La muerte del abuelo Gabriel

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1 Premios Emisión 14-2012 La muerte del Abuelo Gabriel

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Trabajo presentado para los premios Emisión 2012 en al categoría de Periodismo Narrativo.

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Premios Emisión 14-2012

La muerte del Abuelo Gabriel

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La muerte del Abuelo Gabriel

“No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras

del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris”.

Alejandra Pizarnik

Diego Londoño

[email protected]

Como un despertador entrometido y asustador, sonó el clásico celular de ringtone

de Mario Bros que estaba sobre la mesa a las 8:15 am. Su sonido parecía

anunciar el inicio de un domingo soleado, feliz y familiar, como se había planeado,

sin embargo, luego de unas cortas palabras, llegaron la locura, el desenfreno y la

tristeza absoluta.

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Llanto derramado en el suelo, impotencia, rabia y duda, era lo que sentía Susi,

mientras corría al baño por las nauseas repentinas que llegaron no sólo a su

tráquea, sino también, al corazón.

Mientras yo trataba de entenderlo todo, bajé la cabeza, cerré los ojos e imaginé lo

peor…

- Susi cálmate, ¿qué pasó? (con la voz cortada y lágrimas en mis pestañas

recién abiertas, por verla así de alterada)

- Mi abuelo… mi abuelito se murió- Respondió con la tristeza más profunda

que no quisiera ver jamás en mi vida.

La esquizofrenia llegó, acompañada de los gritos, el no saber qué hacer, de una

ducha veloz y la falta de apetito. La aceleración de un carro de bajo cilindraje, nos

acercaba hacia un encuentro fatal pero amoroso.

El día anterior, el abuelo y Susi estuvieron juntos almorzando, charlando sobre la

familia y la actualidad del país. Luego él la llevó en su Nissan Sentra color vino

tinto hacia un centro comercial. Se despidieron cotidianamente, sin saber que no

se volverían a ver. Esa misma noche, Susi y yo habíamos estado felices, nos

vimos en el centro de la ciudad de Medellín, observamos y escuchamos música en

vivo, tomamos cerveza y comimos crispetas. Ahora estaba esperando que ella

ingresara al que por tantos años fue el cuarto de su abuelo y corroborara que

efectivamente, era él quien ahora no respiraba más, qué un infarto fulminante se lo

había llevado para siempre. La puerta se abrió, ella corrió desesperada, escuché

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el eco de sus lamentos y así, con un beso en la mejilla, Susi le dio el último adiós

a su abuelo, a ese padre culto, de ojos azules, elegante, diplomático y cortes, que

tanto adoró y del que aprendió infinidades. Yo estaba en el sofá amarillo de la

casa espaciosa, esperando, respetando el momento, escuchando el llanto,

mientras el sol dominical entraba por el balcón de la calle 33 en la ciudad

primaveral y yo soltaba por segunda vez lágrimas de mis ojos.

El saco de gala, con pañuelo en el bolsillo y logotipo de Colgate Palmolive, sería el

elegido por Susi y su tía Doris en medio de las lágrimas. Con aquel traje se

despediría el abuelo de su esposa, hijos, hermanos, nietos, amigos, familiares y

de una vida bien vivida.

Nunca había tenido la muerte tan cerca, me dolió y aún me duele cuando recuerdo

la tristeza inconsolable de Susi y la pérdida de un ser como su abuelo.

En medio de la tristeza, era hora de afrontar la realidad, la responsabilidad que

esquivaba cualquier quebranto del alma. Era hora de voltear, de hacer papeleos

legales, de organizar los actos fúnebres: escoger el ataúd, el cofre, la sala de

velación, el cura, los músicos, la iglesia, los ramos, el carro y seguir en pie,

llorando pero en pie.

Los recorridos eran silenciosos, meditabundos, la tristeza acompañó el trayecto

hasta la funeraria en el centro de la ciudad, Susi estaba desconsolada. Ya en el

lugar, todo era tenso; de entrada olía a muerte, las flores no eran coloridas y nadie

sonreía. Yo siempre evité entrar a un lugar de estos, así como a mirar a través de

los ataúdes, esta vez lo hice con todo el amor.

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Al ingresar, caminamos unos pasos y la mano fría de Su no se despegó de mi

meñique, el corazón se me aceleró. Las familias se ubicaban en cubículos como si

fueran notarías, bancos o agencias de arrendamiento. La muerte allí nadie la

entendía.

La cédula del abuelo qué marcaba como año de nacimiento 1933 rotaba de mano

en mano, mientras en una bolsa de una reconocida tienda de ropa de la ciudad,

entregaban la última pijama que usó en la vida. Las cifras, ceros y más ceros,

pasaban en la pantalla de un computador incrustado en la pared, mientras mis

ojos no paraban de ver a través de los cubículos transparentes la tristeza de los

demás. Los ojos de Susi estaban perdidos, ahora la cédula llegó a sus manos y

robó toda su atención, de nuevo las lágrimas aparecieron en sus mejillas

sonrosadas.

Era hora de escoger el ataúd, el cofre, el automóvil, el texto para la aparición en el

periódico. La cordura debía seguir. La gente de “costumbre” o resignación pasaba

frente a nuestro dolor, miraba y no sentía. Ahora Susi y yo caminábamos entre

cofres mortuorios, como si fuera un centro comercial. 14 millones de pesos la

carroza hacia la iglesia y cementerio, 480 mil pesos el aviso en el diario local de su

preferencia, sala grande de funeral millón doscientos, sala pequeña 700 mil. Ahora

el dinero salía de las billeteras, sin embargo, no calmaría la tristeza.

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-Este, este es serio, sencillo, sobrio…. Este le gustaría a mi abuelo – decía Susi,

con la certeza en su hablar, como si su abuelo tocara su hombro, como si

estuviera a su lado.

Las llamadas y los pésames que la chica de ojos bonitos recibió fueron

incontables, pero nadie entendía su dolor. Era hora de probar algo de comida,

antes de recibir al abuelo en el campo de paz de Medellín.

El cuerpo llegó, con la impresión de lo poco creíble de su repentina muerte. La

familia, los amigos, los desconocidos, se acercaron a la ventanita del ataúd para

despedir al abuelo Gabriel.

La media noche dejó consigo la ebria melodía de Rocío Durcal “como quisiera que

tu vivieras, que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca” en un radio de jóvenes

envinados de la sala del lado. A nuestro alrededor, sólo quedaban cinco personas

en la fría sala de campos de paz.

- Gracias, pero ¡Vete ya! Me has acompañado lo suficiente…En serio.

- No, no me iré… acá estaré hasta el final.

La noche no terminaba, como si no fuera suficiente era necesario pensar en los

trámites de traslado de la pensión, salud, bienes y demás diligencias legales, para

dejar todo en orden. Por el momento, conciliar el sueño e intentar no pensar sería

el próximo reto… Susi me dijo que sentía miedo. Yo la entendí.

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La intranquilidad e insomnio agobiante terminó al alba. Ahora, luego de citar a las

10:00 de la mañana al cura de la familia y a los músicos, el encuentro sería en la

iglesia Santa Teresita, la más visitada por el abuelo.

El sol daba visos de esperanza y tranquilidad, los trajes de sus hijos y nietos se

pintaron de blanco, así otros muchos, llenaran de negro el recinto sagrado como

acto de respeto hacia el abuelo.

“Tú eres mi hermano del alma realmente el amigo, que en todo camino y jornada

está siempre conmigo” tarareábamos en silencio, mientras sonaba la melodía en

las cuerdas de un violín…. mientras el cuerpo de Gabriel Restrepo Tobón, el

abuelo cumplido, ordenado, parco y amplio, ingresaba por el medio de la iglesia,

mientras las lágrimas y la expresión de tristeza se notaba en los rostros.

La música que siempre lo hizo vibrar en vida, ahora acompañaba su despedida:

“No llores por mí Argentina”, “Un beso y una flor”, “los sonidos del silencio”. Estas

no eran canciones de Nino Bravo, Roberto Carlos o Paloma San Basilio, ahora

eran suyas, de su alma.

Susi subió despacio, con temor y nervios al atril de la iglesia. El inicio no fue fácil.

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-Pensé en mi abuelo, el hubiera querido que yo fuera fuerte y que no me

derrumbara fácilmente.

Sus palabras iniciales se entre cortaron, su voz se interrumpió en dos ocasiones,

el espacio estaba en silencio. Todos lloraron y sintieron el amor verdadero de una

nieta, una hija que lo amó como a su propio padre.

- Abuelito, un orgullo tenerte, pasear a tu lado, aprender de ti. Aprender, aprender,

aprender. Es un orgullo haberte tenido, haberte escuchado, aprender. Maestro.

Estoy orgullosa de ti. Tesoro.

Querría pasear más, escucharte más, conversar hasta que se sequen las palabras

ya cansadas, pero estoy satisfecha, estamos satisfechos. Maestro de vida. Te

amo.

Gabriel Restrepo, el mejor abuelo que alguien pudo haber tenido. Sabio. Aprendí,

aprendimos. Jamás serás borrado, vos relojito, vos el del pañuelo en el bolsillo,

vos el de Colgate Palmolive y el traje de corbata, vos el de los billetes en orden y

los ojos azules, azules hermosos. El del crucigrama los domingos. Sabio.

Te extrañamos, con vacío en el corazón y arañas en el estómago, pero algo nos

reconforta, que sabemos que vos, Gabriel, abuelito lindo, estas allá en tu cielo,

tranquilo, hermoso. Vos el de los ojos azules descansa en paz, vuela. Te amo, te

amamos.

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El descanso volvió a su alma, Susi estaba llorando pero tranquila, sentía que Don

Gabriel, el abuelo que tanto la adoró, estaba orgulloso de sus actos, de su

homenaje, de su despedida.

El violín volvió a sonar, todos caminaban despacio hacía la puerta de la iglesia,

Susi, su padre y su hermano recorrían junto al abuelo ese trayecto inolvidable. El

imponente Lincoln fúnebre de color blanco, banderas y exploradoras altas,

esperaba en la calle 76 con las puertas abiertas.

De la calle 76 a la carrera 80, en silencio, esquivando la cotidianidad de un lunes

23 de julio. Ahora el abuelo estaba en una especie de ascensor, de atrio amarillo y

arreglos florales a los lados. Poca familia cercana estaba en el último adiós a don

Gabriel RestrepoTobón, palabras sinceras de agradecimiento, lágrimas de amor,

el ascensor descendió. Ahora mi hombro estaba mojado por el abrazo fuerte de

una mujer valiente, que soportó el adiós de una persona que amaba.

-Gracias…

Me dijo nuevamente.