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La perra de mi vida

Claude Duneton

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La perra de mi vida

Claude DunetonTraducción y prólogo de Antonio Soler

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

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Prólogo

Llegué a Mont-Noir cuando estaba a pun-to de comenzar la primavera de 2003.Mont-Noir es una suave colina situada enun valle de Flandes, a unos cientos demetros de la frontera francesa con Bélgi-ca. En aquel promontorio rodeado por unbosque espeso vivieron los padres deMargueritte Yourcenar y la propia Mar-gueritte en su niñez. La vivienda familiarfue destruida por los bombardeos de laPrimera Guerra Mundial, que devastaronhasta la saciedad toda la región, pero pa-sados los años las antiguas caballerizas dela mansión fueron transformadas en unacasa hermosa, con tejados góticos, aso-mada al parque que bordea la colina y, alamparo del nombre de Yourcenar, la casase convirtió en una residencia para escri-tores europeos.

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Viajé en coche desde el sur de Españadispuesto a pasar allí unos meses en com-pañía de un par de escritores con los quecompartiría la villa. Ni sabía quiénes eranni me interesaba mucho. Llevaba a medioescribir una novela, y eso era lo único queen el aspecto literario me interesaba enaquel momento. Sin embargo, todo cam-bió muy pronto. Uno de los escritores conlos que me tocaría compartir el primermes de residencia era Jean-Paul Dekiss; elotro, Claude Duneton, un asiduo de la vi-lla, a la que acudía para refugiarse del bu-llicio de París, donde regularmente vivía,y sumergirse por completo en la escriturade alguno de sus libros.

Desde el principio, Dekiss puso sobrela mesa su disposición al debate, su inte-ligencia. Duneton, ojos azules de zorro,voz levemente rajada, puso el calor, laalegría, el ejemplo. En una de las primerascenas se autobautizó como el prototipoperfecto del hombre de Cromañón. Ante

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las risas de Dekiss y mías interrumpió lacena, se levantó y se apartó de la mesapara explicarnos la naturaleza arcaica desu constitución física. Huesos cortos, es-tatura baja, hombros cuadrados, pechofuerte, resistente. Pura energía.

Y la energía empezó a fluir como enuna central eléctrica. Fueron unos mesesde trabajo muy intenso, marcados por elritmo estajanovista que moralmente im-ponía Claude. Gracias a él, Villa Mont-Noir se convirtió en una pequeña fábricade producción literaria. Personalmente, auna edad en la que uno piensa que ya harecibido las lecciones fundamentales dela vida, el encuentro con Claude Dunetonsupuso un trago largo y hermoso de hu-mildad. Un descubrimiento en lo literarioy también en lo vital.

Duneton provenía de Lagleygeolle, enCorrèze, un pequeño pueblo de la Franciaprofunda. Tenía entonces casi setenta

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años y una fe en la escritura como unosólo ha visto en casos excepcionales. Hijode campesinos y él mismo destinado atrabajar la tierra, escapó de ese círculoestrecho gracias a un maestro rural que,una vez acabada la Segunda Guerra Mun-dial, consiguió convencer a los padres delpequeño Claude de que liberaran a aquelniño de inteligencia tan viva de los traba-jos del campo y le permitieran estudiarlejos de su aldea. Aquel maestro consi-guió para Claude una beca que en el futu-ro podría permitirle trabajar en la SCNF,los ferrocarriles franceses.

Aquello suponía un salto de primeramagnitud. Un salto que aquel niño ávidode conocimiento rebasó con creces parallegar mucho más allá de ser un empleadoferroviario. Con el occitano como lenguamaterna, Duneton llegaría a convertirseen uno de los máximos estudiosos de lalengua francesa de su tiempo, defensorde un francés capaz de asimilar e integrar

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en la literatura más exigente dialectos, jergas y lenguajes de la calle. Y así lo dejó patente a lo largo de toda su obra. Aquel niño de las montañas se convirtió en hombre de teatro, autor, profesor de in-glés. También se hizo actor y como tal intervino en películas de Tavernier o Kieslowski, Azul o La doble vida de Veróni-ca entre ellas. Y lo fundamental, escribió y publicó treinta libros.

En los días de Mont-Noir, Duneton trabajaba en Le monument, una espléndida novela sobre la Primera Guerra Mundial en la que se narra el destino de un grupo de soldados de Corrèze que combatió en esa contienda. Un día a la semana, Claude se montaba en el coche de la villa y se per-día por la región visitando los campos de batalla. Caseríos, pequeñas aldeas, ce-menterios, trincheras convertidas ya en dulces hondonadas, planicies en las que décadas atrás la vegetación había crecido de modo exuberante alimentada por el

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abono humano de miles de cadáveres. Re-gresaba de aquellas excursiones provistode nuevas notas para su novela y de unasincreíbles hogazas de pan y unos quesosque, a pesar de ser maravillosos, nuncaeran comparables a los que allá abajo, enCorrèze, le tenía preparado su quesero detoda la vida.

A veces, Claude me mostraba unosenormes pliegos de papel llenos de unaletra minúscula y apelmazada. El mapade su novela. Capítulos pergeñados en unpalmo de tinta, un bosque espeso, multi-tudinariamente poblado. No tuvo tratocon los ordenadores. De madrugada se leoía golpear una pesada máquina de escri-bir. Sus horarios eran más severos que losde un monje. Solía levantarse a las 3.30 h.Los domingos a las 5.00 h. Se burlabatiernamente de mis horarios de hombremediterráneo, sin importar que, acopla-do al ritmo fabril de la villa, me levantasepoco antes de las siete de la mañana. Du-

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neton había pasado unas vacaciones enMálaga. Conservaba el recuerdo de unosdías felices y sentía una profunda simpa-tía por España, pero no quería volver alsur. Su luz alegre le parecía un engaño,una falsa esperanza que promovía el op-timismo, una ilusión. Prefería ir a Fin-landia para encontrarse con «la reali-dad». Aquella realidad dura que aprendióa tratar desde niño en Corrèze, entre losecos de la guerra y los trabajos incesantesdel campo.

Pasada la etapa de Mont-Noir volvimosa encontrarnos. Lo visité varias veces ensu casa natal, ésa en la que sin la inter-vención del viejo maestro rural habríatranscurrido su vida de aldeano. En aquelcaserón de piedra levantado por sus ante-pasados y en aquellas laderas profunda-mente verdes por las que un día corrió lainsoportable Rita, su perra, conocí a algu-no de sus amigos de la infancia. Pastores,agricultores. Versiones de un Duneton

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que nunca se hubiese extraviado por elbosque de las letras.

La última vez lo vi en un hospital de Parísdel que Claude esperaba huir pronto. Fui avisitarlo una mañana brumosa y fría conuna querida amiga común, la escritoraSophie Képès. Allí estaba tumbado, iróni-co y tierno, el viejo cromañón. Mantuvi-mos un rato de charla jovial a lo largo delcual nos estuvo hablando de Rita, aquellaperra de su infancia sobre la que había es-crito un breve libro que había sido un éxi-to en Francia y cuyos derechos le habíanservido para pagar los estudios de su hijamenor en Inglaterra. «Finalmente aquellacalamidad de Rita se está portando bien»,nos dijo. Nunca volvimos a vernos. Deja-mos a Claude atrapado en el laberinto depasillos y patios de aquel hospital que pa-recía sacado de una novela de Victor Hugo.

Pocas semanas después recibí una lla-mada de Sophie Képès. Claude había

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muerto. Su propio hijo, médico, habíacertificado la muerte. Al día siguiente,como podría ocurrir en un relato de Ga-rriga Vela, Sophie me llamó para decirmeque Claude no había muerto. Había resu-citado. Pero no lo había hecho en condi-ciones. Le quedaban secuelas de aquelextraño viaje al otro mundo. Había perdi-do el habla, parte de su capacidad paramoverse. Ante esa situación la familia de-cidió trasladarlo a una residencia de Lille,muy cerca de Mont-Noir.

Al cabo de unos meses, en 2012, yovolvía a estar en Flandes por una tempo-rada. Entre los principales objetivos esta-ba el de visitar a Claude. Sophie Képès yyo concertamos una cita en la residenciade Lille para el domingo 22 de marzo. Elsábado 21 lo dediqué a recorrer los camposde batalla por los que Claude había deam-bulado nueve años atrás mientras escribíasu novela. Bethune, Saint-Omer, Haze-brouck. Esos nombres que yo había visto

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escritos con letra minúscula en los pape-les interminables de Duneton. Llegué a lasuave colina donde está El Cabaret Rojo,un cementerio cerca de Arrás en el quedescansan miles de soldados canadiensesperfectamente alineados bajo lápidasblancas y que recibió el nombre del localque estaba situado justamente allí y quefue volado por un obús, con sus alegresocupantes dentro. Anduve por esos pra-dos que cada año, al ser removida la tierrapara el cultivo, todavía expulsan trozos demetralla, balas, restos humanos.

Al llegar por la noche ante mi ordena-dor encontré un mensaje. Claude Dune-ton acababa de morir. Ya sin vuelta atrás.Había dejado de vivir mientras yo reco-rría aquellos campos. La cita que teníacon él después de su malograda resurrec-ción quedaba definitivamente cancela-da. Si quería oír su voz tendría que aga-rrarme a la memoria o, en el peor de loscasos, a alguna de esas entrevistas que

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andan por el ciberespacio. Si quería re-encontrarme verdaderamente con él mequedaban sus libros. Y allí estaba La perrade mi vida. El último libro suyo del queestuvimos hablando.

En esas pocas páginas está condensa-do Claude Duneton. El escritor y el hom-bre. La primera vez que leí el libro lo hicecon prevención. Conocía el asunto y suprotagonista. La perra que en su infanciahabía tenido el escritor. Una recreaciónque de entrada parecía proclive al senti-mentalismo y a la enumeración de unosrecuerdos más o menos edulcorados.Bien. La prevención dura exactamentemedía línea. Es lo que tarda el relato ensituarnos con el tono y la esencia de loque nos vamos a encontrar en las páginassiguientes. Rita, la desastrosa Rita, es unpretexto para interrogarnos a nosotrosmismos. La perra de mi vida nos habla deldescubrimiento de la existencia, sucrueldad, el egoísmo, la lucha por la su-

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pervivencia en un mundo hostil y, sólo deuna forma solapada, escondida por la in-clemencia del entorno, de la ternura.

Rita es la excusa a la que recurre Du-neton para reproducir un mundo pasa-do, histórico, y al mismo tiempo crearun universo literario que resulta pasmo-samente sólido a través de un texto deesta brevedad. Rita va desvelando concada una de sus peripecias un paisajemoral y humano. El juego literario escontinuo, y fértil, desde el comienzo,desde el título mismo hasta el final dellibro con la imagen rotunda y perturba-dora de ese hombre de pelo gris que ensueños acaricia perros muertos. El hom-bre mayor que acaricia su infancia, untiempo que sólo existe en las brumas desu memoria, en ninguna parte y en to-das, como si Rita fuese una magdalenaproustiana alegre y también dramática.

La perra de mi vida es la mascota que elniño Claude tuvo y también la vida perra

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que se cernía sobre él y los habitantes de aquella región olvidada en los tiempos de la ocupación alemana, cuando el na-zismo, el mariscal Pétain y la incerti-dumbre se abatían sobre una Francia de-solada. A través de Rita, aquel niño va descubriendo el mundo y nosotros, tan-gencialmente, vamos descubriendo a Claude, su desastroso entorno familiar. Los celos de los padres, sus engaños amo-rosos, sus aparatosas trifulcas.

La ironía, el humor, la sensibilidad y la barbarie se mezclan de modo natural, como lo hacen en la vida, aunque aquí lo hacen a la luz del día, sin el disimulo de la educación urbana. La pupila de un niño sensible va captando y ejercitando la bru-talidad, aprendiendo a distinguir el dra-ma de su parodia, intentando, sin conse-guirlo nunca, que su perra, él, su mundo, escalen un peldaño y alcancen ese paraíso burgués en el que los perros tienen collar y sus dueños buenas maneras.

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Nunca es fácil alcanzar el equilibrioentre elementos contradictorios dentrode una misma narración y mucho menoscuando se trata de un relato no demasia-do extenso, donde lo prudente pareceelegir entre una serie de elementos máso menos homogéneos, no disolventes.Duneton, como el mejor Bohumil Hrabal,acepta el reto y lo convierte en una pe-queña joya literaria. Y lo hace manejandosu arma principal, el lenguaje. El autor deEl monumento aplica aquí todo su aparatoteórico sin que por supuesto el lectoratisbe el menor rastro de erudición, todolo contrario.

Cada línea fluye y lo hace inspirada yalentada por el arraigado concepto queDuneton tenía de la lengua como ele-mento vivo, como medio no sólo de co-municación sino también de integraciónde varios mundos, de universos que enprincipio son remotamente lejanos peroque él consigue unir, soldar y ensamblar

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con una precisión minuciosa, bella. El erudito rescatando las expresiones popu-lares que oyó cuando despertaba a la vida, el sofisticado estudioso de la lengua fran-cesa usando modos del occitano arcaico, el escritor contrastado recurriendo a las palabras de su niñez. El autor cosmopolita y políglota regresando al paisaje de su in-fancia, introduciéndose en el alma de aquel niño asombrado como si el tiempo y el torbellino de la existencia no hubie-ran pasado y la terrible Rita aún anduvie-ra corriendo, huyendo, trampeando por las escarpadas laderas de Corrèze, de la vida.

Antonio Soler

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I

«¡Rita!» Siempre había que llamarlacuando se la necesitaba. Desgañitarsehasta desgarrarse la garganta: «¡Ritaaaa!¡Riiiiiiiita!». Nada. El grito se perdía entrelas hojas, con un débil eco al fondo delpequeño valle.

Y de pronto surgía a toda velocidad,saltarina, despistada. ¡Siempre capricho-sa! Febril, una vez que empezaba a correr.Cuando tomaba impulso, ¡se convertía enuna flecha! Arremetía contra los anima-les, no se la podía parar: «¡Rita! ¡Quieee-ta!». Aullábamos, sin apearle el trata-miento de puta o de bicho asqueroso.

Seguía a mi padre a todas partes. Mipadre no sabía cómo meterla en cintura niprohibirle nada. Naturalmente, él jamásle pegaba, y la perra hacía lo que le daba lagana… como yo. Mi padre no me pegaba

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nunca. Chillaba un poco fuerte, pero niuna hostia, nada de bastonazos. De modoque yo también lo seguía… Él caminabadelante, alto y delgado, un poco astroso,con la cabeza inmersa en sus cosas. Podríadecirse que, simplemente, dejaba arras-trar su enorme sombra por el suelo, sobrelas piedras. Nosotros éramos sus niños,Rita y yo (seres con quienes no sabía de-masiado bien qué hacer, y a los que desdeluego no quería obligar a trabajar).

Aquel hombre nunca supo dar órdenes…él mismo tampoco era un gran experto enobedecer. Era esencialmente indisciplina-do. Nos parecíamos a él, Rita y yo: no sepodía sacar nada provechoso de nosotros.

¡Ah, mi Rita! ¡Ella sí que pasaba de todo!Resultaba molesto cuando mi padre

iba a la casa de alguien con aquel chiquilloque seguramente habría estado mejor encualquier otra parte, en la cama por ejem-plo, que allí, pegado a sus piernas, en me-dio de unas conversaciones que no eran

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para él, ¡y la puta perra! Mi padre andaba bien acompañado! ¡Ouïssi!* La perra en-traba en las casas detrás de él.

Hasta yo mismo me daba cuenta de la inconveniencia y me sentía molesto por culpa de Rita… ¡Verdaderamente mi padre no tenía ninguna autoridad! Cualquier otra persona le habría gritado: «¡Ouïssi! ¡Vamos, défora!», y su perro habría sali-do, avergonzado, dócil, a esperar en el patio. Eso demostraba la buena organiza-ción de las casas, el orden que reinaba en las familias. ¡Pero, mi padre! ¡Ni siquie-ra la perra lo escuchaba!

Yo tampoco escuchaba, pero es dife-rente. Yo era un niño. Mi madre me criaba con la certidumbre de que acabaría mal. Me inculcaba las bases de una venganza pública, inevitable. Los correccionales no estaban hechos para los perros precisa-

* Los términos occitanos se han mantenido en esa len-gua. (N. del T.)

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mente… Yo esperaba a todas horas quecayese sobre mi cabeza un castigo delcielo que pondría las cosas en su sitio. Pa-garlas todas juntas. ¡Me la tenía bien ga-nada! De modo que podía ir a parar allí: eldía menos pensado recibiría mi castigo,¡mi indisciplina, todas mis majaderíaspurgadas de golpe! Y luego, de todos mo-dos, vendría la cárcel, era previsible…Quizás el patíbulo que aguarda a todos losque han ido por mal camino.

Yo tenía un pase, ¡pero la perra! Era elescándalo en estado puro. Una mala bestiade su ralea nunca podría redimirse… ¡Paraella no había prevista una rehabilitaciónsuprema ni un purgatorio! Sólo le quedabala perspectiva, a veces sordamente evoca-da, de un fin prematuro… Cuando de ver-dad había tocado los cojones, mi madre(desgañitándose también) lanzaba la su-gerencia de deshacerse de aquel sucioanimal… de un modo violento, por su-puesto. «¡Te caerá una desgracia encima,

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ya verás!» Mi madre decía eso con un airesombrío. En dialecto, naturalmente, laúnica lengua que la perra entendía…

«Total, ¿para qué sirve? ¿Tú me puedesdecir para qué sirve?» Mi madre lanzabala pregunta. La perra no era buena ni parael ganado ni para las personas… Si alguiense acercaba a la casa, ella daba dos o tresladridos por la sorpresa, pero despuésnada. Le hacía carantoñas a cualquieraque llegase. ¡Sí! ¡Estábamos bien protegi-dos! «¡Desde luego se puede uno fiar deella! ¡Qué vergüenza semejante perra!»

Pero cuando mi madre se exasperabade verdad con la gandulería de la perra eraal ver cómo los animales se escapaban dela alambrada sin que a Rita, aquella per-fecta calamidad, se le hubiera pasado porla cabeza la menor idea de vigilarlos. ¡Me-nudas broncas le echaban! ¡Peor que a mí!«¡Nada más sirve para tragar!» La verdades que comía como una lima. Una boca in-útil. Como yo, aunque yo era alguien…

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Rita, a fin de cuentas, no era mi hermana, no era nadie. Mi madre decía: «¡Sería mejor matarla y buscar otra, joder!». No había más que hablar. Si la ocasión se pre­sentaba, veríamos qué ocurría. Mi madre, a veces, se ponía roja de ira, se quedaba sin aire, extenuada… Los sufrimientos le pro­porcionaban un punto de vista práctico: «¡Tanto alimentar a un perro tiene que servir para algo!».

Pero necesitábamos un fusil y, ¡mira por dónde!, estábamos en guerra. El pue­blo se hallaba totalmente desarmado. ¿Qué hacer? Los fusiles de la parroquia habían sido entregados al Ayuntamiento. Yacían amontonados bajo el retrato del mariscal Pétain.

Rita había aprovechado la coyuntura de las hostilidades: éramos un pueblo vencido. ¡Sí, podía darle las gracias a los boches! Aunque, la verdad, yo sabía dónde estaba el fusil de mi padre, a sus anchas, si puede decirse de ese modo. Por­

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que él había satisfecho la cuota en tre­gando un viejo chisme, de la época de Matusalén, con el que hasta entonces yo me divertía. En el fondo, Vichy había re­quisado mi fusil. El otro, el Simplex de la fábrica de Saint­Étienne, mi padre lo ha­bía escondido, embadurnado de grasa, en el bosque, en el tronco de un castaño. Mi vieja espingarda valdría hoy una fortuna en cualquier anticuario, pero si gamos… Jamás, por ninguna razón, mi padre le habría disparado a la perra.

De modo que Rita pudo envejecer como cualquiera de nosotros. Con los años, la Liberación, y todo eso, adquirió una cierta cordura. Nadie volvió a hablar de cargársela más que de tarde en tarde, y sólo por decirlo… Hubo intención de amarrarla con una cadena para impedir que anduviera por ahí y que por lo menos la muy zorra guardara la casa… De tarde en tarde, y de manera teórica, se había considerado la posibilidad de ponerle un

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collar. ¡Palabrerías! Veleidades sin conse-cuencias… ¡Para empezar habría hechofalta echarle el guante!

Era muy bonito decirlo, un collar…¿Hecho de qué? No podíamos tener uncollar de cuero, comprado, ¡con lo quehabría costado! ¡No señor, muchas gra-cias! Los perros de campo no tenían esetipo de refinamientos. Eso estaba bienpara los perros de ciudad, tal como se veíaen los libros ilustrados, unos perros quese llamaban Azor y que a veces llevabanun abrigo de lana roja… En último caso sele habría podido colocar un trozo de ca-dena alrededor del cuello, bastante corto,con los dos eslabones de los extremosatados con un alambre. Llegamos a pla-nearlo… Pero no teníamos una cadena losuficientemente fina, incluso creo que noteníamos cadena de ningún tipo. El de-bate sobre el collar reaparecía por tem-poradas y nunca llegaba a nada… Mi ma-dre se lo echaba en cara a mi padre, ¡tan

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Page 28: La perra de mi vida - malpasoed.com · La perra de mi vida 7 las risas de Dekiss y mías interrumpió la cena, se levantó y se apartó de la mesa para explicarnos la naturaleza arcaica

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holgazán! Aunque fuese una soga, no era pedir nada del otro mundo: «¡Claro, tú en cuanto hay algo que hacer desapare-ces!». Mi padre le respondía con una gro-sería del tipo: «¡Vete a la mierda!». Estoy seguro de que, básicamente, mi padre no era partidario de ningún tipo de collar. Si lo cogías de buen humor soltaba una de sus pullas favoritas, de las que le servían para quitarse de en medio las cuestiones complicadas. Decía: «¡Hazme una paja!». Mi madre, ya sin poder aguantar más, me decía: «¡Es un guarro!».

Durante el invierno, la perra se acosta-ba tranquilamente debajo de la mesa, frente al fuego. En verano, cazaba moscas conmigo. Con un golpe seco de la boca, clac… ¡Era hábil a más no poder, mi Rita!

A la larga todo el mundo acabó resig-nándose a ella. Hubo que capitular, había lugar para la esperanza… Conmigo tam-bién. Yo crecía.

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