de doctrina con que poder reemplazar la católica.

Muy distinta es la situación de los positivistas. Poseedores de una doctrina superior al

catolicismo, tanto intelectual como moralmente, les toca enseñarla a sus esposas y a sus

hijas. Esa enseñanza ha de ser toda de persuasión y amor, sin odio ninguno para con el

catolicismo; reconociendo, al contrario, los grandes servicios que ha prestado esa doctrina

al progreso de la Humanidad. Lo esencial está en hacer sentir a la mujer que la Religión

de la Humanidad tiene una moral más elevada y santa que la católica. Entonces la mujer

entrará de lleno en el positivismo, obedeciendo a los generosos impulsos de su corazón.

Se engañan los que creen que la mujer queda apegada al catolicismo porque no puede

emanciparse de la teología; pues la mujer no se preocupa de teología, pero en cambio

sabe mucho de moral. Y en esta materia puede dar lecciones al hombre.

Si algunas se resistieren todavía a entrar en el positivismo, que serán contadas, hágaseles

ver que esa es la única manera como pueden ejercer en el mundo su digna misión de

educadora moral del hombre, en su calidad de madres, de esposas y de hijas. ¡Qué de

veces no son desoídos sus nobles consejos, cuando no menospreciados, porque vienen de

una doctrina que la inteligencia del hombre no puede aceptar al presente!

No nos cansaremos de advertir a los positivistas, con nuestro augusto maestro, que se

deshabitúen de todo espíritu de sátira, que la emancipación del catolicismo les haya hecho

adquirir. Nosotros no venimos a demoler el catolicismo, venimos sí a reemplazarlo,

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La religión de la humanidad

134

llenando la gran función social y moral que él desempeñara en la Edad Media, y que hoy

ha abandonado por la insuficiencia de su dogma teológico. Para llevar a cabo esta ardua

y sublime empresa debemos encendernos en el más ferviente altruismo. La Religión de

la Humanidad nos exige los mas generosos esfuerzos. Es menester que depongamos todo

espíritu de malevolencia, y que no demos cabida en nuestra alma al resentimiento, por

más que se nos deprima, se nos insulte y se nos calumnie. Necesitamos de una energía

moral indomable para hacer triunfar la gran doctrina. No podemos menospreciar a nadie

porque tenemos que convertirlos a todos. La Religión del altruismo no es para éstos o

aquellos hombres, para éste o aquel país, no viene a formar partido contra partido ni secta

contra secta: es para la Humanidad entera. Debemos tratar de ser modelos de virtud en

nuestra vida privada y en nuestra vida pública, elevándonos siempre en el amor, a fin de

ponernos en cuanto sea posible, a la altura de la santa doctrina. Que nuestras madres,

nuestras esposas y nuestras hijas se persuadan, por nuestra conducta ejemplar, de la

supremacía moral del positivismo. No usemos nunca de la sátira de Voltaire, si queremos

convertirlas, que así no haríamos más que desacreditar la Religión de la Humanidad.

Pero hasta Voltaire, que era la personificación de la sátira, tuvo sus momentos lúcidos.

Parece increíble que el hombre que profanó la santa memoria de Juana de Arco, gastando

veinte años de su vida en pulir sus versos impuros, haya podido escribir Alzira y Zaira,

sublimes dramas en que resplandece la más alta moralidad. Esas nobles inspiraciones

brotaron en el alma irónica de Voltaire después de haber conocido a Vauvenargues. Su

amistad con este joven privilegiado le hizo sentir la belleza de los afectos dignos y

generosos. Es el mismo Voltaire quien lo ha dicho.

A Vauvenargues le cupo el singular honor de mantenerse en una actitud edificante en

medio del siglo de la demolición. El precioso libro de sus máximas revela toda la grandeza

de su alma. Ahí se halla el profundo axioma moral de que los grandes pensamientos

parten del corazón, que bastaría por sí solo a su inmortalidad. Sin duda bajo la influencia

de Vauvenargues ha escrito Voltaire estas admirables palabras: "El moho de la envidia,

el artificio de las intrigas, el veneno de la calumnia, el asesinato de la sátira (si me atrevo

a expresarme así) deshonran entre los hombres una profesión (la de las letras) que tiene

por sí misma algo de divino.”

Están en un gravísimo error los que creen que se puede mejorar a la Humanidad por

medio de la sátira. Ella seca el corazón del que la emplea y no enmienda el corazón de

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135

nadie. Cuando un escritor emplea la ironía y el sarcasmo en las cuestiones más serias,

tiene dañado el corazón. Nunca ha de buscarse la verdad y el bien por ese camino. La

dignidad moral, hija de los sentimientos nobles y generosos, excluye todo espíritu de befa.

Además, el deseo sincero de moralizar a los hombres no es conciliable con esa irritación

y amargura que poseen, en general, los satíricos. El que tiene verdadero amor al prójimo

jamás se complace en pintar sus vicios. Los censura con energía, si se quiere, pero hace,

sobre todo, llamamientos a la virtud, con palabras dictadas por el altruismo. Son esos

santos llamamientos los que han conseguido siempre purificar y engrandecer el corazón

humano.

Augusto Comte, en su profundo conocimiento de nuestra naturaleza, nos dejó el consejo

de que estudiáramos los grandes místicos. Sabía que en ellos se encuentra la más rica

fuente de nobles y sublimes afectos.

Nadie ha alcanzado la perfección moral de esos seres privilegiados. Ellos poseían una

energía indomable para el bien. Desarraigando todo egoísmo de su corazón, lo hacían

arder en sentimientos puros y generosos. De ellos debemos aprender a amar.

Desgraciadamente los positivistas no sabemos sacar el provecho que debiéramos del

consejo del maestro. Nos irritamos a menudo y menospreciamos a los que no profesan

todavía la gran doctrina, siendo incapaces de persuadirla por nuestra falta de altruismo.

Nos olvidamos de lo que nos ha costado elevarnos hasta ella, y dejamos de profesarla en

la práctica. Pretendemos propagar el positivismo, fastidiándonos y encolerizándonos

porque no se le acepta de una vez, sin acordarnos de que las verdades morales no se

demuestran como las verdades físicas. Se puede demostrar con el corazón vacío una

verdad física, pero jamás una verdad moral. Solo el amor puede despertar el amor.

Lo que hizo trabajar más que nadie al gran San Pablo por la regeneración humana, fue

su amor infinito. De ahí sacaba, a pesar de su endeble constitución, esa fuerza

incontrastable que vencía todos los obstáculos. Ni el desprecio, ni las prisiones, ni los

azotes, ni la muerte, nada pudo detenerlo, iba de ciudad en ciudad anunciando la buena

nueva. Sus largos y difíciles viajes nunca lo fatigaron. Jamás tuvo un momento de

desmayo. La tristeza no tenía entrada en su alma, que siempre andaba contenta. Su amor

se encendía más y más en los peligros. Con su palabra de fuego solía persuadir hasta a

sus mismos carceleros. Su energía era invencible, su actividad prodigiosa, pero la bondad

inefable de su corazón velaba siempre todos sus pasos. Olvidado por completo de sí

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La religión de la humanidad

136

mismo, solo pensaba en los demás. Se hacía todo a todos para convertirlos a todos. El que

llegue a tener su amor podrá hacer por el positivismo lo que él hizo por el catolicismo.

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137

PRIMERA DEFENSA DEL POSITIVISMO

Muchas personas habrán leído los discursos pronunciados por M. Pasteur y M. Renan

en la sesión celebrada el 21 de abril de este año por la Academia Francesa. M. Pasteur

hacia su entrada en esa corporación, sucediendo a Littré. Con este motivo, ambos

discursos se han ocupado del positivismo, que Littré propagara en su parte filosófica.

M. Pasteur niega la realidad de la clasificación de las ciencias hecha por Augusto Comte,

y considera su ley sociológica de los tres estados, el teológico, el metafísico y el positivo,

como una afirmación gratuita. Dice además que no encuentra en el positivismo ninguna

verdad nueva. Y eso no le extraña porque, a su juicio, Augusto Comte no supo lo que era

el método experimental.

Necesitamos hacer un grande esfuerzo sobre nosotros mismos para no estallar de

indignación. Cuando se ha podido apreciar toda la alteza del genio de Comte y la

sublimidad de su obra, le cuesta a uno reprimirse ante el menosprecio que afectan, para

con ese mortal, grande entre los grandes, espíritus que le son tan inferiores. M. Pasteur es

sin duda un hábil experimentador; sus trabajos en el mundo de los microbios son muy

útiles a nuestro linaje, bajo el punto de vista material; pero querer equipararse con el genio

más ilustre que haya existido y sobreponerse a él, es una pretensión grotesca. Quédese en

buen hora en su laboratorio, prosiga sus experiencias, que sus servicios le serán

reconocidos en nombre de esa misma doctrina que él desconoce. Mas no penetre en un

terreno que no es el suyo, confiese su ignorancia en filosofía, en sociología y en moral, y

vuelva a sus microbios.

No es posible sostener que Augusto Comte no conocía el método experimental, siendo

el autor del Sistema de Filosofía Positiva. En esta obra que vale por sí sola más que todos

los trabajos de los especialistas juntos, las ciencias se hallan clasificadas según su

complicación creciente y su generalidad decreciente, en matemática, astronomía, física,

química, biología y sociología. Nadie ha podido desvanecer esta célebre clasificación tan

clara, tan lógica, tan verdadera, que es ya popular. Cada una de esas seis ciencias está

descrita ahí en todos sus lineamientos fundamentales, con el método que le es propio. A

la matemática corresponde especialmente, a juicio de Comte, el método de la deducción,

a la astronomía el de la observación, a la física el de la experimentación, a la química el

de la clasificación, a la biología el de la comparación y a la sociología el de la filiación.

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La religión de la humanidad

138

Según una frase de Arago que cita M. Pasteur en su discurso, Comte “no tiene títulos

matemáticos ni grandes ni pequeños.” Entendámonos: si Comte no encontró ninguna

nueva fórmula algébrica, ello no proviene de falta de conocimientos matemáticos, que los

poseía profundos, sino de que no había de consagrarse a cuestiones insignificantes,

cuando tenía delante las grandes cuestiones sociales y morales. Si bien se mira, al

comenzar nuestro maestro sus trabajos, la matemática estaba, en verdad, constituida.

Descartes con su geometría analítica, y, en seguida, Leibniz con su cálculo infinitesimal

habían cerrado, en cierto modo, el campo de los descubrimientos en esa materia. No son

los algebristas que se pierden en el detalle de las ecuaciones, olvidando el verdadero

espíritu de la ciencia, los sucesores matemáticos de esos dos grandes filósofos que

encontraron métodos generales para resolver las diversas cuestiones que se presentan.

Cábele, por el contrario, a Augusto Comte la honra de sucederles, cuando ha trazado con

mano segura la filosofía matemática. Y si Descartes y Leibniz pudieran revivir, serían los

primeros en admirar la amplitud y la profundidad de las concepciones de nuestro maestro,

en el mismo ramo que M. Pasteur cree con Arago que le era extraño.

Toda la lógica del espíritu humano se resume en este axioma de Comte: “inducir para

deducir, a fin de construir.” Y como en matemática es donde se realiza eso con mayor

claridad y precisión, Comte hace de esta ciencia la lógica por excelencia, incorporándole

los métodos surgidos en las otras ciencias. En ella se adquiere también la noción de lo

que es una verdad abstracta, que sin eso no se podría formular ninguna ley natural. Se

puede decir, con nuestro maestro, que Tales fue el primero que encontró un modelo de

ley natural, al descubrir que los tres ángulos de un triángulo cualquiera son iguales a dos

rectos, percibiendo una relación de constancia en medio de la diferencia de las

condiciones. De ahí que la matemática sea una escuela indispensable para nuestra

inteligencia. Es preciso pasar por ella para entrar en la astronomía y las demás ciencias.

Pero, si la matemática es la lógica por excelencia, el método propio de ella es la

deducción, pues apenas necesita de inducciones en corto número. Fortalecido el espíritu

humano con esa ciencia, penetra en la astronomía, y en fuerza de observaciones

minuciosas y repetidas, logra determinar el verdadero sistema del mundo, que se sujeta a

líneas construidas previamente en matemática. La observación es así el método

característico de la astronomía. Esta ciencia nos da, además, la mejor concepción del

orden natural, presentándonos un tipo real y sencillo en el sistema solar. De la matemática

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La religión de la humanidad

139

y la astronomía se pasa, en seguida, a la física. En ella se ejercita, especialmente, la

inducción. Viene después la química que, si emplea la experiencia para estudiar las

propiedades de las diversas sustancias y sus modos de composición y descomposición,

ofrece particularmente el tipo de la clasificación. Se sigue la biología donde se ejercita,

sobre todo, la comparación entre los diversos seres orgánicos, desde los más ínfimos

vegetales hasta los más perfectos animales, y entre las diversas fases que recorre cada ser.

Y en fin, la sociología, cuyo método propio consiste en la filiación de los diversos estados

sociales que se engendran unos a otros perfeccionándose. No se olvide que cada una de

las seis ciencias se sirve, en especial, del método que indicamos, pero sin perjuicio de

hacer uso de alguno de los otros métodos. En el fondo la lógica de nuestro espíritu

consiste, como lo hemos dicho ya, en inducir para deducir a fin de construir. Augusto

Comte que ha escrito lo que apenas insinuamos aquí, no solo sabía, pues, lo que era el

método experimental, sino que ha trazado además el camino que conduce a la verdad en

todas las ciencias.

M. Pasteur desconoce también la ley de los tres estados, pero es fácil encontrar en su

mismo discurso la verdadera causa de ese desconocimiento. Él está todavía en el período

metafísico, por lo que respecta a las cuestiones sociales, y, de consiguiente, no puede

darse cuenta del estado positivo. Así afirma que el infinito es una gran verdad, ignorada

por el positivismo. Sostiene que ese infinito es la razón suprema de todos nuestros

perfeccionamientos, y lo mira como el inspirador de cuanto el hombre ha hecho de grande

en la tierra. A su juicio, todos los reformadores religiosos han obrado movidos del infinito.

Francamente, quien así piensa, en nuestra época podrá estudiar los microbios, pero

nunca podrá conocer al hombre. No es el infinito, palabra que no significa,

filosóficamente considerada, más que la falta de límites, y que no responde a ninguna

realidad, lo que ha impulsado al hombre en su adelantamiento moral. No, mil veces no.

Es el altruismo que todos tenemos, cual más, cual menos, y que pertenece a las naturalezas

superiores en un grado eminente. Léanse los libros religiosos de todas las edades, y

dígasenos si no se siente palpitar en ellos el corazón de tantos seres sublimes que han

vivido para amar a sus semejantes. Es ese amor inextinguible de la Humanidad la

verdadera causa de la religión. Las concepciones del mundo han modificado su forma,

pero el fondo es siempre idéntico. Bajo el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo se

ha tenido en vista el mismo objeto: hacer prevalecer el bien sobre el mal, la virtud sobre

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el vicio, el altruismo sobre el egoísmo, Y Augusto Comte, que a juicio de M. Pasteur nada

ha inventado, es el descubridor de esa verdad profunda, que no es reconocida aun

suficientemente. Ella nos permite fraternizar con las almas buenas de todos los países y

de todos los tiempos, que han obrado movidas del mismo sentimiento. Ella nos hace

venerar a Confucio, Moisés, San Pablo, y a toda la serie de hombres superiores que han

cooperado en el progreso moral del mundo, dentro de todas las creencias. Pero eso no

basta al genio de Comte, que ya fundara la filosofía positiva, y quiere construir el

porvenir. Levántase entonces a una altura que no había sido alcanzada por ningún mortal,

y elabora la Religión de la Humanidad. Nunca se había hecho en el mundo invento más

grande y sublime que éste.

Y, a propósito, haremos notar que Littré que aceptó un día la Religión de la Humanidad,

la rechazó en seguida. No habíamos querido hasta el presente decir nada sobre ese

afamado erudito, para que no se creyera que nos movía un sentimiento de odio. Sabemos

que las grandes verdades se establecen al fin con solo exponerlas, Pero como el

positivismo está personificado en Littré para la generalidad de los espíritus, nos parece

que debiéramos disuadirlos. Discípulo en un principio de Augusto Comte de quien

recibiera toda su educación filosófica, llegó a escribir, casi bajo el dictado del maestro,

las más bellas páginas que hayan salido de su pluma. Pero, como las esperanzas que

abrigara Comte sobre el triunfo próximo de su gran doctrina no se realizaran, Littré perdió

su fe en ella y la renegó. Podría olvidarse su defección, si después de la muerte del

maestro, no hubiera escrito un libro en que lo presenta como un hombre egoísta, y en que

se empeña en sostener que la más grande de sus obras, el “Sistema de Política Positiva”,

es fruto de la decadencia de su espíritu. Con el prestigio que le dieran sus trabajos de

erudición ha conseguido hacer creer eso casi a todo el mundo, Y se puede decir que la

obra capital de Comte es desconocida dentro y fuera de Francia. No es esto todo. Se ha

atrevido a perseguir, hasta en los tribunales, la veneranda memoria de nuestro maestro,

llegando a declarar que Comte estaba loco cuando hizo su testamento, en que instituye

una junta de discípulos para que velen sobre su gran, doctrina. Littré hubiera deseado

destruir todo lo que se relacionaba con la Religión de la Humanidad.

Comte tiene en su catecismo este profundo pensamiento, de que nadie es juzgable sino

después de su muerte, porque el bien que se ha hecho puede ser más que compensado por

el mal que se puede hacer. Tal es el caso de Littré. Propagó la filosofía, pero en seguida

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denigró la memoria de Augusto Comte y echó el desprestigio sobre la Religión de la

Humanidad. Quiso suplantarse al maestro y hasta cierto punto lo ha conseguido por ahora,

pues mucha gente cree que Littré ha purificado la doctrina de Comte haciéndola

aceptable. Pero no está lejos el día de la reparación. Entonces se apreciará a Littré en lo

que vale. Había nacido para erudito, y, en el fondo, no fue otra cosa toda su vida. Bajo el

influjo de nuestro maestro se ocupó de filosofía, pero luego volvió a sus trabajos favoritos.

El diccionario de la lengua francesa, que absorbió su existencia entera, es el hijo de su

corazón. Esto solo basta para juzgarlo. Quien ha consagrado sus vigilias, en el siglo

diecinueve, a cuestiones de palabras, cuando las cuestiones sociales son tan graves y

difíciles, no era, sin duda, un grande espíritu. Y en efecto, Littré fue filósofo de ocasión,

siguió a Comte durante cierto tiempo. Mas, cuando el gran maestro abordó de lleno la

reorganización social y moral del mundo, fundando la Religión de la Humanidad, le faltó

a Littré la amplitud de miras y la grandeza de alma para empeñarse en la obra eterna.

Desalentóse luego, sin querer comprender que si esa gran doctrina ha de trasformar el

mundo, es menester para ello que sea profesada por la generalidad. De ahí que haya que

vencer primero el escepticismo y la anarquía que hoy predominan, propagándola

precisamente con energía incontrastable. Y nunca debemos desampararla porque ella

lleva los destinos morales del hombre. Pero Littré no pudo penetrarse de esta verdad, y se

encerró en su diccionario, viniendo después de la muerte de Comte a insultar su memoria

y a desvirtuar su doctrina.

El que desee conocer el positivismo no lo encontrará en los libros de Littré. Ahí no está

más que lo que se refiere a la parte intelectual, a la filosofía, que no es sino el preámbulo

de la religión, que es la verdadera doctrina de Augusto Comte. Para conocer el

positivismo en toda su sublimidad es menester acudir al “Sistema de Política Positiva”.

El discurso de M. Renán no es menos ofensivo que el de M. Pasteur para con nuestro

maestro. A su juicio, Comte no ha hecho más que repetir en mal estilo, lo que ya habían

dicho en buen estilo D’Alembert, Diderot y Condorcet. Agrega, sin embargo, que no sería

extraño, que el nombre de Comte quedara en el porvenir como un rótulo, y que ocupara

un rango en la historia de la filosofía, lo que sería, empero, un error como tantos otros del

espíritu humano. ¿Quién es el que esto dice? Es Mr. Renan, el tipo del literato sin

conciencia y sin ideas, que no ha sabido historiar siquiera los orígenes del catolicismo.

Dotado como se halla de una naturaleza profundamente escéptica, no puede ocultar bajo

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el brillante ropaje de su estilo todo el vacío de su alma. Su solo mérito, son las dotes

literarias que, por desgracia, hacen hoy perdonar tantas cosas. En cualquiera de sus libros

se le nota inquieto, vacilante, sin saber a punto fijo lo que afirma ni lo que niega. Es, en

una palabra, la personificación del espíritu de nuestra época que huye de las convicciones.

De ahí que Mr. Renan sea más incapaz que nadie de comprender el genio de Comte y la

novedad, la verdad y la grandeza de su obra.

La Religión de la Humanidad es profesada ya por muchos hombres de diversos países y

cuenta en Francia con un grupo selecto de verdaderos franceses. Ahí está el corazón de

ese gran pueblo. Día a día se convierten nuevas almas al positivismo completo. Y no

pasará mucho tiempo sin que veamos encarnarse la sublime doctrina en esa generosa

nación que sabe realizar las grandes cosas. Cuando eso acontezca, la suerte de nuestro

linaje estará fijada para siempre. La Francia, a pesar de sus errores, es el maestro de los

demás pueblos, porque es el más humano de todos. Si la revolución de ochenta y nueve

no pudo trasformar al mundo, ello provino, de que, con todas sus nobles aspiraciones,

tenía demasiado odio al pasado para concebir claramente el porvenir. No sucede eso con

la Religión de la Humanidad. Su concepción del pasado es tan profunda como su

concepción del porvenir, Y en nombre de esa doctrina suprema desarmará la Francia a la

Europa, y unirá a todos los pueblos del planeta, bajo la misma religión, haciendo

fraternizar a las tres razas humanas, la blanca, la amarilla y la negra. Entonces, muchos

de los espíritus que hoy desconocen a nuestro maestro yacerán en profundo olvido, y

Augusto Comte, el más ilustre de los mortales, presidirá radiante de gloria los destinos

eternos de la Humanidad.

Carlomagno 9 de 94. (Junio 26 de 1882.)

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SEGUNDA DEFENSA DEL POSITIVISMO

En el número del primero de agosto de la Revue des deux mondes, aparece un artículo

de Mr. Caro con este epígrafe: Le prix de la vie humaine et la question du bonheur dans

le positivisme. El artículo ha sido escrito a propósito de un libro de Mr. Willian Mallock

que lleva por título Is life worth living?—¿La vida vale la pena de ser vivida?—Esta obra

es una sátira contra el positivismo. Mr. Mallock podrá tener su conciencia muy tranquila,

pero no por eso deja de ser responsable del daño que haga a la Humanidad, desviando a

ciertas almas de la verdadera Religión, con el miedo al ridículo. No comprendemos que

se intente satirizar una doctrina tan sublime, a menos de tener el alma llena de miserias,

sin un noble sentimiento. Si la sátira fuera permitida hoy, nadie la merecería mejor que el

desgraciado que pretende minar la obra eterna del incomparable genio de Augusto Comte.

Pero hace tiempo ya que el más notable de los satíricos del siglo, en un momento feliz,

condenó a muerte la sátira por creerla indigna del progreso que hemos alcanzado.

Viniendo al artículo de M. Caro, él no pasa de ser el trabajo de un escritor, cuyo talento

consiste solo en hacer frases elegantes. Ahí no se encuentra ni la lógica de las ideas, ni el

vigor de los pensamientos, ni, sobre todo, esa profunda sinceridad del alma que busca la

verdad y el bien. M. Caro diserta sobre las cuestiones más graves con el corazón ligero,

revelando así que le son indiferentes los destinos de la Humanidad. No se cuida de si sus

escritos van a aumentar la anarquía actual, con la desconfianza que pueden despertar

respecto de la gran doctrina capaz de remediarlo todo. Siente la necesidad de escribir,

tiene gusto en ello, y lo hace como quien jamás ha sido tocado de las nobles emociones

que engrandecen el espíritu.

M. Caro comienza su artículo aseverando que “el antiguo positivismo no existe ya.”

Aunque no precisa bien su pensamiento parece que entiende por “antiguo positivismo” la

Religión de la Humanidad. Es de advertir que la vaguedad de los conceptos de M. Caro,

nos hace creer que no conoce la doctrina de Comte más que de oídas, sin haber leído el

Sistema de Política Positiva, Si M. Caro supiera por un estudio profundo de la historia, la

marcha que tienen las grandes doctrinas, no diría que el positivismo está muerto. En

medio de la indiferencia general y a pesar de las malhadadas preocupaciones que le

cierran el camino, sigue convirtiendo día a día nuevas almas. Las naturalezas generosas

no bien lo conocen cuando lo aceptan. Pero los que teníamos secado el corazón por los

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malos hábitos, hemos necesitado de años para transformarnos. Sin esa completa

regeneración moral, no es dable entrar al positivismo. Lo rehuimos en tanto que los

sentimientos delicados, nobles y sublimes, están fuera de nuestra alma. De modo que

todos los seres capaces de hacer predominar el altruismo en su corazón, vendrán tarde o

temprano a la gran doctrina, en que está vinculada la suerte del género humano, Es cierto

que el movimiento positivista se hace sin ruido, porque la Religión de la Humanidad que

va en busca del mejoramiento moral y social del mundo, no halaga las pasiones de nadie.

Mas lejos de estar muerta la verdadera doctrina del maestro, como piensa M. Caro,

alcanza poco a poco una vida nías vigorosa y ha de llegar el día en que sea la creencia de

todos los hombres.

De tal manera falsea M. Caro la gran doctrina, que le hace el cargo de negar la historia,

suponiendo que quiere edificar el porvenir desechando todas las influencias del pasado.

Nadie ha interpretado mejor la historia que Augusto Comte. Su doctrina contiene la más

profunda apreciación del desenvolvimiento de la Humanidad. Ahí se hace cumplida

justicia a todas las instituciones que, según el tiempo y el país, han influido en el progreso

del mundo. Demasiado clara es la gran concepción de Comte, de que para que surgiera el

positivismo, hemos tenido que experimentar primero la acción del fetichismo, del

politeísmo y del monoteísmo, que han perfeccionado sucesivamente al género humano.

Así es que el positivismo, en vez de desconocer la obra del pasado, no hace sino recibir

respetuosamente su herencia.

M. Caro le achaca además al positivismo el que haya destruido los dogmas

sobrenaturales sin que sea capaz de reemplazarlos. Desde luego, el positivismo no los ha

destruido, que los ha encontrado muertos. En cuanto a que pueda reemplazarlos, no cabe

duda alguna, como que satisface mejor que cualquiera otra doctrina al sentimiento, a la

inteligencia y a la actividad, los tres atributos que constituyen la naturaleza humana, Pero

M. Caro no sospecha siquiera el espíritu de las religiones. Ignora por completo cuál ha

sido su verdadera importancia, lo que las hace respetables. Si hubiera estudiado el

positivismo, sabría que esos dogmas que cree irreemplazables no son más que las formas

transitorias que ha tomado la aspiración eterna del hombre al engrandecimiento moral.

Esa aspiración es la esencia de las religiones. El fuego sagrado de los que anhelan el bien

ha dado vida a esas creencias, en las diversas épocas, mejorándose así la suerte de nuestro

linaje. Ahora que la misión de las doctrinas teológicas estaba terminada, cúpole a Augusto

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Comte la gloria suprema de encontrar la fórmula definitiva del progreso moral del mundo,

en la Religión de la Humanidad.

Otro de los cargos que hace M. Caro al positivismo es el de carecer de ideal; pero luego

se contradice en el mismo artículo con motivo de una hermosa poesía de la célebre

escritora inglesa Jorge Elliot (Miss Evans). Esta mujer superior, dotada de las más bellas

prendas de espíritu y de corazón, ha consagrado su brillante pluma a encaminar los

espíritus hacía la Religión de la Humanidad, por medio de admirables novelas. En la

poesía a que se refiere M. Caro, la noble escritora expresa la profunda emoción que se

experimenta al identificarse con todas las grandes almas del pasado que han vivido para

la Humanidad, y el santo aliento a trabajar por el porvenir que infunde su recuerdo

glorioso. Ahí se halla este sublime deseo de su corazón: “Ser para otras almas el cáliz de

valor en alguna grande agonía, encender generosos ardores, alimentar amores puros,

producir sonrisas exentas de crueldad, ser la dulce presencia del bien por todas partes

difuso y en su difusión siempre más intenso.” Pero todo esto, que ha sido inspirado por

el positivismo, a quien M. Caro trataba poco antes de material, le parece ahora muy vago.

Su helado corazón no puede comprenderlo.

Todavía dirige M. Caro al positivismo otro reproche infundado, porque se sirve de

muchas palabras de las antiguas creencias en un sentido diverso. Nada le hace tanto honor

a la doctrina definitiva como eso; pues así manifiesta su profunda simpatía por el pasado

que le ha abierto el camino. ¿Por qué había de crear nuevas voces cuando tenía las

antiguas, consagradas por nobles usos? Solamente los que desconocen la misión benéfica

cumplida por la teología, pueden protestar del empleo que hace de su vocabulario el

positivismo.

Para terminar con las objeciones de M. Caro al positivismo, diremos, en fin, que trata

de errónea su concepción de la felicidad, que nuestro maestro hace consistir,

identificándola con el deber, en el triunfo del altruismo sobre el egoísmo. Esa concepción

está basada, sin embargo, en un conocimiento profundo de la naturaleza humana. Los

verdaderos goces nacen solo de los nobles afectos; y los seres más felices de la tierra han

sido siempre los que más amaron. Pero M. Caro se halla tan lejos de comprender la gran

doctrina, que cree que si la sociedad llega a ser positivista, el suicidio será cosa corriente.

No sabe, sin duda, que el positivismo, cuyo lema sagrado es; el amor por principio y el

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orden por base; el progreso por fin; coloca a los suicidas junto con los duelistas y los

asesinos entre los réprobos de la Humanidad,

Ante el glorioso estandarte levantado por el positivismo para conducir al género humano

a la verdadera felicidad, M. Caro no se contenta con permanecer indiferente. Quisiera

desviar a las almas que pudieran seguirlo. ¿Para llevarlas a dónde? No lo sabe. Y por lo

que a él respecta, se queda esperando después de sus absurdos ataques a la Religión de la

Humanidad, que algún pensador atrevido descubra el alma y Dios. Así lo dice en su

artículo. Triste manera de concebir el deber de la hora presente.

Descartes, 21 de 94. (Octubre 28 de 1882.)

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EL SUICIDIO

El individuo que se suicida es compadecido hoy por la sociedad, pero no es juzgado. Se

discute, a lo sumo, si al suicidarse ha ejecutado un acto de valor o de cobardía, mas no si

ha realizado un hecho moral o inmoral. En medio de la anarquía actual, en que la noción

del deber se halla casi extinguida, cada hombre se cree completamente dueño de su vida

y no vacila en disponer de ella cuando lo acomete el fastidio o el pesar.

El suicidio es un verdadero crimen social para el Positivismo. Demasiado sabido es que,

según esta doctrina, todos los individuos son miembros de la Humanidad a quien deben

su existencia física y moral, y que, por lo tanto, son responsables ante ella de todos sus

actos. El que se suicida rompe, en un acceso de supremo egoísmo, los lazos inviolables

que lo ligan a la Humanidad y deja un funesto ejemplo a sus semejantes.

Casi siempre un suicidio es seguido de otros. Los que se hallan en un estado análogo de

malestar al del que se ha quitado la vida, se deciden a imitarlo, cuando ven, como pasa

ahora, que la sociedad deja moralmente impune el suicidio. De ahí que sea indispensable

hacer pesar sobre él la más tremenda reprobación.

Cualquiera que sea el grado de angustia que llegue a apoderarse de un individuo, no

podrá recurrir al suicidio mientras conserve un fondo de altruismo. Por agudo que sea su

dolor, por desesperada que sea su situación, nunca acortará sus días en tanto lo anime el

sentimiento del deber. Morirá, al fin, como mártir, pero jamás como criminal.

La opinión pública, haciéndose intérprete de la verdadera moral social formulada por el

Positivismo, debería ser inexorable con el suicidio. Toda compasión en este caso es

culpable. Guardemos nuestra simpatía para los héroes del deber y miremos como réprobos

de la Humanidad a todos los que son incapaces de subordinar la personalidad a la

sociabilidad.

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EL DESAFÍO

A pesar de que se condena el desafío en general, se le cree sin embargo indispensable

en ciertos casos. Todo hombre temería pasar por un cobarde, si lo rehusare entonces.

Pero la moral positiva no permite jamás el desafío, y el que, sobreponiéndose a las

preocupaciones del momento, no lo acepte, en cualquiera circunstancia que fuere, ese

será, en realidad, valiente. Pues el verdadero valor consiste, como lo dijo el incomparable

Aristóteles, en hacerse superior a todo temor para cumplir con el deber.

Nunca incurrirá un positivista en el crimen social del desafío. Si la opinión anárquica

del presente, dejare impune la ofensa recibida, se perdonará en nombre de la Humaninad,

que ha de dirigir todos nuestros actos.

Por otra parte, a los positivistas les incumbe edificar el porvenir, venciendo las

dificultades del presente. En ninguna ocasión pueden ceder a la inmoralidad, aunque se

expongan a la burla y al desprecio. Inflexibles en el cumplimiento del deber, solo les es

dado atender a la opinión de las almas honradas, que si, por desgracia, escasearen hoy,

abundan en el pasado y, sobre todo, en el futuro.

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LA MASONERÍA

Debo confesar que, antes de comprender la Religión de la Humanidad, tuve la debilidad

de entrar a la masonería, de donde me he retirado ya.

A ningún positivista le es lícito incorporarse a esa institución, que, si bien ha prestado

servicios a la sociedad durante cierta época de opresión social, descansa, no obstante, en

el secreto, que no puede ser sancionado por la moral definitiva.

Nuestra vida privada y nuestra vida pública, tienen que ser visibles a todos, a fin de que

se aprecie si nos ajustamos o no al precepto fundamental de vivir para los demás.

Nadie, sea persona o institución, puede cubrirse con el secreto, en el positivismo.

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EL SOCIALISMO

Entre las muchas dificultades que viene a remediar el positivismo se halla la del

socialismo. El origen de este, en la aspiración del proletariado a mejorar su triste

condición, no puede ser más legítimo, Pero la solución propuesta de la comunidad de

bienes es errónea. El positivismo desecha todo examen sobre la adquisición primera de

los capitales, que solo conduciría a perturbar el orden social, y se concreta a exigir su

buen empleo. El sienta este principio sociológico tan profundo como verdadero, de que

la riqueza es social en su fuente y debe serlo en su destinación, aunque ha de estar

apropiada individualmente. Conserva, además, la separación entre los empresarios y los

obreros; pero mira a los primeros como simples administradores del capital humano,

moralmente responsables de su gerencia. Los empresarios deben dirigir los capitales

teniendo siempre en vista el bienestar social. No pueden, por lo tanto, sin hacerse reos

ante la Humanidad, ni oprimir a los obreros con trabajos mortíferos, ni burlarlos con

salarios nulos. Como lo decía nuestro augusto maestro, que amó de veras al pueblo más

que nadie, es preciso que el proletariado que hasta ahora solo se halla acampado en la

sociedad moderna, se vea incorporado a ella. La Religión de la Humanidad hará esta obra

de suprema justicia.

En medio de la orgía del libre pensamiento y de la comedia actual del catolicismo y del

protestantismo, la voz solemne del positivismo no ha querido ser escuchada. Hace treinta

años que la gran doctrina está llamando a todos los hombres a la regeneración completa

de la sociedad. En vano les habla en nombre de la Humanidad para que depuesto todo

espíritu militar y todo espíritu teológico, se consagren con amor al establecimiento del

régimen sociocrático. Los libres pensadores en cuyas manos se halla por todas partes la

dirección de los negocios públicos, han hecho de la Europa un campamento. La guerra,

indigna de nuestra época, que tantos males lleva causados, está a punto de estallar de

nuevo más espantosa que nunca. Mientras tanto el teologismo católico y protestante,

convertido en instrumento servil de los gobiernos y desprovisto de moral social, no se

avergüenza de entonar Te Deum sobre las grandes matanzas humanas.

¿Qué tiene de raro en presencia de ese espectáculo inmoral dado por los gobiernos y el

teologismo, que el proletariado, tantas veces frustrado en sus esperanzas, haya caído en

el anarquismo? Parece que se trata de organizar una coalición de todas las potencias

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europeas para matar por la violencia el anarquismo. No es esa la manera de remediar el

mal, que así lo podrán llevar hasta el delirio de la desesperación. Depongan mutuamente

las armas todas las naciones de Europa, conságrense con sinceridad y con empeño a la

regeneración social, y entonces el anarquismo habrá concluido. Dígase lo que se quiera,

el proletariado tiene al presente un sentido moral superior al de la clase directiva. Su

corazón no está falseado por la profunda hipocresía de la política parlamentaria.

El régimen democrático, tan preconizado por los pretendidos hombres públicos, es la

burla más completa del proletariado. Se dice a los obreros que ese régimen de libertad les

abre el campo de todas las profesiones y de todos los destinos. Pero el proletariado podría

responder que, cualesquiera que sean las personas que salgan de su seno, (de donde en

último análisis ha salido todo el mundo), él, en tanto que clase obrera, constituirá siempre

la inmensa mayoría de la población humana, y, que trabajando con la abnegación que lo

hace, debe ser mirado con simpatía y con bondad por la clase directiva. En cuanto al

catolicismo y al protestantismo, ellos pretenden aliviar la suerte del proletariado,

prometiéndole la felicidad celeste en cambio de su desgracia terrestre. Ante

manifestaciones tan hirientes para la dignidad humana del proletariado ¿cómo extrañarse

del aborrecimiento de los obreros contra todo teologismo?

Si la anarquía se perpetúa y se agrava día a día, la culpa es solo de los libres pensadores

y de los teologistas que, en su inmoral obcecación, no quieren reconocer que la religión

positiva contiene la verdadera solución del problema humano.

Bichat 24 de 94 (Diciembre 26 de 1882).

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LA VERDADERA EXPERIENCIA DE LA FRANCIA

La experiencia de la Francia que es la más alta manifestación del desenvolvimiento de

la Humanidad, se halla resumida en la doctrina positiva de Augusto Comte. Este genio

incomparable que la posteridad ha de elevar al rango del primero de los mortales, apareció

en circunstancias decisivas. El movimiento de demolición contra el antiguo régimen

teológico estaba gastado. Las injusticias que se cometieron en el ataque de ese régimen

le habían dado cierto prestigio, hasta volverle una existencia ficticia, es verdad, pero

bastante duradera. Tan cierto es ello que todavía está el catolicismo de religión oficial en

Francia. Pues bien, Augusto Comte comprendió desde el principio de sus meditaciones

que había llegado la hora de la reconstrucción. Si la tarea era inmensa, su grande alma no

se desalentó. La ciencia y la religión estaban separadas; la inteligencia se hallaba reñida

con el sentimiento. Toda conciliación parecía imposible. Pero el más ilustre de los hijos

de la Francia, la hubo de conseguir.

Augusto Comte empezó por apoderarse de las ciencias que estaban dispersas, sin ningún

lazo de unión entre sí. Las coordinó, las jerarquizó en su célebre clasificación, de

matemática, astronomía, física, química, biología y sociología. Hizo la filosofía de cada

una de esas seis ciencias, y por su reunión constituyó la filosofía positiva que abarca el

orden entero de. la naturaleza. Todo eso está contenido en su “Sistema de filosofía

positiva.”

Pero ese genio sin igual comprendió que no bastaba haber trasformado las ciencias en

Filosofía; era menester trasformar la Filosofía en Religión. Inspirado por su ardiente amor

a la Humanidad continuó sus meditaciones, y le agregó luego a su clasificación de las

ciencias un elemento más, la moral, que las resume todas reglándolas. Con esta nueva

operación Augusto Comte se apoderó del sentimiento, que había quedado fuera del

positivismo, y realizó a la vez la fusión definitiva entre la ciencia y la religión. El cisma

entre la inteligencia y el sentimiento, entre el hombre y la mujer, está terminado. La

doctrina completa del gran maestro, tal cual la ha elaborado en su Sistema de Política

Positiva, instituyendo la religión de la Humanidad, no solo comprende la moral, sino que

subordina a ella la matemática, la astronomía, la física, la química, la biología y la

sociología, para que no se descaminen. Esa ha sido la concepción definitiva de la madurez

del genio de Comte. Tan sublime es la doctrina positiva, que Stuart Mill le hace a nuestro

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153

venerando maestro el cargo de hallarse “embriagado de moral” al crearla. En efecto,

cuando Augusto Comte, ideó la Religión de la Humanidad, se había elevado hasta la

santidad.

Los que solo aceptan la primera parte de la obra del gran filósofo, desconocen por

completo el alcance social y moral del positivismo. Este viene a reemplazar al teologismo

en la dirección del mundo, reglando los sentimientos, los pensamientos y los actos del

hombre, de tal modo que se pueda obtener el más alto grado de perfeccionamiento

individual y la mayor armonía social. Según Littré y los que lo siguen el positivismo es

más bien un método que una doctrina. Si así fuere nunca habría de sustituir al catolicismo,

porque una doctrina solo puede ser reemplazada por otra doctrina, como lo atestigua la

historia entera de la Humanidad. Esa historia es el gran laboratorio de donde extrajo

Augusto Comte su sublime sistema. Todo el que sea capaz de comprender las

experiencias sociológicas verificadas en el curso del pasado, percibirá la necesidad, la

verdad y la grandeza del positivismo religioso.

Esta doctrina rinde justicia a todas las religiones teológicas, reconociendo los servicios

que han prestado a la Humanidad según los tiempos y los lugares; pero hace constar a la

vez que todas ellas son ya insuficientes para dirigir la sociedad. De ahí que el positivismo

entierre al teologismo con los respetos que merece un muerto ilustre. Hecha la sepultación

irremisible del teologismo, la doctrina positiva se apropia la función normal de toda

religión, la de perfeccionarnos moralmente. Pero esa función la viene a desempeñar la

doctrina positiva, partiendo de un conocimiento real del mundo y del hombre. Así es que

prescribe, a la vez, el desarrollo físico, el intelectual y el moral que han de marchar de

acuerdo, pero predominando siempre el último. El cuerpo y el espíritu deben ser

naturalmente los servidores del corazón. La virtud vale más que la fuerza y la ciencia, que

solo son verdaderamente dignas cuando están al servicio de aquella.

A pesar de los obstáculos que encuentra el positivismo en su camino, va marchando con

paso seguro. Si los partidarios incompletos, que no supieron penetrarse del verdadero

espíritu de la gran doctrina, pueden haber contrariado su desarrollo, no lo han detenido,

sin embargo. El número de los adeptos crece, de día en día, entre los que se interesan por

la reorganización social del mundo. Todos los buenos hijos de la Humanidad se adherirán

a la verdadera religión a medida que la vayan conociendo. Vendrán a ella así los libres

pensadores, como los católicos, los protestantes y los que pertenezcan a cualquiera otra

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doctrina. Con el positivismo religioso, pueden ser reunidos todos los habitantes del

planeta en un mismo sentimiento, en un mismo pensamiento, en una misma acción,

realizándose al fin de ese modo la verdadera fraternidad humana.

Solo la unidad de creencias es susceptible de armonizar a todos los hombres. Y esa noble

aspiración que tuvieron un día los católicos y que animó a los revolucionarios del 89, pero

que ni unos ni otros pudieron realizar, a causa de la insuficiencia de sus doctrinas

respectivas, será llevada a cabo por los positivistas. La Religión de la Humanidad ha de

triunfar por la fuerza de la persuasión, conduciendo a nuestra especie al más alto grado

de bienestar y de esplendor. Cuando eso pase, Augusto Comte será venerado de todos los

mortales, que verán en él al fundador de la doctrina definitiva que, extinguiendo el

teologismo y la guerra, unió a los hombres por la ciencia y el amor.

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RESUMEN DE LA TEORÍA CEREBRAL4

“El conjunto de esos dieciocho órganos cerebrales constituye el aparato nervioso

central, que por una parte estimula la vida de nutrición, y, por otra parte, coordina la vida

de relación, ligando sus dos especies de funciones exteriores. Su región especulativa

comunica directamente con los nervios sensitivos, y su región activa con los nervios

motores. Pero su región afectiva no tiene conexiones nerviosas sino con las vísceras

vegetativas, sin ninguna correspondencia inmediata con el mundo exterior, que no se liga

a ella sino con la ayuda de las otras dos regiones. Este centro esencial de toda la existencia

humana funciona continuamente, en virtud del reposo alternativo de las dos mitades

simétricas de cada uno de sus órganos. En cuanto al resto del cerebro, la intermitencia

periódica es tan completa como la de los sentidos y la de los músculos. Así, la armonía

vital depende de la principal región cerebral, bajo cuya impulsión las otras dos dirigen las

relaciones, pasivas y activas, del animal con el medio”.

4 Estas líneas de Augusto Comte corresponden al cuadro precedente. Ellas explican las relaciones del

cerebro con el cuerpo y con el mundo exterior.

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NOTA A LO ANTERIOR

Este cuadro del dogma lo hemos arreglado conforme a la división ternaria de Lógica,

Física y Moral que hizo Augusto Comte en su “Síntesis subjetiva”. El cuadro que se halla

en su Catecismo positivista, obra muy anterior a la Síntesis, se basa en la división binaria

de Cosmología y Sociología.

Hemos puesto como subtítulos de Lógica, Física y Moral, las palabras Espaciología,

Geología y Antropología, que manifiestan etimológicamente los estudios respectivos de

las tres ciencias. Ya el maestro había hecho la advertencia en cuanto a las dos últimas,

recomendando se usaran desde que se hubieran regenerado de la estrecha significación

que tienen al presente, para indicar solo la ciencia abstracta. Por lo que hace a la palabra

Espaciología, la introducimos, a pesar de su composición heterogénea de un elemento

latino y otro griego, porque se armoniza, en cierto modo, con las otras dos.

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NOTA A LO ANTERIOR

El cuadro sociolátrico que precede, hecho por Augusto Comte, contiene el culto

abstracto del positivismo, que se celebrará en el régimen normal, preparándonos a ello

por el culto concreto, según el calendario histórico.

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CALENDARIO HISTÓRICO

Este calendario, hecho por Augusto Comte, lo usarán los positivistas, según el consejo

del maestro, todo el tiempo que dure la transición, a fin de preparar por medio del culto

concreto, el culto abstracto del régimen normal.

La era del calendario histórico es el primer día de enero de mil setecientos ochenta y

nueve, año de la revolución francesa.

Acompaña a este calendario, en las dos columnas de la derecha, la correspondencia

católica de los años ordinarios y bisiestos. Como todos los años positivistas sean

exactamente idénticos, dada su división en trece meses de cuatro semanas cabales, este

calendario puede servir para cualquier tiempo. El día que sobra de los trece meses en los

años ordinarios, tiene el nombre especial de día de los muertos y el que le sigue en los

bisiestos se llama día de las santas mujeres.

Hasta que se haya generalizado el uso de este calendario, será conveniente agregar a la

fecha positivista, la católica.

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BIBLIOTECA POSITIVISTA EN EL SIGLO XIX

CIENTO CINCUENTA VOLÚMENES

ADVERTENCIA

Esta biblioteca selecta ha sido formada por Augusto Comte el año 1852. Hemos puesto

en castellano el título de todas las obras, aunque muchas de ellas no hayan sido traducidas

a este idioma. La agrupación de varias de esas obras en un volumen es una indicación del

maestro para que sean editadas en esa forma.

Augusto Comte aconseja que se haga lo posible por leer las obras poéticas en el idioma

en que han sido escritas, sobre todo, las italianas.

Desde la época en que formó el maestro esta biblioteca, se han efectuado algunos

progresos en la Física, la Química y la Biología. Helmholtz es el que más se ha distinguido

en la Física. En la química sobresalen Berthellot, Schützenberger, etc. Y en la Biología

descuellan Claudio Bernard, Brown-Sequard Ludwig, Virchow, Charcot, Vulpian,

Bouchard, etc. Pero haremos notar que ninguno de ellos ha podido realizar la síntesis de

la ciencia especial que cultivara, por ser ajenos al positivismo. En verdad, toda síntesis

parcial depende de la síntesis general, como lo dijo el maestro con su penetración

característica. Si bien se mira, lo más notable que se ha hecho en Biología son los dos

siguientes libros de Jorge Audiffrent, discípulo de Augusto Comte: “Du cerveau et de

l’innervation” “Des maladies du cerveau et de l’innervation.”

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I.° Poesía (treinta volúmenes)

-La Ilíada y la Odisea, reunidas en un solo volumen, sin ninguna nota.

-Esquilo, seguido del Edipo-Rey de Sófocles, y Aristófanes, ídem.

-Píndaro y Teócrito, seguidos de Dáfnis y Cloe, ídem.

-Plauto y Terencio, ídem.

-Virgilio completo, Horacio escogido, y Lucano, ídem.

-Ovidio, Tibulo y Juvenal, idem,

-Fabliaux de la Edad Media, coleccionados por Legrand d’Aussy.

-Dante, Ariosto, Tasso y Petrarca escogido, reunidos en un solo volumen italiano.

-Los Teatros escogidos de Metastasio y de Alfieri, idem.

-Los Novios (I promessi sposi), por Manzoni (un solo volumen italiano).

-Don Quijote y las Novelas ejemplares de Cervantes.

-El Teatro español escogido, editado por don José Segundo Flores (librería Garnier)

-El Romancero Español, comprendiendo el poema del Cid.

-El Teatro escogido de Corneille.

-Molière completo.

-Los Teatros escogidos de Racine y de Voltaire (en un solo volumen)

-Las Fábulas de La Fontaine, seguidas de algunas Fábulas de Lamotte y de Florian.

-Gil Blas, por Lesage.

-La Princesa de Cleves, Pablo y Virginia y El Ultimo Abencerraje (reunidos en un solo

volumen).

-Los Mártires, por Chateaubriand.

-El Teatro escogido de Shakespeare.

-El Paraíso Perdido y las Poesías líricas de Milton.

-Robinson Crusoe y el Vicario de Wakefield (en un volumen.)

-Tom Jones, por Fielding.

-Las siete obras maestras de Walter Scott: Ivanhoe, Waverley, la Hermosa joven de

Perth, El oficial de Fortuna, los Puritanos, la Prisión de Edimburgo, el Anticuario.

-Las obras escogidas de Byron (suprimiendo sobre todo el Don Juan).

-Las obras escogidas de Goethe.

-Las mil y una noches.

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2.º Ciencia (treinta volúmenes).

La Aritmética de Condorcet, el Álgebra y la Geometría de Clairaut; la Trigonometría

de Lacroix o de Legendre (en un volumen).

-La Geometría analítica de Augusto Comte, precedida de la Geometría de Descartes.

-La Estática de Poinsot, seguida de todas sus memorias sobre la mecánica.

-El Curso de Análisis de Navier en la Escuela Politécnica, seguido de las Reflexiones

sobre el Cálculo Infinitesimal, por Carnot.

-El Curso de Mecánica de Navier en la Escuela Politécnica, seguido del Ensayo sobre

el Equilibrio y el Movimiento, por Carnot.

-La Teoría de las Funciones, de Lagrange.

-La Astronomía Popular por Augusto Comte, seguida de los Mundos de Fontenelle.

-La Física mecánica de Fischer, traducida y anotada por Biot.

-El Manual Alfabético de Filosofía Práctica, por John Carr.

-La Química de Lavoisier.

-La Estática Química, por Berthollet.

-Los Elementos de química, por James Graham.

-El Manual de Anatomía, por Meckel.

-La Anatomía General de Bichat, precedida de su Tratado sobre la vida y sobre la

muerte.

-El primer volumen de Blainville sobre la Organización de los animales.

-La Fisiología de Richerad anotada por Bérard.

-El Ensayo sistemático sobre la Biología, por Segond, y su Tratado de Anatomía

General.

-Los Nuevos Elementos de la Ciencia, del hombre, por Barthez (segunda edición, 1806).

-La Filosofía zoológica, por Lamarck.

-La Historia Natural de Duméril

-El Tratado de Guglielmini sobre la Naturaleza de los Ríos (en italiano).

-Los Discursos sobre la Naturaleza de los Animales, por Buffon.

-El Arte de prolongar la vida humana, por Hufeland, precedido del Tratado sobre los

Aires, las Aguas y los Lugares, por Hipócrates, y seguido del libro de Cornaro sobre la

Sobriedad.

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178

-La Historia de las Flegmasías Crónicas por Broussais, precedida de sus Proposiciones

de Medicina y de los aforismos de Hipócrates, sin ningún comentario.

-Los Elogios de los Sabios, por Fontenelle y Condorcet.

3.º Historia (sesenta volúmenes).

-El Compendio de Geografía Universal, por Malte-Brun.

-El Diccionario Geográfico de Rienzi.

-Los Viajes de Cook y los de Chardin.

-La Historia de la Revolución Francesa, por Mignet.

-El Manual de la Historia Moderna, por Heeren.

-El Siglo de Luis XIV, por Voltaire.

-Las Memorias de Madame de Motteviíle.

-El Testamento político de Richelieu, y la Vida de Cromwell.

-La Historia de las Guerras civiles de Francia, por Dávila (en italiano).

-Las Memorias de Benvenuto Cellini (en italiano).

-Las Memorias de Comines.

-El Compendio de la Historia de Francia, por Bossuet.

-Las Revoluciones de Italia, por Denina.

-El Compendio de la Historia de España, por Ascargorta.

-La Historia de Carlos Quinto, por Robertson.

-La Historia de Inglaterra, por Hume.

-La Europa en la Edad-Media, por Hallam.

-La Historia eclesiástica, por Fleury.

-La Historia de la decadencia romana, por Gibbon.

-El Manual de Historia Antigua, por Heeren.

-Tácito completo.

-Herodoto y Tucídides (en un volumen).

-Las Vidas de Plutarco.

-El Viaje de Anacharsis, por Barthélemy.

-La Historia del arte entre los antiguos, por Winckelmann.

-El Tratado de la Pintura, por Leonardo de Vinci (en italiano).

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-Las Memorias sobre la Música, por Grétry.

4.º Síntesis (treinta volúmenes).

-La Política de Aristóteles y su Moral (en un volumen).

-La Biblia completa.

-El Corán completo.

-La Ciudad de Dios, por San Agustín.

-Las Confesiones de San Agustín, seguidas del Tratado sobre el Amor de Dios por San

Bernardo.

-La Imitación de Jesu-Cristo (en latín, en español y en la traducción francesa en verso

de Corneille).

-El Catecismo de Montpellier, precedido de la Exposición de la Doctrina Católica, por

Bossuet, y seguido del Comentario sobre el sermón de Jesu-Cristo, por San Agustín.

-La Historia de las Variaciones Protestantes, por Bossuet.

-El Discurso sobre el Método, por Descartes, precedido del Novum Organum de Bacon,

y seguido de la Interpretación de la Naturaleza, por Diderot.

-Los Pensamientos escogidos de Cicerón, de Epicteto, de Marco-Aurelio, de Pascal y

de Vauvenargues, seguidos de los Consejos de una Madre, por Madame de Lambert, y

de las Consideraciones sobre las Costumbres, por Duclos.

-El Discurso sobre la Historia Universal, por Bossuet, seguido del Bosquejo Histórico,

por Condorcet.

-El Tratado del Papa, por De Maistre, precedido de la Política Sagrada, por Bossuet.

-Los Ensayos Filosóficos de Hume, precedidos de la doble Disertación sobre los Sordos

y los Ciegos, por Diderot, y seguidos del Ensayo sobre la Historia de la Astronomía, por

Adam Smith.

-La Teoría de lo Bello, por Barthez, precedida del Ensayo sobre lo Bello, por Diderot.

-Las Relaciones del Físico y del Moral del Hombre, por Cabanis.

-El Tratado sobre las f unciones del Cerebro, por Gall, precedido de las Cartas sobre

los Animales, por Jorge Leroy.

-El Tratado sobre la Irritación y la Locura, por Broussais.

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180

-La Filosofía Positiva de Augusto Comte (condensada por Miss Martineau), su Política

Positiva, su Catecismo Positivista y su Síntesis Subjetiva.