La Pimpinela Escarlata - Baronesa de Orczy

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Libro de la epoca de la revolucion francesa

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Baronesa de Orczy

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IPARIS, SEPTIEMBRE DE 1792

Una muchedumbre enfurecida,hirviente y vociferante de seres que sólode nombre eran humanos, pues a la vistay al oído no parecían sino bestiassalvajes, animados por las bajaspasiones, la sed de venganza y el odio.La hora, un poco antes del crepúsculo, yel lugar, la barricada del Oeste, elmismo sitio en que, una década después,un orgulloso tirano erigiría unmonumento imperecedero a la gloria dela nación y a su propia vanidad.

Durante la mayor parte del día laguillotina había desempeñado suespantosa tarea: todo aquello de lo queFrancia se había jactado en los siglos

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pasados, apellidos ancestrales y sangreazul, pagaba tributo a su deseo delibertad y fraternidad. Que a últimashoras de la tarde hubiera cesado lacarnicería únicamente se debía a que lagente tenía otros espectáculos másinteresantes que presenciar, un pocoantes de que cayera la noche y secerraran definitivamente las puertas dela ciudad.

Y por eso, la muchedumbreabandonó precipitadamente la Place dela Gréve y se dirigió a las distintasbarricadas para asistir a aquelespectáculo tan divertido.

Podía verse todos los días, porque¡aquellos aristócratas eran tanestúpidos! Naturalmente, eran traidores

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al pueblo, todos ellos: hombres ymujeres, y hasta los niños quedescendían de los grandes hombres quehabían cimentado la gloria de Franciadesde la época de las Cruzadas, la viejanoblesse. Sus antepasados habían sidolos opresores del pueblo, lo habíanaplastado bajo los tacones escarlata desus delicados zapatos de hebilla y, derepente, el pueblo se había hecho dueñode Francia y aplastaba a sus antiguosamos –no bajo los tacones, porque lamayoría de la gente iba descalza enaquellos tiempos–, sino bajo un pesomás eficaz, el de la cuchilla de laguillotina.

Y cada día, cada hora, elrepugnante instrumento de tortura

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reclamaba múltiples víctimas: ancianos,mujeres jóvenes, niños pequeños, hastael día en que reclamara también lacabeza de un rey y de una hermosa yjoven reina.

Pero así debía ser, ¿acaso no era elpueblo el soberano de Francia? Todoaristócrata era un traidor, como lohabían sido sus antepasados. El pueblosudaba y trabajaba y se moría de hambredesde hacía doscientos años paramantener el lujo y la extravagancia deuna corte libidinosa; ahora, losdescendientes de quienes habíancontribuido al esplendor de aquellascortes tenían que esconderse para salvarla vida, escapar si querían evitar latardía venganza de un pueblo.

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Y, efectivamente, intentabanesconderse, e intentaban escapar; en esoradicaba precisamente la gracia delasunto. Todas las tardes, antes de que secerraran las puertas de la ciudad y deque los carros del mercado desfilaranpor las distintas barricadas, algúnaristócrata estúpido trataba de librarsede las garras del Comité de SaludPública. Con diversos disfraces, bajodistintos pretextos, intentaban cruzar lasbarreras, bien protegidas por losciudadanos soldados de la República.Hombres con ropas de mujer, mujerescon atuendo masculino, niñosdisfrazados con harapos de mendigo.Los había de todos los tipos: antiguoscondes, marqueses, incluso duques que

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querían huir de Francia, llegar aInglaterra o a otro maldito país, y allídespertar sentimientos contrarios a lagloriosa Revolución, o formar unejército con el fin de liberar a losdesgraciados prisioneros que antes sellamaban a sí mismos soberanos deFrancia.

Pero casi siempre los cogían alllegar a las barricadas, sobre todo en laPuerta del Oeste, vigilada por elsargento Bibot, que poseía un olfatoprodigioso para descubrir a losaristócratas, aunque fueranperfectamente disfrazados. Y,naturalmente, era entonces cuandoempezaba la diversión. Bibot observabaa su presa como el gato observa al ratón;

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jugueteaba con ella, a veces durante uncuarto de hora; simulaba que se dejabaengañar por el disfraz, las pelucas y losefectos teatrales que ocultaban laidentidad de un antiguo marqués o unconde.

¡Ah! Bibot tenía un gran sentido dehumor, y merecía la pena acercarse a labarricada del Oeste para verle cuandosorprendía a un aristócrata en elmomento en que intentaba escapar a lavenganza de su pueblo.

A veces, Bibot permitía a suvíctima traspasar las puertas, le dejabacreer al menos durante dos minutos quede verdad había huido de París, queincluso lograría llegar sana y salva aInglaterra; pero cuando el pobre

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desgraciado había recorrido unos diezmetros hacia la tierra de la libertad,Bibot enviaba a dos de sus hombresdetrás de él y lo traían despojado de sudisfraz.

¡Ah, qué gracioso era aquello!Pues, con mucha frecuencia, el fugitivoresultaba ser una mujer, una orgullosamarquesa que ponía una expresiónterriblemente cómica al comprender quehabía caído en las garras de Bibot,sabiendo que al día siguiente leesperaba un juicio sumarísimo y, acontinuación, el cariñoso abrazo deMadame Guillotina.

No es de extrañar que aquellahermosa tarde de septiembre lamuchedumbre que rodeaba a Bibot

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estuviese impaciente y excitada. La sedde sangre aumenta cuando se satisface, ynunca se llega a saciar: aquel día, lamultitud había visto caer cien cabezasnobles bajo la guillotina y queríacerciorarse de que vería caer otras ciena la mañana siguiente.

Bibot estaba sentado sobre un tonelvacío, junto a las puertas; tenía bajo sumando un pequeño destacamento deciudadanos soldados. Ultimamente sehabía multiplicado el trabajo. Aquellosmalditos aristócratas estabanaterrorizados y hacían todo lo posiblepor salir de París: hombres, mujeres yniños cuyos antepasados, aun en épocasremotas, habían servido a los traidoresBorbones eran también traidores y

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debían servir de pasto a la guillotina.Cada día Bibot tenía la satisfacción dedesenmascarar a unos cuantosmonárquicos fugitivos y de hacerlosvolver para que los juzgara el Comité deSalud Pública, que estaba presidido porel ciudadano Fouicquier Tinville, unbuen patriota.

Robespierre y Danton habíanfelicitado a Bibot por su celo, y Bibotestaba orgulloso de haber enviado a laguillotina al menos a cincuentaaristócratas por iniciativa propia.

Pero aquel día todos los sargentosde las distintas barricadas habíanrecibido órdenes especiales.Ultimamente, un elevado número dearistócratas había logrado escapar de

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Francia y llegar a Inglaterra sanos ysalvos. Corrían extraños rumores sobreaquellas fugas; se habían hecho muyfrecuentes y extraordinariamente osadas,y la gente empezaba a pensar cosasraras. El sargento Grospierre habíaacabado en la guillotina por haberdejado que una familia entera dearistócratas escapara por la Puerta delNorte ante sus mismísimas narices.

Todo el mundo decía que aquellasfugas las organizaba una banda deingleses de una osadía increíble que, porel simple deseo de meterse en asuntosque no les concernían, dedicaban sutiempo libre a arrebatar a MadameGuillotina las víctimas que en justicia leestaban destinadas. Estos rumores

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pronto adquirieron unos tintes absurdos.No cabía duda de que existía una bandade ingleses entrometidos; además, sedecía que la dirigía un hombre de unvalor y una audacia poco menos quefabulosos. Circulaban extrañas historiasque aseguraban que tanto él como losaristócratas a los que rescataba sehacían invisibles repentinamente alllegar a las puertas de la ciudad y quelas traspasaban por mediossobrenaturales.

Nadie había visto a aquellosmisteriosos ingleses, y en cuanto a sujefe, nunca se hablaba de él sin unescalofrío supersticioso. En eltranscurso del día, el ciudadanoFoucquier Tinville recibía un trozo de

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papel de procedencia desconocida; aveces lo encontraba en un bolsillo de lachaqueta; en otras ocasiones se loentregaba alguien de entre la multitud,mientras se dirigía a la reunión delComité de Salud Pública. La notasiempre contenía una breve advertenciade que la banda de inglesesentrometidos estaba en acción, ysiempre iba firmada con un emblema enrojo, una florecilla en forma de estrella,que en Inglaterra se llama pimpinelaescarlata. Al cabo de unas horas dehaber recibido la desvergonzada nota,los ciudadanos del Comité de SaludPública se enteraban de que unoscuantos monárquicos y aristócratashabían logrado llegar a la costa y se

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dirigían a Inglaterra.Se había duplicado el número de

guardias en las puertas de la ciudad, sehabía amenazado con la guillotina a lossargentos al mando y se ofrecíancuantiosas recompensas por la capturade aquellos atrevidos y descaradosingleses. Se había prometido una sumade cinco mil francos a quien atrapara almisterioso y escurridizo PimpinelaEscarlata.

Todos pensaban que Bibot seríaesa persona, y él dejaba que estacreencia cobrase fuerza en la mente detodos; y así, día tras día, la gente iba averlo a la Puerta del Oeste para estarpresente cuando atrapase a losaristócratas fugitivos a los que

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acompañase el misterioso inglés.–¡Bah! –dijo Bibot a su cabo de

confianza–, ¡El ciudadano Grospierreera un imbécil! Si hubiera sido yo quienhubiera estado en la Puerta del Norte lasemana pasada...

El ciudadano Bibot escupió en elsuelo para expresar su desprecio por laestupidez de su camarada.

–¿Cómo ocurrió, ciudadano? –preguntó el cabo.

–Grospierre estaba en la puerta, deguardia – contestó Bibot con ademánampuloso, mientas la multitud lorodeaba, escuchando con interés surelato–. Todos hemos oído hablar de eseinglés entrometido del malditoPimpinela Escarlata. No pasará por mi

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puerta, ¡morbleu!, a menos que sea elmismísimo diablo. Pero Grospierre eraimbécil. Los carros del mercadopasaban por las puertas; había unocargado de barriles, conducido por unviejo, con un niño a su lado. Grospierreestaba un poco borracho, pero se creíamuy listo. Miró dentro de los barriles –al menos en la mayoría– y, como vio queestaban vacíos, dejó pasar al carro.

Un murmullo de ira y despreciocirculó por el grupo de pobres diablosharapientos que se arremolinaban entorno al ciudadano Bibot.

–Media hora más tarde –prosiguióel sargento– aparece un capitán de laguardia con un escuadrón de docesoldados. «¿Ha pasado un carro por

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aquí?», le pregunta jadeante aGrospierre, «Sí», contesta Grospierre,«no hace ni media hora». «¡Y les hasdejado escapar!», grita furioso elcapitán. «¡Irás a la guillotina por esto,ciudadano sargento! ¡En ese carro ibanescondidos el duque de Chalis y toda sufamilia!» «¿Qué?», bramó Grospierre,pasmado. «¡Sí! ¡Y el conductor era nimás ni menos que ese maldito inglés,Pimpinela Escarlata!»

La multitud acogió el relato con unrugido de indignación. El ciudadanoGrospierre había pagado su terribleerror con la guillotina, pero, ¡quéestúpido! ¡Qué estúpido!

Bibot se rió tanto de sus propiaspalabras que tardó un rato en poder

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continuar.–«¡Tras ellos, soldados!», gritó el

capitán – dijo al cabo de unos minutos–.«¡Acordaos de la recompensa! ¡Trasellos! ¡No pueden haber llegado muylejos!» Y a continuación cruzó la puerta,seguido por una docena de hombres.

–¡Pero ya era demasiado tarde! –exclamó con excitación lamuchedumbre.

–¡No los alcanzaron!–¡Maldito sea ese Grospierre por

su estupidez!–¡Recibió su merecido!–¡A quién se le ocurre no examinar

los barriles como es debido!Pero aquellos comentarios parecían

divertir extraordinariamente a Bibot; rió

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hasta que le dolieron los costados y lerodaron las lágrimas por las mejillas.

–¡No, no! –dijo al fin–. ¡Si losaristócratas no iban en el carro, y elconductor no era Pimpinela Escarlata!

–¿Cómo?–¡Cómo que no! ¡El capitán de la

guardia era ese maldito inglésdisfrazado, y todos los soldados,aristócratas!

En esta ocasión, la gente no dijonada; aquella historia tenía un airesobrenatural, y aunque la Repúblicahabía abolido a Dios, no habíaconseguido aniquilar el temor a losobrenatural en el corazón del pueblo.Verdaderamente, aquel inglés debía serel mismísimo diablo.

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El sol se hundía por el oeste. Bibotse dispuso a cerrar las puertas.

–En avant los carros –dijo.Había unos doce carros cubiertos

en fila, dispuestos para abandonar laciudad con el fin de recoger losproductos del campo que se venderíanen el mercado a la mañana siguiente.Bibot los conocía a casi todos, puestraspasaban la puerta que estaba a sucargo dos veces al día, cuando entrabany salían de la ciudad. Hablaba con unpar de conductores –mujeres en sumayoría– y examinaba minuciosamenteel interior de los vehículos.

–Nunca se sabe –decía siempre–, yno voy a dejarme sorprender como leocurrió al imbécil de Grospierre.

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Las mujeres que conducían loscarros solían pasar el día en la Place dela Gréve, bajo la tarima de la guillotina,tejiendo y chismorreando mientrascontemplaban las filas de carretas quetransportaban a las víctimas que elReinado del Terror reclamabadiariamente. Era muy entretenido ver lallegada de los aristócratas a larecepción de Madame Guillotina, y lossitios junto a la tarima estaban muysolicitados. Durante el día, Bibot habíaestado de guardia en la Place.Reconoció a la mayoría de aquellasbrujas, las tricoteuses, como se lasllamaba, que pasaban horas enterastejiendo, mientras bajo la cuchilla caíauna cabeza tras otra, y en muchas

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ocasiones les salpicaba la sangre deaquellos malditos aristócratas.

–¡Hé, la mére! –le dijo Bibot a unade aquellas horribles brujas–. ¿Quéllevas ahí?

Ya la había visto antes, con sulabor de punto y el látigo del carro allado. La vieja había atado una hilera decabellos rizados al mango del látigo, detodos los colores, desde el dorado alplateado, rubios y oscuros, y losacarició con sus dedos enormes yhuesudos mientras respondía riendo aBibot:

–Me he hecho amiga del amante deMadame Guillotina –dijo, emitiendo unarisotada grosera–. Los fue cortandomientras rodaban las cabezas para

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dármelos. Me ha prometido que mañaname dará más, pero no sé si estaré en elsitio de siempre.

–¡Ah! ¿Y cómo es eso, la mére? –preguntó Bibot, que, aun siendo soldadoendurecido, no pudo evitar unestremecimiento ante aquella repulsivacaricatura de mujer, con su repugnantetrofeo en el mango del látigo.

–Mi nieto tiene la viruela –respondió señalando con el pulgar haciael interior del carro–. Algunos dicen quees la peste. Si es así, mañana no medejarán entrar en París.

Al oír la palabra viruela, Bibotretrocedió inmediatamente, y cuando lavieja habló de la peste, se apartó de ellacon la mayor rapidez posible.

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–¡Maldita seas! –murmuró, y lamultitud se apresuró a alejarse delcarro, que quedó solo en medio de laplaza.

La vieja bruja se echó a reír.–¡Maldito seas tú, ciudadano, por

tu cobardía! –dijo– ¡Bah! ¡Vaya unhombre, que tiene miedo a laenfermedad!

–¡Morbleu! ¡La peste!Todos se quedaron espantados, en

silencio, horrorizados por el odiosomal, lo único que aún era capaz deinspirar temor y asco a aquellos seressalvajes y embrutecidos.

–¡Largaos, tú y tu prole apestada! –gritó Bibot con voz ronca.

Y, tras soltar otra risotada, la vieja

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fustigó su flaco rocín y el carro traspasóla puerta. El incidente había estropeadola tarde. A la gente le horrorizabanaquellas dos maldiciones, las dosenfermedades que nada podía curar yque eran precursoras de una muerteespantosa y solitaria. Todos sedispersaron por los alrededores de labarricada, silenciosos y taciturnos,mirándose unos a otros con recelo,evitando el contacto instintivamente, porsi la peste ya rondaba entre ellos. Derepente, como en la historia deGrospierre, apareció un capitán de laGuardia. Pero Bibot lo conocía y nocabía la posibilidad de que fuera elastuto inglés disfrazado. –Una vieja quedijo que su nieto tenía la peste...

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–Sí...–¿No los habrá dejado pasar?–¡Morbleu! –exclamó Bibot, cuyas

mejillas se habían puesto repentinamenteblancas de miedo.

–En ese carro iba la condesa deTournay y sus dos hijos, los trestraidores y condenados a muerte.

–Pero, ¿y el conductor? –balbuceóBibot al tiempo que un estremecimientode superstición le recorría la columnavertebral.

–¡Sacré tonnerre! –exclamó elcapitán–. ¡Pero si se teme que fuera esemaldito inglés, Pimpinela Escarlata!

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II

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DOVER, EN LA POSADA «THEFISHERMAN'S REST»

En la cocina, Sally estaba muyatareada; sartenes y cacerolas sealineaban en el gigantesco fogón, elenorme perol del caldo estaba en unaesquina y el espetón daba vueltas conlentitud y parsimonia, presentandoalternativamente a la lumbre cada ladode una pierna de vaca de noblesproporciones. Las dos jóvenes pinchestrajinaban sin cesar, deseosas de ayudar,acaloradas y jadeantes, con las mangasde la blusa de algodón bien subidas porencima de sus codos rollizos, emitiendorisitas sofocadas por alguna broma quesólo ellas conocían cada vez que la

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señorita Sally les volvía la espalda. Yla vieja Jamima, de ademán impasible ysólida mole, no paraba de refunfuñar envoz baja, mientras removíametódicamente el perol del caldo sobrela lumbre.

–¡Venga, Sally! –se oyó gritar en elsalón con acento alegre, si bien nodemasiado melodioso.

–¡Ay, Dios mío! –exclamó Sally,riendo de buen humor–. Pero, ¿se puedesaber qué quieren ahora?

–Pues cerveza –refunfuñó Jamima–.No pensarás que Jimmy Pitkin se va aconformar con un jarro, ¿no?

–El que también parecía traermucha sed era el señor Harry –intervinoMartha, una de las pinches, sonriendo

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bobaliconamente, y al encontrarse susojos negros y brillantes como elazabache con los de su compañera, lasdos muchachas empezaron a soltarrisitas ahogadas.

Sally pareció enfadarse unosmomentos, y se frotó pensativamente lasmanos contra sus bien formadas caderas.Saltaba a la vista que ardía en deseos deplantar las palmas en las mejillassonrosadas de Martha, pero prevaleciósu buen carácter y, torciendo el gesto yencogiéndose de hombros, centró suatención en las patatas fritas.

–¡Venga, Sally! ¡Ven aquí, Sally!Y un coro de jarros de peltre

golpeados por manos impacientes contralas mesas de roble del salón acompañó

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los gritos que reclamaban a la lozanahija del posadero.

–¡Sally! –gritó una voz másinsistente que las demás–. ¿Es quepiensas tardar toda la tarde en traernosesa cerveza?

–Ya podría llevársela padre –murmuró Sally, mientras Jamima,flemática y sin hacer el menorcomentario, cogía un par de jarrascoronadas de espuma del estante yllenaba varios jarros de peltre con lacerveza casera que había hecho famosaa «The Fisherman's Rest» desde laépoca del rey Charles–. Sabe que aquítenemos mucho trabajo.

–Tu padre ya tiene bastante condiscutir de política con el señor

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Hempseed para preocuparse de ti y de lacocina –refunfuñó Jamima en vozinaudible.

Sally fue hasta el espejito quecolgaba en un rincón de la cocina; sealisó apresuradamente el pelo y secolocó la cofia de volantes sobre susoscuros rizos de la forma que más lefavorecía; después cogió los jarros porlas asas, tres en cada una de sus manosfuertes y morenas y, riendo yrefunfuñando, ruborizada, los llevó alsalón.

Allí no había el menor indicio deltrajín y la actividad que manteníanocupadas a las cuatro mujeres en lacocina.

El salón «The Fisherman's Rest» es

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en la actualidad una sala deexposiciones. A finales del siglo XVIII,en el año de gracia de 1792, aún nohabía adquirido la fama e importanciaque los cien años siguientes y la locurade la época le otorgarían. Pero inclusoentonces era un lugar antiguo, pues lasvigas de roble ya estaban ennegrecidaspor el paso del tiempo, al igual que losasientos artesonados con sus respaldoselevados y las largas mesas enceradasque había entre medias, en las queinnumerables jarros de peltre habíandejado fantásticos dibujos de anillos devarios tamaños. En la ventana decristales emplomados, situada a granaltura, una hilera de macetas de geraniosescarlatas y espuelas de caballero

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azules daban una brillante nota de coloral entorno apagado de roble.

Que el señor Jellyband, propietariode The Fisherman’s Rest , de Dover, eraun hombre próspero era algo que elobservador más distraído podía apreciarinmediatamente. El peltre de loshermosos aparadores antiguos y el cobreque reposaba en la gigantesca chimenearesplandecían como la plata y el oro; elsuelo de baldosas rojas brillaba tantocomo el geranio de color escarlata sobreel alféizar del ventanal, y todo aquellodemostraba que sus sirvientes erannumerosos y buenos, que la clientela eraconstante y que reinaba el ordennecesario para mantener el salón conelegancia y limpieza en grado sumo.

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Cuando entró Sally, riendo a pesardel ceño fruncido y mostrando una hilerade dientes de un blanco deslumbrante,fue recibida con vítores y aplausos.

–¡Vaya, aquí está Sally! ¡Vamos,Sally! ¡Un hurra por la guapa Sally!

–Creía que te habías quedado sordaen esa cocina –murmuró Jimmy Pitkin,pasándose el dorso de la mano por loslabios, que estaban resecos.

–¡Vale, vale! –exclamó Sallyriendo, mientras depositaba los jarrosde cerveza sobre las mesas–. ¡Pero quéprisas tienen ustedes! ¡Su pobre abuelamuriéndose y a usted lo único que leinteresa es seguir bebiendo! ¡Nuncahabía visto tanta bulla!

Un coro de alegres risas subrayó la

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broma, lo que dió a los allí presentestema para múltiples chistes durantebastante tiempo. Sally no parecía tenerya tanta prisa para volver con suscacerolas y sus sartenes. Un joven depelo rubio y rizado y ojos azulesbrillantes y vivaces acaparaba toda laatención y todo el tiempo de lamuchacha, mientras corrían de boca enboca chistes bastante subidos de tonosobre la abuela ficticia de Jimmy Pitkin,mezclados con densas nubes de acrehumo de tabaco.

De cara a la chimenea, con laspiernas muy separadas y una larga pipade arcilla en la boca, estaba elposadero, el honrado señor Jellyband,propietario de The Fisherman’s Rest ,

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como lo había sido su padre, y tambiénsu abuelo y su bisabuelo. De tipogrueso, carácter jovial y calvicieincipiente, el señor Jellyband era sinduda el típico inglés de campo deaquella época, la época en que nuestrosprejuicios insulares se encontraban en suapogeo, en que, para un inglés, ya fueranoble, terrateniente o campesino, todo elcontinente europeo era el templo de lainmoralidad y el resto del mundo unatierra sin explotar llena de salvajes ycaníbales.

Allí estaba el honrado posadero,bien erguido sobre sus fuertes piernas,fumando su pipa, ajeno a los de supropio país y despreciando cuantoviniera de fuera. Llevaba chaleco

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escarlata, con brillantes botones delatón, calzones de pana, medias grisesde estambre y elegantes zapatos dehebilla, prendas típicas quecaracterizaban a todo posadero británicoque se preciase en aquellos tiempos, ymientras la hermosa Sally, que erahuérfana, hubiera necesitado cuatropares de manos para atender a todo eltrabajo que recaía sobre sus bienformados hombros, el honrado Jellybanddiscutía sobre la política de todas lasnaciones con sus huéspedes másprivilegiados.

En el salón, iluminado por doslámparas resplandecientes que colgabande las vigas del techo, reinaba unambiente sumamente alegre y acogedor.

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Por entre las densas nubes de humo detabaco que se amontonaban en todos losrincones se distinguían las caras de losclientes del señor Jellyband, coloradas yagradables de ver, y en buenasrelaciones entre ellos, con su anfitrión ycon el mundo entero. Por toda lahabitación resonaban las carcajadas queacompañaban las conversaciones,amenas si bien no muy elevadas,mientras que las continuas risitas deSally daban testimonio del buen uso queel señor Harry Waite hacía del escasotiempo que la muchacha parecíadispuesta a dedicarle.

La mayoría de las personas quefrecuentaban el salón del señorJellyband eran pescadores, pero todo el

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mundo sabe que los pescadores siempretienen sed; la sal que respiran cuandoestán en el mar explica el hecho de quesiempre tengan la garganta seca cuandoestán en tierra. Pero The Fisherman’sRe s t era algo más que un lugar dereunión para aquellas gentes sencillas.La diligencia de Londres y Dover salíadiariamente de la posada, y los viajerosque cruzaban el canal de la Mancha ylos que iniciaban el «gran viaje» estabanfamiliarizados con el señor Jellyband,sus vinos franceses y sus cervezascaseras.

Era casi finales de septiembre de1792, y el tiempo, que durante todo elmes había sido bueno y soleado, habíaempeorado bruscamente. En el sur de

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Inglaterra la lluvia caía torrencialmentedesde hacía dos días, contribuyendo engran medida a destruir todas lasposibilidades que tenían las manzanas,peras y ciruelas de convertirse en frutasrealmente buenas, como Dios manda. Enesos momentos, la lluvia azotaba lasventanas y descendía por la chimenea,produciendo un alegre chisporroteo enel fuego de leña que ardía en el hogar.

–¡Madre mía!–¿Ha visto usted que septiembre

más pasado por agua tenemos, señorJellyband? –preguntó el señorHempseed.

El señor Hempseed ocupaba uno delos asientos que había junto a lachimenea, porque era una autoridad y un

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personaje no sólo en The Fisherman’sRest, donde el señor Jellyband siemprelo elegía como contrincante para susdiscusiones de política, sino en todo elbarrio, en el que su cultura y, sobretodo, sus conocimientos de las SagradasEscrituras despertaban profundo respetoy admiración. Con una mano hundida enel amplio bolsillo de sus calzones depana, ocultos bajo una levitaprofusamente adornada y muy gastada, yla otra sujetando la larga pipa de arcilla,el señor Hempseed miraba condesánimo hacia el otro extremo de lahabitación, contemplaba los riachuelosde agua que se escurrían por loscristales de la ventana.

–No –respondió sentenciosamente

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el señor Jellyband–. No he visto cosaigual, señor Hempseed, y llevo aquícerca de sesenta años.

–Sí, pero no se acordará usted delos tres primeros años de esos sesenta,señor Jellyband –replicó pausadamenteel señor Hempseed–. Nunca he visto aun niño que se fije mucho en el tiempo,ni aquí ni en ninguna parte, y yo llevoviviendo aquí hace casi setenta y cincoaños, señor Jellyband.

La superioridad de esterazonamiento era tan irrefutable que porunos momentos el señor Jellyband nopudo dar rienda suelta a su habitualfluidez verbal.

–Más parece abril que septiembre,¿verdad? –prosiguió el señor

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Hempseed, tristemente, en el momentoen que una andanada de gotas de lluviacaía chisporroteando sobre el fuego.

–¡Sí que lo parece! –asintió elhonrado posadero–, pero es lo que yodigo, señor Hempseed, ¿qué se puedeesperar con un gobierno como elnuestro?

El señor Hempseed movió lacabeza, dando a entender que compartíaaquella opinión, temperada por unaprofunda desconfianza en el clima y elgobierno británicos.

–Yo no espero nada, señorJellyband –dijo– . En Londres no tienenen cuenta a los pobres como nosotros,eso lo sabe todo el mundo, y yo no sueloquejarme, pero una cosa es una cosa y

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otra que caiga tanta agua en septiembre,que tengo toda la fruta pudriéndoseme ymuriéndoseme, como el primogénito delas madres egipcias, y sin servir demucho más que ellas, a no ser a unpuñado de judíos buhoneros y de gentespor el estilo, con esas naranjas y esasfrutas extranjeras del diablo que nocompraría nadie si estuvieran en sazónlas manzanas y peras inglesas. Comodicen las Sagradas Escrituras...

–Tiene usted mucha razón, señorHempseed –le interrumpió Jellyband–, yes lo que yo digo, ¿qué se puedeesperar? Esos demonios de francesesdel otro lado del canal están venga amatar a su rey y a sus nobles y, mientrastanto, el señor Pitt, el señor Fox y el

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señor Burke peleando y riñendo paradecidir si los ingleses debemospermitirles que sigan haciendo de lassuyas. «¡Que los maten!», dice el señorPitt. «¡Hay que impedírselo!», dice elseñor Burke.

–Pues lo que yo digo es quedebernos dejar que los maten, y que sevayan al diablo –replicó el señorHempseed con vehemencia, pues no leagradaban las ideas políticas de suamigo Jellyband, que siempre acababametiéndose en honduras y le dejabapocas oportunidades para expresar lasperlas de sabiduría que le habían hechomerecer de tan buena fama en el barrio yde tantos jarros de cerveza gratis en TheFisherman’s Rest.

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–Que los maten –repitió–, pero queno llueva tanto en septiembre, porqueeso va contra la ley de las SagradasEscrituras, que dicen...

–¡Madre mía, qué susto me ha dadousted, señor Harry!

Fue mala suerte para Sally y supretendiente que la muchachapronunciara estas palabras en el precisoinstante en que el señor Hempseedtomaba aliento para declamar uno de lospasajes de las Sagradas Escrituras quele habían hecho famoso, porquedesencadenaron sobre su bonita cabezala terrible cólera de su padre.

–¡Vamos, Sally, hija, ya está bien!–dijo el señor Jellyband, intentandoimprimir un gesto de mal humor a su

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benévolo rostro–. Deja de tontear conesos mequetrefes y ponte a trabajar.

–El trabajo va bien, padre,Pero el tono del señor Jellyband

era imperioso. En los planes que habíatrazado para la lozana muchacha, suúnica hija, que cuando Dios así lodispusiera pasaría a ser la propietariad e The Fisherman's Rest, no entrabaverla casada con uno de aquellosjovenzuelos que apenas ganabansuficiente para vivir con la red.

–¿No has oído lo que te he dicho,muchacha? –insistió en aquel tono devoz pausado que nadie se atrevía adesobedecer en la posada. Prepara lacena de lord Tony, porque si no teesmeras y no queda satisfecho, verás lo

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que te espera. ¿Entendido?Sally obedeció a regañadientes.–¿Es que espera huéspedes

especiales esta noche, señor Jellyband?–preguntó Jimmy Pitkin, intentandolealmente apartar la atención delhonrado posadero de las circunstanciasque habían provocado la salida de Sallyde la habitación.

–¡Así es! –contestó el señorJellyband–. Son amigos de lord Tony.Duques y duquesas del otro lado delcanal a quienes el joven señor y suamigo, sir Andrew Ffoulkes, y otrosnobles han ayudado a escapar de lasgarras de esos asesinos.

Aquello fue excesivo para laquejumbrosa filosofía del señor

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Hempseed.–¡Pero bueno! –exclamó–. Lo que

yo digo es, ¿por qué lo hacen? No megusta meterme en los asuntos de otrasgentes. Como dicen las SagradasEscrituras...

–Lo que pasa, señor Hempseed –leinterrumpió el señor Jellyband, conmordaz sarcasmo–, es que, como ustedes amigo personal del señor Pitt, a lomejor piensa igual

que el señor Fox: «¡Que losmaten!» –Perdone, señor Jellyband –protestó débilmente el señorHempseed–, pero yo no...

Mas el señor Jellyband al fin habíaconseguido montar su caballo de batallafavorito y no tenía la menor intención de

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apearse de él.–O a lo mejor es que se ha hecho

usted amigo de alguno de esos francesesque, según cuentan, han venido aquí conel propósito de convencernos a losingleses de que hacen bien en serasesinos.

–No sé qué quiere decir, señorJellyband –

replicó el señor Hempseed–. Yo loúnico que sé es que...

–Lo único que yo sé –manifestó elposadero en voz muy alta– es que miamigo Peppercorn, que es el dueño de laposada del Blue–Faced Boar, inglésleal y auténtico donde los haya, mireusted por dónde, se hizo amigo de variosde esos comedores de ranas y los trató

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como si fueran ingleses y no un puñadode espías sinvergüenzas e inmorales, ¿yqué pasó después? Pues que ahoraPeppercorn va diciendo por ahí que silas revoluciones y la libertad están muybien y que abajo con los aristócratas,como aquí el señor Hempseed.

–Perdone, señor Jellyband –volvióa protestar débilmente el señorHempseed–, pero yo no...

El señor Jellyband se habíadirigido a todos los presentes, queescuchaban con respeto, boquiabiertos,la lista de desafueros del señorPeppercorn. En una mesa, dos clientes –caballeros a juzgar por sus ropas–habían abandonado a medio terminar unapartida de dominó y llevaban un rato

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escuchando, a todas luces con granregocijo, las opiniones del señorJellyband sobre asuntos internacionales.Uno de ellos, con una media sonrisasarcástica en las comisuras de susinquietos labios, se volvió hacia elcentro de la habitación, donde seencontraba el señor Jellyband, queseguía de pie.

–Mi querido amigo –dijopausadamente–, al parecer usted creeque estos franceses, estos espías, comolos llama usted, son unos tipos muylistos, pues han puesto boca abajo, si seme permite la expresión, las ideas de suamigo el señor Peppercorn. Según usted,¿cómo lo han conseguido?

–¡Hombre! Pues supongo que

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hablando con él y convenciéndole.Según he oído decir, esos francesestienen un pico de oro, y aquí el señorHempseed puede decirle que soncapaces de liar al más pintado.

–¿Es eso cierto, señor Hempseed?–preguntó el desconocido cortésmente.

–¡No, señor! –contestó el señorHempseed, muy irritado–. No puedodarle la información que me pide usted.

–Entonces, mi buen amigo,confiemos en que estos espías tan listosno logren cambiar sus opiniones, queson tan leales.

Pero aquellas palabras fueronexcesivas para la ecuanimidad del señorJellyband. Le sobrevino un ataque derisa que al poco corearon cuantos se

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sentían obligados a seguirle la corriente.–¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! ¡Je, je, je! –

rió en todos los tonos el honradoposadero y siguió riendo hasta que ledolieron los costados y se le saltaron laslágrimas–. ¡Esta sí que es buena! ¿Lohan oído ustedes? ¿Hacerme cambiar amí de opinión? Que Dios le bendiga,señor, pero dice usted cosas muy raras.

–Bueno, señor Jellyband, ya sabelo que dicen las Sagradas Escrituras –intervino el señor

Hempseed sentenciosamente–:«Que aquel que está de pie pongacuidado para no caer. »

–Pero tenga usted en cuenta unacosa, señor Hempseed –replicó el señorJellyband, aún agitado por la risa–, que

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las Sagradas Escrituras no me conocíana mí. Vamos, es que no bebería ni unvaso de cerveza con uno de esosfranceses asesinos, y a mí no hay quienme haga cambiar de opinión. ¡Pero si heoído decir que esos comedores de ranasni siquiera saben hablar inglés, o seaque si alguno intenta hablarme en esajerga infernal, lo descubriría enseguida!Y como dice el refrán, hombreprevenido vale por dos.

–¡Muy bien, querido amigo! –asintió el desconocido animadamente–.Veo que es usted demasiado astuto y quepodría enfrentarse con veinte franceses.Si me concede el honor de acabar estabotella de vino conmigo, brindaré a susalud.

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–Es usted muy amable, señor –dijoel señor Jellyband, enjugándose losojos, que aún desbordaban lágrimas derisa–. Lo haré con muchísimo gusto.

El forastero llenó de vino dosvasos y, tras ofrecer uno al posadero,cogió el otro.

–Por muy ingleses y patriotas queseamos – dijo con la misma sonrisairónica que jugueteaba en las comisurasde sus delgados labios–, por muypatriotas que seamos, hemos dereconocer que al menos esto es bueno,aunque sea francés.

–¡Sí, desde luego! Eso no lo puedenegar nadie, señor –admitió el posadero.

–A la salud del mejor mesonero deInglaterra, nuestro honrado anfitrión el

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señor Jellyband – dijo el forastero envoz muy alta.

–¡Hip, hip, hurra! –replicaron todoslos parroquianos.

A continuación todos aplaudieron ygolpearon las mesas con jarros y vasospara acompañar las fuertes carcajadassin motivo concreto y las exclamacionesdel señor Jellyband.

–¡Vamos, hombre, como si a mí mepudieran convencer esos extranjerossinvergüenzas...! Que Dios le bendiga,señor, pero dice usted unas cosas muyraras.

Ante hecho tan palmario, eldesconocido asintió de buena gana. Nocabía duda de que la posibilidad de quealguien pudiera cambiar la convicción

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del señor Jellyband, profundamentearraigada, de que los habitantes de todoel continente europeo eran despreciablesera una idea completamente absurda.

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III

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LOS REFUGIADOSEn todos los rincones de Inglaterra

había un sentimiento de animadversiónhacia los franceses y su forma de actuar.Los contrabandistas y los quecomerciaban dentro de la legalidad entrelas costas francesas e inglesas traíannoticias del otro lado del canal quehacían hervir la sangre de todo ingléshonrado, y despertaban en él un deseode «darles su merecido» a aquellosasesinos que habían encarcelado a surey y a toda su familia, habían sometidoa la reina y a los infantes a infinitosultrajes y que incluso reclamaban lasangre de toda la familia de losBorbones y de sus partidarios.

La ejecución de la princesa de

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Lamballe, la encantadora y joven amigade Marie Antoinette, había llenado de unhorror indescriptible a todos loshabitantes de Inglaterra, y la ejecucióndiaria de docenas de monárquicos debuenas familias, cuyo único pecadoconsistía en llevar un apellidoaristocrático, parecían clamar venganzaante la Europa civilizada.

Pero, a pesar de todo, nadie seatrevía a intervenir. Burke había agotadosu elocuencia en intentar convencer algobierno británico de que se enfrentaraal gobierno revolucionario de Francia,pero el señor Pitt, con su habitualprudencia, no creía que su país seencontrase en condiciones deembarcarse en otra guerra complicada y

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costosa. Era Austria la que debía tomarla iniciativa; Austria, cuya hija máshermosa era ya una reina destronada,que había sido encarcelada e insultadapor una turba vociferante; y, sin duda, noera a Inglaterra a quien le correspondíalevantarse en armas –esto argumentabael señor Fox– si un grupo de francesesdecidía matar a otro.

En cuanto al señor Jellyband y losque como él pensaban, aunque juzgabana todos los extranjeros con absolutodesprecio, eran más monárquicos yantirrevolucionarios que nadie, y enaquellos momentos estaban furiosos conPitt por su precaución y su moderación,aunque, naturalmente, no comprendíanlas razones diplomáticas que guiaban la

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política de aquel gran hombre.Pero de repente, Sally entró

corriendo en la habitación, excitada ynerviosa. Los ocupantes del salón nohabían oído el ruido del exterior, pero lamuchacha había estado observando a uncaballo y su jinete que se habíandetenido a la puerta de The Fisherman’sRest, empapados y, mientras el mozo decuadra se apresuraba a atender alcaballo, la hermosa Sally fue a la puertapara dar la bienvenida al viajero.

–Creo que he visto el caballo delord Antony en el patio, padre –dijomientras cruzaba rápidamente el salón.

Pero ya habían abierto la puerta depar en par desde fuera, y al cabo deescasos segundos, un brazo cubierto de

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tela encerada y chorreando agua rodeabala cintura de la hermosa Sally, mientrasuna voz potente resonaba en las vigasenceradas del salón.

–Benditos sean sus ojos pardos porsu agudeza, mi hermosa Sally –dijo elhombre que acababa de entrar, mientrasel honrado señor Jellyband seprecipitaba hacia él con ademánanhelante y ceremonioso, como conveníaa la llegada de uno de los huéspedesmás apreciados de su establecimiento.

–¡Cielo santo, Sally! –añadió lordAntony al tiempo que depositaba unbeso en las lozanas mejillas de laseñorita Sally–. Cada día está másguapa, y a mi honrado amigo Jellybanddebe costarle trabajo alejar a los

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hombres de esa delgada cintura suya.¿No es así, señor Waite?

El señor Waite, dividido entre elrespeto que debía al aristócrata y eldesagrado que le producía esta clase debromas, se limitó a emitir un gruñidonada comprometedor.

Lord Antony Dewhurst, uno de loshijos del duque de Exeter, era en aquellaépoca el tipo perfecto del jovencaballero inglés: alto, bien formado,ancho de hombros y de expresióncordial, su risa resonaba allí donde iba.Buen deportista, animado compañero,hombre de mundo, cortés y educado, sindemasiada inteligencia que pudieraechar a perder su carácter jovial, era elpersonaje favorito de los salones

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londinenses o de las cantinas de lasposadas rurales. En The Fisherman’sR e s t todos le conocían, porque legustaba ir a Francia y siempre pasabauna noche bajo el techo del honradoJellyband en el viaje de ida o en el devuelta.

Saludó con una inclinación decabeza a Waite, Pitkin y los demáscuando por fin soltó la cintura de Sally,y se dirigió hacia el hogar paracalentarse y secarse. Mientras estohacía, lanzó una mirada rápida y algorecelosa a los dos forasteros, que habíanreanudado en silencio la partida dedominó, y durante unos segundos unaexpresión de profunda inquietud, inclusode angustia, nubló su rostro joven y

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radiante.Pero sólo durante unos segundos,

enseguida se volvió hacia el señorHempseed, que se atusabarespetuosamente la barba.

–Bueno, señor Hempseed, ¿qué talva la fruta?

–Mal, señor, mal –contestóapesadumbrado el señor Hempseed–,pero, ¿qué se puede esperar con estegobierno que protege a esos perillanesde franceses, que serían capaces dematar a los de su clase y a toda lanobleza?

–¡Cuánta razón tiene! –exclamólord Antony–. Claro que serían capaces,mi buen Hempseed, y los que tengan lamala suerte de caer en su poder, ¡adiós!

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Pero esta noche van a venir aquí unosamigos que han escapado de sus garras.

Cuando el joven pronunció estaspalabras, dio la impresión de quelanzaba una mirada desafiante a lossilenciosos forasteros del rincón.

–Gracias a usted, señor, y a susamigos, según he oído decir –dijo elseñor Jellyband.

Pero la mano de lord Antony seposó inmediatamente en el brazo deJellyband, a modo de advertencia.

–¡Silencio! –dijo en tonoimperioso, e instintivamente volvió amirar a los desconocidos.

–¡Ah, no se preocupe por ellos,señor! – replicó Jellyband–. No tema.De no haber sabido que estábamos entre

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amigos, no hubiera dicho nada. Esecaballero es un súbdito leal del reyGeorge, como usted, señor, mejorandolo presente. Hace poco que ha llegado aDover, y va a iniciar negocios aquí.

–¿Negocios? A fe mía que será unafuneraria, porque puedo asegurarle quejamás había visto un semblante tanlúgubre.

–No, mi señor, es que creo que elcaballero es viudo, lo que sin dudaexplica su expresión melancólica. Perode todos modos, es un amigo, se logarantizo. Y tendrá usted que reconocer,mi señor, que nadie puede juzgar mejorlas caras que el dueño de una posadaconocida...

–Bueno, si estamos entre amigos no

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hay ningún problema –dijo lord Antony,pues saltaba a la vista que no deseabadiscutir el asunto con su anfitrión–.Pero, dígame una cosa. No hay nadiemás hospedándose aquí, ¿verdad?

–Nadie, señor, y tampoco va avenir nadie, a no ser...

–¿A no ser qué?–Estoy seguro de que su señoría no

tendrá nada que objetar.–¿De quién se trata?–Pues van a venir sir Percy

Blakeney y su esposa, pero no sealojarán aquí...

–¿Lord Blakeney? –repitió lordAntony asombrado.

–Así es, señor. El patrón del barcode sir Percy acaba de estar aquí y me ha

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dicho que el hermano de la señorapartirá hoy para Francia en el DayDream, que es el yate de sir Percy, yque su esposa y él le acompañarán hastaaquí para despedirle. No le molesta,¿verdad, señor?

–No, no me molesta, amigo mío. Amí no me molesta nada, salvo que esacena no sea lo mejor que pueda prepararla señorita Sally y la mejor que se hayaservido nunca en The Fisherman’s Rest.

–No pase cuidado por eso, señor –replicó Sally, que durante todo estetiempo había estado preparando la mesapara la cena. Y quedó muy alegre eincitante, con un gran ramo de dalias debrillantes colores en el centro, y lasresplandecientes copas de peltre y los

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platos de porcelana azul alrededor.–¿Cuántos cubiertos pongo, señor?–Para cinco comensales, hermosa

Sally, pero que la comida sea al menospara diez... Nuestros amigos llegaráncansados, y supongo que tambiénhambrientos. Le aseguro que yo solopodría devorar una vaca entera estanoche.

–Creo que ya han llegado –dijoSally, nerviosa, pues se oía claramentela trápala de caballos y ruedas que seacercaban rápidamente.

En el salón se produjo una granconmoción. Todos sentían curiosidadpor ver a los importantes amigos de sirAntony que venían del otro lado del mar.La señorita Sally lanzó una o dos

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miradas fugaces al espejito colgado dela pared, y el honrado señor Jellybandsalió apresuradamente para ser elprimero en dar la bienvenida a susdistinguidos huéspedes. Los únicos queno participaron en la excitación generalfueron los dos forasteros del rincón.Siguieron jugando tranquilamente aldominó, y no miraron ni una sola vezhacia la puerta.

–Adelante, señora condesa, lapuerta de la derecha –dijo una vozcordial afuera.

–Efectivamente, ya han llegado –dijo lord Antony alegremente–. Vamos,mi hermosa Sally, a ver con qué rapidezsirves la sopa.

La puerta se abrió de par en par y,

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precedido por el señor Jellyband, queno cesaba de hacer reverencias ypronunciar frases de bienvenida, entróen el salón un grupo compuesto porcuatro personas, dos damas y doscaballeros.

–¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a lavieja Inglaterra! –dijo lord Antonyefusivamente, dirigiéndose al encuentrode los recién llegados con los brazosextendidos.

–Ah, usted debe ser lord AntonyDewhurst – dijo una de las damas, conmarcado acento extranjero.

–Para servirla, madame –replicólord Antony, y acto seguido besóceremoniosamente la mano de las dosseñoras.

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Después se volvió hacia loshombres y les estrechó la manocálidamente.

Sally ya estaba ayudando a lasseñoras a quitarse las capas de viaje, yambas se dirigieron, tiritando, hacia elrefulgente fuego.

Todos los parroquianos del salónse movieron. Sally entróapresuradamente en la cocina, mientrasque Jellyband, aún deshaciéndose ensaludos respetuosos, colocaba unassillas junto a la chimenea. El señorHempseed, acariciándose la barba,abandonó el asiento junto al hogar.Todos miraban con curiosidad, aunquecon deferencia, a los extranjeros.

–¡Ah, messieurs! ¡No sé qué decir!

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–exclamó la dama de más edad,tendiendo sus hermosas y aristocráticasmanos al calor de la hoguera y mirandocon inexpresable gratitud primero a lordAntony y después a uno de los jóvenesque había acompañado al grupo, y queen ese momento se despojaba de sugrueso abrigo con esclavina.

–Únicamente que se alegra de estaren Inglaterra, condesa –replicó lordAntony–, y que no ha sufrido demasiadoen esta travesía tan agotadora.

–Claro, claro que nos alegramos deestar en Inglaterra –dijo, al tiempo quesus ojos se llenaban de lágrimas–, y yahemos olvidado nuestros padecimientos.

Su voz tenía un tono musical ygrave, y el rostro hermoso y

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aristocrático, con abundantes cabellosde un blanco de nieve peinados muy porencima de la frente, a la moda de laépoca, reflejaba una gran dignidad ymúltiples sufrimientos sobrellevadosnoblemente.

–Espero que mi amigo, sir AndrewFfoulkes, haya sido un compañero deviaje entretenido, madame.

–Ah, desde luego. Sir Andrew estodo amabilidad. ¿Cómo podríamosdemostrarles nuestra gratitud mis hijos yyo, messieurs?

Su acompañante, una personilladelicada cuya expresión de cansancio ypena le daba un aire infantil y trágico,aún no había dicho nada; apartó susojos, grandes, pardos y llenos de

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lágrimas, del fuego y buscó los de sirAndrew Ffoulkes, que se había acercadoal hogar y a ella. Al encontrarse con losojos del hombre, que estaban prendidoscon una admiración palpable de aqueldulce rostro, las pálidas mejillas de lamuchacha se tiñeron levemente de uncolor más encendido.

–Así que esto es Inglaterra –dijo,mirando con curiosidad infantil el hogar,las vigas de roble, y a los parroquianoscon sus levitas adornadas y sus rostrosjoviales, rubicundos, británicos.

–Un trocito nada más,mademoiselle –replicó sir Andrew,sonriendo–, pero a su enteradisposición.

La muchacha volvió a sonrojarse,

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pero, en esta ocasión, una brillantesonrisa, dulce y fugaz, iluminó sudelicado rostro. No dijo nada, y aunquetambién sir Andrew guardó silencio,aquellos dos jóvenes se entendieronmutuamente, como ocurre con losjóvenes del mundo entero y como haocurrido desde que el mundo es mundo.

–Bueno, ¿y la cena? –intervino lordAntony en el tono jovial de costumbre–.La cena, mi querido Jellyband. ¿Dóndeestá esa hermosa mocita con la sopera?Venga, buen hombre, que mientras ustedcontempla a las damas van a desmayarsede hambre.

–¡Un momento! ¡Un momento,señor! – exclamó Jellyband abriendo lapuerta que daba a la cocina. Con voz

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potente gritó: –¡Sally! ¡Vamos, Sally!¿Está todo listo, hija?

Sally ya lo tenía todo preparado, yal cabo de unos momentos apareció enel umbral con una sopera gigantesca dela que salía una nube de vapor y unapetitoso y penetrante aroma.

–¡Gracias a Dios! ¡La cena, por fin!– exclamó lord Antony alegremente,mientras ofrecía su brazo a la condesacon galantería.

–¿Me concede el honor? –añadióceremoniosamente, y a continuación laacompañó hasta la mesa.

En el salón todo era un ir y venir;el señor Hempseed y la mayor parte delos parroquianos se habían retirado paradejar sitio a «la aristocracia» y para

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terminar de fumar sus pipas en otrolugar. Sólo los dos forasteros sequedaron, en silencio, jugandotranquilamente al dominó y bebiendovino a pequeños sorbos. En otra mesa,Harry Waite, que estaba poniéndose demal humor por momentos, observaba aSally, que trajinaba alrededor de lamesa.

La muchacha era como unapersonificación sumamente delicada dela vida rural inglesa, y no es de extrañarque el sensible joven francés no pudieraapartar los ojos de aquel hermosorostro. El vizconde de Tournay era unmuchacho imberbe de apenas diecinueveaños, en quien las terribles tragedias quetenían por escenario su país natal habían

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dejado pocas huellas. Iba vestidoelegantemente, casi con amaneramiento,y una vez a salvo en Inglaterra, saltaba ala vista que estaba dispuesto a olvidarlos horrores de la Revolución entre lasdelicias de la vida inglesa.

–Pardi! Si esto es Inglaterra –dijosin dejar de mirar a Sally con aire desatisfacción– he de decir que mecomplace.

Sería imposible reproducir laexclamación exacta que escapó por entrelos dientes apretados del señor HarryWaite. Unicamente por el respeto hacialos nobles y sobre todo hacia lordAntony mantuvo a raya el desagrado quele inspiraba el joven extranjero.

–Pues sí, esto es Inglaterra, joven

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réprobo – replicó lord Antony riendo–,y le ruego que no introduzca sus laxascostumbres extranjeras en este país tandecente.

Lord Antony ya había ocupado lacabecera de la mesa, con la condesa a suderecha. Jellyband iba de un lado a otro,llenando vasos y enderezando sillas.Sally esperaba para servir la sopa. Losamigos del señor Harry Waitefinalmente lograron sacarle de lahabitación, pues su talante era cada vezmás violento al ver la palpableadmiración que el vizconde sentía porSally.

–Suzanne –ordenó la rígidacondesa con severidad.

Suzanne volvió a sonrojarse; había

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perdido la noción del tiempo y del lugaren que se encontraba mientras secalentaba ante el fuego, permitiendo alapuesto joven inglés que solazase susojos en su dulce rostro, y que su mano seposara en la de ella, como al descuido.La voz de su madre la devolvió a larealidad una vez más, y con un dócil«Sí, mamá», fue a sentarse a la mesa.

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IV

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LA LIGA DE LA PIMPINELAESCARLATA

Formaban un grupo animado,incluso feliz, sentados en torno a lamesa: sir Andrew Ffoulkes y lordAntony Dewhurst, dos típicos caballerosingleses, apuestos, de buena cuna ybuena educación, de aquel año de graciade 1792, y la condesa francesa con susdos hijos, que acababan de escapar deterribles peligros y al fin habíanencontrado un refugio seguro en lascostas de la protectora Inglaterra.

Los dos forasteros del rincóndebían haber terminado la partida deajedrez; uno de ellos se levantó y, deespaldas al alegre grupo, se puso congran parsimonia el amplio abrigo de

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triple esclavina. Mientras estabaocupado en esta tarea, lanzó una miradarápida a su alrededor. Todos prestabanatención únicamente a reír y charlar, y elforastero murmuró las siguientespalabras: «¡Todos a salvo!». Sucompañero, con la prudencia propia deuna larga experiencia, se puso derodillas y al cabo de unos segundos sedeslizó sin ruido bajo el banco de roble.A continuación el otro forastero dijo«Buenas noches» en voz alta y abandonóen silencio el salón.

En la mesa, nadie había observadola extraña y sigilosa maniobra, perocuando el desconocido cerró la puertadel salón, todos suspiraroninconscientemente con alivio.

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–¡Al fin solos! –exclamó lordAntony en tono jovial.

El joven vizconde Tournay selevantó, con la copa en la mano, y con lacortesía y afectación propias de laépoca, la alzó y dijo en un inglésvacilante:

–Brindo por su majestad el reyGeorge III de Inglaterra. Que Dios lebendiga por la hospitalidad que nosbrinda a los pobres exiliados franceses.

–¡Por su majestad el rey! –corearonlord Antony y sir Andrew, bebiendo acontinuación a la salud del monarca.

–Por su majestad el rey Luis deFrancia – añadió sir Andrew, consolemnidad–. Que Dios lo proteja y leconceda la victoria sobre sus enemigos.

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Todos se levantaron y bebieron ensilencio. El destino del infortunado reyde Francia, prisionero por entonces desu propio pueblo, proyectó una sombraincluso en el apacible semblante delseñor Jellyband.

–Y a la salud de monsieur el condede Tournay de Basserive –dijo lordAntony animadamente–. Por que ledemos la bienvenida a Inglaterra dentrode pocos días.

–Ah, monsieur –dijo la condesa,mientras con mano levementetemblorosa se acercaba la copa a loslabios–. No me atrevo a teneresperanzas.

Pero sir Antony ya había servido lasopa, y durante los momentos siguientes

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cesó la conversación, mientrasJellyband y Sally tendían los platos, ytodos empezaron a comer.

–¡Créame, madame! –dijo lordAntony al cabo de un rato–. No he hechoeste brindis en vano. Al verse a salvo enInglaterra, junto a mademoiselleSuzanne y mi amigo el vizconde, sesentirá más tranquila respecto a la suerteque correrá monsieur el conde...

– A h , m o n s i e u r –replicó lacondesa, con un profundo suspiro–.Confío en Dios, pues lo único que puedohacer es rezar, y esperar...

–¡Bi en, madame! –intervino sirAndrew Ffoulkes–. Naturalmente quedebe confiar en Dios, pero también debecreer un poco en sus amigos ingleses,

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que han jurado traer al conde aInglaterra, como les han traído hoy austedes.

–Claro que sí, monsieur –dijo lacondesa–. Tengo absoluta confianza enusted y en sus amigos. Le aseguro que sufama se ha extendido por toda Francia.Que varios amigos míos hayan escapadode las garras de ese terrible tribunalrevolucionario es poco menos que unmilagro... Y todo gracias a usted y a susamigos...

–Nosotros sólo hemos sido simplesinstrumentos, señora condesa...

–Per o , monsieur, mi marido –prosiguió la condesa, mientras laslágrimas contenidas velaban su voz–, seencuentra en una situación tan

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peligrosa... No lo hubiera dejado, pero...ha sido por mis hijos... Estaba divididaentre mi deber hacia él y hacia mishijos. Ellos se negaron a venir sin mí... yusted y sus amigos me juraronsolemnemente que mi marido estaría asalvo. Pero ahora que estoy aquí, entretodos ustedes, en esta Inglaterra tanhermosa y libre... pienso en él, teniendoque huir para salvar la vida, acosadocomo un pobre animal... pasando porpeligros tan terribles... ¡Ah! No deberíahaberlo dejado... ¡No debería haberlodejado!

La pobre mujer se desmoronó porcompleto; el cansancio, la aflicción y laemoción se adueñaron de su porte rígidoy aristocrático. Lloraba en silencio, y

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Suzanne corrió hacia ella e intentó secarsus lágrimas con besos.

Lord Antony y sir Andrew nointerrumpieron a la condesa mientrashablaba. No cabía duda de que leprofesaban un profundo afecto; susilencio así lo testimoniaba, pero, desdesiempre, desde que Inglaterra es lo quees, el inglés se siente un pocoavergonzado de sus emociones ysentimientos de simpatía. Por eso, losdos jóvenes no dijeron nada y seempeñaron en disimular sussentimientos, pero sólo consiguieronadoptar una expresión deinconmensurable timidez.

–Por lo que a mí respecta,monsieur – intervino de repente

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Suzanne, mirando a sir Andrew porentre sus abundantes rizos castaños–,confío plenamente en usted, y sé quetraerá a mi querido padre a Inglaterracomo nos ha traído a nosotros.

Pronunció estas palabras con talconfianza, con tal esperanza, que losojos de su madre se secaron como porarte de magia, y una sonrisa asomó a loslabios de todos.

–¡Me avergüenza usted,mademoiselle! – replicó sir Andrew–.Aunque mi vida está a su disposición, yono he sido más que un humildeinstrumento en manos de nuestro jefe,que organizó y llevó a cabo su fuga.

Habló con tal vehemencia y calorque los ojos de Suzanne se clavaron en

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él con mal disimulada sorpresa.–¿Su jefe, monsieur? –repitió

asombrada la condesa–. ¡Ah, claro! Esnormal que tengan un jefe, pero no se mehabía ocurrido. Pero, dígame, ¿dóndeestá? Quisiera verle inmediatamente, ymis hijos y yo nos arrojaríamos a suspies para agradecerle cuanto ha hechopor nosotros.

–¡Ay, eso es imposible, madame! –dijo lord Antony.

–¿Imposible? ¿Por qué?–Porque Pimpinela Escarlata actúa

en la sombra y sólo sus más inmediatoscolaboradores conocen su identidad trasjurar solemnemente mantenerla ensecreto.

–¿Pimpinela Escarlata? –dijo

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Suzanne, riendo alegremente–. ¡Quénombre tan curioso! ¿Qué es PimpinelaEscarlata, monsieur?

Miró a sir Andrew con anhelantecuriosidad. El rostro del joven se habíatransfigurado. Sus ojos brillaban deentusiasmo; su cara literalmenteirradiaba adoración, cariño yadmiración hacia su jefe.

–Mademoiselle, la PimpinelaEscarlata – respondió al fin–, es elnombre de una humilde flor silvestreinglesa; pero también es el nombre bajoel que se oculta la identidad del hombremás bueno y más valiente del mundo,para poder realizar más fácilmente lanoble tarea que se ha impuesto.

–Ah, sí –intervino el joven

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vizconde–. He oído hablar de PimpinelaEscarlata. Es una florecilla... ¿roja? ¡Sí,eso es! En París dicen que cada vez queun monárquico huye a Inglaterra, esemonstruo, Foucquier Tinville, elacusador público, recibe una nota conesa florecilla dibujada en rojo... ¿Sí?

–Sí, efectivamente –asintió lordAntony.

–Entonces, hoy habrá recibido unade esas notas...

–Sin duda.–¡Ah! ¡Me gustaría saber qué dirá

Tinville! – exclamó Suzannealegremente–. He oído decir que esaflorecilla roja es lo único que le asusta.

–Pues, en ese caso –dijo sirAndrew–, tendrá muchas más ocasiones

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de examinarla.–¡Ah, monsieur! –suspiró la

condesa–. Todo esto parece una novela,y no la entiendo.

–¿Y por qué habría de entenderla,madame?

–Pero, dígame, ¿por qué su jefe –ytodos ustedes– gasta su dinero y arriesgasu vida, porque eso es lo que ustedesarriesgaron, messieurs, al ir a Francia,por unos hombres y mujeres francesesque no significan nada para ustedes?

–Por deporte, madame la condesa,por deporte –aseguró lord Antony con suhabitual tono de voz potente y jovial–.Verá, es que nosotros somos una naciónde deportistas, y en estos momentos estáde moda arrancar la liebre de los

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dientes del podenco.–Ah, no, no. No puede ser sólo por

deporte, monsieur... Estoy segura de quetienen una motivación más noble parahacer esta buena obra.

–Entonces, madame, me gustaríaque usted la descubriera. Yo le aseguroque me encanta este juego, pues es elmejor deporte que he conocido hastaahora. Eso de escapar por un pelo... ¡losriesgos del mismísimo diablo!¡Adelante! ¡A por ellos!

Pero la condesa movió la cabezacon incredulidad. Se le antojaba ridículoque aquellos hombres y su jefe, todosellos ricos, probablemente de buenacuna, tan jóvenes, se enfrentaran a losterribles peligros que la condesa sabía

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que corrían constantemente sólo pordeporte. En cuanto ponían el pie enFrancia, su nacionalidad no les servíade salvaguardia. Cualquiera que fuerasorprendido protegiendo o prestandoayuda a supuestos monárquicos erainevitablemente condenado a la penacapital, cualquiera que fuese sunacionalidad. Y, por lo que sabía lacondesa, aquella banda de jóvenesingleses había desafiado al tribunal delos revolucionarios, implacable ysediento de sangre, dentro de lospropios muros de la ciudad de París, yle había arrebatado a las víctimascondenadas al pie mismo de laguillotina. Con un estremecimiento,recordó los acontecimientos de los

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últimos días, la huida de París con susdos hijos, los tres escondidos bajo eltecho de un carro bamboleante, entre unmontón de coles y nabos, sin atreverse arespirar, mientras la muchedumbreaullaba: «A la lanterne les aristos!», enaquella terrible barricada del Oeste.

Todo había sucedido de una formacasi milagrosa: su marido y ella sehabían enterado de que se encontrabanen las listas de «personas sospechosas»,lo que significaba que los juzgarían ycondenarían a muerte en cuestión dedías, quizá de horas.

Pero de pronto concibieron unaesperanza de salvación; la misteriosacarta, firmada con el enigmático dibujoescarlata; las instrucciones claras y

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precisas; la separación del conde deTournay, que había destrozado elcorazón de la pobre esposa; laesperanza de volver a verse; la huidacon sus dos hijos; el carro cubierto;aquella vieja espantosa que lo conducía,parecida a un demonio, con el lúgubretrofeo en el mango del látigo...

La condesa paseó la mirada poraquella posada inglesa, pintoresca yantigua, con la paz de aquella tierra delibertad religiosa y civil, y cerró losojos para ahuyentar la obsesiva visiónde la barricada del Oeste y de lamuchedumbre retirándose presa delpánico cuando la vieja bruja pronuncióla palabra «peste».

Mientras iba en el carro, a cada

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instante esperaba que la reconocieran, laarrestaran y que tanto sus hijos comoella fueran juzgados y condenados, yaquellos jóvenes ingleses, bajo la guíade su valiente y misterioso jefe, habíanarriesgado la vida para salvarlos aellos, como ya habían salvado a docenasde personas inocentes.

¿Y todo únicamente por deporte?¡Imposible! Los ojos de Suzanne, quebuscaban los de sir Andrew, le decíanbien a las claras que pensaba que almenos él rescataba a sus semejantes deuna muerte terrible que no merecíanmovido por una motivación más elevaday más noble que lo que quería hacerlecreer.

–¿Con cuántas personas cuenta su

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valiente grupo, monsieur? –preguntótímidamente.

–Veinte en total, mademoiselle –contestó–. Uno que da las órdenes ydiecinueve que obedecen. Todos somosingleses, y todos somos fieles a lamisma causa: obedecer a nuestro jefe ysalvar al inocente.

–Que Dios les proteja a todos,m e s s i e u r s – dijo la condesafervientemente.

–Hasta ahora lo ha hecho, madame.–Me parece prodigioso,

¡prodigioso!, que sean ustedes tanvalientes, que estén tan entregados a suprójimo... ¡siendo ingleses! En Francia,la traición acecha por todas partes, ennombre de la libertad y la fraternidad.

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–En Francia, las mujeres han sidoaún más crueles con nosotros, losaristócratas, que los hombres –dijo envizconde, suspirando.

–Sí, es cierto –añadió la condesa, yuna expresión de arrogante desdén yprofunda amargura pasó por sus ojosmelancólicos–. Por ejemplo, esa mujer,Marguerite St. Just. Denunció almarqués de St. Cyr y a toda su familia altribunal del Terror.

–¿Marguerite St. Just? –repitió lordAntony, dirigiendo una mirada rápida ynerviosa a sir Andrew–. ¿Marguerite St.Just?. Sin duda...

–¡Sí! –le interrumpió la condesa–.Sin duda ustedes la conocen. Era unaactriz destacada de la Comédie

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Française, y hace poco se casó con uninglés. Tienen que conocerla...

–¿Conocerla? –repitió lordAntony–. ¿Que si conocemos a ladyBlakeney... la mujer más famosa deLondres, la esposa del hombre más ricode Inglaterra? Naturalmente; todosconocemos a lady Blakeney.

–Fue compañera mía en elconvento de París –explicó Suzanne–, yvinimos juntas a Inglaterra a aprender suidioma. Le tenía mucho cariño aMarguerite, y no puedo creer que hicierauna cosa tan vil.

–Francamente, parece increíble –dijo sir Andrew–. ¿Dice usted quedenunció al marqués de St. Cyr? ¿Porqué habría de hacer semejante cosa? No

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cabe duda de que se trata de un error...–No hay error posible, monsieur –

replicó la condesa con frialdad–. Elhermano de Marguerite St. Just es unconocido republicano. Al parecer, hubouna disputa familiar entre mi primo, elmarqués de St. Cyr, y él. Los St. Just sonen realidad plebeyos, y el gobiernorepublicano tiene muchos espías. Leaseguro que no hay ningún error... ¿Noha oído esta historia?

–A decir verdad, madame, he oídociertos rumores, pero en Inglaterra nadielos cree... Sir Percy Blakeney, sumarido, es un hombre muy acaudalado,con una elevada posición social, amigoíntimo del príncipe de Gales... y ladyBlakeney es quien arbitra la moda y la

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alta sociedad de Londres.–Es posible, monsieur, y,

naturalmente, nosotros llevaremos unavida muy tranquila en Inglaterra, peroruego a Dios que mientras esté en estehermoso país no me encuentre aMarguerite St. Just.

Pareció como si un jarro de aguafría cayera sobre el alegre grupo reunidoen torno a la mesa.

Suzanne estaba triste, en silencio.Sir Andrew jugueteaba nervioso con sutenedor, y la condesa, encerrada en laarmadura de sus prejuiciosaristocráticos, estaba rígida, inflexible,en su silla de respaldo recto. En cuantoa lord Antony, parecía sumamenteincómodo, y miró un par de veces con

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recelo a Jellyband, que parecíaigualmente incómodo.

–¿A qué hora espera a sir Percy ylady Blakeney? –se las ingenió parasusurrarle al posadero sin que nadie sediera cuenta.

–Llegarán de un momento a otro,señor – respondió Jellyband también enun susurro.

Mientras pronunciaba estaspalabras, se oyó a lo lejos el retumbarde un carruaje; el ruido fue aumentando,se oyeron claramente dos gritos, latrápala de los cascos de los caballos enel desigual empedrado, y al cabo deunos segundos un mozo de cuadra abrióla puerta del salón y entróprecipitadamente.

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–¡Sir Percy Blakeney y su esposa!–gritó con todas sus fuerzas–. ¡Acabande llegar!

Y entre gritos, tintinear de arnesesy cascos de hierro resonando sobre laspiedras, un coche magnífico, tirado porcuatro bayos soberbios, se detuvo en elporche de The Fisherman’s Rest.

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V

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MARGUERITETranscurridos unos momentos, el

tranquilo salón con vigas de roble de laposada fue escenario de una confusión yun desasosiego indescriptibles. Cuandoel mozo de cuadra anunció la llegada delos huéspedes, lord Antony, soltando unjuramento muy en boga por aquellosdías, se levantó de su asiento de un saltoy se puso a dar órdenes confusas alpobre Jellyband que, aturdido, no sabíaqué hacer.

–¡Por lo que más quiera, buenhombre –le amonestó su señoría–,intente distraer a lady Blakeneyhablando afuera unos momentos mientrasse retiran las señoras! ¡Maldición! –exclamó, y añadió otro juramento aún

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más enfático– ¡Qué mala suerte!–¡Deprisa, Sally! ¡Las velas! –gritó

Jellyband, corriendo de aquí para allá,ora brincando sobre una pierna, orasobre la otra, contribuyendo a aumentarel nerviosismo reinante.

También la condesa se habíapuesto de pie; erguida, rígida, trataba dedisimular su excitación bajo unad e c o r o s a sang–froid, repitiendomecánicamente:

–¡No quiero verla! ¡No quieroverla!

Afuera, la confusión que habíadesencadenado la llegada de tanimportantes huéspedes crecía sin cesar.

«¡Buen día, sir Percy! ¡Buen día, suseñoría!» «¡A su disposición, sir

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Percy!», se oía entonar a un coroininterrumpido en el que se intercalaban,con tono más débil, frases como: «¡Unacaridad para este pobre ciego, señora ycaballero!»

De repente, en medio del estruendose oyó una voz singularmente dulce.

–Dejen a ese pobre hombre, y quele den de comer. Yo corro con losgastos.

La voz era grave y musical, con untimbre ligeramente cantarín y un levesoupçon de acento extranjero en lapronunciación de las consonantes.

Al oírla, todos los que estaban enel salón guardaron silencio y sequedaron escuchando involuntariamenteunos momentos. Sally se detuvo con las

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velas ante la puerta que daba a losdormitorios del piso de arriba, y lacondesa se retiró apresuradamente antela aparición de aquella enemiga queposeía una voz tan dulce y musical;Suzanne se disponía a seguir a su madrede mala gana, y lanzaba miradas depesar hacia la puerta de entrada, en laque esperaba ver a su antigua y queridacompañera de colegio.

Jellyband abrió la puerta, aún conla absurda y vana esperanza de evitar lacatástrofe que flotaba en el aire, y lamisma voz grave y musical dijo con unaalegre risa y un tono de consternaciónburlona:

–¡Brrr! ¡Me he puesto como unasopa! Dieu! ¿Han visto ustedes qué

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clima más odioso?–Suzanne, ven conmigo

inmediatamente. Te lo ordeno –dijo lacondesa imperiosamente.

–¡Oh! ¡Mamá! –exclamó Suzanne,suplicante.

–¡Mi señora... esto... mi señora! –tartamudeó Jellyband, que trataba decortarle el paso a lady Blakeneytorpemente.

–Pardieu, buen hombre –dijo ladyBlakeney, un poco impaciente–, ¿porqué se pone usted en medio, saltando ala pata coja como una cigüeña? Dejeque me acerque al fuego. Voy a morirmede frío.

Empujó suavemente al posadero yentró en el salón.

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Existen muchos retratos yminiaturas de Marguerite St. Just –ladyBlakeney, como se llamaba en aquellaépoca–, pero dudo que ninguno de elloshaga justicia a su singular belleza. Deestatura superior a la media, figuramagnífica y porte regio, no es deextrañar que incluso la condesa sedetuviera involuntariamente unossegundos para admirarla antes de volverla espalda a tan fascinante aparición.

Por entonces, Marguerite St. Justcontaba apenas veinticinco años, y subelleza se encontraba en todo suesplendor. El gran sombrero, con susplumas ondeantes, arrojaba una suavesombra sobre la frente clásica con unaaureola de pelo rojizo, libre de polvo en

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esos momentos; la dulce boca infantil, lanariz recta, como cincelada, la barbillaredonda y el delicado cuello, todo elloparecía realzado por los pintorescosropajes de la época. El traje deterciopelo, de un azul intenso, moldeabael grácil contorno de su figura, y unamanita minúscula sujetaba con dignidadel largo bastón adornado con un granmanojo de cintas que se había puesto demoda recientemente entre las damas dela alta sociedad.

Con una rápida ojeada a lahabitación Marguerite Blakeneyreconoció a cuantos había en ella. Hizouna cortés inclinación de cabeza a sirAndrew Ffoulkes, y le tendió la mano asir Antony.

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–¡Hola, lord Tony! ¡Vaya! ¿Quéhace usted aquí, en Dover? –le preguntócordialmente.

Sin esperar la respuesta, se volvióhacia la condesa y Suzanne. Su rostro seiluminó, pareciendo aún más radiante, altender ambos brazos hacia la muchacha.

–¡Pero si es mi pequeña Suzanne!Pardieu, querida ciudadana, ¿cómo esque estás en Inglaterra? ¡Y con madame!

Se acercó efusivamente a ambas,sin el menor indicio de azoramiento nien sus ademanes ni en su sonrisa. LordTony y sir Andrew contemplaban laescena preocupados y anhelantes. Apesar de ser ingleses, habían estadovarias veces en Francia, y habían tratadolo suficiente con los franceses como

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para saber que la rancia noblesse de esepaís albergaba un desprecio infinito y unodio mortal hacia todos aquellos quehabían contribuido a su caída. ArmandSt. Just, el hermano de la hermosa ladyBlakeney, aunque de ideas moderadas yconciliadoras, era un fervienterepublicano, y su disputa con la antiguafamilia de los St. Cyr – cuyos detallesno conocía ningún extraño– habíanculminado en la caída y casi totalextinción de esta última. En Franciahabían triunfado St. Just y los suyos, y enInglaterra, cara a cara con aquellos tresrefugiados que habían sido expulsadosde su país, que habían escapado parasalvar la vida y habían sido despojadosde todo cuanto le habían proporcionado

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largos siglos de lujo, se encontraba unvástago representativo de aquellasmismas familias republicanas quehabían depuesto a un rey y habíandesarraigado a una aristocracia cuyoorigen se perdía en la niebla y la lejaníade los siglos pasados.

Estaba ante ellos, con toda lainsolencia inconsciente de la belleza,ofreciéndoles su delicada mano, como sicon ese gesto pudiera solucionar elconflicto y el derramamiento de sangrede la última década.

–Suzanne, te prohíbo que hablescon esa mujer –dijo la condesaseveramente, poniendo una manorepresora en el brazo de su hija.

Pronunció estas palabras en inglés,

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para que todos las oyeran y lascomprendieran, los dos caballerosingleses y el mesonero y su hija, gentesplebeyas. Sally sofocó una exclamaciónde espanto ante la insolencia de laextranjera, ante aquella desvergüenzapara con su señoría, que era inglesa,puesto que era la esposa de sir Percy y,además, amiga del príncipe de Gales.

En cuanto a lord Antony y sirAndrew, casi se les paró el corazón dehorror ante aquella afrenta gratuita. Unode ellos soltó una exclamación desúplica; el otro de admonición, y ambosmiraron instintiva y rápidamente hacia lapuerta, en la que ya se oía una vozpesada y lenta, aunque no desagradable.

Las únicas que no mostraron

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turbación de entre los allí presentesfueron Marguerite Blakeney y la condesade Tournay. Esta, rígida, erguida ydesafiante, aún con la mano sobre elbrazo de su hija, parecía lapersonificación del orgullo másindomeñable. Durante unos segundos eldulce rostro de Marguerite se puso tanblanco como el suave encaje querodeaba su cuello, y un observador muyavisado quizá hubiese notado que lamano con que sujetaba el largo bastónadornado con cintas estaba agarrotada yligeramente temblorosa.

Pero aquello sólo duró unossegundos; enseguida se alzaronlevemente las delicadas cejas, los labiosse curvaron sarcásticamente, los ojos,

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azul claro, se clavaron en la rígidacondesa, y con un leve encogimiento dehombros...

–¡Vaya, vaya, ciudadana! –dijo entono desenfadado–. ¿Se puede saber quémosca le ha picado?

–Ahora estamos en Inglaterra,m a d a m e – replicó la condesafríamente–, y soy libre de prohibir a mihija que le estreche la manoamistosamente. Vamos, Suzanne.

Hizo una seña a su hija, y sinvolver a mirar a Marguerite Blakeney,pero haciendo una profunda reverencia ala vieja usanza a los dos jóvenes,abandonó la habitación con pasomajestuoso.

En el salón de la posada se hizo el

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silencio durante unos momentos,mientras el frufrú de las faldas de lacondesa se desvanecía por el pasillo.Marguerite, rígida como una estatua,siguió con mirada glacial a la erguidafigura hasta que desapareció tras elumbral, pero cuando la pequeña Suzannese disponía a seguir a su madre, humildey obediente, se borró la dureza delrostro de lady Blakeney y en sus ojos seposó una expresión afligida, casipatética e infantil.

La pequeña Suzanne vio aquellaexpresión; el carácter dulce de la niñasalió al encuentro de la hermosa mujer,apenas un poco mayor que ella; laobediencia filial dio paso a la simpatíajuvenil, y al llegar a la puerta, se dio la

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vuelta, corrió hasta Marguerite, yabrazándola, la besó efusivamente, y acontinuación fue en pos de su madre, conSally a la zaga, mientras una amablesonrisa le formaba hoyuelos en el rostroy hacía una última reverencia a ladyBlakeney.

El gesto de delicadeza de Suzannerompió la desagradable tensión reinante.Sir Andrew siguió su bonita figura conlos ojos hasta que se perdió de vista, ydespués se encontró con los deMarguerite, con una expresión deregocijo.

Marguerite, con remilgadaafectación, hizo un ademán como debesar la mano a las damas cuando éstastraspasaron el umbral, y una sonrisa

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festiva asomó a las comisuras de suslabios.

–¡Bueno, ya está! –dijodesenfadadamente– . ¡Dios mío! SirAndrew, ¿ha visto usted qué persona tandesagradable? Espero que cuando mehaga vieja no sea así.

Se recogió las faldas, y adoptandoun aire majestuoso, se dirigió muy dignahacia la chimenea.

–Suzanne –dijo, imitando la voz dela condesa–. ¡Te prohibo que hables conesa mujer!

La carcajada que siguió a aquellabroma sonó un poco forzada, pero ni sirAndrew ni lord Antony eranobservadores demasiado perspicaces.La imitación fue tan perfecta, el tono de

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voz tan fielmente reproducido, que losdos jóvenes exclamaron al unísono,entusiasmados: «¡Bravo!».

–¡Ah, lady Blakeney! –añadió lordTony–, cómo deben echarla de menos enla Comédie Française, y cómo debenodiar los parisinos a sir Percy porhabérsela llevado de allí.

–Ni hablar –replicó Marguerite,encogiendo sus gráciles hombros–. Esimposible odiar a sir Percy por nada. Estan ingenioso que desarmaría a lamismísima condesa.

El joven vizconde, que no habíaseguido el ejemplo de su madre y de sudigna retirada, se adelantó un paso,dispuesto a defender a la condesa silady Blakeney volvía a burlarse de ella,

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pero antes de que pudiera pronunciaruna sola palabra de protesta, afuera seoyó una risa simpática peroinequívocamente necia, y al cabo deunos segundos apareció en el umbral unafigura de una estatura inusual yelegantemente vestida.

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VI

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UN EXQUISITO DE 1792

Como cuentan las crónicas de laépoca, en el año de gracia de 1792, a sirPercy Blakeney aún le faltaban uno odos para cumplir los treinta. Más altoque la media, aun para ser inglés, anchode hombros y de proporcionesgigantescas, se hubiera podido calificarde extraordinariamente apuesto de nohaber sido por cierta expresión devaguedad en sus ojos hundidos y lacontinua risa necia que parecíadesfigurar su boca firme y biendibujada.

Hacía casi un año que sir PercyBlakeney, uno de los hombres más ricosde Inglaterra, árbitro de todas las

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modas, y amigo íntimo del príncipe deGales, había sorprendido a la altasociedad de Londres y Bath regresandoa su país tras uno de sus viajes por elextranjero casado con una mujerhermosa, inteligente y francesa. SirPercy, el más aburrido y soporífero, elmás británico de los británicos capaz dehacer bostezar a una mujer guapa, habíaganado un brillante premio matrimonialpara el cual, según afirman los cronistas,había habido múltiples competidores.

Marguerite St. Just había hecho suentrada en los círculos artísticos deParís en el preciso momento en que teníalugar el mayor levantamiento social quejamás ha conocido el mundo. Conapenas dieciocho años, generosamente

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dotada por la naturaleza de belleza ytalento, y con la única compañía de unhermano joven que la adoraba, al pocotiempo reunía en su encantador piso dela Rue Richelieu un grupo tan brillantecomo exclusivo, es decir, exclusivo sólodesde cierto punto de vista. MargueriteSt. Just era republicana por principios yconvicción –su lema era igualdad denacimiento–; para ella, la desigualdadde fortuna era un simple accidente de laadversidad, y la única desigualdad queadmitía era la del talento. «El dinero ylos títulos pueden ser hereditarios»,decía, «pero la inteligencia no», y así,su salón estaba reservado a laoriginalidad y el intelecto, la brillantez yel ingenio, a los hombres inteligentes y

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las mujeres con talento, y al pocotiempo, ser admitido en él empezó aconsiderarse en el mundo intelectual –que aun en aquellos tiempos deconfusión giraba en torno a París– elsello de cualquier carrera artística.

Hombres inteligentes, distinguidos,e incluso hombres de elevada posición,formaban una corte selecta alrededor dela fascinante y joven actriz de laComédie Française, y ella se deslizabapor el París republicano, revolucionarioy sediento de sangre como un cometaradiante cuya cola estaba formada por lomás exquisito y lo más interesante de laEuropa intelectual.

Y de repente ocurrió lo inesperado.Algunas personas sonrieron con

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indulgencia y lo calificaron deextravagancia artística; otras loconsideraron una decisión prudente, envista de los múltiples acontecimientosque se precipitaban en París en aquellosdías; pero el verdadero motivo de aquelclímax siguió siendo un misterio y unrompecabezas para todos. Sea comofuere, un buen día Marguerite St. Just secasó con sir Percy Blakeney, así, por lasbuenas, sin soiré de contrat, diner defiançailles ni ninguno de los accesoriosde las bodas francesas al uso.

Nadie se podía explicar cómoaquel inglés estúpido y aburrido habíalogrado ser admitido en el seno delcírculo intelectual que giraba en torno a«la mujer más inteligente de Europa»,

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como la llamaban unánimemente susamigos...

Una llave de oro abre todas laspuertas, dice el refrán al que recurríanlos maliciosos.

En fin; se casó con él, y «la mujermás inteligente de Europa» unió sudestino al de aquel «maldito imbécil» deBlakeney, y ni siquiera los amigos másíntimos de Marguerite pudieron atribuirel extraño paso que había dado a otracausa que no fuera una extravagancia engrado sumo. Las personas que laconocían bien se reían burlonamenteante la idea de que Marguerite St. Just sehubiera casado con un idiota por lasventajas sociales que pudiera reportarle.Sabían a ciencia cierta que a Marguerite

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St. Just no le importaba el dinero, y aúnmenos los títulos; además, había almenos media docena de hombres en elmundo cosmopolita en que vivía de tanbuena cuna como Blakeney, si no tanacaudalados, que hubieran sido felicesde dar a Marguerite St. Just la posiciónque ella hubiera deseado.

En cuanto a sir Percy, todo elmundo opinaba que no estaba enabsoluto preparado para desempeñar eldifícil papel que había asumido. Alparecer, las únicas prendas que poseíapara esta tarea consistían en unaadoración ciega por Marguerite, susinmensas riquezas y la gran aceptaciónde que gozaba en la corte inglesa; perola sociedad londinense pensaba que,

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teniendo en cuenta sus limitacionesintelectuales, hubiera actuado mássensatamente otorgando estosprivilegios sociales a una mujer menosbrillante e ingeniosa.

Aunque últimamente era unpersonaje muy destacado en la altasociedad inglesa, había pasado la mayorparte de sus primeros años de vida en elextranjero. Su padre, el difunto sirAlgernon Blakeney, había tenido laterrible desgracia de ver cómo su jovenesposa, a la que idolatraba, se volvíairremediablemente loca tras dos años defeliz matrimonio. Percy nacióprecisamente cuando la difunta ladyBlakeney cayó víctima de la terribleenfermedad que en aquella época se

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consideraba incurable y poco menos queuna maldición divina para toda lafamilia. Sir Algernon se llevó a suesposa enferma al extranjero, y allídebió educarse Percy, creciendo entreuna madre idiota y un padre distraído,hasta que alcanzó la mayoría de edad.La muerte de sus padres, que tuvo lugarcon escaso intervalo de tiempo entre unoy otro, lo convirtió en un hombre libre, ycomo sir Algernon se había vistoobligado a llevar una vida sencilla yretirada, la cuantiosa fortuna familiar sehabía multiplicado por diez.

Sir Percy Blakeney había viajadomucho por el extranjero antes de llevar asu país a su joven y hermosa esposafrancesa. Los círculos más selectos de la

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época los recibieron a ambos con losbrazos abiertos, sin el menor reparo. SirPercy era rico, su esposa encantadora, yel príncipe de Gales les tomó grancariño. Al cabo de seis meses, se lesconsideraba árbitros de la moda y laelegancia. Las chaquetas de sir Percyestaban en boca de todos, se repetían susnecedades, la juventud dorada deAlmack's o el paseo del Mall imitaba surisa tonta. Todos sabían que erairremediablemente estúpido, pero no erade extrañar, teniendo en cuenta quetodos los Blakeney eran célebres por sutorpeza desde varias generaciones atrás,y que la madre de sir Percy había muertoloca.

La buena sociedad le aceptaba, le

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mimaba, le tenía en gran estima, puessus caballos eran los mejores del país, ysus fiestas y vinos los más celebrados.Con respecto a su matrimonio con «lamujer más inteligente de Europa»...Bueno, lo inevitable llegó con pasosrápidos y seguros. Nadie sintió lástimade él, pues él mismo se había buscadosu suerte. En Inglaterra había grannúmero de damas jóvenes, de elevadorango y notable belleza, que hubierancontribuido de buena gana a gastar lafortuna de los Blakeney y que hubieransonreído indulgentemente ante lasnecedades y las estupideces bienintencionadas de sir Percy. Además,nadie sintió lástima de Blakeney porque,al parecer, no la necesitaba: parecía

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muy orgulloso de su inteligente esposa, yle importaba poco que ella no se tomarala menor molestia por ocultar elbenévolo desprecio que a todas luces leinspiraba, y que incluso se divirtieraaguzando su ingenio a costa de sumarido.

Pero Blakeney era demasiadoestúpido para darse cuenta del ridículoen que le ponía su brillante esposa, y silas relaciones conyugales con lafascinante joven parisina no habíanresultado como deseaban sus esperanzasy su adoración perruna, la sociedad sólopodía hacer conjeturas sobre el tema.

En su hermosa casa de Richmonddesempeñaba un papel secundario frentea su esposa con una bonhomie

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imperturbable; la rodeaba literalmentede lujo y joyas, que ella aceptaba conuna gracia inimitable, ofreciendo lahospitalidad de su soberbia mansión conla misma gentileza con que recibía algrupo de intelectuales de París.

No se podía negar que sir PercyBlakeney era apuesto, con la salvedadde aquella expresión de vaguedad yaburrimiento habitual en él. Iba siempreimpecablemente vestido y seguía lasexageradas modas «Incroyable» de Parísque acababan de llegar a Inglaterra, conel perfecto buen gusto que caracteriza alcaballero inglés. Aquella tarde deseptiembre, a pesar del largo viaje encarruaje, a pesar de la lluvia y el barro,llevaba el abrigo elegantemente ajustado

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a los hombros, sus manos parecían casifemeninas de puro blancas, asomandobajo los ondulantes volantes del mejorencaje; la chaqueta de saténextravagantemente corta, a la altura de lacintura, el chaleco de anchas solapas ylos calzones de rayas muy ajustadosrealzaban su gigantesca figura y, enreposo, aquel magnífico ejemplar devirilidad inglesa despertaba admiraciónhasta que sus gestos amanerados, susmovimientos afectados y aquella risanecia que jamás abandonaba sus labiosla destruían.

Entró en el antiguo salón de laposada con aire indolente, sacudiéndoseel agua de su bonito abrigo; después,colocándose un monóculo con montura

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de oro en su perezoso ojo azul, observóa los allí presentes, sobre los quebruscamente había descendido unsilencio embarazoso.

–¿Qué tal, Tony? ¿Qué tal,Ffoulkes? –dijo al reconocer a los dosjóvenes, estrechándoles las manos acontinuación–. ¡Qué barbaridad! –añadió, conteniendo un ligero bostezo–.¿Han visto qué día tan asqueroso? ¡Quémaldito clima éste!

Con una risita afectada, mitad deturbación y mitad de sarcasmo,Marguerite se volvió hacia su marido yse puso a examinarlo de pies a cabeza,con un destello de burla en sus alegresojos.

–¡Pero bueno! –exclamó sir Percy,

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tras unos segundos de silencio, al verque nadie decía nada–. Qué calladitosestán todos... ¿Es que ocurre algo?

–Oh, nada, sir Percy –replicóMarguerite, con cierto desenfado que, noobstante, sonó un poco forzado–. Nadaque pueda perturbarle... Solamente quehan insultado a su esposa.

Sin duda, la intención de lacarcajada con que acompañó estecomentario era asegurar a sir Percy queel incidente revestía cierta gravedad, ydebió surtir efecto, pues, imitando larisa de su mujer, sir Percy dijoplácidamente:

–No es posible, querida mía.¿Quién ha osado molestarla? ¿Eh?

Lord Tony quiso intervenir, pero no

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le dio tiempo a hacerlo, pues el jovenvizconde ya se había adelantado haciasir Percy.

–Monsieur –dijo, preludiando sudiscurso con una aparatosa reverencia yhablando en un inglés algo atropellado–,mi madre, la condesa de Tournay deBasserive, ha ofendido a madame quien,según veo, es su esposa. No puedopedirle excusas en nombre de mi madre.A mi entender, obra correctamente, peroestoy dispuesto a ofrecerle la reparaciónhabitual entre hombres de honor.

El joven irguió su pequeña figuraen toda su estatura, exaltado, orgulloso yacalorado, mirando fijamente aquelmetro ochenta y pico de magnificenciarepresentados por sir Percy Blakeney.

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– ¡Mire, sir Andrew! –dijoMarguerite, con una de sus carcajadasalegres y contagiosas–. Mire quécuadro: el pavo inglés y el gallitofrancés.

La comparación era perfecta, y elpavo inglés contempló perplejo aldelicado gallito francés, que le rondabacon aire amenazador.

–Pero, buen señor –dijo al fin sirPercy, volviendo a colocarse elmonóculo y observando al joven francéscon asombro ilimitado–, ¿se puede saberdónde demonios ha aprendido ustedinglés?

–¡Monsieur!El vizconde se sintió

profundamente humillado por la forma

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en que aquel inglés gigantesco se tomabasu actitud belicosa.

–¡Es fantástico! –prosiguió sirPercy, imperturbable–. ¡Sencillamentefantástico! ¿No le parece, Tony, eh? Juroque yo no sé hablar la jerga francesa asíde bien.

–¡Desde luego que no! Puedogarantizarlo – dijo Marguerite–. SirPercy tiene tal acento británico quepodría cortarse con un cuchillo.

–Monsieur –terció el vizconde,nervioso y en un inglés aún másatropellado–, me temo que no me haentendido. Le ofrezco la únicareparación posible entre caballeros.

–¿Y qué diablos es eso? –preguntósir Percy dulcemente.

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–Mi espada, monsieur –contestó elvizconde, que, aunque seguía perplejo,empezaba a perder la paciencia.

–Usted es deportista, lord Tony –dijo Marguerite alegremente–. Apuestouno contra diez por el gallito.

Pero sir Percy miró distraídamenteal vizconde unos momentos con lospesados párpados entornados; despuéscontuvo otro bostezo, estiró sus largosmiembros y se dio la vueltatranquilamente.

–Es usted muy amable, señor –murmuró despreocupadamente–, pero,¿me quiere explicar para qué demoniosme va a servir su espada?

Con lo que el vizconde pensó ysintió en aquel momento en que el inglés

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de largas piernas le trató con tanextraordinaria insolencia se podríanllenar varios libros de profundasreflexiones... Lo que le dijo puederesumirse en una sola palabrainteligible, pues el resto quedó ahogadoen su garganta por una ira incontenible.

–Un duelo, monsieur –tartamudeó.Una vez más Blakeney se dio la

vuelta y, desde su aventajada estatura,miró al hombrecillo colérico que teníaante él; pero no perdió suimperturbabilidad y buen humor ni unsegundo. Soltó la necia carcajada decostumbre y, hundiendo sus manoslargas y finas en los amplios bolsillosde su abrigo, dijo pausadamente:

–¿Un duelo? ¡Vaya! ¿A eso se

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refería? ¡Qué cosas! Es usted un rufiánsediento de sangre, joven. ¿Acaso quierehacerle un agujero a un hombre querespeta la ley?... Yo jamás me bato enduelo –añadió, al tiempo que se sentabay estiraba perezosamente sus largaspiernas–. Eso de los duelos esincomodísimo, ¿verdad, Tony?

Sin duda, el vizconde había oídohablar de que en Inglaterra la moda debatirse entre caballeros había sidosuprimida por la ley con mano dura; sinembargo, a él, un francés cuyas ideassobre la valentía y el honor se basabanen un código respaldado por largossiglos de tradición, el espectáculo de uncaballero negándose a aceptar un duelose le antojaba poco menos que

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monstruoso. Reflexionaba vagamente sídebía abofetear en la cara al inglés delargas piernas y llamarle cobarde, o sital conducta en presencia de una damase consideraría impropia de caballeros,cuando, felizmente, intervinoMarguerite.

–Se lo ruego, lord Tony –dijo consu voz dulce y melodiosa–. Le ruego queimponga paz, Este niño está furioso y –añadió con un soupçon de sarcasmo–podría hacerle daño a sir Percy.

Soltó una carcajada burlona que,sin embargo, no perturbó lo más mínimola placidez de su marido.

–El pavo británico ya se hadivertido suficiente –añadió–. Sir Percyes capaz de provocar a todos los santos

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del calendario sin perder el buen humor.Pero Blakeney, tan cordial como de

costumbre, también se reía de sí mismo.–Eso ha estado muy bien, sí señora

–dijo, volviéndose tranquilamente haciael vizconde–. Mi esposa es muyinteligente, señor... Ya lo comprobaráusted, si vive lo suficiente en Inglaterra.

–Sir Percy tiene razón, vizconde –terció lord Antony, posandoamistosamente una mano en el hombrodel joven francés–. No sería muyapropiado que iniciase su carrera enInglaterra provocándole a batirse enduelo.

El vizconde se quedó vacilanteunos momentos; después, encogiéndoseligeramente de hombros, gesto que

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dedicó al extraordinario código delhonor que imperaba en aquella islacubierta de niebla, dijo con grandignidad:

–¡Ah, bien! Si monsieur se da porsatisfecho, yo no tengo inconveniente.Usted, señor, es nuestro protector. Si heactuado mal, me retiro.

–¡Estupendo! –exclamó Blakeney,con un prolongado suspiro desatisfacción–. Eso es; retírese usted porahí. Maldito cachorro irritable –añadiópara sus adentros–. Oiga, Ffoulkes, siéste es un ejemplar de las mercancíasque sus amigos y usted traen de Francia,le aconsejo que las tiren en mitad delcanal, amigo mío, porque si no tendréque ir a ver al viejo Pitt a decirle que

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imponga una tarifa restrictiva y que lesencarcele a ustedes por contrabando.

–Vamos, sir Percy, sucaballerosidad le pierde –dijoMarguerite con coquetería–. No olvideque usted mismo ha importado ciertasmercancías francesas.

Blakeney se puso de pie lentamentey, haciendo una profunda y complicadareverencia a su esposa, dijo con sumagalantería:

–Pero yo tuve la oportunidad deelegir, madame, y mi gusto es exquisito.

–Me temo que más que sucaballerosidad – replicó ella consarcasmo.

–¡Por favor, querida mía, searazonable! ¿Cree que voy a permitir que

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cualquier comedor de ranas de tres alcuarto al que no le guste la forma de sunariz me deje el cuerpo como unacerico?

–¡Quede tranquilo, sir Percy! –riólady Blakeney, devolviéndole lareverencia–. ¡No tema! No es a loshombres a quienes no les gusta la formade mi nariz.

–¡Yo no temo a nadie! ¿Acaso poneen duda mi valor, madame? No tengopor costumbre crear conflictosgratuitamente, ¿verdad, Tony? En más deuna ocasión he tenido que medir mispuños con alguien... Y le aseguro queese alguien no salió muy bien parado...

–Le creo, sir Percy –dijoMarguerite, con una alegre y penetrante

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carcajada que resonó en las viejas vigasde roble del salón–. Me hubiera gustadoverle... ¡Ja, ja, ja!... Debía tener usted unaspecto fantástico... ¡Y... mira queasustarse de un chiquillo francés...!¡Ja,ja, ja!

–¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! –rió sirPercy, como un eco–. ¡Ah, madame, mehace usted un gran honor! Fíjese,Ffoulkes: he hecho reír a mi esposa... ¡ala mujer más inteligente de Europa!...¡Esto merece un brindis! –Y, diciendoesto, golpeó vigorosamente la mesa queestaba a su lado–. ¡Eh, Jelly! ¡Vengaaquí inmediatamente!

La armonía volvió a instaurarse.Con un poderoso esfuerzo, el señorJellyband se recobró de las múltiples

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emociones que había experimentado enel transcurso de la última media hora.

–Un cuenco de ponche, Jelly. Queesté calentito y bien fuerte, ¿eh? –dijosir Percy–. Hay que aguzar el ingenioque ha hecho reír a una mujerinteligente. ¡Ja, ja, ja! ¡Deprisa, mi buenJelly!

–No tenemos tiempo, sir Percy –dijo Marguerite–. El patrón del barcovendrá aquí directamente, y mi hermanotiene que subir a bordo, o el Day Dreamno aprovechará la marea.

–¿Que no tenemos tiempo, queridamía? Un caballero siempre tiene tiempode emborracharse y embarcar antes deque cambie la marea.

–Su señoría –dijo Jellyband

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respetuosamente–, creo que el jovencaballero ya viene con el patrón delbarco de sir Percy.

–Muy bien –dijo Blakeney–. AsíArmand podrá beber con nosotros unpoco de ponche. Tony, ¿cree que esemequetrefe amigo suyo querrá tomar unvaso? –añadió, volviéndose hacia elvizconde–. Dígale que brindaremos enseñal de reconciliación.

–Están ustedes tan animados –dijoMarguerite– que confío en que sabrándisculparme si me despido de mihermano en otra habitación.

Hubiera sido de mala educaciónprotestar. Tanto lord Antony como sirAndrew comprendieron que ladyBlakeney no estaba de humor para

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diversiones en aquel momento. El cariñoque profesaba a su hermano, Armand St.Just, era extraordinariamente profundo yconmovedor. Había pasado unassemanas en Inglaterra, en casa deMarguerite, y regresaba a su país paraponerse a su servicio en unos momentosen que la muerte era la recompensa quehabitualmente recibía la dedicación y elentusiasmo.

Tampoco sir Percy hizo la menortentativa de retener a su esposa. Conaquella galantería perfecta y un tantoafectada que caracterizaba todos susmovimientos, le abrió la puerta delsalón y le dedicó la reverencia másaparatosa que dictaba la moda de laépoca, mientras ella abandonaba

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majestuosamente la habitación sinconcederle más que una mirada distraíday ligeramente despectiva. Sólo sirAndrew Ffoulkes, cuyo pensamientoparecía más agudo, más dulce y máscomprensivo desde que conociera aSuzanne de Tournay, observó la extrañamirada de indecible melancolía, deintensa y desesperada pasión con que elnecio y frívolo sir Percy siguió la figurade su brillante esposa.

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VII

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LA PARCELA SECRETA

Una vez fuera del ruidoso salón, asolas en el pasillo débilmenteiluminado, Marguerite Blakeney pareciórespirar con mayor libertad. Emitió unprofundo suspiro, como si hubieraestado largo tiempo oprimida por lapesada carga del autocontrol, y dejó queunas lágrimas resbalaran distraídamentepor sus mejillas.

Afuera había cesado de llover, ypor entre las nubes que pasaban veloces,los pálidos rayos del sol posterior a latormenta brillaban sobre la hermosacosta blanca de Kent y las pintorescas eirregulares casas que se apiñabanalrededor del muelle del Almirantazgo.

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Marguerite Blakeney salió al porche ymiró al mar. Recortada contra el mareternamente cambiante, una grácil goletade velas blancas cabeceaba movida porla suave brisa. Era el Day Dream, elyate de sir Percy Blakeney, que estabapreparado para llevar a Armand St. Justa Francia, al corazón mismo de lasangrienta e hirviente revolución queestaba derrocando una monarquía,atacando una religión y destruyendo unasociedad para intentar reconstruir sobrelas cenizas de la tradición una nuevaUtopía, con la que soñaban unos cuantospero que ninguno tenía poder paraestablecer.

A lo lejos se distinguían dosfiguras que se dirigían a The

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Fisherman's Rest; una era un hombremayor, con una curiosa aureopla depelos grises alrededor de la barbilla,enorme y rotunda, que caminaba con losmovimientos bamboleantes queinvariablemente delatan al marino; laotra, una figura joven y delgada, vestidaelegantemente con un abrigo de variasesclavinas. Estaba perfectamenterasurado y llevaba el oscuro cabellopeinado hacia atrás, poniendo de relieveuna frente despejada y noble.

–¡Armand! –exclamó MargueriteBlakeney, en cuanto le vio a lo lejos, yuna sonrisa de felicidad iluminó sudulce rostro, a pesar de las lágrimas.

Al cabo de uno o dos minutos, loshermanos se arrojaron el uno en brazos

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del otro, mientras el viejo capitán sequedaba respetuosamente a un lado.

–¿Cuánto tiempo tenemos hasta quemonsieur St. Just suba a bordo, Briggs?–preguntó lady Blakeney.

–Deberíamos soltar amarras dentrode media hora, su señoría –respondió elhombre, tirándose de la barba gris.

Entrelazando el brazo con el de suhermano, Marguerite se dirigió con élhacia el acantilado.

–Media hora –dijo, mirandopensativa al mar–, media hora más yestarás lejos de mí, Armand. ¡Ah, mecuesta trabajo creer que te marchas!Estos últimos días, mientras Percy haestado fuera y te he tenido sólo para mí,han pasado como en un sueño.

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–No voy lejos, querida mía –dijodulcemente el joven–. Sólo hay quecruzar un estrecho canal y recorrer unoscuantos kilómetros de carretera... Puedovolver dentro de poco.

–No es la distancia, Armand, sinoese espantoso París... precisamenteahora...

Llegaron al borde del acantilado.La suave brisa marina revolvió el pelode Marguerite sobre su rostro, e hizoondear el extremo del cuello de encaje asu alrededor como una serpiente blancay flexible. Trató de penetrar la distanciacon la mirada, allí donde se extendíanlas costas de Francia, aquella Franciainquieta y dura que estaba cobrando elimpuesto de sangre a sus hijos más

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nobles.–Nuestro hermoso país, Marguerite

–dijo Armand, que parecía haberadivinado los pensamientos de suhermana.

–Han llegado demasiado lejos,Armand – replicó ella con vehemencia–.Tú eres republicano y yo también...Tenemos las mismas ideas, el mismoentusiasmo por la libertad y laigualdad... Pero seguro que hasta túpiensas que han llegado demasiadolejos...

–¡Chist! –dijo Armandinstintivamente, lanzando una miradarápida y recelosa a su alrededor.

–¡Ah! ¿Lo ves? Sabes que no seestá a salvo hablando de estas cosas...

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¡ni siquiera aquí, en Inglaterra!De repente se colgó de su brazo

con pasión incontenible, casi maternal.–¡No te vayas, Armand! –le rogó–.

¡No vuelvas allí! ¿Qué haría yo si...si...?

Su voz quedó ahogada por lossollozos; sus ojos, tiernos, azules ycariñosos, miraron suplicantes al joven,que le devolvió una mirada resuelta,decidida.

–En cualquier caso, serías mihermana, valiente como siempre –respondió con dulzura–, y recordaríasque, cuando Francia está en peligro, sushijos no deben volverle la espalda.

Mientras el joven pronunciabaestas palabras, aquella sonrisa dulce e

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infantil volvió a aparecer en el rostrotrágico de Marguerite, pues parecíabañado en lágrimas.

–¡Oh, Armand! –exclamóMarguerite–. A veces desearía que notuvieras tantas virtudes y tanta nobleza...Te aseguro que los defectillos sonmucho menos peligrosos e incómodos.Pero, ¿serás prudente? –añadióanhelante.

–En la medida de lo posible... teprometo que lo seré.

–Recuerda, querido mío, que sólote tengo a ti... para... para que cuides demí.

–No, cielo, ahora tienes otrosintereses. Percy cuida de ti.

Una expresión de extraña

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melancolía se adueñó de los ojos deMarguerite, que murmuró:

–Sí... Antes sí.–Pero estoy seguro de que...–Vamos, vamos, no te preocupes

por mí. Percy es muy bueno.–¡Ni hablar! –le interrumpió

Armand enérgicamente–. Claro que mepreocupo por ti, querida Margot. Mira,nunca te he hablado de estas cosas;parecía como si siempre hubiera algoque me detenía cuando quería hacerteciertas preguntas. Pero, no sé por qué,no puedo marcharme y dejarte sinpreguntarte una cosa... No tienes quecontestarme si no lo deseas – añadió alobservar que en los ojos de Margueritecentelleaba una expresión de dureza,

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casi de recelo.–¿De qué se trata? –se limitó a

preguntar Marguerite.–¿Sabe sir Percy que...? Quiero

decir, ¿sabe qué papel desempeñaste enla detención del marqués de St. Cyr?

Marguerite se echó a reír. Fue unarisa sin alegría, amarga, despectiva,como una nota discordante en la músicade su voz.

–¿Quieres decir que denuncié almarqués de St. Cyr al tribunal que losenvió a él y a toda su familia a laguillotina? Sí, lo sabe... Se lo contédespués de casarnos...

–¿Le explicaste las circunstancias...que te libran por completo de culpa?

–Era demasiado tarde para hablar

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de «circunstancias». Se enteró de lahistoria por otras personas, y al parecermi confesión llegó demasiado tarde. Yano podía acogerme a las circunstanciasatenuantes; no podía degradarmeintentando explicárselo...

–¿Y qué ocurrió?–Pues que ahora, Armand, tengo la

satisfacción de saber que el mayorestúpido de Inglaterra siente un absolutodesprecio por su esposa.

En esta ocasión habló convehemente amargura, y Armand St. Just,que la quería con toda su alma, se diocuenta de que había puesto torpemente eldedo en una llaga muy dolorosa.

–Pero sir Percy te quería, Margot –insistió con dulzura.

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–¿Que me quería? Mira, Armand,yo creía que así era, porque si no, no mehubiera casado con él. Estoy casi segura–añadió, hablando muy deprisa, como sise alegrara de poder desprenderse al finde una pesada carga que llevara variosmeses oprimiéndola–, estoy casi segurade que incluso tú pensabas, como todoslos demás, que me casé con sir Percypor su dinero, pero te aseguro que no fuepor eso. Parecía adorarme, con unapasión y una intensidad extraordinariasque me llegaron al alma. Como biensabes, yo nunca había querido a nadie, ypor entonces tenía veinticuatro años, asíque pensé que no estaba en mi carácteramar. Pero siempre he creído que debíaser maravilloso ser amada de una forma

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ciega y apasionada... adorada, en unapalabra. Y el hecho mismo de que Percyfuera tonto y estúpido me resultabaatractivo, porque pensaba que así mequerría aún más. Un hombre inteligentehubiera tenido otros intereses; unhombre ambicioso, otras esperanzas...Pensé que un imbécil me adoraría, y nopensaría en otra cosa. Y yo estabadispuesta a corresponderle, Armand; mehubiera dejado adorar, y a cambio lehubiera dado una ternura infinita...

Suspiró; y aquel suspiro llevabaencerrado todo un mundo de desilusión.Armand St. Just la dejó hablar sininterrupción; la escuchó, mientras suspropios pensamientos se desbordaban.Era terrible ver a una mujer joven y

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bella –una muchacha en todo menos enel apellido– casi en el umbral de la viday ya sin esperanza, sin ilusiones,despojada de esos sueños dorados yfantásticos que hubieran debido hacer desu juventud unas continuas vacaciones.

Pero quizás –aunque queríaprofundamente a su hermana–, quizásArmand lo comprendía: habíaobservado a las gentes de muchospaíses, gentes de todas las edades, detodas las posiciones sociales eintelectuales, y en el fondo comprendíalo que Marguerite no había llegado adecir. Cierto que Percy Blakeney eratonto, pero en su torpe mente debíahaber un lugar para ese orgulloinextirpable del descendiente de una

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larga línea de caballeros ingleses. UnBlakeney había muerto en BosworthField; otro había sacrificado vida yfortuna en aras de un Estuardo traidor, yese mismo orgullo –estúpido y lleno deprejuicios en opinión del republicanoArmand– debió sentirse herido en lomás hondo al enterarse del pecado quese encontraba a las mismas puertas delady Blakeney. Ella era entonces joven;estaba equivocada, quizá malaconsejada. Armand lo sabía, y quienesse aprovecharon de la juventud deMarguerite, de su impulsividad y suimprudencia, lo sabían aún mejor; peroBlakeney era torpe y no quiso atender a«circunstancias». Sólo entendía loshechos, y éstos le demostraban que lady

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Blakeney había denunciado a un hombrede su misma clase a un tribunal que noconocía la clemencia, y el desprecio quedebió sentir por el acto que ella habíacometido, aunque hubiera sidoinvoluntariamente, mató el amor quealbergaba en su pecho, en el que lacomprensión y la racionalización nopodían tener cabida.

Pero en esos momentos, su hermanale desconcertaba. La vida y el amor sontan variables... ¿Podría ser que, aldesvanecerse el amor de su marido, sehubiera despertado el amor por él en elcorazón de Marguerite? En el senderodel amor se encuentran extrañosextremos; era posible que aquella mujer,que había tenido a la mitad de la Europa

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intelectual a sus pies, hubieradepositado su afecto en un idiota.Marguerite contemplaba fijamente elcrepúsculo. Armand no veía su rostro,pero de repente se le antojó que algoque destelló un segundo a la dorada luzdel atardecer caía de sus ojos sobre eldelicado encaje. Pero Armand no podíaabordar aquel tema. Conocía muy bienel carácter apasionado y extraño de suhermana, y también conocía aquellareserva que se escondía tras susademanes francos, y abiertos. Siemprehabían estado juntos, pues sus padreshabían muerto cuando Armand era aúnadolescente y Marguerite una niña. Él,que le llevaba ocho años, la habíavigilado hasta que se casó; la había

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acompañado durante los brillantes añosque pasaron en la Rue Richelieu, y lahabía visto iniciar su nueva vida, enInglaterra, con pena y ciertospresentimientos.

Aquella era la primera vez que ibaa verla a Inglaterra desde su boda, y lospocos meses de separación ya parecíanhaber erigido un delgado muro entre losdos hermanos. Aún seguía existiendo elmismo cariño, profundo e intenso, porambas partes, pero era como si cada unotuviera su parcela secreta, en la que elotro no se atrevía a entrar.

Eran muchas las cosas que ArmandSt. Just no podía contarle a su hermana;los aspectos políticos de la revoluciónfrancesa cambiaban casi de día en día, y

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quizá ella no comprendiera que susopiniones y simpatías se hubieranmodificado, pues los excesos cometidospor aquellos que habían sido amigossuyos eran cada vez más terribles. YMarguerite no podía contarle a suhermano los secretos de su corazón;apenas los entendía ella misma. Sólosabía que, en medio de tanto lujo, sesentía sola y desgraciada.

Y Armand se marchaba. Margueritetemía por su seguridad, anhelaba supresencia. No quería estropear aquellosúltimos momentos agridulces hablandode sí misma. Lo llevó por el acantilado,y después bajaron a la playa, con losbrazos entrelazados. Aún tenían muchascosas que contarse y que estaban fuera

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de la parcela secreta de cada uno.

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VIII

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EL AGENTE AUTORIZADO

La tarde se acercaba rápidamente asu fin, y la larga y fría noche de veranoinglés empezaba a tender su manto deniebla sobre el verde paisaje de Kent.

El Day Dream había levado anclas,y Marguerite Blakeney se quedó a solasal borde del acantilado durante más deuna hora, contemplando aquellas velasblancas que alejaban velozmente de ellaal único ser al que realmente importaba,a quien se atrevía a amar, en quien sabíaque podía confiar.

A la izquierda, no lejos de dondese encontraba, las luces del salón de TheFisherman’s Rest despedían destellosamarillos en medio de la creciente

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niebla; de vez en cuando, sus nerviosexaltados creían distinguir desde allí elruido del regocijo y la alegre charla,

o la risa perpetua y absurda de sumarido, que chirriaba sin cesar en sussensibles oídos.

Sir Percy había tenido ladelicadeza de dejarla completamente asolas. Marguerite suponía que, a pesarde su estupidez, era suficientementebondadoso como para habercomprendido que deseaba estar solamientras aquellas blancas velas seperdían en la tenue línea del horizonte.Su marido, de ideas tan estrictas enmateria de decoro y decencia, nisiquiera le había sugerido que sequedara un criado por allí cerca,

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Marguerite se lo agradeció; siempreintentaba agradecerle su solicitud, queera constante, y su generosidad, queverdaderamente no conocía límites. Aveces, incluso intentaba refrenarse parano pensar en él en unos términos tansarcásticos y duros que la impulsaban adecir, aun sin quererlo, cosas crueles einsultantes, animada por la vagaesperanza de herirle.

¡Sí! Muchas veces sentía deseos deherirle, de hacerle ver que también ellale despreciaba, que también ella habíaolvidado que casi había llegado aamarle. ¡Amar a aquel petimetreridículo, cuyos pensamientos no ibanmás allá del nudo de una corbata o delnuevo corte de una chaqueta! ¡Bah! Y sin

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embargo... por su mente flotaron,llevados por las alas invisibles de laligera brisa marina, vagos recuerdos queeran dulces y ardientes y armonizabancon aquella tranquila noche de verano:los días en que él empezó a idolatrarla;parecía tan apasionado – un auténticoesclavo–, y aún existía la intensidadlatente de un amor que la habíafascinado.

Y de repente aquel amor, aquellapasión, que durante todo su noviazgohabía sido para Marguerite como lafidelidad rendida de un perro, pareciódesvanecerse por completo. Veinticuatrohoras después de la sencilla ceremoniaen la vieja iglesia de St. Roch,Marguerite le contó que, sin darse

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cuenta, había hablado de ciertos asuntoscomprometedores para el marqués de St.Cyr en presencia de unos hombres –amigos suyos– que habían utilizado lainformación en contra del desgraciadomarqués y le habían enviado a él y a sufamilia a la guillotina.

Marguerite detestaba al marqués.Años atrás, Armand, su queridohermano, se había enamorado de AngèleSt. Cyr, pero St. Just era plebeyo, y elmarqués estaba lleno de orgullo y de losarrogantes prejuicios de su casta. Undía, Armand, el amante tímido yrespetuoso, se atrevió a enviar unpoema, un poema ardiente, entusiasta,apasionado, a la mujer de sus sueños. Ala noche siguiente le esperaron los

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criados del marqués de St. Cyr a laspuertas de la ciudad de París y leapalearon ignominiosamente, como a unperro, y estuvo a punto de perder lavida. Todo por haberse atrevido a ponersus ojos en la hija del aristócrata. Enaquellos días, dos años antes de la granRevolución, este tipo de incidentesocurrían casi a diario en Francia; dehecho, contribuyeron a desencadenar lassangrientas represalias que, años mástarde, enviaron a la guillotina a aquellasaltivas cabezas.

Marguerite lo recordaba todo: loque su hermano debió sufrir en suhombría y su orgullo tuvo que serespantoso; y nunca intentó ni siquieraanalizar lo que ella sufrió por él y con

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él.Pero llegó el día del desquite. St.

Cyr y los de su clase quedaronsometidos a los mismos plebeyos a losque tanto despreciaban. Armand yMarguerite, intelectuales e inteligentes,adoptaron con el entusiasmo propio desu edad las doctrinas utópicas de laRevolución, mientras el marqués de St.Cyr y su familia luchabandesesperadamente por conservar losprivilegios que les habían situado porencima de sus semejantes en la escalasocial. Marguerite, impulsiva,irreflexiva, sin calcular el significado desus palabras, aún resentida por laterrible afrenta que había recibido suhermano a manos del marqués, oyó

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casualmente –en su propio grupo– quelos St. Cyr mantenían correspondenciaen secreto con Austria y que esperabanobtener apoyo del emperador parareprimir la creciente revolución de supaís.

En aquellos tiempos, una denunciaera suficiente: las irreflexivas palabrasde Marguerite sobre el marqués de St.Cyr dieron su fruto al cabo deveinticuatro horas. Fue arrestado.Registraron sus papeles, y en suescritorio encontraron cartas delemperador austríaco en las que prometíaenviar tropas para combatir alpopulacho en París. Fue acusado detraición a su patria, y ejecutado en laguillotina. Su familia, su mujer y sus

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hijos, compartieron su terrible suerte.Marguerite, horrorizada ante las

consecuencias de su inconsciencia, nopudo hacer nada por salvar al marqués;su propio grupo, los dirigentes delmovimiento revolucionario, la proclamóheroína. Y cuando se casó con sir PercyBlakeney, quizá no fuera consciente dela severidad con que él juzgaría elpecado que había cometidoinvoluntariamente, y que aún llevabacomo una pesada carga sobre su alma.Se lo confesó abiertamente a su marido,confiando en que el amor ciego quesentía por ella y el ilimitado poder queMarguerite ejercía sobre él pronto leharían olvidar algo que seguramentesería muy mal acogido por un inglés.

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Es cierto que, en el momento de laconfesión, sir Percy pareció tomárselocon mucha calma. En realidad, dio laimpresión de no entender el significadode las palabras de Marguerite; pero esaún más cierto que, a partir de entonces,Marguerite no volvió a advertir elmenor indicio de aquel amor que ellacreía que le pertenecía por completo. Enla actualidad llevaban vidas separadas,y sir Percy parecía haber abandonado suamor por ella, como si se tratara de unguante que no le sentara bien.Marguerite intentó incitarle aguzando suingenio contra el torpe intelecto de sumarido; trató de despertar sus celos, yaque no podía despertar su amor; intentóaguijonearle para provocar su

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agresividad; mas todo en vano. SirPercy siguió igual, siempre lento,pasivo, somnoliento, siempre galante einvariablemente caballeroso: Margueritetenía todo lo que la alta sociedad y unmarido acaudalado pueden ofrecer a unamujer guapa, pero aquella hermosanoche de verano, cuando las velasblancas del Day Dream quedaron al finocultas por las sombras, se sintió mássola que aquel pobre vagabundo quecaminaba trabajosamente por losescabrosos acantilados.

Con otro prolongado suspiro,Marguerite Blakeney dio la espalda almar y los acantilados, y se dirigiólentamente hacia The Fisherman's Rest.Al acercarse, oyó con mayor claridad el

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ruido de las risas alegres y joviales.Distinguió la agradable voz de sirAndrew Ffoulkes, las bulliciosasrisotadas de lord Tony, los comentariosabsurdos y aislados de su marido;entonces, cayendo en la cuenta de que lacarretera estaba solitaria y de que laoscuridad se cerraba a su alrededor,apretó el paso... Al cabo de unossegundos vio a un desconocido que sedirigía rápidamente hacia ella.Marguerite no se inmutó; no se sentía enabsoluto nerviosa y The Fisherman’sRest se encontraba ya muy cerca.

El desconocido se detuvo al verque Marguerite se aproximaba hacia él,y cuando estaba a punto de pasar a sulado, le dijo en voz muy baja:

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–Ciudadana St. Just.Marguerite emitió un pequeño grito

de sorpresa al oír pronunciar su apellidode soltera a su lado. Miró aldesconocido, y, con una exclamación dealegría sincera, le tendió efusivamenteambas

manos.–¡Chauvelin! –exclamó.–El mismo, ciudadana. A su

disposición – replicó el hombre,besándole galantemente las puntas de losdedos.

Marguerite no añadió nada duranteunos momentos, mientras contemplabacon evidente agrado la figura nodemasiado atractiva que tenía ante ella.Chauvelin estaba por entonces más

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cerca de los cuarenta que de los treinta;era un personaje inteligente, de miradaastuta, con una extraña expresiónzorruna en sus ojos hundidos. Era eldesconocido que, unas horas antes habíainvitado amistosamente al señorJellyband a un vaso de vino.

–Chauvelin... amigo mío –dijoMarguerite, con un suspiro desatisfacción–. ¡Cuánto me alegro deverle!

Sin duda, a la pobre Marguerite St.Just, solitaria en medio de su esplendory de sus estirados amigos, le encantó veruna cara que le traía recuerdos de losdías felices de París, cuando, como unaverdadera reina, era el centro del grupode intelectuales de la Rue de Richelieu.

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Sin embargo, no observó lasonrisilla sarcástica que asomaba a losdelgados labios de Chauvelin.

–Pero, dígame –continuó diciendoanimadamente–, ¿qué diablos hace aquí,en Inglaterra?

Había echado a andar de nuevohacia la posada y Chauvelin caminaba asu lado.

–Lo mismo puedo preguntarle yo,hermosa dama –replicó–. ¿Qué tal le va?

–¿A mí? –dijo Margueriteencogiéndose de hombros–. Jem’ennuie, mon ami. Eso es todo.

Llegaron al porche de TheFisherman’s Rest, pero Marguerite noparecía muy dispuesta a entrar. El airede la noche era delicioso después de la

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tormenta, y se había encontrado con unamigo que le traía el aliento de París,que conocía bien a Armand, que podíahablar de los queridos y brillantesamigos que había dejado allí al partir.Se quedó bajo el bonito porche,mientras por las ventanas abuhardilladasdel salón, con sus luces alegres, se oíabullicio de risas, de gritos quereclamaban a Sally y más cerveza, degolpear de jarros y tintinear de dados,todo ello mezclado con la risa necia yapagada de sir Percy Blakeney.Chauvelin estaba a su lado, con los ojosastutos, pálidos y amarillentos clavadosen su hermoso rostro, dulce e infantil ala suave media luz del verano inglés.

–Me sorprende, ciudadana –dijo en

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voz baja, tomando un pellizco de rapé.–¿Ah, sí? –replicó Marguerite

alegremente– . Vamos, mi queridoChauvelin. Suponía que, con esaagudeza que le caracteriza, habríaadivinado que esta atmósfera de nieblasy virtudes no es lo más apropiado paraMarguerite St. Just.

–¿De veras? ¿Es tan terrible comotodo eso? –preguntó Chauvelin, en tonode burlona consternación.

–Pues sí –contestó Marguerite–. Eincluso peor.

–¡Qué extraño! Yo pensaba que auna mujer hermosa la vida rural inglesale resultaría muy atrayente.

–¡Sí! También yo lo creía –dijoella con un suspiro–. Las mujeres guapas

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–añadió, reflexiva– deberían pasarlobien en Inglaterra, pues les estánprohibidas todas las cosas agradables,cosas que, en realidad, hacen todos losdías.

–¡No es posible!–Quizá no me crea, querido

Chauvelin –dijo Marguerite con lamayor seriedad–, pero paso muchosdías, días enteros, sin toparme con unasola tentación.

–Entonces, no me extraña que lamujer más inteligente de Europa estéaquejada de ennui – replicó Chauvelin,con galantería.

Marguerite se echó a reír, con unade sus carcajadas melodiosas, infantiles,estremecedoras.

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–Tiene que ser espantoso, ¿verdad?–dijo maliciosamente–, porque si no, nome hubiera alegrado tanto de verle.

–¡Y esto tras un año de amor ymatrimonio!

–¡Sí!... Un año de amor ymatrimonio... Precisamente ése es elproblema.

–¡Ah!... ¿De modo que esaromántica locura no sobrevivió siquieraunas semanas? –dijo Chauvelin consarcasmo.

–Las locuras románticas no duranmucho, querido Chauvelin... Se contraencomo el sarampión... y se curanfácilmente.

Chauvelin cogió otro pellizco derapé; parecía muy adicto a ese

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pernicioso hábito, tan extendido enaquella época. Quizá fuera también quetomar rapé le servía para disimular lasmiradas rápidas y perspicaces con quetrataba de penetrar en el alma de laspersonas con las que entraba encontacto.

–No me extraña que el cerebro másactivo de Europa esté aquejado de ennui–repitió, con la misma galantería.

–Tenía la esperanza de que ustedconociera un remedio para estaenfermedad, mi querido Chauvelin.

–¿Cómo puedo tener yo éxito enalgo que no ha logrado sir PercyBlakeney?

–¿Le importa que dejemos a unlado a sir Percy de momento, querido

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amigo? –dijo Marguerite bruscamente.–¡Oh, querida señora!, perdóneme,

pero precisamente eso es algo que nopodemos hacer –dijo Chauvelin,mientras sus ojos, suspicaces como losde un zorro al acecho, lanzaban otrarápida mirada a Marguerite–. Conozcoun remedio maravilloso para las peoresmanifestaciones del e n n u i , que lerevelaría con muchísimo gusto, pero...

–Pero, ¿qué?–No podemos olvidar a sir Percy...–¿Qué tiene que ver en esto?–Me temo que mucho. El remedio

que yo puedo ofrecerle, mi hermosaseñora, tiene un nombre muy plebeyo.¡Trabajo!

–¿Trabajo?

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Chauvelin miró a Marguerite largay escrutadoramente. Parecía como siaquellos ojos suspicaces y pálidosestuvieran leyendo cada uno de lospensamientos de la muchacha. Estabansolos; el aire de la noche se encontrabaen calma y los susurros quedabanahogados por el ruido del salón de laposada. Sin embargo, Chauvelin dio unoo dos pasos bajo el porche, mirórápidamente a su alrededor, y, trascomprobar que nadie podía oírle, volviójunto a Marguerite.

–¿Quiere prestar un pequeñoservicio a Francia, ciudadana? –preguntó con un repentino cambio deactitud que confirió a su rostro delgadoy zorruno una expresión de infinita

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gravedad.–¡Pero hombre, qué serio se ha

puesto de repente! –replicó Margueriteen tono desenfadado–. Francamente, nosé si prestaría a Francia un pequeñoservicio... Depende del tipo de servicioque quiera... el país o usted.

–¿Ha oído hablar de PimpinelaEscarlata, ciudadana St. Just? –preguntóChauvelin, bruscamente.

–¿Que si he oído hablar dePimpinela Escarlata? –repitióMarguerite con una carcajada alegre yprolongada–. Pues claro; no se habla deotra cosa... Aquí tenemos sombreros «ala Pimpinela Escarlata»; a los caballosse les llama «Pimpinela Escarlata»; laotra noche, en una cena que daba el

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príncipe de Gales, tomamos «soufflé ala Pimpinela Escarlata»... ¡Fíjese! –añadió alegremente–, el otro día leencargué a mi modista un vestido azulcon adornos en verde, y, ¡cómo no!, elmodelo también se llamaba «PimpinelaEscarlata»...

Chauvelin no hizo el menormovimiento mientras Margueriteparloteaba animadamente; ni siquieraintentó hacerla callar cuando sumelodiosa voz y su risa infantilresonaron en el tranquilo aire nocturno.Mantuvo una expresión seria y gravemientras Marguerite reía, y su voz,clara, dura e incisiva, apenas se elevópara decir:

–Bien, ciudadana, si ha oído hablar

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de ese enigmático personaje, habráadivinado que el hombre que oculta suidentidad bajo ese extraño seudónimo esel más acérrimo enemigo de nuestrarepública, de Francia... de los hombrescomo Armand St. Just.

–¡Sí! –dijo Marguerite con unpequeño suspiro–. Supongo que asíserá... Francia tiene muchos enemigosacérrimos en los días que corren.

–Pero usted, ciudadana, es hija deFrancia, y debería estar dispuesta aayudarla en momentos de grave peligro.

–Mi hermano Armand estádedicado en cuerpo y alma a Francia –replicó orgullosamente–. Yo no puedohacer nada... aquí, en Inglaterra.

–Sí, sí puede... –insistió Chauvelin,

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adoptando una expresión aún más grave,mientras su rostro delgado y zorrunoparecía cubrirse de dignidad–. Aquí, enInglaterra, sólo usted puede ayudamos,ciudadana... ¡Escúcheme con atención!Estoy aquí en representación delgobierno republicano; mañana iré aLondres a presentar mis credenciales alseñor Pitt. Una de las misiones que debollevar a cabo es averiguar lo másposible sobre la Liga de la PimpinelaEscarlata, que se ha convertido en unaconstante amenaza para Francia, puesestá empeñada en ayudar a nuestrosmalditos aristócratas – traidores a supatria y enemigos del pueblo– a escaparal justo castigo que merecen. Usted sabetan bien como yo, ciudadana, que en

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cuanto llegan aquí, esos émigrésfranceses intentan despertar sentimientosde animadversión hacia la República...Están dispuestos a unirse a cualquieracon la suficiente osadía como paraatacar a Francia... En los últimos meseshan logrado cruzar el canal decenas dee s o s émigrés; algunos sólo eransospechosos de traición, y otros yahabían sido condenados por el Tribunalde Seguridad Pública. La fuga de todosfue planeada, organizada y llevada acabo por esa asociación de bribonesingleses, encabezados por un hombrecuyo cerebro parece tan ingenioso comomisteriosa es su identidad. A pesar detodos los esfuerzos de mis espías, nohan conseguido averiguar quién es. Los

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demás son simples instrumentos,mientras que él es el cerebro que, bajoun extraño anonimato, trabaja ensilencio para aniquilar a Francia. Miintención es destruir ese cerebro, para locual necesito su ayuda. Es probable quesi le encuentro a él, pueda encontrar alresto de la banda. Es un joven cachorrode la alta sociedad inglesa; de eso estoycompletamente seguro. Busque a esehombre por mí, ciudadana –dijo en tonoapremiante–; búsquelo en nombre deFrancia.

Marguerite escuchó el apasionadodiscurso de Chauvelin sin pronunciarpalabra, sin apenas moverse, sinatreverse casi a respirar. Antes le habíadicho que aquel héroe misterioso de

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novela era el tema de conversación delselecto grupo al que ella pertenecía.Antes de oír las palabras de Chauvelin,su corazón y su imaginación se habíanconmovido al pensar en aquel hombrevaliente que, ajeno a la notoriedad y lafama, había rescatado cientos de vidasde un destino terrible e implacable.Sentía poca simpatía por aquellosaltivos aristócratas franceses, insolentescon su orgullo de casta, de quienes lacondesa de Tournay de Basserive era unejemplo típico; pero, aun siendorepublicana y de ideas liberales porprincipios, le repugnaban y detestaba losmétodos que había elegido la jovenRepública para establecerse. No vivíaen París desde hacía varios meses; los

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horrores y el derramamiento de sangredel Reinado del Terror, que habíanculminado en las matanzas deseptiembre, le habían llegado como undébil eco desde el otro lado del Canal.A Robespierre, Danton y Marat no loshabía conocido con su nuevo disfraz dejusticieros sangrientos y amosdespiadados de la guillotina. Su alma seencogía de horror ante aquellos excesos,a los que temía que su hermano Armand–que era republicano moderado– fueraun día sacrificado.

Cuando oyó hablar por primera vezde aquel grupo de valientes ingleses,que, por puro amor a sus semejantes,libraban de una muerte espantosa amujeres y niños, hombres viejos y

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jóvenes, su corazón se encendió deorgullo por ellos, y en esos momentos,mientras Chauvelin hablaba, su almasalió al encuentro del galante ymisterioso jefe de la temeraria banda,que arriesgaba su vida a diario, que laentregaba gratuitamente y sinostentación, en aras de la humanidad.

Cuando Chauvelin terminó dehablar, Marguerite tenía los ojoshúmedos, el encaje de su pecho subía ybajaba a impulsos de la respiraciónrápida, agitada; ya no oía el ruido de losvasos del salón de la posada, noprestaba atención a la voz de su maridoni a su risa necia. Sus pensamientoshabían volado hacia el misterioso héroe.¡Ah! Él era un hombre al que podría

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haber amado, si se hubiera cruzado en sucamino; todo en él excitaba suimaginación romántica: su personalidad,su fuerza, su valor, la lealtad deaquellos que servían bajo sus órdenes ala misma noble causa y, sobre todo, elanonimato que lo coronaba como con unhalo de esplendor romántico.

–¡Búsquelo en nombre de Francia,ciudadana!

La voz de Chauvelin junto a su oídola despertó de sus sueños. El misteriosohéroe se desvaneció y, a pocos metrosde ella, un hombre bebía y reía, aquél aquien había jurado fidelidad y lealtad.

–¡Pero hombre, qué cosas dice! –exclamó volviendo a adoptar un aire dedespreocupación–. ¿Dónde diablos

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quiere que lo busque?–Usted va a todas partes, ciudadana

–susurró Chauvelin, insinuante–. Segúntengo entendido, lady Blakeney es elcentro de la alta sociedad londinense...Usted lo ve todo, lo oye todo.

–Calma, amigo mío –replicóMarguerite, irguiéndose en toda suestatura y posando los ojos, con un levegesto de desprecio, en la pequeña ydelgada figura que tenía ante ella–.¡Calma! Parece olvidar que entre ladyBlakeney y lo que usted propone seinterpone el metro ochenta y cinco deestatura de sir Percy Blakeney y unalarga línea de antepasados.

–¡Tiene que hacerlo por Francia,ciudadana! –insistió Chauvelin,

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apremiante.–No dice usted más que tonterías;

porque incluso si llegara a saber quiénes Pimpinela Escarlata, no podríahacerle hada... ¡Es inglés!

–Ya me encargaría yo de eso –replicó Chauvelin, con una risita seca,áspera–. En primer lugar, podríamosenviarlo a la guillotina para enfriar suentusiasmo, y después, cuando seorganizara un gran revuelo diplomáticonos disculparíamos –humildemente,claro está– ante el gobierno británico y,si fuera necesario, compensaríamos a laafligida familia.

–Lo que me propone esmonstruoso, Chauvelin –dijoMarguerite, apartándose de él como si

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fuera un insecto asqueroso–.Quienquiera que sea ese hombre, esnoble y valiente, y yo jamás me prestaríaa una villanía como ésa. Jamás, ¿meoye?

–¿Prefiere que la insulte cadaaristócrata francés que venga a estepaís?

Chauvelin había elegidocuidadosamente el objetivo paradisparar la diminuta flecha. Las jóvenesy frescas mejillas de Margueritepalidecieron ligeramente y se mordió ellabio inferior, porque no quería queviera que la flecha había dado en elblanco.

–Eso no tiene nada que ver –replicó finalmente, con indiferencia–. Sé

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defenderme. Pero me niego a hacertrabajos sucios para usted... o paraFrancia. Cuenta usted con otros medios;utilícelos, amigo mío.

Y sin dirigir otra mirada aChauvelin, Marguerite Blakeney levolvió la espalda y entró en la posada.

–Esa no es su última palabra,ciudadana – dijo Chauvelin, en elmomento en que un torrente de luzprocedente del pasillo iluminaba lafigura elegante y suntuosamente vestidade Marguerite–. ¡Espero que nos veamosen Londres!

–Nos veremos en Londres –dijoMarguerite, hablando por encima delhombro–, pero es mi última palabra.

Abrió resueltamente la puerta del

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salón y desapareció, pero Chauvelin sequedó bajo el porche unos momentos,cogiendo un pellizco de rapé. Habíarecibido una negativa y un desaire, perosu rostro astuto y zorruno no mostraba nidecepción ni desánimo; por el contrario,en las comisuras de sus delgados labiosasomó una extraña sonrisa, mediosarcástica, de absoluta satisfacción.

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IX

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EL ULTRAJE

Al día de lluvia incesante siguióuna noche preciosa e iluminada por lasestrellas; una noche fresca y sosegada definales de verano, típicamente inglesapor una leve insinuación de humedad yel aroma de la tierra mojada y las hojasgoteantes.

El magnífico carruaje, tirado porcuatro de los mejores pura sangre deInglaterra, recorrió la carretera deLondres, con sir Percy Blakeney en elpescante, sujetando las riendas con susmanos delgadas, femeninas, y a su lado,lady Blakeney, arropada en sus costosaspieles. ¡Un paseo de ochenta kilómetrosen una noche de verano cuajada de

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estrellas! Marguerite acogió la idea conentusiasmo... Sir Percy era un conductorfantástico; sus cuatro pura sangres, quehabían llegado a Dover un par de díasantes, estaban descansados y prestaríanaún mayor interés al viaje, y Margueritedisfrutó por anticipado de aquellasbreves horas de soledad, con la suavebrisa nocturna acariciando sus mejillas,sus pensamientos volando, ¿haciadónde? Sabía por experiencia que sirPercy hablaría poco, o incluso no diríanada: la había llevado muchas veces ensu hermoso coche durante horas enteraspor la noche, sin hacer más que uno odos comentarios sobre el tiempo o elestado de las carreteras desde elprincipio hasta el final del viaje. Le

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gustaba mucho conducir de noche, yMarguerite había adoptado rápidamenteesta afición suya. Sentada a su lado horatras hora, admirando su forma especialde llevar las riendas, con gran destreza,pensaba con frecuencia en qué pasaríapor su torpe mente. El nunca se lo decía,y Marguerite jamás se atrevía apreguntar.

En The Fisherman’s Rest, el señorJellyband hacía su ronda nocturna,apagando las luces. Se habían marchadotodos los parroquianos del bar, peroarriba, en los pequeños y acogedoresdormitorios, el señor Jellyband teníavarios huéspedes importantes: lacondesa de Tournay, con Suzanne, y elvizconde, y habían preparado otras dos

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habitaciones para sir Andrew Ffoulkes ylord Antony Dewhurst, por si los dosjóvenes decidían honrar el antiguoestablecimiento pasando la noche allí.De momento, aquellos dos valientes seencontraban cómodamente instalados enel salón, ante la enorme hoguera de leñaque, a pesar de la bonanza de la noche,habían alimentado para que ardieraalegremente.

–Oiga, Jelly, ¿se han marchadotodos? – preguntó lord Tony al honradoposadero, que seguía con su tarea derecoger vasos y jarros.

–Todo el mundo, como puede ver,señor.

–¿Y se han acostado los criados?–Todos menos el chico que sirve

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en la cantina, y ése –añadió riendo–,supongo que se quedará dormido dentrode poco, el muy bribón.

–Entonces, ¿podremos hablar aquísin que nadie nos moleste durante mediahora?

–Naturalmente, señor... Les dejarélas velas en el aparador... y sushabitaciones ya están preparadas... Yoduermo en el piso de arriba, pero si suseñoría grita un poco fuerte, estoyseguro de que le oiré.

–Muy bien, Jelly... y... oiga, apaguela lámpara. Con la hoguera tenemossuficiente luz, y no queremos que se fijeen nosotros quien pase por la calle.

–De acuerdo, señor.El señor Jellyband hizo lo que le

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habían ordenado: apagó la vieja ypintoresca lámpara que colgaba de lasvigas del techo y sopló las velas.

–Tráiganos una botella de vino,Jelly – propuso sir Andrew,

–¡Muy bien, señor!Jellyband salió a buscar el vino. La

habitación había quedado prácticamentea oscuras, salvo por el círculo de luzrojiza y danzarina que formaban losdestellantes leños del hogar.

–¿Alguna cosa más, caballeros? –preguntó Jellyband al volver con unabotella de vino y dos vasos, que dejó enla mesa.

–Eso es todo, Jelly. Gracias –contestó lord Tony.

–¡Buenas noches, señores!

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–¡Buenas noches, Jelly!Los dos jóvenes se quedaron

escuchando los pesados pasos del señorJellyband, que resonaron en el pasillo yla escalera. Finalmente también sedesvaneció ese ruido, y TheFisherman’s Rest pareció quedarenvuelto en el sueño, a excepción de losdos hombres que bebían en silenciojunto a la chimenea.

Durante un rato no se oyó nada enel salón, a no ser el tic–tac del granreloj de pie y el crujido de la leñaquemándose.

–¿Todo bien esta vez, Ffoulkes? –preguntó al fin lord Antony.

Saltaba a la vista que sir Andrewestaba soñando despierto, contemplando

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el fuego, en el que sin duda veía unrostro bonito y pícaro, con grandes ojospardos y una cascada de rizos oscurosenmarcando una frente infantil.

–Sí –contestó, reflexivo–. Todobien.

–¿Ninguna dificultad?–Ninguna.Lord Antony se echó a reír de buen

humor mientras se servía otro vaso devino.

–Supongo que no hace falta quepregunte si el viaje te ha resultadoagradable en esta ocasión...

–No, amigo mío. No hace falta quelo preguntes –replicó sir Andrewanimadamente– . Ha estado bien.

–Entonces, a la salud de la

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muchacha –dijo lord Tony en tonojovial–. Es una guapa mocita, aunquefrancesa. Y también brindo por tunoviazgo, porque florezca y prosperemaravillosamente.

Vació el vaso hasta la última gota,y a continuación se puso al lado de suamigo, junto al hogar.

–Bueno, supongo que el siguienteviaje lo harás tú, Tony –dijo sirAndrew, interrumpiendo susreflexiones–. Tú y Hastings, y esperoque la tarea os resulte tan agradablecomo a mí y que tengáis una compañerade viaje tan encantadora como la que hetenido yo. Tony, no puedes hacerte ideade...

–¡No! ¡No puedo hacérmela! –le

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interrumpió su amigo amablemente–.Pero te creo. Y ahora –añadió, con unarepentina expresión de seriedad en surostro joven y alegre–, ¿qué te parece sientramos en materia?

Los dos jóvenes acercaron sussillas, e instintivamente, a pesar deencontrarse a solas, bajaron la voz hastahablar en un susurro.

–En Calais vi a PimpinelaEscarlata a solas unos momentos –dijosir Andrew– hace un par de días. Llegóa Inglaterra dos días antes que nosotros.Había escoltado al grupo desde París y,¡parece increíble!... Iba vestido comouna vieja vendedora del mercado, yhasta que salieron de la ciudad, fueconduciendo el carro cubierto en el que

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iban la condesa de Tournay,mademoiselle Suzanne y el vizconde,escondidos entre nabos y coles. Porsupuesto, ellos ni siquiera sospechabanquién era el conductor. Tuvo que pasarentre la soldadesca y una muchedumbrevociferante que gritaba: «¡A bas lesaristos!», pero el carro pasó junto aotros del mercado, y PimpinelaEscarlata, con chal, faldas y capuchagritaba: «¡A bas les aristos!», más fuerteque nadie. De verdad que ese hombre esprodigioso –añadió el joven, con losojos despidiendo destellos deentusiasmo y admiración por su queridojefe–. Tiene una cara duraimpresionante, ¡te lo juro!... y gracias aeso puede hacer lo que hace.

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A lord Antony, cuyo vocabularioera más limitado que el de su amigo,sólo se le ocurrieron uno o dosjuramentos para expresar la admiraciónque sentía por su jefe.

–Quiere que Hastings y tú osreunáis con él en Calais –dijo sirAndrew más calmado–, el día dos delmes que viene. Veamos... Eso es elpróximo miércoles.

–Sí–Naturalmente, esta vez es el caso

del conde de Tournay. Se le presentauna tarea muy peligrosa al conde, puesdespués de que el Comité de SaludPública lo declarase «sospechoso»,escapó de su castillo y ahora estácondenado a muerte. Su fuga fue una

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obra maestra del ingenio de PimpinelaEscarlata.

Sacar al conde de Francia va a seruna diversión como pocas, y escaparéispor los pelos, si es que lo conseguís. St.Just ha ido a buscarlo. Naturalmente,nadie sospecha todavía de St. Just, perodespués de eso... ¡Sacarlos a los dos delpaís! Me consta que va a ser un trabajodifícil, que pondrá a prueba el ingeniode nuestro jefe. Me gustaría que meordenaran que formara parte del grupo.

–¿Tienes instrucciones especialespara mí?

–¡Sí! Y mucho más precisas que decostumbre. Parece ser que el gobiernorepublicano ha enviado a un agenteautorizado a Inglaterra, un hombre

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llamado Chauvelin, que, según dicen,detesta a nuestra liga, y está decidido aaveriguar la identidad de nuestro jefe,para secuestrarlo la próxima vez queintente poner el pie en Francia. El talChauvelin se ha traído un verdaderoejército de espías, y hasta que el jefe nolos descubra a todos, piensa quedebemos vernos lo menos posible paratratar asuntos relacionados con la liga, yno debemos hablarnos en lugarespúblicos durante algún tiempo porningún motivo. Cuando quieracomunicarse con nosotros, ya idearáalgo para hacérnoslo saber.

Los dos jóvenes estaban inclinadossobre el fuego, porque las llamas sehabían extinguido, y sólo el destello

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rojizo de las ascuas moribundasarrojaba una luz lívida sobre un estrechosemicírculo frente al hogar. El resto dela habitación estaba envuelta encompletas tinieblas. Sir Andrew sacóuna cartera de bolsillo, extrajo un papely lo desdobló, y los dos juntosintentaron leerlo a la débil luz rojiza dela hoguera. Tan embebidos estaban enesa tarea, tan absortos en la causa, tan enserio se tomaban su actividad y aqueldocumento que, salido de las manos desu adorado jefe, era sumamente valioso,que únicamente tenían ojos y oídos parael papel. No percibían los ruidos quehabía a su alrededor, de la cenizacrujiente que caía del hogar, delmonótono tic–tac del reloj, del leve

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susurro, casi imperceptible, de algo quese deslizó junto a ellos, en el suelo. Dedebajo de los bancos salió una figura;con movimientos silenciosos, como deserpiente, se acercó a los dos jóvenes,sin respirar, arrastrándose por el suelo,en medio de la negrura de tinta de lahabitación.

–Tienes que leer estasinstrucciones y aprenderlas de memoria–dijo sir Andrew–. Después, destruye elpapel.

Iba a guardarse la cartera en elbolsillo cuando un trocito de papel cayóaleteando al suelo. Lord Antony seagachó y lo recogió.

–¿Qué es eso? –preguntó.–Se te acaba de caer del bolsillo.

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Desde luego, no parecía estar con elotro.

–¡Qué raro! ¿Cómo habrá venido aparar aquí? Es del jefe –añadió,mirando el papel.

Los dos se agacharon para intentardescifrar la diminuta nota en que habíangarabateado a toda prisa unas cuantaspalabras y, de repente, les llamó laatención un leve ruido que parecía venirdel pasillo.

–¿Qué es eso? –dijeron a la vez.Lord Antony atravesó la habitación,llegó a la puerta y la abrió de par en par,bruscamente. En ese mismo momentorecibió un terrible golpe entre los ojos,que lo hizo retroceder violentamentehacia la habitación. Al mismo tiempo, la

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figura agazapada en la oscuridad seirguió y se abalanzó sobre sir Andrew,que, desprevenido, se desplomó en elsuelo.

Todo ocurrió en el breve espaciode dos o tres segundos, y sin darlestiempo a lanzar un grito ni a hacer elmenor movimiento para defenderse, doshombres redujeron a lord Antony y sirAndrew, les pusieron una mordaza, y loscolocaron uno contra la espalda delotro, con brazos, manos y piernasfuertemente atados.

En el ínterin, un hombre habíacerrado la puerta sin hacer ruido;llevaba un antifaz y permanecía inmóvilmientras los otros dos terminaban sutrabajo.

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–¡Todo listo, ciudadano! –dijo unode ellos, tras examinar por última vezlas ligaduras de los dos jóvenesingleses.

–¡Muy bien! –replicó el hombre dela puerta–. Ahora registradles losbolsillos y dadme todos los papeles queencontréis.

Los hombres llevaron a cabo laorden inmediatamente, en silencio. Elenmascarado, tras tomar posesión de lospapeles, prestó oídos unos instantes porsi había ruidos en The Fisherman'sRes t . Visiblemente satisfecho de queaquel vil atropello no hubiera tenidotestigos, volvió a abrir la puerta yseñaló el pasillo con ademán imperioso.Los cuatro hombres levantaron a sir

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Andrew y lord Antony del suelo, y tansilenciosamente como habían llegado,sacaron de la posada a los dos valientesjóvenes amordazados y se internaron enlas tinieblas de la carretera de Dover.

En el salón de la posada, elenmascarado que había dirigido laosada operación ojeaba rápidamente lospapeles robados.

–El trabajo de hoy no ha estadonada mal – murmuró, quitándosepausadamente el antifaz, y sus ojospálidos y zorrunos brillaron al fulgorrojizo del fuego–. Pero que nada mal.

Abrió un par de cartas más de lacartera de sir Andrew Ffoulkes, y se fijóen la minúscula nota que los dos jóvenesingleses apenas habían tenido tiempo de

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leer; pero una carta en particular,firmada por Armand St. Just, parecióproporcionarle una extraña satisfacción.

–Así que Armand St. Just es untraidor – murmuró–. Ahora, hermosaMarguerite Blakeney, creo que meayudarás a buscar a Pimpinela Escarlata–añadió cruelmente, apretando losdientes.

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X

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PALCO DE LA OPERA

Era noche de gala en el teatro delCovent Garden, la primera de latemporada del otoño de aquelmemorable año de gracia de 1792.

El teatro estaba abarrotado, desdelos elegantes palcos de la orquesta y laplatea hasta los asientos y tribunas dearriba, de carácter más plebeyo. ElO r f e o de Glück despertaba granexpectación entre los sectores másintelectuales del local, mientras que lasmujeres de la alta sociedad, la genteelegante y de vistosos ropajes, llamabanmás la atención a quienes no seinteresaban demasiado por aquella«reciente importación de Alemania».

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Selina Storace había recibido unagran ovación de sus numerososadmiradores tras una magnífica aria;Benjamin Incledon, el favorito de lasdamas, había sido objeto de especialreconocimiento desde el palco real; y enesos momentos bajaba el telón, tras elclamoroso final del tercer acto, y elpúblico, que había seguido hechizadolos mágicos compases del genialmaestro, pareció proferir al unísono unprolongado suspiro de satisfacción,antes de sacar a paseo cientos delenguas maledicientes y frívolas.

En los elegantes palcos de laorquesta se veían muchas carasconocidas. El señor Pitt, abrumado porlos asuntos de estado, disfrutaba de unas

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horas de tranquilidad con aquel regalomusical; el príncipe de Gales, jovial,rechoncho y de aspecto un tanto vulgar ytosco, iba de palco en palco pasandobreves minutos con sus amigos másíntimos.

También en el palco de lordGrenville, un personaje extraño einteresante llamaba la atención de todoel mundo, una figura delgada y pequeñade expresión astuta y sarcástica y ojoshundidos, pendiente de la música,contemplando con aire crítico alpúblico, vestido impecablemente denegro, con el pelo oscuro, sin empolvar.Lord Grenville, secretario de Estadopara Asuntos Exteriores, le dispensabaun trato sumamente cortés, pero frío.

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Aquí y allá, repartidos entre lasbellezas de corte claramente británico,destacaban algunos rostros extranjerosen marcado contraste: los semblantesaltivos y aristocráticos de los múltiplesmonárquicos franceses emigrados que,perseguidos por la facciónrevolucionaria e implacable de su país,habían encontrado un pacífico refugio enInglaterra. En aquellos rostros habíandejado profundas huellas la aflicción ylas preocupaciones. Sobre todo lasmujeres prestaban poca atención a lamúsica y al deslumbrante público; sinduda, sus pensamientos se encontrabanmuy lejos, con el marido, el hermano,acaso el hijo, que aún corría peligro, oque había sucumbido recientemente a un

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cruel destino.Entre ellos, la condesa de Tournay

de Basserive, llegada de Francia hacíapoco tiempo, era uno de los personajesmás sobresalientes: vestida de sedanegra, de pies a cabeza, con sólo unpañuelo de encaje blanco que aliviabael aire de duelo que la rodeaba, estabaal lado de lady Portarles, que coningeniosas ocurrencias y chistes un tantosubidos de tono trataba vanamente dellevar una sonrisa a los tristes labios dela condesa. Detrás de ella seencontraban la pequeña Suzanne y elvizconde, silenciosos y algo cohibidosentre tantos desconocidos. Los ojos deSuzanne parecían melancólicos; al entraren el teatro abarrotado, había mirado

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ansiosamente a su alrededor,examinando todas las caras,escudriñando todos los palcos. Saltaba ala vista que la cara que buscaba no seencontraba allí, pues se había sentadodetrás de su madre, y sin prestar lamenor atención al público, escuchaba lamúsica con expresión lánguida.

–Ah, lord Grenville –dijo ladyPortarles, cuando, tras un discreto golpe,en la puerta del palco apareció lacabeza, intresante e inteligente, delsecretario de Estado–. No podía ustedhaber llegado más á propos. Madame lacondesa de Tournay arde en deseos deconocer las últimas noticias de Francia.

El distinguido diplomático seadelantó hacia las señoras y les estrechó

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la mano.–¡Ay! –exclamó tristemente–. Son

muy malas. Continúan las matanzas;París literalmente está anegado ensangre, y la guillotina reclama cienvíctimas diariamente.

Pálida y llorosa, la condesa estabareclinada contra el respaldo del asiento,escuchando horrorizada el breve ygráfico resumen de lo que ocurría en sumalhadado país.

– A h , monsieur –dijo,emocionada–, es terrible oír eso... Y mimarido aún en ese país espantoso. Paramí es horrible estar aquí, en un teatro, asalvo y tan tranquila, mientras él corretales peligros.

–Vamos , madame –terció lady

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Portarles, en su habitual tono franco ybrusco–. Si usted estuviera en unconvento, no por eso su marido seencontraría más seguro, y tiene quepensar en sus hijos: son demasiadojóvenes para someterlos a tanta angustiay tanta aflicción prematuramente.

La condesa sonrió entre suslágrimas ante la vehemencia de suamiga. Lady Portarles, cuya voz y cuyosmodales no hubieran desmerecido de losde un mozo de cuerda, tenía un corazónde oro, y ocultaba una auténtica simpatíay amabilidad bajo la actitud un tantoruda que adoptaban las damas de laépoca.

–Además, madame –añadió lordGrenville– , ¿no me dijo usted ayer que

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la Liga de la Pimpinela Escarlata habíaprometido por su honor traer a monsieurel conde a Inglaterra?

–¡Sí, sí! –contestó la condesa–. Esaes mi única esperanza. Ayer vi a lordHastings... y me lo confirmó una vezmás.

–En ese caso, estoy seguro de queno debe temer hada. Si la liga jura algo,no cabe duda de que lo cumple. ¡Ah! –exclamó el anciano diplomático con unsuspiro–, ojalá fuera yo unos años másjoven...

–¡Vamos, lord Grenville! –leinterrumpió lady Portarles conbrusquedad–. Aún es lo suficientementejoven como para volverle la espalda aese cuervo francés que tiene entronizado

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en su palco esta noche.–Ojalá pudiera... pero su señoría

debe recordar que para servir a nuestropaís hay que dejar a un lado losprejuicios. Monsieur Chauvelin es elagente autorizado de su gobierno...

–¡Pero bueno! –replicó ladyPortarles–. ¿Llama usted gobierno a esapandilla de bandidos sedientos desangre?

–Todavía no parece prudente queInglaterra rompa relacionesdiplomáticas con Francia – dijo elministro con cautela–, y no podemosnegarnos a recibir con cortesía al agenteque este país decida enviarnos.

–¡Al diablo con las relacionesdiplomáticas, señor mío! Ese zorro

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astuto que tiene usted ahí no es más queun espía; se lo garantizo, y, o mucho meequivoco, o dentro de poco descubriráusted que no le importa absolutamentenada la diplomacia, y que lo que quierees perjudicar a los refugiadosmonárquicos, a nuestro heroicoPimpinela Escarlata y a los miembros deese valeroso grupo.

–Estoy segura –dijo la condesa,frunciendo sus delgados labios–, de quesi ese Chauvelin quiere hacernos daño,encontrará una leal aliada en ladyBlakeney.

–¡Pero qué mujer ésta! –exclamólady Portarles–. ¿Habráse visto quémaldad? Lord Grenville, usted que tieneun pico de oro, ¿querría hacerme el

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favor de explicarle a ma d a me lacondesa que se está comportando comouna imbécil? Madame, en la situación enque usted se encuentra aquí, enInglaterra – añadió, volviéndose conexpresión colérica y resuelta hacia lacondesa–, no puede permitirse el lujo dedarse esos aires a los que son tanaficionados ustedes los aristócratasfranceses. Lady Blakeney simpatizará ono con esos bandidos franceses; esposible que haya tenido algo que ver ono con la detención y la ejecución de St.Cyr, o como se llamara ese buen señor,pero es el centro de la alta sociedad deeste país. Sir Percy Blakeney tiene másdinero que media docena de hombresjuntos, y está a partir un piñón con la

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realeza, y si usted intenta ofender a ladyBlakeney, a ella no la perjudicará enabsoluto, pero a usted la dejará enridículo. ¿No es así, lord Grenville?

Pero lo que lord Grenville pensabasobre el asunto, o a qué conclusionespodía llegar la condesa de Tournay trasla pequeña diatriba de lady Portarles,siguió siendo un misterio, porqueacababa de alzarse el telón para darcomienzo al tercer acto de Orfeo, y portodas partes pedían silencio.

Lord Grenville se despidióapresuradamente de las damas y regresósin ruido a su palco, en el que Chauvelinhabía permanecido durante todo elentr’acte, con su eterna caja de rapé enla mano, y con sus perspicaces y pálidos

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ojos fijamente clavados en el palco deenfrente, en el que, entré frufrús defaldas de seda, risas y miradas decuriosidad del público, acababa deentrar Marguerite Blakeney acompañadapor su marido, divina y hermosa con susabundantes rizos entre dorados y rojizos,ligeramente espolvoreados y recogidosen la nuca, al final de su grácil cuello,con un gigantesco lazo negro. Siemprevestida a la última moda, Marguerite erala única dama que aquella noche habíaprescindido del chaleco de anchassolapas que estaba muy en boga desdehacía dos o tres años. Llevaba unvestido de talle bajo y corte clásico quepronto pasaría a ser el modelo másextendido en todos los países de Europa.

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Quedaba perfecto con su figura grácil,de porte regio, con los brillantesadornos que parecían una masa debordados de oro.

Al entrar, se asomó unos momentosa la barandilla del palco paracomprobar cuántos asistentes a lafunción conocía. Muchas personas lededicaron una inclinación de cabeza, ytambién le enviaron un saludo rápido ycortés desde el palco real.

Chauvelin la estuvo observandoatentamente durante el comienzo deltercer acto. Escuchaba arrobada lamúsica, mientras su delicada manecitajugueteaba con un pequeño abanicoadornado con joyas. Su cabeza regia, elcuello y los brazos estaban cubiertos de

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diamantes magníficos y raras gemas,regalo de un marido que la adoraba yque estaba cómodamente, arrellanado asu lado.

A Marguerite le apasionaba lamúsica. Aquella noche, Orfeo la teníahechizada. En su rostro dulce y joven seleía claramente la alegría de vivir, quechispeaba en sus brillantes ojos azules eiluminaba la sonrisa que acechaba ensus labios. Al fin y al cabo, sólo teníaveinticinco años; se encontraba en laflor de la juventud, era la favorita de laclase más elevada, que la idolatraba, lafestejaba, la mimaba. El Day Dreamhabía vuelto de Calais hacía dos días, yle había traído la noticia de que suadorado hermano se encontraba sano y

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salvo, que pensaba en ella y seríaprudente.

No es de extrañar que en aquellosmomentos, escuchando los apasionadoscompases de Glück, olvidara susdecepciones, olvidara sus sueños deamor perdidos, olvidara incluso aaquella nulidad perezosa y afable quehabía compensado su falta de dotesespirituales prodigándole toda clase deprivilegios mundanos.

Sir Percy se quedó en el palco eltiempo que exigían las convenciones,haciendo sitio a Su Alteza Real y a lamultitud de admiradores que, encontinua procesión, acudían a rendirtributo a la reina de la alta sociedad.Después se marchó, probablemente a

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hablar con amigos cuya compañía leresultaba más agradable. Marguerite nisiquiera se preguntó dónde habría ido; leimportaba muy poco, y tenía a sualrededor a su pequeña corte, integradapor la jeunesse dorée de Londres, a laque despidió al poco tiempo, puesdeseaba estar a solas con Glück unratito.

Un discreto golpe en la puertainterrumpió su deleite.

–Adelante –dijo con ciertaimpaciencia, sin volverse a mirar alintruso.

Chauvelin, que esperaba laocasión, había observado que seencontraba a solas, y, sin desanimarsepor aquel impaciente «Adelante»–, se

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deslizó silenciosamente en el palco, y alcabo de unos instantes se situó tras elasiento de Marguerite.

–Quisiera hablar con usted unmomento, ciudadana –dijo en voz baja.

Marguerite se volvió rápidamente,sin disimular su inquietud.

–¡Me ha asustado! –dijo, con unarisita forzada–. Su llegada es de lo másinoportuna. Quiero escuchar a Glück, yno tengo el menor deseo de hablar.

–Pero ésta es la única oportunidadque tengo –replicó Chauvelin en elmismo tono, y sin esperar a que ledieran permiso, acercó una silla a la deMarguerite; la colocó tan cerca quepodía susurrarle al oído, sin molestar alpúblico y sin que lo vieran, en la

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oscuridad del palco–. Es la únicaoportunidad que tengo –repitió al verque Marguerite no se dignabacontestarle–. Lady Blakeney siempreestá tan rodeada de gente, tan aclamadapor su corte, que un viejo amigo nuncaencuentra ocasión de hablar con ella.

–Pues entonces, espere a otromomento –dijo Marguerite, aún másimpaciente–. Esta noche iré al baile delord Grenville, después de la ópera, ysupongo que usted también. Allí leconcederé cinco minutos...

–Tres minutos en la intimidad deeste palco son más que suficientes paramí –replicó Chauvelin en tono afable–, ycreo que haría bien en escucharme,ciudadana St. Just.

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Marguerite se estremecióinvoluntariamente. La voz de Chauvelinno pasaba de un murmullo. Aunqueestaba aspirando tranquilamente unpellizco de rapé, había algo en suactitud, en aquellos ojos pálidos yzorrunos que a Marguerite casi le heló lasangre en las venas, como sivislumbrara un peligro mortal que hastaese momento no hubiera siquierasospechado.

–¿Es una amenaza, ciudadano? –preguntó al fin.

–No, mi hermosa señora –contestóChauvelin con galantería–. Sólo unaflecha lanzada al aire.

Calló unos instantes, como el gatoque ve al ratón corriendo

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despreocupado, listo para atacar, peroesperando con ese sentido felino delplacer ante la inminencia de una maldad.A continuación dijo en voz muy baja:

–Su hermano, St. Just, está enpeligro.

No se movió ni un solo músculodel hermoso rostro que tenía ante él.Chauvelin veía a Marguerite de perfil,pues parecía absorta en lacontemplación del escenario, pero eraun observador suspicaz, y notó larepentina rigidez de los ojos, elendurecimiento de la boca, la profundatensión, casi como si se paralizara, delesbelto cuerpo.

–Muy bien –replicó Marguerite,con fingida despreocupación–. Como es

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una de sus intrigas imaginarias, serámejor que vuelva a su asiento y me dejedisfrutar de la música.

Y se puso a marcar el ritmogolpeando nerviosamente con la manocontra la barandilla almohadillada delpalco. Selina Storace cantaba «Chefarò» ante un público hechizado,pendiente de los labios de la primadonna. Chauvelin no se levantó de suasiento; observaba en silencio ladiminuta mano nerviosa, único indiciode que la flecha había dado en el blanco.

–¿Y bien? –dijo de repenteMarguerite, fingiendo tranquilidad.

–¿Y bien, ciudadana? –replicóChauvelin afablemente.

–¿Qué le ocurre a mi hermano?

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–Le traigo noticias suyas que,según creo, le interesarán mucho; peroprimero, quisiera explicarle una cosa...¿Me permite?

La pregunta era innecesaria.Chauvelin notó que todos y cada uno delos nervios de Marguerite seencontraban en tensión, a la espera desus palabras, aunque la muchachamantenía el rostro vuelto hacia elescenario.

–El otro día le pedí ayuda,ciudadana... – dijo–. Francia la necesita,y yo creía que podía confiar en usted,pero ya me dio su respuesta... Desde esedía las exigencias de mi trabajo y suscompromisos no nos han permitidovernos... pero han ocurrido muchas

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cosas...–Le ruego que no divague,

ciudadano –dijo Marguerite, comoquitándole importancia–. La música esfascinante, y el público se va aimpacientar con su charla.

–Un momento, ciudadana. El día enque tuve el honor de verla en Dover, ypoco menos de una hora después de queme diera su respuesta definitiva, cayeronen mi poder ciertos papeles querevelaban otro de esos sutiles planespara la fuga de una pandilla dearistócratas franceses – el traidor deTournay entre otros–, organizada por esemaldito entrometido, PimpinelaEscarlata. También han llegado a mismanos varias pistas de esta misteriosa

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organización, pero no todas, y lo quequiero es que usted... ¡Mejor dicho!,tiene usted que ayudarme a reunirlastodas.

Marguerite había escuchado aChauvelin con palpable impaciencia;cuando terminó el discurso se encogióde hombros y dijo alegremente:

–¡Bah! ¿Acaso no le he dicho yaque no me importan ni sus planes niPimpinela Escarlata? Pero me habíadicho que mi hermano...

–Un poco de paciencia, se lo ruego,ciudadana –prosiguió, imperturbable–.Esa misma noche había dos caballerose n The Fisherman's Rest, lord AntonyDewhurst y sir Andrew Ffoulkes.

–Lo sé. Yo los vi.

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–Mis espías ya sabían que sonmiembros de esa maldita liga. Fue sirAndrew Ffoulkes quien escoltó a lacondesa de Tournay y a sus hijos paracruzar el Canal de la Mancha. Cuandolos dos hombres se quedaron solos, misespías entraron en el salón de la posada,amordazaron y ataron a esos doscaballeros tan valientes, se apoderaronde sus papeles y me los trajeron.

En pocos instantes Margueritecomprendió el peligro. ¿Papeles?...¿Habría cometido Armand algunaimprudencia?... La idea la llenó dehorror. Sin embargo, no dejó queChauvelin viera que le tenía miedo; seechó a reír, alegre ydespreocupadamente.

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–¡Qué barbaridad! ¡Su descaro esincreíble! –dijo animadamente–. ¡Roboy violencia... en Inglaterra! ¡En unaposada llena de gente! ¡Podrían habersorprendido a sus hombres en el acto!

–¿Y qué si hubiera sido así? Sonhijos de Francia, y su humilde servidores quien les ha enseñado todo lo quesaben. Si los hubieran cogido, habríanido a la cárcel, o incluso a la horca, sinuna palabra de protesta ni unaindiscreción. De todos modos, hubieravalido la pena correr el riesgo. Unaposada llena de gente es más segura delo que usted cree para llevar a caboestas pequeñas operaciones, y mishombres tienen experiencia.

–Bueno, ¿y esos papeles? –

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preguntó, como sin darle importancia alasunto.

–Por desgracia, aunque por ellosme he enterado de ciertos nombres..., deciertos movimientos... datos suficientes,a mi juicio, para desbaratar de momentoel golpe que tenían planeado, sólo seráde momento, y sigo ignorando laidentidad de Pimpinela Escarlata.

–¡Ah, amigo mío! –dijo Marguerite,con la misma ligereza fingida–, entoncesestá como antes, ¿verdad?, y podrádejarme disfrutar de la última estrofadel aria. ¿De acuerdo? –añadió,sofocando ostensiblemente un bostezoimaginario–. Pero, ¿qué decía sobre mihermano?

–Enseguida llego a ese punto,

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ciudadana. Entre los papeles había unacarta dirigida a sir Andrew Ffoulkesescrita por su hermano, St. Just.

–¿Y qué?–Esa carta demuestra que no sólo

simpatiza con los enemigos de Francia,sino que colabora con la Liga de laPimpinela Escarlata, si es que no esmiembro de ella.

Al fin había descargado el golpe.Marguerite lo estaba esperando desdehacía tiempo. No demostraría ningúntemor; estaba decidida a que parecieraque no le preocupaba, que se lo tomabaa la ligera. Cuando recibiera el golpefinal, deseaba estar preparada, serdueña de su ingenio, de ese ingenio quehabía merecido el calificativo del más

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agudo de Europa. No se arredró. Sabíaque lo que le había dicho Chauvelin eraverdad; aquel hombre era demasiadovehemente, estaba demasiadoconvencido, ciegamente, de la erróneacausa que defendía, y se sentíademasiado orgulloso de suscompatriotas, de aquellos hacedores derevoluciones, como para rebajarse ainventar falsedades ruines y absurdas.

La carta de Armand –del estúpido eimprudente Armand– se encontraba enmanos de Chauvelin. Marguerite losabía como si la tuviera ante sus propiosojos; y Chauvelin la guardaría paralograr sus propósitos hasta que leconviniera destruirla o utilizarla contraArmand. Sabía todo eso y, sin embargo,

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siguió riendo, aún con másdespreocupación y más fuerza que antes.

–¡Vamos, vamos! –exclamó,hablando por encima del hombro ymirando abiertamente a Chauvelin a lacara–. ¿No decía yo que eraninvenciones suyas?... ¡Que Armand se haunido al enigmático PimpinelaEscarlata!... ¡Y decir que Armand ayudaa esos aristócratas franceses que tantodetesta!... ¡Hay que reconocer que estahistoria es digna de su gran imaginación!

–Permítame que deje bien claroeste asunto, ciudadana –dichoChauvelin, con la misma calma, sininmutarse–. Le aseguro que St. Just estátan comprometido que no existe lamenor posibilidad de que obtenga el

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perdón.Durante unos instantes se hizo un

silencio absoluto en el palco de laorquesta. Marguerite estaba muy erguidaen su asiento, rígida e inmóvil,intentando pensar, intentando afrontar lasituación, reflexionando sobre lo quedebía hacer.

En el escenario, Storace habíaterminado de cantar el aria, y saludabaal público que la aclamabaenfervorizado, enfundada en ropajesclásicos pero con las reverencias quedictaban los usos del siglo XVIII.

–Chauvelin, –dijo MargueriteBlakeney al fin, tranquilamente, sin elenvalentonamiento que habíacaracterizado su actitud hasta ese

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momento–. Chauvelin, amigo mío,vamos a tratar de comprendernosmutuamente. Me da la impresión de quemi ingenio se ha oxidado al contacto coneste clima tan húmedo. Dígame unacosa. Usted está deseando descubrir laidentidad de Pimpinela Escarlata, ¿no esasí?

–El más acérrimo enemigo deFrancia, ciudadana... y el más peligroso,pues trabaja en la oscuridad.

–Querrá decir el más noble... ¡Peroen fin...! Y usted va a obligarme aejercer de espía para usted a cambio dela seguridad de mi hermano Armand, ¿noes así?

–¡Ah, hermosa señora, esaspalabras son muy feas! –protestó

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Chauvelin cortésmente–. Por supuestoque nadie va a obligarla, y el servicioque le pido que me preste, en nombre deFrancia, no puede llamarse con esenombre tan desagradable: espionaje.

–Así es como se llama aquí –replicó Marguerite secamente–. Esa essu intención, ¿verdad?

–Mi intención es que usted obtengael perdón para Armand St. Justprestándome un pequeño servicio.

–¿En qué consiste?–Sólo vigilar por mí esta noche,

ciudadana St. Just –se apresuró acontestar Chauvelin–. Verá; entre lospapeles que se le encontraron a sirAndrew Ffoulkes, había una notita.¡Mire! – añadió, sacando un minúsculo

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papel de su bolsillo y dándoselo aMarguerite.

Era el mismo papelito que, cuatrodías antes, leían los dos jóvenes en elpreciso momento en que fueron atacadospor los esbirros de Chauvelin.Marguerite lo cogió mecánicamente y seinclinó para leerlo. Sólo había doslíneas, escritas con una caligrafíadeformada. Leyó, casi en voz alta:

«Recuerden que no debemosvernos más de lo estrictamentenecesario. Ya tienen todas lasinstrucciones para el día 2. Si quierenhablar conmigo, estaré en el baile deG.»

–¿Qué significa esto? –preguntóMarguerite.

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–Mire con atención y locomprenderá, ciudadana.

–En esta esquina hay un dibujo, unaflorecita roja...

–Sí.–La Pimpinela Escarlata –dijo

ansiosamente–, y el baile de G. serefiere al baile de Grenville... Estará encasa de lord Grenville esta noche.

–Así es como yo interpreto estanota, ciudadana –concluyó Chauvelin–.Después de que mis espías redujeron yregistraron a lord Antony Dewhurst y sirAndrew Ffoulkes, les di órdenes de quelos llevaran a una casa solitaria en lacarretera de Dover, que había alquiladocon este fin. Allí han estado prisioneroshasta esta mañana. Pero al encontrar esta

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notita, pensé que lo mejor sería quellegaran a Londres a tiempo para asistiral baile de lord Grenville. Comprenderáusted que tienen muchas cosas quecontarle a su jefe... y esta noche tendránla oportunidad de hablar con él, tal ycomo les recomendó que hicieran. Poreso, esta mañana esos dos caballerosencontraron las puertas de esa casa de lacarretera de Dover abiertas de par enpar; sus carceleros habían desaparecidoy había dos buenos caballos ensilladosesperándolos en el jardín. Aún no los hevisto, pero es de suponer que no habránparado hasta llegar a Londres. ¿Ve quésencillo es todo, ciudadana?

–Sí, parece muy sencillo –replicóMarguerite, haciendo un último y

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amargo esfuerzo por parecer alegre–.Cuando se quiere matar un pollito... selo agarra y se le retuerce el cuello... Alúnico que no le parece tan sencillo es alpollito. Me pone usted una pistola en elpecho, y tiene usted un rehén paraobligarme a obedecer... A usted leparece sencillo, pero a mí no.

–No, ciudadana. Le ofrezco laoportunidad de salvar al hermano queusted quiere tanto de las consecuenciasde la estupidez que ha cometido.

El rostro de Marguerite sedulcificó, sus ojos se humedecieron, ymurmuró, casi para sus adentros:

–El único ser en el mundo quesiempre me ha querido de verdad...Pero, ¿qué quiere que haga, Chauvelin?

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–preguntó, con una desesperacióninfinita en su voz ahogada por laslágrimas–. ¡En mi situación actual, yo nopuedo hacer nada!

–Claro que sí, ciudadana –replicóChauvelin seca, implacablemente, sindejarse ablandar por aquella súplicadesesperada e infantil que hubieraderretido incluso un corazón de piedra–.Siendo lady Blakeney, nadiesospecharía de usted, y con su ayuda,¿quién sabe?, es posible que esta nochelogre averiguar al fin la identidad dePimpinela Escarlata... Usted estará en elbaile... Observe, ciudadana; observe yescuche... Después me contará si ha oídoalgo, una frase suelta, cualquier cosa...Debe fijarse en todas las personas con

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las que hablen sir Andrew Foulkes olord Antony Dewhurst. En la actualidad,usted se encuentra completamente librede sospecha. Pimpinela Escarlataasistirá esta noche al baile de lordGrenville. Averigüe quién es, y mecomprometo, en nombre de Francia, agarantizar la seguridad de su hermano.

Chauvelin la ponía entre la espaday la pared. Marguerite se sentía atrapadaen una tela de araña en la que no habíaposibilidad de escapatoria. Aquelhombre tenía en su poder un rehénprecioso, que intercambiaría por suobediencia; porque Marguerite sabíaque sus amenazas jamás eran vanas. Nocabía duda de que el Comité de SaludPública ya había señalado a Armand

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como «sospechoso», no le permitiríansalir de Francia y le castigaríanimplacablemente si Marguerite senegaba a obedecer a Chauvelin. Duranteunos momentos, como mujer que era,albergó la esperanza de contemporizarcon él. Tendió la mano a aquel hombre,a quien detestaba y temía.

–Chauvelin, si le prometo mi ayudaen este asunto –dijo afablemente–, ¿medará la carta de St. Just?

–Si me presta un valioso servicioesta noche, le daré la carta... mañana –respondió él con una sonrisa sarcástica.

–¿Acaso no se fía de mí?–Confío plenamente en usted, mi

querida señora, pero es Francia quientiene en prenda la vida de St. Just, y su

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salvación depende de usted.–Quizá no pueda ayudarle –dijo

Marguerite en tono suplicante–, pormucho que desee hacerlo.

–Eso sería terrible –replicóChauvelin pausadamente–, para usted...y para St. Just.

Marguerite se estremeció. Sabíaque no podía esperar misericordia deaquel hombre todopoderoso, que tenía lavida de su adorado hermano en un puño.Le conocía demasiado bien, y tambiénsabía que, si no lograba sus fines, seríaimplacable.

Sintió frío a pesar de la atmósferaopresiva del teatro. Se le antojó que lossobrecogedores compases de la músicallegaban hasta ella como de una tierra

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lejana. Se cubrió los hombros con elelegante chal de encaje, y contempló ensilencio el brillante escenario, como enun sueño.

Durante unos segundos suspensamientos se apartaron del serquerido que se encontraba en peligro, yvolaron hasta el otro hombre quetambién tenía derecho a su confianza ysu afecto. Se sintió sola y asustada porArmand; anheló el consuelo y el consejode alguien que supiera cómo ayudarla yanimarla. Sir Percy Blakeney le habíaamado en su día; era su marido; ¿por quétenía que pasar sola aquella terribleprueba? Sir Percy tenía poco cerebro,eso era cierto, pero le sobrabanmúsculos, y si ella ponía la inteligencia,

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y él la fuerza y el empuje masculino,juntos vencerían al astuto diplomático, yrescatarían al rehén de sus manosvengativas sin poner en peligro la vidadel noble jefe de aquel grupo de héroes.Sir Percy conocía bien a St. Just,parecía tenerle cariño... Margueriteestaba segura de que podía ayudarle.

Chauvelin ya no le prestaba lamenor atención. Había pronunciado lacruel fórmula: «O esto o... » y ahora letocaba decidir a ella. El francés parecíaabsorto en las emocionantes melodías deOrfeo, y marcaba el ritmo de la músicacon su cabeza puntiaguda, como dehurón.

Un discreto golpecito en la puertainterrumpió las reflexiones de

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Marguerite. Era sir Percy Blakeney,erguido, somnoliento, afable, con susonrisa a medio camino entre la timidezy la necedad, que en aquel momentoirritó a Marguerite profundamente.

–Esto... tu, coche está afuera,querida –dijo, arrastrando las palabrasde una forma exasperante–. Supongo quequerrás ir a ese dichoso baile...Perdone... esto... monsieur Chauvelin...No había reparado en usted...

Tendió dos dedos blancos ydelgados hacia Chauvelin, que se pusoen pie cuando sir Percy entró en elpalco.

–¿Vienes, querida?–¡Chist! ¡Chist! –se oyó protestar

desde distintos rincones del teatro.

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–¡Qué desvergüenza! –comentó sirPercy con una sonrisa afable.

Marguerite suspiró, impaciente. Suúltima esperanza acababa dedesvanecerse bruscamente. Se puso lacapa y, sin mirar a su marido, dijo:«Estoy preparada», al tiempo que secogía de su brazo. Al llegar a la puertadel palco se dio la vuelta y miró a lacara a Chauvelin, que con suchapeau–bras bajo el brazo y unaextraña sonrisa rondándole por susdelgados labios, se disponía a seguir ala mal avenida pareja.

–Es sólo un au revoir, Chauvelin –dijo Marguerite cortésmente–. Nosveremos esta noche en el baile de lordGrenville.

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Y, sin duda, el astuto francés leyóen los ojos de la mujer algo que leprodujo una profunda satisfacción, pues,sonriendo sarcásticamente, tomó unpellizco de rapé y, después, trassacudirse la corbata de delicado encaje,se frotó las manos delgadas y huesudas,muy animado.

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XI

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EL BAILE DE LORD GRENVILLE

El histórico baile ofrecido por elentonces secretario de Estado paraAsuntos Exteriores, lord Grenville, fueel acontecimiento más destacado delaño. A pesar de que la temporada deotoño acababa de empezar, todos losque ocupaban un lugar en la altasociedad trataron por todos los mediosde llegar a Londres a tiempo para asistiry lucirse en el baile, cada cual según susposibilidades.

Su Alteza Real el príncipe deGales había prometido asistir, despuésde que acabara la ópera. Lord Grenvillehabía presenciado los dos primerosactos de Orfeo antes de prepararse para

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recibir a sus huéspedes. A las diez, unahora inusualmente tardía en aquellaépoca, los suntuosos salones del edificiodel ministerio de Asuntos Exteriores,exquisitamente decorados con palmerasy flores exóticas, estaban llenos arebosar. Se había acondicionado unahabitación para bailar, y los delicadoscompases del minué acompañabandulcemente la animada charla y la alegrerisa de los invitados, numerosos yalegres.

En una pequeña cámara que daba alúltimo rellano de la escalera seencontraba el distinguido anfitrióndando la bienvenida a sus huéspedes.Hombres elegantes, mujeres hermosas,personalidades de todos los países de

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Europa, desfilaban ante él,intercambiaban las reverencias y lossaludos que imponía la extravagantemoda de la época, y a continuación,riendo y charlando, se desperdigabanpor el vestíbulo, por el salón de baile yla sala de juegos.

No lejos de lord Grenville,apoyado sobre una de las consolas,Chauvelin, con su impecable traje negro,examinaba pausadamente al brillantegrupo. Observó que aún no habíanllegado sir Percy y lady Blakeney, y susojos pálidos y penetrantes se clavabandisimuladamente en la puerta cada vezque aparecía alguien.

Estaba un tanto aislado; no existíanmuchas posibilidades de que el enviado

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del gobierno revolucionario de Franciadespertase grandes simpatías enInglaterra en los días en que habíanempezado a filtrarse desde el otro ladodel Canal de la Mancha las noticias delas terribles matanzas de septiembre ydel Reinado del Terror y la Anarquía.

Por su misión oficial, sus colegasingleses lo habían recibido cortésmente;el señor Pitt le había estrechado la manoy lord Grenville había sido su anfitriónen más de una ocasión; pero los círculosmás íntimos de la alta sociedadlondinense no le hacían el menor caso:las mujeres le volvían la espaldaabiertamente y los hombres que noocupaban puestos oficiales se negaban aestrecharle la mano.

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Pero Chauvelin no era hombre alque le preocuparan este tipo deconvenciones sociales, que élconsideraba simples incidentes en sucarrera diplomática. Sentía unentusiasmo ciego por la causarevolucionaria, detestaba lasdesigualdades sociales, y profesaba unamor ferviente a su país. Estos tressentimientos le hacían indiferente a losdesaires que recibía en aquellaInglaterra cubierta de niebla,monárquica y anticuada.

Pero, por encima de todo,Chauvelin perseguía un objetivoconcreto. Creía firmemente que losaristócratas franceses eran los peoresenemigos de Francia, y hubiera deseado

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verlos destruidos, a todos y cada uno deellos; fue una de las primeras personasque, durante el espantoso Reinado delTerror, formuló el histórico y crueldeseo de que «los aristócratas podríantener una sola cabeza entre todos, paraasí poder cortarla con un solo golpe deguillotina». Por eso, consideraba a todonoble francés que había logrado escaparde Francia una víctima arrebatadainjustamente a la guillotina. No cabeduda de que, en cuanto conseguíancruzar la frontera, los émigrésmonárquicos hacían todo lo posible pordespertar la indignación de losextranjeros contra Francia. EnInglaterra, Bélgica y Holanda sepreparaban innumerables conjuras para

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tratar de convencer a alguna granpotencia de que enviase tropas al Parísrevolucionario, para liberar al rey Luis,y para colgar a los dirigentes sedientosde sangre de aquella monstruosarepública.

No es de extrañar, por tanto, que elromántico y misterioso PimpinelaEscarlata despertara un profundo odioen Chauvelin. El y un puñado debribones bajo su mando, bien provistosde dinero, dotados de una osadíailimitada y de una penetrante astucia,habían logrado rescatar a cientos dearistócratas de Francia. Nueve décimaspartes de los émigrés que agasajaba lacorte inglesa le debían la vida a aquelhombre y su grupo.

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Chauvelin había jurado a suscolegas de París que averiguaría laidentidad de aquel inglés entrometido, letendería una trampa para que fuera aFrancia, y entonces... Chauvelin emitióun profundo suspiro de satisfacción antela sola idea de ver aquella enigmáticacabeza cayendo bajo la cuchilla de laguillotina, con tanta facilidad como la decualquier otro hombre.

De repente se produjo un granalboroto en la escalera, y todas lasconversaciones cesaron cuando elmayordomo, que se encontraba fuera,anunció:

–Su Alteza Real, el príncipe deGales y comitiva, sir Percy Blakeney,lady Blakeney.

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Lord Grenville se dirigiórápidamente a la puerta para recibir a suimportante invitado.

El príncipe de Gales, que llevabaun magnífico traje de terciopelo de colorsalmón con suntuosos bordados en oro,entró con Marguerite Blakeney delbrazo; y a su izquierda iba sir Percy, consus extravagantes ropajes al estilo«Incroyable», el cabello rubio sinempolvar, valiosos encajes en cuello ymuñecas y el chapeau–bras bajo elbrazo.

Tras las palabras convencionalesde cordial bienvenida, lord Grenvilledijo a su huésped real:

–Alteza, ¿me permitís que ospresente a monsieur Chauvelin, enviado

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del gobierno francés?En cuanto entró el príncipe,

Chauvelin se adelantó, a la espera de laspresentaciones. Hizo una profundareverencia, y el príncipe le devolvió elsaludo con una brusca inclinación decabeza.

–Monsieur –dijo Su Alteza Realcon frialdad–, trataremos de olvidar elgobierno que le ha enviado, y leconsideraremos un simple huésped, uncaballero particular de Francia. Comotal, sea usted bienvenido, monsieur.

–Monseñor –replicó Chauvelin,haciendo otra reverencia–. Madame –añadió, inclinándose ceremoniosamenteante Marguerite.

–¡Ah, mi querido Chauvelin! –

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exclamó Marguerite en tonodespreocupado y tendiéndole ladiminuta mano–. Monsieur y yo somosviejos amigos, Alteza.

–Ah, en ese caso –dijo el príncipe,en esta ocasión con gran afabilidad–,sea usted bienvenido por partida doble.

–Quisiera pedir permiso parapresentaros a otra persona, Alteza –terció lord Grenville.

–¿Quién? –preguntó el príncipe.–Madame la comtesse de Tournay

de Basserive y su familia, que acaban dellegar de Francia.

–¡Claro que sí! ¡Entonces han sidomuy afortunados!

Lord Grenville fue a buscar a lacondesa, que estaba sentada en un

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extremo de la sala.–¡Qué barbaridad! –susurró Su

Alteza Real a Marguerite en cuanto viola rígida figura de la anciana dama–.¡Parece la mismísima encarnación de lavirtud y la melancolía!

–Tened en cuenta, Alteza –replicóMarguerite, sonriendo–, que la virtud escomo los aromas delicados: se hacenmás fragantes cuando se los exprime.

–¡Ay! –suspiró el príncipe–, metemo que la virtud no le sienta nada biena su encantador sexo, madame.

–Madame la comtesse de Tournayde Basserive –dijo lord Grenville,presentando a la señora.

–Es un placer, madame. Comousted sabe, a mi real padre le alegra

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recibir a aquellos de sus compatriotasque la propia Francia ha expulsado desu tierra.

–Su Alteza Real es muy amable –replicó la condesa con decorosadignidad. Después, señalando a su hija,que estaba a su lado tímidamente,añadió–: Mi hija, Suzanne, monseñor.

–¡Ah, encantadora!... ¡Encantadora!–dijo el príncipe–. Y ahora, condesa,permítame que le presente a ladyBlakeney, que nos honra con su amistad.Estoy seguro de que tendrán ustedesmuchas cosas que contarse. Todocompatriota de lady Blakeney esdoblemente bienvenido... Sus amigosson nuestros amigos... sus enemigos,enemigos de Inglaterra.

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Los ojos de Marguerite chispearonde regocijo al oír las amables palabrasde su exaltado amigo. La condesa deTournay, que la había insultadoabiertamente hacía poco, estabarecibiendo una lección en público, yMarguerite no pudo evitar alegrarse.Pero la condesa, para quien el respeto ala realeza equivalía casi a una religión,estaba demasiado adiestrada en lasnormas protocolarias como parademostrar el menor indicio de turbacióncuando las dos damas se saludaronceremoniosamente.

–Su Alteza Real es muy amable,madame – dijo Marguerite,coquetamente, con un destello demalicia en sus chispeantes ojos azules–,

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pero en este caso no es necesaria suamistosa mediación... Aún guardo en mimemoria el agradable recuerdo delencantador recibimiento que medispensó usted la última vez que nosvimos.

–Madame, nosotros, los pobres,exilados, demostramos nuestra gratitud aInglaterra acatando los deseos demonseñor –replicó la condesa en tonoglacial.

–¡Madame! –dijo Marguerite, conotra ceremoniosa reverencia.

–Madame –replicó la condesa conigual dignidad.

Mientras tanto, el príncipe decíaunas palabras amables al jovenvizconde.

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–Me alegro de conocerle, monsieurle vicomte. Conocí a su padre cuandoera embajador en Londres.

–¡Ah, monseñor! –replicó elvizconde–. Entonces yo era muy niño... yahora le debo el honor de este encuentroa nuestro protector, Pimpinela Escarlata.

–¡Chist! –exclamó el príncipeapresuradamente, muy serio, señalandoa Chauvelin, que en el transcurso de estaescena se había mantenido un pocoapartado, observando a Marguerite y lacondesa con una sonrisilla sarcástica yburlona asomando a sus delgados labios.

–Por favor, monseñor –dijo, comosi respondiera directamente al desafíodel príncipe–. Os ruego que no impidáisque este caballero demuestre su gratitud.

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Conozco muy bien esa florecita roja... yFrancia también.

El príncipe lo miró fijamente unosmomentos.

–En ese caso, monsieur –dijo–, esposible que sepa usted más que nosotrossobre nuestro héroe nacional... Acasosepa quién es... ¡Mire! – añadió,volviéndose hacia los diversos gruposque se habían formado en el salón–. Lasdamas están pendientes de sus labios...Se haría usted muy famoso entre el bellosexo si satisfaciera su curiosidad.

–¡Ah, monseñor! –dijo Chauvelin,expresivamente–, en Francia corre elrumor de que Su Alteza podría dar lamejor información sobre esa enigmáticaflor silvestre!

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Al pronunciar estas palabrasdirigió una mirada rápida y penetrante aMarguerite; pero la muchacha no revelóla menor emoción, y sus ojos seencontraron con los de Chauvelin sinningún temor.

–¡Imposible! –dijo el príncipe–.Mis labios están sellados, y losmiembros de la Liga guardancelosamente el secreto de la identidadde su jefe... Por eso, sus adoradorestienen que conformarse con venerar auna sombra. Aquí en Inglaterra –añadiócon dignidad y encanto a un tiempo–,sólo con mencionar el nombre dePimpinela Escarlata se ruborizan deentusiasmo las mejillas más hermosas.Nadie lo ha visto jamás, a excepción de

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sus fieles colaboradores. No sabemos sies alto o bajo, rubio o moreno, apuesto omal formado; pero sí sabemos que es elhombre más valiente del mundo, y todosnos sentimos un poco orgullosos,monsieur, al recordar que es inglés.

–Ah, monsieur –terció Marguerite,mirando casi con aire desafiante alrostro plácido, como de esfinge, delfrancés–, Su Alteza Real debería añadirque las señoras lo consideramos unhéroe de tiempos antiguos... Loadoramos... Llevamos un distintivo consu nombre... Temblamos de miedocuando se encuentra en peligro, y nosregocijamos cuando consigue unavictoria.

Chauvelin se limitó a inclinar la

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cabeza cortésmente ante el príncipe yMarguerite; pero pensó que la intenciónde ambos al pronunciar aquellaspalabras –cada uno a su manera– habíasido mostrarle desprecio o intentarprovocarle. Detestaba al príncipe,amante de los placeres y ocioso; a lahermosa mujer que llevaba en sucabellera dorada un ramillete de rubíesy diamantes en forma de florecillasrojas, la tenía en un puño: podíapermitirse el lujo de guardar silencio yquedar a la espera de losacontecimientos.

Una carcajada prolongada, jovial ynecia rompió el silencio que habíadescendido sobre todos.

–Y nosotros, los pobres maridos –

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dijo alborozadamente sir Percy con suhabitual tono afectado–, tenemos queaguantar que ellas adoren a una sombraabsurda.

Todos se echaron a reír, el príncipemás fuerte que nadie. Se suavizó latensión de la excitación contenida, y almomento siguiente todo el mundocharlaba y reía alegremente, mientras elanimado grupo se deshacía y sedispersaba por las habitacionescontiguas.

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XII

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EL TROCITO DE PAPEL

Marguerite sufría intensamente.Aunque reía y charlaba, aunque eraobjeto de más admiración y másatenciones que ninguna de las mujeresque habían asistido a la fiesta, se sentíacomo si estuviera condenada a muerte yviviera el último día en este mundo.

Sus nervios se encontraban en unestado de dolorosa tensión, que se habíamultiplicado por cien en el transcursodel breve rato, apenas una hora, quehabía pasado en compañía de su maridoentre la ópera y el baile. Aquel débilrayo de esperanza –encontrar en unindividuo perezoso y afable un amigo yconsejero valioso– se desvaneció con la

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misma rapidez con que había llegado, enel preciso instante en que se vio a solascon él. El mismo sentimiento de amabledesprecio que se experimenta por unanimal o un sirviente fiel le hizoapartarse con una sonrisa del hombreque hubiera debido ser su apoyo moralen la angustiosa crisis que atravesaba;que hubiera debido ser consejero frío yobjetivo cuando los sentimientos y elcariño femeninos la arrastraban de unextremo a otro, dividiéndola entre elamor hacia su hermano, que seencontraba lejos y en peligro de muerte,y el horror ante el terrible servicio queChauvelin la obligaba a prestar acambio de la seguridad de Armand.

Allí estaba él, el apoyo moral, el

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consejero frío y objetivo, rodeado porun grupo de jóvenes petimetres,descerebrados y necios, que se repetíanunos a otros, dando muestras deencontrarlo muy divertido, unos versitosque acababa de inventar.

Marguerite oía aquellas palabrasridículas y absurdas por todas partes; alparecer, la gente no tenía otra cosa dequé hablar. Incluso el príncipe le habíapreguntado, riendo, qué le habíaparecido la última obra poética de sumarido.

–Lo hice mientras me anudaba lacorbata – había dicho sir Percy a sucohorte de admiradores.

Lo buscan por aquí, lo buscan porallá, los malditos franceses lo buscan

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sin cesar.Nadie sabe dónde está; parece cosa

de magia.¿Dónde se habrá metido el

Pimpinela Escarlata?La bon mot de sir Percy rodaba por

los brillantes salones. El príncipe estabaencantado. Aseguraba que, sin Blakeney,la vida sería un desierto deaburrimiento. Cogiéndole del brazo, lollevó a la sala de juegos, donde seenzarzaron en una prolongada partida dedados.

Sir Percy, cuyo mayor interés enlas reuniones sociales parecía centrarseen la mesa de juego, normalmentepermitía a su esposa que coqueteara,bailara, se divirtiera o se aburriese

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cuanto quisiera. Y aquella noche, trasrecitar su bon mot, dejó a Margueriterodeada de una multitud de admiradoresde todas las edades, deseosos yencantados de ayudarla a olvidar que enel espacioso salón había un ser alto yperezoso que había cometido laestupidez de creer que la mujer másinteligente de Europa se avendría aaceptar los prosaicos vínculos delmatrimonio inglés.

Sus nervios sobreexcitados, laagitación y preocupación prestaban a lahermosa Marguerite Blakeney aún mayorencanto: escoltada por una auténticabandada de hombres de todas las edadesy nacionalidades, provocaba múltiplesexclamaciones de admiración a su paso.

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No estaba dispuesta a seguirpensando. Su educación, un tantobohemia desde su más tierna edad, lahabía hecho fatalista. Pensaba que losacontecimientos se desarrollarían por sísolos, que no estaba en sus manosdirigirlos. Sabía que no podía esperarmisericordia de Chauvelin. Aquelhombre había puesto precio a la cabezade Armand, y había dejado que ellatomara la decisión de pagarlo o no.

Más adelante vio a sir AndrewFfoulkes y lord Antony Dewhurst, que alparecer acababan de llegar. Observóque sir Andrew se dirigíainmediatamente al encuentro de lapequeña Suzanne de Tournay, y que alcabo de poco tiempo los dos jóvenes se

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las ingeniaban para quedarse a solas enel mullido alféizar de una ventana, paramantener una larga conversación, de laque ambos parecieron disfrutar.

Los dos hombres tenían malaspecto y expresión preocupada, peroiban impecablemente vestidos, y sucortés actitud no dejaba entrever elmenor indicio de la terrible catástrofeque se cernía sobre ellos mismos ysobre su jefe.

Marguerite adivinó que la Liga dela Pimpinela Escarlata no tenía la menorintención de abandonar su causa alobservar a Suzanne, que declarabaabiertamente que su madre y ella teníanla absoluta certeza de que la Ligarescataría al conde de Tournay en el

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transcurso de los próximos días.Marguerite se preguntó de una formavaga, contemplando a la brillantemultitud del salón de baile alegrementeiluminado, cuál de aquellos hombresdistinguidos que la rodeaban sería elmisterioso Pimpinela Escarlata, elcerebro de tan arriesgados planes, quetenía en sus manos el destino de vidasmuy valiosas.

La invadió una curiosidadirrefrenable por conocerle, aunquellevaba meses oyendo hablar de él yhabían aceptado su anonimato comotodos los demás miembros de la altasociedad; pero en esos momentosansiaba saberlo – dejando aparte aArmand y, desde luego, a Chauvelin–,

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únicamente por ella misma, por laentusiasta admiración que siempre lehabían inspirado su valentía y su astucia.

Naturalmente, que se encontraba enel baile saltaba a la vista, pues sirAndrew Ffoulkes y lord AntonyDewhurst esperaban reunirse con sujefe, y quizá que les diera una nueva motd’ordre.

Marguerite miró a todos, a losaristocráticos rostros normandos, a lossajones de cabello rubio y mandíbulacuadrada, a la casta de los celtas, mássuave y gentil, y pensó cuál de ellosdaba muestras de la fuerza, el valor y laastucia que le había permitido imponersu voluntad y su jefatura sobre varioscaballeros ingleses de buena cuna, entre

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los que se corría el rumor de que era SuAlteza Real.

¿Sir Andrew Ffoulkes? Seguro queno, con sus dulces ojos azules, quemiraban tiernos y anhelantes a lapequeña Suzanne, a quien su severamadre había apartado de aquelplacentero tête–a–tête. Marguerite levio cruzar la habitación y quedarsesolitario y perdido tras la desapariciónde la delicada figura de Suzanne entre lamultitud.

Le siguió con la mirada mientras sedirigía hacia la puerta, que daba a unapequeña cámara; después el caballero sedetuvo y se apoyó en el dintel, mirandoansiosamente a su alrededor.

Marguerite logró deshacerse

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momentáneamente de su atentoacompañante, y, esquivando los grupos,se dirigió hacia la puerta en la que seapoyaba sir Andrew. No hubiera sabidodecir por qué deseaba estar cerca de él;quizá la empujaba una fatalidadtodopoderosa, que tantas veces parecedominar el destino de los hombres.

De repente se detuvo; sintió comosi se le parara el corazón; sus ojos,grandes y brillantes, se clavaron unosmomentos en aquella puerta, y seapartaron de ella con la misma rapidez.Sir Andrew seguía en el umbral, con lamisma actitud lánguida, pero Margueritehabía visto con toda claridad que lordHastings –uno de los jóvenes amigos desu marido que también formaba parte de

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la pandilla del príncipe– le habíadeslizado algo en la mano al pasar casirozándole.

Marguerite continuó inmóvil,observando unos momentos, apenas uninstante, e inmediatamente prosiguió sucamino hacia la puerta por la queacababa de desaparecer sir Andrew,simulando despreocupación de unaforma admirable, pero apretando elpaso.

Desde el momento en queMarguerite vio a sir Andrew apoyado enel dintel de la puerta hasta que le siguióhasta la pequeña cámara que habíadetrás transcurrió menos de un minuto.El destino suele ser veloz cuando seprepara para asestar un golpe.

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Lady Blakeney dejó de existirbruscamente. Era Marguerite St. Justquien estaba allí; Marguerite St. Just,que había pasado su infancia y losprimeros años de su juventud en losbrazos protectores de su hermanoArmand. Olvidó todo lo demás: surango, su dignidad, su entusiasmosecreto, todo salvo que la vida deArmand corría peligro, y que allí, apoco más de cinco metros de donde ellaestaba, en la pequeña cámara desierta,podía encontrarse el talismán quesalvaría a su hermano, en manos de sirAndrew.

Apenas transcurrieron treintasegundos entre el momento en que lordHastings deslizara el misterioso «algo»

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en la mano de sir Andrew y el momentoen que Marguerite llegó a la habitaciónvacía. Sir Andrew estaba de espaldas aella, junto a una mesa sobre la que seapoyaba un enorme candelabro de plata.El joven tenía un papel en la mano, ycuando entró Marguerite lo sorprendióintentando descifrar su contenido.

Silenciosa, sin que su ceñido trajehiciera el menor ruido al rozar la gruesaalfombra, sin atreverse a respirar hastahaber cumplido su propósito, Margueritese acercó a sir Andrew... En esemomento él se dio la vuelta y la vio;Marguerite emitió un gemido, se pasó lamano por la frente, y murmuródébilmente:

–En esa habitación hace un calor

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espantoso... Estoy mareada... ¡Ah!...Se tambaleó como si fuera a

desplomarse, y sir Andrew,recuperándose rápidamente, arrugó lapequeña nota que estaba leyendo con lamano y llegó justo a tiempo de prestarleayuda.

–¿Se siente mal, lady Blakeney? –preguntó muy preocupado–. Permítameque...

–No, no es nada... –le interrumpióinmediatamente–. Una silla...

Se desplomó en una silla que habíajunto a la mesa, y echando hacia atrás lacabeza, cerró los ojos.

–¡Bueno! –exclamó, aúndébilmente–, se me está pasando elmareo... No se preocupe por mí, sir

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Andrew; le aseguro que ya me sientomejor.

En momentos así, no cabe duda –ylos psicólogos insisten en ello– de quese pone en funcionamiento un sentidoque no tiene nada que ver con los otroscinco; no es que veamos, ni que oigamoso toquemos, sino que parece como sihiciéramos las tres cosas a la vez.Marguerite estaba sentada con los ojoscerrados. Sir Andrew se encontrabajusto detrás de ella, y a la derechaestaba la mesa con el candelabro decinco brazos. La única visión queocupaba la mente de Marguerite era lacara de Armand. Armand, cuya vidacorría peligro inminente, y que parecíamirarla desde un fondo en que

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sobresalía borrosamente la multitudenfurecida de París, las paredesdesnudas del Tribunal de SeguridadPública, con Foucquier–Tinville, elacusador público, exigiendo la vida deArmand en nombre del pueblo deFrancia, y la siniestra guillotina con sucuchilla manchada esperando otravíctima... ¡Armand!

El silencio fue absoluto duranteunos momentos en la pequeña cámara.Las dulces notas de la gavota, el frufrúde los ricos vestidos, la charla y lasrisas de la alegre multitud del brillantesalón de baile servían de extrañoacompañamiento a la tragedia que serepresentaba en aquella habitación.

Sir Andrew no había pronunciado

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ni una palabra. De repente, el sextosentido de Marguerite Blakeney empezóa actuar con fuerza. No veía, pues teníalos ojos cerrados; no oía, pues el ruidodel salón de baile ahogaba el suavesusurro de aquel papel decisivo; sinembargo, sabía, como si lo hubiera vistoy oído, que sir Andrew estaba quemandola nota a la llama de una de las velas.

En el preciso instante en queprendió, abrió los ojos, levantó la mano,y delicadamente, con dos dedos,arrebató el papel ardiente al joven.Después apagó la llama, y se acercó elpapel a la nariz con toda naturalidad.

–Qué detalle, sir Andrew –dijo–.Seguramente fue su abuela quien leenseñó que el olor del papel quemado es

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un remedio extraordinario para elmareo.

Suspiró con satisfacción, sujetandoel papel con fuerza entre sus dedosenjoyados, el talismán que tal vezsalvaría la vida de su hermano Armand.Sir Andrew la miraba, demasiadoperplejo para comprender lo querealmente había pasado; le había cogidotan desprevenido, que parecía incapazde entender el hecho de que del trozo depapel que Marguerite sujetaba con sudelicada mano quizá dependiera la vidade su camarada.

Marguerite se echó a reír.–¿Por qué me mira así? –preguntó

coquetamente–. Le aseguro que mesiento mucho mejor: su remedio ha

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resultado muy eficaz. En esta habitaciónhace fresco –añadió, con tranquilidad–,y el sonido de la gavota del salón debaile es fascinante y calma los nervios.

Siguió charlando despreocupada yamigablemente, mientras sir Andrew,desesperado, se rompía la cabezaintentando encontrar el método másrápido para arrebatarle el papel aaquella hermosa mujer. En su mente seagolparon pensamientos vagos ytumultuosos: de repente recordó lanacionalidad de Marguerite y, lo peor detodo, se acordó de la terrible historiaque se contaba sobre el marqués de St.Cyr, que nadie había creído en Inglaterrapor la reputación de sir Percy y de lapropia lady Blakeney.

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–¿Qué? ¿Aún sigue soñando? –dijoMarguerite, con una alegre carcajada–.¡Qué poco galante es usted, sir Andrew!Y, ahora que lo pienso, me dio laimpresión de que se asustó al vermehace un momento en lugar de alegrarse.Después de todo, creo que no haquemado ese trocito de papel porqueestuviera preocupado por mi salud, nique su abuela le haya enseñado eseremedio... Juraría que lo que intentabadestruir era la última carta de amor desu dama. Vamos, confiéselo –añadió,levantando juguetonamente el papel–,¿qué es lo que contiene? ¿Un ultimátumo una oferta de acabar como amigos?

–Sea lo que sea, lady Blakeney –dijo sir Andrew, que empezaba a

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recuperar el aplomo–, no cabe duda deque esta nota es mía, y...

Sin importarle que aquel acto seconsiderase de mala educación para conuna dama, el joven se abalanzó haciaella para arrebatársela; pero la mente deMarguerite fue más rápida que la deljoven; su actuación, bajo la presión dela profunda excitación, más veloz ydecidida. La muchacha era alta y fuerte;retrocedió y derribó la mesita Sheraton,que se encontraba en posición inestable,y que cayó con estrépito, junto al enormecandelabro.

Marguerite gritó, asustada.–¡Las velas, sir Andrew...!

¡Deprisa!Apenas ocurrió nada: una o dos

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velas se apagaron al caer el candelabro;otras derramaron un poco de cera sobrela costosa alfombra; otra prendió en lapantalla de papel que la cubría. SirAndrew apagó las llamas con rapidez yhabilidad y volvió a colocar elcandelabro sobre la mesa; pero enrealizar esta operación tardó variossegundos, segundos que bastaron aMarguerite para lanzar una rápidaojeada al papel y leer su contenido –unadocena de palabras escritas con lamisma caligrafía deformada que yahabía visto en otra ocasión, rubricadascon el mismo dibujo una flor en formade estrella en tinta roja.

Cuando sir Andrew volvió amirarla, lo único que vio en su rostro fue

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preocupación por el accidente queacababa de ocurrir y alivio por su felizconclusión. La nota, tan pequeña comodecisiva, se había deslizado hasta elsuelo. El joven se apresuró a recogerla,y cuando sus dedos se cerraron confuerza sobre ella, en su rostro aparecióuna expresión de enorme alivio.

–¿No le da vergüenza estarhaciendo estragos en el corazón de unaduquesa impresionable mientrasconquista el afecto de mi pequeñaSuzanne, sir Andrew? –dijo Marguerite,moviendo la cabeza con un suspiro decoquetería–. ¡Vaya, vaya! Estoyconvencida de que ha sido el mismísimoCupido quien se ha puesto a su lado paraamenazar al ministerio de Asuntos

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Exteriores con un incendio y obligarmea tirar ese mensaje de amor antes de quelo mancillaran mis ojos indiscretos. ¡Ypensar que con un momento más hubierapodido enterarme de los secretos de unaduquesa pecadora!

–¿Me permite que reanude lainteresante actividad que usted hainterrumpido, lady Blakeney? –dijo sirAndrew, con la misma calma quedemostraba Marguerite.

–¡Claro que sí, sir Andrew! ¡Pornada del mundo osaría estorbar losplanes del dios del amor una vez más!Quizá desencadenaría sobre sí unterrible castigo por mi atrevimiento.¡Adelante, siga quemando su prenda deamor!

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Sir Andrew ya había formado unalarga pajuela retorciendo el papel y lohabía colocado a la llama de la vela queno se había pagado. No reparó en laextraña sonrisa dibujada en el rostro desu hermosa contrincante, tan absortoestaba en la tarea de destruirlo. Dehaberla notado, quizá se hubiera borradode su rostro la expresión de alivio.Contempló la fatídica nota mientras serizaba bajo la llama. Al cabo de unossegundos cayó al suelo el últimofragmento, y aplastó las cenizas con elpie.

–Y bien, sir Andrew –dijoMarguerite Blakeney, con la coqueteríay el aplomo que la caracterizaban–, ¿seatreve a despertar los celos de su dama

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invitándome a bailar el minué?

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XIII

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O ESO O…

Las pocas palabras que MargueriteBlakeney logró descifrar en el trozo depapel medio quemado parecíanliteralmente las palabras del destino.«Parto mañana...». Esto se podía leercon claridad, y el resto era una manchaproducida por el humo de la vela, quehabía borrado las siguientes palabras;pero en la parte inferior de la nota habíaotra frase, que Marguerite conservógrabada en su mente con toda exactitud,como si fueran letras grabadas a fuego.«Si desea hablar conmigo otra vez,estaré en el comedor a la una en punto».La nota iba firmada con un dibujitorealizado apresuradamente, la florecilla

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en forma de estrella que ya le resultabafamiliar.

¡A la una en punto! Iban a dar lasonce y en el salón bailaban el últimominué, con sir Andrew Ffoulkes y labella lady Blakeney dirigiendo loscomplejos y delicados movimientos delas demás parejas.

¡Iban a dar las once! Lasmanecillas del hermoso reloj de estiloLuis XV, con su soporte de oro,parecían deslizarse con una velocidadenloquecedora. Dos horas más, y supropia suerte y la de Armand quedaríanselladas. Al cabo de esas dos horastendría que decidir entre guardar ensecreto la información que con tantaastucia había obtenido, y dejar a su

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hermano en manos del destino que leaguardaba, o traicionar voluntariamentea un hombre valiente que dedicaba suvida a sus semejantes, que era noble,generoso y que, por encima de todo,estaba desprevenido. Hacerlo le parecíaalgo espantoso, pero, ¿y Armand?También su hermano era noble yvaliente. Y además, él la amaba, lehubiera confiado su vida de buena gana,y ahora que podía salvarlo, Margueritevacilaba. ¡Ah, era monstruoso! Los ojosde Armand, en aquel rostro dulce ycariñoso, tan lleno de amor por ella,parecían mirarla con reproche.«Hubieras podido salvarme, Margot», ledecían, «pero has preferido la vida deun extraño, de un hombre que no

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conoces, al que no has visto jamás. Hasdecidido que sea él quien se salve, y amí me envías a la guillotina. »

Estos pensamientos contrapuestosse debatían en la mente de Margueritemientras, con una sonrisa en los labios,se deslizaba entre los eleganteslaberintos del minué. Con ese sextosentido que le caracterizaba, observóque había logrado borrar por completolos temores de sir Andrew. Se habíadominado a la perfección; en aquelmomento, y mientras duró el minué,interpretó su papel con mayor brillantezque cuando actuaba en el escenario de laComédie Française; pero en aquellostiempos la vida de su hermano nodependía de su talento histriónico.

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Como era demasiado inteligentepara excederse en la interpretación, novolvió a hacer ninguna alusión alpresunto billet doux que había sido lacausa de los cinco minutos de angustiaque había vivido sir Andrew Ffoulkes.Marguerite vio que la inquietud deljoven se derretía bajo suresplandeciente sonrisa, y al pococomprendió que, cualesquiera quefueran las dudas que hubiera albergadoen su momento, cuando tocaron losúltimos compases del minué se habíandesvanecido por completo. Sir Andrewnunca llegó a saber de la febrilexcitación que experimentó Marguerite,de los esfuerzos que tuvo que hacer paramantener sin interrupción una

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conversación banal y animada.Cuando acabó el minué, le pidió a

sir Andrew que la acompañara a lahabitación contigua.

–He prometido a Su Alteza Realque cenaría con él –dijo–, pero antes dedespedirnos, dígame una cosa... ¿Me haperdonado?

–¿Que si la he perdonado?–¡Sí! Confiese que acabo de darle

un susto tremendo, pero recuerde que yono soy inglesa, y que para mí,intercambiar billets doux no es undelito. Le juro que no se lo contaré a lapequeña Suzanne. Pero, dígame,¿asistirá usted al partido de críquet quese celebrará en mi casa el miércolespróximo?

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–No puedo decírselo conseguridad, lady Blakeney –respondió eljoven evasivamente–. Es posible quetenga que marcharme de Londresmañana.

–En su lugar, yo no lo haría –replicó Marguerite. Después, al ver queen los ojos del joven volvía a apareceruna expresión de inquietud, añadióalegremente–: Nadie lanza la pelota tanbien como usted, sir Andrew, y leecharemos en falta en la pista.

Sir Andrew la había acompañadohasta la sala contigua, en la que SuAlteza Real ya esperaba a la hermosalady Blakeney.

–La cena está lista, madame –dijoel príncipe, ofreciendo el brazo a

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Marguerite–, y estoy lleno deesperanzas. Puesto que la diosa de laFortuna me ha mirado con tan malosojos, confío en que la diosa de laBelleza me prodigue sus sonrisas.

–¿Su Alteza ha tenido mala suerteen las cartas? –preguntó Marguerite,cogiendo al príncipe del brazo.

–¡Sí! Muy mala suerte. Blakeney,no conformándose con ser el súbditomás rico de mi padre, tiene además unasuerte envidiable. Por cierto, ¿dónde seha metido ese genio inigualable? Lejuro, señora, que esta vida sería undesierto insoportable sin las sonrisas deusted y las ocurrencias de su marido.

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XIV

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¡A LA UNA EN PUNTO!

La cena transcurrió en medio deuna gran animación. Todos loscomensales comentaron que ladyBlakeney jamás había estado tanadorable ni aquel «maldito imbécil» desir Percy tan divertido.

Su Alteza Real rió hasta que laslágrimas le rodaron por las mejillas conlas ocurrencias estúpidas pero graciosasde Blakeney. Cantaron sus versosramplones: «Lo buscan por aquí, lobuscan por allá...» con la melodía de«¡Adelante, felices britanos!», y con elacompañamiento del chocar de vasoscontra la mesa. Además, lord Grenvilletenía un cocinero fantástico; según las

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malas lenguas, se trataba de un vástagode la antigua noblesse francesa, que, trashaber perdido su fortuna, había ido abuscarla en la cuisine del ministerio deAsuntos Exteriores británico.

Marguerite Blakeney dio muestrasde su gran brillantez y, sin duda, ni unsolo comensal del abarrotado comedorllegó siquiera a sospechar la terriblelucha que libraba su corazón.

El reloj continuaba con su tictacimplacable. Ya era más de medianoche,e incluso el príncipe de Gales deseabaabandonar la mesa. En el transcurso dela siguiente media hora se dilucidaría eldestino de dos hombres valientes: el delhermano amado y el del héroedesconocido.

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Marguerite no había intentado ver aChauvelin durante la pasada hora; sabíaque sus ojos penetrantes, zorrunos, laaterrorizarían inmediatamente, y queinclinarían la balanza de su decisión enfavor de Armand. Mientras no lo viera,en lo más profundo de su ser aún podríaalbergar una esperanza vaga e indefinidade que ocurriera «algo», algoimportante, decisivo, que marcaseépoca, y que librase sus hombrosjóvenes y frágiles de la terrible carga deaquella responsabilidad, de tener queelegir entre tan crueles alternativas.

Pero los minutos pasaban con lamonotonía que invariablemente asumencuando nuestros nervios se destrozancon su incesante tictac.

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Después de la cena se reanudó elbaile. Su Alteza Real se marchó, y losinvitados de mayor edad empezaron aseguir su ejemplo. Los jóvenes eraninagotables y acometieron otra gavota,que ocuparía el siguiente cuarto de hora.

Marguerite no se sentía con ánimospara seguir bailando; incluso el másférreo autocontrol tiene un límite.Escoltada por un ministro del gabinete,se dirigió una vez más a la pequeñacámara, que seguía siendo la habitaciónmás tranquila. Sabía que Chauvelindebía estar esperándola impaciente enalguna parte, dispuesto a aprovechar laprimera oportunidad de un tête– á–tête.Sus ojos se habían encontrado unosinstantes tras el minué anterior a la cena,

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y Marguerite sabía que el astutodiplomático, con sus ojos pálidos ypenetrantes, había adivinado que habíallevado a cabo su tarea.

Así lo había dispuesto el destino.Marguerite, desgarrada por el másterrible conflicto que puede conocer elcorazón de una mujer, se habíadoblegado a su mandato. Pero tenía quesalvar a Armand de cualquier precio; élera lo primero, pues era su hermano, yhabía sido madre, padre y amigo desdeque, siendo una criatura, murieron suspadres. Pensar en que Armand murieracomo un traidor en la guillotinaresultaba demasiado espantoso; erasencillamente imposible. No podíaocurrir... jamás... jamás. En cuanto al

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desconocido, al héroe... ¡En fin, quedecidiera el destino! Margueriterescataría la vida de su hermano de lasmanos del despiadado enemigo, ydespués, el astuto Pimpinela Escarlatasabría ingeniárselas él solo.

Quizás, de una forma vaga,Marguerite esperaba que el osadoconspirador que llevaba tantos mesesdespistando a un verdadero ejército deespías, lograría burlar a Chauvelin ysalir ileso del trance.

Pensaba en todo esto mientrasescuchaba el ingenioso discurso delministro del Gabinete, que, sin duda,creía haber encontrado en lady Blakeneyun excelente público. De repente,Marguerite vio la zorruna cara de

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Chauvelin asomando entre las cortinasde la puerta.

–Lord Fancourt –le dijo alministro–, ¿podría hacerme usted unfavor?

–Estoy a su entera disposición,señoría – contestó lord Fancourt congalantería.

–¿Le importaría ir a ver si mimarido sigue aún en la sala de juego? Siestá allí, ¿querría decirle que estoy muycansada y que me gustaría volver a casapronto?

Cualquier humano acata lasórdenes de una mujer hermosa, inclusolos ministros del Gabinete, y lordFancourt se dispuso a obedecerinmediatamente.

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–No quisiera dejar sola a suseñoría –dijo.

–No se preocupe. Aquí estaré bien,y espero que nadie me moleste... pero laverdad es que me encuentro muycansada. Sir Percy conducirá el cochehasta Richmond. Es un viaje muy largo,y como no iremos deprisa, nollegaremos a casa hasta el alba.

A lord Fancourt no le quedó másremedio que marcharse.

En el momento en que desapareció,Chauvelin se deslizó en la habitación yse acercó a lady Blakeney, tranquilo eimpasible.

–¿Tiene alguna noticia quecomunicarme? – preguntó.

Marguerite experimentó la

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sensación de que un velo de hielo lecubría repentinamente los hombros;aunque sus mejillas ardían, seestremeció. ¡Oh, Armand; jamás sabrásel terrible sacrificio de orgullo ydignidad que una hermana que te adorava a hacer por ti!

–Nada importante –contestóclavando la mirada al frentemecánicamente–, pero podría ser unapista. He conseguido –no importa cómo–sorprender a sir Andrew Ffoulkes en elpreciso momento en que quemaba unpapel con una de esas velas, en estahabitación. Tuve el papel en mis manosun par de minutos, y pude ver lo quehabía escrito él.

–¿Le dio tiempo a leer lo que

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decía? – preguntó Chauvelin en vozbaja.

Marguerite asintió, y prosiguió, conel mismo tono monótono y mecánico:

–En una esquina de la nota vi eldibujo de siempre, una florecita enforma de estrella. Encima distinguí dosrenglones, porque lo demás habíaquedado ennegrecido por las llamas.

–¿Y qué decían esos dosrenglones?

Marguerite sintió como si se lecontrajera la garganta. Durante unosinstantes pensó que no sería capaz depronunciar las palabras que podríancondenar a muerte a un hombre valiente.

–Es una suerte que no se destruyeratodo el papel –añadió Chauvelin,

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sarcásticamente–, porque en ese caso,las cosas no le habrían salidodemasiado bien a Armand St. Just. ¿Quédecían esos dos renglones, ciudadana?

–Uno decía: «Parto mañana» –contestó Marguerite pausadamente–. Elotro: «Si desean hablar conmigo otravez estaré en el comedor a la una enpunto».

Chauvelin miró el reloj que habíaencima de la repisa de la chimenea.

–Entonces, tengo tiempo de sobra –dijo tranquilamente.

–¿Qué piensa hacer? –preguntóMarguerite.

Estaba pálida como una estatua;tenía las manos frías como el hielo, lacabeza y el corazón le latían con fuerza

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a causa de la terrible tensión nerviosa.¡Qué cruel era todo aquello, quéterriblemente cruel! ¿Qué había hechoella para merecerlo? Ya había tomadosu decisión: ¿había cometido una acciónruin o sublime? Sólo el ángel encargadode dejar constancia de nuestros actos enel libro de oro tenía la respuesta.

–¿Qué piensa hacer? –repitiómecánicamente.

–De momento, nada. Después,depende.

–¿Depende de qué?–De a quién vea en el comedor a la

una en punto.–Verá a Pimpinela Escarlata,

lógicamente. Pero usted no lo conoce.–No, pero entonces lo conoceré.

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–Sir Andrew le habrá prevenido.–No lo creo. Cuando se separó de

él después del minué se quedóobservándola unos momentos de unaforma que me hizo comprender que algohabía ocurrido entre ustedes dos. Esnatural que yo adivinara en qué consistíaese «algo», ¿no? A continuación iniciéuna larga y animada conversación conese caballero –hablamos del gran éxitoque ha obtenido Herr Glück enLondres–, hasta el momento en que unadama solicitó su brazo para que laacompañara a la mesa.

–¿Y después?–No le perdí de vista durante toda

la cena. Cuando volvimos a subir, ladyPortarles lo abordó y se pusieron a

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hablar de la hermosa mademoiselleSuzanne de Tournay. Yo sabía que sirAndrew no se movería del sitio hastaque lady Portarles agotara el tema deconversación, cosa que no ocurriríahasta que transcurriera al menos uncuarto de hora, y ahora es la una menoscinco.

Chauvelin se dispuso a marcharse yse acercó a la puerta donde, tras correrlas cortinas, se detuvo unos instantespara señalar a Marguerite la lejanafigura de sir Andrew Ffoulkes, quehablaba animadamente con ladyPortarles.

–Creo que no cabe duda de queencontraré a la persona que estoybuscando en el comedor, mí hermosa

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dama –dijo Chauvelin con una sonrisa.–Quizá haya más de una.–Cuando el reloj dé la una,

quienquiera que se encuentre allí estarávigilado por uno de mis hombres, y uno,o dos, o quizá tres de los allí presentespartirá mañana para Francia. Uno deellos tiene que ser Pimpinela Escarlata.

–Sí, pero...–Yo también partiré mañana para

Francia, mi hermosa dama. Losdocumentos que se encontraron enDover al registrar a sir AndrewFfoulkes hablan de una posada en lascercanías de Calais llamada Le ChatGris que yo conozco muy bien, y de unlugar apartado de la costa, la cabaña delPére Blanchard, que intentaré encontrar.

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Es en estos lugares donde ese inglésentrometido ha escondido al traidor deTournay y a algunas personas más paraque vayan a buscarlos allí sus emisarios.Pero, al parecer, ha decidido no enviar anadie y partir mañana él solo. Pues bien,una de las personas a las que veré estanoche en el comedor irá a Calais, y yo laseguiré, hasta que descubra el punto enque esos aristócratas fugitivos le estaránesperando; pues dicha persona, miquerida señora, será el hombre quellevo buscando desde hace casi un año,el hombre cuyas fuerzas han superado alas mías, cuyo ingenio me haconfundido, cuya audacia me tieneperplejo... ¡Sí! A mí, que he visto másde un truco y más de dos a lo largo de

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mi vida... el misterioso y escurridizoPimpinela Escarlata.

–¿Y Armand? –preguntóMarguerite en tono suplicante.

–¿Acaso he dejado de cumpliralguna vez mi palabra? Le prometo queel día que Pimpinela Escarlata y yopartamos hacia Francia, le enviaré esacarta imprudente por mediación de unmensajero especial. Aún más, leprometo por el honor de Francia que eldía que le eche el guante a ese inglésentrometido, St. Just estará en Inglaterra,sano y salvo y en los brazos de suencantadora hermana.

Y con una profunda y aparatosareverencia, Chauvelin abandonósilenciosamente la habitación, no sin

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antes mirar de nuevo el reloj.Marguerite experimentó la

sensación de que, a pesar del ruido, delestruendo de la música, el baile y lasrisas, distinguía el andar felino deChauvelin deslizándose por los enormessalones: de que le oía descender laimpresionante escalera, llegar alcomedor y abrir la puerta. El Destinohabía decidido por ella, la había hechohablar, la había obligado a cometer unacto vil y abominable, para salvar alhermano al que tanto amaba. Se reclinóen la silla, pasiva e inmóvil, con laimagen de su implacable enemigo aúnante sus ojos doloridos.

Cuando Chauvelin llegó alcomedor, la estancia se encontraba

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completamente vacía. Tenía ese aspectode abandono y oropel desolado querecuerda a un vestido de baile al díasiguiente de la fiesta. La mesa estabacubierta de copas medio vacías, habíaservilletas desdobladas por todaspartes, las sillas –vueltas unas haciaotras en grupos de dos y tres– parecíanasientos de fantasmas que estuvieranabsortos en una conversación. En losrincones más apartados de la sala habíasillas agrupadas de dos en dos, muyjuntas, que daban testimonio de recientescuchicheos amorosos, junto a platos decarne fría y champán helado; en otrospuntos, las sillas estaban de tres en tresy de cuatro en cuatro, recuerdos deanimadas discusiones sobre los últimos

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escándalos; otras estaban en fila,rígidas, críticas, ácidas, como viudasanticuadas, unas cuantas aisladas ysolitarias, junto a la mesa, que habíanocupado los glotones, únicamentependientes de los platos exquisitos, yotras derribadas, testigos explícitos dela bondad de las bodegas de lordGrenville.

Era, en realidad, una réplicafantasmal de la fiesta de alta sociedadque se celebraba en el piso de arriba; unfantasma que habita toda casa en que seofrecen bailes y buenas cenas; un dibujotrazado con tiza blanca sobre cartóngris, apagado y sin color, cuando losbrillantes vestidos de seda y laschaquetas de esplendorosos bordados ya

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no ocupan el primer plano y las velasparpadean somnolientas en loscandelabros.

Chauvelin sonrió, benévolo, yfrotándose las manos largas y delgadas,recorrió con la mirada el comedorvacío, que todos habían abandonadopara reunirse con sus amigos en el salón.Reinaba un silencio absoluto en lahabitación débilmente iluminada,mientras que la melodía de la gavota, elmurmullo lejano de risas y charlas y eltraqueteo de algún que otro carruaje enel exterior parecían llegar a aquelpalacio de la Bella Durmiente como elmurmullo de espectros que revolotearana lo lejos. Todo estaba tan silencioso,tan inmóvil en aquel entorno lujoso, que

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ni el observador más sagaz, ni unauténtico profeta, hubiera adivinado que,en ese preciso instante, el comedorvacío no era sino una trampa paracapturar al conspirador más astuto yaudaz que hubieran conocido aquellostiempos de agitación.

Chauvelin reflexionó, intentandovislumbrar el futuro inmediato. ¿Cómosería aquel hombre, al que tanto él comolos dirigentes de la revolución habíanjurado condenar a muerte? Todo cuantole rodeaba era extraño y misterioso; suidentidad, que ocultaba tan hábilmente,el poder que ejercía sobre diecinuevecaballeros ingleses que parecíanobedecer sus órdenes ciega yentusiásticamente, el amor apasionado y

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la sumisión que despertaba en un grupode hombres bien adiestrados, y, sobretodo, su prodigiosa audacia, el infinitodescaro que le había permitido burlar asus enemigos más implacables, dentrode los mismísimos muros de París.

No era sorprendente que en Franciael apodo del misterioso inglésprovocase un estremecimiento desuperstición en las gentes. El propioChauvelin, mientras inspeccionaba lahabitación vacía, en la que aparecería elextraño héroe en cualquier momento,experimentó una extraña sensación detemor que le recorrió la espina dorsal.

Pero había trazado muy bien susplanes. Estaba seguro de que no habíanprevenido a Pimpinela Escarlata, e

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igualmente seguro de que MargueriteBlakeney no le había engañado. Si lohabía hecho... Una expresión decrueldad, que hubiera hecho estremecera Marguerite, asomó a los ojos pálidos ypenetrantes de Chauvelin. Si le habíamentido, Armand St. Just seríacondenado a la pena capital.

¡Pero no, no! ¡Claro que no le habíaengañado!

Por suerte, el comedor estabavacío: así la tarea de Chauvelinresultaría más sencilla cuando aquelenigma viviente entrara allí a solas ydesprevenido. En la habitación no habíanadie; a excepción de Chauvelin.

Mientras contemplaba con unasonrisa de satisfacción la solitaria

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estancia, el astuto agente del gobiernofrancés percibió la respiración tranquilay monótona de uno de los invitados delord Grenville, que, sin duda, habíacenado opíparamente y disfrutaba de unasiesta, ajeno al estruendo del baile delpiso de arriba.

Chauvelin miró a su alrededor unavez más, y en un extremo del sofá, queocupaba un rincón oscuro de lahabitación, tumbado con la boca abierta,los ojos cerrados, unos leves silbidossaliendo de las fosas nasales, vio alzanquilargo marido de la mujer másinteligente de Europa.

Chauvelin contempló a sir Percy,que dormía plácidamente, en paz con elmundo entero y consigo mismo, tras la

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opípara cena, y una sonrisa, casi delástima, suavizó unos instantes los durosrasgos del rostro del francés y eldestello de sarcasmo de sus pálidosojos.

Saltaba a la vista que el durmiente,sumido en un sueño profundo, no seentrometería en la trampa que habíatendido Chauvelin para atrapar al astutoPimpinela Escarlata. Volvió a frotarselas manos, y, siguiendo el ejemplo de sirPercy Blakeney, se estiró en otro sofá,cerró los ojos, abrió la boca, emitió losruidos propios de una respiracióntranquila y... quedó a la espera.

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XV

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LA DUDA

Marguerite Blakeney contempló laestilizada figura vestida de negro deChauvelin abriéndose paso entre lamultitud que abarrotaba el salón.Después no le quedó más remedio queesperar, con los nervios a punto deestallar por la excitación.

Estaba sentada lánguidamente en lapequeña cámara, que seguía vacía,mirando por entre las cortinas de lapuerta a las parejas que bailaban en elsalón. Miraba sin ver, oía la música,mas sólo era consciente de unasensación de expectación, de la angustiade la espera.

En su mente apareció la visión de

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lo que quizá estuviera ocurriendo en elpiso de abajo en aquel mismo momento.El comedor casi vacío, la hora fatídica–¡con Chauvelin al acecho!–; después, ala hora en punto, la entrada de unhombre, de él, de Pimpinela Escarlata,el misterioso héroe que para Margueritehabía adquirido visos de irrealidad, tanextraña era su personalidad oculta.

Sintió deseos de estar ella tambiénen el comedor, para verle al entrar;sabía que, con su intuición femenina,reconocería inmediatamente en el rostrodel desconocido –quienquiera que fuese– la fuerte personalidad que caracterizaal dirigente de hombres, al héroe, aláguila poderosa que vuela en las alturas,cuyas altivas alas iban a enredarse en la

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trampa del hurón.Mujer al fin y al cabo, pensó en él

con profunda tristeza; la ironía de lasuerte que aquel hombre correría eracruel: ¡permitir que el valeroso leónsucumbiera al mordisco de una rata!¡Ah! ¡Si no hubiera estado en peligro lavida de Armand... !

–¡Perdóneme, señoría! Debe haberpensado que soy muy negligente –oyódecir de repente a su lado–. Me hetopado con grandes dificultades para darsu recado, porque no encontraba aBlakeney por ninguna parte...

Marguerite se había olvidado porcompleto de su marido y de su recado;cuando lord Fancourt pronunció aquelnombre, se le antojó extraño y

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desconocido, pues en los últimos cincominutos se había sumergido en suantigua vida en la Rue de Richelieu, conArmand siempre a su lado, para amarlay protegerla, para defenderla de lasmúltiples intrigas que plagaban París enaquellos días.

–Afortunadamente lo he encontrado– prosiguió lord Fancourt–, y le hedejado su recado. Me ha dicho que daríaórdenes inmediatamente para queenganchasen los caballos.

–¡Ah! –exclamó Marguerite,distraída–. ¿Ha encontrado a mi maridoy le ha dado mi recado?

–Sí; estaba en el comedor,profundamente dormido. Al principio nopude despertarle.

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–Muchas gracias –dijo Margueritemecánicamente, intentando poner susideas en orden.

–¿Me hará su señoría el honor deconcederme este baile hasta que sucoche esté listo? – preguntó lordFancourt.

–No, se lo agradezco mucho,caballero, pero debe usted perdonarme.Estoy muy cansada, y el calor del salónde baile es realmente opresivo.

–El invernadero estádeliciosamente fresco. Permítameacompañarla hasta allí, y después lellevaré un refresco. Me parece que no seencuentra usted muy bien, ladyBlakeney.

–Es sólo que estoy muy cansada –

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insistió Marguerite en tono de hastío,mientras permitía que lord Fancourt laacompañara hasta el invernadero, dondelas luces amortiguadas y las plantasdaban frescor al aire. Le llevó una silla,y Marguerite se desplomó en ella. Lalarga espera le resultaba insoportable.¿Por qué no iba Chauvelin a contarle elresultado de su vigilancia?

Lord Fancourt era muy atento.Marguerite apenas prestaba atención alo que decía, y de repente le sorprendióespetándole:

–Lord Fancourt, ¿se fijó usted enquién había en el comedor hace unmomento, además de sir PercyBlakeney?

–Sólo el agente del gobierno

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f r a nc é s , mo n s i e u r Chauvelin, quetambién estaba dormido en otro rincón –contestó–. ¿Por qué me lo pregunta suseñoría?

–No lo sé... ¿Se fijó en la hora queera cuando estaba allí?

–Debían ser la una y cinco o ydiez... Me pregunto en qué está pensandosu señoría – añadió, pues saltaba a lavista que los pensamientos de lahermosa dama se encontraban muy lejos,y que no estaba prestando atención a suelevada conversación.

Pero en realidad sus pensamientosno se encontraban muy lejos: sólo unpiso más abajo, en aquella misma casa,en el comedor en que Chauvelin seguíavigilando. ¿Le habrían salido mal las

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cosas? Durante unos instantes, acaricióaquella posibilidad como una esperanza,la esperanza de que sir Andrew hubieraprevenido a Pimpinela Escarlata, y deque el pájaro no hubiera caído en latrampa de Chauvelin. Pero la esperanzase desvaneció enseguida, dejando lugaral temor. ¿Le habrían salido mal lascosas? Pero entonces... ¡Armand!

Lord Fancourt renunció a seguirhablando al darse cuenta de que no teníaoyentes. Quería una oportunidad paramarcharse discretamente; pues estarfrente a una dama que, por hermosa quesea, no responde a los enormesesfuerzos que se realizan paraentretenerla no es precisamentehalagador, ni siquiera para un ministro

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del Gabinete.–¿Quiere que vaya a ver si ya está

preparado el coche de su señoría? –dijoel ministro, un tanto inseguro.

–Sí... gracias, muchas gracias... Sifuera usted tan amable... Me temo que noes muy agradable estar conmigo estanoche... Pero es que me encuentro muycansada... y quizá lo mejor sea que mequede sola.

Marguerite llevaba un buen ratodeseando librarse del ministro, puessuponía que, al igual que el zorro al quetanto se asemejaba, Chauvelin andaríarondando allí cerca, a la espera de quese quedara a solas.

Pero cuando lord Fancourt semarchó, Chauvelin no apareció. ¿Qué

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había ocurrido? Marguerite pensó que eldestino de Armand temblaba en labalanza... Temía –y era el suyo un miedomortal– que Chauvelin no hubieralogrado su propósito, y que elmisterioso Pimpinela Escarlata se lehubiera escapado de las manos una vezmás, en cuyo caso sabía que no podíaalbergar ninguna esperanza decompasión, de misericordia por partedel francés.

Chauvelin ya había pronunciado lafórmula: «O eso o ... », y no seconformaría con menos. Era rencoroso,y se empeñaría en creer que Margueritele había engañado a propósito, y al nohaber logrado atrapar al águila, suespíritu vengativo se conformaría con

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capturar una presa insignificante:¡Armand!

Sin embargo, Marguerite habíahecho cuanto estaba en su mano; habíapuesto en juego todos sus recursos parasalvar a Armand. No soportaba la ideade que todo se hubiera frustrado. Nopodía quedarse quieta en su asiento;deseaba enterarse de que había ocurridolo peor inmediatamente. No acertaba aentender por qué Chauvelin no había idoaún a descargar su ira y sus sarcasmossobre ella.

Lord Grenville fue a decirle que sucoche estaba listo, y que sir Percy laestaba esperando, ya con las riendas enla mano. Marguerite se despidió de sudistinguido anfitrión, y mientras cruzaba

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el salón la detuvieron un sin fin deamigos para hablar con ella eintercambiar corteses au revoirs.

El ministro dijo adiós a la hermosalady Blakeney en el piso de arriba;abajo, en el rellano de la escalera,esperaba un verdadero ejército degalantes caballeros para despedirse dela reina de la belleza, mientras queafuera, bajo el enorme pórtico, losmagníficos bayos de sir Percy pateabanimpacientemente el suelo.

Marguerite acababa de despedirsede su anfitrión en el piso de arriba,cuando de repente vio a Chauvelin. Elfrancés subía la escalera lentamente,frotándose las delgadas manos conparsimonia.

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En su inquieto rostro había unaextraña expresión, entre regocijada yperpleja, y cuando

sus penetrantes ojos se encontraroncon los de Marguerite, el sarcasmoasomó a ellos.

–Monsieur Chauvelin –dijo ladyBlakeney cuando el francés llegó al finalde la escalera y le hizo una aparatosareverencia–, mi coche está afuera.¿Quiere darme el brazo?

Galante como de costumbre,Chauvelin le ofreció el brazo y laacompañó hasta abajo. Aún había unagran multitud; algunos de los invitadosdel ministro se preparaban para salir;otros estaban apoyados en lasbarandillas, contemplando al grupo que

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subía y bajaba por la ancha escalera.–Chauvelin –dijo Marguerite,

desesperada– , tengo que saber qué haocurrido.

–¿Qué ha ocurrido, mi queridaseñora? – replicó el francés, fingiendosorpresa–. ¿Dónde? ¿Cuándo?

–No me atormente, Chauvelin. Lehe prestado mi ayuda esta noche... Tengoderecho a saberlo. ¿Qué ha ocurrido enel comedor hace unos momentos, a launa en punto?

Habló en un susurro, confiando enque, gracias al murmullo de la multitud,sólo el hombre que iba a su ladoprestaría atención a sus palabras.

–Todo era paz y quietud, mihermosa dama. A esa hora yo estaba

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durmiendo en un sofá y sir PercyBlakeney en otro.

–¿Y no entró nadie en lahabitación?

–Nadie.–Entonces, usted y yo no hemos

conseguido nada...–Así es, no hemos conseguido

nada... seguramente.–Pero, ¿y Armand? –dijo

Marguerite en tono suplicante.–¡Ah! La suerte de Armand St. Just

pende de un hilo... Ruegue al cielo queese hilo no se rompa, mi querida señora.

–Chauvelin, le he prestado unservicio de corazón, sinceramente...Recuerde que...

–Recuerdo mi promesa –replicó

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Chauvelin en voz baja–. El día en quePimpinela Escarlata y yo nosencontremos en suelo francés, St. Justestará en los brazos de su encantadorahermana.

–Y eso significa que tendré lasmanos manchadas con la sangre de unhombre valiente –dijo Marguerite,estremeciéndose.

–O la sangre de ese hombre o la desu hermano. Seguro que en estosmomentos usted desea tanto como yo queel enigmático Pimpinela Escarlata partapara Calais hoy mismo...

–Yo sólo deseo una cosa,ciudadano.

–¿De qué se trata?–Que Satán, su amo, requiera su

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presencia en otro sitio antes de quesalga el sol.

–Me halaga usted, ciudadana.Marguerite se detuvo unos instantes

en medio de la escalera, para intentaradivinar los pensamientos que ocultabaaquella máscara delgada y zorruna. PeroChauvelin mantuvo su actitud cortés,sarcástica y misteriosa, sin dejarentrever a la pobre mujer angustiada elmenor indicio de si debía albergartemores o esperanzas.

Al llegar abajo, un nutrido grupo larodeó inmediatamente. Lady Blakeneyjamás abandonaba una casa sin unaescolta de revoloteantes mariposashumanas atraídas por su deslumbrantebelleza. Pero antes de separarse

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definitivamente de Chauvelin, le tendióuna mano minúscula, con aquel gesto desúplica infantil tan suyo.

–Déme alguna esperanza, porfavor, Chauvelin –le rogó.

Con una galantería inigualable,Chauvelin se inclinó ante aquellamanecita, tan blanca y delicada, que setransparentaba por el guante de encajenegro, y besó las yemas de los dedosrosados...

–Ruegue al cielo que no se rompael hilo – repitió, con su enigmáticasonrisa.

Y, haciéndose a un lado, dejó quelas mariposas revoloteantes seaproximaran a la llama, y el brillantegrupo formado por la jeunesse dorée,

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pendiente de cada movimiento de ladyBlakeney, ocultó el rostro de zorro delfrancés.

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XVI

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RICHMOND

Unos minutos más tarde,Marguerite estaba acomodada y envueltaen costosas pieles en el pescante delmagnífico carruaje, junto a sir PercyBlakeney, y los cuatro espléndidosbayos galopaban estrepitosamente por lacalle desierta.

La noche era cálida a pesar de lasuave brisa que abanicaba las mejillasardientes de Marguerite.

Al poco dejaron atrás las casas deLondres, y sir Percy condujo velozmentesus caballos, que trapaleaban por elviejo punto de Hammersmith, camino deRichmond.

El río aparecía y desaparecía,

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formando hermosas y delicadas curvas,como una serpiente de plata bajo losrutilantes rayos de la luna. Las sombrasalargadas que proyectaban los árbolestendían espesos mantos de negrura sobrela carretera de trecho en trecho. Loscaballos galopaban a una velocidaddesenfrenada, mientras que las manosfuertes y certeras de sir Percy lossujetaban sin esfuerzo.

Los paseos nocturnos tras losbailes y cenas en Londres eran unafuente inagotable de placer paraMarguerite, y le gustaba en grado sumoaquellas extravagancias de su marido dellevarla de esta forma a casa todas lasnoches, a su hermosa casa a la orilla delrío, en lugar de vivir en una incómoda

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casa de la ciudad. A sir Percy leencantaba conducir sus briosos corcelespor las carreteras solitarias e iluminadaspor la luna, y a Marguerite le encantabasentarse en el pescante, con el suaveaire nocturno de finales de veranoacariciándole el rostro, después de laatmósfera sofocante de un baile o unafiesta. El recorrido no era muy largo; aveces, menos de una hora, cuando loscaballos estaban bien descansados y sirPercy les daba rienda suelta.

Aquella noche, parecía que sirPercy llevara al mismísimo diablo entrelos dedos, y que el carruaje volara porla carretera, que discurría junto al río.Como de costumbre, no hablaba conMarguerite; miraba fijamente al frente,

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con las riendas entre sus manos blancasy delgadas. Marguerite lo miró condisimulo una o dos veces; vio suhermoso perfil, y un ojo indolente, lafrente alta y recta y el párpado pesado ysemicerrado.

El rostro de sir Percy parecíaextraordinariamente serio a la luz de laluna, y al corazón doliente deMarguerite le recordó los días felices desu noviazgo, antes de que se convirtieraen un bobo perezoso, en un petimetreamanerado que pasaba la vida entrepartidas de naipes y fiestas.

Pero esa noche, a la luz de la luna,no distinguía la expresión de losindolentes ojos azules; sólo veía elcontorno de la firme barbilla, la

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comisura de los fuertes labios; la formabien dibujada de la frente despejada. Enverdad, la Naturaleza se había portadobien con sir Percy, y sus defectos sólopodían atribuirse a su pobre madre,medio loca, y al padre, distraído yapenado, ninguno de los cuales se habíapreocupado por la joven vida quebrotaba entre ellos, y que, quizá a causade su descuido, ya empezaba a torcerse.

De repente, Marguerite sintió unaprofunda simpatía por su marido. Lacrisis moral que acababa de atravesar lahacía juzgar con indulgencia losdefectos y las debilidades de los demás.

Había comprendido, con fuerzadevastadora, hasta qué punto puedegolpear y dominar el Destino a un ser

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humano. Si una semana antes le hubierandicho que ella se rebajaría a espiar a susamigos, que traicionaría a un hombrevaliente y desprevenido para ponerlo enmanos de un enemigo implacable, sehubiera reído despectivamente.

Y sin embargo, eso era lo quehabía hecho: era posible que al díasiguiente cayera sobre su cabeza el pesode la muerte de un hombre valiente,igual que el marqués de St. Cyr habíamuerto dos años antes a causa de unaspalabras que ella había pronunciado aldescuido; pero en aquel caso,Marguerite era inocente desde el puntode vista moral, pues no queríaperjudicar gravemente a nadie, y fue eldestino el que se encargó de todo. Mas

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en esta ocasión, había hecho algo que atodas luces era una vileza, y lo habíahecho deliberadamente, por un motivoque los moralistas más puros quizá noaprobarían.

Al sentir el contacto del fuertebrazo de su marido, pensó que si llegabaa enterarse de su actuación de aquellanoche la odiaría y despreciaría aún más.Pues los seres humanos se juzgan unos aotros de una forma superficial,insustancial, despectiva. Sinracionalizar los hechos, sin caridad.Despreciaba a su marido por susnecedades y sus actividades vulgares,sin el menor atisbo de intelectualidad; ypensaba que él la despreciaría aún máspor no haber tenido la suficiente

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fortaleza para obrar bien por el bien ensí mismo, y haber sacrificado a suhermano a los dictados de su conciencia.

Absorta en sus pensamientos,aquella hora de paseo en la fresca nocheestival se le antojó a Margueritedemasiado breve; y experimentó unaprofunda decepción al darse cuenta derepente de que los caballos estabantraspasando la verja de su hermosa casainglesa.

La casa de sir Percy Blakeney,situada a orillas del río, es ya histórica:de nobles dimensiones, se alza en mediode unos jardines de diseño exquisito,con terraza y una de las fachadas de caraal río. Construida en la época Tudor, losviejos ladrillos rojos de los muros

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resultan sumamente pintorescos entre laenramada verde, el cuidado césped, conun reloj de sol, antiguo, que añade unanota de armonía al entorno. Grandesárboles seculares prestan su frescasombra a la tierra, y en aquella cálidanoche de principios de otoño, las hojasse teñían levemente de color bermejo ydorado, y el antiguo jardín tenía un airesingularmente poético y apacible a la luzde la luna.

Con certera precisión, sir Percyhizo detenerse a los cuatro bayos justoenfrente de la hermosa entrada de estiloisabelino. A pesar de lo avanzado de lahora, apareció un verdadero ejército decriados, como si surgieran del suelo, encuanto el carruaje se aproximó

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ruidosamente a la casa, y lo rodearon enactitud respetuosa.

Sir Percy bajó rápidamente, ydespués ayudó a su mujer a descender.Marguerite se quedó afuera unosinstantes, mientras sir Percy dabaórdenes a uno de sus hombres.Marguerite dio la vuelta a la casa y seinternó en el césped, contemplandosoñadora el paisaje plateado. LaNaturaleza se le antojaba exquisitamentesosegada en comparación con lastumultuosas emociones que habíaexperimentado: se oía el débil murmullodel río y, de cuando en cuando, el suavey fantasmal susurro de una hoja muertaal caer.

Todo lo demás era silencio a su

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alrededor. Antes, había oído el piafar delos caballos cuando los llevaban hastalas lejanas cuadras, los pasosapresurados de los criados que seretiraban a descansar; también la casaestaba en silencio.

Aún había luz en variashabitaciones, sobre los magníficossalones; eran sus aposentos y los de sirPercy, situados en extremos opuestos dela casa, tan separados como sus vidas.Marguerite suspiró involuntariamente;en aquel preciso momento no hubierasabido decir por qué.

Su aflicción era infinita. Secompadecía de sí misma, profunda ydolorosamente. Jamás se había sentidotan completamente sola, ni había

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necesitado tan desesperadamenteconsuelo y simpatía. Con otro suspiro,se alejó de la orilla del río y se dirigióhacia la casa, pensando vagamente si,después de aquella noche, sería capazde volver a dormir y descansar.

De repente, antes de llegar a laterraza, oyó unas firmes pisadas sobre laarena crujiente, y al cabo de unosinstantes surgió de las sombras la figurade su marido. También él había rodeadola casa y deambulaba por el césped,camino del río. Aún llevaba el gruesoabrigo con múltiples cuellos y solapasque él había puesto de moda, pero se lohabía echado hacia atrás, hundiendo lasmanos en los amplios bolsillos de suscalzones de satén, como era su

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costumbre. El deslumbrante traje decolor crema que llevaba en el baile delord Grenville, con su chorrera devaliosísimo encaje, tenía un aspectoextrañamente fantasmal, recortadocontra el fondo oscuro de la casa.

No pareció reparar en Marguerite,pues tras detenerse unos momentos,volvió hacia la casa y se dirigió a laterraza.

–¡Sir Percy!Blakeney ya había puesto el pie en

el peldaño inferior de la escalera, peroal oír la voz de su mujer se sobresaltó yse detuvo, y después miróinquisitivamente las sombras desde lasque Marguerite le había llamado.

Marguerite se acercó a él

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rápidamente, iluminada por la luna, y, encuanto sir Percy la vio, dijo, con aquelaire de galantería consumada quesiempre adoptaba cuando se dirigía aella:

–¡A su disposición, señora!Pero su pie siguió en el escalón, y

en su actitud había un vago indicio, queMarguerite apreció claramente, de quequería marcharse y no tenía el menordeseo de iniciar una conversación amedia noche.

–El aire está deliciosamente fresco–dijo Marguerite–. La luz de la luna espoética, y el jardín realmente incitante.¿No le gustaría quedarse aquí un rato?No es demasiado tarde, ¿o es que micompañía le resulta tan desagradable

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que tiene prisa por librarse de ella?–No, señora –replicó sir Percy en

todo afable–; es justo lo contrario, perole garantizo que encontrará el airenocturno más excitante sin mi compañía,de modo que, cuanto antes aparte eseobstáculo, más disfrutará su señoría.

Se dio la vuelta y empezó a subir laescalera.

–Le aseguro que se confunde, sirPercy –se apresuró a decir Marguerite, yaproximándose a él, añadió–: Recuerdeque la barrera que se ha alzado entrenosotros no es culpa mía.

–¡Ah! Le pido disculpas, señora –protestó sir Percy con frialdad–.Siempre he tenido pésima memoria.

La miró a los ojos, con la actitud

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de indolente despreocupación que sehabía convertido en su segundanaturaleza. Marguerite le mantuvo lamirada unos instantes; y al acercarse a élal pie de la escalera, sus ojos sedulcificaron.

–¿Pésima, sir Percy? ¡Vaya!¡Entonces debe haber cambiado mucho!¿Fue hace tres años cuando nos vimospor espacio de una hora en París,cuando usted se dirigía a Oriente?Cuando volvió, al cabo de dos años, nome había olvidado.

A la luz de la luna, la belleza deMarguerite era prodigiosa, con la capade pieles sobre sus hermosos hombros,rodeada por el halo destellante delbordado de oro de su vestido, y los

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infantiles ojos azules clavados en él.Sir Percy se quedó inmóvil y rígido

unos instantes; su mano se aferraba confuerza a la barandilla de piedra de laterraza.

–Señora, confío en que no requierami presencia con la intención desumergirse en tiernos recuerdos –dijo entono glacial.

Su voz era fría, impersonal; suactitud ante Marguerite, rígida eimplacable. El decoro femenino hubieradebido dictarle que pagara con frialdadla frialdad con que él la trataba, con unasimple inclinación de cabeza; pero elinstinto femenino le aconsejaba seguirallí, ese agudo instinto por el que unamujer hermosa consciente de sus

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poderes se empeña en hacer que unhombre que no le rinde homenaje caigade rodillas ante ella. Le tendió la mano.

–¿Y por qué no, sir Percy? Elpresente no es tan esplendoroso comopara que no sienta deseos de remover unpoco el pasado.

Sir Percy doblegó su alta figura, ycogiendo las yemas de los dedos queMarguerite le ofrecía, los besóceremoniosamente.

–Confío en que sepa perdonar quemi torpe intelecto no la acompañe en esaactividad, señora –dijo.

Intentó marcharse una vez más, yuna vez más lo detuvo Marguerite, consu voz dulce, infantil, casi tierna.

–Sir Percy.

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–A sus pies, señora.–¿Es posible que el amor muera? –

dijo lady Blakeney con una vehemenciasúbita, impremeditada–. Yo creía que lapasión que sentía por mí duraría todauna vida. Percy, ¿acaso no queda nadade ese amor que... pueda ayudarle asaltar esa triste barrera?

Mientras Marguerite pronunciabaestas palabras, pareció como si laenorme figura de sir Percy adquirieseaún mayor rigidez; la fuerte boca seendureció, y a aquellos ojos azules,normalmente indolentes, asomó unaexpresión de indomable obstinación.

–¿Le importaría decirme con quéobjeto, señora? –preguntó con frialdad.

–No le comprendo.

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–Pues es muy sencillo –replicó sirPercy con una amargura que pareciósacudir literalmente sus palabras, apesar de que saltaba a la vista que hacíagrandes esfuerzos por reprimirla–. Se lopregunto humildemente, porque mi torpemente es incapaz de comprender lacausa de todo esto, de la nueva actitudde su señoría. ¿Es que siente lanecesidad de volver a practicar eldiabólico juego al que se dedicó el añopasado con tan excelentes resultados?¿Acaso quiere verme de nuevo a suspies, rendido de amor, para darse elgusto de echarme de su lado como sifuera un perro faldero un poco pesado?

Marguerite había logrado exaltarlomomentáneamente; y volvió a mirarle a

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los ojos, porque así era como lorecordaba el año anterior.

–¡Se lo ruego, Percy! –susurró–.¿No podemos enterrar el pasado?

–Perdóneme, señora, pero creohaber entendido que lo que usted deseaes removerlo.

–¡No! ¡No me refería a ese pasado,Percy! – dijo con la voz velada por laternura–. ¡Me refería a los días en queaún me amaba ... ! ¡Oh, yo era frívola yvanidosa, y me dejé seducir por susriquezas y su posición. Me casé conusted, con la esperanza de que el granamor que usted sentía engendraría elamor en mí... ¡Pero, ay!...

La luna se había ocultado tras unmontón de nubes. Por el oeste, una suave

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luz grisácea empezaba a disolver elpesado manto de la noche. Sir Percysólo podía distinguir el grácil contornode Marguerite, su cabeza regia, con unacascada de rizos dorados y rojizos, y lasrutilantes joyas que formaban laflorecilla roja, en forma de estrella, quellevaba en el pelo a modo de diadema.

–Veinticuatro horas después denuestra boda, señora, el marqués de St.Cyr y toda su familia murieron en laguillotina, y llegó a mis oídos el rumorde que era la esposa de sir PercyBlakeney quien había ayudado a queacabaran así.

–¡No! Yo misma confesé lo quehabía de cierto en esa odiosa historia.

–No hasta después de que me lo

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contaran los extraños, con todos susespantosos detalles.

–Y usted los creyó sin más –replicó Marguerite con vehemencia–, sinpedir pruebas ni hacer preguntas... creyóque yo, a quien había jurado amar másque a su propia vida, a quien habíaasegurado que adoraba, había sidocapaz de hacer algo tan vil como lo quele contaron esas gentes. Pensó que lehabía engañado, que debía haberhablado antes de casarme con usted.Pero, si hubiera querido escucharme, lehubiera dicho que hasta la mañanamisma en que St. Cyr fue a la guillotina,me desviví por salvarlos a él y a sufamilia, recurriendo a todas lasinfluencias que tenía. Pero el orgullo

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selló mis labios al ver que su amorhabía muerto, como si hubiera caídobajo la cuchilla de esa misma guillotina.Le hubiera contado que me embaucaron.¡Sí, a mí, a quien, también según losrumores, se le ha atribuido lainteligencia más aguda de toda Francia!Hice aquello porque caí en la trampaque me tendieron unos hombres quesabían cómo jugar con el amor quesentía por mi único hermano y mi deseode venganza. ¿No es natural que lohiciese?

Su voz quedó ahogada por laslágrimas. Guardó silencio unosinstantes, tratando de recobrar elaplomo. Miró a su marido con expresiónde súplica, como si la estuviera

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juzgando. Sir Percy la había dejadohablar vehemente, apasionadamente, sinhacer ningún comentario, sin ofrecerleuna palabra de simpatía, y mientrasMarguerite guardaba silencio, intentandotragarse las ardientes lágrimas queanegaban sus ojos, se quedó a la espera,impasible e inmóvil. A la tenue luzgrisácea del alba, su figura parecía aúnmás erguida, más rígida. El rostroindolente y afable había experimentadouna extraña transformación. En suexcitación, Marguerite vio que los ojosde su marido ya no tenían una expresiónlánguida, y que había desaparecido elgesto afable y un poco necio de su boca.Bajo sus párpados semicerradosdestelló una extraña mirada de intensa

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pasión; tenía los labios apretados, comosi sólo la fuerza de voluntad refrenaraaquella pasión desbocada.

Por encima de todo, MargueriteBlakeney era una mujer, con todas lasdebilidades más fascinantes y losdefectos más adorables de una mujer. Enun instante comprendió que había estadoequivocada durante los últimos meses;que aquel hombre que estaba ante ella,frío como una estatua cuando su vozmelodiosa llegó a sus oídos, la amaba,como la había amado el año anterior;que quizá su pasión había estadodormida pero allí seguía, tan fuerte,intensa y poderosa como cuando suslabios se unieron por primera vez en unbeso prolongado y enloquecedor.

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El orgullo le había impedidoacercarse a ella, y Marguerite, comomujer que era, estaba dispuesta arecuperar aquella conquista que una vezhabía sido suya. De repente, se le antojóque la única felicidad que podíaofrecerle la vida sería sentir de nuevo elbeso de aquel hombre sobre sus labios.

–Lo que ocurrió fue lo siguiente, sirPercy – dijo en voz baja, dulce,infinitamente dulce–. ¡Armand lo eratodo para mí! No teníamos padres, y noscuidamos el uno al otro. El era para míun padre en pequeño, y yo para él unamadre en miniatura, y nos queríamosmucho. Un día... ¿me escucha, sir Percy!,un día, el marqués de St. Cyr ordenó queazotaran a mi hermano, que lo azotaran

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sus lacayos, ¡a ese hermano al quequería más que a nadie en el mundo! ¿Yqué delito había cometido? Que, siendoplebeyo, había osado amar a la hija delaristócrata; por eso lo apalearon, y loazotaron... ¡como a un perro, y estuvo apunto de perder la vida! ¡Ah, cuántosufrí! ¡Su humillación me partió el alma!Cuando se me presentó la oportunidadde vengarme, la aproveché. Pero miintención era únicamente humillar alorgulloso marqués. Conspiró conAustria contra su propio país. Me enterépor pura casualidad, y hablé de ello, sinsaber –¿cómo podía haberloadivinado?– que me habían engañado,que me habían tendido una trampa.Cuando comprendí lo que había hecho,

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era demasiado tarde.–Quizá sea un poco difícil volver

al pasado, señora –dijo sir Percy, trasunos momentos de silencio–. Ya le heconfesado que tengo muy mala memoria,pero siempre he creído que, cuandomurió el marqués, le rogué que meexplicara ese rumor que corría de bocaen boca. Si mi escasa memoria no mejuega una mala pasada, creo recordarque se negó a darme cualquier clase deexplicación, y exigió a mi amor unaconnivencia humillante que no estabadispuesto a dar.

–Deseaba probar su amor por mí, yno superó la prueba. En los viejostiempos me decía que sólo vivía paramí, para amarme.

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–Y, para demostrarle ese amor, mepidió que renunciase a mi honor –replicó sir Percy, dando la impresión deque, poco a poco, lo abandonaba suimperturbabilidad y se relajaba surigidez–, que aceptase sin rechistar nipreguntar todos los actos de mi dueña,como un esclavo tonto y obediente.Como mi corazón rebosaba de amor ypasión, no pedí ninguna explicación;pero naturalmente, esperaba que me ladiera. Con una sola palabra que hubieradicho, yo hubiera aceptado cualquierexplicación, y la hubiera creído. Perotras la confesión de los hechos,terribles, usted se marchó sin añadirnada; volvió orgullosamente a casa desu hermano, y me dejó solo... durante

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semanas... sin saber a quién tenía quecreer, pues el relicario que contenía miúnica ilusión estaba hecho pedazos, amis pies.

Marguerite no podía quejarse de lafrialdad e imperturbabilidad de sumarido en aquellos momentos; la voz desir Percy temblaba por la intensa pasiónque trataba de dominar con esfuerzossobrehumanos.

–¡Sí! ¡El orgullo me cegó! –exclamó Marguerite, afligida–. Encuanto me marché de su lado, lolamenté, pero cuando regresé, ¡leencontré tan cambiado ... ! Ya llevabaesa máscara de indolente indiferenciaque no se ha quitado hasta... hasta ahora.

Estaba tan cerca de él que su suave

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pelo, que llevaba suelto, rozaba lamejilla de sir Percy; sus ojos,relucientes de lágrimas, loenloquecieron, la música de su voz leprendió fuego en las venas. Pero noestaba dispuesto a rendirse al encantomágico de aquella mujer a la que habíaamado tan profundamente, y a cuyasmanos su orgullo había sufrido un golpeterrible. Sir Percy cerró los ojos paraborrar la delicada visión de aquelladulce cara, de aquel cuello níveo y deaquella figura grácil, alrededor de lacual empezaba a juguetear la luz rosadadel amanecer.

–No, señora, no es una máscara –dijo en tono glacial–. Le juré... hacetiempo, que mi vida era suya. Desde

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hace meses es un juguete en sus manos...Ha cumplido su objetivo.

Pero en aquel instante Margueritecomprendió que aquella frialdad era unamáscara. La angustia y la aflicción quehabía experimentado la noche anteriorvolvieron de pronto a su mente, pero nocon amargura, sino con la sensación deque aquel hombre, que la quería, laayudaría a sobrellevar su cargo.

–Sir Percy –dijo impulsivamente–,Dios sabe que ha hecho todo lo posiblepara que la tarea que me había impuestoa mí misma resultara terriblementedifícil. Ahora mismo acaba de hablar demi actitud. De acuerdo, llamémoslo así,si quiere. Yo quería hablar con ustedporque... porque... tenía ciertos

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problemas... y necesitaba sucomprensión.

–Estoy a sus órdenes, señora.–¡Qué frío es usted! –suspiró

Marguerite–. Le aseguro que me cuestatrabajo creer que hace unos meses unasola lágrima mía lo hubiera enloquecidopor completo. Ahora me acerco austed... con el corazón destrozado... y...y...

–Dígame, señora –la interrumpiósir Percy, con la voz casi tan temblorosacomo la de ella–, ¿en qué puedoservirla?

–Percy... Armand se encuentra enpeligro de muerte. Una carta escrita porél... impetuosa, imprudente, como todossus actos, y dirigida a sir Andrew

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Ffoulkes, ha caído en poder de unfanático. Armand estáirremediablemente comprometido...Quizá lo detengan mañana... y despuésirá a la guillotina... a menos que... amenos que... ¡Ah, es terrible! –dijoMarguerite con un gemido de angustia,mientras en su mente se agolpabanbruscamente los acontecimientos de lanoche anterior–. ¡Es horrible!... Usted nolo entiende, no puede entenderlo... y nopuede acudir a nadie... para que mepreste ayuda, ni siquiera comprensión.

Las lágrimas se negaron acontenerse. Vencieron laspreocupaciones, las luchas consigomisma, la espantosa incertidumbre porla suerte de Armand. Se tambaleó, como

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si fuera a desplomarse, y apoyándose enla barandilla de piedra, ocultó el rostroentre las manos y sollozó amargamente.

Al oír el nombre de Armand St.Just y enterarse de que corría peligro, elrostro de sir Percy adquirió un tintelevemente pálido, y en sus ojos aparecióla expresión de decisión y obstinaciónmás marcada que nunca. Pero guardósilencio, y se limitó a observarla,mientras el delicado cuerpo deMarguerite se agitaba con los sollozos;la observó hasta que el rostro de sirPercy se dulcificó inconscientemente, yen sus ojos destelló algo parecido a laslágrimas.

–¿De modo que el perro asesino dela revolución se revuelve contra la mano

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que le daba de comer? –dijo conprofundo sarcasmo– . Por favor, señora–añadió con gran dulzura, mientrasMarguerite seguía sollozandohistéricamente–, le ruego que seque suslágrimas. Nunca he podido ver llorar auna mujer hermosa, y yo...

Instintivamente, a la vista deldesamparo y la aflicción de Marguerite,sir Percy tendió los brazos con unapasión repentina, irrefrenable, y acontinuación la hubiera cogido yacercado a sí, para protegerla de todomal con su propia vida, con su propiasangre... Pero el orgullo salió victoriosoen esta lucha una vez más; se contuvocon un tremendo esfuerzo de voluntad, ydijo con frialdad, mas con gran dulzura:

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–¿No quiere confiarse a mí ydecirme cómo puedo tener el honor deservirla, señora?

Marguerite hizo un esfuerzosupremo por dominarse y, volviendo unrostro bañado en lágrimas hacia él, letendió la mano, que sir Percy besó conla consumada galantería de costumbre;pero en esta ocasión, los dedos deMarguerite se demoraron en su manounos segundos más de lo absolutamentenecesario, y esto ocurrió porqueMarguerite comprobó que la mano de sumarido temblaba perceptiblemente y leardía, mientras que sus labios estabanfríos como el mármol.

–¿Puede hacer algo por Armand? –preguntó Marguerite, dulce y

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sencillamente–. Usted tiene muchasinfluencias en la corte... muchosamigos...

–Pero, señora, ¿no sería mejor quese procurase la influencia de su amigofrancés monsieur Chauvelin? Si no meequivoco, su influencia puede llegarhasta el gobierno republicano deFrancia.

–No puedo pedírselo a él, Percy...¡Ah, ojalá me atreviera a contarle austed... pero... pero... Chauvelin hapuesto precio a la cabeza de mihermano, y...

Marguerite hubiera dado cualquiercosa por reunir valor suficiente paracontárselo todo... lo que había hechoaquella noche, cuánto había sufrido y

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por qué se había visto obligada ahacerlo. Pero no se atrevió a ceder alimpulso... no en aquel momento, en queestaba empezando a comprender que sumarido aún la amaba, en que esperabarecuperar su amor. No se atrevía ahacerle otra confesión. Quizá no loentendería; cabía la posibilidad de queno comprendiera sus luchas y sustentaciones. Era posible que el amor desir Percy, aún adormecido, durmiera elsueño de la muerte.

Quizá adivinara lo que pasaba porsu mente. Su actitud reflejaba unaprofunda nostalgia, era una auténticaoración por aquella confianza que elestúpido orgullo de Marguerite lenegaba. Como ella siguió en silencio, sir

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Percy suspiró, y dijo con enormefrialdad:

–Bueno, señora, puesto que tanto laaflige, no hablaremos sobre el tema...Con respecto a Armand, le ruego que notenga ningún miedo. Le doy mi palabrade que no le ocurrirá nada. Y ahora, ¿meda usted su permiso para retirarme? Seestá haciendo tarde, y...

–¿Aceptará al menos mi gratitud? –le interrumpió Marguerite con verdaderaternura, acercándose a él.

Con un esfuerzo rápido, casiinvoluntario, sir Percy la hubiera cogidoentre sus brazos en ese mismo momento,pues los ojos de Marguerite estabananegados en lágrimas que hubieraquerido secar con sus besos; pero ya en

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otra ocasión le había seducido de lamisma forma, para después dejarlo a unlado, como si se tratara de un guanteinservible. Sir Percy pensó que setrataba de un simple capricho pasajero,y era demasiado orgulloso para caer enla trampa una vez más.

–Es demasiado pronto, señora –dijo en voz queda–. Aún no he hechonada. Es muy tarde, y estará ustedcansada. Sus doncellas estaránesperándola arriba.

Se apartó para dejarla pasar.Marguerite suspiró. Fue un suspirorápido, de decepción. El orgullo de sirPercy y la belleza de Marguerite habíanentrado en conflicto, y el orgullo habíavencido. Marguerite pensó que, al fin y

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al cabo, era posible que se hubieraengañado, que lo que había tomado porla chispa del amor en los ojos de sumarido no fuera más que la pasión delorgullo, o incluso de odio en lugar deamor. Se quedó mirándole unosinstantes. Sir Percy estaba tan rígido eimpasible como antes. Había vencido elorgullo y Marguerite no le importaba enabsoluto. Poco a poco el gris del albaiba cediendo su lugar a la luz rosada delsol naciente. Los pájaros empezaron apiar. La Naturaleza se despertó,respondiendo con una sonrisa feliz alcalor de la esplendorosa mañana deoctubre. Sólo entre aquellos doscorazones se alzaba una barrerainfranqueable, hecha de orgullo por

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ambas partes, y ninguno de los dosestaba dispuesto a dar el primer pasopara derribarla.

Sir Percy doblegó su elevada figuraen una reverencia ceremoniosa, yMarguerite, con un último suspiro deamargura, empezó a subir la escalera dela terraza.

La larga cola de su vestidobordado en oro barrió las hojas muertasde los escalones, produciendo unsusurro débil y armonioso alremontarlos con ligereza, con una manoapoyada en la barandilla, y la luz rosadadel amanecer formando una aureoladorada alrededor de su pelo yarrancando destellos de los rubíes quellevaba en la cabeza y los brazos. Llegó

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a las altas puertas de cristal de la casa.Antes de entrar, se detuvo una vez máspara mirar a sir Percy, esperando contratoda esperanza ver que le tendía losbrazos, y oír su voz llamándola. Pero sirPercy no se movió; su enorme figuraparecía la personificación del orgulloindomable, de la obstinación másrecalcitrante.

Las lágrimas ardientes acudieron alos ojos de Marguerite, y como noquería que él las viera, se volvióbruscamente, y corrió hacia sushabitaciones con toda la rapidez quepudo.

Si en aquel momento hubiera vueltoal lugar que acababa de abandonar, yhubiera mirado una vez más el jardín

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teñido de luz rosada, hubiera visto algoante lo que sus propios sufrimientoshubieran parecido livianos y llevaderos:un hombre fuerte, dominado por lapasión y la desesperación. Al fin habíacedido el orgullo; la obstinación habíadesaparecido, la voluntad era impotente.No era más que un hombre enamoradolocamente, ciega y apasionadamenteenamorado, y en cuanto el ruido de lasleves pisadas de Marguerite sedesvaneció en el interior de la casa, sirPercy se arrodilló en la escalera de laterraza y, loco de amor, besó uno a unolos puntos que habían pisado lospiececitos de Marguerite, y la barandillade piedra en la que había posado sumano.

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XVII

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LA DESPEDIDACuando Marguerite llegó a su

habitación, encontró a la doncellaterriblemente preocupada por ella.

–Su señoría estará muy cansada –dijo la pobre mujer, con los ojos mediocerrados de sueño–. Son más de lascinco.

–Sí, Louise, la verdad es que mesiento cansadísima –replicó Margueriteen tono amable–; pero también lo estarástú, de modo que ve a acostarteinmediatamente. Puedo arreglármelas yosola.

–Pero señora...–No discutas, Louise, y ve a

acostarte. Ponme una bata y déjame sola.Louise obedeció de buena gana. Le

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quitó a su señora el bonito vestido debaile, y la envolvió en una bata suave yondulante.

–¿Dese algo más su señoría? –preguntó a continuación.

–No, nada más. Apaga las lucescuando salgas.

–Sí, señora. Buenas noches,señora.

–Buenas noches, Louise.Cuando la doncella se hubo

marchado, Marguerite descorrió lascortinas y abrió las ventanas de par enpar. El jardín y el río estaban inundadosde luz rosada. A lo lejos, por oriente,los rayos del sol naciente habíantransformado el color rosa en un doradoresplandeciente. El césped estaba

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desierto, y Marguerite contempló laterraza en la que unos momentos anteshabía intentado vanamente recuperar elamor de un hombre, que en el pasadohabía sido enteramente suyo.

Resultaba extraño que en medio detantos problemas y tanta preocupaciónpor Armand lo que dominara su corazónen aquellos momentos fuera unaprofunda pena amorosa.

Parecía como si hasta sus brazos ysus piernas anhelaran el amor de unhombre que la había rechazado, que sehabía resistido a su ternura, mostrandofrialdad ante sus ruegos, y que no habíarespondido a la llamarada de pasión quela había hecho creer y esperar que losfelices días de París no estaban muertos

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y olvidados por completo.¡Qué extraño era todo! Marguerite

seguía amándole. Y al mirar atrás, alrecordar los últimos meses demalentendidos y soledad, comprendióque nunca había dejado de amarle; queen lo más profundo de su corazónsiempre había sabido que las necedadesde su marido, su risa vacía y su perezosaindiferencia no eran más que unamáscara; que aún seguía existiendo elhombre de verdad, fuerte, apasionado,voluntarioso, el hombre que ella amaba,cuya intensidad la había fascinado, cuyapersonalidad la atraía, pues siemprehabía pensado que tras su aparenteestupidez había algo, que ocultaba atodo el mundo, y especialmente a ella.

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El corazón de una mujer es unproblema sumamente complejo y, enocasiones, su dueña es precisamente lamenos indicada para solucionar elrompecabezas.

Marguerite Blakeney, «la mujermás inteligente de Europa», ¿amabarealmente a un imbécil? ¿Era amor loque sentía por él un año antes, cuando secasó? ¿Era amor lo que sentía enaquellos momentos, al comprender queseguía amándola, pero que no quería sersu esclavo, su amante ardiente yapasionado? Marguerite no podíasaberlo; al menos no en aquellascircunstancias. Quizá fuera que suorgullo había bloqueado su mente,impidiéndole comprender los

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sentimientos de su propio corazón. Peroeso sí lo sabía... que deseaba recuperaraquel corazón obstinado, conquistarlouna vez más... y no volver a perderlojamás... Lo mantendría, mantendría suamor, se haría merecedora de él, y locuidaría. Porque había una cosa cierta:que la felicidad ya no era posible sin elamor de aquel hombre.

Los pensamientos y emociones máscontradictorios se agolpaban en sumente. Absorta en ellos, dejó que eltiempo pasara sin sentir; quizá, agotadapor la prolongada excitación, cerró losojos y se sumió en un sueño intranquilo,en el que las visiones rápidamentecambiantes parecían continuación de suspensamientos angustiados, pero se

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despertó bruscamente, fuera sueño omeditación, al oír ruido de pasos junto ala puerta de su habitación.

Se levantó de un salto, nerviosa, yprestó oídos: la casa estaba tansilenciosa como antes; los pasos habíancesado. Los brillantes rayos del solmatutino entraban a raudales por lasventanas abiertas. Miró el reloj quehabía en la pared: eran las seis y media,demasiado temprano para que loscriados anduvieran por la casa.

No cabía duda de que se habíaquedado dormida sin darse cuenta. Lahabían despertado el ruido de pisadas yde voces susurrantes y apagadas... ¿Dequién serían?

Despacio, de puntillas, cruzó la

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habitación, abrió la puerta y prestóoídos una vez más. No percibió elmenor ruido en ese silencio especial queacompaña a las primeras horas de lamañana, cuando la humanidad enteraestá sumida en el sueño más profundo.Pero el ruido la había puesto nerviosa, ycuando, al llegar al umbral, vio una cosablanca a sus pies –una carta,evidentemente– casi no se atrevió atocarla. Tenía un aspecto fantasmal. Nole cabía duda de que no estaba allícuando subió a su habitación. ¿Se lehabría caído a Louise? ¿O se trataría deun espectro provocador que desplegabacartas imaginarias, inexistentes?

Finalmente se agachó pararecogerla y, sorprendida, completamente

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atónita, comprobó que la carta encuestión iba dirigida a ella, y que estabaescrita con la caligrafía grande y seriade su marido. ¿Qué tendría que decirle aesas horas de la madrugada para nopoder esperar hasta la mañana?

Rasgó el sobre y leyó lo siguiente:Circunstancias totalmente

imprevistas me obligan a ir al Norte deinmediato, y presento mis disculpas a suseñoría por no poder tener el honor dedespedirme personalmente. Como esposible que el asunto que reclama miatención me tenga ocupado una semana,no podré disfrutar del privilegio deasistir a la fiesta que ofrecerá su señoríael miércoles. Su siempre fiel y humildeservidor:

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PERCY BLAKENEYA Marguerite debió contagiársele

la torpeza intelectual de su marido, puestuvo que leer aquellas sencillas líneasvarias veces para comprender susignificado.

Se quedó inmóvil en el rellano dela escalera, dando vueltas y más vueltasa la misteriosa y breve misiva, con lamente en blanco, agitada, con losnervios en tensión y un presentimientoque no hubiera podido explicar.

Sir Percy poseía numerosas fincasen el Norte, y en muchas ocasiones ibaallí él solo y se quedaba una semanaentera; pero era muy extraño queprecisamente entre las cinco y las seisde la mañana surgieran circunstancias

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tales que lo obligaran a partir consemejante premura.

Marguerite intentó borrar unasensación de nerviosismo poco habitualen ella, pero en vano; temblaba de pies acabeza. La invadió un deseo irrefrenablede volver a ver su marido,inmediatamente, si es que aún no se hahabía marchado.

Olvidando que únicamente ibacubierta con una ligera bata, y que elpelo le caía en desorden sobre loshombros, corrió escaleras abajo, y,atravesando el vestíbulo, llegó hasta lapuerta.

Como de costumbre, estabanechados los cerrojos, pues los criadosaún no se habían levantado; pero sus

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agudos oídos percibieron ruido de vocesy el patear de los cascos de un caballosobre las losas.

Con dedos trémulos, Margueritedescorrió los cerrojos uno por uno,rasguñándose las manos, arañándose lasuñas, pues las barras eran pesadas, perono prestó la menor atención a estasmolestias; su cuerpo entero se agitaba deinquietud sólo con pensar que quizáfuera demasiado tarde, que quizá sirPercy ya se había marchado sin que ellalo hubiera visto y le hubiera deseadobuen viaje.

Por último hizo girar la llave yabrió la puerta. Sus oídos no la habíanengañado. Frente a la puerta, un mozosujetaba dos caballos. Uno de ellos era

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Sultán, el animal favorito de sir Percy, ytambién más rápido, ensillado y listopara iniciar el viaje.

A los pocos instantes, sir Percydobló una esquina de la casa y se dirigióapresuradamente hacia los caballos. Sehabía quitado el llamativo traje quehabía llevado al baile, pero, como decostumbre, iba impecable ysuntuosamente vestido, con un traje debuen paño, corbata y puños de encaje,botas altas y calzones de montar.

Marguerite se adelantó unos pasos.Sir Percy alzó los ojos y la vio. Suentrecejo se frunció ligeramente.

–¿Se marcha? –preguntóMarguerite atropelladamente–. ¿A dóndeva?

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–Como ya he tenido el honor decomunicar a su señoría, un asuntoinesperado requiere mi presencia en elNorte –respondió sir Percy, con suhabitual tono frío e indolente.

–Pero... mañana tenemosinvitados...

–En la nota ruego a su señoría quepresente mis más sinceras disculpas a suAlteza Real.

Usted es una anfitriona perfecta, yno creo que nadie me eche de menos.

–Pero estoy segura de que podríahaber pospuesto el viaje... hasta despuésde la fiesta – dijo Margueritenerviosamente–. Ese asunto no será tanimportante... y hace un momento no medijo nada...

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–Como ya he tenido el honor decomunicarle, señora, se trata de unasunto totalmente inesperado y muyurgente... Por tanto, le ruego que me dépermiso para partir de inmediato.¿Desea algo de la ciudad... cuandoregrese?

–No, gracias... No quiero nada...Pero, ¿volverá pronto?

–Muy pronto.–¿Antes de que acabe la semana?–No se lo puedo asegurar.Saltaba a la vista que estaba

deseando marcharse, mientras queMarguerite hacía todo lo posible porretenerlo unos momentos más.

–Percy –dijo–, ¿no quiere decirmepor qué se marcha hoy? Como esposa

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suya, creo que tengo derecho a saberlo.No le han llamado del Norte; lo sé.Anoche no llegó ninguna carta ni ningúnmensajero antes de que saliéramos parair a la ópera, y cuando regresamos delbaile no había nada esperándole... Estoysegura de que no va al Norte... Es unmisterio, y yo...

–No hay misterio alguno, señora –replicó sir Percy, con un leve deje deimpaciencia en la voz–. El asunto queme ocupa está relacionado conArmand... Bien, ¿tengo su permiso parapartir?

–Armand... Pero no correrá ustedningún riesgo, ¿verdad?

–¿Riesgo yo?... No, señora, pero supreocupación me honra., Como usted

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dice, poseo ciertas influencias, y tengola intención de ejercerlas, antes de quesea demasiado tarde.

–Permita al menos que le expresemi gratitud...

–No, señora –replicó sir Percy confrialdad–. No es necesario. Mi vida estáa su entera disposición, y me sientosobradamente recompensado.

–Y la mía estará a su disposición siusted la acepta, a cambio de lo que va ahacer por Armand –dijo Marguerite, altiempo que le tendía impulsivamente lasmanos–. Pero, ¡en fin!, no quieroretenerlo más... Mi pensamiento irá conusted... Adiós.

¡Qué hermosa estaba a la luz delsol matutino, con su cabello

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deslumbrante derramándose sobre loshombros! Sir Percy se inclinóprofundamente y le besó la mano; alsentir el ardiente beso, el corazón deMarguerite se emocionó, rebosante dealegría y esperanza.

–¿Regresará usted? –preguntó conternura.

–¡Muy pronto! –contestó sir Percy,mirando anhelante a los ojos azules deMarguerite.

–Y... ¿lo recordará? –añadióMarguerite, mientras en sus ojosdestellaban una infinidad de promesasen respuesta a la mirad de sir Percy.

–Siempre recordaré que usted meha honrado requiriendo mis servicios,señora.

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Sus palabras fueron frías yformales, pero en esta ocasión nodejaron helada a Marguerite. Su corazónde mujer interpretó las emociones delhombre bajo la máscara deimpasibilidad que su orgullo le obligabaa adoptar.

Sir Percy le hizo otra reverencia yte pidió permiso para partir.

Marguerite se quedó a un ladomientras su marido subía a lomos deSultán y, cuando atravesó la verja algalope, le dio el último adiós, agitandola mano.

Al poco quedó oculto por unacurva del camino; su mozo de confianzase veía en dificultades para mantenerseal mismo paso que él, pues Sultán corría

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como un rayo, respondiendo a laexcitación de su jinete. Marguerite, conun suspiro casi de felicidad, se dio lavuelta y entró en la casa. Volvió a suhabitación porque de repente, como unaniña cansada, sentía mucho sueño.

Parecía como si su espíritudisfrutara de una paz absoluta y, aunqueaún estaba inflamado por una melancolíaindefinible, lo aliviaba una esperanzavaga y deliciosa, como un bálsamo.

Ya no se sentía angustiada porArmand. El hombre que acababa departir, y que estaba decidido a ayudar asu hermano, le inspiraba una confianzaabsoluta por su fuerza y su poder. Sesorprendió al pensar que le habíaconsiderado un necio; naturalmente, se

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trataba de una máscara que adoptabapara ocultar la dolorosa herida queMarguerite había infligido a su fe y suamor. Su pasión lo hubiera dominado, yno quería que ella viera lo mucho que leimportaba y cuán profundamente sufría.

Pero a partir de ese momento todoiría bien; Marguerite mataría su propioorgullo, lo sometería ante él, se locontaría todo, confiaría en élcompletamente, y volverían los díasfelices en que paseaban por los bosquesde Fontainebleau, hablando poco, puessir Percy siempre había sido un hombresilencioso, pero en que Marguerite sabíaque siempre encontraría consuelo yfelicidad en aquel corazón lleno defortaleza.

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Cuanto más pensaba en losacontecimientos de la noche anterior,menos temía a Chauvelin y sus planes.El francés no había logrado averiguar laidentidad de Pimpinela Escarlata; de esoestaba segura. Tanto lord Fancourt comoChauvelin le habían asegurado que a launa de la noche no había nadie en elcomedor, salvo el francés y Percy... ¡Sí!¡Percy! Hubiera podido preguntarle a él,pero no se le había ocurrido. De todosmodos, no sentía el menor temor de queel héroe valiente y desconocido cayeraen la trampa de Chauvelin y, al menos,la muerte de Pimpinela no recaeríasobre su conciencia.

Sin duda, Armand aún seencontraba en peligro, pero Percy le

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había dado su palabra de que losalvaría, y mientras Marguerite lo veíaalejarse al galope, no se le pasó por lacabeza que existiera la más remotaposibilidad de que no llevara a términocualquier empresa que emprendiera.Cuando Armand estuviera sano y salvoen Inglaterra, Marguerite no lepermitiría que regresase a Francia,

Se sentía casi feliz, y tras correr lascortinas para protegerse del sol cegador,se acostó, apoyó la cabeza en laalmohada y, como una niña cansada,enseguida se sumió en un sueñotranquilo y sosegado.

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XVIII

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EL EMBLEMA MISTERIOSO

Ya estaba muy avanzado el díacuando se despertó Marguerite,descansada tras el largo sueño. Louisele llevó leche fresca y un plato de fruta,y su ama dio cuenta del frugal desayunocon buen apetito.

Mientras masticaba las uvas, en lamente de Marguerite se agolpabanfrenéticamente los pensamientos másdispares, pero en su mayoría,acompañaban a la figura erguida de sumarido, que había contemplado mientrasse alejaba al galope hacía ya más decinco horas.

En respuesta a sus impacientespreguntas, Louise le dio la noticia de

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que el criado había vuelto a casa conSultán y había dejado a sir Percy enLondres. El criado pensaba que su amotenía intención de embarcar en su yate,que estaba anclado bajo el puente deLondres. Sir Percy había ido a caballohasta aquel lugar, en el que se habíareunido con Briggs, el patrón del DayDream, y a continuación había ordenadoal mozo que volviera a Richmond conSultán y la montura vacía.

La noticia dejó a Marguerite másconfusa que antes. ¿Adónde iría sirPercy en el Day Dream? Según él, setrataba de algo relacionado con Armand.¡Claro! Sir Percy tenía amigosinfluyentes en todas partes. Quizá sedirigiera a Greenwich, o... Pero al llegar

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a este punto, Marguerite dejó de hacerconjeturas. Pronto quedaría todoexplicado: sir Percy le había dicho queregresaría, y que se acordaría.

Ante Marguerite se presentaba unlargo día de ocio. Esperaba la visita desu antigua compañera de colegio, lapequeña Suzanne de Tournay. Con sanamalicia, la noche anterior le habíapedido a la condesa que le permitieradisfrutar de la compañía de Suzanne enpresencia del príncipe de Gales. SuAlteza Real aprobó la ideaentusiasmado, y declaró que iría a ver alas dos damas con sumo gusto en eltranscurso de la tarde. La condesa no seatrevió a denegar su permiso, y, dadaslas circunstancias, se vio obligada a

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prometer que enviaría a la pequeñaSuzanne a pasar un alegre día enRichmond con su amiga.

Marguerite la esperaba impaciente;ardía en deseos de hablar largo ytendido sobre los viejos tiempos delcolegio con la joven. Prefería sucompañía a la de cualquier otra persona,y confiaba en pasar varias horas conella, deambulando por el hermoso yantiguo jardín y el frondoso parque, opaseando a la orilla del río.

Pero Suzanne aún no había llegado,y Marguerite, después de vestirse, sedispuso a bajar. Aquella mañana parecíauna muchacha, con su sencillo vestidode muselina con un ancho fajín azulalrededor de la esbelta cintura y un

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delicado chaleco cruzado en cuyo pechohabía prendido unas rosas tardías decolor carmesí.

Cruzó el rellano al que daban susaposentos, y se quedó inmóvil unosinstantes junto a la escalera de roble quedescendía hasta el piso inferior. A laizquierda estaban los aposentos de sumarido, varias estancias en las queMarguerite casi nunca entraba.

Consistían en el dormitorio, elrecibidor y el vestidor y, en el extremodel rellano, un pequeño despacho, que,cuando no lo utilizaba sir Percy, siempreestaba cerrado con llave. Frank, suayuda de cámara de confianza, era elresponsable de aquella habitación. Nose permitía a nadie entrar en ella. A lady

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Blakeney jamás se le había ocurridohacerlo y, naturalmente, los demáscriados no se atrevían a quebrantarnorma tan estricta.

Con el amable desprecio que habíaadoptado recientemente en la relacióncon su marido, Marguerite le tomaba elpelo por el secreto que rodeaba suestudio privado. Asegurababurlonamente que sir Percy lo protegíade las miradas curiosas por temor a quealguien descubriese el poco «estudio»que se realizaba entre sus cuatroparedes: sin duda, el mueble másllamativo era un cómodo sillón para lasdulces siestas de sir Percy.

En esto pensaba Marguerite aquellaradiante mañana de octubre, mientras

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miraba cautelosamente el pasillo. Frankdebía andar muy ocupado ordenando lashabitaciones de su amo, pues la mayoríade las puertas estaban abiertas, ytambién la del despacho.

A Marguerite le embargó unacuriosidad repentina e infantil por echaruna ojeada a la guarida de sir Percy.Naturalmente, a ella no le afectaba laprohibición y, como era lógico, Frank nose atrevería a negarle la entrada. Sinembargo, prefirió esperar a que elcriado fuese a arreglar otra habitaciónpara investigar rápidamente y ensecreto, sin que nadie la molestara.

Despacio, de puntillas, cruzó elrellano y, como la mujer de Barbazul,temblando de excitación y asombro, se

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detuvo unos segundos en el umbral,extrañamente perturbada e indecisa.

La puerta estaba entornada, y nodistinguió nada en el interior. La empujócon cuidado. Como no se oía ningúnruido, dedujo que Frank no debíaencontrarse allí, y entró audazmente.

Inmediatamente le sorprendió lasencillez de cuanto la rodeaba: lascortinas oscuras y pesadas, los enormesmuebles de roble, los mapas colgadosen la pared no le recordaron al hombreindolente y mundano, al amante de lascarreras de caballos, al sofisticadoárbitro de la moda, que era la imagenque presentaba sir Percy Blakeney alexterior.

En la estancia no había el menor

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indicio de una partida apresurada. Todoestaba en su sitio; no se veía ni un solotrozo de papel en el suelo, ni un armarioo cajón abierto. Las cortinas estabandescorridas, y por la ventana abiertaentraba libremente el fresco airematutino.

Frente a la ventana, en el centro dela habitación, había un gigantescoescritorio de aspecto severo, que sinduda se utilizaba constantemente. En lapared situada a la izquierda delescritorio, alzándose casi desde el suelohasta el techo, colgaba el retrato decuerpo entero de una mujer, de facturaexquisita y magnífico marco, con lafirma de Boucher. Era la madre dePercy.

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Marguerite sabía muy poco de ella;únicamente que había muerto en elextranjero, enferma física ymentalmente, cuando Percy era unmuchacho, Debió ser una mujer muyhermosa, cuando la pintó Boucher, y alcontemplar el retrato, Marguerite sequedó asombrada ante el extraordinarioparecido que existía entre madre e hijo:la misma frente baja y cuadrada,coronada por una cabellera abundante yrubia, suave y sedosa; los mismos ojosazules, hundidos y un tantosomnolientos, bajo las cejas rectas, detrazo bien definido; y en los ojos, lamisma vehemencia disimulada tras unaaparente indolencia, la misma pasiónlatente que iluminaba el rostro de Percy

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en los días anteriores a su matrimonio,que Marguerite había vuelto a percibiraquella mañana, al amanecer, cuando seacercó a él, y que le había incitado a darun cierto tono de ternura a su voz.

Marguerite examinó el retrato, puesle interesaba; después se dio la vuelta ymiró una vez más el enorme escritorio.Estaba cubierto de papeles, queparecían recibos y facturas, todoscuidadosamente atados y etiquetados,metódicamente distribuidos. Hasta esemomento, a Marguerite no se le habíaocurrido –ni siquiera había pensado quemereciera la pena averiguarlo– cómoadministraba sir Percy la inmensafortuna que le había dejado su padre,cuando todos pensaban que carecía por

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completo de inteligencia.Desde que entrara en la habitación

ordenada y cuidada, se sentía tansorprendida que aquella pruebapalpable de la gran habilidad de sumarido para los negocios no despertó enella más que un asombro pasajero, peroreforzó su convicción de que, con susnecedades mundanas, su amaneramientoy su conversación baladí, no sólollevaba una máscara, sino querepresentaba un papel muy bienestudiado.

Marguerite no acertaba acomprenderlo. ¿Por qué se tomaríatantas molestias? ¿Por qué un hombreque sin duda era serio y formal seempeñaba en presentarse ante sus

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semejantes como un bobo de cabezahueca?

Probablemente quería ocultar suamor por una mujer que lodespreciaba... pero hubiera podidocumplir su objetivo con menossacrificio, y con muchos menosproblemas que los que debía costarlerepresentar constantemente un papel queno se correspondía con su verdaderocarácter.

Miró a su alrededor sin propósitoconcreto; estaba terriblementeconfundida, y ante aquel misterioinexplicable empezó a apoderarse deella un temor innombrable. De repenteexperimentó una sensación de frío eincomodidad en la habitación oscura y

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austera. En las paredes no habíacuadros, salvo el hermoso retrato deBoucher; sólo dos mapas, ambos deFrancia. Uno representaba la costaseptentrional y el otro los alrededoresde París. ¿Para qué los querría sirPercy?

Empezó a dolerle la cabeza, yabandonó aquel extraño escondite deBarbazul que había invadido y que nocomprendía. No quería que Frank laviese allí, y tras lanzar una últimamirada a su alrededor, se dirigió a lapuerta. Y en ese momento su pie tropezócon un pequeño objeto que debíaencontrarse junto a la mesa, sobre laalfombra, y que echó a rodar por lahabitación.

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Marguerite se agachó para cogerlo.Era un anillo de oro macizo, con unsello plano en el que había un emblemagrabado.

Le dio vueltas entre los dedos, yexaminó el pequeño grabado.Representaba una florecilla en forma deestrella, la misma que había visto contoda claridad en otras dos ocasiones:una vez en la ópera, y otra en el baile delord Grenville.

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XIX

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LA PIMPINELA ESCARLATA

Marguerite no hubiera podido deciren qué momento concreto empezó adeslizarse en su mente la primerasospecha. Con el anillo apretado confuerza en la mano, salióapresuradamente de la habitación, corrióescaleras abajo y salió al jardín, y allí,tranquila y a solas con las flores, el río ylos pájaros, pudo contemplar el anillo asu sabor y examinar el emblema conmayor detenimiento.

Estúpidamente, sentada a la sombrade un sicomoro, se puso a contemplar elsello del anillo, con la florecilla enforma de estrella grabada.

¡Bah! ¡Era completamente ridículo!

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Estaba soñando. Tenía los nerviossobreexcitados, y veía simbolismos ymisterios en las coincidencias mástriviales. ¿Acaso no se había puesto demoda en la ciudad que todo el mundoluciera el emblema del misterioso yheroico Pimpinela Escarlata?

¿Acaso no lo llevaba ella mismabordado en los vestidos, engastados enjoyas y esmaltes para el pelo? ¿Quétenía de raro el hecho de que sir Percyhubiera elegido aquel emblema comosello? Era muy probable que hubieraocurrido eso... sí... muy probable, yademás... ¿qué relación podía existirentre su marido, un petimetre exquisito,con sus ropas de buena calidad y susademanes refinados e indolentes, y el

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audaz conspirador que rescataba a lasvíctimas francesas ante las mismísimasnarices de los dirigentes de unarevolución sedienta de sangre?

Sus pensamientos se acumulabanvertiginosamente, dejándole la mente enblanco... No veía nada de lo que ocurríaa su alrededor, y se sobresaltó cuandouna voz joven y fresca gritó desde elotro extremo del jardín: «Chérie...chérie! ¿Dónde estás?», y la pequeñaSuzanne, fresca como un capullo derosa, con los ojos radiantes de júbilo ylos rizos castaños ondeando a la suavebrisa matutina corrió hacia ella por elcésped.

–Me han dicho que estabas en eljardín – exclamó alegremente, al tiempo

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que se arrojaba con impulso juvenil enbrazos de Marguerite–, y he venidocorriendo para darte una sorpresa. Nome esperabas tan pronto, ¿verdad,Margot chérie?

Marguerite, que había escondidoapresuradamente el anillo entre lospliegues de su pañuelo, intentóresponder con la misma alegría ydespreocupación a la impulsividad de lamuchacha.

–Claro que no, cielo –replicó conuna sonrisa–. Me encanta tenerte todapara mí, y durante un día entero... ¿No teaburrirás?

–¡Aburrirme! Margot, ¿cómopuedes decir cosas tan horribles? Perosi cuando estábamos juntas en el

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convento siempre nos gustaba que nosdejaran quedarnos las dos solas..

–Y contamos secretos.Las dos jóvenes entrelazaron los

brazos y se pusieron a pasear por eljardín.

–¡Ah, qué casa tan bonita tienes,Margot! – dijo la pequeña Suzanneentusiasmada–. ¡Y qué feliz debes ser!

–¡Sí, desde luego! Debería serfeliz, ¿no? – replicó Marguerite con unleve suspiro de melancolía.

–Lo dices con mucha tristeza,chérie... Bueno, supongo que ahora queeres una mujer casada ya no te apetecerácontarme secretos. ¡Ah, cuántos secretosteníamos cuando estábamos en elcolegio! ¿Te acuerdas? Algunos no se

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los confiábamos ni siquiera a la hermanaTeresa de los Santos Angeles, a pesarde que era encantadora.

–Y ahora tienes un secretoimportantísimo, ¿eh, pequeña? –dijoMarguerite en tono animoso–, que vas acontarme inmediatamente. No, no tienespor qué sonrojarte, chérie – añadió, alver que la bonita cara de Suzanne seteñía de carmesí–. ¡Vamos, no hay nadade que avergonzarse! Es un hombrenoble y bueno, del que se puede unasentir orgullosa como amante, y... comomarido.

–No, chérie, si no me avergüenzo –replicó Suzanne dulcemente–, y mesiento muy orgullosa al oírte hablar tanbien de él. Creo que mamá dará su

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aprobación –añadió pensativa– y yo¡seré tan feliz...! Pero, naturalmente, nose puede pensar en nada de eso hastaque papá se encuentre a salvo...

Marguerite se sobresaltó. ¡El padrede Suzanne! ¡El conde de Tournay, unade las personas cuya vida correríapeligro si Chauvelin lograba averiguarla identidad de Pimpinela Escarlata!

Por mediación de la condesa y dealgunos miembros de la Liga,Marguerite se había enterado de que sumisterioso jefe había empeñado supalabra de honor en sacar de Francia alfugitivo conde de Tournay sano y salvo.Mientras la pequeña Suzanne seguíacharlando, ajena a todo lo que no fuerasu secretillo importantísimo, los

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pensamientos de Marguerite volvieron alos acontecimientos de la noche anterior.

La peligrosa situación de Armand,la amenaza de Chauvelin, su crueldisyuntiva «O eso o ... », que ella habíaaceptado.

Y el papel que ella habíadesempeñado en el asunto, que hubieradebido culminar a la una de la noche enel comedor de la casa de lord Grenville,momento en que el implacable agentedel gobierno francés seguramenteaveriguó al fin quién era el misteriosoPimpinela Escarlata, que tanabiertamente desafiaba a un verdaderoejército de espías y defendía a losenemigos de Francia con tal audacia ypor simple deporte.

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Desde entonces, Marguerite nohabía tenido noticias de Chauvelin, yhabía llegado a la conclusión de que elfrancés no había logrado su objetivo.Sin embargo, no sentía preocupación porArmand, porque su marido le habíaprometido que a su hermano no leocurriría nada.

Pero de repente, mientras Suzannecontinuaba su alegre charla, le invadióun horror espantoso por lo que habíahecho. Era cierto que Chauvelin no lehabía dicho nada; pero recordó suexpresión sarcástica y malvada aldespedirse de ellos tras el baile.¿Habría descubierto algo? ¿Habríatrazado ya planes precisos para coger alosado conspirador con las manos en la

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masa, en Francia, y enviarlo a laguillotina sin remordimientos nidemoras?

Marguerite se puso enferma depuro terror, y su mano apretóconvulsivamente el anillo que llevaba enel vestido.

–No me estás escuchando, chérie –dijo Suzanne en tono de reproche,interrumpiendo su narración, larga ysumamente interesante.

–Claro que sí, cielo. Te estoyescuchando – replicó Margueritehaciendo un esfuerzo, obligándose asonreír–. Me encanta oírte... y tufelicidad me llena de alegría... Notengas miedo. Ya nos las arreglaremospara convencer a mamá. Sir Andrew

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Ffoulkes es un noble caballero inglés;tiene dinero y una buena posición, y lacondesa dará su consentimiento...Pero..., dime una cosa, pequeña... ¿Quénoticias tenéis de tu padre?

–¡Ah, no podrían ser mejores! –contestó Suzanne, loca de contento–.Lord Hastings vino a ver a mamá aprimeras horas de esta mañana y le dijoque todo va bien, y que podemos confiaren que llegue a Inglaterra dentro demenos de cuatro días.

–Sí –dijo Marguerite, con losbrillantes ojos prendidos de los labiosde Suzanne, que continuó alegremente:

–¡Ahora ya no tenemos ningúntemor! ¿No sabes que el mismísimoPimpinela Escarlata, tan noble y bueno,

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ha ido a rescatar a papá, chérie? Ha idoallí, chérie... ya se ha marchado –añadióSuzanne con excitación–. Estaba enLondres esta mañana, y quizá mañanallegue a Calais... Allí se reunirá conpapá... y después... y después...

Las palabras de Suzanne fueroncomo un golpe. Marguerite lo esperabadesde hacía tiempo, aunque en eltranscurso de la última media hora habíaintentado engañarse y borrar sustemores. Había ido a Calais, seencontraba en Londres por la mañana...él... Pimpinela Escarlata... PercyBlakeney... su marido, al que habíadelatado ante Chauvelin la nocheanterior...

Percy... Percy... su marido...

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Pimpinela Escarlata... ¡Ah! ¿Cómo habíaestado tan ciega? En aquel momento locomprendió, lo comprendió todo derepente... El papel que representaba, lamáscara que llevaba... para despistar almundo entero.

Y todo por puro deporte y juego:salvar de la muerte a hombres, mujeres yniños, como otras personas destruyen ymatan animales por placer, por gusto.Aquel hombre rico y ocioso necesitabaun objetivo en la vida... Él y el puñadode jóvenes cachorros que se habíanalistado bajo su bandera llevaban variosmeses entreteniéndose en arriesgar lavida por unos cuantos inocentes.

Quizá sir Percy tenía intención dedecírselo cuando se casaron, pero

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cuando la historia del marqués de St.Cyr llegó a sus oídos, se alejóbruscamente de ella, pensando, sin duda,que algún día podía traicionarlos, a él ya sus camaradas, que habían juradoseguirle. Y por eso la había engañado,como había engañado a todos los demás,mientras que cientos de personas ledebían la vida, y muchas familias ledebían la vida y la felicidad.

La máscara de petimetre necioresultaba muy eficaz, y habíarepresentado su papel con consumadamaestría. No era de extrañar que losespías de Chauvelin no hubieran logradodescubrir, en aquel ser aparentementeestúpido y sin cerebro, al hombre quecon increíble audacia e infinito ingenio

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había burlado a los espías franceses máshabilidosos, tanto en Francia como enInglaterra. La noche anterior, cuandoChauvelin fue al comedor de la casa delord Grenville a buscar al osadoPimpinela Escarlata, sólo vió al neciode sir Percy Blakeney profundamentedormido en un sofá.

¿Habría adivinado el secretoChauvelin con su gran astucia? En esoradicaba el rompecabezas, terrible,espantoso. Al delatar a un desconocidosin nombre para salvar a su hermano,¿habría condenado a muerte MargueriteBlakeney a su propio esposo?

¡No, no, no! ¡Mil veces no! ElDestino no podía descargar un golpe así;la propia Naturaleza se rebelaría; su

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mano, cuando sujetaba el minúsculotrozo de papel la noche anterior, sehubiera paralizado antes de cometer unacto tan horrible y espantoso.

–¿Qué te ocurre, chérie? –preguntóla pequeña Suzanne, realmentepreocupada, pues el rostro deMarguerite había adquirido un tintepálido y ceniciento–. ¿Te sientes mal,Marguerite? ¿Qué te ocurre?

–Nada, nada, bonita mía –murmuróMarguerite, como en sueños–. Espeta unmomento... Déjame pensar... ¿Dices...dices que Pimpinela Escarlata se hamarchado hoy?

–Marguerite, chérie, ¿qué ocurre?No me asustes...

–Te digo que no es nada, de

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verdad... Nada... Quiero quedarme asolas un momento y... es posible quetengamos que reducir el tiempo queíbamos a pasar juntas... A lo mejor tengoque irme... Lo entiendes, ¿verdad?

–Lo que comprendo es que haocurrido algo, chérie, y que quieresestar sola. No seré un estorbo. No tepreocupes por mí. Lucile, mi doncella,aún no se ha ido... Volveremos juntas...No te preocupes por mí.

Rodeó impulsivamente aMarguerite con sus brazos. A pesar deser una niña, comprendió que su amigaestaba profundamente afligida, y con elinfinito tacto de su ternura juvenil, nointentó entrometerse y se dispuso adesaparecer discretamente. Besó a

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Marguerite una y otra vez, y atravesó eljardín con expresión de tristeza.Marguerite no se movió; se quedó en elmismo sitio en que estaba, pensando...preguntándose qué debía hacer.

En el momento en que la pequeñaSuzanne iba a remontar la escalera de laterraza, un criado rodeó la casa y sedirigió corriendo hacia su ama. Llevabauna carta lacrada en la mano. Suzanne sevolvió instintivamente; su corazón ledecía que quizá fueran malas noticiaspara su amiga, y pensaba que su pobreMargot no se encontraba en condicionesde recibir ninguna más.

El criado saludó respetuosamente asu ama, y a continuación le dio la cartalacrada.

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–¿Qué es esto? –preguntóMarguerite.

–Acaba de llegar con un mensajero,señora.

Marguerite cogió la carta con gestomecánico, y le dio la vuelta con dedostemblorosos.

–¿Quién la envía? –dijo.–El mensajero ha dicho que tenía

orden de entregar la carta, señora, y quesu señoría sabría de dónde proviene –contestó el criado.

Marguerite rompió el sobre. Suinstinto ya le había dicho qué contenía, ysus grandes ojos se limitaron a lanzarleuna mirada rápida.

Era una carta escrita por ArmandSt. Just a sir Andrew Ffoulkes, la carta

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que los espías de Chauvelin habíanrobado en The Fisherman's Rest y queChauvelin había empuñado como unavara para obligarla a obedecer.

Había cumplido su palabra: ledevolvía la comprometedora carta de St.Just... porque estaba tras la pista dePimpinela Escarlata.

Los sentidos de Margueritedesfallecieron, y experimentó lasensación de que el alma abandonaba sucuerpo; se tambaleó, y hubiera caído ano ser por el brazo de Suzanne, que lerodeó la cintura. Con un esfuerzosobrehumano recuperó el control de símismo. Aún quedaba mucho por hacer.

–Tráeme al mensajero –dijo alcriado, con gran calma–. No se habrá

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marchado ya, ¿verdad?–No, señora.–Y tú, pequeña, entra en casa, y

dile a Lucile que se prepare. Me temoque voy a tener que enviarte con tumadre. Ah, sí, y dile a una de misdoncellas que me prepare un vestido yuna capa de viaje.

Suzanne no replicó. Besó aMarguerite con ternura, y obedeció sinpronunciar palabra. La muchacha sesentía abrumada por la terrible aflicciónque reflejaba el rostro de su amiga.

Al cabo de unos instantes regresóel criado, seguido por el mensajero quehabía llevado la carta.

–¿Quién le ha dado este sobre? –preguntó Marguerite.

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–Un caballero, señora –respondióel hombre–. Me lo dio en la posada deThe Rose and Thistle, enfrente deCharing Cross. Me dijo que ustedentendería de qué se trataba.

–¿En The Rose and Thistle? ¿Quéhacía allí?

–Estaba esperando el carruaje quehabía alquilado, su señoría,

–¿Un carruaje?–Sí, señora. Había encargado un

carruaje especial. Según me dijo sucriado, se dirigía a Dover en posta.

–Está bien. Puede marcharse. –Acontinuación se volvió hacia su criado–:Que preparen inmediatamente mi cochey los cuatro caballos más veloces quehaya en las cuadras.

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El criado y el mensajero seapresuraron a obedecer. Marguerite sequedó unos momentos a solas. Suesbelta figura estaba rígida como unaestatua, sus ojos miraban sin ver, teníalas manos fuertemente apretadas sobreel pecho, y sus labios se movían,murmurando con una persistenciapatética y conmovedora:

–¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedohacer? ¿Dónde puedo encontrarlo? ¡Oh,Dios mío, dame lucidez ...!

Pero no era momento para ladesesperación ni el arrepentimiento.

Involuntariamente, había hechoalgo terrible: a sus ojos, el peor delitoque jamás cometió mujer alguna. En eseinstante lo comprendió en todo su

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horror. Su ceguera al no haber adivinadoel secreto de su marido se le antojabaotro pecado mortal. ¡Tenía que haberlocomprendido! ¡Tenía que haberlocomprendido!

¿Cómo podía haber pensado que unhombre capaz de amar con la intensidadcon que la había amado Percy Blakeneydesde el principio, que un hombre asípodía ser el imbécil sin cerebro quedeliberadamente aparentaba ser? Almenos ella tenía que haber comprendidoque se trataba de una máscara, y aldescubrirlo, debía habérsela arrancadoen un momento en que se encontrasen losdos a solas.

Su amor por él había sidoinsignificante y débil, y su orgullo no

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había tardado en aplastarlo. Tambiénella había utilizado una máscara,adoptando una actitud de despreciohacia su marido, cuando lo que enrealidad ocurría era que no había sabidocomprenderlo.

Pero no había tiempo para recordarel pasado. Marguerite había cometido unterrible error a causa de su ceguera;tenía que rectificarlo, no con vanosremordimientos, sino con una actuaciónrápida y eficaz.

Percy se dirigía a Calais,totalmente ajeno al hecho de que suenemigo más implacable le seguíapisándole los talones. Había zarpado delPuente de Londres a primeras horas deaquella mañana. Si encontraba viento

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favorable, no cabía duda de que llegaríaa Francia en el plazo de veinticuatrohoras, y tampoco cabía duda de quehabía contado con el viento favorable yhabía elegido aquella ruta.

Por su parte, Chauvelin iría aDover en coche de posta, fletaría allí unbarco y llegaría a Calais más o menos almismo tiempo. Una vez en Calais, Percyse reuniría con todas aquellas personasque esperaban con impaciencia al nobley valiente Pimpinela Escarlata, quehabía ido a rescatarlas de una muerteterrible e inmerecida. Con los ojos deChauvelin pendientes de cada uno de susmovimientos, Percy no sólo pondría enpeligro su propia vida, sino la del padrede Suzanne, el anciano conde de

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Tournay, y la de los demás fugitivos quele esperaban y confiaban en él. Tambiénestaba Armand, que había ido a reunirsecon De Tournay, con la seguridad que ledaba el saber que Pimpinela Escarlatase ocupaba de su seguridad.

Marguerite tenía en sus manostodas aquellas vidas, y la de su marido;tenía que salvarlos, contando con que elvalor y el ingenio humanos estuvieran ala altura de la tarea que iba a acometer.

Por desgracia, Marguerite no sabíadónde encontrar a su marido, mientrasque Chauvelin, al haber robado losdocumentos de Dover, conocía elitinerario completo. Lo que deseabaMarguerite, por encima de todo, eraponer a Percy sobre aviso.

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Ya lo conocía lo suficiente comopara tener la certeza de que noabandonaría a quienes habíandepositado su confianza en él, de que nose arredraría ante el peligro y nopermitiría que el conde de Tournaycayera en unas manos asesinas que noconocían la misericordia. Pero si leavisaba, quizá pudiera trazar otrosplanes, actuar con más cautela y másprudencia.

Inconscientemente, podía caer enuna trampa, pero, si le ponían sobreaviso, aún cabía la posibilidad de quellevara a cabo su empresa.

Y si no lo lograba, si el destino, yChauvelin, con tantos recursos comotenía a su alcance, resultaban demasiado

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poderosos para el audaz conspirador,Marguerite al menos estaría a su lado,para consolarlo, amarlo y cuidarlo, paraburlar a la muerte en el último momentohaciéndola parecer dulce, si morían losdos juntos, el uno en brazos del otro, conla felicidad suprema de saber que lapasión había respondido a la pasión, yque todos los malentendidos habíantocado a su fin.

El cuerpo de Marguerite se pusorígido, rebosante de una firme decisión.Eso era lo que pensaba hacer, si Dios ledaba inteligencia y fortaleza.Desapareció la mirada perdida de susojos, que se iluminaron con una llamainterior al pensar que volvería a verletan pronto, en medio de peligros

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mortales: despidieron destellos con laalegría de compartir aquellos peligroscon él, de ayudarle tal vez, de estar conél en el último momento... si no lograbasu propósito.

El rostro dulce e infantil adquirióuna expresión dura y decidida, y la bocacurvada se cerró con fuerza sobre losdientes apretados. Estaba dispuesta atriunfar o morir, con él y por él. Entrelas cejas rectas apareció un frunce, quedenotaba una voluntad de hierro y unaresolución indomable; ya había trazadosus planes. En primer lugar, iría abuscar a sir Andrew Ffoulkes, era elmejor amigo de Percy, y Margueriterecordó emocionada el ciego entusiasmocon que siempre hablaba el joven de su

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misterioso jefe.Le ayudaría en todo lo que

necesitara; el coche de lady Blakeneyestaba preparado. Se cambiaría de ropa,se despediría de Suzanne, y partiría deinmediato.

Sin prisas, pero sin la menorvacilación, entró silenciosamente en lacasa.

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XX

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EL AMIGOAl cabo de menos de media hora,

Marguerite, absorta en suspensamientos, se encontraba en elinterior de su carruaje, que la llevabavelozmente a Londres.

Antes se había despedidocariñosamente de la pequeña Suzanne,tras haberse asegurado de que la niña seinstalaba en su propio coche pararegresar a casa en compañía de sudoncella. Envió un mensajero con unarespetuosa misiva en que presentaba susdisculpas a Su Alteza Real, rogándoleque suspendiera su augusta visita, puesun asunto urgente e imprevisto, leimpedía atenderle, y otro que seencargaría de apalabrar una posta de

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caballos en Faversham.A continuación se cambió el

vestido de muselina por un traje y unacapa de viaje en tonos oscuros, cogiódinero –que su marido siempre poníagenerosamente a su disposición– ypartió.

No trató de engañarse conesperanzas vanas e inútiles; sabía que,para garantizar la seguridad de suhermano, era condición indispensable lainminente captura de PimpinelaEscarlata. Como Chauvelin le habíadevuelto la comprometedora carta deArmand, no cabía la menor duda de queel agente francés estaba convencido deque Percy Blakeney era el nombre al quehabía jurado enviar a la guillotina.

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¡No! ¡En esos momentos no podíapermitirse que el cariño le hicieraconcebir vanas esperanzas! Percy, suesposo, el hombre al que amaba contodo el ardor que la admiración por suvalentía había encendido en ella, seencontraba en peligro de muerte, y porsu culpa. Le había delatado a su enemigo–involuntariamente, era cierto–, pero lehabía delatado al fin y al cabo, y siChauvelin lograba apresarlo, pues demomento Percy desconocía ese peligro,su muerte recaería sobre la concienciade Marguerite. ¡Su muerte! ¡Si ellahubiera sido capaz de defenderlo con supropia sangre y de dar la vida por él!

Ordenó al cochero que la llevara ala posada de The Crown; una vez allí, le

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dijo que diera de comer a los caballos yque los dejara descansar. Acontinuación alquiló una silla y sedirigió a la casa de Pall Mall en quevivía sir Andrew Ffoulkes.

De entre todos los amigos de Percyque se habían alistado bajo su audazestandarte, Marguerite prefería confiaren sir Andrew Ffoulkes. Siempre habíasido amigo suyo, y en esos momentos, elamor del joven por la pequeña Suzannele acercaba aún más a ella. Si nohubiera estado en casa, si hubieraacompañado a Percy en su locaaventura, quizá hubiera acudido a lordHastings o lord Tony. Necesitaba laayuda de uno de aquellos jóvenes, puesen otro caso se encontraría impotente

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para salvar a su marido.Pero, afortunadamente, sir Andrew

Ffoulkes estaba en casa, y su criadoanunció a lady Blakeney de inmediato.Marguerite subió a los cómodosaposentos de soltero del joven, y seinstaló en una pequeña sala, lujosamenteamueblada. Al cabo de unos instanteshizo su aparición sir Andrew.

Saltaba a la vista que al enterarsede quién era la dama que había ido averle se había sobresaltado, pues miró aMarguerite con preocupación, e inclusocon recelo, mientras la recibía con lasaparatosas reverencias que imponía elrígido protocolo de la época.

Marguerite no dio ninguna muestrade nerviosismo; estaba muy tranquila, y

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trasdevolver al joven el complicado

saludo, dijo pausadamente:–Sir Andrew, no tengo el menor

deseo de desperdiciar un tiempo quepodría ser precioso en conversacionesinútiles. Tendrá que aceptar ciertascosas que voy a decirle, pues carecen deimportancia. Lo único que importa esque su jefe y camarada, PimpinelaEscarlata... mi marido... PercyBlakeney... se encuentra en peligro demuerte.

De haber albergado la menor dudasobre la verdad de sus deducciones,Marguerite hubiera podido confirmarlasen ese momento, pues sir Andrew,cogido completamente por sorpresa, se

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puso muy pálido, y fue incapaz de hacerel mínimo esfuerzo por desmentir suspalabras de una forma inteligente.

–No me pregunte por qué lo sé, sirAndrew – añadió Marguerite con lamisma calma–. Gracias a Dios, lo sé, yquizá no sea demasiado tarde parasalvarlo. Por desgracia, no puedohacerlo yo sola, y por eso he venido apedirle ayuda.

–Lady Blakeney –dijo el joven,tratando de recobrar el control de símismo–, yo...

–Por favor, escúcheme –leinterrumpió Marguerite–. El asunto es elsiguiente. La noche que el agente delgobierno francés les robó ciertosdocumentos cuando estaban en Dover,

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encontró entre ellos los planes que sujefe o alguno de ustedes pensaba llevara cabo para rescatar al conde deTournay y a otras personas. PimpinelaEscarlata, es decir, Percy, mi marido, hainiciado esta aventura él solo estamisma mañana. Chauvelin sabe quePimpinela Escarlata y Percy Blakeneyson la misma persona. Lo seguirá hastaCalais, y allí lo apresará. Usted conocetan bien como yo el destino que leaguarda en manos del gobiernorevolucionario francés. No lo salvará laintercesión de Inglaterra, ni siquiera delmismísimo rey George. Ya seencargarán Robespierre y su banda deque la intercesión llegue demasiadotarde. Pero, además, ese jefe en el que

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tanta confianza se ha depositado, seráinvoluntariamente la caua de que sedescubra el escondite del conde deTournay y de todos los que tienen susesperanzas puestas en él.

Pronunció estas palabras concalma, desapasionadamente, y con unaresolución firme, férrea. Su objetivoconsistía en lograr que aquel hombre lacreyera y la ayudara, pues no podíahacer nada sin él.

–No entiendo a qué se refiere –insistió sir Andrew, intentando ganartiempo, pensar qué debía hacer.

–Yo creo que sí lo entiende, sirAndrew. Tiene que saber que lo quedigo es verdad. Por favor, enfréntesecon los hechos. Percy ha zarpado rumbo

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a Calais, supongo que hacia un lugarsolitario de la costa, y Chauvelin lepersigue. El agente francés se dirige aDover en coche de posta, y es probableque cruce el canal de la Mancha estamisma noche. ¿Qué cree usted queocurrirá?

El joven guardó silencio.–Percy llegará a su punto de

destino sin saber que le están siguiendo,irá a buscar a De Tournay y los demás –entre los que se encuentra mi hermano,Armand St. Just–, irá a buscarlos unopor uno seguramente, sin saber que losojos más sagaces del mundo observantodos sus movimientos. Cuando hayadelatado involuntariamente a quienesconfían ciegamente en él, cuando ya no

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puedan sacarle más partido y esté apunto de regresar a Inglaterra, con laspersonas a las que ha ido a salvarcorriendo tantos riesgos, las puertas dela trampa se cerrarán a su alrededor yacabará su noble vida en la guillotina.

Sir Andrew siguió en silencio.–No confía usted en mí –dijo

Marguerite apasionadamente–. ¡Diosmío! ¿Acaso no ve que estoydesesperada? Dígame una cosa –añadió, agarrando repentinamente aljoven por los hombros con susmanecitas–. ¿Realmente le parezco elser más despreciable del mundo, unamujer capaz de traicionar a su propiomarido?

–¡No permita Dios que le atribuya

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motivos tan ruines, lady Blakeney,pero... –dijo sir Andrew al fin.

–Pero, ¿qué?... Dígame... ¡Vamos,rápido! ¡Cada segundo es precioso!

–¿Podría usted explicarme quién haayudado a monsieur Chauvelin a obtenerla información que posee? –le preguntóa bocajarro, mirándola inquisitivamentea los azules ojos.

–Yo –respondió Marguerite concalma–. No voy a mentirle, porquequiero que confíe totalmente en mí. Peroyo no tenía ni idea... ¿cómo podíatenerla? de la identidad de PimpinelaEscarlata... y la recompensa por miactuación era la vida de mi hermano.

–¿Le recompensa por ayudar aChauvelin a apresar a Pimpinela

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Escarlata?Marguerite asintió.–Sería inútil contarle cómo me

obligó a hacerlo. Armand es algo másque un hermano para mí, y yo... ¿cómopodía adivinarlo?... Pero estamosdesperdiciando el tiempo, sir Andrew...Cada segundo es precioso... ¡En elnombre de Dios! ¡Mi marido está enpeligro!... ¡Su amigo, su camarada!¡Ayúdeme a salvarlo!

La situación de sir Andrew erafrancamente incómoda. El juramento quehabía prestado ante su jefe y camaradale obligaba a la obediencia y el secreto;y sin embargo, aquella hermosa mujer,que le pedía que la creyera, estabadesesperada, de eso no cabía duda; y

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tampoco cabía duda de que su amigo yjefe se encontraba en grave peligro, y...

–Lady Blakeney –dijo al fin–, Diossabe que me ha dejado usted tanperplejo que ya no sé cuál es miobligación. Dígame qué quiere que haga.Somos diecinueve hombres dispuestos aofrecer nuestra vida por PimpinelaEscarlata si se encuentra en peligro.

–En estos momentos no hace faltasacrificar ninguna vida, amigo mío –replicó Marguerite secamente–. Miingenio y cuatro caballos veloces seránsuficientes, pero tengo que saber dóndepuedo encontrar a mi marido. Mire –añadió, mientras sus ojos se llenaban delágrimas–, me he humillado ante usted,admitiendo la falta que he cometido.

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¿Tendré que confesarle también midebilidad?.... Mi marido y yo hemosestado muy alejados, porque él noconfiaba en mí, y porque yo estabademasiado ciega para entender lo queocurría. Tiene usted que reconocer quela venda que me había puesto en los ojosera muy gruesa. ¿Es de extrañar que noviera nada? Pero anoche, después dehacerle caer involuntariamente en estasituación tan peligrosa, la venda sedesprendió bruscamente de mis ojos.Aunque usted no me ayudara, sirAndrew, lucharía a pesar de todo porsalvar a mi marido, pondría en juegotoda mi capacidad por él; pero esprobable que me vea impotente, puespodría llegar demasiado tarde, y en ese

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caso, a usted sólo le quedaría un terribleremordimiento para toda la vida, y... y...a mí, un dolor insoportable.

–Pero, lady Blakeney –dijo sirAndrew, conmovido por la seriedad delas palabras de aquella mujer deexquisita belleza–, ¿no comprende quelo que quiere hacer es una tarea dehombres? No puede ir a Calais ustedsola. Correría tremendos riesgos, y lasposibilidades de encontrar a su maridoson remotísimas, aunque yo le déindicaciones muy precisas.

–Ya sé que correré riesgos –murmuró Marguerite dulcemente–, y queel peligro es grande, pero no meimporta. Son muchas las culpas quetengo que expiar: Pero me temo que está

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usted equivocado. Chauvelin estápendiente de los movimientos de todosustedes, y no se fijará en mí. ¡Deprisa,sir Andrew! El coche está preparado, yno podemos perder ni un minuto...¡Tengo que encontrarlo! –repitió convehemencia casi frenéticamente–.¡Tengo que prevenirle de que esehombre le persigue... ¿Es que no loentiende... es que no entiende que tengoque encontrarle aunque sea... aunque seademasiado tarde para salvarle? Almenos... al menos estaré con él en elúltimo momento...

–Bien, señora; estoy a sus órdenes.Cualquiera de mis camaradas y yomismo daríamos gustosos nuestra vidapor su marido.

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Si usted quisiera marcharse...–No, amigo mío. ¿No se da cuenta

de que me volvería loca si le dejara irsin mí? –Le tendió la mano. ¿Confiará enmí?

–Estoy esperando sus órdenes –selimitó a repetir sir Andrew.

–Escúcheme con atención. Tengo elcoche preparado para ir a Dover.Sígame lo más rápidamente que lepermitan sus caballos. Nos veremos alanochecer en The Fisherman's Rest.Chauvelin evitará esa posada, porqueallí e conocen, y pienso que es el lugarmás seguro para nosotros. Aceptaré debuen grado su compañía hasta Calais...Como usted ha dicho, es posible que nodé con sir Percy aunque usted me

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explique lo que debo hacer. En Doverfletaremos una goleta, y cruzaremos elcanal por la noche. Si está dispuesto ahacerse pasar por mi lacayo, creo queno lo reconocerán.

–Estoy a su entera disposición,señora – replicó el joven con la mayorseriedad–. Ruego a Dios que avisteusted el Day Dream antes de quelleguemos a Calais. Con Chauvelinpisándole los talones, cada paso que déPimpinela Escarlata en suelo francésestará plagado de peligros.

–Que Dios le oiga, sir Andrew.Pero debemos despedirnos ahoramismo. ¡Nos veremos mañana en Dover!Esta noche, Chauvelin y yo disputaremosuna carrera en el canal de la Mancha, y

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el premio será la vida de PimpinelaEscarlata.

Sir Andrew besó la mano aMarguerite y la acompañó hasta su silla.Al cabo de un cuarto de hora, ladyBlakeney se encontraba de nuevo en TheCrown, donde le esperaban el coche ylos caballos, listos para emprender elviaje. A los pocos momentos galopabanestruendosamente por las calles deLondres, y a continuación se internaronen la carretera de Dover a una velocidadde vértigo.

Marguerite no tenía tiempo para ladesesperación. Había acometido sutarea y no le quedaba ni un minuto librepara pensar. Con sir Andrew Ffoulkespor compañero y aliado, renació la

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esperanza en su corazón.Dios sería misericordioso. No

permitiría que se cometiera un crimentan espantoso, la muerte de un hombrevaliente a manos de una mujer que loamaba, que lo adoraba, y que hubieramuerto gustosa por él.

Los pensamientos de Margueritevolaron hacia él, hacia el héroemisterioso, al que siempre había amadosin saberlo cuando aún no conocía suidentidad. En los viejos tiempos, lollamaba burlonamente el oscuro rey quedominaba su corazón, y de repente habíadescubierto que aquel enigmáticopersonaje al que adoraba y el hombreque amaba apasionadamente eran elmismo. No es de extrañar que en su

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mente empezaran a brillar débilmenteescenas más felices. Pensó, de unaforma vaga, en lo que le diría a sumarido cuando se encontraran cara acara una vez más.

Había experimentado tanta angustiay tanto nerviosismo en el transcurso delas últimas horas, que en aquellosmomentos se permitió el lujo deabandonarse a pensamientos másesperanzados y alegres.

Poco a poco, el retumbar de lasruedas del coche, con su incesantemonotonía, actuó como un bálsamosobre sus nervios: sus ojos, doloridospor el cansancio y las muchas lágrimasque no había derramado, se cerraroninvoluntariamente, y se sumió en un

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sueño intranquilo.

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INCERTIDUMBREYa estaba bien entrada la noche

cuando Marguerite llegó a TheFisherman’s Rest. Había hecho todo elviaje en menos de ocho horas, gracias aque, cambiando innumerables veces decaballos en distintas postas, y pagandoinvariablemente con largueza, siemprehabía obtenido los animales mejores ymás veloces.

También el cochero había sidoinfatigable; sin duda, la promesa de unarecompensa especial y generosa le habíaayudado a seguir adelante, y puededecirse que el suelo literalmente soltabachispas bajo las ruedas del coche de suama.

La llegada de lady Blakeney en

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mitad de la noche produjo enormerevuelo en The Fisherman’s Rest. Sallysaltó precipitadamente de la cama, y elseñor Jellyband se tomó grandesmolestias para que su distinguidahuésped se encontrara cómoda.

Tanto Sally como su padreconocían demasiado bien los modalesde que debe hacer gala un posadero quese precie para dar muestras de la menorsorpresa ante la llegada de ladyBlakeney a solas y a hora tan insólita.Sin duda no pensaban nada bueno, peroMarguerite estaba tan absorta en laimportancia –la terrible gravedad– de suviaje que no se detuvo a reflexionarsobre semejantes bagatelas.

El salón –escenario del reciente y

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vil atropello perpetrado contra doscaballeros ingleses– estabacompletamente vacío. El señorJellyband se apresuró a encender denuevo la lámpara, reavivó un alegrefuego en el enorme hogar, y arrastróhasta él un cómodo sillón, en el queMarguerite se desplomó, agradecida.

–¿Su señoría piensa pasar aquí lanoche? – preguntó la guapa Sally, que yahabía empezado a extender un mantelníveo sobre la mesa, en preparación dela sencilla cena que iba a servir a suseñoría.

–¡No! No toda la noche –contestóMarguerite–. Pero no quiero ocuparninguna habitación. Unicamente megustaría disponer de este salón para mí

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sola durante un par de horas.–Está a su entera disposición,

señoría –dijo el honrado Jellyband, cuyarubicunda cara se mantenía impertérrita,para no delatar ante la aristócrata laestupefacción ilimitada que el buenhombre empezaba a experimentar.

–Cruzaré el canal en cuanto cambiela marea –dijo Marguerite–, en laprimera goleta que pueda alquilar. Peroel cochero y los criados sí pasarán lanoche aquí, y probablemente varios díasmás, así que espero que les atienda bien.

–Sí, señora. Yo cuidaré de ellos.¿Desea su señoría que Sally le traigaalgo de cenar?

–Sí, por favor. Que traiga comidafría, y en cuanto llegue sir Andrew

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Ffoulkes, hágale pasar aquí.–Sí, señora.Muy a su pesar, el rostro de

Jellyband expresaba disgusto enaquellos momentos. Tenía a sir Percy engran estima, y no le gustaba ver a suesposa a punto de escaparse con eljoven sir Andrew. Naturalmente, no eraasunto suyo, y el señor Jellyband no eraun chismoso; pero, en lo más profundode su ser, recordó que su señoría era, alfin y al cabo, una de esas «extranjeras»,y, ¿quién podía extrañarse de que fueratan inmoral como todos los de sucalaña?

–No se quede levantado, buenJellyband – añadió Margueriteamablemente–. Ni usted tampoco,

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señorita Sally. Es posible que sirAndrew llegue tarde.

A Jellyband le alegró infinitamenteque Sally pudiera ir a acostarse. Aquellahistoria no le hacía ninguna gracia, perolady Blakeney le pagaríaestupendamente por sus servicios, y,después de todo, no era asunto suyo.

Sally dejó en la mesa una frugalcena a base de carne fría, vino y fruta;después, con una respetuosa reverencia,se retiró, preguntándose, en su simpleza,por qué tendría un aire tan serio suseñoría si estaba a punto de fugarse consu amante.

Ante Marguerite se presentaba unaespera larga y angustiosa. Sabía que sirAndrew –que tenía que procurarse ropas

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adecuadas para su disfraz de lacayo– nopodía llegar a Dover hasta pasadas almenos dos horas. Desde luego, era unjinete excelente, y para él, los ciento ypico kilómetros que separaban Londresde Dover serían pan comido. También élarrancaría chispas al suelo con loscascos de su caballo, pero cabía laposibilidad de que no obtuviera buenascabalgaduras de refresco, y, de todosmodos, no podía haber salido deLondres hasta una hora después que ellacomo mínimo.

Marguerite no había encontrado nirastro de Chauvelin en la carretera, y sucochero, al que interrogó, no había vistoa nadie que respondiera a la descripciónque le dio su ama de la figura enjuta del

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pequeño francés.Por tanto, saltaba a la vista que

Chauvelin le sacaba ventaja. Margueriteno se atrevió a hacer preguntas en lasdistintas posadas en las que sedetuvieron para cambiar de caballos,temiendo que Chauvelin hubieraapostado en el camino espías quepudieran oírla, adelantarse a ella yprevenir a su enemigo de su inminentellegada.

Pensó en qué posada se alojaríaChauvelin, y si habría tenido la buenasuerte de haber fletado un barco yencontrarse ya camino de Francia. Laidea le oprimió el corazón como unabarra de hierro. ¿Sería realmentedemasiado tarde?

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La soledad de la habitación laagobiaba; todo lo que la rodeabarespiraba una quietud espantosa; elúnico ruido que rompía aquel terriblesilencio era el tictac del gran reloj, conuna lentitud y monotonía sin límites.

Marguerite tuvo que hacer acopiode todas sus fuerzas, de toda su firmezay resolución, para mantener el corajedurante aquella espera nocturna.

Excepto ella, todos los habitantesde la casa debían haberse acostado.Había oído a Sally subir a su habitación.El señor Jellyband se fue a atender alcochero y los criados de lady Blakeney,y al volver, se acomodó bajo el porche,en el mismo sitio en que Margueritehabía visto a Chauvelin una semana

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antes. Sin duda, tenía intención deesperar levantado a sir AndrewFfoulkes, pero al poco tiempo le vencióel sueño, pues, de repente, aparte dellento tictac del reloj, Marguerite oyó elsusurro rítmico y pausado de larespiración del buen hombre.

Ya hacía rato que Marguerite sehabía dado cuenta de que el hermoso ycálido día de octubre, que tan felizmentehabía comenzado, había dado paso a unanoche helada y borrascosa. Tenía muchofrío, y agradeció el alegre fuego queardía en el hogar. Poco a poco, a medidaque pasaba el tiempo, la noche fueempeorando, y el ruido de las grandesolas rompientes que se estrellabancontra el malecón del Almirantazgo, a

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pesar de encontrarse bastante lejos de laposada, llegaba a sus oídos como untrueno apagado.

El viento empezó a soplar confuria, haciendo retumbar las ventanas decristales emplomados y las enormespuertas de la vieja casa; azotaba losárboles y se colaba bramando por el tirode la chimenea. Marguerite pensó si elviento sería favorable a su viaje. Notenía miedo a la tempestad, y hubierapreferido enfrentarse a peligros muchopeores que retrasar la travesía una solahora.

Una repentina conmoción en elexterior interrumpió sus reflexiones. Sinduda era sir Andrew Ffoulkes, quellegaba precipitadamente, pues oyó los

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cascos de su caballo trapaleando en laslosas del patio, y la voz somnolientapero respetuosa del señor Jellybanddándole la bienvenida.

En ese momento cayó en la cuentade lo incómodo de su situación: ¡sola, auna hora insólita, en un lugar en que laconocían perfectamente, acudiendo a unacita clandestina con un joven caballerotan conocido como ella y que aparecíadisfrazado! ¡Buen tema para dar pie alos chismorreos de gentesmalintencionadas!

Marguerite se lo tomó por el ladocómico: era tal el contraste entre laseriedad de su aventura, y lainterpretación que inevitablemente daríaa sus actos el honrado señor Jellyband,

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que, por primera vez desde hacíamuchas horas, en la comisura de suslabios infantiles tembló una sonrisilla, ycuando sir Andrew, casi irreconociblecon su atuendo de lacayo, entró en elsalón, le recibió con una alegrecarcajada.

–¡A fe mía que me satisface suaspecto, señor lacayo! –dijo.

El señor Jellyband iba detrás de sirAndrew, con expresión de enormeperplejidad. El disfraz del jovencaballero había confirmado sus peoressospechas. Sin permitirse ni una levesonrisa en su rostro jovial, sacó el tapónde la botella de vino, preparó unassillas, y se quedó esperando.

–Gracias, querido amigo –dijo

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Marguerite, que seguía sonriendo alpensar en lo que debía pasarle por lacabeza al buen hombre en aquel mismomomento–. No necesitamos nada más.Tome, por las molestias que ha tenidoque tomarse por nuestra culpa.

Le dio dos o tres monedas aJellyband, que las cogiórespetuosamente, y con la gratitud quehacía el caso.

–Un momento, lady Blakeney –intervino sir Andrew, al ver queJellyband se disponía a retirarse–. Metemo que tendremos que poner a pruebauna vez más la hospitalidad de mi amigoJellyband. Siendo decirle que nopodemos cruzar el canal esta noche.

–¿Que no podemos cruzarlo esta

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noche? – repitió Marguerite,estupefacta–. ¡Pero, sir Andrew,tenemos que hacerlo! ¡Tenemos quehacerlo! ¿Qué es eso de que «nopodemos»? Cueste lo que cueste, hayque fletar un barco esta misma noche.

Pero el joven movió la cabezatristemente.

–Me temo que no es una cuestiónde precio, lady Blakeney. Se aproximauna tempestad terrible que viene deFrancia, y el viento sopla hacianosotros. Es imposible zarpar hasta quecambie de dirección.

Marguerite se puso mortalmentepálida. No había previsto algo así. Lamismísima Naturaleza le estabagastando una broma espantosa y cruel.

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Percy se encontraba en peligro, y nopodía llegar hasta él, porque daba lacasualidad de que el viento soplaba dela costa francesa.

–¡Pero tenemos que ir! ¡Nopodemos retrasarnos! –repitió con unavehemencia extraña y persistente–.¡Usted sabe que tenemos que ir! ¿Nopuede encontrar algún medio?

–Ya he estado en la playa –replicósir Andrew–, y he hablado con lospatrones de un par de barcos. Esabsolutamente imposible zarpar estanoche, según me han asegurado todos losmarineros. Nadie puede salir de Doveresta noche –añadió, mirandosignificativamente a Marguerite–. Nadie.

Marguerite comprendió

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inmediatamente a qué se refería. Aqueln a d i e incluía también a Chauvelin.Asintió afablemente, mirando aJellyband.

–Bueno, habrá que resignarse –ledijo–. ¿Tiene una habitación para mí?

–Claro que sí, señoría. Unahabitación muy bonita, amplia y soleada.Diré que la preparen inmediatamente...Y hay otra para sir Andrew... Las dosestarán listas enseguida.

–Así se habla, querido Jellyband –dijo sir Andrew animadamente, altiempo que le daba unas vigorosaspalmadas en la espalda a su anfitrión–.Abra las dos habitaciones, y deje lasvelas en la cómoda. Juraría que estáusted muerto de sueño, y su señoría debe

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comer algo antes de retirarse adescansar. Vamos, no tema nada, amigomío, y alegre un poco esa cara. La visitade su señoría, aun a hora tanintempestiva, es un gran honor para sucasa, y sir Percy Blakeney lerecompensará por partida doble si seencarga como es debido de que suesposa disfrute de intimidad ycomodidad.

Sin duda, sir Andrew habíaadivinado los múltiples y encontradostemores y dudas que se agolpaban en lamente del honrado Jellyband; y, comoera un caballero galante, con estaocurrente insinuación intentó acallar losescrúpulos del buen posadero. Tuvo lasatisfacción de comprobar que, al menos

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en parte, lograba su propósito. Elrubicundo semblante de Jellyband seiluminó al oír el nombre de sir Percy.

–Me encargaré de todoinmediatamente, señor –dijo conpresteza, y con una actitud menos fría–.¿Su señoría tiene todo lo que desea paracenar?

–Está todo bien. Gracias, queridoamigo. Como estoy muerta de hambre yde cansancio, le ruego que prepare lashabitaciones lo antes posible.

–Vamos, cuénteme –dijoMarguerite con impaciencia en cuantoJellyband abandonó el salón–. ¿Quénoticias trae?

–No tengo mucho más que añadir,lady Blakeney –contestó el joven–. A

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causa de la tormenta, es imposible quezarpe ningún barco de Dover con lapróxima marea. Pero lo que al principioha podido parecerle una terriblecalamidad, es en realidad una suerte. Sinosotros no podemos poner rumbo aFrancia esta noche, Chauvelin seencuentra en la misma situación.

–Es posible que haya zarpado antesde que se desencadenara la tormenta.

–Ojalá fuera así –replicó sirAndrew animadamente–, porqueseguramente se habría desviado de suruta. ¿Quién sabe? A lo mejor está en elfondo del mar en estos mismosmomentos, porque la tormenta esespantosa, y cualquier embarcaciónpequeña que se encuentre en alta mar

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tendrá muchas dificultades. Pero metemo que no podemos cimentar nuestrasesperanzas en el naufragio de ese astutozorro y de sus planes asesinos. Losmarineros con los que he hablado mehan asegurado que hacía varias horasque no zarpaba de Dover ninguna goleta.Por otra parte, he averiguado que estatarde llegó un forastero en coche, y que,al igual que yo, hizo preparativos paracruzar el canal de la Mancha.

–Entonces, ¿Chauvelin está todavíaen Dover?

–Sin ninguna duda. ¿Quiere que letienda una emboscada y le atraviese conmi espada? Sería la forma más rápida dedeshacemos de ese obstáculo.

–¡No bromee, sir Andrew! ¡Ay!

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Desde anoche me he sorprendido envarias ocasiones deseando la muerte deese desalmado. ¡Pero lo que ustedpropone es imposible! ¡Las leyes de estepaís prohiben el asesinato! Sólo ennuestra hermosa Francia se puedencometer matanzas al por mayorlegalmente, en nombre de la libertad ydel amor fraterno.

Sir Andrew convenció aMarguerite de que se sentara a la mesapara tomar algo de cena y beber un vasode vino. A Marguerite iba a resultarlemuy difícil soportar aquel descansoforzoso de al menos doce horas, hastaque cambiara la marca, en el estado deintenso ¡nerviosismo en que seencontraba. Obediente como una niña en

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estos pequeños asuntos, Margueriteintentó comer y beber.

Sir Andrew, con la profundacomprensión de todos los enamorados,casi logró hacerla feliz hablándole de sumarido. Le contó algunas de lasatrevidas fugas que el valientePimpinela Escarlata había preparadopara los desgraciados fugitivosfranceses a quienes una revoluciónimplacable y sanguinaria expulsaba desu país. Los ojos de Margueritebrillaron de entusiasmo cuando sirAndrew le habló de la valentía de sirPercy, de su ingenio, de su infinitahabilidad a la hora de arrebatar a lacuchilla de la guillotina, siempre a puntopara asesinar, la vida de hombres,

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mujeres y niños. Incluso le hizo sonreíral hablarle de los múltiples disfraces dePimpinela Escarlata, siempre tanoriginales, gracias a los cuales habíaburlado la más estrecha vigilancia en lasbarricadas de París. La última vez, lafuga de la condesa de Tournay y sushijos había sido una auténtica obramaestra, y Blakeney, vestido como unarepugnante vieja del mercado, con ungorro pringoso y rizos grises ydesordenados, tenía un aspecto quehubiera hecho reír al más serio de losmortales.

Marguerite rió de buena ganacuando sir Andrew intentó describirle elatuendo de Blakeney, cuyo mayorobstáculo radicaba siempre en su gran

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estatura, que en Francia dificultabadoblemente el disfrazarse.

Así transcurrió una hora. Tendríanque pasar muchas más en unainactividad forzosa en Dover.Marguerite se levantó de la mesa con unsuspiro de impaciencia. Pensó con terroren la noche que le aguardaba en suhabitación, con su angustia por únicacompañía, y la sola ayuda del bramidode la tempestad para conciliar el sueño.

Se preguntó dónde estaría Percy enaquellos momentos. El Day Dream eraun yate fuerte, bien construido, capaz denavegar en alta mar. Sir Andrewmantenía la opinión de que se habríarefugiado antes de que estallara latempestad, o que quizá no se habría

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arriesgado a salir a mar abierto, en cuyocaso estaría anclado en Gravesend.

Briggs era un patrón experto, y sirPercy sabía gobernar una embarcacióntan bien como un marino consumado. Latempestad no representaba ningúnpeligro para ellos.

Era más de medianoche cuandoMarguerite decidió retirarse adescansar. Tal y como se temía, el sueñose negó reiteradamente a acudir a susojos. Sus pensamientos no pudieron sermás negros durante las largas horas deamargura en que la furiosa tempestad leseparaba de Percy. Al oír el ruido de laslejanas olas rompientes, su corazónlloró de melancolía. Se encontraba enese estado de ánimo en que el mar

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ejerce un efecto entristecedor sobre losnervios. Sólo cuando nos sentimos muydichosos podemos contemplar conalegría la extensión ilimitada de agua,que se mece incansablemente, con unamonotonía persistente e irritante,acompañando a nuestros pensamientos,sean éstos tristes o alegres. Cuando sonalegres, las olas nos devuelven sualegría, como un eco; pero cuando sontristes, parece como si cada vaivén delmar aumentara nuestra tristeza y noshablara de lo absurdo e insignificante detodas nuestras alegrías.

XXII

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CALAISAun la noche más angustiosa o el

día más largo tarde o temprano tocainevitablemente a su fin.

Marguerite pasó más de quincehoras sometida a una tortura mental tanespantosa que a punto estuvo devolverse loca. Tras una noche deinsomnio, se levantó temprano, incapazde dominar su nerviosismo, ardiendo endeseos de iniciar el viaje, horrorizadaante la posibilidad de que seinterpusieran más obstáculos en sucamino. Temía tanto tiempo de perder suúnica oportunidad de partir, que selevantó antes de que ningún habitante dela casa se hubiera puesto en movimiento.

Cuando bajó al salón, encontró a

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sir Andrew Ffoulkes allí sentado. Habíasalido media hora antes para ir almalecón del Almirantazgo, donde habíacomprobado que ni el paquebote francésni ningún barco fletado por un particularpodía zarpar todavía de Dover. Latempestad estaba en su apogeo, y estabacambiando la marea. Si el viento noamainaba o cambiaba de dirección, severían obligados a esperar otras diez odoce horas hasta la siguiente marea parainiciar la travesía. Y ni la tormentahabía amainado, ni el viento habíacambiado, y la marea bajabarápidamente.

Al enterarse de tan pésimasnoticias, Marguerite se sumió en negradesesperación. Únicamente su

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inquebrantable resolución evitó que sedesmoronase, lo que hubiera aumentadola preocupación de sir Andrew, que eraya muy profunda.

Aunque trataba de disimularlo,Marguerite observó que el joven estabatan ansioso como ella por encontrar a sucamarada y amigo. La inactividadforzosa era terrible para ambos.

Marguerite jamás hubiera podidoexplicar cómo pasaron aquel angustiosodía en Dover. Como le horrorizabadejarse ver, pues los espías deChauvelin podía andar por allí cerca,pidió en la posada que le dejaran unsalón privado, y sir Andrew y ellaestuvieron allí sentados incontableshoras, forzándose a tomar, muy de

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cuando en cuando, las comidas que lesservía la pequeña Sally, sin otra cosa enque ocuparse más que pensar, hacerconjeturas, y sólo en contadasocasiones, albergar cierta esperanza.

La tempestad había amainadocuando ya era demasiado tarde; la mareaestaba demasiado baja para que unaembarcación pudiese levar anclas. Elviento había cambiado, y se estabatransformado en una favorable brisa delnoroeste, una auténtica bendición delcielo para realizar una travesía rápidahasta Francia.

Y allí siguieron esperando,preguntándose cuándo llegaría la hora enque pudieran partir. Aquel día largo yangustioso había tenido sus momentos de

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alegría: sir Andrew bajó de nuevo almalecón, y volvió inmediatamente paracontarle a Marguerite que habíaalquilado una goleta muy veloz, cuyocapitán estaba preparado para zarpar encuanto la marca les fuese favorable.

Desde aquel instante, las horas seles antojaron menos pesadas; la esperafue menos angustiosa hasta que al fin, alas cinco de la tarde, Marguerite,cubierta por un tupido velo y seguidapor sir Andrew Ffoulkes, que, conatuendo de lacayo, llevaba varios bultosde equipaje, se dirigieron al malecón.

Una vez a bordo, el aire fresco ypenetrante del mar reanimó a ladyBlakeney; la brisa era lo suficientementefuerte como para hinchar las velas del

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Foam Crest, que navegaba alegrementehacia alta mar.

Tras la tormenta, el sol eraesplendoroso, y Marguerite, alcontemplar los blancos acantilados deDover que desaparecían de su vistapoco a poco, se sintió más tranquila, ycasi esperanzada.

Sir Andrew era todo amabilidadcon ella, y Marguerite pensó que eramuy afortunada por tenerle a su lado enaquella situación tan difícil.

Poco a poco, entre las brumasvespertinas, que cerraban rápidamente,fue destacándose la gris costa deFrancia. Se veía el destello de una o dosluces, y las torres de varias iglesias, queasomaban por entre la niebla.

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Al cabo de media hora Margueritedesembarcaba en territorio francés.Había regresado a un país en que, enaquel mismo instante, los hombresasesinaban a sus semejantes acentenares, y enviaban al matadero amiles de mujeres y niños inocentes.

El propio aspecto del país y sushabitantes, aun en aquel remoto pueblocostero, daba testimonio de la bullenterevolución que se desarrollaba a casiquinientos kilómetros de distancia, en lahermosa ciudad de París, que se habíaconvertido en un lugar repugnante acausa del constante fluir de la sangre desus hijos más nobles, de los gemidos delas viudas, de los gritos de los niñoshuérfanos.

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Todos los hombres llevaban gorrosrojos –con diversos grados delimpieza–, con la escarapela tricolorprendida a la izquierda. Margueriteobservó, con un estremecimiento, que enlugar del semblante risueño y alegre aque estaba acostumbrada, en el rostro desus compatriotas había una invariableexpresión de desconfianza y disimulo.

En los tiempos que corrían, cadapersona espiaba a los demás: la palabramás inocente, pronunciada en son debroma, podía esgrimirse en cualquiermomento como prueba de tendenciasaristocráticas, o de traición al pueblo.Incluso las mujeres iban con una extrañamirada de temor y odio acechando ensus ojos oscuros, y contemplaron a

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Marguerite cuando bajó a tierra, seguidapor sir Andrew, murmurando a su paso:«Sacrés aristos!» o «Sacrés Ang1ais!».

Por lo demás, la presencia deambos no despertó ningún otrocomentario. En aquellos días, Calaismantenía comunicaciones comercialesconstantes con Inglaterra, y en sus costasse veían con frecuencia comerciantesingleses. Todo el mundo sabía que,debido a los fuertes impuestos que habíaque pagar en Inglaterra, se pasaban decontrabando grandes cantidades devinos y coñacs franceses. Este hechocomplacía enormemente al bourgeoisfrancés; le encantaba ver cómo elgobierno y el rey inglés, a los queodiaba, perdían de esta forma una parte

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de sus ingresos. Un contrabandistainglés era siempre bien recibido en lastabernuchas de mala muerte de Calais yBolonia.

Seguramente por eso, mientras sirAndrew llevaba a Marguerite por lastortuosas calles de Calais, muchos desus habitantes, que volvían la cabezasoltando un terno al paso de aquellosextranjeros vestidos a la moda inglesa,pensarían que estaban allí para adquirirobjetos por los que había que pagarderechos de aduana en su país denieblas, y apenas se fijaban en ellos.

Pero Marguerite no dejaba depensar en cómo habría podido pasardesapercibido en Calais sir Percy, consu enorme estatura, en qué disfraz habría

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adoptado para realizar su noble tarea sinllamar demasiado la atención.

Sin intercambiar más que unascuantas palabras, sir Andrew atravesócon ella toda la ciudad, hasta llegar alextremo opuesto del que habíandesembarcado, y a continuación sedirigieron al cabo Gris–Nez. Las calleseran angostas, tortuosas, y en la mayoríahabía un hedor insoportable, una mezclade pescado podrido y de sótano húmedo.La noche anterior había llovidointensamente, y a veces, Marguerite sehundía hasta el tobillo en el barro, pueslas calles carecían de iluminación, a noser por la luz tenue de la lámpara de unacasa de trecho en trecho.

Pero no hizo el menor caso a

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aquellas molestias insignificantes: «Esposible que veamos a Blakeney en laposada del Chat Gris», le había dichosir Andrew al desembarcar, yexperimentaba la sensación de caminarsobre una alfombra de pétalos de rosa,pues iba a ver a su marido muy pronto.

Finalmente llegaron a su destino.Saltaba a la vista que sir Andrewconocía el camino, porque se movía conseguridad en medio de la oscuridad, yno había preguntado a nadie por dóndedebían ir. Estaba tan oscuro queMarguerite no observó el aspectoexterior de la casa. El Chat Gris, comolo había llamado sir Andrew, era unapequeña posada de las afueras deCalais, por la que había que pasar para

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ir –al Gris–Nez. Se encontraba a ciertadistancia de la costa, pues el ruido delmar se oía a lo lejos.

Sir Andrew golpeó la puerta con laempuñadura de su bastón, y en elinterior Marguerite distinguió un levegruñido y el murmullo de una retahíla dejuramentos. Sir Andrew volvió a llamar,en esta ocasión con mayor vehemencia:se oyeron más juramentos, y acontinuación unas pisadas que searrastraban hacia la puerta. Al cabo deunos instantes se abrió de par en par, yMarguerite comprobó que se encontrabaen el umbral de la habitación másmiserable y destartalada que había vistoen su vida.

El papel de las paredes colgaba,

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hecho jirones; al parecer, no había ni unsolo mueble en la instancia del quepudiera decirse, aun haciendo gala deuna gran imaginación, que estuviera«entero». La mayor parte de las sillastenían el respaldo roto, otras carecían deasiento; una esquina de la mesa estabaapoyada sobre un montón de astillas, ensustitución de la pata.

En un rincón de la habitación habíaun enorme hogar, sobre el que colgabaun puchero, del que emanaba un aroma asopa caliente no demasiadodesagradable. A un lado, en lo alto de lapared, había una especie de desván, anteel que colgaba una andrajosa cortina decuadros blancos y azules. Al desván seaccedía por un tramo de escalones

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desvencijados.En las paredes desnudas, con el

papel descolorido y salpicadas demanchas de diversa procedencia, habíanescrito con tiza, en caracteres grandes ygruesos, las siguientes palabras:«Liberté, Egalité, Fraternité».

El sórdido cuchitril estabadébilmente iluminado por una lámparade aceite apestosa, que colgaba de lasdesvencijadas vigas del techo. Todotenía un aspecto tan miserable, tan sucioy desalentador, que Marguerite casi nose atrevió a traspasar el umbral.

Sin embargo, sir Andrew entró sinla menor vacilación.

–¡Viajeros ingleses, ciudadano! –dijo enérgicamente, en trances.

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El individuo que había acudido a lapuerta para responder a la llamada desir Andrew, y que, presumiblemente erael propietario de aquel miserablecuchitril, era un campesino de edad, muycorpulento, que llevaba una sucia blusaazul, unos pesados zuecos, de los quesobresalían briznas de paja, unos raídospantalones azules, y el inevitable gorrorojo con la escarapela tricolor, queproclamaba sus opiniones políticas delmomento. Llevaba una pipa corta demadera, que despedía un olor a tabacorancio. Miró con cierto recelo y enormedesprecio a los viajeros, murmuró«Sacrrréés Anglais» y escupió en elsuelo para dar otra muestra de suindependencia de espíritu, no obstante lo

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cual se apartó para dejarles paso, muyconsciente, sin duda, de que aquellossacrrréés Anglais siempre llevaban labolsa bien llena.

–¡Dios mío! –exclamó Marguerite,cruzando la habitación con un pañuelopegado a su delicada nariz–. ¡Qué garitotan espantoso! ¿Está seguro de que éstees el sitio que buscábamos?

–Sí, estoy completamente seguro –contestó el joven, sacudiendo una sillapara que se sentara Marguerite con supañuelo ribeteado de encaje, muy a lamoda–. Pero juro que jamás había vistouna pocilga tan infame.

–Hay que reconocer que no resultamuy acogedor –dijo Marguerite,mirando a su alrededor con cierta

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curiosidad, horrorizada ante las paredesdestartaladas, las sillas rotas y la mesadesvencijada.

El posadero del Chat Gris –que sellamaba Brogard– no volvió a prestaratención a sus huéspedes. Llegó a laconclusión de que pedirían la cena de unmomento a otro, pero hasta entonces, unciudadano libre no tenía por qué mostrardeferencia, ni siquiera cortesía, a nadie,por elegantemente que fuera vestido.

Junto al hogar había una figuraagazapada, vestida, al parecer,enteramente con harapos: debía ser unamujer, aunque hubiera resultado difícilasegurar ese extremo, a no ser por elgorro, que en sus buenos tiempos habíasido blanco, y por algo que vagamente

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recordaba a unas enaguas. Mascullabaalgo para sus adentros, y de vez encuando removía la pócima del puchero.

–Eh, amigo –dijo al fin sirAndrew–, quisiéramos cenar algo...Juraría que la ciudadana –añadió,señalando al montón de haraposagazapado junto al fuego– estáconfeccionando una sopa deliciosa, y miama no prueba bocado desde hacevarias horas.

Brogard tardó varios minutos enatender la petición. ¡Un ciudadano libreno se precipita así como así a cumplirlos deseos de quienes le piden algo!

–¡Sacrrréés aristos! –murmuró, yvolvió a escupir en el suelo.

A continuación se dirigió con

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mucha calma a un aparador que había enun rincón de la habitación; sacó unavieja sopera de peltre y, lentamente, sinpronunciar palabra, se la dio a su medianaranja, que, igualmente silenciosa, sepuso a llenar el recipiente con la sopadel puchero.

Marguerite contempló estospreparativos horrorizada; de no habersido por la gravedad del asunto que lahabía llevado hasta allí, hubieraescapado sin el menor pudor de aquelcuchitril lleno de suciedad y espantososolores.

–¡Vaya! La verdad es que nuestrosanfitriones no son precisamente alegres–dijo sir Andrew, al ver la expresión dehorror del rostro dé Marguerite–. Ojalá

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pudiera ofrecerle una comida másabundante y apetitosa... pero creo que lasopa es comestible y el vino bueno.Estas gentes se revuelcan en la suciedad,pero por lo general viven bien.

–Le ruego que no se preocupe pormí, sir Andrew –dijo con dulzura–. Micabeza no se encuentra en condicionesde darle demasiadas vueltas a un asuntocomo la comida.

Brogard prosiguió lentamente consus preparativos: colocó en la mesa unpar de cucharas y dos vasos, que sirAndrew tuvo la precaución de limpiarcuidadosamente.

El mesonero también puso unabotella de vino y un trozo de pan, yMarguerite hizo un esfuerzo para acercar

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su silla a la mesa y simular que comía.Sir Andrew, como convenía a su papelde lacayo, se quedó de pie detrás de lasilla de lady Blakeney.

–Por favor, señora –dijo, al verque Marguerite parecía incapaz decomer–, le ruego que intente tomaraunque sea un bocado. Recuerde que vaa necesitar todas sus fuerzas.

La verdad es que la sopa no estabademasiado mala; olía y sabía bien. AMarguerite le hubiera gustado, a no serpor el terrible entorno. No obstante,partió el pan, y bebió un poco de vino.

–Sir Andrew, no puedo verle depie –dijo–. Usted necesita comer tantocomo yo. Este individuo pensará que soyuna inglesa excéntrica que se ha fugado

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con su lacayo si usted se sienta a milado y comparte conmigo este remedo decena.

Efectivamente; después de dejar enla mesa lo absolutamenteimprescindible, Brogard no volvió aocuparse de sus huéspedes. La méreBrogard abandonó la habitación ensilencio, arrastrando los pies, y elhombre se quedó allí holgazaneando ysacando humo a su apestosa pipa, aveces bajo las mismísimas narices deMarguerite, como debe hacer cualquierciudadano libre que se precie.

–¡Maldito animal! –exclamó sirAndrew, con auténtica indignaciónbritánica, cuando Brogard se apoyó enla mesa, fumando y mirando con aire de

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suficiencia a aquellos dos sacrésAnglais.

–En el nombre del cielo, sirAndrew –le reprendió Margueriterápidamente, al ver que el joven, con uninstinto netamente británico, apretaba elpuño amenazadoramente–, recuerde queestá usted en Francia, y que en este añode gracia, la gente actúa así.

–¡Me encantaría retorcerle elpescuezo a ese animal– murmuró sirAndrew, enfurecido.

Siguiendo el consejo deMarguerite, se había sentado a su lado, ylos dos hacían nobles esfuerzos paraengañarse mutuamente, simulando quecomían y bebían.

–Le ruego que no despierte las iras

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de ese individuo –dijo Marguerite–,para que conteste a las preguntas quetenemos que hacerle.

–Haré lo posible, pero le aseguroque preferiría retorcerle el pescuezo ahacerle preguntas. ¡Eh, amigo! –dijoafablemente en francés, dado un ligerogolpecito a Brogard en el hombro–.¿Vienen muchos de nuestra clase poraquí? Quiero decir viajeros ingleses.

Brogard miró a su alrededor, porencima del hombro, dio un par dechupadas a la pipa, pues no teníaninguna prisa por contestar, y murmuró:

–Pues... a veces.–¡Ah! –exclamó sir Andrew, con

aire despreocupado–. Los viajerosingleses saben dónde se puede beber

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buen vino, ¿eh, amigo? Pero dígame unacosa... Mi señora quisiera saber si porcasualidad ha visto usted a un buenamigo suyo, un caballero inglés, queviene a Calais con frecuencia porasuntos de negocios. Es muy alto, y haceunos días partió hacia París... Mi señoraesperaba reunirse con él aquí, en Calais.

Marguerite intentó no mirar aBrogard, para no delatar la terribleansiedad con que esperaba su respuesta.Pero un ciudadano francés libre nuncatiene prisa por contestar a una pregunta;Brogard tardó unos momentos enresponder con mucha calma:

–¿Inglés alto? ¿Hoy? ¡Sí!–¿Le ha visto? –preguntó sir

Andrew, en tono despreocupado.

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–Sí, hoy –masculló Brogard, demal humor. A continuación quitótranquilamente el sombrero de sirAndrew de una silla que estaba a sulado, se lo puso, se estiró la sucia blusa,e intentó expresar con una pantomimaque el individuo en cuestión llevabaunas ropas muy elegantes–. Sacré aristoese inglés tan alto! –masculló.

Marguerite apenas pudo reprimirun grito.

–No cabe duda de que es sir Percy– murmuró–, ¡y sin disfraz!

Sonrió, a pesar de la preocupacióny de las lágrimas que empezaban aagolparse en sus ojos, al pensar en «lapasión dominante llevada hasta lamuerte»; en Percy, enfrentándose a los

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peligros más terribles con una chaquetade última moda y los encajes de lacamisa impecables.

–¡Ah, qué temerario es! –suspiró–.¡Deprisa, sir Andrew! Pregúntele a esehombre cuándo se marchó.

–Ah, sí, amigo mío –añadió sirAndrew, con la misma actitud deindiferencia–, mi señor siempre llevauna ropa muy bonita. No cabe duda deque el caballero que usted ha visto es elamigo de mi señora. ¿Y dice que se hamarchado?

–Sí, se fue... pero volverá... aquí.Ha encargado la cena...

Sir Andrew puso rápidamente lamano en el brazo de Marguerite paraprevenirla; el gesto llegó justo a tiempo,

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pues al momento siguiente, la locaalegría que experimentaba ladyBlakeney la hubiera delatado. Seencontraba bien, a salvo, y volvería encualquier momento, lo vería quizá alcabo de unos instantes... ¡Ah! Pensó queno podría soportar tanta alegría.

–¿Aquí? –le preguntó a Brogard,que de repente se había transformado asus ojos en un mensajero celestial defelicidad–. ¿Dice que el caballero inglésvolverá aquí?

El mensajero celestial escupió enel suelo para expresar su desprecio portodos y cada uno de los aristos que seempeñaban en frecuentar el Chat Gris.

–¡Que sí! –masculló–. Haencargado la cena... y volverá... ¡Sacrés

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Anglais! –añadió, a modo de protestacontra el lío que armaban por un simpleinglés.

–Pero, ¿dónde está ahora? ¿No losabe? – preguntó Marguerite impaciente,posando su mano blanca y delicada en lasucia manga de la camisa del hombre.

–Se fue a buscar un caballo y uncarro – respondió Brogardlacónicamente, al tiempo que, con ungesto agrio, se quitaba del brazo aquellahermosa mano que muchos príncipeshabían besado con orgullo.

–¿A qué hora salió?Pero saltaba a la vista que Brogard

estaba harto de tantas preguntas.Pensaba que no estaba bien que a unciudadano –que era el igual de

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cualquiera– le interrogasen de aquellaforma unos sacrés aristos, aunquefueran ingleses ricos. Lo propio de sudignidad recién adquirida era mostrarselo más grosero posible, pues sin dudaresponder dócilmente a unas preguntasrespetuosas era señal inequívoca deservilismo.

–No lo sé –replicó secamente–. Yahe hablado bastante, ¡voyons, lesaristos!.. Llegó hoy. Encargó la cena.Salió. Volverá. ¡Voilà!

Y tras esta última declaración desus derechos de ciudadano y hombrelibre, es decir, ser tan grosero como leviniera en gana, Brogard salió de lahabitación arrastrando los pies y dandoun portazo.

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XXIII

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LA ESPERANZA–Vamos, señora –dijo sir Andrew,

al ver que Marguerite parecía dispuestaa llamar a su malhumorado anfitriónpara que volviera–. Creo que será mejorque lo dejemos en paz. No le sacaremosnada más, y quizá despertemos sussospechas. No sabemos cuántos espíaspodrían estar acechándonos en estepueblo dejado de la mano de Dios.

–¡Y qué me importa ahora que séque mi marido se encuentra bien y quevoy a verle casi enseguida! –replicóMarguerite alegremente.

–¡Chist! –dijo sir Andrew,realmente preocupado, pues, llevada porsu entusiasmo, Marguerite había habladoen voz bastante alta. En los días que

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corren, hasta las paredes tienen oídos enFrancia.

Sir Andrew se levantóprecipitadamente de la mesa, y diovarias vueltas por aquella habitaciónmiserable y desnuda, parándose aescuchar con atención junto a la puerta,por la que acababa de desaparecerBrogard, pero sólo distinguió unosjuramentos mascullados y lentaspisadas.

Después se encaramó a losdesvencijados escalones que subíanhasta el desván, con el fin de asegurarsede que no había ningún espía deChauvelin rondando por allí.

–¿Estamos solos, señor lacayo? –preguntó Marguerite animadamente

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cuando el joven volvió a sentarse a sulado–. ¿Podemos hablar? –¡Con muchacautela! –suplicó sir Andrew.

–¡Vamos, sir Andrew! ¡Qué caratan triste! ¡Yo estoy tan contenta que mepondría a bailar! Ya no hay nada quetemer. Nuestro barco está en la playa, elFoam Crest se encuentra a menos detres kilómetros mar adentro, y mi maridoestará aquí, bajo este mismo techo, quizádentro de media hora. Ya nada puededetenernos. Chauvelin y su banda aún nohan llegado.

–¡No, señora! Me temo que eso nolo sabemos.

–¿Qué quiere decir?–Chauvelin estaba en Dover al

mismo tiempo que nosotros.

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–Atrapado por la misma tempestadque nos impedía zarpar.

–Efectivamente. Pero... No hequerido decírselo antes, por temor aasustarla, pero lo vi en la playa unoscinco minutos antes de queembarcáramos. Al menos en esemomento hubiera jurado que era él. Ibadisfrazado de curé, de tal modo que nisiquiera Satán, que es su protector,hubiera podido reconocerlo. Pero le oíhablar cuando intentaba alquilar unbarco para que lo llevara rápidamente aCalais, y debió zarpar menos de unahora después que nosotros.

La expresión de alegría se borróinmediatamente del rostro deMarguerite. Comprendió bruscamente

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que Percy corría un riesgo terrible alencontrarse en suelo francés. Chauvelinle seguía, pisándole los talones; y allí,en Calais, el astuto diplomático eratodopoderoso: una palabra suya yencontrarían a Percy, y lo apresarían,y...

Experimentó la sensación de que sele helaba hasta la última gota de sangreen las venas; ni siquiera en losmomentos de peor angustia que habíapasado en Inglaterra había comprendidocon tanta claridad la inminencia delpeligro que corría su marido. Chauvelinhabía jurado enviar a PimpinelaEscarlata a la guillotina, y en aquellosmomentos, el audaz conspirador, cuyoanonimato le había servido hasta

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entonces de salvaguardia, había quedadoal descubierto ante su enemigo más cruele implacable, y todo por culpa deMarguerite.

Al apresar a lord Tony y sirAndrew Ffoulkes en el salón de TheFisherman’s Rest, Chauvelin se habíaapoderado de los documentos quecontenían todos los planes de la últimaexpedición. Armand St. Just, el conde deTournay, y los demás monárquicosfugitivos debían reunirse con PimpinelaEscarlata, o según se había decidido enun principio, con dos emisarios suyos,aquel mismo día, el dos de octubre, enun lugar que conocían los miembros dela Liga, al que de una forma un tantovaga se denominaba «cabaña del Pére

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Blanchard».Armand, cuyos compatriotas aún no

sabían que mantenía relaciones conPimpinela Escarlata ni que condenaba labrutal política del Reinado del Terror,había partido de Inglaterra hacía algomás de una semana, con lasinstrucciones pertinentes que lepermitirían encontrar a los demásfugitivos y llevarlos a lugar seguro.

Marguerite sabía esto desde elprincipio, y sir Andrew habíaconfirmado sus conjeturas. Tambiénsabía que cuando sir Percy se enterasede que Chauvelin había robado losdocumentos de los planes y lasinstrucciones para sus camaradas, seríademasiado tarde para comunicarse con

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Armand o enviar nuevas instrucciones alos fugitivos.

Acudirían sin remedio al lugarseñalado en la fecha acordada,inconscientes del grave peligro queaguardaba a su valiente salvador.

Blakeney, que había organizado yplaneado toda la expedición, como teníapor costumbre, no permitiría queninguno de sus camaradas más jóvenescorriera el riesgo de que lo capturasencasi con toda seguridad. Este era elmotivo de la apresurada nota que leshabía enviado en el baile de lordGrenville: «Parto mañana, yo solo».

Y ahora que su enemigo másimplacable conocía su identidad,vigilarían cada uno de sus pasos en

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cuanto pusiera el pie en Francia. Losemisarios de Chauvelin seguirían todossus movimientos, lo perseguirían hastaque llegara a la misteriosa cabaña enque le esperaban los fugitivos, y allí latrampa se cerraría sobre él y sobreellos.

Sólo disponían de una hora –lahora que Marguerite y sir Andrewsacarán de ventaja a su enemigo– paraprevenir a Percy del inminente peligro, ypara convencerle de que abandonara tantemeraria aventura, que sólo podíaculminar

en su muerte.Pero al menos quedaba una hora.–Chauvelin conoce esta posada,

por los documentos que robó –dijo sir

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Andrew en tono apremiante–, y encuanto desembarque vendrádirectamente aquí.

–Aún no ha desembarcado –dijoMarguerite–. Le sacamos una hora deventaja, y Percy llegará de un momento aotro. Ya habremos cruzado la mitad delcanal cuando Chauvelin caiga en lacuenta de que hemos escapado de susmanos.

Pronunció estas palabras connerviosismo y vehemencia, deseandotransmitir a su joven amigo la esperanzay el optimismo que su corazón seempeñaba en alentar, pero sir Andrewmovió la cabeza con pesar.

–¿También ahora guarda silencio,sir Andrew? –dijo Marguerite con un

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deje de impaciencia–. ¿Por qué muevela cabeza y pone esa cara tan triste?

–Perdóneme, señora –replicó–,pero es que al trazar sus planes de colorde rosa, está olvidando el factor másimportante.

–¿A qué diablos se refiere? No heolvidado nada... ¿De qué factor estáhablando? –añadió aún más impaciente.

–Mide casi dos metros –replicó sirAndrew pausadamente–, y lleva pornombre Percy Blakeney.

–No lo entiendo –musitóMarguerite.

–¿Acaso cree que Blakeney semarchará de Calais sin haber llevado acabo la tarea que se ha impuesto?

–¿Quiere decir que... ?

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–Está el anciano conde deTournay...

–¿El conde... ? –repitió Margueriteen un susurro.

–Y St. Just... y más personas...–¡Mi hermano! –exclamó

Marguerite, sollozando de angustia yaflicción–. Que Dios me perdone, perome temo que lo había olvidado.

–En este mismo momento, esosfugitivos esperan con absoluta confianzay una fe inamovible la llegada dePimpinela Escarlata, que ha empeñadosu honor en llevarlos sanos y salvoshasta la otra orilla del canal.

¡Efectivamente, Marguerite lohabía olvidado! Con el sublime egoísmode la mujer que ama con toda su alma,

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en las últimas veinticuatro horas habíadedicado todos sus pensamientosúnicamente a Percy. Su mente estabaocupada por la vida de su marido, tanprecoz, tan noble, y por el peligro quecorría, él, su amado, el héroe valiente.

–¡Mi hermano! –murmuró, y, una auna, fueron agolpándose en sus ojosgruesas lágrimas de dolor, al recordar aArmand, el compañero adorado de suniñez, el hombre por el que habíacometido el pecado mortal por cuyacausa se encontraba en peligro la vidade su valiente esposo.

–Sir Percy no sería el jefe queridoy venerado por un grupo de caballerosingleses si abandonase a quienes handepositado su confianza en él –dijo sir

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Andrew con orgullo–. En cuanto a nomantener su palabra, la sola idea esridícula.

Guardaron silencio durante unosinstantes. Marguerite ocultó el rostroentre las manos, y dejó que las lágrimasse deslizaran lentamente entre sus dedostemblorosos. El joven no dijo nada: lepartía el alma la inmensa aflicción deaquella hermosa mujer. Desde elprincipio había sentido el terribleimpasse en que los había sumido a todosla imprudencia de Marguerite.

Conocía demasiado bien a suamigo y jefe, con su tremenda osadía, suvalentía sin límites, la adoración queprofesaba a su propia palabra de honor.Sir Andrew sabía que Blakeney

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arrostraría cualquier peligro y correríalos mayores riesgos antes dequebrantarla, y, con Chauvelin pisándolelos talones, habría una última tentativa,por desesperada que fuese, de rescatar aquienes confiaban en él plenamente.

–Sí, sir Andrew –dijo al finMarguerite, haciendo valerososesfuerzos por secar sus lágrimas–, tieneusted razón, y yo no me deshonraréintentando disuadirle de que cumpla consu deber. Como usted dice, mis ruegosserían vanos. Que Dios le dé fortaleza yhabilidad – añadió con vehemencia yresolución–, para burlar a susperseguidores. Quizá no se niegue allevarle consigo cuando inicie su nobletarea. Entre los dos, reunirán astucia y

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valor. ¡Que Dios los proteja a ambos!Pero será mejor que no perdamostiempo. Sigo pensando que la seguridadde Percy depende de que sepa queChauvelin le sigue.

–Indudablemente. Blakeney poseeunos recursos prodigiosos. En cuantosea consciente del peligro que corre,obrará con mayor precaución, y suingenio es verdaderamente portentoso.

–Entonces, ¿por qué no hace usteduna expedición de reconocimiento por elpueblo mientras yo espero aquí a queregrese mi marido? A lo mejor se topacon Percy, y eso nos ahorraría un tiempomuy valioso. Si le encuentra, dígale quetenga cuidado. ¡Su peor enemigo vienepisándole los talones!

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–Pero, ¿cómo va a esperar usted ensemejante cuchitril?

–¡No me importa lo más mínimo!Pero podría preguntarle a nuestromalhumorado anfitrión si me permitiríaesperar en otra habitación, en la queestuviera a resguardo de las miradascuriosas de algún viajero que pasara poraquí. Ofrézcale una buena cantidad, paraque no se olvide de avisarme en cuantovuelva el inglés.

Pronunció estas palabrastranquilamente, incluso con ciertooptimismo, trazando planes, preparadapara lo peor en caso de que fueranecesario. Ya no cometería más errores;demostraría que era digna de su marido,que iba a sacrificar su vida por salvar a

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sus semejantes.Sir Andrew la obedeció sin

vacilar. Instintivamente, Margueritesabía que en aquellas circunstancias sumente era la más poderosa. Sir Andrewestaba dispuesto. a someterse a sudirección, a ser el instrumento, mientrasque ella sería el cerebro rector.

El joven se dirigió a la puerta de lahabitación interior, por la que habíandesaparecido Brogard y su mujermomentos antes, y llamó. Como decostumbre, la respuesta consistió en unaretahíla de juramentos en voz baja.

–¡Eh, amigo Brogard! –dijo eljoven en tono imperioso–. Mi señoraquisiera descansar un rato. ¿Puede darleotra habitación? Le gustaría estar sola.

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Sacó dinero del bolsillo, y lo hizotintinear significativamente en una mano.Brogard abrió la puerta y escuchó lapetición de sir Andrew con la apatía y elmal humor habituales en él. Pero, a lavista del dinero, su actitud indolentesufrió un ligero cambio. Se quitó la pipade la boca y entró en la habitaciónarrastrando los pies.

A continuación señaló hacia eldesván por encima del hombro.

–¡Puede quedarse ahí arriba! –dijo,soltando un gruñido–. Es cómoda, yademás, no tengo más habitaciones.

–Me parece perfecto –dijoMarguerite en inglés. Comprendióinmediatamente las ventajas que lebrindaría un lugar como aquel, oculto a

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las miradas indiscretas–. Déle el dinero,sir Andrew. Ahí arriba estaré bien, ypodré verlo todo sin que me vean a mí.

Asintió, dirigiéndose a Brogard,que, condescendiente, se dignó subir aldesván y sacudir la paja que había en elsuelo.

–Le ruego que no cometa ningunaimprudencia, señora –dijo sir Andrewcuando Marguerite se disponía aremontar los desvencijados escalones–.Recuerde que este lugar está infestadode espías. Le suplico que no se descubraante sir Percy, a menos que tenga laabsoluta certeza de que se encuentra asolas con él.

Mientras pronunciaba estaspalabras, comprendió que era

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innecesario tomar esta precaución:Marguerite poseía la misma calma yclaridad de ideas que cualquiera. Nocabía ninguna posibilidad de quecometiera una imprudencia.

–No se preocupe –replicó, tratandode mostrarse alegre–. Le aseguro que nolo haré. No quisiera poner en peligro lavida de mi marido, ni sus planes,hablándole ante desconocidos. No tema.Esperaré a que se me presente laocasión, y le ayudaré de la forma queconsidere más adecuada.

Brogard bajó las escaleras, yMarguerite se dispuso a subir a suescondite.

–No me atrevo a besarle la mano,señora – dijo sir Andrew cuando

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Marguerite empezó a remontar losescalones–, puesto que soy su lacayo,pero confío en que todo salga bien. Si noencuentro a Blakeney en el plazo demedia hora, volveré con la esperanza deque esté aquí.

–Sí, eso será lo mejor. Podemospermitirnos el lujo de esperar mediahora. Es imposible que Chauvelin llegueantes. Quiera Dios que o usted

o yo hayamos visto a Percy paraentonces. ¡Qué tenga buena suerte, amigomío! No se preocupe por mí.

Marguerite remontó con ligerezalos desvencijados escalones de maderaque llevaban al desván. Brogard no leprestó la menor atención. Podía ponersecómoda en la pequeña habitación o no;

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el posadero lo dejaba a su elección. SirAndrew estuvo observándola hasta quellegó al desván y se sentó en la paja.Marguerite corrió las raídas cortinas, yel joven comprobó que se encontrabaextraordinariamente bien situada paraver y oír sin que nadie notara supresencia.

Había pagado a Brogard conlargueza; el malhumorado posadero notendría motivo alguno para delatarla. SirAndrew se dispuso a salir. Al llegar a lapuerta se dio la vuelta y miró al desván.Por entre las deshilachadas cortinasdivisó el dulce rostro de Marguerite,que lo observaba, y el joven se regocijóal ver que tenía una expresión serena yque incluso sonreía. Tras inclinar la

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cabeza a modo de despedida, sirAndrew salió a la oscuridad.

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XXIV

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LA TRAMPA MORTALEl cuarto de hora siguiente

transcurrió rápida y silenciosamente. Enla habitación de abajo, Brogard pasó unbuen rato recogiendo la mesa, ydisponiéndola para otro huésped.

Como Marguerite estuvoobservando estos preparativos, se leantojó que el tiempo se deslizaba másdeprisa. Aquel remedo de cena estabadestinado a Percy. Saltaba a la vista queBrogard profesaba cierto respeto alinglés de elevada estatura, pues se tomóbastantes molestias para conseguir quela habitación resultara un poco másacogedora que antes.

Incluso sacó de un escondrijo delviejo aparador algo que recordaba a un

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mantel; y cuando lo extendió y vio queestaba lleno de agujeros, movió lacabeza dubitativamente unos rnomentose hizo todo lo posible por colocarlosobre la mesa de tal modo que quedaranocultas la mayor parte de sus lacras. Acontinuación sacó una servilleta,igualmente vieja y raída, pero con ciertogrado de limpieza, y procedió a secarcuidadosamente con ella el vaso, lascucharas y los platos que habíacolocado en la mesa.

Marguerite no pudo por menos quesonreír al contemplar todos aquellospreparativos, que Brogard llevó a caboacompañándolos de una serie dejuramentos entre dientes. No cabía dudade que la gran estatura y corpulencia del

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inglés, o quizá el peso de sus puños,inspiraban un temor extraordinario aaquel ciudadano libre de Francia, puesen otro caso no se habría tomado tantasmolestias por un sacré aristo.

Cuando la mesa estuvo lista, pordecirlo de alguna manera, Brogardexaminó su obra con evidentesatisfacción. Después quitó el polvo auna de las sillas con una punta de sublusa, removió el puchero, arrojó unmontón de astillas al fuego, y abandonóla habitación con la cabeza gacha.

Marguerite se quedó a solas consus reflexiones. Había extendido su capade viaje sobre la paja, y estaba sentadacómodamente, pues la paja estabalimpia y los desagradables olores de

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abajo llegaban hasta ella bastanteatenuados.

En aquellos momentos. se sentíacasi dichosa; dichosa porque, el asomarla cabeza por entre las andrajosascortinas, veía una silla desvencijada, unmantel desgarrado, un vaso, un plato yuna cuchara; simplemente por eso. Peroaquellos objetos feos y mudos parecíandecirle que estaban esperando a Percy;que pronto, muy pronto, él estaría allí,que en aquella habitación miserable yvacía se encontrarían los dos a solas.

La idea era tan maravillosa queMarguerite cerró los ojos con el fin deborrar todo lo demás de su mente. Alcabo de unos minutos estaría a solas conél; Percy la tomaría en sus brazos, y

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Marguerite le haría comprender que,después de aquello, moriría gustosa porél y con él, porque no era posible queexistiera mayor felicidad sobre la tierra.

¿Y qué ocurriría a continuación?Marguerite no podía adivinarlo nisiquiera remotamente. Naturalmente,sabía que sir Andrew tenía razón, quePercy haría todo cuanto se habíapropuesto; que ella, aun estando allí, nopodría hacer otra cosa que prevenirlepara que obrara con precaución, pues loseguía el mismísimo Chauvelin. Despuésde haberle avisado, no le quedaría másremedio que ver cómo se embarcaba enaquella misión terrible y temeraria; nopodría intentar retenerlo, con unapalabra o una mirada. Tendría que

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obedecer lo que le ordenara hacer,aunque le dijera que desapareciese, yesperar, sometiéndose a una torturaindescriptible, mientras Percy iba quizáal encuentro de la muerte.

Pero incluso eso le parecía menosinsoportable que la idea de que él nollegara a saber cuánto lo amaba, almenos no tendría que pasar por aqueltrance. La miserable habitación, queparecía esperarle, le decía que prontoestaría allí.

De repente, sus hipersensiblesoídos percibieron el ruido de pasos quese acercaba, y el corazón le dio unvuelco de alegría desenfrenada. ¿SeríaPercy al fin? No; aquellas pisadas noparecían tan largas ni tan firmes como

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las suyas. Además, creyó distinguir dospisadas distintas. ¡Sí! ¡Eso era! Doshombres se aproximaban a la posada.Dos forasteros que quizá querían tornaruna copa, o...

Pero no le dio tiempo a hacer másconjeturas, pues inmediatamentellamaron imperiosamente a la puerta, y alos pocos instantes la abrieronbruscamente desde fuera, mientras unavoz áspera y dominante gritaba:

–¡Eh, ciudadano Brogard! ¡Hola!Marguerite no veía a los recién

llegados, pero, por un agujero que habíaen una de las cortinas podía observaruna parte de la habitación de abajo.

Oyó las lentas pisadas de Brogard,que salía de la habitación de dentro,

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mascullando una retahíla de juramentos,como de costumbre. Al ver a los nuevoshuéspedes, se detuvo en medio de laestancia, dentro del campo de visión deMarguerite; los miró aún con mayordesprecio y desdén del que había hechogala con sus anteriores huéspedes, ymurmuró: «¡Sacrée soutane!».

Marguerite experimentó lasensación de que el corazón dejaba delatirle; sus ojos, desmesuradamenteabiertos, se clavaron en uno de losrecién llegados, que, en aquel mismomomento, avanzó rápidamente haciaBrogard. Llevaba sotana, sombrero deala ancha y zapatos con hebilla, elatuendo normal del curé francés, perocuando se situó frente al posadero, se

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abrió unos instantes la sotana y dejó aldescubierto el pañuelo tricolor de losfuncionarios, detalle que provocó enBrogard la reacción inmediata decambiar su actitud de desprecio por unservilismo medroso.

Fue la visión de aquel curé lo quea Marguerite le heló la sangre en lasvenas. No podía verle la cara, pues elsombrero de ala ancha la ocultaba casipor completo, pero reconoció las manoslargas y huesudas, la ligera giba de laespalda, los ademanes de aquel hombre.¡Era Chauvelin!

El horror de la situación la dejóparalizada, como si le hubieran dado ungolpe; la terrible decepción, el temor alo que pudiera ocurrir, le hicieron

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tambalearse, y tuvo que hacer unesfuerzo casi sobrehumano para nodesplomarse sin sentido.

–Un plato de sopa y una botella devino –le dijo Chauvelin a Brogard entono imperioso–. Y después, lárgate deaquí. ¿Entendido? Quiero estar solo.

En silencio, sin mascullar ningúnjuramento, Brogard obedeció, Chauvelinse sentó a la mesa que estaba preparadapara el inglés alto, y el mesonero sepuso a trajinar de un lado a otro conactitud servil, sirvió la sopa y escancióel vino. El hombre que acompañaba aChauvelin, al que Marguerite no podíaver, se quedó de pie junto a la puerta.

Respondiendo a una brusca señalde Chauvelin, Brogard volvió

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precipitadamente a la habitaciónde dentro, y aquél hizo un gesto al

hombre que había venido con él.Marguerite lo reconoció enseguida;

era Desgas, secretario y hombre deconfianza de Chauvelin, al que habíavisto varias veces en París, en tiempospasados. Cruzó la estancia, y se quedóescuchando con atención junto a lapuerta de la habitación de los Brogardunos momentos.

–¿No están escuchando? –preguntóChauvelin secamente.

–No, ciudadano.Durante unos segundos, Marguerite

temió que Chauvelin ordenara a Desgasque registrara la posada. No se atrevía aimaginar qué ocurriría si la descubrían.

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Pero, por suerte, Chauvelin parecía másimpaciente por hablar con su secretarioque temeroso de los espías, pues le dijoa Desgas que volviera rápidamente a sulado.

–¿Y la goleta inglesa? –preguntó.–Se perdió de vista al anochecer,

ciudadano –contestó Desgas–, perodespués puso rumbo al oeste, hacia elcabo Gris–Nez

–¡Ah, bien! –murmuró Chauvelin–.Y el capitán Jutley… ¿qué le ha dicho?

–Me aseguró que ha obedecido sinreservas todas las órdenes que le envióusted la semana pasada. Desde entonceshan patrullado todas las carreteras quellevan hasta aquí noche y día, y vigilanestrechamente la playa y los acantilados.

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–¿Sabe dónde está la «cabaña delPére Blanchard»?

–No, ciudadano. Al parecer, nadieconoce un lugar con ese nombre.Naturalmente, hay muchas cabañas depescadores por toda la costa, pero...

–Está bien, ¿Y qué me dice de estanoche?. – le interrumpió Chauvelin,impaciente.

–Están patrullando las carreteras yla playa como de costumbre, ciudadano,y el capitán Jutley espera sus órdenes.

–Pues vaya a verle inmediatamente.Dígale que envíe refuerzos a todas laspatrullas, especialmente a las que estánen la playa. ¿Ha entendido?

Chauvelin hablaba secamente, sinrodeos, y cada palabra que pronunciaba

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resonaba en el corazón de Margueritecomo el toque de difundos de sus másfervientes esperanzas.

–Los hombres deben vigilar lo másestrechamente posible para descubrir acualquier desconocido que pase por lacarretera o la playa, tanto si va andando,a caballo o en carruaje – prosiguióChauvelin–. Que tengan cuidado sobretodo con un extranjero de elevadaestatura, del que no voy a dar ningunadescripción más, pues probablementeirá disfrazado; pero no podrá disimularsu estatura, a no ser que vaya encorvado.¿Ha entendido?

–Perfectamente, ciudadano –repusoDesgas.

–En cuanto cualquiera de los

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hombres divise a un desconocido, queno lo pierdan de vista. Una vez que lodescubran, el hombre que le pierda lapista a ese extranjero, pagará sunegligencia con la vida. Pero que vengainmediatamente un hombre acomunicármelo aquí. ¿Queda claro?

–Absolutamente claro, ciudadano.–Muy bien. Vaya a ver a Jutley

enseguida. Asegúrese de que envía losrefuerzos a la patrulla de servicio, ypídale al capitán que le proporcione otramedia docena de hombres y tráigalosaquí cuando usted vuelva. Puederegresar dentro de diez minutos. Vamos.

Desgas saludó y se dirigió a lapuerta.

Mientras Marguerite escuchaba

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horrorizada las instrucciones que dabaChauvelin a su subordinado, comprendiócon toda claridad, espantada, los planespara la captura del Pimpinela Escarlata.Chauvelin quería que los fugitivossiguieran creyendo que se encontraban asalvo, y que esperaran en su apartadoescondite a que Percy se reuniera conellos. Entonces, rodearían al audazconspirador y lo cogerían con las manosen la masa, en el mismo momento en queestuviera ayudando a unos monárquicos,que eran traidores a la república. Así, sise divulgaba la noticia de su captura, nisiquiera el gobierno británico podríaelevar una protesta legal a su favor, puesal haber conspirado con los enemigosdel gobierno francés, Francia tenía

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derecho a condenarlo a muerte.Entonces sería imposible que

escaparan, ni Pimpinela Escarlata ni losdemás, con todas las carreterassometidas a estrecha vigilancia, latrampa bien preparada, la red, floja demomento, pero tensándose cada vez más,hasta que se cerrara sobre el osadoconspirador, cuya astucia sobrehumanano podría librarlo de la tupida malla.

Cuando Desgas estaba a punto desalir, Chauvelin volvió a llamarle.

Marguerite pensó vagamente quéotros planes diabólicos se le habríanocurrido para atrapar a un hombrevaliente, que luchaba en solitario contratreinta o cuarenta. Le miró cuando sevolvió para hablar con Desgas–, apenas

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distinguía su cara bajo el sombrero dec u r é , de ala ancha. En aquellosmomentos, su delgado rostro y susojillos pálidos expresaban un odio tanimplacable, una maldad tan demoníaca,que en el corazón de Marguerite seextinguió la última esperanza, pues nopodía esperar la menor piedad.

–Se me olvidaba una cosa –dijoChauvelin, con una extraña risita,frotándose las delgadas manos, comogarras, con gesto de malvadasatisfacción–. Es posible que eseextranjero se muestre un tanto agresivo.En ese caso, recuerde que no se debedisparar contra él, a no ser como últimorecurso. Lo quiero vivo... si es posible.

Se echó a reír, como nos cuenta

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Dante que ríen los demonios alcontemplar la tortura de los condenados.Marguerite pensaba que ya habíaexperimentado toda la gama del horror yla angustia que puede soportar elcorazón humano; sin embargo, cuandoDesgas salió de la casa, y ella se quedósola con la única compañía de undesalmado como Chauvelin en aquellamiserable y desolada habitación, se diocuenta de que todo cuanto había sufridohasta entonces no era nada encomparación con lo que la aguardaba.Chauvelin siguió riendo para susadentros un buen rato, frotándose lasmanos en anticipación de su triunfo.

Sus planes estaban bien trazados, yera más que probable que los llevara a

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cabo con éxito. No quedaba ni unarendija por la que pudiera escapar alhombre más valiente y astuto del mundo.Todas las carreteras protegidas, hasta elúltimo rincón vigilado, y en aquellacabaña solitaria de un lugar perdido dela costa, un pequeño grupo de fugitivosesperando a su salvador, al quellevarían a la muerte; no, a algo peorque la muerte. Aquel desalmado conatuendo sagrado, era demasiadomalvado para permitir que un hombrevaleroso tuviera la muerte rápida yrepentina de un soldado en cumplimientode su deber.

Por encima de todo, lo queChauvelin deseaba era tener en supoder, impotente, al astuto enemigo que

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hasta entonces se había burlado de él;quería regodearse y disfrutar con sucaída, infligirle las torturas morales ymentales que sólo un odio implacablepuede idear. El águila valiente,atrapada, y con sus nobles alas cortadas,estaba condenada a someterse a losmordiscos de la rata. Y ella, su esposa,que lo amaba, y que había sido lacausante de su situación, no podía hacernada para ayudarle.

Nada, salvo esperar la muerte a sulado, y unos breves instantes paradecirle que su amor – verdadero,apasionado– le pertenecía por completo.

Chauvelin estaba sentado junto a lamesa; se quitó el sombrero, y Margueritedistinguió el contorno de su perfil y de

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la afilada barbilla al inclinarse sobre lafrugal cena. Saltaba a la vista que estabamuy contento, y que esperaba eldesarrollo de los acontecimientos conabsoluta calma; incluso daba laimpresión de estar saboreando lainsípida comida de Brogard. Margueritepensó cómo un ser humano podíaalbergar tanto odio contra otro.

De repente, mientras observaba aChauvelin, a sus oídos llegó un ruidoque la dejó helada. Y sin embargo, aquelruido no debería haber inspirado horrora nadie, pues era simplemente una vozfresca y alegre cantando de buena gana«God Save the King!».

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XXV

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EL ÁGUILA Y EL ZORROA Marguerite se le cortó la

respiración; experimentó la sensación deque su vida quedaba en suspensomientras escuchaba aquella voz yaquella canción. Había reconocido alcantante: era su marido. TambiénChauvelin lo había oído, pues, traslanzar una rápida mirada hacia la puerta,se apresuró a coger el sombrero de alaancha y a encasquetárselo en la cabeza.

La voz se oía cada vez más cerca;durante breves instantes, se apoderó deMarguerite un deseo irrefrenable decorrer escaleras abajo y atravesar lahabitación, hacer callar aquella voz acualquier precio, rogar al alegrecantante que huyera, que huyera para

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salvar su vida antes de que fuerademasiado tarde. Refrenó su impulsojusto a tiempo. Chauvelin la apresaríaantes de que llegara a la puerta, y,además, Marguerite no sabía si habíaapostado más soldados por allí cerca.Su impetuosa acción hubiera podido serla señal que acabara con la vida delhombre por cuya salvación estabadispuesta a morir.

«Que sea largo su reinado,Dios salve al rey»cantaba la voz con más fuerza que

antes. Al poco tiempo se abrió la puertay se hizo un silencio absoluto duranteunos segundos.

Marguerite no podía ver la puerta;contuvo la respiración, tratando de

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imaginar lo que ocurría.Naturalmente, nada más entrar,

Percy Blakeney vio al curé sentado a lamesa; su vacilación no duró más decinco segundos, y al poco Margueritevio su alta figura atravesando lahabitación, mientras decía en voz alta yanimada:

–¡Eh! ¿No hay nadie en la casa?¿Dónde está ese imbécil de Brogard?

No se había quitado aún elmagnífico traje de montar que llevabacuando Marguerite le viera por últimavez en Richmond, hacía ya muchashoras. Como de costumbre, su atuendoera absolutamente impecable; losdelicados encajes del cuello y puños semantenían inmaculados, las manos eran

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blancas y delgadas, llevaba el pelometiculosamente peinado y el monóculocon su habitual gesto de afectación. Laverdad era que, en aquel momento,hubiera podido pensarse que sir PercyBlakeney se dirigía a una fiesta en casadel príncipe de Gales en lugar de estarmetiendo la cabeza, deliberadamente y asangre fría, en la trampa que le habíatendido su más implacable enemigo.

Se quedó unos instantes en mediode la habitación, mientras queMarguerite, completamente paralizadade terror, parecía incapaz incluso derespirar.

A cada momento esperaba queChauvelin hiciera una señal, que laposada se llenara de soldados, y

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deseaba echar a correr escaleras abajopara ayudar a Percy a vender cara suvida. Al verlo allí parado, totalmenteajeno al peligro, estuvo a punto degritarle:

–¡Huye, Percy! ¡Es tu enemigo!¡Escapa antes de que sea demasiadotarde!

Pero ni siquiera le dio tiempo ahacer eso, porque al momento siguienteBlakeney se dirigió lentamente a lamesa, y, dando unas palmaditas jovialesen la espalda al curé , dijo, en suhabitual tono afectado e indolente:

–¡Vaya, vaya!... MonsieurChauvelin... Juro que jamás habríapensado que fuera a encontrármelo aquí.Chauvelin, que iba a llevarse la sopa a

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la boca, casi se ahogó. Su delgadorostro se puso completamente rojo, y unfuerte ataque de tos impidió a aquelastuto representante de Francia delatarla sorpresa más grande que habíaexperimentado en su vida. No cabíaduda de que aquella atrevida jugada delenemigo absolutamente inesperada, y suosadía y descaro, le dejaron estupefactomomentáneamente.

Saltaba a la vista que no habíatomado la precaución de ordenar que lossoldados rodearan la posada. Tambiénsaltaba a la vista que Blakeney lo habíaadivinado, y su ingenioso cerebro yadebía haber trazado algún plan parasacar partido a aquella entrevistainesperada.

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En el desván, Marguerite no hizo elmenor movimiento. Había prometidosolemnemente a sir Andrew que no ledirigiría la palabra a su marido enpresencia de extraños, y poseíasuficiente autocontrol como para noentrometerse impulsiva eirracionalmente en los planes de sirPercy. Observar a aquellos dos hombresjuntos en silencio supuso una terribleprueba de fortaleza para ella.Marguerite había oído a Chauvelin darórdenes para que las carreterasestuvieran constantemente vigiladas.Sabía que si Percy salía en ese momentod e l Chat Gris, no podría llegar muylejos sin que lo viera alguno de loshombres del capitán Jutley que

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patrullaban por los alrededores,cualquiera que fuese la dirección quetomara. Por otra parte, si se quedaba enla posada, Desgas tendría tiempo devolver con la media docena de hombresque había pedido Chauvelin.

La trampa empezaba a cerrarse, ylo único que podía hacer Marguerite eraobservar y pensar qué ocurriría. Los doshombres formaban un tremendocontraste, y de los dos, era Chauvelin elque mostraba un cierto temor.Marguerite lo conocía lo suficientecomo para adivinar lo que pasaba por sucabeza. No temía por sí mismo, a pesarde encontrarse a solas en una posadasolitaria con un hombre muy corpulentoy de una audacia y temeridad que

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parecían increíbles. Sabía queChauvelin hubiera arrostrado de buenagana las situaciones más arriesgadas porel bien de la causa que defendía decorazón, pero de lo que sí tenía miedoera de que aquel inglés desvergonzadole derribara de un puñetazo ymultiplicara así sus posibilidades deescapar. Probablemente sus esbirros nolograrían capturar a Pimpinela Escarlatasi no los dirigía una mano astuta y uncerebro sagaz, cuyo incentivo era unodio implacable.

Pero el representante del gobiernofrancés no tenía ningún motivo de temor,al menos de momento, a manos de supoderoso adversario. Blakeney, con surisa más necia y una expresión

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bondadosa en el rostro, le dio unosgolpecitos en la espalda con gransolemnidad.

–No sabe usted cuánto lo siento –dijo alegremente–. Lo sientomuchísimo... Tengo la impresión de quele he molestado... y, encima, la sopa...Es que comer sopa es un lío... Sin ir máslejos, un amigo mío murió tomandosopa... ahogado... igual que usted... poruna cucharada de sopa.

Y dirigió a Chauvelin una sonrisatímida, bondadosa.

–¡Qué barbaridad! –prosiguió encuanto el francés se hubo repuesto unpoco–. ¡Qué garito tan repugnante éste!¿No le parece?... Esto... ¿me permite? –añadió, en tono de disculpa, al tiempo

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que se sentaba en una silla que estabajunto a la mesa y acercaba hacia sí lasopera–. Ese imbécil de Brogard debehacerse quedado dormido o algo por elestilo.

Había otro plato en la mesa, y sirPercy se sirvió sopa tranquilamente; acontinuación escanció vino en un vaso.

Marguerite no dejaba de pensar quéharía Chauvelin. Su disfraz era tanbueno que quizá tuviera la intención denegar su identidad en cuanto serepusiera por completo. Pero Chauvelinera demasiado astuto para dar un pasoen falso tan evidente e infantil, ytendiéndole la mano a sir Percy, le dijoen tono afable:

–Estoy realmente encantado de

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verle, sir Percy. Le ruego que medisculpe... pensaba que estaba usted alotro lado del canal. La sorpresa casi meha dejado sin aliento.

–¡Desde luego! –exclamó sir Percy,sonriendo amablemente–. Eso me haparecido, ¿verdad... monsieur... esto...Chambertin?

–Perdone, pero es Chauvelin.–Le pido disculpas... mil veces le

pido disculpas. Sí, eso es, Chauvelin...Nunca se me quedan los nombresextranjeros...

Comía tranquilamente la sopa, yreía de buen humor, como si hubiera idohasta Calais con el propósito exclusivode cenar en aquella posada asquerosa,en compañía de su archienemigo.

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Marguerite no acertaba acomprender por qué Percy no derribabaal francés de un puñetazo en aquelmismo momento... y sin duda, a sumarido debió ocurrírsele algo parecido,pues de vez en cuando, brillaba en susojos un destello amenazador al posarlosen la breve figura de Chauvelin, que yahabía recobrado el control de sí mismoy también comía tranquilamente.

Pero aquella mente perspicaz, quehabía trazado y llevado a término tantosplanes audaces, era demasiadoclarividente para arriesgarseinnecesariamente. Al fin y al cabo, laposada podía estar infestada de espías, ycabía la posibilidad de que Chauvelinhubiera sobornado al posadero. A un

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grito del francés podían acudir veintehombres que reducirían a Blakeney deinmediato y lo apresarían sin darletiempo a ayudar, o al menos a prevenir,a los fugitivos. No podía arriesgarse aeso; estaba dispuesto a ayudarles, asacarles de Francia sanos y salvos;porque les había dado su palabra, y lamantendría a toda costa. Y mientrascomía y charlaba, no dejaba de pensar yplanear, y arriba, en el desván, unapobre mujer angustiada se devanaba lossesos decidiendo qué debía hacer,sometida a la tortura de tener querefrenar el deseo de correr hasta él, sinatreverse a mover por temor adesbaratar los planes de su marido.

–No sabía que usted... esto...

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tuviera las órdenes sagradas –dijoBlakeney jovialmente.

–Pues... yo... –tartamudeóChauvelin.

Saltaba a la vista que latranquilidad y el descaro de suantagonista le había hecho perder suequilibrio habitual.

–Pero, de todos modos, le habríareconocido –prosiguió sir Percyafablemente, mientras se servía otrovaso de vino–, aunque el sombrero y lapeluca le cambian mucho.

–¿Usted cree?–¡Desde luego! Cualquier persona

se transforma... Pero... espero que no lehaya molestado este comentario... Tengola mala costumbre de hacer comentarios

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sobre todo... Espero que no le hayamolestado...

–¡No, no, en absoluto! En fin...Espero que lady Blakeney se encuentrebien –dijo Chauvelin, apresurándose acambiar el tema de conversación.

Blakeney terminó la sopa conmucha lentitud, bebió el vaso de vino, ya Marguerite le pareció que recorría lahabitación con una rápida mirada.

–Muy bien, gracias –replicó al fin,secamente.

Se hizo una pausa, durante la cualMarguerite pudo contemplar a los dosenemigos que debían estar midiendo susfuerzas mentalmente. Vio a Percysentado a la mesa, su rostro casi entero,a menos de diez metros de donde ella

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estaba agazapada, confundida, sin saberqué hacer ni qué pensar. Ya habíadominado el impulso de bajar y revelarsu presencia a sir Percy. Un hombrecapaz de representar un papel con lamaestría que él lo estaba haciendo enaquel momento no necesitaba que unamujer le aconsejara que obrase concautela.

Marguerite se abandonó a un placermuy preciado por cualquier mujerenamorada, el de mirar al hombre queamaba. Por entre las raídas cortinascontempló la hermosa cara de sumarido, en cuyos indolentes ojos azulesy tras cuya necia sonrisa veía con todaclaridad la fuerza, el valor y el ingenioque habían logrado que los seguidores

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de Pimpinela Escarlata confiaran en él yle venerasen. «Somos diecinuevehombres dispuestos a sacrificar nuestravida por su marido, lady Blakeney», lehabía dicho sir Andrew; y al mirar lafrente de Percy, baja pero amplia ycuadrada, los ojos, azules, hundidos y demirada intensa, el continente en unapalabra, de un hombre de bríoindomable, que ocultaba, tras unacomedia perfectamente representada,una fuerza de voluntad casi sobrehumanay un ingenio portentoso, comprendió lafascinación que ejercía sobre susseguidores, pues, ¿acaso no habíahechizado también el corazón y laimaginación de Marguerite?

Chauvelin, que trataba de disimular

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su impaciencia con sus amablesmodales, lanzó una rápida ojeada a sureloj. Desgas no tardaría mucho enaparecer; dos o tres minutos más, yaquel inglés desvergonzado estaría enlas seguras manos de media docena delos hombres más leales del capitánJutley.

–¿Se dirige usted a París, sirPercy? – preguntó con airedespreocupado.

–¡Ni hablar! –exclamó Blakeney,riendo–. Sólo llegaré hasta Lille... Parísno me gusta ... Me parece un lugarrepugnante e incómodo en estosmomentos . . . mo n s i e u r Chambertin...perdone... ¡Chauvelin!

–No para un inglés como usted, sir

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Percy – replicó Chauvelinsarcásticamente–, a quien no le interesael conflicto que lo asola.

–Sí, la verdad es que no es asuntomío, y nuestro maldito gobierno está desu parte en esta historia. El viejo Pitt nose atreve a matar una mosca. Peroparece que tiene usted prisa, señor –añadió al ver que Chauvelin volvía asacar el reloj–. Una cita, tal vez... Leruego que no se preocupe por mí... Yodispongo de tiempo sobrado.

Se levantó de la mesa y arrastróuna silla hasta la chimenea. Una vezmás, Marguerite estuvo tentada deacercarse a él, porque el tiempo seagotaba; Desgas podía regresar encualquier momento con sus hombres.

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Percy no lo sabía y... ¡Oh! ¡Qué terribleera aquello, y qué impotente se sentía!

–No tengo ninguna prisa –prosiguióPercy afablemente–, pero a fe mía queno quisiera pasar más tiempo delabsolutamente imprescindible en estecuchitril dejado de la mano de Dios.Pero, señor –añadió, al ver queChauvelin miraba disimuladamente elreloj por tercera vez–, ese reloj noandará más deprisa por mucho que lomire. ¿Está esperando a un amigo?

–Sí, eso es. ¡A un amigo!–Supongo que no será una dama,

monsieur l'Abbé –dijo sir Percy,riendo–. Me imagino que la santa iglesiano permitirá... ¿eh?.... Pero acérquese alfuego... Empieza a hacer un frío de mil

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demonios.Dio una patada a la leña con el

tacón de su bota, y los troncos soltaronuna llamarada. Al parecer, sir Percy notenía ninguna prisa por marcharse, yestaba totalmente ajeno al peligro que leacechaba. Arrastró otra silla hasta lachimenea, y Chauvelin, cuyaimpaciencia era ya incontrolable, sesentó junto al hogar, de tal modo quepodía dominar la puerta desde suasiento. Desgas se había marchado hacíacasi un cuarto de hora. En su dolor,Marguerite comprendió con todaclaridad que, en cuanto llegara susubordinado, Chauvelin abandonaríatodos los demás planes concernientes alos fugitivos para capturar al

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desvergonzado Pimpinela Escarlata deinmediato.

–Eh, monsieur Chauvelin –dijo sirPercy animadamente–, dígame, ¿esguapa su amiga? Hay que ver lohermosas que son algunas francesitas...Pero, claro, no tengo por qué preguntarestas cosas –añadió, dirigiéndose conaire indolente hacia la mesa en la quehabían cenado–. En materia de buengusto, la iglesia nunca se ha quedadoatrás...

Pero Chauvelin no le prestabaatención. Tenía los cinco sentidosclavados en la puerta por la que entraríaDesgas de un momento a otro.

También los pensamientos deMarguerite estaban centrados allí,

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porque sus oídos habían percibido derepente, en medio del silencio de lanoche, el ruido de numerosas pisadasrítmicas no muy lejos.

Eran Desgas y sus hombres. ¡Tresminutos más y entrarían en la posada!Tres minutos más y ocurriría algoespantoso: la valiente águila caería en latrampa. Marguerite hubiera queridogritar, pero no se atrevió ni siquiera amoverse; porque mientras oía a lossoldados aproximarse, miraba a Percy,observando cada uno de susmovimientos. Estaba junto a la mesa,sobre la que estaban desparramados losrestos de la cena; platos, vasos,cucharas, saleros y pimenteros. Seencontraba de espaldas a Chauvelin, y

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seguía charlando, afectada y neciamente,como de costumbre, pero sacó la caja derapé del bolsillo, y vació rápidamenteen ella el contenido del pimentero.

Se volvió hacia Chauvelin, riendoneciamente.

–¿Eh? ¿Ha dicho algo, señor?Chauvelin estaba demasiado

pendiente del ruido de los pasos que seaproximaban para observar lo queacababa de hacer su enemigo. Recuperósu aplomo, tratando de parecerdespreocupado aun estando a punto deobtener la victoria.

–No –dijo–, o sea... como usteddecía, sir Percy...

–Decía que el judío de Piccadillyme ha vendido esta vez el mejor rapé

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que he probado en mi vida –continuóBlakeney, dirigiéndose a Chauvelin, queestaba junto al fuego–. ¿Me hace usted elhonor, monsieur l'Abbé?

Se acercó a Chauvelin, con suhabitual actitud débonnaire,despreocupada, y le ofreció la caja derapé a su archienemigo.

A Chauvelin, que, como le habíadicho a Marguerite en una ocasión,había visto más de uno o dos trucos ensu vida, jamás se le hubiera ocurridoninguno como aquél. Con un oídopendiente de las pisadas que seaproximaban cada vez más, y un ojoclavado en la puerta por la que entraríanDesgas y sus hombres de un momento aotro, tranquilizado por la actitud

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indolente del desvergonzado inglés, nopodía sospechar ni remotamente latrampa que iba a tenderle.

Cogió un pellizco de rapé.Sólo quien haya aspirado

vigorosamente cierta cantidad depimienta por accidente podrá hacerseuna ligera idea del estado de impotenciaal que queda reducido un ser humano.

Chauvelin experimentó lasensación de que la cabeza le iba aestallar; sin parar de estornudar, estuvoa punto de ahogarse; se quedó ciego,sordo y mudo durante unos instantes,instantes que Blakeney aprovechó paracoger su sombrero tranquilamente, sin lamenor prisa, sacar unas monedas delbolsillo, que dejó en la mesa, y

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abandonar la habitación con la mismacalma.

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XXVI

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EL JUDIOMarguerite tardó un buen rato en

poner sus dispersas ideas en orden; elepisodio que se cuenta en el capítuloanterior se había desarrollado en elplazo de menos de un minuto, y Desgas ylos soldados se encontraban aún a unosdoscientos metros del Chat Gris.

Cuando se dio cuenta de lo quehabía ocurrido, su corazón se llenó deuna extraña mezcla de alegría yasombro. Había sido tan limpio, taningenioso... Chauvelin seguíainmovilizado, impotente, mucho más quesi hubiera recibido un puñetazo, pues nipodía ver, ni oír ni hablar, mientras quesu astuto enemigo se le había escapadode las manos tranquilamente.

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Blakeney se había marchado; sinduda intentaría reunirse con los fugitivosen la cabaña del Pére Blanchard. Demomento, Chauvelin había quedadocompletamente inutilizado; también demomento, Desgas y sus hombres nohabían apresado al audaz PimpinelaEscarlata. Pero las patrullas rondabanpor todas las carreteras y la playa. Todoestá vigilado, y no se perdía de vista aningún extranjero. ¿Hasta dónde podríallegar Percy con sus vistosas ropas sinque lo descubrieran y lo siguieran?

Marguerite se lamentó de no habersalido a su encuentro antes para decirlelas palabras de aviso y amor queprobablemente necesitaba. Percy nopodía conocer las órdenes que

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Chauvelin había dado para su captura, yquizá en aquel mismo momento...

Pero antes de que estos terriblespensamientos adoptaran una formaconcreta en el cerebro de Marguerite,oyó estruendo de armas afuera, junto a lapuerta, y la voz de Desgas que gritaba:«¡Alto!» a sus hombres.

Chauvelin se había repuesto unpoco; los estornudos eran menos fuertes,y se puso de pie con dificultad. Logróllegar a la puerta justo cuando Desgasllamaba.

Chauvelin abrió la puerta de golpe,y antes de que su secretario pudierapronunciar palabra, tartamudeó entreestornudo y estornudo:

–El extranjero alto... ¡Deprisa!...

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¿Lo ha visto alguien?–¿Dónde, ciudadano? –preguntó

Desgas, sorprendido.–¡Aquí mismo! ¡Acaba de salir por

esa puerta, no hace ni cinco minutos!–Nosotros no hemos visto nada,

ciudadano. Todavía no ha salido la luna,y...

–Y usted ha llegado con cincominutos de retraso, amigo mío –replicóChauvelin, con furia reconcentrada.

–Ciudadano... yo...–Ha hecho lo que le ordené –le

interrumpió Chauvelin, conimpaciencia–. Ya lo sé. Pero ha tardadodemasiado tiempo. Por suerte, no haocurrido nada irreparable, pues en otrocaso le irían muy mal las cosas,

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ciudadano Desgas.Desgas empalideció ligeramente.

La actitud de su superior denotaba unaira y un odio terribles.

–El extranjero alto, ciudadano... –tartamudeó.

–Estaba aquí, en esta mismahabitación, hace cinco minutos, cenandoen esa mesa. ¡Qué desvergüenza la suya!Por razones evidentes, no me atreví aenfrentarme a él yo solo. Brogard es unimbécil, y ese maldito inglés da laimpresión de tener la fuerza de un toro,así que se ha escapado delante de misnarices.

–No puede ir muy lejos sin que lodescubran, ciudadano.

–¿Ah, no?

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–El capitán Jutley ha enviadocuarenta hombres de refuerzo a lapatrulla de servicio, veinte de ellos a laplaya. Me ha asegurado una vez más queha habido vigilancia constante durantetodo el día, y que es imposible que undesconocido llegue a la playa o coja unabarca sin que le vean.

–Muy bien. ¿Saben los hombres loque tienen que hacer?

–Han recibido órdenes muy claras,ciudadano; y he hablado yo mismo conlos que iban a partir. Deben seguir, conla mayor discreción posible, a cualquierextranjero que vean, especialmente si esalto o si va encorvado para disimular suestatura.

–No deben detenerlo bajo ninguna

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circunstancia, naturalmente –se apresuróa añadir Chauvelin–. Ese desvergonzadoPimpinela Escarlata se escaparía deunas manos torpes. Tenemos que dejarlellegar a la cabaña del Pére Blanchard, yuna vez allí, rodearle y capturarle.

–Los hombres lo saben, ciudadano,y también que, en cuanto descubran a unextranjero de elevada estatura, debenseguirlo, mientras que un hombre vieneinmediatamente aquí a comunicárselo austed.

–Eso es –dijo Chauvelin,frotándose las manos con gransatisfacción.

–Traigo más noticias, ciudadano.–¿De qué se trata?–Un inglés muy alto ha mantenido

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una larga conversación hace unos trescuartos de hora con un judío, llamadoRubén, que vive a poca distancia deaquí.

–¿Y qué? –preguntó Chauvelin, conimpaciencia.

–La conversación giró en torno a uncaballo y un carro que el inglés queríaalquilar, y que el judío debía tenerleparados para las once.

–Ya son más de las once. ¿Dóndevive el tal Rubén?

–A unos minutos a pie de aquí.–Envíe a un hombre para que

averigüe si el inglés se ha marchado enel carro del tal Rubén.

–Sí, ciudadano.Desgas fue a dar las órdenes

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pertinentes a uno de los hombres.Marguerite no se había perdido ni unasola palabra de la conversaciónmantenida entre Chauvelin y susecretario, y experimentó la sensaciónde que cada palabra que pronunciabanse clavaba en su corazón, llenándolo deimpotencia y de oscurospresentimientos.

Había ido hasta allí con grandesesperanzas y una firme resolución,dispuesta a ayudar a su marido, y hastaentonces no había podido hacer nada,salvo observar, con el corazón transidode angustia, las mallas de la red mortalque se iba estrechando en tomo al audazPimpinela Escarlata.

Percy no podía dar muchos pasos

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sin que los ojos que le espiaban ledescubrieran y denunciaran. Su propiaimpotencia despertó en ella una terriblesensación de decepción absoluta. Lasposibilidades de resultar útil a sumarido eran casi nulas, y su únicaesperanza radicaba en que lepermitieran compartir su suerte,cualquiera que ésta fuera.

De momento, incluso lasposibilidades de volver a ver al hombreque amaba eran muy remotas. Sinembargo, estaba decidida a vigilarestrechamente a su enemigo, y en sucorazón nació la débil esperanza de que,mientras no perdiese de vista aChauvelin, la balanza del destino aúnpodría inclinarse a favor de Percy.

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Desgas dejó a Chauvelin paseandotaciturno por la habitación, y salió aesperar a que regresara el hombre quehabía enviado a buscar a Rubén.Transcurrieron varios minutos, durantelos cuales Chauvelin dio claras muestrasde estar consumido por la impaciencia.Parecía como si no confiara en nadie; laúltima faena que le había hechoPimpinela Escarlata le hacía dudarrepentinamente de que fuera a obtener lavictoria final a menos que él mismodirigiera y supervisara la captura deaquel inglés desvergonzado.

Al cabo de unos cinco minutosregresó Desgas, seguido por un judío deedad con una gabardina sucia y raída,desgastada y grasienta en los hombros.

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Su pelo rojizo, que llevaba peinado alestilo de los judíos polacos, con unaespecie de tirabuzones a ambos lados dela cara, estaba salpicado de gris enmuchos puntos, y la capa de mugre delas mejillas y la barbilla le daban unaspecto insólitamente desaliñado yrepulsivo. Tenía la chepa quehabitualmente adoptaban los de su razapara mostrar una falsa humildad ensiglos pasados, antes del advenimientode la igualdad y la libertad en materiade fe, y caminaba detrás de Desgas conesa forma especial de arrastrar los piesque siempre ha distinguido al mercaderjudío del continente europeo hastanuestros días.

Chauvelin, que albergaba los

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mismos prejuicios que todos losfranceses hacia esa raza tandespreciada, le hizo un gesto a aquelindividuo para indicarle que semantuviera a una distancia respetuosa.El grupo integrado por los tres hombresse encontraba justo debajo de la lámparade aceite que colgaba del techo, yMarguerite podía verlos con todaclaridad.

–¿Es éste el hombre quebuscábamos? – preguntó Chauvelin.

–No, ciudadano –contestó Desgas–.No hemos encontrado a Rubén, pero, alparecer, este hombre sabe algo que estádispuesto a vender a cambio de ciertacantidad.

–¡Ah! –dijo Chauvelin, apartándose

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con repugnancia del odioso ejemplarhumano que tenía frente a él.

El judío, con una pacienciacaracterística, se quedó humildemente aun lado, apoyado en un bastón grueso ynudoso, con el grasiento sombrero deala ancha oscureciendo su mugrientacara, a la espera de que su Excelencia sedignara hacerle alguna pregunta.

–El ciudadano asegura –le dijoChauvelin en tono imperioso– que sabesalgo sobre mi amigo, ese inglés tan alto,y yo quisiera verle... Morbleu! ¡Manténlas distancias! –añadió de inmediato, alver que el judío se apresuraba a darunos pasos hacia él ansiosamente.

–Sí, Excelencia –replicó el judío,que hablaba con ese ceceo especial que

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denota los orígenes orientales–. RubénGoldstein y yo hemos visto esta noche aun inglés muy alto en la carretera, cercade aquí.

–¿Hablasteis con él?–El vino a hablar con nosotros,

Excelencia. Quería saber si podíaalquilar un caballo y un carro para ir aun sitio al que quería llegar esta nochepor la carretera de St. Martin.

–¿Qué le dijisteis?–Yo no dije nada –repuso el judío

en tono ofendido–. Rubén Goldstein, esemaldito traidor, ese hijo de Belial...

–Déjate de tonterías –leinterrumpió Chauvelin bruscamente–, ysigue contando qué ocurrió.

–Me quitó la palabra de la boca,

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Excelencia. Estaba yo a punto deofrecerle al acaudalado inglés micaballo y mi carro, pero llevarlo adonde se le antojara, cuando Rubén seme adelantó y ofreció su jaca, que estáfamélica, y su carro desvencijado.

–¿Y qué hizo el inglés?–Le hizo caso a Rubén Goldstein,

Excelencia, y sin pensárselo dos veces,se metió la mano en el bolsillo, sacó unpuñado de monedas de oro, y se lasenseñó a ese descendiente de Belcebú,diciéndole que todo aquello sería suyosi le tenía preparado el caballo y elcarro a las once.

–Y, naturalmente, el caballo y elcarro estaban listos a esa hora…

–¡Bueno, por decirlo de alguna

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manera, estaban listos, Excelencia! Lajaca de Rubén andaba coja, como decostumbre, y al principio se negaba amoverse. Hasta pasado un rato, despuésde darle muchas patadas, no echó aandar –dijo el judío con una risitamaliciosa.

–¿Y se marcharon?–Sí, se marcharon hace cinco

minutos, más o menos. Yo estoy muyenfadado por la estupidez del extranjeroese. ¡Inglés tenía que ser! Debería habervisto que la jaca de Rubén no estaba encondiciones de tirar de un carro...

–Pero no tenía otra elección...–¿Que no tenía otra elección,

Excelencia? – protestó el judíoásperamente–. ¿Acaso no le repetí cien

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veces que con mi caballo y mi carro iríamás rápido y más cómodo que con esesaco de huesos que tiene Rubén? Perono me hizo caso. Rubén es un embusteroque sabe embaucar a la gente. Engañó alextranjero. Si tenía prisa, hubieraempleado mejor su dinero alquilando micarro.

–Entonces, ¿tú también tienes uncaballo y un carro? –preguntó Chauvelinen tono imperioso.

–Claro que sí, Excelencia, y si suExcelencia desea usarlos…

–¿No sabrás por casualidad pordónde se fue mi amigo con el carro deRubén Goldstein?

El judío se frotó la barbillapensativamente. El corazón de

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Marguerite latía tan deprisa que parecíaque estuviera a punto de estallar. Habíaoído la imperiosa pregunta; miróangustiada al judío, pero no pudodistinguir su rostro ensombrecido por elancho ala del sombrero. Pensóvagamente que aquel hombre tenía lasuerte de Percy en sus largas y suciasmanos.

Se hizo un largo silencio, durante elcual Chauvelin miró con el ceñofruncido, impaciente, a la encorvadafigura que estaba frente a él. Al fin, eljudío se metió lentamente la mano en elbolsillo del pecho y de susprofundidades sacó varias monedas deplata. Las contempló, pensativo, y acontinuación dijo quedamente:

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–Esto es lo que me dio elextranjero, antes de marcharse conRubén, para que mantuviera la bocacerrada y no hablara de él. Chauvelin seencogió de hombros, impaciente.

–¿Cuánto hay ahí? –preguntó.–Veinte francos, Excelencia –

contestó el judío–, y he sido un hombrehonrado toda mi vida.

Sin añadir palabra, Chauvelin sacóunas monedas de oro de su bolsillo, laspuso en la palma de su mano y las hizotintinear al tendérselas al judío.

–¿Cuántas monedas de oro tengo enla palma de la mano? –preguntó en vozbaja.

Saltaba a la vista que no queríaasustar al hombre, sino ganárselo para

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que sirviera a sus propósitos, pues suactitud era afable y tranquila. Sin dudatemía que la amenaza de la guillotina yotros métodos de persuasión similaresno hicieran mella en la mente del viejo,y sospechaba que era más probable quele resultara útil movido por la avariciaque por el miedo a la muerte.

Los ojos del judío lanzaron unamirada rápida y penetrante al oro quebrillaba en la mano de su interlocutor.

–Yo diría que al menos cinco,Excelencia – contestó en tono servil.

–¿Crees que serán suficientes parasolar esa lengua tan honrada que tienes?

–¿Qué desea saber, Excelencia?–Si tu caballo y tu carro pueden

llevarme hasta donde se encuentra mi

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amigo, ese extranjero tan alto, que se hamarchado en el carro de RubénGoldstein.

–Mi caballo y mi carro puedenllevar allí a su Excelencia cuando lodesee.

–¿A un lugar llamado la cabaña delPére Blanchard?

–¿Cómo lo ha adivinado suExcelencia? – preguntó el judío, atónito.

–¿Conoces ese sitio?–Sí lo conozco, Excelencia.–¿Por qué carretera se va?–Por la de St. Martin, Excelencia, y

después hay que coger un sendero quelleva a los acantilados.

–¿Conoces la carretera? –repitióChauvelin secamente.

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–Hasta la piedra y el hierbajo máspequeño que hay en ella, Excelencia –contestó el judío en voz baja.

Sin añadir ningún comentario,Chauvelin arrojó las cinco monedas deoro, una tras otra, ante el judío, que searrodilló y las recogió dificultosamentea gatas. Una salió rodando, y le costómucho trabajo recuperarla, pues habíaquedado oculta bajo el aparador.Chauvelin esperó tranquilamentemientras el viejo se arrastraba por elsuelo para buscarla.

Cuando el judío logró ponerse depie trabajosamente, Chauvelin dijo:

–¿Cuánto tardarías en preparar elcaballo y el carro?

–Ya están preparados, Excelencia.

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–¿Dónde?–A menos de diez metros de esta

casa. Si su Excelencia tiene a bienecharles una ojeada...

–No necesito verlos. ¿Hasta dóndepuedes llevarme?

–Hasta la cabaña del PéreBlanchard, Excelencia, y más lejos de loque la jaca de Rubén ha llevado a suamigo. Estoy seguro de que a menos dedos leguas de aquí nos toparemos conese tramposo de Rubén, su jaca, su carroy el extranjero tirados en mitad de lacarretera.

–¿A qué distancia está el pueblomás cercano?

–Por la carretera que sigue elinglés, el pueblo más cercano es

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Miquelon, a menos de dos leguas deaquí.

–¿Podría coger otro medio detransporte si quisiera ir más lejos,

–Sí que podría... si es que hallegado hasta allí.

–Y tú, ¿podrías llevarme?–¿Quiere intentarlo su Excelencia?–Esa es mi intención –contestó

Chauvelin en voz baja–, pero recuerdaque si me has engañado, ordenaré a dosde mis soldados más fornidos que te denuna paliza de tal calibre que te molerántodos los huesos de tu feo cuerpo. Perosi encontramos a mi amigo el inglés, enla carretera o en la cabaña del PéreBlanchard, recibirás otras diez monedasde oro. ¿Aceptas el trato?

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El judío volvió a frotarse labarbilla pensativamente. Miró el dineroque tenía en la mano, y a continuación asu severo interlocutor y a Desgas, queestaba detrás de él, en silencio.

Tras unos instantes de reflexión,dijo pausadamente:

–Acepto.–Entonces, espérame fuera –dijo

Chauvelin–, y recuerda que, o cumplestu parte del trato, o te juro que yocumpliré la mía.

Tras una última reverencia, servil ymedrosa, el viejo judío abandonó lahabitación arrastrando los pies.Chauvelin parecía complacido con losresultados de la entrevista, pues se frotólas manos con aquel gesto suyo de

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maligna satisfacción.–Mi chaqueta y mis botas –le dijo a

Desgas.Desgas fue hasta la puerta, y debió

dar las órdenes pertinentes, pues al cabode breves instantes entró un soldado conla capa, las botas y el sombrero deChauvelin.

Este se quitó la sotana, bajo la cualllevaba unos calzones ajustados y unchaleco de paño, y procedió acambiarse de atuendo.

–Mientras tanto, ciudadano –le dijoa Desgas–, vaya usted a ver al capitánJutley lo más deprisa posible, y dígaleque le dé doce soldados más. Llévelospor la carretera de St. Martin, y dentrode poco tiempo alcanzarán el carro del

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judío en el que partiré ahora mismo. Omucho me equivoco, o se va a armar unabuena en la cabaña del Pére Blanchard.Le garantizo que al llegar allíacorralaremos a nuestra presa, pues esedesvergonzado Pimpinela Escarlata hatenido la osadía, o la estupidez, nosabría decir cuál de las dos cosas, demantener el plan que había preparado alprincipio. Ha ido a reunirse con DeTournay, St. Just y los demás traidores,algo que yo pensaba que de momento notenía intención de hacer. Cuando losencontremos, serán una banda dehombres desesperados y cercados.Supongo que algunos de nuestroshombres quedarán hors de combat. Esosmonárquicos son buenos espadachines, y

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el inglés es endiabladamente astuto, yparece muy fuerte. De todos modos,seremos al menos cinco contra uno.Usted puede seguir al carro de cerca consus hombres, por la carretera de St.Martin, pasando por Miquelon. El inglésva delante de nosotros, y no creo que sele ocurra mirar hacia atrás.

Mientras daba las órdenes, concisay secamente, terminó de cambiarse deatuendo. Se había desprendido del trajede sacerdote, y estaba vestido de nuevocon las ropas oscuras y ajustadas decostumbre. Por último cogió elsombrero.

–Voy a poner en sus manos unprisionero muy interesante –dijosoltando una risita, al tiempo que

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tomaba del brazo a Desgas con unafamiliaridad inusitada y le acompañabahasta la puerta–. No lo mataremosinmediatamente, ¿eh, amigo Desgas? Lacabaña del Pére Blanchard – estoyseguro de no equivocarme– se encuentraen un lugar solitario de la playa, ynuestros hombres tendrán la oportunidadde hacer un poco de deporte cazando elzorro herido. Elija bien los hombres queva a llevar, amigo Desgas... de la claseque disfruta con ese tipo de deporte,¿eh? Tenemos que asegurarnos de quePimpinela Escarlata sufre un poco...pero, ¿qué digo? ... que se asusta ytiembla, ¿eh? ... antes de que le... – hizoun gesto expresivo, al tiempo quesoltaba una carcajada maligna, que a

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Marguerite le llenó el alma de un terrormortal.

–Elija bien a sus hombres,ciudadano Desgas –repitió, mientrasacompañaba a su secretario a la puerta.

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XXVII

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LA PERSECUCIONMarguerite Blakeney no vaciló ni

un instante. Afuera, junto a la puerta delChat Gris, se habían desvanecido losúltimos ruidos en la noche. Oyó aDesgas dar órdenes a sus hombres, y acontinuación dirigirse hacia el fuertepara pedir otros doce hombres derefuerzo: pensaban que seis no seríansuficientes para capturar al astuto inglés,cuya ingeniosa mente era aún máspeligrosa que su valor y fortaleza.

Al cabo de unos minutos, volvió aoír la ronca voz del judío, azuzando a sujaca, y a continuación el retumbar deunas ruedas y el ruido de un carrodesvencijado que avanzaba atrompicones por la desigual carretera.

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Todo estaba en silencio en laposada. Brogard y su mujer,aterrorizados de Chauvelin, no habíandado la menor señal de vida: esperabanque se olvidara de ellos y pasardesapercibidos. Marguerite ni siquieraoyó el habitual torrente de juramentosentre dientes.

Esperó unos momentos más, ydescendió silenciosamente las viejasescaleras, se ciñó la oscura capa y salióde la posada sin hacer ruido.

Era noche cerrada, y la negruraimpedía distinguir su oscura silueta. Susagudos oídos seguían con atención elcarro que iba delante de ella.Caminando por las sombras de la zanjaque bordeaba la carretera, confiaba en

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que no la descubrieran los hombres deDesgas cuando se acercaran allí, ni laspatrullas que, según creía, debían estaraún de servicio.

Así inició la última etapa de sudesesperado y angustioso viaje, ellasola, por la noche, y a pie. Faltaban casitres leguas para llegar a Miquelon, ydespués tendría que continuar hasta lacabaña del Pére Blanchard, dondequieraque se encontrase aquel lugar fatídico,caminando seguramente por senderosescabrosos; pero no le importaba.

La jaca del judío no avanzaba muydeprisa, y aunque Marguerite se sentíaagotada, de cansancio mental y tensiónnerviosa, sabía que podría mantenersefácilmente al mismo paso que el carro

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por una carretera empinada en la que elpobre animal, que sin duda estaríamedio muerto de hambre, tendría quedescansar cada poco trecho. Lacarretera discurría a cierta distancia delmar, rodeada a ambos lados de arbustosy árboles achaparrados, cubiertos deescaso follaje, inclinados por losefectos del viento del norte, con lasramas como cabellos fantasmales yrígidos en la semioscuridad, azotadospor vientos continuos.

Por suerte, la luna no mostraba elmenor deseo de asomarse entre lasnubes, y Marguerite, pegándose al bordede la carretera, agachada junto a lahilera de arbustos, quedaba oculta a lasmiradas indiscretas. Todo a su

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alrededor respiraba un silencioabsoluto: sólo a lo lejos, muy a lo lejos,se oía el ruido del mar, como un tenuegemido.

El aire era fresco y tonificante; trasel prolongado período de inactividad enla miserable posada llena de oloresrepugnantes, Marguerite hubieradisfrutado de los dulces aromas deaquella noche de otoño, y del lejanotronar melancólico de las olas, sehubiera deleitado con la tranquilidad yel silencio de aquel solitario paisaje, dela calma que sólo interrumpía de vez encuando el grito estridente y lastimero deuna gaviota lejana y el rechinar de lasruedas, carretera abajo; hubiera gozadode la tranquila atmósfera, de la sosegada

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inmensidad de la Naturaleza en aquellazona solitaria de la costa, pero sucorazón rebosaba de cruelespresentimientos, de un intenso dolor yuna profunda nostalgia por un ser queera infinitamente importante para ella.

Sus pies resbalaban en la hierbadel borde de la carretera, pues leparecía más seguro no ir por el centro, yle costaba trabajo caminar a buen pasopor la pendiente enfangada. Tambiénpensó que sería mejor no acercarsedemasiado al carro; el silencio era tanprofundo que el crujir de las ruedas leserviría de guía.

La desolación era absoluta. Yahabía dejado muy atrás las débiles lucesde Calais, y en la carretera no se veía el

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menor rastro de habitación humana, nisiquiera una cabaña de pescador o deleñador; a la derecha, muy lejos, seextendía el borde de un acantilado, ymás abajo, la accidentada playa, contrala que se estrellaba la marea crecientecon su distante y continuo murmullo. Ydelante de Marguerite, el crujir de lasruedas, que llevaba a su enemigoimplacable camino de la victoria.

Marguerite se preguntó en quépunto de la solitaria costa se encontraríaPercy en aquellos momentos. Sin dudano podía andar muy lejos, pues lesacaba menos de un cuarto de hora deventaja a Chauvelin. Pensó si sabría queen aquel trocito de Francia fresco yaromatizado por el océano acechaban

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muchos espías, todos ellos impacientespor avistar su alta silueta, por seguirlehasta donde le esperaban sus amigos,que no sospechaban nada, y por arrojarsobre él y sobre ellos una red mortal.

Chauvelin, que avanzaba en elrenqueante carro del judío, estabaabsorto en pensamientos muyagradables. Se frotó las manos,satisfecho, al pensar en la tela de arañaque había tejido, y de la que aquel inglésaudaz y ubicuo no tenía la menorposibilidad de escapar. A medida quetranscurría el tiempo, mientras el viejojudío le llevaba sin prisa pero sin pausapor la oscura carretera, se sentía más ymás impaciente por el grandioso final deaquella excitante persecución del

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misterioso Pimpinela Escarlata.La captura del valeroso

conspirador sería la hoja más destacadade la corona de gloria del ciudadanoChauvelin. Sorprendido con las manosen la masa, en el momento preciso enque ayudaba a unos traidores a larepública de Francia, el inglés no podríapedir protección a su país. Además,Chauvelin estaba decidido a quecualquier intercesión llegara demasiadotarde.

No sintió el menor escrúpulo ni unsegundo, al pensar en la terriblesituación en que había colocado a unaesposa desgraciada que habíatraicionado involuntariamente a sumarido. La verdad era que Chauvelin ni

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siquiera pensaba en ella: había sido uninstrumento útil y nada más.

La famélica jaca del judío apenaspodía hacer algo más que caminar.Trotaba pesadamente, y el conductortenía que pararla con frecuencia.

–¿Falta mucho para Miquelon? –preguntaba Chauvelin de cuando encuando.

–Ya no está lejos, Excelencia –contestaba invariablemente el judío, muytranquilo.

–Todavía no nos hemos topado contu amigo y el mío, tirados en mitad de lacarretera, como tú decías –comentóChauvelin sarcásticamente.

–Paciencia, Excelencia –replicó elhijo de Moisés–. Van delante de

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nosotros. Distingo las huellas de lasruedas del carro que lleva ese traidor,ese hijo de Amalaquita.

–¿Estás seguro de que no te hasequivocado de carretera?

–Tan seguro como de la presenciade esas diez monedas de oro en losbolsillos de su Excelencia, que confíoen que acaben pasando a los míos.

–No te quepa duda de que serántuyas en cuanto le haya estrechado lamano a mi amigo el inglés.

–¿Eh? ¿Qué ha sido eso? –exclamóel judío de repente.

En medio del silencio, que hastaentonces había sido absoluto, sedistinguía claramente el ruido de cascosde caballo sobre la enfangada carretera.

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–Son soldados –añadió medroso,en un susurro.

–Espera un momento. Quierocomprobarlo – dijo Chauvelin.

Marguerite también había oído elruido de unos cascos al galope, que seaproximaban al carro y hacia ella.Prestó atención durante unos segundos alos ruidos circundantes, pensando queDesgas y su escuadrón pronto losalcanzarían, pero aquello procedía de ladirección contraria, probablemente deMiquelon. La oscuridad leproporcionaba suficiente protección. Sedio cuenta de que el carro se detenía, ycon suma cautela, pisando sin ruidosobre la carretera reblandecida, seacercó un poco.

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El corazón le latía muy deprisa, ytemblaba de pies a cabeza; ya habíaadivinado las noticias de que eranportadores aquellos jinetes: «Hay quevigilar a cualquier extranjero que pasepor estas carreteras o por la playa,sobre todo si es muy alto o si vaencorvado, para disimular su estatura;cuando se le descubra, que vengainmediatamente un mensajero a caballoa comunicármelo». Esas eran lasórdenes de Chauvelin. ¿Habríandescubierto al extranjero alto, y seríaaquél el mensajero a caballo portadorde la gran noticia, que la liebre acosadaal fin había metido la cabeza en el lazocorredizo?

Al ver que el carro se había

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detenido, Marguerite se deslizó hacia élen la oscuridad, con cuidado, parasituarse a la distancia conveniente paraenterarse de las noticias que traía elmensajero.

Oyó las palabras de la contraseña,pronunciadas apresuradamente:«Liberté, Fraternité, Ega1ité!», y, acontinuación, la rápida pregunta deChauvelin:

–¿Qué novedades hay?Dos hombres a caballo se habían

detenido junto al vehículo.Marguerite vio sus siluetas

recortadas contra el cielo demedianoche. Oyó sus voces, y el bufidode sus caballos, y de pronto, detrás deella, no muy lejos, las pisadas regulares

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y rítmicas de un grupo de soldadosdesfilando: Desgas y sus hombres.

Se hizo un largo silencio, durante elcual Chauvelin debió demostrar suidentidad a los soldados, pues al cabode unos momentos se sucedió una seriede preguntas y respuestas:

–¿Han visto al extranjero? –preguntó Chauvelin impacientemente.

–No, ciudadano, no hemos visto aningún extranjero de elevada estatura.Hemos venido siguiendo el borde delacantilado.

–¿Y bien?–A menos de un cuarto de legua,

pasado Miquelon, encontramos unedificio de madera muy burdo, queparecía una cabaña de pescador, para

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guardar redes y herramientas. Alprincipio, nos dio la impresión de queestaba vacía, y pensábamos que no teníanada sospechoso hasta que vimos quesalía humo por una abertura en unlateral. Desmonté y me acerqué a la casasin hacer ruido. Estaba vacía, pero en unrincón había una hoguera de carbón, y unpar de taburetes. Consulté a miscamaradas, y decidimos que ellos seocultaran con los caballos, a unadistancia que no pudieran verlos desdela cabaña, y que yo me quedaravigilando, y eso es lo que hice.

–¡Muy bien! ¿Y vio algo?–Al cabo de media hora, oí unas

voces, ciudadano, y a los pocosmomentos aparecieron dos hombres en

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el borde del acantilado. Me pareció quevenían de la carretera de Lille. Uno erajoven, y el otro bastante viejo. Ibanhablando en voz muy baja, y no pude oírlo que decían.

Uno era joven, y el otro bastanteviejo. El atribulado corazón deMarguerite casi dejó de latir al oír laspalabras de aquel hombre: el joven,¿sería Armand, su hermano? Y el viejo,¿De Tournay? ¿Serían los dos fugitivosque, sin que ellos lo supieran, iban aservir de cebo para atrapar a su noble eintrépido salvador?

–Los dos entraron en la cabaña –prosiguió el soldado, mientrasMarguerite, con los nervios en tensión,creyó percibir la risa triunfal de

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Chauvelin–, y yo me acerqué un pocomás. La casa tiene unas paredes muydelgadas, y me enteré de algunos retazosde la conversación que mantenían.

–¡Vamos, deprisa! ¿Qué oyó?–El viejo preguntó al joven si

estaba seguro de que estaban en el lugarconvenido. «Sí, claro» contestó eljoven; «estoy completamente seguro».Le enseñó a su compañero un papel quellevaba a la luz de la hoguera. «Este esel plan que me dio antes de que yosaliera de Londres», le dijo. «Nosotrosdebíamos seguir este plan al pie de laletra, a menos que recibiera órdenescontrarias, y no las he recibido. Mire,ésta es la carretera por la que hemosvenido... Aquí está la bifurcación... Este

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es el atajo de la carretera de St.Martin... y éste es el sendero por el quehemos llegado al borde del acantilado».En ese momento debí hacer algún ruido,porque el joven fue hasta la puerta de lacabaña, y miró a su alrededor muypreocupado. Cuando volvió a reunirsecon su compañero, hablaron en voz tanbaja que no pude oírles.

–¿Y qué pasó después? –preguntóChauvelin, impaciente.

–Los que patrullábamos por esaparte de la playa éramos seis en total.Entre todos decidimos que lo mejorsería que se quedaran cuatro para vigilarla cabaña, y que mi camarada y yovolviésemos aquí inmediatamente para

comunicarle lo que habíamos visto.

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–¿Y no encontraron ni rastro delextranjero?

–Ni rastro, ciudadano.–Si sus camaradas le vieran, ¿qué

harían?–No perderle de vista ni un

momento, y si diera muestras de quererhuir, o si apareciese una barca, lerodearían, y, si fuera necesario,dispararían contra él, y al oír el ruido delos disparos, el resto de la patrulla iríarápidamente a la cabaña. Pero, encualquier caso, no le dejarían escapar.

–Sí, muy bien, pero no quiero queel extranjero resulte herido... todavía no–dijo Chauvelin con ferocidad–. Perohan cumplido ustedes con su deber.Quiera el destino que no sea demasiado

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tarde...–Ahora mismo acabamos de ver a

seis hombres que llevan varias horaspatrullando por esta carretera.

–¿Y qué dicen?–Que tampoco han visto a ningún

extranjero.–Sin embargo, tiene que ir delante

de nosotros, en un carro o algoparecido... ¡Vamos! ¡No podemosperder ni un minuto! ¿A qué distanciaestá esa cabaña de aquí?

–A unas dos leguas, ciudadano.–¿Podrá encontrarla otra vez... sin

ninguna vacilación?–Sin duda alguna, ciudadano.–¿Por el sendero al borde del

acantilado... y a pesar de la oscuridad?

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–No es una noche demasiadooscura, ciudadano, y sé que seré capazde encontrar el camino perfectamente –repitió con firmeza el soldado.

–Entonces, vámonos. Que sucamarada lleve los caballos de los doshasta Calais, porque no los van anecesitar. Camine junto al carro, ydígale al judío que continúe; después,cuando lleguen a un cuarto de legua delsendero, dígale que pare, y asegúrese deque coge el camino más directo.

Mientras Chauvelin pronunciabaestas palabras, Desgas y sus hombres seaproximaban rápidamente, y Margueriteoyó sus pisadas a unos cien metrosdetrás de ella. Pensó que seríaimprudente quedarse donde estaba,

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además de innecesario, pues ya habíaoído suficiente. Experimentaba lasensación de haber perdido todacapacidad de sufrimiento: le parecíacomo si su corazón, sus nervios y sucerebro se hubieran insensibilizado trastantas horas de incesante angustia quehabían culminado en una terribledesesperación.

Pues ya no había la menoresperanza. A dos leguas escasas dellugar en que se encontraba, los fugitivosesperaban a su valiente libertador.Estaba en algún punto de aquellasolitaria carretera, y al poco tiempo sereuniría con ellos; entonces se cerraríala trampa, hábilmente tendida, y dosdocenas de hombres, al frente de otro

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cuyo odio era tan implacable comomalvada su astucia, rodearían alpequeño grupo de fugitivos y a su audazjefe. Los capturarían a todos. ComoChauvelin le había dado su palabra dehonor, Armand quedaría libre, peroPercy, su marido, a quien Margueritequería y adoraba cada vez más, caeríaen manos de su despiadado enemigo,que no albergaba ni un ápice demisericordia por un corazón valiente, niel menor vestigio de admiración por unalma noble, y que únicamente mostraríaun odio mortal a su astuto antagonista,que se había burlado de él tanto tiempo.

Marguerite oyó al soldado dar unasbreves indicaciones al judío, y acontinuación se retiró rápidamente al

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borde de la carretera, y se agazapó bajounos arbustos, al tiempo que Desgas ysus hombres se aproximaban.

Todos siguieron al carro sin hacerruido, caminando lentamente por laoscura carretera. Marguerite esperóhasta que calculó que no la oirían, yechó a andar silenciosamente en mediode la oscuridad, que parecía haberseintensificado repentinamente.

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XXVIII

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LA CABAÑA DEL PÉREBLANCHARD

Marguerite siguió caminando, comoen sueños; la tela de araña ibaestrechándose a cada momento sobre lavida del ser amado, que era lo másimportante para ella. Su único objetivoconsistía en volver a ver a su marido,decirle cuánto había sufrido, cómo sehabía equivocado, cuán poco le habíacomprendido. Había renunciado a laesperanza de salvarle: lo veía cercadopor todas partes, y, desesperada, miró asu alrededor, en la oscuridad,preguntándose si finalmente caería en latrampa mortal que le había tendido suimplacable enemigo.

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El distante bramido de las olas lahizo estremecer; de cuando en cuando, eltétrico grito de un búho o de una gaviotala llenaban de un horror inexpresable.Pensó en aquellas bestias voraces –conforma humana– que acechaban a supresa y la aniquilaban tandespiadadamente como un lobohambriento para satisfacer su apetito deodio. Marguerite no tenía miedo a laoscuridad; sólo temía a aquel hombreque iba delante de ella, sentado en elfondo de un burdo carro de madera,deleitándose en unos pensamientos devenganza que hubieran hecho reírencantados a los mismísimos demoniosdel infierno.

Tenía los pies doloridos. Le

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temblaban las rodillas, de purocansancio corporal. Desde hacía díasvivía en un auténtico torbellino deexcitación; llevaba tres noches sindormir como era debido; caminaba poruna carretera resbaladiza desde hacíacasi dos horas, y a pesar de todo, suresolución no había flaqueado ni unmomento. Vería a su marido, se locontaría todo, y, si estaba dispuesto aperdonar el delito que había cometidoen su ciega ignorancia, tendría la dichade morir a su lado.

Debía caminar sumida casi en untrance, sostenida y guiada únicamentepor el instinto, a la zaga del enemigo,cuando de repente sus oídos,armonizados con el más leve sonido por

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aquel instinto ciego, le dijeron que elcarro se había parado y que lossoldados habían hecho un alto. Habíanllegado al punto de destino. Sin duda, nomuy lejos, a la derecha, discurría elsendero que llevaba a los acantilados ya la cabaña.

Sin importarle los riesgos, seaproximó silenciosamente al lugar enque se encontraba Chauvelin, rodeadopor la pequeña tropa: había bajado delcarro y estaba dando órdenes a loshombres. Marguerite quería oírlas: laspocas posibilidades que aún lequedaban de ser útil a Percy radicabanen oír todos y cada uno de los detallesde los planes de su enemigo.

El punto en que se había detenido

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el grupo debía estar situado a unosochocientos metros de la costa; el ruidodel mar llegaba hasta allí muydébilmente. Chauvelin y Desgas,seguidos por los soldados, torcieron a laderecha de la carretera, seguramentepara internarse en el sendero quellevaba al acantilado. El judío se quedóen la carretera, con el carro y la jaca.

Con infinita cautela, literalmentearrastrándose sobre manos y rodillas,Marguerite también torció a la derecha.Para ello, tuvo que gatear entre losarbustos de ásperas ramas, intentandohacer el menor ruido posible al avanzar,desgarrándose las manos y la cara conlas ramas secas, pendiente tan sólo deoír sin que la vieran ni la oyeran. Por

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suerte, como es habitual en esa zona deFrancia, el sendero estaba flanqueadopor un seto bajo y desigual, tras el cualhabía un arroyo seco, lleno de hierbaáspera. Marguerite se refugió allí; nadiela vería, y podría intentar acercarse unostres metros al lugar en que estabaChauvelin, dando órdenes a lossoldados.

–Bueno, ¿dónde está la cabaña delPére Blanchard? –dijo en voz baja eimperiosa.

–A unos ochocientos metros deaquí, siguiendo el sendero– contestó elsoldado que encabezaba el grupo desdehacía un rato–, y bajando después por elacantilado.

–Muy bien. Llévenos hasta allí.

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Antes de empezar a descender elacantilado, acérquese a la cabaña,haciendo el menor ruido posible, ycompruebe si están dentro esos traidoresmonárquicos. ¿Entendido?

–Entendido, ciudadano.–Y ahora, escúchenme todos con

mucha atención –prosiguió Chauvelingravemente, dirigiéndose a los soldadosque le rodeaban–, pues es posible que apartir de ahora no podamos intercambiarpalabra. Recuerden cada sílaba que yopronuncie, como si su vida dependierade su memoria. Además, es probableque así sea – añadió secamente.

–Le escuchamos, ciudadano –dijoDesgas–, y un soldado de la Repúblicajamás olvida una orden.

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–Ustedes, los que han llegado hastala cabaña, intentarán asomarse a ella. Siven a un inglés con esos traidores, unhombre mucho más alto de lo normal, oque está encorvado como para disimularsu estatura, silben rápidamente paraavisar a sus camaradas. Entonces, losdemás – añadió, dirigiéndose una vezmás a todos los soldados– rodearánrápidamente la cabaña y entrarán enella, y cada uno de ustedes se encargaráde apresar a uno de los hombres queestén dentro, sin darles tiempo a quecojan sus armas de fuego. Si alguno seresiste, dispárenle a los brazos o laspiernas, pero no maten el inglés bajoninguna circunstancia. ¿Han entendido?

–Sí, ciudadano.

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–El hombre que tiene una estaturasuperior a la media seguramente tendrátambién una fuerza superior a la media.Harán falta cuatro o cinco hombres parareducirlo.

Chauvelin hizo una breve pausa, ycontinuó:

–Si esos traidores monárquicosestán solos todavía, cosa más queprobable, avisen a los soldados queestán esperando allí. Pónganse todos acubierto tras las rocas que hay alrededorde la cabaña y esperen en completosilencio hasta que aparezca el inglésalto; ataquen la cabaña cuando se hayanasegurado de que él se encuentra dentro.Pero recuerden que deben ser tancautelosos como lo es el lobo por la

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noche, cuando merodea junto a loscorrales. No quisiera que esosmonárquicos dieran la voz de alarma, ycon que dispararan una pistola o dieranun grito sería suficiente para avisar aese personaje tan alto de que se alejaradel acantilado y de la cabaña, y –añadiócon vehemencia–, es precisamente alinglés al que tienen ustedes laobligación de capturar esta noche.

–Sus órdenes serán obedecidas sinreservas, ciudadano.

–Bien. Empiecen a andar haciendoel menor ruido posible, y yo les seguiré.

–¿Qué hacemos con el judío,ciudadano? – preguntó Desgas, mientraslos soldados enfilaban el senderosilenciosamente, como sombras

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sigilosas.–¡Ah, sí! Me había olvidado de él –

dijo Chauvelin, y volviéndose hacia eljudío, lo llamó en tono imperioso.

–¡Eh, tú... Aarón, Moisés,Abraham, o como demonios te llames! –le dijo al viejo, que se había quedadojunto a su famélica jaca, lo más lejosposible de los soldados.

–Benjamín Rosenbaum, paraservirle, Excelencia –repusohumildemente.

–No me gusta oír tu voz, pero sí megusta darte ciertas órdenes, que, si eresun hombre prudente, más te valdráobedecer.

–Servidor de usted, Excelencia...–Cierra esa repulsiva boca. Vas a

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quedarte aquí, ¿me oyes?, con el carro yel caballo, hasta que nosotros volvamos.No se te ocurra, bajo ningunacircunstancia, hacer el menor ruido, nisiquiera respirar más fuerte de lonecesario. Y no abandones tu puesto pornada del mundo, hasta que yo te loordene. ¿Entendido?

–Pero, Excelencia... –protestó eljudío con voz lastimera.

–No hay «peros» que valgan, y nodiscutas – dijo Chauvelin en un tono quehizo temblar al tímido anciano de pies acabeza–. Si, cuando yo vuelva, no teencuentro aquí, te juro solemnementeque, por mucho que intentes escapar yesconderte, te encontraré, y que sobre tirecaerá un castigo espantoso, tarde o

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temprano.¿Me has oído?–Pero, Excelencia...–He dicho que si me has oído.Todos los soldados se habían

marchado, caminando sigilosamente, ylos tres hombres estaban solos en laoscura y desolada carretera. Marguerite,oculta tras el seto, escuchaba lasórdenes de Chauvelin como si fuera susentencia de muerte.

–Le he oído, Excelencia –contestóel judío, tratando de acercarse aChauvelin–, y juro por Abraham, Isaac,y Jacob, que obedeceré a su Excelenciaabsolutamente en todo, y que no memoveré del sitio hasta que su Excelenciase digne iluminar con la luz de su

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semblante a su humilde siervo; perorecuerde, Excelencia, que soy un pobreviejo; mis nervios no son tan fuertescomo los de un soldado joven. Siacertaran a pasar por esta desoladacarretera unos merodeadores nocturnos,es posible que me pusiera a gritar o queechara a correr del susto, y sería mi vidalo que estaría en juego si cayera sobremi cabeza un castigo terrible por algoque no puedo evitar.

El judío parecía verdaderamenteangustiado; temblaba de pies a cabeza.Saltaba a la vista que no se le podíadejar sólo en aquella carretera oscura.El pobre hombre estaba en lo cierto;cabía la posibilidad de que,involuntariamente, movido por el terror,

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diera un alarido que sirviera de aviso alescurridizo Pimpinela Escarlata.

Chauvelin reflexionó unosinstantes.

–¿Crees que si dejamos aquí elcarro y el caballo no les pasará nada? –le preguntó secamente.

–A mi juicio –intervino Desgas–estarán más seguros sin ese judío sucio ycobarde que con él, ciudadano. No cabeduda de que, si se asusta, saldrácorriendo o se pondrá a chillar como unloco.

–Pero, ¿qué puedo hacer con eseanimal?

–¿Y si le ordena que vuelva aCalais, ciudadano?

–No, porque lo necesitaremos para

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que lleve a los heridos más tarde –replicó Chauvelin, con un gestosignificativo.

Volvió a hacerse el silencio.Desgas esperaba la decisión de su jefe,y el judío gemía junto a su jaca,

–Bueno, viejo gandul y cobarde –dijo Chauvelin al fin–, será mejor quevengas detrás de nosotros. Tome,ciudadano Desgas, tápele la boca a esetipo con este pañuelo.

Chauvelin le tendió un pañuelo aDesgas, que se puso a atarlo alrededorde la boca del judío con aire solemne.Benjamín se dejó amordazar dócilmente;saltaba a la vista que prefería aquellamolestia a que lo dejaran solo en laoscura carretera de St. Martin. A

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continuación, los tres hombres echaron aandar en fila.

–¡Deprisa! –dijo Chauvelin,impaciente–. Ya hemos perdidodemasiado tiempo.

Y al poco rato, las pisadas firmesde Chauvelin y Desgas y los pasosvacilantes del viejo judío sedesvanecieron en el sendero.

Marguerite no se había perdido niuna sola palabra de las órdenes deChauvelin. Sus nervios estaban entensión, con el objeto de comprender lasituación en primer lugar y, acontinuación, recurrir al ingenio quetantas veces había merecido elcalificativo del más agudo de Europa, yque era lo único que podía resultarle útil

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en aquellos momentos.En verdad, la situación era

desesperada; un minúsculo grupo dehombres desprevenidos esperabatranquilamente la llegada de susalvador, igualmente ajeno a la trampaque les habían tendido. Parecía tanterrible aquella red, extendida formandoun círculo en mitad de la noche, en unaplaya solitaria, en torno a un puñado dehombres indefensos, indefensos porqueestaban desprevenidos; y uno de ellosera el esposo al que Margueriteidolatraba, y otro el hermano al quequería. Pensó vagamente quiénes seríanlos demás... que también esperaban aPimpinela Escarlata, con la muerteacechándoles detrás de cada roca del

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acantilado.De momento Marguerite no podía

hacer nada, salvo seguir a los soldadosy a Chauvelin. Por temor a perderse noechó a correr para buscar aquellacabaña de madera y quizá llegar atiempo de prevenir a los fugitivos y a suvaliente libertador.

Durante unos segundos le pasó porla cabeza la idea de emitir un agudogrito –lo que tanto temía Chauvelin–para avisar a Pimpinela Escarlata y susamigos, con la descabellada esperanzade que lo oyeran y huyeran antes de quefuera demasiado tarde. Pero no sabía aqué distancia del borde del acantiladose encontraba; no sabía si sus gritosllegarían a oídos de los hombres

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condenados. Quizá fuera demasiadoprematuro, y no tendría ocasión de hacerotra tentativa. La amordazarían, como aljudío, y sería una prisionera impotenteen manos de los hombres de Chauvelin.

Como un fantasma, avanzósigilosamente bajo el seto; se habíaquitado los zapatos y llevaba las mediasdesgarradas. No sentía ni cansancio nidolor; la indomable voluntad de reunirsecon su marido, a pesar del destinoadverso y de un enemigo astuto,anulaban toda sensación de molestiacorporal y agudizaban sus instintos.

Sólo oía las pisadas rítmicas de losenemigos de Percy delante de ella; sóloveía, mentalmente, la cabaña de madera,y a él, a su marido, que caminaba

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ciegamente hacia su suerte.De repente, sus instintos,

agudizados, le dijeron que se detuviera yse agazapara aún más a la sombra delseto. La luna, que había sido su aliada,manteniéndose oculta tras unas nubes,apareció en todo el esplendor de lanoche otoñal, y a los pocos instantesinundó aquel paisaje misterioso ydesolado como un torrente de brillanteluz.

Ante ella, a menos de doscientosmetros, estaba el borde del acantilado, ydebajo, extendiéndose hasta la feliz ylibre Inglaterra, el mar, que se mecíalenta y apaciblemente. La mirada deMarguerite se posó unos instantes en lasaguas brillantes, planteadas, y sintió que

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su corazón, insensibilizado por el dolordesde hacía tantas horas, se ablandaba ydistendía, y que sus ojos se llenaban delágrimas ardientes: a menos de cincokilómetros, con las blancas velasdesplegadas, estaba anclada una grácilgoleta.

Más que reconocerla, Margueriteadivinó su presencia. Era el DayDream, el yate preferido de Percy, conBriggs, el rey de los capitanes, a bordo,y con toda su tripulación de marinerosbritánicos. Sus velas blancas, querelucían a la luz de la luna, parecíanquerer transmitir a Marguerite unmensaje de alegría y esperanza, que ellatemía que jamás se hiciera realidad.Esperaba mar adentro, esperaba a su

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dueño, como un hermoso pájaro blancoa punto de emprender el vuelo, y sudueño jamás llegaría hasta ella, jamásvolvería a ver su lisa cubierta, jamásvolvería a avistar los blancosacantilados de Inglaterra, la tierra de lalibertad y la esperanza.

La visión del yate pareció infundira aquella pobre mujer angustiada lafuerza sobrehumana de la desesperación.Allí estaba el borde del acantilado y, unpoco más abajo, la cabaña en que,dentro de pocos momentos, su maridoencontraría la muerte. Pero había salidola luna; Marguerite la vio perfectamente;también vería la cabaña, a lo lejos,correría hasta ella, despertaría a susocupantes, les prevendría para que se

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preparasen a vender cara su vida, enlugar de dejarse atrapar como ratas enun agujero.

Continuó avanzando a trompicones,tras el seto, pisando la hierba corta ygruesa de la zanja. Debió ir muy deprisay adelantar a Chauvelin y Desgas, puesal cabo de poco tiempo llegó al bordedel acantilado, y oyó sus pisadasclaramente detrás de ella. Pero a sólounos metros de distancia, ahora que laluna había salido por completo, susilueta debió recortarse nítidamentecontra el fondo plateado del mar.

Pero tan sólo unos momentos, puesen seguida se agazapó, como un animalasustado. Se asomó al borde delacantilado: el descenso resultaría

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bastante fácil, pues no era escarpado, ylas enormes rocas le proporcionaríanbuenos asideros. De repente, mientras locontemplaba, vio allá abajo, a laizquierda, un tosco edificio de maderapor cuyas paredes se filtraba unalucecita roja, como un faro. Experimentóla sensación de que el corazón le dejabade latir; la emoción y la alegría eran tanintensas que se asemejaban a un terribledolor.

No podía calcular a qué distanciase encontraba la cabaña, pero sinpermitirse ni un segundo de vacilaciónempezó a bajar, arrastrándose de unaroca a otra, sin preocuparse del enemigoque estaba detrás de ella, ni de lossoldados, que sin duda se habrían

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escondido, pues aún no había aparecidoel inglés. Siguió avanzando, olvidando asu mortal enemigo, que le pisaba lostalones, corriendo, tropezando, con lospies destrozados, aturdida; pero a pesarde todo, siguió avanzando... Cuando, depronto, la hacía caer una grieta, o unapiedra, o una roca resbaladiza, selevantaba trabajosamente, y echaba acorrer de nuevo, con la intención deavisar a los fugitivos, de rogarles quehuyeran antes de que llegara Percy, y dedecirle a su marido que se alejara, quese alejara del espantoso destino que leaguardaba. Pero súbitamente se diocuenta de que unos pasos más rápidosque los suyos la seguían de cerca, y alos pocos instantes, una mano la agarró

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por la falda, y volvió a caer de rodillas,mientras le rodeaban la boca con algopara impedir que soltara un grito.

Aturdida, furiosa por la amargadadecepción, miró a su alrededor,impotente, y, agachado junto a ella, vioentre la niebla que parecía rodearla dosojos malvados y penetrantes, que a sucerebro excitado se le antojaron dotadosde una luz verdosa, extraña ysobrenatural.

Estaba tendida a la sombra de unagran roca; Chauvelin no podía distinguirsus rasgos, pero le pasó los dedoslargos y blancos por la cara.

–¡Una mujer! –susurró–. ¡Por todoslos santos del cielo! Desde luego, nopodemos soltarla –murmuró para sus

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adentros–. Me gustaría saber quién...Se calló bruscamente, y tras unos

segundos de silencio absoluto, emitióuna risita larga y extraña, mientrasMarguerite volvía a sentir, con unestremecimiento de horror, los delgadosdedos del hombre deslizándose por surostro.

–¡No es posible! ¡Pero quésorpresa tan agradable! –susurró, confalsa galantería, y Marguerite notó queChauvelin llevaba su mano, que nopodía oponer resistencia, a los finos yburlones labios.

La situación hubiera resultadorealmente grotesca de no haber sidoporque al mismo tiempo eraterriblemente trágica: la pobre mujer,

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angustiada, destrozada, furiosa por laamarga decepción que había sufrido,recibiendo de rodillas las banalesgalanterías de su mortal enemigo.

A punto de desvanecerse, medioasfixiada por la mordaza, no teníafuerzas ni para moverse ni para gritar.Era como si la excitación que habíamantenido hasta entonces su delicadocuerpo hubiera cesado repentinamente,como si la sensación de absolutadesesperación hubiera paralizado porcompleto su cerebro y sus nervios.

Chauvelin debió dar ciertasórdenes, que Marguerite no pudo oír porestar demasiado aturdida, pues notó quela levantaban del suelo; apretaron aúnmás la mordaza, y unos fuertes brazos la

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llevaron hacia la lucecita roja, que paraella había sido como un faro y el últimodestello de esperanza.

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XXIX

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ATRAPADOSMarguerite no sabía cuánto tiempo

la llevaron de aquella forma: habíaperdido la noción del tiempo y delespacio, y durante unos segundos, laNaturaleza, misericordiosa, la privó deconsciencia.

Cuando volvió a caer en la cuentade la situación en que se encontraba,comprobó que estaba tumbada sobre unachaqueta de hombre, no demasiadoincómoda, con la cabeza apoyada en unaroca. La luna había vuelto a ocultarsetras unas nubes, y, en comparación, laoscuridad parecía más intensa. El marbramaba a sus pies, a unos veintemetros, y al mirar a su alrededor no vioel menor vestigio de la lucecita roja.

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Comprendió que el viaje habíatocado a su fin al oír muy cerca elmurmullo de una sucesión de preguntas yrespuestas.

–Hay cuatro hombres en la cabaña,ciudadano. Están sentados junto alfuego, y parecen muy tranquilos.

–¿Qué hora es?–Casi las dos.–¿Y la goleta?–Sin duda es inglesa, y está anclada

a unos tres kilómetros mar adentro. Perono se ve el bote.

–¿Se han escondido los hombres?–Sí, ciudadano.–¿No cometerán ninguna estupidez?–No se moverán hasta que aparezca

el inglés. Entonces rodearán a los cinco

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hombres y los reducirán.–Muy bien. ¿Y la señora?–Me da la impresión de que sigue

aturdida. Está a su lado, ciudadano.–¿Y el judío?–Está amordazado y con las piernas

atadas. No puede moverse ni gritar.–Bien. Tenga el fusil preparado,

por si lo necesita. Acérquese a lacabaña. Yo me ocuparé de la señora.

Desgas debió obedecerinmediatamente, pues Marguerite lo oyóalejarse por la pendiente rocosa;después notó unas manos cálidas,delgadas, como garras, que le cogían lassuyas férreamente.

–Antes de que le quitemos esepañuelo de su bonita boca, creo

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conveniente decirle unas cuantaspalabras de aviso, mi hermosa dama –lesusurró Chauvelin al oído–. No puedoadivinar a qué debo el honor de que mehaya seguido tan encantadora personahasta este lado del canal, pero, o muchome equivoco, o el objetivo de susatenciones no halagaría mi vanidad, y,además, creo que tampoco me equivocoal suponer que el primer sonido queemitirán sus hermosos labios en cuantole quite esta cruel mordaza servirá sinduda para poner sobre aviso a ese astutozorro al que me he tomado la molestiade seguir hasta su madriguera.

Guardó silencio unos instantes,aferrando con más fuerza la muñeca deMarguerite; después prosiguió, en el

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mismo tono susurrante:–Si tampoco me equivoco en esta

ocasión, en esa cabaña está esperandosu hermano, Armand St. Just, con eltraidor de De Tournay y otros doshombres a los que no conozco, a quellegue su misterioso salvador, cuyaidentidad confunde desde hace tiempo anuestro Comité de Salud Pública, elaudaz Pimpinela Escarlata. No cabeduda de que si usted grita, si se produceun forcejeo o si se hacen disparos, esmás que probable que las mismaspiernas que han traído hasta aquí a eseenigma escarlata lo lleven con la mismaceleridad a un lugar en que esté a salvo.En ese caso, el objetivo por el que herecorrido tantos kilómetros no se habrá

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cumplido. Por otra parte, sólo de usteddepende que su hermano, Armand, quedelibre y pueda irse con usted a Inglaterraesta misma noche, si ése es su deseo, o acualquier otro lugar igualmente seguro.

Marguerite no podía emitir ningúnruido, pues el pañuelo estaba atado muyfuertemente alrededor de su boca, peroChauvelin la miraba fijamente a la cara,perforando la oscuridad; y la mano de lamujer debió responder a su últimasugerencia, pues enseguida prosiguió:

–Lo que quiero que haga paraganarse la salvación de Armand es muysencillo, querida señora.

«¿De qué se trata?», pareciócontestarle la mano de Marguerite,

–Quedarse inmóvil aquí mismo, sin

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hacer el menor ruido, hasta que yo le dépermiso para hablar. Ah, pero estoy casiseguro de que me obedecerá –añadió,con aquella extraña risita suya–, porque,permítame decirle que si grita, aún más,si hace el menor ruido, o intentamoverse de aquí, mis hombres –haytreinta apostados por los alrededores–apresarán a St.

Just, De Tournay y sus dos amigos,y los matarán aquí mismo, por ordenmía, delante de mis ojos.

Marguerite escuchó las palabras desu implacable enemigo con terrorcreciente. Paralizada por el dolor físico,le quedaba suficiente vitalidad mentalpara comprender todo el horror de aquelespantoso «O eso o... » que Chauvelin le

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proponía una vez más; una disyuntivamil veces más espantosa que la que lehabía propuesto aquella noche fatídicaen el baile.

En esta ocasión significaba quetenía que quedarse inmóvil y dejar queel marido al que adoraba se dirigieseinconscientemente hacia la muerte, oque, si intentaba prevenirle, algo quequizá resultaría inútil, equivaldría a lamuerte de su hermano y de otros treshombres desprevenidos.

No veía a Chauvelin, pero casipodía sentir aquellos ojos pálidos ypenetrantes clavados con expresión demaldad en su cuerpo impotente, y laspalabras que pronuncióapresuradamente, en un susurro, sonaron

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en sus oídos como el anuncio de lamuerte de su última esperanza.

–Vamos, señora –dijo Chauvelincortésmente–, a usted sólo puedeinteresarle St.

Just, y lo único que tiene que hacerpara salvarle es quedarse donde está yguardar silencio. Mis hombres tienenórdenes muy precisas de no herirle. Conrespecto a ese enigmático PimpinelaEscarlata, ¿qué significa para usted?Créame, aunque usted le avisara, noconseguiría nada. Y ahora, queridaseñora, deje que le quite esta molestacoacción que le hemos colocado en suhermosa boca. Como puede ver, deseoque tenga usted completa libertad paratomar una decisión.

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Los pensamientos de Margueritebullían en un torbellino; le dolían lassienes, tenía los nervios paralizados, elcuerpo entumecido de dolor, y laoscuridad la rodeaba como con unmanto. Desde donde se encontraba noveía el mar, pero oía el incesantemurmullo lóbrego de la marea creciente,que le llevaba sus esperanzas muertas,su amor perdido, el marido al que habíadelatado y condenado a muerte.

Chauvelin le quitó la mordaza de laboca. Marguerite no gritó: en aquelmomento no tenía fuerzas para hacernada; sólo para reponerse y obligarse apensar.

¡Sí, pensar, pensar qué debía hacer!Los minutos pasaban; en aquel espantoso

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silencio no podía saber si deprisa odespacio; no oía nada, no veía nada; nosentía el aire otoñal, aromatizado por elpenetrante olor del mar, ya no oía elmurmullo de las olas, ni el tabletear delas piedrecillas al rodar por una cuesta.La situación se le antojaba cada vez másirreal. Era imposible que ella,Marguerite Blakeney, la reina de la altasociedad londinense, estuviera enaquella costa desolada, en mitad de lanoche, junto a su enemigo másimplacable; y no era posible que enalgún lugar, acaso a pocos metros dedistancia, de donde ella se encontraba,el hombre que había despreciado, peroque, a cada momento que transcurría enaquella vida extraña, como de ensueño,

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cobraba mayor importancia... no eraposible que aquel hombre caminarainconscientemente al encuentro de sudestino sin que ella pudiera hacer nadapor salvarlo.

¿Por qué no se decidía a avisarle,dando unos chillidos que resonarandesde un extremo a otro de la playasolitaria, para que desistiera de suempeño y volviera sobre sus pasos, puesla muerte lo acechaba a cada paso quedaba? Los gritos subieron a su gargantaen una o dos ocasiones, comoinstintivamente; pero enseguida sepresentaba ante sus ojos la fatídicaalternativa: su hermano y los otros treshombres morirían delante de sus ojos, yella sería su asesina.

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¡Ah! ¡Qué bien conocía lanaturaleza femenina aquel demonio conforma humana que estaba a su lado!Había manejado sus sentimientos con lamisma habilidad que un músico suinstrumento. Había medido cada uno desus pensamientos a la perfección.

Marguerite no podía dar la señal,porque era débil, y porque era unamujer. ¿Cómo podría ordenardeliberadamente que disparasen contraArmand delante de sus propios ojos, quela amada sangre de su hermano cayerasobre su cabeza? Armand tal vez moriríacon una maldición en los labios. ¡Ytambién el padre de la pequeña Suzanne,un anciano! ¡Y los demás! Erademasiado espantoso.

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Esperar, esperar... ¿cuánto tiempo?La madrugada transcurría velozmente,pero aún no había amanecido; el marseguía con su incesante y lóbregomurmullo; la brisa otoñal suspirabadulcemente en la noche; la playasolitaria estaba en silencio, como unatumba.

De repente, se oyó una voz fuerte yalegre que, no muy lejos, cantaba «GodSave the King!».

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XXX

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LA GOLETA

El atribulado corazón deMarguerite cesó de latir. Más queverlos, sintió a los hombres quevigilaban preparándose para el ataque.Sus sentidos le dijeron que todos ellos,agazapados y espada en mano, sedisponían a saltar.

La voz se oía cada vez máspróxima; en la desolada inmensidad delos acantilados, con el potente murmullodel mar abajo, era imposible saber si elalegre cantante, que pedía a Dios en sucanción que salvara al rey, mientras queél se encontraba en peligro de muerte,estaba lejos o cerca, y mucho menos pordónde venía. Débil al principio, poco a

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poco se hizo más fuerte; de vez encuando, una piedrecilla se desprendíabajo las firmes pisadas del cantante, ybajaba rodando por el precipiciorocoso, hasta caer en la playa.

Al oír la voz, Marguerite sintió quela vida se le escapaba, como si cuandoaquel hombre se acercara, cuandoquedara atrapado...

Oyó claramente el chasquido delrifle de Desgas a su lado...

¡No, no, no! ¡Dios de los cielos, nopuede ocurrir! ¡Que la sangre deArmand se derramara sobre su cabeza!¡Que la acusaran de ser su asesina! ¡Queel hombre al que amaba la detestara ydespreciara por ello, pero, Dios, sálvaloa cualquier precio!

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Dando un grito agudo, se levantó deun salto, y rodeó la roca junto a la quese había refugiado: vio la lucecita rojafiltrándose por las rendijas de lacabaña; corrió hacia ella, se abalanzósobre sus paredes de madera, y se pusoa golpearlas con los puños cerrados,frenéticamente, al tiempo que gritaba:

–¡Armand, Armand! ¡Sal de ahí,por lo que más quieras! ¡Tu jefe estácerca! ¡Lo han delatado! ¡Armand!¡Armand, huye, en el nombre del cielo!

Alguien la agarró y la tiró al suelo.Se quedó allí gimiendo, magullada, sinimportarle nada, sollozando y gritando:

–¡Percy, esposo mío, huye, por elamor de Dios! ¡Armand, Armand! ¿Porqué no escapas?

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–Que alguien haga callar a esamujer –siseó Chauvelin, que apenaspudo refrenar el impulso de golpearla.

Le arrojaron algo sobre la cara; nopodía respirar, y tuvo que guardarsilencio forzosamente.

También el atrevido cantanteguardaba silencio, sin duda prevenidodel peligro inminente por los frenéticosgritos de Marguerite. Los soldados sehabían puesto de pie; su silencio ya noera necesario: los lastimeros gritos de lapobre mujer resonaban por todo elacantilado.

Chauvelin, mascullando unjuramento, que no presagiaba nadabueno para la que se había atrevido adesbaratar sus planes más acariciados,

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se apresuró a ordenar:–¡Al ataque, soldados, y que nadie

escape vivo de esa cabaña!La luna había vuelto a aparecer

entre las nubes; se había desvanecido laoscuridad del acantilado, dando pasouna vez más a una luz brillante yplateada. Varios soldados seprecipitaron hacia la burda puerta demadera de la cabaña, y uno de ellos sequedó vigilando a Marguerite.

La puerta estaba a medio abrir; unode los soldados la empujó, pero adentrotodo era oscuridad, y la hoguera decarbón sólo iluminaba un rincón de lahabitación con una tenue luz rojiza. Lossoldados se detuvieron automáticamenteen el umbral, como máquinas, a la

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espera de recibir órdenes.Chauvelin, que estaba preparado

para un violento ataque desde el interiorde la casa y para una fuerte resistenciapor parte de los cuatro fugitivos bajo elamparo de la oscuridad, se quedóparalizado de asombro al ver a lossoldados inmóviles, como si montaranguardia, y comprobar que no se oía ni unsolo ruido en la cabaña.

Lleno de extraños y angustiosospresentimientos, también él fue hasta lapuerta, y tratando de perforar la negruracon los ojos, preguntó rápidamente:

–¿Qué significa esto?–Creo que ya no hay nadie,

ciudadano – replicó uno de lossoldados, imperturbable.

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–¿No habrán dejado ir a esoscuatro hombres? –tronó Chauvelin entono amenazador–. ¡Les ordené que nodejaran escapar a nadie con vida!¡Deprisa, síganlos! ¡Vamos, en todasdirecciones!

Los soldados, obedientes comomáquinas, se precipitaron hacia la playapor la pendiente rocosa; unos fueron aderecha e izquierda, a la mayorvelocidad que les permitían sus piernas.

–Usted y sus hombres pagarán conla vida por esta estupidez, ciudadanosargento –le dijo Chauvelin concrueldad al sargento que se encontrabaal mando–. Y usted también, ciudadano–añadió, volviéndose con un gruñidohacia Desgas–. Por haber desobedecido

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mis órdenes.–Usted nos ordenó que

esperásemos hasta que llegara el inglésalto y se reuniera con los cuatrohombres que había en la cabaña. No hallegado nadie, ciudadano –replicó elsargento con resentimiento.

–Pero hace un momento, cuando lamujer se puso a gritar, les ordené queentraran en la casa y no dejaran escapara nadie.

–Pero ciudadano, creo que loscuatro hombres que estaban ahí dentrohacía ya un rato que se habíanmarchado...

–¿Cómo que lo cree? ¿Cómo que...? –dijo Chauvelin, casi sofocado por laira–. Y los dejó escapar...

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–Nos ordenó que esperásemos,ciudadano – protestó el sargento–, y queobedeciéramos sus órdenes al pie de laletra, bajo pena de muerte. Y nosotroshemos esperado.

–Yo oí a los hombres salir de lacabaña, pocos minutos después de quenos escondiéramos, y mucho antes deque la mujer gritara –añadió, puesChauvelin parecía haberse quedado sinhabla de pura rabia.

–¡Escuchen! –dijo Desgasbruscamente.

A lo lejos se oyó el ruido derepetidos disparos. Chauvelin intentóescudriñar la playa, que se extendía asus pies, pero dio la casualidad de quela caprichosa luna ocultó su luz tras unas

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nubes, y no pudo ver nada.–Uno de ustedes, que entre en la

cabaña y encienda una luz –logrótartamudear al fin.

El sargento obedeció, impasible;fue hasta la hoguera y encendió lapequeña linterna que llevaba en elcinturón. No cabía duda de que lacabaña estaba completamente vacía.

–¿Por dónde se fueron? –preguntóChauvelin.

–No sabría decirle, ciudadano –contestó el sargento–. Primero bajaronpor el acantilado, y despuésdesaparecieron detrás de unas rocas.

–¡Silencio! ¿Qué ha sido eso?Los tres hombres prestaron oídos.

A lo lejos, muy a lo lejos, se oía resonar

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débilmente, casi desvaneciéndose en lanoche, el rápido chapoteo de mediadocena de remos. Chauvelin sacó supañuelo y se enjugó el sudor de lafrente.

–¡El bote de la goleta! –acertó adecir con voz entrecortada.

Sin duda, Armand St. Just y sus trescompañeros habían logrado deslizarsepor el acantilado, mientras los hombres,como auténticos soldados del bienadiestrado ejército republicano,obedecían ciegamente y sin reservas,temerosos de sus vidas, las órdenes deChauvelin: esperar a que llegara elinglés alto, que era la presa importante.

Seguramente habían llegado a unade las calas que se adentraban en el mar;

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el bote del Day Dream debía estaresperándoles allí, y ya se encontrarían asalvo a bordo de la goleta británica.

Como para confirmar estasuposición, se oyó el estruendo apagadode un cañón mar adentro.

–La goleta, ciudadano –dijo Desgasen voz baja–. Ha zarpado.

Chauvelin tuvo que hacer acopio detoda su presencia de ánimo y autocontrolpara no entregarse a un ataque de rabia,tan inútil como indigno. No cabía dudade que aquella maldita cabeza británicale había burlado una vez más. Chauvelinno podía concebir cómo había logradollegar hasta la cabaña sin que le vieraninguno de los treinta soldados quevigilaban el lugar. Naturalmente, estaba

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muy claro que lo había hecho antes deque los treinta hombres ocuparan elacantilado, pero no encontrabaexplicación al hecho de que hubieravenido desde Calais en el carro deRubén Goldstein sin que lo descubrieraninguna de las patrullas. Parecía como siun hado todopoderoso protegiese alaudaz Pimpinela Escarlata, y su astutoenemigo experimentó unestremecimiento casi de superstición almirar los imponentes acantilados y ladesolada playa.

Pero todo aquello era real, yestaban en el año de gracia de 1792: noexistían ni las brujas ni las hadas.Chauvelin y sus treinta hombres habíanescuchado con sus propios oídos–

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aquella maldita voz cantando «God Savethe King!», veinte minutos después dehaber rodeado la cabaña; debió serentonces cuando los cuatro fugitivosllegaron a la cala y subieron al bote, y lacala más próxima se encontraba a casidos kilómetros de la cabaña.

¿Dónde se habría metido aquelosado inglés? A menos que mismísimoSatán le hubiera dado alas, no podíahaber recorrido aquella distancia por unacantilado rocoso en el plazo de dosminutos; y sólo habían transcurrido dosminutos entre el momento en que se oyósu canción y el momento en que seoyeron los remos del bote chapoteandomar adentro. Él debió quedarse atrás, yesconderse en los acantilados; como las

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patrullas seguían vigilando, no cabíaduda de que lo encontrarían tarde otemprano. Chauvelin volvió a sentirseesperanzado.

Dos soldados que habían echado acorrer tras los fugitivos, ascendíantrabajosamente por el acantilado; uno deellos llegó junto a Chauvelin en elmismo instante en que el corazón delastuto diplomático empezaba a albergaraquella esperanza.

–Es demasiado tarde, ciudadano –dijo el soldado–. Llegamos a la playajusto antes de que la luna se ocultaraentre unas nubes. Sin duda, el boteestaba vigilando junto a la primera cala,a un kilómetro y medio más o menos,pero cuando nosotros llegamos a la

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playa ya se había marchado hacíabastante tiempo y se había internado enalta mar. Disparamos, pero,naturalmente, no sirvió de nada. Sedirigió hacia la goleta a toda velocidad.Lo vimos con toda claridad a la luz de laluna.

–Sí –replicó Chauvelin conimpaciencia–. Había zarpado hacía yarato, y la cala más próxima se encuentraa un kilómetro y medio, ¿no es eso?

–¡Sí, ciudadano! Yo eché a correrhacia la playa, aunque me imaginaba queel bote habría estado esperando cerca dela cala, pues la marea llegaría allí antes.Debió zarpar unos minutos antes de quela mujer empezara a gritar.

¡Unos minutos antes de que la

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mujer empezara a gritar! Entonces, lasesperanzas de Chauvelin no eran vanas.Seguramente, Pimpinela Escarlata habíaintentado enviar a los fugitivos en elbote, pero a él no le había dado tiempo allegar a la goleta; tenía que seguir entierra, y todas las carreteras estabanvigiladas. Aún no se había perdido todomientras aquel británico desvergonzadocontinuase en suelo francés.

–¡Traigan una luz! –ordenó,entrando de nuevo en la cabaña.

El sargento le llevó su linterna, ylos dos hombres examinaron el interiorde la casa: con una rápida mirada,Chauvelin observó lo que contenía: unacaldera bajo una abertura de la pared,con los últimos rescoldos del fuego de

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carbón, un par de taburetes caídos, comosi los hubieran derribado al huirprecipitadamente, herramientas y redesde pescar en un rincón, y, junto a éstas,un objeto pequeño y blanco.

–Coja eso –le dijo Chauvelin alsargento, señalando el objeto blanco–, ydémelo.

Era un trozo de papel arrugado, quelos fugitivos debían haber olvidado conlas prisas al escapar. El sargento, muyasustado por la rabia y la impacienciadel ciudadano Chauvelin, cogió un papely se lo entregó respetuosamente a sujefe.

–Léalo, sargento –dijo éstesecamente.

–Es casi ilegible, ciudadano... Está

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garrapateado de mala manera...El sargento, a la luz de la linterna,

se puso a descifrar las palabrasprecipitadamente garabateadas:

«No puedo reunirme con ustedessin poner sus vidas en peligro yarriesgar el éxito de la operación derescate. Cuando reciban esta nota,esperen dos minutos; después, salgan dela cabaña sin hacer ruido, uno a uno,tuerzan a la izquierda y bajen por elacantilado con precaución. Sigan a laizquierda hasta llegar a la primera rocaque se interna en el mar –detrás de ella,en la cala, hay un bote esperándoles–.Den un silbido agudo, y se acercará.Suban a él y mis hombres les llevarán ala goleta, y a la seguridad de Inglaterra.

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Una vez a bordo del Day Dream, envíenel bote para que me recoja a mí. Digan amis hombres que estaré en la cala que seextiende frente al Chat Gris, junto aCalais. Ellos la conocen. Llegaré allí loantes posible. Que me esperen a unadistancia prudencial, mar adentro, hastaque oigan la señal de costumbre. No seretrasen, y obedezcan estas instruccionesal pie de la letra. »

–Después hay una firma, ciudadano–añadió el sargento, al tiempo que ledevolvía el papel a Chauvelin.

Pero el diplomático no esperó ni uninstante más. Una frase de aquella notadecisiva le había llamado la atención:«Estaré en la cala que se extiende frentea l Chat Gris, junto a Calais». Aquella

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frase podía representar la victoria paraél.

–¿Quién de ustedes conoce bien lacosta? – gritó a sus hombres, que uno auno habían ido regresando de suinfructuosa búsqueda y estaban reunidosde nuevo alrededor de la cabaña.

–Yo, ciudadano –contestó uno deellos–. Nací en Calais, y conozco estosacantilados palmo a palmo.

–¿Hay una cala justo enfrente delChat Gris?

–Sí, ciudadano. La conozco muybien.

–El inglés tiene la intención de irallí. Como no conoce bien esta zona, esposible que vaya por el camino máslargo, y, de todos modos, obrará con

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mucha cautela por temor a que ledescubran las patrullas. Aún nos quedauna posibilidad de apresarlo.Recompensaré con mil francos a loshombres que lleguen a esa cala antes queese inglés zanquilargo.

–Yo conozco un atajo por losacantilados – dijo el soldado, y, dandoun grito de entusiasmo, echó a correr,seguido de cerca por sus camaradas.

Al cabo de unos minutos, suspisadas se desvanecieron en ladistancia. Chauvelin se quedóescuchándolas unos instantes; lapromesa de la recompensa espoleaba alos soldados de la República. En surostro volvió a aparecer la expresión deodio y triunfo anticipado.

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A su lado, Desgas permanecíamudo e impasible, esperando a recibirórdenes, mientras que dos soldadosestaban arrodillados junto a la postradaMarguerite. Chauvelin dirigió a susecretario una mirada cruel. Sus planes,tan bien trazados, habían fracasado, ylos resultados eran problemáticos. Aúnexistían grandes posibilidades de quePimpinela Escarlata escapase, yChauvelin, con esa furia irracional que aveces acomete a los caracteres fuertes,estaba deseando dar rienda suelta a surabia y pagarla con alguien.

Los soldados tenían a Margueritesujeta y pegada al suelo, aunque lapobrecilla no se debatía. Al final, elagotamiento la había vencido, y yacía

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sin sentido: los ojos rodeados deprofundos círculos enrojecidos,testimonio de las largas noches deinsomnio, el pelo enredado y húmedoalrededor de la frente, los labiosentreabiertos, curvados, testimonio deldolor físico.

La mujer más inteligente deEuropa, la elegante lady Blakeney, quehabía fascinado a la alta sociedadlondinense con su belleza, su ingenio ysus extravagancias, presentaba uncuadro patético de femineidad dolienteque hubiera despertado la compasión decualquiera, pero no la de su rencoroso yburlado enemigo.

–No tiene sentido vigilar a unamujer que está medio muerta –dijo

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Chauvelin despectivamente a sussoldados–, cuando han dejado escapar acinco hombres que estaban vivitos ycoleando.

Los soldados se pusieron de pie,obedientes.

–Será mejor que intenten encontrarese sendero y el carro desvencijado quedejamos en la carretera.

De repente se le ocurrió unabrillante idea.

–¡A propósito! ¿Dónde está eljudío?

–Aquí al lado, ciudadano –contestóDesgas–. Le amordacé y le até laspiernas, como usted me ordenó.

A los oídos de Chauvelin llegó ungemido lastimero procedente de las

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inmediaciones del lugar en que seencontraba. Siguió a su secretario, quese dirigía al otro lado de la cabaña,donde, hecho un ovillo, con las piernasfuertemente atadas y una mordaza en laboca, estaba el desgraciadodescendiente de Israel.

A la luz planteada de la luna, lacara del judío tenía un tinte cadavérico,de puro terror; tenía los ojosdesorbitados, casi vidriosos, y letemblaba todo el cuerpo, y por suslabios descoloridos escapaba unlamento lastimero. La cuerda que lehabían atado alrededor de los hombros ylos brazos se había aflojado, pues se lehabía enredado alrededor del cuerpo,pero no parecía haberse dado cuenta de

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esta circunstancia, ya que no habíahecho la menor tentativa de moverse delsitio en que le había dejado Desgas:como un pollo aterrorizado quecontempla una línea de tiza blancatrazada en una mesa o una cuerda queparaliza sus movimientos.

–Traigan aquí a ese cerdo cobarde–ordenó Chauvelin.

Se sentía extraordinariamentecruel, y como no tenía ningún motivorazonable para descargar su mal humorsobre los soldados, que se habíanlimitado a obedecer sus órdenespuntualmente, pensó que aquel hijo de laodiada raza podía ser una cabeza deturco excelente. Con un desprecio sindisimulo, miró al aterrorizado judío, que

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seguía gimiendo y lamentándose, perono se acercó a él, y dijo con mordazsarcasmo, cuando los dos soldados lepresentaron al pobre viejo a la luz de laluna:

–Supongo que, siendo judío,tendrás buena memoria para los tratos,¿no? ¡Contesta! – añadió, al ver que eljudío, temblando de pies a cabeza,parecía demasiado asustado para hablar.

–Sí, Excelencia –tartamudeó elpobre desgraciado.

–Entonces, recordarás el quehicimos tú y yo en Calais cuando tecomprometiste a alcanzar a RubénGoldstein, su jaca, y mi amigo elextranjero, ¿verdad?

–Pe... pe... pero... Excelencia...

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–¿No recuerdas que dije que no hay«peros» que valgan?

–Sí... sí... Excelencia...–¿Cuál era el trato?Se hizo un silencio absoluto. El

pobre hombre miró hacia los grandesacantilados, a la luna, los rostrosimpávidos de los soldados, incluso a lamujer postrada e inmóvil que estaba allícerca, pero no respondió.

–¿Es que no piensas hablar? –dijoChauvelin en tono amenazador.

El pobre desgraciado lo intentó,pero saltaba a la vista que era incapaz.Sin embargo, no cabía duda de que sabíalo que le esperaba a manos del severohombre que tenía ante él.

–Excelencia... –se atrevió a decir,

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implorante.–Como parece que el miedo te ha

paralizado la lengua –dijo Chauvelinsarcásticamente–, tendré que refrescartela memoria. Llegamos al acuerdo de quesi alcanzábamos a mi amigo, el inglésalto, antes de que llegara a la cabaña, tedaría diez monedas de oro.

De los labios temblorosos deljudío escapó un leve gemido.

–Pero –continuó Chauvelin,poniendo énfasis en sus palabras–, si nocumplías tu promesa, te daría una buenatunda, para enseñarte a no decirmentiras.

–No le engañé, Excelencia; le juropor Abraham...

–Sí, y por todos los demás

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patriarcas. Por desgracia, según tureligión, creo que siguen aún en elHades, y no te servirán de gran ayuda entus actuales dificultades. Tú no hascumplido tu parte del trato, pero yotengo la intención de cumplir la mía.Vamos, dénle una buena paliza a estemaldito judío con la hebilla de suscinturones –añadió, dirigiéndose a lossoldados.

Mientras los soldados sedesabrochaban obedientemente losgruesos cinturones de cuero, el judíosoltó un chillido que hubiera bastadopara hacer salir a todos los patriarcasdel Hades y de cualquier otro sitio paradefender a su descendiente de labrutalidad de aquel funcionario francés.

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–Supongo que puedo confiar enustedes, ciudadanos soldados –dijoChauvelin riendo maliciosamente– paraque le den a este viejo embustero lapaliza más grande de su vida. Pero no lematen –añadió secamente.

–Le obedeceremos, ciudadano –replicaron los soldados, imperturbablescomo siempre.

Chauvelin no esperó a ver cómollevaban a cabo sus órdenes; sabía quepodía confiar en que los soldados –queaún estaban escocidos por sureprimenda– no se andarían conchiquitas si les dejaba las manos librespara apalear a un tercero.

–Cuando ese cobarde haya recibidosu merecido –le dijo a Desgas–, que los

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hombres nos guíen hasta el carro y queuno de ellos lo conduzca hasta Calais.El judío y la mujer se cuidaránmutuamente –añadió en tono brutal–hasta que podamos enviar a alguien arecogerlos mañana por la mañana. Nopodrán llegar muy lejos en su estado, yahora no tenemos tiempo para ocuparnosde ellos.

Chauvelin aún no habíaabandonado toda esperanza. Sabía que asus hombres les espoleaba el alicientede la recompensa. No existíandemasiadas posibilidades racionales deque el enigmático y audaz PimpinelaEscarlata, solo y con treinta hombrestras de él, escapara por segunda vez.

Pero ya no se sentía tan seguro: la

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audacia del inglés le había vencido, y laestupidez y cerrazón de los soldados, yla intromisión de una mujer le habíanhecho perder los ases del triunfo cuandoya los tenía en la mano. Si Marguerite nohubiera intervenido, si los soldadoshubieran demostrado una pizca deinteligencia, si... era una larga serie de«síes», y Chauvelin se quedó inmóvilunos segundos, incluyendo a treinta ytantas personas en una larga y aplastantemaldición. La Naturaleza, poética,silenciosa, apacible, la brillante luna, elmar plateado, en calma, parecíanexpresar belleza y tranquilidad, peroChauvelin maldijo a la Naturaleza, a loshombres y mujeres, y, sobre todo,maldijo a todos los enigmas británicos

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entrometidos y zanquilargos, y fue lasuya una maldición gigantesca.

Los aullidos del judío, que sufría elcastigo sobre sus espaldas, aquietaronsu corazón, que rebosaba de maldad yrencor. Sonrió. Le tranquilizó pensarque al menos otro ser humano tampocoestaba en paz con la humanidad.

Se dio la vuelta y contempló porúltima vez la desolada playa, en la quese erguía la cabaña de madera, bañadaen aquellos momentos por la luz de laluna, el escenario de la mayor decepciónque jamás hubiera experimentado unmiembro destacado del Comité de SaludPública.

Contra una roca, sobre un durolecho de piedra, yacía Marguerite

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Blakeney, inconsciente, y unos metrosmás allá, el desgraciado judío recibíasobre sus anchas espaldas los golpes dedos recios cinturones de cuero,empuñados por dos robustos soldadosde la República. Los alaridos deBenjamín Rosenbaum hubieran podidolevantar a los muertos de sus tumbas.Debieron despertar de su sueño a todaslas gaviotas, que seguramentecontemplarían con gran interés los actosde los señores de la creación.

–Ya es suficiente –ordenóChauvelin cuando se debilitaron losgemidos del judío y pareció que elpobre desgraciado iba a desmayarse–.No es necesario matarle.

Los soldados se abrocharon los

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cinturones obedientemente, y uno deellos dio una cruel patada al judío en elcostado.

–Déjenlo ahí –dijo Chauvelin–, yvayan hacia el carro. Yo les seguiré.

Se acercó a donde yacíaMarguerite, y la miró a la cara. Habíarecobrado la conciencia y hacía débilesesfuerzos por levantarse. Sus grandesojos azules contemplaban la escena conexpresión de terror; se posaron con unamezcla de horror y piedad en el judío,cuya triste suerte y cuyos alaridosensordecedores habían sido lo primeroque había percibido al volver en sí;después su mirada se clavó enChauvelin, con sus ropas oscuras eimpecables, que apenas se habían

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arrugado tras los turbulentosacontecimientos de las últimas horas.Sonreía sarcásticamente, y sus pálidosojos azules la miraron con intensamaldad.

Con galantería burlona, se agachó yse llevó a los labios la helada mano deMarguerite, que experimentó unescalofrío de odio indescriptible que lerecorrió todo el cuerpo.

–Lamento mucho que lascircunstancias, sobre las que no puedoejercer ningún dominio, me obliguen adejarla aquí de momento –dijo en tonosumamente dulce–. Pero me marcho conla certeza de que no queda desprotegida.Nuestro amigo Benjamín, aunque no seencuentre en perfecta condiciones en

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este preciso instante, defenderágalantemente su hermosa persona; no mecabe la menor duda. Al amanecerenviaré a alguien a recogerla, y hastaentonces, estoy seguro de que Benjamínse dedicará por completo a usted, sibien es posible que le encuentre usted unpoco lento.

Marguerite sólo tuvo fuerzas paravolver la cabeza. Su corazón estabadestrozado por la más cruel de lasangustias. A su mente había vuelto unaidea aterradora, al tiempo que recobrabael sentido: «¿Qué le había ocurrido aPercy? ¿Y a Armand?».

No sabía lo que había pasadodespués de oír la alegre canción, «Godsave the King!», y estaba convencida de

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que aquella había sido la señal demuerte.

–Aunque de mala gana, me veoobligado a dejarla –concluyóChauvelin–. Au revoir, mi hermosadama. Espero que nos volvamos a vermuy pronto en Londres. ¿Asistirá usted ala fiesta del príncipe de Gales? ¿No?...¡Bueno, au revoir! Le ruego que le dérecuerdos de mi parte a sir PercyBlakeney.

Y, sonriendo irónicamente, le hizouna última reverencia, volvió a besarlela mano y desapareció por el sendero, ala zaga de los soldados, y seguido por elimperturbable Desgas.

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XXXI

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LA HUIDAMarguerite se quedó escuchando,

aún medio aturdida, las firmas pisadasde los cuatro hombres, que se alejabanrápidamente.

La Naturaleza respiraba tal calmaque, apoyando el oído en el suelo, pudopercibir con toda claridad el ruido delos pasos cuando se internaron en lacarretera, y el débil resonar de lasruedas del viejo carro y de los cascosde la jaca le indicaron que su enemigose encontraba a un cuarto de legua. Nosabía cuánto tiempo llevaba allí. Habíaperdido la noción del tiempo; alzó lamirada hacia el cielo iluminado por laluz de la luna, como en sueños, y prestóoídos al monótono vaivén de las olas.

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El vigorizante aroma del mar fuecomo un néctar para su cuerpo fatigado;la inmensidad de los acantiladossolitarios era silenciosa, como deensueño. Su cerebro sólo permanecíaconsciente a la tortura incesante einsoportable de la incertidumbre.

¡No sabía qué había ocurrido... !No sabía si Percy estaría en

aquellos momentos en manos de lossoldados de la República, sometido alas mofas y los improperios de sumalvado enemigo. Por otra parte,tampoco sabía si el cuerpo de Armandyacía sin vida en la cabaña, mientrasque Percy había escapado para enterarsede que la mano de su esposa habíaguiado a aquellos sabuesos humanos

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para dar muerte a Armand y sus amigos.El dolor físico del agotamiento

absoluto era tan grande que hubieradeseado que su fatigado cuerpo pudieradescansar allí para siempre, después dela confusión, la pasión y las intrigas delos últimos días... allí, bajo el cieloclaro, oyendo el mar, y con la dulcebrisa otoñal susurrándole una últimacanción de cuna. Todo era soledad ysilencio, como en un país de ensueño.Incluso el débil eco del carro se habíadesvanecido hacía tiempo, a lo lejos.

De repente... un ruido... sin duda elmás extraño que jamás habían oídoaquellos desolados acantilados deFrancia, rompió la silenciosasolemnidad de la playa.

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Tan extraño era el ruido, que lasuave brisa dejó de murmurar, y laspiedrecillas de rodar por la cuesta. Tanextraño, que Marguerite, extenuada,agotada como estaba, pensó que lainconsciencia benévola de la muertepróxima le estaba gastando una bromasutil a sus sentidos medio dormidos.

Era el sonido de un «¡Maldita sea!»clara y absolutamente británico.

Las gaviotas se despertaron en susnidos y miraron a su alrededor,asombradas; un búho lejano y solitarioululó en mitad de la noche, y los grandesacantilados contemplaron, ceñudos ymajestuosos, aquel sacrilegio insólito.

Marguerite no daba crédito a susoídos. Alzándose sobre las manos, puso

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en tensión todos sus sentidos, paraintentar ver y oír, para entender elsignificado de aquel ruido tan terrenal.

Durante unos segundos todo volvióa quedar en calma; el mismo silenciodescendió una vez más sobre lainmensidad desolada.

Después, Marguerite, que habíaprestado atención como en un trance,que pensaba que debía estar soñandocon la dura y magnética luz de la lunasobre su cabeza, volvió a oírlo; y en estaocasión, su corazón cesó de latir; susojos, desorbitados, miraron a sualrededor, sin atreverse a dar crédito asus otros sentidos.

–¡Qué barbaridad! ¡Ojalá no mehubieran pegado con tanta fuerza esos

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tipos!Ya no cabía duda posible; sólo

unos labios concretos, británicos hastala médula, podían haber pronunciadoaquellas palabras, con tono somnoliento,afectado y pesado.

–¡Maldita sea! –repitieron convehemencia aquellos mismos labiosbritánicos–. ¡Estoy más débil que lagelatina!

Marguerite se puso de pieinmediatamente.

¿Estaría soñando? ¿Serían aquellosenormes acantilados rocosos las puertasdel paraíso? ¿Sería aquella brisafragante obra del batir de alas de losángeles, que le llevaban oleadas dealegrías sobrenaturales tras tantos

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sufrimientos, o, débil y enferma comoestaba, acaso era víctima de un delirio?

Volvió a prestar oídos, y una vezmás oyó los sonidos terrenales delhermoso idioma británico, sin el menorparecido con los susurros del paraíso oel batir de alas de los ángeles.

Miró a su alrededor, anhelante,hacia los grandes acantilados, a lacabaña solitaria, a la playa pedregosa.En alguna parte, encima o debajo deella, tras una roca o en una hendidura,pero oculto a sus ojos febriles, debíaestar el propietario de aquella voz, queen días pasados la irritaba, pero que enaquellos momentos la harían la mujermás feliz de Europa en cuanto loencontrara.

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–¡Percy! ¡Percy! –gritóhistéricamente, torturada entre laesperanza y la duda–. Estoy aquí. ¡Ven!¿Dónde estás? ¡Percy! ¡Percy!

–Me encanta que me llames,querida –dijo la misma voz somnolientay afectada–, pero que me aspen si puedomoverme. Esos malditos comedores deranas me han dado más palos que a unaestera, y me siento muy débil... Nopuedo moverme.

Pero Marguerite seguía sincomprender. Tardó al menos otros diezsegundos en darse cuenta de dóndeprovenía aquella voz, tan somnolienta,tan querida, pero ¡ay!, con un extrañodeje de debilidad y sufrimiento. No seveía a nadie... excepto junto a una roca...

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¡Dios del cielo!... ¡El judío!... ¿Se habíavuelto loca o estaba soñando?

La espalda del hombre estabailuminada por la luz de la luna. Estapaagazapado, intentando en vanolevantarse con los brazos atados.Marguerite corrió hasta él, le cogió lacabeza entre las manos... y miró a unosojos azules, bondadosos, con expresiónde cierto regocijo, destacándose en lamáscara deformada y extraña del judío.

–¡Percy!... ¡Percy!... ¡Esposo mío!–dijo con voz entrecortada, a punto dedesvanecerse de alegría–. ¡Gracias,Dios mío! ¡Gracias, Dios mío!

–Vamos, querida –replicó sir Percyanimadamente–, ya daremos gracias mástarde. Ahora, ¿crees que podrías aflojar

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estas malditas cuerdas y librarme deesta situación tan poco elegante?

Marguerite no tenía cuchillo, susdedos estaban entumecidos y débiles,pero atacó las cuerdas con los dientes,mientras que de sus ojos brotarongrandes lágrimas que cayeron sobreaquellas pobres manos atadas.

–¡Qué barbaridad! –exclamó sirPercy cuando, tras los frenéticosesfuerzos de Marguerite, cedieron lascuerdas–. No creo que jamás hayaocurrido una cosa semejante: que uninglés se deje dar una tunda por unmaldito extranjero y no haga nada pordevolvérsela.

Saltaba a la vista que el dolorfísico le había dejado agotado, y cuando

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cedió la última cuerda, se desplomósobre la roca, encogido.

Marguerite miró a su alrededor,impotente.

–¡Daría cualquier cosa porencontrar una gota de agua en esta playaespantosa! –exclamó, desesperada, alver que sir Percy iba a desmayarse denuevo.

–No, querida mía –murmuró él consu sonrisa bondadosa–. ¡Personalmente,preferiría una gota de buen coñacFrancés! Y si metes la mano en estassucias ropas, encontrarás mi petaca...Que me aspen si puedo moverme.

Cuando hubo bebido un poco decoñac, obligó a Marguerite a imitarle.

–¡Esto es otra cosa! ¿Eh, mujercita?

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–dijo con un suspiro de satisfacción–.¡Bonita situación para sir PercyBlakeney, que lo encuentre su esposa eneste estado! ¡Qué barbaridad! –añadió,pasándose la mano por la barbilla–.Llevo sin afeitarme casi veinte horas;debo tener un aspecto repulsivo. Y estosrizos...

Y, riendo, se quitó la peluca quetanto lo desfiguraba, y estiró sus largaspiernas, que estaban entumecidas traslas largas horas de ir encorvado.Después se agachó y miró larga einquisitivamente a los azules ojos de suesposa.

–Percy –susurró Marguerite,mientras por sus delicadas mejillas seextendía un profundo rubor–, si tú

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supieras...–Lo sé, cariño... lo sé todo –dijo

sir Percy con dulzura infinita.–¿Y podrás perdonarme algún día?–No tengo nada que perdonar,

cariño mío. Tu heroísmo, tu amor, quetan poco merezco, han expiado concreces el desgraciado incidente delbaile.

–Entonces, ¿lo has sabido todo eltiempo? – susurró Marguerite.

–Sí –contestó sir Percy conternura–. Lo he sabido... todo eltiempo... Pero ¡ay!, si hubiera sabidoque tu corazón era tan noble, Margotmía, hubiera confiado en ti, como tú temereces, y no hubieras tenido quepadecer los terribles sufrimientos de las

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últimas horas, corriendo en pos de unmarido que ha hecho tantas cosas quehabrás de perdonarle.

Estaban sentados uno junto, al otro,apoyados contra una roca, y sir Percyposó su dolorida cabeza en el hombrode su mujer. En aquellos momentos,Marguerite sin duda merecía elcalificativo de «la mujer más feliz deEuropa».

–En esta ocasión, el ciego tendráque guiar al cojo, ¿no crees, cariño? –dijo sir Percy con su bondadosa sonrisade siempre–. ¡Qué barbaridad! No séqué estarán peor, si mis hombros o tuspiececitos.

Se inclinó para besarlos, puesasomaban por las medias desgarradas,

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dando patético testimonio de lospadecimientos y el heroísmo deMarguerite.

–Pero Armand –dijo Marguerite,con miedo y arrepentimiento repentinos,como si, en medio de su felicidad, se lepresentara la imagen de su hermanoadorado, por el que había cometido unafalta tan grave.

–Ah, no te preocupes por Armand,cariño – dijo sir Percy con ternura–.¿Acaso no te di mi palabra de honor deque no le ocurriría nada? El, DeTournay y los demás están en estosmomentos a bordo del Day Dream.

–Pero, ¿cómo? –preguntóMarguerite con voz entrecortada–. Noentiendo nada.

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–Pues es muy sencillo –replicó sirPercy con su risa tímida y banal–. Verás.Cuando descubrí que ese animal deChauvelin tenía la intención deaplastarme como a una sanguijuela,pensé que lo mejor que podía hacer, yaque no podía quitármelo de encima, erallevarlo conmigo. Tenía que reunirmecon Armand y los demás como fuera, ytodas las carreteras estaban vigiladas,todo el mundo buscaba a tu humildeservidor. Sabía que, después deescaparme de sus manos en el ChatG r i s , vendría a buscarme aquí,cualquiera que fuese el camino queeligiera. No quería perderle de vista, yun cerebro británico es tan bueno comouno francés mientras no se demuestre lo

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contrario.Lo cierto era que se había

demostrado que era infinitamentesuperior, y el corazón de Marguerite sellenó de júbilo y admiración cuando sumarido siguió contándole de qué formatan osada había rescatado a los fugitivosante las mismísimas narices deChauvelin.

–Sabía que no me reconocerían sime vestía con las ropas sucias del viejojudío –dijo alegremente–. Había visto aRubén Goldstein en Calais aquellamisma tarde. A cambio de unas cuantasmonedas de oro me dio estos trapos, yse comprometió a quitarse de en medio,mientras que yo me llevé su carro y sujaca.

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–Pero si Chauvelin te hubieradescubierto... –dijo Marguerite con vozentrecortada–. El disfraz era muy bueno,pero él es tan listo...

–Entonces, el juego hubiera tocadoa su fin – replicó sir Percytranquilamente–. Pero tenía quearriesgarme. Conozco la naturalezahumana bastante bien –añadió, con undeje de tristeza en su voz joven yalegre–, y me conozco de memoria aestos franceses. Detestan tanto a losjudíos, que no se acercan a ellos a másde dos metros, y ¡francamente!, creo quelogré el aspecto más repulsivo delmundo...

–¡Sí!... ¿Y después? –preguntóMarguerite, impaciente.

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–Pues después llevé a cabo el planque tenía, es decir, al principio estabadecidido a dejar todo al azar, perocuando oí a Chauvelin dar órdenes a lossoldados, pensé que el Destino y yopodíamos trabajar juntos. Confié en laobediencia ciega de los soldados.Chauvelin les había ordenado, so penade muerte, que no se movieran hasta quellegara el inglés alto. Desgas me habíadejado atado cerca de la cabaña; y lossoldados no se fijaban en el judío quehabía llevado hasta allí al ciudadanoChauvelin. Logré desatarme las manos.Siempre llevo papel y lápiz adondequiera que vaya, y garrapateé atoda prisa unas cuantas instrucciones enun trozo de papel. Después miré a mi

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alrededor; me arrastré hasta la cabaña,antes las mismísimas narices de lossoldados, que estaban escondidos, sinhacer el menor movimiento, tal y comoles había ordenado Chauvelin, tiré lanota por una rendija de la pared, yesperé. En la nota les decía a losfugitivos que salieran de la cabaña ensilencio, bajaran el acantilado ycontinuaran a la izquierda hasta llegar ala primera cala, y que dieran ciertaseñal, ante la cual acudiría a recogerlosel bote del Day Dream, que lesesperaba no muy lejos. Por suerte paraellos y para mí, me obedecieron al piede la letra. Los soldados que los vieronobedecieron igualmente las órdenes deChauvelin. ¡No se movieron! Esperé

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casi media hora, y cuando comprendíque los fugitivos estarían a salvo, di laseñal que produjo tanto alboroto.

Y ésa era toda la historia. Parecíamuy sencilla, y Marguerite no pudo pormenos que asombrarse del prodigiosoingenio, del arrojo y la audacia sinlímites que habían trazado y llevado acabo aquel plan tan osado.

–¡Pero esos animales te hanpegado! –gritó horrorizada, al recordarel ultraje.

–¡Bueno, eso no he podidoevitarlo! –dijo dulcemente sir Percy–.Mientras la suerte de mi mujercita fueratan incierta, tenía que quedarme aquí, asu lado. ¡Pero no te preocupes! –añadióalegremente–. Te garantizo que

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Chauvelin no perderá nada esperando.¡Ya verás cuando lo coja en Inglaterra!Pagará la paliza que me ha dado coninterés compuesto, te lo prometo.

Marguerite se echó a reír. Era tanmaravilloso estar junto a él, oír suanimada voz, ver el centelleo de susojos azules mientras estiraba sus fuertesbrazos, pensando en su enemigo y en elcastigo que tan merecido se tenía...

Pero de pronto, se sobresaltó; elrubor de felicidad abandonó susmejillas, se apagó el brillo de alegría desus ojos: había oído unos pasossigilosos, y una piedra había caídorodando desde el borde del acantiladohasta la playa.

–¿Qué ha sido eso? –susurró,

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asustada.–Nada, querida mía –musitó sir

Percy, con una suave carcajada–. Es quete habías olvidado de una cosa... de miamigo, Ffoulkes.

–¡Sir Andrew! –exclamóMarguerite.

Efectivamente; se había olvidadodel amigo y compañero, que habíaconfiado en ella y había estado a su ladodurante todas aquellas horas de angustiay sufrimiento. Lo recordó de repente,con una punzada de remordimiento.

–Te habías olvidado de él,¿verdad, querida mía? –dijo sir Percyalegremente–. Por suerte, le vi, no lejosd e l Chat Gris, antes de la agradablecena con mi amigo Chauvelin... Pero,

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maldita sea; tengo que ajustarle lascuentas a ese joven réprobo... En fin, elcaso es que le dije que viniera aquí poruna carretera muy larga, que da un granrodeo y que a los hombres de Chauvelinjamás se les hubiera ocurrido seguir,para que llegara justo en el momento enque lo necesitáramos, ¿eh, mujercitamía?

–¿Y te obedeció? –preguntóMarguerite, completamente atónita.

–Sin rechistar. Mira, ahí viene. Nose puso en medio cuando no lo necesité,y ahora llega justo en el momentocrítico. ¡Ah! Será un marido excelente ymuy metódico para la pequeña Suzanne.

Mientras tanto, sir AndrewFfoulkes había descendido con sumo

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cuidado por el acantilado: se detuvo unao dos veces, prestando oídos a lossusurros que le guiarían hasta elescondite de Blakeney.

–¡Blakeney! –se arriesgó a decir–.¡Blakeney! ¿Está usted ahí?

Rodeó la roca en que se apoyabansir Percy y Marguerite, y al ver laextraña figura cubierta con la gabardinadel judío, se detuvo, confuso.

Pero Blakeney ya se había puestode pie, trabajosamente.

–¡Estoy aquí, amigo! –dijo con sunecia risa–. ¡Todos vivos! Aunque coneste chisme parezco un espantapájaros.

–¡Diantres! –exclamó sir Andrewcon ilimitado asombro al reconocer a sujefe–. ¡Por todos los... !

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El joven se percató de la presenciade Marguerite y por suerte pudo dominarlas palabras subidas de tono que se levinieron a los labios al ver al exquisitosir Percy con aquel extraño y sucioatuendo.

–¡Sí! –dijo Blakeneytranquilamente–. ¡Por todos los... ejem!¡Amigo mío! Aún no he tenido tiempo depreguntarle qué está haciendo enFrancia, cuando le ordené que sequedara en Londres... ¿Qué es esto?¿Insubordinación? ¡Espere a que tenga laespalda en condiciones, y verá elcastigo que recibe!

–¡Lo aceptaré de buena gana, contal de que esté usted vivo paraimpartirlo! –replicó sir Andrew, riendo

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alegremente–. ¿Hubiera preferido quedejara a lady Blakeney hacer el viajesola? Pero, en el nombre del cielo, ¿dedónde ha sacado esa ropa tan curiosa?

–¿A que es muy original? –dijo sirPercy, con igual jovialidad–. Pero ahoraque está aquí, no debemos perder ni unminuto, Ffoulkes – añadió con autoridady vehemencia repentinas–. Ese animalde Chauvelin puede enviar a alguien abuscamos.

Marguerite se sentía tan feliz quehubiera podido quedarse allí parasiempre, oyendo la voz de su marido,haciéndole mil preguntas. Pero al oír elnombre de Chauvelin se sobresaltó,asustada, temerosa por la vida delhombre por el que habría dado la suya

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gustosa.–Pero, ¿cómo vamos a volver? –

preguntó con voz entrecortada–. Lascarreteras hasta Calais están llenas desoldados y...

–No vamos a volver a Calais,cariño –replicó sir Percy–. Iremos alotro extremo de Gris– Nez, que está amenos de media legua de aquí. El botedel Day Dream nos recogerá allí.

–¿El bote del Day Dream?–Sí –dijo sir Percy, riendo

alegremente–. Otro truquito mío.Tendría que haberte dicho que cuandoeché esa nota en la cabaña, la acompañéde otra dirigida a Armand, en la que ledecía que dejara la primera en la casa.Por eso, Chauvelin y sus hombres han

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vuelto a toda velocidad al Chat Gris abuscarme; pero en la nota de Armandiban las verdaderas instrucciones, entreellas algunas dirigidas al viejo Briggs.Ya le había ordenado que se internaramar adentro, y que se dirigiera al oeste.Cuando se encuentren lejos de Calais,enviará el bote a una pequeña cala queconocemos él y yo y que está justodetrás de Gris–Nez. Los hombres mebuscarán –ya hemos concertado unaseñal– y subiremos a bordo, mientrasChauvelin y sus hombres vigilansolemnemente la cala que está frente alChat Gris.

–¿Al otro lado de Gris–Nez? Peroyo... no puedo andar, Percy –gimióMarguerite, impotente, cuando, al

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intentar levantarse, descubrió que nopodía ni mantenerse en pie.

–Yo te llevaré, cariño –dijo sirPercy con sencillez–. Ya sabes: el ciegollevando al cojo.

También sir Andrew estabadispuesto a prestar ayuda con aquellapreciosa carga, pero sir Percy no queríaconfiar a su amada a otros brazos que nofueran los suyos.

–Cuando ustedes dos estén a bordod e l Day Dream –le dijo a su jovencamarada–, y esté convencido de quemademoiselle Suzanne no me recibirá alllegar a Inglaterra con miradas dereproche, entonces me tocará a mídescansar.

Y sus brazos, aún vigorosos a

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pesar de la fatiga y los sufrimientos, secerraron en torno al cansado cuerpo deMarguerite, y lo levantaron con tantadelicadeza como si fuera una pluma.

Después, cuando sir Andrew sealejó discretamente, se dijeron muchascosas –o más bien las susurraron– que nisiquiera la brisa otoñal oyó, porque sehabía ido a descansar.

Percy olvidó su fatiga; debía tenerlos hombros muy doloridos, pues lossoldados le habían pegado con saña;pero tenía unos músculos como deacero, y una fuerza casi sobrenatural.Resultaba muy fatigoso caminar medialegua por aquel acantilado rocoso, perosu coraje no cedió ni un momento, ni susmúsculos se cansaron. Continuó

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andando, con firmes pisadas, con suspotentes brazos rodeando la preciosacarga, y... sin duda, mientras Margueritese dejaba llevar, tranquila y feliz,adormilada a ratos, observando en otrasocasiones, a través de la luz creciente dela mañana, aquel rostro benévolo deojos indolentes y azules, siemprealegres, siempre iluminados por unasonrisa de buen humor, le susurrómuchas cosas, que ayudaron a acortar ellargo camino y que actuaron como unbálsamo para los excitados nervios deBlakeney.

La luz del alba, con sus múltiplescolores, apuntaba por oriente, cuando alfin llegaron a la cala que se extendíadetrás de Gris–Nez. El bote les estaba

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esperando, y a una señal de sir Percy seacercó a ellos, y dos robustos marinerosbritánicos tuvieron el honor de llevar asu señora al barco.

Al cabo de media hora seencontraban a bordo del Day Dream. Ala tripulación, que inevitablementecompartía los secretos de su amo y queestaba dedicada a él en cuerpo y alma,no le sorprendió verle llegar con tanextraordinario disfraz.

Armand St. Just y los demásfugitivos esperaban impacientemente lallegada de su valiente salvador; sirPercy, en lugar de quedarse a oír susmuestras de gratitud, se dirigió a sucamarote lo más rápidamente posible,dejando a Marguerite muy feliz en

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brazos de su hermano.Todo a bordo del Day Dream

respiraba aquel lujo exquisito que tantoapreciaba sir Percy Blakeney, y cuandodesembarcaron en Dover ya se habíapuesto las ropas suntuosas que tanto legustaban y que siempre llevaba enabundancia a bordo de su yate.

Pero surgió la dificultad de buscarun par de zapatos para Marguerite, ygrande fue la alegría del grumete cuandola señora pudo poner pie en suelo ingléscalzada con su mejor par.

El resto es silencio, silencio yalegría por los que habían padecidotantos sufrimientos y habían encontradoal fin una felicidad grande y duradera.

Pero cuentan las crónicas que en la

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brillante boda de sir Andrew Ffoulkes ymademoiselle Suzanne de Tournay deBasserive, ceremonia a la que asistieronSu Alteza Real el príncipe de Gales ytoda la élite de la alta sociedad, la mujermás hermosa, sin lugar a dudas, fue ladyBlakeney, mientras que las ropas quellevaba sir Percy Blakeney fueron temade comentario de la jeunesse dorée deLondres durante muchos días.

También se sabe que monsieurChauvelin, el agente acreditado delgobierno republicano francés, no estuvopresente ni en esa ni en ninguna otraceremonia celebrada en Londres, tras lamemorable noche del baile de lordGrenville.

FIN