La relativización actual de los principios políticos · ... relegadas hoy como meras secuencias...

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LA RELATIVIZACIÓN ACTUAL DE LOS PRINCIPIOS POLÍTICOS »L olvido de los problemas reales sacrificados en aras de unos principios abstractos ba sucedido un marcado desprecio por las formulaciones teóricas, relegadas hoy como meras secuencias de la acción y de los acontecimientos. Aquel olvido produjo la inca- pacidad de los principios para conocer y conducir la vida política de los pueblos : este desprecio ha provocado una confusión mental y una ausencia de presupuestos básicos de más funestas consecuen- cias. Pero lo grave es que al mantenerse la vigencia formal de mu- chos principios aceptándose a la vez las exigencias de las nue- vas realidades, se ha aumentado hasta radicalizarse un proceso de relativización de aquellos principios que amenaza desvirtuarlos en su esencia, precisamente en lo que tal vez nos interese con- servar. Vamos a ocuparnos aquí de ese proceso relativizador referido a la idea del Estado nacional independiente, a la Democracia, a la Libertad y a la misma Razón humana como potencia configuradora y rectora de la realidad y el acontecer políticos. El tema constituye para nosotros preocupación ya reiterada: el pasado año una confe- rencia en el Ateneo de Barcelona —«Principios políticos y organi- zación constitucional»—; no hace mucho nuestra aportación al Congreso Internacional de Cooperación Intelectual •—«Sentido po- lítico de la unidad europea»—; más recientemente un trabajo publicado en Arbor —«Principios políticos y organización euro- pea»—, y ahora éste, en el que, bajo la misma preocupación y a veces con idénticas afirmaciones, desplegamos el problema por entero y con amplia perspectiva. 47

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LA RELATIVIZACIÓN ACTUALDE LOS PRINCIPIOS POLÍTICOS

»L olvido de los problemas reales sacrificados en aras de unosprincipios abstractos ba sucedido un marcado desprecio por lasformulaciones teóricas, relegadas hoy como meras secuencias dela acción y de los acontecimientos. Aquel olvido produjo la inca-pacidad de los principios para conocer y conducir la vida políticade los pueblos : este desprecio ha provocado una confusión mentaly una ausencia de presupuestos básicos de más funestas consecuen-cias. Pero lo grave es que al mantenerse la vigencia formal de mu-chos principios aceptándose a la vez las exigencias de las nue-vas realidades, se ha aumentado hasta radicalizarse un procesode relativización de aquellos principios que amenaza desvirtuarlosen su esencia, precisamente en lo que tal vez nos interese con-servar.

Vamos a ocuparnos aquí de ese proceso relativizador referidoa la idea del Estado nacional independiente, a la Democracia, a laLibertad y a la misma Razón humana como potencia configuradoray rectora de la realidad y el acontecer políticos. El tema constituyepara nosotros preocupación ya reiterada: el pasado año una confe-rencia en el Ateneo de Barcelona —«Principios políticos y organi-zación constitucional»—; no hace mucho nuestra aportación alCongreso Internacional de Cooperación Intelectual •—«Sentido po-lítico de la unidad europea»—; más recientemente un trabajopublicado en Arbor —«Principios políticos y organización euro-pea»—, y ahora éste, en el que, bajo la misma preocupacióny a veces con idénticas afirmaciones, desplegamos el problema porentero y con amplia perspectiva.

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Hace meses, periódicos y revistas del mundo entero dieron aconocer, por fotografías más o menos difusas, la bandera adoptadacomo símbolo de la naciente Unión Europea. Prescindiendo dedetalles que no hacen al caso, el tema de la flamante bandera, suescudo propiamente dicho, era una cadena en forma de circunfe-rencia integrada por eslabones claramente definidos. No recorda-mos si la bandera ostentaba alguna inscripción, leyenda o explica-ción literaria, ni es necesario que bagamos por saberlo el menoresfuerzo, primero porque no tratamos aquí de dedicar un comen-tario a la bandera en sí, ni siquiera a la Unión Europea como talentidad más o menos real y auténtica, y segundo porque el em-blema escogido tiene suficiente valor para hacer innecesaria laexplicación expresa.

Probablemente en la intención de quienes la compusieron nohubo propósito simbólico que trascendiera del que directamentese deduce del dibujo: cadena circular, es decir, cerrada, sin prin-cipio ni fin; unidad forjada por las indisolubles uniones de loseslabones, sus piezas individualizadas. Mas nosotros queremos to-mar pie de esta nota de relativa actualidad para insistir sobre untema, o por mejor decir, sobre nuestra creencia en un principio,que hoy por hoy se nos antoja irrenunciable, y de cuyo olvido pue-den surgir muy amargas consecuencias.

Desde hace varios lustros se viene hablando con insistencia inin-terrumpida de la crisis irremediable del Estado como forma de or-ganización política. Los fundamentos doctrinales y teóricos de estatan decantada crisis son muy claros, como también es clara lalínea que desde los primeros presupuestos conducen a la citadaconclusión. No vamos ahora a abordar ni en su extensión totalni en su casi insondable profundidad el tema de la crisis del Es-tado. Pero sí queremos llamar la atención sobre algún aspecto po-lítico de la cuestión, con tanta más razón cuanto que ahora vuelvea hablarse de la necesidad de montar un federalismo —referidopor hoy concretamente a Europa occidental—• que se presenta comocontinuidad sucesiva de la unidad política cuya crisis se proclamaaxiomáticamente. Es cierto que la complejidad del mundo contem-poráneo comenzó a exigir hace tiempo no sólo la conveniencia deuna ordenación de esfuerzos comunes, sino también la revisión de

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un concepto anacrónico de las soberanías nacionales. Mas, frecuen-temente, el reconocimiento de esta conveniencia ha servido para en-cubrir crisis de formas transitorias de organización y estructuras po-líticas. El demoliberalismo montó un juego de instituciones y pro-clamó la vigencia de unos principios y dogmas políticos cuya cri-sis —ésta sí que parece cierta y posiblemente definitiva— pretendearrastrar consigo la de una forma política, el Estado, olvidandoque éste es susceptible, como lo fue históricamente, de organizarsecon otras instituciones distintas y de nutrirse con nuevos y remo-zados dogmas y principios políticos, incluso dentro de la órbitadel llamado Estado moderno.

Conviene recordar el móvil político, y precisamente políticonacional, que ha contribuido a generalizar axiomáticamente y comosentencia conclusa la crisis del Estado; y conviene recordarlo parapoder separar en lo que ello sea posible la crisis de la forma po-lítica Estado, de aquella otra crisis de accidentales construccio-nes ideológicas y débiles configuraciones institucionales. Espaciovital, grossraum, zonas de influencia... son conceptos aparecidoso reafirmados tras decretar la insalvable crisis de la idea nacionalestatal.

El resultado a que lleguemos en nuestra meditación podrá no serhalagüeño para el Estado como forma política aún existente, peroes indudable que, dadas las perspectivas actuales, hay el peligrode que la decantada crisis total y definitiva del Estado pueda seguirmanejándose como cobertura doctrinal política del imperio delPoder sobre el Derecho, del sometimiento de la razón a la fuerza,del trueque de una independencia nacional por una arbitraria yconfusa situación de vasallaje. Por la misma razón que son lasgrandes potencias las que más proclaman la crisis del Estado na-cional, las otras deben condicionar cuidadosamente su aceptacióny esforzarse en distinguir la unión para esfuerzos comunes dela integración o absorción para aspiraciones que no lo sean. Cade-na, sí, que es unión, interdependencia, solidaridad; pero cadenaintegrada por eslabones sin los que la cadena es imposible y decuya fortaleza y autonomía esencial depende la existencia no sóloreal, sino conceptual de aquélla.

Y es importante observar cómo por especiales razones, en queno podemos detenernos aquí, en los Estados burgueses el deseode internaeionalización se nutre, generalmente, a expensas innece-sarias del sentimiento nacional. Parece como si el burgués tuviera

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pudor de mantener ese sentimiento junto a sus deseos de solidaridadinternacional. Y estamos expuestos a que por temor de aparecerretrógrados y reaccionarios arrojemos tímidamente al revolver cual-quier esquina de la Historia la idea de patria, como quien arrojaalgo ya sucio e inservible.

El mundo fue no hace mucho testigo del espectáculo bochor-noso que, iniciado por Thorez en la Asamblea Nacional francesa,ha prendido en diferentes países de Europa. Bochornoso no tantopara los que, como el leader del comunismo francés, han anuncia-do públicamente encontrarse predispuestos —anhelantes cabría de-cir mejor— a combatir la Patria en que han nacido, cuando paralos países que, presos en fórmulas constitucionales que permitenel anuncio impune de semejantes amenazas, han de soportar pa-cientemente ofensas tan graves. Más recientemente, el mismo jefedel comunismo francés ha dicho que no deben esperar sus huestesla «liberación» por el Ejército rojo, sino alcanzarla ellas mismas.Clara invitación a un quintacolumnismo activo al servicio de Rusia.

Mientras con más claridad se dibujan los perfiles de Rusia comopotencia y del bolchevismo como moderna forma de implacableimperialismo, más se quiebran y cuartean las antes invulnerablessolideces de las comunidades nacionales en beneficio de la UniónSoviética. No parece necesario esforzarse en demostrar la impor-tancia del fenómeno. Pero veamos unos textos : «La defensa de laPatria es el más grande deber y el mayor honor de todo ciudada-no» ; «La defensa de la Patria es el deber supremo y asunto dehonor para todos. La traición a la Patria es el mayor crimen con-tra el pueblo y será castigada con todo rigor por la ley»; «Defen-der a la Patria es deuda de honor para todos los ciudadanos. Trai-cionar a la Patria, violar su juramento, ponerse al servicio del ene-migo, causar un perjuicio al poder militar del Estado constituyeel mayor crimen hacia el pueblo, y será penado con el máximorigor»; «Es un deber de honor de todo9 los ciudadanos realizarel servicio militar. La defensa de la Patria es deber sagrado.» ¿Aqué Constituciones burguesas nacionalistas pertenecen estos textos?Están insertos en las Constituciones de Yugoeslavia, Rumania, Bul-garia y Hungría.

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II

Los términos políticos suelen tener, por serlo, un valor en usoque a veces dista mucho del valor intrínseco doctrinal o teóricocon el que adquirieron carta de naturaleza; nacidos generalmenteen el terreno de la especulación, convertidos más tarde en meta oaspiración, es precisamente cuando conquistan una vigencia realy efectiva en el campo de los hechos, cuando se inicia ese procesode adaptación a las circunstancias y a los pueblos y surgen las ver-siones diferentes, cuando no opuestas, del concepto que como talapareció nítido e irreversible.

En pocos términos como el de democracia puede observarse esefenómeno con más evidencia. Dejemos a un lado la antigua historiadel concepto; limitemos la cuestión a la actualidad más inmediata,y observaremos cómo desde los más variados regímenes, bajo lasmás opuestas perspectivas y en función de las más contradictoriasfinalidades, la democracia se formula como común denominadordel pensamiento y de las organizaciones políticas contemporáneas.Ante esta realidad, dos posiciones se nos aparecen como igualmen-te rechazables : una la de aferrarse a la conclusión de que el prin-cipio democrático está absolutamente superado, y ;—confundiendolas razones existentes para su justa crítica con su virtualidad ac-tual— entender que ya no opera realmente en la vida pública denuestros días; otra la de negar toda posibilidad doctrinal y justi-ficación histórica a las demás adaptaciones del término, y enten-der que sólo una, la vigente en determinada circunstancia o endeterminado pueblo, es la verdadera democracia y la que comoverdadera debe servir de patrón o paradigma a las demás. Ambasposiciones las entendemos rechazables porque parten de una con-sideración utópica por abstracta, formal y generalizadora.

Como expresión más afortunada y concreta del concepto demo-cracia ha estado circulando largo tiempo la que un día se pronun-ciara en la nación americana: «Democracia es el gobierno delpueblo por el pueblo y para el pueblo.» Ciertamente pocas defini-ciones reúnen la brevedad y el acierto de la formulada por el grannorteamericano. Y a nuestro entender, la base del acierto consisteen que admite la mayor elasticidad en su interpretación, permi-tiendo múltiples posibilidades de adaptación a la realidad políti-ca de los diferentes pueblos.

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La definición encierra tres principios : uno referente al objetodel gobierno, otro a la finalidad y el tercero al procedimiento. Elprimero de por sí es el menos específico, ya que podría decirseque hoy todo gobierno, por el hecho de serlo, lo es del puebloo comunidad política. El tercero —gobierno para el pueblo— esya más expresivo, si bien por referirse a un punto de vista inten-cional y empírico no puede ser declarado exclusivo de una deter-minada forma de gobierno; gobierno para el pueblo vale tantocomo decir gobierno que se ejerce en beneficio del pueblo, y evi-dentemente no sólo es concebible, sino que históricamente resultacomprobado que la comunidad política puede sentirse real yefectivamente beneficiada sin que necesariamente participe del po-der de acuerdo con las fórmulas representativas al uso. Es el segun-do principio —el referido al procedimiento— el que más directa-mente parece sustancializar democráticamente la conocida defini-ción ¿Qué significa el gobierno del pueblo por el pueblo? En defi-nitiva, la identidad de gobernantes y gobernados. Pero desde lasmás clásicas elaboraciones del pensamiento democrático se ha re-nunciado a la aplicación pura del principio, y el filósofo políticomás representativo de la idea democrática, Rousseau, que procurómontar todo su sistema con el máximo respeto a la fórmula pura,reconoció en este punto la imposibilidad de aplicarla, dando conañoranza notoria por perdidos los tiempos en que aquella identi-dad era factible.

Abandonada necesariamente la pureza del principio, la únicaforma de mantenerlo era su mixtificación, y surgieron muy diver-sos sistemas representativos, que reducían la intervención directade los gobernados a la elección y a algunas otras fórmulas de demo-cracia directa (por cierto no siempre admitidas en regímenes ultra-democráticos), como, por ejemplo, la iniciativa popular o el re-feréndum, i'iltima instancia de decisión soberana del pueblo en elejercicio de la potestad legislativa. Sufragio universal igual, directoy secreto : tal es, en verdad, la última expresión del principiodel gobierno del pueblo por el pueblo. Ahora bien, si tenemos encuenta la limitación de los derechos de sufragio activo y pasivo,la mediatización —a veces absorbente—• de los partidos políticos,la exclusión de grandes sectores ciudadanos en el ejercicio del su-fragio (en la democrática Tercera República francesa no votabanlas mujeres), la desigual situación de libertad en el voto según laposición social y económica del ejercitante y otras muchas circuns-

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tancias a todas luces existentes en el sistema, habremos de convenirque no sólo representa una quimera la referida identidad de gober-nantes y gobernados, sino que el remedio buscado representa unahipótesis cuya realidad sería difícil mostrar verosímilmente.

Se trata —como hemos dicho en otra ocasión— de la instau-ración del «como si» en principio legitimador democrático. Enel filósofo de la igualdad, en Rousseau, la voluntad general esla voluntad del ente moral, del Estado; así como éste es algodistinto de la suma de ciudadanos, su voluntad es distinta de lasuma de voluntades particulares; éstas tienden a satisfacer sólointereses individuales; aquélla —la voluntad general— tiende siem-pre al bien; no puede equivocarse; por ser lo que es, es siemprelo que debe ser. Ahora bien, ¿cómo reconocer la voluntad gene-ral? El gobierno de mayorías está fundamentado en un «como si»legitimador : es un simple medio técnico para localizar la volun-tad general.

Podríamos detenernos en múltiples ejemplos que concretaríannuestras anteriores afirmaciones. Bástenos con dos tomados al paso.La vigente Constitución francesa fue aprobada como texto funda-mental que habría de regir la IV República por un número de ciu-dadanos menor que el que arrojó la suma de votos negativos y deabstenciones.

Digamos inciiientalmente que el significado político de la abs-tención, cuando se trata de aprobar por vía de referéndum unaConstitución, es distinto al que tiene el abstencionismo cuandose produce en una convocatoria del pueblo que puede decidirel mantenimiento o terminación de una determinada situaciónde poder. En este segundo caso —salvo que la abstención, porsu magnitud, neutralice a la masa de voluntades expresadas afir-mativamente—• el significado político puede no ser de adhesiónentusiasta, pero tampoco representa de por sí e ineludiblementeuna hostilidad positiva. El que deje de pronunciarse sobre la Cons-titución presentada un número considerable de ciudadanos, quieredecir que ese número se niega a implicarse en la instauración deun sistema; abstenerse de constituir es desligarse; abstenerse devotar cuando se plantea la posibilidad de la liquidación de un sis-tema —o al menos de la apertura de una grave crisis política delmismo— es colaborar, todo lo débil e indirectamente que se quie-ra, en su perduración. Dicho se está que lo que acabamos de con-siderar, aunque suscitado por el recuerdo del referéndum consti-

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tucional francés, tiene un alcance teórico general, que no afectaespecialmente al enjuiciamiento concreto del caso de Francia, enel que, en cuanto asunto político interno del vecino país, no entra-mos (a su tiempo publicamos un estudio titulado «De la inesta-bilidad constituyente a la inestabilidad constituida», epílogo deun trabajo sobre «El problema constitucional francés»).

En Inglaterra las elecciones de 1945 dieron a los laboristas unamitad más de diputados que a los conservadores cuando habíanobtenido sólo un 20 por 100 más de votos; en las elecciones recien-temente celebradas, sumando las votaciones de los derrotados, cadadiputado laborista representaba 41.900 votos, cada conservador42.000 y cada liberal 30.000. En las elecciones con sistema propor-cional —el más ortodoxamente democrático (si bien el que másinconvenientes presenta para gobernar, y quizá por lo mismo)—los conservadores hubieran tenido 325 diputados, los laboristas 250y los liberales 50, resultado bien ajeno al que refleja la composi-ción actual del Parlamento inglés.

Hace ya muchos años el filósofo Bergson, en un libro realmenteextraordinario —Le deux sources de la moral et de la religión—,decía textualmente sobre la democracia : «Las fórmulas democrá-ticas, que se enunciaron al nacer con sentido de protesta, se re-siente de su origen; se les encuentra cómodas para impedir, pararechazar, pero resulta más difícil deducir indicaciones positivassobre qué sea necesario hacer para llevarlas a la práctica.» Y trasesta aguda observación otra no menos luminosa: «Son de aplica-ción imposible si no se las considera, más que como normas abso-lutas y casi evangélicas, como indicaciones puramente relativas.»

Precisamente esta última afirmación se conecta con otro fenó-meno para cuya alusión tomaremos como punto de referencia lacrisis belga, que con la jura del príncipe Balduino como regentedel país canceló su etapa más inquietante. Es evidente que, conarreglo a la fórmula democrática pura, la mayoría —no muy hol-gada, es cierto, pero más que suficiente— era partidaria del retor-no del rey Leopoldo como efectivo rey constitucional de los belgas.Y, sin embargo, merced a la iniciación de un proceso revolucio-nario, el rey Leopoldo tuvo que declinar sus poderes. Dejemos aun lado la cuestión de hasta qué punto un rey puede efectivamenteejercer su misión apoyada en una mayoría reducida, y dejémos-la, porque estamos enfocando el problema desde el punto de vis-ta democrático a ultranza, y no es precisamente en ese campo

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donde con más consecuencia tal cuestión puede plantearse. Esfácil —y hasta justificable— deshacerse en dicterios contra el Go-bierno belga, contra Spaak y el grupo socialista, hablar de co-bardía, de indecisión, etc., etc. Lo cierto es que el rey deja prác-ticamente de serlo, según su mensaje, «sacrificándose por la unidady el porvenir de Bélgica»; que el Gobierno, al aconsejarlo, creecumplir con su deber; que Balduino, al aceptar la Regencia, creecumplir con el suyo, y que en las democracias occidentales nadiese ha rasgado sus vestiduras considerando antidemocrática la solu-ción adoptada. Ahora bien: ¿cómo puede ser aceptada como de-mocrática una solución contraria a la preconizada por la mayoríapopular en las elecciones últimas, que tuvieron un inequívoco ca-rácter plebiscitario sobre el problema de la titularidad real belga?

Hace ya mucho tiempo que los principios en que se basa laliberaldemocracia occidental viene sufriendo un proceso de re-lativización vertiginoso, que afecta a la entraña misma de los con-ceptos de libertad y democracia, pilares del sistema. Así como hoynadie se atrevería a proclamar el individualismo consecuente conla posición liberal pura, nadie tampoco intentaría repristinar elprimitivo y teórico gobierno democrático como gobierno de losmás en su acepción liberal y matemática. Insensiblemente el ca-rácter de democrático va pasando de los procedimientos y las fór-mulas a los contenidos y realidades. Se van enfrentando subrepti-ciamente dos conceptos opuestos de lo democrático: el que sitúala esencia de lo democrático en la literalidad del recuento de lasopiniones y el que lo vincula a unos determinados contenidos queson democráticos en sí, independientemente del resultado de losescrutinios. Y lo que es más importante : se van encajando comodemocráticas ciertas situaciones de hecho que nada tienen que vercon la situación de derecho, con los principios doctrinales o teóri-cos. Lo que ha hecho la democracia belga y lo que expresamentehan aprobado todas las democracias occidentales, empezando porla democrática monarquía británica, es eso : desplazar el conceptode lo popular y lo democrático, dándoles un sentido directamentederivado de unos hechos reales, con menosprecio del que era con-secuencia de unos principios racionales; se interpretó la votacióncon módulos políticos sociológicos reales, que sobrepesaron des-igualmente los sufragios (escisionismo, urbe y campo, nivel de vidae influencia real sobre la población). La opinión leopoldista eramás numerosa, pero la antileopoldista de más gravitación socioló-

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gico política y de superior ímpetu revolucionario. Es decir, la opi-nión democrática mundial- encajó esta superación empírica de lademocracia formal.

El fenómeno —del que, repetimos, podríamos reiterar los ejem-plos, pues viene produciéndose hace mucho tiempo— es de im-portancia trascendental y de consecuencias imprevisibles para elfuturo de las democracias occidentales. En definitiva, se trata dela disociación entre el concepto formal de democracia (gobiernode la mayoría) y el material (un determinado contenido que comotal se predica democrático, con independencia del método de ela-boración de la voluntad estatal); ambos tienen sus peligros : elprimero como disolvente probable de principios básicos irrenun-ciables; el segundo como posible enmascaramiento ideológico decualquier poder autocrático.

III

Pasemos al otro principio fundamental : la Libertad (sobre elque en los mismos términos hicimos estas consideraciones en nues-tro «Constitucionalismo de la postguerra»). La idea que hace másde un siglo presidió todo el movimiento revolucionario, y a cuyoconjuro casi mágico las naciones, unas tras otras, fueron despo-jándose de las estructuras c instituciones políticas del llamado porantonomasia «antiguo régimen», fue la idea de Libertad. Esta ideaestaba montada, no como en la doctrina y posición católica sobreel sentido trascendente del hombre como criatura y reflejo de Dios,sino sobre la consideración de que el hombre, anterior y superioral Estado, gozaba de una libertad natural; la creación de las co-munidades políticas era un acto humano justificable en cuanto estacomunidad surgida voluntariamente de entre sus manos sirviese deprotección y garantía a esa libertad anterior. El Estado así sur-gido —el Estado liberal— se configuraba en un texto —la Cons-titución— que venía a ser como la carta fundacional de la aso-ciación, y en la que se determinaban con claridad y precisiónlas respectivas posiciones de los actuantes: el individuo y elEstado. Esa carta fundacional tenía dos partes (las clásica-mente llamadas dogmática y orgánica); en la primera, junto alas declaraciones políticas de conjunto, se consignaban los dere-chos individuales que el Estado se comprometía a respetar: en la

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segunda se organizaba el poder, dividiéndolo al servicio precisa-mente de aquella libertad personal. La tarea del Estado consistíafundamentalmente en eso: en ser guardia y garantizador de losderechos personales de sus subditos. La sociedad quedaba libre parala espontánea organización de la economía, del trabajo, de los ser-vicios públicos y de las relaciones humanas en general.

¿Qué queda de esa concepción del Estado en la actualidad?Poco menos que nada, y no por arbitraria y caprichosa volun-tad humana, sino por presión de rigurosas necesidades de unarealidad que ha obligado al Estado a tomar las riendas de ese com-plejo social antes libre para tratar de imponer un orden, una jus-ticia y una organización. La situación del problema es ésta: opor respeto a la libertad del hombre en abstracto deja el Estadode cumplir su función protectora del orden, la paz y la justicia ose revisa el concepto de libertad, sustituyéndolo por el de un sis-tema limitado de libertades concretas.

Es muy interesante observar en los novísimos textos constitu-cionales dos fenómenos que más bien son facetas de uno solo.Nos referimos a la extensión y minuciosidad con que suelen tra-tarse los llamados derechos individuales y' al desplazamiento queen la topografía de los textos han sufrido muchos de ellos.

La tajante separación de la sociedad y el Estado, idea motrizde la filosofía racional-individualista, ha ido perdiendo vigencia,y al Estado corresponde hoy —en medida cuya progresión ascen-dente ha llegado a preocupar seriamente— la realización de unastareas, el cumplimiento de unos fines y, en definitiva, el ejerciciode una intervención que es necesario recoger en las leyes fundamen-tales de organización política. Aunque superficialmente considera-do resulte paradójico, ha sido precisamente ese incremento de laacción estatal el que ha traido como consecuencia una mayor ex-tensión, perfilamiento y minuciosidad en el tratamiento de losderechos individuales, tanto por lo que atañe al incremento delos mismos cuanto por lo que la más detallada regulación degarantías concretas se refiere: las primeras ideas liberales sobreel Estado sobreentendían lo que pudiéramos llamar reserva de com-petencia a favor del individuo, pero la presencia de aquél en nue-vos horizontes ha obligado, por un lado, a fijar nuevas esferas in-dividuales discernibles dentro de los mismos, y por otro se ha es-timado necesario, al intensificarse la acción del Estado en teirenos

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ya previstos, proclamar las medidas que garanticen unos derechosmás amenazados ahora.

Respecto al desplazamiento observamos que, con más asiduidadque en las Constituciones de la pasada guerra, muchas libertadesy derechos se consignan en títulos, apartados o secciones dedicadasa la regulación de otras materias. Así, por ejemplo, es frecuentever incluido el derecho de propiedad, no en la normal relacióncorrelativa de los derechos individuales, sino en las secciones o ca-pítulos sobre organización social y económica. El mismo desplaza-miento observamos con los de igualdad, participación en la gober-nación del Estado, libertad individual, libertad de creencias religio-sas, etc. No destacaríamos este hecho si se tratara tan sólo de unproblema de distribución formal del articulado. Si insistimos sobreel particular es porque creemos demuestra la propensión a tratarcada vez más cuidadosamente lo que siempre se llamó «parte dog-mática» de las Constituciones, haciendo de ella no una simple de-claración, sino un verdadero sistema orgánico.

Y cabría preguntar: ¿qué hay tras de esa propensión? ¿Es sólouna pretensión de mejoramiento puramente técnico? Entendemosque no; lo que ocurre es que el creciente intervencionismo esta-tal, la gradual politización o estatiñcación de lo social obliga aperfilar el encuadramiento de los antes dispersos derechos indivi-duales, a institucionalizarlos, podíamos decir. Y esta instituciona-lizaron tiene mucha importancia, porque insensiblemente puedeconducir a una consideración más orgánica de aquéllos y a la con-siguiente y continua conversión de una libertad genérica y abstrac-ta en un sistema de libertades específicas y funcionalizadas. LaConstitución italiana comprende un precepto muy interesante eneste sentido : «La República —dice en su artículo 2.°— reconocey garantiza los derechos inviolables del hombre tanto como indi-viduo cuanto como incluido en las formaciones sociales donde des-arrolla su personalidad.» Aquí claramente se apunta a una supe-ración de la idea del hombre como ser abstracto, como conceptoy, por ende, a una revisión más orgánica y auténtica del sistemade sus derechos.

Sería interesante —y personalmente nosotros lo hemos compro-bado— observar cómo la legislación constitucional complementariase ha impuesto hoy en casi todos los países la misión de aumentarese proceso de relativización mediatizando, rectificando, limitandoen sus reglamentaciones concretas las aplicaciones empíricas de

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principios tan relativizados ya en los textos constitucionales. EnFrancia y en Italia, por ejemplo, hay leyes complementarias queestán a punto de desafiar la inconstitucionalidad. No podemos de-tenernos en este punto, pero si cogemos alguna ley de Prensa esposible que causara sorpresa comprobar lo que decimos. Parececomo si en las Asambleas Constituyentes no se ha tenido reparoen hacer declaraciones abstractas en tanto que se ha confiado enque el legislador ordinario iba a realizar después una concienzudarevisión y adaptación de las mismas.

IV

Pero la relativación más grave, en cuanto implica a las demáse incapacita para una reconstrucción política decidida, es la queafecta, según dijimos, a la razón humana como potencia configu-radora y rectora de la realidad y el acontecer políticos. Se ha per-dido la confianza en el valor histórico de la razón, y con ello seha producido un pesimismo sobrecogedor. A la creencia de que elmundo podía ordenarse racionalmente y que su estructura, evolu-ción y finalidad dependían del entendimiento y voluntad huma-nos, ha sucedido la sensación de incapacidad para controlar y di-rigir un proceso que lleva en sus entrañas permanentemente laspremisas de un curso dialéctico inexorable. No se trata, como enel viejo historicismo conservador y reaccionario, de que la Historianos ofrezca el único camino cierto para la más justa y eficazorganización política, y que ésta haya de reflejar la estructura enque un pueblo ha ido configurándose a través de los siglos; setrata de que en el complejo actual de la realidad política se en-•cuentran las raíces de un proceso dialéctico inmanente a esa rea-lidad, que irá desplegándose de acuerdo con leyes inexorablesinmanentes a la realidad misma. Las ideas políticas son meras ex-presiones, simples coberturas de situaciones sociales existenciales,y cuentan en tanto que hechos, en tanto que dimensiones de larealidad, a la que no conducen y configuran, sino que, por el con-trario, son configuradas y conducidas por ella. Lo que ocurre conlas ideas ocurre con el Derecho: ya no es la norma la configuradorade una realidad, sino la realidad la configuradora de la norma.

Podrá decírsenos que estamos refiriéndonos en definitiva al casolímite de la interpretación materialista de la Historia y que sería

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erróneo considerar como tónica general del pensamiento contem-poráneo su resuelta filiación marxista. Este reproche sería justosólo a medias; es cierto que la relativización de la razón hu-mana y su condicionamiento por el contorno social histórico noes de por sí marxista, pero también es evidente —para nosotroslo es al menos— que, por una serie de causas, razones y cir-cunstancias en las que no podemos aquí entrar, las posiciones so-ciologistas contemporáneas tributan en su mayor parte servidumbremás o menos intensa y conscientemente al marxismo.

Por lo que respecta al campo propio de la que podemos llamarciencia política, ya nos hemos ocupado de ello en un libro •—Intro-ducción al Derecho político— destinado esencialmente a reaccio-nar contra la invasión de una sociología entendida como cienciahistóricodescriptiva y no valorativa de la realidad social y política,y concretamente del Estado como mera formación social. Y séanospermitido, puesto que de los principios informadores de la cien-cia política actual estamos aquí tratando, insistir en nuestra posi-ción a este respecto (posición por cierto que ha cobrado carta denaturaleza en la bibliografía nacional y europea): a la concep-ción del Estado como fenómeno jurídico y del Derecho políticocomo Derecho constitucional sucedió una concepción del Estadocomo mera formación social y del Derecho político como socio-logía ; pero a la sociología —.a este respecto—- hay que concebirlacomo teoría de la sociedad: el punto de vista de la moderna so-ciología es válido para parciales finalidades, pero no para la fina-lidad total y omnicomprensiva de descubrir el verdadero ser delo social. Al Derecho y al Estado hay que conocerlos insertos en unarealidad social histórica, pero el punto de vista sociológico no bas-ta; con él sólo explicamos y describimos realidades que tenemosdelante, mas renunciamos a toda valoración eficaz, filosófica y po-lítica. Así opera la moderna sociología cuando descubre un procesode transformación social que no trasciende de la observación empí-rica. Hay que salvar a la ciencia política de esa sociología empíri-co-relativista y vaciarlo sobre una teoría de la sociedad que par-tiendo de la idea cristiana del hombre y su sociabilidad dé sentidotrascendente y finalidad objetivamente justa al mundo de lo socialy de lo político.

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LA KELATIVIZAC1ON ACTUAL DE LOS PRINCIPIOS POLÍTICOS

¿Qué deducimos de lo dicho? Desencantados los hombres delpoder casi taumatúrgico que concedieron a la razón secularizada,rebelada contra toda idea trascendente y ordenada en Dios, y des-cubiertas las objetividades transpersonales que la condicionan sociale históricamente, han renunciado a construir resueltamente la dia-léctica razón y realidad, dejándose arrastrar por un pesimismo quetiene su raíz en la creencia de la fuerza irresistible de los hechos.Y esto ha sucedido cuando el torrente impetuoso de los mismosmás reclamaba una sólida base racional capaz de controlarlos y do-minarlos. Ya nadie cree seriamente en los principios básicos quepresidían las organizaciones políticas de hace cuarenta años; sinembargo, esos principios contienen esencias que probablementeinteresa salvar al mundo occidental y cristiano, y que amenazanevaporarse en el vertiginoso proceso relativizador de los mismos.La tarea de poner al día esos principios en lo que pueden tener deirrenunciables es, sin duda, la gran misión política de nuestrotiempo.

Por ello no nos importa terminar este trabajo con aires de pro-clama : quizá éste sea el signo de la generación en que nos tocóvivir: terminar en arenga lo que comenzó en investigación.

Debe reivindicarse la elevada función del enendimiento huma-no y rechazar todo pesimismo determinista y sociologista, afirman-do su misión rectora y configuradora de la realidad políticosocial.

Esta reivindicación no es incompatible con la percepción de ladimensión histórica y social de la razón humana y de los fenó-menos políticos : recuérdese que la «razón histórica» —una de lasluminosas aportaciones de Ortega al acervo cultural de Occidente-—es en su propio creador, por lo pronto y ante todo, ratio y anoacepta nada como mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en eljieri de que proviene», lo que nada tiene que ver con el sociolo-gismo determinista que repudiamos.

En el proceso histórico futuro la razón humana ha de jugarun papel principalísimo; conscientes y responsables de ello, hayque actuar superando los fáciles esquematismos ideológicos queesconden la cabeza bajo exuberantes silogismos abstractos y sobre-poniéndose también a los suicidas conformismos de pretendidasleves de inexorabilidad biológica.

CARLOS OLLERO

Es en los momentos de crisis, y nuestro tiempo es dramática-mente crítico, cuando hay que exigir más al pensamiento : si ésteno tiene conciencia de su función rectora se dejará arrastrar sólohacia las interpretaciones, sintiéndose incapaz para lanzarse a lascreaciones.

El porvenir será de quien o quienes consigan arrastrar a lasgentes al ma3 sugestivo programa posible de vida en común. Aldecir posible eliminamos lo puramente utópico, pero al decir pro-grama implicamos un ansia renovadora que trascienda del simplearbitrismo de cada momento.

La idea de que la vida de los pueblos debe responder a un plany que loa principios informantes del mismo, junto a la instrumen-tación institucional de esos principios, debe cimentar el procesode continuidad, es conquista ya indeclinable de la cultura humana.

La esencia de los principios hoy consagrados (comunidades na-cionales, respecto a la libertad y dignidad humanas, participaciónpopular en el destino de aquéllas y bien público) tienen aún vigen-cia real suficiente para informar las. organizaciones políticas. Es-tas organizaciones deben encajar el proceso de transformación,adaptación y relativización de sus principios informantes, si no serequiere que termine ahogándolos y destruyéndolos.

CARLOS OLLERO

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