La pobreza

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Antología de textos sobre la pobreza

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La gente dice: «Pobres tiene que haber siempre» y se quedan tan anchos tan estrechos de miras, tan vacíos de espíritu, tan llenos de comodidad. Yo aseguro con emoción que en un próximo futuro sólo habrá pobres de vocación. Gloria Fuertes

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Nanas de la cebolla Miguel Hernández La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Escarcha de tus días y de mis noches. Hambre y cebolla, hielo negro y escarcha grande y redonda. En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba. Pero tu sangre, escarchada de azúcar, cebolla y hambre. Una mujer morena resuelta en luna se derrama hilo a hilo sobre su cuna. Ríete, niño, que te tragas la luna cuando es preciso. Alondra de mi casa, ríete mucho. Es tu risa en los ojos la luz del mundo. Ríete tanto que en el alma, al oírte, bata el espacio. Tu risa me hace libre, me pones alas. Soledades me quita, cárcel me arranca. Boca que vuela, corazón que en tus labios relampaguea. Es tu risa la espada más victoriosa, vencedor de las flores y las alondras. Rival del sol.

Porvenir de mis huesos y de mi amor. La carne aleteante, súbito el párpado, y el niño como nunca coloreado. ¡Cuánto jilguero se remonta, aletea, desde tu cuerpo! Desperté de ser niño; nunca despiertes. Triste llevo la boca. Ríete siempre. Siempre en la cuna defendiendo la risa pluma por pluma. Ser de vuelo tan alto, tan extendido, que tu carne parece cielo cernido. ¡Si yo pudiera remontarme al origen de tu carrera! Al octavo mes con cinco azahares. Con cinco diminutas ferocidades. Con cinco dientes como cinco jazmines adolescentes. Frontera de los besos serán mañana, cuando en la dentadura sientas un arma. Sientas un fuego correr dientes abajo buscando el centro. Vuela niño en la doble luna del pecho. Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre.

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Lazarillo de Tormes

Tratado segundo Cómo Lázaro se asentó con un clérigo, y de las cosas que con

él pasó.

Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo. Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la misma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lacería del mundo estaba encerrada en éste: no sé si de su cosecha era o lo había anejado con el hábito de clerecía.

Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del paletoque. Y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí lanzado y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de comer, como suele estar en otras algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran; que me parece a mí que, aunque de ello no me aprovechara, con la vista de ello me consolara. Solamente había una horca de cebollas, y tras la llave, en una cámara en lo alto de la casa. De éstas tenía yo de ración una para cada cuatro días, y, cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba mano al falsopeto y con gran continencia la desataba y me la daba diciendo: -Toma y vuélvela luego, y no hagáis sino golosinar. Como si debajo de ella estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo. Las cuales él tenía tan bien por cuenta, que, si por malos de mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me finaba de hambre.

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Oda a la pobreza Pablo Neruda Cuando nací, pobreza, me seguiste, me mirabas a través de las tablas podridas por el profundo invierno. De pronto eran tus ojos los que miraban desde los agujeros. Las goteras, de noche, repetían tu nombre y tu apellido o a veces el salto quebrado, el traje roto, los zapatos abiertos, me advertían. Allí estabas acechándome tus dientes de carcoma, tus ojos de pantano, tu lengua gris que corta la ropa, la madera, los huesos y la sangre, allí estabas buscándome, siguiéndome, desde mi nacimiento por las calles. Cuando alquilé una pieza pequeña, en los suburbios, sentada en una silla me esperabas, o al descorrer las sábanas en un hotel oscuro, adolescente,

no encontré la fragancia de la rosa desnuda, sino el silbido frío de tu boca. Pobreza, me seguiste por los cuarteles y los hospitales, por la paz y la guerra. Cuando enfermé tocaron a la puerta: no era el doctor, entraba otra vez la pobreza. Te vi sacar mis muebles a la calle: los hombres los dejaban caer como pedradas. Tú, con amor horrible, de un montón de abandono en medio de la calle y de la lluvia ibas haciendo un trono desdentado y mirando a los pobres recogías mi último plato haciéndolo diadema. Ahora, pobreza, yo te sigo. Como fuiste implacable, soy implacable. Junto a cada pobre me encontrarás cantando, bajo cada sábana de hospital imposible encontrarás mi canto. Te sigo, pobreza, te vigilo, te acerco, te disparo, te aíslo, te cerceno las uñas, te rompo

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los dientes que te quedan. Estoy en todas partes: en el océano con los pescadores, en la mina los hombres al limpiarse la frente, secarse el sudor negro, encuentran mis poemas. Yo salgo cada día con la obrera textil. Tengo las manos blancas de dar pan en las panaderías. Donde vayas, pobreza, mi canto está cantando, mi vida está viviendo, mi sangre está luchando.

Derrotaré tus pálidas banderas en donde se levanten. Otros poetas antaño te llamaron santa, veneraron tu capa, se alimentaron de humo y desaparecieron. Yo te desafío, con duros versos te golpeo el rostro, te embarco y te destierro. Yo con otros, con otros, muchos otros, te vamos expulsando de la tierra a la luna para que allí te quedes fría y encarcelada mirando con un ojo el pan y los racimos que cubrirá la tierra de mañana.

Gutiérrez Solana: “El comedor de los pobres”

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La Colmena, Capítulo 1 Camilo José Cela

Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con una mano —triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión—habla con el camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del camino. El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador. Luis, el echador, se acerca hasta la dueña. —Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar. —Pues que se las arregle como pueda para sacarle los cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La dueña se ajusta los lentes y mira. —¿Cuál es? —Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro. —¡Anda, qué tío, pues esto sí que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no quiere pagar? —Ya ve... Dice que se ha venido sin dinero. —¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son pícaros. El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz: —Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar. Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón. —Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!. Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao! El echador se marchaba cuando doña Rosa volvió a hablarle: —¡Oye! ¡Dile a Pepe que se fije en la cara! —Sí, señorita. Doña Rosa se quedó mirando para la escena. Luis llega, siempre con sus lecheras, hasta Pepe y le habla al oído.

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—Eso es todo lo que dice. Por mi, ¡bien lo sabe Dios! Pepe se acerca al cliente y éste se levanta con lentitud. Es un hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada. Lleva la americana raída y el pantalón desflecado. Se cubre con un flexible gris oscuro, con la cinta llena de grasa, y lleva un libro forrado de papel de periódico debajo del brazo. —Si quiere, le dejo el libro. —No. Ande, a la calle, no me alborote. El hombre va hacia la puerta con Pepe detrás. Los dos salen afuera. Hace frío y las gentes pasan presurosas. Los vendedores vocean los diarios de la tarde. Un tranvía tristemente, trágicamente, casi lúgubremente bullanguero, baja por la calle de Fuencarral.

El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo el francés. Ha seguido con atención el ir y venir del movimiento intelectual y literario, y hay algunos folletones de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia suiza y compuso poemas ultraístas.

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El pan nuestro (Los heraldos negros)

César Vallejo

Se bebe el desayuno... Húmeda tierra de cementerio huele a sangre amada.

Ciudad de invierno... La mordaz cruzada de una carreta que arrastrar parece una emoción de ayuno encadenada! Se quisiera tocar todas las puertas,

y preguntar por no sé quién; y luego ver a los pobres, y, llorando quedos, dar pedacitos de pan fresco a todos.

Y saquear a los ricos sus viñedos con las dos manos santas

que a un golpe de luz volaron desclavadas de la Cruz! Pestaña matinal, no os levantéis!

¡El pan nuestro de cada día dánoslo, Señor...!

Todos mis huesos son ajenos; yo talvez los robé!

Yo vine a darme lo que acaso estuvo asignado para otro;

y pienso que, si no hubiera nacido, otro pobre tomara este café!

Yo soy un mal ladrón... A dónde iré! Y en esta hora fría, en que la tierra

trasciende a polvo humano y es tan triste, quisiera yo tocar todas las puertas, y suplicar a no sé quién, perdón, y hacerle pedacitos de pan fresco aquí, en el horno de mi corazón...!

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Francisco de Quevedo Vida del buscón llamado Pablos Capítulo III Retrato del dómine Cabra Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra, que tenía por oficio el criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos, primer domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo solo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecinados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuantos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada por la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy despacioso; si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábanle los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía

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negra, y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria. Cabeza rapada Jesús Fernández Santos

Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.

Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo. -¿Te duele? -le pregunté.

Y contestó: -Un poco -hablando como con gran trabajo. -Podemos estar un poco más, si quieres.

Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles

flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.

El chico volvió a quejarse. -¿Te duele ahora? -Aquí, un poco… Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.

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-No te apures; ya pasará como ayer. -¿Y si no pasa? -¿Te duele mucho?

El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos

recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía. -Ese chico no está bueno… -¡Qué va! No es más que frío…

El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi

dormido. -No está bueno…

Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio. -Va a coger una pulmonía, ahí sentado.

Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba. -Vamos -dije-; vámonos.

Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del

guarda. Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella

cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía: -¡Que no es nada, hombre! Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del otro: -¡Le debía ver un médico! -¡Ya lo vio ayer!

Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al

hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abrí una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento salía, saludaba: “Buenos días, doctor”. Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la

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mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.

El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a

mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente. -¿Es hermano tuyo? -No. Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía. Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”

Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en

calor. -Con el calor se te quita.

Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones.

La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de fichas sobre el mármol. Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.

En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se

quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando el él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra. -No llores -le dije. -Me voy a morir. -No te vas a morir, no te mueres…

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Benito Pérez Galdós Misericordia Capítulo 3 El ciego murmuraba. Preguntado segunda vez, dijo con áspera y dificultosa lengua: —¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz, quirido. —¿Conócesle tú? —Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él... de mi tierra dos rosarios, y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero... Ser capatazo de la sopa en el Sagriado Corazón de allá... y en toda la probieza de allá, mandando él, con garrota él... barrio Salmanca... capatazo... Malo, mu malo, y no dejar comer... Ser un criado del Goberno, del Goberno malo de Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas soterranas. Guardar él, matarnos de hambre él... —Es lo que faltaba—dijo la Burlada con aspavientos de oficiosa ira—; que también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigonazos. —¡Tanto como eso!... Vaya usted a saber—indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar—. ¡Calla, tragona! —¡A ver!... Con tanto chupío, no sé cómo vives, hija... Y usted, señá Benina, ¿qué cree? —¿Yo?... ¿De qué? —De si tien o no tien dinero en el Banco. —¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman. —Con el nuestro, ¡ja, ja!... y encima codillo de jamón. —¡A callar se ha dicho!—gritó el cojo, vendedor de La Semana—. Aquí se viene a lo que se viene, y a guardar la circuspición. —Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!... ¡Ni que fuas Vítor Manuel, el que puso preso al Papa! —Callar, digo, y tengan más religión. —Religión tengo, aunque no como con la Iglesia como tú, pues yo vivo en compañía del hambre, y mi negocio es miraros tragar y ver los papelaos de cosas ricas que vos traen de las casas. Pero no tenemos envidia, ¿sabes, Eliseo? y nos alegramos de ser pobres y de morirnos de flato, para irnos en globo al cielo, mientras que tú...

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—Yo ¿qué? —¡A ver!... Pues que estás rico, Eliseo; no niegues que estás rico... Con la Semana, y lo que te dan D. Senén y el señor cura... Ya sabemos: el que parte y reparte... No es por murmurar: Dios me libre. Bendita sea nuestra santa miseria... El Señor te lo aumente. Dígolo porque te estoy agradecida, Eliseo. Cuando me cogió el coche en la calle de la Luna... fue el día que llevaron a ese Sr. de Zorrilla... pues, como digo, mes y medio estuve en el espital, y cuando salí, tú, viéndome sola y desamparada, me dijiste: «Señá Flora, ¿por qué no se pone a pedir en un templo, quitándose de la santimperie, y arrimándose al cisco de la religión? Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario, sin rodar por las calles, y tratando con pobres decentes». Eso me dijiste, Eliseo, y yo me eché a llorar, y me vine acá contigo. De lo cual vino el estar yo aquí, y muy agradecida a tu conduta fina y de caballero. Sabes que rezo un Padrenuestro por ti todos los días, y le pido al Señor que te haga más rico de lo que eres; que vendas sinfinidá de Semanas, y que te traigan buen bodrio del café y de la casa de los señores condes, para que te hartes tú y la carreterona de tu mujer. ¿Qué importa que Crescencia y yo, y este pobre Almudena, nos desayunemos a las doce del mediodía con un mendrugo, que serviría para empedrar las santas calles? Yo le pido al Señor que no te falte para el aguardentazo. Tú lo necesitas para vivir; yo me moriría si lo catara... ¡Y ojalá que tus dos hijos lleguen a duques! Al uno le tienes de aprendiz de tornero, y te mete en casa seis reales cada semana; al otro le tienes en una taberna de las Maldonadas, y saca buenas propinillas de las golfas, con perdón... El Señor te los conserve, y te los aumente cada año, y véate yo vestido de terciopelo y con una pata nueva de palo santo, y a tu tarasca véala yo con sombrero de plumas. Soy agradecida: se me ha olvidado el comer, de las hambres que paso; pero no tengo malos quereres, Eliseo de mi alma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come y bebe, y emborráchate; y ten casa de balcón con mesas de de noche, y camas de hierro con sus colchas rameadas, tan limpias como las del Rey; y ten hijos que lleven boina nueva y alpargata de suela, y niña que gaste toquilla rosa y zapatito de charol los domingos, y ten un buen anafre, y buenos felpudos para delante de las camas, y cocina de co, con papeles nuevos, y una batería que da gloria con tantismas cazoletas; y buenas láminas del Cristo de la Caña y Santa Bárbara bendita, y una cómoda llena de ropa blanca; y pantallas con flores, y hasta máquina de coser que no sirve, pero encima de ella pones la pila de Semanas; ten también muchos amigos y vecinos buenos, y las grandes casas de acá, con señores que por verte inválido te dan barreduras del almacén de azúcar, y papelaos del café de la moca, y de arroz de tres pasadas; ten también metimiento con las señoras de la Conferencia, para que te paguen la casa o la cédula, y den plancha de fino a tu mujer... ten eso y más, y más, Eliseo...

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