La muerte de Sócrates

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Obra ganadora de los Premios Michoacán de Literatura 2013, Categoría Ensayo: María Zambrano, autor Omar Arriaga Garcés.

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Esta edición circula bajo la égida señalada por el

Gobernador Fausto Vallejo Figueroa:APERTURAR UN NUEVO MUNDO QUE NACE

EN LA MENTE DEL ESCRITOR.

f

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GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo FigueroaGobernador Constitucional

Marco antonio aguilar cortésSecretario de Cultura

Paula cristina silVa torresSecretario Técnico

María catalina Patricia Díaz VegaDelegado Administrativo

raúl olMos torresDirector de Promoción y Fomento Cultural

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de Monumentos y Sitios Históricos

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Héctor Borges PalaciosJefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

raFael toVar y De teresa

Presidente

saúl juárez Vega

Secretario Cultural y Artístico

Francisco cornejo roDríguez

Secretario Ejecutivo

ricarDo cayuela gally

Director General de Publicaciones

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La muerte de Sócrates

Omar Arriaga Garcés

Gobierno del estado de Michoacán

secretaría de cultura

consejo nacional Para la cultura y las artes

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La muerte de SócratesPrimera edición, 2013

Dr © Omar Arriaga GarcésDr © Secretaría de Cultura de Michoacán

ColecciónPremios Michoacán de Literatura 2013Categoría Ensayo: María Zambrano

JuradoTonantzin García IbarraDemetrio Olivo FernándezCarlos Ángel González Martínez

Coordinación editorial:Héctor Borges PalaciosMara Rahab Bautista López

Imagen de portadaDr © Gabriel Andrade EspinosaSin título, 13x21 cms, tinta sobre papel.

Diseño de Colección y FormaciónJorge Arriola Padilla

Revisión de textosRamón Lara Gómez

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42 www.cultura.michoacan.gob.mx

ISBN Volumen: 978-607-8201-58-7ISBN Colección: 978-607-8201-51-8

El contenido, la presentación y disposición en conjunto y de cada página de esta obra son propiedad del editor. Queda prohibida su reproducción parcial o total por cualquier siste-ma mecánico, electrónico u otro, sin autorización escrita.

Impreso y hecho en México

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ÍndicePreliminar 13

1.- Prometeo o del romanticismo 21

2.- El genio poético o hacia una

teoría clásica del mundo moderno 49

3.- La muerte de Sócrates 89

Bibliografía 113

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A mi familia: la que sin serlo, ya lo es; la que lo es y no puede estar; la que permanece, aun cuando

ya se ha ido; la que de pronto aparece; la que siempre está aquí; la que lo será…

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El objeto que buscan el lenguaje, el arte, el pensa-miento, es inapresable, inalcanzable, ya sea, como en el

caso de Bataille, porque este objeto es la muerte de Dios, ya sea, como en el caso de Klossowski, porque se parte

de la muerte de Dios. Por eso, al lenguaje, al arte, al pensamiento, no les queda más recurso que rodearlos,

que cercarlos, que girar a su alrededor, para obligarlos a mostrarse aun en su vacío, en su inexistencia

Juan García Ponce, Las huellas de la voz

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Preliminar

Paralelo al resquebrajamiento de las es-tructuras sociales suscitado en el siglo XIX como consecuencia de la aparición de un nuevo mundo fabril dominado por las masas, el romanticismo irrumpió en el panorama de la cultura europea no como un fenómeno opuesto al neoclasicismo, sino como la posibilidad de replantear la pregunta sobre la esencia de lo humano, que el Renacimiento había vuelto a for-mular; así pues, analizar y discurrir tal cuestión y algunas de sus consiguientes transformaciones revestirá una impor-tancia fundamental para nosotros, ya que éstas se prolongan hasta este tiempo y este lugar.

Sin mayor preámbulo, recordemos que de la modernidad se ha dicho que no es una sola, sino que guarda dentro de sí mu-chas modernidades, así como el que su ca-racterística más general sea la búsqueda de un mito que llene el inmenso hueco dejado por la muerte de Dios (Nerval, 2004: 40) o la desarticulación entre las distintas esferas de la actividad humana.

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Ahora bien, aunque los procesos histó-ricos que determinan toda una época son de una complejidad a la que penosamente se puede acceder sólo con datos y lecturas (por lo demás, de difícil exposición en un ensayo tan breve), dos rasgos parecen so-bresalir en este período: la razón crítica, a la que alude Octavio Paz en Los hijos del limo, así como la pasión; pulsiones ambas que pueden simbolizarse mediante dos fi-guras: la de Satán y la de Sócrates, rostros de la modernidad, alegorías que parecen negarse y oponerse y que, sin embargo, se complementan y complementan la ruta en torno a la primer cuestión que plantea el romanticismo. Cierto que no se trata de hallar un mito que llene el hueco de Dios, pero mediante ambas figuras (la primera, esgrimida por varios de los poetas más re-levantes del período; la segunda, traída por Friedrich Nietzsche a la discusión) es dable establecer un contexto en el que, posterior-mente, la desarticulación entre las distintas esferas de la actividad humana sea com-prensible y se pueda re-significar.

Así, una vez mencionado el objeto de nuestro texto, La muerte de Sócrates, será ne-cesario puntualizar otros detalles.

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Algunos autores afirman que las raíces románticas ascienden hasta 1760 (Bene-detto, 1999: 3), mientras que otros señalan que la muerte de Goethe acaecida en 1832 es “el símbolo del cambio de época” (Müller-Armack, 1986: 21). Con todo, si por cambio de época nos referimos a que no se profesa más la “concepción de la realidad inmuta-ble, eternamente dada, regida por normas de una racionalidad fuera del espacio y del tiempo [la idea de Dios que aún se agita en los autores del Siglo de las Luces], siempre y en todo lugar igual a sí misma [en la que] lo cambiante, lo diverso, lo múltiple pue-den justificarse sólo en la medida en que se adecúan al dictado de estas normas” (Be-nedetto, 1999: 4), sabemos que el auténtico cambio tiene lugar mucho tiempo antes, ya que puede consignarse como la fuente de tal cisma a Copérnico: “La concepción he-liocéntrica del insigne canónigo y científico provoca [...] una sacudida en el campo del saber en tanto pone en entredicho el papel cósmico protagónico del hombre, que pasa de ocupar el centro del cosmos a habitar un planeta periférico” (Juanes, 2003: 32).

No obstante, situaremos nuestro punto de partida en la Ilustración por ser éste un

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período que brinda pruebas más visibles para entender de dónde ha debido abrevar el romanticismo antes de transfigurarse y dar sus propios pasos.

Rebasar el marco clauso y limitativo de una estética fundada en la categoría de lo bello fue la tarea conjunta de la filosofía kantiana (del idealismo alemán que la prolongó) y del romanticismo. Será preciso, antes que nada, evocar sucintamente esa revolución que su-ministra inteligibilidad al verso de Rilke [lo bello no es nada / sino el comienzo de lo te-rrible, en un grado que todavía nos es dado soportar], inconcebible en el seno de una es-tética limitada a la categoría tradicional de belleza. El análisis de Kant de lo sublime sig-nifica, en este sentido, el giro copernicano en estética: la aventura del goce estético más allá del principio formal, mensurado y limitativo al que quedaba restringido en el concepto tradicional de lo bello (Trías, 1984: 18).

Lo bello es equiparado a lo bueno y a lo consciente en el socratismo, de acuerdo a lo expuesto por Nietzsche en El origen de la tra-gedia (2006: 65); sin embargo, el clasicismo no se reduce a esto. La diferencia más nota-ble del arte clásico respecto al giro coperni-cano de la estética, consistirá en que a partir del romanticismo, lo múltiple, lo cambiante

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y lo diverso, fragmentos de la realidad clasi-cista, buscan ubicarse individualmente en el centro del mundo, cobrar vida propia y fun-damentarse por sí mismos, a causa de ese desconcierto general que en el pensamiento Nietzsche sitúa en Sócrates y, en el arte, en Eurípides, con el término de “socratismo es-tético” (2006: 65). Mas:

el concepto de “clásico” que aquí interesa nace por decirlo así desde el interior de aquel de “romántico”; y cuando se define teórica-mente adquiere un sentido, típicamente he-geliano, de momento de total plenitud de un arte. En la historiografía de nuestro siglo, además, el concepto de “clásico” ha sido ul-teriormente definido como un paralelo del clasicismo de Weimar: la era de Haydn, Mo-zart, Beethoven, según esta perspectiva, es el correspondiente musical de lo que fue la era de Goethe en la literatura, o sea, de un mo-vimiento que, surgido de los fermentos idea-listas del neoclasicismo alla Winckelmann, repudia los principios de lo bello ideal y de la imitación de la naturaleza, y teoriza, al con-trario, la originalidad de la creación artística, la concepción de la obra de arte como un or-ganismo unitario teniendo en sí mismo –y no en una adecuación a cánones exteriores– sus propias leyes formales […] en esta perspec-tiva unitaria el romanticismo no se presen-ta como una antítesis del clasicismo, más o

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menos como una reacción ante él, sino más bien como su consecuencia natural “progre-siva”, puesto que los motivos de fondo, que en la fase clásica se mantenían en un estado de perfecto equilibrio, sufrirán un proceso de amplificación, intensificación, exagera-ción, en fin, de desequilibrio recíproco, hasta descompaginar la compleja pero armoniosa unidad de la cultura[…] clásica en una cons-telación centrífuga de contradicciones (Bene-detto, 1999: 16, 17).

Esta actitud estética se hallaría más cer-ca del arte clásico que del romanticismo, aunque podemos afirmar, como se expone en la cita, que la progresión de estos ele-mentos ha desembocado en buena medida en lo que hoy conocemos como las obras románticas: progresión en el arte como un equivalente posible a la idea de progreso que ha anidado en el seno de las socieda-des modernas.

Con todo, lo más importante no es la paráfrasis que se hace de Goethe y su era como representativos de un momento de plenitud en el arte literario, que tiene por fundamento los mismos principios que irán desarrollándose durante el siglo XIX, sino el hecho de que el giro estético aparece como una suerte natural de gradación, de

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puente hacia el romanticismo, y no como un brusco cambio en la conciencia europea, un resquebrajamiento tajante, favoreciendo la comprensión del fenómeno, dando un punto de partida sólido para entender este período, que sigue siendo el nuestro (lo que se hará en tres capítulos), en una relación donde lo romántico no se halla desvincula-do del pasado, en tanto que a lo moderno no es posible caracterizarlo por romper una y otra vez con lo anterior, con lo que esta-ríamos salvando parte de ese dilema de la desarticulación de lo humano.

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1.- Prometeo o del romanticismo

Que el romanticismo usara algunas armas propias del racionalismo, al tiempo que compartía rudimentos con el neoclasi-cismo estético, tales como la transfigura-ción de la obra de arte en un organismo unitario poseedor de sus propias leyes, es entendible, ya que en esencia estaría tratándose de una versión progresiva del mismo. “Hijo rebelde, el romanticismo hace la crítica de la razón crítica y opone al tiempo de la historia sucesiva el tiempo del origen antes del historia, al tiempo fu-turo de las utopías, el tiempo instantáneo de las pasiones, el amor y la sangre” (1990: 35), escribe Octavio Paz en La otra voz: poe-sía y fin de siglo.

Con todo, de manera más o menos unáni-me, los manuales de literatura han conside-rado al romanticismo un fenómeno de signo contrario, sin tener en cuenta que el aliento que lo anima y del cual parte, con indepen-dencia a lo que hoy suele reconocer la crítica al respecto, es semejante al del neoclasicismo.

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Igualmente, no se puede pasar por alto que la razón era un ingrediente vital del arte clásico, siendo imposible, además, que en un instrumento portador de significados conceptuales abstractos como es la palabra, simplemente quedaran borrados como por arte de magia los rasgos semióticos, meta-físicos, culturales, que a través del tiempo había ido ganando y cuyo refinamiento, por si fuera poco, se había propuesto efec-tuar el proyecto de la Ilustración durante el siglo XVIII. De hecho, tal como Albert Camus indica en El mito de Sísifo, “es inútil negar absolutamente la razón. Ésta tiene su orden en el cual es eficaz. Y es, precisamen-te, el de la experiencia humana” (2003: 52).

Así pues, la razón crítica parece mante-ner una condición: cuando aparezca bajo un orden, supeditada, envuelta, circuns-crita, no descontextualizada, sin fondo, como se la vio durante la modernidad (de-vorándose a sí misma), es posible postu-larla como una vía factible hacia un cono-cimiento modélico de la realidad, pero sin confundirla con ese “mundo real” del que ninguna doctrina o método ha obtenido ja-más una visión totalizadora.

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En El arco y la lira, Paz opinará que “la poesía moderna se presenta como una em-presa autónoma y a contracorriente. Inca-paz de pactar con el espíritu crítico” (2003: 241), sin embargo, en Los hijos del limo su perspectiva habrá integrado algunos ma-tices: “La historia de la poesía moderna –al menos la mitad de esa historia– es la de la fascinación que han experimentado los poetas por las construcciones de la ra-zón crítica. Fascinar quiere decir hechizar, magnetizar, encantar; asimismo: engañar. El caso de los románticos alemanes es una ilustración [palabra también significativa] de este fenómeno de vaivén en el que la re-pulsión sucede casi fatal e inmediatamente a la atracción” (1985: 65).

Pasamos con suma celeridad de un “nada”, implícito en la primera cita, a un “al menos la mitad de la historia de la poe-sía moderna”, en la segunda, y con curiosi-dad descubrimos que lo que los poetas ale-manes experimentarían en carne propia es fascinación por un orden social o político, ofuscación; luego repudio al sentirse ame-nazados por él y, posteriormente, adverti-mos que tienden a elegir una ruta alterna, una opción de índole antagónica que, en

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grado sumo, depende de las circunstan-cias históricas inmediatas en las que éstos se hallen inmersos, la cual obedece a un reacomodo de su posición inicial con res-pecto a la repulsión comportada, sea que terminen volviéndose al absolutismo, cato-licismo, nihilismo, populismo, haciéndose revolucionarios o tomando posiciones más extremas, según las vicisitudes de corte so-cial o estético a las que se vean enfrenta-dos, pues las ideas, insertadas en el tiempo histórico, tienden a convertirse en eventos: “En el ensayo «Genealogía del fanatismo», Émile Cioran plantea que en sí misma toda idea es neutra o debería, pero el hombre la anima, proyecta en ella sus demencias. Impura, transformada en creencia, la idea se inserta en el tiempo y adopta la figura de «evento». El tránsito de la lógica a la epi-lepsia se consuma” (Campos Villeda, 2010: 1). No es posible desvincular lo social de lo estético ni lo estético de lo social, como pre-tende gran parte de la literatura moderna.

Acerca del tono en que tales poetas res-pondieron a las circunstancias que tenían frente a sí, en el prólogo a El hombre y lo divino, María Zambrano descubre un punto de vital importancia al referirse a la divini-zación de la historia:

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para el hegeliano [ésta] vino a ocupar el lugar de lo divino […] Era el camino del progreso indefinido, ya que el hombre había vencido definitivamente los viejos obstáculos. Y estos “viejos obstáculos” no eran otros, no podían ser otros, que los levantados por la creencia en la divinidad. El hombre se había emancipado. // De ahí que las réplicas a Hegel ––he aquí lo interesante–– tuvieran en definitiva una idéntica significación, como suele suceder con todas las réplicas que sólo difieren en el cómo, pues creyendo diferir en el qué, dan por su-puesto ese qué y lo que lo rodea y aun el hori-zonte que lo hace visible (1973: 15, 16).

De tal manera, esta tensión es replicada por los poetas modernos mediante la misma fórmula que pretenden acometer, la cual se ve sublimada y re-producida en las obras de arte del período romántico, en que, mayormente, las posturas ética y estética oscilarán entre el ansia de un orden de ca-rácter superior que erradique la confusión imperante, primero, y, segundo, la aspi-ración a una libertad sin condiciones que no menoscabe sus cualidades específicas, su individualidad como seres humanos; cliché moderno: únicos e irrepetibles, con todo y nombres y apellidos, lo que redun-da, curiosamente, en la disolución de esas cualidades que identificarían al ser humano

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como tal (a diferencia del arte clásico don-de lo importante es el hombre en sí mismo, siendo las circunstancias externas nada más que contingencias en la configuración de un destino común).

Con una fórmula semejante y haciendo gala de un notable individualismo, si bien no dentro de la última línea –la del hombre como un animal histórico, carente de rasgos propios que le distingan del resto–, Nietzs-che erige, sin proponérselo del todo, una tentativa por absolutizar las características humanas “en las voces de aquel «demonio dionisiaco que se llama Zarathustra»” (Ca-lasso, 2002: 73), y que no hace sino exaltar aún más las pasiones del mundo.

Pero de esta tensión constante, del estímulo «progresivo» continuamente renovado, del anhelo del infinito, nace también la conciencia de la finitud del individuo y de la imposibili-dad de una anonadante resolución en el Todo: el ansia del absoluto es también revelación de una fractura primordial entre yo y el mundo, que se refleja en el interior del yo (es la Zerris-senheit, la oposición, la rasgadura; palabra clave del romanticismo). Esta ambivalencia de fondo genera en el artista romántico dos actitudes an-titéticas y al mismo tiempo complementarias. Una es la ironía, la paradoja: la única forma en

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que parece posible realizar la conciliación de los opuestos (y su expresión literaria es el breve, nervioso, fulgurante aforismo [recordemos los aforismos de Novalis, los del propio Nietzsche, y ya durante el siglo XX, los de Blanchot y los de Klossowski]). La otra actitud es la Sehnsucht: real bandera del romanticismo, este término no encuentra su correspondiente en las otras len-guas europeas, especialmente en las latinas; lo cual es una nueva prueba del alma germánica de este movimiento espiritual. Sehnsucht es ––como lo explica de manera ejemplar Mittner, quien sugiere traducir su sentido bien como «tormento» o como «nostalgia»–– literalmente «mal de deseo»: deseo que se nutre de sí mis-mo, que se repliega sobre sí mismo y se satis-face en la imposibilidad misma de satisfacción (la Sehnsucht presupone por ello e incluye en su significado a la ironía, la coincidencia paradó-jica de los opuestos) […] La corriente mágica del romanticismo, la unendliche Sehnsucht de Hoffman (pasión infinita, que podemos enten-der también, y mejor, como pasión del infinito) (Benedetto, 1999: 6, 19).

Bajo esta noción, con estos argumentos, el romanticismo se presenta ya no sólo como un fenómeno del espíritu al que impele una desgarradura (sublimada mediante la Se-hnsucht, la ironía y la parodia), sino también como una suerte de exploración clasicista de

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los límites estéticos hasta entonces estable-cidos; una exploración personal de los már-genes que se verá acentuada en la moderni-dad y será visible ya no sólo en la obra de los poetas románticos, saliéndose (caso del simbolista Stéphane Mallarmé y de otros tantos autores como Blanchot o Klossows-ki) por mucho de esos márgenes (como en el denominado neobarroco americano), aban-donándolos kantianamente.

Se trata de una búsqueda particular donde la función de glosar o hacer perífra-sis parece haber alcanzado el punto más alto en la experiencia estética, lo que impli-cará la reestructuración tanto de las obras como de la noción misma de arte, además de que se iniciará con ello una cruzada, un movimiento oscilatorio, una zozobra gene-ral, por eso de los dados, en busca de una fórmula capaz de dar cuenta del período entero; finalidad perseguida con una an-gustia que, paulatinamente, se tornará más palpable conforme avance la época.

Tales atribuciones harán susceptible al objeto estético de conquistar formas cada vez más excéntricas e irrepetibles, lo que, con todo, no ayudará al lenguaje a lograr su cometido primordial, salvo en la propia im-posibilidad de satisfacer esa exigencia: “el

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objeto idéntico a sí mismo [autorreferencial, descrito por el lenguaje literario, dialéctica-mente], se queda sin realidad (…) Lo que es monstruoso en el diccionario de las ana-logías antagónicas (…) es que tal detalle, tal pierna, no es perceptible, accesible a la memoria disponible, en suma NO ES REAL, más que si el deseo lo toma fatalmente por una pierna” (José, 2004: 89, 90). Aquí el dile-ma se ve transferido a un fragmento de lite-ratura erótica en el que, no obstante, las pa-labras, fantasmas de sí mismas, fracasaron en su intento de manifestar el pathós que tal situación debería transmitir.

En ese sentido, habrá diversas técnicas li-terarias bajo múltiples otras tantas formas y presentaciones que, pese a su pretensión de realismo, continuarán evocando la transfi-guración progresiva que se ha llevado a cabo en el lenguaje, hasta despojar de substancia a los hechos consignados por la propia es-critura, lo cual aparecerá caracterizado por la condición de la ausencia: George Bataille lo llamará lo imposible (García Ponce, 1994: 46), Fenollosa tratará de reconocerlo en el proceso de conformación de ideogramas chinos (Fenollosa & Pound, 1980: 22, 23), un escritor mexicano como Salvador Elizondo

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percibirá esa misma búsqueda en Mallar-mé1 y, a su vez, los elementos de ésta llega-rán hasta nosotros en alguna de sus propias novelas (Farabeuf o la crónica de un instan-te) bajo el signo del entimema, la elipsis u otras figuras retóricas, con el afán de des-truir la línea mental en la que autor y lector se identificaban como parte de una misma locomoción (José, 2004: 58, 59, 60). De aquí pueden inferirse la relevancia y alcance que tal transformación ha tenido inclusive para la literatura mexicana.

Asimismo, dicha progresión será percep-tible en los Cantos de Ezra Pound bajo lo que el poeta estadounidense designará como triple articulación, así como en Severo Sar-duy, quien hablará de estructura de donas en su teoría del neobarroco americano (José, 2004: 58) o de recaída (Serur, 2010: 151-153). Y la lista podría seguirse alargando, pero basten estas ejemplificaciones, cuyo mayor logro será la elaboración de un examen en

1 Señala Elizondo: “no en vano Mallarmé había intentado, ya en 1897, crear un ideograma poético valiéndose de las propie-dades visuales de la tipografía y de su disposición en la página con su poema Un coup de dés jamais n’abolira le hasard” (1994b: 361); en tanto que Octavio Paz comentará que estas “«subdivi-sions prismatiques de l’Idée» [son] música para el entendimiento y no para la oreja; pero un entendimiento que oye y ve con los sentidos interiores.

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el vacío acerca de los propios medios de los que hace gala la palabra, procesos mentales puestos al descubierto y teorizados litera-riamente que, más tarde, permitirán al len-guaje reingresar al mundo acendradamen-te, con la capacidad de hacerle contrapeso, cargado de nuevos poderes y con tareas distintas a resolver de aquéllas iniciadas desde la Ilustración y efectuadas durante la modernidad, las cuales, como Nietzsche apunta, no han terminado todavía: “6. He-mos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente! // (Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA) (1982: 52). De tal manera, en este breve texto de El crepúsculo de los ídolos, “Cómo el «mundo verdadero» acabó convirtiéndose en una fábula”, el prusiano se refiere al vórtice de la ausencia misma.

. .

Uno de los momentos de mayor plenitud literaria del romanticismo, al igual que una de las primeras fábulas del nuevo mundo

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proclamado por Nietzsche (junto a la de Hölderlin), aparecerá bosquejado en el ho-rizonte de la cultura alemana por obra y gracia del derrotero espiritual de Novalis, en el que sobresaldrá su dulce y prematura muerte, se ha dicho, de índole voluntaria; narración no se sabe si del todo fidedigna, pero que ha transformado su enfermedad y paroxismo en un mito complejo, el cual, bajo ninguna concepción, podríamos en-marcar a priori en la trama de la mera fuga, el suicidio o la redención cristiana (no en la acepción tradicional del término), sino más bien como parte de ese anhelo infini-to por armonizarse con el cosmos2, como el paso siguiente para unirse al polvo de los astros y a la música de las esferas; an-helo que resulta de una manufacturación incuestionablemente onírica y romántica, pero que conserva en su seno, a la hora de reconocerlo como tal, contradicciones que no podemos sino observar con mayor de-tenimiento en la cita siguiente: “prototipo

2 “En reconocimiento del orden que evidenciaba, Pitágoras aplicó al mundo el nombre de kósmos, una palabra de difícil tra-ducción que para el espíritu griego implicaba tanto orden y per-fección estructural como belleza” (Bonell, 2000: 80). En español: “mundo, conjunto de todas las cosas creadas” (Diccionario de la Real Academia Española, 2010: “cosmos”).

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del artista romántico, dividido entre el arte y la vida, torturado por el contraste entre la esencia ideal de la música y la materialidad a la cual ella se encuentra obligada a reba-jarse, y consumido hasta una muerte pre-coz por la imposibilidad de realizar su sue-ño juvenil de vivir como una música toda su propia existencia” (Benedetto, 1999: 9).

Se trataría de esa pasión del infinito an-tes señalada, cifrada en una “vibración secreta e inefable que recorre el alma del mundo, y de la cual la Sehnsucht es su ex-presión sensible, [el alma del romanticis-mo] es entonces una vibración musical” (Benedetto, 1999: 6), confirma el crítico Renato di Benedetto.

Pese a ello, aplicar cada palabra de estas citas a Novalis resultaría en una parado-ja si se tiene en cuenta que el anhelo mis-mo del poeta alemán es esa sublimación hasta las estrellas, esa coronación con la muerte que en principio no es ni escape ni redención ni suicidio, ni enclaustramiento ni imposibilidad de realización ni mucho menos tortura por el contraste entre idea y materia; en Novalis, el ansia de infinito no parece ir acompañada por esa angustia

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que luego, más adelante, desgarrará al ser humano del XIX, dejando su impronta a lo largo de todo el siglo, actuando de ma-nera más dramática hasta las postrimerías del propio siglo XX. No, lo que ocurre en Novalis es una poderosa concentración de elementos, una comunión poética entre te-mas y sustancias que, como en un abanico que aún no se abre del todo, difícilmente volverán a hallarse en tal proporción y ar-monía durante la era romántica. Cláusula de la modernidad: los sucesos, si bien son similares en cuanto a su estructura, pare-cen no repetirse de la misma manera; la va-riación, atributo eminentemente musical, constituye así parte integrante del espíritu romántico.

Es dable afirmar que Novalis, junto con Goethe –además de ser el prototipo del artista romántico, clásico-romántico para ajustarlo a los términos en los que venimos expresándonos–, aparece como un punto de convergencia entre la época que está desapareciendo y la que empieza a emer-ger. Lo que en Goethe quedará encarnado por Fausto y su periplo, joven y pecador, primero; enfrentado a sus propias pasio-nes, viejo y contrito, después; en Novalis parece darse todo al unísono:

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Esta comunión es, ante todo, un penetrar en la muerte, la gran madre, porque sólo la muerte –que es la noche, la enfermedad y el cristianismo, pero también el abrazo erótico, el festín donde la “roca se hace carne”– nos dará acceso a la salud, a la vida y al sol. La co-munión de Novalis es una reconciliación de las dos mitades de la esfera. En la noche de la muerte, que es asimismo la del amor, Cristo y Dionisos son uno […] Es revelador que para Novalis el triunfo del cristianismo no entrañe la negación, sino la absorción, de las religio-nes precristianas […] Y lo más sorprendente es que esta victoria solar de Cristo se cumple no antes sino después de la era científica, esto es, en la edad romántica: en el presente […] La actitud de los otros grandes precursores –Hölderlin, Blake, Nerval– es aún más neta: su Cristo es Dionisos, Luzbel, Orfeo (Paz, 2003: 240, 241, 242).

La obra de Novalis, autor que criticaba con dureza a Goethe por su eficiencia y delibe-ración, como una máquina ya programada de antemano (Novalis, 1948: 52), aparece en este último pasaje como un astro más de esa constelación espiritual cuya confor-mación inicia el inventor del Fausto. Aseve-raciones delicadas donde el contexto, sin embargo, se halla todavía bajo el influjo del clasicismo de Weimar y su posterior meta-morfosis a este primer romanticismo.

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De tal modo, las figuras hacia las que los otros grandes precursores románticos se inclinan, parecen metáforas que el vér-tigo del período impone, no obstante que la impresión que Novalis provoca es la de tomarse muy seriamente la identidad de Cristo y Dionisos.

A esta acotación de Paz en la cual Cristo y Dionisos serían uno, y en la que debemos entender el cristianismo no como la reli-gión de Roma, sino como una tentativa de retorno poético a la Edad Media, todavía puede agregarse algo más:

La religión de la noche y de la muerte de los Himnos, los impresionantes Fragmentos […], la búsqueda de una Edad Media perdida, la resurrección del mito del poeta como una fi-gura triple en la que se alían el caballero an-dante, el enamorado y el vidente, forman un astro de muchas facetas […] La concepción de Novalis se presenta como una tentativa por insertar la poesía en el centro de la historia. La sociedad se convertirá en comunidad poé-tica y, más precisamente, en poema viviente. La forma de relación entre los hombres dejará de ser la de señor y siervo, patrono y criado, para convertirse en comunión poética. Nova-lis prevé comunidades dedicadas a producir colectivamente poesía (Paz, 2003: 239-241).

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Novalis se refiere, aunque sin saberlo, a la tesis dialéctica impulsada por Hegel (cada poeta es un vidente, escribirá un día Rim-baud), además de que intuye una interpre-tación semejante a la que Marx hará de la misma, sólo que verá en ella una realidad sublimada, llena de mito y de poesía. Por ese otro lado, desde

el nacimiento de la era moderna y con mayor insistencia durante los últimos cincuenta años, los dirigentes revolucionarios proclaman que el fin último de la revolución es cambiar al hombre: la conversión del individuo y de la co-munidad. A veces esta pretensión ha adoptado formas que habrían sido grotescas si no hubie-sen sido atroces como cuando, combinando la superstición por la técnica y la superstición ideológica, se llamó a Stalin: «ingeniero de hombres». El ejemplo de Stalin es aterrador; hay otros que son conmovedores: Saint-Just, Trotsky. Incluso si me conmueve el carácter prometeico de su pretensión, no tengo más re-medio que deplorar su ingenuidad y condenar su desmesura (Paz, 1985: 240).

Por último, Novalis aspirará a absolutizar también él mismo la poesía, con lo que se advierte que en su derrotero se incluirán algunas características del romanticismo propiamente dicho, sin que por ello pierdan

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validez las palabras antes mencionadas so-bre la condición de clásico-romántico de este poeta alemán, ya que dentro de su obra se lo-calizan en perfecto equilibrio las propensio-nes que más tarde se verán desplegadas con mayor agresividad durante la era romántica; a menos, claro, que todo se encuentre desde aquí enmarcado bajo el signo de la parodia y que esa seriedad con la que Novalis se toma la identidad de Cristo y Dionisos sea el seña-lamiento del umbral hacia la exaltación alge-braica del horror3, sin que el propio poeta re-pare en ello. Acordémonos que, como buen autor moderno, Novalis ve ya en Goethe a un hombre de otra época que “debe ser y será aventajado, mas sólo como los antiguos pueden serlo: en fuerza, en profundidad, en amplitud y en diversidad; no ha de ser su-perado como artista o, si lo es, será de una manera poco notable porque su potencia y exactitud son quizá, más admirables aún de lo que creemos” (Novalis, 1948: 60); ese mis-mo autor de los Fragmentos y de los Himnos que también afirma con tono fáustico que:

3 Con el Satán a un lado se llora y se ríe, como antes se lloraba y se reía con los dioses paganos, pero “su historia es algo más cruel, y también más cómica y abstracta, si es que lo cómico y lo abstracto señalan el acceso a la exaltación algebraica del horror” (Calasso, 2006: 170).

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Goethe es un poeta enteramente práctico; es en sus obras, lo que son los ingleses en sus pro-ductos industriales: supremamente sencillo, neto, fácil y durable. Ha realizado, en la litera-tura alemana, lo que Wedgewood realizó en el campo del arte inglés. Tiene, como los ingleses, un gusto naturalmente económico, un gusto noble conquistado por el espíritu. Esto se halla muy de acuerdo y tiene estrecha relación con el sentido de la química. Podemos comprobar, por sus estudios sobre física, que prefiere hacer perfecta una cosa insignificante, darle el brillo y pulido supremo, a emprender una obra im-portante y hacer algo que, de antemano, sabe que no podrá terminar, que permanecerá in-forme; y que jamás ha de llevar a una perfec-ción soberana, magistral (Novalis, 1948: 52).

No obstante, se sabe que por la fecha de su muerte, acaecida hacia 1801, Novalis no al-canzaría a ver terminada la Segunda parte del Fausto, lo que, por otra parte, no haría tal vez sino reafirmar algunos de los pun-tos que critica en Goethe y que más común-mente son aquellos por los que se recono-ce al autor de Diván de Oriente y Occidente, como un poeta eminentemente clásico.

En estas pocas líneas, Novalis nos mues-tra a un hombre cargado más hacia la Se-hnsucht que hacia la comunión y la recon-ciliación de las dos mitades de la esfera, el

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amor y la muerte, gracias a lo cual reme-moramos que, además de que también para Hölderlin Cristo es Dionisos, para Blake y Nerval es Luzbel y Orfeo, respectivamen-te. Por si no fuera suficiente para caracte-rizar el torbellino romántico, clásico por una parte y progresista por la otra, Paz describe de la forma siguiente las actitudes que “aparecen en todos los románticos: su predilección por lo grotesco, lo horrible, lo extraño, lo sublime irregular, la estética de los contrastes, la alianza entre risa y llanto, prosa y poesía, incredulidad y fideísmo, los cambios súbitos, las cabriolas, todo, en fin, lo que convierte a cada poeta romántico en un Ícaro, un Satanás y un payaso, [y que ] no es sino respuesta al absurdo: angustia e ironía” (Paz, 1985: 74).

En su libro Hölderlin y la sabiduría poéti-ca (la otra modernidad), Jorge Juanes enuncia que lo demoníaco es inocente en este caso4,

4 “Los poetas propiamente modernos forjan una escritura que ya no aspira a fundar la eternidad o a construir la conciencia de clase de los oprimidos, sino a proponer otro mundo, aquí, aho-ra, en este instante, el mundo de los suicidados por la sociedad desatado en el interior de un mundo habitado por el espíritu de lo gregario. Poetas expulsados de la polis que escriben para los hombres libres [...] La pureza pervertida, el sueño insatisfecho, la belleza inalcanzable, la fealdad que se atreve a decir su nom-bre, lo de arriba y lo de abajo, el ansia de acumulación y el des-perdicio mercantil. Todo está permitido; Mefistófeles ha entrado

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pero de otorgarle el beneficio de la duda, abandonaríamos nuestro contexto para aceptar que un espíritu de otra época ha irrumpido aquí de mano de la modernidad.

Sin dejar de otorgarle entonces tal privile-gio al ensayista, conmoviéndonos hasta los huesos por las tentativas desesperadas que emprenden los poetas románticos –Ícaros, payasos, Satanases, diablitos con el vientre lleno de pólvora que serán quemados en la fiesta del pueblo–, conmovidos como Octa-vio Paz dice conmoverse por las desmesu-radas pretensiones de Saint-Just y Trotsky, a las que califica como ingenuas, volvamos la mirada hacia el otro rostro mítico de la modernidad: el del pensador ateniense que forjó el método dialéctico, entablando me-diante éste una batalla contra las fuerzas sobrenaturales de la religión poética de la Grecia antigua, misma que ha llegado hasta nosotros, reactualizándose en la obra de au-tores contemporáneos para demostrarnos que si la modernidad no ha traído el pasado hacia este presente, en cambio, nuestro con-texto abarca no sólo el pasado inmediato, y que la batalla que libra el Occidente es, de

en escena y resulta calumnioso acusarlo de querer poseer el alma de los irredentos. Pues lo demoníaco ––señoras, señores–– es ino-cente” (Juanes, 2003: 47).

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facto, la que se había iniciado con la irrup-ción de Sócrates.

De este modo, el filósofo griego es vincu-lado con las condiciones en las que actual-mente se encuentra el mundo; de hecho, se lo acusa. El primero en levantar la mano nuevamente, es Goethe: “Ay de ti! ¡Ay de ti! ¡Has destruido con tu brazo poderoso ese mundo de belleza! ¡Mírale cómo se hunde” (Nietzsche, 2006: 67), palabras del Fausto. No obstante, la crítica más dura será la realizada por aquél que convertirá en una estética y en una filosofía las pulsiones más pasionales del hombre; respuesta moderna y román-tica al mundo del progreso, de la lógica, la dialéctica y la razón crítica. Se trata de aquel moderno que “tiene que echar mano del cloral u otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, dormirse, dormirse como el resto de los mortales, como las personas que no pien-san ni son o no perseguidas por el demonio” (Nietzsche, 2002: 10).

“Debemos indicar ahora, en el mismo sentido de ideas evocado por estos suges-tivos problemas, cómo, hasta hoy y para toda la posteridad futura, la influencia de Sócrates se ha extendido sobre el mundo como una sombra que se alarga sin cesar bajo los rayos de un sol poniente: cómo

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esta influencia impone la necesidad de una perpetua renovación” (2006: 72, 73), seña-la Nietzsche en El origen de la tragedia, libro fundamentado en dos figuras de la cultura griega, los dioses paganos Apolo y Dioni-sos, el primero de los cuales es considerado deidad capaz de controlar el exceso, en tan-to que el segundo, al que incluso se llega a calificar de daimon (Lida de Malkiel, 1983: 144), demonio, mensajero, quien ha sufrido una singular metamorfosis sincrética para llegar hasta la modernidad trocado en el demonio mismo, es el dios que produce y simboliza el exceso5.

Años más tarde, en El crepúsculo de los ídolos, el filósofo de Röcken, Prusia, expre-saría sobre Sócrates que:

con la dialéctica la plebe se sitúa arriba [...] el dialéctico es una especie de payaso: la gente se ríe de él, no lo toma en serio. –– Sócrates fue el payaso que se hizo tomar en serio [...] A la dialéctica se la elige tan sólo cuando no se tiene ningún otro medio [...] El dialéctico deja a su adversario la tarea de probar que no es un

5 Eric Dodds se refiere a parte del proceso del daimon como mensajero hasta llegar a la Edad Media: “Con este atuendo glo-rificado, hecho moral y filosóficamente respetable, el demonio individual disfrutó de un nuevo plazo de vida en las páginas de los estoicos y de los neoplatónicos, y hasta de los autores cristia-nos en la Edad Media” (1960: 50, 51).

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idiota: hace rabiar a los demás, y al mismo tiempo los deja desamparados. El dialéctico vuelve impotente el intelecto de su adversario. –– ¿Cómo?, ¿es la dialéctica en Sócrates tan sólo una forma de venganza? (1982: 40, 41).

Vemos desplegados en esta descripción de Sócrates varios de los términos que ya se han vertido para caracterizar a los poetas románticos, transformación que para Tomás Segovia toca de modo particular al hombre:

la afirmación de que el romanticismo es nues-tro clasicismo resulta absurda. Porque en el primer caso significa que en el romanticismo están las fuentes de nuestra época, y en el se-gundo que nuestro clasicismo es dionisiaco, o que nuestro apolineísmo es romántico, o que nuestra mano derecha es nuestra mano iz-quierda, o sea que somos zurdos, proposición que me parece perfectamente portadora de sentido […] Es la nueva visión romántica la que opera ese profundo descentramiento en todos los niveles de la civilización occidental. Sin duda todo eso venía preparado por la crí-tica ilustrada, pero es el romanticismo el que pone efectivamente en duda la identificación de la esencia humana con el arquetipo del hombre occidental (Nerval, 2004: 25).

Acudimos aquí al florecimiento del mito: Prometeo, con dos rostros antitéticos que,

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por momentos, se disparan en mil másca-ras o semejan una unidad congénita y has-ta correspondiente. Con esto quiero decir que el gran mito del Occidente, el de Pro-meteo, es, asimismo, el de la modernidad y, por ende, el del romanticismo que, para Segovia, también abre la puerta de la mo-dernidad (Nerval, 2004: 25).

La figura del Satán es la encargada de ci-frar la ausencia-presencia de aquello en lo que consiste la esencia humana, su triunfo supremo: por un lado, Prometeo simboliza el espíritu ávido de conocimiento del ser humano, el hombre que desobedece por el amor que profesa, pretendiendo tomar el destino del fuego, así como el suyo propio, en sus manos; por el otro, condensa la cul-pabilidad y el sentimiento de desamparo, la melancolía suscitada por la precipitación de un paraíso inexorablemente perdido. Así, a la cosificación que impone la moder-nidad se opone un espíritu que negándose a sí, trata de combatir dicho orden6: “reflejo

6 “Mefistófeles está llamado a llevar a Fausto [el hombre] por el microcosmos y, luego, por el macrocosmos para que éste pueda llegar a entender todo cuanto encierra el universo [...] [es un] espíritu que se define a sí mismo como el espíritu que siempre se niega” (Goethe, 1994: XXXV, XXXVIII, XXXIX). Dice Elizondo: “el nombre Satán significa «el adversario (de Dios)» y es para establecer un gran antagonismo dialéctico para lo que sirve la

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de una «secreta aspiración al caos», al ca-rácter bullente e inextinguible de la vida, de la que surgen siempre «nuevos y mara-villosos nacimientos»” (Benedetto, 1999: 5).

Se engendran de esta manera muchas realidades individuales que, en aras de en-contrar un absoluto que surja del caos, se niegan todas a sí mismas, confiriendo de tal manera estatuto ontológico a la moderni-dad: “la literatura moderna se niega y, al ne-garse, se afirma-confirma su modernidad” (Paz, 1985: 57). La Realidad, con mayúscula, que aunque con dificultades fue considera-da todavía una sola antes de la modernidad, y que pretendía que siguiera siendo una “mediante la hipóstasis del principio de conocimiento” (Juanes, 2003: 32), se frag-menta en un monstruo de mil cabezas. No sólo Satán y Sócrates.

El Destino prometeico del hombre, o por lo menos, el destino del Hombre moderno en general, de este hombre moderno que con-templa el universo desde el centro de su in-dividual existencia, como campo de su ince-sante actuación [...] proclama la acción como principio del mundo, y se lanza, en efecto, a actuar con frenesí fáustico. Pero la acción, la

personificación del mal” (1994b: 239).

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vida, lo conduce siempre de nuevo hacia la misma experiencia fundamental, situada en el fondo de las más diversas peripecias, por causa del carácter inmutable de la naturaleza [...] La tragedia radica en el hecho de que to-das las formas de la acción, que son irrenun-ciables y tenidas por valiosas en sí mismas, contienen, sin embargo, un destino de error, y están cargadas con las terribles consecuen-cias de ese error, a las que no es posible esca-par (Goethe, 1973: XV, XVI).

Tal como manifiesta Inés Arredondo: “El pecado de exceso es sagrado y es lo que in-flama hasta la enormidad al grano, en apa-riencia inocente, que produce la tragedia” (Arredondo, 1986: 115), lo que no significa sino que el irrenunciable destino humano lleva impresa la marca de Prometeo: clásico y romántico, pagano y cristiano, matador del monstruo y engendrador de la peste, divino y demoníaco.

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2.- El genio poético o hacia una teoría clásica del mundo moderno

Los artistas modernos fueron de los primeros en percatarse de la nueva situación múltiple del ser humano, así como del rompimiento de la realidad, al tiempo que bregaban por una reinvención del mito y la visión poética, antropocentrismo que quiso ser efectivo y no solamente abstracto como en el proyecto de-nominado modernidad7.

En ese sentido, un integrante de la revis-ta Athenaeum, Friedrich Schlegel, escribiría: “la belleza suprema, incluso el orden su-premo no es otro que el del caos, precisa-mente de un caos que espera sólo el contac-to del amor para desplegarse en un mundo

7 La doctrina del progreso, la confianza en las posibilidades benefactoras de la ciencia y la tecnología, el interés por el tiempo (un tiempo medible, un tiempo que puede ser comprado y vendi-do y que, por tanto, posee, como cualquier otra comodidad, un equivalente calculable en dinero), el culto a la razón, y el ideal de libertad definido dentro del entramado de un humanismo abstrac-to, pero también la orientación hacia un pragmatismo y el culto de la acción y el éxito, todo esto ha sido asociado en distintos gra-dos con la batalla por lo moderno y se promocionó y mantuvo vivo como valores claves de la triunfante civilización establecida por la clase media (Gutiérrez, 2005: 10, 11).

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armónico, como era el de la mitología y la poesía antigua. Porque mitología y poesía son una sola, indisociable cosa” (Calasso, 2002: 62). Años antes, en Inglaterra, el poeta William Blake había hecho un señalamien-to con similar lectura: “El progreso traza los caminos derechos; pero los caminos tortuo-sos, sin progreso, son los caminos del genio” (2003: 38); de tal suerte, el también pintor colocaba el dedo en la llaga, preconfiguran-do el que sería uno de los atributos del arte y de la literatura por venir: negar, descompo-ner, abolir la realidad del universo moder-no que, con base en la razón y la tecnología, pretendía imponer una sola visión que con-trolase todo (Gutiérrez, 2005: 10).

Dicho afán, como ha intentado explici-tarse en la primera parte de este texto, se llevaría a cabo muchas veces por medio de la figura del Satán8 (excepción alegórica

8 Satán es utilizado por primera ocasión en el Antiguo Testa-mento de manera muy breve en Crónicas cuando incita a David para que haga un censo de los hijos de Israel y después en el Libro de Job, precedido por el artículo y con la acepción hebraica de el acusador. El Satán es una figura pesimista, escéptica de la creación de Dios, deseoso de encontrar otras alternativas y que abiertamente duda del éxito de Su creación. En Isaías, el Lucero hijo de la Aurora, dice “Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo norte, subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo” (José, 2004: 78).

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será la de Mallarmé con su infierno blan-co): así, enfrentando los caminos derechos, niveladores de la realidad y de los indivi-duos, a los caminos tortuosos del genio, donde “el mundo mítico tiene una fluidez que le es esencial y que autoriza todas las fusiones, insensibles y paulatinas, entre mundos que la razón concibe como diver-sos” (O’Gorman, 2002: 82), se buscaba por un momento rehabilitar lo humano en su justa dimensión.

Curiosamente, el propio Sócrates (acusa-do por Nietzsche, como se verá más a fon-do en este capítulo) podría ser vinculado a tal concepción si se atienden esas palabras que en el Fedro se le atribuyen: “«la ma-nía nace del dios» ––por eso es superior––, mientras que la sophrosýnē «nace entre los hombres»” (Calasso, 2004: 48). La manía simboliza aquí tanto la poesía como el mito a los que Schlegel se refiere, en tanto que la sophrosýnē, interpretada por lo general como mesura o templanza, alude al cono-cimiento supremo al que, según el filósofo ateniense, puede aspirar el hombre.

No obstante, si tal como afirma Jorge Juanes, en la “ecuación que la Dialéctica de la ilustración adopta [...] como seña de

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identidad […] el Ser equivale a una deter-minada determinación del pensar racional” (2003: 33), y la modernidad tiene a dicha ecuación como a uno de sus más férreos sustentáculos, entonces lo humano que-dará restituido durante el plazo que deter-minada determinación del pensar racional tarde en abatirse, re-constituirse e ir otra vez hacia delante, pues estos son el camino y la sensibilidad mismos del progreso: “al fundirse con la razón, Occidente se conde-nó a ser siempre otro, a negarse a sí mismo para perpetuarse [...] Nada es permanente: la razón se identifica con la sucesión y con la alteridad” (Paz, 1985: 49).

Como pone de manifiesto Alfonso Re-yes, “todo autor escribe desde aquella in-tersección de líneas históricas que lleva como marca en la frente” (Perdomo, 1988: 253) y, de la misma manera, los autores que buscaban cambiar la moderna disposición del mundo tuvieron que intentarlo con las herramientas que les proporcionaría la propia época, cayendo así en el mismo error trágico y en las consecuencias de ese error, a las que no es posible escapar al for-mar parte de su estatuto ontológico: la ne-gación y la fragmentariedad. Mefistófeles

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mostraba entonces el otro lado de su faz, la de “Burlón, Maligno, Cínico, Seductor” (Elizondo, 1994a: 244).

El esfuerzo de los artistas que pretendían alterar la univocidad moderna culmina en una nueva pérdida del centro, toda vez que al vivir inmersos en las circunstancias que la propia época iba dictando, sus voces ter-minaban por confundirse con el resto de las voces que se levaban entre la bulla y el desorden, enredándose. En el postrero si-glo XX, entre vanguardias poéticas y arte ligado a compromisos políticos o sociales (en el tercer capítulo de La literatura y los dioses, Calasso menciona la Alemania nazi y la Rusia socialista), nadie sabía a quién tomar en serio, quién estaba tan sólo ridi-culizando y escarneciendo, y quién se ha-llaba, ciertamente, fuera de toda dimensión estética, como apunta Juan García Ponce: “por lo pronto es necesario admitir que los artistas han hablado tanto y han cumplido en algunas ocasiones con tanta efectividad su tarea de intranquilizarnos que ya nadie quiere oírlos, a no ser que hablen el mismo lenguaje del que escucha, el lenguaje de la simplicidad, de lo que sólo es su aparien-cia, que resulta ajeno tanto a la vida como

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al arte y trae como justo precio el hecho de que el que lo habla deja de ser artista” (1994: 362).

Parecería redundante advertir que con El matrimonio del cielo y del infierno, Blake descalificaba el rumbo que la civilización occidental había tomado; pero no lo es tanto, el que sus palabras entrañaran, asi-mismo, una advocación, quiero pensar que dirigida fundamentalmente hacia los artis-tas, mientras se fijaba de una vez por todas para nuestra época, la señal de la senda que se extraviaba en el horizonte, si bien es in-sulso aseverar que nada persiste: “En vano dicen que todo cambia de continuo en el mundo; en realidad, lo único que cambia es la superficie de las cosas. El corazón del hombre es fundamentalmente inmutable” (Horacio, 1960: 9), apunta Aurelio Espino-sa Polit en un prólogo a la lírica de Hora-cio. A la par, el filósofo Martin Heidegger encuentra este “corazón inmutable” en la poesía de Friedrich Hölderlin: “Lo que ocurrió antaño, lo primero por delante de todo y lo último después de todo; es lo que precede a todo y lo que conserva todo en sí: lo inicial y como tal, lo que permanece. Su permanecer es la eternidad de lo eterno.

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Lo sagrado es, por ello, la entrañabilidad de una vez por todas, es el corazón eterno” (Sánchez, 2006: 71, 72). Concepción hieráti-ca de la realidad, del arte y del artista, dise-minada por el mundo, relativa ya no a las religiones, sino al hombre.

Aludiendo también a la pérdida del es-píritu humanista, Nietzsche imprime un tono más ominoso a sus palabras en ese li-bro construido alrededor de las figuras de Apolo y Dionisos, quienes “fundan el co-nocimiento en la posesión” (Alonso & Mo-lina, 2005: 75), en el genio al que, sin duda, se refiere el autor de los Cantos de inocencia. Leemos en El origen de la tragedia: “si ima-ginamos una cultura que no tuviera hogar de origen fijo y sagrado, sino que estuvie-ra, por el contrario, condenada a agotar las posibilidades y a nutrirse penosamente de todas las culturas, ésta sería la cultura pre-sente; éste sería el resultado de ese espíritu socrático consagrado a la destrucción del mito” (Nietzsche, 2006: 111).

La cita del filósofo prusiano corona la frase del poeta inglés y trae de vuelta la imputación hecha a Sócrates: ese mundo es nuestro mundo, la prolongación del mundo moderno y, más que ningún otro,

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el paisaje norteamericano, su desmedida exageración, su presentación más grotesca y atronadora9: los Estados Unidos del ameri-can way of life. Penosa cultura sin hogar y sin mitología, incapaz de armonizarse y sintonizar-se con el universo (“armonizarse y sintonizarse con el universo, y seguir así, es la función prin-cipal de la mitología”, insiste el mitógrafo Jo-seph Campbell [2002: 9]); cultura agotada y hambrienta, cuya causa atribuye Nietzsche a ese espíritu socrático consagrado a la des-trucción del mito, acusación que, si bien, es irrefutable, también está, como la época en

9 Dice el crítico alemán Manfred Pfister que “enfáticamente abogaba Roland Barthes por la igualdad de derechos intertex-tuales del ruido de los medios masivos y el canto de las masas ––más ruido que canto, diálogo o cualesquier otra cosa que se funde en la palabra––. El postmodernismo estadounidense da un paso más allá y hasta les da prioridad a los mitos y clichés de la cultura pop sobre las obras de la Alta Cultura, respetadas por su antigüedad”, según la lectura que Mempo Giardinelli hace del postmodernismo, en aquel caso estadounidense; entre nosotros, la denominada postmodernidad: “Creo en la postmodernidad como la modernidad de la modernidad...” en (Tornés Reyes, 1996: 49, 11). Es interesante la consideración de Giardinelli, toda vez que Paz sugiriera en Los hijos del limo (1985: 124), que el mo-dernismo hispanoamericano es nuestro romanticismo: haciendo ex-tensiva la mención del escritor argentino, se podría enunciar que el simbolismo es el romanticismo del romanticismo en Francia, así como el modernismo es el romanticismo del romanticismo en Hispanoamérica. Tomás Segovia formula a su vez que “el ro-manticismo es un renacimiento del Renacimiento”, una reinven-ción (Nerval, 2004: 41). Bajo este entendido, la postmodernidad no sería un nuevo período, sino la prolongación de la moderni-dad, la alta época de la modernidad, su exaltación y el verdadero romanticismo en Latinoamérica.

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que vivimos, sesgada, escindida: transmi-te una imagen fragmentaria del ateniense. ¿Por qué?

Cierto que en torno a la dialéctica de Sócrates se instauraría un modelo moral y axiológico, propulsor de la Belleza, la Jus-ticia, el Bien y, sobre todo, la Verdad, como sus valores esenciales e inalterables; sin embargo, en esta forma de contarnos la his-toria de las ideas en el Occidente, se pasa por alto un detalle fundamental10: que el Só-crates de la República es, asimismo, el Sócrates del Fedro. Esta última frase es un poco más completa que la del nacido en Röcken, pero adolece de sentido al carecer también de un desarrollo más profundo.

Al asumir la postura de los autores críticos con respecto a la preeminencia de que la razón goza de unos siglos a la fecha, y al situar el germen de dicha preeminencia en Sócrates, cuyo ejemplo más paradigmático sería el de la Repúbli-ca, se deja de lado al Sócrates que pro-pende a una concepción más pitagórica de la existencia, el que “expuso a su ami-go Fedro la doctrina más peligrosa, [...] opuesta a la aceptada en la comunidad,

10 “El buen Dios en el detalle”, arguye Calasso (2004: 41).

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[...] aquella que él mismo expulsa igno-miniosamente de la ciudad en el libro dé-cimo de la República” (Calasso, 2004: 37, 38), un Sócrates poco discutido.

Roberto Calasso trata de desentrañar di-cho perfil a través de un recorrido bibliográ-fico en el que, a la par, busca comprobarse eso que Nietzsche y Hölderlin convienen cada uno en su obra: que para “el mundo griego la posesión es central” (Alonso & Molina, 2005: 75). Esta aserción, a distintos niveles, es portadora de una gran carga de sentidos. Señalo aquí dos de los que desem-peñan papeles relevantes para este texto.

Teniendo en mente a Apolo y Dionisos, deidades que, como se expresaba, fundan el conocimiento –precisamente– en la pose-sión, al tiempo que para Nietzsche se cons-tituyen en instintos antagónicos de cuya lu-cha se engendra el arte (2006: 17), hay que decir, primero, que en diferentes mitologías la posesión, a través de “la hierofanía, reve-la «un punto fijo» absoluto, un «Centro» [...] [que] equivale a la Creación del Mundo”, de acuerdo a Mircea Eliade (1992: 26); asun-to arduo que nos ayuda a intuir el mundo que Sócrates habitaba y que, por otra parte, se caía a pedazos, si hemos de hacer caso a El crepúsculo de los ídolos.

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En segundo término, lo dicho por Calas-so lleva a otra inferencia: que el verdadero conocimiento (o el tipo de conocimiento mediante el que es posible hallar un punto fijo, que para Nietzsche también equivale a la creación del mundo), en el grado en que sólo se obtiene mediante la “posesión”11, no puede provenir de los hombres, algo que Platón y Sócrates sabían y parecían aceptar, lo que, parcialmente, contradiría el juicio que Nietzsche consignó con respecto al es-píritu socrático, tanto como al papel que en-tonces le había asignado al filósofo griego:

En el Fedro quien habla de la posesión es Só-crates. Por lo tanto, quien habla de este fenó-meno aparentemente patológico es el pensa-dor que representa el símbolo de la razón y del control en la historia del pensamiento oc-cidental. Eso es muy paradójico. // Sócrates estaba perfectamente consciente. Al final ha-bla del contraste entre la Sophrosyne ––la pala-bra griega canónica para aludir al control de uno mismo, a la facultad de dominar la pro-pia vida, uno de los grandes hallaz-gos de los griegos–– y la Manía, la palabra griega para

11 “Delfos fue considerada durante muchos siglos en Grecia como el lugar del conocimiento [...] en palabras de Plutarco y de varias fuentes, está dominado por dos dioses, no sólo por Apolo. Apolo domina una mitad y la otra la domina Dionisio” (Alonso & Molina, 2005: 75).

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el delirio, la locura. // En ese punto, Sócrates dice que la Manía es superior porque proce-de de los dioses, en tanto que la Sophrosyne es una gran virtud, pero procede sólo de los hu-manos. De hecho, Manía es un término técni-co ritual, ligado a hechos míticos, y en el Fedro Sócrates se la atribuye a sí mismo: él mismo es el poseído (Alonso & Molina, 2005: 74).

Siguiendo a Calasso, Sócrates efectúa en este diálogo una vindicación, un katharmós, “gesto de quien realiza una ceremonia, una «antigua práctica de purificación»” (2004: 38), ofrecido en primera instancia a Eros, divinidad del amor; pero, especialmente, a las musas o ninfas, según sea la traducción del texto: dice el utilizado por Calasso, nin-fas y, la española de Porrúa, realizada por Ángel María Garibay Kintana, musas.

Con todo, no debe olvidarse que las mu-sas fueron en principio nueve muchachas o “ninfas”, trasladadas por Apolo del monte Helicón al Parnaso, lugar donde más tarde serían instruidas por el propio dios en dife-rentes disciplinas, lo cual explicaría el uso alternado que a veces indiferenciadamente ciertos autores hacen de uno u otro térmi-no para remitirse a estas deidades griegas alegóricas de las artes, las musas o, como

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hace Calasso, para dirigirse a la ninfa, a la que define como “la estremecida, oscilante, centelleante materia mental de la que están hechos los simulacros, los eídōla” (2002: 37), que vendría a ser la materia que Apolo ha modelado (musa), a partir de ese estado puro e informe (ninfa).

Al exponer brevemente los fundamen-tos de una poética que Calasso urde a tra-vés de varios libros, es necesario resaltar la trascendencia que el autor italiano brinda a la figura de esos seres mitológicos feme-ninos, ya que incluso proclama que “ellas mismas son el elemento de la posesión, son esas aguas perennemente encrespadas y mudables donde de repente un simulacro se recorta soberano y subyuga la mente” (2004: 34).

En La locura que viene de las ninfas, el es-critor habla de un par de mitos que hacen referencia a la aparición de dichos seres: un relato en que Apolo vaga en busca de un sitio para erigir su santuario, así como la historia de Hylas al inicio del viaje de los argonautas, en la cual este joven amigo de Heracles, inclinándose sobre el borde de un estanque, es jalado hacia el centro del mismo por una ninfa que aparece entre las

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aguas cuando éste, sediento, se dispone a llenar un ánfora.

En estas dos historias, estarían experi-mentándose aquellas propiedades cauti-vantes que asaltan la mente, a las que alude Calasso. Ésa es, según el italiano, la fuerza que habita las historias míticas: una forma de pensar y sentir irrazonada que activa al-guna parte del inconsciente sin que dicha experiencia se pueda evadir, sin que se logre atajar el flujo mental que hace emerger una verdad que colma y posee, y que se torna incontrovertible, alterando y trasformando la realidad misma, por más que no sea fácil conferirle una explicación al fenómeno.

Acto seguido, Calasso exhibe que las aguas mentales, “elemento blando y móvil [...] puede revelarse, con igual probabili-dad, glorioso o funesto” (Calasso, 2002: 37), como lo muestran los dos mitos: el primero, glorioso, al ser la narración de un triunfo y de la declaración del origen del poder de Apolo, quien acomete a la ninfa luego que ésta tratara de engañarlo y se hace con el don de sus aguas mentales; el segundo, fu-nesto, “la Ninfa es arrollada por un deseo violento [...] ––lo que provoca que el joven se precipite–– «en el agua negra, como

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un astro candente se precipita del cielo al mar»” (Calasso, 2004: 36); sobra decir, destruyéndolo.

Tras este apunte, se hace más eviden-te el motivo de Sócrates para efectuar un katharmós. Él mismo lo enuncia: “haber pe-cado contra Eros [...] pero agrega también algo bien sorprendente [...] Haber pecado hacia la mitología” (Calasso, 2004: 38). No obstante, ningún pormenor para inculpar a la dialéctica se menciona en el diálogo, ello porque el ateniense deja claro que el conocimiento de los dioses es superior al de los hombres, lo que significaría también que el creador o portador de ese espíritu socrático consagrado a la destrucción del mito reconoce que no es posible estimar superior a la dialéctica, la cual, podemos interpretar, sería tan sólo una de varias formas para intentar aprehender la reali-dad; así pues, la de los instintos antagóni-cos, simbolizada por Apolo y Dionisos, en quienes se funda la posesión furiosa, apa-recía entonces como otra forma válida de acceder al conocimiento, de acuerdo a lo expuesto por Nietzsche.

Se ahonda en la razón de la ofensa hacia Eros al contrastar la República y el Fedro: un

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momento antes Sócrates arengaba contra los enamorados y contra el propio dios del amor; pero, a su vez, el mitógrafo italiano se pregunta, ¿en qué radica el pecar hacia la mitología? Él mismo responde líneas abajo:

peca hacia la mitología quien yerra sobre la naturaleza del simulacro. Si ese pecado es el desconocimiento de la lengua de los simula-cros, de una sabiduría que habla con gestos y con imágenes ––y con entramados inagota-bles de gestos y de imágenes––, las destinata-rias de la palinodia no podrán ser más que las Ninfas, puesto que son las figuras míticas más afines a los simulacros y hasta tienden a con-fundirse con ellos, como eídola del mundo que irrumpen entre los eídola de la mente [...] Aho-ra bien, es precisamente ésta la descripción más perspicua de lo que es el propio Fedro, como obra de reparación hacia una potencia ofendida, que es a la vez Eros y la mitología ––y las propias Ninfas, como mediadoras de uno y de otra–– (Calasso, 2004: 38, 39).

De igual modo, en Las bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso adiciona otro punto en extremo importante para su teoría:

En Grecia circulaban máximas que aspiraban a la misma universalidad que los mandamientos. Pero no eran preceptos descendidos del cielo. Si lo observamos de cerca, en su insistencia [...]

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sobre el control, sobre el peligro de cualquier exceso, descubrimos que tienen un carácter completamente distinto: son máximas elabo-radas por los hombres para defenderse de los dioses. Los griegos no sentían la menor incli-nación por la templanza. Sabían que el exceso es el dios, y que el dios altera la vida12. Cuanto más inmersos se sentían en lo divino, más de-seaban mantenerlo a distancia, como esclavos que se pasan los dedos por las cicatrices. La so-briedad occidental, que dos mil años después se convertiría en el sentido común, fue al inicio un espejismo entrevisto en la tempestad de las fuerzas (2006: 220).

Pecar hacia la mitología es entonces errar sobre la naturaleza de la posesión y del delirio, fuentes del simulacro, materia del arte y de la literatura, cuyos emisarios, es-cuchando a los mitos griegos, son las nin-fas. Peca hacia el delirio quien desconoce la lengua de los simulacros, gestos e imágenes de los que está tramada la literatura mis-ma, que obtiene sus sílabas, sus palabras y anécdotas de la propia mitología, manto de un dios. Peca hacia la mitología quien no confiere su justa dimensión a esta forma de

12 Estos versos de Simónides de Ceos dan cuenta del senti-miento griego enunciado por Calasso: “Para los hombres / no existe el mal inesperado; y en breve tiempo / el dios lo desorde-na todo” (Bonifaz Nuño, 1988: 183).

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conocimiento que, para los griegos, se con-suma a través de la posesión misma. Por úl-timo, peca hacia la mitología quien ignora las potencias que en ella se esconden, las cuales son inclusive capaces de modificar la realidad al ser susceptibles de cambiar la percepción, no sólo del que habla sino, asimismo, del que escucha las palabras y el que contempla los gestos. Pecar hacia la mi-tología implica, además, el desconocimien-to de un orden dispuesto para las cosas: el cosmos al que nos hemos referido prece-dentemente.

. .

Como paliativos en el caso de Nietzsche, se puede afirmar que el filósofo dejó preparadas sobre el tablero las piezas que servirían para articular un eventual katharmós semejante al de Sócrates en el diálogo platónico; gesto para purificar o reivindicación análoga a la que también, él mismo, realizaría para Zoroastro en Ecce Homo: “Zaratustra fue el primero en advertir que el engranaje que mueve todo es la lucha entre el bien y el mal; a él se debe la transposición de la moral

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a un plano metafísico, como fuerza, causa y fin en sí misma. Esta pregunta sería, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, que es la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo” (Nietzsche, 2002: contraportada).

Con este fragmento lo que quiero dar a entender es que a Sócrates siempre se le han imputado las consecuencias de lo que la dialéctica provocó en el Occidente; pos-tura que es fácil de abrazar e irrecusable-mente fragmentaria.

En defensa de Sócrates y de dichas acu-saciones, es factible aseverar, como Nietzs-che hace con Zarathustra, que Sócrates fue, si no el primero en advertir que el engra-naje que mueve todo, o mejor dicho, que mueve al cosmos, es la tensión entre lo di-vino y lo “humano”, sí el que llevó a cabo la transposición de la metafísica a un pla-no moral, como fuerza, causa y fin que, si atendemos bien a sus palabras, nunca po-dría consumarse en sí misma por su infi-nidad, ya que, para conseguirlo, el hombre debería acceder a la propia condición de los dioses.

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El de Sócrates no sería un yerro, según la manera de examinar las cosas por parte del filósofo prusiano, menor al de Zarathustra; sin embargo, la respuesta fatal y el propio reconocimiento de tal error residen ya en las palabras del ateniense: la Manía es su-perior porque procede de los dioses, en tanto que la Sophrosyne es una gran virtud, pero procede sólo de los humanos (Alonso & Molina, 2005: 74): “Sócrates quiere mos-trarnos cómo, de esa enfermedad que es la manía ––y, en su caso, en el momento mismo en que habla, del delirio del nymphólēptos (cautivo de las ninfas)––, la única cura y li-beración viene del delirio mismo [...] ‘aquel que ha herido curará’” (Calasso, 2004: 40). Igualmente, Nietzsche comenta en El origen de la tragedia que el filósofo ateniense fue:

el primero que no pudo solamente vivir, sino también (y es mucho más) morir en nombre de este instinto de la ciencia, y por esto la imagen de «Sócrates moribundo», el hombre emancipado, por el saber y la razón, del mie-do a la muerte, es el escudo de armas suspen-dido en el pórtico de la ciencia, para recordar a todos que la causa final de la ciencia es ha-cer la existencia concebible, y de este modo justificarla, para lo que, naturalmente, en el caso de que la acción no baste, debe servir en

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fin de cuentas, también «el mito», que acabo de mostrar como la consecuencia ineludible, como el fin real de la ciencia (2006: 74, 75).

Pero tenemos que el conocimiento por sí mismo no basta, como afirma Nietzsche; el fin de la ciencia es hacer concebible la existencia, sí, pero teniendo en mente la otra parte que parece unir los hechos en eso que llamamos “realidad” y que para Calasso y Nietzsche se reconoce como “el mito”; este mito al que Calasso y Sócrates ponen en movimiento bajo la denomina-ción de Manía, “término técnico ritual, li-gado a hechos míticos” (Alonso & Molina, 2005: 74), ligado a la posesión, central en el mundo griego, fuente de la ciencia (en su acepción etimológica) en tanto don divino, lo que, de aceptarse, implicaría otra visión del mundo.

Del mismo modo, la otra mitad de la esfera oculta en Sócrates aparece entonces como una suerte de guía ética para enten-der el universo y, por ende, para que el hombre tenga en cuenta sus propios límites y se confiera a sí una magnitud congruente al lugar que ocupa en el cosmos.

“No olvidemos tampoco aquellas aluci-naciones acústicas ––agrega el prusiano––

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a las que, con el nombre de «demon de Só-crates», se les ha dado una interpretación religiosa”. Y no lo olvidamos: el δαιμων griego, daimon, “algo intermedio entre lo divino y lo mortal” (Nietzsche, 1984: 150), emerge asimismo durante el Fedro. Sócra-tes expresa que está poseído y que no es él quien habla, sino un daimon el que lo hace a través de él, un mensajero de los dioses, lo que viene a fortalecer los argumentos planteados con antelación sobre la propia figura del Satán: un espíritu individual que se niega a sí mismo es el que habla, con la salvedad de que ese espíritu, del que reco-nocemos hoy en día que se ha desprendido la dialéctica, así como el mundo logizado en el que nos hallamos, podrían partir de una noción sagrada del mundo, puesto que ese demonio sigue formando parte de la es-fera de lo divino.

Ahora bien, antes de proseguir, deten-gámonos un instante y dejemos de lado el hecho de que el pueblo heleno sea paradig-ma de la civilización occidental, como si dicho argumento no contara. Sembremos entonces una duda: es muy viable que en este punto el lector pueda impugnar el uso con el que Calasso, y el propio autor de este

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texto, interviene a placer los elementos de la mitología para desentrañar e introducir-se en otros ámbitos, en este caso, el litera-rio; sin ir más lejos, ésta es la cuestión: ¿por qué dejarse llevar por esos personajes mi-tológicos que, como Nietzsche planteó en El origen de la tragedia, no son en sí mismos conceptos sino más bien esencias, metáfo-ras, entidades mentales de amplio trazo y extensión que se abren y siempre admiten más de un sentido?

Ante todo la respuesta ha sido y debe seguir siendo personal, porque el tema que nos ocupa, bien disimulado, bien evidente, como es la literatura, que siempre esconde algo evidenciándolo, diciendo algo más de lo que dice sólo con palabras, no pue-de ceñirse a una interpretación unívoca; si el propio signo lingüístico es susceptible de eso que Umberto Eco en su Tratado de semiótica general (2010) ha dado en llamar “semiosis” (si bien para ésta, por lo gene-ral, existe un contexto), cuánto más no se podrá decir de la literatura y, en específico, de la naturaleza de los mitos: puestas escé-nicas con simulacros como personajes, ci-fras sensibles que parten de un gesto o una imagen primordial para llevar a escena una

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historia por medio de “palabras”.Es el mito una narración que, tal como

registra Italo Calvino, no acepta interpre-taciones cerradas ni particulares: “toda in-terpretación empobrece el mito y lo ahoga: con los mitos no hay que andar con prisa; es mejor dejar que se depositen en la me-moria, detenerse a meditar en cada detalle, razonar sobre lo que nos dicen sin salir de su lenguaje de imágenes ––sabiduría que habla con gestos y con imágenes, dice Ca-lasso––. La lección que podemos extraer de un mito reside en la literalidad del relato, no en lo que añadimos nosotros desde fue-ra” (Calvino, 1998: 20). Calasso conviene en que “el mito no acepta sistema. Y el pro-pio sistema es fundamentalmente un jirón del manto de un dios, un legado menor de Apolo” (2006: 254), a lo que añade:

Ninguna psicología ha dado desde entonces un paso más, salvo para inventar, para esas fuerzas que nos mueven, nombres más largos, más numerosos, más toscos y menos eficaces, menos afines a la estructura de lo que ocu-rre, sea placer o terror. Los modernos están muy orgullosos de su responsabilidad, pero así pretenden responder con una voz que ni siquiera saben si les pertenece. Los héroes ho-méricos desconocían una palabra tan molesta

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como «responsabilidad», y no la habrían creí-do. Para ellos, es como si cada delito se pro-dujera en un estado de enfermedad mental. Pero en este caso esa enfermedad significa presencia operante de un dios. Lo que para nosotros es enfermedad, para ellos es «exalta-ción divina» (átē). Sabían que esa invasión de lo invisible acarreaba, frecuentemente, la rui-na: tanto que, con el tiempo, átē pasó a signi-ficar «ruina». Pero sabían también, y Sófocles lo dijo, que «nada grandioso se aproxima a la vida mortal sin la átē» (2006: 91).

Cabe agregar incluso otro motivo para pro-fesar ese desentrañamiento de la psique humana a través de los mitos: “para enten-derse a sí mismo el Occidente también ne-cesita de categorías nacidas en otra parte ––comenta Calasso casi al finalizar un ensayo sobre una película de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta, valiéndose de la mitolo-gía védica para ello––. De lo contrario ––el Occidente–– corre el riesgo de verse más árido e informe de lo que ya es” (2004: 71).

Parece otra vez redundante, pero hay que decirlo: la literatura, como creadora de lenguajes capaces de suscitar literatura, se funda en estas imágenes primordiales, si-mulacros, gestos, de los que la mitología se ha nutrido, mitología de la que la literatura

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nació, por lo que puede afirmarse que la li-teratura es, máxime, creadora de gestos y de imágenes. Aparte, cómo no tomar en cuen-ta categorías olvidadas, jirones del manto de un dios, sobre las que está cimentado el propio Occidente y que perviven hasta hoy, aunque de manera encubierta. En este proceso juega un rol cardinal la vida de las palabras, ocultando o exhibiendo, ya que la historia y evolución de un término puede mostrar incluso muchas de las veces los sus-tentáculos de una categoría, cuanto más de un mito.

Así, cuando Sócrates está poseído en el Fedro, el filósofo asegura que es un daimon el que habla a través de él. Este vocablo, dai-mon, mensajero de los dioses, “hombres me-tamorfoseados debido a su excesivo apego a la música, y su desinterés por el mundo. Servían de intermediarios entre los poetas y las músicos, y las Musas” (Ficino, 1993: 68), se ofrece para el propio Sócrates como la or-dalía de la posesión de la que es presa: “Ti-meo dice que la divinidad nos ha atribuido la parte más excelsa de nuestra mente como si se tratara de un daimon [...] y lo califica de deamon ígneo, puesto que conducía a Sócra-tes a la contemplación de lo divino” (1993: 69), dirá Marsilio Ficino en el Renacimiento.

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Otra vez las aguas mentales juegan y la posesión: daimon será traducido al latín por Apuleyo como “genio”, palabra que comúnmente resuena en los oídos de los poetas románticos, lo que trae de vuelta la figura de aquél que se opone:

El genio es el individuo que lo arriesga todo, que se siente dispensado de seguir toda cla-se de norma, empujado hacia un porvenir brillante pero lejano13. Está seguro de sí mis-mo y reta a los dioses [...] persona que estaba por encima de todo y sólo buscaba su au-torrealización [...] persona «demoníaca» [...] excesivamente segura de sí, ciega y confiada ante la realidad que le destruye [...] le obli-ga a actuar de ese modo [...] lo «demonía-co», fuerza misteriosa, irresistible14 (Goethe, 1994: XXIV, XXV).

13 Para el Nietzsche de Schopenhauer como educador se trata de hombres superiores a la masa, a la humanidad, que, empero, están “llamados a redimirla y liberarla” (2000: 76).

14 “Demonio, demoníaco. Estas palabras han sufrido ya tantas interpretaciones desde su primitivo sentido misti correligioso en la antigüedad, que se hace necesario re vestirlas de una interpre-tación personal. Llamaré demo níaca a esa inquietud innata, y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental […] El demonio es, en noso-tros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser, por lo de más tranquilo, hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo” (1936: 9), consigna Stefan Zweig al inicio de La lucha contra el de-monio, donde el autor hace las biografías de Hölderlin, Kleist y Nietzsche.

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Hombre y deamon ígneo, tal como Pro-meteo, susceptible de ver el escenario que le circunda en su completud, así como ro-bar el fuego y dárselo a los hombres, pero incapaz, como en el mito griego de Edipo, de ayudarse a sí mismo: el poeta románti-co, que acusa al hombre moderno, se reve-la, aquí sin “b” grande, inútil para, asimis-mo, plasmar por otro medio que no sea el de la exaltación de la soledad y la fragmen-tación, el dilema en el que se vive; mas esta fragmentación también es fecundadora. De otro modo, expresa Thomas Mann, “paga el imperativo de vida su incondicionali-dad. El principio de la belleza y de la forma no procede de la esfera de la vida. Su rela-ción con ella es, a lo sumo, de naturaleza al-tamente crítica y correctiva. Con orgullosa melancolía está enfrentada con la vida y, en lo profundo, está vinculada con la idea de la muerte y la esterilidad” (Trías, 1997: 27). Su crítica se convierte en una máscara.

Así, Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Verlaine, los designados poetas simbolistas, señalarán en sus obras “la era del desarreglo absoluto” (Juanes, 2003: 48), pero nada podrán hacer para cambiar tangi-blemente esa realidad, negándola, huyendo

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de ella, excluyéndose de la sociedad; ora por propia voluntad, ora por imposición.

Las flores del mal es “la primera obra que levanta acta sibilina del fracaso del mito romántico por excelencia, el de Prometeo [...] Satán se convierte en Jesús; Prometeo triunfa: el hombre es un dios” (Baudelaire, 2001: 56). Hombre-dios, cuya nueva y pri-mitiva percepción le muestra que la natu-raleza no es un puro objeto inmóvil, una cosa muerta: “Un tal impulso metafísico se alimentaba de una antiquísima doctrina, la Harmonia mundi de Pitágoras, que revivía con acentos particulares en el aliento mís-tico del romanticismo: la convicción de que el mundo fuera una unidad viviente regida por un principio ordenador fundado sobre proporciones numéricas” (Benedetto, 1999: 7), como la música; “templo de pilares vi-vientes [...] bosques de símbolos” que el hombre atraviesa y que “lo contemplan con miradas familiares”, (Baudelaire, 2001: 94).

No obstante, el artista, inmerso en “una historia que muestra signos de intolerancia contra individuos libres que poco o nada te-nían que ver con el conflicto entre ideologías dogmáticas y prepotentes” (Juanes, 2003: 27), se vuelve un desterrado, viviendo un

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mundo ilimitado atrapado dentro de uno limitado: “Es el artista genial, clarividente, que domina, porque lo entiende todo, la le-yenda de los siglos. En Las flores del mal el poeta sigue siendo un ser superior, príncipe del éter, pero cae, ridícula víctima, Ícaro irri-sorio, en la cubierta del barco donde los ma-rineros le torturan [«El albatros»]. Su fuerza, sobre todo, no sirve para nada: «sus alas de gigante le impiden caminar»” (Baudelaire, 2001: 56).

Todo es cambio, incesante cambio de las circunstancias. Los poetas niegan a la mo-dernidad, se aíslan y, asimismo, la moderni-dad los niega a ellos: doble negación. Como en los oráculos de Apolo Délfico (quien, por cierto, lega a los hombres la forma del poe-ma, e igualmente, su ambigüedad, a través de la práctica adivinatoria en la que la si-bila hablaba en verso15), en la modernidad,

15 Cfr. Bonifaz Nuño (1988: 205). Por su parte, Calasso dice: “El dios sabía que el poder venía de la posesión [...] Pero esto no el bastaba: sus mujeres, sus hijas vaticinadoras debían revelar el verso, no sólo los enigmas del futuro. La poesía se presentó como la forma de aquellas palabras ambiguas que los consul-tantes preguntaban para decidir su vida y cuyo significado, con gran frecuencia, sólo comprendían cuando los hechos ya habían acaecido. Y Apolo no quería chamanes informes, sino doncellas salidas de las grutas del Parnaso, todavía vecinas de las Ninfas, que pronunciaban versos bien construidos. Con mucha frecuen-cia, los modernos se han imaginado el funcionamiento del orá-culo como la colaboración entre una serie de Eusapias Paladino y fríos sacerdotes parnasianos, que conferían a los gemidos de la

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todo es doble, característica que no es ex-clusiva de ésta, pero que sí guarda algunas semejanzas. Cada formulación, quizá por la naturaleza del lenguaje mismo, implica ya la posibilidad de articular su contrario: la Palabra es el logos y el logos no puede dejar de ser doble, de fundar orden y desorden al mismo tiempo, como la doble máscara de ese mismo dios en el que Plutarco reconocía el movimiento de la vida: Dionisos y Apolo son uno solo.

Mas no podemos decir que sólo porque el lenguaje niegue al mundo este último ceda. El corazón del hombre no cambia, aten-diendo a las palabras de Aurelio Espinosa y Martin Heidegger. Paz comenta al respecto: “la aceleración de la historia es ilusoria [...] los cambios afectan a la superficie sin alte-rar la realidad profunda” (Paz, 1985: 26). Debe tomarse en cuenta que Sócrates, como hemos visto, vivía bajo una creencia seme-jante a la de que “la vida social no es histó-rica, sino ritual; no está hecha de cambios

Pitia la elegancia métrica (y naturalmente desviaban su significa-do de acuerdo con sus secretas intenciones). Pero las Sibilas, esas mujeres remotas que fueron las primeras vaticinadoras de Del-fos, no tenían necesidad de sugeridores. Para ellas no existía una incompatibilidad que es obvia para los modernos: la que existe entre posesión y excelencia formal” (2006: 134).

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sucesivos, sino que consiste en la repetición rítmica del pasado intemporal” (Paz, 1985: 27); por lo tanto, el poeta, más que negar y abolir la realidad, habría de buscar la “co-munión” con el pueblo mediante la “comu-nicación”, a través del poema, ya que ésa es su labor, para así, “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” (Elizondo, 1994a: 223), como escribiría Mallarmé, dis-pensándole a ésta un lenguaje y formando lo que se llama “comunidad”. Conceptos que Heidegger expone en “Para qué poe-tas en tiempos de penuria”, de Caminos de Bosque, y que complementan lo exterioriza-do por Paul Valéry, quien, en palabras de Roberto Sánchez Benítez, opina que “nues-tra época está más empeñada en insistir en las diferencias, [y] en las rupturas, que en las continuidades, analogías, semejanzas o identidades” (2004: 29); asunto que Goethe ya había anticipado dentro del propio ro-manticismo: “se anunciaba ya la era de la especialización y de la técnica, cuyos peli-gros vislumbraba y quería evitar apelando al deber del hombre a ponerse al servicio de la comunidad y legándole la experiencia del anciano Fausto, quien sólo encontró la felicidad haciendo felices a sus semejantes

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y no cejando en su esfuerzo de superación” (Goethe, 1994: XXX), superación espiritual, pero, igualmente, material, que no de ciega búsqueda del progreso.

Al final de la Segunda parte del Fausto, el hombre recupera su alma de las garras de las potestades infernales, cuando, al morir, arrepentido de sus actos soberbios, consa-grados a la negación, el personaje pronun-cia estas palabras con las cuales se corona el mito de Prometeo: “¡Querría poder ver ese afanarse, estar con gente libre en suelo libre! ¡Querría yo decir a este momento: de-tente, eres tan bello!” (Goethe, 1994: XLII). Indica Francisca Palau-Ribes en el prólogo a esta edición del Fausto: “Ya no se trata de la autosalvación del genio. Éste recibe la salvación por la gracia divina que se le otorga al hombre que no ha asfixiado en su interior la aspiración hacia lo alto, al hom-bre que no ha cesado de buscar la unión del yo con el universo. En cambio, el espí-ritu «que siempre se niega» se ve obligado a confesar el límite de su poder” (Goethe, 1994: XLII).

La metafísica del mito de Prometeo ha naufragado y, sin embargo, tal cita nos re-cuerda el aliento que atraviesa de principio

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a fin Los mitos en el tiempo: que la función del mito es reconciliar a la persona con el ciclo de su propia vida, con el entorno en el que está viviendo y con una sociedad inte-grada en dicho entorno (Campbell, 2002).

¿Cabe preguntarse otra vez si la pre-sencia del mito de Prometeo en el contex-to moderno, en el romanticismo, no radi-ca precisamente en esa condena previa al fracaso, en esa Zerrissenheit, desgarradura romántica? Porque se creía que “el mito de Lucifer no se entiende si no se le conside-ra, como hacían los románticos, ante todo como un vencido que no ceja en sus em-peños” (Baudelaire, 2001: 465). Baudelaire escribe a este respecto en “Las letanías de Satán”: “Oh príncipe exiliado, a quien se hizo una ofensa, / y que, vencido siempre, más fuerte te levantas” (2001: 465).

Una época de negaciones y rupturas sólo podía tener como héroe y emblema de la continuidad y la cultura a una figura mítica discontinua, monstruosa, tan arrai-gada en el espíritu del hombre como un titánico alter ego suyo que ni la razón ni la dialéctica pudieron desterrar de la esfera de lo humano. Inclusive, el dilema parece-ría quedar resuelto con esta conjetura: si el

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sueño de la razón sublimada ha producido monstruosidades que se miran a sí mismas y que se complacen y sufren en esta auto-contemplación, ninguna crítica sería capaz de destruirlas, toda vez que la mente, sus estructuras y elementos irían de por medio y el tratar de suprimirles equivaldría a su-primir parte de la historia de la mente hu-mana. Pero ésta es, por supuesto, una mera conjetura.

Prometeo, el Satán, el daimon, el genio, Mefistófeles, ese espíritu que se niega a sí mismo, pero sólo para hacer posible la con-tinuación de la historia (con minúscula), incendiándose para mostrar el camino en la noche, es un personaje, una categoría mi-tológica, cultural y literaria, sin la que di-fícilmente podría el Occidente reconocerse a sí mismo y, de tal modo, hallar un punto de transición entre la infancia de la huma-nidad, ese mundo mágico y monstruoso, y este mundo monstruoso, moderno y de-cadente, cuya apertura podría situarse ha-cia el final de la Edad Media y el inicio del Renacimiento. El artista moderno, el poeta, “en palabras de Víctor Hugo, es a quien le toca ser el astro que se quema a sí mismo para iluminar a su siglo o el sacrificio que asegura

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la renovación del tiempo y la continuidad de la vida” (José, 2004: 102).

A su vez, Hölderlin precisaría el carácter de esta moderna vinculación entre el artista y la divinidad mediante el genio, al referir que éstos, “el dios y el hombre, para que el curso de la historia no tenga lagunas y la memoria de los celestiales no se extinga, se comunican en la forma, olvidada de todo, de la infidelidad, puesto que la infidelidad divina es aquello que me-jor se retiene” (Calasso, 2002: 50); sí, pero si el mensajero para dicha infidelidad no hubiera existido, no habría habido un medio por el que cielo y tierra se comunicaran, es cierto, a través de una relación poco menos que equí-voca que, no obstante, salva la laguna de esta historia: hablamos de la figura de aquél que separa, aquél que acusa, aquél que se opo-ne, el antiguo demonio de la cosmogonía griega, un calumniador, criatura del pensa-miento primitivo no dada a la individuali-zación intelectualista, que muere de muer-te infame para asegurar el cambio de ciclo y la persistencia del tiempo (Lida de Mal-kiel, 1983: 144): “la palabra viene, a través del término daeminium del latín eclesiásti-co, del griego daimonion, un adjetivo que significa ‘calumnioso’ utilizado también en

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griego clásico como un nombre que identi-fica a una persona como un calumniador” (Encarta 2005: “Demonio”). El gesto divino del mensajero, la calumnia, parece quedar constreñido por la incompletud de su sig-nificado, por la ambigüedad de su partici-pación, hasta el punto de transfigurarse en el tiempo, siendo esencialmente un héroe trágico, paródico, indispensable pero vili-pendiado, querido y odioso; sello del agua mental, rúbrica de los anhelos humanos más profundos y peligrosos, amados e in-famantes y, por eso mismo, inconfesados.

La función de la mitología se revela, en este caso, capaz de concordar lo que en apariencia tiende al caos, procurándole un sentido: “ahí donde dichos elementos desco-nocen la totalidad que integran «y se com-portan como si no formaran parte», el des-orden comienza” (Amara, 2004: 56). Mas tal caos es necesario para que el mundo y los ciclos recobren su fuerza creadora: se trata de un “umbral que marca el límite de un equilibrio que caduca y otro que renace, y en tanto umbral es incierto y confuso, ni entera-mente luz pero tampoco tinieblas [...] «una forma ––escribe Eliade–– sea cual fuere, por el hecho de que existe y dura, se debilita y se

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gasta» [...] vuelta al caos original, un regreso anterior a toda forma (Amara, 2004: 53, 54)”. Por eso la figura de Prometeo en este contex-to específico.

Hará falta todavía un período de poco menos de 200 años, desde que Goethe es-cribiera aquellos versos con los que cul-mina la vida de Fausto, para que algo en nuestra realidad cambiase; pero desde en-tonces la semilla ya había sido diseminada, la semilla que esperamos sea la salida del estado actual de cosas en que vivimos. Así, tenemos que el acusador, proveniente del libro de las Crónicas del Antiguo Testamen-to, se convertirá, por esa equívoca relación de infidelidad divina, en el acusado, toda vez que separar, comportándose como si no formara parte de una mitología, tendría como consecuencia una parcelación cada vez más evidente y acelerada del mundo; entre tanto, Sócrates, habitado por un dai-mon, declara que sólo es un hombre y acep-ta sus límites sin negar ser parte de una vi-sión de mundo.

De esta manera, el romanticismo, pe-ríodo que estuvo dedicado a la busca de un mito que restituyera el vacío dejado por dios, también puede ser visto como la

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continuación de la historia, un fragmen-to más de esa amplia visión del mundo iniciada en la Antigüedad. Si la falta del período se halla en el procedimiento ele-gido, producto de la misma modernidad, con todo, la estética romántica vindicará, entre otros conceptos, aquél que la Aca-demia Florentina con Marsilio Ficino a la vanguardia había puesto sobre la mesa al inicio del Renacimiento: el de “pensa-miento mágico”, por medio del que am-bas épocas perseguían el restablecimiento del mito a su lugar prístino como surtidor de armonía del hombre para con el cos-mos. Por algo afirma Tomás Segovia que “el romanticismo es un renacimiento del Renacimiento” (Nerval, 2004: 41), una reinvención.

Pese al galimatías que sobrevino du-rante la modernidad, devolverle al hom-bre el sitio que otrora ocupara, tenien-do en cuenta que “a cada paso aparecen aquellos que se hallan por encima de nosotros” (Calasso, 2002: 34), era lo que la propia época afirmaba requerir: “para-dójica ejemplaridad, siendo el hombre el único y esencial problema del hombre” (O’Gorman, 2002: 81).

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Opinábamos que el dilema de los poetas románticos estaba en la ejecución, ya que éstos se habrían servido de las herramien-tas de las que la misma modernidad se servía. En este sentido, si tal como afirma Nietzsche, con la dialéctica la plebe se si-túa arriba (al no ser el dialéctico sino una especie de payaso), entonces podría cole-girse que el Occidente se erige sobre una gran bufonada; importante traer a colación de nuevo las palabras del autor de El cre-púsculo de los ídolos:

A la dialéctica se la elige tan sólo cuando no se tiene ningún otro medio [...] Si uno es un dialéctico tiene en la mano un instrumento implacable; con él puede hacer el papel de tirano; compromete a los demás al vencerlos. El dialéctico deja a su adversario16 la tarea de probar que no es un idiota: hace rabiar a los de-más, y al mismo tiempo los deja desamparados. El dialéctico vuelve impotente el intelecto de su adversario. –– ¿Cómo?, ¿es la dialéctica en Só-crates tan sólo una forma de venganza? (Nietzs-che, 1982: 40, 41).

16 Las cursivas me pertenecen.

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El problema ha resultado más arduo y profundo de lo que pensábamos. El filóso-fo prusiano explica que en el tiempo en el que Sócrates vivía,

en todas partes se estaba a dos pasos del ex-ceso: el monstrum in animo era el peligro ge-neral. «Los instintos quieren hacer de tirano; hay que inventar un contratirano que sea más fuerte...» [...] nadie era ya dueño de sí [...] los instintos se volvían unos contra otros. Sócra-tes fascinó por ser ese caso extremo [...] fas-cinó más fuerte aún como respuesta, como solución, como apariencia de cura de ese caso [...] Platón tiene unos condicionamien-tos patológicos; y lo mismo su aprecio de la dialéctica. Razón = virtud = felicidad signi-fica simplemente: hay que imitar a Sócrates e implantar de manera permanente, contra los apetitos oscuros, una luz diurna ––la luz diurna de la razón. Hay que ser inteligentes, claros, lúcidos a cualquier precio: toda conce-sión a los instintos, a lo inconsciente, conduce hacia abajo... (1982: 42, 43).

De tal modo, Nietzsche argumentaría que sobre esta época se proyectaba ya “un in-dicio de décadence” (1982: 39). Ahora bien, al reconocer algunos elementos en apa-riencia dispersos, aunándolos a la des-cripción que en este fragmento se hace del

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pensador ateniense, empieza a vislum-brarse un sentido. ¿Qué puede inferirse de ese “hacia abajo” seguido por tres puntos suspensivos? ¿Qué puede inferirse de esta construcción semántica en la que se men-ciona al llamado monstrum in animo (mons-truo del alma), a los instintos, el exceso, los apetitos obscuros, la palabra “venganza” y el epíteto “adversario” que aquí Nietzs-che aplica al dialéctico Sócrates? Antes de contestar, sigamos con la descripción que el prusiano hace del filósofo griego:

Sócrates pertenecía, por su ascendencia, a lo más bajo del pueblo: Sócrates era la plebe. Se sabe, incluso se ve todavía, qué feo era17. Mas la fealdad, en sí una objeción, es entre los griegos casi una refutación. ¿Era Sócrates realmente un griego? Con bastante frecuen-cia la fealdad es expresión de una evolución cruzada, estorbada por el cruce. En otros ca-sos aparece como una evolución descendente. Los antropólogos entre los criminalistas nos dicen que el criminal típico es feo: monstrum in fronte, monstrum in animo [monstruo de as-pecto, monstruo del alma]. Pero el criminal es décadent. ¿Era Sócrates un criminal típico? –– Al menos no estaría en contradicción con

17 “Sobre la fealdad de Sócrates, véase, de Platón, El banquete, 215, y Teeteto, 143 e; de Jenofonte, El banquete, c. 2, 19; c. 4, 19” (Nietzsche, 1982: 150).

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aquel famoso juicio de fisonomista, que tan chocante pareció a los amigos de Sócrates. Un extranjero que entendía de rostros, pasando por Atenas, le dijo a Sócrates a la cara que era un monstrum, que escondía en su interior to-dos los vicios y apetitos malos. Y Sócrates se limitó a responder: «Usted me conoce, señor mío» (1982: 39).

¿Era Sócrates realmente un griego?, pre-gunta Nietzsche. ¿Ese monstruo del aspec-to y del alma podía ser un griego? Griego: palabra que para nosotros hace referencia obligada a ciertas estatuas exquisitas sin al-guna de sus extremidades, a una magnifi-cencia formal en sus textos literarios, quizá nunca igualada, y a una serie de filósofos, los cuales asentaron sus discursos sobre la razón y los ideales de la belleza y la ver-dad. ¿No fue el propio Sócrates el teórico por antonomasia de la razón y la belleza, el primer dialéctico y por lo mismo el más descomunal?

Si escuchamos lo apuntado por Roberto Calasso en Las bodas de Cadmo y Harmonía encontraremos que nadie después de él podría haber arengado tanto más en favor de la dialéctica: “La perfección del primer paso hace risible cualquier pretensión de

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ascensión progresiva” (2006: 99), explica el mitógrafo italiano.

Hagamos otra pausa para analizar un pasaje de Edmundo O’Gorman, provenien-te del ensayo “El arte o de la monstruosi-dad”, en la que el historiador mexicano postula que “lo monstruoso tiene para no-sotros un sentido inmediato que lo acerca a la fealdad [esto, detalla, es un] indicio de primer orden del grado en que estamos dominados por el sentimiento perfilado y neto de la belleza antigua” (O’Gorman, 2002: 83); es decir, un indicio del dominio que esa luz diurna de la razón (formulada por la dialéctica en contra de los apetitos obscuros, los cuales, conducen hacia “aba-jo”) ejerce sobre nosotros.

Como ya hemos visto, Sócrates argüía que “el delirio, que viene de los dioses, es más noble [superior] que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo atesti-guan” (Platón, 1996: 635), palabras que, con relativa facilidad, remiten a una concepción sagrada del cosmos donde surge “la idea de correspondencia universal [...] tan anti-gua como la sociedad humana” (1985: 102), siguiendo a Octavio Paz. “Es explicable: la analogía vuelve habitable al mundo. A la

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contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho, las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el rit-mo y sus repeticiones y conjunciones” (Paz, 1985: 102). Este mundo no es otro que el del mito y sus correspondencias, lo cual es sólo una forma eufemística para referirse a un cosmos habitado por dioses.

Con todo, el cosmos heleno (más que el cosmos griego, por distinguir y designar desde aquí dos mentalidades distintas), ex-perimentaba un horror indescriptible ante esta visión de mundo, toda vez que “cual-quiera que sea la forma bajo la cual se ma-nifiesta la divinidad, es la realidad última, el poder absoluto, y esta realidad, este po-der se niega a dejarse limitar por ninguna especie de atributos ni cualidades (bueno, malo, masculino, femenino, etc.)” (Eliade, 1996: 377); dicho de otro modo, “se entra en el mito cuando se entra en el riesgo, y el mito es el encanto que en ese momento conseguimos hacer actuar en nosotros. Más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico. Es un hechizo que el alma se aplica a ella misma” (Calasso, 2006: 251).

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Remitiéndonos a las particularidades del mito descritas por el escritor italiano, como cuando éste observa que “lo invisible para los hombres es lo visible para los dio-ses” (2006: 264), se hace más comprensible esa sensación de horror comportada por la cultura helénica ante tal concepción del mundo, ya que:

en el origen del simulacro está la imagen mental [materia del mito]. Este ser capricho-so e impalpable replica al mundo y al mis-mo tiempo lo sujeta a la furia combinatoria, azotando sus formas en una proliferación inexhausta. Emana una fuerza prodigiosa, el terror frente a lo que se ve en lo invisible. Tiene todas las características de la arbitrarie-dad y de lo que nace de la oscuridad, de la indiferenciación [es decir, de lo divino], como quizá, tiempo atrás, había nacido el mundo (Calasso, 2006: 125).

Como Horacio dijo: “donde nunca los da-dos te harán rey del festín” (1960: 53). Para no hallarse sujetos a estas leyes combinato-rias de lo divino, invisibles para ellos, visi-bles para los trémulos iniciados, los helenos creyeron haber encontrado en la dialéctica socrática (durante una época decadente en la que se tornaba necesario regresar al caos

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primordial a reponer las fuerzas del cos-mos) una cura para no volver “hacia abajo”, a lo monstruoso, atributo mítico “opuesto a la perfección clásica” (O’Gorman, 2002: 82) en el que los instintos y el exceso imperan y donde el universo tiene una fluidez que le es esencial y que autoriza todas las fusio-nes, insensibles y paulatinas, entre mundos que la razón concibe como diversos (recor-demos a O’Gorman).

Aquel kósmos heleno peligraba, aproxi-mándose al mundo del mito primitivo, a punto de perder “ese sapiente control de sí [...] esa intensidad media, protegida por las temibles puntas, que los griegos [helenos] se habían conquistado con mucho trabajo y que luego, por un inmenso malentendido histórico, sería identificada por muchos con la Grecia misma” (Calasso, 2004: 48).

El propio Edmundo O’Gorman, luego de también haber invocado ese terror de los helenos ante la alta probabilidad que impli-caba volver “hacia abajo”, indica que “en las manifestaciones llamadas artísticas de la antigüedad griega en la época de su cul-minación, se descubre un gigantesco frau-de, porque representan el supremo y más encubierto disfraz del espíritu ordenador

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y racional tan característico de la mentali-dad helénica. Es el disfraz de la razón con la máscara de lo que es de suyo irracional. Es la “sophia” disfrazada de arte, o en el mejor caso es el arte sabio” (2002: 88). He aquí una línea probable del origen de ese malenten-dido sobre el que se fundaría el Occidente.

Si en última instancia el heleno tenía miedo de ir “hacia abajo”, sus motivos no eran gratuitos: no se trataba únicamente del malestar atroz de vivir en un mundo mítico, de por sí terrible, que giraba sin detenerse como una gran ruleta que sólo acarreaba ciegas adversidades, habitado y sometido por unos dioses que, aunque dis-pensaban una cierta coherencia a las cosas, podían hacer a sus anchas lo que se les an-tojase, sino que, además, sufrían la desazón de que tal vez se pudiera ir, como en uno de los aforismos de la amargura de Cioran, todavía más abajo. ¿Hasta dónde? Hasta donde quedara derruido todo edificio espi-ritual, tangible, humano o tremendo, ante-rior al despertar de la conciencia, sumergi-do en un tiempo dentro del cual el hombre se contempla a sí como en un espejo y sólo halla fijado el vértigo del vacío: “El hom-bre, pues, al mirarse, no mira otra cosa que

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una sucesión de alteraciones que lo arras-tran inconteniblemente hacia la amargura del aniquilamiento. Y abandonado en esa condición miserable, habrá de buscar una manera de salvación; explorará la existen-cia de algo que en ese hervor eternamente fugitivo tenga la posibilidad de la perma-nencia en el centro del derrumbe” (Ovidio, 1985: 11), denota Rubén Bonifaz al prologar Las metamorfosis.

Grave y nada escampada habría sido la vía por la que los griegos conseguirían sacar los ojos del abismo como para que se arriesgaran a volver a él. Poco sabemos de dicha senda, quizá ninguna mitología termine nunca de narrarnos ese camino sinuoso de la naturaleza hacia la cultura; sin embargo, encontramos en esta cita aún algunos de sus resabios:

El griego conoció y experimentó las angus-tias y los horrores de la existencia: para po-der vivir, tuvo necesidad de la evocación protectora [entre comillas] y deslumbrante del ensueño olímpico. Esta perturbación ex-traordinaria frente a las potencias tiránicas de la Naturaleza; esta Moira tronando sin pie-dad por encima de todo conocimiento; este buitre del gran amigo de la Humanidad, Pro-meteo; el espantoso destino del sabio Edipo

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(otro daimon mitológico); la maldición de la raza de los Atridas, que constriñó a Orestes al asesinato de su madre [...] podemos repre-sentarnos tal evolución por el espectáculo de la primitiva teología tiránica del espanto, transformándose [...] ¿Cómo hubiera podido de otro modo este pueblo tan delicado, tan impetuoso, de tanta capacidad para el “do-lor”; cómo hubiera podido, digo, soportar la existencia sino hubiera contemplado en sus dioses la imagen más pura y radiante? (Nietzsche, 2006: 25, 26).

Es posible imaginar la angustia padecida por el griego antes del mundo mítico, en el cual se encuentra ya enmarcado todo un impulso hacia la civilización, ya que “el mito, cualquiera que sea su naturaleza, es siempre un precedente y un ejemplo, no sólo en relación con las acciones [...] del hom-bre, sino también con relación a su propia condición [...] un precedente para los mo-dos de lo real en general [...] [Los mitos] revelan una estructura de lo real inaccesi-ble a la aprehensión empírico-racionalista” (1996: 372), propone Mircea Eliade.

Los mitos ponen el cimiento de lo que la mente ha de tomar como lo real en tanto la vida se desarrolla en este espacio. Así, se crea el mundo. Tautología o perogrullada: el

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mundo de lo humano, lo real. De la angustia sufrida por el griego antes del mundo del mito, nos hablan los siguientes versos de Teognis: “De todas las cosas, no nacer, para los hombres, la óptima,/ y nunca colum-brar del raudo sol los rayos./ O, habiendo nacido, cuanto antes probar las puertas del Hades/ y reposar tendido con mucha tierra encima” (Bonifaz Nuño, 1988: 75).

Una sabiduría antigua y fatal que no se deja aprehender, escuchando a Eliade, por lo que él llama una actitud empírico-racionalista frente al mundo, que no es otra que la racionalidad generada por la dialéc-tica socrática. Escuchemos de Nietzsche la siguiente relación, concebida a partir de unos principios análogos a los de los ver-sos del poeta griego Teognis; la sabiduría trágica de un viejo mito.

Según la antigua leyenda, el rey Midas per-siguió durante largo tiempo en el bosque, sin poder alcanzarle, al viejo Sileno, compa-ñero de Dioniso. Cuando al fin logró apo-derarse de él, el rey le preguntó qué cosa debía el hombre preferir a toda otra y esti-mar por encima de todas. Inmóvil y obstina-do, el demonio (Damon) permanecía mudo, hasta que por fin, obligado por su vencedor, se echó a reír y pronunció estas palabras:

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“Raza efímera y miserable, hija del azar y del dolor, ¿por qué me fuerzas a revelarte lo que más te valiera no conocer? Lo que debes preferir a todo es, para ti, lo imposible: es no haber nacido, no «ser», ser «la nada». Pero después de esto, lo que mejor puedes desear es... morir pronto” (2006: 25).

Finalmente, luego de este singular itinera-rio, es lícito concluir que sí, en efecto, ese feo hombre, bajo, cruzado, descendente, monstruoso, que ocultaba dentro de sí per-versiones y negros afanes, era un griego; un griego cuyos rasgos apuntaban en una dirección inequívoca en la que histórica-mente nadie reparó o nadie quiso reparar; un griego auténtico viviendo en una época de decadencia en la que lo imperioso hubie-ra sido regresar a la desmesura, que no al vacío, porque, como Hölderlin señala refi-riéndose al caos, “donde hay peligro, crece también lo salvador” (Juanes, 2003: 54).

A partir de estas conclusiones prematu-ras, ciertas inferencias sobre el rumbo que siguió el Occidente también pueden ser conjeturadas. Junto a tales conjeturas, ter-minemos de departir en torno a la figura de Sócrates, volviendo a Nietzsche: “No sólo el desenfreno y la anarquía confesados de

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los instintos son un indicio de décadence en Sócrates: también lo son la superfetación de lo lógico y aquella “maldad de raquítico” que lo distingue. No olvidemos tampoco aquellas alucinaciones acústicas a las que, con el nombre de «demon de Sócrates», se les ha dado una interpretación religiosa. En él todo es exagerado, buffo, caricatura, todo es a la vez oculto, lleno de segundas inten-ciones, subterráneo” (1982: 39).

Una de las propiedades de lo monstruo-so, lo mítico, es la multiplicación intermi-nable, la superfetación y fusión de elemen-tos que para la razón pueden ser diversos, como explica O’Gorman. Por supuesto que la anarquía y el desenfreno de los instintos sólo podían ser para los helenos amantes de las formas “puras” un indicio de deca-dencia, si bien iba involucrada esa invisi-ble fatalidad combinatoria a la que hemos aludido precedentemente. Si ante los ojos del filósofo de Röcken el proceder de Só-crates y sus cualidades aparecen como algo bufo, exagerado, caricaturesco, con segun-das intenciones, es solamente porque un individuo con una consciencia mítica tan arraigada, capaz de reconocer cuando ha pecado hacia la mitología, es más, incluso

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preocupado por ello, en consecuencia, con la certeza plena del giro que el pueblo grie-go debía dar y que inclusive se comunica con la divinidad a través de un daimon (re-cordemos que daimon significa, asimismo, calumniador); un individuo así, decíamos, no pudo haber estado hablando “en serio”. De ahí que a fecha reciente se hayan men-cionado las malinterpretaciones del Occi-dente con respecto a la mitología. El propio Nietzsche, o es engañado o malinterpreta a Sócrates cuando le atribuye el gesto pri-mordial del pensamiento lógico: ¿qué hay de aquella sombra poco tomada en cuenta que se cernía sobre el propio Sócrates en la época en que éste vivía? Asimismo, ¿quién ha de llevar a efecto el katharmós del pro-pio Nietzsche, malinterpretado igualmen-te por sus feroces y lúcidos comentarios? Quién puede saberlo.

“La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hom-bre, se vale de los demonios para relacio-narse y conversar con los hombres, ya du-rante la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es demoníaco [...] Es decir, inspirado por un demonio” (Platón, 1996: 371).

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Se habla de la inspiración y un hombre tan hondamente religioso como Sócrates no pudo haber estado hablando en serio, aun-que cabe otra posibilidad más terrible: que el ateniense nunca hubiera hablado más en serio. Al darse muerte él mismo, “no fue Atenas quien condenó a Sócrates, sino éste quien pidió la muerte y, por tanto, se sui-cidó” (Nietzsche, 1982: 151), el creador de la dialéctica entra en el mundo del mito: él mismo se convierte en un mito que pone a girar la historia del Occidente.

El griego sabía que “todo debía modelar-se de acuerdo con la geometría de los cie-los” (Calasso, 2006: 346); y más que nunca, al final de su vida, Sócrates “comprendió que el mito es el precedente de cualquier gesto, el forro invisible que lo acompaña” (Calasso, 2006: 344), puesto que es el gesto lo que permanece después de la muerte.

Por un gran ocultamiento los hombres parecieron haber olvidado que “cada uno de sus gestos [contaba con] un precedente divino” (Calasso, 2006: 187). Lo que aún no ha sido puntualizado es que la razón, vir-tud humana, como tal, tuvo por fuerza que haber tenido un precedente divino: “En su modestia, los ateos están llenos de vanidad.

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Durante el breve tiempo de su vida están convencidos de administrar algo, una isla de autonomía que después se dispersa en átomos ciegos” (Calasso, 2006: 307). Mas recordemos que ateo es simplemente quien no tiene comercio con lo divino y no quien descree de los dioses.

Así, la superfetación lógica a la que el prusiano se refiere al hablar del pensador ateniense tiene para este último un prece-dente divino que se acentúa hacia el final de su vida, pero que había aparecido desde la República; precedente en el que es muy pro-bable que casi nadie haya reparado, ni si-quiera el propio Nietzsche: “La perfección, cualquier tipo de perfección, exige siempre algún ocultamiento” (Calasso, 2006: 254). Por ello es por lo que el autor de Aurora se sintió calumniado por Sócrates y, por ello, que la palabra “venganza” y el epíteto “ad-versario” usados para remitirse al ateniense no pueden aplicársele desde este punto de vista. Podrían únicamente en el sentido de que ha engañado a todos, pasando por el más occidental de los hombres. Y quizá lo sea, si atendemos al hecho de que las pa-labras subrayadas arriba son epíteto o refe-rencia a ese espíritu que se niega a sí mismo

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y que ese espíritu es el que está detrás de Sócrates, agazapado, mas presidiendo so-bre el Occidente.

En este punto podría decirse que la res-puesta a los enigmas más intrincados se ha-lla, como en los mitos, frente a nuestros ojos, o bien que “la mentira más mentira es la que más se parece a la verdad” (O’Gorman, 2002: 82), como escribió Chesterton; pero no es válido hacerlo. Tal como en el templo de Apolo en Delfos, debe tenerse en mente que la palabra es, por su origen, doble: “La palabra permite una victoria demasiado limpia, que no deja restos. Pero justo en los restos se oculta su poder. La palabra pue-de vencer allí donde fracasa cualquier otra arma. Pero queda desnuda, y solitaria, des-pués de su victoria” (Calasso, 2006: 310). La palabra es doble cuando es palabra poética, cuando remite a un gesto o a una imagen primordial, y entonces su historia permane-ce velada ante nuestros ojos.

De tal modo, se traspone el umbral ha-cia el hemisferio lógico, del lado de la cifra donde se suman y se sustraen los términos; pero si nadie alude a su raíz, muy posible-mente dicho origen sea olvidado. Por el contrario, Eliade escribe: “Esos descubri-mientos –refiriéndose a los que se han dado

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a través de los mitos– fueron los únicos que adquirieron un sentido espiritual, que fueron creadores de cultura [...] el hombre, aun cuando escapase a todo lo demás, está irreductiblemente preso en sus intuiciones arquetípicas, creadas en el momento en que tomó conciencia de su situación en el cosmos” (1996: 388, 389).

De hecho, en los mitos el acto de civiliza-ción, la reconstrucción del cosmos, estuvo siempre ligada al alexikakos, el héroe que de-rruyó un orden monstruoso, natural o divi-no (de cualquier modo, sobrehumano) para erigir otro: “Apolo fue el primer usurpador de un saber que no le pertenecía, un saber líquido, fluido, al cual el dios le impondrá su metro” (Calasso, 2004: 14): las aguas mentales de las ninfas, fuente del simulacro y de la palabra. Nos encontramos frente a la categoría del héroe, elemento presente en la raíz misma de la literatura de Occidente, y aun en la de los mitos en general.

Apolo será el primer alexikakos en Gre-cia y su práctica, como gesto iniciativo y precedente, deberá, a partir de entonces, ser imitado por los demás héroes; gesto del que ni siquiera Sócrates podrá desvin-cularse en la implantación de un nuevo

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orden: “los mitos de los héroes [...] pueden leerse bajo la óptica del enfrentamiento entre la naturaleza y la cultura” (Olmos, 2004: 104).

Es Sócrates arquetipo del héroe occiden-tal, un Prometeo que se incendia a sí mis-mo para mostrar el camino, destruyendo ese monstrum in animo para fundar la ra-zón, malinterpretada por nosotros como sólo una virtud humana, porque la razón, como en el mito de Atenea y Palas, lo pri-mero que ataca es a su doble, su imagen en el espejo; es decir: a sí misma. No obstante, como Calasso deja bien asentado, el asesi-nato del monstruo, al cual son inherentes todas las características monstruosas, deja una mancha de culpabilidad en el héroe difícil de purificar: “[Apolo] descubre el lu-gar que será Delfos ––y su “fuente de aguas hermosas”, rodeada por las espiras de una descomunal dragona [la ninfa], que mata “a quien la encuentre”––. Será en cambio Apolo quien la matará y la dejará pudrién-dose al sol. Es ésta su gran empresa, su gran culpa” (Calasso, 2004: 12).

Sin embargo, es ineludible que el héroe cargue con esa culpa para que la cultura y la historia avancen porque “[e]l mons-truo, en su origen, estaba en el centro, en

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el centro de la tierra y del cielo, allí donde brotan las aguas. Cuando el monstruo fue vencido por el héroe, su cuerpo desmem-brado emigró y se recompuso en las cuatro esquinas del mundo. Luego rodeó el mun-do con un círculo de escamas y de aguas, era el margen complejo del todo” (Calasso, 2006: 308). El monstruo estaba en el centro y al ser asesinado conformó el marco del mundo, fundado en aquel centro antiguo y enigmático. No se puede construir algo sin derruir un orden precedente. El mundo, el cosmos, incluyendo a la cultura, es esta reconstrucción del monstruo asesinado, la nueva disposición de sus partes.

Al respecto, Calasso tiene aún oportu-nidad de sorprendernos con algo bien no-table sobre los héroes: “Forma parte de la obra civilizadora del héroe suprimirse a sí mismo. Porque el héroe es monstruoso. In-mediatamente después de los monstruos, mueren los héroes” (2006: 69). Tan mons-truoso que ha tenido la fuerza suficiente, física o mental, para derrotar al monstruo.

Recordando la victoria de Sócrates, quien ni siquiera se dio a la tarea de escribir tex-tos, tenemos que ésta se efectúa mediante la palabra, de modo que “se produce una

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nefasta inversión de la lucidez que, a partir de entonces, se adhiere a la conciencia. Esa es la venganza del monstruo. El monstruo puede perdonar a quien lo ha matado. Pero jamás perdonará a quien no ha querido to-carlo” (Calasso, 2006: 310). Lo que nos ha-bla de la naturaleza mental de la palabra.

Sócrates, a la vez matador de monstruos y monstruo él mismo (monstrum in fronte, monstrum in animo), calumniador como los daimones y emisor de la divinidad, carga con esa culpa. Es, en todo caso, el “adver-sario” de sí mismo y su “venganza” tiene como único objeto a Sócrates mismo por-que “[e]xpiar una culpa no significa reali-zar algo contrario a la culpa, sino repetir la misma culpa, con leves variantes, para profundizar en ella hasta llevarla al cono-cimiento. La culpa no estaba tanto en ha-ber cometido determinados actos, sino en haberlos realizado sin darse cuenta” (Ca-lasso, 2006: 152).

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. .

Prometeo y el robo del fuego bien pueden ser, bajo esta noción, alegoría de la culpa y de la chispa del pensamiento, pero, igual-mente, en un sentido más tangible, encar-nar la exigencia material para establecer un nuevo orden: “la ciudad sólo puede fundarse sobre la culpa. Comed al muerto y no sintáis escrúpulos: con estas palabras se inicia la civilización” (282), Calasso nueva-mente sobre la culpa primigenia del hom-bre: tener que matar y comer para sobre-vivir. El capítulo del robo del fuego no se presenta ya sólo como un acto único, sino como el nacimiento de una consciencia que, una y otra vez, de manera ritual, vendrá a reactualizarse en cada pequeña acción de la civilización misma.

Sólo los hallazgos e invenciones dados a través de los mitos adquirieron un sen-tido espiritual, es decir, fueron creadores de cultura, ya que el conocimiento verda-dero implica la consciencia de sí mismo en el mundo, condición sine qua non para su configuración. Con esto, es factible ex-presar que el mito no es “una mera histo-ria fantástica y bella ––como creyeron los

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románticos––, sino algo muy directamen-te implicado con la vida misma” (Olmos, 2004: 121).

Es así que, al discurrir respecto a la base mítica sobre la que, creemos, tienen su asiento el romanticismo y la modernidad, hemos encontrado que sus dos rostros al-bergan dentro de sí un mismo principio mental: quizá fuera dable arriesgar que las figuras del Satán y la de Sócrates nos remi-ten al daimon y, de tal modo, se empalman con el mito moderno por excelencia, el de Prometeo.

Bajo tal gesto, así como mediante la crea-ción del mito y la reconfiguración de las partes del monstruo asesinado, parece que la realidad va conquistando su propio te-rreno y que el mundo es susceptible de ser interpretado a partir de un nuevo inicio, donde la desarticulación humana es sólo un instante del proceso.

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La muerte de Sócrates

de Omar Arriaga Garcésse terminó de imprimir en noviembre de 2013

en los talleres de Gráficos Morenoubicado en Vicente Santa María #749

colonia Ventura Puente, C.P. 58020Morelia, Michoacán

La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del autor y el Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.

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