La Muerte Chic

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1 La muerte chic: consumo, modernidad y cultura visual en las publicidades de empresas funerarias en Buenos Aires, 1898-1904 Diego F. Guerra (UBA-CONICET-UNSAM) La muerte ha llegado a ser la forma última de resistencia del consumidor. Marcos Gómez Sancho, El hombre y el médico ante la muerte. ¡¡SIEMPRE NUEVO!! nos grita un anuncio al paso, y advierte: El tiempo vuela - Las modas cambian - Hay que estar con los adelantos del día. Junto a tales palabras, una hermosa joven se regala a la vista, los hombros desnudos, la mirada lánguida y una rosa en la mano. Objeto de deseo, garantía de placer y buen gusto, gratificación para quien se decida a leer el texto que le sigue, breve y en letra grande: y es que el anunciante, ¡de vuelta de los Estados Unidos! nos promete lo más CHIC, lo más práctico, lo más nuevo garantizando, cualquiera sea el servicio, la total satisfacción de nuestras mayores exigencias. : Desde nuestra experiencia como consumidores de todo lo que los medios de masas de los siglos XX y XXI han sido capaces de vendernos, el aviso arriba descrito podría ser asociado casi con cualquier producto, desde una tienda de electrodomésticos hasta una cadena de comidas rápidas. Lo menos probable es que pensemos en lo que verdaderamente su anunciante nos estaba ofreciendo, aquello que sus colegas de un siglo después han sabido revestir con la pátina más austera y menos efusiva de la “paz”, el “retorno a la naturaleza” y el confort “en un ambiente de tranquilo recogimiento”. ¿ Un spa, un hotel de lujo, un tratamiento de belleza? No, pero casi: un entierro.

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La muerte chic: consumo, modernidad y cultura visual en las publicidades

de empresas funerarias en Buenos Aires, 1898-1904

Diego F. Guerra (UBA-CONICET-UNSAM)

La muerte ha llegado a ser la forma última

de resistencia del consumidor.

Marcos Gómez Sancho,

El hombre y el médico ante la muerte.

¡¡SIEMPRE NUEVO!!

… nos grita un anuncio al paso, y advierte: El tiempo vuela - Las modas cambian -

Hay que estar con los adelantos del día.

Junto a tales palabras, una hermosa joven se regala a la vista, los hombros desnudos, la

mirada lánguida y una rosa en la mano. Objeto de deseo, garantía de placer y buen gusto,

gratificación para quien se decida a leer el texto que le sigue, breve y en letra grande:

… y es que el anunciante, ¡de vuelta de los Estados Unidos! nos promete lo más

CHIC, lo más práctico, lo más nuevo garantizando, cualquiera sea el servicio, la total

satisfacción de nuestras mayores exigencias.

–:–

Desde nuestra experiencia como consumidores de todo lo que los medios de masas de

los siglos XX y XXI han sido capaces de vendernos, el aviso arriba descrito podría ser

asociado casi con cualquier producto, desde una tienda de electrodomésticos hasta una cadena

de comidas rápidas. Lo menos probable es que pensemos en lo que verdaderamente su

anunciante nos estaba ofreciendo, aquello que sus colegas de un siglo después han sabido

revestir con la pátina más austera y menos efusiva de la “paz”, el “retorno a la naturaleza” y el

confort “en un ambiente de tranquilo recogimiento”. ¿Un spa, un hotel de lujo, un tratamiento

de belleza? No, pero casi: un entierro.

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–:–

El presente trabajo se ocupará de reflexionar sobre algunos aspectos de la temprana

modernización de los servicios funerarios entre fines del siglo XIX y principios del XX en la

Argentina. Más específicamente, del modo en que la consolidación de una cultura de masas y

el surgimiento de los primeros medios masivos ilustrados –“vehículos privilegiados” de los

valores y discursos de la sociedad de consumo 1– contribuyeron a transformar las actitudes

ante la muerte y las prácticas del rito fúnebre, a medida que lo posicionaban como un ítem

más entre su miscelánea oferta de bienes y servicios. En ese sentido, centraré mi análisis en

las primeras publicidades de empresas funerarias que aparecieron en esos años en la revista

que inauguró, entre nosotros, el modelo del magazine: el semanario Caras y Caretas.

Buenos Aires, 1900: vida, muerte y cultura de masas

En la Argentina, el paso del siglo XIX al XX se vivió en medio de un proceso de

modernización acelerada, producto de un fuerte crecimiento económico y demográfico y de la

puesta en marcha del proyecto de Estado-nación moderno por parte de las élites liberales de la

segunda mitad del siglo. Como otras grandes capitales del mundo, la Buenos Aires del 1900

hacía visibles su carácter cosmopolita y la consolidación de una naciente clase media que, a la

vez que reclamaba su ingreso efectivo en el sistema político-electoral, se posicionaba como

clase consumidora de los bienes y servicios que el capitalismo industrial y una creciente

cultura del confort tenían para ofrecerle.

En ese contexto, muchos de los viejos hábitos y prácticas sufrirían una radical

transformación a medida que ciertas actividades, propias del ámbito privado y gestionadas en

el seno del hogar y la familia, se convertían en servicios ofrecidos por terceros a la vez que se

complejizaban, nutriéndose de una complicada parafernalia de objetos y accesorios provistos

por un mercado en crecimiento. Un buen ejemplo de ello lo constituyen los ritos funerarios.

Ya Philippe Ariès, en sus clásicos trabajos sobre las actitudes del hombre occidental

frente a la muerte, había establecido las continuidades entre el luto pautado y racionalizado

del siglo XIX europeo –cuya función última, decía, era contener y dar forma y límites

temporales a los desbordes románticos frente a la muerte del otro– y el proceso ulterior de

obliteración de la muerte, que se registra en el seno de la modernidad de masas del siglo XX.

Toda una literatura testimonial argentina se ocupó de registrar el alcance local de estos

procesos entre la década de 1880 y la otra, no menos inaugural, del 1900. Desde el Buenos

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Aires desde 70 años atrás de José Antonio Wilde (1881) hasta La sociedad de antaño de

Octavio Battolla (1908) y las ficciones pintorescas de Payró o Daireaux en Caras y Caretas,

la nostalgia por la sencillez de las viejas maneras se combinó con la celebración del progreso

que había eliminado los aspectos más “bárbaros” de aquellos rústicos velorios festivos y

públicos, donde “muchos de los concurrentes ni siquiera conocían a los deudos” 2 y “se

englutía un gran puchero, empanadas, locro y demás menudencias”.3

A la vez que liquidaba la vieja familiaridad con la muerte y la violencia propias del

matadero rosista, la civilización complejizaba y solemnizaba una etiqueta que, ahora, vestía

un luto riguroso; y cuyos miles de pequeños pormenores ponían en marcha una compleja

maquinaria industrial y comercial. Así, ganaron el mercado los abanicos de luto, los pianos

silenciosos para que las niñas continuaran sus ejercicios sin romper el silencio obligado; los

retratos fotográficos del muerto y sus parientes; las tarjetas y sobres de condolencias impresos

con borde negro; los guantes, las sombrillas, los sombreros, y un extenso e imaginativo

etcétera.4

Un diálogo ficticio publicado en 1900 en Caras y Caretas da cuenta de estos cambios,

al presentarnos en el cementerio a dos esqueletos que se quejan de la creciente

mercantilización de los deberes del luto y su contracara de desgaste y abandono del rito por

los deudos:

– Mi mujer, que decía amarme frenéticamente, regateó hasta la usura mi entierro. El

cajón fue una ridícula imitación de ébano y diez carruajes formaron el

acompañamiento (…). Una parca con la guadaña en la mano y un ángel llorando,

aumentan considerablemente el precio del fúnebre. Si mi mujer hubiera podido, me

manda en la cucaracha, el carro del hospital. (…)

– ¡Qué saturado de perfumes está el aire! Se diría que habitamos un jardín.

– Son las flores que ha traído el nuevo vecino. Ya pasarán los días, perderá su carne y

(…) entonces no tendrá ramos ni cruces de rosas, ni versos, ni tarjetas, ni sollozos, y el

olvido, que es una segunda piedra funeraria, cubrirá su sepultura.5

Es esta misma modernización y enriquecimiento del servicio fúnebre la que

contribuyó, como afirma Ariès, a la abrupta desdramatización y posterior obliteración cultural

de la muerte: “no se vende bien”, decía, “lo que carece de valor por ser demasiado familiar y

común, ni lo que produce miedo, horror o pena”. 6 Si tenemos en cuenta la importancia de

medios como Caras y Caretas a la hora de convertir al mundo en un divertido y heterogéneo

surtido de mercancías para toda la familia,7 ¿cómo debía ofrecerse, sin perder el encanto –y

los clientes– servicios que habrían de contratarse en tan amargas circunstancias?

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La pregunta no es tanto “cómo vender la muerte” –es decir, cómo adaptar las

estrategias de venta al producto– sino más bien, ¿cómo reformular el producto –la muerte y el

luto– de manera tal que se vuelva vendible?

La carroza de Caronte

Por lo general, las funerarias argentinas que iniciaron sus actividades en el siglo XIX

comenzaron como empresas de coches de alquiler que, adicionalmente, trasladaban cadáveres

al cementerio. Con los años y de la mano del proceso de complejización del luto ya referido,

el servicio se enriquecería incorporando lacayos de librea, carrozas fúnebres ricamente

decoradas y una amplia variedad de coches para los acompañantes del cortejo, en una

progresión que desembocaría en la incorporación, a comienzos de siglo, de las salas velatorias

que reemplazarían al hogar privado como escenarios típicos del velorio.

Los fundadores de estas empresas fueron mayoritariamente italianos o españoles –

nacionalidades habituales entre el gremio de cocheros– llegados al país con las primeras

oleadas migratorias de las décadas de 1870 y 1880; algunos, como Bartolomé Zuccotti,

comenzarían a trabajar durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871. El crecimiento

económico y demográfico de la ciudad y el incremento de las distancias determinado por la

ampliación del ejido urbano en 1880, favorecieron una fuerte demanda de este tipo de

servicios, apenas cubierta por el tranway fúnebre y el coche de la asistencia pública. Así, para

fines de siglo varios de estos emprendedores se habían convertido en propietarios de sendas

flotas de coches, tanto fúnebres como de paseo. Aunque los datos estadísticos son

fragmentarios, una publicación de 1895 registra no menos de 43 empresas sólo para la ciudad

de Buenos Aires, que atendían un promedio diario de 3 entierros de primera clase, 25 de

segunda y 10 de tercera.8 Si a esa demanda sostenida le sumamos la que surgía de los

circuitos obligados del ocio burgués, como los paseos por los bosques de Palermo o las

veladas en el Teatro Colón, tendremos una idea de las enormes posibilidades comerciales y

laborales que el rubro ofrecía, y no resultará extraño que a comienzos de siglo fuera el gremio

de cocheros uno de los más poderosos.9

En ese contexto, la competencia y la estandarización de los servicios forzaron, durante

los últimos años del siglo, una sensible reducción de precios y la modernización de las

empresas. Si a comienzos de la década de 1890 un entierro de primera clase podía costar entre

1.200 y 2.000 pesos –variando según la calidad del carruaje y la cantidad y raza de yuntas de

tiro– en 1895 la tarifa se había reducido a la mitad, en una tendencia que continuaría en los

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años siguientes y en la que resultaría determinante la campaña desarrollada por un empresario

cuyo papel innovador nos es particularmente relevante: Marcial Mirás.

Nacido en Galicia y llegado a la Argentina en 1870, Mirás había comenzado, como los

otros, como cochero y agente de pompas fúnebres en 1883. Para 1892 su empresa ya se había

afirmado como una de las principales de Buenos Aires, en una carrera que lo llevaría, junto

con su competidor y futuro socio Lázaro Costa, a convertirse en uno de los más originales y

prestigiosos empresarios del ramo a nivel nacional, durante todo el siglo XX. Desde su

participación en funerales de primera línea como los de Bartolomé Mitre en 1906 o el hecho

de traer uno de los primeros automóviles que entraron al país,10 hasta los sepelios de Evita y

Juan Perón gestionados por sus herederos, es indudable que Mirás supo encarnar desde un

principio el ideal, tan caro a la época, del inmigrante emprendedor y exitoso, trabajador y

hombre de mundo a la vez. Los panegíricos publicados en Caras y Caretas y el Almanaque

Gallego así lo demuestran al calificarlo de “revolucionario” (!) y filántropo por su labor de

aliviar los bolsillos del público al obligar a sus competidores a bajar los precios.

En 1900 Mirás inauguraba un lujoso local en Balcarce 202 al que Caras y Caretas

dedicó una nota en su sección principal, ilustrada con cinco fotografías que muestran sus

“espléndidos establos, higiénicos, frescos y ventilados” –algo que sería relativizado por las

denuncias de sus empleados poco tiempo después11– y otras modernas instalaciones que

cuentan con ascensor eléctrico, depósito de coches –landós, milords, victorias y una larga

lista–, sastrería propia, y mucho más. Para entonces la casa estaba dotada de 170 empleados y

180 caballos sólo de paseo, y los primeros –cocheros y lacayos– estaban organizados bajo un

reglamento “tan militar, que parece redactado por el propio Kaiser”. 12

De todo esto se desprende que Mirás desempeñó un papel fundamental en el proceso

de profesionalización y refinamiento de las pompas fúnebres de la época, así como en la

reconversión del imaginario socialmente instalado en relación con esta clase de servicio. “Nos

ha hecho risueña y agradable la idea de morir”, afirma sugestivamente un periodista de Caras

y Caretas…13 Y es precisamente del principal recurso desplegado para ello –la publicidad–

que me ocuparé a continuación.

La muerte chic

Durante los primeros años las estrategias propagandísticas de Mirás se desplegaron

principalmente a través de Caras y Caretas, aunque no siempre en forma de avisos

publicitarios. Fuera de algún pequeño anuncio publicado en los primeros números, hasta 1902

la difusión de sus actividades por la revista se produjo por una vía más personal, que denotaba

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una envidiable posición de cercanía entre el empresario y los directivos de la revista más

popular del país.

Me refiero a los artículos periodísticos como el arriba citado, el primero de los cuales

se publicó, ocupando toda la primera página, ya en el número 5. El modo en que el tema de

esta nota –un empresario moderno que trabaja con la muerte– se cruza con los de otros

artículos del mismo número, es típico de Caras y Caretas y de su modo de entrelazar ciertos

tópicos a través de diversos registros –ficción, caricatura, periodismo y publicidad– en una

misma revista. Así, cuatro páginas después nos encontramos con un reportaje gráfico sobre el

reciente Día de Muertos y, a vuelta de página, con un reportaje ficticio de Roberto Payró a un

moderno y aburguesado Satanás que lo recibe de jacquet para contarle cómo ha convertido su

Infierno en una sociedad anónima.14 Ficción, realidad y publicidad encubierta se entrelazan

así en una de las funciones que Geraldine Rogers ha señalado como centrales en la revista: la

de orientar a sus lectores en el complejo entramado de cambios que acarreaba la vida

moderna.15

Por lo demás, la función de estos artículos –cuatro entre 1898 y 190016– fue

evidentemente la de ayudar a crear un contexto favorable a las actividades del empresario,

instalándolo en el imaginario colectivo como una suerte de sumum de la elegancia y el buen

gusto y, a la vez, de la gestión empresaria moderna que, “desinteresadamente”, democratiza

estos lujos haciéndolos accesibles para la clase media. Así, sus publicidades jugarán más tarde

a refutar “la creencia de que esta empresa no hace entierros de poco precio”.17

Pero en 1902 se iniciará una segunda etapa, caracterizada por una verdadera guerra de

precios y estrategias publicitarias entre Mirás y dos de sus principales competidores, durante

poco más de un año. Y será justamente en este terreno, el de la publicidad, donde se

introducirán las más interesantes novedades.

El lugar central que la publicidad ocupaba en publicaciones como Caras y Caretas se

relaciona, tanto con el hecho de constituir su principal fuente de financiamiento –en

reemplazo del viejo sistema de suscripciones– como por las transformaciones que el modelo

del magazine ilustrado introdujo en el discurso publicitario. El carácter eminentemente visual

de los semanarios ilustrados de fin del siglo XIX los convertiría –según han señalado Richard

Ohmann y otros historiadores18– en una suerte de versión impresa de los department stores,

en cuyos grabados el espectáculo del mundo se ofrecía como un gran y heterogéneo surtido de

mercaderías a ser vistas, codiciadas y compradas. Los avisos publicitarios se adaptaron

rápidamente a esta modalidad y al concepto de lector-espectador disperso que, al decir de

Michel de Certeau, “vagabundea” por sus páginas y al que se debe sorprender.19 Así,

abandonando el viejo estilo de largos y apretados textos declarativos, las publicidades

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buscaron hacerse más atractivas y pregnantes mediante la incorporación de imágenes y la

reducción del texto, al que añadieron interés visual jugando con tipografías, tamaños y

espacios en blanco.20

Los avisos de casas funerarias se sumaron pronto a este juego al publicar a página

completa sendos grabados de sus carruajes e instalaciones, a la vez que minimizaban la

descripción de servicios y precios, como lo muestra la comparación de dos avisos de la misma

casa en las figuras 2 y 3.

A comienzos de 1902 tres empresas anuncian regularmente en Caras y Caretas:

Mirás, Lázaro Costa y Artayeta Castex. En un principio sus avisos se ven tan similares en

imágenes, tipografía y formato, que hasta podrían ser confundidos por un lector distraído (Fig.

1). Pero desde marzo, esta uniformidad es repentinamente quebrada por Mirás quien introduce

una serie de curiosas innovaciones.21

Comparemos un anuncio cualquiera de Artayeta Castex, la más conservadora de las

tres, con el de Mirás del 8 de marzo de 1902. En el primer caso (Fig. 3) lo primero que vemos

es la fotografía del producto (la carroza fúnebre) y arriba, bien grande, el nombre de la

empresa con su dirección y sus teléfonos; bajo la imagen, finalmente, un texto que detalla las

características del servicio y su precio. Será este el modelo que Artayeta mantenga durante la

mayor parte del año, casi sin variaciones, y, en lo esencial, también Lázaro Costa.

Observemos ahora el aviso de Mirás (Fig. 4): preeminencia, ante todo, de la imagen,

que reemplaza literalmente a la descripción textual mostrándonos –es decir, presentando la

evidencia, muy en la concepción objetivista de la fotografía que defendía Caras y Caretas22–

la calidad, no sólo de los carruajes sino también de las libreas, los lacayos, animales de tiro y

accesorios. El texto, fuera del nombre y un “IMPORTANTE” destinado a captar la atención

del lector, se limita a pedir que “consulten mis precios antes de ordenar un servicio fúnebre”;

precios notoriamente más bajos que los de sus colegas, y que se ofrecen a continuación en

letra grande y en negrita. Y algo tan llamativo como impensable para la época: no se

proporciona la menor información sobre direcciones o teléfonos a los cuales acudir (aunque el

aviso incita: “llamen por teléfono”) en caso de querer contratar el servicio.

La calculada arrogancia de este gesto –para nada habitual en productos que no fueran

de almacén, como cigarrillos u otros– denota, ante todo, una extrema seguridad del anunciante

sobre su propia fama: cualquiera sabe dónde ubicarlo.23 Pero también insinúa algo que se hará

mucho más evidente en los anuncios posteriores: el interés del empresario en instalar en la

memoria del lector, no tanto una determinada oferta de servicios y costos, como algo más

general y abstracto: una marca.

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Los avisos de Mirás trabajaron en ese sentido de varias maneras. Además de eliminar

informaciones “superfluas” como direcciones, teléfonos e incluso imágenes del producto,

Mirás cultivó un estilo fuertemente personalizado a la hora de dirigirse a sus clientes,

firmando siempre sus avisos como si fueran cartas, “M. Mirás”, e interpelándolos casi

siempre en segunda persona: “¿Cree Ud. que…?”, “¡Ved la diferencia!”, “Tomaos el tiempo

para meditarlo, porque os interesa directamente” “¡No paséis de aquí sin deteneros un

momento!”, etcétera. Con ello cumplía con una de las finalidades distintivas de la publicidad

moderna, en el sentido de tender un puente “tan directo como abstracto” entre cliente y

anunciante, creando en aquél la sensación ilusoria de estar eligiendo un producto libremente y

a conciencia.24

Esa ilusión de confianza en el consumidor se refuerza en otros anuncios a través de

mensajes que, paradójicamente, evitan hacer referencia alguna al servicio, como si las

cualidades del mismo estuvieran sobreentendidas y el anunciante tuviera cosas más

importantes que discutir con su futuro cliente. Esa información es, con frecuencia, sustituida

por didácticos razonamientos sobre nociones elementales de gestión comercial y producción

en serie, que serían las que respaldan en último término la calidad del producto. 25 Así,

anuncios como el de la figura 5 y otros donde se insiste en que “muchos pocos hacen un gran

mucho” introducen al lector en una suerte de imaginario proto-fordista, en el que las

modernas estructuras empresariales –justamente aquellas que Mirás ha podido conocer en sus

publicitados viajes por Estados Unidos (Fig. 6)26– permiten una ganancia basada en la

cantidad de ventas, más que en un margen amplio de beneficios por pieza.

Esto apunta a despejar toda desconfianza sobre la calidad de su servicio en relación

con unos precios que parecen irracionalmente bajos. Si, como vimos antes, la inventiva de

Mirás para reformular sus estructuras de producción tuvo el poder de forzar una importante

baja en los precios de todo el mercado a fines del siglo, la campaña de avisos desarrollada en

Caras y Caretas entre 1902 y 1903 siguió produciendo ese efecto. Todavía en marzo de 1902

Artayeta Castex mantiene su tarifa mínima de dos años atrás, esto es, 230 pesos27 por un ataúd

imitación ébano y 10 carruajes de acompañamiento, es decir, el mismo funeral mezquino del

que se quejaba el “esqueleto” citado anteriormente: el más caro, de 600 pesos, incluye ataúd

tallado, doble cajón metálico con manijas europeas y “1 carruaje imperial para coronas, 3

carruajes de duelo con lacayos y 30 carruajes de librea para acompañamiento”. Tras los avisos

de marzo de Lázaro Costa ofreciendo lo mismo por 200 pesos y de Mirás por 50 (carroza de

dos caballos) y 180 (de cuatro), ese mismo mes Artayeta comienza a bajar su tarifa mínima,

primero a 190, luego a 170 y finalmente a 160 pesos por “un servicio correcto”.

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El estrecho margen de rebaja y las economías que parecen adoptar los competidores de

Mirás es elocuente respecto de las dificultades que les ocasionaba, así como de una fuerte

capacidad de contagio que prueba, en definitiva, que sus criterios empresariales a la larga

prevalecerían. Lázaro Costa mantiene sus 200 pesos de tarifa por varios años, pero a partir de

mediados de 1902 se dedicará a imitar, casi como un eco, el estilo de los avisos de Mirás.

Mientras que Artayeta Castex, al llegar al piso de 160 pesos renunciará a la espectacularidad

visual de las fotografías de carrozas que alcanzaban la página completa para publicar avisos

con un austero enmarcado art-nouveau, claramente más económico (Fig. 7).

Pero quizás el recurso más importante de los utilizados por Mirás, y que lo

diferenciarán más rotundamente de sus colegas, sea el de sus constantes y extravagantes

apelaciones a lo “nuevo” y lo “moderno”. No sólo como conceptos incorporados al contenido

del aviso –lo moderno encarnado en el teléfono, el microscopio, los rayos X (Fig. 8)–:

también, y sobre todo, en el ejercicio de un afán de renovación tan constante como efímera y

característica de la sociedad de consumo.

Asegurada cierta regularidad mediante la publicación de un aviso por número, siempre

en la misma página –frente a la página principal que es, además, la de necrológicas de alta

sociedad– y mientras sus colegas apuestan a la repetición de los mismos contenidos semana

tras semana, los avisos de Mirás se proponen sorprender al lector, cada semana, con una

nueva y desconcertante operación de shock (Figs. 6, 8 y 9). En este terreno, las apelaciones

del anunciante a lo estrafalario, lo carnavalesco, lo cómico y lo novedoso renuevan cada

semana ese superficial y efímero –aunque efectivo– equilibrio entre repetición y diferencia,

tan típico de la modernidad industrial y la cultura del consumo.28 Con sólo ojear un ejemplar

de Caras y Caretas de ese año, o –más aún– las muy austeras secciones de publicidad de la

prensa diaria, podremos hacernos una idea cabal del impacto que esta metodología, inédita

hasta entonces, pudo tener en los lectores.

En ese sentido fue fundamental el rol jugado por uno de los caballitos de batalla de

Caras y Caretas: la imagen. La relación texto- imagen es aquí tan enigmática como la que hay

entre imagen y producto, e incluso entre éste y el aviso.

Volviendo a las preguntas que formulé al comienzo del artículo, ¿qué clase de

producto o servicio nos está ofreciendo la belleza estilo belle époque que posa lánguida con su

rosa en la mano en la figura 6? Por su aire melancólico y la flor podríamos pensar en una de

esas alegorías que a veces se encuentran en los bajorrelieves de las tumbas o en las tarjetas de

participación fúnebre tan populares en la época. Podría ser en este caso, pero no,

decididamente, en el de la lujuriosa cocotte de la figura 11. Mucho menos en la “dama del

gatito” del aviso de Lázaro Costa del año siguiente (Fig. 10), pero incluso en este último caso

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la belleza tiene un uso más tangible al funcionar como un claro indicador de posición social

de quienes utilizan los coches –fúnebres o no– del anunciante, así como de los placeres

asociados con el uso del producto.

En los ejemplos de Mirás, en cambio, la relación es menos obvia. Las imágenes –al

menos las de estas mujeres– podrían funcionar en un plano más abstracto como símbolos de

belleza, posición social y buen gusto, que tanto podrían servir para vender un servicio fúnebre

como un fonógrafo, un perfume o un tratamiento contra la calvicie. Su asociación con el

producto es tan arbitraria como en la niña que encarna “la diferencia entre blanco y negro” en

la figura 9, y lo mismo corre para el texto de los avisos: incluir, o no, la referencia a precios y

servicios (figuras 9 y 11, y 6 y 8 respectivamente) resulta accesorio al cuerpo principal del

mensaje, cuya función es más importante: instalar la certeza de que Marcial Mirás, brinde el

servicio que brinde, sabrá hacerlo con calidad, buen gusto y bajas tarifas.

Un rasgo, en suma, que será característico del anonimato y la masividad propios del

capitalismo global y corporativo que se desarrollará a lo largo del siglo XX: la identidad y

calidad del producto serán irrelevantes frente al poder impersonal y abstracto de la marca.

Conclusiones

Ahora bien, cabe preguntarse precisamente qué efectos producirá esta pérdida de

protagonismo del servicio en su percepción por parte del público. Aunque una investigación

detallada de la historia de las funerarias argentinas está aún en proceso y excede los límites de

este trabajo, algunos indicadores mencionados sugieren el éxito de las políticas empresariales

de Mirás, tanto en el corto como en el largo plazo. Si tras un año de “guerra publicitaria”

Lázaro Costa terminó adoptando los métodos de su adversario y tanto él como Artayeta se

vieron obligados –como una década antes habían tenido que hacerlo todas las cocherías de

Buenos Aires– a reducir sensiblemente los precios, es evidente que estas maneras de concebir

y ofrecer el servicio encontraron un fuerte consenso entre la sociedad de la época.

Esto implicaría, entonces, pensar en Mirás y el resto de los empresarios fúnebres como

un importante indicador –causa y consecuencia a la vez– del cambio de mentalidad que se

estaba operando por aquellos años en lo referente a los ritos funerarios y las actitudes ante la

muerte. Como ya he demostrado en otra parte,29 los cambios en la sensibilidad que se

operaron a comienzos del siglo XX se harían visibles en el abandono de costumbres que

durante décadas habían gozado de total aceptación, como el retrato fotográfico de muertos.

Si esta clase de cambios parece ser, como señalaba Ariès, algo intrínseco a la

consolidación de una sociedad de masas y sus criterios acerca del goce y el consumo como

ejes centrales de la vida cotidiana, la pregunta –o al menos una de ellas– es cuál fue el papel

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específico en este proceso, del éxito de empresas que, como Mirás, plantearían a la muerte y

los procesos de duelo como otro aspecto más del savoir vivre moderno.

Imágenes

1. Comparación entre avisos de Artayeta Castex, Mirás y Lázaro Costa a principios de 1902 en Caras y Caretas.

2. Aviso de Artayeta Castex (¼ de página) 3. Aviso de Artayeta Castex (pág. completa)

Caras y Caretas, 29 de julio de 1900. Caras y Caretas, 1º de noviembre de 1902.

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4. Aviso de Marcial Mirás. 5. Aviso de Marcial Mirás. Caras y Caretas, 8 de marzo de 1902. Caras y Caretas, 21 de junio de 1902.

6. Aviso de Marcial Mirás. 7. Aviso de Artayeta Castex.

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Caras y Caretas, 23 de agosto de 1902. Caras y Caretas, 28 de febrero de 1903.

8. Aviso de Marcial Mirás. 9. Aviso de Marcial Mirás. Caras y Caretas, 29 de noviembre de 1902. Caras y Caretas, 8 de noviembre de 1902.

10. Aviso de Lázaro Costa. 11. Aviso de Marcial Mirás. Caras y Caretas, 14 de febrero de 1903. Caras y Caretas, 16 de septiembre de 1902.

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1 Ohmann, Richard. Selling Culture: magazines, markets, and class at the turn of the century. London, Verso, 1996.

2 Wilde, Eduardo. Buenos Aires desde 70 años atrás. Buenos Aires, EUDEBA, 1960, p. 160.

3 Battolla, Octavio. La sociedad de antaño. Buenos Aires, Moloney & De Martino, 1908, p. 194.

4 Peña, José María. “El luto, la pompa y los bemoles silenciosos” en AA.VV. El diario íntimo de un país. 100 años de vida

cotidiana. Buenos Aires, La Nación, 1998, pp. 385-400.

5 M. Q. “Bajo los álamos” en Caras y Caretas, 10 de febrero de 1900.

Ver también Daireaux, Godofredo. “Funeraria” en Caras y Caretas, 4 de enero de 1902.

6 Ariès, Phiippe. Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta nuestros días. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000, p. 83.

7 Ohmann, Richard. Op. cit.; Rogers, Geraldine. Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo XX

argentino. La Plata, EDULP, 2008.

8 Dos de Bastos. “Industriales gallegos – D. Marcial Mirás” en Almanaque Gallego. Buenos Aires, noviembre de 1895.

Aunque el autor no cita la fuente, sus datos (unos 13.870 decesos en todo el año) prácticamente coinciden con los que arroja

el censo de ese año: 649.000 habitantes y una tasa de mortalidad del 20,6 ‰, lo que da un total de 13.370 muertes. Cfr.

Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires – Indicadores demográficos, publicado en

http://www.buenosaires.gov.ar/areas/hacienda/sis_estadistico/indicadores_demograficos.php?menu_id=18717. En todo caso,

la relación entre ese total y el número de cocherías (43) da un promedio anual de 322 entierros para cada una, o sea casi un

servicio diario per cápita.

9 Al estallar la huelga de 1902, por ejemplo, el gremio contaba con 25.000 afiliados. Cfr. Zaragoza Rovira, Gonzalo.

Anarquismo argentino, 1876-1902. Buenos Aires, De la Torre, 1996.

10 Se trataba de un Benz de encendido eléctrico, que importó junto con Dalmiro Varela Castex en 1895. Cfr. Parga, Alfredo.

“¿Cuándo llega? ¿Qué entra? En AAVV. Historia del automovilismo argentino. Buenos Aires, La Nación, 1994. Sobre la

carrera de Mirás, Cfr. Alarcón, Margarita. “El eterno descanso. El servicio funerario en la Argentina” en Todo es Historia,

noviembre de 2002. Buenos Aires, RUBBO, p. 52. En la década de 1990 y bajo el nombre de Casa Callao, la firma se uniría a

Parque Memorial formando parte de uno de los primeros grandes grupos empresarios de casas velatorias y cementerios

privados del país. Tras el último traspaso al grupo chileno Jardines del Pilar, la firma cerró en 2009.

11 s/d. “La casa Mirás” en Caras y Caretas, 20 de enero de 1900. Las denuncias por malas condiciones de higiene del local le

fueron hechas por el gremio de cocheros durante 1902. Cfr. Vieites Torreiro, Dolores. “La participación de los gallegos en el

movimiento obrero argentino (1880-1930)” en Núñez Seixas, Xosé Manoel (Ed.). La Galicia austral: la inmigración gallega

en la Argentina. Buenos Aires, Biblos, 2001, pp. 161-180.

12 s/d. “La casa Mirás” en Caras y Caretas, 20 de enero de 1900.

13 Ramiro. “Entre M. Mirás y yo” en Caras y Caretas, 15 de febrero de 1899.

14 Payró, Roberto. “Reportaje endiablado” en Caras y Caretas, 5 de noviembre de 1898.

15 Rogers, Geraldine. Op. cit.

16 Conde De Profundis. “M. Mirás” en Caras y Caretas, 5 de noviembre de 1898; Ramiro. “Entre M. Mirás y yo” en Caras y

Caretas, 15 de febrero de 1899; s/d “En la inauguración de la nueva casa de Mirás” y “La casa Mirás” en Caras y Caretas, 20

de enero de 1900.

17 Caras y Caretas, 5 de abril de 1902.

18 Ohmann, Richard. Op. cit.; Rogers, Geraldine. Op. cit.

19 De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. México, Universidad Iberoamericana, 1996.

20 Cfr. Rocchi, Fernando. “Inventando la soberanía del consumidor: publicidad, privacidad y revolución del mercado en

Argentina, 1860-1940” en Devoto, Fernando y Marta Madero (Eds.) Historia de la vida privada en Argentina – T. 1: La

Argentina plural 1870-1930. Buenos Aires, Taurus, 1999, pp. 301-321.

21 La fecha no parece casual, en la medida en que 1902 (el año que terminó con la sanción de la Ley de Residencia) fue

agitado para estas empresas en términos laborales, y especialmente para Mirás: además de las denuncias mencionadas antes,

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en abril estalló una huelga de cocheros a favor de la libertad de contratación y contra la iniciativa del Concejo Deliberante de

imponerles una libreta de filiación con retrato. El éxito de esta huelga parece haber pesado en la creación, ese mismo año, de

una sociedad patronal de propietarios de cocherías cuyo presidente fue, precisamente, Marcial Mirás. Cfr. Vieites Torreiro,

Dolores. Op. cit, p. 171.

22 Szir, Sandra. “Memoria colectiva y mensaje visual masivo. Experiencia cultural y fotografía en Caras y Caretas” en VI

Jornadas de estudios e investigaciones. Artes visuales y música. Buenos Aires, Instituto de Teoría e Historia del Arte Julio E.

Payró, 2004.

23 Otro aviso recuerda al lector que puede llamar las 24 horas del día (!) y que, de no saber el número, bastará con decirle a la

operadora “con Mirás”. Caras y Caretas, 16 de agosto de 1902.

24 Rocchi, Fernando. Op. cit.

25 En ese sentido los anuncios de Mirás estarían en consonancia con el tipo de comunicación que la propia Caras y Caretas

establece con sus lectores, a los que revela con frecuencia aspectos técnicos y financieros de la producción de la revista, lo

que en ese momento constituyó toda una novedad. Cfr. Rogers, Geraldine. Op. cit.

26 Aunque faltaban algunos años para la salida del Ford T y la difusión del método de cadena de montaje, es evidente que en

sus viajes Mirás tuvo contacto con los primeros experimentos norteamericanos sobre la organización científica de la

producción; quizás con la primera publicación de Frederick Winslow Taylor, Piece rating system que se había publicado en

1895. En todo caso, las descripciones de las instalaciones de su local y de la estricta organización del personal hacen pensar

que incorporó estas ideas en la medida que le fue posible.

27 Algunas referencias de precios: un fonógrafo costaba entre 55 y 100 pesos; un saco para niña, 18 pesos; una cámara de

fotos portátil, 4,50 pesos, un par de botines 10 pesos. En Rogers, Geraldine. Op. cit., p. 99.

28 Rocchi, Fernando. Op. cit.

29 Guerra, Diego. “Instantes decisivos, imágenes veladas. Sobre la decadencia y desaparición del retrato fotográfico de

difuntos en Buenos Aires, 1910-1050” en IX Congreso Argentino de Antropología Social. Buenos Aires, CAAS, 2008.